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Cómo la paternidad tardía afecta a las familias

Martine Segalen
Professeur émérite
Université Paris Ouest Nanterre La Défense
Traducción por Daniel Whitcombe, del text original en francés en el libro Modos
y maneras de hacer familia

Los historiadores de demografía se sorprendieron al descubrir, en los

años 60, que en las sociedades rurales de Europa la gente no se casaba a la

edad de Romeo y Julieta. El matrimonio en las poblaciones se caracteriza por su

edad elevada. Desde que los datos nos permiten establecerlo de forma exacta,

conforme constan en los registros parroquiales, observamos que la edad media

del matrimonio en las clases populares de los pueblos y en el campo es de 27-

28 años para chicos, y de 25-26 años para chicas. El matrimonio tardío aparece

como característica de la sociedad occidental, un modelo único dentro del

abanico de culturas (John Hajnal, 1965). En la mayoría de las sociedades del

mundo, el matrimonio une a adolescentes, incluso a parejas prepubescentes, ya

que éstos forman parte de un marco que organiza la elección matrimonial. El

matrimonio tardío, sin embargo, es muestra de una cierta individualización por

parte de las parejas (la Iglesia Católica exige la libre elección de pareja), pero

que tienen que esperar a que fallezcan sus padres y a percibir su parte de la

herencia para poder independizarse. En realidad, como ya ha sido demostrado

por las investigaciones sobre sistemas sucesorios, las parejas campesinas

también acatan las reglas de la endogamia, y el matrimonio es la asociación de

dos parientes más que de dos individuos. Es más bien la escasez de tierras, la

limitación de los recursos de la región rural lo que refrena la nupcialidad y, de

ahí, los nacimientos, en una sociedad estrictamente controlada por la Iglesia, y

en la que la anticoncepción no existe. Como prueba, se verá como la edad del


matrimonio irá bajando cuando el trabajo industrial brindará a los jóvenes el

acceso a un sueldo. Con este sueldo individual, serán independientes de sus

padres y ya no necesitarán esperar a que mueran para casarse y establecerse.

Una consecuencia marcada de este retraso del matrimonio es el

acortamiento del periodo de fecundidad de la mujer. En vez de procrear a partir

de los 20 años hasta cumplidos los 45, no empezará su carrera procreativa hasta

los 25 o 26 años, lo cual rebajará en al menos tres el posible número de niños,

ya que ahora se sabe que el antiguo modelo de fecundidad no era de un niño

por año, sino de un niño cada 18 o 24 meses. Según el famoso dicho de Pierre

Chaunu, el matrimonio tardío constituye, entonces, «la verdadera arma

anticonceptiva de la Europa clásica». Una respuesta consciente o inconsciente

a un mundo que experimentaba un crecimiento demográfico en el que los

recursos se mantenían estables, o en el que las hambrunas se hacían cada vez

menos frecuentes o menos mortales.

Las oscilaciones demográficas en la edad de la maternidad

La caída en la edad del matrimonio a lo largo del siglo XIX y durante la

primera mitad del siglo XX constituye un fenómeno complicado que refleja tanto

los cambios de mentalidad (el aprendizaje de la anticoncepción) como las

transformaciones económicas y sociales. Esta disminución ha sido mayormente

atribuida al desarrollo de una economía salarial que libraba a los individuos de

la autoridad paternal. Con un sistema anticonceptivo todavía imperfecto, y dentro

de un marco normativo en el que el amor y el matrimonio eran inseparables, y

en un contexto económico que favorecía el desarrollo del empleo, las parejas,

que se formaban jóvenes, procreaban a los pocos meses de celebrar su enlace.


Esta caída en la edad del matrimonio fue una constante a lo largo del siglo XX,

con la excepción de los periodos de guerra: la edad mínima fue alcanzada en los

60 (con un promedio de alrededor de 24 años para las mujeres). Era la época

del triunfo del matrimonio de amor, en la que la libertad de elección de pareja se

conjuga con el sentimiento amoroso que alcanzaba su plenitud en el matrimonio.

La anticoncepción moderna todavía no estaba autorizada en Europa, de manera

que los hijos nacían muy poco después del matrimonio, y aun más en parejas

que acataban el modelo del Sr. Sostendefamila y Sra. Amadecasa. Incluso en

las clases obreras en las que el empleo femenino cobraba mayor protagonismo,

las jóvenes mujeres trabajaban en las fábricas antes de contraer matrimonio y

se retiraban del mercado de empleo cuando nacían sus hijos. Este modelo traza

un ciclo de vida en el que una fase consagrada al nacimiento de los hijos y de su

crecimiento y educación da paso a una fase bastante larga que comienza en

torno a los 45-50 años, y que los demógrafos denominan la fase del «empty

nest », o nido vacío. Es un periodo de unos 20 anos que la pareja puede dedicar

a sí mismos. Michel Sardou, un cantante francés, hizo famosa una canción que

tuvo bastante éxito hace casi 40 años (1973): Commented [djw1]: In the French original the text reads “il ya
plus de quarante ans”, over 40 years ago, but if the date is correct,
then it should surely be “il y presque quarante ans”, nearly 40 years
« On vient de marier le dernier. ago?
Tous nos enfants sont désormais heureux sans nous.
Ce soir il me vient une idée :
Si l'on pensait un peu à nous,
Un peu à nous ».1

