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ETOLOGÍA, PSICOLOGÍA COMPARADA Y

COMPORTAMIENTO ANIMAL

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PROYECTO EDITORIAL
SÍNTESIS PSICOLOGÍA

Director:
Juan Mayor

Áreas de publicación:

PSICOLOGÍA BÁSICA
Coordinador: Juan Mayor

PSICOBIOLOGÍA
Coordinador: Carlos Fernández Frías

METODOLOGÍA DE LAS CIENCIAS DEL COMPORTAMIENTO


Coordinadora: Rosario Martínez

PERSONALIDAD, EVALUACIÓN Y TRATAMIENTO PSICOLÓGICO


Coordinador: José Antonio Carrobles

PSICOLOGÍA EVOLUTIVA Y DE LA EDUCACIÓN


Coordinador: Jesús Beltrán

PSICOLOGÍA SOCIAL
Coordinador: José M.a Peiró

PSICOLOGÍA Y MUNDO ACTUAL


Coordinador: Juan Mayor

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ETOLOGÍA, PSICOLOGÍA COMPARADA Y
COMPORTAMIENTO ANIMAL

Fernando Colmenares (Editor)

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Diseño de cubierta: JV Diseño gráfico

Reservados todos los derechos. Está prohibido, bajo las sanciones penales y el resarcimiento
civil previstos en las leyes, reproducir, registrar o transmitir esta publicación, íntegra o
parcialmente, por cualquier sistema de recuperación y por cualquier medio, sea mecánico,
electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o por cualquier otro, sin la autorización
previa por escrito de Editorial Síntesis, S.A.

© Fernando Colmenares (Editor)

© EDITORIAL SÍNTESIS, S.A.


Vallehermoso, 34. 28015 Madrid.
Teléfono (91) 593 20 98

ISBN: 978-84-995835-3-2

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RELACIÓN DE AUTORES

Baldellou, Maribel
Becaria postdoctoral del departamento de Psiquiatría y Psicobiología Clínica de la Universidad de Barcelona.

Call, Josep
Becario predoctoral del departamento de Psicología de la Universidad de Emory, Atlanta, Estados Unidos.

Colmenares, Fernando
Profesor Titular de Psicobiología (Etología) del departamento de Psicobiología de la Universidad Complutense de
Madrid.

Fernández-Montraveta, Carmen
Profesora Titular de Psicobiología del departamento de Psicología Biológica y de la Salud de la Universidad
Autónoma de Madrid.

Font, Enrique
Profesor Ayudante de Biología Animal del departamento de Biología Animal de la Universidad de Valencia. Doctor
en Etología (Universidad de Tennesse, EEUU).

Gaviria, Elena
Profesora Titular de Psicología Social del departamento de Psicología Social de la Universidad de Educación a
Distancia, Madrid.

Gil Bürmann, Carlos


Profesor Asociado del departamento de Psicología Biológica y de la Salud de la Universidad Autónoma de Madrid.

Gómez, Juan Carlos


Profesor de Psicología Evolutiva del departamento de Psicología de la Universidad de St. Andrews, Escocia,
Reino Unido.

Guillén-Salazar, Federico
Doctor en Biología (Zoología) y Director del Centro de Etología Aplicada (ETOTEC) de Valencia.

Peláez del Hierro, Fernando


Profesor Titular de Psicobiología del departamento de Psicología Biológica y de la Salud de la Universidad
Autónoma de Madrid.

Sánchez Rodríguez, Susana


Becaria predoctoral del departamento de Psicología Biológica y de la Salud de la Universidad Autónoma de
Madrid.

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NOTAS

Capítulos 1 y 2

Durante la preparación de estos capítulos, el trabajo de investigación del autor fue financiado parcialmente
por una subvención del Ministerio de Educación y Ciencia (DGICyT, PB92-0194).

Capítulo 5

La investigación original y expuesta en este capítulo ha sido financiada parcialmente con ayudas de la
DGICyT (PB91-0643) y del IVEI. Las lagartijas fueron capturadas con permiso de la Generalitat Valenciana (GV-
Rept-02/91). El autor agradece a Ester Desfilis y Mar Péres-Cañellas por su inestimable ayuda en la elaboración
de las figuras, y a Ester Desfilis, Africa Gómez y Federico Guillén-Salazar por permitirle citar datos aún no
publicados.

Capítulo 6

Durante la preparación de este capítulo, el trabajo de investigación de la autora fue financiado por una beca
postdoctoral de la Comissió Interdepartamental de Recerca i Innovació Tecnológica (CIRIT) i la Direcció General
d'Universitats del Department de la Presidencia de la Generalitat de Catalunya. La autora agradece a Grant G.
Cresswell la elaboración de las figuras incluidas en este capítulo.

Capítulos 7, 9, 10 y 11

Los temas tratados en estos cuatro capítulos constituyen una contribución a un proyecto de investigación
financiado por la DGICyT (PB92- 0194) del Ministerio de Educación. El autor del capítulo 10 agradece a Félix
Zaragoza el haberle permitido reproducir las fotografías incluidas en dicho capítulo.

Capítulo 8

El tema tratado en este capítulo constituye una contribución aun proyecto de investigación financiado por la
DGICyT (PB90-206) del Ministerio de Educación.

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ÍNDICE

PREFACIO

PRIMERA PARTE

ASPECTOS CONCEPTUALES DE LA ETOLOGÍA

CAPÍTULO 1: ETOLOGÍA, PSICOLOGÍA COMPARADA Y COMPORTAMIENTO ANIMAL:


INTRODUCCIÓN
Fernando Colmenares

1.1. ¿Qué es la etología?


1.2. Un ejemplo: fisiología, anatomía y conducta de la hiena manchada
1.2.1. El problema empírico
1.2.2. El nivel de análisis
1.2.3. El problema teórico
1.2.4. El lugar de estudio
1.2.5. El método de estudio
1.2.6. La perspectiva comparativa
1.2.7. Las relaciones interdisciplinares
1.3. ¿Psicología comparada?
1.4. Temas abordados en la presente obra
1.4.1. Aspectos conceptuales de la etología
1.4.2. Comunicación en artrópodos, reptiles y primates
1.4.3. Comportamiento y reproducción
1.4.4. Interacciones, relaciones y conflictos sociales
1.4.5. Uso y fabricación de instrumentos
1.5. Conclusión

CAPÍTULO 2: ETOLOGÍA, BIOLOGÍA Y PSICOLOGÍA: RELACIONES INTERDISCIPLINARES


Fernando Colmenares

2.1. Introducción
2.2. Etología y Biología
2.2.1. Etología, Genética y Desarrollo
2.2.2. Etología y Neurofisiología
2.2.3. Etología y Endocrinología
2.2.4. Etología, Antropología y Biología de Poblaciones
2.3. Etología y Psicobiología
2.3.1. Etología y Psicología Comparada
2.3.2. Etología y Psicología Fisiológica
2.4. Otras Relaciones Interdisciplinares de la Etología
2.4.1. Etología y Psicología Evolutiva
2.4.2. Etología y Psicología Social
2.4.3. Etología y Psicología Cognitiva

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2.4.4. Etología y Psiquiatría
2.4.5. Etología y Farmacología

CAPÍTULO 3: COMPORTAMIENTO ANIMAL Y SOCIEDAD: UNA INTRODUCCIÓN A LA ETOLOGÍA


APLICADA
Federico Guillén-Salazar

3.1. Introducción
3.2. La "esencia" de la etología aplicada
3.3. Los campos de aplicación de la etología actual
3.3.1. Etología aplicada a la conservación de la fauna salvaje
3.3.2. Etología aplicada al control de plagas
3.3.3. Etología aplicada a la utilización de especies animales de interés comercial y social
3.3.4. Etología aplicada a la investigación con animales
3.4. Conclusión

SEGUNDA PARTE

COMUNICACIÓN EN ARTRÓPODOS, REPTILES Y PRIMATES

CAPÍTULO 4: LA COMUNICACIÓN ACÚSTICA Y VIBRATORIA. LOS INSECTOS Y LAS ARAÑAS


Carmen Fernández Montraveta

4.1. Introducción
4.2. La etología clásica de la comunicación
4.3. La comunicación acústica
4.4. La comunicación acústica en los insectos
4.4.1. Funciones de los cantos de llamada y de cortejo
4.4.2. Ecología de la comunicación acústica en los grillos
4.4.3. Neuroetología de la comunicación acústica en los grillos
4.5. La comunicación vibratoria
4.5.1. Características físicas de los estímulos acústicos y vibratorios
4.5.2. Las señales vibratorias como vehículos para la transmisión de información
4.5.3. La comunicación vibratoria en las arañas
4.6. Conclusiones

CAPÍTULO 5: LOS SENTIDOS QUÍMICOS DE LOS REPTILES. UN ENFOQUE ETOLÓGICO


Enrique Font

5.1. Introducción: quimiorrecepción y comportamiento


5.1.1. El enfoque etológico y la quimiorrecepción en los reptiles
5.1.2. ¿Por qué estudiar reptiles?
5.1.3. Los reptiles y la filogenia de los vertebrados
5.1.4. Reptiles, aves y mamíferos
5.1.5. El imperativo comparativo
5.2. Los sentidos químicos de los reptiles
5.2.1. Anatomía de los sentidos químicos nasales
5.2.2. Estimulación del órgano vomeronasal: papel de la lengua

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5.2.3. Otros usos de la lengua
5.2.4. Métodos de estudio
5.2.5. Problemas metodológicos
5.3. Causas o mecanismos
5.3.1. Acceso de los estímulos químicos a los sistemas olfativo y vomeronasal
5.3.2. Tropotaxia: percepción química en estéreo
5.3.3. Neuroanatomía
5.3.4. Estimulación eléctrica del cerebro
5.3.5. Electrofisiología
5.3.6. Feromonas y reflejos neuroendocrinos
5.3.7. Control hormonal de la producción de feromonas
5.3.8. Caracterización química de las sustancias detectadas por los sistemas olfativo y
vomeronasal
5.3.9. Una cuestión de redundancia: diferencias entre los sistemas olfativo y vomeronasal
5.4. Genética y desarrollo
5.4.1. Percepción química en reptiles recién nacidos
5.4.2. Genética de las preferencias químicas
5.4.3. Maduración
5.4.4. Aprendizaje y experiencia
5.5. Función
5.5.1. Quimiorrecepción y comunicación: la falacia de las feromonas 'femeninas'
5.5.2. Dominios funcionales de la quimiorrecepción en reptiles
5.6. Evolución
5.6.1. El nudo gordiano y la contribución cladista
5.6.2. La evolución de la quimiorrecepción en los reptiles Squamata
5.6.3. La vomerolfacción y el origen de los mamíferos
5.7. Etología aplicada
5.7.1. ¿Repelentes para serpientes de cascabel?
5.7.2. La serpiente que se comió Guam

CAPÍTULO 6: LA COMUNICACIÓN VISUAL EN LOS PRIMATES


Maribel Baldellou

6.1. Introducción
6.1.1. Definición de comunicación y conceptos básicos
6.1.2. Niveles de comunicación en los primates
6.1.3. Métodos de estudio de la comunicación animal
6.2. Aproximación causal al estudio de la comunicación
6.2.1. El control de los niveles básicos de comunicación
6.2.2. Las hormonas sexuales, la apariencia y el comportamiento de las hembras
6.2.3. Bioquímica del comportamiento de los machos
6.2.4. Desarrollo ontogenético
6.3. Funciones características y utilidad
6.3.1. Aislamiento genético de las especies
6.3.2. Identificación de los individuos según los factores edad, sexo y estatus social
6.3.3. Señalización del estado reproductivo y solicitud sexual
6.3.4. Mantener la cohesión del grupo
6.3.5. Establecer y mantener la jerarquía social
6.3.6. Defensa de recursos y reducción del riesgo de predación
6.4. Evolución y filogenia de la comunicación visual
6.4.1. El origen de las expresiones faciales y de las señales ritualizadas

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6.4.2. La influencia del entorno ecológico
6.4.3. Relación entre el repertorio de comunicación y el sistema social
6.4.4. Las señales visuales como mecanismos de ahorro energético
6.5. Conclusión

CAPÍTULO 7: ETOLOGÍA COGNITIVA DE LA COMUNICACIÓN EN LOS PRIMATES


Juan Carlos Gómez

7.1. El concepto de etología cognitiva


7.2. La comunicación natural en los primates
7.3. Nuevas tendencias en la primatología de la comunicación
7.4. Cómo ven los monos el mundo o la semántica de la comunicación
7.5. La actitud intencional
7.6. La mente de los emisores
7.7. Resumen y conclusiones

TERCERA PARTE

COMPORTAMIENTO Y REPRODUCCIÓN

CAPÍTULO 8: SUPRESIÓN DE LA REPRODUCCIÓN EN LOS PRIMATES


Fernando Peláez del Hierro
Susana Sánchez Rodríguez
Carlos Gil Bürmann

8.1. Introducción
8.2. La supresión reproductiva como estrategia adaptativa
8.2.1. Indicios fiables
8.3. Mecanismos fisiológicos de la supresión reproductiva
8.3.1. Fisiología de la reproducción
8.3.2. Fisiología de la supresión reproductiva
8.4. Mecanismos sociales de la supresión reproductiva
8.4.1. Etapas en las que se produce la supresión social

CUARTA PARTE

INTERACCIONES, RELACIONES Y CONFLICTOS SOCIALES

CAPÍTULO 9: CONFLICTOS SOCIALES Y ESTRATEGIAS DE INTERACCIÓN EN LOS PRIMATES. I:


ESQUEMA CONCEPTUAL Y TIPOLOGÍA BASADA EN CRITERIOS
ESTRUCTURALES
Fernando Colmenares

9.1. Introducción
9.2. Definiciones
9.1.1. Competición, agresión y conflicto social
9.2.2. Conflicto intra-individual

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9.2.3. Conflicto inter-individual
9.2.4. Estrategia de conducta
9.2.5. Unidades de análisis: acción, interacción y relación
9.3. Conflictos sociales: causas y contextos de ocurrencia
9.3.1. Establecimiento de una relación social entre extraños
9.3.2. Dinámica de una relación social ya establecida
9.3.3. Desacuerdo en los papeles adoptados en una interacción social
9.3.4. Competición por un nicho social (recursos sociales)
9.3.5. Competición por un nicho no social (recursos físicos)
9.3.6. Respuesta a agresión recibida
9.3.7. Respuesta a agresión dirigida hacia otros
9.4. Conflictos sociales: estrategias de interacción
9.4.1. Criterios para una clasificación
9.4.2. Clasificación de las estrategias
9.5. Cuestiones metodológicas
9.5.1. Etapas de un episodio de conflicto social
9.5.2. Terminologías estructural y funcional
9.6. ¿Qué funciones desempeñan las diversas estrategias de interacción?
9.7. Conclusión

CAPÍTULO 10: CONFLICTOS SOCIALES Y ESTRATEGIAS DE INTERACCIÓN EN LOS PRIMATES.


II: MECANISMOS, FUNCIÓN Y EVOLUCIÓN
Fernando Colmenares

10.1. Introducción
10.2. Mecanismos
10.2.1. Mecanismos sociales
10.2.2. Mecanismos cognitivos
10.2.3. Mecanismos fisiológicos
10.3. Función
10.3.1. Nivel social
10.3.2. Nivel fisiológico
10.3.3. Nivel reproductivo
10.4. Evolución
10.5. Algunas implicaciones y problemas
10.5.1. Plano metodológico
10.5.2. Plano teórico
10.5.3. Plano aplicado
10.5.4. El caso humano
10.6. Conclusión

CAPÍTULO 11: CONFLICTO INTERPERSONAL EN GRUPOS DE NIÑOS


Elena Gaviria

11.1. Introducción
11.2. Conflictos diádicos
11.2.1. Detonantes ¿Por qué estalla el conflicto?
11.2.2. Desarrollo del conflicto
11.2.3. Desenlace
11.2.4. Relaciones de dominancia y control del conflicto intragrupal

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11.2.5. Conflicto y amistad. Desarrollo ontogenético
11.3. Conflictos triádicos: intervención de un tercero
11.3.1. Descripción
11.3.2. Factores que favorecen el apoyo: lazos amistosos y rango de dominancia…
11.3.3. El apoyo como estrategia para obtener beneficios
11.3.4. Estrategias de intervención en conflictos
11.3.5. Apoyo y altruismo
11.4. Conclusión
11.4.1. Mecanismos
11.4.2. Funciones del conflicto

QUINTA PARTE

USO Y FABRICACIÓN DE INSTRUMENTOS

CAPÍTULO 12: EL USO Y FABRICACIÓN DE INSTRUMENTOS EN LOS PRIMATES. UN ENFOQUE


MULTIDISCIPLINAR
Josep Call

12.1. Introducción
12.2. Definiciones
12.2.1. Uso y fabricación de instrumentos
12.2.2. Tipos de instrumentos y contextos de uso
12.2.3. Especies estudiadas
12.2.4. Lugar de estudio
12.3. Uso y fabricación de instrumentos en monos
12.3.1. Uso de instrumentos
12.3.2. Fabricación de instrumentos
12.3.3. Resumen
12.4. Uso y fabricación de instrumentos en antropoides
12.4.1. Uso de instrumentos
12.4.2. Fabricación de instrumentos
12.4.3. Resumen
12.5. Implicaciones teóricas
12.5.1. Evolución del uso de instrumentos en relación con las condiciones del entorno
12.5.2. Mecanismos de aprendizaje social y el problema de la cultura
12.6. Conclusiones

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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PREFACIO

La etología es una disciplina científica madura que goza de una saludable vitalidad, a
juzgar por el elevado número de profesionales y de sociedades científicas nacionales e
internacionales que desarrollan su actividad dentro del campo definido por ella, de
manuales de texto que han sido publicados sobre la misma, de revistas técnicas y de
series monográficas especializadas en la publicación de aspectos teóricos, conceptuales,
metodológicos y empíricos sobre la etología, de conferencias y reuniones científicas
destinadas al análisis y comunicación de contenidos etológicos que se celebran
anualmente, de actividades docentes relacionadas con esta materia que se imparten en las
distintas universidades y, finalmente, de proyectos de investigación que abordan
problemas etológicos, y que son patrocinados y financiados por diversos organismos y
agencias estatales y privadas.
Desafortunadamente, este panorama tan halagüeño de la etología que acabo de
dibujar no se corresponde, sin embargo, con la atmósfera que respira esta disciplina en
nuestro país. En efecto, España carece de la tradición etológica de la que disfrutan países
europeos vecinos como Francia, Holanda, Alemania, Suiza, Austria e Inglaterra, todos
los cuales contribuyeron muy activamente al establecimiento y posterior desarrollo de la
etología como disciplina autónoma, con señas de identidad propia. La Sociedad Española
de Etología (SEE) hace apenas una década (en 1984) que inició su andadura y la mayor
parte de sus socios son estudiantes que si bien muestran un elevado interés por la
etología tienen, no obstante, pocas oportunidades para formarse y realizar investigaciones
dentro de ese campo. Uno de los problemas más importantes a los que se enfrenta el
estudiante, el docente y el especialista de otros campos más o menos próximos que está
interesado por conocer y enseñar la etología es el referente a las fuentes de
documentación disponibles para consulta. Debido a su falta de formación en dicha
materia (en el caso de los estudiantes y, en general, de los especialistas en disciplinas
vecinas) y a la necesidad de comenzar la enseñanza de la etología partiendo de sus
principios más básicos y elementales (en el caso de los docentes), la posibilidad de
disponer de un buen surtido de manuales de texto y de lecturas complementarias que
recojan la pluralidad de tratamientos y de puntos de vista que han sido publicados sobre
la etología se convierte en una necesidad prioritaria.
La mayor parte de los estudiantes tienen serias dificultades para leer textos escritos
en un idioma que no sea el castellano. Aunque en España se han traducido varios
manuales de texto de etología escritos originalmente en inglés, en alemán y en francés, el
número de ellos es insuficiente para satisfacer las demandas que exige una adecuada
formación en una materia tan extensa y en constante desarrollo como es la etología. Por
otra parte, el número de manuales de texto y de libros de lecturas escritos por autores
españoles es extraordinariamente escaso, aunque parece que esta situación ya ha
comenzado a remediarse, al menos parcialmente, y seguirá en la misma dirección en el

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futuro inmediato.
Desafortunadamente, en muchos casos esta carencia de manuales de texto de
etología disponibles en lengua castellana ha conducido al lector interesado por el tema a
dirigir su atención a otros textos alternativos cuyo contenido dista mucho de reflejar la
verdadera naturaleza de la etología, aunque quizá sí ilustran otros enfoques más
restringidos, por ejemplo, el sociobiológico; o, incluso, ciertas ramas no especialmente
gruesas de la etología, por ejemplo, la escuela etológica de Lorenz o la escuela
sociobiológica de Wilson. Así, la literatura de popularización y divulgación de la etología,
que es la que más se ha traducido en España, ha creado una serie de mitos y de
expectativas entre los lectores interesados por esta disciplina que, en última instancia, han
perjudicado de forma importante su imagen como disciplina científica al presentar una
visión distorsionada y sesgada de su identidad. La etología es una materia que en España
se imparte actualmente en tres licenciaturas distintas, las de biología, psicología y
veterinaria. Puesto que esta es una situación poco común, los libros que se publiquen
sobre etología deberían intentar atender las demandas que plantea una población de
lectores potencialmente tan diversa y heterogénea como es ésta, tanto en lo que
concierne a su formación como a sus intereses.
El "nicho intelectual" de la etología es, pues, tan extenso y afecta potencialmente a
tantas áreas de conocimiento distintas y a tantas disciplinas diferentes, que ni la
presentación de los temas que lo componen ni su tratamiento exhaustivo pueden quedar
agotados en tan sólo unos pocos libros, máxime si tenemos en cuenta el notable retraso
que la etología padece en España en relación con el desarrollo que esta disciplina ha
alcanzado en los países de su entorno científico. En cualquier caso, parece que el criterio
más sensato y recomendable a seguir a la hora de planificar la elaboración de un libro
consiste en evitar la duplicidad de los contenidos y/o de la estructuración de los mismos
que se haya utilizado en otras publicaciones. La máxima general adoptada en la gestación
y preparación de esta obra fue, por consiguiente, la de complementar la información que
ya había aparecido o iba a aparecer en los libros de etología que están saliendo al
mercado.
El proyecto de preparación y elaboración de la presente obra, Etología, Psicología
Comparada y Comportamiento Animal, fue concebido con unos objetivos muy claros en
mente. El principal objetivo general que se planteó fue transmitir al lector una visión
global y equilibrada de las características que identifican la aproximación etológica al
estudio del comportamiento animal, apoyándose principalmente en el análisis de datos
empíricos concretos. Para ello, se seleccionaron una serie de problemas empíricos y, para
analizarlos, se aplicó sobre ellos la "lente" de la etología contemporánea. Esta lente
permite "ver" ciertas imágenes (i.e., los problemas empíricos que le interesan al etólogo)
a distintos aumentos (i.e., los niveles del sistema), las cuales suscitan diversas cuestiones
y conjeturas de interés teórico (los cuatro porqués de la etología) que deben investigarse.
Dichas imágenes, y las hipótesis que se han planteado para explicarlas, conducen –
fuerzan– al etólogo a adoptar una serie de decisiones relativas al método de estudio. El
etólogo se siente especialmente atraído por las "lentes con zoom", que le permiten

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acercarse y alejarse del objeto de estudio (cruzando los niveles de análisis), y por buscar
respuestas a los cuatro porqués del comportamiento (i.e., su control, su desarrollo, su
función y su evolución). Ambas actitudes, sin duda idiosincrásicas dela aproximación
etológica, definen otra de sus características más importantes: su talante interdisciplinar.
Además de este objetivo nuclear de carácter general, en esta obra se han perseguido
otros objetivos más específicos. Nos interesaba atraer la atención de tres clases de
lectores, el estudiante en formación, el especialista en disciplinas afines (e.g., de otras
ciencias de la conducta) y el etólogo más o menos experimentado. Para ello, se eligió un
formato de tratamiento de la información presentada en los capítulos que combinara tres
estilos que raras veces aparecen juntos. En primer lugar, se ha utilizado el lenguaje
técnico propio de la disciplina, tanto para describir como para explicar los fenómenos
empíricos abordados en cada capítulo. No queríamos recurrir a una prosa
"desnaturalizada" que facilitara la comprensión de los contenidos al profano, a costa de
desvirtuar uno de los instrumentos más importantes de cualquier ciencia, es decir, su
metalenguaje. No obstante, también se ha hecho un esfuerzo por definir y explicar los
diversos términos y conceptos que pueden resultar especialmente opacos y extraños para
el profano. En segundo lugar, y para contribuir a la comprensión del discurso empleado y
a la asimilación de la información presentada, se ha recurrido al uso generoso de
esquemas, de representaciones gráficas y de cuadros. Este método permite al lector
tomar un respiro en la lectura de un texto prolongado y facilita la valoración y reflexión
sobre los aspectos más relevantes de la información que se acaba de presentar. Por
último, aunque algunos de los capítulos se embarcan en una revisión de la literatura
existente sobre el tema abordado, en algunos casos se incluyen también datos y
planteamientos inéditos. Los artículos de revisión no suelen resultar muy accesibles al
lector profano, debido al tratamiento excesivamente telegráfico con que se suelen
presentar los datos empíricos concretos en que se apoyan las diversas teorías. No
obstante, en los capítulos de este libro en que se presentan revisiones, este problema se
ha intentado suavizar a través de una descripción algo más prolija de los datos más
relevantes. Hay que señalar, asimismo, que la única consigna que recibieron los
contribuidores a esta obra fue la de examinar el problema empírico que cada uno de ellos
había elegido desde la perspectiva etológica. Como el lector podrá comprobar, los
capítulos de este libro constituyen un fiel testimonio de la diversidad de estilos que se
pueden emplear para desvelar los enigmas que encierra un fenómeno conductual con la
"lente etológica".
A pesar de la potencial afinidad que existe entre la psicología comparada, la
psicobiología y la etología, lo cierto es que en nuestro país la relación entre los
psicobiólogos y los psicólogos comparatista por un lado, y los etólogos por otro, es
prácticamente inexistente. Una de las razones de esta distancia es, en mi opinión, la
imagen distorsionada y anticuada que la mayoría de los psicobiólogos y psicólogos
comparatistas españoles tienen de la etología. Por consiguiente, otro de los objetivos más
importantes de este libro es contribuir a reducir estas distancias, presentando un
panorama más actualizado de la etología y, sobre todo, identificando las extensas áreas

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de solapamiento que existen entre las tres disciplinas –las cuales ya hace años que se
encuentran claramente definidas en la literatura–. En realidad, estas afinidades se
extienden a otras especialidades dentro de la psicología, como son las psicologías
evolutiva, social y cognitiva. Así, pues, entre los objetivos declarados de este libro
también ocupan un lugar destacado los que van dirigidos a resaltar las afinidades entre la
etología y diversas disciplinas de la psicología y de la propia biología.
En Etología, Psicología Comparada y Comportamiento Animal se enfatiza la
importancia de los cuatro porqués de la etología y se presta una atención especial al
problema de su integración y al desafío que plantea la investigación de un mismo
problema empírico desde diversos niveles de análisis. Esto exige el establecimiento de
relaciones interdisciplinares, y entre éstas destaca la relación con la psicología
comparada.
Los contribuidores a esta obra colectiva son biólogos y psicólogos españoles
interesados por, y profesionales activos en, el estudio del comportamiento animal. Todos
ellos compartían conmigo la visión de la etología que he esbozado en los parráfos
anteriores –que se explica con detenimiento en algunos de los capítulos de este libro– y,
respondiendo positivamente a mi invitación para participar en la elaboración de esta obra,
aceptaron también la responsabilidad de contribuir al logro de los objetivos de la misma.
Quisiera manifestar mi más sincero agradecimiento a los miembros de mi equipo de
investigación por su ilimitada paciencia y por su inmensa ayuda para mantener con vida y
en "intensa actividad" los diversos proyectos de investigación que están en marcha y a los
que este libro robó mucho de mi tiempo. También quisiera agradecer a todos los
contribuidores por su participación. La experiencia de intercambio, aunque muy limitada,
ha sido, no obstante, personalmente enriquecedora. El proyecto de preparación de la
presente obra surgió como respuesta a la amable invitación del Profesor Carlos
Fernández Frias, a quién quisiera expresar mi reconocimiento.

Fernando Colmenares

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CAPÍTULO 1

ETOLOGÍA, PSICOLOGÍA COMPARADA Y COMPORTAMIENTO ANIMAL:


INTRODUCCIÓN

Fernando Colmenares

1.1. ¿Qué es la etología?

La etología es una de las varias disciplinas que se ocupan del estudio del
comportamiento animal (entendiendo por "animal" cualquier ser vivo perteneciente al
reino Animal, el cual incluye, como sabemos, a la especie humana). Ahora bien, ¿qué
tiene de particular la aproximación etológica? Apoyándose en un examen del concepto de
etología que ha sido propuesto en diversos artículos y libros clásicos (e.g., Tinbergen,
1963; Klopfer y Hailman, 1967; Hinde, 1970), en varios manuales de texto modernos de
etología (e.g., Hinde, 1982; Huntingford, 1984; Slater, 1985; Manning y Stamp-
Dawkins, 1992; Drickamer y Vessey, 1992; Alcock, 1993; Goodenough, McGuire y
Wallace, 1993; McFarland, 1993; Ridley, 1994) y en varias publicaciones recientes donde
se analiza la identidad de la etología contemporánea y su futuro (e.g., Barlow, 1989;
Stamp-Dawkins, 1989; Huntingford, 1991; Hinde, 1991; véase también Bateson, 1991),
Colmenares (en preparación a) ha propuesto un sistema de siete coordenadas que
permite obtener una "radiografía" razonablemente completa de las características que
definen el enfoque etológico. Dicho sistema puede ser útil no sólo para obtener un
"retrato" de la etología, identificando sus perfiles y sus rasgos más sobresalientes, sino
también para, aplicándolo sobre otras disciplinas interesadas por el análisis del
comportamiento, determinar tanto las características que son idiosincrásicas de la etología
como aquellas otras que puedan ser comunes a varias de las disciplinas que se ocupan del
estudio del comportamiento animal (véase Colmenares, este volumen: Capítulo 2).
Las siete coordenadas contempladas en este sistema son las siguientes: el problema
empírico, el nivel de análisis, el problema teórico, el lugar de estudio, el método de
estudio, la perspectiva comparativa y las relaciones interdisciplinares (véase Colmenares,
en preparación a: Capítulo 1, para un análisis detallado de cada una de ellas). El Cuadro
1.1 presenta un resumen de las características que definen la aproximación etológica.

CUADRO 1.1. Características de la Aproximación Etológica.

Coordenada Características
• Problema empírico Comportamientos naturales

19
• Nivel de análisis Organísmico, infra y supra-organísmicos
• Problema teórico Explicaciones en términos de los cuatro
porqués: causación/control,
ontogenia/desarrollo, función/valor
adaptativo y filogenia/evolución
• Lugar de estudio Hábitat natural, laboratorio y cualquier
condición intermedia entre ambos
extremos
• Método de estudio Observacional, experimental y cualquier
diseño mixto
• Perspectiva comparativa Comparaciones inter- e intra-específicas
• Relaciones interdisciplinares Establecimiento de cabezas de puente con
otras disciplinas que analizan sólo alguno
de los cuatro porqués y/o sólo algunos
niveles infra- o supra-organísmicos

1.2. Un ejemplo: fisiología, anatomía y conducta de la hiena manchada

Tres de los fenómenos conductuales más paradigmáticos y clásicos de la etología


que ilustran con meridiana claridad las características del enfoque etológico son la
impronta ('imprinting') y el canto en las aves, y el apego ('attachment') en los mamíferos,
en especial en los primates humanos y no humanos (revisados en Colmenares, en
preparación b: Capítulo 8). Raro es el manual de texto de etología que no incluya un
análisis de estos fenómenos, especialmente de la impronta y del canto. En este Capítulo
se va a analizar un cuarto fenómeno que, a pesar de ser menos conocido, puede
contribuir también a iluminar las características de la aproximación etológica.
Los hiénidos (Hyaenidae) constituyen una de las diez familias que integran el orden
de los Carnívoros (de la clase Mamíferos, subphylum Vertebrados; véase Ewer, 1973;
Eisenberg, 1981; Pough, Heiser y McFarland, 1990). A pesar de la mala reputación que
se han granjeado y de las leyendas infundadas que se han creado en torno a ellas, por
causa no sólo de su aspecto, desgarbado y algo grotesco, sino también de sus hábitos
carroñeros y de ciertas vocalizaciones que emiten en situaciones de excitación –que
suenan como la risa o carjada de una persona perversa– lo cierto es que, desde un punto
de vista científico, las hienas constituyen una familia muy interesante. En efecto, una de
las especies que comprende esta familia, la hiena manchada, Crocuta crocuta, presenta
una serie de rasgos fisiológicos, anatómicos, conductuales y sociales muy peculiares. Esta
circunstancia ha sido motivo de que, especialmente en la última década, la hiena
manchada se haya convertido en el punto de mira de científicos de diversa orientación –y
formación– interesados por encontrar una explicación a dichas peculiaridades (revisiones:
Zabel, Glickman, Frank, Woodmansee y Keppel, 1992, Glickman, Frank, Licht,

20
Yalcinkaya, Siiteri y Davidson, 1992, Glickman, Frank, Holekamp, Smale y Licht, 1993;
véase también Kruuk, 1972; Gould, 1983; Frank, 1986a y 1986b; Frank, Glickman y
Zabel, 1989; Holekamp y Smale, 1993; Smale, Frank y Holekamp, 1993;Hofer y East,
1993a, 1993b y 1993c; East, Hofer y Wickler, 1993). Como veremos a continuación,
debido a estas peculiaridades, la hiena manchada puede constituir una especie idónea
para ilustrar la manera en la que el etólogo aborda el estudio del comportamiento.

1.2.1. El problema empírico

Las hembras adultas de hiena manchada exhiben una frecuencia de juego social
intenso que es similar, e incluso superior, a la que presentan los machos. Asimismo, los
miembros de esta especie acostumbran a marcar las fronteras del territorio del clan en el
que viven. Durante la realización de esta conducta de marcaje, el individuo adopta una
postura especial, depositando una secreción producida por las glándulas anales sobre
arbustos, piedras y cualquier otro objeto prominente que se encuentre en los límites del
territorio del clan. Se ha observado que dicha conducta ocurre con la misma frecuencia
en ambos sexos; incluso en algunos estudios se han obtenido datos que indican una
prevalencia de las hembras en la ejecución de esta conducta. Por otra parte, se ha
encontrado que las hembras son más agresivas y, en general, dominantes sobre los
machos (en especial si éstos son inmigrantes). La conducta agresiva en esta especie se
manifiesta ya a una temprana edad –a los pocos minutos o a las pocas horas de nacer– y
en muchas ocasiones tiene consecuencias fatales. Así, se calcula que el 25% de las crías
muere durante el período neonatal a causa de la elevada frecuencia de agresiones que se
produce entre los hermanos, los cuales, a diferencia de lo que ocurre en otras especies de
carnívoros, nacen en un avanzado estado de desarrollo (i.e., son precoces) debido a la
mayor duración relativa del período de gestación que se registra en esta especie. En
general, las hembras enseguida dominan agresivamente a sus hermanos. Por último,
también se ha observado que durante situaciones de tensión (e.g., cuando dos miembros
de un clan se reúnen tras un período de separación, cuando varios miembros de un clan
han participado en la captura de una presa y se disponen a consumirla, cuando se
producen interacciones entre individuos de distinto rango social, etc.) los individuos de
ambos sexos realizan ciertas interacciones que han sido denominadas ceremonias de
saludo. Durante dichas ceremonias, en las que los participantes realizan una inspección
olfativa y gustativa de la zona anogenital de su compañero, se observa que el pene de los
machos y el clítoris de las hembras suele encontrarse erecto. En suma, las hienas
manchadas exhiben diversas conductas, como el juego intenso, el marcaje territorial, la
agresión y las ceremonias de saludo, en las que las hembras adoptan papeles similares o
incluso de mayor protagonismo que los machos.
Las hienas manchadas viven en grupos sociales altamente organizados cuyas
características presentan un elevado grado de convergencia con las que se observan en
los sistemas sociales de diversas especies de primates (en especial de las pertenecientes al

21
grupo denominado de Monos del Viejo Mundo, i.e., la superfamilia Cercopithecoidea).
Las hienas manchadas viven en grandes grupos denominados clanes cuyo tamaño puede
oscilar entre 50 y 100 individuos (e.g., Frank, 1986a; Hofer y East, 1993a). Cada clan
posee su propio territorio –de caza y de cría– cuyos límites son marcados con señales
olfativas y defendidos agresivamente contra cualquier intruso que ose penetrar en él. El
clan está constituido por varias unidades sociales denominadas matrilíneas, las cuales se
encuentran organizadas jerárquicamente. La especie presenta filopatría femenina, es
decir, los machos emigran de su clan natal al alcanzar la madurez sexual (incorporándose
temporalmente a grupos isosexuales de machos nómadas hasta que, eventualmente,
inmigran a un nuevo clan), mientras que las hembras permanecen toda su vida en el clan
donde han nacido, constituyendo, en consecuencia, el núcleo más estable y duradero de
la organización social del clan. Pero quizá la característica más sobresaliente que se
observa en estos clanes sea el sistema de dominancia que presentan, un sistema que está
basado en el éxito en la competición agonística y que depende tanto de la capacidad de
lucha individual (i.e., rango básico o independiente) como de las coaliciones (i.e., rango
dependiente). En efecto, en los clanes de la hiena manchada es posible identificar la
existencia:

a) De un rango social interfamiliar (i.e., las matrilíneas que componen un clan


pueden ser ordenadas en una jerarquía de dominación).
b) De un rango social intrafamiliar (i.e., los miembros de cada matrilínea también
se pueden ordenar con arreglo a una jerarquía agonística).
c) Asimismo, en relación con el proceso de adquisición y mantenimiento del rango
social –interfamiliar e intrafamiliar– de los individuos jóvenes, se observa que,
en ambas esferas de la jerarquía, la conducta de intervención agresiva de la
madre (y de otros miembros de la matrilínea) en defensa, o en apoyo, de sus
parientes más jóvenes constituye un factor fundamental.

Una de las características más importantes de este sistema de dominancia nepotista


(y bastante despótico) que exhiben las hienas manchadas es que la mayoría de las
hembras adultas del clan dominan a los machos adultos; en cualquiera de los casos, el
individuo alfa del clan es una hembra, que es la matriarca de la matrilínea de mayor
rango social del clan (Zabel et al., 1992; Holekamp y Smale, 1993, Smale et al., 1993).
Cuando se compara el tamaño –peso– corporal que presentan los machos y las
hembras de hiena manchada en la etapa adulta se constata la existencia de un ligero
dimorfismo sexual. No obstante, en esta especie el sexo más pesado –hasta un 10%– es
la hembra y no el macho.
La morfología del aparato urogenital de la hembra de hiena manchada es sin duda
una de las características más llamativas y peculiares que presenta esta especie (Figura
1.1). En efecto, en contraste con el patrón general sexodimórfico que es característico de
la mayoría de los otros mamíferos, la hembra de hiena manchada exhibe unos genitales
"masculinizados"; tanto es así, que la identificación del sexo real de los individuos de esta

22
especie a partir de la simple observación de sus genitales externos resulta una tarea
especialmente difícil. En esta especie, el clítoris se ha hipertrofiado hasta tal punto que
cuando se encuentra en erección, su tamaño y su forma son similares a los del pene de
un macho. Asimismo, los labios vaginales de la hembra se han fusionado formando un
falso escroto que al contener dos bolsas bilateralmente simétricas de grasa dan la
apariencia de testículos. La hembra orina a través de un canal urogenital central que
atraviesa el clítoris y que termina en un orificio de salida al exterior (el meato urogenital).
Al carecer de vagina externa, éste es el orificio por el que el macho introduce su pene
durante la cópula, y por el que la hembra expulsa las crías durante el parto (Glickman et
al., 1992 y 1993; Gould, 1983).
Una última característica también peculiar que presenta la hiena manchada concierne
a su perfil fisiológico. En la etapa adulta, los machos exhiben niveles de testosterona –
una hormona típicamente masculina– superiores a las hembras (aunque esta diferencia se
reduce cuando se trata de machos no residentes). No obstante, existe otra hormona
androgénica, la androstenediona, que se encuentra en concentraciones muy elevadas en
el plasma de las hembras adultas de hiena manchada. Diversos estudios indican que, en
el caso de las hembras, ambos andrógenos –la testosterona y la androstenediona– son
principalmente de origen ovárico (y no adrenal) (véase Glickman et al., 1992 y 1993)
(véase Figura 1.2a). En cuanto al perfil hormonal de los individuos durante la etapa
prenatal, los estudios realizados indican que las concentraciones de las dos hormonas
(i.e., la testosterona y la androstenediona) son muy similares en los fetos de ambos
sexos. Existe cierta controversia, no obstante, acerca de la fuente de dichos andrógenos.
Así, mientras que algunos autores sostienen que son los ovarios los que producen estos
andrógenos en los fetos hembra, Glickman y colaboradores (1992 y 1993) en cambio son
de la opinión de que las principales fuentes responsables de esta condición hormonal
"masculina" a la que se encuentran expuestos los fetos hembra son los ovarios y la
placenta de la madre (véase Figura 1.2b). La placenta posee una elevada concentración
de la enzima 17β-deshidrogenasa hidroxiesteroide, la cual es responsable de la conversión
a testosterona que sufre la androstenediona procedente de los ovarios de la madre.

23
Figura 1.1. Genitales del macho y de la hembra de hiena manchada. a) Pene del macho. b) Clítoris de la hembra.
c) Pseudopene y pseudoescroto de la hembra. (Tomado de Matthews, 1939).

24
Figura 1.2. Los altos niveles de las hormonas androgénicas testosterona y, sobre todo, androstenediona son
producidos por los ovarios: a) en al caso de las hembras adultas, y por los ovarios y la placenta de la madre; b)
en el caso de los fetos hembra. Estos últimos también están expuestos a altos niveles de dihidrotestosterona (otro
andrógeno responsable de la virilización de los genitales externos).

En suma (véase Cuadro 1.2), en la hiena manchada se observa una tendencia hacia
el monomorfismo sexual (i.e., las hembras se parecen a los machos más de lo que suele
ser habitual en otras especies) e incluso hacia una inversión del patrón sexodimórfico más
común, y esta tendencia se manifiesta en diversos niveles: el conductual, el social, el
anatómico, el genital y el fisiológico (tanto en la etapa adulta como en la prenatal).

1.2.2. El nivel de análisis

Existen dos aspectos a destacar en el Cuadro 1.2. Por una parte, se indican un total
de 8 problemas empíricos distintos y, probablemente, interrelacionados. Todos ellos son
directamente observables (desde el exterior del organismo), excepto el que concierne a
las hormonas (que sólo se puede observar penetrando "bajo la piel" del organismo y
obteniendo ciertas muestras de su interior). En segundo lugar, al definir el problema

25
empírico objeto de estudio, el biólogo y el etólogo ponen un especial énfasis en la
identificación y clasificación de los niveles de análisis (potencialmente) comprometidos en
cada uno de los fenómenos empíricos que quieren comprender (Colmenares y Gómez,
1994). Es decir, tienen en cuenta, por ejemplo, los distintos niveles de análisis en los que
existe un problema empírico que suscita su interés: el organísmico (e.g., la conducta, la
cognición, la anatomía), los supraorganísmicos (e.g., las relaciones sociales, la estructura
grupal, la ecología) y los infraorganísmicos (e.g., los órganos, los aparatos, las células, las
moléculas).

CUADRO 1.2. Patrones sexodimórficos en la hiena manchada.

Nivel de análisis Problema empírico


Organísmico
• Conductual
Juego social intenso Monomorfismo sexual o inversión del
Marcaje territorial patrón sexodimórfico, con valores de
Agresión ejecución más altos en las hembras
Ceremonia de saludo
• Físico
Tamaño corporal Dimorfismo sexual a favor de las hembras
Supraorganísmico
• Social
Sistema de dominación Las hembras dominan a los machos
Infraorganísmico
• Orgánico
Genitales externos Las hembras desarrollan pseudopenes y
pseudotestículos
• Molecular
Andrógenos Niveles muy similares en ambos sexos

1.2.3. El problema teórico

Quizá por su espectacularidad y por su excepcionalidad, los problemas empíricos


incluidos en el Cuadro 1.2 son, sin duda alguna, muy llamativos. Sin embargo, un
científico no se queda satisfecho con la mera contemplación y descripción de lo que
observa, por fascinante y atractivo que ello pueda resultar. El científico necesita
encontrar una explicación de lo que observa, y el etólogo (como otros científicos del
comportamiento) no es ninguna excepción a este respecto. No obstante, los etólogos
poseen su propio marco general para identificar cuestiones de interés teórico (y práctico)

26
y para formular hipótesis contrastables empíricamente. En efecto, los etólogos se
plantean cuatro tipos de preguntas –los denominados cuatro porqués del
comportamiento–, que son: el porqué de la causación o control, el porqué de la ontogenia
o desarrollo, el porqué de la función o valor adaptativo y el porqué de la filogenia o
evolución (Cuadro 1.1).
Los dos primeros porqués se agrupan a menudo en la categoría de causas o
mecanismos proximales –o inmediatos– del comportamiento, y los otros dos porqués en
la categoría de causas o mecanismos distales –o últimos– del comportamiento (Figura
1.3). Las dos principales diferencias entre las causas proximales y las causas distales son
la magnitud de la escala de tiempo que abarcan las distintas relaciones causa-efecto (i.e.,
inmediata, histórica y biológica) y el tipo de programa (e.g., genético, epigenético,
filogenético) que hace posible la conexión entre el rasgo (la estructura), sus efectos (las
funciones) y el mecanismo de retroalimentación ['feedback'] sobre el propio rasgo.
(Desde luego, ni la clase de relación causa-efecto, ni el tipo de programa que conecta los
diseños estructurales con sus funciones son necesariamente mutuamente excluyentes.)

Figura 1.3. Los cuatro porqués del comportamiento investigados por el etólogo. Es preciso advertir que cada
fenómeno empírico (por ejemplo, cada rasgo o carácter fenotípico de un organismo) puede definirse y explicarse
en distintos niveles de análisis. De hecho, las explicaciones pueden implicar la identificación de relaciones
causales verticales (entre niveles) y horizontales (dentro del mismo nivel). Asimismo, en cuanto a las relaciones
causales verticales, éstas pueden ser ascendentes, descendentes o bi-direccionales.

Hay que señalar, por otra parte, que en el desarrollo de su trabajo, el etólogo puede
(y suele cada vez más) formular cuestiones proximales que obligan a identificar
interrelaciones entre distintos niveles de análisis. En cuanto a las cuestiones distales o
últimas, es preciso enfatizar que aunque los organismos, sus partes, y sus ambientes –
sociales, no sociales y abióticos–co-evolucionan (e.g., cambian en el transcurso de las

27
generaciones), sólo los organismos (y nunca sus partes) pueden ser objeto directo de la
selección natural, puesto que sólo el organismo –contemplado como una unidad
integrada– puede sobrevivir y reproducirse.
Las explicaciones pueden sustentarse en la identificación de relaciones causales de
tipo vertical (entre distintos niveles) y de tipo horizontal (dentro del mismo nivel).
Cuando se postulan relaciones causales verticales, éstas pueden ser a su vez de tipo
ascendente, de tipo descendente y de tipo bidireccional o "dialéctico" (véase Hinde,
1991; Gottlieb, 1992; véase también Campan, 1990; Colmenares, este volumen: Capítulo
2).
¿Por qué las hembras de la hiena manchada presentan ese conjunto de
características que, en una gran mayoría de las especies de mamíferos (y de otros
animales), suelen estar asociadas a los individuos de sexo masculino? Veamos cómo se
enfrenta el etólogo a esta pregunta general.

• Cuestiones de Causación o Control. La Figura 1.4 presenta un esquema de las


posibles hipótesis que explican la causación/control de los fenómenos empíricos
previamente descritos y que en algunos casos han sido sustanciadas empíricamente. Los
ovarios –un órgano[factor infraorganísmico]– de las hembras adultas secretan
andrógenos, en especial la androstenediona, en grandes cantidades. En presencia de la
enzima 17ß-deshidrogenasa hidroxiesteroide, la androstenediona es convertida a
testosterona y ésta –una molécula [factor infraorganísmico]- es co-responsable de la
conducta agresiva que muestran las hembras y de su posición dominante sobre los
machos adultos. Por otra parte, el tamaño corporal mayor de las hembras adultas –un
rasgo anatómico [factor organísmico]– también actúa como factor co-responsable del
éxito del comportamiento agresivo de las hembras y de su posición social superior a la de
los machos. Las relaciones competitivas entre los individuos del mismo y de distinto sexo
–un fenómeno social [factor supraorganísmico]– influyen sobre la mortalidad y sobre
las pautas de emigración de los machos. La composición demográfica –[factor
supraorganísmico]– determina la fortaleza de un clan y su capacidad de monopolizar y
defender un territorio.

28
Figura 1.4. Mecanismos causales proximales que explican las distintas características fisiológicas, orgánicas,
corporales, conductuales y sociales que presenta la hiena manchada. Las flechas indican relaciones causales (i.e.,
causa-efecto).

29
Hasta ahora sólo se han planteado explicaciones causales de tipo ascendente. No
obstante, también existen relaciones causales descendentes que es preciso identificar. Por
ejemplo, la abundancia de la caza en una determinada región y la presencia de
competidores de otras especies –un fenómeno ecológico [factor supraorganísmico]–
pueden influir de forma decisiva sobre la composición y número de clanes que tienen la
oportunidad de asentarse allí. La demografía –[factor supraorganísmico]– de una
población y de sus clanes también afecta a la estructura social y a las relaciones de
dominancia entre los miembros del mismo y de distintos clanes. Los hijos de una hembra
de alta posición social –[factor supraorganísmico]– van a beneficiarse de dicha
condición, puesto que gracias al apoyo de su madre recibirán menos agresión y
accederán con menor dificultad a la comida (y, por consiguiente, pueden desarrollar
también un mayor tamaño corporal).
Si la jerarquía social es muy rígida –[factor supraorganísmico]– la tasa de agresión
es probable que aumente y ésta –[factor organísmico]– va a influir sobre la posibilidad
de acceder a la comida (que influye sobre el tamaño corporal) y sobre los niveles de
estrés que van a soportar los individuos. Cuando éste se eleva, los ejes neuroendocrinos
implicados en el control de las respuestas fisiológicas y conductuales a los estresores
psicosociales (i.e., hipotálamo-hipófisis-gónadas e hipotálamo-hipófisis-corteza adrenal)
van a intervenir produciendo determinados perfiles fisiológicos. De esta manera se cierra
este círculo de influencias bidireccionales entre los distintos niveles del sistema.
En suma, las hipótesis sobre la causación/control de las características que presenta
la hembra de hiena manchada a distintos niveles y la estructura social de sus clanes
postulan la existencia de relaciones causales bi-direccionales entre las hormonas, la
conducta, las relaciones sociales, la demografía y la ecología.

• Cuestiones de Ontogenia o Desarrollo. Las hipótesis postuladas en el apartado


anterior no explican por qué las hembras son de mayor tamaño que los machos y, menos
aún, por qué poseen esos genitales externos tan masculinizados. Para explicar dichos
rasgos masculinos se ha planteado una hipótesis que propone la existencia de una relación
causal entre la condición hormonal de la hembra durante cierta etapa prenatal y el
desarrollo de sus genitales y de su tamaño corporal en la etapa postnatal. Para
comprender este proceso ontogenético de masculinización de las hembras es preciso
explicar brevemente dos conceptos importantes: se trata del concepto de prohormona y
del concepto de función organizadora versus activadora de una hormona (véase
Breedlove, 1992; Hadley, 1992; revisados en Colmenares, en preparación b: Capítulo 3).
Como se indicó en la Figura 1.2b, la androstenediona producida por los ovarios de la
madre durante la gestación no es el factor causal –infraorganísmico– directamente
responsable de la masculinización del aparato urogenital del feto hembra en la hiena
manchada. El verdadero factor masculinizador es la testosterona, y esta se obtiene a
partir de la conversión de la androstenediona en presencia de la enzima 17ß-
deshidrogenasa hidroxiesteroide (que se encuentra en grandes cantidades en la placenta).
Así pues, la androstenediona se dice que actúa como una prohormona y es uno de sus

30
posibles metabolitos –la testosterona– el que realmente asume el papel de hormona
masculinizadora (véase la Figura 1.5). (Otros ejemplos son la testosterona –(5a
reductasa)– dihidrotestosterona, responsable de la masculinización de los genitales
externos de los machos de muchas especies de mamíferos, y la testosterona-estradiol,
que induce la masculinización del sustrato neural responsable de ciertos componentes del
comportamiento sexual en diversas especies de mamíferos.)

Figura 1.5. Algunas prohormonas y hormonas y sus efectos. Como se indica en la figura, la androstenediona y la
testosterona pueden funcionar como prohormonas o como hormonas dependiendo del tejido diana sobre el que
actúen; más específicamente de los enzimas y receptores que se encuentren en éste.

Cuando la respuesta conductual de un individuo adulto a la presencia de una cierta


hormona (e.g., la testosterona o el estrógeno) en su plasma depende de que dicho
individuo haya estado expuesto previamente –y específicamente durante alguna etapa
temprana del desarrollo– a esa misma hormona, se dice que la hormona en cuestión tiene
una doble función: organizadora –durante el período de diferenciación, que normalmente
es prenatal– y activadora –en la etapa adulta–. En el caso del tamaño corporal y de la
conducta agresiva que muestra la hembra de hiena manchada, aún no se sabe con certeza
si la testosterona desempeña esa doble función. No obstante, de lo que no cabe la menor
duda es de que la elevada concentración de andrógenos –androstenediona y testosterona–
que existe en las hembras (tanto en la etapa prenatal como en la postnatal) es el principal
factor infraorganísmico responsable de la masculinización física y conductual que
exhiben las hembras en todos los estadíos de su ontogenia.

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• Cuestiones de Función o Valor Adaptativo. El estudio de la función de un rasgo (o
de un conjunto de rasgos) se centra en el análisis de las consecuencias positivas –
beneficios o ventajas– y negativas –costes o inconvenientes– que se derivan de su
posesión. Es preciso advertir, no obstante, que, en última instancia, el etólogo está
especialmente interesado por evaluar las consecuencias que afectan de manera específica
a la eficacia biológica del organismo (i.e., a su supervivencia y a su reproducción).
Además, la evaluación del valor adaptativo de un rasgo requiere encontrar respuesta a la
pregunta general: ¿para qué sirve? y, en consecuencia, precisa la identificación de los
problemas ambientales –sociales y/o ecológicos– que el organismo tiene que resolver para
maximizar su eficacia biológica. (No debemos olvidar tampoco que toda solución
biológica a un problema conlleva ventajas pero también inconvenientes. La postura
ortodoxa postula que los rasgos de un organismo se mantienen en la evolución
únicamente si la diferencia entre las ventajas y los inconvenientes arroja un saldo neto
favorable, es decir, positivo.)

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33
Figura 1.6. Esquema simplificado de las consecuencias beneficiosas que se derivan de la androgenización que
sufren las hembras de hiena manchada, y de los problemas socioecológicos que sus rasgos genitales, corporales
y conductuales masculinizados contribuyen a solucionar de forma ventajosa. Gracias a ellos, el individuo
incrementa, en último término, su eficacia biológica (vía un aumento de su supervivencia y/o de su
reproducción). Las rutas a través de las cuales pudo aparecer originalmente y puede haberse mantenido
posteriormente la androgenización y sus secuelas se designan con las letras a, b, c y d. La consecuencia a se
considera una exaptación (se indica con la línea de trazo fino). Cualquiera de las otras consecuencias (i.e., b, c y
d) podrían ser adaptaciones.

¿Qué ventajas proporciona a la hembra de hiena manchada su peculiar constelación


de características masculinas? En la Figura 1.6 se recogen algunas de las consecuencias –
funciones– beneficiosas que están asociadas a la posesión de los diversos rasgos
masculinos de la hembra de hiena manchada (véase revisión en Glickman et al., 1993).
(Para facilitar la claridad se han simplificado algunas de las posibles relaciones causa-
efecto indicadas en la Figura 1.4). Los altos niveles de andrógenos presentes en el
sistema circulatorio de las hembras de hiena manchada, tanto en la etapa prenatal como
en la etapa adulta, constituyen el factor causante de la masculinización de sus genitales
externos, del elevado tamaño corporal que alcanzan y de la alta tasa de conducta agresiva
(y de marcaje territorial) que exhiben. Estos tres últimos rasgos –los genitales, el tamaño
y la conducta agresiva– permiten a las hembras solucionar de forma más exitosa los
cuatro problemas socioecológicos siguientes: a) la participación en ceremonias de saludo
que relajan a los miembros del clan –durante situaciones de tensión que potencialmente
podrían desencadenar agresiones– al transmitir información sobre la identidad y la
ubicación de cada individuo dentro de la jerarquía de dominancia social del clan; estas
ceremonias contribuyen a mantener la cohesión del clan que, debido a sus hábitos de
caza cooperativa, resulta de gran valor adaptativo; b) la competición por el acceso a los
recursos alimenticios (e.g., a las presas capturadas) tanto frente a congéneres –del mismo
o de otro clan– como frente a otras especies que compiten por el mismo nicho ecológico
(e.g., el león, el chacal, otras especies carroñeras, etc.); c) el mantenimiento y defensa
del territorio del clan frente a las posibles incursiones de individuos de otros clanes; y d)
la protección de las crías contra las tendencias infanticidas de individuos de otros clanes
(o incluso del propio clan).
En la Figura 1.6 se identifican una serie de consecuencias beneficiosas para las
hembras que muestran rasgos masculinizados por causa de los altos niveles de
andrógenos que circulan en su plasma. En este estadío, sin embargo, existen dos
interrogantes muy importantes que es preciso resolver: ¿cuál de las diversas funciones
que observamos en la actualidad contribuye al mantenimiento de los diversos rasgos?,
¿cuál de ellas fue la causa original de que evolucionara el mecanismo de la
androgenización y sus secuelas?
Algunos autores, como Gould (1983), han postulado que la función que desempeñan
los genitales masculinizados durante la ceremonia de saludo entre los miembros de un
mismo clan –que fue originalmente postulada por Kruuk– debió ser co-optada en etapas

34
posteriores de la evolución (i.e., se trataría de una adquisición evolutiva posterior). Es
decir, se argumenta que dicha función sería secundaria, o sea, una exaptación para
facilitar el reconocimiento de los individuos y de su rango social (con los efectos
tranquilizadores y de cohesión que dichas claves tienen sobre los participantes). En
cambio, cualquiera de las otras funciones –éxito en la competición por el alimento, en la
defensa de su territorio y en la protección de las crías– se contemplarían como
potencialmente primarias y, por tanto, posibles adaptaciones.
En otras palabras, la androgenización de las hembras y sus consecuencias inmediatas
–es decir, masculinización de sus genitales, de su tamaño y de su conducta agresiva–
fueron originalmente seleccionadas y posteriormente mantenidas por distintas rutas (vide
infra). Se desconoce, no obstante, cuál (o cuáles) de las distintas funciones que
desempeñan los diversos rasgos en la actualidad ha sido la causa última de su aparición
original y de su mantenimiento posterior. (East, Hofer y Wickler, 1993, han planteado
que la frecuente ocurrencia de fratricidio entre las crías de la hiena manchada –una
consecuencia de la exposición de los fetos a un ambiente prenatal rico en andrógenos–
podría contemplarse como una adaptación a la excepcionalmente elevada inversión
maternal que se registra en esta especie.)

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Figura 1.7. Efectos potencialmente negativos que se derivan de la androgenización que sufren las hembras de
hiena manchada. Estos efectos se consideran costes que contrarrestan los beneficios y ventajas de la
androgenización sobre la eficacia biológica de las hembras (véase Figura 1.6). Se asume que estos costes no son
superiores a los beneficios puesto que, si fuera así, lo lógico habría sido que el mecanismo de la androgenización
hubiera sido eliminado durante el curso de la evolución. De las posibles desventajas de la androgenización (a-f),
sólo se ha demostrado que el parto (consecuencia c) sigue constituyendo en la actualidad una de las causas más
importantes de la mortalidad entre las hembras. En cuanto a los otros efectos potencialmente negativos (a, b, d, e
y f), parece que la hembra de hiena manchada ha desarrollado mecanismos alternativos para escapar a dichos
efectos (ver texto).

Ahora es preciso que examinemos la otra cara de la moneda, es decir, los


inconvenientes o costes que puede sufrir una hembra que presenta los niveles de
masculinización observados en la hembra de hiena manchada. La androgenización que
experimentan las hembras de hiena manchada podría afectar negativamente a los
siguientes procesos: a) la ovulación; b) la cópula; c) el parto; d) el tamaño corporal; e) el
comportamiento sexual; y f) el comportamiento maternal.
Veamos a continuación cómo resuelve la hiena cada uno de estos hándicaps
potenciales (Figura 1.7).
En algunos mamíferos, como es el caso de la rata albina, Rattus norvegicus, la
presencia de andrógenos durante el período crítico de la diferenciación sexual puede
inhibir la función reproductiva de una hembra adulta, debido a sus efectos sobre el
sustrato neural que regula la síntesis de la hormona luteinizante (LH) en la hipófisis o
pituitaria. En otras especies de mamíferos, sin embargo, el efecto de la administración
temprana de andrógenos no resulta tan dramático; por ejemplo, en el perro, Canis
familiaris, y en el mono rhesus, Macaca mulatta, sólo se produce un incremento del
período de inmadurez –o un retraso de la pubertad– en respuesta al tratamiento prenatal
con andrógenos, pero no su inhibición total. Se ha postulado que la hembra de hiena
manchada ha escapado a los efectos inhibitorios que tienen los andrógenos fetales sobre
la ovulación a través de un mecanismo que se basa simplemente en la existencia de un
retraso del momento en que se produce la elevación de la concentración de andrógenos
en el feto hembra en comparación con el feto macho. En otras palabras, para cuando se
produce la elevación del nivel de andrógenos en el feto hembra, ésta ya ha desarrollado el
sustrato neural femenino –que es, por consiguiente, impermeable a este factor
epigenético– responsable de la existencia de ciclos ovulatorios normales.
La cópula a través del canal urogenital que recorre el clítoris de la hembra no resulta
una tarea sencilla para el macho de hiena manchada. En efecto, desde el punto de vista
mecánico, la intromisión del pene a través del orificio del clítoris retraído de la hembra
demanda ciertas habilidades por parte del macho. Se especula, por consiguiente, que la
evolución de la androgenización en la hembra ha debido ejercer una presión selectiva
importante sobre la evolución del aparato genital del macho (e.g., la longitud del pene) y
de su habilidad para realizar la penetración en una posición más anterior (i.e., el orificio
clitoridiano de la hembra de hiena actual se encuentra en una región más anterior –se

37
supone– que el orificio vaginal de la hembra de hiena ancestral). De hecho, East y
colaboradores (1993) han sugerido que el "pseudopene" que poseen las hembras de hiena
manchada invierte los papeles que tradicionalmente asumen los sexos durante la cópula.
En efecto, en esta especie, la penetración no es posible sin la cooperación de la hembra,
de modo que las preferencias de ésta pueden determinar en gran medida el éxito
reproductivo que exhiban los machos. Por ello –sostienen estos autores– las presiones de
selección intersexual presentes en esta especie pueden haber desempeñado un papel
fundamental en la evolución de la sumisión que muestran los machos frente a las
hembras.
Al término de la gestación, la hembra de hiena manchada expulsa al exterior un feto
que pesa entre 1,1 y 1,6 kg a través del orificio del clítoris (i.e., del meato urogenital).
Aunque el clítoris experimenta una dilatación importante durante el parto, no cabe duda
de que, mecánicamente, el acto de alumbrar a sus crías en estas condiciones debe
resultar extraordinariamente costoso para la hembra. Por ejemplo, en la Reserva
Nacional de Masai Mara, en Kenia, las hembras tienen su primera cría hacia los 3,3 años
en promedio (Frank, 1986a). Pues bien, su tasa de mortalidad más alta se registra
precisamente en esa etapa de su trayectoria vital. Se sabe que la duración del parto de las
hembras primíparas es mayor que el de las hembras multíparas y que el número de crías
muertas durante el primer parto es muy superior al que se registra en partos posteriores.
Además, las hembras primíparas no sólo pueden morir con mayor probabilidad que las
multíparas debido a accidentes causados por las dificultades mecánicas del parto, sino
que, debido a la mayor duración del episodio del parto, el tiempo de vulnerabilidad ante
el posible ataque de uno de sus peores enemigos, el león, también es mayor.
El aumento de tamaño corporal que presenta ha hembra de hiena manchada –y que
supera al del macho– puede entrañar potencialmente algunos costes energéticos y
conductuales adicionales. No obstante, por ahora no se conoce con el suficiente detalle la
relación que existe entre los niveles de distintas hormonas (e.g., andrógenos, estrógenos,
hormona de crecimiento, etc.), en su doble función organizadora y activadora, el
metabolismo y el tamaño corporal. En cuanto a los efectos sobre el comportamiento,
tampoco se ha identificado ningún coste especial sobre la eficacia biológica de las
hembras de hiena manchada que esté provocado por el mayor tamaño de su cuerpo.
A pesar de su perfil fisiológico masculino, la hembra de hiena manchada muestra una
conducta sexual normal (i.e., similar a la del resto de las especies de mamíferos en las
que las hembras no poseen niveles tan elevados de hormonas masculinas). Es decir,
durante la fase folicular del ciclo sexual, las hembras muestran conductas receptivas y
también, aunque en menor medida, conductas proceptivas. El mecanismo que hace
posible la androgenización física (genitales externos y tamaño corporal) y conductual
(comportamiento agresivo) de la hembra sin alterar su comportamiento sexual es un
misterio pendiente de ser esclarecido. No obstante, se han sugerido dos posibles rutas
que no tendrían por qué excluirse mutuamente. Una de ellas sería el "timing" entre la
elevación de las concentraciones de las distintas hormonas y el tipo de estructura que es
organizada hormonalmente (e.g., el sustrato físico de las estructuras sexuales

38
sexodimórficas y de los comportamientos no sexuales versus el sustrato físico de los
comportamientos sexuales). La segunda vía estaría relacionada con el modo de acción de
las hormonas (e.g., la distribución de receptores o de enzimas en los tejidos que vayan a
servir de sustrato físico para el desarrollo de los distintos rasgos físicos y
comportamentales). Por otra parte, el comportamiento maternal de la hembra de hiena
manchada tampoco sufre ninguna disfunción aparente a causa de los andrógenos
prenatales, como ocurre en otros mamíferos. En efecto, las madres mantienen a las crías
en las madrigueras excavadas en el suelo o junto a troncos de árboles caídos, las
transportan y las protegen muy activamente. No obstante, durante la lactancia parece que
los niveles de andrógenos que soporta la madre son los más bajos.
El comportamiento agresivo tan acusado que muestran las hembras desde una
temprana edad es el principal factor determinante de que, en general, los machos sean
subordinados a las hembras. No obstante, una de las consecuencias negativas de la
existencia de este perfil comportamental es que, especialmente a edades tempranas, la
agresión puede conducir al fratricidio. Como se comentó anteriormente, las crías sufren
una alta mortalidad debido a las heridas causadas por las peleas que se producen entre
ellas, especialmente si son del mismo sexo, hasta que se establece un rango social.
Cuando el subordinado sobrevive, se constata una diferencia de tamaño importante entre
las crías de distinto rango; además, sobre la espalda del subordinado se pueden identificar
las huellas de las agresiones que ha tenido que soportar.

• Cuestiones de Evolución o Filogenia. Como ya se ha indicado, la identificación de


la causa última que fue responsable de la aparición y mantenimiento de la
androgenización y de sus secuelas en la hembra de hiena manchada continúa siendo un
enigma (Figura 1.6). El empleo del método comparativo también puede contribuir a
arrojar alguna luz sobre algunos de los interrogantes que aún quedan por resolver.
El estudio de los mecanismos o causas distales que explican la existencia de un
determinado rasgo fenotípico se basa en la búsqueda de correlaciones entre problemas
ambientales y rasgos cuyos diseños estructurales constituyan la solución más adecuada –
óptima, postulan algunos– para resolver dichos problemas. En este tipo de análisis se
tiende a asumir que el diseño de un atributo (e.g., fisiológico, morfológico o conductual)
está determinado por la función que desempeña (i.e., por su utilidad). Así, por ejemplo,
las funciones (i.e., efectos beneficiosos) que desempeñan los distintos rasgos masculinos
que poseen las hembras de hiena manchada son consideradas sus causas últimas, puesto
que contribuyen a incrementar su eficacia biológica en el ambiente tan competitivo en el
que desarrollan sus actividades de supervivencia y de reproducción. En ese ambiente,
rasgos como el tamaño corporal y la agresividad (dos características favorecidas por los
andrógenos) deberían prosperar en la evolución siempre y cuando, claro está, su
existencia no redujera, en última instancia, la eficacia biológica de los individuos que los
poseyeran. Ahora bien, ¿por qué la ruta hacia la androgenización de las hembras sólo ha
evolucionado en esta especie? ¿Acaso el ambiente al que se enfrentan las hienas
manchadas es único? La respuesta a esta última pregunta es un rotundo no. Glickman y

39
colaboradores (1993) se preguntan, por ejemplo, por qué las hembras de león, Panthera
leo, es decir, las leonas, no han desarrollado una estrategia fisiológica similar a la de las
hembras de hiena manchada. La competición por el acceso a la comida y el infanticidio
son dos de las causas más importantes de la alta mortalidad –de hasta el 75%– que
sufren las crías de león durante sus dos primeros años de vida. Si las leonas fueran de
mayor tamaño (y quizá más agresivas) que los machos, aquellas serían capaces de
defender las presas abatidas frente a los ataques de los machos y de ese modo
asegurarían la manutención de sus crías. Asimismo, si las hembras alcanzaran un tamaño
superior al de los machos, la defensa de sus crías contra los intentos (y casos
perpetrados) de infanticidio que exhiben los machos extraños de una nueva coalición
cuando toman posesión de una horda sería mucho más efectiva. Una posible respuesta –
muy acorde con el planteamiento funcionalista que estamos empleando hasta ahora– es
que los costes de la androgenización (y de sus efectos) en las leonas son –a diferencia de
lo que les ocurre a las hienas– más elevados que las ventajas que obtienen. Los leones
alcanzan un tamaño corporal que puede llegar a ser del orden de un 50% mayor que el
de las leonas. La doctrina ortodoxa afirma que este rasgo sexodimórfico ha evolucionado
bajo una intensa presión de competición intra-sexual entre los machos. En las hembras en
cambio, el aumento del tamaño corporal reduciría su eficiencia en la caza (como les
ocurre a los machos). La hipótesis ortodoxa plantea, por consiguiente, que el aumento del
tamaño corporal en las leonas reduciría su eficacia biológica, a través de sus efectos
negativos sobre su capacidad para capturar presas, y que dichos inconvenientes serían
superiores a las ventajas asociadas a la protección de las crías contra machos infanticidas
y a la defensa de las presas contra los ataques de los machos.
No cabe duda de que este tipo de razonamientos genera hipótesis que pueden ser
contrastadas empíricamente. No obstante, existen otras explicaciones alternativas (véase,
por ejemplo, Gould, 1983; Dwyer, 1984). En muchas especies animales, la "estrategia"
de la androgenización seguida por las hembras de hiena manchada sería imposible,
probablemente porque existen condicionantes y limitaciones genéticos, fisiológicos y,
quizá, conductuales que son insuperables, a pesar de que dicha estrategia podría
contribuir a resolver algunos de los problemas ambientales que la hiena comparte con
muchas otras especies animales. En otras palabras, los diseños estructurales no sólo
aparecen en la historia evolutiva de una especie y después se mantienen porque un
determinado ambiente socioecológico pueda favorecerlos. La causa de su aparición (y
desaparición) puede estar determinada por condicionantes (y contingencias) genéticos,
filogenéticos y estructurales (e.g., alométricos) de la especie en cuestión. Esta postura
estructuralista (cfr. Dwyer, 1984) hace hincapié, asimismo, en el papel de protagonismo
que la ontogenia puede desempeñar en la evolución de ciertas características. Como han
señalado varios autores (e.g., Gould, 1977 y 1983; Mackinney, 1988; Gottlieb, 1992),
ligeras alteraciones (i.e., mutaciones) en la actividad de ciertos genes reguladores y
desplazamientos en el momento de la ontogenia en que eso ocurre (i.e, lo que se conoce
como heterocronía) pueden conducir a la aparición de "monstruos" –como la hembra de
hiena manchada– que, no obstante, pueden convertirse en innovaciones evolutivas

40
extraordinariamente exitosas. Por ejemplo, la elevada síntesis de andrógenos que tiene
lugar en los ovarios de la madre, la elevada concentración de enzimas presentes en el
lugar adecuado (e.g., la 17ß-deshidrogenasa hidroxiesteroide en lugar de la aromatasa en
la placenta) y en el momento apropiado (e.g., después de que se hayan diferenciado los
tractos sexuales internos), pueden hacer que un individuo experimente una
masculinización de muchos de sus rasgos (e.g., los genitales externos, el tamaño corporal
y el comportamiento agresivo) y que, al mismo tiempo, reduzca o escape a los efectos
negativos que potencialmente dicho proceso podría provocar (i.e., la imposibilidad de
ovular o de mostrar el comportamiento sexual y/o maternal adecuado). Sin la adquisición
de los mecanismos genéticos y fisiológicos que son peculiares de la hiena manchada –es
decir, un sustrato morfológico para el desarrollo de las estructuras urogenitales internas y
externas que toleran la presencia de los andrógenos y un sustrato neural que permite el
mantenimiento de la función y del comportamiento reproductivos normales en presencia
de andrógenos–, la androgenización que experimentan las hembras de esta especie no
habría podido evolucionar, habría sido una ruta sin futuro.
Debemos recordar, por otra parte, que, como muy atinadamente apunta Endler
(1986), la selección natural puede explicar las condiciones bajo las cuales un determinado
rasgo puede mantenerse, o incluso extenderse, en una población actual; sin embargo, no
puede explicar su aparición original en la evolución, en una población ancestral.
Volviendo a la Figura 1.6, en la que se indicaban las posibles consecuencias que pueden
ser responsables del mantenimiento de la androgenización de las hembras de hiena
manchada, queda pendiente de resolver la duda sobre cuál de ellas constituye una
adaptación, una exaptación, una consecuencia puramente neutral (i.e., sobre la que la
selección natural no puede actuar, por ejemplo, por falta de variabilidad, por ausencia de
consecuencias de cualquier signo, etc.) o una consecuencia negativa (que, así todo, se
mantiene debido, por ejemplo, a procesos de epistasis o de pleiotropía).

1.2.4. El lugar de estudio

Los primeros estudios sistemáticos sobre el comportamiento de la hiena manchada


fueron realizados por Kruuk (1972) en una de las regiones que comprende el hábitat
natural de esta especie: en el cráter del Ngorongoro, que se encuentra situado dentro del
ecosistema del Serengeti en Tanzania. Estudios posteriores han combinado los trabajos
de campo con otras investigaciones realizadas en instalaciones en cautividad. Así, por
ejemplo, Hofer y East (1993a,1993b y 1993c) han conducido estudios en el Parque
Nacional del Serengeti (Tanzania), mientras que un equipo constituido por varios
investigadores de la Universidad de California (EEUU) han llevado a cabo
investigaciones en la Reserva Nacional de Masai Mara en Kenia, y, de forma paralela, en
dos instalaciones de 12 m x 30 m en la Universidad de Berkeley, California (e.g.,
Frank,1986a y 1986b; Glickman et al., 1992 y 1993; Zabel et al., 1992; Holekamp y
Smale, 1993; Smale et al., 1993).

41
Desde luego, la explotación de las posibilidades que ofrece cada uno de los dos
lugares de estudio, es decir, campo versus cautividad, ha contribuido a enriquecer el tipo
de hipótesis planteadas y el tipo de procedimientos empleados en su investigación.
Asimismo, la integración de los datos obtenidos en las dos clases de poblaciones también
ha favorecido el avance de nuestro conocimiento sobre esta peculiar especie. Como
señalan Glickman y colaboradores (1992), nuestra comprensión de los mecanismos
hormonales y sociales involucrados en el desarrollo del sistema de dominancia que
presenta la especie en su hábitat natural (y en cautividad) no habría sido posible sin los
estudios que se han realizado en cautividad. De igual modo, la explicación del posible
valor adaptativo de la agresión que se registra en cautividad (y en el hábitat natural) entre
las crías –y que puede conducir al fratricidio– no habría sido posible sin las
investigaciones que se han llevado a cabo en condiciones de campo.

1.2.5. El método de estudio

Cada problema de estudio, cada hipótesis, requiere su método de estudio particular.


No existe el método más apropiado para responder a todas las cuestiones que se puedan
plantear. En la aproximación etológica al estudio de los problemas empíricos suscitados
por la hiena manchada (véase Cuadro 1.2) se han empleado una diversidad de métodos
que pueden situarse a todo lo largo del continuo que conecta la observación con la
experimentación. Se han realizado observaciones de individuos identificados por marcas
naturales, de individuos marcados artificialmente y de individuos equipados con radio-
collares. Por otra parte, también se han practicado gonadectomías –y administrado
tratamientos hormonales– para controlar –y variar– experimentalmente los niveles
hormonales de los individuos. Asimismo, también se han obtenido muestras de sangre de
las hembras y de los machos, tanto en etapas prenatales como postnatales, así como en
diversos estadios reproductivos (e.g., gestación) con el propósito de determinar sus
concentraciones de hormonas circulantes. Cada uno de estos procedimientos ha
permitido obtener datos que eran relevantes para responder de forma adecuada a
cuestiones específicas.

1.2.6. La perspectiva comparativa

El método comparativo empleado por los etólogos para investigar los mecanismos y
la función y evolución de la masculinización que presenta la hembra de hiena manchada,
y que afecta a varios niveles de organización –el fisiológico, el anatómico, el conductual y
el social– ha sido de suma utilidad para poner de relieve al menos tres aspectos de
extraordinaria importancia. En primer lugar, la enorme –y fascinante– diversidad de
mecanismos alternativos que existen para organizar el comportamiento sexual y social –y
sus correlatos fisiológicos– y, al mismo tiempo, escapar a posibles efectos biológicamente

42
contraproducentes. En segundo lugar, la complejidad de las relaciones que pueden
emerger entre la genética, la fisiología, el comportamiento y la ecología de las especies.
Por último, la naturaleza de la relación entre los mecanismos ontogenéticos y la
evolución. En efecto, el éxito evolutivo de determinadas innovaciones ontogenéticas
(e.g., la androgenización) depende de forma importante de la existencia de ciertos
condicionantes genéticos y ambientales (a los que el propio organismo contribuye de
forma activa, como se indicaba en la Figura 1.4).

1.2.7. Las relaciones interdisciplinares

El nivel de análisis en el que se define un problema empírico y/o teórico constituye


en muchas ocasiones uno de los criterios más importantes a la hora de demarcar el
campo de estudio de una disciplina. En biología, por ejemplo, cada subdisciplina suele
concentrarse en el estudio de un único nivel de análisis (e.g., la genética, la bioquímica, la
citología, la histología, la organografía, la anatomía, la fisiología, etc.). La etología en
cambio ha mostrado desde sus inicios una acusada vocación interdisciplinar (e.g.,
Tinbergen, 1951 [1989]; Hinde, 1982 y 1991; véase Colmenares, este volumen: Capítulo
2). Aunque su punto de partida suele ser un problema empírico definido en el nivel
organísmico (e.g., una conducta natural), la búsqueda de su explicación exhaustiva lleva
al etólogo a realizar incursiones en el terreno de disciplinas especializadas en niveles
superiores e inferiores (i.e., supraorganísmicos e infraorganísmicos, respectivamente).
Asimismo, su interés por encontrar respuestas a los cuatro porqués del comportamiento
acrecienta aún más la necesidad de integración: integración de la información obtenida en
cada nivel de análisis –que, por necesidad, exige el cruce en ambas direcciones de las
fronteras que separan las diversas disciplinas implicadas–, e integración de las respuestas
sobre la causación, la ontogenia, la función y la evolución del comportamiento, es decir,
sobre los mecanismos proximales y los mecanismos distales (Stamps, 1991; Curio, 1994;
Colmenares y Gómez, 1994).
Regresando al ejemplo que se ha utilizado en este capítulo para ilustrar las
características de la aproximación etológica, podemos señalar que los miembros del
equipo que han participado en las investigaciones sobre la hiena manchada descritas en
este capítulo están vinculados a diversos departamentos de la Universidad de California:
Psicología, Biología Integradora, Obstetricia y Ginecología, Fisiología y Zoología. En mi
opinión, la fertilidad del trabajo llevado a cabo por este equipo de especialistas en campos
tan diversos es una consecuencia del feedback que ha existido entre los datos e ideas
obtenidos en los distintos niveles de análisis y entre los diferentes tipos de cuestiones
teóricas que se han planteado. En ambos casos, la información obtenida debe
considerarse complementaria y, por consiguiente, la labor de integración, defendida y
propiciada por la aproximación etológica, ha contribuido de manera decisiva a ampliar no
sólo nuestra comprensión de los problemas inicialmente formulados sino también el
horizonte de interrogantes que quedan pendientes de resolver.

43
El talante interdisciplinar adoptado por los etólogos les obliga a practicar un
eclecticismo tanto teórico como metodológico. Los fenómenos empíricos que ocurren en
cada nivel de análisis –las concentraciones de ciertas hormonas, la morfología de los
genitales externos, el tamaño corporal, la conducta agresiva, etc.– se comprenden mejor
y de manera más exhaustiva cuando formulamos hipótesis que responden a los cuatro
porqués y, además, y esto es muy importante, cuando no sólo identificamos relaciones
causales entre procesos que ocurren en el mismo nivel (i.e., relaciones causales
horizontales) sino también entre procesos que operan en distintos niveles (i.e.,
relaciones causales verticales).
Por último, otra característica del enfoque etológico es precisamente su
posicionamiento con respecto a la naturaleza de las relaciones entre niveles de análisis.
Entre los etólogos –y psicólogos comparatistas– la opinión mayoritaria es que dichas
relaciones deben concebirse y estudiarse como bidireccionales –o dialécticas– en lugar de
unidireccionales (véase Hinde, 1991; Gottlieb, 1992; Campan, 1990 [1980]; Colmenares
y Gómez, 1994).
Es posible que esta postura dificulte el avance de nuestras investigaciones y, sobre
todo, no permita la obtención de leyes universales sino de microteorías con menor poder
predictivo (ver Hinde, 1986). Muchos etólogos suscribirían la postura según la cual el
valor de una investigación no depende sólo de la disponibilidad de técnicas de estudio
sistemáticas y fiables que permitan la repetición de los análisis y la obtención de
principios de amplia generalidad. Otro criterio para valorar una investigación –que
muchos etólogos defenderían– es la relevancia del problema, para el avance del
conocimiento en general o del hombre en particular, con independencia del grado de
dificultad que su estudio pueda entrañar y del grado de generalidad que sus conclusiones
puedan alcanzar (véase Hinde, 1974, 1979 y 1986).
En realidad, lo que se ha enfatizado en los párrafos anteriores de este apartado es el
valor que el etólogo atribuye al contexto, a la interacción entre las partes y su
contribución al todo y al relativismo de las explicaciones. Las hormonas masculinas
sintetizadas por las células no tendrían ninguno de los efectos que se observan en la
hembra de hiena manchada si no fuera porque son secretadas en el medio adecuado.
Este medio puede o no ser sensible a dichas hormonas y, en función de ello, interactuará
o no con ellas y contribuirá a los posibles efectos que las hormonas pueden ejercer sobre
las estructuras morfológicas (algunas de ellas intermediarias en la exhibición de
comportamientos sexodimórficos).
El tamaño corporal tampoco es el determinante de la posición social que vaya a
ocupar una hembra. Es sólo uno de los múltiples co-determinantes. Su efecto preciso
depende del contexto social y demográfico, es decir, del apoyo social que reciba de otros
y del tamaño corporal de los demás individuos de la población. Y puesto que el efecto de
un factor causal depende de tantos otros factores causales –a menudo impredecibles–
con los que interactúa, la predicción –y explicación– en etología no puede –ni debe
aspirar a– acercarse, en muchos casos, al grado de exactitud que a menudo se encuentra
–y se exige– en otras ciencias cuyo objeto de estudio es esencialmente distinto,

44
especialmente en lo que respecta al grado de variabilidad en el "comportamiento" de las
partes y al grado y naturaleza de la interdependencia entre ellas (véase Colmenares, este
volumen: Capítulo 2).

1.3. ¿Psicología comparada?

Aunque durante una buena parte de su trayectoria histórica, la etología y la


psicología comparada siguieron caminos separados (véase Colmenares, en preparación b:
Capítulo 1), lo cierto es que después de la síntesis moderna entre ambas disciplinas, las
posiciones que sostienen los psicólogos comparatistas y los etólogos pueden resultar
prácticamente idénticas (véase Colmenares, este volumen: Capítulo 2). Como
consecuencia de ello, a veces resulta arduo –y con frecuencia estéril– la búsqueda de
criterios para establecer si un determinado trabajo es de etología o de psicología
comparada. Criterios como son el tipo de especialización básica (i.e., biología versus
psicología) o el tipo de institución en la que se trabaja (i.e., departamento de biología o
zoología versus departamento de psicología) no resultan en general válidos –a mi
entender– para distinguir a un etólogo de un psicólogo comparatista. Además, dentro de
cualquiera de los dos campos, es decir, la etología y la psicología comparada, podemos
encontrar entre sus practicantes tal grado de diversidad de objetos de estudio, de
intereses teóricos y de metodologías que, en muchos casos, puede existir mayor afinidad
entre un etólogo y un psicólogo comparatista que entre dos etólogos o entre dos
psicólogos comparatistas.
Por desgracia para los etólogos españoles, el tipo de psicología comparada que de
forma mayoritaria se practica en nuestro país se encuentra, por regla general, muy
alejada de cualquiera de las corrientes de psicología comparada identificadas por
Dewsbury (e.g., 1990b). Esta circunstancia ha hecho prácticamente imposible que en
nuestro país se establecieran contactos y relaciones sólidos entre profesionales de ambas
disciplinas. Otro tanto ocurre con la psicobiología. En general, el trabajo de los
psicobiólogos españoles se acomoda más a la concepción restringida de psicobiología que
a la amplia, tal y como la define Dewsbury (1991). Como consecuencia de ello, en
España las relaciones profesionales entre los etólogos y los psicobiólogos han sido
prácticamente inexistentes. En mi opinión, las distancias entre los etólogos por un lado y
los psicólogos comparatistas y los psicobiólogos españoles por otro no sólo refleja la
existencia de diferencias reales en sus intereses –que, insisto, es fundamentalmente una
característica nacional– sino también, un desconocimiento de lo que realmente define el
trabajo de los etólogos.
Los contribuidores a este libro son psicólogos (Josep Call, Elena Gaviria, y Juan
Carlos Gómez) y biólogos (Maribel Baldellou, Fernando Colmenares, Carmen
Fernández-Mon- traveta, Enrique Font, Carlos Gil-Bürmann, Federico Guillén-Salazar,
Fernando Peláez y Susana Sánchez).
La mayoría de los biólogos, sin embargo, trabajan en Facultades de Psicología y,

45
más específicamente, en departamentos de Psicobiología. El trabajo de cualquiera de
ellos podría acomodarse igualmente bien al campo de la psicología comparada (sensu
Dewsbury) que al de la etología, puesto que todos ellos comparten una actitud básica
común hacia el abordaje de sus problemas de estudio.
Se debe insistir una vez más en que dentro de la etología y de la psicología
comparada también existen escuelas o corrientes que se apartan considerablemente del
campo común y compartido entre estas dos disciplinas. Por consiguiente, los
profesionales que trabajan en dichas áreas difícilmente podrían ser confundidos con
respecto a la identidad de la disciplina en la que se ubica su trabajo.

1.4. Temas abordados en la presente obra

Todos los contribuidores a este volumen monográfico sobre la etología recibieron


una consigna muy concreta que constituyó, por otra parte, el hilo conductor de la obra.
Se trataba de ilustrar las características de la aproximación etológica (véase Cuadro 1.1) a
través del análisis de distintos problemas empíricos. Había que aplicar la "lente" etológica
sobre cada uno de los problemas abordados con el propósito de "ver" a través de ella y,
por supuesto, describir al lector el resultado de la "experiencia". Los temas fueron de
libre elección, aunque se intentó que no fueran demasiado dispares y que los autores
estuvieran trabajando en ellos. Aunque todos los autores han analizado su problema
empírico desde la perspectiva etológica y, en ese sentido, han respetado la consigna
recibida y previamente aceptada, lo cierto es que existe una notable diversidad de
estrategias entre ellos a la hora de utilizar una táctica concreta de análisis. En algunos
casos, las diferencias están motivadas por la naturaleza del problema abordado o del
grupo de especies estudiado. En otras ocasiones, sin embargo, la diversidad de estrategias
adoptadas por los autores probablemente refleja la existencia de diferencias genuinas en
la manera de organizar la información y de establecer prioridades a la hora de desarrollar
un argumento, así como en el posicionamiento teórico de los autores dentro de la
disciplina. En mi opinión, esta diversidad, que es real, enriquece cualquier disciplina y
debe, por consiguiente, ser reproducida fielmente, para beneficio de los posibles lectores.
Por este motivo, dentro de los límites que impone la correcta labor editorial, se decidió
respetar las idiosincrasias de los distintos contribuidores.

1.4.1. Aspectos conceptuales de la etología

Tras este primer capítulo introductorio se presentan dos capítulos que se ocupan
principalmente de la identidad y del ámbito de la etología. Existen diversas estrategias
orientadas a la identificación del concepto de una disciplina. Una de ellas consiste en
examinar en detalle sus características más sobresalientes (véase Colmenares, en
preparación a: Capítulo 1). Otra alternativa consiste en analizar su perfil histórico (véase

46
Colmenares, en preparación b: Capítulo 1). Una tercera estrategia consiste en comparar
las semejanzas y las diferencias que presenta en relación con otras disciplinas más o
menos afines. Esta última es precisamente la estrategia adoptada por Fernando
Colmenares en el Capítulo 2. Colmenares revisa con cierto detalle las relaciones entre la
etología, la biología y la psicología (especialmente la psicobiología). En su opinión, las
actuales etología, psicología comparada (en su sentido amplio; véase Dewsbury, 1990b)
y psicobiología (en su sentido amplio; véase Dewsbury, 1991) presentan un grado de
solapamiento tan intenso y extenso, que muchos de los trabajos que se realizan en cada
uno de esos campos bien podrían atribuirse indistintamente a un etólogo, a un psicólogo
comparatista o a un psicobiólogo.
Asimismo, todas ellas adoptan posturas que son compatibles con la denominada
biología autonomista, la cual enfatiza las concepciones holistas y antirreduccionistas,
destaca el papel activo del organismo tanto en la ontogenia como en la filogenia, y resalta
la necesidad de identificar los niveles de análisis y de integrar la información obtenida en
el estudio de cada uno de ellos.
Federico Guillén-Salazar nos presenta en el Capítulo 3 una panorámica de este área
relativamente jóven –y prometedora– dentro de la etología que ha recibido la
denominación de etología aplicada. La vertiente aplicada de la etología constituye uno de
los últimos "pseudópodos" lanzados por esta disciplina. Aunque la etología ha sido
históricamente y continúa siendo en la actualidad una ciencia fundamentalmente básica,
en las dos últimas décadas, aproximadamente, los etólogos han comenzado a examinar y
a investigar algunas de las repercusiones que sus estudios pueden tener en el plano
aplicado. Este nuevo ámbito de la etología se encuentra en la actualidad en plena
ebullición, contribuyendo muy activamente a la expansión y consolidación de la
disciplina. En una época como la actual, en la que la competición por los recursos de los
que depende la "supervivencia" y "reproducción" de las disciplinas científicas es muy
intensa, y en la que los criterios prioritarios que se emplean para valorar el conocimiento
que aporta cada una de ellas son la inmediatez y rentabilidad de sus resultados en
ámbitos que afectan directamente al bienestar de la especie humana, resulta importante
resaltar algunas de las alternativas que los etólogos aplicados pueden ofrecer. En efecto,
como señala Guillén-Salazar en su capítulo, los etólogos que se han especializado en el
estudio de la faceta aplicada de su disciplina han sabido vencer la tentación del
antropocentrismo despótico y el exceso de utilitarismo que caracteriza a otras disciplinas
científicas, y han protagonizado un esfuerzo importante por construir una ciencia en la
que las implicaciones de sus resultados no se valoren sólo por su importancia para el
bienestar y otros intereses materiales del hombre, sino también por su relevancia para el
avance de nuestro conocimiento sobre todos los animales y los ecosistemas de los que
ellos son productos y productores. Es cierto que la etología aplicada está contribuyendo a
mejorar el bienestar del hombre y la rentabilidad de algunas de sus actividades
económicas. Sin embargo, lo que quizá resulte más idiosincrásico –y alentador– de la
contribución etológica sea la labor que los etólogos, tanto los que se centran en el
tratamiento de aspectos teóricos o básicos como los que se especializan en temas

47
aplicados, están realizando en la construcción de una actitud más humana y más sensible
hacia la compleja naturaleza de las relaciones existentes entre el hombre y el resto de los
animales.

1.4.2. Comunicación en artrópodos, reptiles y primates

En su famosa obra "La Expresión de las Emociones en el Hombre y los Animales",


Darwin (1872) comenzó el análisis científico de uno de los temas, la comunicación, que
desde entonces se ha convertido en un clásico dentro de la etología. En efecto, cuando se
examina la trayectoria histórica de esta disciplina se advierte un interés continuado por el
estudio de los procesos de comunicación en los animales. En la presente obra también se
ha dedicado un amplio espacio (4 capítulos) al análisis de la comunicación en distintos
grupos animales. Carmen Fernández-Montraveta revisa en el Capítulo 4 lo que se conoce
sobre la comunicación acústica y vibratoria en dos grandes grupos de artrópodos, los
insectos y los arácnidos. Fernández-Montraveta abre su capítulo presentando una
interesante estrategia analítica frecuentemente adoptada por los etólogos. Esta estrategia
consiste en identificar en primer lugar los dominios funcionales en los que se producen
las pautas de comportamiento de interés y en utilizar después éstos como una guía hacia
el planteamiento de hipótesis sobre los mecanismos neurales subyacentes. Fernández-
Montraveta considera que este tipo de análisis top-down (es decir, desde arriba hacia
abajo) es una de las características que identifican la aproximación etológica, el cual
contrasta con el tipo de análisis que adoptan muchos neurocientíficos, cuyo punto de
partida suele ser el estudio de los mecanismos moleculares y/o celulares y su final
(aunque a menudo no su meta) puede ser el comportamiento (es decir, el análisis desde
abajo hacia arriba, 'bottom-up'). Como ya se ha enfatizado en los apartados anteriores de
este capítulo, no cabe duda de que los etólogos acostumbran a iniciar sus estudios con
análisis del tipo topdown. No obstante, también es preciso señalar que el estudio de los
mecanismos no implica necesariamente un análisis bottom-up (i.e., los mecanismos de un
comportamiento pueden estudiarse al mismo nivel que la propia conducta). Por otra
parte, aunque –como apunta Fernández-Montraveta– la identificación de la (posible)
función de un diseño puede contribuir a guiar la investigación de los mecanismos,
muchos etólogos –y entre ellos la autora de este capítulo– manifestarían que lo contrario
es igualmente cierto y, desde luego, se resistirían a aceptar que los estudios funcionales
deban preceder a los estudios que se centran en el análisis de los mecanismos. En
cualquier caso, la información presentada por Fernández-Montraveta en su capítulo
constituye un excelente testimonio de la fecundidad e interés de esta práctica tan
genuinamente etológica de cruzar los niveles de análisis (e.g., el genético, el
neurofisiológico, el conductual y el ecológico), de relacionar cuestiones de función y de
mecanismo y, en última instancia, de integrar la información obtenida (véase Horn, 1985
y 1991; Curio, 1994; para ejemplos adicionales y especialmente ilustrativos de la
productividad que se obtiene cuando se aplica este proceder etológico).

48
Enrique Font presenta en el Capítulo 5 una exhaustiva revisión de otro sistema de
comunicación natural; en este caso se trata del comportamiento y de los sentidos
implicados en la producción y detección de señales químicas en los reptiles. El grupo de
vertebrados conocido vulgarmente –así como en las clasificaciones filogenéticas
tradicionales– como Reptiles, han proporcionado algunos de los modelos más
interesantes, y más fructíferos, en el estudio de la psicobiología del comportamiento
sexual. De hecho, algunos etólogos (o psicobiólogos holistas) contemporáneos de gran
renombre como, por ejemplo, David Crews, han destacado precisamente por sus
aportaciones en el terreno del estudio integrado de cuestiones de mecanismo, definidas a
diversos niveles de análisis (e.g., molecular, celular, organísmico, poblacional y
ecológico), y de cuestiones de función y evolución del comportamiento sexual de los
reptiles en particular, y de los vertebrados en general (e.g., Crews, 1980, 1981, 1986,
1987a, 1987b, 1988, 1992 y 1994; véase también Greenberg, Burghardt, Crews, Font,
Jones y Vaughan, 1989). Font identifica las diversas ventajas que reúnen los reptiles para
investigar y comprender la quimiorrecepción, y para, haciéndolo, exponer las
características de la aproximación etológica. Asimismo, Font aborda directamente uno de
los viejos problemas de la psicología comparada, de la etología y de las teorías evolutivas
en general. Se trata de la interpretación de la evolución como un proceso de
perfeccionamiento progresivo (revisado en Colmenares, en preparación b: Capítulo 2;
véase también Colmenares, este volumen: Capítulo 2). Font arremete frontalmente
contra la dicotomía tan extendida –y de la que resulta tan difícil escapar– entre
vertebrados superiores versus inferiores, por la concepción de la evolución en que se
inspira (i.e., el modelo de la Scala Naturae). Uno de los problemas más importantes que
existe en torno a la controversia sobre la validez de esta dicotomía concierne a la
discusión de si la dimensión complejidad –de un diseño biológico– y la dimensión
recencia evolutiva –aparición tardía del grupo que lo exhibe– deben considerarse
correlativas. Desde luego, este no es el único obstáculo, y quizá ni siquiera el más
importante, que existe en relación con este tema. Por ejemplo, la definición y
determinación empírica del grado de complejidad relativa que presenta un determinado
diseño en comparación con otro tampoco resulta una tarea fácil. Otro tanto ocurre con la
identificación de criterios que permitan distinguir entre rasgos ancestrales (i.e.,
plesiomórficos) y rasgos derivados (i.e., apomórficos). En su acertada –y generalmente
compartida– crítica de la dicotomía, Font señala que el examen detenido de los caracteres
que se han utilizado habitualmente para defender la existencia de diferencias cualitativas
entre los reptiles por una parte y los vertebrados supuestamente superiores –o sea, las
aves y los mamíferos– por otra, no arroja resultados concluyentes. Según Font, al menos
en relación con dichos caracteres, las diferencias entre ambos grupos parecen más
superficiales que profundas. Desde luego, desarticular la validez de la dimensión
superior/inferior no es lo mismo que demostrar la ausencia de diferencias cualitativas
entre los diseños biológicos de dos grupos zoológicos (o incluso de dos individuos)
distintos. En cualquier caso, abordando este tema, Font realiza un ejercicio muy
importante, al airear de forma crítica un viejo mito que a veces contamina el discurso

49
científico, y que reduce su buscado y deseado rigor. Además de incluir un análisis que
refleja fielmente las características de la aproximación etológica, con un examen prolijo
de la información aportada por cada uno de los cuatro porqués y su integración y por el
empleo del método comparativo, el capítulo de Font presenta una breve, pero jugosa,
sección en la que ilustra con un par de ejemplos la contribución que el estudio de la
quimiorrecepción en los reptiles puede realizar en el ámbito de la etología aplicada, es
decir, en la resolución de problemas prácticos.
Maribel Baldellou presenta en el Capítulo 6 un análisis de la comunicación visual en
los primates. Esta fue originalmente una de las modalidades sensoriales de la
comunicación que más atención despertó entre los primeros etólogos de primates y de
otras especies. Baldellou adopta un enfoque muy clásico en el desarrollo del tema,
identificando los distintos tipos de señales visuales que son más características de los
repertorios de comunicación de diversas especies de primates no humanos, así como la
interpretación sobre sus posibles mecanismos causales (e.g., su motivación) y su función
biológica. Baldellou encuentra útil, y emplea, el modelo de la Scala Naturae y el principio
de recapitulación para describir –y quizá explicar– algunas de las características que se
observan en la ontogenia y filogenia de la comunicación visual en los primates. Este
posicionamiento teórico ha sido muy criticado tanto en etología como en biología y en
psicología comparada (Colmenares, este volumen: Capítulo 2; Colmenares, en
preparación b: Capítulo 2), de modo que su planteamiento por Baldellou sin duda
suscitará comentarios críticos e invitará al debate en los posibles lectores. Algunos de los
contribuidores anteriores ya han declarado explícitamente su oposición al modelo de la
Scala Naturae (Font, este volumen: Capítulo 5).
Los tres capítulos anteriores sobre la comunicación adoptan una aproximación
esencialmente similar en lo que se refiere a la naturaleza de los procesos implicados en el
sistema de comportamiento estudiado y al modelo explicativo general que se suscribe
(i.e., el modelo etológico clásico renovado a nivel teórico con la incorporación –al estudio
de la comunicación– de los conceptos de selección individual y de conflicto de intereses
entre los actores y reactores; véase Krebs, 1991). En efecto, tanto las variables
dependientes como las intermedias y las independientes pueden ser directamente
observables y medibles con precisión (con o sin apoyo de instrumentos sofisticados). En
el caso concreto de los tres sistemas de comunicación examinados en los capítulos
anteriores, se observa que los organismos producen sonidos, sustancias químicas y/o
señales visuales en respuesta inmediata –o retardada– a la recepción de una gran
diversidad de señales y estímulos de la misma o de diferente naturaleza, procedentes de
individuos de la misma o de otra especie. Tanto los estímulos, como las respuestas, los
procesos fisiológicos intermediarios y las consecuencias sobre las que la selección
natural y/o la selección sexual pueden actuar, constituyen variables tangibles y
potencialmente medibles y, por ello, disfrutan del respetable y envidiado estatus de
variables "objetivas". Dichas variables son incorporadas a modelos teóricos causales y
funcionales cuyo objetivo es interpretar los procesos observados en función de las
posibles correlaciones (y relaciones causales) entre las diversas variables involucradas. En

50
la segunda mitad de la década de los 70 surgió dentro de la etología una actitud muy
distinta hacia la interpretación de los mecanismos causales que subyacen al
comportamiento. El principal impulsor inicial de esta nueva actitud, sin duda heterodoxa
si no hereje dentro de la etología, fue el prestigioso zoólogo norteamericano Donald
Griffin, mundialmente reconocido por sus estudios pioneros sobre la ecolocalización en
los murciélagos (e.g., Griffin, 1978 y 1981). Frente al modelo de causalidad física,
automática o mecánica, basado en el enfoque de la caja negra (o de la caja gris), que
dominaba las explicaciones sobre la causación/control del comportamiento animal dentro
de la etología (y de otras disciplinas afines) de la época, se comenzaron a articular un
conjunto de propuestas que cristalizaron en un modelo alternativo de causalidad
cognitiva, intencional o mentalista. De acuerdo con este segundo modelo o paradigma,
la comprensión de la causación del comportamiento requería la adopción de una actitud
epistemológica y teórica, y por ende metodológica, radicalmente distinta hacia la
naturaleza de los mecanismos que gobiernan el comportamiento y hacia el propio
comportamiento de los animales. El nuevo modelo sostiene que la "psicologización" (e.g.,
la referencia a estados/variables subjetivos y mecanismos psicológicos igualmente
hipotéticos y, por tanto, inobservables que median la conducta de los individuos) puede
iluminar y hacer avanzar nuestra comprensión de la causación del comportamiento, al
tiempo que puede hacer justicia a la complejidad que se observa en la conducta de los
animales. Frente al exceso de reduccionismo y de "fisiologización" en las explicaciones de
la causación del comportamiento se propone –dentro de esta nueva perspectiva– el
planteamiento de hipótesis, y la búsqueda de métodos científicos apropiados, que
incluyan en sus enunciados y en sus análisis el empleo de variables y entidades
psicológicas como pueden ser, por ejemplo, las representaciones y los estados mentales.
Muchos son los científicos procedentes de diversas disciplinas que han contribuido desde
entonces a la construcción de la denominada etología cognitiva (véase Colmenares, este
volumen: Capítulo 2; Gómez y Colmenares, 1994). Juan Carlos Gómez nos presenta en
el Capítulo 7 una interpretación de la comunicación vocal de los primates basada en este
segundo modelo articulado por los etólogos cognitivos. (En el campo de la etología
cognitiva de los primates, los temas que más atención han recibido han sido la
comunicación vocal y las conductas de engaño; véase Colmenares [1990b] para un
análisis preliminar de ambos.) En realidad, Gómez se sirve principalmente de los estudios
realizados por los primatólogos Dorothy Cheney y Robert Seyfarth sobre los monos tota,
empleando métodos experimentales en condiciones de campo, para, utilizando como
ejemplos algunos de los resultados obtenidos por ellos, exponer las características que
identifican la actitud intencional y mentalista que se respira entre los etólogos que
practican esta subdisciplina cognitiva y que se han interesado por el estudio de la
comunicación vocal en los primates. Con este capítulo, que cierra la serie de ellos que
abordan el tema de la comunicación, se pretende mostrar la riqueza teórica, y sin duda
empírica, de los estudios que han llevado a cabo los etólogos durante varias décadas.
Desde luego, al menos en el caso de los estudios sobre la comunicación de los primates,
el establecimiento de relaciones entre la etología y otras disciplinas interesadas por el

51
análisis "cognitivo" del comportamiento han sido cruciales para incrementar nuestra
comprensión del problema (empírico) de la comunicación (y el lenguaje) en particular y
de la inteligencia en general (Harré y Reynolds, 1984; Cheney y Seyfarth, 1990a y 1992;
Povinelli, 1993; Quiatt y Reynolds, 1994; Tomasello y Call, 1994; Heyes, 1994; Byrne,
1995; véase también Riba, 1990) y también para establecer relaciones más estrechas y
cooperativas entre la etología teórica y la psicología teórica y aplicada (e.g., Whiten,
1991; Gómez, Sarriá y Tamarit, 1993).

1.4.3. Comportamiento y reproducción

El estudio tranversal y longitudinal de la actividad sexual y de la tasa reproductiva


que exhiben los individuos de una población revela la existencia de importantes
diferencias intraindividuales (i.e., durante la trayectoria vital de un mismo individuo) e
inter-individuales en ambos parámetros (e.g., Clutton-Brock, 1988). En una gran
mayoría de los casos, dichas diferencias son el resultado de la interacción entre factores
internos (principalmente fisiológicos, aunque también genéticos) y externos (es decir,
ambientales: sociales y ecológicos). En algunas ocasiones, la condición fisiológica en la
que se encuentran los individuos les permitiría iniciar y/o terminar un "proyecto"
reproductivo (e.g., la ovulación/espermatogénesis, la fecundación, la gestación o la
crianza) y, sin embargo, no lo hacen (e.g., no ovulan, producen óvulos/espermatozoides
pero, a pesar de ello, no tienen oportunidad de ser fecundados/fecundar, se producen
interrupciones del embarazo y abortos, o los fetos llegan a nacer, pero las crías son
descuidadas o eliminadas activamente). Se afirma entonces que los individuos suprimen
(o restringen) la reproducción (véase Wasser y Barash, 1983). (Por supuesto, dicha
supresión no implica necesariamente –y de hecho no constituye normalmente– una
decisión consciente por parte del individuo que la exhibe.) ¿Cuál es la explicación de
dicho fenómeno? ¿Por qué suprimen los individuos su reproducción y con ello reducen,
aparentemente, su éxito biológico? Como ya sabemos (vide supra), la aproximación
etológica responde a estas preguntas generales buscando respuestas a los cuatro porqués
del comportamiento (i.e., su control/causación, su desarrollo/ontogenia, su función/valor
adaptativo y su evolución/filogenia).
El estudio de la supresión reproductiva desde la perspectiva etológica resulta
especialmente interesante por cuanto contribuye a obtener una visión mucho más
integrada de la relación dialéctica que existe entre la fisiología, el comportamiento y el
ambiente social y ecológico de los individuos de una población, tanto durante la
ontogenia como durante la evolución. En el fenómeno de la supresión reproductiva
pueden intervenir (o mediar) factores fisiológicos, factores sociales y factores ecológicos.
A nivel fisiológico, por ejemplo, existen diversos sistemas potencialmente implicados: el
eje hipotálamo-hipófisis-gónadas (HHG), el eje hipotálamo-hipófisis-suprarrenales
(HHS), varios sistemas de neurotransmisores (e.g., monoaminérgicos) y el sistema
inmunitario (SI). La percepción y/o la presencia de estresores (i.e., agentes estresantes)

52
externos, por ejemplo, el aumento de la agresión recibida, la carencia de recursos
alimenticios, etc., pueden inducir la respuesta fisiológica del estrés. Es bien conocido que
la activación del eje HHS –que caracteriza la respuesta del estrés– tiene un efecto
inhibitorio sobre la actividad del eje HHG, es decir, puede conducir a una supresión
parcial o total del comportamiento sexual y de la función reproductiva (e.g., Leshner,
1983; Kaplan, 1986; Sapolsky, 1992). Sin embargo, quizá una de las contribuciones más
importantes que han realizado los etólogos y los psicólogos comparatistas en este campo
sea el descubrimiento de que los efectos de la interacción entre estos dos sistemas
fisiológicos dependen (a) del contexto social y (b) del estatus social de los individuos
examinados (e.g., Sapolsky, 1987, 1990 y 1993; véase también Crews, 1987a y 1992;
Ziegler y Bercovitch, 1990, para un examen de estas aportaciones). Por ejemplo, el perfil
fisiológico de individuos (machos) que ocupan distintas posiciones en la jerarquía social
(i.e., dominante y subordinado) puede ser muy similar bajo condiciones de estabilidad
social y, sin embargo, exhibir cambios muy distintos en respuesta a situaciones
socialmente inestables. Se ha sugerido, asimismo, que la variabilidad inter-individual
existente en la respuesta al estrés también puede estar mediada por factores
ontogenéticos con contribuciones ambientales y genéticas en íntima interacción (véase
Higley, Linnoila y Suomi, 1994). En efecto, algunos estudios con primates no humanos
han documentado la existencia de continuidad ontogenética en las diferencias
conductuales y fisiológicas que los individuos exhiben a experiencias estresantes como la
deprivación social temprana en función de las condiciones de crianza –por ejemplo, con
una madre versus con iguales– (e.g., Higley, Suomi y Linnoila, 1992, Higley et al., 1993;
Higley, Linnoila y Suomi, 1994; véase también Kraemer, 1992). La activación de ciertos
sistemas fisiológicos en respuesta a factores estresantes (como la separación), por
ejemplo, del sistema autónomo (e.g., elevación de la frecuencia cardíaca y de la
temperatura corporal), del eje HHS (e.g., elevación de las concentraciones de ACTH y
de cortisol en sangre) y de diversos sistemas de neurotransmisores monoaminérgicos
(e.g., elevación de las concentraciones de norepinefrina y de serotonina), o la depresión
de otros sistemas monoaminérgicos (e.g., la disminución de la concentración de
dopamina) correlacionan con perfiles comportamentales definidos y estables durante el
desarrollo. Por último, hay que señalar también que la respuesta fisiológica del estrés
actúa suprimiendo la actividad del sistema inmunitario (Sapolsky, 1992), y que la
disminución de la inmunocompetencia puede resultar menor en individuos que muestran
un perfil más elevado de conductas amistosas y más reducido de conductas agresivas
(e.g., Kaplan et al., 1991).
Fernando Peláez, Susana Sánchez y Carlos Gil-Bürmann examinan en el Capítulo 8
algunas de las relaciones que se han descrito en los primates –humanos y no humanos–
entre la fisiología, el comportamiento social y la socioecología. En su análisis de la
supresión reproductiva, Peláez y sus colaboradores se centran en el estudio de la función
y de los mecanismos (es decir, en sólo dos de los cuatro porqués de la etología). La
estrategia que adoptan para desarrollar el tema difiere de la empleada por algunos de los
otros contribuidores, incluyendo la de Fernández-Montraveta que, como ya se ha

53
señalado, propone estudiar la función antes de examinar los mecanismos, subrayando,
asimismo, la inspiración que el estudioso de los mecanismos puede obtener si comienza
por identificar la función de los comportamientos que le interesan. En efecto, Peláez y
sus colaboradores comienzan por plantear un problema teórico (en lugar del problema
empírico) y, además, optan por utilizar el marco teórico funcionalista (sociobiológico)
como principal instrumento para guiar la investigación del fenómeno de la supresión
reproductiva. Muchos etólogos se mostrarían críticos con esta estrategia de abordaje, por
cuanto puede atentar contra algunos de los principales principios defendidos por la
postura etológica troncal: los cuatro porqués son igualmente importantes y deben, por
consiguiente, recibir igual tratamiento (Stamp-Dawkins, 1989; Hinde, 1982). Asimismo,
el adaptacionismo que se respira en algunas secciones del capítulo es muy probable que
estimule en el lector el interés por el análisis crítico de esta doctrina tan controvertida
que, así todo, tanto ha penetrado en el pensamiento de profesionales de muy diversos
campos científicos.
La supresión de la reproducción puede ser parcial (lo más común) o total (mucho
menos frecuente) y puede ser causada: a) sólo por mecanismos conductuales; o b)
también por mecanismos fisiológicos. El primer tipo de supresión (parcial) es más
característico de los machos, aunque también puede ocurrir entre las hembras (véase
Keverne, 1992). En este caso, el sujeto se encuentra fisiológicamente capacitado para
reproducirse (e.g., produce gametos), sin embargo, su fertilidad se encuentra disminuida
porque otros individuos impiden o reducen su participación en interacciones sexuales
(debido a la existencia de intensa competición intrasexual). El segundo tipo de supresión
(i.e., la fisiológica) es mucho menos común, especialmente cuando ésta es total, como
ocurre en varias especies de la familia de los Callitrícidos (primates del Nuevo Mundo).
Estas especies constituyen, pues, un interesante modelo para analizar los mecanismos, la
función y la evolución de la supresión reproductiva (Abbott, 1989 y 1993; véase también
Abbott, Barret y George, 1993; Barrett, Abbott y George, 1993). En varias especies de
esta familia se ha encontrado que el sistema de reproducción más común es la
monogamia con presencia de hembras "auxiliares" (i.e., de hembras sexualmente
maduras que, no obstante, no se reproducen, pero participan en la crianza de las crías
producidas por la pareja de individuos dominantes). En el plano de los mecanismos, se
constata la existencia de factores sociales, conductuales y fisiológicos comprometidos en
la supresión de la actividad fisiológica que muestran las hembras subordinadas en algunas
de las especies de esta familia. Por ejemplo, la posición social en la jerarquía de
dominación del grupo determina la existencia o ausencia de actividad fisiológica, de
comportamiento sexual y de fertilidad en las hembras. En algunas de estas especies, la
única hembra que ovula es la hembra dominante del grupo. Además, se ha comprobado
que, al menos en Callithrix jacchus, esta supresión fisiológica está mediada por
estímulos conductuales, visuales y olfativos (Barrett, Abbott y George, 1993). En cuanto
a los planos funcional y evolutivo, las diferencias que se han descrito entre algunas
especies de Callitrícidos en el tipo de supresión reproductiva que exhiben se han
explicado en relación con la existencia de presiones selectivas distintas. Se han propuesto

54
tres hipótesis funcionales para explicar este sistema de reproducción (i.e., la monogamia
con presencia de auxiliares que no se reproducen): a) la hipótesis de la saturación del
hábitat (las hembras subordinadas se benefician de retrasar la emigración desde el grupo
natal); b) la hipótesis del tamaño del grupo y su relación con el aumento de la tasa
reproductiva de la hembra dominante (la hembra dominante se beneficia de que las
hembras subordinadas se queden y actúen como "auxiliares"); c) la hipótesis del
aprendizaje del rol maternal (las hembras subordinadas se benefician de adquirir
experiencia en el cuidado de las crías a través de la práctica de su rol de "auxiliar").
Según Abbott y colaboradores (1993), en las tres especies que muestran supresión
fisiológica, es decir, Callithrix jacchus, Saguinus oedipus y S. fuscicollis, la hembra
dominante del grupo depende mucho más de la presencia y contribución de hembras
auxiliares no reproductivas para asegurar la supervivencia de su descendencia que en la
especie que sólo presenta supresión conductual pero no fisiológica (i.e., Leontopithecus
rosalia). Según estos autores, por consiguiente, las diferencias interespecíficas que se
observan en el grado de supresión reproductiva, esto es, sólo conductual versus
conductual y fisiológica, estarían determinadas por la gravedad de los problemas de
supervivencia a los que se enfrentan los grupos de las distintas especies y la
correspondiente necesidad de disponer de mecanismos seguros –la supresión fisiológica
es más infalible que la conductual– que reduzcan los riesgos que pueden comprometer
los beneficios que se derivan del sistema de reproducción monogámico. La supresión
fisiológica de la reproducción que se observa en varias especies de Callitrícidos puede
ocurrir también en otras especies de vertebrados (e.g., en algunas especies de la familia
de los Cánidos), e incluso puede presentar características aún más dramáticas, como es el
caso de la rata topo africana, Heterocephalus glaber (Krebs y Davies, 1993). Esta
especie ha desarrollado un sistema de reproducción conocido como eusocialidad –que es
típico de los insectos sociales (e.g., Seger, 1991)–, que se caracteriza por la existencia de
individuos estériles que participan muy activamente en la alimentación y protección de
los miembros de las comunidades en las que viven.
A pesar de la extraordinaria distancia filogenética existente entre estos grupos tan
diversos (primates, carnívoros y roedores, e incluso insectos), parece que la existencia de
presiones socio-ecológicas similares ha conducido a la evolución de algunas soluciones
convergentes.
El estudio de los mecanismos que subyacen a dichas convergencias puede arrojar
mucha luz sobre la función y evolución de la diversidad de estrategias de supresión
reproductiva y de los mecanismos de los que ésta depende (véase Abbott, Barrett,
Faulkes y George, 1989).

1.4.4. Interacciones, relaciones y conflictos sociales

La vida en grupo supuestamente confiere muchas ventajas a sus miembros; sin


embargo, también es la principal causa de la ocurrencia de una gran cantidad de

55
conflictos intra- e inter-individuales. En efecto, la vida en grupo conduce con frecuencia
a situaciones en las que los intereses de los distintos miembros entran en colisión.
Fernando Colmenares presenta en el Capítulo 9 un esquema conceptual de orientación
estructural para analizar los distintos estadios que comprende el desarrollo de los
conflictos inter-individuales (véase también Colmenares y Rivero, 1986). Se identifican
las causas más habituales de los conflictos interpersonales en los primates y se propone
una tipología de categorías estructurales para definir, describir y clasificar las distintas
estrategias de interacción que exhiben los individuos durante los episodios de conflicto
social. En este capítulo también se discuten diversos problemas metodológicos y
conceptuales relacionados con el empleo prematuro de tipologías funcionales y con la
concepción –afortunadamente en vías de extinción– de que la agresión constituye la
estrategia más frecuentemente empleada por los individuos para resolver sus conflictos.
Este capítulo representa en realidad un ejemplo de un tipo de ejercicio que es
característico dentro de la aproximación etológica: el énfasis en la importancia de
describir y clasificar de forma exhaustiva el problema empírico que se pretende analizar
como una etapa previa a la formulación de las hipótesis y al contraste de las
correspondientes predicciones.
Fernando Colmenares presenta en el Capítulo 10 una revisión de las principales
estrategias de interacción descritas en los primates durante situaciones de conflicto social,
analizando las explicaciones que se han propuesto acerca de sus mecanismos, de sus
funciones y de su evolución. Asimismo, los mecanismos y las funciones de dichas
estrategias se examinan en distintos niveles de análisis (e.g., el fisiológico, el
motivacional, el psicológico y el social) con el propósito de resaltar las características de
la aproximación etológica. Una de las conclusiones más importantes que se destaca en
este capítulo se refiere al hecho –comprobado en un número cada vez mayor de
estudios– de que los conflictos sociales no solamente elicitan la exhibición de estrategias
agresivas. En efecto, durante los conflictos interpersonales se pueden observar las formas
más dramáticas de cooperación y las estrategias más sofisticadas de pacificación entre los
antagonistas, de reducción del estrés causado por el conflicto, y de reparación del daño
que éste haya podido causar en la relación social entre los individuos involucrados. En el
tratamiento de los distintos contenidos del capítulo, Colmenares intenta colocar el acento
en la importancia de las aportaciones que pueden hacer los distintos profesionales del
comportamiento animal, y en el horizonte de interrogantes y de hipótesis –todas ellas
extremadamente relevantes– que están pendientes de investigación y que, desde la
orientación fomentada por los etólogos, requeriría la realización de estudios que
combinaran la observación y la experimentación, bajo condiciones de campo y de
laboratorio (y cualquiera de las posibilidades intermedias entre estos dos extremos).
Elena Gaviria aborda y desarrolla en el Capítulo 11 un tema introducido en el
capítulo anterior por Colmenares. Se trata del análisis de las estrategias de interacción
que se observan durante los episodios de conflicto en grupos de niños. Gaviria examina
cuál ha sido la contribución que los etólogos han realizado al estudio de la resolución de
los conflictos entre niños. Para ello contrasta la orientación de la etología con las que

56
tradicionalmente han adoptado los psicólogos sociales y los psicólogos evolutivos que se
han interesado por fenómenos empíricos semejantes. El lector comprobará que muchas
de las conclusiones alcanzadas por los etólogos que han trabajado con niños son muy
similares a las que han sido defendidas por los etólogos que trabajan con primates no
humanos (véase Capítulo 10). Gaviría identifica como principal aportación de los
etólogos al estudio de los conflictos sociales en niños, la inclusión del análisis de la
función. No obstante, convendría matizar que en el concepto de función que está
empleando Gaviría cabe cualquier consecuencia o efecto beneficioso a nivel social o
psicológico que se derive del empleo de una determinada estrategia. En ese sentido, dista
del concepto clásico de función de la etología (e.g., Hinde, 1975) aunque es similar a la
versión ampliada del mismo que emplean muchos etólogos (véase el Capítulo 10).
Asimismo, también habría que señalar –como pretende enfatizar el Capítulo 9– que una
de las aportaciones más importantes de la etología siempre ha sido su énfasis por la
descripción y clasificación del comportamiento que ha suscitado el interés del
investigador antes de comenzar su estudio definitivo. En ese sentido, el estudio de los
conflictos sociales en niños puede beneficiarse mucho del empleo de esquemas
descriptivos y de clasificaciones como el que se ha propuesto en el Capítulo 9 (véase
también Colmenares, este volumen: Capítulo 2, Cuadro 2.3).

1.4.5. Uso y fabricación de instrumentos

Por último, y para cerrar el libro, también hemos querido examinar un tema que ha
atraído la atención de profesionales de diversas disciplinas, entre ellas la etología, aunque
por distintas motivaciones. Se trata de la conducta de uso y fabricación de instrumentos
en los primates. Josep Call revisa en el Capítulo 12 las definiciones, los contextos y el
repertorio de "conductas instrumentales" que se han identificado en los estudios
realizados por psicólogos comparatistas, por etólogos y por antropólogos. Call resalta la
diversidad de definiciones y de explicaciones que se han propuesto para interpretar dichas
conductas y hace hincapié en la conveniencia de integrar las teorías y los métodos de
estudio empleados por los distintos especialistas para avanzar en la comprensión de este
fenómeno. La revisión presentada por Call pone de relieve varios problemas de especial
importancia en el contexto de este libro, de los que se podrían destacar los dos siguientes.
En primer lugar, muchos de los comportamientos instrumentales exhibidos por los
primates sólo han sido observados en condiciones de cautividad. Las implicaciones de
este resultado son muy claras y de gran interés. El etólogo (y el psicólogo comparatista)
está interesado por conocer el repertorio potencial de conductas y habilidades –con
significado biológico– presentes entre los individuos de una especie. El hecho de que una
determinada conducta no sea exhibida por los individuos de una población actual no
implica necesariamente que dichos individuos no puedan exhibir potencialmente dicha
conducta si las condiciones para su elicitación fueran las adecuadas, ni tampoco implica
que tales conductas no hayan podido ser seleccionadas en el pasado de la especie, es

57
decir, en poblaciones ancestrales que estuvieron expuestas a escenarios ecológicos
distintos a los actuales. En efecto, los individuos pueden poseer conductas y habilidades
psicológicas en "estado latente" que simplemente no se manifiestan porque el ambiente
(natural o artificial) en el que se encuentran no es propicio para ello. Así, pues, la
variación y la riqueza de condiciones socio-ecológicas que pueden ser creadas
"artificialmente" en poblaciones mantenidas lejos del hábitat natural pueden ser
aprovechadas para avanzar en nuestra comprensión de la flexibilidad del comportamiento
de una especie y de sus mecanismos subyacentes (véase también De Waal, 1994). En ese
sentido, dichas condiciones pueden generar una gran cantidad de datos del máximo
interés para el etólogo. El segundo problema no menos importante concierne al estudio
de los mecanismos y de la función o valor adaptativo del comportamiento. Como
subraya muy acertadamente Call en su capítulo, y ha sido enfatizado por etólogos y
psicólogos comparatistas en muchas publicaciones, la mejor manera de obtener una
comprensión plena de un comportamiento consiste en concebirlo como un proceso en
lugar de como un resultado ('outcome'). La adopción de la segunda postura (que tanto ha
sido promovida por los funcionalistas) conduce al clásico error de asumir que dos
conductas aparentemente similares, quizá en su forma, pero sobre todo en los resultados
(o efectos) que tienen sobre el medio, están gobernadas probablemente por mecanismos
y procesos similares. Esta premisa es falaz en muchos casos (y en la mayoría constituye
una imprudencia que nos depriva de información fundamental), y Call proporciona
algunos ejemplos concretos referidos al comportamiento de uso y fabricación de
instrumentos. Por último, Call también examina los datos revisados en relación con el
controvertido tema de la cultura en los animales. La comprensión de este fenómeno
también requiere una distinción precisa entre la función, la forma y los mecanismos.
Antes de cerrar esta sección conviene hacer una referencia a la clasificación
zoológica que se va a adoptar para nombrar las diversas especies y otros taxones de
primates cuyo comportamiento se analiza en los últimos 7 capítulos de esta obra. Dicha
clasificación sigue la propuesta por Martin (1990). El orden de los Primates está
constituido por dos subórdenes, los prosimios (Prosimii) y los simios (Anthropoidea). Los
primeros comprenden tres infraórdenes actuales (Lemuriformes, Lorisiformes y
Tarsiiformes) y los segundos dos, los simios del Nuevo Mundo (Platyrrhini) y los simios
del Viejo Mundo (Catarrhini).
Los simios del Nuevo Mundo están constituidos a su vez por una superfamilia, los
monos del Nuevo Mundo (Ceboidea) y ésta por dos familias, los verdaderos monos del
Nuevo Mundo (Cebidae) y los marmosets y tamarinos (Callithrichidae). Por otra parte,
los simios del Viejo Mundo comprenden dos superfamilias, Cercopithecoidea, con una
familia, la de los monos del Viejo Mundo (Cercopithecidae), y Hominoidea (los
antropoides y humanos), constituida por tres familias con representantes actuales, la de
los pequeños antropoides (Hylobatidae), la de los grandes antropoides (Pongidae) y la de
los humanos (Hominidae).

58
1.5. Conclusión

El principal propósito de esta monografía sobre la aproximación etológica al estudio


del comportamiento animal es transmitir al lector lo que a nuestro entender constituye el
tronco nuclear de la etología (lo que los anglosajones denominarían el "mainstream" de la
etología), a partir del estudio de varios problemas empíricos, como son la comunicación,
la interacción social y el comportamiento "instrumental". Se han intentado priorizar los
esfuerzos de síntesis, que permiten obtener una visión global e integrada de las partes y
de sus relaciones con el tronco principal, sobre los tratamientos demasiado analíticos, que
ciertamente pueden proporcionar una información muy detallada de las diversas ramas
pero que también pueden impedirnos percibir el tronco principal. Es preciso señalar, en
este sentido, que nuestro mayor interés ha sido obtener una perspectiva del "bosque",
aunque ello implicara perder de vista algunos detalles de los "árboles". Así, pues, nuestro
principal objetivo es presentar una visión equilibrada, e integrada, de los cuatro pilares
sobre los que se apoya la perspectiva etológica, porque, como señala Stamp-Dawkins
(1989), la etología sólo puede avanzar cuando camina sobre sus cuatro "patas" (i.e., los
cuatro porqués).

59
CAPÍTULO 2

ETOLOGÍA, BIOLOGÍA Y PSICOLOGÍA: RELACIONES


INTERDISCIPLINARES

Fernando Colmenares

2.1. Introducción

Antes de analizar la relación que existe entre la etología y la psicobiología, que es el


principal objetivo de este capítulo, vamos a examinar primero la relación entre la etología
y la biología. Es preciso subrayar, en primer lugar, el hecho indiscutible de que la etología
se originó como una subdisciplina especializada dentro de la biología. Ahora bien, como
cabía esperar, no todos los biólogos conciben la naturaleza de su disciplina del mismo
modo (véase Mayr, 1982 y 1988; Rosenberg, 1985). Parece importante, por
consiguiente, que dediquemos algún espacio a la identificación de la concepción de la
biología que suscriben los etólogos de forma mayoritaria, en especial aquellos que
abordan el estudio del comportamiento social. En segundo lugar, la biología es la
disciplina de referencia que con frecuencia ha conducido a etólogos y a psicobiólogos a
embarcarse en proyectos de investigación cuyos objetivos muestran un alto grado de
solapamiento. No obstante, también hay que señalar que la magnitud y características del
área de la biología en la que los psicobiólogos pueden coincidir e interactuar
potencialmente con los etólogos estará determinado, por lo menos en parte, por la
particular concepción de la biología que suscriban los psicobiólogos.
Tras la publicación de la teoría Darwiniana de la evolución y la rápida acumulación
de conocimientos que comenzó a producirse hacia finales del siglo XIX y, sobre todo, a
lo largo del siglo xx, las ciencias biológicas han experimentado dos procesos
fundamentales: se han expandido dramáticamente y, al mismo tiempo, se han
fragmentado en multitud de subciencias y subdisciplinas. En el caso de la biología, las
subdisciplinas que han proliferado normalmente han surgido por especialización en
distintos niveles de análisis (e.g., las moléculas, los genes, las células, los tejidos, los
órganos, los sistemas de órganos, los organismos, las poblaciones, las comunidades y los
ecosistemas). Ambos procesos, es decir, el crecimiento por un lado, y la diferenciación y
posterior autonomía por otro, han conducido a una extraordinaria diversidad en el
panorama de posibles relaciones entre las distintas subdisciplinas y entre las disciplinas
progenitoras y sus especialidades.
La existencia de subdisciplinas especializadas constituye una realidad y una
necesidad inevitable si se pretende avanzar con paso firme en el conocimiento de las
materias cubiertas de manera específica por cada una de ellas. Las subdisciplinas existen

60
cuando tienen una identidad propia, distinta a la de cualquier otra. Esto implica que
cuando se define el 'territorio' o 'nicho profesional' de una disciplina es preciso acotar y
marcar sus 'fronteras'. Esta tarea, sin duda necesaria, puede conducir, sin embargo, al
desarrollo de algunas actitudes negativas. Hinde (1982) describe de un modo muy
elocuente el escenario en el que pueden surgir estas actitudes poco amistosas,

"La mayoría de las universidades se encuentran organizadas en departamentos definidos por las
áreas de conocimiento en las que están especializados –psicología, biología, bioquímica, etcétera. En
los pasillos de esos departamentos se pueden encontrar rótulos aún más especializados – psicología
evolutiva o entomología, por ejemplo. Esto resulta funcional: cada área científica puede desarrollar sus
propios instrumentos, sus propias técnicas, incluso sus propias reglas de evidencia para hacer frente a
la naturaleza y complejidad de su objeto de estudio. Dicho sistema permite interactuar a aquellos que
trabajan en problemas parecidos y que hablan lenguajes científicos semejantes. Puede que desarrollen
un sentido de objetivo común y una camaradería que conducen a la realización de una buena
investigación. No obstante, la camaradería y la sensación de pertenecer a un grupo pueden ir
asociados a sentimientos de superioridad o de antipatía hacia los que se encuentran en el pasillo o en el
departamento vecino: los psicólogos pueden llamar reduccionistas a los fisiólogos, y los fisiólogos
pueden considerar inconcretos a los psicólogos. La competición entre los departamentos por los
recursos puede exacerbar estas actitudes." (p. 14)

Otra de las tentaciones a la que pueden sucumbir algunos científicos en su afán por
defender la respetabilidad de su campo de estudio es la de clasificar a las ciencias en
función de una escala de valores en la que, no sorprendentemente, la disciplina que ellos
practican se tiende a ubicar en la cima, o próxima a ella. Las disciplinas cuyo objeto y
método de estudio se alejan más de aquellos que definen a la ciencia "modelo" son
entonces relegadas a las posiciones inferiores de esta escala de "respetabilidad" de las
ciencias. Quizá sea cierto que la actividad de clasificar y asignar valencias a las categorías
de una clasificación constituya un ejercicio cognitivo humano (y animal) inevitable. Sin
embargo, pretender que dicha escala de "respetabilidad" puede defenderse recurriendo al
argumento de la "objetividad", que goza de un estatus casi místico en ciencia, resulta más
que discutible. Hinde (1986) escribió lo siguiente,

"Hace ya mucho tiempo que ha existido una jerarquía de respetabilidad entre las ciencias,
descendiendo desde la Física a la Química y las Ciencias Biológicas hasta, finalmente, las Ciencias
Sociales. Esto ha conducido a algunos científicos situados en la parte inferior de la jerarquía a intentar
elevar su respetabilidad a través de la transposición de los métodos y objetivos de la Física a su propia
disciplina, cuando en realidad esos métodos y objetivos puede que no sean apropiados para solucionar
los problemas que ellos abordan." (p. 125). [El énfasis es añadido].

La importancia de un problema y la urgencia de resolverlo deben ser criterios


fundamentales a la hora de establecer nuestra escala de prioridades y de decidir la
disciplina científica en la que vamos a invertir nuestro tiempo y nuestra energía. En este
sentido, Hinde (1972a) señaló,

"El conocimiento científico crece como una ameba, lanzando pseudópodos aquí y allá para
fagocitar áreas de ignorancia, rechazando, por otro lado, los fragmentos indigeribles y evitando las
áreas que sean incompatibles. Esta característica de la ciencia conduce a la articulación de un sistema

61
de valores. Las áreas de investigación que gozan de respetabilidad son aquellas en las que el horizonte
está despejado y en las que se dispone de técnicas precisas de manera que las conclusiones pueden
comprobarse en una docena de laboratorios. En cambio se considera temerario y discutible entrar en
áreas en las que el horizonte está oscuro, en las que la complejidad del material hace difícil seguir la
misma ruta dos veces, y en las que la jungla conceptual hace atragantarse al incauto. No obstante,
tales juicios de valor deben reconciliarse con otros que se basen en la inmediatez de los problemas que
encara la especie humana. Según este criterio, la comprensión de nuestra propia conducta debe ser de
la máxima prioridad." (p. 11; véase también Hinde, 1979a, p. 6)

No cabe duda de que la supervivencia de las disciplinas científicas depende de la


continuidad de los recursos que las abastecen. Puesto que éstos son limitados, la
competición (y la cooperación) entre distintos paradigmas científicos o entre diferentes
áreas de investigación está asegurada. La consecuencia de todo ello es que las
características del encuentro entre distintas disciplinas pueden ser extremadamente
diversas. En general, ningún investigador se siente cómodo cuando científicos
procedentes de otras disciplinas realizan incursiones en su 'territorio'. Esta sensación de
incomodidad se exacerba, e incluso puede desembocar en una reacción de autodefensa,
cuando la disciplina vecina declara que su incursión no constituye una visita sino una
invasión. Las declaraciones de invasión pueden ser sazonadas con argumentos
paternalistas, aún menos tranquilizadores, en los que se proclama que gracias a los
instrumentos teóricos y metodológicos de la disciplina invasora –que sin duda se
consideran de mayor valor que los de la ciencia que está sufriendo la invasión– ésta
última conseguirá sobrevivir, aunque pagando el precio que entraña la aceptación de una
relación de subordinación con respecto a aquella. Un ejemplo de este tipo de
interacciones interdisciplinares en las que se anuncian fenómenos de 'fagocitosis' y de
'canibalismo' es la declaración que realizó Wilson (1975) en su obra Sociobiology: the
New Synthesis. Wilson vaticinó que la neurofisiología (que se nutre de las explicaciones
reduccionistas propias de la biología molecular) "canibalizaría" a la etología causal, y que
lo propio haría la sociobiología y la ecología del comportamiento (que se nutren de las
explicaciones reduccionistas aportadas por la genética de poblaciones) con la etología
funcional (hay que señalar, por otra parte, que en las profecías de Wilson la psicología
comparada aún salió peor parada; según este autor, para el año 2000 ésta se habría
extinguido).
Declaraciones como las de Wilson provocan reacciones hostiles, plenamente
justificadas, entre los científicos cuyos campos de estudios han sido incluidos en la lista
negra de "disciplinas en vías de extinción". Una de las reacciones de defensa más general
que se desencadena entre los científicos amenazados es la resistencia a que los
profesionales de la otra disciplina, supuestamente más "respetable", penetren en su
territorio. No obstante, las relaciones entre las disciplinas no tienen por qué ser de mutua
rivalidad. Hinde opina que las relaciones interdisciplinares son muy importantes en
general. Hinde (1991) escribió,

"Hemos visto que las diversas disciplinas científicas que están comprometidas en el estudio del
comportamiento tienden a abordar sólo un nivel de complejidad, y que en cualquiera de los niveles en

62
que las diferentes subdisciplinas coinciden, éstas examinan distintas cuestiones. Para lograr una
comprensión incluso parcial del comportamiento, tanto humano como no humano, debemos estar
dispuestos no sólo a ser interdisciplinares, sino a cruzar en ambas direcciones los niveles de
complejidad social. La comprensión del comportamiento humano sólo es una parte, sin duda una parte
crucialmente importante, de la empresa científica…Ninguno de nosotros puede ser competente en
tantas ramas del conocimiento como lo fueron da Vinci, Newton, Einstein o Darwin. No obstante, a
pesar de la permanente necesidad que existe por la especialización, no debemos perder de vista la
necesidad igualmente importante de promover las relaciones entre las ramas de la ciencia…" (p. 128).
[El énfasis es añadido].

En otra publicación, en la que Hinde y Stevenson-Hinde (1987) hacen hincapié en la


importancia de acercarse a otras ciencias con el propósito de integrar distintas
perspectivas y no de desplazar o eliminarlas de su "nicho intelectual", los autores
declararon,

"…demasiados cerebros han sido innecesariamente ensangrentados por investigadores que han
luchado por el honor de sus paradigmas, y no es nuestra intención seguir su ejemplo. Queremos
enfatizar que una aproximación relacional [como la que nosotros proponemos, que se centra en el
estudio de las relaciones entre los distintos niveles de complejidad social] debe ser integrada con las
perspectivas que ya existen en el área, pero no debe sustituirlas." (p. 16)

La inevitable expansión de la etología, debido a la acumulación de datos empíricos y


al desarrollo conceptual y de sus marcos teóricos, ha sido en parte una consecuencia,
todo hay que admitirlo, de sus contactos, que nunca ha ocultado, con otras disciplinas
biológicas y sociales. Ahora bien, las relaciones interdisciplinares pueden clasificarse en
diversas categorías en función de la naturaleza de la relación que se haya establecido y de
las aportaciones específicas de cada una de las disciplinas implicadas. Así, por ejemplo,
se puede hablar de relaciones de reciprocidad y tolerancia mutua así como también de
relaciones asimétricas y hostiles, etc. (véase Figura 2.1). En cuanto a las contribuciones
de cada disciplina, éstas pueden afectar al problema empírico (e.g., la conducta, los
procesos psicológicos, etc.), al tipo de cuestiones teóricas planteadas (e.g., cuestiones de
mecanismos, cuestiones de función y evolución), al nivel de análisis (e.g., el fisiológico,
el organísmico, el social, el ecológico, etc.), a la metodología (e.g., la observacional, la
experimental, etc.), al lugar donde se realiza la investigación (e.g., el campo, el
laboratorio, etc.), a las especies estudiadas (e.g., distintas especies animales incluyendo a
la especie humana), etc.

63
Figura 2.1. Relaciones interdisciplinares en las que una de las disciplinas intenta 'canibalizar' a la otra. Wilson
(1975) profetizó que hacia el año 2000 la sociobiología habría engullido –gracias al aporte de la genética de
poblaciones– a la parte de la etología que se ocupa de los aspectos funcionales y evolutivos (i.e., la etología
funcional) y que lo propio haría la neurofisiología –gracias al desarrollo de la biología molecular– con la parte de
la etología que se ocupa del estudio de los mecanismos proximales (i.e., la etología causal).

La etología contemporánea o ciencia del comportamiento constituye una disciplina


sólida ya que el proceso de su expansión se ha producido en múltiples dimensiones. En
primer lugar, su consolidación ha sido favorecida por la incorporación e integración de
información sobre los mecanismos de la conducta procedente de distintos niveles de
análisis. Con respecto a esta dimensión, la etología ha buscado y establecido contactos
con profesionales procedentes principalmente de otras subdisciplinas biológicas (e.g., la
genética, la bioquímica, la neurofisiología, la fisiología, la anatomía, la ecología, etc.). La
segunda dimensión que ha dado profundidad a la etología ha sido su vocación por
integrar y sintetizar la información obtenida al responder a cuestiones sobre los
mecanismos y a cuestiones sobre la función y evolución del comportamiento. Como
sabemos, la investigación de los cuatro porqués de la conducta y la labor de síntesis de
los datos obtenidos en dichas investigaciones independientes constituyen objetivos
irrenunciables e idiosincrásicos de la etología. La tercera dimensión se refiere a la
ampliación del tipo de problemas empíricos que le interesan a los etólogos, ampliación
que puede ocurrir en distintos niveles de análisis. Por ejemplo, los etólogos actuales no
sólo se muestran interesados por la conducta "natural" sino también por los procesos
psicológicos que gobiernan dichas conductas. Por último, la cuarta dimensión que ha
hecho extender los límites de la etología ha sido la referente a la metodología. En efecto,
la combinación de técnicas observacionales y experimentales, tanto en condiciones de
campo como de laboratorio, ha contribuido enormemente a enriquecer las hipótesis y las
explicaciones de la etología.

64
Uno de los niveles de análisis de la conducta que más ha prosperado en las últimas
décadas ha sido el social, y en este terreno las ciencias que prestan una atención
prioritaria si no exclusiva a la especie humana (las ciencias 'antropocéntricas') han
soportado los acercamientos frecuentes de los etólogos, con diversas intenciones y
resultados (por ejemplo, compárense Hinde, 1979a con Wilson, 1978 y con Eibl-
Eibesfeldt, 1979a). En muchos casos, la consecuencia ha sido el establecimiento de
"cabezas de puente" muy importantes entre la etología y diversas áreas de la psicología
(e.g., la psicobiología, la psicología evolutiva, la psicología social y la psicología
cognitiva; véase Hinde, 1986 y 1987; véase también Archer, 1992). La etología también
ha establecido contactos con las subdisciplinas biológicas que se ocupan del hombre
(e.g., la antropología física o biológica) (e.g., Chagnon y Irons, 1979; Betzig, Borgerhoff
Mulder y Turke, 1988; Standen y Foley, 1989; Smith y Winterhalder, 1992; Eibl-
Eibesfeldt, 1993).

2.2. Etología y Biología

Los primeros etólogos fueron zoólogos, es decir, biólogos especializados en el


estudio de uno de los cinco Reinos en que se clasifica tradicionalmente a los seres vivos,
el Reino Animal. Los etólogos se especializaron aún más, centrando su atención en un
rasgo fenotípico muy especial, el del comportamiento de los animales (entre los que se
incluye, naturalmente, la especie humana). En ese sentido, la etología surgió como una
subdisciplina más especializada dentro de la disciplina de la biología que se ocupa del
estudio de los animales, es decir, la zoología (Figura 2.2).
Los filósofos de la biología identifican dos posturas dentro de la disciplina: la de los
'provincialistas' que adoptan las leyes de la física como modelo explicativo a imitar, y la
de los 'autonomistas' que rechazan la posibilidad de que la biología pueda, y deba,
reducirse a una 'provincia' de la física (e.g., Mayr, 1982, Capítulo 2; 1988, pp. 1-66;
Rosenberg, 1985, Capítulos 2, 3 y 4). Mayr ha descrito tres formas de reduccionismo
(véase también Hempel, 1966; Bunge y Ardila, 1988; Ruse, 1989). El reduccionismo
constitutivo consiste en la descomposición de un fenómeno, acontecimiento o proceso en
los componentes que lo constituyen, y la aceptación de que lo que ocurre en los niveles
superiores no puede entrar en conflicto con las propiedades y leyes que explican la
naturaleza de los procesos en los niveles inferiores. Por ejemplo, los procesos que
caracterizan el mundo de los seres vivos no entran en contradicción con las explicaciones
fisico-químicas que se enuncian a nivel de los átomos o de las moléculas. El
reduccionismo explicativo proclama que los fenómenos que tienen lugar en los niveles
jerárquicos superiores pueden explicarse en términos de las interacciones de los
elementos que componen los niveles más elementales del sistema. Por último, el
reduccionismo teórico postula que las teorías y leyes formuladas en biología constituyen
únicamente casos especiales de teorías y leyes formuladas en las ciencias físicas, y que
dichas teorías biológicas pueden, por consiguiente, ser reducidas a teorías físicas. En

65
otras palabras, que la biología es una "provincia" de las ciencias físicas.

Figura 2.2. La etología como subdisciplina de la zoología y de la biología.

Los biólogos 'autonomistas' rechazan el reduccionismo explicativo y el


reduccionismo teórico, mientras que los biólogos 'provincialistas' suscriben el
reduccionismo teórico y afirman que las explicaciones teleológicas no deben tener cabida
en biología. Así, pues, los biólogos 'autonomistas' son holistas-organicistas o
emergentistas (frente a las posturas atomistas-reduccionistas de otros biólogos).
Sostienen que una totalidad posee propiedades que no pueden explicarse únicamente en
términos de las partes que la constituyen. Es decir, que el todo no es la mera suma de sus
partes; a medida que se avanza por los distintos niveles de organización jerárquica de un
sistema vivo, nuevas propiedades emergen que son específicas de ese nivel y que
requieren un tratamiento especial para explicar su funcionamiento. Por otra parte,
proclaman los 'autonomistas', las leyes de la física nunca podrán explicar los fenómenos
biológicos porque la materia viva es fundamentalmente distinta de la materia inerte. Entre
las diferencias más destacables se pueden mencionar las siguientes. Los seres vivos son
sistemas teleológicos (gobernados por un fin o propósito) que poseen una complejidad
incomparablemente superior a la que despliegan los objetos del mundo inanimado y un
grado de variabilidad también extremadamente elevado en comparación con el de la
materia inerte.
Se dice que los seres vivos son sistemas teleonómicos porque su "conducta
propositiva" está gobernada por un programa genético (una causa final). En esto difieren
de las entidades que componen el mundo inanimado, cuyos cambios son puramente
automáticos, pasivos, gobernados por leyes naturales que permiten predecir con

66
extraordinaria precisión el efecto de las causas eficientes sobre el "comportamiento del
sistema". A este segundo tipo de sistemas se les denomina teleomáticos. La aceptación
de posturas teleológicas no implica, sin embargo, que los biólogos sean vitalistas, es decir,
que acepten la existencia de fuerzas inmateriales o "entelequias" supernaturales que
(di)rigen el comportamiento de las entidades vivas; los biólogos son materialistas, si bien
se oponen igualmente a la concepción cartesiana de que los animales no son más que
"máquinas" complejas o "autómatas".
Los sistemas vivos poseen un elevado nivel de complejidad que les permite
responder al ambiente exterior, acaparar energía o liberarla (metabolismo), crecer,
diferenciarse y replicarse. El grado de organización y de coordinación de sus diferentes
niveles es incomparablemente superior al que pueda presentar cualquier objeto inerte. De
hecho, una de las propiedades de los sistemas vivos es su organización jerárquica en la
que las partes pueden estar regidas por lo que se ha denominado la causación
descendente ("downward causation"). El principio de la causación descendente afirma
que "los procesos que tienen lugar en los niveles inferiores de una jerarquía se
encuentran restringidos por, y actúan de conformidad con, las leyes de los niveles
superiores" (véase Campbell, 1990, p. 4; Plotkin, 1988, p. 150). Una última propiedad
que pone de relieve la complejidad de los sistemas vivos es la de la "homeostasis", es
decir, la capacidad que éstos poseen de autorregularse a través de complicados sistemas
de retroalimentación en respuesta a cambios en su ambiente exterior.
En biología es muy poco frecuente que el investigador trabaje con entidades
idénticas. Por lo general estudia poblaciones de individuos que son únicos. Muchos
fenómenos biológicos, en especial los de naturaleza poblacional, se caracterizan por la
existencia de varianzas extraordinariamente elevadas. Por ejemplo, las tasas de evolución
o de especiación pueden diferir de unas poblaciones a otras en magnitudes del orden de 3
a 5 unidades, un grado de variabilidad que no puede ser alcanzado por ningún sistema
inanimado.
La consecuencia de todas estas características que presentan los seres vivos y que
les diferencian de los objetos inertes que definen el mundo inanimado, es decir, el
carácter teleológico, el grado de complejidad de su organización y la variabilidad entre las
entidades que lo constituyen, es que el grado de indeterminismo de las teorías biológicas
es muy elevado, en especial cuando se compara con el de las leyes de la física. Por esta
razón, los biólogos 'autonomistas', holistas-organicistas y emergentistas tienden a postular
principios y teorías probabilísticas en lugar de leyes deterministas de aplicación
universal No obstante, puesto que los problemas de la biología son, en su opinión,
esencialmente distintos de los de las ciencias físicas, no se sienten incómodos ni
acomplejados por esta diferencia en cuanto a la falta de universalidad de sus
explicaciones.
Los biólogos presentan un frente bastante plural en cuanto a la valoración que hacen
de la importancia de los mecanismos responsables de la evolución. Los neo-Darwinistas
clásicos, por ejemplo, tienden a ser gradualistas, seleccionistas, adaptacionistas,
planglossianos y funcionalistas. Los neo-Darwinistas heterodoxos en cambio son

67
puntuacionistas, neutralistas, anti-adaptacionistas y anti-panglossianos y estructuralistas.
La importancia que se atribuye a los procesos de evolución horizontal (cladogénesis) y de
evolución vertical (anagénesis) también varía de forma considerable entre los biólogos.
Entre los representantes más destacados de la corriente del neo-Darwinismo heterodoxo
se encuentran los biólogos de Harvard Stephen Jay Gould y Richard Lewontin (e.g.,
Gould y Lewontin, 1979; Lewontin, 1982 y 1983). Estos autores son brillantes
portavoces de la tesis de que el organismo es importante en biología, y que el organismo
no es un objeto pasivo que se encuentre a merced del ambiente (factores extra-
organísmicos) y de los genes (factores intra-organísmicos), sino un sujeto activo que
interactúa, que "comercia" de forma continua, con su ambiente, erigiéndose al mismo
tiempo en productor y producto de su desarrollo y de su evolución (véase Ho y
Saunders, 1984; Ho y Fox, 1988; véase también Colmenares y Gómez, 1994).
Lewontin, en particular, ha defendido la noción de la interpenetrabilidad (o
inseparabilidad) de las partes que conforman un todo, y el concepto de relación
dialéctica entre dichas partes (véase Levins y Lewontin, 1985; Lewontin y Levins,
1988). Como afirma Mayr (1982, p. 67), "quizá el aspecto más importante del holismo
es que enfatiza [la atención a] las relaciones" entre las partes. La noción de que el estudio
del organismo es importante y necesario en biología fue el punto de partida y la
conclusión más importantes del simposio organizado por la American Society of
Zoologists con el título Is the Organism Necessary? (véase Russert-Kraemer y Bock,
1989).
Los neo-Darwinistas heterodoxos Gould y Lewontin (1979) atacaron el
adaptacionismo de biólogos como Wilson, Dawkins y el resto de los sociobiólogos
radicales. Una de sus críticas más importantes fue dirigida contra el procedimiento de
éstos de reducir el todo (el organismo) a sus partes o "átomos" y atribuir a cada una de
ellas una función adaptativa independiente. Algunos neo-Darwinistas clásicos como
Mayr, que en algunos temas se encuentra en el campo "contrario" al de Gould y
Lewontin, ha coincidido con éstos en la tesis de que muchas de las características que
presentan los organismos no son adaptaciones, es decir, no han surgido porque confieran
una ventaja adaptativa a su propietario. En efecto, muchas características han surgido
por mecanismos filogenéticos, estructurales y ontogenéticos que no están gobernados por
la selección natural sino por otros procesos. Incluso algunas características que parecen
desempeñar ciertas funciones adaptativas en la actualidad puede que hayan surgido como
resultado del proceso de "co-optación" y constituyen, por consiguiente, exaptaciones y no
adaptaciones. La selección natural actúa sobre el organismo completo, no sobre sus
partes aisladas del todo. Cualquier cambio potencial en una de sus partes se encuentra
ante un problema casi insuperable, causado por lo que ha venido a denominarse la
'cohesión del genotipo' (Mayr, 1988, Capítulo 24). Esta unidad del genotipo explica el
extraordinario conservadurismo que se observa en la evolución (de ahí que el 99.999%
de todos los linajes se hayan extinguido y que en los últimos 500 millones de años apenas
se hayan "inventado" planes estructurales nuevos). El genotipo de una especie no está
constituido por una colección de genes independientes, sino por una serie de juegos de

68
genes co-adaptados. Esta visión del genotipo tiene varias implicaciones importantes. Por
ejemplo, implica que: a) el valor adaptativo de un gen depende del "medio genético" en
que se encuentre; b) el conocimiento de la naturaleza de las interacciones entre distintos
genes es fundamental para comprender la función de los genes y sus limitaciones; y c) la
noción de que los genes se pueden seleccionar por separado es insostenible.
Por último, hay que señalar que aunque la biología ha atravesado una etapa inicial en
la que el método inductivo fue un instrumento esencial para avanzar en los objetivos dela
disciplina, a partir de la publicación de la teoría de Darwin el método hipotético-
deductivo fue convirtiéndose en el método científico del biólogo. No obstante, no cabe
duda de que debido a la naturaleza tan idiosincrásica de los fenómenos que estudia el
biólogo, la labor de descripción y de clasificación sigue siendo una actividad esencial de
su trabajo (véase Mayr, 1982, p. 29).
El resumen que presenta Mayr (1982, pp. 75-76) de las características que retratan
la filosofía de la biología "autonomista" pueden ser útiles para identificar la postura de la
etología en relación con la biología:

1) La comprensión completa de los organismos no puede lograrse únicamente a


través de teorías de la física y de la química.
2) La naturaleza histórica de los organismos debe ser plenamente contemplada, en
especial su posesión de un programa genético adquirido históricamente.
3) Las entidades que forman parte de los distintos niveles jerárquicos, desde la
célula hacia arriba, son únicos y forman poblaciones cuya varianza es una de
sus características más importantes.
4) Existen dos biologías, la biología funcional, que plantea cuestiones proximales, y
la biología evolutiva, que formula preguntas distales.
5) La complejidad estructural de los sistemas vivos se encuentra organizada de
forma jerárquica; los niveles superiores de la jerarquía están caracterizados
por la emergencia de novedades.
6) La observación y la comparación son métodos ampliamente empleados en las
investigaciones biológicas, gozando del mismo valor científico y heurístico que
los métodos experimentales.
7) La defensa de la autonomía de la biología no entraña la aceptación del
vitalismo, de la ortogénesis, o de cualquier otra teoría que entre en conflicto
con las leyes de la química o de la física.

En mi opinión, la biología definida con arreglo a estas características, en las que se


destaca el holismo-organicismo o emergentismo, la concepción de las relaciones entre las
partes como dialécticas (bidireccionales), la importancia de analizar tanto las partes como
las relaciones entre las partes, el elevado estatus con que se contempla al organismo,
concebido no como un objeto pasivo sino como un activo constructor, en continua
interacción con su ambiente extra- e intra-organísmico, de su ontogenia y de su filogenia,
y la creencia de que la biología no debe buscar leyes generales sino teorías probabilísticas

69
y principio de aplicación mucho más limitada, es la que mejor representa la postura
adoptada por los etólogos (e.g., Hinde, 1986, 1991 y 1992; Bateson, 1991a).
A continuación vamos a examinar brevemente cuáles han sido las relaciones entre la
etología y varias subdisciplinas biológicas como la genética, la neurofisiología, la
endocrinología y la antropología y biología de poblaciones. En todos los casos
comprobaremos que, en mayor o menor medida, la característica más sobresaliente de la
interacción ha sido que la etología se ha beneficiado de las técnicas y métodos
especializados de la otra disciplina y que ésta ha expandido sus intereses al abordar el
análisis de pautas de comportamiento biológicamente (evolutivamente) relevantes para el
animal objeto de estudio. En estas interacciones interdisciplinares, por consiguiente, y
desde el punto de vista de los intereses de la etología, el etólogo ha propuesto el
problema empírico, es decir, una pauta de comportamiento "natural", y el marco teórico,
es decir, el estudio de los cuatro porqués cuando esto ha sido posible; mientras que la
contribución de la otra subdisciplina ha sido fundamental, aunque no exclusivamente, de
carácter metodológico (véase Cuadro 2.1).

CUADRO 2.1. Relaciones entre la etología y varias subdisciplinas biológicas.

1 Por ejemplo, Barlow (1981), Plomin (1981). 2 Por ejemplo: Ingle y Crews (1985), Fentress (1991). 3 Por
ejemplo: Crews (1987), Ziegler y Bercovitch (1990), Keverne (1992), Becker, Breedlove y Crews (1992),
Sapolsky (1993). 4Por ejemplo: Hinde (1983a), Smuts et al. (1987), Slanden y Foley (1989). 5 Por ejemplo:
Chagnon y Irons (1979), Betzig, Borgerhoff Mulder y Turke (1988), Smith y Winterhalder (1992). 6 Por ejemplo:
Eibl-Eibesfeldt (1993).

70
2.2.1. Etología, Genética y Desarrollo

Una de las cuestiones "proximales" que le interesan al etólogo consiste en la


investigación de los determinantes y correlatos genéticos de las diferencias que se
observan en el comportamiento de los individuos de una especie (o de distintas especies).
El etólogo se muestra interesado por averiguar qué porcentaje de la varianza fenotípica
en el comportamiento de los individuos de una población puede atribuirse a la varianza
genotípica y qué porcentaje a la varianza en el ambiente (lo que se conoce como
'heredabilidad' y 'ambientalidad', respectivamente). Específicamente, le interesa conocer
cuál es la heredabilidad de los distintos caracteres de comportamiento que presenta una
determinada especie. En este terreno, por consiguiente, los etólogos se han beneficiado
de algunas de las técnicas, métodos y conceptos desarrollados por los genetistas (véase,
por ejemplo, Barlow, 1981; Plomin, 1981; Partridge, 1983; Huntingford, 1984, Capítulo
8; Wimer y Wimer, 1985; Jackson y Hirsch, 1987; Goodenough, McGuire y Wallace,
1993, Capítulo 3). Entre los comportamientos estudiados se pueden mencionar: la
conducta de cortejo y de apareamiento en la mosca Drosophila, la conducta de limpieza
de las celdas de la colmena en las abejas de la miel, la conducta agresiva en distintas
especies de animales (e.g., peces, ratones), las llamadas empleadas por los grillos para
atraer a sus parejas sexuales, las habilidades en el aprendizaje de diversas tareas en
ratones y ratas, etc. Entre los métodos más empleados en estos estudios cabe señalar los
cruzamientos endogámicos, la selección artificial y la hibridación. En el caso de la especie
humana se pueden mencionar, por su interés especial para el etólogo, los estudios sobre
la respuesta que muestran los bebés hacia la figura de apego y hacia un extraño (véase
Plomin, 1981). En estos estudios se emplearon dos de los métodos más tradicionales en
este área de investigación de la genética del comportamiento humano: los estudios de
adopción y los estudios comparativos entre gemelos idénticos (monocigóticos) y gemelos
fraternales (dicigóticos) (véase también Plomin, 1990, Capítulo 3). Uno de los resultados
más interesantes fue el hallazgo de que la respuesta a los extraños presentaba un índice
de heredabilidad superior al que mostraban las conductas dirigidas hacia la madre. Plomin
relacionó este resultado con la teoría evolutiva del apego articulada por el psicólogo John
Bowlby. Según Plomin, la alta heredabilidad de esta conducta podía sugerir la existencia
de una selección de tipo estabilizador sobre la evolución de este comportamiento.
Los genes no causan directamente la conducta. Lo que hacen es controlar la
producción de proteínas e indirectamente influyen sobre el comportamiento a través de
intermediarios fisiológicos y de circunstancias ambientales. Por ello, un estudio más fino
de la relación entre los genes y el comportamiento debe abordar el análisis tanto de las
estructuras mediadoras como de los factores ambientales (véase Huntingford, 1984).
Los etólogos interesados en el estudio del otro porqué causal del comportamiento, el
de la ontogenia, han adoptado una concepción del desarrollo decididamente epigenética y
probabilística. Bateson (1983), por ejemplo, propuso una clasificación de los tipos de
influencias que los genes y el ambiente podían ejercer sobre el desarrollo del
comportamiento, distinguiendo entre factores inductores, factores facilitadores, factores

71
predisponentes, factores de mantenimiento y factores canalizadores. Sus investigaciones,
al igual que las de otros etólogos, se han basado en la noción de que el desarrollo es un
proceso de interacción continua entre el genoma y el ambiente; la comprensión de la
naturaleza de esa interacción es la clave para entender por qué los individuos de la misma
o de especies distintas exhiben una variabilidad (plasticidad) fenotípica tan elevada en
relación con algunos caracteres conductuales, por qué los individuos son más sensibles a
la experiencia en ciertas etapas del desarrollo y por qué algunos rasgos de
comportamiento exhiben una continuidad ontogenética más intensa que otros (véase
Bateson, 1979, 1981 y 1991b; ten Cate, 1989).
La esencia de la interacción entre la etología y la genética del comportamiento, lo
que el genetista Plomin (1981, p. 252) denominó la aproximación genético-conductual-
etológica ('ethological behavioral genetic approach'), ha sido claramente definida por este
autor. La disciplina de la genética del comportamiento aporta a la etología la metodología
y una serie de conceptos clave para el análisis genético de cualquier rasgo fenotípico,
incluyendo entre ellos el del comportamiento. Asimismo, enfatiza la necesidad de prestar
atención a la variabilidad intra-específica y sus correlatos genéticos, incorporando estas
nociones a las hipótesis evolutivas (que manejan la genética a nivel de poblaciones; vide
infra: apartado 2.4). Por su parte, la etología proporciona al genetista de la conducta
"instrumentos para identificar unidades de comportamiento que tengan significado
ecológico y evolutivo" (p. 274), ya que, como señala el propio Plomin, "En el pasado, la
investigación sobre la genética de la conducta ha enfatizado el estudio de cepas
endogámicas bajo condiciones estándar de laboratorio, empleando medidas de conducta
seleccionadas por su conveniencia en lugar de por su significado evolutivo" (p. 274).

2.2.2. Etología y Neurofisiologia

El área de contacto entre la etología y la neurofisiología ha sido bautizada por


muchos de los profesionales implicados en ella con el nombre de 'neuroetología'. El
número de investigaciones neuroetológicas realizadas durante la última década ha sido
notable (véase Ewert, 1980 y 1985; Huber y Markl, 1983; Camhi, 1984; Hoyle, 1984;
Ingle y Crews, 1985; Young, 1989; Heiligenberg, 1991). Como señala Camhi (1984, p.
XIV), y queda patente en los comentarios suscitados por el artículo de Hoyle (1984), The
Scope of Neuroethology, existe poco consenso sobre la definición de esta subdisciplina
etológica.
Quizá las investigaciones realizadas sobre la evocación de comportamientos
agresivos por estimulación eléctrica de ciertas áreas del cerebro (en particular de aquellas
que forman parte del denominado 'sistema límbico') deban contemplarse como los
primeros pasos en el desarrollo de la neuroetología. Uno de los pioneros en este área fue
José María Rodríguez Delgado. Delgado desarrolló diversas técnicas de estimulación
intracerebral, en especial la radioestimulación, que hacían posible estimular a distancia
áreas específicas del cerebro de un sujeto que disfrutaba de completa libertad de

72
movimientos (e.g., no se encontraba inmovilizado en una silla de Brady) y que se
encontraba en una situación "natural", es decir, rodeado de otros individuos de su propia
especie (e.g., Delgado, 1964). Delgado observó que los efectos de la estimulación
eléctrica de zonas del cerebro involucradas en el control de las conductas agresivas eran
parcialmente dependientes de la experiencia, de la posición social y, en definitiva, de
estímulos sociales presentes en el ambiente externo. Además, algunas de estas
conclusiones eran aplicables sólo a algunas especies, por ejemplo, a macacos rhesus, sin
embargo, no a otras, por ejemplo, a gatos (véase Delgado, 1964, 1966, 1967a y 1967b,
Delgado y Mir, 1969).
La técnica de la estimulación eléctrica intracerebral dirigida hacia la identificación de
las áreas del cerebro que participan en la organización y expresión de distintas categorías
de conducta agresiva, por ejemplo, la amenaza, el ataque, la defensa y el escape fue
bastante popular durante varias décadas. En algunas investigaciones, que podríamos
considerar genuinamente neuroetológicas, los experimentos sirvieron para contrastar
hipótesis formuladas por los etólogos sobre la organización de los sistemas causales que
gobiernan categorías de comportamiento como la agresión, el escape y la amenaza. En
efecto, una de las hipótesis más populares de la etología clásica fue la concepción de que
las conductas de amenaza eran el resultado de la activación (e inhibición) simultánea de
dos sistemas causales incompatibles, el de ataque y el de escape. Brown y Hunsperger
(1963), a quienes se atribuye el uso del término 'neuroetología' por primera vez,
encontraron: a) que la conducta de amenaza en el gato podía ser elicitada desde tres
áreas cerebrales diferentes (la amígdala, el hipotálamo y el mesencéfalo), cada una de
ellas asociada con elementos distintos dentro del gradiente ataque-escape; b) que las
áreas que inducían escape y amenaza presentaban un cierto solapamiento, y c) que no
era posible elicitar una respuesta de 'ataque puro' sin ser precedido por conductas de
amenaza (véase también, Brown, Hunsperger y Rosvold, 1969a y 1969b). No obstante,
los etólogos no han considerado que estos resultados hayan falsado la hipótesis etológica,
alegando que otros investigadores han encontrado resultados opuestos, que el contexto en
el que se han realizado estos experimentos no ha estado suficientemente controlado, y
que la noción de sistema de conducta empleada por estos investigadores fue algo
simplista y anticuada (véase Baerends, 1975, pp. 204-209). En relación con el primer
aspecto de la réplica de Baerends a los resultados obtenidos por Brown y colaboradores,
hay que mencionar, por ejemplo, las investigaciones de Flynn y de Bandler, en las que sí
fue posible elicitar conductas de ataque sobre una rata o sobre algún otro estímulo, en
ausencia de conductas de amenaza, estimulando el hipotálamo lateral (e.g., Wassman y
Flynn, 1962; Bandler y Flynn, 1974). Apoyándose en las observaciones realizadas en
este tipo de investigaciones neuroetológicas, estos y otros autores han distinguido dos
categorías de agresión: el ataque silencioso (o predatorio) y el ataque afectivo (o
defensivo). El primero es elicitado, como ya se ha dicho, por estimulación eléctrica del
hipotálamo lateral, mientras que el segundo es inducido principalmente por estimulación
de núcleos neurales situados en el mesencéfalo (e.g., Siegel y Edinger, 1981; véase
también Blanchard y Blanchard, 1988).

73
Ewert (1980, p. 2) define la neuroetología como la disciplina que surge de la síntesis
entre la neurofisiología y la etología y aborda las seis cuestiones siguientes:

1) Cómo se detectan las señales (procesos de filtrado de señales en los órganos


sensoriales y en el cerebro).
2) Cómo puede el Sistema Nervioso Central (SNC) localizar las señales
procedentes del ambiente.
3) Cuáles son los procesos de adquisición, de almacenamiento y de recuperación
en el SNC.
4) Cuál es la base neurofisiológica de la motivación de una pauta de
comportamiento.
5) De qué modo el SNC coordina y controla la conducta.
6) De qué modo se puede relacionar la ontogenia del comportamiento con los
mecanismos neuronales.

Según Ewert, el término 'neuroetología' fue introducido por Brown y Hunsperger en


1963, en sus estudios sobre elicitación de conductas agonísticas en el gato por
estimulación eléctrica del cerebro (véase Brown y Hunsperger, 1963). (Recuérdese que
en 1951, Tinbergen había utilizado el término 'etofisiología' para referirse esencialmente a
este mismo campo de estudio.)
Para Camhi (1984), el término neuroetología entraña la fusión de dos tradiciones
científicas extraordinariamente dispares, la del neurobiólogo que trabaja en el laboratorio
y la del etólogo de campo (p. 3). Su objetivo "es comprender el comportamiento animal
en términos de la estructura y función del sistema nervioso" (p. 31).
Hoyle (1984) escribió:

"el objetivo inicial de la neuroetología debería ser el examen de los procesos neurofisiológicos que
subyacen a una variedad de conductas exhibidas por distintos animales, que pertenezcan a diferentes
linajes y que satisfagan los criterios de actos conductuales innatos. Las conductas seleccionadas
deben ser lo suficientemente complejas como para que atraigan el interés de los etólogos, no obstante,
deben ser analizables con los métodos neurofisiológicos disponibles a nivel celular. En el caso de los
vertebrados esto puede significar que haya que trabajar con porciones del cerebro así como con
animales completos, sin embargo, en el caso de algunos invertebrados, el registro podría realizarse
sobre el animal casi intacto mientras éste se encuentra ejecutando una conducta." (p. 367)

Los etólogos consideraron que la concepción de etología en la que se había inspirado


la neuroetología de Hoyle estaba anticuada, y los neuroetólogos rechazaron la definición
de Hoyle por considerarla demasiado restrictiva.
El tratamiento de la neuroetología que presentan Ingle y Crews (1985) es
especialmente interesante y clarificador.
Para estos autores, el origen de esta subdisciplina se puede ubicar en tres campos: la
neuroanatomía comparada, las psicologías comparada y fisiológica y la etología
comparada. Ingle y Crews (op. cit.) escriben:

74
"La neuroetología, sin embargo, evita el énfasis sobre las estructuras, tan característico de la
neuroanatomía, y sobre problemas orientados hacia tareas que son tan populares entre los psicólogos;
por el contrario, se centran en adaptaciones de conducta, que son la clave de las investigaciones
comparativas de los etólogos. Los estudios neuroetológicos miden la competencia de un animal, no
sus capacidades, poniendo a prueba a los organismos en condiciones naturalizadas en lugar de
emplear condiciones artificiales que pueden conducir a la obtención de resultados erróneos. Aunque
los límites de la neuroetología son arbitrarios, su interés primordial son las conductas complejas y no
los reflejos simples como toser o limpiarse un ojo. En lugar de determinar de qué modo los reflejos
simples se organizan, se integran y se sintetizan para formar la base de las conductas complejas, […]
los estudios neuroetológicos comienzan con la propia secuencia de conducta, concentrándose en los
comportamientos que sean motivados o dirigidos hacia una meta y que tienen valor adaptativo." (p.
457)

Estos autores emplean, además, una definición muy bien informada y actualizada de
la etología. Ingle y Crews (1985) escriben,

"…los etólogos centran su atención en la conducta de animales que se encuentran en la naturaleza o


dentro de ambientes de laboratorio en los que las conductas naturales surgen con facilidad. Los
estudios etológicos normalmente abordan el análisis de: (a) estímulos naturales que elicitan conductas
biológicamente importantes tales como comer, huir, cortejar y luchar; (b) la estructura
espaciotemporal de las pautas de conducta que se realizan en esos contextos (perseguir, morder,
amenazar, emitir una llamada, etc.), y (c) las condiciones motivacionales, ontogenéticas y fisiológicas
que determinan la alternativa de respuesta que es más probable que sea elicitada por un conjunto
determinado de estímulos ambientales. Al etólogo en general no le interesa conocer el abanico de
estímulos que un animal puede llegar a detectar cuando se le entrena en un laboratorio, o las
respuestas arbitrarias que podrían ser condicionadas (como la respuesta de presionar una palanca). El
etólogo ignora cuestiones relativas a la durabilidad de la memoria para estímulos geométricos creados
por el hombre, sin embargo, se muestra fascinado por la capacidad de un ave para recordar un gran
número de lugares donde ha escondido anteriormente las semillas." (p. 458)

Más adelante, Ingle y Crews añaden,

"…la descripción etológica de una conducta incluye detalles de su contexto motivacional y social y de
la secuencia final de las pautas motoras a través de las cuales el animal alcanza su objetivo. Los
neuroetólogos interesados por la motivación o por la endocrinología del comportamiento tienden a
contemplar la secuencia de conductas como un todo, y a considerar la mutiplicidad de condiciones
externas e internas que predisponen a un animal a responder a estímulos relevantes. El precio que hay
que pagar por esta visión tan sofisticada de la causalidad es que la identificación de las rutas neurales
anatómicas y fisiológicas se convierte en una tarea harto complicada." (p. 459)

En su conclusión, Ingle y Crews (1985) señalaron,

"La aproximación naturalista, comparativa y multidisciplinar del neuroetólogo proporciona una


alternativa a la aproximación más habitual que domina la mayoría de las otras disciplinas de la
neurociencia que están interesadas en la neurobiología del comportamiento. Por otra parte, la
aproximación neuroetológica puede revelar casos extremos de un extraordinario valor para el
desarrollo de modelos animales, mientras que, además, pondrá de relieve el abanico y diversidad de
soluciones alternativas a problemas adaptativos que todos los vertebrados comparten. Los autores se
muestran completamente de acuerdo con la declaración de Bullock (1984) de que 'la Neurociencia
constituye una parte de la biología, en concreto de la zoología, y sufre de una visión muy limitada a

75
menos que se mantenga vinculada a la etología, a la ecología y ala evolución'." (p. 488) [el énfasis
es añadido].

Los temas de estudio abordados por los neuroetólogos han sido muy numerosos. Si
excluimos de la lista aquellos trabajos en los que las variables de tipo hormonal o
neuroendocrino han constituido el interés principal (y que se tratarán en la próxima
sección), podemos resaltar los siguientes temas: la conducta de ataque predatorio, y de
ataque y escape en el gato (inducidos por estimulación eléctrica del cerebro), la conducta
de escape de la cucaracha (por detección de la aceleración del aire), la conducta de
captura de la presa y de evitación de un predador en el sapo (a través de señales
visuales), la selección de pareja en la rana (a través de señales acústicas), la conducta de
localización de la presa en la lechuza (a través de señales acústicas), la conducta de
ecolocalización en los murciélagos (a través del análisis del eco producido por las señales
acústicas que ellos mismos emiten), el desarrollo del canto en las aves canoras (a través
de señales acústicas emitidas por tutores reales o grabados y de los cantos emitidos por
ellos mismos), el desarrollo de la improntación (a través de señales visuales y/o acústicas)
y la conducta de almacenamiento de comida en aves (e.g., Bentley y Konishi,
1978;Ewert, 1980, 1985 y 1987;Huber y Markl, 1983; Ingle, 1983, Ingle y Crews, 1985;
Camhi, 1984; Horn, 1985; Konishi, 1985; Rauschecker y Marler, 1987; Young, 1989;
Andrew, 1991; Krebs y Horn, 1991).
No cabe duda de que los estudios neuroetológicos en los que el equipo investigador
ha estado constituido por etólogos y por neurobiólogos han sido los que han producido
resultados más satisfactorios, al menos para los etólogos interesados en los mecanismos
neurales del comportamiento. En este contexto, los procesos de la improntación y del
aprendizaje del canto constituyen ejemplos paradigmáticos de la alta productividad que se
puede obtener cuando profesionales especializados en el estudio de distintos niveles de
análisis colaboran en la investigación de un problema planteado por un etólogo (véase
Bateson, 1991b; Marler, 1991a y 1991b; Nottebohm, 1981 y 1991; Horn, 1991a, 1991b
y 1991c).
El neuroetólogo Fentress (1991), que posee una sólida formación como etólogo, ha
señalado los riesgos a los que puede conducir la práctica de un 'reduccionismo unilateral'
en neurociencia. Este autor se refiere a la tendencia que ha surgido en algunos equipos de
neurocientíficos hacia la simplificación de la situación conductual en la que analizan los
mecanismos neuronales del comportamiento. Fentress subraya que los trabajos de los
neuroetólogos pueden contribuir a equilibrar y contrarrestar el excesivo reduccionismo.
Entre las contribuciones más destacables de los neuroetólogos, Fentress (op. cit.)
menciona,

"Aceptación de los cuatro pilares de la investigación etológica: evolución, desarrollo, causación


próxima y función. Empleo de estímulos naturales complejos en lugar de estímulos sencillos y
artificiales. Evaluación de pautas completas de actuación comportamental en respuesta a estos
estímulos, así como de los mecanismos centrales de organización. Examen de sucesos moduladores
(e.g., 'motivacionales'), elicitadores y generadores de patrones. Valoración de la diversidad de especies
y de la importancia de la sensibilidad ecológica y de los análisis ontogenéticos en el estudio de la

76
diversidad. Examen de los intercambios intra- e inter-específicos entre animales como un
complemento a la comprensión del comportamiento de los individuos (e.g., el comportamiento social,
las relaciones predador-presa)." (pp. 79-80)

Fentress describe con gran claridad la aproximación del neuroetólogo,

"La mayoría de los neuroetólogos comienzan sus investigaciones a partir de la fascinación propia
del naturalista por la diversidad del comportamiento animal. Seleccionan especies que no sólo
presentan problemas especiales sino que ofrecen datos de particular importancia en la búsqueda de
principios generales de organización neuroconductual. También combinan el tradicional énfasis del
etólogo por la descripción, la clasificación, el análisis y la síntesis (provisional) de las propiedades
neuroconductuales y sus reglas de expresión coherente. No existen grandes teorías, ni se anticipa que
vaya a haber ninguna en el futuro cercano…" (p. 80)

En la obra de Ewert (1980) se incluye un apéndice que recoge una descripción de


los principales métodos empleados por los neuroetólogos en sus investigaciones: técnicas
de estimulación eléctrica y química, técnicas de lesión y de extirpación de estructuras
cerebrales, y técnicas de registro de la actividad cerebral mientras el animal se encuentra
inmovilizado o libre. Blanchard y Blanchard (1988) han propuesto el término "análisis
etoexperimental" para designar un área de estudio del comportamiento animal que
combinaría la aproximación etológica (que enfatiza el estudio de pautas naturales de
conducta y la atención a cuestiones funcionales y evolutivas) con la aproximación de la
psicología experimental (que hace hincapié en el control y manipulación de las variables
independientes). En realidad, esta aproximación híbrida 'etoexperimental' abarcaría
estudios en los que las variables independientes podrían ser de tipo neural, hormonal o
farmacológico.

2.2.3. Etología y Endocrinología

El comportamiento de un organismo está en parte controlado por su sistema


neuroendocrino. Aquellos etólogos interesados en profundizar en la comprensión de los
mecanismos causales que controlan el comportamiento sexual y social de las especies que
estudian han investigado las posibles relaciones entre la condición hormonal y el
comportamiento. (En esta sección incluiremos bajo la etiqueta de hormona tanto las
hormonas que son sintetizadas por células de las glandulas endocrinas clásicas [e.g., la
hipófisis, las gónadas, la corteza adrenal, etc.] como las neurohormonas y los
neurotransmisores que son sintetizados en células nerviosas.) Uno de los primeros
trabajos realizados en este área de interfase entre la etología y la endocrinología fue el
estudio, ya clásico, de Hinde (1965) sobre el comportamiento de construcción del nido
en el canario. Los resultados de sus investigaciones subrayaron la complejidad y
naturaleza dialéctica de las relaciones entre los distintos determinantes del
comportamiento analizado. En efecto, Hinde identificó relaciones bidireccionales entre
los estímulos procedentes del ambiente físico (e.g., el fotoperíodo, el material del nido) y

77
social (e.g., el comportamiento de cortejo de una pareja), y el comportamiento de
construcción del nido, la conducta y la fisiología reproductiva (e.g., la pérdida de plumas
y la vascularización de la zona del pecho que emplea durante la incubación de los
huevos, el tamaño del oviducto, etc.) y la condición hormonal (e.g., los niveles de
hormonas hipofisarias y gonadales) en el canario. Estudios similares se han realizado
sobre la conducta sexual de la paloma de collar (vide infra: apartado 2.3.1).
Continuando las investigaciones de Hinde sobre las relaciones entre el ambiente
externo, el comportamiento y la condición hormonal (interna), Hutchinson (1991) ha
demostrado que la síntesis de hormonas dentro del cerebro del macho en la paloma de
collar, hormonas que tienen efectos conductuales, puede estar influida por factores
internos (e.g., la condición reproductiva del macho) y por sucesos ambientales (e.g.,
estímulos sociosexuales y el fotoperíodo) tanto en el adulto como durante el desarrollo.
Por ejemplo, el cortejo de la paloma de collar presenta dos fases distintas. Inicialmente
existe un "cortejo agresivo" que después es seguido por un "cortejo orientado al nido".
Hutchinson encontró que la testosterona era más efectiva en la inducción de la conducta
de cortejo orientada al nido en machos castrados si éstos eran mantenidos en condiciones
de fotoperíodo largo o eran expuestos a hembras que realizaban conductas de solicitud
orientadas al nido.
Uno de los temas clásicos en el estudio del comportamiento social de los primates ha
sido la investigación de los perfiles fisiológicos que exhiben individuos que difieren en su
estatus social. En muchas especies de primates la competición intra-sexual puede actuar
alterando parcialmente o suprimiendo totalmente la fertilidad y reproducción de las
hembras subordinadas (e.g., Wasser y Barash, 1983; Abbott, 1989). Uno de los aspectos
más importantes de estos estudios 'sociendocrinológicos' es que los resultados obtenidos
han puesto de manifiesto la relación dialéctica que existe entre el contexto social y la
respuesta hormonal que exhiben los individuos (véase Ziegler y Bercovitch, 1990). Esta
relación se ha identificado con gran detalle en los estudios realizados por Sapolsky (1987
y 1993). Este autor encontró que durante períodos de estabilidad social, los machos
dominantes y los subordinados no exhibían diferencias sustanciales en sus niveles de
testosterona basal. No obstante, cuando las condiciones sociales cambiaban y se
incrementaba el nivel de estrés, sólo los machos dominantes eran capaces de mantener
altos niveles de testosterona. En su revisión de los datos obtenidos en distintas especies
de primates, Sapolsky detectó otros patrones del perfil fisiológico que eran más
dependientes de la situación social (e.g., estable versus inestable) que del estatus social
de los individuos implicados. Por ejemplo, los machos dominantes únicamente presentan
concentraciones más bajas de cortisol basal que los subordinados cuando se encuentran
en un medio social estable (es decir, evitan los perjuicios y posibles patologías asociadas
a niveles crónicos altos de cortisol, que es la situación que padecen los subordinados). No
obstante, cuando la situación se vuelve inestable y se incrementa el estrés, los machos
dominantes poseen la capacidad de reactivar este sistema y beneficiarse de los efectos
positivos que, en condiciones de estrés, confiere una elevada concentración de esta
sustancia. Sapolsky (1993) concluyó,

78
"Finalmente, no existe ningún perfil fisiológico que sea exclusivo del animal dominante o del
subordinado. La fisiología exhibe una sintonía exquisita con la conducta, y las características críticas
de la conducta no parece que estén más ligadas al rango per se que al estilo por el que dicho estatus se
manifiesta y al ambiente social en el que tiene lugar." (pp. 199-200)

Las relaciones entre el perfil neuroendocrino y el comportamiento sociosexual


también difieren entre los sexos. Los machos dominantes, por ejemplo, tienen prioridad
de acceso al alimento y al espacio, y reciben menos agresiones y más conductas
amistosas y reforzantes que los machos subordinados. Su perfil neuroendocrino se
caracteriza por la presencia de valores altos de testosterona y bajos de prolactina, cortisol
y β-endorfinas cerebrales, en comparación con los valores en esos mismos parámetros
que presentan los machos subordinados. Estos tienen menos éxito reproductor que los
dominantes porque sus oportunidades de interactuar sexualmente con las hembras son
suprimidas por ellos. La situación de las hembras es muy distinta. En efecto, las hembras
subordinadas también tienen un éxito reproductor inferior al de las dominantes; sin
embargo, el mecanismo es distinto. La supresión reproductiva de las hembras
subordinadas es fundamentalmente de tipo fisiológico, en lugar de conductual, afectando
especialmente a la ovulación y a la concepción, vía el eje hipotálamo-hipófisis-gónadas.
Además, las hembras dominantes tienden a ser más atractivas para los machos que las
hembras subordinadas. Keverne fue uno de los primeros autores que subrayó la relativa
independencia del comportamiento sexual de los primates con respecto a la condición
hormonal, en comparación con lo que ocurre en otros mamíferos (Keverne, 1976).
Recientemente, este mismo autor ha repetido y elaborado la misma tesis, sugiriendo que,
probablemente, una de las adquisiciones evolutivas de los primates haya sido la
emancipación de su conducta emocional de los sistemas motivacionales y la transferencia
del control de dicha conducta a los sistemas cognitivos superiores (Keverne, 1992). Se ha
demostrado que el sistema de opiáceos cerebrales desempeña una función importante en
el establecimiento del vínculo social entre la madre y la cría en varias especies de
mamíferos, entre ellas la oveja, el perro y la cobaya. Por otra parte, existen datos en
primates que indican que el sistema de β-endorfinas es activado durante interacciones
sociales amistosas (e.g., durante el espulgamiento) en individuos adultos, por lo que
Keverne ha planteado la posibilidad de que exista una continuidad ontogenética en el
mecanismo neural que controla el sistema de recompensa en el desarrollo temprano del
vínculo entre la madre y su cría y su extensión posterior a las relaciones sociales entre
individuos adultos. Este autor ha sugerido, asimismo, que durante la evolución ha podido
producirse un fenómeno de 'co-optación' del sistema neural inicialmente funcional en el
contexto de las relaciones madre/cría a un nuevo contexto ontogenéticamente posterior,
es decir, en la etapa adulta.
Un último ejemplo que revela la naturaleza e importancia de las investigaciones que
se están realizando en este área de solapamiento entre la etología y la endocrinología es la
investigación de Wingfield y colaboradores (e.g., Wingfield y Moore, 1987; Wingfield,
1994). Estos autores han analizado la relación entre los niveles de testosterona (T) que
presentan los machos de diversas especies de aves y sus sistemas de apareamiento (e.g.,

79
monogámico versus poligínico) y de cuidado de las crías (e.g., asistencia versus no
asistencia en el cuidado parental). A diferencia de lo que les ocurre a los machos en las
especies monogámicas, en las poligínicas los machos mantienen niveles altos de T
durante un período más prolongado de tiempo. Esto parece adaptativo porque gracias a
los altos niveles de T, los machos se muestran agresivos hacia otros individuos de su
mismo sexo e intentan monopolizar un mayor número de hembras. Los machos de las
especies monógamas, que responden con estrategias poligínicas si se les trata con T,
tienden a realizar conductas de cuidado parental que son incompatibles con las tendencias
agresivas que son causadas por niveles altos de T. Uno de los resultados más interesantes
que se han obtenido en estos estudios se refiere a la existencia de diferencias inter-
específicas en la sensibilidad que muestran los machos a la elevación de sus niveles de T
en respuesta a claves sociales (e.g., la presencia de una hembra receptiva o de un macho
rival). Wingfield encontró que los machos 'monógamos' exhibían una mayor capacidad
para elevar sus niveles de T que los machos 'poligínicos' cuando un rival les desafiaba
por el acceso a su pareja sexual o a su territorio. En otras palabras, existe una fina
sintonía entre las diferentes estrategias que son más adaptativas en cada sistema social
(en relación con el apareamiento y con el cuidado parental). Por último, como resumen
de la 'filosofía' que adoptan los estudiosos de la 'etoendocrinología' se puede citar el
siguiente fragmento escrito por Wingfield y Moore (1987),

"Nuestra capacidad para comprender y dilucidar al menos parte de esta compleja serie de
acontecimientos interdependientes ha sido facilitada en gran medida por el hecho de que fuera posible
llevar a cabo estudios rigurosamente controlados bajo condiciones naturales de campo. Las
investigaciones realizadas exclusivamente en el laboratorio pueden producir respuestas limitadas y en
ocasiones equivocadas. Por ejemplo, sabemos con seguridad que las respuestas agresivas de un
macho varían en función de si se encuentra en su territorio o no. No sabemos si un macho en
cautividad considera que la jaula en la que se encuentra es su territorio o no. Este hecho es
importante, sin embargo, puesto que va a afectar considerablemente a su respuesta tanto conductual
como hormonal a un intruso. […] Como segundo ejemplo, se puede mencionar que los primeros
estudios de laboratorio tendían a enfatizar el papel del macho en la estimulación del desarrollo ovárico
en la hembra. Las investigaciones de campo revelan que las hembras prestan más atención a la
presencia de suficiente alimento para la producción de huevos, y que los machos, tras el
establecimiento inicial del territorio, ajustan su fisiología y su conducta para acomodarse a las
actividades de la hembra. […] Así, además de los estudios controlados de laboratorio, resulta obvio
que las investigaciones holistas realizadas bajo condiciones naturales son cruciales para lograr un
esclarecimiento completo de los mecanismos y de su significado para el individuo…" (pp. 171-172)

Wingfield y Moore (1987) concluyen,

"No hay duda de que vivimos en una era preocupada por las aproximaciones reduccionistas y
moleculares a la investigación de problemas biológicos, no obstante, no debemos olvidar que hasta los
mecanismos moleculares fundamentales de, por ejemplo, el metabolismo celular evolucionaron en
respuesta a una necesidad por sobrevivir y reproducirse en un ambiente complejo y, en ocasiones,
caprichoso. Aunque es importante comprender los detalles de los mecanismos bioquímicos, no
podemos proclamar que comprendemos plenamente esos procesos hasta que hayamos obtenido una
visión más clara del abanico de factores ambientales que fue responsable de su evolución, y de la
naturaleza de su funcionamiento cuando están expuestos a las complejas fluctuaciones de un ambiente

80
natural." (p. 172)

2.2.4. Etología, Antropología y Biología de Poblaciones

Las relaciones entre la etología y la antropología se han desarrollado en torno a dos


marcos teóricos distintos; uno funcionalista, interesado por el estudio del comportamiento
humano desde el punto de vista de su valor adaptativo en el ambiente ecológico actual, y
el otro filogenético, centrado en el análisis del comportamiento humano como adaptación
filogenética. Aunque los dos planteamientos se basan en la teoría evolutiva neo-
Darwinista, existen importantes diferencias entre ellos; éstas radican en la concepción que
unos y otros sostienen de la selección y en el interés por factores selectivos inmediatos
versus históricos, respectivamente. Así, la aproximación de la etología funcional a la
antropología se basa en el empleo de la teoría de la selección individual o de la eficacia
biológica inclusiva, mientras que la aproximación filogenética se apoya en posturas
teóricas características dela etología clásica Lorenziana, en especial, en el concepto de
selección de grupo (véase EiblEibesfeldt, 1993).
Entre los etólogos que han seguido la primera ruta para abordar cuestiones clásicas
dentro del campo de la antropología se pueden distinguir, a su vez, dos metodologías. En
la primera, los investigadores han empleado modelos animales para formular hipótesis
generales y especular acerca de cuál debería ser la conducta de las poblaciones humanas
si las hipótesis (y variables independientes) que explican los datos obtenidos en especies
animales fueran aplicables a la especie humana. Dentro de esta perspectiva, los animales
más estudiados han sido los primates no humanos. El objetivo de estas investigaciones se
ha centrado en analizar la complejidad de la estructura social observada en distintas
especies de primates, por ejemplo, sus pautas de organización social, el papel de las
relaciones genealógicas sobre la estructura grupal, la estructura sociodemográfica, las
pautas de filopatría, los sistemas de reproducción y de cuidado de las crías, las
diferencias "proto-culturales" entre distintas poblaciones de la misma especie, los
mecanismos de transmisión de dichas "culturas locales", etc., y relacionarla con la
variación observada en los escenarios ecológicos en los que ha evolucionado cada especie
(e.g., DeVore, 1965; Crook y Gartlan, 1966; Jay, 1968; Crook, 1970; Eisenberg,
Muckinhern y Rudran, 1972; Hamburg y McCown, 1979). En los primeros años de la
aplicación de esta aproximación funcionalista al tratamiento de la estructura social en la
especie humana, los investigadores pusieron un gran empeño por encontrar el modelo de
primate no humano que pudiera considerarse análogo al que supuestamente debieron
exhibir los antepasados de nuestra propia especie. En gran medida, este objetivo estaba
inspirado en una concepción errónea de la evolución como proceso de progreso
anagenético, en lugar de como proceso básicamente direccional y fundamentalmente
cladogenético.
Los primatólogos actuales que siguen empleando este tipo de aproximación al
estudio de la organización social de las sociedades humanas han refinado de forma

81
notable sus marcos teóricos y sus metodologías (e.g., Wrangham, 1979 y 1980; Van
Schaik, 1983; Hinde, 1983a; Smuts, Cheney, Seyfarth, Wrangham y Struhsaker, 1987;
Dunbar, 1988; Standen y Foley, 1989; Van Hooff y Van Schaik, 1992), los han aplicado
a una mayor variedad de especies no primates (e.g., Rubenstein y Wrangham, 1986;
Davies, 1991; Krebs y Davies, 1993) y han servido de inspiración para los etólogos que
se han aventurado a aplicarlos directamente al estudio de las sociedades humanas.
Estos últimos son los que representan la segunda aproximación también funcionalista
al estudio de problemas antropológicos. El marco teórico más ostensiblemente empleado
por este grupo 'genealógicamente' algo heterogéneo de etólogos funcionalistas está
constituido por un nutrido cartel de teorías, entre las que destacan las siguientes: la teoría
de la selección individual, la teoría de la selección familiar, la teoría de la selección
sexual, la teoría de la inversión parental, la teoría del conflicto genético entre padres e
hijos, la teoría de las estrategias del ciclo vital, la teoría de juegos y los modelos de
optimización (e.g., Hamilton, 1964; Williams, 1966a; Trivers, 1971, 1972, 1974 y 1985;
Maynard-Smith, 1982; Borgerhoff Mulder, 1991; Krebs y Davies, 1993). Los problemas
más estudiados desde la óptica y las hipótesis que se derivan de toda esta familia de
teorías son los siguientes: la relación entre biología y cultura; la influencia del parentesco
sobre las relaciones sociales; los sistemas de reproducción (monogamia, poliginia,
poliandria, etc.); las estrategias de selección intra-sexual, incluyendo las conductas de
competición precopulatoria, postcopulatoria (e.g., la competición espermática), y las que
se realizan después de la fertilización, antes y después del parto (e.g., el aborto y el
infanticidio); las estrategias de selección intersexual, entre ellas la exageración de los
rasgos que hacen más atractivos a los hombres y a las mujeres como parejas sexuales y
las estrategias usadas por ambos sexos para asegurar la fidelidad de la pareja en sistemas
monogámicos (e.g., la ocultación de los signos externos de la ovulación); las estrategias
de cuidado parental, incluyendo las conductas de manipulación tanto por parte de los
progenitores como de los hijos; etc. (véase, por ejemplo, Chagnon y Irons, 1979;
Hausfater y Hrdy, 1984; Hartung, 1985; Vining, 1986; Lancaster, Altmann, Rossi y
Sherrod, 1987; Betzig, Borgerhoff Mulder y Turke, 1988; Buss, 1989; Standen y Foley,
1989; Kenrick y Keefe, 1992; Smith y Winterhalder, 1992).
Antes de concluir con el tratamiento de esta aproximación funcionalista hay que
advertir que la mayoría de los componentes de esta corriente encajan mejor con la
etiqueta de ecólogos del comportamiento, socioecólogos o sociobiólogos. La máxima que
inspira su trabajo, la utilicen como estrategia heurística o como dogma de fe, es que el
comportamiento ecológico o social que exhiben los miembros de las distintas sociedades
humanas refleja la existencia de procesos selectivos dirigidos a la maximización de la
eficacia biológica del individuo (es decir, de su éxito reproductor directo y de la
transmisión de genes a través de sus parientes). Esta concepción, sin duda muy
productiva, puede entrañar riesgos importantes cuando se aplica al estudio de la conducta
humana (véase Hinde, 1987; Kitcher, 1985 y 1987).
La segunda aproximación de la etología a cuestiones antropológicas ha sido liderada
y desarrollada fundamentalmente por Eibl-Eibesfeldt y enfatiza, como ya se ha señalado,

82
la atención a los aspectos filogenéticos del comportamiento (e.g., Eibl-Eibesfeldt, 1972,
1979a, 1979b y 1993). Eibl-Eibesfeldt ha sido un ardiente defensor de la aproximación
etológica denominada 'etología humana' que define como la biología del comportamiento:

"Su objeto de investigación es el esclarecimiento de los mecanismos fisiológicos eficientes que


sustentan un comportamiento, el descubrimiento de las funciones desempeñadas por éste y, con ello,
el de las presiones selectivas a las que debe su existencia el comportamiento en cuestión; finalmente,
se trata de investigar el desarrollo del comportamiento en la ontogénesis, la filogénesis y la historia de
la cultura; por ello, el foco de interés se centrará en la cuestión del origen de los programas que
motivan, desencadenan, guían y coordinan un comportamiento. La etología humana parte de los
conceptos y métodos desarrollados en la investigación comparada del comportamiento animal
(Etología), pero adaptándolos a las exigencias de la posición especial del hombre. En especial adopta
también los métodos de trabajo desarrollados en las disciplinas cercanas, Psicología, Antropología y
Sociología. Se preocupa así de las conexiones entre las distintas ciencias del hombre. Esto obedece a
un interés común. Los etólogos humanos investigan tanto el comportamiento filogenéticamente
evolucionado, como también la modificabilidad individual y cultural del hombre." (Eibl-Eibesfeldt,
1993 [1989], pp. 21-22)

Como representante y heredero más destacado de la escuela de Lorenz, Eibl-


Eibesfeldt ha dedicado una gran parte de sus esfuerzos de investigación a la identificación
en el hombre de rasgos de conducta que fueran innatos, apoyándose en el argumento de
que sí estos son universales, es decir, son compartidos por individuos pertenecientes a las
más diversas culturas, no pueden contemplarse como productos de la educación y la
cultura sino de la historia filogenética. Para este autor, la demostrada existencia de
patrones de comportamiento que son adaptaciones filogenéticamente preprogramadas
exige que nos mostremos alerta a los efectos, quizá maladaptativos, que dichos
comportamientos pueden tener en el ambiente actual creado por el hombre moderno. La
implicación de este tipo de aproximación para el control y planificación del orden social
en los grupos humanos es uno de sus atractivos másimportantes y, desgraciadamente,
también uno de sus inconvenientes más peligrosos, especialmente cuando el tema es
tratado por los divulgadores o popularizadores de las ciencias del comportamiento.
La etología humana, una denominación con la que algunos autores se muestran en
desacuerdo (e.g., Hinde 1979b, pp. 646-647), hace amplio uso de la observación no
participante, de la observación participante y de las grabaciones de imagen y sonido. Las
unidades de conducta empleadas por los profesionales de esta subdisciplina etológica son
bastante heterogéneas, desde gestos y patrones motores sencillos y elementales, muy a la
vieja usanza de la etología clásica, a categorías muy amplias de comportamiento (e.g., la
agresión, la guerra, etc.). Cabe señalar, por último, que la etología humana, al menos
como la entienden Eibl-Eibesfeldt y sus discípulos, retiene y emplea muchos de los
conceptos y concepciones de la etología clásica como los de patrón de comportamiento
innato, estímulo desencadenador, mecanismo desencadenador, predisposición, etc.
En resumen, la relación entre la etología y la antropología puede definirse como un
proceso de 'etologización', caracterizado por la extensión de los planteamientos teóricos
etológicos relacionados con los porqués de la función y evolución al tratamiento de temas
propios del campo de la antropología. Asimismo, los etólogos, en especial los que han

83
retenido concepciones más cercanas a las de la etología clásica, han realizado una
aportación metodológica muy importante al incorporar las poderosas y tradicionales
técnicas de descripción y clasificación del comportamiento que han caracterizado a la
aproximación etológica que aborda cuestiones antropológicas.

