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BENEDICTO XVI

Discursos, homilías, mensajes

2010
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ROSTRO DE DIOS Y ROSTROS DE LOS HOMBRES


20100101. Homilía. Santa María, Madre de Dios
En el primer día del nuevo año tenemos la alegría y la gracia de
celebrar a la santísima Madre de Dios y, al mismo tiempo, la Jornada
mundial de la paz. En ambos aniversarios celebramos a Cristo, Hijo de
Dios, nacido de María Virgen y nuestra verdadera paz. A todos vosotros
(…) repito las palabras de la antigua bendición: el Señor os muestre su
rostro y os conceda la paz (cf. Nm 6, 26). Precisamente hoy quiero
desarrollar el tema del Rostro y de los rostros a la luz de la Palabra de
Dios —Rostro de Dios y rostros de los hombres—, un tema que nos ofrece
también una clave de lectura del problema de la paz en el mundo.
Hemos escuchado, tanto en la primera lectura —tomada del Libro de
los Números— como en el Salmo responsorial, algunas expresiones que
contienen la metáfora del rostro referida a Dios: "El Señor ilumine su
rostro sobre ti y te conceda su favor" (Nm 6, 25); "El Señor tenga piedad y
nos bendiga, ilumine su rostro sobre nosotros: conozca la tierra tus
caminos, todos los pueblos tu salvación" (Sal 66, 2-3). El rostro es la
expresión por excelencia de la persona, lo que la hace reconocible; a
través de él se muestran los sentimientos, los pensamientos y las
intenciones del corazón. Dios, por su naturaleza, es invisible; sin embargo,
la Biblia le aplica también a él esta imagen. Mostrar el rostro es expresión
de su benevolencia, mientras que ocultarlo indica su ira e indignación. El
Libro del Éxodo dice que "el Señor hablaba con Moisés cara a cara, como
habla un hombre con su amigo" (Ex 33, 11), y también a Moisés el Señor
promete su cercanía con una fórmula muy singular: "Mi rostro caminará
contigo y te daré descanso" (Ex 33, 14). Los Salmos nos presentan a los
creyentes como los que buscan el rostro de Dios (cf. Sal 26, 8; 104, 4) y
que en el culto aspiran a verlo (cf. Sal 42, 3), y nos dicen que "los buenos
verán su rostro" (Sal 10, 7).
Todo el relato bíblico se puede leer como un progresivo desvelamiento
del rostro de Dios, hasta llegar a su plena manifestación en Jesucristo. "Al
llegar la plenitud de los tiempos —nos ha recordado también hoy el
apóstol san Pablo—, envió Dios a su Hijo" (Ga 4, 4). Y en seguida añade:
"nacido de mujer, nacido bajo la ley". El rostro de Dios tomó un rostro
humano, dejándose ver y reconocer en el hijo de la Virgen María, a la que
por esto veneramos con el título altísimo de "Madre de Dios". Ella, que
conservó en su corazón el secreto de la maternidad divina, fue la primera
en ver el rostro de Dios hecho hombre en el pequeño fruto de su vientre.
La madre tiene una relación muy especial, única y en cierto modo
exclusiva con el hijo recién nacido. El primer rostro que el niño ve es el de
la madre, y esta mirada es decisiva para su relación con la vida, consigo
mismo, con los demás y con Dios; y también es decisiva para que pueda
convertirse en un "hijo de paz" (Lc 10, 6). Entre las muchas tipologías de
iconos de la Virgen María en la tradición bizantina, se encuentra la
llamada "de la ternura", que representa al niño Jesús con el rostro apoyado
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—mejilla con mejilla— en el de la Madre. El Niño mira a la Madre, y esta
nos mira a nosotros, casi como para reflejar hacia el que observa, y reza,
la ternura de Dios, que bajó en ella del cielo y se encarnó en aquel Hijo de
hombre que lleva en brazos. En este icono mariano podemos contemplar
algo de Dios mismo: un signo del amor inefable que lo impulsó a "dar a su
Hijo unigénito" (Jn 3, 16). Pero ese mismo icono nos muestra también, en
María, el rostro de la Iglesia, que refleja sobre nosotros y sobre el mundo
entero la luz de Cristo, la Iglesia mediante la cual llega a todos los
hombres la buena noticia: "Ya no eres esclavo, sino hijo" (Ga 4, 7), como
leemos también en san Pablo.
Hermanos en el episcopado y en el sacerdocio, señores embajadores,
queridos amigos: meditar en el misterio del Rostro de Dios y del hombre
es un camino privilegiado que lleva a la paz. En efecto, la paz comienza
por una mirada respetuosa, que reconoce en el rostro del otro a una
persona, cualquiera que sea el color de su piel, su nacionalidad, su lengua
y su religión. ¿Pero quién, sino Dios, puede garantizar, por decirlo así, la
"profundidad" del rostro del hombre? En realidad, sólo si tenemos a Dios
en el corazón, estamos en condiciones de ver en el rostro del otro a un
hermano en la humanidad; no un medio, sino un fin; no un rival o un
enemigo, sino otro yo, una faceta del misterio infinito del ser humano.
Nuestra percepción del mundo, y en particular de nuestros semejantes,
depende esencialmente de la presencia del Espíritu de Dios en nosotros.
Es una especie de "resonancia": quien tiene el corazón vacío, no percibe
más que imágenes planas, sin relieve. En cambio, cuanto más habite Dios
en nosotros, tanto más sensibles seremos también a su presencia en lo que
nos rodea: en todas las criaturas, y especialmente en las demás personas,
aunque a veces precisamente el rostro humano, marcado por la dureza de
la vida y del mal, puede resultar difícil de apreciar y de acoger como
epifanía de Dios. Con mayor razón, por tanto, para reconocernos y
respetarnos como realmente somos, es decir, como hermanos, necesitamos
referirnos al rostro de un Padre común, que nos ama a todos, a pesar de
nuestras limitaciones y nuestros errores.
Es importante ser educados desde pequeños en el respeto al otro,
también cuando es diferente a nosotros. Hoy en las escuelas es cada vez
más común la experiencia de clases compuestas por niños de varias
nacionalidades, aunque incluso cuando esto no ocurre, sus rostros son una
profecía de la humanidad que estamos llamados a formar: una familia de
familias y de pueblos. Cuanto más pequeños son estos niños, tanto más
suscitan en nosotros la ternura y la alegría por una inocencia y una
fraternidad que nos parecen evidentes: a pesar de sus diferencias, lloran y
ríen de la misma manera, tienen las mismas necesidades, se comunican de
manera espontánea, juegan juntos... Los rostros de los niños son como un
reflejo de la visión de Dios sobre el mundo. ¿Por qué, entonces, apagar su
sonrisa? ¿Por qué envenenar su corazón? Desgraciadamente, el icono de la
Madre de Dios de la ternura encuentra su trágico opuesto en las dolorosas
imágenes de tantos niños y de sus madres afectados por las guerras y la
violencia: prófugos, refugiados, emigrantes forzados. Rostros minados por
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el hambre y las enfermedades, rostros desfigurados por el dolor y la
desesperación. Los rostros de los pequeños inocentes son una llamada
silenciosa a nuestra responsabilidad: ante su condición inerme, se
desploman todas las falsas justificaciones de la guerra y de la violencia.
Solamente debemos convertirnos a proyectos de paz, deponer las armas de
todo tipo y comprometernos todos juntos a construir un mundo más digno
del hombre.
Mi Mensaje para la XLIII Jornada mundial de la paz de hoy: "Si
quieres promover la paz, protege la creación", se sitúa dentro de la
perspectiva del Rostro de Dios y de los rostros humanos. De hecho,
podemos afirmar que el hombre es capaz de respetar a las criaturas en la
medida en la que lleva en su espíritu un sentido pleno de la vida; de otro
modo se despreciará a sí mismo y lo que lo rodea, no respetará el entorno
en el que vive, la creación. Quien sabe reconocer en el cosmos los reflejos
del rostro invisible del Creador, tendrá mayor amor a las criaturas, mayor
sensibilidad hacia su valor simbólico. Especialmente el Libro de los
Salmos es rico en ejemplos de este modo propiamente humano de
relacionarse con la naturaleza: con el cielo, el mar, las montañas, las
colinas, los ríos, los animales... "¡Cuántas son tus obras, Señor! —exclama
el salmista—. Todas las hiciste con sabiduría. La tierra está llena de tus
criaturas" (Sal 103, 24).
La perspectiva del "rostro" invita en particular a reflexionar en lo que,
también en este Mensaje, llamé "ecología humana". Existe un nexo muy
estrecho entre el respeto a la persona y la salvaguardia de la creación. "Los
deberes respecto al medio ambiente se derivan de los deberes para con la
persona, considerada en sí misma y en su relación con los demás (ib., 12).
Si el hombre se degrada, se degrada el entorno en el que vive; si la cultura
tiende a un nihilismo, si no teórico, al menos práctico, la naturaleza no
podrá menos de pagar las consecuencias. De hecho, se puede constatar un
influjo recíproco entre el rostro del hombre y el "rostro" del medio
ambiente: "cuando se respeta la ecología humana en la sociedad, también
la ecología ambiental se beneficia" (ib.; cf. Caritas in veritate, 51).
Renuevo, por tanto, mi llamada a invertir en educación, poniéndose como
objetivo, además de la necesaria transmisión de nociones técnico-
científicas, una más amplia y profunda "responsabilidad ecológica",
basada en el respeto al hombre y a sus derechos y deberes fundamentales.
Sólo así el compromiso por el medio ambiente puede convertirse
verdaderamente en educación para la paz y en construcción de la paz.
Queridos hermanos y hermanas, en el tiempo de Navidad se repite un
Salmo que contiene, entre otras cosas, también un ejemplo estupendo de
cómo la venida de Dios transfigura la creación y provoca una especie de
fiesta cósmica. Este himno comienza con una invitación universal a la
alabanza: "Cantad al Señor un cántico nuevo; cantad al Señor, toda la
tierra; cantad al Señor, bendecid su nombre" (Sal 95, 1). Pero en cierto
momento este llamamiento al júbilo se extiende a toda la creación:
"Alégrese el cielo, goce la tierra, retumbe el mar y cuanto lo llena;
vitoreen los campos y cuanto hay en ellos, aclamen los árboles del
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bosque" (ib. 11-12). La fiesta de la fe se convierte en fiesta del hombre y
de la creación: la fiesta que en Navidad se expresa también mediante los
adornos en los árboles, en las calles y en las casas. Todo vuelve a florecer
porque Dios ha venido a nosotros. La Virgen Madre muestra al Niño Jesús
a los pastores de Belén, que se alegran y alaban al Señor (cf. Lc 2, 20); la
Iglesia renueva el misterio para los hombres de todas las generaciones, les
muestra el rostro de Dios, para que, con su bendición, puedan caminar por
la senda de la paz.

ESPERANZA: LA HISTORIA TIENE UN SENTIDO


20100103. Ángelus
No faltan los problemas, en la Iglesia y en el mundo, al igual que en la
vida cotidiana de las familias. Pero, gracias a Dios, nuestra esperanza no
se basa en pronósticos improbables ni en las previsiones económicas,
aunque sean importantes. Nuestra esperanza está en Dios, no en el sentido
de una religiosidad genérica, o de un fatalismo disfrazado de fe. Nosotros
confiamos en el Dios que en Jesucristo ha revelado de modo completo y
definitivo su voluntad de estar con el hombre, de compartir su historia,
para guiarnos a todos a su reino de amor y de vida. Y esta gran esperanza
anima y a veces corrige nuestras esperanzas humanas.
De esa revelación nos hablan hoy, en la liturgia eucarística, tres
lecturas bíblicas de una riqueza extraordinaria: el capítulo 24 del Libro del
Sirácida, el himno que abre la Carta a los Efesios de san Pablo y el
prólogo del Evangelio de san Juan. Estos textos afirman que Dios no sólo
es el creador del universo —aspecto común también a otras religiones—
sino que es Padre, que "nos eligió antes de crear el mundo (...)
predestinándonos a ser sus hijos adoptivos" (Ef 1, 4-5) y que por esto llegó
hasta el punto inconcebible de hacerse hombre: "El Verbo se hizo carne y
acampó entre nosotros" (Jn 1, 14). El misterio de la Encarnación de la
Palabra de Dios fue preparado en el Antiguo Testamento, especialmente
donde la Sabiduría divina se identifica con la Ley de Moisés. En efecto, la
misma Sabiduría afirma: "El creador del universo me hizo plantar mi
tienda, y me dijo: "Pon tu tienda en Jacob, entra en la heredad de Israel""
(Si 24, 8). En Jesucristo, la Ley de Dios se ha hecho testimonio vivo,
escrita en el corazón de un hombre en el que, por la acción del Espíritu
Santo, reside corporalmente toda la plenitud de la divinidad (cf. Col 2, 9).
Queridos amigos, esta es la verdadera razón de la esperanza de la
humanidad: la historia tiene un sentido, porque en ella "habita" la
Sabiduría de Dios. Sin embargo, el designio divino no se cumple
automáticamente, porque es un proyecto de amor, y el amor genera
libertad y pide libertad. Ciertamente, el reino de Dios viene, más aún, ya
está presente en la historia y, gracias a la venida de Cristo, ya ha vencido a
la fuerza negativa del maligno. Pero cada hombre y cada mujer es
responsable de acogerlo en su vida, día tras día. Por eso, también 2010
será un año más o menos "bueno" en la medida en que cada uno, de
acuerdo con sus responsabilidades, sepa colaborar con la gracia de Dios.
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Por lo tanto, dirijámonos a la Virgen María, para aprender de ella esta
actitud espiritual. El Hijo de Dios tomó carne de ella, con su
consentimiento. Cada vez que el Señor quiere dar un paso adelante, junto
con nosotros, hacia la "tierra prometida", llama primero a nuestro corazón;
espera, por decirlo así, nuestro "sí", tanto en las pequeñas decisiones como
en las grandes. Que María nos ayude a aceptar siempre la voluntad de
Dios, con humildad y valentía, a fin de que también las pruebas y los
sufrimientos de la vida contribuyan a apresurar la venida de su reino de
justicia y de paz.

EPIFANÍA: FALTA HUMILDAD PARA VER LA GRAN LUZ


20100106. Homilía. Epifanía
Hoy, solemnidad de la Epifanía, la gran luz que irradia desde la cueva
de Belén, a través de los Magos procedentes de Oriente inunda a toda la
humanidad. La primera lectura, tomada del libro del profeta Isaías, y el
pasaje del Evangelio de san Mateo, que acabamos de escuchar, ponen la
promesa junto a su cumplimiento, en la tensión particular que se produce
cuando se leen sucesivamente pasajes del Antiguo y del Nuevo
Testamento. Así se nos presenta la espléndida visión del profeta Isaías, el
cual, tras las humillaciones infligidas al pueblo de Israel por las potencias
de este mundo, ve el momento en el que la gran luz de Dios,
aparentemente sin poder e incapaz de proteger a su pueblo, surgirá sobre
toda la tierra, de modo que los reyes de las naciones se inclinarán ante él,
vendrán desde todos los confines de la tierra y depositarán a sus pies sus
tesoros más preciosos. Y el corazón del pueblo se estremecerá de alegría.
En comparación con esa visión, la que nos presenta el evangelista san
Mateo es pobre y humilde: nos parece imposible reconocer allí el
cumplimiento de las palabras del profeta Isaías. En efecto, no llegan a
Belén los poderosos y los reyes de la tierra, sino unos Magos, personajes
desconocidos, tal vez vistos con sospecha; en cualquier caso, no merecen
particular atención. Los habitantes de Jerusalén son informados de lo
sucedido, pero no consideran necesario molestarse, y parece que ni
siquiera en Belén hay alguien que se preocupe del nacimiento de este
Niño, al que los Magos llaman Rey de los judíos, o de estos hombres
venidos de Oriente que van a visitarlo. De hecho, poco después, cuando el
rey Herodes da a entender quién tiene efectivamente el poder obligando a
la Sagrada Familia a huir a Egipto y ofreciendo una prueba de su crueldad
con la matanza de los inocentes (cf. Mt 2, 13-18), el episodio de los
Magos parece haberse borrado y olvidado. Por tanto, es comprensible que
el corazón y el alma de los creyentes de todos los siglos se hayan sentido
más atraídos por la visión del profeta que por el sobrio relato del
evangelista, como atestiguan también las representaciones de esta visita en
nuestros belenes, donde aparecen los camellos, los dromedarios, los reyes
poderosos de este mundo que se arrodillan ante el Niño y depositan a sus
pies sus dones en cofres preciosos. Pero conviene prestar más atención a
lo que los dos textos nos comunican.
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En realidad, ¿qué vio Isaías con su mirada profética? En un solo
momento, vislumbra una realidad destinada a marcar toda la historia. Pero
el acontecimiento que san Mateo nos narra no es un breve episodio
intrascendente, que se concluye con el regreso apresurado de los Magos a
sus tierras. Al contrario, es un comienzo. Esos personajes procedentes de
Oriente no son los últimos, sino los primeros de la gran procesión de
aquellos que, a lo largo de todas las épocas de la historia, saben reconocer
el mensaje de la estrella, saben avanzar por los caminos indicados por la
Sagrada Escritura y saben encontrar, así, a Aquel que aparentemente es
débil y frágil, pero que en cambio puede dar la alegría más grande y más
profunda al corazón del hombre. De hecho, en él se manifiesta la realidad
estupenda de que Dios nos conoce y está cerca de nosotros, de que su
grandeza y su poder no se manifiestan en la lógica del mundo, sino en la
lógica de un niño inerme, cuya fuerza es sólo la del amor que se confía a
nosotros. A lo largo de la historia siempre hay personas que son
iluminadas por la luz de la estrella, que encuentran el camino y llegan a él.
Todas viven, cada una a su manera, la misma experiencia que los Magos.
Llevaron oro, incienso y mirra. Esos dones, ciertamente, no responden
a necesidades primarias o cotidianas. En ese momento la Sagrada Familia
habría tenido mucha más necesidad de algo distinto del incienso y la
mirra, y tampoco el oro podía serle inmediatamente útil. Pero estos dones
tienen un significado profundo: son un acto de justicia. De hecho, según la
mentalidad vigente en aquel tiempo en Oriente, representan el
reconocimiento de una persona como Dios y Rey: es decir, son un acto de
sumisión. Quieren decir que desde aquel momento los donadores
pertenecen al soberano y reconocen su autoridad. La consecuencia que
deriva de ello es inmediata. Los Magos ya no pueden proseguir por su
camino, ya no pueden volver a Herodes, ya no pueden ser aliados de aquel
soberano poderoso y cruel. Han sido llevados para siempre al camino del
Niño, al camino que les hará desentenderse de los grandes y los poderosos
de este mundo y los llevará a Aquel que nos espera entre los pobres, al
camino del amor, el único que puede transformar el mundo.
Así pues, no sólo los Magos se pusieron en camino, sino que desde
aquel acto comenzó algo nuevo, se trazó una nueva senda, bajó al mundo
una nueva luz, que no se ha apagado. La visión del profeta se ha realizado:
esa luz ya no puede ser ignorada en el mundo: los hombres se moverán
hacia aquel Niño y serán iluminados por la alegría que sólo él sabe dar. La
luz de Belén sigue resplandeciendo en todo el mundo. San Agustín
recuerda a cuantos la acogen: "También nosotros, reconociendo en Cristo
a nuestro rey y sacerdote muerto por nosotros, lo honramos como si le
hubiéramos ofrecido oro, incienso y mirra; sólo nos falta dar testimonio de
él tomando un camino distinto del que hemos seguido para venir" (Sermo
202. In Epiphania Domini, 3, 4).
Por consiguiente, si leemos juntamente la promesa del profeta Isaías y
su cumplimiento en el Evangelio de san Mateo en el gran contexto de toda
la historia, resulta evidente que lo que se nos dice, y lo que en el belén
tratamos de reproducir, no es un sueño ni tampoco un juego vano de
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sensaciones y emociones, sin vigor ni realidad, sino que es la Verdad que
se irradia en el mundo, a pesar de que Herodes parece siempre más fuerte
y de que ese Niño parece que puede ser relegado entre aquellos que no
tienen importancia, o incluso pisoteado. Pero solamente en ese Niño se
manifiesta la fuerza de Dios, que reúne a los hombres de todos los siglos,
para que bajo su señorío recorran el camino del amor, que transfigura el
mundo. Sin embargo, aunque los pocos de Belén se han convertido en
muchos, los creyentes en Jesucristo parecen siempre pocos. Muchos han
visto la estrella, pero son pocos los que han entendido su mensaje. Los
estudiosos de la Escritura del tiempo de Jesús conocían perfectamente la
Palabra de Dios. Eran capaces de decir sin dificultad alguna qué se podía
encontrar en ella acerca del lugar en el que habría de nacer el Mesías,
pero, como dice san Agustín: "Les sucedió como a los hitos (que indican
el camino): mientras dan indicaciones a los caminantes, ellos se quedan
inertes e inmóviles" (Sermo 199. In Epiphania Domini, 1, 2).
Entonces podemos preguntarnos: ¿cuál es la razón por la que unos ven
y encuentran, y otros no? ¿Qué es lo que abre los ojos y el corazón? ¿Qué
les falta a aquellos que permanecen indiferentes, a aquellos que indican el
camino pero no se mueven? Podemos responder: la excesiva seguridad en
sí mismos, la pretensión de conocer perfectamente la realidad, la
presunción de haber formulado ya un juicio definitivo sobre las cosas
hacen que su corazón se cierre y se vuelva insensible a la novedad de
Dios. Están seguros de la idea que se han hecho del mundo y ya no se
dejan conmover en lo más profundo por la aventura de un Dios que quiere
encontrarse con ellos. Ponen su confianza más en sí mismos que en él, y
no creen posible que Dios sea tan grande que pueda hacerse pequeño, que
se pueda acercar verdaderamente a nosotros.
Al final, lo que falta es la humildad auténtica, que sabe someterse a lo
que es más grande, pero también la valentía auténtica, que lleva a creer en
lo que es verdaderamente grande, aunque se manifieste en un Niño
inerme. Falta la capacidad evangélica de ser niños en el corazón, de
asombrarse y de salir de sí para avanzar por el camino que indica la
estrella, el camino de Dios. Sin embargo, el Señor tiene el poder de
hacernos capaces de ver y de salvarnos. Así pues, pidámosle que nos dé un
corazón sabio e inocente, que nos permita ver la estrella de su
misericordia, seguir su camino, para encontrarlo y ser inundados por la
gran luz y por la verdadera alegría que él ha traído a este mundo. Amén.

EPIFANÍA: LECCIONES DE LOS MAGOS


20100106. Ángelus
Celebramos hoy la gran fiesta de la Epifanía, el misterio de la
manifestación del Señor a todas las gentes, representadas por los Magos,
venidos de Oriente para adorar al Rey de los judíos (cf. Mt 2, 1-2). San
Mateo, que narra el acontecimiento, subraya que llegaron a Jerusalén
siguiendo una estrella, avistada al surgir e interpretada como signo del
nacimiento del Rey anunciado por los profetas, es decir, del Mesías. Sin
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embargo, al llegar a Jerusalén, los Magos necesitaron las indicaciones de
los sacerdotes y de los escribas para conocer exactamente el lugar a donde
debían dirigirse, es decir, Belén, la ciudad de David (cf. Mt 2, 5-6; Mi 5,
1). La estrella y las Sagradas Escrituras fueron las dos luces que guiaron el
camino de los Magos, los cuales se nos presentan como modelos de los
auténticos buscadores de la verdad.
Los Magos eran sabios, que escrutaban los astros y conocían la historia
de los pueblos. Eran hombres de ciencia en sentido amplio, que
observaban el cosmos considerándolo casi un gran libro lleno de signos y
de mensajes divinos para el hombre. Su saber, por tanto, lejos de
considerarse autosuficiente, estaba abierto a ulteriores revelaciones y
llamadas divinas. De hecho, no se avergüenzan de pedir instrucciones a
los jefes religiosos de los judíos. Podrían haber dicho: actuamos por
nuestra cuenta, no necesitamos a nadie, evitando, según nuestra
mentalidad actual, toda "contaminación" entre la ciencia y la Palabra de
Dios. En cambio, los Magos escuchan las profecías y las aceptan; y, en
cuanto se vuelven a poner en camino hacia Belén, ven nuevamente la
estrella, casi como confirmación de una perfecta armonía entre la
búsqueda humana y la Verdad divina, una armonía que llenó de alegría su
corazón de auténticos sabios (cf. Mt 2, 10). El culmen de su itinerario de
búsqueda fue cuando se encontraron ante "el niño con María su madre"
(Mt 2, 11). Dice el Evangelio que "postrándose lo adoraron". Podrían
haber quedado decepcionados, más aún, escandalizados. En cambio, como
verdaderos sabios, se abren al misterio que se manifiesta de modo
sorprendente; y con sus dones simbólicos demuestran que reconocen en
Jesús al Rey y al Hijo de Dios. Precisamente en ese gesto se cumplen los
oráculos mesiánicos que anuncian el homenaje de las naciones al Dios de
Israel.
Un último detalle confirma, en los Magos, la unidad entre inteligencia
y fe: es el hecho de que "avisados en sueños que no volvieran donde
Herodes, se retiraron a su país por otro camino" (Mt 2, 12). Lo natural
hubiera sido volver a Jerusalén, al palacio de Herodes y al Templo, para
proclamar su descubrimiento. En cambio, los Magos, que han elegido
como su soberano al Niño, lo protegen en el ocultamiento, según el estilo
de María, o mejor, de Dios mismo y, tal como habían aparecido,
desaparecen en el silencio, satisfechos, pero también cambiados por el
encuentro con la Verdad. Habían descubierto un nuevo rostro de Dios, una
nueva realeza: la del amor. Que la Virgen María, modelo de verdadera
sabiduría, nos ayude a ser auténticos buscadores de la verdad de Dios,
capaces de vivir siempre la profunda sintonía que hay entre razón y fe,
entre ciencia y revelación.

BAUTISMO: RECIBIR LA LUZ DE CRISTO A TRAVÉS DE LA FE


20100110. Homilía. Bautismo del Señor
En la fiesta del Bautismo del Señor, también este año tengo la alegría
de administrar el sacramento del Bautismo a algunos recién nacidos,
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cuyos padres presentan a la Iglesia. Bienvenidos, queridos padres y
madres de estos niños, padrinos y madrinas, amigos y familiares que los
acompañáis. Damos gracias a Dios que hoy llama a estas siete niñas y a
estos siete niños a convertirse en sus hijos en Cristo. Los rodeamos con la
oración y con el afecto, y los acogemos con alegría en la comunidad
cristiana, que desde hoy se transforma también en su familia.
Con la fiesta del Bautismo de Jesús continúa el ciclo de las
manifestaciones del Señor, que comenzó en Navidad con el nacimiento del
Verbo encarnado en Belén, contemplado por María, José y los pastores en
la humildad del pesebre, y que tuvo una etapa importante en la Epifanía,
cuando el Mesías, a través de los Magos, se manifestó a todos los pueblos.
Hoy Jesús se revela, en la orillas del Jordán, a Juan y al pueblo de Israel.
Es la primera ocasión en la que, ya hombre maduro, entra en el escenario
público, después de haber dejado Nazaret. Lo encontramos junto al
Bautista, a quien acude gran número de personas, en una escena insólita.
En el pasaje evangélico que se acaba de proclamar, san Lucas observa ante
todo que el pueblo estaba "a la espera" (Lc 3, 15). Así subraya la espera de
Israel; en esas personas, que habían dejado sus casas y sus compromisos
habituales, percibe el profundo deseo de un mundo diferente y de palabras
nuevas, que parecen encontrar respuesta precisamente en las palabras
severas, comprometedoras, pero llenas de esperanza, del Precursor. Su
bautismo es un bautismo de penitencia, un signo que invita a la
conversión, a cambiar de vida, pues se acerca Aquel que "bautizará en
Espíritu Santo y fuego" (Lc 3, 16). De hecho, no se puede aspirar a un
mundo nuevo permaneciendo sumergidos en el egoísmo y en las
costumbres vinculadas al pecado. También Jesús deja su casa y sus
ocupaciones habituales para ir al Jordán. Llega en medio de la
muchedumbre que está escuchando al Bautista y se pone en la fila, como
todos, en espera de ser bautizado. Al verlo acercarse, Juan intuye que en
ese Hombre hay algo único, que es el Otro misterioso que esperaba y
hacia el que había orientado toda su vida. Comprende que se encuentra
ante Alguien más grande que él, y que no es digno ni siquiera de desatar la
correa de sus sandalias.
En el Jordán Jesús se manifiesta con una humildad extraordinaria, que
recuerda la pobreza y la sencillez del Niño recostado en el pesebre, y
anticipa los sentimientos con los que, al final de sus días en la tierra,
llegará a lavar los pies de sus discípulos y sufrirá la terrible humillación de
la cruz. El Hijo de Dios, el que no tiene pecado, se mezcla con los
pecadores, muestra la cercanía de Dios al camino de conversión del
hombre. Jesús carga sobre sus hombros el peso de la culpa de toda la
humanidad, comienza su misión poniéndose en nuestro lugar, en el lugar
de los pecadores, en la perspectiva de la cruz.
Cuando, recogido en oración, tras el bautismo, sale del agua, se abren
los cielos. Es el momento esperado por tantos profetas: "Si rompieses los
cielos y descendieses", había invocado Isaías (Is 63, 19). En ese momento
—parece sugerir san Lucas— esa oración es escuchada. De hecho, "se
abrió el cielo, y bajó sobre él el Espíritu Santo" (Lc 3, 21-22); se
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escucharon palabras nunca antes oídas: "Tú eres mi hijo amado; en ti me
complazco" (Lc 3, 22). Al salir de las aguas, como afirma san Gregorio
Nacianceno, "ve cómo se rasgan y se abren los cielos, los cielos que Adán
había cerrado para sí y para toda su descendencia" (Discurso 39 en el
Bautismo del Señor: PG 36). El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo
descienden entre los hombres y nos revelan su amor que salva. Si los
ángeles llevaron a los pastores el anuncio del nacimiento del Salvador, y la
estrella guió a los Magos llegados de Oriente, ahora es la voz misma del
Padre la que indica a los hombres la presencia de su Hijo en el mundo e
invita a mirar a la resurrección, a la victoria de Cristo sobre el pecado y la
muerte.
El alegre anuncio del Evangelio es el eco de esta voz que baja del
cielo. Por eso, con razón, san Pablo, como hemos escuchado en la segunda
lectura, escribe a Tito: "Hijo mío, se ha manifestado la gracia salvadora de
Dios a todos los hombres" (Tt 2, 11). De hecho, el Evangelio es para
nosotros gracia que da alegría y sentido a la vida. Esa gracia, sigue
diciendo el apóstol san Pablo, "nos enseña a que, renunciando a la
impiedad y a las pasiones mundanas, vivamos con sensatez, justicia y
piedad" (v. 12); es decir, nos conduce a una vida más feliz, más hermosa,
más solidaria, a una vida según Dios. Podemos decir que también para
estos niños hoy se abren los cielos. Recibirán el don de la gracia del
Bautismo y el Espíritu Santo habitará en ellos como en un templo,
transformando en profundidad su corazón. Desde este momento, la voz del
Padre los llamará también a ellos a ser sus hijos en Cristo y, en su familia
que es la Iglesia, dará a cada uno de ellos el don sublime de la fe. Este
don, ahora que no tienen la posibilidad de comprenderlo plenamente, se
depositará en su corazón como una semilla llena de vida, que espera
desarrollarse y dar fruto. Hoy son bautizados en la fe de la Iglesia,
profesada por sus padres, padrinos y madrinas, y por los cristianos
presentes, que después los llevarán de la mano en el seguimiento de
Cristo. El rito del Bautismo recuerda con insistencia el tema de la fe ya
desde el inicio, cuando el celebrante recuerda a los padres que, al pedir el
bautismo para sus hijos, asumen el compromiso de "educarlos en la fe".
Esta tarea se exige de manera aún más fuerte a los padres y padrinos en la
tercera parte de la celebración, que comienza dirigiéndoles estas palabras:
"Tenéis la tarea de educarlos en la fe para que la vida divina que reciben
como don sea preservada del pecado y crezca cada día. Por tanto, si en
virtud de vuestra fe estáis dispuestos a asumir este compromiso (...),
profesad vuestra fe en Jesucristo. Es la fe de la Iglesia, en la que son
bautizados vuestros hijos". Estas palabras del rito sugieren que, en cierto
sentido, la profesión de fe y la renuncia al pecado de padres, padrinos y
madrinas representan la premisa necesaria para que la Iglesia confiera el
Bautismo a sus hijos.
Inmediatamente antes de derramar el agua en la cabeza del recién
nacido, se alude nuevamente a la fe. El celebrante dirige una última
pregunta: "¿Queréis que este niño reciba el Bautismo en la fe de la Iglesia,
que todos juntos hemos profesado?". Sólo después de la respuesta
11
afirmativa se administra el sacramento. También en los ritos explicativos
—unción con el crisma, entrega del vestido blanco y de la vela encendida,
gesto del "effetá"— la fe representa el tema central. "Prestad atención —
dice la fórmula que acompaña la entrega de la vela— para que vuestros
niños (...) vivan siempre como hijos de la luz; y, perseverando en la fe,
salgan al encuentro del Señor que viene"; "Que el Señor Jesús —sigue
diciendo el celebrante en el rito del "effetá"— te conceda la gracia de
escuchar pronto su palabra y de profesar tu fe, para alabanza y gloria de
Dios Padre". Todo concluye, después, con la bendición final, que recuerda
una vez más a los padres su compromiso de ser para sus hijos "los
primeros testigos de la fe".
Queridos amigos, para estos niños hoy es un gran día. Con el
Bautismo, al participar en la muerte y resurrección de Cristo, comienzan
con él la aventura gozosa y entusiasmante del discípulo. La liturgia la
presenta como una experiencia de luz. De hecho, al entregar a cada uno la
vela encendida en el cirio pascual, la Iglesia afirma: "Recibid la luz de
Cristo". El Bautismo ilumina con la luz de Cristo, abre los ojos a su
resplandor e introduce en el misterio de Dios a través de la luz divina de la
fe. En esta luz los niños que van a ser bautizados tendrán que caminar
durante toda la vida, con la ayuda de las palabras y el ejemplo de los
padres, de los padrinos y madrinas. Estos tendrán que esforzarse por
alimentar con palabras y con el testimonio de su vida las antorchas de la fe
de los niños para que pueda resplandecer en este mundo, que con
frecuencia camina a tientas en las tinieblas de la duda, y llevar la luz del
Evangelio que es vida y esperanza. Sólo así, ya adultos, podrán pronunciar
con plena conciencia la fórmula que aparece al final de la profesión de fe
de este rito: "Esta es nuestra fe. Esta es la fe de la Iglesia. Y nosotros nos
gloriamos de profesarla en Cristo Jesús, nuestro Señor".
También en nuestros días la fe es un don que hay que volver a
descubrir, cultivar y testimoniar. Que en esta celebración del Bautismo el
Señor nos conceda a todos la gracia de vivir la belleza y la alegría de ser
cristianos para que podamos introducir a los niños bautizados en la
plenitud de la adhesión a Cristo. Encomendemos a estos pequeños a la
intercesión materna de la Virgen María. Pidámosle a ella que, revestidos
con el vestido blanco, signo de su nueva dignidad de hijos de Dios, sean
durante toda su vida fieles discípulos de Cristo y valientes testigos del
Evangelio. Amén.

BAUTISMO: LLEGAR A SER HIJOS DE DIOS Y HERMANOS


20100110. Ángelus
Esta mañana, durante la santa misa celebrada en la Capilla Sixtina, he
administrado el sacramento del Bautismo a varios recién nacidos. Esta
costumbre está unida a la fiesta del Bautismo del Señor, con la que se
concluye el tiempo litúrgico de la Navidad. El Bautismo expresa muy bien
el sentido global de las festividades navideñas, en las que el tema de
llegar a ser hijos de Dios gracias a la venida del Hijo unigénito en nuestra
12
humanidad constituye un elemento dominante. Él se hizo hombre para que
nosotros podamos llegar a ser hijos de Dios. Dios nació para que nosotros
podamos renacer. Estos conceptos aparecen continuamente en los textos
litúrgicos navideños y constituyen un motivo entusiasmante de reflexión y
esperanza. Pensemos en lo que escribe san Pablo a los Gálatas: "Envió
Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que
se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva" (Ga
4, 4-5); o en lo que dice san Juan en el Prólogo de su Evangelio: "A todos
los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios" (Jn 1, 12).
Este estupendo misterio, que constituye nuestro "segundo nacimiento" —
el renacimiento de un ser humano de lo alto, de Dios (cf. Jn 3, 1-8)— se
realiza y se resume en el signo sacramental del Bautismo.
Con este sacramento el hombre se convierte realmente en hijo, en hijo
de Dios. Desde ese momento el fin de su existencia consiste en alcanzar
de manera libre y consciente aquello que desde el inicio era y es el destino
del hombre. "Conviértete en lo que eres", constituye el principio educativo
básico de la persona humana redimida por la gracia. Este principio tiene
muchas analogías con el crecimiento humano, en el que la relación de los
padres con los hijos pasa, a través de alejamientos y crisis, de la
dependencia total a la conciencia de ser hijo, al agradecimiento por el don
de la vida recibida, y a la madurez y la capacidad de dar la vida.
Engendrado por el Bautismo a una nueva vida, también el cristiano
comienza su camino de crecimiento en la fe que lo llevará a invocar
conscientemente a Dios como "Abbá - Padre", a dirigirse a él con gratitud
y a vivir la alegría de ser su hijo.
Del Bautismo deriva también un modelo de sociedad: la de los
hermanos. La fraternidad no se puede establecer mediante una ideología y
mucho menos por decreto de un poder constituido. Nos reconocemos
hermanos a partir de la humilde y profunda conciencia del ser hijos del
único Padre celestial. Como cristianos, gracias al Espíritu Santo, recibido
en el Bautismo, se nos ha concedido el don y el compromiso de vivir
como hijos de Dios y como hermanos, para ser como "levadura" de una
humanidad nueva, solidaria y llena de paz y esperanza. En esto nos ayuda
la conciencia de tener, además de un Padre en los cielos, también una
madre, la Iglesia, de la que la Virgen María es modelo perenne. A ella le
encomendamos los niños recién bautizados y sus familias, y le pedimos
para todos la alegría de renacer cada día "de lo alto", del amor de Dios,
que nos hace sus hijos y hermanos entre nosotros.

LA FE NO ES OBSTÁCULO A LA LIBERTAD E INVESTIGACIÓN


20100115. Discurso. A la Congregación para la Doctrina de la Fe
En el valioso servicio que prestáis al Vicario de Cristo, quiero recordar
también que la Congregación para la doctrina de la fe, en septiembre de
2008, publicó la Instrucción Dignitas personae sobre algunas cuestiones
13
de bioética. Después de la encíclica Evangelium vitae del siervo de Dios
Juan Pablo II en marzo de 1995, este documento doctrinal, centrado en el
tema de la dignidad de la persona, creada en Cristo y por Cristo,
representa un nuevo punto firme en el anuncio del Evangelio, en plena
continuidad con la Instrucción Donum vitae, publicada por este dicasterio
en febrero de 1987.
En temas tan delicados y actuales, como los que se refieren a la
procreación y a las nuevas propuestas terapéuticas que conllevan la
manipulación del embrión y del patrimonio genético humano, la
Instrucción ha recordado que "el valor ético de la ciencia biomédica se
mide tanto con referencia al respeto incondicional debido a cada ser
humano, en todos los momentos de su existencia, como a la tutela de la
especificidad de los actos personales que transmiten la vida" (Dignitas
personae, n. 10). De este modo el Magisterio de la Iglesia pretende dar su
contribución a la formación de la conciencia, no sólo de los creyentes,
sino de cuantos buscan la verdad y aceptan argumentaciones que proceden
de la fe, pero también de la propia razón. La Iglesia, al proponer
valoraciones morales para la investigación biomédica sobre la vida
humana, se vale de la luz tanto de la razón como de la fe (cf. ib., n. 3),
pues tiene la convicción de que "la fe no sólo acoge y respeta lo que es
humano, sino que también lo purifica, lo eleva y lo perfecciona" (ib., n. 7).
En este contexto se da también una respuesta a la mentalidad
generalizada según la cual la fe se presenta como obstáculo a la libertad y
a la investigación científica, porque estaría constituida por un conjunto de
prejuicios que viciarían la comprensión objetiva de la realidad. Frente a
esta postura, que tiende a sustituir la verdad con el consenso, frágil y
fácilmente manipulable, la fe cristiana da en cambio una contribución
verdadera también en el ámbito ético-filosófico, no proporcionando
soluciones ya preparadas a problemas concretos, como la investigación y
la experimentación biomédica, sino proponiendo perspectivas morales
fiables dentro de las cuales la razón humana puede buscar y encontrar
soluciones válidas.
Hay, de hecho, determinados contenidos de la revelación cristiana que
arrojan luz sobre las cuestiones bioéticas: el valor de la vida humana, la
dimensión relacional y social de la persona, la conexión entre los aspectos
unitivo y procreativo de la sexualidad, la centralidad de la familia fundada
en el matrimonio entre un hombre y una mujer. Estos contenidos, inscritos
en el corazón del hombre, también son comprensibles racionalmente como
elementos de la ley moral natural y pueden hallar acogida también entre
quienes no se reconocen en la fe cristiana.
La ley moral natural no es exclusiva o predominantemente
confesional, aunque la Revelación cristiana y la realización del hombre en
el misterio de Cristo ilumine y desarrolle en plenitud su doctrina. Como
afirma el Catecismo de la Iglesia católica, la ley moral natural "indica los
preceptos primeros y esenciales que rigen la vida moral" (n. 1955).
Fundada en la naturaleza humana misma y accesible a toda criatura
racional, constituye así la base para entrar en diálogo con todos los
14
hombres que buscan la verdad y, más en general, con la sociedad civil y
secular. Esta ley, inscrita en el corazón de cada hombre, toca uno de los
nudos esenciales de la reflexión misma sobre el derecho e interpela
igualmente la conciencia y la responsabilidad de los legisladores.

RECUERDOS DEL SEMINARIO Y ORDENACIÓN SACERDOTAL


20100117. Discurso. Concesión de ciudadanía de Freising
En esta ocasión aflora a mi mente un horizonte lleno de imágenes y
recuerdos. Usted ha citado varios, querido señor alcalde. Quiero retomar
algunos ejemplos. Ante todo, el 3 de enero de 1946. Después de una larga
espera, por fin había llegado el momento para el seminario de Freising de
abrir sus puertas a cuantos regresaban. De hecho, todavía era un lazareto
para ex prisioneros de guerra, pero ya podíamos comenzar. Ese momento
representaba un viraje en la vida: estar en el camino al que nos sentíamos
llamados. Viéndolo desde la perspectiva de hoy, vivíamos de modo muy
"anticuado" y privado de comodidades: estábamos en dormitorios, en
salas de estudio, etc., pero éramos felices, no sólo porque habíamos
escapado por fin a las miserias y las amenazas de la guerra y del dominio
nazi, sino también porque éramos libres y, sobre todo, porque estábamos
en el camino al que nos sentíamos llamados. Sabíamos que Cristo era más
fuerte que la tiranía, que el poder de la ideología nazi y de sus
mecanismos de opresión. Sabíamos que el tiempo y el futuro pertenecen a
Cristo, y sabíamos que él nos había llamado y nos necesitaba, que tenía
necesidad de nosotros. Sabíamos que la gente de aquellos tiempos
cambiados nos esperaba, esperaba sacerdotes que llegaran con un nuevo
impulso de fe para construir la casa viva de Dios.
En esta ocasión debo elevar un pequeño himno de alabanza también al
viejo ateneo, del que formé parte, primero como estudiante y después
como profesor. Había estudiosos muy serios, algunos incluso de fama
internacional, pero lo más importante —a mi parecer— es que no eran s
estudiosos, sino también maestros, personas que no ofrecían solamente las
primicias de su especialización, sino personas a las que interesaba dar a
los estudiantes lo esencial, el pan sano que necesitaban para recibir la fe
desde dentro. Y era importante que nosotros —si ahora puedo decir
nosotros— no nos sentíamos expertos individualmente, sino como parte
de un conjunto; que cada uno de nosotros trabajaba en el conjunto de la
teología; que con nuestra labor debía hacerse visible la lógica de la fe
como unidad, y, de ese modo, crecer la capacidad de dar razón de nuestra
fe, como dice san Pedro (1 P 3, 15), de transmitirla en un tiempo nuevo,
en un contexto de nuevos desafíos.
La segunda imagen que quiero retomar es el día de la ordenación
sacerdotal. La catedral siempre fue el centro de nuestra vida, al igual que
en el seminario éramos una familia y fue el padre Höck quien hizo de
nosotros una verdadera familia. La catedral era el centro y en el día
inolvidable de la ordenación sacerdotal se convirtió en el centro para toda
15
la vida. Son tres los momentos que me quedaron especialmente grabados.
El primero, estar postrados en el suelo durante las letanías de los santos.
Al estar así postrados, se toma una vez más conciencia de toda nuestra
pobreza y uno se pregunta: ¿soy realmente capaz? Y al mismo tiempo
resuenan los nombres de todos los santos de la historia y la imploración de
los fieles: "Escúchanos; ayúdalos". Así crece la conciencia: sí, soy débil e
inadecuado, pero no estoy solo, hay otros conmigo, toda la comunidad de
los santos está conmigo, me acompañan y, por lo tanto, puedo recorrer este
camino y convertirme en compañero y guía para los demás.
El segundo, la imposición de las manos por parte del anciano y
venerable cardenal Faulhaber —que me impuso las manos a mí, y a todos,
de modo profundo e intenso— y la conciencia de que es el Señor quien
impone sus manos sobre mí y dice: me perteneces, no te perteneces
simplemente a ti mismo, te quiero, estás a mi servicio; pero también la
conciencia de que esta imposición de las manos es una gracia, que no crea
sólo obligaciones, sino que por encima de todo es un don, que él está
conmigo y que su amor me protege y me acompaña. Después seguía el
viejo rito, en el que el poder de perdonar los pecados se confería en un
momento aparte, que comenzaba cuando el obispo decía, con las palabras
del Señor: "Ya no os llamo siervos; a vosotros os llamo amigos". Y yo
sabía —nosotros sabíamos— que no es sólo una cita de Juan 15, sino una
palabra actual que el Señor me está dirigiendo ahora. Él me acepta como
amigo; estoy en esta relación de amistad; él me ha otorgado su confianza,
y en esta amistad puedo actuar y hacer que otros lleguen a ser amigos de
Cristo.

EL DECÁLOGO, ANTORCHA DE LA ÉTICA


20100117. Visita a la comunidad judía en la Sinagoga de Roma
«El Señor ha estado grande con ellos".
El Señor ha estado grande con nosotros,
y estamos alegres» (Sal 126)
«Ved: qué dulzura, qué delicia
convivir los hermanos unidos» (Sal 133)

1. Al inicio del encuentro en el Templo mayor de los judíos de Roma,


los Salmos que hemos escuchado nos sugieren la actitud espiritual más
auténtica para vivir este particular y feliz momento de gracia: la alabanza
al Señor, que ha estado grande con nosotros, nos ha reunido aquí con su
Hèsed, el amor misericordioso, y el agradecimiento por habernos dado el
don de encontrarnos juntos para hacer más firmes los vínculos que nos
unen y seguir recorriendo el camino de la reconciliación y de la
fraternidad.
2. La doctrina del concilio Vaticano II ha representado para los
católicos un punto firme al que referirse constantemente en la actitud y en
las relaciones con el pueblo judío, marcando una etapa nueva y
significativa. El acontecimiento conciliar dio un impulso decisivo al
16
compromiso de recorrer un camino irrevocable de diálogo, de fraternidad
y de amistad, camino que se ha profundizado y desarrollado en estos
cuarenta años con pasos y gestos importantes y significativos…
Además, la Iglesia no ha dejado de deplorar las faltas de sus hijos e
hijas, pidiendo perdón por todo aquello que ha podido favorecer de algún
modo las heridas del antisemitismo y del antijudaísmo (cf. Comisión para
las relaciones religiosas con el judaísmo, Nosotros recordamos: una
reflexión sobre la Shoah, 16 de marzo de 1998). Que estas heridas se
cicatricen para siempre. Vuelve a la mente la apremiante oración del Papa
Juan Pablo II ante el Muro del Templo, en Jerusalén, el 26 de marzo de
2000, que resuena verdadera y sincera en lo profundo de nuestro corazón:
"Dios de nuestros padres, tú has elegido a Abraham y a su descendencia
para que tu Nombre fuera dado a conocer a las naciones: nos duele
profundamente el comportamiento de cuantos, en el curso de la historia,
han hecho sufrir a estos hijos tuyos y, a la vez que te pedimos perdón,
queremos comprometernos en una auténtica fraternidad con el pueblo de
la Alianza".
3. El paso del tiempo nos permite reconocer que el siglo XX fue una
época verdaderamente trágica para la humanidad: guerras sangrientas que
sembraron más destrucción, muerte y dolor que nunca; ideologías terribles
que hundían sus raíces en la idolatría del hombre, de la raza, del Estado, y
que llevaron una vez más al hermano a matar al hermano. El drama
singular y desconcertante del Holocausto representa, de algún modo, el
culmen de un camino de odio que nace cuando el hombre olvida a su
Creador y se pone a sí mismo en el centro del universo. Como dije en la
visita del 28 de mayo de 2006 en el campo de concentración de
Auschwitz, que sigue profundamente grabada en mi memoria, "los
potentados del Tercer Reich querían aplastar al pueblo judío en su
totalidad" y, en el fondo, "con la aniquilación de este pueblo (...), querían
matar a aquel Dios que llamó a Abraham, que hablando en el Sinaí
estableció los criterios para orientar a la humanidad, criterios que son
válidos para siempre" (Discurso en el campo de concentración de
Auschwitz-Birkenau: L'Osservatore Romano, edición en lengua española,
9 de junio de 2006, p. 15).
En este lugar, ¿cómo no recordar a los judíos romanos que fueron
arrancados de estas casas, ante estas paredes, y con horrenda saña fueron
asesinados en Auschwitz? ¿Cómo es posible olvidar sus rostros, sus
nombres, las lágrimas, la desesperación de hombres, mujeres y niños? El
exterminio del pueblo de la Alianza de Moisés, primero anunciado y
después sistemáticamente programado y realizado en la Europa dominada
por los nazis, aquel día también alcanzó trágicamente a Roma. Por
desgracia, muchos permanecieron indiferentes; pero muchos, también
entre los católicos italianos, sostenidos por la fe y por la enseñanza
cristiana, reaccionaron con valor, abriendo sus brazos para socorrer a los
judíos perseguidos y fugitivos, a menudo arriesgando su propia vida, y
merecen una gratitud perenne. También la Sede Apostólica llevó a cabo
una acción de socorro, a menudo oculta y discreta.
17
La memoria de estos acontecimientos debe impulsarnos a reforzar los
vínculos que nos unen para que crezcan cada vez más la comprensión, el
respeto y la acogida.
4. Nuestra cercanía y fraternidad espirituales tienen en la Sagrada
Biblia —en hebreo Sifre Qodesh o "Libros de Santidad"— el fundamento
más sólido y perenne, sobre cuya base nos hallamos constantemente ante
nuestras raíces comunes, ante la historia y el rico patrimonio espiritual que
compartimos. Escrutando su misterio, la Iglesia, pueblo de Dios de la
Nueva Alianza, descubre su propio vínculo profundo con los judíos,
elegidos por el Señor los primeros entre todos para acoger su palabra (cf.
Catecismo de la Iglesia católica, n. 839). "A diferencia de las otras
religiones no cristianas, la fe judía ya es una respuesta a la revelación de
Dios en la Antigua Alianza. Pertenecen al pueblo judío "la adopción filial,
la gloria, las alianzas, la legislación, el culto, las promesas, y los
patriarcas; de todo lo cual procede Cristo según la carne" (Rm 9, 4-5)
porque "los dones y la vocación de Dios son irrevocables" (Rm 11, 29)"
(ib.).
5. Numerosas pueden ser las implicaciones que se derivan de la
herencia común tomada de la Ley y de los Profetas. Quisiera recordar
algunas: ante todo, la solidaridad que une a la Iglesia y al pueblo judío "a
nivel de su misma identidad" espiritual, y que ofrece a los cristianos la
oportunidad de promover "un renovado respeto por la interpretación judía
del Antiguo Testamento" (cf. Pontificia Comisión Bíblica, El pueblo judío
y sus Sagradas Escrituras en la Biblia cristiana, 2001, pp. 12 y 55); la
centralidad del Decálogo como mensaje ético común de valor perenne
para Israel, la Iglesia, los no creyentes y la humanidad entera; el
compromiso por preparar o realizar el reino del Altísimo en el "cuidado de
la creación" confiada por Dios al hombre para que la cultive y la custodie
responsablemente (cf. Gn 2, 15).
6. En particular, el Decálogo —las "Diez Palabras" o Diez
Mandamientos (cf. Ex 20, 1-17; Dt 5, 1-21)—, que procede de la Torá de
Moisés, constituye la antorcha de la ética, de la esperanza y del diálogo,
estrella polar de la fe y de la moral del pueblo de Dios, e ilumina y guía
también el camino de los cristianos. Constituye un faro y una norma de
vida en la justicia y en el amor, un "gran código" ético para toda la
humanidad. Las "Diez Palabras" iluminan el bien y el mal, lo verdadero y
lo falso, lo justo y lo injusto, según los criterios de la conciencia recta de
toda persona humana. Jesús mismo lo repitió en varias ocasiones,
subrayando que es necesario un compromiso concreto siguiendo el camino
de los Mandamientos: "Si quieres entrar en la vida, guarda los
Mandamientos" (Mt 19, 17). Desde esta perspectiva, hay varios campos de
colaboración y testimonio. Quisiera recordar tres particularmente
importantes para nuestro tiempo.
Las "Diez Palabras" exigen reconocer al único Señor, superando la
tentación de construirse otros ídolos, de hacerse becerros de oro. En
nuestro mundo, muchos no conocen a Dios o lo consideran superfluo, sin
relevancia para la vida; así, se han fabricado otros dioses nuevos ante los
18
que se postra el hombre. Despertar en nuestra sociedad la apertura a la
dimensión trascendente, dar testimonio del único Dios es un servicio
precioso que judíos y cristianos pueden y deben prestar juntos.
Las "Diez Palabras" exigen respeto, protección de la vida contra toda
injusticia y abuso, reconociendo el valor de toda persona humana, creada a
imagen y semejanza de Dios. ¡Cuántas veces, en todas las partes de la
tierra, cercanas o lejanas, se sigue pisoteando la dignidad, la libertad y los
derechos del ser humano! Testimoniar juntos el valor supremo de la vida
contra todo egoísmo es dar una aportación importante para un mundo en el
que reine la justicia y la paz, el "shalom" deseado por los legisladores, los
profetas y los sabios de Israel.
Las "Diez Palabras" exigen conservar y promover la santidad de la
familia, en la cual el "sí" personal y recíproco, fiel y definitivo, del
hombre y de la mujer abre el espacio para el futuro, para la auténtica
humanidad de cada uno, y se abre, al mismo tiempo, al don de una nueva
vida. Testimoniar que la familia sigue siendo la célula esencial de la
sociedad y el contexto básico en el que se aprenden y practican las
virtudes humanas es un servicio precioso que se ha de prestar para la
construcción de un mundo de rostro más humano.
7. Como enseña Moisés en el Shemá (cf. Dt 6, 5; Lv 19, 34), y como
afirma Jesús en el Evangelio (cf. Mc12, 29-31), todos los mandamientos
se resumen en el amor a Dios y en la misericordia hacia el prójimo. Esta
regla compromete a judíos y cristianos a practicar en nuestro tiempo una
generosidad especial con los pobres, las mujeres, los niños, los
extranjeros, los enfermos, los débiles, los necesitados. En la tradición
judía hay un admirable dicho de los padres de Israel: "Simón el Justo solía
decir: "El mundo se funda en tres cosas: la Torá, el culto y los actos de
misericordia"" (Aboth 1, 2). Con la práctica de la justicia y de la
misericordia, judíos y cristianos están llamados a anunciar y a dar
testimonio del reino del Altísimo que viene, y por el que rezamos y
trabajamos cada día en la esperanza.
8. En esta dirección podemos dar pasos juntos, conscientes de las
diferencias que existen entre nosotros, pero también de que, si logramos
unir nuestros corazones y nuestras manos para responder a la llamada del
Señor, su luz se hará más cercana para iluminar a todos los pueblos de la
tierra.
9. Cristianos y judíos tienen en común gran parte de su patrimonio
espiritual, rezan al mismo Señor, tienen las mismas raíces, pero con
frecuencia se desconocen mutuamente. Nos corresponde a nosotros,
respondiendo a la llamada de Dios, trabajar para que quede siempre
abierto el espacio del diálogo, del respeto recíproco, del crecimiento en la
amistad, del testimonio común ante los desafíos de nuestro tiempo, que
nos invitan a colaborar por el bien de la humanidad en este mundo creado
por Dios, el Omnipotente y el Misericordioso.
10. Nuevamente elevo a él la acción de gracias y la alabanza por este
encuentro, pidiéndole que refuerce nuestra fraternidad y haga más firme
nuestro entendimiento.
19
«Alabad al Señor, todas las naciones,
aclamadlo, todos los pueblos.
Firme es su misericordia con nosotros,
su fidelidad dura por siempre.
Aleluya» (Sal 117).

ECUMENISMO: VOSOTROS SOIS TESTIGOS DE TODO ESTO


20100120. Audiencia. Semana por la unidad de los cristianos

Estamos a mitad de la Semana de oración por la unidad de los


cristianos, una iniciativa ecuménica, que se ha ido estructurando desde
hace más de un siglo, y que cada año llama la atención sobre un tema, el
de la unidad visible entre los cristianos, que implica la conciencia y
estimula el compromiso de quienes creen en Cristo. Y lo hace, ante todo,
con la invitación a la oración, como imitación de Jesús mismo, que pide al
Padre para sus discípulos: "Que sean uno, para que el mundo crea" (Jn 17,
21). La exhortación perseverante a la oración por la comunión plena entre
los seguidores del Señor manifiesta la orientación más auténtica y
profunda de toda la búsqueda ecuménica, porque la unidad es ante todo
don de Dios. En efecto, como afirma el concilio Vaticano II: "El santo
propósito de reconciliar a todos los cristianos en la unidad de la una y
única Iglesia de Cristo excede las fuerzas humanas" (Unitatis
redintegratio, 24). Por lo tanto, además de nuestro esfuerzo por desarrollar
relaciones fraternas y promover el diálogo para aclarar y resolver las
divergencias que separan a las Iglesias y las comunidades eclesiales, es
necesaria la confiada y concorde invocación al Señor.
El tema de este año está tomado del Evangelio de san Lucas, de las
últimas palabras de Cristo Resucitado a sus discípulos: "Vosotros sois
testigos de todo esto" (Lc 24, 48). La propuesta del tema la pidió el
Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos, de
acuerdo con la Comisión Fe y Constitución del Consejo mundial de
Iglesias, a un grupo ecuménico de Escocia. Hace un siglo la Conferencia
mundial para la consideración de los problemas relativos al mundo no
cristiano tuvo lugar precisamente en Edimburgo, Escocia, del 13 al 24 de
junio de 1910. Entre los problemas que se discutieron entonces estaba el
de la dificultad objetiva de proponer con credibilidad el anuncio
evangélico al mundo no cristiano por parte de los cristianos divididos
entre sí. Si a un mundo que no conoce a Cristo, que se ha alejado de él o
que se muestra indiferente al Evangelio, los cristianos se presentan
desunidos, más aún, con frecuencia contrapuestos, ¿será creíble el anuncio
de Cristo como único Salvador del mundo y nuestra paz? La relación entre
unidad y misión ha representado desde ese momento una dimensión
esencial de toda la acción ecuménica y su punto de partida. Y por esta
aportación específica esa Conferencia de Edimburgo es uno de los
20
puntales del ecumenismo moderno. La Iglesia católica, en el concilio
Vaticano II, retomó y confirmó con vigor esta perspectiva, afirmando que
la división entre los discípulos de Jesús no sólo "contradice clara y
abiertamente la voluntad de Cristo, sino que además es un escándalo para
el mundo y perjudica a la causa santísima de predicar el Evangelio a toda
criatura" (Unitatis redintegratio, 1).
En ese contexto teológico y espiritual se sitúa el tema propuesto para
esta Semana dedicada a la meditación y la oración: la exigencia de un
testimonio común de Cristo. El breve texto propuesto como tema,
"Vosotros sois testigos de todo esto", hay que leerlo en el contexto de todo
el capítulo 24 del Evangelio según san Lucas. Recordemos brevemente el
contenido de este capítulo. Primero las mujeres van al sepulcro, ven los
signos de la resurrección de Jesús y anuncian lo que han visto a los
Apóstoles y a los demás discípulos (v. 8); después el mismo Jesús
resucitado se aparece a los discípulos de Emaús en el camino, luego a
Simón Pedro y, sucesivamente, "a los Once y a los que estaban con ellos"
(v. 33). Les abre la mente para que comprendan las Escrituras acerca de su
muerte redentora y su resurrección, afirmando que "se predicará en su
nombre a todas las naciones la conversión para el perdón de los pecados"
(v. 47). A los discípulos que se encuentran "reunidos" y que han sido
testigos de su misión, el Señor resucitado les promete el don del Espíritu
Santo (cf. v. 49), a fin de que juntos lo testimonien a todas las naciones.
De ese imperativo -"de todo esto", de esto vosotros sois testigos (cf. Lc 24,
48)-, que es el tema de esta Semana de oración por la unidad de los
cristianos, brotan para nosotros dos preguntas. La primera: ¿qué es "todo
esto"? La segunda: ¿cómo podemos nosotros ser testigos de "todo esto"?
Si nos fijamos en el contexto del capítulo, "todo esto" significa ante
todo la cruz y la resurrección: los discípulos han visto la crucifixión del
Señor, ven al Resucitado y así comienzan a entender todas las Escrituras
que hablan del misterio de la pasión y del don de la resurrección. "Todo
esto", por lo tanto, es el misterio de Cristo, del Hijo de Dios hecho
hombre, que murió por nosotros y resucitó, que vive para siempre y, de
ese modo, es garantía de nuestra vida eterna.
Pero conociendo a Cristo —este es el punto esencial— conocemos el
rostro de Dios. Cristo es sobre todo la revelación de Dios. En todos los
tiempos, los hombres perciben la existencia de Dios, un Dios único, pero
que está lejos y no se manifiesta. En Cristo este Dios se muestra, el Dios
lejano se convierte en cercano. Por lo tanto, "todo esto" es, principalmente
el misterio de Cristo, Dios que se ha hecho cercano a nosotros. Esto
implica otra dimensión: Cristo nunca está solo; él vino entre nosotros,
murió solo, pero resucitó para atraer a todos hacia sí. Cristo, como dice la
Escritura, se crea un cuerpo, reúne a toda la humanidad en su realidad de
la vida inmortal. Y así, en Cristo, que reúne a la humanidad, conocemos el
futuro de la humanidad: la vida eterna. De manera que todo esto es muy
sencillo, en definitiva: conocemos a Dios conociendo a Cristo, su cuerpo,
el misterio de la Iglesia y la promesa de la vida eterna.
21
Pasemos ahora a la segunda pregunta. ¿Cómo podemos nosotros ser
testigos de "todo esto"? Sólo podemos ser testigos conociendo a Cristo y,
conociendo a Cristo, conociendo también a Dios. Pero conocer a Cristo
implica ciertamente una dimensión intelectual —aprender cuanto
conocemos de Cristo— pero siempre es mucho más que un proceso
intelectual: es un proceso existencial, es un proceso de la apertura de mi
yo, de mi transformación por la presencia y la fuerza de Cristo, y así
también es un proceso de apertura a todos los demás que deben ser cuerpo
de Cristo. De este modo, es evidente que conocer a Cristo, como proceso
intelectual y sobre todo existencial, es un proceso que nos hace testigos.
En otras palabras, sólo podemos ser testigos si a Cristo lo conocemos de
primera mano y no solamente por otros, en nuestra propia vida, por
nuestro encuentro personal con Cristo. Encontrándonos con él realmente
en nuestra vida de fe nos convertimos en testigos y así podemos contribuir
a la novedad del mundo, a la vida eterna. El Catecismo de la Iglesia
católica nos da una indicación también para entender el contenido de
"todo esto". La Iglesia ha reunido y resumido lo esencial de cuanto el
Señor nos ha dado en la Revelación, en el "Símbolo llamado niceno-
constantinopolitano, que debe su gran autoridad al hecho de que es fruto
de los dos primeros concilios ecuménicos (325 y 381)" (n. 195). El
Catecismo precisa que este Símbolo "sigue siendo todavía hoy común a
todas las grandes Iglesias de Oriente y Occidente" (ib.). En este Símbolo,
por lo tanto, se encuentran las verdades de fe que los cristianos pueden
profesar y testimoniar juntos, para que el mundo crea, manifestando, con
el deseo y el compromiso de superar las divergencias existentes, la
voluntad de caminar hacia la comunión plena, la unidad del Cuerpo de
Cristo.

LA IGLESIA, CUERPO DE CRISTO


20100124. Ángelus
Entre las lecturas bíblicas de la liturgia de hoy está el célebre texto de
la primera carta a los Corintios en el que san Pablo compara a la Iglesia
con el cuerpo humano. El Apóstol escribe: "Del mismo modo que el
cuerpo es uno, aunque tiene muchos miembros, y todos los miembros del
cuerpo, no obstante su pluralidad, no forman más que un solo cuerpo, así
también Cristo. Porque en un solo Espíritu hemos sido todos bautizados,
para no formar más que un cuerpo, judíos y griegos, esclavos y libres. Y
todos hemos bebido de un solo Espíritu" (1 Co 12, 12-13). La Iglesia es
concebida como el cuerpo, cuya cabeza es Cristo, y forma con él una
unidad. Sin embargo, lo que al Apóstol le interesa comunicar es la idea de
la unidad en la multiplicidad de los carismas, que son los dones del
Espíritu Santo. Gracias a ellos, la Iglesia se presenta como un organismo
rico y vital, no uniforme, fruto del único Espíritu que lleva a todos a una
unidad profunda, asumiendo las diversidades sin abolirlas y realizando un
conjunto armonioso. La Iglesia prolonga en la historia la presencia del
Señor resucitado, especialmente mediante los sacramentos, la Palabra de
22
Dios, los carismas y los ministerios distribuidos en la comunidad. Por eso,
precisamente en Cristo y en el Espíritu la Iglesia es una y santa, es decir,
una íntima comunión que trasciende las capacidades humanas y las
sostiene.

EL SACERDOTE Y LA PASTORAL EN EL MUNDO DIGITAL


20100124. Mensaje. Jornada comunicaciones sociales 20100516
El tema de la próxima Jornada Mundial de las Comunicaciones
Sociales –«El sacerdote y la pastoral en el mundo digital: los nuevos
medios al servicio de la Palabra»– se inserta muy apropiadamente en el
camino del Año Sacerdotal, y pone en primer plano la reflexión sobre un
ámbito pastoral vasto y delicado como es el de la comunicación y el
mundo digital, ofreciendo al sacerdote nuevas posibilidades de realizar su
particular servicio a la Palabra y de la Palabra. Las comunidades
eclesiales, han incorporado desde hace tiempo los nuevos medios de
comunicación como instrumentos ordinarios de expresión y de contacto
con el propio territorio, instaurado en muchos casos formas de diálogo aún
de mayor alcance. Su reciente y amplia difusión, así como su notable
influencia, hacen cada vez más importante y útil su uso en el ministerio
sacerdotal.
La tarea primaria del sacerdote es la de anunciar a Cristo, la Palabra de
Dios hecha carne, y comunicar la multiforme gracia divina que nos salva
mediante los Sacramentos. La Iglesia, convocada por la Palabra, es signo e
instrumento de la comunión que Dios establece con el hombre y que cada
sacerdote está llamado a edificar en Él y con Él. En esto reside la altísima
dignidad y belleza de la misión sacerdotal, en la que se opera de manera
privilegiada lo que afirma el apóstol Pablo: «Dice la Escritura: “Nadie que
cree en Él quedará defraudado”… Pues “todo el que invoca el nombre del
Señor se salvará”. Ahora bien, ¿cómo van a invocarlo si no creen en Él?
¿Cómo van a creer si no oyen hablar de Él? ¿Y cómo van a oír sin alguien
que les predique? ¿Y cómo van a predicar si no los envían?» (Rm
10,11.13-15).
Las vías de comunicación abiertas por las conquistas tecnológicas se
han convertido en un instrumento indispensable para responder
adecuadamente a estas preguntas, que surgen en un contexto de grandes
cambios culturales, que se notan especialmente en el mundo juvenil. En
verdad el mundo digital, ofreciendo medios que permiten una capacidad
de expresión casi ilimitada, abre importantes perspectivas y actualiza la
exhortación paulina: «¡Ay de mí si no anuncio el Evangelio!» (1 Co 9,16).
Así pues, con la difusión de esos medios, la responsabilidad del anuncio
no solamente aumenta, sino que se hace más acuciante y reclama un
compromiso más intenso y eficaz. A este respecto, el sacerdote se
encuentra como al inicio de una «nueva historia», porque en la medida en
que estas nuevas tecnologías susciten relaciones cada vez más intensas, y
cuanto más se amplíen las fronteras del mundo digital, tanto más se verá
23
llamado a ocuparse pastoralmente de este campo, multiplicando su
esfuerzo para poner dichos medios al servicio de la Palabra.
Sin embargo, la creciente multimedialidad y la gran variedad de
funciones que hay en la comunicación, pueden comportar el riesgo de un
uso dictado sobre todo por la mera exigencia de hacerse presentes,
considerando internet solamente, y de manera errónea, como un espacio
que debe ocuparse. Por el contrario, se pide a los presbíteros la capacidad
de participar en el mundo digital en constante fidelidad al mensaje del
Evangelio, para ejercer su papel de animadores de comunidades que se
expresan cada vez más a través de las muchas «voces» surgidas en el
mundo digital. Deben anunciar el Evangelio valiéndose no sólo de los
medios tradicionales, sino también de los que aporta la nueva generación
de medios audiovisuales (foto, vídeo, animaciones, blogs, sitios web),
ocasiones inéditas de diálogo e instrumentos útiles para la evangelización
y la catequesis.
El sacerdote podrá dar a conocer la vida de la Iglesia mediante estos
modernos medios de comunicación, y ayudar a las personas de hoy a
descubrir el rostro de Cristo. Para ello, ha de unir el uso oportuno y
competente de tales medios –adquirido también en el período de
formación– con una sólida preparación teológica y una honda
espiritualidad sacerdotal, alimentada por su constante diálogo con el
Señor. En el contacto con el mundo digital, el presbítero debe trasparentar,
más que la mano de un simple usuario de los medios, su corazón de
consagrado que da alma no sólo al compromiso pastoral que le es propio,
sino al continuo flujo comunicativo de la «red».
También en el mundo digital, se debe poner de manifiesto que
la solicitud amorosa de Dios en Cristo por nosotros no es algo del pasado,
ni el resultado de teorías eruditas, sino una realidad muy concreta y actual.
En efecto, la pastoral en el mundo digital debe mostrar a las personas de
nuestro tiempo y a la humanidad desorientada de hoy que «Dios está
cerca; que en Cristo todos nos pertenecemos mutuamente» (Discurso a la
Curia romana para el intercambio de felicitaciones navideñas, 21
diciembre 2009).
¿Quién mejor que un hombre de Dios puede desarrollar y poner en
práctica, a través de la propia competencia en el campo de los nuevos
medios digitales, una pastoral que haga vivo y actual a Dios en la realidad
de hoy? ¿Quién mejor que él para presentar la sabiduría religiosa del
pasado como una riqueza a la que recurrir para vivir dignamente el hoy y
construir adecuadamente el futuro? Quien trabaja como consagrado en los
medios, tiene la tarea de allanar el camino a nuevos encuentros,
asegurando siempre la calidad del contacto humano y la atención a las
personas y a sus auténticas necesidades espirituales. Le corresponde
ofrecer a quienes viven éste nuestro tiempo «digital» los signos necesarios
para reconocer al Señor; darles la oportunidad de educarse para la espera y
la esperanza, y de acercarse a la Palabra de Dios que salva y favorece el
desarrollo humano integral. La Palabra podrá así navegar mar adentro
hacia las numerosas encrucijadas que crea la tupida red de autopistas del
24
ciberespacio, y afirmar el derecho de ciudadanía de Dios en cada época,
para que Él pueda avanzar a través de las nuevas formas de comunicación
por las calles de las ciudades y detenerse ante los umbrales de las casas y
de los corazones y decir de nuevo: «Estoy a la puerta llamando. Si alguien
oye y me abre, entraré y cenaremos juntos» (Ap 3, 20).
En el Mensaje del año pasado animé a los responsables de los procesos
comunicativos a promover una cultura de respeto por la dignidad y el
valor de la persona humana. Ésta es una de las formas en que la Iglesia
está llamada a ejercer una «diaconía de la cultura» en el «continente
digital». Con el Evangelio en las manos y en el corazón, es necesario
reafirmar que hemos de continuar preparando los caminos que conducen a
la Palabra de Dios, sin descuidar una atención particular a quien está en
actitud de búsqueda. Más aún, procurando mantener viva esa búsqueda
como primer paso de la evangelización. Así, una pastoral en el mundo
digital está llamada a tener en cuenta también a quienes no creen y
desconfían, pero que llevan en el corazón los deseos de absoluto y de
verdades perennes, pues esos medios permiten entrar en contacto con
creyentes de cualquier religión, con no creyentes y con personas de todas
las culturas. Así como el profeta Isaías llegó a imaginar una casa de
oración para todos los pueblos (cf. Is 56,7), quizá sea posible imaginar que
podamos abrir en la red un espacio –como el «patio de los gentiles» del
Templo de Jerusalén– también a aquéllos para quienes Dios sigue siendo
un desconocido.
El desarrollo de las nuevas tecnologías y, en su dimensión más amplia,
todo el mundo digital, representan un gran recurso para la humanidad en
su conjunto y para cada persona en la singularidad de su ser, y un estímulo
para el debate y el diálogo. Pero constituyen también una gran
oportunidad para los creyentes. Ningún camino puede ni debe estar
cerrado a quien, en el nombre de Cristo resucitado, se compromete a
hacerse cada vez más prójimo del ser humano. Los nuevos medios, por
tanto, ofrecen sobre todo a los presbíteros perspectivas pastorales siempre
nuevas y sin fronteras, que lo invitan a valorar la dimensión universal de
la Iglesia para una comunión amplia y concreta; a ser testigos en el mundo
actual de la vida renovada que surge de la escucha del Evangelio de Jesús,
el Hijo eterno que ha habitado entre nosotros para salvarnos. No hay que
olvidar, sin embargo, que la fecundidad del ministerio sacerdotal deriva
sobre todo de Cristo, al que encontramos y escuchamos en la oración; al
que anunciamos con la predicación y el testimonio de la vida; al que
conocemos, amamos y celebramos en los sacramentos, sobre todo en el de
la Santa Eucaristía y la Reconciliación.
Queridos sacerdotes, os renuevo la invitación a asumir con sabiduría
las oportunidades específicas que ofrece la moderna comunicación. Que el
Señor os convierta en apasionados anunciadores de la Buena Noticia,
también en la nueva «ágora» que han dado a luz los nuevos medios de
comunicación.
25
EL TESTIMONIO NACE DEL ENCUENTRO CON CRISTO
20100125. Homilía. Conversión de San Pablo
Han pasado pocos meses desde que concluyó el Año dedicado a san
Pablo, que nos ha brindado la posibilidad de profundizar en su
extraordinaria obra de predicador del Evangelio y, como nos ha recordado
el tema de la Semana de oración por la unidad de los cristianos
—"Vosotros sois testigos de todo esto" (Lc 24, 48)—, en nuestra llamada a
ser misioneros del Evangelio. San Pablo, aun conservando una memoria
viva e intensa de su pasado de perseguidor de los cristianos, no duda en
definirse Apóstol. El fundamento de ese título, para él, es el encuentro con
Cristo resucitado en el camino de Damasco, que constituye también el
inicio de una incansable actividad misionera, en la que no escatimó
energías para anunciar a todos los pueblos a Cristo, con quien se había
encontrado personalmente. Así san Pablo, de perseguidor de la Iglesia, se
convertirá en víctima de persecución a causa del Evangelio del que daba
testimonio: "Cinco veces recibí de los judíos cuarenta azotes menos uno.
Tres veces fui azotado con varas; una vez apedreado... Viajes frecuentes;
peligros de ríos; peligros de salteadores; peligros de los de mi raza;
peligros de los gentiles; peligros en ciudad; peligros en despoblado;
peligros por mar; peligros entre falsos hermanos; trabajo y fatiga; noches
sin dormir, muchas veces; hambre y sed; muchos días sin comer; frío y
desnudez. Y aparte de otras cosas, mi responsabilidad diaria: la
preocupación por todas las Iglesias" (2 Co 11, 24-25.26-28). El testimonio
de san Pablo alcanzará el culmen en su martirio cuando, precisamente no
lejos de aquí, dará prueba de su fe en Cristo que vence a la muerte.
La dinámica presente en la experiencia de san Pablo es la misma que
encontramos en la página del Evangelio que acabamos de escuchar. Los
discípulos de Emaús, después de reconocer al Señor resucitado, regresan a
Jerusalén y encuentran reunidos a los Once y a los que estaban con ellos.
Cristo resucitado se les aparece, los consuela, vence su temor, sus dudas,
come con ellos y abre su corazón a la inteligencia de las Escrituras,
recordando lo que tenía que suceder y que constituirá el núcleo central del
anuncio cristiano. Jesús afirma: "Así está escrito que el Cristo padeciera y
resucitara de entre los muertos al tercer día y se predicara en su nombre la
conversión para perdón de los pecados a todas las naciones, empezando
desde Jerusalén" (Lc 24, 46-47). Estos son los acontecimientos de los que
darán testimonio ante todo los discípulos de la primera hora y, tras ellos,
los creyentes en Cristo de todo tiempo y de todo lugar. Pero es importante
subrayar que este testimonio, entonces como hoy, nace del encuentro con
Cristo resucitado, se alimenta de la relación constante con él, está animado
por el amor profundo hacia él. Sólo puede ser su testigo quien ha hecho la
experiencia de sentir a Cristo presente y vivo —"Mirad mis manos y mis
pies; soy yo mismo" (Lc 24, 39)—, de sentarse a la mesa con él, de
escucharlo para que haga arder su corazón. Por esto, Jesús promete a los
discípulos y a cada uno de nosotros que nos revestirá de poder desde lo
alto, nos dará una presencia nueva, la del Espíritu Santo, don de Cristo
26
resucitado, que nos guía a la verdad completa: "Mirad, voy a enviar sobre
vosotros la Promesa de mi Padre" (Lc 24, 49). Los Once dedicarán toda su
vida a anunciar la buena nueva de la muerte y resurrección del Señor y
casi todos sellarán su testimonio con la sangre del martirio, semilla
fecunda que ha dado una cosecha abundante.
La elección del tema de la Semana de oración por la unidad de los
cristianos de este año, es decir, la invitación a dar un testimonio común de
Cristo resucitado según el mandato que él encomendó a sus discípulos,
está vinculada al recuerdo del centésimo aniversario de la Conferencia
misionera de Edimburgo, en Escocia, que muchos consideran un
acontecimiento determinante para el nacimiento del movimiento
ecuménico moderno. En el verano de 1910, en la capital escocesa se
encontraron más de mil misioneros, pertenecientes a distintas ramas del
protestantismo y del anglicanismo, a los que se unió un huésped ortodoxo,
para reflexionar juntos sobre la necesidad de alcanzar la unidad para
anunciar de modo creíble el Evangelio de Jesucristo. De hecho,
precisamente el deseo de anunciar a Cristo a los demás y de llevar al
mundo su mensaje de reconciliación hace experimentar la contradicción
de la división de los cristianos. ¿Cómo podrán los incrédulos acoger el
anuncio del Evangelio si los cristianos, aunque todos se refieren al mismo
Cristo, están en desacuerdo entre ellos? Por lo demás, como sabemos, el
Maestro mismo, al final de la última Cena, había pedido al Padre para sus
discípulos: "Que todos sean uno... para que el mundo crea" (Jn 17, 21). La
comunión y la unidad de los discípulos de Cristo es, por tanto, una
condición particularmente importante para una mayor credibilidad y
eficacia de su testimonio.
Un siglo después del acontecimiento de Edimburgo, la intuición de
aquellos valientes precursores sigue revistiendo gran actualidad. En un
mundo marcado por la indiferencia religiosa e incluso por una creciente
aversión hacia la fe cristiana, es necesaria una nueva e intensa actividad de
evangelización, no sólo entre los pueblos que nunca han conocido el
Evangelio, sino también en aquellos donde el cristianismo se ha difundido
y forma parte de su historia. No faltan, lamentablemente, cuestiones que
nos separan a los unos de los otros y que esperamos se puedan superar
mediante la oración y el diálogo, pero hay un contenido central del
mensaje de Cristo que podemos anunciar juntos: la paternidad de Dios, la
victoria de Cristo sobre el pecado y sobre la muerte con su cruz y
resurrección, la confianza en la acción transformadora del Espíritu.
Mientras caminamos hacia la comunión plena, estamos llamados a dar un
testimonio común frente a los desafíos cada vez más complejos de nuestro
tiempo, como la secularización y la indiferencia, el relativismo y el
hedonismo, los delicados temas éticos relativos al principio y el fin de la
vida, los límites de la ciencia y de la tecnología, y el diálogo con las
demás tradiciones religiosas. Hay también otros campos en los que desde
ahora debemos dar un testimonio común: la salvaguardia de la creación, la
promoción del bien común y de la paz, la defensa de la centralidad de la
persona humana, el compromiso para acabar con las miserias de nuestro
27
tiempo, como el hambre, la indigencia, el analfabetismo, la distribución no
equitativa de los bienes.
El compromiso por la unidad de los cristianos no es sólo tarea de
algunos, ni una actividad accesoria para la vida de la Iglesia. Cada uno
está llamado a ofrecer su aportación para dar los pasos que lleven a la
comunión plena entre todos los discípulos de Cristo, sin olvidar nunca que
es, ante todo, un don de Dios que debemos invocar constantemente. En
efecto, la fuerza que promueve la unidad y la misión brota del encuentro
fecundo y apasionante con Cristo resucitado, como le sucedió a san Pablo
en el camino de Damasco y a los Once y a los demás discípulos reunidos
en Jerusalén. Que la Virgen María, Madre de la Iglesia, haga que se realice
cuanto antes el deseo de su Hijo: "Que todos sean uno... para que el
mundo crea" (Jn 17, 21).