La edad del matrimonio y del nacimiento del primer hijo vuelven a subir a

partir de los 70, al mismo tiempo que la convivencia juvenil se desarrolla y la tasa

1
N. del T:
“Se nos ha casado el último.
Ya todos los niños serán felices sin nosotros.
Esta tarde se me ha ocurrido una idea.
Qué tal si pensamos un poco en nosotros. Un poco en nosotros.”
de divorcio sube, mientras que la de natalidad, todavía lo bastante alta para

asegurar la renovación de generaciones en 1960, empieza a caer en picado.

Este es el preámbulo de una drástica reorganización de la institución familiar,

debido al desarrollo de la anticoncepción moderna, a los aumentos en el nivel de

educación de chicas jóvenes, a la apertura del mercado de empleo a las mujeres,

y el emprendimiento de una lucha por la igualdad de género. Los demógrafos

empiezan ya a preocuparse por el desajuste del calendario femenino, que se

traduce en una caída en la tasa de natalidad. Lo que no habían visto, era que la

subida en la edad de la maternidad era el resultado de un cambio de calendario,

de un aplazamiento de la procreación. Desde el periodo de 1960-1980, la

esperanza de vida se ha alargado: en Francia, en 1960 esta esperanza era de

67 años para los hombres, y de 73 años para las mujeres. En 2009 la cifra ha

alcanzado los 77,8 y 84,5 años respectivamente (Pison, 2010). A raíz de este

hecho, todas las edades se aplazan en el tiempo: la juventud dura más tiempo,

la vejez no llega hasta más tarde. Durante los años 2000, el cambio de clima

económico contribuye a reforzar esta lógica de aplazamiento: el conjunto del

desempleo extendido, y las dificultades a las que los jóvenes hacen frente en la

búsqueda de un empleo estable y una vivienda independiente, combinan para

aplazar la llegada de los hijos.

De este modo, pues, en toda Europa, aunque ciertamente con diferencias,

se observa un retraso en la formación de familias, que se establecen en base al

matrimonio (como en España, Italia y Polonia) o en base al nacimiento del primer

hijo. Según Gilles Pison (2010), la edad media al nacer el primer hijo, que llegó

a los 24 años en los 1960-70, ha alcanzado los 30 en 2009. De todas las épocas

para las que existen datos, ésta es la edad más avanzada, si quitamos el periodo
parentético de la primera guerra mundial. Una edad que alcanza e incluso supera

las establecidas en los siglos XVII y XVIII, pero contextualizado en un marco

sociológico completamente distinto. Con respecto al ciclo de vida de la pareja,

ya no se pasa por la fase precoz de « nido vacío», porque el nacimiento de dos

o tres niños ahora ya resulta en su independización del hogar familiar cuando

sus padres han pasado la cincuentena. Aún más con rupturas de relación y la

formación de familias nuevas con niños nuevos, el momento en el que el

matrimonio puede pensar «un poco en si mismo» se solapa con el periodo de la

jubilación y del abuelismo (para los primeros nietos). En definitiva, las uniones

se están haciendo más frágiles en toda Europa, especialmente en los primeros

cinco años de pareja, y más en las uniones libres que en los matrimonios. Siendo

cada vez más frecuentes las separaciones y los divorcios, la proporción que llega

a formar una nueva pareja aumenta todavía más cuando la ruptura se produce

a una edad menor (Prioux, 2006). Este modelo afecta a toda Europa con

diferencias perceptibles, sin embargo, de Norte a Sur y de Oeste a Este.

Al mismo tiempo que los modelos conyugales cambiaban con la

popularización de la convivencia fuera de matrimonio, el papel de los hijos se ha

visto transformado. Antiguamente se casaba tarde para tener menos hijos y, una

vez casados, se les dejaba llegar. Hoy día se elije hacerles llegar tarde. Ayer

eran los hijos de Dios, hoy son los hijos de la pareja. Ayer eran hijos de la

sociedad, hoy lo son por cuenta propia. Ayer eran hijos impuestos o, a menudo,

sufridos, hoy son hijos deseados y elegidos.

Otra vez según Gilles Pison, se diferencian dos grupos en Europa.