2.3. Etología y Psicobiología

La identidad de la etología se ha examinado en múltiples manuales de texto y


publicaciones especializadas sobre la disciplina (revisado en Colmenares, en preparación
a: Capítulo 1). No ocurre lo mismo con el concepto de psicobiología. De hecho, el
número de publicaciones en las que se ha analizado la relación entre la etología y
diversos campos de la psicología, como la psicología evolutiva, la psicología social, y la
psicología cognitiva es considerablemente elevado (vide infra: apartados 2.4.1, 2.4.2 y
2.4.3), contrastando de forma patente con la inexistencia casi absoluta de cualquier
evaluación publicada de las relaciones entre la etología y la psicobiología (incluyendo la
psicología fisiológica y excluyendo la psicología comparada). Así, pues, la tarea de
identificar y definir el área común entre la etología y la psicobiología encuentra un primer
obstáculo causado por la escasez de definiciones publicadas sobre el concepto de
psicobiología (esto sin contar las ocasiones en las que el término psicobiología se ha
usado en el pasado y se sigue usando en el presente como sinónimo de psicología
fisiológica; vide infra). Por consiguiente, la primera dificultad que debemos resolver
antes de seguir adelante con el objetivo que se persigue en este apartado es la búsqueda
de una respuesta a la pregunta de: ¿Qué es la psicobiología?
Para empezar, parece conveniente distinguir entre una psicobiología concebida como
división puramente académica que reúne una serie de disciplinas más o menos
heterogéneas, y una psicobiología concebida como área de conocimiento o disciplina
'marco' que da cabida e integra una serie de subdisciplinas psicobiológicas, las cuales
comparten diversas características (e.g., la psicología fisiológica, la psicología
comparada, la etología, la psicología del aprendizaje y de los procesos básicos en los
animales, la neuropsicología, etc.). Incluso dentro de esta segunda concepción, que es la
que se suscribe en este capítulo, aúnse pueden contemplar varias posturas o modelos
alternativos (Figura 2.3). Dos de éstos modelos sostendrían que la psicobiología puede
ser concebida como un área que acoge varias disciplinas interesadas por el estudio del
comportamiento y de los procesos psicológicos. La diferencia estribaría, sin embargo, en
el grado de solapamiento (y, por tanto, de relativa autonomía) que cada una de las
subdisciplinas psicobiológicas mostrara en relación con la psicobiología marco. Por
ejemplo, en el modelo A de psicobiología (Figura 2.3), su objeto de estudio y su métodos
tendrían que ser compatibles y tolerantes con (y deberían promover el desarrollo de)
todas las subdisciplinas que acogiera e integrara, sin excepción. Dentro de este modelo,
por consiguiente, el concepto de psicobiología no sólo debería contener cada uno de los
que definen a las distintas disciplinas o provincias que aquella integrara, sino que,

84
además, debería ser más amplio que el de cualquiera de ellas. La otra alternativa,
designada como modelo B, plantearía que los objetos de estudio de las distintas
subdisciplinas psicobiológicas sólo coincidirían parcialmente con el de la psicobiología; en
otras palabras, la psicobiología no contendría totalmente el campo de estudio de sus
subdisciplinas (Figura 2.3). Cuál de estos dos modelos consideremos más apropiado para
describir la relación entre la etología y la psicobiología dependerá, como veremos a
continuación, de la definición que adoptemos de psicobiología.

Figura 2.3. Dos concepciones alternativas de la psicobiología y sus subdisciplinas. En el modelo A se contempla
una concepción amplia de la psicobiología capaz de englobar el objeto de estudio de cualquiera de sus
subdisciplinas. En el modelo B en cambio, la psicobiología se emplea como sinónimo de psicología fisiológica y,
por tanto, no puede acoger la totalidad del objeto de estudio de disciplinas menos reduccionistas, como son la
etología y la psicología comparada principalmente (ver texto). Huelga aclarar que el tamaño del área de
solapamiento entre la psicobiología en su concepción restringida (modelo B) y las diversas subdisciplinas
incluidas en la figura es meramente ilustrativo.

Dewsbury (1991) presenta un análisis sumamente esclarecedor del concepto de


psicobiología. Basándose en un examen histórico del concepto de psicobiología sostenido
por sus practicantes, Dewsbury identifica dos tendencias o corrientes dentro de la
disciplina. Habría una primera concepción amplia de la psicobiología basada en una
visión de la biología que enfatiza la necesidad de investigar e integrar los distintos niveles
de organización del ser vivo, es decir, el nivel organísmico (el animal completo), los
niveles extra-organímicos (e.g., los ambientes social, heteroespecífico y abiótico) y los
niveles infra-organísmicos (e.g., los distintos sistemas y aparatos que conforman el
organismo), articulando el conjunto siempre dentro de una concepción moderna de la
teoría de la evolución (ver modelo A de psicobiología en la Figura. 2.3). La segunda

85
concepción de la psicobiología sería en cambio más restringida, y se centraría
fundamentalmente en análisis en los que las variables independientes estarían definidas
en el nivel fisiológico; en realidad, para los que adoptan esta postura, el término 'biología'
no es sino un eufemismo de 'fisiología'; es decir, la biología se reduce a la fisiología
(Figura 2.4). De hecho, como señala Robert Hinde (comunicación personal, 1992), para
los psicobiólogos de esta corriente, la psicobiología sería sinónimo de psicología
fisiológica (vide infra).

Figura 2.4. Relación de la biología y algunas de sus subdisciplinas con la psicología. Para algunos, la
psicobiología está constituida por el área de interfase entre la biología y la psicología (i.e., concepción amplia de
psicobiología). Para otros, la psicobiología comprende el campo de solapamiento entre la psicología y una
pequeña parcela de la biología, la neurobiología (i.e., concepción restringida de psicobiología, también utilizada
como sinónimo de psicología fisiológica).

A partir del análisis de Dewsbury (op. cit.) uno tiene toda la impresión de que la
psicobiología, al igual que la etología y la biología, ha estado expuesta a dos presiones de
signo opuesto durante su historia. Una de ellas ha intentado mantener la psicobiología
con el estatus de ciencia holista, organísmica e integradora que, según Dewsbury, fue la
primera perspectiva con que se concibió la psicobiología; la otra ha buscado explicaciones
reduccionistas, empleando el término psicobiología como un eufemismo de psicología
fisiológica, y concibiendo ésta como una provincia de la neurociencia (vide infra:
apartado 2.3.2) (Figura 2.4). Dewsbury menciona agencias de financiación como la
National Science Foundation (NSF) o el National Institute of Mental Health (NIMH), y
revistas como la Developmental Psychobiology, fundada en 1968 y publicada por la
International Society for Developmental Psychobiology, que sostienen una concepción
amplia de la psicobiología (véase pp. 201-202). Los pasajes del artículo de Dewsbury

86
que a continuación se reproducen transmiten con gran nitidez la esencia holista,
organísmica, integradora y anti-reduccionista de la concepción amplia de psicobiología.

"Parece que en la mayoría de los casos, el término [psicobiología] es utilizado en un esfuerzo


por combatir el reduccionismo excesivo en las áreas en las que la psicología y la biología, como se
definen tradicionalmente, muestran solapamiento. Los investigadores que trabajan en esos campos se
enfrentan a la amenaza de una grave enfermedad –una enfermedad que conduce a psicólogos
perfectamente respetables en la dirección del excesivo reduccionismo, se quedan tan fascinados por
los electrodos, los colorantes y los reactivos que pierden de vista la conducta y dejan de funcionar
como psicólogos en cualquiera de los sentidos significativos del término– (e.g., véase Collier, 1986;
Hebb, 1951; Suttlesworth, Neill y Ellen, 1984). […] Mi opinión es que la 'psicobiología' representa
una ruta interior muy importante hacia la comprensión de la mente y la conducta. Creo que es crucial
que la 'psicobiología' del siglo XXI incorpore tanto las aproximaciones proximales como las últimas a
la comprensión del comportamiento. Así, la 'biología' en 'psicobiología' debería incluir las
aproximaciones del animal-completo de la etología, la ecología, la evolución, y la psicología
comparada, así como los métodos más novedosos de la fisiología y de la cognición. Tal y como lo
concebía el etólogo Niko Tinbergen (1963), una comprensión verdaderamente exhaustiva del
comportamiento sólo se puede lograr si respondemos a las cuatro clases de preguntas: la causación
inmediata, el desarrollo, la historia evolutiva, y el significado adaptativo. […] El 'psicobiólogo
completo' debería emplear cualquier poder explicativo que pudiera encontrar en las modernas técnicas
fisiológicas, sin embargo, nunca debería perder de vista los problemas que inicialmente le han puesto
en marcha: la conducta integrada de organismos concebidos como una totalidad en funcionamiento y
adaptada." (p. 203)

Incluso aunque Dewsbury no hubiera hecho una alusión explícita a la relación entre
la concepción amplia de la psicobiología y la etología, a poco que comparemos su
definición de psicobiología con la de la etología dicha relación salta a la vista. Dentro de
esta concepción de la psicobiología no resulta nada complicado ubicar la etología o la
psicología comparada e identificar las múltiples conexiones existentes entre ellas (vide
infra: apartado 2.3.1). No obstante, uno podría pensar que esta definición de
psicobiología de Dewsbury no es más que eso, la visión particular de este autor de lo que
debería ser la psicobiología, pero que no representa lo que la psicobiología es en realidad.
La respuesta a esta duda razonable es, sin ninguna duda, negativa. No obstante, antes de
examinar con más detalle las características de esta psicobiología holista, organísmica e
integradora, voy a mencionar otras definiciones de la psicobiología que pueden situarse
en este continuo entre las concepciones amplia y restringida identificadas por Dewsbury.
Robinson y Uttal (1983, p. 6) definen la psicobiología como "la investigación
experimental de las leyes generales que gobiernan la relación entre los procesos
biológicos y los procesos psicológicos". Estos autores señalan, además, que la
psicobiología es "una ciencia inductiva " (p. 4) y que "la conducta no es más que uno de
los fenómenos que se pretende comprender en términos de las funciones fisiológicas" (p.
5). Más adelante, Robinson y Uttal (op. cit.) declaran que "su interés [el de la
psicobiología] por la fisiología se limita a aquellos procesos fisiológicos que tienen
importancia a nivel psicológico, y su interés por la psicología se circunscribe a aquellos
sucesos y funciones que son interpretables en el lenguaje de las ciencias biológicas" (p.
15). Por último, en relación con la distinción entre los niveles molar y molecular, estos

87
autores afirman que "en la mayoría de las investigaciones y teorías dentro de la
psicobiología, los métodos experimentales y los principios explicativos son de la variedad
molar." (p. 17). Hay que aclarar que, aparentemente, estos autores entienden por nivel
molar el estudio de los subsistemas que comprende el sistema nervioso y no la conducta
del organismo completo (que sería el nivel molar de la conducta para un etólogo). Esta
definición parece que se aproxima mucho a la concepción restringida de la psicobiología
definida por Dewsbury.
Bunge y Ardila (1988, p. 193) definen la "psicobiología o biopsicología" como "el
estudio científico de los procesos conductuales y mentales como procesos biológicos",
considerando dicha disciplina como una "materia de la provincia de la biología". Otra de
las características fundamentales de la disciplina así concebida es que "su supuesto básico
es el de que la conducta de los animales dotados de sistema nervioso está controlada por
este último y que su vida mental o subjetiva, en caso de existir, es una colección de
procesos neurales" (p. 193). Bunge y Ardila (1988, Capítulo 3) consideran la existencia
de tres enfoques distintos en el estudio de la psicología: el conductismo, el mentalismo y
el enfoque psicobiológico que, en su opinión, abarca la problemática de los anteriores
(e.g., el estudio de la conducta y de la mente) pero sin sus lastres teóricos y
metodológicos. La psicobiología, afirman estos autores, emplea el método científico,
refiriéndose con ello al método hipotético-deductivo (nótese que en este aspecto no
coinciden con Robinson y Uttal [1983], vide supra). Para Bunge y Ardila (op. cit) dos
son los pilares básicos de la psicobiología: la (neuro)biología y la teoría de la evolución [el
énfasis es añadido]. Asimismo, en la psicobiología de estos dos autores se rechaza el
epifenomenalismo, es decir, se considera que la mente sí puede tener un estatus causal
sobre la conducta (p. 383), se adopta una postura emergentista (p. 383) y se suscribe una
forma de reduccionismo moderado (pp. 366-367), el cual sostiene que las explicaciones
de la conducta y de los procesos mentales deben ser acuñadas en términos de los
procesos psiconeurales correspondientes (p. 384). Se reconoce la existencia de diversos
niveles, por ejemplo, "celular, organísmico o social" (p. 367) y se adopta una estrategia
de explicación fundamentalmente reduccionista de tipo ascendente (p. 195). Esto último
significa que la relación causal se establece desde un nivel inferior (el sistema nervioso) a
un nivel superior (la conducta y los procesos psicológicos). No cabe duda de que para
Bunge y Ardila (op. cit.), el estudio del cerebro es el pilar más importante de la
psicobiología, como se recoge en manifestaciones como la siguiente: "El cerebro es el
componente más complejo e interesante del organismo" (p. 196). En mi opinión,
declaraciones de esta índole son inevitables (para un neurobiólogo) pero tan legítimas
como las que podría hacer un genetista que proclamara que 'los genes constituyen las
entidades más importantes y complejas de un organismo porque sin genes no hay
información para construir ninguna parte de él, ni siquiera su cerebro', un biólogo
organísmico que declarara que 'sin organismo no hay genes, no hay cerebro, no hay
posibilidad de sobrevivir y reproducirse', o un biólogo poblacional que afirmara que 'sin
un ambiente abiótico y biótico adecuado no hay posibilidad de que existan organismos'
(ésta última declaración sería coherente con la que realizan los psicobiólogos Segovia y

88
Guillamón [1991, p. 392], cuando escriben "Se entiende que el organismo interacciona y
despliega la actividad como un todo, pero que ello es posible debido a que posee sistema
nervioso y existe un ambiente sin el cual el organismo no es…"; [el énfasis es
añadido]). Todas estas declaraciones son igualmente legítimas y su valor relativo (que no
absoluto) sólo puede estimarse en relación con el problema concreto que se esté
investigando. En ese sentido, la explicación exhaustiva del comportamiento y de los
procesos psicológicos requiere conocer la naturaleza de las operaciones y facultades del
sistema nervioso pero también las características de los otros niveles de organización en
los que el organismo y su sistema nervioso se encuentran inmersos. Asimismo, las
operaciones que realiza el cerebro en un instante determinado no deben contemplarse
como la causa del comportamiento, sino como una de las causas (la que encuentra
expresión a ese nivel de análisis) y como una de las consecuencias (o quizá correlatos) de
acontecimientos que tienen lugar en otros niveles también (véase, por ejemplo, Rose
1981). Además, a estas causas proximales habría que añadir las ontogenéticas y las
filogenéticas (es decir, las causas últimas). La psicobiología de Bunge y Ardila (1988),
para terminar, tiene una tendencia a escorar hacia los niveles infra-organísmicos. En
muchas ocasiones los autores dan la sensación de que emplean el término psicobiología
como sinónimo de psicología fisiológica, y en otras la sensación se transforma en una
declaración explícita, como cuando escriben "…testimonios de ello son la psicología
fisiológica (o psicobiología)…" (p. 23).
El concepto de psicobiología que proponen Segovia y Guillamón (1991) es bastante
afín al de Bunge y Ardila (1988). Estos autores declaran que la psicobiología se ocupa
del estudio de "organismos dotados de sistema nervioso que muestran la propiedad de
que ese órgano especializado elabore la interacción con el ambiente" (p. 390) y se basa
en el empleo del método hipotético-deductivo. Además del sistema nervioso, para
comprender la "actividad de los organismos" (que incluye su conducta y su mente)
(Segovia y Guillamón, op. cit., p. 391) es preciso tener en cuenta el hecho de que dicho
sistema nervioso es fruto de una historia filogenética (de ahí la importancia de encuadrar
a la psicobiología dentro del marco de la teoría de la evolución) y de una historia
ontogenética (pp. 390-391). Dentro de esta concepción, el sistema nervioso se considera
una condición necesaria para que se produzca el tipo de actividad que interesa al
psicobiólogo, mientras que el ambiente (en el que se produce la actividad del organismo)
se contempla como una condición suficiente. No obstante, hay que destacar que para
Segovia y Guillamón (op. cit.) tanto el sistema nervioso como el ambiente (es decir, los
factores extra-organísmicos) constituyen variables causales (p. 392). Como Bunge y
Ardila (1988) y otros psicólogos fisiológicos (vide infra: apartado 2.3.2), Segovia y
Guillamón (op. cit.) muestran una clara atracción por las aportaciones que puede realizar
la neurociencia (p. 390). En este sentido, su postura también coincide con la concepción
restringida de psicobiología identificada por Dewsbury. Por último, cabe señalar que, a
diferencia de Bunge y Ardila (1988), Segovia y Guillamón defienden una "…posición
monista en su transfondo…" y "…dualista respecto a los fenómenos psicológicos y
neurales" (p. 393). Este "dualismo débil" se apoya en el rechazo del monismo de

89
identidad, porque, según afirman estos autores, "no parece claro que todos los
fenómenos nerviosos sean fenómenos mentales" (p. 392).
En un libro de texto de psicobiología publicado recientemente por Green (1994),
Principies of Biopsychology, éste declara lo siguiente: "la biopsicología estudia los
correlatos fisiológicos del comportamiento, esto es, aquellos cambios en los sistemas
fisiológicos que se producen cuando la conducta cambia. Se ha centrado en procesos
psicológicos del individuo, como la memoria, la atención, la emoción y la motivación, e
intenta demostrar, por ejemplo, de qué modo el aprendizaje de una determinada tarea
correlaciona con un cambio específico en la actividad del sistema nervioso" (p. 2). "En la
práctica [los psicobiólogos o biopsicólogos] se centran en el cerebro y el sistema
nervioso" (p. 7).
A continuación voy a retomar la cuestión de si realmente existe en la actualidad una
psicobiología cuyo objeto de estudio y metodología se puedan acoger a la definición
amplia de dicha disciplina que propone Dewsbury (1991). El examen de la literatura
revela que dicha corriente de psicobiología holista, organísmica e integradora no sólo
existe sino que se muestra extraordinariamente vigorosa y productiva. Existen varias
publicaciones importantes y una larga lista de psicobiólogos de gran prestigio cuyo trabajo
se puede encuadrar sin dificultad alguna dentro de dicha corriente. En primer lugar
encontramos los volúmenes de la serie Handbook of Behavioral Neurobiology. Entre
ellos caben destacar los siguientes: el volumen 3, Social Behavior and Communication
(Marler y Vandenberg, 1979), el volumen 7, Reproduction (Adler, Pfaff y Goy, 1985), el
volumen 8, Developmental Psychobiology and Developmental Neurobiology (Blass,
1986) y el volumen 9, Developmental Psychobiology and Behavioral Ecology (Blass,
1988). Marler y Vandenberg (1979) escribieron,

"Otros libros [anteriores] de esta serie se han centrado en la conducta definida a nivel del
individuo, y estudiada desde el punto de vista de la bioquímica, la anatomía, la fisiología, y la
psicología. En este volumen se analiza de qué modo se coordinan los sistemas nerviosos de individuos
que participan en una interacción, con la creación última de estructuras sociales complejas…" (p. VII)

En este volumen se analiza la ontogenia del comportamiento social (William Mason),


la organización fisiológica del comportamiento social relacionado con el sexo y la agresión
(Norman Adler), la comunicación animal (Steven Green y Peter Marler), los mecanismos
y la evolución del espaciamiento en los animales (Peter Wasser y R. Haven Wiley), las
estrategias de forrajeo y su significado social (John Krebs), la evolución de los sistemas
de reproducción en las aves y en los mamíferos (James Wittenberger), y la función de la
selección individual, familiar y de grupo en la evolución de la socialidad (Sandra
Vehrencamp).
En el volumen 7 (Adler et al., 1985) se examinan, entre otros, los siguientes temas:
la organogénesis sexual (Alfred Jost), el papel de las hormonas gonadales durante la
diferenciación sexual en los vertebrados (John Resko), la diferenciación psicosexual en
los vertebrados no mamíferos (Elizabeth Adkins-Regan), la diferenciación del
comportamiento sexual en la rata (Ingeborg Ward y O. Byron Ward), la fisiología

90
reproductiva y las interacciones de conducta en los vertebrados no mamíferos (David
Crews y Rae Silver), el papel de las hormonas gonadales en la activación de la conducta
sexual femenina (Lynwood Clemens y David Weaver), la conducta maternal en los
mamíferos no primates (Jay Rosenblatt, Anne Mayer y Harold Siegel), los aspectos
neurofarmacológicos del comportamiento sexual en los mamíferos (Bengt Meyerson,
Carl Olof Malmnas y Barry Everitt), los mecanismos cerebrales implicados en el
comportamiento parental (Michel Numan), el papel del metabolismo en el control
hormonal del comportamiento sexual (Richard Whalen, Pauline Yahr y William Luttge),
las consecuencias neuroendocrinas del comportamiento sexual (T. O. Allen y N. T.
Adler) y el problema de la medición de las diferencias sexodimórficas en el
comportamiento en distintos contextos (David Goldfoot y Deborah Neff).
En el prefacio del volumen 8, Blass (1986) escribió,

"Este volumen destaca dos de las perspectivas que emplean los neurobiólogos y los
psicobiólogos interesados por el proceso de adaptación durante el desarrollo. Una de ellas representa la
aproximación tradicional consistente en adoptar una visión longitudinal, o del ciclo vital, del desarrollo,
identificando los cambios morfológicos y fisiológicos que ocurren durante la maduración, el
crecimiento y la diferenciación. En este caso, el modelo es el adulto considerado como 'meta final'
[…] Una [segunda] perspectiva más reciente es la que se centra en los procesos de cambio
ontogenético considerados como adaptaciones a las diferentes exigencias que [el organismo] tiene que
resolver en distintos estadios del desarrollo. Esta aproximación complementa a la anterior más
tradicional. Se apoya en la idea de que el organismo inmaduro no representa una miniatura incompleta
del adulto, sino que posee necesidades muy específicas, adecuadas a su etapa de desarrollo, y que
durante su historia filogenética ha respondido a estas necesidades desarrollando especializaciones
conductuales y morfológicas […] este volumen se centra en la interfase entre la psicobiología del
desarrollo y la neurobiología del desarrollo […] Muchos neurobiólogos se han mostrado sensibles a la
idea de que sus datos y sus posiciones teóricas carecían de un referente comportamental y tenían por
consiguiente una validez limitada en relación con una teoría sólida del desarrollo neuroconductual.
Actualmente se están empleando paradigmas e instrumentos biopsicológicos y etológicos para
explorar los mecanismos neurobiológicos que subyacen a la ontogenia de los procesos de
comportamiento a medida que éstos se van manifestando de forma natural." (pp. IX-X)

Entre los temas tratados en este volumen se pueden señalar: el desarrollo temprano
(en la etapa embrionaria) del comportamiento y del sistema nervioso (Richard
Oppenheim y Haverkamp), el desarrollo de los patrones motores (John Fentress y Peter
McLeod), los determinantes ambientales y neurales del comportamiento durante el
desarrollo (Timothy Moran), la ontogenia del aprendizaje vocal en las aves canoras
(Sarah Bottjer y Arthur Arnold), el desarrollo temprano de la función olfativa (Patricia
Pedersen, Charles Greer y Gordon Shepherd), el desarrollo del sentido del gusto
(Charlotte Mistretta y Robert Bradley), el efecto de la actividad sobre el desarrollo de la
visión (Helmut Hirsch) y el desarrollo de la termorregulación (Michael Leon).
En el prefacio del volumen 9, Blass (1988) escribió lo siguiente,

"El volumen [anterior] enfatizó que una comprensión del desarrollo del sistema nervioso central
y de su función sólo puede lograrse cuando se toma como punto de referencia las conductas que éste
maneja, y se subrayó, además, de qué modo esas conductas moldean a su vez el desarrollo del
sistema nervioso. Este volumen […] describe los avances que han realizado los psicobiólogos del

91
desarrollo desde mediados de la década de los setenta en la identificación del aprendizaje y el
condicionamiento en aves y mamíferos al poco de nacer –en realidad antes de nacer–. Estos hallazgos
en un campo que anteriormente había estado aletargado reflejan la necesidad de 'estudiar a la cría
donde ésta se encuentra' con el fin de seguir la génesis de su conducta. […] Asimismo, se ha
producido un rechazo de los métodos de deprivación excesiva, de manejo extremo y de manipulación
traumática que habían sido una práctica común durante los años cincuenta y sesenta, y que habían
producido información sobre el modo en que los animales podían responder a situaciones traumáticas
pero no revelaban los mecanismos del desarrollo normal. […] Coincidiendo con el interés de los
psicobiólogos por el análisis de fenómenos naturales, los ecólogos de la conducta se han concienciado
de que una comprensión de los mecanismos (últimos) evolutivos no podía ser completa sin una
comprensión de cómo los factores proximales determinan las conductas estudiadas. Ya no era
suficiente con identificar simplemente las clases de estrategias y de pautas de conducta empleadas
para el logro de un determinado fin; era necesario identificar las dificultades creadas por el medio y los
recursos de los animales para enfrentarse a ellas. […] Todos los autores respondieron calurosamente
a mi reto de producir un texto interdisciplinar que refleja la sofisticación de la cría, la complejidad de
su hábitat natal (y prenatal), y las influencias a veces duraderas de las negociaciones que establece
con sus nichos inmediatos y cambiantes."

Los temas publicados en este volumen son los siguientes: ecología y experiencia
(Jeffrey Alberts y Catherine Cramer), papel de la herencia ecológica en la ontogenia
(Meredith West, Andrew King y Anne Arberg), causa y función en el desarrollo de los
sistemas de conducta (Jerry Hogan), la precocidad, el juego, y la transición ectotermia-
endotermia (Gordon Burghardt), el útero como medio ambiente (William Smotherman y
Scott Robinson), la diferenciación sexual del comportamiento (Pauline Yahr), el
aprendizaje durante la infancia (Ingrid Johanson y Leslie Terry), la neurobiología del
aprendizaje olfativo temprano (Robert Coopersmith y Micael Leon), la relación entre los
opiáceos, la conducta y el aprendizaje en el desarrollo de los mamíferos (Priscilla
Kehoe), la conducta de la cría de succionar y de alimentarse en el contexto de la
interacción materno-filial (Stephen Brake, Harry Shair y Myron Hofer), el parentesco y
el desarrollo de las preferencias sociales (Warren Holmes) y el desarrollo de la conducta
instintiva desde una aproximación epigenética y ecológica (David Miller).
Otras publicaciones representativas de esta corriente de la psicobiología son las de
David Crews (1987a), Psychobiology of Reproductive Behavior, an Evolutionary
Perspective; Krasnegor y Bridges (1990), Mammalian Parenting, Biochemical,
Neurobiological and Behavioral Determinants; Shair, Barr y Hofer (1991),
Developmental Psychobiology, New Methods and Changing Concepts; Gandelman
(1992), Psychobiology of Behavioral Development; y, finalmente, Turkewitz (1992a),
Developmental Psychobiology.
Crews (1987a) escribió en el prefacio de su obra,

"…Tanto los mecanismos subyacentes como las consecuencias funcionales del comportamiento
son productos de la selección natural. Puesto que los mecanismos que controlan el comportamiento
surgieron en respuesta a determinadas condiciones ambientales, es preciso que estudiemos los
ambientes físicos y sociales del animal y, si es posible, que los incorporemos en nuestras
investigaciones […] Para entender el comportamiento humano es preciso comprender primero los
principios fundamentales que gobiernan los procesos biológicos complejos. Los estudios comparados
con animales pueden proporcionarnos información sobre esta compleja interrelación entre los

92
ambientes físico y social, la conducta del organismo y su fisiología. […] El conocimiento que
poseemos sobre las bases biológicas del comportamiento procede fundamentalmente del estudio de los
mecanismos fisiológicos y de las consecuencias funcionales de la conducta. Estos estudios han
producido mucha información sobre las causas inmediatas o proximales del comportamiento. Es
importante que nos demos cuenta de que esta es sólo una de las caras de la moneda. La supervivencia
de un individuo depende de la capacidad del sistema nervioso para responder de un modo adaptativo al
ambiente cambiante. El conocimiento de la diversidad y de las adaptaciones completa nuestra
comprensión de las bases biológicas del comportamiento […] La diversidad de comportamientos
reproductivos nos puede revelar mucho sobre los mecanismos que subyacen a la conducta. Este tema
se está abordando ahora en una serie de estudios sobre la psicobiología del comportamiento…[estas
investigaciones] abarcan el estudio de especies distintas bajo condiciones de campo y de laboratorio
[…] integran diferentes niveles de organización biológica desde la molécula a la población…[y] utilizan
una amplia variedad de técnicas modernas que permiten esclarecer las relaciones entre los diferentes
niveles de organización biológica…" (pp. IX-XI)

Los 33 autores de las 23 contribuciones que incluye el volumen editado por


Krasnegor y Bridges (1990) realizan un análisis psicobiológico de un comportamiento
"natural" fácilmente observable y reproducible en condiciones de laboratorio, el cuidado
parental, desde diferentes ópticas o niveles de análisis (e.g., el bioquímico, el hormonal,
el neural y el conductual) y desde una amplia perspectiva comparada dentro de la clase
de los Mamíferos (e.g., roedores, ovejas, primates no humanos y humanos). El volumen
editado por Shair y colaboradores (1991) se centra en la descripción de los métodos más
recientes que se han desarrollado en el área de la psicobiología del desarrollo para
estudiar sistemas de conducta y sistemas fisiológicos que participan en el control y
regulación de comportamientos "naturales" (e.g., las conductas de alimentación y de
ingestión de líquidos) y de ciertos procesos de aprendizaje. Una de las características que
presentan los artículos de los diversos contribuidores a este volumen es su énfasis en la
importancia de combinar diferentes niveles de análisis e integrar la información obtenida
en cada uno de ellos. El manual de texto sobre psicobiología del desarrollo de Gandelman
(1992) también coloca el acento en el estudio de los efectos que tienen distintos tipos de
estímulos, como las hormonas, las drogas, las radiaciones, ciertas enfermedades, distintas
condiciones de crianza, etc., sobre pautas de comportamiento "natural", como la
motilidad embriónica, el juego, la interacción social, etc.
Como colofón a esta rápida panorámica del campo de la psicobiología holista y
organísmica queda por mencionar el volumen editado por Turkewitz (1992a). Su capítulo
introductorio no tiene desperdicio en cuanto que presenta una visión de la psicobiología
del desarrollo que coincide plenamente con las perspectivas de los etólogos y de los
psicólogos comparatistas (vide infra: apartado 2.3.1) y con la concepción de
psicobiología definida por Dewsbury (1991). Turkewitz (1992b) escribe,

"…[Muchos autores aceptan] que todo comportamiento es el resultado de la naturaleza y del ambiente
[concepción 'interaccionista']. [Sin embargo] esta aproximación es interaccional en el sentido de que
contempla las funciones molares como resultado tanto de factores ambientales como de factores
genéticos. No obstante, es interaccional sólo en el mismo sentido restringido que podemos considerar
interaccional a una macedonia de frutas. Es decir, todos los componentes son requeridos y sin
embargo todos mantienen su integridad, incluso mientras están contribuyendo al conglomerado

93
constituido por la macedonia. En psicobiología del desarrollo, esta aproximación a menudo ha
producido estudios elegantes e incisivos que han documentado una serie de mecanismos precisos,
especialmente a nivel molecular. Esta aproximación ha tenido menor éxito a la hora de identificar y
explicar relaciones entre niveles de organización, y con frecuencia ha conducido a un reduccionismo
en el que el funcionamiento de los niveles superiores de organización se ha explicado en función de la
operación de mecanismos en los niveles inferiores de organización. Desde este punto de vista, la
psicobiología se ha centrado en la búsqueda de los determinantes biológicos del funcionamiento
psicológico en lugar de evaluar las relaciones entre factores biológicos y psicológicos. Este volumen
reúne investigadores que han empleado estrategias de investigación y conceptualizaciones que también
son de carácter interaccional pero en un sentido diferente. Explícita o implícitamente, en mayor o
menor medida, los autores han suscrito una aproximación que concibe los factores biológicos y
psicológicos como interpenetrados y fusionados durante el curso del desarrollo. La labor analítica de
estos investigadores sigue siendo la identificación de los componentes que contribuyen a la
organización. No obstante, se considera que estos componentes son transformados por la
organización a la que ellos contribuyen. Las interacciones entre factores biológicos y factores
psicológicos son contemplados de tal manera que separarlos constituiría un atentado contra su
naturaleza no aditiva." (pp. VII-VIII)

La visión de la psicobiología del desarrollo expresada en las varias citas anteriores


coincide plenamente con la que presentaron Hall y Oppenheim (1987) en su artículo
Developmental Psychobiology: Prenatal, Perinatal, and Early Postnatal Aspects of
Behavioral Development.
Estos autores señalan que la aproximación ontogenética al estudio del desarrollo
neuroconductual implica tanto "la descripción como el análisis causal de los
acontecimientos que se suceden a través del tiempo" (p. 92). Hall y Oppenheim (op. cit.)
añaden,

"El objetivo primordial es especificar los factores intrínsecos y extrínsecos que son responsables
de la emergencia y maduración del comportamiento. Dado que, en su sentido más amplio, esto
significa comprender el papel que tienen los genes, las células, los tejidos, los órganos y las
interacciones de todos estos con factores endógenos y exógenos durante la ontogenia, consideramos
que el campo de la psicobiología debe contemplarse como un subcampo de las disciplinas
progenitoras que son la biología del desarrollo, por una parte, y la psicología del desarrollo [o
psicología evolutiva, que es la traducción castellana habitual]. Esto significa que, en principio, todos
los niveles de análisis y todos los estadios de la ontogenia forman parte del objeto de estudio de la
psicobiología del desarrollo. Puesto que la conducta y su desarrollo entrañan la función del sistema
nervioso, el campo de la neuroembriología o neurobiología del desarrollo es pertinente para un análisis
completo de los problemas abordados por la psicobiología del desarrollo." (pp. 92-93)

Hall y Oppenheim (op. cit.) suscriben la siguiente definición de Gottlieb (1983) de


psicobiología del desarrollo,

"Una aproximación psicobiológica entraña el estudio del desarrollo del comportamiento desde
una perspectiva biológica amplia. Dicha perspectiva amplia incluye no sólo un cierto interés por los
correlatos fisiológicos, bioquímicos y anatómicos del comportamiento sino que también abarca
consideraciones ecológicas y evolutivas." (p. 1)

Hall y Oppenheim (op. cit.) escribieron,

94
"…Los principales intereses de los investigadores en este campo se centran en los temas
interrelacionados de (a) qué papel (o papeles) desempeña la conducta temprana en la supervivencia y
bienestar del embrión, la larva y el feto en desarrollo (i.e., las adaptaciones ontogenéticas); y (b) la
determinación de la contribución de la conducta prenatal a la organización normal y a la manifestación
del comportamiento en estadios posteriores de la vida (i.e., los precursores o antecedentes
ontogenéticos)… [una de las concepciones tradicionales en este campo se ha basado en] la idea
central de que las conductas en desarrollo son principalmente (o incluso exclusivamente) un reflejo
imperfecto del comportamiento adulto y, así, que el desarrollo es simplemente un proceso durante el
cual estas formas de comportamiento inmaduro aparentemente deficientes alcanzan su estado adulto
maduro… [otra aproximación más moderna sostiene] que la conducta exhibida por animales en
desarrollo refleja un equilibrio entre la resolución de las necesidades del momento y la preparación
para los estadios posteriores de su vida. Con independencia de cuál de estas dos conceptualizaciones
generales de la ontogenia se adopte, el hecho de que el sistema nervioso comience a funcionar mucho
antes del nacimiento o de la eclosión implica que el desarrollo del comportamiento debe comenzar con
los primeros movimientos y respuestas simples y tenues del embrión." (p. 95)

Una muestra de este interés por el análisis del comportamiento y de sus


determinantes y consecuencias durante la etapa prenatal se recoge en la serie de artículos
aparecidos en un número monográfico titulado Comparative Studies of Prenatal
Learning and Behaviour y publicado por The Quarterly Journal of Experimental
Psychology, Section B: Comparative and Physiological Psychology en 1992. El editor
invitado, Peter Hepper (1992), escribe

"Actualmente pocos pueden dudar que una comprensión completa del comportamiento requiere
la consideración de sus orígenes anteriores al nacimiento. Lo que es más importante, las experiencias
prenatales no se limitan a los mamíferos sino que ejercen sus efectos a lo largo del abanico completo
de especies animales [el volumen incluye: invertebrados, anfibios, aves y varias especies de
mamíferos, entre ellas la rata, la oveja y la especie humana], y en consecuencia, las influencias
prenatales deberán tenerse en cuenta cuando se examine la conducta desde los invertebrados hasta el
hombre. Las capacidades conductuales de los individuos antes del nacimiento y su plasticidad pueden
proporcionar un mecanismo previamente ignorado que permita al individuo adaptarse a su ambiente.
El aprendizaje y el comportamiento prenatales pueden constituir instrumentos adicionales para
asegurar que el individuo se adapte plenamente a su ambiente y puede servir también como un medio
de asegurar su supervivencia." (p. 163)

Todos estos trabajos mencionados en los párrafos anteriores reflejan en mayor o


menor medida una concepción de la psicobiología que dista muy poco de la concepción
holista, organísmica, dialéctica, integradora y multidisciplinar de la biología 'autonomista',
y de la etología y psicología comparada contemporáneas (vide infra: apartado 2.3.1).
Tan estrecha es la afinidad entre la psicobiología holista, la psicología comparada y la
etología que resulta muy difícil discernir si los trabajos han sido escritos por
psicobiólogos, por psicólogos comparatistas o por etólogos. En cuanto a revistas
científicas, la que quizá recoja con mayor fidelidad la concepción amplia de la
psicobiología sea Developmental Psychobiology, que publica:

"…investigaciones inéditas procedentes de muchas disciplinas distintas –psicología, biología,


neurociencia y medicina– que contribuyan a la comprensión del desarrollo del comportamiento. Se
consideran apropiadas [para esta revista] las investigaciones que se centren en el desarrollo del

95
comportamiento en el embrión, en el neonato, o en el animal jóven y el trabajo de carácter
multidisciplinar que relacione el desarrollo del comportamiento con la anatomía, la fisiología, la
bioquímica, las hormonas, la farmacología, la genética o la evolución. La revista representa una
perspectiva biológica amplia sobre el desarrollo de la conducta y para ello publica estudios de
invertebrados, de peces, de aves, de humanos y de otros animales. Publica estudios tanto
experimentales como descriptivos llevados a cabo en el laboratorio o en el campo" (Developmental
Psychobiology, vol. 17, no. 3, Abril 1994).

La otra revista con el rótulo de psicobiología en su título que podría considerarse en


cambio más representativa de la concepción restringida de la psicobiología sería
Psychobiology, publicada por la Psychonomic Society desde 1987, y sucesora de
Physiological Psychology. Esta revista publica

"…artículos referidos a los sustratos biológicos del comportamiento y de la función cognitiva. Se


aceptan artículos experimentales, teóricos y de revisión en un amplio abánico de disciplinas –
envejecimiento, anatomía, biología, neuropsicología clínica, neurociencia computacional, desarrollo,
electrofisiología, endocrinología, farmacología, fisiología, psicología–" (Psychobiology, vol. 22, n° 2,
Abril 1994).

El Cuadro 2.2 presenta un examen comparativo de las semejanzas y diferencias


entre la etología y la psicobiología, incluyendo en esta última a subdisciplinas como la
psicología comparada (vide infra: apartado 2.3.1), la psicología fisiológica, la
neuropsicología y la psicofisiología (vide infra: apartado 2.3.2).

2.3.1. Etología y Psicología Comparada

El desarrollo histórico de la psicología comparada durante buena parte de este siglo


(aproximadamente hasta 1970) ha sido analizada en diversas publicaciones (véase
Colmenares, en preparación b, para una revisión detallada de esa etapa). Entre las
características más destacadas de ese dilatado período se pueden recordar:

a) La pugna por sobrevivir y desarrollarse en un medio intelectual en el que otras


corrientes de la psicología animal fueron más poderosas (e.g., el conductismo
y la psicología del aprendizaje animal en general).
b) Las etapas intermitentes en las que la psicología comparada y la psicología
fisiológica compartieron un mismo foro para la publicación de sus trabajos
(vide infra: apartado 2.3.2).
c) La colisión inicial con la etología clásica durante la década de los cincuenta y su
posterior integración a una etología renovada gracias a las críticas de los
psicólogos comparatistas (véase, por ejemplo, Lehrman, 1953) y las
autocríticas de los propios etólogos (véase Hinde, 1970; Tinbergen, 1963).
d) Las frecuentes crisis de identidad sufridas, ocasionadas por las autocríticas que
los psicólogos comparatistas dirigieron contra la falta de una metodología

96
verdaderamente comparativa en la disciplina (e.g., Beach, 1950) y contra el
uso de un método comparativo basado en una concepción errónea de la
evolución (e.g., Hodos y Campbell, 1969; Lockard, 1971).

La preocupación de los psicólogos comparatistas por la identidad de su disciplina


supera con diferencia a la de los profesionales de cualquiera de las otras disciplinas de la
psicología y de la etología. Entre 1950, año en que se fundó el Annual Review of
Psychology, y 1994, el estatus de la psicología comparada ha sido examinado en dicha
revista en un total de 19 ocasiones (Hebb, 1950; Deese y Morgan, 1951;Nisseny
Semmes, 1952; Hess, 1953; Russell, 1954; Meyer, 1955; Hess, 1956; Bindra, 1957;
Verplanck, 1958; Thorpe, 1961; Wood-Gush, 1963; Mason y Riopelle, 1964; Warren,
1965; Scott, 1967; Crook y GossCustard, 1972; Mason y Lott, 1976;Snowdon,
1983;Dewsbury, 1989b;Timberlake, 1993). Como se puede comprobar en esta relación,
la frecuencia fue especialmente intensa durante la década de los cincuenta (0,8 en la
primera década), y comenzó a disminuir en el período que transcurre entre 1960 y 1970
(i.e., 0,5), presentando valores ya muy inferiores en las dos décadas siguientes (0,2 tanto
en la de los setenta como en la de los ochenta). No obstante, hay que señalar que en la
década de los ochenta y comienzos de la de los noventa aparecieron varios análisis de la
situación de la psicología comparada entre otros (e.g., Demarest, 1980; Dewsbury, 1984
y 1990a; Bernstein, 1987; Burkhardt, 1987; Domjan, 1987; Doré y Kirouac, 1987;
Epstein, 1987; Galef, 1987; Gottlieb, 1987; Tolman, 1987; véase también Fernández-
Montraveta y Ortega, 1993; Loeches, Peláez y GilBürmann, 1994) y de la crítica al
establecimiento de comparaciones basadas en el concepto de grado y de evolución
anagenética (e.g., Yarczower y Hazlett, 1977; Yarczower, 1984; Demarest, 1983;
Gottlieb, 1984; Campbell y Hodos, 1991 ;Hodos y Campbell, 1991; Timberlake, 1993;
Loeches et al., 1994; Hayes, 1994).

CUADRO 2.2. Relaciones entre la etología y las subdisciplinas psicobiológicas.

97
98
1 Por ejemplo: Dewsbury (1991). 2 Por ejemplo: Hinde (1982, 1991). 3Por ejemplo: Dewsbury
(1984, 1990c, 1992a). 4 Por ejemplo: Puerto (1987). 5 Junqué y Barroso (1994). 6 Martínez
Selva (1995).

¿Qué es la psicología comparada? Como en el resto de las ciencias, incluyendo la


biología, la psicobiología y la etología, existen varias posibles respuestas a esta pregunta.
A continuación me limitaré a mencionar algunas de las definiciones publicadas a partir de
1980. Dewsbury ha sido uno de los psicólogos comparatistas que más esfuerzos ha
dedicado a la rehabilitación y defensa de la identidad de la psicología comparada en las
dos últimas décadas. En opinión de Dewsbury (1984), la imagen de la psicología
comparada que perciben tanto los psicólogos como los etólogos y otros científicos de la
conducta ha estado alimentada por una visión distorsionada de su verdadera identidad.
Una de las principales causas de este problema ha sido la tendencia de muchos científicos
a confundir la psicología comparada con la psicología animal, ignorando que ésta última
está constituida, en realidad, por tres corrientes netamente diferenciadas: la psicología
comparada, la psicología fisiológica y la psicología orientada al estudio de procesos
(también denominada psicología del aprendizaje). Así, muchas de las acusaciones
lanzadas contra los psicólogos comparatistas como profesionales de la psicología animal
fueron injustamente dirigidas contra una diana equivocada porque, en realidad, sólo eran
pertinentes si se dirigían contra las otras dos corrientes de la psicología animal. Para
evaluar las características de esa imagen de la psicología comparada, que en opinión de
Dewsbury (1984) estaba distorsionada, este autor define lo que denomina los "diez
mitos" sobre la disciplina. En la conclusión de su análisis, Dewsbury (1984, Capítulo 9)
señala que los diez mitos son sólo eso, mitos, y afirma:

1) Que la psicología comparada no siempre ha tenido una inspiración


antropocéntrica.
2) Que muchos psicólogos comparatistas también han sentido un interés y afecto
especial por los animales que estudiaban.
3) Que el estudio de la evolución también ha sido parte de sus intereses.
4) Que los psicólogos comparatistas también han realizado estudios de campo.
5) Que en sus estudios han incluido un elevado número de especies.
6) Que los psicólogos comparatistas no sólo han estudiado especies animales
domésticas.
7) Que los psicólogos comparatistas también han realizado estudios de especies
filogenéticamente emparentadas.
8) Que la preocupación por los instrumentos empleados en sus investigaciones no
ha sido especialmente importante para ellos.
9) Que muchos de los estudios realizados por los psicólogos comparatistas también
han comenzado por una fase dedicada a la descripción minuciosa.

99
10) Que los psicólogos comparatistas no sólo estudiaban el aprendizaje sino un
amplio abanico de conductas que eran relevantes desde el punto de vista
ecológico.

En el volumen que Dewsbury editó en 1990 (Dewsbury, 1990a), este autor distingue
tres corrientes dentro de la psicología comparada (Dewsbury, 1990b, p. XI). La primera
estaría especializada en el estudio del aprendizaje, la adquisición del lenguaje y la
cognición en animales no humanos (e.g., Roitblat, 1987, Roitblat, Herman y Nachtigall,
1993). La segunda corriente estaría representada por los psicólogos comparatistas que
trabajan dentro del marco teórico iniciado por Schneirla (e.g., Greenberg y Tobach,
1984, 1988 y 1990). Por último, la tercera corriente estaría representada por aquellos
psicólogos comparatistas cuyo trabajo combina métodos psicológicos y zoológicos y el
estudio de cuestiones sobre la evolución, el desarrollo, la causación y el significado
adaptativo del comportamiento. Como señala el autor, el trabajo de este último grupo de
psicólogos comparatistas es el que más próximo se encuentra al campo multidisciplinar
que define la ciencia del comportamiento animal, y es, además, en el que se encuadra el
trabajo de los contribuidores a su libro. Uno de los temas más tratados en el volumen de
Dewsbury es el del estudio del aprendizaje y la memoria en diversas especies (7
capítulos). A pesar de ello, como Dewsbury advierte (Dewsbury, 1990c, p. 445), la
forma en la que un psicólogo comparatista aborda el tema del aprendizaje difiere mucho
de la aproximación que adopta la otra corriente de la psicología animal especializada en
este mismo tema (i.e., la psicología orientada al estudio de los procesos de aprendizaje).
El psicólogo comparatista contempla el aprendizaje como una estrategia adaptativa de la
trayectoria vital de un organismo que le permite resolver problemas propios de su hábitat
natural. Además, el psicólogo comparatista se muestra especialmente interesado por las
diferencias inter-específicas, es decir, por el estudio de lo que hace único a una
determinada especie en comparación con cualquier otra, y en la interpretación de dichas
diferencias en términos de problemas ecológicos específicos de la especie.
El panorama tan nítido que nos ha dibujado Dewsbury de la psicología comparada
no es enteramente compartido por el resto de los psicólogos comparatistas. El número
monográfico del Journal of Comparative Psychology titulado Comparative Psychology -
Past, Present, and Future, expone algunas de las diversas opiniones que los psicólogos
comparatistas albergan acerca del objeto de su disciplina. Por ejemplo, el primatólogo
Irwin S. Bernstein (1987) se muestra esencialmente de acuerdo con la visión de
Dewsbury de la psicología comparada, y escribe,

"Podemos [los psicólogos comparatistas] estudiar los factores genéticos, los procesos
ontogenéticos, las causas inmediatas y las consecuencias funcionales. Podemos dedicar nuestras
vidas a un único taxón, o a un único proceso conductual en cualquier taxón en el que éste se
manifieste. Podemos realizar comparaciones, o simplemente estudiar el margen de diversidad posible
en una única especie o en un único individuo. En la medida en que intentemos comprender el porqué y
el cómo, seremos psicólogos, y en la medida en que intentemos comprender el margen de diferencias
y de semejanzas entre las especies, seremos psicólogos comparatistas." (p. 222)

100
Domjan (1987) no se muestra demasiado conforme con la tesis de Dewsbury (1984)
de que la psicología animal orientada al estudio de procesos de aprendizaje deba
divorciarse de la tradición de la psicología comparada. No obstante, un análisis de sus
argumentos revela que el tipo de psicología comparada del aprendizaje que este autor
está considerando es más similar a la abogada por Dewsbury en su publicación posterior
(Dewsbury, 1990c, p. 445; vide supra) que a la de los otros psicólogos del aprendizaje
interesados fundamentalmente por la generalidad del mecanismo subyacente.
Doré y Kirouac (1987) en cambio defienden una concepción de la psicología
comparada difícil de compatibilizar con la de Dewsbury, excepto quizá con la primera de
las corrientes que este autor identifica dentro de la psicología comparada, es decir, la del
estudio de los procesos cognitivos (Dewsbury, 1990b; vide supra). Doré y Kirouac
(1987) concluyeron,

"Obviamente, en nuestra opinión, la psicología comparada se interesa por la mente animal. […]
El estudio de los procesos mediadores del comportamiento no constituye un dominio exclusivo de la
psicología comparada. Entre los procesos biológicos, los mediadores genéticos son investigados por
todas las ciencias del comportamiento animal. En cambio, el análisis de los procesos neurofisiológicos
y neurohormonales es realizado principalmente por los etólogos y los psicólogos comparatistas. […]
En el caso de los mediadores cognitivos, la experiencia de la psicología comparada cuyas raíces
arrancan de un siglo de esfuerzos empíricos y conceptuales todavía tiene que ser alcanzada por la
etología cognitiva. […] la psicología comparada no asegurará un progreso estable y coherente de su
campo de investigación a través de la duplicación de los logros de otras ciencias del comportamiento
animal. […] sino manteniendo su larga y productiva tradición y desarrollando los conceptos que
realmente faltan y que son necesarios para mejorar nuestra comprensión de la mente animal y, por
consiguiente, del comportamiento animal." (p. 246)

La posición de Epstein (1987) contrasta claramente con la sostenida por los autores
anteriores. Este autor afirma que aunque originalmente el objeto de estudio de la
psicología comparada fue el estudio comparativo de la mente, la realidad actual es que la
mayoría de las publicaciones de los psicólogos comparatistas se centran en el análisis de
la conducta, y, además, no se utiliza la conducta como un instrumento para comprender
la mente, sino como un medio para entender la conducta en sí misma. Este autor escribe
"No existe nigún tema de estudio más importante sobre la tierra que la conducta de los
organismos" (p. 252) y, haciéndose eco de las propuestas de Kuo, reafirma la necesidad
de unir los esfuerzos de los psicólogos comparatistas a los de otros científicos de la
conducta con el objetivo de crear una ciencia que aborde el estudio del comportamiento
desde una perspectiva multidisciplinar.
Galef (1987) no está muy de acuerdo con la interpretación que Dewsbury (1984)
hace de la historia de la psicología comparada. Galef (op. cit.) señala que la continuidad
que Dewsbury pretende identificar entre la psicología comparada del pasado y la actual
es un espejismo. Este autor indica que, desde la época de Darwin, la psicología
comparada y la biología del comportamiento se desarrollaron de forma independiente; la
primera perdió contacto con los problemas ecológicos y evolutivos, y la segunda olvidó
los temas de ontogenia y de mecanismos. No obstante, Galef declara,

101
"…los psicólogos comparatistas no necesitan reinterpretar su pasado para justificar su presente o su
futuro. Son libres tanto de dar nueva vida a ramas extinguidas de su árbol intelectual como de unir su
tradición intelectual a la de otros de quiénes se habían mantenido separados durante décadas. […]
Tenemos una herencia en psicología comparada de la que podemos sentirnos orgullosos. […] No
necesitamos ignorar los avances realizados por aquellos que trabajan en otras tradiciones ni abandonar
el intento de examinar las causas próximas y el desarrollo del comportamiento que ha caracterizado la
psicología comparada desde los comienzos del siglo XIX." (p. 260)

Tolman (1987) defiende una tesis algo distinta a la de los autores anteriores. En su
opinión, cualquier psicología que aspire a ser verdaderamente científica debe ser
comparativa, en el sentido de proporcionar una explicación evolutiva de los objetos de su
investigación. En segundo lugar, el objetivo último de dicha psicología comparada debe
ser la identificación de una explicación evolutiva de las capacidades mentales únicas que
posee la especie humana. En otras palabras, para Tolman, toda psicología debería ser
comparada y debería estudiar animales sólo en la medida en que éstos fueran empleados
para comprender el funcionamiento psíquico especial de la especie humana. Asimismo,
Tolman enfatiza que la teoría de la evolución debería ser empleada como la teoría marco
de la psicología. En este sentido, Tolman (op. cit.) escribe,

"Dado que absolutamente todo lo que puede encuadrarse dentro de la ciencia de la psicología
está asociado con un organismo biológico, y éste es, como todo organismo, un producto del proceso
evolutivo, esto nos debería conducir a la conclusión de que la teoría de la evolución, o algún aspecto
especial de ella, también debería emplearse como la teoría marco de la psicología." (p. 289)

Desde luego, la visión antropocéntrica de la psicología comparada que contempla


Tolman no es compartida por muchos psicólogos comparatistas (revisado en Colmenares,
en preparación b: Capítulo 1). En una crítica reciente del antropocentrismo que se respira
en psicología, Staddon (1989) escribió,

"Sugiero que el principal culpable del estatus equívoco que envuelve a la psicología animal es la
naturaleza antropocéntrica miope de la psicología. Cualquier otra ciencia ha tenido que superar la
tendencia del hombre (y no excluyo la de la mujer) a contemplar todas las cosas en relación con él
mismo. La astronomía avanzó sólo cuando la tierra dejó de considerarse el centro del universo;
avanzó aún más cuando el sol fue igualmente desplazado… Y la biología, desde luego, no pudo
progresar hasta que la humanidad se entendió en relación con los animales subhumanos –y las
plantas– dentro del marco general de la evolución Darwiniana. […] La solución, en mi opinión,
consiste en abandonar la idea de que la psicología (por lo menos en su vertiente no aplicada) es el
estudio de la mente humana, o de la conducta humana, o del pensamiento, sentimientos, etc., del
hombre, en realidad de cualquier cosa que sea específicamente humana. La psicología debería ser el
estudio de la inteligencia, del comportamiento adaptativo y complejo, en cualquier lugar donde éste se
manifieste –en animales, en personas, e incluso en máquinas– informado por los principios de la
evolución de la que las personas, tanto como los animales, son uno de sus frutos. Mi creencia es que
encontraremos (como otros han propuesto recientemente) la existencia de principios de la inteligencia
que reflejan propiedades de la naturaleza, que trascienden a cualquier especie concreta, y propiedades
del mundo que son comunes a todos los nichos ecológicos…" (p. 133).

El 'apellido' de los psicólogos comparatistas indica que una de las herramientas


básicas de su trabajo debe ser el empleo del método comparativo. Ahora bien, el método

102
comparativo no implica simplemente comparar una especie con otra, puesto que las
especies comparadas pueden variar en su grado de afinidad filogenética (así como en
otras características). Si la relación filogenética entre dos (o más especies) cualesquiera
que se comparen influye en el tipo de cuestiones e hipótesis que se pueden formular y,
naturalmente, en las interpretaciones de los datos que se obtengan, parece obvia la
importancia que reviste la identificación de los distintos tipos de comparaciones que son
posibles y la valoración de su utilidad y validez (ver Timberlake, 1993). Las tres
autocríticas clásicas más importantes de que fue objeto la psicología comparada se
refirieron precisamente a problemas derivados del empleo del método comparativo.
Beach (1950) amonestó a los psicólogos comparatistas por haber reducido el número de
especies distintas que empleaban en sus estudios, mientras que Hodos y Campbell (1969)
y Lockard (1971) criticaron la tendencia a utilizar un método comparativo que estaba
anclado en una concepción equivocada de la naturaleza del proceso evolutivo. El método
de realizar comparaciones inter-específicas para indagar sobre los aspectos evolutivos del
comportamiento (o de cualquier otro rasgo fenotípico) puede emplearse con dos
objetivos distintos. En efecto, el investigador puede estar interesado en identificar el valor
adaptativo del comportamiento que presentan distintas especies actuales, con
independencia del grado de afinidad filogenética que exista entre ellas. Esta aproximación,
que se identifica con el tercer porqué del etólogo, es decir, el estudio de la función, se
basa en el análisis de correlaciones entre la estructura (e.g., el comportamiento) y su
función en el ambiente ecológico actual y, por consiguiente, contempla todo tipo de
rasgos, los homólogos, los homoplásicos, los análogos y los convergentes. No obstante,
existe una aproximación alternativa, que se identifica con el cuarto porqué de la etología,
es decir, con el estudio de la filogenia u origen histórico de un carácter observado en
distintas especies actuales. El investigador interesado en esta segunda aplicación del
método comparativo únicamente debe estudiar rasgos homólogos y, por consiguiente,
debe comparar especies que estén emparentadas dentro del árbol filogenético. La tesis
fundamental de Hodos y Campbell es que ambos métodos son igualmente legítimos y
útiles, siempre que se empleen correctamente (véase Hodos y Campbell, 1990, Campbell
y Hodos, 1991; véase también Hodos y Campbell, 1969). Varios autores han criticado la
postura de Hodos y Campbell (1969), argumentando que los conceptos de escala
evolutiva o Scala Naturae, de anagénesis y de grado no deben desterrarse de los
planteamientos teóricos de la psicología comparada (véase Yarczower y Hazlett, 1977;
Yarczower y Yarczower, 1984; Aronson, 1984; Gottlieb, 1984). El análisis que presentan
Hodos y Campbell (1990) en su contrarréplica a los argumentos de estos autores es
extremadamente clarificador (véase también Campbell y Hodos, 1991).
La historia evolutiva de los linajes se puede representar adoptando dos modelos
distintos. De acuerdo con el primer modelo, los organismos se pueden clasificar con
arreglo a una Escala Filo genética, basada en una concepción jerárquica y unilineal del
proceso evolutivo, la cual asume, además, que la complejidad constituye un criterio para
identificar secuencias históricas y que existe una tendencia en la evolución hacia el
aumento progresivo de la complejidad (Figura 2.5). En el segundo modelo se plantea en

103
cambio, que las propiedades de la historia evolutiva quedan representadas mejor por un
Arbol Filogenético, que no es jerárquico y que es multilineal. De acuerdo con este
segundo modelo, las secuencias históricas se construyen haciendo uso de datos sobre la
historia, sin recurrir al criterio de complejidad, y se asume, asimismo, que la complejidad
es independiente del tiempo. Hodos y Campbell opinan que cuando el objetivo de un
psicólogo comparatista (o de cualquier otro estudioso del comportamiento, o de otro
rasgo fenotípico) es dilucidar la historia evolutiva de un carácter, éste únicamente debe
utilizar rasgos homólogos, es decir, rasgos compartidos por dos especies
filogenéticamente cercanas; y que el único modelo apropiado para identificar dichos
rasgos es el segundo, es decir, el del Arbol Filogenético (Hodos y Campbell, 1990;
Campbell y Hodos, 1991).
Los conceptos biológicos de 'grado' y de 'anagénesis' son problemáticos cuando se
aplican al análisis evolutivo del comportamiento principalmente porque existen múltiples
significados asociados a los mismos. Autoridades del campo de la biología como Rensch,
Huxley, Simpson, Wiley y Gould definen el término 'grado' de distintas maneras, y los
psicólogos comparatistas que hacen uso de ellos, por ejemplo, Yarczower y Gottlieb,
tampoco coinciden plenamente. Por ejemplo, en un grado se pueden incluir
características homólogas, características paralelas o características convergentes; y
pueden construirse con varios o con un único carácter. Asimismo, la anagénesis se puede
concebir como un proceso de cambio progresivo, en el sentido de avance hacia formas
cada vez más perfectas, o puede, en contraste, concebirse simplemente como un proceso
de cambio direccional (no necesariamente progresivo). En la actualidad, los biólogos sólo
incluyen en un grado aquellas características que sean homológas y, como mucho,
paralelas (excepto Gould que, no obstante, no lo utiliza para construir secuencias
históricas). Además, rechazan cualquier concepción de la anagénesis que suscriba el
modelo de la Escala Filogenética. Como enfatizan Hodos y Campbell, los psicólogos
comparatistas que emplean los conceptos de grado y de anagénesis se meten en
problemas sólo si intentan superponer sobre las categorías o grados que hayan construido
y sobre la clasificación que hayan realizado con ellas (e.g., en términos de menor a
mayor complejidad) el modelo de la Escala Filogenética (o Scala Naturae), y la noción
en la que éste se inspira (e.g., que la clasificación representa la verdadera secuencia
histórica de los acontecimientos evolutivos) (Figura 2.6). Estos autores también opinan
que la alternativa que propone Aronson (1984) de sustituir el concepto de anagénesis por
el de niveles de organización y de integración no resuelve los problemas que este autor
pretende.

104
Figura 2.5. Modelo de la Escala Filogenética (adaptado de Hodos y Campbell, 1990).

En efecto, como bien advierte el propio Aronson, resulta muy difícil encontrar
criterios objetivos para definir los conceptos de grado y de anagénesis. No obstante, el
empleo del criterio de complejidad que él propone como sustituto no ayuda a resolver el
problema, a menos que su definición permita identificar variables empíricas para
aplicarlo. La definición de Aronson (1984) de complejidad, aunque más sofisticada que
otras y coherente con las concepciones de Schneirla, no contribuye a facilitar su posible
aplicación (Hodos y Campbell, 1990; Campbell y Hodos, 1991).

105
Figura 2.6. La clasificación de los organismos con arreglo al criterio de complejidad no tiene por qué coincidir
con la secuencia temporal de su evolución en la historia filogenética. Los organismos pueden diferir en su
complejidad, de manera que es posible su inclusión en categorías o "grados" de complejidad. No obstante, dichos
grados no tienen por qué representar la existencia de una secuencia lineal de progreso en la evolución. El
concepto mismo de complejidad no resulta tampoco sencillo de definir de forma operativa y, por tanto, de aplicar
en una clasificación de los organismos.

La relación entre la psicología comparada y la etología tras la síntesis entre ambas


disciplinas, que se articuló durante los años sesenta y que recibió el nombre de ciencia del
comportamiento animal (e.g., Hinde 1970), ha sido examinada en diversas publicaciones
(e.g., Mason y Lott, 1976; Snowdon, 1983; Dewsbury, 1984, 1989a, 1989b, 1990d,
1990e, 1992a, 1992b y 1992c; Timberlake, 1993; véase también Ortega y Acosta, 1983;
Guillén-Salazar, 1994).
Como ya he mencionado, Dewsbury distinguió tres tradiciones dentro del campo de
estudio de la psicología animal. Estas tres tradiciones son reconocidas por la American
Psychological Association (APA), la cual edita tres revistas distintas especializadas en la
publicación del tipo de trabajo que caracteriza a cada una de las diferentes tradiciones. La
revista Behavioral Neuroscience cubre el área relativa al análisis de los correlatos

106
fisiológicos del comportamiento (psicología fisiológica). El Journal of Experimental
Psychology: Animal Behavior Processes recoge los trabajos de los psicólogos
interesados por el estudio del aprendizaje. Por último, los psicólogos comparatistas
también tienen su priopia revista especializada para publicar los resultados de sus
investigaciones, se trata del Journal of Comparative Psychology (e.g., Dewsbury, 1984,
1992a y 1992b). No cabe duda de que, de estas tres tradiciones de la psicología animal,
la más próxima a la etología es la de la psicología comparada. De hecho, como ha
señalado Dewsbury en repetidas ocasiones, las diferencias entre estas dos disciplinas
fueron exageradas históricamente por la tendencia de los etólogos,y de muchos
psicólogos, a no diferenciar entre las tres tradiciones anteriormente mencionadas. La
concepción de psicología comparada que sostienen Dewsbury y otros psicólogos
comparatistas es tan cercana a la que define el campo de la etología que la diferenciación
entre los dos campos resulta a menudo un ejercicio difícil y estéril (véase Dewsbury,
1984, 1989a, 1989b, 1990a, 1990b, 1990d, 1992a, 1992b y, 1992c; Snowdon,
1983;Timberlake, 1993; véase también Hayes, 1994). En la actualidad se puede afirmar
que las diferencias entre los etólogos o entre los psicólogos comparatistas probablemente
no son menores que las que existen entre los etólogos y los psicólogos comparatistas.
Así, pues, que el trabajo de cualquiera de ellos se considere como psicología comparada
o como etología depende con frecuencia de si éste se realiza en un departamento de
psicología o de biología, o de si la formación básica del investigador es de psicología o de
biología.
Dewsbury (1990b) identificó, asimismo, tres corrientes dentro de la psicología
comparada. La primera está representada por los seguidores de la aproximación
conceptual desarrollada por T. C. Schneirla. Entre las autoridades más destacadas de esta
corriente se encuentran Greenberg y Tobach (1984, 1988 y 1990), co-fundadores de la
International Society of Comparative Psychology y del órgano de publicación de sus
trabajos, el International Journal of Comparative Psychology. La actividad dentro de
esta corriente se encuentra muy influida por la posición teórica de Schneirla,
especialmente su concepto de "niveles de integración". Aronson (1984) presenta el
siguiente resumen del concepto de niveles de Schneirla,

"1. Excepto para las cosas triviales, todas las entidades materiales y todos los procesos en el universo
pueden ser ordenados en una jerarquía con respecto a los niveles de integración, de diferenciación y de
complejidad organizativa.
2. Los niveles, que son una función del tiempo (Needham, 1937), y se forman por la acumulación de
diferencias durante el curso de la evolución, se transforman en nuevos productos más complejos que son
cualitativamente diferentes de su predecesores. Existe mucha evidencia que indica que estas
transformaciones a menudo ocurren de forma repentina cuando la acumulación de diferencias cuantitativas
alcanza una fase crítica. En este sentido, el concepto de niveles sigue una dialéctica Hegeliana: la
transformación de la cantidad en cualidad; la naturaleza abrupta del cambio que a menudo caracteriza estos
sucesos; y el reconocimiento de que las entidades en una jerarquía constituyen todos y al mismo tiempo
partes de un todo constituido por el siguiente nivel superior. Así, pues, está de acuerdo con el modelo
puntuacionista que propusieron Eldredge y Gould (1972) para explicar los acontecimientos evolutivos más
importantes.
3. Los niveles de organización superiores son más que simples acreciones cuantitativas. Representan

107
cambios cualitativos en la complejidad de la integración, como se indicó antes, de forma que el nuevo nivel
posee sus propias propiedades idiosincrásicas, sus propias leyes y sus propios principios, que no pueden
ser predichos a partir del conocimiento, por completo que éste sea, de los niveles inferiores que le
preceden." (p. 67)

Esta concepción implica una postura anti-reduccionista, emergentista, integradora,


discontinuista y, según algunos autores (e.g., Demarest, 1983, pp. 173-174), anagenética
(en el sentido de suscribir la noción de evolución como progreso). En general, el
concepto de niveles de organización e integración que inspira el trabajo de los psicólogos
comparatistas que trabajan dentro de esta corriente se caracteriza por el énfasis que
ponen en el desarrollo y elaboración de los aspectos teóricos, habiendo encontrado un
menor eco a nivel de la realización de estudios empíricos. No obstante, si nos fijamos en
los autores que colaboran en la serie de volúmenes que han editado Greenberg y Tobach
(e.g., 1984, 1988 y 1990) en honor de Schneirla, podemos detectar etólogos de
vanguardia como Bateson (e.g., 1984); autoridades dentro de la biología como Fox (e.g.,
1984), Lewontin (e.g., Lewontin y Levins, 1988) y Ho (e.g., 1988), que se caracterizan
por las posturas heterodoxas, cuando no 'herejes', que adoptan en temas como la
conceptualización del problema de la complejidad, de la relación dialéctica (o de
interpenetración) entre las partes de un todo, del papel activo del organismo en su
ontogenia y en su evolución; prestigiosos epistemólogos evolutivos como Campbell (e.g.,
1990), y psicólogos evolutivos de renombre como Lerner (e.g., 1990) y Cairns (e.g.,
1990).
Existe un psicólogo comparatista de gran renombre, cuyos trabajos y
posicionamiento teórico sintonizan igualmente bien con las concepciones de la corriente
de psicología comparada que acabamos de ver, en especial con la concepción de que el
organismo desempeña un papel activo en su ontogenia y en su evolución (ver Tobach,
1981), con las tesis de los psicólogos evolutivos que suscriben posiciones contextualistas
(e.g., Lerner y BuschRossnagel, 1981; Lerner, 1991 y 1993), con la postura
interaccionista adoptada por algunos biólogos en relación con la conceptualización del
desarrollo (e.g., Oyama, 1982, 1985 y 1993; véase también Johnston, 1982, 1987 y
1988), con el sistema conceptual y problemas empíricos de etólogos que han trabajado
sobre el tema de la improntación (e.g., Bateson, 1979, 1981 y 1983), y, finalmente, con
la segunda corriente de la psicología comparada liderada por Dewsbury (e.g., 1990a). Se
trata del psicólogo comparatista Gilbert Gottlieb. Dos aspectos teóricos de su trabajo son
especialmente importantes en este contexto: el concepto de epigénesis probabilística y la
teoría de la neofenogénesis (e.g., Gottlieb, 1970, 1976, 1983, 1991a, 1991b y 1992;
véase también Colmenares y Gómez, 1994).
Aunque hacía casi dos siglos que las tesis preformacionistas habían sido enterradas y
sustituidas por concepciones epigenéticas del desarrollo, en las que éste se contemplaba
como un proceso de cambio cuantitativo (crecimiento) y cualitativo (diferenciación)
producido por la interacción entre el genoma y el ambiente durante las distintas etapas de
la ontogenia, lo cierto es que hasta los años sesenta la concepción epigenética
predominante fue la de la denominada 'epigénesis predeterminada'. En efecto, se admitía

108
que en el producto final (es decir, los fenotipos observados) intervenían tanto el genoma
como el ambiente; sin embargo, el papel desempeñado por el genoma seguía
considerándose mucho más importante que el del ambiente. Como señaló Gottlieb, la
concepción de la epigénesis predeterminada sostenía que la relación entre el genoma, las
estructuras intermedias (e.g., el sistema nervioso) y la función (e.g., el comportamiento)
era de tipo unidireccional. Es decir, que el genoma se consideraba el principal responsable
de la formación y propiedades de la estructura y que ésta determinaba el tipo de
funciones realizables. Gottlieb propuso que la experiencia (la actividad, el ambiente) no
sólo desempeñaba funciones de mantenimiento, sino también funciones de carácter
facilitador y de carácter inductor (Gottlieb, 1970, 1976 y 1983). (Bateson añadió una
cuarta función al efecto del ambiente o de la experiencia sobre el desarrollo; se trata de la
función predisponente; e.g., Bateson, 1983.) De acuerdo con esta nueva concepción de
la epigénesis, que Gottlieb denominó epigénesis probabilística, la relación causal entre el
genoma, la estructura y la función se considera que es de tipo bi-direccional,
postulándose relaciones de feedback entre la actividad genética, la maduración estructural
y la función. Gottlieb ha elaborado su teoría de la epigénesis probabilística, añadiendo la
noción de jerarquía entre los distintos niveles de organización del individuo y el concepto
de coacción en su doble vertiente, vertical y horizontal (Gottlieb, 1991a y 1992). Gottlieb
escribe, "… el desarrollo del individuo se caracteriza por un incremento de la
complejidad del organismo –i.e., la emergencia de nuevas propiedades y competencias
estructurales y funcionales– en todos los niveles de análisis (molecular, subcelular,
celular, organísmico) como consecuencia de coacciones horizontales y verticales entre
sus partes, incluyendo las coacciones que tienen lugar entre el organismo y su
ambiente. " (Gottlieb 1992, p. 159-160; véase también Gottlieb, 1991, p. 7). La visión
de Gottlieb es heredera, como él mismo reconoce, de las concepciones de Kuo, Schneirla
y Lehrman, en las que se detaca la noción de relación y de integración entre las partes y
entre los niveles. Gottlieb (1992) declara, "La causa del desarrollo –lo que hace que
exista desarrollo– es la relación entre los dos componentes, no los componentes mismos.
Los genes en sí mismos no pueden causar el desarrollo de igual modo que la estimulación
tampoco puede hacerlo." (p. 161-162). La Figura 2.7 presenta un esquema de la
concepción epigenética de Gottlieb, la cual subraya, como hemos visto, la existencia de
relaciones recíprocas (es decir, dialécticas o de coacción) entre elementos situados dentro
de un mismo nivel y en distintos niveles. Hay que advertir la estrecha afinidad que
guarda este esquema de Gottlieb con la concepción dialéctica de la relación entre los
niveles de complejidad del comportamiento social que el etólogo Robert Hinde ha
postulado en muchas de sus publicaciones (véase Hinde, 1992; vide infra: apartado
2.4.2, Figura 2.8).

109
Figura 2.7. Naturaleza bidireccional de las influencias de la actividad genética, de la actividad neural, del
comportamiento y del ambiente (físico, social y cultural) sobre el desarrollo del individuo (adaptada de Gottlieb,
1992).

El segundo aspecto teórico desarrollado por Gottlieb es su teoría de la


neofenogénesis o evolución de nuevos fenotipos, siguiendo una secuencia de pasos que
tradicionalmente ha sido muy poco explorada. La visión clásica contempla la evolución
como un proceso que sigue la siguiente secuencia: un cambio genético conduce a un
cambio morfológico y éste conduce, a su vez, a un cambio conductual. Gottlieb propone
la secuencia inversa, es decir, las innovaciones comportamentales (los neofenotipos)
adquiridas durante la ontogenia pueden conducir a la manifestación de características
morfológicas hasta entonces no expresadas (pero latentes en los genes del organismo) y,
finalmente, éstas pueden desembocar en cambios genéticos (que es la definición clásica
de evolución) (véase Gottlieb, 1987 y 1992; Johnston y Gottlieb, 1990). La importancia
del comportamiento como motor (y no sólo como producto) de la evolución ha sido
señalada por biólogos dela talla de Mayr (1982), por epistemólogos de la teoría evolutiva
de gran renombre como Plotkin (1988), y por etólogos de vanguardia como Bateson
(1988) (véase también Huntingford 1984, Capítulo 7). Aunque todos ellos subrayan que
el comportamiento de un organismo puede determinar si los genes que porta van a pasar
a las siguientes generaciones, es decir, si la conducta va a influir en el curso de la
evolución, ninguno de ellos se ha atrevido aún a plantear que el comportamiento o
actividad de un organismo pueda cambiar sus propios genes (no sólo su frecuencia en las
generaciones venideras). Una propuesta de esta naturaleza supondría un ataque frontal
contra uno de los pilares de la teoría neo-Darwiniana ortodoxa, la denominada "barrera"

110
de Weismann, que sostiene que el ADN de las células germinales es impermeable a
cualquier cambio que ocurra en el ADN de las células somáticas; en otras palabras, que
el genotipo no puede ser alterado por el fenotipo. No obstante, los resultados de algunos
experimentos realizados durante la última década, y su interpretación teórica, han
comenzado a hacer tambalearse la creencia en la supuesta inviolabilidad del genotipo
(véase Temin y Engels, 1984; Cullis, 1984; Steele, Gorzynski y Pollard, 1984; Pollard,
1984; Ho, 1988; Baker, 1993; véase también Colmenares y Gómez, 1994).
Dentro de esta misma corriente se puede incluir también a los psicólogos
comparatistas Daniel Lehrman (1919-1972), cuyos ya clásicos trabajos sobre la
endocrinología del comportamiento de la paloma de collar se apoyaron en el mismo tipo
de concepciones sobre la relación entre las hormonas y el comportamiento que los
realizados por el etólogo Hinde (véase Lehrman, 1965;Hinde, 1965; véase también
Cheng, 1979); y aJay Rosenblatt, especialista en el análisis de los mecanismos
conductuales, neurales y hormonales que controlan el desarrollo del comportamiento
maternal temprano en mamíferos no primates, y un asiduo contribuidor a los volúmenes
editados por etólogos (e.g., Rosenblatt, 1976 y 1991; véase también Rosenblatt, 1984,
1985, 1990 y 1992).
La breve descripción de la aproximación teórica del psicólogo comparatista Gottlieb
y de los también psicólogos comparatistas Lehrman y Rosenblatt, todos ellos herederos
de la línea teórica iniciada por autores como Kuo y Schneirla, ha servido para enlazar
esta primera corriente de la psicología comparada con la segunda, liderada por Donald
Dewsbury (e.g., Dewsbury, 1990a). En realidad, como el propio Dewsbury ha apuntado
en más de una ocasión, esta segunda corriente de la psicología comparada es
prácticamente indistinguible de la aproximación etológica moderna; el problema empírico
que aborda es el estudio de la conducta per se, se muestra interesada por la investigación
de los cuatro porqués y su integración, adopta una metodología observacional y
experimental, realizando estudios en el laboratorio y en el campo, emplea el método
comparativo y se muestra abierta a los enfoques multidisciplinares (véase Dewsbury,
1984, 1989a, 1989b, 1990a, 1990b, 1990c, 1992a, 1992b y 1992c). Además del propio
Dewsbury y de los contribuidores a su volumen, hay un autor cuyo trabajo encaja
perfectamente con el que se podría considerar prototipo de esta corriente de la psicología
comparada. Se trata de David Crews (vide supra: apartado 2.3). Sus estudios sobre el
comportamiento reproductivo de diversas especies de reptiles ilustran con gran fuerza las
características que definen esta corriente de la psicología comparada (véase Crews, 1980;
Crews y Greenberg, 1981; Crews y Silver, 1985; Crews, 1987a, 1987b y 1992).
Asimismo, los estudios llevados a cabo por diversas figuras dentro del campo de la
psicología comparada y especialistas en el comportamiento de los primates, como
Stephen Suomi (e.g., Suomi, 1991; Rasmussen y Suomi, 1989; Higley,Linnoila y Suomi,
1994), Irwin Bernstein (e.g., Bernstein y Gordon, 1974;Bernstein,Gordon y Rose,
1988;Bernstein, 1981 y 1990; Bernstein y Ehardt, 1985b; Ehardt y Bernstein, 1992) y
William Mason y colaboradores (e.g.,Mason, 1978; Mason y Mendoza, 1993a;
Mendoza, 1984), se diferencian bastante poco de los trabajos y planteamientos teóricos

111
que caracterizan a etólogos como Robert Hinde (e.g., Hinde, 1976a, 1978 y 1983a),
Hans Kummer (e.g., Kummer, 1975 y 1979), Frans De Waal (e.g., De Waal, 1989,
1992a y 1993), y Barry Keverne (e.g., Keverne, 1976 y 1992), por citar a algunos de
ellos.
Por último, la tercera corriente dentro de la psicología comparada que identificó
Dewsbury (1990b) es la que se muestra interesada por el estudio de los procesos
cognitivos que subyacen al comportamiento (véase Roitblat, 1987; Aguado, 1990;
Roitblat et al., 1993). En muchos casos, la conducta se emplea como un instrumento
para investigar los procesos cognitivos subyacentes. Más adelante se señalan las
principales diferencias que existen entre la psicología comparada de la cognición animal y
la etología cognitiva (vide infra: apartado 2.4.3), siendo la más importante quizá la
definición tan restringida que los etólogos cognitivos emplean del concepto de cognición.
En efecto, Donald Griffin, el pionero de la etología cognitiva, siempre ha hecho mucho
hincapié en el estudio de las experiencias mentales de los animales, cuando una visión
más amplia del concepto de cognición resultaría más práctico, al menos como punto de
partida (véase Yoerg y Kamil, 1991; Gómez y Colmenares, 1994).
Uno de los temas estrella de esta corriente de la psicología comparada de la
cognición animal ha sido el análisis de la comunicación y del lenguaje en los animales.
Quizá en este área se detectan algunas diferencias sustanciales en la aproximación que
han empleado los psicólogos comparatistas y los etólogos. El psicólogo comparatista
Charles Snowdon subraya estas diferencias de un modo muy elocuente,

"Existe un paralelismo entre las aproximaciones del misionero y del antropólogo a culturas
lejanas y el modo en que los psicólogos y los etólogos se han dedicado a estudiar el lenguaje en los
animales no humanos. Los psicólogos comparatistas han adoptado la aproximación del misionero. Han
separado a los chimpancés, a los bonobos y a los delfines de su ambiente social normal y les han
proporcionado sujetos humanos como compañeros sociales sustitutos. En un ambiente radicalmente
diferente de aquel en el que estas especies evolucionaron, se les ha entrenado en el aprendizaje de
símbolos, de secuencias de símbolos, y en las respuestas apropiadas que había que dar a estos
símbolos. […] Los etólogos, por otro lado, pueden considerarse antropólogos trans-específicos, que
buscan descubrir en las sociedades animales los tipos de información que los antropólogos buscaban
en las culturas humanas desconocidas. […] El etólogo lingüista busca comprender el lenguaje de los
animales en lugar de hacer que los animales comprendan el lenguaje [humano]… Cada posición tiene
sus costos y sus beneficios. El psicólogo comparatista nos muestra lo que los animales son capaces
de hacer independientemente de lo que ellos podrían hacer si se les dejase a su propio albedrío. Si
hubieramos estudiado el lenguaje natural de un delfín o de un chimpancé bonobo, quizá nunca
habríamos descubierto que estos animales son capaces de comprender el orden de las palabras y de
adquirir un elevado vocabulario. Los resultados del psicólogo comparatista son fácilmente accesibles
al público general porque son articulados en términos que todos los seres humanos pueden
comprender. No obstante, este conocimiento de la capacidad lingüística de los animales se obtiene a
costa de separarles de sus ambientes sociales naturales y a costa de invertir una gran cantidad de
trabajo en el entrenamiento diario de los animales. El etólogo lingüista puede que nunca llegue a
conocer los límites superiores de las capacidades lingüísticas de una especie. El etólogo debe
desempeñar un papel de detective para conocer el código que rige las emisiones de otra especie y debe
desarrollar astutos métodos de observación y de experimentación para determinar si las señales son
empleadas de una forma simbólica o de si las emisiones del animal poseen una sintaxis con
significado. La labor de observación y de identificación del código del lenguaje de un animal que

112
realiza el etólogo lingüista puede resultar tan laborioso como el del psicólogo comparatista que se
dedica a entrenar a un animal en un lenguaje análogo al del ser humano. Los resultados del etólogo
lingüista resultan menos accesibles al público general puesto que se describen en términos de las
señales empleadas por el animal. No obstante, las inferencias que realiza un etólogo lingüista pueden
revelarnos más cosas acerca de los precursores evolutivos de diversos fenómenos lingüísticos. […]
Aunque soy un psicólogo, me encuentro más cómodo entre los etólogos lingüistas. Estoy interesado
en descubrir lo que es lingüísticamente relevante en los sistemas de comunicación natural de los
animales no humanos…" (Snowdon, 1993, pp. 176-177; véase también Snowdon, 1988, pp. 148-
149).

Los estudios sobre este área de investigación de la comunicación animal dentro de la


corriente de la psicología comparada de la cognición animal han sido similares aunque
quizá menos espectaculares a los que han realizado los etólogos cognitivos. Destacan en
especial las investigaciones de los etólogos Dorothy Cheney y Robert Seyfarth sobre las
propiedades del sistema de comunicación vocal que presenta el mono tota,
principalmente (e.g., Cheney y Seyfarth, 1984, 1985a, 1988, 1990b, 1990a, 1991a,
1991b y 1993; Seyfarth y Cheney, 1988; véase Gómez, este volumen: Capítulo 7).
En las páginas que se han dedicado al análisis de la relación entre la psicología
comparada y la etología ha quedado patente que dicha relación es muy estrecha. Existe
un importante solapamiento a nivel de los intereses teóricos y empíricos abordados por
las tres corrientes de la psicología comparada y por la etología, aunque quizá destaca de
un modo especial la afinidad existente entre la etología contemporánea y la psicología
comparada de Dewsbury. Por otra parte, es preciso subrayar una vez más que las
diferencias entre la psicología comparada, la concepción amplia de psicobiología, y la
etología son mínimas y, desde luego, mucho menores que las características que poseen
en común (véase Cuadro 2.2).
Una de las revistas más importantes en el campo de la psicología comparada es la
que publica la American Psychological Association con el nombre de Journal of
Comparative Psychology. El examen de la historia de esta revista nos proporciona
algunos datos de gran interés para esclarecer la relación que ha existido entre la psicología
comparada y otra de las corrientes más importantes de la psicología animal, la de la
psicología fisiológica. El breve análisis de la historia de esta revista nos servirá, además,
de introducción del próximo apartado (véase Burkhardt, 1987; véanse también
Dewsbury, 1984 y Cadwallader, 1984).
Aunque el actual Journal of Comparative Psychology (JCP) se fundó en 1983, el
examen de su historia pone de manifiesto dos hechos importantes sobre el desarrollo de
la psicología animal en Norteamérica: (1) los sucesivos intentos de integrar estudios de
campo y de laboratorio, y (2) los repetidos episodios de fusión y de fisión que han
caracterizado las relaciones entre la psicología comparada (más centrada en el análisis de
la conducta a nivel organísmico y abordando la investigación de cuestiones proximales y
distales) y la psicología fisiológica (más centrada en el análisis de la conducta a nivel
fisiológico y abordando sólo el estudio de cuestiones proximales). Los antecedentes más
remotos del JCP hay que situarlos en 1891, cuando C. L. Herrick fundó el Journal of
Comparative Neurology (JCN), dedicado a la publicación de estudios del sistema

113
nervioso desde una perspectiva comparativa. En 1904, con la incorporación de Robert
Yerkes al comité editorial de la revista, ésta cambió su nombre por el de Journal of
Comparative Neurology and Psychology (JCNP). La principal responsabilidad de Yerkes
en la revista fue la de atraer a los profesionales del comportamiento animal y de la
psicología comparada para que publicaran sus trabajos en dicha revista. Entre 1904 y
1910, Yerkes y otros psicólogos comparatistas (o psicobiólogos, en sentido amplio)
habían manifestado su interés por fundar una revista que concentrara las publicaciones
de los zoólogos y psicólogos interesados por el comportamiento animal, y fundiera las
tradiciones del naturalista de campo y del experimentalista de laboratorio. En 1911,
finalmente, Yerkes y otros psicólogos (como Thorndike y Watson) y zoólogos (como
Jennings y Wheeler) fundaron el Journal of Animal Behavior (JAB), que surgió como
una escisión del JCNP (éste volvió a recuperar su antiguo nombre de JCN). Aunque el
balance de artículos publicados por los zoólogos y por los psicólogos entre 1911 y 1917,
año en que la publicación de la revista se interrumpió, fue muy equilibrado (72 frente a
75, respectivamente), la gran mayoría de las contribuciones de los psicólogos a la revista
JAB estaban constituidas por informes de resultados obtenidos en experimentos de
laboratorio y discusiones de métodos y aparatos de laboratorio. Hay que señalar,
asimismo, que muchos de los artículos que los zoólogos publicaron en el JAB también
tenían una orientación de laboratorio. En 1917, coincidiendo con la interrupción de la
publicación del JAB, Knight Dunlap fundó una nueva revista, Psychobiology, que sólo
produciría dos volúmenes entre 1917 y 1920, y cuyo objetivo fue "la publicación de
investigaciones orientadas al estudio de las interconexiones entre las funciones mentales y
fisiológicas". En 1921 Yerkes y Dunlap fundaron el Journal of Comparative Psychology
(JCP), considerado como el sucesor de las dos revistas anteriores que habían dejado de
publicarse, el Journal of Animal Behavior y Psychobiology. En 1947, el JCP cambió su
nombre por el de Journal of Comparative and Physiological Psychology (JCPP),
haciéndose eco de la importante proliferación de las investigaciones en el campo de la
psicología fisiológica que había comenzado en aquella década. Finalmente, en 1983, el
JCPP se volvió a escindir en dos revistas, el Journal of Comparative Psychology (que se
centra en la publicación de artículos sobre psicología comparada) y Behavioral
Neuroscience (que se especializa en atender la demanda de publicación de trabajos de
psicología fisiológica).

2.3.2. Etología y Psicología Fisiológica

Cuando se fundó el Annual Review of Psychology en 1950, comenzaron a


publicarse revisiones conjuntas de la psicología comparada y de la psicología fisiológica
(e.g., Hebb, 1950; Deese y Morgan, 1951; Nissen y Semmes, 1952). Por ejemplo, en su
revisión de 1950 titulada Animal and Physiological Psychology, Hebb (1950) declaró
"los psicólogos fisiológicos y los psicólogos animales abordan los mismos problemas y
emplean las mismas teorías que el resto de los psicólogos. La psicología fisiológica se

114
distingue, no obstante, por el empleo de un tipo de método especial y por la convicción
de que cuando se ha postulado la existencia de algún proceso que interviene entre la
estimulación sensorial y la respuesta de conducta […] uno tiene la obligación como
científico de someter la hipótesis a todas las pruebas posibles, y de examinar las
propiedades de las 'variables intermedias' lo más directamente posible." (p. 173). Hebb
empleó el término psicología animal como sinónimo de psicología comparada que definió
como "la psicología del aprendizaje, de la percepción, de la emoción, incluso del
pensamiento, y su peculiaridad con frecuencia sólo es el empleo de sujetos cooperativos
que permanecen convenientemente en jaulas y pueden ser localizados cuando se les
necesita" (p. 173).
A partir de 1953, las psicologías comparada y fisiológica se revisaron por separado
en el Annual Review of Psychology. En las revisiones de la psicología fisiológica de 1953
y de 1954 se destaca la importancia de los avances realizados en bioquímica y la
conveniencia de establecer una estrecha colaboración con los profesionales de ese campo
en beneficio del avance en los estudios que realizan los psicólogos fisiológicos (Neff,
1953;Patton, 1954). En la revisión de 1955, Teuber (1955) afirma que la "psicología
fisiológica incluye todo tipo de estudios que tratan los correlatos fisiológicos del
comportamiento" (p. 267). Lindsley (1956) también destaca la importancia de la
neurofisiología y de la neuroanatomía para avanzar en los objetivos de la psicología
fisiológica. Lindsley apunta, asimismo, la conveniencia de establecer una relación estable
de colaboración entre los psicólogos y los neurofisiólogos (pp. 323-324). En 1957 Stellar
escribió, "La búsqueda de los mecanismos fisiológicos que subyacen al comportamiento
se ha activado en los últimos años debido a los avances espectaculares logrados por los
neurofisiólogos en el terreno de la comprensión de la organización del sistema nervioso"
(Stellar, 1957, p. 415). A partir de 1958, el Annual Review of Psychology dejó de
publicar revisiones con el título de psicología fisiológica (no ocurrió lo mismo con la
corriente de la psicología comparada, como hemos visto en las páginas anteriores).
Las breves declaraciones que se han reproducido aquí de los autores que revisaron
el campo de la psicología fisiológica durante esta etapa tan temprana de su desarrollo ya
apuntan una de las tendencias más importantes que a partir de entonces va a caracterizar
la historia de esta corriente dentro de la psicología animal. Se trata de la atracción que
sienten muchos de sus profesionales por la neurociencia. Algunos autores como
Shuttlesworth, Neill y Ellen (1984) se resisten a que la Psicología Fisiológica sea
absorbida por la Neurociencia (recuérdese la profecía formulada por Wilson en 1975 en
el sentido de que la neurofisiología 'canibalizaría' a la etología proximal y a la psicología
fisiológica; revisado en Colmenares, en preparación a y b). Uno de los indicadores de la
tendencia a reducir la psicología fisiológica a una provincia de la neurociencia es, como
los autores señalan, la creación de la revista Behavioral Neuroscience para cubrir el área
de investigación sobre Psicología Fisiológica que anteriormente se publicaba en el
Journal of Comparative and Physiological Psychology. En su defensa de la identidad de
la Psicología Fisiológica, Shuttlesworth y colaboradores (1984) señalaron,

115
"Creemos que los psicólogos fisiológicos tienen dos opciones. […] pueden observar
pasivamente cómo se produce la absorción de la Psicología Fisiológica dentro de las distintas
especialidades de la Neurociencia (e.g., la psicofarmacología, la psicoendocrinología, etc.), o pueden
trabajar activamente para crear una nueva definición de Psicología Fisiológica –una definición que
permita a la disciplina seguir siendo una entidad independiente, aunque ligada estrechamente a la
Neurociencia…" (pp. 3-4).

Shuttlesworth y colaboradores (op. cit.) reproducen la declaración que hizo Kandel


en 1981, de que "toda conducta incluyendo las funciones mentales superiores (tanto
cognitivas como afectivas) es localizable en regiones específicas o constelaciones de
regiones dentro del cerebro. El papel de la neuroanatomía descriptiva consiste por
consiguiente en proporcionarnos una guía funcional para la localización dentro del
espacio neural tridimensional –un mapa del comportamiento…" (Kandel, 1981, p. 11,
citado en Shuttlesworth et al., 1984, p. 4), y señalan, "esta declaración refleja la visión
de la conducta que tienen la mayoría de los neurocientíficos educados en medicina o
biología" (Shuttlesworth et al., 1984, p. 4). Estos autores (op. cit.) añaden,

"Parte del problema de la Psicología Fisiológica contemporánea es que la conducta es algo que
simplemente se da por hecho. Los psicólogos fisiológicos incluso han tendido a dar rodeos y a evitar
los problemas conceptuales que entraña el análisis del comportamiento. Para ello, emplean las
tecnologías conductuales que están de moda, independientemente de si dichas tecnologías son
realmente sensibles al problema particular que están analizando, o bien concentran sus energías en
adquirir un dominio de las técnicas punta desarrolladas por los colegas en neurobiología o
neuroquímica. […] Para muchos psicólogos fisiológicos […] la búsqueda de la tecnología de la
neurociencia se ha convertido en un fin en sí mismo en lugar de un medio para el logro de un fin, y el
análisis del cambio en el comportamiento se está empleando simplemente como una especie de chivato
que informa de algún proceso neural…" (p. 4).

La postura anti-reduccionista de Shuttlesworth y colaboradores (op. cit.) queda


también patente en la siguiente cita,

"…los psicólogos fisiológicos […] a veces han dado la impresión de que [en su opinión] el análisis
causal de la conducta se circunscribe enteramente a las variables independientes definidas de forma
operacional empleadas en sus estudios, es decir, las propias manipulaciones del cerebro. Por ejemplo,
un cambio en el comportamiento que resulta como consecuencia de una lesión puede ser interpretado
como un indicador de que la actividad en ese lugar del cerebro es la causa de esa conducta. Este tipo
de visión tan simplista ignora las complejidades tanto del cerebro como de la conducta. Adentrándose
en el mundo de la Neurociencia, los psicólogos fisiológicos puede que hayan ganado una mayor
precisión y control de las diversas variables experimentales que emplean, sin embargo, esto se ha
logrado a expensas de su capacidad para realizar el tipo de trabajo que conduce a útiles teorías
integradoras del comportamiento. Este cambio de dirección ha sido desafortunado porque los
neurocientíficos raras veces se han mostrado interesados por ese tema, y han tendido a asumir que la
ciencia de la psicología no es más que sentido común…" (p. 4).

Shuttlesworth y colaboradores (op. cit.) señalan cuáles son los supuestos, en su


opinión equivocados y perjudiciales, en que se basan los intentos de reducir la Psicología
Fisiológica a una provincia de la Neurociencia;

116
"En primer lugar, existe el supuesto reduccionista ingenuo de que los fenómenos de
comportamiento pueden y serán explicados simplemente por reducción a algún suceso cerebral. […]
En segundo lugar, existe el supuesto de que en realidad poseemos una comprensión del
comportamiento y de que el problema del psicólogo fisiológico es sencillamente un problema de
construir un mapa que proyecte las diferentes conductas sobre el cerebro. […] Con independencia de
la especialidad, los investigadores muestran una mayor tendencia a leer la literatura que trata
fenómenos que tienen lugar en un nivel inferior que el de su investigación. […] como consecuencia de
ello, los neurocientíficos que tienen una orientación celular/molecular no están familiarizados con la
literatura sobre la conducta. Y, en cuanto a los psicólogos fisiológicos, recurrimos a la literatura sobre
las áreas de estudio celular/molecular en busca de esquemas explicativos en lugar de recurrir a la
literatura sobre comportamiento. […] Debido a nuestra [la de los psicólogos fisiológicos] inclinación
reduccionista, con frecuencia asumimos que la conducta es un fenómeno unitario que no requiere
ningún análisis ulterior […] Dada esta perspectiva, no resulta ilógico que los psicólogos fisiológicos se
hayan convertido en neurocientíficos que se concentran en Neurociencia qua Neurociencia en lugar
de hacerlo en el comportamiento. A diferencia de lo que ocurre con los fenómenos neurofisiológicos,
que con frecuencia son reducibles a la actividad de elementos cerebrales específicos, las funciones
conductuales y psicológicas no constituyen sucesos unitarios que no precisen de ulterior análisis. En
la medida que aceptamos un modelo reduccionista, estamos negando la validez de nuestra propia
empresa en el estudio del comportamiento…" (p. 5).

Shuttlesworth y colaboradores (op. cit.) sugieren una solución para mantener la


autonomía e identidad de la Psicología Fisiológica. Estos autores suscriben la siguiente
definición de función propuesta por Luria, "…la compleja actividad de un sistema o de
un organismo que produce alguna relación adaptativa con el ambiente" (p. 6). En este
caso, el acento se coloca en el producto conductual que se obtiene o se observa más que
en los medios que participan en la consecución de dicho producto final. Según estos
autores, "la función conductual representa la adaptación del organismo a la tarea y
constituye en realidad una consecuencia emergente de una variedad de procesos y
funciones cerebrales" (p. 7). Se aboga por "un regreso a la tradición intelectual básica de
nuestra disciplina, en lugar de continuar la corriente actual tendente a convertirse en
tecnólogos punta carentes de una orientación teórica y conceptual." (p. 7).
Milner y White (1987), que no citan el trabajo de Shuttlesworth y colaboradores
(1984), adoptan una postura anti-reduccionista de tono más moderado. Aunque
consideran la psicología fisiológica como "la rama de las neurociencias intelectualmente
más estimulante y, por consiguiente, más interesante" (p. 6), declaran que "…la
psicología es la que debe aportar el marco para organizar y comprender los hallazgos de
la fisiología…" (p. 4) y sostienen que los dos niveles que maneja el psicólogo fisiológico,
es decir, el de la conducta y el de la neurofisiología, son igualmente necesarios. Milner y
White (op. cit.) escriben,

"Los neurocientíficos deben aprender a reconocer la primacía y el poder de los datos de


conducta en relación con la comprensión del modo en que trabaja el sistema nervioso. […] Los datos
psicológicos deberían influir, y de hecho lo hacen, en la manera en que concebimos el sistema
nervioso. […] La Psicología Fisiológica es, por consiguiente, el estudio simultáneo del cerebro y de la
conducta que éste produce. […] El principio básico de la psicología fisiológica es que la conducta es
organizada y controlada por el cerebro; la pregunta clave que queremos responder es de qué manera el
cerebro consigue este control y organización. Para responder a esta pregunta, debemos abordar el

117
estudio tanto del cerebro como de la conducta de una manera objetiva. Puesto que resulta
extremadamente improbable que la observación aislada tanto del cerebro como de la conducta. […]
vaya a revelar cómo se interrelacionan, los dos deben manipularse de forma simultánea…" (p. 5).

La pluralidad de opiniones y de posturas dentro de cualquier campo científico o


disciplina es una pauta general que también se manifiesta dentro de la Psicología
Fisiológica. Frente a la resistencia de algunos psicólogos fisiológicos como Shuttlesworth,
Neill y Ellen (1984) a que la Psicología Fisiológica se convierta en una provincia de la
Neurociencia (vide supra), otros como Davis, Rosenzweig, Becker y Sather (1988) no
sólo no ven ningún peligro en que la Psicología Fisiológica se aproxime mucho más a la
Neurociencia, y cambie su nombre por el de Psicología Biológica, sino que además
consideran que dicho acercamiento debe ser favorecido y promovido por la American
Psychological Association con el fin de evitar que los psicólogos fisiológicos deserten, es
decir, abandonen la Psicología Fisiológica, y emigren a la Neurociencia. La propuesta de
Davis y colaboradores (1988) de cambiar el término Psicología Fisiológica por el de
Psicología Biológica la fundamentan en su creencia de que el término "fisiología" es
demasiado restringido, "En la actualidad, el estudio del cerebro y la conducta se apoya en
muchas áreas dentro de las ciencias naturales que van más allá de la fisiología; estas
incluyen la anatomía, la genética, la embriología, la endocrinología, y la biología
molecular. El término biológico, por consiguiente, supone un calificativo más apropiado
para este área de la psicología" (p. 359). Según Davis y colaboradores (1988) "la
psicología biológica emplea los métodos de las ciencias naturales para estudiar los
procesos básicos en los niveles molecular, sináptico o de los sistemas neurales y relaciona
la información obtenida en estos niveles con el comportamiento del animal completo" (p.
359). En realidad, estos autores están proponiendo una Psicología Biológica en la que los
mecanismos biológicos (fundamentalmente neurales) y las técnicas de la neurociencia se
encuentran en una posición privilegiada, mientras que la conducta es relegada a un
segundo plano más secundario; esta postura, como los propios autores señalan, es muy
distinta de la defendida por Shuttlesworth y colaboradores (1984).
La concepción de la neuropsicología que presenta Hebb (1983) parece más cercana
a la postura que Shuttlesworth, Neill y Ellen (1984) defienden sobre la Psicología
Fisiológica que a la que Davis, Rosenzweig, Becker y Sather (1988) proponen para la
Psicología Biológica. Hebb (1983) declara que la neuropsicología "con frecuencia emplea
métodos fisiológicos, no obstante es distinta de la fisiología puesto que su objetivo más
directo no tiene que ver con la sinapsis o con el cuerpo calloso o con la corteza, sino con
la conducta del animal completo" (p. 4; el énfasis es añadido); "…la neuropsicología del
futuro deberá ser apoyada de un modo más sustancial por un marco teórico" (p. 7) [el
énfasis es añadido].
Los manuales de texto presentan definiciones del concepto de una disciplina que con
frecuencia son muy esclarecedores. Puerto (1987) define la Psicología Fisiológica del
siguiente modo: "tiene por objeto el estudio de las bases fisiológicas del comportamiento,
explicando qué ocurre en el organismo durante la conducta, qué procesos o estructuras la
median, qué sistemas la pueden causar" (p. 9). Para Puerto (op. cit.) "el comportamiento

118
y la mente no son el resultado exclusivo de la variable biológica [el sistema nervioso], hay
otras, el componente social, por ejemplo, pero no es menos cierto que el sustrato
biológico es uno de los determinantes esenciales…" (p. 10). En cuanto a su metodología,
"utiliza sólo y exclusivamente el método experimental, único válido para estudiar
procesos de carácter biológico. Las hipótesis han de ser contrastadas con la realidad
mediante experimentos adecuados. Todo aquello que no puede ser demostrado
experimentalmente no es válido en esta ciencia que extrae sus principios y establece sus
leyes a partir de los hechos y de la experimentación" (p. 10). Más adelante, Puerto (op.
cit.) señala que "la Psicología Fisiológica está en función de los avances que tienen lugar
en otras áreas científicas relacionadas, a saber, la neuroanatomía, la neurofisiología, la
neurofarmacología, etc." (p. 11), debido a la dependencia de la Psicología Fisiológica de
las técnicas que se van poniendo a punto en estas disciplinas de la Neurociencia. Otra
característica de la Psicología Fisiológica "como del resto de las ciencias biológicas es el
empleo de animales como sujetos de experimentación…[estos] animales pasan a ser
sustitutos de la especie humana que es el objetivo final […] el animal elegido […] habrá
de caracterizarse por tener cierta semejanza funcional al hombre, al menos con respecto
a ese sistema de interés" (p. 11). Puerto (op. cit.), que considera el término Psicología
Fisiológica como sinónimo de Psicobiología, es decir, parece suscribir la concepción
restringida de la Psicobiología que ha definido Dewsbury (1991, vide supra: apartado
2.3), presenta una serie de útiles definiciones de las siguientes dos disciplinas que podrían
considerarse subdisciplinas de la Psicología Fisiológica: la Neuropsicología y la
Psicofisiología. La Neuropsicología se considera una parte de la Psicología Fisiológica;
estudia procesos comportamentales superiores, preferentemente en sujetos humanos,
emplea métodos correlacionales y, en general, no estudia los sustratos moleculares,
bioquímicos o neurofisiológicos del comportamiento. La principal diferencia entre la
Psicología Fisiológica y la Psicofisiología es que en esta segunda se emplean métodos
correlacionales, evitándose la manipulación directa del sistema nervioso, especialmente si
los sujetos son humanos (véanse las obras de Junqué y Barroso, 1994, y de Martínez
Selva, 1995, para un tratamiento más actualizado y exhaustivo del concepto y de la
metodología de la neuropsicología y de la psicofisiología, respectivamente).
El manual de texto de Bridgeman (1991), Biología del Comportamiento y de la
Mente [The Biology of Behavior and Mind, 1988], define la Psicología Fisiológica como
el estudio de las "bases físicas del comportamiento y de la experiencia humanos" (p. 19).
En el manual de texto de Rosenzweig y Leiman (1992), Psicología Fisiológica
[Physiological Psychology, 1989], ésta se define como "el estudio de las relaciones entre
los procesos mentales, la conducta y los procesos corporales…" (p. 21). Otros nombres
por los que se identifica este mismo campo de estudio son: Psicología Biológica y
Fisiología del Comportamiento o Neurociencia Conductual. Por último, en el manual de
texto de Carlson (1993), Fisiología de la Conducta [Physiology of Behavior, 1990], se
afirma que "la tarea del psicólogo fisiológico consiste en explicar la conducta en términos
fisiológicos. Pero el psicólogo fisiológico no puede ser simplemente reduccionista. No es
suficiente observar las conductas y correlacionarlas con eventos fisiológicos ocurridos al

119
mismo tiempo. Conductas idénticas pueden tener lugar por diferentes razones y, por
tanto, pueden ser iniciadas por mecanismos fisiológicos distintos. Por consiguiente,
debemos comprender "psicológicamente" por qué ocurre una determinada conducta para
poder comprender qué eventos fisiológicos la han provocado" (p. 14). "Los psicólogos
fisiológicos utilizan tanto la generalización como la reducción para explicar la conducta.
En gran parte, las generalizaciones hacen uso de los métodos tradicionales de la
psicología. La reducción explica las conductas a partir de eventos fisiológicos que tienen
lugar en el organismo (principalmente en el sistema nervioso)…" (p. 20). "La
investigación sobre fisiología de la conducta requiere el uso de animales de laboratorio…"
(p. 20).
Se habrá podido comprobar que la etología y la psicología fisiológica no tienen
demasiado en común; una prueba de ello es que no existe (que yo sepa) ninguna
publicación en la que se haya analizado específicamente dicha relación. No obstante,
algunas de las semejanzas y diferencias entre ambas disciplinas se indican en el Cuadro
2.2.

2.4. Otras Relaciones Interdisciplinares de la Etología

En esta sección se examina muy brevemente la relación entre la etología y (a) tres
subdisciplinas de la psicología (la psicología evolutiva, la psicología social y la psicología
cognitiva), y (b) dos subdisciplinas biomédicas (la psiquiatría y la farmacología) (Cuadro
2.3).

2.4.1. Etología y Psicología Evolutiva

Los modelos teóricos de la psicología evolutiva con los que más simpatizan los
etólogos son aquellos basados en paradigmas holistas y organísmicos que enfatizan el
carácter dialéctico o transaccional de la relación entre el "organismo activo" y el
"ambiente o contexto activo" durante el desarrollo (véase Lerner, 1980 y 1991, Lerner y
Busch-Rossnagel, 1981; Kitchener, 1982; Hopkins y Butterworth, 1990). Estas
concepciones, asi como la noción de epigénesis probabilística (vide supra: apartado
2.3.1), que atribuye un estatus causal tanto al genoma como al ambiente, son
ampliamente compartidas por los etólogos (véase, por ejemplo, Bateson, 1979, 1981 y
1983; Oyama, 1985 y 1993; Hinde, 1987, 1990 y 1992; Slater, 1990).
La interacción entre la etología y la psicología evolutiva se ha producido en dos
frentes. El primero es netamente etológico, mientras que el segundo es de tono más
sociobiológico. Los etólogos han realizado tres tipos fundamentales de aportaciones. La
primera se refiere a la exportación de ciertos conceptos etológicos como los de 'sistema
de conducta' y 'estímulo desencaden ador' a la teoría que Bolwby articuló para explicar el
desarrollo del vínculo del apego entre la madre humana y su bebé (véase Bowlby, 1969 y

120
1991). En efecto, Bowlby no sólo incorporó esos conceptos sino que se apoyó también
en algunos de los datos obtenidos en estudios etológicos sobre el desarrollo de la
improntación en aves y sobre los efectos de la deprivación social en los primates (véase
Hinde, 1974, 1982 y 1983c; Archer, 1992). Esta fue la segunda aportación etológica a la
psicología evolutiva. La tercera aportación consistió en el empleo de la metodología
observacional de la etología, basada en la descripción y clasificación de unidades de
comportamiento definidas en términos estructurales, al estudio de las interacciones y
relaciones sociales entre niños en edad preescolar (e.g., Blurton Jones, 1972; McGrew,
1972; Omark, Strayer y Freedman, 1980; Smith y Connolly, 1980; véase también Smith,
1990; Archer, 1992; Eibl-Eibesfeldt, 1993). Asimismo, Hinde ha empleado su esquema
conceptual para estudiar relaciones interpersonales (vide infra: apartado 2.4.2) a la
investigación de las relaciones sociales dentro de las familias concebidas como sistemas
(Hinde, 1980, Hinde y Stenvenson-Hinde, 1987 y 1988).

CUADRO 2.3. Relaciones entre la etología y diversas subdisciplinas de psicología y de biomedicina.

1 Por ejemplo: Hinde (1983b, 1988a), Hinde y Stevenson-Hinde (1987); Archer (1992). 2 Por ejemplo: Hinde
(1979), Hinde (1987). 3Por ejemplo: Griffin (1978), (1991); Ristau (1991); Bekoff y Alien (1992); Roitblatt
(1987); Byrne y Whiten (1988); Cheney y Seyfarth (1990b). 4 Por ejemplo: White (1974); McGuire (1977);
Hinde (1982, 1985); Feierman (1987); Archer (1992). 5 Por ejemplo: Dixon, Fisch y McAllister (1990).

121
El otro área de interacción entre la etología y la psicología evolutiva se ha producido
en relación con las tesis sociobiológicas de que la conducta y las relaciones sociales en las
que participan los niños deben reflejar la mano de la selección natural actuando para
maximizar la eficacia biológica de los participantes. Bowlby (1969) había defendido que
en el ambiente donde evolucionó la relación entre padres e hijos de los ancestros de
nuestra especie habría sido muy adaptativo que los primeros fueran sensibles a las
necesidades de los segundos, los cuales habrían desarrollado conductas (de apego)
especialmente diseñadas para señalar dichas necesidades y así evocar las respuestas de
atención y protección oportunas en los padres (y quizá en otros individuos adultos de la
especie). Sin embargo, los bebés muestran una gran variabilidad interindividual dentro y
entre culturas en las relaciones de apego que muestran con sus madres. Ainsworth (1979)
diseñó una metodología observacional denominada la 'situación del extraño' para
identificar y clasificar esas diferencias, y Main (1990) empleó el concepto sociobiológico
de 'estrategia condicional' para explicar el posible valor adaptativo de las mismas.
Otros sociobiólogos han hecho uso de algunas de las teorías que caracterizan su
aproximación funcionalista, como la teoría de la inversión parental y la teoría de las
estrategias del ciclo vital, intentando explicar con ellas ciertas características del
comportamiento, de las relaciones sociales, de los sistemas familiares y del desarrollo
moral de sujetos humanos (véase MacDonald, 1988ay 1988b; Smith, 1987; Daly y
Wilson, 1987; véase también Archer, 1992).

2.4.2. Etología y Psicología Social

A partir del estudio etológico de las relaciones sociales en primates, Hinde propuso
un esquema general para identificar principios capaces de explicar las pautas de
variabilidad intra-específica e inter-específica observadas en los distintos 'niveles de
complejidad': las interacciones interindividuales, las relaciones sociales y la estructura
grupal (véase Hinde, 1976a y 1976b; Hinde y Stevenson-Hinde, 1976). Este esquema,
que ha sido empleado con notable éxito en el estudio e interpretación del comportamiento
social de los primates no humanos (véase Hinde, 1983a), ha sido completado en
posteriores publicaciones para dar cabida a niveles que son exclusivos de la especie
humana (e.g., Hinde, 1991, p. 219; 1992, p. 37) (Figura 2.8).
La relación entre la etología (social) y la psicología social ha sido promovida
especialmente por Hinde en varias publicaciones (e.g., Hinde, 1979a, 1981a, 1986, 1987
y 1988; Hinde y Stevenson-Hinde, 1987). Dos son las aportaciones más importantes de
la etología en este terreno. Hinde señaló la necesidad de establecer una 'ciencia o
subciencia de las relaciones interpersonales' que, en su opinión, debía recoger dos
características de la aproximación etológica: la construcción de sus cimientos sobre una
base descriptiva firme y la vocación integradora. Este autor propuso 8 dimensiones para
captar las propiedades de las relaciones sociales y describirlas de forma exhaustiva: el
contenido, la diversidad, las características cualitativas, las características relativas, la

122
dimensión reciprocidad versus complementariedad, la intimidad, la percepción
interpersonal y el compromiso. Hinde apuntó que, si bien los distintos niveles de
complejidad social eran abordados por diversas disciplinas, por ejemplo, la psicología de
la personalidad y las diferencias individuales (el nivel del individuo), la psicología
evolutiva y la psiquiatría (la dialéctica entre el individuo y sus relaciones, por un lado, y
entre las relaciones y las normas sociales, por otro), y la psicología social, la sociología y
la antropología (el nivel de las normas sociales), ninguna se preocupaba por integrar la
información obtenida en todas estas disciplinas. En opinión de Hinde, esa tarea podía ser
estimulada desde la perspectiva integradora adoptada por la etología.

Figura 2.8. Relaciones dialécticas entre los sucesivos niveles de complejidad social (tomada de Hinde 1991).

La identificación y establecimiento de áreas de intercambio entre la etología social de


los primates no humanos y la psicología social también ha sido promovida por psicólogos
sociales como Chadwick-Jones (e.g., 1987a y 1987b). Este autor ha propuesto la
utilización de varios modelos de la psicología social para analizar interacciones sociales en

123
primates no humanos (e.g., Chadwick-Jones, 1992).

2.4.3. Etología y Psicología Cognitiva

Aunque inicialmente la etología no se mostró oficialmente atraída por el estudio de


los procesos cognitivos en los animales, lo cierto es que desde el principio los etólogos
han hecho amplio uso de la intuición y del antropomorfismo en sus descripciones e
interpretaciones del comportamiento de los animales. Uno de los etólogos pioneros en el
campo de la cognición animal ha sido Donald Griffin (1978, 1981, 1984 y 1991). En su
artículo de 1978, Griffin escribió,

"Los etólogos y los psicólogos comparatistas han encontrado que el comportamiento social, el
aprendizaje discriminativo, y en especial la conducta comunicativa de muchos animales son lo
suficientemente versátiles como para cuestionar la postura de que los animales carecen de
experiencias mentales semejantes a las nuestras. Muchas de sus pautas de conducta sugieren que los
animales poseen imágenes mentales de objetos, de sucesos, o de relaciones que están muy alejados de
la situación estimular inmediata, así como conciencia de sí mismos e intenciones en relación con
acciones futuras." (p. 527).

Según Griffin (1978, p. 528), el objetivo básico de la etología cognitiva debería ser
investigar la posibilidad de que los animales no humanos posean experiencias mentales, y
averiguar cómo éstas afectan a su comportamiento, su bienestar y su eficacia biológica.
Hay que señalar que, aunque la postura cognitiva de la etología cognitiva de Griffin es
quizá una de las más radicales (vide infra), ésta se apoya, no obstante, en una
concepción materialista emergentista según la cual "la conducta y la conciencia de los
animales y del hombre son el resultado de sucesos que tienen lugar en sus sistemas
nerviosos centrales" (Griffin, 1981, p. 8). Asimismo, Griffin (1991, pp. 7-9) rechaza el
epifenomenalismo, es decir, la creencia de que la mente es una consecuencia de la
actividad del sistema nervioso central pero que aquella no tiene ningún efecto causal
sobre la conducta; y el solipsismo inter-específico, es decir, la tesis de que un sujeto
jamás puede demostrar la existencia y el contenido de los pensamientos de otro sujeto
que pertenezca a una especie distinta.
No cabe duda de que la etología cognitiva que Griffin propuso durante la década de
los setenta supuso un rechazo frontal de las concepciones conductistas 'estrechas' que se
habían hecho fuertes en la época y que, en opinión de Griffin y de muchos otros etólogos
y psicólogos, podía esterilizar la 'mente' de los investigadores y la riqueza de las
explicaciones del comportamiento de los animales estudiados (véase también
Colmenares, 1990). Lo cierto es que las tesis de Griffin estimularon una gran cantidad de
reuniones, de investigaciones y de publicaciones sobre el tema, muchas de ellas resultado
de la colaboración estrecha entre etólogos y psicólogos comparatistas.
Conviene señalar que la definición de etología cognitiva adoptada por Griffin resulta
un tanto restrictiva, puesto que sólo contempla el estudio de procesos cognitivos que
alcancen el estatus de experiencia mental, es decir, de conocimiento consciente. Una

124
definición más amplia de la etología cognitiva, y más coherente con la más sólida
tradición que presenta la psicología cognitiva en el tratamiento de estos temas, supondría
la inclusión, como su objeto de estudio, de cualquier proceso cognitivo, fuera éste
consciente o no (véase Yoerg y Kamil, 1991; véase también Gómez y Colmenares, 1994,
pp. 82-85). Como viene siendo costumbre en todas las relaciones que hemos examinado
entre la etología y otras disciplinas, en este caso la etología también plantea el problema
empírico, es decir, entender los procesos cognitivos que subyacen a un comportamiento
natural y relevante para la adaptación biológica del organismo al ambiente ecológico y,
por consiguiente, para su futura evolución.
Los etólogos son conscientes de que la comprensión de los procesos cognitivos y
mentales requiere una aproximación multidisciplinar. Bekoff y Jamieson (1990) escriben,

"…la compartimentalización de las diferentes áreas de estudio no es el camino que hay que seguir en
el análisis evolutivo y ecológico que se propone la etología cognitiva. Quizá el avance científico
surgirá cuando los etólogos se fijen en los filósofos, y los filósofos se fijen en cómo los etólogos
observan a los animales. Como Sugden ha declarado recientemente, los biólogos evolutivos y los
historiadores pueden y tienen que tener intercambios fructíferos. Lo mismo tiene que ocurrir entre los
biólogos evolutivos, los ecólogos, los etólogos, los psicólogos comparatistas y los filósofos. La
Naturaleza no admite estas divisiones y nosotros tampoco deberíamos." (p. 158).

Nadie duda que estudiar la mente de los animales es una tarea harto complicada; no
obstante, como declaran Bekoff y Jamieson (1990, p. 156) "la dificultad de estudiar la
mente de los animales no supone una razón suficiente para ignorar este área de
investigación, o peor aún, concluir que los animales carecen de mente" (vide supra:
apartado 2.1, referente al comentario similar que hace Hinde en relación con la necesidad
de estudiar las relaciones interpersonales, a pesar de las dificultades que ello entraña;
Hinde, 1979a, p. 6). Bekoff y Jamieson (1990, p. 156) definen la etología cognitiva
como "el estudio comparativo de los estados y capacidades mentales de los animales, y
de sus bases fisiológicas y evolutivas". Bekoff y Allen (1992) indican que en la
interacción entre la etología y la psicología cognitiva, la primera toma prestado de la
segunda los conceptos relacionados con los estados internos. Habría que añadir que la
principal aportación de la etología que justifica el término 'etología cognitiva' es la
aproximación funcional (ecológica) y evolutiva (filogenética) al estudio de los procesos
cognitivos que subyacen al comportamiento natural de los animales.
Otros autores también han apuntado la conveniencia de ampliar la definición de
etología cognitiva y la necesidad de adoptar aproximaciones interdisciplinares. Por
ejemplo, Yoerg y Kamil (1991) escriben,

"…la etología cognitiva debería ser el intento de estudiar los mecanismos, el desarrollo, las funciones
y la historia evolutiva de los procesos cognitivos. Este intento tendrá que cruzar las fronteras
tradicionales que separan varias disciplinas, principalmente la psicología y la etología, aunque también
otras ciencias cognitivas (la ciencia computacional, la lingüística, y la antropología). […] una
integración exhaustiva de las aproximaciones psicológicas al procesamiento de la información con las
de la etología y la ecología del comportamiento resulta obvia. […] El núcleo del asunto es el siguiente:
la organización y el procesamiento cognitivo tienen una historia evolutiva y, parece razonable suponer,

125
desempeñan funciones adaptativas. Puesto que la conducta está determinada por la interacción de
acontecimientos ambientales (ecológicos) y cognitivos, se requiere una aproximación interdisciplinar
al estudio del comportamiento, tanto si la conducta de interés es el resultado de un procesamiento
simple como complejo, conciente como inconsciente…" (pp. 286-287).

La conveniencia de adoptar una estrategia interdisciplinar también es apuntada por


Roitblat (1987). Este autor señala que el avance en el estudio comparativo de los
procesos cognitivos requiere la contribución e integración de varias disciplinas, entre las
que destacan la psicología comparada, la etología y la ecología del comportamiento, la
neurociencia y la ciencia cognitiva. El concepto clave de esta parcela de estudio del
comportamiento animal es el de procesamiento de la información. "Esta concepción se
apoya en el supuesto de que dos conductas que son físicamente distintas pueden, así
todo, compartir algo importante cuando ambas sirven para alcanzar la misma meta o
cuando ambas son igualmente afectadas por una determinada experiencia." (Roitblat,
1987, p. 6).
En 1983, el filósofo Daniel Dennett propuso lo que él denominó la 'teoría de los
sistemas intencionales' (TSI) (Dennett 1983). La TSI es en realidad una 'postura
intencional' (Dennett 1988a). Según esta teoría, que en realidad es una estrategia
heurística para generar predicciones contrastables empíricamente, el comportamiento de
algunos sistemas se puede predecir mejor si le atribuimos creencias, deseos y otros
estados 'intencionales'. Esta estrategia presupone que los organismos que gozan de
'intencionalidad' son racionales. Dennett aplica su TSI para formular cuestiones e
hipótesis sobre el grado de intencionalidad que puede atribuirse a la conducta de los
monos tota (Cercopithecus aethiops) estudiados por Cheney y Seyfarth, cuando emiten
las llamadas de alarma en presencia de predadores que presentan diferentes
características (e.g., se desplazan por el aire, por tierra, etc.). Así, Dennett distingue
entre sistemas de intencionalidad de orden 0 (la conducta del organismo no es
intencional), de orden 1 (la conducta del organismo pretende causar un efecto sobre la
conducta de la audiencia), de orden 2 (la conducta del organismo pretende causar un
efecto sobre los estados mentales de la audiencia), de orden 3 (la conducta del organismo
implica la atribución a la audiencia de la capacidad de representarse sus propias
intenciones), etc. Dennett (1988a) escribió,

"la postura intencional es la estrategia de predicción y de explicación que atribuye creencias, deseos y
otros estados "intencionales" a sistemas –vivos e inertes– y predice su conducta futura a partir de lo
que sería más racional que el agente hiciera, dadas esas creencias y deseos." (p. 495).

Varios son los etólogos que en la última década y media, aproximadamente, han
sustanciado empíricamente, con observaciones y con elegantes experimentos de campo y
de laboratorio, la complejidad cognitiva de la conducta que exhiben sus sujetos de
estudio, la mayoría de ellos primates no humanos (e.g., Kummer, 1982; Kummer,
Dasser y Hoyningen-Huene, 1990;De Waal, 1982, 1986, 1991 y 1992b;Cheney y
Seyfarth, 1990ay 1991a; Dasser, 1985 y 1988a), aunque también se han estudiado aves
(e.g., Marler, Karakashian y Gyger, 1991). Estos estudios han seguido la propuesta de

126
Griffin de que el estudio de la comunicación animal constituye "una ventana para
conocer sus mentes". No obstante, si adoptamos una definición más amplia de etología
cognitiva, deberíamos reconstruir la expresión y afirmar que la comunicación animal
constituye una ventana para conocer sus estrategias de procesamiento de la información.
Es preciso señalar que la tradición por el estudio e interpretación del comportamiento
de los primates en términos cognitivos arranca de la labor de psicólogos comparatistas
como David Premack (e.g., Premack y Woodruff, 1978) y de etólogos como Hans
Kummer y Frans De Waal (e.g., Kummer, 1967 y 1982; De Waal, 1982). En 1978,
Premack y Woodruff se plantearon la siguiente pregunta: Does the chimpanzee have a
theory of mind? (¿Posee el chimpancé una teoría de la mente?). Por 'teoría de la mente'
(TM) se entiende la "imputación de estados mentales a uno mismo y a otros" (p. 515).
Premack y Woodruff (1978) escribieron,

"Un sistema de inferencias de este tipo es contemplado como una teoría porque dichos estados
no son directamente observables, y el sistema puede emplearse para hacer predicciones sobre la
conducta de otros. En cuanto a los estados mentales que el chimpancé puede inferir, considérense
aquellos inferidos por nuestra propia especie, por ejemplo, propósito o intención, conocimiento,
creencia, pensar, dudar, adivinar, pretender, gustar, etcétera." (p. 515).

En las décadas de los sesenta y de los setenta, varios autores apuntaron la hipótesis
de que la inteligencia (las capacidades cognitivas que la definen) probablemente había
surgido como respuesta adaptativa a las presiones impuestas por el ambiente social en el
que la conducta de la mayor parte de las especies de primates, entre ellas la humana, ha
evolucionado (e.g., Jolly, 1966; Humphrey, 1976, 1983 y 1986). En otras palabras, se
planteó que la inteligencia de los primates, y el órgano en el que ésta se asienta, es decir,
el cerebro, era una adaptación específicamente diseñada y desarrollada para resolver los
problemas que plantea la vida en grupo. Apoyándose en estos autores y en las
observaciones, ideas y datos de los primatólogos antes mencionados, los psicólogos
Richard Byrne y Andy Whiten han postulado la hipótesis de la 'inteligencia social o
maquiavélica' (Byrne y Whiten, 1988; Whiten y Byrne, 1988a). La vida en grupo y las
estrategias de cooperación, de competición, de manipulación y de engaño que es preciso
practicar para tener éxito en la maximización de la eficacia biológica bajo esas
condiciones, exigen habilidades cognitivas especializadas en la predicción de la conducta
de los demás; la capacidad más apropiada para anticipar y manipular las estrategias de los
rivales, y de los amigos, dentro de una sociedad compleja es, precisamente, la capacidad
de 'teoría de la mente', es decir, la capacidad de "leer la mente" de los demás y actuar de
la forma más apropiada. En la actualidad, la hipótesis de la inteligencia maquiavélica en
general, y la de la capacidad de teoría de la mente en particular, están siendo objeto de
intenso estudio tanto con poblaciones de primates no humanos como con poblaciones de
sujetos humanos normales y con trastornos del desarrollo, no sólo por sus implicaciones
teóricas sino también por las posibles aplicaciones en el campo de la terapia (e.g., Byrne
y Whiten, 1990; Whiten, 1991; Baron-Cohen, Tager-Flusberg y Cohen, 1993; Gómez,
Sarriá y Tamarit, 1993; véase también Dunbar, 1992 y 1993).

127
2.4.4. Etología y Psiquiatría

La etología y la psiquiatría están interesadas por el comportamiento, aunque difieren


profundamente en su orientación. Las relaciones entre la etología y la psiquiatría han
tenido dos orientaciones bastante distintas. La primera aproximación se ha caracterizado
por la exportación de conceptos (e.g., motivación, sistema de conducta, etc.), de
técnicas (e.g., la metodología observacional con su énfasis en la descripción estructural)
y de datos empíricos (e.g., los obtenidos en estudios sobre la deprivación social de las
crías de primates no humanos durante el desarrollo temprano) al terreno de los
problemas que preocupan al psiquiatra y por la evaluación de su utilidad en este nuevo
contexto. En este tipo de interacción, por consiguiente, la parte de la etología que ha sido
exportada está relacionada con la aproximación causal o de estudio de los mecanismos
proximales (véase White, 1974; McGuire y Fairbanks, 1977; Hinde, 1982, pp. 266-269,
1985a; McGuire y Troisi, 1987; Dienske, Sanders-Woudstra y Jonge, 1987; Pitman et
al., 1987; Bouhuys, Beersma y Hoofdakker, 1987; Archer, 1992; Higley, Linnoila y
Suomi, 1994). Como señala Feierman (1987, p. 2S), la psiquiatría aporta a este área
híbrida las descripciones de los pacientes y sus desórdenes, mientras que la etología
aporta teoría y metodología. Las aportaciones de la etología en este terreno son muy
similares a las que ya se han indicado para el caso de las relaciones entre la etología y la
psicología evolutiva (vide supra: apartado 2.4.1).
El otro área de interacción entre la etología y la psiquiatría se ha producido en
relación con los planteamientos más funcionalistas de los sociobiólogos. Por ejemplo,
Surbey (1987) propone una explicación adaptativa de la anorexia nerviosa. Surbey
emplea el denominado 'Modelo de Supresión Reproductiva' (MSR) (véase Wasser y
Barash, 1983) para evaluar la posibilidad de que el síndrome represente una estrategia
que sería adaptativa bajo condiciones adversas para la reproducción. En distintas
especies animales, entre ellas la humana, se ha documentado la existencia de un elevado
número de alteraciones de las pautas reproductivas 'normales' en las hembras que se
encuentran bajo condiciones alimenticias y sociales desfavorables. Por ejemplo, bajo
condiciones de estrés, los siguientes fenómenos tienden a ser más frecuentes: un retraso
en la menarquía, una prolongación de los períodos de amenorrea, y un aumento del
número de errores reproductivos en distintas etapas del ciclo sexual (e.g., problemas en
la implantación, en la gestación, en el parto, etc.). La aproximación sociobiológica a este
tipo de fenómenos ha consistido en analizar con detalle los correlatos ambientales de la
anorexia (e.g., el efecto de la demografía, de la composición de la familia, de las
relaciones familiares, del estatus social de la familia, etc.) y sus consecuencias
reproductivas. Surbey (1987) y otros sociobiólogos interpretan que el retraso de la
menarquia y la prolongación de la amenorrea, dos de los síntomas asociados a la anorexia
nerviosa, son fenómenos predichos por el MSR e interpretados en términos adaptativos
como estrategias de selección inter-sexual (elección de pareja) y también de selección
intra-sexual (adquisición de una mayor competencia reproductiva) que contribuyen a
maximizar su éxito reproductor (véase también Voland y Voland, 1989, para una

128
elaboración de esta interpretación, añadiendo predicciones derivadas de las teorías
sociobiológicas de la selección familiar y de la manipulación parental).

2.4.5. Etología y Farmacología

El área de posible solapamiento entre la etología y la farmacología, un campo en el


que se han realizado investigaciones desde hace más de dos décadas, ha sido bautizado
por algunos autores con el título de 'etofarmacología'. Así, Dixon, Fisch y McAllister
(1990) definen la etofarmacología como "la aplicación de métodos e ideas etológicas al
análisis de los cambios en el comportamiento que son inducidos por drogas" (p. 171).
Dixon y colaboradores (op. cit.) añaden,

"Como su nombre indica, la etofarmacología une dos disciplinas, la etología y la farmacología.


La etología busca comprender el origen, las causas y las funciones de patrones de comportamiento
externamente observables dentro de un marco evolutivo. Este énfasis en el marco evolutivo ha
conducido a los investigadores a referirse a la etología como el estudio biológico del comportamiento
animal. […] Los instrumentos de la etología son la observación directa, la descripción y la medición
de los sucesos de conducta. Las unidades de comportamiento que suelen medirse son los actos y
posturas que son específicos de la especie, también denominados 'elementos', que los animales
exhiben bajo condiciones aisladas o de grupo tanto en su hábitat natural como en condiciones de
cautividad. En contraste con las técnicas de condicionamiento, que traducen las respuestas de
conducta de los animales a unidades artificiales (e.g., ocasiones que se presiona una palanca), la
etología suele centrarse en unidades naturales de comportamiento." (p. 171).

Dixon y colaboradores (op. cit.) también contrastan los objetivos y los métodos de
la etofarmacología y de la psicofarmacología. La farmacología examina el modo de
acción de las drogas sobre el tejido vivo, centrándose fundamentalmente en la manera en
que las drogas afectan procesos moleculares que ocurren en las membranas celulares. La
psicofarmacología es la rama de la farmacología que se ocupa del estudio del efecto de
las drogas sobre el comportamiento. Dixon y colaboradores (op. cit.) escriben,

"Con la excepción de los estudios psicofarmacológicos de la memoria y del aprendizaje, esta


disciplina [la psicofarmacología] está demasiado anclada en el enfoque bioquímico y principalmente
emplea la conducta para contrastar hipótesis moleculares sobre la acción de las drogas. Por ejemplo,
las respuestas de 'circling' y de ' gnawing' que las ratas muestran cuando son tratadas con apomorfina
son empleadas como una medida de la estimulación de los receptores dopaminérgicos y raras veces
son analizadas por su significado conductual. En contraste con la psicofarmacología, la
etofarmacología coloca el análisis del comportamiento en primera línea y busca una comprensión de la
acción de la droga en términos etológicos más que moleculares. Tras asumir que una determinada
droga actúa sobre una serie de conductas, la aproximación del etofarmacólogo consiste en intentar
vincular dichas conductas con los sucesos que tienen lugar a nivel molecular únicamente después de
haber obtenido alguna idea sobre la relevancia biológica para la especie que se está estudiando." (pp.
171-172).

Los estudios realizados dentro de este campo de la etofarmacología han empleado


fundamentalmente roedores y primates, aunque también se contemplan aplicaciones, ya

129
ensayadas, dentro del campo de la psiquiatría, es decir, con sujetos humanos.

130
CAPÍTULO 3

COMPORTAMIENTO ANIMAL Y SOCIEDAD: UNA INTRODUCCIÓN A LA


ETOLOGÍA APLICADA

Federico Guillén-Salazar

"… la ciencia pura, es decir, el esfuerzo por satisfacer nuestra curiosidad sobre los fenómenos que
nos intrigan, puede, por caminos totalmente imprevistos, adquirir una firme significación práctica. En
muchos aspectos, la distinción entre ciencia pura y aplicada no es realista. La ciencia aplicada a
menudo hace grandes contribuciones a la ciencia pura y la curiosidad pura conduce con igual
frecuencia a valiosas aplicaciones" (Timbergen, 1986, p. 260).

3.1. Introducción

Entre los habitantes de las modernas sociedades desarrolladas es frecuente


considerar que nuestras vidas transcurren con independencia casi absoluta de las del resto
de los animales. La creación de nuevas tecnologías, el desarrollo de la industria química,
los nuevos conceptos urbanísticos, etc., parecen habernos llevado irremisiblemente a un
mundo en el que no hay cabida para la convivencia con otras especies. Sin embargo, la
atenta observación de este entorno supuestamente "desnaturalizado" nos muestra la
falsedad del argumento. No sólo explotamos a otros animales para obtener alimentos,
materias primas, fuerza mecánica y compañía, sino que también competimos con ellos
por los mismos recursos, los utilizamos en investigaciones destinadas a hacer avanzar
nuestros conocimientos y nos protegemos contra las enfermedades que transmiten
(Monaghan y Wood-Gush, 1990). Esta compleja red de interacciones genera una larga
lista de problemas económicos, sociales y éticos en los que el comportamiento animal se
encuentra directamente implicado. Por ello, una correcta comprensión de los mecanismos
que gobiernan el comportamiento, de cómo se desarrolla, e incluso de su valor adaptativo
y origen evolutivo pueden contribuir eficazmente a la resolución de los mismos.
Desde muy antiguo, los seres humanos hemos observado con atención los hábitos y
características de los animales que nos rodeaban. Las pinturas rupestres y las fábulas
sobre animales que todavía se escuchan entre los pueblos de cazadores-recolectores que
perduran en la actualidad así parecen indicarlo (Sparks, 1982; Thorpe, 1982; Drickamer
y Vessey, 1986; Dewsbury, 1989a). Por supuesto, el conocimiento del comportamiento
exhibido por los animales no sólo tuvo un interés "estético" o "filosófico", sino también
eminentemente práctico (Drickamer y Vessey, 1986). Saber dónde y cuándo encontrar
una presa (las rutas migratorias, el uso del tiempo y del espacio, etc.), conocer sus
capacidades sensoriales y predecir cómo reaccionará ante la presencia de los

131
depredadores humanos son datos de incalculable valor para el desarrollo de técnicas de
caza exitosas. De igual forma, algunos signos como la presencia de buitres en el cielo o
los gritos de un animal durante la noche son indicadores inequívocos de la existencia de
carroña comestible. (Ejemplos de todo ello pueden encontrarse en Sparks, 1982;
Drickamer y Vessey, 1986;Dewsbury, 1989a; Blumenschine y Cavallo, 1993, entre
otros). Nuestros antepasados no sólo necesitaron estar familiarizados con el
comportamiento de los animales de su entorno para obtener alimentos. También tuvieron
que conocerlo para protegerse a sí mismos frente a los posibles depredadores (¿qué
signos del comportamiento del potencial depredador anuncian que éste se encuentra
dispuesto para la caza?, ¿qué comportamientos de otras "presas" indican la presencia de
un depredador?, etc.). Con la aparición de la agricultura y la domesticación de animales
hace unos 12.000 años (Clutton-Brock, 1992), se crearon nuevas situaciones (manejo de
los rebaños, lucha contra las plagas de los cultivos, entrenamiento de animales de carga,
etc.) que obligaron a adquirir nuevos conocimientos sobre el comportamiento animal.
A lo largo de milenios de estrecho contacto con animales salvajes y domésticos,
nuestros antepasados desarrollaron un buen conocimiento práctico de su
comportamiento. Lo que aprendían les ayudaba a ser cazadores, pescadores o ganaderos
más eficaces. Ello les permitió sobrevivir en medios más hostiles que los actuales. Sin
embargo, se trataba de conocimientos adquiridos habitualmente por ensayo-error y
transmitidos en forma de tradiciones de generación en generación. El estudio del
comportamiento animal no comenzó a emerger como una disciplina científica hasta la
segunda mitad del siglo XIX, coincidiendo con la difusión de la teoría de la evolución por
selección natural de Darwin (Tinbergen, 1974;Klopfer, 1976;Thorpe, 1982;Grier, 1984;
Drickamer y Vessey, 1986;Boakes, 1989). Esta nueva aproximación positivista al estudio
del comportamiento propició la aparición de los primeros intentos por aplicar el método
científico a la resolución de diversos problemas económicos y sociales relacionados con
el comportamiento animal (ejemplos de ello pueden encontrarse en Katz, 1961).
En la primera mitad del siglo xx se realizaron multitud de investigaciones científicas
destinadas a describir, clasificar y explicar el comportamiento de los animales. Durante
todo ese tiempo, el interés por las aplicaciones prácticas derivadas de dichas
investigaciones estuvo en continuo crecimiento. Sin embargo, fue a partir de la década de
1960 cuando se produjo, de forma similar a lo ocurrido en otras áreas de estudio del
comportamiento animal (Thorpe, 1982; Grier, 1984), su crecimiento y diversificación
más importantes (Zeeb, 1979; Curtís y McGlone, 1982; Curtis y Houpt, 1983; Guillén-
Salazar, 1992; Appleby y Hughes, 1993). Dicho crecimiento marcó también el comienzo
de la institucionalización de la etología aplicada. Prueba de ello fue la creación en el año
1966 de la Society for Veterinary Ethology (SVE). Inicialmente, la SVE restringió su
entrada a veterinarios interesados principalmente por problemas zootécnicos y de
bienestar animal (Cregier, 1989; Luescher et al., 1989). Se trataba de una sociedad hecha
por y para veterinarios (Jackson, 1991). Sin embargo, en 1970 la SVE abrió sus puertas
a los profesionales procedentes de otras disciplinas científicas (Cregier, 1989). Ello
permitió contar entre sus miembros con un creciente número de biólogos, psicólogos e

132
ingenieros agrónomos (Wierenga, 1991) interesados por una variedad cada vez más
amplia de problemas prácticos relacionados con el comportamiento. Debido a estas
transformaciones, y pese a la reticencia inicial de algunos de sus miembros (Algers, 1991;
Jackson, 1991; Wierenga, 1991), la sociedad fue rebautizada en 1991 con el nombre de
International Society for Applied Ethology (ISAE). El nuevo nombre reflejaba con mayor
fidelidad las actividades e intereses de sus miembros. En el censo de abril de 1995, la
ISAE contaba ya con más de 500 socios pertenecientes a 35 países.
Como se verá en los próximos apartados, la etología aplicada constituye un campo
científico heterogéneo. Los investigadores que trabajan en sus diversas áreas temáticas
mantienen un elevado nivel de independencia en relación con los canales de
comunicación que utilizan habitualmente para la publicación de los resultados de sus
trabajos (Guillén-Salazar, 1991; Guillén-Salazar y Pons-Salvador, 1993). Por ello, un
hecho igualmente importante en el proceso de institucionalización de la etología aplicada
fue la publicación en el año 1974 de la revista científica Applied Animal Ethology
(llamada Applied Animal Behaviour Science desde 1983) por la Elsevier Scientific
Publishing Company de Amsterdam (Holanda). Se trata de la primera revista científica
que dedicó sus páginas de forma monográfica a publicar los resultados de las
investigaciones realizadas en el campo de la etología aplicada, lo que contribuyó de forma
decisiva a concentrar gran parte de la información que hasta ese momento se dispersaba
a través de revistas menos especializadas (Guillén-Salazar, 1992; Guillén-Salazar y Pons-
Salvador, 1993). En la actualidad, es la única revista que publica de forma habitual
trabajos procedentes de todas las áreas temáticas que integran la etología aplicada
(Guillén-Salazar y Pons-Salvador, 1993). Ello la convierte en una revista de consulta
indispensable para los investigadores interesados en esta disciplina científica (revisiones
de lo publicado en los primeros volúmenes de la revista pueden encontrarse en
Alexander, 1982; Zayan, 1982).

3.2. La "esencia" de la etología aplicada

¿Qué es la etología aplicada? O, si se prefiere, ¿cuáles son las aplicaciones de la


etología? En su diccionario sobre el comportamiento de los animales de granja, Hurnik y
colaboradores (1985) definen la etología aplicada como "el estudio del comportamiento
animal orientado principalmente hacia fines utilitarios" (p. 13). De ello se puede deducir
que la etología tiene tantas aplicaciones como procesos hay en los que es necesario, de
una u otra forma, el conocimiento del comportamiento animal. Sin embargo, se trata de
una afirmación demasiado general para ser satisfactoria, por lo que debemos tratar de
definir con mayor precisión cuál es el objeto de estudio de la etología aplicada.
En el mundo científico es habitual observar cómo los avances teóricos y
metodológicos obtenidos en una disciplina son utilizados para el desarrollo de otras. La
etología no es una excepción. De hecho, los estudios sobre comportamiento animal nos
han permitido mejorar nuestra comprensión sobre cuestiones tan diversas como el

133
comportamiento humano (e.g. Loy y Peters, 1991) o la taxonomía (e.g., Mayr, 1958;
Queiroz y Wimberger, 1993), por citar algunos ejemplos. Sin embargo, este primer tipo
de "aplicaciones" quedan fuera de lo que habitualmente se entiende por etología aplicada.
Existe un segundo grupo de problemas que precisan de la participación de los etólogos
para su correcta resolución. Se trata de problemas relacionados con diversos aspectos
económicos y sociales de la vida humana en los que el comportamiento de los animales
desempeña un papel importante. Monaghan (1984) los agrupa en tres categorías:
problemas derivados del uso que hacemos de otros animales (explotaciones ganaderas y
pesqueras, animales domésticos y de laboratorio, etc.), problemas derivados de nuestra
competición con otros animales por los mismos recursos (plagas de cultivos, protección
de la biodiversidad, etc.) y problemas relacionados con las enfermedades humanas
(control de los vectores animales, etc.). Este segundo tipo de aplicaciones es el que
habitualmente se incluye bajo el nombre de etología aplicada.
Pero, ¿cómo puede contribuir la etología a la resolución de los problemas citados?
En primer lugar, aplicando los conocimientos sobre el comportamiento de los animales
que hemos acumulado durante décadas de investigaciones (Huntingford, 1984;
Monaghan, 1984). Por ejemplo, se sabe desde hace tiempo que muchos animales, en
especial las aves, se ven atraídos hacia zonas en las que ya se encuentran otros
congéneres. Al parecer, la presencia de dichos congéneres actúa como un indicador de la
buena calidad del hábitat. Los cazadores han sacado partido de ello desde tiempos
remotos. En la actualidad, la atracción por medio de congéneres (incluso de señuelos y
grabaciones) se utiliza también como una herramienta de conservación (Smith y
Peacock, 1990; Reed y Dobson, 1993). Gracias a ella se han conseguido establecer
nuevas colonias de aves en áreas que habían sufrido extinciones locales, así como
trasladar otras colonias causantes de molestias (ruidos, malos olores, etc.) a zonas más
adecuadas.
La contribución de la etología no se limita a la simple aplicación de nuestros
conocimientos en torno al comportamiento animal. También las teorías y modelos
desarrollados en la investigación etológica pueden contribuir a la resolución de los
problemas prácticos (Huntingford, 1984; Monaghan, 1984). Un ejemplo de ello lo
encontramos en el modelo desarrollado por Sulkin en 1984 con el fin de conocer la
regulación comportamental de la profundidad a la que se encuentran las larvas de los
invertebrados marinos. Dicho modelo, basado en el análisis de la actividad locomotora, la
orientación y la capacidad para flotar de las larvas, aporta una buena comprensión de los
mecanismos de dispersión larvaria y permite resolver diversos problemas pesqueros
relacionados con el reclutamiento de los decápodos explotados comercialmente (Sulkin,
1986). La utilización de modelos como el descrito nos ayuda en la actualidad a evaluar
de forma más realista los "stocks" de las especies sometidas a explotación pesquera y,
con ello, a realizar un aprovechamiento más racional de los recursos marinos. De forma
similar, el desarrollo experimentado en los últimos años por la etología cognitiva ha dado
lugar al establecimiento de técnicas y procedimientos que permiten el alojamiento de
animales en cautividad bajo condiciones más respetuosas con su bienestar (e.g., Rushen,

134
1985; Anderson y Visalberghi, 1991; Bekoff, 1994). Aplicaciones igualmente interesantes
han surgido a partir de los modelos teóricos utilizados en la ecología del comportamiento,
la sociobiología, etc. (e.g., Horrell, 1993; Cassini y Hermitte, 1994).
Por último, la etología también puede contribuir a la resolución de los problemas
prácticos aportando el conjunto de sofisticadas técnicas de observación y análisis que
utiliza habitualmente en el estudio del comportamiento (Huntingford, 1984; Monaghan,
1984). Los etogramas, una de las técnicas etológicas más genuinas, constituyen un buen
ejemplo. Gracias a ellos es posible evaluar la eficacia de un programa de enriquecimiento
introducido en un zoológico (Shepherdson, 1988, 1989), detectar la existencia de estrés
en los animales de una granja (Wood-Gush et al., 1975; Duncan y Poole, 1990) o
evaluar el efecto de cierta perturbación humana sobre el comportamiento de la fauna
silvestre (e.g., Kovacs e Innes, 1990; Stockwell y Bateman, 1991). Igualmente eficaces
han demostrado ser otras muchas técnicas dedicadas al estudio del comportamiento
animal (Fraser, 1978). Un campo que se ha beneficiado ampliamente de las técnicas de
análisis etológico es el de la industria farmacéutica. Su utilización permite evaluar el
efecto que los fármacos psicotropos tienen sobre el comportamiento de los animales
utilizados en las investigaciones previas a la comercialización de los mismos (Mackintosh
et al., 1977; Dixon, 1982; Dixon y Fisch, 1989; Krsiak, 1991). En la Figura 3.1 se
indican las cuatro áreas en las que la etología puede realizar una contribución más
destacada.

Figura 3.1. Los campos de aplicación de la etología actual.

3.3. Los campos de aplicación de la etología actual

3.3.1. Etología aplicada a la conservación de la fauna salvaje

En 1986 se inició en Nhulunbuy (Australia) una campaña destinada a reducir los


peligros que para los residentes suponía la presencia de cocodrilos de agua salada
(Crocodylus porosus) en las playas, ensenadas y lagunas de la zona. Se pensó que el

135
traslado de los animales especialmente peligrosos a otras zonas no habitadas era una
solución ecológicamente más aceptable que su destrucción o su confinamiento en
granjas. Sin embargo, después de cinco años de aplicación de esta técnica se pudo
comprobar que casi la mitad de los cocodrilos desplazados (incluso a varios cientos de
kilómetros) regresaban al punto de captura original (Walsh y Whitehead, 1993). Este y
otros ejemplos similares nos muestran la importancia que la etología puede llegar a tener
en la conservación de la fauna salvaje. Y es que el conocimiento del comportamiento
exhibido por los animales en su hábitat natural es un primer paso imprescindible en el
diseño de planes de conservación realistas y eficaces. En efecto, resulta difícil saber qué
parte de un espacio natural debemos proteger legalmente para garantizar la conservación
de una especie amenazada si previamente no conocemos, por ejemplo, sus necesidades
tróficas y espaciales o los requisitos que deben reunir sus áreas de cría. De igual forma,
la reintroducción de una especie en su antiguo hábitat requiere el conocimiento previo de
su estructura social, las estrategias de colonización o el modo de dispersión de los
individuos juveniles que integran la población fundadora (Raffin y Vourc'h, 1992).
La contaminación ambiental, la construcción de infraestructuras o las actividades
agrícolas e industriales han demostrado repetidamente su efecto nocivo sobre la fauna
salvaje. El incremento de las actividades recreativas al aire libre (turismo ecológico,
deportes en contacto con la naturaleza, etc.) experimentado en los últimos años no ha
hecho sino agravar aún más la situación. En la actualidad sabemos que las actividades
humanas pueden perturbar seriamente a la fauna salvaje a través de la alteración de su
comportamiento. Las investigaciones realizadas hasta la fecha han permitido detectar
efectos negativos de la actividad humana sobre el comportamiento social (e.g., Henry y
Atchison, 1984; Williams, 1989), la forma y el tamaño de los espacios domésticos (e.g.,
Morris, 1985; Curatolo y Murphy, 1986; Andersen et al., 1990; Mader et al., 1990), el
comportamiento alimenticio (e.g., Morgantini y Hudson, 1985; Cheney et al., 1987;
Hake, 1991; Wong et al., 1993), los ritmos de actividad (e.g., Neuhaus et al., 1989;
Punga, 1990), el comportamiento migratorio (e.g., Klein, 1971; Fuller y Robinson, 1982;
Royce-Malmgren y Watson, 1987; Cosens y Dueck, 1988; Andersen, 1991), la
comunicación (e.g., Gutzwiller et al., 1994) o el comportamiento de cría (e.g., Parsons y
Burger, 1982; Vos et al., 1985; Kovacs e Innes, 1990; Fernández y Azkona, 1993), entre
otros. Por ello, la conservación de la fauna salvaje también requerirá de un buen
conocimiento de los efectos que nuestra actividad tiene sobre su comportamiento.
La duración de la respuesta del animal frente a la perturbación humana puede ser
variable. Por un lado, dicha respuesta puede consistir en una simple alteración del
comportamiento exhibido por el animal durante un breve período de tiempo. Tal sería el
caso de un ave acuática que inicia el vuelo ante la presencia de una barca de recreo o de
un ungulado que detiene su actividad de forrajeo y adopta una postura de alerta ante la
presencia de un grupo de montañeros. En otras ocasiones, la respuesta puede tener un
carácter mucho más duradero. Un ejemplo típico es el abandono de áreas adecuadas
para la nidificación pero sometidas a un elevado nivel de perturbación (e.g., Arianoutsou,
1988; Datta y Pal, 1993). Por otra parte, la alteración del comportamiento puede

136
perdurar mientras esté presente el elemento perturbador o puede mantenerse incluso tras
la desaparición del mismo. Así, por ejemplo, los salmones plateados (Oncorhynchus
kisutch) expuestos durante su desarrollo embrionario a dosis subletales de benzo[a]pireno
(un hidrocarburo aromático producido a partir de la combustión de la materia orgánica)
muestran alteraciones en su comportamiento durante semanas e incluso meses después
de su eclosión (Ostrander et al., 1988). En cualquier caso, el etólogo debe ser capaz de
predecir el efecto que la perturbación originada por la actividad humana tiene sobre el
éxito reproductivo de los individuos. Sólo así podrá evaluar la viabilidad de las
poblaciones que desea conservar. Por ejemplo, la huida de un pingüino (Spheniscus
demersus) en respuesta a la presencia de un observador representa un gasto energético
que difícilmente afectará a su éxito reproductivo, incluso en un clima donde la
conservación de la energía alcanza valores tan críticos. Sin embargo, el abandono
momentaneo del nido como consecuencia de la huida puede ser aprovechado por una
gaviota de la Patagonia (Larus dominicanus) para comerse el huevo (Hockey y Halligan,
1981). El efecto negativo de la perturbación sobre su éxito reproductivo es ahora patente.
El etólogo no debe limitarse a conocer el impacto que la actividad humana tiene
sobre el comportamiento de la fauna salvaje. También debe ser capaz de proponer
formas de eliminar, o al menos reducir, dicho impacto. Las medidas adoptadas
consistirán muchas veces en evitar el paso de personas y vehículos por una determinada
área, al menos a ciertas horas del día o en determinadas épocas del año especialmente
perjudiciales (e.g., Frenzel y Schneider, 1987; Kovacs e Innes, 1990). En ocasiones
bastará incluso con recomendar a los caminantes que circulen por los senderos
establecidos de forma que aumente la predecibilidad de sus movimientos (Mainini et al.,
1993) o que eviten las lentes fotográficas de gran longitud que asustan a algunas especies
de artiodáctilos (Lott, 1992). Las medidas de corrección del impacto pueden consistir
también en modificaciones del hábitat que permitan restablecer las condiciones óptimas
para el desarrollo de las poblaciones afectadas, tal como eran antes de la aparición de la
perturbación. Por ejemplo, en los últimos años se han detectado importantes mermas en
las poblaciones de alcaudones (Lanius ludovicianus) en Norteamérica. Al parecer, una
de las principales causas de esta disminución es la pérdida de perchas de caza desde las
cuales localizar las presas y despedazarlas, una vez capturadas, debido a las modernas
prácticas agrícolas. La disminución de la densidad de perchas presentes en una
determinada zona provoca un incremento en el tamaño de los territorios defendidos y,
por consiguiente, un mayor gasto energético debido al aumento de los vuelos entre
perchas, la expulsión de los intrusos o la ocultación de las presas (Yosef y Grubb, 1992).
La colocación de perchas artificiales permite a los alcaudones reducir sus territorios hasta
alcanzar un tamaño óptimo. De forma similar, un túnel construido bajo una carretera
facilita la dispersión de los individuos de una población y previene los efectos negativos
derivados de la fragmentación del hábitat (Mansergh y Scotts, 1989). En ocasiones, el
impacto puede ser corregido evitando la aproximación del animal a ciertas áreas o
estructuras especialmente peligrosas como carreteras, líneas de ferrocarril o tendidos
eléctricos, por citar algunas. En este sentido, la utilización de ultrasonidos ha demostrado

137
ser un buen remedio para alejar a los peces de las tomas de agua de las centrales
eléctricas y evitar la muerte masiva de los mismos (Ross et al., 1993).
El conocimiento del comportamiento animal puede ser utilizado también para diseñar
técnicas que permitan una gestión más eficaz de la fauna silvestre. Por ejemplo, Kennedy
y Stahlecker (1993) han propuesto un sistema para localizar los nidos de los azores
(Accipiter gentilis) basado en las llamadas que estos animales emiten en respuesta a las
vocalizaciones grabadas de sus congéneres. Este sistema permite reducir el tiempo de
búsqueda durante el censado de los nidos. Las vocalizaciones emitidas por las aves
también pueden utilizarse en la atracción de individuos hacia zonas no degradadas
(Podolsky y Kress, 1992) o en la estimación de la densidad de las poblaciones (Little y
Crowe, 1992). En algunos casos se puede llegar incluso a reconocer individualmente a
los miembros de una población comparando sus sonogramas (Saunders y Wooller, 1988).
Ello ofrece una herramienta de gestión especialmente útil cuando se trabaja con
poblaciones cuyas circunstancias especiales (poco numerosas, amenazadas de extinción,
situadas en hábitats de difícil acceso, etc.) hacen poco aconsejable la utilización de las
técnicas de estimación habituales. Igualmente útiles han demostrado ser, por ejemplo, las
técnicas basadas en el uso de señales químicas. Franklin (1986) ha propuesto un sistema
basado en la atracción por medio de señuelos olorosos para estimar la abundancia relativa
del ciervo de Virginia (Odocoileus virginianus). Los señuelos olorosos sirven también
para atraer a los ciervos a zonas preestablecidas donde se les puede suministrar
medicamentos o sustancias esterilizantes (Mason et al., 1993).
Nos guste o no, la conservación de la fauna salvaje implica muchas veces el
mantenimiento de animales en cautividad (Savage, 1988; Forthman y Ogden, 1992;
Kleiman, 1992; Chiszar et al., 1993). Una rapaz herida por los disparos de un cazador
furtivo, un mamífero lesionado tras colisionar contra un vehículo o un ave marina
petroleada necesitan ser alojados en centros de recuperación que permitan su perfecto
restablecimiento antes de ser liberados de nuevo en su hábitat natural. Asimismo, el
mantenimiento en cautividad de poblaciones suficientemente numerosas constituye en
ocasiones la única manera de asegurar la supervivencia de ciertas especies
particularmente amenazadas de extinción (Read y Harvey, 1986). En estos casos, los
individuos nacidos en cautividad pueden ser utilizados, además, para reforzar las
poblaciones naturales todavía existentes o para reintroducirlos en antiguos hábitats. El
uso de los animales alojados en centros zoológicos en programas educativos puede
ayudar también a sensibilizar al público con respecto a los problemas que soporta en la
actualidad la fauna salvaje, favoreciendo así su conservación.
El mantenimiento de animales en circunstancias como las descritas genera un gran
número de problemas relacionados con su comportamiento. Por ejemplo, uno de los
problemas que se plantean habitualmente en la cría de aves para su posterior
reintroducción es la "impregnación" (imprinting) que sufren los individuos juveniles
hacia sus cuidadores humanos (Forthman y Ogden, 1992). En apariencia, la solución más
sencilla a este problema consistiría en ceder la cría de los pollos a parejas adultas de su
misma especie. Sin embargo, se trata de una solución muy costosa que requiere el

138
mantenimiento en cautividad de muchas parejas reproductoras. De forma alternativa,
Horwich (1989) ha demostrado que la simple utilización por parte de los cuidadores de
disfraces que imiten la forma típica de los adultos permite conseguir pollos que
reconocen fácilmente en la naturaleza a los miembros de su especie, se alimentan por sí
mismos, son capaces de realizar migraciones y exhiben la distancia de huida habitual
frente a los humanos. Cualquier centro que mantenga animales salvajes en cautividad
(zoológicos, acuarios, centros de recuperación, etc.) debe diseñar sus instalaciones de
forma que ofrezcan a sus inquilinos la posibilidad de expresar sus pautas normales de
comportamiento en las situaciones adecuadas. Ello ha llevado, en los últimos años, a la
puesta en marcha de programas de enriquecimiento ambiental destinados a minimizar los
efectos potencialmente adversos de la cautividad. Estos programas persiguen el
enriquecimiento progresivo del ambiente que experimenta el animal cautivo modificando
las condiciones espaciales (tamaño, diseño y complejidad del recinto) y sociales
(composición y tamaño del grupo), o proporcionándole aparatos y accesorios (cuerdas,
ruedas, pelotas de caucho, etc.) para su uso (Markowitz, 1982; Bloomsmith et al.,
1991).

3.3.2. Etología aplicada al control de plagas

Los animales son los responsables de muchos de los problemas económicos y


sanitarios a los que se enfrenta el hombre en su vida cotidiana (véase Cuadro 3.1). Buena
prueba de ello es la enorme cantidad de dinero que se gasta en el mundo cada año
tratando de controlar sus poblaciones. En un intento por desarrollar sistemas más
respetuosos con el medio ambiente, las actuales técnicas de control de plagas se inclinan
progresivamente hacia los métodos no letales que implican la manipulación del
comportamiento (GreigSmith, 1990). La forma más simple de control consiste en impedir
la entrada de los animales a las zonas no deseadas. Por ejemplo, la utilización de un
entramado de alambres ha demostrado ser una forma muy eficaz de reducir los daños
que las garzas (Ardea cinerea) y los cormoranes (Phalacrocorax carbo) producen en las
piscifactorías. Al parecer, estas y otras aves son reticentes a alimentarse bajo un
entramado de alambres que pueda dificultar su huida en caso de peligro (Greig-Smith,
1990). De igual forma, una simple valla puede convertirse en la mejor manera de reducir
los daños causados por los osos a la apicultura de una región o de evitar los accidentes de
tráfico producidos por los animales que tratan de atravesar una autopista. Incluso una
pequeña valla puede ser efectiva si se le añade una corriente eléctrica de baja intensidad
(Thompson, 1979; Minsky, 1980; McKillop y Sibly, 1988).
Los métodos de "disuasión" o "exclusión" también son útiles a la hora de realizar
construcciones a prueba de plagas (Brenner, 1994). Suprimir las posibles vías de entrada,
reducir el tamaño de las repisas o utilizar materiales resistentes y poco atractivos puede
disminuir considerablemente el número de animales potencialmente perjudiciales que
alberga un edificio. En este sentido, el trabajo de arquitectos e ingenieros se vería muy

139
beneficiado si incluyeran en sus diseños los conocimientos sobre las costumbres
colonizadoras y nidificadoras de aves, roedores, murciélagos e insectos, entre otros,
obtenidos en los trabajos etológicos.

CUADRO 3.1. Algunos de los perjuicios más importantes causados por los animales.

140
141
La utilización de repelentes constituye otra de las herramientas con las que cuenta el
etólogo para controlar las poblaciones causantes de daños. Se conoce desde antiguo la
eficacia de ciertos estímulos visuales y auditivos a la hora de ahuyentar a los animales.
Así, por ejemplo, las cintas de colores, los reflectores, los petardos, los cometas y otros
dispositivos similares son capaces de mantener alejadas a muchas especies de aves
granívoras y frugívoras de los campos de cultivo (Calesta y Hayes, 1979; Conover,
1985; Haque y Broom, 1985; Mathur, 1993; Sridhara, 1993). Por su parte, la
combinación de luces intermitentes y sirenas evita la aproximación de los coyotes (Canis
latrans) durante la noche e impide la predación del ganado (Linhart et al., 1984). Pese a
los problemas de habituación que presentan dichos métodos (Marsh, 1986), en la
actualidad se comercializan multitud de dispositivos ahuyentadores basados en la
utilización de repelentes auditivos y visuales. Un ejemplo de ello son los emisores de
ultrasonidos destinados a mantener casas y jardines libres de topos, ratones y lirones, así
como a proteger a ciclistas y corredores del ataque de los perros. Resultados igualmente
interesantes han sido obtenidos con los repelentes químicos (Wright, 1980). Sus
mecanismos de actuación son diversos. En unos casos, los animales evitan los productos
tratados con sustancias cuyo olor o sabor les resulta aversivo. En otros, desarrollan una
aversión aprendida a ciertas sustancias químicas causantes de problemas
gastrointestinales producidas por su ingestión (Greig-Smith, 1990). Ello permite, por
ejemplo, preservar un producto almacenado del ataque de los roedores (Nolte et ai,
1993) o reducir el consumo de huevos de aves de corral por parte de los mamíferos
predadores (Conover, 1990). Las feromonas de alarma segregadas por algunos insectos
pueden ser utilizadas, igualmente, como repelentes. En este sentido, Free y su equipo
(1985) han propuesto su uso como una forma eficaz de alejar a las abejas productoras de
miel de los campos de flores recién tratados con pesticidas.
Los descubrimientos realizados en las últimas décadas en torno al comportamiento
de las especies animales causantes de plagas han permitido desarrollar nuevos sistemas
de control basados en la utilización de repelentes. Por ejemplo, se sabe que algunas
especies de aves emiten llamadas de alarma ante la presencia de un depredador, lo que
provoca la huida de la bandada. Basándose en este hecho, se han desarrollado sistemas
de control consistentes en la utilización de llamadas de alarma grabadas con el fin de
ahuyentar a las aves de campos de cultivo, jardines urbanos, etc. (Sridhara, 1993). En la
actualidad se están intentando desarrollar llamadas sintéticas que aumenten la magnitud
de la respuesta exhibida por las aves y eviten su habituación (Aubin, 1990). De forma
similar, la comprobación de que algunos mamíferos herbívoros pueden detectar los olores
procedentes de las excreciones de sus depredadores ha permitido desarrollar repelentes
que evitan su presencia en zonas no deseadas, tales como campos de cultivo y las
proximidades de carreteras y líneas férreas (Melchiors y Leslie, 1985; Boag y
Mlotkiewicz, 1994). Los compuestos químicos vegetales también están comenzando a
ofrecer nuevas fuentes de sustancias repelentes. Algunos de ellos han demostrado ya su
utilidad a la hora de ahuyentar animales potencialmente perjudiciales (Bryant, 1981;
Pandian et al., 1989) o de evitar la puesta de huevos sobre una determinada planta

142
(Ramos y Ramos, 1989).
Muchas de las técnicas de control de plagas utilizadas en la actualidad requieren la
atracción de los animales problemáticos hacia puntos previamente establecidos. Una vez
allí, pueden ser eliminados, esterilizados o contaminados con microorganismos
patógenos. Los sistemas de atracción utilizados son muy diversos. La mayor parte de
ellos están basados en el uso de estímulos químicos y visuales (e.g., Colvin y Gibson,
1992; Mitchell y Kelly, 1992). En cualquier caso, su eficacia depende del conocimiento
que se tenga del comportamiento de la especie que se desee atraer y de sus capacidades
sensoriales. Por ejemplo, el descubrimiento de la importancia que algunos compuestos
químicos tienen en la regulación del comportamiento de los insectos ha permitido
desarrollar sistemas de atracción altamente específicos basados, principalmente, en
trampas cebadas con feromonas sexuales y de agregación (Mitchell, 1981). Estas últimas
han demostrado ser especialmente útiles en el control de las poblaciones de coleópteros
escolítidos (Birch y Haynes, 1990). Ello se debe a que, en sus hábitats naturales, dichas
feromonas estimulan la llegada de miles de individuos a un solo árbol, lo que les permite
superar sus defensas y facilita los encuentros entre los sexos. El comportamiento que el
animal exhibe frente a la trampa (pautas de aproximación, entrada e intentos de escape)
varía mucho de unas especies a otras (Birch y Haynes, 1990). Incluso la inclinación de la
trampa con respecto al sustrato o su densidad en el área de trampeo pueden hacer variar
el número de animales capturados (Finch y Collier, 1989; Phillips y Wyatt, 1992). Por
ello, se ha de prestar una especial atención al diseño y la disposición de las trampas
utilizadas.
Junto al uso ya citado, las feromonas de los insectos ofrecen otros usos no menos
interesantes en el control de plagas. Uno de ellos lo encontramos en la técnica de
impedimento de la cópula. Dicha técnica parte del supuesto de que, en un ambiente
impregnado con feromona sexual, el número de encuentros entre machos y hembras se
reduce considerablemente. Ello dará lugar a una disminución del tamaño poblacional en
las siguientes generaciones (Birch y Haynes, 1990). Los mecanismos por los cuales se
llega al impedimento de la cópula no se conocen todavía suficientemente. No obstante, se
trata de la técnica que se encuentra más desarrollada comercialmente para el control de
plagas, hasta el punto de que en la actualidad han podido determinarse ya las mezclas de
feromona sexual de la mayoría de las plagas importantes (Roelofs, 1993). Las feromonas
también se utilizan para atraer parásitos y predadores hacia determinadas zonas y
provocar la reducción de la población causante de la plaga (McNeil y Delisle, 1993), así
como para evitar la puesta de las hembras sobre un determinado cultivo (Aluja y Boller,
1992). Estos y otros ejemplos similares muestran el enorme potencial que las feromonas
tienen en el control de las poblaciones de insectos causantes de plagas. En la actualidad,
sus aplicaciones se han extendido ya con éxito a otros grupos zoológicos (Saglio, 1993;
Font, este volumen: Capítulo 5). También se están desarrollando otras sustancias
químicas cuya acción sobre el comportamiento las hace ser especialmente adecuadas
para el control de plagas. Tal es el caso de los agentes químicos asustadores (o
psicoquímicos) utilizados en el control de las poblaciones de aves. Cuando un cuervo,

143
por ejemplo, ingiere un cebo impregnado con dicho producto comienza a exhibir un
comportamiento errático y a lanzar llamadas de alarma. Ello ahuyenta de la zona al resto
de la bandada (Marsh 1986; Sridhara, 1993).
La utilización de venenos en los programas de control de plagas puede verse
limitada, en ocasiones, por el comportamiento que el animal exhibe frente al mismo. Un
buen ejemplo de ello lo encontramos en el caso de las ratas (Rattus norvegicus). En
estado salvaje, estos roedores se limitan a mordisquear pequeñas cantidades de cualquier
alimento nuevo que aparezca en su entorno. Si resulta ser venenoso, y sobreviven a su
ingestión, lo evitan por completo en lo sucesivo (Rzoska, 1953).
Este comportamiento resta eficacia a los venenos utilizados en el control de sus
poblaciones (principalmente rodenticidas anticoagulantes), ya que los animales
desarrollan una aversión a su sabor antes de que hayan ingerido una dosis letal (Sridhara,
1993). En la actualidad se están investigando diversos sistemas que ayuden a superar esta
"barrera" etológica. Uno de ellos es la utilización de octacetato de sacarosa, un
compuesto inofensivo de sabor muy similar a la estricnina que permite habituar a las
ratas a un determinado sabor de forma que no detecten cambios en el mismo cuando se
introduce el cebo envenenado (Greig-Smith, 1990).
La introducción en el hábitat de ciertas modificaciones basadas en nuestro
conocimiento del comportamiento animal puede ayudar a mejorar la eficacia de un
programa de control de plagas. Kay y su equipo (1994), por ejemplo, han demostrado
que la simple colocación de perchas artificiales en torno a los campos de cultivo atrae a
las rapaces diurnas y favorece su predación sobre la población de roedores presentes en
una determinada zona. También los problemas causados por las aves que duermen en un
jardín urbano pueden ser reducidos si se sustituyen las especies arbóreas que utilizan
para descansar por otras que les resulten menos atractivas. Jardineros y paisajistas
cuentan en la actualidad con listas de especies vegetales que deben ser evitadas en sus
diseños debido a su reconocida capacidad para atraer animales potencialmente
perjudiciales (Marsh, 1986). El conocimiento de los mecanismos y rutas de inmigración
puede servir, igualmente, para diseñar entornos que dificulten la llegada de ciertas
especies animales. Así, por ejemplo, la creación de una zona libre de matorrales en torno
a los campos de cultivo desvía a los animales terrestres en sus excursiones de forrajeo y
reduce la probabilidad de que alcancen la zona protegida (Greig-Smith, 1990).

3.3.3. Etología aplicada a la utilización de especies animales de interés comercial y


social

Los animales siguen siendo en la actualidad una de nuestras principales fuentes de


recursos (véase Cuadro 3.2). Nos proporcionan alimentos (carne, leche, huevos, miel,
etc.), materias primas (cuero, pieles, etc.) y compañía. Algunos de ellos incluso son
adiestrados para realizar las tareas más diversas (espectáculos, protección, ayuda a
discapacitados, control de plagas, detección de contaminantes químicos, etc.). La

144
elección de la especie animal utilizada en cada caso no ha sido aleatoria. Por el contrario,
en la misma han influido multitud de factores. El comportamiento es uno de ellos.
Imaginemos, por ejemplo, una especie de bóvido cuyos miembros fueran territoriales y
de costumbres solitarias. Por mucha carne que produjeran o por muy sabrosa que ésta
fuera, las dificultades con las que se encontrarían los ganaderos para mantenerlos en
sistemas de cría intensivos disminuirían seriamente la rentabilidad de su explotación
comercial. De hecho, la mayor parte de nuestros animales de granja actuales proceden de
especies salvajes cuyas características etológicas les hacían ser especialmente rentables y
fáciles de manejar (Hale, 1969; Price, 1984; Kilgour, 1985; Clutton-Brock, 1992). De
forma similar, la tendencia natural de los lobos (Canis lupus) a integrarse en jerarquías
de dominación fue una de las características etológicas que permitió su adopción como
compañeros inseparables de los primitivos grupos humanos (Font y Guillén-Salazar,
1994). La capacidad sensorial de un animal puede ser otro motivo de elección.
Pensemos, por ejemplo, en los cerdos utilizados en la búsqueda de trufas (Tuber spp.) o
en los perros destinados a localizar fugas de petroleo en los oleoductos. Una especie
también puede ser seleccionada por su especial habilidad para aprender a realizar tareas
complejas. Tal es el caso de los monos capuchinos (Cebus apella) adiestrados para asistir
a personas parapléjicas (Willard et al., 1982; Visalberghi, 1993).

CUADRO 3.2. Algunos de los beneficios más importantes obtenidos a partir de los animales.

145
146
Para que un animal colabore en la tarea para la cual ha sido seleccionado se
requiere, en muchas ocasiones, su adiestramiento previo en la realización de la misma.
Por ejemplo, los monos capuchinos utilizados en la ayuda a personas parapléjicas deben
aprender, entre otras cosas, a coger una botella de plástico de la nevera, colocarla en un
hueco sobre una bandeja de alimentación, quitar la tapa e insertar una pajita (Visalberghi,
1993). Los programas de adiestramiento, basados en nuestra comprensión de los
mecanismos de aprendizaje, tratan de sacar partido de las habilidades locomotoras y las
pautas de comportamiento naturales de los animales entrenados. Un ejemplo nos lo
proporcionan Keller y Manan Breland, pioneros en el "adiestramiento comercial" de
animales para espectáculos, quienes entrenaban gallinas para que bailaran mientras
picoteaban las teclas de un pequeño piano (Breland y Breland, 1951). Ello lo conseguían
reforzando el comportamiento normal de búsqueda de alimento de las gallinas, que
incluye el escarbado de la tierra y el picoteo. No obstante, como ellos mismos señalaron
tras 14 años de experiencia, existen ciertos límites biológicos que determinan las tareas
que los miembros de una especie animal pueden aprender (Breland y Breland, 1961).
Así, por ejemplo, es muy fácil adiestrar a una rata para que presione una palanca y
obtenga alimento. Sin embargo, la misma rata tiene serias dificultades para aprender a
presionar la palanca con el fin de evitar una descarga eléctrica. Ello se debe a que la
reacción natural de una rata asustada es la de quedarse inmóvil, lo cual resulta
incompatible con presionar la palanca (Slater, 1985).
No todas las pautas de comportamiento exhibidas por una especie animal resultan
igualmente deseables. Por ello, los ganaderos y los criadores han favorecido durante el
proceso de domesticación ciertas características etológicas frente a otras. Todo
comportamiento tiene una base genética (Plomin et al., 1980; Huntingford, 1984; Wimer
y Wimer, 1985). Sin embargo, para que un criador pueda seleccionar un comportamiento
se requiere que las variaciones observadas en el mismo estén basadas, en parte, en
variaciones genéticas. De forma ideal, una vez conocida la influencia que los factores
genéticos tienen sobre cierto comportamiento, se podría desarrollar un programa de cría
que potenciara o atenuara su expresión en las generaciones sucesivas. Gracias a ello se
pueden conseguir, por ejemplo, toros más dóciles (Stricklin y Kautz-Scanavy, 1984) o
gallos que exhiban una elevada frecuencia de cópulas (Cook y Siegel, 1974). En este
sentido, muchos de los cambios comportamentales experimentados por los animales
durante el proceso de domesticación derivan de la retención por parte de los individuos
adultos de características juveniles que los hacen ser más afectuosos y sumisos, lo que
resulta ventajoso para sus propietarios (Hemmer, 1990; Font y Guillén-Salazar, 1994).
La selección artificial practicada por el hombre también ha favorecido el mantenimiento y
la potenciación de ciertos comportamientos problemáticos. Un ejemplo de ello sería la
creación de algunas razas caninas, en las cuales se han hecho verdaderos esfuerzos por
realzar aspectos del comportamiento potencialmente peligrosos tales como la agresividad.
En otras ocasiones, la selección de un carácter ventajoso puede ir asociada a la aparición
de comportamientos problemáticos. De hecho, muchos criadores prefieren producir razas
cuyos atributos físicos alcancen altos precios en el mercado, aun a costa de generar

147
animales con ciertos problemas de comportamiento. Tal es el caso de la peculiar
inclinación de los gatos siameses a lamer y masticar las prendas de lana (O'Farrell, 1990).
También puede ocurrir que los rasgos problemáticos de la raza no hayan sido
seleccionados intencionadamente. En ocasiones es nuestro propio sentido ético en el trato
a los animales el que provoca la selección de cepas reproductivas deficientemente
dotadas. Muchas perras, por ejemplo, manifiestan una escasa capacidad para ofrecer
cuidados maternales correctos a sus crías tras el nacimiento. La presencia de unas crías
desvalidas, que en condiciones naturales habrían muerto con toda probabilidad, suele
crear en los propietarios un sentimiento de protección que les lleva a prestarles cuidados
maternales artificiales. Con ello se favorece el mantenimiento de individuos con una
reducida capacidad para prestar los cuidados maternales adecuados (Hart y Hart, 1985;
Font y Guillén-Salazar, 1994).
El conocimiento del comportamiento de los animales de granja constituye, cada vez
en mayor medida, una importante herramienta que permite incrementar la productividad
de las explotaciones ganaderas. Por ejemplo, la provisión de un alimento apetecible a las
vacas lecheras inmediatamente después de ser ordeñadas hace que los animales se
mantengan de pie el tiempo suficiente para que se produzca la oclusión de los pezones.
Esta sencilla medida, basada en la observación del comportamiento en las vaquerías,
ayuda a prevenir la aparición de mastitis en estos animales (Shultz, 1983). La ingestión
de alimentos, el aprovechamiento de los pastos, la supervivencia de los individuos
destetados, la promoción del crecimiento o de una reproducción exitosa, son algunas de
las actividades en las que la participación de la etología puede contribuir al incremento de
la productividad (Curtís y Houpt, 1983; Fraser, 1984; Gonyou, 1984; Huntingford, 1984;
Siegel, 1984; Stricklin y Kautz-Scanavy, 1984). Asimismo, la explotación de las nuevas
especies animales de interés comercial plantea diversos problemas cuya resolución
requiere el conocimiento exhaustivo de su comportamiento. Pensemos, por ejemplo, en
la moderna piscicultura. Uno de los principales problemas con los que se enfrenta la cría
intensiva de especies acuáticas se refiere al suministro de alimento. En la actualidad son
muy pocas las piscifactorías que aportan una dieta natural a sus animales (e.g., Pitcher y
Hart, 1982; Tacon et al., 1991). Diversos condicionantes económicos y técnicos
aconsejan la utilización de piensos. Pero, no basta con que el pienso suministrado
contenga la dieta ideal de una especie. Se requiere, además, que los animales reconozcan
dicho pienso como alimento y sean capaces de ingerirlo. Por ello, junto al estudio de las
necesidades nutritivas de una especie, se requiere la realización de experiencias que
permitan conocer la forma, textura, color y tamaño que deben poseer las partículas de
pienso suministradas con el fin de asegurar una elevada tasa de ingestión de las mismas
(Metcalfe, 1990).
También la industria pesquera puede ver incrementada su productividad gracias a la
colaboración de la etología. Las técnicas de pesca utilizadas en la actualidad son muy
variadas. Incluyen trampas, poteras manuales y automáticas, redes de enmalle, arrastre
bentónico y semipelágico y un gran número de aparejos artesanales, entre otras. Para que
resulten eficaces, todas ellas deben ser diseñadas teniendo en cuenta el comportamiento

148
de las especies que se desean capturar. En este sentido, la utilización de modelos
matemáticos y simulaciones por ordenador (e.g., Matuda y Sannomiya, 1980; Misund,
1992) basados en los datos obtenidos a partir de la observación del comportamiento de
los animales frente a los aparejos de pesca (e.g., Huang y Chow, 1991; Chow y Huang,
1993) ha permitido la introducción en los últimos años de importantes modificaciones en
los mismos, con el consiguiente aumento de su eficacia. Muchas de las técnicas de pesca
utilizadas en la actualidad requieren la atracción de los animales (que se encuentran a
demasiada profundidad o demasiado dispersos en el hábitat) hacia zonas en las que
puedan ser capturados. De otro modo, su explotación comercial no sería rentable. La
mayor parte de los sistemas de atracción se basan en la utilización de luces nocturnas o
de presas (López, 1963; Clarke y Pascoe, 1985; Ben-Yami, 1990). Sin embargo, el
conocimiento del comportamiento de las especies de interés comercial puede ayudar a
diseñar nuevos sistemas de atracción más eficaces. Un ejemplo de ello lo encontramos en
la pesca de atunes bajo objetos flotantes. Al parecer, las sombras de dichos objetos
(troncos de árboles, tocones, ramas, objetos procedentes de embarcaciones, etc.)
constituyen puntos de referencia en la uniformidad del océano que atraen poderosamente
a diversas especies de peces, entre los que destacan los atunes (Thunnus albacores, T.
obesus y Katsuwonus pelamys, principalmente). El origen de esta sorprendente
asociación hay que buscarlo más en las relaciones sociales que se establecen entre los
peces que en la búsqueda de alimento. En cualquier caso, la idea de usar objetos
flotantes artificiales (llamados "dispositivos de concentración de los peces") está
comenzando a ser utilizada por las industrias pesqueras de todo el mundo (Fonteneau y
Hallier, 1992). Los peces, los moluscos y los crustáceos, principales grupos zoológicos
explotados comercialmente, exhiben comportamientos más o menos predecibles. Su
conocimiento puede contribuir no sólo a incrementar la eficacia de los aparejos de pesca
sino también su selectividad, permitiendo reducir la captura de especies o grupos de edad
no deseados. Así, por ejemplo, las variaciones en las pautas diarias de migración vertical
permiten separar a los lenguados (Solea vulgaris) y las platijas (Platichthys flesus) de
otras especies como los bacalaos (Gadus morhua) y los halibuts (Hippoglossus spp.)
(Fernö, 1992). También las sustancias activas sobre la atracción sexual o alimentaria
pueden contribuir al diseño de métodos de pesca más selectivos (Saglio, 1993).
El auge que ha experimentado la ganadería intensiva en las últimas décadas ha
tenido, sin duda, una importante repercusión sobre el bienestar de los animales (Dawkins,
1980; Dantzer y Mormède, 1984; Duncan y Poole, 1990; Rushen y Passillé, 1992;
Mateos Montero, 1994). Los nuevos sistemas de estabulación se caracterizan por
mantener grandes grupos de animales en espacios muy reducidos y sin una estimulación
adecuada, lo que impide, o al menos limita, la expresión de las pautas de comportamiento
propias de la especie. Tampoco las situaciones sociales suelen ser las más adecuadas.
Estas se distinguen por la inestabilidad en el orden jerárquico, el hacinamiento, la
separación precoz de madres y crías, la mezcla inapropiada de sexos y grupos de edad,
etc. Junto a la estabulación inadecuada, los animales deben soportar, por motivos
zootécnicos (cambio de alojamiento, transporte, esquileo, etc.) o veterinarios

149
(vacunación, tratamientos curativos, descornado, etc.), un sinfín de manipulaciones que
contribuyen a aumentar el estrés al que se ven sometidos. Una situación estresante como
la descrita no sólo afecta negativamente al bienestar de los animales. También su
productividad puede verse resentida. Y ello por varios motivos. En unos casos puede dar
lugar a pérdidas de peso o disminuciones en la cantidad de huevos o leche que producen.
Por ejemplo, se ha demostrado que las gallinas ponedoras sometidas a una jerarquía
social inestable producen una menor cantidad de huevos debido al aumento
experimentado en el número de interacciones agresivas (Guhl y Allee, 1944). También la
calidad de la carne en el momento del sacrificio puede verse afectada como consecuencia
de las manipulaciones que sufre el animal en el transporte hasta el matadero (Dantzer y
Mormède, 1984). En los casos más extremos, la aparición de comportamientos anómalos
derivados de la estabulación o manipulación inadecuadas pueden llegar a producir la
muerte de los animales (Dantzer y Mormède, 1984; Sambraus, 1985; Wiepkema, 1985;
Luescher et al., 1989). La constatación de estos hechos, unida a una mayor sensibilidad
social por el bienestar animal, ha dado lugar en los últimos años al desarrollo de nuevos
sistemas de estabulación que tratan de combinar una elevada productividad,
económicamente viable, con el deseo de infligir el mínimo sufrimiento posible a los
animales implicados (e.g., Estévez, 1994). Uno de los intentos pioneros lo realizaron
Stolba y Wood-Gush (1981), quienes estudiaron el comportamiento de un pequeño grupo
de cerdos viviendo sin apenas interferencias humanas en una ladera parcialmente
arbolada de Escocia. A partir de los resultados de sus observaciones diseñaron un sistema
de estabulación en el que los cerdos gozaban de un elevado nivel de bienestar. Prueba de
ello es que los animales dedicaban gran cantidad de tiempo a la exploración de los objetos
de su entorno, exhibían pocas interacciones agresivas y no mostraban estereotipias ni
comportamientos anómalos como el canibalismo (Stolba, 1981; Monaghan, 1984;
Duncan y Poole, 1990).
La etología, por último, también puede contribuir a mejorar la relación establecida
entre los propietarios y sus animales de compañía. La correcta elección de la especie es,
sin duda, el primer requisito para asegurar una relación satisfactoria. Por ello, a la hora de
elegir sus mascotas, los propietarios no sólo deben guiarse por sus gustos personales.
También tienen que conocer las necesidades de la especie animal elegida y asegurarse de
que pueden satisfacerlas. En este sentido, incluso la personalidad de los futuros dueños
debería ser tenida en cuenta a la hora de elegir el animal de compañía adecuado (Kidd y
Kidd, 1980; Kidd et al., 1983). Una vez adquiridos, los propietarios suelen mostrar una
gran preocupación por la alimentación y la higiene de sus animales. Sin embargo, olvidan
con demasiada frecuencia sus necesidades ambientales y sociales. Esto resulta ser
especialmente cierto en el caso de las especies "exóticas", cuya biología es ignorada, o
mal interpretada, por la mayor parte de los dueños. Los propietarios, por tanto, tienen
que ser informados acerca de las necesidades de los animales que poseen. Deben saber,
por ejemplo, que los miembros de las especies sociales mantenidos en aislamiento
pueden desarrollar comportamientos anormalmente inactivos o estereotipias inducidas
por el estrés. Por el contrario, la introducción de un elevado número de animales

150
pertenecientes a una especie de costumbres territoriales en un alojamiento demasiado
pequeño puede dar lugar al aumento de las interacciones agresivas. También deben
conocer que la mayor parte de los sistemas de alojamiento que se comercializan para
animales de compañía (jaulas para roedores y aves, terrarios para anfibios y reptiles,
acuarios, etc.) proporcionan muy pocas oportunidades para la exploración, no incluyen
refugios adecuados y, en general, carecen de la complejidad suficiente para asegurar su
bienestar (O'Farrell, 1990). La divulgación de éstos y otros conocimientos similares
permitiría promocionar el bienestar de los animales y haría más satisfactoria la relación
de los propietarios con sus mascotas.