PROMOVER UN AUTÉNTICO HUMANISMO CRISTIANO


20100128. Discurso. A las Academias Pontificias
Como he afirmado en varias ocasiones, la cultura actual sufre un fuerte
influjo tanto de una visión dominada por el relativismo y el subjetivismo,
como de métodos y actitudes a veces superficiales e incluso banales, que
perjudican la seriedad de la investigación y de la reflexión y, en
consecuencia, también del diálogo, de la confrontación y de la
comunicación interpersonal. Por tanto, es urgente y necesario recrear las
condiciones esenciales de una capacidad real de profundizar en el estudio
y en la investigación, para que se dialogue de forma razonable y para que
se entable una confrontación eficaz sobre las diversas problemáticas, en la
perspectiva de un crecimiento común y de una formación que promueva al
hombre en su integridad. A la falta de puntos de referencia ideales y
morales, que penaliza particularmente la convivencia civil y sobre todo la
formación de las generaciones jóvenes, debe corresponder un ofrecimiento
ideal y práctico de valores y de verdad, de razones fuertes de vida y de
esperanza, que pueda y deba interesar a todos, especialmente a los
jóvenes. Ese compromiso debe ser especialmente urgente en el ámbito de
la formación de los candidatos al ministerio ordenado, como exige el Año
sacerdotal y como confirma la feliz decisión de dedicarle vuestra sesión
pública anual.
Una de las Academias pontificias está dedicada a Santo Tomás de
Aquino, el Doctor Angelicus et communis, un modelo siempre actual en el
cual inspirarse en la acción y el diálogo de las Academias pontificias con
las distintas culturas. En efecto, él consiguió instaurar una confrontación
fructífera tanto con el pensamiento árabe como con el judío de su tiempo
y, aprovechando la tradición filosófica griega, produjo una extraordinaria
síntesis teológica, armonizando plenamente la razón y la fe. Dejó ya en
sus contemporáneos un recuerdo profundo y indeleble, precisamente por
28
la extraordinaria finura y agudeza de su inteligencia, y la grandeza y
originalidad de su genio, así como por la luminosa santidad de su vida. Su
primer biógrafo, Guglielmo da Tocco, subraya la extraordinaria y
penetrante originalidad pedagógica de santo Tomás, con expresiones que
pueden inspirar también vuestras acciones: Fray Tomás —escribe— "en
sus lecciones introducía artículos nuevos, resolvía las cuestiones de un
modo nuevo y más claro con argumentos nuevos. Por consiguiente,
quienes lo escuchaban cuando enseñaba tesis nuevas y las trataba con un
método nuevo, no podían dudar de que Dios lo había iluminado con una
luz nueva: porque, ¿acaso se pueden enseñar o escribir opiniones nuevas,
sin haber recibido de Dios una inspiración nueva?" (VitaSancti Thomae
Aquinatis, en Fontes Vitae S. Thomae Aquinatis notis historicis et criticis
illustrati, ed. D. Prümmer M.-H. Laurent, Tolosa, s.d., fasc. 2, p. 81).
El pensamiento y el testimonio de santo Tomás de Aquino nos sugieren
estudiar con gran atención los problemas planteados para dar respuestas
adecuadas y creativas. Confiando en la posibilidad de la "razón humana",
con plena fidelidad al inmutable depositum fidei, espreciso —como hizo el
"Doctor Communis"— sacar siempre provecho de las riquezas de la
Tradición, en la búsqueda constante de la "verdad de las cosas". Por eso,
es necesario que las Academias pontificias sean hoy más que nunca
instituciones vitales y vivas, capaces de percibir agudamente tanto las
preguntas de la sociedad y de las culturas, como las necesidades y las
expectativas de la Iglesia, para dar una contribución adecuada y válida, y
promover así, con todas las energías y los medios a disposición, un
auténtico humanismo cristiano.

LA JUSTICIA NO SE OPONE A LA CARIDAD PASTORAL


20100129. Discurso. A la Rota romana
Hoy deseo detenerme en el núcleo esencial de vuestro ministerio,
tratando de profundizar en las relaciones con la justicia, la caridad y la
verdad. Haré referencia sobre todo a algunas consideraciones expuestas en
la encíclica Caritas in veritate, que, aunque consideradas en el contexto de
la doctrina social de la Iglesia, pueden iluminar también otros ámbitos
eclesiales. Se ha de tener en cuenta la tendencia, difundida y arraigada,
aunque no siempre manifiesta, que lleva a contraponer la justicia y la
caridad, como si una excluyese a la otra. En este sentido, refiriéndose más
específicamente a la vida de la Iglesia, algunos consideran que la caridad
pastoral podría justificar cualquier paso hacia la declaración de la nulidad
del vínculo matrimonial para ayudar a las personas que se encuentran en
situación matrimonial irregular. La verdad misma, aunque se la invoque
con las palabras, tendería de ese modo a ser vista desde una perspectiva
instrumental, que la adaptaría caso por caso a las diversas exigencias que
se presentan.
Partiendo de la expresión "administración de la justicia", quiero
recordar ante todo que vuestro ministerio es esencialmente obra de
justicia: una virtud —"que consiste en la constante y firme voluntad de
29
dar a Dios y al prójimo lo que les es debido" (Catecismo de la Iglesia
católica, n. 1807)— cuyo valor humano y cristiano, también dentro de la
Iglesia, es sumamente importante redescubrir. A veces se subestima el
Derecho canónico, como si fuera un mero instrumento técnico al servicio
de cualquier interés subjetivo, aunque no esté fundado en la verdad. En
cambio, es necesario que dicho Derecho se considere siempre en su
relación esencial con la justicia, conscientes de que la actividad jurídica en
la Iglesia tiene como fin la salvación de las almas y "constituye una
peculiar participación en la misión de Cristo Pastor... en actualizar el
orden querido por el mismo Cristo" (Juan Pablo II, Discurso a la Rota
romana, 18 de enero de 1990: AAS 82 [1990] 874, n. 4; cf. L'Osservatore
Romano, edición en lengua española, 28 de enero de 1990, p. 11). Desde
esta perspectiva, es preciso tener presente, sea cual sea la situación, que el
proceso y la sentencia están unidos de un modo fundamental a la justicia y
están a su servicio. El proceso y la sentencia tienen una gran relevancia
tanto para las partes como para toda la comunidad eclesial y ello adquiere
un valor del todo singular cuando se trata de pronunciarse sobre la nulidad
de un matrimonio, que concierne directamente al bien humano y
sobrenatural de los cónyuges, así como al bien público de la Iglesia. Más
allá de esta dimensión de la justicia que podríamos definir "objetiva",
existe otra, inseparable de ella, que concierne a los "agentes del derecho",
es decir, a los que la hacen posible. Quiero subrayar que estos deben
caracterizarse por un alto ejercicio de las virtudes humanas y cristianas,
especialmente de la prudencia y la justicia, pero también de la fortaleza.
Esta última adquiere más relevancia cuando la injusticia parece el camino
más fácil de seguir, en cuanto que implica condescender a los deseos y las
expectativas de las partes, o a los condicionamientos del ambiente social.
En ese contexto, el juez que desea ser justo y quiere adecuarse al
paradigma clásico de la "justicia viva" (cf. Aristóteles, Ética a Nicómaco,
v, 1132 a), tiene ante Dios y los hombres la grave responsabilidad de su
función, que incluye también la debida tempestividad en cada fase del
proceso: "quam primum, salva iustitia" (Consejo pontificio para los textos
legislativos, Instr. Dignitas connubii, art. 72). Todos aquellos que trabajan
en el campo del Derecho, cada uno según su función propia, deben guiarse
por la justicia. Pienso especialmente en los abogados, que no sólo deben
examinar con la máxima atención la verdad de las pruebas, sino que
también, en cuanto abogados de confianza, deben evitar cuidadosamente
asumir el patrocinio de causas que, según su conciencia, no sean
objetivamente defendibles.
Por otra parte, la acción de quien administra la justicia no puede
prescindir de la caridad. El amor a Dios y al prójimo debe caracterizar
todas sus actividades, incluso las más técnicas y burocráticas en
apariencia. La mirada y la medida de la caridad ayudarán a no olvidar que
nos encontramos siempre ante personas marcadas por problemas y
sufrimientos. También en el ámbito específico del servicio de agentes de la
justicia vale el principio según el cual "la caridad supera la justicia"
(Caritas in veritate, 6). En consecuencia, el trato con las personas, si bien
30
sigue una modalidad específica vinculada al proceso, debe servir en el
caso concreto para facilitar a las partes, mediante la delicadeza y la
solicitud, el contacto con el tribunal competente. Al mismo tiempo, es
importante, siempre que se vea alguna esperanza de éxito, esforzarse por
inducir a los cónyuges a convalidar su matrimonio y a restablecer la
convivencia conyugal (cf. Código de derecho canónico, can. 1676).
Asimismo, hay que tratar de instaurar entre las partes un clima de
disponibilidad humana y cristiana, fundada en la búsqueda de la verdad
(cf. Dignitas connubii, art. 65 2-3).
Sin embargo, es preciso reafirmar que toda obra de caridad auténtica
comprende la referencia indispensable a la justicia, sobre todo en nuestro
caso. "El amor —"caritas"— es una fuerza extraordinaria, que mueve a las
personas a comprometerse con valentía y generosidad en el campo de la
justicia y de la paz" (Caritas in veritate, 1). "Quien ama con caridad a los
demás es ante todo justo con ellos. No basta decir que la justicia no es
extraña a la caridad, que no es un camino alternativo o paralelo a la
caridad: la justicia es "inseparable de la caridad", intrínseca a ella" (ib.,
6). La caridad sin justicia no es caridad, sino sólo una falsificación, porque
la misma caridad requiere la objetividad típica de la justicia, que no hay
que confundir con una frialdad inhumana. A este respecto, como afirmó
mi predecesor el venerable Juan Pablo II en su discurso dedicado a las
relaciones entre pastoral y derecho: "El juez (...) debe cuidarse siempre
del peligro de una malentendida compasión que degeneraría en
sentimentalismo, sólo aparentemente pastoral" (18 de enero de 1990: AAS
82 [1990] 875, n. 5; cf L'Osservatore Romano, edición en lengua
española, 28 de enero de 1990, p. 11).
Hay que huir de las tentaciones pseudo-pastorales que sitúan las
cuestiones en un plano meramente horizontal, en el que lo que cuenta es
satisfacer las peticiones subjetivas para obtener a toda costa la declaración
de nulidad, a fin de poder superar, entre otras cosas, los obstáculos para
recibir los sacramentos de la Penitencia y la Eucaristía. En cambio, el bien
altísimo de la readmisión a la Comunión eucarística después de la
reconciliación sacramental exige que se considere el bien auténtico de las
personas, inseparable de la verdad de su situación canónica. Sería un bien
ficticio, y una falta grave de justicia y de amor, allanarles el camino hacia
la recepción de los sacramentos, con el peligro de hacer que vivan en
contraste objetivo con la verdad de su condición personal.
Acerca de la verdad, en las alocuciones dirigidas a este Tribunal
apostólico, en 2006 y en 2007, ya reafirmé la posibilidad de alcanzar la
verdad sobre la esencia del matrimonio y sobre la realidad de cada
situación personal que se somete al juicio del tribunal (28 de enero de
2006: AAS 98 [2006] 135-138; cf. L'Osservatore Romano, edición en
lengua española, 3 de febrero de 2006, p. 3; y 27 de enero de 2007, AAS
99 [2007] 86-91: cf. L'Osservatore Romano, edición en lengua española,
2 de febrero de 2007, pp. 6-7); como también sobre la verdad en los
procesos matrimoniales (cf. Instr. Dignitas connubii, artt. 65 1-2, 95 1,
167, 177, 178). Hoy quiero subrayar que tanto la justicia como la caridad
31
postulan el amor a la verdad y conllevan esencialmente la búsqueda de la
verdad. En particular, la caridad hace que la referencia a la verdad sea
todavía más exigente. "Defender la verdad, proponerla con humildad y
convicción y testimoniarla en la vida son formas exigentes e insustituibles
de caridad. Esta "goza con la verdad" (1 Co 13, 6)" (Caritas in veritate, 1).
"Sólo en la verdad resplandece la caridad y puede ser vivida
auténticamente (...). Sin verdad, la caridad cae en mero sentimentalismo.
El amor se convierte en un envoltorio vacío que se rellena arbitrariamente.
Este es el riesgo fatal del amor en una cultura sin verdad. Es presa fácil de
las emociones y las opiniones contingentes de los sujetos, una palabra de
la que se abusa y que se distorsiona, terminando por significar lo
contrario" (ib., 3).
Es preciso tener presente que este vaciamiento no sólo puede llevarse a
cabo en la actividad práctica del juzgar, sino también en los
planteamientos teóricos, que tanto influyen después en los juicios
concretos. El problema se plantea cuando se ofusca en mayor o menor
medida la esencia misma del matrimonio, arraigada en la naturaleza del
hombre y de la mujer, que permite expresar juicios objetivos sobre cada
matrimonio. En este sentido, la consideración existencial, personalista y
relacional de la unión conyugal nunca puede ir en detrimento de la
indisolubilidad, propiedad esencial que en el matrimonio cristiano alcanza,
junto con la unidad, una particular firmeza por razón del sacramento (cf.
Código de derecho canónico, can. 1056). Tampoco hay que olvidar que el
matrimonio goza del favor del derecho. Por lo tanto, en caso de duda, se
ha de considerar válido mientras no se pruebe lo contrario (cf. ib., can.
1060). De otro modo, se corre el grave riesgo de quedarse sin un punto de
referencia objetivo para pronunciarse sobre la nulidad, transformando
cualquier dificultad conyugal en un síntoma de fallida realización de una
unión cuyo núcleo esencial de justicia —el vínculo indisoluble— de hecho
se niega.

EL HIMNO A LA CARIDAD
20100131. Ángelus
En la liturgia de este domingo se lee una de las páginas más hermosas
del Nuevo Testamento y de toda la Biblia: el llamado "himno a la caridad"
del apóstol san Pablo (1 Co 12, 31-13, 13). En su primera carta a los
Corintios, después de explicar con la imagen del cuerpo, que los
diferentes dones del Espíritu Santo contribuyen al bien de la única Iglesia,
san Pablo muestra el "camino" de la perfección. Este camino —dice— no
consiste en tener cualidades excepcionales: hablar lenguas nuevas,
conocer todos los misterios, tener una fe prodigiosa o realizar gestos
heroicos. Consiste, por el contrario, en la caridad (agape), es decir, en el
amor auténtico, el que Dios nos reveló en Jesucristo. La caridad es el don
"mayor", que da valor a todos los demás, y sin embargo "no es
jactanciosa, no se engríe"; más aún, "se alegra con la verdad" y con el bien
ajeno. Quien ama verdaderamente "no busca su propio interés", "no toma
32
en cuenta el mal recibido", "todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera,
todo lo soporta" (cf. 1 Co 13, 4-7). Al final, cuando nos encontremos cara
a cara con Dios, todos los demás dones desaparecerán; el único que
permanecerá para siempre será la caridad, porque Dios es amor y nosotros
seremos semejantes a él, en comunión perfecta con él.
Por ahora, mientras estamos en este mundo, la caridad es el distintivo
del cristiano. Es la síntesis de toda su vida: de lo que cree y de lo que
hace. Por eso, al inicio de mi pontificado, quise dedicar mi primera
encíclica precisamente al tema del amor: Deus caritas est. Como
recordaréis, esta encíclica tiene dos partes, que corresponden a los dos
aspectos de la caridad: su significado, y luego su aplicación práctica. El
amor es la esencia de Dios mismo, es el sentido de la creación y de la
historia, es la luz que da bondad y belleza a la existencia de cada hombre.
Al mismo tiempo, el amor es, por decir así, el "estilo" de Dios y del
creyente; es el comportamiento de quien, respondiendo al amor de Dios,
plantea su propia vida como don de sí mismo a Dios y al prójimo. En
Jesucristo estos dos aspectos forman una unidad perfecta: él es el Amor
encarnado. Este Amor se nos reveló plenamente en Cristo crucificado. Al
contemplarlo, podemos confesar con el apóstol san Juan: "Nosotros hemos
conocido el amor que Dios nos tiene, y hemos creído en él" (cf. 1 Jn 4, 16;
Deus caritas est, 1).
Queridos amigos, si pensamos en los santos, reconocemos la variedad
de sus dones espirituales y también de sus caracteres humanos. Pero la
vida de cada uno de ellos es un himno a la caridad, un canto vivo al amor
de Dios. Hoy, 31 de enero, recordamos en particular a san Juan Bosco,
fundador de la familia salesiana y patrono de los jóvenes. En este Año
sacerdotal, quiero invocar su intercesión para que los sacerdotes sean
siempre educadores y padres de los jóvenes; y para que, experimentando
esta caridad pastoral, muchos jóvenes acojan la llamada a dar su vida por
Cristo y por el Evangelio. Que María Auxiliadora, modelo de caridad, nos
obtenga estas gracias.

EL EJEMPLO SACERDOTAL DEL CARDENAL NEWMAN


20100201. Discurso. Obispos de Inglaterra y Gales
Si se quiere presentar de modo eficaz y convincente a todo el mundo el
mensaje salvífico de Jesucristo en su integridad, es preciso que la
comunidad católica en vuestro país hable con una única voz. Esto requiere
que no sólo vosotros, los obispos, sino también los sacerdotes, los
maestros, los catequistas, los escritores —en definitiva, todos los que se
ocupan de la tarea de comunicar el Evangelio— estén atentos a las
inspiraciones del Espíritu, que guía a toda la Iglesia en la verdad, la reúne
en la unidad y le infunde el celo misionero.
Así pues, esforzaos por aprovechar los importantes dones de los fieles
laicos en Inglaterra y Gales, y procurad que se preparen bien para
transmitir la fe a las nuevas generaciones de manera esmerada e íntegra, y
con una viva conciencia de que de ese modo están desempeñando su papel
33
en la misión de la Iglesia. En un ambiente social que favorece la expresión
de una variedad de opiniones sobre todas las cuestiones que se plantean,
es importante reconocer el disenso por lo que es, y no confundirlo con una
contribución madura a un debate equilibrado y amplio. Lo que nos hace
libres es la verdad revelada mediante las Escrituras y la Tradición y
articulada por el Magisterio de la Iglesia. El cardenal Newman lo
comprendió y nos dejó un ejemplo excepcional de fidelidad a la verdad
revelada siguiendo la "delicada luz" dondequiera que lo llevara, aunque
implicara pagar un elevado precio personal. Hoy la Iglesia necesita
grandes escritores y comunicadores de su talla e integridad, y tengo la
esperanza de que la devoción por él inspire a muchas personas a seguir sus
pasos.
Con razón se ha prestado gran atención a la actividad académica de
Newman y a sus numerosos escritos, pero es importante recordar que él se
veía a sí mismo ante todo como un sacerdote. En este Año sacerdotal, os
exhorto a presentar a vuestros sacerdotes su ejemplo de entrega a la
oración, su sensibilidad pastoral ante las necesidades de su rebaño y su
celo por predicar el Evangelio. Vosotros mismos debéis dar ejemplo de
ello. Estad cerca de vuestros sacerdotes, y reavivad en ellos la conciencia
del enorme privilegio y alegría que implica encontrarse entre el pueblo de
Dios como alter Christus. En palabras de Newman: "Los sacerdotes de
Cristo no tienen otro sacerdocio más que el de Cristo... lo que ellos hacen,
lo hace él; cuando bautizan, es él quien bautiza; cuando bendicen, es él
quien bendice" (Parochial and Plain Sermons, VI 242). De hecho, dado
que el sacerdote desempeña un papel insustituible en la vida de la Iglesia,
no escatiméis esfuerzos para alentar las vocaciones sacerdotales y
subrayar ante los fieles el verdadero significado y la necesidad del
sacerdocio. Animad a los fieles laicos a expresar su aprecio por los
sacerdotes que les sirven, y a reconocer las dificultades que a veces tienen
que afrontar a causa de la disminución de su número y de las presiones
crecientes. El apoyo y la comprensión de los fieles son particularmente
necesarios cuando es preciso agrupar las parroquias o ajustar los horarios
de las misas. Ayudadles a evitar la tentación de ver a los presbíteros como
meros funcionarios; ayudadles, en cambio, a alegrarse por el don del
ministerio sacerdotal, un don que nunca hay que dar por descontado.

DIOS PRESENTA SU HIJO A LOS HOMBRES


20100202. Homilía. Presentación. XIV Jornada Vida Consagrada
En la fiesta de la Presentación de Jesús en el Templo celebramos un
misterio de la vida de Cristo, vinculado al precepto de la ley de Moisés
que prescribía a los padres, cuarenta días después del nacimiento del
primogénito, que subieran al Templo de Jerusalén para ofrecer a su hijo al
Señor y para la purificación ritual de la madre (cf. Ex 13, 1-2.11-16; Lv 12,
1-8). También María y José cumplen este rito, ofreciendo —según la ley—
dos tórtolas o dos pichones. Leyendo las cosas con más profundidad,
comprendemos que en ese momento es Dios mismo quien presenta a su
34
Hijo Unigénito a los hombres, mediante las palabras del anciano Simeón y
de la profetisa Ana. En efecto, Simeón proclama que Jesús es la
"salvación" de la humanidad, la "luz" de todas las naciones y "signo de
contradicción", porque desvelará las intenciones de los corazones (cf. Lc
2, 29-35). En Oriente esta fiesta se denominaba Hypapante, fiesta del
encuentro: de hecho, Simeón y Ana, que encuentran a Jesús en el Templo
y reconocen en él al Mesías tan esperado, representan a la humanidad que
encuentra a su Señor en la Iglesia. Sucesivamente esta fiesta se extendió
también en Occidente, desarrollando sobre todo el símbolo de la luz, y la
procesión con las candelas, que dio origen al término "Candelaria". Con
este signo visible se quiere manifestar que la Iglesia encuentra en la fe a
Aquel que es "la luz de los hombres" y lo acoge con todo el impulso de su
fe para llevar esa "luz" al mundo.
En concomitancia con esta fiesta litúrgica, el venerable Juan Pablo II, a
partir de 1997, quiso que en toda la Iglesia se celebrara una Jornada
especial de la vida consagrada. En efecto, la oblación del Hijo de Dios,
simbolizada por su presentación en el Templo, es un modelo para los
hombres y mujeres que consagran toda su vida al Señor. Esta Jornada
tiene tres objetivos: ante todo, alabar y dar gracias al Señor por el don de
la vida consagrada; en segundo lugar, promover su conocimiento y estima
de parte de todo el pueblo de Dios; y, por último, invitar a cuantos han
dedicado plenamente su vida a la causa del Evangelio a celebrar las
maravillas que el Señor ha realizado en ellos.
La breve lectura tomada de la carta a los Hebreos, que se acaba de
proclamar, une bien los motivos que dieron origen a esta significativa y
hermosa celebración, y nos brinda algunas pautas de reflexión. Este texto
—se trata de dos versículos, pero muy densos— abre la segunda parte de
la carta a los Hebreos, introduciendo el tema central de Cristo sumo
sacerdote. En realidad, sería necesario considerar también el versículo
inmediatamente precedente, que dice: "Teniendo, pues, tal sumo sacerdote
que penetró los cielos —Jesús, el Hijo de Dios— mantengamos firmes la
fe que profesamos" (Hb 4, 14). Este versículo muestra a Jesús que
asciende al Padre; el sucesivo lo presenta mientras desciende hacia los
hombres. A Cristo se le presenta como el Mediador: es verdadero Dios y
verdadero hombre, y por lo tanto pertenece realmente al mundo divino y
al humano.
En realidad, una vida consagrada, una vida consagrada a Dios
mediante Cristo, en la Iglesia sólo tiene sentido precisamente a partir de
esta fe, de esta profesión de fe en Jesucristo, el Mediador único y
definitivo. Sólo tiene sentido si él es verdaderamente mediador entre Dios
y nosotros; de lo contrario, se trataría sólo de una forma de sublimación o
de evasión. Si Cristo no fuera verdaderamente Dios, y no fuera, al mismo
tiempo, plenamente hombre, la vida cristiana en cuanto tal no tendría
fundamento, y de forma muy especial no lo tendría cualquier consagración
cristiana del hombre y de la mujer. La vida consagrada, en efecto,
testimonia y expresa "con fuerza" precisamente que Dios y el hombre se
buscan mutuamente, que el amor los atrae; la persona consagrada, por el
35
mero hecho de existir, representa como un "puente" hacia Dios para todos
aquellos que se encuentran con ella, les recuerda y les remite a Dios. Y
todo esto en virtud de la mediación de Jesucristo, el Consagrado del Padre.
Él es el fundamento. Él, que ha compartido nuestra flaqueza, para que
pudiésemos participar de su naturaleza divina.
Nuestro texto insiste, más que en la fe, en la "confianza" con la que
podemos acercarnos al "trono de la gracia", puesto que nuestro sumo
sacerdote ha sido él mismo "probado en todo igual que nosotros".
Podemos acercarnos para "alcanzar misericordia", "hallar gracia", y "para
una ayuda en el momento oportuno". Me parece que estas palabras
contienen una gran verdad y a la vez un gran consuelo para nosotros, que
hemos recibido el don y el compromiso de una consagración especial en la
Iglesia. Pienso en particular en vosotros, queridos hermanos y hermanas.
Vosotros os habéis acercado con plena confianza al "trono de la gracia"
que es Cristo, a su cruz, a su Corazón, a su divina presencia en la
Eucaristía. Cada uno de vosotros se ha acercado a él como a la fuente del
Amor puro y fiel, un Amor tan grande y bello que lo merece todo, incluso
más que nuestro todo, porque no basta una vida entera para contracambiar
lo que Cristo es y lo que ha hecho por nosotros. Pero vosotros os habéis
acercado, y cada día os acercáis a él, también para encontrar ayuda en el
momento oportuno y en la hora de la prueba.
Las personas consagradas están llamadas de modo especial a ser
testigos de esta misericordia del Señor, en la cual el hombre encuentra su
salvación. Ellas mantienen viva la experiencia del perdón de Dios, porque
tienen la conciencia de ser personas salvadas, de ser grandes cuando se
reconocen pequeñas, de sentirse renovadas y envueltas por la santidad de
Dios cuando reconocen su pecado. Por esto, también para el hombre de
hoy, la vida consagrada es una escuela privilegiada de "compunción del
corazón", de reconocimiento humilde de su miseria, y también es una
escuela de confianza en la misericordia de Dios, en su amor que nunca
abandona. En realidad, cuanto más nos acercamos a Dios, cuanto más
cerca estamos de él, tanto más útiles somos a los demás. Las personas
consagradas experimentan la gracia, la misericordia y el perdón de Dios
no sólo para sí mismas, sino también para los hermanos, al estar llamadas
a llevar en el corazón y en la oración las angustias y los anhelos de los
hombres, especialmente de aquellos que están alejados de Dios. En
particular, las comunidades que viven en clausura, con su compromiso
específico de fidelidad a "estar con el Señor", a "estar al pie de la cruz", a
menudo desempeñan ese papel vicario, unidas al Cristo de la Pasión,
cargando sobre sí los sufrimientos y las pruebas de los demás y ofreciendo
todo con alegría para la salvación del mundo.
Por último, queridos amigos, elevemos al Señor un himno de acción de
gracias y de alabanza por la vida consagrada. Si no existiera, el mundo
sería mucho más pobre. Más allá de valoraciones superficiales de
funcionalidad, la vida consagrada es importante precisamente porque es
signo de gratuidad y de amor, tanto más en una sociedad que corre el
riesgo de ahogarse en el torbellino de lo efímero y lo útil (cf. Vita
36
consecrata, 105). La vida consagrada, en cambio, testimonia la
sobreabundancia de amor que impulsa a "perder" la propia vida, como
respuesta a la sobreabundancia de amor del Señor, que "perdió" su vida
por nosotros primero. En este momento pienso en las personas
consagradas que sienten el peso de la fatiga diaria, con escasas
gratificaciones humanas; pienso en los religiosos y las religiosas de edad
avanzada, en los enfermos, en quienes pasan por un momento difícil en su
apostolado... Ninguno de ellos es inútil, porque el Señor los asocia al
"trono de la gracia". Al contrario, son un don precioso para la Iglesia y
para el mundo, sediento de Dios y de su Palabra.
Por lo tanto, llenos de confianza y de gratitud, renovemos también
nosotros el gesto de la ofrenda total de nosotros mismos presentándonos
en el Templo. Nos acercamos al Dios tres veces santo, para ofrecer nuestra
vida y nuestra misión, personal y comunitaria, de hombres y mujeres
consagrados al reino de Dios. Realicemos este gesto interior en íntima
comunión espiritual con la Virgen María: mientras la contemplamos en el
acto de presentar al Niño Jesús en el Templo, la veneramos como primera
y perfecta consagrada, llevada por el Dios que lleva en brazos; Virgen,
pobre y obediente, totalmente entregada a nosotros, porque es toda de
Dios. Siguiendo su ejemplo, y con su ayuda maternal, renovemos nuestro
"heme aquí" y nuestro "fiat". Amén.

LA VOCACIÓN ESPECÍFICA DEL LAICADO


20100205. Discurso. Obispos de Escocia
Junto con un adecuado aprecio del papel del sacerdote es necesaria una
correcta comprensión de la vocación específica del laicado. A veces una
tendencia a confundir apostolado laical con ministerio laical ha llevado a
una concepción retraída de su papel eclesial. Sin embargo, según la visión
del concilio Vaticano II, dondequiera que los fieles laicos vivan su
vocación bautismal —en la familia, en casa, en el trabajo— participan
activamente en la misión de la Iglesia de santificar al mundo. Un enfoque
renovado respecto al apostolado laical ayudará a clarificar las funciones
del clero y del laicado, y así se dará un fuerte impulso a la tarea de
evangelización de la sociedad.
Esta tarea requiere estar preparados para afrontar con firmeza los
desafíos que plantea el laicismo creciente en vuestro país. El apoyo a la
eutanasia ataca el corazón mismo de la concepción cristiana de la dignidad
de la vida humana. Los avances recientes en ética médica y algunas de las
prácticas defendidas en el campo de la embriología dan motivo de seria
preocupación. Si la enseñanza de la Iglesia queda comprometida, aunque
sea ligeramente, en una de estas áreas, resulta difícil defender la plenitud
de la doctrina católica de modo integral. Por lo tanto, los pastores de la
Iglesia deben exhortar continuamente a los fieles a una fidelidad total al
Magisterio de la Iglesia, sosteniendo y defendiendo al mismo tiempo el
37
derecho de la Iglesia a vivir libremente en la sociedad de acuerdo con sus
creencias.
La Iglesia ofrece al mundo una visión positiva y estimulante de la vida
humana, la belleza del matrimonio y la alegría de la paternidad. Esta
visión hunde sus raíces en el amor infinito, transformador y ennoblecedor
de Dios por nosotros, que nos abre los ojos para reconocer y amar su
imagen en nuestro prójimo (cf. Deus caritas est, 10-11 et passim).
Aseguraos de presentar esta enseñanza de modo que se la reconozca por lo
que es: un mensaje de esperanza. Con demasiada frecuencia la doctrina de
la Iglesia se percibe como una serie de prohibiciones y posiciones
retrógradas, mientras que en realidad, como sabemos, es creativa y
vivificante, y está orientada a la realización más plena del gran potencial
de bien y de felicidad que Dios ha infundido en cada uno de nosotros.

NO CONFIAR EN LAS PROPIAS FUERZAS, SINO EN EL SEÑOR


20100207. Ángelus
La liturgia de este quinto domingo del tiempo ordinario nos presenta el
tema de la llamada divina. En una visión majestuosa, Isaías se encuentra
en presencia del Señor tres veces Santo y lo invade un gran temor y el
sentimiento profundo de su propia indignidad. Pero un serafín purifica sus
labios con un ascua y borra su pecado, y él, sintiéndose preparado para
responder a la llamada, exclama: "Heme aquí, Señor, envíame" (cf. Is 6, 1-
2.3-8). La misma sucesión de sentimientos está presente en el episodio de
la pesca milagrosa, de la que nos habla el pasaje evangélico de hoy.
Invitados por Jesús a echar las redes, a pesar de una noche infructuosa,
Simón Pedro y los demás discípulos, fiándose de su palabra, obtienen una
pesca sobreabundante. Ante tal prodigio, Simón Pedro no se echa al cuello
de Jesús para expresar la alegría de aquella pesca inesperada, sino que,
como explica el evangelista san Lucas, se arroja a sus pies diciendo:
"Apártate de mí, Señor, que soy un pecador". Jesús, entonces, le asegura:
"No temas. Desde ahora serás pescador de hombres" (cf. Lc 5, 10); y él,
dejándolo todo, lo sigue.
También san Pablo, recordando que había sido perseguidor de la
Iglesia, se declara indigno de ser llamado apóstol, pero reconoce que la
gracia de Dios ha hecho en él maravillas y, a pesar de sus limitaciones, le
ha encomendado la tarea y el honor de predicar el Evangelio (cf. 1 Co 15,
8-10). En estas tres experiencias vemos cómo el encuentro auténtico con
Dios lleva al hombre a reconocer su pobreza e insuficiencia, sus
limitaciones y su pecado. Pero, a pesar de esta fragilidad, el Señor, rico en
misericordia y en perdón, transforma la vida del hombre y lo llama a
seguirlo. La humildad de la que dan testimonio Isaías, Pedro y Pablo
invita a los que han recibido el don de la vocación divina a no
concentrarse en sus propias limitaciones, sino a tener la mirada fija en el
Señor y en su sorprendente misericordia, para convertir el corazón, y
seguir "dejándolo todo" por él con alegría. De hecho, Dios no mira lo que
es importante para el hombre: "El hombre mira las apariencias, pero el
38
Señor mira el corazón" (1 S 16, 7), y a los hombres pobres y débiles, pero
con fe en él, los vuelve apóstoles y heraldos intrépidos de la salvación.
En este Año sacerdotal, roguemos al Dueño de la mies que envíe
operarios a su mies y para que los que escuchen la invitación del Señor a
seguirlo, después del necesario discernimiento, sepan responderle con
generosidad, no confiando en sus propias fuerzas, sino abriéndose a la
acción de su gracia. En particular, invito a todos los sacerdotes a reavivar
su generosa disponibilidad para responder cada día a la llamada del Señor
con la misma humildad y fe de Isaías, de Pedro y de Pablo.
Encomendemos a la Virgen santísima todas las vocaciones,
particularmente las vocaciones a la vida religiosa y sacerdotal. Que María
suscite en cada uno el deseo de pronunciar su propio "sí" al Señor con
alegría y entrega plena.

LA PREPARACIÓN PARA EL MATRIMONIO


20100208. Discurso. Consejo pontificio para la familia
Otro compromiso importante del dicasterio es la elaboración de un
Vademécum para la preparación al matrimonio. Mi amado predecesor, el
venerable Juan Pablo II, en la exhortación apostólica Familiaris consortio
afirmó que esa preparación "en nuestros días es más necesaria que nunca"
y "abarca tres momentos principales: una preparación remota, una
próxima y otra inmediata" (n. 66). Refiriéndose a dichas indicaciones, el
dicasterio se propone delinear convenientemente la fisonomía de las tres
etapas del itinerario para la formación y la respuesta a la vocación
conyugal. La preparación remota concierne a los niños, los adolescentes y
los jóvenes. Implica a la familia, la parroquia y la escuela, lugares en los
que se educa a comprender la vida como vocación al amor, que después se
especifica en las modalidades del matrimonio y la virginidad por el reino
de los cielos, pero se trata siempre de vocación al amor. En esta etapa,
además, deberá salir a la luz progresivamente el significado de la
sexualidad como capacidad de relación y energía positiva que es preciso
integrar en el amor auténtico.
La preparación próxima concierne a quienes están prometidos y
debería configurarse como un camino de fe y de vida cristiana que lleve a
un conocimiento profundo del misterio de Cristo y de la Iglesia, de los
significados de gracia y responsabilidad del matrimonio (cf. ib.). La
duración y las modalidades para llevarla a cabo necesariamente serán
distintas según las situaciones, las posibilidades y las necesidades. Pero es
de desear que se ofrezca un itinerario de catequesis y de experiencias
vividas en la comunidad cristiana, que prevea las intervenciones del
sacerdote y de varios expertos, al igual que la presencia de animadores, el
acompañamiento de alguna pareja ejemplar de esposos cristianos, el
diálogo de pareja o de grupo y un clima de amistad y de oración. Además,
hay que cuidar de modo especial que en dicha ocasión los prometidos
reaviven su relación personal con el Señor Jesús, especialmente
escuchando la Palabra de Dios, acercándose a los sacramentos y sobre
39
todo participando en la Eucaristía. Sólo poniendo a Cristo en el centro de
la existencia personal y de pareja es posible vivir el amor auténtico y
donarlo a los demás: "El que permanece en mí y yo en él, ese da mucho
fruto; porque sin mí no podéis hacer nada", nos recuerda Jesús (Jn 15, 5).
La preparación inmediata tiene lugar cuando se acerca el matrimonio.
Además de examinar a los prometidos, como prevé el Derecho canónico,
podría incluir una catequesis sobre el rito del matrimonio y sobre su
significado, el retiro espiritual y la solicitud a fin de que los fieles y, en
particular, quienes se preparan a la celebración del matrimonio lo perciban
como un don para toda la Iglesia, un don que contribuye a su crecimiento
espiritual. Además, conviene que los obispos promuevan el intercambio de
las experiencias más significativas, estimulen un serio compromiso
pastoral en este importante sector y muestren especial atención en que la
vocación de los cónyuges se convierta en una riqueza para toda la
comunidad cristiana y, especialmente en el contexto actual, en un
testimonio misionero y profético.
Vuestra asamblea plenaria tiene por tema: "Los derechos de la
infancia". A lo largo de los siglos, la Iglesia, siguiendo el ejemplo de
Cristo, ha promovido la tutela de la dignidad y de los derechos de los
menores y, de muchas maneras, se ha hecho cargo de ellos.
Lamentablemente, en diversos casos, algunos de sus miembros, actuando
en contraste con este compromiso, han violado esos derechos: un
comportamiento que la Iglesia no deja y no dejará de deplorar y de
condenar. La ternura y las enseñanzas de Jesús, que consideró a los niños
un modelo a imitar para entrar en el reino de Dios (cf. Mt 18, 1-6; 19, 13-
14), siempre han constituido una llamada apremiante a alimentar hacia
ellos un profundo respeto y a prestarles atención. Las duras palabras de
Jesús contra quien escandaliza a uno de estos pequeños (cf. Mc 9, 42)
comprometen a todos a no rebajar nunca el nivel de ese respeto y amor. Es
uno de los motivos por los que la Santa Sede acogió favorablemente la
Convención sobre los derechos del niño, porque contiene enunciados
positivos acerca de la adopción, la asistencia sanitaria, la educación, la
tutela de los discapacitados y la protección de los pequeños contra la
violencia, el abandono y la explotación sexual y laboral.
La Convención, en el preámbulo, indica la familia como "medio
natural para el crecimiento y el bienestar de todos sus miembros, y en
particular de los niños". Pues bien, precisamente la familia, basada en el
matrimonio entre un hombre y una mujer, es la mayor ayuda que se puede
dar a los niños. Estos quieren ser amados por una madre y un padre que se
aman, y necesitan vivir, crecer y vivir junto con ambos padres, porque las
figuras materna y paterna son complementarias en la educación de los
hijos y en la construcción de su personalidad y de su identidad. Por lo
tanto, es importante que se haga todo lo posible para ayudarles a crecer en
una familia unida y estable. Para ello, es preciso exhortar a los cónyuges a
no perder nunca de vista las razones profundas y el carácter sacramental
de su pacto conyugal y a reforzarlo con la escucha de la Palabra de Dios,
la oración, el diálogo constante, la acogida recíproca y el perdón mutuo.
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Un ambiente familiar falto de serenidad, la separación de los padres y, en
particular, la separación con el divorcio conllevan consecuencias para los
niños, mientras que sostener la familia y promover su verdadero bien, sus
derechos, su unidad y estabilidad es el mejor modo de tutelar los derechos
y las auténticas exigencias de los menores.

EL VÍNCULO ENTRE LOS ENFERMOS Y LOS SACERDOTES


20100211. Homilía. Virgen de Lourdes. Jornada del enfermo
Los Evangelios, en las sintéticas descripciones de la breve pero intensa
vida pública de Jesús, atestiguan que él anuncia la Palabra y obra
curaciones de enfermos, signo por excelencia de la cercanía del reino de
Dios. Por ejemplo, san Mateo escribe: "Recorría Jesús toda Galilea,
enseñando en sus sinagogas, proclamando la buena nueva del Reino y
curando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo" (Mt 4, 23; cf. 9,
35). La Iglesia, a la que se ha confiado la tarea de prolongar en el espacio
y en el tiempo la misión de Cristo, no puede desatender estas dos obras
esenciales: evangelización y cuidado de los enfermos en el cuerpo y en el
espíritu. De hecho, Dios quiere curar a todo el hombre y en el Evangelio la
curación del cuerpo es signo de la sanación más profunda que es la
remisión de los pecados (cf. Mc 2, 1-12). No sorprende, por lo tanto, que
María, Madre y modelo de la Iglesia, sea invocada y venerada como
"Salus infirmorum", "Salud de los enfermos". Como primera y perfecta
discípula de su Hijo, siempre ha mostrado, acompañando el camino de la
Iglesia, una especial solicitud por los que sufren. De ello dan testimonio
los miles de personas que se acercan a los santuarios marianos para
invocar a la Madre de Cristo y encuentran en ella fuerza y alivio. El relato
evangélico de la Visitación (cf. Lc 1, 39-56) nos muestra cómo la Virgen,
después de la anunciación del Ángel, no retuvo el don recibido, sino que
partió inmediatamente para ayudar a su anciana prima Isabel, quien
llevaba seis meses gestando a Juan. En el apoyo ofrecido por María a su
familiar que vive, en edad avanzada, una situación delicada como el
embarazo, vemos prefigurada toda la acción de la Iglesia en apoyo de la
vida necesitada de cuidados.
Dos son los temas principales que presenta hoy la liturgia de la
Palabra: el primero es de carácter mariano y une el Evangelio y la primera
lectura, tomada del capítulo final del libro de Isaías, así como el Salmo
responsorial, parte del antiguo canto de alabanza de Judit. El otro tema,
que encontramos en el pasaje de la carta de Santiago, es el de la oración
de la Iglesia por los enfermos y, en particular, del sacramento reservado a
ellos. En la memoria de las apariciones en Lourdes, lugar elegido por
María para manifestar su solicitud materna por los enfermos, la liturgia se
hace eco oportunamente del Magníficat, el cántico de la Virgen que exalta
las maravilla de Dios en la historia de la salvación: los humildes y los
indigentes, así como todos los que temen a Dios, experimentan su
misericordia, que da un vuelco al destino terreno y demuestra así la
santidad del Creador y Redentor. El Magníficat no es el cántico de
41
aquellos a quienes les sonríe la suerte, de los que siempre van "viento en
popa"; es más bien la gratitud de quien conoce los dramas de la vida, pero
confía en la obra redentora de Dios. Es un canto que expresa la fe probada
de generaciones de hombres y mujeres que han puesto en Dios su
esperanza y se han comprometido en primera persona, como María, para
ayudar a los hermanos necesitados. En el Magníficat escuchamos la voz
de tantos santos y santas de la caridad; pienso en particular en los que
consagraron su vida a los enfermos y los que sufren, como Camilo de
Lellis y Juan de Dios, Damián de Veuster y Benito Menni. Quien
permanece por largo tiempo cerca de las personas que sufren, conoce la
angustia y las lágrimas, pero también el milagro del gozo, fruto del amor.
La maternidad de la Iglesia es reflejo del amor solícito de Dios, del
que habla el profeta Isaías: "Como una madre consuela a un hijo, así os
consolaré; en Jerusalén seréis consolados" (Is 66, 13). Una maternidad que
habla sin palabras, que suscita en los corazones el consuelo, una alegría
íntima, un gozo que paradójicamente convive con el dolor, con el
sufrimiento. La Iglesia, como María, custodia dentro de sí los dramas del
hombre y el consuelo de Dios, los mantiene unidos a lo largo de la
peregrinación de la historia. A través de los siglos, la Iglesia muestra los
signos del amor de Dios, que sigue obrando maravillas en las personas
humildes y sencillas. El sufrimiento aceptado y ofrecido, el compartir
sincera y gratuitamente, ¿no son acaso milagros del amor? La valentía de
afrontar el mal desarmados —como Judit—, únicamente con la fuerza de
la fe y de la esperanza en el Señor, ¿no es un milagro que la gracia de Dios
suscita continuamente en tantas personas que dedican tiempo y energías
en ayudar a quienes sufren? Por todo esto vivimos una alegría que no
olvida el sufrimiento, sino que lo comprende. De esta forma, en la Iglesia,
los enfermos y cuantos sufren no sólo son destinatarios de atención y de
cuidado, sino antes aún y sobre todo protagonistas de la peregrinación de
la fe y de la esperanza, testigos de los prodigios del amor, de la alegría
pascual que florece de la cruz y de la Resurrección de Cristo.
En el pasaje de la carta de Santiago, recién proclamado, el Apóstol
invita a esperar con constancia la venida ya próxima del Señor y, en ese
contexto, dirige una exhortación particular relativa a los enfermos. Esta
ubicación es muy interesante, porque refleja la acción de Jesús que,
curando a los enfermos, mostraba la cercanía del reino de Dios. La
enfermedad se contempla en la perspectiva de los últimos tiempos, con el
realismo de la esperanza típicamente cristiano. "¿Sufre alguno entre
vosotros? Que ore. ¿Está alguno alegre? Que cante salmos"(St 5, 13).
Parecen escucharse palabras semejantes de san Pablo, cuando invita a
vivir cada cosa en relación con la novedad radical de Cristo, su muerte y
resurrección (cf. 1 Co 7, 29-31). "¿Está enfermo alguno entre vosotros?
Llame a los presbíteros de la Iglesia, que oren sobre él y le unjan con óleo
en el nombre del Señor. Y la oración de la fe salvará al enfermo" (St 5, 14-
15). Aquí es evidente la prolongación de Cristo en su Iglesia: sigue siendo
él quien actúa, mediante los presbíteros; es su mismo Espíritu quien obra a
través del signo sacramental del óleo; es a él a quien se dirige la fe,
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expresada en la oración; y, como ocurría con las personas curadas por
Jesús, a todo enfermo se puede decir: tu fe, sostenida por la fe de los
hermanos y de las hermanas, te ha salvado.
De este texto, que contiene el fundamento y la praxis del sacramento
de la Unción de los enfermos, se desprende al mismo tiempo una visión
del papel de los enfermos en la Iglesia. Un papel activo para "provocar",
por así decirlo, la oración realizada con fe. "El que esté enfermo, llame a
los presbíteros". En este Año sacerdotal me complace subrayar el vínculo
entre los enfermos y los sacerdotes, una especie de alianza, de
"complicidad" evangélica. Ambos tienen una tarea: el enfermo debe
"llamar" a los presbíteros, y estos deben responder, para atraer sobre la
experiencia de la enfermedad la presencia y la acción del Resucitado y de
su Espíritu. Y aquí podemos ver toda la importancia de la pastoral de los
enfermos, cuyo valor es verdaderamente incalculable por el bien inmenso
que hace, en primer lugar al enfermo y al sacerdote mismo, pero también a
los familiares, a los conocidos, a la comunidad y, por caminos
desconocidos y misteriosos, a toda la Iglesia y al mundo. En efecto,
cuando la Palabra de Dios habla de curación, de salvación, de salud del
enfermo, entiende estos conceptos en sentido integral, sin separar nunca
alma y cuerpo: un enfermo curado por la oración de Cristo, mediante la
Iglesia, es una alegría en la tierra y en el cielo, es una primicia de vida
eterna.
Queridos amigos, como escribí en la encíclica Spe salvi, "la grandeza
de la humanidad está determinada esencialmente por su relación con el
sufrimiento y con el que sufre. Esto es válido tanto para el individuo como
para la sociedad" (n. 38). Al instituir un dicasterio dedicado a la pastoral
sanitaria, la Santa Sede quiso ofrecer su propia contribución también para
promover un mundo más capaz de acoger y atender a los enfermos como
personas. De hecho, quiso ayudarles a vivir la experiencia de la
enfermedad de manera humana, no renegando de ella, sino dándole un
sentido. Deseo concluir estas reflexiones con un pensamiento del
venerable Papa Juan Pablo II, que testimonió con su propia vida. En la
carta apostólica Salvifici doloris escribió: "Cristo al mismo tiempo ha
enseñado al hombre a hacer bien con el sufrimiento y a hacer bien a
quien sufre. Bajo este doble aspecto ha manifestado cabalmente el sentido
del sufrimiento" (n. 30). Que nos ayude la Virgen María a vivir
plenamente esta misión.

SEMINARIO: PERMANECED EN MI AMOR


20100212. Discurso. Lectio divina. Seminario Romano Mayor
Cada año es para mí una gran alegría estar con los seminaristas de la
diócesis de Roma, con los jóvenes que se preparan para responder a la
llamada del Señor y ser trabajadores en su viña, sacerdotes de su misterio.
Esta es la alegría de ver que la Iglesia vive, que el futuro de la Iglesia está
presente también en nuestras tierras, también en Roma.
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En este Año sacerdotal, queremos estar especialmente atentos a las
palabras del Señor concernientes a nuestro servicio. El pasaje del
Evangelio que acabamos de leer habla indirecta, pero profundamente, de
nuestro Sacramento, de nuestra llamada a estar en la viña del Señor, a ser
servidores de su misterio.
En este breve pasaje, encontramos algunas palabras clave que dan la
indicación del anuncio que el Señor quiere hacer con este texto.
"Permanecer": en este breve pasaje, encontramos diez veces la palabra
"permanecer"; luego, el mandamiento nuevo: "Que os améis los unos a los
otros como yo os he amado", "no os llamo ya siervos, a vosotros os he
llamado amigos", "para que vayáis y deis fruto"; y, por último: "Pedid lo
que queráis y lo conseguiréis, se os concederá el gozo". Oremos al Señor
para que nos ayude a entrar en el sentido de sus palabras, para que estas
palabras penetren en nuestro corazón y, así, sean camino y vida en
nosotros, con nosotros y a través nuestro.
La primera palabra es: "Permaneced en mí, en mi amor". Permanecer
en el Señor es fundamental como primer tema de este pasaje. Permanecer:
¿dónde? En el amor, en el amor de Cristo, en el ser amados y en el amar al
Señor. Todo el capítulo 15 concreta el lugar donde permanecer, porque los
primeros ocho versículos exponen y presentan la parábola de la vid: "Yo
soy la vid; vosotros los sarmientos". La vid es una imagen
veterotestamentaria que encontramos tanto en los profetas como en los
salmos, y tiene dos significados: es una parábola para el pueblo de Dios,
que es su viña. ¿Con qué intención ha plantado una vid en este mundo, ha
cultivado esta vid, ha cultivado su viña, ha protegido su viña?
Naturalmente con la intención de encontrar fruto, de encontrar el don
precioso de la uva, del buen vino.
Así aparece el segundo significado: el vino es símbolo, es expresión de
la alegría del amor. El Señor ha creado su pueblo para encontrar la
respuesta de su amor y así esta imagen de la vid, de la viña, tiene un
significado esponsal, es expresión del hecho de que Dios busca el amor de
su criatura, quiere entrar en una relación de amor, en una relación esponsal
con el mundo mediante el pueblo que él ha elegido.
Pero luego la historia concreta es una historia de infidelidad: en lugar
de uva preciosa, se producen sólo pequeñas "cosas incomestibles", no
llega la respuesta de este gran amor, no nace esta unidad, esta unión sin
condiciones entre el hombre y Dios, en la comunión del amor. El hombre
se retira en sí mismo, se quiere tener a sí mismo sólo para sí, quiere tener a
Dios para sí, quiere tener el mundo para sí. Y así, la viña es devastada,
vienen el jabalí del bosque y todos los enemigos, y la viña se convierte en
un desierto.
Pero Dios no se rinde: Dios encuentra un modo nuevo para llegar a un
amor libre, irrevocable, al fruto de ese amor, a la uva verdadera. Dios se
hace hombre y así él mismo se convierte en la raíz de la vid, se convierte
él mismo en vid, y así la vid llega a ser indestructible. Este pueblo de Dios
no puede ser destruido, porque Dios mismo ha entrado en él, se ha
implantado en esta tierra. El nuevo pueblo de Dios está realmente fundado
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en Dios mismo, que se hace hombre y así nos llama a ser en él la nueva
vid y nos llama a estar, a permanecer en él.
Además, tengamos presente que en el capítulo 6 del Evangelio de san
Juan, encontramos el discurso sobre el pan, que es el gran discurso sobre
el misterio eucarístico. En este capítulo 15 tenemos el discurso sobre el
vino: el Señor no habla explícitamente de la Eucaristía, pero naturalmente
tras el misterio del vino está la realidad de que él se ha hecho fruto y vino
por nosotros, de que su sangre es el fruto del amor que nace de la tierra
para siempre y, en la Eucaristía, su sangre se convierte en nuestra sangre,
nos renueva, recibimos una nueva identidad, porque la sangre de Cristo se
convierte en nuestra sangre. Así estamos emparentados con Dios en el
Hijo y en la Eucaristía se hace realidad esta gran realidad de la vid en la
cual nosotros somos los sarmientos unidos con el Hijo y así unidos con el
amor eterno.
"Permaneced": permanecer en este gran misterio, permanecer en este
don nuevo del Señor, que nos ha hecho pueblo en sí mismo, en su cuerpo
y con su sangre. Creo que debemos meditar mucho este misterio, es decir,
que Dios mismo se hace cuerpo, se hace uno con nosotros; sangre, uno
con nosotros; que podemos permanecer —permaneciendo en este misterio
— en comunión con Dios mismo, en esta gran historia de amor, que es la
historia de la verdadera felicidad. Meditando este don —Dios se ha hecho
uno con todos nosotros y, al mismo tiempo, nos hace uno a todos, una vid
— también debemos comenzar a rezar a fin de que este misterio penetre
cada vez más en nuestra mente, en nuestro corazón, y seamos cada vez
más capaces de ver y de vivir la grandeza del misterio, y comenzar así a
realizar este imperativo: "Permaneced".
Si seguimos leyendo atentamente este pasaje del Evangelio de san
Juan, encontramos también otro imperativo: "Permaneced" y "guardad mis
mandamientos". "Guardad" es sólo el segundo nivel; el primero es el de
"permanecer", el nivel ontológico, es decir, que estamos unidos a él, que
nos ha dado su persona anticipadamente, ya nos ha dado su amor, el fruto.
No somos nosotros quienes debemos producir el gran fruto; el
cristianismo no es un moralismo, no somos nosotros quienes debemos
hacer todo lo que Dios se espera del mundo, sino que ante todo debemos
entrar en este misterio ontológico: Dios se da a sí mismo. Su ser, su amor,
precede a nuestro actuar y, en el contexto de su cuerpo, en el contexto del
estar en él, identificados con él, ennoblecidos con su sangre, también
nosotros podemos actuar con Cristo.
La ética es consecuencia del ser: primero el Señor nos da un nuevo ser,
este es el gran don; el ser precede al actuar y a este ser sigue luego el
actuar, como una realidad orgánica, para que lo que somos podamos serlo
también en nuestra actividad. Por lo tanto, demos gracias al Señor porque
nos ha sacado del puro moralismo; no podemos obedecer a una ley que
está frente a nosotros, pero debemos sólo actuar según nuestra nueva
identidad. Por consiguiente, ya no es una obediencia, algo exterior, sino
una realización del don del nuevo ser.
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Lo digo una vez más: demos gracias al Señor porque él nos precede,
nos da todo lo que debemos darle nosotros, y nosotros podemos ser
después, en la verdad y en la fuerza de nuestro nuevo ser, agentes de su
realidad. Permanecer y guardar: guardar es el signo del permanecer y el
permanecer es el don que él nos da, pero que debe ser renovado cada día
en nuestra vida.
Sigue luego este mandamiento nuevo: "Amaos como yo os he amado".
Ningún amor es más grande que "dar la vida por los amigos". ¿Qué
significa? Tampoco aquí se trata de un moralismo. Se podría decir: "No es
un mandamiento nuevo; el mandamiento de amar al prójimo como a sí
mismo ya existe en el Antiguo Testamento". Algunos afirman: "Es preciso
radicalizar todavía más este amor; este amor al otro debe imitar a Cristo,
que se ha entregado por nosotros; debe ser un amor heroico, hasta el don
de sí mismos". Pero en este caso el cristianismo sería un moralismo
heroico. Es verdad que debemos alcanzar esta radicalidad del amor, que
Cristo nos ha mostrado y donado, pero también aquí la verdadera novedad
no es lo que hacemos nosotros, la verdadera novedad es lo que hace él: el
Señor nos ha donado su persona, y el Señor nos ha dado la verdadera
novedad de ser miembros suyos en su cuerpo, de ser sarmientos de la vid
que es él. Por lo tanto, la novedad es el don, el gran don, y al don, a la
novedad del don, sigue también, como he dicho, el actuar nuevo.
Santo Tomás de Aquino lo dice de modo muy preciso cuando escribe:
"La nueva ley es la gracia del Espíritu Santo" (Summa theologiae, I-II, q.
106, a. 1). La nueva ley no es otro mandamiento más difícil que los
demás: la nueva ley es un don, la nueva ley es la presencia del Espíritu
Santo que se nos da en el sacramento del Bautismo, en la Confirmación, y
cada día en la santísima Eucaristía. Aquí los Padres han distinguido
"sacramentum" y "exemplum". "Sacramentum" es el don del nuevo ser, y
este don también se convierte en ejemplo para nuestro actuar, pero el
"sacramentum" precede, y nosotros vivimos del sacramento. Aquí vemos
la centralidad del sacramento, que es centralidad del don.
Procedamos en nuestra reflexión. El Señor dice: "No os llamo ya
siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he
llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a
conocer". Ya no siervos, que obedecen al mandamiento, sino amigos que
conocen, que están unidos en la misma voluntad, en el mismo amor. La
novedad, por lo tanto, es que Dios se ha dado a conocer, que Dios se ha
mostrado, que Dios ya no es el Dios ignoto, buscado pero no encontrado o
sólo adivinado de lejos. Dios se ha dejado ver: en el rostro de Cristo
vemos a Dios, Dios se ha hecho "conocido", y así nos ha hecho amigos.
Pensemos como en la historia de la humanidad, en todas las religiones
arcaicas, se sabe que existe un Dios. Este es un conocimiento inmerso en
el corazón del hombre, que Dios es uno, los dioses no son "el" Dios. Pero
este Dios queda muy lejos, parece que no se da a conocer, no se hace
amar, no es amigo, sino que está lejos. Por eso, las religiones se ocupan
poco de este Dios; la vida concreta se ocupa de los espíritus, de las
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realidades concretas que encontramos cada día y con las cuales debemos
echar cuentas diariamente. Dios permanece lejano.
Después vemos el gran movimiento de la filosofía: pensemos en
Platón, Aristóteles, que comienzan a intuir que este Dios es el agathòn, la
bondad misma, es el eros que mueve el mundo y, sin embargo, este sigue
siendo un pensamiento humano, es una idea de Dios que se acerca a la
verdad, pero es una idea nuestra y Dios sigue siendo el Dios escondido.
Hace poco me escribió un profesor de Ratisbona, un profesor de física,
que había leído con gran retraso mi discurso en la Universidad de
Ratisbona, para decirme que no podía estar de acuerdo con mi lógica o
podía estarlo sólo en parte. Dijo: "Ciertamente me convence la idea de que
la estructura racional del mundo exija una razón creadora, la cual ha hecho
esta racionalidad que no se explica por sí misma". Y proseguía: "Pero si
bien existe un demiurgo —se expresa así—, un demiurgo me parece
seguro por lo que usted dice, no veo que exista un Dios amor, bueno, justo
y misericordioso. Puedo ver que existe una razón que precede a la
racionalidad del cosmos, pero lo demás no". Y de este modo Dios
permanece escondido. Es una razón que precede a nuestras razones,
nuestra racionalidad, la racionalidad del ser, pero no existe un amor
eterno, no existe la gran misericordia que nos da para vivir.
Y en Cristo, Dios se ha mostrado en su verdad total, ha mostrado que
es razón y amor, que la razón eterna es amor y así crea. Lamentablemente,
también hoy muchos viven alejados de Cristo, no conocen su rostro y, así,
la eterna tentación del dualismo, que se esconde también en la carta de
este profesor, se renueva siempre, es decir, que quizá no existe sólo un
principio bueno, sino también un principio malo, un principio del mal; que
el mundo está dividido y son dos realidades igualmente fuertes: el Dios
bueno es sólo una parte de la realidad. También en la teología, incluida la
católica, se difunde actualmente esta tesis: Dios no sería omnipotente. De
este modo se busca una apología de Dios, que así no sería responsable del
mal que encontramos ampliamente en el mundo. Pero ¡qué apología tan
pobre! ¡Un Dios no omnipotente! ¡El mal no está en sus manos! ¿Cómo
podríamos encomendarnos a este Dios? ¿Cómo podríamos estar seguros
de su amor si este amor acaba donde comienza el poder del mal?
Pero Dios ya no es desconocido: en el rostro de Cristo crucificado
vemos a Dios y vemos la verdadera omnipotencia, no el mito de la
omnipotencia. Para nosotros, los hombres, la potencia, el poder siempre se
identifica con la capacidad de destruir, de hacer el mal. Pero el verdadero
concepto de omnipotencia que se manifiesta en Cristo es precisamente lo
contrario: en él la verdadera omnipotencia es amar hasta tal punto que
Dios puede sufrir: aquí se muestra su verdadera omnipotencia, que puede
llegar hasta el punto de un amor que sufre por nosotros. Y así vemos que
él es el verdadero Dios y el verdadero Dios, que es amor, es poder: el
poder del amor. Y nosotros podemos encomendarnos a su amor
omnipotente y vivir en él, con este amor omnipotente.
Pienso que debemos meditar de nuevo esta realidad, siempre,
agradecer a Dios que se haya manifestado, porque conocemos su rostro, le
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conocemos cara a cara; ya no es como Moisés que podía ver sólo la
espalda del Señor. También esta es una idea bonita, de la cual san
Gregorio de Niza dice: "Ver sólo la espalda significa que debemos ir
siempre detrás de Cristo". Pero, al mismo tiempo, con Cristo Dios ha
mostrado su cara, su rostro. El velo del templo está rasgado, está abierto,
el misterio de Dios es visible. El primer mandamiento, que excluye
imágenes de Dios, porque sólo disminuirían la realidad, ha cambiado, se
ha renovado, tiene otra forma. Ahora podemos, en el hombre Cristo, ver el
rostro de Dios, podemos tener iconos de Cristo y ver así quién es Dios.
Pienso que quien ha entendido esto, quien se ha dejado tocar por este
misterio, que Dios se ha desvelado, ha rasgado el velo del templo,
mostrado su rostro, encuentra una fuente de alegría permanente. Sólo
podemos decir: "Gracias. Sí, ahora sabemos quién eres, quién es Dios y
cómo responder a él". Y pienso que esta alegría de conocer a Dios que se
ha manifestado, revelado hasta lo íntimo de su ser, implica también la
alegría del comunicar: quien ha entendido esto, vive tocado por esta
realidad, tiene que hacer como hicieron los primeros discípulos que fueron
a decir a sus amigos y hermanos: "Hemos encontrado a aquel de quien
hablan los profetas. Ahora está presente". La misión no es algo añadido
exteriormente a la fe, sino la dinámica misma de la fe. Quien ha visto,
quien ha encontrado a Jesús, tiene que ir a decir a sus amigos: "Lo hemos
encontrado, es Jesús, crucificado por nosotros".
Prosiguiendo, el texto dice: "Os he destinado para que vayáis y deis
fruto, y que vuestro fruto permanezca". Con esto volvemos al inicio, a la
imagen, a la parábola de la vid: ha sido creada para dar fruto. ¿Y cuál es el
fruto? Como hemos dicho, el fruto es el amor. En el Antiguo Testamento,
con la Torá como primera etapa de la autorrevelación de Dios, el fruto se
comprendía como justicia, es decir, vivir según la Palabra de Dios, vivir
en la voluntad de Dios, y así vivir bien.
Esto queda, pero al mismo tiempo se ve excedido: la verdadera justicia
no consiste en una obediencia a algunas normas, sino que es amor, amor
creativo, que encuentra por sí solo la riqueza, la abundancia del bien.
Abundancia es una de las palabras clave del Nuevo Testamento, Dios
mismo da siempre con abundancia. Para crear al hombre, crea esta
abundancia de un cosmos inmenso; para redimir al hombre se da a sí
mismo, en la Eucaristía se da a sí mismo. Y quien está unido a Cristo,
quien es sarmiento en la vid, vive de esta ley, no pregunta: "¿Todavía
puedo o no puedo hacer esto?", "¿debo o no debo hacer esto?", sino que
vive en el entusiasmo del amor que no pregunta: "esto todavía es necesario
o está prohibido", sino que, simplemente, en la creatividad del amor,
quiere vivir con Cristo y para Cristo y entregarse totalmente a sí mismo
por él y así entrar en la alegría del dar fruto. Recordemos también que el
Señor dice: "Os he destinado para que vayáis": es el dinamismo que vive
en el amor de Cristo; ir, es decir, no quedarme sólo para mí, ver mi
perfección, garantizarme la felicidad eterna, sino olvidarme de mí mismo,
ir como Cristo fue, ir como Dios fue desde su inmensa majestad hasta
nuestra pobreza, para encontrar fruto, para ayudarnos, para darnos la
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posibilidad de llevar el verdadero fruto del amor. Cuanto más llenos
estemos de esta alegría de haber descubierto el rostro de Dios, tanto más el
entusiasmo del amor será real en nosotros y dará fruto.
Y, para concluir, llegamos a la última palabra de este pasaje: "Os digo:
"todo lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo concederá"". Una breve
catequesis sobre la oración, que siempre nos sorprende de nuevo. Dos
veces en este capítulo 15 el Señor dice "lo que pidáis os doy" y otra vez en
el capítulo 16. Y nosotros querríamos decir: "No, Señor, no es verdad".
Cuántas oraciones buenas y profundas de madres que rezan por el hijo que
está muriendo y no son escuchadas, cuántas oraciones para que suceda
alguna cosa buena y el Señor no escucha. ¿Qué significa esta promesa? En
el capítulo 16 el Señor nos da la clave para comprender: nos dice cuánto
nos da, qué es este todo, la charà, la alegría: si uno ha encontrado la
alegría ha encontrado todo y ve todo en la luz del amor divino. Como san
Francisco, que compuso la gran poesía sobre la creación en una situación
desolada y, sin embargo, precisamente allí, cerca del Señor sufriente,
redescubrió la belleza del ser, la bondad de Dios, y compuso esta gran
poesía.
Es útil recordar, al mismo tiempo, algunos versículos del Evangelio de
san Lucas, donde el Señor, en una parábola, habla de la oración diciendo:
"Si, pues, vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos,
cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan".
El Espíritu Santo —en el Evangelio de san Lucas— es alegría, en el
Evangelio de san Juan es la misma realidad: la alegría es el Espíritu Santo
y el Espíritu Santo es la alegría, o, en otras palabras, de Dios no pedimos
algo pequeño o grande, de Dios invocamos el don divino, Dios mismo;
este es el gran don que Dios nos da: Dios mismo. En este sentido debemos
aprender a rezar, rezar por la gran realidad, por la realidad divina, para que
él nos dé su persona, nos dé su Espíritu y de este modo podamos
responder a las exigencias de la vida y ayudar a los demás en sus
sufrimientos. Naturalmente, el Padre Nuestro nos lo enseña. Podemos
rezar por muchas cosas, en todas nuestras necesidades podemos pedir:
"¡Ayúdame!". Esto es muy humano y Dios es humano, como hemos visto;
por lo tanto, es justo pedir a Dios también por las pequeñas cosas de
nuestra vida de todos los días.
Pero, al mismo tiempo, rezar es un camino, diría una escalera:
debemos aprender cada vez más por qué podemos rezar y por qué no
podemos rezar, porque son expresiones de mi egoísmo. No puedo rezar
por cosas que son dañinas para los demás, no puedo rezar por cosas que
favorecen mi egoísmo, mi soberbia. Así rezar, ante los ojos de Dios, se
convierte en un proceso de purificación de nuestros pensamientos, de
nuestros deseos. Como dice el Señor en la parábola de la vid: debemos ser
podados, purificados, cada día; vivir con Cristo, en Cristo, permanecer en
Cristo, es un proceso de purificación, y sólo en este proceso de lenta
purificación, de liberación de nosotros mismos y de la voluntad de tener
sólo nosotros, está el camino verdadero de la vida, se abre el camino de la
alegría.
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Como ya hemos apuntado, todas estas palabras del Señor tienen un
fondo sacramental. El fondo fundamental de la parábola de la vid es el
Bautismo: estamos implantados en Cristo; y la Eucaristía: somos un pan,
un cuerpo, una sangre, una vida con Cristo. Y así también este proceso de
purificación tiene un fondo sacramental: el sacramento de la Penitencia,
de la Reconciliación en el cual aceptamos esta pedagogía divina que día a
día, a lo largo de toda la vida, nos purifica y nos hace miembros cada vez
más verdaderos de su cuerpo. De este modo podemos aprender que Dios
responde a nuestras oraciones, a menudo con su bondad responde también
a las oraciones pequeñas, pero con frecuencia también las corrige, las
transforma y las guía para que seamos finalmente y realmente sarmientos
de su Hijo, de la vid verdadera, miembros de su cuerpo.
Agradezcamos a Dios la grandeza de su amor, recemos para que nos
ayude a crecer en su amor, a permanecer realmente en su amor.

LA LEY MORAL NATURAL, FUNDAMENTO DE LA BIOÉTICA


20100213. Discurso. Acadamia pontificia para la vida
Las cuestiones de bioética frecuentemente sitúan en primer plano la
referencia a la dignidad de la persona, un principio fundamental que la fe
en Jesucristo crucificado y resucitado ha defendido desde siempre, sobre
todo cuando no se respeta en relación a los sujetos más sencillos e
indefensos: Dios ama a cada ser humano de manera única y profunda.
También la bioética, como toda disciplina, necesita de una referencia
capaz de garantizar una lectura coherente de las cuestiones éticas que,
inevitablemente, surgen frente a posibles conflictos interpretativos. En tal
espacio se abre la remisión normativa a la ley moral natural. El
reconocimiento de la dignidad humana, en efecto, como derecho
inalienable halla su fundamento primero en esa ley no escrita por mano de
hombre, sino inscrita por Dios Creador en el corazón del hombre, que
cada ordenamiento jurídico está llamado a reconocer como inviolable y
cada persona debe respetar y promover (cf. Catecismo de la Iglesia
católica, nn. 1954-1960). Sin el principio fundador de la dignidad humana
sería arduo hallar una fuente para los derechos de la persona e imposible
alcanzar un juicio ético respecto a las conquistas de la ciencia que
intervienen directamente en la vida humana. Es necesario, por lo tanto,
repetir con firmeza que no existe una comprensión de la dignidad humana
ligada sólo a elementos externos como el progreso de la ciencia, la
gradualidad en la formación de la vida humana o el pietismo fácil ante
situaciones límite. Cuando se invoca el respeto por la dignidad de la
persona es fundamental que sea pleno, total y sin sujeciones, excepto las
de reconocer que se está siempre ante una vida humana. Cierto: la vida
humana conoce un desarrollo propio y el horizonte de investigación de la
ciencia y de la bioética está abierto, pero es necesario subrayar que cuando
se trata de ámbitos relativos al ser humano, los científicos jamás pueden
pensar que tienen entre manos sólo materia inanimada y manipulable. De
hecho, desde el primer instante, la vida del hombre se caracteriza por ser
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vida humana y por esto siempre portadora de dignidad, en todo lugar y a
pesar de todo (cf. Congregación para la doctrina de la fe, instrucción
Dignitas personae sobre algunas cuestiones de bioética, n. 5). De otra
forma, estaríamos siempre en presencia del peligro de un uso instrumental
de la ciencia, con la inevitable consecuencia de caer fácilmente en el
arbitrio, en la discriminación y en el interés económico del más fuerte.
Conjugar bioética y ley moral natural permite verificar de la mejor
manera la referencia necesaria e insuprimible a la dignidad que la vida
humana posee intrínsecamente desde su primer instante hasta su fin
natural. En cambio, en el contexto actual, aun emergiendo cada vez con
mayor insistencia la justa llamada a los derechos que garantizan la
dignidad de la persona, se percibe que no siempre se reconocen esos
derechos a la vida humana en su desarrollo natural y en los momentos de
mayor debilidad. Una contradicción así evidencia el compromiso que hay
que asumir en los diversos ámbitos de la sociedad y de la cultura para que
la vida humana sea reconocida siempre como sujeto inalienable de
derecho y nunca como objeto sometido al arbitrio del más fuerte. La
historia ha demostrado cuán peligroso y deletéreo puede ser un Estado que
proceda a legislar sobre cuestiones que afectan a la persona y a la sociedad
pretendiendo ser él mismo fuente y principio de la ética. Sin principios
universales que permitan verificar un denominador común para toda la
humanidad, no hay que subestimar en absoluto el riesgo de una deriva
relativista a nivel legislativo (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n.
1959). La ley moral natural, fuerte en su propio carácter universal, permite
evitar tal peligro y sobre todo ofrece al legislador la garantía de un
auténtico respeto tanto de la persona como de todo el orden creado.
Aquella se sitúa como fuente catalizadora de consenso entre personas de
culturas y religiones distintas y permite avanzar más allá de las
diferencias, porque afirma la existencia de un orden impreso en la
naturaleza por el Creador y reconocido como instancia de verdadero juicio
ético racional para perseguir el bien y evitar el mal. La ley moral natural
"pertenece al gran patrimonio de la sabiduría humana, que la Revelación,
con su luz, ha contribuido a purificar y a desarrollar ulteriormente" (cf.
Juan Pablo II, Discurso a la plenaria de la Congregación para la doctrina
de la fe, 6 de febrero de 2004).