Primero, un grupo de fecundidad tardía; heterogéneo en el plano cultural, con

países del Norte, como Holanda, Irlanda, Suecia y Francia, y países


Mediterráneos como Grecia y España. Un segundo grupo caracterizado por una

fecundidad todavía más precoz engloba los demás países de la Unión Europea,

especialmente los que han entrado hace poco, como Romania y Bulgaria. Este

no es el momento de abordar la cuestión de la relación entre la edad de la

maternidad y la tasa de fecundidad, pero basándose en el caso de Francia, se

observa que el retraso en la edad de la maternidad no va necesariamente

acompañado de una caída en la fecundidad. Todo lo contrario.

Esta comunicación tiene como fin analizar las causas y consecuencias de

esta mutación importante. La juventud y la maternidad ya no se asocian, y este

retraso en la edad de maternidad/paternidad (el hecho de ser madre/padre)

esboza nuevas relaciones entre padres e hijos, y más generalmente en el seno

de la familia. Convendría, ante todo, distinguir dos situaciones, conforme se trate

de familias que se «establezcan» de modo tardío (madres con 30 años o más),

o, sino, de familias que se «reformen» con madres aún más mayores, aunque

no siempre, y con padres incluso más. Estas últimas configuraciones de edad

avanzada no deben, sin embargo, confundirse con las edades avanzadas

observadas en las familias llamadas muy numerosas (de al menos seis hijos).

Ser padre a los 60 años no responde a la misma lógica si sucede dentro del

marco de una segunda unión, como de una unión intacta y altamente fecunda.

Una elección reflexionada maduramente en el marco de una conyugalidad

confusa

La formación de parejas ha cambiado de modo radical desde los 70. Los

jóvenes de hoy día forman pareja desde muy jóvenes, en todas las clases

sociales. Se trata del novio/novia conocido en la cafetería de la uni, en la fábrica


o en un pub, de velada con amigos. Las relaciones sexuales se establecen muy

pronto y luego la relación puede estabilizarse, ya que la pareja mantiene vínculos

estrechos con sus familias de origen: viven juntos en la misma habitación o piso,

pero llevan la colada a lavar a casa de sus padres. En este esquema de pareja,

posibilitado, desde luego, por la anticoncepción (química para las chicas, o

preservativo en el caso del chico), el proyecto y deseo del hijo no está presente.

Se trata primero de terminar los estudios, que son cada vez más largos, y de

encontrar un empleo estable. No es ninguna sorpresa que se puedan identificar

edades de primera paternidad todavía bastante bajas entre las personas menos

formadas. Para los demás, especialmente para las mujeres, se trata de encarrilar

la carrera y luego estabilizarla. Lo que en el mercado de empleo actual no se

lleva a cabo hasta la treintena. Los socio-demógrafos señalan que las mujeres

ejecutivas que trabajan en la profesiones intermediarias son la madres más

tardías (Bessin et al, 2005).

La pareja de hoy debe tomarse el tiempo de evaluar su relación amorosa

y afectiva, para comprobar si cada cual la está disfrutando como debe ser. A

continuación, sea al cabo de unos meses o de unos años, se formará el deseo

de tener un hijo como señal de una estabilización afectiva y profesional por parte

de la pareja, o concebido como factor estabilizador de la relación. Un contrato de

pareja de hecho puede ser firmado, y un matrimonio puede ser el siguiente paso,

o no, si la pareja elige mantener su condición de unión libre. Así que hay un largo

periodo de latencia entre el inicio de la relación de pareja y la formación del

proyecto de tener hijos. Antes de ser padres, tienen que «vivir su vida», disfrutar

de su estatus de «jóvenes». Deben «construir» la relación amorosa y asegurarse

de que es lo suficientemente gratificante y, al mismo tiempo, que su pareja tiene


todos los atributos para ser el padre perfecto o madre perfecta para su hijo (Le

Voyer, 1999). Todo lo que el contrato de matrimonio había establecido, sin que

fuera cuestionado, está ahora, en las relaciones informales, examinado y sujeto

a elecciones, fuentes de duda e incertidumbre. El esquema anterior, casi

mecánico: matrimonio e hijos, ha dado paso a una temporalidad con limites

borrosos. El incremento en la edad de maternidad está más marcado entre

jóvenes mujeres ejecutivas muy comprometidas profesionalmente y quienes se

dan cuenta, según el dicho, de que «su reloj biológico no se detiene». Llega el

momento en que se sienten «listas», y es entonces cuando tienen que elegir

pareja para una relación que puede ser o pasajera o duradera.

Antes de la anticoncepción química, las parejas intentaban (o bien o mal)

controlar el número de partos. Desde entonces, el deseo de tener un hijo se

manifiesta de otra forma, de un gesto voluntarista: se acaban los anticonceptivos

y la pareja se decide a intentar crear una vida. El deseo de ser padres se

establece, cada vez más fuerte, a partir de los 30, ya que la fecundidad de la

mujer empieza a disminuir. Una vez decididos, la pareja quiere tener su niño de

inmediato, sin demora, lo que da paso a la multiplicación de consultas de

ginecología por esterilidad, y la tendencia, a veces observada, hacia el «derecho

a tener hijos».