3.3.4. Etología aplicada a la investigación con animales

El desarrollo científico experimentado en las últimas décadas ha ido acompañado de


una creciente utilización de los animales como sujetos de estudio. Ello ha generado
multitud de problemas científicos y éticos en los que la etología tiene una importante
contribución que realizar. Buena parte de la investigación científica actual se desarrolla
bajo las condiciones controladas de un laboratorio. Tradicionalmente, los estabularios de
los laboratorios se han diseñado de forma que aseguren la higiene de los animales
alojados y faciliten su manipulación. Una jaula pequeña, estéril, fácil de lavar y sin
apenas mobiliario reduce, en efecto, la probabilidad de que los animales enfermen o sean
parasitados. Pero, como contrapartida, constituye un espacio reducido, demasiado
predecible y poco estimulante que dificulta la expresión normal del comportamiento de
sus inquilinos. Además, los animales allí alojados tienen una posibilidad muy limitada de
controlar o manipular su propio entorno de forma que les resulte beneficiosa y con
frecuencia se hayan aislados o distribuidos en grupos sociales inapropiados (Poole,
1988). Como consecuencia de todo ello, los animales en los laboratorios se suelen
comportar de forma cuantitativa y cualitativamente diferente a como lo harían en los
hábitats naturales a los que se encuentran adaptados (Erwin y Deni, 1979). La limpieza
de las jaulas y otras tareas de mantenimiento habituales en los laboratorios contribuyen a
distorsionar todavía más el comportamiento exhibido por los animales (e.g., Gray y
Hurst, 1995).
Pero, la estabulación en los laboratorios no sólo afecta al comportamiento de los
animales experimentales. También los resultados de las investigaciones con ellos
realizadas pueden verse afectados. Un animal puede no responder (o responder
inadecuadamente) a los estímulos experimentales que se le presentan simplemente
porque el ambiente del laboratorio carece de un estímulo crítico presente habitualmente
en su hábitat natural y que el experimentador desconoce (Cuthill, 1991). De igual forma,
el ambiente pobremente estimulado que rodea a un animal criado desde su nacimiento en
un laboratorio puede afectar los resultados de los experimentos a los que se ve sometido
durante su vida adulta. En este sentido, Zernichi (1993) ha demostrado recientemente
que los gatos criados en laboratorios presentan, cuando son adultos, importantes

151
deficiencias en su capacidad de aprendizaje en comparación con los gatos que han vivido
libremente en una granja agrícola durante sus primeros tres o cuatro meses de vida. Por
otra parte, la estabulación de un animal nacido en libertad puede provocar en él cambios
fisiológicos que repercutan negativamente sobre su comportamiento. Por ejemplo, los
peces eléctricos (Gnathonemus petersii) alojados en laboratorios presentan fuertes
alteraciones en los ritmos de descarga de sus órganos eléctricos como consecuencia de
los cambios hormonales que se producen cuando son sometidos a las condiciones de
cautividad (Landsman, 1991). Este hecho explicaría las grandes diferencias observadas
en los resultados de los trabajos realizados en el laboratorio y en el campo sobre el
comportamiento sexual y el sistema de electro-comunicación de los peces eléctricos.
Incluso la simple estabulación durante largos períodos de tiempo de animales nacidos en
libertad puede provocar modificaciones en su comportamiento capaces de alterar los
resultados de las investigaciones con ellos realizadas (Alving y Kardong, 1994; Desfilis et
al., 1994).
Muchos de los problemas atribuidos a la investigación con animales se centran
habitualmente en los trabajos realizados bajo condiciones de laboratorio. Sin embargo, las
investigaciones realizadas con animales en sus hábitats naturales también presentan
problemas científicos y éticos que deben ser valorados (Cuthill, 1991). Actualmente
sabemos que el simple acto de observación puede modificar el comportamiento del
animal estudiado por un investigador (Farnsworth y Rosovsky, 1993). Y es que, ante la
presencia de un posible predador, la mayor parte de las especies animales interrumpen su
comportamiento habitual y emprenden las correspondientes acciones evasivas (huida,
camuflaje, etc.). La utilización del sofisticado equipo de trabajo (luces nocturnas,
cámaras submarinas, etc.) que acompaña la observación de los animales situados en
ambientes poco accesibles, agrava aún más el problema. Un ejemplo de ello nos lo
proporcionan Spanier y su equipo (1994). Estos investigadores han demostrado la
existencia de alteraciones en el comportamiento del cangrejo marino Homarus
americanus debidas a la presencia de los vehículos submarinos de control remoto
utilizados para su estudio. Incluso el color de la ropa del investigador puede modificar, en
ocasiones, el comportamiento exhibido por el animal (Gutzwiller y Marcum, 1993). Las
alteraciones del comportamiento pueden ser todavía mayores en el caso de las
investigaciones que requieren, además, la captura de ejemplares (Cousse y Janeau, 1991;
Hurst y Agren, 1994) o la implantación de señales de reconocimiento individual (anillas,
emisores de radio, manchas de pintura, etc.) (Massey et al., 1988; Cuthill, 1991;
Farnsworth y Rosovsky, 1993; Pietz et al., 1993).
La observación de un comportamiento distorsionado por el propio método
experimental puede llevar a realizar falsas interpretaciones sobre cuál es el
comportamiento "normal" de una especie. Por ello, las investigaciones etológicas son, sin
duda, las que mayor riesgo tienen de verse perjudicadas por los problemas mencionados
en los párrafos anteriores. Pero no son las únicas. Pensemos, por ejemplo, en los
métodos utilizados en ecología para la estimación de los tamaños poblacionales.
Habitualmente, dichos métodos parten del supuesto de que las muestras realizadas son

152
aleatorias (Krebs, 1989). Ello implica, entre otras cosas, que cada individuo de la
población debe tener la misma probabilidad de ser capturado en una muestra
determinada. Sin embargo, el comportamiento exhibido por el animal durante el muestreo
puede aumentar o disminuir su probabilidad de ser capturado, sesgando así los resultados
(e.g., Gaston y Smith, 1984; Topping, 1993). Si atendemos a las alteraciones que ciertas
manipulaciones experimentales tienen sobre el sistema inmunitario y endocrino de los
animales (Martin, 1989; Maier et al., 1994), podemos encontrar que incluso los datos
sobre la eficacia de un medicamento pueden ser engañosos.
Las perturbaciones que acompañan a toda investigación científica, ya sea en el
laboratorio o en el campo, tienen una indudable repercusión sobre el bienestar de los
animales estudiados (Fox, 1986). Por ello, sea cual sea el objetivo que haya motivado la
realización de una investigación, el científico está obligado a reducir, en la medida de lo
posible, el sufrimiento que su trabajo provoca en los animales experimentales. La etología
tiene una importante tarea que realizar en este sentido. Por ejemplo, cuando se trabaja
con animales en cautividad es necesario proporcionarles un entorno confortable que
garantice su bienestar. En relación con este aspecto, el etólogo puede contribuir
detectando las fuentes de perturbación del estabulario (ultrasonidos, aislamiento,
hacinamiento, etc.) y aportando las condiciones ambientales adecuadas para cada especie
(temperatura, humedad, luminosidad, tipo de sustrato, dimensiones de la jaula, etc.). Las
técnicas de libre elección, en las que los animales pueden elegir entre varios
compartimentos con condiciones ambientales variables, han demostrado ser muy eficaces
en este sentido (Weiss et al., 1982; Baumans et al., 1987; Blom et al., 1992). La
provisión de un entorno social adecuado o la introducción de juguetes en las jaulas
pueden contribuir, igualmente, a mejorar el bienestar de los animales en los laboratorios
(Duncan y Poole, 1990; Mason, 1991).
Muchos de los sufrimientos a los que se ven expuestos los animales durante la
investigación científica derivan del propio protocolo experimental. Por ello, otra de las
contribuciones de la etología a la promoción del bienestar consistirá en el diseño de
nuevos sistemas de captura y manipulación que permitan reducir el estrés de los animales
durante la experimentación. Por ejemplo, se puede medir la tasa de crecimiento
individual de un animal sin necesidad de capturarlo. Para ello, basta con situar un
recipiente con agua en una plataforma y esperar a que el animal suba para ser pesado
(Hurst y Agren, 1994). Los animales experimentales también pueden ser entrenados para
colaborar con el investigador (Houghton, 1991; Bloomsmith et al., 1994). Así, por
ejemplo, un chimpancé (Pan troglodytes) puede aprender a introducirse en una pequeña
jaula cada vez que el investigador se lo solicite. Ello no solo facilita su manipulación, sino
que también le permite pasar la mayor parte de su tiempo en jaulas de mayor tamaño
(Goodall, 1993). La etología, por último, también debe contribuir al establecimiento de
métodos que resulten útiles para evaluar las investigaciones científicas en términos del
bienestar de los animales utilizados en las mismas (Driscoll y Bateson, 1988).

153
3.4. Conclusión

El estudio del comportamiento animal contribuye a nuestra comprensión del mundo


natural y, como tal, merece la misma consideración que la búsqueda de conocimiento
realizada en cualquier otro campo de la ciencia. Sin embargo, no se debe olvidar que la
misma sociedad que da soporte económico al trabajo científico está igualmente interesada
en recoger los frutos de las investigaciones que financia. Por ello, los que nos
interesamos por el apasionante mundo del comportamiento animal debemos ser capaces
de demostrar al resto de la sociedad que la etología, además de contribuir al avance de
nuestro conocimiento, también puede ser aplicada con éxito a la resolución de un gran
número de problemas económicos y sociales planteados en nuestra vida cotidiana. De
hecho, como decía Tinbergen (véase la cita que abre este capítulo), la distinción entre
ciencia básica y ciencia aplicada es, en muchos aspectos, poco realista. Sería difícil
entender la existencia de una investigación aplicada que no estuviera guiada por las
teorías y conocimientos procedentes de la investigación básica. Además, la investigación
básica genera nuevas ideas que sirven como base para posteriores aplicaciones. Por su
parte, la investigación aplicada da lugar a nuevos datos que ayudan a construir el
conocimiento etológico (véase Figura 3.2).

Figura 3.2. Relaciones establecidas entre la etología, sus aplicaciones y la sociedad que da soporte económico a la
investigación.

154
Por fortuna, tal y como se desprende de la lectura de los apartados anteriores, la
etología aplicada constituye en la actualidad un campo de trabajo extenso y heterogéneo
en el cual participan investigadores procedentes de áreas científicas tan diversas como la
biología, la veterinaria, la psicología o la zootecnia, por citar algunas de las más
destacadas. Las instituciones y colectivos profesionales que se benefician directa o
indirectamente del desarrollo de las aplicaciones prácticas de la etología es igualmente
extenso y heterogéneo (véase Figura 3.3).

Figura 3.3. Principales instituciones y colectivos profesionales implicados en la etología aplicada.

155
156
CAPÍTULO 4

LA COMUNICACIÓN ACÚSTICA Y VIBRATORIA. LOS INSECTOS Y LAS


ARAÑAS

Carmen Fernández Montraveta

4.1. Introducción

A lo largo de este capítulo vamos a hacer una breve incursión en uno de los aspectos
del comportamiento animal que más en profundidad se han analizado desde la
perspectiva etológica: la comunicación acústica. Nos centraremos, en particular, en la
comunicación acústica en los insectos y analizaremos también un segundo canal de
comunicación que desempeña un papel importante en éstos y en otros artrópodos, el
vibratorio. Se trata de problemas cuya investigación, fascinante por su complejidad,
ilustra de forma especialmente notoria algunas de las ventajas del carácter multidisciplinar
e integrador de la aproximación etológica.
De hecho, es posible comprender bastante bien algunas de las ventajas que tiene esta
aproximación aplicada, por ejemplo, al estudio del sistema nervioso, mediante un ejemplo
tomado del estudio del sistema auditivo de los vertebrados. La forma más frecuente de
abordar la fisiología de este sistema ha sido desde abajo caracterizando, en primer lugar,
las propiedades de las neuronas. Para ello se suele utilizar su curva de sintonización, en
la que la variación en la intensidad mínima de sonido a la que responde cada célula se
representa como una función de su frecuencia. Mediante esta aproximación se han
identificado en muchos casos distintas subpoblaciones neuronales que, como las
representadas en la Figura 4.1, están sintonizadas a diferentes frecuencias. Debido a la
naturaleza de sus componentes el sistema deberá actuar, básicamente, como un
analizador de la frecuencia. Sin embargo, salvo muy notables excepciones, esta
concepción no ha conducido a un avance en la comprensión de sus propiedades que sea
comparable al logrado en otros sistemas sensoriales.
Para muchos etólogos contemporáneos, esta comprensión requiere conocer no sólo
el sistema auditivo sino, también, las funciones que presumiblemente desempeña en el
comportamiento del animal. Así, podemos suponer que a lo largo del proceso evolutivo,
o bien ha adquirido el potencial necesario para reconocer y procesar los sonidos
relevantes para su supervivencia y su reproducción, o bien éstos se han ido modificando
para explotar óptimamente sus capacidades auditivas. En cualquier caso, será de esperar
una estrecha relación entre estas capacidades y las características de los sonidos que son
biológicamente significativos.

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Figura 4.1. Ejemplos de las curvas de sintonización de dos subpoblaciones de neuronas auditivas en respuesta a
tonos puros. En este tipo de curvas se representa la intensidad mínima de una señal que es necesaria para
producir una alteración significativa de la tasa media de disparo de una célula (umbral de respuesta) en función,
en este caso, de la frecuencia del sonido. Para permitir la inclusión de un rango más amplio de frecuencias, se
han representado en escala logarítmica. Las dos subpoblaciones de neuronas presentan el umbral más bajo para
las frecuencias de alrededor de 200 Hz (a) y de 1.000 Hz (b), a las que se considera que están sintonizadas
(adaptado de Capranica, 1992).

Entre éstos se encuentran las señales acústicas que se utilizan en la comunicación


intraespecífica, como las que aparecen en las Figuras 4.2 y 4.3. Son ejemplos
procedentes de varias especies de anfibios (Figura 4.2) y de aves (Figura 4.3) y tienen en
común el ser específicas de cada especie y contener esta información, en gran medida,
en su patrón temporal.
Teniendo en cuenta este hecho, puede parecer un poco prematuro concebir al
sistema auditivo de estos animales tan sólo como un analizador de las frecuencias, cada
una de ellas con una amplitud y una fase características. Quizá sea más lógico imaginarlo
como un analizador de las funciones periódicas de la amplitud, o de la frecuencia, con
respecto al tiempo (Capranica, 1992).
Si además de abordar el problema desde abajo lo abordamos desde arriba,
partiendo del análisis de las señales acústicas a las que responde un animal y de la
información que potencialmente contienen, podremos identificar alguno de los códigos
que debe procesar su sistema auditivo.
Este conocimiento nos puede ser útil para plantear hipótesis que guíen la
investigación de los mecanismos a través de los que opera y, a su vez, la identificación de
estos mecanismos puede ayudarnos a avanzar en la comprensión de la función del

158
sistema comunicativo. Esta aproximación al estudio del sistema nervioso, que puede
permitir integrar la neurofisiología, por un lado, con la ecología, por otro, es la que
caracteriza a la etología.

159
160
Figura 4.2. Oscilogramas (izquierda) y sonogramas (derecha) de las llamadas de reclamo de varias especies del
grupo de ranas del Panamá (Physalaemus pustulosus) y afines. El espectro de frecuencias de las señales no
muestra grandes diferencias interespecíficas, mientras que sí lo hacen su duración y, sobre todo, su organización
temporal. Todas estas señales son reconocidas por las hembras de la misma especie y, en la mayor parte de los
casos, preferidas a las señales heteroespecíficas, lo que implica que sus sistemas auditivos son capaces no sólo
de analizar la frecuencia del sonido, sino también los cambios en la frecuencia y en la amplitud con respecto al
tiempo (adaptado de Ryan y Rand, 1993).

Figura 4.3. Sonogramas de los cantos de varias especies de pájaros. Se observa una gran diversidad en los
patrones de organización temporal de los elementos que componen cada una de las secuencias. Los cantos de
especies distintas difieren tanto en esta organización (sintaxis) como en sus propiedades acústicas (fonología).
Las características que resultan potencialmente críticas para su reconocimiento son la modulación de frecuencias

161
y los intervalos entre notas. La intensidad es, en la mayor parte de los casos, de escasa importancia (adaptado de
Becker, 1982).

4.2. La etología clásica de la comunicación

Desde los albores de la etología, una parte sustancial del interés de los investigadores
estuvo dirigida al estudio de la comunicación animal, de patrones de comportamiento
como la danza en zig-zag de los espinosos de tres espinas (Gasterosteus aculeatus) o la
danza de contoneo de las abejas de la miel (Apis mellifera) (Figura 4.4), mediante los
que los animales parecen transmitir información a otros animales, influyendo sobre el
comportamiento de éstos mediante señales que han evolucionado para este fin (Deag,
1980, citado en Harré y Lamb, 1991/1986). Desde entonces, y hasta ahora, el estudio de
la comunicación no ha dejado de constituir una fuente inagotable de ideas y de
conceptos. En torno a muchos de ellos se articuló la teoría etológica clásica.

Figura 4.4. Representación esquemática de la danza de contoneo de las abejas de la miel. Modificando la
localización espacial de las fuentes de alimento, Karl von Frisch descubrió que existía una correlación entre la
dirección hacia la que se orienta la abeja danzante con respecto a la vertical y la posición en la que se encuentra el
alimento con respecto al sol. La distancia está codificada en la intensidad del ritmo de la danza (tomado de
Kirchner y Towne, 1994).

Algunos de los llamativos y estereotipados patrones de comportamiento que tan

162
poderosamente llamaron la atención de los primeros etólogos requerían, por sus
características, una explicación ad hoc. Por ejemplo, en el caso del somormujo lavanco
(Podiceps cristatus), uno de los rituales de cortejo consiste en que cada miembro de una
pareja arranque algas con su pico para, a continuación, ofrecerlas a su consorte en una
ceremonia muy estereotipada. Esta ceremonia, denominada exhibición de ofrecimiento
de briznas, se explicó como un mecanismo que permitía la sincronización emocional
entre los dos miembros de la pareja, reforzando así los vínculos existentes entre ellos.
El valor asignado a este tipo de ceremoniales en el mantenimiento de una pareja y,
por lo tanto, en la reproducción, y la consiguiente perpetuación de la especie, llevó a los
etólogos clásicos a plantear que la coincidencia de su empleo en especies
filogenéticamente próximas no debía haber sido el resultado de una convergencia
adaptativa sino, por el contrario, de la relación histórica entre las especies. Este tipo de
argumento condujo a la utilización preferente de los movimientos comunicativos en las
investigaciones que tuvieron como finalidad el estudio de la filogenia del comportamiento.
Por ejemplo, uno de los patrones de cortejo de los machos del ánade real (Anas
platyrhyncos), consiste en una sacudida preliminar, durante la que el animal introduce
primero su cabeza entre los hombros con el plumaje de su parte inferior erizado y el del
lomo pegado al cuerpo y, después, la impulsa hacia arriba, repitiendo este movimiento
por tres veces consecutivas con un incremento progresivo de su intensidad. En el cortejo
de casi todas las especies de Anatinos se puede observar una sacudida preliminar pero,
en general, existen pequeñas variaciones con respecto al movimiento descrito. Por
ejemplo, en el pato mandarín (Aix galericulata), la cabeza está en una posición más
recogida y el plumaje se encrespa más. Konrad Lorenz utilizó el grado de coincidencia
entre éste y otros patrones de cortejo para reconstruir las relaciones filogenéticas entre
los patos (Lorenz, 1974/1941).
Los movimientos con una función comunicativa no sólo diferían entre las especies
en un grado proporcional al de su distancia filogenética sino que, además, eran
notablemente estables dentro de cada especie. Cualquier otro de los movimientos que
realiza un pato, por ejemplo al bañarse, pueden variar mucho en su duración, su
intensidad o su secuencia, de una ocasión a la siguiente o de un animal a otro. Por el
contrario, las exhibiciones de estos mismos animales son muy estereotipadas y su
intensidad suele resultar exagerada. Un movimiento de estas características tiene una
ventaja indudable, ya que ningún otro animal dudará sobre si se está produciendo o no.
Fue esta disminución de la ambigüedad, con el consiguiente aumento en la eficacia del
proceso comunicativo, la presión selectiva que, según los etólogos clásicos, había
conducido a la evolución de las exhibiciones a través de la ritualización progresiva de
movimientos sin una función comunicativa inicial (Huxley, 1914).
Como consecuencia de este largo proceso evolutivo, no sólo se habían fijado la
intensidad, la secuencia y la duración de los movimientos comunicativos, sino también
los estímulos que los desencadenaban. Además, éstos presentaban con frecuencia
configuraciones simples. Tal es el caso de la danza en zig-zag del espinoso antes aludida,
en la que el macho realiza, de forma repetitiva, movimientos alternativos de acercamiento

163
y alejamiento de la hembra. Los machos reproductores ejecutan estos movimientos en
presencia de una hembra próxima a desovar. Para analizar cuál era el complejo de
estímulos procedentes de ésta que desencadenaba el comportamiento del macho,
Nikolaas Tinbergen registró su respuesta ante situaciones que diferían en uno u otro de
los estímulos posibles. Encontró que la respuesta del macho dependía de dos estímulos
signo: el abdomen abultado de la hembra y su movimiento (Tinbergen, 1969/1951).
En este caso, la configuración estimular relevante está determinada por la forma y
por el patrón de movimiento, ambas características de los estímulos visuales. De hecho,
tanto esta explicación causal como las explicaciones fílogenética y funcional que los
etólogos clásicos dieron a la comunicación se basaron, en su mayor parte, en el análisis
de las ostentaciones visuales. En el caso de las aves, esta elección derivó de la idea de
que la percepción del movimiento y de la forma son especialmente relevantes para este
grupo de animales, lo que quizá pudo estar condicionado por la mayor notoriedad que
tienen para nosotros los movimientos o las posturas que aparecen en las exhibiciones
estudiadas.
Lo mismo ocurre en otro de los sistemas de comunicación analizados en detalle por
los etólogos clásicos, la danza de contoneo de las abejas de la miel, y también en este
caso se investigó preferentemente el canal visual como el medio de transmisión de la
información. Karl von Frisch describió y analizó meticulosamente los movimientos que
realizan las abejas recolectoras después de encontrar fuentes apetecibles de alimento.
Modificando su localización espacial, descubrió una notable correlación entre la forma de
la danza y la distancia y el lugar en el que se encuentra la comida. Para empezar, la
dirección hacia la que se encara la abeja danzante forma el mismo ángulo con respecto a
la vertical que el que existe entre la posición del sol y la fuente de alimento. Además,
cuanto menor sea la distancia hasta ésta, más intenso será el ritmo con el que dance la
abeja (von Frisch, 1967) (vide supra: Figura 4.4).
Puede parecer que la interpretación de estos resultados no reviste ninguna
complicación, pero quizá hayamos partido de una premisa equivocada. ¿Serán los
movimientos de la abeja, que tan llamativos nos resultan a nosotros, igualmente
importantes para los receptores de esta información, es decir, para las otras abejas?
Normalmente, la danza se ejecuta en la oscuridad del interior de una colmena. En estas
condiciones, ¿cómo pueden las abejas observar con precisión el movimiento de su
compañera? La respuesta obvia es que ellas utilizan, probablemente, un canal accesorio
al visual que sea eficaz incluso en la oscuridad. Acompañando a los movimientos de la
danza, se producen vibraciones y sonidos muy débiles. Estos últimos apenas resultan
audibles para nosotros, lo que quizá explique por qué no se les atribuyó en principio un
papel importante. Sin embargo, puede que sean detectados y utilizados con éxito en la
oscuridad por las otras obreras.
Su intervención en la transmisión de información no se ha puesto de manifiesto
hasta hace relativamente poco tiempo. Para ello, Wolfgang H. Kirchner y K. Sommer los
alteraron mediante el expeditivo procedimiento de recortar las alas de una abeja
danzante. Así manipulado, el animal no consigue reclutar a otras compañeras de

164
colmena. Pero, sin embargo, el investigador puede hacerlo utilizando no una abeja, sino
un robot que imite los movimientos y los sonidos producidos normalmente por ésta. Ni
unos ni otros son suficientes por separado, y es necesario que el modelo proporcione
tanto estímulos visuales como químicos y acústicos (revisado en Kirchner y Towne,
1994).

4.3. La comunicación acústica

Estos últimos consisten en series muy breves de pulsos de baja frecuencia (de 250 a
320 Hercios, abreviado Hz) y de baja intensidad, que se producen al batir las alas, y
distan mucho de los que más interés han despertado en el estudio etológico de la
comunicación acústica, en particular los muy llamativos y elaborados que emiten las
aves.
En muchos de los estudios clásicos de comunicación entre las aves que ya hemos
citado se describieron sonidos que acompañaban a los movimientos. Por ejemplo, en el
ánade real, una vez alcanzado el grado final de intensidad del sacudimiento preliminar, se
podía producir un silbido-gruñido. Sin embargo, el análisis de la utilización que las aves
hacen del sonido para comunicarse no se ha centrado en los grupos que más interesaron
a los etólogos clásicos, sino en los pájaros cantores (Orden Passeriformes, suborden
Oscinos).
Éstos utilizan una gran cantidad de sonidos con este fin, entre ellos cantos
elaborados. En el caso de las especies que habitan en zonas templadas, los cantos son, en
su mayor parte, emitidos de forma exclusiva por los machos durante la estación
reproductora. Se trata de secuencias más o menos complejas de elementos, o notas, que
difieren en su duración, su amplitud y su espectro y modulación de frecuencias. Varias de
estas notas pueden agruparse en sílabas que, en algunos casos, forman frases
diferenciadas. Tanto las notas (la fonología) como su organización temporal (la sintaxis)
son específicas de cada especie (vide supra: Figura 4.3).
En cuanto al mensaje que potencialmente contiene, una señal que sólo emitan los
machos de una determinada especie puede informar sobre el sexo y la especie del emisor.
De hecho, los cantos se consideran exhibiciones que advierten de la presencia de un
macho. Para cumplir esta función es suficiente, como planteó la etología clásica, con una
única señal estereotipada pero, además, una señal variable puede resultar ambigua. A
pesar de ello, en muchas de las especies estudiadas se han descrito repertorios vocales
amplios, es decir, que, en un mismo contexto, se pueden emitir varios cantos distintos.
Esta variabilidad hubiera representado un serio reto para la etología clásica de la
comunicación que hemos esbozado. Sin embargo, actualmente se admite que deben
existir razones que expliquen su existencia. Una posibilidad es que los diferentes cantos
contengan mensajes distintos, y una manera de averiguar si en realidad es así consiste en
analizar si cada tipo de canto tiene un significado particular. Clive K. Catchpole y Bernd
Leisler registraron la respuesta de los machos del carricerín cejudo (Acrocephalus

165
paludicola) cuando reproducían alguno de los tres tipos de canto que componen su
repertorio vocal. El más simple y breve de ellos parecía simular una invasión territorial,
ya que desencadenaba la emisión de cantos asimismo breves y la aproximación del
residente al altavoz, una medida de la agresión. Por el contrario, los otros dos tipos de
canto, más complejos en cuanto a su estructura, podían estar relacionados con la
atracción de parejas potenciales (Catchpole y Leisler, 1989).
La selección intersexual se erige, pues, en la hipotética responsable de la evolución
de los cantos complejos. Pero los agentes de esta selección han debido ser las hembras,
por lo que para contrastar esta hipótesis será útil investigar si ellas realmente eligen para
aparearse a los machos que emitan los cantos más complejos. Esto ha resultado ser cierto
en muchos casos. Una de las medidas de la complejidad del canto es el número total de
sílabas que lo componen, y Catchpole analizó la relación entre este parámetro y el éxito
reproductor de los machos, indicado por la fecha en la que se emparejan, en el carricerín
común (Acrocephalus schoenobaenus). Encontró una fuerte correlación negativa entre
ambas variables, lo que interpretó como una evidencia de que los machos con cantos
más complejos atraen a las hembras antes (Catchpole, 1980). No encontró, por el
contrario, ninguna relación entre la complejidad del canto y la defensa territorial
(Catchpole, 1989).
No siempre es evidente esta dualidad funcional entre defensa territorial y atracción
de parejas. Las hembras del carbonero común (Parus major) tratadas con implantes
hormonales responden con mayor frecuencia con una exhibición sexual si se reproducen
varios tipos de canto que si se emite sólo uno (Baker et al., 1986). Sin embargo, en esta
especie el tamaño del repertorio (que varía de dos a ocho) incrementa asimismo la
efectividad de la exclusión territorial. John R. Krebs y sus colaboradores compararon la
tasa de invasión de tres tipos de territorio de los que habían retirado a los residentes. Los
territorios se ocupaban antes si no tenían ningún altavoz que emitiera el canto de un
macho pero, además, cuanto mayor fuera el número de cantos distintos mayor era el
tiempo necesario para que la ocupación fuera completa. La razón de ser de los
repertorios de gran tamaño puede estribar en su mayor capacidad disuasoria de la
invasión, pero ¿por qué disuaden? Puesto que el éxito reproductor de los machos está
relacionado con la densidad de individuos, estos autores plantearon que los repertorios
grandes eran más efectivos porque indicaban la presencia de un mayor número de
machos en el área y, por lo tanto, que la intrusión iba a reportar al invasor un escaso
beneficio (Krebs et al., 1978).
Aceptar esta explicación requiere que el canto de cada macho sea diferenciable, al
menos, del de sus vecinos. Sin embargo, es muy frecuente que esto no sea así, sino que
los vecinos territoriales compartan muchas de sus peculiaridades vocales. Por ejemplo,
en una población de chochines (Troglodytes troglodytes) se han descrito hasta 15 cantos
distintos, de los que cada macho presenta de tres a seis por término medio. Analizando
su distribución espacial, Clive K. Catchpole y Armanda Rowell encontraron que algunos
de estos cantos eran exclusivos de determinadas áreas, hasta el punto de que podían
establecer si un macho pertenecía a una u otra a partir de los cantos que poseía

166
(Catchpole y Rowell, 1993).
Esta similitud es fácil de explicar desde un punto de vista causal, como la
consecuencia del importante papel de la imitación y la interacción social en el aprendizaje
del canto en los pájaros. Sin embargo, los dialectos plantean problemas a nuestra
explicación en términos funcionales, ya que es difícil que un emisor que puede emitir
varios cantos, algunos de ellos compartidos por sus vecinos, pueda ser identificado
individualmente a través del canto. Como ocurría en el ejemplo de las abejas, quizá sí
existan rasgos suficientes para el reconocimiento, aunque nosotros no podamos
discriminarlos. No obstante, no está claro que siempre sea así. El chingolito melodioso
(Melospiza melodia) posee un repertorio de alrededor de una docena de cantos distintos,
cada uno de ellos con una cierta variabilidad interindividual. Michael D. Beecher y sus
colaboradores entrenaron a machos de esta especie a que clasificaran seis tipos de canto
producidos por seis emisores distintos en dos categorías: la de atractivos y la de
repulsivos. Posteriormente analizaron la respuesta de los machos entrenados a cantos de
prueba que, o bien eran de un tipo distinto de los de entrenamiento pero del mismo
emisor, o bien eran del mismo tipo pero de emisores distintos. Encontraron que los
machos podían discriminar el tipo de canto pero no al emisor (Beecher et al., 1994).
La correlación entre el tamaño del repertorio y la tasa de invasión territorial puede
deberse, pues, no a que el primero contenga información acerca del número de machos
presentes sino, por el contrarío, de alguna característica del residente. Puede ser, por
ejemplo, un indicador de su capacidad para defender el territorio. En el pinzón vulgar
(Fringilla coelebs), la tasa de canto está negativamente relacionada con la tasa de
invasión territorial (Sheldon, 1994) y es un indicador fiable del estado físico del macho.
Teniendo en cuenta esta posibilidad, Marcel Lambrechts y André A. Dhondt analizaron
una serie de períodos de canto en el carbonero común. Encontraron que, en cada uno de
ellos, se producía una disminución progresiva del porcentaje de tiempo dedicado a cantar,
lo que interpretaron como la consecuencia de la extenuación del sistema neuromuscular
de producción del canto. Al emitir un canto distinto, los machos podían contrarrestar los
efectos del agotamiento, aumentando así la efectividad de su advertencia (Lambrechts y
Dhondt, 1988).
Todos estos ejemplos pueden haber creado la impresión de que, actualmente, la
etología de la comunicación no ofrece explicaciones tan sencillas y elegantes como la
etología clásica. No es fácil investigar las funciones de las señales, entre otras razones
porque un proceso comunicativo puede implicar a emisores y receptores con intereses y
capacidades distintos y, a menudo, opuestos. Desde el punto de vista de la información
contenida en las señales acústicas, sin embargo, sí podemos identificar qué características
de diseño las hacen más adecuadas. En nuestros ejemplos, una señal única por individuo
y con marcada variabilidad interindividual puede contener información sobre la identidad
individual del emisor. Por el contrario, señales con pequeña o nula variabilidad
interindividual son la solución óptima para informar sobre la identidad de la especie. Una
señal que varíe poco entre individuos y que sea muy variable intraindividualmente no
parece adecuada para identificar al emisor, aunque sí puede contener información sobre

167
su estado físico en un momento determinado, etcétera.
Con frecuencia, los sonidos que las aves, y otros animales, emiten en contextos
comunicativos presentan estas características de diseño óptimo, y la idea de que ello no
se debe al azar sino a la acción, directa o indirecta, de la selección natural, constituye
actualmente un elemento tan esencial en el análisis etológico de la comunicación como lo
fueron en el pasado las de estímulo signo, estereotipia u homología de las exhibiciones.
Sin embargo, como hemos visto, su aceptación no puede apoyarse exclusivamente en la
existencia de una correlación general entre el diseño de las señales y la información que
contienen. Debemos tener también en cuenta las condiciones ambientales en las que se
emiten y la utilización que de ellas hace el receptor. En algunos casos, incluso se ha
llegado a investigar en detalle cómo tienen lugar en el sistema nervioso de éste la
codificación y el procesamiento de la información contenida en las señales.
Hasta este nivel fisiológico el estudio etológico de la comunicación acústica no ha
progresado sólo en las aves y en los anfibios, sino también en los artrópodos. La relativa
simplicidad de sus sistemas nerviosos y el pequeño número de neuronas que los
componen, la organización de su comportamiento acústico en movimientos claramente
identificables y fácilmente replicables y su evidente vinculación con la reproducción han
hecho, además, que en este grupo de animales se hayan encontrado algunos de los
sistemas en los que más fácilmente puede abordarse el estudio de este problema desde
todos los posibles puntos de vista.

4.4. La comunicación acústica en los insectos

El Phyllum de los artrópodos constituye la subdivisión más grande del reino animal
y, junto con el de los cordados, el único en el que existen especies verdaderamente
terrestres y con locomoción activa a través del aire (e.g. los insectos y las aves). Agrupa
a animales que presentan simetría bilateral y el cuerpo segmentado y cubierto por una
cutícula externa que, durante su crecimiento, mudan periódicamente. Además, se
caracterizan por la posesión de apéndices articulados. El grado de fusión entre los
distintos segmentos, así como la especialización de los apéndices, varían de unos grupos
a otros. El subphylum Crustacea agrupa a la mayor parte de las especies marinas,
mientras que los otros dos subphyla con representantes contemporáneos (Chelicerata y
Uniramia) agrupan a la mayoría de las especies terrestres. Los arácnidos, una de las
clases que forman el subphyllum Chelicerata, tienen el cuerpo dividido en dos regiones
(cefalotórax o prosoma, y abdomen u opistosoma) y seis pares de apéndices, de los que
los dos primeros son diferentes de los demás. El primer par de éstos recibe el nombre de
quelíceros y son prensores, y el segundo par, los pedipalpos, puede tener funciones
diversas (e.g., sensoriales en el caso de las arañas). Los insectos, una de las dos clases
del subphyllum Uniramia, tienen el cuerpo dividido en tres regiones (cabeza, tórax y
abdomen), tres pares de patas, uno o dos pares de alas y un par de antenas. Además, y a
diferencia de los quelicerados, presentan mandíbulas formadas por apéndices

168
especializados.
Los artrópodos son, junto con los vertebrados (Phylum Chordata, subphylum
Gnatostomados), los únicos grupos de animales en los que la selección natural parece
haber promovido la utilización del sonido, y abundan en la literatura las descripciones de
los sonidos que producen. Algunos, como ocurre en una especie terrestre de cangrejo
ermitaño (Coenobita purpureus, Crustacea, Decapoda), una especie de gorgojo
(Phrydiuchus tau, Insecta, Coleoptera), o algunas esfinges (Insecta, Lepidoptera,
Sphingidae), se emiten cuando existe alguna perturbación en el entorno, como por
ejemplo la manipulación del animal. Otros, como ocurre en Pimpla instigator (Insecta,
Hymenoptera, Ichneumonidae), se producen haciendo resonar los objetos con los que
entran en contacto las antenas del animal, y parecen un mecanismo de exploración del
medio (Henaut, 1990). ¿Qué pueden tener que ver estos sonidos con el elaborado canto
de los pájaros? La similitud resulta mucho más evidente si consideramos otros sonidos,
también producidos por insectos, a los que nos referiremos a partir de ahora.

169
Figura 4.5. Oscilogramas de los sonidos utilizados por diversas especies de insectos, pertenecientes a dos

170
órdenes distintos, para la comunicación intraespecífica. (a) Oscilogramas de los cantos de llamada producidos
por los machos de cuatro especies de cigarrillas del género Alebra (Homoptera, Cicadellidae) (adaptado de
Gillham, 1992); (b) oscilogramas de los cantos de llamada producidos por los machos de cuatro especies de
grillos (Orthoptera) formados por la repetición intermitente (chirridos -1-) o continua (trinos -2-) de pulsos o
sílabas idénticos (3) (adaptado de Huber, 1990). En ambos casos, las señales presentan claras diferencias
interespecíficas. Las diferencias más acentuadas entre especies filogenéticamente próximas afectan a la
organización temporal de la señal y, en la mayor parte de los casos, este parámetro es crítico para la identificación
del emisor.

Los insectos son "…uno de los grupos de animales más audibles" (Field, 1993) que
existen. Salvo casos excepcionales, como el de Acherontia (Lepidoptera, Sphingidae), el
mecanismo por el que producen el sonido no es vocal, y esto hace que, a nuestros oídos,
resulte muy diferente del de los vertebrados. En términos generales, los sonidos de los
insectos son menos melódicos, además de repetitivos y monótonos, ya que consisten en
la repetición intermitente (chirridos) o continua (trinos) de sílabas, o pulsos, idénticos.
Cada una de estas sílabas es una expansión súbita de sonido (para una descripción de
esta terminología véase la Figura 4.5b). La mayoría de estos sonidos se emiten en el
espectro audible (i.e. tienen una frecuencia comprendida entre unos pocos ciclos por
segundo y 15.000 ciclos por segundo) y, salvo unas pocas excepciones, los ultrasonidos
parecen indicar la presencia de un peligro potencial, por ejemplo la aproximación de un
murciélago, y desencadenan la huida (fonotaxis negativa).
La utilización que los insectos hacen de las señales acústicas tiene finalidades muy
diversas. Algunas se emiten en contextos alimenticios, como en el ejemplo ya descrito de
la abeja de la miel o, también entre los ápidos (Hymenoptera), en algunas especies del
género Melipona –la duración del pulso de estas señales es variable e informa de la
distancia a la que se encuentra el alimento– (Lindauer, 1961). La mayoría, sin embargo,
se producen en contextos reproductores y, en particular, son emitidas por los machos en
las interacciones que preceden (cantos de llamada) o acompañan (cantos de cortejo) al
cortejo.

4.4.1. Funciones de los cantos de llamada y de cortejo

Las señales que preceden o acompañan al cortejo de los insectos parecen servir para
atraer a los miembros de la misma especie o para facilitar en ellos una respuesta que
permita la cópula. Esta afirmación es válida para la mayor parte de los grupos estudiados,
entre los que se encuentran algunos ya mencionados, como las abejas y avispas (O.
Hymenoptera), las mariposas y polillas (O. Lepidoptera) y los gorgojos y escarabajos (O.
Coleoptera) y, además, las moscas y mosquitos (O. Diptera), las crisopas (O.
Neuroptera), las cigarras, cigarrillas y chinches (O. Hemiptera) y los grillos, saltamontes,
grillos de matorral y grillos topo (O. Orthoptera).
El cortejo de los machos de algunos himenópteros incluye un movimiento de

171
vibración, o abaniqueo, de las alas. En una especie parásita de avispa (Cotesia rubecula,
Braconidae), Scott A. Field y Michael A. Keller analizaron varias interacciones de cortejo
y encontraron que la respuesta receptiva de las hembras seguía de forma significativa a
este patrón de comportamiento que, por otra parte, generaba pulsos de baja frecuencia
(200 Hz) (Field y Keller, 1993). En este experimento, el cortejo se había desencadenado
en un túnel de viento, en el que se hace pasar a través del aire laferomona sexual de la
hembra. Por lo tanto, el macho había sido atraído por señales químicas, pero ¿significa
esto que las señales acústicas no juegan ningún papel en la atracción entre los sexos?
No sólo en las avispas parásitas, sino también en otros casos, por ejemplo en algunas
especies de mosquitos (Sitodiplosis mosellana, Cecidomyiidae, Pivnick, 1993) o en las
mariposas y las polillas, se ha establecido el papel de las feromonas sexuales en la
atracción de parejas potenciales. Para que una señal desempeñe esta función es necesario
que informe, por un lado, de la identidad específica del emisor y, por otro, que le permita
localizarlo espacialmente. En muchos casos, y en particular en el de las mariposas y las
polillas, las señales químicas presentan la estereotipia y la especificidad que requiere la
primera de estas funciones. Además, existe una estrecha sintonización entre su estructura
química y los receptores olfativos de los machos (recuérdese el bombicol de la mariposa
de la seda, Bombix mori). Por lo tanto, las feromonas pueden desempeñar un papel
importante en la atracción de parejas potenciales.
Los machos de Eldana saccharina (Lepidoptera, Pyralidae) producen señales
químicas de atracción pero, además, durante el cortejo emiten señales acústicas. Estas
últimas, producidas por la vibración de las alas, consisten en breves trenes de pulsos con
una elevada tasa de repetición y una frecuencia de 20 a 120 kHz, con un pico entre los
30 y los 80 kHz (i.e. en la banda ultrasónica). Utilizando señuelos que estaban
impregnados con extractos de las glándulas de los machos, A. L. Bennett y sus
colaboradores no consiguieron atraer a ninguna mariposa. Sin embargo, si utilizaban
como señuelos a machos intactos, atraían tanto a hembras como a machos. Los
ultrasonidos participaban, pues, en la atracción entre los sexos (Bennett et al., 1991).
Esto implica que el papel de los distintos canales sensoriales no tiene por qué ser
excluyente, lo que dificulta a veces establecer con precisión la función de cada uno de
ellos. Pero, además, los resultados experimentales no son siempre concluyentes. Los
machos de la especie de gorgojo que mencionábamos antes (Phrydiuchus tau) también
producen sonidos durante el cortejo (vide infra: Figura 4.6), y lo mismo ocurre en otros
coleópteros, como por ejemplo el escarabajo enterrador Nicrophorus mexicanus
(Silphidae). Carmen Huerta y sus colaboradores inutilizaron el aparato de producción del
sonido de machos y hembras de esta especie y observaron sus consecuencias. Cuando
uno de estos machos realizaba el cortejo, la probabilidad de que la interacción finalizara
en cópula era muy baja, pero no era nula. Esto último sólo ocurría si también se impedía
que las hembras produjeran sonidos. A partir de estos resultados, concluyeron que los
cantos de cortejo del macho podían ser necesarios tanto para facilitar la atracción entre
los sexos como para inducir la respuesta receptiva de la hembra (Huerta et al., 1992).

172
• Reconocimiento de la especie y aislamiento reproductor

Si la ausencia de sonido durante el cortejo hubiera impedido que se produjera la


cópula se podría haber establecido sin ninguna duda la necesidad de la señal para que el
macho fuera debidamente reconocido. Esta posibilidad también se ha investigado de otra
manera, partiendo del análisis de los cantos de cortejo y de llamada, en busca de la
estereotipia y la especificidad que son necesarias para la función de reconocimiento de la
especie. Este método se ha aplicado, sobre todo, al estudio de la comunicación acústica
en los dípteros (moscas y mosquitos), en particular en las moscas de la fruta
(Drosophiliidae).
Los machos de muchas especies de esta familia producen sus cantos mediante la
vibración intermitente de las alas, lo que da lugar a uno, o a lo sumo dos, tipos de
señales. En todas las especies estudiadas se trata de señales muy estereotipadas y
específicas, y esta característica las ha convertido en candidatas a intervenir en su
reconocimiento (revisado en Ewing, 1989).
Desde un punto de vista evolutivo, el reconocimiento de la especie, y el consiguiente
aislamiento reproductor, son tanto más importantes cuanto más próximas estén las
especies entre sí, y en la medida en que puedan hibridarse. Por ello, una gran parte de la
evidencia obtenida para probar esta función procede del análisis de la variabilidad intra e
interespecífica de las señales. Por ejemplo, dentro del complejo de Drosophila auraria
existen cuatro especies simpátricas (D. auraria, D. biauraria, D. triauraria y D.
subauraria) y una alopátrica (D. quadraria). En todas ellas, el canto de cortejo consiste
en una única señal pulsátil. Las diferentes cepas de cada una de las especies no difieren
entre sí en el intervalo entre los pulsos que componen el canto, mientras que tres de las
cuatro especies simpátricas sí lo hacen (Tomaru y Oguma, 1994).
No sólo en los dípteros, sino también en otros órdenes de insectos (e.g. los cantos
de cortejo de los neurópteros y los cantos de llamada de los hemípteros y los ortópteros),
el grado de especificidad hallado en las señales acústicas es tan extraordinariamente
elevado que han llegado a utilizarse como un criterio para la clasificación taxonómica, en
especial cuando otro tipo de criterios no permitían establecer conclusiones indiscutibles
(revisado en Alexander, 1967, y Reynolds, 1988). C. S. Henry comparó los cantos de
cortejo de tres especies de crisopas del género Chrysoperla (Neuroptera, Chrysopidae),
de las que dos (C. mohave y C. johnsoni) eran muy parecidas morfológicamente entre sí
y diferentes de la tercera (C. downesi). Sin embargo, el espectro de frecuencias y el
patrón temporal de los cantos de cortejo de C. mohave y de C. downesi era más similar
de lo que cualquiera de ellos se asemejaba al de C. johnsoni. Teniendo en cuenta este
hecho, el autor concluyó que, en realidad, existían sólo dos especies distintas (C.
downesi y C. johnsoni), y que C. mohave era una forma de color que había
evolucionado independientemente en los dos casos (Henry, 1992).
También en otros casos se han utilizado con éxito las señales acústicas para la
clasificación taxonómica. Malcolm C. Gillham registró y analizó el canto de llamada de
los machos de cuatro especies de cigarrillas del género Alebra (Hemiptera, Homoptera,

173
Cicadellidae) muy similares morfológicamente (vide supra: Figura 4.5a). Los cantos
diferían en el número y en la secuencia de las fases que los componían, y estas
características eran tan consistentes para cada una de las especies que pudieron ser
utilizadas después para clasificar a machos procedentes de poblaciones distintas de las
inicialmente estudiadas (Gillham, 1992).
El que una señal actúe como barrera de aislamiento reproductor implica que es
necesaria para el reconocimiento de la especie. En algunos casos la validez de esta
suposición se ha abordado experimentalmente, y los ejemplos mejor conocidos
corresponden a los cantos de llamada de los ortópteros. El género Chorthippus
(Acridiidae) comprende tres especies distintas (C. brunneus, C. biguttulus y C. mollis)
apenas diferenciables morfológicamente entre sí. Es posible producir híbridos viables y
fértiles de su cruzamiento por lo que, durante mucho tiempo, se las consideró como
variedades de una única especie. Sin embargo, en la naturaleza raramente se producen
estos híbridos. Las hembras de una de estas tres especies, el saltamontes de campo
común (C. brunneus), no responden a los cantos de llamada de las otras dos especies del
género. Parecen, pues, utilizar las características del canto para discriminar la especie a la
que pertenece el emisor. Pero, ¿en qué parámetro pueden basarse para hacerlo?
El canto de llamada de esta especie consiste en una serie de 6 a 25 chirridos de
medio segundo de duración que se repiten con una tasa de medio chirrido por segundo.
El número de pulsos por chirrido, la duración de cada pulso y su amplitud son variables.
El espectro de frecuencias es amplio y, además, se solapa de una especie a otra. Por lo
tanto, ni la frecuencia ni la amplitud y duración de los pulsos ni el número de pulsos por
chirrido presentan las características necesarias para que las hembras puedan basar en
ellos su discriminación.
De hecho, en la mayoría de las especies la información sobre la identidad de la
especie no está codificada en la frecuencia sino en algún parámetro temporal, que puede
variar de unas especies a otras. Por ejemplo, en el estudio ya mencionado de los cantos
de cortejo del complejo D. auraria, se analizó la variabilidad de varios parámetros de las
señales. Ni la frecuencia de los pulsos ni la duración de las ráfagas ni el número de pulsos
por ráfaga presentaban diferencias interespecíficas. El intervalo entre los pulsos era,
pues, el único parámetro que las hembras podían utilizar para discriminar a los machos
de su misma especie. En otro complejo del género Drosophila (D. bipectinata), formado
por especies simpátricas y apenas distinguibles morfológicamente entre sí, también fue
posible diferenciar los cantos de diferentes especies al menos por un parámetro temporal
(que era el intervalo entre los pulsos, la duración del pulso o la duración de la ráfaga,
según el caso) (Crossley, 1986). Por último, en algunas especies de saltamontes la
especificidad del canto reside en su duración y, en otras, en la duración del pulso.
En el caso de las cigarras, no parece ser el rango de variabilidad de los parámetros
físicos, sino su modulación (e.g., la amplitud y la tasa de pulsos en el caso de Tibicen
linnei) la característica que codifica la identidad de la especie. También en este caso, esta
conclusión se ha alcanzado a partir del análisis de la variabilidad interespecífica. La
cuestión es ¿responden las hembras de forma selectiva a la variación en estos parámetros

174
potencialmente críticos?
En muchos casos parece ser que sí. El canto del saltamontes verde (Omocestus
viridulus) consiste en un trino de 10-25 segundos de duración, formado por una serie de
pulsos de 76 milisegundos (ms) de duración por término medio y de amplio espectro de
frecuencias. La duración de los pulsos es el parámetro menos variable, por lo que puede
contener información sobre la identidad de la especie. Las hembras de todos los
saltamontes de la subfamilia a la que pertenece esta especie responden a los cantos de
llamada mediante su propio sonido, y Thorleifur Eiriksson registró con qué probabilidad
se producía esta respuesta cuando presentaba una serie aleatoria de cantos sintéticos con
pulsos de diferente duración. Para pulsos de duración intermedia (70-80 ms) la
probabilidad de respuesta fue máxima. También analizó la aproximación de las hembras
(fonotaxis positiva) hacia los altavoces que emitían los diferentes cantos. Las hembras
eran atraídas por los pulsos de 76 ms de duración, es decir, los que mejor imitaban al
canto natural (Eiriksson, 1993).
Las hembras de la mayor parte de las especies de saltamontes estudiadas (e.g.,
Chorthippus biguttulus, revisado en Helversen y Helversen, C. dorsatus, Stumpner y
Helversen, 1992, o el anteriormente mencionado saltamontes de campo común),
discriminan el canto de llamada en función de parámetros temporales, pero las de otras
especies también parecen basarse en la frecuencia. Por ejemplo, tanto la frecuencia como
el patrón temporal de los cantos de llamada de los grillos son específicos de la especie
(vide supra: Figura 4.5b) (revisado en Huber et al., 1989). En algunos dípteros la
frecuencia parece ser el único parámetro en el que se basa la discriminación. R. E.
Duhrkopf y W. K. Hartberg midieron la tasa de hibridación en el laboratorio de dos
especies de mosquitos, Aedes aegypti y A. albopictus (Culicidae) y encontraron que era
nula. Para explicar este resultado, los autores compararon el porcentaje de machos de A.
aegypti que se aproximan y se orientan hacia un altavoz que emite sonidos de diferentes
frecuencias.
Encontraron que la respuesta se producía si la frecuencia estaba comprendida entre
los 415 y los 595 Hz y que era máxima para los sonidos de 465 Hz, que es exactamente
el rango en el que los sonidos de vuelo de las hembras de su especie presentan picos
(Duhrkopf y Hartberg, 1992).
Las hembras de los mosquitos y de los saltamontes no son las únicas que emiten
sonidos que pueden intervenir en el reconocimiento y la localización de parejas
potenciales. También lo hacen las de algunas especies de cercópidos, delfácidos y
cigarrillas (Hemiptera, Homoptera) y de mariposas y polillas (e.g., Plutella xylostella
[Plutellidae], Pittendrigh y Pivnick, 1993, Gallería melonella o la anteriormente citada
Eldana saccarina [Pyralidae] que, a diferencia de los machos, no emite ultrasonidos sino
sonidos de baja frecuencia).
En cualquier caso, tanto si las señales acústicas son producidas exclusivamente por
los machos como si intervienen también las hembras y tanto si es la frecuencia del canto
como su patrón temporal el parámetro que codifica la identidad de la especie, se trata de
características que se mantienen constantes para cada sexo, al menos a una temperatura

175
determinada. No ocurre lo mismo, por el contrario, con otra de las características del
canto, su intensidad. La intensidad del sonido se modifica con su propagación, por lo que
en ningún caso se ha considerado que pudiera contener información sobre la identidad de
la especie. Más bien, en la medida en que la disminución de la intensidad sea una función
lineal de la distancia, este rasgo puede utilizarse para estimar a qué distancia se encuentra
el emisor. Puede intervenir, por lo tanto, en su localización espacial.

• Selección sexual

Sin embargo, en algunos casos parece que la intensidad no sólo informa de la


distancia. Por ejemplo, el canto de llamada de los machos de Scapteriscus acletus
(Orthoptera, Gryllotalpidae) registrado a 15 centímetros del emisor tiene un rango de
intensidades de 70-90 decibelios. Thomas J. Walker y Timothy G. Forrest simularon la
presencia de dos machos de esta especie emitiendo desde dos altavoces cantos de
diferente intensidad. Independientemente de dónde estuviera situado el altavoz, cuanto
más intenso fuera el sonido mayor era el número de hembras capturadas en estas
trampas (Walker y Forrest, 1989). Las hembras de esta especie resultan, pues, más
atraídas por los cantos más intensos, pero ¿en qué tipo de información basan su
decisión? No puede tratarse de la distancia puesto que, como hemos dicho, a igual
distancia la gama de intensidades es relativamente amplia.
En otro experimento, Timothy G. Forrest y David M. Green comparaban el número
de hembras de S. acletus y de S. vicinus que eran atraídas por trampas de sonido en las
que había machos cantando. Menos de un tres por ciento de las hembras de ambas
especies eran atrapadas por las trampas heteroespecíficas, pero entre las que se
aproximaban a los machos de su misma especie existía un efecto significativo de la
intensidad del canto: cuanto más intenso fuera, mayor era el número de hembras atraídas
por él (Forrest y Green, 1991). Este resultado puede interpretarse de dos formas
alternativas. En primer lugar, puede ser que, puesto que el canto más intenso se propaga
a una mayor distancia, el número de receptores a los que potencialmente llega sea mayor.
En segundo lugar, puede ser que las hembras prefieran aparearse con los machos que
emitan el canto más intenso.
Puesto que también en este caso el canto de la propia especie atrae un mayor
número de hembras que el canto heteroespecífico, sigue siendo cierto que la señal es
reconocida por la hembra y le permite localizar espacialmente al macho. Pero, además,
puede servirle para evaluarlo individualmente. Quizá esta posibilidad se ha desestimado
con demasiada frecuencia a priori, lo que ha llevado a suponer que todas las
características de los cantos de llamada debían ser necesariamente compartidas por todos
los miembros de la especie. Por ello, generalmente se ha considerado suficiente registrar
un pequeño número de señales en uno o en muy pocos animales que procedían, muchas
veces, de una única población. Muchas menos veces se han registrado y analizado un
número significativo de señales procedentes de varios individuos y poblaciones. Sin
embargo, estos intentos han contribuido a mostrar que la variabilidad intraespecífica de

176
los cantos de llamada y de cortejo puede ser importante.
La variabilidad no parece afectar sólo a la intensidad del canto, sino también a su
estructura y a su espectro de frecuencias. En la Figura 4.6 se han representado el
oscilograma y el espectrograma de la señal de cortejo de un macho de Phrydiuchus tau.
Linda M. Wilson y sus colaboradores registraron en total 20 señales que procedían de 10
machos y encontraron que, aunque existía un patrón de modulación de la frecuencia
constante para cada individuo, éste difería entre individuos distintos (Wilson et al.,
1993). La modulación de la frecuencia no parece contener información sobre la identidad
de la especie y sí puede informar, por el contrario, de la identidad del emisor.

Figura 4.6. Oscilograma (a) y sonograma (b) del canto de cortejo de un macho de Phrydiuchus tau (adaptado de
Wilson et al., 1993). La modulación de la frecuencia es una característica que varía poco para un mismo
individuo y mucho de un individuo a otro. Por lo tanto, puede informar de la identidad individual, pero no de la
identidad de la especie.

Pero puede ocurrir que las señales no sean constantes ni siquiera para el mismo
animal. Una parte importante de la evidencia en este sentido procede del estudio de los
cantos de llamada de los grillos de matorral (Tettigoniidae) (revisado en Bailey, 1991).
Por ejemplo, en algunas especies (Ephippigerida taeniata) la tasa de pulsos del canto
del mismo macho varía de unas condiciones a otras. ¿Depende esta variabilidad, de
forma sistemática, de algún factor que podamos identificar? Geoff R. Alien y Winston J.
Bailey registraron y analizaron los cantos de llamada que producían los machos de
Requena verticalis observados en varias condiciones experimentales que diferían en la
tasa de encuentro de hembras vírgenes. La tasa de chirridos, la variabilidad del intervalo
entre chirridos y la duración del canto se modificaban de una condición a otra: cuando
podían encontrar hembras, aumentaba la tasa de producción de chirridos y disminuía la

177
variabilidad en el intervalo entre chirridos (Alien y Bailey, 1994).
Desde el punto de vista del macho, esta variación puede incrementar la probabilidad
de encontrar una hembra en la medida en que éstas o bien localicen más fácilmente los
cantos de estas características o bien los prefieran a otros cantos. Sin embargo, esto
último no siempre ocurre. Michael F. Claridge y John C. Morgan registraron y analizaron
los cantos de llamada de varios machos de Nilaparvata bakeri (Delphacidae) que
procedían de poblaciones distintas y aisladas geográficamente entre sí. El canto de esta
especie consiste en tres fases, y encontraron diferencias interpoblacionales en la duración
de cada una de ellas y en la tasa de repetición de los pulsos. A continuación probaron la
respuesta de las hembras de cada una de las poblaciones cuando emitían
simultáneamente el canto de su misma población y el de otra distinta. No encontraron
preferencia por el canto de su población (Claridge y Morgan, 1993). Este resultado puede
tener una consecuencia extraordinariamente relevante para nuestra discusión: las
diferencias interespecíficas en el canto no siempre implican la existencia de barreras
efectivas para el aislamiento y, por lo tanto, para una eventual especiación. Pero,
además, en algunos casos (e.g., el anteriormente mencionado S. acletus), en los que
existe reconocimiento del canto homoespecífico, las hembras pueden también
aproximarse a cantos heteroespecíficos. En consecuencia, la mera existencia de
diferencias entre especies puede no ser un criterio válido para la clasificación taxonómica.
Para discernir el papel del canto en el aislamiento reproductor puede ser necesario
analizar la respuesta de las hembras.
Un ejemplo dramático de cómo esta aproximación puede alterar las conclusiones
basadas exclusivamente en la descripción de las señales acústicas procede de las moscas
de la fruta. Se trata, como hemos visto, de un grupo paradigmático en la demostración
del papel de estas señales en el aislamiento reproductor pero, sin embargo, puede que
ésta no sea su única función. El canto de cortejo de D. parabipectinata está formado por
ráfagas de pulsos de 3 milisegundos de duración, espaciadas regularmente por períodos
de 13 ms y con una frecuencia de 330 Hz. Stella A. Crossley y H. C. Bennet-Clark
compararon el tiempo requerido para que se produjera la cópula, y la duración de ésta,
cuando el canto del macho era normal y cuando se alteraba experimentalmente. Al igual
que en otras especies, la extirpación de una sola ala no tenía efectos sobre el canto y, por
lo tanto, tampoco sobre el éxito del macho en la cópula. Si el canto fuera necesario para
el reconocimiento específico, la extirpación de las dos alas sí debería anular el éxito del
macho. Sin embargo, esta operación sólo ocasionó una disminución de éste. Seguían
produciéndose algunas cópulas (Crossley y Bennet-Clark, 1993), por lo que el canto de
cortejo no era necesario para el reconocimiento de la especie y el consiguiente
aislamiento reproductor.
En este caso ya se ha producido el encuentro entre el macho y la hembra, por lo que
puede haber otros canales sensoriales (e.g., tactoquímico o visual) que permitan el
reconocimiento. Pero ¿qué ocurre cuando el emisor y el receptor están alejados? En
algunas especies de saltamontes parece que el canto de llamada tampoco es necesario
para la atracción a distancia. Helmut Kriegbaum y Otto von Helversen establecieron

178
poblaciones artificiales de C. biguttulus que diferían en la existencia y en el número de
machos enmudecidos. Estos machos carecen de élitros y, aunque realizan los mismos
movimientos que los machos intactos y con la misma frecuencia, no pueden producir
sonido. Al medir el tiempo requerido para que todas las hembras se aparearan, estos
autores encontraron que no había diferencias entre las poblaciones en las que ningún
macho cantaba y las que contenían una proporción variable de machos que sí lo hacían
(Kriegbaum y Helversen, 1992).
Si el canto de llamada no es necesario para que se produzca la atracción entre
coespecíficos, no resultará critico para el éxito del macho en la reproducción. Cuando las
características de un rasgo son críticas para el éxito reproductor, por ejemplo cuando
permiten el reconocimiento de un individuo como miembro de la especie, cualquier
desviación respecto a la norma es intensamente seleccionada en contra. Los efectos de
una selección de este tipo, estabilizadora, consisten en un aumento del efecto de la
dominancia y una disminución del efecto de la aditividad sobre la varianza del carácter.
Por el contrario, si no es así, la selección direccional puede haber provocado
exactamente el efecto contrario. El canto de cortejo de Drosophila melanogaster
consiste en zumbidos de duración variable y, al igual que en todos nuestros ejemplos
anteriores, difiere del de las especies afines. Su frecuencia es de 160 a 170 Hz, y consta
de ráfagas de pulsos de 5 a 10 ms de duración separados por períodos de 35 ms. Para
evaluar el papel de la selección natural en la evolución de este canto, D. E. Cowling
utilizó un análisis dialélico, que permite estimar la heredabilidad de los caracteres
cuantitativos es decir, el porcentaje de la varianza fenotípica que se debe a los efectos
aditivos de los genes. Este tipo de análisis consiste en realizar todas las combinaciones
posibles de cruzamientos entre varias cepas, incluidos los cruzamientos recíprocos y, a
continuación, analizar la variabilidad de la "capacidad general". Ésta se define como la
diferencia entre el valor medio de un rasgo en todas las F1 que tie-nen a una de las cepas
como progenitora y el de las F1 en su conjunto. En el ejemplo que nos ocupa, la
variación en el intervalo entre los pulsos mostraba una gran aditividad y poca o ninguna
dominancia. Por lo tanto, este parámetro no debía ser crítico, aunque sí podía facilitar de
alguna manera la respuesta receptiva de la hembra (Cowling, 1980).
También en el estudio del canto de llamada de algunos ortópteros se ha llegado a una
conclusión parecida, aunque por un camino distinto. M. Charalambous y sus
colaboradores seleccionaron artificialmente la duración de las sílabas del canto de llamada
del saltamontes de campo común. Cruzando por separado a los machos que emitían las
sílabas más cortas y a los que emitían las más largas, pudieron establecer cepas de
machos que diferían en este carácter. Puesto que la duración de las sílabas era
susceptible de selección, debía tener una varianza genética aditiva importante
(Charalambous et al., 1994), lo que parece indicar que no ha estado sometida a la acción
de una intensa selección estabilizadora.
¿Qué presión de selección podemos invocar para explicar estos resultados? En el
experimento sobre el efecto del enmudecimiento de los machos de C. biguttulus,
Kriegbaum y von Helversen encontraron que, aunque no había diferencias en el tiempo

179
requerido para que se aparearan todas las hembras de una población, el período medio
transcurrido hasta el apareamiento de cada una de ellas era menor en las poblaciones con
machos intactos. Además, si podían elegir, las hembras preferían aparearse con los
machos que cantaban. El agente de la selección puede ser, pues, la elección de la
hembra.

• Elección de la hembra. Si las hembras muestran preferencias por determinadas


características del canto, es posible que éste haya evolucionado para explotarlas. Existen
algunas evidencias de que esto ha podido realmente ocurrir. La frecuencia del canto de
cortejo de los machos de Drosophila littoralis es de 250-400 Hz. En el norte de
Finlandia se encontró una población cuyo canto tenía una frecuencia inferior a los 250
Hz. No se trataba de una población natural y aislada, sino de una cepa de laboratorio que
se había formado tiempo atrás a partir de un número extraordinariamente pequeño de
individuos (una sola hembra apareada en este caso). Por ello, Anneli Hoikkala y Jaako
Lumme plantearon que el origen de las diferencias interpoblacionales podía haber sido la
selección sexual continuada (Hoikkala y Lumme, 1990) mediante la elección de las
hembras.
También en el caso de los cantos de llamada existen ejemplos de hembras que, aun
no estando sintonizadas de forma precisa a las características específicas de su especie,
las prefieren a otras. Ya hemos visto un ejemplo en el caso de los grillos de matorral. En
otro de los trabajos que también hemos citado, Thorleifur Eiriksson medía la
probabilidad de que las hembras del saltamontes verde (O. viridulus) respondieran a
cantos sinté- ticos de diferente duración de los pulsos. No obtuvo sólo respuesta cuando
emitió cantoscuya duración era la específica de la especie, sino también cuando era
mayor o menor, aunque la probabilidad de que se produjera la respuesta sí dependía de
este parámetro. Este autor también analizó el efecto de la duración y de la tasa de
producción del canto sobre la probabilidad de respuesta de las hembras. Un mayor
porcentaje de ellas respon- día a los cantos largos, o a los cantos cortos si se repetían con
mucha frecuencia (Eiriks- son, 1993).
A partir de estos resultados podemos concluir que el hecho de que los cantos
intervengan en el reconocimiento de la especie no excluye que las hembras tengan
preferencia por determinadas características del canto y, por lo tanto, su posible papel en
la elección de las hembras. Pero, además, hemos visto que la preferencia de la hembra
no sólo puede interpretarse como el resultado de una elección activa. También podría
ocurrir que determinadas características hicieran a las señales más fácilmente
identificables o localizables y, si es así, las hembras sólo desempeñarían un papel pasivo.
El canto de llamada de los machos de R. verticalis presenta un amplio espectro de
frecuencias, incluso en la banda ultrasónica. Winston J. Bailey y sus colaboradores
registraron la respuesta fonotáctica de hembras de esta especie en experimentos de
elección.
Las hembras preferían las señales que contenían más energía en la banda alta del
espectro y, además, las que eran más variables en su tasa de repetición de los chirridos.

180
Parecía, pues, que elegían activamente los cantos de estas características. Sin embargo,
cuando registraron la respuesta de hembras en el campo, encontraron que siempre se
aproximaban hacia el macho que cantaba desde una posición más próxima. Plantearon
que quizá los componentes de alta frecuencia favorecieran la localización del sonido y,
por lo tanto, que la respuesta de las hembras sólo era consecuencia de esta mayor
facilidad (Bailey et al., 1990).
Desde el punto de vista de los machos, tanto si determinadas características de los
cantos son preferidas activamente por las hembras como si facilitan su localización, es
posible lograr un éxito reproductor mayor que el de los competidores emitiendo cantos de
esas características. Es decir que, en cualquier caso, podemos estar frente a una forma
indirecta de competición entre los machos.

• Competición entre los machos. Existen algunas evidencias del papel de las señales
acústicas en esta competición. Thorleifur Eiriksson estableció poblaciones de saltamontes
verde que diferían en la densidad de machos y analizó los cantos emitidos en cada una de
las condiciones. Conforme aumentaba la densidad, la duración del canto disminuía y
aumentaba su tasa de producción. Ya hemos indicado que las hembras de esta especie se
aproximan más a los cantos cortos que tienen una tasa elevada, por lo que la
modificación del canto podía incrementar su eficacia en la atracción de parejas
(Eiriksson, 1992).
Pero, además, estas hembras responden al canto de llamada del macho dentro de un
breve intervalo tras su emisión. Por lo tanto, al acortar su canto los machos también
pueden incrementar la probabilidad de escuchar la respuesta de la hembra. Por último, la
presencia en el área de un gran número de machos puede dificultar a la hembra la
detección del canto de cada uno de ellos por lo que, al acortar su duración, los machos
pueden estar reduciendo la confusión debida al solapamiento con el canto de otros
machos.
Pero también puede darse la situación contraria. En los grillos topo (e.g.,
Gryllotalpa major), las cigarras y los grillos de matorral, los cantos de los machos que se
encuentran próximos espacialmente pueden no espaciarse sino sincronizarse, dando lugar
a la formación de coros a los que se aproximan las hembras para aparearse. Por ejemplo,
el canto de llamada de Gampsocleis gratiosa (Tettigonidae) presenta un amplio espectro
de frecuencias y una organización temporal variable. Su duración se puede modificar,
aumentando o disminuyendo, de forma que se solape con los cantos de los machos
próximos. Lo mismo ocurre en otras especies de esta familia como Cystosoma
saundersii, Neoconocephalus spiza o Amblycorypha parvipennis. Los cantos de
llamada de esta última consisten en frases de 4 a 5 segundos de duración que se suceden
a una tasa de 7 a 9 por minuto. Las frases de los machos que están próximos
espacialmente se solapan con mucha frecuencia. Patrick L. Galliart y Kenneth C. Shaw
se propusieron analizar el papel de la distancia entre los machos y de la presencia de
hembras en este solapamiento y, para ello, compararon los cantos de llamada de dos
machos que se encontraban a diferente distancia uno de otro y en presencia o ausencia

181
de una hembra. En presencia de una hembra se acortaba el intervalo entre frases, con el
consiguiente aumento de su tasa de producción, y este efecto era independiente de la
distancia entre los machos. Sin embargo, ambas variables interactuaban entre sí: si no
está presente una hembra y se reduce la distancia entre los machos, el intervalo entre
frases aumenta, pero este efecto desaparece cuando está presente una hembra. Además,
en este último caso se incrementa el grado de solapamiento (Galliart y Shaw, 1991).
¿Qué nos dice este resultado? En primer lugar, la presencia de otro macho cantando
en las proximidades parece inhibir temporalmente la producción del canto. Puesto que las
hembras de esta especie responden con su propio sonido al canto del macho y éste puede
utilizar esta señal para localizarlas espacialmente, esta inhibición puede incrementar la
probabilidad de que cada uno de ellos detecte la respuesta de una hembra. Ambos
competidores se beneficiarían de este efecto pero, una vez que se ha detectado la
presencia de una hembra, la aparente cooperación desaparece. En experimentos de
elección en los que se medía la respuesta de una hembra frente a un par de machos que
cantaban desde recipientes aislados y distantes, Galliart y Shaw encontraron que existía
una mayor probabilidad de aproximación a los machos que emitían el canto más intenso
y que solapaban su canto con el del competidor (Galliart y Shaw, 1992). Por lo tanto, el
incremento de la tasa de canto en presencia de una hembra puede ser un mecanismo de
competición entre los machos.
El solapamiento entre frases implica también la sincronización de los elementos de
cada frase. Si varios machos producen su canto simultáneamente, aumentará la
intensidad total de la señal y, por lo tanto, la eficacia global del sistema para la
comunicación a distancia. Cualquiera de los machos que participan en el coro puede
resultar teóricamente beneficiado por este aumento. Sin embargo, no se ha demostrado
que ningún macho logre un número de cópulas mayor si canta en un agregado que si lo
hace en solitario. Por el contrario, se ha descrito la existencia de machos que no cantan,
sino que se sitúan en los agregados y aprovechan el esfuerzo energético realizado por los
machos que cantan. Las hembras de los grillos de campo (Gryllus sp.) responden al
canto de llamada de los machos de su especie aproximándose al emisor. Por lo tanto,
también en este caso las señales parecen estar dirigidas a facilitarles el reconocimiento y
la localización espacial de los machos coespecíficos. En Gryllus integer, existen machos
satélites que, en lugar de cantar, responden a la llamada de otros machos aproximándose
a ellos. Una vez cerca, cortejan a las hembras que han resultado atraídas por la llamada
de estos machos (Cade, 1979).
¿Cómo puede explicarse el mantenimiento de un sistema de comunicación que sea
susceptible de explotación? Podemos argumentar, por ejemplo, que, a pesar de esta
susceptibilidad, la emisión de los cantos de llamada es la alternativa más eficaz para
resolver el problema de advertir de la propia presencia a hembras alejadas espacialmente.
Sin embargo, esta argumentación puede parecer tautológica. En primer lugar, implica
plantear de nuevo que la función de los cantos de llamada es advertir de la presencia de
parejas potenciales. Ya hemos visto que esta función no excluye necesariamente otras
alternativas. Pero, además, cada una de éstas puede tener efectos distintos, y en algunos

182
casos opuestos, desde un punto de vista evolutivo. Por ejemplo, al advertir de la
presencia y de la localización de un animal, los cantos de llamada pueden proporcionar
ventajas reproductoras a un competidor. ¿Cómo podemos avanzar, pues, en el estudio de
su función?

4.4.2. Ecología de la comunicación acústica en los grillos

Una posibilidad consiste en analizar las diversas alternativas de las que dispone un
animal para hacer frente al problema para cuya solución creemos que sirve el
comportamiento. Supongamos que éste es la atracción de hembras alejadas
espacialmente. Las dos alternativas más obvias son las de señalar la identidad y la
posición y la de no señalarlas. La señalización puede hacerse, a su vez, mediante sonidos
de diferentes características y, por último, el sonido no es el único medio para señalizar la
presencia de uno. También pueden utilizarse otras modalidades sensoriales, por ejemplo
la química o la visual. Cada una de estas diferentes alternativas aportará una serie de
ventajas y acarreará algunas desventajas al animal en términos de su éxito reproductor.
Nuestro objetivo será identificar cuál de las alternativas resuelve el problema de forma
óptima, es decir, cuál permite obtener el mejor balance entre las ventajas que
proporciona y los inconvenientes que supone. La medida en que el comportamiento se
ajuste a nuestras predicciones será una evidencia de la validez de nuestra hipotésis
funcional.
Pero nuestro ambicioso plan puede chocar con la dificultad de realizar predicciones
precisas e indiscutibles del diseño óptimo del comportamiento. En primer lugar, porque
no es fácil cuantificar las posibles ventajas y desventajas de todas las alternativas en
términos de una única moneda que sea, a su vez, traducible a una contribución al éxito
reproductor. En segundo lugar, porque lo es todavía menos medir cómo varía este
hipotético parámetro cuando lo hacen los múltiples factores que debemos tener en
cuenta. Por ello, nuestro análisis deberá sacrificar necesariamente la complejidad de la
realidad en aras de la eficacia.
Veamos algunos de los factores que pueden ser importantes. William H. Cade y Elsa
Salazar-Cade compararon el comportamiento de los machos de G. integer en
poblaciones artificiales de diferente densidad. Cuando la densidad era baja, los machos
cantaban más y se desplazaban menos en busca de hembras atraídas por otros machos.
Además, cuanto mayor fuera el peso del macho, mayor era la duración de su canto y
menor el tiempo que invertía en la búsqueda de hembras. Para densidades bajas, la
frecuencia de apareamientos era mayor cuanto mayor fuera la duración del canto, pero
no existía esta correlación para densidades altas de machos (Cade y Salazar-Cade, 1992).
¿Qué nos sugieren estos resultados? En primer lugar, que en una misma población
pueden coexistir las dos tácticas alternativas (señalar mediante el canto y no señalar) y
que su frecuencia depende de la densidad. La táctica de cantar es más frecuente para
densidades bajas, mientras que la táctica alternativa aumenta para densidades altas. La

183
emisión del canto no parece, pues, crítica para el reconocimiento de la especie a la que
pertenece el macho. Esto implica que existen mecanismos alternativos de
reconocimiento, pero ¿cuáles pueden ser?
También en otras especies de grillos (e.g., el grillo de campo mediterráneo G.
bimaculatus, y G. campestris) se ha observado una relación inversa entre la emisión del
canto de llamada y la densidad de machos en la población. Los machos de muchas de
estas especies emiten un canto de cortejo cuando se encuentran en las proximidades de
una hembra o cuando se ha producido contacto entre las antenas de ambos. Tras el canto
de cortejo, la hembra sigue al macho y, a continuación, puede producirse la monta,
durante la que tiene lugar la transferencia del espermatóforo. La monta puede ir seguida,
a su vez, de un canto post-copulatorio que, al igual que el canto de cortejo, es menos
intenso que el canto de llamada y, además, puede diferir acústicamente de él. Por
ejemplo, el canto de llamada del grillo de campo mediterráneo consta de una serie de
chirridos de 4 a 5 sílabas con una frecuencia de alrededor de 3 kHz (vide supra: Figura
4.5b). Por el contrario, el canto de cortejo presenta picos para valores de frecuencia de
15 kHz.
Debido a la atmósfera y a los fenómenos de absorción y de reflexión, los sonidos de
alta frecuencia resultan más atenuados que los de baja frecuencia. Por lo tanto, el
espectro de frecuencias del canto de cortejo lo hace más adecuado como canal privado
de comunicación. A su vez, la diferencia en la frecuencia de los cantos de llamada y de
cortejo indica un posible papel de la degradación del sonido en la comunicación acústica
de los grillos. Para poner a prueba este papel, Armin Keuper y sus colaboradores
analizaron el comportamiento acústico de los machos de dos especies de grillos de
matorral (Decticus verrucivorus y Psorodonotus illyricus) que viven en zonas de
vegetación baja. En estas zonas, a la atenuación producida por el suelo se suma la
producida por la hierba y, debido a los gradientes negativos de temperatura, este efecto
es más acentuado por la tarde que por la mañana. A diferencia de otras especies, éstas
emiten sus llamadas de forma preferente por la mañana (Keuper et al., 1986).
Parece, pues, bastante plausible que la efectividad de la comunicación a distancia
haya sido una presión importante en el diseño de los cantos de llamada. Las ventajas de
este sistema para el éxito reproductor de un animal solitario pueden parecer evidentes,
pero son difíciles de cuantificar. También es difícil medir cuáles son sus desventajas en
términos reproductores, pero no lo es tanto hacerlo a nivel fisiológico. La producción de
señales acústicas requiere un gasto energético importante, que se ha llegado a medir en
algunos casos. En Requena verticalis, por ejemplo, la producción del canto de llamada
incrementa en un 58% la tasa metabólica basal (Bailey et al., 1993).
Si, en lugar de emitir sonidos, los grillos emitieran señales químicas, como hacen las
mariposas o las polillas, o señales visuales como las luciérnagas (Coleoptera,
Lampyridae), este coste sería mucho menor. ¿Cómo explicar entonces la emisión de una
señal tan costosa energéticamente? Una de las estrategias que utilizan los grillos para
defenderse contra los predadores consiste en ocultarse (Walker y Masaki, 1989), y, para
detectar y capturar a las hembras, algunos predadores explotan su aproximación a los

184
machos. Aproximándose durante la noche, las hembras pueden pasar más fácilmente
desapercibidas que si lo hacen durante el día.
La importancia del riesgo de predación para explicar el comportamiento de las
hembras puede ilustrarse mediante un experimento en el que Ann V. Hedrick y Lawrence
M. Dill emitían desde dos altavoces cantos de llamada de G. integer de la misma
intensidad. Cuando la duración de los dos cantos era la misma pero los altavoces diferían
en el grado de cobertura que se proporcionaba a las hembras en su aproximación, éstas
siempre se acercaban al que permitía una mayor cobertura (Hedrick y Dill, 1993).
A su vez, el riesgo de predación se ha utilizado para explicar por qué los machos
señalizan su identidad y su posición de noche (Loher, 1979). Por la noche, salvo en el
caso de los animales bioluminiscentes, no se pueden utilizar eficazmente las señales
visuales. Pero, además, debido a su longitud de onda, éstas no pueden sortear los
obstáculos tan eficazmente como las señales acústicas o químicas y, por lo tanto, tienen
un rango de efectividad menor.
Repecto a otros canales, como por ejemplo el químico, los insectos que lo utilizan
para la comunicación a distancia (e.g., las polillas o las mariposas), suelen difundir su
mensaje desde una posición elevada. Por el contrario, la mayor parte de las especies de
grillos señalizan desde el suelo. Su posición dificulta, así, una emisión eficaz a distancia
de las señales químicas. En resumen, y en lo que se refiere a la modalidad sensorial de
las señales, la efectividad de su transmisión a distancia por la noche y desde el suelo
favorece la utilización del sonido.
Sin embargo, sus mismas ventajas convierten al canal acústico en un canal poco
privado de comunicación. Ya hemos mencionado su explotación por machos
competidores, pero también se ha descrito la existencia de predadores o parásitos que
utilizan este sistema de comunicación para localizar a sus presas o a sus huéspedes.
Mediante trampas de sonido de G. integer, Thomas J. Walker y S. A. Wineriter lograron
capturar hembras adultas de Ormia achracea (Diptera, Tachinidae). Se trata de una
mosca que deposita sus larvas en el cuerpo o en la proximidad de los grillos adultos. Las
larvas atacan al grillo y se desarrollan en su interior, lo que provoca su muerte en un
corto período de tiempo (alrededor de siete días).
¿Se traduce esta desventaja en una merma del éxito reproductor del macho? A
primera vista puede resultar obvio que sí, ya que los animales intentan contrarrestar la
posible explotación del sistema. Los machos del grillo italiano (Oecanthus pellucens), por
ejemplo, alteran el volumen del canto a la más mínima perturbación, lo que, en palabras
de Fabré, provoca en un presunto cazador una "…completa confusión". Los machos de
otra especie de grillo (G. veletis), una vez han detectado la presencia de una hembra
reducen la duración del canto de llamada. Pero existen demostraciones experimentales de
este efecto. Walker y Wineriter liberaron en el campo machos adultos de G. rubens,
algunos de los cuales habían sido enmudecidos. Ninguno de estos machos fue parasitado
por la mosca, mientras que el 54% de los machos que podían cantar sí lo fueron (Walker
y Wineriter, 1991). El riesgo de parasitación es, pues, una segunda desventaja a tener en
cuenta en la emisión del canto.

185
Puesto que el sistema es energéticamente costoso, susceptible de explotación y
puede representar una merma potencial de la supervivencia del animal, parece difícil
explicar por qué ha evolucionado. Pero tenemos una posible respuesta. Las hembras de
G. integer pueden reconocer a los machos mediante otros mecanismos pero, cuando la
densidad de población es baja, existe una gran variabilidad en el éxito reproductor de los
machos. Para cada macho, la frecuencia de apareamientos registrados es mayor cuanto
mayor sea la duración de su canto y esto se debe, probablemente, a la respuesta de las
hembras. En uno de los experimentos citados anteriormente, Hedrick y Dill registraron la
respuesta de hembras de esta especie cuando emitían desde dos altavoces cantos de
llamada de su especie de distinta duración. Si la aproximación a uno y otro canto
proporcionaba la misma cobertura, todas las hembras se aproximaban al altavoz que
emitía el canto más largo (Hedrick y Dill, 1993). Esta mayor atracción de hembras puede
compensar a las desventajas de la emisión del canto de llamada, al menos en condiciones
de baja densidad.
La varianza en el éxito reproductor tiene algunas consecuencias, de las que la más
importante es la existencia de una fuerte competición entre los machos. En algunos casos
esta competición no es indirecta sino directa, y los encuentros pueden resolverse de
forma agresiva o mediante señales ritualizadas. Estos cantos agresivos, o de rivalidad
tienen una frecuencia y una tasa de repetición de pulsos similares a las del canto de
llamada, pero presentan una mayor intensidad y un mayor número de pulsos por chirrido
(Bennet -Clark, 1989).
La eficacia de una señal acústica como advertencia depende, en primer lugar, de su
intensidad. Cuanto mayor sea el grillo, mayor será la energía muscular para la producción
del sonido y, por lo tanto, más intenso será éste. Pero también hemos mencionado que
hay otros parámetros, como por ejemplo la duración de la señal, que dependen del
tamaño del grillo. Cuando, como en este caso, las señales que transmiten información
sobre características relacionadas con la capacidad del emisor, por ejemplo su tamaño,
son costosas de producir, son también poco susceptibles de convertirse en un farol. Por
ello, las ventajas reproductoras de la emisión del canto de llamada son menores para un
macho de pequeño tamaño que para uno de gran tamaño.
Tenemos, pues, que los beneficios reproductores asociados a las tácticas de cantar y
no cantar dependen tanto de factores individuales (e.g., el tamaño), como poblacionales
(e.g., la densidad de machos y la frecuencia con la que adopten una u otra táctica). Si la
densidad es alta, la competición por sitios para cantar y el coste de su defensa también lo
serán. En estas condiciones, la solución óptima para un animal de pequeño tamaño puede
ser no cantar, mientras que para un animal de gran tamaño será cantar. Puesto que existe
polimorfismo, la selección parece haber favorecido, también en este caso, el
mantenimiento de una varianza genética importante.
También puede haber sido favorecida por la selección una cierta flexibilidad en el
comportamiento de las hembras en función de las condiciones ambientales. Existen
algunas evidencias en este sentido.
Hedrick y Dill registraron la respuesta de las hembras de G. integer en un

186
experimento de elección entre cantos de diferente duración pero que eran emitidos desde
lugares que proporcionaban una cobertura total, en un caso, y nula en el otro. Sólo una
tercera parte de las hembras se desplazaron en campo abierto para aproximarse al altavoz
que emitía el canto de mayor duración (Hedrick y Dill, 1993).
Esta flexibilidad de la respuesta de las hembras y de los machos debe reflejar una
capacidad de procesamiento de la información en sus sistemas nerviosos. Sería
fascinante averiguar cómo tiene lugar esta interacción a nivel neural, pero este tipo de
análisis no se ha llevado a cabo en esta especie ni desde este punto de vista. Han sido los
grillos de campo mediterráneo el objeto de la serie más completa de trabajos orientados a
establecer el papel del sistema nervioso en la comunicación acústica de los insectos
(revisado en Huber, 1990; Huber y Thorson, 1986).

4.4.3. Neuroetología de la comunicación acústica en los grillos

Los machos de estas especies emiten sus cantos de llamada durante el inicio de la
fase de oscuridad del día. Las hembras responden a la llamada de su propia especie
aproximándose al macho, lo que implica que reconocen y localizan el canto. Además, los
cantos de distintas especies difieren entre sí, mientras que presentan una notable
estabilidad intraespecífica (vide supra: Figura 4.5b). Por lo tanto, en este caso el
reconocimiento de la especie parece ir asociado al aislamiento reproductor.
Los grillos producen los cantos de llamada friccionando sus alas anteriores, lo que da
lugar a un sonido pulsátil, con un espectro de frecuencias y un patrón temporal
característicos. Por ejemplo, el canto de Gryllus campestris consiste en una serie de
chirridos de 3 a 4 pulsos con una frecuencia de 4,5 kHz (vide supra: Figura 4.5b)
(Bennet-Clark, 1989), mientras que el de Acheta domesticus consiste en chirridos de 3
pulsos repetidos a una tasa de 1,5 a 2 por segundo y con una frecuencia de 4 a 5 kHz.
La identificación de la especie y el aislamiento reproductor implican, por lo tanto, que el
sistema nervioso del macho posee una organización neural capaz de generar un patrón de
actividad muscular que dé lugar al sonido de las características específicas. Desde el
punto de vista de la hembra, implica que su sistema nervioso puede evaluar la identidad
de la especie y la localización espacial del emisor y responder a la señal adecuada con un
movimiento de aproximación, rastreando su localización.
Como ya hemos visto, una vez que se ha producido el encuentro entre el macho y la
hembra pueden intervenir otros canales de comunicación, como el visual, el táctil y el
químico. El contacto entre las antenas del macho y de la hembra, con el posible
intercambio de señales químicas, son suficientes para inducir el apareamiento. De hecho,
parece que la quimiorrecepción de contacto permite al macho identificar el sexo del
congénere que ha respondido a su canto de llamada. Si se trata de una hembra, el macho
puede iniciar, como ya hemos indicado, un canto de cortejo, mientras que si es otro
macho, el vencedor emite un canto de rivalidad. La estereotipia y especificidad del canto
de cortejo son mucho menores que las del canto de llamada. En G. campestris y

187
especies afines, el canto de cortejo consiste en una serie alternada de clicks y de sílabas
breves con un amplio espectro de frecuencias que, como vimos, incluye frecuencias
altas.
La emisión del canto de cortejo puede preceder al seguimiento de la hembra que, a
su vez, puede finalizar con la monta. Esta respuesta implica que el sistema auditivo de la
hembra puede reconocer y procesar la información contenida en el canto de cortejo y
decidir si copula o no con el macho. Sin embargo, esta capacidad se ha explorado
mucho menos que la que subyace al reconocimiento, y a la producción, del canto de
llamada.

• Producción del canto. Los grillos producen sus cantos por estridulación. El
aparato estridulador tiene dos partes. En todos los miembros de la familia Gryllidae, la
lima, raspa o hilera, está situada en la superficie inferior de la región cubital de una de
las alas anteriores mientras que el rascador se encuentra en la cara superior de la otra ala
(Figura 4.7). Esta localización es la misma que en el caso de los grillos de matorral
(Tettigoniidae) y diferente de la de otros ortópteros. En los saltamontes, por ejemplo, las
dos partes del aparato estridulador están situadas en las patas y las alas posteriores,
mientras que en algunos Stenopelmátidos (e.g., Hemideina) se encuentran en el fémur
de las patas y en el abdomen. La estridulación tampoco es exclusiva de los ortópteros,
sino que está muy extendida entre los insectos. Por ejemplo, se ha descrito un aparato
estridulador en el abdomen y en las alas de algunos coleópteros (e.g., Nicrophorus,
Silphidae; Copris incertus, Scarabeidae; Phrydiuchus tau, Curculionidae) y en las alas
en algunos lepidópteros (e.g., Hamadryas, Nymphalidae). En otros insectos el sonido no
se produce por estridulación sino por percusión (e.g., en Hecatesia, Lepidoptera) o por
vibración de las alas, del abdomen (en algunas crisopas), de algún apéndice corporal o de
membranas cuticulares (en las crisopas, las cigarras y algunos lepidópteros, como
Galleria mellonela o Eldana saccharina, Pyralidae).
De todos estos mecanismos la estridulación parece, sin duda, uno de los más
especializados. Y no sólo porque implica la existencia de una estructura cuticular
destinada específicamente a la producción de sonido sino también porque, a veces, dicha
producción va acompañada de otras actividades que parecen mejorar dicha producción.
Por ejemplo, en el grillo de campo mediterráneo se inhibe la locomoción y se eleva el
cuerpo sobre el substrato. Las alas se mantienen ligeramente levantadas, formando un
ángulo de unos 65° con el cuerpo. En esta posición, las alas se cierran frotándose una
contra otra, lo que provoca que el rascador choque uno a uno con los dientecillos que
forman la lima. Cada vez que uno de los dientes de la lima tropieza con el rascador
produce una oscilación, por lo que cada movimiento completo de cierre de las alas genera
un pulso de sonido (Figura. 4.7). Los períodos silenciosos entre pulsos se corresponden
con el movimiento de apertura de las alas. Las alas se vuelven a cerrar pasados unos 35
ms, y el ciclo completo de apertura y cierre se repite de tres a cuatro veces, dando lugar
a los chirridos. Estas series de pulsos (chirridos) se producen de forma intermitente, lo
que origina la secuencia típica del canto de llamada de la especie.

188
Figura 4.7. Representación esquemática de las dos partes (lima y rascador) que forman el aparato estridulador de
un grillo. Situadas en el extremo de las alas anteriores, el movimiento de cierre del ala provoca la fricción del
rascador sobre los dientecillos de la lima, lo que produce el sonido. El cierre completo de las alas corresponde a la
producción de un pulso de sonido y, debido a la disposición de los dientecillos, durante la apertura del ala no se
produce ningún sonido (adaptado de Bennet-Clark, 1989).

Si el cierre de las alas se produjera de forma continuada daría lugar a un tono puro
cuya frecuencia sería la del canto de llamada de la especie (Figura 4.7). Por lo tanto, se
puede considerar que la frecuencia portadora del canto es una propiedad derivada de la
estructura física del aparato estridulador. Lo mismo ocurre con otros parámetros, en
particular con la duración de un pulso, que depende de la longitud de la lima, y con el
período entre pulsos, es decir con el tiempo que transcurre desde que se inicia un pulso
hasta que empieza el siguiente. Por el contrario, otras características del patrón temporal
del canto, como el número de pulsos por chirrido o la tasa de chirridos, son un reflejo del
patrón de actividad de los músculos alares.
Los músculos que producen la apertura y el cierre de las alas durante la producción
del canto son los mismos que controlan su movimiento durante el vuelo: los músculos
elevadores producen el cierre de las alas, mientras que los depresores dan lugar a su
apertura. David R. Bentley colocó diminutos electrodos que podían registrar la actividad
eléctrica que tiene lugar en estos músculos y, al mismo tiempo, grabó el canto de llamada
que producía un macho de G. campestris. Cada vez que se emitía un chirrido se
sucedían con regularidad una serie de acontecimientos. En primer lugar, se contraían los
músculos de apertura de las alas (depresores) e inmediatamente lo hacían los músculos
elevadores. A continuación, y tras un breve período de tiempo que puede reflejar el lapso
necesario para que se genere en los músculos alares la tensión requerida para producir el
movimiento del ala, se iniciaba un pulso de sonido y, una vez terminado éste, se repetía
el ciclo (Figura 4.8a) (revisado en Bentley y Hoy, 1978).

189
Figura 4.8. (a) Representación de la actividad eléctrica registrada simultáneamente en diferentes niveles cuando se
está emitiendo el canto de llamada de un grillo. Cada vez que se emite un chirrido se suceden, en primer lugar,
una contracción de los músculos de apertura de las alas (depresores), seguida de una contracción de los
músculos de cierre (elevadores) y, tras un breve lapso, un pulso de sonido. (b) La aplicación de un estímulo
eléctrico continuo a las fibras que unen los ganglios subesofágico y torácico provoca un patrón rítmico de
contracción igual al registrado durante la producción del canto de llamada (tomado de Young, 1989).

La tasa de contracción de los músculos o el número de ciclos dependen de las


señales que envían neuronas motoras situadas en los ganglios torácicos. La Figura 4.9a
presenta un esquema del sistema nervioso de un grillo, que consta de una serie de
ganglios, o grupos de neuronas, unidos entre sí por conectivos. El cerebro es el ganglio
que ocupa la posición más anterior en la cabeza). Si se estimulan eléctricamente las
neuronas de los ganglios torácicos se produce, de hecho, el patrón de contracción
muscular que hemos descrito. Cuando se activan las neuronas que controlan los
músculos de apertura se produce una inhibición de la actividad en las que controlan los
músculos de cierre, y viceversa, lo que origina el espaciamiento entre los pulsos de
sonido. ¿De qué dependen éste y los otros ritmos de activación de estas neuronas?
Las motoneuronas reciben señales procedentes del cerebro del animal (Figura 4.9a).
Estimulando eléctricamente las fibras que unen el ganglio subesofágico al ganglio
protorácico se puede provocar un patrón de contracción de los músculos de apertura y
cierre igual al registrado durante la producción del canto. Este resultado no sería
demasiado llamativo si hubiéramos estimulado las fibras intermitentemente pero, como se
observa en la Figura 4.8b, el estímulo aplicado es continuo. Es decir, que cuando llega
una señal eléctrica a los ganglios torácicos, parece activarse un grupo de neuronas de
estos ganglios que tienen una actividad rítmica.

190
Figura 4.9. (a) Representación esquemática del sistema auditivo de un grillo. Los oídos están situados en la tibia
de las patas anteriores y consisten en dos tubos traqueales huecos, que se comunican entre sí a nivel de la línea
media del cuerpo, donde están separados por un fino septum, y con el exterior a través de las membranas
timpánicas, situadas en la tibia, y de dos espiráculos que se encuentran en el primer segmento torácico. Las fibras
auditivas forman el nervio auditivo, que se proyecta hasta el ganglio protorácico, el más anterior de los tres
ganglios torácicos de la cuerda nerviosa ventral. Las interneuronas auditivas de este ganglio están conectadas con
interneuronas situadas en el cerebro del animal (adaptado de Huber y Thorson, 1986). (b) Corte transversal de un
órgano timpánico. Por detrás del tímpano posterior existe un saco de aire que forma parte de la tráquea de la pata.
Sus ramas superiores son las que se abren al exterior a través de los espiráculos, mientras que las inferiores se
conectan entre sí en la línea media del cuerpo. Las neuronas sensoriales están unidas a la pared superior de la
tráquea que se encuentra por detrás del tímpano anterior. Junto con las células accesorias, están rodeadas por una
membrana en forma de tienda (adaptado de Young, 1989).

Este ritmo no desaparece aunque se corten los conectivos que unen el ganglio
subesofágico al ganglio protorácico. Pero los experimentos han llegado a ser mucho más
drásticos: se han colocado pesos encima de las alas o incluso se han cortado éstas,
seccionado los músculos alares y todos los nervios sensoriales… El patrón del canto
sigue manteniéndose, al menos durante un breve lapso de tiempo. Parece, pues, que los
ganglios torácicos contienen un generador central del patrón del canto, es decir, un
grupo de neuronas cuyo ritmo de actividad produce el canto de llamada específico de la
especie y cuya activación depende de un pequeño número de neuronas situadas en el
cerebro, las neuronas de mando (revisado en Young, 1989).

• Genética y evolución del canto de llamada. Estas redes neurales se van

191
desarrollando conforme el grillo finaliza su crecimiento desde el estadío de larva hasta el
de adulto. Durante este período el animal pasa, por término medio, por diez fases de
desarrollo. El patrón de actividad de la red neural de vuelo ya es incipiente en el séptimo
estadío, y en fases posteriores se hace progresivamente más intenso, incrementándose el
número de impulsos por ráfaga y el número de neuronas activas, hasta llegar a estar
completamente establecido en el décimo estadío. Es decir que, a partir de ese momento,
ya están completamente desarrolladas tanto las neuronas como las conexiones entre ellas.
El curso seguido durante este desarrollo ha dependido, por supuesto, de multitud de
factores (e.g., la dieta, el fotoperíodo, la temperatura, la humedad…) que pueden afectar
al desarrollo post-embrionario de los insectos. Estos factores pueden variar
considerablemente en condiciones distintas pero, sin embargo, el resultado final es
notablemente estable para la mayor parte de los machos de una misma especie.
Cuando, como en este caso, no existe variabilidad intraespecífica en un carácter, no
tiene sentido plantearse si las diferencias en el fenotipo son debidas en mayor o menor
medida a las diferencias en el genotipo. Sin embargo, los cantos de especies distintas sí
difieren entre sí, por lo que se pueden analizar las bases genéticas de estas diferencias.
David R. Bentley y sus colaboradores aprovecharon el hecho de que es posible producir
híbridos fértiles cruzando entre sí algunas especies de grillos. Los machos de Teleogryllus
oceanicus producen una secuencia alternada de chirridos y trinos (vide supra: Figura
4.5b). Lo mismo ocurre con los machos de T. commodus, pero la tasa de pulsos por
chirrido y el número de pulsos por trino son mayores en esta última especie. Los híbridos
de un cruce entre machos de T. oceanicus y hembras de T. commodus producen
chirridos y trinos de duración y tasa intermedias, pero más parecidos al canto de T.
commodus que los procedentes del cruzamiento entre hembras de T. oceanicus y machos
de T. commodus. Este patrón de transmisión no sería de esperar si las diferencias en el
canto dependieran de un solo gen. Por el contrario, sí lo hubiera sido si dependen de un
gran número de genes, alguno de los cuales está ligado al cromosoma X (Bentley y Hoy,
1972) (en algunos órdenes de insectos, la determinación cromosómica del sexo depende
del número de cromosomas X presentes: el genotipo XX es femenino, mientras que el
genotipo masculino es XO).
Esta dependencia, que explica el mayor parecido entre el canto de los híbridos y el
de la especie materna, puede implicar que las hembras, aunque no expresen
fenotípicamente el carácter, posean información genética para el desarrollo de un
generador central del patrón del canto. Es decir, que puede existir un acoplamiento
genético entre el mecanismo nervioso de producción del canto en el macho y el de
reconocimiento de las hembras. El acoplamiento genético, a su vez, tiene una clara
consecuencia evolutiva. Implica que el sistema de producción de la señal y el mecanismo
de reconocimiento han estado sometidos al mismo proceso selectivo y, por lo tanto, que
se han modificado de forma simultánea. En principio, esta posibilidad parece más
plausible que la alternativa, es decir, que la selección natural haya actuado de forma
independiente sobre la producción y el reconocimiento del canto, modificando uno cada
vez que se haya alterado el otro para restaurar la adaptación (coevolución). Imaginemos

192
por un momento este segundo escenario. Si las hembras poseen un sistema nervioso que
les permite reconocer las características del canto de su propia especie, no responderán al
canto de los machos que hayan experimentado alguna modificación en su patrón. Esta
incapacidad que, como ya hemos visto, convierte a las hembras en un importante agente
de la selección estabilizadora, dificulta enormemente imaginar cómo ha podido producirse
la evolución del canto de llamada por co-evolución.
El problema es más sencillo si, a la vez que se produce una alteración en el canto del
macho, tiene lugar una modificación de las preferencias de la hembra en el mismo
sentido. Las hembras híbridas que resultan del cruzamiento de T. oceanicus y T.
commodus prefieren el canto de llamada emitido por sus hermanos al de cualquiera de las
dos especies parentales. ¿Es esto una demostración de que las propiedades de la red
neural de producción del canto dependen de los mismos factores genéticos que las de la
red encargada de procesar la información contenida en la señal?
En los grillos, algunos parámetros temporales del canto de llamada, por ejemplo la
tasa de chirridos y la de repetición de sílabas, son una función lineal de la temperatura
dentro del rango de variación térmica del hábitat del animal. En algunos casos se ha
analizado si también existen diferencias en la preferencia de las hembras en función de la
temperatura. Las hembras de G. firmus y G. bimaculatus prefieren las características del
canto de llamada que se ha registrado a la misma temperatura a la que se las prueba. Es
decir, que el sistema de reconocimiento de la hembra se modifica en el mismo sentido en
que lo hace el de producción del macho (Pires y Hoy, 1992).
Sin embargo, ni el acoplamiento genético ni el de la temperatura son suficientes para
concluir que macho y hembra comparten un mismo tipo de red neural. La evidencia más
directa de su existencia debería proceder de la identificación de las neuronas auditivas en
el sistema nervioso de las hembras (Hoy, 1992).

• La respuesta fonotáctica de la hembra. Franz Huber, el investigador que en la


década de los 60 empezó a interesarse por el estudio de las bases neurales de la
producción del canto de llamada, también ha liderado uno de los grupos de investigación
que ha analizado exhaustivamente la otra cara de la comunicación acústica en los grillos:
las bases neurales del reconocimiento y de la localización del canto en la hembra. Para
ello, empezó por investigar en detalle su respuesta a la llamada del macho, lo que requirió
el desarrollo de un dispositivo experimental que permitiera medir de forma precisa todos
los componentes de dicha respuesta.
Este dispositivo está representado en la Figura 4.10a, y se basa en el hecho de que
las hembras de los grillos responden al canto de llamada de su especie rastreándolo hasta
llegar a las proximidades del emisor (respuesta fonotáctica positiva). Experimentalmente,
se permite a una hembra desplazarse libremente en cualquier dirección y a cualquier
velocidad en la parte superior de una esfera de plástico de unos 50 cm de diámetro. La
esfera puede rotar a lo largo de los dos ejes del plano horizontal mediante un motor al
que está conectada y que está controlado por un ordenador. El movimiento de la esfera
compensa los desplazamientos de la hembra y es registrado por una cámara dotada con

193
un sensor infrarrojo y situada encima de la hembra. Esta cámara recoge la luz (963 nm,
fuera del espectro visible para el animal) reflejada por una pequeña hoja metálica que la
hembra lieva adherida al tórax. El sistema funciona asegurando que la hembra se
mantenga siempre en el centro de la imagen captada por la cámara, y registra los
movimientos de la esfera que son necesarios para lograrlo (Figura 4.10a).
En estas condiciones es posible conocer el ángulo y la velocidad a la que se desplaza
la hembra con respecto a un altavoz desde el que se emite una señal acústica. Si se utiliza
una hembra adulta y virgen y se emite el canto de su propia especie, se observa cómo se
desplaza a derecha e izquierda de la posición en la que se encuentra el altavoz. La
velocidad de estos desplazamientos aumenta y disminuye alternativamente en función de
la dirección en la que se han producido previamente. Es decir, que la trayectoria de la
hembra no es una línea recta, sino que alterna desplazamientos a derecha e izquierda en
un arco de unos 60°: después de desplazarse hacia la izquierda gira hacia la derecha, y la
velocidad angular de este giro es mayor cuanto mayor haya sido la desviación en el
desplazamiento anterior (Figura 4.10b). Si se modifica la localización del altavoz se
provoca una alteración casi inmediata de la dirección hacia la que se desplaza la hembra.
El ángulo y la velocidad de desplazamiento de la hembra son, por lo tanto, dos
parámetros que permiten investigar qué algoritmo utiliza para localizar espacialmente al
macho y en qué características se basa para reconocerlo (revisado en Weber y Thorson,
1989).

Figura 4.10. (a) Representación esquemática del dispositivo experimental que se ha utilizado para medir con

194
precisión la respuesta de las hembras de los grillos a los cantos de llamada de los machos. Se trata de un sistema
que compensa el movimiento de la hembra, de forma que ésta se mantiene siempre en el centro del objetivo de
una cámara de infrarrojos. El registro de la rotación que es necesario aplicar a la esfera para mantener esta
posición es una medida de la dirección (ángulo) y la velocidad de desplazamiento de la hembra en el plano
horizontal. El animal no parece alterado por el hecho de que, por más que se desplace, nunca parece encontrarse
más próximo al emisor (adaptado de Young, 1989). (b) Respuesta fonotáctica de una hembra adulta y virgen
cuando se emite el canto de llamada de su propia especie; la hembra alterna giros a derecha e izquierda y la
velocidad angular del giro depende de la dirección en la que se ha desplazado previamente (tomado de Young,
1989).

• Reconocimiento del canto de llamada. Para conseguir este último objetivo basta
con registrar la respuesta de las hembras adultas cuando se emiten cantos de diferentes
frecuencia y organización temporal. Para las hembras de G. campestris y de G.
bimaculatus, la frecuencia del sonido es importante. Los cantos con la frecuencia del
canto de llamada pero con diferencias en alguno de sus parámetros temporales (véanse
los ejemplos de algunas de estas señales en la Figura 4.11a) también alteran de la
respuesta fonotáctica. Sin embargo, la tolerancia de la hembra a la variación experimental
es menor para unos parámetros que para otros. Por ejemplo, las hembras de G.
campestris ignoran por completo ráfagas continuas de pulsos, mientras que se desplazan
hacia los cantos que están organizados en chirridos de diferentes duración y tasa de
producción. Por el contrario, la duración y la tasa de repetición de las sílabas sólo pueden
variar dentro de un estrecho margen, y la respuesta de la hembra se produce siempre que
su valor no esté ni por encima ni por debajo de ciertos límites. Por ejemplo, cuanto
mayor sea el número de sílabas por chirrido, mayor es la respuesta de rastreo de las
hembras, siempre y cuando la tasa de repetición de las sílabas (TRS) corresponda a la
del canto de llamada natural. Incluso trenes continuos de sílabas con la TRS del canto de
llamada pueden provocar el rastreo de la hembra, al igual que ciclos de sonido desde
valores muy pequeños hasta el 90 % (Figura 4.1la). Sin embargo, si se altera la TRS se
observa una tolerancia muy pequeña. La curva más acentuada corresponde, de hecho, a
la variación en este parámetro. Por debajo de 19 sílabas por segundo y por encima de 43
no se produce apenas respuesta, y la respuesta máxima se obtiene para los valores
situados entre 25 y 35 sílabas por segundo (Figura 4.1 1b).
A partir de estos resultados, parece obvio que la característica necesaria para que se
produzca el rastreo de la hembra es la TRS y, por lo tanto, que su sistema auditivo debe
ser capaz de codificar y de procesar esta información y de activar en consecuencia la
respuesta de aproximación. Pero ¿dónde y cómo tiene lugar la codificación y el
procesamiento de la TRS del sonido?
En los grillos, el órgano receptor del sonido se encuentra en el órgano tibial, que
está en la parte proximal de la tibia de las dos patas anteriores. Se denomina órgano
timpánico, porque tiene una membrana timpánica anterior y otra posterior, ambas
superficies muy finas de la cutícula. Por detrás del tímpano posterior se encuentra un
saco de aire que forma parte de la tráquea de la pata, componente del sistema

195
respiratorio del animal, y cuyas ramas superiores se abren al exterior, en el primer
segmento torácico, a través de los espiráculos o poros respiratorios. Las ramas inferiores
de los dos tubos traqueales conectan entre sí en la línea media del cuerpo, donde sólo
están separadas por un fino septum (Figura 4.9a). Cada órgano timpánico contiene de 50
a 70 células sensoriales (scolopidia) alineadas a lo largo de la cresta acústica y unidas a
la pared superior de la tráquea. Cada una de estas neuronas posee una única dendrita
sensorial, que está conectada a una célula accesoria. Ambas, la célula sensorial y la
accesoria, están rodeadas por una membrana en forma de tienda (Figura 4.9b). Los
axones de estas células forman el nervio auditivo que va desde la tibia al fémur, donde
se une al nervio principal de la pata. En este nervio, las fibras auditivas se mantienen
como un haz compacto que se proyecta ipsilateralmente hasta una región del ganglio
protorácico, el más anterior de los tres ganglios torácicos que forman la cuerda nerviosa
ventral, que recibe habitualmente el nombre de neuropilo auditivo.
Es posible penetrar en una neurona mediante electrodos que estén llenos, por
ejemplo, de nitrato de cobalto. Estos electrodos permiten registrar su actividad eléctrica
y, por lo tanto, identificarla funcionalmente. Por ejemplo, se pueden identificar así
interneuronas que modifican su actividad cuando se emite el canto de llamada. Más
tarde, la presencia del colorante permitirá la identificación anatómica de las neuronas que
se han registrado. Mediante este método, David W. Wohlers y Franz Huber (1978)
localizaron varias interneuronas del neuropilo auditivo que contactan con las fibras
auditivas y que están presentes tanto en G. campestris como en G bimaculatus. Todas
estas interneuronas aparecen en pares en los que cada célula es una imagen especular de
la otra. Algunas tienen sus arborizaciones restringidas al ganglio protorácico y, debido a
su forma, se denominan neuronas omega 1 (ON-1). Cada una de estas neuronas recibe
señales del oído del mismo lado y envía sus mensajes a neuronas del lado contrario.
Otras interneuronas del ganglio protorácico tienen prolongaciones que van al cerebro
(neuronas ascendentes o AN), a otros ganglios de la cuerda nerviosa ventral (neuronas
descendentes o DN) o tanto a los ganglios cefálicos como a los torácicos y abdominales
(neuronas en forma de T, o TN). Entre las interneuronas ascendentes se han identificado
dos tipos denominados tipo 1 (AN-1) y tipo 2 (AN-2) (Figura 4.12). Las neuronas AN-1
establecen sinapsis GABAérgicascon fibras auditivas contralaterales a su cuerpo e
ipsilaterales a su campo auditivo. Envían sus prolongaciones al lado contrario del cerebro,
donde forman arborizaciones densas que se superponen a las de una población de
neuronas cerebrales, las BNC- 1, con las que probablemente conectan. A su vez, existe
una superposición de las arborizaciones de las neuronas BNC-1 y de las de otro tipo de
neuronas cerebrales llamadas BNC-2. En cuanto a las interneuronas AN-2, tienen
ramificaciones bilaterales en el ganglio protorácico (Hardt y Watson, 1994).

196
Figura 4.11. (a) Representación esquemática de algunos de los cantos que se han utilizado en los experimentos

197
con hembras de Gryllus. El canto de llamada consiste en la repetición de chirridos de 3 a 4 pulsos cada uno. Para
estudiar la respuesta fonotáctica de las hembras se utilizaron señales que diferían en el número de pulsos, o
sílabas, por chirrido, el tanto por ciento de tiempo dedicado a cantar (ciclo de servicio) o la estructura del canto
en chirridos. Esta última característica es necesaria para que se produzca la respuesta de la hembra (adaptado de
Weber y Thorson, 1989). (b) Las hembras rastrean más los cantos que tienen una tasa de repetición silábica
(TRS) próxima a la del canto de llamada natural de la especie; la respuesta fonotáctica no se produce si la TRS es
inferior a 19 o superior a 43 pulsos por segundo (adaptado de Huber y Thorson, 1986).

Figura 4.12. Imágenes de varios tipos de interneuronas auditivas. Las neuronas omega (ON1 y ON2) deben su
nombre a su parecido morfológico con la letra griega Q. Conectan con las fibras auditivas procedentes del oído y
tienen tanto el cuerpo celular como las arborizaciones en el ganglio protorácico. Están presentes en pares, una de
ellas imagen especular de la otra. Otras interneuronas envían sus señales hacia el cerebro (neuronas ascendentes,
AN 1 y AN2), a otros ganglios de la cadena (neuronas descendentes o DNl) o tanto al cerebro como a otros
ganglios de la cadena (neuronas en forma de T) (adaptado de Schildbergere et al., 1989).

198
Conociendo la anatomía de la vía auditiva podemos pasar a preguntarnos cómo
opera este circuito para permitir que la hembra se aproxime sólo a los pulsos de 4,5 kHz
repetidos a una tasa de 25 a 30 por segundo. El primer paso en este procedimiento es el
registro de la actividad de las neuronas sensoriales y, para ello, puede ser útil examinar la
respuesta de las fibras del nervio auditivo. Estimulando las fibras con sonidos de
diferentes frecuencias es posible identificar varias subpoblaciones. Un tipo de fibras
auditivas presenta la máxima sensibilidad para las frecuencias de 4 a 5 kHz, otro presenta
dos picos de sensibilidad, uno en el rango comprendido entre 4,5 y 5,5 kHz y otro entre
10 y 12 kHz. Un tercer tipo de fibras presenta un pico de sensibilidad a los 12 kHz, un
cuarto tipo es sensible a las frecuencias inferiores a los 2 kHz y un último tipo a la
frecuencia de 17 kHz. Estas subpoblaciones de fibras presentan una organización
tonotópica, es decir, que su curva de sintonización varía en función de su localización
espacial. Los receptores más proximales responden preferentemente a las frecuencias
más bajas, y cuanto más distal es su posición mayor es la frecuencia a la que presentan
la máxima sensibilidad. El mismo método debe aplicarse, después, a las interneuronas
auditivas. Al hacerlo, se ha encontrado que las neuronas ON-1 responden dentro de un
abanico muy amplio de frecuencias, aunque su sensibilidad es máxima para las
frecuencias de 4 a 5 kHz. Lo mismo ocurre con las interneuronas ascendentes: las AN-1
presentan un pico de sensibilidad para las frecuencias de 5 kHz, mientras que las AN-2
responden preferentemente cuando se emiten sonidos de frecuencias superiores a ésta.
En cuanto a las interneuronas cerebrales, están sintonizadas a la frecuencia del canto de
llamada.

Figura 4.13. Sensibilidad del oído de un grillo (G. campestris) a sonidos de diferentes frecuencias. Como puede
observarse en la curva trazada en línea continua, la sensibilidad es máxima, y el umbral mínimo, para los sonidos
de frecuencia algo superior a los 4 kHz. Esta frecuencia es también la que transporta la mayor parte de la energía
(trazo punteado, ordenada de la derecha) del canto de llamada específico de la especie. El oído de la hembra está
pues sintonizado al canto de llamada de su especie (adaptado de Young, 1991).

199
¿Qué nos dicen estos resultados? En primer lugar, que el órgano receptor del grillo
puede codificar un rango de frecuencias muy amplio, superior al que comprende las
frecuencias a las que se emiten las señales de comunicación intraespecífica. Sin embargo,
tomado en su conjunto, el oído está sintonizado a las frecuencias del canto de llamada y
de cortejo (Figura 4.13). Además, la frecuencia se codifica por la localización espacial del
receptor, y existen subpoblaciones que responden selectivamente a las frecuencias del
canto de llamada y de cortejo. También las interneuronas auditivas difieren en cuanto a
su sintonización y, dadas las características de su respuesta, es posible que exista un
circuito para el procesamiento de cada una de las dos señales. Las ON-1 y las AN-1
participan probablemente en el circuito que filtra la frecuencia del canto de llamada,
mientras que las AN-2 lo hacen en el del canto de cortejo.
Sin embargo, el comportamiento de la hembra indica que basa su discriminación no
sólo en la frecuencia, sino también en la TRS. ¿Cómo se procesa esta información en su
sistema auditivo?
Tanto las fibras auditivas como las interneuronas ON-1 responden copiando de
forma precisa el patrón temporal del canto de llamada. En este caso, pues, la preferencia
de la hembra no parece ser el resultado de las propiedades de una neurona sino,
probablemente, de la interacción entre varias de ellas en un circuito. Cuando se emite un
tren de pulsos de sonido, las ON-1 se despolarizan con un ritmo que copia el patrón de la
señal, y lo mismo ocurre con las AN-1. Entre las neuronas cerebrales, sin embargo, sí
existe algún tipo de sintonización al patrón temporal de la llamada. Todas son menos
precisas en la copia de éste, pero se pueden diferenciar tres tipos de respuesta (Figura
4.14a). Una primera población de neuronas (de tipo BNC-2) responde con mayor
intensidad si la TRS está dentro o por encima de los límites a los que responde la
hembra. Una segunda población (de tipo BNC-1) responde si la TRS está dentro o por
debajo de estos límites. Sólo una población (de tipo BNC-2) actúa como filtro, es decir,
responde sólo si la TRS se encuentra entre los límites superior e inferior identificados en
los experimentos de comportamiento.
Las propiedades de estas neuronas BNC-2 acotadas las identifican como detectores
de la TRS del canto. A su vez, son debidas probablemente a sus conexiones funcionales
con otro tipo de neuronas cerebrales. De hecho, pueden explicarse si las neuronas
acotadas sólo responden cuando son estimuladas simultáneamente por las neuronas
BNC-2 semiabiertas por arriba y por las neuronas BNC-1 semiabiertas por abajo. Es
decir, que la capacidad de este circuito para reconocer el rasgo depende de una puerta
lógica Y (Figura 4.14b).
La identificación del canto de llamada es debida, pues, al procesamiento serial y en
paralelo de la información en el sistema auditivo de la hembra, pero ¿cómo se produce su
localización?

• Localización espacial del emisor. Existen dos rasgos de la respuesta de la hembra


que nos pueden dar indicios sobre cómo determina su sistema auditivo desde dónde se
está emitiendo la señal. En primer lugar, el curso en zig-zag de su aproximación (Figura

200
4.10b) parece indicar que se desplaza hacia el lado del que recibe la señal más intensa y,
en la medida en que se aleja del punto desde el que se emite el sonido, gira en dirección
contraria. Por lo tanto, parece basar su decisión en la comparación interaural de la
intensidad. En apoyo de esta idea está la observación clásica de que una hembra con una
de las patas delanteras amputadas sólo es capaz de desplazarse en círculos en la dirección
de la pata que conserva.

Figura 4.14. (a) Curva de respuesta de las interneuronas cerebrales a cantos de diferente TRS. Existen tres tipos
de interneuronas, de las que sólo uno (de tipo BNC-2) tiene propiedades de filtro para la TRS del canto de llamada
(adaptado de Schildberger et al., 1989). (b) Las propiedades de estas interneuronas pueden explicarse si sólo se
disparan en el caso de ser simultáneamente excitadas por las interneuronas semiabiertas por arriba (de tipo BNC-
2) y por las semiabiertas por abajo (de tipo BNC-1). Es decir, que el circuito opera como una puerta lógica Y.

201
La comparación interaural de la intensidad como mecanismo de localización del
sonido se ha descrito en un gran número de especies (e.g., los mamíferos y las aves que,
además, pueden comparar el tiempo de llegada y la fase). En todos los casos, se basa en
que la señal que recibe el oído más próximo a la fuente es más intensa que la que recibe
el oído contrario. Pero esta diferencia no es absoluta, sino que depende de la distancia a
la que se encuentran los oídos con respecto a la longitud de onda del sonido. Si ésta es
superior a la distancia interaural, no se producirá efecto de bloqueo (sombra acústica) de
la cabeza y, por lo tanto, las diferencias interaurales serán pequeñas. La distancia entre
los dos oídos de un grillo es, aproximadamente, de un centímetro, mientras que la
longitud de onda de un sonido de 5 kHz es de unos 7 cm. Por lo tanto, la sombra
acústica parece poco útil para provocar diferencias notables en la intensidad. Quizá
existan otros mecanismos que permitan potenciar las diferencias interaurales.
Uno de ellos depende de características del oído. La precisión de la dirección media
en la que se desplaza una hembra es mayor cuanto mayor sea la intensidad del canto,
pero el umbral de respuesta depende de su localización. Si se emiten sonidos a la
frecuencia del canto de llamada pero desde distintos lugares y se registra el umbral de
respuesta de las fibras auditivas de un lado, se encuentra un resultado sorprendente. El
umbral es mucho menor para los sonidos que se emiten desde el mismo lado que para los
que llegan desde el lado contrario (Figura 4.15). El oído, por lo tanto, tiene una respuesta
direccional al sonido. ¿A qué se debe esta propiedad?

Figura 4.15. Umbral de respuesta del oído de un grillo en función de la localización del sonido; para los sonidos
que se emiten desde el mismo lado el umbral es mucho menor que para los que se emiten desde el lado contrario
(adaptado de Young, 1989).

El sonido llega a cada órgano timpánico por dos caminos: directamente, a través de

202
la superficie externa, e indirectamente, por su cara interior. Esta segunda onda ha
recorrido una distancia mayor que la primera, al haber atravesado todo el tubo traqueal
desde el septum y el espiráculo. Hans-Ulrich Kleindienst y sus colaboradores (1983)
midieron el desplazamiento de la membrana timpánica cuando emitían un sonido de 5
kHz. Para ello, utilizaron un vibrómetro láser, que permite registrar la velocidad a la que
se desplaza una superficie a partir de la frecuencia de un haz de luz láser reflejado por
ella. Encontraron que, cuando el sonido se emitía en la vecindad de uno de los
espiráculos, el desplazamiento de la membrana de ese lado era más acusado que cuando
se emitía en la vecindad del tímpano. Aparentemente, la tráquea acústica tiene
propiedades de resonancia a 5 kHz, lo que sirve para amplificar la señal a uno de los
lados y contribuye, así, a explicar la direccionalidad del oído.
Además, el órgano timpánico actúa como un receptor del gradiente de presión. Para
demostrarlo, Hans-Ulrich Kleindienst y sus colaboradores colocaron una de las patas
anteriores de una hembra en el interior de una cámara de sonido (un patífono). De esta
forma, aseguraban que el estímulo acústico llegara sólo a uno de los lados y, por lo tanto,
que la estimulación del lado contrario se debiera exclusivamente a la deformación de la
cara interna del tímpano. Mediante un vibrómetro láser registraron el desplazamiento de
la membrana timpánica cuando emitían un segundo sonido desde el exterior cuyas
amplitud y fase se podían controlar. Alteraron las características de este sonido de forma
que su efecto sobre la membrana anulara el provocado por el sonido emitido desde la
cámara. De este modo, aunque existiera una presión interna en la tráquea el
desplazamiento de la membrana podía ser nulo. Si no hay desplazamiento neto de la
membrana timpánica no se registra respuesta de las interneuronas auditivas, a pesar de
que exista presión interna en la tráquea. Debido al diseño del oído, si el sonido se emite
desde uno de los lados de un animal, el desplazamiento de la membrana timpánica de ese
lado será muy acentuado, y tendrá un fuerte efecto compensador del desplazamiento de
la superficie externa del tímpano contralateral. De esta forma se acentúa la diferencia de
intensidad de las señales que llegan a los dos lados, a pesar de las limitaciones
bioacústicas debidas al tamaño del grillo.
Kleindienst y sus colaboradores seccionaron a continuación la conexión entre las
tráqueas. En estas condiciones, la señal sólo se genera en el lado estimulado a través del
patífono. La neurona ON-1 de ese lado responde al sonido con una despolarización
(potencial de acción) rítmica. Por el contrario, si se registra en la ON-1 contralateral, se
observa una hiperpolarización, es decir, una inhibición de su respuesta (Figura 4.16).
Puesto que la tráquea acústica está seccionada, este efecto sólo puede ser consecuencia
de la inhibición ejercida por la otra neurona ON-1.
Klaus Schildberger y Michael Horner (1988) midieron el efecto de la inactivación de
una de las dos interneuronas ON-1 mediante la inyección de un colorante. La
inactivación hacía desaparecer la inhibición sobre la ON-1 contralateral y,
simultáneamente, producía una reducción de la tendencia del animal a girar hacia el lado
de la neurona inactivada. Por lo tanto, a nivel del ganglio protorácico se acentúan aún
más las diferencias interaurales en la intensidad de la señal y, a su vez, estas diferencias

203
son las responsables del comportamiento del animal.
También las neuronas AN-1 responden más intensamente a las señales emitidas
ipsilateralmente a su campo dendrítico. En este caso, para analizar su papel en el circuito
se las inactivó temporalmente mediante la inyección de una corriente negativa. Cuando se
hiperpolarizaba la AN-1 izquierda y se registraba su actividad al tiempo que se observaba
la respuesta del animal a un sonido emitido desde ese lado, se observaba que la
disminución en la actividad de la AN-1 iba acompañada de un giro del animal hacia el
lado contrario! Esto parece indicar que el sistema que realiza la comparación entre las
señales de ambos lados está recibiendo información equivocada y que esto se debe a la
inactivación de la AN-1. El papel de estas interneuronas parece, por lo tanto, crucial. Se
ha planteado que, posiblemente, las AN-1 envían su señal a un comparador central y, si
la señal de uno de los lados es poco intensa, como en este caso, el comparador envía al
sistema motor la orden de girar en el sentido contrario.
Las propiedades de las neuronas y su patrón de conexiones permiten, pues,
vislumbrar una explicación bastante completa de la respuesta de las hembras de los grillos
al canto de llamada. Sin embargo, existen algunas cuestiones por dilucidar. Por ejemplo,
si se emite un canto con las características temporales del canto de llamada pero de
frecuencia superior, se provoca una fonotaxis anómala. La hembra se orienta, pero lo
hace con un ángulo de error, lo que pone de manifiesto que la frecuencia de emisión del
canto de llamada no se procesa de forma completamente independiente de la localización
espacial del emisor. Se desconocen los mecanismos celulares de esta respuesta, pero se
dispone de una explicación aceptable para otro hecho: el de que no todas las hembras
respondan igual al canto de llamada.

204
Figura 4.16. Mecanismos nerviosos que permiten la localización espacial del canto de llamada. Las ON-1
ipsilaterales responden a un tren de impulsos con una despolarización rítmica que copia el patrón temporal del
estímulo. Por el contrario, las ON-1 contralaterales responden con una hiperpolarización. Esta respuesta, debida a
la inhibición recíproca entre las dos neuronas del par, consigue acentuar la diferencia de intensidad de las señales
que viajan por ambos lados. El sistema nervioso debe tener un comparador central de estas señales.
Probablemente, este comparador recibe aferencias de las AN-1 (adaptado de Young, 1989).

• Motivación de la respuesta fonotáctica. Werner Loher y sus colaboradores (1993)


registraron la respuesta fonotáctica de hembras que se habían apareado en diferentes
momentos. Si el intervalo transcurrido era superior a una hora no había respuesta. En ese
tiempo, el espermatóforo ya ha emigrado a la espermateca de las hembras y, por lo tanto,
puede ser que el estado de su espermateca condicione la respuesta fonotáctica.
Para analizar esta posibilidad, Loher y sus colaboradores extirparon la espermateca.
Esta operación restableció la respuesta fonotáctica. A otro grupo de hembras no se le
extirpó la espermateca, sino que sólo se vació, lo que también restableció su respuesta
fonotáctica. Por el contrario, la ovariectomía no tuvo ningún efecto. Estos autores
plantearon que debían existir receptores del grado de distensión de la espermateca que
enviaran señales inhibitorias a la cuerda nerviosa ventral que, en último término,
inhibirían la red cerebral. De hecho, cuando seccionaron la cuerda nerviosa ventral entre
el último y el penúltimo ganglios abdominales (vide supra: Figura 4.9a), restablecieron la

205
respuesta fonotáctica, aun cuando practicaran la operación un día después del
apareamiento (Loher et al., 1993).
La actividad de la red nerviosa que permite la respuesta fonotáctica depende, pues,
de señales procedentes de otros centros nerviosos. Entre éstos están los corpora allata,
centros neuroendocrinos en los que se producen las hormonas juveniles. Las hembras
adultas del grillo de campo mediterráneo no responden a los cantos de llamada hasta la
edad de cinco días, y hasta los 6 ó 7 días no lo hacen a todo el rango de intensidades al
que se produce respuesta normalmente. En ésta y en otras especies (e.g., Acheta
domesticus, Walikonis et al., 1991) hay una correlación entre este curso temporal de la
respuesta fonotáctica y la producción de la hormona juvenil. Además, la aplicación de
dosis artificiales de esta hormona provoca una sensibilidad máxima al canto de llamada.
En A. domesticus, la extirpación de los corpora allata hace desaparecer la respuesta
fonotáctica en hembras en las que ya había aparecido. Por ello, es lícito pensar que la
hormona juvenil puede tener un efecto modulador de la actividad de las redes neurales
que median esta respuesta. John Stout y sus colaboradores plantearon que la hormona
podía ejercer esta acción alterando el umbral de respuesta de las neuronas auditivas. Para
poner a prueba esta hipótesis compararon el umbral de respuesta de las interneuronas
auditivas y la respuesta fonotáctica en hembras normales y en hembras a las que se había
aplicado la hormona juvenil. En algunas de las interneuronas, en particular las AN- 1, se
producía un acusado descenso de la intensidad del estímulo necesaria para evocar la
respuesta (Stout etal., 1991).
A pesar de que el papel modulador de la hormona juvenil no sea generalizable a
todas las especies de grillos, sí parece una hipótesis lo suficientemente atractiva como
para que le hayamos prestado un poco de atención con el fin de tener una imagen algo
más completa de cómo se modula el procesamiento de la información acústica en las
redes neurales que hemos venido describiendo. No resulta un ejercicio muy complicado
pensar que esta modulación puede poner en marcha, en las condiciones en las que resulte
óptimo para la hembra (e.g., en función de su estado reproductor y de su madurez
sexual), un programa motor que la lleve a desplazarse en la dirección en la que se
encuentra una pareja potencial.

4.5. La comunicación vibratoria

El cortejo de algunas especies de grillos (e.g., Oecanthus nigricornis y O.fultoni) no


sólo incluye la emisión de cantos sino también la percusión del cuerpo contra el
substrato. Este movimiento genera vibraciones que, en principio, podemos imaginar que
desempeñan algún papel en la comunicación intraespecífica. Sin embargo, el estudio de
esta posibilidad no ha sido tan exhaustivo como el de las señales acústicas, y ello no se
debe al menor interés o inaccesibilidad técnica del registro de las vibraciones sino a
razones de otra índole. En primer lugar, las señales acústicas que producen muchos
animales son extraordinariamente llamativas. No sólo llaman nuestra atención, sino

206
también la de otros animales, por ejemplo predadores potenciales. Por lo tanto, su
mantenimiento por selección natural requiere suponer, como hemos visto, que son muy
importantes en términos funcionales. Por el contrario, las señales vibratorias pasan casi
desapercibidas y, de hecho, su registro suele requerir un equipamiento bastante
sofisticado. Quizá por ello su interés se ha situado en un segundo plano.
Sin embargo, muchos animales pueden detectar vibraciones. Entre los vertebrados,
por ejemplo, el oído interno de los reptiles y de los anfibios contiene receptores sensibles
a este tipo de estímulos. Además, en algunos casos las vibraciones parecen tener algún
papel en el comportamiento de estos animales. Thomas E. Hetherington registró la
respuesta de orientación de un eslizón (Scincus scincus) en diferentes condiciones
experimentales. A la misma distancia, los lagartos enterrados en la arena respondían con
mayor frecuencia a los insectos vivos que a los recién muertos, orientándose con
precisión en la dirección en la que se encontraba la presa. Si se bloquea la transmisión de
vibraciones a través del substrato esta respuesta desaparece. Por lo tanto, el animal
parece estar utilizando estímulos vibratorios. Además, si se aplican al substrato
vibraciones artificiales, los animales se orientan hacia la fuente de la alteración, y la
velocidad de su respuesta es proporcional a la tasa de producción de las vibraciones
(revisado en Hetherington, 1992).
La capacidad para detectar y utilizar información contenida en los estímulos
vibratorios puede desempeñar quizá algún papel en la comunicación intraespecífica.
Como muchos otros animales, los machos de la rana de labios blancos (Leptodactylus
albilabris) interrumpen su reclamo cuando se aproxima un observador. Es posible
provocar este efecto en una noche sin luna, golpeando con los dedos contra el suelo a
una distancia de hasta cinco metros. Parece que el tipo de estímulo que el animal utiliza
es también, en este caso, vibratorio. A partir de esta observación, Peter Narins se
propuso analizar el papel de este canal en la comunicación con otras ranas. Para ello,
registró las alteraciones mecánicas que se producían en la superficie cuando los machos
emitían su reclamo. Encontró que, al expandirse, el saco vocal golpeaba contra el
substrato produciendo una onda de superficie de 70 a 80 Hz. Para discernir si esta onda
podía ser relevante para el animal, registró la respuesta de las fibras de su nervio auditivo
a estas vibraciones. Encontró que existían dos poblaciones de fibras sensibles, unas que
responden de forma máxima a vibraciones de frecuencia inferior a 160 Hz y otras,
menos sensibles, que lo hacen a vibraciones de 200 a 300 Hz. Concluyó, pues, que las
señales vibratorias que acompañan a la emisión del reclamo pueden ser detectadas y, por
lo tanto, pueden contener información para la comunicación entre los individuos de esta
especie (Narins, 1990).
Los reclamos, audibles a grandes distancias, provocan la aproximación de parejas
potenciales. Por el contrario, las señales vibratorias tienen una intensidad muy baja y su
papel puede estar relacionado con la comunicación a corta distancia. En el ejemplo
anterior quizá intervengan en el espaciamiento entre los machos, ayudando a mantener
una distancia mínima entre ellos y disminuyendo así la competición. En la mayor parte
de los casos, el canal vibratorio interviene, de hecho, en la comunicación a corta

207
distancia, pero también hay excepciones. A veces, las vibraciones pueden viajar a
grandes distancias, como ocurre, por ejemplo, en el mundo subterráneo. Las ratas topo
ciegas (Spalax ehrenbergi, Spalacidae) viven aisladas en galerías que excavan en el suelo.
En este medio, las señales acústicas resultan muy degeneradas y, por supuesto, la
comunicación visual no es muy útil. Sin embargo, cuando golpean con su cabeza contra
el techo de estos túneles producen alteraciones mecánicas del substrato que se transmiten
como ondas sísmicas de baja frecuencia (100 Hz). Estas ondas pueden ser detectadas
por congéneres situados incluso en otro túnel, permitiendo el espaciamiento entre ellos y
reduciendo la frecuencia de encuentros agresivos. Se sirven, por tanto, de señales
vibratorias (Nevo et al., 1991).
A diferencia de lo que ocurre en los reptiles y los anfibios, éstos y otros mamíferos
no perciben las señales vibratorias a través de su sistema auditivo, sino del sistema
somatosensorial. Entre los mamíferos, además, estas señales no sólo sirven para
transmitir información sobre la localización espacial, sino también sobre la identidad
individual. Jan A. Randall analizó cómo respondían las ratas canguro (Dipodomys
spectabilis) cuando transmitía experimentalmente señales procedentes de diferentes
individuos, algunos de ellos vecinos territoriales y otros extraños. Las señales se generan
en este caso haciendo tamborilear las patas traseras, y la respuesta también consiste en
tamborilear. Cuando la señal procede de un extraño, la tasa de respuesta es mayor que
cuando es producida por un vecino (Randall, 1994).
En otros casos, como en algunas especies de ratas topo africanas (Georychus
capensis, Bathyergidae), las vibraciones contienen información sobre el sexo del emisor e
intervienen en la localización de parejas potenciales. Peter Narins y sus colaboradores
basaron esta conclusión en dos hechos. En primer lugar, analizaron los sonidos y las
vibraciones producidos por una hembra de rata topo del Cabo y registrados en el nido de
un macho situado a 1 metro de distancia. En estas condiciones, el macho y la hembra
pueden formar dúos, lo que implica que detectan y utilizan las señales acústicas y/o
vibratorias producidas por el congénere. Sin embargo, las señales vibratorias tienen una
amplitud mayor que las acústicas. En segundo lugar, en un 81% de las pruebas en las que
se transmitían artificialmente al substrato señales producidas por los machos, las hembras
respondían con su propio tamborileo. Esta respuesta se producía con mayor probabilidad
en el intervalo de 10 a 20 segundos tras la emisión de la señal y nunca cuando las
vibraciones eran generadas por algún factor ambiental (Narins etal., 1992).
Las condiciones ambientales en las que se utiliza este sistema de comunicación son
muy especiales. Por lo tanto, se podría pensar que la comunicación vibratoria es
excepcional entre los vertebrados. Sin embargo, como hemos visto, existe. Por ello, el
hecho de que también exista entre los artrópodos no debe explicarse exclusivamente
aludiendo a razones filogenéticas. Entonces, ¿cuáles pueden ser? En primer lugar, parece
haber algunos casos claros de convergencia adaptativa. Por ejemplo, al igual que ocurría
en el eslizón, algunos artrópodos, como las larvas de la hormiga león (Myrmeleon
formicarius, Insecta, Neuroptera, Myrmeleonidae) o los escorpiones de la arena
(Paruroctonus mesaen- sis, Chelicerata, Arachnida), están habitualmente enterrados o

208
capturan presas que lo están. Para detectar la presencia y la localización de las presas y
responder de forma adecuada y rápida, deben hacer uso de las alteraciones mecánicas
que éstas producen en el substrato (Brownell, 1985; Dvetak, 1985). Por ejemplo, la
precisión de la respuesta de aproximación del escorpión de la arena no se altera cuando
se impide experimentalmente que el animal pueda ver u oír, pero sí cuando se impide la
transmisión de vibraciones por el substrato. Las vibraciones a las que el escorpión se
orienta son ondas superficiales, y la diferencia en el momento en que llegan a los
receptores situados en distintas partes del cuerpo sirve para estimar dónde está la fuente
de la perturbación.
Philip H. Brownell (1985) considera que una de las razones por las que el canal
vibratorio puede jugar un papel importante en el comportamiento predador del escorpión
de la arena es que "…se trata de un artrópodo bastante primitivo… que carece de los
refinados sentidos de la vista, oído y olfato que guían a otros depredadores hacia sus
presas" (p. 52). Este tipo de consideraciones han hecho que, muchas veces, cuando una
especie posee un sistema auditivo desarrollado se atribuya a éste el papel más importante
en la transmisión de información durante las interacciones intraespecíficas. Pero quizá se
trate de una conclusión prematura. Por ejemplo, los machos de una especie de chinche
(Nezara viridula, Hemiptera, Heteroptera, Pentatomidae) emiten varias señales a lo largo
del apareamiento. M. A. Ryan y G. H. Walter registraron simultáneamente los sonidos y
las vibraciones que transmitía el substrato y, al analizar ambos, encontraron que el patrón
temporal de los primeros era variable y no presentaba características coherentes con las
diferentes fases del apareamiento. Por el contrario, el espectro de frecuencias de las
vibraciones sí presentaba estas características. Su diseño las convertía en el vehículo más
probable de transmisión de información durante el cortejo (Ryan y Walter, 1992).
El papel de las señales vibratorias en la comunicación de los artrópodos se ha
analizado experimentalmente en algunos casos. En uno de los trabajos que mencionamos
al hablar de la comunicación acústica se describían los sonidos producidos por los
machos de Cotesia rubecula (Hymenoptera, Braconidae) durante el cortejo. Se trata de
pulsos de 200 Hz. Scott A. Field y Michael A. Keller plantearon que las señales de estas
características eran vehículos poco efectivos para la comunicación entre animales de
pequeño tamaño, ya que esto condiciona la eficacia en la producción de señales de baja
frecuencia. Por ello, quizá no fuera el sonido sino la vibración el vehículo para la
transmisión de información. Para poner a prueba esta hipótesis compararon la respuesta
de las hembras cuando los machos cortejaban desde la misma hoja de la planta y cuando
estaban situados en una hoja distante unos dos centímetros. En este último caso no
aparecía respuesta receptiva, por lo que concluyeron que la información se transmitía
mediante señales vibratorias (Field y Keller, 1993).
La producción de vibraciones también es consecuencia directa del mecanismo que
utilizan otros insectos, eminentemente acústicos, para producir sonidos, y el canal
vibratorio puede no tener un papel despreciable en estos casos. Por ejemplo, Oliver
Stiedl y Klaus Kalmring compararon el desplazamiento de las hembras de Ephippiger
ephippiger (Orthoptera, Tettigonidae) cuando emitían señales acústicas y vibratorias. En

209
ausencia de sonido, las señales vibratorias permitían a las hembras la orientación, siempre
y cuando la distancia a la fuente no superara los 58 cm. Además, la emisión simultánea
de estímulos acústicos y vibratorios mejoraba la precisión con la que las hembras se
orientaban (Stiedl y Kalmring, 1989).
Sin embargo, la aproximación más frecuente al estudio de la comunicación durante
el cortejo de los insectos no ha sido analizar experimentalmente el posible papel del canal
vibratorio. Incluso a veces los canales acústico y vibratorio se han llegado a confundir.
En uno de los grupos de los que procede una parte importante de los datos sobre
comunicación acústica en insectos que hemos revisado, los homópteros, se ha llegado a
plantear que el sistema de comunicación consiste en "…señales acústicas… y
transmitidas a través del substrato vegetal" (en Hunt y Nault, 1991, p. 315). En lo que
respecta a los canales implicados, esta afirmación es contradictoria y, además, aleja
cualquier posibilidad de abordar experimentalmente el estudio de la comunicación
vibratoria. Pero, además, muestra la dificultad teórica que parece representar la distinción
entre el sonido y la vibración. Esta distinción es, evidentemente, fundamental si
queremos analizar qué información codifican y procesan cada uno de estos sistemas
sensoriales.

4.5.1. Características físicas de los estímulos acústicos y vibratorios

Excepto entre los dípteros (e.g., Drosophila), los himenópteros (e.g., Apis
mellifera) y los lepidópteros, cuyos receptores auditivos responden al componente de
desplazamiento de las moléculas, el sistema auditivo de la mayor parte de los insectos
posee receptores que, como ocurría en los ortópteros, responden a los cambios de
presión del aire. A su vez, estos cambios son los que producen el sonido que,
físicamente, se define como una onda longitudinal de compresión y descompresión (Le.,
un ciclo en el que se alternan las presiones altas y las bajas).
Para describir estas ondas se utilizan, como hemos visto, su frecuencia y su
intensidad. Pocas veces se hace referencia a la longitud de onda (λ), que está
inversamente relacionada con la frecuencia por la ecuación donde s es la
velocidad a la que se propaga la onda (334 m/s si se transmite a través del aire). En el
caso de las vibraciones la velocidad no es constante para cada medio de propagación sino
que depende del tipo de onda. Desde el punto de vista de sus características físicas el
término "vibración" se aplica, por lo tanto, a un conjunto de estímulos mucho más
heterogéneo que el sonido.
Muchas veces, estos estímulos se definen de forma negativa. Así, se habla de
vibración cuando no puede hablarse ni de sonido, ni de tacto, ni de gravedad ni de
aceleración angular. Utilizar este tipo de definición puede resultar muy complicado para
nuestra discusión, por lo que nosotros consideraremos como vibraciones a las ondas
mecánicas que son transmitidas por sólidos o por la interfase entre un sólido y el aire
o el agua. Entre los estímulos de estas características que intervienen en la comunicación

210
intraespecífica se han encontrado tanto ondas de alta velocidad transmitidas por el suelo
o por la arena (e.g., ondas de compresión u ondas P), por estructuras vegetales como las
hojas o los tallos de las plantas (e.g., ondas de curvatura) o por substratos especiales
como los hilos de seda de las arañas (e.g., ondas de torsión), como ondas más lentas
transmitidas en la interfase (e.g., ondas Rayleigh). En general, las ondas vibratorias
tienen una frecuencia menor que las acústicas, por lo que se ha planteado que es más
difícil que existan diferencias de fase entre dos receptores separados espacialmente y, en
consecuencia, que puedan utilizarse para la localización espacial del emisor. Sin embargo,
ya hemos indicado que las vibraciones sí parecen contener en algunos casos claves que
permitan localizar espacialmente al emisor, lo que indica que quizá la generalización
anterior haya sido un poco prematura.
Una única alteración mecánica puede ser transmitida por varios tipos de ondas
dependiendo de las propiedades mecánicas del medio (e.g., su elasticidad), sus
dimensiones, el tamaño y la forma de las partículas que lo componen, la cohesión entre
ellas… Además, los diferentes tipos de ondas tienen distintas velocidades de propagación
y diferente atenuación. Estas características pueden variar en un mismo medio
dependiendo, por ejemplo, de la humedad o de la frecuencia de la onda. Por ello, nos
enfrentamos con un problema mucho más complejo que el de la comunicación acústica,
en el que no se pueden hacer muchas generalizaciones, sino que es necesario analizar
pormenorizadamente cada caso.

4.5.2. Las señales vibratorias como vehículos para la transmisión de información

A pesar de esta dificultad, no es del todo imposible identificar qué características


diferencian globalmente las vibraciones y los sonidos como vehículos para transmitir
información durante las interacciones intraespecíficas. La primera es que las ondas
vibratorias son dispersivas, es decir, que su velocidad de propagación depende de su
frecuencia. Por lo tanto, resultan mucho más dramáticamente modificadas que el sonido
durante su propagación. La segunda es que, al tener una longitud de onda y una
velocidad generalmente mayores que las del sonido, son más difíciles de localizar
espacialmente y, por lo tanto, no parecen teóricamente idóneas para informar de la
localización del emisor. Estas dos características, que tradicionalmente han llevado a
subestimar la importancia de las vibraciones en la comunicación intraespecífica pueden,
paradójicamente, dotarlas de ventajas frente a la utilización del sonido. Así, su pequeño
rango de efectividad, su baja persistencia y la dificultad de localizar al emisor las hacen
especialmente adecuadas para transmitir información con un mínimo riesgo de
explotación.
El sistema privado de comunicación por excelencia es el cortejo y, así, una parte
importante de las señales vibratorias de los insectos se producen durante el cortejo. Por
ejemplo, durante el cortejo de Graminella nigrifrons (Homoptera: Cicadellidae) se
producen señales vibratorias mediante un mecanismo de timbal similar al que poseen las

211
cigarras. Se trata de señales de baja intensidad que se transmiten a través de las hojas. S.
E. Heady y L. R. Nault registraron y describieron las señales producidas por machos de
esta especie. Se trata de series más o menos irregulares de pulsos con un amplio espectro
de frecuencias, que van desde valores inferiores a los 200 Hz hasta valores superiores a
los 2.000, con un patrón temporal variable y una duración de 15,2 segundos. Esta
duración es independiente de la temperatura, pero depende de si está o no presente una
hembra. Las hembras de esta especie responden a la señal del macho con su propia
llamada, lo que produce una alternancia de señales de uno y otro que, finalmente,
conduce a la aproximación entre ambos y a la cópula. La tasa de pulsos también varía,
poco para un mismo individuo y mucho si se comparan diferentes individuos. No se
trata, pues, de las características esperadas en una señal que informe de la identidad
específica sino que, muy probablemente, puede intervenir en la localización espacial de la
pareja (Heady y Nault, 1991).
En términos generales, por lo tanto, las vibraciones pueden informar de la
localización espacial del emisor. ¿Cómo es que, habiendo generalizado lo contrario, hasta
el momento hayamos concluido que ésta es la información que transmiten en muchos
casos? Como hemos indicado, la mayor parte de los animales estiman la localización de
un emisor comparando el tiempo de llegada, la fase o la intensidad de las señales que
llegan a diferentes partes de su cuerpo. Los machos del escarabajo del reloj de la muerte
(Xestobium rufovillosum, Coleóptera, Anobiidae) tamborilean con la cabeza sobre el
substrato durante el cortejo. Este movimiento genera señales a las que las hembras
responden con su propio tamborileo. Ambas señales contienen un amplio espectro de
frecuencias y consisten en una serie de pulsos con una tasa media de repetición de 11 por
segundo. Si se comparan las señales de los machos y de las hembras se encuentran
menos diferencias que si se comparan entre sí las señales de varios machos o de varias
hembras. Por lo tanto, es poco probable que estas señales contengan información sobre
el sexo del emisor. Para analizar cuál es la información que transmiten, Peter R. White y
sus colaboradores registraron la respuesta de hembras y de machos cuando emitían
señales sintéticas de diferentes tasa de repetición y frecuencia. Cuanto mayor era la tasa
mayor era la probabilidad de que la hembra respondiera y menor la latencia de su
respuesta. Además, los machos localizaban antes el lugar desde el que se emitían las
señales de elevada tasa de producción. Por lo tanto, parecían utilizarlas para dicha
localización (White et al., 1993). Pero, ¿en qué tipo de mecanismo se basan?
Para investigar este mecanismo, Dave Goulson y sus colaboradores registraron el
cortejo de machos en respuesta a la emisión de vibraciones artificiales que simulaban las
respuestas naturales de las hembras. Plantearon que la localización podía basarse en tres
posibles mecanismos. El primero es el que hemos venido discutiendo hasta aquí, es decir,
la comparación entre las señales que llegan a distintas partes del cuerpo. El segundo
consiste en estimar la distancia a partir de la amplitud o del retardo entre la emisión de la
señal y la llegada de la respuesta, y el tercero en modificar la tasa de giro de forma
inversamente proporcional a la intensidad de la respuesta de la hembra (i.e.,
klinokinesia). En el experimento, los machos permanecian inactivos mientras no se

212
produjera respuesta de la hembra pero, en cuanto se emitia una señal, empezaba la
localización. Por lo tanto, los machos rastrean las señales vibratorias para localizar a las
hembras. Si se emite siempre la misma señal desde el mismo punto, los machos se
orientan al azar. Sin embargo, si se modifican la tasa de producción o la intensidad de la
señal de la hembra, se produce un cambio en el ángulo de giro. Este resultado sólo es de
esperar si los animales utilizan el tercero de los mecanismos propuestos, esto es, la
klinokinesia (Goulson et al., 1994).
En otros órdenes de insectos (e.g., las moscas de las piedras, Plecoptera), también
se han descrito dúos entre los machos y las hembras antes del apareamiento. Las señales
vibratorias se producen, en este caso, tamborileando o haciendo vibrar el abdomen y
también se han relacionado con la búsqueda y la localización de una pareja potencial,
incluso a grandes distancias. Por ejemplo, John C. Abbott y Kenneth W. Steart se
propusieron analizar cuál era la estrategia utilizada por los machos de Pteronarcella
badia (Pteronarcyidae) para encontrar pareja. Para ello, registraron las vibraciones que
producían desde el momento en que se les introducía en una cámara experimental donde
estaba presente una hembra hasta que la encontraban. El tiempo requerido para que se
produjera el encuentro era un 32% inferior si se establecían dúos continuados entre el
macho y la hembra. Por lo tanto, las vibraciones parecían implicadas en el encuentro
entre los sexos (Abbott y Stewart, 1993).
La participación en estos dúos representa una posible desventaja. Puesto que la
señal vibratoria contiene información útil para discernir la localización espacial del emisor,
puede ser explotada por cualquier depredador que posea receptores sensibles a las
vibraciones que utilizan estas moscas. Esto es lo que ocurre con uno de sus predadores,
las arañas.

4.5.3. La comunicación vibratoria en las arañas

Las arañas son el grupo en el que más profusamente se han estudiado la recepción y
la transmisión de señales vibratorias (revisado en Barth, 1982). No todas las arañas
deambulan y localizan a sus presas explotando la información que éstas intercambian en
sus interacciones intraespecíficas. Más bien, en la mayor parte de los casos, permanecen
inmóviles, a veces en su tela o en algún refugio, en contacto con la seda. Cuando una
presa toca la seda, la araña se orienta rápidamente hacia el punto en el que se ha
producido el contacto y se aproxima de forma extraordinariamente precisa. Dado que,
estando oculta en un refugio, es difícil que haya podido detectar visualmente a una presa
que, además, está lejos, es probable que la respuesta de la araña se base en la utilización
de información vibratoria.
De hecho, es bien sabido que se puede provocar expermentalmente la aproximación
de una araña aplicando una ligera vibración sobre su tela. En dos de las especies
constructoras de telas orbitales (Araneidae) más estudiadas en este sentido (Nephila
clavipes y Zygiella x-nonata), Diemut Klärner y Friedrich G. Barth (1982) midieron el

213
tiempo de reacción y el ángulo de error de la respuesta de las hembras en diferentes
condiciones experimentales. Las telas construidas por las especies de esta familia están
compuestas por tres tipos de hilos: los radiales no son pegajosos y convergen en un
punto central en el que suele encontrarse la araña. Rodeando este centro existe una zona
libre que sólo está atravesada por hilos radiales y que la araña puede utilizar para pasar
de un lado a otro dela tela. La superficie de captura está formada por la espiral,
pegajosa, que rodea a esta parte central. Sin embargo, la única función de la espiral no es
la de actuar como trampa para los insectos que vuelan. También transmite vibraciones.
Klarner y Barth encontraron que, si no había contacto con la tela, el zumbido de una
mosca no desencadenaba respuesta predatoria; la araña permanecía en el centro de la tela
(Nephila) o en su refugio (Zygiella). Lo mismo ocurre si se genera una señal con un
vibrador artificial que no esté en contacto con la tela. Por el contrario, si el vibrador toca
la tela se puede detectar una respuesta de la hembra, que depende del tipo de vibración
transmitida. Si se utilizan ondas transversales, el umbral mínimo de respuesta se produce
para frecuencias de 1 kHz en el caso de Zygiella. Conforme disminuye la frecuencia se
observa una reducción progresiva del número de respuestas a estímulos de la misma
amplitud. Por el contrario, si se utilizan ondas longitudinales el umbral de respuesta es
menor, aunque si la frecuencia de la onda es de 80 Hz no se provoca la aproximación de
la araña sino su huida. En el caso de Nephila, el umbral mínimo de respuesta a las ondas
transversales se da para estímulos de 280 a 420 Hz (Klarner y Barth, 1982).
Estos resultados indican, en primer lugar, que estas arañas son capaces de detectar
los estímulos vibratorios aplicados a la tela y de utilizarlos para localizar espacialmente e
identificar la fuente de la perturbación. En segundo lugar, el tipo de ondas en las que
basan esta capacidad varia de una especie a otra. Esta diferencia puede deberse a la
estructura física de la tela, a la posición que ocupa la araña en ella o a características de
sus mecanorreceptores. Puesto que las arañas responden a un espectro muy amplio de
frecuencias, no es de esperar que éstos estén acotados. Aun así, la frecuencia es,
probablemente, una de las características en las que la araña basa la identificación del
emisor. Otra característica que puede intervenir en esta identificación es la intensidad de
la vibración. Así, si la vibración es muy intensa lo más probable es que la araña
permanezca inmóvil y no se oriente ni se aproxime. Parece estar detectando la presencia
de un peligro potencial.
Para explicar esta capacidad de discriminación se ha planteado que las vibraciones
que generan las presas son de amplia banda de frecuencias (e.g., 15 a 100 Hz en el caso
de Tegenaria, Agelenidae, familia de arañas constructoras de telas laminares junto a las
que se sitúa un nido tubular, Jones, 1985). Además, presentan máximos de energía en
ondas de frecuencia relativamente alta (280 a 420 Hz y 1 kHz en nuestro ejemplo
anterior), mientras que el ruido de fondo (e.g., las vibraciones producidas por el aire o
por factores ambientales) está en la parte más baja del espectro. Existen, pues,
diferencias que la araña puede utilizar para detectar, por ejemplo, la presencia de una
posible presa. Pero, además, las presas se desplazan por la tela sin seguir un patrón
estereotipado de movimiento y las vibraciones que generan al hacerlo presentan, en

214
consecuencia, un patrón temporal irregular. Esta es una de las diferencias más
importantes entre las señales producidas por las presas y las emitidas por las propias
arañas durante sus interacciones intraespecíficas.
Los machos de Araneus diadematus (Araneidae) se sitúan en la periferia de la tela
de las hembras, desde donde tiran del hilo de seda con el que están en contacto las patas
de ésta. En respuesta a esta señal la hembra se aproxima a la periferia pero, una vez allí,
no captura al macho, sino que copula con él. La señal que emite el macho parece
contener, pues, información que permite su identificación por parte de la hembra.
Cuando, como en este caso, se produce tirando de un hilo de seda, se trata de una onda
sinusoidal simple de frecuencia, en general, inferior a las vibraciones que genera una
presa (e.g., 10 a 14 Hz en el caso de Zygiella x-nonata; 25 Hz en el de Cyrtophora
cicatrosa y 8 a 18 Hz en el de C. citricola).
En otras especies las vibraciones de cortejo se producen por la oscilación
estereotipada del abdomen del macho sobre la tela de la hembra. En Tegenaria parietina
(Agelenidae), este movimiento genera una señal de 15 Hz, mientras que en T. atrica su
frecuencia es de 30 Hz. Se trata de dos especies próximas filogenéticamente cuyas
señales de cortejo presentan claras diferencias, a la vez que especificidad. Pueden
intervenir, y de hecho parecen hacerlo, en el reconocimiento de la especie. Con
frecuencia se ha considerado que esta función era generalizable a las señales vibratorias
producidas por todas las especies constructoras de tela. Por ejemplo, la frecuencia de las
señales de cortejo de Mallos gregalis (Dyctinidae, familia que se caracteriza por
construir telas aéreas en el manto de detritos) es de 10 Hz (revisado en Krafft y
Leborgne, 1979).
En otras especies del género Tegenaria, así como en Coelotes (Agelenidae) o
Amaurobius (Amaurobidae, constructoras de nidos tubulares), las vibraciones se
producen tamborileando con los palpos sobre la tela. Este movimiento origina señales
con una banda de frecuencias más amplia, que puede solaparse de una especie a otra.
Por ello, se ha planteado que su estereotipia reside en su tasa de repetición. En
Amaurobius similis (Amaurobidae), por ejemplo, se trata de una señal de 4,1 ciclos por
segundo. En este género también hay ejemplos de marcadas diferencias interespecíficas:
la señal producida por la vibración del abdomen de los machos de A.fenestralis es de 150
ciclos por segundo, mientras que la producida por este mismo mecanismo por los machos
de A. ferox es de 47 a 68 ciclos por segundo.
Al igual que ocurría con las señales acústicas, la existencia de diferencias
interespecíficas se ha considerado como una evidencia del carácter crítico del
reconocimiento específico para el éxito reproductor del macho. Pero, en el caso de las
arañas, la identificación de la especie podría ser doblemente importante. Puesto que se
trata de predadores, al identificarse como una pareja potencial el macho no sólo logra
aparearse con una hembra de la misma especie. También inhibe su respuesta de ataque y,
en consecuencia, el riesgo de ser capturado por ella. Esta inhibición del canibalismo,
como una posible función de las señales vibratorias de las arañas y como una hipotética
presión selectiva que ha conducido a su evolución, se ha considerado especialmente

215
importante en las especies sociales o subsociales. Las hembras de Mallos gregalis
(Dyctinidae), pueden formar telas comunales en cuyo mantenimiento cooperan. Si una
presa queda atrapada en la tela pueden acudir a ella hasta 30 arañas, que también
cooperan en su inmovilización. Todas las arañas atacan a la presa, pero ninguna de ellas
resulta atacada por otra. Puesto que cualquier animal que deambule por la tela produce
vibraciones que, como hemos visto, informan de su localización, quizá en este caso
exista algún mecanismo que permita a las arañas discriminar entre las señales producidas
por las otras hembras y las producidas por las presas. Ya hemos visto que estas últimas
son de banda amplia (30 a 700 Hz en este caso) y tienen componentes de alta frecuencia.
Por el contrario, las vibraciones producidas por las otras hembras son de baja frecuencia.
Las propiedades de resonancia de la tela hacen que las señales con una frecuencia
superior a 30 Hz resulten amplificadas, mientras que las de frecuencia inferior se atenúan
mucho. Por lo tanto, las vibraciones producidas por las presas son transmitidas de forma
eficaz, mientras que las producidas por las otras hembras pasan casi desapercibidas
(Burgess, 1979).
La emisión y la detección de señales vibratorias no es exclusiva de las arañas que
construyen telas. También aparece en el grupo de las llamadas "vagabundas". Estas, en
realidad, pueden utilizar diversas estrategias para capturar a las presas. Algunas, como
por ejemplo Cupiennius (Ctenidae), arañas tropicales de gran tamaño, cazan al acecho.
Los machos deambulan en busca de hembras y, durante el cortejo, emiten señales
vibratorias muy regulares y estereotipadas. Las señales de las diferentes especies del
género difieren entre sí tanto en su organización temporal como en su frecuencia (Figura
4.17). ¿Cuál es la importancia relativa de estos dos parámetros en el reconocimiento de la
señal por parte de la hembra? y ¿cómo codifica y procesa su sistema nervioso la
información contenida en la señal? (revisado en Barth, 1985 y 1993).

• Neuroetología de la comunicación vibratoria en Cupiennius salei. El género


Cupiennius está formado por siete especies centroamericanas. C. salei es una especie
nocturna que vive en la base de las hojas de plantas monocotiledóneas como las
bromeliadas, las pitas o las bananas. Tanto los machos como las hembras pasan en su
refugio la mayor parte del día y, cuando llega la noche, los machos lo abandonan y
deambulan. En las hojas de las plantas ocupadas por hembras existen rastros de seda. El
contacto con estos rastros desencadena el cortejo de los machos, que finaliza con su
orientación y su aproximación a la hembra. Durante la mayor parte del tiempo la hembra
permanece inmóvil y, en algunas ocasiones, macho y hembra pueden encontrarse
inicialmente en las partes opuestas de la planta. Por lo tanto, no parece que en este caso
pueda pensarse que el canal visual desempeña un papel importante en el reconocimiento
del macho y en la localización espacial de la hembra.
Respecto al primer problema, el macho realiza durante el cortejo varias series de
movimientos muy estereotipados de oscilación del opistosoma. Acompañando a la
oscilación puede producirse a veces tamborileo de los palpos. Las hembras responden
ocasionalmente a estas señales, y su respuesta consiste en un temblor de las patas, que

216
puede facilitar al macho su localización. En cuanto al canal por el que viajan estos dos
mensajes, tanto el movimiento de la hembra como el del macho dan lugar a vibraciones.
De hecho, es posible registrarlas y amplificarlas, lo que permite que podamos incluso
escuchar el ritmo de producción de la señal del macho. En la Figura 4.17a aparece el
resultado de uno de estos registros. Puede observarse la producción rítmica de
vibraciones de baja frecuencia y de baja intensidad que, sin embargo, en este medio de
transmisión tienen un alcance mucho mayor que el del sonido. Por lo tanto, los mensajes
se transmiten probablemente mediante señales vibratorias.
A través de las hojas de la planta, las vibraciones son transmitidas por ondas de
curvatura que se propagan con una atenuación de 0,3 dB/cm. Wolfgang Schüch y
Friedrich G. Barth (1985) analizaron las señales producidas por la oscilación del
opistosoma. En cuanto a su patrón temporal, son bastante complejas. Consisten en un
número variable de sílabas (12-50) separadas por pausas de 230 a 400 ms de duración.
La terminología utilizada para describir la organización temporal de estas sílabas es sólo
parcialmente similar a la utilizada en el estudio de la comunicación en insectos: por
ejemplo, se considera que cada sílaba está formada por varios pulsos (6-12) regularmente
espaciados (100-120 ms). Varias sílabas (<50) se suceden para formar series y, a lo largo
de cada serie, se produce un incremento progresivo de la duración de la pausa entre
sílabas y de la intensidad. Las series van seguidas por intervalos de silencio (8-10s) y,
junto con ellos, forman las interseries. Por término medio, cada señal de cortejo está
formada por 24 interseries y, a lo largo de la señal, disminuye el porcentaje de tamborileo
(véase la Figura 4.17a). La complejidad de estas señales es mucho menor en el dominio
de su frecuencia: tienen un estrecho rango de frecuencias y un pico en 75 Hz. En su
propagación a través de la hoja, las señales producidas por oscilación del opistosoma
resultan mucho menos degradadas que las producidas por los palpos. Cerca del emisor,
estas últimas presentan un espectro de amplitudes plano; es decir, los componentes de
distinta frecuencia tienen la misma amplitud. Sin embargo, este espectro se modifica
mucho con la distancia, creciendo la amplitud relativa de los componentes de baja
frecuencia.

217
Figura 4.17. Oscilogramas (aceleración con respecto al tiempo) de las vibraciones de cortejo producidas por los
machos de varias especies del género Cupiennius (Ctenidae). Las señales se producen mediante la oscilación del
opistosoma y el tamborileo de los palpos, y la importancia relativa de uno y otro varía de una especie a otra. En
Cupiennius salei, por ejemplo, la oscilación del opistosoma va precedida por el tamborileo de los palpos sólo en
algunas ocasiones (que aparecen señaladas con un asterisco en el oscilograma). Las diferencias interespecíficas
tienen que ver también con la amplitud de la señal, su duración, su espectro de frecuencias y su organización
temporal. Esta última característica parece contener la información necesaria para que la hembra reconozca la
señal y responda con su propia vibración (adaptado de Barth, 1993).

Además, las características de la señal producida por el opistosoma son muy


distintas de las de otras especies del género (vide supra: Figura 4.17). Por el contrario,

218
no existen diferencias entre los machos de la misma especie. Por lo tanto, las señales
vibratorias tienen las características necesarias para transmitir información sobre la
identidad de la especie. Y parece que lo hacen. En el Cuadro 4.1 se presenta la
probabilidad de que una hembra responda cuando se emiten señales de su misma y de las
otras especies del géñero. Parece evidente que la respuesta de las hembras es selectiva y
que esta selectividad se basa en las diferencias interespecíficas en las señales vibratorias.
Pero, puesto que hay diferencias en varios parámetros de la señal, ¿de cuál de ellos
depende esta selectividad?

CUADRO 4.1. Porcentaje de respuesta de las hembras de tres especies de arañas del género Cupiennius ante
señales vibratorias de cortejo producidas por los machos de su misma especie y de las otras dos. En ausencia de
otra información sensorial, la respuesta de las hembras es selectiva, y esta selectividad puede basarse tanto en un
análisis de la frecuencia como del patrón temporal de la señal (adaptado de Barth, 1993).

Las señales difieren en su frecuencia y en su patrón temporal: las sílabas y las


pausas entre sílabas tienen una duración específica de la especie, y también lo es el
número de sílabas por serie y la modulación de la amplitud. Para analizar la importancia
relativa de estos parámetros en el comportamiento de la hembra, el grupo de Friedrich G.
Barth aprovechó el hecho de que un porcentaje de ellas responde a la señal del macho
con su propia vibración. Es posible registrar esta respuesta incluso en situaciones
experimentales, colocando a las hembras en una habitación a oscuras sobre una
plataforma circular de PVC conectada a un vibrador. Se transmiten al vibrador señales
sintetizadas por ordenador que presentan sistemáticamente alguna alteración con respecto
a uno de los parámetros de las señales producidas por los machos. Incluso pueden
sintetizarse señales que presenten sólo una de las características de las señales naturales.
El porcentaje de hembras que respondan o la intensidad de su respuesta se pueden
utilizar como una medida del grado de preferencia por las distintas características de las
señales naturales.
Utilizando series naturales a las que habían modificado el número de las silabas,
Wolfgang Schüch y Friedrich G. Barth (1990) encontraron que la respuesta de la hembra
dependía de este parámetro. Para valores inferiores a tres sílabas, el porcentaje de
hembras que responden disminuye. Sin embargo, siempre que el número de sílabas
supere este valor la mayor parte de las hembras responde. Tampoco la amplitud de la
señal parece un parámetro importante: entre 8 mm/s2 y 316 mm/s2 todas las hembras

219
responden con la misma tasa. La alteración de otros parámetros, por el contrario,
modifica de forma más acusada la respuesta. Si se representa el porcentaje y la
intensidad de la respuesta con respecto al valor de estos parámetros se encuentran curvas
de sintonización en las que la respuesta de la hembra está restringida a un pequeño
rango de variación. La curva más acentuada corresponde a la variación en la frecuencia:
las hembras sólo responden si la frecuencia es superior a 57 Hz o inferior a 228 Hz (este
rango incluye la frecuencia de la señal natural, aunque la respuesta máxima se da para las
señales de 133 Hz). Dentro de este rango de frecuencias, sin embargo, las señales que no
tienen la estructura temporal adecuada pueden provocar tanto la aproximación de la
hembra como su huida. Por lo tanto, la organización temporal de la señal también es
importante para su reconocimiento. Cuando la duración de la sílaba es inferior a 53 ms o
superior a 210 ms la señal no provoca apenas respuesta, y el valor más efectivo de este
parámetro es 105 ms. En cuanto a las pausas entre sílabas, su duración tiene que estar
comprendida entre 60 y 350 ms, y el valor más efectivo de este parámetro es 169 ms.
Por último, también la tasa de repetición de las sílabas es importante y, de nuevo, la
respuesta de las hembras se circunscribe a un pequeño rango de variación en este
parámetro (2,4 a 5,7 por segundo), y la respuesta es máxima cuando las sílabas se
producen a una tasa de 3,8 por segundo. El rango óptimo de variación de todos los
parámetros incluye los valores de las señales naturales. Por lo tanto, las hembras de
Cupiennius salei están estrechamente sintonizadas a la frecuencia y al patrón temporal
de las señales de su propia especie. Como siempre, esta sintonización debe basarse en las
propiedades de su sistema sensorial.
Entre los órganos sensoriales de las arañas que responden a estímulos mecánicos se
encuentran los órganos en hendidura, sensibles a la tensión a la que se somete al
exoesqueleto. Las hendiduras son orificios alargados (de 1 a 2μm de anchura por 8 a 200
um de longitud) cubiertos por una membrana que está rodeada por un reborde de
cutícula. Cada hendidura tiene dos dendritas sensoriales, de las que una está unida a la
membrana y presenta en su extremo un cuerpo tubular, que es un conjunto de
microtúbulos (Foelix, 1982). Los órganos en hendidura están distribuidos por toda la
superficie corporal y son especialmente abundantes en las patas. Entre las hendiduras de
las patas se encuentra el órgano liriforme metatarsal (OLM). Este órgano está en
posición dorsal sobre el metatarso, cerca de su articulación con el tarso, y consta de un
número variable de hendiduras (hasta 21 en C. salei) de diferente longitud y dispuestas
en paralelo, orientadas perpendicularmente al eje longitudinal de la pata. Las hendiduras
están ordenadas según su longitud, con las más largas en posición distal y las más cortas
en posición proximal.
Cuando se transmite una vibración por el substrato, el tarso de la pata se desplaza de
arriba a abajo o lateralmente y este desplazamiento genera una fuerza perpendicular a las
hendiduras. Esta fuerza las comprime lo que, a su vez, produce una deformación de la
dendrita. Por mecanismos que se desconocen, dicha deformación activa la fibra sensorial
que, a través del ganglio de la pata, se proyecta hasta la masa subesofágica. En la masa
subesofágica también se proyectan las fibras procedentes de los palpos y del opistosoma.

220
Las fibras que proceden de las patas confluyen en el centro de la masa para formar un
tracto que se proyecta en el tracto sensorial longitudinal.
De todos los órganos en hendidura, el OLM es el más sensible a las vibraciones
transmitidas por substratos sólidos. Esta sensibilidad puede argumentarse como una
evidencia de su intervención en el procesamiento de las señales vibratorias, pero esta
intervención también se ha demostrado experimentalmente. La ablación de los OLM no
elimina por completo la capacidad y la precisión de la respuesta de las hembras a este
tipo de estímulos, pero sí la merma considerablemente. Por ello, el análisis
neuroetológico de la comunicación vibratoria en C. salei se ha centrado en la
investigación de este órgano sensorial. Para ello se inmoviliza por completo a una hembra
y se fijan los tarsos de sus patas a un vibrador, lo que permite aplicar distintos estímulos
vibratorios y registrar simultáneamente los potenciales de acción que se producen.
Se puede registrar, por ejemplo, la respuesta de una misma hendidura a estímulos de
diferentes características. Algunas hendiduras responden tanto a sílabas de pequeña
como de elevada amplitud, y la tasa de respuesta a estos dos tipos de señales guarda una
relación logarítmica. Por lo tanto, el órgano sensorial codifica un rango muy amplio de
intensidades. Esta capacidad implica que la precisión de la discriminación de la amplitud
sea baja pero, como hemos dicho, ésta no es una característica que la hembra parezca
utilizar para identificar la señal. Además, la amplitud de las señales vibratorias se
modifica mucho durante su propagación y, por lo tanto, no es un parámetro en el que
pueda basarse la identificación de la especie. Por el contrario, características como la
organización temporal o la frecuencia resultan mucho menos degradadas.
No existen diferencias en las curvas de sintonización a la frecuencia de las distintas
hendiduras. Para todas ellas, el umbral de respuesta decrece de forma progresiva
conforme aumenta la frecuencia desde 10 hasta 1.000 Hz. Por lo tanto, el OLM no está
estrechamente sintonizado a la frecuencia de la vibración de cortejo. No obstante, se ha
propuesto que este parámetro está codificado por el patrón de descarga global del órgano.
Las hendiduras más largas responden preferentemente a las señales producidas por la
oscilación del opistosoma mientras que, si se utilizan como estímulos las vibraciones
producidas por tamborileo de los palpos, puede registrarse respuesta en todas las
hendiduras. Sin embargo, el patrón de esta respuesta puede variar. Las hendiduras cortas
responden preferentemente a las frecuencias altas, mientras que las largas lo hacen a las
frecuencias bajas. Por lo tanto, el OLM realiza un análisis de frecuencias, y el
procesamiento de las distintas frecuencias se hace en paralelo.
Para que la hembra pueda extraer la información contenida en el espectro de
frecuencias de la señal, este análisis debe proseguir en niveles superiores de la vía. Dieter
Baurecht y Friedrich G. Barth (1992) propusieron que la información contenida en el
espectro de amplitudes de la señal de tamborileo podía servir para evaluar la distancia.
Algunas intemeuronas de la masa subesofágica responden a las vibraciones del substrato
y se puede registrar su respuesta. Entre ellas se encuentran las células intraganglionares,
que reciben información ipsilateral sólo de una pata y las células interganglionares o
plurisegmentales, que reciben información ipsilateral de todas las patas. Las primeras

221
presentan sintonización de frecuencias y existen tres tipos de respuesta: hay células que
responden de forma óptima a frecuencias bajas (80 a 100 Hz), otras lo hacen a
frecuencias medias (≈ 200 Hz) y otras a frecuencias altas (≈ 900 Hz). Las segundas no
presentan sintonización estrecha y su respuesta es óptima para las frecuencias contenidas
entre 80 y 200 Hz.
A nivel central parece mantenerse, pues, el procesamiento en paralelo de las
frecuencias contenidas en la señal. En lo que respecta a sus características temporales,
sólo se ha analizado su codificación en las hendiduras largas del OLM. Utilizando como
estímulos vibraciones de diferente duración, Dieter Baurecht y Friedrich G. Barth (1993)
mostraron que estos receptores son de tipo tónico y de adaptación lenta, es decir, que
responden mientras dura el estímulo y que, cuando éste finaliza, disminuye su actividad.
Cuanto más largo es el estímulo, mayor es el número de potenciales de acción
registrados, pero no se modifica su tasa de producción (que, como vimos, codifica la
amplitud del estímulo). Por lo tanto, a nivel periférico el sistema responde copiando el
patrón temporal de la señal.
El estudio neuroetológico de la comunicación vibratoria en las arañas se encuentra
en una fase mucho menos avanzada que el de la comunicación acústica en los insectos.
Existen algunas razones metodológicas para justificar este hecho que, a su vez, están
relacionadas con la mayor complejidad de los estímulos vibratorios. Pero hay ejemplos
de señales vibratorias que son aún más complejas que las que hemos venido discutiendo
hasta aquí.
Se trata de las señales transmitidas por medios menos flexibles y elásticos que las
hojas de las plantas. Para discutir la investigación realizada sobre este tema debemos
abandonar, sin embargo, la familia de los cténidos y ocuparnos de los licósidos.

• La comunicación vibratoria en los licósidos. Ya hemos mencionado que el hecho


de que las arañas produzcan seda y posean un gran número de pelos y de estructuras
sensoriales que detectan los estímulos mecánicos ha hecho que se las considere, en
general, como animales cuyo comportamiento depende poco de la visión (a pesar de
tener cuatro pares de ojos). Además, un gran número de especies, por ejemplo los
cténidos de los que acabamos de hablar, tienen hábitos nocturnos, lo que apunta también
en la dirección de una dependencia de la visión relativamente pequeña. Pero hay
excepciones a esta regla, todas ellas procedentes de especies "vagabundas", que no
construyen telas para capturar a las presas ya que, en un sentido estricto, sólo las arañas
saltadoras (Salticidae) deambulan. Las especies de esta última familia tienen, en su mayor
parte, hábitos diurnos, y su característica morfológica más llamativa son sus grandes ojos
que, además, tienen una organización compleja. De los cuatro pares de ojos, los que
ocupan la posición medial en la fila anterior son los de mayor tamaño y parecen
intervenir en la capacidad que tienen estas arañas de reconocer y reaccionar rápidamente
a los estímulos visuales. Parecen reconocer, por ejemplo, por su forma objetos situados a
10 cm de distancia. También los licósidos, o arañas lobo, exhiben comportamientos que
dependen de la visión. Jerome S. Rovner colocaba a individuos adultos de Rabidosa

222
rabida (antes Lycosa rabida) frente a una pantalla de televisión en la que aparecían
animales de su misma especie. Tanto las hembras como los machos respondían a las
imágenes orientándose hacia la pantalla. Sin embargo, cuando les tapaba selectivamente
algún par de ojos esta capacidad resultaba alterada. La respuesta de orientación, la
aproximación a larga distancia y la orientación y aproximación a corta distancia
dependían de diferentes pares de ojos. Sin embargo, el par que tan importante es en el
comportamiento de los saltícidos no parece desempeñar ningún papel en esta respuesta
(Rovner, 1993). Los ojos medianos anteriores (OMA) de los licósidos son más pequeños
que los ojos posteriores (que son los de mayor tamaño en la Figura 4.18) y quizá
desempeñen un papel distinto que en los saltícidos.
En conjunto, sin embargo, el papel de la visión en el comportamiento de los licósidos
no es desdeñable. Pero ¿significa esto que lo es el del sistema vibratorio? Una de las
presas potenciales de los licósidos son algunas especies de luciérnagas (e.g., Photuris
tremulans y P. lucicrescens). Éstas emiten destellos de luz para atraer a parejas
potenciales y las arañas lobo parecen utilizar ilegítimamente esta señal para detectar y
localizar a sus presas. La información que utilizan viaja, probablemente, por el canal
visual. Sin embargo, Renée S. Lizotte y Jerome S. Rovner registraron la respuesta de
orientación de hembras de Lycosa rabida y de L. punctulata cuando la intensidad de la
luz era muy baja y, además, se trataba de luz roja (λ > 620 nm). Si en estas condiciones
se emiten destellos de luz producidos por luciérnagas a través de un orificio practicado en
una de las paredes del recipiente, sólo un 20% de los animales se aproximan. Esta
respuesta se debe a la señal luminosa ya que, emitiendo destellos de luz verde con el
mismo patrón que las señales de las luciérnagas se provoca la orientación y la
aproximación de un porcentaje similar de animales. Las arañas pueden, pues, basar su
respuesta exclusivamente en la información visual. Sin embargo, el porcentaje de
animales que responde es extraordinariamente bajo. Por el contrario, se consigue
respuesta de orientación y de aproximación de un elevado porcentaje de hembras (85%)
cuando la luciérnaga está apoyada sobre el mismo substrato que la araña, aun cuando
ésta tenga todos los ojos tapados con una película que no deja pasar la luz. La respuesta
no depende, pues, exclusivamente del canal visual, sino también del canal vibratorio
(Lizzote y Rovner, 1988).
El papel de la información vibratoria en el comportamiento de L. rabida no sólo se
ha analizado en contextos de predación sino también en las interacciones intraespecíficas.
Los machos de esta especie realizan secuencias muy estereotipadas de movimientos tanto
durante el cortejo como en las interacciones con otros machos. Entre estos movimientos
se encuentra la percusión de los palpos. Jerome S. Rovner registró los sonidos
producidos por los machos al tamborilear encima de una cartulina. En presencia de una
hembra, los machos emiten una señal de cortejo que consiste en varias ráfagas muy
breves de pulsos (3-6 ms) seguidas por un largo tren de pulsos (1,8 a 2,6 s) de intensidad
y tasa creciente. El espectro de frecuencias de esta señal es muy amplio (0,5 a 3,5 kHz).
En presencia de otro macho se emite una señal distinta, que consiste en breves ráfagas de
pulsos (0,04 a 0,4 s) espaciadas regularmente. El espectro de frecuencias de esta señal de

223
amenaza es el mismo que el de la señal de cortejo (Rovner, 1967).

Figura 4.18. Macho subadulto de Lycosa tarentulafasciiventris. Se trata de una especie de distribución
mediterránea que, en la península ibérica, se ha descrito en el sur y en el levante. Vive típicamente en nidos
tubulares excavados en el suelo donde pasa la mayor parte del día y desde donde acecha a sus presas potenciales.
El interior del nido está tapizado con una cubierta sedosa que continúa hasta la parte superior donde, en
ocasiones, forma una trama característica, de forma pentagonal, a la que denominamos "brocal".

Ni el espectro de frecuencias ni el patrón temporal de estas señales son invariables


sino que dependen, por ejemplo, de la respuesta inicial de la hembra. Por lo tanto, no
estamos en el mismo caso que hemos venido discutiendo hasta ahora, es decir ante
señales que transmiten información sobre la identidad de la especie. De hecho, las
señales vibratorias de cortejo no son necesarias para que se produzca el reconocimiento
específico en L. rabida. Por ejemplo, si se impide a los machos emitir la señal
inmovilizando de forma transitoria sus palpos, siguen apareciendo respuestas receptivas
en algunas hembras. Sin embargo, el hecho de que la señal no sea necesaria no implica
que no desempeñe ningún papel en las interacciones de cortejo normales. De hecho, si se
registra la respuesta de las hembras a la emisión de la señal de cortejo, se observa que un

224
60% de ellas presentan respuesta receptiva (Rovner, 1967). Rovner planteó que las
señales podían informar sobre la posición espacial del macho y que su importancia sería
mayor cuando las hembras no pudieran utilizar la información visual.
Para analizar la función de las señales vibratorias en los licósidos se ha utilizado
también otra aproximación experimental. Cuando dos especies viven en simpatría, es
decir, cuando sus áreas de distribución se solapan, es de esperar que hayan aparecido
mecanismos que aseguren su aislamiento reproductor. Uno de estos mecanismos es el
cortejo, por lo que Gail E. Stratton y George W. Uetz compararon la respuesta de las
hembras de dos especies (Schizocosa ocreata y S. rovneri) a la señal de cortejo de su
propia especie y a la de la otra. Se trata de dos especies idénticas en su morfología
general, que durante mucho tiempo se habían considerado como una única especie.
Además, en el laboratorio se pueden realizar cruzamientos heteroespecíficos cuya
descendencia es viable. Sin embargo, estos cruzamientos se producen raramente en
condiciones naturales. El cortejo de ambas especies difiere y, aunque los machos cortejan
tanto a las hembras homoespecíficas como a las heteroespecíficas, las hembras sólo son
receptivas a los machos de su propia especie. Stratton y Uetz se propusieron analizar el
papel de los diferentes canales sensoriales en este aislamiento. Las señales químicas no
parecen desempeñar ningún papel, puesto que los machos inician el cortejo tanto en
presencia de feromonas de su propia especie como de la otra especie. Cuando el macho
y la hembra están aislados acústicamente, sólo un 37% de las hembras es receptiva al
cortejo del macho. Por el contrario, si el aislamiento es visual se obtiene respuesta de un
79% de los animales. A partir de estos resultados, estos autores plantearon que las
señales acústicas transmitidas por el substrato eran críticas para inducir la respuesta
receptiva de las hembras (Stratton y Uetz, 1983).
Estas señales presentan además la especificidad requerida para la función de barreras
de aislamiento. La señal de cortejo de S. ocreata tiene un patrón muy complejo. Consta
de varias ráfagas de pulsos con un amplio espectro de frecuencias (< 6 kHz) y no tiene
una organización temporal clara. La señal de cortejo de S. rovneri, por el contrario, es
regular. Está formada por ráfagas de pulsos de 0,25 segundos de duración. Stratton y
Uetz calcularon la frecuencia fundamental de estas señales utilizando oscilogramas, es
decir, representaciones de su amplitud con respecto al tiempo. En el caso de S. ocreata,
la frecuencia es de 800 Hz y en el de S. rovneri de 520 Hz (Stratton y Uetz, 1981 y
1983). Las hembras pueden, pues, basar su discriminación tanto en el patrón temporal de
la señal como en su frecuencia.
En su momento, estos datos se utilizaron para plantear la existencia de dos
etoespecies. Sin embargo, las diferencias interespecíficas a las que se alude no son, a
simple vista, tan evidentes. En primer lugar, el patrón temporal de la señal de S. ocreata
no es regular sino variable, y esta variabilidad quizá refleje diferencias individuales. En
segundo lugar, la frecuencia se ha calculado a partir de oscilogramas del sonido. Sin
embargo, hemos visto que el espectro de frecuencias de las ondas sonoras y vibratorias
producidas por una única perturbación mecánica puede ser claramente distinto.
El problema ha surgido, de nuevo, de la confusión inicial entre el sonido y las

225
vibraciones y de la utilización de técnicas de registro y análisis del primero para describir
las segundas. Pero hemos visto, además, que el tipo de onda vibratoria que se transmita
depende mucho de las características físicas del substrato. Por ello, la consideración de
que las hembras deben discriminar entre las vibraciones de 520 y las de 800 Hz puede
haber sido precipitada. Quizá, como ocurría en el cortejo en Nezara viridula, la señal
que hemos registrado sea muy diferente de la que realmente interviene en el
reconocimiento o en la localización espacial del emisor.

• La comunicación vibratoria en Lycosa tarentula fasciiventris. Nosotros hemos


intentado solventar algunos de estos problemas en nuestro estudio de la comunicación
vibratoria en una especie de araña lobo de la península ibérica (Lycosa tarentula
fasciiventris, vide supra: Figura 4.18). Las arañas de esta especie viven en nidos
construidos en el suelo en cuyo interior pasan la mayor parte del día y desde los que
acechan tanto a las presas potenciales como a los congéneres. El cortejo de los machos
se desencadena en presencia de rastros de seda de la hembra e incluye, entre otros
movimientos estereotipados, tamborileo de los palpos que, como se puede apreciar en la
Figura 4.18, presentan un considerable abultamiento en su extremo. El movimiento de
percusión de los palpos puede llegar a generar sonidos audibles si el macho se encuentra
sobre un substrato de cartulina, cartón o madera. Sin embargo, estos no son los
substratos habituales en el medio ambiente de estos animales. En condiciones normales,
el macho tamborilea en las proximidades del nido de la hembra y puede hacerlo, por lo
tanto, directamente sobre el suelo o sobre la parte superior del nido, que puede tener un
entretejido de seda y pequeños palos. Cuando se producen sobre estos substratos, los
movimientos de percusión no generan sonidos audibles pero, con toda certeza, producen
vibraciones. Por ello, nos propusimos registrar las vibraciones producidas por el
tamborileo y transmitidas por la superficie del suelo a pocos centímetros del nido de una
hembra que se encontraba en su interior y que podía desplazarse libremente. Para ello,
medimos la aceleración de las partículas de la superficie del substrato en el plano vertical
(que es, por ejemplo, el plano de polarización de las ondas Rayleigh).
Mediante este método descubrimos dos señales vibratorias. Las vibraciones de
cortejo sólo se pueden registrar a corta distancia y consisten en una serie irregular de
ráfagas de pulsos con un espectro de frecuencias amplio (500 a 3.000 Hz, Figura 4.19e).
El máximo relativo de energía se produce para valores próximos a 1 kHz (Figura 4.19d).
Sin embargo, probablemente no podamos decir que las señales vibratorias de esta especie
tengan una frecuencia portadora de 1.260 Hz, ya que quizá este pico relativo depende de
la distancia. Cuando transmitimos al substrato una señal artificial que contiene ondas de
todas las frecuencias y de la misma amplitud, encontramos que el máximo de energía que
se registra a dos centímetros de la fuente está algo por encima de 1 kHz. Sin embargo, a
10 cm se desplaza a los 800 Hz. El espectro de frecuencias y de amplitudes de las
señales puede variar pero, además, el comportamiento de las hembras tolera esta
variación. En condiciones experimentales hemos registrado la respuesta de hembras de
esta especie cuando el macho corteja sobre una cartulina. Es muy probable que el

226
espectro de esta señal difiera del registrado por nosotros. Sin embargo, las hembras
fueron receptivas. Parece oportuno, pues, concluir que la sintonización estrecha de
frecuencias no es una característica de la comunicación vibratoria en esta especie. Más
bien, las hembras deben ser capaces de detectar y de codificar un amplio rango de
frecuencias y quizá puedan utilizar el espectro de amplitudes para evaluar la distancia a la
que se encuentra el macho.
El patrón temporal de la señal no se modifica con la distancia y tampoco depende
del tipo de substrato. Es, por lo tanto, un candidato más adecuado para codificar la
información específica. Para analizar esta posibilidad, decidimos describir el patrón
temporal de señales vibratorias de cortejo procedentes de machos distintos.
Sorprendentemente, encontramos una gran variabilidad. Los resultados de nuestro
análisis, recogidos en el Cuadro 4.2, ilustran la dificultad de encontrar algún parámetro
regular. Pero, además, paralelamente a nuestro experimento anterior, registramos las
vibraciones producidas por tamborileo del macho en presencia de un segundo macho.
Estas señales de amenaza, además de ser mucho más intensas, sí mostraban la
regularidad temporal que habíamos predicho en el caso de las señales de cortejo.
Interpretamos este resultado como una evidencia de que las señales de cortejo transmiten
más información individual que las de amenaza (Fernández-Montraveta y Schmitt,
1994).

Figura 4.19. Señal de cortejo de un macho de Lycosa tarentula fasciiventris: (a) Oscilograma de una serie de
cortejo registrada a unos 3 cm del macho. La serie está formada por varias ráfagas de sílabas sin una

227
organización regular. (b) Detalle de una ráfaga de tres sílabas. (c) Detalle de una sílaba, en la que se muestra un
tren de impulsos. (d) y (e) Espectrograma y sonograma de la señal. El espectro de frecuencias es muy amplio,
desde los 500 Hz hasta más de 3.000 Hz, y el máximo relativo de la energía se produce a 1.260 Hz (adaptado de
Fernández-Montraveta y Schmitt, 1994).

Esto implica que las hembras también deben ser capaces de codificar un amplio
rango de variabilidad en el patrón temporal de las señales de cortejo y de procesar esta
información para evaluar individualmente al macho. A nivel del sistema nervioso nos
encontramos, pues, ante un problema que parece más complejo que el de la
comunicación vibratoria en Cupiennius pero que, por su misma complejidad, puede
resultar fascinante a largo plazo.

CUADRO 4.2. Características temporales de 21 señales de cortejo producidas por seis machos de Lycosa
tarentula fasciiventris. La organización temporal de las sílabas muestra una gran variabilidad y poca o ninguna
regularidad, a diferencia de lo que ocurre en las señales vibratorias de amenaza.

4.6. Conclusiones

Al incluir en nuestro análisis del procesamiento de la información en los sistemas


auditivo y vibratorio el estudio de las señales naturales a las que responde un animal y de
la función que cumplen, hemos obtenido una imagen bastante compleja de los
mecanismos de operación de dichos sistemas. Puede parecer que la complejidad no es un
objetivo a alcanzar en una empresa científica pero quizá logremos al final una visión más
completa y esclarecedora del problema si lo abordamos desde diferentes perspectivas.
Para ilustrar esta ventaja, en la introducción a este capítulo utilizábamos el ejemplo del
estudio del sistema auditivo de los vertebrados. Después hemos prestado una atención
especial al comportamiento de los insectos. Esperamos que las razones que han motivado
nuestra decisión hayan quedado claras para cualquier lector, pero quizá convendría
volver sobre ellas, a modo de conclusión.
Los ejemplos que hemos seleccionado han pretendido ilustrar algunas de las ventajas

228
que tiene la aproximación etológica cuando se aplica al estudio del sistema nervioso, y
ello se debe a que en el análisis de la comunicación acústica de los insectos se han podido
integrar las aproximaciones ecológica y fisiológica. Las razones tienen que ver, en primer
lugar, con el tipo de comportamiento estudiado. Las señales acústicas y vibratorias que
hemos venido discutiendo son estereotipadas y complejas y las respuestas de los
receptores son fáciles de identificar y de reproducir en el laboratorio y fáciles de analizar
en el medio natural. Además, estos patrones de comportamiento están estrechamente
relacionados con redes neurales implementadas en sistemas nerviosos relativamente
sencillos, ya que están formados por un número reducido de neuronas que son fáciles de
identificar en todos los animales de la especie y son accesibles al registro. Se trata, por
otro lado, de sistemas dedicados, es decir, que se encargan de forma casi exclusiva de
una única función muy importante, como es el reconocimiento de parejas potenciales. En
palabras de David Young (1989): "…es casi imposible saber qué está escuchando un gato
en un momento determinado" (p. 3). Por el contrario, es fácil saber con precisión qué
escuchan los grillos e identificar la información que debe tratar su sistema nervioso. Todo
ello ha convertido el estudio de la comunicación acústica y vibratoria en los insectos y las
arañas en un problema idóneo para analizar la relación entre el sistema nervioso y el
comportamiento, una de las cuestiones sobre las que, como esperamos haber mostrado,
el enfoque etológico puede arrojar más luz.

229
CAPÍTULO 5

LOS SENTIDOS QUÍMICOS DE LOS REPTILES. UN ENFOQUE


ETOLÓGICO

Enrique Font

5.1. Introducción: quimiorrecepción y comportamiento

Este capítulo trata sobre los aspectos quimiosensoriales del comportamiento de los
reptiles, particularmente de los reptiles Squamata (= escamosos), que incluye a los
lagartos, serpientes y anfisbénidos. Nuestro análisis no estará centrado en un
comportamiento concreto, sino en una modalidad sensorial –la quimiorrecepción–, en los
sistemas que participan en la detección y en la respuesta a los estímulos químicos, y en
su relevancia para el comportamiento. Quimiorrecepción es el término que se utiliza para
referirse colectivamente a los sentidos capaces de detectar e identificar sustancias
químicas, e incluye tanto a los quimiorreceptores internos, que se encargan de detectar
sustancias presentes en los fluidos corporales, como a los quimiorreceptores externos
(McFarland, 1987). Aquí nos ocuparemos únicamente de estos últimos.
La mayor parte de los estudios sobre quimiorrecepción se han llevado a cabo con
insectos o con mamíferos (Leroy, 1987; Agosta, 1992). Los reptiles, por otra parte, eran
hasta hace poco considerados animales eminentemente 'visuales'. Grier y Burk (1992, p.
531), por ejemplo, dibujan un triángulo en el que colocan distintos grupos de animales en
función de la modalidad sensorial dominante en su comportamiento. La ilustración,
modificada a partir de una que apareció publicada en Sociobiology: The New Synthesis
(Wilson, 1975), sitúa a los reptiles (lagartos arborícolas en el original) cerca del vértice
correspondiente a la modalidad visual. No obstante, la evidencia acumulada en las pocas
décadas que han transcurrido desde la publicación de Sociobiology permite afirmar sin
rubor que los reptiles, incluidos muchos lagartos, figuran entre los más quimiosensoriales
de todos los vertebrados (Halpern y Holtzman, 1993).
Una de las principales preocupaciones de los primeros etólogos era el papel de los
sentidos en el comportamiento (revisado en Hess, 1973). Desde que la etología inició su
andadura como disciplina científica, los etólogos han sido conscientes de que los mundos
sensoriales (Umwelt) de diferentes especies pueden ser radicalmente distintos (e.g.,
Uexküll, 1909/1985), de ahí el énfasis que ponían los primeros etólogos en los sentidos y
en la fisiología sensorial como puntos de partida en el estudio del comportamiento
(Tinbergen, 1951). Algunos autores se lamentan de que ese interés tradicional por los
sentidos no figure ya entre los objetivos prioritarios de los estudios etológicos (e.g., Ford
y Burghardt, 1993). Como veremos a lo largo de este capítulo, muchos reptiles viven en

230
un mundo tan rico en matices químicos que, como primates, difícilmente podemos
imaginar. Los estímulos químicos intervienen en muchos y variados aspectos de su
biología, desde la búsqueda del alimento hasta la elección de pareja. La quimiorrecepción
se encuentra en un nexo de múltiples relaciones causales y necesidades adaptativas, y su
estudio en los reptiles abarca desde el nivel de análisis molecular hasta el poblacional. La
quimiorrecepción ocupa por tanto una posición idónea para clarificar aspectos
fundamentales de la causación del comportamiento.