LAS BIENAVENTURANZAS EN SAN LUCAS


20100214. Ángelus
El año litúrgico es un gran camino de fe, que la Iglesia realiza siempre
precedida por la Virgen Madre María. En los domingos del tiempo
ordinario, este itinerario está marcado este año por la lectura del Evangelio
de san Lucas, que hoy nos acompaña "en un paraje llano" (Lc 6, 17),
donde Jesús se detiene con los Doce y donde se reúne una multitud de
otros discípulos y de gente llegada de todas partes para escucharlo. En ese
marco se sitúa el anuncio de las "bienaventuranzas" (Lc 6, 20-26; cf. Mt 5,
1-12). Jesús, levantando los ojos hacia sus discípulos, dice: "Dichosos los
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pobres... Dichosos los que ahora tenéis hambre... Dichosos los que
lloráis... Dichosos vosotros cuando los hombres... proscriban vuestro
nombre" por mi causa. ¿Por qué los proclama dichosos? Porque la justicia
de Dios hará que sean saciados, que se alegren, que sean resarcidos de
toda acusación falsa, en una palabra, porque ya desde ahora los acoge en
su reino. Las bienaventuranzas se basan en el hecho de que existe una
justicia divina, que enaltece a quien ha sido humillado injustamente y
humilla a quien se ha enaltecido (cf. Lc 14, 11). De hecho, el evangelista
san Lucas, después de los cuatro "dichosos vosotros", añade cuatro
amonestaciones: "Ay de vosotros, los ricos... Ay de vosotros, los que ahora
estáis saciados... Ay de vosotros, los que ahora reís" y "Ay si todo el
mundo habla bien de vosotros", porque, como afirma Jesús, la situación se
invertirá, los últimos serán primeros y los primeros últimos" (cf. Lc 13,
30).
Esta justicia y esta bienaventuranza se realizan en el "reino de los
cielos" o "reino de Dios", que tendrá su cumplimiento al final de los
tiempos, pero que ya está presente en la historia. Donde los pobres son
consolados y admitidos al banquete de la vida, allí se manifiesta la justicia
de Dios. Esta es la tarea que los discípulos del Señor están llamados a
realizar también en la sociedad actual.
El Evangelio de Cristo responde positivamente a la sed de justicia del
hombre, pero de modo inesperado y sorprendente. Jesús no propone una
revolución de tipo social y político, sino la del amor, que ya ha realizado
con su cruz y su resurrección. En ellas se fundan las bienaventuranzas, que
proponen el nuevo horizonte de justicia, inaugurado por la Pascua, gracias
al cual podemos ser justos y construir un mundo mejor.
Queridos amigos, dirijámonos ahora a la Virgen María. Todas las
generaciones la proclaman "dichosa", porque creyó en la buena noticia
que el Señor le anunció (cf. Lc 1, 45.48). Dejémonos guiar por ella en el
camino de la Cuaresma, para ser liberados del espejismo de la
autosuficiencia, reconocer que tenemos necesidad de Dios, de su
misericordia, y entrar así en su reino de justicia, de amor y de paz.

CUARESMA: CRISTO, JUSTICIA DE DIOS


20091030. Mensaje para la Cuaresma 2010
Cada año, con ocasión de la Cuaresma, la Iglesia nos invita a una
sincera revisión de nuestra vida a la luz de las enseñanzas evangélicas.
Este año quiero proponeros algunas reflexiones sobre el vasto tema de la
justicia, partiendo de la afirmación paulina: «La justicia de Dios se ha
manifestado por la fe en Jesucristo» (cf. Rm 3,21-22).
Justicia: “dare cuique suum”
Me detengo, en primer lugar, en el significado de la palabra “justicia”,
que en el lenguaje común implica “dar a cada uno lo suyo” - “dare cuique
suum”, según la famosa expresión de Ulpiano, un jurista romano del siglo
III. Sin embargo, esta clásica definición no aclara en realidad en qué
consiste “lo suyo” que hay que asegurar a cada uno. Aquello de lo que el
52
hombre tiene más necesidad no se le puede garantizar por ley. Para gozar
de una existencia en plenitud, necesita algo más íntimo que se le puede
conceder sólo gratuitamente: podríamos decir que el hombre vive del
amor que sólo Dios, que lo ha creado a su imagen y semejanza, puede
comunicarle. Los bienes materiales ciertamente son útiles y necesarios (es
más, Jesús mismo se preocupó de curar a los enfermos, de dar de comer a
la multitud que lo seguía y sin duda condena la indiferencia que también
hoy provoca la muerte de centenares de millones de seres humanos por
falta de alimentos, de agua y de medicinas), pero la justicia “distributiva”
no proporciona al ser humano todo “lo suyo” que le corresponde. Este,
además del pan y más que el pan, necesita a Dios. Observa san Agustín: si
“la justicia es la virtud que distribuye a cada uno lo suyo... no es justicia
humana la que aparta al hombre del verdadero Dios” (De Civitate Dei,
XIX, 21).
¿De dónde viene la injusticia?
El evangelista Marcos refiere las siguientes palabras de Jesús, que se
sitúan en el debate de aquel tiempo sobre lo que es puro y lo que es
impuro: “Nada hay fuera del hombre que, entrando en él, pueda
contaminarle; sino lo que sale del hombre, eso es lo que contamina al
hombre... Lo que sale del hombre, eso es lo que contamina al hombre.
Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen las intenciones
malas” (Mc 7,15. 20-21). Más allá de la cuestión inmediata relativa a los
alimentos, podemos ver en la reacción de los fariseos una tentación
permanente del hombre: la de identificar el origen del mal en una causa
exterior. Muchas de las ideologías modernas tienen, si nos fijamos bien,
este presupuesto: dado que la injusticia viene “de fuera”, para que reine la
justicia es suficiente con eliminar las causas exteriores que impiden su
puesta en práctica. Esta manera de pensar ―advierte Jesús― es ingenua y
miope. La injusticia, fruto del mal, no tiene raíces exclusivamente
externas; tiene su origen en el corazón humano, donde se encuentra el
germen de una misteriosa convivencia con el mal. Lo reconoce
amargamente el salmista: “Mira, en la culpa nací, pecador me concibió mi
madre” (Sal 51,7). Sí, el hombre es frágil a causa de un impulso profundo,
que lo mortifica en la capacidad de entrar en comunión con el prójimo.
Abierto por naturaleza al libre flujo del compartir, siente dentro de sí una
extraña fuerza de gravedad que lo lleva a replegarse en sí mismo, a
imponerse por encima de los demás y contra ellos: es el egoísmo,
consecuencia de la culpa original. Adán y Eva, seducidos por la mentira de
Satanás, aferrando el misterioso fruto en contra del mandamiento divino,
sustituyeron la lógica del confiar en el Amor por la de la sospecha y la
competición; la lógica del recibir, del esperar confiado los dones del Otro,
por la lógica ansiosa del aferrar y del actuar por su cuenta (cf. Gn 3,1-6),
experimentando como resultado un sentimiento de inquietud y de
incertidumbre. ¿Cómo puede el hombre librarse de este impulso egoísta y
abrirse al amor?
Justicia y Sedaqad
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En el corazón de la sabiduría de Israel encontramos un vínculo
profundo entre la fe en el Dios que “levanta del polvo al desvalido” (Sal
113,7) y la justicia para con el prójimo. Lo expresa bien la misma palabra
que en hebreo indica la virtud de la justicia: sedaqad,. En efecto, sedaqad
significa, por una parte, aceptación plena de la voluntad del Dios de Israel;
por otra, equidad con el prójimo (cf. Ex 20,12-17), en especial con el
pobre, el forastero, el huérfano y la viuda (cf. Dt 10,18-19). Pero los dos
significados están relacionados, porque dar al pobre, para el israelita, no es
otra cosa que dar a Dios, que se ha apiadado de la miseria de su pueblo, lo
que le debe. No es casualidad que el don de las tablas de la Ley a Moisés,
en el monte Sinaí, suceda después del paso del Mar Rojo. Es decir,
escuchar la Ley presupone la fe en el Dios que ha sido el primero en
“escuchar el clamor” de su pueblo y “ha bajado para librarle de la mano de
los egipcios” (cf. Ex 3,8). Dios está atento al grito del desdichado y como
respuesta pide que se le escuche: pide justicia con el pobre (cf. Si 4,4-5.8-
9), el forastero (cf. Ex 20,22), el esclavo (cf. Dt 15,12-18). Por lo tanto,
para entrar en la justicia es necesario salir de esa ilusión de
autosuficiencia, del profundo estado de cerrazón, que es el origen de
nuestra injusticia. En otras palabras, es necesario un “éxodo” más
profundo que el que Dios obró con Moisés, una liberación del corazón,
que la palabra de la Ley, por sí sola, no tiene el poder de realizar. ¿Existe,
pues, esperanza de justicia para el hombre?
Cristo, justicia de Dios
El anuncio cristiano responde positivamente a la sed de justicia del
hombre, como afirma el Apóstol Pablo en la Carta a los Romanos:
“Ahora, independientemente de la ley, la justicia de Dios se ha
manifestado... por la fe en Jesucristo, para todos los que creen, pues no
hay diferencia alguna; todos pecaron y están privados de la gloria de Dios,
y son justificados por el don de su gracia, en virtud de la redención
realizada en Cristo Jesús, a quien exhibió Dios como instrumento de
propiciación por su propia sangre, mediante la fe, para mostrar su justicia
(Rm 3,21-25).
¿Cuál es, pues, la justicia de Cristo? Es, ante todo, la justicia que viene
de la gracia, donde no es el hombre que repara, se cura a sí mismo y a los
demás. El hecho de que la “propiciación” tenga lugar en la “sangre” de
Jesús significa que no son los sacrificios del hombre los que le libran del
peso de las culpas, sino el gesto del amor de Dios que se abre hasta el
extremo, hasta aceptar en sí mismo la “maldición” que corresponde al
hombre, a fin de transmitirle en cambio la “bendición” que corresponde a
Dios (cf. Ga 3,13-14). Pero esto suscita en seguida una objeción: ¿qué
justicia existe dónde el justo muere en lugar del culpable y el culpable
recibe en cambio la bendición que corresponde al justo? Cada uno no
recibe de este modo lo contrario de “lo suyo”? En realidad, aquí se
manifiesta la justicia divina, profundamente distinta de la humana. Dios ha
pagado por nosotros en su Hijo el precio del rescate, un precio
verdaderamente exorbitante. Frente a la justicia de la Cruz, el hombre se
puede rebelar, porque pone de manifiesto que el hombre no es un ser
54
autárquico, sino que necesita de Otro para ser plenamente él mismo.
Convertirse a Cristo, creer en el Evangelio, significa precisamente esto:
salir de la ilusión de la autosuficiencia para descubrir y aceptar la propia
indigencia, indigencia de los demás y de Dios, exigencia de su perdón y
de su amistad.
Se entiende, entonces, como la fe no es un hecho natural, cómodo,
obvio: hace falta humildad para aceptar tener necesidad de Otro que me
libere de lo “mío”, para darme gratuitamente lo “suyo”. Esto sucede
especialmente en los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía.
Gracias a la acción de Cristo, nosotros podemos entrar en la justicia “más
grande”, que es la del amor (cf. Rm 13,8-10), la justicia de quien en
cualquier caso se siente siempre más deudor que acreedor, porque ha
recibido más de lo que podía esperar.
Precisamente por la fuerza de esta experiencia, el cristiano se ve
impulsado a contribuir a la formación de sociedades justas, donde todos
reciban lo necesario para vivir según su propia dignidad de hombres y
donde la justicia sea vivificada por el amor.
Queridos hermanos y hermanas, la Cuaresma culmina en el Triduo
Pascual, en el que este año volveremos a celebrar la justicia divina, que es
plenitud de caridad, de don y de salvación. Que este tiempo penitencial
sea para todos los cristianos un tiempo de auténtica conversión y de
intenso conocimiento del misterio de Cristo, que vino para cumplir toda
justicia. Con estos sentimientos, os imparto a todos de corazón la
bendición apostólica.

MIÉRCOLES DE CENIZA: CONVERSIÓN . AL POLVO


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20100217. Audiencia. Miércoles de ceniza
Hoy, miércoles de Ceniza, comenzamos el camino cuaresmal: un
camino que dura cuarenta días y que nos lleva a la alegría de la Pascua del
Señor. En este itinerario espiritual no estamos solos, porque la Iglesia nos
acompaña y nos sostiene desde el principio con la Palabra de Dios, que
encierra un programa de vida espiritual y de compromiso penitencial, y
con la gracia de los Sacramentos.
Las palabras del Apóstol san Pablo nos dan una consigna precisa: "Os
exhortamos a que no recibáis en vano la gracia de Dios... Mirad ahora el
momento favorable; mirad ahora el día de salvación" (2 Co 6, 1-2). De
hecho, en la visión cristiana de la vida habría que decir que cada momento
es favorable y cada día es día de salvación, pero la liturgia de la Iglesia
refiere estas palabras de un modo totalmente especial al tiempo de
Cuaresma. Que los cuarenta días de preparación de la Pascua son tiempo
favorable y de gracia lo podemos entender precisamente en la llamada que
el austero rito de la imposición de la ceniza nos dirige y que se expresa, en
la liturgia, con dos fórmulas: "Convertíos y creed en el Evangelio",
"Acuérdate de que eres polvo y al polvo volverás".
55
La primera exhortación es a la conversión, una palabra que hay que
considerar en su extraordinaria seriedad, dándonos cuenta de la
sorprendente novedad que implica. En efecto, la llamada a la conversión
revela y denuncia la fácil superficialidad que con frecuencia caracteriza
nuestra vida. Convertirse significa cambiar de dirección en el camino de la
vida: pero no con un pequeño ajuste, sino con un verdadero cambio de
sentido. Conversión es ir contracorriente, donde la "corriente" es el estilo
de vida superficial, incoherente e ilusorio que a menudo nos arrastra, nos
domina y nos hace esclavos del mal, o en cualquier caso prisioneros de la
mediocridad moral. Con la conversión, en cambio, aspiramos a la medida
alta de la vida cristiana, nos adherimos al Evangelio vivo y personal, que
es Jesucristo. La meta final y el sentido profundo de la conversión es su
persona, él es la senda por la que todos están llamados a caminar en la
vida, dejándose iluminar por su luz y sostener por su fuerza que mueve
nuestros pasos. De este modo la conversión manifiesta su rostro más
espléndido y fascinante: no es una simple decisión moral, que rectifica
nuestra conducta de vida, sino una elección de fe, que nos implica
totalmente en la comunión íntima con la persona viva y concreta de Jesús.
Convertirse y creer en el Evangelio no son dos cosas distintas o de alguna
manera sólo conectadas entre sí, sino que expresan la misma realidad. La
conversión es el "sí" total de quien entrega su existencia al Evangelio,
respondiendo libremente a Cristo, que antes se ha ofrecido al hombre
como camino, verdad y vida, como el único que lo libera y lo salva. Este
es precisamente el sentido de las primeras palabras con las que, según el
evangelista san Marcos, Jesús inicia la predicación del "Evangelio de
Dios": "El tiempo se ha cumplido y el reino de Dios está cerca; convertíos
y creed en el Evangelio" (Mc 1, 15).
El "convertíos y creed en el Evangelio" no está sólo al inicio de la vida
cristiana, sino que acompaña todos sus pasos, sigue renovándose y se
difunde ramificándose en todas sus expresiones. Cada día es momento
favorable y de gracia, porque cada día nos impulsa a entregarnos a Jesús, a
confiar en él, a permanecer en él, a compartir su estilo de vida, a aprender
de él el amor verdadero, a seguirlo en el cumplimiento diario de la
voluntad del Padre, la única gran ley de vida. Cada día, incluso cuando no
faltan las dificultades y las fatigas, los cansancios y las caídas, incluso
cuando tenemos la tentación de abandonar el camino del seguimiento de
Cristo y de encerrarnos en nosotros mismos, en nuestro egoísmo, sin
darnos cuenta de la necesidad que tenemos de abrirnos al amor de Dios en
Cristo, para vivir la misma lógica de justicia y de amor. En el reciente
Mensaje para la Cuaresma he querido recordar que "hace falta humildad
para aceptar tener necesidad de Otro que me libere de lo "mío", para
darme gratuitamente lo "suyo". Esto sucede especialmente en los
sacramentos de la Penitencia y la Eucaristía. Gracias al amor de Cristo,
nosotros podemos entrar en la justicia "mayor", que es la del amor (cf. Rm
13, 8-10), la justicia de quien en cualquier caso se siente siempre más
deudor que acreedor, porque ha recibido más de lo que se pueda esperar"
56
(L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 7 de febrero de 2010,
p. 11).
El momento favorable y de gracia de la Cuaresma también nos muestra
su significado espiritual mediante la antigua fórmula: "Acuérdate de que
eres polvo y al polvo volverás", que el sacerdote pronuncia cuando
impone sobre nuestra cabeza un poco de ceniza. Nos remite así a los
comienzos de la historia humana, cuando el Señor dijo a Adán después de
la culpa original: "Con el sudor de tu rostro comerás el pan, hasta que
vuelvas al suelo, pues de él fuiste tomado; porque eres polvo y al polvo
volverás" (Gn 3, 19). Aquí la Palabra de Dios nos recuerda nuestra
fragilidad, más aún, nuestra muerte, que es su forma extrema. Frente al
miedo innato del fin, y más aún en el contexto de una cultura que de
muchas maneras tiende a censurar la realidad y la experiencia humana de
la muerte, la liturgia cuaresmal, por un lado, nos recuerda la muerte
invitándonos al realismo y a la sabiduría; pero, por otro, nos impulsa sobre
todo a captar y a vivir la novedad inesperada que la fe cristiana irradia en
la realidad de la muerte misma.
El hombre es polvo y al polvo volverá, pero a los ojos de Dios es
polvo precioso, porque Dios ha creado al hombre destinándolo a la
inmortalidad. Así la fórmula litúrgica "Acuérdate de que eres polvo y al
polvo volverás" encuentra la plenitud de su significado en referencia al
nuevo Adán, Cristo. También Jesús, el Señor, quiso compartir libremente
con todo hombre la situación de fragilidad, especialmente mediante su
muerte en la cruz; pero precisamente esta muerte, colmada de su amor al
Padre y a la humanidad, fue el camino para la gloriosa resurrección,
mediante la cual Cristo se convirtió en fuente de una gracia donada a
quienes creen en él y de este modo participan de la misma vida divina.
Esta vida que no tendrá fin comienza ya en la fase terrena de nuestra
existencia, pero alcanzará su plenitud después de "la resurrección de la
carne". El pequeño gesto de la imposición de la ceniza nos desvela la
singular riqueza de su significado: es una invitación a recorrer el tiempo
cuaresmal como una inmersión más consciente e intensa en el misterio
pascual de Cristo, en su muerte y resurrección, mediante la participación
en la Eucaristía y en la vida de caridad, que nace de la Eucaristía y
encuentra en ella su cumplimiento. Con la imposición de la ceniza
renovamos nuestro compromiso de seguir a Jesús, de dejarnos transformar
por su misterio pascual, para vencer el mal y hacer el bien, para hacer que
muera nuestro "hombre viejo" vinculado al pecado y hacer que nazca el
"hombre nuevo" transformado por la gracia de Dios.
Queridos amigos, mientras nos disponemos a emprender el austero
camino cuaresmal, invoquemos con particular confianza la protección y la
ayuda de la Virgen María. Que ella, la primera creyente en Cristo, nos
acompañe en estos cuarenta días de intensa oración y de sincera
penitencia, para llegar a celebrar, purificados y completamente renovados
en la mente y en el espíritu, el gran misterio de la Pascua de su Hijo.
¡Feliz Cuaresma a todos!
57
EL SIGNO Y LAS LECTURAS DEL MIÉRCOLES DE CENIZA
20100217. Homilía.
«Tú amas a todas tus criaturas, Señor,
y no odias nada de lo que has hecho;
cierras los ojos a los pecados de los hombres,
para que se arrepientan. Y los perdonas,
porque tú eres nuestro Dios y Señor» (Antífona de entrada)

Con esta conmovedora invocación, tomada del Libro de la Sabiduría


(cf. Sb 11, 23-26), la liturgia introduce en la celebración eucarística del
miércoles de Ceniza. Son palabras que, de algún modo, abren todo el
itinerario cuaresmal, poniendo en su fundamento la omnipotencia del
amor de Dios, su señorío absoluto sobre toda criatura, que se traduce en
indulgencia infinita, animada por una constante y universal voluntad de
vida. En efecto, perdonar a alguien equivale a decirle: no quiero que
mueras, sino que vivas; quiero siempre y sólo tu bien.
Esta certeza absoluta sostuvo a Jesús durante los cuarenta días que
pasó en el desierto de Judea, después del bautismo recibido de Juan en el
Jordán. Ese largo tiempo de silencio y de ayuno fue para él un
abandonarse completamente en el Padre y en su proyecto de amor;
también fue un "bautismo", o sea, una "inmersión" en su voluntad, y en
este sentido un anticipo de la pasión y de la cruz. Adentrarse en el desierto
y permanecer allí largamente, solo, significaba exponerse voluntariamente
a los asaltos del enemigo, el tentador que hizo caer a Adán y por cuya
envidia entró en el mundo la muerte (cf. Sb 2, 24); significaba entablar
con él la batalla en campo abierto, desafiarle sin otras armas que la
confianza ilimitada en el amor omnipotente del Padre. Me basta tu amor,
me alimento de tu voluntad (cf. Jn 4, 34): esta convicción habitaba la
mente y el corazón de Jesús durante aquella "cuaresma" suya. No fue un
acto de orgullo, una empresa titánica, sino una elección de humildad,
coherente con la Encarnación y el bautismo en el Jordán, en la misma
línea de obediencia al amor misericordioso del Padre, quien "tanto amó al
mundo que le dio a su Hijo unigénito" (Jn 3, 16).
Todo esto el Señor Jesús lo hizo por nosotros. Lo hizo para salvarnos
y, al mismo tiempo, para mostrarnos el camino para seguirlo. La
salvación, de hecho, es don, es gracia de Dios, pero para tener efecto en
mi existencia requiere mi asentimiento, una acogida demostrada con
obras, o sea, con la voluntad de vivir como Jesús, de caminar tras él.
Seguir a Jesús en el desierto cuaresmal es, por lo tanto, condición
necesaria para participar en su Pascua, en su "éxodo". Adán fue expulsado
del Paraíso terrenal, símbolo de la comunión con Dios; ahora, para volver
a esta comunión y por consiguiente a la verdadera vida, la vida eterna, hay
que atravesar el desierto, la prueba de la fe. No solos, sino con Jesús. Él
—como siempre— nos ha precedido y ya ha vencido el combate contra el
espíritu del mal. Este es el sentido de la Cuaresma, tiempo litúrgico que
cada año nos invita a renovar la opción de seguir a Cristo por el camino de
58
la humildad para participar en su victoria sobre el pecado y sobre la
muerte.
Desde esta perspectiva se comprende también el signo penitencial de
la ceniza, que se impone en la cabeza de cuantos inician con buena
voluntad el itinerario cuaresmal. Es esencialmente un gesto de humildad,
que significa: reconozco lo que soy, una criatura frágil, hecha de tierra y
destinada a la tierra, pero hecha también a imagen de Dios y destinada a
él. Polvo, sí, pero amado, plasmado por su amor, animado por su soplo
vital, capaz de reconocer su voz y de responderle; libre y, por esto, capaz
también de desobedecerle, cediendo a la tentación del orgullo y de la
autosuficiencia. He aquí el pecado, enfermedad mortal que pronto entró a
contaminar la tierra bendita que es el ser humano. Creado a imagen del
Santo y del Justo, el hombre perdió su inocencia y ahora sólo puede volver
a ser justo gracias a la justicia de Dios, la justicia del amor que —como
escribe san Pablo— "se ha manifestado por medio de la fe en Cristo" (Rm
3, 22). En estas palabras del Apóstol me he inspirado para mi Mensaje,
dirigido a todos los fieles con ocasión de esta Cuaresma: una reflexión
sobre el tema de la justicia a la luz de las Sagradas Escrituras y de su
cumplimiento en Cristo.
En las lecturas bíblicas del miércoles de Ceniza también está presente
el tema de la justicia. Ante todo, la página del profeta Joel y el salmo
responsorial —el Miserere— forman un díptico penitencial que pone de
relieve cómo en el origen de toda injusticia material y social se encuentra
lo que la Biblia llama "iniquidad", esto es, el pecado, que consiste
fundamentalmente en una desobediencia a Dios, es decir, una falta de
amor. "Sí —confiesa el salmista—, reconozco mi culpa, / tengo siempre
presente mi pecado. / Contra ti, contra ti sólo pequé, / cometí la maldad
que aborreces" (Sal 50, 5-6). El primer acto de justicia es, por tanto,
reconocer la propia iniquidad, y reconocer que está enraizada en el
"corazón", en el centro mismo de la persona humana. Los "ayunos", los
"llantos", los "lamentos" (cf. Jl 2, 12) y toda expresión penitencial sólo
tienen valor a los ojos de Dios si son signo de corazones sinceramente
arrepentidos. Igualmente el Evangelio, tomado del "Sermón de la
montaña", insiste en la exigencia de practicar la "justicia" —limosna,
oración, ayuno— no ante los hombres, sino sólo a los ojos de Dios, que
"ve en lo secreto" (cf. Mt 6, 1-6.16-18). La verdadera "recompensa" no es
la admiración de los demás, sino la amistad con Dios y la gracia que se
deriva de ella, una gracia que da paz y fortaleza para hacer el bien, amar
hasta a quien no lo merece, perdonar a quien nos ha ofendido.
La segunda lectura, el llamamiento de san Pablo a dejarse reconciliar
con Dios (cf. 2 Co 5, 20), contiene uno de los célebres pasajes paulinos
que reconduce toda la reflexión sobre la justicia hacia el misterio de
Cristo. Escribe san Pablo: "Al que no había pecado —o sea, a su Hijo
hecho hombre—, Dios lo hizo expiación por nuestro pecado, para que
viniéramos a ser justicia de Dios en él" (2 Co 5, 21). En el corazón de
Cristo, esto es, en el centro de su Persona divino-humana, se jugó en
términos decisivos y definitivos todo el drama de la libertad. Dios llevó
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hasta las consecuencias extremas su plan de salvación, permaneciendo fiel
a su amor aun a costa de entregar a su Hijo unigénito a la muerte, y una
muerte de cruz. Como escribí en el Mensaje cuaresmal, "aquí se
manifiesta la justicia divina, profundamente distinta de la humana...
Gracias a la acción de Cristo, nosotros podemos entrar en la justicia
"mayor", que es la del amor (cf. Rm 13, 8-10)" (L'Osservatore Romano,
edición en lengua española, 7 de febrero de 2010, p. 11).
Queridos hermanos y hermanas, la Cuaresma ensancha nuestro
horizonte, nos orienta hacia la vida eterna. En esta tierra estamos de
peregrinación, "no tenemos aquí ciudad permanente, sino que andamos
buscando la del futuro", dice la carta a los Hebreos (Hb 13, 14). La
Cuaresma permite comprender la relatividad de los bienes de esta tierra y
así nos hace capaces para afrontar las renuncias necesarias, nos hace libres
para hacer el bien. Abramos la tierra a la luz del cielo, a la presencia de
Dios entre nosotros. Amén.

EL TESTIMONIO SUSCITA VOCACIONES


20091113. Mensaje Jornada Vocaciones 25 abril 2010
La 47 Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones, que se
celebrará en el IV domingo de Pascua, domingo del “Buen Pastor”, el 25
de abril de 2010, me ofrece la oportunidad de proponer a vuestra reflexión
un tema en sintonía con el Año Sacerdotal: El testimonio suscita
vocaciones. La fecundidad de la propuesta vocacional, en efecto, depende
primariamente de la acción gratuita de Dios, pero, como confirma la
experiencia pastoral, está favorecida también por la cualidad y la riqueza
del testimonio personal y comunitario de cuantos han respondido ya a la
llamada del Señor en el ministerio sacerdotal y en la vida consagrada,
puesto que su testimonio puede suscitar en otros el deseo de corresponder
con generosidad a la llamada de Cristo. Este tema está, pues,
estrechamente unido a la vida y a la misión de los sacerdotes y de los
consagrados. Por tanto, quisiera invitar a todos los que el Señor ha
llamado a trabajar en su viña a renovar su fiel respuesta, sobre todo en este
Año Sacerdotal, que he convocado con ocasión del 150 aniversario de la
muerte de san Juan María Vianney, el Cura de Ars, modelo siempre actual
de presbítero y de párroco.
Ya en el Antiguo Testamento los profetas eran conscientes de estar
llamados a dar testimonio con su vida de lo que anunciaban, dispuestos a
afrontar incluso la incomprensión, el rechazo, la persecución. La misión
que Dios les había confiado los implicaba completamente, como un
incontenible “fuego ardiente” en el corazón (cf. Jr 20, 9), y por eso
estaban dispuestos a entregar al Señor no solamente la voz, sino toda su
existencia. En la plenitud de los tiempos, será Jesús, el enviado del Padre
(cf. Jn 5, 36), el que con su misión dará testimonio del amor de Dios hacia
todos los hombres, sin distinción, con especial atención a los últimos, a los
pecadores, a los marginados, a los pobres. Él es el Testigo por excelencia
de Dios y de su deseo de que todos se salven. En la aurora de los tiempos
60
nuevos, Juan Bautista, con una vida enteramente entregada a preparar el
camino a Cristo, da testimonio de que en el Hijo de María de Nazaret se
cumplen las promesas de Dios. Cuando lo ve acercarse al río Jordán,
donde estaba bautizando, lo muestra a sus discípulos como “el Cordero de
Dios, que quita el pecado del mundo” (Jn 1, 29). Su testimonio es tan
fecundo, que dos de sus discípulos “oyéndole decir esto, siguieron a
Jesús” (Jn 1, 37).
También la vocación de Pedro, según escribe el evangelista Juan, pasa
a través del testimonio de su hermano Andrés, el cual, después de haber
encontrado al Maestro y haber respondido a la invitación de permanecer
con Él, siente la necesidad de comunicarle inmediatamente lo que ha
descubierto en su “permanecer” con el Señor: “Hemos encontrado al
Mesías —que quiere decir Cristo— y lo llevó a Jesús” (Jn 1, 41-42). Lo
mismo sucede con Natanael, Bartolomé, gracias al testimonio de otro
discípulo, Felipe, el cual comunica con alegría su gran descubrimiento:
“Hemos encontrado a aquel de quien escribió Moisés, en el libro de la ley,
y del que hablaron los Profetas: es Jesús, el hijo de José, el de Nazaret”
(Jn 1, 45). La iniciativa libre y gratuita de Dios encuentra e interpela la
responsabilidad humana de cuantos acogen su invitación para convertirse
con su propio testimonio en instrumentos de la llamada divina. Esto
acontece también hoy en la Iglesia: Dios se sirve del testimonio de los
sacerdotes, fieles a su misión, para suscitar nuevas vocaciones
sacerdotales y religiosas al servicio del Pueblo de Dios. Por esta razón
deseo señalar tres aspectos de la vida del presbítero, que considero
esenciales para un testimonio sacerdotal eficaz.
Elemento fundamental y reconocible de toda vocación al sacerdocio y
a la vida consagrada es la amistad con Cristo. Jesús vivía en constante
unión con el Padre, y esto era lo que suscitaba en los discípulos el deseo
de vivir la misma experiencia, aprendiendo de Él la comunión y el diálogo
incesante con Dios. Si el sacerdote es el “hombre de Dios”, que pertenece
a Dios y que ayuda a conocerlo y amarlo, no puede dejar de cultivar una
profunda intimidad con Él, permanecer en su amor, dedicando tiempo a la
escucha de su Palabra. La oración es el primer testimonio que suscita
vocaciones. Como el apóstol Andrés, que comunica a su hermano haber
conocido al Maestro, igualmente quien quiere ser discípulo y testigo de
Cristo debe haberlo “visto” personalmente, debe haberlo conocido, debe
haber aprendido a amarlo y a estar con Él.
Otro aspecto de la consagración sacerdotal y de la vida religiosa es el
don total de sí mismo a Dios. Escribe el apóstol Juan: “En esto hemos
conocido lo que es el amor: en que él ha dado su vida por nosotros.
También nosotros debemos dar la vida por los hermanos” (1 Jn 3, 16).
Con estas palabras, el apóstol invita a los discípulos a entrar en la misma
lógica de Jesús que, a lo largo de su existencia, ha cumplido la voluntad
del Padre hasta el don supremo de sí mismo en la cruz. Se manifiesta aquí
la misericordia de Dios en toda su plenitud; amor misericordioso que ha
vencido las tinieblas del mal, del pecado y de la muerte. La imagen de
Jesús que en la Última Cena se levanta de la mesa, se quita el manto, toma
61
una toalla, se la ciñe a la cintura y se inclina para lavar los pies a los
apóstoles, expresa el sentido del servicio y del don manifestados en su
entera existencia, en obediencia a la voluntad del Padre (cfr Jn 13, 3-15).
Siguiendo a Jesús, quien ha sido llamado a la vida de especial
consagración debe esforzarse en dar testimonio del don total de sí mismo a
Dios. De ahí brota la capacidad de darse luego a los que la Providencia le
confíe en el ministerio pastoral, con entrega plena, continua y fiel, y con la
alegría de hacerse compañero de camino de tantos hermanos, para que se
abran al encuentro con Cristo y su Palabra se convierta en luz en su
sendero. La historia de cada vocación va unida casi siempre con el
testimonio de un sacerdote que vive con alegría el don de sí mismo a los
hermanos por el Reino de los Cielos. Y esto porque la cercanía y la
palabra de un sacerdote son capaces de suscitar interrogantes y conducir a
decisiones incluso definitivas (cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal,
Pastores dabo vobis, 39).
Por último, un tercer aspecto que no puede dejar de caracterizar al
sacerdote y a la persona consagrada es el vivir la comunión. Jesús indicó,
como signo distintivo de quien quiere ser su discípulo, la profunda
comunión en el amor: “Por el amor que os tengáis los unos a los otros
reconocerán todos que sois discípulos míos” (Jn 13, 35). De manera
especial, el sacerdote debe ser hombre de comunión, abierto a todos, capaz
de caminar unido con toda la grey que la bondad del Señor le ha confiado,
ayudando a superar divisiones, a reparar fracturas, a suavizar contrastes e
incomprensiones, a perdonar ofensas. En julio de 2005, en el encuentro
con el Clero de Aosta, tuve la oportunidad de decir que si los jóvenes ven
sacerdotes muy aislados y tristes, no se sienten animados a seguir su
ejemplo. Se sienten indecisos cuando se les hace creer que ése es el futuro
de un sacerdote. En cambio, es importante llevar una vida indivisa, que
muestre la belleza de ser sacerdote. Entonces, el joven dirá:"sí, este puede
ser un futuro también para mí, así se puede vivir" (Insegnamenti I, [2005],
354). El Concilio Vaticano II, refiriéndose al testimonio que suscita
vocaciones, subraya el ejemplo de caridad y de colaboración fraterna que
deben ofrecer los sacerdotes (cf. Optatam totius, 2).
Me es grato recordar lo que escribió mi venerado Predecesor Juan
Pablo II: “La vida misma de los presbíteros, su entrega incondicional a la
grey de Dios, su testimonio de servicio amoroso al Señor y a su Iglesia —
un testimonio sellado con la opción por la cruz, acogida en la esperanza y
en el gozo pascual—, su concordia fraterna y su celo por la evangelización
del mundo, son el factor primero y más persuasivo de fecundidad
vocacional” (Pastores dabo vobis, 41). Se podría decir que las vocaciones
sacerdotales nacen del contacto con los sacerdotes, casi como un
patrimonio precioso comunicado con la palabra, el ejemplo y la vida
entera.
Esto vale también para la vida consagrada. La existencia misma de los
religiosos y de las religiosas habla del amor de Cristo, cuando le siguen
con plena fidelidad al Evangelio y asumen con alegría sus criterios de
juicio y conducta. Llegan a ser “signo de contradicción” para el mundo,
62
cuya lógica está inspirada muchas veces por el materialismo, el egoísmo y
el individualismo. Su fidelidad y la fuerza de su testimonio, porque se
dejan conquistar por Dios renunciando a sí mismos, sigue suscitando en el
alma de muchos jóvenes el deseo de seguir a Cristo para siempre,
generosa y totalmente. Imitar a Cristo casto, pobre y obediente, e
identificarse con Él: he aquí el ideal de la vida consagrada, testimonio de
la primacía absoluta de Dios en la vida y en la historia de los hombres.
Todo presbítero, todo consagrado y toda consagrada, fieles a su
vocación, transmiten la alegría de servir a Cristo, e invitan a todos los
cristianos a responder a la llamada universal a la santidad. Por tanto, para
promover las vocaciones específicas al ministerio sacerdotal y a la vida
religiosa, para hacer más vigoroso e incisivo el anuncio vocacional, es
indispensable el ejemplo de todos los que ya han dicho su “sí” a Dios y al
proyecto de vida que Él tiene sobre cada uno. El testimonio personal,
hecho de elecciones existenciales y concretas, animará a los jóvenes a
tomar decisiones comprometidas que determinen su futuro. Para ayudarles
es necesario el arte del encuentro y del diálogo capaz de iluminarles y
acompañarles, a través sobre todo de la ejemplaridad de la existencia
vivida como vocación. Así lo hizo el Santo Cura de Ars, el cual, siempre
en contacto con sus parroquianos, “enseñaba, sobre todo, con el
testimonio de su vida. De su ejemplo aprendían los fieles a orar” (Carta
para la convocación del Año Sacerdotal, 16 junio 2009).

EL SACERDOCIO EN LA CARTA A LOS HEBREOS


20100218. Discurso. Lectio divina con clero de Roma.
Hb 5, 1-10; Hb 7, 26-28; Hb 8, 1-2.

Iniciar siempre la Cuaresma con mi presbiterio, con los presbíteros de


Roma, es una tradición que me llena de gozo, y también es importante
para mí. Así, como Iglesia particular de Roma, pero también como Iglesia
universal, podemos emprender este camino esencial con el Señor hacia la
Pasión, hacia la cruz, el camino pascual.
Este año queremos meditar los pasajes de la carta a los Hebreos que
acabamos de leer. El autor de esta carta abrió un camino nuevo para
entender el Antiguo Testamento como libro que habla de Cristo. La
tradición precedente había visto a Cristo sobre todo, esencialmente, según
la clave de la promesa davídica, del verdadero David, del verdadero
Salomón, del verdadero rey de Israel, verdadero rey porque era hombre y
Dios. Y la inscripción en la cruz realmente había anunciado al mundo esta
realidad: ya está presente el verdadero rey de Israel, que es el rey del
mundo; el rey de los judíos está colgado en la cruz. Es una proclamación
de la realeza de Jesús, del cumplimiento de la espera mesiánica del
Antiguo Testamento, que, en el fondo del corazón, es una expectativa de
todos los hombres que esperan al verdadero rey, que da justicia, amor y
fraternidad.
63
Pero el autor de la carta a los Hebreos descubrió una cita del salmo
110, 4 que hasta ese momento había pasado desapercibida: "Tú eres
sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec". Esto significa que Jesús
no sólo cumple la promesa davídica, la espera del verdadero rey de Israel
y del mundo, sino que realiza también la promesa del verdadero
Sacerdote. En parte del Antiguo Testamento, sobre todo también en
Qumrán, existen dos líneas separadas de espera: el Rey y el Sacerdote. El
autor de la carta a los Hebreos, al descubrir este versículo, comprendió
que en Cristo están unidas las dos promesas: Cristo es el verdadero Rey, el
Hijo de Dios —según el salmo 2, 7 que cita— pero es también el
verdadero Sacerdote.
Así, todo el mundo cultual, toda la realidad de los sacrificios, del
sacerdocio, que se encuentra en búsqueda del verdadero sacerdocio, del
verdadero sacrificio, encuentra en Cristo su clave, su cumplimiento y, con
esta clave, puede releer el Antiguo Testamento y mostrar que precisamente
también la ley cultual, que quedó abolida después de la destrucción del
Templo, en realidad iba hacia Cristo; por lo tanto, no quedó simplemente
abolida, sino que fue renovada, transformada, puesto que en Cristo todo
encuentra su sentido. El sacerdocio se muestra entonces en su pureza y en
su verdad profunda.
De este modo, la carta a los Hebreos presenta el tema del sacerdocio
de Cristo, Cristo sacerdote, en tres niveles: el sacerdocio de Aarón, el del
Templo; Melquisedec; y Cristo mismo, como el verdadero sacerdote.
También el sacerdocio de Aarón, pese a ser diferente del de Cristo; pese a
ser, por decirlo así, sólo una búsqueda, un caminar en dirección a Cristo,
en cualquier caso es "camino" hacia Cristo, y ya en este sacerdocio se
delinean los elementos esenciales. Luego Melquisedec —volveremos
sobre este punto— que es un pagano. El mundo pagano entra en el
Antiguo Testamento, entra con una figura misteriosa, sin padre, sin madre
—dice la carta a los Hebreos—, sencillamente aparece, y en él aparece la
verdadera veneración del Dios Altísimo, del Creador del cielo y de la
tierra. Así, también del mundo pagano viene la espera y la prefiguración
profunda del misterio de Cristo. En Cristo mismo todo queda sintetizado,
purificado y guiado a su fin, a su verdadera esencia.
Veamos ahora, en la medida de lo posible, cada elemento acerca del
sacerdocio. De la Ley, del sacerdocio de Aarón aprendemos dos cosas, nos
dice el autor de la carta a los Hebreos: para ser realmente mediador entre
Dios y el hombre, el sacerdote debe ser hombre. Esto es fundamental y el
Hijo de Dios se hizo hombre precisamente para ser sacerdote, para poder
realizar la misión del sacerdote. Debe ser hombre —volveremos sobre este
punto—, pero por sí mismo no puede hacerse mediador hacia Dios. El
sacerdote necesita una autorización, una institución divina, y sólo
perteneciendo a las dos esferas —la de Dios y la del hombre— puede ser
mediador, puede ser "puente". Esta es la misión del sacerdote: combinar,
conectar estas dos realidades aparentemente tan separadas, es decir, el
mundo de Dios —lejano a nosotros, a menudo desconocido para el
hombre— y nuestro mundo humano. La misión del sacerdocio es ser
64
mediador, puente que enlaza, y así llevar al hombre a Dios, a su redención,
a su verdadera luz, a su verdadera vida.
Como primer punto, por lo tanto, el sacerdote debe estar de la parte de
Dios, y solamente en Cristo se realiza plenamente esta necesidad, esta
condición de la mediación. Por eso era necesario este Misterio: el Hijo de
Dios se hace hombre para que haya un verdadero puente, una verdadera
mediación. Los demás deben tener al menos una autorización de Dios o,
en el caso de la Iglesia, el Sacramento, es decir, introducir nuestro ser en
el ser de Cristo, en el ser divino. Sólo podemos realizar nuestra misión con
el Sacramento, el acto divino que nos crea sacerdotes en comunión con
Cristo. Y esto me parece un primer punto de meditación para nosotros: la
importancia del Sacramento. Nadie se hace sacerdote por sí mismo; sólo
Dios puede atraerme, puede autorizarme, puede introducirme en la
participación en el misterio de Cristo; sólo Dios puede entrar en mi vida y
tomarme en sus manos. Este aspecto del don, de la precedencia divina, de
la acción divina, que nosotros no podemos realizar, esta pasividad nuestra
—ser elegidos y tomados de la mano por Dios— es un punto fundamental
en el cual entrar. Debemos volver siempre al Sacramento, volver a este
don en el cual Dios me da todo lo que yo no podría dar nunca: la
participación, la comunión con el ser divino, con el sacerdocio de Cristo.
Hagamos que esta realidad sea también un factor práctico de nuestra
vida: si es así, un sacerdote debe ser realmente un hombre de Dios, debe
conocer a Dios de cerca, y lo conoce en comunión con Cristo. Por lo tanto,
debemos vivir esta comunión; y la celebración de la santa misa, la oración
del Breviario, toda la oración personal, son elementos del estar con Dios,
del ser hombres de Dios. Nuestro ser, nuestra vida, nuestro corazón deben
estar fijos en Dios, en este punto del cual no debemos salir, y esto se
realiza, se refuerza día a día, también con breves oraciones en las cuales
nos unimos de nuevo a Dios y nos hacemos cada vez más hombres de
Dios, que viven en su comunión y así pueden hablar de Dios y guiar hacia
Dios.
El otro elemento es que el sacerdote debe ser hombre. Hombre en
todos los sentidos, es decir, debe vivir una verdadera humanidad, un
verdadero humanismo; debe tener una educación, una formación humana,
virtudes humanas; debe desarrollar su inteligencia, su voluntad, sus
sentimientos, sus afectos; debe ser realmente hombre, hombre según la
voluntad del Creador, del Redentor, porque sabemos que el ser humano
está herido y la cuestión "qué es el hombre" queda ofuscada por el hecho
del pecado, que ha herido hasta lo más intimo la naturaleza humana. Así
se dice: "ha mentido", "es humano"; "ha robado", "es humano"; pero este
no es el verdadero ser humano. Humano es ser generoso, es ser bueno, es
ser hombre de justicia, de prudencia verdadera, de sabiduría. Por tanto,
salir, con la ayuda de Cristo, de este ofuscamiento de nuestra naturaleza
para alcanzar el verdadero ser humano a imagen de Dios, es un proceso de
vida que debe comenzar en la formación al sacerdocio, pero que después
debe realizarse y continuar en toda nuestra vida. Pienso que las dos cosas
fundamentalmente van juntas: ser de Dios, estar con Dios, y ser realmente
65
hombre, en el verdadero sentido que ha querido el Creador al plasmar esta
criatura que somos nosotros.
Ser hombre: la carta a los Hebreos subraya nuestra humanidad de un
modo que nos sorprende, porque dice: debe ser una persona con
"compasión hacia los ignorantes y extraviados, por estar también él
envuelto en flaqueza" (5, 2) y también —todavía mucho más fuerte—
"habiendo ofrecido en los días de su vida mortal ruegos y súplicas con
poderoso clamor y lágrimas al que podía salvarlo de la muerte, fue
escuchado por su temor reverencial" (5, 7). Para la carta a los Hebreos un
elemento esencial de nuestro ser hombre es la compasión, el sufrir con los
demás: esta es la verdadera humanidad. No es el pecado, porque el pecado
nunca es solidaridad, sino que siempre es falta de solidaridad, es vivir la
vida para sí mismo, en lugar de darla. La verdadera humanidad es
participar realmente en el sufrimiento del ser humano, significa ser un
hombre de compasión —metriopathein, dice el texto griego—, es decir,
estar en el centro de la pasión humana, llevar realmente con los demás sus
sufrimientos, las tentaciones de este tiempo: "Dios, ¿dónde estás tú en este
mundo?".
Esta humanidad del sacerdote no responde al ideal platónico y
aristotélico, según el cual el verdadero hombre es el que vive sólo en la
contemplación de la verdad, y así es dichoso, feliz, porque tiene amistad
sólo con las cosas hermosas, con la belleza divina, pero "el trabajo" lo
hacen otros. Eso es una suposición, mientras que aquí se supone que el
sacerdote, como Cristo, debe entrar en la miseria humana, llevarla
consigo, visitar a las personas que sufren, ocuparse de ellas, y no sólo
exteriormente, sino tomando sobre sí mismo interiormente, recogiendo en
sí mismo, la "pasión" de su tiempo, de su parroquia, de las personas que le
han sido encomendadas. Así mostró Cristo el verdadero humanismo.
Ciertamente su corazón siempre está fijo en Dios, ve siempre a Dios,
siempre habla íntimamente con él, pero al mismo tiempo él lleva todo el
ser, todo el sufrimiento humano, dentro de la Pasión. Hablando, viendo a
los hombres que son pequeños, que andan sin pastor, sufre con ellos y
nosotros los sacerdotes no podemos retirarnos en un Elíseo, sino que
estamos inmersos en la pasión de este mundo y, con la ayuda de Cristo y
en comunión con él, debemos intentar transformarlo, llevarlo hacia Dios.
Precisamente esto hay que decirlo, con el siguiente texto realmente
estimulante: "Ofreció ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas"
(Hb 5, 7). No se trata sólo de una alusión a la hora de la angustia en el
Monte de los Olivos, sino que es un resumen de toda la historia de la
pasión, que abarca toda la vida de Jesús. Lágrimas: Jesús lloró ante la
tumba de Lázaro, estaba realmente conmovido en su interior por el
misterio de la muerte, por el terror de la muerte. Hay personas que pierden
a su hermano, como en este caso, a su madre, a su hijo, a un amigo: todo
el horror de la muerte, que destruye el amor, que destruye las relaciones,
que es un signo de nuestra finitud, de nuestra pobreza. Jesús pasa por la
prueba y se confronta hasta lo más íntimo de su alma con este misterio,
con esta tristeza que es la muerte, y llora. Llora ante Jerusalén, viendo la
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destrucción de la hermosa ciudad a causa de la desobediencia; llora viendo
todas las destrucciones de la historia en el mundo; llora viendo como los
hombres se destruyen a sí mismos y sus ciudades con la violencia, con la
desobediencia.
Jesús llora, con fuertes gritos. Sabemos por los Evangelios que Jesús
gritó desde la cruz; gritó: "Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" (Mc
15, 34; cf. Mt 27, 46), y gritó otra vez al final. Y este grito responde a una
dimensión fundamental de los Salmos: en los momentos terribles de la
vida humana, muchos Salmos son un grito fuerte a Dios: "¡Ayúdanos,
escúchanos!". Precisamente hoy, en el Breviario, acabamos de rezar en
este sentido: ¿Dónde estás Dios? "Nos entregas como ovejas a la matanza"
(Sal 44, 12). Un grito de la humanidad que sufre. Y Jesús, que es el
verdadero sujeto de los Salmos, lleva realmente este grito de la humanidad
a Dios, a los oídos de Dios: "¡Ayúdanos y escúchanos!". Él transforma
todo el sufrimiento humano, tomándolo sobre sí mismo, en un grito a los
oídos de Dios.
Y así vemos que precisamente de este modo realiza el sacerdocio, la
función de mediador, llevando en sí mismo, asumiendo en sí mismo el
sufrimiento —la pasión— del mundo, transformándolo en grito hacia
Dios, llevándolo ante los ojos de Dios y poniéndolo en sus manos,
llevándolo así realmente al momento de la Redención.
En realidad, la carta a los Hebreos dice que "ofreció ruegos y
súplicas", "gritos y lágrimas" (5, 7). Es una traducción correcta del verbo
prospherein, que es una palabra cultual y expresa el acto de la ofrenda de
los dones humanos a Dios, expresa precisamente el acto del ofertorio, del
sacrificio. Así, con este término cultual aplicado a los ruegos y las
lágrimas de Cristo, demuestra que las lágrimas de Cristo, la angustia del
Monte de los Olivos, el grito de la cruz, todo su sufrimiento no son algo
añadido a su gran misión. Precisamente de este modo él ofrece el
sacrificio, actúa como sacerdote. La carta a los Hebreos con este "ofreció"
—prospherein— nos dice: esta es la realización de su sacerdocio, así lleva
a la humanidad a Dios, así se hace mediador, así se hace sacerdote.
Decimos, con razón, que Jesús no ofreció algo a Dios, sino que se
ofreció a sí mismo y esta ofrenda de sí mismo se realiza precisamente en
esta compasión, que transforma en oración y en grito al Padre el
sufrimiento del mundo. En este sentido, tampoco nuestro sacerdocio se
limita al acto cultual de la santa misa, en el cual todo se pone en manos de
Cristo, sino que toda nuestra compasión hacia el sufrimiento de este
mundo tan alejado de Dios, es acto sacerdotal, es prospherein, es ofrecer.
En este sentido, creo que debemos comprender y aprender a aceptar más
profundamente los sufrimientos de la vida pastoral, porque precisamente
esto es acción sacerdotal, es mediación, es entrar en el misterio de Cristo,
es comunicación con el misterio de Cristo, muy real y esencial, existencial
y también sacramental.
En este contexto es importante una segunda palabra. Se dice que Cristo
así —mediante esta obediencia— llega a ser perfecto, en griego teleiotheis
(cf. Hb 5, 8-9). Sabemos que en toda la Torá, es decir, en toda la
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legislación cultual, la palabra teleion, usada aquí, indica la ordenación
sacerdotal. Es decir, la carta a los Hebreos nos dice que precisamente al
hacer esto Jesús fue hecho sacerdote, se realizó su sacerdocio. Nuestra
ordenación sacerdotal sacramental debe realizarse y concretarse
existencialmente, pero también de modo cristológico, precisamente en este
llevar el mundo con Cristo y a Cristo y, con Cristo, a Dios: así nos
convertimos realmente en sacerdotes, teleiotheis. Por lo tanto, el
sacerdocio no es una actividad de algunas horas, sino que se realiza
precisamente en la vida pastoral, en sus sufrimientos y en sus debilidades,
en sus tristezas y, naturalmente, también en las alegrías. Así llegamos a ser
cada vez más sacerdotes en comunión con Cristo.
La carta a los Hebreos resume, por último, toda esta compasión en la
palabra hupakoen, obediencia: todo esto es obediencia. Es una palabra que
no nos gusta. En nuestro tiempo la obediencia parece una alienación, una
actitud servil. Uno no usa su libertad, su libertad se somete a otra
voluntad; por lo tanto, uno ya no es libre, sino que está determinado por
otro, mientras que la autodeterminación, la emancipación sería la
verdadera existencia humana. En lugar de la palabra "obediencia",
nosotros queremos como palabra clave antropológica la de "libertad". Pero
considerando de cerca este problema, vemos que las dos cosas van juntas:
la obediencia de Cristo es conformidad de su voluntad con la voluntad del
Padre; es llevar la voluntad humana a la voluntad divina, a la
conformación de nuestra voluntad con la voluntad de Dios.
San Máximo el Confesor, en su interpretación del Monte de los Olivos,
de la angustia expresada precisamente en la oración de Jesús, "no mi
voluntad, sino tu voluntad", ha descrito este proceso, que Cristo lleva en sí
mismo como verdadero hombre, con la naturaleza, la voluntad humana; en
este acto —"no mi voluntad, sino tu voluntad"— Jesús resume todo el
proceso de su vida, es decir, de llevar la vida natural humana a la vida
divina y, de este modo, transformar al hombre: divinización del hombre y
así redención del hombre, porque la voluntad de Dios no es una voluntad
tirana, no es una voluntad que está fuera de nuestro ser, sino que es
precisamente la voluntad creadora, es precisamente el lugar donde
encontramos nuestra verdadera identidad.
Dios nos ha creado y somos nosotros mismos si actuamos conforme a
su voluntad; sólo así entramos en la verdad de nuestro ser y no estamos
alienados. Al contrario, la alienación tiene lugar precisamente si nos
apartamos de la voluntad de Dios, porque de ese modo nos apartamos del
designio de nuestro ser, ya no somos nosotros mismos y caemos en el
vacío. En verdad, la obediencia a Dios, es decir, la conformidad, la verdad
de nuestro ser, es la verdadera libertad, porque es la divinización. Jesús,
llevando el hombre, el ser hombre, en sí mismo y consigo, en la
conformidad con Dios, en la perfecta obediencia, es decir, en la perfecta
conformación entre las dos voluntades, nos redimió y la redención
siempre es este proceso de llevar la voluntad humana a la comunión con la
voluntad divina. Es un proceso por el cual oramos cada día: "Hágase tu
voluntad". Y queremos pedir realmente al Señor que nos ayude a ver
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íntimamente que esta es la libertad, y a entrar así con alegría en esta
obediencia y a "recoger" al ser humano para llevarlo —con nuestro
ejemplo, con nuestra humildad, con nuestra oración, con nuestra acción
pastoral— a la comunión con Dios.
Prosiguiendo la lectura, encontramos una frase difícil de interpretar. El
autor de la carta a los Hebreos dice que Jesús oró intensamente, con gritos
y lágrimas, a Dios que podía salvarlo de la muerte, y por su completo
abandono fue escuchado (cf. 5, 7). Aquí quisiéramos decir: "No, no es
verdad, no fue escuchado, murió". Jesús pidió ser liberado de la muerte,
pero no fue liberado, murió de modo extremadamente cruel. Por eso, el
gran teólogo liberal Harnack dijo: "Aquí falta un no", hay que escribir:
"No fue escuchado" y Bultmann aceptó esta interpretación. Pero se trata
de una solución que no es exégesis, sino forzar el texto. En ninguno de los
manuscritos aparece "no", sino sólo "fue escuchado"; por tanto, debemos
aprender a comprender qué significa este "ser escuchado", a pesar de la
cruz.
Yo veo tres niveles para entender esta expresión. En un primer nivel el
texto griego se puede traducir así: "Fue redimido de su angustia" y, en este
sentido, Jesús fue escuchado. Sería, por consiguiente, una alusión a lo que
nos narra san Lucas, que "un ángel confortó a Jesús" (cf. Lc 22, 43), de
modo que, después del momento de la angustia, pudiera ir directamente y
sin temor hacia su hora, como nos describen los Evangelios, sobre todo el
de san Juan. Sería escuchado en el sentido de que Dios le da la fuerza para
llevar todo este peso; así es escuchado. Pero a mí me parece que esta
respuesta no es del todo suficiente. Escuchado, en sentido más profundo
—ha subrayado el padre Vanhoye— significa decir: "fue redimido de la
muerte", pero no en el momento, no en ese momento, sino para siempre,
en la Resurrección: la verdadera respuesta de Dios al ruego de ser
redimido de la muerte es la Resurrección y la humanidad es redimida de la
muerte precisamente en la Resurrección, que es la verdadera curación de
nuestros sufrimientos, del misterio terrible de la muerte.
Aquí ya está presente un tercer nivel de comprensión: la Resurrección
de Jesús no es sólo un acontecimiento personal. Me parece que puede
ayudar tener presente el breve texto en el cual san Juan, en el capítulo 12
de su Evangelio, presenta y narra, de modo muy resumido, el hecho del
Monte de los Olivos. Jesús dice: "Mi alma está turbada" (Jn 12, 27), y, en
toda la angustia del Monte de los Olivos, ¿qué voy a decir?: "Sálvame de
esta hora, o glorifica tu nombre" (cf. Jn 12, 27-28). Es la misma oración
que encontramos en los Sinópticos: "Si es posible sálvame, pero hágase tu
voluntad" (cf. Mt 26, 42; Mc 14, 36; Lc 22, 42), que en el lenguaje de san
Juan es justamente: "O sálvame, o glorifica". Y Dios responde: "Te he
glorificado y te glorificaré de nuevo" (cf. Jn 12, 28). Esta es la respuesta,
la confirmación de que Dios lo escucha: glorificaré la cruz; es la presencia
de la gloria divina, porque es el acto supremo del amor. En la cruz, Jesús
es elevado sobre toda la tierra y atrae la tierra a sí; en la cruz aparece
ahora el "Kabod", la verdadera gloria divina del Dios que ama hasta llegar
a la cruz y así transforma la muerte y crea la Resurrección.
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La oración de Jesús fue escuchada, en el sentido de que realmente su
muerte se convierte en vida, se convierte en el lugar desde donde redime
al hombre, desde donde atrae al hombre a sí. Si la respuesta divina en san
Juan dice: "te glorificaré", significa que esta gloria trasciende y atraviesa
toda la historia siempre y de nuevo: desde tu cruz, presente en la
Eucaristía, transforma la muerte en gloria. Esta es la gran promesa que se
realiza en la santa Eucaristía, que abre siempre de nuevo el cielo. Ser
servidor de la Eucaristía es, por tanto, profundidad del misterio sacerdotal.
Todavía unas pocas palabras, al menos sobre Melquisedec. Es una
figura misteriosa que entra en la historia sagrada en Génesis 14: después
de la victoria de Abraham sobre algunos reyes, aparece el rey de Salem, de
Jerusalén, Melquisedec, y lleva pan y vino. Un episodio no comentado y
un poco incomprensible, que sólo aparece de nuevo en el Salmo 110,
como ya hemos dicho, pero se entiende que, después el judaísmo, el
agnosticismo y el cristianismo hayan querido reflexionar profundamente
sobre esta palabra y hayan creado sus interpretaciones. La carta a los
Hebreos no especula, sino que refiere solamente lo que dice la Escritura y
son varios elementos: es rey de justicia, vive en la paz, es rey de donde
está la paz, venera y adora al Dios Altísimo, al Creador del cielo y de la
tierra, y lleva pan y vino (cf. Hb 7, 1-3; Gn 14, 18-20). No se comenta que
aquí aparece el sumo sacerdote del Dios Altísimo, rey de la paz, que adora
con pan y vino al Dios Creador del cielo y de la tierra. Los Padres han
subrayado que es uno de los santos paganos del Antiguo Testamento y esto
muestra que también desde el paganismo existe un camino hacia Cristo y
los criterios son: adorar al Dios Altísimo, al Creador, cultivar la justicia y
la paz, y venerar a Dios de modo puro. Así, con estos elementos
fundamentales, también el paganismo está en camino hacia Cristo, en
cierto modo hace presente la luz de Cristo.
En el canon romano, después de la consagración, tenemos la oración
supra quae, que menciona algunas prefiguraciones de Cristo, de su
sacerdocio y de su sacrificio: Abel, el primer mártir, con su cordero;
Abraham, que sacrifica en la intención a su hijo Isaac, sustituido por el
cordero que da Dios; y Melquisedec, sumo sacerdote del Dios Altísimo,
que lleva pan y vino. Esto significa que Cristo es la novedad absoluta de
Dios y, al mismo tiempo, está presente en toda la historia, a través de la
historia, y la historia va hacia el encuentro con Cristo. Y no sólo la historia
del pueblo elegido, que es la verdadera preparación querida por Dios, en la
que se revela el misterio de Cristo, sino también desde el paganismo se
prepara el misterio de Cristo, existen caminos hacia Cristo, el cual lleva
todo en sí mismo.
Esto me parece importante en la celebración de la Eucaristía: aquí está
recogida toda la oración humana, todo el deseo humano, toda la verdadera
devoción humana, la verdadera búsqueda de Dios, que se encuentra
finalmente realizada en Cristo. Por último, es preciso decir que ahora el
cielo está abierto, el culto ya no es enigmático, en signos relativos, sino
que es verdadero, porque el cielo está abierto y no se ofrece algo, sino que
el hombre se convierte en uno con Dios y este es el verdadero culto. Así
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dice la carta a los Hebreos: "Nuestro sacerdote está a la derecha del trono,
del santuario, de la tienda verdadera, que el Señor Dios mismo ha
construido" (cf. 8, 1-2).
Volvamos al dato de que Melquisedec es rey de Salem. Toda la
tradición davídica se ha referido a esto diciendo: "Este es el lugar,
Jerusalén es el lugar del culto verdadero, la concentración del culto en
Jerusalén viene ya de los tiempos de Abraham, Jerusalén es el lugar
verdadero de la auténtica veneración de Dios".
Demos otro paso: la verdadera Jerusalén, el Salem de Dios, es el
Cuerpo de Cristo; la Eucaristía es la paz de Dios con el hombre. Sabemos
que san Juan, en el Prólogo, llama a la humanidad de Jesús "la tienda de
Dios", eskenosen en hemin (Jn 1, 14). Aquí Dios mismo ha creado su
tienda en el mundo y esta tienda, esta Jerusalén nueva y verdadera está al
mismo tiempo en la tierra y en cielo, porque este Sacramento, este
sacrificio se realiza siempre entre nosotros y llega siempre hasta el trono
de la Gracia, a la presencia de Dios. Aquí está la verdadera Jerusalén, al
mismo tiempo celestial y terrestre: la tienda que es el Cuerpo de Dios, que
como Cuerpo resucitado sigue siendo siempre Cuerpo y abraza la
humanidad; y, al mismo tiempo, al ser Cuerpo resucitado, nos une a Dios.
Todo esto se realiza siempre de nuevo en la Eucaristía. Y nosotros como
sacerdotes estamos llamados a ser ministros de este gran Misterio, en el
Sacramento y en la vida. Roguemos al Señor que nos haga entender este
Misterio cada vez mejor, vivir cada vez mejor este Misterio y ofrecer así
nuestra ayuda para que el mundo se abra a Dios, para que el mundo sea
redimido. Gracias.

TENTACIONES: ¿QUÉ SIGNIFICA ENTRAR EN LA


CUARESMA?
20100221. Ángelus
El miércoles pasado, con el rito penitencial de la Ceniza, comenzamos
la Cuaresma, tiempo de renovación espiritual que prepara para la
celebración anual de la Pascua. Pero, ¿qué significa entrar en el itinerario
cuaresmal? Nos lo explica el Evangelio de este primer domingo, con el
relato de las tentaciones de Jesús en el desierto. El evangelista san Lucas
narra que Jesús, tras haber recibido el bautismo de Juan, "lleno del
Espíritu Santo, volvió del Jordán y, durante cuarenta días, el Espíritu lo
fue llevando por el desierto, mientras era tentado por el diablo" (Lc 4, 1-
2). Es evidente la insistencia en que las tentaciones no fueron
contratiempo, sino la consecuencia de la opción de Jesús de seguir la
misión que le encomendó el Padre de vivir plenamente su realidad de Hijo
amado, que confía plenamente en él. Cristo vino al mundo para liberarnos
del pecado y de la fascinación ambigua de programar nuestra vida
prescindiendo de Dios. Él no lo hizo con declaraciones altisonantes, sino
luchando en primera persona contra el Tentador, hasta la cruz. Este
ejemplo vale para todos: el mundo se mejora comenzando por nosotros
71
mismos, cambiando, con la gracia de Dios, lo que no está bien en nuestra
propia vida.
De las tres tentaciones que Satanás plantea a Jesús, la primera tiene su
origen en el hambre, es decir, en la necesidad material: "Si eres Hijo de
Dios, dile a esta piedra que se convierta en pan". Pero Jesús responde con
la Sagrada Escritura: "No sólo de pan vive el hombre" (Lc 4, 3-4; cf. Dt 8,
3). Después, el diablo muestra a Jesús todos los reinos de la tierra y dice:
todo será tuyo si, postrándote, me adoras. Es el engaño del poder, que
Jesús desenmascara y rechaza: "Al Señor, tu Dios adorarás, y a él solo
darás culto" (cf. Lc 4, 5-8; Dt 6, 13). No adorar al poder, sino sólo a Dios,
a la verdad, al amor. Por último, el Tentador propone a Jesús que realice
un milagro espectacular: que se arroje desde los altos muros del Templo y
deje que lo salven los ángeles, para que todos crean en él. Pero Jesús
responde que no hay que tentar a Dios (cf. Dt 6, 16). No podemos "hacer
experimentos" con la respuesta y la manifestación de Dios: debemos creer
en él. No debemos hacer de Dios "materia" de "nuestro experimento".
Citando nuevamente la Sagrada Escritura, Jesús antepone a los
criterios humanos el único criterio auténtico: la obediencia, la
conformidad con la voluntad de Dios, que es el fundamento de nuestro ser.
También esta es una enseñanza fundamental para nosotros: si llevamos en
la mente y en el corazón la Palabra de Dios, si entra en nuestra vida, si
tenemos confianza en Dios, podemos rechazar todo tipo de engaños del
Tentador. Además, de toda la narración surge claramente la imagen de
Cristo como nuevo Adán, Hijo de Dios humilde y obediente al Padre, a
diferencia de Adán y Eva, que en el jardín del Edén cedieron a las
seducciones del espíritu del mal para ser inmortales, sin Dios.
La Cuaresma es como un largo "retiro" durante el que debemos volver
a entrar en nosotros mismos y escuchar la voz de Dios para vencer las
tentaciones del Maligno y encontrar la verdad de nuestro ser. Podríamos
decir que es un tiempo de "combate" espiritual que hay que librar
juntamente con Jesús, sin orgullo ni presunción, sino más bien utilizando
las armas de la fe, es decir, la oración, la escucha de la Palabra de Dios y
la penitencia. De este modo podremos llegar a celebrar verdaderamente la
Pascua, dispuestos a renovar las promesas de nuestro Bautismo.
Que la Virgen María nos ayude para que, guiados por el Espíritu Santo,
vivamos con alegría y con fruto este tiempo de gracia.

¿QUÉ HE DE HACER PARA HEREDAR LA VIDA ETERNA?


20100222. Mensaje. Jornada mundial de la juventud.28.03.2010
«Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?» (Mc 10,17)
Para prepararnos a esta celebración, quisiera proponeros algunas
reflexiones sobre el tema de este año, tomado del pasaje evangélico del
encuentro de Jesús con el joven rico: “Maestro bueno, ¿qué haré para
heredar la vida eterna?” (Mc 10,17). Un tema que ya trató, en 1985, el
Papa Juan Pablo II en una Carta bellísima, la primera dirigida a los
jóvenes.
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1. Jesús encuentra a un joven
«Cuando salía Jesús al camino, —cuenta el Evangelio de San Marcos
— se le acercó uno corriendo, se arrodilló y le preguntó: “Maestro
bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?” Jesús le contestó: “¿Por
qué me llamas bueno? No hay nadie bueno mas que Dios. Ya sabes los
mandamientos: No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás
falso testimonio, no estafarás, honra a tu padre y a tu madre”. Él replicó:
“Maestro, todo eso lo he cumplido desde pequeño”. Jesús se le quedó
mirando con cariño y le dijo: “Una cosa te falta: anda, vende lo que
tienes, dale el dinero a los pobres —así tendrás un tesoro en el cielo—, y
luego sígueme”. Ante estas palabras, él frunció el ceño y se marchó
pesaroso, porque era muy rico» (Mc 10, 17-22).
Esta narración expresa de manera eficaz la gran atención de Jesús
hacia los jóvenes, hacia vosotros, hacia vuestras ilusiones, vuestras
esperanzas, y pone de manifiesto su gran deseo de encontraros
personalmente y de dialogar con cada uno de vosotros. De hecho, Cristo
interrumpe su camino para responder a la pregunta de su interlocutor,
manifestando una total disponibilidad hacia aquel joven que, movido por
un ardiente deseo de hablar con el «Maestro bueno», quiere aprender de Él
a recorrer el camino de la vida. Con este pasaje evangélico, mi Predecesor
quería invitar a cada uno de vosotros a «desarrollar el propio coloquio con
Cristo, un coloquio que es de importancia fundamental y esencial para un
joven» (Carta a los jóvenes, n. 2).
2. Jesús lo miró y lo amó
En la narración evangélica, San Marcos subraya como «Jesús se le
quedó mirando con cariño» (Mc 10,21). La mirada del Señor es el centro
de este especialísimo encuentro y de toda la experiencia cristiana. De
hecho lo más importante del cristianismo no es una moral, sino la
experiencia de Jesucristo, que nos ama personalmente, seamos jóvenes o
ancianos, pobres o ricos; que nos ama incluso cuando le volvemos la
espalda.
Comentando esta escena, el Papa Juan Pablo II añadía, dirigiéndose a
vosotros, jóvenes: «¡Deseo que experimentéis una mirada así! ¡Deseo que
experimentéis la verdad de que Cristo os mira con amor!» (Carta a los
jóvenes, n. 7). Un amor, que se manifiesta en la Cruz de una manera tan
plena y total, que san Pablo llegó a escribir con asombro: «me amó y se
entregó a sí mismo por mí» (Ga 2,20). «La conciencia de que el Padre nos
ha amado siempre en su Hijo, de que Cristo ama a cada uno y siempre, —
sigue escribiendo el Papa Juan Pablo II—, se convierte en un sólido punto
de apoyo para toda nuestra existencia humana» (Carta a los jóvenes, n. 7),
y nos hace superar todas las pruebas: el descubrimiento de nuestros
pecados, el sufrimiento, la falta de confianza.
En este amor se encuentra la fuente de toda la vida cristiana y la razón
fundamental de la evangelización: si realmente hemos encontrado a Jesús,
¡no podemos renunciar a dar testimonio de él ante quienes todavía no se
han cruzado con su mirada!
3. El descubrimiento del proyecto de vida
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En el joven del evangelio podemos ver una situación muy parecida a la
de cada uno de vosotros. También vosotros sois ricos de cualidades, de
energías, de sueños, de esperanzas: ¡recursos que tenéis en abundancia!
Vuestra misma edad constituye una gran riqueza, no sólo para vosotros,
sino también para los demás, para la Iglesia y para el mundo.
El joven rico le pregunta a Jesús: «¿Qué tengo que hacer?» La etapa
de la vida en la que estáis es un tiempo de descubrimiento: de los dones
que Dios os ha dado y de vuestras propias responsabilidades. También es
tiempo de opciones fundamentales para construir vuestro proyecto de
vida. Por tanto, es el momento de interrogaros sobre el sentido auténtico
de la existencia y de preguntaros: «¿Estoy satisfecho de mi vida? ¿Me
falta algo?».
Como el joven del evangelio, quizá también vosotros vivís situaciones
de inestabilidad, de confusión o de sufrimiento, que os llevan a desear una
vida que no sea mediocre y a preguntaros: ¿Qué es una vida plena? ¿Qué
tengo que hacer? ¿Cuál puede ser mi proyecto de vida? «¿Qué he de hacer
para que mi vida tenga pleno valor y pleno sentido?» (ibíd., n. 3).
¡No tengáis miedo a enfrentaros con estas preguntas! Ya que más que
causar angustia, expresan las grandes aspiraciones que hay en vuestro
corazón. Por eso hay que escucharlas. Esperan respuestas que no sean
superficiales, sino capaces de satisfacer vuestras auténticas esperanzas de
vida y de felicidad.
Para descubrir el proyecto de vida que realmente os puede hacer
felices, poneos a la escucha de Dios, que tiene un designio de amor para
cada uno de vosotros. Decidle con confianza: «Señor, ¿cuál es tu designio
de Creador y de Padre sobre mi vida? ¿Cuál es tu voluntad? Yo deseo
cumplirla». Tened la seguridad de que os responderá. ¡No tengáis miedo
de su respuesta! «Dios es mayor que nuestra conciencia y lo sabe todo»
(1Jn 3,20).
4. ¡Ven y sígueme!
Jesús invita al joven rico a ir mucho más allá de la satisfacción de sus
aspiraciones y proyectos personales, y le dice: «¡Ven y sígueme!». La
vocación cristiana nace de una propuesta de amor del Señor, y sólo puede
realizarse gracias a una respuesta de amor: «Jesús invita a sus discípulos a
la entrega total de su vida, sin cálculo ni interés humano, con una
confianza sin reservas en Dios. Los santos aceptan esta exigente invitación
y emprenden, con humilde docilidad, el seguimiento de Cristo crucificado
y resucitado. Su perfección, en la lógica de la fe a veces humanamente
incomprensible, consiste en no ponerse ellos mismos en el centro, sino en
optar por ir contracorriente viviendo según el Evangelio» (Benedicto XVI,
Homilía en ocasión de las canonizaciones, 11 de octubre de 2009).
Siguiendo el ejemplo de tantos discípulos de Cristo, también vosotros,
queridos amigos, acoged con alegría la invitación al seguimiento, para
vivir intensamente y con fruto en este mundo. En efecto, con el bautismo,
Él llama a cada uno a seguirle con acciones concretas, a amarlo sobre
todas las cosas y a servirle en los hermanos. El joven rico,
desgraciadamente, no acogió la invitación de Jesús y se fue triste. No tuvo
74
el valor de desprenderse de los bienes materiales para encontrar el bien
más grande que le ofrecía Jesús.
La tristeza del joven rico del evangelio es la que nace en el corazón de
cada uno cuando no se tiene el valor de seguir a Cristo, de tomar la opción
justa. ¡Pero nunca es demasiado tarde para responderle!
Jesús nunca se cansa de dirigir su mirada de amor y de llamar a ser sus
discípulos, pero a algunos les propone una opción más radical. En este
Año Sacerdotal, quisiera invitar a los jóvenes y adolescentes a estar
atentos por si el Señor les invita a recibir un don más grande, en la vida
del Sacerdocio ministerial, y a estar dispuestos a acoger con generosidad y
entusiasmo este signo de especial predilección, iniciando el necesario
camino de discernimiento con un sacerdote, con un director espiritual. No
tengáis miedo, queridos jóvenes y queridas jóvenes, si el Señor os llama a
la vida religiosa, monástica, misionera o de una especial consagración: ¡Él
sabe dar un gozo profundo a quien responde con generosidad!
También invito, a quienes sienten la vocación al matrimonio, a
acogerla con fe, comprometiéndose a poner bases sólidas para vivir un
amor grande, fiel y abierto al don de la vida, que es riqueza y gracia para
la sociedad y para la Iglesia.
5. Orientados hacia la vida eterna
«¿Qué haré para heredar la vida eterna?». Esta pregunta del joven del
Evangelio parece lejana de las preocupaciones de muchos jóvenes
contemporáneos, porque, como observaba mi Predecesor, «¿no somos
nosotros la generación a la que el mundo y el progreso temporal llenan
completamente el horizonte de la existencia?» (Carta a los jóvenes, n. 5).
Pero la pregunta sobre la «vida eterna» aparece en momentos
particularmente dolorosos de la existencia, cuando sufrimos la pérdida de
una persona cercana o cuando vivimos la experiencia del fracaso.
Pero, ¿qué es la «vida eterna» de la que habla el joven rico? Nos
contesta Jesús cuando, dirigiéndose a sus discípulos, afirma: «volveré a
veros y se alegrará vuestro corazón y nadie os quitará vuestra alegría»
(Jn 16,22). Son palabras que indican una propuesta rebosante de felicidad
sin fin, del gozo de ser colmados por el amor divino para siempre.
Plantearse el futuro definitivo que nos espera a cada uno de nosotros
da sentido pleno a la existencia, porque orienta el proyecto de vida hacia
horizontes no limitados y pasajeros, sino amplios y profundos, que llevan
a amar el mundo, que tanto ha amado Dios, a dedicarse a su desarrollo,
pero siempre con la libertad y el gozo que nacen de la fe y de la esperanza.
Son horizontes que ayudan a no absolutizar la realidad terrena, sintiendo
que Dios nos prepara un horizonte mas grande, y a repetir con san
Agustín: «Deseamos juntos la patria celeste, suspiramos por la patria
celeste, sintámonos peregrinos aquí abajo» (Comentario al Evangelio de
San Juan, Homilía 35, 9). Teniendo fija la mirada en la vida eterna, el
beato Pier Giorgio Frassati, que falleció en 1925 a la edad de 24 años,
decía: «¡Quiero vivir y no ir tirando!» y sobre la foto de una subida a la
montaña, enviada a un amigo, escribía: «Hacia lo alto», aludiendo a la
perfección cristiana, pero también a la vida eterna.
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Queridos jóvenes, os invito a no olvidar esta perspectiva en vuestro
proyecto de vida: estamos llamados a la eternidad. Dios nos ha creado
para estar con Él, para siempre. Esto os ayudará a dar un sentido pleno a
vuestras opciones y a dar calidad a vuestra existencia.
6. Los mandamientos, camino del amor auténtico
Jesús le recuerda al joven rico los diez mandamientos, como condición
necesaria para «heredar la vida eterna». Son un punto de referencia
esencial para vivir en el amor, para distinguir claramente entre el bien y el
mal, y construir un proyecto de vida sólido y duradero. Jesús os pregunta,
también a vosotros, si conocéis los mandamientos, si os preocupáis de
formar vuestra conciencia según la ley divina y si los ponéis en práctica.
Es verdad, se trata de preguntas que van contracorriente respecto a la
mentalidad actual que propone una libertad desvinculada de valores, de
reglas, de normas objetivas, y que invita a rechazar todo lo que suponga
un límite a los deseos momentáneos. Pero este tipo de propuesta, en lugar
de conducir a la verdadera libertad, lleva a la persona a ser esclava de sí
misma, de sus deseos inmediatos, de los ídolos como el poder, el dinero, el
placer desenfrenado y las seducciones del mundo, haciéndola incapaz de
seguir su innata vocación al amor.
Dios nos da los mandamientos porque nos quiere educar en la
verdadera libertad, porque quiere construir con nosotros un reino de amor,
de justicia y de paz. Escucharlos y ponerlos en práctica no significa
alienarse, sino encontrar el auténtico camino de la libertad y del amor,
porque los mandamientos no limitan la felicidad, sino que indican cómo
encontrarla. Jesús, al principio del diálogo con el joven rico, recuerda que
la ley dada por Dios es buena, porque «Dios es bueno».
7. Os necesitamos
Quien vive hoy la condición juvenil tiene que afrontar muchos
problemas derivados de la falta de trabajo, de la falta de referentes e
ideales ciertos y de perspectivas concretas para el futuro. A veces se puede
tener la sensación de impotencia frente a las crisis y a las desorientaciones
actuales. A pesar de las dificultades, ¡no os desaniméis, ni renunciéis a
vuestros sueños! Al contrario, cultivad en el corazón grandes deseos de
fraternidad, de justicia y de paz. El futuro está en las manos de quienes
saben buscar y encontrar razones fuertes de vida y de esperanza. Si
queréis, el futuro está en vuestras manos, porque los dones y las riquezas
que el Señor ha puesto en el corazón de cada uno de vosotros, moldeados
por el encuentro con Cristo, ¡pueden ofrecer la autentica esperanza al
mundo! La fe en su amor os hará fuertes y generosos, y os dará la fuerza
para afrontar con serenidad el camino de la vida y para asumir las
responsabilidades familiares y profesionales. Comprometeos a construir
vuestro futuro siguiendo proyectos serios de formación personal y de
estudio, para servir con competencia y generosidad al bien común.
En mi reciente Carta encíclica —Caritas in veritate— sobre el
desarrollo humano integral, he enumerado algunos grandes retos actuales,
que son urgentes y esenciales para la vida de este mundo: el uso de los
recursos de la tierra y el respeto de la ecología, la justa distribución de los
76
bienes y el control de los mecanismos financieros, la solidaridad con los
países pobres en el ámbito de la familia humana, la lucha contra el hambre
en el mundo, la promoción de la dignidad del trabajo humano, el servicio
a la cultura de la vida, la construcción de la paz entre los pueblos, el
diálogo interreligioso, el buen uso de los medios de comunicación social.
Son retos a los que estáis llamados a responder para construir un
mundo más justo y fraterno. Son retos que requieren un proyecto de vida
exigente y apasionante, en el que emplear toda vuestra riqueza según el
designio que Dios tiene para cada uno de vosotros. No se trata de realizar
gestos heroicos ni extraordinarios, sino de actuar haciendo fructificar los
propios talentos y las propias posibilidades, comprometiéndose a
progresar constantemente en la fe y en el amor.
En este Año Sacerdotal, os invito a conocer la vida de los santos, sobre
todo la de los santos sacerdotes. Veréis que Dios los ha guiado y que han
encontrado su camino día tras día, precisamente en la fe, la esperanza y el
amor. Cristo os llama a cada uno de vosotros a un compromiso con Él y a
asumir las propias responsabilidades para construir la civilización del
amor. Si seguís su palabra, también vuestro camino se iluminará y os
conducirá a metas altas, que colman de alegría y plenitud la vida.
Que la Virgen María, Madre de la Iglesia, os acompañe con su
protección. Os aseguro mi recuerdo en la oración y con gran afecto os
bendigo.