La pareja ha examinado los parámetros socio-económicos vinculados con

el nacimiento de un niño, que evidentemente nada tienen que ver con los

cómputos económicos de antaño. El hogar familiar debe poder acoger al niño

como es debido en función de las exigencias contemporáneas. Necesita un

cuarto para él solo, y todo el material de puericultura que conlleva. La pareja de


encarga de «crear las condiciones» de acogida antes de ponerse a la fabricación

del bebé. Evidentemente, la dimensión económica no es la única a tener en

cuenta en esta decisión importante. Aun queda cierta ambivalencia: el uso de los

anticonceptivos ha llegado a ser tan natural, como si nada, que las parejas

todavía no tienen la sensación de adoptar una estrategia. La realidad del niño

programado y planificado va en contra de la percepción que se hacen de cómo

tendría que ser la reproducción; un acto natural y desinteresado (Régnier-Loilier,

2007).

Según los psicoanalistas, la inconsciencia fomenta la decisión de tener

hijos, con lo cual el deseo no se ve muy sujeto a los criterios racionales de los

progenitores. De este modo, la subconsciencia explica los descuidos de la

anticoncepción, las concepciones en cierta fecha de modo que el parto tendrá

lugar en un momento simbólico en la historia familiar, o para «rellenar un vacío»

después de la muerte de uno de sus miembros (Le Voyer, 1999: 110). Es así que

el deseo de tener hijos respondería a aspiraciones no racionales, aunque las

consideraciones materiales sí que cuentan: encajar en la normalidad y

conformidad del grupo, tener aspiraciones de tener descendientes, que no se

asientan necesariamente en la continuación del linaje.

Este niño que se fabrica porque ha llegado el momento, se fabrica a base

de un contrato nuevo. El recién nacido ayuda al otro, al progenitor, a acceder el

estado de adulto. Portador de los deseos de sus padres, lo que Serge Tisseron

(1994) denomina el «contrato narcisista», el niño debe realizar las aspiraciones

de sus padres a cambio de sus cuidados y amor.

Padres mayores en una sociedad «bebéfila»


En contra de Simone de Beauvoir y los movimientos feministas de los 70,

se entiende ahora que la maternidad es uno de los componentes centrales de la

identidad femenina. En las sociedades rurales de antaño la esterilidad – siempre

atribuida a la mujer – era considerada una gran desgracia. Hoy la procreación es

una de las formas de realización personal. Tenemos lástima de las mujeres que

no tienen hijos, y nos sorprendemos aún más si éstas advierten (o se atreven a

hacerlo) que se trata de una decisión considerada con madurez. Ella tiene aun

mas merito ya que la sociedad es «bebéfila», por lo menos en sus discursos y

representaciones. A diferencia de Estados Unidos, donde las parejas no tienen

ningún reparo en publicar su elección de seguir siendo DINKS (Double income,

no kids- Doble sueldo, sin niño), el modelo francés conlleva una incitación a

«tener hijos»: «la mujer que quiere pero que no puede procrear se considera

marginada. Ella o se retira de la sociedad o se ve excluida por ella. La mujeres

mismas, sus familias y los grupos a los que pertenecen viven la esterilidad como

una maldición» (Flis-Trèves, 1990: 27). Estar embarazada está de moda.

Basta con observar el cambio radical que se ha efectuado en la ropa de

maternidad de la futura mamá. Incluso en los 60 se empleaba todo tipo de

repliegues y bolsas para intentar (sin éxito) disimular lo que todavía se conocía

bajo el eufemismo «el dulce secreto», protuberancia que no se deseaba dejar al

descubierto. Colores apagados y prendas amplias que no animaban mucho a

salir a la calle, y que eran una manera de ofrecer protección de los peligros que

se suponía acechaban a las futuras madres. Hoy día, éstas adornan sus vientres

con pañuelos multicolores que resaltan sus curvas, se exhiben en bikini,

haciendo gala de su redondez, al estilo de todas las estrellas denominadas

«people», que pueblan las revistas del mismo nombre. Los psicoanalistas se
preocupan, además, de la «fetichización» de la gordura, de la celebración de una

especie de «erotismo maternal», del que la primera señal fue la foto de Annie

Leibovitz, en 1991, en la que Demi Moore posaba en la portada de la revista

americana Vanity Fair, embarazada de siete meses, y cuyo único adorno era un

anillo de diamantes. Si la foto pregona, a bombo y platillo, el orgullo y la belleza

del cuerpo grávido, la «actitud Bebé» no está, no obstante, sin peligro, cuando

el niño de verdad, con sus llantos nocturnos y sus cólicos, finalmente llega (Flis-

Trèves, 2005). Además, existen hoy unidades psiquiátricas para tratar el «mal

de madre», a menudo con madres jóvenes muy angustiadas frente a sus recién

nacidos, como especialistas intentando comprender los llantos repetidos de los

pequeños.