5.1.1. El enfoque etológico y la quimiorrecepción en los reptiles

Para estudiar el comportamiento de los animales típicamente intentamos contestar a


distintas preguntas acerca de los mecanismos del comportamiento, su desarrollo
(genética, maduración y experiencia), su valor adaptativo (función) y su historia
filogenética (evolución) (Tinbergen, 1963). Estos cuatro tipos de preguntas son lo que
conocemos como los cuatro 'porqués' de la etología y su formulación constituye parte
esencial del llamado enfoque etológico (Dewsbury, 1992a; Colmenares, en preparación
c). A esta introducción, en la que intentaremos situar a los reptiles en el contexto de sus
relaciones con otros grupos de vertebrados, seguirá una breve descripción de la anatomía
de los sentidos químicos de los reptiles así como de los métodos disponibles para su
estudio. El resto del capítulo está organizado siguiendo el esquema que proporcionan los
cuatro 'porqués', lo que nos llevará a tratar sucesivamente los mecanismos, desarrollo,
función y evolución de la quimiorrecepción en los reptiles. Una última sección está
dedicada a las aplicaciones prácticas de los estudios sobre quimiorrecepción en reptiles.
Distintos apartados a lo largo de todo el capítulo ilustran otras características del enfoque
etológico, como la utilización de distintos niveles de análisis o la comparación entre
distintos taxones (Colmenares, en preparación a).
Es sorprendente hasta qué punto se entremezclan distintos fenómenos en el estudio
de la quimiorrecepción. Durante la redacción de este trabajo nos hemos enfrentado a la
ingente tarea de clasificar la extensa literatura sobre quimiorrecepción en reptiles según su
afinidad con cada uno de los cuatro 'porqués'. Al hacerlo, hemos tenido que 'atomizar'
estudios bien integrados para seleccionar tal o cual aspecto que resultaba particularmente
relevante desde la perspectiva de un determinado 'porqué'. La selección de trabajos es
necesariamente subjetiva; hemos omitido algunos trabajos excelentes, y por otra parte
hemos concedido cierta preeminencia a los resultados, algunos no publicados, obtenidos
en nuestro laboratorio. Existen varias excelentes revisiones sobre el tema y a ellas
remitimos al lector que desee obtener más información (Burghardt, 1970b, 1980 y 1990;
Madison, 1977; Halpern, 1980a, 1983 y 1992; Halpern y Kubie, 1983 y 1984; Simon,
1983; Mason, 1992; Schwenk, 1995). Las constantes referencias al trabajo de Gordon
Burghardt, de la Universidad de Tennessee, son testimonio de la productividad de este
autor y de su contribución decisiva al estudio del comportamiento de los reptiles y muy
especialmente al estudio de la quimiorrecepción.

231
El examen de la información disponible desde la perspectiva de los cuatro 'porqués'
revela una gran cantidad de sesgos y lagunas en nuestro conocimiento. Uno de los
principales problemas es que no contamos con datos anatómicos, fisiológicos y de
comportamiento obtenidos en una sola especie o en un grupo de especies relacionadas; la
única posible excepción son las serpientes del género Thamnophis. La mayoría de los
autores han apostado por un análisis a nivel del individuo, centrándose en el posible valor
adaptativo de comportamientos en los que intervienen los sentidos químicos. No
obstante, la evidencia acerca de los dominios funcionales de la quimiorrecepción en los
reptiles es en muchos casos especulativa o está basada en observaciones informales.
Otros 'porqués' y otros niveles de análisis han recibido un tratamiento muy desigual. El
estudio de los mecanismos, sobre todo utilizando técnicas modernas de análisis
neuroetológico, es todavía muy incompleto, aunque algunas cuestiones puntuales, como
el mecanismo por el que los estímulos químicos acceden al órgano vomeronasal, han
generado una extensa literatura. En comparación con otros grupos (e.g., insectos), el
estudio de la naturaleza química de los estímulos que perciben los sentidos químicos de
los reptiles está todavía en su infancia. El desarrollo es también un área donde claramente
son necesarios más trabajos. Aunque las preguntas relativas al desarrollo pueden
separarse conceptualmente de las relacionadas con los otros 'porqués', no es menos
cierto que el estudio del desarrollo es indispensable para una comprensión cabal de la
evolución, la función y los mecanismos del comportamiento. El desarrollo es, por
ejemplo, un factor crítico para la comprensión de los procesos macroevolutivos
(Maynard-Smith et al., 1985; Bateson, 1988). Los estudios sobre la evolución de la
quimiorrecepción, por último, son también escasos. Los avances en este terreno han sido
principalmente metodológicos y la información empírica en su mayor parte está aún por
llegar.

5.1.2. ¿Por qué estudiar reptiles?

Aunque no son frecuentes, casi todos los alegatos en defensa del estudio de los
reptiles suelen hacer referencia a su crucial posición filogenética, ya que a partir de los
reptiles primitivos evolucionaron los mamíferos y las aves. Los reptiles fueron los
primeros vertebrados que completaron con éxito la transición al medio terrestre,
desarrollando un huevo resistente a la deshidratación y, de forma secundaria, la
viviparidad. Los reptiles actuales son los supervivientes de una enorme radiación de
animales vertebrados que florecieron principalmente durante el Mesozoico, hace entre
225 y 90 millones de años, ocupando con éxito una gran diversidad de nichos ecológicos.
La fauna actual de reptiles es, por comparación, escasa, pero reúne a un grupo numeroso
y muy diverso de animales.
Las especies actuales de reptiles se clasifican en cuatro órdenes: Chelonia (las
aproximadamente 250 especies de tortugas), Rhynchocephalia (con un sólo
representante, el tuatara, Sphenodon punctatus), Squamata (unas 3.800 especies de

232
lagartos, 2.400 de serpientes y cerca de 150 especies de anfisbénidos), y Crocodylia (los
cocodrilos, caimanes y gaviales, unas 25 especies) (Halliday y Adler, 1986). La mayor
parte de los trabajos sobre quimiorrecepción en reptiles se han llevado a cabo con
representantes del orden Squamata, particularmente con lagartos (suborden Sauria) y
serpientes (suborden Serpentes). El grupo de los anfisbénidos ha recibido menos atención
por parte de los investigadores, aunque resultados preliminares parecen sugerir muchas
semejanzas con lagartos y serpientes (López y Salvador, 1992; Cooper et al., 1994a).
En comparación con otros grupos de vertebrados, los reptiles presentan indudables
ventajas para el estudio de la quimiorrecepción (e.g., Greenberg et al., 1989). La
separación anatómica de los sistemas olfativo y vomeronasal en los reptiles Squamata,
por ejemplo, permite manipular estos dos sistemas independientemente. Un importante
obstáculo para el estudio de estos sistemas quimiosensoriales ha sido precisamente la
dificultad de practicar este tipo de manipulaciones en mamíferos (Halpern, 1987;
Wysocki y Meredith, 1987). Los lagartos y las serpientes exhiben además un correlato
observable de la investigación quimiosensorial –la protrusión de la lengua fuera de la
cavidad bucal– que hace posible el análisis por métodos incruentos de la estimulación
vomeronasal. Por último, la diversidad de los reptiles Squamata los hace candidatos
ideales para estudios comparativos. La mayoría de las serpientes poseen sistemas olfativo
y vomeronasal bien desarrollados. Entre los lagartos, sin embargo, hay especies en las
que los dos sistemas estan bien desarrollados, especies en las que uno de los dos sistemas
está más desarrollado que el otro, y especies microsmáticas en las que ambos sistemas
muestran un desarrollo muy escaso. Estas diferencias sugieren que podemos aprender
mucho acerca de los sentidos químicos a partir de estudios con distintas especies de
reptiles (Halpern y Holtzman, 1993).

5.1.3. Los reptiles y la filogenia de los vertebrados

Los reptiles no son aves o mamíferos venidos a menos; son un grupo numeroso y
muy diverso de vertebrados que ha resuelto, de forma a veces peculiar e idiosincrásica,
los mismos problemas que tienen que afrontar otros grupos de animales. Un aspecto a
menudo incomprendido es la relación entre los reptiles y otros grupos de vertebrados
actuales. Fijémonos, por ejemplo, en la relación entre los reptiles y los mamíferos. El
registro fósil sugiere que los mamíferos evolucionaron a partir de un grupo de reptiles
sinápsidos ('mammal-like reptiles') que hizo su aparición en algún momento hacia finales
del período Carbonífero. Este linaje de reptiles sinápsidos se separó del resto de los
reptiles y dió lugar, hacia mediados del Mesozoico, a los primeros mamíferos. Sin
embargo, es importante entender que los reptiles sinápsidos llevaban ya una larga
trayectoria de evolución independiente del resto de los reptiles en el momento en que
aparecieron los primeros representantes de los grupos actuales de reptiles. De hecho, los
lagartos y los mamíferos, producto de muchos millones de años de evolución
independiente, aparecen aproximadamente al mismo tiempo en el registro fósil (Carroll,

233
1988). Nada justifica, por tanto, la atribución de 'superioridad' evolutiva al hecho de ser
un mamífero y debemos considerar a reptiles y mamíferos como taxones igualmente
avanzados y especializados.
Asimismo conviene recordar que los términos 'primitivo' y 'derivado', que
generalmente se utilizan para describir la relación entre dos o más caracteres, carecen de
sentido cuando se aplican a las especies o a otros taxones (Brooks y McLennan, 1991).
Decimos que un carácter es primitivo cuando la evidencia disponible sugiere que el
carácter en cuestión evolucionó antes que otros caracteres a los que llamamos derivados.
Los términos, sin embargo, son relativos y no implican que un carácter sea mejor que
otro. Un determinado carácter será primitivo o derivado dependiendo del grupo
estudiado. Dado que no todos los caracteres evolucionan al mismo ritmo, las especies
(i.e., todas las especies) son en realidad mosaicos de caracteres, algunos primitivos, otros
derivados. No existe pues ningún sentido en el que pueda afirmarse que los reptiles son
más primitivos que las aves o los mamíferos.

5.1.4. Reptiles, aves y mamíferos

Muchas características morfológicas y fisiológicas de los reptiles son muy similares a


las de aves y mamíferos; otras (e.g., sistemas nervioso, circulatorio y endocrino) tan sólo
representan ligeras variaciones sobre un mismo tema común a la mayoría de los
vertebrados amniotas. De hecho, los intentos por separar a los reptiles de las aves y los
mamíferos en base a aspectos de su morfología o de su fisiología han fracasado
repetidamente al descubrirse excepciones que ponen de relieve las semejanzas entre
todos ellos. La siguiente lista, adaptada de Burghardt (1977a), debería aclarar este punto.
Los reptiles tienen escamas, las aves y los mamíferos no. Pero partes del cuerpo de
muchos reptiles están desprovistas de escamas, mientras que las patas de muchas aves y
la cola de las ratas están cubiertas de ellas. Las aves y los mamíferos poseen un corazón
de cuatro cámaras, los reptiles no, a excepción, ahora sabemos, de los cocodrilos (el
corazón tricameral de otros grupos de reptiles funciona, a todos los efectos, como uno de
cuatro cámaras: Regal, 1978; Regal y Gans, 1980). Aves y mamíferos mantienen una
temperatura corporal constante, los reptiles no. Hoy conocemos que la temperatura
corporal de aves y mamíferos es variable, mientras que muchos reptiles son capaces de
mantener, en virtud de su comportamiento o de su tamaño corporal, una temperatura
constante (Greenberg, 1980; Paladino et al., 1990). Las aves y los mamíferos generan
calor metabólicamente, mientras que los reptiles son ectotermos y necesitan recurrir a
una fuente externa de calor para incrementar su temperatura corporal. Sin embargo, la
capacidad para generar calor de aves y mamíferos recién nacidos es muy limitada, casi
nula, mientras que algunas serpientes generan calor de forma endógena cuando incuban
sus huevos ('shivering thermogenesis') (Vinegar et al., 1970; Greenberg, 1980).
A pesar de lo dicho, existe la opinión generalizada de que el comportamiento de los
reptiles es cualitativamente distinto al de las aves y los mamíferos (Burghardt, 1988).

234
Pero, ¿qué distingue el comportamiento de los reptiles del de otros grupos de
vertebrados?, ¿son las diferencias reales o fruto de una percepción equivocada? Las
diferencias que realmente pudiera haber, ¿son profundas o superficiales? Aunque no es
posible contestar todavía a estas preguntas, la información acumulada en los últimos años
permite al menos intentar una primera aproximación al tema.
Algunas diferencias son más ficticias que reales, probablemente el resultado de un
profundo desconocimiento de la biología de los reptiles por parte de investigadores
formados en la tradición que considera que los vertebrados 'superiores' (aves y
mamíferos) son la culminación del proceso evolutivo y exponentes privilegiados del plan
de organización común a todos los vertebrados (Campbell y Hodos, 1991). Aún es
frecuente escuchar, por ejemplo, que el repertorio de comportamientos de los reptiles es,
en comparación con el de las aves y los mamíferos, escaso y está dominado por
comportamientos 'instintivos', un prejuicio que incluso el propio Lorenz contribuyó a
difundir (Lorenz, 1974). Sin embargo, estudios recientes revelan un grado de
complejidad y sofisticación en el comportamiento de los reptiles, especialmente en su
comportamiento social, que hace tan solo unos años hubiese resultado difícil de creer
(Burghardt et al., 1977; Carpenter y Ferguson, 1977; Greene, 1988; Gillingham, 1995).
Incluso nociones aparentemente bien atrincheradas relativas a la capacidad de
aprendizaje, 'inteligencia', habilidades cognitivas o a la organización del cerebro de los
reptiles han caído víctimas de la evidencia y de los avances teóricos o se encuentran en
franca retirada (Burghardt, 1977a, 1978 y 1991; Macphail, 1982 y 1987; Northcutt,
1985; Ulinski, 1990; Suboski, 1992).
Pero existen también diferencias genuinas. Burghardt (1988, p. 112) enumera 15
características que distinguen a los reptiles de las aves y los mamíferos. Casi todas las
diferencias tienen que ver con la ausencia de cuidados parentales en los reptiles y con
aspectos de su fisiología, particularmente aquellos relacionados con el balance energético.
Los reptiles tienen tasas metabólicas un orden de magnitud por debajo de las de aves y
mamíferos del mismo tamaño corporal. La relativa ineficacia de su metabolismo limita la
capacidad de la mayoría de los reptiles para la actividad vigorosa y continuada y, junto
con su dependencia de fuentes externas de calor, puede haber dado origen al mito de que
los reptiles son lentos, torpes y, por extensión, estúpidos. Sin embargo, un lagarto inmóvil
asoleándose sobre una roca puede estar ocupado en funciones muy 'energéticas', como la
de acumular calor, y es capaz de responder a estímulos complejos (e.g., Burger et al.,
1991). Por otra parte, la ectotermia y las tasas metabólicas bajas tienen también
indudables ventajas (Regal, 1978; Pough, 1980). Muchos lagartos, por ejemplo,
deambulan por el desierto durante el día en condiciones que un mamífero de tamaño
similar no podría tolerar precisamente debido a su elevada tasa metabólica (Pianka,
1986).
En cuanto a los cuidados parentales, su ubicuidad en aves y mamíferos no admite
dudas. La mayoría de los reptiles, por el contrario, carece de cuidados parentales
postnatales y sus jóvenes deben procurarse alimentos, agua, refugio, y defenderse por
sus propios medios de las inclemencias del tiempo y de los depredadores (incluidos los

235
adultos de su propia especie) desde el mismo momento del nacimiento. Pero incluso aquí
las diferencias tampoco son absolutas. Los cocodrilos adultos guardan los nidos donde
incuban los huevos, ayudan a los recién nacidos a salir del nido y los guían hasta el agua,
e incluso permanecen cerca de ellos y los defienden durante los dos primeros años de
vida (Herzog, 1975; Lang, 1987; Burghardt, 1988; Shine, 1988; Gillingham, 1995).
Relacionada con esta ausencia de cuidados parentales hay que señalar también la
precocidad que exhiben los reptiles recién nacidos y que supera con creces a la de las
aves o los mamíferos más precoces. Esta precocidad se manifiesta en la continuidad
existente en los sistemas motores y sensoriales de jóvenes y adultos, así como en el
hecho de que algunos comportamientos necesarios para la supervivencia (e.g.,
comportamientos relacionados con la quimiorrecepción) sean funcionales ya desde el
nacimiento (Burghardt, 1988).
Pero, ¿son los cuidados parentales la clave? Indudablemente, el cuidado parental es
una importante adquisición de aves y mamíferos, una adquisición con profundas
consecuencias para muchos aspectos de su biología y de su comportamiento, pero
insuficiente para explicar las supuestas diferencias entre estos y los reptiles. Después de
todo, encontramos cuidados parentales, a veces muy elaborados, no sólo en aves y
mamíferos, sino también en muchos invertebrados, peces, anfibios e incluso en algunos
reptiles, y su origen posiblemente tenga que ver más con las condiciones ecológicas que
con factores filogenéticos (Gittleman, 1981; Burghardt, 1988).

5.1.5. El imperativo comparativo

La búsqueda de criterios que permitan separar limpiamente y con precisión


quirúrgica a los reptiles de otros grupos de vertebrados recuerda a los esfuerzos que
durante mucho tiempo han guiado la búsqueda de características (e.g., transmisión
cultural, uso de herramientas, autoconsciencia, lenguaje) que permitan justificar el lugar
supuestamente privilegiado que ocupa nuestra especie en el mundo natural en relación a
las especies 'infrahumanas'. Los fracasos habidos en uno y otro campo ponen de relieve
los riesgos que entrañan las generalizaciones prematuras. Durante mucho tiempo se ha
considerado a la tortuga (varias especies de la familia Emydidae) como el 'reptil típico',
probablemente con el mismo fundamento con que la rata albina se ha erigido en el
'mamífero típico'. Esta forma de pensar refleja concepciones tipológicas que ignoran
flagrantemente la misma diversidad que hace fascinante el estudio de la biología. Después
de todo, con más de 6.000 especies de reptiles poblando la tierra no parece justo señalar
a ninguno de ellos como el 'reptil típico'. Un argumento paralelo podría construirse para
disuadir intentos de elegir un 'lagarto típico' o una 'serpiente típica' (Burghardt, 1993).
A menudo se ha acusado a los psicólogos comparatistas de ser 'poco comparativos'
en su trabajo y de apoyarse demasiado en resultados obtenidos con unas pocas especies,
singularmente roedores (e.g., Beach, 1950; Lorenz, 1950; Hodos y Campbell, 1969).
Tradicionalmente, los etólogos se han sentido a salvo de estas críticas por considerar que

236
la comparación entre distintos taxones era consustancial al enfoque etológico desde su
concepción. En efecto, el 'imperativo comparativo' (Burghardt, 1973b, 1993) figuraba
prominentemente en el estandarte enarbolado por los primeros etólogos (e.g., Heinroth,
1911/1985; véase también Colmenares, en preparación a). Pero han pasado muchos años
y nuestra base de datos es todavía muy incompleta y está llena de espacios en blanco, un
problema que se hace especialmente patente cuando intentamos abordar reconstrucciones
filogenéticas (Gittleman, 1989; véase apartado 5.6.1). Este, por ejemplo, es el único
capítulo de este volumen que trata sobre el comportamiento de un grupo de vertebrados
no mamíferos. Más alarmante todavía es el hecho de que sólo exista un capítulo
dedicado al comportamiento de los invertebrados. Aunque sería injusto pretender que la
selección de temas recogidos en el presente volumen es representativa del trabajo que, en
general, hacen los etólogos, la falta de diversidad comparativa en el campo de la etología
es tan incontestable como lamentable. Los reptiles escamosos ofrecen, por su diversidad,
un material muy valioso para poner en práctica los dictados de los primeros etólogos.
En general, el enfoque comparativo proporciona información valiosa no sólo para la
investigación de cuestiones filogenéticas, sino también de aspectos relacionados con los
mecanismos y la función del comportamiento (Gittleman, 1989; Timberlake, 1993). Pero
no siempre es necesario ni útil comparar; el enfoque comparativo es inadecuado para
contestar a muchas preguntas relacionadas con el comportamiento animal (Gittleman,
1989). Por otra parte, aunque es evidente que 'comparativo' se refiere al uso de distintos
grupos taxonómicos, no existe un consenso universal acerca de lo que debemos comparar
o del tipo de comparación más adecuado en cada caso (Timberlake, 1993). El enfoque
comparativo entraña dificultades más serias de lo que sugiere la mera comparación entre
taxones. Afortunadamente, el reciente desarrollo de una metodología rigurosa permite
predecir que pronto asistiremos a un resurgimiento de los estudios comparativos (Brooks
y McLennan, 1991; Harvey y Pagel, 1991; Gittleman y Decker, 1994). El etólogo
necesita estar atento a los avances conceptuales y metodológicos acontecidos en este
campo.

5.2. Los sentidos químicos de los reptiles

Entre los quimiorreceptores con que cuentan los reptiles se incluyen los botones
gustativos, el sistema olfativo principal y el órgano vomeronasal. Además de estos
quimiorreceptores 'clásicos', otros posibles quimiorreceptores son el órgano septal de
Masera y los terminales tanto del nervio trigémino como del terminal (Graziadei, 1977).
El nervio terminal (nervio craneal 0), presente en representantes de todas las clases de
vertebrados, ha sido implicado en la respuesta a las feromonas sexuales en los machos de
la carpa dorada, Carassius auratus (Demski y Northcutt, 1983; no obstante, véase Fujita
et al., 1991). Tanto la mucosa olfativa como el epitelio vomeronasal reciben inervación
del nervio terminal en mamíferos y posiblemente también en reptiles (Bojsen-Moller,
1974; Demski, 1984). De confirmarse su participación en circuitos implicados en la

237
quimiorrecepción, el nervio terminal sería una cuarta modalidad quimiosensorial que
habría que añadir al ya amplio catálogo de quimiorreceptores conocidos.
De los quimiorreceptores 'clásicos', el sistema olfativo principal y el órgano
vomeronasal, a los que se designa colectivamente como sentidos químicos nasales, son,
con mucho, los más estudiados (Halpern, 1992). Hasta hace relativamente poco tiempo,
la opinión más extendida sostenía que los botones gustativos eran escasos en la mayoría
de los reptiles. Los pocos trabajos experimentales disponibles parecían además atribuir al
sentido del gusto un papel a lo sumo modesto en la quimiorrecepción en reptiles. Sin
embargo, Burghardt (1970b) descubrió deficiencias en el diseño experimental de estos
primeros estudios que arrojan dudas sobre la validez de sus conclusiones. Por otra parte,
estudios recientes han puesto de manifiesto la existencia de botones gustativos en la
lengua o cerca de ella en 36 de un total de 39 especies de lagartos examinadas (Schwenk,
1985). Como la lengua interviene en el transporte de estímulos químicos al órgano
vomeronasal, uno de los temas recurrentes en estudios de quimiorrecepción en reptiles es
la necesidad de diseñar experimentos que permitan discernir cuál, de entre las varias
modalidades quimiosensoriales disponibles, está implicada en cada caso.
Aunque generalmente se acepta que olfato y olfacción se refieren a la percepción de
estímulos químicos por el sistema olfativo principal, no existe una terminología similar
relativa a la percepción mediada por el sistema vomeronasal. Recientemente, Cooper y
Burghardt (1990a) han propuesto el término vomerolfacción para designar esta
modalidad sensorial y vomolores para referirse a los estímulos químicos percibidos por el
sistema vomeronasal.

5.2.1. Anatomía de los sentidos químicos nasales

La anatomía de la cavidad nasal de los reptiles ha sido objeto de diversas revisiones


(Parsons, 1970a; Gabe y Saint Girons, 1976; Halpern, 1992). Aunque existen diferencias
relativas al tamaño y proporciones de la cavidad nasal, su estructura básica es bastante
constante en todos los grupos de reptiles. La cavidad nasal propiamente dicha se abre al
exterior por las narinas externas, con las que conecta a través de un vestíbulo de forma
tubular, y a la cavidad bucal por las narinas internas (coanas), con las que comunica por
medio del conducto nasofaríngeo. La cavidad nasal está recubierta por un epitelio
respiratorio no sensorial y, caudalmente, por un epitelio sensorial ciliado (Figura 5.1).
El órgano vomeronasal es mucho más variable. En el tuatara, Sphenodon punctatus,
el único representante vivo del orden Rhynchocephalia, el órgano vomeronasal es de
forma tubular y conecta tanto con la cavidad nasal como con la cavidad bucal. Los
embriones de los cocodrilos poseen rudimentos del órgano vomeronasal, pero éstos
desaparecen en los adultos. Las tortugas carecen de un órgano vomeronasal claramente
diferenciado, aunque algunas especies poseen un epitelio vomeronasal que recubre la
superficie ventral de la cavidad nasal. El órgano vomeronasal muestra su máximo grado
de desarrollo en los reptiles escamosos. En general, el órgano vomeronasal está bien

238
desarrollado en todos los géneros de serpientes y en algunos lagartos; en otros lagartos,
sin embargo, está poco desarrollado (e.g., Chamaeleo, Anolis) o prácticamente ausente
(e.g., Brookesia) (Halpern, 1992).

Figura 5.1. Sección transversal de la cabeza de un embrión a término de Gallotia galloti (Lacertidae) a nivel del
órgano vomeronasal y de la porción anterior de la cavidad nasal (tincción de Nissl, azul de toluidina). cf: cuerpo
fungiforme; en: cavidad nasal; ev: epitelio vomeronasal; eo: epitelio olfativo; fv: fenestra vomeronasal; sn: septum
nasal. Barra = 100 μm.

En los reptiles escamosos, el órgano vomeronasal es una estructura par situada en el


techo de la cavidad bucal, a ambos lados del septum nasal (Figura 5.1). Cada órgano
vomeronasal tiene forma hemisférica y está separado de la cavidad nasal por el paladar
secundario. La cara dorsal del órgano vomeronasal está recubierta por un grueso epitelio
sensorial, mientras que su cara ventral muestra una invaginación que está ocupada por el
cuerpo fungiforme, una estructura cartilaginosa recubierta de epitelio no sensorial ciliado.
Entre el cuerpo fungiforme y el epitelio sensorial se forma el lumen del órgano
vomeronasal, que tiene en sección forma de media luna y comunica con la cavidad bucal

239
mediante un estrecho conducto vomeronasal. El conducto vomeronasal se abre en la
mucosa del techo de la cavidad bucal dando lugar a un pequeño orificio denominado
fenestra vomeronasal (Figura 5.2). En los reptiles escamosos, el órgano vomeronasal no
comunica con la cavidad nasal. El lumen del órgano vomeronasal está normalmente lleno
de una secreción mucosa que procede de la glándula Harderiana, situada detrás del ojo,
que vierte en el conducto vomeronasal a través del conducto lacrimal. A diferencia del
epitelio olfativo, las células sensoriales del epitelio vomeronasal no son ciliadas sino que
están cubiertas de micro vellosidades (Halpern, 1992; Young, 1993).
El sistema vomeronasal es sexualmente dimórfico en ratas (Segovia y Guillamón,
1986; Guillamón et al., 1988) y en la salamandra, Plethodon cinereus (Dawley, 1992).
El dimorfismo sexual en sistemas sensoriales, neurales y motores está muy extendido
entre los vertebrados y constituye un posible mecanismo para la producción de
comportamientos sexualmente dimórficos (Kelley, 1988). En las ratas, el órgano
vomeronasal, el epitelio vomeronasal y los bulbos olfativos accesorios son más grandes
en los machos que en las hembras y este dimorfismo sexual puede alterarse mediante
manipulaciones del sistema endocrino durante el período perinatal (Segovia y Guillamón,
1986). No se ha descrito dimorfismo sexual en el órgano vomeronasal de ningún reptil,
aunque sí en algunas de las áreas del cerebro que reciben proyecciones del sistema
vomeronasal (véase apartado 5.3.3).

Figura 5.2. (A) Microfotografía obtenida en un microscopio de barrido del techo de la cavidad bucal de
Psammodromus algirus (Lacertidae). El área encerrada en el recuadro aparece ampliada en (B) y muestra la
fenestra vomeronasal (en el centro) separada por un estrecho tabique del surco palatino (coanal) que discurre
hasta el extremo inferior de la figura; la perspectiva en (B) es ligeramente distinta de la de (A). Barras = 1 mm
(A), 100 μm (B).

240
5.2.2. Estimulación del órgano vomeronasal: papel de la lengua

La percepción sensorial rara vez es un proceso pasivo. Los murciélagos, por


ejemplo, exploran su entorno emitiendo vocalizaciones ultrasónicas y escuchando los
ecos que éstas producen. De forma similar, muchos lagartos y serpientes se desplazan
sacando constantemente la lengua y agitándola en el aire o tocando el substrato u otros
objetos con ella antes de retraerla a la boca (Figura 5.3). La evidencia disponible sugiere
que este comportamiento, denominado en inglés 'tongue-flick' (Gove, 1979) y que aquí
traducimos como lengüetazo quimiosensorial o simplemente lengüetazo, está
funcionalmente asociado con la estimulación del órgano vomeronasal. Durante su breve
excursión fuera de la boca, la lengua recoge partículas olorosas y las transfiere al órgano
vomeronasal (Halpern y Kubie, 1980; Graves y Halpern, 1989 y 1990), aunque muchos
detalles relativos al mecanismo de transferencia son aún desconocidos (véase apartado
5.3.1).
Debido a la facilidad con que puede ser observado y cuantificado, el lengüetazo ha
sido ampliamente utilizado como un índice observable de investigación quimiosensorial
en lagartos y serpientes (e.g., Burghardt, 1970b; Cooper y Burghardt, 1990b; Halpern,
1992). Este uso del lengüetazo quimiosensorial tiene paralelos en el estudio de la
quimiorrecepción en otros grupos de vertebrados: en los cocodrilos, el bombeo gular
('guiar pumping'), un movimiento rítmico del suelo de la faringe, permite detectar el paso
de aire por la cavidad nasal (Weldon y Ferguson, 1993), mientras que en las salamandras
de la familia Plethodontidae, los surcos nasolabiales transportan estímulos químicos a los
órganos vomeronasales cada vez que el animal ejecuta el comportamiento denominado
'nose-tapping' (Dawley y Bass, 1989). En los tres casos citados, los investigadores
disponen de comportamientos observables que permiten cuantificar de forma no invasiva
la estimulación de distintos órganos quimiosensoriales.

241
Figura 5.3. Lengüetazo quimiosensorial en un macho de Podareis hispanica (Lacertidae). Obsérvese el contacto
entre la superficie ventral de la lengua y el substrato; en otros casos la lengua simplemente oscila en el aire antes
de retraerse a la cavidad bucal (tomado de Gómez et al., 1993).

En las últimas décadas hemos asistido a un aumento espectacular en el número de


trabajos publicados sobre quimiorrecepción en lagartos y serpientes. La inmensa mayoría
de estos trabajos están basados en la relación entre el lengüetazo quimiosensorial y la
estimulación vomeronasal. Desgraciadamente, esta avalancha de información ha ido
acompañada de una corrupción del significado del lengüetazo quimiosensorial. Mientras
en la interpretación original el lengüetazo era un índice de investigación quimiosensorial,
algunos autores han utilizado este comportamiento como medida del interés o de la
preferencia de los animales por distintos estímulos, curiosidad, o incluso excitación (e.g.,
Chiszar et al., 1976 y 1995). Estos usos del lengüetazo quimiosensorial adolecen sin
embargo de una excesiva carga interpretativa y pueden dar lugar a conclusiones absurdas
desde el punto de vista biológico, como que una serpiente que emite más lengüetazos
ante el olor de un depredador que ante un control demuestra una 'preferencia' por el
primero.

5.2.3. Otros usos de la lengua

La lengua de los reptiles interviene también en comportamientos que,


funcionalmente, poco o nada tienen que ver con la quimiorrecepción. Muchos lagartos
utilizan la lengua para capturar y manipular a sus presas, para beber, para limpiarse la

242
cara y las mandíbulas, o incluso, en el caso de algunos gecónidos, para limpiarse los ojos
(Gove, 1979; Simon, 1983; Schwenk, 1986; Schwenk y Throckmorton, 1989; Cooper,
1994a). Afortunadamente, la topografía de estos movimientos linguales difiere
considerablemente de la observada en el transcurso de un lengüetazo quimiosensorial, lo
que permite distinguirlos fácilmente. El uso que hacen las serpientes de su lengua es más
limitado, pero incluso aquí encontramos interesantes variaciones sobre el tema. Algunas
serpientes utilizan la lengua como 'cebo' para pescar (Czaplicki y Porter, 1974). Otras
ejecutan 'lengüetazos a cámara lenta', en que la lengua permanece extendida y con las
puntas separadas durante varios segundos antes de regresar a la boca; en estos casos, la
lengua a menudo posee colores llamativos que contrastan con la coloración de la cabeza,
por lo que Gove (1979) sugiere que los lengüetazos a cámara lenta podrían funcionar
como señales para la comunicación intra- o interespecífica ('lengüetazos aposemáticos':
Gove y Burghardt, 1983). El lagarto Tiliqua scincoides utiliza de forma similar la lengua,
que es de un color azul cobalto muy llamativo, para amenazar a sus conespecíficos
(Carpenter, 1978).

5.2.4. Métodos de estudio

Los métodos disponibles para el estudio de la quimiorrecepción son muchos y muy


variados. Se han llevado a cabo estudios sobre quimiorrecepción en reptiles en el campo,
en el laboratorio, y en situaciones intermedias como las que ofrecen los grandes recintos
naturalizados disponibles en algunos zoológicos. En muchos casos, la decisión acerca de
dónde estudiar el comportamiento está basada en consideraciones tácticas en las que la
tradición o la conveniencia juegan un papel decisivo. Aunque para algunos los estudios de
los animales en su hábitat natural son los más útiles, distintos escenarios permiten obtener
distintos tipos de información acerca del comportamiento. Salvo excepciones, la mayoría
de los estudios realizados en el campo son descriptivos antes que experimentales,
generalmente basados en observaciones casuales de unos pocos animales. Pero dado que
nuestro conocimiento de los comportamientos relacionados con la quimiorrecepción en
muchas especies de reptiles es muy limitado, esta información, aun descriptiva y no
experimental, es extremadamente valiosa. El estudio en condiciones de laboratorio, por
otra parte, es a menudo esencial para comprender los estímulos implicados en
comportamientos que primero fueron observados en el campo, en particular detalles
relativos a la respuesta de los animales ante distintos estímulos y especialmente los
mecanismos de control neurofisiológico (Ford y Burghardt, 1993).
Tradicionalmente, la demostración de que un determinado comportamiento depende
de los sentidos químicos se ha basado en dos métodos (Burghardt, 1970b; Halpern,
1992; Ford y Burghardt, 1993; Graves, 1993). El primer método consiste en eliminar
sistemáticamente distintos estímulos asociados con un objeto que en condiciones
normales desencadena el comportamiento, presentándoselo al animal, por ejemplo, en
condiciones de oscuridad para comprobar el papel de los estímulos visuales, o dentro de

243
un frasco transparente herméticamente cerrado para eliminar los estímulos químicos.
Muchos estudios sobre quimiorrecepción en reptiles han recurrido a manipulaciones de
los estímulos asociados con otros animales tales como presas, depredadores o
conespecíficos. El segundo método implica el bloqueo experimental de distintos sistemas
quimiosensoriales para determinar los posibles efectos de una determinada privación
sensorial sobre el comportamiento en cuestión. El bloqueo sensorial puede ser tanto
periférico (e.g., tapando las narinas externas, suturando las fenestras vomeronasales)
como central (e.g., cortando los nervios olfativos o vomeronasales). A lo largo de este
capítulo describiremos varios experimentos basados en estos dos métodos.
Muchos de los estudios con reptiles han empleado variaciones de una técnica que
introdujo Gordon Burghardt para estudiar la detección y discriminación de estímulos
químicos de presas en serpientes del género Thamnophis (Burghardt, 1970b). Esta
técnica consiste en preparar extractos acuosos de presas, tales como lombrices, insectos,
peces, anfibios o ratones, y ofrecérselos a las serpientes en hisopos de algodón,
combinando por tanto estímulos naturales (i.e., extracto de presa) con un vehículo
artificial (i.e., hisopo). Muchas serpientes (y también lagartos) incrementan la tasa de
lengüetazos e incluso atacan e intentan ingerir los hisopos impregnados con extractos de
sus presas habituales, mientras que ignoran hisopos impregnados con agua o con
extractos de otras presas potenciales. El control habitual en este tipo de experimentos es
un hisopo impregnado con agua destilada, aunque en ocasiones también se incluyen otros
controles 'olorosos' (e.g., hisopos impregnados con colonia). Los mismos animales
pueden exponerse secuencialmente a varios hisopos para comparar su respuesta a
distintos estímulos por medio de diseños de medidas repetidas (i.e., bloques aleatorios).
Los datos se analizan cuantitativamente utilizando tres variables: número de lengüetazos,
número de ataques y latencia al ataque. El número de lengüetazos y la latencia al ataque
pueden combinarse para crear una variable compuesta a la que se denomina 'tongue-flick
attack score' (TFAS) y que permite un mayor poder de discriminación entre estímulos
(Cooper y Burghardt, 1990b).
A continuación describimos con algún detalle los resultados de un experimento
llevado a cabo en nuestro laboratorio para ilustrar el empleo del método de los hisopos.
El experimento tenía por objeto determinar la capacidad de discriminación de estímulos
químicos de presas en la lagartija, Podareis hispanica, para lo cual expusimos a diez
lagartijas a tres estímulos presentados en hisopos de algodón en una secuencia
parcialmente contrabalanceada. Los estímulos utilizados fueron: (1) estímulos químicos
procedentes del integumento de una presa, obtenidos restregando un hisopo previamente
humedecido en agua sobre el cuerpo de varias larvas de Tenebrio molitor, (2) colonia, y
(3) agua destilada. Durante cada una de las distintas pruebas (tres por animal, una con
cada estímulo), el investigador introducía un hisopo en el terrario de la lagartija, lo
situaba frente al animal a una distancia de aproximadamente 1 cm por delante de su
hocico y contaba los lengüetazos que emitía el animal durante un máximo de un minuto.
Si el animal mordía el hisopo antes del minuto, la prueba se daba por concluida y se
registraban los lengüetazos emitidos hasta ese momento y la latencia al mordisco. Si

244
transcurridos 30 segundos la lagartija no realizaba ningún lengüetazo ni mordía el hisopo,
el investigador lo acercaba hasta tocar ligeramente el hocico del animal. Los hisopos, de
20 cm de largo, estaban sujetos al extremo de una varilla de 30 cm para conseguir una
mayor distancia entre la lagartija y el investigador (Cooper, 1989a). Además, el
investigador desconocía el tipo de estímulos presentes en los hisopos (diseño de doble
ciego).
El Cuadro 5.1 resume los resultados de este experimento. Todas las lagartijas
respondieron (lengüetazos y/o mordisco) cuando el hisopo estaba impregnado con
estímulos químicos de presa. Dos lagartijas no emitieron ningún lengüetazo en respuesta
al agua o la colonia, otras dos no respondieron a la colonia, y una no respondió al hisopo
con agua destilada. Con respecto a los mordiscos, seis lagartijas mordieron el hisopo
impregnado con estímulos químicos de presa; una de estas mordió además los hisopos
con agua y colonia. Excluyendo este último empate y asumiendo que la probabilidad de
que una lagartija muerda un hisopo es la misma en las tres condiciones (0.333), podemos
concluir que las lagartijas mordieron en un número significativamente mayor de pruebas
cuando el hisopo estaba impregnado con estímulos químicos de presa que cuando sólo
llevaba agua o colonia (test binomial de una cola, p = 0.004). El Cuadro 5.1 muestra los
lengüetazos emitidos en cada una de las tres condiciones así como los resultados para la
variable compuesta TFAS. Esta última variable fue sometida a un análisis no paramétrico
de la varianza para medidas repetidas (test de Friedman) seguido de comparaciones
múltiples tipo Tukey. El análisis de la varianza resultó estadísticamente significativo (Xr2
= 14.1, g.l. = 2, p < 0.001) y las comparaciones múltiples pusieron de manifiesto
diferencias significativas entre la respuesta a los hisopos impregnados con estímulos
químicos de presa y la respuesta a la colonia o al agua (p < 0.05 para cada comparación),
pero no entre estas últimas dos condiciones (p > 0.05). Estos resultados son similares a
los obtenidos por Cooper (1990b) con esta misma especie y demuestran que Podareis
hispanica es capaz de detectar y discriminar estímulos químicos de sus presas.

CUADRO 5.1. Respuesta de diez lagartijas (Podareis hispanica) a estímulos químicos presentados en hisopos de
algodón (Gómez y Font, datos no publicados).

245
1 Error típico de la media.
2 TFAS(R) = 60 – t + max, donde t es la latencia al primer mordisco y max el número máximo de lengüetazos
emitido por la lagartija en cualquiera de las tres condiciones. Si la lagartija no muerde el hisopo, TFAS(R)
equivale al número de lengüetazos (Cooper y Burghardt, 1990b).
3 Número de animales que mordieron los hisopos.

5.2.5. Problemas metodológicos

A pesar de su amplia aceptación entre los estudiosos de la quimiorrecepción en


reptiles, el método de los hisopos plantea algunas dificultades que conviene señalar. Una
dificultad obvia deriva del hecho de que los hisopos son objetos visibles, por lo que la
respuesta que desencadenan puede depender no sólo de los estímulos químicos sino
también de estímulos visuales (Burghardt, 1970b). Una segunda dificultad tiene que ver
con la interpretación de los mordiscos dirigidos a los hisopos. La interpretación habitual
cuando el hisopo está impregnado con estímulos químicos de presas es que el mordisco
representa un ataque depredador. No obstante, lagartos y serpientes también muerden
ocasionalmente hisopos impregnados con otras sustancias (e.g., agua, colonia, olores de
conespecícos, etc.), lo que sugiere que algunos mordiscos podrían ser la expresión de un
comportamiento defensivo inespecífico provocado por la situación experimental.
Debido a la estrecha asociación entre el lengüetazo y la estimulación vomeronasal
muchos investigadores asumen injustificadamente que cualquier incremento en la tasa de
lengüetazos representa un intento por parte del animal por adquirir información
quimiosensorial. No obstante, la tasa de lengüetazos puede variar, independientemente
del ambiente quimiosensorial, en respuesta a diversos factores (e.g., Simon, 1983). La
tasa de lengüetazos covaría, por ejemplo, con la locomoción, y está afectada por
variables ambientales (e.g.,temperatura) así como por la motivación y la experiencia
(Burghardt, 1970b; Halpern, 1992). El lengüetazo, como otros muchos
comportamientos, tiene múltiples causas y múltiples funciones, sólo algunas de las cuales

246
probablemente estén relacionadas con la quimiorrecepción. En el lagarto, Anolis
carolinensis, por ejemplo, el movimiento de la vegetación por la acción del aire y la
manipulación producen incrementos en la tasa de lengüetazos, mientras que el estrés
inhibe el incremento en la tasa de lengüetazos normalmente asociado con la exploración
de un nuevo hábitat (Greenberg, 1985 y 1993).
Si bien es cierto que el lengüetazo quimiosensorial está implicado en la transferencia
de estímulos químicos al órgano vomeronasal, el que la ejecución de un determinado
comportamiento coincida con una elevación en la tasa de lengüetazos no demuestra la
participación del sistema vomeronasal en dicho comportamiento. En general, un
incremento en la tasa de lengüetazos no indica necesariamente que el estímulo que
produjo dicho incremento fuera percibido por el órgano vomeronasal. No obstante,
existen métodos rigurosos para demostrar que la percepción de un estímulo depende del
sistema vomeronasal. Uno puede, por ejemplo, llevar a cabo registros electrofisiológicos
del nervio vomeronasal o de sus áreas de proyección en el sistema nervioso central (e.g.,
Meredith y Burghardt, 1978). Otro procedimiento consiste en bloquear el acceso al
epitelio vomeronasal; en este caso es necesario demostrar que el bloqueo del órgano
vomeronasal inhibe el incremento de la tasa de lengüetazos que normalmente se produce
en presencia del estímulo (Halpern, 1992; Graves, 1993).
Por otra parte, es posible que para que tenga lugar un incremento en la tasa de
lengüetazos en respuesta a estímulos químicos sean necesarios además estímulos visuales
u otras variables contextuales normalmente asociadas con los estímulos químicos. En el
laboratorio, la serpiente de cascabel de las praderas, Crotalus viridis, no ataca a sus
presas habituales con los conductos vomeronasales bloqueados, lo que sugiere que la
estimulación del órgano vomeronasal es importante para iniciar un ataque depredador
(Graves y Duvall, 1985). Esta interpretación, sin embargo, ha sido cuestionada a partir
de observaciones de esta especie en estado salvaje que demuestran que las serpientes a
menudo atacan a sus presas sin emitir un solo lengüetazo (Diller, 1990). La discrepancia
entre los resultados de estos dos estudios sugiere que los animales utilizan estímulos
distintos en función del contexto. Presumiblemente, las serpientes dependen de los
estímulos químicos para localizar a sus presas, pero si se coloca una presa cerca de la
serpiente (en el laboratorio) o si la presa pasa rápidamente cerca de ella (en el campo),
puede que la serpiente no tenga tiempo de llevar a cabo una discriminación
quimiosensorial y omita esta parte de la secuencia depredadora si los estímulos visuales o
térmicos indican que el objeto que tiene delante es probablemente una presa (Hayes y
Duvall, 1991; Graves, 1993).

5.3. Causas o mecanismos

El estudio de los mecanismos se ocupa de las causas inmediatas, tanto externas


como internas, del comportamiento; en definitiva, de todos aquellos factores causales que
controlan o regulan su expresión en un instante determinado. Algunos autores (e.g.,

247
Bateson, 1992; Real, 1994) han empleado recientemente el término 'mecanismos' para
referirse conjuntamente a las causas inmediatas y a la ontogenia del comportamiento. Sin
embargo, las cuestiones relativas al control del comportamiento son conceptualmente
distintas de las relacionadas con su desarrollo ontogenético, a pesar de que siempre es
posible encontrar casos limítrofes de difícil clasificación y de que, dependiendo de la
escala de tiempo considerada, lo que para un organismo es claramente un problema de
'control' inmediato de su comportamiento, para otro puede serlo de 'desarrollo'
(Sherman, 1988; Dewsbury, 1992c).
Tras varias décadas ocupando un discreto segundo plano, el estudio de los
mecanismos esta cobrando nueva fuerza, en parte debido a que investigadores
interesados en cuestiones funcionales y evolutivas están empezando a apreciar la
necesidad de conocer detalles acerca de las causas inmediatas del comportamiento
(Stamps, 1991; Bateson, 1992; Huntingford, 1993; Real, 1994). Existen, sin embargo,
algunos equívocos en torno al estudio de los mecanismos que conviene intentar aclarar.
Para muchos, por ejemplo, la mera mención del término mecanismos inmediatamente
sugiere una relación con los substratos fisiológicos del comportamiento y con la incipiente
disciplina de laneuroetología (e.g., Sherman, 1988). Pero las causas del comportamiento
pueden estudiarse a distintos niveles de análisis (véase Colmenares, en preparación a). En
unos casos la explicación causal del comportamiento vendrá formulada en términos de
mecanismos neurales, endocrinos o bioquímicos, mientras que en otros el nivel de
análisis escogido será el del propio comportamiento, sin ninguna pretensión de penetrar
bajo la piel del animal para explorar sus entresijos más íntimos (Hinde, 1982). Los
méritos relativos de estos dos enfoques han sido discutidos ampliamente (e.g., Dawkins,
1995); aquí nos limitaremos a repetir la opinión compartida por muchos de que ambos
enfoques son necesarios para una comprensión cabal de la maquinaria del
comportamiento. Por otra parte, la moderna neuroetología, a caballo entre la etología
analítica y la neurociencia sintética (Fentress, 1991), aspira a responder desde su peculiar
perspectiva a cuestiones relacionadas no sólo con el control del comportamiento, sino
también con su desarrollo, función y evolución, y se caracteriza más por el nivel de
análisis utilizado (i.e., el nivel neural) que por su compromiso con un determinado
'porqué' (Ewert, 1985; Ingle y Crews, 1985; Bateson, 1987; Heiligenberg, 1991).
Muchos de los estudios clásicos sobre las causas del comportamiento tienen que ver
con los estímulos que controlan el comportamiento, con la organización de las pautas
motoras, o con la relación entre estímulo y respuesta (i.e., motivación) (Hinde, 1982;
Halliday y Slater, 1983). Al tratarse de una modalidad sensorial, podría argumentarse que
prácticamente la totalidad de los estudios sobre quimiorrecepción en reptiles pertenecen
al terreno de las causas inmediatas, ya que en último término se ocupan de los estímulos
que controlan el comportamiento. De hecho, el título de muchos estudios refleja una
preocupación por el papel de distintos estímulos, incluidos los químicos, en el control de
comportamientos como la alimentación (e.g., Teather, 1991), la agregación (e.g., Heller y
Halpern, 1982b), etc. Pero dado que el énfasis en la mayoría de ellos recae sobre el valor
adaptativo de los comportamientos que dependen de los sentidos químicos, parece más

248
apropiado discutirlos en relación con los aspectos funcionales de la quimiorrecepción
(véase apartado 5.5.2).
También es posible reconocer los otros dos objetivos de los estudios clásicos en
estudios sobre quimiorrecepción en reptiles. Sin embargo, los pocos trabajos que tratan
sobre las pautas motoras y los aspectos motivacionales de la quimiorrecepción son
esencialmente descriptivos y su contribución al problema del control del comportamiento
es muy limitada. Con respecto a las pautas motoras, la morfología funcional viene
ocupándose desde hace tiempo de los movimientos linguales en varias especies de
reptiles, fundamentalmente lagartos (revisado en Bels et al., 1994). Sin embargo, los
análisis biomecánicos se han centrado, salvo raras excepciones, en el papel de la lengua
en la alimentación, no la quimiorrecepción (e.g., Smith, 1984, 1986, 1988; Schwenk,
1986; Schwenk y Throckmorton, 1989). No obstante, algunos trabajos han
proporcionado descripciones minuciosas de la topografía de los movimientos de la lengua
durante distintos tipos de lengüetazos. Ulinski (1972) distinguió tres fases en un
lengüetazo quimiosensorial: una fase inicial de protrusión lingual, en la que la lengua sale
de la boca; una segunda fase de oscilación durante la cual la lengua se mueve frente al
hocico del animal, y una fase de retracción que culmina el lengüetazo con el regreso de
la lengua a la cavidad bucal. En la serpiente Boa constrictor las oscilaciones de la lengua
tienen una duración relativamente constante; la duración del lengüetazo no depende pues
de la velocidad con que se mueve la lengua sino del número de oscilaciones, que es
variable (Ulinski, 1972). A partir de filmaciones del comportamiento de 25 especies de
lagartos y 30 de serpientes, Go ve (1979) distinguió tres tipos de lengüetazos atendiendo
al movimiento de la lengua durante la fase de oscilación: extensión simple hacia abajo
('simple downward extension'), oscilación única ('single oscillation') y oscilación múltiple
('multiple oscillation'). El primer tipo de lengüetazo está presente en todos los lagartos y
serpientes estudiados; el segundo, en todas las serpientes y en algunos lagartos, mientras
que el tercer tipo está presente en unas pocas especies de lagartos y en la mayoría de las
serpientes. Gove y Burghardt (1983) midieron tres parámetros de los lengüetazos de
lagartos y serpientes (duración de las oscilaciones, número de oscilaciones y área relativa
circunscrita por los movimientos de la lengua) y encontraron diferencias entre los
lengüetazos emitidos en contextos de alimentación, exploración, social y defensivo. Otros
trabajos han examinado la relación entre la tasa de lengüetazos y variables tales como la
temperatura (Cooper y Vitt, 1986d) o la locomoción (Kubie y Halpern, 1975 y 1978;
Simon et al., 1981; Burghardt et al., 1986; Cooper et al., 1994b). Los aspectos
motivacionales de la quimiorrecepción, por último, han recibido escasa atención en la
literatura (revisado en Burghardt, 1970b).
En los apartados que siguen a continuación trataremos más en detalle otros aspectos
causales de la quimiorrecepción. En primer lugar nos referiremos a los mecanismos por
los que los estímulos químicos ganan acceso a los órganos quimiosensoriales de los
reptiles, un tema controvertido y que ha generado una extensa literatura. Seguidamente
revisaremos estudios de corte más 'neuroetológico' que se ocupan de los mecanismos
neurales y endocrinos implicados en la producción y recepción de los estímulos

249
químicos. Para ello describiremos las proyecciones al sistema nervioso central de los
sistemas olfativo y vomeronasal y revisaremos los trabajos, muy escasos, sobre la
fisiología de estos sistemas sensoriales. A esto seguirá una consideración de las áreas del
cerebro implicadas en el control de la respuesta endocrina a las feromonas sexuales en
mamíferos, y discutiremos sugerencias relativas a la posible existencia de este tipo de
mecanismos en reptiles. También nos ocuparemos del papel del sistema endocrino en el
control de la producción de feromonas y de la naturaleza química de los estímulos
detectados por los sistemas olfativo y vomeronasal. Finalmente revisaremos algunas ideas
relativas a la interacción de los sentidos químicos con otras modalidades sensoriales, así
como a la integración de la información procedente de distintos sistemas
quimiosensoriales.

5.3.1. Acceso de los estímulos químicos a los sistemas olfativo y vomeronasal

Generalmente se da por sentado que, al menos en los vertebrados terrestres, los


compuestos químicos presentes en el aire son los únicos capaces de estimular el epitelio
olfativo. Por consiguiente, los estímulos percibidos mediante esta modalidad
quimiosensorial son fundamentalmente compuestos volátiles que se adhieren a la mucosa
olfativa al inhalar aire por la nariz (Stoddart, 1980; Halpern, 1983). Mucho menos
comprendida es la naturaleza de los compuestos que estimulan el epitelio vomeronasal y
los mecanismos por los que dichos compuestos acceden al sistema vomeronasal. Salvo
raras excepciones, los órganos vomeronasales de los vertebrados estan separados de las
cavidades nasal y oral, y los conductos que llevan a ellos son muy estrechos. Por
consiguiente, los animales deben ensanchar dichos conductos, activar mecanismos de
succión o facilitarde alguna manera el acceso de los estímulos químicos al órgano
vomeronasal (e.g., Meredith et al., 1980; Wysocki et al., 1980). Algunos mamíferos
exhiben comportamientos, como el denominado Flehmen, cuya función es
aparentemente la de permitir la entradade compuestos al órgano vomeronasal (Estes,
1972). En los lagartos y las serpientes, lalengua ha sido tradicionalmente considerada
parte integral del mecanismo por el que los estímulos químicos acceden al órgano
vomeronasal. No obstante, la evidencia en favorde esta hipótesis ha sido hasta hace poco
circunstancial, basada en la observación de quetanto lagartos como serpientes emiten
lengüetazos durante la ejecución de comportamientosque presumiblemente dependen del
órgano vomeronasal, y muchos detalles relativos a la transferencia de partículas olorosas
desde el exterior hasta el órgano vomeronasal permanecen sin aclarar (Halpern, 1992;
Young, 1993).
El papel de la lengua en el acceso de estímulos químicos al órgano vomeronasal ha
sido confirmado recientemente en serpientes del género Thamnophis (Halpern y Kubie,
1980) y en el lagarto Chalcides ocellatus (Graves y Halpern, 1989). En ambos casos, los
investigadores hicieron que los animales tocaran con la lengua hisopos impregnados con
extractos de presa mezclados con prolina tritiada, un marcador radioactivo. Varias horas

250
más tarde, los animales fueron sacrificados y sus cabezas procesadas para la detección
autorradiográfica del marcador radioactivo. El procedimiento autorradiográfico puso de
manifiesto una acumulación de material radioactivo en los órganos vomeronasales pero
no en los epitelios olfativos tanto de los lagartos como de las serpientes. Esta
acumulación no se producía, sin embargo, si previamente se bloqueaba el acceso a los
órganos vomeronasales suturando las fenestras vomeronasales (serpientes) o
cubriéndolas con adhesivo quirúrgico (lagartos). Sin embargo, los órganos vomeronasales
de lagartos y serpientes a los que se les había amputado la lengua acumulaban material
radioactivo, aunque en menor cantidad, cuando el hocico de los animales entraba en
contacto con los hisopos radioactivos. Los resultados de estos experimentos sugieren que
la lengua participa normalmente en el mecanismo de acceso de los estímulos químicos al
órgano vomeronasal, aunque no explican cómo tiene lugar la transferencia desde la
lengua hasta los conductos vomeronasales y de ahí al lumen del órgano vomeronasal.
La opinión más extendida sostiene que la transferencia tiene lugar al penetrar las
puntas de la lengua bífida en las fenestras vomeronasales. Experimentos realizados ya en
los años 1930 demostraron que las fenestras son de hecho más pequeñas que las puntas
de la lengua de muchos lagartos, y que la amputación de únicamente las puntas de la
lengua de las serpientes no produce déficits apreciables en comportamientos relacionados
con la quimiorrecepción (revisado en Burghardt, 1980). Sin embargo, esta evidencia no
consiguió desarraigar la idea, que aún persiste en muchos libros de texto (e.g.,
Hildebrand, 1974), de que las puntas de la lengua penetran en los conductos
vomeronasales. Recientemente, varios estudios han confirmado mediante cineradiografía
(i.e., películas de rayos X) y materiales radioopacos aplicados a la lengua que las puntas
de la lengua no penetran en los conductos vomeronasales en lagartos (Oelofsen y Van
den Heever, 1979) ni en serpientes (Young, 1990).
Gillingham y Clark (1981) han sugerido que los procesos anteriores de las plicas
sublinguales, dos almohadillas de tejido situadas en el suelo de la cavidad bucal
inmediatamente por debajo de las fenestras vomeronasales, podrían estar implicadas en
la transferencia de partículas olorosas desde la lengua hasta el órgano vomeronasal.
Filmaciones de lengüetazos de serpientes con la boca entreabierta muestran que, al
retraerse la lengua, los procesos anteriores se elevan entrando en contacto con la
superficie ventral de la lengua. A partir de esta observación, Gillinham y Clark (1981)
postulan que las partículas olorosas que transporta la lengua quedarían depositadas en los
procesos anteriores, y éstos, no la lengua, los transferirían a las fenestras vomeronasales
desde donde, por algún mecanismo desconocido, alcanzarían el epitelio vomeronasal.
Aunque la hipótesis ha sido criticada por estar basada en observaciones de lengüetazos
atípicos (los lengüetazos en serpientes normalmente tienen lugar con la boca cerrada),
existe alguna evidencia que parece apoyarla. El epitelio de los procesos anteriores, por
ejemplo, contiene células caliciformes ('goblet cells') y glándulas mucosas que podrían
proporcionar la adherencia necesaria para retener las partículas olorosas que transporta la
lengua, y el suelo de la cavidad oral posee musculatura capaz de elevar los procesos
anteriores y presionarlos contra las fenestras vomeronasales (Halpern, 1992; Young,

251
1993). En cualquier caso, conviene apuntar que esta investigación se ha llevado a cabo
con serpientes y que los mecanismos de transferencia de partículas olorosas podrían ser
distintos en lagartos (Graves, 1993).

5.3.2. Tropotaxia: percepción química en estéreo

Una de las aportaciones más recientes al estudio de los mecanismos de la


quimiorrecepción en reptiles se debe a Kurt Schwenk (1994). Este autor ha propuesto
que en aquellas especies que poseen una lengua bífida, fundamentalmente serpientes y
algunos lagartos (teidos y varánidos), ésta podría funcionar como un detector de
márgenes químicos ('chemical edge detector'). Según Schwenk, la habilidad de los
reptiles para seguir rastros de presas o conespecíficos dependería de dos tipos de taxias,
denominadas clinotaxia y tropotaxia. Las taxias son movimientos de orientación
direccional en que un animal se acerca o se aleja de un estímulo. Tanto la clinotaxia
como la tropotaxia requieren que el animal muestree repetidamente (o continuamente) el
ambiente, pero difieren en el modo en que se realiza dicho muestreo. En la clinotaxia, el
animal compara la intensidad de un estímulo en puntos separados muestreados
sucesivamente; en la tropotaxia, el animal compara la intensidad de la estimulación
percibida simultáneamente por receptores situados a ambos lados del cuerpo. La
clinotaxia está probablemente muy extendida entre los reptiles que habitualmente siguen
rastros, pero la tropotaxia es en teoría sólo posible en aquellos casos en que los animales
son capaces de percibir el estímulo químico de forma simultánea en dos puntos
separados espacialmente. Schwenk (1994) argumenta convincentemente que las dos
puntas de la lengua bífida cumplen los requisitos para una tropotaxia quimiosensorial y
reúne datos de comportamiento, anatómicos, neuroanatómicos y ecológicos que apoyan
la idea de que la lengua bífida es un detector de márgenes químicos que permite seguir
rastros con inusitada eficacia.

5.3.3. Neuroanatomía

La aplicación de técnicas neuroanatómicas de trazado de conexiones ha permitido


conocer con considerable detalle los circuitos neurales implicados en la percepción de los
estímulos químicos en los reptiles. El trazado de las proyecciones secundarias y terciarias
delos sistemas olfativo y vomeronasal ha demostrado que este último no es, a pesar de lo
que sugiere su nombre, un mero accesorio del sistema olfativo principal, sino que
mantiene conexiones discretas e independientes dentro del sistema nervioso central. Estos
hallazgos apoyan la hipótesis del sistema olfativo dual, que establece que el epitelio
olfativo y el vomeronasal proyectan separadamente a distintas zonas del telencéfalo y
diencéfalo en todos los vertebrados que poseen estos dos sistemas sensoriales (Winans y
Scalia, 1970). Una consecuencia que se deriva de la hipótesis del sistema olfativo dual es

252
que los dos sistemas deberían tener, dada la segregación de sus proyecciones, distintas
competencias en la quimiorrecepción (Halpern, 1987). Una parte importante de la
investigación sobre los sentidos químicos nasales ha ido precisamente encaminada a
analizar las semejanzas y diferencias entre los sistemas olfativo y vomeronasal y a la
búsqueda de comportamientos que dependan fundamental o exclusivamente de uno de
los dos sistemas (véase apartado 5.3.9).
Los epitelios olfativo y vomeronasal conectan con el cerebro por medio de los
nervios del mismo nombre. Los nervios olfativo y vomeronasal terminan en los bulbos
olfativos principal y accesorio respectivamente (Halpern, 1980b y 1983). La estructura
de los bulbos olfativos de lagartos y serpientes es similar a la descrita para otros
vertebrados (Halpern, 1980b). El tamaño de los bulbos varía considerablemente de unas
especies a otras, aunque, en general, muestra una correlación con el tamaño de los
epitelios correspondientes (Halpern, 1992). Las proyecciones secundarias de los sistemas
olfativo y vomeronasal discurren separadamente, tanto por lo que se refiere al trayecto
de las fibras que parten de los bulbos como a sus áreas de terminación en el telencéfalo.
El bulbo olfativo principal envía sus proyecciones eferentes al nucleo olfativo anterior,
tubérculo olfativo, partes del complejo amigdalino y a la corteza cerebral lateral. El bulbo
accesorio, por su parte, proyecta masivamente a un nucleo amigdalino, el núcleo
esférico, y en menor medida a otras zonas del complejo amigdalino (Lohman y Smeets,
1993). En cuanto a las proyecciones terciarias, la corteza cerebral lateral, que recibe
fibras del bulbo principal, proyecta a su vez sobre la corteza hipocámpica, mientras que
el núcleo esférico, principal receptor de las fibras que tienen su origen en el bulbo
accesorio, proyecta sobre distintas áreas telencefálicas y diencefálicas (Halpern, 1980b,
1987 y 1992). Las proyecciones terciarias del sistema vomeronasal sobre el diencéfalo
(área preóptica y núcleo ventromedial hipotalámico) constituyen un posible substrato
neuroanatómico para los efectos de la estimulación vomeronasal sobre comportamientos
y reflejos neuroendocrinos relacionados con la reproducción. Por otra parte, muchas de
las áreas que reciben proyecciones del sistema vomeronasal contienen neuronas que
acumulan esteroides sexuales (Morrell et al., 1979; Halpern et al., 1982), un ejemplo
fascinante de las complejas interrelaciones entre factores endocrinos y tejido neural.
Se han descrito diferencias entre machos y hembras en el tamaño de algunas de las
áreas del cerebro que reciben proyecciones de los bulbos olfativos accesorios. A
semejanza de lo que ocurre en otros vertebrados, en el lagarto Cnemidophorus inornatus
el hipotálamo anterior-área preóptica es mayor en los machos que en las hembras. El
núcleo ventromedial hipotalámico es, sin embargo, más pequeño en los machos que en
las hembras (Crews et al., 1990; Wade et al., 1993). En la serpiente Thamnophis
sirtalis, el núcleo esférico y el área preóptica son significativamente más grandes en los
machos que en las hembras, aunque las diferencias únicamente son detectables en ciertas
épocas del año (Crews et al., 1993). Las diferencias entre machos y hembras sugieren
una posible implicación de estas áreas cerebrales en la expresión de comportamientos
sexualmente dimórficos relacionados con la quimiorrecepción.
A pesar de los avances en la descripción de los circuitos neurales implicados en la

253
percepción de estímulos químicos, el rango de especies estudiadas es todavía muy
reducido y no incluye representantes de todos los órdenes de reptiles. En cualquier caso,
el trazado de las conexiones de los sistemas olfativo y vomeronasal no es sino un primer
paso para dilucidar los mecanismos neurales de la quimiorrecepción. En este sentido, los
estudios con reptiles no se han beneficiado aún de las modernas técnicas
neuroanatómicas empleadas en el estudio de los sentidos químicos de los mamíferos.
Especialmente útiles son los marcadores de actividad neuronal que permiten visualizar
cambios en la actividad de poblaciones neuronales en respuesta a distintos estímulos.
Estos marcadores se basan en la utilización de análogos radioactivos de la glucosa (e.g.,
Lancet et al., 1982; Schilling et al., 1990), colorantes sensibles a los cambios de voltaje
(e.g., Kauer, 1991) o detección inmunocitoquímica de los productos de genes de
expresión temprana (e.g., Dudley et al., 1992).
La única aplicación de marcadores de actividad neuronal en el campo de la
quimiorrecepción en reptiles procede del trabajo de David Crews y colaboradores sobre
el control del cortejo en los machos de las serpientes del género Thamnophis. En el norte
de los Estados Unidos y en Manitoba (Canadá), los machos y las hembras de T. sirtalis
pasan hasta nueve meses al año hibernando en cavernas subterráneas denominadas
hibernacula. Al llegar la primavera, los machos abandonan en masa los hibernacula. Las
hembras emergen una semana más tarde y generalmente lo hacen de una en una;
conforme van saliendo, los machos se aproximan a ellas. Estímulos químicos presentes
en la superficie dorsal de la piel de las hembras desencadenan un vigoroso cortejo por
parte de los machos. Durante el cortejo, el macho se desliza sobre la hembra moviéndose
rápidamente adelante y atrás al tiempo que restriega el mentón contra el dorso de ella
emitiendo abundantes lengüetazos ('chin-rubbing'). Finalmente, macho y hembra se
alinean, el macho introduce uno de los hemipenes en la cloaca de la hembra y se produce
la cópula.
El comportamiento de 'chin-rubbing' es sexualmente dimórfico: sólo lo exhiben los
machos y únicamente durante el período de reproducción. Los estímulos químicos son
importantes para su expresión, ya que si se eliminan experimentalmente de la piel de las
hembras o se bloquea su acceso al órgano vomeronasal de los machos, éstos dejan de
cortejar (Halpern y Kubie, 1983). Los machos con los nervios olfativos cortados cortejan
normalmente; sin embargo, el cortejo se extingue si se cortan los nervios vomeronasales,
lo que sugiere que los estímulos químicos de la piel de las hembras son percibidos por
medio del órgano vomeronasal (Kubie et al., 1978a; Halpern, 1983).
A diferencia de lo que ocurre en otros vertebrados, el cortejo y el apareamiento en
estas serpientes tienen lugar cuando las gonadas están colapsadas y los niveles de
hormonas sexuales son muy bajos (Crews y Garstka, 1982). En los vertebrados en que
los picos en el desarrollo de las gónadas y en el comportamiento reproductor coinciden
en el tiempo, el control del comportamiento reproductor se atribuye generalmente a los
efectos activacionales de las hormonas sexuales (e.g., Crews y Silver, 1985). Pero en
Thamnophis sirtalis los niveles de hormonas sexuales son muy bajos precisamente
durante el período en que tienen lugar el cortejo y el apareamiento. En los machos, la

254
recrudescencia testicular y la síntesis de andrógenos tienen lugar después del
apareamiento (gametogénesis postnupcial) y los niveles más elevados de andrógenos se
alcanzan hacia finales del verano. Este patrón 'disociado' de reproducción (Crews, 1992)
suscita la cuestión de cuáles son los estímulos que activan el comportamiento reproductor
de los machos. Dos posibles candidatos son los estímulos químicos presentes en la piel
de las hembras y la temperatura (Mason et al., 1989).
En todos los vertebrados estudiados hasta la fecha, el hipotálamo anterior-área
preóptica es uno de los principales centros de integración en el control del
comportamiento sexual masculino. Lesiones restringidas a esta zona del cerebro han
demostrado que el hipotálamo anterior-área preóptica es necesario para la expresión del
comportamiento de 'chin-rubbing' en Thamnophis sirtalis (Friedman y Crews, 1985). El
hipotálamo anteriorárea preóptica recibe una proyección desde el núcleo esférico y
contiene además neuronas sensibles a la temperatura (Krohmer y Crews, 1987a), lo que
sugiere que podría estar implicado en la integración entre estímulos sensoriales (estímulos
químicos de la hembra y/o temperatura) y comportamiento sexual. Experimentos
recientes con 2-deoxiglucosa han confirmado la participación del hipotálamo anterior-área
preóptica en el comportamiento de 'chin-rubbing' (Allen y Crews, 1992). La 2-
deoxiglucosa es un análogo de la glucosa; las células activas incorporan 2-deoxiglucosa
pero son incapaces de metabolizarla, lo que permite un estudio autorradiográfico de su
acumulación en el tejido nervioso cuando previamente ha sido marcada con isótopos
radioactivos. Utilizando 2-deoxiglucosa marcada con 14C, Allen y Crews (1992)
detectaron un incremento en la actividad metabólica del hipotálamo anterior-área
preóptica coincidiendo con la expresión del comportamiento de 'chin-rubbing'. Machos a
los que se permitió cortejar una hembra durante 45-55 min acumularon
significativamente más 2-deoxiglucosa en el hipotálamo anterior-área preóptica que
machos que no cortejaron o machos no expuestos a hembras (Alien y Crews, 1992).
Estos resultados no aclaran, sin embargo, si la actividad funcional del hipotálamo
anterior-área preóptica es causa o consecuencia del comportamiento de 'chinrubbing', ni
permiten concluir qué estímulos son responsables de la activación del comportamiento.
Otros experimentos han demostrado que los machos de Thamnophis sirtalis que
han recibido lesiones experimentales en el núcleo esférico muestran un cortejo más
intenso y prolongado que el de machos control cuando emergen de la hibernación. Esta
evidencia sugiere que el núcleo esférico inhibe normalmente la actividad del hipotálamo
anteriorárea preóptica sobre el que proyecta.
Es posible que los estímulos químicos presentes en la piel de las hembras sean
necesarios para contrarrestar esta acción inhibidora y permitir la expresión del cortejo en
los machos (Krohmer y Crews, 1987b; Crews, 1990).

5.3.4. Estimulación eléctrica del cerebro

La estimulación eléctrica del cerebro ha sido tradicionalmente una de las principales

255
herramientas con que ha contado el neuroetólogo en su arsenal (e.g., Delius, 1977;
Ewert, 1980). En el único trabajo que ha utilizado esta técnica en relación con la
quimiorrecepción, Distel (1978a, 1978b) estudió el comportamiento de Iguana iguana en
respuesta a la estimulación eléctrica del cerebro. La estimulación de algunas áreas que
reciben proyecciones de los sistemas olfativo y vomeronasal, como el tubérculo olfativo,
hipotálamo anterior y núcleo esférico, hizo que los animales emitiesen lengüetazos, solos
o acompañados de locomoción o de movimientos de la cabeza. Sin embargo, estos
resultados son difíciles de interpretar ya que también se observaron lengüetazos al
estimular otras áreas que aparentemente no guardan relación con los sentidos químicos
nasales, como la habénula o el núcleo oculomotor.

5.3.5. Electrofisiología

Algunos investigadores han emprendido el estudio del sistema nervioso con la


esperanza de que una exploración exhaustiva de la neuroanatomía de un animal
proporcionaría, casi por defecto, una descripción de su comportamiento en el nivel de
análisis neural. Sin embargo, la exquisita complejidad del sistema nervioso ha puesto de
manifiesto la inviabilidad de esta propuesta. Las propiedades funcionales de una
determinada estructura neuronal pueden variar, por ejemplo, dependiendo de la presencia
de neuromoduladores, y una misma neurona puede participar alternativamente en
distintos circuitos funcionales. Por tanto, el estudio del control neural del comportamiento
requiere la combinación de técnicas anatómicas y fisiológicas (Heiligenberg, 1991). La
electrofisiología es una valiosa herramienta que permite, en conjunción con los estudios
anatómicos, analizar el procesamiento de la información en las distintas estructuras que
comprenden los sentidos químicos nasales. Las técnicas electrofisiológicas permiten
además evaluar la acción excitadora o inhibidora de distintos estímulos químicos y sus
posibles interacciones.
La aplicación de técnicas electrofisiológicas a los sistemas olfativo y vomeronasal de
los reptiles ha sido, en general, escasa (Halpern, 1987 y 1992). La mayoría de los
trabajos han utilizado tortugas y, a semejanza de los experimentos realizados con
mamíferos, han examinado la respuesta de los sentidos químicos nasales a compuestos
sintéticos de dudosa relevancia biológica (e.g., acetato de amilo, geraniol, butanol). Se
han efectuado registros de la actividad eléctrica en los epitelios sensoriales (i.e., electro-
olfactogramas y electro-vomeronasogramas), en los nervios olfativo y vomeronasal, y en
los bulbos olfativos. Estos experimentos han puesto de manifiesto que tanto el sistema
olfativo como el vomeronasal de las tortugas responden a una gran variedad de
compuestos volátiles. En todos los casos estudiados el epitelio olfativo es más sensible
que el epitelio vomeronasal (Scott, 1979; Halpern, 1992; Hatanaka y Matsuzaki, 1993).
Los pocos estudios que han utilizado técnicas electrofisiológicas para analizar la actividad
en las áreas de proyección de los sistemas olfativo y vomeronasal eran más
'electroanatómicos' que electrofisiológicos, y tenían como principal objetivo el determinar

256
las conexiones entre distintos centros nerviosos (e.g., Belekhova, 1979).
El primer trabajo que utilizó técnicas electrofisiológicas para estudiar la respuesta del
sistema vomeronasal a compuestos naturales en reptiles se debe a Meredith y Burghardt
(1978). Estos autores demostraron que en la serpiente Thamnophis radix los lengüetazos
dirigidos a extractos de presa (lombriz) provocan un incremento pasajero de la actividad
en los bulbos accesorios que coincide temporalmente con el momento de retracción de la
lengua a la cavidad bucal. Inouchi y colaboradores (1988, 1989, en Halpern, 1992) han
obtenido resultados similares con T. sirtalis.
Recientemente, Mimi Halpern y colaboradores han comparado la respuesta de los
epitelios olfativo y vomeronasal de Thamnophis sirtalis a compuestos sintéticos y
naturales (extractos de lombriz) usando técnicas electrofisiológicas. Como en los
experimentos con tortugas, el epitelio vomeronasal responde a muchos de los mismos
compuestos sintéticos que activan los receptores olfativos, si bien el epitelio olfativo es
más sensible que el vomeronasal cuando se trata de compuestos volátiles. El epitelio
olfativo, pero no el vomeronasal, es capaz de detectar compuestos volátiles de presa. Sin
embargo, cuando los compuestos se presentan en forma acuosa, el epitelio vomeronasal
responde tanto a compuestos sintéticos como naturales y su respuesta es más
pronunciada y consistente que ante compuestos volátiles (Halpern, 1992; Inouchi et al.,
1993). Estos mismos autores han logrado aislar y purificar a partir de secreciones de
lombriz (Lumbricus terrestris) varias proteínas que, aplicadas sobre una lombriz de
plástico, desencadenan investigación quimiosensorial y ataques por parte de las
serpientes. Una de estas proteínas, denominada ES20, es una glucoproteína que contiene
una sola cadena polipeptídica. En solución acuosa, la proteína ES20 se une a receptores
específicos en el epitelio vomeronasal y produce un incremento en la actividad de
neuronas individuales del bulbo olfativo accesorio (Wang et al., 1993).
Las serpientes y, en menor medida, las tortugas son hasta la fecha los únicos
vertebrados en que estímulos naturales (e.g., extractos de lombriz, secreciones cloacales,
etc.) han sido utilizados con éxito para activar electrofisiológicamente estructuras
centrales del sistema vomeronasal. Estudios similares con otros grupos de vertebrados
son un primer paso necesario para la comprensión de los procesos relacionados con la
transducción, codificación y transmisión de estímulos en los sentidos químicos en
general.

5.3.6. Feromonas y reflejos neuroendocrinos

La evidencia que venimos presentando indica que los sentidos químicos de lagartos
y serpientes son capaces de detectar compuestos químicos de muy diversa procedencia,
incluyendo compuestos inorgánicos (no biológicos), compuestos producidos por
individuos de otras especies (e.g., presas, depredadores, etc.) y compuestos producidos
por individuos de la misma especie que el receptor. Esta última categoría engloba a una
serie de compuestos implicados en la comunicación intraespecífica a los que se denomina

257
feromonas. La definición original establecía que las feromonas son "sustancias que son
excretadas al exterior por un individuo y recibidas por un segundo individuo de la misma
especie en el que desencadenan una reacción específica, por ejemplo un determinado
comportamiento o proceso de desarrollo" (Karlson y Lüscher, 1959, p. 55). En 1963
Wilson y Bossert introdujeron una distinción importante al separar dos clases de efectos
feromonales y, por extensión, dos clases de feromonas (Cuadro 5.2). La primera
distinción es, sin embargo, más satisfactoria porque contempla la posibilidad de que una
misma feromona pudiera dar lugar a efectos de las dos clases. Las feromonas
desencadenadoras ('releaser' o 'signaling pheromones') producen una respuesta
inmediata en el receptor en forma de cambios en su comportamiento. Las feromonas
modificadoras ('primer pheromones') inducen modificaciones en la fisiología endocrina
del receptor de la feromona. A diferencia de lo que ocurre con las feromonas
desencadenadoras, la respuesta a las feromonas modificadoras conlleva un retraso
característico.
La comunicación mediante feromonas es un fenómeno muy extendido entre los
vertebrados (Duvall et al., 1986). Uno de los aspectos que más atención ha recibido
desde el punto de vista de los mecanismos es el de los efectos de las feromonas
modificadoras sobre la actividad del eje hipotálamo-hipofisiario y la endocrinología de la
reproducción. Estos estudios se han llevado a cabo con roedores, fundamentalmente
ratones, y han permitido caracterizar con gran detalle los mecanismos implicados en
varios reflejos neuroendocrinos dependientes de feromonas. Entre estos se encuentran
algunos efectos bien conocidos, como la supresión del estro en hembras alojadas en
grupo (efecto Lee-Boot), la inducción del estro producida por olores de machos (efecto
Whitten), la aceleración de la pubertad en ratones hembra producida por olores de
machos (efecto Vandenbergh), y el bloqueo del embarazo Cpregnancy block') causado
por el olor de un macho extraño (efecto Bruce). Estos efectos son debidos a compuestos
presentes en la orina de los machos y percibidos a través del órgano vomeronasal de las
hembras (Wysocki, 1979; Halpern, 1987). En todos los casos citados las feromonas
aparentemente ejercen su acción sobre el sistema endocrino alterando el metabolismo de
la dopamina en el hipotálamo, que a su vez repercute sobre la secreción de hormona
luteinizante y prolactina en la hipófisis (Halpern, 1987). El órgano vomeronasal también
participa en roedores en la respuesta de los machos a feromonas modificadoras presentes
en la orina de las hembras (Wysocki et al., 1983; Coquelin et al., 1984).

CUADRO 5.2. Interacciones químicas entre organismos (adaptado de Grier y Burk, 1992). Los compuestos que
intervienen en la comunicación intra- o interespecífica se denominan 'compuestos semioquímicos'.

Interacciones intraespecíficas
Feromonas
Efectos desencadenadores (feromonas desencadenadoras)
Efectos modificadores (feromonas modificadoras)1

Interacciones interespecíficas

258
Compuestos aleoquímicos
Alomonas (favorecen al emisor)
Kairomonas (favorecen al receptor)

1 Algunas traducciones (e.g., Birch y Haynes, 1990) se refieren a las feromonas modificadoras ('primers' o
'primer pheromones') como feromonas primarias.

Los estudios con reptiles han descrito relaciones recíprocas entre los niveles
hormonales, la fisiología y las señales utilizadas en la comunicación intraespecífica. En el
lagarto Anolis carolinensis, por ejemplo, la extensión del abanico gular ('dewlap'), una
señal visual que forma parte del cortejo del macho, es necesaria para estimular el
crecimiento de los ovarios de la hembra (Crews y Greenberg, 1981; Font, 1991). A pesar
de esta evidencia, virtualmente todos los trabajos sobre comunicación química en reptiles
se han ocupado de los efectos desencadenadores, no modificadores, de las feromonas y
ningún estudio publicado ha confirmado la existencia en reptiles de reflejos
neuroendocrinos dependientes de feromonas comparables a los descritos en roedores.
Esta ausencia es sorprendente considerando los dramáticos efectos de las feromonas
sobre la fisiología endocrina en otros taxones. Algunos estudios recientes, sin embargo,
sugieren posibles influencias de las señales químicas sobre la fisiología de sus receptores
en reptiles. Durante un año, cuatro grupos de machos jóvenes de Iguana iguana fueron
mantenidos en invernaderos desde los que tenían acceso visual (a través de una barrera
de material acrílico transparente) o visual y químico (a través de una barrera de mallazo)
a una hembra o a un macho adultos de su especie. En relación con los otros dos grupos,
los juveniles expuestos al macho adulto mostraron signos de estrés crónico: tasas de
crecimiento reducidas, niveles de testosterona bajos, niveles de corticosterona elevados y
una reducción en la frecuencia con que realizaban exhibiciones visuales. Estos efectos
fueron más pronunciados en los juveniles expuestos visual y químicamente al macho
adulto que en los que únicamente podían verlo. Además, los niveles de corticosterona
sólo mostraron un incremento significativo en los juveniles con acceso visual y químico
al adulto. Estos resultados sugieren que las señales visuales y químicas emitidas por un
macho dominante pueden influir sobre la fisiología y el comportamiento de sus
receptores, aunque no identifican los posibles mecanismos de acción ni el sentido
químico (olfacción o vomerolfacción) implicado (Alberts et al., 1994).

5.3.7. Control hormonal de la producción deferomonas

Los reptiles poseen una tremenda diversidad de glándulas y secreciones glandulares


(Cuadro 5.3). El interés por las glándulas de lagartos y serpientes se remonta al siglo
pasado y tiene algunos ilustres precursores (e.g., Darwin, 1872). En los lagartos, las
secreciones que intervienen en la comunicación intraespecífica derivan de la superficie
corporal, de la región cloacal o de glándulas especializadas generalmente asociadas al

259
integumento (Simon, 1983; Mason, 1992). Las más conocidas entre estas últimas son los
poros femorales, glándulas holocrinas de origen epidérmico presentes en una hilera en la
región femoral o precloacal de muchos lagartos y anfisbénidos. Generalmente, tanto
machos como hembras presentan poros femorales en aquellas especies que los poseen,
aunque los poros de los machos son más grandes y producen más secreción que los de
las hembras (Figura 5.4). Por contra, la glándula urodeal, una glándula holocrina impar
que vierte en la cavidad cloacal, ha sido únicamente descrita en lagartos hembra (Cooper
et
al., 1986;Trauthé et al., 1987).

Figura 5.4. Región cloacal de Podareis hispanica (Lacertidae) mostrando el distinto desarrollo de los poros
femorales (cabezas de flecha) en machos (A) y hembras (B). pa, placa anal (escama preanal). Barra = 1 mm (A y
B).

Las principales fuentes de compuestos semioquímicos en las serpientes son la piel y


las glándulas olorosas cloacales ('cloacal scent glands'). Las glándulas olorosas cloacales

260
son dos glándulas holocrinas situadas en la cola que vierten sus productos de secreción,
generalmente de olor desagradable, a la cloaca. Las glándulas están presentes tanto en
machos como en hembras y su posible función (o funciones) es actualmente objeto de
debate. La posibilidad de que la cloaca libere heces además de secreciones glandulares
complica la interpretación de algunos estudios de quimiorrecepción que utilizan 'olores
cloacales'. La evidencia disponible sugiere que las deposiciones de lagartos y serpientes
actúan, solas o en combinación con secreciones glandulares, como fuentes de
compuestos semioquímicos (Duvall, 1979; Simon, 1983). Una complicación añadida
procede del hecho de que las heces son, en realidad, estímulos compuestos que
proporcionan simultáneamente señales visuales y químicas (Duvall et al., 1987).

CUADRO 5.3. Algunas posibles fuentes de compuestos semioquímicos en lagartos y serpientes. La presente lista,
que no pretende ser exhaustiva, está confeccionada a partir de la información contenida en Gabe y Saint Girons
(1965), Bellairs (1969), Madison (1977), Simon (1983) y Mason (1992). Muchas de las glándulas incluidas en la
lista han sido descritas únicamente en determinados taxones; estos se indican, junto con las sinonimias más
habituales, entre paréntesis.

Lagartos (Sauria)
Superficie corporal (lípidos exudados a través de la piel)
Glándulas epidermoides1
Escamas glandulares (órganos papilares; Gekkonidae, Agamidae)
Glándulas de generación (Gekkonidae)
Órganos preanales
Glándulas preanales (Gekkonidae)
Poros femorales (órganos/glándulas femorales)
Órganos postanales (Scincidae)
Glándulas cloacales 2
Sacos cloacales (sacos postanales; Gekkonidae)
Glándulas cloacales dorsal y ventral
Glándula urodeal
Otras glándulas
Glándulas bucales (Iguanidae, Phrynosomatidae)
Glándulas Harderianas
Bolsas temporales (Chamaeleontidae)
Glándulas hemipeneanas
Heces

Serpientes (Serpentes)
Superficie corporal (lípidos exudados a través de la piel)
Glándulas epidermoides
Glándulas cefálicas (Typhlopidae)
Glándulas nuco-dorsales (glándulas vertebrales; Colubridae)
Glándulas cloacales2
Glándulas margino-cloacales (Leptotyphlopidae)
Glándula cloacal medial (Leptotyphlopidae)
Glándulas olorosas cloacales (sacos anales/cloacales)
Tapones de cópula (producidos por el segmento sexual del macho)
Heces

261
1 Gabe y Saint Girons (1965) distinguen al menos una docena de tipos morfológicamente distintos de glándulas
epidermoides en los reptiles Squamata.
2 Las glándulas cloacales son, desde el punto de vista histológico, glándulas epidermoides, aunque aquí las
presentamos separadamente en virtud de su especial localización anatómica.

En los mamíferos, la producción de señales químicas a menudo depende de la


acción de las hormonas sexuales y del estatus de dominancia de los individuos implicados
(Ebling, 1977). De forma similar, los estudios con lagartos y serpientes han puesto de
manifiesto relaciones entre el sistema endocrino, la organización social y la producción de
feromonas. Aunque el significado funcional de las glándulas femorales presentes en
muchos lagartos no ha sido suficientemente aclarado, la evidencia disponible sugiere que
su secreción está bajo control androgénico y varía por tanto siguiendo las fluctuaciones
estacionales en los niveles de andrógenos (revisado en Mason, 1992). Inyecciones diarias
de proprionato de testosterona y dihidrotestosterona estimulan la producción de
secreciones femorales en machos de Amphibolurus, un lagarto agámido, mientras que la
castración tiene el efecto inverso (Fergusson et al., 1985). Más recientemente, Van Wyk
(1990) encontró una relación estadísticamente significativa entre el tamaño de las
glándulas femorales y el volumen de los testículos en el cordílido Cordyluspolyzonus. En
la iguana verde, Iguana iguana, la productividad de las glándulas femorales, el tamaño
de los poros y el porcentaje de lípidos en las secreciones están correlacionados con los
niveles de testosterona en los machos dominantes, pero no en los subordinados (Alberts
et al., 1992a). Esta especie es polígama y durante la estación reproductora los machos de
mayor tamaño establecen territorios en los que residen varias hembras y machos
subordinados (Rodda, 1992). El pico en la secreción de las glándulas femorales coincide
con la estación reproductora, lo que parece apoyar el papel de las secreciones en el
marcaje territorial (Alberts et al., 1992a).
La glándula urodeal de las hembras de Eumeces laticeps sufre un desarrollo cíclico
que sugiere una posible relación con el ciclo reproductivo y con cambios estacionales en
los niveles de estrógenos (Trauth et al., 1987). Los machos de esta especie cortejan más
efusivamente a hembras no reproductoras pintadas con extractos de la glándula urodeal
de hembras tratadas con estradiol que a hembras control. Además, los machos exhiben
una mayor tasa de lengüetazos en respuesta a hisopos impregnados con extracto de
glándula urodeal que a hisopos con olores cloacales o agua, lo que sugiere que la
actividad feromonal procede de la glándula urodeal (Cooper et al., 1986). Es interesante
notar que los machos tratados con testosterona responden más intensamente a los olores
de las hembras que los machos no tratados; esto indica una posible influencia
androgénica sobre la percepción de estímulos químicos.
Los machos de las serpientes del género Thamnophis identifican a las hembras de su
especie y discriminan su estado reproductivo mediante una feromona presente en la piel
del dorso de éstas (véase apartado 5.3.3). La producción de esta feromona es
dependiente de estrógenos: la administración de estrógenos exógenos a hembras intactas
pero reproductivamente inactivas o a hembras ovariectomizadas las hace atractivas a los

262
machos (Crews, 1976 y 1985; Ross y Crews, 1977 y 1978; Kubie et al., 1978a). El
efecto es especialmente pronunciado cuando las hembras mudan la piel, posiblemente
debido a que la feromona se acumula entre la piel vieja y la piel nueva y se libera en
grandes cantidades al producirse la muda (Kubie et al., 1978b).

5.3.8. Caracterización química de las sustancias detectadas por los sistemas olfativo y
vomeronasal

Dado el creciente interés por los sentidos químicos de los vertebrados, la


caracterización química de los compuestos naturales con actividad biológica tendría que
ser una de las prioridades de los investigadores. Desgraciadamente, el estudio de la
naturaleza química de los compuestos naturales a los que responden los sistemas olfativo
y vomeronasal está todavía en su infancia.
Algunos investigadores han iniciado el análisis químico de las sustancias que
desencadenan el ataque depredador en serpientes del género Thamnophis. Burghardt y
colaboradores han conseguido aislar fracciones activas a partir de extractos de lombrices
(Lumbricus terrestris) y peces (Pimephales promelas). En ambos casos, la extracción
con cloroformometanol revela dos fracciones activas de naturaleza probablemente
glucoproteica, una de bajo peso molecular y otra de elevado peso molecular (Burghardt
et al., 1988; Schell et al., 1990). Estos análisis adolecen, no obstante, del problema de
que utilizan fracciones no purificadas de extractos de presa. Recientemente ha sido
posible aislar y purificar a partir de extractos de lombriz algunas de las proteínas que
desencadenan el ataque depredador de Thamnophis sirtalis (Halpern, 1992; Wang et al.,
1993). La caracterización química de los compuestos que controlan el comportamiento
depredador de las serpientes ha permitido, en combinación con los estudios
electrofisiológicos, los primeros avances en el estudio de los mecanismos de transducción
en los sentidos químicos de los reptiles (véase apartado 5.3.5).
El estudio de la comunicación química tampoco estaría completo si no incluyese una
consideración de la naturaleza química de las señales. A partir de la estructura de las
señales podemos predecir muchas de sus propiedades funcionales: la volatilidad
determina en parte el tiempo que una señal permanece activa, y el tamaño, complejidad
molecular y coste energético de su biosíntesis ponen límites a la cantidad de información
que potencialmente pueden transmitir (Bossert y Wilson, 1963; Alberts, 1992a). Docenas
de trabajos documentan la utilización de feromonas en lagartos y serpientes (revisado en
Mason, 1992); sin embargo, no ha existido un esfuerzo concertado por aislar e identificar
químicamente estas feromonas y lo mismo es aplicable al resto de los vertebrados. En
contraste, los estudios sobre comunicación química en insectos han llevado al aislamiento
e identificación de cientos de feromonas (e.g., Birch y Haynes, 1990). Estos estudios han
permitido importantes progresos en la comprensión de los mecanismos moleculares de la
quimiorrecepción sin parangón en otros grupos de animales. Los pocos estudios
disponibles con reptiles son especialmente instructivos por cuanto demuestran el

263
potencial de los programas de investigación que atienden simultáneamente a la estructura
de las señales, a sus funciones sociales, y a las restricciones fisiológicas y ecológicas que
afectan a su producción y recepción.
Las secreciones de los poros femorales de varias especies de lagartos han sido
analizadas químicamente. Los principales compuestos en las secreciones son lípidos y
proteínas. Aunque su papel en la comunicación intraespecífica posiblemente difiera de
unas especies a otras, es probable que tanto los componentes lipídicos como los proteicos
actúen, juntos o por separado, como feromonas. Alberts (1991) estudió la composición
química de la fracción proteica de las secreciones femorales de 16 especies de lagartos y
encontró que la mayor parte de la variación interespecífica es atribuible a factores
filogenéticos. La contribución de los factores ecológicos (e.g., el tipo de hábitat) a esta
variación es, por contra, muy limitada. En las dos especies para las que existían
suficientes datos, Iguana iguana y Dipsosaurus dorsalis, los resultados pusieron además
de manifiesto una considerable variación intraespecífica en la composición de las
secreciones que podría servir como base para el reconocimiento individual (Alberts,
1992b y 1993).
Las secreciones femorales de Dipsosaurus dorsalis, una iguana del desierto,
contienen aproximadamente un 80% de proteína y un 10% de lípidos, fundamentalmente
triglicéridos y esteroles. Las secreciones son muy poco volátiles y resisten sin fundirse
temperaturas de hasta 250°C. Estas características sugieren que las secreciones pueden
permanecer intactas en ambientes desérticos durante varios días después de ser
depositadas, lo que garantiza su utilidad en el marcaje del territorio. Sin embargo, la
escasa volatilidad de las secreciones dificulta su detección quimiosensorial y plantea el
interrogante de cómo son capaces las iguanas de localizar las secreciones. Alberts (1989)
comparó la respuesta en el laboratorio de iguanas de ambos sexos ante un baldosín de
material cerámico impregnado con secreciones de los poros femorales de un macho y un
baldosín control sin tratar. Los lagartos dirigieron significativamente más lengüetazos al
baldosín impregnado con secreciones femorales que al control, pero únicamente cuando
los baldosines eran iluminados mediante una lámpara que proporcionaba luz de espectro
similar al de la luz solar, con emisión en el ultravioleta. Por el contrario, si la iluminación
procedía de una lámpara incandescente (sin emisión en el ultravioleta) las diferencias
entre los tratamientos desaparecían. Estos resultados sugieren que la absorción en el
ultravioleta podría funcionar como una señal visual que permitiría a las iguanas localizar
las secreciones femorales (Alberts, 1989). En efecto, experimentos adicionales han
demostrado que las secreciones femorales absorben luz ultravioleta entre 350 y 400 nm,
y que las iguanas localizan las secreciones gracias a que son capaces de percibir
visualmente esta absorción de radiación en el ultravioleta próximo. Las secreciones
femorales de D. dorsalis constituyen por tanto una señal compuesta; la absorción en el
ultravioleta guía visualmente a las iguanas hacia aquellos lugares que podrían contener
feromonas para su ulterior investigación quimiosensorial (Alberts, 1989, 1990 y 1993).
La señalización simultánea en dos modalidades sensoriales permite soslayar las
dificultades que plantea el tener que localizar secreciones de escasa volatilidad en un

264
medio que impone ciertas restricciones a la transmisión de feromonas. En la iguana
verde, Iguana iguana, esas restricciones aparentemente no existen. Sus secreciones
femorales contienen un mayor porcentaje y diversidad de lípidos volátiles que las de D.
dorsalis y no absorben radiación ultravioleta (Weldon et al., 1990; Alberts et al., 1992b).
Presumiblemente, los componentes volátiles de las secreciones de I. iguana se
transmiten eficazmente en los ambientes húmedos tropicales en que viven estas iguanas y
obvian la necesidad de señales visuales que permitan su localización. La comparación
entre estas dos especies sugiere que la composición química de las secreciones femorales
puede ser el resultado, entre otros factores, de adaptaciones a distintas condiciones
climáticas (Alberts, 1993).
El producto que segregan las glándulas olorosas cloacales de las serpientes está
compuesto en su mayor parte por ácidos grasos libres, principalmente palmítico, oleico y
linoleico, que son los que imparten el olor desagradable a las secreciones. Otros
componentes identificados en las secreciones de las glándulas olorosas cloacales de
algunas serpientes son aminoácidos, proteínas y colesterol. Como en el caso de las
secreciones femorales de los lagartos, los análisis químicos de las secreciones de las
glándulas cloacales revelan marcadas diferencias interespecíficas, hasta el punto de que
algunos autores han propuesto que las secreciones podrían utilizarse junto a otros
caracteres taxonómicos para el estudio de las relaciones filogenéticas (Mason, 1992).
Varios estudios recientes sobre comunicación química han acometido el estudio de
las feromonas presentes en la piel de las serpientes del género Thamnophis. Estos
estudios han identificado varias feromonas que intervienen en el comportamiento
reproductor y han permitido sintetizar por primera vez una feromona de un reptil. En T.
sirtalis parietalis, como en otras serpientes, las feromonas presentes en la piel son de
composición lipídica. Estas feromonas pueden extraerse con disolventes no polares como
hexanos y tolueno y someterse a fraccionamiento químico. La efectividad de las distintas
fracciones puede comprobarse presentando a machos sexualmente activos servilletas de
papel impregnadas con extractos y fracciones purificadas y estudiando su respuesta en el
campo. Utilizando esta estrategia, Robert Mason y colaboradores (Mason et al., 1989 y
1990) han conseguido identificar la feromona que hace atractivas a las hembras y
desencadena el comportamiento de cortejo de los machos como una serie de metil
cetonas de cadena larga (C29-C37) saturadas y monosaturadas. Estas metil cetonas
tienen pesos moleculares de entre 394 y 532 daltons, lo que las hace, como las
secreciones femorales de Dipsosaurus dorsalis, esencialmente no volátiles. La feromona
ha sido además sintetizada con éxito en el laboratorio y sometida a ensayos en el campo
que demuestran que la respuesta de los machos a los compuestos sintéticos es
indistinguible de la que desencadenan los extractos obtenidos a partir de la piel de las
hembras (Mason, 1992 y 1993).
Durante el cortejo, los machos de Thamnophis sirtalis parietalis dirigen
lengüetazos a cualquier individuo que se encuentre a su alcance. Si se trata de otro
macho, normalmente lo ignoran, pero si por el contrario se trata de una hembra empiezan
a cortejarla después de una breve investigación. La piel de los machos contiene metil

265
cetonas, aunque no en la misma cantidad ni proporción que la piel de las hembras. Los
machos poseen además cantidades elevadas de escualeno en la piel, lo que sugiere que
este compuesto podría funcionar como una feromona 'masculina' que permitiría a otros
individuos reconocer a los machos como tales y distinguirlos de las hembras. El cortejo
de los machos disminuye siempre que se añade escualeno a los extractos de piel de
hembras presentados en servilletas de papel, lo que parece reforzar el papel del escualeno
en este reconocimiento (Mason, 1993). Los estudios que acabamos de describir sobre las
feromonas de T. sirtalis parietalis son un excelente ejemplo del compromiso entre el
trabajo de laboratorio y el trabajo de campo que caracteriza a la mejor investigación en
etología.
La piel de los lagartos también contiene lípidos que podrían actuar como feromonas,
aunque su composición química y sus funciones biológicas no han sido estudiadas tan
exhaustivamente como en el caso de las serpientes. Además, la piel de algunos lagartos
contiene hidrocarburos no descritos previamente en otras especies de reptiles (Weldon y
Bagnall, 1987; Mason, 1992).

5.3.9. Una cuestión de redundancia: diferencias entre los sistemas olfativo y


vomeronasal

La presencia de al menos tres órganos quimiosensoriales (botones gustativos, epitelio


olfativo y epitelio vomeronasal) en la mayoría de los vertebrados suscita la cuestión de la
aparente redundacia de los sentidos químicos. Una diferencia entre los sistemas olfativo y
vomeronasal podría ser la naturaleza química de las sustancias que los estimulan. A partir
de sus observaciones sobre el comportamiento depredador de serpientes del género
Thamnophis, Burghardt (1969; Sheffield et al., 1968) propuso que, al menos en los
reptiles, el sistema lengua-órgano vomeronasal estaría especializado en la discriminación
de estímulos químicos de escasa volatilidad. Esta discriminación requeriría que la lengua
entrase en contacto con la fuente de los estímulos químicos, como ocurre cuando la
lengua toca un hisopo cargado de compuestos integumentarios de presas (Sheffield et al.,
1968) o cuando una serpiente sigue un rastro dejado por una presa o por un
conespecífico (Kubie y Halpern, 1978). El sistema olfativo, por otro lado, respondería a
estímulos químicos volátiles que es capaz de detectar a distancia. Algunos aspectos de
esta hipótesis carecen, como el propio Burghardt reconoce, del adecuado apoyo
experimental (Burghardt, 1980). Sin embargo, la hipótesis tiene el mérito de ser
parsimoniosa, ya que permite dar cuenta de fenómenos muy diversos, y es consistente
con la naturaleza no volátil de muchas de las feromonas identificadas en lagartos y
serpientes y que presumiblemente son percibidas mediante el órgano vomeronasal.
Los estudios con mamíferos han llegado, con algunos años de retraso, a la misma
explicación que propuso Burghardt para los reptiles (Powers y Winans, 1975; Winans y
Powers, 1977; Stoddart, 1980). Aunque sólo se han identificado unas pocas sustancias
naturales que, percibidas por el sistema vomeronasal, produzcan cambios endocrinos o

266
de comportamiento en mamíferos, en la mayoría de los casos se trata de sustancias de
elevado peso molecular, no volátiles y que contienen proteínas (Stoddart, 1980; Halpern,
1987). La secreción vaginal de la hembra del hámster, por ejemplo, puede fraccionarse
en componentes volátiles y en un componente, de mayor peso molecular, no volátil. Los
dos tipos de componentes estimulan distintos aspectos del comportamiento sexual del
macho y su percepción parece depender de los sistemas olfativo y vomeronasal,
respectivamente (Halpern, 1987).
No obstante, la historia es seguramente más compleja de lo que sugiere la dicotomía
entre sustancias volátiles y no volátiles. En algunos lagartos y en la mayoría de las
serpientes es posible observar lengüetazos en los que la lengua ejecuta varias oscilaciones
en el aire, sin entrar en contacto con el substrato, durante su excursión fuera de la boca.
Se ha especulado sobre la posibilidad de que estos lengüetazos con oscilaciones múltiples,
posiblemente la forma más avanzada de lengüetazo, sirvan para concentrar estímulos
químicos volátiles sobre la lengua para su posterior análisis por el sistema vomeronasal
(Gove, 1979). Según esta interpretación, el sistema lengua-órgano vomeronasal habría
evolucionado a partir de un sistema poco sensible y dependiente del contacto con los
estímulos químicos, similar al que exhiben muchos lagartos actuales, para convertirse en
un sistema extremadamente sensible y capaz de detectar estímulos presentes en el aire.
Gove (1979) y Burghardt (1980) coinciden en que los lengüetazos con oscilaciones
múltiples son una adquisición secundaria que surgió independientemente en algunos
lagartos y en la mayoría de las serpientes al hacerse más sensible el órgano vomeronasal.
De esta forma, el sistema lengua-órgano vomeronasal habría llegado en algunas especies
a complementar o incluso a suplantar al sistema olfativo en la detección de compuestos
volátiles.
La separación entre los distintos sentidos químicos se ha complicado recientemente
con el descubrimiento de botones gustativos en la lengua y en el epitelio oral de muchos
lagartos y serpientes (Figura 5.5; Schwenk, 1985). Este autor ha sugerido que el gusto, y
no la vomerolfacción, es la modalidad quimiosensorial implicada en aquellos casos en que
tiene lugar un contacto entre la lengua y el substrato portador de estímulos químicos. El
gusto podría ser además importante en la respuesta a presas tóxicas o de sabor
desagradable, ya que muchos lagartos y serpientes rechazan este tipo de presas sólo
después de haberlas atacado o de haberlas sujetado entre las mandíbulas (Burghardt,
1969; Burghardt et al., 1973). Una complicación añadida procede del hecho de que la
lengua podría, como han sugerido algunos autores, obtener información táctil al entrar en
contacto con objetos fuera de la boca (Klauber, 1956; Gove, 1979) o incluso detectar
cargas electrostáticas presentes en el ambiente (Vonstille y Stille, 1994), aunque la
evidencia en favor de esta última hipótesis es bastante dudosa (Schwenk y Greene,
1995).

267
Figura 5.5. Microfotografía obtenida en un microscopio de barrido de varios botones gustativos (cabezas de
flecha) en el epitelio de la cavidad bucal de Psammodromus algirus (Lacertidae). Barra = 25 μm.

Las diferencias entre los sistemas olfativo y vomeronasal podrían también radicar en
su implicación en distintos dominios funcionales (Graves, 1993). Es interesante señalar
que en aquellos estudios con reptiles que han utilizado técnicas adecuadas para verificar
el papel de uno u otro de los sistemas quimiosensoriales, el sistema vomeronasal siempre
ha resultado estar implicado. El sistema vomeronasal es indispensable para la respuesta a
extractos de presa, para seguir rastros de presas o de conespecíficos, para la formación
de agregaciones, para la discriminación de sexos y el cortejo de los machos, etc.
(Halpern, 1992; Mason, 1992). Por el contrario, prácticamente ningún estudio ha
demostrado de forma convincente la participación del sistema olfativo en ninguno de
estos comportamientos. ¿Qué función cumple entonces el sistema olfativo?
Una posible función del sistema olfativo podría ser la de desencadenar una
investigación quimiosensorial más minuciosa por parte del sistema lengua-órgano
vomeronasal en respuesta a los compuestos volátiles que frecuentemente acompañan a
los no volátiles (Burghardt, 1980; Halpern, 1992). Según esta hipótesis, debida a Cowles
y Phelan (1958), la estimulación del sistema olfativo por compuestos volátiles

268
desencadenaría un incremento en la tasa de lengüetazos que a su vez haría posible el
análisis de los compuestos no volátiles por el sistema vomeronasal. Aunque no ha sido
verificada experimentalmente, la hipótesis ha recibido apoyo indirecto en algunos trabajos
con lagartos y serpientes. Las serpientes son capaces de detectar compuestos presentes
en el aire e incluso atacan una corriente de aire que contenga olores de presa (Burghardt,
1977b; Begun et al., 1988; Waters, 1993). La tasa de lengüetazos de serpientes del
género Thamnophis se eleva en presencia de aire impregnado con olores no biológicos o
de presa; esta respuesta desaparece cuando se lesiona el nervio olfativo, pero no cuando
se lesiona el nervio vomeronasal (Halpern y Kubie, 1983; Halpern et al., 1985). Duvall
(1981) observó el comportamiento de lagartos, Sceloporus occidentalis,de ambos sexos
expuestos sucesivamente a ladrillos cubiertos con papel de lija impregnado con olores de
machos, hembras, colonia o agua destilada. La latencia al primer lengüetazo es
significativamente mayor cuando el papel de lija está impregnado con agua que cuando
contiene cualquiera de los tres olores, lo que apoya la idea de que la detección de
compuestos volátiles por el sistema olfativo activa el sistema lengua-órgano vomeronasal.
El descubrimiento, en los años 1950 y 1960, de la participación del órgano
vomeronasal en un gran número de reflejos neuroendocrinos relacionados con la
reproducción en roedores condujo a la impresión generalizada (y errónea) de que el
sistema vomeronasal de los vertebrados está fundamentalmente implicado en la respuesta
a feromonas sexuales (e.g., Dulka, 1993). Sin embargo, parece excesivamente restrictivo
limitar las funciones del órgano vomeronasal al ámbito del comportamiento sexual. Por
otra parte sabemos que la respuesta a ciertas feromonas, como las que guían a los
gazapos hacia los pezones de la madre, no requiere la participación del órgano
vomeronasal (Hudson y Distel, 1986). Los estudios con reptiles demuestran que, además
de intervenir en la respuesta a feromonas sexuales, el órgano vomeronasal participa en
otras funciones no relacionadas con la comunicación feromonal (e.g., reconocimiento de
presas, depredadores, etc.), y es posible que lo mismo ocurra al menos en algunos
mamíferos (Burghardt, 1980; Meredith, 1994). Burghardt (1980) menciona el caso de los
murciélagos de la especie Leptonycteris sanborni, que aparentemente emiten gran
número de lengüetazos en presencia de olores (¿vomolores?) de banana, uno de sus
alimentos preferidos.

5.4. Genética y desarrollo

La ontogenia es un aspecto particularmente descuidado en muchos estudios sobre el


comportamiento de los reptiles (Burghardt, 1978). Esta omisión posiblemente tenga su
origen en la percepción generalizada de que los reptiles, debido a su precocidad y a la
ausencia de cuidados parentales, nacen como adultos 'en miniatura'. Si bien es cierto que
existen más semejanzas entre el comportamiento del reptil recién nacido y el de un reptil
adulto que entre el comportamiento incluso del más precoz de los mamíferos y el del
adulto de su especie, no debemos por ello concluir que el aprendizaje, la experiencia y la

269
maduración no juegan un papel importante en el desarrollo de los reptiles. Jóvenes y
adultos se enfrentan a menudo a problemas muy distintos. Las diferencias de tamaño
entre unos y otros, por ejemplo, suelen ser de varios ordenes de magnitud en muchos
reptiles. Este rango de tamaños tiene importantes consecuencias en términos de selección
del hábitat, de la dieta y de la defensa frente a los depredadores. Por otra parte, la propia
carencia de cuidados parentales hace de los reptiles un grupo ideal para estudiar el
desarrollo del comportamiento sin las complicaciones que supone un ambiente familiar
que, en otros grupos, atempera los intercambios entre el individuo en desarrollo y el
ambiente. El principal reto del investigador consiste en distinguir entre los distintos
procesos que subyacen a los cambios ontogenéticos (Burghardt, 1977d, 1978 y 1988).

5.4.1. Percepción química en reptiles recién nacidos

Uno de los fenómenos más interesantes relacionados con la quimiorrecepción en


reptiles es la existencia en lagartos y serpientes recién nacidos de preferencias por los
estímulos químicos de determinadas presas. Los recién nacidos responden
diferencialmente a extractos de las presas que constituyen la dieta habitual de su especie.
Estas preferencias se manifiestan en ausencia de experiencia previa con ningún tipo de
presa y son por tanto innatas (i.e., no aprendidas). Los recién nacidos del lagarto
Eumeces fasciatus, por ejemplo, emiten más lengüetazos en respuesta a extractos
acuosos de dos de sus presas –gusanos de la harina (Tenebrio molitor) y ratones– que
frente a extractos de lombrices (Lumbricus terrestris) o controles (agua) (Burghardt,
1973a). Esta respuesta diferencial ha sido sobre todo documentada en serpientes de la
familia Colubridae, particularmente en miembros de la subfamilia Natricinae a la que
pertenecen los géneros Thamnophis y Nerodia (Burghardt, 1970b, 1977b y 1990; Achen
y Rackestraw, 1984; Halpern, 1992). La respuesta de los reptiles recién nacidos a los
extractos de presas posee muchas de las características de los estímulos signo o, por
inferencia, de los mecanismos desencadenadores innatos discutidos extensamente por los
primeros etólogos (e.g., Tinbergen, 1951).
Las preferencias químicas innatas varían de unas especies a otras y son
generalmente congruentes con la ecología de las distintas especies. Entre las serpientes,
hay especies que responden a extractos de lombrices, sanguijuelas, peces, ranas y
salamandras (muchas especies del género Thamnophis), mientras que otras responden,
dependiendo de su dieta natural, a extractos de roedores o de aves (Elaphe), insectos
(Opheodrys), lagartos (Uromacer), o incluso cangrejos (Regina) (Burghardt, 1969 y
1970b; Achen y Rakestraw, 1984; Weldon y Schell, 1984). Además de estas diferencias
interespecíficas, existen también importantes diferencias intraespecíficas, tanto
poblacionales como entre distintos individuos dentro de una misma camada (Burghardt,
1970c, 1975 y 1990; Gove y Burghardt, 1975; Arnold, 1981a; Drummond y Burghardt,
1983). La presencia de variación discontinua en la respuesta a estímulos químicos dentro
de una misma camada ('chemical prey preference polymorphism') ha sido interpretada

270
como una estrategia que favorece la explotación de recursos cuya disponibilidad puede
variar de forma imprevisible, como ocurre con las poblaciones de invertebrados y de
pequeños vertebrados que forman parte de la dieta de muchas serpientes (Burghardt,
1975 y 1990). Dado que muchas carnadas son el resultado de inseminaciones por parte
de varios machos distintos (Schwartz et al., 1989; véase apartado 5.4.2), la variación
podría ser debida, al menos en parte, a los distintos genotipos paternos. Estas diferencias
intra- e interespecíficas sugieren la existencia de variación heredable en la respuesta a los
estímulos químicos de las presas.

5.4.2. Genética de las preferencias químicas

El primer indicio de la importancia de los factores genéticos en las preferencias


químicas es la demostración de que los lagartos y las serpientes recién nacidos, sin
experiencia previa con ningún tipo de presa, responden con ataques y lengüetazos la
primera vez que son expuestos a un hisopo impregnado con estímulos químicos de presa.
Las preferencias químicas de los recién nacidos son ontogenéticamente estables y no se
ven afectadas por la dieta a que ha sido sometida la madre durante la gestación, lo que
sugiere que las preferencias tienen una base genética y no surgen como resultado de la
transferencia de compuestos químicos de la madre a las crías durante el período de
gestación (Burghardt y Hess, 1968; Burghardt, 1971; Arnold, 1981a). Esta evidencia
justifica el uso del calificativo 'innato' para referirse a este comportamiento, sin que ello
implique su impermeabilidad a los efectos de la experiencia. Sin embargo, todos los
comportamientos tienen, en cierto sentido, una base genética, y simplemente afirmando
que el aprendizaje no está inicialmente implicado en su desarrollo –el sentido en que
habitualmente se utiliza el término innato–no agotamos el estudio de las influencias
genéticas sobre el comportamiento (Burghardt, 1973b; Bateson, 1983).
La primera aplicación formal de técnicas de genética cuantitativa al estudio de la
heredabilidad de las preferencias químicas se debe a Arnold (1981a, 1981b y 1981c).
Este autor estudió los factores genéticos implicados en la respuesta a extractos de babosa
en dos poblaciones (razas geográficas) de Thamnophis elegans en California. Las dos
poblaciones, una del interior y otra más próxima a la costa, difieren en el tipo de presas
que normalmente ingieren. Las serpientes del interior se alimentan de peces y ranas,
mientras que las de la población costera mantienen una dieta casi exclusiva de babosas.
Arnold tomó recién nacidos de ambas poblaciones para eliminar posibles efectos debidos
a la experiencia y comparó su respuesta ante una babosa en el laboratorio. La mayoría de
las serpientes de la población costera ingirieron ávidamente la presa; las del interior, sin
embargo, la rechazaron. Esto sugiere la existencia de diferencias genéticas en la tendencia
a ingerir babosas que son coherentes con la presencia/ausencia de babosas en los hábitats
respectivos de las dos poblaciones. Las serpientes que viven en simpatría con las babosas
exhiben una mayor tendencia a comer babosas que las serpientes alopátricas con este tipo
de presa. Las distintas tendencias a ingerir babosas se reflejan además en la respuesta de

271
las serpientes a hisopos con extractos de presa. Las serpientes de las dos poblaciones
responden con igual intensidad ante extractos de renacuajo (una presa que todas
consumen); sin embargo, las serpientes de la población costera emiten más lengüetazos
que las del interior ante los extractos de babosa.
Realizando cruces entre individuos de las dos poblaciones y estudiando el
comportamiento de su descendencia (Fl), Arnold fue capaz de examinar más en detalle
las diferencias entre las dos poblaciones. La respuesta a las babosas de los individuos de
la generación Fl resultó ser más similar a la de los individuos del interior que a los de la
población costera, independientemente de la procedencia (costera o del interior) de la
madre. Este resultado indica que existe al menos una dominancia parcial de los alelos que
determinan el rechazo de las babosas y que los efectos maternales no son importantes.
Comparando la respuesta de los recién nacidos en cada población, Arnold estimó la
heredabilidad de las preferencias químicas en torno al 17% en ambas poblaciones, lo que
sugiere que la variación genética relacionada con las preferencias químicas ha sido
prácticamente eliminada en ambas poblaciones. La mayoría de las serpientes costeras
poseen alelos que les permiten percibir y atacar babosas, mientras que, por contra, estos
alelos no están generalmente presentes en las serpientes del interior. El análisis de las
correlaciones genéticas entre las dos poblaciones revela que hay al menos tres grupos de
genes implicados en la respuesta diferencial a distintas presas. Los tres grupos afectan a
la respuesta a tres tipos de presa: un grupo afecta a la respuesta a algunos anfibios
(anuros y algunas salamandras), un segundo grupo afecta a la respuesta a babosas y
sanguijuelas, y el tercero afecta a la respuesta a la salamandra Taricha (Arnold, 1981b y
1981c).
Aunque no está suficientemente documentado, es posible que el hecho de que los
mismos alelos favorezcan la ingestión de babosas y sanguijuelas explique su práctica
ausencia en la población del interior. Arnold (1981a) ha sugerido que la escasez de alelos
que favorecen la ingestión de babosas en la población del interior puede deberse a que las
serpientes del interior que son portadoras de estos alelos sufren una reducción en su
eficacia biológica al ingerir, no sólo babosas, sino también sanguijuelas, una presa
potencialmente letal para las serpientes. La distribución de las sanguijuelas, presentes en
el interior pero no en el hábitat costero, sería pues responsable de las diferencias
genéticas entre las dos poblaciones (Arnold, 1981a).
Aunque posiblemente hay factores genéticos implicados en la variabilidad observable
en muchos comportamientos, estudios tan exhaustivos como el que acabamos de
describir son todavía relativamente escasos. Existen, sin embargo, indicios de que esta
tendencia pronto puede cambiar (Boake, 1994; Hoffmann, 1994). El estudio de la
variabilidad intraespecífica cada vez cuenta con más adeptos y disponemos ya de algunos
datos sobre la heredabilidad de comportamientos y variables fisiológicas en reptiles (e.g.,
serpientes: Brodie y Garland, 1993; Garland, 1994). El cálculo de la heredabilidad no
está, sin embargo, exento de problemas y algunas de las complicaciones provienen del
propio comportamiento de los animales. Cuando la heredabilidad se calcula a partir de
comparaciones entre hermanos/as es frecuente asumir que el coeficiente de parentesco

272
entre ellos es, por término medio, de 0.5, una presunción justificada por la aparente
ausencia de promiscuidad en muchas de las especies estudiadas. El descubrimiento de
tapones de cópula ('copulatory plugs') depositados por los machos de varias especies de
serpientes (y lagartos; Bosch, 1994) en las cloacas de las hembras parecía garantizar que
las inseminaciones múltiples eran la excepción más que la regla. Además, Ross y Crews
(1977) encontraron que ciertas sustancias presentes en los tapones que depositan los
machos de Thamnophis radix hacen a las hembras menos atractivas a otros machos
después de la cópula (véase apartado 5.5.2). Sin embargo, estudios más recientes han
demostrado que, al menos en otras especies del mismo género, la paternidad múltiple
está, a pesar de los tapones, relativamente extendida (Schwartz et al., 1989). La
paternidad múltiple da lugar a coeficientes de parentesco entre hermanos/as muy por
debajo de 0.5 y puede dar al traste con las estimaciones de heredabilidad. No obstante, la
demostración de que existe variación heredable en un comportamiento no es más que el
primer paso para responder a una pregunta biológicamente interesante, como es la de la
relación entre los genes y el comportamiento (Burghardt, 1993).

5.4.3. Maduración

La maduración se refiere a los cambios ontogéneticos en el comportamiento que


ocurren como consecuencia del desarrollo físico normal (Ford y Burghardt, 1993). Por
ejemplo, las serpientes acuáticas de la especie Nerodia erythrogaster experimentan un
cambio ontogenético de dieta: por encima de un determinado tamaño corporal (ca. 40
cm) las serpientes pasan de comer peces a comer ranas. Este cambio en la dieta se refleja
en diferencias en las preferencias de animales de distintos tamaños por estímulos
químicos de uno u otro tipo de presas, independientemente de la dieta a que han sido
sometidos en el laboratorio. Estos resultados sugieren la posibilidad de que los cambios
ontogenéticos en la preferencia por distintas presas estén programados genéticamente
(Mushinsky y Lotz, 1980; Mushinsky et al., 1982).

5.4.4. Aprendizaje y experiencia

Contrariamente a lo que sugiere el mito que considera a los reptiles animales


'instintivos' y poco inteligentes, muchos reptiles exhiben una considerable capacidad de
aprendizaje (Brattstrom, 1977; Burghardt, 1977a; Suboski, 1992). La mayoría de los
estudios de aprendizaje con reptiles han utilizado aparatos y diseños experimentales
desarrollados para su uso con ratas y otros mamíferos. En estas condiciones gran
cantidad de reptiles muestran capacidades muy por debajo de las de otros animales.
Además, los reptiles poseen un mundo sensorial (Umwelt) tan distinto al nuestro que su
comportamiento rara vez es objeto de interpretaciones antropomórficas (Burghardt,
1991). Muchos reptiles, por ejemplo, operan en una escala temporal distinta (más lenta)

273
a la de la mayoría de los endotermos y no son, para nosotros, animales particularmente
expresivos. Sin embargo, cuando la temperatura, el tipo de alimento preferido y la
frecuencia de alimentación, ritmos estacionales, y otros factores relacionados con su
biología son tomados en consideración, los reptiles son capaces de aprender tareas
relativamente complejas. En general no existe ningún tipo de problema que sean capaces
de resolver todas las aves y todos los mamíferos y que exceda la capacidad de
aprendizaje de cualquier reptil (Burghardt, 1977a; Macphail, 1982).
A pesar de las preferencias congénitas que muchas serpientes muestran por los
extractos de determinadas presas, estas preferencias son, dentro de ciertos límites,
susceptibles de modificación por la experiencia. La respuesta a los hisopos puede
modificarse por la experiencia previa con extractos de presa (Burghardt, 1969 y 1970b),
habituación (Czaplicki, 1975; Burghardt, 1977a) y por aprendizaje de aversión por el
alimento. Este último efecto se consigue ofreciendo a los animales una presa no habitual
e inyectándoles a continuación agua destilada o cloruro de litio (una droga que provoca
malestar en los animales). Posteriormente se comprueba que existe una disminución en la
respuesta a la nueva presa o a extractos obtenidos a partir de ella en los animales
inyectados con cloruro de litio, pero no en los que recibieron agua destilada (Burghardt et
al., 1973; Czaplicki et al., 1975). Otros factores, como la dieta de la madre durante la
gestación, aparentemente no son efectivos (Burghardt, 1971 y 1977d).
La dieta que reciben los animales en el laboratorio puede también alterar sus
preferencias relativas por distintos estímulos químicos de presas, aunque el fenómeno no
es universal (Loop, 1970; Fuchs y Burghardt, 1971; Gove y Burghardt, 1975). La
experiencia con una determinada presa puede incrementar la respuesta de las serpientes a
los estímulos químicos de dicha presa. Serpientes de la especie Thamnophis radix
mantenidas desde el nacimiento con una dieta exclusiva de lombrices o de peces
muestran al cabo de varios meses una preferencia por los estímulos químicos de la presa
que han comido y responden a diluciones menos concentradas de extractos de dichas
presas (Burghardt, 1990). Thamnophis radix es, sin embargo, una especie generalista;
otras especies congéneres que se especializan en un sólo tipo de presa (e.g., peces, T.
melanogaster; lombrices, T. butleri) no exhiben un incremento en la sensibilidad a los
extractos de presas no preferidas aun cuando se les fuerce a ingerirlas en el laboratorio
(Ford y Burghardt, 1993). Otros estudios han demostrado que la experiencia con un tipo
de presa no siempre incrementa la preferencia por los estímulos químicos de esa presa
(Arnold, 1978; Mushinsky y Lotz, 1980), lo que sugiere que los efectos de la experiencia
no son simplemente aditivos (Burghardt, 1990).
Los resultados de estos experimentos demuestran que, al menos en algunos casos, la
experiencia puede modificar preferencias químicas con una base genética (ver Arnold,
1981a). Algunos autores han relacionado estos efectos de la experiencia con el concepto
de las imágenes de búsqueda (Burghardt, 1990; Ford y Burghardt, 1993). Según esta
interpretación, el comportamiento depredador de las serpientes, y posiblemente de otros
reptiles, depende de imágenes de búsqueda basadas en estímulos químicos de sus presas.
Estas imágenes químicas de búsqueda, aunque inicialmente debidas a diferencias

274
genéticas, serían relativamente plásticas y modificables por la experiencia. Así, por
ejemplo, en el caso de los experimentos con Thamnophis radix que acabamos de
mencionar, dichas imágenes químicas de búsqueda incorporarían los estímulos químicos
de aquellas presas que las serpientes han ingerido recientemente.
El concepto de las imágenes de búsqueda permite también explicar algunos aspectos
del comportamiento depredador de las serpientes de cascabel. Las serpientes de cascabel
típicamente liberan a sus presas después de atacarlas y dejan que las presas envenenadas
se alejen del lugar donde se produjo el ataque (Kardong, 1986). Al cabo de varios
minutos, la serpiente comienza a emitir un gran número de lengüetazos y sigue el rastro
creado por la presa en su huida. Esta secuencia de comportamientos, que generalmente
culmina con la localización y la ingestión de la presa envenenada, se conoce como 'strike-
induced chemosensory searching' (SICS) y ha sido descrita en una gran variedad de
vipéridos (Viperidae), elápidos (Elapidae) y colúbridos (Colubridae) no venenosos, así
como en lagartos (Chiszar y Scudder, 1980; Chiszar et al., 1983; O'Connell et al., 1985).
La secuencia es presumiblemente adaptativa porque disminuye el riesgo de que la
serpiente resulte herida en enfrenamientos con presas potencialmente peligrosas: la pausa
que tiene lugar antes de iniciar la búsqueda permite que el veneno surta efecto dejando a
la presa muerta o seriamente incapacitada. La opinión más extendida mantiene que el
ataque inicial durante el que tiene lugar la inoculación del veneno está mediado por
estímulos visuales y/o térmicos (Kardong, 1992), mientras que el rastreo posterior de la
presa envenenada depende de estímulos químicos percibidos por el órgano vomeronasal
(Burghardt, 1970b; Chiszar et al., 1990; Halpern, 1992). Experimentos recientes han
demostrado que durante el breve contacto que se produce entre la serpiente y su presa en
el ataque inicial, la serpiente adquiere una imagen química de búsqueda que le permite
discriminar entre la presa atacada y otras presas similares (Chiszar et al., 1985; Melcer y
Chiszar, 1989). Las serpientes de cascabel, Crotalus viridis, son capaces incluso de
distinguir los rastros de distintos ratones (Peromyscus) de una misma camada (Furry et
al., 1991). Estos experimentos demuestran un aprendizaje quimiosensorial
excepcionalmente rápido que tiene una clara relevancia biológica.
Algunos trabajos recientes han puesto de manifiesto complejas interacciones entre la
experiencia y la respuesta a los estímulos químicos de presas. Serpientes recién nacidas
de la especie Thamnophis sirtalis que han sido expuestas durante varios días al olor de
presas (peces o lombrices) a las que no tienen acceso exhiben posteriormente una menor
preferencia por el tipo de presa a cuyo olor han sido expuestas. Los individuos expuestos
al olor de los peces obtienen puntuaciones más elevadas de la variable TFAS ante
hisopos impregnados con estímulos químicos de lombriz que ante hisopos impregnados
con estímulos de pez, mientras que la preferencia relativa de las serpientes expuestas
previamente al olor de las lombrices se invierte en favor de los estímulos químicos de
pez. Los resultados de este experimento demuestran que la mera exposición al olor de
una presa es capaz de alterar la respuesta del sistema lengua-órgano vomeronasal. El
diseño experimental utilizado reduce además la posibilidad de que el efecto se deba a un
fenómeno de adaptación sensorial, ya que la respuesta diferencial persiste incluso varias

275
horas después de haberse retirado el estímulo oloroso (Burghardt, 1992).
La experiencia puede tener también efectos inesperados. Recientemente hemos
estudiado en nuestro laboratorio la interacción entre estímulos químicos y visuales en el
comportamiento depredador de Podareis hispanica, así como los efectos de la
experiencia con un tipo de presa sobre dicha interacción (Desfilis et al., 1994). La
capacidad de muchos lagartos para discriminar estímulos químicos de presas ha sido
ampliamente documentada (Simon, 1983; Cooper, 1990a y 1990b). El papel de otros
estímulos, como los visuales, en el control del comportamiento depredador ha recibido
mucha menos atención (Nicoletto, 1985a y 1985b). En colaboración con Ester Desfilis y
Federico Guillén-Salazar comparamos la respuesta a estímulos químicos y visuales de
presas en dos grupos de lagartos que diferían en el tiempo que habían permanecido en el
laboratorio antes del experimento (tres semanas vs. más de tres meses). En el laboratorio,
los lagartos reciben una dieta estándar a base de larvas de Tenebrio molitor, por lo que
los dos grupos de lagartos diferían también en su experiencia previa con este tipo de
presa, presumiblemente mayor en los animales que llevaban más tiempo en el
laboratorio. Utilizando un diseño experimental adaptado de Burghardt (1970b)
estudiamos el comportamiento de cada lagarto en cuatro condiciones: estímulos visuales
(V), estímulos químicos (Q), estímulos visuales y químicos (V + Q) y control (C). Los
estímulos visuales los proporcionaban dos larvas de T. molitor dentro de un frasco de
vidrio herméticamente cerrado que el investigador introducía en el terrario del animal
(condición V). De esta forma el lagarto podía percibir estímulos visuales normales de las
presas (color, contraste, forma, movimiento, etc.) pero no estímulos químicos. Los
estímulos químicos procedían de un pedazo de papel de filtro impregnado con olores de
T. molitor. El papel de filtro iba acompañado de un frasco vacío (condición Q) o de un
frasco con presas vivas (condición V + Q). El control, finalmente, consistía en un frasco
vacío colocado sobre un papel de filtro limpio. Aunque fueron varias las variables
dependientes registradas, aquí presentamos únicamente los resultados correspondientes al
número de lengüetazos dirigidos al frasco y al papel de filtro en cada una de las cuatro
condiciones (Figura 5.6). En los animales de tres semanas, tanto los estímulos químicos
como los visuales producen un incremento en la tasa de lengüetazos con respecto al
control, aunque la respuesta es más pronunciada cuando ambos estímulos estan
presentes, posiblemente debido a un efecto sinérgico. Estos resultados confirman el papel
de los estímulos químicos en el reconocimiento de la presa en esta especie (véase
apartado 5.2.4) y sugieren además que los estímulos visuales son capaces de
desencadenar por sí solos la investigación quimiosensorial y el ataque de una posible
presa. En este sentido el comportamiento de P hispanica difiere del de las serpientes
natricinas, ya que en éstas los estímulos visuales, aunque intervienen en la orientación
hacia la presa, no son generalmente suficientes para desencadenar un ataque depredador
(Teather, 1991; no obstante, véase Drummond, 1979 y 1985).
El resultado más interesante de este experimento, sin embargo, es el que tiene que
ver con la respuesta de los lagartos mantenidos más de tres meses en el laboratorio. Estos
animales muestran tasas elevadas de lengüetazos en presencia de estímulos visuales,

276
solos o en combinación con los químicos, pero, a diferencia de lo que ocurre con los
lagartos de tres semanas, el número medio de lengüetazos cuando sólo estan presentes
los estímulos químicos es indistinguible del control (Figura 5.6). Una posible
interpretación de este resultado es que la experiencia afecta al tipo de estímulos que
permiten el reconocimiento de una presa potencial. Cuando la presa es poco conocida, el
reconocimiento está basado en estímulos químicos y visuales; sin embargo, cuando la
dieta consiste en un único tipo de presa con la que los lagartos están suficientemente
familiarizados, estos abandonan los estímulos químicos en favor de una imagen de
búsqueda basada exclusivamente en estímulos visuales.

Figura 5.6. Número medio de lengüetazos emitidos por dos grupos de Podareis hispanica (Lacertidae) en
respuesta a estímulos visuales y químicos (V + Q), visuales (V), y químicos (Q) de presas (Tenebrio molitor), y
a un control (C). Las barras de error representan 1 SEM. * p < 0.005 (test de Mann-Whitney de dos colas).
(Adaptado de Desfilis et al., en preparación).

5.5. Función

El estudio de la función o valor adaptativo del comportamiento se ocupa de las


consecuencias que la realización de un determinado comportamiento tiene para la
eficacia biológica de un individuo (véase Colmenares, en preparación a). Gran parte de
la investigación sobre la quimiorrecepción en los reptiles ha ido precisamente dirigida a
demostrar la participación de los sentidos químicos en distintos dominios funcionales. No

277
obstante, la mayoría de los estudios funcionales son puramente descriptivos; muchos se
basan en informes anecdóticos o infieren la posible función de comportamientos
relacionados con la quimiorrecepción a partir del contexto en que son observados, a
menudo sin confirmación experimental.
Debemos considerar la posibilidad de que una misma secreción tenga varias
funciones biológicas. Experimentos con serpientes de la especie Leptotyphlops dulcis,
por ejemplo, han demostrado múltiples funciones de las secreciones de las glándulas
cloacales de esta especie (revisado en Mason, 1992). Las serpientes se alimentan de
hormigas y termitas; cuando son atacadas por sus presas las serpientes se retuercen sobre
sí mismas recubriéndose de un líquido claro que segregan a partir de las glándulas
cloacales y que repele a las hormigas. Esta misma secreción actúa como feromona de
agregación intraespecífica y también repele a otras serpientes simpátricas con L dulcis.
Algunas de éstas se alimentan de larvas de hormigas y son por tanto competidores
potenciales de L. dulcis. Otras son ofiófagas y se alimentan de otras serpientes, incluida
L. dulcis; el beneficio que supone su repulsión resulta obvio.

5.5.1. Quimiorrecepción y comunicación: la falacia de las feromonas 'femeninas'

Antes nos hemos referido a las feromonas y su relación con la comunicación


química intraespecífica (véase apartado 5.3.6). El término compuestos aleloquímicos,
por otra parte, se emplea para designar aquellos estímulos químicos que intervienen en
las interacciones entre individuos de distintas especies. Brown y colaboradores (1970)
distinguen dos clases de compuestos aleloquímicos: las alomonas, que son adaptativas
para el emisor, y las kairomonas, que son adaptativas para el receptor (véase Cuadro
5.2). Esta, sin embargo, es una distinción difícil de establecer en la práctica, por lo que
Wilson (1975) recomienda abandonar este último término y utilizar alomona en sentido
amplio para referirse indistintamente a compuestos de las dos clases. La decisión de si se
considera o no a las alomonas como ejemplos de 'comunicación' depende de la definición
que uno adopte. Casi todos los intentos recientes por definir la comunicación estipulan
que, para que exista comunicación, el emisor de la señal ha de beneficiarse de la
respuesta del receptor (e.g., Burghardt, 1970a). Según este razonamiento, las
kairomonas, que benefician al receptor y a menudo perjudican al emisor de la señal, no
serían por tanto una forma de comunicación.
Las propias feromonas, que para muchos representan el paradigma de la
comunicación entre individuos de la misma especie, plantean dificultades inesperadas
cuando son examinadas a la luz del concepto actual de comunicación. Implícita o
explícitamente la mayoría de las definiciones de comunicación exigen la demostración de
una adaptación por parte del emisor. Esta adaptación se deduce de la existencia de
comportamiento o morfología especializada para la emisión de señales (e.g., Burghardt,
1970a; Slater, 1983). Según Williams (1992), si el concepto de comunicación ha de tener
alguna utilidad más allá de la mera respuesta a estímulos ambientales, necesariamente ha

278
de implicar la existencia de 'maquinaria' especializada para la producción de señales y
seleccionada para la función comunicativa. Los machos de muchos lagartos y serpientes
responden a los olores cloacales de las hembras; ahora bien, no sería correcto inferir la
existencia de una feromona 'femenina' a menos que podamos demostrar que los olores
son producidos por maquinaria especializada del tipo propuesto por Williams. Es posible
que las hembras se beneficien de la respuesta de los machos, pero un beneficio no
implica necesariamente una adaptación. Williams (1992) defiende la idea de que, en
muchos casos, la adaptación podría residir en el macho, no en la hembra. El macho
obtiene un claro beneficio al discriminar entre aquellas hembras de su especie dispuestas
a aparearse y aquellas que no lo están. No debería sorprendernos, por tanto, que el
macho utilice cualquier estímulo disponible para localizar a las hembras sexualmente
activas. Es comprensible también que las distintas fases de la gametogénesis afecten a las
secreciones cloacales de las hembras de un modo tal que los machos sean capaces de
detectar. Pero el estímulo químico que atrae a los machos sólo puede ser considerado
una adaptación para la comunicación (i.e., una señal) si es producido en la hembra por
maquinaria diseñada por la selección para provocar esa respuesta (Williams, 1992).

5.5.2. Dominios funcionales de la quimiorrecepción en reptiles

Debido a la estrecha asociación entre la lengua y el sistema vomeronasal, la


interpretación de que cualquier incremento en la tasa de lengüetazos de lagartos y
serpientes constituye un indicio de la activación del sistema vomeronasal se ha convertido
en práctica común. Hay motivos, sin embargo, que aconsejan una interpretación
cautelosa de los cambios en la tasa de lengüetazos (véase apartado 5.2.5), a pesar de lo
cual, el grueso de la evidencia incluida en este apartado lo constituyen trabajos que
refieren incrementos en la tasa de lengüetazos en respuesta a diversos estímulos.

CUADRO 5.4. Dominios funcionales de la quimiorrecepción en lagartos y serpientes.

Exploración y respuesta a nuevos ambientes


Selección del habitat, orientación y localización de refugios
Forrajeo y alimentación
Detección de depredadores
Feromonas antidepredadores (alomonas)
Comunicación intraespecífica
Discriminación específica y aislamiento reproductivo
Gregarismo
Reconocimiento del parentesco
Mareaje territorial
Auto-reconocimiento
Feromonas de alarma
Comportamiento agonístico
Comportamiento reproductor
Seguimiento de pistas olorosas ('sexual trailing')

279
Discriminación sexual y cortejo
Feromonas inhibidoras del cortejo
Mimetismo feromonal
Cuidados parentales

• Exploración y respuesta a nuevos ambientes. Varios estudios han documentado


una gran variabilidad en la tasa basal de lengüetazos de distintos lagartos (Gravelle y
Simon, 1980; Simon, 1983). Las tasas basales de lengüetazos de lagartos pertenecientes
a seis familias observados en grandes recintos naturalizados difieren significativamente
entre sí y oscilan entre los 3.4 lengüetazos/30 min observados por término medio en
Cordílidos hasta más de 300 en algunos Teidos. La frecuencia de lengüetazos en las
distintas familias sigue el orden Cordílidos < Iguánidos < Gerrosáuridos < Escíncidos <
Helodermátidos < Teidos (Bissinger y Simon, 1979). Esta variabilidad podría estar
relacionada con la morfología de la lengua, gruesa y carnosa como en los Cordílidos o
larga y delgada como la lengua bífida de los Teidos (e.g., Schwenk, 1988), y ha dado pie
a especulaciones acerca de la importancia relativa de la quimiorrecepción para la
supervivencia y el éxito reproductivo en distintos lagartos (Simón, 1983; Simon y
Moakley, 1985).
Muchos lagartos exhiben un incremento en la tasa de lengüetazos al abandonar sus
refugios nocturnos o cuando se encuentran en áreas con las que aparentemente no están
familiarizados. Por ejemplo, la frecuencia de lengüetazos de Sceloporus jarrovi en el
campo es significativamente mayor durante la primera hora después de que los lagartos
emergen de sus refugios nocturnos que durante el resto del día. La frecuencia de
lengüetazos es también mayor en animales desplazados experimentalmente que en
animales no desplazados que hayan estado activos durante al menos una hora (Simon et
al., 1981). Algunos investigadores han especulado sobre la posibilidad de que el
incremento en la tasa de lengüetazos permita al animal adquirir rápidamente información
relativa a la presencia de conespecíficos, presas o depredadores.
En el laboratorio es frecuente observar que tanto los lagartos como las serpientes
emiten gran número de lengüetazos al ser trasladados a un terrario distinto al que
ocupaban (e.g., DeFazio et al., 1977; Chiszar et al., 1980;Greenberg, 1985; Graves y
Halpern, 1990). Este incremento en la tasa de lengüetazos ha sido interpretado como
parte integral del comportamiento de exploración y estaría presumiblemente implicado en
la adquisiciónde información química por medio del órgano vomeronasal o del gusto. Sin
embargo, experimentos con Anolis carolinensis, un lagarto de la familia Polychridae, han
puesto de manifiesto que el simple hecho de sujetar brevemente a un animal en la mano
para trasladarlo a otro terrario produce ya un incremento en la tasa de lengüetazos
(Greenberg, 1985 y 1993). Por tanto, cualquier intento por relacionar cambios en la tasa
de lengüetazos con la exploración química de un nuevo ambiente debe tomar en
consideración posibles efectos inespecíficos de la manipulación.
La Figura 5.7 resume los resultados de un experimento realizado en nuestro
laboratorio que ilustra los efectos de la manipulación y el desplazamiento a un nuevo
terrario en un lacértido (Gómez et al., 1993). Nueve machos de Podareis hispanica

280
fueron observados en tres condiciones: cada lagarto fue primero observado durante cinco
minutos en su propio terrario (condición HM); a continuación el lagarto fue capturado a
mano por el investigador y bien fue devuelto a su terrario (HH) o bien fue trasladado a
un terrario adyacente visualmente equivalente a su terrario de origen (NH) y observado
durante otros 15 minutos. Los resultados demuestran que tanto la manipulación (HH)
como la manipulación seguida de desplazamiento a un nuevo terrario (NH) producen
cambios en la frecuencia de comportamientos relacionados con la exploración (véase
Greenberg, 1985). Sin embargo, los efectos difieren de unos comportamientos a otros: la
manipulación (HH), por ejemplo, produce un incremento con respecto al control de la
frecuencia con que los animales exhiben el comportamiento de relamerse ('lip-licking'),
pero aparentemente no afecta a otros comportamientos (Figura 5.7). Con respecto a los
lengüetazos, existe un efecto significativo del tratamiento (test de Friedman, Xr2 = 14,
g.l. = 2, p < 0.001) que se traduce en una mayor tasa de lengüetazos en el nuevo terrario
que en cualquiera de las otras dos condiciones (comparaciones múltiples tipo Tukey, p <
0.05 para cada comparación). Estos resultados sugieren que la quimiorrecepción juega un
papel prominente en el comportamiento de exploración de P. hispanica. Repitiendo el
mismo experimento durante varios días consecutivos puede apreciarse además un
descenso gradual en la tasa de lengüetazos emitidos en el nuevo terrario que
presumiblemente refleja un proceso de habituación (Gómez et al., 1993).
Algunos experimentos con serpientes han demostrado que operaciones sencillas
como las que tienen lugar durante el manejo rutinario de los animales en cautividad
pueden provocar un incremento en la tasa de lengüetazos. Este incremento está
probablemente relacionado con perturbaciones de los estímulos químicos normalmente
presentes en los terrarios de los animales. Chiszar y colaboradores (1980) observaron el
comportamiento de serpientes pertenecientes a las familias Colubridae, Boidae, Viperidae
y Elapidae en dos condiciones. En la condición control, cada animal fue retirado de su
terrario y trasladado a otro terrario durante cinco minutos, al cabo de los cuales el animal
fue devuelto a su terrario original. En la condición experimental el terrario de cada animal
era limpiado cuidadosamente durante los cinco minutos en que el animal estaba ausente.
Los animales cuyos terrarios fueron limpiados emitieron más lengüetazos y defecaron
con mayor frecuencia al regresar a sus terrarios de origen que los animales control, un
resultado que los autores atribuyen a la eliminación de estímulos químicos que la propia
serpiente deposita en su terrario y que normalmente ejercen efectos 'tranquilizadores'
sobre sus ocupantes (Chiszar et al., 1980). Experimentos posteriores con serpientes de
las familias Colubridae, Elapidae y Viperidae demostraron que basta con cambiar de sitio
algunos de los objetos presentes en el interior del terrario (e.g., piedras, ramas, recipiente
de agua, etc.) para provocar un incremento en la tasa de lengüetazos. Estos resultados
sugieren que las serpientes establecen una representación espacial de los objetos
presentes en su entorno inmediato, aunque probablemente es la visión, no la
quimiorrecepción, la que interviene en la detección de posibles cambios en la localización
espacial de dichos objetos (Chiszar et al., 1995).

281
Figura 5.7. Comportamiento de nueve machos de Podareis hispanica (Lacertidae) en su propio terrario (HM),
tras haber sido manipulados y devueltos a su terrario (HH), y después del traslado a un nuevo terrario (NH). Las
barras de error representan 1 SEM. PC = cambios posturales, SC = desplazamientos, LL = relamidos ('lip-
licking'), TF = lengüetazos. * p < 0.05 (comparaciones múltiples tipo Tukey). (Adaptado de Gómez et al., 1993).

• Selección del hábitat, orientación y localización de refugios. Aunque


desconocemos muchos detalles relativos a la selección del hábitat en los reptiles, los
estudios de sus movimientos a menudo se refieren a las características de los hábitats que
eligen distintos sexos o clases de edad. Muchas serpientes vivíparas en Norteamérica, por
ejemplo, pasan el invierno en determinadas áreas y allí se aparean al llegar la primavera.
Poco antes del verano, los machos y las hembras no preñadas se trasladan a las áreas de
forrajeo, mientras que las hembras preñadas seleccionan un hábitat distinto donde poder
termorregular eficazmente y a salvo de depredadores mientras sus embriones se
desarrollan. Aunque se ha sugerido que los animales podrían utilizar feromonas para
localizar estas áreas preferidas, pocos estudios han analizado la naturaleza de los
estímulos implicados en la selección del hábitat en reptiles.
Los movimientos desde y hacia áreas de apareamiento y de forrajeo podrían estar
basados en la orientación por referencias celestes o topográficas. Otra posibilidad, sin
embargo, es que los animales sigan rutas marcadas con feromonas no volátiles (Gregory
et al., 1987). Varios investigadores han propuesto que las serpientes recién nacidas
podrían localizar los hibernacula siguiendo pistas olorosas dejadas por individuos adultos

282
de su misma especie. El estudio mediante radiotelemetría de serpientes de cascabel,
Crotalus horridus, en el campo sugiere que los individuos recién nacidos que establecen
una estrecha asociación con adultos de su especie tienden a hibernar en las mismas
madrigueras que aquellos. En el laboratorio, las serpientes de cascabel recién nacidas
siguen pistas olorosas de adultos y de otros recién nacidos en un laberinto en Y (Gregory
et al., 1987; Mason, 1992). Los resultados obtenidos con otras especies no son
concluyentes: los recién nacidos de la serpiente Pituophis m. melanoleucus, por ejemplo,
prefieren el brazo de un laberinto en Y marcado por adultos, pero no por otros recién
nacidos de su propia especie (Burger, 1989). Es posible que los individuos recién nacidos
o juveniles sigan las pistas olorosas dejadas por los adultos, pero para que los adultos
pudiesen utilizar esas mismas pistas sería necesario suponer que las feromonas mantienen
su actividad, a pesar de estar expuestas a las inclemencias del tiempo, durante períodos
de hasta un año (Graves et al., 1986). Quizá los adultos más experimentados localizan
los hibernacula por medio de otros estímulos, entre los que cabría considerar las
referencias solares o celestes, las referencias topográficas o incluso la luz polarizada, y
dejan rastros olorosos que los individuos más jóvenes e inexpertos utilizan, posiblemente
en combinación con otros estímulos, para llegar a los hibernacula (Mason, 1992).
Algunos trabajos han examinado el papel de los estímulos químicos en los
movimientos diarios de las serpientes. Graves (1993; Graves et al., 1993) estudió los
posibles movimientos de hembras adultas de Thamnophis sirtalis en una isla del lago
Michigan. Las serpientes fueron equipadas con radiotransmisores implantados
intraperitonealmente y algunas de ellas recibieron además lesiones de los nervios
vomeronasales antes de ser liberadas en el campo. Las hembras no lesionadas
establecieron refugios estables a los que regresaban cada tarde desde las áreas de
forrajeo. Las hembras con los nervios vomeronasales lesionados también exhibían
desplazamientos diarios entre las áreas de asoleamiento/forrajeo y sus refugios
preferidos. Estos resultados contrastan con los obtenidos en el laboratorio, que sugieren
que la localización de los refugios preferidos es dependiente de la vomerolfacción (Heller
y Halpern, 1982a y 1982b).

• Forrajeo y alimentación. El papel de los estímulos químicos en el forrajeo y la


alimentación de lagartos y serpientes ha generado una voluminosa literatura de la que
existen excelentes revisiones (e.g., Burghardt, 1970b y 1990; Halpern, 1980a y 1992;
Cooper, 1990a y 1994b). Muchas serpientes utilizan estímulos químicos para identificar a
sus presas y son capaces además de rastrear pistas olorosas dejadas por sus presas o
creadas artificialmente en el laboratorio mediante extractos o arrastrando una presa
muerta por el substrato. Las serpientes de la especie Leptotyphlops dulcis, por ejemplo,
son capaces de seguir pistas de feromonas depositadas por las hormigas que constituyen
su presa habitual (Watkins et al., 1967; Halpern, 1992). Varios estudios han demostrado
que estas respuestas dependen del sistema lengua-órgano vomeronasal y requieren
además que se produzca el contacto entre la lengua y el substrato portador de los
estímulos químicos (e.g., Kubie y Halpern, 1978 y 1979). Sin embargo, estudios

283
recientes sugieren que serpientes del género Thamnophis son capaces de rastrear
corrientes de aire que contengan estímulos químicos de presas, una respuesta que
aparentemente también estaría mediada por el sistema lengua-órgano vomeronasal
(Waters, 1993). A pesar de la importancia de los estímulos químicos, existe evidencia de
que los estímulos visuales son también importantes en condiciones naturales y pueden ser
suficientes para desencadenar un ataque depredador (e.g., Drummond, 1985).
En los lagartos, el papel de los estímulos químicos en las diversas fases del
comportamiento depredador es más variable. La habilidad de muchos lagartos para
detectar olores de presas y discriminar entre éstos y otros olores ha sido documentada
utilizando hisopos impregnados con compuestos integumentarios de presas (Cooper,
1990a y 1994b). Entre los lagartos, sólo algunos varánidos son aparentemente capaces de
rastrear a sus presas siguiendo pistas olorosas (Auffenberg, 1981).
La detección y discriminación de olores de presas en lagartos parece estar
correlacionada con el modo de búsqueda del alimento. En general se distinguen dos
modos de forrajeo en lagartos: algunos practican un forrajeo activo ('active foraging',
'wide foraging') que consiste en una búsqueda activa de las presas por lagartos en
constante movimiento, mientras que otros capturan a sus presas utilizando una estrategia
de acecho o emboscada ('ambush foraging', 'sit-and-wait foraging') (Huey y Pianka,
1981; Huey y Bennett, 1986). Algunos autores defienden una estricta dicotomía entre
estos dos modos de forrajeo (e.g., McLaughlin, 1989); otros, por el contrario, consideran
que el forrajeo activo y el forrajeo al acecho no son más que los extremos de un continuo
de modos de forrajeo e incluso distinguen categorías intermedias (Regal, 1978). A pesar
de estas diferentes opiniones y de la variabilidad presente en algunos grupos, es posible
establecer una distinción, en términos relativos, entre especies que forrajean activamente
y otras que lo hacen al acecho. Las especies que forrajean activamente son capaces de
detectar y discriminar olores de presas en pruebas con hisopos, mientras que las que
cazan al acecho aparentemente carecen de esta habilidad (Cooper, 1994b y 1994c). No
obstante, dado que los forrajeadores activos pertenecen al grupo de los Scleroglossa y los
forrajeadores al acecho al de los Iguania, los dos grandes grupos en que se dividen los
reptiles Squamata (sensu Estes et al., 1988), no está claro si la presencia o ausencia de
discriminación de olores de presas es una adaptación relacionada con el modo de forrajeo
o simplemente el resultado de la inercia filogenética (Schwenk, 1993; véase apartado
5.6.2).
La interacción entre estímulos químicos y visuales de presas ha sido analizada en
algunas especies de lagartos. En el caso del eslizón (familia Scincidae), Scincella
lateralis, los estímulos visuales son suficientes para desencadenar un incremento en la
tasa de lengüetazos seguido de orientación y ataque a la presa. Los estímulos visuales
acompañados de corrientes de aire con olores de presas (cucarachas) producen una
respuesta similar. Sin embargo, en ausencia de estímulos visuales, concentraciones
'normales' de olores de presas no consiguen provocar una respuesta (Nicoletto, 1985a).
Estos resultados difieren de los obtenidos en nuestro laboratorio con un lacértido,
Podareis hispanica, que responde tanto a estímulos químicos como visuales de presas,

284
aunque el modo de presentación de los estímulos químicos puede influir en el distinto
resultado (Figura 5.6; véase apartado 5.4.4). Experimentos posteriores con S. lateralis,
esta vez utilizando extractos de presa, han confirmado la importancia de los estímulos
visuales en el comportamiento depredador de esta especie; no obstante, retirando los
estímulos visuales una vez iniciada la secuencia depredadora se consigue demostrar un
incremento en la tasa de lengüetazos en respuesta a extractos de presa pero no a
controles o a presas muertas (Nicoletto, 1985b).
En lagartos y serpientes no venenosas se ha observado recientemente un fenómeno
análogo a la búsqueda quimiosensorial inducida por el ataque ('strike-induced
chemosensory searching', SICS) descrita originalmente en serpientes de cascabel (véase
apartado 5.4.4). Este comportamiento consiste en un incremento de la tasa de
lengüetazos y de los movimientos de búsqueda que se produce al retirar
experimentalmente una presa de la boca del depredador. A diferencia de lo que ocurre
con las serpientes de cascabel y con otras serpientes venenosas, los lagartos y las
serpientes no venenosas no liberan voluntariamente a sus presas después de atacarlas.
Sin embargo, en ocasiones una presa puede llegar a escapar después de ser atacada; los
estímulos químicos percibidos durante el ataque podrían ayudar al depredador a
relocalizar presas escapadas o a detectar otras presas similares presentes en las
inmediaciones (Cooper, 1989b; Cooper at al., 1989; Cooper, 1991a y 1991b; Desfilis et
al., 1993).

• Detección de depredadores. Técnicamente, tanto los olores/vomolores de presas


como los de depredadores son ejemplos de kairomonas, ya que presumiblemente
confieren una ventaja adaptativa a los individuos que los perciben, no a los que los
emiten. Numerosos estudios han documentado la respuesta de serpientes de varias
especies a los olores de depredadores, y en especial a los olores de serpientes ofiófagas
(revisado en Weldon, 1990). Más adelante discutiremos estos trabajos en relación con los
aspectos aplicados de la quimiorrecepción (véase apartado 5.7.1). La evidencia en favor
de la detección de estímulos químicos de depredadores en lagartos es más escasa
(revisado en Cooper, 1994b). Un eslizón (Eumeces laticeps: Cooper, 1990c) y un
lacértido (Lacerta vivipara: Thoen et al., 1986; Van Damme et al., 1990 y 1995)
exhiben tasas elevadas de lengüetazos en presencia de estímulos químicos de serpientes
saurófagas y aparentemente discriminan entre los estímulos químicos de serpientes
saurófagas y no saurófagas. Los gecónidos Coleonyx variegatus y Eublepharis
macularius agitan la cola (i.e., una exhibición antidepredador) en respuesta a estímulos
químicos de serpientes saurófagas, pero no en respuesta a estímulos control; como la
tasa de lengüetazos no difiere entre condiciones, se ha sugerido que esta discriminación
podría estar basada en estímulos percibidos mediante el sistema olfativo principal (Dial et
al., 1989; Dial, 1990). El varánido Varanus albigularis ingiere presas parcialmente
cubiertas con la piel de serpientes no venenosas, pero rechaza presas envueltas con la
piel de serpientes venenosas que se alimentan de varanos (Phillips y Alberts, 1992).

285
• Feromonas antidepredador (alomonas). Muchas serpientes descargan el contenido
de las glándulas olorosas cloacales al ser manipuladas, lo que sugiere que las secreciones
podrían tener un valor defensivo o repelente (Greene, 1988). Los zorros, los linces y las
mofetas exhiben gran cautela al aproximarse a cebos impregnados con secreciones
cloacales de Lampropeltis getulus splendida y a menudo rechazan alimentos
impregnados con dichas secreciones (Price y LaPointe, 1981). Otros estudios con
coyotes y con perros han proporcionado resultados ambiguos (Weldon y Fagre, 1989).

• Comunicación intraespecífica
1) Reconocimiento de conespecíficos. La capacidad de discriminación entre
conespecíficos y miembros de otras especies es esencial para el mantenimiento de un
comportamiento reproductor, territorial y agonístico adecuados. Uno de los grupos de
reptiles mejor estudiados desde el punto de vista de la comunicación feromonal es el de
los lagartos del género Eumeces. Aunque el significado funcional de la comunicación
química en Eumeces no está completamente dilucidado, sus feromonas probablemente
incluyen mensajes químicos relacionados con la especie, sexo, condición reproductiva y
estatus social del emisor (revisado en Cooper y Vitt, 1986b y 1986c). Los individuos
adultos de la especie E. laticeps emiten más lengüetazos en respuesta a los olores
cloacales de conespecíficos del sexo opuesto que a los de otros lagartos del mismo
género (E. fasciatus y E. inexpectatus) (Cooper y Vitt, 1986b). Los machos de estas dos
últimas especies también responden diferencialmente a los olores cloacales de hembras
conespecíficas y congenéricas. Los machos exhiben tasas de lengüetazos más elevadas
en respuesta a hisopos impregnados con olores de hembras de su propia especie que a
hisopos impregnados con olores cloacales de la otra especie (Cooper y Vitt, 1986a). Por
tanto, parece que los Eumeces adultos son capaces de discriminar entre olores cloacales
obtenidos a partir de conespecíficos y otros olores, incluidos los de individuos
congenéricos. La habilidad de los machos para reconocer los olores de conespecíficos
probablemente actúa como un mecanismo de aislamiento reproductivo que impide la
hibridación entre especies próximas (Cooper y Vitt, 1986a, 1986b y 1986c). En apoyo de
este mecanismo está la observación de que los machos de E. inexpectatus cortejan
hembras de E. fasciatus impregnadas con olores de hembras de E. inexpectatus tratadas
con estrógenos, aunque las hembras de E. fasciatus no permiten que se produzca el
apareamiento interespecífico (Cooper y Vitt, 1986c). Experimentos adicionales han
demostrado que los olores utilizados en la identificación específica y sexual derivan de la
glándula urodeal.

286
Figura 5.8. Tasa media de lengüetazos emitidos por Podareis hispanica (Lacertidae) en terrarios impregnados con
olores de machos conespecíficos (MC), hembras conespecíficas (FC), machos heteroespecíficos (MH),
hembras heteroespecíficas (FH), colonia (C), y agua (W). Las barras de error representan 1 SEM. Barras con
distinto sombreado difieren estadísticamente entre sí (comparaciones múltiples no paramétricas tipo Tukey, p <
0.05 para cada comparación). (Adaptado de Gómez et al., 1993).

Resultados obtenidos recientemente en nuestro laboratorio demuestran que Podareis


hispanica es igualmente capaz de detectar olores de conespecíficos y discriminar entre
éstos y los olores de Psammodromus algirus, un lacértido simpátrico (Gómez et al.,
1993).Seis machos y seis hembras de Podareis hispanica fueron observados durante 15
minutos en un terrario experimental impregnado con olores de machos conespecíficos,
hembras conespecíficas, machos heteroespecíficos, hembras heteroespecíficas, colonia o
agua. Cada lagarto fue observado en una sola condición por día en un orden
completamente contrabalanceado. De seis comportamientos registrados, únicamente los
lengüetazos mostraron un efecto significativo del tratamiento (test de Friedman, Xr2 =
24.7, d.f. = 5, p < 0.001). Tanto los machos como las hembras de P hispanica emiten
más lengüetazos en presencia de olores de conespecíficos que en cualquiera de las otras
condiciones (Figura 5.8). La ausencia de diferencias en la respuesta a olores de machos y
de hembras sugiere que los estímulos químicos depositados en los terrarios no están
implicados en la discriminación sexual, aunque otras interpretaciones son también
posibles (véase Gómez et al., 1993).

287
La especificidad de las feromonas sexuales de las serpientes ha sido ampliamente
discutida, a pesar de que muy pocos estudios han tratado el tema experimentalmente. Se
han descrito de manera ocasional híbridos entre distintas especies de serpientes de
cascabel tanto en el laboratorio como en el campo (Klauber, 1956). Los machos de
serpientes del género Thamnophis discriminan entre los rastros dejados por hembras
conespecíficas y heteroespecíficas, aunque no está claro si los estímulos químicos
presentes en los rastros son los mismos que desencadenan el cortejo de los machos
(Ford, 1986). Los machos de Thamnophis cortejan ocasionalmente a hembras de otras
especies, pero nunca de distinto género (Heller y Halpern, 1981; Mason, 1992). Sin
embargo, estudios preliminares con varias especies del género Thamnophis han puesto de
manifiesto diferencias en la composición química de sus feromonas sexuales que podrían
servir para el reconocimiento específico (Mason, 1993).

2) Gregarismo y reconocimiento del parentesco. Aunque son tenidos por


eminentemente asociales, cada vez son más numerosos los estudios que demuestran que
los reptiles exhiben diversos grados de sociabilidad (Burghardt, 1977c; Burghardt et al.,
1977). Agregaciones de lagartos, principalmente eslizones, han sido observadas
esporádicamente; en una ocasión se encontraron 52 Eumeces juntos en hibernación
(Mason, 1992). Las iguanas, Iguana iguana, recién nacidas emergen juntas del nido y
emigran del lugar de puesta en pequeños grupos. El comportamiento de los recién
nacidos incluye frecuentes lengüetazos dirigidos al substrato y al cuerpo de otros recién
nacidos y sugiere un importante papel de la quimiorrecepción en el establecimiento de
estas tendencias gregarias (Burghardt et al., 1977). Incluso varios meses después del
nacimiento es posible encontrar pequeños grupos de iguanas que forrajean y duermen
juntas (Burghardt, 1977c). Aunque cualquier especulación sobre el valor adaptativo de
estas agregaciones de iguanas es probablemente prematura, una posibilidad obvia es la
defensa frente a posibles depredadores (Greene et al., 1978). Burghardt y Rand (1985)
han proporcionado además evidencia que sugiere que los juveniles que duermen en
grupos numerosos (aunque no necesariamente en contacto físico los unos con los otros)
crecen más rapidamente que los que lo hacen en grupos más pequeños o en solitario.
Potencialmente importante es también el descubrimiento de que las iguanas recién
nacidas se asocian preferentemente con sus hermanos/as antes que con otros recién
nacidos (Werner et al., 1987). Los autores sugieren que el reconocimiento del parentesco
podría estar basado en olores corporales percibidos por medio del sistema olfativo
principal o del órgano vomeronasal.
Las agregaciones de serpientes, tanto adultas como recién nacidas, son relativamente
comunes (revisado en Gillingham, 1987; Gregory et al., 1987). Uno de los casos más
espectaculares, y que figura prominentemente en varios libros de texto (e.g., Alcock,
1993, p. 186), es el de las agregaciones que se forman en las madrigueras de hibernación
(hibernacula) de varias especies del género Thamnophis. En la región de Manitoba
(Canadá) se han registrado agregaciones de 10.000 o más ejemplares de T sirtalis
parietalis en una sola madriguera (Mason, 1992). Otras agregaciones de serpientes no

288
están aparentemente relacionadas con la hibernación. Los recién nacidos de varias
especies forman agregaciones en el campo que podrían reducir la tasa de deshidratación
o protegerles frente a posibles depredadores (Graves et al., 1986). También se han
descrito agregaciones de hembras preñadas que podrían estar relacionadas con algún
beneficio en la gestación de los embriones o con una reducción en la presión de
depredación sobre las crías (Mason, 1992; Ford y Burghardt, 1993). Desgraciadamente,
hasta la fecha ningún estudio ha aclarado cómo llegan a formarse estas agregaciones.
Varios autores han propuesto que los estímulos químicos podrían estar implicados, pero
los únicos estudios experimentales en este sentido se han llevado a cabo en el laboratorio
y con metodologías tan dispares que resulta difícil extraer conclusiones generales.
Los experimentos en el laboratorio han demostrado que serpientes pertenecientes a
varias especies tienden a agregarse en refugios artificiales, especialmente en aquellos que
han sido previamente ocupados por conespecíficos, y que esta respuesta depende del
sistema lengua-órgano vomeronasal (Burghardt, 1980, 1983; Heller y Halpern, 1982b;
Mason, 1992). En general, las serpientes prefieren los refugios impregnados con olores
(¿vomolores?) de conespecíficos a los refugios limpios o impregnados con olores de
heteroespecíficos. Estos resultados sugieren que los estímulos químicos que las propias
serpientes depositan sobre el substrato son utilizados por ellas mismas o por otras para
regresar a determinados lugares, un proceso que se conoce como acondicionamiento del
hábitat ('habitat conditioning') (Mason, 1992). Los datos disponibles indican que los
estímulos responsables de la atracción por los refugios acondicionados con olores de
conespecíficos son lípidos presentes en la piel de las serpientes (Graves y Halpern, 1988;
Graves et al., 1991).
Otros estudios con serpientes sugieren que los olores de conespecíficos no siempre
son atractivos. Waye y Gregory (1993), por ejemplo, han demostrado que los recién
nacidos de Thamnophis elegans evitan los refugios acondicionados con el olor de los
adultos de su propia especie, aunque muestran una marcada tendencia a agregarse con
otros recién nacidos. Las diferencias entre los resultados de éste y de otros estudios
similares pueden deberse a que los ejemplares adultos de T elegans ocasionalmente
depredan sobre los más pequeños (Waye y Gregory, 1993).

3) Feromonas de alarma. A menudo se ha sugerido que las secreciones de las


glándulas olorosas cloacales de las serpientes podrían servir para alertar a otros
individuos de la misma especie. No obstante, la evidencia a favor de esta hipótesis es
anecdótica y rara vez ha sido objeto de experimentos correctamente diseñados (Halpern,
1992; Mason, 1992). Graves y Duvall (1988) han demostrado que las serpientes de
cascabel, Crotalus v. viridis, expuestas simultáneamente a una amenaza (el aliento del
investigador) y a olores de conespecíficos asustados experimentan un incremento
significativo en la frecuencia cardíaca. Esta respuesta no se produce cuando las
serpientes son expuestas a la misma amenaza en presencia de olores de conespecíficos a
los que les han sido extirpadas previamente las glándulas olorosas cloacales. Los autores
sugieren que las secreciones cloacales de las serpientes de cascabel podrían actuar como

289
feromonas de alarma cuando el animal que las percibe se encuentra amenazado (Graves
y Duvall, 1988). Sin embargo, el escaso tamaño muestral utilizado aconseja precaución a
la hora de interpretar los resultados de este experimento.

4) Marcaje territorial y auto-reconocimiento. Varios estudios con lagartos han


propuesto que los estímulos químicos podrían funcionar en la repulsión de competidores
y en el establecimiento de territorios (Simon, 1983; Duvall et al., 1987; Alberts, 1989).
Anteriormente nos hemos referido al papel de las secreciones de los poros femorales en
el marcaje territorial de las iguanas (véase apartado 5.3.7). Graves (1993) ha
argumentado que un requisito para la utilización de señales químicas en el marcaje
territorial es que los individuos sean capaces de discriminar entre sus propios olores y los
de otros individuos de la misma especie. La capacidad de auto-reconocimiento
quimiosensorial ha sido demostrada en un eslizón (Tiliqua scincoides: Graves y Halpern,
1991) y en un iguánido (Dipsosaurus dorsalis: Alberts, 1992b), y presumiblemente está
mediada por el sistema lengua-órgano vomeronasal (Graves, 1993). En el caso de D.
dorsalis, los machos dirigen unos pocos lengüetazos a su propia cola antes de restregar
los poros femorales sobre baldosines impregnados con sus propias secreciones femorales.
Este comportamiento sugiere la existencia de un mecanismo de comparación de olores
similar al propuesto para mamíferos (Gosling, 1982). El reconocimiento de las propias
secreciones serviría para identificar un área como familiar y desencadenaría el
comportamiento de marcaje, mientras que los olores de otros machos percibidos en un
área extraña presumiblemente inhibirían el marcaje territorial (Alberts, 1993). Aunque
escasos, los datos disponibles sugieren que las serpientes no son territoriales o al menos
que las feromonas no están implicadas en su comportamiento espacial (revisado en Ford
y Holland, 1990).

5) Comportamiento agonístico. La competencia intrasexual y el combate entre


machos han sido descritos en los principales grupos de reptiles (e.g., Carpenter y
Ferguson, 1977; Gillingham, 1995). Algunos autores han propuesto que las señales
químicas permitirían a los animales identificar sujetos apropiados para los encuentros
agonísticos. El combate entre machos del género Eumeces parece estar restringido a la
estación reproductora, por lo que posiblemente esté implicado en la territorialidad o en la
adquisición de pareja. Los machos de Eumeces dirigen su comportamiento agonístico
preferentemente hacia machos conespecíficos. Cuando dos machos de distintas especies
se encuentran se investigan mutuamente por medio de lengüetazos pero, a diferencia de
lo que ocurre cuando los machos pertenecen a la misma especie, normalmente no se
observan luchas ni exhibiciones agonísticas. Los machos de E. inexpectatus, por
ejemplo, rara vez atacan a los machos de E.fasciatus. Sí que los atacan, sin embargo, si
los machos de E.fasciatus son experimentalmente impregnados con olores procedentes
de la piel y de la cloaca de machos de E. inexpectatus. Estos resultados sugieren que los
estímulos químicos proporcionan información acerca de la especie de su portador y son

290
utilizados para evaluar la respuesta social más adecuada en cada caso. Los estímulos
visuales son también importantes en el comportamiento agonístico de Eumeces; no
obstante, parece que los estímulos visuales son insuficientes por sí solos para detectar la
presencia de posibles competidores sexuales (Cooper y Vitt, 1987, 1988).
En Sceloporus occidentalis, un lagarto de la familia Phrynosomatidae, los machos
exhiben tasas de lengüetazos más elevadas en presencia de ladrillos impregnados con
olores de conespecíficos que en presencia de ladrillos control impregnados con agua o
colonia. Un análisis más detallado de los lengüetazos emitidos en distintas condiciones
sugiere que los machos discriminan entre ladrillos marcados por otros machos y ladrillos
control, pero no entre estos últimos y los ladrillos impregnados con olores de hembras.
Las hembras, por otra parte, no muestran una respuesta significativa a los ladrillos
impregnados con olores de machos o de hembras. No obstante, los lagartos de ambos
sexos ejecutan movimientos de cabeceo ('push-ups'), una exhibición visual típica de la
especie, inmediatamente después de dirigir lengüetazos a los ladrillos impregnados con
olores de conespecíficos, pero no a los controles. Estos resultados apuntan hacia una
posible coevolución de las señales visuales y químicas en esta especie y apoyan la idea de
que la comunicación química por medio de marcas depositadas en el substrato afectaría a
la densidad poblacional y al comportamiento territorial (Duvall, 1979).
En la víbora europea, Vipera berus, se ha encontrado que los machos, aunque
tengan los órganos vomeronasales temporalmente inutilizados por aplicación de un
anestésico local, se aproximan a otros machos a los que aparentemente reconocen por
medio de estímulos visuales. Sin embargo, la interferencia en el funcionamiento de los
órganos vomeronasales consigue abolir la agresión entre machos: cuando un macho
experimental se enfrenta a un posible rival, el primero siempre emprende la retirada, lo
que contrasta con los combates que tienen lugar entre machos no tratados, o en los
experimentales cuando desaparece el efecto del anestésico. Es posible, por tanto, que
compuestos químicos percibidos a través del órgano vomeronasal (i.e., vomolores)
actúen como desencadenadores durante los encuentros agonísticos (Andrén, 1982,
1986).

6) Comportamiento reproductor
a) Seguimiento de pistas olorosas. La mayor parte de los estudios sobre
seguimiento de rastros o pistas olorosas ('trailing') en serpientes se refieren al rastreo de
conespecíficos durante la estación reproductora. Cuando una víbora, Vipera berus,
macho encuentra el rastro de un conespecífico durante la estación reproductora, se
detiene y lo investiga por medio de lengüetazos de larga duración. A continuación sigue el
rastro, emitiendo numerosos lengüetazos y moviendo la cabeza de un lado a otro sobre la
pista. Si la pista le lleva a una hembra, el macho empieza a cortejarla. Si por el contrario
encuentra un macho, se produce un combate entre ambos. La habilidad de los machos
para seguir pistas olorosas de conespecíficos depende del órgano vomeronasal: los
machos con los órganos vomeronasales anestesiados son incapaces de seguir rastros de
machos o de hembras (Andrén, 1982 y 1986).

291
Los estudios más exhaustivos sobre seguimiento de pistas olorosas en serpientes han
sido llevados a cabo con varias especies del género Thamnophis (revisado en Ford, 1986;
Mason, 1992). Los resultados de estos estudios permiten hacer varias generalizaciones.
Durante la estación reproductora, los machos siguen preferentemente rastros de hembras.
Las hembras parecen no seguir rastros ni de machos ni de otras hembras. Los machos,
además, discriminan entre rastros de conespecíficos y rastros de otras especies, incluso
del mismo género, y prefieren seguir las primeras. La evidencia a favor de que las pistas
olorosas contienen información sobre el estado reproductivo de las hembras es ambigua.
Asimismo desconocemos si la disminución en el comportamiento de seguimiento de
pistas que tiene lugar al acabar la estación reproductora se debe a cambios en la
composición química de las sustancias depositadas por las hembras o a cambios en la
capacidad de los machos para percibir las pistas olorosas (Ford y O'Bleness, 1986).
En contraste con la situación descrita en las serpientes, los lagartos rara vez siguen
rastros de conespecíficos. No obstante, en el laboratorio algunos lagartos son capaces de
seguir pistas olorosas de conespecíficos depositadas sobre el substrato. Los machos de
Eumeces laticeps, por ejemplo, pueden seguir rastros creados artificialmente arrastrando
la cloaca de una hembra a lo largo de uno de los brazos de un laberinto en Y. Los
machos no siguen los rastros dejados por otros machos, y las hembras no siguen rastros
ni de machos ni de hembras (Cooper y Vitt, 1986e). Observaciones del cortejo y del
apareamiento en Podareis hispanica sugieren que los machos de esta especie son
igualmente capaces de seguir los rastros dejados por las hembras (Gómez et al., 1993).
Presumiblemente, la capacidad para seguir pistas olorosas en lagartos está mediada por el
órgano vomeronasal (Cooper y Vitt, 1986e).

b) Discriminación sexual y cortejo. En los lagartos del género Eumeces, las


feromonas, probablemente las mismas que intervienen en la discriminación específica,
ocupan también un lugar destacado en el comportamiento reproductor. Durante el
cortejo, los machos de E. laticeps dirigen gran número de lengüetazos al cuerpo de las
hembras, en particular a la región cloacal. Como los eslizones carecen de poros
femorales, los compuestos químicos implicados deben proceder de la piel o de la cloaca.
Un origen cloacal de las feromonas parece probable dado que las hembras de Eumeces
poseen una glándula urodeal que segrega copiosamente durante la estación reproductora
(véase apartado 5.3.7). Cooper y Vitt (1984a y 1984b) han estudiado la respuesta de E.
laticeps a hisopos humedecidos con agua destilada e insertados en la cloaca de machos y
de hembras conespecíficos. Como los experimentos se realizaron fuera de la estación
reproductora, tanto los lagartos experimentales como los 'donantes' de olores fueron
previamente tratados con esteroides exógenos (testosterona en el caso de los machos y
estradiol en las hembras) para estimular posibles incrementos en la sensibilidad
quimiosensorial asociados a la presencia de hormonas sexuales. Los resultados indican
que los lagartos de ambos sexos dirigen más lengüetazos a los olores cloacales que a un
hisopo control que contiene únicamente agua destilada. A diferencia de las hembras, los
machos discriminan entre los olores cloacales de machos y de hembras, emitiendo más

292
lengüetazos en respuesta a estos últimos. Por tanto, los machos podrían obtener de las
secreciones cloacales información acerca de la identidad específica y también del sexo de
otros individuos. Los machos son asimismo capaces de discriminar entre hisopos
restregados por la superficie ventral (desde la garganta hasta la mitad anterior del
abdomen) de hembras e hisopos restregados por la superficie ventral de machos o
hisopos control, aunque las tasas de lengüetazos son mucho menores que las que
desencadenan los olores cloacales (Cooper y Vitt, 1984a y 1984b).
Numerosos estudios han demostrado la importancia de las señales químicas en la
discriminación sexual y en el cortejo de las serpientes (revisado en Mason, 1992). Al
menos tres feromonas controlan el comportamiento reproductor de las serpientes del
género Thamnophis: una feromona que hace atractivas a las hembras y que es una serie
de metil cetonas, una feromona 'masculina' que identifica a los machos y que es
escualeno, y una feromona que inhibe el apareamiento cuya identidad química se
desconoce (Mason et al., 1989). El órgano vomeronasal cumple un papel crucial en el
cortejo de los machos durante la estación reproductora. Los machos con los nervios
vomeronasales cortados no cortejan, mientras que tanto los machos control como los
machos con los nervios olfativos cortados cortejan a las hembras reproductivamente
activas (Kubie et al., 1978a). Resultados similares se han obtenido con la víbora
europea, Vipera berus: en este caso, los machos con los órganos vomeronasales
anestesiados son incapaces de localizar y de cortejar a las hembras (Andrén, 1982).

c) Feromonas inhibidoras del cortejo. Después de la cópula, las hembras de varias


especies de Thamnophis presentan un tapón de cópula ('copulatory plug', 'seminal plug')
que bloquea el acceso a la cloaca e impide nuevos apareamientos (Devine, 1975, 1977;
Ross y Crews, 1977; no obstante, véase Schwartz et al., 1989). El análisis histológico
indica que el tapón, en cuya composición intervienen proteínas y lípidos, es producido
por el segmento sexual del macho. El tapón permanece en la cloaca de la hembra durante
24 días, hasta que empieza a descomponerse y es finalmente expulsado por los
movimientos de la hembra. Varios autores han sugerido que algún compuesto presente en
el tapón de cópula podría actuar como elemento disuasorio del cortejo de otros machos.
En el laboratorio, los machos se niegan a cortejar hembras recientemente apareadas. Sin
embargo, la eliminación del tapón de cópula hace a las hembras sexualmente atractivas y
los machos empiezan inmediatamente a cortejarlas. Restregando el contenido de la cloaca
de hembras recientemente apareadas por el dorso de hembras atractivas (i.e., no
apareadas) se consigue que los machos pierdan interés por ellas y dejen de cortejarlas.
Estas mismas hembras vuelven a ser atractivas tan pronto como son lavadas para
eliminar los compuestos previamente depositados en su piel. Estos resultados confirman
que alguna sustancia depositada por el macho en la cloaca de la hembra actúa como una
señal química que inhibe el cortejo de otros machos. Ross y Crews (1977, 1978) han
sugerido que los machos protegen su inversión anunciando a otros machos rivales el
estado reproductivo y la no receptividad de las hembras con las que se han apareado
recientemente.

293
d) Mimetismo feromonal. Otra faceta muy interesante de la comunicación feromonal
en serpientes del género Thamnophis es el mimetismo feromonal. En poblaciones
naturales de T. sirtalis parietalis un pequeño porcentaje de los machos son cortejados
por otros machos como si se tratara de hembras. Los machos sexualmente atractivos
('shemales') son morfológicamente indistinguibles de otros machos. En cuanto a su
comportamiento, los machos atractivos prefieren, como el resto de los machos, cortejar y
aparear- se con hembras antes que con otros machos. De hecho, nunca se han observado
apareamientos entre machos, pero la presencia de machos atractivos es una importante
fuente de confusión para otros machos en las agregaciones altamente competitivas que se
establecen en el transcurso del apareamiento en estas serpientes. Cuando varios machos
compiten por el acceso a una hembra, el macho atractivo consigue que los machos
normales le dediquen toda su atención, mientras él, libre de competidores, se dedica a
cortejar a la hembra. En encuentros controlados, los machos atractivos se aparean más
del doble que los machos normales, lo que sugiere que su atractivo les confiere una
indudable ventaja selectiva (Mason y Crews, 1985). Análisis químicos de la piel de los
machos atractivos revelan metil cetonas que son intermedias entre las de las hembras y
las de los machos normales así como una práctica ausencia de escualeno, la supuesta
feromona 'masculina' (Mason et al., 1989; Mason, 1993).

7) Cuidados parentales. Las hembras de algunas especies de lagartos, especialmente


del género Eumeces, exhiben comportamientos semejantes a los que se observan en otros
taxones en relación con la incubación y el cuidado de la puesta (Evans, 1959; Shine,
1988). En el laboratorio, las hembras de E. laticeps y E.fasciatus dan vueltas a los
huevos en el nido y los lamen frecuentemente. Las hembras recuperan aquellos huevos
que (accidental o experimentalmente) hayan sido desplazados fuera del nido y los hacen
rodar de vuelta al nido empujándolos con la cabeza. Las hembras recuperan
indistintamente huevos de cualquiera de las dos especies, pero ignoran los huevos de
lagartos de otros géneros. Cuando se les da a elegir entre puestas de Eumeces y de otros
lagartos, las hembras incuban únicamente huevos de Eumeces, aunque la puesta haya
sido cambiada de sitio dentro del terrario. Durante el contacto inicial con los huevos las
hembras emiten unos pocos lengüetazos; si la puesta es de Eumeces vuelven a incubarla,
si no la rechazan. Además, las hembras ignoran los huevos artificiales de parafina, lo que
sugiere que los estímulos químicos podrían ser importantes en el reconocimiento de los
huevos (Vitt y Cooper, 1989; Mason, 1992).

5.6. Evolución

La etología inició su andadura como disciplina científica sobre una sólida tradición
de investigación del comportamiento desde una perspectiva explícitamente filogenética.
Dos de los 'padres fundadores' de la etología, Oskar Heinroth y Charles O. Whitman,
propusieron, siguiendo a Darwin, que las pautas de comportamiento podían utilizarse, al

294
igual que los caracteres morfológicos, como indicadores de las relaciones filogenéticas.
Esta perspectiva filogenética sirvió como punto de referencia para un gran número de
trabajos comparativos que prosperaron a mediados de este siglo bajo la dirección de
Konrad Lorenz y Niko Tinbergen. Sin embargo, y a pesar de estos inicios tan
prometedores, el estudio de la evolución del comportamiento pronto empezó a ceder
terreno y, a finales de los años 1960, quedó totalmente eclipsado por otras subdisciplinas
como la sociobiología o la ecología del comportamiento que por aquel entonces
empezaban a cobrar vigor dentro de la etología (e.g., Burghardt y Gittleman, 1990).

5.6.1. El nudo gordiano y la contribución cladista

Varios son los motivos que propiciaron este 'eclipse de la historia' en la etología
(Brooks y McLennan, 1991). En primer lugar, el registro fósil, esa ventana que nos
permite observar el pasado, no es de gran ayuda en lo que se refiere al comportamiento.
La carencia de un registro fósil adecuado hace que tengamos que recurrir a métodos
indirectos para reconstruir la evolución del comportamiento, comparando especies
actuales para intentar determinar cómo se comportaba el ancestro común a ellas y los
cambios que posiblemente ocurrieron desde que tuvo lugar la separación en distintos
linajes. El método comparativo es sin lugar a dudas la herramienta más eficaz de que
disponemos para analizar la evolución del comportamiento, pero es al mismo tiempo un
método complejo y que requiere un considerable grado de sofisticación estadística por
parte del investigador. La reconstrucción filogenética exige además la utilización de bases
de datos relativamente completas, que incluyan características del comportamiento de un
gran número de taxones. Tanto éstas como las técnicas estadísticas necesarias para el
análisis riguroso de los datos comparativos son una adquisición relativamente reciente
(Gittleman, 1989; Harvey y Pagel, 1991; Gittleman y Decker, 1994). Un segunda
dificultad en el estudio de la evolución del comportamiento es la que plantea la distinción
entre semejanzas de comportamiento debidas a una ascendencia común (homologías) y
semejanzas debidas a procesos de convergencia (homoplasias). Muchos
comportamientos exhiben variación intraespecífica, plasticidad y respuesta a los cambios
ambientales. Si el comportamiento es tan maleable, argumentaban algunos, su
vinculación con un linaje determinado (i.e., homología) será probablemente bastante
tenue. La aplicación del concepto de homología a los caracteres de comportamiento se
convirtió así en un auténtico nudo gordiano que desvió el interés de los etólogos hacia
otras metodologías basadas en apreciaciones subjetivas y que consideran la evolución del
comportamiento independientemente de las relaciones filogenéticas (e.g., las 'series
etológicas'; Alcock, 1993). De hecho, las dificultades en la aplicación del concepto de
homología a los caracteres de comportamiento llevó a algunos autores a desestimar el
concepto de homología del comportamiento (e.g., Atz, 1970) y marcó el inicio del
declive de los estudios sobre la evolución del comportamiento. Sin embargo, la crítica de
que las pautas de comportamiento son demasiado flexibles para identificar relaciones

295
filogenéticas se considera hoy en día injustificada. Algunas características de
comportamiento son, como algunos caracteres morfológicos, 'buenos' caracteres
sistemáticos, mientras que otras (e.g., tamaño del espacio doméstico, organización social)
son excesivamente variables y no tienen valor discriminatorio. Los comportamientos,
incluso los más plásticos y maleables, muestran limitaciones impuestas por la filogenia e
inercia filogenética; su utilidad como indicadores de las relaciones filogenéticas es en
definitiva un problema susceptible de examen empírico (de Queiroz y Wimberger, 1993;
Gittleman y Decker, 1994).
En la actualidad, la acumulación de amplias bases de datos comparativos se ha
aliado con los avances en la metodología comparativa y en el campo de la sistemática,
particularmente la sistemática filogenética o cladismo, para proporcionar un nuevo
impulso a los estudios sobre la evolución del comportamiento. Estos estudios son
fundamentalmente de dos tipos (Burghardt y Gittleman, 1990; Gittleman y Decker,
1994). En primer lugar, podemos estar interesados en conocer cómo ha evolucionado un
determinado aspecto del comportamiento. En relación a la quimiorrecepción, por
ejemplo, podemos preguntarnos si la capacidad para detectar estímulos químicos en los
reptiles ha evolucionado en una determinada secuencia, pasando de la capacidad para
detectar olores de presas en los grupos ancestrales a la detección de depredadores y,
quizá más recientemente, a la comunicación feromonal. Esta sistemática del
comportamiento ('behavioral systematics'; Gittleman y Decker, 1994) está en la línea del
clásico estudio de Lorenz sobre las exhibiciones de las anátidas (Lorenz, 1941/1970;
Burghardt y Gittleman, 1990). Los estudios de sistemática del comportamiento utilizan
generalmente datos categóricos o discretos y su metodología consiste en superponer los
caracteres de comportamiento sobre una filogenia construida independientemente a partir
de otros caracteres, típicamente morfológicos. Las modernas técnicas de análisis cladista
son especialmente útiles en este contexto (e.g., Brooks y McLennan, 1991; Striedter y
Northcutt, 1991). En el siguiente apartado revisaremos algunos trabajos que han aplicado
esta metodología al estudio de la evolución de la quimiorrecepción en los reptiles
Squamata.
Un segundo tipo de estudios intenta determinar qué parte de la variación que
observamos en el comportamiento se debe a procesos de adaptación ecológica al nivel de
la especie o a adaptación individual (i.e., aprendizaje, experiencia) y qué parte es
atribuíble a factores históricos (i.e., filogenia). La mayor parte de los estudios
comparativos recientes son de este segundo tipo, utilizan datos continuos o cuantitativos,
y sus principales herramientas son el análisis de la varianza (ANOVA) y los métodos de
autocorrelación (e.g., Gittleman y Kot, 1992). Aunque estos métodos no han sido
aplicados al estudio de la quimiorrecepción en los reptiles, no existe en principio ningún
motivo que desaconseje su utilización.

5.6.2. La evolución de la quimiorrecepción en los reptiles Squamata

296
Para cualquier intento de reconstrucción filogenética es necesario contar previamente
con una hipótesis altamente corroborada acerca de las relaciones filogenéticas de los
taxones en cuestión (i.e., cladograma) basada en un gran número de caracteres distintos
a aquel (aquellos) cuya filogenia pretendemos reconstruir. Afortunadamente, los trabajos
recientes sobre filogenia y clasificación de lagartos y serpientes han empleado una
aproximación estrictamente filogenética (i.e., cladista). En particular, Estes y
colaboradores (1988) han reconsiderado las relaciones filogenéticas dentro del grupo de
los reptiles Squamata y han propuesto una filogenia cladista para el grupo basada en 148
caracteres, la mayoría osteológicos (Figura 5.9).

Figura 5.9. Cladograma de Estes y colaboradores (1988) de las relaciones filogenéticas de los reptiles Squamata
basado en el análisis cladista de 148 caracteres morfológicos. Aunque la monofilia del grupo es indiscutible, la
posición correcta de algunos taxones es controvertida; así, Dibamidae, Amphisbaenia y Serpentes aparecen en el
cladograma como incertae sedis (líneas discontinuas). Reproducido de Estes y colaboradores (1988, p. 140) con
autorización de Stanford University Press.

Schwenk (1993) identificó a partir de la literatura 21 caracteres con estados variables


relacionados con distintos aspectos de la quimiorrecepción en los reptiles Squamata, tales
como la morfología lingual, la morfología del órgano vomeronasal y del paladar, la
neuroanatomía, los movimientos de la lengua, la morfología del epitelio olfativo y el
comportamiento. Después de determinar el estado de cada carácter para todos aquellos

297
taxones para los que existían datos suficientes (incluyendo representantes de todos los
grupos suprafamiliares de la clasificación de Estes et al., así como las serpientes y los
anfisbénidos), Schwenk llevó a cabo dos análisis filogenéticos: 1) Utilizando únicamente
los 21 caracteres relacionados con la quimiorrecepción para generar una filogenia de los
Squamata. 2) Superponiendo los caracteres relacionados con la quimiorrecepción sobre
una hipótesis filogenética previa independiente (i.e., Estes et al., 1988). Los resultados
del primer análisis indican una elevada correlación entre la filogenia construida con los
caracteres relacionados con la quimiorrecepción y la filogenia de Estes y colaboradores
(1988). Estos resultados sugieren que los caracteres relacionados con la quimiorrecepción
son, con algunas excepciones, excelentes predictores de la filogenia de los Squamata. La
congruencia con una hipótesis filogenética independiente basada en un gran número de
caracteres implica que la biología quimiosensorial de los reptiles Squamata es
principalmente un reflejo de sus relaciones filogenéticas y no de la adaptación a distintos
ambientes (i.e., radiación ecológica). Esto sugiere además que los caracteres relacionados
con la quimiorrecepción exhiben limitaciones impuestas por la filogenia, evolucionando
únicamente en respuesta a las grandes reorganizaciones fenotípicas características de la
cladogénesis basal, y que no están sujetos a rápidos cambios adaptativos en organismos
no relacionados expuestos a ambientes similares. No obstante, la selección puede
contrarrestar esta tendencia al conservadurismo en algunos grupos, como los Iguania, que
incluye a las familias Iguanidae, Agamidae y Chamaeleontidae (Figura 5.9).
El segundo análisis de Schwenk (1993) permite examinar los orígenes históricos y
las sucesivas transformaciones de los caracteres relacionados con la quimiorrecepción.
Los lengüetazos quimiosensoriales, por ejemplo, están presentes en mayor o menor
medida en todos los reptiles Squamata, pero no en otros órdenes de reptiles. A partir de
esta evidencia, Schwenk (1993) concluye que los lengüetazos quimiosensoriales son un
carácter ancestral o plesiomórfico de los reptiles Squamata. Además, la lengua con la
punta hendida o claramente bifurcada, el cuerpo fungiforme del órgano vomeronasal, y la
musculatura circular de la lengua constituyen un complejo de caracteres correlacionados
asociado a la adquisición en los reptiles Squamata de una conexión directa entre la
cavidad bucal y el órgano vomeronasal y la pérdida de conexión entre éste y la cavidad
nasal (véase también Schwenk, 1986; Cooper, 1994b). Aunque el propio Schwenk
(1985) ha defendido que el gusto podría ser la modalidad implicada en muchos
lengüetazos quimiosensoriales, la presencia de botones gustativos no exhibe una
asociación exclusiva con este comportamiento, por lo que es improbable que esté
causalmente ligada a su origen. Por último, los resultados de este análisis sugieren que los
lengüetazos dirigidos al cuerpo de conespecíficos durante el cortejo aparecieron muy
pronto en la historia de los Squamata, aunque este comportamiento podría haberse
perdido en el grupo de los Scincomorpha, al que pertenecen las familias Lacertidae y
Teiidae (Figura 5.9).
Recientemente, Cooper (1994b) ha propuesto varias hipótesis relativas a la
evolución del lengüetazo quimiosensorial, a la historia de su participación en distintos
dominios funcionales y a su papel en la di versificación de los reptiles Squamata. Según

298
Cooper (1994b), habría dos posibles antecedentes evolutivos del lengüetazo
quimiosensorial: 1) La protrusión lingual para la captura de la presa [en los lagartos del
grupo Iguania la parte anterior de la lengua funciona como un órgano prensil para la
captura de la presa; esta habilidad se ha perdido en el grupo Scleroglossa (Schwenk y
Throckmorton, 1989)]. 2) Los ajustes posturales de la lengua que tienen lugar durante la
ingestión de la presa o después de ella. Cualquiera de estos movimientos podría, una vez
establecida la conexión del órgano vomeronasal con la cavidad bucal en los primeros
Squamata, haber resultado en un contacto accidental de la lengua con substratos
portadores de estímulos químicos de presas, conespecíficos o depredadores. El contacto
de la lengua con estímulos químicos importantes para la supervivencia y la reproducción
habría proporcionado la presión de selección necesaria para la evolución del lengüetazo
quimiosensorial y para la modificación de las pautas motoras para un muestreo lingual
más eficaz (Gove, 1979; Cooper, 1994b).
Basándose en una filogenia ligeramente modificada a partir de Estes y colaboradores
(1988), Cooper (1994b) utiliza la distribución taxonómica de los comportamientos
relacionados con la quimiorrecepción en los grupos actuales para elaborar varios
escenarios evolutivos que podrían explicar cómo los lengüetazos han ido adquiriendo
importancia en dominios funcionales relacionados con la detección de estímulos químicos
de presas, depredadores y conespecíficos (i.e., comunicación feromonal). Como los
comportamientos a partir de los cuales posiblemente evolucionó el lengüetazo
quimiosensorial están todos relacionados con la alimentación, parece razonable suponer
que la selección habría actuado en primer lugar sobre la habilidad para detectar e
identificar estímulos químicos de presas. Sin embargo, la ausencia de detección
quimiosensorial de presas y depredadores en la mayoría de los lagartos del grupo Iguania
y la amplia distribución de la comunicación feromonal sugieren un escenario alternativo
en el que la selección natural de la capacidad para detectar feromonas habría
proporcionado el impulso inicial para la evolución del lengüetazo quimiosensorial
(Cooper, 1994b).
Cooper (1994b) propone además que la adquisición de la capacidad para discriminar
estímulos químicos de presas hizo posible la evolución de un modo de forrajeo activo
que a su vez tuvo importantes consecuencias para la posterior evolución y diversificación
de los reptiles Squamata. La adopción de un modo de forrajeo activo podría estar
relacionada con especializaciones en el comportamiento antidepredador, la forma
corporal, la competencia intraespecífica (e.g., territorialidad), los sistemas de
apareamiento y la reproducción (Huey y Bennett, 1986; Cooper, 1994b).