VISIÓN CRISTIANA DEL HOMBRE: UN CORAZÓN QUE


ESCUCHA
20100227. Discurso. Conclusión ejercicios espirituales
Usted escogió como punto de partida, como trasfondo siempre
presente, como punto de llegada la oración de Salomón por "un corazón
que escucha". En realidad me parece que aquí se resume toda la visión
cristiana del hombre. El hombre no es perfecto en sí mismo; el hombre
necesita la relación; es un ser en relación. Su cogito no puede cogitare
toda la realidad. Necesita la escucha, la escucha del otro, sobre todo del
Otro con mayúscula, de Dios. Sólo así se conoce a sí mismo, sólo así llega
a ser él mismo.
Desde mi lugar, aquí, siempre he visto a la Madre del Redentor, la
Sedes Sapientiae, el trono vivo de la sabiduría, con la Sabiduría encarnada
en su seno. Y como hemos visto, san Lucas presenta a María precisamente
como mujer de corazón a la escucha, que está inmersa en la Palabra de
Dios, que escucha la Palabra, la medita (synballen), la compone y la
conserva, la custodia en su corazón. Los Padres de la Iglesia dicen que en
el momento de la concepción del Verbo eterno en el seno de la Virgen el
Espíritu Santo entró en María a través del oído. En la escucha concibió la
Palabra eterna, dio su carne a esta Palabra. Y así nos dice lo que es tener
un corazón a la escucha.
Aquí María está rodeada de los padres y las madres de la Iglesia, de la
comunión de los santos. Y así vemos y hemos entendido precisamente en
77
estos días que en el yo aislado no podemos escuchar realmente la Palabra:
sólo en el nosotros de la Iglesia, en el nosotros de la comunión de los
santos.

LA TRANSFIGURACIÓN NOS ALIENTA A SEGUIR A JESÚS


20100228. Ángelus
En este segundo domingo de Cuaresma la liturgia está dominada por el
episodio de la Transfiguración, que en Evangelio de san Lucas sigue
inmediatamente a la invitación del Maestro: "Si alguno quiere venir en
pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame" (Lc 9,
23). Este acontecimiento extraordinario nos alienta a seguir a Jesús.
San Lucas no habla de Transfiguración, pero describe todo lo que pasó
a través de dos elementos: el rostro de Jesús que cambia y su vestido se
vuelve blanco y resplandeciente, en presencia de Moisés y Elías, símbolo
de la Ley y los Profetas. A los tres discípulos que asisten a la escena les
dominaba el sueño: es la actitud de quien, aun siendo espectador de los
prodigios divinos, no comprende. Sólo la lucha contra el sopor que los
asalta permite a Pedro, Santiago y Juan "ver" la gloria de Jesús. Entonces
el ritmo se acelera: mientras Moisés y Elías se separan del Maestro, Pedro
habla y, mientras está hablando, una nube lo cubre a él y a los otros
discípulos con su sombra; es una nube, que, mientras cubre, revela la
gloria de Dios, como sucedió para el pueblo que peregrinaba en el
desierto. Los ojos ya no pueden ver, pero los oídos pueden oír la voz que
sale de la nube: "Este es mi Hijo, el elegido; escuchadlo" (v. 35).
Los discípulos ya no están frente a un rostro transfigurado, ni ante un
vestido blanco, ni ante una nube que revela la presencia divina. Ante sus
ojos está "Jesús solo" (v. 36). Jesús está solo ante su Padre, mientras reza,
pero, al mismo tiempo, "Jesús solo" es todo lo que se les da a los
discípulos y a la Iglesia de todos los tiempos: es lo que debe bastar en el
camino. Él es la única voz que se debe escuchar, el único a quien es
preciso seguir, él que subiendo hacia Jerusalén dará la vida y un día
"transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como
el suyo" (Flp 3, 21).
"Maestro, qué bien se está aquí" (Lc 9, 33): es la expresión de éxtasis
de Pedro, que a menudo se parece a nuestro deseo respecto de los
consuelos del Señor. Pero la Transfiguración nos recuerda que las alegrías
sembradas por Dios en la vida no son puntos de llegada, sino luces que él
nos da en la peregrinación terrena, para que "Jesús solo" sea nuestra ley y
su Palabra sea el criterio que guíe nuestra existencia.
En este periodo cuaresmal invito a todos a meditar asiduamente el
Evangelio. Además, espero que en este Año sacerdotal los pastores "estén
realmente impregnados de la Palabra de Dios, la conozcan
verdaderamente, la amen hasta el punto de que realmente deje huella en su
vida y forme su pensamiento" (cf. Homilía de la misa Crismal, 9 de abril
de 2009: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 17 de abril
de 2009, p. 3). Que la Virgen María nos ayude a vivir intensamente
78
nuestros momentos de encuentro con el Señor para que podamos seguirlo
cada día con alegría. A ella dirigimos nuestra mirada invocándola con la
oración del Ángelus.

INVITACIÓN A LA CONVERSIÓN
20100307. Homilía. Parroquia romana de San Juan de la Cruz
"Convertíos, dice el Señor, porque está cerca el reino de los cielos"
hemos proclamado antes del Evangelio de este tercer domingo de
Cuaresma, que nos presenta el tema fundamental de este "tiempo fuerte"
del año litúrgico: la invitación a la conversión de nuestra vida y a realizar
obras de penitencia dignas. Jesús, como hemos escuchado, evoca dos
episodios de sucesos: una represión brutal de la policía romana dentro del
templo (cf. Lc 13, 1) y la tragedia de dieciocho muertos al derrumbarse la
torre de Siloé (v. 4). La gente interpreta estos hechos como un castigo
divino por los pecados de sus víctimas, y, considerándose justa, cree estar
a salvo de esa clase de incidentes, pensando que no tiene nada que
convertir en su vida. Pero Jesús denuncia esta actitud como una ilusión:
"¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que todos los demás
galileos, porque han padecido estas cosas? No, os lo aseguro; y si no os
convertís, todos pereceréis del mismo modo" (vv. 2-3). E invita a
reflexionar sobre esos acontecimientos, para un compromiso mayor en el
camino de conversión, porque es precisamente el hecho de cerrarse al
Señor, de no recorrer el camino de la conversión de uno mismo, que lleva
a la muerte, la del alma. En Cuaresma, Dios nos invita a cada uno de
nosotros a dar un cambio de rumbo a nuestra existencia, pensando y
viviendo según el Evangelio, corrigiendo algunas cosas en nuestro modo
de rezar, de actuar, de trabajar y en las relaciones con los demás. Jesús nos
llama a ello no con una severidad sin motivo, sino precisamente porque
está preocupado por nuestro bien, por nuestra felicidad, por nuestra
salvación. Por nuestra parte, debemos responder con un esfuerzo interior
sincero, pidiéndole que nos haga entender en qué puntos en particular
debemos convertirnos.
La conclusión del pasaje evangélico retoma la perspectiva de la
misericordia, mostrando la necesidad y la urgencia de volver a Dios, de
renovar la vida según Dios. Refiriéndose a un uso de su tiempo, Jesús
presenta la parábola de una higuera plantada en una viña; esta higuera
resulta estéril, no da frutos (cf. Lc 13, 6-9). El diálogo entre el dueño y el
viñador, manifiesta, por una parte, la misericordia de Dios, que tiene
paciencia y deja al hombre, a todos nosotros, un tiempo para la
conversión; y, por otra, la necesidad de comenzar en seguida el cambio
interior y exterior de la vida para no perder las ocasiones que la
misericordia de Dios nos da para superar nuestra pereza espiritual y
corresponder al amor de Dios con nuestro amor filial.
También san Pablo, en el pasaje que hemos escuchado, nos exhorta a
no hacernos ilusiones: no basta con haber sido bautizados y comer en la
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misma mesa eucarística, si no vivimos como cristianos y no estamos
atentos a los signos del Señor (cf. 1 Co 10, 1-4).
Queridos hermanos y hermanas, el tiempo fuerte de la Cuaresma nos
invita a cada uno de nosotros a reconocer el misterio de Dios, que se hace
presente en nuestra vida, como hemos escuchado en la primera lectura.
Moisés ve en el desierto una zarza que arde, pero no se consume. En un
primer momento, impulsado por la curiosidad, se acerca para ver este
acontecimiento misterioso y entonces de la zarza sale una voz que lo
llama, diciendo: "Yo soy el Dios de tu padre, el Dios de Abraham, el Dios
de Isaac, el Dios de Jacob" (Ex 3, 6). Y es precisamente este Dios quien lo
manda de nuevo a Egipto con la misión de llevar al pueblo de Israel a la
tierra prometida, pidiendo al faraón, en su nombre, la liberación de Israel.
En ese momento Moisés pregunta a Dios cuál es su nombre, el nombre
con el que Dios muestra su autoridad especial, para poderse presentar al
pueblo y después al faraón. La respuesta de Dios puede parecer extraña;
parece que responde pero no responde. Simplemente dice de sí mismo:
"Yo soy el que soy". "Él es" y esto tiene que ser suficiente. Por lo tanto,
Dios no ha rechazado la petición de Moisés, manifiesta su nombre,
creando así la posibilidad de la invocación, de la llamada, de la relación.
Revelando su nombre Dios entabla una relación entre él y nosotros. Nos
permite invocarlo, entra en relación con nosotros y nos da la posibilidad
de estar en relación con él. Esto significa que se entrega, de alguna
manera, a nuestro mundo humano, haciéndose accesible, casi uno de
nosotros. Afronta el riesgo de la relación, del estar con nosotros. Lo que
comenzó con la zarza ardiente en el desierto se cumple en la zarza
ardiente de la cruz, donde Dios, ahora accesible en su Hijo hecho hombre,
hecho realmente uno de nosotros, se entrega en nuestras manos y, de ese
modo, realiza la liberación de la humanidad. En el Gólgota Dios, que
durante la noche de la huída de Egipto se reveló como aquel que libera de
la esclavitud, se revela como Aquel que abraza a todo hombre con el poder
salvífico de la cruz y de la Resurrección y lo libera del pecado y de la
muerte, lo acepta en el abrazo de su amor.
Permanezcamos en la contemplación de este misterio del nombre de
Dios para comprender mejor el misterio de la Cuaresma, y vivir
personalmente y como comunidad en permanente conversión, para ser en
el mundo una constante epifanía, testimonio del Dios vivo, que libera y
salva por amor. Amén.

JESÚS INVITA A LA CONVERSIÓN


20100307. Ángelus
La liturgia de este tercer domingo de Cuaresma nos presenta el tema de
la conversión. En la primera lectura, tomada del Libro del Éxodo, Moisés,
mientras pastorea su rebaño, ve una zarza ardiente, que no se consume. Se
acerca para observar este prodigio, y una voz lo llama por su nombre e,
invitándolo a tomar conciencia de su indignidad, le ordena que se quite las
sandalias, porque ese lugar es santo. "Yo soy el Dios de tu padre —le dice
80
la voz— el Dios de Abraham, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob"; y añade:
"Yo soy el que soy" (Ex 3, 6.14). Dios se manifiesta de distintos modos
también en la vida de cada uno de nosotros. Para poder reconocer su
presencia, sin embargo, es necesario que nos acerquemos a él conscientes
de nuestra miseria y con profundo respeto. De lo contrario, somos
incapaces de encontrarlo y de entrar en comunión con él. Como escribe el
Apóstol san Pablo, también este hecho fue escrito para escarmiento
nuestro: nos recuerda que Dios no se revela a los que están llenos de
suficiencia y ligereza, sino a quien es pobre y humilde ante él.
En el pasaje del Evangelio de hoy, Jesús es interpelado acerca de
algunos hechos luctuosos: el asesinato, dentro del templo, de algunos
galileos por orden de Poncio Pilato y la caída de una torre sobre algunos
transeúntes (cf. Lc 13, 1-5). Frente a la fácil conclusión de considerar el
mal como un efecto del castigo divino, Jesús presenta la imagen verdadera
de Dios, que es bueno y no puede querer el mal, y poniendo en guardia
sobre el hecho de pensar que las desventuras sean el efecto inmediato de
las culpas personales de quien las sufre, afirma: "¿Pensáis que esos
galileos eran más pecadores que todos los demás galileos, porque han
padecido estas cosas? No, os lo aseguro; y si no os convertís, todos
pereceréis del mismo modo" (Lc 13, 2-3). Jesús invita a hacer una lectura
distinta de esos hechos, situándolos en la perspectiva de la conversión: las
desventuras, los acontecimientos luctuosos, no deben suscitar en nosotros
curiosidad o la búsqueda de presuntos culpables, sino que deben
representar una ocasión para reflexionar, para vencer la ilusión de poder
vivir sin Dios, y para fortalecer, con la ayuda del Señor, el compromiso de
cambiar de vida. Frente al pecado, Dios se revela lleno de misericordia y
no deja de exhortar a los pecadores para que eviten el mal, crezcan en su
amor y ayuden concretamente al prójimo en situación de necesidad, para
que vivan la alegría de la gracia y no vayan al encuentro de la muerte
eterna. Pero la posibilidad de conversión exige que aprendamos a leer los
hechos de la vida en la perspectiva de la fe, es decir, animados por el santo
temor de Dios. En presencia de sufrimientos y lutos, la verdadera
sabiduría es dejarse interpelar por la precariedad de la existencia y leer la
historia humana con los ojos de Dios, el cual, queriendo siempre y
solamente el bien de sus hijos, por un designio inescrutable de su amor, a
veces permite que se vean probados por el dolor para llevarles a un bien
más grande.
Queridos amigos, recemos a María santísima, que nos acompaña en el
itinerario cuaresmal, a fin de que ayude a cada cristiano a volver al Señor
de todo corazón. Que sostenga nuestra decisión firme de renunciar al mal
y de aceptar con fe la voluntad de Dios en nuestra vida.

LA DIMENSIÓN PENITENCIAL: RAÍZ DE LA FECUNDIDAD


20100311. Discurso. Curso de la Penitenciaría apostólica
Vuestro curso se realiza, providencialmente, durante el Año sacerdotal,
que convoqué con ocasión del 150° aniversario del nacimiento al cielo de
81
san Juan María Vianney, quien ejerció de modo heroico y fecundo el
ministerio de la Reconciliación. Como afirmé en la carta de proclamación:
"Todos los sacerdotes hemos de considerar como dirigidas personalmente
a nosotros las palabras que él [el cura de Ars] ponía en boca de Jesús:
"Encargaré a mis ministros que anuncien a los pecadores que estoy
siempre dispuesto a recibirlos, que mi misericordia es infinita". Los
sacerdotes no sólo podemos aprender del santo cura de Ars una confianza
infinita en el sacramento de la Penitencia, que nos impulse a ponerlo en el
centro de nuestras preocupaciones pastorales, sino también el método del
"diálogo de la salvación" que en él se debe entablar" (L'Osservatore
Romano, edición en lengua española, 19 de junio de 2009, p. 7). ¿Dónde
hunden sus raíces la heroicidad y la fecundidad con las cuales san Juan
María Vianney vivió su ministerio de confesor? Ante todo en una intensa
dimensión penitencial personal. La conciencia de su propia limitación y la
necesidad de recurrir a la Misericordia divina para pedir perdón, para
convertir el corazón y para ser sostenidos en el camino de santidad, son
fundamentales en la vida del sacerdote: sólo quien ha experimentado
personalmente su grandeza puede ser un anunciador y administrador
convencido de la Misericordia de Dios. Todo sacerdote se convierte en
ministro de la Penitencia por su configuración ontológica a Cristo, sumo y
eterno Sacerdote, que reconcilia a la humanidad con el Padre; sin
embargo, la fidelidad al administrar el sacramento de la Reconciliación se
confía a la responsabilidad del presbítero.
Vivimos en un contexto cultural marcado por la mentalidad hedonista
y relativista, que tiende a eliminar a Dios del horizonte de la vida, no
favorece la adquisición de un marco claro de valores de referencia y no
ayuda a discernir el bien del mal y a madurar un sentido correcto del
pecado. Esta situación hace todavía más urgente el servicio de
administradores de la Misericordia divina. No debemos olvidar que existe
una especie de círculo vicioso entre el ofuscamiento de la experiencia de
Dios y la pérdida del sentido del pecado. Sin embargo, si nos fijamos en el
contexto cultural en el que vivió san Juan María Vianney, vemos que, en
varios aspectos, no era muy distinto del nuestro. De hecho, también en su
tiempo existía una mentalidad hostil a la fe, expresada por fuerzas que
incluso querían impedir el ejercicio del ministerio. En esas circunstancias,
el santo cura de Ars hizo "de la iglesia su casa", para llevar a los hombres
a Dios. Vivió con radicalidad el espíritu de oración, la relación personal e
íntima con Cristo, la celebración de la santa misa, la adoración eucarística
y la pobreza evangélica; así fue para sus contemporáneos un signo tan
evidente de la presencia de Dios, que impulsó a numerosos penitentes a
acercarse a su confesionario. En las condiciones de libertad en las que hoy
se puede ejercer el ministerio sacerdotal, es necesario que los presbíteros
vivan "de modo alto" su respuesta a la vocación, porque sólo quien es
cada día presencia viva y clara del Señor puede suscitar en los fieles el
sentido del pecado, infundir valentía y despertar el deseo del perdón de
Dios.
82
Queridos hermanos, es preciso volver al confesionario, como lugar en
el cual celebrar el sacramento de la Reconciliación, pero también como
lugar en el que "habitar" más a menudo, para que el fiel pueda encontrar
misericordia, consejo y consuelo, sentirse amado y comprendido por Dios
y experimentar la presencia de la Misericordia divina, junto a la presencia
real en la Eucaristía. La "crisis" del sacramento de la Penitencia, de la que
se habla con frecuencia, interpela ante todo a los sacerdotes y su gran
responsabilidad de educar al pueblo de Dios en las exigencias radicales
del Evangelio. En particular, les pide que se dediquen generosamente a la
escucha de las confesiones sacramentales; que guíen el rebaño con
valentía, para que no se acomode a la mentalidad de este mundo (cf. Rm
12, 2), sino que también sepa tomar decisiones contracorriente, evitando
acomodamientos o componendas. Por esto es importante que el sacerdote
viva una tensión ascética permanente, alimentada por la comunión con
Dios, y se dedique a una actualización constante en el estudio de la
teología moral y de las ciencias humanas.
San Juan María Vianney sabía instaurar un verdadero "diálogo de
salvación" con los penitentes, mostrando la belleza y la grandeza de la
bondad del Señor y suscitando el deseo de Dios y del cielo que los santos
son los primeros en llevar. Afirmaba: "El buen Dios lo sabe todo. Antes
incluso de que se lo confeséis, sabe ya que pecaréis nuevamente y sin
embargo os perdona. ¡Qué grande es el amor de nuestro Dios que le lleva
incluso a olvidar voluntariamente el futuro, con tal de perdonarnos!"
(Monnin A., Il Curato d'Ars. Vita di Gian-Battista-Maria Vianney, vol. I,
Torino 1870, p. 130). El sacerdote tiene la tarea de favorecer la
experiencia del "diálogo de salvación", que nace de la certeza de ser
amados por Dios y ayuda al hombre a reconocer su pecado y a
introducirse, progresivamente, en la dinámica estable de conversión del
corazón que lleva a la renuncia radical al mal y a una vida según Dios (cf.
Catecismo de la Iglesia católica, n. 1431).
Queridos sacerdotes, ¡qué extraordinario ministerio nos ha confiado el
Señor! Como en la celebración eucarística él se pone en manos del
sacerdote para seguir estando presente en medio de su pueblo, de forma
análoga en el sacramento de la Reconciliación se confía al sacerdote para
que los hombres experimenten el abrazo con el que el padre acoge al hijo
pródigo, restituyéndole la dignidad filial y la herencia (cf. Lc 15, 11-32).
Que la Virgen María y el santo cura de Ars nos ayuden a experimentar en
nuestra vida la anchura, la longitud, la altura y la profundidad del amor de
Dios (cf. Ef 3, 18-19), para que seamos administradores fieles y generosos
de este amor. Os doy las gracias a todos de corazón y os imparto de buen
grado mi bendición.

FIDELIDAD DE CRISTO, FIDELIDAD DEL SACERDOTE


20100312. Discurso. Congreso teológico sobre el sacerdocio
El tema de la identidad sacerdotal, objeto de vuestra primera jornada
de estudio es determinante para el ejercicio del sacerdocio ministerial en
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el presente y en el futuro. En una época como la nuestra, tan "policéntrica"
e inclinada a atenuar todo tipo de concepción que afirme una identidad,
que muchos consideran contraria a la libertad y a la democracia, es
importante tener muy clara la peculiaridad teológica del ministerio
ordenado para no caer en la tentación de reducirlo a las categorías
culturales dominantes. En un contexto de secularización generalizada, que
excluye progresivamente a Dios del ámbito público, y tiende a excluirlo
también de la conciencia social compartida, con frecuencia el sacerdote
parece "extraño" al sentir común, precisamente por los aspectos más
fundamentales de su ministerio, como los de ser un hombre de lo sagrado,
tomado del mundo para interceder en favor del mundo, y constituido en
esa misión por Dios y no por los hombres (cf. Hb 5, 1). Por este motivo es
importante superar peligrosos "reduccionismos" que, en los decenios
pasados, utilizando categorías más funcionales que ontológicas, han
presentado al sacerdote casi como a un "agente social", con el riesgo de
traicionar incluso el sacerdocio de Cristo. La hermenéutica de la
continuidad se revela cada vez más urgente para comprender de modo
adecuado los textos del concilio ecuménico Vaticano II y, análogamente,
resulta necesaria una hermenéutica que podríamos definir "de la
continuidad sacerdotal", la cual, partiendo de Jesús de Nazaret, Señor y
Cristo, y pasando por los dos mil años de la historia de grandeza y de
santidad, de cultura y de piedad, que el sacerdocio ha escrito en el mundo,
ha de llegar hasta nuestros días.
Queridos hermanos sacerdotes, en el tiempo en que vivimos es
especialmente importante que la llamada a participar en el único
sacerdocio de Cristo en el ministerio ordenado florezca en el "carisma de
la profecía": hay gran necesidad de sacerdotes que hablen de Dios al
mundo y que presenten el mundo a Dios; hombres no sujetos a efímeras
modas culturales, sino capaces de vivir auténticamente la libertad que sólo
la certeza de la pertenencia a Dios puede dar. Como ha subrayado muy
bien vuestro congreso, hoy la profecía más necesaria es la de la fidelidad
que, partiendo de la fidelidad de Cristo a la humanidad, mediante la
Iglesia y el sacerdocio ministerial, lleve a vivir el propio sacerdocio en la
adhesión total a Cristo y a la Iglesia. De hecho, el sacerdote ya no se
pertenece a sí mismo, sino que, por el carácter sacramental recibido (cf.
Catecismo de la Iglesia católica, nn. 1563 y 1582), es "propiedad" de
Dios. Este "ser de Otro" deben poder reconocerlo todos, gracias a un
testimonio límpido.
En el modo de pensar, de hablar, de juzgar los hechos del mundo, de
servir y de amar, de relacionarse con las personas, incluso en el hábito, el
sacerdote debe sacar fuerza profética de su pertenencia sacramental, de su
ser profundo. Por consiguiente, debe poner sumo esmero en preservarse de
la mentalidad dominante, que tiende a asociar el valor del ministro no a su
persona, sino sólo a su función, negando así la obra de Dios, que incide en
la identidad profunda de la persona del sacerdote, configurándolo a sí de
modo definitivo (cf. ib., n. 1583).
84
El horizonte de la pertenencia ontológica a Dios constituye, además, el
marco adecuado para comprender y reafirmar, también en nuestros días, el
valor del celibato sagrado, que en la Iglesia latina es un carisma requerido
por el Orden sagrado (cf. Presbyterorum ordinis, 16) y que las Iglesias
orientales tienen en grandísima consideración (cf. Código de cánones de
las Iglesias orientales, can. 373). Es una auténtica profecía del Reino,
signo de la consagración con corazón indiviso al Señor y a las "cosas del
Señor" (1 Co 7, 32), expresión de la entrega de uno mismo a Dios y a los
demás (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 1579).
La vocación del sacerdote, por tanto, es altísima y sigue siendo un gran
misterio incluso para quienes la hemos recibido como don. Nuestras
limitaciones y debilidades deben inducirnos a vivir y a custodiar con
profunda fe este don precioso, con el que Cristo nos ha configurado a sí,
haciéndonos partícipes de su misión salvífica. De hecho, la comprensión
del sacerdocio ministerial está vinculada a la fe y requiere, de modo cada
vez más firme, una continuidad radical entre la formación recibida en el
seminario y la formación permanente. La vida profética, sin componendas,
con la que serviremos a Dios y al mundo, anunciando el Evangelio y
celebrando los sacramentos, favorecerá la venida del reino de Dios ya
presente y el crecimiento del pueblo de Dios en la fe.
Queridos sacerdotes, los hombres y las mujeres de nuestro tiempo sólo
nos piden que seamos sacerdotes de verdad y nada más. Los fieles laicos
encontrarán en muchas otras personas aquello que humanamente
necesitan, pero sólo en el sacerdote podrán encontrar la Palabra de Dios
que siempre deben tener en los labios (cf. Presbyterorum ordinis, 4); la
misericordia del Padre, abundante y gratuitamente dada en el sacramento
de la Reconciliación; y el Pan de vida nueva, "alimento verdadero dado a
los hombres" (cf. Himno del Oficio en la solemnidad del Corpus Christi
del Rito romano).
Pidamos a Dios, por intercesión de la santísima Virgen María y de san
Juan María Vianney, que nos conceda agradecerle cada día el gran don de
la vocación y vivir con plena y gozosa fidelidad nuestro sacerdocio.

LA PARÁBOLA DEL HIJO PRÓDIGO


20100314. Ángelus
En este cuarto domingo de Cuaresma se proclama el Evangelio del
padre y de los dos hijos, más conocido como parábola del "hijo pródigo"
(Lc15,11-32). Este pasaje de san Lucas constituye una cima de la
espiritualidad y de la literatura de todos los tiempos. En efecto, ¿qué
serían nuestra cultura, el arte, y más en general nuestra civilización, sin
esta revelación de un Dios Padre lleno de misericordia? No deja nunca de
conmovernos, y cada vez que la escuchamos o la leemos tiene la
capacidad de sugerirnos significados siempre nuevos. Este texto
evangélico tiene, sobre todo, el poder de hablarnos de Dios, de darnos a
conocer su rostro, mejor aún, su corazón. Desde que Jesús nos habló del
Padre misericordioso, las cosas ya no son como antes; ahora conocemos a
85
Dios: es nuestro Padre, que por amor nos ha creado libres y dotados de
conciencia, que sufre si nos perdemos y que hace fiesta si regresamos. Por
esto, la relación con él se construye a través de una historia, como le
sucede a todo hijo con sus padres: al inicio depende de ellos; después
reivindica su propia autonomía; y por último —si se da un desarrollo
positivo— llega a una relación madura, basada en el agradecimiento y en
el amor auténtico.
En estas etapas podemos ver también momentos del camino del
hombre en la relación con Dios. Puede haber una fase que es como la
infancia: una religión impulsada por la necesidad, por la dependencia. A
medida que el hombre crece y se emancipa, quiere liberarse de esta
sumisión y llegar a ser libre, adulto, capaz de regularse por sí mismo y de
hacer sus propias opciones de manera autónoma, pensando incluso que
puede prescindir de Dios. Esta fase es muy delicada: puede llevar al
ateísmo, pero con frecuencia esto esconde también la exigencia de
descubrir el auténtico rostro de Dios. Por suerte para nosotros, Dios
siempre es fiel y, aunque nos alejemos y nos perdamos, no deja de
seguirnos con su amor, perdonando nuestros errores y hablando
interiormente a nuestra conciencia para volvernos a atraer hacia sí. En la
parábola los dos hijos se comportan de manera opuesta: el menor se va y
cae cada vez más bajo, mientras que el mayor se queda en casa, pero
también él tiene una relación inmadura con el Padre; de hecho, cuando
regresa su hermano, el mayor no se muestra feliz como el Padre; más aún,
se irrita y no quiere volver a entrar en la casa. Los dos hijos representan
dos modos inmaduros de relacionarse con Dios: la rebelión y una
obediencia infantil. Ambas formas se superan a través de la experiencia de
la misericordia. Sólo experimentando el perdón, reconociendo que somos
amados con un amor gratuito, mayor que nuestra miseria, pero también
que nuestra justicia, entramos por fin en una relación verdaderamente
filial y libre con Dios.
Queridos amigos, meditemos esta parábola. Identifiquémonos con los
dos hijos y, sobre todo, contemplemos el corazón del Padre. Arrojémonos
en sus brazos y dejémonos regenerar por su amor misericordioso. Que nos
ayude en esto la Virgen María, Mater misericordiae.

JN 12: ¿DEBEMOS ODIARNOS A NOSOTROS MISMOS?


20100314. Discurso. Visita a la iglesia luterana de Roma
El Evangelio, tomado del capítulo 12 de san Juan, que trataré de
explicar, es también un Evangelio de esperanza y, al mismo tiempo, es un
Evangelio de la cruz. Estas dos dimensiones van siempre juntas: dado que
el Evangelio se refiere a la cruz, habla de la esperanza y, dado que da
esperanza, debe hablar de la cruz.
Narra san Juan que Jesús subió a Jerusalén para celebrar la Pascua;
luego dice: "Había algunos griegos de los que subían a adorar en la fiesta"
(Jn 12, 20). Seguramente eran miembros del grupo de los phoboumenoi
ton Theon, los "temerosos de Dios" (cf. Hch 10, 2) que, más allá del
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politeísmo de su mundo, buscaban al Dios auténtico, que es
verdaderamente Dios; buscaban al único Dios, al que pertenece el mundo
entero y que es el Dios de todos los hombres. Y habían encontrado a aquel
Dios por el que preguntaban, al que buscaban, al que todo hombre anhela
en silencio, en la Biblia de Israel, reconociendo en él al Dios que creó el
mundo. Él es el Dios de todos los hombres y, al mismo tiempo, eligió un
pueblo concreto y un lugar para estar presente desde allí entre nosotros.
Son buscadores de Dios, y han llegado a Jerusalén para adorar al único
Dios, para saber algo de su misterio. Además, el evangelista nos narra que
estas personas oyen hablar de Jesús, acuden a Felipe, el apóstol
procedente de Betsaida, en la que la mitad de la gente hablaba en griego, y
le dicen: "Queremos ver a Jesús" (Jn 12, 21). Su deseo de conocer a Dios
los impulsa a querer ver a Jesús y a través de él a conocer más de cerca a
Dios. "Queremos ver a Jesús": una expresión que nos conmueve, porque
todos quisiéramos verlo y conocerlo verdaderamente cada vez más.
Creo que esos griegos nos interesan por dos motivos: por una parte, su
situación es también la nuestra, pues también nosotros somos peregrinos
que nos preguntamos sobre Dios, que buscamos a Dios. También nosotros
quisiéramos conocer a Jesús más de cerca, verlo de verdad. Sin embargo,
también es verdad que, como Felipe y Andrés, deberíamos ser amigos de
Jesús, amigos que lo conocen y pueden abrir a los demás el camino que
lleva a él. Por eso, creo que ahora deberíamos orar así: Señor, ayúdanos a
ser hombres en camino hacia ti. Señor, concédenos que podamos verte
cada vez más. Ayúdanos a ser tus amigos, que abren a los demás la puerta
hacia ti.
San Juan no nos dice si esto llevó efectivamente a un encuentro entre
Jesús y esos griegos. La respuesta de Jesús, que él nos refiere, va mucho
más allá de ese momento contingente. Se trata de una doble respuesta:
habla de la glorificación de Jesús, que comenzaba entonces: "Ha llegado la
hora de que sea glorificado el Hijo de hombre" (Jn 12, 23). El Señor
explica este concepto de la glorificación con la parábola del grano de
trigo: "En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en tierra y
muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto" (Jn 12, 24). De
hecho, el grano de trigo debe morir, en cierto modo romperse en la tierra,
para absorber en sí las fuerzas de la tierra y así llegar a ser tallo y fruto.
Por lo que concierne al Señor, esta es la parábola de su propio misterio.
Él mismo es el grano de trigo venido de Dios, el grano de trigo divino, que
se deja caer en tierra, que se deja romper en la muerte y, precisamente de
esta forma, se abre y puede dar fruto en todo el mundo. Ya no se trata sólo
de un encuentro con esta o aquella persona por un momento. Ahora, en
cuanto resucitado, es "nuevo" y rebasa los límites espaciales y temporales.
Ahora llega de verdad a los griegos. Ahora se les muestra y habla con
ellos, y ellos hablan con él; así nace la fe, crece la Iglesia a partir de todos
los pueblos, la comunidad de Jesucristo resucitado, que se convertirá en su
cuerpo vivo, fruto del grano de trigo. En esta parábola encontramos
también una referencia al misterio de la Eucaristía: él, que es el grano de
trigo, cae en tierra y muere.
87
Así nace la santa multiplicación del pan en la Eucaristía, en la que él se
convierte en pan para los hombres de todos los tiempos y de todos los
lugares.
Lo que aquí, en esta parábola cristológica, el Señor dice de sí mismo,
lo aplica a nosotros en otros dos versículos: "El que ama su vida, la pierde;
y el que odia su vida en este mundo, la guardará para una vida eterna" (Jn
12, 25). Creo que, cuando escuchamos esto, en un primer momento no nos
agrada. Quisiéramos decir al Señor: "Pero, ¿qué dices, Señor? ¿Debemos
odiar nuestra vida, odiarnos a nosotros mismos? ¿Nuestra vida no es un
don de Dios? ¿No hemos sido creados a tu imagen? ¿No deberíamos estar
agradecidos y alegres porque nos has dado la vida?". Pero la palabra de
Jesús tiene otro significado. Naturalmente, el Señor nos ha dado la vida, y
por ello le estamos agradecidos. Gratitud y alegría son actitudes
fundamentales de la existencia cristiana. Sí, podemos estar alegres porque
sabemos que mi vida procede de Dios. No es una casualidad sin sentido.
Soy querido y soy amado. Cuando Jesús dice que deberíamos odiar
nuestra propia vida, quiere decir algo muy diferente. Piensa en dos
actitudes fundamentales. La primera es la de quien quiere tener para sí
mismo su propia vida, de quien considera su vida casi como una
propiedad suya, de quien se considera a sí mismo como una propiedad
suya, por lo cual quiere disfrutar al máximo de esta vida, vivirla
intensamente sólo para sí mismo. Quien actúa así, quien vive para sí
mismo, y sólo piensa y se quiere a sí mismo, no se encuentra, se pierde. Y
es precisamente lo contrario: no tomar la vida, sino darla. Esto es lo que
nos dice el Señor. Y no es que tomando la vida para nosotros, la
recibamos, sino dándola, yendo más allá de nosotros mismos, no
mirándonos a nosotros mismos, sino entregándonos al otro en la humildad
del amor, dándole nuestra vida a él y a los demás. Así nos enriquecemos
alejándonos de nosotros mismos, liberándonos de nosotros mismos.
Entregando la vida, y no tomándola, recibimos de verdad la vida.
El Señor prosigue, afirmando en un segundo versículo: "Si alguno me
sirve, que me siga, y donde yo esté, allí estará también mi servidor. Si
alguno me sirve, el Padre lo honrará" (Jn 12, 26). Este entregarse, que en
realidad es la esencia del amor, es idéntico a la cruz. En efecto, la cruz no
es más que esta ley fundamental del grano de trigo que muere, la ley
fundamental del amor: que nosotros sólo llegamos a ser nosotros mismos
cuando nos entregamos. Sin embargo, el Señor añade que este entregarse,
este aceptar la cruz, este alejarse de sí mismos, es estar con él, pues
nosotros, yendo en pos de él y siguiendo el camino del grano de trigo,
encontramos el camino del amor, que en un primer momento parece un
camino de tribulación y de sufrimiento, pero precisamente por eso es el
camino de la salvación.
El seguimiento, el estar con él, que es el camino, la verdad y la vida,
forma parte del camino de la cruz, que es el camino del amor, del perderse
y del entregarse. Este concepto incluye también el hecho de que este
seguimiento se realiza en el "nosotros", que ninguno de nosotros tiene su
propio Cristo, su propio Jesús, sino que sólo lo podemos seguir si
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caminamos todos juntos con él, entrando en este "nosotros" y aprendiendo
con él su amor que entrega. El seguimiento se realiza en este "nosotros".
El "ser nosotros" en la comunidad de sus discípulos forma parte del ser
cristianos. Y esto nos plantea la cuestión del ecumenismo: la tristeza por
haber roto este "nosotros", por haber subdividido el único camino en
muchos caminos, pues así se ofusca el testimonio que deberíamos dar, y el
amor no puede encontrar su expresión plena.
¿Qué deberíamos decir al respecto? Hoy escuchamos muchas quejas
por el hecho de que el ecumenismo habría llegado a una situación de
estancamiento, acusaciones mutuas. A pesar de ello, yo creo que ante todo
deberíamos estar agradecidos por la gran unidad que ya existe. Es
hermoso que hoy, domingo Laetare, podamos orar juntos, entonar los
mismos himnos, escuchar la misma Palabra de Dios, explicarla y tratar de
comprenderla juntos; que miremos al único Cristo que vemos y al que
queremos pertenecer, y que de este modo ya demos testimonio de que él es
el único, el que nos ha llamado a todos, y al que, en lo más profundo,
todos pertenecemos. Creo que sobre todo deberíamos mostrar al mundo
esto: no contiendas y conflictos de todo tipo, sino alegría y gratitud por el
hecho de que el Señor nos da esto y porque existe una unidad real, que
puede llegar a ser cada vez más profunda y que debe ser cada vez más un
testimonio de la Palabra de Cristo, del camino de Cristo en este mundo.
Naturalmente, no debemos contentarnos con esto, aunque debemos
estar llenos de gratitud por estar juntos. Sin embargo, el hecho de que en
cosas esenciales, en la celebración de la santa Eucaristía no podemos
beber del mismo cáliz, no podemos estar en torno al mismo altar, nos debe
llenar de tristeza porque llevamos esta culpa, porque ofuscamos este
testimonio. Nos debe dejar intranquilos interiormente, en el camino hacia
una mayor unidad, conscientes de que, en el fondo, sólo el Señor puede
dárnosla, porque una unidad concordada por nosotros sería obra humana y,
por tanto, frágil, como todo lo que realizan los hombres. Nosotros nos
entregamos a él, tratamos de conocerlo y amarlo cada vez más, de verlo, y
dejamos que él nos lleve así verdaderamente a la unidad plena, por la cual
oramos a él con todo apremio en este momento.
Demos gracias por haber podido orar y cantar juntos. Oremos los unos
por los otros. Oremos juntos para que el Señor nos conceda la unidad y
ayude al mundo para que crea. Amén.

CAUSAS Y REMEDIOS DE LA CRISIS ECLESIAL


20100319. Carta pastoral. A los católicos de Irlanda
Queridos hermanos y hermanas de la Iglesia en Irlanda, os escribo con
gran preocupación como Pastor de la Iglesia universal.
Mientras os enfrentáis a los retos de este momento, os pido que
recordéis la "roca de la que fuisteis tallados" (Isaías 51, 1). Reflexionad
sobre la generosa y a menudo heroica contribución ofrecida a la Iglesia y a
la humanidad por generaciones de hombres y mujeres irlandeses, y haced
que de esa reflexión brote el impulso para un honesto examen de
89
conciencia personal y para un sólido programa de renovación de la Iglesia
y el individuo. Rezo para que, asistida por la intercesión de sus numerosos
santos y purificada por la penitencia, la Iglesia en Irlanda supere esta crisis
y vuelve a ser una vez más testimonio convincente de la verdad y la
bondad de Dios Todopoderoso, que se manifiesta en su Hijo Jesucristo.
3. A lo largo de la historia, los católicos irlandeses han demostrado ser,
tanto en su patria como fuera de ella, una fuerza motriz del bien. Monjes
celtas como San Columba difundieron el evangelio en Europa occidental y
sentaron las bases de la cultura monástica medieval. Los ideales de
santidad, caridad y sabiduría trascendente, nacidos de la fe cristiana,
quedaron plasmados en la construcción de iglesias y monasterios y en la
creación de escuelas, bibliotecas y hospitales, que contribuyeron a
consolidar la identidad espiritual de Europa. Aquellos misioneros
irlandeses debían su fuerza y su inspiración a la firmeza de su fe, al fuerte
liderazgo y a la rectitud moral de la Iglesia en su tierra natal.
A partir del siglo XVI, los católicos en Irlanda atravesaron por un largo
período de persecución, durante el cual lucharon por mantener viva la
llama de la fe en circunstancias difíciles y peligrosas. San Oliver Plunkett,
mártir y arzobispo de Armagh, es el ejemplo más famoso de una multitud
de valerosos hijos e hijas de Irlanda dispuestos a dar su vida por la
fidelidad al Evangelio. Después de la Emancipación Católica, la Iglesia
fue libre de nuevo para volver a crecer. Las familias y un sinfín de
personas que habían conservado la fe en el momento de la prueba se
convirtieron en la chispa de un gran renacimiento del catolicismo irlandés
en el siglo XIX. La Iglesia escolarizaba, especialmente a los pobres, lo
que supuso una importante contribución a la sociedad irlandesa. Entre los
frutos de las nuevas escuelas católicas se cuenta el aumento de las
vocaciones: generaciones de sacerdotes misioneros, hermanas y hermanos,
dejaron su patria para servir en todos los continentes, sobre todo en mundo
de habla inglesa. Eran excepcionales, no sólo por la vastedad de su
número, sino también por la fuerza de la fe y la solidez de su compromiso
pastoral. Muchas diócesis, especialmente en África, América y Australia,
se han beneficiado de la presencia de clérigos y religiosos irlandeses, que
predicaron el Evangelio y fundaron parroquias, escuelas y universidades,
clínicas y hospitales, abiertas tanto a los católicos, como al resto de la
sociedad, prestando una atención particular a las necesidades de los
pobres.
En casi todas las familias irlandesas, ha habido siempre alguien —un
hijo o una hija, una tía o un tío— que dieron sus vidas a la Iglesia. Con
razón, las familias irlandesas tienen un gran respeto y afecto por sus seres
queridos que dedicaron la vida a Cristo, compartiendo el don de la fe con
los demás y traduciéndola en acciones sirviendo con amor a Dios y al
prójimo.
4. En las últimas décadas, sin embargo, la Iglesia en vuestro país ha
tenido que enfrentarse a nuevos y graves retos para la fe debidos a la
rápida transformación y secularización de la sociedad irlandesa. El cambio
social ha sido muy veloz y a menudo ha repercutido adversamente en la
90
tradicional adhesión de las personas a las enseñanzas y valores católicos.
Asimismo, las prácticas sacramentales y devocionales que sustentan la fe
y la hacen crecer, como la confesión frecuente, la oración diaria y los
retiros anuales se dejaron, con frecuencia, de lado.
También fue significativa en este período la tendencia, incluso por
parte de los sacerdotes y religiosos, a adoptar formas de pensamiento y de
juicio de la realidad secular sin referencia suficiente al Evangelio. El
programa de renovación propuesto por el Concilio Vaticano II fue a veces
mal entendido y, además, a la luz de los profundos cambios sociales que
estaban teniendo lugar, no era nada fácil discernir la mejor manera de
realizarlo. En particular, hubo una tendencia, motivada por buenas
intenciones, pero equivocada, de evitar los enfoques penales de las
situaciones canónicamente irregulares. En este contexto general debemos
tratar de entender el inquietante problema de abuso sexual de niños, que
ha contribuido no poco al debilitamiento de la fe y la pérdida de respeto
por la Iglesia y sus enseñanzas.
Sólo examinando cuidadosamente los numerosos elementos que han
dado lugar a la crisis actual es posible efectuar un diagnóstico claro de las
causas y encontrar las soluciones eficaces. Ciertamente, entre los factores
que han contribuido a ella, podemos enumerar: los procedimientos
inadecuados para determinar la idoneidad de los candidatos al sacerdocio
y a la vida religiosa, la insuficiente formación humana, moral, intelectual
y espiritual en los seminarios y noviciados, la tendencia de la sociedad a
favorecer al clero y otras figuras de autoridad y una preocupación fuera de
lugar por el buen nombre de la Iglesia y por evitar escándalos cuyo
resultado fue la falta de aplicación de las penas canónicas en vigor y de la
salvaguardia de la dignidad de cada persona. Es necesaria una acción
urgente para contrarrestar estos factores, que han tenido consecuencias tan
trágicas para la vida de las víctimas y sus familias y han obscurecido tanto
la luz del Evangelio, como no lo habían hecho siglos de persecución.
A los sacerdotes y religiosos de Irlanda
Todos nosotros estamos sufriendo las consecuencias de los pecados de
nuestros hermanos que han traicionado una obligación sagrada o no han
afrontado de forma justa y responsable las denuncias de abusos. A la luz
del escándalo y la indignación que estos hechos han causado, no sólo entre
los fieles laicos, sino también entre vosotros y vuestras comunidades
religiosas, muchos os sentís desanimados e incluso abandonados. Soy
también consciente de que a los ojos de algunos aparecéis tachados de
culpables por asociación, y de que os consideran como si fuerais de alguna
forma responsable de los delitos de los demás. En este tiempo de
sufrimiento, quiero dar acto de vuestra dedicación cómo sacerdotes y
religiosos y de vuestro apostolado, y os invito a reafirmar vuestra fe en
Cristo, vuestro amor por su Iglesia y vuestra confianza en las promesas
evangélicas de la redención, el perdón y la renovación interior. De esta
manera, podréis demostrar a todos que donde abundó el pecado,
sobreabundó la gracia (cf. Rm 5, 20).
91
Sé que muchos estáis decepcionados, desconcertados y encolerizados
por la manera en que algunos de vuestros superiores abordaron esas
cuestiones. Sin embargo, es esencial que cooperéis estrechamente con los
que ostentan la autoridad y colaboréis en garantizar que las medidas
adoptadas para responder a la crisis sean verdaderamente evangélicas,
justas y eficaces. Por encima de todo, os pido que seáis cada vez más
claramente hombres y mujeres de oración, que siguen con valentía el
camino de la conversión, la purificación y la reconciliación. De esta
manera, la Iglesia en Irlanda cobrará nueva vida y vitalidad gracias a
vuestro testimonio del poder redentor de Dios que se hace visible en
vuestras vidas.
A mis hermanos, los obispos
No se puede negar que algunos de vosotros y de vuestros predecesores
han fracasado, a veces lamentablemente, a la hora de aplicar las normas,
codificadas desde hace largo tiempo, del derecho canónico sobre los
delitos de abusos de niños. Se han cometido graves errores en la respuesta
a las acusaciones. Reconozco que era muy difícil comprender la magnitud
y la complejidad del problema, obtener información fiable y tomar
decisiones adecuadas en función de los pareceres contradictorios de los
expertos. No obstante, hay que reconocer que se cometieron graves errores
de juicio y hubo fallos de dirección. Todo esto ha socavado gravemente
vuestra credibilidad y eficacia. Aprecio los esfuerzos llevados a cabo para
remediar los errores del pasado y para garantizar que no vuelvan a ocurrir.
Además de aplicar plenamente las normas del derecho canónico
concernientes a los casos de abusos de niños, seguid cooperando con las
autoridades civiles en el ámbito de su competencia. Está claro que los
superiores religiosos deben hacer lo mismo. También ellos participaron en
las recientes reuniones en Roma con el propósito de establecer un enfoque
claro y coherente de estas cuestiones. Es imperativo que las normas de la
Iglesia en Irlanda para la salvaguardia de los niños sean constantemente
revisadas y actualizadas y que se apliquen plena e imparcialmente, en
conformidad con el derecho canónico.
Sólo una acción decisiva llevada a cabo con total honestidad y
transparencia restablecerá el respeto y el afecto del pueblo irlandés por la
Iglesia a la que hemos consagrado nuestras vidas. Hay que empezar, en
primer lugar, por vuestro examen de conciencia personal, la purificación
interna y la renovación espiritual. El pueblo de Irlanda, con razón, espera
que seáis hombres de Dios, que seáis santos, que viváis con sencillez, y
busquéis día tras día la conversión personal. Para ellos, en palabras de San
Agustín, sois un obispo, y sin embargo, con ellos estáis llamados a ser un
discípulo de Cristo (cf. Sermón 340, 1). Os exhorto a renovar vuestro
sentido de responsabilidad ante Dios, para crecer en solidaridad con
vuestro pueblo y profundizar vuestra atención pastoral con todos los
miembros de vuestro rebaño. En particular, preocupaos por la vida
espiritual y moral de cada uno de vuestros sacerdotes. Servidles de
ejemplo con vuestra propia vida, estad cerca de ellos, escuchad sus
preocupaciones, ofrecedles aliento en este momento de dificultad y
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alimentad la llama de su amor por Cristo y su compromiso al servicio de
sus hermanos y hermanas.
Asimismo, hay que alentar a los laicos a que desempeñen el papel que
les corresponde en la vida de la Iglesia. Aseguraos de su formación para
que puedan, articulada y convincentemente, dar razón del Evangelio en
medio de la sociedad moderna (cf. 1 P 3, 15), y cooperen más plenamente
en la vida y misión de la Iglesia. Esto, a su vez, os ayudará a volver a ser
guías y testigos creíbles de la verdad redentora de Cristo.

A todos los fieles de Irlanda


La experiencia de un joven en la Iglesia debería siempre fructificar en
su encuentro personal y vivificador con Jesucristo, dentro de una
comunidad que lo ama y lo sustenta. En este entorno, habría que animar a
los jóvenes a alcanzar su plena estatura humana y espiritual, a aspirar a los
altos ideales de santidad, caridad y verdad y a inspirarse en la riqueza de
una gran tradición religiosa y cultural. En nuestra sociedad cada vez más
secularizada en la que incluso los cristianos a menudo encuentran difícil
hablar de la dimensión trascendente de nuestra existencia, tenemos que
encontrar nuevas modos para transmitir a los jóvenes la belleza y la
riqueza de la amistad con Jesucristo en la comunión de su Iglesia. Para
resolver la crisis actual, las medidas que contrarresten adecuadamente los
delitos individuales son esenciales pero no suficientes: hace falta una
nueva visión que inspire a la generación actual y a las futuras
generaciones a atesorar el don de nuestra fe común. Siguiendo el camino
indicado por el Evangelio, observando los mandamientos y conformando
vuestras vidas cada vez más a la figura de Jesucristo, experimentaréis con
seguridad la renovación profunda que necesita con urgencia nuestra época.
Invito a todos a perseverar en este camino.
Quisiera proponer, además, algunas medidas concretas para abordar la
situación.
Al final de mi reunión con los obispos de Irlanda, les pedí que la
Cuaresma de este año se considerase un tiempo de oración para la efusión
de la misericordia de Dios y de los dones de santidad y fortaleza del
Espíritu Santo sobre la Iglesia en vuestro país. Ahora os invito a todos a
ofrecer durante un año, desde ahora hasta la Pascua de 2011, la penitencia
de los viernes para este fin. Os pido que ofrezcáis el ayuno, las oraciones,
la lectura de la Sagrada Escritura y las obras de misericordia por la gracia
de la curación y la renovación de la Iglesia en Irlanda. Os animo a
redescubrir el sacramento de la Reconciliación y a utilizar con más
frecuencia el poder transformador de su gracia.
Hay que prestar también especial atención a la adoración eucarística, y
en cada diócesis debe haber iglesias o capillas específicamente dedicadas
a ello. Pido a las parroquias, seminarios, casas religiosas y monasterios
que organicen períodos de adoración eucarística, para que todos tengan la
oportunidad de participar. Mediante la oración ferviente ante la presencia
real del Señor, podéis cumplir la reparación por los pecados de abusos que
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han causado tanto daño y al mismo tiempo, implorar la gracia de una
fuerza renovada y un sentido más profundo de misión por parte de todos
los obispos, sacerdotes, religiosos y fieles.
Estoy seguro de que este programa conducirá a un renacimiento de la
Iglesia en Irlanda en la plenitud de la verdad de Dios, porque la verdad
nos hace libres (cf. Jn 8, 32).
Además, después de haber rezado y consultado sobre el tema, tengo la
intención de convocar una Visita Apostólica en algunas diócesis de
Irlanda, así como en los seminarios y congregaciones religiosas.
También propongo que se convoque una misión a nivel nacional para
todos los obispos, sacerdotes y religiosos. Espero que gracias a los
conocimientos de predicadores expertos y organizadores de retiros en
Irlanda, y en otros lugares, mediante la revisión de los documentos
conciliares, los ritos litúrgicos de la ordenación y profesión, y las recientes
enseñanzas pontificias, lleguéis a una valoración más profunda de vuestras
vocaciones respectivas, a fin de redescubrir las raíces de vuestra fe en
Jesucristo y de beber a fondo en las fuentes de agua viva que os ofrece a
través de su Iglesia.
En este año dedicado a los sacerdotes, os propongo de forma especial
la figura de San Juan María Vianney, que tenía una rica comprensión del
misterio del sacerdocio. "El sacerdote —escribió— tiene la llave de los
tesoros de los cielos: es el que abre la puerta, es el mayordomo del buen
Dios, el administrador de sus bienes." El cura de Ars entendió
perfectamente la gran bendición que supone para una comunidad un
sacerdote bueno y santo: “Un buen pastor, un pastor conforme al corazón
de Dios es el tesoro más grande que Dios puede dar a una parroquia y uno
de los más preciosos dones de la misericordia divina ". Que por la
intercesión de San Juan María Vianney se revitalice el sacerdocio en
Irlanda y toda la Iglesia en Irlanda crezca en la estima del gran don del
ministerio sacerdotal.

JÓVENES: APRENDER A AMAR ES LA CLAVE


20100320. Carta. Al Cardenal Rylko. Foro de jóvenes
"Aprender a amar": este tema es central en la fe y en la vida cristiana y
me alegro de que tengáis ocasión de profundizar en él juntos. Como
sabéis, el punto de partida de toda reflexión sobre el amor es el misterio
mismo de Dios, pues el corazón de la revelación cristiana es este: Deus
caritas est. Cristo, en su Pasión, en su entrega total, nos ha revelado el
rostro de Dios que es Amor.
La contemplación del misterio de la Trinidad nos permite entrar en este
misterio de Amor eterno, que es fundamental para nosotros. Las primeras
páginas de la Biblia afirman, de hecho, que "Dios creó al hombre a su
imagen; a imagen de Dios lo creó: hombre y mujer los creó" (Gn 1, 27).
Por el hecho mismo de que Dios es amor y el hombre es su imagen,
comprendemos la identidad profunda de la persona, su vocación al amor.
El hombre está hecho para amar; su vida sólo se realiza plenamente si se
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vive en el amor. Después de una larga búsqueda, santa Teresa del Niño
Jesús entendió así el sentido de su existencia: "Mi vocación es el Amor"
(Manuscrito b, hoja 3).
Exhorto a los jóvenes presentes en este Foro a que traten, con todo el
corazón, de descubrir su vocación al amor, como personas y como
bautizados. Esta es la clave de toda la existencia. Que inviertan todas sus
energías en acercarse a esa meta día tras día, sostenidos por la Palabra de
Dios y por los sacramentos de la Reconciliación y la Eucaristía.
La vocación al amor adquiere distintas formas según los estados de
vida. En este Año sacerdotal, me complace recordar las palabras del santo
cura de Ars: "El sacerdocio es el amor del corazón de Jesús". Siguiendo a
Jesús, los sacerdotes dan la vida para que los fieles puedan vivir del amor
de Cristo. Llamadas por Dios a entregarse completamente a él, con
corazón indiviso, las personas consagradas en el celibato son también un
signo elocuente del amor de Dios al mundo y de la vocación a amar a Dios
sobre todas las cosas.
Deseo además exhortar a los jóvenes delegados a descubrir la grandeza
y la belleza del matrimonio: la relación entre el hombre y la mujer refleja
el amor divino de manera muy especial; por ello el vínculo conyugal
asume una dignidad inmensa. Mediante el sacramento del matrimonio los
esposos son unidos por Dios y con su relación manifiestan el amor de
Cristo, que dio su vida para la salvación del mundo. En un contexto
cultural en el que muchas personas consideran el matrimonio como un
contrato a plazo que se puede romper, es de vital importancia comprender
que el amor verdadero es fiel, don definitivo de sí. Dado que Cristo
consagra el amor de los esposos cristianos y se compromete con ellos, esta
fidelidad no sólo es posible, sino que es el camino para entrar en una
caridad cada vez mayor. Así, en la vida diaria de pareja y de familia, los
esposos aprenden a amar como Cristo ama. Para corresponder a esta
vocación es necesario un itinerario educativo serio y también este Foro se
sitúa en esa perspectiva.
Estos días de formación mediante el encuentro, la escucha de las
conferencias y la oración común deben ser también un estímulo para todos
los jóvenes delegados a ser testigos ante sus coetáneos de lo que han visto
y oído. Se trata de una auténtica responsabilidad, para la cual la Iglesia
cuenta con ellos. Tienen un papel importante que cumplir en la
evangelización de los jóvenes de sus países, para que respondan con
alegría y fidelidad al mandamiento de Cristo: "que os améis los unos a los
otros como yo os he amado" (Jn 15, 12).

JESÚS Y LA MUJER SORPRENDIDA EN ADULTERIO


20100321. Ángelus
Hemos llegado al quinto domingo de Cuaresma, en el que la liturgia
nos propone, este año, el episodio evangélico de Jesús que salva a una
mujer adúltera de la condena a muerte (Jn 8, 1-11). Mientras está
enseñando en el Templo, los escribas y los fariseos llevan ante Jesús a una
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mujer sorprendida en adulterio, para la cual la ley de Moisés preveía la
lapidación. Esos hombres piden a Jesús que juzgue a la pecadora con la
finalidad de "ponerlo a prueba" y de impulsarlo a dar un paso en falso. La
escena está cargada de dramatismo: de las palabras de Jesús depende la
vida de esa persona, pero también su propia vida. De hecho, los
acusadores hipócritas fingen confiarle el juicio, mientras que en realidad
es precisamente a él a quien quieren acusar y juzgar. Jesús, en cambio,
está "lleno de gracia y de verdad" (Jn 1, 14): él sabe lo que hay en el
corazón de cada hombre, quiere condenar el pecado, pero salvar al
pecador, y desenmascarar la hipocresía.
El evangelista san Juan pone de relieve un detalle: mientras los
acusadores lo interrogan con insistencia, Jesús se inclina y se pone a
escribir con el dedo en el suelo. San Agustín observa que el gesto muestra
a Cristo como el legislador divino: en efecto, Dios escribió la ley con su
dedo en las tablas de piedra (cf. Comentario al Evangelio de Juan, 33, 5).
Jesús, por tanto, es el Legislador, es la Justicia en persona. Y ¿cuál es su
sentencia? "Aquel de vosotros que esté sin pecado, que le arroje la primera
piedra". Estas palabras están llenas de la fuerza de la verdad, que desarma,
que derriba el muro de la hipocresía y abre las conciencias a una justicia
mayor, la del amor, en la que consiste el cumplimiento pleno de todo
precepto (cf. Rm 13, 8-10). Es la justicia que salvó también a Saulo de
Tarso, transformándolo en san Pablo (cf. Flp 3, 8-14).
Cuando los acusadores "se fueron retirando uno tras otro, comenzando
por los más viejos", Jesús, absolviendo a la mujer de su pecado, la
introduce en una nueva vida, orientada al bien: "Tampoco yo te condeno;
vete y en adelante no peques más". Es la misma gracia que hará decir al
Apóstol: "Una cosa hago: olvido lo que dejé detrás y me lanzo a lo que
está por delante, corriendo hacia la meta, para alcanzar el premio al que
Dios me llama desde lo alto en Cristo Jesús" (Flp 3, 13-14). Dios sólo
desea para nosotros el bien y la vida; se ocupa de la salud de nuestra alma
por medio de sus ministros, liberándonos del mal con el sacramento de la
Reconciliación, a fin de que nadie se pierda, sino que todos puedan
convertirse.
En este Año sacerdotal, deseo exhortar a los pastores a imitar al santo
cura de Ars en el ministerio del perdón sacramental, para que los fieles
vuelvan a descubrir su significado y belleza, y sean sanados nuevamente
por el amor misericordioso de Dios, que "lo lleva incluso a olvidar
voluntariamente el pecado, con tal de perdonarnos" (Carta para la
convocatoria del Año sacerdotal).
Queridos amigos, aprendamos del Señor Jesús a no juzgar y a no
condenar al prójimo. Aprendamos a ser intransigentes con el pecado —
¡comenzando por el nuestro!— e indulgentes con las personas. Que nos
ayude en esto la santa Madre de Dios, que, exenta de toda culpa, es
mediadora de gracia para todo pecador arrepentido.

VIDA ETERNA, AMOR, MANDAMIENTOS Y RENUNCIAS


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20100325. Discurso. Encuentro con los jóvenes de Roma
P. Santo Padre, el joven del Evangelio preguntó a Jesús: "Maestro
bueno, ¿qué he de hacer para tener en herencia la vida eterna?". Yo no sé
qué es la vida eterna. No logro imaginármela, pero sé una cosa: que no
quiero desperdiciar mi vida, quiero vivirla a fondo y no yo sola. Tengo
miedo de que esto no suceda así, tengo miedo de pensar sólo en mí
misma, de equivocarme en todo y de encontrarme sin una meta que
alcanzar, viviendo al día. ¿Es posible hacer de mi vida algo hermoso y
grande?
Queridos jóvenes, antes de responder a la pregunta quiero daros las
gracias de corazón por vuestra presencia, por este maravilloso testimonio
de la fe, de querer vivir en comunión con Jesús, por vuestro entusiasmo al
seguir a Jesús y vivir bien. ¡Gracias!
Y ahora respondo a la pregunta. Ella ha dicho que no sabe lo que es la
vida eterna y que no logra imaginársela. Ninguno de nosotros puede
imaginar la vida eterna, porque está fuera de nuestra experiencia. Sin
embargo, podemos comenzar a comprender qué es la vida eterna, y pienso
que ella, con su pregunta, nos ha hecho una descripción de lo esencial de
la vida eterna, es decir, de la verdadera vida: no desperdiciar la vida,
vivirla en profundidad, no vivir para uno mismo, no vivir al día, sino vivir
realmente la vida en su riqueza y en su totalidad. ¿Cómo hacerlo? Esta es
la gran pregunta, con la cual también el joven rico del Evangelio acudió al
Señor (cf. Mc 10, 17). A primera vista, la respuesta del Señor parece muy
tajante. A fin de cuentas, le dice: guarda los mandamientos (cf. Mc 10, 19).
Pero si reflexionamos bien, si escuchamos bien al Señor, en la globalidad
del Evangelio, encontramos detrás la gran sabiduría de la Palabra de Dios,
de Jesús. Los mandamientos, según otra Palabra de Jesús, se resumen en
un único mandamiento: amar a Dios con toda el alma, con toda la mente,
con toda la existencia, y amar al prójimo como a sí mismo. Amar a Dios
supone conocer a Dios, reconocer a Dios. Y este es el primer paso que
debemos dar: tratar de conocer a Dios. Y así sabemos que nuestra vida no
existe por casualidad, no es una casualidad. Dios ha querido mi vida desde
la eternidad. Soy amado, soy necesario. Dios tiene un proyecto para mí en
la totalidad de la historia; tiene un proyecto precisamente para mí. Mi vida
es importante y también necesaria. El amor eterno me ha creado en
profundidad y me espera. Por lo tanto, este es el primer punto: conocer,
tratar de conocer a Dios y entender así que la vida es un don, que vivir es
un bien. Luego, lo esencial es el amor. Amar a este Dios que me ha
creado, que ha creado este mundo, que gobierna entre todas las
dificultades del hombre y de la historia, y que me acompaña. Y amar al
prójimo.
Los diez mandamientos a los que hace referencia Jesús en su respuesta
son sólo una especificación del mandamiento del amor. Son, por decirlo
así, reglas del amor, indican el camino del amor con estos puntos
esenciales: la familia, como fundamento de la sociedad; la vida, que es
preciso respetar como don de Dios; el orden de la sexualidad, de la
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relación entre un hombre y una mujer; el orden social y, finalmente, la
verdad. Estos elementos esenciales especifican el camino del amor,
explicitan cómo amar realmente y cómo encontrar el camino recto. Por
tanto, Dios tiene una voluntad fundamental para todos nosotros, que es
idéntica para todos nosotros. Pero su aplicación es distinta en cada vida,
porque Dios tiene un proyecto preciso para cada hombre. San Francisco de
Sales dijo una vez: la perfección —es decir, ser buenos, vivir la fe y el
amor— es substancialmente una, pero con formas muy distintas. Son muy
distintas la santidad de un monje cartujo y la de un hombre político, la de
un científico o la de un campesino, etc. Así, para cada hombre Dios tiene
su proyecto y yo debo encontrar, en mis circunstancias, mi modo de vivir
esta voluntad única y común de Dios, cuyas grandes reglas están indicadas
en estas explicitaciones del amor. Por tanto, tratar de cumplir lo que es la
esencia del amor, es decir, no tomar la vida para mí, sino dar la vida; no
"quedarme" con la vida, sino hacer de la vida un don; no buscarme a mí
mismo, sino dar a los demás. Esto es lo esencial, e implica renuncias, es
decir, salir de mí mismo y no buscarme a mí mismo. Y encuentro la
verdadera vida precisamente no buscándome a mí, sino dándome para las
cosas grandes y verdaderas. Así cada uno encontrará, en su vida, las
distintas posibilidades: comprometerse en el voluntariado, en una
comunidad de oración, en un movimiento, en la acción de su parroquia, en
la propia profesión. Encontrar mi vocación y vivirla en todo lugar es
importante y fundamental, tanto si soy un gran científico como si soy un
campesino. Todo es importante a los ojos de Dios: es bello si se vive a
fondo con el amor que realmente redime al mundo.
Al final quiero contaros una pequeña anécdota de santa Josefina
Bakhita, la pequeña santa africana que en Italia encontró a Dios y a Cristo,
y que siempre me impresiona mucho. Era monja en un convento italiano y,
un día, el obispo del lugar visita ese monasterio, ve a esta pequeña monja
negra, de la cual parece no saber nada y dice: "Hermana, ¿qué hace usted
aquí?" Y Bakhita responde: "Lo mismo que usted, excelencia". El obispo
visiblemente irritado dice: "Hermana, ¿cómo que hace lo mismo que yo?".
"Sí —dice la religiosa—, ambos queremos hacer la voluntad de Dios, ¿no
es así?". Al final, este es el punto esencial: conocer, con la ayuda de la
Iglesia, de la Palabra de Dios y de los amigos, la voluntad de Dios, tanto
en sus grandes líneas, comunes para todos, como en mi vida personal
concreta. Así la vida, quizá no es demasiado fácil, pero se convierte en una
vida hermosa y feliz. Pidamos al Señor que nos ayude siempre a encontrar
su voluntad y a seguirla con alegría.
P. El Evangelio nos ha dicho que Jesús fijó su mirada en ese joven y lo
amó. Santo Padre, ¿qué significa ser mirados con amor por Jesús?
¿Cómo podemos hacer esta experiencia también nosotros hoy? ¿Es
realmente posible vivir esta experiencia también en esta vida de hoy?
Naturalmente yo diría que sí, porque el Señor siempre está presente y
nos mira a cada uno de nosotros con amor. Sólo que nosotros debemos
encontrar esa mirada y encontrarnos con él. ¿Cómo? Creo que el primer
punto para encontrarnos con Jesús, para experimentar su amor, es
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conocerlo. Conocer a Jesús implica distintos caminos. Una primera
condición es conocer la figura de Jesús tal como se nos presenta en los
Evangelios, que nos proporcionan un retrato muy rico de la figura de
Jesús; en las grandes parábolas, como en la del hijo pródigo, en la del
samaritano, en la de Lázaro, etc. En todas las parábolas, en todas sus
palabras, en el sermón de la montaña, encontramos realmente el rostro de
Jesús, el rostro de Dios hasta la cruz donde, por amor a nosotros, se da
totalmente hasta la muerte y al final puede decir: "En tus manos, Padre,
pongo mi vida, mi alma" (cf. Lc 23, 46).
Por lo tanto: conocer, meditar sobre Jesús junto con los amigos, con la
Iglesia, y conocer a Jesús no sólo de modo académico, teórico, sino con el
corazón, es decir, hablar con Jesús en la oración. No puedo conocer a una
persona del mismo modo que estudio matemáticas. Para las matemáticas
es necesaria y suficiente la razón, pero para conocer a una persona, sobre
todo la gran persona de Jesús, Dios y hombre, hace falta la razón pero, al
mismo tiempo, también el corazón. Sólo abriéndole el corazón a él, sólo
con el conocimiento del conjunto de lo que dijo e hizo, con nuestro amor,
con nuestro ir hacia él, podemos ir conociéndolo cada vez más y así
también hacer la experiencia de ser amados.
Por tanto: escuchar la Palabra de Jesús, escucharla en la comunión de
la Iglesia, en su gran experiencia y responder con nuestra oración, con
nuestro diálogo personal con Jesús, en el que le hablamos de lo que no
entendemos, de nuestras necesidades y de nuestras preguntas. En un
diálogo verdadero, podemos encontrar cada vez más este camino del
conocimiento, que se convierte en amor. Naturalmente forma parte del
camino hacia Jesús no sólo pensar, no sólo rezar, sino también hacer:
obrar el bien, comprometerse en favor del prójimo. Hay distintos caminos;
cada uno conoce sus posibilidades, en la parroquia y en la comunidad en
la que vive, para comprometerse también con Cristo y por los demás, por
la vitalidad de la Iglesia, para que la fe sea verdaderamente una fuerza
formativa de nuestro ambiente y, así, de nuestro tiempo. Por consiguiente,
yo diría estos elementos: escuchar, responder, entrar en la comunidad
creyente, comunión con Cristo en los sacramentos, donde se da a nosotros,
tanto en la Eucaristía como en la Confesión, etc., y, por último, hacer,
realizar las palabras de la fe de modo que se conviertan en fuerza de mi
vida, y también a mí se muestra verdaderamente la mirada de Jesús y su
amor me ayuda, me transforma.
P. Jesús invitó al joven rico a dejarlo todo y a seguirlo, pero él se
marchó triste. También a mí, igual que a él, me cuesta seguirlo, porque
tengo miedo de dejar mis cosas y a veces la Iglesia me pide renuncias
difíciles. Santo Padre, ¿cómo puedo encontrar la fuerza para las
decisiones valientes, y quién me puede ayudar?
Comencemos con esta palabra dura para nosotros: renuncias. Las
renuncias son posibles y, al final, son incluso bellas si tienen un porqué y
si este porqué justifica también la dificultad de la renuncia. San Pablo usó,
en este contexto, la imagen de las olimpiadas y de los atletas que compiten
en las olimpiadas (cf. 1 Co 9, 24-25). Dice: ellos, para conseguir
99
finalmente la medalla —en aquel tiempo la corona— deben vivir una
disciplina muy dura, deben renunciar a muchas cosas, deben entrenarse en
el deporte que practican y hacen grandes sacrificios y renuncias porque
tienen una motivación, y vale la pena. Aunque al final quizá no estén entre
los vencedores, vale la pena haberse sometido a una disciplina y haber
sido capaz de hacer estas cosas con cierta perfección. Lo que vale, con
esta imagen de san Pablo, para las olimpiadas, para todo el deporte, vale
también para todas las demás cosas de la vida. Una buena vida profesional
no se puede alcanzar sin renuncias, sin una preparación adecuada, que
siempre exige una disciplina, exige renunciar a algo, y así en todo,
también en el arte y en todos los aspectos de la vida. Todos
comprendemos que para alcanzar un objetivo, tanto profesional como
deportivo, tanto artístico como cultural, debemos renunciar, aprender para
avanzar. También el arte de vivir, de ser uno mismo, el arte de ser hombre
exige renuncias, y las verdaderas renuncias, que nos ayudan a encontrar el
camino de la vida, el arte de la vida, se nos indican en la Palabra de Dios y
nos ayudan a no caer —digamos— en el abismo de la droga, del alcohol,
de la esclavitud de la sexualidad, de la esclavitud del dinero, de la pereza.
Todas estas cosas, en un primer momento, parecen actos de libertad,
pero en realidad no son actos de libertad, sino el inicio de una esclavitud
cada vez más insuperable. Lograr renunciar a la tentación del momento,
avanzar hacia el bien crea la verdadera libertad y hace que la vida sea
valiosa. En este sentido, me parece, debemos ver que sin un "no" a ciertas
cosas no crece el gran "sí" a la verdadera vida, como la vemos en las
figuras de los santos. Pensemos en san Francisco, pensemos en los santos
de nuestro tiempo, en la madre Teresa, en don Gnocchi y en tantos otros,
que han renunciado y han vencido, y no sólo han llegado a ser libres ellos
mismos, sino que se han convertido también en una riqueza para el mundo
y nos muestran cómo se puede vivir.
De modo que a la pregunta "quién me ayuda", yo diría que nos ayudan
las grandes figuras de la historia de la Iglesia, nos ayuda la Palabra de
Dios, nos ayuda la comunidad parroquial, el movimiento, el voluntariado,
etc. Y nos ayudan las amistades de hombres que "van delante de nosotros",
que ya han avanzado en el camino de la vida y que pueden convencernos
de que caminar así es el camino apropiado. Pidamos al Señor que nos dé
siempre amigos, comunidades que nos ayuden a ver el camino del bien y a
encontrar así la vida bella y gozosa.