Padres mayores frente a las nuevas normas de crianza y educación

En los hombros de este niño que llega tarde, tan deseado, tan protegido,

se cargan muchas responsabilidades, especialmente la de fundar la pareja y la

familia, al inscribirlo en el linaje familiar. Si una vez los niños fueron concebidos

para trabajar codo con codo con sus padres y para cuidar de ellos en su vejez,

hoy se les pide les mantenga en un estado de juventud, que les permita seguir

al tanto de las últimas modas y culturas. Se establecen nuevas relaciones entre

padres e hijos.

Al mismo tiempo que la edad de la maternidad/paternidad va subiendo,

los principios de la crianza y de la educación se han normalizado más

«científicamente». Estos nuevos principios pesan sobre todos los madres y

padres, pero los acatan más los más mayores, en su afán de hacerlo bien. Más

mayores, más maduras, las madres pensaban que iban a poder aplicar la
eficacia de la que se han valido en el entorno profesional a la crianza de sus

hijos, pero eso no siempre funciona tan bien.

Durante los primeros meses de la infancia, las nuevas normas indican que

los padres deben dedicarse casi exclusivamente al niño. Los padres primerizos

idealizan tanto al niño antes de su nacimiento que muchas veces los llantos

nocturnos les suponen un gran susto. Según la nueva vulgata de la puericultura,

la madre debe darle pecho. Sobreprotectoras, a veces desorientadas y sin

escuchar – con o sin razón – los consejos de las madres y abuelas, ahí están,

sujetas a nuevos mandatos. Se recurre cada vez más a los psicoanalistas para

resolver los problemas de estas madres jóvenes-viejas. Estos señalan que

seguir llevando el niño en brazos y amamantándole hasta muy tarde no le va a

ayudar a crecer, o sea enseñarle a separarse de su madre. Esta es tanto tarea

de la madre como del niño, ya que aquélla debe renunciar a no ver más que una

proyección narcisista en él. Los padres, tanto como sus hijos, tienen que

aprender a nacer y a crecer. Al mismo tiempo, la madre joven-vieja se las tiene

que ver con todas las exigencias y condiciones de la vuelta al trabajo, y con todos

los problemas vinculados con el cuidado del niño.

Una maternidad relativamente despreocupada, la de los 60, cuando las

madres tenían apenas 20 años y todavía no se habían saturado de normas

médicas o psicoanalíticas, ha dado paso a una maternidad angustiosa, sofocada,

obsesionada por directrices, en una sociedad con tendencia a comprobar cada

vez más el desarrollo del niño. Porque si la formación de las parejas ha cambiado

mucho en los últimos 30 años, no ha sido menos dramático el vuelco que ha

dado su relación con sus hijos Segalen, 2010).


Fase tras fase, los padres vigilan el «progreso» de sus hijos, en los

ámbitos de los avances efectivos, motores y cerebrales, ya que existe un baremo

de rendimiento. El que se haya vuelto a emplear el término «niño de pecho», que

hace referencia a la biología, en vez de «bebé», es una fuerte señal lingüística

que ya apunta a un joven ser cuyo desarrollo psíquico e intelectual debe

someterse a seguimiento.

«Lo que no era más que un periodo de maduración no diferenciado se

convierte en un curso científicamente definido. Existe una edad para andar, otra

para hablar, otra para dibujar, etc. Esto introduce una profunda ruptura en la

relación de la infancia. La práctica tradicional de resultados infantiles se llevaba

a cabo en un marco en que la única fuerza de la norma era su carácter

generalizado. Ahora, en cambio, se impone una norma legítima y

''científicamente'' fundada» (Chamboredon et Prévôt, 1973: 313-314). Ahora los

consejos de la puericultura, la psicología y del psicoanálisis infantiles se ven

vulgarizados en toda la sociedad por la difusión de revistas especializadas.

Ser padre resulta cada vez más difícil. Ahora al niño se le considera un

pequeño individuo autónomo. Ya no se trata de un ser en el que imprimir las

tradiciones familiares e imponer la autoridad del padre, sino de un adulto en

desarrollo, de quien los padres tienen el papel de hacer salir las cualidades más

profundas. Velar por su evolución, su crecimiento, sus adquisiciones, y

estimularlos también. Esta es la nueva función de los educadores de los niños.