5.6.3. La vomerolfacción y el origen de los mamíferos

La evolución del órgano vomeronasal en los vertebrados ha sido tratada por Parsons
(1970b), Bertmar (1981) y Eisthen (1992). Generalmente se acepta que la presencia del
órgano vomeronasal como sistema quimiosensorial independiente es un carácter derivado

299
(apomórfico) en los tetrápodos. Aunque el sistema olfativo pudo haberse originado con
los primeros vertebrados (Gans y Northcutt, 1983), la mayoría de los autores coincide en
que el sistema vomeronasal es una adquisición evolutiva más tardía, que probablemente
hizo su aparición con los primeros anfibios. Bertmar (1981) ha propuesto que la
transición de los vertebrados al medio terrestre proporcionó la presión de selección
necesaria para la evolución del sistema vomeronasal. Sin embargo, dado que el sistema
vomeronasal está presente en las larvas y en los adultos neoténicos de muchos anfibios,
es posible que su origen no esté estrictamente ligado al medio terrestre sino que surgiese
como una adaptación a la vida acuática (Eisthen, 1992).
La amplia distribución del sistema vomeronasal en los tetrápodos y su temprana
aparición en la evolución de los reptiles ha dado lugar a especulaciones acerca de la
presencia de un sistema vomeronasal en los reptiles sinápsidos ('mammal-like reptiles') y
su posible papel en el origen de la lactación (DuvalletaL, 1983; Graves y Duvall,
1983;Duvall, 1987). Es posible que feromonas de agregación segregadas por el vientre de
la madre precediesen y facilitasen la evolución de secreciones relativamente más
complejas como la leche (Graves y Duvall, 1983). Según esta hipótesis, los jóvenes
sinápsidos habrían sido inicialmente atraídos hacia una zona ricamente vascularizada del
vientre de la madre en busca de calor y humedad, quizás mediante la participación de
una feromona de agregación similar a la que hoy en día atrae a los gazapos hacia los
pezones de la madre (Hudson y Distel, 1986). Presumiblemente, los mismos tejidos
maternos que segregaban la feromona de agregación habrían sido modificados (co-
optados) en el transcurso de la evolución para producir un exudado nutritivo y,
finalmente, leche (Graves y Duvall, 1983).

5.7. Etología aplicada

A la ya apretada agenda del etólogo, cargada de porqués, niveles de análisis y


comparaciones entre distintos taxones, ha venido a sumarse últimamente la preocupación
por las aplicaciones prácticas de la etología (Monaghan, 1993; véase Guillén-Salazar, este
volumen: Capítulo 3). Aunque la investigación aplicada carece para muchos del atractivo
de los experimentos diseñados para poner a prueba los últimos avances teóricos, hay sin
embargo muchos problemas prácticos que pueden beneficiarse de la aplicación de
conocimientos, conceptos o de la propia metodología etológica. A continuación
ofrecemos dos ejemplos que sugieren posibles contribuciones del estudio de la
quimiorrecepción en los reptiles a la resolución de problemas prácticos.

5.7.1. ¿ Repelentes para serpientes de cascabel ?

Muchas serpientes de la subfamilia Crotalinae, entre las que se encuentran los


crótalos o serpientes de cascabel, son venenosas y su mordedura es potencialmente letal

300
para el hombre. Estas serpientes rara vez atacan al hombre y su respuesta habitual ante
un vertebrado de gran tamaño consiste en una retirada prudencial, a menudo precedida
de señales acústicas que producen agitando el cascabel o haciendo vibrar rápidamente el
extremo de la cola contra el substrato. A pesar de que las muertes por mordedura de
serpiente no son tan numerosas como las causadas por ataques de perros, mucha gente
tiene, sobre todo en Norteamérica donde son relativamente abundantes, un terror casi
patológico a las serpientes venenosas (Greene, 1988; Gutzke et al., 1993).
Entre los depredadores de las serpientes de cascabel se encuentran otras serpientes,
particularmente del género Lampropeltis (Colubridae), famosas por sus hábitos ofiófagos
y su inmunidad al veneno de los crótalos. Enfrentados con una serpiente ofiófaga, los
crótalos exhiben un peculiar comportamiento denominado respuesta de defensa frente a
ofiófagos ('ophiophage defensive response') que consiste en elevar la porción media del
cuerpo formando un arco ('body bridging'), esconder la cabeza y, en último término, huir
de su agresor (Weldon y Burghardt, 1979; Weldon, 1982). Curiosamente, los crótalos
casi nunca hacen sonar el cascabel al ser atacados por una serpiente ofiófaga (Mason,
1992).
Los datos disponibles sugieren que los crótalos reconocen a las serpientes ofiófagas
por medio de estímulos químicos procedentes de la epidermis de estas últimas, más
concretamente de la región nucodorsal, aunque no está suficientemente aclarado si los
estímulos químicos son percibidos mediante el sistema olfativo principal, el órgano
vomeronasal o ambos. Los crótalos responden a la presencia de una serpiente ofiófaga
aun teniendo los ojos cubiertos, y su comportamiento antidepredador puede
desencadenarse sencillamente introduciéndolos en un recipiente o en un terrario que haya
contenido una serpiente ofiófaga. El comportamiento de defensa frente a ofiófagos no es
exclusivo de los crótalos y ha sido también descrito en algunos elápidos y colúbridos no
ofiófagos (Weldon y Burghardt, 1979; Weldon, 1982). Su dependencia de los estímulos
químicos ha sido demostrada por diversos procedimientos, incluyendo el método de los
hisopos. Serpientes del género Thamnophis, por ejemplo, emiten más lengüetazos en
presencia de hisopos impregnados con el olor de serpientes ofiófagas que no ofiófagas
(Weldon, 1982). El reconocimiento de los estímulos químicos de serpientes ofiófagas es
aparentemente innato y está presente en individuos recién nacidos e incluso en
poblaciones que no viven en simpatría con Lampropeltis ofiófagas (Weldon y Burghardt,
1979; Marchisin, 1980, en Halpern, 1992; Gutzke et al., 1993).
Dado el riesgo potencial que supone su mordedura, la protección de las serpientes
venenosas es un área donde los esfuerzos conservacionistas y el interés del publico en
general pueden entrar en conflicto. La búsqueda de procedimientos que permitan reducir
el impacto que las serpientes y el hombre tienen sobre sus poblaciones respectivas ha
servido como estímulo para el estudio de los estímulos químicos que desencadenan el
comportamiento de defensa frente a ofiófagos. Al menos en teoría, algunos compuestos
presentes en la piel de las serpientes ofiófagas podrían servir de base a un repelente que
desencadenase el comportamiento defensivo y la huida de las serpientes venenosas
disminuyendo así el riesgo de mordedura. Investigaciones actualmente en curso tienen

301
por objetivo el aislamiento y caracterización de fracciones activas obtenidas a partir de
extractos de la piel de serpientes ofiófagas (Gutzke et al., 1993). Algunas fracciones han
demostrado ya su efectividad en el laboratorio, y los análisis preliminares revelan que en
su composición intervienen hidrocarburos de cadena larga, saturados y poli-insaturados.
Sin embargo, estos estudios también han puesto de manifiesto algunas dificultades
inesperadas, como que las serpientes se habitúan con relativa facilidad y dejan de
responder a los extractos o, más preocupante, el hecho de que los crótalos más grandes y
potencialmente más peligrosos rara vez exhiben el comportamiento defensivo,
posiblemente porque su gran tamaño los hace invulnerables al ataque de serpientes
ofiófagas (Gutzke et al., 1993). El problema decidamente no es trivial y su solución
puede tardar aún en llegar.

5.7.2. La serpiente que se comió Guam

Durante la Segunda Guerra Mundial varios ejemplares de Boiga irregularis, una


serpiente arborícola de la familia Colubridae, fueron introducidos accidentalmente en la
isla de Guam. La serpiente, originaria del norte de Australia, islas Salomón y Papúa-
Nueva Guinea, probablemente viajó como polizón en algún cargamento destinado a la
base militar de Guam y pronto se extendió por toda la isla. Este formidable depredador
nocturno alcanzó en poco tiempo densidades de población alarmantes (hasta 50
serpientes/ha), causando un descenso igualmente dramático en las poblaciones locales de
aves, mamíferos y lagartos. Directa o indirectamente, B. irregularis es responsable de la
extinción de al menos nueve especies endémicas de aves en Guam y ahora amenaza con
extenderse a otras islas del Pacífico, donde podría causar nuevos desastres ecológicos.
Además, la serpiente ha sido acusada de provocar frecuentes cortes en el suministro de
energía eléctrica, con las consiguientes pérdidas económicas y el comprensible
nerviosismo de las autoridades militares de la isla (Pimm, 1987; Chiszar, 1990; Rodda et
al., 1992a). Ante esta grave situación, varios investigadores han emprendido estudios del
comportamiento y la ecología de B. irregularis con la esperanza de que la información
obtenida sugiera posibles estrategias de intervención para el control de sus poblaciones.
En ausencia de información previa sobre el comportamiento de una especie resulta
imposible predecir qué aspecto de su repertorio resultará más vulnerable a las
manipulaciones destinadas a controlar sus poblaciones. En el caso deBoiga irregularis,
dos alternativas evidentes son la locomoción, para diseñar barreras efectivas que limiten
el acceso de las serpientes a las instalaciones y tendidos de la red eléctrica, y el
comportamiento depredador (Chiszar, 1990). Dado que los estímulos químicos juegan un
papel crucial en el control del ataque depredador de otras serpientes, uno de los objetivos
del estudio del comportamiento depredador ha sido el identificar compuestos que
pudieran servir como cebo en trampas para B. irregularis. Los primeros experimentos
realizados en el laboratorio, sin embargo, resultaron desalentadores por cuanto sugerían
que los estímulos químicos de presas no son capaces de desencadenar ataques ni

302
investigación quimiosensorial en esta especie. Las serpientes atacan ratones encerrados
en cajas de plástico transparente, pero ignoran las cajas vacías aunque estén impregnadas
con olores de roedor (Chiszar et al., 1988b). A diferencia de lo que ocurre con otras
serpientes, que atacan cajas vacías o hisopos impregnados con olores de presa, los
estímulos visuales contrarrestan cualquier posible efecto de los estímulos químicos sobre
el comportamiento depredador de B. irregularis. Estos resultados arrojan por tanto
serias dudas sobre la viabilidad de un cebo basado en olores de presa. No obstante,
estudios posteriores revelaron que los estímulos químicos sí que son importantes, pero
únicamente en condiciones de total oscuridad como las que experimentaría una serpiente
dentro de la madriguera de alguna de sus presas habituales. Aparentemente B. irregularis
sólo recurre a los estímulos químicos cuando los estímulos visuales son insuficientes para
reconocer una presa potencial (Chiszar et al., 1988a). Los resultados de estos
experimentos confirman la importancia de las variables contextuales en el reconocimiento
de la presa y sugieren que las serpientes podrían de hecho ser vulnerables a las trampas
cebadas con olores de presa. En efecto, experimentos preliminares llevados a cabo en el
campo han demostrado que las trampas cebadas con guano de aves domésticas son más
atractivas para B. irregularis que trampas control que no contenían ningún cebo (Fritts
et al., 1989; Rodda et al., 1992b). La búsqueda de procedimientos que permitan un
control eficaz de las poblaciones de B. irregularis sigue abierta en varios frentes
relacionados con la quimiorrecepción. Algunas estrategias, como la utilización de
repelentes comerciales, no han dado el fruto esperado (McCoid et al., 1993), mientras
que otras, como la utilización de feromonas sexuales o de agregación para cebar trampas,
esperan comprobación experimental (Chiszar, 1990; Murata et al., 1991).

303
CAPÍTULO 6

LA COMUNICACIÓN VISUAL EN LOS PRIMATES

Maribel Baldellou

6.1. Introducción

Aunque la comunicación es básica y necesaria para la supervivencia, la reproducción


y la vida social, las definiciones que se presentan en la literatura y que se mencionan en
este capítulo sobre el fenómeno de la comunicación son bastante dispares. La
introducción de ciertas nociones como son el carácter mutualista versus asimétrico de los
beneficios obtenidos por ambos participantes (i.e., el emisor y el receptor), la referencia
a procesos inobservables (e.g., la posible intencionalidad del sujeto emisor) y el problema
de las señales intraespecíficas versus interespecíficas han complicado aún más la
adopción de una definición consensuada y general de la comunicación, aunque, por otra
parte, la diversidad de aproximaciones empleadas en su estudio también ha contribuido a
enriquecer el marco teórico de que disponemos en la actualidad.

6.1.1. Definición de comunicación y conceptos básicos

La aproximación etológica clásica basada en las ideas evolutivas planteadas por


Darwin y desarrolladas por Tinbergen, Marler y Smith, entre otros, enfatiza la noción de
que la comunicación puede ser un fenómeno de mutualismo, es decir, en el que tanto el
emisor como el receptor se benefician (Marler, 1977; Smith, 1982). Otra concepción
menos restrictiva es la adoptada por Wilson (1980). Según este autor, el emisor, el
receptor, o ambos pueden beneficiarse del intercambio de información que se produce
durante una interacción comunicativa. Otros estudiosos del comportamiento consideran
en cambio que, en términos evolutivos, el concepto de comunicación debe limitarse a los
casos en que el principal beneficiario de la realización de una conducta supuestamente
comunicativa es el emisor de la señal (Dawkins y Krebs, 1978; Slater, 1983).
Dawkins y Krebs (1978) proponen que la emisión de señales por un individuo
comportan una manipulación del receptor más que una transmisión de información, de
forma que: "se produce comunicación cuando un animal, el actor, realiza una conducta
que parece ser el resultado de la acción de la selección para influir sobre los órganos
sensoriales de otro animal, el cual reacciona (reactor) de forma que éste (el que
reacciona) cambia su comportamiento en beneficio del actor" (p. 283). Del mismo modo,
otros estudiosos del comportamiento han considerado el cambio conductual del receptor

304
como esencial para emplear el término comunicación (Hailman, 1977; Wilson, 1980;
Slater, 1983), aunque también se ha sostenido el punto de vista contrario, esto es, que un
episodio en el que existe emisión de una señal y ausencia de respuesta en el receptor
también puede considerarse comunicativo (Halliday, 1983). De hecho, sería mejor
considerar que la comunicación es cualquier acción que altera la probabilidad de emisión
de comportamiento de otro individuo con independencia de quién se beneficie (esto es, el
actor, el receptor o ambos) (Drickamer y Vessey, 1986).
Tampoco existe consenso sobre si el término comunicación debe reservarse para
relaciones intraespecíficas, esto es, incluir tan solo las señales que intercambian los
miembros de una misma especie, o, por el contrario, incorporar también el intercambio
de información entre miembros de diferentes especies (Marler, 1977; Lewis y Gower,
1980; Riba, 1990). Este desacuerdo está ligado al problema de la intencionalidad del
actor, ya que, por ejemplo, una presa no está informando a un predador de su presencia
de forma voluntaria. Marler (1977) propone una solución a este problema al establecer
como único criterio para definir la comunicación, la existencia de intencionalidad por
parte del emisor o del receptor. No obstante, resulta difícil determinar la intencionalidad
del emisor y, además, tampoco se puede negar que las características anatómicas y
cromáticas de los diferentes grupos de edad, el sexo y el estado reproductivo de los
sujetos también pueden influir en la conducta de los animales con los que interactúa
(Riba, 1990 y 1991; Zeller, 1992). Los sociobiólogos (como los etólogos clásicos) tienden
a adoptar una postura más reduccionista, olvidando o incluso negando en ocasiones la
importancia de la intencionalidad como requisito para que exista comunicación, por el
contrario los semiólogos, cuya preocupación es epistemológica, consideran que no existe
comunicación si no hay intencionalidad por parte del emisor. Tras una extensa revisión
sobre esta problemática, Riba (1990) concluye que: "la comunicación animal incluirá
fenómenos de transmisión de información marcados por la intención de comunicar del
emisor, y fenómenos de transmisión de información marcados por las respuestas del
receptor, los cuales implican un reconocimiento del mensaje intencional tanto si el emisor
pretendía lanzarlo como si no" (pp. 169-170). Hay que señalar, no obstante, que muchos
etólogos contemporáneos, en especial los que trabajan dentro de los paradigmas de la
etología cognitiva, sí incorporan en sus trabajos conceptos de comunicación en los que la
noción de intencionalidad constituye una variable importante (e.g., véase Gómez, este
volumen: Capítulo 7; Colmenares, este volumen: Capítulo 2).
La definición de comunicación adoptada en este capítulo es la propuesta por Lewis y
Gower (1980): " comunicación es la transmisión de una señal o señales entre dos o más
organismos en la que la selección ha favorecido tanto la producción como la recepción de
la señal o señales" (p. 2). Se incluye de este modo la transmisión de información entre
miembros de la misma o de diferente especie, ya sea de forma voluntaria o involuntaria y
se asume que tanto el actor como el receptor pueden beneficiarse.
Otras características de la teoría de la comunicación se detallan en uno de los
trabajos clásicos de Richard Dawkins y John Krebs (1978), en el que formulan la
denominada teoría de la economía de esfuerzo. Ésta se basa en el principio de que

305
conseguir un fin por la fuerza no es comunicación, mientras que sí lo es cuando se logra
por medio de una vocalización o un gesto (véase también Marler, 1977). A modo de
complemento, Marian Dawkins (1986) establece la diferencia entre las señales de
conflicto que se utilizan para valorar la calidad del actor y las que no implican una
valoración, por ejemplo, las que permiten que un grupo permanezca cohesivo o se alerte
en presencia de un depredador potencial. Las primeras señales son exageradamente
conspicuas y entrañan un desgaste energético considerable, mientras que las segundas
son más económicas.
Por otro lado, las señales pueden ser discretas (con intensidad única) o continuas
(con intensidad variable); un ejemplo ilustrativo es el de los despliegues de amenaza en
los que la tendencia al ataque se refleja en una secuencia de comportamientos que cada
vez se aproximan más al ataque (vide infra: apartado 6.3.5). Como ya sugería Marler
(1977), los primates que muestran una mayor gradación de señales en su repertorio de
comunicación son, en general, de tamaño corporal relativamente elevado y viven en
sociedades multimacho, relacionándolo especulativamente con la ecología y probable
organización social de los antepasados del hombre. En este contexto, Redican (1982)
advierte que una de las características de las expresiones faciales de los primates es que
no son tan estereotipadas ni tan rígidas como las que presentan otros grupos animales.
La información transmitida por una señal puede depender del contexto, información
contextual (e.g., Smith, 1982), siendo su contribución más importante en los primates
que en otros organismos. Lewis y Gower (1980) distinguen las siguientes fuentes de
información contextual: de afiliación, de estatus social, de localización y
metacomunicación. Si las aplicamos a los primates, podemos incluir en el primer grupo
las relaciones afiliativas ya estén basadas en relaciones materno-filiales, entre parejas
heterosexuales, o entre individuos de la misma clase de edad que mantienen relaciones de
proximidad, de afiliación y alianzas (basadas en interacciones de coalición agonística). En
relación con el estatus social, resulta aparente el hecho de que, una vez establecida una
jerarquía de dominación, las señales tienden a ser menos intensas y más eficaces,
evidenciándose el efecto de las relaciones pasadas. También puede considerarse
informativa la localización de las señales tanto en relación con su distribución temporal,
esto es, el momento del inicio o su repetición, como con su distribución espacial, es decir,
la proxémica. Por último, la metacomunicación que puede ser definida como la
comunicación sobre la comunicación, proporciona un marco de referencia al receptor
para que éste evalúe correctamente la intención del emisor, por ejemplo, durante el juego
pueden combinarse elementos de señales agresivas con señales lúdicas, de forma que las
últimas modifican el significado de las señales agresivas.
Marian Dawkins (1986) propone la utilización de la expresión transferencia de
información para referirse al intercambio de información entre individuos, proceso que-
interpreta como una alteración de la probabilidad de que otro individuo emita una
conducta. La recepción de la señal estará supeditada a la filtración de estímulos ya que
los animales son selectivos y tienden a responder tan solo a ciertos eventos de su entorno
que pueden ser importantes para ellos e ignorar los otros, siendo la atención selectiva un

306
tipo de filtración de estímulo que se basa en el registro del estímulo pero sin que éste
llegue a afectar el comportamiento o aprendizaje del individuo (McFarland, 1993).
Las señales en este contexto son las acciones que habrían evolucionado para
favorecer la transmisión de información y pueden ser tanto discretas como gradadas. El
grado de estereotipia de las señales es mayor que la de otras conductas (Barlow, 1977)
aunque existen variaciones que dependen de los siguientes factores:

a) La naturaleza del mensaje, por ejemplo, las señales que denotan la motivación
agresiva y sexual del emisor, son generalmente más variables que las que
anuncian la presencia de un predador.
b) La capacidad de diferenciar variaciones de la señal por parte del receptor, la
cual dependerá de la capacidad del sistema nervioso para procesar la
información.
c) La influencia potencial del entorno en modificarlas, esto es, cuando el entorno
puede distorsionar la transmisión de las señales se favorecerá un mayor grado
de estereotipia (Halliday, 1983).

El término señal puede utilizarse en su concepción más amplia o limitarse en algunos


contextos a características morfológicas, mientras que el término despliegue hace
referencia a las pautas de conducta social típicas de la especie (Harré y Lamb, 1991),
distinguiéndose a menudo entre expresiones faciales, gestuales y posturales.
Julian Huxley fue el primero en aplicar el término despliegue ('display') en 1914 y
posteriormente lo definió como: "la formalización adaptativa o canalización de la
conducta emocional bajo la presión teleonómica de la selección natural con el fin de:

a) Desarrollar mejor y de forma menos ambigua la función de señal, tanto a nivel


intraespecífico como a nivel interespecífico.
b) Servir como elicitadores o desencadenadores más eficientes de pautas de acción
en otros individuos.
c) Reducir la probabilidad de recibir heridas en combates intraespecíficos.
d) Actuar como mecanismo de vinculación sexual y social" (Huxley 1966 citado en
Redican, 1982, p. 216).

Tinbergen subrayó que el proceso de emancipación de los factores causales que


originalmente controlaban la ejecución de los despliegues se denomina ritualización e
implica que las señales se exageran, elaboran y se asocian generalmente a colores y
estructuras llamativas (vide infra: apartado 6.4).

6.1.2. Niveles de comunicación en los primates

307
Después de examinar la contribución de las diferentes modalidades o sistemas de
comunicación al mantenimiento de la cohesión social en los primates, Anne Zeller (1992)
concluye que:

a) Los canales sensoriales utilizados son el visual, el auditivo, el táctil y el olfativo.


b) Los medios de comunicación visuales están representados por expresiones
faciales, gestuales, posturales tanto del cuerpo (kinésica) como de localización
relativa a otros congéneres (proxémica).
c) Los códigos pueden referirse a patrones de movimiento, de color, de posición
de las partes corporales y del nivel de tensión.
d) Otros factores que pueden influir en la interpretación de las señales incluyen la
reacción del receptor, los mensajes engañosos y el número de receptores a los
que va dirigida la señal.

Los miembros de las especies de la superfamilia Cercopithecoidea –que incluye los


monos africanos y asiáticos– poseen visión binocular tricromática así como una gran
agudeza visual y dependen más de este canal sensorial que otras especies (Gautier y
Gautier, 1977). Ello puede hacerse extensible a la superfamilia Hominoidea –cuyas
formas vivientes incluyen los gibones, los póngidos y el hombre–, por lo que los
catarrinos, que comprenden ambas superfamilias, constituirán la mayoría de los ejemplos
que se citarán en este trabajo. Hay que hacer notar que la clasificación sistemática
utilizada a lo largo de este capítulo es la que presenta Robert Martin en su obra Primate
Origins and Evolution. A Phylogenetic Reconstruction (1990).
Las características del canal visual se basan principalmente en la información
percibida sobre la localización espacial y en que las señales pueden ser más susceptibles
al engaño. A este respecto, Frans De Waal (1989b) observó a un macho de chimpancé
común, Pan troglodytes, ocultando su genitalia ante la presencia de un macho más
dominante, probablemente para no incitar la agresión por parte de éste. Un
comportamiento similar se ha descrito en un macho subordinado de mono tota que
estaba realizando un despliegue penil a un macho de rango inferior cuando el macho más
dominante se aproximó a éstos y 'el insubordinado' ocultó su genitalia con sus manos
(Baldellou, 1992). También se ha descrito la ocultación de la cara de juego ('playface')
en un gorila cautivo (Tanner yByrne, 1993).
Sería interesante profundizar en el estudio de la frecuencia y los efectos del engaño
en la comunicación visual de los primates, el hombre incluido, ya que el engaño puede
resultar beneficioso cuando no ocurre frecuentemente, cuando no se dirige a individuos
genéticamente emparentados y cuando no supone un coste para el actor (véase Dawkins
y Guilford, 1991; Johnstone y Grafen, 1993).

6.1.3. Métodos de estudio de la comunicación animal

308
Existen varias aproximaciones básicas y complementarias al estudio de la
comunicación, la del fisiólogo, la del estudioso del comportamiento y la del semiólogo. El
fisiólogo analiza la recepción de estímulos, es decir, la sensibilidad y el funcionamiento
de los órganos sensoriales y sus conexiones neurales. El estudioso del comportamiento
basa sus estudios en la percepción, es decir, el resultado del procesamiento analítico
realizado por el sistema nervioso central sobre la información sensorial, la experiencia y
la inferencia inconsciente (McFarland, 1993). Tampoco hay que olvidar la aproximación
semiótica que complementada con la aproximación etológica constituye la zoosemiótica,
término propuesto por Sebeok en 1963 (esta disciplina es tratada extensamente por
Carlos Riba [1990 y 1991] por lo que recibirá escasa atención en este trabajo).
Por otro lado, el nivel de análisis empleado más frecuentemente es el organísmico,
es decir, las características físicas, conductuales y psicológicas del individuo, que se
estudia con el método inductivo más que con el método experimental (Slater, 1983).
Algunos trabajos realizados con el procedimiento hipotético deductivo se han centrado en
el estudio de los animales en condiciones de experimentación, en las que se manipulaba la
presencia de claves visuales, olfativas, etc., con el objeto de determinar, por ejemplo, si
la comunicación del estado reproductor de la hembra se transmite principalmente por el
canal visual o por el canal olfativo (e.g., Bielert, 1982; Bielert y Van der Walt, 1982;
Keverne, 1983).
El estudio de la comunicación puede abordarse desde dos puntos de vista, a nivel de
mensaje y a nivel del significado (Smith, 1982; Slater, 1983). El primero está basado en
el análisis del mensaje o señal que emite el emisor y, generalmente, examina la secuencia
de actos conductuales. El segundo es el que intenta inferir el significado o la
interpretación que hace el receptor de la señal (Slater, 1983). El problema que plantea el
estudio de la comunicación desde este punto de vista es que, aun conociendo el contexto
en el que aparece una señal, puede ser difícil interpretar su significado ya que la misma
señal puede darse en varios contextos diferentes y tener un significado distinto en cada
unos de ellos. En este ámbito, los métodos de análisis secuencial, aunque tienen
inconvenientes y limitaciones, pueden resultar muy útiles en el estudio de la
comunicación animal, tanto para identificar diferencias individuales en la ritualización de
pautas, como para analizar la causalidad inmediata y el efecto sobre el receptor (véase
Altmann, 1965; Lewis y Gower, 1980; Slater, 1983).
Finalmente, la función de la comunicación visual puede analizarse por medio de la
aplicación de modelos como el propuesto por Chadwick-Jones (1992), denominado
Modelo de Contingencia Social. Este modelo ha sido formulado utilizando principios
articulados por los psicólogos sociales e intenta descifrar modificaciones en pautas que se
habían considerado con anterioridad como altamente estereotipadas y que, de hecho,
pueden presentar modificaciones según el contexto social en el que ocurren. Un ejemplo
sería presentar la grupa, que típicamente se produce en un contexto sexual pero que con
componentes de sumisión puede ocurrir en interacciones de dominación/sumisión, como
preludio de espulgamiento (i.e., solicitud de aseo) o actitud negociadora (Colmenares,
1990b). El análisis secuencial de la conducta puede facilitar también el estudio de las

309
cuestiones próximas, delimitando los antecedentes y consecuentes de las conductas
interactivas, es decir analizando el contexto que precede y sucede a éstas (Baldellou, en
prensa).
La aproximación general que se utilizará en el desarrollo de este capítulo será
fundamentalmente etológica y la comunicación visual en los primates se abordará
teniendo en cuenta los cuatro porqués del comportamiento definidos por Tinbergen
(Tinbergen, 1963; Hinde, 1982; véase también Colmenares, en preparación a). En primer
lugar, se plantearán las cuestiones sobre causación inmediata y desarrollo ontogenético
(apartado 6.2). A continuación, se tratarán las cuestiones funcionales en términos del
significado adaptativo (apartado 6.3). Por último, se delimitarán los factores que pueden
influir en la evolución y la filogenia (apartado 6.4).
Se adoptará una concepción amplia de la comunicación, ya que el problema que se
pretende examinar concierne la manera en que el canal visual puede contribuir a la vida
social de los primates, y se hará hincapié en las relaciones afiliativas, sociosexuales y en
el mantenimiento de la jerarquía social a bajo coste. Se incluirán señales que, según la
terminología propuesta por Zeller (1992), pueden diferenciarse en aquellas que se
transmiten de forma involuntaria o a nivel de comunicación básica y las dirigidas a uno
o varios sujetos de forma intencionada que forman el nivel de comunicación interactiva.
La comunicación básica transmite información sobre las características que identifican la
especie, el grupo de edad y sexo, el tamaño corporal (apartados 6.3.1 y 6.3.2) y el estado
reproductor del comunicador (apartado 6.3.3), y pueden considerarse como
comunicación porque el repertorio social depende de estas características, y sus
alteraciones provocan cambios en las interacciones sociales (Smith, 1982).
La comunicación interactiva incluye, en primer lugar, los comportamientos de
invitación sexual que anuncian la predisposición a la cópula (apartado 6.3.3) y los
patrones conductuales que permiten la convivencia en un grupo social al favorecer la
proximidad entre los individuos, las relaciones afiliativas en general y la reconciliación en
particular (apartado 6.3.4). En segundo lugar, las pautas de comportamiento agonístico y
competitivo que reflejan la posición social del individuo o la tendencia a huir o
enfrentarse a su contrincante (apartado 6.3.5). Finalmente, las señales dirigidas a
congéneres ajenos al grupo y a predadores potenciales que pueden ser tanto de tipo
básico, esto es, anuncian la presencia de los individuos de forma involuntaria, como de
tipo voluntario, las cuales podrían catalogarse como comunicación interactiva (apartado
6.3.6).

6.2. Aproximación causal al estudio de la comunicación

El objetivo primordial de este apartado es examinar el papel de los factores


proximales o mecanismos subyacentes involucrados en la comunicación visual de los
primates. Se trata de analizar el papel que desempeñan los genes, los procesos
madurativos, el aprendizaje y la experiencia en el desarrollo ontogenético de la

310
comunicación visual.
Los factores causales pueden dividirse en factores internos, que pueden ser tanto de
tipo fisiólogico ('hardware'), a saber, el sistema nervioso y el endocrino, como de tipo
psicológico ('software'), como la emoción, la motivación y la cognición, y en factores
externos, es decir, el entorno físico, biótico y social (Colmenares, en preparación a). Por
ejemplo, las diferencias anatómicas y cromáticas son reguladas por factores internos y
contribuyen a la identificación de la especie, del sexo y, en algunas especies, del estado
reproductor de las hembras (veáse apartado 6.3).
Se han realizado estudios experimentales estimulando diversas áreas del sistema
nervioso para determinar el control que este ejerce sobre ciertos patrones de conducta.
Un ejemplo es el realizado en el mono ardilla, Saimirí sciureus, en que se constató la
relación del sistema límbico con la excitación de la genitalia que tiene lugar en los
despliegues genitales de machos y hembras de esta especie (Ploog, 1967).
Las hormonas pueden afectar el desarrollo y la actividad del sistema nervioso central
y los mecanismos efectores, es decir, las neuronas motoras y la musculatura. Los efectos
hormonales sobre el comportamiento animal pueden separarse en función de su papel
organizador versus activador. El papel organizador de la hormonas (que induce la
diferenciación sexual de los fenotipos femenino y masculino) tiene lugar en etapas muy
tempranas del desarrollo –etapas prenatales normalmente–, mientras que el papel
activador se manifiesta al alcanzar la madurez sexual y se mantiene tan solo cuando los
niveles hormonales son elevados (véase también Colmenares, este volumen: Capítulo 1).
Por otro lado, varios factores pueden influir en el efecto de las hormonas sobre el
comportamiento, por ejemplo: la especie, diferencias individuales y sus preferencias
sociales, estímulos y factores sociales –como, el rango social, la presencia de hembras,
los cambios estacionales– afectan, por ejemplo, la sensibilidad del cerebro a las hormonas
(Goodenough, McGuire y Wallace, 1993).
El estado motivacional del emisor afecta la emisión de señales de tal forma que en
situaciones de conflicto motivacional la conducta puede ser ambivalente o redirigida. La
conducta ambivalente implica un conflicto interno y refleja tendencias opuestas, por
ejemplo, ataque y huida, expresadas en señales que pueden ocurrir al mismo tiempo o
ligeramente desfasadas. Los mecanismos neurobiológicos explicarían la combinación de
gestos y expresiones faciales contradictorias en contextos agonísticos, especialmente, por
ejemplo, algunos movimientos de intención pueden reconocerse como movimientos
preliminares al mordisco o al escape (Redican, 1982). Otra característica de los
despliegues sexuales y agresivos es que combinan pautas típicas de otros contextos,
como en el caso de las conductas redirigidas (Halliday, 1983).
Las señales visuales gradadas implican un amplio componente aprendido y dependen
más indirectamente del sistema nervioso que las señales innatas altamente estereotipadas.
No es sorprendente entonces que las señales gradadas sean más comunes en especies
que forman sociedades multimacho, que son, al fin y al cabo, las que se caracterizan por
poseer un sistema de comunicación que es altamente aprendido, ya sea por medio de la
observación de otros o por la propia experiencia.

311
6.2.1. El control de los niveles básicos de comunicación

La contribución más importante de la neurofisiología en el campo de la etología se


ha centrado en el estudio de los mecanismos fisiológicos que regulan la comunicación
animal ya que las capacidades sensoriales determinan la eficacia de las señales (Lewis y
Gower, 1980). Los estudios neurofisiólogicos permiten evaluar las capacidades
sensoriales de un animal y así comprender mejor los mecanismos de procesamiento e
integración de la información realizados en la corteza cerebral y, en suma, la percepción
animal.
A continuación examinaremos los mecanismos de recepción de las señales que
pueden haber influido en la selección de señales en los primates. Los primates pueden
subdividirse en Strepsirhini, el grupo más primitivo que comprende lemúridos y
lorísidos, y en Haplorhini, el grupo más avanzado que incluye tarseros y simios –los
monos, los póngidos y el hombre– (Martin, 1990).
Los Strepsirhini se caracterizan por poseer un rinarium al que puede estar
conectado el órgano vomeronasal, o también denominado órgano de Jacobson, que
recibe estímulos olfativos tanto de la cavidad oral como de la cavidad nasal y permite la
identificación de substancias, especialmente de feromonas. Esta conexión se ha perdido
en los lemúridos diurnos aunque el órgano de Jacobson está todavía presente, sugiriendo
que se ha producido una reducción en sus capacidades olfativas. En contraste, entre los
Haplorhini tan sólo los tarseros y los platirrinos han retenido el órgano de Jacobson en
su fase adulta, aunque carecen de rinarium, y ha desaparecido completamente en los
catarrinos adultos (Martin, 1990). Esta reducción en las capacidades olfativas de los
lemúridos diurnos y en la evolución de los Haplorhini es paralela a la evolución de las
estructuras oculares que se revisa a continuación y que permiten una mayor agudeza
visual y una visión tricromática en los catarrinos.
La retina es la estructura que contiene los receptores sensibles a la luz, es decir, los
conos y los bastones. Los bastones son más sensibles a intensidades lumínicas bajas y
contienen tan solo un tipo de pigmento, la rodopsina, por lo que la visión es
monocromática; varios bastones están conectados a una fibra óptica por lo que la
agudeza visual es reducida. Los conos por el contrario son más sensibles a altas
intensidades de luz y contienen dos o tres pigmentos que permiten la visión dicromática o
tricromática; el grado de convergencia de las fibras eferentes –células bipolares y células
ganglionares– es menor que en el caso de los bastones, aumentando la agudeza visual
(McFarland, 1993). En los vertebrados de hábitos nocturnos la retina es rica en bastones
que aumentan la sensibilidad a la luz a expensas de la agudeza visual, es decir, están
adaptadas a una visión escotópica. Los conos median la visión del color, esto es, la visión
fo tópica, y pueden estar ausentes, o ser escasos en primates nocturnos. Martin (1990)
postula que la presencia de algunos conos en la retina de los primates nocturnos puede
permitir la sincronización de los ritmos circadianos en relación con la salida del sol y
posiblemente con su puesta.
La fóvea es una formación que se encuentra en la parte posterior central de la retina

312
y es la zona de mayor agudeza visual. La fóvea se halla asociada con la mácula lútea
(mancha amarilla) tan sólo en los haplorrinos, caracterizándose por poseer sólo conos,
por lo que se supone contribuye a la visión en color diurna. El mono nocturno americano
ha perdido la fóvea y la mácula lútea, mientras la fóvea se conserva en los tarseros
nocturnos africanos.
El tapetum es una estructura reflectante situada entre la retina y la coroides –
membrana vascular que irriga los otras estructuras del ojo– cuya función es reflejar la luz
de vuelta a la retina y aumentar la sensibilidad a bajas intensidades de luz. El tapetum se
encuentra en la mayoría de los prosimios con la excepción de algunos lemúridos diurnos
o crepusculares y de los tarseros.
En los lemúridos y lorísidos nocturnos la presencia de tapetum puede deducirse de
sus ojos brillantes, pero en los dos géneros de haplorrinos de hábitos nocturnos o
crepusculares la presencia de tapetum no se asocia con ojos brillantes, sugiriendo una
radiación evolutiva de los dos grupos de primates nocturnos, es decir, los estrepsirrinos y
los haplorrinos. También se ha descrito la presencia de tapetum en prosimios de hábitos
diurnos, como el lemur de cola anillada, Lemur catta, y en los sifakas, Propithecus, y
podría tratarse de un carácter reminiscente de un antecesor con hábitos nocturnos
(Martin, 1990).
Adaptaciones secundarias que contribuirían a la eficacia del canal visual serían por
ejemplo las sugeridas por Redican (1982) y que se detallan a continuación. Al fruncir el
ceño durante respuestas de alarma centradas en un estímulo, en particular la pupila se
dilata con lo que mejora la agudeza visual, es decir, el contraste con el que se perciben
los objetos, aumentando la iluminación de la retina y reduciendo la difracción.
Por otro lado, cuando la vigilancia se dirige al entorno global, las cejas se elevan, los
párpados se abren y se acompañan de un movimiento lateral de la cabeza, permitiendo
un mayor campo visual.
Las respuestas de protección comportan despliegues faciales caracterizados por el
cierre de los ojos, en ocasiones intermitente, contracción de los músculos orbiculares con
lo que las cejas descienden y las orejas se aplanan contra la cabeza y las comisuras
bocales se retraen. Finalmente, la extensión de la lengua fuera de la boca, de forma
repetida, y el movimiento lateral de la cabeza y el cuerpo, también se observan en
situaciones tensas y cuando los animales se "saludan" en algunas especies de primates.

6.2.2. Las hormonas sexuales, la apariencia y el comportamiento de las hembras

En este apartado se discutirá la influencia endocrina a nivel de comunicación básica


referida a los cambios cíclicos de la genitalia femenina y a nivel de comunicación
interactiva, la cual implica una direccionalidad y un refuerzo de la primera. Los tres
componentes del comportamiento sexual de las hembras: la atracción, el poder evocador
de la respuesta sexual de los machos; la proceptividad, la iniciativa de la hembra en
iniciar y mantener una interacción sexual con un macho; y la receptividad, la respuesta

313
positiva de una hembra a la aproximación sexual de un macho (Beach, 1967), pueden
verse afectados por las hormonas sexuales –por ejemplo, el estrógeno, la progesterona
(Takahashi, 1990).
El papel de las hormonas en los cambios de la genitalia femenina se han estudiado
detenidamente en varias especies. Por ejemplo, el estado de abultamiento o hinchazón,
turgencia, y coloración de la genitalia de las hembras está regulado por los cambios
hormonales típicos del ciclo sexual y ocurren hacia el momento de la ovulación en la
mayoría de las especies (Bielert, 1982; Bielert y Van der Walt, 1982; Dixson, 1983).
Excepciones importantes son las hembras de orangután, que presentan hinchazón sexual
durante el embarazo, y las hembras adolescentes del chimpancé pigmeo, Panpaniscus,
que la pueden mostrar continuamente por períodos de hasta 40 días (Kano, 1992). Otras
especies muestran cripto-ovulación (estro oculto) y, aunque ocasionalmente se han
observado ligeros cambios en la coloración del área anogenital, no se han podido
relacionar directamente con el momento del ciclo sexual (Eley, 1992).
Asimismo, el comportamiento receptivo y especialmente la iniciación de contactos
sexuales por parte de las hembras se caracteriza por la adopción de una postura de
solicitud, presentación sexual, que además de facilitar la inspección olfativa y reforzar la
señal visual, facilita la cópula. Esta conducta de solicitud está influida por los niveles
hormonales y se detectan claros picos de comportamiento sexual durante el período de
ovulación. En general, esta predisposición a copular en el momento que la fertilización es
más probable, es más aparente en las especies que muestran claros signos externos de su
ciclo reproductor (Blaffer Hrdy y Whitten, 1987), aunque no es exclusivo de éstas
(Baldellou, 1992; Burt, 1992). Por el contrario, la conducta sexual y afiliativa en algunas
especies de titís y tamarinos, cuyo sistema reproductivo es típicamente monógamo, es
independiente de los niveles de metabolitos del estrógeno en la orina (Stribley, French e
Inglett, 1987).

6.2.3. Bioquímica del comportamiento de los machos

Los cambios en la coloración de la genitalia de los machos tota en momentos de


estrés y después de sufrir una derrota en un combate (Gartlan y Brain, 1968; Bramblett,
1980) parecen estar regulados por el estado de hidratación de la dermis y no por la
cantidad de melanina como se creía antes (Price et al., 1976). Estos cambios también
están ligados a una conducta sumisa y de periferalización típica de los machos con bajos
niveles de testosterona. Algunos estudios experimentales han demostrado que, después
de restablecer exógenamente los niveles de hormona masculina, estos machos no
muestran una iniciativa sexual, por lo que se ha propuesto que asumen su insuficiencia
social (Keverne, 1983).
El aumento de volumen corporal de los machos debido a una acumulación de
depósitos de grasa que se observa en el mono ardilla (hasta el 25% de su peso) no parece
ser el resultado de niveles más altos de testosterona (Boinski, 1992), puesto que la

314
elevación de la concentración de esta hormona se produce después (y no antes), tanto en
esa especie como en el mono rhesus (Bercovitch, 1992).
Por último, no hay que olvidar que las hormonas, además de regular cambios
morfológicos y conductuales en el emisor, pueden afectar la capacidad para captar ciertos
estímulos, por ejemplo, las hormonas sexuales afectan la visión en la mujer
(Goodenough, McGuire y Wallace, 1993).

6.2.4. Desarrollo ontogenético

Se ha criticado la propuesta de Konrad Lorenz sobre el carácter discreto de los


mecanismos de reconocimiento innatos y las pautas de acción fijas. Barlow (1977)
propuso utilizar la expresión pautas de acción modal, ya que la estereotipia de los
despliegues es más de tipo estadístico que absoluto.
Las características básicas del comportamiento innato propuestas por Lewis y
Gower (1980) pueden resumirse del siguiente modo:

a) Las conductas heredadas en mayor o menor grado se reconocen de una


generación a otra sin necesidad de que los individuos hayan permanecido en
contacto con otros congéneres.
b) Los comportamientos innatos tienden a manifestarse en todos los miembros de
la especie en forma de complejas unidades comportamentales y caracteres
anatómicos y su determinación genética puede estar mediada por efectos
hormonales.
c) Los comportamientos heredados pueden presentar pequeñas variaciones en la
población.

Los mecanismos desencadenadores innatos, según Lewis y Gower (1980), estarían


relacionados a nivel neurofisiológico con: "…todos los receptores, axones y sinapsis,
sistemas y regiones analíticas que se interponen entre el estímulo y la respuesta, y cuya
actividad y conexiones están genéticamente determinadas" (p. 123).
Estudios posteriores muestran que tanto las señales emitidas como las respuestas del
individuo no son tan estereotipadas como proponían los etólogos clásicos y que pueden
ser dependientes de procesos de aprendizaje obligatorio y depender de experiencias
previas (Zeller, 1987 y 1992; Goodenough, McGuire y Wallace, 1993). Ploog (1967) nos
presenta un detallado estudio del desarrollo ontogenético de los despliegues genitales del
mono ardilla. En esta especie se observa que estos despliegues pueden ser exhibidos
tanto por los machos (con o sin erección) como por las hembras (que exhiben el clítoris).
Esta es una diferencia que presentan con respecto a otras especies, como es el caso de
los monos tota. Ploog (op. cit.) concluye que se trata de un comportamiento innato, que
se modifica por medio del aprendizaje social.
Se ha discutido que al menos en chimpancés cautivos el aprendizaje de las pautas de

315
comunicación visual no está limitado a procesos de imitación, sino que los gestos
intencionales pueden mostrar una gran variación entre los individuos de un mismo grupo
social (Tomasello et al., 1994). De igual modo, el uso de instrumentos y otras conductas
culturales, con una implicación fundamental de las capacidades cognitivas, son más
comunes en especies más avanzadas y su aprendizaje no se basa exclusivamente en la
imitación (Call, este volumen: Capítulo 12).
Aunque el postulado de que la ontogenia es una recapitulación de la filogenia se ha
criticado, todavía nos resulta útil para entender el desarrollo de la comunicación en los
primates. En éstos, la dependencia ambiental y la elaboración en la comunicación visual
durante el proceso ontogenético reflejan un aumento de la importancia relativa de la
experiencia y del aprendizaje a medida que se avanza en la escala filogenética (vide
infra: apartado 6.4). Un ejemplo sería la presencia del órgano de Jacobson en formas
juveniles y su regresión en formas adultas de catarrinos que implicaría una regresión en la
percepción olfativa (vide supra: sección 6.2.1). Los procesos cognitivos en el desarrollo
ontogenético de la comunicación se discuten con detalle para los primates, el hombre
incluido, en un extenso trabajo de Suzanne Chevalier-Skolnikoff (1982). Por ello, sólo se
hará una referencia breve a éstos en el presente trabajo.
Para concluir, se puede afirmar que el efecto de la experiencia sobre el control del
comportamiento puede ser variable –i.e., los programas pueden ser más o menos
abiertos– y puede depender del grupo taxonómico, de las capacidades cognitivas, de la
estructura social y del tipo de entorno ecológico característicos de las distintas especies
(Hailman, 1977).

a) El control genético en el desarrollo de la comunicación visual. Los cambios de


coloración en las crías a lo largo de las primeras semanas y meses de vida están ligados
estrechamente a la atención social, al destete y a la independencia de la madre. Por
ejemplo, los babuinos nacen con la cara y las orejas rosadas mientras que el pelaje
corporal es negro; hacia los cuatro meses, coincidiendo con el inicio del destete, las crías
pierden esta coloración distintiva; finalmente, hacia los 10 meses, coincidiendo con el
período de independización de la madre, las crías adoptan una coloración similar a la de
los adultos (Eimerl y DeVore, 1969; ver Figura 6.1). Un proceso similar se ha descrito
para el mono tota, cuya cara y orejas son rosadas y desnudas al nacer, en contraste con
la cara negra del adulto (Struhsaker, 1971).
Más adelante, los cambios en la genitalia observados en los adolescentes se hallan
determinados por un aumento de los niveles de testosterona, mientras que la conducta
típica de los machos adultos, que aparece en algunas especies 1 ó 2 años más tarde, por
ejemplo, en el macaco japonés Macaca fuscata, podría estar más regulada por factores
externos o por el aprendizaje (Rostal y Eaton, 1983).

b) La influencia del entorno ecológico y social. Cuando las condiciones climáticas


son desfavorables o bien cuando los ejemplares jóvenes no tienen compañeros de su

316
edad, el juego social puede verse seriamente afectado y, como consecuencia de ello, el
aprendizaje de habilidades sociales puede verse también alterado.
El lipeo ((lipsmacking}) en los babuinos puede tener su origen en los movimientos
de succión de las crías, y su aprendizaje puede haberse facilitado a través de la
observación de la madre y de otros miembros del grupo lipeando para tener acceso a la
cría o cuando la acicalan. Como hemos mencionado anteriormente, la cara rosada de las
crías incita la atención de los congéneres. Estas señales se generalizan posteriormente a
un contexto sexual donde la coloración de la genitalia de ambos géneros puede facilitar la
transferencia de señales (Hailman, 1977). Por otro lado, el movimiento de succión de la
cría atrae la atención de los adultos y recompensa este tipo de señalización (Zeller, 1992).

Figura 6.1. Los babuinos nacen con la cara y las orejas rosadas y el resto del cuerpo cubierto de pelaje negro (A:
aspecto a las 3 semanas). A los 4 meses su cara se oscurece y el pelaje va adoptando la coloración del adulto (B),
que se desarrolla defínitivamente a los 10 meses (C). Ilustrado por G. G. Cresswell a partir de una ilustración
publicada en Eimerl y DeVore (1976, p. 89).

El hecho de que la genitalia de las crías macho y hembra no sea fácilmente


discernible en los monos tota (Bramblett, Pejaver y Drickman, 1975) podría ser la causa
del interés desmesurado por inspeccionar visual y olfativamente su genitalia externa
(Fairbanks, 1988). Curiosamente, la desaparición de este comportamiento coincide con el
momento en que los observadores (humanos) pueden sexar con facilidad a los individuos
por simple observación (observación personal). Un caso similar se ha descrito en machos
jóvenes de dos especies de colobos (Colobus verus y C. badius), que presentan una
masa pseudovulvar alrededor del ano que se asemeja a la de las hembras y que se ha
postulado reduce la agresión de los machos dominantes (véase Figura 1.8 en Lewis y
Gower, 1980). Otro caso de mimetismo localizado en el área ano-genital de los primates
se da en el babuino hamadríade, en el que la coloración y estado de turgencia en los
machos adultos se asemejan a los de las hembras en estado de receptividad (Lewis y
Gower, 1980).
Aunque menos estudiadas, también son importantes las variaciones en la agresividad

317
dirigida a los individuos jóvenes según su género. Así, en estudios realizados en especies
que viven en sociedades matrilineales, en que las hembras permanecen en sus grupos
natales a lo largo de toda su vida (i.e., filopatría femenina) se ha observado que, desde
una temprana edad, éstas reciben más agresión que los machos por parte de las hembras
adultas. Los machos por el contrario son víctimas de más agresión cuando llegan a la
fase adulta o subadulta, que coincide con la aparición de caracteres adultos como la
coloración de la genitalia y el volumen testicular, indicadores típicos relacionados con
cambios hormonales (e.g., Harcourt et al., 1981).

6.3. Funciones características y utilidad

Las cuestiones funcionales versan sobre la utilidad o el valor de supervivencia del


comportamiento en el medio físico y social del individuo. El valor adaptativo más
importante de la comunicación es aumentar el éxito biológico, tanto en términos de
incrementar la propia supervivencia como de acceso a las parejas sexuales de la propia
especie que le permita aumentar su éxito reproductor, i.e., la tasa de descendientes que
incorpora a la siguiente generación (véase Colmenares, en preparación a). El éxito
reproductor puede aumentar al tener acceso a hembras en el momento oportuno, que se
puede referir tanto a la edad de la hembras como al momento en que se produce la
ovulación. Por otro lado, para beneficiarse de la vida en grupo es necesario mantener la
cohesión de éste y reducir los costes de la vida social, es decir, establecer y mantener
relaciones afiliativas que también puedan contribuir al éxito reproductor del animal y
reducir los costes del conflicto social.
Las funciones básicas de la comunicación son más complejas en los primates que en
otros organismos, ya que, además de aumentar el éxito biológico al contribuir al acceso a
recursos ecológicos, la defensa ante depredadores y a la adquisión de pareja sexual en el
momento más oportuno, se caracterizan por la riqueza en los canales y modalidades de
comunicación en su vida social.
En este apartado, la reducción de la competición se tratará en relación a los medios
provistos por el canal visual para disminuir la tensión en animales que viven juntos y con
los que compiten por alimento y/o pareja sexual. Ello se consigue por medio de
conductas que disminuyen la distancia interindividual y facilitan el contacto, las
coaliciones agonísticas y la reconciliación. Otros mecanismos que permiten reducir los
costes de la vida social se basan en la utilización de pautas ritualizadas de dominación y
sumisión en lugar de conductas que conllevan una violencia física (i.e., agresión).
Finalmente, los sistemas de señales en las relaciones entre miembros de diferentes grupos
reduce los costes impuestos por la defensa de territorios y recursos en general.

6.3.1. Aislamiento genético de las especies

318
El reconocimiento de la especie facilita el aislamiento reproductivo y es evidente que
las especies simpátricas y filogenéticamente cercanas presentan diferencias en la
coloración, las marcas faciales y las elaboradas formas de comunicación visual que las
caracterizan. Johnatan Kingdon (1980) examina la función que las señales visuales
desempeñan en la identificación de las especies en comunidades de cercopitecinos
arborícolas, destaca la importancia relativa de la coloración y enfatiza el poder
comunicativo de los diseños faciales y de los movimientos de la cabeza y el cuerpo.
Kingdon (1980 y 1988) también señala que la comunicación gestual proceptiva
(presentación sexual), se caracteriza por enfatizar las señales que anuncian el estado
reproductivo de las hembras por medio de movimientos estereotipados característicos de
cada especie, contribuyendo, de este modo, al aislamiento sexual de especies simpátricas.
Es interesante notar que las especies simpátricas a las que Kingdon se refiere en los
trabajos citados anteriormente son especies arbóreas que habitan en el bosque denso y,
por ello, las ventajas del canal auditivo se limitan a la comunicación a grandes distancias
y a una ventana de frecuencias determinada para la eficaz transmisión de señales (Waser
y Brown, 1986). Como hemos visto (vide supra: apartado 6.2.1), el sistema visual de los
monos catarrinos está más desarrollado y el olfativo menos desarrollado que en otras
especies de primates, por lo que se puede sugerir que el canal seleccionado para emitir las
señales a corta y a media distancia será predominantemente el visual.
Otro ejemplo nos lo ofrece el mandril, Leucophaeus sphinx, el mamífero con una
coloración más marcada, que también habita en el bosque, pero que presenta hábitos más
terrestres que los anteriores y que también puede utilizar las señales visuales para el
reconocimiento de sus congéneres y contribuir de esta manera a su aislamiento sexual
interespecífico (Jouventin, 1975).

6.3.2. Identificación de los individuos según los factores edad, sexo y estatus social

La identificación del grupo de edad y sexo al que pertenece el emisor de una señal
no se realiza exclusivamente por medio de señales visuales. En efecto, las vocalizaciones,
y especialmente el olor de los individuos en los primates más primitivos, también
contribuyen a su reconocimiento. Aunque podría cuestionarse la validez del término
comunicación en este contexto, hay que tener en cuenta que se trata de verdadera
comunicación, ya que afecta a la conducta del receptor (vide supra: sección 6.1.1).

a) Diferencias en el pelaje y coloración de las crías. Se ha citado extensamente en


la literatura la función apaciguadora y atractiva de la coloración diferencial de las crías
jóvenes. Estos rasgos, junto con otras características anatómicas, focalizan el interés y la
protección de los otros miembros del grupo (véase apartado 6.2.4).
b) La madurez sexual en los machos. La coloración de los adultos puede, en
ocasiones, constituir el estímulo señal que desencadena la agresividad de los miembros
del mismo género, siendo incluso la causa de la expulsión del grupo. Esto es lo que

319
ocurre en el caso de los machos subadultos del mono patas, Erythrocebus patas, y del
mono aullador rojo, que viven generalmente en sociedades unimacho, y que son atacados
cuando su genitalia adopta la pigmentación característica del adulto. En sociedades
multimacho en las que típicamente los machos emigran de su grupo natal al alcanzar la
adolescencia, sucede algo similar, aunque existen mecanismos para reducir la agresión,
por ejemplo, eliminar de forma refleja la señal desencadenadora del ataque (Henzi, 1985;
Baldellou, 1992, para monos tota).

c) Señalización de la posición relativa. Existen peculiaridades en la apariencia y


señalización (vide infra: apartado 6.3.5) de los individuos que reflejan su estatus social y
contribuyen al mantenimiento de la jerarquía con la consecuente reducción de ataques u
otras formas de agresión (vide infra: apartado 6.3.5). La posición espacial también es
representativa del estatus social, los de rango superior ocupan la parte central del grupo y
en las especies arbóreas se sitúan en los niveles más altos de la vegetación, mientras que
los de rango inferior pueden ocupar posiciones periféricas al grupo. A nivel de
comunicación básica, los de mayor estatus son generalmente más grandes y con mejor
condición física, debido a que poseen las prerrogativas de acceso a los mejores recursos
y a que reciben más cuidados corporales que el resto.

En algunas especies de prosimios, el volumen testicular está relacionado


directamente con el rango social del adulto (Glander et al., 1992), aunque esto no puede
hacerse extensivo a otras especies de catarrinos (Raleigh y McGuire, 1990), ni a su
coloración (Dixson y Herbert, 1974).

6.3.3. Señalización del estado reproductivo y solicitud sexual

Los despliegues sexuales son señales conspicuas que han evolucionado en las tres
modalidades de comunicación a distancia (i.e., visual, acústica y química) y que facilitan
el reconocimiento de una pareja potencial. Los trabajos experimentales realizados por el
grupo de Bielert (Bielert, 1982; Bielert y Van der Walt, 1982) ponen de manifiesto la
importancia del canal visual en la comunicación del estado reproductivo de las hembras
de babuinos, aunque no descartan la contribución de la comunicación olorosa y auditiva
en la determinación del momento más idóneo para la fertilización. Tampoco puede
obviarse la influencia de los comportamientos proceptivos y receptivos de las hembras en
aumentar su atractivo (véase apartado 6.2.2).

a) Solicitud sexual de hembras. En la solicitud sexual de las hembras se presenta


generalmente la grupa, con las patas sin flexionar o ligeramente flexionadas, exponiendo
la genitalia al macho. En las especies que presentan una hinchazón y/o cambios en la
coloración, éstos contribuyen a atraer la atención visual de los machos hacia su región

320
genital. Además, debe destacarse que en las especies que presentan la coloración sexual
más llamativa en la cara o pecho, como es el caso del gelada (Crook y Gartlan, 1966),
del mandril (Napier y Napier, 1985) y del mono de cola roja, estas son las áreas que
intervienen principalmente en la solicitud sexual (Kingdon, 1980). Los despliegues
sexuales van precedidos o se acompañan en algunas especies de expresiones faciales
como "hacer pucheros" (los labios proyectados hacia adelante) con o sin sacar la lengua
(ver Cuadro 6.1). Hay otras expresiones faciales o gestuales menos comunes como mirar
intensamente a la cara o a la genitalia del macho así como presentar la genitalia desde una
posición flexionada o tumbada (Blaffer Hrdy y Whitten, 1987). A pesar de haberse
considerado anteriormente como una de las pautas más ritualizadas en casi todas las
especies de primates no humanos, la evidencia actual indica que existen variaciones
intraespecíficas y que pueden utilizarse pautas alternativas sobre todo cuando la hembra
y/o el macho son de rango inferior. Lo que se consigue con ello es atraer la atención de la
pareja sexual de forma discreta para copular fuera del campo visual de los individuos de
rango superior.
Los bonobos, como el hombre, presentan una vagina frontal y copulan a menudo de
forma ventro-ventral por lo que se facilita la transmisión del estado emocional de la
hembra al adoptar una expresión facial de sonrisa/mueca (De Waal, 1989b).

b) Solicitud sexual de machos. Los machos del chimpancé común pueden


comunicar a las hembras o a otros machos sus intenciones sexuales al exhibir su pene
erecto, a veces con movimiento sagital, y atrayendo la atención de la compañera
potencial alternando la mirada hacia ésta con miradas intensas a su propia genitalia y
zarandeando ramas próximas (Figura 6.2). Otros ejemplos se recogen al final del
apartado correspondiente del Cuadro 6.1.

Figura 6.2. Solicitud sexual de un macho y de una hembra de chimpancé; nótese que el macho indica su
predisposición exhibiendo el pene erecto y sacudiendo unas ramas. Ilustrado por G. G. Cresswell a partir de

321
fotografías de M. Simpson (Harcourt y Stewart, 1984, pp. 112-113).

6.3.4. Mantener la cohesión del grupo

La disminución de la distancia entre los individuos y la solicitud social y de alimento


son mecanismos que contribuyen a aumentar la integración de los miembros del grupo
con sus consecuentes ventajas en el mantenimiento de la cohesión del grupo. Las señales
visuales, ya sean en forma de expresiones faciales o despliegues posturales, facilitan la
comunicación de las intenciones de los participantes. A continuación se describen algunos
ejemplos comunes entre primates (ver también Cuadro 6.1).
El lipeo (lipsmacking), que consiste en un rápido y repetitivo chasqueo de los labios
con o sin lengua fuera, es una señal visual con un componente sonoro que se había
interpretado inicialmente como un pauta de sumisión típica de macacos por Robert Hinde
y Thelma Rowell (Redican, 1982). Sin embargo, trabajos posteriores postulan que su
función es facilitar la interacción social independientemente del rango de los individuos, al
menos en el caso de los babuinos cinocéfalos, Papio anubis (Easley y Coelho, 1991), y
en otras especies (Cuadro 6.1). Tampoco puede descartarse la hipótesis de que el lipeo,
como es el caso de otras señales visuales, sirva una función característica según la
especie (véase Van Hooff, 1967, y Redican, 1975). Las orejas aplastadas contra la
cabeza (orejas gachas) y la evitación de la mirada son elementos comunes de las
expresiones faciales que por sí solas o acompañados de otras pautas comportamentales,
se repiten en contextos afiliativos. Su función característica es mantener la cohesión del
grupo ya que inhibe la tendencia a huir (Kingdon, 1988). Es bien conocida la situación de
que cuando unos desconocidos se encuentran en un ascensor generalmente evitan el
contacto ocular.

a) Solicitud de cuidados corporales o espulgamiento. La solicitud de aseo corporal


se realiza generalmente desde una posición estirada o manteniéndose estáticos frente al
receptor y va generalmente acompañada por lipeo. Se produce frecuentemente en el
marco de las relaciones alomaternales, cuando las hembras interesadas, tras una corta
sesión de aseo de la madre, dirigen su atención a la cría de ésta. La solicitud de
espulgamiento es más ostentosa en momentos de tensión y cuando la diferencia de
estatus entre los participantes es considerable. La ostentación es menor, en cambio,
cuando ocurre entre individuos con un alto grado de consanguinidad. La solicitud para
ser espulgado o para espulgar reduce la probabilidad de agresión, ya que tiene el efecto
de reducir el estrés y es un preludio de cópula incluso en ciertos pueblos tribales (Eibl-
Eibesfeldt, 1993).

b) Formación de alianzas y coaliciones. Los miembros del grupo que participan

322
más a menudo en relaciones de espulgamiento son también los que forman alianzas
temporales o coaliciones pasajeras para defenderse o atacar a otros congéneres. La
solicitud de ayuda durante un altercado se realiza generalmente con miradas fugaces al
atacante o víctima y al que se solicita ayuda.

c) Juego. El comportamiento lúdico se caracteriza por contener elementos


característicos de otras conductas, generalmente exagerados, repetitivos y que siguen un
orden diferente al característico de otros contextos. Por ello no es sorprendente que la
invitación al juego pueda a veces parecer una amenaza combinada con elementos de
sumisión o de presentación sexual que adquieren una condición de metacomunicación –
es decir, una señal acompaña a otra cambiando su significado. Un ejemplo es la boca
abierta con o sin dientes expuestos y los movimientos de la cabeza, aunque a diferencia
de las pautas agresivas se evita la mirada directa sostenida (Napier y Napier, 1985). La
importancia del juego radica en que se aprenden las pautas de conducta que se utilizarán
en otros contextos, principalmente en los de tipo social y sexual.

d) Solicitud de alimento. Compartir el alimento sólo se ha descrito como una


actividad común entre madres y crías, excepto en el chimpancé común y muy
ocasionalmente en el chimpancé pigmeo. En éste último se ha observado que también
ocurre entre otros miembros del grupo (De Waal, 1989b). En el chimpancé común, la
forma más frecuente de solicitar alimento es con la mano extendida hacia arriba y entre
los bonobos, la aproximación "haciendo pucheros" ('poutface'). Parece interesante
destacar que la solicitud de alimento en el chimpancé se sirve de uno de los gestos de
reconciliación y de solicitud de contacto corporal, es decir, del brazo extendido con la
palma abierta hacia arriba (Figura 6.3).

323
Figura 6.3. Chimpancé solicitando contacto corporal con la palma de la mano tendida hacia arriba de forma
similar a la utilizada para solicitar alimento. Ilustración porG. G.Cresswell modificado de fotografía de Frans De
Waal (1989b).

6.3.5. Establecer y mantener la jerarquía social

La posibilidad de utilizar señales para comunicar la posición relativa en la jerarquía


social tiene una ventaja económica evidente frente a la alternativa de los ataques tanto en
cuanto a ahorro energético como de riesgo (Figura 6.4).

a) Señales ritualizadas de amenaza y dominación. Los gestos de amenaza más


comunes entre primates no humanos consisten en miradas sostenidas a veces con la boca
abierta, movimientos de cabeza que enfatizan las expresiones anteriores y movimientos
corporales que indican una predisposición a saltar sobre el contrincante. Las series
gradadas combinan, de forma característica, vocalizaciones con movimientos de los ojos,
de la boca y del cuerpo e indican progresivamente una mayor tendencia al ataque o a la
huida. Por ejemplo, los monos rhesus empiezan mirando intensamente al contrincante,
abren la boca, balancean la cabeza y finalmente dan enérgicas palmadas contra el suelo
mientras vocalizan. Esta secuencia puede detenerse en cualquier momento si el

324
contrincante adopta una postura sumisa, de lo contrario el episodio puede terminar en
agresión física (Napier y Napier, 1985). En otras especies de macacos la secuencia de
amenaza finaliza con el vaivén de la cabeza (Eimerl y DeVore, 1976). En los monos tota,
el balanceo de la cabeza va seguido del de las extremidades superiores y, finalmente, de
todo el cuerpo como muestra inminente del salto del animal hacia el receptor (Struhsaker,
1967a; observación personal).

Figura 6.4. Postura sumisa (izquierda) y de dominación (derecha) de dos machos de chimpancé común, el de
rango inferior adopta una posición agachada mientras que el dominante se halla sentado y además muestra
piloerección, lo que contribuye a aumentar su volumen corporal. Ilustración de G. G. Cresswell a partir de
fotografía de Frans De Waal (1989b).

Los despliegues de amenaza típicamente comportan: mirada fija en el contrincante,


abertura de la boca con el labio superior tenso cubriendo generalmente los dientes,
comisuras de los labios dirigidas hacia delante, orejas aplanadas contra la cabeza, cejas
elevadas y los orificios nasales más expuestos. Todo ello acompañado por posturas,
movimientos o piloerección corporal que aumentan con la intensidad de la señal
(Redican, 1982).
La posición social de los animales más dominantes en la mayoría de las especies de

325
primates se comunica por medio de un porte más seguro al desplazarse, con la cola
erecta –por encima del lomo o erguida hacia atrás– y mayor tono muscular que los
subordinados. Es también el macho más dominante del grupo quien participa más
frecuente o exclusivamente en despliegues dirigidos a todo el grupo, éstos pueden adoptar
la forma de pastoreo ('herding') agresivo de las hembras, como el caso citado
anteriormente de los geladas, u otro tipo de reclutamiento más sutil que impide a las
hembras alejarse demasiado del líder del harén. En las sociedades multimacho, el macho
más dominante del grupo pastorea a las hembras especialmente cuando hay machos que
no pertenecen al grupo e incluso en los monos tota pastorea a los machos del grupo para
mantenerlos alejados de éstas (Baldellou, 1992).
En la sociedad multimacho del mono tota se ha favorecido la selección de señales
visuales –basadas en la coloración distintiva de la genitalia– que reducen los costes de la
agresión entre machos e incluso se ha postulado que pueden llegar a causar una
esterilidad en los machos competidores (Henzi, 1982 y 1985). Otro caso similar se
presenta en los machos del mandril que utilizan despliegues peniles y su coloración fácil
en despliegues de dominación y en su competición por hembras y alimento (Jouventin,
1975).
El bostezo y otras expresiones faciales de exposición de los dientes pueden tener un
significado de amenaza (Cuadro 6.1). Se observa por ejemplo en el mandril (Jouventin,
1975), aunque el caso más espectacular es el de los geladas (Figura 6.5), en los que el
labio superior se contrae exponiendo la mandíbula superior en una señal que podríamos
traducir como retracción del labio superior ('lip-flip'). La función en esta especie no es
tan clara, sin embargo, ya que los machos la realizan al pastorear a las hembras y éstas a
su vez responden con una señal similar, aunque de menor dramatismo (Napier y Napier,
1985). El bostezo también ocurre en momentos de tensión en machos y hembras de
varias especies del género Macaca y Cercopithecus (Kingdon, 1988; De Waal, 1989b),
pero a diferencia del caso anterior los dientes no se visualizan o tan sólo se exponen
parcialmente.

326
Figura 6.5. Bostezo con connotación de amenaza de un babuino macho, exponiendo completamente los dientes y
parte de las encías. Ilustrado por G. G. Cresswell a partir de fotografía publicada en Eimerl y De Vore (1969).

b) Señales de sumisión y apaciguamiento. Han evolucionado en especies con un


cierto grado de organización social y pueden servir para finalizar o prevenir un acto
agresivo. Una de las conductas que clásicamente se había considerado de apaciguamiento
entre machos era la presentación de la grupa, pero actualmente se ha visto que puede
tener una connotación más afiliativa que de sumisión (Colmenares, 1991a; veáse Figura
6.6). En macacos y babuinos los machos reducen la probabilidad de ser atacados al
sostener a una cría joven en sus brazos, esta cría podrá en otras circunstancias
beneficiarse de su protección (Packer, 1980). Otras señales que indican sumisión se
detallan en el Cuadro 6.1.

c) Señales de saludo y negociación. Colmenares (1991a) ha utilizado el término


negociación para denotar los saludos que intercambian los machos adultos y subadultos
de un grupo híbrido de babuinos hamadríades y cinocéfalos del Zoo de Madrid. Los
machos más dominantes son los que saludan más frecuentemente a otros machos en un
contexto de competición por hembras. Un saludo simétrico, esto es, interacciones en las
que ambos machos intercambian pautas similares, equivaldría a la notificación
('notifying') descrita por Kummer (1968) para hamadríades.
La principal diferencia sería que Kummer observó que los machos líderes de harén
en libertad se saludaban de forma característica, aproximándose y alejándose con paso

327
balanceante antes de iniciar una progresión de forrajeo, aunque posteriormente también
se ha observado en un contexto de competición por hembras entre el líder y los machos
seguidores (Abegglen, 1984). Hay que destacar que la dirección del saludo, del más
dominante hacia el más subordinado, podría interpretarse como una evaluación de la
motivación e intenciones del rival sin recurrir a la agresión (Colmenares, 1991a).

Figura 6.6. Mono rhesus joven mostrando sumisión y miedo por medio de una expresión facial sonrisa/mueca
que denota nerviosismo. Ilustración por G. G. Cresswell a partir de una fotografía deFransDeWaal(1989b).

6.3.6. Defensa de recursos y reducción del riesgo de predación

Puesto que a menudo no es posible determinar si los centinelas –individuos vigilantes


situados en lugares prominentes– están pendientes de la aparición de predadores o de
congéneres externos al grupo (Baldellou y Henzi, 1992) el valor adaptativo de ambas
posibles funciones se discute a continuación de manera conjunta.
En los monos tota, los machos adultos desempeñan funciones sociales de vigilancia
–o centinela– frente a predadores o individuos de grupos rivales. En este contexto, los

328
machos adoptan posturas en las que exhiben de forma prominente su genitalia ('4
legsup/splayleg') en los límites del territorio (Henzi, 1982). Aunque el aviso de un peligro
puede típicamente comprender gritos de alarma también pueden omitirse éstos y basarse
en la atención visual centrípeta, que consiste en la focalización de las miradas de los
miembros del grupo en el macho centinela (Horrocks y Hunte, 1986; Baldellou, 1992).
En esta última forma, la vigilancia dirigida hacia los peligros externos al grupo se sustituye
por el control visual del centinela, representando una economía ya que la emisión de
vocalizaciones puede revelar su presencia ante el predador. El centinela, que
generalmente es de mayor tamaño y con caninos más desarrollados, podría al mismo
tiempo disuadir a los predadores o machos de otros grupos que podrían considerarse
como infanticidas potenciales.
Moynihan (1967) describe para el tití pigmeo, Cebuella pygmaea, un elaborado
despliegue de presentación en el que la región anogenital se muestra a los oponentes e
integra un componente olfativo, sugiriendo que puede funcionar como defensa territorial
a corta distancia. De forma similar, en el lemur de cola anillada (Lemur catta) de
Madagascar se ha descrito un despliegue territorial que combina la comunicación visual
con la olfativa (Napier y Napier, 1985; Figura 6.7).

Figura 6.7. Lemures de cola anillada (machos adultos) realizando un despliegue territorial denominado pelea
hedorosa ('stink-fight'), ya que las secreciones de las glándulas del antebrazo y adyacentes a la genitalia se
esparcen con la cola. Ilustrado por G. G. Cresswell a partir de fotografía de R. W. Sussman (Napier y Napier,
1985).

329
En la sociedad unimacho del mono patas, Erythrocebuspatas, por ejemplo, la
conducta de los machos ante un predador que ha detectado al grupo puede ser la de
atraer su atención y alejarlo del resto del grupo, mientras que la estrategia del resto del
grupo consiste en mantenerse estáticos. La coloración de hembras e inmaduros es similar
a la del entorno en que viven permitiendo su camuflaje y reduciendo de este modo el
riesgo de predación.

a) Señales que reducen el riesgo de infanticidio. Aunque el infanticidio no implica


el consumo de la víctima, se incluye en este apartado por los efectos negativos que tiene
sobre el grupo. Como se ha mencionado anteriormente, la presencia de machos
centinelas que exponen sus órganos genitales hacia el exterior –despliegue penil– en las
sociedades multimacho de babuinos y monos tota sirve de aviso a los machos externos al
grupo. Como Blaffer Hrdy (1977) presentó detalladamente en su trabajo pionero del
estudio del infanticidio en primates no-humanos, los machos adultos extraños al grupo o
recién llegados son infanticidas potenciales. Curiosamente esto sucede más
frecuentemente en grupos unimacho o con gradación de edades ('Age gradedgroup':
Eisenberg et al., 1972), mientras que es poco frecuente en las sociedades multimacho.
De esto se puede derivar que la presencia de más de un macho adulto en el grupo puede
reducir el riesgo de infanticidio, precisamente por su contribución a la vigilancia y
protección del grupo (Baldellou, 1992).

330
Figura 6.8. Gorila de montaña tamborileando su pecho en señal de amenaza. Ilustrado por G. G. Cresswell a
partir de una fotografía de P. G. Veit (Napier y Napier, 1985).

b) Señales para la defensa de recursos frente a congéneres externos al grupo. La


función de estas señales en este contexto se basa en mantener alejados a los individuos
ajenos al grupo. La defensa del territorio o de recursos puede ser pasiva, por medio de
machos vigilantes situados en lugares prominentes, cuyas posturas enfatizan sus penes
(comunicación postural) y/o el pelaje blanco de sus pechos (Harrison, 1983; Henzi,
1985), o con un componente gestual, con los machos saltando en las partes más altas de

331
los árboles como es el caso de los monos tota, o bien saltando con la cola hacia arriba
como en el caso de los lemures de la cola anillada (Cuadro 6.1). Estas pautas ritualizadas
de defensa presentan a menudo un componente acústico vocal o no vocal. Por ejemplo,
el ruido al caer sobre las ramas desde una gran altura del mono tota, la conducta de
sacudir ramas del chimpancé y el tamborileo sobre el pecho del gorila (Figura 6.8).
Otro ejemplo es el de los lemures que segregan compuestos feromonales por las
glándulas del antebrazo y región anogenital al mismo tiempo que las esparcen con su cola
mientras saltan de forma espectacular reforzando la señal con el componente visual
(Figura 6.7, Napier y Napier, 1985).

CUADRO 6.1. Contexto en el que ocurren algunas de las señales visuales más comunes en primates no humanos
y especies o grupos en los que se han descrito originalmente o que aparecen en las revisiones de los autores que
se citan a continuación.

332
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336
337
338
Es preciso constatar que al mantener la cohesión del grupo se facilita la tarea de
protegerlo frente a predadores y controlar la entrada de machos competidores, por ello el
comportamiento de pastoreo contribuye a la defensa del grupo. Estas actividades se han
descrito típicamente en un contexto de control de las hembras del grupo, pero se han
observado pautas similares ante la presencia de un predador potencial y cuando los
miembros del grupo se encuentran dispersos antes de que comience un episodio de
locomoción (observación personal). Aunque la participación de hembras e inmaduros en
la defensa del grupo no se ha descrito tan a menudo, hay que destacar que en los
tamarinos las hembras muestran una menor tolerancia que los machos ante la presencia
de congéneres externos al grupo (French y Inglett, 1989).

6.4. Evolución y filogenia de la comunicación visual

En este apartado se tratarán cómo y qué tipo de factores pueden haber influido en la
comunicación visual a lo largo de la historia evolutiva de los primates.
Un concepto importante a tener en cuenta al interpretar la evolución de la
comunicación es el de estrategia evolutivamente estable ('evolutionarily stable strategy:
ESS') formulada por Maynard Smith en 1972 (e.g., Goodenough et al., 1993). Los
modelos teóricos desarrollados por este autor muestran que los despliegues son
ventajosos si los comparamos con la agresión, y que la mejor estrategia, es decir aquella
que se seleccionará, será la de interactuar agresivamente tan solo cuando se recibe
agresión por parte de otro individuo.
Se ha postulado que la evolución de los despliegues visuales puede haberse originado
a partir de movimientos de intención que podrían considerarse como conductas
anticipatorias (Harré y Lamb, 1991), o a partir de pautas de conducta que normalmente
aparecen en situaciones de conflicto y que en algunas ocasiones pueden ser
independientes de sus causas originales. Por ejemplo, a partir de movimientos de
intención, por ejemplo, comportamientos menos intensos o incompletos; de conductas
alternativas o ambivalentes, esto es, que representan dos tendencias opuestas; de

339
actividades autonómicas reguladas por el sistema nervioso simpático, que induce la
piloerección, aumenta el tono muscular y provoca la defecación y emisión de orina;
conductas redirigidas, pautas de conducta que no se darían normalmente en este
contexto.
La ritualización, término acuñado por Huxley al describir el ritual de cortejo en las
aves, implica un aumento del grado de estereotipia en los patrones de comportamiento,
y/o un cambio de función, forma, morfología, así como una emancipación del contexto
original (Smith, 1982; Redican, 1982).

6.4.1. El origen de las expresiones faciales y de las señales ritualizadas

Los etólogos analizan el proceso evolutivo de los despliegues utilizando el método


comparativo, es decir, comparando conductas similares en especies filogenéticamente
próximas y que se interpretan como heredadas de un antecesor común. Una peculiaridad
que debe destacarse en este contexto es que una conducta pudo tener ancestralmente un
significado y utilizarse más tarde en otro contexto completamente diferente, son ejemplos
comunes las conductas alimentarias o de succión que pasan a formar parte del repertorio
sexual y afiliativo.
Aunque Redican (1982) propone utilizar el término despliegue ('display') para
referirse a las señales o pautas motoras estereotipadas, ritualizadas, esto es, emancipadas
de los factores causales originales, exageradas, enfáticas y especializadas en facilitar el
proceso de comunicación, aquí mantendremos el término expresión facial para aquellas
pautas que implican cambios en la configuración de la musculatura facial.
Darwin en su obra pionera The Expression ofthe Emotions in Man and Animals
publicada en 1872 centró su atención en recopilar la información disponible sobre las
características anatómicas, neurológicas y fisiológicas que pudieran explicar el origen de
las expresiones faciales del hombre. Como Chevalier-Skolnikoff resume en su trabajo
Facial Expression ofEmotion in Nonhuman Primates (1973), los siguientes trabajos
sobre la evolución de la comunicación visual en los primates no se publicaron hasta los
años 60, cuando Hinde, Rowell, Andrew y especialmente Van Hooff realizaron
observaciones sistemáticas de las expresiones faciales de primates. Van Hooff facilitó en
gran medida los estudios comparativos al describir los elementos faciales de cada
expresión, esto es, posición de las orejas, ojos más o menos abiertos y mirada fija o
desviada y aspecto de la boca. Andrew (1963) propuso que las expresiones faciales de
los primates derivan de comportamientos de preparación ante el ataque. Por ejemplo, en
las que se exponen parcialmente los dientes, la musculatura facial se tensa, los ojos
quedan entreabiertos y el labio superior elevado, de forma similar a como sucede en las
expresiones faciales adoptadas por humanos cuando anticipan la posibilidad de recibir un
golpe en la cara. Por el contrario, las expresiones faciales de los atacantes se caracterizan
por una mirada sostenida y tensión en la musculatura de la mandíbula que resulta en
labios apretados y consecuentemente en silencio.

340
Los prosimios, entre los que se incluyen los lemúridos, lorísidos y tarseros, son los
primates más primitivos y se comunican básicamente por el olfato mientras que en los
platirrinos americanos, que son especies filogenéticamente más avanzadas, aumenta la
importancia de la comunicación acústica y de la comunicación visual. En callitrícidos,
que incluyen los titís y los tamarinos, la dependencia de la comunicación del canal
olfativo es todavía tan importante que los primeros expresan sumisión oliendo la cola del
contrincante (Napier y Napier, 1985) y los segundos produciendo una hormona
inhibidora de la ovulación que permite a la hembra más dominante del grupo ser la única
que concibe (Peláez et al., este volumen: Capítulo 8). Finalmente, los catarrinos, que son
los monos africanos y asiáticos (Cercopithecoidea) y los hominoideos (Hominoidea),
presentan un repertorio de señales visuales más complejas y se independizan en cierto
grado de la comunicación olfativa.
La explicación más verosímil de estos cambios evolutivos podría estar relacionada
con las capacidades cognitivas, más desarrolladas en estos grupos, que correlacionan con
un mayor desarrollo neural y un mayor potencial para el aprendizaje.

6.4.2. La influencia del entorno ecológico

La socioecología es una disciplina que estudia el comportamiento en relación con los


factores ecológicos, centrándose en cómo el comportamiento, la ecología y la evolución
interactúan tanto a corto como a largo plazo (Paterson, 1992). Los estudios
socioecológicos han permitido conocer las ventajas que la comunicación visual puede
tener frente a otras vías de comunicación en relación con el entorno ecológico. Por
ejemplo, Waser y Brown (1986) estudiaron las características acústicas de tres hábitats
tropicales, tomando la precaución de recoger las mediciones a una altura aproximada a la
que los primates residentes utilizaban. Estos autores apuntan que el ruido biológico
ambiental (en la mayoría de las frecuencias) es mayor en el bosque riverino, que el
viento interfiere en la comunicación acústica en la sábana y la atenuación del sonido es
mayor en éstos que en la pluvisilva. Por ello sugieren que las ventajas de la modalidad
acústica para comunicación a larga distancia son más evidentes en la pluvisilva y que los
primates que habitan los estratos más altos del bosque tienen más dificultades para
comunicarse vocalmente y aún más los que viven próximos al suelo. Brown y Waser
(1984) también determinaron que el mono azul, Cercopithecus mitis, es más sensible a
sonidos de baja frecuencia, que son los que transmiten mejor en las zonas boscosas que
habitan, como comunicación a larga distancia, mientras que la comunicación visual es
más efectiva a corta distancia.
No es sorprendente que los driles y los mandriles, que habitan zonas boscosas del
centro de África, presenten unos esquemas cromáticos tan vistosos que posiblemente
contribuyen a la cohesión y comunicación del grupo. Curiosamente los machos que
presentan los colores más vivos –coloración característica del pecho que se repite en la
zona anogenital– son más terrestres que las hembras y juveniles que se alimentan

341
principalmente en los árboles. La comunicación visual se complementa con un amplio
repertorio vocal que podría ser más efectivo en la comunicación a larga distancia (Napier
y Napier, 1985).
Las expresiones faciales son menos comunes en especies arbóreas con visión
monocromática o bicromática, como es el caso de los monos sudamericanos, y la
interpretación que ha hecho Chalmers (1968) se basa en el hecho de que la
discriminación de los movimientos musculares resulta más difícil en una situación en que
la silueta del animal contrasta contra un fondo que puede ser un cielo brillante.
La visión tricromática, por otro lado, tiene un valor limitado en los animales
nocturnos, por ello no es sorprendente que los primates que son activos por la noche no
tengan visión cromática, que corresponde a una falta de conos y un mayor número de
bastones en la retina. Resulta interesante recordar que el único mono americano de
hábitos nocturnos, Aotus trivirgatus, no posee conos en la retina aunque la fóvea todavía
está presente, sugiriendo que su visión nocturna es una adaptación secundaria (Napier y
Napier, 1985). La vida crepuscular/nocturna de esta especie parece estar relacionada con
la presión predatoria, ya que en zonas donde no hay predadores diurnos pueden
alimentarse durante el día (Marta Mudry, comunicación personal). De hecho, esta
especie presenta casi exclusivamente la postura arqueada del cuerpo como señal de
amenaza y a diferencia de otras especies filogenéticamente cercanas, no va acompañada
de piloerección ni de ninguna expresión facial diferenciada (Moynihan, 1967).
Moynihan (1967), uno de los discípulos de Tinbergen, al describir los sistemas de
comunicación empleados por las platirrinos –monos americanos– concluye que el visual
está menos extendido que otros sistemas. El hecho de que las pautas visuales,
especialmente de alarma y amenaza, sean bastante similares entre varias especies
confirma la idea de que éstas son más conservadoras a lo largo de la evolución y que
estaban presentes en un antecesor común. En las formas de mayor tamaño (Aotus,
Cebus y Ateles), que son las que habitan en bosques maduros tropicales, las señales
visuales son más comunes que en las que habitan las zonas marginales (Saimirí,
Saguinus), posiblemente por su menor tamaño. Los monos aulladores (Alouatta) son una
excepción ya que son los de mayor tamaño, de los más gregarios y los que presentan
menos expresiones faciales. La escasez de expresiones faciales en especies de menor
tamaño –titís y tamarinos– se compensa con posturas, que incluyen movimientos muy
aparentes de la cabeza y otras partes del cuerpo, y por piloerección.
Los primates que habitan la sábana africana, que son más terrestres y viven en
grupos más cohesivos, pueden mantener repertorios visuales complejos (ver Figura 6.9)
que complementan la información acústica. Así, dependen más de las expresiones
faciales –marcajes visuales como los párpados blancos– y posturales –porte erecto de la
cola–, independizándose en cierta manera de la comunicación acústica (Gartlan y Brain,
1968).

342
Figura 6.9. Hembra de babuino presentando sus cuartos traseros a otra hembra con una cría en señal de solicitud
social. Ilustrado por G. G. Cresswell a partir de una fotografía de Eimerl y DeVore (1969).

La marca distintiva de piel rosada en forma de reloj de arena que presentan los
geladas en el pecho parece una adaptación a la postura sentada en la que recolectan su
alimento en los altiplanos de Etiopía. Los machos presentan este parche rodeado de
pelaje blanco y las hembras de vesículas que se hinchan y adoptan una coloración
escarlata durante la lactancia. Cuando las hembras se encuentran en la mitad de su ciclo
menstrual, su pecho presenta una coloración rosada intensa y su apariencia es similar a la
que adopta su genitalia (Napier y Napier, 1985).
Todo ello parece confirmar las predicciones de Redican (1982) de que los primates
no humanos de hábitos diurnos, terrestres y que viven en grandes grupos pueden haber
estado sometidos a una presión de selección que ha favorecido la comunicación no
acústica, y algunas pautas motoras asociadas con la emisión de vocalizaciones pueden
haber evolucionado como componentes del despliegue visual. Otras respuestas
vegetativas como la respiración y la termorregulación (i.e., la piloerección y sonrojarse),
pueden haber contribuido a la evolución de los despliegues. Por último, la evolución de la
comunicación visual en los primates de hábitos diurnos puede ser análoga a la evolución
de la comunicación olfativa en los primates nocturnos que son precisamente los más
primitivos (Zeller, 1987).

6.4.3. Relación entre el repertorio de comunicación y el sistema social

343
El repertorio visual de los primates, especialmente de los que forman sociedades
multimacho, es más complejo que el de otros grupos animales y es posible gracias a un
gran desarrollo de la corteza cerebral (Sawaguchi y Kudo, 1990), ya que un elevado
desarrollo neural es un requisito necesario para procesar el carácter complejo y
facultativo de las señales comunicativas (Sullivan, 1994).
En especies que viven en grupos multimacho, que son en general grandes y
cohesivos, la ventaja del canal visual sería que es más direccional y las señales pueden
reflejar estados cambiantes mejor que otros canales para así regular las relaciones
sociales y sexuales. En especies que típicamente viven en grupos más dispersos y en la
comunicación entre grupos de la misma especie la comunicación acústica predomina
sobre la visual (Redican, 1982).
Se han formulado varias hipótesis para explicar la evolución de señales visuales
conspicuas del estro –período en el que ocurre la ovulación y que se caracteriza por un
aumento en la atracción, proceptividad y receptividad de las hembra– de especies de
primates africanos y asiáticos que forman sociedades multimacho. La primera, la
hipótesis del 'mejor macho' ('best male hypothesis') asume que la hinchazón sexual de
las hembras incita la competición de los machos por copular y de este modo el vencedor
será el que fertilizará a las hembras. La segunda, la hipótesis de 'múltiples machos'
('many male hypothesis') propone que al anunciar su estado reproductor, las hembras
atraen la atención de varios machos asegurando la fertilización (Blaffer Hrdy y Whitten,
1987). Pagel (1994), por otro lado, enuncia una tercera hipótesis basada en la
competición sexual de las hembras. Pagel postula que los signos visuales han
evolucionado para anunciar la calidad y la condición reproductora de las hembras y de
este modo favorecer la competición entre éstas para atraer y copular con el mejor o con
varios machos, y al mismo tiempo facilitar la selección de pareja sexual por los machos.
La última hipótesis explicaría, en primer lugar, la presencia de signos externos del
estado reproductor en hembras de especies en que la competición entre machos no es
acusada, en segundo lugar que las hembras empiecen a anunciar su estado unos días
antes de ovular, por último, la falta de señalización del estro en especies monógamas y en
grupos reproductores unimacho con la excepción de las especies que forman
agrupaciones que engloban varias unidades unimacho, como en el gelada, el mandril y el
dril (véase Dixson, 1983).
La señalización visual del estado reproductor de las hembras de primates ha
evolucionado de forma independiente al menos tres veces durante la historia de los
catarrinos. En un ancestro común de la familia de los cercopitecinos, pues la mayoría de
especies muestran signos externos de su estado reproductor; en los colobinos africanos
que viven en grupos multimacho (colobo rojo, Colobus badius, colobo oliva, C. verus, y
en C. Kirkii); y en un antepasado del chimpancé común, Pan troglodytes, y chimpancé
pigmeo, P. paniscus. Las estructuras implicadas difieren en los tres grupos mencionados
y pueden afectar el área vulvar, el prepucio del clítoris, área circumanal y las callosidades
isquiales (Dixson, 1983; Hrdy y Whiten, 1987). Adaptaciones secundarias serían la
elaboración de señales en el pecho en el gelada y en el mandril, que facilitaría la

344
comunicación desde una posición sentada, que es la más utilizada durante la alimentación
de la primera especie, y una adaptación a la escasez de iluminación en el bosque que
habita la segunda especie.
La hinchazón sexual de las hembras puede haberse originado en la turgidez vulvar y
el enrojecimiento que presentan las hembras de prosimios, y haberse acentuado este
engrosamiento y coloración diferencial al desarrollarse la visión tricromática en los simios
africanos y asiáticos de hábitos diurnos, favoreciéndose su selección en condiciones
terrestres más que en arbóreas. Por el contrario, la falta de señales visuales en la
comunicación del estado reproductor de las hembras en los monos sudamericanos puede
atribuirse a sus hábitos arbóreos y a una mayor dependencia del canal de comunicación
olfativo (Dixson, 1983).
Los géneros de monos americanos más gregarios, esto es, los que viven en
sociedades multimacho, no muestran piloerección y presentan escasas expresiones
faciales ritualizadas a excepción del género de menor tamaño (Cebus). Moynihan (1967)
sugiere que la ausencia de pautas de comunicación estereotipada pueden compensarse
por la eficiencia de las posturas y movimientos de intención a corta distancia.
Las teorías actuales sobre la evolución de la comunicación visual del estado
reproductivo de las hembras sugieren que la función de las señales sexuales consiste en
atraer parejas potenciales desde la distancia y aumentar la motivación de receptores
reticentes. Los cambios anatómicos en la genitalia de las hembras según su estado
reproductivo es una característica de los grupos multimacho africanos y asiáticos, en los
que existe una selección sexual intensa (Dixson, 1983), aunque en algunas especies
multimacho no se presentan (Blaffer Hrdy y Whitten, 1987).
A partir de datos empíricos obtenidos en humanos y monos tota, Burt (1992) sugiere
que la ausencia de señales conspicuas que denoten el estado reproductor de las hembras
puede ser el resultado de la ausencia de presiones selectivas que favorezcan su
señalización y más que categorizarse como 'ocultación de la ovulación' sería preferible
denominarla 'ovulación no anunciada'.
Las formas nocturnas y las de menor tamaño tienen comparativamente un repertorio
más limitado de comunicación visual y se caracterizan por la falta de dimorfismo sexual.
En titís, tamarinos y otras especies que típicamente forman parejas monógamas, la falta
de signos externos del estado reproductivo de las hembras se ha interpretado como una
adaptación a la vida monógama. La frecuencia de interacciones sexuales parece estar
regulada por la duración de la relación de pareja más que por los niveles de estrógeno
(Stribley et al., 1987), aunque cuando se les inyecta estradiol, la frecuencia de
eyaculaciones y la solicitación sexual de las hembras –como 'sacar la lengua'– aumentan
(Kendrick y Dixson, 1985). Por todo ello, puede concluirse que no sólo la apariencia de
la genitalia externa sino también comportamientos gestuales que no implican directamente
la genitalia pueden contribuir a aumentar las posibilidades de fertilización.
Otro ejemplo de la influencia del sistema social –que va ligado al sistema
reproductivo– sobre el tipo de comunicación, nos lo ofrecen Harcourt y Stewart (1984)
al comparar los gorilas y los chimpancés. En las sociedades de los gorilas, la

345
reproducción está limitada al macho de espalda plateada, son altamente dimórficos, las
hembras muestran cambios casi imperceptibles en la genitalia y no se han descrito
despliegues de cortejo aunque los de amenaza son muy comunes. Por el contrario, los
chimpancés, que copulan promiscuamente, muestran poco dimorfismo sexual y las
hembras presentan visibles cambios en su genitalia, mostrando los machos un complejo
repertorio para solicitar sexualmente a las hembras (Figura 6.2). Por ello, estos autores
concluyen que la selección sexual (i.e., intrasexual) ha favorecido la evolución de
caracteres distintos en el chimpancé y en el gorila. Puesto que en el chimpancé la
competición espermática es importante, la selección ha actuado sobre el desarrollo de los
genitales de los machos (favoreciendo la capacidad fisiológica que permite al macho
producir un mayor número de eyaculados de calidad en un espacio de tiempo corto). En
el gorila en cambio, los machos compiten antes de copular con las hembras y, debido a
ello, la selección ha actuado sobre el tamaño corporal, es decir, sobre la principal
característica que puede incrementar la capacidad de un macho de monopolizar el acceso
sexual de las hembras (véase Figuras. 6.2 y 6.8).
El bonobo o chimpancé pigmeo es un caso bastante excepcional ya que la turgencia
de la genitalia, especialmente de las hembras adolescentes, está presente a lo largo de
gran parte del ciclo reproductivo (Kano, 1992). Ello está posiblemente relacionado con el
lema que Frans De Waal (1989b) les aplica de Haz el amor y no la guerra, ya que tanto
el comportamiento heterosexual como homosexual ('Genito-genital rubbing') son
comunes en momentos de estrés y durante la reconciliación. Las hembras de los
orangutanes, por el contrario, muestran hinchazón de la genitalia solamente cuando están
embarazadas (Mapple, 1980), lo que podría correlacionarse con su vida más solitaria.
Finalmente, los machos del mono ardilla (Saimiri spp.) acumulan depósitos de grasa
justo antes de iniciarse la época de apareamiento y su volumen testicular aumenta. Las
hembras muestran una sincronía muy acusada de su estado de estro y compiten
sexualmente por los machos de mayor tamaño, lo cual supondría una evaluación de su
condición (Boinski, 1992). Por el contrario, el engorde de los machos del mono rhesus se
ha interpretado como una estrategia que ha evolucionado para reducir el presupuesto del
tiempo dedicado a la alimentación cuando la competición sexual por hembras es más
intensa (Bercovitch, 1992).

6.4.4. Las señales visuales como mecanismos de ahorro energético

Las expresiones faciales, posturas especiales y movimientos generales del cuerpo o


partes específicas contribuyen al ahorro energético si el entorno ecológico favorece este
tipo de comunicación como hemos visto anteriormente. Estas pautas de comportamiento
no están extendidas entre los platirrinos posiblemente debido a su pequeño tamaño
corporal y a su habitat.
Es interesante notar que las pautas de comunicación visual que existen en éstos son
principalmente de alarma y de amenaza, que son de hecho las más conservadoras

346
durante la evolución (Moynihan, 1967).

a) Conducta de amenaza y ostentación. Las conductas disuasorias de la motivación


agresiva (amenaza) y las conductas demostrativas o de intimidación hacia congéneres
(ostentación) son actitudes características que indican una disposición al ataque con
elementos de intimidación y amenaza que reflejan, a menudo, un conflicto. La
presentación de los genitales hacia rivales con la exposición de los órganos reproductores
externos funcionan como desencadenantes o señalizadores del estatus social. La ventaja
de las exhibiciones y amenazas ritualizadas son evidentes como recurso frente al ataque.
Finalmente, estas conductas permiten mantener unas relaciones de dominio y
subordinación con el consiguiente ahorro energético.

b) Conducta de apaciguamiento y sumisión. Caracterizada por una tendencia a la


huida, una predisposición a permanecer, una clara renuncia a la conducta agresiva
(apaciguamiento) y la evitación del ataque manteniéndose a la defensiva (sumisión) con
elementos de conducta infantil o sexual. Se ha especulado que la sonrisa/mueca (Figura
6.6) puede haber evolucionado a partir de la retracción de los labios ante un estímulo
nocivo o desagradable (De Waal, 1989b).
Es interesante observar que los gestos de apaciguamiento y sumisión pueden
incorporar la ocultación ya sea involuntaria (refleja) o voluntaria (cubrir con el cuerpo o
las manos) del estímulo señal que desencadena la agresividad del contrincante. El
repertorio de señales visuales de sumisión en monos tota se caracteriza por la retracción
del escroto de los subordinados en encuentros agonísticos con machos de rango superior
(Henzi, 1985). Además, aunque se consideran anecdóticos, los relatos de la observación
de chimpancés (De Waal, 1982) y de monos tota (Baldellou, 1992) escondiendo su
genitalia ante la presencia de un macho de rango superior con actitud amenazadora puede
considerarse como una conducta de autoprotección de la genitalia o, mejor aún, como un
mecanismo para eliminar el estímulo señal. De este modo, las señales de apaciguamiento
o sumisión permiten la convivencia de individuos no emparentados en un núcleo social,
disminuyendo los costes de la competición por hembras y otros recursos.

6.5. Conclusión

Las ventajas e inconvenientes de la comunicación visual están determinadas por las


características del entorno ecológico y social. La eficacia de este canal de comunicación
frente a otros alternativos depende también del tamaño corporal de los individuos
implicados y de su sistema visual. Se podría apuntar que los animales nocturnos han
sacrificado la visión tricromática en beneficio de una mayor agudeza visual que les
permite ser activos con escasa iluminación. En los primates nocturnos africanos, así
como en otras especies que son generalmente monógamas, la comunicación química por

347
medio de feromonas compensa las deficiencias del canal visual y tiene la ventaja sobre
las expresiones faciales, la comunicación gestual y la comunicación acústica de que las
señales son más duraderas.
Como Moynihan (1967) apunta, una de las ventajas del canal visual que puede
haber influido en su selección es que las señales, expresiones faciales, conductas
gestuales y posturales pueden dirigirse hacia los individuos más adecuados, evitando así
que los individuos equivocados perciban el mensaje. Esto, por supuesto, no puede
aplicarse a cambios anatómicos y de coloración que, por el contrario, están al alcance de
una amplia audiencia y se caracterizan por su larga duración mientras que cuando se trata
de comunicación interactiva, o focalizada a uno o unos cuantos individuos, es
instantánea.
Por todo lo expuesto en este capítulo no resulta sorprendente que los mayores éxitos
conseguidos en la enseñanza de lenguajes a primates, especialmente con el chimpancé
común y el chimpancé bonobo se hayan obtenido con sistemas visuales.

348
CAPÍTULO 7

ETOLOGÍA COGNITIVA DE LA COMUNICACIÓN EN LOS PRIMATES

Juan Carlos Gómez

7.1. El concepto de etología cognitiva

El objetivo de este capítulo es presentar un enfoque reciente en el estudio de la


comunicación de los primates no humanos que se ha centrado en la investigación de los
mecanismos cognitivos que subyacen a esta función. Mi meta no es hacer una revisión
exhaustiva de los trabajos publicados, sino ofrecer al lector unas reflexiones acerca de los
objetivos y métodos de la etología cognitiva, tal y como se aplica a la comunicación,
utilizando como ejemplo algunos de los estudios en los que este enfoque está resultando
más fructífero.
El concepto de etología cognitiva fue introducido por Donald Griffin en 1978. Según
él, si la etología clásica estudia el comportamiento de los animales desde el punto de vista
de la teoría de la evolución, la etología cognitiva debería estudiar los procesos cognitivos
que subyacen al comportamiento animal desde ese mismo punto de vista (Griffin, 1978).
Griffin se refería especialmente a procesos cognitivos complejos, tales como el
pensamiento o la conciencia, pero, como se ha señalado en alguna ocasión (Yoerg y
Kamil, 1991; Gómez y Colmenares, 1994), no hay ningún motivo para restringir la
etología cognitiva al estudio de estos procesos y resultaría más adecuado entenderla
como el estudio de cualquier mecanismo de procesamiento de información que afecte a
la conducta de los animales. Desde este punto de vista, tan "cognitivos" pueden
considerarse los procesos que permiten a los chimpancés utilizar instrumentos como los
cálculos automáticos que el cerebro de una rana hace al ir a dar un salto para no chocar
con un obstáculo (Gómez y Colmenares, 1994).
En cierto modo puede considerarse que el objetivo de la etología cognitiva es el
estudio de la mente animal desde una perspectiva evolutiva. Esta idea no es, ni mucho
menos, nueva. El propio Darwin (1871) consideraba como un objetivo prioritario de la
teoría de la evolución el estudio de los rasgos mentales y la inteligencia de los animales.
Sin embargo, los primeros intentos por hacer lo que entonces recibió el nombre de
"psicología comparada" tuvieron resultados muy negativos por la falta de rigor de los
métodos utilizados (véase Boakes, 1984).
La etología cognitiva pretende recuperar este objetivo de estudiar las capacidades
cognitivas de los animales desde el punto de vista evolutivo, pero haciendo uso de
métodosde investigación y conceptos rigurosos, como los que se utilizan en la actual
psicología experimental y demás ciencias cognitivas. Aunque el recuerdo del fracaso de la

349
primera psicología comparada ha hecho que algunos etólogos muestren mucha cautela
ante esta propuesta de estudiar la mente animal, hay campos de la etología en los que el
enfoque cognitivo ha adquirido un importante protagonismo. El estudio de la
comunicación en los primates es uno de esos campos.
Con el surgimiento del enfoque cognitivo en los últimos años los objetivos, e incluso
los métodos, de los científicos que estudian la comunicación de los primates no humanos
han cambiado drásticamente. Por ejemplo, hace más de 20 años, Robert Hinde (1972b)
comentaba, a propósito de la posibilidad de introducir el concepto cognitivo de
intencionalidad en el estudio de la comunicación animal, que el problema era que, al no
existir criterios rigurosos para identificar las acciones intencionales de los animales, se
corría el riesgo de acabar en un callejón sin salida semejante al que encontró la psicología
comparada en el cambio de siglo. Su conclusión era que el etólogo encontraría
dificultades insolubles si intentaba estudiar los mecanismos internos de la comunicación
(por definición, inobservables), mientras que, si limitaba su interés al estudio de la
evolución de las señales, no necesitaría preocuparse de conceptos como el de intención.
Sin embargo, el cambio de actitud que se ha operado en los últimos años se refleja
en las palabras del propio Hinde (1985b):

"El progreso futuro en la investigación de la comunicación no verbal ha de depender de nuestra


plena comprensión tanto de los procesos cognitivos como de los procesos emocionales y
motivacionales que participan en ella (…) y no debemos pecar de un exceso de cautela a la hora de
usar variables cognitivas si queremos avanzar en el análisis de las señales no verbales de otras
especies, al menos en los vertebrados superiores." (p. 114)

¿Qué ha ocurrido durante los años setenta y ochenta para que se produzca este
espectacular cambio respecto al papel de los procesos cognitivos en el estudio de la
comunicación? En el resto de este capítulo voy a intentar mostrar que lo que ha ocurrido
ha sido fundamentalmente un cambio en la actitud epistemológica de los etólogos y
psicólogos que estudian la conducta de los primates, cambio favorecido por el desarrollo
de nuevas técnicas de investigación, pero que se caracteriza, sobre todo, por el
reconocimiento de la importancia que los procesos cognitivos pueden tener en la
explicación de la conducta animal.

7.2. La comunicación natural en los primates

La comunicación ha sido siempre uno de los aspectos de la conducta más estudiados


por los primatólogos, dada la importancia de este proceso en la compleja vida social de
los primates. Los primeros estudios reflejaban de manera bastante directa las
preocupaciones y conceptos del enfoque etológico tradicional, y se centraban
fundamentalmente en la descripción de los repertorios de señales (Rowell y Hinde, 1962;
Hinde y Rowell, 1962; Andrew, 1963).
La forma típica de proceder en un estudio etológico de la comunicación era

350
comenzar identificando las vocalizaciones, expresiones faciales y exhibiciones –displays–
efectuando una descripción morfológica de las mismas; a continuación, se describían las
posibles funciones de estas señales basándose en su contexto de emisión y las reacciones
de los animales tras la emisión de la señal. Marler (1965), usando una terminología
tomada de la semiótica, llamaba a la descripción morfológica de las señales el estudio de
la "sintaxis" de la comunicación, mientras que la descripción de las circunstancias
asociadas a su emisión era el estudio de la "pragmática" y la "semántica".
Un estudio de Thomas Struhsaker (1967b) sobre una especie de primates africanos,
los monos tota, (Cercopithecus aethiops johnstoni), puede servirnos de ejemplo para
ilustrar cómo era un estudio típico de los años 60. Struhsaker estaba sobre todo
interesado en la comunicación vocal de estos animales. Su estudio era "sintáctico", según
la terminología de Marler, ya que se trataba de hacer una descripción morfológica de las
señales acústicas, pero también tenía una parte "pragmática" en la que realizaba
descripciones del contexto conductual en que se emitían las señales. En total, Struhsaker
grabó y analizó 36 vocalizaciones distintas emitidas por los monos tota. La parte
"sintáctica" de su estudio consiste en una descripción perfectamente objetiva y minuciosa
de la estructura de estas vocalizaciones mediante el uso de espectrogramas de sonido y,
ocasionalmente, fotografías que ilustran la configuración facial que corresponde con la
emisión. Sin embargo, estos impecables análisis estructurales van acompañados de
descripciones mucho más asistemáticas y subjetivas del contexto en que se emiten las
vocalizaciones y sus efectos sobre el receptor. El mismo Struhsaker advierte que la
complejidad de los factores contextuales en la complicada vida social de los tota hace
que, muchas veces, sólo pueda hablar de sus "impresiones" respecto a la función de las
señales comunicativas.
Por ejemplo, a propósito de una vocalización que identifica con la etiqueta de Rrah,
afirma que era empleada por crías que parecían haberse extraviado. El problema era que
había otra vocalización diferente que parecía emplearse esencialmente en las mismas
circunstancias, pero la "impresión" de Struhsaker era que "la vocalización Rrah era
emitida en situaciones de separación menos intensa, por ejemplo, cuando una cría
gateaba por un arbusto hacia su madre que estaba alejada tan sólo unos pies"
(Struhsaker, 1967b, p. 298). El mismo recurso a la "impresión general" se da en la
descripción de una variedad de la vocalización chutter, que "…parecía servir como una
solicitud de ayuda dirigida a otros y como una amenaza agresiva contra el oponente"
(ibid., p. 284); en contraste con las variedades squeal y chutter-squeal que "…parecían
ser emitidas por individuos que se veían atacados o amenazados, y probablemente
funcionaban como una amenaza defensiva y una solicitud de ayuda a otros…" (ibid, p.
286).
Otras vocalizaciones tenían funciones distintas. Por ejemplo, había un conjunto de
llamadas que parecían desempeñar una función de aviso o alarma ante la presencia de
distintas clases de predadores, especialmente leopardos, águilas y serpientes. Otras
llamadas, que sonaban como una especie de gruñido, parecían usarse en una gran
variedad de situaciones de interacción social. Sin embargo, ni siquiera el análisis

351
espectrográfico parecía capaz de establecer diferencias entre los gruñidos en función de
las distintas situaciones en las que se empleaban. Esto gruñidos parecían constituir un
continuo graduado y la función que desempeñaba cada uno parecía venir especificada
por el contexto en que se usaba.
Por supuesto, cuando en sus descripciones contextuales del uso de las vocalizaciones
los primatólogos empleaban expresiones como "solicitud de ayuda", "amenaza" o "aviso"
lo hacían dándoles un sentido meramente funcional (las llamadas funcionan como si
fuesen una solicitud, una amenaza o un aviso), sin pretender decir nada acerca de los
mecanismos psicológicos subyacentes.
El estudio de Struhsaker ilustra cómo empezó a estudiarse la comunicación de los
primates en los años sesenta. Desde el punto de vista de la descripción de los repertorios
de señales, se trata de aportaciones impecables; sin embargo, desde el punto de vista de
su función, todos los investigadores se quejaban del serio problema que suponía la
vaguedad y subjetividad de las descripciones contextuales que se veían obligados a
realizar. Hubo algunos intentos de atajar el problema. Por ejemplo, Altmann (1962b y
1965), fuertemente influido por la teoría matemática de la comunicación de Shannon y
Weaver (1949), realizó minuciosos estudios sobre la distribución estocástica de las
conductas sociales de los monos rhesus, intentando definir la comunicación en función de
las probabilidades condicionales, observadas realmente, de que un tipo de conducta fuese
seguido por otro. De este modo esperaba poder remediar el problema de las
descripciones subjetivas. Sin embargo, su método tropezó de nuevo con el problema de
la extraordinaria complejidad de la conducta social de los primates. A partir de los
resultados obtenidos en sus análisis estocásticos (Altmann, 1965), resultaba evidente que
las respuestas de los monos no dependían exclusivamente de las señales o las pautas
sociales de estimulación que recibían inmediatamente antes. Para poder predecir la
conducta de los monos, era preciso tomar en consideración secuencias antecedentes cada
vez más lejanas en el tiempo, y, aun así, las predicciones eran meramente probabilísticas.
Esto, según Altmann (1962b, p. 284), significaba que "las respuestas [de los primates]
son relativamente no estereotipadas", o, lo que es lo mismo, que un mono X no
respondía siempre igual ante la pauta Y emitida por el mono Z. El contexto
proporcionado por otras pautas conductuales, las condiciones ambientales o la historia
anterior de los sujetos influía decisivamente en la conducta social de los miembros del
grupo. En palabras de Altmann (1965, p. 490), "los monos rhesus basan su conducta
social en su memoria de los acontecimientos previos del grupo". El mismo Altmann
(1962b) comenta que lo que más le impresionó durante su estudio de los monos rhesus
era el hecho de que estos parecían enfrentarse continuamente con exactamente el mismo
problema que él estaba intentando resolver: el de predecir la conducta social:

"Para dar las respuestas adecuadas los monos tenían que poseer la capacidad de observar,
recordar y predecir… Los monos eran capaces de basar sus acciones sobre conductas observadas,
comunicativas y metacomunicativas, en secuencias de considerable longitud cuyos resultados no
estaban totalmente determinados; es decir, tenían que enfrentarse a su propio grupo como un proceso
estocástico." (Altmann, 1962b, p. 280)

352
Podría parecer que, habiendo identificado el problema de la interacción y la
comunicación de esta manera –mencionando incluso de forma explícita procesos
cognitivos, como "recordar" y "predecir"– el paso siguiente sería empezar a ocuparse del
problema de los mecanismos psicológicos o cognitivos de la comunicación. Sin embargo,
no fue así; el terreno no estaba aún lo suficientemente abonado para enfoques cognitivos.
El propio Altmann, en el capítulo final de su compilación sobre "la comunicación social
de los primates" (Altmann, 1967), consideraba que la prioridad más acuciante en el
estudio de la comunicación de los primates era la recogida de más y mejores datos,
entendiendo por ello la realización de descripciones más detalladas de las señales, las
respuestas y sus correlaciones.
Aparte de su orientación descriptiva, estos primeros estudios sobre la comunicación
de los primates parecían dar por sentadas una serie de premisas teóricas acerca de la
naturaleza de las señales que describían. Según Seyfarth (1987), los enfoques
tradicionales suponían que las señales de los primates, especialmente sus vocalizaciones,
eran involuntarias (es decir, se emitían de forma automática en respuesta a determinados
estímulos o situaciones) y afectivas (es decir, reflejaban información sólo sobre los
estados motivacionales del emisor, nunca sobre aspectos del ambiente externo; si acaso,
podría decirse que también transmitían información acerca de la conducta que estaba a
punto de realizar el emisor). Además, se suponía que las señales eran innatas porque los
monos no tenían que aprender a usarlas. Estas suposiciones recogen esencialmente el
punto de vista de la etología tradicional sobre la comunicación, que mantuvo viva su
influencia hasta hace relativamente poco tiempso1 (vid., por ejemplo, Smith, 1977).
Ya hemos visto cómo algunos aspectos de estas suposiciones habían empezado a
ponerse en duda por algunos autores al verse confrontados, en el curso de sus estudios,
con fenómenos comunicativos especialmente complejos. Es frecuente encontrar en ellos
menciones de la imposibilidad de hacer justicia a la verdadera complejidad del proceso
comunicativo en los primates simplemente enumerando la lista de pautas que componen
el repertorio de la especie. Como señalaba Marler (1965), había "muchos datos que
indican que [en los primates] el efecto de una señal viene determinado no sólo por sus
propiedades intrínsecas sino también por qué individuo del grupo la emite… Hay también
pruebas de que la identidad de los animales que se encuentran próximos al emisor y la
conducta de otros miembros de la audiencia pueden influir drásticamente sobre la
respuesta evocada en un receptor determinado" (Marler, 1965, pp. 569-570). A pesar de
ello, como ya hemos mencionado, el enfoque centrado en la descripción física y
contextual de las señales siguió siendo dominante durante la mayor parte de los años
setenta (vid. Gautier y Gautier, 1977; Oppenheimer, 1977; Marler y Tenaza, 1977).

7.3. Nuevas tendencias en la primatología de la comunicación

Snowdon y sus colaboradores (1982a) creen que el logro más importante de ese
período fue completar la tarea de describir los repertorios de señales, de manera que, a

353
comienzos de los 80, "con la descripción física de las señales razonablemente bien
definida y accesible, los investigadores de la comunicación en los primates pueden
atender a otros problemas relativos a la comunicación" (Snowdon et al., 1982a, p. xiii).
Entre esos nuevos problemas estaban los relativos a los mecanismos cognitivos de la
comunicación.
El cambio que se produjo en los años 80 en la manera de estudiar la comunicación
natural de los primates se debió en gran parte a la aparición de nuevos avances técnicos
(tales como la telemetría o las técnicas de grabación y reproducción de vocalizaciones) y
el uso de innovadores métodos de investigación, especialmente técnicas experimentales
que permitían ir más allá de los estudios simplemente observacionales y descriptivos:

"El campo ha progresado, pasando de sencillos estudios descriptivos en los que se catalogaban
las diferencias en las señales de los primates al uso de complejos paradigmas experimentales… Los
modelos y paradigmas más complejos que se han desarrollado para el análisis de la comunicación
reflejan la aceptación generalizada de que la comunicación de los primates es una actividad sumamente
compleja y no refleja." (Snowdon et al., 1982a, p. xx)

Sin embargo, este cambio no puede explicarse sin la aparición de nuevas actitudes
epistemológicas y teóricas entre los primatólogos y los etólogos en general. Los primeros
primatólogos eran ya conscientes, como hemos visto, del carácter "sumamente complejo
y no reflejo" de la comunicación. Lo que les faltaba para cambiar su forma de enfocar el
problema no eran solamente aparatos y técnicas más elaborados, sino también conceptos
y teorías capaces de abordar el estudio de la complejidad que percibían en sus sujetos.
Los años ochenta, junto con las innovaciones tecnológicas, trajeron también importantes
cambios en las herramientas conceptuales disponibles, entre ellos la posibilidad de
analizar el comportamiento desde el punto de vista cognitivo. A esto es posiblemente a lo
que se refiere Snowdon (1988a) cuando afirma que el modelo etológico tradicional de la
comunicación se vio sustituido por un modelo "psicolingüístico"2 que permitía abordar
problemas nuevos, como la capacidad de percibir categóricamente vocalizaciones que en
un análisis espectrografico aparecen como variantes continuas, el análisis de la
variabilidad funcional (es decir, percibida por los sujetos mismos) en llamadas que
anteriormente se consideraban invariables, la definición de "gramáticas" rudimentarias
para explicar secuencias de vocalizaciones individuales o la organización de intercambios
de llamada en dúos (Petersen, 1982; Snowdon, 1982; Todt et al., 1988), la importancia
del aprendizaje ontogenético en el desarrollo de determinados aspectos de las
vocalizaciones, o la importancia del contexto social y "conversacional" en la organización
de la conducta vocal (Snowdon, 1988b; Symmes y Biben, 1988; véanse también las
compilaciones de Todt, Goedekin y Symmes, 1988; y Snowdon et al., 1982b). Sin
embargo, donde el cambio resultó más patente fue en la aparición de estudios que se
ocupaban del "significado" que las señales de los primates tenían para sus mismos
usuarios. Es en este último tipo de estudio en el que vamos a concentrar nuestra atención
en el resto de este capítulo.

354
7.4. Cómo ven los monos el mundo o la semántica de la comunicación

La aparición en los años setenta de las investigaciones en que aparentemente se


demostraba que los gorilas y los chimpancés eran capaces de aprender a usar signos en
cautividad para referirse a objetos y acciones suponía un serio desafío contra las ideas
establecidas. Los antropoides entrenados parecían capaces de aprender señales discretas
con contenido semántico referido a objetos y acontecimientos ambientales, y parecían
usarlas de modo voluntario, características todas ellas contrarias a lo que estipulaba el
modelo etológico tradicional. Dorothy Cheney y Robert Seyfarth, con la colaboración
inicial de Peter Marler (Seyfarth, Cheney y Marler, 1980; Seyfarth y Cheney, 1980)
decidieron comprobar hasta qué punto la comunicación natural de los primates no podría
reflejar también estas propiedades que la tradición les negaba.
Para ello, partieron de uno de los descubrimientos efectuados por Thomas
Struhsaker (1967b) en su estudio clásico, descrito en la sección anterior, sobre las
vocalizaciones de los monos tota. Entre las vocalizaciones descritas por Struhsaker
figuraban unos interesantes gritos de alarma emitidos ante la presencia de predadores
que, aparentemente, parecían estar diferenciados acústicamente en función del tipo de
predador de que se tratase; es decir, a cada predador le correspondía un grito de alarma
diferente (Figura 7.1). Tras numerosas observaciones realizadas en la misma zona de
África –el parque nacional de Amboseli, en Kenia– en que Struhsaker había trabajado
originalmente, Cheney y Seyfarth comprobaron que, en efecto, los monos tota utilizaban
hasta cinco llamadas de alarma distintas: un primer tipo se emitía ante leopardos o
carnívoros semejantes; un segundo tipo, ante predadores aéreos, especialmente águilas;
un tercer tipo estaba reservado a las serpientes, especialmente las pitones; finalmente,
había también vocalizaciones de alarma para los babuinos –predadores habituales de los
tota– y los observadores humanos. Cheney y Seyfarth decidieron concentrarse en los tres
primeros tipos de vocalización antipredador.

355
Figura 7.1. Las tres vocalizaciones de alarma antipredador empleadas por los monos tota. Los diseños centrales
reproducen las líneas generales del espectrograma de sonido correspondiente a cada vocalización (los originales
pueden encontrarse en Cheney y Seyfarth, 1990a.)

Las medidas de protección que los monos adoptan ante cada tipo de predador son
distintas: en el caso del leopardo, huyen a un árbol; ante un águila, se refugian entre los
arbustos, y, cuando el predador es una serpiente, se alzan sobre las patas traseras, la
localizan y mantienen la distancia con ella. De acuerdo con el punto de vista tradicional
sobre la comunicación, los monos emiten una llamada de alarma cuando la
contemplación de un predador activa en ellos el sistema motivacional de miedo; los
monos que oyen la llamada reaccionan, a su vez, porque la llamada en cuestión activa
ese mismo sistema mo-tivacional de miedo que también controla las conductas de huida.
Lo interesante del sistema de llamadas de alarma de los tota es que la reacción defensiva
adecuada no puede deberse simplemente a la activación del sistema motivacional de
miedo, ya que cada predador requiere una reacción distinta. ¿Actúan las llamadas como
una alerta general y hasta que el animal no ve al predador en cuestión no puede
reaccionar adecuadamente o, en contra de lo que supone el enfoque tradicional, cada tipo

356
de llamada contiene información sobre la naturaleza del predador? La cuestión no es
trivial porque, si la llamada contuviese información sobre el predador, las vocalizaciones
del mono tota no serían sólo emocionales (con información sobre las motivaciones
internas del emisor), sino también referenciales (es decir, contendrían información sobre
aspectos del mundo externo).
Para determinar si los tota respondían a la información referencial contenida en las
alarmas o estas simplemente les alertaban y era la detección real de los predadores la que
les hacía reaccionar adecuadamente, Cheney y Seyfarth realizaron un sencillo
experimento, basado en una nueva técnica. Tomaron grabaciones de vocalizaciones
emitidas por monos tota en situaciones reales de alarma y las reprodujeron mediante un
altavoz camuflado entre arbustos en ausencia de predadores reales. El equipo de
grabación y reproducción utilizado tenía la suficiente calidad como para ofrecer
reproducciones que, al menos a los oídoshumanos. sonaban como vocalizaciones reales.
Al mismo tiempo, se tomaban registros en vídeo de las reacciones de los animales al
escuchar la grabación. La realización material del experimento no era fácil. Dado que las
vocalizaciones reproducidas iban a ser "falsas alarmas", los investigadores tenían que
realizar los ensayos experimentales muy separados en el tiempo para evitar el riesgo de
crear un efecto de "¡Qué viene el lobo!". Además, en previsión de que los monos fuesen
capaces de identificar la "voz" de cada individuo, era necesario esperar a que el animal
cuya grabación iba a usarse no estuviese a la vista del grupo observado.
Si las alarmas sólo transmitían una información motivacional de miedo
indiferenciada, los monos deberían responder con una reacción de alarma general sin
mostrar ninguna de las reacciones específicas. Sin embargo, si las vocalizaciones
transmitían información sobre la naturaleza del predador, los monos deberían de
reaccionar de manera adecuada a cada tipo de predador aunque, de hecho, no hubiese
ninguno presente. El resultado fue este último: los monos tota respondían a cada tipo de
alarma con la conducta adecuada; es decir, parecía que el mero hecho de escuchar las
vocalizaciones, sin necesidad de ningún indicio adicional proporcionado por la presencia
del predador real, desencadenaba en ellos la conducta de huida apropiada.
Además, para descartar mejor la hipótesis puramente motivacional de las llamadas,
Cheney y Seyfarth manipularon la intensidad y amplitud de las vocalizaciones que les
presentaban grabadas. Gracias a los análisis espectrográficos, habían podido determinar
cuál era exactamente la estructura acústica de cada llamada (los bosquejos de la Figura
7.1 reproducen las líneas generales de esta estructura). Era frecuente que, en función de
la mayor o menor peligrosidad de la situación, los monos emitiesen varias llamadas
seguidas con una intensidad mayor cuanto mayor fuese el peligro. Si lo que hacía
reaccionar a los monos fuese la intensidad emocional transmitida, entonces cabría esperar
que sus reacciones estuviesen más relacionadas con los parámetros de intensidad que con
la estructura acústica diferencial de cada vocalización. Sin embargo, cuando Cheney y
Seyfarth reprodujeron llamadas simples que sólo variaban en su estructura acústica, los
monos seguían reaccionando adecuadamente al tipo de peligro que anunciaba cada
vocalización3.

357
Esto significaba que las vocalizaciones de los tota parecían transmitir algo más que
un simple estado motivacional de miedo o huida: también daban información acerca del
tipo de huida necesaria, como si la llamada realmente contuviese algún tipo de
información referencial relativa al predador. No obstante, podría argumentarse que tal
vez lo que sucede es que los tota, en lugar de tener un solo sistema motivacional de
miedo/huida, poseen tres sistemas distintos, cada uno controlado por una llamada
específica y conectado con una reacción defensiva particular. Cada llamada activaría el
mecanismo adecuado y este, a su vez, activaría la respuesta defensiva correspondiente,
sin que se produjese realmente ninguna transmisión de información referencial.
Esta explicación, aunque un tanto ad hoc, podría, no obstante, ser correcta, si no
fuera por un elemento fundamental de la reacción de los tota: el hecho de que no sólo
reaccionan con la estrategia defensiva adecuada, sino que además miran en la dirección
apropiada e incluso, según las descripciones de Cheney y Seyfarth, parecen buscar con
su mirada el predador al que corresponde la llamada. Por ejemplo, cuando se les ponía la
grabación de la vocalización antiserpiente, miraban hacia el suelo, y cuando se les ponía
la del águila, miraban al cielo. Es decir, los monos no se limitaban a reaccionar, sino que
además parecían buscar visualmente al predador que debía de haber provocado la
alarma. Muchas veces, los monos ni siquiera llegaban a adoptar la táctica de huida
adecuada, sino que se limitaban a localizar con la vista al predador y, si el peligro no era
inminente, seguían con su actividad pero vigilando al posible predador. Merece la pena
transcribir completa la siguiente descripción de Cheney y Seyfarth (1990a) acerca de la
reacción de un grupo ante una llamada de águila emitida por uno de los monos llamado
Philby:

"Philby […] miró casualmente al aire mientras iba recogiendo comida. Se quedó mirando
fijamente al cielo durante unos segundos y, entonces, sin que aparentemente se dispusiese a huir,
emitió una llamada de alarma de águila. Con los binoculares pudimos ver que, en efecto, había un
águila revoloteando muy alto, por encima de nosotros. Otros monos que se encontraban en las
cercanías (las hembras adultas Burgess, MacLean y Blunt) reaccionaron a la llamada de Philby
mirando al cielo. Burgess dio también una llamada de alarma de águila; no así las otras dos hembras.
Ninguna de ellas echó a correr. Durante los diez minutos siguientes, cada una de ellas echaba un
vistazo al cielo de vez en cuando, manteniendo localizada al águila que revoloteaba por encima y que
terminó por desaparecer." (pp. 108-9)

Parece que, ante todo, las llamadas de alarma dirigen la atención del mono hacia el
peligro que puede haber en el ambiente. Las reacciones defensivas o las emociones
parecen una consecuencia más de la información referencial o semántica que contiene la
llamada. El hecho de que los monos busquen el referente apropiado en el ambiente
parece indicar que la llamada debe de activar en ellos algún tipo de representación del
predador antes incluso de que lo vean.
Y en este punto es donde irrumpe la etología cognitiva. En efecto, el fenómeno de la
semanticidad de las vocalizaciones sólo puede explicarse si el cerebro del mono es algo
más que una simple caja de conexiones que sirve para ligar estímulos y respuestas (ya se
trate de vínculos establecidos innatamente o aprendidos por experiencia). El cerebro de

358
los monos debe ser capaz además de formar representaciones del mundo externo y guiar
la conducta en función de esas representaciones.

Figura 7.2. Secuencia de elementos de que consta el acto comunicativo de emitir una llamada de alarma. El
emisor detecta al predador (en este caso, una serpiente), y emite la llamada correspondiente. El receptor escucha
la llamada y, entonces, pueden ocurrir dos cosas: o bien se limita a reaccionar automáticamente huyendo, o bien
esa reacción de huida está mediada por la activación de una representación del predador. En este último caso, la
llamada transmitiría información referencial. Los experimentos de Cheney y Seyfarth, explicados en el texto,
parecen sostener esta segunda interpretación.

7.5. La actitud intencional

Los estudios de reproducción de grabaciones no nos dicen cuáles son los


mecanismos internos que controlan las vocalizaciones de los animales (Seyfarth, 1987);
estos experimentos "miden" la conducta, no los procesos mentales subyacentes del
animal que vocaliza (cfr. De Waal, 1991a). Pero su virtud es precisamente poner de
relieve que los monos tota, para producir conductas como esas, deben de poseer algún
tipo de mecanismo cognitivo. Los resultados de estos estudios indican que, en relación
con la conducta natural de los primates, es posible adoptar lo que el filósofo Daniel
Dennett (1983) llama la actitud intencional. Esta consiste en suponer que el cerebro de
los monos constituye un mecanismo capaz de formar representaciones acerca del mundo
circundante, y no simplemente un sistema de mecanismos desencadenadores que se
limita a ligar estímulos con reacciones. Un cerebro intencional responde a los estímulos
con representaciones y son estas las que guían las reacciones del animal. Adoptar la
actitud intencional supone adoptar una hipótesis acerca de qué características mínimas
debe tener el cerebro (o la mente) de los animales que estudiamos. Esto, a su vez, lleva a
hacer predicciones acerca de qué tipos de conductas deben observarse en los sujetos si

359
realmente poseen mentes intencionales, y estas predicciones llevan a hacer más
experimentos para someter a pruebas nuestras hipótesis. Esta es precisamente la
estrategia que han seguido Cheney y Seyfarth (vid. 1990a para un magnífico resumen de
sus primeros diez años de investigación) en un excelente ejemplo de cómo hacer una
etología cognitiva rigurosa y experimental, sin abandonar el énfasis en la conducta
natural.
Por ejemplo, usando la misma técnica de la reproducción de grabaciones, Cheney y
Seyfarth consiguieron resolver el misterio que rodeaba a otro tipo de vocalizaciones
empleadas por lo monos tota: los gruñidos. Estas vocalizaciones se utilizan en una gran
variedad de contextos sociales y son un caso típico de lo que los primeros primatólogos
llamaban "señales graduadas", cuyos mensajes no parecían depender tanto de la
estructura acústica de la llamada como del contexto en que se emitía. Por ejemplo,
acústicamente no parecía haber ninguna diferencia importante entre los gruñidos que
emite el miembro de un grupo al aparecer otro grupo extraño y los que emitía al
aproximarse a un miembro más dominante de su propio grupo. Ni siquiera al visualizar
las llamadas con espectrograma de sonido aparecían diferencias aparentes.
Sin embargo, cuando Cheney y Seyfarth aplicaron la técnica de la reproducción de
grabaciones para ver cómo reaccionaban los monos en ausencia de contextos adecuados,
descubrieron que estos respondían de manera distinta a cada tipo de llamada (a pesar de
que a los oídos humanos las llamadas sonaban exactamente igual). Ante los gruñidos
intragrupales (emitidos originalmente por monos que se acercaban a un miembro
dominante), los monos reaccionaban mirando en dirección al altavoz; sin embargo, ante
los gruñidos que se habían dado ante la presencia de otro grupo, los monos reaccionaban
mirando en la dirección en que apuntaba el altavoz: de nuevo parecían estar buscando el
estímulo que provocaba la llamada.
Es decir, estos gruñidos también parecían contener información semántica acerca de
los referentes que evocaban las vocalizaciones. Un análisis más sistemático y detenido de
los espectrogramas de sonido confirmó la existencia de diferencias estructurales entre
cada tipo de llamada. El uso de esta técnica experimental había permitido descubrir
variabilidad en donde la simple observación sólo había identificado una colección de
gruñidos aparentemente indiferenciados.
Algunas de las técnicas experimentales empleadas por Cheney y Seyfarth procedían
de la psicología humana, en concreto de los estudios sobre percepción del habla en bebés
(véase, por ejemplo, Mehler y Dupoux, 1992), lo cual no es sorprendente si tenemos en
cuenta que una característica común entre los bebés y los primates no humanos es la
ausencia de lenguaje y la consiguiente necesidad de obtener datos acerca de sus
percepciones por procedimientos indirectos. Por ejemplo, una técnica que importaron
con éxito al estudio de los monos tota fue la que se conoce con el nombre de
"procedimiento de habituación". Los monos tota utilizan dos vocalizaciones diferentes en
sus encuentros con otros grupos: Wrr y Chutter. Posiblemente existen diferencias de
significado entre una y otra, pero desde nuestro punto de vista humano, diríamos que
ambas son parcialmente sinónimas. ¿Perciben los monos también esta semejanza entre

360
los referentes de ambas vocalizaciones? Para comprobarlo, Cheney y Seyfarth
emplearon la técnica de reproducción de grabaciones combinada con el procedimiento de
habituación.
Reproducían una grabación de la vocalización Wrr emitida por un individuo X y
medían la cantidad de tiempo que un sujeto miraba en la dirección adecuada. A
continuación reproducían varias veces seguidas grabaciones de la vocalización Chutter
emitidas por el mismo sujeto. Cuando un estímulo se repite varias veces sin ninguna
consecuencia (en este caso, no hay ningún grupo extraño que ver), el receptor se
habitúa, es decir, deja de responder al estímulo o lo hace en menor medida. En este
caso, lo monos dejan de mirar en la dirección en que está orientado el altavoz o lo hacen
cada vez menos. Pero otra propiedad interesante de los organismos es que, una vez
habituados, si se produce un cambio importante en el estímulo, se deshabitúan y vuelven
a responder (en este caso, volverán a mirar). El razonamiento de Cheney y Seyfarth era
el siguiente: si para los monos lo importante es la representación del referente al que
corresponde la vocalización, al ponerles de repente Chutter en lugar de Wrr, a la que ya
se han habituado, deberán de seguir respondiendo en muy escasa medida, puesto que el
referente de ambas vocalizaciones es un grupo extraño que el sujeto ya ha comprobado
que no está. En cambio, si lo importante para el mono fuese el sonido nuevo de la
vocalización, debería de deshabituarse y mirar durante más tiempo. Como puede
apreciarse en la Figura 7.3, el resultado, al hacer el experimento con varios monos, era
que no se deshabituaban (la cantidad de atención que dedican a Chutter es
significativamente menor que la que le dedicaban en la prueba que se hizo antes de
proceder a la habituación). Es decir, parecía que, más que haberse habituado a una
llamada en particular, se habían habituado al significado de esa llamada.
Este mismo paradigma experimental puede utilizarse para hacer otras
comprobaciones. Por ejemplo, ¿qué sucede si en el ensayo de prueba ponemos la
grabación de otro individuo emitiendo la llamada Chutter? Si los sujetos tuviesen sólo en
cuenta el "significado" de la llamada, deberían seguir sin prestar atención. Sin embargo,
como puede apreciarse en la Figura 7.3, los sujetos sí se deshabitúan –es decir, vuelven a
prestar atención– cuando la llamada sinónima la da un individuo distinto, lo cual puede
interpretarse como indicio de que los monos receptores son sensibles no sólo al
significado sino también a la identidad de los emisores. Esto evidentemente tiene sentido,
especialmente cuando se trata de situaciones en las que, en cierto modo, lo que está
enjuego es la fiabilidad de la conducta comunicativa de los individuos.
Los métodos experimentales desarrollados por Cheney y Seyfarth han abierto
también las puertas a la posibilidad de explorar otros aspectos de la "mente" de los monos
distintos de la comunicación. Por ejemplo, mediante otro experimento en el que se
reproducían grabaciones del grito de "solicitud de ayuda" de las crías, se comprobó no
sólo que las madres reconocían el grito de su hijo (que, en ese momento, no se
encontraba presente) y reaccionaban orientándose en dirección al altavoz, sino que,
además, las otras hembras reaccionaban mirando a la madre, muchas veces antes incluso
de que la madre misma se hubiese movido. Según Seyfarth (1987), esto puede

361
interpretarse como un dato que indica que los monos tota poseen algún tipo de
conocimiento de las relaciones que existen entre los individuos de su grupo. Cuando
menos, parecen capaces de anticipar qué animal es el que tiene que reaccionar a esa
llamada, lo cual parece implicar de nuevo algún tipo de representación de la realidad.
También es interesante el hecho de que las demás hembras se muestren interesadas por
las reacciones de otros miembros del grupo. Sin duda, este tipo de reacción de atender a
lo que puede suceder a su alrededor debe de proporcionarles más "conocimiento" acerca
del mundo circundante (en Essock-Vitale y Seyfarth [1987] y Cheney y Seyfarth [1990a
y 1992] pueden encontrarse más resultados y análisis relativos al estudio del
conocimiento de los primates usando este tipo de técnicas).

Figura 7.3. Resultados de los experimentos de habituación realizados para demostrar que los monos prestan
atención al referente de las llamadas y no sólo a su estructura acústica. Gráfico de la parte superior: Se empieza
registrando la duración media de la reacción de orientación visual al escuchar la vocalización Chutter
(aproximadamente 5 segundos). A continuación, se presenta varias veces la vocalización Wrr, que como el
Chutter, se emite en presencia de grupos extraños. Como puede observarse, poco a poco disminuye la cantidad
de tiempo que los monos dedican a mirar en respuesta a la vocalización; se dice que los sujetos se han
"habituado" al estímulo. Una vez establecida esta estimulación, se vuelve a presentar la vocalización Chutter. El
hecho de que la curva de habituación no se vea alterada (la reacción media de los monos no llega a 1 segundo de
duración) significa que los monos se han habituado, no a la estructura acústica de la llamada Wrr, sino a su
referente, que comparte con Chutter. Gráfico inferior: el mismo experimento, realizado con llamadas emitidas por
monos distintos, muestra deshabituación en la presentación del Chutter de prueba, lo cual significa que los monos
identifican no sólo el referente de la llamada, sino también a su emisor.

En esencia, lo que estos estudios parecen indicar es que, aparte de las dimensiones
emocionales y motivacionales que puedan tener las señales comunicativas de los monos,
existe en ellas también una dimensión cognitiva. La visión de un aspecto relevante de la
realidad –un predador, otro grupo de monos, un individuo dominante– provoca la
emisión de una llamada específica y la audición de esta parece activar en la mente del
receptor algún tipo de representación de ese aspecto de la realidad sin necesidad de llegar
a verlo.
Recientemente, se ha intentado averiguar hasta qué punto estas representaciones

362
incluyen algún tipo de comprensión de la estructura causal de la realidad. En esta
ocasión,la especie estudiada eran babuinos. Cuando las hembras dominantes del grupo
quieren acercarse a una hembra subordinada que tiene una cría, suelen emitir un gruñido
de tranquilización. Este puede ir precedido o seguido de llamadas de miedo emitidas por
la hembra subordinada, de manera que en la vida social de estos babuinos es común
escuchar secuencias de gruñidos y llamadas de miedo emitidas por hembras dominantes
y subordinadas respectivamente. Lo que nunca se escucha son llamadas de miedo
emitidas por una dominante y llamadas de tranquilización dadas por una subordinada. Si
artificialmente, sintetizándolas en el laboratorio a partir de grabaciones originales,
fabricamos secuencias "imposibles" como estas, ¿cómo reaccionarían los monos? ¿Se
sorprenderían? De nuevo, el indicio que puede decirnos si algo es sorpredente para los
monos es la cantidad de tiempo durante el que miran en dirección al altavoz. El resultado
del experimento, realizado de nuevo por Seyfarth y Cheney fue que los monos, en
efecto, se sorprendían al escuchar secuencias imposibles del tipo tranquilización de
subordinada - miedo de dominante, ya que miraban al altavoz durante más tiempo al
escuchar estas secuencias sintetizadas imposibles que al escuchar otras, también
sintetizadas, pero posibles (Seyfarth, 1995).

7.6. La mente de los emisores

Hasta ahora nos hemos referido a las inferencias que podemos hacer acerca del tipo
de representaciones que los monos receptores deben de formarse al escuchar las
llamadas. ¿Pero qué podemos decir respecto a las representaciones de los monos
emisores? Decir que en su mente debe de existir algún tipo de representación del
referente de la llamada sería superfluo, ya que se supone que el mono ha visto o está
viendo al referente mismo (por ejemplo, a una serpiente de verdad). Sin embargo, resulta
interesante que, en algunas circunstancias, los monos sean capaces de emitir las llamadas
de peligro sin haber visto al predador. Esto es, por ejemplo, lo que sucede en el caso de
la llamada de alerta ante la presencia de masáis pastoreando sus vacas. Dicha llamada se
da normalmente al ver a los masáis y a las vacas, pero también puede darse al escuchar
los mugidos de las vacas en la lejanía sin haberlas llegado a ver. Curiosamente, sin
embargo, los monos parecen incapaces de dar la llamada al ver la polvareda que levantan
las vacas en la lejanía (Seyfarth, 1995); una incapacidad semejante a la que presentan
para dar la llamada de alarma del leopardo al contemplar la carcasa fresca de una presa
capturada por un leopardo tendida en un árbol, o al ver la característica huella de una
serpiente pitón describiendo una trayectoria que desaparece en un arbusto (Cheney y
Seyfarth, 1990a; Seyfarth, 1995).
Lo monos emisores presentan una curiosa mezcla de capacidades e incapacidades en
lo que se refiere a su sensibilidad a los indicios indirectos de la presencia de predadores.
Por ejemplo, se ha comprobado que sí son capaces de reaccionar a las alarmas
antipredador de otras especies –como las codornices– cuando se refieren a predadores

363
que pueden afectarles. Como señala Seyfarth (1995), parece que los monos tota son sólo
sensibles a indicios indirectos sonoros, pero no a los visuales.
Pero el problema más interesante al que se enfrenta la etología cognitiva desde el
punto de vista del emisor es el de la intencionalidad de las llamadas. ¿Cuando un mono
tota da la señal de alarma de, por ejemplo, la serpiente lo hace reaccionando de manera
más o menos automática ante la visión del predador o la emisión de la llamada es una
conducta voluntaria que realiza para beneficio de los demás monos? Y, si se tratase de
una conducta intencional, ¿qué tipo de intención sería la que gobernase esta conducta del
mono? ¿Quiere el mono que emite la vocalización de alarma de serpiente transmitir a los
demás monos la información de que hay una serpiente, o simplemente en el sistema
nervioso del mono se activa un circuito determinado que está programado para disparar
el grito de alarma ante la vista de una serpiente? ¿Qué representaciones se producen en la
mente del mono emisor acerca de los receptores, si es que se produce alguna?
Comencemos por la primera cuestión. Hay indicios de que la emisión de llamadas
por los tota es una conducta voluntaria. El más importante es el denominado "efecto de
audiencia". Cheney y Seyfarth (1990a) han podido observar en numerosas ocasiones
cómo los monos tota que viajan solos y detectan un predador como un leopardo no
emiten la señal de alarma: se escabullen en silencio. Esto significa que la emisión de la
vocalización de alarma no es un acto reflejo, no ocurre de forma automática ante la
aparición del estímulo "leopardo" o "serpiente": para que los monos den la señal de aviso,
es preciso que haya presente alguna audiencia potencial. Cheney y Seyfarth (1990a)
tuvieron ocasión de comprobar más tarde que la emisión de llamadas de alarma en las
hembras puede variar en función de que se encuentren o no enjauladas con sus crías
(este experimento se llevó a cabo con monos cautivos); asimismo, la tasa de llamadas de
los machos jóvenes variaba también dependiendo de si estaban con un macho dominante
o una hembra (en este último caso, daban más alarmas).
Este fenómeno –las alteraciones en la emisión de una vocalización en función de qué
audiencia potencial hay presente– se conoce con el nombre de "efecto de audiencia". El
efecto de audiencia se ha detectado también en otras especies. Por ejemplo, Marler,
Karakashian y Gyger (1991) han comprobado que el pollo doméstico produce un número
mayor de alarmas al ver un predador aéreo si está en presencia de otro pollo, es decir, si
hay audiencia para esas alarmas. El "efecto de audiencia" demuestra que la producción
de señales comunicativas parece responder a un esquema más complejo de lo que se ha
creído durante mucho tiempo. Muchos animales no parecen responder automáticamente
ante la presencia de un peligro con una señal estereotipada de alarma, sino que tienen en
cuenta si la señal tiene o no algún receptor potencial.
¿Significa esto que los monos comprenden que su señal va a ser escuchada por otros
monos y saben cuál es el efecto que va a tener sobre ellos? Llegados a este punto, nos
enfrentamos a uno de los problemas más interesantes que plantea la adopción de la
actitud intencional para estudiar la comunicación animal. Por "saber cuál es el efecto de
la llamada sobre el receptor" podemos entender dos cosas distintas: o bien que el mono
emisor sabe (es decir, se representa) que el mono receptor va a huir en la dirección

364
adecuada, o bien que el mono receptor va a comprender que hay un predador y, por eso,
tiene que huir. Lo interesante de esta última alternativa es que el mono emisor tendría
que ser capaz de formarse una representación de la representación que su llamada va a
activar en la mente del otro mono (véase Figura 7.4). A esta capacidad se le ha dado el
nombre de "Teoría de la mente", en referencia al hecho de que, como muy bien saben
los etólogos, las mentes –las representaciones de los animales– son inobservables, y
cuando hablamos de ellas lo hacemos como entidades hipotéticas o teóricas (vid. Whiten,
1991).
Se sabe que las representaciones sobre las representaciones de los demás deben de
basarse en un mecanismo cognitivo relativamente elaborado, que en nuestra especie no
se encuentra plenamente activo hasta aproximadamente los cuatro años de edad y cuya
alteración parece dar lugar a síndromes tan dramáticos como el autismo (Frith, 1989).
Una de las cuestiones más interesantes que pueden abordarse desde la etología cognitiva
es precisamente la de hasta qué punto este mecanismo cognitivo es exclusivo de la
especie humana o puede encontrarse ya en otros primates, y las conductas comunicativas
de los monos tota pueden ser una excelente oportunidad para explorar esta cuestión.

Figura 7.4. Dos posibles "intenciones" en la mente del mono emisor. A: el emisor se representa el hecho de que su
vocalización puede alterar la conducta del receptor haciendo que huya. B: el emisor se representa el hecho de que,
al oír su llamada, el receptor va a comprender que hay un predador. Esta última alternativa requiere una capacidad
cognitiva especial a la que se da el nombre de "Teoría de la mente", mediante la cual es posible realizar
"representaciones de segundo orden" o representaciones sobre las representaciones de los demás. Por supuesto,
una tercera alternativa es que el emisor simplemente reaccione lanzando la llamada sin ninguna representación de
sus efectos.

365
De nuevo Cheney y Seyfarth (1991b) abordaron la cuestión mediante un
experimento, esta vez realizado en cautividad con macacos japoneses (Macaca fuscata)
y monos rhesus (Macaca mulatta), en el cual intentaban comprobar si los monos tenían
en cuenta lo que el receptor de su llamada sabía o dejaba de saber sobre el ambiente, es
decir, si los monos entendían que, cuando un compañero no ha visto un peligro, la
necesidad de dar la llamada de alarma es mucho más acuciante que si lo ha visto. Para
asegurarse de que el emisor estaría motivado para avisar al receptor, Cheney y Seyfarth
trabajaron con parejas de madres e hijos. Primero mostraban a la madre la presencia de
un peligro (un cuidador provisto de una red, estímulo que solía provocar llamadas de
alarma en los monos) en una zona determinada; después, cuando el cuidador se había
escondido, soltaban en esa zona al incauto y desinformado hijo de la mona observadora.
Esta situación se comparaba con otra en la que madre e hijo habían tenido oportunidad
de observar juntos la presencia del peligro. La cuestión es: ¿Darán las madres más
llamadas de alarma en la situación en que su hijo no sabe que hay una fuente de peligro
en las inmediaciones? Los resultados fueron decepcionantes porque las madres no dieron
prácticamente vocalizaciones de alarma en ninguna de las dos situaciones, a pesar de
mostrar obvias señales de tensión al aparecer el cuidador.
En un experimento idéntico, salvo por el hecho de que, en vez de con llamadas de
peligro, se trabajaba con llamadas de comida, las madres sí emitieron vocalizaciones en
presencia de la comida, pero su tasa de emisión no variaba en función de que sus hijos
supiesen o no que había comida; es decir, no parecían mostrar ninguna sensibilidad al
potencial informativo de la llamada para el receptor y, por consiguiente, no daban
muestras de poseer la capacidad de "Teoría de la mente".
Es importante resaltar que lo que estos experimentos parecen indicar es que los
monos tota no poseen lo que Daniel Dennett llama "intenciones de segundo orden" (es
decir, intenciones relativas a la mente de otros monos, intenciones de modificar las
representaciones de otros individuos). Sin embargo, aunque los monos careciesen de ese
tipo de intenciones "mentalistas", sí podrían poseer intenciones de primer orden relativas
a la conducta de los demás (ver Figura 7.4). Existe la posibilidad de que los monos
prevean cuál es el efecto que sus llamadas tienen sobre la conducta de los demás y que,
en el momento de emitirlas, posean una representación de lo que va a pasar. Esta
posibilidad es interesante porque podría explicar ciertas conductas, como la emisión de
llamadas "falsas" de leopardo por parte de un individuo en el curso de disputas entre
grupos rivales cuando su grupo está perdiendo terreno (Cheney y Seyfarth, 1990a). Esta
conducta, observada sólo en un individuo pero en repetidas ocasiones, se consideró
inicialmente un posible caso de engaño táctico (Whiten y Byrne, 1988a) y, como tal, un
tipo de conducta que podría requerir la capacidad de "Teoría de la mente" (ya que el
engaño puede interpretarse como hacer creer a alguien algo falso para que actúe de un
modo determinado). Sin embargo, para que esta conducta de engaño táctico apareciese,
podría bastar con que el emisor tuviese la capacidad de prever las reacciones que va a
provocar su llamada sin necesidad de representaciones de segundo orden (o de Teoría de
la mente), y sin que su conducta dejase por ello de ser inteligente (cfr., sin embargo,

366
Macintosh, 1994, o los propios Cheney y Seyfarth, 1995).
Finalmente, una interesante posibilidad es que, entre las representaciones de los
monos emisores, estén las reacciones de reorientación atencional que invariablemente
provocan sus llamadas en los receptores. Si los monos fuesen capaces de predecir que las
señales comunicativas afectan a la atención visual de los receptores, estaríamos en
presencia de un interesante paso evolutivo hacia la comprensión de la mente de los
demás, ya que la atención visual puede considerarse como una especie de antesala de la
mente, que tiene la interesante propiedad de poder representarse mediante
representaciones de primer orden (Gómez, 1991).
Sin embargo, recientemente Cheney y Seyfarth (1995) han hecho hincapié en varios
datos negativos acerca del conocimiento de los monos sobre las consecuencias de sus
llamadas. Por ejemplo, la tasa de emisión de llamadas de alarma por parte de totas
adultos ante la presencia de babuinos no es superior cuando hay crías delante que cuando
los adultos están solos; lo cual resulta chocante si tenemos en cuenta que los babuinos
sólo capturan y matan a las crías de los monos tota (Cheney y Seyfarth, 1995). Cabría
esperar que, si los monos adultos actuasen guiados por alguna representación de las
consecuencias de sus llamadas, intensificasen estas en los momentos de máximo peligro.
Las mismas conclusiones negativas se han obtenido al observar la emisión de llamadas de
contacto, emitidas por babuinos cuando se están desplazando y pierden contacto con
otros miembros de su grupo. Parece que el principal estímulo que determina la emisión
de la llamada es que el propio animal emisor pierda contacto con el grupo. En cambio, el
hecho de escuchar la llamada emitida por otro animal no parece afectar
significativamente a la probabilidad de que el receptor responda con otra llamada, lo cual
sería de esperar si la conducta emisora de los monos estuviese guiada por
representaciones de sus consecuencias sobre la conducta de los demás. En estos dos
últimos casos, los monos podrían tener en cuenta a sus receptores sin necesidad de
representarse su estado mental y, sin embargo, ni aun así parecen capaces de controlar su
conducta vocal en función de los demás.
Cheney y Seyfarth (1995) interpretan estos hallazgos negativos como indicio de que,
aunque las vocalizaciones de los primates no humanos parecen funcionar como señales
semánticas que representan aspectos del ambiente, los emisores no parecen tener en
cuenta este hecho: más bien, parecen limitarse a reaccionar de forma inmediata a sus
experiencias y emociones.
Datos más positivos sobre la intencionalidad de los emisores se han encontrado en
los chimpancés (Pan troglodytes). Por ejemplo, se ha observado a hembras de
chimpancé conteniendo la vocalización típica de la cópula cuando ésta ocurría con un
macho subordinado a escondidas del macho dominante, o a grupos de chimpancés
sofocando no sólo las vocalizaciones propias sino también las ajenas (por ejemplo,
cubriendo con la mano la boca de una cría que ha empezado a gritar) cuando se
encuentran en los bordes del territorio de otros grupos. Esta conducta va a más allá del
mero efecto de audiencia, ya que supone discriminar entre distintos tipos de audiencia en
función de sus reacciones presumiblemente distintas y, por lo tanto, parece requerir al

367
menos una intencionalidad de primer orden.
El problema de la intencionalidad de las señales comunicativas es uno de los más
complejos a los que se enfrenta la etología cognitiva, especialmente a la hora de distinguir
entre intencionalidad de primer orden (sin Teoría de la mente) e intencionalidad de
segundo orden (con Teoría de la mente). Las pruebas de Teoría de la mente más idóneas
requieren la utilización de lenguaje (vid., por ejemplo, Frith, 1989) y, por consiguiente,
no son aplicables a primates no humanos. Este es uno de los campos de la etología
cognitiva en los que la elaboración de nuevas técnicas experimentales parece más
necesaria.

7.7. Resumen y conclusiones

El estudio de la comunicación en los primates se ha constituido en la vanguardia de


un importante cambio conceptual en el estudio de la comunicación animal. Este cambio
ha consistido fundamentalmente en admitir que la comunicación de los animales,
especialmente la de los primates, es mucho más flexible y compleja de lo que daba a
entender el enfoque etológico tradicional. Para este nuevo enfoque, esa flexibilidad y
complejidad se explica por la existencia de procesos cognitivos que afectan a las
conductas comunicativas de los primates: procesos cognitivos que afectan a la manera en
que se perciben las vocalizaciones (por ejemplo, el fenómeno de la percepción categorial
de señales que en sí mismas se distribuyen en un continuo), procesos que afectan a las
circunstancias en las que es más probable que se emitan señales (como el efecto de
audiencia, que parece encerrar alguna forma de intencionalidad primitiva) o procesos que
afectan a la manera en que se comprenden las señales (como el fenómeno de la
semanticidad de las vocalizaciones). El análisis de las conductas comunicativas desde esta
nueva perspectiva cognitiva, mediante el uso de técnicas experimentales tanto en
situaciones de laboratorio como de campo, indica que la comunicación es una función
que parece implicar complejos procesos de adquisición y elaboración de información, en
lugar de los sencillos mecanismos más o menos reflejos que los enfoques más
tradicionales parecían defender. La aplicación de nuevas técnicas experimentales guiadas
por nuevos marcos conceptuales ha empezado a cambiar nuestra visión de la
comunicación de los primates, abriendo nuevas perspectivas y planteando nuevos
problemas (como el de la intencionalidad de segundo orden) que hace tan sólo unas
décadas parecían impensables en el marco del estudio de la conducta animal. En este
capítulo, nos hemos limitado a pasar revista a un subconjunto de investigaciones en torno
a la comunicación vocal de los monos tota con la esperanza de reflejar los métodos y
metas de la etología cognitiva de la comunicación en los primates.

368
NOTAS AL CAPÍTULO 7

1 A finales de los años 70 y principios de los 80, el punto de vista etológico tradicional sobre la comunicación
se vio también atacado por la incipiente ecología de la conducta (Dawkins y Krebs, 1978; Krebs y
Dawkins, 1984), aunque por motivos distintos de los que animaban a la etología cognitiva. De hecho,
autores tan representativos de esta tendencia como Krebs (1987) han manifestado poca simpatía por los
enfoques cognitivos.
2 Este nuevo modelo, aclara Snowdon, es "lingüístico" sólo por analogía y nada tiene que ver con los estudios
de enseñanza de lenguaje a antropoides, que habían empezado a florecer durante los años setenta para
declinar durante los ochenta. Por lo demás, resulta interesante comparar el uso de los conceptos de
"sintaxis", "semántica" y "pragmática" en la primatología de los años 60 con su utilización por los
primatólogos de los 80. En los 60, su uso deriva del análisis semiótico de Morris (1946) tal y como lo aplicó
a la comunicación animal Marler (1961). Según esto, la sintaxis es la descripción de la señal; la semántica,
la descripción de los contextos de emisión; y la pragmática, la descripción de las respuestas. Sin embargo,
en los 80, por "sintaxis" se entiende la organización secuencial variable de un conjunto de elementos para
generar "mensajes" distintos (Snowdon, 1982); por "semántica", la capacidad de referirse a objetos externos
al animal (Seyfarth y Cheney, 1982); y el sentido de "pragmática" (aunque el término en sí parece recibir
menos atención que los otros, con excepciones como la de Liska, 1987) parece ampliarse a las intenciones
con que el animal emite sus señales.
3 Como señalan Cheney y Seyfarth (1990a), esto no quiere decir que las vocalizaciones no transmitan además
información motivacional y emocional, ni que esta no sea importante para los monos. Lo que estos
experimentos demuestran es que, además de esa información, las vocalizaciones de los monos transmiten
información semántica o referencial acerca de lo que provoca esa emoción.

369
CAPÍTULO 8

SUPRESIÓN DE LA REPRODUCCIÓN EN LOS PRIMATES

Fernando Peláez del Hierro


Susana Sánchez Rodríguez
Carlos Gil Bürmann

8.1. Introducción

El diseño de todos los organismos, en cuanto se refiere a su anatomía, fisiología,


conducta o ciclos vitales, es producto de la selección natural. Los diseños más
adecuados a circunstancias ambientales concretas favorecen la eficacia biológica de los
organismos, es decir, su supervivencia y contribución genética a las siguientes
generaciones. Esta es la función última de todos los individuos.
Pero los individuos no se encuentran aislados en la naturaleza. Forman parte de
poblaciones, constituidas por miembros de la misma especie, explotando un mismo nicho
ecológico. En condiciones ideales, en un medio óptimo en el que no existiese ningún tipo
de limitación de recursos, el crecimiento de las poblaciones seguiría una curva
exponencial. Sin embargo, en condiciones normales, el crecimiento de una población no
se produce así. Los nacimientos y las muertes dependen del tamaño de la población y, a
medida que ésta crece, los nacimientos irán disminuyendo al tiempo que las muertes
aumentarán. El crecimiento real de las poblaciones no sigue, por tanto, el trazado de una
curva exponencial sino el de una sigmoidea: una población pequeña tiene un rápido
crecimiento que, cuando alcanza una tamaño determinado, se estabiliza con ligeras
fluctuaciones.
Los organismos de una población necesitan un nicho, un espacio físico definido
espacial y temporalmente en el que se alimentan, desarrollan sus relaciones inter e
intraespecíficas, se reproducen, etc. La dinámica de las poblaciones regula la saturación
de ese nicho mediante mecanismos que, como las epidemias, afectan a la supervivencia
de los individuos. Es por tanto la densidad de la población un factor determinante de la
supervivencia y reproducción de los organismos (Wilson, 1980; Wilson y Bossert, 1981).
A cualquier edad la reproducción conlleva un obvio beneficio biológico, pero no está
exenta de muchos costes. El beneficio biológico se mide en términos del número de
descendientes que se incorporan a futuras generaciones. El coste biológico deriva de la
reducción en el crecimiento o en la supervivencia del organismo como consecuencia del
gasto energético necesario para reproducirse: la reproducción requiere realizar actividades
más peligrosas para encontrar un individuo del otro sexo, cortejar a la pareja, la puesta y
cuidado de los huevos o, en su caso, la gestación y el cuidado de las crías tras el

370
nacimiento.
El principio de asignación ('allocationprincipie') tal y como lo propuso Levins a
finales de los años sesenta considera que el tiempo, la energía y algunos otros recursos
sólo pueden gastarse una vez en la vida. Así, cualquier inversión en la descendencia tiene
un coste para el organismo reproductor como tal. Los individuos que, por ejemplo, se
reproducen en un mal año, tienen descendientes que a menudo resultan más pequeños y
menos fecundos que los individuos que no se han reproducido en esa ocasión, esperando
a tiempos mejores (Clutton-Brock, 1991).
La reproducción también tiene efectos negativos para la supervivencia. Un
organismo puede producir mayor número de descendientes con el riesgo de morir en el
empeño. Así mismo, el comportamiento social vinculado a la reproducción puede
producir grandes diferencias en los costes reproductivos de ambos sexos, causando
diferencias en la edad óptima en la que machos y hembras alcanzan la madurez. Ante el
problema de la reproducción y teniendo en cuenta los beneficios y costes reproductivos
asociados, cualquier organismo ha de resolver tres dilemas importantes (Clutton-Brock,
1991; Lessells, 1991; Wasser y Barash, 1983):

1) Qué esfuerzo reproductivo hacer o, lo que es lo mismo, qué proporción de


recursos ha de dedicar a la reproducción a costa de su propio mantenimiento o
crecimiento.
2) Cómo distribuir entre la descendencia los recursos dedicados a la reproducción.
3) Cómo distribuir el esfuerzo reproductivo durante la vida reproductiva para
optimizar el valor reproductivo, es decir, el número de descendientes que
todavía quedan por nacer de ese individuo a una determinada edad. El valor
reproductivo tiene a su vez dos componentes: el valor reproductivo asignado
al momento presente y el valor reproductivo residual La medida en que el
cuidado parental (Clutton-Brock, 1991) de los hijos reduce el valor
reproductivo residual de los padres es lo que se conoce como inversión
parental ('parental investment', Trivers, 1982; Lessells, 1991). Estos
parámetros serán tratados con más detenimiento en los apartados siguientes.

En este contexto, podemos concebir al organismo como un "estratega" que intenta


maximizar su éxito reproductivo en relación con otros individuos de la población. Esto no
significa que el individuo tome decisiones conscientes sino que la selección natural diseña
individuos capaces de replicar sus genes.
Siempre que el éxito reproductivo de un individuo no sea el máximo que cabría
esperar si consideramos su potencialidad reproductiva en condiciones ideales en el seno
de esa población, podemos hablar de supresión reproductiva. La supresión reproductiva
es, por tanto, una estrategia que permite a los individuos optimizar su éxito reproductivo
en unas condiciones ambientales, físicas o sociales que no son las ideales. La selección
natural ha favorecido estos mecanismos de regulación de las poblaciones actuando sobre
los caracteres individuales.

371
En este capítulo se va a examinar el fenómeno de la supresión reproductiva
principalmente en relación con dos de los cuatro porqués de la etología: el de los
mecanismos o causas próximas y el de la función o causa última. En la primera sección
del capítulo se adopta un modelo funcional (causas últimas) que considera la supresión
reproductiva como una estrategia adaptativa, es decir, como una forma de regulación de
las poblaciones que la selección natural ha diseñado en el transcurso de la evolución
actuando sobre los caracteres individuales. Dicho esto es necesario hacer una precisión
de extrema importancia: cuando utilizamos el término supresión reproductiva para
referirnos a lo que hace que un individuo no se reproduzca en un momento dado, es
decir los mecanismos de supresión, ello no significa que tenga consecuencias necesarias
para la evolución de la supresión.
En las dos secciones siguientes se analizarán los mecanismos o causas próximas
responsables de la supresión. En el análisis de los mecanismos se abordará el estudio de
los factores y procesos que tienen lugar en dos niveles distintos: el nivel fisiológico y el
nivel social. En la medida de los posible, tal y como pretende la Etología, intentaremos
relacionar los marcos teóricos (i.e., causal y funcional) y los niveles de análisis (i.e.,
fisiológico y social) para tener una visión más completa del fenómeno de la supresión
reproductiva en los primates.

8.2. La supresión reproductiva como estrategia adaptativa

Si el evento reproductivo es único en la vida del organismo (semelparidad) no sería


razonable dejar pasar la oportunidad de reproducirse, aunque las condiciones ambientales
fueran desfavorables: la supresión de la reproducción como estrategia adaptativa sólo
tiene sentido si el organismo es capaz de reproducirse en repetidas ocasiones
(iteroparidad). Si más adelante existiera la oportunidad de volverse a reproducir en
mejores condiciones, podría ser menos costoso para el organismo esperar hasta entonces,
suprimiendo su reproducción en el momento presente.
Fisher en 1930 definió el término valor reproductivo, específico de una edad (Vx),
como el éxito reproductivo promedio futuro para individuos de una edad y sexo
determinados.
Por otra parte, Williams (1966b) distinguió dos componentes en ese valor
reproductivo: una porción asignada en el presente como valor reproductivo propio de ese
momento, en unas circunstancias concretas, o valor reproductivo asignado al momento
presente (Vxo) y otra porción referida al valor reproductivo asignado al futuro, es decir,
el que queda a partir de este momento y que denominó valor reproductivo residual
(VRR):

El supuesto principal, conviene insistir en ello, para entender que la supresión

372
reproductiva puede ser una estrategia adaptativa es que un organismo suprimiría su
reproducción en un momento dado con la esperanza de que las condiciones futuras
fueran mejores; tanto como para exceder los costes que genera la propia supresión.
Dicho de otra manera, el éxito reproductivo del individuo se optimizaría suprimiendo la
reproducción. Los costes de la reproducción en un momento dado tienen que evaluarse
en relación con los del futuro ya que tiene que haber un compromiso ('tradeoff') entre el
valor reproductivo asignado al momento presente y el valor reproductivo residual
(Lessells, 1991). Un organismo hipotético tendrá que resolver este compromiso en cada
etapa reproductiva. Partiendo de este supuesto, un modelo de la supresión reproductiva
tiene que permitirnos rea-lizar una serie de predicciones (Wasser y Barash, 1983):

1) La selección natural debe favorecer a los individuos cuyos intentos


reproductivos maximicen su éxito reproductivo (ER) con la menor cantidad de
riesgos y esfuerzo. Si se puede predecir que en el futuro las condiciones van a
ser mejores que en el presente, el ER de un individuo se optimiza si suprime
ahora su reproducción (Williams, 1966). Esta optimización se producirá
cuando los costes generados por la supresión de la reproducción en el presente
sean superados por los beneficios, es decir que su éxito reproductivo en el
momento 2 sea mayor que en el momento 1 (ER2 > ER1). Sólo así, la
supresión será "económicamente" rentable para un organismo. Dicho de otra
manera, siempre que la supresión de la reproducción aumente el éxito
reproductivo, la selección natural favorecerá mecanismos que permitan esta
supresión y la supresión será así una estrategia adaptativa.
2) Si de alguna forma el organismo puede predecir que las condiciones futuras no
van a mejorar o que incluso pueden empeorar, se esperaría que los individuos
se reprodujeran en el momento presente, aunque las condiciones fueran
adversas. Por ejemplo, si la posibilidad de morir es elevada en un futuro
inmediato, lo mejor será reproducirse lo antes posible ya que quizá el
organismo no sobreviva hasta que se presente la próxima oportunidad.
3) Cuanto más temprana sea la supresión en las distintas fases de la reproducción
(producción de gametos, emparejamiento, fecundación, gestación, cuidado
parental), menores deben ser los costes que genere sobre el valor reproductivo
residual (VRR): siempre será mejor que no se produzca la fecundación que
tener que abortar y mejor el aborto que el infanticidio. Al mismo tiempo si,
por ejemplo, la estrategia es abortar, será menos costoso hacerlo en los
primeros momentos de la gestación que al final de la misma, etc. Los costes
están asociados a la pérdida de tiempo reproductivo: cuanto más tarde se
produzca la supresión, menor será el valor reproductivo residual.

8.2.1. Indicios fiables

373
Para que los individuos puedan evaluar los costes y beneficios de la supresión deben
tener en cuenta indicios como su salud física y mental, su estado reproductivo, el estado
físico y genético de su descendencia, así como las condiciones del ambiente físico y
social en el que se da la reproducción. Es importante que los indicios que utilicen los
individuos sean fiables y predictivos para poder asegurar una relativa probabilidad de
supervivencia a sus descendientes (Wasser y Barash, 1983). Un organismo que no
disponga de parámetros para valorar el momento presente como inadecuado para la
reproducción, no tendrá descendencia porque ésta no sobrevivirá. Del mismo modo, si
los indicios que utiliza no son los adecuados, puede suprimir su reproducción sin
necesidad y perder la oportunidad de contribuir genéticamente a la siguiente generación.
Los indicios que informan sobre las condiciones que afectan a la reproducción son
más fiables en fases tardías del evento reproductivo que en fases más tempranas. Sin
embargo, es más difícil suprimir fisiológicamente la reproducción según van avanzando
esas etapas. Cuando las hembras se encuentran en la fase folicular de su ciclo ovulatorio,
lareproducción puede suprimirse más fácilmente retrasando o inhibiendo la ovulación. Si
la ovulación llega a producirse, suprimir la reproducción será mucho más difícil. Una vez
que la fecundación ha tenido lugar, la supresión es más fácilmente inducible en los
momentos iniciales del embarazo que en estadios posteriores. En el caso de los humanos,
en los que la gestación dura 9 meses, la escasez de alimentos en el momento de la
fecundación no significa que vayan a faltar en el momento del nacimiento. De cara a la
supervivencia del hijo, la falta de alimentos en el último mes del embarazo proporciona
una información más fiable. Sin embargo, es fisiológicamente mucho más difícil que se
produzca un aborto al final del período de gestación. El aumento de la incertidumbre en
estadios posteriores de la reproducción muchas veces da lugar a una "cuasisupresión"
con nacimientos prematuros y crías de bajo peso.
Por el contrario, aunque los indicios tempranos normalmente son menos fiables, la
supresión es fisiológicamente más fácil de inducir. Son suficientes pequeños cambios de
estilo de vida para que, por ejemplo, se produzca infertilidad temporal en una mujer. Un
simple viaje puede producir desarreglos hormonales temporales que afectan a su ciclo
reproductivo. Muchos de estos pequeños cambios que aparentemente no tendrían por
qué afectar negativamente a la reproducción inhiben fácilmente la ovulación.
Los mamíferos marsupiales (especialmente los Macropodidae) poseen unos patrones
reproductivos que se interpretan como una respuesta adaptativa al ambiente impredecible
que caracteriza su distribución geográfica. Low (1988) sugiere que el principal factor que
separa a los mamíferos placentarios del grupo de los marsupiales es la habilidad de éstos
para suprimir la reproducción en cualquier momento con un coste relativamente bajo.
Esta adaptación incluye estros facultativos (períodos de fertilidad de las hembras que se
producen en condiciones especialmente favorables) y diapausas embrionarias
(supresión temporal del crecimiento del embrión) que permiten un rápido desarrollo del
embrión cuando las condiciones mejoran. Además, la gestación y la lactancia de estos
marsupiales requieren muy poca inversión por ser asombrosamente breves. La
combinación de estos factores hace que los costes del abandono de la reproducción en

374
estadios relativamente avanzados sean extraordinariamente moderados.
Es bastante habitual que animales muy sociales como los lobos, Canis lupus, y los
perros salvajes africanos, Lycaon pictus, vivan en condiciones ambientales con grandes
limitaciones de recursos para criar. La constancia de esas limitaciones permite una
predicción temprana y fiable. Por ello, las hembras subordinadas retrasan su
reproducción con la esperanza de llegar a ser dominantes y poder tener descendencia en
el futuro. Otras veces la ecología de la población sólo permite una predecibilidad pobre
que da lugar a supresiones en estadios más tardíos, como ocurre en los elefantes
marinos, Mirounga angustirostris. Las hembras de esta especie conciben a la prole del
siguiente año nada más dar a luz a la del año actual. Al quedar de nuevo preñadas
abandonan la colonia, retrasan la implantación del embrión unos 4 meses y regresan al
año siguiente para parir y criar. Las competición en el seno de las colonias en un año
determinado es dependiente de la densidad de la población, por lo que no puede
predecirse las condiciones de esa colonia hasta el momento justo del nacimiento. Como
consecuencia se producen unas tasas excesivamente altas de mortalidad (Reiter, Panken
y Le Boeuf, 1981).
En el trabajo llevado a cabo por Avis Greene en 1989, se encontró que la frecuencia
de abortos espontáneos en una cárcel de mujeres del Estado de Washington era
extremadamente elevada. Sin embargo, los nacimientos que se produjeron tenían una
incidencia de complicaciones médicas sorprendentemente baja. Según este autor, los
indicios fiables y tempranos relacionados con el ambiente de una cárcel inducían
fácilmente una interrupción temprana del embarazo, fisiológicamente sencilla de producir.
Sin embargo, las gestaciones llevadas a término eran perfectamente saludables ya que,
posiblemente debido al filtro que habían tenido que pasar, mostraban menos
complicaciones de las esperadas en el momento del nacimiento (citado en Daly y Wilson,
1983).
La edad de las hembras conlleva unos cambios fisiológicos asociados que influyen
en su reproducción. La edad es un indicio crítico que posee alta fiabilidad y proporciona
gran predecibilidad. A partir de la pubertad, las hembras de los mamíferos empiezan a ser
fértiles y lo son hasta que llegan a una edad avanzada en la que dejan de serlo. Estos dos
acontecimientos de la vida reproductiva se denominan menarquia y menopausia
respectivamente. Según las predicciones vistas anteriormente, para una hembra que aún
no haya alcanzado la menarquia, las condiciones futuras dependientes de la edad son
mejores que las presentes para su éxito reproductivo (ER2 > ER1). A partir de la
menarquia la situación se invierte y las condiciones presentes pasan a ser mejores que las
futuras (ER1 > ER2), siempre que no existan problemas en el momento actual.
La mayor incidencia de Síndrome de Down (trisomía 21o mongolismo) en los hijos
de madres que se aproximan a la edad de la menopausia es posible que se deba, como se
considera tradicionalmente, a una mayor tendencia a la no disyunción o a una
segregación cromosómica anormal en esa edad (Erickson, 1988; Sved y Sandler, 1981).
Esta tendencia se ha observado sobre todo a partir de los 35 años. Sin embargo, también
es posible que las alteraciones cromosómicas a esa edad no sean más graves ni más

375
frecuentes que en las mujeres más jóvenes. Otra forma de explicar el problema es que,
entre las mujeres de edad avanzada, la posibilidad de un embarazo futuro es remota
porque el período de fertilidad está llegando a su fin. La incertidumbre sobre el futuro
éxito reproductivo es muy grande, por lo que su éxito reproductivo presente es mayor
(ER1 > ER2). En estas condiciones es difícil que una mujer embarazada suprima su
reproducción. La correlación encontrada entre la edad de la madre y la incidencia del
Síndrome de Down podría deberse a una disminución de la tendencia al rechazo de
cigotos con trisomía, según se acerca la edad de la menopausia. Por el contrario, en
mujeres más jóvenes, con grandes posibilidades reproductivas futuras (ER2 > ER1), el
aborto no acarrea grandes costes y la implantación de cigotos defectuosos se produce con
mayor dificultad (Kloss y Nesse 1992). De hecho, la mayoría de los abortos espontáneos
que se dan en las sociedades industriales se producen en adolescentes.
Es más probable que la supresión de la reproducción impuesta por cualquier agente
afecte a las hembras jóvenes. Ellas tienen la posibilidad de que las condiciones mejoren
en el futuro, mientras que las hembras mayores no. Por ejemplo, los machos de los
ratones, Mus musculus, secretan una feromona con la orina que reinicia la ovulación de
las hembras que llegan a su territorio (efecto Whitten; e.g., Carlson, 1993). Por otro lado,
las hembras adultas secretan otra feromona que inhibe el efecto de las feromonas del
macho, suprimiendo así la reproducción de las otras. Curiosamente, la feromona de las
hembras adultas es ineficaz sobre otras hembras adultas, suprimiendo sólo a aquellas que
acaban de alcanzar la madurez sexual.
Otros indicios tales como el estado nutricional, enfermedades, o estrés psicosocial
son menos fiables para hacer predicciones a largo plazo sobre la posibilidad de éxito
reproductivo. Ante estos indicios la experiencia adquirida puede jugar un papel muy
importante. Si se han experimentado de forma crónica, por ejemplo, el hambre o alguna
enfermedad, no tiene por qué predecirse que en el futuro las condiciones vayan a
mejorar. En estos casos, a pesar de que el valor de ER1 sea muy bajo en términos
absolutos, el organismo debe evaluar su éxito reproductivo en términos relativos y no se
producirá la supresión.
Por el contrario, los individuos que sufren alguna experiencia negativa de forma
temporal, es más probable que perciban las condiciones futuras como mejores y
supriman su reproducción. Por ello, la supresión de la reproducción es mucho más
drástica cuando el estrés es temporal y mucho menos cuando es crónico.
Las mujeres de los países del Tercer Mundo que sufren una malnutrición crónica no
muestran tasas altas de infertilidad o abortos; los efectos sobre la reproducción se
manifiestan más bien en forma de retraso de la menarquia o de mayor mortalidad
neonatal. Sin embargo, las mujeres que sufrieron una aguda malnutrición temporal
durante la Segunda Guerra Mundial, mostraron tasas elevadas de infertilidad y abortos
espontáneos. Aunque la tasa de nacimientos durante el período de hambruna no
disminuyó, nueve meses después se redujo del 45 al 28,5 por 1.000. Realmente no está
claro si esta supresión es una respuesta al estado físico nutricional o es consecuencia del
miedo y ansiedad que generó la situación bélica (Bongaarts, 1991).

376
Se han intentado explicar los cambios demográficos de las poblaciones que tienen
lugar de forma cíclica en las sociedades industriales. Cuando en un período de expansión
económica las condiciones son óptimas, las parejas se casan y tienen hijos relativamente
pronto, produciéndose un 'baby boom'. En la siguiente generación no existen suficientes
puestos de trabajo debido al aumento de la demanda y se produce el fenómeno inverso,
las condiciones económicas no son adecuadas por lo que los matrimonios y la
reproducción se retrasan (Trivers, 1985; Wasser y Barash, 1983).
En las naciones occidentales entre 1880 y 1940 y en otras regiones del mundo
desarrollado durante los últimos 40 años, se produjo un fuerte descenso del número de
nacimientos. El contexto económico en el que se dio esta transición fue el de una
competitividad creciente en relación a las nuevas posibilidades de avance social de
sectores productivos que, como el profesional, industrial y servicios, requieren una
educación y un entrenamiento muy especializado. Estas condiciones parecen favorecer
una reducción en la descendencia, al tiempo que ésta se hace muy competitiva
(Borgerhoff Mulder, 1991).
La supresión de la reproducción en la especie humana se produce muchas veces de
forma consciente y voluntaria o mediante estrategias establecidas culturalmente. Quizá el
máximo exponente actual de ello en la cultura occidental sea el uso de la píldora
anticonceptiva.
Otros métodos que las poblaciones humanas han utilizado tradicionalmente para
disminuir el número de hijos son los matrimonios tardíos, el divorcio, la abstención
sexual, los abortos inducidos, la prolongación de la lactancia y un largo etcétera (para una
revisión puede consultarse Daly y Wilson, 1983).

8.3. Mecanismos fisiológicos de la supresión reproductiva

8.3.1. Fisiología de la reproducción

Al igual que ocurre en el ciclo reproductivo de las hembras que veremos más
adelante, el hipotálamo de los machos produce los factores desencadenantes de la
secreción de gonadotropinas hipofisarias (GnRH). Concretamente, el hipotálamo
secreta el factor desencadenante de la hormona luteinizante (LHRH) que estimula la
secreción de la hormona luteinizante (LH) por la adenohipófisis (hipófisis anterior). Esta
hormona estimula la liberación del andrógeno testosterona por los testículos, principal
hormona de la reproducción de los machos y que estimula la producción de
espermatozoides, aumenta el deseo y la conducta sexual y acentúa los caracteres sexuales
secundarios.
A diferencia de lo que ocurre en los machos, la actividad reproductiva de las
hembras es cíclica. Las hembras de los primates tienen un ciclo ovárico (Figura 8.1) cuya
duración oscila entre 39,2 y 19,5 días, según la especie. También dependiendo de la

377
especie, la actividad cíclica puede tener una periodicidad estacional o producirse de
forma ininterrumpida. En este proceso cíclico hormonal hay un período que se
corresponde con un estado conductual receptivo que se denomina estro.
En los babuinos, Papio, y otros muchos primates, el estro mantiene una
correspondencia estrecha con el estado fisiológico asociado a la ovulación (e.g., Hrdy y
Whitten, 1986), pero en los chimpancés pigmeos, Pan paniscus, y en la mujer, la
relación es mucho menor.
El ciclo de cambios hormonales comienza con la secreción a nivel del hipotálamo del
factor desencadenante de la hormona folículo-estimulante (FSHRH). Éste llega a la
adenohipófisis estimulando allí la liberación de la hormona folículo-estimulante (FSH). A
partir de este momento, la hipófisis y los ovarios entran en comunicación hormonal
continua mediante distintos lazos de retroalimentación.
La FSH es la responsable de la maduración de los folículos del ovario (esfera hueca
de células del ovario que contienen el óvulo en maduración) los cuales producen otra
hormona, el estradiol. El estradiol llega a la hipófisis que secreta entonces la hormona
luteinizante (LH). La concentración creciente de LH hace que la pared del folículo
maduro se debilite. La pared se rompe cuando la concentración de LH llega al máximo y
el óvulo sale en dirección al oviducto. A este proceso por el cual el óvulo sale del folículo
se le denomina ovulación.
Una consecuencia inmediata de la ovulación es que el folículo roto y sin óvulo queda
en el ovario, pierde líquido y degenera. Bajo la influencia de la liberación continua de LH
procedente de la adenohipófisis, los restos del folículo se transforman en el cuerpo lúteo.
El cuerpo lúteo secreta grandes cantidades de estradiol y también de otra hormona, la
progesterona (hormona del embarazo). Ambas se combinan desarrollando el
revestimiento uterino: la pared del útero engruesa mucho y en ella se desarrollan
numerosas invaginaciones glandulares y vasos sanguíneos suplementarios, con lo que el
órgano se prepara para recibir al óvulo fecundado. La fecundación del óvulo
normalmente tiene lugar en el oviducto y allí empieza el desarrollo embrionario.
Tras llegar al útero, el embrión en desarrollo se implanta en la gruesa pared uterina y
la sangre materna de esta pared proporciona oxígeno y alimento al embrión. Pero si el
óvulo no es fecundado en el oviducto, empieza a degenerar muy pronto. Las elevadas
concentraciones de progesterona y estradiol producidas por el cuerpo lúteo inhiben cada
vez más la producción de los factores liberadores de LH (LHRH) y de FSH (FSHRH)
del hipotálamo.
Además, la progesterona y los estrógenos también inhiben directamente la liberación
de LH y FSH desde la adenohipófisis. Cuando faltan estas gonadotropinas, el cuerpo
lúteo degenera y deja de producir estrógenos y progesterona. Sin estas hormonas
sexuales, la preparación del útero no se puede mantener y el revestimiento de éste vuelve
a su estado normal.

378
Figura 8.1. El ciclo ovárico se caracteriza por la existencia de ciclos hormonales. Los cambios de las
concentraciones relativas recogidas en sangre de las hormonas gonadotrópicas (LH y FSH) aparecen en la parte
superior de la figura, mientras que los de las hormonas esteroideas (progesterona y estradiol) aparecen en la parte
inferior (modificada de Carlson 1993).

En algunos monos cercopitecinos (e.g., Papio), en todos los monos antropomorfos


(e.g., Pan) y en la mujer, la preparación del útero para la gestación es tan elaborada que
si la fecundación no tiene lugar, el revestimiento del útero se desintegra literalmente.
Como consecuencia se desprenden fragmentos de tejido y sale algo de sangre
proveniente de los vasos rotos. Durante unos pocos días, todos estos desechos son
expulsados al exterior a través de la vagina. A este proceso se le conoce como
menstruación (Figura 8.1). El ciclo menstrual (ciclo ovárico de aquellos animales que
menstruan) de la mujer tiene una duración media de 28 días. A consecuencia del brusco
descenso de las concentraciones de estrógenos y progesterona que se producen tras la
degeneración del cuerpo lúteo, el hipotálamo deja de estar inhibido y el ciclo comienza de
nuevo.

379
8.3.2. Fisiología de la supresión reproductiva

Ninguno de los factores que afectan a las distintas etapas del ciclo reproductivo
pueden considerarse de una forma aislada. Como se tendrá ocasión de constatar, varios
factores actúan al mismo tiempo y, lo que parece más evidente, actúan implicando vías
fisiológicas similares. De aquí la imposibilidad de establecer una categorización
exhaustiva y excluyente de los mismos.

a) Estrés. Una posible solución es considerar la supresión reproductiva en relación


con el estrés. El estrés es una respuesta inespecífica del organismo a alguna perturbación
ambiental (estresor) que altera el equilibrio interno. Así, por ejemplo, el acoso que sufren
algunos individuos puede tener como consecuencia una supresión reproductiva a dos
niveles. Por una parte, las hembras dominantes de los babuinos gelada, Theropithecus
gelada, impiden activamente los apareamientos de las subordinadas, pero además pueden
afectar su ciclo ovulatorio como consecuencia del estrés al que se encuentran sometidas
en contextos no reproductivos (Dunbar, 1989). La razón de esta distinción es que en
muchas ocasiones la supresión conductual (supresión social, vide infra: apartado 8.4)
está mediada por mecanismos fisiológicos, pero no tiene por qué ser siempre así. Otras
veces el estrés que algunos animales sufren es consecuencia de estresores más sutiles
como pueden ser los marcajes olorosos.
Cuando los ataques, el dolor, determinados olores, u otros estímulos estresores se
mantienen durante algún tiempo, en el hipotálamo se produce una explosión de opiáceos
endógenos de naturaleza peptídica que son vertidos al torrente sanguíneo. Estos péptidos
opiáceos son endorfinas (β-endorfinas), implicadas también en la organización fisiológica
de las funciones sexuales: es posible que la liberación de 6-endorfinas bloquee la
producción de FSHRH y por tanto de LH. En ausencia de esta hormona, las gónadas
permanecen inactivas (Sapolsky, 1990). Se ha visto que la naloxona (antagonista
opiáceo) produce una elevación de LH en el plasma sanguíneo de hembras estresadas
que habían sido ovariectomizadas previamente (Abbott, 1991). La consecuencia que
tiene la liberación de endorfinas es la ausencia de ovulación en las hembras (Figura 8.2).
En los machos se produce un descenso de la concentración de testosterona. Las vías
comportamentales y fisiológicas por las cuales se activa la inhibición que ejercen los
opiáceos probablemente varíen en relación con los distintos ambientes sociales y con la
especie.

380
Figura 8.2. En las hembras de Callithrix jacchus la supresión hormonal producida por el estrés comienza por una
inhibición en el hipotálamo de los factores desencadenantes de las gonadotropinas hipofisarias (GnRH). Esta
inhibición está aparentemente mediada por los opiáceos endógenos (β-endorfinas). Como consecuencia se
produce una deficiencia de hormona luteinizante (LH) y, posiblemente, de hormona folículo-estimulante (FSH). El
desarrollo de los folículos no se completa en estas circunstancias y la ovulación queda suprimida (modificada de
Abbott, 1988).

El estrés también produce la liberación de catecolaminas (adrenalina y


noradrenalina), cuyo precursor, la dopamina, inhibe la liberación de FSH en las hembras.
Ya que ésta estimula la secreción de LHRH, la producción de LH quedaría también
bloqueada. Las catecolaminas también influyen en la circulación sanguínea debido a su
efecto dilatador sobre el sistema vascular. Los testículos de los machos dominantes son
especialmente sensibles a la acción de las catecolaminas, por lo que reciben mayor
irrigación sanguínea en una situación de estrés. Así, aunque la concentración de LH fuera
escasa, la producción de testosterona puede llegar a alcanzar niveles suficientes. Esto no
ocurre en los machos subordinados en los que la concentración de testosterona
permanece en niveles más bajos (Sapolsky, 1990). La liberación de catecolaminas como
respuesta a estímulos estresores parece estar también implicada en la supresión fisiológica

381
que se da en las hembras de algunos monos callitrícidos y en las mujeres (Abbott, 1984 y
1991).
Una reacción típica de un organismo ante ciertos tipos de estresores es escapar
rápidamente. Para ello necesita glucosa como principal fuente de energía. En estas
situaciones la glucosa se moviliza desde sus zonas de almacenamiento a partir del
catabolismo del glucógeno. La disgregación del glucógeno en glucosa requiere de una
hormona producida por la corteza adrenal, el glucocorticoide cortisol. La producción de
cortisol constituye el paso final de una larga secuencia de secreciones hormonales en la
que interviene la hormona adrenocorticotropa (ACTH) producida por la hipófisis.

Figura 8.3. Efecto del estrés sobre la fisiología reproductiva de los machos del babuino oliváceo en función de su
estatus social, dominante versus subordinado (modificado de Sapolsky, 1990). Flecha central con la punta negra,
secuencia de efectos fisiológicos en condiciones normales. Flecha de trazo continuo con la punta blanca, efecto
inhibitorio de las B-endorfinas hipotalámicas, sintetizadas en respuesta al estrés, sobre la liberación de LHRH
(obsérvese que dicho efecto es mayor en los subordinados). Flecha de trazo discontinuo, efecto inhibidor del
aumento de catecolaminas, producto del estrés, sobre la sensibilidad de los testículos en la LH. Adviértase que
este último efecto también es menor en los machos dominantes (flechas de trazo continuo y punta negra).

Pero además de estar implicado en la producción de glucosa, el cortisol refuerza el


efecto de las catecolaminas. De esta forma inhibe la liberación de gonadotropinas,
afectando así al ciclo ovárico de las hembras. El lemur, Microcebus murinus, tiene un
sistema reproductivo del tipo "harenes extendidos", constituidos por hembras territoriales
que crían estacionalmente y cuyos dominios se solapan con los de un macho. Si en

382
cautividad se aumenta experimentalmente la densidad de la población, se produce un
aumento de los intervalos entre estros, debido al alargamiento de la fase luteínica. La
concentración de cortisol en sangre hace pensar que éste sea el mecanismo hormonal que
media en la supresión del ciclo ovulatorio. Una consecuencia es que el crecimiento de la
población se detiene y las hembras mantienen los territorios establecidos (Abbott, 1991).
En los machos, el cortisol induce una disminución de la sensibilidad de los testículos a la
LH y, por tanto, la producción de testosterona se reduce. En babuinos oliváceos, Papio
anubis, los testículos de los machos dominantes tienen una sensibilidad reducida a los
efectos inhibidores del cortisol debido a la mayor irrigación sanguínea por efecto de la
dopamina que veíamos anteriormente. En ellos la reducción en la producción de
testosterona no es tan marcada. Por el contrario, en los machos subordinados la
producción excesiva de cortisol afecta más directamente a la producción de testosterona.
Como consecuencia las condiciones fisiológicas reproductivas de los machos
subordinados no son tan óptimas como las de los dominantes. Pero además, la
testosterona, entre otras funciones, actúa aumentando la velocidad con la que la glucosa
alcanza los músculos. De nuevo, los individuos dominantes estarían en mejores
condiciones para poder escapar asegurando su supervivencia. En machos y en hembras,
las secuencias hormonales que resultan afectadas por el estrés tienen como denominador
común la alteración de las secrección de gonadotropinas (Sapolsky y Ray, 1989;
Sapolsky, 1990; Figuras 8.3 y 8.4).
El estrés explica la supresión total de la reproducción que se produce en muchas
hembras de primates del Nuevo Mundo como los callitrícidos (Abbott, 1991; vide infra:
apartado 8.4.1), al menos en cautividad. Sin embargo, para algunos autores (Harcourt,
1988) la correlación entre estrés y fertilidad no está tan clara en primates del Viejo
Mundo en libertad. Esto no significa que no se admita que el estrés carezca de efectos
sobre la fertilidad, sino que en condiciones naturales donde continuamente se dan otros
acontecimientos como la escasez de alimentos, predación y enfermedades, el efecto
directo que pueda tener el estrés no queda tan claro.
En la especie humana las relación entre estrés y fertilidad se ha establecido
mayoritariamente en poblaciones con recursos en donde prácticamente el único factor
que puede afectar a la fertilidad es el estrés y por ello el efecto se puede hacer más
evidente. La infertilidad relacionada con el estrés es cada vez más frecuente entre las
mujeres. Tanto es así, que en algunas clínicas de fertilidad del Reino Unido, hasta el 80%
de las pacientes padecían infertilidad debido a distintos tipos de estrés psicológico sin
acompañamiento de otra patología (Dunbar, 1985).
Un agente estresor importante que afecta la fisiología de la reproducción son las
feromonas. Son sustancias químicas de composición más o menos compleja que
transmiten mensajes de unos animales a otros. Las feromonas son liberadas en el aire o
depositadas en algún sustrato por las glándulas secretoras situadas en distintas partes del
cuerpo de un animal y son captadas por los receptores especializados de otro. Como
consecuencia, la fisiología y conducta del animal receptor, incluyendo la conducta
reproductora, pueden verse afectados, bien sea de forma inmediata o a más largo plazo.