EL TEMA DEL DOMINGO DE RAMOS: EL SEGUIMIENTO


20100328. Homilía. Domingo de Ramos
El Evangelio de la bendición de los ramos, que hemos escuchado
reunidos aquí en la plaza de San Pedro, comienza diciendo que "Jesús
marchaba por delante subiendo a Jerusalén" (Lc 19, 28). En seguida al
inicio de la liturgia de este día, la Iglesia anticipa su respuesta al
Evangelio, diciendo: "Sigamos al Señor". Así se expresa claramente el
tema del domingo de Ramos. Es el seguimiento. Ser cristianos significa
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considerar el camino de Cristo como el camino justo para ser hombres,
como el camino que lleva a la meta, a una humanidad plenamente
realizada y auténtica. De modo especial, quiero repetir a todos los jóvenes,
en esta XXV Jornada mundial de la juventud, que ser cristianos es un
camino, o mejor, una peregrinación, un caminar junto a Jesucristo, un
caminar en la dirección que él nos ha indicado y nos indica.
Pero ¿de qué dirección se trata? ¿Cómo se encuentra esta dirección?
La frase de nuestro Evangelio nos da dos indicaciones al respecto. En
primer lugar, dice que se trata de una subida. Esto tiene ante todo un
significado muy concreto. Jericó, donde comenzó la última parte de la
peregrinación de Jesús, se encuentra a 250 metros bajo el nivel del mar,
mientras que Jerusalén —la meta del camino— está a 740-780 metros
sobre el nivel del mar: una subida de casi mil metros. Pero este camino
exterior es sobre todo una imagen del movimiento interior de la existencia,
que se realiza en el seguimiento de Cristo: es una subida a la verdadera
altura del ser hombres. El hombre puede escoger un camino cómodo y
evitar toda fatiga. También puede bajar, hasta lo vulgar. Puede hundirse en
el pantano de la mentira y de la deshonestidad. Jesús camina delante de
nosotros y va hacia lo alto. Él nos guía hacia lo que es grande, puro; nos
guía hacia el aire saludable de las alturas: hacia la vida según la verdad;
hacia la valentía que no se deja intimidar por la charlatanería de las
opiniones dominantes; hacia la paciencia que soporta y sostiene al otro.
Nos guía hacia la disponibilidad para con los que sufren, con los
abandonados; hacia la fidelidad que está de la parte del otro incluso
cuando la situación se pone difícil. Guía hacia la disponibilidad a prestar
ayuda; hacia la bondad que no se deja desarmar ni siquiera por la
ingratitud. Nos lleva hacia el amor, nos lleva hacia Dios.
Jesús "marchaba por delante subiendo a Jerusalén". Si leemos estas
palabras del Evangelio en el contexto del camino de Jesús en su conjunto
—un camino que prosigue hasta el final de los tiempos— podemos
descubrir distintos niveles en la indicación de la meta "Jerusalén".
Naturalmente, ante todo debe entenderse simplemente el lugar
"Jerusalén": es la ciudad en la que se encuentra el Templo de Dios, cuya
unicidad debía aludir a la unicidad de Dios mismo. Este lugar anuncia, por
tanto, dos cosas: por un lado, dice que Dios es uno solo en todo el mundo,
supera inmensamente todos nuestros lugares y tiempos; es el Dios al que
pertenece toda la creación. Es el Dios al que buscan todos los hombres en
lo más íntimo y al que, de alguna manera, también todos conocen. Pero
este Dios se ha dado un nombre. Se nos ha dado a conocer: comenzó una
historia con los hombres; eligió a un hombre —Abraham— como punto
de partida de esta historia. El Dios infinito es al mismo tiempo el Dios
cercano. Él, que no puede ser encerrado en ningún edificio, quiere sin
embargo habitar entre nosotros, estar totalmente con nosotros.
Si Jesús junto con el Israel peregrino sube hacia Jerusalén, es para
celebrar con Israel la Pascua: el memorial de la liberación de Israel,
memorial que al mismo tiempo siempre es esperanza de la libertad
definitiva, que Dios dará. Y Jesús va hacia esta fiesta consciente de que él
101
mismo es el Cordero en el que se cumplirá lo que dice al respecto el libro
del Éxodo: un cordero sin defecto, macho, que al ocaso, ante los ojos de
los hijos de Israel, es inmolado "como rito perenne" (cf. Ex 12, 5-6.14). Y,
por último, Jesús sabe que su camino irá más allá: no acabará en la cruz.
Sabe que su camino rasgará el velo entre este mundo y el mundo de Dios;
que él subirá hasta el trono de Dios y reconciliará a Dios y al hombre en
su cuerpo. Sabe que su cuerpo resucitado será el nuevo sacrificio y el
nuevo Templo; que en torno a él, con los ángeles y los santos, se formará
la nueva Jerusalén que está en el cielo y, sin embargo, también ya en la
tierra, porque con su pasión él abrió la frontera entre cielo y tierra. Su
camino lleva más allá de la cima del monte del Templo, hasta la altura de
Dios mismo: esta es la gran subida a la cual nos invita a todos. Él
permanece siempre con nosotros en la tierra y ya ha llegado a Dios; él nos
guía en la tierra y más allá de la tierra.
Así, en la amplitud de la subida de Jesús se hacen visibles las
dimensiones de nuestro seguimiento, la meta a la cual él quiere llevarnos:
hasta las alturas de Dios, a la comunión con Dios, al estar-con-Dios. Esta
es la verdadera meta, y la comunión con él es el camino. La comunión con
él es estar en camino, una subida permanente hacia la verdadera altura de
nuestra llamada. Caminar junto con Jesús siempre es al mismo tiempo
caminar en el "nosotros" de quienes queremos seguirlo. Nos introduce en
esta comunidad. Porque el camino hasta la vida verdadera, hasta ser
hombres conformes al modelo del Hijo de Dios Jesucristo supera nuestras
propias fuerzas; este caminar también significa siempre ser llevados. Nos
encontramos, por decirlo así, en una cordada con Jesucristo, junto a él en
la subida hacia las alturas de Dios. Él tira de nosotros y nos sostiene.
Integrarnos en esa cordada, aceptar que no podemos hacerla solos, forma
parte del seguimiento de Cristo. Forma parte de él este acto de humildad:
entrar en el "nosotros" de la Iglesia; aferrarse a la cordada, la
responsabilidad de la comunión: no romper la cuerda con la testarudez y la
pedantería. El humilde creer con la Iglesia, estar unidos en la cordada de
la subida hacia Dios, es una condición esencial del seguimiento. También
forma parte de este ser llamados juntos a la cordada el no comportarse
como dueños de la Palabra de Dios, no ir tras una idea equivocada de
emancipación. La humildad de "estar-con" es esencial para la subida.
También forma parte de ella dejar siempre que el Señor nos tome de nuevo
de la mano en los sacramentos; dejarnos purificar y corroborar por él;
aceptar la disciplina de la subida, aunque estemos cansados.
Por último, debemos decir también: la cruz forma parte de la subida
hacia la altura de Jesucristo, de la subida hasta la altura de Dios mismo. Al
igual que en las vicisitudes de este mundo no se pueden alcanzar grandes
resultados sin renuncia y duro ejercicio; y al igual que la alegría por un
gran descubrimiento del conocimiento o por una verdadera capacidad
operativa va unida a la disciplina, más aún, al esfuerzo del aprendizaje, así
el camino hacia la vida misma, hacia la realización de la propia
humanidad está vinculado a la comunión con Aquel que subió a la altura
102
de Dios mediante la cruz. En último término, la cruz es expresión de lo
que el amor significa: sólo se encuentra quien se pierde a sí mismo.
Resumiendo: el seguimiento de Cristo requiere como primer paso
despertar la nostalgia por el auténtico ser hombres y, así, despertar para
Dios. Requiere también entrar en la cordada de quienes suben, en la
comunión de la Iglesia. En el "nosotros" de la Iglesia entramos en
comunión con el "tú" de Jesucristo y así alcanzamos el camino hacia Dios.
Además, se requiere escuchar la Palabra de Jesucristo y vivirla: con fe,
esperanza y amor. Así estamos en camino hacia la Jerusalén definitiva y
ya desde ahora, de algún modo, nos encontramos allá, en la comunión de
todos los santos de Dios.
Nuestra peregrinación siguiendo a Jesucristo no va hacia una ciudad
terrena, sino hacia la nueva ciudad de Dios que crece en medio de este
mundo. La peregrinación hacia la Jerusalén terrestre, sin embargo, puede
ser también para nosotros, los cristianos, un elemento útil para ese viaje
más grande. Yo mismo atribuí a mi peregrinación a Tierra Santa del año
pasado tres significados. Ante todo, pensé que a nosotros nos podía
suceder en esa ocasión lo que san Juan dice al inicio de su primera carta:
lo que hemos oído, de alguna manera lo podemos contemplar y tocar con
nuestras manos (cf. 1 Jn 1, 1). La fe en Jesucristo no es una invención
legendaria. Se funda en una historia que ha acontecido verdaderamente.
Esta historia nosotros, por decirlo así, la podemos contemplar y tocar. Es
conmovedor encontrarse en Nazaret en el lugar donde el ángel se apareció
a María y le transmitió la misión de convertirse en la Madre del Redentor.
Es conmovedor estar en Belén en el lugar donde el Verbo se hizo carne,
vino a habitar entre nosotros; pisar el terreno santo en el cual Dios quiso
hacerse hombre y niño. Es conmovedor subir la escalera hacia el Calvario
hasta el lugar en el que Jesús murió por nosotros en la cruz. Y, por último,
estar ante el sepulcro vacío; rezar donde su cuerpo inerte descansó y
donde al tercer día tuvo lugar la resurrección. Seguir los caminos
exteriores de Jesús debe ayudarnos a caminar con más alegría y con una
nueva certeza por el camino interior que él nos ha indicado y que es él
mismo.
Volvamos una vez más a la liturgia del domingo de Ramos. En la
oración con la que se bendicen los ramos de palma rezamos para que en la
comunión con Cristo podamos dar fruto de buenas obras. De una
interpretación equivocada de san Pablo se desarrolló repetidamente, a lo
largo de la historia y también hoy, la opinión de que las buenas obras no
forman parte del ser cristianos, de que en cualquier caso son
insignificantes para la salvación del hombre. Pero aunque san Pablo dice
que las obras no pueden justificar al hombre, con esto no se opone a la
importancia del obrar correcto y, a pesar de que habla del fin de la Ley, no
declara superados e irrelevantes los diez mandamientos. No es necesario
ahora reflexionar sobre toda la amplitud de la cuestión que interesaba al
Apóstol. Es importante observar que con el término "Ley" no entiende los
diez mandamientos, sino el complejo estilo de vida mediante el cual Israel
se debía proteger contra las tentaciones del paganismo. Sin embargo,
103
ahora Cristo ha llevado a Dios a los paganos. A ellos no se les impone esa
forma de distinción. Para ellos la Ley es únicamente Cristo. Pero esto
significa el amor a Dios y al prójimo y a todo lo que forma parte de ese
amor. Forman parte de este amor los mandamientos leídos de un modo
nuevo y más profundo a partir de Cristo, los mandamientos que no son
sino reglas fundamentales del verdadero amor: ante todo y como principio
fundamental la adoración de Dios, la primacía de Dios, que expresan los
primeros tres mandamientos. Nos dicen: sin Dios no se logra nada como
debe ser. A partir de la persona de Jesucristo sabemos quién es ese Dios y
cómo es. Siguen luego la santidad de la familia (cuarto mandamiento), la
santidad de la vida (quinto mandamiento), el ordenamiento del
matrimonio (sexto mandamiento), el ordenamiento social (séptimo
mandamiento) y, por último, la inviolabilidad de la verdad (octavo
mandamiento). Todo esto hoy reviste máxima actualidad y precisamente
también en el sentido de san Pablo, si leemos todas sus cartas. "Dar fruto
con buenas obras": al inicio de la Semana santa pidamos al Señor que nos
conceda cada vez más a todos este fruto.
Al final del Evangelio para la bendición de los ramos escuchamos la
aclamación con la que los peregrinos saludan a Jesús a las puertas de
Jerusalén. Son palabras del Salmo 118, que originariamente los sacerdotes
proclamaban desde la ciudad santa a los peregrinos, pero que, mientras
tanto, se había convertido en expresión de la esperanza mesiánica:
"Bendito el que viene en nombre del Señor" (Sal 118, 26; Lc 19, 38). Los
peregrinos ven en Jesús al Esperado, al que viene en nombre del Señor,
más aún, según el Evangelio de san Lucas, introducen una palabra más:
"Bendito el que viene, el rey, en nombre del Señor". Y prosiguen con una
aclamación que recuerda el mensaje de los ángeles en Navidad, pero lo
modifican de una manera que hace reflexionar. Los ángeles habían
hablado de la gloria de Dios en las alturas y de la paz en la tierra para los
hombres a los que Dios ama. Los peregrinos en la entrada de la ciudad
santa dicen: "Paz en el cielo y gloria en las alturas". Saben muy bien que
en la tierra no hay paz. Y saben que el lugar de la paz es el cielo; saben
que ser lugar de paz forma parte de la esencia del cielo. Así, esta
aclamación es expresión de una profunda pena y, a la vez, es oración de
esperanza: que Aquel que viene en nombre del Señor traiga a la tierra lo
que está en el cielo. Que su realeza se convierta en la realeza de Dios,
presencia del cielo en la tierra. La Iglesia, antes de la consagración
eucarística, canta las palabras del Salmo con las que se saluda a Jesús
antes de su entrada en la ciudad santa: saluda a Jesús como el rey que, al
venir de Dios, en nombre de Dios entra en medio de nosotros. Este saludo
alegre sigue siendo también hoy súplica y esperanza. Pidamos al Señor
que nos traiga el cielo: la gloria de Dios y la paz de los hombres.
Entendemos este saludo en el espíritu de la petición del Padre Nuestro:
"Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo". Sabemos que el cielo es
cielo, lugar de la gloria y de la paz, porque allí reina totalmente la
voluntad de Dios. Y sabemos que la tierra no es cielo hasta que en ella se
realice la voluntad de Dios. Por tanto, saludemos a Jesús que viene del
104
cielo y pidámosle que nos ayude a conocer y a hacer la voluntad de Dios.
Que la realeza de Dios entre en el mundo y así el mundo se colme del
esplendor de la paz. Amén.

JUAN PABLO II: UNA ENTREGA SIN RESERVAS


20100329. Homilía. V aniversario muerte de Juan Pablo II
Nos hemos reunido en torno al altar, junto a la tumba del apóstol san
Pedro, para ofrecer el sacrificio eucarístico en sufragio por el alma elegida
del venerable Juan Pablo II, en el quinto aniversario de su muerte.
En la primera lectura bíblica que se ha proclamado, el profeta Isaías
presenta la figura de un "siervo de Dios" que es a la vez su elegido, en
quien se complace. El siervo actuará con firmeza inquebrantable, con una
energía que no desfallece hasta que él haya cumplido la tarea que se le ha
confiado. Sin embargo, no tendrá a su disposición los medios humanos
que parecen indispensables para la realización de un plan tan grandioso. Él
se presentará con la fuerza de la convicción, y será el Espíritu que Dios ha
puesto en él quien le dará la capacidad de obrar con suavidad y con fuerza,
asegurándole el éxito final. Lo que el profeta inspirado dice del siervo lo
podemos aplicar al amado Juan Pablo II: el Señor lo llamó a su servicio y,
confiándole tareas de responsabilidad cada vez mayor, lo acompañó
también con su gracia y con su asistencia continua. Durante su largo
pontificado, se prodigó en proclamar el derecho con firmeza, sin
debilidades ni titubeos, sobre todo cuando tenía que afrontar resistencias,
hostilidades y rechazos. Sabía que el Señor lo había tomado de la mano, y
esto le permitió ejercer un ministerio muy fecundo, por el que, una vez
más, damos fervientes gracias a Dios.
El Evangelio recién proclamado nos conduce a Betania, donde, como
apunta el evangelista, Lázaro, Marta y María ofrecieron una cena al
Maestro (cf. Jn 12, 1). Este banquete en casa de los tres amigos de Jesús
se caracteriza por los presentimientos de la muerte inminente: los seis días
antes de Pascua, la insinuación del traidor Judas, la respuesta de Jesús que
recuerda uno de los piadosos actos de la sepultura anticipado por María, la
alusión a que no lo tendrían siempre con ellos, el propósito de eliminar a
Lázaro, en el que se refleja la voluntad de matar a Jesús. En este relato
evangélico hay un gesto sobre el que deseo llamar la atención: María de
Betania, "tomando una libra de perfume de nardo puro, muy caro, ungió
los pies de Jesús y los secó con sus cabellos" (12, 3). El gesto de María es
la expresión de fe y de amor grandes por el Señor: para ella no es
suficiente lavar los pies del Maestro con agua, sino que los unge con una
gran cantidad de perfume precioso que —como protestará Judas— se
habría podido vender por trescientos denarios; y no unge la cabeza, como
era costumbre, sino los pies: María ofrece a Jesús cuanto tiene de mayor
valor y lo hace con un gesto de profunda devoción. El amor no calcula, no
mide, no repara en gastos, no pone barreras, sino que sabe donar con
alegría, busca sólo el bien del otro, vence la mezquindad, la cicatería, los
resentimientos, la cerrazón que el hombre lleva a veces en su corazón.
105
María se pone a los pies de Jesús en humilde actitud de servicio, como
hará el propio Maestro en la última Cena, cuando, como dice el cuarto
Evangelio, "se levantó de la mesa, se quitó sus vestidos y, tomando una
toalla, se la ciñó. Luego echó agua en una jofaina y se puso a lavar los pies
de los discípulos" (Jn 13, 4-5), para que —dijo— "también vosotros
hagáis como yo he hecho con vosotros" (v. 15): la regla de la comunidad
de Jesús es la del amor que sabe servir hasta el don de la vida. Y el
perfume se difunde: "Toda la casa —anota el evangelista— se llenó del
olor del perfume" (Jn 12, 3). El significado del gesto de María, que es
respuesta al amor infinito de Dios, se expande entre todos los convidados;
todo gesto de caridad y de devoción auténtica a Cristo no se limita a un
hecho personal, no se refiere sólo a la relación entre el individuo y el
Señor, sino a todo el cuerpo de la Iglesia; es contagioso: infunde amor,
alegría y luz.
"Vino a los suyos y los suyos no lo recibieron" (Jn 1, 11): al acto de
María se contraponen la actitud y las palabras de Judas, quien, bajo el
pretexto de la ayuda a los pobres oculta el egoísmo y la falsedad del
hombre cerrado en sí mismo, encadenado por la avidez de la posesión, que
no se deja envolver por el buen perfume del amor divino. Judas calcula
allí donde no se puede calcular, entra con ánimo mezquino en el espacio
reservado al amor, al don, a la entrega total. Y Jesús, que hasta aquel
momento había permanecido en silencio, interviene a favor del gesto de
María: "Déjala, que lo guarde para el día de mi sepultura" (Jn 12, 7). Jesús
comprende que María ha intuido el amor de Dios e indica que ya se acerca
su "hora", la "hora" en la que el Amor hallará su expresión suprema en el
madero de la cruz: el Hijo de Dios se entrega a sí mismo para que el
hombre tenga vida, desciende a los abismos de la muerte para llevar al
hombre a las alturas de Dios, no teme humillarse "haciéndose obediente
hasta la muerte y una muerte de cruz" (Flp 2, 8). San Agustín, en el
Sermón en el que comenta este pasaje evangélico, nos dirige a cada uno,
con palabras apremiantes, la invitación a entrar en este circuito de amor,
imitando el gesto de María y situándonos concretamente en el seguimiento
de Jesús. Escribe san Agustín: "Toda alma que quiera ser fiel, únase a
María para ungir con perfume precioso los pies del Señor... Unja los pies
de Jesús: siga las huellas del Señor llevando una vida digna. Seque los
pies con los cabellos: si tienes cosas superfluas, dalas a los pobres, y
habrás enjugado los pies del Señor" (In Ioh. evang., 50, 6).
Queridos hermanos y hermanas, toda la vida del venerable Juan Pablo
II se desarrolló en el signo de esta caridad, de la capacidad de entregarse
de manera generosa, sin reservas, sin medida, sin cálculo. Lo que lo movía
era el amor a Cristo, a quien había consagrado su vida, un amor
sobreabundante e incondicional. Y precisamente porque se acercó cada
vez más a Dios en el amor, pudo hacerse compañero de viaje para el
hombre de hoy, extendiendo en el mundo el perfume del amor de Dios.
Quien tuvo la alegría de conocerlo y frecuentarlo, pudo palpar cuán viva
era en él la certeza "de contemplar la bondad del Señor en la tierra de los
vivos", como hemos escuchado en el Salmo responsorial (27, 13); certeza
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que lo acompañó a lo largo de toda su vida y que, de forma especial, se
manifestó durante el último período de su peregrinación terrena: de hecho,
la progresiva debilidad física jamás hizo mella en su fe inconmovible, en
su luminosa esperanza, en su ferviente caridad. Se dejó consumir por
Cristo, por la Iglesia, por el mundo entero: el suyo fue un sufrimiento
vivido hasta el final por amor y con amor.
En la homilía con ocasión del XXV aniversario de su pontificado,
confió que en el momento de la elección había sentido fuertemente en su
corazón la pregunta de Jesús a Pedro: "¿Me amas? ¿Me amas más que
estos...?" (Jn 21, 15-16); y añadió: "Cada día se repite en mi corazón el
mismo diálogo entre Jesús y Pedro. En espíritu, contemplo la mirada
benévola de Cristo resucitado. Él, consciente de mi fragilidad humana, me
anima a responder con confianza, como Pedro: "Señor, tú lo sabes todo; tú
sabes que te quiero" (Jn 21, 17). Y después me invita a asumir las
responsabilidades que él mismo me ha confiado" (16 de octubre de 2003:
L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 24 de octubre de
2003, p. 3). Son palabras cargadas de fe y de amor, el amor de Dios, que
todo lo vence.

EL TRIDUO PASCUAL
20100331. Audiencia general.
Estamos viviendo los días santos que nos invitan a meditar los
acontecimientos centrales de nuestra redención, el núcleo esencial de
nuestra fe. Mañana comienza el Triduo pascual, fulcro de todo el año
litúrgico, en el cual estamos llamados al silencio y a la oración para
contemplar el misterio de la pasión, muerte y resurrección del Señor.
En las homilías, los Padres a menudo hacen referencia a estos días que,
como explica san Atanasio en una de sus Cartas pascuales, nos introducen
"en el tiempo que nos da a conocer un nuevo inicio, el día de la santa
Pascua, en la que el Señor se inmoló" (Carta 5, 1-2: pg 26, 1379).
Os exhorto, por tanto, a vivir intensamente estos días, a fin de que
orienten decididamente la vida de cada uno a la adhesión generosa y
convencida a Cristo, muerto y resucitado por nosotros.
En la santa Misa crismal, preludio matutino del Jueves santo, se
reunirán mañana por la mañana los presbíteros con su obispo. Durante una
significativa celebración eucarística, que habitualmente tiene lugar en las
catedrales diocesanas, se bendecirán el óleo de los enfermos, de los
catecúmenos, y el crisma. Además, el obispo y los presbíteros renovarán
las promesas sacerdotales que pronunciaron el día de su ordenación. Este
año, ese gesto asume un relieve muy especial, porque se sitúa en el ámbito
del Año sacerdotal, que convoqué para conmemorar el 150° aniversario de
la muerte del santo cura de Ars. Quiero repetir a todos los sacerdotes el
deseo que formulé en la conclusión de la carta de convocatoria: "A
ejemplo del santo cura de Ars, dejaos conquistar por Cristo y seréis
también vosotros, en el mundo de hoy, mensajeros de esperanza,
reconciliación y paz".
107
Mañana por la tarde celebraremos el momento de la institución de la
Eucaristía. El apóstol san Pablo, escribiendo a los Corintios, confirmaba a
los primeros cristianos en la verdad del misterio eucarístico,
comunicándoles él mismo lo que había aprendido: "El Señor Jesús, la
noche en que fue entregado, tomó pan, y después de dar gracias, lo partió
y dijo: "Esto es mi cuerpo, entregado por vosotros; haced esto en memoria
mía". Lo mismo hizo con el cáliz, después de cenar, diciendo: "Este cáliz
es la nueva alianza sellada con mi sangre. Haced esto cada vez que bebáis,
en memoria mía"" (1 Co 11, 23-25). Estas palabras manifiestan con
claridad la intención de Cristo: bajo las especies del pan y del vino, él se
hace presente de modo real con su cuerpo entregado y con su sangre
derramada como sacrificio de la Nueva Alianza. Al mismo tiempo,
constituye a los Apóstoles y a sus sucesores ministros de este sacramento,
que entrega a su Iglesia como prueba suprema de su amor.
Además, con un rito sugestivo, recordaremos el gesto de Jesús que
lava los pies a los Apóstoles (cf. Jn 13, 1-25). Este acto se convierte para
el evangelista en la representación de toda la vida de Jesús y revela su
amor hasta el extremo, un amor infinito, capaz de habilitar al hombre para
la comunión con Dios y hacerlo libre. Al final de la liturgia del Jueves
santo, la Iglesia reserva el Santísimo Sacramento en un lugar
adecuadamente preparado, que representa la soledad de Getsemaní y la
angustia mortal de Jesús. Ante la Eucaristía, los fieles contemplan a Jesús
en la hora de su soledad y rezan para que cesen todas las soledades del
mundo. Este camino litúrgico es, asimismo, una invitación a buscar el
encuentro íntimo con el Señor en la oración, a reconocer a Jesús entre los
que están solos, a velar con él y a saberlo proclamar luz de la propia vida.
El Viernes santo haremos memoria de la pasión y de la muerte del
Señor. Jesús quiso ofrecer su vida como sacrificio para el perdón de los
pecados de la humanidad, eligiendo para ese fin la muerte más cruel y
humillante: la crucifixión. Existe una conexión inseparable entre la última
Cena y la muerte de Jesús. En la primera, Jesús entrega su Cuerpo y su
Sangre, o sea, su existencia terrena, se entrega a sí mismo, anticipando su
muerte y transformándola en acto de amor. Así, la muerte que, por
naturaleza, es el fin, la destrucción de toda relación, queda transformada
por él en acto de comunicación de sí, instrumento de salvación y
proclamación de la victoria del amor. De ese modo, Jesús se convierte en
la clave para comprender la última Cena que es anticipación de la
transformación de la muerte violenta en sacrificio voluntario, en acto de
amor que redime y salva al mundo.
El Sábado santo se caracteriza por un gran silencio. Las Iglesias están
desnudas y no se celebran liturgias particulares. En este tiempo de espera
y de esperanza, los creyentes son invitados a la oración, a la reflexión, a la
conversión, también a través del sacramento de la reconciliación, para
poder participar, íntimamente renovados, en la celebración de la Pascua.
En la noche del Sábado santo, durante la solemne Vigilia pascual,
"madre de todas las vigilias", ese silencio se rompe con el canto del
Aleluya, que anuncia la resurrección de Cristo y proclama la victoria de la
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luz sobre las tinieblas, de la vida sobre la muerte. La Iglesia gozará en el
encuentro con su Señor, entrando en el día de la Pascua que el Señor
inaugura al resucitar de entre los muertos.
Queridos hermanos y hermanas, dispongámonos a vivir intensamente
este Triduo sacro ya inminente, para estar cada vez más profundamente
insertados en el misterio de Cristo, muerto y resucitado por nosotros. Que
nos acompañe en este itinerario espiritual la Virgen santísima. Que ella,
que siguió a Jesús en su pasión y estuvo presente al pie de la cruz, nos
introduzca en el misterio pascual, para que experimentemos la alegría y la
paz de Cristo resucitado.

EL SIMBOLISMO DEL ACEITE CONSAGRADO


20100401. Homilía. Misa Crismal
El sacramento es el centro del culto de la Iglesia. Sacramento significa,
en primer lugar, que no somos los hombres los que hacemos algo, sino que
es Dios el que se anticipa y viene a nuestro encuentro con su actuar, nos
mira y nos conduce hacia él. Pero hay algo todavía más singular: Dios nos
toca por medio de realidades materiales, a través de dones de la creación,
que él toma a su servicio, convirtiéndolos en instrumentos del encuentro
entre nosotros y él mismo. Los elementos de la creación, con los cuales se
construye el cosmos de los sacramentos, son cuatro: el agua, el pan de
trigo, el vino y el aceite de oliva. El agua, como elemento básico y
condición fundamental de toda vida, es el signo esencial del acto por el
que nos convertimos en cristianos en el bautismo, del nacimiento a una
vida nueva. Mientras que el agua, por lo general, es el elemento vital, y
representa el acceso común de todos al nuevo nacimiento como cristianos,
los otros tres elementos pertenecen a la cultura del ambiente mediterráneo.
Nos remiten así al ambiente histórico concreto en el que el cristianismo se
desarrolló. Dios ha actuado en un lugar muy determinado de la tierra,
verdaderamente ha hecho historia con los hombres. Estos tres elementos
son, por una parte, dones de la creación pero, por otra, están relacionados
también con lugares de la historia de Dios con nosotros. Son una síntesis
entre creación e historia: dones de Dios que nos unen siempre con
aquellos lugares del mundo en los que Dios ha querido actuar con nosotros
en el tiempo de la historia, y hacerse uno de nosotros.
En estos tres elementos hay una nueva gradación. El pan remite a la
vida cotidiana. Es el don fundamental de la vida diaria. El vino evoca la
fiesta, la exquisitez de la creación y, al mismo tiempo, con el que se puede
expresar de modo particular la alegría de los redimidos. El aceite de oliva
tiene un amplio significado. Es alimento, medicina, embellece, prepara
para la lucha y da vigor. Los reyes y sacerdotes son ungidos con óleo, que
es signo de dignidad y responsabilidad, y también de la fuerza que
procede de Dios. El misterio del aceite está presente en nuestro nombre de
“cristianos”. En efecto, la palabra “cristianos”, con la que se designaba a
los discípulos de Cristo ya desde el comienzo de la Iglesia que procedía
del paganismo, viene de la palabra “Cristo” (cf. Hch 11,20-21), que es la
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traducción griega de la palabra “Mesías”, que significa “Ungido”. Ser
cristiano quiere decir proceder de Cristo, pertenecer a Cristo, al Ungido de
Dios, a Aquel al que Dios ha dado la realeza y el sacerdocio. Significa
pertenecer a Aquel que Dios mismo ha ungido, pero no con aceite
material, sino con Aquel al que el óleo representa: con su Santo Espíritu.
El aceite de oliva es de un modo completamente singular símbolo de cómo
el Hombre Jesús está totalmente colmado del Espíritu Santo.
En la Misa crismal del Jueves Santo los óleos santos están en el centro
de la acción litúrgica. Son consagrados por el Obispo en la catedral para
todo el año. Así, expresan también la unidad de la Iglesia, garantizada por
el Episcopado, y remiten a Cristo, el verdadero «pastor y guardián de
nuestras almas», como lo llama san Pedro (cf. 1 P 2,25). Al mismo
tiempo, dan unidad a todo el año litúrgico, anclado en el misterio del
Jueves santo. Por último, evocan el Huerto de los Olivos, en el que Jesús
aceptó interiormente su pasión. El Huerto de los Olivos es también el
lugar desde el cual ascendió al Padre, y es por tanto el lugar de la
redención: Dios no ha dejando a Jesús en la muerte. Jesús vive para
siempre junto al Padre y, precisamente por esto, es omnipresente, y está
siempre junto a nosotros. Este doble misterio del monte de los Olivos está
siempre “activo” también en el óleo sacramental de la Iglesia. En cuatro
sacramentos, el óleo es signo de la bondad de Dios que llega a nosotros:
en el bautismo, en la confirmación como sacramento del Espíritu Santo,
en los diversos grados del sacramento del orden y, finalmente, en la
unción de los enfermos, en la que el óleo se ofrece, por decirlo así, como
medicina de Dios, como la medicina que ahora nos da la certeza de su
bondad, que nos debe fortalecer y consolar, pero que, al mismo tiempo, y
más allá de la enfermedad, remite a la curación definitiva, la resurrección
(cf. St 5,14). De este modo, el óleo, en sus diversas formas, nos acompaña
durante toda la vida: comenzando por el catecumenado y el bautismo
hasta el momento en el que nos preparamos para el encuentro con Dios
Juez y Salvador. Por último, la Misa crismal, en la que el signo
sacramental del óleo se nos presenta como lenguaje de la creación de
Dios, se dirige, de modo particular, a nosotros los sacerdotes: nos habla de
Cristo, que Dios ha ungido Rey y Sacerdote, de Aquel que nos hace
partícipes de su sacerdocio, de su “unción”, en nuestra ordenación
sacerdotal.
Quisiera brevemente explicar el misterio de este signo santo en su
referencia esencial a la vocación sacerdotal. Ya desde la antigüedad, en la
etimología popular se ha unido la palabra griega “elaion”, aceite, con la
palabra “eleos”, misericordia. De hecho, en varios sacramentos, el óleo
consagrado es siempre signo de la misericordia de Dios. Por tanto, la
unción para el sacerdocio significa también el encargo de llevar la
misericordia de Dios a los hombres. En la lámpara de nuestra vida nunca
debería faltar el óleo de la misericordia. Obtengámoslo oportunamente del
Señor, en el encuentro con su Palabra, al recibir los sacramentos,
permaneciendo junto a él en oración.
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Mediante la historia de la paloma con el ramo de olivo, que anunciaba
el fin del diluvio y, con ello, el restablecimiento de la paz de Dios con los
hombres, no sólo la paloma, sino también el ramo de olivo y el aceite
mismo, se transformaron en símbolo de la paz. Los cristianos de los
primeros siglos solían adornar las tumbas de sus difuntos con la corona de
la victoria y el ramo de olivo, símbolo de la paz. Sabían que Cristo había
vencido a la muerte y que sus difuntos descansaban en la paz de Cristo.
Ellos mismos estaban seguros de que Cristo, que les había prometido la
paz que el mundo no era capaz de ofrecerles, estaba esperándoles.
Recordaban que la primera palabra del Resucitado a los suyos había sido:
«Paz a vosotros» (Jn 20,19). Él mismo lleva, por así decir, el ramo de
olivo, introduce su paz en el mundo. Anuncia la bondad salvadora de
Dios. Él es nuestra paz. Los cristianos deberían ser, pues, personas de paz,
personas que reconocen y viven el misterio de la cruz como misterio de
reconciliación. Cristo no triunfa por medio de la espada, sino por medio de
la cruz. Vence superando el odio. Vence mediante la fuerza más grande de
su amor. La cruz de Cristo expresa su “no” a la violencia. Y, de este modo,
es el signo de la victoria de Dios, que anuncia el camino nuevo de Jesús.
El sufriente ha sido más fuerte que los poderosos. Con su autodonación en
la cruz, Cristo ha vencido la violencia. Como sacerdotes estamos llamados
a ser, en la comunión con Jesucristo, hombres de paz, estamos llamados a
oponernos a la violencia y a fiarnos del poder más grande del amor.
Al simbolismo del aceite pertenece también el que fortalece para la
lucha. Esto no contradice el tema de la paz, sino que es parte de él. La
lucha de los cristianos consistía y consiste no en el uso de la violencia,
sino en el hecho de que ellos estaban y están todavía dispuestos a sufrir
por el bien, por Dios. Consiste en que los cristianos, como buenos
ciudadanos, respetan el derecho y hacen lo que es justo y bueno. Consiste
en que rechazan lo que en los ordenamientos jurídicos vigentes no es
derecho, sino injusticia. La lucha de los mártires consistía en su “no”
concreto a la injusticia: rechazando la participación en el culto idolátrico,
en la adoración del emperador, no aceptaban doblegarse a la falsedad, a
adorar personas humanas y su poder. Con su “no” a la falsedad y a todas
sus consecuencias han realzado el poder del derecho y la verdad. Así
sirvieron a la paz auténtica. También hoy es importante que los cristianos
cumplan el derecho, que es el fundamento de la paz. También hoy es
importante para los cristianos no aceptar una injusticia, aunque sea
retenida como derecho, por ejemplo, cuando se trata del asesinato de niños
inocentes aún no nacidos. Así servimos precisamente a la paz y así nos
encontramos siguiendo las huellas de Jesús, del que san Pedro dice:
«Cuando lo insultaban, no devolvía el insulto; en su pasión no profería
amenazas; al contrario, se ponía en manos del que juzga justamente.
Cargado con nuestros pecados subió al leño, para que, muertos al pecado,
vivamos para la justicia» (1 P 2,23s.).
Los Padres de la Iglesia estaban fascinados por unas palabras del
salmo 45 [44], según la tradición el salmo nupcial de Salomón, que los
cristianos releían como el salmo de bodas de Jesucristo, el nuevo
111
Salomón, con su Iglesia. En él se dice al Rey, Cristo: «Has amado la
justicia y odiado la impiedad: por eso el Señor, tu Dios, te ha ungido con
aceite de júbilo entre todos tus compañeros» (v.8). ¿Qué es el aceite de
júbilo con el que fue ungido el verdadero Rey, Cristo? Los Padres no
tenían ninguna duda al respecto: el aceite de júbilo es el mismo Espíritu
Santo, que fue derramado sobre Jesucristo. El Espíritu Santo es el júbilo
que procede de Dios. Cristo derrama este júbilo sobre nosotros en su
Evangelio, en la buena noticia de que Dios nos conoce, de que él es bueno
y de que su bondad es más poderosa que todos los poderes; de que somos
queridos y amados por Dios. La alegría es fruto del amor. El aceite de
júbilo, que ha sido derramado sobre Cristo y por él llega a nosotros, es el
Espíritu Santo, el don del Amor que nos da la alegría de vivir. Ya que
conocemos a Cristo y, en Cristo, al Dios verdadero, sabemos que es algo
bueno ser hombre. Es algo bueno vivir, porque somos amados. Porque la
verdad misma es buena.
En la Iglesia antigua, el aceite consagrado fue considerado de modo
particular como signo de la presencia del Espíritu Santo, que se nos
comunica por medio de Cristo. Él es el aceite de júbilo. Este júbilo es
distinto de la diversión o de la alegría exterior que la sociedad moderna
anhela. La diversión, en su justa medida, es ciertamente buena y
agradable. Es algo bueno poder reír. Pero la diversión no lo es todo. Es
sólo una pequeña parte de nuestra vida, y cuando quiere ser el todo se
convierte en una máscara tras la que se esconde la desesperación o, al
menos, la duda de que la vida sea auténticamente buena, o de si tal vez no
habría sido mejor no haber existido. El gozo que Cristo nos da es distinto.
Es un gozo que nos proporciona alegría, sí, pero que sin duda puede ir
unido al sufrimiento. Nos da la capacidad de sufrir y, sin embargo, de
permanecer interiormente gozosos en el sufrimiento. Nos da la capacidad
de compartir el sufrimiento ajeno, haciendo así perceptible, en la mutua
disponibilidad, la luz y la bondad de Dios. Siempre me hace reflexionar el
episodio de los Hechos de los Apóstoles, en el que los Apóstoles, después
de que el sanedrín los había mandado flagelar, salieron «contentos de
haber merecido aquel ultraje por el nombre de Jesús» (Hch 5,41). Quien
ama está siempre dispuesto a sufrir por el amado y a causa de su amor y,
precisamente así, experimenta una alegría más profunda. La alegría de los
mártires era más grande que los tormentos que les infligían. Este gozo, al
final, ha vencido y ha abierto a Cristo las puertas de la historia. Como
sacerdotes, como dice San Pablo, «contribuimos a vuestro gozo» (2 Co
1,24). En el fruto del olivo, en el óleo consagrado, nos alcanza la bondad
del Creador, el amor del Redentor. Pidamos que su júbilo nos invada cada
vez más profundamente y que seamos capaces de llevarlo nuevamente a
un mundo que necesita urgentemente el gozo que nace de la verdad.
Amén.

EL MISTERIO DEL JUEVES SANTO: EL NUEVO SACERDOCIO


20100401. Homilía. Misa de la Cena del Señor
112
San Juan, de modo más amplio que los otros evangelistas y con un
estilo propio, nos ofrece en su evangelio los discursos de despedida de
Jesús, que son casi como su testamento y síntesis del núcleo esencial de su
mensaje. Al inicio de dichos discursos aparece el lavatorio de los pies,
gesto de humildad en el que se resume el servicio redentor de Jesús por la
humanidad necesitada de purificación. Al final, las palabras de Jesús se
convierten en oración, en su Oración sacerdotal, en cuyo trasfondo, según
los exegetas, se halla el ritual de la fiesta judía de la Expiación. El sentido
de aquella fiesta y de sus ritos -la purificación del mundo, su
reconciliación con Dios-, se cumple en el rezar de Jesús, un rezar en el
que, al mismo tiempo, se anticipa la pasión, y la transforma en oración.
Así, en la Oración sacerdotal, se hace visible también de un modo
particular el misterio permanente del Jueves santo: el nuevo sacerdocio de
Jesucristo y su continuación en la consagración de los apóstoles, en la
participación de los discípulos en el sacerdocio del Señor. De este texto
inagotable, quisiera ahora escoger tres palabras de Jesús que pueden
introducirnos más profundamente en el misterio del Jueves santo.
En primer lugar tenemos aquella frase: «Esta es la vida eterna: que te
conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo» (Jn 17,3).
Todo ser humano quiere vivir. Desea una vida verdadera, llena, una vida
que valga la pena, que sea gozosa. Al deseo de vivir, se une al mismo
tiempo, la resistencia a la muerte que, no obstante, es ineludible. Cuando
Jesús habla de la vida eterna, entiende la vida auténtica, verdadera, que
merece ser vivida. No se refiere simplemente a la vida que viene después
de la muerte. Piensa en el modo auténtico de la vida, una vida que es
plenamente vida y por esto no está sometida a la muerte, pero que de
hecho puede comenzar ya en este mundo, más aún, debe comenzar aquí:
sólo si aprendemos desde ahora a vivir de forma auténtica, si conocemos
la vida que la muerte no puede arrebatar, tiene sentido la promesa de la
eternidad. Pero, ¿cómo acontece esto? ¿Qué es realmente esta vida
verdaderamente eterna, a la que la muerte no puede dañar? Hemos
escuchado la respuesta de Jesús: Esta es la vida verdadera, que te
conozcan a ti, Dios, y a tu enviado, Jesucristo. Para nuestra sorpresa, allí
se nos dice que vida es conocimiento. Esto significa, ante todo, que vida
es relación. Nadie recibe la vida de sí mismo ni sólo para sí mismo. La
recibimos de otro, en la relación con otro. Si es una relación en la verdad y
en el amor, un dar y recibir, entonces da plenitud a la vida, la hace bella.
Precisamente por esto, la destrucción de la relación que causa la muerte
puede ser particularmente dolorosa, puede cuestionar la vida misma. Sólo
la relación con Aquel que es en sí mismo la Vida, puede sostener también
mi vida más allá de las aguas de la muerte, puede conducirme vivo a
través de ellas. Ya en la filosofía griega existía la idea de que el hombre
puede encontrar una vida eterna si se adhiere a lo que es indestructible, a
la verdad que es eterna. Por decirlo así, debía llenarse de verdad, para
llevar en sí la sustancia de la eternidad. Pero solamente si la verdad es
Persona, puede llevarme a través de la noche de la muerte. Nosotros nos
aferramos a Dios, a Jesucristo, el Resucitado. Y así somos llevados por
113
Aquel que es la Vida misma. En esta relación vivimos mientras
atravesamos también la muerte, porque nunca nos abandona quien es la
Vida misma.
Pero volvamos a las palabras de Jesús. Esta es la vida eterna: que te
conozcan a ti y a tu enviado. El conocimiento de Dios se convierte en vida
eterna. Obviamente, por “conocimiento” se entiende aquí algo más que un
saber exterior, como, por ejemplo, el saber cuándo ha muerto un personaje
famoso y cuándo se ha inventado algo. Conocer, según la sagrada
escritura, es llegar a ser interiormente una sola cosa con el otro. Conocer a
Dios, conocer a Cristo, siempre significa también amarlo, llegar a ser de
algún modo una sola cosa con él en virtud del conocer y del amar. Nuestra
vida, pues, llega a ser una vida auténtica, verdadera y también eterna, si
conocemos a Aquel que es la fuente de la existencia y de la vida. De este
modo, la palabra de Jesús se convierte para nosotros en una invitación:
seamos amigos de Jesús, intentemos conocerlo cada vez más. Vivamos en
diálogo con él. Aprendamos de él la vida recta, seamos sus testigos.
Entonces seremos personas que aman y actúan de modo justo. Entonces
viviremos de verdad.
En la Oración sacerdotal, Jesús habla dos veces de la revelación del
nombre de Dios: «He manifestado tu Nombre a los hombres que me diste
de en medio del mundo» (v. 6); «Les he dado a conocer y les daré a
conocer tu Nombre, para que el amor que me tenían esté en ellos, como
también yo estoy en ellos» (v. 26). El Señor se refiere aquí a la escena de
la zarza ardiente, cuando Dios, respondiendo a la pregunta de Moisés,
reveló su nombre. Jesús quiso decir, por tanto, que él lleva a cumplimiento
lo que había comenzado junto a la zarza ardiente; que en él Dios, que se
había dado a conocer a Moisés, ahora se revela plenamente. Y que con
esto él lleva a cabo la reconciliación; que el amor con el que Dios ama a
su Hijo en el misterio de la Trinidad, llega ahora a los hombres en esa
circulación divina del amor. Pero, ¿qué significa exactamente que la
revelación de la zarza ardiente llega a su término, alcanza plenamente su
meta? Lo esencial de lo sucedido en el monte Horeb no fue la palabra
misteriosa, el “nombre”, que Dios, por así decir, había entregado a Moisés
como signo de reconocimiento. Comunicar el nombre significa entrar en
relación con el otro. La revelación del nombre divino significa, por tanto,
que Dios, que es infinito y subsiste en sí mismo, entra en el tejido de
relaciones de los hombres; que él, por decirlo así, sale de sí mismo y llega
a ser uno de nosotros, uno que está presente en medio de nosotros y para
nosotros. Por esto, el nombre de Dios en Israel no se ha visto sólo como
un término rodeado de misterio, sino como el hecho del ser-con-nosotros
de Dios. El templo, según la sagrada escritura, es el lugar en el que habita
el nombre de Dios. Dios no está encerrado en ningún espacio terreno; él
está infinitamente por encima del mundo. Pero en el templo está presente
para nosotros como Aquel que puede ser llamado, como Aquel que quiere
estar con nosotros. Este estar de Dios con su pueblo se cumple en la
encarnación del Hijo. En ella, se completa realmente lo que había
comenzado ante la zarza ardiente: a Dios, como hombre, lo podemos
114
llamar y él está cerca de nosotros. Es uno de nosotros y, sin embargo, es el
Dios eterno e infinito. Su amor sale, por así decir, de sí mismo y entra en
nosotros. El misterio eucarístico, la presencia del Señor bajo las especies
del pan y del vino es la mayor y más alta condensación de este nuevo ser-
con-nosotros de Dios. «Realmente, tú eres un Dios escondido, el Dios de
Israel», rezaba el profeta Isaías (45,15). Esto es siempre verdad. Pero
también podemos decir: realmente tú eres un Dios cercano, tú eres el
Dios-con-nosotros. Tú nos has revelado tu misterio y nos has mostrado tu
rostro. Te has revelado a ti mismo y te has entregado en nuestras manos…
En este momento, debemos dejarnos invadir por la alegría y la gratitud,
porque él se nos ha mostrado; porque él, el infinito e inabarcable para
nuestra razón, es el Dios cercano que ama, el Dios al que podemos
conocer y amar.
La petición más conocida de la Oración sacerdotal es la petición por la
unidad de sus discípulos, los de entonces y los que vendrán. Dice el Señor:
«No sólo por ellos ruego –esto es, la comunidad de los discípulos reunida
en el cenáculo- sino también por los que crean en mí por la palabra de
ellos, para que todos sean uno, como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos
también lo sean en nosotros, para que el mundo crea que tú me has
enviado» (v. 20; cf. vv. 11 y 13). ¿Qué pide aquí el Señor? Ante todo, reza
por los discípulos de aquel tiempo y de todos los tiempos venideros. Mira
hacia delante en la amplitud de la historia futura. Ve sus peligros y
encomienda esta comunidad al corazón del Padre. Pide al Padre la Iglesia
y su unidad. Se ha dicho que en el evangelio de Juan no aparece la Iglesia,
y es verdad que no hallamos el término ekklesia. Pero aquí aparece con
sus características esenciales: como la comunidad de los discípulos que,
mediante la palabra apostólica, creen en Jesucristo y, de este modo, son
una sola cosa. Jesús pide la Iglesia como una y apostólica. Así, esta
oración es justamente un acto fundacional de la Iglesia. El Señor pide la
Iglesia al Padre. Ella nace de la oración de Jesús y mediante el anuncio de
los apóstoles, que dan a conocer el nombre de Dios e introducen a los
hombres en la comunión de amor con Dios. Jesús pide, pues, que el
anuncio de los discípulos continúe a través de los tiempos; que dicho
anuncio reúna a los hombres que, gracias a este anuncio, reconozcan a
Dios y a su Enviado, el Hijo Jesucristo. Reza para que los hombres sean
llevados a la fe y, mediante la fe, al amor. Pide al Padre que estos
creyentes «lo sean en nosotros» (v. 21); es decir, que vivan en la íntima
comunión con Dios y con Jesucristo y que, a partir de este estar en
comunión con Dios, se cree la unidad visible. Por dos veces dice el Señor
que esta unidad debería llevar a que el mundo crea en la misión de Jesús.
Por tanto, debe ser una unidad que se vea, una unidad que, yendo más allá
de lo que normalmente es posible entre los hombres, llegue a ser un signo
para el mundo y acredite la misión de Jesucristo. La oración de Jesús nos
garantiza que el anuncio de los apóstoles continuará siempre en la historia;
que siempre suscitará la fe y congregará a los hombres en unidad, en una
unidad que se convierte en testimonio de la misión de Jesucristo. Pero esta
oración es siempre también un examen de conciencia para nosotros. En
115
este momento, el Señor nos pregunta: ¿vives gracias a la fe, en comunión
conmigo y, por tanto, en comunión con Dios? O, ¿acaso no vives más bien
para ti mismo, alejándote así de la fe? Y ¿no eres así tal vez culpable de la
división que oscurece mi misión en el mundo, que impide a los hombres el
acceso al amor de Dios? Haber visto y ver todo lo que amenaza y destruye
la unidad, ha sido un elemento de la pasión histórica de Jesús, y sigue
siendo parte de su pasión que se prolonga en la historia.
Cuando meditamos la pasión del Señor, debemos también percibir el
dolor de Jesús porque estamos en contraste con su oración; porque nos
resistimos a su amor; porque nos oponemos a la unidad, que debe ser para
el mundo testimonio de su misión.
En este momento, en el que el Señor en la Santísima Eucaristía se da a
sí mismo, su cuerpo y su sangre, y se entrega en nuestras manos y en
nuestros corazones, queremos dejarnos alcanzar por su oración. Queremos
entrar nosotros mismos en su oración, y así le pedimos: Sí, Señor, danos la
fe en ti, que eres uno solo con el Padre en el Espíritu Santo. Concédenos
vivir en tu amor y así llegar a ser uno como tú eres uno con el Padre, para
que el mundo crea. Amén.

VIERNES SANTO: DÍA DE LA ESPERANZA MÁS GRANDE


20100403. Homilía. Vigilia pascual
Hemos recorrido esta noche el camino de la cruz en oración, con
recogimiento y emoción. Hemos subido al Calvario con Jesús y hemos
meditado sobre su sufrimiento, redescubriendo la hondura del amor que él
ha tenido y tiene por nosotros. En este momento, sin embargo, no
queremos limitarnos a una compasión dictada sólo por un simple
sentimiento. Queremos más bien participar en el sufrimiento de Jesús,
queremos acompañar a nuestro Maestro compartiendo su pasión en
nuestra vida, en la vida de la Iglesia, para la vida del mundo, porque
sabemos que, precisamente en la cruz del Señor, en su amor ilimitado, que
se entrega totalmente, está la fuente de la gracia, de la liberación, de la
paz, de la salvación.
Los textos, las meditaciones y las oraciones del Vía Crucis nos han
ayudado a contemplar este misterio de la pasión, para aprender la gran
lección de amor que Dios nos ha dado en la cruz, para que nazca en
nosotros un deseo renovado de convertir nuestro corazón, viviendo cada
día el mismo amor, la única fuerza capaz de cambiar el mundo.
Esta noche hemos contemplado a Jesús en su rostro lleno de dolor,
despreciado, ultrajado, desfigurado por el pecado del hombre; mañana por
la noche lo contemplaremos en su rostro lleno de alegría, radiante y
luminoso. Desde que Jesús fue colocado en el sepulcro, la tumba y la
muerte ya no son un lugar sin esperanza, donde la historia concluye con el
116
fracaso más completo, donde el hombre toca el límite extremo de su
impotencia. El Viernes Santo es el día de la esperanza más grande, la
esperanza madurada en la cruz, mientras Jesús muere, mientras exhala su
último suspiro clamando con voz potente: «Padre, a tus manos
encomiendo mi espíritu» (Lc 23, 46). Poniendo su existencia «donada» en
las manos del Padre, sabe que su muerte se convierte en fuente de vida,
igual que la semilla en la tierra tiene que deshacerse para que la planta
pueda crecer. «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda
infecundo; pero si muere, da mucho fruto» (Jn 12,24). Jesús es el grano de
trigo que cae en tierra, se deshace, se rompe, muere, y por esto puede dar
fruto. Desde el día en que Cristo fue alzado en ella, la cruz, que parece ser
el signo del abandono, de la soledad, del fracaso, se ha convertido en un
nuevo inicio: desde la profundidad de la muerte emerge la promesa de la
vida eterna. En la cruz brilla ya el esplendor victorioso del alba del día de
la Pascua.
En el silencio de esta noche, en el silencio que envuelve el Sábado
Santo, embargados por el amor ilimitado de Dios, vivimos en la espera del
alba del tercer día, el alba del triunfo del Amor de Dios, el alba de la luz
que permite a los ojos del corazón ver de modo nuevo la vida, las
dificultades, el sufrimiento. La esperanza ilumina nuestros fracasos,
nuestras desilusiones, nuestras amarguras, que parecen marcar el
desplome de todo. El acto de amor de la cruz, confirmado por el Padre, y
la luz deslumbrante de la resurrección, lo envuelve y lo transforma todo:
de la traición puede nacer la amistad, de la negación el perdón, del odio el
amor.
Concédenos, Señor, llevar con amor nuestra cruz, nuestras cruces
cotidianas, con la certeza de que están iluminadas con la claridad de tu
Pascua. Amén.

VIGILIA PASCUAL: LA MEDICINA CONTRA LA MUERTE


20100403. Homilía. Vigilia pascual
Una antigua leyenda judía tomada del libro apócrifo «La vida de Adán
y Eva» cuenta que Adán, en la enfermedad que le llevaría a la muerte,
mandó a su hijo Set, junto con Eva, a la región del Paraíso para traer el
aceite de la misericordia, de modo que le ungiesen con él y sanara.
Después de tantas oraciones y llanto de los dos en busca del árbol de la
vida, se les apareció el arcángel Miguel para decirles que no conseguirían
el óleo del árbol de la misericordia, y que Adán tendría que morir. Algunos
lectores cristianos han añadido posteriormente a esta comunicación del
arcángel una palabra de consuelo. El arcángel habría dicho que, después
de 5.500 años, vendría el Rey bondadoso, Cristo, el Hijo de Dios, y
ungiría con el óleo de su misericordia a todos los que creyeran en él: «El
óleo de la misericordia se dará de eternidad en eternidad a cuantos
renaciesen por el agua y el Espíritu Santo. Entonces, el Hijo de Dios, rico
en amor, Cristo, descenderá en las profundidades de la tierra y llevará a tu
padre al Paraíso, junto al árbol de la misericordia». En esta leyenda puede
117
verse toda la aflicción del hombre ante el destino de enfermedad, dolor y
muerte que se le ha impuesto. Se pone en evidencia la resistencia que el
hombre opone a la muerte. En alguna parte —han pensado repetidamente
los hombres— deberá haber una hierba medicinal contra la muerte. Antes
o después, se deberá poder encontrar una medicina, no sólo contra esta o
aquella enfermedad, sino contra la verdadera fatalidad, contra la muerte.
En suma, debería existir la medicina de la inmortalidad. También hoy los
hombres están buscando una sustancia curativa de este tipo. También la
ciencia médica actual está tratando, si no de evitar propiamente la muerte,
sí de eliminar el mayor número posible de sus causas, de posponerla cada
vez más, de ofrecer una vida cada vez mejor y más longeva. Pero,
reflexionemos un momento: ¿qué ocurriría realmente si se lograra, tal vez
no evitar la muerte, pero sí retrasarla indefinidamente y alcanzar una edad
de varios cientos de años? ¿Sería bueno esto? La humanidad envejecería
de manera extraordinaria, y ya no habría espacio para la juventud. Se
apagaría la capacidad de innovación y una vida interminable, en vez de un
paraíso, sería más bien una condena. La verdadera hierba medicinal contra
la muerte debería ser diversa. No debería llevar sólo a prolongar
indefinidamente esta vida actual. Debería más bien transformar nuestra
vida desde dentro. Crear en nosotros una vida nueva, verdaderamente
capaz de eternidad, transformarnos de tal manera que no se acabara con la
muerte, sino que comenzara en plenitud sólo con ella. Lo nuevo y
emocionante del mensaje cristiano, del Evangelio de Jesucristo era, y lo es
aún, esto que se nos dice: sí, esta hierba medicinal contra la muerte, este
fármaco de inmortalidad existe. Se ha encontrado. Es accesible. Esta
medicina se nos da en el Bautismo. Una vida nueva comienza en nosotros,
una vida nueva que madura en la fe y que no es truncada con la muerte de
la antigua vida, sino que sólo entonces sale plenamente a la luz.
Ante esto, algunos, tal vez muchos, responderán: ciertamente oigo el
mensaje, sólo que me falta la fe. Y también quien desea creer preguntará:
¿Es realmente así? ¿Cómo nos lo podemos imaginar? ¿Cómo se desarrolla
esta transformación de la vieja vida, de modo que se forme en ella la vida
nueva que no conoce la muerte? Una vez más, un antiguo escrito judío
puede ayudarnos a hacernos una idea de ese proceso misterioso que
comienza en nosotros con el Bautismo. En él, se cuenta cómo el
antepasado Henoc fue arrebatado por Dios hasta su trono. Pero él se
asustó ante las gloriosas potestades angélicas y, en su debilidad humana,
no pudo contemplar el rostro de Dios. «Entonces — prosigue el libro de
Henoc — Dios dijo a Miguel: “Toma a Henoc y quítale sus ropas terrenas.
Úngelo con óleo suave y revístelo con vestiduras de gloria”. Y Miguel
quitó mis vestidos, me ungió con óleo suave, y este óleo era más que una
luz radiante... Su esplendor se parecía a los rayos del sol. Cuando me miré,
me di cuenta de que era como uno de los seres gloriosos» (Ph. Rech,
Inbild des Kosmos, II 524).
Precisamente esto, el ser revestido con los nuevos indumentos de Dios,
es lo que sucede en el Bautismo; así nos dice la fe cristiana. Naturalmente,
este cambio de vestidura es un proceso que dura toda la vida. Lo que
118
ocurre en el Bautismo es el comienzo de un camino que abarca toda
nuestra existencia, que nos hace capaces de eternidad, de manera que con
el vestido de luz de Cristo podamos comparecer en presencia de Dios y
vivir por siempre con él.
En el rito del Bautismo hay dos elementos en los que se expresa este
acontecimiento, y en los que se pone también de manifiesto su necesidad
para el transcurso de nuestra vida. Ante todo, tenemos el rito de las
renuncias y promesas. En la Iglesia antigua, el bautizando se volvía hacia
el occidente, símbolo de las tinieblas, del ocaso del sol, de la muerte y, por
tanto, del dominio del pecado. Miraba en esa dirección y pronunciaba un
triple «no»: al demonio, a sus pompas y al pecado. Con esta extraña
palabra, «pompas», es decir, la suntuosidad del diablo, se indicaba el
esplendor del antiguo culto de los dioses y del antiguo teatro, en el que se
sentía gusto viendo a personas vivas desgarradas por bestias feroces. Con
este «no» se rechazaba un tipo de cultura que encadenaba al hombre a la
adoración del poder, al mundo de la codicia, a la mentira, a la crueldad.
Era un acto de liberación respecto a la imposición de una forma de vida,
que se presentaba como placer y que, sin embargo, impulsaba a la
destrucción de lo mejor que tiene el hombre. Esta renuncia —sin tantos
gestos externos— sigue siendo también hoy una parte esencial del
Bautismo. En él, quitamos las «viejas vestiduras» con las que no se puede
estar ante Dios. Dicho mejor aún, empezamos a despojarnos de ellas. En
efecto, esta renuncia es una promesa en la cual damos la mano a Cristo,
para que Él nos guíe y nos revista. Lo que son estas «vestiduras» que
dejamos y la promesa que hacemos, lo vemos claramente cuando leemos,
en el quinto capítulo de la Carta a los Gálatas, lo que Pablo llama «obras
de la carne», término que significa precisamente las viejas vestiduras que
se han de abandonar. Pablo las llama así: «fornicación, impureza,
libertinaje, idolatría, hechicería, enemistades, contiendas, celos, rencores,
rivalidades, partidismo, sectarismo, envidias, borracheras, orgías y cosas
por el estilo» (Ga 5,19ss.). Estas son las vestiduras que dejamos; son
vestiduras de la muerte.
En la Iglesia antigua, el bautizando se volvía después hacia el oriente,
símbolo de la luz, símbolo del nuevo sol de la historia, del nuevo sol que
surge, símbolo de Cristo. El bautizando determina la nueva orientación de
su vida: la fe en el Dios trinitario al que él se entrega. Así, Dios mismo nos
viste con indumentos de luz, con el vestido de la vida. Pablo llama a estas
nuevas «vestiduras» «fruto del Espíritu» y las describe con las siguientes
palabras: «Amor, alegría, paz, comprensión, servicialidad, bondad, lealtad,
amabilidad, dominio de sí» (Ga 5, 22).
En la Iglesia antigua, el bautizando era a continuación desvestido
realmente de sus ropas. Descendía en la fuente bautismal y se le sumergía
tres veces; era un símbolo de la muerte que expresa toda la radicalidad de
dicho despojo y del cambio de vestiduras. Esta vida, que en todo caso está
destinada a la muerte, el bautizando la entrega a la muerte, junto con
Cristo, y se deja llevar y levantar por Él a la vida nueva que lo transforma
para la eternidad. Luego, al salir de las aguas bautismales, los neófitos
119
eran revestidos de blanco, el vestido de luz de Dios, y recibían una vela
encendida como signo de la vida nueva en la luz, que Dios mismo había
encendido en ellos. Lo sabían, habían obtenido el fármaco de la
inmortalidad, que ahora, en el momento de recibir la santa comunión,
tomaba plenamente forma. En ella recibimos el Cuerpo del Señor
resucitado y nosotros mismos somos incorporados a este Cuerpo, de
manera que estamos ya resguardados en Aquel que ha vencido a la muerte
y nos guía a través de la muerte.
En el curso de los siglos, los símbolos se han ido haciendo más
escasos, pero lo que acontece esencialmente en el Bautismo ha
permanecido igual. No es solamente un lavacro, y menos aún una acogida
un tanto compleja en una nueva asociación. Es muerte y resurrección,
renacimiento a la vida nueva.
Sí, la hierba medicinal contra la muerte existe. Cristo es el árbol de la
vida hecho de nuevo accesible. Si nos atenemos a Él, entonces estamos en
la vida. Por eso cantaremos en esta noche de la resurrección, de todo
corazón, el aleluya, el canto de la alegría que no precisa palabras. Por eso,
Pablo puede decir a los Filipenses: «Estad siempre alegres en el Señor; os
lo repito: estad alegres» (Flp 4,4). No se puede ordenar la alegría. Sólo se
la puede dar. El Señor resucitado nos da la alegría: la verdadera vida.
Estamos ya cobijados para siempre en el amor de Aquel a quien ha sido
dado todo poder en el cielo y sobre la tierra (cf. Mt 28,18). Por eso
pedimos, seguros de ser escuchados, con la oración sobre las ofrendas que
la Iglesia eleva en esta noche: Escucha, Señor, la oración de tu pueblo y
acepta sus ofrendas, para que aquello que ha comenzado con los misterios
pascuales nos ayude, por obra tuya, como medicina para la eternidad.
Amén.

LA PASCUA ES LA SALVACIÓN DE LA HUMANIDAD


20100404. Mensaje urbi et orbi
«Cantemus Domino: gloriose enim magnificatus est».
«Cantaré al Señor, sublime es su victoria» (Liturgia de las Horas, Pascua,
Oficio de Lecturas, Ant. 1).
Queridos hermanos y hermanas:
Os anuncio la Pascua con estas palabras de la Liturgia, que evocan el
antiquísimo himno de alabanza de los israelitas después del paso del Mar
Rojo. El libro del Éxodo (cf. 15, 19-21) narra cómo, al atravesar el mar a
pie enjuto y ver a los egipcios ahogados por las aguas, Miriam, la hermana
de Moisés y de Aarón, y las demás mujeres danzaron entonando este canto
de júbilo: «Cantaré al Señor, sublime es su victoria, / caballos y carros ha
arrojado en el mar». Los cristianos repiten en todo el mundo este canto en
la Vigilia pascual, y explican su significado en una oración especial de la
misma; es una oración que ahora, bajo la plena luz de la resurrección,
hacemos nuestra con alegría: «También ahora, Señor, vemos brillar tus
antiguas maravillas, y lo mismo que en otro tiempo manifestabas tu poder
al librar a un solo pueblo de la persecución del faraón, hoy aseguras la
120
salvación de todas las naciones, haciéndolas renacer por las aguas del
bautismo. Te pedimos que los hombres del mundo entero lleguen a ser
hijos de Abrahán y miembros del nuevo Israel».
El Evangelio nos ha revelado el cumplimiento de las figuras antiguas:
Jesucristo, con su muerte y resurrección, ha liberado al hombre de aquella
esclavitud radical que es el pecado, abriéndole el camino hacia la
verdadera Tierra prometida, el Reino de Dios, Reino universal de justicia,
de amor y de paz. Este “éxodo” se cumple ante todo dentro del hombre
mismo, y consiste en un nuevo nacimiento en el Espíritu Santo, fruto del
Bautismo que Cristo nos ha dado precisamente en el misterio pascual. El
hombre viejo deja el puesto al hombre nuevo; la vida anterior queda atrás,
se puede caminar en una vida nueva (cf. Rm 6,4). Pero, el “éxodo”
espiritual es fuente de una liberación integral, capaz de renovar cualquier
dimensión humana, personal y social.
Sí, hermanos, la Pascua es la verdadera salvación de la humanidad. Si
Cristo, el Cordero de Dios, no hubiera derramado su Sangre por nosotros,
no tendríamos ninguna esperanza, la muerte sería inevitablemente nuestro
destino y el del mundo entero. Pero la Pascua ha invertido la tendencia: la
resurrección de Cristo es una nueva creación, como un injerto capaz de
regenerar toda la planta. Es un acontecimiento que ha modificado
profundamente la orientación de la historia, inclinándola de una vez por
todas en la dirección del bien, de la vida y del perdón. ¡Somos libres,
estamos salvados! Por eso, desde lo profundo del corazón exultamos:
«Cantemos al Señor, sublime es su victoria».
El pueblo cristiano, nacido de las aguas del Bautismo, está llamado a
dar testimonio en todo el mundo de esta salvación, a llevar a todos el fruto
de la Pascua, que consiste en una vida nueva, liberada del pecado y
restaurada en su belleza originaria, en su bondad y verdad. A lo largo de
dos mil años, los cristianos, especialmente los santos, han fecundado
continuamente la historia con la experiencia viva de la Pascua. La Iglesia
es el pueblo del éxodo, porque constantemente vive el misterio pascual
difundiendo su fuerza renovadora siempre y en todas partes. También hoy
la humanidad necesita un “éxodo”, que consista no sólo en retoques
superficiales, sino en una conversión espiritual y moral. Necesita la
salvación del Evangelio para salir de una crisis profunda y que, por
consiguiente, pide cambios profundos, comenzando por las conciencias.
Queridos hermanos y hermanas. La Pascua no consiste en magia
alguna. De la misma manera que el pueblo hebreo se encontró con el
desierto, más allá del Mar Rojo, así también la Iglesia, después de la
Resurrección, se encuentra con los gozos y esperanzas, los dolores y
angustias de la historia. Y, sin embargo, esta historia ha cambiado, ha sido
marcada por una alianza nueva y eterna, está realmente abierta al futuro.
Por eso, salvados en esperanza, proseguimos nuestra peregrinación
llevando en el corazón el canto antiguo y siempre nuevo: “Cantaré al
Señor, sublime es su victoria».
121
JESÚS ES EL ÁNGEL DE DIOS PADRE
20100405. Ángelus
En la luz de la Pascua, que celebramos durante toda esta semana,
renuevo mi más cordial deseo de paz y alegría. Como sabéis, el lunes que
sigue al domingo de Resurrección se llama tradicionalmente "lunes del
Ángel". Es muy interesante profundizar en esta referencia al "ángel".
Naturalmente, el pensamiento se dirige inmediatamente a los relatos
evangélicos de la resurrección de Jesús, en los que aparece la figura de un
mensajero del Señor. San Mateo escribe: "De pronto se produjo un gran
terremoto, pues el ángel del Señor bajó del cielo y, acercándose, hizo rodar
la piedra y se sentó encima de ella. Su aspecto era como el relámpago y su
vestido blanco como la nieve" (Mt 28, 2-3).
Todos los evangelistas precisan luego que, cuando las mujeres se
dirigieron al sepulcro y lo encontraron abierto y vacío, fue un ángel quien
les anunció que Jesús había resucitado. En san Mateo este mensajero del
Señor les dice: "No temáis, pues sé que buscáis a Jesús, el crucificado; no
está aquí; ha resucitado, como lo había dicho" (Mt 28, 5-6); seguidamente
les muestra la tumba vacía y les encarga que lleven el anuncio a los
discípulos. San Marcos describe al ángel como "un joven, vestido con una
túnica blanca", que da a las mujeres ese mismo mensaje (cf. Mc 16, 5-6).
San Lucas habla de "dos hombres con vestidos resplandecientes", que
recuerdan a las mujeres que Jesús les había anunciado mucho antes su
muerte y resurrección (cf. Lc 24, 4-7). También san Juan habla de "dos
ángeles vestidos de blanco"; es María Magdalena quien los ve mientras
llora cerca del sepulcro, y le dicen: "Mujer, ¿por qué lloras?" (Jn 20, 11-
13).
Pero el ángel de la resurrección tiene también otro significado.
Conviene recordar que el término "ángel", además de definir a los ángeles,
criaturas espirituales dotadas de inteligencia y voluntad, servidores y
mensajeros de Dios, es asimismo uno de los títulos más antiguos
atribuidos a Jesús mismo. Por ejemplo, en Tertuliano, en el siglo III,
leemos: "Él —Cristo— también ha sido llamado "ángel de consejo", es
decir, anunciador, término que denota un oficio, no la naturaleza. En
efecto, debía anunciar al mundo el gran designio del Padre para la
restauración del hombre" (De carne Christi, 14). Así escribe Tertuliano.
Por consiguiente, Jesucristo, el Hijo de Dios, también es llamado el ángel
de Dios Padre: él es el Mensajero por excelencia de su amor.
Queridos amigos, pensemos ahora en lo que Jesús resucitado dijo a los
Apóstoles: "Como el Padre me envió, también yo os envío" (Jn 20, 21); y
les comunicó su Espíritu Santo. Eso significa que, como Jesús fue el
anunciador del amor de Dios Padre, también nosotros lo debemos ser de la
caridad de Cristo: somos mensajeros de su resurrección, de su victoria
sobre el mal y sobre la muerte, portadores de su amor divino. Ciertamente,
seguimos siendo por naturaleza hombres y mujeres, pero recibimos la
misión de "ángeles", mensajeros de Cristo: a todos se nos da en el
Bautismo y en la Confirmación. De modo especial la reciben los
122
sacerdotes, ministros de Cristo, a través del sacramento del Orden; me
complace subrayarlo en este Año sacerdotal.

LA OCTAVA DE PASCUA
20100407. Audiencia general
Hoy, la habitual audiencia general de los miércoles se ve inundada por
la alegría luminosa de la Pascua. En estos días la Iglesia celebra el
misterio de la Resurrección y vive el gran gozo que deriva de la buena
nueva del triunfo de Cristo sobre el mal y la muerte. Una alegría que no
sólo se prolonga durante la Octava de Pascua, sino que se extiende durante
cincuenta días hasta Pentecostés. Después del llanto y la consternación del
Viernes santo, y después del silencio cargado de espera del Sábado santo,
he aquí el anuncio estupendo: "¡Es verdad! ¡El Señor ha resucitado y se ha
aparecido a Simón!" (Lc 24, 34). En toda la historia del mundo, esta es la
"buena nueva" por excelencia, es el "Evangelio" anunciado y transmitido a
lo largo de los siglos, de generación en generación.
La Pascua de Cristo es el acto supremo e insuperable del poder de
Dios. Es un acontecimiento absolutamente extraordinario, el fruto más
hermoso y maduro del "misterio de Dios". Es tan extraordinario, que
resulta inenarrable en aquellas dimensiones que escapan a nuestra
capacidad humana de conocimiento e investigación. Y, aun así, también es
un hecho "histórico", real, testimoniado y documentado. Es el
acontecimiento en el que se funda toda nuestra fe. Es el contenido central
en el que creemos y el motivo principal por el que creemos.
El Nuevo Testamento no describe cómo tuvo lugar la Resurrección de
Jesús. Refiere solamente los testimonios de aquellos a los que Jesús en
persona se apareció después de haber resucitado. Los tres Evangelios
sinópticos nos narran que ese anuncio —¡Ha resucitado!"— lo
proclamaron inicialmente algunos ángeles. Es, por tanto, un anuncio que
tiene su origen en Dios; pero Dios lo confía en seguida a sus
"mensajeros", para que lo transmitan a todos. De modo que son esos
mismos ángeles quienes invitan a las mujeres —que habían ido al sepulcro
al amanecer— a que vayan en seguida a decir a los discípulos: "Ha
resucitado de entre los muertos e irá delante de vosotros a Galilea; allí lo
veréis" (Mt 28, 7). De este modo, mediante las mujeres del Evangelio, ese
mandato divino llega a todos y cada uno, para que a su vez transmitan a
otros, con fidelidad y con valentía, esa misma noticia: una noticia
hermosa, alegre y fuente de gozo.
Sí, queridos amigos, toda nuestra fe se basa en la transmisión constante
y fiel de esta "buena nueva". Y nosotros, hoy, queremos expresar a Dios
nuestra profunda gratitud por las innumerables generaciones de creyentes
en Cristo que nos han precedido a lo largo de los siglos, porque
cumplieron el mandato fundamental de anunciar el Evangelio que habían
recibido. La buena nueva de la Pascua, por tanto, requiere la labor de
testigos entusiastas y valientes. Todo discípulo de Cristo, también cada
uno de nosotros, está llamado a ser testigo. Este es el mandato preciso,
123
comprometedor y apasionante del Señor resucitado. La "noticia" de la vida
nueva en Cristo debe resplandecer en la vida del cristiano, debe estar viva
y activa en quien la comunica, y ha de ser realmente capaz de cambiar el
corazón, toda la existencia. Esta noticia está viva, ante todo, porque Cristo
mismo es su alma viva y vivificante. Nos lo recuerda san Marcos al final
de su Evangelio, donde escribe que los Apóstoles "salieron a predicar por
todas partes, colaborando el Señor con ellos y confirmando la Palabra con
las señales que la acompañaban" (Mc 16, 20).
La experiencia de los Apóstoles es también la nuestra y la de todo
creyente, de todo discípulo que se hace "anunciador". De hecho, también
nosotros estamos seguros de que el Señor, hoy como ayer, actúa junto con
sus testigos. Este es un hecho que podemos reconocer cada vez que vemos
despuntar los brotes de una paz verdadera y duradera, donde el
compromiso y el ejemplo de los cristianos y de los hombres de buena
voluntad está animado por el respeto de la justicia, el diálogo paciente, la
estima convencida de los demás, el desinterés y el sacrificio personal y
comunitario. Lamentablemente, también vemos en el mundo mucho
sufrimiento, mucha violencia, muchas incomprensiones. La celebración
del Misterio pascual, la contemplación gozosa de la Resurrección de
Cristo, que vence al pecado y la muerte con la fuerza del amor de Dios es
ocasión propicia para redescubrir y profesar con más convicción nuestra
confianza en el Señor resucitado, que acompaña a los testigos de su
palabra obrando prodigios junto con ellos. Seremos verdaderamente y
hasta el fondo testigos de Jesús resucitado cuando dejemos que se
transparente en nosotros el prodigio de su amor; cuando en nuestras
palabras y, más aún, en nuestros gestos, en plena coherencia con el
Evangelio, se pueda reconocer la voz y la mano de Jesús.
El Señor nos manda, por tanto, a todas partes como testigos suyos.
Pero sólo lo seremos a partir y en referencia continua a la experiencia
pascual, la que María Magdalena expresa anunciando a los demás
discípulos: "He visto al Señor" (cf. Jn 20, 18). En este encuentro personal
con Cristo resucitado están el fundamento indestructible y el contenido
central de nuestra fe, la fuente fresca e inagotable de nuestra esperanza y
el dinamismo ardiente de nuestra caridad. Así nuestra vida cristiana
coincidirá completamente con el anuncio: "Es verdad. Cristo Señor ha
resucitado". Por tanto, dejémonos conquistar por el atractivo de la
Resurrección de Cristo. Que la Virgen María nos sostenga con su
protección y nos ayude a gustar plenamente el gozo pascual, para que
sepamos llevarlo a nuestra vez a todos nuestros hermanos.

EL EVANGELIO DE LA MISERICORDIA DIVINA


20100411. Ángelus
Este domingo cierra la Octava de Pascua como un único día «en que
actuó el Señor», caracterizado por el distintivo de la Resurrección y de la
alegría de los discípulos al ver a Jesús. Desde la antigüedad este domingo
se llama «in albis», del término latino «alba», dado al vestido blanco que
124
los neófitos llevaban en el Bautismo la noche de Pascua y se quitaban a
los ocho días, o sea, hoy. El venerable Juan Pablo II dedicó este mismo
domingo a la Divina Misericordia con ocasión de la canonización de sor
María Faustina Kowalska, el 30 de abril de 2000.
De misericordia y de bondad divina está llena la página del Evangelio
de san Juan (20, 19-31) de este domingo. En ella se narra que Jesús,
después de la Resurrección, visitó a sus discípulos, atravesando las puertas
cerradas del Cenáculo. San Agustín explica que «las puertas cerradas no
impidieron la entrada de ese cuerpo en el que habitaba la divinidad. Aquel
que naciendo había dejado intacta la virginidad de su madre, pudo entrar
en el Cenáculo a puerta cerrada» (In Ioh. 121, 4: CCL 36/7, 667); y san
Gregorio Magno añade que nuestro Redentor se presentó, después de su
Resurrección, con un cuerpo de naturaleza incorruptible y palpable, pero
en un estado de gloria (cfr. Hom. in Evang., 21, 1: CCL141, 219). Jesús
muestra las señales de la pasión, hasta permitir al incrédulo Tomás que las
toque. ¿Pero cómo es posible que un discípulo dude? En realidad, la
condescendencia divina nos permite sacar provecho hasta de la
incredulidad de Tomás, y de la de los discípulos creyentes. De hecho,
tocando las heridas del Señor, el discípulo dubitativo cura no sólo su
desconfianza, sino también la nuestra.
La visita del Resucitado no se limita al espacio del Cenáculo, sino que
va más allá, para que todos puedan recibir el don de la paz y de la vida con
el «Soplo creador». En efecto, en dos ocasiones Jesús dijo a los discípulos:
«¡Paz a vosotros!», y añadió: «Como el Padre me ha enviado, también yo
os envío». Dicho esto, sopló sobre ellos, diciendo: «Recibid el Espíritu
Santo. A quienes perdonéis los pecados, les son perdonados; a quienes se
los retengáis, les son retenidos». Esta es la misión de la Iglesia
perennemente asistida por el Paráclito: llevar a todos el alegre anuncio, la
gozosa realidad del Amor misericordioso de Dios, «para que —como dice
san Juan— creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que,
creyendo, tengáis vida en su nombre» (20, 31).
A la luz de estas palabras, aliento, en particular a todos los pastores a
seguir el ejemplo del santo cura de Ars, quien «supo en su tiempo
transformar el corazón y la vida de muchas personas, pues logró hacerles
percibir el amor misericordioso del Señor. Urge también en nuestro tiempo
un anuncio semejante y un testimonio tal de la verdad del amor» (Carta
de convocatoria del Año sacerdotal). De este modo haremos cada vez más
familiar y cercano a Aquel que nuestros ojos no han visto, pero de cuya
infinita Misericordia tenemos absoluta certeza. A la Virgen María, Reina
de los Apóstoles, pedimos que sostenga la misión de la Iglesia, y la
invocamos exultantes de alegría: Regina caeli...