En definitiva, la de las madres. Y se trata de una tarea complicada, en una

sociedad de consumo que hace del niño un blanco por excelencia. Un ejemplo,

entre otros: ¿cuántas madres feministas no han capitulado frente al deseo de la

pequeña de tener una Barbie? A estos niños tan deseados y tan mimados se les
pregunta, desde una edad muy tierna, sus opiniones sobre todo: sobre su ropa,

sus gustos culinarios, su hora de acostarse. Cuando se dirigen a sus niños, los

padres muchas veces terminan sus solicitudes con un «¿no te

parece?» interrogativo. Por este criterio, el niño se convierte en un pequeño

tirano y esta forma de crianza puede fácilmente dar paso a problemas

relacionales al seno de la familia. Ya no es el niño-rey, sino el niño, problema

incontrolable.

Con el niño llegado tardíamente, se establece un nuevo contrato

generacional. Este niño deseado, al que ya no se le pide que acompañe a sus

padres al campo o a la fábrica, evidentemente se le debe un contradón: la

aportación de gratificaciones afectivas y sociales. También es el niño quien, en

las familias unidas, constituye el fabricante y el motor de la pareja. Tiene derecho

a pedir mucho a cambio.

La paternidad tardía

Tener un hijo a partir de los 40 para las madres, y los 45 para los padres,

que constituye lo que los demógrafos denominan paternidad y maternidad

tardías, no es un fenómeno nuevo, sino que era corriente en contextos

demográficos antiguos. En Bretaña, por ejemplo, en el Pays Bigouden que se

caracteriza por una bajísima edad del matrimonio, hasta principios del siglo XX,

eran comunes las familias de ocho a diez hijos, con diferencias de edad entre el

primero al último de cerca de 20 años, de manera que a veces coincidían los

embarazos de hija y madre. Al último hijo se le denominaba «vidohicq»,

cochinito, y sus hermanos mayores se encargaban de su crianza. Sin ir más

lejos, en la familia de mi madre, de cinco chicos y una chica, el hermano más


mayor le llevaba a ella, la más pequeña, 18 años. Semejantes situaciones siguen

corrientes hoy día en familias de inmigrantes que todavía mantienen niveles muy

altos de fecundidad. (Bessin et Levilain, 2005).

El fenómeno verdaderamente nuevo tiene que ver con las personas que

inician, o vuelven a iniciar, una carrera procreativa a una edad elevada. Aunque

sean estadísticamente poco importantes, estos nacimientos tardíos hacen

cuestionar la forma de concebir la familia, ya que contribuyen a la transformación

de las relaciones conyugales, las de hermandad y de filiación. Según Gilles

Pison, el número de partos por parte de madres de 40 años y más sólo

representa 4% del total de partos franceses. Es poca cosa, pero es una imagen

que ya ha impactado en la imaginación, sobre todo con la puesta en relieve de

los embarazos tardíos, e incluso muy tardíos, por parte de las famosas que

consiguen procrear gracias a técnicas médicas de ayuda procreativa. No se trata

ya, pues, de familias que se formen a modo tardío, sino de familias que vuelven

a formarse.

Lo que más se echa en falta hoy día, el tiempo, es de lo que disponen los

que procrean de forma tardía, ya que se ven librados de preocupaciones

profesionales, e incluso pueden estar a punto de jubilarse. Se podría sugerir,

entonces, que los hijos de padres mayores serán hijos más mimados y cuidados

que los de padres jóvenes.

Estos nacimientos son el resultado de estrategias de fecundidad que son

diferentes para los hombres que para las mujeres. En efecto, si la sociología de

la familia o de las relaciones sociales de género desmiente que las conductas se

naturalicen, estamos obligados aquí a tener en cuenta los datos de la biología.

Sin embargo, ciertos parámetros respecto a la relación del trabajo y a las


relaciones de género impactan en estas consideraciones biológicas: los hombres

y las mujeres no son iguales frente a estos nacimientos.

Para las mujeres, los partos en torno de los 40-45 años se relacionan

generalmente con nuevos emparejamientos. Se me viene a la mente el viejo

refrán popular: «qu’il neige, qu’il pleuve ou qu’il tombe des glands, les femmes

sont bonnes jusqu’à 40 ans»2. Su sentido está claro si se tiene en cuenta el

hecho de que el matrimonio aborrecía la esterilidad. Entre 1901 y 1980, el

número de partos logrados de mujeres de más de 40 años ha disminuido del

6,5% al 1,1% del total de nacimientos. (Daguet, 1999). Ahora bien, esta cifra ha

remontado en los últimos años. Se trata de volver a formar familia con la nueva

pareja, se tengan o no hijos de uniones anteriores. Cabría señalar también los

padres tardíos que adoptan hijos: más de la mitad de los niños adoptivos entran

en hogares compuestos por un padre de más de 45 anos y por una madre de

más de 40 (Bessin et Levilain, 2005: 22). Lo que hace 30 años hubiera parecido

ser un obstáculo respecto a la adopción para parejas estériles ya no lo es,

teniendo en cuenta las nuevas normas de edad que se han popularizado,

especialmente mediante los resultados de la procreación médicamente asistida.