383
Las feromonas se captan a través de receptores olfativos pero, en otros casos, pueden
ingerirse o afectar a receptores situados en la piel (e.g., Levis y Gower, 1980).
El sistema olfativo de los mamíferos se compone del sistema olfativo principal y
del sistema olfativo accesorio. El segundo no existe en cetáceos y sólo se encuentra en
los primates durante la fase embrionaria. No obstante, entre los primates, el grupo de los
callitrícidos mantiene el sistema olfativo accesorio durante la etapa adulta (Hershkovitz,
1988). El sistema olfativo accesorio consta de un grupo de receptores que constituyen el
órgano vomeronasal, conectado al bulbo olfativo accesorio por fibras vomeronasales,
justo detrás del bulbo olfativo principal. El bulbo olfativo accesorio está conectado a su
vez con el núcleo medial de la amígdala, de donde parten vías al hipotálamo. Tanto el
sistema olfativo principal como el accesorio, en los mamíferos que lo poseen en época
adulta, median en la conducta reproductora; pero el segundo interviene en el control del
ciclo reproductivo, edad y maduración sexual, implantación embrionaria, etc., como
respuesta a la acción de las feromonas (Carlson, 1993).

Figura 8.4. El efecto del estrés sobre los machos de babuino es una reducción de los niveles de testosterona. En
las hembras se produce un alargamiento de los ciclos ovulatorios o una supresión total. Las secuencias

384
hormonales se ven alteradas por la producción de endorfinas, dopamina, catecolaminas (adrenalina y
noradrenalina) y cortisol, que afectan a la producción de gonadotropinas (LH y FSH). En el caso de los machos el
papel de las catecolaminas y cortisol varía en relación con su estatus social (vide supra: Figura 8.3 y texto).

Recientemente se ha propuesto la existencia de órgano vomeronasal en el hombre en


su etapa adulta. No hay seguridad sobre su funcionalidad ni sobre las conexiones que
mantiene con el sistema nervioso central. Tampoco se sabe el papel que juega en el
procesamiento de las feromonas aunque, como tendremos ocasión de ver, algunos datos
indican que el comportamiento sexual de los humanos puede estar afectado por este tipo
de sustancias que producirían sensaciones no conscientes (Bartoshuky Beauchamp,
1994) y que llevarían, por ejemplo, a la sincronía de los ciclos ovulatorios de las mujeres
(McClintock, 1991).
Parece ser que el efecto de las feromonas sobre los ciclos reproductivos está
mediado por cambios a nivel de la liberación de dopamina en el hipotálamo, lo cual
repercute en la secreción de prolactina por parte de la adenohipófisis. De hecho las
feromonas implicadas en la supresión reproductiva actúan a través de los marcajes,
alterando la conducta reproductiva y, en algunos casos, suprimiendo la reproducción de
las hembras. Algunas hembras de callitrícidos como en las especies Saguinusfuscicollis y
Saguinus oedipus (Epple y Katz, 1983; Savage et al., 1991) suprimen la reproducción
de otras hembras adultas mediante feromonas producidas por glándulas especializadas
que se localizan en distintas partes del cuerpo. Los callitrícidos, además de poseer órgano
vomeronasal, tienen bulbos olfativos que, proporcionalmente a su tamaño, son mayores
que los de otros primates del Nuevo Mundo (e.g., Cebidae) y que los de los primates del
Viejo Mundo (Hershkovitz, 1988).

b) Prolongación de la amenorrea posparto y nutrición. Como consecuencia de la


estimulación repetida que los recién nacidos producen sobre el pezón de la madre, los
núcleos supraóptico y paraventricular del hipotálamo producen altas cantidades de
oxitocina. Este neuropéptido es liberado en la neurohipófisis (hipófisis posterior) desde
donde estimula la producción de prolactina en la adenohipófisis. La prolactina está
implicada en la producción de leche después del parto, pero además tiene otro efecto
añadido ya que, al estimular la liberación de dopamina, suprime el ciclo ovárico de la
madre durante el período de amamantamiento (vide supra en relación con el efecto de
las feromonas y Figura 8.4). Por extensión, a este tipo de supresión se le denomina
amenorrea (ausencia de menstruación) posparto.
Lo más común es que durante la lactancia las hembras de los mamíferos no puedan
quedar de nuevo preñadas. Es una forma de supresión de la reproducción en un
momento en el que un nuevo embarazo podría ser muy costoso. A medida que
disminuye la succión por parte de la cría, disminuye también la secreción de prolactina
hasta que, por debajo de un determinado nivel, se produce otra vez la ovulación y la

385
hembra entra de nuevo en su ciclo reproductivo. Por tanto, el período posparto en el que
no se produce el estro está determinado por el efecto inhibitorio que tiene la lactancia
sobre la ovulación. Como se ha señalado anteriormente, este mecanismo funciona en las
hembras de casi todos los mamíferos (Gomendio et al., 1990), incluyendo los primates
(Gomendio, 1989; Lee, 1988; Stewart, 1988), aunque existen excepciones. Así, en la
Familia de los callitrícidos parece ser que la lactancia sólo ejerce un efecto muy suave
como inhibidor de la ovulación, por lo que las hembras quedan con frecuencia preñadas
mientras amamantan a los hijos (Ziegler, Snowdon y Uno, 1990).
Johnson, Berman y Malik (1993) han propuesto un modelo para la especie Macaca
mulatta (por extensión aplicable a otros primates cuya reproducción sea estacional) en el
que el comportamiento sexual de las hembras estaría controlado por la interacción
dinámica entre la lactancia y el ambiente físico (estacional) de la hembra. Así, el efecto
inhibitorio que tiene la succión de la cría sobre la reproducción depende del aumento o
disminución de la influencia del ambiente físico y la interacción estaría mediada
hormonalmente. Estos autores proponen que en los primeros momentos de la estación
reproductiva, las hembras lactantes reducen su sensibilidad al estímulo de succión, por lo
que se restaura la actividad ovulatoria. Al final de la estación reproductiva, la
responsividad a la succión se recupera y de nuevo se produce la inhibición ovulatoria. En
resumen, dependiendo de los cambios estacionales, las hembras serían activas al influir
sobre la proporción en la que los hijos pueden succionar del pezón, controlando de esta
forma el comienzo de su actividad sexual.
A veces, como hemos tenido ocasión de ver anteriormente, se ha considerado que
una nutrición deficiente de la madre podría ser responsable de la supresión reproductiva.
La escasez nutritiva actuaría como mecanismo espaciador de los nacimientos en algunas
poblaciones. Así, se ha visto que la escasez alimenticia influye en la edad de la
menarquia, primer embarazo y prolongación de la amenorrea posparto (en babuinos,
Bercovitch, 1988a; en la especie humana, Frisch, 1991); pero puede ser también la
malnutrición del hijo la que prolongue la amenorrea posparto: aunque la relación entre la
nutrición de la madre y el efecto de la lactancia no está muy bien documentada, tanto los
animales como los humanos mal alimentados producen menos leche que sus congéneres.
Consecuentemente, las crías tienen que estar más tiempo succionando para cubrir sus
necesidades nutritivas, lo que provocaría la prolongación de la amenorrea (Harcourt,
1988).
Entre los bosquimanos, pueblo de cazadores-recolectores que habitan en un
ecosistema extremo como es el desierto del Kalahari, se puede encontrar un ejemplo que
se ajusta bien a estas ideas. Los hombres se dedican a la caza, fuente principal de
proteínas, mientras que las mujeres se dedican a la recolección y por ello se ven
obligadas a caminar todos los días largas distancias. Acarrear más de un hijo en
circunstancias de tanta aridez puede resultar excesivamente costoso (Lee, 1980). Si se
comparan dos madres bosquimanas con hijos lactantes, es más probable que se produzca
antes la ovulación en aquella que tiene un mejor estado nutricional (Daly y Wilson,
1983). Las mujeres bosquimanas muestran un intervalo de 4-5 años entre nacimientos

386
consecutivos, aunque mantienen relaciones sexuales durante todo este tiempo. Su
fertilidad es especialmente baja, con una media de 4,65 nacimientos vivos por cada
mujer cuando llega a la menopausia. En este hábitat, los alimentos para los hijos, una vez
que finaliza la lactancia, son bastante limitados. Por ello las madres continúan
amamantándolos hasta los 4 años de edad y excepcionalmente hasta los 6. Es importante
no sólo el tiempo que dura la lactancia sino también los patrones que sigue ésta: la
probabilidad de ovular es menor en una madre que alimenta exclusivamente a su hijo
mediante el amamantamiento que en la que le alimenta con una dieta complementaria
(Bongaarts, 1991). Cuando las mujeres bosquimanas abandonan su estilo de vida
tradicional, haciéndose sedentarias en un sistema en el que se produce almacenamiento
del alimento, domesticación de animales y, por tanto, mejor alimentacion de los hijos, el
intervalo entre nacimientos se asemeja al del mundo occidental. Es posible que ello se
deba tanto al mejor estado nutricional de la madre, por un mayor acúmulo de grasas
(Bongaarts, 1991), como al mejor acceso que tienen los hijos al alimento (Daly y Wilson,
1983).
Aunque el estado nutricional de la madre (en la especie humana) es uno de los
factores que determinan el peso de los niños en el nacimiento, no existen pruebas
suficientemente fiables de que exista conexión entre una malnutrición moderada y la
mortalidad fetal. De todas formas, el estudio está condicionado por la dificultad
metodológica que entraña. La ausencia de diferencias estadísticamente significativas en
las tasas de mortalidad fetal entre países desarrollados y subdesarrollados, en los que no
se dan unas buenas condiciones de nutrición, apoyan la idea de que, de existir la
conexión, ésta ha de ser muy débil.
También se ha propuesto que la malnutrición influye en la tasa de concepción en
relación con la cantidad y calidad del semen en los hombres (Frisch, 1991). Así, en los
experimentos llevados a cabo por Keys en 1950, los hombres que se sometieron
voluntariamente a una reducción del 50% de la ingesta calórica durante 24 semanas
sufrieron pérdida de la libido y reducción de la motilidad y longevidad de su esperma.
Otros autores (Bongaarts, 1991) han cuestionado la validez de estas conclusiones.
Se ha especulado con otras explicaciones complementarias como pueden ser la
permanencia durante más tiempo bajo luz artificial o el posible efecto de la luminosidad
estacional en la regulación de la función endocrina de muchos vertebrados. Los primates,
incluido el hombre, parecen mostrar una mayor independencia de estos factores que
muchos otros vertebrados. Sin embargo, algunos datos parecen indicar que no nos
encontramos totalmente aislados de este fenómeno y como ejemplo de ello está el mayor
número de embarazos que se producen en los meses veraniegos y el mínimo durante los
meses de invierno en los que hay más horas de oscuridad (Daly y Wilson, 1983).

8.4. Mecanismos sociales de la supresión reproductiva

Los factores sociales tienen efectos determinantes en la reproducción en todos los

387
mamíferos, desde los roedores hasta la especie humana. Es lógico que, en la medida en
que la complejidad de los sistemas sociales se hace mayor, el ambiente social juegue un
papel más importante que el ambiente físico. En esta ocasión nos vamos a centrar en los
mecanismos sociales, sin olvidar los mecanismos fisiológicos vistos en el apartado
anterior y que en muchas ocasiones son mediadores de los primeros en la supresión
reproductiva. En todo caso, "la potencialidad de los factores sociales para ejercer un
control sobre la reproducción en los primates está relacionada probablemente con el
desarrollo del neocórtex del cerebro" (Abbott, 1991, p. 85).
El mecanismo social más comúnmente relacionado con el control de la fertilidad es
la dominancia. Los individuos que viven formando grupos no son igualmente capaces de
acceder a los recursos (alimento, pareja, etc.). Una forma de disminuir riesgos y
minimizar el gasto energético es reconociendo estas diferencias sin necesidad de
contrastarlas continuamente con enfrentamientos. Dependiendo de la especie, las
relaciones de dominancia pueden ser "heredables" y estáticas o extremadamente
dinámicas. Las relaciones de dominancia que existen en los grupos muchas veces
producen estrés en los animales subordinados. La posesión de un buen estatus social
hace que, en principio, se puedan predecir unas buenas condiciones para la reproducción.
De una forma quizá demasiado simplista podríamos decir que los individuos dominantes
tienen un mayor éxito reproductivo. En distintas especies de macacos las hembras de
bajo rango de dominancia tenían menor número de descendientes que las de rango más
alto y, además, la supervivencia de los hijos después de 24 meses también era menor
(Silk, 1983; Simpson et. al., 1981).
En macacos rhesus, Macaca mulatta, se ha observado que las hijas de hembras
dominantes maduraban antes que las subordinadas, criaban antes en la estación
reproductiva y tendían a tener una mayor tasa reproductiva (Drickamer, 1984).
Igualmente en geladas, Theropithecus gelada, se ha observado una tasa más elevada de
nacimientos en hembras dominantes (Dunbar, 1980; Dunbar y Dunbar, 1977) y lo mismo
se ha encontrado en otros macacos (e.g., Macaca sínica; Dittus 1989). Las agresiones
hacia hembras subordinadas y la consiguiente prolongación de los intervalos entre
nacimientos son habituales en Miopithecus talapoin (Abbott, 1988), Theropithecus
gelada (Dunbar, 1989), Papio cynocephalus (Wasser y Starling, 1988) y Papio anubis
(Rowell, 1980), entre otros primates.
Los efectos de la dominancia sobre la eficacia reproductiva pueden reflejarse de
varias formas. Así, por ejemplo, las distintas habilidades competitivas en una situación
alimenticia pueden dar lugar a estados nutricionales más o menos adecuados para la
reproducción. Por otra parte, la competición en sí puede producir estrés en individuos
subordinados que, como hemos visto, tiene una fuerte influencia sobre la reproducción
de las hembras y de los machos. El estatus social además puede afectar a la duración y a
la frecuencia de las cópulas y, en una etapa posterior, a la mortalidad de la descendencia
(Harcourt, 1988). Las consecuencias de la supresión en hembras subordinadas se
manifiesta, en el mejor de los casos, con una menor tasa de supervivencia de su
descendencia.

388
En algunas hembras subordinadas, el efecto diferencial del estatus social en su
reproducción no es tan patente y se ha asociado con la formación de coaliciones entre
hembras de estatus social bajo ante los ataques de dominantes. Así actúan las hembras
subordinadas de los babuinos gelada quienes, al formar coaliciones, reducen
significativamente los ataques recibidos y mejoran la tasa de nacimientos (Dunbar, 1989).
En otro estudio llevado realizado por Wasser (1983) con babuinos amarillos, Papio
cynocephalus, en el Parque Nacional de Mikumi (Tanzania), se encontró que
frecuentemente dos o más hembras formaban coaliciones para atacar a otras. La
tendencia a formar coaliciones correlacionaba con el número de hembras que
simultáneamente estaban en estro en un momento dado en el grupo. Esto podría reflejar
indirectamente, según el autor, la situación de competición en la que se verían las crías
que nacieran seis meses más tarde, si todas esas hembras se reprodujeran al mismo
tiempo.
Las ventajas que confiere la dominancia son distintas para cada sexo dado el papel
que normalmente juega cada uno de ellos en la reproducción: mientras que los machos
compiten por acceder a las hembras, éstas lo hacen por tener una situación reproductiva
óptima, ya que sobre ellas recae el cuidado de las crías. También el papel de cada uno de
los sexos en el cuidado parental varía entre las especies dependiendo de las circunstancias
ecológicas. Las hembras están interesadas en la calidad de su reproducción y ésta
siempre será mejor si tienen una buena posición social. De hecho, en la mayoría de las
especies de primates, los efectos diferenciales sobre la fertilidad que son dependendientes
de la dominancia social se manifiestan más en las hembras que en los machos. Entre las
hembras se produce una competición por el estatus social aunque no haya limitación de
recursos alimenticios (Harcourt, 1988; Abbott, 1991).
Entre los bosquimanos también existe supresión de la reproducción por factores de
tipo social. Los conflictos entre los individuos de este pueblo se deben a la distribución
desigual del alimento pero, aunque a veces se producen combates físicos, lo normal es
que sean solamente verbales. Los insultos y la falta de apoyo social les hacen sentir una
inmensa vergüenza que se traduce en una supresión de la reproducción. En las mujeres
occidentales, el estrés, la ansiedad, la depresión, la baja autoestima y la carencia de
apoyo social de la familia y de los amigos, están comunmente asociadas a tasas elevadas
de complicaciones reproductivas: infertilidad, retraso de las ovulaciones, abortos
espontáneos, complicaciones durante y después del parto, abandonos e incluso abuso de
los hijos (Wasser y Barash, 1983).
La marginación social no es más que la otra cara de la moneda de la dominancia. En
una sociedad tan compleja como la humana, los efectos de la marginación se hacen
bastante evidentes. Las predicciones evolutivas se encuentran bien apoyadas en el caso
de aquellos padres que desatienden a sus hijos, abusan de ellos, les maltratan e incluso
llegan a asesinarlos, como ocurre en algunas culturas. Son individuos que tienen un valor
reproductivo bajo: con deformaciones, huérfanos de uno de los padres o nacidos en
circunstancias económicas de pobreza. Este favoritismo puede ser el resultado de una
elección premeditada. Como en otros animales, los cuidados parentales en humanos no

389
se producen de forma indiscriminada entre su descendencia, sino con un sesgo hacia
aquellos hijos que más probablemente contribuyan a devolver la inversión realizada por
los padres (Borgerhoff Mulder, 1991).

8.4.1. Etapas en las que se produce la supresión social

Como hemos visto, la dominancia social tiene efectos sobre los ciclos reproductivos
de las hembras y también sobre los machos. Estos efectos pueden afectar a la
reproducción en distintas etapas, aunque en el caso de los machos prácticamente se limita
al acceso al apareamiento. Una revisión de estas etapas, en distintas especies de primates,
puede consultarse en el Cuadro 8.1.

• Antes de la fecundación

a) Acceso al apareamiento. La supresión de la reproducción en los machos se


encuentra básicamente limitada a la posibilidad que tengan de aparearse con una hembra.
Ello estará principalmente regulado por factores sociales distintos dependiendo de la
especie, pero básicamente relacionados con la dominancia social. Así, por ejemplo en
babuinos como en otras muchas especies, el poseer un estatus de dominancia facilita el
acceso a las hembras y, en principio, la reproducción (Bercovitch, 1991a).
Puede ocurrir que el sistema de producción de esperma no sea tan eficaz
dependiendo de la dominancia de los machos. Como tuvimos ocasión de ver, los machos
dominantes parecen tener ventajas fisiológicas que podrían influir de alguna forma en la
producción de semen y que normalmente se atribuyen a su estatus social. La cuestión
difícil de dilucidar es si las ventajas fisiológicas son una consecuencia de la dominancia o
al revés. Sapolsky (1990, vide supra: apartado 8.3.2) considera que la repuesta
fisiológica de los machos dominantes de los babuinos oliva, Papio anubis, no es
consecuencia de su estatus social, sino que sus perfiles fisiológicos se corresponden con
los de un subgrupo de individuos con estilos emocionales característicos que pueden
afrontar el estrés de forma más adaptativa. Sólo los machos dominantes que tenían esos
estilos emocionales tenían también ventajas fisiológicas. Los otros, aunque también
fueran dominantes, poseían niveles basales de cortisol similares a los de los
subordinados. Es posible, sin embargo, que las hormonas sexuales de los machos y
consecuentemente la producción de esperma y su éxito reproductivo no estén tan
mediados por factores sociales como lo está la fisiología reproductiva de las hembras.
En Miopithecus talapoin las hembras subordinadas presentan una capacidad de
ovulación muy reducida. Además, entre las que ovulan normalmente, no se producen
muchos embarazos debido a que en las montas los machos no eyaculan. Quizás ello se
debe a que muchas veces estos machos son subordinados que están evitando
continuamente a los machos dominantes o son interrumpidos por ellos.

390
CUADRO 8.1. Etapas en las que se produce la supresión reproductiva de las hembras en distintas especies de
primates (Modificado de Abbott, 1988 y 1991; Wasser y Barash, 1983).

391
392
b) Retraso de la madurez sexual. Altmann, Hausfater y Altmann (1988) observaron
que en babuinos amarillos, Papio cynocephalus, las hijas de hembras de alto rango
alcanzaban la menarquia 300 días antes que las hijas de hembras de bajo rango y
consecuentemente concebían antes. No está demasiado claro si ésto era debido a la
mejor alimentación de las primeras o a que sus madres eran más capaces de protegerlas
de las agresiones de otros miembros del grupo, aunque tampoco puede descartarse la
combinación de ambas circunstancias. También se han documentado retrasos en la
maduración sexual de hembras subordinadas en babuinos oliváceos (Bercovitch, 1988a;
Strum y Western, 1982), macacos japoneses, Macaca fuscata, y macacos berberiscos,
Macaca sylvanus. En callitrícidos, concretamente en Saguinus fuscicollis y Saguinus
oedipus, se producen retrasos en la edad de la madurez sexual en las hembras
subordinadas (Epple y Katz, 1980), al menos en cautividad. Si una hembra subordinada
es retirada del grupo antes de haber llegado a la edad de madurez sexual, la alcanza antes
que si permanece con su familia (Ziegler et al., 1988b).

c) Supresión de los ciclos ovulatorios. Gomendio (1989; ver también Simpson y


Simpson, 1982) encontró que en macacos rhesus las hijas de hembras subordinadas
succionaban el pezón de la madre con más frecuencia que los hijos y más que las hijas
de madres dominantes. Esto podría ser una consecuencia del hecho de que las hijas de
las madres subordinadas permanecían más tiempo junto a ellas, quizá –apuntó
Gomendio– para protegerse del mayor acoso que recibían de las hembras dominantes.
Como hemos tenido ocasión de ver, la estimulación del pezón por la succión
suficientemente frecuente de la cría prolonga la amenorrea posparto, inhibiendo la
ovulación y alargando los intervalos entre nacimientos. Estos autores no encontraron una
solicitud de succión diferencial entre crías de distinto sexo o nacidos de madres de
diferentes rangos de dominancia, sino que eran las propias madres las que respondían
con una mayor o menor disposición a las solicitudes. Las madres que rechazaban menos
la solicitud de amamantamiento de las crías en un intento de beneficiar la supervivencia
de sus descendientes, lo hacían a costa de suprimir su posible reproducción (Gomendio,
1989).
Es muy curiosa la interpretación que en este sentido ha hecho Hrdy (1992). En el
siglo XVII era muy común en Francia y Gran Bretaña que las mujeres de clase alta no
amamantaran a sus bebés. Otra mujer que pertenecía a una clase social inferior asumía
funciones de comadrona. La razón de esta sustitución era la inconveniencia de mantener
relaciones sexuales durante la lactancia debido a que, según la creencia, si una mujer
lactante tenía relaciones sexuales, la leche se hacía inservible para el bebé. Las
consecuencias del traspaso de bebés durante la lactancia era que mientras que las
mujeres de clase alta podían quedarse embarazadas de nuevo, las de clase baja alargaban
los intervalos entre nacimientos al prolongarse la amenorrea posparto. A nivel
demográfico se puede observar que al final de la vida de estas mujeres, el éxito
reproductivo de las de clase alta era mayor que el de las de clase baja.
En el caso de algunas especies de callitrícidos, a los que ya nos hemos referido en

393
más de una ocasión, puede llegar a producirse una supresión total de las hembras adultas,
reproduciéndose una sola hembra del grupo. En la naturaleza, algunos estudios parecen
indicar que estos primates viven en grupos en los que sólo hay una hembra reproductiva
(e.g., Kleiman, 1988; Garber, Moya y Málaga, 1984; Snowdon y Soini, 1988; Stevenson
y Rylands, 1988), aunque en otros estudios este sistema social no parece tan claro
(Goldizen, 1988; Savage, 1990; ver Sussman y Garber, 1988, para una revisión). En
condiciones de cautividad es más frecuente un sistema monógamo, en el que sólo la
hembra dominante tiene descendencia mientras las subordinadas, normalmente sus hijas,
rara vez copulan o tan siquiera llegan a ovular (e.g., Saguinus oedipus; French, Abbott y
Snowdon, 1984; Ziegler et al., 1988a). La supresión total de algunos callitrícidos se
produce al quedar detenido el ciclo ovulatorio en la fase lútea (Figura 8.5). La supresión,
como ya vimos, está mediada por feromonas de marcajes realizados por la hembra
dominante en los casos de Saguinus fuscicollis (Epple y Katz, 1983) y de Saguinus
oedipus (Savage, Ziegler y Snowdon, 1991), pero posiblemente también por contacto
físico, visual o auditivo. En cautividad, cuando a una hembra suprimida se le separa del
grupo donde hay una hembra dominante, el ciclo ovulatorio se restablece (Figura 8.6).
En otras especies del grupo no existe supresión fisiológica, como ocurre en
Leontopithecus rosalia. En este caso se produce una supresión conductual como
consecuencia de las agresiones de la hembra dominante que evita así el acercamiento de
otras hembras al macho reproductivo. No obstante, en los callitrícidos, considerando los
criterios descriptivos habituales de dominancia, sus efectos no son tan claros como en los
monos del Viejo Mundo, ya que no exite una prioridad de acceso a recursos como
alimento, lugar, etc. La supresión de la reproducción de una forma tan extrema también
se ha descrito en los macacos cangrejeros (Macaca fascicularis; Kaplan et al., 1986).

394
Figura 8.5. Concentraciones de hormona luteinizante (LH) en el plasma sanguíneo de una hembra dominante
(puntos blancos) y dos hembras subordinadas (puntos y cuadrados negros) en una misma familia de
Callithrixjacchus (modificado de Abbott, 1988).

El término crianza cooperativa se refiere a aquellas situaciones en las que, además


de los padres genéticos, existen otros individuos que regularmente ayudan en el cuidado
de las crías. Esta situación se ha descrito en 222 especies de aves y 120 especies de
mamíferos, además de los insectos eusociales. El caso de los insectos eusociales como
las avispas, abejas y hormigas, es el ejemplo por excelencia en el que una casta suprime
su reproducción. Las hembras obreras de estas sociedades son estériles y dedican la
mayor parte de su vida a proteger y asegurar el éxito reproductivo de su madre, la reina.
Se ha denominado despotismo reproductivo a estos casos en los que sólo cría una
hembra de un grupo social integrado por más hembras adultas, las cuales ayudan en el
cuidado de la cría de la hembra reproductora suprimiendo totalmente su propia
reproducción (Wasser y Barash, 1983). Entre los mamíferos, la mayoría de los casos son
insectívoros o carnívoros altamente sociales, en los que existe una competición extrema
por el alimento (Clutton-Brock y Harvey, 1988). Otros casos de despotismo reproductivo

395
descrito en mamíferos se han encontrado en la rata ciega del desierto, mangostas enanas,
lobos, perros salvajes y, entre los primates, en los callitrícidos. Se ha propuesto que este
tipo de cooperación se daría entre individuos que vivan en nichos ecológicos donde los
alimentos y otros recursos para la supervivencia están dispersos en territorios que han de
ser defendidos y que pueden contener varios individuos (McDonald y Carr, 1989).

Figura 8.6. Variación de las concentraciones de hormona luteinizante (LH) y progesterona en el plasma sanguíneo
de una hembra adulta de C. jacchus en tres etapas sociales sucesivas: a) mientras es subordinada en su familia
natal; b) cuando es aislada del grupo en una jaula aparte; y c) cuando es introducida en un nuevo grupo en el que
existe una hembra reproductiva (modificado de Abbott, 1988).

Por qué los individuos suprimidos contribuyen al cuidado de una descendencia que
no es suya no tiene una única respuesta y depende de la aproximación teórica. Desde la
perspectiva de la Sociobiología estaríamos frente a un acto altruista en el que un
individuo sacrifica su reproducción favoreciendo la contribución genética de sus parientes
más próximos y, por tanto, la suya propia. Otras teorías desde la Ecología del
Comportamiento apuntan a que los colaboradores no crían por su cuenta sencillamente
porque no pueden. Existen restricciones como la escasez de espacios vacíos, saturación
del hábitat (Selander, 1980) y, dada la fuerte competitividad intergrupal que ello genera,
los individuos que se ven obligados a permanecer en sus grupos natales: la migración es
peligrosa y conlleva una alta mortalidad asociada a la dispersión. Además existe la
posibilidad de no encontrar una pareja reproductora y, si se encuentra, existe el riesgo de
no tener éxito reproductivo (Goldizen y Terborgh, 1989; Emlen, 1991).

396
Otras teorías que intentan explicar por qué se da el sistema de cría cooperativa se
acercan al problema en términos más inmediatos. Permanecer en los grupos natales
como colaborador en la crianza permite el aprendizaje del cuidado de las crías para
cuando tengan su propia descendencia. Permaneciendo en el grupo es posible también
alcanzar un estatus social que permita reproducirse en el futuro después de heredar el
territorio natal. Los colaboradores macho tienen la ocasión de demostrar a las hembras
sus habilidades parentales, aumentando de esta forma la probabilidad de ser elegidos
como parejas sexuales en la siguiente época reproductiva (Price, 1991 y 1992; Emlen,
1991).

d) Sincronía de ciclos ovulatorios. El tití león dorado, Leontopithecus rosalia, es el


único callitrícido estudiado que no muestra supresión de la ovulación en las hembras
subordinadas. Sin embargo, las hembras de un grupo pueden sincronizar los ciclos
ovulatorios y ovular al mismo tiempo. No está claro si ello se debe a las feromonas del
macho (efecto Whitten) o a feromonas de las propias hembras (efecto Lee-Boot; e.g.,
Carlson, 1993). En cualquier caso, la sincronía ovárica permite que las hembras de alto
rango monopolicen a los machos durante el tiempo en el que la mayoría de las hembras
de su grupo están ovulando y así se limita la reproducción de las subordinadas. Zinner,
Schwibbe y Kaumanns (1994) también han observado sincronía de ciclos ovulatorios en
babuinos sagrados, Papio hamadryas, cautivos. La sincronía de los ciclos correlacionaba
con un descenso en la concepción dentro de cada unidad de un único macho.
La sincronía de los ciclos ovulatorios se produce también entre mujeres que viven
juntas en grupo o entre madre, hijas y hermanas. Parece que en el mecanismo están
implicadas feromonas de las secreciones sudoríparas. Así, cuando las mujeres son
expuestas a un extracto oloroso de la secreción axilar de otras, las receptoras sincronizan
su ciclo menstrual con el de las donantes (Russell, Switz y Thompson, 1988).
McClintock (1991) estudió el ciclo menstrual de algunas mujeres de un colegio
universitario femenino y comprobó que aquellas que pasaban una gran parte de tiempo
juntas tendían a presentar ciclos sincronizados. Algo similar se ha encontrado entre los
ciclos menstruales de madres e hijas (Weller y Weller, 1993). También puede producirse,
en determinadas circunstancias, un fenómeno de sincronía ovulatoria en presencia de
hombres. Esto queda reflejado por un experimento en el que mujeres de ciclo menstrual
corto (menor de 26 días) y mujeres de ciclo largo (mayor de 32 días) que fueron
expuestas a las secreciones axilares de hombres, regularizaron su ciclo a
aproximadamente 29 días (McClintock, 1991). Ya que en la mujer se produce un pico de
actividad sexual en fase periovulatoria, en el seno de un grupo sincronizado, algunas
podrían monopolizar al hombre y conseguir así su propia reproducción a expensas de las
demás (Abbott, 1991). Estos datos apoyarían la idea expuesta anteriormente sobre la
existencia de un sistema olfativo accesorio con un órgano vomeronasal funcional en los
humanos adultos (Bartoshuk y Beauchamp, 1994).

397
• Después de la fecundación. Las agresiones hacia madres subordinadas empiezan
ya en estadios muy precoces del embarazo. Además, aunque no es posible determinar la
forma de discriminación, los datos indican que el grado de agresión recibida es mayor si
el feto que se está gestando es una hembra (e.g., Sackett, 1981; Silk, 1988). El 10% de
los embarazos de hembras de babuinos (Papio cynocephalus; Altmann, Hausfater y
Altmann, 1988) y el 30% en mono tota (Cercophithecus aethiops; Turner et al., 1988)
terminan en abortos.
En ratones se conoce que las feromonas de machos nuevos inducen el aborto en
hembras preñadas por otros machos (efecto Bruce). En primates no se tienen evidencias
de efectos similares mediados por feromonas, pero la presencia de machos nuevos tiene
consecuencias sobre la reproducción de las hembras. En monos patas, Erythrocebus
patas, Rowell (1988) se ha referido a estos cambios como el efecto Hoo Haa que incluye
la reducción de la amenorrea posparto y del tiempo de gestación para reactivar la
actividad sexual. Así, por ejemplo, Mori y Dunbar (1985; en babuinos geladas), Packer
(1989; en babuinos oliváceos) y Pereira (1983; en babuinos amarillos) achacan una alta
incidencia de abortos a la presencia de machos nuevos en grupos con hembras preñadas.
Este efecto parece consecuencia de la novedad más que de la agresividad generada por la
llegada de esos machos, al menos en babuinos sagrados (Colmenares y Gomendio,
1988).

• Después del parto: infanticidio. En las poblaciones animales existen pocas


evidencias de que los padres intervengan activamente para causar la mortalidad de sus
hijos. Normalmente lo que hacen es permitir a algunos de ellos monopolizar los recursos,
dando lugar a una mortalidad selectiva de los más jóvenes. Entre hermanos se produce
una competición por los recursos y normalmente los padres responden de una forma
selectiva a las demandas de los hijos, con lo que se producen beneficios diferenciales
entre hermanos. A este hecho se le denomina "solicitud parental discriminativa" (Daly y
Wilson, 1983) y puede consultarse Hausfater y Hrdy (1984) para ver ésta y otras
hipótesis sobre el infanticidio.
En algunos casos, sobre todo en aquellas especies con cuidado parental, algunos
machos sí pueden eliminar activamente a recién nacidos o jóvenes con los que no tienen
relación genética. La consecuencia inmediata es que la amenorrea posparto se interrumpe
y las hembras pueden tener nuevos hijos de los que el macho puede estar seguro de su
paternidad. En primates no humanos, uno de los casos más dramáticos se produce entre
los langures, Presbytis entellus, en los que los machos nuevos que llegan a liderar un
harén de hembras tras expulsar al líder anterior, eliminan a todas las crías lactantes
(Rajpurohit y Sommer, 1991). Aunque la ventaja para los machos puede explicar la
evolución de esta estrategia de supresión inducida, es difícil entender cómo puede
beneficiar a las madres. Parece más lógico que ante la posibilidad de perder los hijos
después del nacimiento, las madres prefirieran abortar como una estrategia menos
costosa (e.g., Hrdy, 1989). No obstante, otra explicación complementaria más
relacionada con los mecanismos sociales que nos interesan en esta sección, podría ser

398
que las madres prefirieran perder los hijos y restablecer su ciclo ovárico si, al ser de
nuevo atractivas para los machos, pudieran obtener ventajas sociales más inmediatas que
repercutieran en su futura descendencia (e.g., Gomendio y Colmenares, 1989).
Los casos de infanticidio descritos en los animales se dan entre los humanos sólo de
forma muy ocasional, siendo el patrón de infanticidio considerablemente distinto. Por
ejemplo, mientras que en primates no humanos los que perpetran el infanticidio son
machos no relacionados genéticamente, en humanos en la mayoría de los casos son los
padres biológicos. El infanticidio en humanos responde a unas causas biológicas y
culturales claramente definidas. Así, resulta habitual que los controles fisiológicos para
evitar un nuevo embarazo después del nacimiento de un hijo se vean reforzados por
tabúes sobre las relaciones sexuales en ese período. Estos mecanismos de espaciamiento
entre nacimientos no eliminan totalmente la competencia por los recursos entre
hermanos. Por ello, en algunas culturas se ha venido produciendo el infanticidio de uno
de los hermanos en casos de gemelos o de nacimientos sucesivos muy próximos, a no ser
que las condiciones sean tan óptimas como para poder predecir que los individuos van a
poder salir adelante.
El infanticidio se ha producido en casi todas las poblaciones humanas en extremos
que van desde el 0% al 40% de los nacimientos vivos. Los mecanismos espaciadores
tienen que demarcar períodos equilibrados que no sean ni demasiado cortos, ya que
producirían muchos nacimientos con una tasa de mortalidad elevada, ni demasiado largos
como para que reduzcan en exceso el número de nacimientos a lo largo de la vida del
individuo. En las poblaciones humanas estos mecanismos están justificados culturalmente
con ideas relacionadas con la continuación del linaje familiar y que operan históricamente
cambiando el valor reproductivo de los individuos. La inversión que se hace en los bebés
está determinada por los sistemas maritales y de herencias, creencias religiosas y normas
sociales que hacen referencia al honor individual y familiar (Hrdy, 1992).
Daly y Wilson (1983) recogen algunas circunstancias en las que se da el infanticidio
(hijos ilegítimos, orfandad, deformaciones, nacimientos consecutivos demasiado
próximos, recursos económicos escasos, etc.). Sin embargo, matar a un hijo supone
muchos costes. Además de los estrictamente emocionales, la inversión en él antes del
apareamiento y durante la gestación ha sido enorme. Por ello, ante la escasez, puede ser
más rentable administrar de otra forma los recursos reduciendo la inversión en cada hijo
y dejando el infanticidio como una última opción. Esto da lugar a una serie de
alternativas al infanticidio que varían acordes al contexto histórico y ecológico:
explotación de los bebés, abandono o cesión en adopción, reducción del esfuerzo
reproductivo sobre todos los hijos o reducción de la inversión parental en algún hijo
determinado, etc.
Los condicionantes ecológicos son fundamentales en la adopción de una u otra de
estas estrategias. Así, algunas poblaciones de indios de la selva amazónica que muestran
elevadas tasas de infanticidio viven en un ecosistema que no da muchas oportunidades de
sobrevivir a un bebé abandonado. Actualmente, la introducción de estos pueblos en
zonas urbanas está provocando que disminuya el número de infanticidios y que sea

399
sustituido por abandonos. Una vez que se desarrolla una determinada opción de
infanticidio se desarrollan también mecanismos culturales y psicológicos para romper el
vínculo entre madre e hijo. Después del nacimiento se separan durante días o incluso
meses para evitar el trauma del asesinato (Hrdy 1992).

400
CAPÍTULO 9

CONFLICTOS SOCIALES Y ESTRATEGIAS DE INTERACCIÓN EN LOS


PRIMATES. I: ESQUEMA CONCEPTUAL Y TIPOLOGÍA BASADA EN
CRITERIOS ESTRUCTURALES

Fernando Colmenares

9.1. Introducción

La gran mayoría de las especies que constituyen el orden de los Primates, al que
también pertenece la especie humana (Homo sapiens sapiens), viven de modo
permanente en grupos estables que, en general, presentan un elevado nivel de
organización social (revisiones: Hinde, 1983a; Bernstein y Williams, 1986; Smuts,
Cheney, Seyfarth, Wrangham y Struhsaker, 1987; Dunbar, 1988a). Se ha hipotetizado
que la vida en grupo constituye una estrategia social de carácter adaptativo que ha
evolucionado bajo la presión dela selección natural, puesto que, se postula, parece
contribuir a maximizar la eficacia biológica de los individuos que la practican. Así, pues,
formando parte de un grupo, se sostiene, cada individuo incrementa sus posibilidades de
sobrevivir (e.g., optimizando la explotación de los recursos alimenticios, reduciendo la
probabilidad de caer presa de un predador) y de reproducirse (e.g., copulando con un
mayor número de parejas sexuales, seleccionando a una pareja con las cualidades
fenotípicas y/o genéticas óptimas, aumentando la probabilidad de que las crías alcancen
la madurez sexual gracias a su cuidado y protección). (Animales en general: Rubenstein y
Wrangham, 1986; Standen y Foley, 1989; Krebs y Davies, 1993; primates en particular:
Wrangham, 1980 y 1987; Van Schaik, 1983; VanSchaiky VanHooff, 1983;Dunbar,
1988a, 1988by 1989; Isbell, 1991; Steklis, 1993; Lee, 1994.)
No obstante, la vida en grupo no sólo proporciona ventajas a sus miembros. De
hecho, los recursos de los que depende la maximización de la eficacia biológica, y de
otras funciones más inmediatas, de cada individuo son limitados, por lo que el acceso a
los mismos y su monopolización provocan, de manera inevitable, conflictos inter-
individuales o interpersonales. Cuando la frecuencia y/o la intensidad de los conflictos
sociales que genera la vida en grupo alcanza ciertos valores críticos, se produce un
cambio de signo en la relación cos-tes/beneficios obtenidos por los individuos y, como
resultado de ello, la división del grupo se convierte en una estrategia alternativa, social y
biológicamente más ventajosa.
Aunque estamos acostumbrados a pensar que la agresión constituye la estrategia que
se emplea con más frecuencia para resolver un conflicto social, y que la dispersión o
distanciamiento espacial y social entre los antagonistas es el efecto (y supuesta función)

401
más importante de dicha conducta, lo cierto es que existe un número cada vez mayor de
estudios indicando que ambas suposiciones pueden ser infundadas y, en cualquier caso,
proporcionan una visión incompleta y deformada de la verdadera naturaleza de los
fenómenos que se observan (e.g., Bernstein y Gordon, 1974; De Waal, 1989b y 1992c;
Mason y Mendoza, 1993b; Lyons, 1993). La posición cada vez más aceptada en la
actualidad postula en cambio que los conflictos sociales en general, y los episodios de
agresión en particular, pueden cumplir diversas funciones que son esenciales para la
adecuada construcción del desarrollo social y psicológico del individuo, contribuyendo,
asimismo, al mantenimiento de las relaciones sociales y de la cohesión de los grupos.
El objetivo general de este capítulo y del siguiente es, pues, analizar, desde una
perspectiva etológica, la diversidad y complejidad de las estrategias de conducta que
muestran los primates durante las interacciones que tienen lugar en situaciones de
conflicto social. Las preguntas que se investigarán son las siguientes: ¿Qué situaciones o
contextos sociales dan lugar a conflictos entre los individuos?, ¿qué estrategias de
conducta exhiben durante dichos conflictos, y cómo contribuyen a su resolución?,
¿cuáles son sus mecanismos subyacentes y sus efectos, examinando ambos a distintos
niveles, por ejemplo, el fisiológico, el individual, el social y el grupal?, y, ¿cuáles son las
implicaciones metodológicas, teóricas y aplicadas que se derivan del estudio de las
estrategias de interacción que exhiben los primates durante los episodios de conflicto
social? Adoptando la más genuina de las prácticas etológicas en la aplicación del método
científico, en este primer capítulo comenzaremos por definir el problema empírico,
examinando específicamente las dos primeras cuestiones, y presentando un esquema
conceptual que permita construir una tipología capaz de definir, describir y clasificar de
forma exhaustiva la diversidad de estrategias de interacción que se observan durante los
conflictos sociales en los primates (y en otras especies).

9.2. Definiciones

9.1.1. Competición, agresión y conflicto social

Antes de definir el concepto de conflicto social es preciso clarificar la relación que


existe entre tres fenómenos distintos que, sin embargo, a menudo se confunden o incluso
se tratan como si fueran sinónimos: la competición, la agresión y el conflicto social (véase
Mason, 1993; Mason y Mendoza, 1993b). Aunque es cierto que la competición por un
recurso puede dar lugar a un conflicto social entre los individuos implicados, también es
igualmente posible que un conflicto inter-individual surja en ausencia de competición por
recurso inmediato alguno (vide infra: apartado 9.3). Asimismo, la competición no
siempre desemboca en un episodio de agresión, y la agresión puede en ocasiones ser la
causa y no la consecuencia de un conflicto inter-individual. En suma, las relaciones
causa-efecto entre estos tres tipos de fenómenos pueden ser de carácter bidireccional y,

402
además, tanto la agresión como los conflictos sociales pueden ser provocados por causas
ajenas a la competición (véase Figura 9.1).

Figura 9.1. a) En la concepción tradicional de las relaciones entre la competición, la agresión y el conflicto social
se enfatiza su carácter unidireccional (i.e., se postula que la competición es la causa de los conflictos sociales y
que éstos se resuelven a través de conductas agresivas). Asimismo, los términos conflicto social y agresión a
menudo se usan como sinónimos, reflejando la creencia de que cuando existe competición, ésta conduce
inevitablemente al intercambio de comportamientos agresivos entre los participantes. Por último, dentro de esta
concepción se suele sostener una visión unifactorial de los determinantes de los conflictos (i.e., la competición) y
de la agresión (i.e., los conflictos). b) En la concepción moderna de las relaciones entre la competición, la
agresión y el conflicto social se enfatiza en cambio su carácter bidireccional y se hace hincapié en el hecho de
que la agresión no es la única estrategia, y en muchos casos no es la más importante, que los individuos exhiben
en respuesta a un conflicto social. Asimismo, dentro de esta concepción se sostiene una visión multifactorial de
las causas y determinantes que pueden provocar competición, desencadenar conflictos sociales, y conducir a la
exhibición de comportamientos agresivos o de otra naturaleza.

9.2.2. Conflicto intra-individual

En función del nivel de análisis considerado (e.g., del número de individuos

403
involucrados) conviene distinguir dos tipos de conflictos que son conceptual y
operativamente distintos; así, los conflictos pueden clasificarse en intra-individuales e
inter-individuales (o sociales). Aunque en este capítulo se van a analizar principalmente
los conflictos sociales, parece oportuno dedicar algún espacio a la identificación de las
características que definen los conflictos intra-individuales; esto contribuirá, además, a
definir con mayor claridad la relación existente entre ambos tipos de conflictos.
En cualquier especie, los individuos se encuentran constantemente expuestos a una
gran variedad de estímulos externos e internos y de acontecimientos que, en muchas
ocasiones, pueden ser provocados activamente por ellos mismos. Con frecuencia, estas
situaciones pueden causar estados motivacionales (psicológicos) fuertemente
incompatibles y tendencias (conductuales) de carácter ambivalente o incluso de signo
opuesto en el individuo (e.g., hambre/miedo, acercamiento/alejamiento, etc.). En otras
ocasiones, éste se enfrenta a situaciones en las que resulta difícil predecir los efectos de
su comportamiento sobre el medio físico y social en el que se va a ejecutar y, como
consecuencia de ello, el individuo muestra incertidumbre acerca de la decisión conductual
que finalmente debe adoptar.
Examinemos, a continuación, algunos ejemplos que permitan ilustrar la naturaleza de
los conflictos intra-individuales. El babuino hamadríade (Papio hamadryas) presenta un
sistema de reproducción del tipo "poliginia basada en la defensa de un harén" (e.g.,
Alcock, 1993; Krebs y Davies, 1993); en efecto, las unidades reproductivas son los
harenes, es decir, grupos constituidos por un único macho reproductor y varias hembras
sexualmente maduras. Los machos de harén, también denominados machos
"propietarios" o machos "líderes", realizan conductas de "pastoreo" ('herding'),
consistentes en amenazar o atacar a las hembras del harén con el fin de que éstas les
sigan y así se mantengan espacialmente asociadas a ellos y alejadas de los otros machos
(e.g., Kummer, 1968; Abegglen, 1984; Colmenares, 1992a). Esta conducta de los
machos propietarios es especialmente frecuente cuando las hembras se encuentran en
estro, es decir, en la fase folicular del ciclo menstrual (cuando la ovulación acaba de
producirse o está a punto de hacerlo, y los niveles de estrógeno son especialmente
elevados) (Wildt, Doyle, Stone y Harrison, 1982). Con relativa frecuencia se observa
también que dos o más hembras del mismo harén pueden exhibir ciclos sexuales de
forma sincronizada (Kummer, 1968; Zinner, Schwibbe y Kaumanns, 1994; Colmenares
[obs. pers.]). En este contexto, y si la cohesión del harén no es muy elevada, las hembras
en estro a menudo muestran conductas de alejamiento con respecto a su macho
propietario y de acercamiento hacia otros machos. Pastorear a dos hembras que
presentan una tendencia a alejarse de él en direcciones opuestas resulta energéticamente
muy costoso para el macho. Por consiguiente, ante esta situación el macho del harén a
menudo tiene que tomar dos decisiones, cada una de las cuales comprende dos opciones
conductuales alternativas y mutuamente incompatibles. Decisión 1: pastorear a las dos
hembras (opción la) o sólo a una de ellas (opción 1b). Decisión 2: si opta por la segunda
opción de la decisión anterior (i.e., 1b), entonces tiene que decidir a cuál de las dos
hembras dirigirá su conducta de pastoreo, es decir, hacia la hembra A (opción 2a) o hacia

404
la hembra B (opción 2b). En esta secuencia de decisiones, el individuo se enfrenta, por
tanto, a opciones que pueden ser motivacionalmente semejantes (la atracción por la
hembra A podría ser la misma que la atracción por la hembra B) pero conductualmente
incompatibles (es imposible acercarse a las dos hembras al mismo tiempo, es decir, un
acercamiento hacia cualquiera de ellas conllevaría, inevitablemente, un alejamiento con
respecto a la otra).
En los contextos en que un macho líder emplea las conductas de pastoreo más
agresivo sobre la hembra (i.e., el mordisco en la nuca), ésta se enfrenta a un conflicto
intra-individual importante. Si se aleja del agente causante de su estado motivacional de
miedo, es decir, del macho, la respuesta de éste puede ser aún más agresiva. Como
consecuencia de ello, lo que se observa en muchos casos es que la única opción que le
queda a la hembra es acercarse hacia el macho que le está agrediendo, es decir, realizar
una conducta aparentemente incompatible con su estado motivacional. Existen dos
razones por las que la conducta de pastoreo constituye una conducta especialmente
interesante para analizar la naturaleza de los conflictos intra-individuales. En primer lugar,
aunque la conducta es de carácter agresivo, el objetivo aparente del macho es reducir la
distancia entre él y la hembra pastoreada (i.e., la conducta cesa cuando la hembra sigue
al macho y permanece próxima a él). En segundo lugar, la respuesta de la hembra no es
la más coherente con el estado motivacional en que se encuentra, puesto que, en lugar de
escapar lejos del macho, escapa hacia él.
En la sociedad del babuino hamadríade a menudo se observa que las hembras del
mismo harén se enfrentan y pelean entre sí por el control de los recursos y de los
privilegios, entre los que se pueden destacar, la proximidad espacial al macho del harén y
los servicios que éste suele proporcionar (e.g., protección). La consecuencia de todo ello
es que las hembras del mismo harén tienden a establecer jerarquías de dominancia bien
definidas que regulan las relaciones sociales entre ellas y entre éstas y el macho
propietario (e.g., Sigg, 1980; Vervaecke, Dunbar, Van Elsacker y Verheyen, 1992;
Colmenares, 1992b; Colmenares, Lozano y Torres, 1994). Como ya se ha señalado,
estas jerarquías se establecen a partir de encuentros agonísticos entre las hembras, y uno
de los efectos de la agresión y de la existencia de relaciones jerarquizadas entre las
hembras es que las que tienen un estatus más subordinado son las que tienden a ocupar
las posiciones más periféricas en el espacio social del harén. La consecuencia última de
esta situación es que las hembras subordinadas del harén tienden a dirigir conductas
amistosas hacia otros machos, mostrando los índices más bajos de "fidelidad" a su
macho propietario y constituyendo las mejores candidatas para, eventualmente,
"desertar" de su harén (e.g., Colmenares, 1990a y 1992b; véase también Kummer, 1975
y Dunbar, 1984, para resultados similares en el babuino gelada, Theropithecus gelada).
Durante los encuentros agresivos entre las hembras se observa, sin embargo, que las
hembras dominantes exhiben una conducta agresiva muy inhibida: en efecto, en lugar de
atacar directamente a su rival de menor estatus social, con frecuencia realizan una
conducta alternativa denominada "amenaza protegida" (Kummer, 1967). Esta consiste en
acercarse al macho propietario (con gestos y posturas apaciguadores), interponerse entre

405
él y su rival (tratando de impedir que ésta se acerque al macho) y, al mismo tiempo,
amenazar a ésta (para que se aleje). La otra hembra, por su parte, también intenta
involucrar al macho propietario, se intenta acercar a él (con posturas apaciguadoras) y,
simultáneamente, chilla contra su agresora. Si nos centramos en el comportamiento que
muestra la hembra dominante, advertimos la existencia de dos tipos de conductas
completamente diferentes (y motivacionalmente incompatibles) que se dirigen
simultáneamente hacia dos individuos distintos: las conductas de apaciguamiento (que
revelan miedo moderado) hacia el macho propietario, y las conductas agresivas (que
revelan agresión) hacia su rival, la hembra subordinada. ¿Por qué la hembra dominante
no ataca directamente a la hembra subordinada y la expulsa del harén? Quizá se deba a
que la situación provoca en la hembra dominante dos estados motivacionales
incompatibles, miedo del macho propietario (que le puede atacar si agrede a su rival) y
agresión hacia la hembra rival. El equilibrio o desequilibrio entre las motivaciones y
tendencias incompatibles que caracterizan ese conflicto intra-individual al que se enfrenta
la hembra dominante puede explicar su conducta, y sus cambios, durante el transcurso
del episodio agonístico. Si el miedo (del macho líder) es menos intenso que la motivación
agresiva (hacia la hembra subordinada), la hembra dominante atacará a su rival; si, por el
contrario, el miedo es la motivación predominante, el ataque quedará inhibido (de hecho
neutralizado por la presencia y anticipación de la posible conducta del macho).
El ejemplo anterior también nos sirve para examinar la naturaleza del conflicto
intraindividual al que se enfrenta el macho propietario cuando tiene que decidir cómo
resolver el conflicto social entre las dos hembras de su harén que se están peleando. En
este caso, el macho se muestra atraído hacia sus dos hembras, pero, al mismo tiempo, la
hembra dominante (hacia la que normalmente muestra más atracción) está provocando
en el macho otra motivación que es incompatible con la anterior (i.e., la agresión). En
efecto, una de las respuestas más frecuentes que muestran los machos propietarios en
este contexto es atacar a la hembra dominante (la agresora) o, al menos, neutralizar los
ataques que ésta dirige hacia la hembra subordinada. Por consiguiente, en este caso nos
encontramos frente a un individuo que muestra estados motivacionales y tendencias
conductuales incompatibles, elicitados y dirigidas, respectivamente, hacia un mismo
individuo.
En los episodios de juego social de los primates y de otras especies de mamíferos a
menudo se observa que, a medida que discurre el encuentro, la "seriedad" de las acciones
empleadas por los compañeros de juego va en aumento (e.g., Fagen, 1981; Colmenares
[obs. pers.]). En efecto, el componente agresivo de algunas acciones (e.g., el mordisco)
se desinhibe, se incrementa la brusquedad, etc. Tanto es así, que, en ese estadio, el
observador puede encontrar difícil determinar si lo que está observando sigue siendo
juego o si, por el contrario, éste se ha transformado en un episodio de lucha real en el
que se puede identificar un individuo "perdedor" y un individuo "ganador". En este
estadio, parece lógico suponer que la modificación de las conductas que se observan
debe ser el resultado de cambios en las motivaciones de los individuos. El animal que
está desempeñando el papel de "perdedor" se enfrenta a un conflicto intra-individual; por

406
una parte, el miedo que le provoca la conducta agresiva de su compañero de juego le
impulsa a interrumpir la interacción y a alejarse de él, por otra, la motivación original que
le impulsó a jugar con su compañero puede que siga activada, aunque quizá se encuentre
algo más atenuada. Es razonable suponer que la decisión final, es decir, seguir jugando o
abandonar el juego, debe estar controlada por el conflicto motivacional causado por la
conducta de su compañero, y por la secuela de tendencias conductuales incompatibles
correspondientes.
En las sociedades animales en general, la jerarquía social comporta la existencia de
ciertos privilegios y prerrogativas para los individuos de mayor estatus ("dominantes")
frente a los de menor estatus ("subordinados"). El alimento es uno de esos recursos que
cuando enfrenta a dos individuos de distinta posición social suele ser controlado por el
más dominante, al menos en las sociedades con sistemas jerárquicos más despóticos
(e.g., De Waal, 1989a; Van Schaik, 1989). En ocasiones, sin embargo, un animal
subordinado puede localizar una fuente de alimento aún no descubierta por un
compañero dominante. El conflicto intra-individual al que se enfrenta el animal
subordinado en esta situación es el siguiente: acercarse y coger el alimento (que es la
tendencia que promueve el hambre) o ignorarlo (que es la tendencia que provoca el
miedo a ser atacado por el dominante). (Un aspecto importante de esta situación es el
análisis de los procesos cognitivos que pueden guiar la realización de la conducta de
"ignorar". Algunos autores han planteado que, quizá, dicha conducta constituya un
ejemplo de acción intencionadamente engañosa, e.g., Whiten y Byrne, 1988a; Byrne y
Whiten, 1990; véase Colmenares, este volumen: Capítulo 10.)
Mason (1993) considera tres criterios para identificar la existencia de conflictos
intraindividuales en contextos sociales: el situacional, el conductual y el fisiológico.
Cuando un individuo se enfrenta a una situación que elicita dos o más respuestas
alternativas y mutuamente incompatibles, o cuando una situación contiene elementos de
ambigüedad e incertidumbre. Cuando un individuo muestra conductas claramente
ambivalentes y signos patentes de estar nervioso, excitado o angustiado. Cuando el perfil
fisiológico del individuo revela un incremento en la actividad del sistema nervioso
autónomo (e.g., dela frecuencia cardíaca) y del eje endocrino hipófisis-adrenales (e.g., de
los niveles de cortisol y de catecolaminas).
La unidad de análisis en el estudio de los conflictos intra-individuales es el individuo.
Como se ha mostrado en los ejemplos descritos hace un momento, el conflicto intra -
individual puede, en efecto, ser causado por una interacción social; no obstante, también
puede ser el resultado de decisiones conductuales que deben adoptarse en relación con
estímulos físicos (e.g., objetos) o con estímulos animados pero no sociales (e.g., presas y
predadores). En cualquier caso, la característica clave y singular que identifica un
conflicto intra-individual es la existencia de oposición o incompatibilidad entre estados
motivacionales que tienen lugar dentro de un único individuo y las correspondientes
respuestas conductuales ambivalentes que dicho individuo exhibe en esta situación.

407
9.2.3. Conflicto inter-individual

En contraste con los conflictos intra-individuales, en los conflictos sociales la unidad


de análisis es la diada (o la políada). Así, pues, su característica más importante estriba
en que la oposición o incompatibilidad tiene lugar entre distintos individuos. En este
caso, por consiguiente, lo que entra en colisión son los intereses y las conductas de dos o
más individuos.
La psicóloga evolutiva Carolyn U. Shantz (1987) enfatiza la naturaleza diádica de los
conflictos sociales (en niños) y escribe: "…la psicología tradicional se ha centrado en el
estudio de las características y en la conducta del individuo,…sin embargo, el conflicto
no se define como una conducta, una respuesta, o un rasgo de la personalidad de un
individuo. En realidad, en un conflicto social están implicados dos (o más) individuos,
cada uno de ellos mostrando oposición a las conductas del otro…" (p. 285) (véase
también Hay, 1984; D. Shantz, 1986).
El psicólogo comparatista y primatólogo William A. Mason (1993) adopta una
postura similar, como se pone de manifiesto en la siguiente cita: "…el conflicto
interpersonal es fundamentalmente de carácter social. Representa una propiedad
emergente dentro de un intercambio social, como revelan los elementos de
incompatibilidad, desajuste o resistencia que se detectan en las conductas intercambiadas
entre los participantes." (p. 33). Según Mason (op. cit.), los conflictos interpersonales se
consideran una propiedad emergente dentro de la transacción social "porque las
conductas concretas de los participantes son relativamente poco informativas cuando se
examinan fuera del contexto de la transacción en la que ocurren. Su mera presencia no
revela que la transacción sea conflictiva, ni nos indica dónde surge el conflicto. La
característica crítica es el elemento de incompatibilidad interpersonal que existe en la
transacción misma." (p. 34)
Aunque conceptualmente un conflicto social sólo tiene lugar cuando existe una
oposición o incompatibilidad entre los intereses u objetivos de dos o más individuos, a la
hora de establecer un criterio empírico que permita identificar su existencia es preciso
que dicha incompatibilidad teórica se manifieste también en la práctica a través de la
exhibición de determinadas conductas directamente observables. Como en todo, existe la
posibilidad de barajar y utilizar distintas definiciones operativas de conflicto social. La
más conservadora sería la que proponen diversos psicólogos evolutivos. Por ejemplo,
Hay y Ross (1982) escriben: "un conflicto comenzó cuando la acción de un niño
ocasionó protesta, resistencia o represalia por parte de otro…" (p. 107). Otros psicólogos
evolutivos como D. Shantz (1986, p. 1323) y C. Shantz (1987, p. 285) suscriben una
definición muy similar, aunque añadiendo una unidad más: sujeto A acción, sujeto B
respuesta de oposición y sujeto A responde a su vez con otra conducta de oposición (es
decir, dos oposiciones al menos en una secuencia de interacciones).
Una segunda definición algo más abierta de conflicto social podría utilizar la
ejecución de una pauta agresiva por parte de ambos, o al menos de uno, de los
participantes, como criterio empírico de su existencia. De hecho, esta es la definición

408
que, implícita o explícitamente, ha sido empleada de forma habitual por la mayoría de los
estudiosos de la agresión y de los conflictos sociales. Como ya se ha indicado antes,
muchos autores han empleado ambos conceptos como si fueran sinónimos, con los
numerosos inconvenientes de tipo teórico que este procedimiento puede suscitar. Una
tercera definición de conflicto social podría adoptar como criterio empírico la existencia
de conductas que revelen tensión, por ejemplo, rascarse, auto-espulgarse, etc., de
conductas agonísticas de carácter sumiso, e incluso de conductas afiliativas y de juego
que se producen en respuesta a, o que elicitan, acciones de tensión, de agresión o de
sumisión en el receptor o en el actor, respectivamente. Una cuarta definición aún más
general de conflicto social contemplaría la presencia de conductas afiliativas (y de juego)
que se desplegaran con gran excitación y en ciertos contextos claramente competitivos,
como indicadores de la existencia de un conflicto social.
Aún existiría otra posibilidad, sin duda más difícil de operativizar, que consistiría en
definir un conflicto social en función de variables situacionales que nos permitieran inferir
la existencia de intereses contrapuestos o incompatibles entre los individuos. Hay que
tener en cuenta que un individuo (y un observador) pueden percibir una situación como
conflictiva, con independencia de que, en realidad, dicha situación produzca
efectivamente un conflicto social manifiesto. No obstante, dicha percepción de la
situación como socialmente conflictiva puede desencadenar conductas semejantes a las
que elicitaría un conflicto social expresado conductualmente.
El Cuadro 9.1 presenta un resumen de los diversos indicadores o criterios que se han
mencionado en los párrafos anteriores para identificar y definir un conflicto social. En
todas las definiciones que se proponen, desde la más conservadora a la más abierta, se
hace hincapié en la necesidad de considerar conjuntamente la conducta del actor y la
respuesta del receptor. La información que proporcionan ambas acciones es necesaria
para determinar la naturaleza de la interacción social, por ejemplo, si efectivamente se ha
producido una colisión entre los intereses de dos individuos.

CUADRO 9.1. Definiciones de conflicto social mencionadas en el texto. Las distintas definiciones se han
ordenado en función del grado de restricción de los criterios o indicadores empleados para considerar una
interacción social como un caso de conflicto ínter-individual (máximo en la primera definición y mínimo en la
cuarta). Cada definición asume los criterios de la anterior (más restrictiva) y añade alguno(s) nuevos que son
cada vez más abiertos.

409
9.2.4. Estrategia de conducta

Una estrategia de conducta es una acción o conjunto de acciones dirigidas hacia una
meta, con independencia de lo que el individuo (el "estratega") "conozca" y "comprenda"
acerca de la relación entre la acción (los medios) y la meta (el fin). Por ejemplo, una de
las hipótesis generales que inspira el trabajo de los etólogos funcionalistas es que los
individuos constituyen sistemas cuyas conductas estratégicas han sido diseñadas por
selección natural para maximizar la función de la reproducción (e.g., Dunbar, 1984,
1988a, 1988b y 1989; Krebs y Davies, 1993). Dos de las características que justifican el
empleo del término estrategia son: (a) la existencia de diversas alternativas conductuales
para resolver un mismo problema, sea éste de carácter ecológico (e.g., cómo acceder al
alimento, qué alimento escoger, cómo evitar a los predadores, etc.), de carácter social
(e.g., con quién relacionarse, cómo y cuándo acceder a las hembras en estro, etc.) o de
carácter individual (e.g., qué tiempo dedicar a distintas actividades), y (b) el supuesto de
que la estrategia elegida en cada caso es la óptima para, dados ciertos condicionamientos
del contexto, maximizar la función hipotetizada. (En términos absolutos, por tanto, no
existe ninguna estrategia que sea óptima, puesto que las condiciones particulares de cada
situación siempre actúan desviando la estrategia de un individuo de su ruta óptima hacia
la maximización de la función supuestamente perseguida. Uno de los fundamentos de la
aplicación de la teoría de juegos al análisis de las decisiones estratégicas que adoptan los
individuos en un encuentro social es, precisamente, la noción de que el valor de una
estrategia –para maximizar la función perseguida– depende de las decisiones que adoptan
los otros participantes; véase Maynard-Smith, 1982; Dunbar, 1988b; Krebs y Davies,
1993.) Un ejemplo sencillo que ilustra la naturaleza del proceso que estamos analizando
sería la estrategia reproductiva de un macho en un grupo que estuviera constituido por
cinco machos (i.e., cuatro rivales potenciales) y diez hembras. La estrategia óptima de
cada macho sería copular con las diez hembras; sin embargo, en la situación demográfica
particular en que se encuentran, es decir, con cuatro rivales que persiguen estrategias
similares, la probabilidad de que cualquiera de los machos pudiera adoptar la estrategia
óptima sería muy pequeña. En efecto, la pretendida estrategia óptima de cada macho

410
entraría en colisión con, estaría condicionada por, la de sus rivales y el resultado final
sería la ocurrencia de cinco estrategias subóptimas.
Cuando el etólogo funcionalista se pregunta por qué el animal A empleó la estrategia
X en lugar de la Y para resolver el problema Z, su respuesta suele articularse en los
siguientes términos: porque ante el problema Z, la estrategia X contribuye más que la
estrategia Y a la maximización de la reproducción del individuo A. En otras palabras, la
función biológica (o consecuencia sobre la reproducción de ese individuo) de cada
estrategia es variable y, según la hipótesis, los individuos han sido diseñados por selección
natural para "escoger" aquella que sea más rentable, es decir, más productiva en unidades
de eficacia biológica.
No obstante, es preciso enfatizar que la función biológica no es (ni debe ser) la única
función o consecuencia importante que atrae el interés del etólogo. Las estrategias de
conducta que emplean los individuos en cada situación sirven objetivos y metas mucho
más inmediatas que la reproducción. Así, por ejemplo, el individuo A puede emplear la
estrategia X en lugar de la estrategia Y porque, de ese modo, tiene más posibilidades de
acceder a un recurso deseado (e.g., un alimento apetecible, un lugar cómodo, un
compañero para realizar alguna actividad, etc.) o de evitar un acontecimiento
desagradable (e.g.,ser agredido, etc.). El etólogo interesado por el estudio de la función
social de las diversas estrategias observadas en una población debe seguir un método
muy similar al empleado por el etólogo funcionalista. Es decir, debe plantearse que, de las
estrategias alternativas posibles, la elegida por el individuo debería ser la más apropiada
para, dadas las condiciones particulares de la situación, maximizar la probabilidad de
alcanzar una determinada meta relativamente inmediata y de carácter social. (En este
caso, la función que se pretende maximizar con el empleo de una determinada estrategia
no es la reproducción, sino alguna otra meta más inmediata que confiere beneficios
fisiológicos, emocionales y/o sociales aprovechables por el individuo, con independencia
de su posible efecto a más largo plazo sobre la propagación de los genes que porta.)
Los etólogos interesados por el análisis de la función (tanto biológica como social) de
las estrategias de conducta que muestran los individuos de su población de estudio
tienden a concentrarse casi exclusivamente en la investigación de las consecuencias o
efectos que dichas estrategias tienen sobre el sujeto que las utiliza y sobre los otros
participantes en la interacción. Para describir dichas estrategias de conducta observadas
en primates no humanos, los etólogos tienden a emplear un vocabulario funcional y
cognitivo, altamente seductor y sugerente, que es importado directamente del lenguaje
coloquial y antropomórfico con que se describen conductas humanas cuyo efecto (meta
lograda) y estructura temporal pueden ser bastante similares, pero cuyos mecanismos
causales subyacentes pueden ser notablemente distintos. Así, por ejemplo, se utilizan
expresiones como: manipulación, engaño, reconciliación, consolación, etc., que, en el
caso humano, no sólo expresan cuál es el resultado (y quizá función) observable de las
estrategias, sino que, además, implican la atribución, por parte del observador, de
motivos e intenciones (no directamente observables) a los sujetos que las emplearon.
En general, los etológos que utilizan estas expresiones tienden a entrecomillarlas con

411
la intención de curarse en salud contra posibles acusaciones de practicar un
antropomorfismo genuino, implícito o explícito, que algunos autores consideran ilegítimo
(e.g., Kennedy, 1992). Haciendo esto, los autores advierten que el vocabulario usado
tiene un estatus metafórico, es decir, que el sujeto actúa como si manipulara, engañara,
se reconciliara, consolara, etc., a juzgar por los resultados de sus estrategias (que son
directamente observables), sin plantear cuáles pueden ser los mecanismos causales
subyacentes no observables (e.g., los motivos o intenciones de los sujetos).
Los etólogos funcionalistas (i.e.,los sociobiólogos y los ecólogos del
comportamiento) proclaman, por su parte, que su único interés es analizar la función
biológica de las estrategias (i.e.,de qué modo pueden influir sobre la eficacia biológica del
que las emplea). Para estos etólogos, la utilización de las expresiones mencionadas es útil
desde el punto de vista de la economía del discurso y, además, contribuyen a resaltar la
importancia de la función biológica que desempeña una estrategia, función que puede
resultar superficialmente similar (i.e., análoga) en distintas especies.
Los etólogos con intereses más amplios adoptan una segunda postura. No sólo están
interesados por identificar la posible función biológica de las estrategias sino que, además,
se plantean hipótesis acerca de su posible función social y de los mecanismos causales
subyacentes (e.g., Kummer, 1979 y 1982; De Waal, 1982, 1986b, 1991a y 1992b;
Dennett, 1988; Byrne y Whiten, 1988, 1990; Whiten y Byrne, 1988a; Cheney y
Seyfarth, 1990a; véase también Harré, 1984; Asquith, 1984; Colmenares, 1990a). Son
plenamente conscientes de que una misma meta puede ser alcanzada a través de rutas o
estrategias muy distintas y de que, por consiguiente, es importante investigar cuáles son
los mecanismos que pueden organizar estrategias funcionalmente similares (i.e., porque
conducen al mismo resultado final) pero causalmente diversas (i.e., porque son causadas
y controladas por factores y procesos distintos). Es preciso subrayar, por último, que,
como veremos más adelante (Colmenares, este volumen: Capítulo 10), el estudio de las
estrategias de conducta utilizadas en situaciones de conflicto social ha sido uno de los
temas que más ha contribuido a despertar el interés por el análisis de la inteligencia social
en los primates (i.e., las habilidades y operaciones cognitivas empleadas en la resolución
de problemas planteados por el ambiente social).

9.2.5. Unidades de análisis: acción, interacción y relación

Algunos psicólogos sociales, adoptando el esquema de Weber, acostumbran a


distinguir entre conducta ("behaviour") y acción ("action"). Según ellos, la descripción y
el significado de una acción depende no sólo de las características físicas del patrón de
movimiento realizado –i.e., la conducta (que es externamente observable)–, sino también
de la intención del sujeto, que no es externamente observable y que, por consiguiente,
tiene que ser inferida a partir de diversas fuentes, entre ellas el contexto social en el que
la conducta es ejecutada (e.g., vonCranach, 1979, p. 428; Reynolds, 1980;Harré, 1984;
Asquith, 1984; Quiatt y Reynolds, 1994). En suma, una acción es una conducta dirigida

412
intencionalmente hacia una meta; no obstante, no toda conducta, incluso la que es
propositiva (i.e., está dirigida hacia una meta), constituye necesariamente un ejemplo de
acción. Los etólogos, por su parte, también han establecido una distinción entre el
mensaje ('message') de una conducta, que se refiere a la información que dicha conducta
proporciona sobre el estado interno del sujeto que la realiza y sobre el tipo de
comportamiento que ejecutará a continuación con mayor probabilidad, y el significado
("meaning") que el (los) receptores) atribuye(n) a la conducta del actor, en función de
diversas variables contextuales tales como, por ejemplo, la identidad del actor y del
receptor, el lugar donde se realiza la conducta, la reacción de otros individuos, etc. (e.g.,
Smith, 1977). El observador, por último, identifica el significado de una conducta a partir
de la respuesta que muestra el individuo receptor de la misma.
En este capítulo, sin embargo, se empleará el término acción como sinónimo de
conducta, para referirse a las pautas motoras ejecutadas por un individuo en un episodio
de interacción social (e.g., Colmenares y Rivero, 1986). El estudio de las acciones,
incluso aquéllas que son de carácter social porque son empleadas en interacciones con
otros individuos de la misma especie, se centra en el individuo como unidad de análisis.
Las acciones pueden describirse y bautizarse con terminología estructural o funcional
(e.g., Hinde, 1970; Lehner, 1979; Martin y Bateson, 1993), y pueden clasificarse con
arreglo a criterios moleculares o molares. Por ejemplo, en algunos primates, "levantar las
cejas" ('eyebrow raising') es una acción molecular, descrita en términos estructurales. Si
utilizáramos una terminología funcional, la misma acción recibiría el nombre de
"amenaza de cejas" ('eyebrow threat'), que forma parte de una categoría molar de
amenazas, como es la "amenaza facial" ('facial threats'), la cual puede incluir no
solamente el "levantamiento de cejas" sino también otras acciones dirigidas como la
"mirada fija" ('staring'), el "pegamiento de orejas" ('ear-flattening'), la "retracción del
cuero cabelludo" ('scalp retraction'), la "apertura de la boca con dientes ocultos" ('bared-
teeth display', 'grinning' or 'grimace'), etc., (e.g., Redican, 1982). Otras categorías
molares y funcionales de acciones o conductas serían: atacar, jugar, saludar, etc. Cada
una de ellas comprende, a su vez, un conjunto de acciones más elementales.
En el esquema conceptual propuesto por el etólogo Robert Hinde para analizar el
comportamiento social de los primates no humanos y del hombre se identifican tres
niveles de complejidad social: las interacciones, las relaciones y la estructura grupal (e.g.,
Hinde, 1976a y 1983b; Hinde y Stevenson-Hinde 1976 y 1987). Como acertadamente
señala Hinde, el nivel más elemental y el único directamente observable es el de las
interacciones. A partir de los datos y observaciones que se recogen sobre las
interacciones sociales entre los miembros de un grupo es posible derivar una serie de
generalizaciones que permiten ordenar, analizar y explicar los fenómenos que se
producen en éste y en los otros dos niveles superiores y progresivamente más abstractos
y alejados del nivel de los datos (i.e., las relaciones y la estructura grupal). Hay que
advertir, con sorpresa, que, a pesar de que las interacciones constituyan la materia prima,
por así decirlo, utilizada para comprender e interpretar el comportamiento social en
cualquiera de los tres niveles de complejidad, éste ha sido el nivel que menos atención ha

413
recibido durante bastantes décadas (Colmenares y Rivero, 1986). Según el modelo de
Hinde, (a) la descripción de una interacción requiere una especificación de lo que los
individuos hacen juntos (su contenido) y de cómo lo hacen (su cualidad); (b) una
interacción puede caracterizarse de dos maneras: 'el individuo A dirige la acción X al
individuo B' o 'el individuo A dirige la acción X al individuo B y éste responde con la
acción Y'; (c) una interacción ocupa un espacio de tiempo relativamente corto; y (d) la
"cualidad de una interacción emerge como resultado de la particular combinación de
participantes, y tiene propiedades que no están presentes en la conducta de cualquiera de
ellos por separado" (véase Hinde, 1976a, pp. 3-5).
La descripción exhaustiva de una interacción también debería hacer referencia a
otras dos de sus propiedades fundamentales: (e) la diversidad y (f) la estructura temporal
de las distintas acciones que comprende. Aunque en comparación con una relación, una
interacción abarque un espacio de tiempo más reducido, el hecho cierto es que durante el
intervalo que comprende una interacción, existe una sucesión de acciones realizadas y
recibidas por cada uno de los participantes. Asimismo, la caracterización de una
interacción únicamente en términos de lo que uno de los participantes dirige al otro, sin
considerar lo que éste le responde, nos priva precisamente de aquellas propiedades
emergentes que son exclusivas de las interacciones. Así todo, este procedimiento de
analizar por separado las acciones de cada participante es útil siempre y cuando éstas se
relacionen con los tipos o categorías de interacciones previamente definidos en las que
dichas acciones hayan tenido lugar (Colmenares y Rivero, 1986). Por ejemplo,
Colmenares (1990b) clasificó las interacciones de "saludo" entre machos adultos
observadas en una colonia de babuinos en tres categorías: saludos asimétricos (cuando
cada participante realizaba una conducta de saludo distinta durante la interacción),
saludos simétricos (cuando ambos participantes realizaban conductas de saludo
semejantes) y saludos no respondidos (cuando uno de los machos no respondía con una
conducta de saludo a la conducta de saludo que había recibido del otro participante). A
continuación, este autor analizó la frecuencia con la que los distintos machos habían
participado, como actores o como receptores, en cada uno de los tres tipos de
interacciones de saludo (Colmenares, 1990b), así como la relación entre el rol (i.e., actor
y receptor) de cada clase de macho (hasta siete clases de machos definidas en función de
su estatus social y reproductor) y la combinación de clases de machos que habían
participado en cada tipo de interacción de saludo (Colmenares, 1991a).
Colmenares y Rivero (1986) definen una interacción del siguiente modo: "las
interacciones comprenden secuencias de acciones intercambiadas entre diferentes
individuos, y a menudo implican la participación, activa o pasiva (i.e., la presencia), de
más de dos individuos" (p. 63). Por consiguiente, el análisis de una interacción requiere
que se preste atención a dos dimensiones: la temporal, que se refiere a la sucesión de
interacciones y de acciones entre los participantes, y la espacial, que se refiere a los
varios individuos que participan en la interacción (por lo menos dos, y a menudo más de
dos).
En comparación con las interacciones, el nivel de las relaciones sociales despertó un

414
interés más prematuro y continuado entre los etólogos centrados en el estudio del
comportamiento social. Según Hinde (1976a, p. 5), "una relación comprende una serie de
interacciones ocurridas durante un espacio de tiempo entre dos individuos que se
conocen". Su descripción precisa datos sobre el contenido y la cualidad de las
interacciones componentes, así como sobre la estructura temporal entre ellas a lo largo
del tiempo. Así, pues, para subrayar las diferencias y semejanzas más importantes que
existen entre una interacción y una relación, se puede hacer referencia a las siguientes
características. En primer lugar, el espacio de tiempo que comprende una relación es más
prolongado que el que ocupa una interacción. En segundo lugar, dos individuos
desconocidos pueden interactuar entre sí y, sin embargo, no se puede afirmar que hayan
establecido una relación hasta que no hayan intercambiado un cierto número de
interacciones durante un determinado espacio de tiempo. Por último, tanto las
interacciones como las relaciones pueden caracterizarse al menos por cuatro propiedades
comunes: el contenido, la cualidad, la diversidad y la estructura temporal de acciones (en
el caso de las interacciones) y de interacciones (en el caso de los episodios de interacción
y de las relaciones).
El tipo de dato básico de "quién hace qué a quién, cuántas veces" ha sido el más
empleado para identificar las relaciones sociales entre los miembros de un grupo. Dos
han sido los métodos que se utilizan de forma habitual para estudiar relaciones sociales:
(a) la frecuencia con la que cada individuo dirige y recibe una serie de acciones (definidas
por sus características físicas) durante un espacio relativamente prolongado de tiempo
(e.g., desde 15 días a varios meses o incluso años) y (b) la proporción o frecuencia
relativa con que cada individuo dirige una determinada acción hacia otro en relación con
la frecuencia con la que recibe esa misma –u otra– acción de ese mismo individuo. Por
ejemplo, la relación entre dos individuos A y B se determina a partir de la cuantificación
de la frecuencia con la que ambos individuos se espulgan, se atacan, se saludan, juegan
entre sí, etc. (método a). Asimismo, la relación entre esos dos individuos se puede definir
examinando cuántas veces A espulga a B en relación con el número de veces que B
espulga, o ayuda, etc., a A (método b). El sesgo más importante de este tipo de análisis
es que las acciones se separan del contexto en el que han ocurrido. Por ejemplo, los
individuos A y B pueden haberse espulgado 20 ocasiones durante un período de 6 meses
y, sin embargo, puede que el contexto en el que se hayan dirigido dicha acción haya sido
muy diferente. Así, por ejemplo, un examen más detenido de los datos podría revelar
que el individuo A siempre espulgó al individuo B después de haber interactuado
agresivamente con el individuo C (i.e., antagonista dirige conducta amistosa hacia no
implicado; vide infra: apartado 9.4.2) y, en cambio, que el individuo B siempre espulgó
al individuo A después de que B hubiera sido agredido por A (i.e., antagonista dirige
conducta amistosa hacia su oponente; vide infra: apartado 9.4.2).
En este capítulo se van a analizar interacciones (y no relaciones). Los estudios que
más información nos van a proporcionar para abordar las cuestiones que nos interesan
son aquellos que han seguido la recomendación del etólogo de que todo trabajo debe
comenzar por la descripción sistemática y la clasificación exhaustiva de las conductas

415
(directamente observables) propias del sistema que se va a estudiar (e.g., Tinbergen,
1963; Hinde, 1970 y 1982; Martin y Bateson, 1993). En este sentido, la información más
útil va a proceder de aquellos estudios que han dedicado una atención especial a la
descripción y clasificación de las interacciones sociales, tanto de sus características
morfológicas como de sus contextos (e.g., Kummer, 1967;HallyDeVore, 1965;Ransom,
1981; Van Hooff, 1974;DeWaal, 1977, 1978a y 1988; De Waal, Van Hooff y Netto,
1976; De Waal y Van Hooff, 1981).

9.3. Conflictos sociales: causas y contextos de ocurrencia

Se pueden distinguir siete situaciones o contextos generales que pueden dar lugar a
un conflicto social en los primates:

9.3.1. Establecimiento de una relación social entre extraños

El encuentro entre individuos extraños es una de las situaciones que habitualmente


tiende a provocar conflictos inter-individuales y conductas agresivas en los primates. De
hecho, los estudios de formación de grupos a partir de individuos desconocidos ha sido
uno de los paradigmas más empleados para investigar los principios que gobiernan las
relaciones sociales entre los primates (revisión: Bernstein, 1991). La mayoría de los
estudios que se han realizado sobre este tema indican que el proceso de formación de
una relación entre dos individuos extraños sigue reglas muy bien definidas. Por ejemplo,
Kummer (1975) demostró que el establecimiento de relaciones entre dos individuos
adultos y extraños de babuino gelada seguía una secuencia temporal ordenada de
conductas: la primera conducta que aparecía era la lucha, ésta era seguida por la
presentación, a continuación se producía la monta y, finalmente, hacía su aparición el
espulgamiento. Kummer (op. cit.) estudió tres tipos de díadas: macho-macho, macho-
hembra y hembra-hembra, y observó que aunque algunos de los estadios de la secuencia
podían ser omitidos (e.g., las diadas heterosexuales comenzaban por el segundo estadio
de la secuencia, i.e., la presentación), y otros casi nunca eran alcanzados (e.g., el
espulgamiento en las díadas de machos), el orden de la secuencia rara vez era alterado.
Este autor también encontró diferencias importantes en la velocidad con la que los
distintos tipos de díadas avanzaban a través de los cuatro estadios. La compatibilidad
(medida en términos de la velocidad con la que dos individuos recorrían los distintos
estadios en el establecimiento de la relación social) fue mayor en díadas heterosexuales
que en las constituidas por dos machos. Welker, Lührmann y Meinel (1980) también
observaron, en un grupo de macacos cangrejeros, que el desarrollo de las relaciones
sociales entre extraños atravesaba cinco estadios definidos por interacciones específicas:
A perseguía a B, B se presentaba a A, A montaba a B, A mordía en la espalda a B y,
finalmente, A y B se espulgaban.

416
Como apunta Mendoza (1993), una vez que ha tenido lugar la diferenciación (o
asimetría) en los roles que cada participante va a adoptar en la relación con su
compañero, la probabilidad de que existan conflictos y agresión entre ellos disminuye
(véase también Mendoza y Barchas, 1983). En algunas especies, como es el caso del
babuino hamadríade, el establecimiento de una relación entre un macho sexualmente
maduro y una hembra extraña, cuando aquél comienza a formar su primer harén,
atraviesa una primera etapa durante la cual el macho dirige hacia la hembra las formas
más intensas de conducta de pastoreo (Colmenares [obs. pers.]). No obstante, es preciso
enfatizar que incluso dentro de una misma especie, la diversidad de estrategias de
conducta que pueden mostrar los individuos durante la formación de nuevas relaciones
sociales puede ser extraordinariamente elevada, reflejando tres propiedades importantes:
la flexibilidad del repertorio de conducta de los primates, su sensibilidad a factores socio-
ecológicos locales y contextuales, y su dependencia de variables organísmicas.

9.3.2. Dinámica de una relación social ya establecida

Las relaciones sociales entre los individuos son procesos caracterizados por su
estabilidad dinámica (e.g., Hinde, 1976a; Hinde y Stevenson-Hinde, 1976). Cada
participante en una relación tiende a adoptar una serie de papeles definidos y predecibles
(para su compañero) que, no obstante, pueden ser re-negociados periódicamente entre
los protagonistas. Durante esas etapas de re-negociación, los participantes se enfrentan a
frecuentes episodios de conflicto social, resultado inevitable de la colisión y desacuerdo
entre los intereses de cada uno de ellos.
Existe una notable diversidad de factores intra-individuales (e.g., la madurez sexual,
los cambios hormonales durante el ciclo menstrual de las hembras, el envejecimiento),
sociales (e.g., cambios en la relación social con un tercero), demográficos (e.g., cambios
en la proporción de individuos pertenecientes a diversas clases de edad, sexo y estado
reproductivo; cambios en el tamaño de los grupos matrilineales) y ecológicos (e.g.,
cambios en la abundancia y distribución de los recursos alimenticios), que pueden actuar
como catalizadores que precipitan cambios en la relación social entre dos individuos. Por
ejemplo, las hembras del babuino hamadríade no despiertan el interés de los machos
adultos hasta que alcanzan la madurez sexual. En ese momento, sin embargo, las
relaciones entre ellos experimentan un cambio drástico ya que los machos comienzan a
pastorear a las hembras, intentando obligarlas a permanecer espacialmente asociadas a
ellos (e.g., Kummer, 1968; Abegglen, 1984; Colmenares, 1992a). En el babuino
cinocéfalo, el estro cíclico de las hembras adultas también produce cambios importantes
en sus relaciones sociales con los machos adultos y en las relaciones de competición que
estos mantienen entre sí (e.g., Seyfarth, 1978; Ransom, 1981; Smuts, 1985). (En el
babuino gelada en cambio, el estro no produce cambios sustanciales en las relaciones
entre el macho líder de harén y sus hembras; véase Dunbar, 1979.) En muchas especies
de primates (y en algunas especies de mamíferos), las hembras que están amamantando

417
a sus crías muestran un período de amenorrea postparto durante el cual la actividad
ovárica (y sexual) queda temporalmente interrumpida. Cuando, finalmente, la hembra
recupera la función ovárica, sus relaciones con los machos adultos y con la cría aún no
destetada sufre cambios muy importantes que dan lugar a frecuentes conflictos sociales,
en especial entre la cría y la madre (Worlein, Eaton, Johnson y Glick, 1988; Berman,
Rasmusen y Suomi, 1994; Colmenares [obs. pers.]).
En las especies de mamíferos que exhiben un sistema de reproducción del tipo
"poliginia basada en la defensa de un harén de hembras", los machos suelen monopolizar
el acceso sexual a las hembras durante un tramo relativamente corto de su vida sexual
potencial; en efecto, la probabilidad de acceder a las hembras fértiles muestra una
distribución en forma de U invertida en relación con la edad (revisión: Clutton-Brock,
1988). Los machos que envejecen, mostrando una merma progresiva de sus facultades
físicas, se exponen a los ataques de otros machos más jóvenes que se encuentran, por el
contrario, en la plenitud de dichas facultades y que, tarde o temprano, terminarán
reemplazándoles en el control de la reproducción. En el babuino hamadríade, por
ejemplo, los machos subadultos y los que han alcanzado recientemente la madurez sexual
son tolerados en la periferia de un harén con la condición de que adopten un papel
subordinado ante su macho propietario. En este estadio de su ciclo vital, los machos
"seguidores" (nombre con el que se denomina a los machos sexualmente maduros que se
asocian a un harén pero que no copulan con las hembras; Kummer, 1968; Abegglen,
1984; Colmenares, 1992a) son desplazados por los machos líderes, y si reciben un
saludo de éstos, ellos responden adoptando posturas de subordinación, como la
presentación de la grupa. Sin embargo, a medida que el macho seguidor se acerca al
apogeo de sus facultades físicas y sus vínculos con algunas de las hembras del harén se
consolidan, su respuesta a los acercamientos del macho propietario experimenta un
cambio importante. En efecto, en lugar de apartarse cuando el macho líder le intenta
desplazar, o en lugar de presentarse y permitir que éste le palpe los genitales o le monte,
comienza a resistirse y a no adoptar un papel subordinado en las interacciones de saludo.
Este cambio tan notable en las interacciones pone de relieve el conflicto que se está
produciendo entre ambos machos, y la alteración en la morfología de las interacciones
que se observan indica el proceso de re-negociación de los papeles en la relación social
que está teniendo lugar entre ellos (e.g., Colmenares, 1990b y 1991a).
En los primates, el estatus social y las relaciones de "poder" entre los individuos
depende tanto de factores intrínsecos (e.g., la capacidad de lucha individual) como de
factores extrínsecos (e.g., la cantidad y calidad de las alianzas que se poseen con otros
miembros del grupo, en especial con individuos parientes) (revisiones: Chapais, 1991 y
1992; Lee y Johnson, 1992; Pereira, 1992;Datta, 1992; Silk, 1993; véase también De
Waal, 1982,1984a y 1992a). Así, el estatus social de una hembra puede depender
directamente del poder de su familia que, en última instancia, puede ser un efecto de su
tamaño (es decir, del número de aliados que pueden participar en un encuentro agonístico
coaligándose contra los miembros de una familia rival). Varios autores han documentado
el efecto que diversos cambios demográficos pueden ejercer sobre la estructura de poder

418
entre las familias que componen un grupo. La muerte de las hembras más viejas de una
familia de alto estatus social, la maduración simultánea de una cohorte de hembras, el
aumento de la tasa de agresiones entre las hembras debido a un incremento
desproporcionado del número de hembras adultas por macho adulto, la reducción en el
tamaño relativo de una familia de alto estatus social, etc., son todos ellos factores que
pueden precipitar cambios drásticos en el poder que ostentan las familias y conducir a
inversiones importantes en el orden jerárquico de las familias que componen un grupo (e.
g., macacos cangrejeros [Macaca fascicularis] en laboratorio: Chance, Emory y Payne,
1977; macacos rhesus [Macaca mulatta] en instalación: Samuels y Henrickson, 1983;
Ehardt y Bernstein, 1986; babuinos cinocéfalos [Papio cynocephalus cynocephalus] en
condiciones de campo: Samuels, Silk y Altmann, 1987).
Todos estos cambios demográficos conducen, como se ha señalado, a conflictos
sociales en los que los individuos subordinados intentan modificar su estatus dentro de la
jerarquía del grupo desafiando los privilegios de los individuos de mayor rango social.
Estos, por su parte, responden a tales desafíos con conductas cuyo objetivo es la
preservación del orden social establecido. En estos contextos, la agresión sin duda
constituye una de las estrategias más comunes; no obstante, hay que enfatizar una vez
más que la conducta agresiva no es la única alternativa posible. Por ejemplo, Colmenares
(1991b) encontró en una colonia de babuinos con organización social multiharén, que
cuando el número de hembras adultas por macho adulto fue menor y, por consiguiente,
la competición entre machos se intensificó, se produjo un aumento de las conductas de
saludo entre los machos, mientras que la frecuencia de los episodios de agresión diádica
entre ellos no experimentó cambios significativos.

9.3.3. Desacuerdo en los papeles adoptados en una interacción social

El desarrollo de una interacción suele exigir que los participantes adopten ciertos
papeles definidos. Si durante el intercambio se produce una "violación" de las
expectativas lo más probable es que el incidente provoque un conflicto entre los
individuos involucrados. Por ejemplo, en el babuino hamadríade se ha observado que los
machos líderes tienden a dirigir conductas de saludo hacia los machos seguidores, en
especial cuando aquéllos tienen alguna hembra en estro. La respuesta habitual, y
esperada, de estos saludos consiste en la adopción, por parte del macho seguidor, de un
papel subordinado. En efecto, el macho seguidor suele responder presentando su grupa al
macho propietario y, a continuación, alejándose de las proximidades de la pareja. No
obstante, si, por la causa que sea, el macho seguidor no responde de la forma esperada,
la tensión y el conflicto entre los dos machos se desata. El indicador más patente del
conflicto social provocado por la respuesta del macho seguidor (que a menudo consiste
simplemente en ignorar y no devolver los saludos que recibe) es el extraordinario
aumento de la frecuencia de saludos que el macho propietario comienza a dirigir hacia el
macho seguidor (e.g., Colmenares, 1991a; Abegglen, 1984; Kummer, Abegglen,

419
Bachman, Falett y Sigg, 1978).
Otro ejemplo de conflicto social provocado por un desacuerdo en los papeles
adoptados por los individuos que participan en una interacción es la interacción de juego
que se transforma en una agresión controlada (y a veces en una agresión desinhibida). El
mantenimiento de una interacción de juego requiere que ambos individuos respeten
ciertas reglas; por ejemplo, los individuos deben invertir periódicamente los papeles (e.g.,
morder/ser mordido, perseguir/ser perseguido, estar encima/estar debajo, etc.). Cuando
estas reglas (y las expectativas que generan) son violadas, o cuando los individuos no se
ponen de acuerdo sobre quién, cuándo y cómo deben adoptarse los distintos pepeles en
la interacción de juego, se desencadena un conflicto social entre los participantes. A
veces, el juego no llega a escalar a un episodio de agresión desinhibida porque los
individuos intercambian conductas de saludo que contribuyen a calmar los ánimos,
rebajando la tensión entre los "rivales" (e.g., Colmenares, 1991a); en otras ocasiones, sin
embargo, el conflicto termina en una agresión real entre los individuos que inicialmente
fueron compañeros de juego.

9.3.4. Competición por un nicho social (recursos sociales)

Una de las causas que con mayor frecuencia provoca un conflicto entre dos
individuos es la competición por el control de los recursos sociales (i.e., los compañeros
del grupo) que, como cualquier otro recurso, se encuentran en número limitado. En
efecto, los individuos de un grupo pueden concebirse como recursos (sociales) debido a
su capacidad potencial de prestar determinados servicios (Kummer, 1979; Dunbar, 1980;
Seyfarth, 1983; Cheney, Seyfarth y Smuts, 1986; Stammbach, 1988; Harcourt, 1989;
Colmenares, 1992b). Por ejemplo, pueden ser usados (y abusados) por un miembro del
grupo para satisfacer determinadas necesidades y comodidades (e.g., alimentación,
juego, protección contra predadores o contra otros compañeros del grupo, sexo,
espulgamiento, compañía, etc.). Por otra parte, los recursos sociales no sólo están
limitados sino que, además, varían en su calidad (en función de la clase de servicios que
pueden proporcionar). Esta circunstancia provoca frecuentes interacciones de
competición y de cooperación entre los individuos por la monopolización de los recursos
y de los servicios sociales, cuya naturaleza e intensidad varían en función del valor (y
escasez) de éstos.
En muchas especies de primates, las crías recién nacidas resultan muy atractivas
para los individuos jóvenes y para las hembras adultas, como lo refleja el hecho de que
ambas clases de individuos intentan acercarse, tocar e incluso coger a las crías de manera
persistente (e.g., Ransom, 1981; Colmenares [obs. pers.]). El acceso a este atractivo
recurso social se encuentra regulado por reglas bien definidas –cuya violación puede
desencadenar un conflicto social, en el que no sólo la madre sino también otros
individuos del círculo social próximo a ella desempeñan un papel fundamental. Las
hembras en estro también constituyen un preciado recurso social; una prueba de ello son

420
los intensos conflictos que provocan entre los machos adultos que intentan monopolizar
el acceso a ellas (revisión: Smuts, 1987). El juego social entre individuos inmaduros no
sólo es causa ocasional de conflictos entre los participantes (vide supra) sino que,
además, puede provocar la intervención de un tercer individuo inicialmente no implicado
cuya actuación indica su manifiesta oposición al establecimiento de una relación amistosa
entre los jugadores (Rivero y Colmenares, 1983a y 1983b). En este último ejemplo se
pone de relieve el hecho de que los individuos compiten (y cooperan) por el monopolio
de los nichos sociales existentes en su grupo o sociedad, es decir, por el establecimiento y
mantenimiento de determinadas relaciones con ciertos recursos sociales. Seyfarth (1983)
demostró, por ejemplo, que la distribución del comportamiento amistoso denominado
"espulgamiento" en varias especies de primates reflejaba la existencia de competición por
el establecimiento de relaciones amistosas (y cooperativas) con los individuos de mayor
estatus social, es decir, con aquellos que constituyen recursos sociales especialmente
valiosos (véase también Kummer, 1979). En el caso particular del babuino hamadríade,
la situación de competición (y de cooperación) entre las hembras de los harenes por el
establecimiento de relaciones privilegiadas con su macho líder puede ser especialmente
intensa, y cuando esto ocurre, se observan cuatro hechos importantes: las hembras
exhiben una jerarquía social estricta, la conducta de espulgar al macho está regulada por
dicha jerarquía, el macho muestra una intensa tendencia a proteger a las hembras cuando
éstas se encuentran en peligro y, finalmente, la tendencia que muestra el macho a
proteger a sus hembras depende del estatus social de éstas (e.g., Colmenares, 1992b;
Colmenares, Lozano y Torres, 1994).

9.3.5. Competición por un nicho no social (recursos físicos)

El acceso a, y el control de, los recursos físicos apetecibles (e.g., el alimento, el


espacio, etc.) son causa habitual de conflictos sociales entre los individuos de un grupo.
De hecho, el alimento siempre ha sido uno de los instrumentos más empleados para
provocar conflictos inter-individuales de forma artificial y para explicar los regímenes de
competición intra-grupo e inter-grupos que se han descrito en diversos estudios de campo
de distintas especies de primates (revisiones: Van Schaik, 1989; Van Hooff y Van Schaik,
1992; Isbell, 1991).
Asimismo, el acceso a la comida o a la bebida ha sido una variable frecuentemente
manipulada para estudiar diversas propiedades, por ejemplo, el estilo de las relaciones de
dominancia que exhiben distintas especies de primates (revisiones: De Waal, 1989a, De
Waal y Luttrell, 1989).

9.3.6. Respuesta a agresión recibida

Cuando un individuo es agredido por un compañero se suele desencadenar un

421
conflicto social entre los sujetos implicados (e.g., si el receptor de la agresión responde
con una acción agresiva).
La respuesta a dicha agresión puede adoptar diversas formas como veremos en el
próximo apartado.

9.3.7. Respuesta a agresión dirigida hacia otros

Asimismo, la agresión dirigida contra ciertos miembros de un grupo puede elicitar un


conflicto en individuos que no están directamente involucrados. Normalmente, el
conflicto se produce si existe algún tipo de relación –tanto de signo positivo como
negativo (e.g., un vínculo social, una enemistad pronunciada)– entre el sujeto no
implicado y los participantes en el episodio inicial de agresión.

9.4. Conflictos sociales: estrategias de interacción

Acabamos de comprobar que los conflictos sociales pueden ser provocados por
múltiples causas. Las respuestas a los conflictos y su resolución –expresadas en las
interacciones sociales que se observan– también pueden adoptar formas muy diversas; de
ahí el empleo del término estrategia para resaltar la elevada variabilidad y flexibilidad de
las respuestas que pueden exhibir los individuos implicados en un conflicto social,
características éstas que parecen "deliberadamente" diseñadas para producir ciertos
efectos (i.e., servir determinadas funciones).

9.4.1. Criterios para una clasificación

Colmenares y Ri vero (1986) presentaron un esquema conceptual para clasificar y


analizar interacciones sociales observadas en una colonia de babuinos en situaciones de
conflicto social. El punto de partida del esquema se apoyaba en la postura teórica de que
el comportamiento de un individuo no se produce en el vacío sino en relación con un
contexto social que puede definirse en función de dos dimensiones: la temporal y la
espacial. Durante un conflicto social se produce un intercambio sucesivo y simultáneo de
acciones (dimensión temporal) entre dos o más individuos (dimensión espacial). De
acuerdo con este esquema, el conjunto de interacciones sucesivas que tienen lugar entre
los individuos que participan en un conflicto constituye un episodio ('game'). La
identificación precisa de las características que definen dicho episodio debe tomar en
consideración cuatro parámetros: las conductas o acciones intercambiadas por los
individuos, su estructura temporal, su direccionalidad y los papeles adoptados por cada
participante en las distintas interacciones que comprende el episodio completo.
El esquema conceptual contempla el análisis del comportamiento de cada individuo

422
en una serie de niveles que configuran un árbol con estructura jerárquica. El Cuadro 9.2
muestra la secuencia de decisiones que representa cada nivel del esquema, y las
características de la información, cada vez más completa, que se incorpora al análisis en
cada uno de esos niveles.

CUADRO 9.2. Niveles conceptuales en el análisis de un conflicto social. (Modificado de Colmenares y Rivero,
1986).

• Patrones de comportamiento: acciones de conducta. El número de conductas o


acciones diferentes que un individuo puede realizar durante un episodio de conflicto
social es potencialmente muy elevado. No obstante, para facilitar los análisis resulta
aconsejable reducir la totalidad de este repertorio potencial a un número más reducido de
unidades de comportamiento o categorías molares de conducta. Aunque en el esquema
original se contemplaban un total de 11 posibles categorías de acciones, en el presente
capítulo vamos a considerar las 14 categorías siguientes. Categoría 1 (Cl): Tensión.
Categoría 2 (C2): Agresión Temerosa a (triádica). Categoría 3 (C3): Agresión Temerosa
b (diádica). Categoría 4 (C4): Agresión Ambivalente. Categoría 5 (C5): Agresión Segura
a. Categoría 6 (C6): Agresión Segura b. Categoría 7 (C7): Sumisión a. Categoría 8 (C8):
Sumisión b. Categoría 9 (C9): Afiliación a. Categoría 10 (C10): Afiliación b. Categoría 11
(C11): Afiliación c. Categoría 12 (C12): Juego. Categoría 13 (C13): Atender a. Categoría
14 (C14): Atender b. El Cuadro 9.3 describe algunas de las unidades de conducta más
representativas, definidas en términos estructurales, que comprenden cada una de las 13
categorías causales que se acaban de mencionar. Hay que señalar, asimismo, que, aunque
el repertorio de patrones de conducta descrito es aplicable específicamente al
comportamiento del babuino (Papio spp.), las categorías causales son igualmente válidas
(con las modificaciones oportunas dictadas por el problema específico de cada estudio

423
particular) y aplicables de forma general a otras especies de primates. Adviértase que se
utilizan etiquetas causales para nombrar las categorías, y términos estructurales, en
cambio, para describir las unidades de conducta más moleculares que comprende cada
una de las categorías. Las etiquetas causales indican la causa hipotética común (no
observable) que controla la ejecución de las unidades de conducta que aglutina cada
categoría (e.g., la motivación de miedo, la motivación agresiva, etc.). Los
comportamientos que comprende la banda de categorías desde la Cl hasta la C8 son de
carácter agonístico (i.e., agresión/sumisión y huida). El orden refleja el supuesto balance
entre las motivaciones agresivas y de miedo que controlan su ejecución. Así, cuanto
mayor sea la motivación agresiva en relación con la de miedo, mayor será la probabilidad
de que la agresión concluya en contacto físico (C6), a menos que el receptor exhiba una
conducta complementaria (e.g., una conducta sumisa; C7 y C8). De igual modo, cuanto
mayor sea el miedo, mayor será la probabilidad de que el individuo sólo proteste ante una
agresión (C2 y C3) o, incluso, intente apaciguar (C7) o se aleje (C8) del agresor. Las
categorías de Afiliación (C9, C10 y C11) también están definidas por el grado de
motivación no agonística presente en el encuentro; cuanto mayor sea el componente
afiliativo (y menor el de miedo o el agresivo), mayor será la probabilidad de que la
interacción incluya el contacto físico breve (C10) o prolongado (C11). La Atención
dirigida por un individuo inicialmente no implicado hacia un encuentro de conflicto social
puede terminar involucrándole, especialmente si éste, además de atender, se acerca al
lugar donde están ocurriendo las interacciones (C13 y C14).

CUADRO 9.3. Clasificación de las categorías y unidades de conducta que son empleadas en las interacciones
elicitadas por conflictos sociales en los primates.

Categorías de acción Unidades de conducta


Cl: Tensión A se autoespulga, se rasca, "barre", etc.
C2: Agresión Temerosa a A chilla, con rabo erecto, contra B, y,
simultáneamente, se acerca a C.
C3: Agresión Temerosa b A chilla, con rabo erecto, contra B.
C4: Agresión Ambivalente A dirige mascamiento, bostezo, etc., hacia
B.
C5: Agresión Segura a A dirige mirada fija, levantamiento de
cejas, boca abierta con dientes ocultos,
gruñido/rugido, etc., contra B.
C6: Agresión Segura b A se lanza, persigue, golpea, pellizca,
muerde, etc., sobre/a B.
C7: Sumisión a A dirige mueca (boca abierta con dientes
expuestos), en ocasiones con vocalización
-staccato-, presenta la grupa, etc., hacia B.
C8: Sumisión b A retira la mirada, se aleja, etc., de B.

424
C9: Afiliación a A dirige 'lipeo', pegamiento de orejas,
'ronroneo', etc., hacia B.
C10: Afiliación b A presenta la grupa, toca, agarra, monta,
abraza, etc., a B.
C11: Afiliación c A espulga a B
Cl2: Juego A dirige acciones de juego hacia B.
C13: Atención a A dirige su mirada, de forma persistente,
hacia B (o acontecimiento en el que B
participa).
C14: Atención b A dirige su mirada, de forma persistente,
hacia B (o acontecimiento en el que B
participa), y se acerca a él/ella.

• Estructura temporal: tácticas de conducta. En el esquema conceptual de 1986


(Colmenares y Rivero, 1986), la sucesión de interacciones que comprende un conflicto
social se agrupó en cuatro posibles estadios o etapas. El estadio I incluía las conductas
utilizadas por un individuo en la iniciación de un conflicto. El estadio II recogía las
respuestas que mostraba un individuo en respuesta a la iniciación de un conflicto. En el
estadio III se consideraban las conductas que un individuo inicialmente no implicado
dirigía hacia cualquiera de los antagonistas (participantes en el conflicto) o incluso hacia
otros individuos no implicados, marcando su intervención. En el estadio IV, por último,
se incluían las acciones realizadas por los antagonistas (o por individuos no implicados)
en respuesta a una intervención. En este segundo nivel de análisis, que combina
información sobre la conducta y el contexto temporal en que se emplea, se describieron
hasta un total de 39 tácticas de conducta distintas.
Aunque útil como un primer punto de partida para analizar la complejidad de las
interacciones sociales que se observan en los primates, esta clasificación de la estructura
temporal de un episodio, propuesta en la publicación de 1986, presenta algunos
inconvenientes. En primer lugar, el único factor que se contempla como causa de un
conflicto social es la competición por un recurso (físico o social). Como ya se ha
señalado anteriormente, existen otros factores que pueden desencadenar conflictos
sociales entre dos individuos (vide supra: apartado 9.3). Incluso en los casos en que
efectivamente el conflicto es provocado por un recurso social, el esquema propuesto no
incorpora al análisis ninguna información concreta sobre la naturaleza de la interacción
que está teniendo lugar entre el individuo y el recurso social, la cual puede ser de carácter
sexual, amistoso, lúdico, etc. (i.e., no agonístico). En segundo lugar, también hay que
señalar que, en este esquema, el único indicador que se emplea para identificar la
existencia de un conflicto social es la presencia de alguna conducta de naturaleza
agonística. No cabe duda de que este es uno de los indicadores más visibles (para un
observador) de la existencia de un conflicto social; no obstante, como también se ha
apuntado antes, no todos los conflictos sociales desencadenan interacciones agresivas, ni
se resuelven recurriendo al uso de comportamientos agresivos. Por último, la única

425
propiedad de la dimensión temporal cuyo análisis se aborda en el esquema es la de la
contigüidad. Así, todas las acciones de los distintos participantes se analizan como si
hubieran ocurrido de manera sucesiva, cuando en muchos casos dichas acciones puede
que en realidad hayan tenido lugar de manera simultánea (o al menos, con cierto grado
de solapamiento en el tiempo).
En el esquema modificado que aquí se presenta se proponen algunas soluciones a las
dos primeras deficiencias apuntadas. Así todo, hay que subrayar el hecho de que los tres
defectos descritos fueron principalmente el resultado de dificultades metodológicas y no
de confusiones conceptuales o de descuido teórico. La identificación de las causas que
producen un conflicto social (cuando no es la competición por un recurso) y el registro
de algún indicador fiable alternativo al de la agresión constituyen dos problemas muy
importantes de la metodología empleada en la investigación sistemática de los conflictos
sociales.
En cuanto al problema de la simultaneidad de la conducta, éste sólo podría
resolverse si se empleara una batería de cámaras capaz de recoger la conducta de todos
los individuos de un grupo de manera sincronizada. A poco complejo y rico que sea el
grupo de estudio y las condiciones del lugar físico en que se encuentre, este sistema
automático de registro de la información resulta del todo impracticable.

426
427
Figura 9.2. El análisis exhaustivo de los determinantes (causas) y de las consecuencias (funciones) que permiten
explicar la variabilidad de las caracte rísticas que pueden presentar los conflictos sociales requiere la obtención de
datos sobre: las causas o acontecimientos previos (hasta un máximo de 7 categorías en el catálogo que se
propone en este trabajo), el número total de individuos que han participado (variable en función del tamaño del
grupo) y su identidad (que puede definirse en términos de variables de carácter organísmico, relacional y social),
las conductas realizadas (hasta un máximo de 14 categorías en el repertorio que se propone en este trabajo), su
estructura temporal (hasta un máximo de 4 posibles estadios o categorías de tácticas, como se propuso en
Colmenares y Rivero 1986) y sus consecuencias a corto, medio y largo plazo. Dos datos adicionales importantes
que, para facilitar la claridad, no se han incluido en la figura son la dirección de la conducta (i.e., las estrategias
sociales) y los papeles desempeñados por cada participante.

En la Figura 9.2 se muestra la escala temporal de un conflicto social y el tipo de


datos que es preciso recoger para obtener un registro razonablemente completo de sus
causas, su desarrollo y sus consecuencias.

• Direccionalidad: estrategias de conducta. Colmenares y Rivero (1986)


propusieron cuatro categorías de estrategias sociales definidas en función de la dirección
de las tácticas de conducta (i.e., de las pautas de conducta empleadas y de su contexto
temporal). En la categoría 1, el receptor de las tácticas era uno de los antagonistas. En la
categoría 2, el receptor era un individuo no implicado. En la categoría 3, el receptor de la
táctica era el recurso social objeto del conflicto. Y, por último, en la categoría 4, el blanco
de las tácticas de conducta era un individuo, inicialmente no implicado, que
posteriormente había intervenido en el conflicto. El repertorio de estrategias sociales que
se describieron en aquel esquema preliminar contenía un total de 85 alternativas.

• Roles: unidades de interacción. Según el esquema de 1986, el rol o papel que


desempeña un individuo en una interacción o episodio social hace referencia a los
siguientes datos: conducta, momento y dirección. Los principales papeles descritos
fueron los de antagonista (que podía ser agresor [A] o víctima [B]), recurso social (C),
individuo no implicado (D), individuo reclutado (E), primer interventor (F) y segundo
interventor (G). El nivel de análisis que se aborda en esta ocasión es el más exhaustivo
puesto que en él se evalúa la configuración completa de papeles que ha sido desplegada
durante el episodio (véase Colmenares y Rivero, 1986: tabla 1). El esquema contenía
más de 178 unidades de interacción.

9.4.2. Clasificación de las estrategias

La aplicación del esquema que se ha resumido en los apartados anteriores y que se


describió con mayor detalle en la publicación original (Colmenares y Rivero, 1986)
resulta extraordinariamente tediosa, además de presentar algunas deficiencias ya

428
mencionadas. En este capítulo, por consiguiente, se va a proponer una modificación, no
una sustitución, del esquema original, basada principalmente en la simplificación de
algunos aspectos y en la mejora de algunas de las deficiencias que presentaba la versión
anterior. A continuación, este esquema más simplificado y mejorado se empleará para
clasificar y analizar interacciones sociales observadas en situaciones de conflicto inter-
individual en primates.
El objetivo último del análisis de una interacción social es explicar por qué cada
participante se comporta de la manera que lo hace. Para simplificar, la manera específica
de comportarse en la interacción que muestra cada individuo podemos denominarla su
estrategia social. El concepto fundamental de estrategia descansa en dos supuestos
básicos. En primer lugar, lo que un individuo hace (i.e., su estrategia) está determinado,
en parte, por su meta. En otras palabras, la conducta que exhibe el individuo es
direccional o propositiva, con independencia de la naturaleza del mecanismo que confiere
dirección. Así, pues, la conducta está organizada, en parte, por la función o propósito
perseguido por el individuo. En segundo lugar, lo que un individuo hace también está
determinado, en parte, por el contexto. Este contexto incluye, entre otros, los cuatro
parámetros siguientes: la identidad de los otros participantes en la interacción, las
conductas (o estrategias) que éstos hayan desplegado, lo que el propio sujeto haya hecho
hasta ese momento, y su capacidad para anticipar los efectos de sus estrategias sobre el
comportamiento de los otros participantes. Así, pues, se puede afirmar, empleando una
expresión coloquial, que lo más probable es que la estrategia que exhibe un individuo en
una interacción refleje la diferencia entre "lo que él/ella haría (para maximizar la función
perseguida) y lo que los otros le dejan hacer".
• Definiciones de conflicto social. Aunque conceptualmente un conflicto social sólo
tiene lugar cuando existe una oposición o incompatibilidad entre los intereses u objetivos
de dos o más individuos (vide supra: apartado 9.2.3), a la hora de establecer un criterio
empírico que permita identificar su existencia es preciso que dicha incompatibilidad
teórica se manifieste también en la práctica a través de la exhibición de determinadas
conductas directamente observables. Como en todo, es posible barajar y utilizar distintas
definiciones operativas de conflicto social. En la Figura 9.3 se aplican las definiciones
descritas en el Cuadro 9.1 a la identificación de las combinaciones de conductas que
podrían servir como criterios para determinar la existencia de un conflicto social.

429
Figura 9.3. Tres definiciones operativas de conflicto social. El criterio más conservador (i.e., concepción fuerte o
restringida) define un conflicto social como una interacción en la que ambos individuos emplean conductas
agresivas (C2-C6). El segundo criterio es algo más flexible (concepción moderada o intermedia) y acepta como
conflicto social cualquier interacción en la que al menos uno de los individuos exhibe una conducta agonística,
sea ésta de carácter agresivo (C2-C6) o de carácter sumiso (C7-C8), o una conducta de tensión (Cl). Por último,
el tercer criterio es el más abierto (i.e., concepción débil) ya que acepta como conflicto social toda interacción en
la que al menos uno de los individuos muestra una conducta afiliativa (C9-C11) o comportamiento de juego
(C12), en una situación de competición (e.g., por un recurso físico o social). Hay que señalar, asimismo, que las
acciones hacer/responder que se intercambian en una interacción pueden encontrarse separadas entre sí por
intervalos de tiempo variables.

• Repertorio de estrategias. En el apartado 9.4.1 se han descrito 14 categorías de


conducta que pueden utilizarse para evaluar este aspecto de las estrategias sociales de un
individuo (véase Cuadro 9.3). Asimismo, para sintetizar y simplificar la información
referente al contexto temporal, a la direccionalidad y a los roles de los individuos, y para
dar cabida a un repertorio más amplio de posibles causas de conflictos y de indicadores
no agresivos de que un conflicto ha tenido lugar, se propone el esquema que se presenta
en la Figura 9.4. El cuerpo de la tabla identifica las estrategias sociales que se obtienen de
cruzar la información sobre la conducta (abcisa) con la información sobre la dirección de
la conducta (ordenada). La información de la ordenada puede incluir, además, datos
sobre el orden temporal de ejecución de las conductas y sobre el orden en que los
individuos han adoptado distintos papeles (vide infra para ejemplos). Esta información,
en caso de analizarse, se recogería en los sub-índices (1-n). Es preciso enfatizar que el
número de estrategias de interacción posibles que resultan de cruzar las conductas y su

430
dirección es muy superior al que aparece en la figura. El motivo de ello es que en la
figura no se tiene en cuenta el orden de las interacciones, ni los papeles sucesivos que
potencialmente pueden adoptar los participantes en ellas. Se incluyen las conductas
dirigidas hacia uno mismo y hacia el medio físico, puesto que estas estrategias son
elicitadas por el contexto del conflicto y es en él donde es preciso buscar su significado y
función. Asimismo, aunque en la fila correspondiente a las conductas dirigidas hacia el
recurso físico no se señala ninguna estrategia, hay que indicar que la más habitual
consiste en agarrar o cubrir el objeto con las manos o con el cuerpo. La definición
precisa de cada uno de los papeles que los individuos pueden adoptar en un episodio de
conflicto social se describe en el Cuadro 9.4. Los papeles desempeñados por los
participantes en un episodio de conflicto social, así como otros elementos hacia los que
aquellos pueden dirigir conductas se definen en el Cuadro 9.4.

Figura 9.4. C1-C12: acciones de conducta agrupadas en categorías (véase Cuadro 8.3). A1-A1: Antagonista 1
hacia sí mismo. An-O: Antagonista n hacia medio físico. An-Rf: Antagonista n hacia recurso físico. An-Rs:
Antagonista n hacia recurso social. An: Antagonista 1 hacia antagonista n. An-NIn: AntaA1gonista n hacia
individuo no implicado n. An-In: Antagonista n hacia individuo interventor n. I1-I1: Interventor 1 hacia sí mismo.
In-O: Interventor n hacia medio físico. In-Rf: Interventor n hacia recurso físico. In-Rs: Interventor n hacia

431
recurso social. In-An: Interventor n hacia antagonista n. In-NIn: Interventor n hacia individuo no implicado n. Ij-
In: Interventor 1 hacia interventor n.

CUADRO 9.4. Definición de roles y otros elementos que configuran un episodio de conflicto social.

432
En la Figura 9.4 se puede advertir la existencia de dos grandes categorías de
estrategias. Por una parte se encuentran las que realiza el antagonista que inicia un

433
conflicto (i.e., el iniciador) y las respuestas que presenta el otro antagonista (i.e., el
receptor) causante de dicho conflicto.
En segundo lugar se contemplan las estrategias de cualquier interventor, es decir,
cualquier individuo inicialmente no implicado que "decide" posteriormente intervenir en el
conflicto. Es preciso subrayar varios aspectos muy importantes de esta clasificación. En
primer lugar, un antagonista puede iniciar un conflicto social empleando conductas muy
diversas, no sólo conductas de carácter agresivo. En segundo lugar, el antagonista que
inicia un conflicto puede dirigir su conducta hacia un individuo que no esté realizando
ningún comportamiento específico, o hacia un individuo que esté dirigiendo una conducta
no agonística (e.g., afiliativa) hacia un tercer compañero (e.g., el recurso social).
Precisamente esta es la característica esencial que permite distinguir entre un
antagonista (tanto si es el iniciador como si es el receptor) y un interventor. En efecto, y
por último, aunque la conducta de un interventor también puede pertenecer a cualquiera
de las categorías de comportamiento descritas en el Cuadro 9.3, la interacción que
provoca su intervención inicial siempre es de carácter agonístico. La importancia de estas
tres características se ilustra en el Cuadro 9.5.

CUADRO 9.5. Relación entre el tipo de estrategia, la categoría de conducta empleada por el actor (iniciador o
interventor) y la clase de interacción causante del conflicto y de la intervención.

En función de la dirección, las estrategias sociales empleadas por un antagonista


(iniciador o receptor) o por un interventor se pueden clasificar en dos grandes categorías:
estrategias directas y estrategias colaterales (véase Cuadro 9.6).
La diferencia fundamental entre ambas categorías estriba en si las acciones del
antagonista o del interventor se dirigen o no hacia el (o los) antagonista(s) e
interventor(es), respectivamente.

• Estrategias del antagonista. Hay que hacer hincapié en el hecho de que un


antagonista que inicia un conflicto social puede emplear una gran diversidad de
estrategias de comportamiento. Algunos de estos comportamientos pueden ser de
carácter agonístico (e.g., de agresión o de sumisión) o incluso puede que revelen tensión
o conflicto intra-individual. No cabe duda de que los conflictos que se inician con
conductas agonísticas son más fáciles de detectar y registrar. No obstante, y esto es

434
preciso subrayarlo una vez más, un antagonista puede iniciar un conflicto social
exhibiendo conductas amistosas o de juego.
Por otra parte, el antagonista puede dirigir su conducta hacia su oponente (i.e., el
otro antagonista), hacia el recurso (social o no social) causante del conflicto (en los casos
en que así sea), hacia un individuo no implicado, hacia un interventor (en el caso de que
lo haya), hacia sí mismo o hacia el medio físico.

CUADRO 9.6. Clasificación de las estrategias observadas en un conflicto social en función del tipo de
participante y de la dirección de la conducta.

• Antagonista hacia sí mismo (A1-A1). Los antagonistas que participan en un


conflicto a menudo exhiben conductas dirigidas hacia sí mismos, como auto-espulgarse y
rascarse (Cl: Tensión) (véase Figura 9.5a). Ejemplos:

[1] Macho adulto A espulga [conducta amistosa: C11] a hembra adulta y en estro B. Macho adulto C
(antagonista-iniciador) se rasca el pecho [tensión: Cl], mientras atiende a macho A (antagonista-receptor)
que espulga [conducta amistosa: C11] a hembra B (recurso social).
[2] Hembra adulta A espulga [conducta amistosa: C11 ] a hembra B que tiene una cría. Hembra adulta
C (antagonista-iniciador) se acerca a la díada y dirige espulgamiento [conducta amistosa: C11] a hembra B
(recurso social). Hembra A (antagonista-receptor) responde autoespulgándose [tensión: Cl].
[3] Hembra adulta A se acerca y coge alimento X. Macho adulto B (antagonista-iniciador) se acerca,
amenaza a hembra A (antagonista-receptor) y le quita [conducta agresiva: C5-C6] la comida X (recurso
físico). Hembra A (antagonista-iniciador) se autoespulga [tensión: Cl].

• Antagonista hacia medio físico (An-O). Una de las acciones que los antagonistas
exhiben en diversas especies de primates consiste en sacudir estructuras verticales
(moviéndolas con los brazos) u horizontales (saltando sobre ellas) cuya sujeción al
sustrato provoca su vibración (e.g., ramas, troncos, piedras, etc.). Estas conductas han

435
sido descritas como 'branch shaking', 'bouncing', 'rocking', etc. En algunos grupos de
babuinos también se observa el comportamiento de 'barrer' que consiste en frotar el suelo
con movimientos rápidos de la palma de la mano o de los dedos (Kummer et al., 1974;
Colmenares [obs. pers.]) (véase Figura 9.5b).
Como resultado de esta conducta, las partículas que hay en el suelo 'barrido' (e.g.,
agua, piedras, etc.) son despedidas a gran distancia. Una conducta similar, aunque menos
espectacular, consiste en escarbar en el suelo con las uñas. Todas estas conductas
pertenecen a la categoría Cl (Tensión). Ejemplos:

[4] Macho juvenil A está jugando con hembra juvenil B. Macho juvenil C (antagonista-iniciador)
comienza a jugar [juego: C12] con hembra B (recurso social). Macho A (antagonistareceptor) se
aparta y se pone a barrer [tensión: Cl].

436
437
Figura 9.5. a) Hembra adulta realizando la conducta 'autoespulgamiento' después de un conflicto social [Cl:
Tensión], b) Hembra adulta realizando la conducta 'barrer' durante/después de un conflicto social [Cl: Tensión], c)
Macho subadulto (antagonista) realiza la conducta de 'chillar' contra su oponente, en petición de auxilio [C3:
Agresión Temerosa b]. d) y e) Macho adulto (antagonista) dirige las conductas de 'bostezar' (abriendo la boca y
mostrando los caninos) y 'mascar' (apretando los dientes y moviendo vertical y lateralmente las mandíbulas,
mientras se mantiene la boca cerrada) [C4: Agresión Ambivalente] contra su oponente (fuera de imagen). (Fotos
Félix Zaragoza.)

[5] Macho adulto A copula con hembra adulta B. Macho adulto C (antagonista-iniciador) ataca
[conducta agresiva: C6] a macho A (antagonista-receptor). Macho A (antagonista-receptor) responde
persiguiendo [conducta agresiva: C6] a macho C (antagonista-iniciador). Macho A (antagonista-
receptor) interrumpe la persecución y sacude [tensión: Cl ] una estructura vertical que vibra.

• Antagonista hacia recurso físico (An-Rf). Cuando un recurso físico es el causante


de la competición y del conflicto social entre dos individuos, las respuestas que se
observan suelen depender de las características que presenta dicho recurso (e.g., si puede
ser monopolizable, si puede ser transportado o incluso si puede ser ocultado). El común
denominador de las conductas que se observan en ambas situaciones es la utilización, por
parte de los antagonistas, de acciones que contribuyen a mantener o incluso incrementar
la proximidad, el contacto y, en una palabra, el control sobre el recurso físico causante de
la competición y del conflicto inter-individual. Desde luego, durante la realización de esta
conducta dirigida hacia el objeto, el antagonista puede ejecutar, de manera simultánea,
otras conductas dirigidas hacia su antagonista o hacia un individuo no implicado. Por
ejemplo los siguientes:

[6] Macho juvenil A está jugando con objeto X. Macho juvenil B (antagonista-iniciador) se
acerca e intenta quitarle [conducta agresiva: C6] el objeto X (recurso físico). Macho A (antagonista-
receptor) responde abrazando el objeto [conducta amistosa: C10] y alejándose con él.
[7] Macho adulto A está comiendo en una fuente de alimento. Cría B (antagonista-iniciador) se
acerca e intenta coger comida [conducta agresiva: C6] de dicha fuente (recurso físico). Macho A
(antagonista-receptor) responde colocando una de sus patas sobre la comida [conducta agresiva: C6],
impidiendo así el acceso de la cría B a la misma.

Kummer, Abegglen, Bachmann, Falett y Sigg (1978) y Sigg y Falett (1985), en


babuinos hamadríades, y Kummer y Cords (1991), en macacos cangrejeros, han descrito
conductas de este tipo en experimentos en los que dos individuos competían por el
acceso a una fuente de alimento (una lata con comida o un tubo lleno de pasas,
respectivamente), o a objetos. Thierry, Wunderlich y Gueth (1989) también estudiaron
las estrategias de competición observadas en un grupo de monos capuchinos (Cebus
apella) cuando se les exponía a una situación experimental de competición por el acceso
a diversos objetos con y sin alimento y de tamaño variable.
Algunos autores han descrito conductas de ocultación de un objeto por parte de un
individuo subordinado en respuesta a la presencia de un compañero más dominante (e.g.,
véase Byrne y Whiten, 1990, p. 34: ejemplos n° 60 [S. Altmann] y 61 [Colmenares]).

438
• Antagonista hacia recurso social (An-Rs). Cuando el recurso que elicita el
conflicto social es de naturaleza social, es decir, es un compañero del grupo, los
antagonistas también pueden dirigir conductas hacia éste. En muchos ocasiones, la
acciones realizadas son muy similares a las descritas en el caso anterior. En efecto, los
antagonistas pueden sujetar, cubrir, tirar de, transportar, etc., el recurso social,
incrementando la proximidad y el contacto físico con él y, de manera simultánea,
reduciendo la proximidad y/o la posibilidad de contacto entre el recurso social y el otro
antagonista. Kummer y colaboradores (1974 y 1978) han descrito estas conductas en el
babuino hamadríade. Por supuesto, como en el caso anterior en que el recurso era de
tipo físico, el antagonista puede dirigir simultáneamente, o a intervalos intermitentes,
otras conductas hacia el otro antagonista o hacia un individuo no implicado. Ejemplos:

[8] Macho adulto A espulga a hembra en estro B. Macho adulto C (antagonista-iniciador) se


acerca y, orientando su cuerpo hacia la pareja, comienza a bostezar [conducta agresiva: C4]. Macho A
(antagonista-receptor) responde abrazando [conducta amistosa: C10] a la hembra B (recurso social),
mientras dirige también bostezos [conducta agresiva: C4] hacia macho C (antagonista-iniciador).
[9] Hembra adulta A espulga a macho dominante B. Hembra dominante C (antagonista-iniciador)
se acerca y comienza a espulgar [conducta amistosa: C11] a macho B (recurso social). Hembra A
(antagonista-receptor) interrumpe su espulgamiento y se aparta [conducta sumisa: C8].
[10] Macho adulto A espulga a hembra en estro B. Macho adulto C (antagonista-iniciador) se
acerca, y orientando su cuerpo hacia la pareja, comienza a bostezar [conducta agresiva: C4]. Macho A
(antagonista-receptor) responde golpeando y persiguiendo [conducta agresiva: C6] a la hembra B
(recurso social).
[11] Macho juvenil A juega con hembra juvenil B. Macho juvenil C (antagonista-iniciador) se
acerca y comienza a jugar brusco [conducta de juego: C12] con macho A (antagonista-receptor).
Macho A (antagonista-receptor) responde jugando brusco [conducta amistosa: C10] con hembra B
(recurso social).
[12] Hembra subordinada A espulga [conducta amistosa: C11] a macho dominante B. Hembra
dominante C (antagonista-iniciador) se acerca y golpea [conducta agresiva: C6] a hembra A
(antagonista-receptor), provocando que ésta se aparte [conducta sumisa: C8] de macho B (recurso
social). Hembra C (antagonista-iniciador) se interpone entre el macho B (recurso social) y la hembra A
(antagonista-receptor), realizando una 'amenazaprotegida' [conducta agresiva: C5] contra la hembra A
(antagonista-receptor). Hembra A (antagonista-receptor) se abraza [conducta amistosa: C10] a macho
B (recurso social) y simultáneamente chilla [conducta agresiva: C2] contra hembra C (antagonista-
iniciador).

• Antagonista hacia antagonista (A 1-A n). En los conflictos sociales, los antagonistas pueden intercambiar
conductas agresivas, conductas sumisas, conductas afiliativas, conductas de juego y/o simplemente conductas
no sociales que reflejan la existencia de tensión. Sin duda, los comportamientos agresivos tienden a ser los
elementos más espectaculares del repertorio de conducta de cualquier especie. Sus consecuencias también lo son.
Por estos motivos y porque tradicionalmente la agresión se ha utilizado como sinónimo de conflicto social y
como su indicador más fiable (y fácilmente medible), la descripción de las distintas acciones de conducta
agresiva se encuentra bien documentada en la literatura sobre el comportamiento social de las diferentes especies
de primates (véase Figura 9.5c, d y e). Ejemplo:

[13] Macho A copula con hembra en estro B. Macho C (antagonista-iniciador) ataca [conducta
agresiva: C6] a macho A (antagonista-receptor), intentando apartarle de la hembra B (recurso social).
Macho A (antagonista-receptor) responde mascando y bostezando [conducta agresiva: C4] en

439
dirección a macho C (antagonista-iniciador). Macho A (antagonista-receptor) ataca y lucha [conducta
agresiva: C6] con macho C (antagonista-iniciador).

Una de las conductas agresivas que emplea un animal subordinado contra un agresor
más dominante y, por tanto, temido consiste en chillar contra él (véase Figura 9.5c).
Ejemplo:

[14] Macho subadulto A (antagonista-iniciador) golpea [conducta agresiva: C6] a macho juvenil
B (antagonista-receptor). Macho B (antagonista-receptor) chilla [conducta agresiva: C3] contra
macho A (antagonista-iniciador).

Entre individuos inmaduros, el juego es una de la conductas que los antagonistas


frecuentemente utilizan durante un conflicto social (a menudo causado por la propia
interacción de juego). Ejemplo:

[15] Macho juvenil A (antagonista-iniciador) muestra una conducta de juego violento [conducta
de juego: C12] con macho juvenil B (antagonista-receptor). Macho B (antagonista-receptor) eleva
también la intensidad de sus acciones de juego [conducta de juego: C12]. Macho B (antagonista-
receptor) termina chillando [conducta agresiva: C3] contra macho A (antagonista-iniciador).

En los conflictos que se producen entre las madres y sus crías durante el proceso de
destete también se observan conductas agonísticas. Ejemplo:

[16] Madre A transporta a su cría B, se sienta y separa con el brazo [conducta agresiva: C6] a la
cría de su pecho. Cría B (antagonista-receptor) intenta recuperar su posición, forcejeando (conducta
agresiva: C6] con su madre (antagonista-iniciador). Cría (antagonista-receptor) chilla [conducta
agresiva: C3] contra su madre A (antagonista-iniciador).

Desde los años ochenta, varios autores se han dedicado a investigar


sistemáticamente las interacciones y las conductas afiliativas y sumisas que tienen lugar
entre los antagonistas que han participado en un conflicto social, especialmente en
relación con la denominada hipótesis de la "reconciliación" postulada por De Waal y Van
Roosmalen en 1979 en un estudio del chimpancé común, Pan troglodytes (De Waal y
Van Roosmalen, 1979). Desde entonces, las supuestas conductas de reconciliación se han
identificado en varias especies, entre ellas los chimpancés común (Pan troglodytes) y
pigmeo (Pan paniscus), los macacos cangrejero (Macaca fascicularis), japonés (M.
fuscata), rhesus (M. mulatta), cola de cerdo (M. nemestrina), cola de oso (M.
arctoides), macaco negro (M. migra) y berberisco (M. sylvanus), el langur de cara chata
(Rhinopithecus roxellanae roxellanae), los monos tota (Cercopithecus aethiops), patas
(Erythrocebuspatas) y mangabey (Cercocebus torquatus atys), dos especies de prosimios
(Lemur catta y Eulemur fulvus rufus), el babuino de guinea (Papiopapio) y el gorila de
montaña (Gorilla gorilla beringei) (revisiones: De Waal, 1989a, 1989by 1993a; Aureli,
VanSchaiky VanHooff, 1989;Kappelery VanSchaik, 1992; Cords y Aureli, 1993; Gust y
Gordon, 1993; Petit y Thierry, 1994b y 1994c; Watts 1995a y 1995b). Este tipo de
interacciones amistosas que tienen lugar entre los antagonistas han sido denominadas

440
"reconciliaciones directas" por Cheney y Seyfarth (1989) y "reconciliaciones diádicas"
por Judge (1991). Ejemplos:

[17] Macho A explota fuente de alimento. Macho B (antagonista-iniciador) masca y bosteza


[conducta agresiva: C4] hacia macho A (antagonista-receptor), intentando acceder al alimento
(recurso físico). Macho A (antagonista-receptor) responde amenazando [conducta agresiva: C5] a
macho B (antagonista-iniciador). Macho B (antagonista-iniciador) responde, a su vez, amenazando
[conducta agresiva: C5] a macho A (antagonista-receptor). Macho A (antagonista-receptor) ataca
[conducta agresiva: C6] a macho B (antagonista-iniciador). Macho B (antagonista-iniciador) huye
[conducta sumisa: C8] de macho A (antagonista-receptor). Macho B (antagonista-iniciador) se acerca
y presenta su grupa [conducta sumisa: C7] a macho A (antagonista-receptor). Macho A (antagonista-
receptor) responde tocándole la grupa [conducta amistosa: C10]. Macho B (antagonista-iniciador)
espulga [conducta amistosa: C11] a macho A (antagonista-receptor).
[18] Macho juvenil A juega con macho juvenil B. Macho A (antagonista-iniciador) muestra una
forma de, juego cada vez más violento [conducta de juego: C12] con macho B (antagonista-
receptor). Macho B (antagonista-receptor) responde con juego menos intenso [conducta de juego:
C12]. Macho B (antagonista-receptor) hace mueca y vocalización estácalo [conducta sumisa: C7] a
macho A (antagonista-iniciador). Macho A (antagonista-iniciador) disminuye la intensidad del juego
[conducta de juego: C12] y se presenta [conducta amistosa: C10] a macho B (antagonista-receptor).
Macho B (antagonista-receptor) monta [conducta amistosa: C10] a macho A (antagonista-iniciador).

441
442
Figura 9.6. a) y b) Dos machos adultos antagonistas luchando por un recurso físico (el alimento) [C6: Agresión
Segura b].c) y d) Los dos machos antagonistas intercambian conductas afiliativas características del "saludo" al
acabar el conflicto: 'lipeo' mutuo [C9: Afiliación á], presentación y manipulación de la grupa [CIO: Afiliación b].
(Fotos Félix Zaragoza.)

No debemos olvidar que los antagonistas pueden intercambiar conductas no


agonísticas antes de que el conflicto social incluya acciones agresivas (lo que algunos
consideran período pre-conflicto). Por ejemplo, los machos de babuino hamadríade
incrementan el intercambio de conductas de saludo durante situaciones de competición
por las hembras (Kummer et al., 1978; Abegglen, 1984; Colmenares, 1991a) (véase
Figura 9.6). Los chimpancés también intercambian conductas no agonísticas durante
situaciones de excitación creadas por la presencia de alimento. De Waal (1989c) ha
denominado "celebraciones" a estas conductas afiliativas que ocurren durante una
situación de pre-conflicto agonístico.

• Antagonista hacia no implicado (An-NIn). A veces se observa que uno de los


antagonistas que participa en un conflicto social dirige conductas agresivas hacia un tercer
individuo no implicado. A este tercer individuo que se convierte en blanco de la agresión
de un antagonista se le denomina "chivo expiatorio" ('scapegoat'). Este tipo de
interacciones en las que un individuo que acaba de ser objeto de agresión dirige
conductas agresivas hacia un tercer individuo no implicado en lugar de hacerlo hacia su
antagonista han recibido el nombre de conductas de redirección de la agresión o de
redirección a secas (e.g., babuino: Hall y DeVore, 1965; Ransom, 1981; mono tota:
Cheney y Seyfarth, 1986y 1989; macaco cangrejero: Van Hooff y De Waal, 1975, De
Waal, VanHooff yNetto, 1976;De Waal, 1977; Aureli, 1992, Aureli y Van Schaik, 1991a
y 1991b; chimpancé común: De Waal y Van Hooff, 1981; macaco japonés: Aureli,
Veenema, Van Eck y Van Hooff, 1993; gorila de montaña: Watts, 1995a y 1995b).
Ejemplos:

[19] Macho juvenil A (antagonista-iniciador) muerde [conducta agresiva: C6] a hembra juvenil B
(antagonista-receptor). Hembra B (antagonista-receptor) ataca [conducta agresiva: C6] a hembra
juvenil C (sujeto no implicado y "chivo expiatorio").
[20] Macho Adulto A (antagonista-iniciador) amenaza [conducta agresiva: C5] a macho adulto B
(antagonista-receptor) por el acceso a una fuente de alimento X (recurso físico). Macho B
(antagonista-receptor) responde atacando y mordiendo [conducta agresiva: C6] a una hembra C
(sujeto no implicado) de su harén.

No obstante, es preciso señalar que, además de atacar o morder, el antagonista


puede dirigir otras conductas agresivas hacia el chivo expiatorio, por ejemplo, chillar,
mascar o bostezar, levantar cejas, etc. Ejemplo:

[21 ] Hembra dominante A (antagonista-iniciador) muerde [conducta agresiva: C6] a hembra

443
subordinada B (antagonista-receptor) cuando ésta intenta acceder a una fuente de alimento (recurso
físico). Hembra B (antagonista-receptor) corre hacia macho dominante C (sujeto no implicado) y
chilla [conducta agresiva: C2] contra hembra A (antagonista-iniciador). Hembra B (antagonista-
receptor) espulga [conducta amistosa: C11] a macho C (no implicado).

En otros casos, una interacción agonística entre dos individuos puede provocar que
uno o ambos antagonistas realicen dos conductas de forma simultánea, una de ellas
dirigida hacia un individuo no implicado y la otra hacia su oponente (véase Figura 9.7). El
primer autor que describió este tipo de comportamiento "tripartito", como él lo
denominó, fue Kummer (1967), en el babuino hamadríade. En efecto, durante la
realización de esta conducta, bautizada por este autor con el término "amenaza
protegida" ('protected threat'), el animal se presenta hacia el individuo no implicado y,
simultáneamente, amenaza a su oponente (véase también Colmenares, 1990a).

444
445
Figura 9.7. a) Hembra adulta A (antagonista-iniciador) dirige amenaza de levantamiento de cejas [C5: Agresión
Seguran] hacia su oponente B (fuera de imagen), b) Hembra A (antagonista-iniciador) utiliza la amenaza protegida
contra su oponente B (antagonista-receptor); para ello, presenta su grupa con el rabo erecto hacia el macho
adulto C (sujeto no implicado) [C10: afiliación b] y, simultáneamente, dirige amenaza de levantamiento de cejas
[C5: Agresión Segura a] hacia su rival B (fuera de la imagen, a la izquierda), c) Hembra adulta A
(antagonistainiciador) –a la derecha de la imagen– emplea la amenaza protegida contra su rival, la hembra B

446
(antagonista-receptor) –a la izquierda de la imagen–. Dicha conducta consiste en situarse cerca de su macho líder
y de la hembra alfa del harén –fuera de imagen a la derecha– (sujetos no implicados), orientando su grupa/espalda
hacia ellos [C10: Afiliación b) y en dirigir amenaza de levantamiento de cejas [C5: Agresión Segura a] hacia su
rival B (centro de la imagen). Ésta responde contraamenazando [C5: Agresión Segura a], d) Hembra adulta C
(inicialmente no implicada y ahora interventor –a la derecha de la imagen–) agarra grupa de hembra A; ésta
responde presentando su grupa [C10: Afiliación b] hacia hembra C e incrementando la intensidad de su amenaza
dirigida –'protegida'– hacia B (izquierda de la imagen). La hembra B responde a su vez evitando la mirada [C8:
Sumisión b]. (Las fotografías a y b pertenecen a un mismo episodio; lo mismo ocurre con las fotografías c y d.).
En ambos episodios, las estrategias observadas se consideran formas de petición de ayuda (ver texto) en las que
el individuo que la emplea no teme al oponente (es decir, al otro antagonista) pero sí al posible interventor (es
decir, al sujeto no implicado). En este contexto triádico, el sujeto adopta simultánea-mente dos papeles distintos,
que requieren la ejecución de conductas motivacionalmente opuestas: conductas agresivas hacia el rival B y
conductas apaciguadoras hacia el posible interventor C. El éxito final de la estrategia, es decir, expulsar o someter
a su rival y evitar el ataque del interventor o incluso lograr su apoyo, depende de la habilidad del sujeto para
utilizar las conductas comunicativas adecuadas en función de las respuestas de sus receptores y para controlar el
efecto de dichas respuestas sobre su delicado equilibrio motivacional (ver texto: apartado 9.2.2, p. 345). (Fotos
Félix Zaragoza.)

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Figura 9.8. a) Conflicto entre dos hembras adultas. Ambas están luchando [C6: Agresión Segura b]. b) Una de
las antagonistas –la hembra que aparece en el centro de la imagen– pierde el combate y chilla [C3: Agresión
Temerosa b] contra su oponente, c) La hembra que ha perdido acude a una tercera compañera (sujeto no
implicado), hace contacto físico con ella [C10: Afiliación b] y desde esa posición chilla [C2: Agresión Temerosa
a] contra su oponente (a la derecha, fuera de la imagen), d) La hembra perdedora espulga [C11: Afiliación c] al
individuo no implicado al que pidió ayuda. (Las cuatro fotografías pertenecen al mismo episodio.) Se trata, pues,
de las estrategias que en términos funcionales se denominan petición de ayuda y consolación (ver texto). En

449
comparación con lo que se describió en la Figura 9.7, en este caso el sujeto que solicita ayuda sí tiene miedo de
su oponente (puesto que utiliza la conducta de chillar). (Fotos Félix Zaragoza.)

De Waal ha descrito el mismo tipo de comportamiento en el macaco cangrejero,


denominándolo conducta agresiva de llamada de atención ('appeal-agresión'), e
incluyéndolo dentro de la categoría más general de conductas denominadas colaterales
('sub-directed' behaviour: De Waal, 1976 y 1977, De Waal et al., 1976; o 'side-directed'
behaviour: De Waal y Van Hooff, 1981). Es importante distinguir dos tipos de conductas
agresivas dirigidas hacia el oponente: las amenazas faciales y/o vocales (cuando el
antagonista que las realiza es dominante sobre su oponente), y las conductas de chillar
(cuando el antagonista que las realiza tiene miedo de su oponente) (véase Figura 9.8).
Ejemplos:

[22] Hembra subordinada A espulga a macho B. Hembra dominante C (antagonista-iniciador) se


acerca y amenaza [conducta agresiva: C5] a hembra A (antagonista-receptor). Hembra A (antagonista-
receptor) deja de espulgar (conducta sumisa: C8) a macho B (recurso social). Hembra C
(antagonista-iniciador) realiza amenaza protegida [conducta agresiva: C5] contra hembra A
(antagonista-receptor). Hembra A (antagonista-receptor) hace mueca [conducta sumisa: C7] a hembra
C (antagonista-iniciador) y se aleja [conducta sumisa: C8] de macho B (recurso social).
[23] Hembra subordinada A espulga a macho B. Hembra dominante C (antagonista-iniciador) se
acerca y amenaza [conducta agresiva: C5] a hembra A (antagonista-receptor). Hembra A (antagonista-
receptor) deja de espulgar (conducta sumisa: C8) a macho B (recurso social). Hembra C
(antagonista-iniciador) realiza amenaza protegida [conducta agresiva: C5] contra hembra A
(antagonista-receptor). Hembra A (antagonista-receptor) chilla [conducta agresiva: C3] contra
hembra C (antagonista-iniciador). Hembra C (antagonista-iniciador) continúa la amenaza protegida
[conducta agresiva: C5] contra hembra C (antagonista-receptor). Hembra C (antagonista-receptor) se
aleja (conducta sumisa: C8) de macho B (recurso social), se acerca a macho D (sujeto no implicado)
y desde su proximidad continúa chillando [conducta agresiva: C2] contra hembra C (antagonista-
iniciador).

Las conductas colaterales ('side-directed') de carácter social que, por definición, son
dirigidas por un antagonista hacia un individuo no implicado (o hacia un recurso social),
en ocasiones son de carácter amistoso. De Waal y Van Roosmalen (1979) denominaron
"consolaciones" a estas interacciones colaterales amistosas que, en su estudio, fueron
observadas en una colonia de chimpancés comunes. Otros autores han observado este
tipo de interacciones post-conflicto en otras especies, por ejemplo, en el mono rhesus
(De Waal y Yoshihara, 1983), en el mono tota (Cheney y Seyfarth, 1989), en el macaco
cola de cerdo (Judge, 1991) y en el macaco cangrejero (Aureli et al., 1989); no obstante,
en lugar de utilizar el término consolación han acuñado otras expresiones como "afecto
redirigido" ('redirected affection'; De Waal y Yoshihara, 1983), "reconciliación simple"
(Cheney y Seyfarth, 1989), "reconciliación triádica" (Judge, 1991) y "reconciliación
sustitutiva" ('substitute reconciliation'; Aureli y Van Schaik, 1991a; De Waal, 1993a). En
realidad, la definición de consolación exige que la interacción amistosa tenga lugar entre
el antagonista que desempeña el papel de víctima y un individuo no implicado,

450
excluyendo de esta categoría, por tanto, cualquier interacción amistosa colateral realizada
por el agresor. Ejemplos:

[24] Macho juvenil A (antagonista-iniciador) realiza juego brusco [conducta de juego: C12] con
hembra juvenil B (antagonista-receptor). Hembra B (antagonista-receptor) hace mueca con
vocalización [conducta sumisa: C7] y chilla [conducta agresiva: C3] contra macho A (antagonista-
iniciador). Hembra B abraza [conducta amistosa: C10] y espulga [conducta amistosa: C11 ] a hembra
adulta C (sujeto no implicado).
[25] Hembra adulta A (antagonista-iniciador) ataca [conducta agresiva: C6] a hembra adulta B
(antagonista-receptor). Hembra B (antagonista-receptor) chilla contra hembra A (antagonista-
iniciador). Hembra B (antagonista-receptor)presenta la grupa [conducta amistosa: C10] a hembra C
(sujeto no implicado) y la espulga [conducta amistosa: C11].

En algunas especies de primates se ha observado y descrito una interacción colateral


que tiene lugar durante/después de un encuentro agresivo entre dos machos adultos (o
entre un subadulto y un adulto). La interacción consiste en que uno de los machos
antagonistas coge, mantiene abrazado y transporta en posición ventro-ventral a una cría
jóven (no implicada en el conflicto) y, mientras realiza estas acciones, orienta su cuerpo,
e incluso se acerca o se mantiene próximo, al otro macho antagonista (es decir, a su
oponente); (véase Figura 9.9a y b). En un estudio pionero del comportamiento social del
macaco de gibraltar donde se observó este comportamiento, Deag y Crook (1971) lo
bautizaron con la expresión "conducta de neutralización de la agresión" ('agonistic
buffering'), haciendo referencia a la hipotética función que se le atribuía: la inhibición de
las respuestas agresivas del oponente. Esta conducta ha sido descrita en el macaco de
gibraltar y en el babuino, y las diversas hipótesis que se han formulado en relación con su
posible función (e.g., explotación versus protección de la cría) se han evaluado en varias
publicaciones (macaco de gibraltar: Deag y Crook, 1971; Deag, 1980; Taub, 1980;
babuino: Ransom y Ransom, 1971;BusseyHamilton, 1981;Busse, 1984; Stein, 1984;
Strum, 1984). Ejemplo:

[26] Macho A se encuentra explotando fuente de alimento X. Macho B (antagonista-iniciador) se


acerca con intención de ponerse a comer en el mismo lugar (recurso físico). Macho A (antagonista-
receptor) bosteza y masca [conducta agresiva: C4] hacia macho B (antagonistainiciador). Macho B
(antagonista-iniciador) responde mascando y bostezando [conducta agresiva: C4] hacia macho A
(antagonista-receptor). Macho A (antagonista-receptor) lipea, agarra y abraza [conductas amistosas:
C9 y C10] a una cría (sujeto no implicado) mientras, simultáneamente, continúa mascando y
bostezando [conducta agresiva: C4] hacia macho B (antagonistainiciador). Macho B (antagonista-
iniciador) continúa mascando y bostezando [conducta agresiva: C4] hacia macho A (antagonista-
receptor) que mantiene abrazada [conducta amistosa: C10] a la cría (no implicado). Macho A
(antagonista-receptor) termina alejándose [conducta sumisa: C8] del lugar, dejándoselo libre a macho
B (antagonista-iniciador), y dirigiendo espulgamiento [conducta amistosa: C11] hacia la cría (no
implicado).

En algunas especies, como es el caso del babuino hamadríade (Kummer, 1968;


Colmenares [obs. pers.]) y, en menor grado, el babuino cinocéfalo oliva (Strum, 1983),
se puede observar una interacción muy similar en la que el sujeto no implicado que

451
recibe la conducta de uno de los machos antagonistas en lugar de ser una cría es una
hembra del harén o una "amiga", respectivamente (véase también Smuts, 1985). En otras
ocasiones, el antagonista "redirige" conductas amistosas como el espulgamiento. De Waal
y Yoshihara (1983) denominaron "afecto redirigido" ('redirected affection') a los
espulgamientos que los agresores dirigían hacia individuos no implicados, en su estudio
sobre el mono rhesus. Ejemplo:

[27] Macho A (antagonista-iniciador) ataca [conducta agresiva: C6] a macho B


(antagonistareceptor). Macho B (antagonista-receptor) responde mascando y bostezando [conducta
agresiva: C4] hacia macho A (antagonista-iniciador). Macho A (antagonista-iniciador) amenaza
[conducta agresiva: C5] a macho B (antagonista-receptor). Macho B (antagonista-receptor) responde
lipeando y abrazando [conductas amistosas: C9 y C10] a hembra C (sujeto no implicado), y
mascando y bostezando [conducta agresiva: C4] hacia macho A (antagonista-iniciador). Macho A
(antagonista-iniciador) masca y bosteza [conducta agresiva: C4] hacia macho B (antagonista-
receptor). Macho B (antagonista-receptor) se marcha [conducta sumisa: C8], llevándose semi-
abrazada [conducta amistosa: C10] a hembra C (no implicado) y se pone a espulgarla [conducta
amistosa: C11 ].

En episodios de juego también se pueden observar conductas muy similares (Rivero


y Colmenares, 1983a, 1983b, 1984a y 1984b). Ejemplo:

[28] Macho juvenil A realiza juego de pelea con macho juvenil B. Macho A (antagonistainiciador)
eleva la intensidad de sus acciones de juego [conducta de juego: C12]. Macho B (antagonista-
receptor) tiene dificultades para mantener la interacción, a pesar de ello sigue mostrando conducta de
juego [conducta de juego: C12]. Macho B (antagonista-receptor) agarra y abraza [conducta amistosa:
C10] a individuo más jóven C (sujeto no implicado) que se encuentra en las proximidades y,
simultáneamente, sigue respondiendo con acciones de juego [conducta de juego: C12] al juego brusco
que recibe del macho A (antagonista-iniciador). Macho B (antagonista-receptor) hace una pausa en el
juego [¿conducta sumisa?: C8] y se pone a espulgar [conducta amistosa: C11] a individuo C (no
implicado).

452
Figura 9.9. a) y b) Machos adultos sosteniendo una cría muy jóven entre sus brazos [C10: Afiliación b] y,
simultáneamente, dirigiendo la conducta amenazadora de bostezo hacia otro macho (no aparece en la imágen). Es
importante resaltar que en a) el macho adulto es un interventor y la cría un antagonista; por tanto, se trata de una
estrategia directa del interventor consistente en proteger a la cría, amenazando al agresor. En cambio, en b) el
macho adulto es un antagonista y la cría es un sujeto no implicado; por tanto, se trata de una estrategia colateral
del antagonista; hace contacto con una cría y mientras tanto amenaza a su propio oponente. Así, pues, se trata de
dos estrategias estructural y funcionalmente muy distintas (véase texto: apartado 9.5.2), a pesar de que
aparentemente no lo parezca. (Fotos F. Colmenares.)

• Antagonista hacia interventor (An-IJ. Por último, los antagonistas que han
participado en un conflicto pueden dirigir conductas hacia individuos que han intervenido
(los interventores) en etapas posteriores del episodio.
Las acciones que se dirigen a los interventores pueden ser también muy diversas,
dependiendo de múltiples factores, principalmente de la identidad del interventor, de la
relación que exista entre los antagonistas y el interventor, y de la conducta que haya
mostrado el interventor durante su intervención. Ejemplo:

[29] Hembra A (antagonista-iniciador) ataca [conducta agresiva: C6] a hembra B (antagonista-


receptor). Hembra B (antagonista-receptor) se acerca hacia macho C (sujeto no implicado) y
simultáneamente chilla [conducta agresiva: C2] contra hembra A (antagonista-iniciador). Macho C
(interventor) amenaza [conducta agresiva: C5] a hembra A (antagonista-iniciador). Hembra A
(antagonista-iniciador) chilla [conducta agresiva: C3] contra macho C (interventor). Macho C
(interventor) ataca [conducta agresiva: C6] a hembra A (antagonista-iniciador). Hembra A
(antagonista-iniciador) hace la mueca y presenta la grupa [conducta sumisa: C7] a macho C
(interventor).

453
• Estrategias del interventor. Por definición, un interventor es un individuo
inicialmente no implicado en un conflicto social ya iniciado, que participa en él dirigiendo
conductas muy diversas (C1-C14; véase Cuadro 9.3).
Por consiguiente, como en el caso de los antagonistas, las conductas del individuo
interventor pueden ser tanto agonísticas como no agonísticas y de tensión; no obstante, a
diferencia de lo que ocurría con los antagonistas, su conducta de intervención siempre es
elicitada por una interacción agonística. Asimismo, como ocurría con los antagonistas que
participaban en el comienzo de un conflicto social, el(los) interventor(es) puede(n) dirigir
su conducta hacia sí mismo(s), hacia el medio físico, hacia el recurso (físico o social) que
inicialmente provocó el conflicto entre los antagonistas, hacia alguno de los antagonistas,
hacia un individuo no implicado y, finalmente, hacia otro u otros interventores (Figura
9.4).
También es importante señalar que la intervención del interventor puede ser
solicitada activamente por alguno de los antagonistas (o incluso de otro interventor), en
cuyo caso el interventor primero desempeña el papel de no implicado, o puede surgir de
forma espontánea y por iniciativa del propio interventor. En este segundo caso, por tanto,
el interventor no ha participado primero como sujeto no implicado.

• Interventor hacia sí mismo (I1-I1). Ejemplo:

[30] Hembra A (antagonista-iniciador) muerde [conducta agresiva: C6] a individuo inmaduro B


(antagonista-receptor) que está jugando con su hijo también inmaduro C (recurso social). Individuo B
(antagonista-receptor) huye [conducta sumisa: C8] de hembra A (antagonista-iniciador), chillando
contra ella y acercándose [conducta agresiva: C2] a hembra D (sujeto no implicado), que es su madre
y subordinada a hembra A (antagonista-iniciador). Hembra D (interventor) atiende al suceso
[conducta de atención: C13] y responde rascándose y autoespulgándose [conducta de tensión: Cl].

• Interventor hacia medio físico (In-O). Ejemplo:

[31] Hembra A (antagonista-iniciador) ataca [conducta agresiva: C6] a hembra B (antagonista-


receptor). Macho C (interventor) amenaza [conducta agresiva: C5] a hembra A (antagonista-
iniciador). Macho D (primer interventor) abraza [conducta amistosa: C10] a hembra A (antagonista
agresor). Macho D (segundo interventor) barre [conducta de tensión: Cl].

• Interventor hacia recurso físico (In-Rf). Ejemplo:

[32] Macho jóven A juega con objeto X (recurso físico). Macho jóven B (antagonista-iniciador)
dirige juego [conducta de juego: C12] a macho A (antagonista-receptor), intentando quitarle el objeto
X (recurso físico). Macho A (antagonista-receptor) chilla [conducta agresiva: C3] contra macho B
(antagonista-iniciador). Macho jóven C (interventor) juega violento [conducta de juego: C12] amacho
B (antagonista-iniciador). Macho B (antagonista-iniciador) se aleja [conducta sumisa: C8]. Macho C
(interventor) se apropia del objeto X (recurso físico) y comienza a jugar con él.

454
• Interventor hacia recurso social (In-Rs). Ejemplos:

[33] Hembra adulta A (antagonista-iniciador) ataca [conducta agresiva: C6] a hembra adulta B
(antagonista-receptor) por espulgar a macho dominante C (recurso social). Hembra adulta B
(antagonista-receptor) responde contra-atacando [conducta agresiva: C6] a hembra A (antagonista-
iniciadora). Hembra adulta D (interventor) se acerca y espulga [conducta amistosa: C11 ] a macho C
(recurso social) mientras las hembras A y B se pelean.
[34] Macho adulto A (antagonista-iniciador) se acerca a macho B (sujeto no implicado) y chilla
[conducta agresiva: C2] contra macho C (antagonista-receptor) que controla a hembra en estro D
(recurso social). Macho B (interventor) amenaza [conducta agresiva: C5] a macho C (antagonista-
receptor). Macho C (antagonista-receptor) ataca [conducta agresiva: C6] a macho A (antagonista-
iniciador). Macho B (interventor) cópula [conducta amistosa: C10] con hembra D (recurso social).

• Interventor hacia antagonista (In-An). Por sus implicaciones tanto teóricas como
prácticas, para el manejo eficaz de animales mantenidos en condiciones de grupo en
cautividad, existe un número considerable de publicaciones centradas en la descripción y
análisis de las conductas que los interventores dirigen hacia los antagonistas que
participan en un conflicto social; estas publicaciones cubren, además, un amplio abanico
de especies. Sin duda, las conductas que más atención han recibido en estos estudios han
sido las de carácter agonístico (revisiones recientes: Chapais, 1991; Harcourt y De Waal,
1992a).
En toda intervención (tanto si es de carácter agonístico como si se emplean
conductas no agonísticas) dirigida hacia los antagonistas existen tres posibles direcciones
de intervención: a) en favor del iniciador y, por tanto, en contra de su oponente; b) en
favor del oponente del iniciador y, por consiguiente, en contra de éste último; y c) en
contra de cualquiera de los dos antagonistas (i.e., el iniciador o su oponente) que adopte
papeles ofensivos contra su rival.
Estas tres posibilidades se ilustran en los tres ejemplos siguientes, hipotéticos pero
posibles, en los que las conductas empleadas por cualquiera de los participantes, es decir,
tanto los antagonistas como el interventor, se han reducido únicamente a
comportamientos agresivos (véase Figura 9.10). En todos los casos, se pueden distinguir
tres papeles generales: el de interventor, el de beneficiario de la intervención y el de
recipiente o blanco ('target') de la intervención. De nuevo, cada uno de estos papeles
puede recibir distintos calificativos; por ejemplo, al interventor se le denomina a veces
protector o interferidor, al beneficiario se le llama protegido, defendido o apoyado (véase
también Kummer, 1967). Ejemplos:

[35a] Individuo A (antagonista-iniciador) ataca [conducta agresiva: C6] a individuo B


(antagonista-receptor) (antagonista-receptor). Individuo B (antagonista-receptor) chilla [conducta
agresiva: C3] contra individuo A (antagonista-iniciador). Individuo C (interventor) ataca [conducta
agresiva: C6] a individuo A (antagonista-iniciador).
[35b] Individuo A (antagonista-iniciador) ataca [conducta agresiva: C6] a individuo B
(antagonista-receptor). Individuo B chilla [conducta agresiva: C3] contra individuo A
(antagonistainiciador). Individuo C (interventor) ataca [conducta agresiva: C6] a individuo B
(antagonistareceptor).
[35c] Individuo A (antagonista-iniciador) ataca [conducta agresiva: C6] a individuo B

455
(antagonista-receptor). Individuo B (antagonista-receptor) chilla [conducta agresiva: C3] contra
individuo A (antagonista-iniciador). Individuo C (interventor) ataca [conducta agresiva: C6] a
individuo A (antagonista-iniciador). Individuo B (antagonista-receptor) ataca [conducta agresiva: C6]
a individuo A (antagonista-iniciador). Individuo C (interventor) ataca [conducta agresiva: C6] a
individuo B (antagonista-receptor).

Figura 9.10. a) Las intervenciones agonísticas pueden beneficiar al antagonista receptor de la agresión iniciada
por el otro antagonista (ver texto: ejemplo [35a]). A este sujeto que recibe la ayuda y que, por tanto, resulta
beneficiado por la intervención, se le denomina animal "reactor", "víctima" o "perdedor" (según los autores). En
este caso, se habla de intervención de ayuda, de defensa, de protección, de alianza con el reactor ('reactor
alliance', De Waal, 1977) o de apoyo del perdedor ('loser support', De Waal, 1978a). b) En otras ocasiones, la
intervención agonística puede beneficiar al antagonista que inició la interacción agonística (ver texto: ejemplo
[35b]). Se habla entonces de intervención de apoyo, de coalición, de alianza con el actor ('actor-alliance', De
Waal, 1977) o de apoyo del ganador ('winner support', De Waal, 1978a). En este caso, el beneficiario de la
intervención recibe los calificativos de "atacante", "agresor", "actor" o "ganador" (según los autores), c) Una
tercera posibilidad es que el interventor dirija conductas agresivas hacia cualquiera de los dos antagonistas, en
función de quién adopte el papel de agresor en la interacción (ver texto: ejemplo [35c]). Es decir, en este caso, las
acciones agresivas del interventor no parecen ir dirigidas contra un individuo específico y a favor del otro, sino
que funcionan para neutralizar el papel que mantiene activa una interacción de agresión: el de agresor, con
independencia del individuo concreto que lo adopte.

456
457
Figura 9.11. a)y b) Conflicto dentro de un harén. El macho del harén (interventor) interviene sujetando [C10:
Afiliación b] a la hembra agresora (antagonista-iniciador) y montando [C10: Afiliación b] a la hembra víctima
(antagonista-receptora) que está sufriendo las amenazas y el ataque de otras hembras del harén (antagonistas-
iniciadoras). c) Conflicto entre hembras de distintos harenes. Sus respectivos machos líderes (interventores)
acuden y agarran la grupa y/o montan [C10: Afiliación b] a las hembras (antagonistas), d) El episodio de conflicto
termina con el intercambio de conductas afiliativas entre los dos machos (interventores): 'lipeo' y presentación de
la grupa a distancia [C9 y C10: Afiliación a y b]. Se trata de estrategias directas de dos interventores que, en
términos funcionales, se denominarían protección (a-c) y reconciliación (d). En la secuencia (a-b), el interventor
es el macho del harén, y sus estrategias de intervención son directas (i.e., las conductas son dirigidas hacia uno

458
de los antagonistas) y de carácter afiliativo. Nótese que la conducta afiliativa del macho propietario está dirigida
hacia el antagonista que está perdiendo el conflicto (i.e., la hembra que está chillando) y tiene un efecto no sólo
de protección frente a sus agresores, sino también de consolación. En el conflicto (c), los respectivos machos
propietarios de las dos hembras antagonistas intervienen utilizando también estrategias directas y afiliativas (con
efectos de protección y de consolación). En la conducta de "saludo" que ocurre en el episodio (d) entre los dos
machos interventores (i.e., intervención directa) se observa que el intercambio de conductas afiliativas tiene lugar
"a distancia" y que solamente uno de ellos presenta la grupa al otro. Su función sería la de reconciliación. (Fotos
Félix Zaragoza.)

Existe una terminología poco sistemática en la literatura para identificar la naturaleza


de las intervenciones agonísticas en función de la dirección de la intervención. Esta
nomenclatura puede resultar bastante confusa debido no sólo al empleo de términos
alternativos para describir los papeles que desempeña cada participante y la dirección de
su conducta, aunque estos sean idénticos (véase Figura 9.10), sino también al uso de una
combinación de terminología funcional y estructural para referirse a los diversos tipos de
interacciones de intervención agonística. Por ejemplo, algunos autores (los menos)
emplean el término funcional "interferencia agonística" ('agonistic interference'), (e.g.,
Kaplan, 1977 y 1978; Boehm, 1981; Datta, 1983; véase también De Waal y Van Hooff,
1981) en lugar de la expresión estructural (y semánticamente más neutral) de conducta
de intervención agonística (e.g., De Waal, 1977,1978a, 1978by 1984a, De Waal y Van
Hooff, 1981, De Waal y Luttrell, 1988 y De Waal y Harcourt, 1992; Walters, 1980;
Chapais, 1992; Pereira, 1992; Silk, 1992; Ehardt y Bernstein, 1992), resaltando la
supuesta función o efecto de la conducta agonística del "interferidor": es decir, interferir,
interrumpir un episodio de agresión. En muchas ocasiones, sin embargo, las
intervenciones agonísticas no sólo no detienen una interacción de agresión entre dos
antagonistas sino que, dependiendo de la dirección de la intervención y de la identidad y
relaciones entre los diversos participantes (tanto los antagonistas como los interventores),
pueden prolongarla e incluso incrementar su intensidad.
El interventor también puede intervenir en el conflicto dirigiendo conductas no
agresivas hacia alguno de los antagonistas (i.e., intervenciones no agonísticas, por
ejemplo, conductas amistosas con y sin contacto y/o espulgamiento) (véase Figura 9.11).
Estas intervenciones no agonísticas han recibido mucha menos atención (no
obstante, véase: De Waal y Van Hooff, 1981; Colmenares y Rivero, 1984a, 1984b y
1986, Colmenares y Lázaro-Perea 1994; Ren, Yan, Su, Qi, Liang, Bao y De Waal, 1991;
Petit y Thierry, 1994a). De nuevo, algunos autores mezclan criterios estructurales (i.e.,
la. dirección) con la supuesta función (i.e.,interferir). Por ejemplo, De Waal y Van Hooff
(1981) utilizan las expresiones de "interferencia" (en lugar de intervención) semi-
agonística y no agonística. Ejemplos:

[36] Macho A (antagonista-iniciador) ataca [conducta agresiva: C6] a macho B (antagonista-


receptor) por el acceso a fuente de alimento X (recurso físico). Macho B (antagonista-receptor) huye
[conducta sumisa: C8] inicialmente, pero después comienza a bostezar y mascar [conducta agresiva:

459
C4] hacia macho A (antagonista-iniciador). Macho C (interventor) se acerca a macho B (antagonista-
iniciador), le lipea y le agarra la grupa [conductas amistosas: C9 y C10].
[37] Hembra A (antagonista-iniciador) amenaza [conducta agresiva: C5] a hembra B
(antagonista-receptor) por estar espulgando a macho C (recurso social). Hembra B (antagonista-
receptor) presenta su grupa a macho C (recurso social), y chilla [conducta agresiva: C2] contra
hembra A (antagonista-iniciador). Macho C (recurso social e interventor) agarra grupa [conducta
amistosa: C10] y espulga [conducta amistosa: C11] a hembra B (antagonista-receptor).
[38] Macho juvenil A (antagonista-iniciador) muestra juego de lucha [conducta de juego: C12]
con hembra juvenil B (antagonista-receptor). Hembra B (antagonista-receptor) chilla [conducta
agresiva: C3] contra macho A (antagonista-iniciador). Hembra adulta C (interventor) se acerca y
amenaza [conducta agresiva: C5] a macho A (antagonista-iniciador). Hembra adulta C (interventor)
abraza [conducta amistosa: C10] y espulga [conducta amistosa: C11] a hembra B (antagonista-
receptor).

• Interventor hacia no implicado (In-NIn). En ocasiones, en lugar de dirigir su


conducta hacia alguno de los antagonistas que están participando en el conflicto, el
interventor elige como diana de su comportamiento a individuos no implicados. Las
conductas "colaterales" empleadas en estas intervenciones también pueden ser tanto de
carácter agresivo como de naturaleza no agonística. En su estudio de los monos tota,
Cheney y Seyfarth (1986 y 1989) describen lo que ellos llaman "redirecciones (agresivas)
complejas" para referirse a las ocasiones en las que un individuo, emparentado con uno
de los antagonistas, intervino en un episodio agonístico dirigiendo conductas agresivas
hacia algún pariente del otro antagonista. Aureli, Cozzolino, Cordischi y Scucchi (1992)
han descrito un comportamiento similar en el macaco japonés. En los babuinos, al menos
en los que viven en sociedades multi-harén, este tipo de intervenciones también puede
ocurrir (Colmenares [obs. pers.]), como se ilustra en el siguiente ejemplo. Ejemplo:

[39] Hembra A (antagonista-iniciador) amenaza [conducta agresiva: C5] a hembra B


(antagonista-receptor). Hembra B (antagonista-receptor) se acerca a hembra C (primer sujeto no
implicado: pariente cercana de hembra B [antagonista-receptor]) y chilla [conducta agresiva: C2]
contra hembra A (antagonista-iniciador). Hembra D (primer interventor: pariente cercana de hembra
A, [antagonista-iniciador]) amenaza [conducta agresiva: C5] a hembra E (segundo sujeto no
implicado: pariente cercana de hembra C [primer sujeto no implicado]).

En otros contextos, la conducta "colateral" que muestra el interventor es de carácter


amistoso. Cheney y Seyfarth (1989) han denominado "reconciliación compleja" a las
interacciones en las que los respectivos parientes de los antagonistas intercambian
conductas amistosas tras el conflicto. Judge (1991) también observó y cuantificó la
ocurrencia de este tipo de interacciones en un estudio de macacos de cola de cerdo; él las
denominó "reconciliaciones triádicas". Ejemplo:

[40] Hembra A (antagonista-iniciador) ataca [conducta agresiva: C6] a hembra B (antagonista-


receptor). Hembra C (primer interventor: pariente o amiga de hembra B [antagonista-receptor])
presenta su grupa [conducta amistosa: C10] a hembra D (sujeto no implicado: pariente o amiga de A
[antagonista-iniciador]). Hembra D (sujeto no implicado y segundo interventor) monta [conducta
amistosa: C10] a hembra C (primer interventor). Hembra C espulga [conducta amistosa: C11] a
hembra D (sujeto no implicado y segundo interventor).

460
• Interventor hacia interventor (Ij-IJ- Por último, los interventores también pueden
interactuar intercambiando conductas agonísticas o amistosas (véase Figura 9.11c y d).
Ejemplo:

[41 ] Hembra A (antagonista-iniciador) amenaza [conducta agresiva: C5] a hembra B


(antagonista-receptor). Hembra B (antagonista-receptor) se acerca a su macho de harén C (sujeto no
implicado) y desde su proximidad chilla contra [conducta agresiva: C2] hembra A (antagonista-
iniciador). Macho C (sujeto no implicado y primer interventor) monta [conducta amistosa: C10] a
hembra B (antagonista-receptor) y amenaza [conducta agresiva: C5] a hembra A (antagonista-
iniciador). Hembra A (antagonista-iniciador) se acerca a su macho de harén D (segundo sujeto no
implicado) mientras chilla contra [conducta agresiva: C2] hembra B (antagonistareceptor). Macho D
(segundo sujeto no implicado y segundo interventor) abraza [conducta amistosa: C10] a hembra A
(antagonista-iniciador) y masca y bosteza [conducta agresiva: C4] hacia macho C (sujeto no implicado
y primer interventor). Macho C (sujeto no implicado y primer interventor) masca y bosteza [conducta
agresiva: C4] hacia macho D (segundo sujeto no implicado y segundo interventor) y amenaza
[conducta agresiva: C5] a hembra A (antagonista-iniciador). Macho D (segundo sujeto no implicado y
segundo interventor) intercambia lipeo [conducta amistosa: C9] con macho C (sujeto no implicado y
primer interventor).

9.5. Cuestiones metodológicas

9.5.1. Etapas de un episodio de conflicto social

La descripción sistemática y la comprensión de los cuatro porqués que explican las


estrategias de interacción observadas durante los conflictos sociales en los primates
requiere, para empezar, que se preste atención, y se resuelvan satisfactoriamente, los
problemas metodológicos presentes en las tres etapas generales en que se puede
representar el desarrollo completo de un episodio de conflicto, desde sus causas
originales hasta sus consecuencias últimas (véase Figura 9.12).

461
Figura 9.12. Secuencia de etapas que comprende el estudio de un conflicto social. En cada una de estas etapas se
advierte la existencia de una gran diversidad de posibles sucesos e interacciones que deben ser descritos y
clasificados antes de analizar los posibles mecanismos subyacentes y funciones.

El punto de partida de la investigación de un etólogo suele ser la identificación y


definición precisa del problema empírico que pretende analizar y comprender. Así, pues,
el primer problema general que nos encontramos en el estudio de los conflictos se refiere
a la descripción y clasificación adecuadas de los distintos contextos, situaciones e
interacciones que pueden provocar un conflicto social (etapa I: pre-conflicto). En otras
palabras, se trata de conocer cuáles son los factores que pueden provocar un conflicto
social. La mayoría de los estudios de conflictos sociales en primates, en especial aquellos
que se han centrado en el análisis de las conductas de reconciliación, han prestado poca
atención a esta etapa; de hecho, en muchos de estos estudios, el análisis de los conflictos
ha comenzado en realidad en la segunda etapa, es decir, cuando ya ha ocurrido alguna
conducta agresiva. Al carecer de información sobre la etapa de pre-conflicto, en la
mayoría de los casos se desconocen las posibles relaciones que puedan existir entre las
causas de un conflicto y las estrategias de interacción que se observan en el resto de las
etapas que comprende dicho conflicto.
Hemos comprobado que definir un conflicto social no resulta una tarea demasiado
sencilla (etapa II: conflicto). Aunque a nivel operativo la definición de conflicto
interpersonal como una interacción en la que al menos uno de los participantes emplea
una conducta agresiva constituye una decisión cómoda y práctica, y por ello ha sido la
más habitual, lo cierto es que dicha definición oculta, no obstante, algunas de las
características más importantes de las estrategias empleadas por los individuos durante un
conflicto social. Esta aproximación no sólo resulta algo miope, sino que, además, puede
impedirnos avanzar en la comprensión del propio fenómeno que queremos describir y

462
explicar, simplemente porque mutila la información y contribuye a producir una visión
deformada y borrosa de lo que realmente tiene lugar durante los conflictos. En efecto,
esta definición, y la aproximación en la que se inspira, tiende a enfatizar la visión de que
la estrategia de comportamiento más frecuente e importante que los individuos emplean
durante los conflictos es la agresión, cuando la realidad puede ser bien distinta. Muchos
conflictos se resuelven sin agresión. En muchos casos, la respuesta a una situación de
competición y de conflicto potencial resulta ser la cooperación y no la agresión. En otras
ocasiones, los individuos efectivamente emplean estrategias agresivas, no obstante, su
función no es causar daño a un rival, o arrebatarle un recurso, sino impedir que un rival
cause daño a su adversario. Por último, incluso en los casos en los que la agresión y la
competición constituyen las estrategias más notorias elegidas por los participantes en un
conflicto, lo que también se observa es que éstos dedican una importante cantidad de
tiempo y de energía al proceso de pacificación post-conflicto, reconciliándose con sus
adversarios y (re)negociando su estatus dentro de la relación social temporalmente
alterada (véase Colmenares, este volumen: Capítulo 10).
Si la agresión se considera sinónimo de, y condición necesaria para la identificación
de un, conflicto, entonces todos aquellos estudios en los que la situación analizada es
claramente conflictiva y/o potencialmente competitiva, pero los individuos en lugar de
agredirse intercambian conductas afiliativas y cooperativas deberían ser excluidos. Por
ejemplo, los estudios en los que se coloca a los sujetos ante una situación de competición
por el acceso a un recurso físico (e.g., comida, bebida, objetos atractivos como juguetes,
etc.) o social (e.g., un compañero) han puesto de manifiesto que la competición (y a
veces la agresión) puede estimular la exhibición de conductas cooperativas (e.g.,
compartición de los recursos) y afiliativas (e.g., primates no humanos: Kummer et al.,
1974, Kummer, 1975, KummeryCords, 1991;Faletty Sigg, 1985;Stammbach,
1988;DeWaal, 1987ay 1989c; niños: Shantz, 1987). Estos estudios han enriquecido
considerablemente nuestra comprensión del comportamiento social y sus mecanismos;
ignorarlos sería un grave error. Si se adopta esta postura tan miope corremos el riesgo,
como así ha ocurrido durante bastante tiempo, de sobrevalorar la importancia de la
agresión como estrategia inevitable durante los conflictos sociales, en detrimento de otras
estrategias no agresivas que pueden o no ser igualmente frecuentes, pero que quizá
desempeñen un papel más importante en la resolución de los conflictos.
Así, pues, limitar nuestra atención únicamente a aquellos conflictos en los que existe
agresión (i.e., conflictos agonísticos) debe considerarse una decisión equivocada, aunque
haya sido la más frecuente en el pasado reciente, que debe ser remediada en el futuro.
Asimismo, restringir nuestros intereses a la descripción y análisis de las estrategias de
carácter agresivo que se observan en los conflictos agonísticos tampoco parece una
postura muy acertada.
Otros problemas pendientes aunque quizá más puntuales son el establecimiento de
criterios operativos que permitan identificar más sistemáticamente (a) los roles
desempeñados por los antagonistas en el conflicto y (b) el comienzo y la terminación de
las distintas etapas (e. g., pre-conflicto, conflicto y post-conflicto) que comprende un

463
episodio de conflicto social. A menudo, identificar al "iniciador" o "agresor" de un
conflicto (distiguiéndolo del "receptor" o "víctima") no resulta sencillo. Lo mismo ocurre
con los papeles de "ganador" y "perdedor"; muchos conflictos sociales son ambiguos en
cuanto al resultado del mismo. Asimismo, convertir un proceso continuo en tres etapas
discretas constituye un procedimiento bastante artificial y simplista, sólo justificable
cuando se emplea como un primer paso, de carácter provisional, que puede ayudar a
analizar y comprender el contenido de las estrategias que se exhiben durante los
conflictos interpersonales.

9.5.2. Terminologías estructural y funcional

Uno de los aspectos metodológicos más importantes en la investigación etológica de


los conflictos sociales es la terminología que se emplea para describir y definir las
conductas utilizadas por los individuos. En este capítulo se defiende la conveniencia de
describir y clasificar las estrategias de conducta utilizando primero una terminología
estructural. Esta se apoya en tres métodos mutuamente ortogonales: (a) la dirección de la
conducta (i.e., hacia quién se dirige); (b) su naturaleza (definida principalmente por
criterios causales); y (c) su estructura temporal (i.e., el orden de su ocurrencia en el
tiempo y, por tanto, la secuencia de roles adoptados por los participantes).
La utilización de este enfoque estructural permite identificar la constelación de
características que definen los conflictos sociales sin caer en interpretaciones prematuras
de la posible función (o funciones) de cada estrategia. Por ejemplo, los estudios
realizados por De Waal en el macaco cangrejero y en los chimpancés común y bonobo
constituyen un excelente ejemplo de esta aproximación (macaco cangrejero: De Waal,
1976, 1977 y 1978b, De Waal, Van Hooff y Netto, 1976; chimpancé común: De Waal,
1978a, De Waal y Van Hooff, 1981; bonobo: De Waal, 1988). De hecho, uno de los
problemas que se advierte en la literatura sobre este área de estudio es, precisamente, la
proliferación de una terminología funcional carente de criterios explícitos, que, con
frecuencia, mezcla de un modo poco sistemático criterios muy dispares. La consecuencia
de ello ha sido la terminología (funcional) tan confusa que emplean los especialistas para
nombrar los distintos tipos de estrategias que están estudiando, situación que en nada
contribuye a facilitar la necesaria comunicación y entendimiento entre ellos, a parte de los
problemas que suscita a la hora de comparar los resultados obtenidos en distintos
estudios.
En el Cuadro 9.7 se presenta una muestra de la terminología funcional que ha
proliferado entre los etólogos de primates especializados en el estudio de los conflictos
sociales, con el fin de ilustrar la relación entre los dos vocabularios (i.e., estructural
versus funcional) y los riesgos que entraña nombrar una conducta o interacción por su
supuesta función antes de haber definido cuidadosamente sus caracteristicas
estructurales.
Algunos de los problemas más notables que se ilustran en el cuadro 9.7 son los

464
siguientes:

a) Mezclar dos criterios estructurales que, en principio, son independientes (e.g.,


la dirección y la naturaleza de la conducta). Por ejemplo, la interacción o estrategia
denominada "redirección de la agresión" (o "redirección" a secas) en realidad mezcla dos
criterios estructurales, como son la dirección y la naturaleza de la conducta. Redirigir es
dirigir la conducta hacia un individuo no implicado (es decir, es una estrategia colateral, o
'side-directed'), puede realizarla un antagonista o un interventor, y puede incluir
conductas pertenecientes a distintas categorías causales (e.g., agresivas, amistosas, juego,
etc.). (En realidad, estrictamente hablando redirigir es dirigir la conducta -agresiva- de tu
antagonista hacia un tercer individuo no implicado.) Por consiguiente, la redirección debe
considerarse un tipo especial de estrategia colateral, y no una estrategia independiente.
Algunos autores restringen el uso de la etiqueta "conductas colaterales" a aquellas
interacciones en las que uno de los antagonistas dirige ciertas conductas de petición de
ayuda hacia un individuo no implicado, una práctica ésta que no parece ni justificada ni
muy acertada. Por ejemplo, De Waal (1976, véase también De Waal, 1977; De Waal et
al., 1976) utilizó la expresión "sub-directed behaviour" para referirse a una estrategia de
interacción, observada en el macaco cangrejero, en la que un antagonista dirige una
conducta de petición de ayuda a un tercer individuo no implicado, mientras emite alguna
vocalización agresiva o algún gesto de amenaza hacia su oponente (esta es la interacción
que Kummer, 1967, había denominado "amenaza protegida" en sus estudios del babuino
hamadríade; véase también Colmenares, 1990a). En un trabajo posterior realizado en el
chimpancé común (De Waal y Van Hooff, 1981), De Waal sustituyó la expresión anterior
por la de "side-directed behaviour", que en esta ocasión se define sólo por el criterio
estructural de la dirección. (Hay que señalar, no obstante, la tendencia que muestra De
Waal a atribuir a esta interacción la función de pedir ayuda, o de reducir la probabilidad
de que ayuden a su oponente, cuando dicha función puede no ser cierta; véase Hemelrijk
et al., 1991).

CUADRO 9.7. Algunas correspondencias entre las terminologías estructural y funcional utilizadas para denominar
interacción exhibidas por los primates durante episodios de conflicto social.

465
466
b) Confundir un criterio estructural (e.g., la dirección y/o la naturaleza de la
conducta) con un criterio funcional (la supuesta función del comportamiento). Por
ejemplo, la reconciliación es una conducta amistosa, pero puede ser (i) una estrategia
directa, cuando ocurre entre los antagonistas (esta es la definición original de
reconciliación), (ii) una estrategia colateral dirigida por un antagonista hacia un individuo
no implicado (lo que Cheney y Seyfarth, 1989, denominaron "reconciliación simple"), o
(iii) una estrategia colateral dirigida por un interventor hacia un individuo no implicado (lo
que Cheney y Seyfarth, 1989, llamaron "reconciliación compleja" y Judge, 1991,
denominó "reconciliación triádica"). Por consiguiente, el término reconciliación es
ambiguo, a menos que se indiquen la dirección y los roles del individuo actor y del
individuo receptor (i.e., dos criterios estructurales) de la interacción correspondiente. Un
segundo ejemplo de confusión de criterios estructurales (dirección y naturaleza de la
conducta) con criterios funcionales es el de la interacción denominada "consolación". La
consolación es un efecto que puede lograrse con conductas amistosas dirigidas por una
víctima (i.e., un antagonista) hacia un individuo no implicado (definición estructural
original), pero también puede producirse cuando un individuo no implicado interviene en
un conflicto y dirige la conducta amistosa hacia el antagonista que está perdiendo (i.e., la
víctima). En el primer caso se trata de una estrategia colateral amistosa (del antagonista),
mientras que en el segundo, se describe como una estrategia también amistosa pero
directa (del interventor).

El "pastoreo" es otra categoría de conducta, en este caso típica del babuino, y en


especial del babuino hamadríade, cuya causación y/o función puede resultar difícil de
interpretar, a menos que se identifique claramente por criterios estructurales como los
propuestos en este capítulo. Se trata, como ya se ha indicado (vide supra: apartado
9.2.2), de un conjunto de comportamientos dirigidos por el macho hacia la hembra, que
incluyen elementos agresivos, en ocasiones de alta intensidad (e.g., el mordisco en la
nuca), y cuya supuesta función es controlar la relación espacial de la hembra con el
macho (Kummer, 1968; Nagel, 1971; Cheney y Seyfarth, 1977; Sugawara, 1979 y 1988;
Colmenares, 1992a). Cuando se analiza detenidamente y dentro de sus contextos espacial
y temporal completos, se advierte que el pastoreo puede ser (a) una "estrategia directa"
entre dos antagonistas (i.e., el macho y su hembra) que están en desacuerdo acerca de
sus respectivos papeles en la relación mutua que mantienen, o (b) una "estrategia
colateral" provocada por un conflicto entre dos machos. En este segundo caso, el
pastoreo puede clasificarse a su vez en las siguientes categorías: (i) "estrategia colateral"
entre un antagonista (el macho propietario) y el recurso social (i.e., la hembra); (ii)
"estrategia colateral" entre un interventor (el macho propietario) y un antagonista (la
hembra); o (iii) "estrategia colateral" entre un antagonista (el macho propietario) y un
individuo no implicado (la hembra). Hasta que no seamos capaces de identificar estos
cuatro tipos distintos de estrategias, poco podremos avanzar en la comprensión de su
causación y función.
Otro comportamiento que atrajo el interés de los etólogos de primates durante algún

467
tiempo, suscitando importantes controversias, es la conducta de "utilización" de crías por
parte de los machos adultos, cuando éstos se encuentran enfrentados en un episodio de
conflicto (dicha conducta fue inicialmente bautizada con el término funcional 'agonistic
buffering'). Los estudios realizados en varias poblaciones de babuinos cinocéfalos
condujeron a dos hipótesis funcionales opuestas: la hipótesis de la explotación y la
hipótesis de la protección (véase Busse y Hamilton, 1981; Stein, 1984; Strum, 1984;
Busse, 1984). La primera hipótesis plantea que el macho coge a una cría emparentada
genéticamente con su adversario (quizá su padre) y de esa manera evita que éste le
ataque, por temor a herir o matar a una cría que lleva sus genes (sería una forma de
"secuestro" y uso de la cría como un "rehén"). La segunda hipótesis postula que el
macho coge a una cría que probablemente lleva sus genes, para protegerla de la agresión
del macho adversario (sería una estrategia que protege a la cría de las tendencias
infanticidas de los machos no emparentados). La existencia de estas dos hipótesis
funcionales tan opuestas constituye un ejemplo muy ilustrativo de lo que puede ocurrir
cuando el investigador antepone la teoría a los datos, e inicia un estudio de contraste de
hipótesis antes de haber observado a los animales cuya conducta pretende explicar. Esta
ha sido una práctica adoptada por muchos sociobiólogos, que ha encontrado un rechazo
generalizado y acertado entre los etólogos. Una controversia de esta naturaleza no se
habría producido si los investigadores hubieran definido en términos estructurales (i.e.,
con un contenido teórico más neutral) las interacciones que estaban observando e
interpretando funcionalmente. La hipótesis de la protección requiere que la estrategia
observada sea una estrategia directa entre un interventor y la víctima (i.e., la cría) frente
al otro antagonista (i.e., el otro macho adulto). La hipótesis de la explotación en cambio
implica una estrategia colateral entre un antagonista (uno de los machos adultos) y un
individuo no implicado (i.e., la cría) frente al otro antagonista (i.e., el otro macho adulto
y probable padre de la cría). Es cierto que el conocimiento de la relación social y genética
entre los tres protagonistas puede ayudar a desechar ciertas hipótesis. No obstante, en el
proceso de verificación de las hipótesis resulta más sencillo y seguro comenzar por
identificar claramente el tipo de estrategia de que se trate, antes de sucumbir a la
tentación de plantear hipótesis poco realistas (aunque estén de moda) e intentar que los
datos se ajusten a la teoría preconcebida en lugar de seguir el proceso inverso.
En la clasificación estructural presentada en este capítulo se ha establecido una
distinción básica entre las conductas de iniciación de un conflicto y las conductas de
intervención en un conflicto. La diferencia fundamental entre ambas no es el tipo de
conducta del actor (e.g., agonística o afiliativa), sino el tipo de interacción que las
provoca (véase Cuadro 9.5). En efecto, en nuestro esquema las intervenciones siempre
se producen a causa de una interacción agonística. En este aspecto, nuestra definición de
intervención coincide con la adoptada por la mayoría de los autores que han estudiado las
intervenciones en situaciones de conflicto, aunque se aleja de la que han empleado
algunos otros autores para describir interacciones en las que un individuo dirige tanto
conductas agresivas como no agonísticas hacia individuos que están interactuando
amistosamente. Estas intervenciones en interacciones amistosas han sido interpretadas

468
funcionalmente como interferencias (e.g., Kummer, 1975, en el gelada; Stammbach,
1978, en el babuino hamadríade; De Waal y Luttrell, 1986, en el macaco rhesus; Thierry,
1986, Petit y Thierry, 1994a, en el macaco tonkeana). Algunos autores las denominan
"interposiciones" (e.g., Kummer, 1975; Gore, 1994). Recuérdese, que, en el esquema de
este capítulo, estas intervenciones son en realidad conductas de iniciación de un
conflicto, provocadas precisamente por la existencia de una interacción amistosa entre un
antagonista y un recurso social.
En relación con la dicotomía sobre el uso de la terminología funcional versus
estructural, es preciso señalar, no obstante, que a pesar de los inconvenientes de la
terminología funcional, ésta posee algunas ventajas que también deben valorarse en su
justa medida. Entre ellas se pueden mencionar, por ejemplo, la brevedad de las etiquetas
descriptivas funcionales y su mayor eficacia comunicativa (interés práctico) y la
curiosidad y atención que despiertan por el estudio de lo que hipotéticamente se
considera su función (interés teórico).
La postura que se recomienda aquí es la siguiente: es preferible comenzar con el
método estructural, y únicamente se debe utilizar el funcional cuando se haya explicitado
claramente:

a) Si el lenguaje tiene un estatus descriptivo o explicativo (i.e., si describe versus


explica lo que los individuos hacen).
b) Cuáles son los límites de su significado y aplicabilidad (e.g., las conductas de
reconciliación son aquellas que reducen la ansiedad del individuo y/o reparan
una relación social dañada y/o incrementan la cohesión del grupo).

9.6. ¿Qué funciones desempeñan las diversas estrategias de interacción?

Todos los ejemplos examinados en el anterior apartado ponen de relieve un hecho


que pocos etólogos niegan, pero que muchos olvidan con frecuencia: una misma función
(efecto o meta) puede lograrse a través de estrategias muy diversas, y una misma
conducta (estrategia) puede servir múltiples funciones, dependiendo del contexto
temporal en que se realice e incluso de quién la emplée (Colmenares y Rivero, 1986). En
el Cuadro 9.8 se presenta un resumen de algunas de las funciones (efectos) que pueden
desempeñar las diversas estrategias de interacción descritas en términos estructurales en
este capítulo. Dichas funciones deben contemplarse como hipótesis que tendrán que
comprobarse en el futuro, a través de los estudios observacionales y experimentales
oportunos. Como veremos en el próximo capítulo (Colmenares, este volumen: Capítulo
10), algunas de las funciones que se incluyen en el cuadro ya han sido sustanciadas
empíricamente en diversos estudios. El cuadro pretende subrayar dos hechos:

a) Que distintas estrategias de interacción pueden tener la misma función.

469
b) Que una misma estrategia de interacción puede tener múltiples funciones,
debido en parte a que la función varía (i) con el contexto temporal; (ii) con el
nivel de análisis (e.g., el individual, el social y el grupal), y (iii) con cuál de los
participantes en el conflicto se esté examinando (e.g., el iniciador, el receptor,
el individuo no implicado, el recurso social, el interventor).

CUADRO 9.8. Funciones hipotéticas de las estrategias de interacción descritas en este capítulo.

470
471
9.7. Conclusión

El esquema conceptual presentado en este capítulo puede servir para identificar,


describir y clasificar las estrategias de interacción observadas durante los conflictos
sociales en distintas poblaciones de primates humanos y no humanos (y, por supuesto,
también en otras especies animales).
El empleo inicial de una terminología estructural puede contribuir a identificar
semejanzas y diferencias en las estrategias descritas en distintos grupos y en distintas
especies, evitando el inconveniente de la especulación prematura y antropomórfica que
impregna la terminología funcional. Esta posee varias ventajas que, sin duda, también
deberían ser aprovechadas plenamente.
No obstante, antes de ser seducidos por ella, parece recomendable que se proceda a
una estandarización del léxico funcional empleado por los diversos autores, una medida
de precaución ésta que incrementaría tanto la fiabilidad como la validez de las
comparaciones que frecuentemente se realizan entre distintos estudios de la misma y de
diferentes especies.
Considerando la aproximación descriptiva adoptada en este capítulo, se pueden
indicar algunas recomendaciones que podrían ser de utilidad para avanzar en la
identificación y clasificación de las estrategias de interacción que tienen lugar en las tres
etapas de un conflicto.