HAY QUE OBEDECER A DIOS ANTES QUE A LOS HOMBRES


20100415. Homilía. Pontificia Comisión Bíblica
No he tenido tiempo de preparar una verdadera homilía. Quiero sólo
invitaros a cada uno a la meditación personal, proponiendo y subrayando
125
algunas frases de la liturgia de hoy, que se prestan al diálogo orante entre
nosotros y la Palabra de Dios. La palabra, la frase que quiero proponer a la
meditación común es esta gran afirmación de san Pedro: «Hay que
obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hch 5, 29). San Pedro está ante
la suprema institución religiosa, a la que generalmente se debería
obedecer, pero Dios está por encima de esta institución y Dios le ha dado
otro «ordenamiento»: debe obedecer a Dios. La obediencia a Dios es la
libertad, la obediencia a Dios le da la libertad de oponerse a la institución.
Y aquí los exegetas llaman nuestra atención sobre el hecho de que la
respuesta de san Pedro al Sanedrín es casi hasta ad verbum idéntica a la
respuesta de Sócrates en el juicio del tribunal de Atenas. El tribunal le
ofrece la libertad, la liberación, pero a condición de que no siga buscando
a Dios. Pero buscar a Dios, la búsqueda de Dios es para él un mandato
superior, viene de Dios mismo. Y una libertad comprada con la renuncia al
camino hacia Dios dejaría de ser libertad. Por tanto, no debe obedecer a
esos jueces —no debe comprar su vida perdiéndose a sí mismo— sino que
debe obedecer a Dios. La obediencia a Dios tiene la primacía.
Aquí es importante subrayar que se trata de obediencia y que es
precisamente la obediencia la que da libertad. El tiempo moderno ha
hablado de la liberación del hombre, de su plena autonomía; por tanto,
también de la liberación de la obediencia a Dios. La obediencia debería
dejar de existir, el hombre es libre, es autónomo: nada más. Pero esta
autonomía es una mentira: es una mentira ontológica, porque el hombre no
existe por sí mismo y para sí mismo, y también es una mentira política y
práctica, porque es necesaria la colaboración, compartir la libertad. Y, si
Dios no existe, si Dios no es una instancia accesible al hombre, sólo queda
como instancia suprema el consenso de la mayoría. Por consiguiente, el
consenso de la mayoría se convierte en la última palabra a la que debemos
obedecer. Y este consenso —lo sabemos por la historia del siglo pasado—
puede ser también un «consenso en el mal».
Así, vemos que la llamada autonomía no libera verdaderamente al
hombre. La obediencia a Dios es la libertad, porque es la verdad, es la
instancia que se sitúa frente a todas las instancias humanas. En la historia
de la humanidad estas palabras de Pedro y de Sócrates son el verdadero
faro de la liberación del hombre, que sabe ver a Dios y, en nombre de
Dios, puede y debe obedecer no tanto a los hombres, sino a Dios y así
liberarse del positivismo de la obediencia humana. Las dictaduras siempre
han estado en contra de esta obediencia a Dios. La dictadura nazi, al igual
que la marxista, no pueden aceptar a un Dios que esté por encima del
poder ideológico; y la libertad de los mártires, que reconocen a Dios,
precisamente en la obediencia al poder divino, es siempre el acto de
liberación con el cual nos llega la libertad de Cristo.
Hoy, gracias a Dios, no vivimos bajo dictaduras, pero existen formas
sutiles de dictadura: un conformismo que se convierte en obligatorio,
pensar como piensan todos, actuar como actúan todos, y las sutiles
agresiones contra la Iglesia, o incluso otras menos sutiles, demuestran que
este conformismo puede ser realmente una verdadera dictadura. Para
126
nosotros vale esto: se debe obedecer a Dios antes que a los hombres. Pero
esto supone que conozcamos realmente a Dios y que queramos obedecerle
de verdad. Dios no es un pretexto para la propia voluntad, sino que
realmente él es quien nos llama y nos invita, si fuera necesario, incluso al
martirio. Por eso, ante esta palabra que inicia una nueva historia de
libertad en el mundo, pidamos sobre todo conocer a Dios, conocer
humilde y verdaderamente a Dios y, conociendo a Dios, aprender la
verdadera obediencia que es el fundamento de la libertad humana.
Escojamos una segunda frase de la primera lectura: san Pedro dice que
Dios ha exaltado a Cristo a su derecha como jefe y Salvador (cf. Hch 5,
31). Jefe es la traducción del término griego archegos, que implica una
visión mucho más dinámica: archegos es aquel que muestra el camino,
que precede; es un movimiento, un movimiento hacia lo alto. Dios lo ha
exaltado a su derecha; por tanto, hablar de Cristo como archegos significa
que Cristo camina delante de nosotros, nos precede, nos muestra el
camino. Y estar en comunión con Cristo es estar en un camino, subir con
Cristo, es seguir a Cristo, es esta subida hacia lo alto, es seguir al
archegos, a aquel que ya ha pasado, que nos precede y nos muestra el
camino.
Aquí, evidentemente, es importante que se nos diga a dónde llega
Cristo y a dónde tenemos que llegar también nosotros: hypsosen —las
alturas— subir a la derecha del Padre. Seguir a Cristo no es sólo imitar sus
virtudes, no es sólo vivir en este mundo de modo semejante a Cristo, en la
medida de lo posible, según su palabra, sino que es un camino que tiene
una meta. Y la meta es la derecha del Padre. Este camino de Jesús, este
seguimiento de Jesús acaba a la derecha del Padre. En el horizonte de este
seguimiento está todo el camino de Jesús, también llegar a la derecha del
Padre.
En este sentido, la meta de este camino es la vida eterna a la derecha
del Padre en comunión con Cristo. Nosotros hoy con frecuencia tenemos
un poco de miedo a hablar de la vida eterna. Hablamos de las cosas que
son útiles para el mundo, mostramos que el cristianismo ayuda también a
mejorar el mundo, pero no nos atrevemos a decir que su meta es la vida
eterna y que de esa meta vienen luego los criterios de la vida. Debemos
entender de nuevo que el cristianismo sería un «fragmento» si no
pensamos en esta meta, que queremos seguir al archegos a la altura de
Dios, a la gloria del Hijo que nos hace hijos en el Hijo y debemos
reconocer de nuevo que sólo en la gran perspectiva de la vida eterna el
cristianismo revela todo su sentido. Debemos tener la valentía, la alegría,
la gran esperanza de que la vida eterna existe, es la verdadera vida, y de
esta verdadera vida viene la luz que ilumina también a este mundo.
Si bien se puede decir que, aun prescindiendo de la vida eterna, del
cielo prometido, es mejor vivir según los criterios cristianos, porque vivir
según la verdad y el amor, aun sufriendo muchas persecuciones, en sí
mismo es bien y es mejor que todo lo demás, precisamente esta voluntad
de vivir según la verdad y según el amor también debe abrir a toda la
amplitud del proyecto de Dios para nosotros, a la valentía de tener ya la
127
alegría en la espera de la vida eterna, de la subida siguiendo a nuestro
archegos. Soter es el Salvador, que nos salva de la ignorancia, busca las
cosas últimas. El Salvador nos salva de la soledad, nos salva de un vacío
que permanece en la vida sin la eternidad, nos salva dándonos el amor en
su plenitud. Él es el guía. Cristo, el archegos, nos salva dándonos la luz,
dándonos la verdad, dándonos el amor de Dios.
Reflexionemos también sobre otro versículo: Cristo, el Salvador,
concedió a Israel la conversión y el perdón de los pecados (ib., v. 31) —en
el texto griego el término es metanoia—, concedió la penitencia y el
perdón de los pecados. Para mí, se trata de una observación muy
importante: la penitencia es una gracia. Existe una tendencia en exégesis
que dice: Jesús en Galilea anunció una gracia sin condición, totalmente
incondicional; por tanto, también sin penitencia, gracia como tal, sin
condiciones humanas previas. Pero esta es una falsa interpretación de la
gracia. La penitencia es gracia; es una gracia que reconozcamos nuestro
pecado, es una gracia que reconozcamos que tenemos necesidad de
renovación, de cambio, de una trasformación de nuestro ser. Penitencia,
poder hacer penitencia, es el don de la gracia. Y debo decir que nosotros,
los cristianos, también en los últimos tiempos, con frecuencia hemos
evitado la palabra penitencia, nos parecía demasiado dura. Ahora, bajo los
ataques del mundo que nos hablan de nuestros pecados, vemos que poder
hacer penitencia es gracia. Y vemos que es necesario hacer penitencia, es
decir, reconocer lo que en nuestra vida hay de equivocado, abrirse al
perdón, prepararse al perdón, dejarse transformar. El dolor de la
penitencia, es decir, de la purificación, de la transformación, este dolor es
gracia, porque es renovación, es obra de la misericordia divina. Estas dos
cosas que dice san Pedro —penitencia y perdón— corresponden al inicio
de la predicación de Jesús: metanoeite, es decir, convertíos (cf. Mc 1, 15).
Por lo tanto, este es el punto fundamental: la metanoia no es algo privado,
que parecería sustituido por la gracia, sino que la metanoia es la llegada de
la gracia que nos trasforma.
Por último, unas palabras del Evangelio, donde se nos dice que quien
cree tiene la vida eterna (cf. Jn 3, 36). En la fe, en este «transformarse»
que la penitencia concede, en esta conversión, en este nuevo camino del
vivir, llegamos a la vida, a la verdadera vida. Y aquí me vienen a la mente
otros dos textos. En la «Oración sacerdotal» el Señor dice: esta es la vida,
que te conozcan a ti y a tu consagrado (cf. Jn 17, 3). Conocer lo esencial,
conocer a la Persona decisiva, conocer a Dios y a su enviado es vida, vida
y conocimiento, conocimiento de realidades que son la vida. Y el otro
texto es la respuesta del Señor a los saduceos sobre la resurrección, donde,
a partir de los libros de Moisés, el Señor prueba el hecho de la
resurrección diciendo: Dios es el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob
(cf. Mt 22, 31-32; Mc 12, 26-27; Lc 20, 37-38). Dios no es un Dios de
muertos. Si Dios es Dios de estos, están vivos. Quien está inscrito en el
nombre de Dios participa de la vida de Dios, vive. Creer es estar inscritos
en el nombre de Dios. Y así estamos vivos. Quien pertenece al nombre de
Dios no es un muerto, pertenece al Dios vivo. En este sentido deberíamos
128
entender el dinamismo de la fe, que es inscribir nuestro nombre en el
nombre de Dios y así entrar en la vida.
Pidamos al Señor que esto suceda y realmente conozcamos a Dios en
nuestra vida, para que nuestro nombre entre en el nombre de Dios y
nuestra existencia se convierta en verdadera vida: vida eterna, amor y
verdad.

LOS NAUFRAGRIOS FORMAN PARTE DEL PROYECTO DE


DIOS
20100417. Discurso. Palabras a los periodistas en viaje a Malta
Entonces, ¿por qué este viaje a Malta? Los motivos son múltiples.
El primero es san Pablo. Ha concluido el Año paulino de la Iglesia
universal, pero Malta festeja el 1950º aniversario del naufragio y para mí
es una ocasión para subrayar una vez más la gran figura del Apóstol de los
gentiles, con su mensaje tan importante también para nuestro tiempo. Creo
que la esencia de su viaje puede sintetizarse con las palabras que él mismo
resumió al final de la carta a los Gálatas: «La fe actúa en la caridad».
Esto es importante también hoy: la fe, la relación con Dios, se
transforma después en caridad. Pero creo que también el motivo del
naufragio nos interpela. Gracias al naufragio Malta tuvo la suerte de
recibir la fe; así podemos pensar también nosotros que los naufragios de la
vida forman parte del proyecto de Dios para nosotros y pueden ser útiles
para nuevos inicios en nuestra vida.

SIN ÉL NO PODEMOS HACER NADA


20100418. Homilía. Plaza de los Graneros, Floriana, Malta
Muchos viajeros han desembarcado aquí a lo largo de vuestra historia.
La riqueza y variedad de la cultura de Malta es un signo de que vuestro
pueblo se ha beneficiado enormemente con el intercambio de dones y la
hospitalidad para con los visitantes llegados por mar. Y es significativo
que hayáis sabido discernir lo mejor que ellos podían ofrecer.
Os exhorto a seguir haciéndolo así. No todo lo que el mundo de hoy
propone es digno de ser asumido por el pueblo maltés. Muchas voces
tratan de convencernos de dejar de lado nuestra fe en Dios y su Iglesia, y
elegir por nosotros mismos los valores y las creencias con que vivir. Nos
dicen que no tenemos necesidad de Dios o de la Iglesia. Cuando nos
sentimos tentados de darles crédito, hemos de recordar el episodio que nos
narra el Evangelio de hoy, cuando los discípulos, todos ellos pescadores
expertos, habiendo bregado toda la noche, no consiguieron un solo pez.
Después, presentándose en la orilla, Jesús les dijo dónde echar las redes y
la pesca fue tan grande que apenas podían sacarla. Abandonados a sí
129
mismos, sus esfuerzos resultaron inútiles; cuando Jesús se puso a su lado,
lograron una multitud de peces. Mis queridos hermanos y hermanas, si
ponemos nuestra confianza en el Señor y seguimos sus enseñanzas,
obtendremos siempre grandes frutos.
Sé que la primera lectura de la Misa de hoy es una de las que os gusta
escuchar, pues relata el naufragio de Pablo en la costa de Malta y la
calurosa acogida que le dispensaron sus gentes. Es digno de subrayar que
la tripulación del barco, para salir del apuro, se vio obligada a tirar por la
borda el cargamento, los aparejos e incluso el trigo, que era su único
sustento. Pablo les exhortó a poner su confianza sólo en Dios, mientras la
nave era zarandeada por las olas. También nosotros debemos poner
nuestra confianza sólo en Dios. Nos sentimos tentados por la idea de que
la avanzada tecnología de hoy puede responder a todas nuestras
necesidades y nos salva de todos los peligros que nos acechan. Pero no es
así. En cada momento de nuestras vidas dependemos completamente de
Dios, en quien vivimos, nos movemos y existimos. Sólo él nos puede
proteger del mal, sólo él puede guiarnos a través de las tormentas de la
vida, sólo él puede llevarnos a un lugar seguro, como lo hizo con Pablo y
sus compañeros a la deriva ante las costas de Malta. Hicieron como Pablo
les exhortó y, así, “todos llegaron sanos y salvos a tierra” (cf. Hch 27,44).
Más que cualquier bagaje que podamos tener con nosotros –nuestros
logros humanos, nuestras posesiones, nuestra tecnología–, lo que nos da la
clave de nuestra felicidad y realización humana es nuestra relación con el
Señor. Y él nos llama a una relación de amor. Recordad la pregunta que
hizo por tres veces a Pedro en la orilla del lago: “Simón, hijo de Juan, ¿me
amas?”. Basándose en la respuesta afirmativa de Pedro, Jesús le
encomienda una tarea, la tarea de apacentar su rebaño. Aquí vemos el
fundamento de todo ministerio pastoral en la Iglesia. Nuestro amor por el
Señor es lo que debe dirigir todos los aspectos de nuestra predicación y
enseñanza, nuestra celebración de los sacramentos y nuestra preocupación
por el Pueblo de Dios. Nuestro amor por el Señor es lo que nos impulsa a
amar a quienes él ama, y a aceptar de buen grado la tarea de comunicar su
amor a quienes servimos. Durante la Pasión de nuestro Señor, Pedro lo
negó tres veces. Ahora, después de la resurrección, Jesús lo insta por tres
veces a confesar su amor, ofreciendo así el perdón y la salvación, y
confiándole al mismo tiempo la misión. La pesca milagrosa pone de
manifiesto que los Apóstoles dependían de Dios para el éxito de sus
proyectos en la tierra. El diálogo entre Pedro y Jesús subraya la necesidad
de la misericordia divina para curar sus heridas espirituales, las heridas del
pecado. En cada ámbito de nuestras vidas, necesitamos la ayuda de la
gracia de Dios. Con él, podemos hacer todo; sin él no podemos hacer
nada.
Sabemos por el Evangelio de san Marcos los signos que acompañan a
los que ponen su fe en Jesús: cogerán serpientes con la mano y no les
harán daño, impondrán las manos a los enfermos y sanarán (cf. Mc 16,18).
Estos signos fueron inmediatamente reconocidos por vuestros
antepasados, cuando Pablo estuvo entre ellos. Una víbora le mordió la
130
mano, pero le bastó sacudírsela y echarla al fuego, sin sufrir daño alguno.
Lo llevaron a ver al padre de Publio, el “principal” de la isla y, después de
rezar e imponerle las manos, Pablo le curó. De todos los dones que han
llegado a estas costas a través de la historia de sus gentes, el mayor de
todos fue el que trajo Pablo, y es mérito vuestro el que fuera
inmediatamente acogido y custodiado. Conservad la fe y los valores que
os ha transmitido vuestro padre, el apóstol san Pablo. Seguid desvelando
la riqueza y la profundidad de don recibido de Pablo y tratad de
transmitirlo no sólo a vuestros hijos, sino también a todos los que
encontréis. Todo visitante de Malta debería sentirse impresionado por la
devoción de su pueblo, por la fe vibrante que se manifiesta en sus
celebraciones, por la belleza de sus iglesias y santuarios. Pero ese don
debe ser compartido con los demás, ha de ser comunicado. Como enseñó
Moisés al pueblo de Israel, las palabras del Señor “quedarán en tu
memoria; se las repetirás a tus hijos y hablarás de ellas estando en casa y
yendo de camino, acostado y levantado” (Dt 6,6-7). Esto lo entendió muy
bien el primer santo canonizado de Malta, Dun Ġorġ Preca. Su incansable
labor de catequesis, inspirando en jóvenes y mayores el amor por la
doctrina cristiana y una profunda devoción por la Palabra de Dios
encarnada, es un ejemplo que os exhorto a seguir. Recordad que el
intercambio de dones entre estas islas y el resto del mundo es un proceso
de doble dirección. Lo que recibís, examinadlo con atención, y lo valioso
que tenéis, sabedlo compartir con los demás.
En este año dedicado a la celebración del gran don del sacerdocio,
quisiera dirigir una palabra particular a los sacerdotes aquí presentes. Dun
Ġorġ fue un sacerdote de extraordinaria humildad, bondad, mansedumbre
y generosidad, profundamente dedicado a la oración y lleno de pasión por
comunicar las verdades del Evangelio. Que os sirva de modelo e
inspiración en vuestros esfuerzos por cumplir la misión recibida de
apacentar la grey del Señor. Recordad también la pregunta que el
Resucitado hizo por tres veces a Pedro: “¿Me amas?” Esta es la pregunta
que hace a cada uno de vosotros. ¿Lo amáis? ¿Queréis servirle con la
entrega de toda vuestra vida? ¿Deseáis guiar a los otros para que lo
conozcan y lo amen? Como Pedro, tened el valor de responder: “Sí, Señor,
tú sabes que te amo”; y acoged con gratitud la hermosa tarea que él os ha
asignado. La misión confiada al sacerdote es verdaderamente un servicio a
la alegría, a la alegría de Dios que quiere entrar en el mundo (cf. Homilía,
24 de abril de 2005).

NO TENGÁIS MIEDO DE SER AMIGOS ÍNTIMOS DE CRISTO


20100418. Discurso. Jóvenes de Malta
San Pablo tuvo de joven una experiencia que transformó para siempre
su vida. Como sabéis, él fue antes enemigo de la Iglesia e hizo todo lo
posible por destruirla. Mientras iba camino de Damasco con la intención
de apresar a todo cristiano que allí encontrara, se le apareció el Señor en
una visión. Una luz cegadora lo envolvió y oyó una voz que le decía:
131
“¿Por qué me persigues?... Soy Jesús, a quien tú persigues” (Hch 9,4-5).
Pablo se vio totalmente embargado por este encuentro con el Señor y toda
su vida cambió. Se convirtió en un discípulo y llegó a ser un gran apóstol
y misionero. Aquí, en Malta, tenéis un motivo particular para agradecer
los esfuerzos misioneros de Pablo, que divulgó el Evangelio en el
Mediterráneo.
Cada encuentro personal con Jesús es una experiencia sobrecogedora
de amor. Como el mismo Pablo admite, antes había “perseguido con saña
a la Iglesia de Dios y la asolaba” (cf. Ga 1,13). Pero el odio y la rabia
expresadas en esas palabras se desvanecieron completamente por el poder
del amor de Cristo. Durante el resto de su vida, Pablo tuvo el deseo
ardiente de llevar el anuncio de este amor hasta los confines de la tierra.
Quizás alguno de vosotros me dirá que, a veces, san Pablo era severo
en sus escritos. ¿Cómo se puede afirmar entonces que ha difundido un
mensaje de amor? Mi respuesta es ésta: Dios ama a cada uno de nosotros
con una profundidad y una intensidad que no podemos ni siquiera
imaginar. Él nos conoce íntimamente, conoce cada una de nuestras
capacidades y cada uno de nuestros errores. Puesto que nos ama tanto,
desea purificarnos de nuestros errores y fortalecer nuestras virtudes de
manera que podamos tener vida en abundancia. Aunque nos llame la
atención cuando hay algo en nuestra vida que le desagrada, no nos
rechaza, sino que nos pide cambiar y ser más perfectos. Esto es lo que le
pidió a san Pablo en el camino de Damasco. Dios no rechaza a nadie, y la
Iglesia tampoco rechaza a nadie. Más aún, en su gran amor, Dios nos reta
a cada uno para que cambiemos y seamos mejores.
San Juan nos dice que este amor perfecto aleja todo temor (cf. 1 Jn
4,18). Por eso os digo a todos vosotros: “No tengáis miedo”. Cuántas
veces escuchamos estas palabras en las Escrituras. El ángel se las dice a
María en la Anunciación, Jesús a Pedro, cuando lo llama a ser su
discípulo, y el ángel a Pablo en vísperas de su naufragio. A los que deseáis
seguir a Cristo, como esposos, padres, sacerdotes, religiosos o fieles laicos
que llevan el mensaje del Evangelio al mundo, os digo: No tengáis miedo.
Encontrareis ciertamente oposición al mensaje del Evangelio. La cultura
de hoy, como cualquier cultura, promueve ideas y valores que contrastan
en ocasiones con las que vivía y predicaba nuestro Señor Jesucristo. A
veces, estas ideas son presentadas con un gran poder de persuasión,
reforzadas por los medios y por las presiones sociales de grupos hostiles a
la fe cristiana. Cuando se es joven e impresionable, es fácil sufrir el influjo
de otros para que a aceptemos ideas y valores que sabemos que no son los
que el Señor quiere de verdad para nosotros. Por eso, os repito: No tengáis
miedo, sino alegraos del amor que os tiene; fiaos de él, responded a su
invitación a ser sus discípulos, encontrad alimento y ayuda espiritual en
los sacramentos de la Iglesia.
Aquí, en Malta, vivís en una sociedad marcada por la fe y los valores
cristianos. Deberíais estar orgullosos de que vuestro País defienda tanto al
niño por nacer como la estabilidad de la vida familiar para una sociedad
sana. En Malta y en Gozo, las familias saben valorar y cuidar de sus
132
miembros ancianos y enfermos, y acogen a los hijos como un don de Dios.
Otras naciones pueden aprender de vuestro ejemplo cristiano. En el
contexto de la sociedad europea, los valores evangélicos están llegando a
ser de nuevo una contracultura, como ocurría en tiempos de san Pablo.
En este Año Sacerdotal, os pido que estéis abiertos a la posibilidad de
que el Señor pueda llamar a algunos de vosotros a entregarse totalmente al
servicio de su pueblo en el sacerdocio o en la vida consagrada. Vuestro
País ha dado muchos y excelentes sacerdotes y religiosos a la Iglesia.
Inspiraros en su ejemplo y reconoced la profunda alegría que proviene de
dedicar la propia vida al anuncio del mensaje del amor de Dios por todos,
sin excepción.
Os he hablado ya de la necesidad de atender a los más jóvenes, a los
ancianos y enfermos. Pero el cristiano está llamado a llevar el mensaje del
Evangelio a todos. Dios ama a cada persona de este mundo, más aún, ama
a cada persona de todas las épocas de la historia del mundo. En la muerte
y resurrección de Jesús, que se hace presente cada vez que celebramos la
Misa, Él ofrece a todos la vida en abundancia. Como cristianos, estamos
llamados a manifestar el amor de Dios que incluye a todos. Por eso,
hemos de socorrer al pobre, al débil, al marginado; tenemos que ocuparnos
especialmente por los que pasan por momentos de dificultad, por los que
padecen depresión o ansiedad; debemos atender a los discapacitados y
hacer todo lo que esté en nuestra mano por promover su dignidad y
calidad de vida; tendremos que prestar atención a las necesidades de los
inmigrantes y de aquellos que buscan asilo en nuestra tierra; tenemos que
tender una mano amiga a los creyentes y a los no creyentes. Esta es la
noble vocación de amor y servicio que todos nosotros hemos recibido.
Que esto os impulse a dedicar vuestra vida a seguir a Cristo. No tengáis
miedo de ser amigos íntimos de Cristo.

EL FUNDAMENTO SÓLIDO PARA CREER Y ESPERAR


20100420. Homilía. Exequias del Cardenal Tomás Spidlik, S.J.
Unas de las últimas palabras pronunciadas por el difunto cardenal
Špidlík fueron estas: «Durante toda la vida he buscado el rostro de Jesús, y
ahora estoy feliz y sereno porque me voy a verlo». Este estupendo
pensamiento —tan sencillo, casi infantil en su expresión y, sin embargo,
tan profundo y verdadero— remite inmediatamente a la oración de Jesús,
que resonó hace poco en el Evangelio: «Padre, los que tú me has dado,
quiero que donde yo esté estén también conmigo, para que contemplen mi
gloria, la que me has dado; porque me has amado antes de la creación del
mundo» (Jn 17, 24). Es hermoso y consolador meditar esta
correspondencia entre el deseo del hombre, que aspira a ver el rostro del
Señor, y el deseo del propio Jesús. En realidad, la de Cristo es mucho más
que una aspiración: es una voluntad. Jesús dice al Padre: «Los que tú me
has dado, quiero que donde yo esté estén también conmigo». Es
133
precisamente aquí, en esta voluntad, donde encontramos la «roca», el
fundamento sólido para creer y esperar. De hecho, la voluntad de Jesús
coincide con la de Dios Padre, y junto con la obra del Espíritu Santo
constituye para el hombre una especie de «abrazo» seguro, fuerte y dulce,
que lo lleva a la vida eterna.
¡Qué inmenso don escuchar esta voluntad de Dios de sus propios
labios! Pienso que los grandes hombres de fe viven inmersos en esta
gracia, tienen el don de percibir con especial fuerza esta verdad, y así
pueden afrontar también duras pruebas, como hizo el padre Tomáš
Špidlík, sin perder la confianza, más aún, conservando un vivo sentido del
humor, que ciertamente es una señal de inteligencia pero también de
libertad interior. Bajo este aspecto, era evidente la semejanza entre nuestro
amado cardenal y el venerable Juan Pablo II: ambos solían tener salidas
ingeniosas o hacer bromas, aunque durante su juventud habían vivido
experiencias personales difíciles y, en ciertos aspectos, parecidas. La
Providencia hizo que se encontraran y colaboraran por el bien de la
Iglesia, especialmente para que aprenda a respirar plenamente «con sus
dos pulmones», como le gustaba decir al Papa eslavo.
Esta libertad y presencia de espíritu tiene su fundamento objetivo en la
resurrección de Cristo. Me complace subrayarlo porque nos encontramos
en el tiempo litúrgico pascual y porque lo sugieren la primera y la segunda
lectura bíblica de esta celebración. En su primera predicación, el día de
Pentecostés, san Pedro, lleno de Espíritu Santo, anuncia que en Jesucristo
se cumple el salmo 16. Es estupendo ver cómo el Espíritu Santo revela a
los Apóstoles toda la belleza de esas palabras en la plena luz interior de la
Resurrección: «Veía constantemente al Señor delante de mí, puesto que
está a mi derecha, para que no vacile. Por eso se ha alegrado mi corazón y
se ha alborozado mi lengua, y hasta mi carne reposará en la esperanza»
(Hch 2, 25-26; cf. Sal 16, 8-9). Esta oración se cumple de modo
sobreabundante cuando Cristo, el Santo de Dios, no es abandonado en los
infiernos. Él fue el primero en conocer «los caminos de la vida» y fue
colmado de alegría con la presencia del Padre (cf. Hch 2, 27-28; Sal 16,
11). La esperanza y la alegría de Jesús resucitado son también la esperanza
y la alegría de sus amigos, gracias a la acción del Espíritu Santo. Lo
demostraba habitualmente el padre Špidlík con su manera de vivir, y con
el paso de los años este testimonio suyo era cada vez más elocuente,
porque, pese a su avanzada edad y a los inevitables achaques, su espíritu
permanecía lozano y juvenil. ¿Qué es esto sino amistad con el Señor
resucitado?
En la segunda lectura, san Pedro alaba a Dios porque «por su gran
misericordia, mediante la resurrección de Jesucristo de entre los muertos,
nos ha reengendrado a una esperanza viva». Y añade: «Por lo cual rebosáis
de alegría, aunque sea preciso que todavía por algún tiempo seáis afligidos
con diversas pruebas» (1 P 1, 3.6). También aquí se manifiesta claramente
que la esperanza y la alegría son realidades teologales que emanan del
misterio de la resurrección de Cristo y del don de su Espíritu. Podríamos
134
decir que el Espíritu Santo las toma del corazón de Cristo resucitado y las
infunde en el corazón de sus amigos.
He querido introducir la imagen del «corazón» porque, como muchos
de vosotros sabéis, el padre Špidlík la eligió para el lema de su escudo
cardenalicio: Ex toto corde, «con todo el corazón». Esta expresión se
encuentra en el libro del Deuteronomio, dentro del primer y fundamental
mandamiento de la ley, donde Moisés dice al pueblo: «Escucha, Israel: el
Señor, nuestro Dios, es el único Señor. Amarás al Señor tu Dios con todo
tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas» (Dt 6, 4-5). Así pues,
«con todo el corazón» —ex toto corde—, se refiere al modo como Israel
debe amar a su Dios. Jesús confirma la primacía de este mandamiento, al
que acompaña el del amor al prójimo, afirmando que es «semejante» al
primero y que de ambos dependen toda la ley y los profetas (cf. Mt 22, 37-
39). Al elegir este lema, nuestro venerado hermano, por decirlo así, puso
su vida dentro del mandamiento del amor, la inscribió por completo en el
primado de Dios y de la caridad.
Hay otro aspecto, un significado más de la expresión ex toto corde, que
seguramente el padre Špidlík tenía presente y quería manifestar con su
lema. También a partir de la raíz bíblica, en la espiritualidad oriental el
símbolo del corazón representa la sede de la oración, del encuentro entre
el hombre y Dios, pero también con los demás hombres y con el cosmos.
Y aquí es preciso recordar que en el escudo del cardenal Špidlík el
corazón, que destaca en el escudo, contiene una cruz en cuyos brazos se
entrecruzan las palabras PHOS y ZOE, «luz» y «vida», que son nombres
de Dios. Por consiguiente, el hombre que acoge plenamente, ex toto corde,
el amor de Dios, acoge la luz y la vida, y se convierte a su vez en luz y
vida en la humanidad y en el universo.
Pero, ¿quién es este hombre? ¿Quién es este «corazón» del mundo,
sino Jesucristo? Él es la Luz y la Vida, porque en él «reside corporalmente
toda la plenitud de la divinidad» (Col 2, 9). Y aquí me complace recordar
que nuestro difunto hermano fue miembro de la Compañía de Jesús, es
decir, hijo espiritual de san Ignacio, el cual pone en el centro de la fe y de
la espiritualidad la contemplación de Dios en el misterio de Cristo. En este
símbolo del corazón coinciden Oriente y Occidente, no en un sentido de
devoción sino profundamente cristológico, como pusieron de relieve otros
teólogos jesuitas del siglo pasado. Y Cristo, figura central de la
Revelación, es también el principio formal del arte cristiano, un ámbito en
el cual el padre Špidlík fue un gran maestro, inspirador de ideas y de
proyectos expresivos que han encontrado una síntesis importante en la
capilla Redemptoris Mater del palacio apostólico.
Quiero concluir volviendo al tema de la Resurrección, citando un texto
muy querido por el cardenal Špidlík, un pasaje de los Himnos sobre la
Resurrección de san Efrén el Sirio: «Descendió de las alturas como Señor,
salió del vientre como un siervo, la muerte se arrodilló ante él en el Sheol,
y la vida lo ha adorado en su resurrección. ¡Bendita su victoria!» (n. 1, 8).
135
Que la Virgen Madre de Dios acompañe el alma de nuestro venerado
hermano en el abrazo de la santísima Trinidad, donde «con todo el
corazón» alabará para siempre su infinito amor. Amén.

TESTIGOS DIGITALES
20100424. Discurso. Congreso organizado por la CEI
Me alegra esta ocasión de encontrarme con vosotros y concluir vuestro
congreso, que tiene un título muy evocador: «Testigos digitales. Rostros y
lenguajes de la era del crossmedia».
El tiempo en que vivimos experimenta una ampliación enorme de las
fronteras de la comunicación, realiza una inédita convergencia entre los
diversos medios de comunicación y hace posible la interactividad. La red
manifiesta, por tanto, una vocación abierta, que tiende a ser igualitaria y
pluralista, pero al mismo tiempo abre una nueva brecha: de hecho, se
habla de digital divide. Esta brecha separa a los incluidos de los excluidos
y se añade a las demás brechas, que ya alejan a las naciones entre sí y
también en su interior. Asimismo, aumentan los peligros de homologación
y de control, de relativismo intelectual y moral, que ya se reconocían bien
en la flexión del espíritu crítico, en la verdad reducida al juego de las
opiniones, en las múltiples formas de degradación y de humillación de la
intimidad de la persona. Asistimos, pues, a una «contaminación del
espíritu, la que hace nuestros rostros menos sonrientes, más sombríos, la
que nos lleva a no saludarnos unos a otros, a no mirarnos a la cara...»
(Discurso en la plaza de España, 8 de diciembre de 2009: L'Osservatore
Romano, edición en lengua española, 11 de diciembre de 2009, p. 8). Este
congreso, en cambio, pretende precisamente reconocer los rostros y, por
tanto, superar las dinámicas colectivas que pueden hacernos perder la
percepción de la profundidad de las personas y aplastarnos en su
superficie: cuando esto sucede, se convierten en cuerpos sin alma, en
objetos de intercambio y de consumo.
¿Cómo es posible, hoy, volver a los rostros? He intentado indicar el
camino también en mi tercera encíclica. Ese camino pasa por la caritas in
veritate, que resplandece en el rostro de Cristo. El amor en la verdad
constituye «un gran desafío para la Iglesia en un mundo en progresiva y
expansiva globalización» (n. 9). Los medios de comunicación social
pueden convertirse en factores de humanización «no sólo cuando, gracias
al desarrollo tecnológico, ofrecen mayores posibilidades para la
comunicación y la información, sino sobre todo cuando se organizan y se
orientan bajo la luz de una imagen de la persona y el bien común que
refleje sus valores universales» (n. 73). Esto requiere que «estén centrados
en la promoción de la dignidad de las personas y de los pueblos, que estén
expresamente animados por la caridad y se pongan al servicio de la
verdad, del bien y de la fraternidad natural y sobrenatural» (ib.).
Solamente con estas condiciones el paso crucial que estamos realizando
podrá ser rico y fecundo en nuevas oportunidades. Queremos adentrarnos
sin temores en el mar digital, afrontando la navegación abierta con la
136
misma pasión que desde hace dos mil años gobierna la barca de la Iglesia.
Más que por los recursos técnicos, aunque sean necesarios, queremos
distinguirnos viviendo también este universo con un corazón creyente, que
contribuya a dar un alma al flujo comunicativo ininterrumpido de la red.
Esta es nuestra misión, la misión irrenunciable de la Iglesia: la tarea de
todo creyente que trabaja en los medios de comunicación es «allanar el
camino a nuevos encuentros, asegurando siempre la calidad del contacto
humano y la atención a las personas y a sus auténticas necesidades
espirituales. Le corresponde ofrecer a quienes viven nuestro tiempo
“digital” los signos necesarios para reconocer al Señor» (Mensaje para la
44ª Jornada mundial de las comunicaciones sociales, 16 de mayo de
2010: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 29 de enero de
2010, p. 3). Queridos amigos, también en la red estáis llamados a ser
«animadores de comunidad», atentos a «preparar caminos que conduzcan
a la Palabra de Dios», y a expresar una sensibilidad especial con quienes
«desconfían, pero llevan en el corazón deseos de absoluto y de verdades
perennes» (ib.). Así la red podrá convertirse en una especie de «patio de
los gentiles», donde abrir «un espacio también a aquellos para quienes
Dios sigue siendo un desconocido» (ib.).
Como animadores de la cultura y de la comunicación, sois signo vivo
de que «las comunidades eclesiales han incorporado desde hace tiempo los
nuevos medios de comunicación como instrumentos ordinarios de
expresión y de contacto con el propio territorio, instaurando en muchos
casos formas de diálogo aún de mayor alcance» (ib.). En este campo no
faltan voces en Italia: baste con recordar aquí el periódico Avvenire, la
emisora televisiva TV2000, el circuito radiofónico inBlu y la agencia de
prensa SIR, junto a las revistas católicas, a la red capilar de los semanarios
diocesanos y a las ya numerosas páginas web de inspiración católica.
Exhorto a todos los profesionales de la comunicación a no cansarse de
alimentar en su corazón la sana pasión por el hombre que se convierte en
tensión a acercarse cada vez más a sus lenguajes y a su verdadero rostro.
En esto os ayudará una sólida preparación teológica y sobre todo una
profunda y gozosa pasión por Dios, alimentada en el diálogo continuo con
el Señor. Que las Iglesias particulares y los institutos religiosos, por su
parte, no duden en valorizar los itinerarios formativos que proponen las
universidades pontificias, la Universidad católica del Sagrado Corazón y
las demás universidades católicas y eclesiásticas, destinando a ellas
personas y recursos con visión de futuro. Que el mundo de la
comunicación social entre de lleno en la programación pastoral.
A la vez que os agradezco el servicio que prestáis a la Iglesia y, por
tanto, a la causa del hombre, os exhorto a recorrer, animados por la
valentía del Espíritu Santo, los caminos del continente digital. Nuestra
confianza no es una respuesta acrítica a ningún instrumento de la técnica.
Nuestra fuerza está en ser Iglesia, comunidad creyente, capaz de
testimoniar a todos la perenne novedad de Cristo resucitado, con una vida
que florece en plenitud en la medida en que se abre, entra en relación y se
entrega con gratuidad.
137
LAS LECCIONES DEL COLAPSO FINANCIERO EN EL MUNDO
20100430. Discurso. Academia Pont. De Ciencias Sociales
Me complace saludaros al inicio de vuestra decimosexta sesión
plenaria, dedicada a un análisis de la crisis económica mundial a la luz de
los principios éticos consagrados por la doctrina social de la Iglesia.
El colapso financiero en todo el mundo, como sabemos, ha demostrado
la fragilidad del sistema económico actual y de las instituciones
relacionadas con él. También ha demostrado el error de la hipótesis según
la cual el mercado es capaz de autorregularse, independientemente de la
intervención pública y del apoyo de los criterios morales interiorizados.
Esta hipótesis se basa en una noción empobrecida de la vida económica,
como una especie de mecanismo de auto-calibración impulsado por el
interés propio y la búsqueda de beneficios. Como tal, pasa por alto el
carácter esencialmente ético de la economía, como una actividad de y para
los seres humanos. Más que una espiral de producción y consumo en
función de unas necesidades humanas definidas de un modo limitado, la
vida económica debería ser un ejercicio de responsabilidad humana,
intrínsecamente orientada hacia la promoción de la dignidad de la persona,
la búsqueda del bien común y el desarrollo integral —político, cultural y
espiritual— de individuos, familias y sociedades. Una apreciación de esta
dimensión humana más plena exige, a su vez, precisamente el tipo de
investigación y reflexión interdisciplinar que esta sesión de la Academia
ha emprendido.
En la encíclica Caritas in veritate observé que «la crisis actual nos
obliga a revisar nuestro camino, a darnos nuevas reglas y a encontrar
nuevas formas de compromiso» (n. 21). Ciertamente, volver a planificar el
camino supone también buscar criterios generales y objetivos según los
cuales juzgar las estructuras, las instituciones y las decisiones concretas
que orientan y dirigen la vida económica. La Iglesia, basándose en su fe
en Dios Creador, afirma la existencia de una ley natural universal que es la
fuente última de estos criterios (cf. ib., 59). Sin embargo, también está
convencida de que los principios de este orden ético, inscrito en la
creación misma, son accesibles a la razón humana y, como tal, deben ser
adoptados como base para las decisiones prácticas. Como parte de la gran
herencia de la sabiduría humana, la ley moral natural, que la Iglesia ha
asumido, purificado y desarrollado a la luz de la Revelación cristiana, es
un faro que orienta los esfuerzos de individuos y comunidades a buscar el
bien y evitar el mal, a la vez que dirige su compromiso de construir una
sociedad auténticamente justa y humana.
Entre los principios indispensables que constituyen este enfoque ético
integral de la vida económica debe encontrarse la promoción del bien
común, basada en el respeto de la dignidad de la persona humana y
reconocida como principal objetivo de los sistemas de producción y de
comercio, de las instituciones políticas y del bienestar social. En nuestros
días, la preocupación por el bien común ha adquirido una dimensión
global más marcada. También es cada vez más evidente que el bien común
138
implica la responsabilidad respecto a las futuras generaciones. En
consecuencia, la solidaridad entre generaciones se debe reconocer como
criterio ético fundamental para juzgar cualquier sistema social. Estas
realidades ponen de relieve la urgencia de reforzar los procedimientos de
gobierno de la economía mundial, aunque con el debido respeto al
principio de la subsidiariedad. Al final, sin embargo, todas las decisiones
económicas y políticas deben estar encaminadas a «la caridad en la
verdad», ya que la verdad preserva y canaliza la fuerza liberadora de la
caridad en medio de las vicisitudes y las estructuras humanas, siempre
contingentes. Pues «sin verdad, sin confianza y amor por lo que es
verdadero, no hay conciencia social y responsabilidad, y la acción social
termina sirviendo a los intereses privados y a las lógicas de poder, dando
lugar a la fragmentación social» (Caritas in veritate, 5).

DOMINGO DEL BUEN PASTOR


20100425. Ángelus
En este cuarto domingo de Pascua, llamado «del Buen Pastor», se
celebra la Jornada mundial de oración por las vocaciones, que este año
tiene como tema: «El testimonio suscita vocaciones», tema
«estrechamente unido a la vida y a la misión de los sacerdotes y de los
consagrados» (Mensaje para la XLVII Jornada mundial de oración por
las vocaciones, 13 de noviembre de 2009: L'Osservatore Romano, edición
en lengua española, 21 de febrero de 2010, p. 5). La primera forma de
testimonio que suscita vocaciones es la oración (cf. ib.), como nos muestra
el ejemplo de santa Mónica que, suplicando a Dios con humildad e
insistencia, obtuvo la gracia de ver convertido en cristiano a su hijo
Agustín, el cual escribe: «Sin vacilaciones creo y afirmo que por sus
oraciones Dios me concedió la intención de no anteponer, no querer, no
pensar, no amar otra cosa que la consecución de la verdad» (De Ordine II,
20, 52: ccl 29, 136). Invito, por tanto, a los padres a rezar para que el
corazón de sus hijos se abra a la escucha del buen Pastor, y «hasta el más
pequeño germen de vocación... se convierta en árbol frondoso, colmado de
frutos para bien de la Iglesia y de toda la humanidad» (Mensaje citado).
¿Cómo podemos escuchar la voz del Señor y reconocerlo? En la
predicación de los Apóstoles y de sus sucesores: en ella resuena la voz de
Cristo, que llama a la comunión con Dios y a la plenitud de vida, como
leemos hoy en el Evangelio de san Juan: «Mis ovejas escuchan mi voz; yo
las conozco y ellas me siguen. Yo les doy vida eterna y no perecerán
jamás, y nadie las arrebatará de mi mano» (Jn 10, 27-28). Sólo el buen
Pastor custodia con inmensa ternura a su grey y la defiende del mal, y sólo
en él los fieles pueden poner absoluta confianza.
En esta Jornada de especial oración por las vocaciones, exhorto en
particular a los ministros ordenados, para que, estimulados por el Año
sacerdotal, se sientan comprometidos «a un testimonio evangélico más
intenso e incisivo en el mundo de hoy» (Carta de convocatoria).
Recuerden que el sacerdote «continúa la obra de la Redención en la
139
tierra»; acudan «con gusto al sagrario»; entréguense «totalmente a su
propia vocación y misión con una ascesis severa»; estén disponibles a la
escucha y al perdón; formen cristianamente al pueblo que se les ha
confiado; cultiven con esmero la «fraternidad sacerdotal» (cf. ib.). Tomen
ejemplo de sabios y diligentes pastores, como hizo san Gregorio
Nacianceno, quien escribió a su amigo fraterno y obispo san Basilio:
«Enséñanos tu amor a las ovejas, tu solicitud y tu capacidad de
comprensión, tu vigilancia..., la severidad en la dulzura, la serenidad y la
mansedumbre en la actividad..., las luchas en defensa de la grey, las
victorias... conseguidas en Cristo» (Oratio IX, 5: PG 35, 825ab).

¿CUÁL ES LA NOVEDAD DEL MANDAMIENTO NUEVO?


20100502. Homilía. Turín. Plaza de San Carlos
Estamos en el tiempo pascual, que es el tiempo de la glorificación de
Jesús. El Evangelio que acabamos de escuchar nos recuerda que esta
glorificación se realizó mediante la pasión. En el misterio pascual pasión y
glorificación están estrechamente vinculadas entre sí, forman una unidad
inseparable. Jesús afirma: «Ahora ha sido glorificado el Hijo del hombre y
Dios ha sido glorificado en él» (Jn 13, 31) y lo hace cuando Judas sale del
Cenáculo para cumplir su plan de traición, que llevará al Maestro a la
muerte: precisamente en ese momento comienza la glorificación de Jesús.
El evangelista san Juan lo da a entender claramente: de hecho, no dice que
Jesús fue glorificado sólo después de su pasión, por medio de la
resurrección, sino que muestra que su glorificación comenzó precisamente
con la pasión. En ella Jesús manifiesta su gloria, que es gloria del amor,
que entrega toda su persona. Él amó al Padre, cumpliendo su voluntad
hasta el final, con una entrega perfecta; amó a la humanidad dando su vida
por nosotros. Así, ya en su pasión es glorificado, y Dios es glorificado en
él. Pero la pasión —como expresión realísima y profunda de su amor— es
sólo un inicio. Por esto Jesús afirma que su glorificación también será
futura (cf. v. 32). Después el Señor, en el momento de anunciar que deja
este mundo (cf. v. 33), casi como testamento da a sus discípulos un
mandamiento para continuar de modo nuevo su presencia en medio de
ellos: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros.
Como yo os he amado, así amaos también vosotros los unos a los otros»
(v. 34). Si nos amamos los unos a los otros, Jesús sigue estando presente
entre nosotros, y sigue siendo glorificado en el mundo.
Jesús habla de un «mandamiento nuevo». ¿Cuál es su novedad? En el
Antiguo Testamento Dios ya había dado el mandato del amor; pero ahora
este mandamiento es nuevo porque Jesús añade algo muy importante:
«Como yo os he amado, así amaos también vosotros los unos a los otros».
Lo nuevo es precisamente este «amar como Jesús ha amado». Todo
nuestro amar está precedido por su amor y se refiere a este amor, se inserta
en este amor, se realiza precisamente por este amor. El Antiguo
Testamento no presentaba ningún modelo de amor, sino que formulaba
solamente el precepto de amar. Jesús, en cambio, se presenta a sí mismo
140
como modelo y como fuente de amor. Se trata de un amor sin límites,
universal, capaz de transformar también todas las circunstancias negativas
y todos los obstáculos en ocasiones para progresar en el amor. Y en los
santos de esta ciudad vemos la realización de este amor, siempre desde la
fuente del amor de Jesús.
Al darnos el mandamiento nuevo, Jesús nos pide vivir su mismo amor,
vivir de su mismo amor, que es el signo verdaderamente creíble, elocuente
y eficaz para anunciar al mundo la venida del reino de Dios. Obviamente,
sólo con nuestras fuerzas somos débiles y limitados. En nosotros
permanece siempre una resistencia al amor y en nuestra existencia hay
muchas dificultades que provocan divisiones, resentimientos y rencores.
Pero el Señor nos ha prometido estar presente en nuestra vida,
haciéndonos capaces de este amor generoso y total, que sabe vencer todos
los obstáculos, también los que radican en nuestro corazón. Si estamos
unidos a Cristo, podemos amar verdaderamente de este modo. Amar a los
demás como Jesús nos ha amado sólo es posible con la fuerza que se nos
comunica en la relación con él, especialmente en la Eucaristía, en la que
se hace presente de modo real su sacrificio de amor que genera amor: es la
verdadera novedad en el mundo y la fuerza de una glorificación
permanente de Dios, que se glorifica en la continuidad del amor de Jesús
en nuestro amor.
Quiero dirigir ahora unas palabras de aliento en particular a los
sacerdotes y a los diáconos de esta Iglesia, que se dedican con generosidad
al trabajo pastoral, así como a los religiosos y a las religiosas. A veces, ser
obreros en la viña del Señor puede ser arduo, los compromisos se
multiplican, las exigencias son muchas y no faltan los problemas:
aprended a sacar diariamente de la relación de amor con Dios en la
oración la fuerza para llevar el anuncio profético de salvación; volved a
centrar vuestra existencia en lo esencial del Evangelio; cultivad una
dimensión real de comunión y de fraternidad dentro del presbiterio, de
vuestras comunidades, en las relaciones con el pueblo de Dios;
testimoniad en el ministerio el poder del amor que viene de lo Alto, viene
del Señor presente entre nosotros.
La primera lectura que hemos escuchado nos presenta precisamente un
modo especial de glorificación de Jesús: el apostolado y sus frutos. Pablo
y Bernabé, al término de su primer viaje apostólico, regresan a las
ciudades que ya habían visitado y alientan de nuevo a los discípulos,
exhortándolos a permanecer firmes en la fe, porque, como ellos dicen, «es
necesario que pasemos por muchas tribulaciones para entrar en el reino de
Dios» (Hch 14, 22). La vida cristiana, queridos hermanos y hermanas, no
es fácil; sé que tampoco en Turín faltan dificultades, problemas,
preocupaciones: pienso, en particular, en quienes viven concretamente su
existencia en condiciones de precariedad, a causa de la falta de trabajo, de
la incertidumbre por el futuro, del sufrimiento físico y moral; pienso en las
familias, en los jóvenes, en las personas ancianas que con frecuencia viven
en soledad, en los marginados, en los inmigrantes. Sí, la vida lleva a
afrontar muchas dificultades, muchos problemas, pero lo que permite
141
afrontar, vivir y superar el peso de los problemas cotidianos es
precisamente la certeza que nos viene de la fe, la certeza de que no
estamos solos, de que Dios nos ama a cada uno sin distinción y está cerca
de cada uno con su amor. El amor universal de Cristo resucitado fue lo
que impulsó a los Apóstoles a salir de sí mismos, a difundir la Palabra de
Dios, a dar su vida sin reservas por los demás, con valentía, alegría y
serenidad. Cristo resucitado posee una fuerza de amor que supera todo
límite, no se detiene ante ningún obstáculo. Y la comunidad cristiana,
especialmente en las realidades de mayor compromiso pastoral, deber ser
instrumento concreto de este amor de Dios.
La segunda lectura de hoy nos muestra precisamente el resultado final
de la resurrección de Jesús: es la nueva Jerusalén, la ciudad santa, que
desciende del cielo, de Dios, engalanada como una esposa ataviada para
su esposo (cf. Ap 21, 2). Aquel que fue crucificado, que compartió nuestro
sufrimiento, como nos recuerda también, de manera elocuente, la Sábana
Santa, ha resucitado y nos quiere reunir a todos en su amor. Se trata de una
esperanza estupenda, «fuerte», sólida, porque, como dice el libro del
Apocalipsis: «(Dios) enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya
muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha
pasado» (Ap 21, 4). ¿Acaso la Sábana Santa no comunica el mismo
mensaje? En ella vemos reflejados como en un espejo nuestros
padecimientos en los sufrimientos de Cristo: «Passio Christi. Passio
hominis». Precisamente por esto la Sábana Santa es un signo de esperanza:
Cristo afrontó la cruz para atajar el mal; para hacernos entrever, en su
Pascua, la anticipación del momento en que para nosotros enjugará toda
lágrima y ya no habrá muerte, ni llanto, ni gritos ni fatigas.
El pasaje del Apocalipsis termina con la afirmación: «Dijo el que está
sentado en el trono: “Mira que hago un mundo nuevo”» (Ap 21, 5). Lo
primero absolutamente nuevo realizado por Dios fue la resurrección de
Jesús, su glorificación celestial, la cual es el inicio de toda una serie de
«cosas nuevas», a las que pertenecemos también nosotros. «Cosas
nuevas» son un mundo lleno de alegría, en el que ya no hay sufrimientos
ni vejaciones, ya no hay rencor ni odio, sino sólo el amor que viene de
Dios y que lo transforma todo.
Querida Iglesia que está en Turín, he venido entre vosotros para
confirmaros en la fe. Deseo exhortaros, con fuerza y con afecto, a
permanecer firmes en la fe que habéis recibido, que da sentido a la vida,
que da fuerza para amar; a no perder nunca la luz de la esperanza en
Cristo resucitado, que es capaz de transformar la realidad y hacer nuevas
todas las cosas; a vivir de modo sencillo y concreto el amor de Dios en la
ciudad, en los barrios, en las comunidades, en las familias: «Como yo os
he amado, así amaos los unos a los otros».

APRENDER DE MARÍA A MIRAR A JESÚS


20100502. Regina coeli. Turín. Ostensión de la Sábana Santa
142
La Virgen María, más que cualquier otra criatura, contempló a Dios en
el rostro humano de Jesús. Lo vio recién nacido, envuelto en pañales y
recostado en un pesebre; lo vio cuando acababa de morir, cuando lo
bajaron de la cruz, lo envolvieron en una sábana y lo llevaron al sepulcro.
La imagen de su Hijo torturado quedó grabada en su alma; pero esta
imagen se vio transfigurada después por la luz de la Resurrección. Así, en
el corazón de María se custodia el misterio del rostro de Cristo, misterio
de muerte y de gloria. Siempre podemos aprender de ella a mirar a Jesús
con una mirada de amor y de fe, a reconocer en ese rostro humano el
Rostro de Dios.

LA RIQUEZA MÁS GRANDE DE LA VIDA: AMAR


20100502. Discurso. A los Jóvenes. Turín
El joven del Evangelio, como sabemos, pregunta a Jesús: «¿Qué tengo
que hacer para tener la vida eterna?». Hoy no es fácil hablar de vida eterna
y de realidades eternas, porque la mentalidad de nuestro tiempo nos dice
que no existe nada definitivo: todo cambia e incluso muy rápidamente.
«Cambiar» se ha convertido, en muchos casos, en la contraseña, en el
ejercicio más exaltante de la libertad, y de esta forma también vosotros,
los jóvenes, tendéis muchas veces a pensar que es imposible realizar
elecciones definitivas, que comprometan toda la vida. Pero ¿es esta la
forma correcta de usar la libertad? ¿Es realmente cierto que para ser
felices debemos contentarnos con pequeñas y fugaces alegrías
momentáneas, las cuales, una vez terminadas, dejan amargura en el
corazón? Queridos jóvenes, esta no es la verdadera libertad; la felicidad no
se alcanza así. Cada uno de nosotros no ha sido creado para realizar
elecciones provisionales y revocables, sino elecciones definitivas e
irrevocables, que dan sentido pleno a la existencia. Lo vemos en nuestra
vida: quisiéramos que toda experiencia bella, que nos llena de felicidad,
no terminara nunca. Dios nos ha creado con vistas al «para siempre»; ha
puesto en el corazón de cada uno de nosotros la semilla de una vida que
realice algo bello y grande. Tened a valentía de hacer elecciones
definitivas y de vivirlas con fidelidad. El Señor podrá llamaros al
matrimonio, al sacerdocio, a la vida consagrada, a una entrega particular
de vosotros mismos: respondedle con generosidad.
En el diálogo con el joven que poseía muchas riquezas, Jesús indica
cuál es la riqueza más importante y más grande de la vida: el amor. Amar
a Dios y amar a los demás con todo su ser. La palabra amor, como
sabemos, se presta a varias interpretaciones y tiene distintos significados:
nosotros necesitamos un Maestro, Cristo, que nos indique su sentido más
auténtico y más profundo, que nos guíe a la fuente del amor y de la vida.
Amor es el nombre propio de Dios. El apóstol san Juan nos lo recuerda:
«Dios es amor», y añade que «no hemos sido nosotros quienes hemos
amado a Dios, sino que él es quien nos amó y nos envió a su Hijo». Y «si
Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a
otros» (1 Jn 4, 8.10.11). En el encuentro con Cristo y en el amor mutuo
143
experimentamos en nosotros la vida misma de Dios, que permanece en
nosotros con su amor perfecto, total, eterno (cf. 1 Jn 4, 12). Así pues, no
hay nada más grande para el hombre, ser mortal y limitado, que participar
en la vida de amor de Dios. Hoy vivimos en un contexto cultural que no
favorece relaciones humanas profundas y desinteresadas, sino, al
contrario, induce a menudo a cerrarse en sí mismos, al individualismo, a
dejar que prevalezca el egoísmo que hay en el hombre. Pero el corazón de
un joven por naturaleza es sensible al amor verdadero. Por ello me dirijo
con gran confianza a cada uno de vosotros y os digo: no es fácil hacer de
vuestra vida algo bello y grande; es arduo, pero con Cristo todo es posible.
En la mirada de Jesús que —como dice el Evangelio— contempla al
joven con amor, percibimos todo el deseo de Dios de estar con nosotros,
de estar cerca de nosotros; Dios desea nuestro sí, nuestro amor. Sí,
queridos jóvenes, Jesús quiere ser vuestro amigo, vuestro hermano en la
vida, el maestro que os indica el camino a recorrer para alcanzar la
felicidad. Él os ama por lo que sois, con vuestra fragilidad y debilidad,
para que, tocados por su amor, podáis ser transformados. Vivid este
encuentro con el amor de Cristo en una fuerte relación personal con él;
vividlo en la Iglesia, ante todo en los sacramentos. Vividlo en la
Eucaristía, en la que se hace presente su sacrificio: él realmente entrega su
Cuerpo y su Sangre por nosotros, para redimir los pecados de la
humanidad, para que lleguemos a ser uno con él, para que aprendamos
también nosotros la lógica del entregarse. Vividlo en la Confesión, donde,
ofreciéndonos su perdón, Jesús nos acoge con todas nuestras limitaciones
para darnos un corazón nuevo, capaz de amar como él. Aprended a tener
familiaridad con la Palabra de Dios, a meditarla, especialmente en la lectio
divina, la lectura espiritual de la Biblia. Por último, sabed encontrar el
amor de Cristo en el testimonio de caridad de la Iglesia. Turín os ofrece,
en su historia, espléndidos ejemplos: seguidlos, viviendo concretamente la
gratuidad del servicio. En la comunidad eclesial todo debe estar dirigido a
hacer que los hombres palpen la infinita caridad de Dios.
Queridos amigos, el amor de Cristo al joven del Evangelio es el mismo
que tiene a cada uno de nosotros. No es un amor confinado en el pasado,
no es un espejismo, no está reservado a pocos. Encontraréis este amor y
experimentaréis toda su fecundidad si buscáis con sinceridad y vivís con
empeño vuestra participación en la vida de la comunidad cristiana. Que
cada uno se sienta «parte viva» de la Iglesia, implicado en la tarea de la
evangelización, sin miedo, con un espíritu de sincera armonía con los
hermanos en la fe y en comunión con los pastores, saliendo de una
tendencia individualista también al vivir la fe, para respirar a pleno
pulmón la belleza de formar parte del gran mosaico de la Iglesia de Cristo.
Esta tarde no puedo menos de señalaros como modelo a un joven de
vuestra ciudad, el beato Pier Giorgio Frassati, de cuya beatificación este
año se cumple el vigésimo aniversario. Su existencia se vio envuelta
totalmente por la gracia y por el amor de Dios, y se consumió, con
serenidad y alegría, en el servicio apasionado a Cristo y a los hermanos.
Joven como vosotros, vivió con gran empeño su formación cristiana y dio
144
su testimonio de fe, sencillo y eficaz. Un muchacho fascinado por la
belleza del Evangelio de las Bienaventuranzas, que experimentó toda la
alegría de ser amigo de Cristo, de seguirlo, de sentirse de modo vivo parte
de la Iglesia. Queridos jóvenes, tened el valor de elegir lo que es esencial
en la vida. «Vivir y no ir tirando», repetía el beato Pier Giorgio Frassati.
Como él, descubrid que vale la pena comprometerse por Dios y con Dios,
responder a su llamada en las opciones fundamentales y en las cotidianas,
incluso cuando cuesta.
El itinerario espiritual del beato Pier Giorgio Frassati recuerda que el
camino de los discípulos de Cristo requiere el valor de salir de sí mismos,
para seguir la senda del Evangelio.

SÁBANA SANTA: EL MISTERIO DEL SÁBADO SANTO


20100502. Discurso. Meditación sobre la Sábana Santa
Este es un momento muy esperado para mí. En otras varias ocasiones
he estado ante la Sábana Santa, pero ahora vivo esta peregrinación y este
momento con particular intensidad: quizá porque el paso de los años me
hace todavía más sensible al mensaje de este extraordinario icono; quizá, y
diría sobre todo, porque estoy aquí como Sucesor de Pedro y traigo en mi
corazón a toda la Iglesia, más aún, a toda la humanidad. Doy gracias a
Dios por el don de esta peregrinación y también por la oportunidad de
compartir con vosotros una breve meditación, que me ha sugerido el
subtítulo de esta solemne ostensión: «El misterio del Sábado Santo».
Se puede decir que la Sábana Santa es el icono de este misterio, icono
del Sábado Santo. De hecho, es una tela sepulcral, que envolvió el cadáver
de un hombre crucificado y que corresponde en todo a lo que nos dicen los
Evangelios sobre Jesús, quien, crucificado hacia mediodía, expiró sobre
las tres de la tarde. Al caer la noche, dado que era la Parasceve, es decir, la
víspera del sábado solemne de Pascua, José de Arimatea, un rico y
autorizado miembro del Sanedrín, pidió valientemente a Poncio Pilato que
le permitiera sepultar a Jesús en su sepulcro nuevo, que había mandado
excavar en la roca a poca distancia del Gólgota. Obtenido el permiso,
compró una sábana y, después de bajar el cuerpo de Jesús de la cruz, lo
envolvió con aquel lienzo y lo depuso en aquella tumba (cf. Mc 15, 42-
46). Así lo refiere el Evangelio de san Marcos y con él concuerdan los
demás evangelistas. Desde ese momento, Jesús permaneció en el sepulcro
hasta el alba del día después del sábado, y la Sábana Santa de Turín nos
ofrece la imagen de cómo era su cuerpo depositado en el sepulcro durante
ese tiempo, que cronológicamente fue breve (alrededor de día y medio),
pero inmenso, infinito en su valor y significado.
El Sábado Santo es el día del ocultamiento de Dios, como se lee en una
antigua homilía: «¿Qué es lo que hoy sucede? Un gran silencio envuelve
la tierra; un gran silencio y una gran soledad, porque el Rey duerme (...).
Dios ha muerto en la carne y ha puesto en conmoción a los infiernos»
(Homilía sobre el Sábado Santo: PG 43, 439). En el Credo profesamos que
Jesucristo «padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto
145
y sepultado, descendió a los infiernos y al tercer día resucitó de entre los
muertos».
Queridos hermanos y hermanas, en nuestro tiempo, especialmente
después de atravesar el siglo pasado, la humanidad se ha hecho
particularmente sensible al misterio del Sábado Santo. El escondimiento
de Dios forma parte de la espiritualidad del hombre contemporáneo, de
manera existencial, casi inconsciente, como un vacío en el corazón que ha
ido haciéndose cada vez mayor. Al final del siglo XIX, Nietzsche escribió:
«¡Dios ha muerto! ¡Y nosotros lo hemos matado!». Esta famosa expresión,
si se analiza bien, está tomada casi al pie de la letra de la tradición
cristiana; con frecuencia la repetimos en el vía crucis, quizá sin darnos
plenamente cuenta de lo que decimos. Después de las dos guerras
mundiales, de los lagers y de los gulags, de Hiroshima y Nagasaki, nuestra
época se ha convertido cada vez más en un Sábado Santo: la oscuridad de
este día interpela a todos los que se interrogan sobre la vida; y de manera
especial nos interpela a los creyentes. También nosotros tenemos que
afrontar esta oscuridad.
Y, sin embargo, la muerte del Hijo de Dios, de Jesús de Nazaret, tiene
un aspecto opuesto, totalmente positivo, fuente de consuelo y de
esperanza. Y esto me hace pensar en el hecho de que la Sábana Santa se
comporta como un documento «fotográfico», dotado de un «positivo» y
de un «negativo». Y, en efecto, es precisamente así: el misterio más oscuro
de la fe es al mismo tiempo el signo más luminoso de una esperanza que
no tiene confines. El Sábado Santo es la «tierra de nadie» entre la muerte
y la resurrección, pero en esta «tierra de nadie» ha entrado Uno, el Único
que la ha recorrido con los signos de su Pasión por el hombre: «Passio
Christi. Passio hominis». Y la Sábana Santa nos habla exactamente de ese
momento, es testigo precisamente de ese intervalo único e irrepetible en la
historia de la humanidad y del universo, en el que Dios, en Jesucristo,
compartió no sólo nuestro morir, sino también nuestra permanencia en la
muerte. La solidaridad más radical.
En ese «tiempo más allá del tiempo», Jesucristo «descendió a los
infiernos». ¿Qué significa esta expresión? Quiere decir que Dios, hecho
hombre, llegó hasta el punto de entrar en la soledad máxima y absoluta del
hombre, a donde no llega ningún rayo de amor, donde reina el abandono
total sin ninguna palabra de consuelo: «los infiernos». Jesucristo,
permaneciendo en la muerte, cruzó la puerta de esta soledad última para
guiarnos también a nosotros a atravesarla con él. Todos hemos
experimentado alguna vez una sensación espantosa de abandono, y lo que
más miedo nos da de la muerte es precisamente esto, como de niños
tenemos miedo a estar solos en la oscuridad y sólo la presencia de una
persona que nos ama nos puede tranquilizar. Esto es precisamente lo que
sucedió en el Sábado Santo: en el reino de la muerte resonó la voz de
Dios. Sucedió lo impensable: es decir, el Amor penetró «en los infiernos»;
incluso en la oscuridad máxima de la soledad humana más absoluta
podemos escuchar una voz que nos llama y encontrar una mano que nos
toma y nos saca afuera. El ser humano vive por el hecho de que es amado
146
y puede amar; y si el amor ha penetrado incluso en el espacio de la
muerte, entonces hasta allí ha llegado la vida. En la hora de la máxima
soledad nunca estaremos solos: «Passio Christi. Passio hominis».
Este es el misterio del Sábado Santo. Precisamente desde allí, desde la
oscuridad de la muerte del Hijo de Dios, ha surgido la luz de una nueva
esperanza: la luz de la Resurrección. Me parece que al contemplar este
sagrado lienzo con los ojos de la fe se percibe algo de esta luz. La Sábana
Santa ha quedado sumergida en esa oscuridad profunda, pero es al mismo
tiempo luminosa; y yo pienso que si miles y miles de personas vienen a
venerarla, sin contar a quienes la contemplan a través de las imágenes, es
porque en ella no ven sólo la oscuridad, sino también la luz; más que la
derrota de la vida y del amor, ven la victoria, la victoria de la vida sobre la
muerte, del amor sobre el odio; ciertamente ven la muerte de Jesús, pero
entrevén su resurrección; en el seno de la muerte ahora palpita la vida,
pues en ella habita el amor. Este es el poder de la Sábana Santa: del rostro
de este «Varón de dolores», que carga sobre sí la pasión del hombre de
todos los tiempos y lugares, incluso nuestras pasiones, nuestros
sufrimientos, nuestras dificultades, nuestros pecados —«Passio Christi.
Passio hominis»—, emana una solemne majestad, un señorío paradójico.
Este rostro, estas manos y estos pies, este costado, todo este cuerpo habla,
es en sí mismo una palabra que podemos escuchar en silencio ¿Cómo
habla la Sábana Santa? Habla con la sangre, y la sangre es la vida. La
Sábana Santa es un icono escrito con sangre; sangre de un hombre
flagelado, coronado de espinas, crucificado y herido en el costado
derecho. La imagen impresa en la Sábana Santa es la de un muerto, pero la
sangre habla de su vida. Cada traza de sangre habla de amor y de vida.
Especialmente la gran mancha cercana al costado, hecha de la sangre y del
agua que brotaron copiosamente de una gran herida provocada por un
golpe de lanza romana, esa sangre y esa agua hablan de vida. Es como un
manantial que susurra en el silencio y nosotros podemos oírlo, podemos
escucharlo en el silencio del Sábado Santo.
Queridos amigos, alabemos siempre al Señor por su amor fiel y
misericordioso. Al salir de este lugar santo, llevamos en los ojos la imagen
de la Sábana Santa, llevamos en el corazón esta palabra de amor, y
alabamos a Dios con una vida llena de fe, de esperanza y de caridad.
Gracias.

COTTOLENGO: LOS POBRES SON JESÚS


20100502. Discurso. Turín. Encuentro con los enfermos
San Cottolengo, aunque en su vida pasó por momentos dramáticos,
mantuvo siempre una serena confianza frente a los acontecimientos;
atento a captar los signos de la paternidad de Dios, reconoció en todas las
situaciones su presencia y su misericordia y, en los pobres, la imagen más
amable de su grandeza. Lo impulsaba una convicción profunda: «Los
pobres son Jesús —decía—; no son una imagen suya. Son Jesús en
persona y como tales hay que servirlos. Todos los pobres son nuestros
147
dueños, pero estos que son tan repugnantes al ojo material son nuestros
máximos dueños, son nuestras verdaderas perlas. Si no los tratamos bien,
nos echan de la Pequeña Casa. Ellos son Jesús». San José Benito
Cottolengo sintió el impulso de comprometerse por Dios y por el hombre,
movido en lo profundo del corazón por la palabra del apóstol san Pablo:
«La caridad de Cristo nos apremia» (2 Co 5, 14). Quiso traducirla en
entrega total al servicio de los más pequeños y olvidados. Principio
fundamental de su obra fue, desde el inicio, el ejercicio de la caridad
cristiana con todos, que le permitía reconocer en cada hombre, aunque
estuviera al margen de la sociedad, una gran dignidad. Había comprendido
que quien sufre y padece rechazo tiende a encerrarse, a aislarse y a
manifestar desconfianza hacia la vida misma. Por eso, hacerse cargo de
tantos sufrimientos humanos significaba, para nuestro santo, crear
relaciones de cercanía afectiva, familiar y espontánea, dando vida a
estructuras que pudieran favorecer esta cercanía, con el estilo de familia
que sigue existiendo todavía hoy.

EN TUS MANOS ENCOMIENDO MI ESPÍRITU


20100503. Homilía. Exequias del Cardenal P. A. Mayer
También para nuestro amado hermano el cardenal Paul Augustin
Mayer ha llegado la hora de partir de este mundo. Había nacido, hace casi
un siglo, en mi misma tierra, precisamente en Altötting, donde se yergue el
célebre santuario mariano al que están unidos muchos afectos y recuerdos
nuestros, de los bávaros. Así es el destino de la existencia humana: florece
de la tierra —en un punto preciso del mundo— y está llamada al cielo, a la
patria de la que proviene misteriosamente. «Desiderat anima mea ad te,
Deus» (Sal 42, 2). En este verbo «desiderat» está todo el hombre, su ser
carne y espíritu, tierra y cielo. Es el misterio originario de la imagen de
Dios en el hombre. El joven Paul —que, después, de monje se llamará
Augustin Mayer— estudió este tema en los escritos de Clemente de
Alejandría, para el doctorado en teología. Es el misterio de la vida eterna,
depositado en nosotros como una semilla desde el Bautismo, y que pide
ser acogido en el viaje de nuestra vida, hasta el día en que devolvemos el
espíritu a Dios Padre.
«Pater, in manus tuas commendo spiritum meum» (Lc 23, 46). Las
últimas palabras de Jesús en la cruz nos guían en la oración y en la
meditación, mientras estamos reunidos en torno al altar para dar la última
despedida a nuestro hermano difunto. Cada celebración nuestra de
exequias está marcada por el signo de la esperanza: en el último suspiro de
Jesús en la cruz (cf. Lc 23, 46; Jn 19, 30), Dios se entregó enteramente a la
humanidad, colmando el vacío abierto por el pecado y restableciendo la
victoria de la vida sobre la muerte. Por esto, cada hombre que muere en el
Señor participa por la fe en este acto de amor infinito, de algún modo
entrega el espíritu junto con Cristo, en la segura esperanza de que la mano
del Padre lo resucitará de entre los muertos y lo introducirá en el reino de
la vida.
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«La esperanza no defrauda —afirma el apóstol san Pablo, escribiendo
a los cristianos de Roma—, porque el amor de Dios ha sido derramado en
nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5, 5).
La grande e indefectible esperanza, fundada en la sólida roca del amor de
Dios, nos asegura que la vida de los que mueren en Cristo «no termina, se
transforma»; y «al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una
mansión eterna en el cielo» (Prefacio I de difuntos). En una época como la
nuestra, en la que el miedo a la muerte lleva a muchas personas a la
desesperación y a la búsqueda de consuelos ilusorios, el cristiano se
distingue por el hecho de que pone su seguridad en Dios, en un Amor tan
grande que puede renovar el mundo entero. «Mira que hago un mundo
nuevo» (Ap 21, 5), declara —hacia el final del libro del Apocalipsis—
Aquel que se sienta en el trono. La visión de la nueva Jerusalén expresa la
realización del deseo más profundo de la humanidad: el de vivir juntos en
paz, ya sin la amenaza de la muerte, sino gozando de la plena comunión
con Dios y entre nosotros. La Iglesia, y en particular la comunidad
monástica, constituyen una prefiguración en la tierra de esta meta final. Es
una anticipación imperfecta, marcada por límites y pecados y, por tanto,
necesitada siempre de conversión y purificación; y, con todo, en la
comunidad eucarística se pregusta la victoria del amor de Cristo sobre
aquello que divide y mortifica. «Congregavit nos in unum Christi amor»,
«El amor de Cristo nos ha reunido en la unidad»: este es el lema episcopal
de nuestro venerado hermano que nos ha dejado. Como hijo de san Benito,
experimentó la promesa del Señor: «Esta será la herencia del vencedor: yo
seré Dios para él, y él será hijo para mí» (Ap 21, 7).
Formado en la escuela de los padres benedictinos de la abadía de San
Miguel en Metten, en 1931 emitió la profesión monástica. Durante toda su
existencia trató de realizar lo que san Benito dice en la Regla: «Nada se
anteponga al amor de Cristo».

LA FE ES ABANDONARSE A ALGUIEN
20100508. Discurso. Obispos belgas en visita ad limina
Leyendo vuestras relaciones sobre el estado de vuestras respectivas
diócesis, he podido conocer el alcance de las transformaciones que está
sufriendo la sociedad belga. Se trata de tendencias comunes a numerosos
países europeos, pero que en el vuestro tienen características propias.
Algunas de ellas, ya remarcadas durante la anterior visita ad limina, se han
acentuado. Me refiero a la disminución del número de bautizados que
testimonian abiertamente su fe y su pertenencia a la Iglesia; al aumento
progresivo de la media de edad del clero, de los religiosos y de las
religiosas; al número insuficiente de personas ordenadas o consagradas
comprometidas en la pastoral activa o en los campos educativo y social; al
escaso número de candidatos al sacerdocio y a la vida consagrada. La
formación cristiana, sobre todo la de las jóvenes generaciones, y las
cuestiones relativas al respeto de la vida y a la institución del matrimonio
y de la familia constituyen otros puntos delicados. También se pueden
149
mencionar las situaciones complejas y a menudo preocupantes vinculadas
a la crisis económica, al desempleo, a la integración social de los
inmigrantes y a la coexistencia pacífica de las diversas comunidades
lingüísticas y culturales de la nación.
He podido constatar que sois conscientes de dichas situaciones y de la
importancia de insistir en una formación religiosa más sólida y profunda.
He tenido conocimiento de vuestra carta pastoral La hermosa profesión de
la fe, inscrita en el ciclo Crecer en la fe. Con esa carta habéis querido
impulsar a todos los fieles a redescubrir la belleza de la fe cristiana.
Gracias a la oración y a la reflexión en común acerca de las verdades
reveladas, expresadas en el Credo, se redescubre que la fe no consiste
únicamente en aceptar un conjunto de verdades y valores, sino ante todo
en abandonarse a Alguien, a Dios, en escucharle, en amarle y en hablarle,
en definitiva, en comprometerse a servirlo (cf. p. 5).
Un acontecimiento significativo, para el presente y para el futuro, fue
la canonización del padre Damián De Veuster. Este nuevo santo habla a la
conciencia de los belgas. ¿Acaso no se le ha designado como el hijo más
ilustre de la nación de todos los tiempos? Su grandeza, vivida en la
entrega total de sí mismo a sus hermanos leprosos, hasta el punto de que
se contagió y murió de esta enfermedad, reside en su riqueza interior, en
su oración constante, en su unión con Cristo, que veía presente en sus
hermanos, y a quienes, como él, se entregaba sin reservas. La disminución
del número de sacerdotes no se debe percibir como un proceso inevitable.
El concilio Vaticano II afirmó con fuerza que la Iglesia no puede
prescindir del ministerio de los sacerdotes. Por lo tanto, es necesario y
urgente darle el lugar que se merece y reconocer su carácter sacramental
insustituible. De ahí deriva la necesidad de una amplia y seria pastoral de
las vocaciones, basada en la ejemplaridad de la santidad de los sacerdotes,
en la atención a las semillas de vocación presentes entre los jóvenes y en
la oración asidua y confiada, según la recomendación de Jesús (cf. Mt 9,
37).

EL MES DE MAYO Y MARÍA


20100509. Regina Coeli
Mayo es un mes amado y resulta agradable por diversos aspectos. En
nuestro hemisferio la primavera avanza con un florecimiento abundante y
colorido; el clima, normalmente, es favorable a los paseos y a las
excursiones. Para la liturgia, mayo siempre pertenece al tiempo de Pascua,
el tiempo del «aleluya», de la manifestación del misterio de Cristo en la
luz de la resurrección y de la fe pascual; y es el tiempo de la espera del
Espíritu Santo, que descendió con poder sobre la Iglesia naciente en
Pentecostés. Con ambos contextos, el «natural» y el «litúrgico», armoniza
bien la tradición de la Iglesia de dedicar el mes de mayo a la Virgen María.
Ella, en efecto, es la flor más hermosa que ha brotado de la creación, la
«rosa» que apareció en la plenitud de los tiempos, cuando Dios, enviando
a su Hijo, dio al mundo una nueva primavera. Y es al mismo tiempo
150
protagonista humilde y discreta de los primeros pasos de la comunidad
cristiana: María es su corazón espiritual, porque su misma presencia en
medio de los discípulos es memoria viva del Señor Jesús y prenda del don
de su Espíritu.
El Evangelio de este domingo, tomado del capítulo 14 de san Juan, nos
ofrece un retrato espiritual implícito de la Virgen María, donde Jesús dice:
«Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre lo amará, y
vendremos a él, y haremos morada en él» (Jn 14, 23). Estas expresiones
van dirigidas a los discípulos, pero se pueden aplicar en sumo grado
precisamente a aquella que es la primera y perfecta discípula de Jesús. En
efecto, María fue la primera que guardó plenamente la palabra de su Hijo,
demostrando así que lo amaba no sólo como madre, sino antes aún como
sierva humilde y obediente; por esto Dios Padre la amó y en ella puso su
morada la Santísima Trinidad. Además, donde Jesús promete a sus amigos
que el Espíritu Santo los asistirá ayudándoles a recordar cada palabra suya
y a comprenderla profundamente (cf. Jn 14, 26), ¿cómo no pensar en
María que en su corazón, templo del Espíritu, meditaba e interpretaba
fielmente todo lo que su Hijo decía y hacía? De este modo, ya antes y
sobre todo después de la Pascua, la Madre de Jesús se convirtió también
en la Madre y el modelo de la Iglesia.