Las buenas condiciones del envejecimiento, garantizados por un adecuado

apoyo médico, amplían los aceptables límites de edad para ser padre o madre.

En lo que a los hombres respecta, no sorprende ver nuevos padres con

50 o 60 años, o incluso más. Los medios que reproducen imágenes también

fabrican una nueva normalidad. Ya se conocían los casos de Charlie Chaplin y

Anthony Queen, que procrearon hasta los 80, o en Francia el de Yves Montand

(lo que hizo estragos en su imagen amorosa, ya que de esta forma parecía había

2
N. del T:
“Nieve, llueva o caigan bellotas, las mujeres están bien hasta los 40 años.
olvidado a su Simone); y más recientemente podemos citar a Paul McCartney o

a Julio Iglesias, quienes han vuelto a procrear a los 61 y 63 años

respectivamente. En Estados Unidos se les llama SOD Start Over Dads. Al

demostrar de este modo su virilidad, los hombres siguen considerándose

jóvenes.

Fuera del entorno de los famosos, los padres mayores son a menudo

hombres divorciados. Se sabe que los hombres tienen más posibilidades que las

mujeres de volver a emparejarse a una edad más avanzada. Vuelven a formar

pareja con mujeres mucho más jóvenes que a menudo quieren tener hijos. Esta

paternidad se refleja mutuamente; ella se encuentra en un contexto profesional

probablemente más favorable que el de los jóvenes padres a los que todavía les

quedan desafíos profesionales por delante, mientras que las carreras de los

padres tardíos ya se han quedado atrás. Las relaciones fundamentales de la

pareja unen, en contra de la norma actual según la que hay poca diferencia de

edad entre las parejas, a un hombre mayor y una mujer más joven, lo cual supone

una economía de relaciones conyugales menos igualitarias. Al mismo tiempo, el

padre se compromete más con su papel de padre, esto siendo aún más el caso

si no lo había hecho cuando fue padre la primera vez, durante una época en la

que era más joven y se dedicaba más a su vida profesional.

Además, puede haberse frustrado en su papel paternal si, después de

divorciarse, el cuidado de los niños había sido confiado a la madre y se había

enajenado poco a poco de ellos – un caso muy frecuente según los sondeos

socio-demográficos (casi 25% de los padres divorciados rompen toda relación

con sus hijos, según Villeneuve-Gokalp, 1999). Se trata, pues, de un padre más

comprometido y atento que con sus primeros hijos. Y ya que el niño empieza su
carrera escolar, se observa una mayor inversión en su seguimiento,

especialmente en la implicación por parte del padre en las asociaciones de

padres y estudiantes.

Encuestas cualitativas sobre estos padres (Bessin et Levilain, 2005)

indican que la paternidad tardía es objeto de negociaciones fundamentales en la

pareja reformada: cuál es la edad límite para procrear en función del peso

normativo de la «edad óptima». El hombre también puede tener dudas mientras

que su pareja le presenta con un hecho consumado. Esta paternidad tardía se

caracteriza por una ambivalencia: es una manera de refrenar el envejecimiento,

de obligarse a seguir estando al día por el hecho de que comparte los intereses

y las inquietudes de personas más jóvenes; una manera de prolongarse, de

seguir siendo más joven. Por otro lado, estos padres tardíos se preocupan más

por el futuro de sus hijos, conscientes del hecho de que no tienen muchas

posibilidades de estar todavía en buena forma física cuando estos lleguen a la

adolescencia. Los padres mayores se inquietan más por sus hijos y temen su

fragilidad cuan sean mayores.

Muchas veces, entonces, ser padre tardío supone emprender una

segunda carrera de padre; es decir, tener un hijo o dos, dado que ya se tienen

otros de una relación anterior.

A diferencia de las familias numerosas en las que todos los niños van

seguidos, en estas nuevas configuraciones la diferencia de edad entre los

primeros y los segundos, en vez de unirlos, los aleja. ¿Qué tienen en común un

joven de 18 y su hermanastro de dos añitos? La relación sólo puede ser otra que

una de indiferencia o envidia respecto a la herencia. El orden de las

generaciones se ve perturbada por un lado; y el hijo de la pareja nueva, lejos de


crecer en familia resulta muchas veces ser un niño solitario. Con respecto al

orden de las generaciones, se manifiestan repercusiones relativamente

negativas en esta perturbación en el orden simbólico entre hermanos.

Los abuelos contemporáneos ofrecen un apoyo importante a las

generaciones jóvenes, especialmente al ofrecerse a cuidar de sus nietos.