• Etapa de pre-conflicto: en la actualidad carecemos de una clasificación


exhaustiva de los distintos factores causales y contextos que provocan
conflictos sociales en los primates. Esta es, por consiguiente, una de las etapas
que requiere una mayor atención y estudio sistemático en el futuro.
• Etapa de conflicto: la mayoría de los estudios se centran en el análisis de los
conflictos agonísticos, olvidando que muchos conflictos se desarrollan en
ausencia de agresión. Esta orientación restringida debe ser modificada puesto
que contribuye a retrasar y lastrar el avance de nuestra comprensión del papel
que desempeñan las estrategias de cooperación y de negociación en la
resolución de los conflictos interpersonales.
• Etapa de post-conflicto: esta es la etapa más estudiada con diferencia
(especialmente por aquellos interesados en el tema de la reconciliación). A
pesar de ello, existen algunos problemas importantes, especialmente de tipo
metodológico (e.g., terminologías confusas para identificar las distintas
estrategias observadas).

Quizá no se haya insistido lo suficiente en la importancia que tiene comenzar la


investigación de los conflictos sociales a partir de una sólida base descriptiva que
identifique y clasifique de manera exhaustiva los contextos que elicitan dichos conflictos

472
y las características estructurales que definen las distintas estrategias de interacción. De
poco sirve una teoría o una explicación, por sofisticada que ésta sea, si los datos que la
alimentan y en los que descansa son inadecuados (i.e., inválidos). Las interacciones
sociales constituyen la materia prima a partir de la cual intentamos explicar el resto de los
niveles que comprende el comportamiento social (e.g., las relaciones sociales, la
estructura grupal, el temperamento y la inteligencia de un individuo, etc.). Si realmente
queremos dar pasos firmes hacia una mejor comprensión del comportamiento social
debemos comenzar por aceptar este hecho y sus consecuencias.

473
CAPÍTULO 10

CONFLICTOS SOCIALES Y ESTRATEGIAS DE INTERACCIÓN EN LOS


PRIMATES. II: MECANISMOS, FUNCIÓN Y EVOLUCIÓN

Fernando Colmenares

10.1. Introducción

Los etólogos no sólo investigan el cómo (i.e., la descripción y clasificación


exhaustiva del problema o fenómeno empírico), sino que también dirigen sus esfuerzos
hacia el estudio del porqué (i.e., la explicación de dicho fenómeno). En el capítulo
anterior se han presentado un esquema conceptual y una tipología basada en la utilización
de términos estructurales que permiten identificar, describir y clasificar de manera
exhaustiva la extraordinaria diversidad de estrategias de interacción que pueden exhibir
los primates durante los episodios de conflicto social (Colmenares, este volumen:
Capítulo 9). En opinión de los etólogos, esta es una etapa necesaria en cualquier estudio
del comportamiento animal y humano, que, además, debe preceder a las etapas de
planteamiento y comprobación de hipótesis, y a la interpretación de las observaciones
(e.g., Hinde, 1970, 1976a, 1979a y 1987; Martin y Bateson, 1993; Tinbergen, 1963). En
este segundo capítulo completaremos la agenda del etólogo interesado por el estudio de
las estrategias de interacción que exhiben los primates en situaciones de conflicto
interpersonal, presentando un análisis de algunas de las hipótesis que se han postulado
para explicarlas. Dicho análisis se centrará en la evaluación de dos coordenadas
características de la perspectiva etológica: los cuatro porqués (i.e., la causación, la
ontogenia, la función y la evolución) y las interrelaciones entre distintos niveles de
análisis (e.g., el fisiológico, el psicológico, el conductual y el social).
Entre las estrategias a las que se va a dedicar una mayor atención se encuentran las
siguientes: la reconciliación (i.e., la estrategia directa en la que un antagonista dirige una
conducta afiliativa hacia el otro antagonista, o hacia un interventor, después de un
conflicto agonístico); la redirección agresiva (i.e., la estrategia colateral en la que un
antagonista, o un interventor, dirige una conducta agresiva hacia un individuo no
implicado, después de un conflicto agonístico); la solicitud de ayuda (i.e., la estrategia
colateral en la que un antagonista, o un interventor, dirige una conducta de petición de
ayuda hacia un tercer individuo no implicado, después de un conflicto agonístico); la
consolación (i.e., la estrategia colateral en la que el antagonista-víctima o perdedor dirige
una conducta amistosa hacia un tercer individuo no implicado); la coalición (i.e., la
estrategia directa en la que un interventor dirige una conducta agresiva hacia el
antagonista-víctima y, por tanto, en favor del antagonista-agresor); y la protección (i.e.,

474
la estrategia directa en la que un interventor dirige una conducta agresiva hacia el
antagonista-agresor, en defensa del antagonista-víctima). Se habrá advertido que los
términos empleados para nombrar estas estrategias de interacción son funcionales.
Aunque presenta algunos inconvenientes (véase Colmenares, este volumen: Capítulo 9, y
Cuadros 9.7 y 9.8), esta es la terminología de uso más extendido en la literatura. Por esta
razón, y para facilitar la comunicación (el uso de un código común), en este capítulo
seguiremos dicha nomenclatura, haciendo la advertencia, no obstante, de que cuando el
análisis de una determinada estrategia así lo precise, incorporaremos nuevos términos o
modificaremos la definición de algunos de los ya existentes.

10.2. Mecanismos

Las estrategias de interacción que los participantes utilizan durante los episodios de
conflicto han sido clasificadas principalmente en función de la dirección y de la
naturaleza de sus conductas, aunque es preciso señalar que el componente temporal
también se ha incorporado al esquema. La pregunta que se plantea en este apartado es la
siguiente: ¿Los individuos exhiben sus estrategias de una manera azarosa o, por el
contrario, existen patrones, es decir, principios que nos permiten predecir las conductas y
los papeles que los individuos van a emplear y adoptar durante el conflicto? De un modo
más específico, lo que se va a examinar a continuación es el conjunto de factores
causales del medio inmediato y ontogenético que contribuyen a explicar un elevado
porcentaje de la variabilidad (y del orden) existente en las estrategias de conducta que se
observan durante los conflictos sociales (lo que Colmenares y Rivero [1986]
denominaron 'características de diseño"; véase también Colmenares y Lázaro-Perea,
1994). Este análisis de los mecanismos se va a centrar en la evaluación de tres niveles, el
social, el cognitivo y el fisiológico.

10.2.1. Mecanismos sociales

En el tratamiento de los mecanismos sociales se van a examinar algunas de las


variables cuyo impacto sobre las estrategias de interacción que los individuos exhiben en
situaciones de conflicto social parece especialmente importante, a juzgar por los
resultados obtenidos en diversos estudios (vide infra). Estas variables se pueden
clasificar en: organísmicas, como la edad y el sexo (de cada participante); relacionales,
como la relación de parentesco (entre los participantes); y sociales, como la relación de
dominancia y la calidad de la relación (entre los participantes). También se examinará el
efecto que la intensidad del conflicto social puede tener sobre algunas estrategias
directas como la reconciliación, y sobre las estrategias de intervención. Asimismo, se
analizará, por último, qué individuo suele tomar la iniciativa en la interacción de
reconciliación (e.g., el ganador/agresor versus el perdedor/la víctima).

475
En la mayoría de los estudios, las diversas variables causales investigadas no se han
analizado de forma aislada; de hecho, la práctica más habitual suele consistir en examinar
diseños cruzados en los que se cuantifican y evalúan múltiples variables de forma
simultánea. Por consiguiente, aunque en los apartados que se presentan a continuación se
ha intentado ordenar y separar la información en categorías independientes con el fin de
favorecer la claridad, en muchos casos esto no ha sido posible.

• La edad y el sexo

1) Reconciliación. Cords y Aureli (1993) revisan los estudios que ambos autores
han realizado de forma independiente sobre el comportamiento de "reconciliación" entre
individuos inmaduros (i.e., de edades inferiores a los 4 años) de macaco cangrejero
(Macaca fascicularis), empleando métodos observacionales y métodos experimentales
(véase también Cords, 1988; Aureli, Van Schaik y Van Hooff, 1989). Algunos de los
hallazgos más relevantes obtenidos en estos estudios se resumen a continuación. Los
individuos inmaduros reciben una tasa de agresión superior a la que cabría esperar por
azar por parte de individuos adultos y subadultos no emparentados y de su mismo sexo.
Es decir, la tasa de agresión recibida por los individuos inmaduros muestra un sesgo
determinado por el sexo tanto de la víctima (inmaduro) como del agresor (adulto no
emparentado). A pesar de su edad, los individuos inmaduros muestran tasas de
reconciliación similares a las de los individuos adultos, y dichas reconciliaciones también
tienden a ocurrir durante los 3 primeros minutos del intervalo post-conflicto.
Ni la relación de parentesco (pariente versus no pariente), ni la frecuencia de
conductas de ayuda entre el agresor y la víctima en otros contextos (que fue empleada
como un índice de la calidad de su relación) influyen de forma significativa en la
tendencia de éste último a reconciliarse con el agresor. No obstante, sí se obtiene un
valor estadísticamente significativo en la tendencia que presentan las víctimas a
reconciliarse con sus agresores en función de la relación de amistad (es decir, de la
calidad de la relación) que exista entre ellos (medida en esta ocasión en términos de
proximidad y tasa de espulgamiento durante observaciones control); en efecto, las
víctimas se reconcilian más a menudo con agresores que son amigos que con agresores
que no lo son.
A partir de los estudios realizados con técnicas experimentales, estos autores también
reportan: a) la ausencia de diferencias significativas en la tendencia mostrada por los
agresores y sus víctimas a tomar la iniciativa en la reconciliación; b) la ausencia de una
relación entre la intensidad del conflicto (e.g., que exista o no contacto físico durante el
intercambio agresivo) y la probabilidad de que éste concluya con una reconciliación; y c)
la ausencia de una relación entre el modo en que termina un conflicto (e.g., si hay o no
un claro ganador) y la probabilidad de que exista reconciliación entre los antagonistas.
En relación con el sexo, se observan diferencias sexuales entre los individuos
inmaduros en la tasa de reconciliaciones dirigidas hacia hembras adultas no emparentadas
(sin embargo, no hacia machos adultos no emparentados); así, se encontró que las

476
hembras inmaduras se reconcilian significativamente más a menudo con esta clase de
edad y sexo que los machos inmaduros. Asimismo, en conflictos entre individuos
inmaduros, los machos muestran una mayor tasa de reconciliaciones que las hembras;
esta tendencia también se confirmó en los estudios experimentales. Por último, en estos
estudios se encontró también que los conflictos entre individuos inmaduros tienden a
concluir en reconciliación más a menudo si los antagonistas no están emparentados.
Cords (1988) ha interpretado este resultado apuntando que quizá los individuos
emparentados no necesitan reconciliarse tan a menudo tras un conflicto porque su
relación social es más segura (e.g., más predecible). De Waal (1993a) sugiere, por el
contrario, que la variable causal quizá no sea la seguridad de la relación (supuestamente
mayor entre los individuos emparentados) sino la menor tensión que un mismo
acontecimiento (e.g., una agresion o la presencia de factores que elicitan competición)
puede provocar en una díada de individuos emparentados versus no emparentados.
De Waal (1984b) investigó experimentalmente las estrategias de comportamiento que
exhibían los macacos rhesus (Macaca mulatta) ante tres situaciones distintas: presencia
(experimento 1) o ausencia (control) de una única pieza de alimento (prueba del
Monopoly) y presencia (experimento 2) de varias piezas de alimento (prueba de
Igualdad). Todos los grupos estudiados fueron isosexuales (sólo machos o sólo hembras),
estaban constituidos por un mismo número de individuos (tres), y éstos eran inmaduros.
De Waal encontró diferencias sexuales en las estrategias observadas. Tras la competición
agresiva y la consumición del alimento, los machos muestran un mayor índice de
conductas amistosas (en comparación con la situación control) que las hembras. El
método de presentación del alimento no afectó a la cantidad de agresión provocada; no
obstante, tras las agresiones inducidas por el segundo método experimental, la tasa de
conductas amistosas disminuyó en ambos sexos. En otras palabras, la cantidad de
conductas amistosas exhibidas no correlaciona con la tasa de agresión, sino con el
método de presentación del alimento (monopolizable o no). Ante estos resultados, De
Waal concluyó que las conductas amistosas fueron el resultado de la tensión social
inducida por la existencia de alimento disperso, y acuñó el término "comportamiento
restaurador" ('restorative behavior') para designar dichas conductas.

2) Intervenciones: protecciones y coaliciones. En un estudio de las estrategias de


intervención empleadas por los miembros de la comunidad de chimpancés comunes (Pan
troglodytes) del zoo holándés de Arhnem, De Waal (1978a, 1982, 1984a) identificó una
series de características que eran sexualmente dimórficas, es decir, que diferían entre los
machos y las hembras adultos (véase también De Waal, 1992a). En primer lugar, en
relación con el tipo de díada de antagonistas en las que intervenían (lo que De Waal
denominó la "dirección de la intervención"), este autor observó que los machos
intervenían principalmente en conflictos entre individuos adultos (tanto en díadas
isosexuales de machos y de hembras como en díadas heterosexuales, i.e.,
macho/hembra), mientras que las hembras lo hacían predominantemente en conflictos
entre individuos de su misma clase y también entre individuos inmaduros. En segundo

477
lugar, cuando analizó el porcentaje de "inconsistencias" (i.e., ocasiones en las que la
"dirección del apoyo" se desviaba del valor de 100%), los resultados revelaron que el
apoyo de los machos fue mucho menos sistemático (o inestable) que el de las hembras.
En tercer lugar, se halló que la dirección del apoyo de los machos estaba menos influida
que el de las hembras por los vínculos sociales (o familiaridad) que mantuvieran con cada
uno de los antagonistas participantes en un conflicto agonístico. Por último, De Waal
advirtió la existencia de una relación positiva entre la inestabilidad en la jerarquía social
entre los machos adultos y los cambios en la dirección de sus apoyos. A la luz de estos y
otros resultados, De Waal concluyó que el principal factor causal responsable de las
estrategias de intervención exhibidas por los machos era la lucha por el poder (i.e., el
establecimiento de alianzas con individuos bien situados en la jerarquía de dominancia);
para ello, en las intervenciones dirigían su apoyo de una forma oportunista, explotando
cualquier oportunidad para mejorar su posición social, aunque ello implicara retirar su
apoyo a un viejo aliado. En el caso de las hembras, el factor causal más importante no
era la posición social de los individuos implicados sino la relación social que mantuvieran
con ellos (i.e., su amistad). Las hembras tendían a intervenir en favor de sus "amigos",
tanto si éstos eran "ganadores" como si eran "perdedores" en el conflicto, y aunque su
intervención perjudicara sus perspectivas de mejorar su posición en la jerarquía social.
Una de las direcciones de apoyo más estables que mostraban las hembras consistía en la
protección de sus crías frente a cualquier clase de oponente, con independencia de la
posición social de éste.
Las investigaciones de Bernstein y sus colaboradores sobre las estrategias agonísticas
(tanto de antagonistas como de interventores) durante conflictos agonísticos en el macaco
rhesus también revela la existencia de importantes diferencias entre los sexos (Bernstein y
Ehardt, 1985a, 1985b, 1985c, 1986a y 1986b; Ehardt y Bernstein, 1992). En los estadios
iniciales de su ciclo vital, los machos participan más a menudo en conflictos agonísticos
que las hembras. No obstante, esta diferencia sexual se invierte a medida que maduran.
Así, cuando alcanzan la etapa adulta, y en contraste con lo que ocurre en las hembras, la
conducta agresiva de los machos se hace más breve y silenciosa, y rara vez emplean las
formas más intensas de agresión con contacto como, por ejemplo, el mordisco (Bernstein
y Ehardt, 1985a). Estos autores han postulado que la reducción relativa que se observa
específicamente en la participación de los machos adultos en los episodios de agresión
intragrupo se debe a que, durante la adolescencia, los machos reciben una tasa muy
elevada de agresiones de los machos adultos (véase también Bernstein y Ehardt, 1986a).
En cuanto a las estrategias de intervención agonística, estos autores han encontrado
que las hembras intervienen más a menudo que los machos, y que esta diferencia se
acentúa con la edad. Además, a medida que maduran, la conducta de intervención de los
machos se encuentra más influida por la relación de dominancia con el individuo apoyado
y con su antagonista que con el parentesco (lo contrario de lo que ocurre en el caso de
las hembras). De las pocas ocasiones en que los machos adultos intervienen, la mayoría
lo hacen en apoyo de sus parientes (especialmente si son machos natales), (Bernstein y
Ehardt, 1985b). En suma, las hembras adultas intervienen más a menudo que los

478
machos, y, sobre todo, lo hacen en favor de sus parientes. Los machos adultos en
cambio cuando intervienen suelen apoyar a las hembras y a individuos inmaduros contra
otros machos adultos o adolescentes.
En otro estudio de macacos rhesus, en esta ocasión de la población de Cayo
Santiago, Puerto Rico, Kaplan (1977 y 1978) también encontró diferencias entre los
sexos en la dirección de sus intervenciones y en los riesgos asumidos. Como en el estudio
de chimpancés comunes realizado por De Waal, mencionado hace un momento, las
hembras adultas intervenían frecuentemente en favor de sus parientes, con
independencia de la posición social del oponente. En ese sentido, las hembras en
ocasiones intervenían en contra de oponentes cuyo estatus social era superior al de ellas
mismas, con el consiguiente riesgo para su integridad. En contraste, los machos adultos
rara vez intervenían (i.e., 13%) en contra de antagonistas que tuvieran mayor estatus
social que ellos.
En varias especies de primates Cercopitecinos (e.g., macacos, monos tota y
babuinos cinocéfalos) se ha observado que, al nacer y durante los primeros meses de su
vida, los hijos de las familias de alto estatus social poseen una posición social inferior a la
de los hijos de familias de menor estatus social pero de mayor edad (y, por tanto, de
mayor tamaño corporal). No obstante, a medida que avanzan en la ontogenia, la
situación va cambiando en una dirección muy bien definida hasta que, según se acercan a
la edad en la que alcanzan la madurez sexual, los hijos e hijas de las familias de mejor
posición social terminan por sobrepasar en estatus social no sólo a sus iguales de otras
familias con un estatus social inferior sino también a las propias hembras adultas de estas
familias (revisiones: Chapais, 1992; Pereira, 1992; Lee y Johnson, 1992). Este proceso
por el que los hijos "heredan" el estatus social de los miembros de su familia no es en
absoluto pasivo; muy al contrario, los individuos inicialmente dominantes de las familias
de bajo estatus social ofrecen resistencia, eventualmente sin éxito, a los desafíos a que
son sometidos por los individuos inicialmente subordinados de las familias de mayor
estatus social. Además, el éxito de estos últimos está íntimamente ligado a la ayuda que
reciben de los miembros de su propia familia y de otros compañeros del grupo. Lee y
Johnson (1992) y Pereira (1992) han señalado la existencia de diferencias sexuales en el
proceso de adquisición y mantenimiento del estatus social que siguen los machos y las
hembras durante su etapa prerreproductiva. En las primeras etapas de su ontogenia, el
estatus social de los machos y el de las hembras depende fundamentalmente de la ayuda
que reciban de los miembros de su familia (y quizá de otros individuos del grupo),
especialmente si ésta es de alta posición. Sin embargo, a medida que crecen, la ruta
ontogenética y los mecanismos responsables del estatus social de cada sexo van
divergiendo progresivamente. El estatus social de las hembras sigue dependiendo de
factores sociales, es decir, de las alianzas que mantienen principalmente con las hembras
adultas de la familia, mientras que el estatus social de los machos depende cada vez más
de factores individuales, como el tamaño, la fuerza y la habilidad en el combate diádico,
y cada vez menos de factores sociales.
En cuanto al estatus social intra-familiar, la regla de que los individuos más jóvenes

479
poseen un estatus superior a los de mayor edad sólo se cumple en las relaciones entre las
hermanas, no siendo aplicable, sin embargo, a las relaciones entre los hermanos o entre
éstos y sus hermanas (revisiones: Lee y Johnson, 1992; Pereira, 1992).

• El parentesco

1) Reconciliación y Redirección. En un estudio de campo del mono tota


(Cercopithecus aethiops), Cheney y Seyfarth (1989, véase también Cheney y Seyfarth,
1986 y 1990a) encontraron que el parentesco entre los individuos implicados en un
conflicto y entre los posibles espectadores influía de manera significativa en la
distribución de seis estrategias de interacción, denominadas: "redirección directa" (i.e.,
agresiones sucesivas entre antagonistas), "redirección simple" (i.e., antagonista redirige
agresión contra un pariente de su oponente), "redirección compleja" (i.e., interventor
emparentado con uno de los antagonistas dirige agresión contra un pariente del
oponente), "reconciliación directa" (i.e., contacto amistoso entre los antagonistas),
"reconciliación simple" (i.e., antagonista dirige conducta amistosa hacia un pariente de su
oponente) y "reconciliación compleja" (i.e., interventor emparentado con uno de los
antagonistas dirige conducta amistosa hacia un pariente del oponente). Las frecuencias de
la redirección simple, de la redirección compleja y de la reconciliación compleja fueron
significativamente más elevadas después de un conflicto que durante el período pre-
conflicto (i.e., control), con independencia de que los antagonistas estuvieran o no
emparentados. En contraste, tanto la frecuencia de la reconciliación directa como la de la
reconciliación simple fueron más altas (en comparación con el período control) entre
antagonistas que no estuvieran emparentados. Asimismo, mientras que los antagonistas
no emparentados tendían a reconciliarse más a menudo con los parientes de sus
oponentes que con los propios oponentes, los antagonistas que sí estaban emparentados
se reconciliaban con los parientes de sus oponentes con igual frecuencia que con éstos
últimos.
Judge (1991) también observó, en un grupo de macacos cola de cerdo (Macaca
nemestrina), las estrategias de reconciliación directa y simple descritas por Cheney y
Seyfarth (1989) en el mono tota. Judge (1991) denominó reconciliaciones triádicas a las
reconciliaciones simples de Cheney y Seyfarth. En los análisis realizados por Judge se
encontró que cuando los antagonistas no estaban emparentados (i.e., pertenecían a
distintas matrilíneas), la frecuencia de las reconciliaciones entre los agresores y los
parientes de las víctimas aumentaba de manera significativa (en comparación con las
observaciones control). Estas reconciliaciones fueron interpretadas como una estrategia
de los agresores de reducir la tendencia de los parientes de la víctima a intervenir en su
favor, y como una estrategia de los parientes de la víctima de reducir la probabilidad de
que los agresores siguieran atacando a la víctima. Cuando los antagonistas sí estaban
emparentados, el único resultado significativo obtenido fue que los parientes del agresor
tendían a intervenir en el conflicto dirigiendo conductas de reconciliación hacia el agresor.
Judge (1991) interpreta este último tipo de interacción como una estrategia de

480
intervención no agresiva, en la que el interventor ayuda a la víctima apaciguando en lugar
de atacando al agresor. Con frecuencia, el animal que asumió este papel de intervención
pacífica en favor de la víctima fue precisamente su madre.
En un estudio de las conductas de redirección de la agresión observadas en un grupo
de macacos japoneses (Macaca fuscata), Aureli, Cozzolino, Cordischi y Scucchi (1992)
analizaron las estrategias de "redirección simple" y de "redirección compleja" (cfr.
Cheney y Seyfarth, 1989), distinguiendo los papeles de víctima y de agresor. El análisis
de los datos obtenidos reveló que las víctimas mostraban una tendencia estadísticamente
significativa a redirigir más a menudo la agresión hacia algún pariente del agresor después
de un conflicto que durante el período control. Las víctimas que empleaban esta
estrategia colateral, aparentemente arriesgada para ellos, no tenían una relación de
dominancia inestable con los agresores, ni tampoco atacaban a parientes que rara vez
fueran defendidos por el agresor. El blanco de sus ataques estaba dirigido hacia
individuos más vulnerables que el agresor (e.g., más jóvenes e incluso subordinados a la
víctima), y durante contextos especiales caracterizados por la ocurrencia de agresiones
poliádicas en los que la probabilidad de que el receptor de la redirección de la víctima
(i.e., el pariente del agresor) o el propio agresor pudieran contraatacar fue menor.
Asimismo, Aureli y colaboradores (1992) encontraron que después de un conflicto, la
ocurrencia de una redirección compleja iniciada por un pariente de la víctima y dirigida
hacia un pariente del agresor también fue más probable que durante el intervalo control.
No obstante, la frecuencia de estos dos tipos de estrategias fue muy reducida. Por
ejemplo, la redirección simple sólo ocurrió en un 10% de todas las díadas, y en un 2% de
las interacciones agresivas. En una sociedad jerarquizada como la del macaco cangrejero,
las víctimas de un ataque rara vez contraatacan cuando son atacadas por un agresor más
dominante, y rara vez muestran reciprocidad en intervenciones agresivas ('harmful') (De
Waal, 1989a; De Waal y Luttrell, 1988). Así, pues, la estrategia colateral agresiva descrita
en este estudio ha sido interpretada por Aureli y colaboradores (1992) como una
estrategia malévola ('spiteful'), quizá la expresión de un sistema de revancha ('revenge')
indirecto, por medio de la cual los subordinados pueden inflingir costos directos a
competidores potenciales (i.e., los parientes más vulnerables del agresor) e indirectos a
sus agresores, aprovechando las situaciones en las que sus habituales aliados (i.e., los
agresores) no pueden intervenir en su favor. Estos autores han hipotetizado que este
sistema de venganza indirecta debería ser menos frecuente en sociedades igualitarias y
tolerantes en las que los subordinados (i.e., las víctimas) tienen la opción de responder
agresivamente a los dominantes cuando estos les atacan.
Petit y Thierry (1994b) encontraron, en su estudio del babuino de Guinea
(Papiopapio), que, tras un conflicto, los antagonistas tendían a dirigir conductas
amistosas hacia sus propios parientes con una frecuencia superior a la observada durante
las observaciones control. En realidad, estas interacciones deberían considerarse casos de
consolación, como los propios autores apuntan (véase Colmenares, este volumen:
Capítulo 9; para una discusión de este problema).

481
2) Agresión. Bernstein y Ehardt (1986b) han encontrado en macacos rhesus que los
animales inmaduros son los que: a) reciben una mayor tasa de agresiones; b) reciben más
agresión de sus parientes que de otros individuos no emparentados; y c) los machos
reciben menos agresión de sus parientes a medida que maduran.
Estos autores han postulado que la agresión recibida de los miembros adultos
(especialmente de las madres y de otras hembras) de la propia familia puede actuar como
un instrumento primario de socialización por medio del cual los individuos aprenden en
las etapas tempranas de su desarrollo los patrones de interacción y de relación social más
adecuados para minimizar los conflictos y las consecuencias perjudiciales de la agresión
descontrolada. Como señalan Bernstein y Ehardt (1986b), la existencia de este patrón de
conductas agresivas dirigidas hacia individuos inmaduros de la propia familia puede
deberse al hecho de que los individuos emparentados tienden a pasar más tiempo en
proximidad espacial; no obstante, la consecuencia inmediata es que su conducta resulta
moldeada principalmente por la acción de sus parientes de mayor edad.

3) Intervenciones: protecciones y coaliciones. Kurland (1977) estudió


específicamente la relación entre el parentesco y las conductas de protección en un grupo
de macacos japoneses. Este autor encontró que el patrón de intervenciones agonísticas
de protección o defensa más común era el siguiente: las hembras adultas (de bajo valor
reproductivo) intervenían a menudo en defensa de las hembras inmaduras (de alto valor
reproductivo) de su familia y en contra de machos adultos agresores (normalmente
inmigrantes; i.e., no natales). El análisis de la dirección de las pautas de intervención
agonística en diversas especies de primates revela que los individuos de la misma familia
tienden a constituir un grupo de aliados que se apoyan en situaciones de conflicto
agonístico con más frecuencia de lo que cabría esperar sólo por azar (revisión: Chapais,
1992). Debido a las restricciones que impone el estatus social, los individuos de familias
de alta posición poseen más y mejores aliados que los miembros de familias de baja
posición social; además, aquellos son apoyados en un mayor número de ocasiones y las
intervenciones que reciben en su favor resultan más efectivas que las intervenciones que
se producen en favor de los individuos pertenecientes a familias situadas en posiciones
inferiores de la jerarquía social (Chapais, 1991 y 1992). Los estudios experimentales
realizados por Chapais (1988a y 1988b) en grupos de macacos japoneses, en los que
primero se retiraban y luego se reitroducían los aliados de los miembros de la familia de
mayor estatus social, han confirmado los resultados obtenidos en estudios
observacionales sobre el papel fundamental que desempeñan las intervenciones de los
parientes en el mantenimiento del estatus social interfamiliar.

• El estatus social

1) Estrategias afiliativas. Las relaciones de dominancia entre los individuos de un


grupo pueden examinarse a tres niveles: el individual, que especifica la posición que

482
ocupa cada individuo dentro de la jerarquía social del grupo (e.g., el número total de
compañeros del grupo que son dominados por él/ella); el social, que identifica para cada
díada del grupo cuál de los dos implicados es el dominante (o el subordinado); y el
grupal, que indica la presencia o ausencia de determinadas características o propiedades
globales de las relaciones de dominancia o jerárquicas en el grupo (e.g., el estilo de
dominancia, cfr. De Waal, 1989c). Tradicionalmente, la determinación del estatus social
de los individuos en un grupo se ha basado en el estudio de la dirección de ciertas pautas
de conducta agonística –tanto agresivas como de sumisión–entre las distintas díadas que
lo constituyen (e.g., Bernstein, 1980 y 1981; véase también Rowell, 1974; Richards,
1974; Deag, 1977; Wade, 1978; Hinde, 1978;Omarke et al., 1980;DeWaalyLuttrell,
1985). La muy numerosa literatura existente sobre este tema estrella dentro del área del
estudio del comportamiento de los primates ha puesto de relieve la importancia del
estatus social o posición de dominancia de los individuos en un grupo como variable
causal (intermedia) capaz de predecir y explicar un elevado porcentaje de la varianza
total observada en su comportamiento y en sus relaciones sociales. Originalmente, el
principal aspecto abordado por los primatólogos fue el estudio de la relación entre el
estatus social y las estrategias de competición entre los individuos, colocando el acento,
asimismo, en el análisis de las conductas agonísticas. Posteriormente, el énfasis ha ido
desplazándose hacia el planteamiento de estudios que prestan atención al efecto del
estatus social sobre las estrategias de comportamiento cooperativo y amistoso (e.g., De
Waal, 1986c), y sobre la utilización de estrategias no agonísticas (e.g., el espulgamiento y
otras interacciones que implican contacto físico amistoso entre los participantes) como un
instrumento de competición, alternativo a la agresión.
Por ejemplo, Seyfarth (1977; véase también Seyfarth, 1980 y 1983) propuso un
modelo para explicar la frecuencia y la dirección del espulgamiento en los primates,
basado en dos principios que asumen la existencia de competición como factor causal
principal: a) la atracción (unidireccional) que ejercen los individuos dominantes sobre los
subordinados (relacionada con los servicios que aquellos pueden proporcionar,
principalmente protección y apoyo en episodios de competición, así como tolerancia en la
explotación de un recurso); y b) las restricciones que impone el estatus social sobre las
posibilidades que tiene un individuo de dirigir el espulgamiento hacia los individuos más
atractivos (i.e., los más dominantes), monopolizando, así, sus servicios.
El primer principio predice que la frecuencia de recibir espulgamiento debe presentar
una correlación positiva con el estatus social del individuo (i.e., los individuos de mayor
estatus son los más atractivos y, por consiguiente, los que mayor cantidad de
espulgamiento deberían recibir). El segundo principio predice que la frecuencia de
espulgamiento –en la dirección subordinado hacia dominante– debe presentar una
correlación positiva ¿on la proximidad en la jerarquía social (i.e., el espulgamiento
debería ser más frecuente'entre díadas de individuos que ocupan posiciones adyacentes
en la jerarquía social).
La primera predicción ha sido confirmada empíricamente en numerosos estudios
realizados con macacos rhesus y japoneses, de babuinos cinocéfalos y de monos tota

483
(revisión: De Waal y Luttrell, 1986); la segunda en cambio ha encontrado algunas
dificultades de verificación debido, principalmente, al hecho de que, en muchos grupos
de primates, la distancia en estatus social entre dos individuos normalmente
correlaciona con el parentesco (i.e., los individuos próximos en posición social suelen ser
miembros de la misma matrilínea). De Waal y Luttrell (1986) encontraron, sin embargo,
que ambas predicciones del modelo de Seyfarth se cumplían, incluso después de
controlar el posible efecto "contaminante" del parentesco (véase también De Waal,
1991b). No obstante, De Waal y Luttrell (1986) rechazaron los dos principios
explicativos propuestos por Seyfarth (i.e., la existencia de atracción hacia los dominantes
y la existencia de competición por acceder a ellos). En efecto, los datos de su estudio de
un grupo de macacos rhesus indicaban que la mayor parte de los acercamientos que
concluían en espulgamiento eran iniciados por el individuo dominante, y no por el
subordinado (contradiciendo el primer principio explicativo del modelo de Seyfarth).
Asimismo, estos autores hallaron que sólo en un 16% de las interacciones de competición
entre individuos no emparentados, el objeto o recurso social (i.e., el compañero por el
que se competía) era de estatus social superior al de ambos antagonistas. En los casos
restantes (84%), el recurso social era subordinado a ambos antagonistas (40%) o
dominante al antagonista-perdedor y subordinado al antagonista-ganador (o iniciador del
conflicto, [44%]); (véase también De Waal, 1991 b). En otras palabras, la competición
entre individuos por el acceso a un compañero más dominante fue relativamente
infrecuente (contradiciendo el segundo principio del modelo). (Hay que señalar, no
obstante, que dentro de la categoría "competición social", De Waal y Luttrell [1986]
incluyen tanto conductas agresivas como conductas no agonísticas.).
En sustitución del modelo explicativo de Seyfarth, De Waal y Luttrell (1986)
proponen el denominado "principio de similitud": Las hembras adultas de macaco rhesus
establecen vínculos sociales con aquellas compañeras a las que más se parecen. Esta
semejanza puede basarse, sostienen De Waal y Luttrell, en factores genéticos y sociales
(e.g., la pertenencia a la misma matrilínea), en la edad (e.g., la pertenencia a la misma
clase de edad), en la posición social (e.g., la proximidad en la jerarquía social) y/o en la
clase social (e.g., la pertenencia a la misma clase). Además, estos diversos factores que
influyen de forma independiente sobre las relaciones amistosas entre las hembras (véase
también De Waal, 1991b), pueden asimismo operar, se postula, de un modo acumulativo.
Así todo, a este principio general es preciso añadir la cualificación de que la intensidad de
su operación puede diferir entre unas clases sociales y otras. En efecto, la cooperación y
la cohesión pueden ser más intensas entre los miembros que pertenecen a la clase social
más alta (De Waal, 1986c), si bien dicho efecto podría ser un epifenómeno estructural
(demográfico) y no una característica específica de esta especie (o incluso de otras
especies); (véase De Waal, 1991b).
En el estudio de las pautas agresivas y pacíficas de intervención conducido por Petit
y Thierry (1994a) en un grupo de macacos tonkeana se encontró la existencia de una
relación positiva entre el estatus social y la frecuencia de intervenciones pacíficas tanto
entre las hembras como entre los machos adultos. (Curiosamente, la tasa de

484
intervenciones agresivas no correlacionó con el estatus social, ni tampoco con la tasa de
intervenciones pacíficas.)

2) Reconciliación. De Waal (1986d) hipotetizó que la reconciliación debería ocurrir


preferentemente en sociedades de primates que exhiben jerarquías de dominancia bien
definidas, y cuyos miembros poseen señales formalizadas que indican sin ambigüedad su
estatus social en las relaciones diádicas. Desde entonces, varios han sido los estudios
cuyos resultados han contradicho esta predicción (revisión: Kappeler y Van Schaik,
1992). Por ejemplo, las relaciones sociales en los monos patas (Erythrocebus patas)
carecen de ambas características y, sin embargo, sí se reconcilian después de un conflicto
(York y Rowell, 1988). Aureli y colaboradores (1989) observaron que los conflictos cuyo
resultado final era más ambiguo fueron los que más a menudo concluyeron en
reconciliación. Asimismo, en varias especies de lemures se ha encontrado que estas tres
variables tampoco se ajustan al patrón de covariación predicho por la hipótesis (Kappeler
y Van Schaik, 1992). Así, en un estudio comparativo sobre la reconciliación en dos
especies de lemures (i.e., prosimios), el de cola anillada (Lemur catta) y el de frente roja
(Eulemur fulvus), Kappeler (1993a) encontró que la especie que posee una jerarquía
social más formalizada y un repertorio de señales de dominancia/sumisión más rico (i.e.,
el lémur de cola anillada) es, en contra de la predicción, la que menos a menudo se
reconcilia. Además, las víctimas se reconciliaban más a menudo cuando el resultado del
conflicto había sido más ambiguo. Los resultados obtenidos por Petit y Thierry (1994b)
en un estudio de la reconciliación en un grupo de babuinos de Guinea apuntan en la
misma dirección: la reconciliación tiende a ser más frecuente cuando el grado de
asimetría en la relación de dominancia entre los antagonistas es moderada (véase también
Petit y Thierry, 1994c). De Waal (1993a) ha reinterpretado los datos de algunos de estos
estudios aduciendo que aunque existen reconciliaciones en estas especies, no obstante, su
frecuencia es muy baja, como predice su hipótesis original.
En sus estudios sobre la reconciliación en el macaco rhesus, De Waal (1986a)
encontró que esta estrategia de interacción fue más frecuente durante conflictos en los
que los antagonistas fueron: a) machos (casi un 30%); b) machos y hembras de clase
social alta (casi el mismo valor); y c) hembras de clase alta (alrededor del 25%).
La frecuencia más baja de reconciliaciones ocurrió en cambio entre antagonistas que
eran hembras de distinta clase social (menos del 5%). Las diferencias fueron
estadísticamente significativas. En otras palabras, los conflictos entre hembras de macaco
rhesus pertenecientes a clases sociales distintas rara vez se resuelven a través de
conductas de reconciliación.

3) Conflictos sin agresión: estrategias de negociación. En las primeras décadas de


investigación acerca del efecto de la dominancia social sobre el comportamiento de los
individuos en contextos de competición, una de las concepciones que persistió durante
más tiempo fue que, gracias a su condición social, los individuos dominantes, o de mayor

485
estatus social, disfrutaban de todas las prerrogativas de acceso libre a los recursos
deseados (e.g., el alimento, el espacio, las parejas sexuales, etc.), excluyendo a cualquier
compañero subordinado en caso de conflicto. No obstante, en los años setenta Kummer
y sus colaboradores comenzaron una serie de experimentos que pusieron de manifiesto la
existencia de ciertas convenciones o reglas capaces de explicar las estrategias de
interacción observadas en dichos contextos mejor que la variable estatus social.
Asimismo, sus experimentos pusieron de relieve que los conflictos sociales provocados
por la competición pueden elicitar conductas no agonísticas dirigidas hacia el medio
físico, hacia el recurso social o físico en disputa, y hacia el rival (Kummer, 1973 y 1975,
Kummer, Gotz y Angst, 1974, Kummer, Abegglen, Bachmann, Falett y Sigg, 1978,
Bachmann y Kummer, 1980; véase también Stammbach, 1988).
Por ejemplo, cuando dos machos adultos de babuino hamadríade (Papio
hamadryas) compiten por el control de una hembra adulta que ya está emparejada con
uno de ellos, el resultado del conflicto (e.g., quién de los dos machos logra, finalmente,
monopolizar a la hembra y excluir al rival) depende de la diferencia en estatus social que
exista entre los dos antagonistas (un correlato de su tamaño y, por tanto, de su capacidad
individual de lucha) y de la fortaleza del vínculo entre el macho "propietario" y su
hembra (que afecta a su motivación en la pelea y a la capacidad de mantener el recurso
frente al rival). En efecto, si el macho propietario es subordinado al macho rival, la
probabilidad de ser atacado por éste depende del grado de asimetría en su poder (i.e., en
su capacidad de lucha) y de la preferencia que la hembra (i.e., el recurso social por el
que compiten los dos machos) muestre por su propietario. Cabe señalar, asimismo, que
durante el conflicto los antagonistas –especialmente el macho propietario– realizan
frecuentes conductas indicativas de tensión y excitación, dirigidas hacia sí mismos (e.g.,
rascarse, barrer, dirigir la mirada en una dirección que no pueda encontrarse con la
mirada de su rival, etc.), hacia el recurso social (e.g., cuando el propietario abraza, agarra
la grupa, monta y espulga a su hembra) y hacia su rival (e.g., cuando el propietario
"saluda" repetidas veces a su rival, a menudo sin obtener respuesta; véase también
Colmenares, 1991a).
Kummer interpretó estos resultados como evidencia de la existencia de una
convención, que denominó "respeto de la posesión de otro", que resultaba en la
inhibición de un individuo dominante de acceder a un recurso que ya tuviera propietario,
aunque éste fuera de menor estatus social. Hay que apuntar, no obstante, que si bien
dicha convención es más complicada que la simple regla de la dominancia (i.e., el
dominante siempre excluye al subordinado, con independencia del contexto), puesto que
incorpora variables contextuales y sociales más sutiles, lo cierto es que, a fin de cuentas,
la probabilidad de que ésta opere de forma sistemática depende fundamentalmente del
grado de asimetría entre los antagonistas (asimetría a la que sin duda también puede
contribuir el recurso y la relación de éste con su propietario) que correlaciona
negativamente con el grado de riesgo que se corre si se viola la regla. Cuando la asimetría
es elevada (disminuyendo el grado de riesgo), por ejemplo, porque el antagonista rival
sea muy superior al antagonista propietario, porque el antagonista rival haya establecido

486
vínculos sociales o de proximidad con la hembra (u otro recurso propiedad de su
adversario), o porque la motivación de cada antagonista por el recurso se haya
desequilibrado, el respeto y la inhibición predichos simplemente se evaporan. Por
ejemplo, Sigg y Falett (1985) demostraron, en babuinos hamadríades, que las díadas de
antagonistas que muestran más respeto cuando compiten por un recurso físico (alimento
en este caso) que es propiedad de uno de ellos, son aquellas constituidas por individuos
que difieren muy poco en su capacidad de lucha (i.e., dos machos). Por el contrario, en
díadas macho/hembra en las que ésta última era la propietaria del recurso, Siggy Falett
(op. cit.) observaron que el macho no exhibió respeto por la propiedad de la hembra en
el 75% de los casos. Asimismo, Kummer y colaboradores (1978) en condiciones de
laboratorio, Abegglen (1984) en condiciones de campo, y Colmenares (1992a) en
condiciones de instalación, comprobaron en esta misma especie, que el peor enemigo de
un macho propietario es precisamente su seguidor, es decir, el macho con el que
mantiene una relación espacial más estrecha. El respeto inicial que muestra el macho
seguidor por las hembras del macho propietario desaparece cuando aquél se aproxima al
apogeo de su desarrollo físico y, además, cuando ya ha establecido vínculos con las
hembras, debilitando los que éstas mantienen con el macho propietario (Colmenares et
al., en preparación).
En experimentos realizados en esta ocasión en el macaco cangrejero, en los que la
situación de competición fue inducida por un recurso físico (un tubo relleno de pasas),
Kummer y Cords (1991) encontraron que el respeto de los rivales (dominantes) dependía
de la proximidad continuada que mantuviera el propietario (subordinado) al recurso y de
su habilidad para transportarlo durante sus desplazamientos. No obstante, la regla de la
inhibición fue violada en numerosas ocasiones; además, la probabilidad de que los rivales
"robaran" el recurso a sus propietarios fue mayor cuanto más estrecha fuera su relación
social (e.g., entre las madres y sus crías). Los propietarios que eran acosados o robados
por los rivales solían chillar contra ellos, solicitando ayuda. Dicha conducta resultó ser
muy eficaz, puesto que se observó que, en respuesta a ella, especialmente si los
propietarios eran individuos jóvenes, otros individuos no implicados tendían a intervenir
en ayuda del propietario y en contra del rival. De hecho, Kummer y Cords (op. cit.)
concluyeron que una de principales causas de la inhibición de los rivales fue el temor a
las intervenciones de otros individuos en defensa del propietario. En resumen, tanto los
experimentos realizados con babuinos hamadríades como los llevados a cabo con
macacos cangrejeros parecen indicar que el supuesto respeto e inhibición de un rival por
un antagonista que posee un recurso se basa en realidad en una evaluación de los costes
(riesgos de luchar con un adversario quizá más motivado, riesgos de provocar una
coalición de atacantes en contra) y de los beneficios (valor del recurso en disputa) que
pueden ir asociados a las dos estrategias básicas en la situación: atacar o respetar al rival.
Por otra parte, dicha evaluación puede requerir habilidades cogniti vas bastante finas que
permitan procesar claves muy sutiles y anticipar respuestas en el adversario (Kummer,
1979 y 1982, Kummer et al,. 1978, Bachmann y Kummer, 1980).

487
4) Intervenciones: protecciones y coaliciones. Los estudios que han analizado el
efecto de las intervenciones agonísticas sobre la estabilidad y estructura de las relaciones
de dominancia entre los miembros de un grupo han revelado que cuando una hembra
interviene en un conflicto agonístico en el que los dos antagonistas implicados no están
emparentados entre sí ni tampoco con el propio interventor, la regla que predice la
dirección de su intervención es muy simple: apoyar al antagonista que pertenezca a la
familia de mayor estatus social contra el antagonista que sea de una familia de menor
estatus (revisiones: Pereira, 1992; Chapais, 1992). Evidencia sobre la existencia de este
mecanismo ha sido encontrada en estudios observacionales y confirmada en estudios
experimentales (véase también Chapais, Girard y Primi, 1991).
Hemos visto que, en diversas especies de primates, las hembras adquieren y
mantienen un determinado estatus social inter-familiar e intra-familiar gracias a las pautas
de intervención que muestran sus aliados, tanto de la propia familia (i.e., nepotismo)
como de otras familias (i.e., cooperación y altruísmo recíproco). Por ejemplo, las
hermanas, cuyo estatus social correlaciona negativamente con la edad, tienden a
apoyarse entre sí cuando alguna de ellas se enfrenta a un antagonista de otra familia.
Asimismo, en algunas especies de macacos (e.g., el japonés y el rhesus), las hijas más
jóvenes de la familia disfrutan de una posición social más elevada que la de sus hermanas
mayores debido a que su madre y algunos individuos adultos de otras familias apoyan a
las primeras cuando se enfrentan a sus hermanas mayores. Ahora bien, ¿qué ocurre
cuando una hembra se encuentra en una situación en la que su hermana mayor (una
aliada de su propia familia) se enfrenta a una hembra de otra familia (y, por consiguiente,
una aliada potencial, en especial si ésta es de mayor estatus social)? Trabajando con
métodos experimentales de manipulación de la composición de los grupos, Chapais,
Prud'Homme y Tejeiro (1994) han encontrado, en macacos japoneses, que la decisión de
las hembras que se encuentran ante esta tesitura depende fundamentalmente de si las
hermanas mayores son o no dominantes sobre las hermanas pequeñas (es decir, de la
relación de dominancia que exista entre ellas). Si las primeras son dominantes, las
hermanas pequeñas tienden a apoyar al antagonista de sus hermanas (con independencia
del estatus de la antagonista). Lo mismo ocurre, de hecho, cuando una hermana mayor
se enfrenta a otro miembro de la misma familia que sea dominante. En este caso, la
hermana pequeña también tiende a intervenir en favor del pariente más dominante y
contra su hermana mayor. Estos resultados no dejan lugar a dudas sobre la prevalencia
del interés particular (individualismo) sobre el interés familiar (nepotismo) como
explicación más probable de estas estrategias observadas por Chapais y sus
colaboradores. Por otra parte, y como cabría esperar (al dejar de existir una colisión
entre los intereses individuales y los intereses familiares), estos autores observaron que
cuando la hermana pequeña ya es dominante sobre la hermana mayor, aquélla tiende a
intervenir en apoyo de su hermana mayor con independencia del estatus social del otro
antagonista al que se esté enfrentando.
La colisión entre los intereses individuales y los intereses familiares no sólo se
manifiesta en las disputas que tienen lugar entre las hermanas de una misma familia.

488
Puede manifestarse también, y de hecho se manifiesta, en los conflictos que en ocasiones
protagonizan la matriarca de la familia y sus hijas (revisión: Datta, 1989 y 1992). Los
datos obtenidos en diversos estudios indican que cuando una hembra jóven puede
incrementar su estatus social individual a costa de someter a su propia madre y, por
tanto, debilitando el poder de su familia, es probable que se produzca un desafío que
conduzca, eventualmente, a la inversión jerárquica entre ambas hembras (i.e., que la hija
sea dominante sobre la madre). Asimismo, los datos también indican que, como sería
lógico esperar, esta colisión de intereses, la conducta de desafío resultante y la inversión
en el orden de dominancia que se produce, es más probable que tengan lugar en familias
de bajo estatus social. Cuando se dan las circunstancia sociales y demográficas
apropiadas en el grupo, en estas familias puede observarse que las hembras jóvenes
pueden intentar mejorar su estatus social individual y escapar de las limitaciones de su
bajo estatus social familiar, estableciendo alianzas con hembras de otras familias de
mayor estatus. Datta (1989,1992, véase también Datta y Beauchamp, 1991) ha
identificado las condiciones ecológicas y demográficas que favorecen la existencia de
inversiones en la jerarquía social intra-familiar. Así, en condiciones ecológicas
desfavorables que producen los siguientes efectos demográficos característicos de
poblaciones en declive: una mayor tasa de mortandad, una mayor duración del período
de adolescencia y una mayor duración del intervalo entre nacimientos sucesivos (es decir,
un menor número de hijas durante el ciclo vital), tienden a ocurrir un mayor número de
inversiones en las reglas que rigen el estatus social intra-familiar. Lo contrario se observa
en poblaciones en expansión; en éstas, la madre domina a las hijas durante la totalidad
de su ciclo vital y las hijas menores dominan a sus hermanas mayores.

• La calidad de la relación

1) Reconciliación. Una de las hipótesis que se han propuesto para explicar la


existencia de variabilidad entre las distintas díadas de un grupo en la frecuencia de sus
conductas de reconciliación es la denominada hipótesis de la buena relación (Kappeler y
Van Schaik, 1992; Cords y Aureli, 1993). De acuerdo con esta hipótesis, la reconciliación
debería ser más frecuente entre individuos que mantienen una buena relación (es decir,
que tienden a pasar mucho tiempo en proximidad espacial, que tienden a espulgarse más
a menudo y que tienden a coaligarse o ayudarse en situaciones de conflicto). Desde
luego, uno de los problemas más importantes de esta hipótesis es la dificultad de
operativizar la variable independiente, es decir, la calidad de una relación.
Esta hipótesis plantea varias predicciones, muchas de las cuales han recibido
confirmación en varios estudios (revisión: Kappeler y Van Schaik, 1992; véase también
Cords y Aureli, 1993). Por ejemplo, se predice que la reconciliación debe ser más
frecuente: a) entre individuos emparentados; b) entre miembros de una alianza, o de una
pareja heterosexual, que regularmente intercambian servicios importantes (e.g.,
protección, espulgamiento, comida, sexo, etc.); c) entre los individuos del sexo
filopátrico; y d) en especies (o grupos) que viven en sociedades con una jerarquía social

489
bien definida.
Hay que señalar, no obstante, que algunas de estas predicciones no son mutuamente
excluyentes. Por ejemplo, las alianzas (especialmente las que ocurren entre individuos del
mismo sexo) tienden a ser más frecuentes entre individuos emparentados, y éstos suelen
ser del sexo filopátrico. Así todo, es preciso subrayar también que la tradicional
clasificación dicotómica de las especies de primates en dos categorías de sociedades: con
y sin lazos sociales entre las hembras ('female- bonded' versus 'non-female-bonded),
propuesta por Wrangham (1980), puede, al menos a estas alturas, resultar excesivamente
cruda cuando se aplica al análisis de la naturaleza de las relaciones sociales en díadas
isosexuales y heterosexuales. Como han apuntado Byrne, Whiten y Henzi (1990), a
partir de sus estudios de una población de babuinos cinocéfalos (Papio cynocephalus
ursinus) que exhibían una estructura de relaciones sociales muy similar a la descrita en
los babuinos hamadríades, la pauta de dispersión de una especie (i.e., matrilocal versus
patrilocal) constituye una dimensión que es ortogonal a la naturaleza de las relaciones
afiliativas, cooperativas y competitivas existentes dentro y entre los sexos.
De Waal y Yoshihara (1983) encontraron, en el macaco rhesus, que la calidad de la
relación (definida en términos del porcentaje de tiempo que los individuos pasaban en
proximidad especial) influía sobre la frecuencia de la reconciliación entre los antagonistas
(e.g., A y B), y también sobre la frecuencia con que un agresor (e.g., A) implicado en un
episodio de agresión intensa con una víctima (e.g., B), dirigía espulgamiento hacia un
tercer individuo no implicado (e.g., C). En ambos casos se observó que las tasas de
reconciliación y de "afecto redirigido" (redirección afectiva), respectivamente, fueron
mayores cuanto mayor era la calidad de la relación entre los dos antagonistas (i.e., A y
B).
Aureli, Van Schaik y Van Hooff (1989) encontraron, en el macaco cangrejero, que la
calidad de la relación entre los antagonistas influía positivamente sobre la probabilidad de
que éstos se reconciliaran después de un conflicto. Este efecto fue, además,
independiente de la relación de parentesco que existiera entre ellos. Para medir la calidad
de la relación entre las distintas díadas del grupo, estos autores emplearon cuatro
criterios: a) la cantidad de tiempo pasado en proximidad espacial durante los períodos
control; b) la frecuencia de conductas de ayuda; c) la frecuencia de contra-agresiones; y
d) la frecuencia de conflictos.
Cords y Thurnheer (1993) analizaron experimentalmente, en macacos cangrejeros,
la predicción de que la reconciliación debería ser más frecuente entre individuos que se
valoraran más como recursos sociales o ecológicos. Cords y Thurnheer (op. cit.)
estudiaron la tasa de conductas de reconciliación que se producían en 7 parejas de
individuos en respuesta a episodios de conflicto agresivo inducidos (i.e., datos control). A
continuación, las investigadoras entrenaron a los individuos en una tarea que consistía en
acceder a una fuente de alimento a través de conductas de cooperación con él/ella. Este
entrenamiento sirvió, pues, para elevar el valor ecológico del compañero como
colaborador (indispensable) en el acceso a recursos alimenticios. Cuando compararon la
tasa (mediana) de reconciliaciones antes y después del entrenamiento, lo que estas

490
investigadoras encontraron fue que dicha tasa se triplicó en 6 de las siete díadas,
confirmando, por consiguiente, la predicción de la hipótesis de la reconciliación.
Watts (1995a) encontró, en un estudio de campo del gorila de montaña (Gorilla
gorilla beringei), una especie con filopatría masculina, que las hembras emparentadas
que residían en un grupo tendían a reconciliarse más a menudo que las que no estaban
emparentadas, y que la reconciliación con el macho líder del grupo fue relativamente
frecuente. Watts (op. cit.) apunta, no obstante, que la tasa de reconciliación registrada
entre las hembras emparentadas fue menor que la que se observa entre hembras de
sociedades con filopatría femenina. Los resultados obtenidos son interpretados por el
autor como evidencia en favor de la hipótesis de que la calidad e importancia de una
relación correlaciona positivamente con la frecuencia de conductas afiliativas post-
conflicto entre los antagonistas.

• Otros factores causales

1) Reconciliación. En un estudio del chimpancé pigmeo o bonobo (Panpaniscus),


De Waal (1987a) encontró una relación directa entre la tasa de reconciliación y la
intensidad del conflicto (i.e., si había habido o no contacto físico agresivo); además, los
resultados indicaban que esta relación se debía enteramente a las reconciliaciones
iniciadas por los agresores. En cambio, en el caso de los conflictos estudiados por
Grieden (1981, citado por De Waal, 1993a) en la colonia de chimpancés comunes del
zoo de Arhnem, la relación que se obtuvo entre estos dos parámetros (i.e., la tasa de
reconciliación y la intensidad del conflicto) fue inversa, es decir, los agresores inician un
menor número de reconciliaciones cuanto mayor haya sido la intensidad del conflicto.
Esta relación inversa entre la intensidad del conflicto y la probabilidad de que ocurra
reconciliación también fue observada en el estudio comparativo de dos especies de
lemures realizado por Kappeler (1993a). Aureli y colaboradores (1989) encontraron, en
el macaco cangrejero, que los agresores y las víctimas tendían a tomar la iniciativa en las
interacciones de reconciliación en distintos momentos del intervalo post-conflicto; por
ejemplo, las víctimas solían ser iniciadores durante los tres primeros minutos post-
conflicto, mientras que los agresores tendían a adoptar ese papel después de los tres
primeros minutos. Gust y Gordon (1993) encontraron, en el mono mangabey negro
(Cercocebus torquatus atys), que la iniciativa en la interacción de reconciliación
(incluyendo en esta categoría la conducta de reunión) fue adoptada por la víctima en el
94% de los casos.
En el estudio de un grupo de macacos rhesus realizado por De Waal y Yoshihara
(1983), estos autores encontraron la existencia de una relación estadísticamente
significativa entre la intensidad de la conducta agresiva empleada por un antagonista-
agresor, la probabilidad de que éste dirigiera una conducta de espulgamiento hacia un
individuo no implicado, y la calidad de la relación social existente entre el espulgador y el
espulgado. Como ya sabemos, De Waal y Yoshihara (op. cit.) denominaron conductas de
"afecto redirigido" a estos espulgamientos colaterales dirigidos por el antagonista agresor

491
hacia un tercer individuo no implicado.
En una población de macacos cangrejeros en libertad, Aureli (1992) observó que la
causa de un conflicto influía en la frecuencia con que los antagonistas se reconciliaban
aunque no en la tasa de agresiones redirigidas. En efecto, este autor encontró que los
conflictos provocados por la competición por el alimento concluían con un menor
número de reconciliaciones. Aureli (op. cit.) planteó dos hipótesis que no pudo
comprobar directamente; los conflictos causados por el alimento: a) decrecen la tasa de
reconciliación; y b) aplazan el momento de la reconciliación.
En los estudios realizados por Aureli y Van Schaik (1991a) sobre las estrategias
postconflicto que exhiben los macacos cangrejeros, estos autores encontraron una
relación causal entre la reconciliación y la redirección. Sus datos indican que la
ocurrencia de redirección incrementó la probabilidad de una reconciliación entre los
antagonistas. Por el contrario, después de una reconciliación, la probabilidad de que
hubiera una redirección disminuyó. Asimismo, sus análisis indican que esta relación
causal es debida a un cambio de actitud en el agresor (y no en la víctima). Su respuesta
positiva a los acercamientos de reconciliación de la víctima fue significativamente mayor
después de una redirección.

2) Intervenciones: protección. En el estudio de un grupo de macacos rhesus llevado


a cabo por Kaplan (1977), éste encontró una relación positiva entre la frecuencia de las
estrategias de protección (i.e., intervenciones agonísticas en favor de la víctima) y la
intensidad del conflicto. Un resultado similar ha sido encontrado por Gust y Gordon
(1993) en un estudio sobre el mangabey negro. No obstante, Petit y Thierry (1994a) no
hallaron ninguna relación entre estas dos variable, en el macaco tonkeana (Macaca
tonkeana). En este último estudio, la intensidad del conflicto se midió en términos del
tipo de conducta observado (i.e., agresión con/sin contacto) y de la duración del conflicto
(i.e., tiempo transcurrido entre el comienzo del conflicto y la intervención).

10.2.2. Mecanismos cognitivos

En el apartado anterior se ha comprobado que los individuos que participan en un


conflicto social emplean estrategias de comportamiento que varían en función de su
propia identidad y de la identidad de los otros participantes, y en función de sus
conductas, tanto de las que ya se han ejecutado, como de las que son anticipadas por los
protagonistas y por los atentos espectadores. Por ejemplo, tras un conflicto, algunos
antagonistas dirigen conductas afiliativas específicamente hacia sus adversarios (i.e., los
individuos se reconcilian); durante los conflictos, algunos antagonistas no utilizan
estrategias directas como la anterior, sino estrategias colaterales para solicitar la
intervención de un tercer individuo no implicado, o para apaciguar a un aliado potencial
(aún no implicado) de su adversario. Asimismo, durante un episodio de conflicto social,
algunos individuos inicialmente no implicados, y quizá espectadores pasivos, deciden

492
intervenir, actuando en favor de uno de los antagonistas y en contra del otro. Tanto la
decisión de intervenir como la dirección de la intervención parecen depender de la
relación de amistad (a menudo, aunque no siempre, ligada al parentesco) que exista entre
el interventor y cada uno de los antagonistas, o de la relación de dominancia existente
entre los distintos participantes. La cuestión que hay que responder ahora es la siguiente:
¿cuál es la naturaleza de la información que procesan los individuos a la hora de adoptar
una determinada estrategia?, dicho de otro modo, ¿cuál es la naturaleza de los
mecanismos psicológicos implicados?
La hipótesis de la reconciliación implica que los antagonistas se sienten atraídos de
forma selectiva por sus adversarios (e.g., DeWaal y Yoshihara 1983). Aunque Gallup
(1982) ha apuntado que la conducta de reconciliación requiere que el individuo posea la
capacidad de la autoconciencia ('self-awareness'), De Waal y Yoshihara (op. cit.) opinan,
sin embargo, que los requisitos psicológicos mínimos –y suficientes– que subyacen a la
reconciliación son: el reconocimiento individual, una buena memoria y la existencia de
una tendencia conciliadora.
Cuando en un conflicto por el acceso a un determinado recurso un individuo se
enfrenta a un compañero de mayor estatus social, el número de opciones abiertas al
subordinado pueden reducirse a las siguientes:

a) Retirarse (i.e., utilizar una estrategia directa de sumisión).


b) Intentar compartir el recurso con el dominante (en el caso de que sea divisible).
c) Solicitar ayuda de un tercero (i.e., emplear una estrategia colateral agresiva) con
el fin de reducir la asimetría de poder en relación con su adversario
dominante.
d) Intentar acceder a él por medio de conductas de engaño.

Desde el punto de vista de los mecanismos psicológicos subyacentes, las dos últimas
posibilidades son especialmente interesantes.

1) Estrategias de manipulación. Cuando un antagonista-agresor teme la


intervención de un tercer individuo no implicado en su contra (i.e., en defensa del
antagonista-víctima), a menudo se observa que el agresor intenta: a) apaciguar al
interventor potencial (e.g., dirigiéndo conductas de apaciguamiento hacia él); y b) ponerle
de su parte (e.g., espulgándole).
Este tipo de comportamientos fue descrito inicialmente por Kummer (1967) en el
babuino hamadríade, una especie en la que dicha estrategia es muy común, sobre todo en
los conflictos que ocurren dentro de los harenes (véase también Kummer, 1982;
Colmenares, 1990a). Posteriormente, la existencia de la misma estrategia, con diversas
variantes, ha sido documentada en muchas otras especies de primates (e.g., De Waal,
1976, 1977 y 1982, De Waal et al., 1976, De Waal y Van Hooff, 1981; Cheney y
Seyfarth, 1986 y 1989; Judge, 1991; Aureli et al., 1992).

493
En otras ocasiones, es el antagonista-víctima el que dirige ciertas conductas de
petición de ayuda (e.g., vocalizaciones, gestos y posturas) hacia individuos no
implicados con el objetivo claro de incitar su intervención en contra del antagonista-
agresor. En ambos casos, la estrategia colateral del antagonista contiene elementos de
manipulación, puesto que su comportamiento busca activamente la implicación (o la
neutralización) de un compañero que puede constituir un aliado suyo (o del oponente),
respectivamente. Algunos autores, como Whiten y Byrne (1988; véase también Byrne y
Whiten, 1990), incluyen esta estrategia dentro de la categoría de comportamientos de
engaño táctico denominada "uso de instrumento social" (vide infra). Las reconciliaciones
y redirecciones simples y complejas descritas por Cheney y Seyfarth (1986 y 1989) en el
mono tota, las reconciliaciones triádicas descritas por Judge (1991) en el macaco cola de
cerdo y las redirecciones descritas por Aureli y colaboradores (1992) en el macaco
japonés, entre otras estrategias, ponen de relieve la capacidad de los individuos para
actuar sobre el medio de una manera "inteligente" (e.g., induciendo y/o inhibiendo
determinadas respuestas por parte de ciertos compañeros no implicados, anticipando
dichas respuestas, etc.). Ahora bien, ¿qué tipo de procesos cognitivos subyacen a estas
maniobras de manipulación de la atención y del comportamiento de los compañeros?
Los datos obtenidos en estos y otros estudios indican que los individuos poseen, sin
duda alguna, buenas capacidades de discriminación y una memoria excelente. Reconocen
a sus parientes (distinguiéndolos de los individuos que no pertenecen a su familia); dentro
de su familia, reconocen a ciertas clases de parientes, por ejemplo, a las hermanas, frente
a otros parientes más alejados. En una palabra, clasifican a los miembros del grupo
utilizando, aparentemente, un sistema de categorías (e.g., pariente versus no pariente;
dominante versus subordinado). La existencia de ambas formas de reconocimiento se
deduce del estudio (a) de diversas medidas de conducta "espontánea" (e.g., relaciones de
proximidad, interacciones de espulgamiento y de apoyo mutuo, etc.) que tienden a ser
selectivas (e.g., correlacionan con el grado de parentesco) y (b) de las respuestas que
muestran los individuos al escuchar vocalizaciones "grabadas" de los distintos
compañeros del grupo (o incluso de otros grupos extraños). Cheney y Seyfarth (1985b,
1986, 1989 y 1990a; véase también Seyfarth y Cheney, 1988) han sugerido, asimismo,
que los primates pueden ser capaces de reconocer las relaciones que existen entre otros
individuos; e incluso más aún, que pueden comparar (por analogía) las relaciones en las
que ellos son protagonistas con las relaciones, entre otros individuos, de las que ellos son
ajenos. Por ejemplo, la existencia de reconciliaciones y redirecciones simples en las que
un antagonista (A) dirige conductas amistosas o agresivas, respectivamente, a un pariente
(C) de su oponente (B) constituyen un indicio, según Cheney y Seyfarth, de que el
animal conoce y maneja algo tan abstracto como es la relación entre C y B (por
supuesto, A no sabe que C y B son parientes, sólo que tienden a estar asociados y a
actuar como aliados). De acuerdo con esta línea de interpretación defendida por Cheney
y Seyfarth, el grado más elevado de abstracción se pondría de manifiesto en las
reconciliaciones y redirecciones complejas. En este caso, D (un pariente de A) interviene
dirigiendo conductas amistosas (reconciliación compleja) o agresivas (redirección

494
compleja) hacia C (un pariente de B), a causa del conflicto entre A y B. El proceso
implicado en este segundo tipo más complejo de interacción consistiría, según Cheney y
Seyfarth, en la siguiente operación: D compara su relación con A con la relación que
existe entre C y el resto de los compañeros del grupo (incluyendo B); el resultado de
dicha comparación arroja el dato de que sólo la relación entre C y B es comparable a la
relación entre D y A; y a partir de dicha evidencia D decide actuar contra C, el pariente
de B.
Estas dos últimas formas de reconocimiento se basan, según la interpretación
favorecida por Cheney y Seyfarth, en el conocimiento de propiedades abstractas (e.g.,
en el primer caso, C evalúa la relación entre A y B; en el segundo caso, D compara su
relación con A con la relación entre C y B) que pueden ser incorporadas en una
clasificación de categorías (de relaciones) y que permiten a los individuos predecir, y
quizá manipular, más eficazmente la conducta de sus compañeros. No obstante, las
estrategias de interacción descritas por Cheney y Seyfarth (y por otros autores) también
pueden explicarse sin necesidad de atribuir a los animales la capacidad de manejar
entidades abstractas y de realizar operaciones mentales complejas. Por ejemplo, Dasser
(1985) reinterpretó algunos de los resultados obtenidos por Cheney y Seyfarth, y
favoreció explicaciones alternativas en las que las capacidades cognitivas subyacentes
propuestas fueron: ""una buena memoria y una excelente capacidad de aprendizaje "
(p. 21). No obstante, Dasser no rechazó la hipótesis de Cheney y Seyfarth, únicamente
se mostró crítica hacia la posibilidad de alcanzar conclusiones definitivas apoyándose en
estudios observacionales. De hecho, algunas de las hipótesis propuestas por estos autores
han sido sustanciadas empíricamente por la propia Dasser, a partir de experimentos de
laboratorio en los que combinó las técnicas tradicionales del psicólogo experimental con
la aproximación del etólogo (Dasser, 1987, 1988a y 1988b). Utilizando, por una parte,
sujetos que habitualmente están integrados en un grupo estable de primates, y estímulos
naturales (e.g., diapositivas de compañeros del grupo), y empleando, por otra,
procedimientos experimentales como las pruebas de discriminación simultánea y la de
equiparación de muestras, Dasser demostró que los sujetos reconocían individualmente a
los compañeros del grupo (Dasser, 1987) y manejaban categorías (i.e., conceptos) para
discriminar distintos tipos de relaciones, por ejemplo: madre/cría versus otras parejas de
individuos, pareja de hermanos versus otras parejas de individuos de la misma familia
(Dasser, 1988b). Así, pues, en opinión de Dasser, sus experimentos demuestran que los
sujetos eran capaces de discriminar parejas de estímulos cuyas características
comunes/diferentes no eran físicas sino abstractas. Además, dado el bajo número de
ensayos empleados durante los experimentos, lo más probable es que dichas claves
abstractas (e.g., la relación de afiliación entre los miembros de una pareja de estímulos –
individuos–) debían haberse aprendido (y probablemente manejado) con anterioridad a la
realización de los experimentos y debían basarse en la memorización de acontecimientos
conductuales como la tendencia variable de los miembros de las distintas parejas a
permanecer en asociación espacial (Dasser, 1988a).
El estudio de las vocalizaciones de petición de ayuda que, en diversas especies de

495
primates, emiten los individuos implicados en un conflicto agonístico, también ha
arrojado algunos datos de gran interés en relación con el problema de los procesos
cognitivos y de la inteligencia social en los primates no humanos. Utilizando métodos
similares a los empleados por Cheney y Seyfarth para estudiar la naturaleza de la
comunicación acústica en los monos tota, es decir, el análisis de las respuestas que
muestran los individuos cuando escuchan, bajo condiciones controladas, vocalizaciones
previamente grabadas, Gouzoules, Gouzoules y Marler (1984; véase también 1985 y
1986) han demostrado, en macacos rhesus, que las llamadas de auxilio que emiten los
antagonistas durante un encuentro agonístico no sólo transmiten información sobre la
identidad del sujeto emisor, sino que también informan sobre propiedades más abstractas
como la relación de parentesco o de dominancia entre el emisor y su(s) oponente(s). Así,
pues, sostienen estos autores, los posibles interventores en un conflicto pueden decidir su
intervención y la estrategia a emplear, a partir de la decodificación de la información no
icónica que se encuentra contenida en este sistema de comunicación referencial (véase
también Marler, 1985; Seyfarth, 1987).

2) Estrategias de engaño. Otra de las estrategias que puede exhibir el animal


subordinado en la situación descrita de competición y de conflicto con un compañero de
mayor estatus social consiste, como ya se ha apuntado, en engañarle. Por ejemplo, si el
sujeto A no puede acceder al recurso que está explotando su compañero más dominante
B, aquél puede realizar una conducta (a) que le distraiga (e.g., que le induzca a dirigir su
atención hacia otro lugar o incluso a marcharse), (b) que atraiga la atención de otros
individuos, dominantes sobre B, los cuales provocarán la huida y alejamiento de este
individuo. De igual modo, si el sujeto A ya posee el recurso y no quiere perder su control
ante la presencia de B, además de las estrategias anteriores, el sujeto A puede realizar
conductas de ocultación del recurso (o de sí mismo) con el fin de impedir que el
dominante descubra lo que está haciendo (o le descubra a él). En todos estos casos, el
resultado final de dichas supuestas conductas de engaño es que el sujeto subordinado A
logra acceder a, o mantener, un recurso que, de otro modo, sería inalcanzable para él.
Byrne y Whiten (1990) han publicado un catálogo de ejemplos –de anécdotas– de
comportamientos de engaño en los primates (véase también Whiten y Byrne, 1988,
Byrne y Whiten, 1988; De Waal, 1982, 1986b y 1992b; Colmenares, 1990a).
Como en el caso de las conductas de manipulación, la cuestión clave que es preciso
determinar en relación con los comportamientos que se acaban de describir se refiere a la
naturaleza de los procesos cognitivos que subyacen a la ejecución de dichas acciones.
Por ejemplo, si definimos el engaño como un comportamiento que el sujeto emplea con
el propósito deliberado de producir una creencia falsa en el receptor (i.e., en el sujeto
engañado), entonces probablemente las conductas de engaño sólo son posibles en
animales que poseen capacidades cognitivas elevadas, como, por ejemplo, la atribución
de estados de conocimiento a otros y la habilidad de comprender (a) que la conducta de
un individuo en una determinada situación depende de lo que ese individuo sepa,
conozca, etc., y (b) que dicho conocimiento depende de la información que pueda

496
percibir a través de sus órganos de los sentidos (e.g., de la vista, del oído, etc.). El
análisis de estas cuestiones tan importantes nos alejaría de los objetivos del presente
capítulo, por lo que sólo señalaremos que existen diversos marcos teóricos y constructos
para abordar el estudio de estos problemas, como la teoría de los sistemas intencionales
articulada por el filósofo Daniel Dennett, que intenta determinar los niveles de
intencionalidad que pueden subyacer a las conductas de engaño (e.g., Dennett, 1988b), o
la teoría de la mente propuesta por el psicólogo David Premack, que alude a la
capacidad de predecir e interpretar las acciones de un compañero atribuyéndole estados
mentales (e.g., Premack, 1988; véase también Premack y Woodruff, 1978). Gómez (este
volumen: Capítulo 7) presenta un tratamiento de algunos de estos temas en relación con
el fenómeno de la comunicación (véase también Whiten, 1991).

3) Reciprocidad y cooperación a largo plazo. Los datos obtenidos en varias


especies de primates sobre la naturaleza de las relaciones sociales entre los miembros del
grupo revelan la existencia de una tendencia bastante generalizada hacia el mantenimiento
de relaciones de reciprocidad. Es decir, incluso en las sociedades de primates que
presentan un grado elevado de despotismo en las relaciones sociales entre los dominantes
y los subordinados, los participantes en una relación tienden a intercambiar servicios de
una manera relativamente equilibrada, si bien la moneda del intercambio puede variar
ampliamente dentro de un mismo dominio (e.g., el social: espulgamiento por protección;
sexo por protección) y/o entre distintos dominios (e.g., social versus material:
espulgamiento por comida; sexo por comida). En ocasiones, el intercambio de un servicio
por otro se realiza dentro de un espacio de tiempo relativamente breve (e.g., dentro de
un mismo episodio, o en un mismo día). Con frecuencia, sin embargo, este intercambio
recíproco de servicios puede operar en intervalos de tiempo mucho más prolongados. Es
decir, los individuos no "devuelven los favores" recibidos de forma inmediata, sino que
existe una separación considerable entre el momento en que se recibe un favor y el
momento en que, eventualmente, éste se devuelve.
Algunos autores, como De Waal y Luttrell (1988), han investigado cuál podría ser la
naturaleza de los mecanismos sobre los que se apoya este sistema diferido de
reciprocidad (véase también De Waal, 1989a). Una de las posibles explicaciones sería
que los individuos favorecen y son favorecidos simplemente por aquellos compañeros
con los que comparten una serie de características simétricas (e.g., la misma edad, la
misma familia, la tendencia a permanecer en proximidad espacial, etc.). Sería, de acuerdo
con la terminología empleada por estos autores, una reciprocidad basada en la simetría.
Por ejemplo, en muchas especies de primates, los parientes tienden a defenderse o a
coaligarse en situaciones de conflicto, tienden a espulgarse más a menudo y, en algunos
casos, tienden a compartir los recursos con mayor frecuencia que los individuos que
pertenecen a matrilí-neas distintas, por el simple hecho de que estos individuos también
tienden a pasar un mayor porcentaje de tiempo en proximidad espacial. Se encuentran,
como si dijéramos, más a mano para todo (para las conductas afiliativas, para las
cooperativas y, también, para las agresivas). De acuerdo con esta hipótesis, el mecanismo

497
que subyace al sistema diferido de reciprocidad que se observa en sus relaciones sociales
sería relativamente sencillo, no demandando ninguna capacidad cognitiva especialmente
compleja. Una segunda posibilidad es que dicho sistema de reciprocidad sea
independiente de la existencia o ausencia de características simétricas entre los individuos
que lo exhiben. Se trataría, en este segundo caso, de una reciprocidad calculada, basada
en la capacidad cognitiva de memorizar los favores prestados/recibidos así como la
identidad de los individuos involucrados. Aplicando métodos de correlación parcial de
matrices completas, De Waal y Luttrell (1988) encontraron, en dos especies de macacos
–el cola de oso (Macaca arctoides) y el rhesus– y en el chimpancé común, que esta
segunda posibilidad era, de hecho, la explicación más plausible de los resultados
obtenidos en dichos análisis.
De Waal y Luttrell (1988) encontraron, por otra parte, que los macacos estudiados
(tanto el cola de oso como el rhesus) y los chimpancés comunes diferían, no obstante, en
un tipo de sistema de reciprocidad que estos autores denominaron "sistema de revancha".
Cuando dos individuos intervienen en favor del otro en distintos conflictos (e.g., A
defiende a B contra C y, en otra ocasión, es B quién defiende a A contra Z) se habla de
reciprocidad positiva o beneficiosa. En contraste, dos individuos pueden intervenir en
contra del otro en diferentes conflictos, hablándose entonces de un sistema de
reciprocidad negativa o vengativa (e.g., A interviene en contra de B y a favor de C en un
conflicto, y en otro conflicto se observa que es B quién interviene en contra de A y a
favor de X). Puesto que este segundo sistema de reciprocidad, denominado "sistema de
revancha", sólo fue observado en el chimpancé común, De Waal y Luttrell (1988)
utilizaron este resultado como evidencia a favor de la tesis de que el chimpancé posee
capacidades cognitivas superiores a las de los otros primates no antropoides (incluyendo,
específicamente, los macacos). Hay que señalar, no obstante, que otros autores han
aplicado métodos cuantitativos muy similares a observaciones recogidas posteriormente
en la misma colonia de chimpancés que estudió De Waal (i.e., la del zoo holandés de
Arhnem), y han sido incapaces de obtener una repetición de los mismos resultados: ni los
machos, ni las hembras exhibían el sistema de revancha descrito por De Waal, es decir,
un sistema de reciprocidad en el que se intercambian conductas de intervención negativa
(Hemelrijk y Ek, 1991; Hemelrijk et al., 1991).

4) ¿Precursores del comportamiento moral? Ahora bien, cuál es la actitud del


individuo dominante que se enfrenta a un conflicto con un subordinado por el control de
un recurso. Gracias a su estatus social más privilegiado, uno anticiparía que lo más
esperable es que el dominante monopolizara el recurso sin prestar demasiada atención a
los intereses del subordinado y a los conflictos que esta decisión pudiera provocar en su
relación con él. De Waal (1986a, 1986d, 1987b, 1989a y 1989b) ha destacado, sin
embargo, que la relación de interdependencia entre todos los miembros de un grupo
constituye quizá una de las causas y consecuencias más importantes de la estrategia de
vivir en grupos estables, una estrategia que, por otra parte, ha resultado ser tan
adaptativa. Naturalmente, existe una gran variabilidad intra- e inter-específica en el grado

498
de dependencia social que se observa entre los miembros de un grupo (e.g., entre los
dominantes y los subordinados); por ejemplo, en el grado de verticalidad y despotismo
(versus horizontalidad e igualdad) que presentan las relaciones inter-individuales (e.g., De
Waal, 1987b, 1989a y 1989b, De Waal y Luttrell, 1988 y 1989). Un elevado porcentaje
de dicha variabilidad puede explicarse en función de factores filogenéticos y ecológicos
(véase De Waal, 1989a, Waal y Luttrell, 1989; Van Schaik, 1989, Van Hooff y Van
Schaik, 1992). En cualquier caso, lo cierto es que a mayor dependencia, se espera que
también sean mayores la tendencia hacia relaciones de equidad entre dominantes y
subordinados, y la probabilidad de que los dominantes (a) compartan los recursos con los
subordinados, (b) respeten a éstos si son ellos los que se encuentran en posesión del
recurso, y (c) les toleren en situaciones que, en especies no sociales, probablemente
provocarían agresiones y un aumento del espaciamiento social.
Hace más de tres décadas, el famoso pionero de la primatología, el británico Ronald
Hall, muerto accidentalmente a una edad temprana (1965), licenciado en leyes y
doctorado en psicología, escribió que los grupos de primates estaban organizados con
arreglo a un código social, y que su violación era una de las principales causas de la
agresión, la cual se dirigía predominantemente hacia los responsables de infringir las
normas del grupo (Hall, 1964). Otros autores han destacado también este papel
constructivo y cohesivo de la agresión (e.g., Bernstein y Gordon, 1974; Bernstein y
Ehardt, 1985). Boehm (1981) analizó las estrategias de interferencia que muestran los
machos alfa en diversas especies de primates (especialmente en macacos), cuando
intervienen en los conflictos dirigiendo conductas cuyo aparente propósito es interrumpir
la agresión (e.g., los ataques del agresor contra la víctima). En lugar de investigar su
función, que ha sido la aproximación tradicional, Boehm se centró en cambio en los
motivos que podían subyacer a las actuaciones de estos machos que desempeñaban el
papel de "animal control" (Bernstein, 1966, Bernstein y Sharpe, 1966). Entre éstos,
Boehm sugirió los siguientes: sentido de la reciprocidad, hostilidad hacia la fuente que
perturba el orden social, aprecio por la armonía social y sentido de la responsabilidad
social. Desde luego, estas distintas motivaciones no son mutuamente excluyentes, de
hecho, apunta Boehm, éstas estarían interrelacionadas. Kummer (1980) también rastreó
en el comportamiento de los primates no humanos la posible existencia de precursores de
los comportamientos morales observados en la especie humana. Entre las conductas
candidatas para merecer esta consideración, Kummer analizó el comportamiento de
intervención, en especial de las intervenciones en favor de las víctimas, el respeto de la
posesión de un subordinado, la "fidelidad" de los machos y de las hembras hacia sus
parejas sexuales "titulares" y las conductas de engaño. La conclusión de este autor fue
que las condiciones que favorecerían la evolución del comportamiento moral en los
primates no humanos no se han dado y, por tanto, no es posible identificar
comportamientos que desempeñen una función similar (i.e., que sean análogos) a los que
definen y distinguen el amplio repertorio de conductas morales presente en la especie
humana.
Hay otros autores que no comparten esta postura. Apoyándose en el principio,

499
ampliamente aceptado, de que existe una continuidad evolutiva entre todos los
organismos, De Waal (1991c) ha analizado la posibilidad de identificar en el
comportamiento de los primates (i.e., los parientes más próximos de la especie humana)
precursores y análogos de los sistemas de justicia que se observan en nuestra especie. El
estudio de las interacciones sociales en los primates pone de manifiesto la existencia de
patrones de regularidad muy bien definidos. Gracias a ellos, los individuos involucrados
en una interacción agonística, y los observadores (tanto humanos como no humanos),
son capaces de predecir y anticipar la conducta de los antagonistas y de otros
compañeros no implicados. Como señala De Waal, los individuos parecen actuar como si
fueran capaces de responder a estos patrones de regularidad que se detectan en las
interacciones sociales, y poseyeran un sentido de cómo debería comportarse cada
individuo en los distintos contextos. De acuerdo con ese sentido de la regularidad,
cuando las expectativas no se confirman (i.e., cuando se viola el código social), los
individuos deberían mostrar respuestas que fueran análogas a las de sorpresa,
indignación, protesta, etc., que se observan en la especie humana en situaciones
similares. De Waal (1991c) define este sentido, que considera precursor del sentido de
justicia observado en la especie humana, como: "una serie de expectativas acerca de la
manera en que uno mismo (u otros) debería ser tratado y de cómo deberían dividirse los
recursos, cualquier desviación de dichas expectativas en perjuicio de uno mismo (o de
otros) evoca una reacción negativa, la más común de ellas es la protesta en los individuos
subordinados y el castigo en los individuos dominantes" (p. 336).
De Waal (1991 c) distingue también entre reglas descriptivas y reglas preceptivas, en
función del papel que desempeña el aprendizaje social en la operación y desarrollo de
cada una de ellas. Según De Waal, una regla preceptiva emerge cuando los miembros de
un grupo aprenden a reconocer las contingencias entre su propia conducta y la conducta
de los demás, y a actuar de un modo que minimiza las consecuencias negativas. La
observación del comportamiento de un individuo que corre el riesgo de violar una de
estas reglas, o que acaba de hacerlo, así como de la respuesta del receptor, constituyen el
mejor testimonio de la conciencia que los individuos poseen de su existencia. De Waal
(1991c) describe varios ejemplos que evidencian el funcionamiento del código social en
los primates, la existencia de normas impuestas/controladas desde arriba (i.e., por los
dominantes) y desde abajo (i.e., por los subordinados), y los mecanismos que garantizan
su aplicación, por ejemplo, el castigo que reciben los transgresores que abusan de su
poder (si son dominantes) y el refuerzo que reciben los individuos cuyo comportamiento
se ajusta a las normas del código.
Algunas de las emociones, quizá a un nivel más básico, que subyacen al sentido de
la justicia en la especie humana pueden rastrearse, según De Waal (1991c), en ciertos
comportamientos observados en los primates. De Waal se refiere concretamente al
comportamiento agresivo que muestran los chimpancés cuando un individuo viola la regla
de reciprocidad en la compartición de comida con un compañero (De Waal, 1989c), al
sistema de revancha también observado en los chimpancés (vide supra), que refuerza
negativamente el abuso de poder en los dominantes, y al comportamiento agresivo que

500
exhiben los macacos rhesus hacia los miembros inmaduros de su familia, el cual
contribuye, según Bernstein y Ehardt (1986a y 1986b), a enseñar la naturaleza del código
social a las víctimas. Este tipo de comportamientos agresivos que contribuyen a equilibrar
la distribución del poder (y sus privilegios) en las relaciones sociales, a mantener el orden
y la cohesión de los grupos y a educar a los individuos jóvenes en el funcionamiento del
código social han sido denominados comportamientos de agresión moralizadora por De
Waal (1991c; véase también De Waal, 1992c).

10.2.3. Mecanismos fisiológicos

Entre las conductas que se han incluido bajo la categoría causal de Tensión (C1) se
encuentran dos acciones que el sujeto dirige hacia sí mismo: autoespulgarse y rascarse.
La interpretación más común es que estas conductas constituyen ejemplos de actividades
de desplazamiento. Aunque originalmente las actividades de desplazamiento fueron
interpretadas como conductas alóctonas provocadas por estímulos o situaciones atípicas,
de ahí la expresión de que eran actividades que ocurrían "fuera de contexto", la postura
más aceptada en la actualidad ha variado sustancialmente, si bien persiste una cierta
pluralidad de interpretaciones (revisión: McFarland, 1993; Gómez y Colmenares, 1994).
De acuerdo con una de las interpretaciones más aceptadas, las actividades de
desplazamiento son conductas autóctonas, es decir, provocadas por la presencia de sus
estímulos causales típicos (que son generados por situaciones de estrés, de conflicto
motivacional, de indecisión, etc.) y controladas por su sistema motivacional habitual que,
bajo esas condiciones, adquiere prioridad dentro del espacio motivacional total, debido,
quizá, a procesos de desinhibición (i.e., cuando dos o más sistemas motivacionales que
son incompatibles se encuentran igualmente activados, éstos se inhiben mutuamente y,
como consecuencia de ello, el siguiente sistema motivacional más activado queda
desinhibido y toma el control del comportamiento). En el caso concreto de los primates,
la evidencia empírica recogida en diversos estudios indica que las conductas de rascarse y
de autoespulgarse con frecuencia ocurren en situaciones de incertidumbre y de conflicto
social, las cuales generan procesos internos (fisiológicos, motivacionales, emocionales y
cognitivos) bautizados con términos como estrés, ansiedad, tensión, conflicto,
expectativas, etc., (revisión: Maestripieri, Schino, Aureli y Troisi, 1992; Spruijt, Van
Hooff y Gispen, 1992; véase también Aureli y Van Schaik, 1991b; Pavani, Maestripieri,
Schino, Turillazzi y Scucchi, 1991; Maestripieri, 1993). No obstante, la evidencia que
relaciona la exhibición de estas conductas con la existencia de estados internos de
ansiedad o de incertidumbre en el individuo (e.g., medidos a través de sus indicadores
fisiológicos, como la elevación de la frecuencia cardíaca, de la presión sanguínea y de los
niveles de catecolaminas y de corticosteroides en plasma) es hoy por hoy sólo
circunstancial. Existen en cambio algunos datos farmacológicos que sustancian la
hipótesis de que las actividades de desplazamiento mencionadas pueden estar mediadas
por un incremento de la actividad del sistema nervioso autónomo. Por ejemplo, la

501
estimulación eléctrica y farmacológica del núcleo coeruleus induce la conducta de
rascarse; el tratamiento con el compuesto anxiogénico ß-CCE también incrementa la
frecuencia de dicha conducta. Por el contrario, la administración de la droga anxiolítica
lorazepam reduce la frecuencia de rascarse (véase Maestripieri et al., 1992).
Las conductas de barrer, sacudir ramas, etc., también son provocadas por conflictos
sociales; no obstante, éste parece ser el único contexto que las provoca y, por
consiguiente, no pueden considerarse actividades de desplazamiento.
Los estudios sobre la organización temporal (i.e., estructura secuencial) de los
comportamientos de espulgamiento social indican que uno de los contextos en los que
éstos tienden a ocurrir es después de un episodio de intensa actividad, provocada por la
presencia de estímulos estresantes (factores exteroceptivos), que ha causado, entre otros
efectos, una alteración de la condición del pelo y de la piel, y un aumento de la
temperatura corporal. Las respuestas de alerta y de activación ante situaciones de estrés
(y de novedad) que preceden al espulgamiento (y otras conductas de cuidado de la
superficie corporal) están mediadas por la actividad (a) del eje hipotálamo-hipófisis-
corteza adrenal (e.g., liberación de CRH del hipotálamo, liberación de ACTH de la
hipófisis, y liberación de glucocorticoides de la corteza adrenal), y (b) de los sistemas de
opiáceos endógenos (e.g., liberación de ß-endorfinas de la hipófisis); (véase Kaplan,
1986; Sapolsky, 1992; Spruijt, Van Hooff y Gispen, 1992). Cuando estos sistemas de
control de la conducta se desactivan (e.g., por la desaparición de los estímulos
estresantes, porque la situación deja de percibirse como estresante, etc.), se produce una
desinhibición del espulgamiento, el cual (a) indica la terminación del estado de activación
y, según la hipótesis del "dearousal" (véase Spruijt, Van Hooff y Gispen, 1992), (b)
contribuye a la inhibición de otros sistemas conductuales antagónicos (e.g., la agresión).

10.3. Función

En teoría, los etólogos sólo están interesados por la función biológica de la conducta,
es decir, por las consecuencias o efectos beneficiosos que la realización de un
comportamiento tiene (o puede tener) sobre la eficacia biológica del(os) individuo(s)
implicado(s) (i.e., sobre su éxito en la supervivencia y la reproducción); esta es la
concepción "blanda" de función biológica de un comportamiento (Hinde, 1975). En la
práctica, sin embargo, muchos etólogos se interesan también, o incluso principalmente,
por los efectos que tiene el comportamiento a nivel social/conductual y a nivel fisiológico.
Hay tres buenas razones para explicar esta ampliación del campo de interés de los
etólogos al estudio de las consecuencias inmediatas versus últimas. En primer lugar, el
estudio del nivel de las causas y consecuencias inmediatas o proximales del
comportamiento siempre ha sido uno de los pilares irrenunciables sobre los que se ha
apoyado la aproximación etológica. En segundo lugar, las hipótesis que aluden a las
consecuencias sociales y fisiológicas del comportamiento son, en general, más fáciles de
comprobar que las que plantean efectos a mucho más largo plazo, como es el caso de las

502
hipótesis sobre la función biológica. Además, aun cuando seamos capaces de demostrar
un efecto inmediato a nivel reproductivo, no hay que olvidar que la selección natural
actúa sobre el ciclo vital completo del individuo y sólo puede hacerlo si (a) los individuos
de una población difieren entre sí en la frecuencia con que realizan las estrategias que
confieren efectos beneficiosos a nivel reproductivo y, estrictamente hablando, si (b) estas
diferencias (fenotípicas) en el comportamiento de los distintos individuos son el resultado
de diferencias a nivel genético (véase Hinde, 1975; Endler, 1986; revisión: Colmenares,
en preparación b: Capítulo 6). De hecho, la concepción "dura" de función biológica
requiere que al menos se verifique la condición a (véase Hinde, 1975). Por último, la
comprensión de la función de una estrategia será más completa si es posible obtener
evidencia de sus efectos beneficiosos, y mutuamente compatibles, en los diferentes
niveles de organización que integran el sistema. Es decir, si conocemos lo que ocurre en
los distintos niveles implicados y articulamos un modelo explicativo integrador.
En este apartado, por tanto, se va a analizar la función examinando tres (de los
varios) niveles en los que pueden operar las consecuencias de las estrategias que los
individuos emplean durante los conflictos sociales: el nivel social, el nivel fisiológico y el
nivel reproductivo. La pregunta general que se aborda en este apartado es la siguiente:
¿Por qué los individuos "deciden" emplear estrategias alternativas en función, por
ejemplo, de su identidad y de la identidad de los otros participantes? Recordemos que la
respuesta a esta cuestión funcional (y no causal) debe ser construida en términos de:
porque (y no para que) los efectos esperables a nivel social, fisiológico y/o reproductivo,
son, en promedio, beneficiosos y, además, (y esta es una condición necesaria) actúan en
un sistema de retroalimentación ('feedback'). Esto significa que las consecuencias
anticipadas por el "programa" que controla la conducta del individuo, y que goza de un
grado variable de apertura –y, por tanto, es permeable a la experiencia (del pasado) y al
procesamiento inteligente de la información (del presente)–, también pueden actuar como
factores causales en la elección de las diferentes estrategias que se exhiben durante el
conflicto.

103.1. Nivel social

• Conductas de tensión: ¿actividades de desplazamiento? Si las conductas de


rascarse y autoespulgarse constituyen actividades de desplazamiento cuando ocurren en
contextos sociales que inducen estrés y conflicto, debemos asumir, de acuerdo con la
definición clásica, que, en estos contextos, su función normal (e.g., el cuidado de la
piel/pelo en el caso de los comportamientos de rascarse y de autoespulgarse) ha
desaparecido o ha pasado a desempeñar un papel secundario. De ahí la expresión de que
las actividades de desplazamiento son conductas que se han divorciado, o emancipado,
de su función original, y han adquirido nuevas funciones a través de procesos como la
ritualización o la formalización (véase Smith, 1977). ¿Cuáles podrían ser esas funciones?
Se pueden proponer dos categorías generales: las consecuencias que actúan a nivel del

503
individuo (e.g., de su estado fisiológico) y las consecuencias que operan a nivel social
(i.e., sirven una función de comunicación entre los miembros del grupo). Así, estas
actividades de desplazamiento podrían contribuir a reducir o aliviar el estrés y tensión
intra-individual generados por un conflicto social con un congénere (Maestripieri et al.,
1992; Spruijt et al., 1992). Por otra parte, en el plano social, las actividades de
desplazamiento podrían ser empleadas por un individuo para transmitir información
honesta a su(s) rival(es) acerca de su estado interno y de la conducta que, en
consecuencia, es más probable que realice a continuación, o, alternativamente, podrían
transmitir información engañosa acerca de sus verdaderas intenciones y posibilidades
conductuales en etapas posteriores del episodio de interacción (véase Dawkins y Krebs,
1978, Krebs y Dawkins, 1984, Krebs, 1991). Esta última función de comunicación social
también sería aplicable a otras conductas como barrer, sacudir ramas y otros objetos, que
son exclusivas de los contextos de tensión y conflicto social. Quizá, como ha señalado
Hinde (1981 y 1985), la selección natural haya favorecido la evolución de señales que
poseen un grado óptimo de ambigüedad (i.e., proporcionan ciertas claves al receptor,
pero no desvelan completamente las posibilidades/intenciones reales del emisor).

• Reciprocidad e intercambio de servicios. Espulgar a un individuo, o compartir


comida con él, son dos conductas que pueden traer buenas consecuencias en el futuro
inmediato. Seyfarth y Cheney (1984) encontraron, en el mono tota, que un individuo
atendía durante más tiempo a la llamada de socorro de un compañero (grabada en una
cinta y reproducida por los investigadores) si éste individuo le había espulgado
recientemente. Este efecto sólo fue significativo entre individuos no emparentados.
Hemelrijk (1994) llevó a cabo una serie de experimentos para comprobar la validez de la
relación causal hipotetizada por Seyfarth y Cheney entre espulgar a un individuo y, a
cambio, recibir ayuda de él en una situación de conflicto. En sus experimentos, realizados
con macacos cangrejeros, Hemelrijk (op. cit.) formó grupos de tres hembras adultas
(i.e., tríadas) e indujo artificialmente las conductas de espulgamiento y las de agresión.
Los resultados de los análisis confirmaron la hipótesis de Seyfarth y Cheney (i.e., B es
más probable que apoye a A en un conflicto de éste contra un tercer individuo C, si antes
del conflicto A ha espulgado a B). Hay que señalar, no obstante, que los experimentos de
Hemelrijk presentan tres problemas importantes: el procedimiento empleado para inducir
el espulgamiento fue muy artificial, el uso de tríadas impidió comprobar la hipótesis
alternativa de que, tras un espulgamiento, el individuo espulgado muestra una tendencia
general en lugar de específica de intervenir en apoyo de cualquier agresor (no sólo de su
espulgador) y, por último, las conductas de apoyo estudiadas por Hemelrijk no fueron
solicitadas y se producían en favor del agresor (y no de la víctima). Smuts (1985) halló,
en el babuino cinocéfalo oliváceo (Papio cynocephalus anubis), que las hembras
preferían copular con aquellos machos que habían mostrado una mayor actividad en la
protección de ellas y de sus crías (véase también Strum, 1987). De Waal (1989c)
encontró, en un grupo de chimpancés comunes, que los individuos compartían la comida
con los compañeros que se habían mostrado dispuestos a compartirla con ellos en el

504
mismo día. Este resultado continuó siendo estadísticamente significativo aun después de
controlar variables como la proximidad espacial y el estatus de dominancia. De Waal
observó también que la probabilidad de que un individuo compartiera la comida con un
compañero aumentaba de forma significativa si éste le había espulgado antes durante ese
mismo día. Asimismo, los individuos que se habían mostrado poco generosos en la
compartición de su comida, fueron objeto de una mayor frecuencia de agresiones cuando
ellos intentaron compartir la comida de otros (De Waal, 1992c; recuérdese que este autor
denominó "agresión moralizadora" a este tipo de agresiones; vide supra: apartado
10.2.2).
Estos estudios demuestran, por consiguiente, una relación causal entre cuatro
servicios importantes en la vida social de los primates: la ayuda en los conflictos, el
espulgamiento, la compartición de la comida y el sexo. La reciprocidad existente en el
intercambio de estos servicios evita que los beneficios se acumulen sólo en unos pocos
individuos (es decir, produce sociedades más igualitarias). La relación de reciprocidad
basada en el intercambio de una moneda distinta, por ejemplo, de espulgamiento por
ayuda en conflictos, de espulgamiento por comida (o por tolerancia en la explotación de
un recurso vital como el alimento o el agua), y de sexo por comida, se han descrito en
varias especies (De Waal, 1989a, 1989b, 1989c, 1992d y 1991b, De Waal y Luttrell,
1988; Cheney y Seyfarth, 1990a; Hemelrijk, 1990 y 1991, Hemelrijk y Ek, 1991,
Hemelrijk, Van Laere, Van Hooff, 1992). De estas relaciones de intercambio quizá la más
llamativa sea la que comprende, como moneda de la transacción, un servicio social
(sexo) a cambio de otro de naturaleza material (comida). Este tipo de relación de
intercambio ha sido observada de una forma clara sólo en el chimpancé bonobo (De
Waal, 1987a, 1988, 1990 y 1992d; Parish, 1994). De Waal (1987a) concluyó que la
función primaria de las interacciones sociosexuales y eróticas que los bonobos exhibían
en contextos de competición es la reducción de la tensión asociada a dicho contexto.
Como función secundaria, De Waal sugiere la de facilitar la tolerancia en torno al recurso
alimenticio explotado y su compartición (una hipótesis inicialmente sugerida por Kuroda
[1984], en un estudio de bonobos en libertad). Parish (1994) añade una tercera función,
aplicable al menos al caso particular de las interacciones de intercambio de sexo por
comida que observó entre las hembras del grupo de bonobos estudiado. Según Parish
(op. cit.), estas interacciones pueden facilitar el desarrollo de alianzas entre los
individuos, alianzas que confieren una ventaja a sus miembros en el acceso y control de
recursos disputados, a menudo a través del uso de coaliciones (véase también
Wrangham, 1993).

• Reconciliación. La hipótesis de la reconciliación postula dos predicciones


centrales: (a) que los individuos muestran una mayor tendencia a intercambiar conductas
amistosas poco después de un conflicto que en ausencia de dicho conflicto (i.e., relación
causal entre la agresión y la reconciliación); y (b) que la función de dichas conductas es
neutralizar y reparar los efectos negativos que haya podido ocasionar el conflicto sobre la
relación entre los antagonistas (i.e., relación causal entre la reconciliación y el

505
restablecimiento de la relación social pre-conflicto); (revisiones: De Waal, 1989b y 1993a;
Kappeler y Van Schaik, 1992; Cords, 1993). La hipótesis acerca de la función de la
reconciliación predice, a su vez, que, después de una interacción de reconciliación, los
antagonistas muestran: (i) una disminución en la probabilidad de que vuelvan a agredirse;
(ii) una recuperación de sus niveles de tolerancia pre-conflicto; y (iii) una reducción del
estrés.
El número de estudios y de especies en los que se ha sustanciado empíricamente la
primera predicción es relativamente elevado. La comprobación de la segunda predicción
tiene en cambio una historia más reciente, y ha sido abordada de forma experimental por
Cords (1992 y 1993, Cords y Aureli, 1993) en el macaco cangrejero. Esta autora diseñó
una serie de experimentos para determinar los efectos que tenía la reconciliación sobre el
restablecimiento de una relación social dañada por causa de un conflicto. Cords midió el
grado de tolerancia que exhibían sus sujetos en una situación en la que éstos tenían que
explotar un recurso (bebida) en estrecha proximidad (situación pre-conflicto). A
continuación, indujo conflictos de manera artificial (situación de conflicto), manipuló
experimentalmente la ocurrencia o ausencia de reconciliación (situación post-conflicto) y,
finalmente, analizó si la ocurrencia/ausencia de reconciliación influía en el
restablecimiento de la tolerancia entre los antagonistas cuando se les volvía a colocar en
condiciones similares a las de la situación pre-conflicto (situación post-reconciliación).
Los resultados, que fueron estadísticamente significativos, fueron coherentes con la
hipótesis sobre la función social de la reconciliación; en efecto, tras una reconciliación,
los antagonistas se toleraron antes y durante más tiempo en la situación de explotación de
un recurso, que en ausencia de reconciliación (predicción ii). Su tasa de agresión también
descendió (predicción i); de hecho, ésta y las dos medidas anteriores mostraron una
frecuencia similar a la observada en la situación pre-conflicto. En el estudio observacional
realizado por Aureli y colaboradores (1989) en otro grupo de la misma especie, también
se encontró que la reconciliación reducía la probabilidad de que la víctima fuera objeto
de nuevas agresiones por el agresor y por otros individuos no implicados (véase también
Aureli y Van Schaik, 1991b). Puesto que la redirección afecta positivamente a la
probabilidad de que ocurra reconciliación, Aureli y Van Schaik (1991a) han hipotetizado
que las víctimas podrían usar la redirección como un medio de lograr la reconciliación
con el agresor. De hecho, en este último estudio se demostró que la redirección cambiaba
especialmente la actitud del agresor con respecto a la víctima (e.g., la disposición a
aceptar la iniciativa de reconciliación de la víctima).

• El uso de crías (o hembras) en los conflictos entre machos: ¿explotación,


protección o cooperación? Una de las estrategias colaterales empleada por los machos
adultos de babuino cinocéfalo cuando se enfrentan entre sí consiste en dirigir conductas
de contacto físico amistoso hacia alguna hembra o hacia alguna cría (Strum, 1983 y
1984; Stein, 1984; Busse, 1984; Rivero y Colmenares, 1985). El uso de esta estrategia
parece reducir la probabilidad de que el macho que la emplea sea objeto de agresión por
su oponente. Esta función de inhibir la agresión de un rival parece ser el resultado de

506
cuatro procesos. (a) Gracias al efecto relajante provocado por el contacto físico, el
macho logra cambiar su estado emocional (de miedo y excitación) y con ello la asimetría
inicial del encuentro con su rival más poderoso; (b) el macho logra desviar la atención de
su rival hacia un nuevo estímulo; (c) el rival se muestra inhibido a atacar porque ello
provocaría una coalición contra él (sobre todo en el caso de que el tercer individuo no
implicado sea una cría y ésta chille en respuesta al ataque del rival); y (d) el rival se
muestra inhibido a atacar porque si lo hace (sobre todo en el caso de que el tercer
individuo no implicado sea una hembra) puede perder una "amiga" potencial (que de otro
modo le podría elegir en el futuro para copular). De acuerdo con estos efectos, y
teniendo en cuenta que los machos tienden a "usar" a crías (o hembras) con las que
tienen relaciones afiliativas estrechas, y a las que protegen en otros contextos, la hipótesis
más plausible sobre la función de esta estrategia colateral es la hipótesis de la
cooperación basada en una forma de reciprocidad diferida (i.e., en la interacción es el
macho adulto el que se beneficia de forma más inmediata; no obstante, el servicio que
proporciona la cría –o la hembra– será devuelto en el futuro, cuando el macho que las ha
"usado" las proteja cuando éstas se encuentren en peligro). Así, pues, esta hipótesis
parece más acertada que las hipótesis de la protección y de la explotación que fueron
propuestas por algunos autores durante los años ochenta (véase Colmenares, este
volumen: Capítulo 9).

• Estrategias de intervención. Las estrategias de protección que emplean los


interventores cuando intervienen en un conflicto agonístico en favor del individuo
perdedor son relativamente comunes en muchas especies de primates. Bernstein (1966,
véase también Bernstein y Sharpe, 1966) acuñó el término "papel control" para referirse
específicamente a la exhibición de esta conducta por parte del macho más dominante, en
grupos de monos capuchinos (Cebus albifrons) y de macacos rhesus. Desde entonces, el
número de estudios que han documentado este tipo de estrategia, quizá no tan restringida
a un único macho, ha sido notable (e.g., Fedigan, 1976;DeWaal 1977 y 1978b; Kurland,
1977; Watanabe, 1979; Boehm, 1981; Reinhardt et al., 1986; De Waal y Harcourt, 1992;
Watts 1995b). En una revisión sobre las estrategias de intervención en los macacos
rhesus y japonés realizada por Boehm (1981), este autor analiza con especial
detenimiento las intervenciones imparciales descritas en la literatura sobre estas dos
especies, destacando su función de interferir la conducta agresiva del agresor, sirviendo,
así, para mantener el control de las formas de agresión que pueden resultar más
disruptivas. Ehardt y Bernstein (1992) han propuesto la siguiente lista de funciones
sociales asociadas con la conducta de intervención agresiva de los machos adultos en
macacos y en babuinos cinocéfalos (véase también Kaplan, 1977 y 1978; Kurland, 1977;
Boehm, 1981; Strum, 1983 y 1984; Smuts, 1985):

a) Control de la agresión, cuando su intervención va dirigida contra los agresores y


a favor de las víctimas.

507
b) Reforzamiento de una alianza y consolidación de las relaciones de dominancia,
cuando su intervención se realiza en apoyo del agresor (i.e., del antagonista de
mayor estatus social).
c) Adquisición de un mayor estatus social y establecimiento de alianzas, también
cuando su intervención se realiza en apoyo del agresor.
d) Reducción de la tensión, cuando se redirige la agresión hacia un tercer individuo
no implicado, y de menor estatus social, que desempeña el papel de "chivo
expiatorio".
e) Formación y mantenimiento de relaciones con hembras adultas.
f) Socialización de los machos adolescentes, uno de cuyos efectos ontogenéticos
más importante consiste en la reducción de su participación en agresiones
intra-grupo a medida que maduran.

Las estrategias de intervención que protegen a la víctima de las agresiones de su


antagonista a veces comprenden la ejecución de conductas afiliativas por parte del
interventor (Colmenares y Rivero, 1984a, 1984b y 1986, Colmenares y Lázaro-Perea,
1994; Petit y Thierry, 1994a). Por ejemplo, el interventor puede abrazar, montar, agarrar
la grupa o saludar a la víctima y de ese modo producir diversos efectos: aliviar el estrés
de la víctima (i.e., consolación), fortalecer su relación con ella, e interferir la agresión del
otro antagonista. Además, frente a las estrategias de intervención agresiva, las
intervenciones no agonísticas no comprometen tanto la relación entre el interventor y el
antagonista de la víctima, y no suponen tanto riesgo para el interventor, puesto que es
menos probable que el antagonista dirija una contra-agresión hacia un interventor
pacífico.

• Adquisición y mantenimiento del estatus social. En varias especies de primates en


las que se han estudiado los mecanismos de adquisición y mantenimiento del estatus
social inter-familiar e intra-familiar entre las hembras se ha encontrado que, gracias a la
ayuda, más frecuente y efectiva, que reciben las hembras inmaduras de familias de alta
posición en comparación con las que pertenecen a familias de menor estatus, las primeras
"heredan" el estatus social privilegiado de sus familias, dominando no sólo a sus iguales
(en edad), si pertenecen a familias de estatus inferior, sino incluso a los individuos adultos
de dichas familias (vide supra: apartado 10.2.1). No obstante, la causa de este proceso
que favorece la estabilidad intergeneracional en el estatus social de las familias que
componen un grupo no debe atribuirse sólo al sistema de alianzas que existe entre los
miembros de la familia. En efecto, una de las mecanismos más importantes responsables
de que este proceso de "herencia" del estatus familiar continúe operando, incluso si el
tamaño de la familia es relativamente pequeño o después de que algunos de los aliados
más poderosos de la familia hayan fallecido, es la tendencia que muestran las hembras a
intervenir en apoyo de los individuos inmaduros que pertenecen a familias de alto estatus
cuando éstos se enfrentan a antagonistas de familias de menor estatus (vide supra).
Las intervenciones agonísticas en apoyo de un pariente desempeñan dos funciones

508
importantes: por una parte, (a) favorecen la elevación y el mantenimiento del estatus
social del beneficiario (con quién se comparten genes) y, por otra, (b) crean una alianza
con un miembro de la familia que, más adelante, puede contribuir al mantenimiento del
poder y del estatus social de dicha familia, interviniendo también en favor del antiguo
interventor (en un sistema de reciprocidad positiva a más largo plazo). Ahora bien, ¿qué
función pueden tener las intervenciones que realizan los individuos en favor de
antagonistas no emparentados de familia privilegiada frente a antagonistas igualmente no
emparentados pero de familia socialmente menos privilegiada? Ya hemos constatado que,
en lo que concierne al beneficiario de la intervención, los beneficios sociales son
importantes: adquirir y mantener un estatus social superior al de su rival. Sin embargo,
¿qué beneficio obtiene el interventor, cuyo estatus social en muchos casos puede incluso
ser inferior al de la familia del beneficiario de la intervención? Chapais (1991 y 1992) y
Pereira (1992) han analizado esta cuestión y han propuesto la siguiente respuesta.
Considérese el siguiente escenario: un grupo constituido por tres familias (matrilíneas)
denominadas, A, B, y C; cuyo orden en la jerarquía social fuera el siguiente, A>B>C.
Según estos autores, la estrategia de intervención observada, que se basa en la regla
"apoyar siempre al antagonista de familia más dominante, aunque sea al más subordinado
de los dos participantes", es en realidad la más beneficiosa tanto para el beneficiario
como para el interventor, ya que evita la aparición de alianzas puente ('bridging alliances',
Chapais, 1991 y 1992) y de alianzas revolucionarias ('revolutionary alliances', Chapais,
1991 y 1992). Una alianza puente es la que se forma entre dos individuos que
pertenecen a familias cuyo orden en la jerarquía social no es consecutivo (e.g., C1 y Al).
Para impedir este tipo de alianzas, que ponen en peligro la posición social de los
miembros de la familia que ocupa una posición intermedia (e.g., B1), éstos deben apoyar
a los individuos de la familia A en cualquier conflicto que tengan con miembros de la
familia C, y deben atacar a cualquier individuo de esta familia cuando éstos intenten
aliarse con los miembros de la familia A en contra de ellos. Una alianza revolucionaria
es la que se establece entre miembros de dos (o más) familias de estatus social bajo o
intermedio (e.g., Bl y C1) para desafiar a los miembros de una familia de estatus más
elevado (e.g., Al). De nuevo, la estrategia más adecuada que pueden emplear los
miembros de la familia A para impedir la emergencia de estas alianzas consiste en
intervenir siempre en favor de los antagonistas que pertenezcan a la familia de mayor
estatus en el conflicto (e.g., en favor de B1 y en contra de C1). En resumidas cuentas, la
estrategia de intervenir en favor del antagonista de la familia de mayor estatus social (en
conflictos inter-familiares en los que el interventor no está emparentado con los
antagonistas) tiene como función primaria –que beneficia al interventor– impedir las
alianzas puente y las alianzas revolucionarias, y tiene como resultado secundario –que
beneficia al receptor– asegurar la estabilidad que habitualmente se observa en las
relaciones jerárquicas inter-familiares en diversas especies de primates. De acuerdo con
esta hipótesis, las pautas de intervención que muestran los individuos no emparentados
en favor del antagonista de mejor familia (aunque sea de menor estatus social que su
oponente) pueden interpretarse mejor en términos de cooperación o mutualismo (en la

509
que los dos protagonistas, i.e., el interventor y el beneficiario, obtienen beneficios
inmediatos) que de altruismo recíproco (que implica un costo inmediato para el
interventor, un beneficio inmediato para el beneficiario y un beneficio diferido para el
interventor); (véase también Chapais et al., 1991 y 1994).
En varias especies de primates se ha observado que las hembras también intervienen
en los conflictos entre miembros de otras familias, en especial cuando éstas pertenecen a
una familia de menor estatus social (e.g., Chapais, 1992, Chapais et al., 1991 y 1994).
Por ejemplo, cuando dos hermanas se pelean, las hembras de otras familias a menudo
intervienen y lo hacen en favor de la más jóven de las dos antagonistas. Estas
intervenciones favorecen la adquisición y el mantenimiento de una relación de
dominancia entre las hermanas en la que la de mayor estatus resulta ser la de menor
edad. Asimismo, la hembra que aún no ha adquirido un estatus social superior al de su
hermana mayor despliega estrategias de intervención claramente oportunistas, cuando, en
un conflicto entre su hermana mayor y una hembra de otra familia, decide apoyar a la
oponente de su hermana, en lugar de a ésta última. Para la interventora, esta estrategia
tiene el efecto inmediato de contribuir a invertir el orden en la relación de dominancia que
mantiene con su hermana mayor.

10.3.2. Nivel fisiológico

• Reconciliación. La tercera predicción de la hipótesis acerca de la función de la


reconciliación sostiene que ésta produce una reducción del estrés o tensión (i.e., efectos
fisiológicos) en los individuos implicados (es decir, en los antagonistas). El etólogo Filippo
Aureli y sus colaboradores han analizado esta predicción en varios trabajos sobre la
reconciliación realizados en grupos de macacos cangrejeros cautivos y en libertad (Aureli
et al., 1989; Aureli y Van Schaik, 1991b, Aureli, 1992). Para obtener una medida
conductual del nivel de estrés al que estaban sometidos los individuos implicados, Aureli
recurrió al estudio cuantitativo de varios índices de comportamiento que se consideran
indicadores válidos de dicho estado fisiológico: las conductas de rascarse, de
autoespulgarse y de sacudir el cuerpo (vide supra: apartado 10.2.3). Aureli y
colaboradores (1989) encontraron que la reconciliación reducía la frecuencia de la
conducta de rascarse, que el perdedor (que supuestamente debía estar más estresado)
tomaba la iniciativa más a menudo que el ganador, y que las reconciliaciones fueron más
frecuentes tras episodios de agresión cuyo resultado hubiera sido ambiguo (en esas
ocasiones, la iniciativa fue tomada con igual probabilidad por cualquiera de los
antagonistas). En otro estudio, Aureli y Van Schaik (1991b) encontraron que las tres
actividades indicativas de la tensión individual provocada por un conflicto agonístico, es
decir, rascarse, autoespulgarse y sacudir el cuerpo, disminuían su frecuencia más
rápidamente después de una reconciliación (y también, aunque en menor medida,
después de una redirección) que en ausencia de ella(s).
El espulgamiento, como forma más íntima de contacto físico afiliativo, es un

510
conducta frecuentemente incorporada a diversas estrategias directas y colaterales que
tanto los antagonistas como los interventores emplean durante situaciones de conflicto
social. Se ha demostrado que el espulgamiento produce diversos efectos fisiológicos. Por
ejemplo, el espulgamiento social activa la síntesis de ß-endorfinas centrales (Keverne,
1992). Dichos opiáceos de origen endógeno, que tienen un efecto analgésico, están
implicados en un sistema de recompensa que sirve de soporte a los procesos de
vinculación social en los primates (véase también Sapolsky, 1992). Lo más probable es
que los efectos relajantes y tranquilizantes que obtienen tanto el espulgador como el
espulgado, y que están mediados por la activación de los sistemas neuroquímicos
mencionados, hayan contribuido a las funciones sociales que el espulgamiento ha
adquirido en la evolución. Su uso estratégico en la reconciliación, en la petición de ayuda
y en el establecimiento y regulación de los sistemas de reciprocidad que caracterizan las
relaciones sociales en los primates constituye un testimonio de las funciones no higiénicas
que desempeña el espulgamiento (véase Dunbar, 1991; Spruijt, VanHooff y Gispen,
1992), las cuales han debido de ser co-optadas durante la evolución. Keverne (1992) ha
sugerido, asimismo, que la función de vinculación que promueve el espulgamiento
probablemente fue seleccionada inicialmente durante el desarrollo del vínculo entre la
madre y su cría (no sólo en los primates sino también en otras especies de mamíferos).
En etapas posteriores de la ontogenia, el mismo mecanismo, tanto neuroquímico como
social, debió ser aprovechado para establecer y regular las relaciones sociales entre
individuos adultos.

10.3.3. Nivel reproductivo

Los conflictos interpersonales (tanto agonísticos como no agonísticos) generan una


serie de estresores psicosociales (i.e., factores causantes de estrés) como son los estados
de angustia, de ansiedad, de incertidumbre, de impredecibilidad y, en una palabra, de
falta de control sobre el medio, los cuales provocan una respuesta fisiológica muy bien
definida (i.e., la respuesta del estrés). La activación del eje hipotálamo-hipófisis-
adrenales en respuesta a una situación estresante tiene efectos muy importantes sobre la
función gonadal y sobre la función inmune (e.g., Sapolsky, 1992 y 1993; Kaplan, 1986).
Se produce, por ejemplo, una elevación de la secreción (a) de hormona liberadora de
hormona corticotropa (CRH) en el hipotálamo, (b) de hormona adrenocorticotropa
(ACTH) y de ß-endorfinas en la adenohipófisis o pituitaria anterior, y (c) de
glucocorticoides (de cortisol, que en el caso de los primates se denomina hidrocortisona)
en la corteza adrenal. La activación de este eje tiene un efecto inhibidor sobre el sistema
que regula la función reproductiva, constituido por el eje hipotálamo-hipófisis-gónadas,
y sobre el sistema inmunitario. Así, la secreción de hormona liberadora de
gonadotropinas (GnRH) en el hipotálamo es inhibida por las ß-endorfinas hipofisarias y
por la hormona hipotalámica liberadora de hormona corticotropa (CRH). La
responsividad de la adenohipófisis a la GnRH, que normalmente induce la secreción de

511
hormona luteinizante (LH) y de hormona estimulante del folículo (FSH), es reducida por
los glucocorticoides adrenales. Estos inhiben también la sensibilidad del ovario y de los
testículos a la LH hipofisaria; estos dos últimos efectos, es decir, la llegada de menor
cantidad de FSH y de LH a las gónadas, y la disminución de la sensibilidad de éstas a la
presencia de LH, son responsables de la reducción que se observa en la producción de
estrógeno y de progesterona en el ovario, y de testosterona en los testículos. La
consecuencia última de esta cascada de efectos fisiológicos es que la hembra y el macho
pueden sufrir, a causa de este déficit de hormonas gonadales, una supresión parcial o
total de la oogénesis (ovulación) y de la espermatogénesis, es decir, de los procesos de
producción de los gametos necesarios para llevar a cabo la reproducción. En cuanto al
sistema inmunitario, parece que los glucocorticoides adrenales también tienen un efecto
inhibitorio sobre la producción y actividad de los linfocitos (véase Sapolsky, 1992).
Hay que suponer, por tanto, que estrategias de comportamiento como la
reconciliación o la consolación, que, a nivel fisiológico. producen una reducción de la
ansiedad y del estrés, pueden desempeñar una función importante al mitigar las
consecuencias negativas que la agresión provoca sobre esos dos sistemas fisiológicos de
tanta importancia para la reproducción y la supervivencia, respectivamente. Por ejemplo,
la reconciliación y la consolación podrían aliviar el estrés, reduciendo, en intensidad y en
duración, los efectos nocivos que dicho estado tiene sobre la condición fisiológica que
requiere un individuo para poder reproducirse con éxito, y para recuperarse de cualquier
herida o accidente sufrido durante el conflicto. A esta reducción del estrés, y de sus
secuelas, también podrían contribuir las estrategias no agonísticas de negociación, en las
que el individuo mantiene bajo control los niveles de tensión, a través del intercambio de
conductas que incrementan la cantidad de información disponible para predecir la
conducta de un antagonista (o de un individuo no implicado) y para tomar una decisión
(e.g., Colmenares, 1991a).

10.4. Evolución

El etólogo interesado por el porqué de la evolución o filogenia del comportamiento


recurre al estudio comparativo de distintas especies, de diferentes poblaciones de la
misma especie, y de distintos individuos de una misma población. Timberlake (1993),
desarrollando una idea avanzada por Hailman (1976), distingue cuatro tipos de
comparaciones que se basan en la consideración de dos dimensiones: el grado de afinidad
ecológica y el grado de afinidad (filo)genética entre los organismos comparados. La
aproximación comparativa que se adoptará en este apartado para examinar la evolución o
filogenia de las estrategias de interacción que muestran los primates en situaciones de
conflicto interpersonal va a ser de carácter general, abordando, de un modo algo
superficial, los cuatro tipos de comparaciones definidas por Timberlake: las
protoevolutivas, las ecológicas, las microevolutivas y, por último, las filogenéticas. El
objetivo principal de esta sección es doble; por una parte, resaltar la diversidad de

512
estrategias existentes, por otra, identificar la existencia de estrategias comunes, al menos
a nivel funcional, entre distintas especies. Una tercera y última cuestión de interés
evolutivo y al mismo tiempo ontogenético que se va a explorar aquí será la siguiente: ¿las
diferencias entre especies que se han observado en el uso de determinadas estrategias de
comportamiento constituyen adquisiciones filogenéticas rígidas o, por el contrario,
pueden ser modificadas manipulando el medio de socialización durante la ontogenia?

• Estrategias agonísticas. Desde luego, una de las estrategias de interacción que se


observan con mayor frecuencia durante los conflictos sociales es el comportamiento
agonístico (i.e., agresión y sumisión). Las especies de primates muestran una elevada
variabilidad interespecífica en el repertorio de conductas y de respuestas exhibidas
durante los episodios de conflicto agonístico, así como en la frecuencia con que las
distintas clases de edad y sexo hacen uso de ellas. Bernstein, Williams y Ramsay (1983)
realizaron un estudio comparativo de las conductas agresivas observadas en cinco
especies de monos del Viejo Mundo: los macacos rhesus, cola de oso, cola de cerdo y
negro, y el mangabey. En las cinco especies se observó que la mayoría (hasta un 75%)
de las conductas agresivas empleadas por los individuos capaces de infligir las heridas
más serias (i.e., los machos adultos) comprendían formas de agresión sin contacto. Los
machos respondían a menudo con agresión cuando eran atacados, y también usaban con
frecuencia la redirección de la agresión. Comparando los tipos de respuesta que muestran
los machos y las hembras adolescentes a la agresión, se observa que los primeros tienden
a redirigirla contra terceros individuos, mientras que las hembras tienden a solicitar ayuda
o a exhibir respuestas de sumisión. Los autores señalan que, a pesar de la existencia de
ciertos mecanismos generales que son comunes a las cinco especies, por ejemplo, la
reducida tasa de agresiones con contacto físico mostrada por los machos adultos, existió
una gran variabilidad incluso entre los grupos de la misma especie en distintos momentos
de su historia.
Thierry (1985) realizó un estudio comparativo de las pautas de agresión observadas
en tres especies de macacos: el rhesus, el cangrejero y el tonkeana. A la vista de los
resultados obtenidos en sus análisis, Thierry postuló la existencia de una relación inversa
entre la intensidad de la agresión y la simetría de las conductas exhibidas durante los
episodios agresivos (i.e., patrón unidireccional versus bidireccional). Por ejemplo, los
macacos rhesus utilizaban conductas agresivas de alta intensidad, como el mordisco o el
contacto físico agresivo, relativamente más a menudo que los macacos tonkeana.
Asimismo, los macacos rhesus respondían a las conductas agresivas con señales de
sumisión (incluyendo el escape), mientras que los receptores de una agresión en los
macacos tonkeana respondían a menudo con una contra-agresión. Al igual que Bernstein
y colaboradores (1983), Thierry (1985) se muestra cauteloso a la hora de plantear que
las diferencias observadas entre grupos de distintas especies puedan elevarse a la
categoría de diferencias específicas de especie, hasta que no se hagan más estudios de la
misma especie bajo un abanico más amplio de diferentes condiciones (véase también
Thierry, 1986b).

513
Kaplan (1987) comparó la frecuencia de diversas pautas de conducta amistosa (e.g.,
espulgamiento y asociación espacial) y agonística (tanto en interacciones díadicas como
triádicas) en tres especies de primates pertenecientes a las tribus Cercopithecini (que
comprende las especies del género Cercopithecus, el mono patas, el mono talapoín
[Miopithecus talapoin] y el mono de Allen) y Papionini (que comprende los macacos
[Macaca spp.], los babuinos -incluyendo el mandril [Mandrillus sphinx] y el dril
[Mandrillus leucophaeus], el gelada [Theropithecus gelada] y el mangabey). (Es
preciso señalar que, en realidad, el análisis comparativo entre las dos tribus se basa
principalmente en el estudio de dos grupos por tribu; además, los datos correspondientes
a la primera tribu proceden de dos especies distintas [mono patas y mono tota], mientras
que los de la segunda tribu se obtienen de una única especie [macaco rhesus]. A estos
datos, Kaplan añade resultados descritos en otros trabajos publicados en la literatura.)
Uno de los contrastes más significativos que Kaplan (op. cit.) identifica entre las dos
tribus se refiere a la carencia de un repertorio de señales ritualizadas de agresión/sumisión
entre los Cercopitecinos que les permita establecer relaciones sociales asimétricas
definidas de dominancia/subordinación en los grupos. Lo opuesto ocurre en la tribu de
los Papioninos. A pesar de la heterogeneidad y de las limitaciones de los datos empleados
en los análisis, Kaplan (1987) concluye su estudio comparativo postulando la existencia
de diferencias filogenéticas (i.e., específicas de grupo taxonómico) en pautas de
comportamiento social y de temperamento entre los miembros de ambas tribus y
apuntando que algunas de estas diferencias pueden reflejar diferencias inter-específicas
en las respuestas fisiológicas a estresores psico-sociales (véase revisión: Kaplan, 1986).
De Waal y sus colaboradores han emprendido un programa sistemático de investiga-
ción dirigido al estudio de parámetros de comportamiento social más finos que los
habituales, que permitan identificar y explicar diferencias y semejanzas entre las especies
en las estrategias exhibidas durante situaciones de competición (De Waal, 1989a y 1989b;
véase también De Waal y Luttrell, 1989). Entre ellos se encuentran: el estilo de
dominación observado en las relaciones interindividuales (que varía desde despótico a
indulgente en el dominante y desde aterrorizado a relajado en el subordinado), el grado
de competitividad puesto de manifiesto en situaciones de competición por un recurso
(e.g., grado de tolerancia y de respeto hacia las posesiones de un antagonista), y la
diversidad de mecanismos reguladores de la tensión social disponibles (e.g., conductas
de reconciliación, de apaciguamiento y de tranquilización). A continuación se describirán
algunas de las semejanzas y diferencias observadas en diversas especies en relación con
los parámetros mencionados (véase también Bernstein et al., 1983; Thierry, 1985 y
1986b; Kaplan, 1987).

• Estrategias de intervención. La tasa de intervención en conflictos agonísticos


varía mucho de unas especies a otras. Quizá uno de los valores más altos que se han
descrito hasta la fecha es el que encontraron Ren y sus colaboradores (1991) en dos
harenes de langur de nariz chata (Rhinopithecus rosellanae). Estos autores observaron
que los machos adultos intervenían en el 93% de los conflictos agresivos entre sus

514
hembras, y relacionaron dicha tasa con el tipo de estructura social de la especie. En el
babuino hamadríade, otra especie con estructura social de harén, la tasa de
intervenciones de los machos líderes también presenta valores relativamente altos en
comparación con lo que ocurre en las otras especies de babuinos cuya organización social
incluye varios machos y varias hembras (en lugar de harenes) (Colmenares [obs. pers.]).
Quizá la integridad de un harén y la fidelidad de sus hembras, dos características que
pueden influir de forma significativa en la carrera reproductiva del macho líder, dependen
en gran medida y más directamente de la conducta de intervención que éste pueda
exhibir (Colmenares, 1990a). Watanabe (1979) encontró, en el macaco japonés, una tasa
de intervenciones del orden del 10%. Aunque en la mayoría de los casos no se han
presentado datos cuantitativos concretos al respecto, en la mayor parte de las otras
especies de primates estudiadas se han encontrado valores similares o inferiores a éste.
Por ejemplo, Petit y Thierry (1994a) encontraron, en el macaco tonkeana, que la tasa de
intervenciones en conflictos agonísticos fue del orden del 17%.
En varias especies de primates del Viejo Mundo, por ejemplo, en los macacos y en
los babuinos cinocéfalos, se ha observado que las hembras presentan una mayor
frecuencia de intervenciones en conflictos agonísticos intra-grupo que los machos
(revisión: Ehardt y Bernstein, 1992). Algunos autores han relacionado esta diferencia
sexual con el hecho de que en estas especies la organización social es de tipo matrilineal,
presentando filopatría femenina. De hecho, la decisión de las hembras de intervenir en un
conflicto está determinada, en estas especies, principalmente por el factor parentesco
(i.e., la relación de parentesco con los antagonistas), mientras que la decisión de los
machos depende principalmente del factor estatus social (i.e., su posición social en
relación con la de los participantes en el conflicto en el que se puede intervenir). Este
patrón sexodimórfico también se ha observado en el chimpancé común (De Waal, 1978a
y 1984a), que, aunque es una especie con filopatría masculina, presenta, no obstante,
una jerarquización social importante entre los machos y ausente entre las hembras. Como
consecuencia de ello, en varias especies se observa una mayor tendencia en los machos
que en las hembras a intervenir en apoyo del agresor, mientras que se registra el patrón
inverso en el caso de las intervenciones en defensa de las víctimas.
En al menos 11 especies de primates del Viejo Mundo pertenecientes a la subfamilia
de los Cercopitecinos, que presentan filopatría femenina, y que se han estudiado con
mayor detenimiento, se ha encontrado que el estatus social de la madre en particular y de
la familia en general afectan de un modo predecible a las relaciones de dominancia de sus
parientes (e.g., de los miembros de la matrilínea). Entre estas especies se encuentran: los
babuinos chacma, oliva y amarillo, el gelada, los macacos de gibraltar (Macaca
sylvanus), rhesus, japonés, cangrejero, bonnet (Macaca radiata), cola de oso, y cola de
cerdo, y los monos tota (revisiones: Chapais, 1992; Lee y Johnson, 1992; Pereira, 1992).
En muchos casos, todos los miembros de cada familia poseen un estatus social
superior/inferior a todos los miembros de las otras familias, siendo posible la
identificación de un orden jerárquico inter-familiar (i.e., regla de la "herencia" del estatus
social familiar). En muchas ocasiones también, las madres retienen una posición

515
dominante sobre todas sus hijas durante la totalidad de su ciclo vital (i.e., regla del
estatus social intra-familiar que implica a madres e hijas). Por último, en varias especies
se ha encontrado que dentro de la familia, las hermanas exhiben un estatus social que
sigue un orden inverso al de su edad (i.e., regla del estatus social intra-familiar que
implica a las hermanas). Este efecto tan potente del parentesco sobre las relaciones de
dominancia inter-familiar e intra-familiar es el resultado de las estrategias de intervención
que se observan en los grupos de primates. En efecto, las hembras emparentadas tienden
a apoyarse y a protegerse cuando alguna de sus parientes se encuentra implicada en un
conflicto social; en otras palabras, las hembras emparentadas suelen desarrollar alianzas
estables y duraderas. Por otra parte, también es preciso subrayar que, en determinados
grupos o en determinadas especies, algunas de estas reglas del estatus social pueden no
cumplirse, debido principalmente a la existencia de procesos demográficos que alteran las
condiciones bajo las cuales su operación es posible; por ejemplo, cuando no se dispone
del suficiente número de parientes que puedan actuar como aliados (revisiones: Datta,
1989 y 1992). Las reglas del estatus social mencionadas no son aplicables a las relaciones
de dominancia entre los machos inmaduros (revisiones: Pereira, 1992; Lee y Johnson,
1992). Pereira (1992), en particular, ha enfatizado que este fenómeno puede atribuirse a
la existencia de diferencias importantes en las agendas de desarrollo de cada sexo (e.g.,
los machos emigran al alcanzar la madurez sexual, mientras que las hembras son
filopátricas). Además, Pereira (op. cit.) también ha apuntado que algunas de las
diferencias en pautas de intervención por parte de los parientes que se han observado
entre los macacos y los monos tota por un lado, y los babuinos cinocéfalos por otra,
podría explicarse en relación con otro parámetro del ciclo vital que difiere
sustancialmente entre estos dos grupos de Cercopitecinos; se trata del dimorfismo sexual
en el tamaño corporal, que es mucho mayor en los babuinos que en los macacos y totas.
Por ejemplo, debido a esta circunstancia, las hembras de babuino enseguida dejan de
apoyar a sus hijas contra machos inmaduros (especialmente cuando se acercan a la
pubertad), aunque éstos pertenezcan a una familia de menor estatus.
Los análisis realizados por Datta (1989 y 1992; véase también Datta y Beauchamp,
1991) son de especial relevancia puesto que ponen de manifiesto que tanto la variación
intra-específica como la inter-específica en los sistemas de dominancia que presentan las
hembras pueden explicarse en términos de variaciones en factores demográficos como
son, por ejemplo, la disponibilidad de aliados. Como muy atinadamente subraya Datta,
muchas de las diferencias entre especies que se han descrito pueden resultar simplemente
de diferencias en demografía, las cuales pueden ser, a su vez, una consecuencia de
diferencias en la estructura de una población, éstas últimas causadas por factores
ecológicos. Por ejemplo, las poblaciones en expansión tienden a exhibir: una reducción de
la pubertad y de los intervalos entre nacimientos sucesivos dentro de la misma familia, y
una menor tasa de mortandad (lo contrario ocurre en poblaciones en declive). Como
consecuencia de ello, en estas poblaciones, en las que el número de parientes aliados
disponibles es, por tanto, más elevado, lo más probable es que encontremos sistemas de
dominancia que se acomodan al modelo de las tres reglas empíricas ya mencionadas.

516
Kaplan (1987), basándose en datos descritos en la literatura, apunta que en los
Cercopitecinos las intervenciones se suelen producir a favor de los agresores
("coaliciones"), mientras que en los Papioninos, las intervenciones tienden a beneficiar a
las víctimas ("protecciones"). No obstante, los resultados disponibles en la literatura
contradicen esta afirmación. Por ejemplo, De Waal (1977 y 1978b), en el macaco
cangrejero, Watanabe (1979), en el macaco japonés, Reinhardt y colaboradores (1986),
en el macaco rhesus, y Gust y Gordon (1993), en el mangabey, encontraron que las
intervenciones eran más frecuentes en favor del agresor y en contra de la víctima. En
favor del agresor: 75% y 67% en los dos grupos estudiados por De Waal (1978b); 52%
en el grupo estudiado por Watanabe (1979), 73% en el grupo analizado por Reinhardt y
colaboradores (1986) y 70% en el grupo observado por Gust y Gordon (1993). Estos
últimos autores compararon la tasa de intervenciones agonísticas y la dirección de dichas
intervenciones (i.e., en favor de la víctima o en favor del agresor) en un grupo de monos
mangabeys y en un grupo de macacos rhesus, encontrando que la tasa de intervenciones
en favor de la víctima fue más elevada en el macaco rhesus que en el mangabey (15.6%
versus 4.4%). Asimismo, en el mangabey, el apoyo del antagonista agresor fue tres veces
más frecuente que la intervención en favor de la víctima (12.7% versus 3.4%).
El papel de interventor imparcial (i.e., de "animal control"), cuyo objetivo y efecto
aparente es interrumpir la agresión entre dos antagonistas, ha sido descrito en varias
especies. A menudo, dicho papel es asumido por un único individuo, aquél (normalmente
un macho) que ocupa la posición alfa en el grupo. Bernstein lo describió en un grupo de
monos capuchinos (Bernstein, 1966) y en un grupo de macacos rhesus (Bernstein y
Sharpe, 1966). De Waal (1977 y 1978b) y Netto y Van Hooff (1986), en el macaco
cangrejero, y Fedigan (1976), Kurland (1977) y Watanabe (1979), en el macaco japonés,
observaron que los machos alfa de los grupos que ellos estudiaron adoptaban ese papel
con mucha mayor frecuencia que el resto de los individuos. De Waal y Van Hooff (1981)
también describen este tipo de intervenciones en un grupo de chimpancés comunes.
Reinhardt, Dodsworth y Scanlan (1986) lo observaron en un grupo de macacos rhesus
en el que el papel de "animal control" fue desempeñado por el individuo alfa que, en este
caso, se trataba de una hembra de avanzada edad. Ren y colaboradores (1991) también
registraron este tipo de intervenciones en dos grupos o harenes del langur de nariz chata.
Watts (1995b) lo ha descrito en los harénes del gorila de montaña. Kaplan (1977 y 1978)
señaló que las intervenciones protectoras (i.e., en favor de las víctimas) de los machos
adultos dominantes de macaco rhesus de su estudio fueron menos efectivas en el control
e interrupción de la agresión que las de las hembras adultas. De Waal (1977 y 1978b)
también encontró que las intervenciones protectoras de los individuos emparentados eran
más efectivas que las de los machos alfa en los dos grupos de macacos cangrejeros
estudiados.
De Waal y sus colaboradores han comparado dos tipos de reciprocidad en
intervenciones agonísticas, en tres especies de primates: los macacos rhesus y cola de oso
y el chimpancé común (De Waal y Luttrell, 1988, De Waal 1989a, 1991c y 1992a). Se
trata de la reciprocidad en las "intervenciones a favor" (i.e., reciprocidad positiva o

517
beneficiosa) y de la reciprocidad en las "intervenciones en contra" (i.e., reciprocidad
negativa o "vengativa"). Los resultados indicaron que mientras que el primer tipo de
reciprocidad fue característico de las tres especies, el segundo tipo sólo se observó en el
chimpancé. En otras palabras, el chimpancé es la única especie en la que, en palabras de
los autores, parece existir un "sistema de revancha" completo, basado no sólo en la
reciprocidad de favores sino también de conductas agresivas. (Watts [1995b] ha descrito
la existencia de este sistema de revancha en las relaciones entre las hembras de los
harénes del gorila de montaña.) De Waal opina que la existencia de esta diferencia entre
los macacos y el chimpan-cé está relacionada con el estilo de dominancia tan distinto que
exhiben los dos grupos: las relaciones de dominancia entre los macacos son más rígidas,
mientras que en el chim-pancé las relaciones son más relajadas e igualitarias. Debido a
ello, los macacos rara vez intervienen en contra de la jerarquía, es decir, contra un
individuo dominante que en otras ocasiones haya intervenido contra ellos. De Waal ha
apuntado que la reciprocidad negativa (i.e., el mencionado sistema de revancha) requiere
una complejidad cognitiva superior a la de la reciprocidad positiva y, por ello, no es de
extrañar, sostiene, que exista enla especie (de las tres) que más próxima se encuentra en
la filogenia a nuestra propia especie. (Hay que señalar, no obstante, que Hemelrijk y Ek
[1991] no encontraron evidencia de este sistema de revancha en un estudio posterior de
la misma colonia de chimpancés que había estudiado De Waal.) En un estudio de la
redirección en un grupo de macacos japoneses, Aureli y colaboradores (1992)
observaron que, tras una agresión, la víctima(y también sus parientes) tendían a redirigir
la agresión contra algún pariente del agresor, y sugirieron que este mecanismo podría
funcionar como parte de un sistema de revancha en una sociedad con un estilo de
dominancia despótico.
Las coaliciones en sentido amplio (i.e., las intervenciones agonísticas en favor de
uno de los antagonistas y en contra del otro) han sido descritas en muchas especies de
primates (revisiones: Smuts, 1987a y 1987b; De Waal y Harcourt, 1992; Silk, 1993). La
diversidad de los contextos que las elicitan y de los efectos que producen, así como la
complejidad de las estrategias perseguidas por los participantes presentan una gran
variabilidad tanto intra- como inter-específica. Entre los babuinos, por ejemplo, uno de
los contextos que provoca un mayor número de coaliciones es el acceso a las hembras en
estro (revisión: Smuts, 1987a). Aunque la estrategia de los machos de babuino de
coaligarse para intentar desplazar a un adversario del control sobre una hembra en estro
fue inicialmente explicada en términos de altruismo recíproco (Packer, 1977), estudios
posteriores (e.g., Bercovitch, 1988b; Noé, 1992) realizados en la misma especie han
obtenido indicios empíricos de que el mecanismo que subyace a este tipo de coaliciones
es probablemente la cooperación (o mutualismo) y no el altruismo. Un caso aún más
enigmático de variabilidad intra-específica registrada entre los babuinos cinocéfalos es la
observación de que las coaliciones entre machos por el acceso a hembras en estro sólo se
ha observado en dos de las tres subespecies que integran este grupo (i.e., el babuino
oliva, Papio c. anubis, y el babuino amarillo, P. c. cynocephalus). En efecto, en ninguno
de los 7 estudios (y seis lugares distintos) que se han realizado sobre el babuino chacma

518
de Sudáfrica (i.e., Papio c. ursinus) se ha observado este tipo de coaliciones entre los
machos adultos (Bulger, 1993).
Aunque en la mayoría de los estudios sobre las conductas de intervención el análisis
se ha centrado en las intervenciones de carácter agresivo, lo cierto es que, en muchas
ocasiones, las conductas empleadas por el interventor son amistosas (véase De Waal y
Van Hooff, 1981; De Waal y Luttrell, 1986; Colmenares y Rivero, 1984a, 1984b y 1986,
Colmenares y Lázaro-Perea, 1994; Ren et al., 1991; Thierry, 1984; Reinhardt et al.,
1986; Ehardt y Bernstein, 1992, p. 91; Petit y Thierry, 1994a). En particular, Ren y
colaboradores (1991) encontraron, en dos harenes del langur de nariz chata, que la
mayoría de las intervenciones de los machos del harén en las disputas que se producían
entre sus hembras fueron de carácter no agonístico (64%). Petit y Thierry (1994a)
hallaron en el macaco tonkeana que el 48% de las intervenciones también fueron
pacíficas. En esta especie, las conductas afiliativas empleadas con mayor frecuencia
durante dichas intervenciones fueron: el "lipeo" ('lip-smacking') en el caso de las
hembras, la monta en el caso de los machos, y el juego social en el caso de los individuos
juveniles. Estos autores encontraron, asimismo, que las intervenciones pacíficas fueron
más eficaces que las intervenciones agresivas en su función de interrumpir la agresión del
antagonista agresor (69% versus 28%), y que la respuesta del receptor de la conducta del
interventor fue más hostil en el caso de las intervenciones agresivas que en el caso de las
intervenciones pacíficas (59% versus 5%). Para explicar la alta tasa de intervenciones
pacíficas registrada en el macaco tonkeana, Petit y Thierry (1994a) han hecho referencia
a dos parámetros: el grado de interdependencia social y el valor que los individuos
asignan a sus relaciones sociales, y la existencia de un sistema de relaciones de
dominancia muy simétrico (i.e., igualitario) en esta especie. En este contexto, las
intervenciones pacíficas servirían para interrumpir la agresión sin perjudicar seriamente
las relaciones entre el interventor y el receptor de la intervención. Además, dada la alta
tasa de contra-agresiones que tienen lugar en esta especie, el empleo de conductas
pacíficas en una intervención también podría contribuir a reducir la probabilidad de que
el interventor fuera atacado por el receptor de la intervención. Desafortunadamente, el
número de estudios que han analizado de una forma sistemática las estrategias de
intervención pacífica son demasiado escasos hasta el momento como para plantear
conclusiones generales. Especies en las que la unidad social (y reproductiva) es el harén,
y existe un elevado dimorfismo sexual, una alta tendencia por parte del macho del harén
a intervenir en los conflictos entre sus hembras, y una baja probabilidad de que las
hembras formen coaliciones contra el macho, deberían presentar una elevada tasa de
intervenciones pacíficas. Los datos obtenidos en el babuino hamadríade (Colmenares y
Rivero, 1984a, 1984b y 1986; Colmenares y Lázaro-Perea, 1994), en el langur de nariz
chata (Ren et al., 1991), y en el gorila de montaña (Watts 1995b) apuntan en esa
dirección.
Cultivar las buenas relaciones con los machos (especialmente con los de mejor
posición social) puede resultar una estrategia social y biológicamente muy ventajosa para
las hembras, y existe amplia evidencia empírica de que, de hecho, dicha estrategia es

519
frecuentemente adoptada por las hembras de diversas especies de primates, entre ellas la
especie humana (e.g., Hooks y Green, 1993). Así, por ejemplo, el intercambio de
favores sexuales de la hembra por protección de los machos se ha descrito en varias
especies de primates, especialmente en los babuinos cinocéfalos (revisión: Cheney,
Seyfarth y Smuts, 1986). En el caso del chimpancé común, se han descrito, además,
relaciones de intercambio en las que la moneda de la "transacción" afecta a dos dominios
distintos, el social (e.g., espulgamiento) y el material (e.g., comida) (De Waal, 1989c).
No obstante, el chimpancé bonobo es la especie en la que el comercio de servicios
sociales por servicios materiales alcanza un nivel más semejante al que se observa en la
especie humana. En sus estudios de tres grupos de bonobos conducidos en el zoo de San
Diego, De Waal (1987a, 1988 y 1992d) encontró que tanto los machos como las
hembras mostraban un aumento significativo en la frecuencia de conductas
sociosexuales, que incluían la estimulación erótica mutua (frotando los labios vaginales o
los penes, en el caso de interacciones isosexuales entre hembras y entre machos,
respectivamente). El reciente estudio realizado por Parish (1994) en el zoo alemán de
Wilhelma, comparando las interacciones que provocaba un termitero artificial en un
grupo de chimpancés comunes y en otro de chimpancés bonobos, también pone de
relieve algunas diferencias interesantes entre las dos especies, del mismo género, que se
encuentran filogenéticamente más cercanas a nuestra propia especie (véase Foley, 1989).
En estos estudios se encontró, por ejemplo, que todas las hembras adultas de chimpancé
común eran dominantes sobre el único macho adulto del grupo, mientras que en el grupo
de chimpancés comunes se registró la situación inversa. Parish (1994) concluyó que una
de las causas de estas diferencias entre las especies fue, probablemente, la existencia de
interacciones de intercambio de sexo por comida entre las hembras. Estas interacciones
favorecieron el desarrollo y el mantenimiento de alianzas estables entre ellas, las cuales se
tradujeron en la formación de coaliciones contra el macho adulto cuando se producían
situaciones de competición por un recurso. Las dos especies de chimpancés, el gorila y la
especie humana comparten la característica, poco usual entre los otros miembros del
orden de los Primates, de que el sexo filopátrico es el macho en lugar de la hembra (e.g.,
Moore, 1984; Pusey y Packer, 1987; Foley, 1989). La consecuencia de ello es que las
hembras que residen en un determinado grupo no suelen estar emparentadas. A pesar de
esto, como señala Parish, la visión ortodoxa de que las hembras de primate que no están
genéticamente emparentadas rara vez forman relaciones amistosas estrechas es desafiada
por los resultados de su estudio (véase también Wrangham, 1993).
• Reconciliación. En la revisión que realiza De Waal (1993a) sobre las conductas de
reconciliación en los primates, este autor advierte sobre los datos contradictorios que
existen en la literatura acerca del efecto del parentesco sobre la frecuencia de la
reconciliación entre los antagonistas. York y Rowell (1988), en el mono patas, De Waal y
Ren (1988), en los macacos rhesus y cola de cerdo, y Aureli y colaboradores (1989), en
el macaco cangrejero, encontraron que la reconciliación fue más frecuente cuando los
antagonistas estaban emparentados que cuando no lo estaban. En contraste, Cords
(1988), en el macaco cangrejero (sólo individuos inmaduros), y Cheney y Seyfarth

520
(1989), en el mono tota, obtuvieron el resultado opuesto (es decir, la tasa de
reconciliación era mayor entre los individuos no emparentados). Gust y Gordon (1993)
no hallaron, en el mono mangabey, ninguna relación entre estas dos variables. Por otra
parte, De Waal y Yoshihara (1983) encontraron, en el macaco rhesus, que el efecto del
parentesco sobre la tendencia conciliadora se desvanecía si la intensidad del vínculo
social (definido en términos de la cantidad de tiempo pasado en asociación espacial) se
tomaba en consideración. No obstante, un análisis similar realizado en el macaco cola de
oso produjo resultados opuestos, es decir, en este segundo estudio el efecto del
parentesco aún persistió después de controlar la influencia del vínculo social entre los
individuos (De Waal y Ren, 1988).
El estudio de la tendencia conciliadora presente en diversas especies pone de
relieve la existencia de algunas diferencias sustantivas. Así, por ejemplo, la proporción de
parejas de individuos que intercambian conductas amistosas antes en el período post-
conflicto que en el período control es del orden del 56% en el macaco cola de oso, frente
a la cifra claramente inferior de alrededor del 20% que se ha recogido en el macaco
rhesus y en el mono patas (en los tres estudios mencionados se empleó un intervalo
postconflicto, y control, de 10 minutos de duración; véase De Waal 1993a). Utilizando el
índice propuesto por Veenema, Das y Aureli (1994) para medir la tasa conciliadora de un
grupo (i.e., el número de parejas atraídas menos el número de parejas repelidas dividido
por el número total de parejas), Petit y Thierry (1994b) encontraron que el babuino de
Guinea tenía una tasa conciliadora del 26,6% (que se eleva al 42% cuando se utiliza el
índice que sólo contabiliza el porcentaje de parejas atraídas). Cuando simplemente se
compara en diversas especies de primates el porcentaje de pares de individuos que
intercambian conductas amistosas en los períodos post-conflicto y control, sin tomar en
cuenta el momento en que lo hacen (es decir, antes o después), lo que se advierte es que
en 3 especies (el mono patas, el macaco rhesus y el chimpancé bonobo) el porcentaje de
reconciliaciones iniciadas por el agresor es superior al 50%, mientras que en otras 4 (los
macacos cola de oso, cangrejero y cola de cerdo y el mono mangabey), son las víctimas
las que toman la iniciativa más a menudo (De Waal, 1993a; Kappeler y Van Schaik,
1992; Gust y Gordon, 1993). En una octava especie, el chimpancé común, se ha
observado que las víctimas inician la reconciliación en el 56% de las ocasiones en que se
produce esa interacción.
Otro parámetro que muestra diferencias interespecíficas muy patentes es el tipo de
conducta amistosa empleada durante la reconciliación. Por ejemplo, los macacos cola
de oso exhiben conductas que son especialmente frecuentes en el contexto de la
reconciliación; los macacos rhesus en cambio sólo muestran, durante la reconciliación, un
incremento en la frecuencia de conductas que también son características en los períodos
control (De Waal y Yoshihara, 1983; De Waal y Ren, 1988; De Waal, 1993a). De Waal y
Ren (1988) han acuñado los términos reconciliación explícita y implícita para distinguir
entre las reconciliaciones que incluyen pautas de conducta específicas o inespecíficas del
contexto de la reconciliación, respectivamente. De acuerdo con esta clasificación, los
macacos rhesus (y también los macacos cangrejeros y los monos patas) tendrían un estilo

521
de reconciliación implícito, mientras que los macacos de cola de oso poseerían, en
cambio, un estilo explícito. Los chimpancés también poseen un estilo de reconciliación
explícito, no obstante, al comparar las pautas de conducta empleadas durante la
reconciliación en las dos especies de chimpancé, el común y el bonobo, se detecta una
interesante peculiaridad. En efecto, a pesar de la relación filogenética tan estrecha que
existe entre estas dos especies del mismo género, el chimpancé común suele emplear
conductas como el beso ('kissing') y el abrazo ('embracing'), mientras que el chimpancé
bonobo exhibe una amplia variedad de conductas de carácter sexual y erótico, como la
presentación de los genitales (tanto de los labios vaginales hinchados de las hembras
como de los penes erectos de los machos), las cópulas ventro-ventrales, la manipulación
de los genitales, etc. (De Waal, 1987a, 1992dy 1993a).
La existencia de estas diferencias en los repertorios de conductas más o menos
específicas de la reconciliación entre las distintas especies puede estar relacionada con la
observación de que las especies difieren ampliamente entre sí en la diversidad de pautas
que poseen para señalar su estatus (e.g., dominante versus subordinado) y para resolver
los episodios de conflicto. En ocasiones, como De Waal (1986a y 1986d) ha
hipotetizado, la tensión provocada por los conflictos sólo se resuelve, y de hecho puede
disiparse con mayor facilidad, cuando la especie posee rituales elaborados en los que los
antagonistas pueden comunicar de manera inequívoca su papel en la relación de
dominancia formal que existe entre ellos. El dominante tolera al subordinado, sí y sólo sí,
éste manifiesta abiertamente la aceptación de su papel de subordinación en la relación
(véase también De Waal, 1987b y 1993a).
En su estudio de un grupo de macacos cangrejeros, Aureli y colaboradores (1989)
encontraron que las víctimas mostraban una mayor tendencia a tomar la iniciativa en las
reconciliaciones que los agresores (75%) y que los conflictos en los que no había un claro
ganador (o perdedor), es decir, en los conflictos no decididos, la tendencia a la
reconciliación fue mayor. No obstante, esta tendencia no se ha confirmado en otros
estudios de la misma especie (Cords y Aureli, 1993).

• Celebración. La tensión social y la agresión son dos fenómenos que se pueden


provocar sin demasiada dificultad en los primates cuando se manipula la abundancia o la
distribución de algún recurso apreciado por los individuos (e.g., el alimento o las parejas
sexuales). Por ejemplo, De Waal (1987a y 1989c) empleó una situación experimental
para investigar qué ocurría durante el intervalo de tiempo que transcurría desde que los
miembros de un grupo de primates veían el alimento hasta que, finalmente, lo recibían.
Este intervalo de espera durante el cual los individuos mantienen contacto visual con el
alimento que van a recibir, pero aún no pueden acceder a él, suele provocar tensión y
una atmósfera general de competición. Durante este intervalo, De Waal encontró que
tanto el chimpancé común como el bonobo exhibían un incremento en las conductas de
contacto amistoso. De Waal denominó "celebraciones" a estas conductas, y demostró que
si se reducía experimentalmente este intervalo, impidiendo la ocurrencia de dichas
celebraciones, la tasa de agresiones durante la consumición del alimento tendía a

522
aumentar (véase también De Waal, 1992d y 1993a). También es interesante la
observación de este autor referente a la ausencia de estas conductas en los macacos
rhesus cuando se encuentran en situaciones similares (De Waal, 1993a).
• ¿ Puede modificarse el estilo de relación social de una especie ? A pesar de su
estrecha afinidad filogenética, los macacos rhesus y los macacos cola de oso muestran
diferencias importantes en diversos patrones de comportamiento social. Por ejemplo, los
macacos rhesus presentan un perfil de "baja frecuencia pero alta intensidad" de
encuentros agresivos, su estilo de dominación es "despótico" (los subordinados rara vez
se atreven a responder agresivamente a las agresiones de un dominante) y su frecuencia
de reconciliación es relativamente baja. En comparación, los macacos cola de oso
muestran un perfil de "alta frecuencia pero baja intensidad" de agresiones, un estilo de
dominación "igualitario" (las agresiones de los dominantes con frecuencia son
respondidas con agresión por los subordinados), y la tasa de reconciliación es
relativamente elevada (e.g., De Waal, 1989a y 1989b; De Waal y Ren, 1988, De Waal y
Luttrell, 1989). De Waal y Johanowicz (1993) realizaron un experimento para averiguar
si los macacos rhesus podían modificar su perfil de comportamiento (incluyendo sus
tasas de comportamiento agresivo, afiliativo, de reconciliación, etc.) en respuesta a la
experiencia de convivir durante 5 meses con varios compañeros macacos cola de oso,
que actuaban, así pues, como "tutores". El procedimiento experimental incluyó la
utilización de grupos experimentales y grupos control, tres fases en la ejecución del
experimento completo, y el empleo de individuos juveniles (intervalo de edad: 15-38
meses). El resultado más significativo fue el aumento en la tasa de reconciliaciones que
mostraron los macacos rhesus expuestos al modelo de comportamiento de la otra especie
de macaco. En efecto, dicha tasa se triplicó o, en algunos grupos, se cuadruplicó,
acercándose a la tasa que es normal en la especie que había servido de modelo. De Waal
y Johanowicz (1993) examinaron tres hipótesis para explicar los resultados obtenidos.
Los macacos rhesus utilizados en los grupos experimentales no imitaron a los tutores,
puesto que no emplearon las formas de conducta que son típicas de la especie tutora
(hipótesis de la imitación). Por otra parte, aunque su conducta amistosa parecía dirigirse
de forma preferente hacia los individuos de su misma especie, no ocurría lo mismo con la
conducta agresiva. Además, en la denominada "postfase", cuando los sujetos
experimentales fueron colocados sólo con individuos de su propia especie, su conducta
de reconciliación fue dirigida hacia cualquier compañero, con independencia de si dicho
compañero había convivido o no con él durante la fase anterior (hipótesis de la
solidaridad). Por último, los autores se manifiestan en favor de una tercera explicación,
denominada hipótesis de un cambio de actitud o de temperamento. En efecto, De Waal
y Johanowicz (1993) apuntan que los sujetos experimentales cambiaron hacia un modo
de interactuar más amistoso en respuesta a su exposición a un estilo de dominancia más
relajado, característico de la especie tutora.

• Consolación. La existencia de la estrategia colateral denominada consolación, que


operativamente se define como una interacción amistosa entre el antagonista receptor de

523
la agresión (i.e., la víctima) y un tercer individuo no implicado, ha sido reconocida de
forma expresa únicamente en el chimpancé común (De Waal y Van Roosmalen, 1979),
en el babuino de Guinea (Petit y Thierry, 1994b) y en el gorila de montaña (Watts,
1995b). En el estudio de Petit y Thierry (op. cit.), lo que se observó fue que los
antagonistas tendían a dirigir de forma estadísticamente significativa una conducta
amistosa hacia un pariente durante el intervalo de 3-5 minutos post-conflicto. En
contraste, Aureli y sus colaboradores han negado su existencia en el macaco cangrejero
(Aureli y Van Schaik, 1991a; Aureli, 1992), en el macaco japonés (Aureli, Veenema, Van
Eck y Van Hooff, 1993) y en el macaco de gibraltar (Aureli, Das, Verleur y Van Hooff,
1994). Kappeler (1993a) tampoco observóconsolación en las dos especies de lemures
que estudió. Hay que señalar, no obstante, que, de estos estudios, los únicos en los que
se ha empleado el método conservador de la comparación entre los períodos post-
conflicto y control han sido los de Aureli y colaboradores, el de Kappeler y el Petit y
Thierry. Por consiguiente, la importancia evolutiva de la consolación, evaluada a través
de análisis comparativos, debe valorarse con precaución hasta que se hayan realizado
nuevos estudios metodológicamente comparables en un número mayor de especies.

10.5. Algunas implicaciones y problemas

10.5.1. Plano metodológico

Una de las estrategias directas más estudiadas durante la última década y media,
aproximadamente, ha sido la conducta afiliativa dirigida por un antagonista hacia el otro
antagonista después de un conflicto agonístico (etapa III, post-conflicto). Como ya
sabemos, esta estrategia se ha denominado "reconciliación", aludiendo a su hipotética
función. Los diversos autores han empleado hasta cuatro definiciones operativas y dos
funcionales distintas de reconciliación (revisiones: Kappeler y Van Schaik, 1992; Cords,
1993; De Waal, 1993a). Las primeras tienen que ver con la ocurrencia o no de
comportamientos amistosos después de un conflicto, así como con el momento en que
éstos se producen durante el período post-conflicto versus control (para cada díada por
separado o para el grupo como un todo); las segundas se centran en cambio en el estudio
de las consecuencias sociales, psicológicas y fisiológicas (estas dos últimas categorías se
infieren a partir de sus supuestos correlatos conductuales externamente observables) de
estos comportamientos post-conflicto de carácter amistoso (véase revisión en
Colmenares, en preparación a: Capítulo 14). Cords (1993) ha demostrado que algunas de
las definiciones operativas de reconciliación utilizadas en varios estudios pueden resultar
demasiado restrictivas porque desechan algunas conductas amistosas que ocurren en el
período post-conflicto y que funcionalmente sí operan como reconciliaciones (i.e.,
reestablecen los niveles basales de tolerancia en la díada). Asimismo, en contra de la
opinión y/o de la práctica seguida en la mayoría de los estudios sobre la reconciliación

524
(e.g., De Waal, 1984b y 1987a, De Waal y Van Roosmalen, 1979, De Waal y Yoshihara,
1983, De Waal y Ren, 1988; Aureli et al., 1989, Aureli y Van Schaik, 1991a, Aureli et
al., 1993, Aureli et al., 1994; Judge, 1991; Cheney y Seyfarth, 1989), la mera
proximidad espacial puede resultar una medida válida de reconciliación, puesto que
correlaciona con la existencia de reconciliación funcional (Cords, 1993; véase también
York y Rowell, 1988). Kappeler y Van Schaik (1992) también examinan las ventajas e
inconvenientes de las cuatro medidas operativas de reconciliación habitualmente
empleadas en este tipo de investigaciones.
En los estudios sobre las conductas de reconciliación se ha empleado una
metodología especialmente diversa al tiempo que sistemática. Por ejemplo, aunque en la
mayoría de ellos se ha utilizado una metodología de observación controlada (revisión De
Waal, 1993a; Kappeler y Van Schaik, 1992; Cords, 1993), en algunos trabajos, entre
ellos el pionero que realizaron los autores que acuñaron el término reconciliación, no se
utilizó ningún método control en la obtención de los datos (De Waal y Van Roosmalen,
1979). En el caso de las observaciones controladas, el método más empleado ha
consistido en (a) realizar una observación focal de uno de los antagonistas (normalmente
la víctima) al terminar el conflicto (período post-conflicto), durante un intervalo variable,
según el estudio (e.g., 10-45 minutos); y (b) realizar una observación focal de ese mismo
individuo, al día siguiente, a la misma hora, con la misma duración y en ausencia de
conflicto (período control). La variable más importante que se controla con este método,
además de la presencia versus ausencia de conflicto, es el momento del día. No obstante,
esta técnica es insensible a otros factores que también pueden ser importantes; por
ejemplo, el nivel general de actividad, que puede variar de unos días a otros, y el tipo de
conducta no agonística (incluyendo la proximidad espacial) del individuo focalizado antes
de comenzar la observación correspondiente al período control. Cheney y Seyfarth
(1989) resolvieron el primer inconveniente empleando como período control el período
pre-conflicto. Es decir, en lugar de observar al mismo individuo al día siguiente, lo que
hicieron fue comparar, dentro del mismo día, la conducta de un determinado individuo
hacia su adversario, antes y después de que se hubiera producido un conflicto agonístico
entre ellos. Cheney y Seyfarth argumentaron que de ese modo se controlaban las
diferencias en niveles de agresión y de actividad general que podían ocurrir en distintos
días. En cuanto al segundo problema, varios autores han utilizado diversos
procedimientos con el propósito de intentar controlar el posible efecto de lo que está
ocurriendo antes de comenzar el período control. Por ejemplo, se podría argumentar que
las conductas amistosas pueden ser más frecuentes durante el período postconflicto que
durante el período control debido, simplemente, al hecho de que los antagonistas se
encuentran más cerca durante el período post-conflicto (De Waal, 1993a). York y Rowell
(1988), estudiando el mono patas, resolvieron este problema tomando como condición
criterio para comenzar un período post-conflicto válido que hubiera habido un
espaciamiento inicial, por ejemplo, una persecución entre los antagonistas, cuyo resultado
hubiera sido la existencia de una distancia entre ellos de, por lo menos, dos metros. De
Waal y Ren (1988) adoptaron otra precaución en su estudio del macaco cola de oso.

525
Analizaron si la distancia entre los antagonistas durante el período post-conflicto y antes
de comenzar el período control influía en la frecuencia de las conductas amistosas
intercambiadas. Los resultados obtenidos en sus análisis apoyan, sin embargo, la
hipótesis operativa de la reconciliación. Quizá el estudio observacional en el que se ha
empleado una mayor cantidad de controles haya sido el que realizó De Waal (1987a) en
tres grupos pequeños de chimpancés bonobos. En dichos estudios, el autor utilizó: a)
observaciones pre-conflicto; b) observaciones post-conflicto (en dos períodos sucesivos
de 15 minutos cada uno); y c) observaciones obtenidas en otros momentos del día.
Además de la metodología observacional, los estudiosos de la reconciliación han
empleado asimismo diversos métodos experimentales con dos propósitos generales: a)
incrementar la tasa de conductas agresivas durante el período de observación (e.g.,
manipulando la cantidad y distribución del alimento, o de algún otro recurso, ofrecido a
los individuos); y b) controlar y manipular la ocurrencia de conductas de reconciliación,
con el fin de comprobar la hipótesis funcional de la reconciliación (Cords, 1988,1992 y
1993; Cords y Thurnhear, 1993; revisión: Cords y Aureli, 1993; Cords, 1994).
Desde luego, el primer método experimental se ha empleado no sólo para (provocar
y) estudiar la reconciliación y las estrategias post-reconciliación, sino también para inducir
conflictos interindividuales en general y rentabilizar, así, el tiempo dedicado a la
observación de cualquiera de las múltiples estrategias de comportamiento que pueden
exhibir los participantes (véase De Waal, 1989c, 1984,1987a y 1993b, Kummer et al.,
1974, Kummer y Cords, 1991). No hay que olvidar, por otra parte, que uno de los
métodos experimentales tradicionalmente más utilizados para estudiar conflictos y las
estrategias sociales que muestran los individuos en esos contextos ha sido la formación de
grupos artificiales, o la manipulación sistemática de su composición (e.g., Kummer,
1975; Chapais, 1988a y 1988b; Colmenares, 1991a y 1991b; Bernstein, 1991; Mendoza,
1993). En cualquier caso, el aspecto más destacable del procedimiento metodológico
seguido por los etólogos ha sido que su punto de partida siempre ha sido el empleo del
método observacional (en condiciones de campo o de instalación), enriquecido y
complementado posteriormente con el uso de técnicas experimentales.
La mayoría de los estudios sistemáticos sobre las estrategias de interacción
observadas durante los conflictos sociales se han realizado en poblaciones de primates
alojadas en instalaciones más o menos grandes, localizadas en laboratorios, en zoos y en
centros de investigación. Por consiguiente, una duda razonable que suscitan estos
estudios es si los patrones observados constituyen en realidad un mero artefacto de la
cautividad, es decir, del lugar de estudio. Esta es una cuestión metodológica de
extraordinaria importancia puesto que concierne directamente al problema de las
comparaciones entre estudios realizados en ambientes distintos. Asimismo, dado su
interés general, cualquier aproximación simplista al análisis de esta importante cuestión
debe ser rechazada rotundamente. No obstante, por motivos de espacio y porque no es el
objetivo de este capítulo, el problema de la dicotomía cautividad versus libertad, y de
otras dicotomías igualmente perniciosas a las que se ha asociado la anterior, por ejemplo,
artificial versus natural, no se va a tratar aquí con la profundidad que precisa. Cabe

526
mencionar, sin embargo, algunas de las concepciones en torno a este problema sobre las
que existe un mayor consenso entre los etólogos de primates (y, con seguridad, de otros
grupos animales). Por ejemplo:

a) Que el ambiente debe ser concebido como una variable multidimensional (por
ejemplo, se deben distinguir variables generales como son el ambiente físico o
abiótico, el ambiente biótico no social y el ambiente social).
b) Que el ambiente debe ser concebido como una variable continua (es decir, no es
correcto identificar únicamente dos categorías discretas de ambientes,
cautividad versus libertad).
c) Que el científico de la conducta no está interesado sólo por describir la historia
natural de las especies en su "habitat natural" (i.e., por conocer cómo se
comportan en libertad) sino por conocer también los factores de toda índole
que permitan interpretar y explicar la variabilidad existente en cualquiera de
las posibles condiciones de estudio.
d) Que la identificación de relaciones causales requiere la realización de estudios
observacionales y experimentales bajo el mayor abanico posible (y razonable)
de condiciones ambientales.
e) Que cada condición de estudio tiene sus ventajas y sus inconvenientes, cuya
valoración no depende de la condición elegida sino de su adecuación e
idoneidad para responder con rigor a las cuestiones y problemas teóricos
planteados en cada investigación concreta.
f) Que las distintas condiciones de estudio proporcionan información
complementaria (véase también De Waal, 1994).

Muchos autores interesados por problemas evolutivos se sienten atraídos por las
comparaciones inter-específicas, intentando explicar la existencia de diferencias entre los
grupos comparados, pertenecientes a especies diferentes, como diferencias específicas de
especie. Existen ciertas características generales que probablemente son específicas de
especie, en el sentido de que los individuos y los grupos de algunas especies parece que
se muestran más proclives a exhibir dichas características bajo determinadas condiciones
ecológicas, demográficas y sociales. No obstante, la historia de investigación en etología
de primates hace tiempo que ha puesto de relieve la existencia de una extraordinaria
variabilidad intra-específica en la conducta y organización social de los grupos (e.g.,
Kummer, Banaja, Abo-Kathwa y Grandour, 1985; Dunbar, 1988a, 1988b y 1989; De
Waal y Luttrell, 1989; Byrne, Whiten y Henzi, 1990; Hamilton y Bulger, 1992; Kappeler,
1993a y 1993b; véase también Lott, 1991). Por consiguiente, hasta que no se hayan
estudiado un mayor número de poblaciones de la misma especie en un amplio abanico de
situaciones variables en sociodemografía y ecología, las generalizaciones sobre
características específicas de especie que afectan a variables finas pueden resultar
prematuras y deben tratarse como hipótesis. Recordemos, por otro lado, que estas
generalizaciones sólo se pueden defender cuando se demuestra que la variabilidad inter-

527
específica (intergrupo) es mayor que la variabilidad intra-específica (intragrupo). Queda
aún mucho camino por recorrer hasta que se puedan demostrar de manera concluyente la
existencia de diferencias interespecíficas que no puedan atribuirse, por criterios más
parsimoniosos, a factores del medio inmediato y ontogenético (en lugar de invocar
factores filogenéticos).
El área relativa al estudio de los mecanismos cognitivos que subyacen a las
estrategias de interacción que exhiben los primates en situaciones de conflicto social es
uno de los campos que plantea mayores dificultades para la comprobación empírica de
hipótesis alternativas y, por consiguiente, para lograr un progreso sustancial. Algunos
autores consideran que la recogida y análisis de observaciones, preferiblemente si éstas
son sistemáticas, constituye un método útil y válido para guiar la investigación sobre este
problema, que, no obstante, debe ser complementado (pero no sustituido) por estudios
experimentales (Whiten y Byrne, 1988, Byrne y Whiten, 1990; De Waal, 1991a, 1993a;
Van Hooff, 1994). Otros opinan en cambio que el único camino que puede permitir el
avance en este campo debe apoyarse principalmente en la adopción de una aproximación
y metodología experimentales (Dasser, 1985; Cheney y Seyfarth, 1989; Kummer, Dasser
y Hoyningen-Huene, 1990).
Por último, cabe señalar que la investigación de los conflictos sociales en los
primates ha obligado a los especialistas (sin demasiada resistencia por su parte) a definir
conceptos y variables abstractas (relativamente alejadas de los datos observables) que en
ocasiones resultan difíciles de operativizar y medir pero que son absolutamente
necesarias para hacer justicia a la naturaleza compleja y rica de las interacciones que se
observan en los primates. Por ejemplo, Kummer (1979) introdujo el concepto de "valor
de una relación" para analizar la importancia que los individuos atribuyen a sus
compañeros y a las relaciones sociales con ellos. La validez de dicho concepto fue
empíricamente sustanciada por Bachmann y Kummer (1980), Stammbach y Kummer
(1982) y Stammbach (1988), entre otros. Cords (1988, véase también Cords y Aureli,
1993) añadió dos conceptos adicionales, los de seguridad y compatibilidad de una
relación social diádica, para intentar explicar por qué los individuos emparentados se
reconcilian menos a menudo que los individuos no emparentados. Todos estos autores
subrayan la dificultad que entraña la cuantificación de algunas de estas variables. En este
área de creación de terminología y definición de variables que faciliten el progreso en el
análisis y comprensión de los conflictos sociales, el etólogo Frans De Waal ha tomado la
delantera con diferencia; de la muy larga lista de términos estructurales y funcionales
acuñados por este autor se pueden mencionar, por ejemplo, los siguientes: reconciliación
y consolación (De Waal y Van Roosmalen, 1979), afecto redirigido (De Waal y
Yoshihara, 1983), tensión social y conducta restauradora (De Waal, 1984b) jerarquía
reconciliada (De Waal, 1986d), tendencia conciliadora, reconciliación implícita y
explícita (De Waal y Ren, 1988), reciprocidad basada en características simétricas y
reciprocidad calculada, sistema de revancha (De Waal y Luttrell, 1988), estilo de
dominación (De Waal, 1989a; De Waal y Luttrell, 1989), celebración (De Waal, 1989c),
y agresión moralizadora (De Waal, 1991c)

528
10.5.2. Plano teórico

Los conflictos sociales son una consecuencia inevitable de la vida en grupo y de la


existencia de relaciones sociales individualizadas y estables. En efecto, la colisión entre
los intereses de los distintos miembros de un grupo constituye la otra cara de la moneda
con la que hay que pagar el disfrute de las ventajas y beneficios, supuestamente
superiores, de vivir en grupo. Durante décadas, los etólogos interesados por el estudio de
los conflictos se centraron principalmente en el análisis de una de las estrategias, a saber,
la agresión, que no sólo resulta más fácil de reconocer cuando la emplea alguno de los
participantes, sino que, además, puede arrastrar consecuencias negativas importantes (y,
a veces, dramáticas). De hecho, durante bastante tiempo los etólogos han adoptado un
planteamiento teórico que contempla la agresión como un fenómeno cuyos efectos más
importantes son el distanciamiento social y espacial de los antagonistas y, a nivel de
grupo, una reducción de la armonía y de la cohesión general. Es decir, se ha tendido a
concebir la agresión como un fenómeno esencialmente antisocial, en lo que a sus
consecuencias se refiere.
Por otra parte, los modelos formales basados en la teoría de juegos que han
desarrollado las generaciones más recientes de etólogos funcionalistas (e.g., los
sociobiólogos y los ecólogos del comportamiento) han contribuido a fomentar aún más
esta visión que sin duda resulta incompleta cuando se aplica a ciertas especies sociales.
En efecto, los modelos de optimización que han puesto a punto los etólogos
funcionalistas, cuyo objetivo central es intentar predecir las estrategias de
comportamiento que exhibirán dos individuos cuando compiten entre sí por el acceso a
un recurso, se centran únicamente en la consideración de dos párametros: a) la
evaluación de los costes físicos (e.g., las heridas) que pueden sufrirse cuando se pelea
contra un adversario cuya capacidad de lucha ('fighting ability') o capacidad potencial de
mantener un recurso ('resource holding potential') son superiores; y b) la evaluación del
valor del recurso ('resource value') para cada uno de los antagonistas (véase Archer y
Huntingford, 1994).
Los etólogos de primates han encontrado que estas concepciones y modelos resultan
inadecuados para captar la complejidad de las estrategias de comportamiento que
muestran los individuos en situaciones de conflicto social (una posición que
probablemente también se puede aplicar a otras especies que llevan un modo de vida
social) (De Waal, 1986a, 1986d, 1987b, 1989a, 1989b, 1992a, 1993a y 1993b; véase
también Bernstein y Gordon, 1974, Hand, 1986; Mason, 1993, Mason y Mendoza,
1993b). En efecto, como hemos tenido oportunidad de analizar en este capítulo (y en el
anterior), durante los episodios de conflicto interpersonal los primates hacen uso de un
amplio repertorio de conductas de cooperación, de pacificación (o reconciliación) y de
negociación. Los datos empíricos obtenidos en numerosos estudios, muchos de los
cuales se han descrito en este capítulo, indican que los participantes en un conflicto, tanto
los ya implicados como los que potencialmente pueden decidir intervenir, no sólo evalúan
el valor de lo que pueden ganar o perder en relación con un determinado recurso más o

529
menos valioso y causante del conflicto, o de lo que pueden sufrir en términos de costes
físicos asociados a una posible derrota en un combate contra su adversario. Los
participantes también valoran los costes sociales en que pueden incurrir cuando se
compite con un compañero del grupo, es decir, alguien con quién probablemente se
mantiene una relación social valiosa (i.e., una dependencia mutua). En efecto, muchos
de los conflictos interpersonales que tienen lugar en los grupos de primates suelen ocurrir
entre familiares, entre amigos y entre conocidos, y, en muchos casos, el valor de la
relación social entre dos antagonistas potenciales puede ser más importante que el valor
del recurso que provoca el conflicto. En estas condiciones, derrotar a un compañero en
un conflicto social puede suponer una victoria, en cuanto que se gana un recurso, pero al
mismo tiempo también puede suponer una derrota, porque se puede perder un amigo
(e.g., un aliado potencial). Por consiguiente, una de las lecciones más importante que nos
enseña el estudio de los conflictos sociales desde esta aproximación más amplia es que la
ocurrencia de estrategias de agresión, de cooperación, de reconciliación y de negociación
durante los conflictos interpersonales depende de múltiples variables, entre las que
destaca, y esto es preciso subrayarlo, el valor que los individuos atribuyen a sus
relaciones sociales, como lo demuestra el elevado porcentaje del presupuesto de tiempo y
energía que éstos dedican a su cuidado y a su protección. Por otra parte, incluso cuando
la agresión se convierte en la estrategia utilizada por los antagonistas, ésta raras veces
adopta las formas potencialmente más peligrosas para la integridad física de los
participantes (Bernstein y Ehardt, 1985c). De hecho, los individuos de la propia familia
parecen emplear la agresión como un modo de socializar a sus parientes más jóvenes en
la adquisición de las habilidades sociales que les permitirán establecer relaciones
beneficiosas con otros individuos del grupo, sin necesidad de tener que competir con
ellos en etapas posteriores del desarrollo en las que la agresión podría resultar más
peligrosa (e.g., Bernstein y Ehardt, 1986b). En este sentido, la agresión puede adquirir
una función prosocial importante, por ejemplo, en la enseñanza del código social, en la
pacificación de los antagonistas, en la eliminación de las tensiones y en la consolidación
de las relaciones inter-individuales.
El estudio de los mecanismos causales y ontogenéticos que explican la diversidad de
estrategias observadas en los primates durante las situaciones de conflicto interpersonal,
que ha sido impulsado principalmente por los etólogos y por los psicólogos comparatistas,
ha enriquecido notablemente nuestra comprensión de sus determinantes y mecanismos
fisiológicos, psicológicos, organísmicos, relacionales, sociales, demográficos y ecológicos
(vide supra: apartado 10.2). Quizá el logro más importante, del que habría que
responsabilizar a estos profesionales del comportamiento animal, haya sido que dicho
avance ha tenido un carácter integrador, debido principalmente a la vocación de los
etólogos por cruzar las fronteras que separan las distintas disciplinas que se ocupan por
separado de cada nivel de análisis e integrar la información obtenida en cada uno de ellos
(e.g., Hinde, 1987). En este área de estudio que comprende los dos primeros porqués del
comportamiento (i.e., el control y la ontogenia), los etólogos han hecho incursiones en
disciplinas con las que comparten su objeto de estudio sólo parcialmente, y de ese modo

530
han producido explicaciones más exhaustivas. En algunos casos, los resultados obtenidos
en esas expediciones han atraído la atención de profesionales inicialmente ajenos a sus
intereses, dando lugar a relaciones cooperativas y mutuamente beneficiosas (vide infra;
véase también Colmenares, este volumen: Capítulos 1 y 2). Así, junto a trabajos de
orientación clásica entre los etólogos y los psicólogos comparatistas especializados en el
análisis del comportamiento de los primates, por ejemplo, los realizados por etólogos
como Kummer (e.g., 1967 y 1975), Van Hooff (e.g., 1967 y 1974) o De Waal (e.g.,
1977 y 1978a), y por psicólogos comparatistas como Bernstein (e.g., 1966, Bernstein y
Ehardt, 1985a) o Mason (e.g., 1978, Anderson y Mason, 1974), por citar algunas de las
figuras más importantes, encontramos otros trabajos más innovadores en los que, en su
afán por obtener explicaciones más completas e integradas del comportamiento social, los
etólogos y los psicólogos comparatistas han ampliado el número de niveles de análisis
abordados y, sin descuidar sus tradiciones, han acometido también el estudio de sus
determinantes y mecanismos fisiológicos (e.g., Mendoza, 1984, Mendoza y Mason,
1989; Kaplan, 1986; Abbott, 1989; Keverne, 1992; Spruijt, Van Hooff y Gispen, 1992;
Sapolsky, 1993), cognitivos (e.g., Cheney, Seyfarth y Smuts, 1986, Cheney y Seyfarth,
1990a; Whiten y Byrne, 1988, Byrne y Whiten, 1988; De Waal, 1982, 1986 y 1992b;
Kummer, 1982), demográficos (e.g., Datta, 1989 y 1992; Dunbar, 1979b; Samuels, Silk
y Altmann, 1987) y ecológicos (e.g., Van Schaik, 1989, Van Hooff y Van Schaik, 1992).
Los datos y resultados obtenidos en el estudio de los conflictos sociales y en el
análisis de las estrategias que los primates exhiben en dichos contextos han desempeñado
un papel de capital importancia en la articulación, contraste, modificación y rechazo (en
algunos casos) de la mayor parte de las teorías en que se apoyan los etólogos para
explicar la función o valor adaptativo del comportamiento social (i.e., el tercer porqué
de la etología). En efecto, el estudio de las estrategias de interacción social en los
primates ha proporcionado un material empírico de especial valor (tanto por la calidad
como por la cantidad de los datos obtenidos) para analizar predicciones derivadas de
muchas teorías funcionales, entre ellas: la teoría de la selección individual, la teoría de la
selección familiar, la teoría de la selección sexual (tanto de los procesos de competición
intra-sexual como de los de selección de pareja), la teoría del altruismo recíproco, la
teoría de la cooperación (o mutualismo), la teoría de la competición por los recursos
locales (y su relación con los patrones de filopatría y dispersión), y la teoría de los
patrones del ciclo vital (revisadas en Colmenares, en preparación b: Capítulo 6).
En la mayoría de los estudios sobre estrategias de interacción en primates que han
abordado cuestiones evolutivas se ha empleado el método comparativo de un modo
poco sistemático (al menos en comparación con lo que se ha hecho en el estudio de otros
fenómenos). Los datos obtenidos en estos estudios han apuntado hacia la existencia de
ciertas características específicas de especie. No obstante, como ya se ha señalado en el
apartado correspondiente (vide supra: apartado 10.4), las conclusiones alcanzadas deben
valorarse con suma cautela, debido a la existencia de una extraordinaria flexibilidad y
variabilidad intra-específica, ampliamente constatada, en los patrones de comportamiento
social que exhiben los primates. Muchas de las diferencias inter-específicas observadas,

531
supuestamente atribuidas a factores filogenéticos, bien pueden ser el resultado de factores
ecológicos, demográficos y sociales del medio local. El estudio de las estrategias de
resolución de conflictos sociales en los primates también ha proporcionado algunos
ejemplos de posibles "exaptaciones", es decir, conductas cuya función actual puede no
coincidir con la función que originalmente causó la evolución de la estrategia (véase
Gould y Lewontin, 1979). Por ejemplo, se puede hipotetizar que el espulgamiento es una
adaptación higiénica y una exaptación social. En otras palabras, su función primaria (que
motivó su origen histórico en la evolución) debió ser la eliminación de los ectoparásitos;
posteriormente, algunas de sus otras consecuencias, de carácter eminentemente social,
pudieron ser co-optadas hasta convertirse en su función secundaria (que han contribuido
a su mantenimiento en la evolución).
El estudio de las estrategias de interacción que exhiben los primates durante los
episodios de conflicto social que, de forma espontánea, natural y cotidiana, tienen lugar
en los grupos en los que viven, ofrece un material especialmente idóneo y sugerente para
formular hipótesis acerca de la naturaleza de las capacidades cognitivas subyacentes, y
para comprobar éstas por medio de observaciones más o menos controladas y, sobre
todo, a través de experimentos. Humphrey (1976 y 1980) postuló la existencia de una
presión selectiva favoreciendo, en las especies que viven en sociedades con un elevado
nivel de organización social, la evolución de una inteligencia especializada en la
resolución de problemas de naturaleza social. Los psicólogos Whiten y Byrne (1988b)
han acuñado el término "inteligencia maquiavélica" para referirse específicamente a las
supuestas capacidades de calcular, de manipular, de engañar y de leer la mente ('mind-
reading') de sus compañeros, que, según esta hipótesis, habrían evolucionado en este
escenario socioecológico (véase también Whiten y Byrne, 1988a). El estudio de la
inteligencia social de los primates y de su funcionamiento en contextos naturales o
naturalizados se ha multiplicado en la última década y media. Cada vez es mayor el
número de etólogos de primates que se interesan por este tema, realizando observaciones
y experimentos pertinentes, y especulando acerca de los escenarios socio-ecológicos que
pudieron favorecer su desarrollo inicial y su evolución posterior en los distintos grupos de
primates (y de otros animales). Desde luego, el estudio del desarrollo y mantenimiento de
las alianzas a través de interacciones de intercambio y de reciprocidad, a corto y a largo
plazo, y su manifestación más espectacular, la formación de coaliciones, ha sido un tema
estrella frecuentemente analizado por los etólogos de primates desde esta perspectiva
"cognitivista" (e.g., De Waal, 1982, 1989b y 1992c; Western y Strum, 1983; Cheney,
Seyfarth y Smuts, 1986, Cheney y Seyfarth, 1986 y 1990a; Harcourt, 1988, 1989 y
1992; Bercovitch, 1991b).
Las implicaciones y la relevancia teórica de los resultados y de las conclusiones
obtenidos en el estudio de los conflictos sociales y de las estrategias de interacción que
exhiben los primates en dichos contextos han resultado atractivas no sólo para los
etólogos y los psicólogos comparatistas, sino también para muchos otros científicos que
trabajan en disciplinas del área de las ciencias sociales. Por ejemplo, el psicólogo social
John Chadwick-Jones ha abogado por un acercamiento entre la etología de los primates y

532
la psicología social (Chadwick-Jones, 1987a, 1987b y 1992). Según este autor, el
psicólogo social podría realizar una importante contribución al análisis de los mecanismos
proximales del comportamiento social de los primates, aportando marcos teóricos,
conceptos y modelos propios de su disciplina. Chadwick-Jones define (y aplica)
específicamente los modelos de contingencia conflictiva, reactiva, asimétrica y mutua, y
la teoría del intercambio social para describir e interpretar algunas secuencias de
interacción social observadas en ba-buinos (véase también Chadwick-Jones, 1989 y
1991).
El antropólogo Christopher Boehm (1992) presenta un análisis comparativo de las
macro-coaliciones (i.e., coaliciones formadas por individuos que dirigen su hostilidad
hacia individuos extraños pertenecientes, por tanto, a otra comunidad) que se observan
en dos especies filogenéticamente cercanas y cuyas sociedades han recibido el calificativo
de igualitarias: el chimpancé común y el hombre actual (en especial las sociedades
humanas que son patrilocales y patrilineales). El marco teórico empleado por este autor
se nutre de teorías etológicas (e.g., la teoría de la dominancia social y la teoría de las
coaliciones) y de varias teorías antropológicas (véase también Loy y Peters, 1991;
Silverberg y Gray, 1992a). Los antropólogos Duane Quiatt y Vernon Reynolds (1994)
evalúan la relevancia de muchos de los hallazgos e interpretaciones obtenidos por los
estudiosos del comportamiento social de los primates no humanos para el análisis y
comprensión de aspectos tan importantes como la evolución del lenguaje, de la
inteligencia y de la cultura en la especie humana.
Por último, los "biopolíticos" Glendon Schubert y Roger Masters (1991) analizan las
estrategias de interacción social descritas en los primates desde una aproximación cuyo
principal objetivo es identificar posibles nexos de unión entre la conducta política en la
especie humana y la conducta "pre"-política en los primates no humanos. En este
contexto, el fenómeno que ha recibido mayor atención ha sido la dinámica de las
coaliciones entre individuos, descrita en diversas especies de primates (véase Schubert y
Somit, 1982; Schubert, 1986). (La biopolítica y la etología política se definen como
aproximaciones en las que el profesional aplica conceptos y métodos de la biología
evolutiva y de la etología, respectivamente, al análisis de comportamientos políticos.)

10.5.3. Plano aplicado

La información acumulada en las últimas décadas sobre los factores ecológicos,


demográficos, sociales, psicológicos, fisiológicos y filogéneticos que pueden inducir,
favorecer, o inhibir la ocurrencia de conflictos sociales, y que pueden influir sobre las
estrategias de interacción que los primates muestran en dichos contextos, ha contribuido
enormemente al diseño y empleo de procedimientos que minimizan aquellas
manifestaciones conductuales (e.g., la agresión descontrolada) y/o sus consecuencias
(e.g., el estrés, los costes físicos y sociales) que se consideran indeseables. Por ejemplo,
la manipulación de las características del medio físico y social (e.g., de la composición)

533
de un grupo, y de la abundancia y disponibilidad de los recursos físicos y sociales que
potencialmente pueden provocar conflictos ha desempeñado un papel muy importante en
la prevención de conductas antisociales y en la elicitación de comportamientos
prosociales y cooperativos.