LA RESPUESTA QUE LA IGLESIA DEBE DAR


20100511. Discurso. Periodistas. En vuelo a Portugal
Padre Lombardi.- Santidad, ¿qué preocupaciones y sentimientos tiene
respecto a la situación de la Iglesia en Portugal? ¿Qué se puede decir a
Portugal, profundamente católico en el pasado y que ha llevado la fe por
el mundo, pero hoy en vías de profunda secularización, tanto en la vida
cotidiana como en el ámbito jurídico y cultural? ¿Cómo anunciar la fe en
un contexto indiferente y hostil a la Iglesia?
Papa.- Por lo que se refiere a Portugal, tengo sólo sentimientos de
alegría, de gratitud, por todo lo que ha hecho y hace este país en el mundo
y en la historia, y por la honda humanidad de este pueblo, que he podido
conocer en una visita y con tantos amigos portugueses. Diría que es
verdad, muy cierto, que Portugal ha sido una gran fuerza de la fe católica;
ha llevado esta fe, a todas las partes del mundo; una fe valiente, inteligente
y creativa. Ha sabido crear mucha cultura, como vemos en Brasil y en
Portugal mismo, así como en la presencia del espíritu portugués en África
o en Asia. Por otro lado, la presencia del secularismo no es algo
totalmente nuevo. La dialéctica entre secularismo y fe tiene una larga
historia en Portugal. Ya en el s. XVIII hay una fuerte presencia de la
Ilustración; baste pensar en el nombre Pombal. Así, pues, vemos que
Portugal ha vivido siempre en estos siglos en la dialéctica que,
naturalmente, ahora se ha radicalizado y se manifiesta con todos los signos
del espíritu europeo de hoy. Y eso me parece un desafío, y también una
gran posibilidad. En estos siglos de dialéctica entre Ilustración,
secularismo y fe, nunca han faltado quienes han querido tender puentes y
151
crear un diálogo, aunque, lamentablemente, la tendencia dominante ha
sido la de la contraposición y la exclusión uno del otro. Hoy vemos que
precisamente esta dialéctica es una chance, que hemos de encontrar una
síntesis y un diálogo profundo y de vanguardia. En la situación
multicultural en la que todos estamos, se ve que una cultura europea que
fuera únicamente racionalista no tendría la dimensión religiosa
trascendente, no estaría en condiciones de entablar un diálogo con las
grandes culturas de la humanidad, que tienen todas ellas esta dimensión
religiosa trascendente, que es una dimensión del ser humano. Por tanto,
pensar que hay sólo una razón pura, antihistórica, sólo existente en sí
misma, y que ésta sería «la» razón, es un error; descubrimos cada vez más
que toca sólo una parte del hombre, expresa una cierta situación histórica,
pero no es la razón en cuanto tal. La razón, como tal, está abierta a la
trascendencia y sólo en el encuentro entre la realidad trascendente, la fe y
la razón, el hombre se encuentra a sí mismo. Por tanto, pienso que
precisamente el cometido y la misión de Europa en esta situación es
encontrar este diálogo, integrar la fe y la racionalidad moderna en una
única visión antropológica, que completa el ser humano y que hace así
también comunicables las culturas humanas. Por eso, diría que la
presencia del secularismo es algo normal, pero la separación, la
contraposición entre secularismo y cultura de la fe es anómala y debe ser
superada. El gran reto de este momento es que ambos se encuentren y, de
este modo, encuentren su propia identidad. Como he dicho, ésta es una
misión de Europa y una necesidad humana de esta historia nuestra.
Padre Lombardi.- Gracias, Santidad, sigamos entonces con el tema de
Europa. La crisis económica se ha agravado recientemente en Europa y
afecta particularmente también a Portugal. Algunos líderes europeos
piensan que el futuro de la Unión Europea está en peligro. ¿Qué lección
se puede aprender de esta crisis, también en el plano ético y moral?
¿Cuáles son las claves para consolidar la unidad y la cooperación de los
países europeos en el futuro?
Papa.- Diría que precisamente esta crisis económica, con su
componente moral, que nadie puede dejar de ver, es un caso de aplicación,
de concretización de lo que he dicho antes, es decir, que dos corrientes
culturales separadas deben encontrarse; de otro modo no encontramos el
camino hacia el futuro. Vemos también aquí un falso dualismo, esto es, un
positivismo económico que piensa poderse realizar sin la componente
ética, un mercado que sería regulado solamente por sí mismo, por las
meras fuerzas económicas, por la racionalidad positivista y pragmatista de
la economía; la ética sería otra cosa, extraña a esto. En realidad, ahora
vemos que un puro pragmatismo económico, que prescinde de la realidad
del hombre —que es un ser ético— no concluye positivamente, sino que
crea problemas insolubles. Por eso, ahora es el momento de ver cómo la
ética no es algo externo, sino interno a la racionalidad y al pragmatismo
económico. Por otro lado, hemos de confesar también que la fe católica,
cristiana, era con frecuencia demasiado individualista, dejaba las cosas
concretas, económicas, al mundo, y pensaba sólo en la salvación
152
individual, en los actos religiosos, sin ver que éstos implican una
responsabilidad global, una responsabilidad respecto al mundo. Por tanto,
también aquí hemos de entablar un diálogo concreto. En mi
encíclica Caritas in veritate —y toda la tradición de la Doctrina social de
la Iglesia va en este sentido— he tratado de ampliar el aspecto ético y de
la fe más allá del individuo, a la responsabilidad respecto al mundo, a una
racionalidad «performada» de la ética. Por otra parte, lo que ha sucedido
en el mercado en estos últimos dos o tres años ha mostrado que la
dimensión ética es interna y debe entrar dentro de la actividad económica,
porque el hombre es uno y se trata del hombre, de una antropología sana,
que implica todo, y sólo así se resuelve el problema, sólo así Europa
desarrolla y cumple su misión.
Padre Lombardi.- Gracias. Hablemos ahora de Fátima, donde tendrá
lugar un poco el culmen también espiritual de este viaje. Santidad, ¿qué
significado tienen para nosotros las apariciones de Fátima? Cuando
usted presentó el texto del tercer secreto de Fátima en la Sala de Prensa
Vaticana, en junio de 2000, estábamos varios de nosotros y otros colegas
de entonces, y se le preguntó si el mensaje podía extenderse, más allá del
atentado a Juan Pablo II, también al sufrimiento de los Papas. Según
usted, ¿es posible encuadrar igualmente en aquella visión el sufrimiento
de la Iglesia de hoy, por los pecados de abusos sexuales de los menores?
Papa.- Ante todo, quisiera expresar mi alegría de ir a Fátima, de rezar
ante la Virgen de Fátima, que para nosotros es un signo de la presencia de
la fe, que precisamente de los pequeños nace una nueva fuerza de la fe,
que no se reduce a los pequeños, sino que tiene un mensaje para todo el
mundo y toca la historia precisamente en su presente e ilumina esta
historia. En 2000, en la presentación, dije que una aparición, es decir, un
impulso sobrenatural, que no proviene solamente de la imaginación de la
persona, sino en realidad de la Virgen María, de lo sobrenatural, que un
impulso de este tipo entra en un sujeto y se expresa en las posibilidades
del sujeto. El sujeto está determinado por sus condiciones históricas,
personales, temperamentales y, por tanto, traduce el gran impulso
sobrenatural según sus posibilidades de ver, imaginar, expresar; pero en
estas expresiones articuladas por el sujeto se esconde un contenido que va
más allá, más profundo, y sólo en el curso de la historia podemos ver toda
la hondura, que estaba, por decirlo así, «vestida» en esta visión posible a
las personas concretas. De este modo, diría también aquí que, además de
la gran visión del sufrimiento del Papa, que podemos referir al Papa Juan
Pablo II en primera instancia, se indican realidades del futuro de la Iglesia,
que se desarrollan y se muestran paulatinamente. Por eso, es verdad que
además del momento indicado en la visión, se habla, se ve la necesidad de
una pasión de la Iglesia, que naturalmente se refleja en la persona del
Papa, pero el Papa está por la Iglesia y, por tanto, son sufrimientos de la
Iglesia los que se anuncian. El Señor nos ha dicho que la Iglesia tendría
que sufrir siempre, de diversos modos, hasta el fin del mundo. Lo
importante es que el mensaje, la respuesta de Fátima, no tiene que ver
sustancialmente con devociones particulares, sino con la respuesta
153
fundamental, es decir, la conversión permanente, la penitencia, la oración,
y las tres virtudes teologales: fe, esperanza y caridad. De este modo,
vemos aquí la respuesta verdadera y fundamental que la Iglesia debe dar,
que nosotros, cada persona, debemos dar en esta situación. La novedad
que podemos descubrir hoy en este mensaje reside en el hecho de que los
ataques al Papa y a la Iglesia no sólo vienen de fuera, sino que los
sufrimientos de la Iglesia proceden precisamente de dentro de la Iglesia,
del pecado que hay en la Iglesia. También esto se ha sabido siempre, pero
hoy lo vemos de modo realmente tremendo: que la mayor persecución de
la Iglesia no procede de los enemigos externos, sino que nace del pecado
en la Iglesia y que la Iglesia, por tanto, tiene una profunda necesidad de
volver a aprender la penitencia, de aceptar la purificación, de aprender, de
una parte, el perdón, pero también la necesidad de la justicia. El perdón no
sustituye la justicia. En una palabra, debemos volver a aprender estas
cosas esenciales: la conversión, la oración, la penitencia y las virtudes
teologales. De este modo, respondemos, somos realistas al esperar que el
mal ataca siempre, ataca desde el interior y el exterior, pero también que
las fuerzas del bien están presentes y que, al final, el Señor es más fuerte
que el mal, y la Virgen para nosotros es la garantía visible y materna de la
bondad de Dios, que es siempre la última palabra de la historia.

NO DAR POR DESCONTADA LA FE


20100511. Homilía. Lisboa
«Id y haced discípulos de todos los pueblos, [...] enseñándoles a
guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros
todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). Estas palabras de Cristo
resucitado tienen un significado particular en esta ciudad de Lisboa, de
donde han salido numerosas generaciones de cristianos – obispos,
sacerdotes, personas consagradas y laicos, hombres y mujeres, jóvenes y
menos jóvenes – obedeciendo a la llamada del Señor y armados
simplemente con esta certeza que Él les dejó: «Yo estoy con vosotros
todos los días». Portugal se ha ganado un puesto glorioso entre las
naciones por el servicio prestado a la difusión de la fe: en las cinco partes
del mundo, hay Iglesias particulares nacidas gracias a la acción misionera
portuguesa.
Jesucristo, del mismo modo que se unió a los discípulos en el camino
de Emaús, camina también con nosotros según su promesa: «Yo estoy con
vosotros todos los días, hasta el fin del mundo». Aunque de modo
diferente a los Apóstoles, también nosotros tenemos una experiencia
auténtica y personal de la presencia del Señor resucitado. Se supera la
distancia de los siglos, y el Resucitado se ofrece vivo y operante por
medio de nosotros en el hoy de la Iglesia y del mundo. Ésta es nuestra
gran alegría. En el caudal vivo de la Tradición de la Iglesia, Cristo no está
a dos mil años de distancia, sino que está realmente presente entre
nosotros y nos da la Verdad, nos da la Luz que nos hace vivir y encontrar
el camino hacia el futuro.
154
Está presente en su Palabra, en la asamblea del Pueblo de Dios con sus
Pastores y, de modo eminente, Jesús está con nosotros aquí en el
sacramento de su Cuerpo y de su Sangre.
Lisboa amiga, puerto y refugio de tantas esperanzas que ponía en ti
quien partía, y que albergaba quien te visitaba; me gustaría usar hoy estas
llaves que me has entregado para que puedas fundar tus esperanzas
humanas en la divina Esperanza. En la lectura que acabamos de
proclamar, tomada de la primera Carta de San Pedro, hemos oído: «Yo
coloco en Sión una piedra angular, escogida y preciosa; el que crea en ella
no quedará defraudado». Y el Apóstol explica: Acercaos al Señor, «la
piedra viva desechada por los hombres, pero escogida y preciosa ante
Dios» (1 P 2,6.4). Hermanos y hermanas, quien cree en Jesús no quedará
defraudado; esto es Palabra de Dios, que no se engaña ni puede
engañarnos. Palabra confirmada por una «muchedumbre inmensa, que
nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas», y que el
autor del Apocalipsis ha visto «vestidos con vestiduras blancas y con
palmas en sus manos» (Ap 7,9). En esta innumerable multitud, no están
sólo los santos Verísimo, Máxima y Julia, martirizados aquí en la
persecución de Diocleciano, o san Vicente, diácono y mártir, patrón
principal del Patriarcado, san Antonio y san Juan de Brito, que salieron de
aquí para sembrar la buena semilla de Dios en otras tierras y pueblos, o
san Nuño de Santa María, que he inscrito en el libro de los santos hace
algo más de un año. De ella forman parte también los «siervos de nuestro
Dios» de todo tiempo y lugar, que llevan marcada su frente con el signo de
la cruz, con el sello «de Dios vivo» (Ap 7,2), el Espíritu Santo. Éste es el
rito inicial que se ha realizado en cada uno de nosotros en el Bautismo,
sacramento por el que la Iglesia da a luz a los «santos».
Sabemos que no le faltan hijos reacios e incluso rebeldes, pero es en
los santos donde la Iglesia reconoce sus propios rasgos característicos y,
precisamente en ellos, saborea su alegría más profunda. Todos tienen en
común el deseo de encarnar el Evangelio en su existencia, bajo el impulso
del eterno animador del Pueblo de Dios, que es el Espíritu Santo. Al fijar
la mirada sobre sus propios santos, esta Iglesia particular ha llegado a la
conclusión de que la prioridad pastoral de hoy es hacer de cada hombre y
mujer cristianos una presencia radiante de la perspectiva evangélica en
medio del mundo, en la familia, la cultura, la economía y la política. Con
frecuencia nos preocupamos afanosamente por las consecuencias sociales,
culturales y políticas de la fe, dando por descontado que hay fe, lo cual,
lamentablemente, es cada vez menos realista. Se ha puesto una confianza
tal vez excesiva en las estructuras y en los programas eclesiales, en la
distribución de poderes y funciones, pero ¿qué pasaría si la sal se volviera
insípida?
Para que esto no ocurra, es necesario anunciar de nuevo con vigor y
alegría el acontecimiento de la muerte y resurrección de Cristo, corazón
del cristianismo, el núcleo y fundamento de nuestra fe, recio soporte de
nuestras certezas, viento impetuoso que disipa todo miedo e indecisión,
cualquier duda y cálculo humano. La resurrección de Cristo nos asegura
155
que ningún poder adverso podrá jamás destruir la Iglesia. Así, pues,
nuestra fe tiene fundamento, pero hace falta que esta fe se haga vida en
cada uno de nosotros. Por tanto, se ha de hacer un gran esfuerzo capilar
para que todo cristiano se convierta en un testigo capaz de dar cuenta
siempre y a todos de la esperanza que lo anima (cf. 1 P 3,15). Sólo Cristo
puede satisfacer plenamente los anhelos más profundos del corazón
humano y dar respuesta a sus interrogantes que más le inquietan sobre el
sufrimiento, la injusticia y el mal, sobre la muerte y la vida del más allá.
Queridos hermanos y jóvenes amigos, Cristo está siempre con nosotros
y camina siempre con su Iglesia, la acompaña y la protege, como Él nos
dijo: «Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt
28,20). Nunca dudéis de su presencia. Buscad siempre al Señor Jesús,
creced en la amistad con Él, recibidlo en la comunión. Aprended a
escuchar su palabra y a reconocerlo también en los pobres. Vivid vuestra
existencia con alegría y entusiasmo, seguros de su presencia y su amistad
gratuita, generosa, fiel hasta la muerte de cruz. Dad testimonio a todos de
la alegría por su presencia, fuerte y suave, comenzando por vuestros
coetáneos. Decidles que es hermoso ser amigo de Jesús y que vale la pena
seguirlo. Mostrad con vuestro entusiasmo que, de las muchas formas de
vivir que el mundo parece ofrecernos hoy – aparentemente todas del
mismo nivel –, la única en la que se encuentra el verdadero sentido de la
vida y, por tanto, la alegría auténtica y duradera, es siguiendo a Jesús.
Buscad cada día la protección de María, Madre del Señor y espejo de
toda santidad. Ella, la toda Santa, os ayudará a ser fieles discípulos de su
Hijo Jesucristo.

LA PRINCIPAL PREOCUPACIÓN DEBE SER LA FIDELIDAD


20100512. Homilía. Fátima. Vísperas con sacerdotes y religiosos
“Cuando se cumplió el tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de una
mujer [...] para que recibiéramos el ser hijos adoptivos” (Ga 4, 4.5). La
plenitud de los tiempos llegó, cuando el Eterno irrumpió en el tiempo: por
obra y gracia del Espíritu Santo, el Hijo del Altísimo fue concebido y se
hizo hombre en el seno de una mujer: la Virgen Madre, tipo y modelo
excelso de la Iglesia creyente. Ella no deja de generar nuevos hijos en el
Hijo, que el Padre ha querido como primogénito de muchos hermanos.
Cada uno de nosotros está llamado a ser, con María y como María, un
signo humilde y sencillo de la Iglesia que continuamente se ofrece como
esposa en las manos de su Señor.
A todos vosotros, que habéis entregado vuestras vidas a Cristo, deseo
expresaros esta tarde el aprecio y el reconocimiento de la Iglesia.
Gracias por vuestro testimonio a menudo silencioso y para nada fácil;
gracias por vuestra fidelidad al Evangelio y a la Iglesia. En este
“cenáculo” ideal de fe que es Fátima, la Virgen Madre nos indica el
camino para nuestra oblación pura y santa en las manos del Padre.
Permitidme que os abra mi corazón para deciros que la principal
preocupación de cada cristiano, especialmente de la persona consagrada y
156
del ministro del Altar, debe ser la fidelidad, la lealtad a la propia vocación,
como discípulo que quiere seguir al Señor. La fidelidad a lo largo del
tiempo es el nombre del amor; de un amor coherente, verdadero y
profundo a Cristo Sacerdote. “Si el Bautismo es una verdadera entrada en
la santidad de Dios por medio de la inserción en Cristo y la inhabitación
de su Espíritu, sería un contrasentido contentarse con una vida mediocre,
vivida según una ética minimalista y una religiosidad superficial” (Juan
Pablo II, Novo millennio ineunte, 31). Que, en este Año Sacerdotal que
mira ya a su fin, descienda sobre todos vosotros abundantes gracias para
que viváis el gozo de la consagración y testimoniéis la fidelidad sacerdotal
fundada en la fidelidad de Cristo. Esto supone evidentemente una
auténtica intimidad con Cristo en la oración, ya que la experiencia fuerte e
intensa del amor del Señor llevará a los sacerdotes y a los consagrados a
corresponder de un modo exclusivo y esponsal a su amor.
Esta vida de especial consagración nació como memoria evangélica
para el pueblo de Dios, memoria que manifiesta, certifica y anuncia a toda
la Iglesia la radicalidad evangélica y la venida del Reino. Por lo tanto,
queridos consagrados y consagradas, con vuestra dedicación a la oración,
a la ascesis, al progreso en la vida espiritual, a la acción apostólica y a la
misión, tended a la Jerusalén celeste, anticipad la Iglesia escatológica,
firme en la posesión y en la contemplación amorosa del Dios Amor. Este
testimonio es muy necesario en el momento presente. Muchos de nuestros
hermanos viven como si no existiese el más allá, sin preocuparse de la
propia salvación eterna. Todos los hombres están llamados a conocer y a
amar a Dios, y la Iglesia tiene como misión ayudarles en esta vocación.
Sabemos bien que Dios es el dueño de sus dones, y que la conversión de
los hombres es una gracia. Pero nosotros somos responsables del anuncio
de la fe, en su integridad y con sus exigencias. Queridos amigos, imitemos
al Cura de Ars que rezaba así al buen Dios: “Concédeme la conversión de
mi parroquia, y yo acepto sufrir todo lo que tu quieras durante el resto de
mi vida”. Él hizo todo lo posible por sacar a las personas de la tibieza y
conducirlas al amor.
Hay una solidaridad profunda entre todos los miembros del Cuerpo de
Cristo: no es posible amarlo sin amar a sus hermanos. Juan María Vianney
quiso ser sacerdote precisamente para la salvación de ellos: “Ganar la
almas para el buen Dios”, declaraba al anunciar su vocación con dieciocho
años de edad, así como Pablo decía: “Ganar a todos los que pueda” (1 Co
9,19). El Vicario general le había dicho: “No hay mucho amor de Dios en
la Parroquia, usted lo pondrá”. Y, en su pasión sacerdotal, el santo párroco
era misericordioso como Jesús en el encuentro con cada pecador. Prefería
insistir en el aspecto atrayente de la virtud, en la misericordia de Dios, en
cuya presencia nuestros pecados son “granos de arena”. Presentaba la
ternura de Dios ofendida. Temía que los sacerdotes se volvieran
“insensibles” y se acostumbraran a la indiferencia de sus fieles: “Ay del
Pastor -advertía- que permanece en silencio viendo cómo se ofende a Dios
y las almas se pierden”.
157
Amados hermanos sacerdotes, en este lugar especial por la presencia
de María, teniendo ante nuestros ojos su vocación de fiel discípula de su
Hijo Jesús, desde su concepción hasta la Cruz y después en el camino de
la Iglesia naciente, considerad la extraordinaria gracia de vuestro
sacerdocio. La fidelidad a la propia vocación exige arrojo y confianza,
pero el Señor también quiere que sepáis unir vuestras fuerzas; mostraos
solícitos unos con otros, sosteniéndoos fraternalmente. Los momentos de
oración y estudio en común, compartiendo las exigencias de la vida y del
trabajo sacerdotal, son una parte necesaria de vuestra existencia. Cuánto
bien os hace esa acogida mutua en vuestras casas, con la paz de Cristo en
vuestros corazones. Qué importante es que os ayudéis mutuamente con la
oración, con consejos útiles y con el discernimiento. Estad particularmente
atentos a las situaciones que debilitan de alguna manera los ideales
sacerdotales o la dedicación a actividades que no concuerdan del todo con
lo que es propio de un ministro de Jesucristo. Por lo tanto, asumid como
una necesidad actual, junto al calor de la fraternidad, la actitud firme de un
hermano que ayuda a otro hermano a “permanecer en pie”.
Aunque el sacerdocio de Cristo es eterno (cfr. Hb 5,6), la vida de los
sacerdotes es limitada. Cristo quiere que otros, a lo largo de los siglos,
perpetúen el sacerdocio ministerial instituido por Él. Por lo tanto,
mantened en vuestro interior y en vuestro entorno la tensión de suscitar
entre los fieles -colaborando con la gracia del Espíritu Santo- nuevas
vocaciones sacerdotales. La oración confiada y perseverante, el amor
gozoso a la propia vocación y la dedicación a la dirección espiritual os
ayudará a discernir el carisma vocacional en aquellos que Dios llama.
Queridos seminaristas, que ya habéis dado el primer paso hacia el
sacerdocio y os estáis preparando en el Seminario Mayor o en las Casas de
Formación religiosa, el Papa os anima a ser conscientes de la gran
responsabilidad que tendréis que asumir: examinad bien las intenciones y
motivaciones; dedicaos con entusiasmo y con espíritu generoso a vuestra
formación. La Eucaristía, centro de la vida del cristiano y escuela de
humildad y de servicio, debe ser el objeto principal de vuestro amor. La
adoración, la piedad y la atención al Santísimo Sacramento, a lo largo de
estos años de preparación, harán que un día celebréis el sacrificio del Altar
con verdadera y edificante unción.
En este camino de fidelidad, amados sacerdotes y diáconos,
consagrados y consagradas, seminaristas y laicos comprometidos, nos guía
y acompaña la Bienaventurada Virgen María. Con Ella y como Ella somos
libres para ser santos; libres para ser pobres, castos y obedientes; libres
para todos, porque estamos desprendidos de todo; libres de nosotros
mismos para que en cada uno crezca Cristo, el verdadero consagrado al
Padre y el Pastor al cual los sacerdotes, siendo presencia suya, prestan su
voz y sus gestos; libres para llevar a la sociedad moderna a Jesús muerto y
resucitado, que permanece con nosotros hasta el final de los siglos y se da
a todos en la Santísima Eucaristía.
158
ORACIÓN DE CONSAGRACIÓN DE LOS SACERDOTES A
MARÍA
20100512. Oración. Fátima
Madre Inmaculada,
en este lugar de gracia,
convocados por el amor de tu Hijo Jesús,
Sumo y Eterno Sacerdote, nosotros,
hijos en el Hijo y sacerdotes suyos,
nos consagramos a tu Corazón materno,
para cumplir fielmente la voluntad del Padre.
Somos conscientes de que, sin Jesús,
no podemos hacer nada (cfr. Jn 15,5)
y de que, sólo por Él, con Él y en Él,
seremos instrumentos de salvación para el mundo.
Esposa del Espíritu Santo,
alcánzanos el don inestimable
de la transformación en Cristo.
Por la misma potencia del Espíritu que,
extendiendo su sombra sobre Ti,
te hizo Madre del Salvador,
ayúdanos para que Cristo, tu Hijo,
nazca también en nosotros.
Y, de este modo, la Iglesia pueda
ser renovada por santos sacerdotes,
transfigurados por la gracia de Aquel
que hace nuevas todas las cosas.
Madre de Misericordia,
ha sido tu Hijo Jesús quien nos ha llamado
a ser como Él:
luz del mundo y sal de la tierra
(cfr. Mt 5,13-14).
Ayúdanos,
con tu poderosa intercesión,
a no desmerecer esta vocación sublime,
a no ceder a nuestros egoísmos,
ni a las lisonjas del mundo,
ni a las tentaciones del Maligno.
Presérvanos con tu pureza,
custódianos con tu humildad
y rodéanos con tu amor maternal,
que se refleja en tantas almas
consagradas a ti
y que son para nosotros
auténticas madres espirituales.
Madre de la Iglesia,
nosotros, sacerdotes,
159
queremos ser pastores
que no se apacientan a sí mismos,
sino que se entregan a Dios por los hermanos,
encontrando la felicidad en esto.
Queremos cada día repetir humildemente
no sólo de palabra sino con la vida,
nuestro “aquí estoy”.
Guiados por ti,
queremos ser Apóstoles
de la Divina Misericordia,
llenos de gozo por poder celebrar diariamente
el Santo Sacrificio del Altar
y ofrecer a todos los que nos lo pidan
el sacramento de la Reconciliación.
Abogada y Mediadora de la gracia,
tu que estas unida
a la única mediación universal de Cristo,
pide a Dios, para nosotros,
un corazón completamente renovado,
que ame a Dios con todas sus fuerzas
y sirva a la humanidad como tú lo hiciste.
Repite al Señor
esa eficaz palabra tuya:“no les queda vino” (Jn 2,3),
para que el Padre y el Hijo derramen sobre nosotros,
como una nueva efusión,
el Espíritu Santo.
Lleno de admiración y de gratitud
por tu presencia continua entre nosotros,
en nombre de todos los sacerdotes,
también yo quiero exclamar:
“¿quién soy yo para que me visite
la Madre de mi Señor? (Lc 1,43)
Madre nuestra desde siempre,
no te canses de “visitarnos”,
consolarnos, sostenernos.
Ven en nuestra ayuda
y líbranos de todos los peligros
que nos acechan.
Con este acto de ofrecimiento y consagración,
queremos acogerte de un modo
más profundo y radical,
para siempre y totalmente,
en nuestra existencia humana y sacerdotal.
Que tu presencia haga reverdecer el desierto
de nuestras soledades y brillar el sol
en nuestras tinieblas,
haga que torne la calma después de la tempestad,
160
para que todo hombre vea la salvación
del Señor,
que tiene el nombre y el rostro de Jesús,
reflejado en nuestros corazones,
unidos para siempre al tuyo.
Así sea.

DIOS BUSCA A LOS JUSTOS PARA SALVAR LA CIUDAD


20100513. Homilía. Fátima. Misa en la explanada
“Su estirpe será célebre entre las naciones, [...] son la estirpe que
bendijo el Señor” (Is 61,9). Así comenzaba la primera lectura de esta
Eucaristía, cuyas palabras encuentran un admirable cumplimiento en esta
asamblea recogida con devoción a los pies de la Virgen de Fátima.
Hermanas y hermanos amadísimos, también yo he venido como peregrino,
a esta “casa” que María ha elegido para hablarnos en estos tiempos
modernos. He venido a Fátima para gozar de la presencia de María y de su
protección materna. He venido a Fátima, porque hoy converge hacia este
lugar la Iglesia peregrina, querida por su Hijo como instrumento de
evangelización y sacramento de salvación. He venido a Fátima a rezar,
con María y con tantos peregrinos, por nuestra humanidad afligida por
tantas miserias y sufrimientos. En definitiva, he venido a Fátima, con los
mismos sentimientos de los Beatos Francisco y Jacinta y de la Sierva de
Dios Lucía, para hacer ante la Virgen una profunda confesión de que
“amo”, de que la Iglesia y los sacerdotes “aman” a Jesús y desean fijar sus
ojos en Él, mientras concluye este Año Sacerdotal, y para poner bajo la
protección materna de María a los sacerdotes, consagrados y consagradas,
misioneros y todos los que trabajan por el bien y que hacen de la Casa de
Dios un lugar acogedor y benéfico.
Ellos son la estirpe que el Señor ha bendecido...
Sí, el Señor, nuestra gran esperanza, está con nosotros; en su amor
misericordioso, ofrece un futuro a su pueblo: un futuro de comunión con
él. Tras haber experimentado la misericordia y el consuelo de Dios, que no
lo había abandonado a lo largo del duro camino de vuelta del exilio de
Babilonia, el pueblo de Dios exclama: “Desbordo de gozo con el Señor, y
me alegro con mi Dios” (Is 61,10). La Virgen Madre de Nazaret es la hija
excelsa de este pueblo, la cual, revestida de la gracia y sorprendida
dulcemente por la gestación de Dios en su seno, hace suya esta alegría y
esta esperanza en el cántico del Magnificat: “Mi espíritu exulta en Dios,
mi Salvador”. Pero ella no se ve como una privilegiada en medio de un
pueblo estéril, sino que más bien profetiza para ellos la entrañable alegría
de una maternidad prodigiosa de Dios, porque “su misericordia llega a sus
fieles de generación en generación” (Lc 1, 47. 50).
Este bendito lugar es prueba de ello. Dentro de siete años volveréis
aquí para celebrar el centenario de la primera visita de la Señora “venida
del Cielo”, como Maestra que introduce a los pequeños videntes en el
conocimiento íntimo del Amor trinitario y los conduce a saborear al
161
mismo Dios como el hecho más hermoso de la existencia humana. Una
experiencia de gracia que los ha enamorado de Dios en Jesús, hasta el
punto de que Jacinta exclamaba: “Me gusta mucho decirle a Jesús que lo
amo. Cuando se lo digo muchas veces, parece que tengo un fuego en el
pecho, pero no me quema”. Y Francisco decía: “Lo que más me ha
gustado de todo, fue ver a Nuestro Señor en aquella luz que Nuestra
Madre puso en nuestro pecho. Quiero muchísimo a Dios”. (Memórias da
Irmā Lúcia, I, 40 e 127).
Hermanos, al escuchar estas revelaciones místicas tan inocentes y
profundas de los Pastorcillos, alguno podría mirarlos con una cierta
envidia porque ellos han visto, o con la desalentada resignación de quien
no ha tenido la misma suerte, a pesar de querer ver. A estas personas, el
Papa les dice lo mismo que Jesús: “Estáis equivocados, porque no
entendéis la Escritura ni el poder de Dios” (Mc 12,24). Las Escrituras nos
invitan a creer: “Dichosos los que crean sin haber visto” (Jn 20,29), pero
Dios —más íntimo a mí de cuanto lo sea yo mismo (cf. S. Agustín,
Confesiones, III, 6, 11)— tiene el poder para llegar a nosotros, en
particular mediante los sentidos interiores, de manera que el alma es
tocada suavemente por una realidad que va más allá de lo sensible y que
nos capacita para alcanzar lo no sensible, lo invisible a los sentidos. Por
esta razón, se pide una vigilancia interior del corazón que muchas veces
no tenemos debido a las fuertes presiones de las realidades externas y de
las imágenes y preocupaciones que llenan el alma (cf. Comentario
teológico del Mensaje de Fátima, 2000). Sí, Dios nos puede alcanzar,
ofreciéndose a nuestra mirada interior.
Más aún, aquella Luz presente en la interioridad de los Pastorcillos,
que proviene del futuro de Dios, es la misma que se ha manifestado en la
plenitud de los tiempos y que ha venido para todos: el Hijo de Dios hecho
hombre. Que Él tiene poder para inflamar los corazones más fríos y tristes,
lo vemos en el pasaje de los discípulos de Emaús (cf. Lc 24,32). Por lo
tanto, nuestra esperanza tiene un fundamento real, se basa en un evento
que se sitúa en la historia a la vez que la supera: es Jesús de Nazaret. Y el
entusiasmo que suscitaba su sabiduría y su poder salvador en la gente de
su tiempo era tal que una mujer en medio de la multitud —como hemos
oído en el Evangelio— exclamó: “¡Dichoso el vientre que te llevó y los
pechos que te criaron!”. A lo que Jesús respondió: “Mejor: ¡Dichosos los
que escuchan la palabra de Dios y la cumplen!” (Lc 11, 27.28). Pero,
¿quién tiene tiempo para escuchar su palabra y dejarse fascinar por su
amor? ¿Quién permanece, en la noche de las dudas y de las
incertidumbres, con el corazón vigilante en oración? ¿Quién espera el alba
de un nuevo día, teniendo encendida la llama de la fe? La fe en Dios abre
al hombre un horizonte de una esperanza firme que no defrauda; indica un
sólido fundamento sobre el cual apoyar, sin miedos, la propia vida; pide el
abandono, lleno de confianza, en las manos del Amor que sostiene el
mundo.
“Su estirpe será célebre entre las naciones, [...] son la estirpe que
bendijo el Señor” (Is 61,9), con una esperanza inquebrantable y que
162
fructifica en un amor que se sacrifica por los otros, pero que no sacrifica a
los otros; más aún —como hemos escuchado en la segunda lectura—,
“todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta” (1 Co
13,7). Los Pastorcillos son un ejemplo de esto; han hecho de su vida una
ofrenda a Dios y un compartir con los otros por amor de Dios. La Virgen
los ha ayudado a abrir el corazón a la universalidad del amor. En
particular, la beata Jacinta se mostraba incansable en su generosidad con
los pobres y en el sacrificio por la conversión de los pecadores. Sólo con
este amor fraterno y generoso lograremos edificar la civilización del Amor
y de la Paz.
Se equivoca quien piensa que la misión profética de Fátima está
acabada. Aquí resurge aquel plan de Dios que interpela a la humanidad
desde sus inicios: “¿Dónde está Abel, tu hermano? [...] La sangre de tu
hermano me está gritando desde la tierra” (Gn 4,9). El hombre ha sido
capaz de desencadenar una corriente de muerte y de terror, que no logra
interrumpirla... En la Sagrada Escritura se muestra a menudo que Dios se
pone a buscar a los justos para salvar la ciudad de los hombres y lo mismo
hace aquí, en Fátima, cuando Nuestra Señora pregunta: “¿Queréis
ofreceros a Dios para soportar todos los sufrimientos que Él quiera
mandaros, como acto de reparación por los pecados por los cuales Él es
ofendido, y como súplica por la conversión de los pecadores?” (Memórias
da Irmā Lúcia, I, 162).
Con la familia humana dispuesta a sacrificar sus lazos más sagrados en
el altar de los mezquinos egoísmos de nación, raza, ideología, grupo,
individuo, nuestra Madre bendita ha venido desde el Cielo ofreciendo la
posibilidad de sembrar en el corazón de todos los que se acogen a ella el
Amor de Dios que arde en el suyo. Al principio fueron sólo tres, pero el
ejemplo de sus vidas se ha difundido y multiplicado en numerosos grupos
por toda la faz de la tierra, dedicados a la causa de la solidaridad fraterna,
en especial al paso de la Virgen Peregrina. Que estos siete años que nos
separan del centenario de las Apariciones impulsen el anunciado triunfo
del Corazón Inmaculado de María para gloria de la Santísima Trinidad.

EL SUFRIMIENTO SIRVE PARA LA SALVACIÓN


20100513. Homilía. Fátima. Saludo a los enfermos
Hermano mío y hermana mía, tú tienes “un valor tan grande para Dios
que se hizo hombre para poder com-padecer Él mismo con el hombre, de
modo muy real, en carne y sangre, como nos manifiesta el relato de la
Pasión de Jesús. Por eso, en cada pena humana ha entrado uno que
comparte el sufrir y el padecer; de ahí se difunde en cada sufrimiento la
con-solatio, el consuelo del amor participado de Dios y así aparece la
estrella de la esperanza” (Enc. Spe salvi, 39). Con esta esperanza en el
corazón, podrás salir de las arenas movedizas de la enfermedad y de la
muerte, y permanecer de pie sobre la roca firme del amor divino. En otras
palabras, podrás superar la sensación de la inutilidad del sufrimiento que
consume interiormente a las personas y las hace sentirse un peso para los
163
otros, cuando, en realidad, vivido con Jesús, el sufrimiento sirve para la
salvación de los hermanos.
¿Cómo es posible esto? Las fuentes de la fuerza divina manan
precisamente en medio de la debilidad humana. Es la paradoja del
Evangelio. Por eso, el divino Maestro, más que detenerse en explicar las
razones del sufrimiento, prefirió llamar a cada uno a seguirlo con estas
palabras: “El que quiera venirse conmigo… que cargue con su cruz y me
siga” (cf. Mc 8, 34). Ven conmigo. Participa con tu sufrimiento en esta
obra de la salvación del mundo, que se realiza mediante mi sufrimiento,
por medio de mi Cruz. A medida que abraces tu cruz, uniéndote
espiritualmente a la mía, se desvelará a tus ojos el significado salvífico del
sufrimiento. Encontrarás en medio del sufrimiento la paz interior e incluso
la alegría espiritual.
Queridos enfermos, acoged esta llamada de Jesús que pasará junto a
vosotros en el Santísimo Sacramento y confiadle todas las contrariedades
y penas que afrontáis, para que se conviertan —según sus designios— en
medio de redención para todo el mundo. Vosotros seréis redentores en el
Redentor, como sois hijos en el Hijo. Junto a la cruz… está la Madre de
Jesús, nuestra Madre.

DE LA SANTIDAD NACE LA AUTÉNTICA RENOVACIÓN


20100513. Discurso. Obispos de Portugal. Fátima
El Papa necesita abrirse cada vez más al misterio de la Cruz,
abrazándola como única esperanza y última vía para ganar y reunir en el
Crucificado a todos sus hermanos y hermanas en humanidad. En
obediencia a la Palabra de Dios, está llamado a vivir, no para sí mismo,
sino para que Dios esté presente en el mundo.
Verdaderamente, los tiempos en que vivimos exigen una nueva fuerza
misionera en los cristianos, llamados a formar un laicado maduro,
identificado con la Iglesia, solidario con la compleja transformación del
mundo. Se necesitan auténticos testigos de Jesucristo, especialmente en
aquellos ambientes humanos donde el silencio de la fe es más amplio y
profundo: entre los políticos, intelectuales, profesionales de los medios de
comunicación, que profesan y promueven una propuesta monocultural,
desdeñando la dimensión religiosa y contemplativa de la vida. En dichos
ámbitos, hay muchos creyentes que se avergüenzan y dan una mano al
secularismo, que levanta barreras a la inspiración cristiana. Entre tanto,
queridos hermanos, quienes defienden con valor en estos ambientes un
vigoroso pensamiento católico, fiel al Magisterio, han de seguir recibiendo
vuestro estímulo y vuestra palabra esclarecedora, para vivir la libertad
cristiana como fieles laicos.
Mantened viva en el escenario del mundo de hoy la dimensión
profética, sin mordazas, porque «la palabra de Dios no está encadenada»
(2 Tm 2,9). Las gentes invocan la Buena Nueva de Jesucristo, que da
sentido a sus vidas y salvaguarda su dignidad. En cuanto primeros
evangelizadores, os será útil conocer y comprender los diversos factores
164
sociales y culturales, sopesar las necesidades espirituales y programar
eficazmente los recursos pastorales; pero lo decisivo es llegar a inculcar
en todos los agentes de la evangelización un verdadero afán de santidad,
sabiendo que el resultado proviene sobre todo de la unión con Cristo y de
la acción de su Espíritu.
En efecto, cuando en opinión de muchos la fe católica ha dejado de ser
patrimonio común de la sociedad, y se la ve a menudo como una semilla
acechada y ofuscada por «divinidades» y por los señores de este mundo,
será muy difícil que la fe llegue a los corazones mediante simples
disquisiciones o moralismos, y menos aún a través de genéricas
referencias a los valores cristianos. El llamamiento valiente a los
principios en su integridad es esencial e indispensable; no obstante, el
mero enunciado del mensaje no llega al fondo del corazón de la persona,
no toca su libertad, no cambia la vida. Lo que fascina es sobre todo el
encuentro con personas creyentes que, por su fe, atraen hacia la gracia de
Cristo, dando testimonio de Él. Me vienen a la mente aquellas palabras del
Papa Juan Pablo II: «La Iglesia tiene necesidad sobre todo de grandes
corrientes, movimientos y testimonios de santidad entre los “fieles de
Cristo”, porque de la santidad nace toda auténtica renovación de la Iglesia,
todo enriquecimiento de la inteligencia de la fe y del seguimiento
cristiano, una reactualización vital y fecunda del cristianismo en el
encuentro con las necesidades de los hombres y una renovada forma de
presencia en el corazón de la existencia humana y de la cultura de las
naciones» (Discurso en el vigésimo aniversario de la promulgación del
Decreto conciliar «Apostolicam actuositatem», 18 noviembre 1985).
Alguno podría decir: «La Iglesia tiene necesidad de grandes corrientes,
movimientos y testimonios de santidad..., pero no los hay».
A este respecto, os confieso la agradable sorpresa que he tenido al
encontrarme con los movimientos y las nuevas comunidades eclesiales. Al
observarlos, he tenido la alegría y la gracia de ver cómo, en un momento
de fatiga de la Iglesia, en un momento en que se hablaba de «invierno de
la Iglesia», el Espíritu Santo creaba una nueva primavera, despertando en
jóvenes y adultos la alegría de ser cristianos, de vivir en la Iglesia, que es
el Cuerpo vivo de Cristo. Gracias a los carismas, la radicalidad del
Evangelio, el contenido objetivo de la fe, la corriente viva de su tradición
se comunican de manera persuasiva y son acogidos como experiencia
personal, como adhesión libre a todo lo que encierra el misterio de Cristo.
Naturalmente, es condición necesaria el que estas nuevas realidades
quieran vivir en la Iglesia común, si bien con espacios en cierto modo
reservados para su vida, de manera que ésta sea después fecunda para
todos los demás. Quienes viven un carisma particular, han de sentirse
fundamentalmente responsables de la comunión, de la fe común de la
Iglesia, y deben someterse a la guía de los Pastores. Éstos son quienes han
de asegurar la eclesialidad de los movimientos. Los Pastores no son sólo
personas que ocupan un cargo, sino que ellos mismos son portadores de
carismas, son responsables de la apertura de la Iglesia a la acción del
Espíritu Santo. Nosotros, los Obispos, estamos ungidos por el Espíritu
165
Santo en el sacramento y, por tanto, el sacramento nos asegura también la
apertura a sus dones. De este modo, por un lado, hemos de sentir la
responsabilidad de acoger estos impulsos que son un don para la Iglesia y
le dan nueva vitalidad, pero, por otro, hemos de ayudar también a los
movimientos a encontrar el camino justo, haciendo correcciones con
comprensión, esa comprensión espiritual y humana que sabe aunar la guía,
el reconocimiento y una cierta apertura y disponibilidad para aprender.

TESTIGOS HOY DE LA RESURRECCIÓN DE CRISTO


20100514. Homilía. Oporto, Portugal. Fiesta de San Matías
“En el libro de los Salmos está escrito: […] «que su cargo lo ocupe
otro». Hace falta, por tanto, que uno se asocie a nosotros como testigo de
la resurrección” (Hch 1, 20-22). Así habló Pedro, leyendo e interpretando
la palabra de Dios en medio de sus hermanos, reunidos en el Cenáculo
después de la Ascensión de Jesús a los cielos. El elegido fue Matías, que
había sido testigo de la vida pública de Jesús y de su triunfo sobre la
muerte, permaneciendo fiel hasta el final, a pesar del abandono de
muchos. La “desproporción” de fuerzas en acción, que hoy nos asusta,
impresionaba ya hace dos mil años a los que veían y escuchaban a Jesús.
Desde las playas del lago de Galilea hasta las plazas de Jerusalén, Jesús se
encontraba prácticamente solo en los momentos decisivos; eso sí, en unión
con el Padre, guiado por la fuerza del Espíritu. Y con todo, el mismo amor
que un día creó el mundo hizo que surgiese la novedad del Reino como
una pequeña semilla que brota en la tierra, como un destello de luz que
irrumpe en las tinieblas, como aurora de un día sin ocaso: es Cristo
resucitado. Y apareció a sus amigos mostrándoles la necesidad de la cruz
para llegar a la resurrección.
Aquel día Pedro buscaba un testigo de todas estas cosas. De los dos
que presentaron, el cielo designó a Matías, y “lo asociaron a los once
apóstoles” (Hch 1, 26).
“Hace falta, por tanto, que uno se asocie a nosotros como testigo de la
resurrección de Jesús”, decía Pedro. Y su Sucesor actual repite a cada uno
de vosotros: Hermanos y hermanas míos, hace falta que os asociéis a mí
como testigos de la resurrección de Jesús. En efecto, si vosotros no sois
sus testigos en vuestros ambientes, ¿quién lo hará por vosotros? El
cristiano es, en la Iglesia y con la Iglesia, un misionero de Cristo enviado
al mundo. Ésta es la misión apremiante de toda comunidad eclesial: recibir
de Dios a Cristo resucitado y ofrecerlo al mundo, para que todas las
situaciones de desfallecimiento y muerte se transformen, por el Espíritu,
en ocasiones de crecimiento y vida. Para eso debemos escuchar más
atentamente la Palabra de Cristo y saborear asiduamente el Pan de su
presencia en las celebraciones eucarísticas. Esto nos convertirá en testigos
y, aún más, en portadores de Jesús resucitado en el mundo, haciéndolo
presente en los diversos ámbitos de la sociedad y a cuantos viven y
trabajan en ellos, difundiendo esa vida “abundante” (cf. Jn 10, 10) que ha
166
ganado con su cruz y resurrección y que sacia las más legítimas
aspiraciones del corazón humano.
Sin imponer nada, proponiendo siempre, como Pedro nos recomienda
en una de sus cartas: “Glorificad en vuestros corazones a Cristo Señor y
estad siempre prontos para dar razón de vuestra esperanza a todo el que os
la pidiere” (1 P 3, 15). Y todos, al final, nos la piden, incluso los que
parece que no lo hacen. Por experiencia personal y común, sabemos bien
que es a Jesús a quien todos esperan. De hecho, los anhelos más profundos
del mundo y las grandes certezas del Evangelio se unen en la inexcusable
misión que nos compete, puesto que “sin Dios el hombre no sabe adónde
ir ni tampoco logra entender quién es. Ante los grandes problemas del
desarrollo de los pueblos, que nos impulsan casi al desasosiego y al
abatimiento, viene en nuestro auxilio la palabra de Jesucristo, que nos
hace saber: ‘Sin mí no podéis hacer nada’ (Jn 15, 5). Y nos anima: ‘Yo
estoy con vosotros todos los días, hasta el final del mundo’ (Mt 28, 20)”
(Enc. Caritas in veritate, 78).
Aunque esta certeza nos conforte y nos dé paz, no nos exime de salir al
encuentro de los demás. Debemos vencer la tentación de limitarnos a lo
que ya tenemos, o creemos tener, como propio y seguro: sería una muerte
anunciada, por lo que se refiere a la presencia de la Iglesia en el mundo,
que por otra parte, no puede dejar de ser misionera por el dinamismo
difusivo del Espíritu. Desde sus orígenes, el pueblo cristiano ha percibido
claramente la importancia de comunicar la Buena Noticia de Jesús a
cuantos todavía no lo conocen. En estos últimos años, ha cambiado el
panorama antropológico, cultural, social y religioso de la humanidad; hoy
la Iglesia está llamada a afrontar nuevos retos y está preparada para
dialogar con culturas y religiones diversas, intentando construir, con todos
los hombres de buena voluntad, la convivencia pacífica de los pueblos. El
campo de la misión ad gentes se presenta hoy notablemente dilatado y no
definible solamente en base a consideraciones geográficas; efectivamente,
nos esperan no solamente los pueblos no cristianos y las tierras lejanas,
sino también los ámbitos socio-culturales y sobre todo los corazones que
son los verdaderos destinatarios de la acción misionera del Pueblo de
Dios.
Se trata de un mandamiento, cuyo fiel cumplimiento “debe caminar,
por moción del Espíritu Santo, por el mismo camino que Cristo siguió, es
decir, por el camino de la pobreza, de la obediencia, del servicio, y de la
inmolación de sí mismo hasta la muerte, de la que salió victorioso por su
resurrección” (Decr. Ad gentes, 5). Sí, estamos llamados a servir a la
humanidad de nuestro tiempo, confiando únicamente en Jesús, dejándonos
iluminar por su Palabra: “No sois vosotros los que me habéis elegido, soy
yo quien os he elegido, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y
vuestro fruto dure” (Jn 15, 16). ¡Cuánto tiempo perdido, cuánto trabajo
postergado, por inadvertencia en este punto! En cuanto al origen y la
eficacia de la misión, todo se define a partir de Cristo: la misión la
recibimos siempre de Cristo, que nos ha dado a conocer lo que ha oído a
su Padre, y el Espíritu Santo nos capacita en la Iglesia para ella. Como la
167
misma Iglesia, que es obra de Cristo y de su Espíritu, se trata de renovar la
faz de la tierra partiendo de Dios, siempre y sólo de Dios.
Queridos hermanos y amigos de Porto, levantad los ojos a Aquella que
habéis elegido como patrona de la ciudad, la Inmaculada Concepción. El
Ángel de la anunciación saludó a María como “llena de gracia”,
significando con esta expresión que su corazón y su vida estaban
totalmente abiertos a Dios y, por eso, completamente desbordados por su
gracia. Que Ella os ayude a hacer de vosotros mismos un “sí” libre y pleno
a la gracia de Dios, para que podáis ser renovados y renovar la humanidad
a través de la luz y la alegría del Espíritu Santo.

MISIONES: LA COMUNIÓN ES LA CLAVE DE LA MISIÓN


20100206. Mensaje Jornada mundial de las Misiones 2010
La construcción de la comunión eclesial es la clave de la misión.
El mes de octubre, con la celebración de la Jornada mundial de las
misiones, ofrece a las comunidades diocesanas y parroquiales, a los
institutos de vida consagrada, a los movimientos eclesiales y a todo el
pueblo de Dios, la ocasión para renovar el compromiso de anunciar el
Evangelio y dar a las actividades pastorales una dimensión misionera más
amplia. Esta cita anual nos invita a vivir intensamente los itinerarios
litúrgicos y catequéticos, caritativos y culturales, mediante los cuales
Jesucristo nos convoca a la mesa de su Palabra y de la Eucaristía, para
gustar el don de su presencia, formarnos en su escuela y vivir cada vez
más conscientemente unidos a él, Maestro y Señor. Él mismo nos dice: "El
que me ame, será amado de mi Padre; y yo lo amaré y me manifestaré a
él" (Jn 14, 21). Sólo a partir de este encuentro con el Amor de Dios, que
cambia la existencia, podemos vivir en comunión con él y entre nosotros,
y ofrecer a los hermanos un testimonio creíble, dando razón de nuestra
esperanza (cf. 1 P 3, 15). Una fe adulta, capaz de abandonarse totalmente
a Dios con actitud filial, alimentada por la oración, por la meditación de la
Palabra de Dios y por el estudio de las verdades de fe, es condición para
poder promover un humanismo nuevo, fundado en el Evangelio de Jesús.
En octubre, además, en muchos países se reanudan las diversas
actividades eclesiales tras la pausa del verano, y la Iglesia nos invita a
aprender de María, mediante el rezo del santo rosario, a contemplar el
proyecto de amor del Padre sobre la humanidad, para amarla como él la
ama. ¿No es este también el sentido de la misión?
El Padre, en efecto, nos llama a ser hijos amados en su Hijo, el Amado,
y a reconocernos todos hermanos en él, don de salvación para la
humanidad dividida por la discordia y por el pecado, y revelador del
verdadero rostro del Dios que "tanto amó al mundo que dio a su Hijo
único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida
eterna" (Jn 3, 16).
"Queremos ver a Jesús" (Jn 12, 21) es la petición que, en el Evangelio
de san Juan, algunos griegos, llegados a Jerusalén para la peregrinación
pascual, presentan al apóstol Felipe. Esa misma petición resuena también
168
en nuestro corazón durante este mes de octubre, que nos recuerda cómo el
compromiso y la tarea del anuncio evangélico compete a toda la Iglesia,
"misionera por naturaleza" (Ad gentes, 2), y nos invita a hacernos
promotores de la novedad de vida, hecha de relaciones auténticas, en
comunidades fundadas en el Evangelio. En una sociedad multiétnica que
experimenta cada vez más formas de soledad y de indiferencia
preocupantes, los cristianos deben aprender a ofrecer signos de esperanza
y a ser hermanos universales, cultivando los grandes ideales que
transforman la historia y, sin falsas ilusiones o miedos inútiles,
comprometerse a hacer del planeta la casa de todos los pueblos.
Como los peregrinos griegos de hace dos mil años, también los
hombres de nuestro tiempo, quizás no siempre de modo consciente, piden
a los creyentes no sólo que "hablen" de Jesús, sino que también "hagan
ver" a Jesús, que hagan resplandecer el rostro del Redentor en todos los
rincones de la tierra ante las generaciones del nuevo milenio y,
especialmente, ante los jóvenes de todos los continentes, destinatarios
privilegiados y sujetos del anuncio evangélico. Estos deben percibir que
los cristianos llevan la palabra de Cristo porque él es la Verdad, porque
han encontrado en él el sentido, la verdad para su vida.
Estas consideraciones remiten al mandato misionero que han recibido
todos los bautizados y la Iglesia entera, pero que no puede realizarse de
manera creíble sin una profunda conversión personal, comunitaria y
pastoral. De hecho, la conciencia de la llamada a anunciar el Evangelio
estimula no sólo a cada uno de los fieles, sino también a todas las
comunidades diocesanas y parroquiales a una renovación integral y a
abrirse cada vez más a la cooperación misionera entre las Iglesias, para
promover el anuncio del Evangelio en el corazón de toda persona, de
todos los pueblos, culturas, razas, nacionalidades, en todas las latitudes.
Esta conciencia se alimenta a través de la obra de sacerdotes fidei
donum, de consagrados, catequistas, laicos misioneros, en una búsqueda
constante de promover la comunión eclesial, de modo que también el
fenómeno de la "interculturalidad" pueda integrarse en un modelo de
unidad en el que el Evangelio sea fermento de libertad y de progreso,
fuente de fraternidad, de humildad y de paz (cf. Ad gentes, 8). La Iglesia,
de hecho, "es en Cristo como un sacramento o signo e instrumento de la
unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano" (Lumen
gentium, 1).
La comunión eclesial nace del encuentro con el Hijo de Dios,
Jesucristo, que en el anuncio de la Iglesia llega a los hombres y crea la
comunión con él mismo y, por tanto, con el Padre y el Espíritu Santo (cf. 1
Jn 1, 3). Cristo establece la nueva relación entre Dios y el hombre. "Él
mismo nos revela que "Dios es amor" (1 Jn 4, 8) y al mismo tiempo nos
enseña que la ley fundamental de la perfección humana, y por ello de la
transformación del mundo, es el mandamiento nuevo del amor. Así pues, a
los que creen en la caridad divina, les da la certeza de que el camino del
amor está abierto a todos los hombres y de que no es inútil el esfuerzo por
instaurar la fraternidad universal" (Gaudium et spes, 38).
169
La Iglesia se convierte en "comunión" a partir de la Eucaristía, en la
que Cristo, presente en el pan y en el vino, con su sacrificio de amor
edifica a la Iglesia como su cuerpo, uniéndonos al Dios uno y trino y entre
nosotros (cf. 1 Co 10, 16 ss). En la exhortación apostólica Sacramentum
caritatis escribí: "No podemos guardar para nosotros el amor que
celebramos en el Sacramento. Este amor exige por su naturaleza que sea
comunicado a todos. Lo que el mundo necesita es el amor de Dios,
encontrar a Cristo y creer en él" (n. 84). Por esta razón la Eucaristía no
sólo es fuente y culmen de la vida de la Iglesia, sino también de su misión:
"Una Iglesia auténticamente eucarística es una Iglesia misionera" (ib.),
capaz de llevar a todos a la comunión con Dios, anunciando con
convicción: "Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos, para que
también vosotros estéis en comunión con nosotros" (1 Jn 1, 3).
Queridos hermanos, en esta Jornada mundial de las misiones, en la que
la mirada del corazón se dilata por los inmensos ámbitos de la misión,
sintámonos todos protagonistas del compromiso de la Iglesia de anunciar
el Evangelio. El impulso misionero siempre ha sido signo de vitalidad
para nuestras Iglesias (cf. Redemptoris missio, 2) y su cooperación es
testimonio singular de unidad, de fraternidad y de solidaridad, que hace
creíbles anunciadores del Amor que salva.
Como el "sí" de María, toda respuesta generosa de la comunidad
eclesial a la invitación divina al amor a los hermanos suscitará una nueva
maternidad apostólica y eclesial (cf. Ga 4, 4. 19.26), que dejándose
sorprender por el misterio de Dios amor, el cual "al llegar la plenitud de
los tiempos, envió (...) a su Hijo, nacido de mujer" (Ga 4, 4), dará
confianza y audacia a nuevos apóstoles. Esta respuesta hará a todos los
creyentes capaces de estar "alegres en la esperanza" (Rm 12, 12) al
realizar el proyecto de Dios, que quiere "que todo el género humano forme
un único pueblo de Dios, se una en un único cuerpo de Cristo, se
coedifique en un único templo del Espíritu Santo" (Ad gentes, 7).

ASCENSIÓN: EL SEÑOR ABRE EL CAMINO AL CIELO


20100516. Regina Caeli
Hoy en Italia y otros países se celebra la Ascensión de Jesús al cielo,
que tuvo lugar cuarenta días después de la Pascua. En la liturgia se narra el
episodio de la última vez que el Señor Jesús se separó de sus discípulos
(cf. Lc 24, 50-51; Hch 1, 2.9); pero no se trata de un abandono, porque él
permanece para siempre con ellos —con nosotros— de una forma nueva.
San Bernardo de Claraval explica que la Ascensión de Jesús al cielo se
realiza en tres grados: «El primero es la gloria de la resurrección; el
segundo, el poder de juzgar; y el tercero, sentarse a la derecha del Padre»
(Sermo de Ascensione Domini, 60, 2: Sancti Bernardi Opera, t. VI, 1, 291,
20-21). Inmediatamente antes de este acontecimiento tuvo lugar la
bendición de los discípulos, que los preparó a recibir el don del Espíritu
Santo, para que la salvación fuera proclamada en todas partes. Jesús
170
mismo les dijo: «Vosotros sois testigos de estas cosas. Mirad, yo voy a
enviar sobre vosotros la promesa de mi Padre» (Lc 24, 48-49).
El Señor atrae la mirada de los Apóstoles —nuestra mirada— hacia el
cielo para indicarles cómo recorrer el camino del bien durante la vida
terrena. Sin embargo, él permanece en la trama de la historia humana, está
cerca de cada uno de nosotros y guía nuestro camino cristiano: acompaña
a los perseguidos a causa de la fe, está en el corazón de los marginados, se
halla presente en aquellos a los que se niega el derecho a la vida. Podemos
escuchar, ver y tocar al Señor Jesús en la Iglesia, especialmente mediante
la palabra y los sacramentos.
Queridos hermanos y hermanas, el Señor, al abrirnos el camino del
cielo, nos permite saborear ya en esta tierra la vida divina. Un autor ruso
del siglo XX, en su testamento espiritual, escribió: «Observad más a
menudo las estrellas. Cuando tengáis un peso en el alma, mirad las
estrellas o el azul del cielo. Cuando os sintáis tristes, cuando os ofendan,
… deteneos a mirar el cielo. Así vuestra alma encontrará la paz» (N.
Valentini - L. Žák (ed.), Pavel A. Florenskij. Non dimenticatemi. Le lettere
dal gulag del grande matematico, filosofo e sacerdote russo, Milán 2000,
p. 418).

EL VERDADERO ENEMIGO ES EL PECADO


20100516. Regina Caeli
El verdadero enemigo que hay que temer y contra el que hay que
combatir es el pecado, el mal espiritual, que a veces, lamentablemente,
contagia también a los miembros de la Iglesia. Vivimos en el mundo —
dice el Señor— pero no somos del mundo (cf. Jn 17, 10.14), aunque
debemos guardarnos de sus seducciones. En cambio, debemos temer el
pecado y por esto estar firmemente enraizados en Dios, solidarios en el
bien, en el amor, en el servicio. Es lo que la Iglesia, sus ministros, junto a
los fieles, han hecho y siguen haciendo con gran empeño por el bien
espiritual y material de las personas en todas las partes del mundo. Es lo
que especialmente vosotros intentáis hacer habitualmente en las
parroquias, en las asociaciones y en los movimientos: servir a Dios y al
hombre en nombre de Cristo. Prosigamos juntos con confianza por este
camino, y que las pruebas que el Señor permite nos impulsen a una mayor
radicalidad y coherencia.

PENTECOSTÉS: DEJARSE TRANSFORMAR POR EL FUEGO


20100523. Homilía
En la celebración solemne de Pentecostés se nos invita a profesar
nuestra fe en la presencia y en la acción del Espíritu Santo y a invocar su
efusión sobre nosotros, sobre la Iglesia y sobre el mundo entero. Por tanto,
hagamos nuestra, y con especial intensidad, la invocación de la
Iglesia: Veni, Sancte Spiritus! Una invocación muy sencilla e inmediata,
pero a la vez extraordinariamente profunda, que brota ante todo del
171
corazón de Cristo. En efecto, el Espíritu es el don que Jesús pidió y pide
continuamente al Padre para sus amigos; el primer y principal don que nos
ha obtenido con su Resurrección y Ascensión al cielo.
De esta oración de Cristo nos habla el pasaje evangélico de hoy, que
tiene como contexto la última Cena. El Señor Jesús dijo a sus discípulos:
«Si me amáis, guardaréis mis mandamientos; y yo pediré al Padre y os
dará otro Paráclito, para que esté con vosotros para siempre» (Jn 14, 15-
16). Aquí se nos revela el corazón orante de Jesús, su corazón filial y
fraterno. Esta oración alcanza su cima y su cumplimiento en la cruz,
donde la invocación de Cristo es una cosa sola con el don total que él hace
de sí mismo, y de ese modo su oración se convierte —por decirlo así— en
el sello mismo de su entrega en plenitud por amor al Padre y a la
humanidad: invocación y donación del Espíritu Santo se encuentran, se
compenetran, se convierten en una única realidad. «Y yo rogaré al Padre y
os dará otro Paráclito, para que esté con vosotros para siempre». En
realidad, la oración de Jesús —la de la última Cena y la de la cruz— es
una oración que continúa también en el cielo, donde Cristo está sentado a
la derecha del Padre. Jesús, de hecho, siempre vive su sacerdocio de
intercesión en favor del pueblo de Dios y de la humanidad y, por tanto,
reza por todos nosotros pidiendo al Padre el don del Espíritu Santo.
El relato de Pentecostés en el libro de los Hechos de los Apóstoles —lo
hemos escuchado en la primera lectura (cf. Hch 2, 1-11)— presenta el
«nuevo curso» que la obra de Dios inició con la resurrección de Cristo,
obra que implica al hombre, a la historia y al cosmos. Del Hijo de Dios
muerto, resucitado y vuelto al Padre brota ahora sobre la humanidad, con
inédita energía, el soplo divino, el Espíritu Santo. Y ¿qué produce esta
nueva y potente auto-comunicación de Dios? Donde hay laceraciones y
divisiones, crea unidad y comprensión. Se pone en marcha un proceso de
reunificación entre las partes de la familia humana, divididas y dispersas;
las personas, a menudo reducidas a individuos que compiten o entran en
conflicto entre sí, alcanzadas por el Espíritu de Cristo, se abren a la
experiencia de la comunión, que puede tocarlas hasta el punto de
convertirlas en un nuevo organismo, un nuevo sujeto: la Iglesia. Este es el
efecto de la obra de Dios: la unidad; por eso, la unidad es el signo de
reconocimiento, la «tarjeta de visita» de la Iglesia a lo largo de su historia
universal. Desde el principio, desde el día de Pentecostés, habla todas las
lenguas. La Iglesia universal precede a las Iglesias particulares, y estas
deben conformarse siempre a ella, según un criterio de unidad y de
universalidad. La Iglesia nunca llega a ser prisionera de fronteras políticas,
raciales y culturales; no se puede confundir con los Estados ni tampoco
con las Federaciones de Estados, porque su unidad es de otro tipo y aspira
a cruzar todas las fronteras humanas.
De esto, queridos hermanos, deriva un criterio práctico de
discernimiento para la vida cristiana: cuando una persona, o una
comunidad, se cierra en su modo de pensar y de actuar, es signo de que se
ha alejado del Espíritu Santo. El camino de los cristianos y de las Iglesias
particulares siempre debe confrontarse con el de la Iglesia una y católica,
172
y armonizarse con él. Esto no significa que la unidad creada por el
Espíritu Santo sea una especie de igualitarismo. Al contrario, este es más
bien el modelo de Babel, es decir, la imposición de una cultura de la
unidad que podríamos definir «técnica». La Biblia, de hecho, nos dice
(cf. Gn 11, 1-9) que en Babel todos hablaban una sola lengua. En cambio,
en Pentecostés, los Apóstoles hablan lenguas distintas de modo que cada
uno comprenda el mensaje en su propio idioma. La unidad del Espíritu se
manifiesta en la pluralidad de la comprensión. La Iglesia es por naturaleza
una y múltiple, destinada como está a vivir en todas las naciones, en todos
los pueblos, y en los contextos sociales más diversos. Sólo responde a su
vocación de ser signo e instrumento de unidad de todo el género humano
(cf. Lumen gentium, 1) si permanece autónoma de cualquier Estado y de
cualquier cultura particular. Siempre y en todo lugar la Iglesia debe ser
verdaderamente católica y universal, la casa de todos en la que cada uno
puede encontrar su lugar.
El relato de los Hechos de los Apóstoles nos ofrece también otra
sugerencia muy concreta. La universalidad de la Iglesia se expresa con la
lista de los pueblos, según la antigua tradición: «Somos partos, medos,
elamitas...», etcétera. Se puede observar aquí que san Lucas va más allá
del número 12, que siempre expresa ya una universalidad. Mira más allá
de los horizontes de Asia y del noroeste de África, y añade otros tres
elementos: los «romanos», es decir, el mundo occidental; los «judíos y
prosélitos», comprendiendo de modo nuevo la unidad entre Israel y el
mundo; y, por último, «cretenses y árabes», que representan a Occidente y
Oriente, islas y tierra firme. Esta apertura de horizontes confirma
ulteriormente la novedad de Cristo en la dimensión del espacio humano,
de la historia de las naciones: el Espíritu Santo abarca hombres y pueblos
y, a través de ellos, supera muros y barreras.
En Pentecostés el Espíritu Santo se manifiesta como fuego. Su llama
descendió sobre los discípulos reunidos, se encendió en ellos y les dio el
nuevo ardor de Dios. Se realiza así lo que había predicho el Señor Jesús:
«He venido a arrojar un fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya
estuviera encendido!» (Lc 12, 49). Los Apóstoles, junto a los fieles de las
distintas comunidades, han llevado esta llama divina hasta los últimos
confines de la tierra; han abierto así un camino para la humanidad, un
camino luminoso, y han colaborado con Dios que con su fuego quiere
renovar la faz de la tierra. ¡Qué distinto este fuego del de las guerras y las
bombas! ¡Qué distinto el incendio de Cristo, que la Iglesia propaga,
respecto a los que encienden los dictadores de toda época, incluido el siglo
pasado, que dejan detrás de sí tierra quemada! El fuego de Dios, el fuego
del Espíritu Santo, es el de la zarza que arde sin quemarse (cf. Ex 3, 2). Es
una llama que arde, pero no destruye; más aún, ardiendo hace emerger la
mejor parte del hombre, su parte más verdadera, como en una fusión hace
emerger su forma interior, su vocación a la verdad y al amor.
Un Padre de la Iglesia, Orígenes, en una de sus homilías sobre
Jeremías, refiere un dicho atribuido a Jesús, que las Sagradas Escrituras no
recogen, pero que quizá sea auténtico; reza así: «Quien está cerca de mí
173
está cerca del fuego» (Homilía sobre Jeremías L. I [III]). En efecto, en
Cristo habita la plenitud de Dios, que en la Biblia se compara con el
fuego. Hemos observado hace poco que la llama del Espíritu Santo arde
pero no se quema. Y, sin embargo, realiza una transformación y, por eso,
debe consumir algo en el hombre, las escorias que lo corrompen y
obstaculizan sus relaciones con Dios y con el prójimo. Pero este efecto del
fuego divino nos asusta, tenemos miedo de que nos «queme»,
preferiríamos permanecer tal como somos. Esto depende del hecho de que
muchas veces nuestra vida está planteada según la lógica del tener, del
poseer, y no del darse. Muchas personas creen en Dios y admiran la figura
de Jesucristo, pero cuando se les pide que pierdan algo de sí mismas, se
echan atrás, tienen miedo de las exigencias de la fe. Existe el temor de
tener que renunciar a algo bello, a lo que uno está apegado; el temor de
que seguir a Cristo nos prive de la libertad, de ciertas experiencias, de una
parte de nosotros mismos. Por un lado, queremos estar con Jesús, seguirlo
de cerca; y, por otro, tenemos miedo de las consecuencias que eso
conlleva.
Queridos hermanos y hermanas, siempre necesitamos que el Señor
Jesús nos diga lo que repetía a menudo a sus amigos: «No tengáis miedo».
Como Simón Pedro y los demás, debemos dejar que su presencia y su
gracia transformen nuestro corazón, siempre sujeto a las debilidades
humanas. Debemos saber reconocer que perder algo, más aún, perderse a
sí mismos por el Dios verdadero, el Dios del amor y de la vida, en realidad
es ganar, volverse a encontrar más plenamente. Quien se encomienda a
Jesús experimenta ya en esta vida la paz y la alegría del corazón, que el
mundo no puede dar, ni tampoco puede quitar una vez que Dios nos las ha
dado. Por lo tanto, vale la pena dejarse tocar por el fuego del Espíritu
Santo. El dolor que nos produce es necesario para nuestra transformación.
Es la realidad de la cruz: no por nada en el lenguaje de Jesús el «fuego» es
sobre todo una representación del misterio de la cruz, sin el cual no existe
cristianismo. Por eso, iluminados y confortados por estas palabras de vida,
elevamos nuestra invocación: ¡Ven, Espíritu Santo! ¡Enciende en nosotros
el fuego de tu amor! Sabemos que esta es una oración audaz, con la cual
pedimos ser tocados por la llama de Dios; pero sabemos sobre todo que
esta llama —y sólo ella— tiene el poder de salvarnos. Para defender
nuestra vida, no queremos perder la eterna que Dios nos quiere dar.
Necesitamos el fuego del Espíritu Santo, porque sólo el Amor redime.
Amén.

PENTECOSTÉS: LA IGLESIA VIVE DEL ESPÍRITU SANTO


20100523. Regina caeli
Cincuenta días después de la Pascua, celebramos la solemnidad de
Pentecostés, en la que recordamos la manifestación del poder del Espíritu
Santo, el cual —como viento y como fuego— descendió sobre los
Apóstoles reunidos en el Cenáculo y los hizo capaces de predicar con
valentía el Evangelio a todas las naciones (cf. Hch 2, 1-13). Sin embargo,
174
el misterio de Pentecostés, que justamente nosotros identificamos con ese
acontecimiento, verdadero «bautismo» de la Iglesia, no se limita a él. En
efecto, la Iglesia vive constantemente de la efusión del Espíritu Santo, sin
el cual se quedaría sin fuerzas, como una barca de vela a la que le faltara
el viento. Pentecostés se renueva de modo particular en algunos momentos
fuertes, tanto en ámbito local como universal, tanto en pequeñas
asambleas como en grandes convocatorias. Los concilios, por ejemplo,
han tenido sesiones que se han visto gratificadas por efusiones especiales
del Espíritu Santo, y entre ellos está ciertamente el concilio ecuménico
Vaticano II. Podemos recordar también el célebre encuentro de los
movimientos eclesiales con el venerable Juan Pablo II, aquí en la plaza de
San Pedro, precisamente en Pentecostés de 1998. Pero la Iglesia conoce
innumerables «pentecostés» que vivifican las comunidades locales:
pensemos en las liturgias, especialmente en las que se viven en momentos
especiales para la vida de la comunidad, en las cuales se percibe de modo
evidente la fuerza de Dios infundiendo en las almas alegría y entusiasmo.
Pensemos en las numerosas asambleas de oración, en las cuales los
jóvenes sienten claramente la llamada de Dios a enraizar su vida en su
amor, incluso consagrándose totalmente a él.
Por lo tanto, no hay Iglesia sin Pentecostés. Y quiero añadir: no hay
Pentecostés sin la Virgen María. Así fue al inicio, en el Cenáculo, donde
los discípulos «perseveraban en la oración con un mismo espíritu, en
compañía de algunas mujeres, de María, la Madre de Jesús, y de sus
hermanos», como nos relata el libro de los Hechos de los Apóstoles (1,
14). Y así es siempre, en cada lugar y en cada época. Fui testigo de ello
nuevamente hace pocos días, en Fátima. En efecto, ¿qué vivió esa inmensa
multitud en la explanada del santuario, donde todos éramos realmente un
solo corazón y una sola alma? Era un renovado Pentecostés. En medio de
nosotros estaba María, la Madre de Jesús. Esta es la experiencia típica de
los grandes santuarios marianos —Lourdes, Guadalupe, Pompeya, Loreto
— o también de los más pequeños: en cualquier lugar donde los cristianos
se reúnen en oración con María, el Señor dona su Espíritu.
Queridos amigos, en esta fiesta de Pentecostés, también nosotros
queremos estar espiritualmente unidos a la Madre de Cristo y de la Iglesia
invocando con fe una renovada efusión del divino Paráclito. La invocamos
por toda la Iglesia, y de modo particular en este Año sacerdotal por todos
los ministros del Evangelio, a fin de que el mensaje de la salvación se
anuncie a todas las naciones.

MATTEO RICCI
20100529. Discurso. A preregrinación de Las Marcas
La obra de este misionero presenta dos aspectos que no deben
separarse: la inculturación china del anuncio evangélico y la presentación
a China de la cultura y de la ciencia occidentales. A menudo los aspectos
científicos han despertado mayor interés, pero no hay que olvidar la
perspectiva con la cual el padre Ricci entró en relación con el mundo y la
175
cultura chinas: un humanismo que considera a la persona insertada en su
contexto, cultiva sus valores morales y espirituales, apreciando todo lo que
de positivo se encuentra en la tradición china y ofreciendo enriquecerla
con la contribución de la cultura occidental, pero sobre todo con la
sabiduría y la verdad de Cristo. El padre Ricci no va a China para llevar la
ciencia y la cultura de Occidente, sino para llevarle el Evangelio, para dar
a conocer a Dios. Escribe: «Durante más de veinte años cada mañana y
cada noche he rezado llorando con la mirada hacia el cielo. Sé que el
Señor del cielo tiene piedad de las criaturas vivas y las perdona (…). La
verdad sobre el Señor del cielo ya está en el corazón de los hombres. Pero
los seres humanos no la comprenden inmediatamente y, además, no están
inclinados a reflexionar sobre semejante cuestión» (Il vero significato del
«Signore del cielo», Roma 2006, pp. 69-70). Y precisamente mientras
lleva el Evangelio, el padre Ricci encuentra en sus interlocutores la
petición de una confrontación más amplia, de modo que el encuentro
motivado por la fe se convierte también en diálogo entre culturas; un
diálogo desinteresado, sin intereses, que no busca poder económico o
político, vivido en la amistad, que hace de la obra del padre Ricci y de sus
discípulos uno de los puntos más altos y felices en la relación entre China
y Occidente. El «Tratado de la amistad» (1595), una de sus primeras y
más conocidas obras en chino, es elocuente al respecto. En el pensamiento
y en las enseñanzas del padre Ricci ciencia, razón y fe encuentran una
síntesis natural: «Quien conoce el cielo y la tierra —escribe en el prólogo
a la tercera edición del mapamundi— puede experimentar que quien
gobierna el cielo y la tierra es absolutamente bueno, absolutamente grande
y absolutamente uno. Los ignorantes rechazan el cielo, pero la ciencia que
no se remonta al Emperador del cielo como a la primera causa, no es para
nada ciencia».
Sin embargo, la admiración hacia el padre Ricci no debe hacer olvidar
el papel y el influjo de sus interlocutores chinos. Las decisiones que tomó
no dependían de una estrategia abstracta de inculturación de la fe, sino del
conjunto de los acontecimientos, los encuentros y las experiencias que iba
haciendo, de modo que lo que pudo realizar fue también gracias al
encuentro con los chinos; un encuentro vivido de muchas maneras, pero
que se profundizó mediante la relación con algunos amigos y discípulos,
especialmente los cuatro célebres convertidos, «pilares de la Iglesia china
naciente». El primero y más famoso de estos es Xu Guangqi, nativo de
Shanghai, literato y científico, matemático, astrónomo, estudioso de
agricultura, que llegó a los más altos grados de la burocracia imperial,
hombre íntegro, de gran fe y vida cristiana, dedicado al servicio de su país,
y que ocupa un lugar de relieve en la historia de la cultura china. Es él, por
ejemplo, quien convence y ayuda al padre Ricci a traducir al chino los
«Elementos» de Euclides, obra fundamental de la geometría, o quien
obtiene que el emperador confíe a los astrónomos jesuitas la reforma del
calendario chino. Asimismo, otro de los estudiosos chinos convertidos al
cristianismo —Li Zhizao— ayuda al padre Ricci en la realización de las
últimas y más desarrolladas ediciones del mapamundi, que dio a los
176
chinos una nueva imagen del mundo. Describía al padre Ricci con estas
palabras: «Creo que es un hombre singular porque vive en el celibato, no
busca altos cargos, habla poco, tiene una conducta regulada y esto todos
los días, cultiva la virtud en secreto y sirve a Dios continuamente». Por
tanto, es justo asociar al padre Matteo Ricci también con sus grandes
amigos chinos, que compartieron con él la experiencia de la fe.