También proporcionan un apoyo material, aunque también simbólico:

representan la estabilidad de la línea familiar, lo que contrarresta la inestabilidad

conyugal, y favorecen que el niño construya su identidad. Encuestas europeas

han señalado el papel importante que desempeñan en la institución familiar

actual (Attias-Donfut et Segalen, 2001, Heady et Schweitzer, 2010). Entre otros

aspectos sociales, el compromiso de los abuelos se debe a su buena salud, un

factor reciente que reposiciona la vejez más allá de los 75. Sin embargo, en el

caso de una madre de 45 y un padre de 55, los padres de estos ya no podrán

ofrecer los mismos recursos. No sólo estarán demasiado cansados para

encargarse de los nietos, sino que en vez de transmitir la imagen de una

ascendencia asumida, transmitirán la imagen, ya más clásica, de una vejez al

borde, tal vez, de la dependencia.

Conclusión

En una obra de titulo evocativo, «The marriage go-round» (haciendo

referencia al «merry-go-round», o tiovivo), un sociólogo americano advierte que

los Estados Unidos son los campeones del matrimonio y del divorcio. Analiza el

coste para los niños, y sugiere que quien tenga intención de ser padre debería

pensarlo dos veces antes de subir al, o bajar del tiovivo matrimonial (Cherlin,

2009). Del mismo modo, se puede preguntar ¿cuál sería el coste para el niño de
tener padres mayores? Uno de mis amigos, cuyo padre se había casado muy

mayor y con una mujer a la que sacaba 20 años, me contó la molestia e incluso

la vergüenza que le provocó, cuando era niño, el que su padre le fuese a recoger

al colegio. Sus pequeños compañeros les preguntaban: ¿es tu abuelo? Se sentía

estigmatizado.

Aparte de estos casos que, al fin y al cabo, son relativamente escasos, la

cuestión de la subida en la edad de maternidad/paternidad supone

planteamientos interesantes para la historia, la demografía y la sociología de

familia. El panorama histórico demuestra que ha habido fluctuaciones

importantes, con una situación de edad avanzada que ha caído con la

industrialización y el trabajo asalariado del siglo XIX, para luego volver a subir en

los últimos años.

Es imposible saber si volveremos a observar otra caída en la edad del

matrimonio o de la maternidad, provocada por alguna crisis grave. Así, contra

toda expectativa, el babyboom observado en Francia arrancó en pleno periodo

de Ocupación, aunque fuera aun más marcado después de la guerra, gracias a

las medidas del Estado de bienestar. Está claro que hay que examinar la relación

entre la edad del matrimonio y el nivel de fecundidad. No tener el primer hijo

hasta bastante mayor no es necesariamente señal de una caída en la tasa de

fecundidad. Siguiendo el índice de la descendencia final, los demógrafos han

señalado que en Francia el número total de niños por cada mujer no ha

disminuido, pero que los nacimientos se producen cuatro o cinco años más tarde

que en los 70. En contraste, en países del sur de Europa, como España, una

edad elevada de primer nacimiento sí que va acompañada de una tasa de

fecundidad muy baja.


Una edad elevada de primer nacimiento ya no se relaciona con la

estabilidad de las uniones. Hubiera podido decirse que estas

maternidades/paternidades reflexionadas y planificadas incitarían a los padres a

mantenerse en pareja para criar sus hijos juntos. No es el caso. El fenómeno de

las familias monoparentales concierne a las madres mayores, que son

precisamente las que más dificultades tienen para encontrar cónyuge o

compañero en el mercado matrimonial. En el mejor de los casos, una co-

paternidad se establece con custodia y cuidado del niño compartido. Si no, como

ya hemos puesto de relieve, se da paso al enajenamiento del padre.

El ciclo de la vida en sociedades contemporáneos está descubriendo

nuevas temporalidades, pues. El periodo de la juventud como primera fase adulta

ya no se relaciona con la procreación (quitando el caso singular de los teenage

pregnancies observado en Inglaterra, Irlanda o Estados Unidos, que se presenta

como un problema social específico). La ruptura conyugal de la tercera parte de

las parejas (a veces la mitad) lleva a inducir la formación de una unión nueva

que dará, a una edad más avanzada, su fruto. La edad de la madurez y de la

primera juventud no es la del nido vacío, sino la del nido lleno, y quizá demasiado

lleno, y las preocupaciones que traen los hijos mayores aun no establecidos de

forma independiente, y los mas pequeños por cuya educación hay que velar. Si

por un lado la presión profesional se afloja, para los hombres, por lo menos, la

presión familiar no se relaja. Y puede que veamos un intercambio de papeles;

los padres mayores participarán más en el dominio doméstico mientras que la

joven esposa podrá dedicarse de pleno a su trabajo profesional.

Este ejemplo nos indica que la elección de crear una vida a una edad

avanzada demuestra que los hombres y las mujeres no son iguales frente a estas
decisiones. Además de la diferencia biológica, es en la articulación de las

temporalidades conyugales, profesionales y familiares que los dos tomarán la

decisión de procrear o no procrear. El caso de las paternidades/maternidades

tardías (o muy tardías) es un potente indicador de las relaciones sociales de

género.

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