10.5.3. El caso humano

Los psicólogos evolutivos también han estudiado las estrategias de interacción que
exhiben los niños –especialmente de edad preescolar– durante los conflictos sociales
provocados por la posesión de un objeto (e.g., un juguete), por el control del
comportamiento de un compañero, o por la incorporación de un extraño a un episodio de
juego (e.g., Eisenberg-Berg, Haake y Bartlett, 1981; Hay y Ross, 1982; Bakeman y
Brownlee, 1982; Sackin y Thelen, 1984; Camras, 1984; Nelson y Aboud, 1985; Miller,
Danaher y Forbes, 1985; D. W. Shantz, 1986, C. U. Shantz, 1987; Hartup, Laursen,
Stewart y Eastenson, 1988; Laursen y Hartup, 1989; Hartup, French, Laursen, Johnston
y Ogawa, 1993). A pesar de que la aproximación etológica al estudio de las relaciones
sociales en niños se desarrolló en la década de los setenta (e.g., Strayer y Strayer, 1976,
Strayer, 1980a y 1992; véase también Omark, Strayer y Freedman, 1980), lo cierto es
que, en el tema concreto de las estrategias de resolución de conflictos, las investigaciones
de los etólogos de primates y de los psicólogos evolutivos han seguido caminos
independientes y alejados (véase, por ejemplo, C. U. Shantz, 1987). Sólo recientemente
se advierte un intento por integrar ambas perspectivas, y la iniciativa ha partido de los
psicólogos comparatistas y etólogos especializados en el estudio de los primates no
humanos (véase Mason y Mendoza, 1993b).
Los psicólogos evolutivos han realizado una importante labor en la conceptualización
de los conflictos interpersonales (véase Hay y Ross, 1982; Shantz, 1987: Laursen y
Hartup, 1989; Hartup et al., 1988). Sin embargo, sus intereses teóricos han tendido a ser
demasiado restringidos. Además, sus estudios han estado inspirados principalmente por la
teoría y no por la observación del fenómeno empírico. La consecuencia de todo ello es
que muchos de sus análisis no pueden ser interpretados desde una perspectiva más
amplia por falta de datos clave. Esto ha ocurrido incluso en casos en los que sus
objetivos solapaban parcialmente con los que persiguen los etólogos. Por ejemplo, Sackin
y Thelen (1984) observaron que los niños de 5 años de edad exhibían dos estrategias
distintas en la terminación de los conflictos surgidos durante episodios de juego libre. La
primera consistía en la utilización de conductas de sumisión o apaciguamiento. El
segundo tipo de estrategia consistía en el empleo de lo que estos autores denominaron
conductas "conciliadoras", las cuales incluían entre otras categorías una que ellos
llamaron "espulgamiento" (e.g., sostener la mano, besar y abrazar). Sackin y Thelen (op.
cit.) interpretaron que estas conductas servían para relajar las tensiones producidas por
un conflicto y para reestablecer el tono de la relación. Resulta curioso advertir que estos
autores no hicieron referencia a los estudios de primates ya publicados por aquella época

534
en los que dichas interpretaciones estaban siendo objeto de estudios sistemáticos.
Varios de estos trabajos realizados por los psicólogos evolutivos han estado
orientados al estudio del efecto que la naturaleza de la relación entre dos sujetos tiene
sobre diversas características de los conflictos y, en ese aspecto, deberían ser
comparables a algunos de los estudios que se han realizado con primates no humanos.
Por ejemplo, Hartup y colaboradores (1993) encontraron la existencia de una relación
positiva entre el grado de amistad entre dos niños de edades comprendidas entre los 9-10
años, y la intensidad y duración de sus conflictos (en situaciones de juego cerrado). El
tema de las estrategias de interacción que exhiben los niños a causa de disputas por la
posesión de objetos también ha sido abordado frecuentemente por los psicólogos
evolutivos (revisado por C. U. Shantz, 1987; véase también Hay y Ross, 1982; Bakeman
y Brownlee, 1982). No obstante, sus resultados nunca han sido comparados a los
obtenidos en estudios con primates no humanos (vide supra: apartado 10.2.1).
Algunos etólogos han aplicado modelos sociobiólogicos para analizar las estrategias
que utilizan los niños en disputas por la posesión de objetos. Charlesworth y La Freniere
(1983) encontraron que el rango de dominancia de los niños influía en su capacidad para
monopolizar el recurso deseado (e.g., un juego). Asimismo, cuando el uso del recurso
requería la cooperación de un compañero, esta estrategia fue más frecuente entre niños
que fueran amigos. Charlesworth y La Freniere (op. cit.) concluyeron que la cooperación
no era más que una forma alternativa de competición, puesto los individuos que
cooperaban obtenían más beneficios individuales que los que no lo hacían. Weigel (1984)
también utilizó una aproximación sociobiológica para estudiar las decisiones adoptadas
por niños (de edades comprendidas entre los 49 y los 83 meses) en situaciones de juego
social que provocaban conflictos por la posesión de algún objeto. Afortunadamente,
Weigel (op. cit.) advirtió las deficiencias de los modelos sociobiológicos (i.e., la
aplicación de la teoría de juegos) y señaló que cuando se analizan los costes y los
beneficios de una determinada estrategia, no sólo hay que tener en cuenta el valor
inmediato asociado a la obtención de un determinado recurso en disputa, sino también los
costes a más largo plazo en que se puede incurrir debido, por ejemplo, a las
consecuencias negativas de la disputa sobre las relaciones afiliativas con un compañero
valioso (e.g., un amigo).
El número de investigaciones en que se analizan desde una perspectiva etológica las
estrategias de interacción que exhiben los niños (o los adultos) durante situaciones de
conflicto interpersonal es aún muy reducido. Dos de los estudios más notables en este
contexto son los de Verbeek (1992) y Grammer (1992). Verbeek (op. cit.) estudió dos
grupos de niños preescolares de 4-5 años de edad. El principal propósito de su
investigación fue averiguar si las estrategias de resolución de los conflictos –ocurridos
durante episodios de juego libre– que exhibían los niños dependían más de la naturaleza
de la relación entre los antagonistas que del tipo de conflicto. Los resultados obtenidos en
su estudio apoyaron su hipótesis. En promedio, los sujetos se reconciliaron en el 28-30%
de los conflictos. (Hay que señalar, no obstante, que la definición operativa de
reconciliación empleada por este autor fue la más general, i.e., existencia de conducta

535
afiliativa post-conflicto.) Los niños y las niñas no difirieron en sus respectivas tasas de
reconciliación; no obstante, los niños se reconciliaban más a menudo con antagonistas
con los que tenían relaciones afiliativas menos intensas, mientras que lo contrario se
observó en el caso de las niñas. Asimismo, en conflictos entre antagonistas de distinto
sexo (i.e., un niño y una niña), los niños tomaban la iniciativa en la reconciliación más a
menudo que las niñas. Por último, otro resultado interesante obtenido en este estudio fue
que las intervenciones de los maestros tendían a reducir la probabilidad de que hubiera
una reconciliación entre los (niños) antagonistas.
Grammer (1992) estudió las estrategias de intervención (i.e., apoyo del
agresor/ganador y protección de la víctima/perdedor) observadas en conflictos sociales
entre niños de edades comprendidas entre los 39-78 meses. La tasa de intervenciones fue
relativamente baja (i.e., 374/2450=15.2%). Las conductas de intervención tendían a
ocurrir de una forma recíproca, es decir, los individuos que intervenían en favor de otros
tendían a su vez a recibir apoyo/ayuda de ellos. En realidad, los roles de interventor,
beneficiario y antagonista tendían a ser ocupados por unos pocos individuos,
precisamente aquellos que ocupaban posiciones altas en la jerarquía de dominancia del
grupo. En otras palabras, las interacciones triádicas de intervención en conflictos sociales
solían ocurrir sólo entre un reducido grupo de niños cuyo rango social fue elevado. Las
intervenciones más frecuentes fueron aquellas en las que el interventor ayudó, defendió o
protegió al perdedor (i.e., 29.4%). No obstante, la tasa de intervenciones en las que el
beneficiario fue el agresor o ganador fue muy similar (i.e., 28%). Por otra parte,
Grammer (op. cit.) encontró que los niños tendían a intervenir preferentemente en favor
de sus amigos (y, especialmente, en contra de los que no eran sus amigos). Asimismo,
este autor identificó en su estudio la existencia de cierta reciprocidad en las conductas de
intervención que mostraban los niños. Esta reciprocidad fue especialmente elevada entre
niños que eran amigos. Grammer (op. cit.) señaló que puesto que la tasa más elevada de
conflictos (45.5%) y de intervenciones se producía en ausencia de competición por un
recurso físico concreto, parecía razonable postular la hipótesis de que los niños emplean
las estrategias de intervención como instrumentos para manipular sus relaciones de poder.
En efecto, su decisión de intervenir o no y en favor/en contra de quién parece apoyarse –
según esta hipótesis de Grammer– en una evaluación de los posibles costes y beneficios
(principalmente relacionados con el rango social) que pueden derivarse de tal decisión.
De acuerdo con el planteamiento de Grammer, la estrategia óptima de un niño consistiría
en formar una relación de amistad estable con un compañero, apoyarse mutuamente y
elevar conjuntamente su estatus social. Esta interpretación de la cooperación como una
forma de competición y de altruismo egoísta coincide con la que planteaban
Charlesworth y La Freniere (1983), vide supra, y, en general, con la que sostienen, de
una forma más o menos explícita, la mayoría de los autores que trabajan con primates no
humanos y que han sido citados en este capítulo.

10.6. Conclusión

536
La aproximación etológica al estudio de las estrategias de comportamiento
observadas durante los episodios de conflicto social presta atención tanto a sus
determinantes inmediatos y ontogenéticos como a su valor adaptativo y a su evolución.
En este contexto teórico, parece aconsejable ampliar el área de estudio de la función,
incluyendo en ella no sólo el análisis tradicional de los efectos a nivel reproductivo, sino
también el de las consecuencias y correlatos sociales, emocionales y fisiológicos, más
inmediatos, producidos por las diversas estrategias. Esta es, sin duda, otra de las piedras
angulares de la etología: la vocación por buscar relaciones causales de tipo ascendente y
descendente (i.e., relaciones dialécticas) entre los distintos niveles de organización, y por
integrar los datos obtenidos en cada uno de ellos (véase Colmenares, este volumen:
Capítulos 1 y 2).

Figura 10.1. La explicación exhaustiva de lo que ocurre en cada una de las tres etapas que comprende el
desarrollo de un conflicto social requiere el análisis de dos tipos de relaciones causales: las horizontales (i.e.,
dentro y entre cada una de las distintas etapas) y las verticales (i.e., entre distintos niveles de análisis). En ambos
tipos de análisis es preciso identificar y definir los diversos determinantes y consecuencias de las estrategias de
interacción que exhiben los primates durante los conflictos sociales. Se indican también algunas de las categorías
de factores causales cuyo análisis puede facilitar la comprobación de hipótesis sobre la causación, la ontogenia, la
función y la evolución de las estrategias de resolución de conflictos en los primates.

537
La Figura 10.1 presenta una visión general de las tres etapas sucesivas que es
preciso investigar en relación con el análisis de las estrategias de interacción exhibidas
durante los conflictos interpersonales (véase también la Figura 9.6 del capítulo anterior).
En este capítulo se han revisado algunas de las teorías que se han postulado para explicar
las principales estrategias de interacción observadas en cada una de las etapas que
comprende el desarrollo de un conflicto social. En cuanto a las perspectivas futuras, se
pueden apuntar algunas direcciones en las que el estudio de los conflictos sociales podría
resultar más fecundo y esclarecedor. Por ejemplo, una de las tareas que contribuiría
enormemente a avanzar nuestra comprensión de las estrategias de resolución de
conflictos en los primates consistiría en analizar las posibles relaciones causales entre las
tres etapas mencionadas. Lo que ocurre en la etapa II (e.g., el tipo de conflicto) quizá
esté determinado por lo que haya ocurrido en la etapa I (i.e., por la causa del conflicto).
Lo que ocurre en la etapa III (e.g., la ocurrencia o ausencia de reconciliación) quizá
dependa de lo que haya ocurrido en la etapa II (e.g., de la intensidad de la agresión),
pero sea independiente de lo que aconteció en la etapa I (i.e., de la causa del conflicto).
El efecto de la reconciliación o de su ausencia (etapa III) quizá dependa de la causa del
conflicto (etapa I) y/o del tipo de conflicto (etapa II), pero sea indiferente al propio hecho
de que exista o no reconciliación (etapa III). Estas hipotéticas relaciones causales
horizontales (dentro del mismo nivel) entre los sucesos que tienen lugar en cada etapa
están aún por identificar.
Lo mismo ocurre con las variables fisiológicas, organísmicas, relacionales, sociales,
demográficas y ecológicas que determinan (o influyen sobre) las estrategias de
comportamiento que los primates exhiben durante los conflictos sociales; su identificación
y estudio se encuentran todavía en un estadio muy temprano. En este terreno, el
horizonte de posibilidades de análisis es extraordinariamente amplio y apasionante. En
relación con este último aspecto, y para cerrar el capítulo, se puede señalar que el
planteamiento general de estas investigaciones consiste en determinar qué porcentaje de
la variabilidad registrada tanto en cada una de las tres etapas como en sus nexos causales
de tipo horizontal es explicada por las distintas variables causales de tipo vertical (entre
niveles) mencionadas hace un momento, así como por sus posibles interacciones.

538
CAPÍTULO 11

CONFLICTO INTERPERSONAL EN GRUPOS DE NIÑOS

Elena Gaviria

11.1. Introducción

Casi todos los enfoques teóricos que abordan el estudio del desarrollo infantil
consideran el conflicto como un aspecto de gran importancia. Por supuesto, no todos
entienden el conflicto de la misma forma. En unos casos se pone el énfasis en el conflicto
intrapsíquico entre los rasgos de personalidad, los deseos, las necesidades, etc., del
individuo y las demandas del ambiente (e.g., Freud y Erikson). En otros, el centro de
atención es el conflicto interpersonal como potenciador del aprendizaje y la práctica de
estrategias sociales (enfoque etológico). Piaget también incluye el conflicto interpersonal
en su planteamiento teórico, considerándolo como motor del desarrollo social, pero en el
fondo se trata de un conflicto cognitivo producido por el enfrentamiento de metas y
puntos de vista distintos, cuyo resultado es la superación del egocentrismo y el aumento
de la capacidad para actuar coordinadamente con los otros. Este planteamiento ha sido
desarrollado más recientemente por los psicólogos sociales de la escuela de Ginebra (e.g.,
Doise, Mugny y Perret-Clermont, 1975; Mugny y Pérez, 1988), dando lugar a la teoría
del conflicto sociocognitivo, versión social del individualismo piagetiano.
En todos estos enfoques el conflicto es considerado como un fenómeno "positivo",
en el sentido de fomentar el desarrollo y la adaptación de los individuos. Sin embargo, a
pesar de la importancia teórica que autores de tendencias tan diversas le conceden, la
investigación empírica ha sido bastante escasa hasta hace relativamente poco, en especial
la referente al conflicto interpersonal. Los psicólogos evolutivos, que fueron los que
iniciaron los estudios en este campo con sujetos en edad infantil, estaban más interesados
en el individuo que en la díada o el grupo como objeto de análisis. Por otra parte, se daba
la paradoja de que los pocos autores que sí se dedicaban a la investigación del conflicto
interpersonal normalmente lo consideraban como un tipo de interacción agonística,
constituida por conductas agresivas, y sus observaciones se limitaban a los encuentros
agonísticos. Esta equiparación de conflicto y agresión ha provocado que los datos sobre
episodios de conflicto no agonístico hayan sido muy poco abundantes (véase también
Colmenares, este volumen: Capítulos 9 y 10).
La entrada en escena de los etólogos sociales, con su énfasis en el carácter
adaptativo de la conducta y en la interacción como contexto donde esa adaptación se
produce, cambió el panorama. Para los etólogos, más que un rasgo de personalidad o una
conducta individual, el conflicto es cosa de dos, o incluso de más individuos. Es una

539
forma de intercambio diádico (o poliádico) donde los participantes muestran posturas
enfrentadas y tratan de vencer la resistencia del oponente, y donde la conducta de cada
uno se adapta continuamente a la del otro. Esa meta se manifiesta en conductas tan
diversas como amenazar, persuadir, compartir, insultar, agredir físicamente, etc. En
conjunto, estas conductas reciben el nombre de estrategias o tácticas. Una de ellas es la
agresión, pero en absoluto la única y, como veremos, tampoco la más afortunada.
Por otra parte, se trata de un proceso con unos antecedentes, un desarrollo y unas
consecuencias que es necesario estudiar para poder entender realmente el sentido del
conflicto. De ahí la importancia de la investigación en situaciones naturales. La mayoría
de los estudios que los etólogos han llevado a cabo con niños han sido realizados durante
periodos de juego libre en guarderías, aunque también hay algunos experimentales. La
observación naturalista de episodios espontáneos tiene ventajas sobre la provocación
experimental, porque en este último caso se instruye a los sujetos para que representen
un conflicto ficticio, o se les pregunta cómo reaccionarían a una oposición de otro niño
también ficticio, y este procedimiento pasa por alto el hecho de que la conducta de los
niños está influida por la de los otros en una situación donde "ganar" puede ser
importante para el niño. Los episodios espontáneos son mucho menos ritualizados que
los producidos en las dramatizaciones artificiales, y requieren un conocimiento de
estrategias más sofisticadas, lo que se refleja en unos diálogos más ricos y creativos
(Eisenberg y Garvey, 1981) y en unas interacciones más complejas (Gaviria, 1990b).
Pero quizá lo más característico de los estudios etológicos sea el énfasis en la
función. La función inmediata del conflicto sería obtener un recurso físico o social que
otro posee, o evitar ser despojado de él si se ocupa el rol de propietario. Se trataría de
aumentar al máximo los beneficios y reducir al mínimo los costes. A la larga, la función
sería aumentar la adaptación al medio social mediante el conocimiento de las respuestas
de los otros y del aprendizaje y práctica de estrategias de interacción y negociación, lo
que en definitiva repercutiría en una mayor eficacia reproductiva.
En el presente capítulo nos centraremos en esta forma de entender el conflicto,
dejando a un lado los enfoques más intrapsíquicos, cognitivos o centrados en el
individuo. Revisaremos algunos de los trabajos más representativos realizados con niños,
siguiendo para ello un esquema secuencial, es decir, empezando por el origen del
conflicto y terminando con el desenlace. Se hará un especial hincapié en los aspectos
funcionales, aunque sin desatender cuestiones relativas al desarrollo ontogenético y a las
causas inmediatas de la conducta, objeto de estudio más propio de los psicólogos
evolutivos y sociales. Los aspectos filogenéticos o evolutivos son abordados en el
Capítulo 10 de este volumen. La última parte de nuestro capítulo estará dedicada a una
forma especial de conflicto: la intervención de un tercero en una disputa diádica. Los
procesos que se dan en este tipo de interacciones, así como las consecuencias que tienen
para cada uno de los participantes y para la relación entre ellos, merecen una
consideración aparte.

540
11.2. Conflictos diádicos

11.2.1. Detonantes ¿Por qué estalla el conflicto?

La mayoría de los conflictos que ocurren entre niños antes de los 4 años son
provocados por la posesión de objetos. Este dato ha sido interpretado por diversos
autores como un indicador del mayor interés que muestran los niños de estas edades
hacia el mundo físico en comparación con el social. Sin embargo, como señalan Hay y
Ross (1982), esta interpretación queda en entredicho cuando se observan episodios como
los siguientes: 1) Pepito ha estado montando en el columpio y lo abandona para jugar con
otra cosa. A continuación Manolito se sube al columpio, e inmediatamente Pepito lo
reclama; 2) Cristina está jugando con una pelota y Susanita intenta apoderarse de ella a
pesar de haber otros cuatro objetos idénticos disponibles; 3) Miguelito consigue arrebatar
a Felipe el triciclo que éste poseía, e inmediatamente después lo abandona para jugar con
otra cosa; y 4) María posee un objeto que Guille desea. Se lo muestra repetidas veces a
Guille a modo de "provocación", pero le impide el acceso a él, aunque de hecho María
no está jugando con el objeto.
Estas conductas no son nada infrecuentes en los episodios relacionados con objetos
(también ocurren en relación con espacios valorados por los niños), e indican que lo que
está en juego es algo más que el mero interés por el recurso material. A partir de un
estudio observacional de niños de 20 a 23 meses, Hay y Ross sugieren la posibilidad de
que, ya a esa edad, los conflictos sean producto del intento por parte de los niños de
controlar el ambiente de juego y las acciones de sus compañeros en ese ambiente.
Por otra parte, la idea de que las interacciones de niños muy pequeños con sus
compañeros se deriven de la interacción con objetos parece bastante cuestionable
teniendo en cuenta los estudios revisados por Hay, Pedersen y Nash (1982), cuyos
resultados indican que ya a los seis meses los niños se ven muy influidos por la presencia
de compañeros de su edad cuando no hay otras distracciones en el ambiente, como
pueden ser las madres o algún juguete.
Después de la posesión o el acceso a objetos, el siguiente tema de conflicto más
frecuente es el relativo al compañero, a sus acciones o a sus omisiones, es decir, está
centrado en el otro, en el control de sus actos, independientemente de los objetos o
espacios materiales. Se trata de influir en el otro para que haga algo, y de resistirse a esos
intentos de influencia.
El interés por el mundo social se va desarrollando con la edad, de tal manera que, a
partir de los 4 ó 5 años, los conflictos relacionados con el medio social (recursos sociales)
alcanzan la misma proporción que los relativos a los recursos materiales (Dawe, 1934;
Shantz y Shantz, 1985), o incluso bastante mayor (Strayer y Strayer, 1980). No
obstante, en algunos estudios se han detectado diferencias entre los sexos a este respecto;
por ejemplo, a la edad de 6 y 7 años, los conflictos de las niñas tendían a tener como
tema principal el control de los demás, mientras que los de los niños estaban dirigidos

541
hacia el control de los objetos (Shantz y Shantz, 1985).
Otros factores desencadenantes de conflictos menos estudiados son las interferencias
en la actividad de otro (A ataca a B sin haber sido provocado, o bien interrumpe lo que B
está haciendo), y la violación de normas (e.g., A y B han acordado establecer turnos para
jugar con el juguete X, pero A incumple el acuerdo y no permite que B tenga acceso al
objeto).
Prácticamente cualquier conducta, verbal o no verbal, puede provocar un conflicto,
y en ocasiones es muy difícil determinar cuál ha sido exactamente el factor causal. A
veces, la causa procede de algún episodio de interacción anterior que no se resolvió
satisfactoriamente para el niño que está iniciando ahora la disputa. Por ejemplo, Hay y
Ross (1982), en el estudio antes citado, utilizaron un diseño longitudinal, observando la
conducta de los niños (20-23 meses) durante varios días consecutivos, y encontraron que
era más probable que fuera el perdedor de un conflicto y no el ganador el que iniciara el
siguiente. Este resultado contradice los principios de las teorías del aprendizaje, en el
sentido de que ganar no reforzaba a los niños para implicarse en un nuevo episodio, ni
perder inhibía esa conducta. Probablemente, es la insatisfacción del perdedor con el
resultado anterior lo que le mueve a iniciar otro conflicto, pudiendo interpretarse como
un intento de conseguir un beneficio ignorando los costes –un resultado parecido al
obtenido por Weigel (1984) con preescolares (vide infra: apartado 11.2.2).
A menos que se utilice un sistema de registro continuo, con grabación en vídeo o
mediante muestreo focal (seguir a un mismo individuo durante un periodo de tiempo
determinado y registrar qué hace, a quién, y qué respuesta recibe del otro), será difícil
saber con seguridad qué conducta ha iniciado el conflicto, entre otras cosas porque la
atención del observador puede verse atraída hacia la interacción conflictiva sólo cuando
se produzca la protesta o resistencia por parte del niño provocado, es decir, una vez que
la disputa ya está en marcha.
Otra dificultad a la hora de determinar la causa inmediata de un conflicto es que el
motivo aparente puede no coincidir con la causa real, como ocurría en los ejemplos de
Hay y Ross (1982) citados al principio de este apartado. Además, el motivo puede
cambiar durante el conflicto, como puede verse en el siguiente ejemplo: Miguelito intenta
quitarle un juguete a Felipe, éste se resiste y Miguelito le agrede. Hasta ahí la causa del
conflicto era la posesión del juguete, pero a partir de la agresión es posible que el motivo
de la conducta de Felipe sea devolverle el golpe a Miguelito, y así sucesivamente.
Incluso, en la elección de algunas tácticas se ve que el motivo puede ser doble. Por
ejemplo, cuando A quiere conseguir acceso al juguete que B posee, y además quiere
"llevarse bien con él", puede recurrir a la persuasión o a la propuesta de compartir el
objeto, en lugar de emplear fórmulas más directas, como veremos después.
Una vez revisadas las causas más frecuentes de disputas entre niños, veamos cómo
se manifiesta el conflicto en la conducta de los contendientes.

11.2.2. Desarrollo del conflicto

542
Por aquello de que dos no pelean si uno no quiere, para hablar de conflicto no basta
con que A desee conseguir algo de B. Lo que realmente caracteriza el conflicto es la
resistencia por parte de B frente a las pretensiones de A (véase también Colmenares, este
volumen: Capítulo 9). No obstante, para muchos autores, la resistencia de B puede ser
condición necesaria pero no suficiente para que se dé un conflicto (Maynard, 1985).
Supongamos que Susanita quiere el objeto que Felipe posee. Para conseguirlo,
recurre a la táctica X. Entonces pueden pasar dos cosas: que Felipe se rinda ante la
capacidad persuasiva de Susanita, o que se resista (una tercera posibilidad es que Felipe
ignore la conducta de Susanita, pero en ese caso no habría interacción). Si Felipe se
rinde, no hay conflicto, pero si se resiste pueden pasar dos cosas: que Susanita insista o
que desista. Si desiste, según muchos autores no hay conflicto, pero si insiste, entonces el
conflicto está servido.
Con objeto de evitar disquisiciones sobre si un episodio debe conceptualizarse como
conflicto o no, para el análisis del proceso vamos a partir de una situación claramente
conflictiva, en la que, tras la primera provocación por parte del iniciador, se producen
varios turnos de resistencia e insistencia entre los oponentes.
Sea cual sea el momento de la secuencia donde lo necesario pasa a ser suficiente, en
todo conflicto se pueden identificar, por lo menos, dos papeles: el de iniciador (A) y el de
oponente (B), cada uno con sus pautas de conducta correspondientes. En este apartado
nos vamos a centrar en esas pautas de conducta que constituyen el intercambio de
posturas enfrentadas. Por un lado, el que recibe la provocación y se resiste puede hacerlo
de diversas maneras. Por otro, el que inició el conflicto y no se rinde ante la oposición
del otro puede recurrir a su vez a múltiples tácticas para conseguir su objetivo.
La mayoría de las oposiciones (i.e., de las conductas de resistencia) en los niños
hasta la edad preescolar son de dos tipos: negarse a obedecer o complacer al otro, y
contradecir una afirmación del otro (O'Keefe y Benoit, 1982). Parece haber una
evolución en la frecuencia de oposiciones con la edad: aumenta a partir del primer año y
desciende después de los 5 ó 6 años. Los niños menores de 1 año no suelen mostrar
oposición si otro se acerca y toca su juguete (Hay, Nash y Pedersen, 1983). Aunque en
la mayoría de los casos el poseedor del objeto sigue manteniéndolo, no se produce
conflicto, probablemente porque todavía no se ha desarrollado el sentido de la propiedad.
A partir del primer año empieza a emerger la noción del derecho de posesión, y la
posesión de objetos empieza a ser una importante fuente de conflictos; asimismo,
aparecen las primeras normas sociales que lo regulan, que en la edad preescolar son ya
muy elaboradas (Bakeman y Brownlee, 1982).
Una muestra de que la noción de propiedad existe y es reconocida por los niños es la
observación de que la probabilidad de que un niño consiga quitarle un objeto a otro es
mayor si justo antes lo había tenido él que si el poseedor había sido el otro. De todas
formas, los preescolares tienen más en cuenta los derechos de propiedad que los niños de
1 y 2 años. Estos últimos, en cambio, muchas veces se implican en un conflicto por su
atracción hacia el objeto, o tomando éste como pretexto, sin respetar la norma de quién
estaba jugando antes con él.

543
Los preescolares rechazan o ignoran más las peticiones y demandas de otros que los
niños de escuela primaria (Levin y Rubin, 1983). En el caso de la entrada de un nuevo
miembro en el grupo, los preescolares (3-4 años) también rechazan más activamente al
recién llegado, mientras que los mayores (7-8 años) tienden más a ignorarlo (Corsaro,
1979; Dodge et al., 1983).
Aunque el tipo de oposición o resistencia depende en gran parte de cómo haya sido
la demanda o provocación del iniciador (petición, orden, agresión, etc.), normalmente la
oposición inicial suele ser verbal. En su estudio sobre estrategias verbales de solución de
conflictos adoptadas por niños de 2 años y medio a 5 años y medio, Eisenberg y Garvey
(1981) encontraron cinco formas de oposición inicial: 1) simple negación (A: 'Ahora yo
voy a conducir el coche de bomberos'; B: 'no'); 2) razón para oponerse, con o sin
negación explícita (B expone el motivo o justificación por el que se opone: 'no, porque es
mío'); 3) contrapropuesta (B propone una solución alternativa para satisfacer la demanda
de A: 'tú puedes tocar la sirena'); 4) demora del acuerdo o la obediencia (B "da largas" a
A: 'primero voy a apagar el fuego y después tú conduces'); 5) evasión (B "se sale por la
tangente": 'no es un coche de bomberos; es una ambulancia'). La forma más frecuente
era la 2), seguida de la 1); las otras eran bastante menos usadas.
El resultado más interesante de este estudio es que, según cómo sea la oposición
inicial de B, así será la conducta posterior de A. Eisenberg y Garvey distinguen entre
estrategias "adaptativas" y "no adaptativas". Las primeras son aquéllas que tienen en
cuenta la conducta del otro y aportan nueva información a la interacción. Estas autoras
las denominan adaptativas porque provocan respuestas del mismo tipo en el otro y
facilitan la solución del conflicto. Esto se aplica tanto a la demanda inicial de A como a la
oposición de B y a las respuestas subsiguientes de los dos oponentes. Por ejemplo, si la
oposición inicial de B es un simple "no", A no aceptará esa respuesta y el conflicto
continuará.
Otro estudio sobre estrategias de oposición es el de Corsaro (1981) con preescolares,
centrado en la forma en que el grupo se resiste a la entrada de un nuevo miembro.
Distingue 5 tipos de oposición: la más frecuente es la reivindicación por parte del grupo
de los objetos o del espacio; después, la justificación de que "ya son demasiados", y las
menos usadas son el rechazo verbal sin justificación, negar la amistad con el recién
llegado, y apelar a reglas sobre las necesidades del grupo o al sexo, estatura, ropa, etc.,
del nuevo. En cuanto a la razón por la que los grupos de niños se resisten tan a menudo a
la entrada de otros, Corsaro especula que los miembros del grupo son conscientes de lo
delicada que es la interacción con los compañeros, y la entrada de otros en episodios que
ya están en marcha puede interrumpir el desarrollo del juego.
Por otra parte, el rechazo puede funcionar para el grupo como afirmación pública de
la lealtad y solidaridad de los miembros. En relación con esto, en un estudio sobre
relaciones de dominancia en un grupo de preescolares (Gaviria, 1990a) se encontró que
los miembros subordinados del grupo presentaban una frecuencia considerablemente más
alta de conductas agonísticas hacia individuos de fuera del grupo que los dominantes.
Este resultado podría estar indicando que son los subordinados los que más necesitan

544
afirmar su identidad como miembros del grupo frente a los extraños.
Las expresiones faciales que acompañan a las manifestaciones verbales en los
conflictos han sido estudiadas por Camras (1977). Con niños de preescolar, encontró una
expresión "agresiva" (mezcla de asco, enfado o determinación: ceño fruncido, mirada fija
sostenida, cara hacia delante, labios apretados, nariz arrugada). Esta expresión era
exhibida por el propietario del objeto ante los intentos del otro de arrebatárselo, y era
seguida por una conducta dubitativa por parte del iniciador. Otra expresión que producía
el mismo resultado era la que normalmente significa tristeza (cejas oblicuas). Camras
sugiere que esta expresión provoca en el iniciador la comprensión hacia el propietario,
por el sentimiento de pena que parece producirle la pérdida del objeto.
No obstante, los conflictos adquieren con mucha menos frecuencia un carácter de
agresión física mutua. El modelo evolucionista de Maynard Smith (Maynard Smith y
Price, 1973; Maynard Smith, 1974 y 1976) sostiene que los individuos tenderán a
seleccionar la respuesta que aumente al máximo la diferencia entre los beneficios y los
costes. Según este principio, los conflictos físicos conllevan más costes en términos de
esfuerzo y probabilidad de resultar dañado que los verbales, sin que los beneficios sean
mucho mayores. De acuerdo con el mismo principio, si el que inicia el conflicto utiliza
una estrategia agresiva, y es probable que siga utilizándola hasta conseguir su objetivo, el
defensor deberá abandonar la resistencia para evitar los costes, es decir, tendrá que
"rendirse".
Ginsburg (1980) estudió la conducta de niños de 8 a 11 años durante episodios de
conflicto, centrándose en las pautas posturales adoptadas por el perdedor inmediatamente
antes de que la agresión cesara. Partiendo de la idea darwiniana de que adoptar una
actitud corporal que reduce el tamaño puede inhibir la agresión del oponente, Ginsburg
intentó comprobar si las muestras de sumisión que implicaban una disminución de la
estatura tenían una mayor probabilidad de detener el ataque del agresor que otras
conductas exhibidas por el atacado durante el episodio de conflicto. Comparando la
postura de los niños en las fases iniciales de un conflicto y en el momento previo a la
terminación, Ginsburg encontró que, efectivamente, se producía un cambio en la postura
del cuerpo del perdedor cuyo resultado era la disminución de la estatura. Acompañando a
este "empequeñecimiento" aparecía otra pauta conductual clara: la desviación de la
mirada, evitando el contacto ocular directo con el agresor. Esta combinación tenía el
efecto de inhibir el ataque del oponente, en concordancia con la noción de Darwin (1872)
sobre las posturas de apaciguamiento. Un ejemplo curioso de esta combinación se ve en
la conducta de atarse los zapatos, que Ginsburg encontró varias veces en su estudio.
Según este autor, se trata evidentemente de un gesto simbólico de apaciguamiento, en el
que el niño agredido adopta una postura agachada, con la cabeza baja, sin contacto
ocular directo, que efectivamente hacía que el agresor interrumpiera sus ataques. ¡Incluso
se dio el caso de un niño que intentó atarse un zapato sin cordones!
Sin embargo, Weigel (1984), en un estudio con preescolares, encontró que la
resistencia u oposición del defensor aumentaba cuanto mayor era la agresividad del
iniciador. La hipótesis explicativa que sugiere Weigel para esta respuesta antiadaptativa es

545
que la estrategia de resistirse a oponentes agresivos, ineficaz desde el punto de vista de
los costes, es característica de los niños pequeños y de bajo estatus, siendo la edad una
posible causa y el menor estatus una posible consecuencia de utilizar estrategias
aparentemente inadaptativas. Por otra parte, puede haber beneficios a largo plazo
asociados a incurrir en costes inmediatos. Por ejemplo, aprender qué es lo que provoca la
agresión de otro cuando se es pequeño puede ser menos peligroso que después; además,
la resistencia puede disuadir a otros de intentar iniciar conflictos en el futuro con el que
se resiste.
Hemos visto cómo puede ser la primera oposición de B ante los intentos de
influencia de A. El siguiente paso en el proceso tiene que darlo A. Mientras que para
conseguir su objetivo B sólo tiene que mantenerse firme en su resistencia, el papel de A
es más complicado. Si quiere tener éxito tendrá que elegir tácticas de persuasión
alternativas en caso de que la primera falle.
Las tácticas empleadas por los niños para conseguir lo que se proponen son
incontables. Muy pocas veces recurren a la agresión física o verbal, y normalmente
utilizan medios alternativos para el mismo fin: vencer al otro.
La forma que adopta la oposición inicial influirá en la interacción posterior. Por
ejemplo, Eisenberg y Garvey (1981) encontraron que los niños modifican sus órdenes
haciéndolas más amistosas y menos directas (táctica de "mitigación") cuando se
encuentran con una oposición clara. Aunque "suavizar" una petición supone reconocer al
otro un mayor estatus y, por tanto, darle ventaja, aceptar el rol subordinado evita que el
otro tenga que defender su posición y sus derechos sobre el objeto o recurso, por lo que
esta estrategia puede dar muy buenos resultados.
Estas autoras distinguen, como hacían con la oposición inicial, varios tipos de
respuesta a esa oposición, cada uno con un distinto grado de "adaptación" (recuérdese
que aquí el término adaptación se emplea en un sentido distinto del que le otorgan los
etólogos, entendiéndose como facilitación de la solución del conflicto; vide supra:
apartado 11.2.1; véase Colmenares, este volumen: Capítulo 1): 1) insistencia (mera
repetición de la demanda; esta táctica es la menos adaptativa porque no añade nueva
información y no tiene en cuenta al otro; en el ejemplo del coche de bomberos, A
volvería a formular su exigencia: 'ahora yo conduzco'); 2) mitigación y agravamiento
(repetición de la demanda pero haciéndola menos directa o más cortés, o bien todo lo
contrario, más asertiva; no se añade nueva información pero muestra la capacidad del
niño para adoptar posturas sumisas o agresivas adaptándose a la conducta del otro; A:
'¿me dejas conducir a mí un rato?', o bien: 'corno no me dejes conducir, se lo digo a la
"seño"'); 3) razones (igual que en la oposición inicial, se aporta un motivo o justificación
para la demanda; aquí se da nueva información y se demuestra conocer un requisito de la
interacción: dar explicaciones de la oposición o la demanda; A: 'es que ahora me tocaba a
mí'); 4) contrapropuesta (se ofrece una alternativa a B en lugar del recurso que se
demanda; esta estrategia también aparecía entre las utilizadas por B en la oposición
inicial; se trata de una maniobra de distracción que aporta nuevos elementos a la
interacción y tiene en cuenta los posibles intereses o deseos del otro; A: 'mientras yo

546
conduzco tú podías llevar la manguera para apagar el fuego'); 5) promesa condicionada
(A promete dar a B un recurso valioso que posee con la condición de que B satisfaga su
demanda; estrategia basada en el intercambio, en la que A se compromete a corresponder
si B deja de resistirse; como en el caso anterior, esta estrategia aporta una información
importante para que el proceso avance y tiene en cuenta los deseos del otro, pero además
también sus derechos, aunque no hay disposición a renunciar al recurso deseado; A: 'si
me dejas conducir te presto mi bici'); 6) Compromiso (sugerencia de compartir el
recurso, ya sea disfrutando de él al mismo tiempo o por turnos; ésta es la estrategia más
adaptativa porque, además de aportar nueva informacióny tener en cuenta la perspectiva
del otro, muestra una noción de lo que es justo, haciendo concesiones en términos de
renuncia al disfrute completo del recurso; A: '¿vale que los dos éramos bomberos y
conducíamos el coche, primero tú y luego yo?'). Las tres últimas formas son meras
reacciones a la oposición que no aportan ningún avance: 7) petición de razones de la
oposición; 8) fuerza física y 9) ignorar (no responder a la oposición). Las más frecuentes,
según los datos de Eisenberg y Garvey, fueron las respuestas 1) y 3).
Los resultados obtenidos en el estudio a partir de la comparación de las distintas
estrategias fueron que las que menos información nueva añadían y las que menos tenían
en cuenta al otro (es decir, las menos "adaptativas", en el sentido de Eisenberg y Garvey)
eran las que mostraban menor probabilidad de contribuir a resolver el conflicto. El
proceso de solución es muy interactivo. Cada participante no actúa al azar sino que
responde a las estrategias del oponente. Si el otro utiliza una estrategia que no aporta
ningún material nuevo para que el niño trabaje con él, éste será menos creativo al elegir
sus propias estrategias (la insistencia será respondida con insistencia, y la no respuesta
provocará una mera repetición de la frase inicial). En cambio, si el oponente emplea
estrategias en las que intervienen nuevos elementos, es probable que el niño responda de
forma equivalente, lo que favorece el avance en la discusión y la solución del conflicto.
Desde un punto de vista ontogenético, Selman y Demorest (1984) han propuesto un
modelo del desarrollo de estrategias de negociación (hacer que el otro cambie o cambiar
uno mismo). En el nivel más "primitivo", las estrategias para conseguir que el otro
cambie son chillar más fuerte para que no se oiga lo que el otro dice, agarrar el objeto y
emplear la fuerza, mientras que las de cambio propio son la huida o la "obediencia ciega".
En el siguiente nivel estarían las estrategias de fuerza verbales (ordenar, amenazar) para
provocar que el otro cambie, y "hacerse la víctima" y apelar a la autoridad como cambio
propio. Los dos niveles "superiores" se caracterizan por tener más en cuenta el punto de
vista y los sentimientos del otro (persuasión amistosa, anticipación de las reacciones del
otro, etc.). Aquí es necesario aclarar que esta concepción del desarrollo en términos de
niveles jerárquicos, del más primitivo al superior, es poco grata a los etólogos, quienes
prefieren hablar de cambios direccionales, más horizontales que verticales. Como dice
Tinbergen (1959), una oruga no es una mariposa en miniatura; por la misma razón, un
niño pequeño no es un adulto primitivo (véase Colmenares, este volumen: Capítulo 2;
Gaviria, 1992).
Desde la perspectiva de la teoría evolucionista, las decisiones que los participantes

547
en un conflicto toman en cada momento del proceso, desde la oposición inicial hasta la
solución final, pueden explicarse en términos de los costes y beneficios asociados a cada
alternativa de respuesta. Partiendo de este enfoque, Weigel (1984) analizó las variables
que influían en las decisiones de tres grupos de preescolares durante episodios de
conflicto sobre el acceso a objetos. La decisión en la que se centraba el estudio era
resistir/rendirse, que es el paso previo a la selección del modo concreto de llevar a cabo
la resistencia. Esta es entendida en el sentido de mantenerse firme en la propia postura,
sea de "ataque" o de "defensa". Basándose en el modelo de costes/beneficios, Weigel
especificaba las siguientes variables como determinantes de la resistencia: a) variables
conductuales: probabilidad de ganar (equivalente al parámetro "valor del recurso" de
Maynard-Smith), probabilidad de insistencia por parte del oponente (parámetro de "coste
de tiempo"), probabilidad de agresión (parámetro de "coste de daño físico"); b) variables
espaciales: grado en que el oponente había completado su intento de posesión del objeto
en el paso anterior, y distancia relativa del objeto para el que tomaba la decisión; además,
se tuvo en cuenta el papel del que tomaba la decisión (iniciador o defensor), y si estaba
en posesión o no del objeto en el momento de tomar la decisión.
La predicción general era que los niños se deberían resistir más a los intentos de
posesión del objeto por parte del otro a medida que la probabilidad de obtener algún
beneficio aumentara y la de incurrir en algún coste disminuyera. Los resultados
mostraron que el modelo es válido para explicar las decisiones de los niños, si bien el
estudio se centra en respuestas inmediatas a un oponente para evaluar la adaptación de
las decisiones. Puesto que lo que cuenta en términos adaptativos probablemente no es el
éxito inmediato en los conflictos sino el valor total de los recursos acumulados a lo largo
del tiempo, habría que estudiar el efecto de las estrategias seguidas en este tipo de
situaciones sobre las relaciones a largo plazo. Por ejemplo, el hecho de ganar un objeto
en una disputa puede suponer un beneficio inmediato, pero, si como consecuencia de ello
se pierde el acceso a la amistad de otros y a la posibilidad de que éstos compartan
voluntariamente sus recursos, entonces considerar la estrategia empleada como
adaptativa es muy cuestionable (véase Colmenares, este volumen: Capítulos 9 y 10). En
el mismo sentido, la minimización de costes de agresión en un conflicto concreto
mediante la estrategia de no resistir por parte del defensor puede reforzar la tendencia del
oponente a intentar quitarle más objetos en el futuro.

11.2.3. Desenlace

La mayoría de los conflictos entre preescolares son resueltos por los mismos niños
de una u otra forma, sin intervención de los adultos. Mientras que la iniciación de los
conflictos parece estar más influida por factores individuales, salvo en el caso de la
mayor tendencia a iniciarlos por parte de aquéllos que perdieron un conflicto anterior, la
terminación (rendirse) depende más de las demandas de la situación concreta.
Constituye, por consiguiente, una característica de la díada más que de los individuos.

548
Aunque es muy difícil predecir quién va a ganar, parece haber algunas claves que
permiten hacer apuestas. Por ejemplo, es más probable que gane el que defiende que el
que ataca (Camras, 1977; Shantz, 1987; Weigel, 1984), a no ser que el que defiende esté
resistiendo contra el anterior poseedor del recurso, a quien se lo ha arrebatado, en cuyo
caso el resultado más probable será el contrario (Bakeman y Brownlee, 1982). Si el que
tiene el recurso en su poder no es el verdadero propietario, el coste de resistirse será
mayor, puesto que el propietario estará mucho más motivado a pelear para recuperar su
posesión.
Además de la variable "rol" de cada oponente, parece lógico esperar que el tipo de
táctica empleado por cada uno también influya en el resultado. Por ejemplo, el uso de la
agresión, física o verbal, no parece ser muy práctico. Aunque pueda permitir el acceso al
recurso en cuestión, el coste probablemente será mayor en términos de esfuerzo, daño
físico y deterioro de las relaciones, lo que puede tener consecuencias negativas en el
futuro. Otra táctica que no da buenos resultados con los compañeros (aunque sí con los
padres) es la mera insistencia en la propia postura (Eisenberg y Garvey, 1981). Si el
iniciador, para lograr su objetivo, se limita a repetir su demanda una y otra vez,
probablemente lo único que conseguirá será que el defensor haga lo mismo con su
negativa, lo que puede alargar el conflicto hasta que uno de los dos, o ambos, se cansen.
Las tácticas que más éxito tienen son las que demuestran tener en cuenta los intereses y
necesidades del otro y adaptarse a ellos (Eisenberg y Garvey, 1981; Putallaz y Gottman,
1981). Es más probable que un niño gane si tiene en cuenta las intenciones y los intereses
del otro porque de esa forma podrá utilizar estrategias apropiadas para manejar esos
intereses e intenciones. Por otra parte, es más probable que haga concesiones si percibe
que sus propios intereses son tenidos en cuenta por el otro.
En el trabajo citado más arriba, Eisenberg y Garvey (1981) encontraron que algunas
secuencias de conducta tenían más éxito (eran más "adaptativas") para terminar un
conflicto que otras. Por ejemplo, frente al caso antes comentado de insistencia que
provoca insistencia y convierte el conflicto en un diálogo de sordos, si el defensor daba
una razón de su resistencia, era más probable que el iniciador sugiriera un compromiso, y
menos probable que contestara con una mera repetición de la demanda; y si el iniciador
hacía una contrapropuesta o una promesa condicionada, o formulaba un compromiso
(véase más arriba la definición de cada táctica), era probable que el conflicto terminara.
En los estudios sobre conflictos por la entrada de un niño en un grupo también se ha
encontrado que algunas secuencias de tácticas tienen más éxito que otras. En general, las
mejores son aquéllas que menos interfieren en la actividad que está desarrollando el
grupo. Por ejemplo, Dodge y colaboradores (1983), con niños de 7-8 años, vieron que
rondar el grupo en silencio, imitar lo que hacen sus miembros y después dirigir algún
comentario hacia el grupo con frecuencia daba lugar a que el niño entrara sin problemas.
Por su parte, Corsaro (1979) encontró en preescolares (3-4 años) un elevado porcentaje
de éxito de los intentos utilizando una secuencia prácticamente idéntica.
Además de determinar quién es el vencedor y cómo lo consigue, otro aspecto
interesante del resultado del conflicto es analizar qué ocurre inmediatamente después.

549
Los contendientes suelen acabar separándose, pero a veces el conflicto termina con
ambos participantes jugando juntos. Sackin y Thelen (1984) observaron los resultados de
conflictos en dos grupos de preescolares y encontraron que una clave de la diferencia
(separación o cooperación en el juego) era la forma en que se terminaba el conflicto.
Normalmente, el perdedor expresa una serie de conductas de "apaciguamiento" para
indicar que se rinde y que se somete al ganador. El resultado de esta forma de
terminación es la separación entre los oponentes. Pero una segunda forma consiste en
emitir conductas de reconciliación, de tipo amistoso, no sumiso, y el resultado es que los
oponentes acaban jugando juntos. Los autores sugieren que, mientras que las conductas
sumisas de apaciguamiento para terminar un conflicto tienen la función de mantener la
jerarquía de dominancia, las conductas conciliadoras parecen cumplir la función de
facilitar la transición de relaciones agonísticas a relaciones pacíficas y amistosas.
Relacionado con esto se encuentra el resultado de que las conductas de
reconciliación se muestran más frecuentemente hacia oponentes del mismo sexo. Los
niños a esta edad suelen jugar preferentemente con compañeros de su propio sexo; por
eso es más importante para ellos restablecer las relaciones amistosas con éstos. Puede,
por tanto, considerarse como una estrategia para recuperar un recurso social valioso.
Las conductas de reconciliación más empleadas por los preescolares eran las
propuestas de cooperación, ofrecer o compartir objetos con el oponente y grooming
(acariciar, tocar suavemente). Estas dos últimas categorías de conducta son las más
frecuentes en otras especies en situaciones similares, o donde se busca la cooperación, y
también probablemente las primeras conductas de contacto social mostradas por los
niños más pequeños (Rubin, 1980; Hay y Ross encontraron estas conductas en un 25%
de conflictos en su muestra de niños de 1 año de edad). En cuanto a las propuestas de
cooperación, podría equivaler a la categoría "compromiso", que Eisenberg y Garvey
(1981) consideraban como la más adaptativa para resolver un conflicto.
Estos dos tipos de conducta, apaciguamiento y reconciliación, muestran que el
perdedor está tan de acuerdo con el resultado como el ganador (o por lo menos
resignado). Pero puede ocurrir que el perdedor considere injusto el resultado del
conflicto. Entonces es bastante probable que, tras calcular costes y beneficios, exija una
revancha, y ¡vuelta a empezar!

11.2.4. Relaciones de dominancia y control del conflicto intragrupal

Al hablar de conflicto social desde el punto de vista de la etología, es casi inevitable


aludir a los términos "relaciones de dominancia" y "jerarquía de dominancia". Se trata de
describir el balance de poder entre los miembros del grupo, tanto a nivel diádico
(relaciones de cada miembro del grupo con cada uno de sus compañeros) como a nivel
de organización del grupo en su conjunto (jerarquía). Aunque ha habido una intensa
polémica acerca de la validez explicativa de estos conceptos y sobre su relación con otros
procesos y fenómenos grupales (puede consultarse una revisión en castellano sobre el

550
tema en Peláez, 1985), lo cierto es que es muy elevado el número de estudios con niños
que abordan de una u otra forma la cuestión de la dominancia y la subordinación. El
conjunto de relaciones diádicas de dominancia/subordinación de todas las díadas del
grupo daría lugar a una estructura jerárquica que se caracterizaría por su mayor o menor
linealidad y rigidez (el primer concepto hace referencia al grado en que la jerarquía
cumple la regla de transitividad lineal: si A domina a B y B domina a C, A dominará a C;
el segundo concepto se refiere al número de díadas que incumplen esa regla). A esa
jerarquía, producto de las relaciones entre los miembros del grupo, se le atribuyen una
serie de funciones, una de las cuales es la reducción del conflicto intragrupal, gracias a
que cada individuo conoce sus posibilidades a la hora de enfrentarse a otro.
El supuesto teórico de que la jerarquía de dominancia contribuye a la reducción de la
agresión y el conflicto intragrupal ha sido confirmado en niños en los estudios de La
Freniere y Charlesworth (1983; Charlesworth y La Freniere, 1983) y Gaviria (1992). En
ambos trabajos se encontraron estructuras jerárquicas lineales y rígidas, así como un
descenso en la frecuencia de peleas y agresión a lo largo del periodo de estudio. En el
primer caso, la disminución en la agresión física iba acompañada de un aumento de la
asertividad verbal (órdenes obedecidas, peleas verbales ganadas, amenazas seguidas de
sumisión). En el segundo, aparecía una diferencia clara entre momentos de inestabilidad
del grupo, en los que aparecían con mayor frecuencia interacciones de dominancia
agonística (ataques o amenazas seguidos de sumisión, arrebatar objetos o lugares
preferidos sin resistencia), y periodos de calma en los que predominaban las interacciones
de liderazgo/seguimiento y las de tipo afiliativo.
Parece, por tanto, que las interacciones de dominancia/sumisión son un medio de
establecer un orden entre los miembros del grupo, de forma que cada cual sabe lo que
puede esperar si entabla conflicto con cualquiera de sus compañeros, pero además sirven
para restablecer el equilibrio en tiempos de crisis, como cuando hay algún agente externo
que desestabiliza el sistema de relaciones intragrupales.

11.2.5. Conflicto y amistad. Desarrollo ontogenético

El conflicto no es incompatible con la relación amistosa (dentro de un margen, por


supuesto). Aunque no hay muchos estudios sobre este aspecto, parece que los amigos se
pelean más, y los que se pelean son más amigos que la media (Green, 1933).
Hacia los 2 años aparece el problema del control sobre la sincronía y la reciprocidad
de los intercambios afiliativos a lo largo del tiempo. Aunque al final se establecen formas
más cooperativas de participación social, siguen produciéndose conflictos ocasionales
entre amigos por los recursos del medio.
La competición presenta una relación significativa con las categorías afiliativas a lo
largo de todo el periodo preescolar (Strayer, 1992), es decir, los amigos son los que más
compiten entre sí, aunque con la edad la asociación entre competición y agresión
disminuye, lo que sugiere que, en los grupos de niños mayores (4 y 5 años), la

551
competición llevará menos probablemente a la dispersión entre los que interactúan, y se
darán con más frecuencia conductas sustitutivas de la agresión, como órdenes o
amenazas, y respuestas de reconciliación. No obstante, la asociación entre las relaciones
agonísticas o asertivas y las relaciones afiliativas se mantiene por lo menos hasta la edad
escolar (Carlson Jones, 1984), y esa convergencia entre ambos indicadores de la
organización social parece ir en aumento con la edad (Strayer, 1980b y 1981).
Los conflictos y su resolución son un proceso básico en las amistades infantiles.'No
obstante, no se posee todavía suficiente información sobre la función del conflicto en la
formación, mantenimiento y disolución de las relaciones amistosas entre niños de edades
tan tempranas.

11.3. Conflictos triádicos: intervención de un tercero

A continuación, vamos a abordar un tipo de conflicto que, aunque no ha sido muy


estudiado en niños, tiene un interés especial por varias razones. En primer lugar, se trata
de un fenómeno donde la clásica dicotomía "prosocial/antisocial", referida a la conducta
o a la función de la conducta, se muestra inválida. En segundo lugar, aquí aparecen
combinados dos procesos en principio antitéticos: competición y cooperación. Y, en
tercer lugar, es un buen ejemplo de cómo una conducta puede reunir los requisitos
necesarios para ser considerada como altruista y, al mismo tiempo, ser interesada.
Veamos primero en qué consiste el conflicto triádico, cómo se desencadena y qué formas
puede adoptar.

11.3.1. Descripción

Por lo general, el conflicto comienza implicando sólo a dos individuos, a los que se
une después un tercero para mediar o para resolver el problema, normalmente apoyando
a uno de los contendientes contra el otro. Las categorías de observación empleadas para
registrar la conducta de los participantes en los episodios de conflicto triádico varían
según los autores, refiriéndose en unos casos al papel del tercero que interviene en el
conficto, en otros a la forma en que lleva a cabo esa intervención, y en otros a las
consecuencias que la acción del tercero tiene sobre el resultado del conflicto. Loots
(1985) distingue tres categorías dentro de las intervenciones agresivas: parciales (el que
interviene toma partido por uno de los contendientes), neutrales o pacificadoras. Strayer
y Noel (1986) hablan de coaliciones agresivas (defensa de la víctima o alianza con el
agresor) y agresión redirigida.
De acuerdo con estos autores, en un episodio de conflicto diádico ya en marcha, un
observador puede implicarse siguiendo una de estas cuatro pautas (Figura 11.1): defensa,
alianza, generalización y desplazamiento. Las dos primeras implican coaliciones en las
que el tercero desempeña un papel de apoyo, dando ayuda agresiva a uno de los

552
contendientes. Strayer y Noël las consideran, por ello, intervenciones de tipo prosocial.
Las dos últimas suponen una redirección del conflicto; el observador recibe el ataque de
uno de los contendientes. En este caso, la intervención sería de carácter antisocial, según
estos autores, dado que no conlleva una ayuda activa sino un sufrimiento pasivo de la
agresión.

Figura 11.1. Representación esquemática de las estructuras básicas de conflicto triádico (Strayer y Noël, 1986).
En los cuatro gráficos de la figura, el conflicto original era entre A (atacante) y B (víctima). El acto que implica a
C es el que determina la estructura del episodio triádico: 1) C defiende a la víctima, atacando al atacante; 2) C se
coaliga con el atacante, atacando a la víctima; 3) C recibe la agresión del atacante después de que éste ha atacado
también a la víctima; y 4) C es atacado por la víctima, que antes ha recibido la agresión del atacante. En estos dos
últimos casos, el papel de C es puramente pasivo: recibe los golpes de rebote, por andar cerca de los
contendientes o estar relacionado de alguna forma con uno de ellos. (Estas categorías, por tanto, no pueden
considerarse estrictamente "intervención".)

Según Chase (1974), autor en el que se basan Strayer y Noel al estudiar los
conflictos triádicos, las alianzas y las generalizaciones son más comunes durante la
formación del grupo, mientras que las defensas y los desplazamientos son más frecuentes
cuando ya se ha establecido una estructura de dominancia lineal, es decir, una
organización jerárquica que cumple la regla de transidvitiad lineal. Esto es lógico si
pensamos que las dos últimas categorías implican en mayor medida la existencia de

553
vínculos entre los indivi-duos y de unas relaciones jerárquicas claras (la defensa de la
víctima supone unos costes que se asumen más fácilmente si se trata de un amigo o si
uno posee un estatus jerárqui-co superior al del atacante; en el caso del desplazamiento,
la víctima que ataca a su vez al tercero tiene que saber que éste tiene un rango inferior y
que no le va a devolver el gol- pe). Las alianzas contribuyen a menudo a establecer
posiciones en la jerarquía en las pri-meras fases de la organización del grupo o en
periodos de crisis, y no requieren lazos ya formados entre los aliados, ya que el riesgo
aquí es mucho menor. La generalización pue-de concebirse como una agresión
indiscriminada, poco viable en un grupo con una orga-nización jerárquica clara y unas
relaciones estables.
Además del papel que adopta el que interviene en un conflicto ya en marcha y del
tipo de participación que lleva a cabo, otra dimensión importante es el resultado del
episodio de apoyo. Si consideramos un episodio de conflicto como la persecución de un
objetivo por parte de un niño y la oposición de otro niño a que aquél consiga dicho
objetivo, cuando el que interviene en apoyo de uno de los contendientes hace posible que
el apoyado consiga lo que se propone, dicho apoyo se clasificaría como efectivo y, en
caso contrario, como inefectivo. Esta es la distinción establecida por Grammer (1988).
Un criterio funcional también basado en el beneficio de la intervención para el
apoyado, aunque con distinta definición del beneficio, fue empleado por Ginsburg y
Miller (1981), si bien en su estudio el tipo de conflicto y el carácter de la intervención
estaban muy restringidos a episodios de carácter agonístico: la conducta de ayuda del que
intervenía se registraba como exitosa si a) el episodio diádico inicial terminaba como
consecuencia de la intervención, y b) la lucha dejaba de ser dirigida hacia el receptor de
la ayuda durante un periodo de 2 minutos tras el comienzo de la intervención.

11.3.2. Factores que favorecen el apoyo: lazos amistosos y rango de dominancia

Los beneficios que el apoyo tiene para el que lo recibe parecen evidentes, pero, ¿qué
es lo que obtiene el individuo que interviene en un conflicto para ayudar a otro? Los
conflictos triádicos son bastante menos frecuentes que los diádicos, entre otras razones
porque son pocos los niños que se implican en disputas que ya están en marcha. La
mayoría de los estudios coinciden en que la conducta de apoyo está muy desigualmente
distribuida entre los miembros del grupo: pocos individuos ayudan a muchos
contendientes.
En principio, parece lógico pensar que uno de los factores que determinan las
intervenciones de un tercero en un conflicto es la existencia de relaciones de amistad
entre los miembros del grupo. Los amigos se apoyarán entre sí contra los no amigos. Sin
embargo, esto no está tan claro. Aunque Grammer (1988), en un estudio con
preescolares, y Loots (1985) con niños de edad escolar, encontraron que los amigos
intervienen mucho más en favor de sus amigos que contra ellos, y mucho más contra los
no amigos que a su favor, este resultado es contrario al obtenido por Strayer y Noël

554
(1986) en su estudio con niños de edad preescolar. En efecto, estos últimos autores no
encontraron ninguna correlaciónsignificativa entre defensa de la víctima en un conflicto y
relaciones afiliativas (aunque sí la había con alianzas: los amigos se apoyaban entre sí
para atacar a otro). Esta discrepancia puede atribuirse al distinto criterio utilizado para
operativizar la amistad: Strayer y Noel lo hacen en términos de "conductas afiliativas"
(atención, aproximación y contacto), mientras que Loots y Grammer, en sus respectivos
estudios, registran la frecuencia con que los niños juegan juntos, lo que parece referirse a
un tipo de asociación más clara y estable. En cualquier caso, la existencia de una
correlación positiva entre apoyo y amistad parece más coherente con la noción de
altruismo recíproco (Trivers, 1971): un individuo que ayuda a otro a enfrentarse a un
rival tendrá mayores expectativas de que le sea devuelto el favor si se trata de un amigo
que si no lo es.
En lo que sí parecen coincidir todos los investigadores que se han ocupado de la
intervención en conflictos es en la importancia de las relaciones de dominancia y del
rango jerárquico en la donación-recepción de apoyo. En uno de los primeros trabajos
sobre el tema, Ginsburg y Miller (1981, estudio 2) trataron de determinar en qué medida
la posición jerárquica de un individuo estaba relacionada con la probabilidad de que
interviniera en ayuda de otro durante un conflicto diádico, como parece ocurrir en otras
especies de primates (véase Colmenares, este volumen: Capítulos 9 y 10). La ayuda se
operativizó según un criterio funcional, basándose en el resultado exitoso o no del acto.
La dominancia social se operativizó según dos criterios: la valoración independiente de
tres jueces sobre qué posición ocupaban en la jerarquía los niños que ayudaban a otros
cuando eran atacados por un compañero, a partir de imágenes sacadas de grabaciones de
vídeo (los jueces no sabían qué niños ayudaban y cuáles no), y la frecuencia de miradas
recibidas por los niños que ayudaban y por otros seleccionados aleatoriamente (estructura
de la atención).
El primero de estos criterios no es muy frecuente en la bibliografía etológica, pero el
segundo tiene ya cierta tradición, sobre todo desde que Chance (1967) formalizó el
concepto de "estructura social de la atención" como explicación alternativa de la
organización jerárquica de los grupos sociales, frente a las clásicas definiciones de
dominancia basadas en el éxito en interacciones agonísticas o en la prioridad de acceso a
recursos valiosos. La idea fundamental es que los individuos más dominantes del grupo
son los que más atención visual reciben de los demás miembros. Se supone que las
miradas periódicas a los dominantes por parte de los subordinados cumplen una
importante función para éstos, ya que les mantiene informados de los movimientos y las
actividades de los líderes, y de esa forma se favorece la coordinación de las conductas
del grupo y, en definitiva, la supervivencia de éste y de los individuos que lo forman. La
medida de dominancia basada en la frecuencia de miradas recibidas por cada miembro
del grupo ha sido utilizada en diversas especies de primates, entre ellas la humana, y
especialmente con niños (e.g., Abramovitch, 1976; Hold, 1976; Vaughn y Waters, 1980).
Con una muestra de 500 niños (en distintos grupos) de 8 a 12 años, Ginsburg y
Miller (1981) encontraron, por una parte, que los tres jueces coincidían bastante en situar

555
a los niños que ayudaban en el cuartil superior de la jerarquía de dominancia (basándose,
al parecer, en criterios posturales) y, por otra, que estos niños recibían significativamente
más miradas de sus compañeros que otros seleccionados al azar.
En el estudio de Strayer y Noel (1986) se obtuvieron resultados semejantes con
niños de distinta edad (4-6 años) y utilizando una medida de la dominancia diferente: la
frecuencia de categorías de conducta agonística (ataques, amenazas y éxito en
competiciones por recursos). Los resultados de la observación mostraron una correlación
entre las relaciones de dominancia y la categoría Defensa: el defensor era dominante
sobre los dos contendientes. En las Alianzas, tanto el iniciador del conflicto (A) como su
aliado (C) solían ser dominantes sobre la víctima (B). En Generalización y
Desplazamiento, es decir, las dos categorías donde el papel del tercero era pasivo y su
participación en el conflicto probablemente involuntaria, el iniciador (A) era dominante
sobre los otros dos.
Además de las relaciones diádicas de dominancia, también se consideró el estatus
jerárquico de los niños, determinado a partir de dichas relaciones (el individuo que
domina en más relaciones diádicas es el que ocupa el puesto más alto en la jerarquía –
individuo alfa–, y así sucesivamente hasta llegar al que es dominado en todas las
interacciones con otros compañeros –individuo omega), y se encontró que correlacionaba
con los roles de tres de las cuatro pautas de conflicto: en Defensa, el que intervenía (C)
solía ser de estatus alto, y también lo era el atacante (A) en Alianzas y en Generalización:
los más dominantes dirigen agresión a los más subordinados, lo que Strayer y Noel
interpretan como una prerrogativa del rango, pero también defienden a otros miembros
del grupo, aunque no sean sus amigos (véase más arriba el resultado negativo de la
correlación entre defensa y relaciones afiliativas obtenido por estos autores), lo que es
interpretado como muestra de responsabilidad. Además, atraen apoyo social de otros.
Por último, Grammer (1988), también con preescolares, y utilizando la estructura de
la atención como medida de dominancia, encontró que el rango social correlacionaba
positivamente con la intervención en conflictos, tanto apoyando como siendo apoyado
(aquí la correlación es significativa) y recibiendo el ataque del que apoya.
La repetición de este resultado en distintas edades y con distintos métodos confirma
la importancia de las relaciones de dominancia, y de la estructura jerárquica a que dan
lugar, como elemento organizador de las interacciones dentro del grupo (vide supra).

11.3.3. El apoyo como estrategia para obtener beneficios

Hay una segunda cuestión que resulta sugerente en los estudios sobre conflictos
triádicos: el que los dominantes parezcan tener la exclusiva en las intervenciones con un
papel activo hace pensar en la proporción costes/beneficios, presente en toda decisión
sobre si llevar a cabo una determinada acción o no, como veíamos al hablar de los
conflictos diádicos.
La función de una conducta puede deducirse del contexto o de sus consecuencias. A

556
nivel individual es difícil determinar una función si no hay beneficios inmediatos obvios,
sobre todo cuando son posibles explicaciones alternativas próximas. En el caso del apoyo
en conflictos, Grammer (1992) propone que sí hay beneficios inmediatos que superan los
costes de una posible venganza: ganar estatus o lazos amistosos, algo que ya sugieren
diversos estudios con primates no humanos (véase Colmenares, este volumen: Capítulo
10).
En cuanto a los costes, el hecho de ayudar a otro a hacer frente a un oponente
supone una serie de inconvenientes para el que presta la ayuda. Estos costes son:
esfuerzo empleado en pelear, venganza esperable del contendiente contra el que se ha
intervenido (la probabilidad de que esa venganza se produzca dependerá de las
diferencias relativas de poder entre el que apoya y el oponente y entre el apoyado y el
oponente, y de la probabilidad de que el oponente mismo reclute aliados), posible
resultado negativo que cambie las relaciones sociales (pérdida de estatus si gana el
oponente), y posible aumento de estatus del niño apoyado (lo que supondría una mayor
rivalidad en la jerarquía).
El apoyo es una interacción triádica en la que el que apoya tratará de aumentar sus
beneficios y reducir los costes eligiendo cuidadosamente a quién apoya y contra quién.
De ahí que siempre sean los dominantes los que apoyan a otros y rara vez contra otros
más dominantes que ellos, lo que aumentaría los costes de la intervención. La reducción
de los posibles costes implica un conocimiento sobre las relaciones (saber a quién apoyar
y contra quién para evitar venganzas) y sobre las funciones del apoyo. Aunque varios
autores (e.g., Sluckin y Smith, 1977; Leupold, 1979; Strayer et al., 1980) han
encontrado que los niños a esta edad no saben expresar verbalmente ese conocimiento
(quién les apoya y a quién apoyan), los datos muestran que sí existe.
Según Grammer, los niños entre 3 y 6 años que participan en apoyos son
manipuladores sociales preocupados por su propio provecho. Si esta afirmación parece
excesiva, júzugese a partir de estos ejemplos tomados de nuestra propia investigación con
preescolares (Gaviria, 1992):
En el primer episodio intervienen los siguientes personajes, por orden de aparición:
Niña pequeña 1 (menor de cuatro años, no perteneciente a ninguno de los grupos
estudiados), Almudena (niña de rango muy bajo en la jerarquía), Yaiza (una de las tres
niñas de rango más alto de su grupo), Irene (otra de las tres de la cúpula), niña pequeña 2
(el mismo caso que la primera):

La niña pequeña 1 le dice a Almudena: "Teresa me ha pegado". Almudena contesta: "Espera, que
se lo voy a decir a Irene". Yaiza intenta intervenir, pero se acerca Irene y dice: "Yo soy la que voy a ir
porque Almudena me ha llamado a mí". Se produce una pelea verbal entre las dos. Al final gana Irene
y va a 'resolver el problema' de las pequeñas, pegando a la niña agresora. Yaiza se acerca a ésta y
empieza a consolarla (contactos amistosos de tipo verbal y físico).

Para entender mejor esta escena es necesario aclarar que entre las dos niñas
dominantes existe bastante rivalidad por el control de las actividades de su grupo. En este
caso se ve claramente cómo cada una intenta sacar el mayor partido posible de la

557
situación, utilizando el apoyo en un conflicto como pretexto para mantener la posición de
poder y no dejarse comer el terreno por la otra.
El siguiente ejemplo muestra cómo la conducta de apoyo se adapta a la situación
particular en que se da el conflicto y a los individuos concretos que participan en él. Los
personajes que aparecen son: Gorka, Boris y Ceci (los tres niños más dominantes del
grupo, entre los que no hay vínculos amistosos estables, sino más bien alianzas
coyunturales de dos contra uno), Alex (niño de rango bajo, generalmente vinculado a
Gorka), y Francisco (otro niño subordinado, en principio seguidor de Ceci, al que
"traicionó" para seguir a Boris cuando aquél perdió influencia en el grupo):

Pelea de Gorka con Boris y Francisco por el balón. Ceci ordena a Alex que vaya a defender a
Gorka. Alex coge a Francisco (no a Boris) por el jersey y éste le insulta. Ceci amenaza a Francisco a
gritos de la siguiente forma: "¡Si no le devolvéis a Gorka el balón, no te dejo más las estampas!".
Luego ordena a Boris: "¡Ven!". Boris no le obedece y Ceci se lo pide "por favor".

Obsérvese la diferencia entre el trato recibido por Boris (dominante) y el que se da a


Francisco (subordinado). A la hora de intervenir en el conflicto se evita por todos los
medios oponerse directamente al miembro dominante de la díada aliada si el otro
miembro es de rango más bajo. Puede verse esto como una estrategia de reducción de
costes y aumento de beneficios. Y esa evitación de la confrontación con el dominante no
es sólo propia de los subordinados. Es interesante la táctica empleada por Ceci para
oponerse a Boris, su rival en la jerarquía y ante quien estaba perdiendo terreno, sin
enfrentarse directamente con él, utilizando el apoyo al otro dominante (Gorka) a través
de un intermediario. Esta intervención en defensa del otro dominante, aunque indirecta,
era especialmente importante en ese momento de la vida del grupo. Hasta hacía pocas
semanas, Ceci había sido el líder indiscutible, y tanto Boris como Gorka, aun siendo
dominantes, le seguían. Pero la situación había cambiado, y ahora era Boris el que
controlaba las actividades de los miembros subordinados del grupo. De ahí que Ceci
utilizara el apoyo al tercero de la cúpula para ganar puntos frente al usurpador (con lo
que, además, se hacía acreedor de la "gratitud" de Gorka, que le vendría muy bien en un
posible conflicto con Boris). Como puede verse, la afirmación de que los niños son unos
manipuladores de las relaciones sociales para obtener beneficios con ellas no es nada
descabellada.

11.3.4. Estrategias de intervención en conflictos

Si admitimos que la conducta de apoyo debe reportar algún tipo de beneficio al que
la exhibe, éste tendrá que desarrollar estrategias que le permitan aumentar esos beneficios
y reducir en lo posible los inevitables costes. Dado que una primera regla para reducir
costes es no buscarle las cosquillas al dominante salvo que se esté muy seguro de ganar,
las posibles estrategias serían: apoyar al que va ganando, intervenir en contra de
cualquiera de bajo estatus que intente subir, y reciprocidad. En la primera los costes son

558
muy bajos (se invierte poco esfuerzo, no hay mucho riesgo de venganzas, al apoyar al de
estatus más alto, y no hay peligro de que el apoyado suba de estatus por causa del acto
de apoyo, puesto que ya iba ganando antes de que éste se produjera), y el principal
beneficio es el mantenimiento del rango, ya que impide que los de estatus bajo suban,
aunque también existe la posibilidad de beneficiarse de la alianza con un individuo
dominante. Aquí cabría la interpretación que hace el primatólogo Frans De Waal (1992a)
del fenómeno del "chivo expiatorio":

"Una perspectiva completamente diferente desde la que considerar la correlación entre


coaliciones y relaciones afiliativas es la de contemplar las coaliciones como instrumentos para redirigir
las tensiones que puedan existir entre las partes que cooperan. En lugar de un intercambio de favores,
la idea central aquí es que la presencia de un enemigo común tiene un efecto unificador. No hace falta
que el enemigo plantee una amenaza; el blanco puede ser un miembro de bajo rango del grupo que
sirva de "chivo expiatorio" (…) Este mecanismo, expresado en el llamado apoyo al ganador (es decir,
apoyo dado a agresores capaces de ganar por sí mismos), es frecuente durante los periodos de
tensión social (…) Dado el reducido riesgo que implica, el apoyo a un individuo dominante en contra
de una víctima indefensa difícilmente puede verse como un acto de altruismo, y no podríamos, por
tanto, considerar estas tensas coaliciones como un intercambio de favores valiosos (…) Estas
coaliciones, sin embargo, pueden convertirse poco a poco en otras auténticamente ventajosas contra
oponentes más importantes. Por consiguiente, la relación entre conducta afiliativa y coaliciones puede
ser bidireccional, es decir, las coaliciones de bajo riesgo pueden reforzar las relaciones afiliativas, que
a su vez pueden proporcionar una base para coaliciones de alto riesgo" (p. 240).

En la segunda estrategia, la de intervenir en contra del contendiente de rango


inferior, tanto si va ganando como si va perdiendo, se evitan los costes de cambios en las
relaciones (se mantiene el estatus), pero no existe el beneficio de los vínculos amistosos,
puesto que el apoyo tiene como objetivo atacar al de bajo estatus, independientemente de
quién sea el apoyado.
La estrategia de reciprocidad, consistente en apoyar ahora para recibir apoyo
después, aporta beneficios en estatus y en lazos amistosos, aunque los inconvenientes
son que puede producir un aumento de estatus del apoyado, que puede darse una traición
en algún momento, y que la reciprocidad tiene que establecerse por ensayo y error.
Ginsburg y Miller (1981, estudio 1) encontraron en sus observaciones muy poca
reciprocidad en los apoyos, aunque esto podría deberse a la forma un tanto restrictiva en
que estos autores definen el concepto. La reciprocidad a corto plazo ocurrió muy pocas
veces. Se medía por la frecuencia con que la víctima de una pelea ayudaba a su vez al
niño que le defendía a hacer frente al agresor. Pues bien, los niños que recibían ayuda,
bien escapaban y observaban pasivamente a distancia la lucha entre el agresor y su
benefactor, o bien abandonaban la escena y se mezclaban con los demás niños. Los
intentos de ayuda recíproca en este contexto eran normalmente esporádicos e inefectivos.
Lo mismo ocurrió con la reciprocidad a largo plazo, medida por la frecuencia con que los
niños que habían ayudado a otro en una pelea recibían la ayuda de éste en otra disputa
posterior. La falta de reciprocidad puede deberse a que los receptores de la ayuda
carecían de las habilidades específicas necesarias para devolver el favor en ese contexto
tan estrictamente definido, es decir, su capacidad para servir de apoyo útil en una pelea

559
podía ser limitada. Es posible que lo devolvieran de otra forma, pero los autores no lo
miden, ni tan siquiera lo consideran viable.
Grammer (1988) encontró reciprocidad (cuanto más apoyaba un niño a otro, más
apoyo recibía de él) aunque con mucha asimetría: la inversión en apoyar es mayor que lo
que se saca a cambio en términos de apoyo recibido. Algunos niños se implican más en
apoyar que otros. Este autor concluye que la reciprocidad, aunque existe, parece estar
poco desarrollada en los preescolares.
De todas formas, estos estudios se ocupan siempre de la reciprocidad que implica
corresponder en la misma moneda; no plantean la posibilidad de que el intercambio de
favores se dé en contextos distintos. Sin embargo, esa posibilidad existe (véase
Colmenares, este volumen: Capítulo 10, para ejemplos en primates no humanos). En
nuestra investigación con preescolares (Gaviria, 1992), encontramos que unos pocos
miembros del grupo (los "dominantes") recibían sumisión, obediencia, recursos
materiales valiosos y eran seguidos por muchos de sus compañeros, y éstos (los
"subordinados") recibían de aquéllos conductas de tipo amistoso y ayuda en conflictos.
Grammer (1988) distingue dos tipos de relaciones de apoyo: cuasi-recíprocas (díadas
donde el niño que recibe apoyo lo da por lo menos una vez) y no recíprocas (el que
recibe el apoyo no lo devuelve). La cuasi-reciprocidad ocurre sobre todo entre los
mejores amigos, es decir, entre los que más tiempo juegan juntos, de acuerdo con la
categorización de este autor.
La cuasi-reciprocidad, cuando produce un apoyo efectivo, en los términos plantea-
dos por Grammer, es decir, cuando hace que el apoyado consiga el objetivo que
perseguía en el conflicto, puede dar lugar a aumentar el rango. También tiene altos
costes, porque requiere el establecimiento previo de lazos amistosos para que funcione.
Así, los niños que tenían un rango alto al final del curso tendían a tener apoyo de unos
pocos aliados estables, más que de muchos inestables. Esto sugiere que lo mejor no es
atraer a muchos compañeros sino a compañeros fieles, aunque sean menos.
El hecho de que no sólo los más dominantes muestren una mayor frecuencia de
apoyo sino que, además, el aumento en el rango pueda correlacionar positivamente con
la recepción de apoyo efectivo, constituye un claro indicio de uno de los costes que
asume el que apoya, porque el niño apoyado también sube en rango y puede convertirse
en un rival potencial frente a los recursos valiosos. Como contrapartida, si el apoyado
que ha aumentado su rango gracias a la ayuda del otro practica la reciprocidad, éste se
verá mucho más beneficiado en la devolución del favor. La mejor decisión para un niño
sería formar amistades estables, apoyarse mutuamente y subir juntos en estatus. Cuando
los costes se reducen gracias a la reciprocidad, esta estrategia produce el máximo
beneficio.
No obstante, los niños de rango alto, aunque son los que más frecuentemente
intervienen en conflictos para apoyar a uno de los contendientes, no necesariamente son
más efectivos que los de bajo rango en el apoyo. Las diferencias en efectividad pueden
ser debidas a la aplicación de la táctica apropiada frente al oponente (Grammer, 1988).
No parece haber ningún efecto del apoyo sobre el fortalecimiento de los lazos

560
amistosos. Los niños que se apoyan mutuamente no se hacen más amigos ni juegan más
después, aunque el apoyo podría mantener los lazos ya existentes. Parece ser que el
rango es el único beneficio claro de dar y recibir apoyo, y en relación con este beneficio
concreto, la estrategia de la reciprocidad parece ser la más ventajosa.
A pesar de que son pocos los individuos que apoyan a otros en conflictos en relación
con el total de miembros del grupo, no puede decirse que dicha conducta se deba a un
rasgo personal ni a una cuestión de afecto positivo de unos niños hacia otros. Más bien
parece tratarse de una decisión política. En relación con otro tipo de conducta
"prosocial", la donación de recursos a otro niño, Schropp (1986) encontró que los niños
dan más objetos a aquéllos de los que quieren ser amigos que a los que ya lo son o a los
no amigos. Por tanto, la conducta prosocial (el "altruismo egoísta") puede tener
beneficios propios, y esa manipulación de los demás bajo la apariencia de conducta
altruista es ya detectable en estas edades tan tempranas.
La explicación adaptativa es que este periodo de la vida (desde el destete hasta la
adolescencia) es el más peligroso para el individuo, y aquí actuarán con más fuerza las
presiones selectivas. Las amistades y el rango pueden ayudar al niño a sobrevivir en un
ambiente imprevisible donde los demás niños son rivales potenciales.

11.3.5. Apoyo y altruismo

Hablar de conducta prosocial en este contexto no plantea problemas, al menos en


principio, puesto que se favorece a otro individuo del grupo con el acto. Ahora bien, el
hecho de que esa conducta no sea del todo desinteresada, ¿quiere decir que la ayuda a
otro en un conflicto no puede considerarse como un acto altruista? Todo depende de
cómo definamos el altruismo. Si lo hacemos en términos motivacionales, es decir,
basándonos en la intención última del que realiza el acto, habría que decir que no, si el
presunto altruista espera obtener algún beneficio a cambio de sus favores. Sin embargo,
si lo definimos en términos de conducta y de resultados, la respuesta al dilema sería muy
distinta. De acuerdo con las definiciones clásicas de altruismo (Heider, 1958; Leeds,
1963), para que un acto sea considerado altruista deben cumplirse tres criterios: a) que la
conducta sea emitida voluntariamente; b) que el receptor se beneficie de alguna forma
con la acción del benefactor; y c) que el que emite el acto incurra en algún coste para
beneficiar al otro. Esta última condición es la que diferencia el altruismo de la conducta
prosocial; es decir, una conducta voluntaria que suponga un beneficio para otro será
prosocial, pero sólo será altruista si, además, implica algún coste para el autor.
La conducta de apoyo en un conflicto cumple, sin duda, los tres requisitos
mencionados. Podríamos, por tanto, considerar el apoyo como conducta altruista. Ahora
bien, creemos necesario matizar esta afirmación. Por una parte, en los estudios que
hemos revisado, los costes se ven reducidos porque siempre son dominantes los que
intervienen y subordinados los que reciben la agresión, lo que hace que el riesgo y el
esfuerzo en el conflicto sea menor; por otra, el mismo hecho de seleccionar el blanco del

561
apoyo y las situaciones en que se presta la ayuda implica, efectivamente, una búsqueda
de beneficios propios que parece chocar con la idea de un altruismo genuino y
desinteresado. Quizá sería más correcto hablar de "altruismo egoísta" (Grammer, 1992).
De todas formas, si la conducta altruista sólo supusiera costes para el que la exhibe, sin
ningún beneficio (ya sea directo o indirecto, a través de sus parientes), es más que
dudoso que hubiera sido seleccionada en el proceso evolutivo.
Según el conocido modelo evolucionista de Trivers (1971), el altruismo hacia
individuos no emparentados ha sido seleccionado mediante el mecanismo de la
reciprocidad. Un individuo ayudará a otro si a la larga recibe, a cambio, alguna
contraprestación de él. Además, los costes que el acto altruista supone para el que lo
realiza no deberán ser mayores que el beneficio que obtiene el receptor de dicho acto (lo
que explicaría por qué suelen ser los más dominantes los que apoyan en los conflictos).
Estos argumentos, de nuevo, chocan con el ideal desinteresado con que se asocia el
altruismo. Pero si los costes superan los beneficios para la supervivencia y la
reproducción, la transmisión genética es más difícil, y sin transmisión genética no hay
propagación biológica de tendencias altruistas ni individuos que puedan manifestarlas.

11.4. Conclusión

A lo largo del presente capítulo hemos tratado el conflicto entre niños haciendo
especial hincapié en uno de los aspectos más estudiados por los etólogos humanos: la
función de la conducta. No obstante, algunos estudios se han ocupado también del
desarrollo ontogenético, aunque con un enfoque mucho más interactivo que el adoptado
por los psicólogos evolutivos (e.g., Strayer 1992). Antes de pasar a esbozar algunas
conclusiones relativas a los aspectos funcionales del conflicto, veamos los resultados más
significativos desde el punto de vista ontogenético.

11.4.1. Mecanismos

La frecuencia de episodios de conflicto disminuye con la edad. Además, la


naturaleza del conflicto dentro del grupo de iguales va modificándose durante la
ontogenia. Así, durante los primeros cinco años de vida los cambios se manifiestan sobre
todo en la reducción de la expresión agonística de la dominancia y en la emergencia
progresiva de jerarquías de dominancia grupales temporalmente estables. La dominancia
social aparece como la primera dimensión estable en la organización del grupo de iguales,
y, a medida que nos acercamos al final del periodo preescolar, las actividades cohesivas
se van coordinando con el rango de dominancia.
Los conflictos se dan con frecuencia entre amigos, y se ha observado una relación
significativa entre conductas competitivas y afiliativas a lo largo de todo el periodo
preescolar, aunque con la edad la competición es cada vez menos agresiva, y en torno a

562
los 4 ó 5 años la agresión es a menudo reemplazada por medios más sutiles de
negociación. Por ejemplo, un niño que es muy hábil para coordinar su conducta social
con los iguales puede ser más capaz de desarrollar amistades y en último caso reclutar
aliados durante un conflicto.
Estos niños mejorarán simultáneamente tanto sus relaciones sociales como su rango
de dominancia dentro del grupo de iguales. Quizá entre los niños de 5 años los rangos de
dominancia ya no son una cuestión de habilidad para ganar durante un conflicto diádico,
sino más bien de habilidad para identificar y explotar recursos sociales comunes.
En la investigación sobre la intervención en conflictos se han encontrado
correlaciones positivas y significativas entre frecuencia de apoyos (aunque no
efectividad) y edad y tamaño corporal: los más mayores y los más altos (en preescolares
estos dos aspectos tienen bastante que ver con la dominancia) intervienen más en ayuda
de uno de los contendientes, aunque no siempre esa ayuda sea útil. También hay
diferencias de género significativas: los niños aparecen más que las niñas en todos los
papeles relacionados con la intervención. Por otra parte, hay una clara preferencia por el
propio sexo a la hora de apoyar en conflictos mixtos.
En cuanto a las causas inmediatas, como veíamos en la primera parte del capítulo, el
conflicto y el apoyo no siempre se refieren al acceso inmediato a recursos. La
participación en esas interacciones puede tener la motivación de "ganar" como meta. La
consecuencia de ganar puede ser la adquisición de poder, y el apoyo es un intento de
controlar la distribución de poder explícito entre distintos individuos.

11.4.2. Funciones del conflicto

Los primeros intentos de explicar la sociabilidad de los primates no humanos ponían


énfasis en una continua dialéctica entre fuerzas cohesivas y dispersantes subyacentes en
la estabilidad y organización de cualquier grupo social (e.g., Zuckerman, 1932). Los
individuos se reúnen para explotar colectivamente los recursos ecológicos y para
defenderse de los predadores. Las ventajas asociadas a esta cooperación social
favorecieron la evolución de una mayor atracción natural entre congéneres; pero, al
mismo tiempo, había más ocasiones de conflictos que tendían a dispersar la unidad
social. Al final, el equilibrio entre estas tendencias opuestas se lograba mediante el
desarrollo de sistemas sociales que prescribieran roles sociales durante el conflicto diádico
y facilitaran la aparición de expresiones menos graves (ritualizadas) de las tendencias
agresivas. En este sentido, la jerarquía de dominancia representa un mecanismo prosocial
o cohesivo que regula la conducta agresiva y minimiza el nivel de actividades
dispersantes en el grupo. Implícita en este argumento está la idea de que algunas acciones
agresivas, las que se producen cuando las relaciones aún no están claras, tienen funciones
prosociales, ya que su consecuencia natural es el establecimiento de un orden social que
reduce la agresión y beneficia a cada miembro, asegurando la estabilidad del grupo. La
mayor intervención de los individuos dominantes en los conflictos triádicos con un papel

563
eminentemente activo es una muestra del control que ejercen sobre los brotes de
inestabilidad que puedan surgir.
La característica de la postura de los etólogos de dar tanta importancia a la función
de las conductas hace que la dicotomía entre prosocial y antisocial carezca de sentido. A
diferencia de los primeros científicos sociales, los etólogos abordan las actividades
antisociales describiendo el conflicto social en términos de pautas neutras de interacción
agonística, no en términos de categorías motivacionalmente cargadas, como violencia,
hostilidad o intención de hacer daño. Además, al explorar el concepto de dominancia
social entre los niños, estos estudios subrayan que algunas formas de intercambio
agonístico pueden tener consecuencias potencialmente positivas o beneficiosas para la
organización y estabilidad del grupo de iguales.
Los adultos suelen pensar que el conflicto entre niños es algo antisocial y que debe
evitarse, pero no se preguntan por las posibles funciones de las relaciones agonísticas y la
competición para los miembros del grupo de iguales.
Las acciones sociales suelen tener consecuencias múltiples, y lo que parece una
ventaja inmediata puede acarrear costes a largo plazo, y viceversa. Por otra parte, en el
ambiente donde se mueve el niño hay además unas expectativas normativas y
contextuales sobre qué conductas son socialmente apropiadas. Por ejemplo, a corto
plazo, un niño muy agresivo puede caracterizarse como poseedor de tendencias
antisociales. Sin embargo, la experiencia agresiva temprana puede contribuir al desarrollo
de medios eficaces para controlar impulsos violentos en fases posteriores de la vida; la
retroalimentación que el niño recibe de los adultos y de sus iguales le sirve para
internalizar los valores colectivos y, en última instancia, para desarrollar la capacidad de
evaluar los costes y beneficios relativos de los actos.
La experiencia de situaciones conflictivas, lejos de ser negativa para los niños, les
ofrece oportunidades únicas de aprender y practicar conductas tanto de lucha como
prosociales, así como determinadas habilidades sociales en la interacción con otros. En
las situaciones de conflicto es cuando salen a la luz las normas implícitas que rigen las
relaciones entre los miembros de un grupo. Cuando alguien viola esas normas, otros
miembros del grupo reaccionan. Es, por tanto, un vehículo de socialización para el niño
(véase Colmenares, este volumen: Capítulo 10).
A través de los episodios de conflicto los niños adquieren una valiosa información
sobre la importancia que para los otros tienen sus posesiones materiales y sobre qué
estrategias son las más adecuadas para acceder a ellas. La competencia con otros por los
recursos, fuente habitual de conflictos infantiles, obliga al niño a aprender que los demás
también necesitan adquirirlos, y que pueden dejar de intercambiarlos o de servir ellos
mismos como recursos si el niño bloquea su acceso a ellos.
Ahora bien, no siempre la conducta conflictiva es apropiada o reporta beneficios.
Los niños que empiezan disputas con frecuencia y se pelean con muchos niños
diferentes, usando o no tácticas agresivas, suelen ser rechazados por el grupo (Hartup,
1983). No es la agresividad per se lo que se rechaza, sino la continua perturbación del
orden en el grupo. Esta es una muestra de la función socializadora del grupo de iguales, a

564
menudo más eficaz que la de los adultos.
Los episodios de conflicto son menos frecuentes que los de interacciones
cooperativas o "prosociales" en los grupos de niños (Strayer et al., 1979; Gaviria, 1992),
y duran muy poco, pero las consecuencias que tienen revelan su importancia.
Para terminar, creemos que la preocupación de los etólogos por el significado
adaptativo de la conducta infantil supone un puente entre el marco conceptual
subyacente en los estudios sobre conducta social animal y el de los estudios psicológicos
sobre desarrollo social.

565
CAPÍTULO 12

EL USO Y FABRICACIÓN DE INSTRUMENTOS EN LOS PRIMATES. UN


ENFOQUE MULTIDISCIPLINAR

Josep Call

12.1. Introducción

El uso y la fabricación de instrumentos es un fenómeno conductual observado en


numerosas especies animales. Desde los insectos hasta los mamíferos se encuentran
especies que usan instrumentos en diversos contextos como la nidificación, la obtención
de alimento o la defensa ante depredadores. Algunos ejemplos nos los proporcionan las
avispas solitarias de la especie Ammophila urnaria que utilizan pequeñas piedras para
empujar arena dentro de su nidos subterráneos o los pinzones de las Galápagos
(Cactospiza pallida) que usan espinas de cactus para obtener insectos que se hallan en
orificios de las cortezas de los árboles (McFarland, 1987).
Sin embargo, son algunas especies del orden de los Primates las que sin duda
presentan una mayor variedad tanto de tipos de instrumentos utilizados como de
contextos en que son usados (Beck, 1980). En algunos estudios de campo se ha
observado que varias especies de primates utilizan instrumentos de diversos tipos como
palos, hojas o piedras. En cuanto a los primates estudiados en el laboratorio, se ha
encontrado que, además de utilizar objetos naturales (piedras, palos, etc.), también
emplean numerosos materiales fabricados por el hombre como cordeles, cajas, mantas, e
incluso herramientas (véase, por ejemplo, McGrew, 1992; Kohler, 1927; Galdikas, 1982;
Savage-Rumbaugh et al., 1978). Por otro lado, el número de contextos diferentes en los
que los primates utilizan los instrumentos también resulta notablemente elevado en
comparación con los que se han hallado en otras especies no primates. Por ejemplo,
aunque algunas especies como el alimoche (Neophron percnopterus) utilizan piedras para
abrir huevos de avestruz (Struthio camelus), el uso de instrumentos en esta especie se
encuentra restringido a este contexto (Van Lawick-Goodall y Van Lawick, 1966). Los
chimpancés en cambio utilizan instrumentos en contextos tan variados como el trófico, el
sexual, o el agonístico (Goodall, 1986).
Otro aspecto en el que los primates destacan sobre el resto de los animales es en su
habilidad para fabricar instrumentos (Beck, 1980; Van Lawick-Goodall, 1970; Warren,
1976). Diversas especies de primates preparan instrumentos modificando materiales de
varios tipos con el propósito de adecuarlos para llevar a cabo determinadas tareas.
Así encontramos, por ejemplo, que algunos monos y antropoides cortan, deshojan y
reducen el diámetro de ramas para producir palos cuya inserción en orificios les permita

566
obtener incentivos que se hallan fuera de su alcance directo (Westergaard y Fragaszy,
1987; Visalberghi, 1992; McGrew, 1992).
Esta variedad en las especies, las conductas, los materiales, y los objetivos
implicados ha suscitado el interés de investigadores procedentes de diversas disciplinas
como la antropología, la psicología y la zoología por el estudio del uso y fabricación de
instrumentos en los primates. Cada una de estas disciplinas ha reflejado en sus trabajos
su orientación teórica e intereses y su propia metodología de estudio. En consecuencia,
cada disciplina ha desarrollado su propio "nicho" de resultados que, aunque han
contribuido al avance de nuestro conocimiento sobre la materia, como contrapartida han
obstaculizado el desarrollo de una perspectiva interdisciplinar más global e integrada.
El objetivo del presente capítulo es doble. En primer lugar, se presentará una visión
global sobre los avances que han tenido lugar en las diversas disciplinas en relación con el
estudio del comportamiento de uso y fabricación de instrumentos en primates no
humanos (a partir de este momento usaremos el término primates a secas). Aunque dicha
revisión pretende ser exhaustiva, no se han incluido todos y cada uno de los estudios
realizados sobre el tema, ya que ello habría requerido algo más que un capítulo. En
realidad la presente revisión se ha concentrado en los contextos de aseo, agonístico y
trófico, ya que son éstos los que han aportado la mayor parte de la información
disponible. En ocasiones se hará referencia a trabajos que ya han resumido la
información disponible sobre determinados contextos, en lugar de detallar todos y cada
uno de los estudios existentes.
Es preciso destacar el hecho de que compilar y organizar la información disponible,
especialmente cuando ésta es notablemente voluminosa y se halla dispersa por diversas
disciplinas, es una tarea importante ya que permite al lector obtener una perspectiva
global del grado de conocimiento sobre la materia. Sin mencionar el hecho de que este
tipo de trabajo permite ahorrar tiempo y esfuerzo al lector ya que éste no necesita
localizar y leer todos y cada uno de los trabajos mencionados. Este objetivo de
compilación y organización será cubierto en las tres primeras partes del capítulo (i.e.,
definiciones, uso y fabricación de instrumentos en monos, uso y fabricación de
instrumentos en antropoides, respectivamente).
El segundo objetivo es posiblemente más ambicioso y consiste en presentar un
intento de integración de algunos de los hallazgos obtenidos en las diversas disciplinas
que se han ocupado del estudio de la conducta instrumental en primates. Para ello, se
explorarán los cuatro tipos de explicación que caracterizan el enfoque etológico
(Tinbergen, 1963; Colmenares, este volumen: Capítulo 1) aplicados a dos ejemplos
concretos sobre la conducta instrumental de los primates. Tales intentos de integración
son necesarios dado que permiten articular las diferentes teorías existentes e interpretar la
información disponible desde una nueva perspectiva teórica más integrada. Este segundo
objetivo será cubierto en la cuarta parte del presente capítulo (i.e., implicaciones
teóricas).

567
12.2. Definiciones

12.2.1. Uso y fabricación de instrumentos

Como ya se ha indicado anteriormente, el empleo de objetos por parte de los


primates es un tema que ha sido abordado por diversas disciplinas. Por este motivo, no
es de extrañar que existan diferencias acerca de lo que se entiende por el uso de
instrumentos. Incluso dentro de una misma disciplina es frecuente encontrar que
diferentes autores utilizan distintas definiciones que varían en el grado de detalle (véase,
por ejemplo, Candland, 1987). Así, por ejemplo, Beck (1980) utiliza una definición muy
completa y precisa:

"… el uso de un instrumento es el uso externo de un objeto libre (no fijo) del entorno para alterar la
forma, la posición, o la condición de otro objeto, u organismo, o el mismo usuario cuando éste
sostiene o transporta el objeto durante o justo antes de su uso y es responsable de la orientación
adecuada y efectiva del instrumento" (p. 10).

A pesar del mérito que tienen definiciones tan precisas como ésta, en ocasiones
dichas definiciones pueden resultar demasiado restrictivas. Existen varias conductas en
las que los instrumentos bien están fijos al sustrato, o bien se trata de objetos
manufacturados internamente (e.g., tela de araña) que, no obstante, de acuerdo con la
definición anterior no serían considerados como casos genuinos de uso de instrumentos.
Alcock (1971) presenta una definición más general que la anterior, muy similar a las
propuestas por otros autores como Hall (1963) o Van Lawick-Goodall (1970). Así,
Alcock (1971) sostiene que:

"… el uso de instrumentos supone la manipulación de un objeto inanimado, no producido


internamente, con el objetivo de mejorar la eficiencia del animal en alterar la posición o forma de un
objeto externo" (p. 464).

Aunque esta segunda definición no menciona la cuestión del objeto fijo al sustrato,
todavía presenta algunos aspectos que la hacen demasiado restringida. Por ejemplo, se
sigue insistiendo en el hecho de que los materiales utilizados como instrumentos no deben
ser elaborados internamente. No obstante, el mayor problema de que adolece esta
definición es que el uso de instrumentos se haya restringido a la alteración de otros
objetos, y no de otros sujetos.
En relación con el objetivo de este capítulo, parece preferible utilizar una definición
todavía más general que incluya conductas de diversos tipos en lugar de utilizar un
criterio tan conservador. Por ello, se adoptará la siguiente definición de McKenna (1982):

"… un instrumento es un objeto inanimado (tallo, palo, piedra) usado por un individuo para
facilitar la adquisición de un recurso u objetivo" (p. 76).

568
Esta definición no sólo incluye las definiciones anteriores, sino que además da cabida
a otras conductas adicionales. Así, por ejemplo, no hace referencia a la procedencia del
objeto utilizado como instrumento, a la relación del instrumento con el sustrato, o a los
objetivos perseguidos, sean éstos objetos o sujetos.
Una vez definido el uso de instrumentos, debemos abordar la segunda cuestión, es
decir, la que hace referencia a la fabricación de instrumentos. Como en el caso anterior,
existen innumerables definiciones al respecto. Para el propósito del presente capítulo, se
utilizará la definición propuesta por McGrew y colaboradores (1975). Según estos
autores, la fabricación de instrumentos consiste en:

"…la modificación de un objeto inanimado de tal forma que su nueva configuración puede ser usada
mas eficientemente como un instrumento. La modificación se haya encaminada a producir un cambio
de las propiedades físicas del objeto y no se trata simplemente de un cambio de orientación o de lugar
de ubicación" (p. 146).

12.2.2. Tipos de instrumentos y contextos de uso

Las definiciones que se han mencionado tanto para el uso como para la fabricación
de instrumentos pivotan sobre dos elementos fundamentales: el tipo de instrumento
utilizado (o manufacturado) y el tipo de objetivo perseguido con su uso. A continuación
utilizaremos estos dos parámetros para articular una clasificación que permita organizar
los datos disponibles en la literatura y que se van a describir en los siguientes apartados.

• Tipos de instrumentos. Los instrumentos se pueden clasificar en función de dos


criterios: la relación del instrumento con el sustrato y con la recompensa (o meta). En
primer lugar, un instrumento puede estar sujeto o libre en relación con el sustrato. Por
ejemplo, durante sus desplazamientos en el medio arbóreo, los orangutanes acostumbran
a utilizar árboles jóvenes a modo de lanzadera entre dos árboles para salvar las
discontinuidades existentes entre éstos (Chevalier-Skolnikoff et al., 1982). Dichas
lanzaderas representarían un caso típico de instrumento fijo al sustrato. Por otro lado, los
palos y tallos utilizados por chimpancés para extraer insectos o las piedras empleadas
para abrir nueces representan el prototipo de instrumentos no sujetos al sustrato
(McGrew, 1992).
En segundo lugar, los instrumentos se pueden clasificar en función de la relación que
guardan con la recompensa, distinguiéndose dos tipos: instrumentos que se hallan ligados
o en contacto con la recompensa e instrumentos que se hallan separados de la
recompensa. Ejemplos del primer tipo serían un cordel ligado a una manzana que se halla
fuera del alcance del sujeto o un trapo situado bajo una manzana. En estos casos,
manipulaciones simples del instrumento como tirar del cordel o del trapo resultan en la
obtención de la recompensa. En el segundo tipo, las manipulaciones requeridas son más
complejas y acostumbran a incluir un conjunto de manipulaciones. Por ejemplo, el uso

569
de un palo para extraer una recompensa que se halla dentro de un tubo (Visalberghi y
Limongelli, 1994), o el uso de una pértiga para lograr un objetivo que se encuentra fuera
del alcance directo del sujeto (Kohler, 1927).

• Contextos de uso. Como se ha señalado anteriormente, algunas especies de


primates destacan por la diversidad de contextos en los cuales usan instrumentos. En el
presente capítulo distinguiremos los tres contextos básicos siguientes, por orden creciente
de importancia: el aseo, el agonístico y el trófico. Como es lógico suponer, los objetivos
que se persiguen en cada uno de estos contextos son diferentes. Por ejemplo, mientras
que en el contexto trófico el objetivo consiste en obtener alimento, en contextos
agonísticos el uso de instrumentos suele ir asociado a la intimidación de rivales. Otros
contextos en los que estas conductas ocurren de forma más infrecuente, como son la
locomoción o la conducta sexual, serán mencionados ocasionalmente, pero no serán
tratados de forma sistemática.

12.2.3. Especies estudiadas

El orden de los primates agrupa aproximadamente a unas 165 especies clasificadas


en dos grandes grupos: los prosimios y los simios (véase, Napier y Napier, 1985, para
una clasificación más detallada; véase también Colmenares, este volumen: Capítulo 1).
La mayoría de los prosimios son de hábitos nocturnos o crepusculares, solitarios y con
dietas folívoras, insectívoras o frugívoras dependiendo de la especie de que se trate. Se
distribuyen geográficamente entre el continente africano y asiático. Este grupo retiene
numerosas características morfológicas que los asemejan a algunos primates fósiles, y
por tanto, representa un grupo más primitivo que los simios.
Los simios constituyen el segundo gran grupo de primates que, a diferencia de los
prosimios, son los que han aportado toda la información que se posee sobre el uso y la
fabricación de instrumentos en este orden. Con el fin de facilitar la exposición de la
información disponible, los simios serán divididos en dos grupos: los monos y los
antropoides. Los monos representan un número aproximado de 124 especies cuya
distribución geográfica abarca Centro y Sudamérica, Europa (Gibraltar), África y Asia.
Este grupo de primates presenta hábitos diurnos, forman grupos sociales estables y
poseen dietas folívoras, frugívoras u omnívoras dependiendo de las especies. Los monos
que han aportado la mayor parte de la información disponible en relación con el uso y la
fabricación de instrumentos son los monos capuchinos (Cebus), los macacos (Macaca) y
los babuinos (Papio) que habitan en América, Asia y África, respectivamente.
Los antropoides comprenden un total de 13 especies y, al igual que los monos,
presentan hábitos diurnos, forman grupos sociales y poseen dietas folívoras, frugívoras u
omnívoras. Su distribución geográfica abarca los continentes africano y asiático. Las
especies de antropoides que han aportado una mayor información respecto al uso y la
fabricación de instrumentos son los chimpancés (Pan troglodytes) y los orangutanes

570
(Pongo pygmaeus). Los gorilas (Gorilla gorilla) y los bonobos (Panpaniscus), también
conocidos por el nombre de chimpancés pigmeos, han contribuido algunos datos, aunque
en menor medida, mientras que los gibones (Hylobates), que constituyen el género con
un mayor número de especies dentro del grupo de los antropoides, prácticamente no han
aportado información acerca del uso y la fabricación de instrumentos en primates.

12.2.4. Lugar de estudio

Los estudios sobre el uso y la fabricación de instrumentos en primates han sido


realizados bajo numerosas condiciones de alojamiento que representan un continuum que
abarca desde las jaulas de reducidas dimensiones en el laboratorio hasta los immensos
espacios disponibles en las sabanas africanas o la selva amazónica. Como el lector ya
debe haber intuido, las diversas condiciones de alojamiento varían a lo largo de múltiples
dimensiones entre las que destacan: el espacio y los materiales disponibles por los
sujetos, el grado de interacción de éstos con los investigadores, y la capacidad de estos
últimos para modificar las condiciones del entorno.
Para facilitar la exposición de los resultados sobre el uso y la fabricación de
instrumentos en primates, los diversos estudios sobre el tema serán clasificados en
función de las condiciones de alojamiento, distinguiendo dos categorías básicas: estudios
en el laboratorio y estudios en el campo. En general los estudios en el laboratorio se
caracterizan por la existencia de un espacio disponible limitado, que varía desde unos dos
metros cuadrados de algunas jaulas individuales hasta unos pocos miles de metros
cuadrados de las instalaciones naturales (véase, por ejemplo, Ogden et al., 1990). En
condiciones de laboratorio, la interacción con seres humanos suele ser frecuente debido a
la capacidad que éstos tienen de alterar la ecología y las condiciones de los habitáculos y
recintos en las que los primates se encuentran alojados. Por lo que se refiere a los
estudios en el campo, en principio, el espacio disponible es ilimitado. Unicamente las
barreras geográficas, los requerimientos energéticos del individuo o las interaciones con
otros congéneres u otras especies, limitan los movimientos de los sujetos. Bajo las
condiciones de campo, la interacción con los investigadores suele ser mínima, así como
el impacto que éstos causan en el hábitat de la especie objeto de estudio.
Hay que señalar que la clasificación dicotómica propuesta anteriormente en relación
con el lugar de estudio de la conducta instrumental es muy general, y debe ser tomada
simplemente como una solución de compromiso para organizar la información disponible
sobre el uso y la fabricación de instrumentos. En ningún momento esta clasificación
pretende ofrecer un tratamiento sistemático de los lugares donde las diversas especies de
primates han sido estudiadas.
En los apartados siguientes se presentarán los datos disponibles organizados en
función de los siguientes parámetros: el grupo taxonómico (monos o antropoides), el tipo
de conducta instrumental (uso o modificación), el entorno (libertad o cautividad), el
contexto (aseo, agonístico o trófico) y la complejidad de las conductas.

571
12.3. Uso y fabricación de instrumentos en monos

12.3.1. Uso de instrumentos

• Estudios en el campo. El uso de instrumentos en libertad por parte de las diversas


especies de monos es un fenómeno notablemente escaso (véase Cuadro 12.1). Prueba de
ello es el hecho de que la mayoría de los casos que se han documentado proceden de
simples descripciones sin ningún tipo de cuantificación.
En contextos de aseo, los babuinos oliváceos (Papio anubis) usan objetos como
hojas o piedras para eliminar fluidos de sus caras (Van Lawick-Goodall et al., 1973). En
contextos agonísticos, numerosas especies de monos sacuden y arrojan ramas desde
árboles hacia observadores humanos (Van Lawick-Goodall, 1970). Varios investigadores
también han descrito incidentes en los que los babuinos arrojaron piedras contra
observadores humanos (Hamilton et al., 1975; Pickford, 1975; Pettet, 1975). Boinski
(1988) describió un caso en el que monos capuchinos de cara blanca (Cebus capucinus)
arrojaban ramas contra una serpiente venenosa de la especie Bothropos asper.
Posteriormente un macho adulto golpeó repetidamente al ofidio con una rama hasta
causarle la muerte. Chevalier-Skolnikoff (1990) también observó monos capuchinos de
cara blanca arrojando ramas contra un coatí (Nasua narica) y contra dos pécaris de
collar (Tayassu tojacu). En otra ocasión, esta investigadora describió la utilización de un
palo para pinchar a un congénere.
Sin duda alguna, el contexto trófico es el que ha producido un mayor número de
ejemplos de uso de instrumentos. Hohmann (1988) ha observado a los macacos de cola
de león (Macaca silenus) usar hojas para deshacerse de las pilosidades de una especie de
oruga antes de ingerirla. Chiang (1967) ha descrito en los macacos cangrejeros (Macaca
fascicularis) la utilización de hojas para frotar alimentos y eliminar, así, los restos de
arena adheridos a éstos. Izawa y Mizuno (1977) observaron monos capuchinos pardos
(Cebus apella) abriendo una especie de coco tras golpearlo repetidamente contra el nudo
de una caña de bambú. En ocasiones el coco debía ser transportado unos 30 metros
hasta el lugar donde se encontraba la caña de bambú para ser procesado. Los autores
señalan que dicha técnica representa una ventaja sobre otras especies simpátricas de
primates como los monos araña (Ateles) o los monos aulladores (Alouatta) que no
consumen dichos frutos cuando la cáscara es demasiado dura para ser penetrada con la
dentadura. Por su parte, Struhsaker y Leland (1977) y Terborgh (1983) han
documentado casos de monos capuchinos abriendo nueces tras golpearlas unas contra
otras. Fernandes (1991) observó un caso similar de un mono capuchino pardo abriendo
una ostra tras golpearla con lo que parecía ser otra ostra. De un modo similar, Carpenter
(1887) describió la utilización de piedras para abrir ostras en macacos cangrejeros y
Marais (1969) observó babuinos golpeando frutos de cáscara dura con piedras. Kortlandt
y Kooij (1963) documentaron la utilización de varios instrumentos en contextos tróficos
en diversas especies de babuinos. Por ejemplo, estos primates aplastan escorpiones con

572
piedras o agrandan las entradas de nidos de insectos con la ayuda de palos. No obstante,
estas observaciones fueron rea-lizadas de forma esporádica y no constituyen conductas
que sean practicadas con regularidad.

CUADRO 12.1. Catálogo de uso de instrumentos en los monos en función del contexto de uso, el material
empleado, el objetivo perseguido y el lugar de estudio.

573
574
• Estudios en el laboratorio. La relativa escasez de observaciones sobre el uso de
instrumentos realizadas en los estudios de campo contrasta con el elevado número de
estudios llevados a cabo en el laboratorio (véase Cuadro 12.1). Estos estudios no sólo
incluyen un mayor número de especies que las estudiadas en el campo, sino que también
ofrecen una información más detallada sobre diversos aspectos de la conducta
instrumental, especialmente en lo que se refiere al contexto trófico.
Los datos existentes sobre el uso de instrumentos en el laboratorio en los contextos
de aseo y agonístico confirman los hallazgos obtenidos en el campo. Sin embargo, al
igual que ocurre con éstos, los estudios en el laboratorio también están basados
fundamentalmente en simples descripciones. Por ejemplo, Ritchie y Fragaszy (1988) han
observado una madre de mono capuchino pardo empleando un palo para asear una
herida de su retoño y Westergaard y Fragaszy (1987) describieron un caso de auto-aseo
de la región vaginal con la ayuda de un palo en esta misma especie. Asimismo, Weinberg
y Candland (1981) documentaron la conducta de aseo maternal con la ayuda de una
piedra en un macaco japonés (Macaca fuscata), mientras que Bayart (1982) ha
observado a un macho adulto de macaco tonkeano (Macaca tonkeana) utilizar un palo
para hurgarse la nariz. Por lo que se refiere al contexto agonístico, varios autores han
documentado el uso de objetos como proyectiles en babuinos y macacos japoneses (Van
Lawick-Goodall, 1970). Asimismo, Cooper y Harlow (1961) describieron la conducta de
un mono capuchino que utilizaba un palo para golpear tanto a otro mono capuchino
como a un macaco rhesus (Macaca mulatta).
Como hemos mencionado anteriormente, los problemas relacionados con el contexto
trófico son, sin duda alguna, los que han recibido mayor atención por parte de los
estudiosos de la conducta instrumental. En este contexto, se encuentra tanto una mayor
diversidad de especies, como una mayor variedad de conductas con diferentes grados de
complejidad. Varias especies de monos, incluyendo los monos araña, los monos
capuchinos, los macacos, los babuinos y los mandriles, han resuelto problemas en los que
la recompensa está unida al instrumento (Natale et al., 1988; Spinozzi y Potí, 1989;
Warden et al., 1940a; Harlow, 1951; Harlow y Cooper, 1961; Klüver, 1933; Gibson,
1990; Bolwig, 1964) (Figura 12.1). Un típico ejemplo lo constituyen los problemas de
patrones de cuerdas ("patterned string problem"). En esta situación, el problema consiste
en la presentación de dos cordeles o cadenas sobre una plataforma formando diferentes
patrones (paralelas, cruzadas, entrelazadas). Sin embargo, únicamente uno de los
cordeles se halla unido a la recompensa. El sujeto debe tirar del cordel adecuado para
obtener la recompensa. Aunque este tipo de problema ha sido empleado
fundamentalmente para estudiar aspectos perceptivos determinados por los diferentes
patrones presentados, el procedimiento se basa en usar el cordel para atraer la
recompensa. Otro tipo de problema es el denominado problema del soporte. En este
caso, el sujeto debe tirar de un objeto sobre el cual se ha colocado un incentivo. Los
monos capuchinos, los macacos cangrejeros y los macacos japoneses han demostrado
ser capaces de resolver este tipo de problema. Además, en estas especies también se ha
encontrado que cuando el incentivo no se halla en contacto con el soporte, los sujetos no

575
tiran de éste (Natale et al., 1988; Spinozzi y Potí, 1989).

Figura 12.1. Un macaco cola de oso (Macaca arctoides) tira de un cordel para obtener un trozo de fruta.
Numerosas especies de primates han demostrado su habilidad para resolver las situaciones problema en las que la
recompensa se halla unida al instrumento. (Foto de Josep Call.)

Varias especies de monos también poseen la habilidad de resolver situaciones en las


que el instrumento no se halla unido o en contacto con la recompensa. Los monos
capuchinos usan ciertos objetos, como piedras, troncos o huesos, para abrir nueces de
varios tipos (Vevers y Weiner, 1963; Antinucci y Visalberghi, 1986; Visalberghi, 1987 y
1990; Fragaszy y Visalberghi, 1989; Anderson, 1990; Gibson, 1990; Westergaard y
Suomi, 1994a) (Figura 12.2). Anderson (1990) ha descrito el comportamiento de estos
monos, utilizando diferentes materiales como instrumentos para abrir las nueces y,
además, transportando éstos y las nueces desde diversos lugares de la instalación para
utilizarlos como instrumentos. Recientemente, Westergaard y Suomi (1994a y 1994b)
observaron varios monos capuchinos pardos utilizando fragmentos de hueso y piedras de
cantos afilados para cortar membranas que contenían una recompensa líquida. Algunos
individuos incluso utilizaron dos piedras o dos huesos en combinación para perforar la
membrana. Mientras se colocaba una piedra (o hueso) sobre la membrana, se empleaba
otra piedra (o hueso) para golpear a ésta, usando una de las piedras a modo de martillo y
la otra como cincel. Westergaard y Suomi (1993) también han observado monos
capuchinos utilizando un juego de instrumentos ("tool-set"), es decir, dos o más
instrumentos usados de forma secuencial para obtener un incentivo. En este caso en
concreto, el juego de instrumentos estaba constituido por una piedra y un palo. Los

576
individuos abrieron las nueces tras golpearlas con la piedra, para seguidamente extraer la
semilla mediante el palo.

Figura 12.2. Un mono capuchino intentando abrir una nuez con la ayuda de un trozo de madera. Los monos
capuchinos suelen emplear piedras o troncos como martillos para golpear diversos objetos. (Foto de Elisabetta
Visalberghi.)

Los monos capuchinos, así como los babuinos y los macacos de varias especies,
también usan palos u otros materiales, como tiras de papel, para extraer líquidos o sólidos
contenidos en recipientes que no permiten un acceso directo (Cebus: Harlow, 1951;
Westergaard y Fragaszy, 1985 y 1987; Fragaszy y Visalberghi, 1989; Visalberghi y
Trinca, 1989; Visalberghi y Limongelli, 1994; Macaca tonkeana: Anderson, 1985;
Macaca silenus: Westergaard, 1988; Macaca fuscata: Tokida et al, 1994; Papioanubis:
Westergaard, 1989,1992 y 1993) (Figura 12.3). Westergaard (1988) ha observado que los
macacos de cola de león seleccionan y transportan instrumentos adecuados para su uso,
incluso cuando éstos se hallan alejados del lugar donde se extrae el alimento. Los
resultados positivos observados en el uso de instrumentos para obtener líquido en
capuchinos y babuinos contrastan con los resultados negativos obtenidos en dos especies
estrechamente relacionadas con éstos como son los monos ardilla (Saimiri sciureus) y
los mandriles (Mandrillus sphinx) (Westergaard y Fragaszy, 1987;Levykina, 1959, citado
por Ladygina-Kots y Dembovskii, 1969; Westergaard, 1988). Aunque los estudios
realizados por Westergaard al respecto fueron llevados a cabo bajo condiciones
experimentales equivalentes para las diferentes especies, los monos ardilla y los mandriles
no mostraron conductas instrumentales. Este hallazgo resulta todavía más sorprendente si
se tiene en cuenta que los sujetos extrajeron algunos palos colocados por los
investigadores, y consumieron el líquido hallado en los palos, pero no reintrodujeron los

577
instrumentos para extraer alimento. Aunque los datos obtenidos en un número reducido
de sujetos no permiten sacar conclusiones firmes, es posible que la falta de conducta
instrumental sea debida a predisposiciones propias de cada especie.
Por último, una situación problema que plantea una mayor dificultad que las
presentadas anteriormente es el llamado problema de la plataforma. En este tipo de
problema, el incentivo se encuentra sobre una plataforma (o en el mismo sustrato) y
fuera del alcance directo del sujeto. Este debe emplear un bastón o una barra en forma
de "T" para obtener el incentivo. En esta situación problema, no sólo la recompensa se
halla separada del instrumento sino que se requiere un mayor número de manipulaciones
para obtener el incentivo. Los monos capuchinos pardos, los macacos y los babuinos de
varias especies han demostrado su habilidad para resolver este tipo de problema (Macaca
mulatta: Shurcliff et al., 1971; Macaca nemestrina: Beck, 1976; Macaca fuscata: Nata-
le et al., 1988; Spinozzi y Potí, 1989; Natale, 1989a; Warden et al., 1940b; Beck, 1972
y 1973; Cebus apella: Klüver, 1933; Parker y Potí, 1990; Papio anubis: Bolwig,
1964;Benhar y Samuel, 1978). En ocasiones el bastón es transportado antes de su uso
(Klüver, 1933), lo que indica cierta premeditación en la conducta de los sujetos. En un
estudio sumamente interesante, Beck (1972) observó en repetidos ensayos a una hembra
de babuino hamadríade (Papio hamadryas) transportando desde una habitación contigüa
un instrumento que un macho subadulto usaba para obtener comida situada fuera de su
alcance directo. La cooperación por parte de la hembra era necesaria para obtener la
comida, puesto que únicamente ella y no él, tenía acceso libre a la habitación donde el
instrumento era colocado al inicio de cada ensayo.
Aunque el uso de instrumentos ha sido descrito en diversas situaciones, cabe
preguntarse si los monos son capaces de utilizar instrumentos para obtener otros
instrumentos que a su vez les permitan obtener un incentivo. Pues bien, los monos
capuchinos, los macacos y los babuinos han demostrado poseer la habilidad para resolver
esta tarea (Warden et al., 1940b; Bolwig, 1964). La situación prototípica consiste en
utilizar uno o más bastones para obtener un bastón determinado cuyas dimensiones
permitan alcanzar el incentivo. Ni qué decir tiene que el bastón que se encuentra
inicialmente al alcance del sujeto resulta inefectivo para obtener el incentivo.
La mayoría de los autores coinciden en señalar que los individuos aprendieron a
utilizar los diferentes instrumentos mediante ensayo y error. Es decir, los sujetos
descubrieron la utilidad del instrumento de forma fortuita y perfeccionaron su técnica con
la práctica (Anderson, 1985 y 1990; Beck, 1976; Westergaard, 1989; Visalberghi, 1990).
Esta interpretación se ve reforzada por los recientes estudios de Elisabetta Visalberghi
con monos capuchinos. Según Visalberghi y sus colegas, estos monos no poseen una
representación mental que les permita entender los diferentes elementos de la tarea. A
consecuencia de ello, los sujetos cometen errores "tontos" como introducir un palito de
unos 5 cm por un tubo para obtener un incentivo que se halla en medio del tubo a 30 cm
de distancia, y por lo tanto claramente fuera del alcance del instrumento (Visalberghi y
Trinca, 1989; Visalberghi y Limongelli, 1994). Del mismo modo, en la tarea de abrir
nueces, los monos capuchinos intentan cualquier combinación posible de los elementos

578
relevantes. Por ejemplo, golpean la nuez contra el sustrato, el martillo contra el sustrato,
etc., hasta que finalmente dan con la solución adecuada (Visalberghi, 1987; Visalberghi y
Trinca, 1989).

Figura 12.3. Un mono capuchino utilizando un palo para extraer la recompensa que se halla en el interior del tubo.
Esta tarea ha sido empleada recientemente por Visalberghi y sus colegas para comparar el uso de factores
representativos en el uso de instrumentos en monos y en antropoides. (Foto de Elisabetta Visalberghi.)

Otro hecho que apoya la idea de que los sujetos basan su aprendizaje en estrategias
individuales como el ensayo y error proviene del estudio de los mecanismos de
aprendizaje social. Aunque Beck (1973 y 1976) ha señalado que varios mecanismos de
aprendizaje social, como la imitación verdadera o la potenciación del estímulo ("stimulus
enhancement") juegan un papel destacado en la adquisición del uso de instrumentos en
monos, esta afirmación ha sido puesta en duda recientemente (véase, por ejemplo,
Visalberghi y Fragaszy, 1990). En contra de la creencia popular, sostenida por Beck y
otros investigadores, según la cual los monos son grandes imitadores, un número
importante de estudios han fracasado en aportar datos que confirmen tal afirmación
(Anderson, 1985 y 1990; Beck, 1972 y 1973; Antinucci y Visalberghi, 1986; Fragaszy y
Visalberghi, 1989; Visalberghi y Fragaszy, 1990; Benhar y Samuel, 1978; véase también
Whiten y Ham, 1992). No obstante, estos resultados no deben tomarse como prueba en
favor de la ausencia de cualquier tipo de aprendizaje social. De hecho, otros mecanismos
como la potenciación del estímulo, es decir, un incremento en la probabilidad de que el
sujeto manipule el instrumento a consecuencia de las acciones de otro individuo sobre
éste (Thorpe, 1963), han sido observados por varios investigadores (Visalberghi y

579
Fragaszy, 1990; Anderson, 1985 y 1990).
Otro aspecto interesante del uso de instrumentos consiste en comparar las
habilidades que presentan distintas especies de primates. Entre las especies que usan
instrumentos, se observa, por ejemplo, que los monos capuchinos obtienen mejores
resultados que algunas especies de macacos (Warden et al., 1940b; Natale, 1989a;
Klüver, 1933). Estos resultados son sumamente interesantes puesto que otros estudios
han indicado que los monos capuchinos destacan tanto por su propensión a manipular
objetos como por el tipo de acciones utilizadas (Parker y Gibson, 1977; Torigoe, 1985).
De hecho, Fragaszy y Visalberghi (1989) observaron que los sujetos que utilizaban
instrumentos en dos problemas distintos eran los mismos que mostraban una mayor
tendencia a la exploración de objetos. Otro dato que parece corroborar las diferencias
existentes entre distintas especies proviene del estudio de la ontogénesis de las conductas
instrumentales. Natale (1989a y 1989b) y Parker y Potí (1990) han comparado la
ontogénesis de la conducta instrumental en los monos capuchinos y en dos especies de
macaco (M.fascicularis y M.fuscata) desde una perspectiva Piagetiana (Piaget, 1952).
Aunque los dos géneros de primates progresaron a un ritmo distinto, siendo los
monos capuchinos más lentos, todos los sujetos siguieron la misma secuencia de
desarrollo en los problemas de la cuerda y el soporte. Lo primero que los sujetos
adquieren es la respuesta de tirar del instrumento para alcanzar el incentivo que se halla
en contacto con éste. No obstante, los sujetos también tiran del instrumento cuando el
incentivo no se halla en contacto. Más adelante, los sujetos aprenden a tirar del
instrumento únicamente cuando éste se halla en contacto con el incentivo.
Por lo que se refiere al problema de la plataforma, Natale (1989a) ha indicado que
tanto los macacos como los monos capuchinos siguen una progresión bien definida.
Inicialmente los sujetos usan conductas no relacionadas con el problema, como por
ejemplo, golpear el instrumento. Más adelante, los sujetos entran en una fase en la que
"barren" la plataforma de forma no sistemática. Posteriormente, los sujetos realizan
barridos sistemáticos basados en estrategias estereotipadas, como por ejemplo, barrer
siempre hacia la derecha. Estas conductas son equivalentes a los tipos de errores
descritos por Visalberghi y sus colegas en los problemas del tubo y de cascar nueces
(Visalberghi y Trinca, 1989; Visalberghi y Limongelli, 1994; Visalberghi, 1987). En una
dirección similar, Shurcliff y colaboradores (1971) indicaron que los monos rhesus tenían
dificultades con el problema de la plataforma cuando el instrumento debía ser usado en
nuevas direcciones, si bien no experimentaban problemas cuando se variaban únicamente
las distancias al incentivo. Finalmente, tras la fase de los barridos sistemáticos, los monos
capuchinos, a diferencia de los macacos, progresaron hasta una fase en la que los sujetos
mostraban cierta flexibilidad, puesto que intentaban hacer contacto sistemático con la
recompensa. Es decir, los sujetos barrían hacia uno u otro lado de la plataforma
dependiendo de la posición de la recompensa en relación con el instrumento.

12.3.2. Fabricación de instrumentos

580
• Estudios en el campo. Si el uso de instrumentos en libertad se ha descrito de forma
esporádica, las observaciones sobre la fabricación de instrumentos son aún más escasas
(véase Cuadro 12.2). De hecho, no existe ningún estudio donde se haya descrito la
modificación de un objeto para ser utilizado como instrumento. Si bien es cierto que
algunos de los casos descritos en la sección anterior podrían haberse originado con la
fabricación de instrumentos, los autores no incluyeron descripciones de tales conductas.

• Estudios en el laboratorio. La fabricación de instrumentos en el laboratorio ha


sido constatada en repetidas ocasiones en varios contextos. Por ejemplo, Westergaard y
Fragaszy (1987) y Ritchie y Fragaszy (1988) observaron una hembra de mono capuchino
fabricando palos en forma de cepillo en uno de sus extremos para asear las heridas de su
cría. Bayart (1982) observó un macho adulto de macaco tonkeano preparando palos
adecuados para hurgarse la nariz.
En contextos tróficos, y más concretamente en situaciones donde los sujetos tienen
que utilizar un objeto para obtener un incentivo que se halla dentro de un contenedor
(problema del tubo), varios autores han observado la fabricación de instrumentos en
diversas especies de primates (Macaca silenus: Westergaard, 1988; Macaca fuscata:
Tokida et al., 1994; Papio anubis: Westergaard, 1992; Cebus: Klüver, 1933;
Westergaard y Fragaszy, 1987; Visalberghi y Trinca, 1989; Visalberghi y Limongelli,
1994). Recientemente, Westergaard y Suomi (1994c) han observado un mono capuchino
fabricando piedras de cantos afilados para cortar una membrana en cuyo interior se halla
un incentivo. La técnica empleada para obtener las piedras de cantos afilados consistía en
golpear unas piedras contra otras o simplemente, golpear una piedra contra el aparato
experimental.
Varios autores que han estudiado la manufactura de instrumentos en macacos han
apuntado que los instrumentos son preparados de antemano de acuerdo con las
características del problema que se pretende solucionar (Westergaard y Fragaszy, 1987;
Tokida et al., 1994; Bayart, 1982). Por el contrario, Visalberghi y Trinca (1989) y
Visalberghi y Limongelli (1994) sostienen que los monos capuchinos no modifican los
instrumentos de antemano y que incluso después de numerosos ensayos siguen
cometiendo errores. Puesto que todos los casos citados de manufactura previa al uso se
basan en observaciones de macacos, cabe la posibilidad de que éstos posean una mayor
capacidad representacional que los monos capuchinos. No obstante, el hecho de que los
monos capuchinos sean más hábiles en el problema de la plataforma parece contradecir
tal posibilidad. Por otro lado, también es posible que las diferencias observadas entre los
monos capuchinos y los macacos se deban a los diferentes métodos empleados en los
distintos estudios. Por ejemplo, mientras que los capuchinos fueron observados
continuamente cuando el aparato experimental estaba presente, los macacos fueron
observados únicamente a ciertos intervalos. Por ello, pudiera darse el caso de que los
investigadores registraran todos los errores cometidos por los capuchinos, pero sólo una
parte de los cometidos por los macacos. Incluso cabe la posibilidad de que los macacos
hubieran perfeccionado su técnica, tal vez cometiendo tantos errores como los

581
capuchinos, durante períodos en los que no eran observados por los investigadores. El
resultado tras un prolongado período de aprendizaje basado en ensayo y error puede
resultar indistinguible de un resultado sin errores basado en habilidades
representacionales.

CUADRO 12.2. Catálogo de fabricación de instrumentos en monos en función del contexto de uso, el material
empleado, las acciones realizadas,el objetivo perseguido y el lugar de estudio.

12.3.3. Resumen

Los estudios en el laboratorio han identificado una mayor variedad de conductas


instrumentales, tanto en el uso como en la fabricación de instrumentos, en comparación
con los estudios realizados en libertad (véanse, Cuadros 12.1 y 12.2). Varias especies de
monos utilizan diversos instrumentos en contextos agonísticos, de aseo y tróficos. Dentro
de cada contexto específico, los monos emplean diferentes instrumentos con diferentes
funciones. El uso de juegos de instrumentos para obtener un incentivo así como la
utilización de instrumentos para conseguir otros instrumentos también ha sido
ocasionalmente observada. A menudo, estos instrumentos son transportados desde
diversas distancias hasta el lugar donde se van a emplear.
Existe un estudio que ha documentado incluso la existencia de cooperación en el
transporte de un instrumento.
Varias especies de monos han demostrado su habilidad para fabricar instrumentos
apropiados para solucionar diversos problemas en contextos tróficos y de aseo. Por lo
que se refiere a la adquisición de conductas instrumentales, el aprendizaje por ensayo y
error y la potenciación del estímulo son los mecanismos más comunes en el aprendizaje
individual y social respectivamente.
Asimismo, existen algunas indicaciones de que no todas las especies de monos tienen

582
la misma propensión y/o habilidad para el uso de instrumentos.

12.4. Uso y fabricación de instrumentos en antropoides

12.4.1. Uso de instrumentos

• Estudios en el campo. Con la notable excepción de los chimpancés, el uso de


instrumentos en libertad en los antropoides no se halla muy extendido fuera del contexto
agonístico (McGrew, 1989 y 1992). Los gibones de manos blancas (Hylobates lar), los
orangutanes y los chimpancés manipulan y sacuden ramas de forma enérgica, como parte
de sus despliegues intimidatorios dirigidos hacia miembros de su propia o de otras
especies, entre ellas la especie humana. En el transcurso de tales episodios, tanto los
gorilas, como los chimpancés y los bonobos suelen lanzar objetos al aire sin una
dirección determinada. Galdikas (1982) ha observado que los machos adultos de
orangután derriban árboles muertos durante el transcurso de sus despliegues
intimidatorios. También se ha observado con frecuencia que los gibones, los chimpancés,
los orangutanes y los gorilas, arrojan ramas o piedras contra otros individuos (Van
Lawick-Goodall, 1970; Galdikas, 1982; McGrew, 1992). Los chimpancés en particular,
destacan por su habilidad para lanzar proyectiles contra sus oponentes, incluyendo entre
ellos, a cerdos salvajes, babuinos, personas y leopardos, así como otros chimpancés (Van
Lawick-Goodall, 1970; Goodall, 1986).
Los chimpancés también se destacan por su habilidad para utilizar ramas para
golpear a otros chimpancés o individuos de otras especies (Goodall, 1986; Kortlandt,
1962). Uno de los primeros documentos sobre dicho comportamiento fue obtenido por
Kortlandt (1962). Este etólogo holandés colocó un leopardo disecado con un pequeño
chimpancé de peluche entre sus garras. Cuando los chimpancés detectaron al leopardo, le
arrojaron palos y piedras, e incluso algunos de ellos golpearon al felino con largos palos.
De hecho, dicha habilidad ha sido contemplada por varios investigadores como un paso
crítico en la evolución humana. Kortlandt (1980) ha apuntado que el uso de armas,
especialmente aquellas que pueden ser usadas desde cierta distancia del objetivo, confiere
una ventaja defensiva contra depredadores. En este sentido, Goodall (1986) ha señalado
que aunque los machos adultos de babuino no son fácilmente intimidados por los machos
adultos de chimpancé, los primeros evitan activamente a las hembras adultas o incluso a
los jóvenes que están armados con un palo o una rama.
En contraposición a la variedad en el uso de instrumentos observada en contextos
agonísticos, el uso de instrumentos en contextos no agonísticos es prácticamente
inexistente en los antropoides a excepción de los chimpancés (véase Cuadro 12.3).
Unicamente Kano (1982) y Rijksen (1978) han descrito el uso de hojas para protegerse
de la lluvia en los bonobos y los orangutanes respectivamente. En contextos de aseo, los
chimpancés y los orangutanes de varias localidades usan hojas para limpiarse el pelaje de

583
restos de heces, sangre o saliva (Van Lawick-Goodall, 1970; Nishida, 1980; Mackinnon,
1974; Rijksen, 1978), o realizan lo que se ha venido a llamar el aseo de la hoja ("leaf-
grooming") que consiste en espulgar una o varias hojas (McGrew, 1992). Aunque la
función de esta última conducta no está del todo clara, Goodall (1986) ha señalado que
podría tratarse de una invitación para iniciar una sesión de aseo. De hecho, varios
objetos, como hojas y ramas, son utilizados frecuentemente para iniciar episodios de
juego en los chimpancés y los bonobos (Van Lawick-Goodall, 1968; Kano, 1992) y
también conductas de cortejo en chimpancés (Nishida, 1980). Es interesante destacar
que el género Pan es el único género de primate en el que se ha observado el uso de
objetos con funciones comunicativas.

CUADRO 12.3. Catálogo del uso de instrumentos en antropoides en función del contexto de uso, el material
empleado, objetivo perseguido y el lugar de estudio.

584
585
Al igual que ocurría con los monos estudiados en la sección anterior, el contexto de
alimentación es el que ha producido una mayor variedad de ejemplos de uso de
instrumentos, aunque todos ellos han sido observados en los chimpancés. Estos
antropoides no sólo usan diversos materiales como instrumentos para tareas específicas,
sino que, dependiendo de la tarea de que se trate, escogen un tipo u otro de material. Así,
los chimpancés utilizan piedras y troncos para abrir nueces, hojas para absorber líquidos
que se hallan en lugares inaccesibles y palos para extraer insectos sociales, miel o el
tuétano de huesos de mono (McGrew, 1992).
El uso de piedras y troncos para abrir nueces ha sido descrito con detalle por varios
autores en África occidental (Boesch y Boesch, 1984 y 1990; Sakura y Matsuzawa,
1991; Sugiyama y Koman, 1979). Boesch y Boesch (1984) y Sakura y Matsuzawa
(1991) observaron que los chimpancés escogen piedras o troncos de tamaño óptimo para
abrir nueces que son transportados hasta los lugares donde tiene lugar la conducta
instrumental. Boesch y Boesch (1984) han señalado que el transporte de esos materiales
en la selva de Tai (Costa de Marfil) requiere un complejo mapa cognitivo que permita
tomar decisiones sobre el mejor camino a seguir. La técnica de utilizar hojas como
materiales absorbentes para extraer líquidos se ha observado en el chimpancé, tanto en la
población de la región de Gombe como la que habita en las montañas Mahale, ambas
localidades situadas en Tanzania. No obtante, no cabe duda de que el uso de
instrumentos más prominente consiste en la utilización de palos, tallos o ramas para
obtener alimento que se halla fuera del alcance directo de los sujetos. El ejemplo más
conocido lo constituye la obtención de insectos sociales como termitas u hormigas (Van
Lawick-Goodall, 1968; McGrew, 1974; Nishida, 1973). No obstante, el tipo de
instrumento usado así como la técnica empleada depende de la especie de insecto de que
se trate. Así, las termitas y una especie de hormiga que habita en los árboles, son
"pescadas" por medio de tallos o peciolos de hojas relativamente cortos (30 cm). La
técnica consiste en introducir el instrumento en el nido de los insectos, aguardar unos
momentos, retirar el instrumento y seguidamente consumir los insectos que se hallan
sobre éste. Nishida y Hiraiwa (1982) han descrito otra técnica para obtener una especie
de hormigas (Camponotus spp.) que habita en los árboles, consistente en introducir un
palo relativamente corto, sacudirlo enérgicamente dentro del nido y recoger con la mano
las hormigas que salen a la superficie. En contraste, McGrew (1974) ha indicado que las
hormigas de la especie Dorylus nigricans, que anidan en el suelo, son recolectadas con
un bastón de unos 70 u 80 cm de longitud, aproximadamente. Ello es debido a que estos
insectos producen dolorosas picaduras como respuesta antidepredador. La técnica
consiste, en este caso, en introducir el instrumento en el nido, aguardar hasta que se llena
de hormigas, retirarlo y con un rápido movimiento de mano introducir los insectos en la
boca. Los chimpancés también usan ramas y palos largos para obtener miel y frutos de
árboles que se encuentran fuera del alcance directo (Boesch y Boesch, 1990; Sugiyama y
Koman, 1979). Borner (1979) también ha descrito orangutanes utilizando ramas para
alcanzar otras ramas, y Chevalier-Skolnikoff y colaboradores (1982) observaron
orangutanes usar árboles flexibles como lanzadera para salvar discontinuidades existentes

586
en las copas de los árboles.
A pesar de la diversidad de conductas instrumentales exhibida por los chimpancés,
no todas las poblaciones estudiadas muestran todas y cada una de las conductas
descritas. Algunos autores (Nishida, 1987; Tomasello, 1990) opinan que algunas de las
diferencias observadas entre poblaciones pueden explicarse por diferencias ecológicas
mientras que otros (McGrew et al., 1979; SabaterPí, 1984; Boesch et al., 1994;
McGrew, 1992;Nishida y Hiraiwa, 1982) consideran que estas diferencias tienen un
origen cultural, de forma que las conductas adquiridas se transmiten a través de varias
generaciones. Dichas diferencias culturales han sido descritas en relación con diversos
aspectos que abarcan desde las especies consumidas, a los instrumentos utilizados o las
técnicas de extracción empleadas. Por ejemplo, el consumo de nueces de varias especies
con la ayuda de piedras y troncos parece estar confinada a una región muy concreta de
África occidental que comprende Costa de Marfil, Liberia y Guinea (Boesch et al.,
1994). McGrew y colaboradores (1992, citado en McGrew, 1992) y recientemente
Boesch y colaboradores (1994) han comparado varios parámetros de la ecología de las
poblaciones de chimpancé que explotan las nueces con las poblaciones que ignoran
completamente estos frutos. A pesar de su detallado análisis, estos autores no
encontraron diferencias significativas en el tipo de especies presentes, la existencia de
materiales que podían ser utilizados como instrumentos o la distribución de frutos en
relación con los instrumentos potenciales. Así, pues, la explicación más plausible es que
las diferentes poblaciones no consideran las mismas especies como comestibles
(McGrew, 1992).
Dado que algunas de las diferencias entre poblaciones parecen ser culturales, los
mecanismos de aprendizaje social deberían jugar un papel destacado. Varios estudios han
apuntado que la adquisición de la conducta de utilización de instrumentos por parte de los
chimpancés es un proceso lento y gradual que tiene lugar durante el desarrollo de las
crías y de los jóvenes (pesca de termitas "termite-fishing": Van Lawick-Goodall, 1970;
pesca de hormigas "ant-fishing": Nishida y Hiraiwa, 1982; pesca de hormigas "ant-
dipping": McGrew, 1977), aunque, en general, la adquisición de las diferentes técnicas
descritas por diversos autores sigue un proceso bastante similar. Según Nishida y Hiraiwa
(1982) las crías de chimpancé primero manipulan instrumentos en contextos lúdicos,
luego refinan las pautas motoras apropiadas para su uso, después aprenden a utilizar
palos de dimensiones apropiadas y, finalmente, adquieren las estrategias necesarias para
evitar las respuestas anti-depredador de los insectos. Boesch (1992) también ha descrito
el desarrollo del uso de martillos para cascar nueces, señalando que su adquisición es
incluso más lenta que la de cualquiera de las técnicas que emplean palos.
Durante este período de desarrollo, varios mecanismos o combinación de
mecanismos podrían estar implicados en el aprendizaje de la conducta instrumental entre
los que destacan el ensayo y error, la imitación de otros congéneres o la enseñanza de
las conducta apropiadas por parte de la madre (McGrew, 1977; Goodall, 1986; Nishida,
1987; Boesch, 1991).
Recientemente, este último mecanismo ha recibido una notable atención, puesto que

587
podría representar un salto cualitativo en lo que se refiere a patrones de transmisión
cultural (Tomasello et al., 1993). Según Boesch (1991), las madres de chimpancé
estimulan a sus retoños a que utilicen piedras y palos para cascar nueces mediante
diferentes estrategias que incluyen tanto una facilitación al acceso de piedras, palos y
nueces, como la realización de demostraciones de las conductas apropiadas para abrir los
frutos. Desafortunadamente, el número de casos registrados de esta conducta es todavía
muy bajo, por lo que la interpretación de que las madres de chimpancé instruyen de
forma activa a sus crías en contextos de adquisición del uso de instrumentos debe
tomarse como una hipótesis provisional por el momento. Además, se debe tener presente
que los estudios en el campo, aunque sugestivos, no permiten precisar exactamente cuál
es el tipo de aprendizaje responsable de la adquisición del uso de instrumentos.
• Estudios en el laboratorio. En los antropoides se repite la situación que ya se
había descrito para el caso de los monos; es decir; la conducta de uso de instrumentos es
mucho más frecuente en el laboratorio que en el campo (véase Cuadro 12.3). En
cautividad o semi-cautividad (programas de rehabilitación de individuos ex-cautivos)
todos los antropoides emplean en mayor o menor medida instrumentos en diferentes
contextos. Así, por ejemplo, durante despliegues intimidatorios los gorilas, los
chimpancés y los bonobos sacuden, desplazan o arrastran objetos que se hallan en sus
instalaciones como ramas, neumáticos o barriles. Además, todos los antropoides arrojan
objetos contra otros congéneres y también contra observadores humanos (Galdikas,
1982; Call, observación personal; Kohler, 1927; Jordan, 1982) (Figura 12.4). Los
chimpancés y los orangutanes también usan palos para golpear o pinchar a congéneres o
individuos de otras especies (Galdikas, 1982; Kohler, 1927). Incluso en alguna ocasión se
han observado casos de colaboración entre dos chimpancés para pinchar a un individuo.
Kohler (1927) describió un ejemplo de colaboración entre dos chimpancés para pinchar
con una vara a una gallina que se encontraba fuera de la jaula de los chimpancés. Uno de
los sujetos echó migas de pan a través de la reja de su instalación para atraer al ave.
Cuando ésta se acercó para picotear la comida, el otro chimpancé empleó una vara para
pincharla. Kohler (1927) subrayó que, a pesar de tratarse de un fenómeno sumamente
interesante, la colaboración entre los chimpancés ocurrió de forma fortuita y no
constituye un caso de colaboración premeditada.

588
Figura 12.4. Una chimpancé adulta arrojando una rama contra observadores humanos. El uso de instrumentos en
contextos agonísticos ha sido interpretado por algunos autores como un paso importante en la evolución de los
homínidos. (Foto de Josep Call.)

En el contexto del aseo se ha observado de manera ocasional que los chimpancés


utilizan palitos para hurgarse las orejas (Call, observación personal) o para hurgar
('limpiar') la dentadura de otros congéneres (McGrew y Tutin, 1973). Los orangutanes
usan palos para deshacerse de insectos picadores y los bonobos emplean hojas para
eliminar agua o heces de su pelaje (Galdikas, 1982; Jordan, 1982). Además, los
orangutanes en rehabilitación, así como los diferentes antropoides que forman parte de
los proyectos de adquisición de lenguaje han aprendido el uso, en contextos lúdicos, de
múltiples objetos fabricados por el hombre, incluyendo, entre otros, herramientas, llaves
y encendedores (Galdikas, 1982;Hayes, 1951; Miles, 1990; Russon y Galdikas, 1993;
Savage-Rumbaugh, 1986). Varios autores han apuntado que estas conductas
instrumentales han sido adquiridas posiblemente a través de la imitación de congéneres.
De hecho, Russon y Galdikas (1993) sostienen que dado que las conductas observadas
son complejas y sus elementos poseen un orden arbitrario (preparar un fuego de
campaña, cepillar los dientes), es poco probable que su aparición pueda ser atribuida
simplemente al aprendizaje por ensayo y error. Aunque la hipótesis de Russon y Galdikas
(1993) es interesante, desafortunadamente los tipos de mecanismos involucrados en el
aprendizaje no pueden ser identificados únicamente con el uso de métodos
observacionales. Por ejemplo, diferentes objetos predisponen a realizar diferentes
conductas que pueden guiar al sujeto a la correcta solución sin necesidad de observar un
modelo. Esto sin mencionar el hecho de que los sujetos tienen oportunidades ilimitadas

589
de ensayar la conducta hasta perfeccionarla. Incluso existe la posibilidad de que los seres
humanos hayan enseñado estas conductas a los orangutanes durante su período de
cautiverio. Por esto, las conclusiones de Russon y Galdikas (véase también Whiten y
Ham, 1992) deben ser tomadas con cautela, precisándose otro tipo de pruebas para
defender el caso de imitación como un mecanismo de aprendizaje en orangutanes, en
especial dado que los mecanismos de aprendizaje social aplicados al uso de instrumentos
en contextos tróficos han sido extensivamente investigados con el uso de una
metodología experimental.
Por lo que se refiere a contextos tróficos, todos los antropoides han demostrado su
habilidad para resolver situaciones problema donde la recompensa se halla unida o en
contacto con el instrumento (gorila: Knoblock y Pasamanick, 1959; Redshaw, 1978;
Spinozzi y Poti, 1989; Riesen et al., 1953; Fischer y Kitchener, 1965; Yerkes, 1927;
orangután: Chevalier-Skolnikoff, 1983; Lethmate, 1982; Fischer y Kitchener, 1965;
chimpancé: Hayes, 1951; Spinozzi y Poti, 1993; Finch, 1941; Kohler, 1927; gibón:
Rumbaugh, 1970). En este contexto, resultan especialmente interesantes los estudios de
Crawford (1937) sobre cooperación en chimpancés jóvenes. Dos sujetos debían tirar
simultáneamente de dos cuerdas para alcanzar una caja sobre la cual se había depositado
un incentivo. Puesto que la caja era demasiado pesada para poder ser arrastrada por un
sólo chimpancé, la colaboración de dos sujetos era indispensable para obtener el
incentivo. En los estudios realizados se encontró que las parejas de sujetos aprendían a
tirar de las cuerdas simultáneamente aunque los chimpancés necesitaron un número muy
elevado de ensayos, así como el tutelaje frecuente del investigador. Según Crawford
(1937) esta conducta se desarrolló en tres fases: esfuerzos individuales no coordinados,
acciones coordinadas aunque oportunistas y, finalmente, cooperación intencional en la
que algunos sujetos incluso solicitaron la cooperación de sus compañeros por medio de
gestos. No obstante, resulta sorprendente el hecho de que una vez que los sujetos
aprendieron a cooperar en un determinado aparato, no mostraran cooperación en otros
aparatos, a pesar de que anteriormente habían aprendido a operar el aparato cuando dos
sujetos no eran estrictamente necesarios.
Al igual que ocurre con ciertas poblaciones de chimpancés en estado natural, los
chimpancés y los orangutanes en cautividad o en programas de rehabilitación también
utilizan piedras o troncos como martillos para abrir frutos u objetos sólidos (Galdikas,
1982; Hannah y McGrew, 1987; Sumita et al., 1985; Lethmate, 1982; Rijksen, 1978).
Hannah y McGrew (1987) han indicado que tanto los frutos como los martillos pueden
ser transportados desde distancias de más de 100 metros hasta lugares donde tiene lugar
la conducta instrumental. Los chimpancés, los bonobos y los orangutanes también
emplean materiales absorbentes como hojas, plástico o papel para obtener líquidos
(Jordan, 1982; Lethmate, 1982; Mackinnon, 1974). Asimismo, los chimpancés y los
orangutanes son capaces de resolver problemas en los que el instrumento, normalmente
un bastón alargado, debe ser introducido en un tubo para obtener el incentivo
(chimpancé: Hayes, 1951; Crawford, 1937; Yerkes, 1943; Savage-Rumbaugh et al.,
1978; orangután: Savage y Snowdon, 1982; King, 1986; Haggerty, 1913; Yerkes, 1916;

590
Lethmate, 1982). Por el contrario, Yerkes (1927) observó que una hembra jóven de
gorila fue incapaz de solucionar este tipo de problema. Los chimpancés y los orangutanes
también usan palos para excavar, para abrir frutos o para extraer alimento líquido de
termiteros artificiales (Nash, 1982; Paquette, 1992; McEwen, 1987; Galdikas, 1982;
Rijksen, 1978; Lethmate, 1982) (Figura 12.5). Brewer y McGrew (1990) han observado
un caso particularmente interesante consistente en el uso de un juego de instrumentos en
una hembra de chimpancé ex-cautiva para obtener miel. La chimpancé en cuestión utilizó
cuatro instrumentos de características diferentes de forma secuencial para lograr el
incentivo. Primero se utilizaron dos palos como cinceles para perforar y agrandar un
orificio en la zona más externa de la colmena. A continuación, un tercer bastón sirvió
como estilete para perforar la parte interna de ésta. Finalmente, un cuarto palo fue
utilizado para extraer la miel del interior de la colmena.

Figura 12.5. Una chimpancé jo ven utiliza un palo para extraer yogourt de un termitero artificial. El uso de
instrumentos en contextos de extracción de alimento ha sido observado por numerosos autores tanto en el campo
como en el laboratorio. (Foto de Josep Call.)

591
Recientemente Visalberghi y colaboradores (1995) se han interesado por el problema
de la extracción de alimento aunque utilizando un enfoque diferente. En lugar de estudiar
únicamente cuál es el grado de éxito de los sujetos, estos investigadores se interesaron en
el nivel de conocimiento que los sujetos poseen sobre la tarea. Más concretamente, estos
investigadores estudiaron la capacidad de los chimpancés y los bonobos de modificar de
antemano un instrumento que debía ser utilizado para extraer un incentivo del interior de
un tubo transparente. Los resultados obtenidos indicaron que los sujetos no cometieron
prácticamente errores en una de las tareas que consistía en deshacer un manojo de palos
para utilizar uno de ellos como instrumento. Sin embargo, en otra tarea consistente en
quitar dos pequeños palos atravesados al final de los extremos de un palo más largo que
debía ser utilizado para extraer la recompensa, los sujetos cometieron errores, aunque
éstos disminuyeron durante el transcurso del experimento.
El uso de bastones para obtener incentivos que se encuentran fuera del alcance del
sujeto y situados en el sustrato también ha sido estudiado con cierto detalle. Los gorilas,
los chimpancés y los orangutanes han demostrado su habilidad para resolver el problema
de la plataforma (Parker, 1969; Jackson, 1945; Kellogg y Kellogg, 1933; Hayes, 1951;
Kohler, 1927; Yerkes, 1916 y 1927; Savage y Snowdon, 1982; Lethmate, 1982) (Figura
12.6). Varios estudios han mostrado que los gorilas tienen una especial dificultad con este
tipo de problema (Knoblock y Pasamanick, 1959;Redshaw, 1978;SpinozziyPoti, 1989;
Natale, 1989a y 1989b). No obstante, puesto que estos estudios fueron realizados con
individuos demasiado jóvenes, cabe la posibilidad de que la falta de destreza observada
en los gorilas sea consecuencia de la edad de los mismos. Jackson (1945) estudió el
problema de la plataforma en chimpancés jóvenes incorporando dos interesantes
variaciones consistentes en emplear dos plataformas y cuatro bastones de diferentes
longitudes. En algunos de los problemas, los sujetos debían utilizar dos o más bastones
de forma sucesiva (hasta un máximo de cuatro) que a su vez podían estar situados en
cualquiera de las dos plataformas disponibles. Jackson (op. cit.) observó que los
chimpancés mayores de cuatro años solucionaron los diferentes tipos de problemas sin
mayores dificultades. En cambio los chimpancés menores de cuatro años encontraron
numerosas dificultades para solucionar los problemas con múltiples bastones. Asimismo,
Bard y colaboradores (1993) observaron que los chimpancés menores de tres años de
sus experimentos fueron incapaces de solucionar el problema del tubo, incluso cuando la
solución les fue mostrada por el experimentador. A partir de estos resultados, el estudio
de las conductas instrumentales desde una perspectiva ontogenética cobra una especial
relevancia. En este contexto, el enfoque Piagetiano (Piaget, 1954) ha sido el más
utilizado. Varios autores han estudiado la ontogénesis de la conducta instrumental en
chimpancés, gorilas y orangutanes (Hallock y Worobey, 1984; Redshaw, 1978;
Chevalier-Skolnikoff, 1983). Aunque todos ellos han observado una progresión similar a
la que se observa en niños humanos en la mayoría de las conductas, también han notado
algunas diferencias. Por ejemplo, la aparición del uso de bastones como instrumentos
para alcanzar objetos aparece de forma tardía en comparación con otras conductas
(Redshaw, 1978; Chevalier-Skolnikoff, 1983). Sobre este particular, Natale (1989a) ha

592
descrito los estadios en la ontogénesis del uso del bastón en el problema de la plataforma
en una hembra de gorila. Como en el caso de otros primates, al principio la gorila mostró
conductas irrelevantes para la solución del problema (e.g., morder o sacudir el
instrumento). Posteriormente, la gorila inició una fase en la que empleó conductas no
sistemáticas para obtener el incentivo. Finalmente, la gorila intentó contactar la
recompensa de forma sistemática. No obstante, debido a dificultades motoras para
controlar los movimientos del bastón, la gorila no tuvo un número elevado de éxitos.
Una cuestión que se encuentra íntimamente relacionada con la ontogénesis de la
conducta instrumental se refiere a los mecanismos de aprendizaje social. Como ya hemos
visto, la mayor parte de los investigadores de campo han propuesto diferentes
mecanismos de aprendizaje social como responsables de la adquisición de la conducta
instrumental. Sin embargo, dichos mecanismos únicamente pueden estudiarse en detalle
en el laboratorio. De hecho, a principios de siglo ya hubo varios autores que investigaron
esta cuestión en los chimpancés, los gorilas y los orangutanes (Kohler, 1927; Yerkes,
1916 y 1927; Haggerty, 1913). Tal como sucedía en los estudios con monos revisados en
la sección anterior, la mayoría de estos experimentos, así como estudios posteriores (e.g.,
Khrustov, 1969), no aportaron pruebas contundentes en favor del uso de la imitación en
los antropoides. Desafortunadamente, todos estos estudios son cuestionables debido a
que presentan numerosos problemas metodológicos, como la falta de un grupo control,
un número insuficiente de ensayos, diferentes métodos empleados para mostrar la
conducta al sujeto (incluyendo la instrucción directa) o la falta de una diferenciación
precisa entre los diferentes mecanismos de aprendizaje potencialmente involucrados.
Sólo en fechas recientes han comenzado a emplearse métodos apropiados para analizar
las diferentes alternativas de forma sistemática. Tomasello y sus colegas han investigado
los tipos de aprendizaje social en chimpancés y orangutanes en el problema de la
plataforma (Tomasello et al., 1987; Nagell et al., 1993; Call y Tomasello, en prensa).
Estos investigadores han propuesto que el mecanismo de aprendizaje social más plausible
es la emulación. Este mecanismo consiste en que el sujeto aprende acerca de las
propiedades del objeto y su relación con la recompensa, aunque usa sus propias
estrategias para solucionar el problema. Dicho tipo de aprendizaje se diferencia del
aprendizaje imitativo en que los sujetos no copian los movimientos efectuados por el
modelo, sino que usan la información sobre las propiedades del objeto para "reconstruir"
la conducta apropiada que les permite obtener la recompensa. Por otro lado, la emulación
se diferencia de la potenciación del estímulo ("stimulus enhancement") en que el sujeto
aprende propiedades específicas del objeto, es decir, no se trata simplemente de un
incremento en la tendencia a manipular el instrumento.

593
594
Figura 12.6. Un orangután adulto utiliza un instrumento en forma de "T" para obtener un trozo de fruta situado
sobre una plataforma. Para solucionar el problema, el sujeto debe (a) situar el instrumento detrás del incentivo y
(b) tirar del instrumento con suma precisión (c) hasta que la recompensa se halla a su alcance. (Foto de Josep
Call.)

Estos resultados coinciden con los obtenidos por otros investigadores que han usado
tareas que se asemejan más al tipo de problemas que los chimpancés encuentran en su
medio natural. Paquette (1992) ha investigado el uso de palos en un termitero artificial,
concluyendo que el aprendizaje imitativo constituye un candidato improbable en tales
situaciones. En su lugar, otros mecanismos como la emulación o la potenciación del
estímulo son propuestos como posibles explicaciones. Sumita y colaboradores (1985)
indicaron que la imitación permite entender los movimientos de golpear que forman parte
de la conducta de abrir nueces. Sin embargo, el papel que estos autores atribuyen a la
imitación es bastante parecido al papel desempeñado por procesos de emulación, ya que
según ellos la imitación se basa en entender los movimientos de golpear, a la vez que
indican que los movimientos requeridos para abrir las nueces se aprenden por ensayo y
error. En cambio Hannah y McGrew (1987), que estudiaron este mismo problema en un
grupo de chimpancés ex-cautivos, son más cautos e indican que no fue posible distinguir
entre aprendizaje individual y social.
Por último, existe otro tipo de situación problema que ha sido investigado con
frecuencia para evaluar la conducta instrumental en los antropoides, y que consiste en
obtener un incentivo que se halla suspendido fuera del alcance del sujeto. Los
chimpancés, los orangutanes y los bonobos son capaces de utilizar dos métodos
diferentes en este tipo de problema: el uso de bastones para derribar la recompensa
(chimpancé: Kohler, 1927; Kohts, 1935; orangután: Chevalier-Skolnikoff, 1983;
Lethmate, 1982; bonobo: Jordan, 1982; gorila: Yerkes, 1927) (Figura 12.7) o el uso de
cajas o pértigas para trepar y alcanzar el incentivo (chimpancé: Kohler, 1927; Bingham,
1929; Kellogg y Kellogg, 1933; Hayes, 1951; Mathieu y Bergeron, 1981; orangután:
Chevalier-Skolnikoff, 1983; Lethmate, 1982; Yerkes, 1916; bonobo: Jordan, 1982;
gorila: Gómez, 1990; Yerkes, 1927). Cabe destacar que varios estudios han documentado
la habilidad de estos antropoides para apilar varias cajas o para combinar cajas y
bastones que permitan alcanzar objetivos demasiado distantes para que un solo
instrumento sea efectivo (Kohler, 1927; Bingham, 1929; Hayes y Nissen, 1971;
Lethmate, 1982; Yerkes, 1916 y 1927).
En cuanto al uso de pértigas para trepar hasta determinados objetivos, destacan los
estudios de Menzel (1972) que ofrecen información acerca de la transmisión social de
esta conducta en un grupo de chimpancés. Aunque en este caso el objetivo perseguido
por los chimpancés no era obtener comida, sino simplemente alcanzar lugares que de
otro modo serían innacesibles (véase Gómez, 1990, para el mismo objetivo en una
gorila), la conducta observada es análoga a las descritas por otros autores en contextos
tróficos (Hayes y Nissen, 1971; Kohler, 1927; De Waal, 1982; Yerkes, 1916 y 1927;

595
Lethmate, 1982). Menzel (1972) indicó que el uso de pértigas para acceder a lugares
elevados de la instalación se propagó a siete de los ocho componentes de un grupo de
chimpancés jóvenes a lo largo de un período de varios meses. Sumita y colaboradores
(1985) y Hannah y McGrew (1987) también han estudiado los procesos de propagación
de las conductas instrumentales en dos grupos de chimpancés. Hannah y McGrew
(1987) observaron que el uso de piedras para abrir nueces se extendió a 12 de los 16
componentes del grupo en un período de unas pocas semanas. Por el contrario, Sumita y
colaboradores (1985) encontraron que únicamente una hembra de tres años adquirió esta
conducta tras observar a tres chimpancés "expertos". El resto del grupo, compuesto por
un total de 14 individuos, ignoraron completamente la conducta.

Figura 12.7. Un chimpancé subadulto emplea un bastón para derribar los frutos de un árbol que se encuentran
fuera de su alcance directo. Además de una buena coordinación perceptual y motora para derribar los frutos, esta
conducta instrumental requiere tanto la selección de un instrumento de longitud adecuada, como su transporte
hasta un lugar óptimo desde donde poder utilizarlo. Nótese la posición del chimpancé con respecto al árbol y al
sustrato. (Foto de Josep Call.)

Por otra parte, Menzel (1972) y De Waal (1982) han descrito la cooperación entre
dos o más individuos en la tarea de mantener una pértiga en una posición adecuada para

596
trepar por ella. En ocasiones la cooperación apareció después del uso de gestos para
solicitar ayuda de congéneres (Menzel, 1972). Desafortunadamente, estos estudios no
aportan información sobre el desarrollo de la cooperación entre individuos.

12.4.2. Fabricación de instrumentos

• Estudios en el campo. Entre los antropoides, la fabricación de instrumentos en


libertad ha sido observada únicamente en el chimpancé (véase Cuadro 12.4). Esta
especie utiliza diversos materiales vegetales como hojas, ramas y tallos para fabricar
instrumentos adecuados para determinadas tareas descritas en la sección anterior (Boesch
y Boesch, 1990; Nishida, 1973; Goodall, 1986; McGrew, 1974). Normalmente los
modificaciones sobre los materiales tienen lugar antes de utilizar el instrumento que es
preparado de acuerdo con los requerimientos del problema abordado. Así, por ejemplo,
McGrew (1974) ha indicado que los chimpancés en Gombe (Tanzania) modifican ramas
para preparar una vara recta y larga para extraer hormigas y así evitar sus dolorosas
picaduras. Asimismo, Boesch y Boesch (1990) han señalado que los chimpancés de la
selva de Tai (Costa de Marfil) preparan pequeños palos para extraer el tuétano de los
huesos de monos colobos. Visalberghi (1990) ha apuntado que la preparación previa de
un instrumento implica la habilidad por parte del sujeto para representarse mentalmente
el tipo de problema de que se trata y la solución adecuada para éste.
Aún más interesantes son las observaciones del primatólogo japonés Toshisada
Nishida (1980) el cual ha señalado que un mismo material, por ejemplo, una hoja, puede
ser modificada de diferentes formas para cumplir diferentes funciones. Así, ésta puede
ser transformada en una esponja para absorber líquido, en un instrumento para la pesca
de hormigas, en un pañuelo para deshacerse de fluidos o en un instrumento de cortejo.
Además, los chimpancés también modifican sus instrumentos cuando estos resultan
dañados durante su uso (Goodall, 1986).

CUADRO 12.4. Catálogo de fabricación de instrumentos en los antropoides en función de los contextos de uso,
el material empleado, las acciones realizadas, el objetivo perseguido y el lugar de estudio.

597
• Estudios en el laboratorio. En cuanto a los estudios realizados en el laboratorio,
los chimpancés y los orangutanes han demostrado ciertas habilidades en la fabricación de
instrumentos. Por ejemplo, los chimpancés modifican palos para asearse o asear a
congéneres (McGrew y Tutin, 1973), para extraer alimento que se halla en el interior de
tubos, incluyendo el caso de los termiteros artificiales (Nash, 1982; Visalberghi et al.,
1995) o para acercar incentivos que se hallan fuera del alcance directo de los sujetos
(Kohler, 1927). Además, tanto los orangutanes como los chimpancés son capaces de
combinar instrumentos como palos cortos, para crear bastones más largos que les
permitan alcanzar incentivos (Kohler, 1927; Lethmate, 1982). Lethmate (1982) incluso
observó un orangután joven liar un cordel alrededor de un palo para mantenerlo rígido y
así poder obtener un incentivo. La combinación de instrumentos junto con otras
habilidades como el uso de rodeos ("detours") empleados para resolver situaciones
problema, llevaron a Kohler a postular que los chimpancés solucionan problemas a través
de un mecanismo que se conoce como "insight" (también denominado aprendizaje súbito
o inteligente). La resolución de problemas por insight consiste en una reorganización
perceptiva de los elementos relevantes para la solución de una problema, que aparece de
forma súbita (tras la reorganización). Esta forma súbita con que se encuentra la solución
a un problema contrasta con el proceso lento y gradual que aparece durante el
aprendizaje por ensayo y error (Thorndike, 1912). La noción de insight ha sido
posteriormente criticada por varios autores desde diferentes ángulos. Birch (1945) señaló
que los chimpancés combinan palos en situaciones de juego y que dicha combinación no

598
es necesariamente una prueba de solución del problema. Por otro lado, Schiller (1952)
apuntó que las supuestas soluciones inteligentes en chimpancés no son más que
conductas innatas motoras complejas que se encadenan de uno u otro modo en función
del tipo de reforzamiento que reciben. A pesar de estas críticas, la noción de insight
sigue vigente y la mayoría de los autores que estudian la conducta instrumental en
primates aceptan tanto la idea del ensayo y error como la del insight como mecanismos
responsables de la resolución de situaciones problema (e.g., Goodall, 1986; Lethmate,
1982). De hecho, los recientes estudios de Visalberghi y colaboradores (1995) sobre la
solución de problemas en la tarea del tubo parecen indicar que las representaciones
mentales del problema juegan un papel destacado. Según estos investigadores, los
chimpancés y los bonobos son capaces de descartar de antemano, sin necesidad de
cometer errores, algunas alternativas en la resolución de este tipo de problemas. Por
ejemplo, cuando los chimpancés son provistos de un instrumento que es demasiado
grueso para ser introducido por el tubo, optan por modificar su diámetro sin necesidad de
intentar introducir el instrumento. Aunque estos resultados son muy interesantes, no está
del todo claro que no hayan sido influidos por las experiencias pasadas de los sujetos.
Esta posibilidad hace que el mecanismo de ensayo y error no pueda ser completamente
descartado. En el futuro se precisarán experimentos en los que las condiciones se varíen
de forma sistemática y controlada para aclarar qué tipo de mecanismo es empleado por
los sujetos para resolver este y otros tipos de problemas.
Dentro de la categoria de fabricación de instrumentos, un caso que resulta
especialmente atractivo por las implicaciones que entraña en términos de evolución
humana, es el uso de un instrumento para manufacturar otro instrumento. Tres estudios
han investigado esta cuestión en orangutanes, bonobos y chimpancés (Kitahara-Frisch et
al., 1987; Toth et al., 1992; Wright, 1972). En dos de ellos, el problema consistía en
cortar una cuerda que mantenía cerrada una trampilla de una caja en cuyo interior se
hallaba un incentivo. Un orangután y un bonobo aprendieron a golpear una piedra contra
otra para producir cantos afilados que permitieran cortar la cuerda. Aunque la secuencia
de conductas necesarias para obtener el incentivo del interior de la caja es impresionante,
el proceso mediante el cual los sujetos llegaron a la solución no está claro, puesto que
diferentes métodos fueron empleados por los investigadores para entrenar a los sujetos.
Kitahara-Frischy colaboradores (1987) también observaron la fabricación de un
instrumento con la ayuda de otro instrumento. En este caso, varios chimpancés
aprendieron a utilizar una piedra para partir huesos de cerdo y de este modo producir un
objeto punzante (fragmentos de hueso). Los fragmentos de hueso fueron utilizados para
perforar la tapadera de un recipiente que contenía un incentivo en forma de líquido. Una
vez practicado un agujero de un diámetro suficiente, los sujetos utilizaron ramas para
extraer el líquido. Como en los dos estudios anteriores, los investigadores reforzaron
diferencialmente la conducta de los sujetos y, por lo tanto, no es posible extraer
conclusiones definitivas acerca de los mecanismos de aprendizaje involucrados o de la
probabilidad de que los sujetos hubieran descubierto las soluciones apropiadas por sí
mismos.

599
12.4.3. Resumen

Al igual que sucedía en el caso de los monos, los estudios en el laboratorio han
aportado una mayor variedad de conductas instrumentales, en comparación con los
estudios llevados a cabo en libertad (véase Cuadro 12.3). Mientras que en condiciones de
campo, sólo los chimpancés utilizan instrumentos de forma regular, todos los antropoides
han sido observados utilizando instrumentos en cautividad en contextos de aseo,
agonístico o trófico. Dentro de cada contexto específico, los antropoides utilizan
diferentes instrumentos con diferentes funciones. El uso de juegos de instrumentos para
obtener un incentivo, así como la utilización de instrumentos para conseguir otros
instrumentos también ha sido observada. A menudo, varios instrumentos son
transportados desde diversas distancias hasta su lugar de uso. Los chimpancés han
demostrado su habilidad para cooperar en diversas tareas instrumentales.
Por otra parte, todos los antropoides (exceptuando los hilobátidos) han demostrado
su habilidad para manufacturar instrumentos apropiados para solucionar diversos
problemas en contextos de aseo y trófico (véase Cuadro 12.4). Los orangutanes y los
chimpancés han demostrado incluso su habilidad para fabricar instrumentos a partir de
instrumentos. Por lo que se refiere a la adquisición de conductas instrumentales, el
aprendizaje por insight y el aprendizaje por ensayo y error por un lado, y la emulación
por otro, parecen ser los mecanismos más comunes en el aprendizaje individual y social,
respectivamente. También existen algunas indicaciones de que los chimpancés y los
orangutanes tienen una mayor propensión al uso de instrumentos que el resto de los
antropoides.

12.5. Implicaciones teóricas

La revisión presentada en la sección anterior ha puesto de manifiesto que el estudio


de la conducta de uso y fabricación de instrumentos que exhiben los primates ha
generado una cantidad importante de información. A simple vista, resulta alentador el
hecho de que los cuatro tipos de explicación que caracterizan el enfoque etológico hayan
sido abordados en mayor o menor medida por diversas disciplinas. Así, cuestiones
relacionadas con las explicaciones causales han sido abordadas principalmente por los
psicobiólogos, mientras que la psicología comparada se ha centrado en el estudio de los
mecanismos de aprendizaje y la resolución de problemas. A su vez, las explicaciones
ontogenéticas de la conducta instrumental han sido abordadas por los psicólogos
evolutivos, principalmente desde el enfoque Piagetiano. Por lo que se refiere a las
explicaciones relativas a la filogenia, nos encontramos con que los paleo-antropólogos
han usado las conductas instrumentales de primates actuales como posibles modelos para
comprender la evolución humana. Por último, otras disciplinas como la antropología
física y la zoología se han dedicado a temas más generales relacionados con el valor
adaptativo de la conducta instrumental.

600
A pesar de la variedad de resultados expuesta, y al hecho de que ha habido algunos
intentos por relacionar los resultados procedentes de diferentes enfoques (véase, por
ejemplo, Parker y Gibson, 1977, los cuales han empleado un enfoque Piagetiano para
estudiar la complejidad en la manipulación de objetos dentro de un marco evolutivo), lo
cierto es que éstos no han gozado de una excesiva popularidad. Se debe destacar que
dicha integración de resultados obtenidos desde diversos enfoques es realmente
necesaria, pues no sólo podría facilitar una mejor comprensión de los resultados dentro
de cada disciplina, sino que podría conducir a una visión más completa de la conducta de
uso y fabricación de instrumentos. A continuación se presentarán dos ejemplos basados
en algunos de los resultados expuestos en las secciones anteriores, con el propósito de
ilustrar los beneficios potenciales derivados de la mencionada integración. En primer
lugar, se explorará la cuestión de la evolución del uso de instrumentos y su relación con
las condiciones del entorno. En segundo lugar, se abordará la cuestión de los mecanismos
de aprendizaje social y su relación con el problema de la cultura.

12.5.1. Evolución del uso de instrumentos en relación con las condiciones del entorno

Alcock (1972) ha indicado que el uso de instrumentos confiere ventajas para los
individuos que los usan. Más concretamente, en el caso de los primates se han propuesto
dos explicaciones funcionales básicas. Kortlandt (1962 y 1980) ha sugerido que el uso de
instrumentos resulta beneficioso en contextos agonísticos, especialmente en contextos de
defensa contra depredadores. El hecho de que el uso de instrumentos en contextos
agonísticos en sus diversas formas esté notablemente extendido en los primates (véanse
Cuadros 12.2 y 12.3) parece apoyar esta explicación. No obstante, este argumento ha
sido utilizado principalmente para explicar la evolución del uso de instrumentos en
homínidos, dejando al margen al resto de los primates. Parker y Gibson (1977) han
propuesto una explicación alternativa. Estas autoras sostienen que las manipulaciones
complejas realizadas por los monos capuchinos y los chimpancés representan una
adaptación para la extracción de alimentos que se hallan encapsulados como por ejemplo
las nueces o los insectos sociales.
Si aceptamos que el uso de instrumentos confiere ventajas en contextos de defensa
y/o tróficos, resulta sorprendente la escasez de conductas instrumentales (a excepción de
lo que se observa en los chimpancés) en comparación con el uso de estrategias no
instrumentales. Ello resulta especialmente llamativo dado que en el laboratorio, la
mayoría de los primates estudiados, y no sólo los chimpancés, emplean instrumentos en
diversos problemas, algunos de ellos de considerable complejidad. Existen varias
explicaciones posibles de este fenómeno. Por ejemplo, es posible que el uso de
instrumentos en libertad no produzca ventajas sustanciales. Esto es, el tipo de material
recolectado mediante instrumentos no varía sustancialmente del que podría ser obtenido
sin la ayuda de éstos. Otra posible explicación se basa en que otras estrategias
alternativas, que pueden incluso resultar más económicas, también permitan ganar acceso

601
al incentivo. Por ejemplo, algunas poblaciones de chimpancés no usan instrumentos para
obtener insectos debido a que la blandura del terreno les permite abrir los nidos sin
necesidad de éstos (McGrew, 1992). Una tercera explicación consiste en que los sujetos
no encuentran situaciones que requieran el uso de instrumentos. Es decir, no existen
incentivos capaces de motivar el uso de instrumentos para la mayoría de los primates.
Aunque previamente se han mencionado dos explicaciones funcionales para el uso
de instrumentos, la presente revisión ha puesto de manifiesto que el hecho de que la
conducta instrumental ocurra o no depende principalmente de las condiciones del
entorno. Numerosas especies de primates usan y fabrican instrumentos en el laboratorio
aunque dicho comportamiento es relativamente escaso en el campo. Este hecho tiene
profundas implicaciones para las teorías sobre la evolución del uso de instrumentos que
sostienen que este comportamiento ha sido seleccionado por las ventajas que aporta al
individuo. McGrew (1989) ya se ha planteado esta misma cuestión con referencia a los
antropoides. Este investigador ha reflexionado sobre el hecho de que los orangutanes
sean tan hábiles en el uso de instrumentos en cautividad, pero su empleo se halle en
cambio tan restringido en libertad. Por su parte, Galdikas (1982) ha hipotetizado que si el
entorno ecológico de los orangutanes sufriera transformaciones que afectaran el acceso
directo a incentivos, estos antropoides serían capaces de desarrollar conductas
instrumentales adecuadas para explotar los recursos en su nueva forma.
En este punto, cabe preguntarse cómo puede haber sido seleccionada la conducta
instrumental en varias especies de primates, a pesar de que ésta resulta prácticamente
inexistente en el medio natural. Como en el caso de los diferentes determinantes de la
conducta instrumental revisados anteriormente, existen diversas explicaciones para la
evolución de la conducta instrumental en primates. En primer lugar, se puede postular
que tal conducta deriva de un antepasado que usaba instrumentos de forma regular. Así,
la habilidad para utilizar instrumentos que observamos en el laboratorio representa el
legado de un primate ya extinguido que usó instrumentos para solucionar los problemas
de su medio natural (también desaparecido).
En segundo lugar, se puede argumentar que el uso de instrumentos podría ser el
resultado de adaptaciones específicas. Por ejemplo, el uso de palos o piedras podría
haber sido seleccionado por las ventajas nutritivas que proporciona (McGrew, 1992;
Boesch, 1991). Sin embargo, aunque determinadas especies parecen mostrar
predisposiciones manipulativas (e.g., la conducta de golpear objetos que muestran los
monos capuchinos o la conducta de insertar palos en orificios observada en los
chimpancés), ello deja sin explicar por qué otros primates que no muestran tales
predisposiciones presentan esas conductas manipulativas en el laboratorio. Por otro lado,
la explicación basada en adaptaciones específicas se podría mantener si, como ha hecho
Visalberghi (1990), se argumenta que la similitud entre la conducta instrumental de
monos y antropoides es meramente superficial. Visalberghi (1990 y 1992) ha postulado
que, en realidad, las diferencias existentes entre especies se encuentran más a nivel
cognitivo que a nivel conductual. Así, este argumento podría ser utilizado para mantener
que posiblemente ha habido presiones selectivas que han seleccionado unos mecanismos

602
cognitivos sobre otros. El hecho de que las conductas se parezcan en la superficie no
representa más que una cuestión de convergencia evolutiva.
En tercer lugar, se puede mantener que el uso de instrumentos es una consecuencia
de la selección de un programa cognitivo más general. En este sentido, las conductas
instrumentales como por ejemplo, golpear o insertar, no habrían sido específicamente
seleccionadas sino que serían en cierta medida un subproducto de un programa más
general. Esta línea de razonamiento permitiría explicar no sólo por qué aquellos primates
que no usan instrumentos en libertad son capaces de hacerlo en el laboratorio, sino
también la similitud en la ontogenia del uso de instrumentos en diferentes especies. No
obstante, aunque las ontogenias son similares para las diferentes especies, existen algunas
diferencias que de nuevo indican la posibilidad de que existan ciertas predisposiciones
propias de cada especie (Antinucci, 1989). Por ello, la explicación más plausible sería la
que postula la existencia de un programa cognitivo más general basado en inteligencia
sensoriomotora (e.g., Parker y Gibson, 1977), sobre el que se podrían potenciar diversas
pautas manipulativas específicas de cada especie.

12.5.2. Mecanismos de aprendizaje social y el problema de la cultura

Las hipótesis evolutivas basadas en cambios genéticos ofrecen una explicación del
uso de instrumentos en los diferentes grupos de primates. No obstante, estas
explicaciones no proporcionan una explicación completa, pues existe otro tipo de
evolución que desempeña una función importante en la ontogenia de varias especies de
primates. Se trata de la evolución cultural. Sin este componente resulta difícil explicar
cómo es posible que diferentes poblaciones de chimpancés con el mismo programa
sensoriomotor (que puede incluir predisposiciones específicas) no exploten los mismos
recursos. Este es el caso de algunas poblaciones de chimpancés que a pesar de vivir en
localidades que se encuentran a tan sólo 50 km de distancia, presentan diferentes
conductas instrumentales. Por ejemplo, mientras que algunos grupos de chimpancés
utilizan troncos y piedras para abrir nueces, otros grupos vecinos de chimpancés ignoran
estos frutos por completo. Dado que las ecologías parecen ser idénticas, no cabe sino
sospechar que tales diferencias representan diferencias culturales (Boesch et al., 1994;
McGrew, 1992).
En la actualidad, sin embargo, existe un acalorado debate sobre los criterios que
deben emplearse para definir el concepto de cultura en los primates (véanse, por
ejemplo, Wrangham et al., 1994; Tomasello, 1990; Boesch y Boesch, 1993). Algunos
autores mantienen que la cultura es cualquier conducta aprendida y transmitida
socialmente a través de generaciones (Menzel et al., 1972; Boesch, 1992). En general,
estos investigadores tratan la conducta como una variable unitaria y mantienen que lo que
importa es el hecho de que la conducta se transmita, mientras que los mecanismos de
aprendizaje social, aunque interesantes, tienen en todo caso una importancia secundaria.
En contraposición, otros autores (Galef, 1992; Visalberghi y Fragaszy, 1990; Tomasello,

603
1990 y 1994) insisten en la necesidad de diferenciar e identificar cuáles son los
componentes específicos de la conducta que son transmitidos. Por ejemplo, en el caso de
la conducta de abrir nueces con la ayuda de piedras, cualquiera de los siguientes
componentes podrían ser transmitidos: el tipo de instrumento usado, el tipo de nuez
explotada, la relación entre el instrumento y el incentivo o la técnica empleada para abrir
las nueces. Según Tomasello (1990 y 1994), para hablar de transmisión cultural se
requeriría que el sujeto copiara la técnica del modelo, no simplemente los resultados
obtenidos por éste. El razonamiento que sustenta esta afirmación es el siguiente. Si el
sujeto no copia la técnica del modelo, y en su lugar utiliza otro tipo de información, como
el tipo de nuez seleccionada o la relación de la nuez con el instrumento, el sujeto
únicamente obtiene "pistas" para la solución del problema. Para solucionar el problema,
el sujeto debe "reinventar" la solución por sí mismo. En favor de su tesis, Tomasello
señala que no existen pruebas convincentes de aprendizaje imitativo en primates (véanse
las secciones anteriores) y, por tanto, no existen pruebas de que los sujetos copien las
estrategias de los modelos para solucionar problemas. Es importante destacar que los
enfoques que estudian las conductas culturales de los primates, pero que descuidan los
mecanismos implicados en la transmisión de dichas conductas, cometen el error de
considerar los diferentes tipos de culturas generados a partir de diferentes tipos de
aprendizaje social como si fueran equivalentes. Ello es especialmente importante dado
que las culturas de los primates en general, y de los chimpancés en particular, son a
menudo usadas como modelos para estudiar la evolución cultural en homínidos (Boesch-
Achermann y Boesch, 1994; Sabater Pí, 1984).

12.6. Conclusiones

El uso y la fabricación de instrumentos han sido estudiados en varias especies de


primates. En general, se observa un notable incremento de la variedad y de la
complejidad de las conductas instrumentales observadas en el laboratorio en relación con
el medio natural. Aunque los chimpancés son los únicos primates que manufacturan
instrumentos de forma regular, en el laboratorio se ha encontrado, en cambio, que
prácticamente todas las especies estudiadas fabrican instrumentos. Además, otros
fenómenos como la cooperación en tareas instrumentales, o la fabricación de
instrumentos a partir de otros instrumentos han sido únicamente observadas en el
laboratorio.
Un repaso a los datos acumulados en relación con el uso y la fabricación de
instrumentos en los primates indica que los cuatro tipos de explicaciones del enfoque
etológico (la causación, la función, la ontogenia y la filogenia) han sido abordadas
tradicionalmente por distintas disciplinas. Sin embargo, cada una de ellas ha tendido a
centrarse demasiado en sus propios intereses, sin intentar relacionar sus hallazgos y
explicaciones con los obtenidos y postulados por las otras disciplinas. Dicha práctica no
es sólo poco productiva sino que puede conducir a errores. Por ejemplo, tratar de

604
investigar cuestiones sobre la evolución o la función sin un estudio de los determinantes
de la conducta puede causar como mínimo confusión (e.g., McGrew, 1989). De forma
similar, el estudio de los procesos culturales que forman parte importante de la
ontogénesis de la conducta resulta incompleto sin un análisis detallado de los mecanismos
causales que la producen (e.g., mecanismos de aprendizaje social). La integración de las
diferentes disciplinas, o mejor dicho, la integración de los resultados obtenidos a través
de la investigación de las cuatro tipos de explicaciones que caracterizan el enfoque
etológico es esencial para obtener un conocimiento más adecuado dentro de cada
disciplina.
A pesar del enorme progreso realizado en el estudio del uso y la fabricación de
instrumentos, todavía queda mucho camino por recorrer. En concreto, existen dos puntos
sobre los que deberían incidir las futuras investigaciones. En primer lugar, existen
importantes desequilibrios en relación con el tipo de especies investigadas. Mientras que
los monos se hallan representados básicamente por tres géneros (Cebus, Papio,
Macaca), sobre un total de unos 28, los antropoides están representados sólo por dos
(Pan, Pongo) de los cuatro que existen. En segundo lugar, los datos acumulados en
referencia a las diferentes cuestiones planteadas también presentan importantes
desequilibrios. De hecho, la mayoría de las cuestiones abordadas en relación con el uso
de instrumentos han aparecido en las tres últimas décadas. Existen incluso algunas áreas,
como la cooperación entre individuos en tareas instrumentales o el uso de instrumentos
para fabricar otros instrumentos, cuyo estudio se encuentra aún en un estadio muy
temprano.

605
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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675
Índice
Portada 2
Créditos 6
RELACIÓN DE AUTORES 7
NOTAS 8
ÍNDICE 9
PREFACIO 15
CAPÍTULO 1: ETOLOGÍA, PSICOLOGÍA COMPARADA Y
19
COMPORTAMIENTO ANIMAL: INTRODUCCIÓN
1.1. ¿Qué es la etología? 19
1.2. Un ejemplo: fisiología, anatomía y conducta de la hiena manchada 20
1.2.1. El problema empírico 21
1.2.2. El nivel de análisis 25
1.2.3. El problema teórico 26
1.2.4. El lugar de estudio 41
1.2.5. El método de estudio 42
1.2.6. La perspectiva comparativa 42
1.2.7. Las relaciones interdisciplinares 43
1.3. ¿Psicología comparada? 45
1.4. Temas abordados en la presente obra 46
1.4.1. Aspectos conceptuales de la etología 46
1.4.2. Comunicación en artrópodos, reptiles y primates 48
1.4.3. Comportamiento y reproducción 52
1.4.4. Interacciones, relaciones y conflictos sociales 55
1.4.5. Uso y fabricación de instrumentos 57
1.5. Conclusión 59
CAPÍTULO 2:ETOLOGÍA, BIOLOGÍA Y PSICOLOGÍA:
60
RELACIONES INTERDISCIPLINARES
2.1. Introducción 60
2.2. Etología y Biología 65
2.2.1. Etología, Genética y Desarrollo 71
2.2.2. Etología y Neurofisiología 72
2.2.3. Etología y Endocrinología 77

676
2.2.4. Etología, Antropología y Biología de Poblaciones 81
2.3. Etología y Psicobiología 84
2.3.1. Etología y Psicología Comparada 96
2.3.2. Etología y Psicología Fisiológica 114
2.4. Otras Relaciones Interdisciplinares de la Etología 120
2.4.1. Etología y Psicología Evolutiva 120
2.4.2. Etología y Psicología Social 122
2.4.3. Etología y Psicología Cognitiva 124
2.4.4. Etología y Psiquiatría 128
2.4.5. Etología y Farmacología 129
CAPÍTULO 3: COMPORTAMIENTO ANIMAL Y SOCIEDAD:
131
UNA INTRODUCCIÓN A LA ETOLOGÍA APLICADA
3.1. Introducción 131
3.2. La "esencia" de la etología aplicada 133
3.3. Los campos de aplicación de la etología actual 135
3.3.1. Etología aplicada a la conservación de la fauna salvaje 135
3.3.2. Etología aplicada al control de plagas 139
3.3.3. Etología aplicada a la utilización de especies animales de interés
144
comercial y social
3.3.4. Etología aplicada a la investigación con animales 151
3.4. Conclusión 154
CAPÍTULO 4: LA COMUNICACIÓN ACÚSTICA Y
157
VIBRATORIA. LOS INSECTOS Y LAS ARAÑAS
4.1. Introducción 157
4.2. La etología clásica de la comunicación 162
4.3. La comunicación acústica 165
4.4. La comunicación acústica en los insectos 168
4.4.1. Funciones de los cantos de llamada y de cortejo 171
4.4.2. Ecología de la comunicación acústica en los grillos 183
4.4.3. Neuroetología de la comunicación acústica en los grillos 187
4.5. La comunicación vibratoria 206
4.5.1. Características físicas de los estímulos acústicos y vibratorios 210
4.5.2. Las señales vibratorias como vehículos para la transmisión de
211
información
4.5.3. La comunicación vibratoria en las arañas 213

677
4.6. Conclusiones 228
CAPÍTULO 5:LOS SENTIDOS QUÍMICOS DE LOS REPTILES.
230
UN ENFOQUE ETOLÓGICO
5.1. Introducción: quimiorrecepción y comportamiento 230
5.1.1. El enfoque etológico y la quimiorrecepción en los reptiles 231
5.1.2. ¿Por qué estudiar reptiles? 232
5.1.3. Los reptiles y la filogenia de los vertebrados 233
5.1.4. Reptiles, aves y mamíferos 234
5.1.5. El imperativo comparativo 236
5.2. Los sentidos químicos de los reptiles 237
5.2.1. Anatomía de los sentidos químicos nasales 238
5.2.2. Estimulación del órgano vomeronasal: papel de la lengua 241
5.2.3. Otros usos de la lengua 242
5.2.4. Métodos de estudio 243
5.2.5. Problemas metodológicos 246
5.3. Causas o mecanismos 247
5.3.1. Acceso de los estímulos químicos a los sistemas olfativo y
250
vomeronasal
5.3.2. Tropotaxia: percepción química en estéreo 252
5.3.3. Neuroanatomía 252
5.3.4. Estimulación eléctrica del cerebro 255
5.3.5. Electrofisiología 256
5.3.6. Feromonas y reflejos neuroendocrinos 257
5.3.7. Control hormonal de la producción de feromonas 259
5.3.8. Caracterización química de las sustancias detectadas por los sistemas
263
olfativo y vomeronasal
5.3.9. Una cuestión de redundancia: diferencias entre los sistemas olfativo y
266
vomeronasal
5.4. Genética y desarrollo 269
5.4.1. Percepción química en reptiles recién nacidos 270
5.4.2. Genética de las preferencias químicas 271
5.4.3. Maduración 273
5.4.4. Aprendizaje y experiencia 273
5.5. Función 277
5.5.1. Quimiorrecepción y comunicación: la falacia de las feromonas
278
'femeninas'

678
5.5.2. Dominios funcionales de la quimiorrecepción en reptiles 279
5.6. Evolución 294
5.6.1. El nudo gordiano y la contribución cladista 295
5.6.2. La evolución de la quimiorrecepción en los reptiles Squamata 296
5.6.3. La vomerolfacción y el origen de los mamíferos 299
5.7. Etología aplicada 300
5.7.1. ¿Repelentes para serpientes de cascabel? 300
5.7.2. La serpiente que se comió Guam 302
CAPÍTULO 6: LA COMUNICACIÓN VISUAL EN LOS
304
PRIMATES
6.1. Introducción 304
6.1.1. Definición de comunicación y conceptos básicos 304
6.1.2. Niveles de comunicación en los primates 307
6.1.3. Métodos de estudio de la comunicación animal 308
6.2. Aproximación causal al estudio de la comunicación 310
6.2.1. El control de los niveles básicos de comunicación 312
6.2.2. Las hormonas sexuales, la apariencia y el comportamiento de las
313
hembras
6.2.3. Bioquímica del comportamiento de los machos 314
6.2.4. Desarrollo ontogenético 315
6.3. Funciones características y utilidad 318
6.3.1. Aislamiento genético de las especies 318
6.3.2. Identificación de los individuos según los factores edad, sexo y
319
estatus social
6.3.3. Señalización del estado reproductivo y solicitud sexual 320
6.3.4. Mantener la cohesión del grupo 322
6.3.5. Establecer y mantener la jerarquía social 324
6.3.6. Defensa de recursos y reducción del riesgo de predación 328
6.4. Evolución y filogenia de la comunicación visual 339
6.4.1. El origen de las expresiones faciales y de las señales ritualizadas 340
6.4.2. La influencia del entorno ecológico 341
6.4.3. Relación entre el repertorio de comunicación y el sistema social 343
6.4.4. Las señales visuales como mecanismos de ahorro energético 346
6.5. Conclusión 347
CAPÍTULO 7:ETOLOGÍA COGNITIVA DE LA

679
COMUNICACIÓN EN LOS PRIMATES
7.1. El concepto de etología cognitiva 349
7.2. La comunicación natural en los primates 350
7.3. Nuevas tendencias en la primatología de la comunicación 353
7.4. Cómo ven los monos el mundo o la semántica de la comunicación 355
7.5. La actitud intencional 359
7.6. La mente de los emisores 363
7.7. Resumen y conclusiones 368
CAPÍTULO 8:SUPRESIÓN DE LA REPRODUCCIÓN EN LOS
370
PRIMATES
8.1. Introducción 370
8.2. La supresión reproductiva como estrategia adaptativa 372
8.2.1. Indicios fiables 373
8.3. Mecanismos fisiológicos de la supresión reproductiva 377
8.3.1. Fisiología de la reproducción 377
8.3.2. Fisiología de la supresión reproductiva 380
8.4. Mecanismos sociales de la supresión reproductiva 387
8.4.1. Etapas en las que se produce la supresión social 390
CAPÍTULO 9:CONFLICTOS SOCIALES Y ESTRATEGIAS DE
INTERACCIÓN EN LOS PRIMATES. I: ESQUEMA
401
CONCEPTUAL Y TIPOLOGÍA BASADA EN CRITERIOS
ESTRUCTURALES
9.1. Introducción 401
9.2. Definiciones 402
9.1.1. Competición, agresión y conflicto social 402
9.2.2. Conflicto intra-individual 403
9.2.3. Conflicto inter-individual 408
9.2.4. Estrategia de conducta 410
9.2.5. Unidades de análisis: acción, interacción y relación 412
9.3. Conflictos sociales: causas y contextos de ocurrencia 416
9.3.1. Establecimiento de una relación social entre extraños 416
9.3.2. Dinámica de una relación social ya establecida 417
9.3.3. Desacuerdo en los papeles adoptados en una interacción social 419
9.3.4. Competición por un nicho social (recursos sociales) 420
9.3.5. Competición por un nicho no social (recursos físicos) 421

680
9.3.5. Competición por un nicho no social (recursos físicos) 421
9.3.6. Respuesta a agresión recibida 421
9.3.7. Respuesta a agresión dirigida hacia otros 422
9.4. Conflictos sociales: estrategias de interacción 422
9.4.1. Criterios para una clasificación 422
9.4.2. Clasificación de las estrategias 428
9.5. Cuestiones metodológicas 461
9.5.1. Etapas de un episodio de conflicto social 461
9.5.2. Terminologías estructural y funcional 464
9.6. ¿Qué funciones desempeñan las diversas estrategias de interacción? 469
9.7. Conclusión 472
CAPÍTULO 10:CONFLICTOS SOCIALES Y ESTRATEGIAS DE
INTERACCIÓN EN LOS PRIMATES. II: MECANISMOS, 474
FUNCIÓN Y EVOLUCIÓN
10.1. Introducción 474
10.2. Mecanismos 475
10.2.1. Mecanismos sociales 475
10.2.2. Mecanismos cognitivos 492
10.2.3. Mecanismos fisiológicos 501
10.3. Función 502
10.3.1. Nivel social 503
10.3.2. Nivel fisiológico 510
10.3.3. Nivel reproductivo 511
10.4. Evolución 512
10.5. Algunas implicaciones y problemas 524
10.5.1. Plano metodológico 524
10.5.2. Plano teórico 529
10.5.3. Plano aplicado 533
10.5.4. El caso humano 534
10.6. Conclusión 536
CAPÍTULO 11:CONFLICTO INTERPERSONAL EN GRUPOS
539
DE NIÑOS
11.1. Introducción 539
11.2. Conflictos diádicos 541
11.2.1. Detonantes ¿Por qué estalla el conflicto? 541

681
11.2.3. Desenlace 548
11.2.4. Relaciones de dominancia y control del conflicto intragrupal 550
11.2.5. Conflicto y amistad. Desarrollo ontogenético 551
11.3. Conflictos triádicos: intervención de un tercero 552
11.3.1. Descripción 552
11.3.2. Factores que favorecen el apoyo: lazos amistosos y rango de
554
dominancia...
11.3.3. El apoyo como estrategia para obtener beneficios 556
11.3.4. Estrategias de intervención en conflictos 558
11.3.5. Apoyo y altruismo 561
11.4. Conclusión 562
11.4.1. Mecanismos 562
11.4.2. Funciones del conflicto 563
CAPÍTULO 12: EL USO Y FABRICACIÓN DE INSTRUMENTOS
566
EN LOS PRIMATES. UN ENFOQUE MULTIDISCIPLINAR
12.1. Introducción 566
12.2. Definiciones 568
12.2.1. Uso y fabricación de instrumentos 568
12.2.2. Tipos de instrumentos y contextos de uso 569
12.2.3. Especies estudiadas 570
12.2.4. Lugar de estudio 571
12.3. Uso y fabricación de instrumentos en monos 572
12.3.1. Uso de instrumentos 572
12.3.2. Fabricación de instrumentos 580
12.3.3. Resumen 582
12.4. Uso y fabricación de instrumentos en antropoides 583
12.4.1. Uso de instrumentos 583
12.4.2. Fabricación de instrumentos 597
12.4.3. Resumen 600
12.5. Implicaciones teóricas 600
12.5.1. Evolución del uso de instrumentos en relación con las condiciones
601
del entorno
12.5.2. Mecanismos de aprendizaje social y el problema de la cultura 603
12.6. Conclusiones 604
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS 606

682
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS 606

683

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