SANTÍSIMA TRINIDAD
20100530. Ángelus
Después del tiempo pascual, que concluyó el domingo pasado con
Pentecostés, la liturgia ha vuelto al «tiempo ordinario». Pero esto no
quiere decir que el compromiso de los cristianos deba disminuir; al
contrario, al haber entrado en la vida divina mediante los sacramentos,
estamos llamados diariamente a abrirnos a la acción de la gracia divina,
para progresar en el amor a Dios y al prójimo. La solemnidad de hoy,
domingo de la Santísima Trinidad, en cierto sentido recapitula la
revelación de Dios acontecida en los misterios pascuales: muerte y
resurrección de Cristo, su ascensión a la derecha del Padre y efusión del
Espíritu Santo. La mente y el lenguaje humanos son inadecuados para
explicar la relación que existe entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, y,
sin embargo, los Padres de la Iglesia trataron de ilustrar el misterio de
Dios uno y trino viviéndolo en su propia existencia con profunda fe.
La Trinidad divina, en efecto, pone su morada en nosotros el día del
Bautismo: «Yo te bautizo —dice el ministro— en el nombre del Padre y
del Hijo y del Espíritu Santo». El nombre de Dios, en el cual fuimos
bautizados, lo recordamos cada vez que nos santiguamos. El teólogo
Romano Guardini, a propósito del signo de la cruz, afirma: «Lo hacemos
antes de la oración, para que… nos ponga espiritualmente en orden;
concentre en Dios pensamientos, corazón y voluntad; después de la
oración, para que permanezca en nosotros lo que Dios nos ha dado … Esto
abraza todo el ser, cuerpo y alma, … y todo se convierte en consagrado en
el nombre del Dios uno y trino» (Lo spirito della liturgia. I santi
segni, Brescia 2000, pp. 125-126).
Por tanto, en el signo de la cruz y en el nombre del Dios vivo está
contenido el anuncio que genera la fe e inspira la oración. Y, al igual que
en el Evangelio Jesús promete a los Apóstoles que «cuando venga él, el
Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa» (Jn 16, 13), así
sucede en la liturgia dominical, cuando los sacerdotes dispensan, cada
semana, el pan de la Palabra y de la Eucaristía. También el santo cura de
Ars lo recordaba a sus fieles: «¿Quién ha recibido vuestra alma —decía—
recién nacidos? El sacerdote. ¿Quién la alimenta para que pueda terminar
su peregrinación? El sacerdote. ¿Quién la preparará para comparecer ante
Dios, lavándola por última vez en la sangre de Jesucristo? … Siempre el
sacerdote» (Carta de convocatoria del Año sacerdotal).
Queridos amigos, hagamos nuestra la oración de san Hilario de
Poitiers: «Mantén incontaminada esta fe recta que hay en mí y, hasta mi
177
último aliento, dame también esta voz de mi conciencia, a fin de que me
mantenga siempre fiel a lo que profesé en mi regeneración, cuando fui
bautizado en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo» (De Trinitate, XII,
57: CCL 62/a, 627). Invocando a la Virgen María, primera criatura
plenamente habitada por la Santísima Trinidad, pidamos su protección
para proseguir bien nuestra peregrinación terrena.

VISITACIÓN DE MARÍA
20100531. Discurso. Final del Mes de María
Haciendo referencia a la liturgia de hoy, queremos contemplar a María
santísima en el misterio de su Visitación. En la Virgen María que va a
visitar a su pariente Isabel reconocemos el ejemplo más límpido y el
significado más verdadero de nuestro camino de creyentes y del camino
de la Iglesia misma. La Iglesia, por su naturaleza, es misionera, está
llamada a anunciar el Evangelio en todas partes y siempre, a transmitir la
fe a todo hombre y mujer, y en toda cultura.
«En aquellos días —escribe el evangelista san Lucas— se levantó
María y se fue con prontitud a la región montañosa, a una ciudad de Judá»
(Lc 1, 39). El viaje de María es un auténtico viaje misionero. Es un viaje
que la lleva lejos de casa, la impulsa al mundo, a lugares extraños a sus
costumbres diarias; en cierto sentido, la hace llegar hasta confines
inalcanzables para ella. Está precisamente aquí, también para todos
nosotros, el secreto de nuestra vida de hombres y de cristianos. Nuestra
existencia, como personas y como Iglesia, está proyectada hacia fuera de
nosotros. Como ya había sucedido con Abraham, se nos pide salir de
nosotros mismos, de los lugares de nuestras seguridades, para ir hacia los
demás, a lugares y ámbitos distintos. Es el Señor quien nos lo pide:
«Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y
seréis mis testigos… hasta los confines de la tierra» (Hch 1, 8). Y también
es el Señor quien, en este camino, nos pone al lado a María como
compañera de viaje y madre solícita. Ella nos tranquiliza, porque nos
recuerda que su Hijo Jesús está siempre con nosotros, como lo prometió:
«Yo estoy con vosotros todos lo días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20).
El evangelista anota que «María permaneció con ella (con su prima
Isabel) unos tres meses» (Lc 1, 56). Estas sencillas palabras revelan el
objetivo más inmediato del viaje de María. El ángel le había anunciado
que Isabel esperaba un hijo y que ya estaba en el sexto mes de embarazo
(cf. Lc 1, 36). Pero Isabel era de edad avanzada y la cercanía de María,
todavía muy joven, podía serle útil. Por esto María va a su casa y
permanece con ella unos tres meses, para ofrecerle la cercanía afectuosa,
la ayuda concreta y todas las atenciones cotidianas que necesitaba. Isabel
se convierte así en el símbolo de tantas personas ancianas y enfermas, es
más, de todas las personas que necesitan ayuda y amor. Y son numerosas
también hoy, en nuestras familias, en nuestras comunidades, en nuestras
ciudades. Y María —que se había definido «la esclava del Señor» (Lc 1,
178
38)— se hace esclava de los hombres. Más precisamente, sirve al Señor
que encuentra en los hermanos.
Pero la caridad de María no se limita a la ayuda concreta, sino que
alcanza su culmen dando a Jesús mismo, «haciendo que lo encuentren».
Es de nuevo san Lucas quien lo subraya: «En cuanto oyó Isabel el saludo
de María, saltó de gozo el niño en su seno» (Lc 1, 41). Nos encontramos
así en el corazón y en el culmen de la misión evangelizadora. Este es el
significado más verdadero y el objetivo más genuino de todo camino
misionero: dar a los hombres el Evangelio vivo y personal, que es el
propio Señor Jesús. Y comunicar y dar a Jesús —como atestigua Isabel—
llena el corazón de alegría: «En cuanto llegó a mis oídos la voz de tu
saludo, saltó de gozo el niño en mi seno» (Lc 1, 44). Jesús es el verdadero
y único tesoro que nosotros tenemos para dar a la humanidad. De él
sienten profunda nostalgia los hombres y las mujeres de nuestro tiempo,
incluso cuando parecen ignorarlo o rechazarlo. De él tienen gran
necesidad la sociedad en que vivimos, Europa y todo el mundo.
A nosotros se nos ha confiado esta extraordinaria responsabilidad.
Vivámosla con alegría y con empeño, para que en nuestra civilización
reinen realmente la verdad, la justicia, la libertad y el amor, pilares
fundamentales e insustituibles de una verdadera convivencia ordenada y
pacífica. Vivamos esta responsabilidad permaneciendo asiduos en la
escucha de la Palabra de Dios, en la unión fraterna, en la fracción del pan
y en las oraciones (cf. Hch 2, 42). Pidamos juntos esta gracia a la Virgen
santísima esta noche.

CORPUS CHRISTI: RELACIÓN EUCARISTÍA Y SACERDOCIO


20100603. Homilía
El sacerdocio del Nuevo Testamento está íntimamente unido a la
Eucaristía. Por esto, hoy, en la solemnidad del Corpus Christi y casi al
final del Año sacerdotal, se nos invita a meditar en la relación entre la
Eucaristía y el sacerdocio de Cristo. En esta dirección nos orientan
también la primera lectura y el salmo responsorial, que presentan la figura
de Melquisedec. El breve pasaje del Libro del Génesis (cf. 14, 18-20)
afirma que Melquisedec, rey de Salem, era «sacerdote del Dios altísimo»
y por eso «ofreció pan y vino» y «bendijo a Abram», que volvía de una
victoria en batalla. Abraham mismo le dio el diezmo de todo. El salmo, a
su vez, contiene en la última estrofa una expresión solemne, un juramento
de Dios mismo, que declara al Rey Mesías: «Tú eres sacerdote eterno
según el rito de Melquisedec» (Sal 110, 4). Así, el Mesías no sólo es
proclamado Rey sino también Sacerdote. En este pasaje se inspira el autor
de la Carta a los Hebreos para su amplia y articulada exposición. Y
nosotros lo hemos repetido en el estribillo: «Tú eres sacerdote eterno,
Cristo Señor»: casi una profesión de fe, que adquiere un significado
especial en la fiesta de hoy. Es la alegría de la comunidad, la alegría de
toda la Iglesia que, contemplando y adorando el Santísimo Sacramento,
179
reconoce en él la presencia real y permanente de Jesús, sumo y eterno
Sacerdote.
La segunda lectura y el Evangelio, en cambio, centran la atención en el
misterio eucarístico. De la Primera Carta a los Corintios (cf. 11, 23-26)
está tomado el pasaje fundamental, en el que san Pablo recuerda a la
comunidad el significado y el valor de la «Cena del Señor», que el Apóstol
había transmitido y enseñado, pero que corrían el riesgo de perderse. El
Evangelio, en cambio, es el relato del milagro de la multiplicación de los
panes y los peces, en la redacción de san Lucas: un signo atestiguado por
todos los evangelistas y que anuncia el don que Cristo hará de sí mismo,
para dar a la humanidad la vida eterna. Ambos textos ponen de relieve la
oración de Cristo, en el acto de partir el pan. Naturalmente, hay una neta
diferencia entre los dos momentos: cuando parte los panes y los peces para
las multitudes, Jesús da gracias al Padre celestial por su providencia,
confiando en que no dejará que falte el alimento a toda esa gente. En la
última Cena, en cambio, Jesús convierte el pan y el vino en su propio
Cuerpo y Sangre, para que los discípulos puedan alimentarse de él y vivir
en comunión íntima y real con él.
Lo primero que conviene recordar siempre es que Jesús no era un
sacerdote según la tradición judía. Su familia no era sacerdotal. No
pertenecía a la descendencia de Aarón, sino a la de Judá y, por tanto,
legalmente el camino del sacerdocio le estaba vedado. La persona y la
actividad de Jesús de Nazaret no se sitúan en la línea de los antiguos
sacerdotes, sino más bien en la de los profetas. Y en esta línea Jesús se
alejó de una concepción ritual de la religión, criticando el planteamiento
que daba valor a los preceptos humanos vinculados a la pureza ritual más
que a la observancia de los mandamientos de Dios, es decir, al amor a
Dios y al prójimo, que, como dice el Señor, «vale más que todos los
holocaustos y sacrificios» (Mc 12, 33). También en el interior del templo
de Jerusalén, lugar sagrado por excelencia, Jesús realiza un gesto
típicamente profético, cuando expulsa a los cambistas y a los vendedores
de animales, actividades que servían para la ofrenda de los sacrificios
tradicionales. Así pues, a Jesús no se le reconoce como un Mesías
sacerdotal, sino profético y real. Incluso su muerte, que los cristianos con
razón llamamos «sacrificio», no tenía nada de los sacrificios antiguos, más
aún, era todo lo contrario: la ejecución de una condena a muerte, por
crucifixión, la más infamante, llevada a cabo fuera de las murallas de
Jerusalén.
Entonces, ¿en qué sentido Jesús es sacerdote? Nos lo dice
precisamente la Eucaristía. Podemos tomar como punto de partida las
palabras sencillas que describen a Melquisedec: «Ofreció pan y vino»
(Gn 14, 18). Es lo que hizo Jesús en la última Cena: ofreció pan y vino, y
en ese gesto se resumió totalmente a sí mismo y resumió toda su misión.
En ese acto, en la oración que lo precede y en las palabras que lo
acompañan radica todo el sentido del misterio de Cristo, como lo expresa
la Carta a los Hebreos en un pasaje decisivo, que es necesario citar: «En
los días de su vida mortal —escribe el autor refiriéndose a Jesús— ofreció
180
ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas a Dios que podía
salvarlo de la muerte, y fue escuchado por su pleno abandono a él. Aun
siendo Hijo, con lo que padeció aprendió la obediencia; y, hecho perfecto,
se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen,
proclamado por Dios sumo sacerdote según el rito de Melquisedec» (5, 7-
10). En este texto, que alude claramente a la agonía espiritual de
Getsemaní, la pasión de Cristo se presenta como una oración y como una
ofrenda. Jesús afronta su «hora», que lo lleva a la muerte de cruz, inmerso
en una profunda oración, que consiste en la unión de su voluntad con la
del Padre. Esta doble y única voluntad es una voluntad de amor. La trágica
prueba que Jesús afronta, vivida en esta oración, se transforma en ofrenda,
en sacrificio vivo.
Dice la Carta a los Hebreos que Jesús «fue escuchado». ¿En qué
sentido? En el sentido de que Dios Padre lo liberó de la muerte y lo
resucitó. Fue escuchado precisamente por su pleno abandono a la voluntad
del Padre: el designio de amor de Dios pudo realizarse perfectamente en
Jesús que, habiendo obedecido hasta el extremo de la muerte en cruz, se
convirtió en «causa de salvación» para todos los que le obedecen. Es decir,
se convirtió en sumo sacerdote porque él mismo tomó sobre sí todo el
pecado del mundo, como «Cordero de Dios». Es el Padre quien le confiere
este sacerdocio en el momento mismo en que Jesús cruza el paso de su
muerte y resurrección. No es un sacerdocio según el ordenamiento de la
ley de Moisés (cf. Lv 8-9), sino «según el rito de Melquisedec», según un
orden profético, que sólo depende de su singular relación con Dios.
Volvamos a la expresión de la Carta a los Hebreos que dice: «Aun
siendo Hijo, con lo que padeció aprendió la obediencia». El sacerdocio de
Cristo conlleva el sufrimiento. Jesús sufrió verdaderamente, y lo hizo por
nosotros. Era el Hijo y no necesitaba aprender la obediencia, pero nosotros
sí teníamos y tenemos siempre necesidad de aprenderla. Por eso, el Hijo
asumió nuestra humanidad y por nosotros se dejó «educar» en el crisol del
sufrimiento, se dejó transformar por él, como el grano de trigo que, para
dar fruto, debe morir en la tierra. A través de este proceso Jesús fue
«hecho perfecto», en griego teleiotheis. Debemos detenernos en este
término, porque es muy significativo. Indica la culminación de un camino,
es decir, precisamente el camino de educación y transformación del Hijo
de Dios mediante el sufrimiento, mediante la pasión dolorosa. Gracias a
esta transformación Jesucristo llega a ser «sumo sacerdote» y puede salvar
a todos los que le obedecen. El término teleiotheis, acertadamente
traducido con «hecho perfecto», pertenece a una raíz verbal que, en la
versión griega del Pentateuco —es decir, los primeros cinco libros de la
Biblia— siempre se usa para indicar la consagración de los antiguos
sacerdotes. Este descubrimiento es muy valioso, porque nos aclara que la
pasión fue para Jesús como una consagración sacerdotal. Él no era
sacerdote según la Ley, pero llegó a serlo de modo existencial en su
Pascua de pasión, muerte y resurrección: se ofreció a sí mismo en
expiación y el Padre, exaltándolo por encima de toda criatura, lo
constituyó Mediador universal de salvación.
181
Volvamos a nuestra meditación, a la Eucaristía, que dentro de poco
ocupará el centro de nuestra asamblea litúrgica. En ella Jesús anticipó su
sacrificio, un sacrificio no ritual, sino personal. En la última Cena actúa
movido por el «Espíritu eterno» con el que se ofrecerá en la cruz
(cf. Hb 9, 14). Dando gracias y bendiciendo, Jesús transforma el pan y el
vino. El amor divino es lo que transforma: el amor con que Jesús acepta
con anticipación entregarse totalmente por nosotros. Este amor no es sino
el Espíritu Santo, el Espíritu del Padre y del Hijo, que consagra el pan y el
vino y cambia su sustancia en el Cuerpo y la Sangre del Señor, haciendo
presente en el Sacramento el mismo sacrificio que se realiza luego de
modo cruento en la cruz. Así pues, podemos concluir que Cristo es
sacerdote verdadero y eficaz porque estaba lleno de la fuerza del Espíritu
Santo, estaba colmado de toda la plenitud del amor de Dios, y esto
precisamente «en la noche en que fue entregado», precisamente en la
«hora de las tinieblas» (cf. Lc 22, 53). Esta fuerza divina, la misma que
realizó la encarnación del Verbo, es la que transforma la violencia extrema
y la injusticia extrema en un acto supremo de amor y de justicia. Esta es la
obra del sacerdocio de Cristo, que la Iglesia ha heredado y prolonga en la
historia, en la doble forma del sacerdocio común de los bautizados y el
ordenado de los ministros, para transformar el mundo con el amor de
Dios. Todos, sacerdotes y fieles, nos alimentamos de la misma Eucaristía;
todos nos postramos para adorarla, porque en ella está presente nuestro
Maestro y Señor, está presente el verdadero Cuerpo de Jesús, Víctima y
Sacerdote, salvación del mundo. Venid, exultemos con cantos de alegría.
Venid, adoremos. Amén.

IMITAR LA PACIENCIA DE DIOS


20100604. Entrevista periodistas en el vuelo a Chipre
P.: Usted se dirige a Oriente Medio pocos días después de que el
ataque israelí a la flotilla delante de Gaza añadiera más tensiones al ya
difícil proceso de paz. ¿Cómo cree que la Santa Sede puede contribuir a
superar este momento delicado para Oriente Medio?
R.: Diría que nosotros contribuimos sobre todo de forma religiosa.
Podemos también ayudar con consejos políticos y estratégicos, pero el
trabajo esencial del Vaticano siempre es el religioso, que toca el corazón.
Con todos estos episodios que vivimos, existe siempre el peligro de perder
la paciencia, de decir «¡ya basta!», de no querer ya buscar la paz. Y aquí
me viene a la mente, en esteAño sacerdotal, una hermosa anécdota del
párroco de Ars. A las personas que le decían: «No tiene sentido que yo
ahora vaya a la confesión y a la absolución, porque estoy seguro de que
pasado mañana volveré a caer en los mismos pecados», el cura de Ars
respondía: «No importa. El Señor voluntariamente olvida que tú, pasado
mañana, cometerás los mismos pecados; te perdona ahora completamente.
Será magnánimo y seguirá ayudándote, viniendo hacia ti». Así debemos
imitar a Dios, su paciencia. Después de todos los casos de violencia, no
perder la paciencia, no perder el valor, no perder la magnanimidad de
182
volver a empezar; crear estas disposiciones del corazón para empezar
siempre de nuevo, con la certeza de que podemos ir adelante, que
podemos llegar a la paz, que la violencia no es la solución, sino la
paciencia del bien. Crear esta disposición me parece el principal trabajo
que el Vaticano, sus organismos y el Papa pueden hacer.

TRES VÍAS PARA PROMOVER LA VERDAD EN LA POLÍTICA


20100605. Discurso. Autoridades civiles. Nicosia, Chipre
¿Qué significa en la práctica el respeto y la promoción de la verdad
moral en el mundo de la política y la diplomacia nacional e internacional?
¿Cómo puede la búsqueda de la verdad traer una mayor armonía a las
regiones más probadas de la tierra? Pienso que esto se puede lograr por
tres vías.
En primer lugar, promover la verdad moral significa actuar de manera
responsable partiendo del conocimiento de los hechos. Como
diplomáticos, sabéis por experiencia que este conocimiento os ayuda a
identificar las injusticias y ofensas, así como a considerar de manera
desapasionada los intereses de todas las partes involucradas en una
determinada disputa. Cuando las partes superan sus propios puntos de
vista sobre lo ocurrido, adquieren una visión objetiva y completa. Quienes
deben resolver dichos conflictos son capaces de tomar decisiones justas y
promover una auténtica reconciliación, cuando admiten y reconocen la
verdad completa sobre una determinada cuestión.
Una segunda vía para promover la verdad moral consiste en poner al
descubierto las ideologías políticas que pretenden suplantar la verdad. Las
trágicas experiencias vividas durante el siglo veinte han desenmascarado
la inhumanidad que resulta de la supresión de la verdad y la dignidad
humana. En nuestros días, asistimos a continuos intentos de fomentar
supuestos valores bajo la apariencia de paz, desarrollo y derechos
humanos. En este sentido, dirigiéndome a la Asamblea General de las
Naciones Unidas, llamaba la atención sobre una determinada tendencia a
reinterpretar la Declaración Universal de los Derechos Humanos con el
objetivo de satisfacer intereses particulares, que comprometerían la
coherencia interna de la propia Declaración, apartándose de su intención
original (cf. Discurso a la Asamblea General de las Naciones Unidas, 18
de abril de 2008).
En tercer lugar, la promoción de la verdad moral en la vida pública
requiere un esfuerzo constante para fundamentar la ley positiva sobre los
principios éticos de la ley natural. Esta exigencia, en el pasado, fue
considerada como algo evidente, sin embargo, la corriente positivista en
las teorías legales contemporáneas está pidiendo la recuperación de este
183
axioma fundamental. Individuos, comunidades y estados, sin la guía de
verdades morales objetivas, se volverían egoístas y sin escrúpulos, y el
mundo sería un lugar más peligroso para vivir. En cambio, respetando los
derechos de las personas y los pueblos se protege y promueve la dignidad
humana. Cuando las políticas que propugnamos se encuentran en armonía
con la ley natural, que pertenece a nuestra común condición humana,
nuestras acciones se vuelven más sensatas y contribuyen al desarrollo de
la comprensión, la justicia y la paz.

EL MUNDO NECESITA LA CRUZ


20100605. Homilía. Sacerdotes, religiosos y laicos. Chipre.
El Hijo del Hombre tiene que ser elevado, para que todo el que cree en
él tenga vida eterna (cf. Jn3,14-15). En esta Misa votiva adoramos y
alabamos a Nuestro Señor Jesucristo, que con su santa cruz ha redimido al
mundo. Con su muerte y resurrección ha abierto las puertas del cielo y nos
ha preparado un sitio, para que nosotros, sus discípulos, podamos
participar de su gloria.
El centro de la celebración de hoy es la cruz de Cristo. Muchos
podrían tener la tentación de preguntar por qué nosotros, los cristianos,
celebramos un instrumento de tortura, un signo de sufrimiento, de fracaso
y derrota. Es verdad que la cruz expresa todos estos significados. Y, sin
embargo, a causa del que ha sido elevado en la cruz por nuestra salvación,
representa también el triunfo definitivo del amor de Dios sobre todos los
males del mundo.
Una antigua tradición cuenta que el madero de la cruz se tomó de un
árbol plantado por Set, el hijo de Adán, en el lugar donde Adán fue
enterrado. En aquel mismo lugar, conocido como el Gólgota, el lugar de la
calavera, Set plantó una semilla del árbol del conocimiento del bien y del
mal, el árbol que estaba en medio del jardín de Edén. Gracias a la
providencia divina, la obra del Maligno habría sido aniquilada usando
contra él sus mismas armas.
Engañado por la serpiente, Adán se apartó de la confianza filial en
Dios y pecó comiendo del fruto del único árbol del jardín que le había sido
prohibido. Como consecuencia de aquel pecado entró en el mundo el
sufrimiento y la muerte. Los efectos trágicos del pecado, es decir, el
sufrimiento y la muerte, se hicieron del todo patentes en la historia de los
descendientes de Adán. Lo hemos escuchado en la primera lectura de hoy,
que evoca la caída y prefigura la redención de Cristo.
Como castigo por sus pecados, el pueblo de Israel, extenuado en el
desierto, fue mordido por serpientes, y sólo pudo salvarse de la muerte
volviendo su mirada hacia el símbolo que Moisés había elevado,
prefigurando la cruz que pondría fin al pecado y a la muerte de una vez
por todas. Vemos claramente que el hombre no puede salvarse por sí
mismo de las consecuencias de su pecado. No puede salvarse por sí
184
mismo de la muerte. Sólo Dios puede librarlo de su esclavitud moral y
física. Y tanto amó Dios al mundo, que envió a su Hijo unigénito, no para
condenar al mundo, como requería la justicia, sino para que el mundo se
salve por Él. El Hijo unigénito de Dios ha tenido que ser elevado, como
Moisés elevó la serpiente en el desierto, para que cuantos lo miren con fe
tengan la vida.
El madero de la cruz se transforma en el instrumento de nuestra
redención, igual que el árbol del que había sido extraído dio origen a la
caída de nuestros progenitores. El sufrimiento y la muerte, consecuencias
del pecado, se transformaron precisamente en el medio por el que el
pecado fue derrotado. El Cordero inocente fue sacrificado en el altar de la
cruz y, sin embargo, de la inmolación de la víctima brotó vida nueva: el
poder del Maligno fue destruido por el poder del amor que se
autosacrifica.
La cruz, por tanto, es algo más grande y misterioso de lo que puede
parecer a primera vista. Indudablemente, es un instrumento de tortura, de
sufrimiento y derrota, pero al mismo tiempo muestra la completa
transformación, la victoria definitiva sobre estos males, y esto la convierte
en el símbolo más elocuente de la esperanza que el mundo haya visto
jamás. Habla a todos los que sufren -los oprimidos, los enfermos, los
pobres, los marginados, las víctimas de la violencia- y les ofrece la
esperanza de que Dios puede convertir su dolor en alegría, su aislamiento
en comunión, su muerte en vida. Ofrece esperanza ilimitada a nuestro
mundo caído.
Por eso, el mundo necesita la cruz. No es simplemente un símbolo
privado de devoción, no es un distintivo de pertenencia a un grupo dentro
de la sociedad, y su significado más profundo no tiene nada que ver con la
imposición forzada de un credo o de una filosofía. Habla de esperanza,
habla de amor, habla de la victoria de la no violencia sobre la opresión,
habla de Dios que ensalza a los humildes, da fuerza a los débiles, logra
superar las divisiones y vencer el odio con el amor. Un mundo sin cruz
sería un mundo sin esperanza, un mundo en el que la tortura y la
brutalidad no tendrían límite, donde el débil sería subyugado y la codicia
tendría la última palabra. La inhumanidad del hombre hacia el hombre se
manifestaría de modo todavía más horrible, y el círculo vicioso de la
violencia no tendría fin. Sólo la cruz puede poner fin a todo ello. Mientras
que ningún poder terreno puede salvarnos de las consecuencias de nuestro
pecado, y ninguna potencia terrena puede derrotar la injusticia en su
origen, la intervención redentora de Dios Amor puede transformar
radicalmente la realidad del pecado y la muerte. Esto es lo que celebramos
cuando nos gloriamos en la cruz del Redentor. San Andrés de Creta
describe con razón la cruz como “el más excelente de todos los bienes…
por el cual y para el cual culmina nuestra salvación y se nos restituye a
nuestro estado de justicia original” (Sermón 10: PG 97, 1018-1019).
Queridos hermanos sacerdotes, queridos religiosos, queridos
catequistas, se nos ha confiado el mensaje de la cruz para que podamos
ofrecer esperanza al mundo. Cuando proclamamos a Cristo crucificado, no
185
nos anunciamos a nosotros mismos, sino a Él. No ofrecemos nuestra
propia sabiduría al mundo, no proclamamos ninguno de nuestros méritos,
sino que actuamos como instrumentos de su sabiduría, de su amor y de
méritos redentores. Sabemos que somos simplemente vasijas de barro y,
sin embargo, hemos sido sorprendentemente elegidos para ser mensajeros
de la verdad redentora que el mundo necesita escuchar. Jamás nos
cansemos de admirarnos ante la gracia extraordinaria que se nos ha dado,
nunca dejemos de reconocer nuestra indignidad, pero, al mismo tiempo,
esforcémonos siempre para ser menos indignos de nuestra noble llamada,
de manera que no pongamos en entredicho la credibilidad de nuestro
testimonio con nuestros errores y caídas.
En este Año Sacerdotal, permitidme que me dirija de modo especial a
los presbíteros aquí presentes, y a quienes se preparan para la ordenación.
Meditad las palabras que el Obispo dirige al ordenando cuando le hace
entrega del cáliz y la patena: “Considera lo que realizas e imita lo que
conmemoras, y conforma tu vida con el misterio de la cruz del Señor”. A
la vez que proclamamos la cruz de Cristo, esforcémonos siempre por
imitar el amor gratuito de quien se ofreció a sí mismo por nosotros en el
altar de la cruz, de quien es al mismo tiempo sacerdote y víctima, de aquel
en cuyo nombre hablamos y actuamos cuando ejercemos el ministerio que
hemos recibido. Mientras pensamos en nuestras faltas, tanto individual
como comunitariamente, reconozcamos humildemente que hemos
merecido el castigo que Él, Cordero inocente, ha sufrido por nosotros. Y
si, en consonancia con cuanto nos merecemos, participamos en el
sufrimiento de Cristo, alegrémonos porque tendremos una felicidad
mucho más grande cuando se revele su gloria.
En mi pensamiento y oración, me acuerdo particularmente de muchos
sacerdotes y religiosos de Medio Oriente que están sintiendo en estos
momentos una llamada especial a configurar su vida con el misterio de la
cruz del Señor. Donde los cristianos son minoría, donde sufren
dificultades por tensiones religiosas y étnicas, muchas familias toman la
decisión de huir, y también los pastores tienen la tentación de hacer lo
mismo. En situaciones de este tipo, sin embargo, un sacerdote, una
comunidad religiosa, una parroquia que se mantiene firme y continúa
dando testimonio de Cristo es un signo extraordinario de esperanza, no
sólo para los cristianos sino también para todos los que viven en la región.
Su sola presencia es una manifestación elocuente del Evangelio de la paz,
de la voluntad del Buen Pastor de cuidar de todas las ovejas, del
inquebrantable compromiso de la Iglesia en favor del diálogo, la
reconciliación y la aceptación amorosa del prójimo. Abrazando la cruz que
se les presenta, los sacerdotes y religiosos de Oriente Medio pueden
irradiar realmente la esperanza que está en el centro del misterio que
celebramos en la liturgia de hoy.
Que nos consuelen las palabras de la segunda lectura de hoy, que
expresan magníficamente el triunfo reservado a Cristo después de su
muerte en cruz, triunfo que estamos invitados a compartir: «Por eso Dios
lo levantó sobre todo, y le concedió el “Nombre-sobre-todo- nombre”; de
186
modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble, en el cielo, en la tierra,
en el abismo» (Flp 2,9-10).
Sí, amados hermanos y hermanas en Cristo, alejémonos de aquella
gloria que no sea la de Nuestro Señor Jesucristo (cf. Ga 6,14). Él es
nuestra vida, nuestra salvación y nuestra resurrección. Él nos ha salvado y
liberado.

EL CORPUS CHRISTI FORMA LA COMUNIÓN EN LA IGLESIA


20100606. Homilía. Nicosia. Chipre.
Celebramos hoy la solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de
Cristo. El nombre dado a esta fiesta en Occidente, Corpus Christi, se usa
en la tradición de la Iglesia para designar tres realidades distintas: el
cuerpo físico de Jesús, nacido de la Virgen María; su cuerpo eucarístico, el
pan del cielo que nos nutre en este gran sacramento, y su cuerpo eclesial,
la Iglesia. Al considerar los distintos aspectos del Corpus Christi, llegamos
a comprender más profundamente el misterio de comunión que nos une a
quienes formamos parte de la Iglesia. En la eucaristía, el Espíritu Santo
congrega “en la unidad a cuantos participamos del Cuerpo y Sangre de
Cristo” (cf. Plegaria Eucarística II), para formar el único pueblo santo de
Dios. Como el Espíritu Santo descendió sobre los Apóstoles en el
cenáculo de Jerusalén, así también el mismo Espíritu Santo actúa en cada
celebración de la Misa con un doble objetivo: santificar las ofrendas del
pan y del vino, para que se conviertan en el Cuerpo y la Sangre de Cristo,
y llenar a cuantos se nutren de estas santas ofrendas, para que formen un
solo cuerpo, un solo espíritu en Cristo.
San Agustín explica espléndidamente este proceso (cf. Sermón 272).
Nos recuerda que el pan no se hace a partir de un solo grano, sino de
muchos. Para que todos los granos se transformen en pan, primero hay que
molerlos. Alude aquí al exorcismo que han de hacer los catecúmenos antes
de su bautismo. Cada uno de nosotros que formamos parte de la Iglesia
necesita salir del mundo cerrado de su individualismo y aceptar la
‘compañía’ de los demás, que “comparten el pan” con nosotros. Ya no
debemos pensar más a partir del “yo”, sino del “nosotros”. Por esto, todos
los días pedimos a “nuestro” Padre el pan “nuestro” de cada día. La
condición previa para entrar en la vida divina a la que estamos llamados es
derribar las barreras entre nosotros y nuestros vecinos. Necesitamos ser
liberados de lo que nos aprisiona y aísla: temor y desconfianza recíproca,
avidez y egoísmo, malevolencia, para arriesgarnos a la vulnerabilidad a la
que nos exponemos cuando nos abrimos al amor.
Los granos de trigo, una vez triturados, se mezclan en la masa y se
meten en el horno. Aquí, san Agustín se refiere a la inmersión en las aguas
bautismales a la que sigue el don sacramental del Espíritu Santo, que
inflama el corazón de los fieles con el fuego del amor de Dios. Este
proceso que une y transforma los granos aislados en un único pan nos
ofrece una imagen sugerente de la acción unificadora del Espíritu Santo
sobre los miembros de la Iglesia, realizada de una manera eminente a
187
través de la celebración de la eucaristía. Quienes participan en este gran
sacramento y se alimentan de su Cuerpo eucarístico se transforman en el
Cuerpo eclesial de Cristo. “Sé lo que ves”, dice san Agustín animándolos,
“y recibe lo que eres”.
Estas significativas palabras nos invitan a responder generosamente a
la llamada a “ser Cristo” para los que nos rodean. Ahora somos su cuerpo
en la tierra. Parafraseando una célebre expresión atribuida a santa Teresa
de Ávila, somos los ojos con los que mira compasivamente a los que
pasan necesidad, somos las manos que extiende para bendecir y curar,
somos los pies de los que se sirve para hacer el bien, y somos los labios
con los que se proclama su Evangelio. Sin embargo, es importante
comprender que cuando participamos de este modo en su obra de
salvación, no estamos honrando la memoria de un héroe muerto
prolongando lo que él hizo. Al contrario, Cristo vive en nosotros, su
cuerpo, la Iglesia, su pueblo sacerdotal. Al tomarlo a Él como alimento en
la eucaristía y acogiendo en nuestros corazones su Espíritu Santo, nos
transformamos realmente en el Cuerpo de Cristo que hemos recibido,
estamos verdaderamente en comunión con Él y entre nosotros, y nos
transformamos en verdaderos instrumentos suyos, dando testimonio de Él
en el mundo.
“En el grupo de los creyentes todos pensaban y sentían lo mismo”
(Hch 4,32). En las comunidades cristianas primitivas que se alimentaban
de la mesa del Señor vemos los efectos de esta acción unificadora del
Espíritu Santo. Ponían sus bienes en común y cualquier apego material era
superado por amor a los hermanos. Encontraban soluciones equitativas a
sus diferencias, como vemos por ejemplo en la resolución de la disputa
entre helenistas y hebreos acerca del suministro diario (cf.Hch 6, 1-6). Así,
un atento observador pudo comentar poco más tarde: “Mirad cómo se
aman estos cristianos, y cómo están dispuestos a morir unos por otros”
(Tertuliano, Apologia, 39). Más aún, su amor no se limitaba al grupo de
los creyentes. No se veían a sí mismos como beneficiarios exclusivos y
privilegiados de los favores divinos, sino más bien como mensajeros, para
llevar la buena noticia de la salvación en Cristo hasta los confines del
mundo. De esta manera, el mensaje que Cristo resucitado confió a los
Apóstoles se extendió con rapidez por todo el Medio Oriente, y desde allí
por el mundo entero.
Queridos hermanos y hermanas en Cristo, como ellos hicieron,
también nosotros estamos llamados hoy a tener un sólo corazón y una sola
alma, a profundizar en nuestra comunión con el Señor y con los demás, y
a dar testimonio de Él ante el mundo.
Estamos llamados a superar nuestras diferencias, a poner paz y
reconciliación donde exista un conflicto, a ofrecer al mundo un mensaje
de esperanza. Estamos llamados a tender una mano a quien lo necesite, a
compartir con generosidad nuestros bienes materiales con los más
desafortunados. Estamos llamados a proclamar de manera incansable la
muerte y la resurrección del Señor, hasta que Él vuelva. Por Cristo, con Él
y en Él, en la unidad que es el don del Espíritu Santo a la Iglesia, demos
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honor y gloria a Dios nuestro Padre del cielo, en compañía de todos los
ángeles y santos que cantan su alabanza por los siglos. Amén.

ÁNGELUS: LA ESPERANZA DE MARÍA


20100606. Ángelus. Nicosia. Chipre.
Es tradición de la Iglesia rezar a mediodía a la Bienaventurada Virgen
María, recordando con gozo su pronta aceptación de la invitación del
Señor para ser la madre de Dios. Fue una invitación que la turbó y que
apenas si pudo comprender. Fue el signo de que Dios había elegido a su
humilde sierva, para cooperar con Él en su tarea de salvación. Cómo nos
alegramos por su generosa respuesta. A través de su “sí”, la esperanza de
los siglos se ve cumplida, y Aquél a quien Israel esperaba desde antiguo
entra en el mundo, entra en nuestra historia. Acerca de Él, el ángel había
anunciado que su Reino no tendría fin (cf. Lc 1,33).
Alrededor de treinta años más tarde, debió de ser duro mantener viva
esta esperanza cuando María lloraba al pie de la cruz. Parecía que las
fuerzas de las tinieblas acabarían por imponerse. Y con todo, en su
interior, ella recordaba las palabras del ángel. Incluso en medio de la
desolación del Sábado Santo, la certeza de la esperanza la sostiene hasta la
alegría de la mañana de Pascua. Y así nosotros, sus hijos, vivimos con la
misma esperanza confiada de que la Palabra hecha carne en el seno de
María nunca nos abandonará. Él, el Hijo de Dios y el Hijo de María,
fortalece la comunión que nos une, para que podamos ser así testigos de Él
y del poder de su amor que sana y reconcilia.

EUCARISTÍA DOMINICAL Y TESTIMONIO DE LA CARIDAD


20100615. Discurso. Asamblea eclesial de la diócesis de Roma
Dice el Salmo: «Ved: qué dulzura, qué delicia convivir los hermanos
unidos» (Sal 133, 1). Es realmente así: para mí es motivo de profunda
alegría encontrarme de nuevo con vosotros y compartir todo el bien —y es
mucho— que las parroquias y las demás realidades eclesiales de Roma
han realizado en este año pastoral.
Como ha recordado el cardenal Vallini, desde el año pasado estamos
comprometidos en la verificación de la pastoral ordinaria. Esta tarde
reflexionamos sobre dos puntos de primordial importancia: «Eucaristía
dominical y testimonio de la caridad». Conozco el gran trabajo que han
realizado las parroquias, las asociaciones y los movimientos mediante
encuentros de formación y de confrontación, para profundizar y vivir
mejor estos dos componentes fundamentales de la vida y de la misión de
la Iglesia y de cada creyente. Esto también ha favorecido la
corresponsabilidad pastoral que, en la diversidad de los ministerios y de
los carismas, debe extenderse cada vez más si deseamos realmente que el
Evangelio llegue al corazón de cada habitante de Roma. Ya se ha hecho
mucho y damos gracias al Señor por ello; pero todavía queda mucho por
hacer, siempre con su ayuda.
189
La fe nunca puede darse por supuesta, porque cada generación necesita
recibir este don mediante el anuncio del Evangelio y conocer la verdad
que Cristo nos ha revelado. La Iglesia, por tanto, siempre está
comprometida en proponer a todos la herencia de la fe, que incluye
también la doctrina sobre la Eucaristía —misterio central en el que «se
contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo,
nuestra Pascua» (Presbyterorum ordinis, 5)—; doctrina que,
lamentablemente hoy no se comprende suficientemente en su valor
profundo y en su relevancia para la existencia de los creyentes. Por esto,
es importante que las distintas comunidades de nuestra diócesis de Roma
perciban como una exigencia un conocimiento más profundo del misterio
del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Al mismo tiempo, con el espíritu
misionero que queremos alimentar, es necesario que se extienda el
compromiso de anunciar esa fe eucarística, para que todo hombre se
encuentre con Jesucristo, que nos ha revelado al Dios «cercano», amigo de
la humanidad, y de testimoniarla con una elocuente vida de caridad.
En toda su vida pública Jesús, mediante la predicación del Evangelio y
los signos milagrosos, anunció la bondad y la misericordia del Padre para
con el hombre. Esta misión alcanzó su culmen en el Gólgota, donde Cristo
crucificado reveló el rostro de Dios, para que el hombre, contemplando la
cruz, pueda reconocer la plenitud del amor (cf. Deus caritas est, 12). El
sacrificio del Calvario se anticipa mistéricamente en la última Cena,
cuando Jesús, compartiendo con los Doce el pan y el vino, los transforma
en su cuerpo y en su sangre, que poco después ofrecería como Cordero
inmolado. La Eucaristía es el memorial de la muerte y resurrección de
Jesucristo, de su amor hasta el final por cada uno de nosotros, memorial
que él quiso confiar a la Iglesia para que se celebrara a lo largo de los
siglos. Según el significado del verbo hebreo zakar, el «memorial» no es
simple recuerdo de algo que sucedió en el pasado, sino celebración que
actualiza ese acontecimiento, reproduciendo su fuerza y su eficacia
salvífica. Así «hace presente y actual el sacrificio que Cristo ofreció al
Padre, una vez para siempre, en la cruz, en favor de la humanidad»
(Compendio del Catecismo de la Iglesia católica, 280). Queridos
hermanos y hermanas, en nuestro tiempo no se ama la palabra sacrificio;
más aún, parece que pertenece a otras épocas y a otra manera de entender
la vida. Sin embargo, bien comprendida, es y sigue siendo fundamental,
porque nos revela con qué amor nos ama Dios en Cristo.
En la ofrenda que Jesús hace de sí mismo encontramos toda la
novedad del culto cristiano. En la antigüedad los hombres ofrecían en
sacrificio a las divinidades los animales o las primicias de la tierra. Jesús,
en cambio, se ofrece a sí mismo, ofrece su cuerpo y toda su existencia: él
mismo en persona se convierte en el sacrificio que la liturgia ofrece en la
santa misa. En efecto, con la consagración el pan y el vino se convierten
en su verdadero cuerpo y sangre. San Agustín invitaba a sus fieles a no
detenerse en lo que aparecía a su vista, sino a ir más allá: «Reconoced en
el pan —decía— el mismo cuerpo que colgó de la cruz, y en el cáliz a la
misma sangre que brotó de su costado» (Sermón 228 b, 2). Para explicar
190
esta conversión, la teología ha acuñado la palabra «transubstanciación»,
palabra que resonó por primera vez en esta basílica durante el IV concilio
de Letrán, del cual dentro de cinco años se celebrará el VIII centenario. En
aquella ocasión se introdujeron en la profesión de fe las siguientes
expresiones: «Jesucristo, cuyo cuerpo y sangre se contienen
verdaderamente en el sacramento del altar bajo las especies del pan y del
vino, después de transubstanciados, por virtud divina, el pan en el cuerpo
y el vino en la sangre» (DS, 802). Por tanto, es fundamental que en los
itinerarios de educación de los niños, los adolescentes y los jóvenes en la
fe, al igual que en los «centros de escucha» de la Palabra de Dios, se
subraye que en el sacramento de la Eucaristía Cristo está verdadera, real y
substancialmente presente.
La santa misa, celebrada respetando las normas litúrgicas y con una
adecuada valorización de la riqueza de los signos y de los gestos, favorece
y promueve el crecimiento de la fe eucarística. En la celebración
eucarística nosotros no inventamos nada, sino que entramos en una
realidad que nos precede, más aún, que abraza cielo y tierra y, por tanto,
también pasado, futuro y presente. Esta apertura universal, este encuentro
con todos los hijos y las hijas de Dios es la grandeza de la Eucaristía:
salimos al encuentro de la realidad de Dios presente en el cuerpo y sangre
del Resucitado entre nosotros. Por tanto, las prescripciones litúrgicas
dictadas por la Iglesia no son cosas exteriores, sino que expresan
concretamente esta realidad de la revelación del cuerpo y sangre de Cristo,
y así la oración revela la fe según el antiguo principio lex orandi, lex
credendi. Por esto, podemos decir que «la mejor catequesis sobre la
Eucaristía es la Eucaristía misma bien celebrada» (Sacramentum caritatis,
64). Es preciso que en la liturgia se manifieste con claridad la dimensión
trascendente, la del Misterio, del encuentro con lo divino, que ilumina y
eleva también la «horizontal», o sea, el vínculo de comunión y de
solidaridad que existe entre cuantos pertenecen a la Iglesia. En efecto,
cuando prevalece esta última no se comprende plenamente la belleza, la
profundidad y la importancia del misterio celebrado. Queridos hermanos
en el sacerdocio, en el día de la ordenación sacerdotal, el obispo os confió
la tarea de presidir la Eucaristía. Apreciad siempre el ejercicio de esta
misión: celebrad los misterios divinos con intensa participación interior,
para que los hombres y las mujeres de nuestra ciudad puedan ser
santificados, puestos en contacto con Dios, verdad absoluta y amor eterno.
Y tengamos presente también que la Eucaristía, vinculada a la cruz, a
la resurrección del Señor, ha dictado una nueva estructura a nuestro
tiempo. Cristo resucitado se manifestó el día siguiente al sábado, el primer
día de la semana, día del sol y de la creación. Desde el principio los
cristianos han celebrado su encuentro con Cristo resucitado, la Eucaristía,
en este primer día, en este nuevo día del verdadero sol de la historia,
Cristo resucitado. Y así el tiempo comienza siempre de nuevo con el
encuentro con Cristo resucitado, y este encuentro da contenido y fuerza a
la vida de cada día. Por esto, para nosotros, los cristianos, es muy
importante seguir este ritmo nuevo del tiempo, encontrarnos con Cristo
191
resucitado los domingos y así «tomar» con nosotros su presencia, que nos
transforme y transforme nuestro tiempo. Además, invito a todos a
redescubrir la fecundidad de la adoración eucarística: delante del
Santísimo Sacramento experimentamos de modo totalmente especial el
«permanecer» de Jesús que él mismo, en el Evangelio de san Juan, pone
como condición necesaria para dar mucho fruto (cf. Jn 15, 5) y evitar que
nuestra acción apostólica se limite a un activismo estéril, sino que sea
testimonio del amor de Dios.
La comunión con Cristo también es siempre comunión con su cuerpo
que es la Iglesia, como recuerda el apóstol san Pablo diciendo: «El pan
que partimos, ¿no es acaso comunión con el cuerpo de Cristo? Porque
todos los que participamos de un solo pan, aun siendo muchos, formamos
un solo pan y un solo cuerpo» (1 Co 10, 16-17). De hecho, la Eucaristía es
la que transforma a un simple grupo de personas en comunidad eclesial: la
Eucaristía hace la Iglesia. Por consiguiente, es fundamental que la
celebración de la santa misa sea efectivamente el culmen, la «estructura
fundamental» de la vida de toda comunidad parroquial. Exhorto a todos a
cuidar al máximo, incluso mediante grupos litúrgicos, la preparación y la
celebración de la Eucaristía, a fin de que quienes participen en ella puedan
encontrarse con el Señor. Es Cristo resucitado quien se hace presente
entres nosotros hoy y nos reúne a su alrededor. Alimentándonos de él nos
vemos liberados de los vínculos del individualismo y, por medio de la
comunión con él, nos convertimos nosotros mismos, juntos, en una cosa
sola, en su Cuerpo místico. Así se superan las diferencias debidas a la
profesión, a la clase social o a la nacionalidad, porque descubrimos que
somos miembros de una única gran familia, la de los hijos de Dios, en la
que a cada uno se le da una gracia particular para la utilidad común. El
mundo y los hombres no necesitan otra agregación social, sino que
necesitan la Iglesia, que es en Cristo como un sacramento, es decir, «signo
e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género
humano» (Lumen gentium, 1), llamada a hacer que sobre todas las gentes
resplandezca la luz del Señor resucitado.
Jesús vino para revelarnos el amor del Padre, porque «el hombre no
puede vivir sin amor» (Juan Pablo II, Redemptor hominis, 10). En efecto,
el amor es la experiencia fundamental de todo ser humano, lo que da
significado a la vida diaria. También nosotros, alimentados con la
Eucaristía, siguiendo el ejemplo de Cristo, vivimos para él, para ser
testigos del amor. Al recibir el Sacramento, entramos en comunión de
sangre con Jesucristo. En la concepción judía, la sangre indica la vida; así,
podemos decir que, alimentándonos del cuerpo de Cristo, acogemos la
vida de Dios y aprendemos a mirar la realidad con sus ojos, abandonando
la lógica del mundo para seguir la lógica divina del don y de la gratuidad.
San Agustín recuerda que durante una visión le pareció oír la voz del
Señor que le decía: «Manjar soy de grandes: crece y me comerás. Mas no
me transformarás en ti como al manjar de tu carne, sino que tú te
transformarás en mí» (cf.Confesiones VII, 10, 16). Cuando recibimos a
Cristo, el amor de Dios se expande en lo íntimo de nuestro ser, modifica
192
radicalmente nuestro corazón y nos hace capaces de gestos que, por la
fuerza difusiva del bien, pueden transformar la vida de quienes están a
nuestro lado. La caridad es capaz de generar un cambio auténtico y
permanente de la sociedad, actuando en el corazón y en la mente de los
hombres, y cuando se vive en la verdad «es la principal fuerza impulsora
del auténtico desarrollo de cada persona y de toda la humanidad» (Caritas
in veritate, 1). Para el discípulo de Jesús el testimonio de la caridad no es
un sentimiento pasajero sino, al contrario, es lo que plasma la vida en toda
circunstancia. Os aliento a todos, especialmente a la Cáritas y a los
diáconos, a comprometeros en el delicado y fundamental campo de la
educación en la caridad, como dimensión permanente de la vida personal
y comunitaria.
Nuestra ciudad pide a los discípulos de Cristo, además de un renovado
anuncio del Evangelio, un testimonio más claro y límpido de la caridad.
Con el lenguaje del amor, deseoso del bien integral del hombre, la Iglesia
habla a los habitantes de Roma. En estos años de mi ministerio como
Obispo vuestro, he visitado distintos lugares donde la caridad se vive de
modo intenso. Estoy agradecido a cuantos están comprometidos en las
diversas instituciones caritativas, por la dedicación y la generosidad con
que sirven a los pobres y a los marginados. Las necesidades y la pobreza
de numerosos hombres y mujeres nos interpelan profundamente: cada día
es Cristo mismo quien, en los pobres, nos pide que le demos de comer y
de beber, que lo visitemos en los hospitales y en las cárceles, que lo
acojamos y lo vistamos. La Eucaristía celebrada nos impone y, al mismo
tiempo, nos hace capaces de ser también nosotros pan partido para los
hermanos, saliendo al encuentro de sus necesidades y entregándonos
nosotros mismos. Por esto una celebración eucarística que no lleve a
encontrarse con los hombres allí donde viven, trabajan y sufren, para
llevarles el amor de Dios, no manifiesta la verdad que encierra. Para ser
fieles al misterio que se celebra en los altares, como nos exhorta el apóstol
san Pablo, debemos ofrecer nuestro cuerpo, nuestro ser, como sacrificio
espiritual agradable a Dios (cf. Rm 12, 1) en las circunstancias que
requieren hacer que muera nuestro yo y constituyen nuestro «altar»
cotidiano. Los gestos de compartir crean comunión, renuevan el tejido de
las relaciones interpersonales, inclinándolas a la gratuidad y al don, y
permiten la construcción de la civilización del amor. En un tiempo como
el actual de crisis económica y social, seamos solidarios con quienes viven
en la indigencia, para ofrecer a todos la esperanza de un mañana mejor y
digno del hombre. Si vivimos realmente como discípulos del Dios-
caridad, ayudaremos a los habitantes de Roma a descubrir que son
hermanos e hijos del único Padre.
La naturaleza misma del amor requiere opciones de vida definitivas e
irrevocables. Me dirijo en particular a vosotros, queridos jóvenes: no
tengáis miedo de elegir el amor como la regla suprema de la vida. No
tengáis miedo de amar a Cristo en el sacerdocio y, si en el corazón sentís
la llamada del Señor, seguidlo en esta extraordinaria aventura de amor,
abandonándoos con confianza a él. No tengáis miedo de formar familias
193
cristianas que vivan el amor fiel, indisoluble y abierto a la vida.
Testimoniad que el amor, como lo vivió Cristo y como lo enseña el
Magisterio de la Iglesia, no quita nada a nuestra felicidad; al contrario, da
la alegría profunda que Cristo prometió a sus discípulos.
Que la Virgen María acompañe con su intercesión maternal el camino
de nuestra Iglesia de Roma. María, que vivió de modo totalmente singular
la comunión con Dios y el sacrificio de su propio Hijo en el Calvario, nos
obtenga vivir cada vez más intensa, plena y conscientemente el misterio
de la Eucaristía, para anunciar con la palabra y la vida el amor que Dios
alberga por todo hombre.

SACERDOCIO: LA VALENTÍA DE DECIR SÍ A OTRA VOLUNTAD


20100620. Homilía. Ordenación presbiteral Diócesis de Roma
Como obispo de esta diócesis me alegra particularmente acoger en
el presbyterium romano a catorce nuevos sacerdotes. Junto con el cardenal
vicario, los obispos auxiliares y todos los presbíteros, doy las gracias al
Señor por el don de estos nuevos pastores del pueblo de Dios. Quiero
dirigiros un saludo particular a vosotros, queridos ordenandos: hoy estáis
en el centro de la atención del pueblo de Dios, un pueblos simbólicamente
representado por la gente que llena esta basílica vaticana: la llena de
oración y de cantos, de afecto sincero y profundo, de auténtica conmoción,
de alegría humana y espiritual. En este pueblo de Dios ocupan un lugar
especial vuestros padres y familiares, vuestros amigos y compañeros,
vuestros superiores y formadores del seminario, las distintas comunidades
parroquiales y las diferentes realidades de la Iglesia de las que procedéis y
que os han acompañado en vuestro camino, y a las que vosotros mismos
ya habéis servido pastoralmente. Sin olvidar la singular cercanía, en este
momento, de numerosísimas personas, humildes y sencillas pero grandes
ante Dios, como por ejemplo las monjas de clausura, los niños y los
enfermos. Os acompañan con el don preciosísimo de su oración, de su
inocencia y de su sufrimiento.
Por tanto, toda la Iglesia de Roma hoy da gracias a Dios y reza por
vosotros, pone gran confianza y esperanza en vuestro futuro, y espera
frutos abundantes de santidad y de bien de vuestro ministerio sacerdotal.
Sí, la Iglesia cuenta con vosotros, cuenta muchísimo con vosotros. La
Iglesia os necesita a cada uno, consciente como es de los dones que Dios
os ofrece y, al mismo tiempo, de la absoluta necesidad del corazón de todo
hombre de encontrarse con Cristo, salvador único y universal del mundo,
para recibir de él la vida nueva y eterna, la verdadera libertad y la alegría
plena. Así pues, todos nos sentimos invitados a entrar en el «misterio», en
el acontecimiento de gracia que se está realizando en vuestro corazón con
la ordenación presbiteral, dejándonos iluminar por la Palabra de Dios que
se ha proclamado.
El Evangelio que hemos escuchado nos presenta un momento
significativo del camino de Jesús, en el que pregunta a los discípulos qué
piensa la gente de él y cómo lo consideran ellos mismos. Pedro responde
194
en nombre de los Doce con una confesión de fe que se diferencia de forma
sustancial de la opinión que la gente tiene sobre Jesús; él, en efecto,
afirma: «Tú eres el Cristo de Dios» (cf. Lc 9, 20). ¿De dónde nace este
acto de fe? Si vamos al inicio del pasaje evangélico, constatamos que la
confesión de Pedro está vinculada a un momento de oración: «Jesús oraba
a solas y sus discípulos estaban con él» (Lc 9, 18). Es decir, los discípulos
son incluidos en el ser y hablar absolutamente único de Jesús con el Padre.
Y de este modo se les concede ver al Maestro en lo íntimo de su condición
de Hijo, se les concede ver lo que otros no ven; del «ser con él», del «estar
con él» en oración, deriva un conocimiento que va más allá de las
opiniones de la gente, alcanzando la identidad profunda de Jesús, la
verdad. Aquí se nos da una indicación bien precisa para la vida y la misión
del sacerdote: en la oración está llamado a redescubrir el rostro siempre
nuevo del Señor y el contenido más auténtico de su misión. Solamente
quien tiene una relación íntima con el Señor es aferrado por él, puede
llevarlo a los demás, puede ser enviado. Se trata de un «permanecer con
él» que debe acompañar siempre el ejercicio del ministerio sacerdotal;
debe ser su parte central, también y sobre todo en los momentos difíciles,
cuando parece que las «cosas que hay que hacer» deben tener la prioridad.
Donde estemos, en cualquier cosa que hagamos, debemos «permanecer
siempre con él».
Quiero subrayar un segundo elemento del Evangelio de hoy.
Inmediatamente después de la confesión de Pedro, Jesús anuncia su pasión
y resurrección, y tras este anuncio imparte una enseñanza relativa al
camino de los discípulos, que consiste en seguirlo a él, el Crucificado,
seguirlo por la senda de la cruz. Y añade después —con una expresión
paradójica— que ser discípulo significa «perderse a sí mismo», pero para
volverse a encontrar plenamente a sí mismo (cf. Lc 9, 22-24). ¿Qué
significa esto para cada cristiano, pero sobre todo qué significa para un
sacerdote? El seguimiento, pero podríamos tranquilamente decir: el
sacerdocio jamás puede representar un modo para alcanzar la seguridad en
la vida o para conquistar una posición social. El que aspira al sacerdocio
para aumentar su prestigio personal y su poder entiende mal en su raíz el
sentido de este ministerio. Quien quiere sobre todo realizar una ambición
propia, alcanzar el éxito personal, siempre será esclavo de sí mismo y de
la opinión pública. Para ser tenido en consideración deberá adular; deberá
decir lo que agrada a la gente; deberá adaptarse al cambio de las modas y
de las opiniones y, así, se privará de la relación vital con la verdad,
reduciéndose a condenar mañana aquello que había alabado hoy. Un
hombre que plantee así su vida, un sacerdote que vea de esta forma su
ministerio, no ama verdaderamente a Dios y a los demás; sólo se ama a sí
mismo y, paradójicamente, termina por perderse a sí mismo. El sacerdocio
—recordémoslo siempre— se funda en la valentía de decir sí a otra
voluntad, con la conciencia, que debe crecer cada día, de que precisamente
conformándose a la voluntad de Dios, «inmersos» en esta voluntad, no
sólo no será cancelada nuestra originalidad, sino que, al contrario,
195
entraremos cada vez más en la verdad de nuestro ser y de nuestro
ministerio.
Queridos ordenandos, quiero proponer a vuestra reflexión un tercer
pensamiento, estrechamente relacionado con el que acabo de exponer: la
invitación de Jesús a «perderse a sí mismo», a tomar la cruz, remite al
misterio que estamos celebrando: la Eucaristía. Hoy, con el sacramento del
Orden, se os concede presidir la Eucaristía. Se os confía el sacrificio
redentor de Cristo; se os confía su cuerpo entregado y su sangre
derramada. Ciertamente, Jesús ofrece su sacrificio, su entrega de amor
humilde y completo a la Iglesia, su Esposa, en la cruz. Es en ese leño
donde el grano de trigo que el Padre dejó caer sobre el campo del mundo
muere para convertirse en fruto maduro, dador de vida. Pero, en el plan de
Dios, esta entrega de Cristo se hace presente en la Eucaristía gracias a
la potestas sacra que el sacramento del Orden os confiera a vosotros, los
presbíteros. Cuando celebramos la santa misa tenemos en nuestras manos
el pan del cielo, el pan de Dios, que es Cristo, grano partido para
multiplicarse y convertirse en el verdadero alimento de vida para el
mundo. Es algo que no puede menos de llenaros de íntimo asombro, de
viva alegría y de inmensa gratitud: el amor y el don de Cristo crucificado
y glorioso ya pasan a través de vuestras manos, de vuestra voz y de
vuestro corazón. Es una experiencia siempre nueva de asombro ver que en
mis manos, en mi voz, el Señor realiza este misterio de su presencia.
¡Cómo no rezar, por tanto, al Señor para que os dé una conciencia
siempre vigilante y entusiasta de este don, que está puesto en el centro de
vuestro ser sacerdotes! Para que os dé la gracia de saber experimentar en
profundidad toda la belleza y la fuerza de este servicio presbiteral y, al
mismo tiempo, la gracia de poder vivir cada día este ministerio con
coherencia y generosidad. La gracia del presbiterado, que dentro de poco
se os dará, os unirá íntimamente, más aún, estructuralmente a la
Eucaristía. Por eso, en lo más íntimo de vuestro corazón os unirá a los
sentimientos de Jesús que ama hasta el extremo, hasta la entrega total de
sí, a su ser pan multiplicado para el santo banquete de la unidad y la
comunión. Esta es la efusión pentecostal del Espíritu, destinada a inflamar
vuestra alma con el amor mismo del Señor Jesús. Es una efusión que,
mientras manifiesta la absoluta gratuidad del don, graba en vuestro
corazón una ley indeleble, la ley nueva, una ley que os impulsa a
insertaros y a hacer que surja en el tejido concreto de las actitudes y de los
gestos de vuestra vida de cada día el mismo amor de entrega de Cristo
crucificado. Volvamos a escuchar la voz del apóstol san Pablo; más aún,
reconozcamos en ella la voz potente del Espíritu Santo: «Cuantos habéis
sido bautizados en Cristo, habéis sido revestidos de Cristo» (Ga 3, 27) Ya
con el Bautismo, y ahora en virtud del sacramento del Orden, habéis sido
revestidos de Cristo. Que al cuidado por la celebración eucarística
acompañe siempre el empeño por una vida eucarística, es decir, vivida en
la obediencia a una única gran ley, la del amor que se entrega totalmente y
sirve con humildad, una vida que la gracia del Espíritu Santo hace cada
196
vez más semejante a la de Jesucristo, sumo y eterno Sacerdote, siervo de
Dios y de los hombres.
Queridos hermanos, el camino que nos indica el Evangelio de hoy es la
senda de vuestra espiritualidad y de vuestra acción pastoral, de su eficacia
e incisividad, incluso en las situaciones más arduas y áridas. Más aún, este
es el camino seguro para encontrar la verdadera alegría. María, la esclava
del Señor, que conformó su voluntad a la de Dios, que engendró a Cristo
donándolo al mundo, que siguió a su Hijo hasta el pie de la cruz en el acto
supremo de amor, os acompañe cada día de vuestra vida y de vuestro
ministerio. Gracias al afecto de esta madre tierna y fuerte podréis ser
gozosamente fieles a la consigna que como presbíteros se os da hoy: la de
configuraros a Cristo sacerdote, que supo obedecer a la voluntad del Padre
y amar al hombre hasta el extremo.

¿QUÉ SIGNIFICA TOMAR LA CRUZ?


20100620. Ángelus
Esta mañana en la basílica de San Pedro he conferido el orden
presbiteral a catorce diáconos de la diócesis de Roma. El sacramento del
Orden manifiesta, de parte de Dios, su solícita cercanía a los hombres y,
de parte de quien lo recibe, la plena disponibilidad a convertirse en
instrumento de esta cercanía, con un amor radical a Cristo y a la Iglesia.
En el Evangelio de este domingo, el Señor pregunta a sus discípulos: «Y
vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (Lc 9, 20). A esta pregunta el apóstol
Pedro responde prontamente: «Tú eres el Cristo de Dios, el Mesías de
Dios» (cf. ib.), superando así todas las opiniones terrenas que
consideraban a Jesús como uno de los profetas. Según san Ambrosio, con
esta profesión de fe, Pedro «abrazó todas las cosas juntas, porque expresó
la naturaleza y el nombre» del Mesías (Exp. in Lucam VI, 93: CCL 14,
207). Y Jesús, ante esta profesión de fe renueva a Pedro y a los demás
discípulos la invitación a seguirlo por el camino arduo del amor hasta la
cruz. También a nosotros, que podemos conocer al Señor mediante la fe en
su Palabra y en los sacramentos, Jesús nos propone que lo sigamos cada
día y también a nosotros nos recuerda que para ser sus discípulos es
necesario adueñarse del poder de su cruz, vértice de nuestros bienes y
corona de nuestra esperanza.
San Máximo el Confesor observa que «el signo distintivo del poder de
nuestro Señor Jesucristo es la cruz, que él cargó sobre sus hombros»
(Ambiguum 32: PG 91, 1284 C). De hecho, «decía a todos: "Si alguno
quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y
sígame" (Lc 9, 23)». Tomar la cruz significa comprometerse para vencer el
pecado que obstaculiza el camino hacia Dios, aceptar diariamente la
voluntad del Señor, aumentar la fe sobre todo ante los problemas, las
dificultades y el sufrimiento. La santa carmelita Edith Stein nos lo
testimonió en un tiempo de persecución. En 1938 escribió lo siguiente
desde el carmelo de Colonia: «Hoy comprendo … lo que quiere decir ser
esposa del Señor en el signo de la cruz, aunque no se comprenderá nunca
197
totalmente, puesto que es un misterio… Cuanto más densa es la oscuridad
a nuestro alrededor, más debemos abrir el corazón a la luz que viene de lo
alto». (La scelta di Dio. Lettere [1917-1942], Roma 1973, 132-133).
También en la época actual son muchos los cristianos en el mundo que,
animados por el amor a Dios, toman cada día la cruz, tanto la de las
pruebas cotidianas, como la que procura la barbarie humana, que a veces
requiere la valentía del sacrificio extremo. Que el Señor nos conceda a
cada uno poner siempre nuestra sólida esperanza en él, con la seguridad de
que, al seguirlo llevando nuestra cruz, llegaremos con él a la luz de la
Resurrección.

LAS OBRAS SIN LA CARIDAD NO VALEN NADA


20100624. Discurso. Visita al Centro Don Orione de Monte Mario
El programa de san Luis Orione —«Sólo la caridad salvará el
mundo»— tuvo aquí una concreción significativa y se convirtió en un
signo de esperanza para Roma, junto con la Madonnina situada en la cima
de la colina.
Don Orione vivió lúcida y apasionadamente la tarea de la Iglesia de
vivir el amor para que entre en el mundo la luz de Dios (cf. Deus caritas
est, 39). Dejó esa misión a sus discípulos como camino espiritual y
apostólico, convencido de que «la caridad abre los ojos a la fe y enciende
los corazones de amor a Dios». Seguid esta línea carismática iniciada por
él, queridos hijos de la Divina Providencia, porque, como él decía, «la
caridad es la mejor apología de la fe católica», «la caridad arrastra, la
caridad mueve, lleva a la fe y a la esperanza» (Verbali, 26 de noviembre
de 1930, p. 95). Las obras de caridad, como actos personales o como
servicios a las personas débiles prestados en las grandes instituciones,
nunca pueden limitarse a ser un gesto filantrópico, sino que siempre deben
ser expresión tangible del amor providente de Dios. Para hacer esto —
recuerda don Orione— es preciso estar «llenos de la caridad dulcísima de
nuestro Señor» (Escritos, 70, 231) mediante una vida espiritual auténtica y
santa. Sólo así es posible pasar de las obras de caridad a la caridad de las
obras, porque —añade vuestro fundador— «las obras sin la caridad de
Dios que les infunda valor ante él, no valen nada» (Alle PSMC, 19 de
junio de 1920, p. 141).

EL SEÑOR RESERVÓ PARA SÍ VUESTRO CORAZÓN


20100624. Homilía. Hora sexta con las dominicas. Monte Mario
Os dirijo a cada una las palabras del Salmo 124, que acabamos de
rezar: «Señor, concede bienes a los buenos y a los rectos de corazón» (v.
4). Ante todo, os saludo con este deseo: que el Señor esté con vosotras.
Hemos rezado juntos la Hora media, una pequeña parte de la oración
litúrgica que, como monjas de clausura, marca los ritmos de vuestras
jornadas y os hace intérpretes de la Iglesia-Esposa, que se une de modo
especial a su Señor. Por esta oración coral, que encuentra su culmen en la
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participación diaria en el sacrificio eucarístico, vuestra consagración al
Señor en el silencio y en el ocultamiento se hace fecunda y rica en frutos,
no sólo en relación al camino de santificación y de purificación personal,
sino también respecto al apostolado de intercesión que lleváis a cabo en
favor de toda la Iglesia, a fin de que comparezca pura y santa ante el
Señor. Vosotras, que conocéis bien la eficacia de la oración, experimentáis
cada día cuántas gracias de santificación puede obtener para la Iglesia.
Queridas hermanas, la comunidad que formáis es un lugar donde
podéis vivir en el Señor; es para vosotras la nueva Jerusalén, a la que
suben las tribus del Señor a celebrar el nombre del Señor (cf.Sal 121, 4).
Estad agradecidas a la divina Providencia por el don sublime y gratuito de
la vocación monástica, a la que el Señor os ha llamado sin ningún mérito
vuestro. Con Isaías, podéis afirmar: el Señor «me plasmó desde el seno
materno para siervo suyo» (Is 49, 5). Antes de que nacierais, el Señor
había reservado para sí vuestro corazón, a fin de colmarlo de su amor.
Mediante el sacramento del Bautismo habéis recibido la gracia divina e,
inmersas en su muerte y resurrección, habéis sido consagradas a Jesús,
para pertenecerle exclusivamente a él. La forma de vida contemplativa,
que de las manos de santo Domingo habéis recibido en las modalidades de
la clausura, os sitúa, como miembros vivos y vitales, en el corazón del
Cuerpo místico del Señor, que es la Iglesia; y al igual que el corazón hace
circular la sangre y mantiene en vida a todo el cuerpo, así vuestra
existencia escondida con Cristo, tejida de trabajo y oración, contribuye a
sostener a la Iglesia, instrumento de salvación para todo hombre que el
Señor redimió con su sangre.
En esta fuente inagotable bebéis con la oración, presentando ante el
Altísimo las necesidades espirituales y materiales de muchos hermanos
que pasan por dificultades, la vida perdida de cuantos se han alejado del
Señor. ¿Cómo no sentir compasión por aquellos que parecen vagar sin
meta? ¿Cómo no desear que en su vida acontezca el encuentro con Jesús,
el único que da sentido a la existencia? El santo deseo de que el reino de
Dios se instaure en el corazón de todo hombre, se identifica con la oración
misma, como nos enseña san Agustín: «Ipsum desiderium tuum, oratio tua
est; et si continuum desiderium, continua oratio»: «Tu deseo es tu oración;
y si es deseo permanente, continuo, también es oración continua»
(Ep. 130, 18-20); por esto, como fuego que arde y nunca se apaga, el
corazón se mantiene despierto, no deja nunca de desear y eleva
continuamente himnos de alabanza a Dios.
Por tanto, queridas hermanas, reconoced que en todo lo que hacéis,
más allá de los momentos puntuales de oración, vuestro corazón sigue
siendo impulsado por el deseo de amar a Dios. Con el obispo de Hipona,
reconoced que el Señor es quien ha puesto en vuestro corazón su amor,
deseo que dilata el corazón, hasta hacerlo capaz de acoger a Dios mismo
(cf. Comentario al Evangelio de san Juan, tr. 40, 10). Este es el horizonte
del peregrinar terreno. Esta es vuestra meta. Para esto habéis elegido vivir
en el ocultamiento y renunciando a los bienes terrenos: para desear, por
199
encima de todas las cosas, el bien que no tiene igual, la perla preciosa que,
para llegar a poseerla, merece la pena renunciar a cualquier otro bien.
Que cada día pronunciéis vuestro «sí» a los designios de Dios, con la
misma humildad con la cual la Virgen santísima dijo su «sí». Ella, que en
el silencio acogió la Palabra de Dios, os guíe en vuestra cotidiana
consagración virginal, para que en el ocultamiento experimentéis la
profunda intimidad que ella vivió con Jesús.

RENUNCIAR A TODO PARA SER LIBRES Y AMAR


20100627. Ángelus
Las lecturas bíblicas de la santa misa de este domingo me brindan la
oportunidad de retomar el tema de la llamada de Cristo y de sus
exigencias, tema que traté también hace una semana con ocasión de las
ordenaciones de los nuevos presbíteros de la diócesis de Roma. En efecto,
quien tiene la suerte de conocer a un joven o una chica que deja su familia
de origen, los estudios o el trabajo para consagrarse a Dios, sabe bien de lo
que se trata, porque tiene delante un ejemplo vivo de respuesta radical a la
vocación divina. Esta es una de las experiencias más bellas que se hacen
en la Iglesia: ver, palpar la acción del Señor en la vida de las personas;
experimentar que Dios no es una entidad abstracta, sino una Realidad tan
grande y fuerte que llena de modo sobreabundante el corazón del hombre,
una Persona viva y cercana, que nos ama y pide ser amada.
El evangelista san Lucas nos presenta a Jesús que, mientras va de
camino a Jerusalén, se encuentra con algunos hombres, probablemente
jóvenes, que prometen seguirlo dondequiera que vaya. Con ellos se
muestra muy exigente, advirtiéndoles que «el Hijo del hombre —es decir
él, el Mesías— no tiene donde reclinar su cabeza», es decir, no tiene una
morada estable, y que quien elige trabajar con él en el campo de Dios ya
no puede dar marcha atrás (cf. Lc 9, 57-58.61-62). A otro en cambio
Cristo mismo le dice: «Sígueme», pidiéndole un corte radical con los
vínculos familiares (cf.Lc 9, 59-60). Estas exigencias pueden parecer
demasiado duras, pero en realidad expresan la novedad y la prioridad
absoluta del reino de Dios, que se hace presente en la Persona misma de
Jesucristo. En última instancia, se trata de la radicalidad debida al Amor
de Dios, al cual Jesús mismo es el primero en obedecer. Quien renuncia a
todo, incluso a sí mismo, para seguir a Jesús, entra en una nueva
dimensión de la libertad, que san Pablo define como «caminar según el
Espíritu» (cf. Ga 5, 16). «Para ser libres nos libertó Cristo» —escribe el
Apóstol— y explica que esta nueva forma de libertad que Cristo nos
consiguió consiste en estar «los unos al servicio de los otros» (Ga5, 1.13).
Libertad y amor coinciden. Por el contrario, obedecer al propio egoísmo
conduce a rivalidades y conflictos.
Queridos amigos, está llegando a su fin el mes de junio, caracterizado
por la devoción al Sagrado Corazón de Cristo. Precisamente en la fiesta
del Sagrado Corazón renovamos con los sacerdotes del mundo entero
nuestro compromiso de santificación. Hoy quiero invitar a todos a
200
contemplar el misterio del Corazón divino-humano del Señor Jesús, para
beber de la fuente misma del Amor de Dios. Quien fija su mirada en ese
Corazón atravesado y siempre abierto por amor a nosotros, siente la
verdad de esta invocación: «Sé tú, Señor, mi único bien» (Salmo
responsorial), y está dispuesto a dejarlo todo para seguir al Señor. ¡Oh
María, que correspondiste sin reservas a la llamada divina, ruega por
nosotros!

SAN PABLO: LA VOCACIÓN MISIONERA DE LA IGLESIA


20100628. Homilía. Vísperas Solemnidad Pedro y Pablo
Con la celebración de las primeras Vísperas entramos en la solemnidad
de San Pedro y San Pablo. Tenemos la gracia de hacerlo en la basílica
papal dedicada al Apóstol de los gentiles, congregados en oración ante su
tumba. Por eso, deseo orientar mi breve reflexión en la perspectiva de la
vocación misionera de la Iglesia. En esta dirección van la tercera antífona
de la salmodia que hemos rezado y la lectura bíblica. Las dos primeras
antífonas están dedicadas a san Pedro, la tercera a san Pablo, y dice:
«Apóstol san Pablo, tú eres un instrumento elegido para anunciar la
verdad a todo el mundo». Y en la lectura breve, tomada del discurso inicial
de la carta a los Romanos, san Pablo se presenta como «llamado a ser
apóstol, escogido para anunciar el Evangelio de Dios» (Rm 1 1). La figura
de san Pablo, su persona y su ministerio, toda su existencia y su duro
trabajo por el reino de Dios, están completamente dedicados al servicio
del Evangelio. En estos textos se advierte un sentido de movimiento,
donde el protagonista no es el hombre, sino Dios, el soplo del Espíritu
Santo, que impulsa al Apóstol por los caminos del mundo para llevar a
todos la buena nueva: las promesas de los profetas se han cumplido en
Jesús, el Cristo, el Hijo de Dios, muerto por nuestros pecados y resucitado
para nuestra justificación. Saulo ya no existe; existe Pablo, más aún, existe
Cristo que vive en él (cf. Ga 2, 20) y quiere llegar a todos los hombres.
Por tanto, si la fiesta de los santos patronos de Roma evoca la doble
aspiración típica de esta Iglesia, a la unidad y a la universalidad, el
contexto en que nos encontramos esta tarde nos llama a privilegiar la
segunda, dejándonos, por decirlo así, «arrastrar» por san Pablo y por su
extraordinaria vocación.
El siervo de Dios Giovanni Battista Montini, cuando fue elegido
Sucesor de Pedro, en plena celebración del concilio Vaticano II, escogió
llevar el nombre del Apóstol de los gentiles. Dentro de su programa de
actuación del Concilio, Pablo VI convocó en 1974 la Asamblea del Sínodo
de los obispos sobre el tema de la evangelización en el mundo
contemporáneo, y casi un año después publicó la exhortación
apostólica Evangelii nuntiandi, que comienza con estas palabras: «El
esfuerzo orientado al anuncio del Evangelio a los hombres de nuestro
tiempo, animados por la esperanza, pero a la vez perturbados con
frecuencia por el temor y la angustia, es sin duda alguna un servicio que se
presta a la comunidad cristiana e incluso a toda la humanidad» (n. 1).
201
Impresiona la actualidad de estas expresiones. Se percibe en ellas toda la
particular sensibilidad misionera de Pablo VI y, a través de su voz, el gran
anhelo conciliar a la evangelización del mundo contemporáneo, anhelo
que culmina en el decreto Ad gentes, pero que impregna, todos los
documentos del Vaticano II y que, antes aún, animaba los pensamientos y
el trabajo de los padres conciliares, reunidos para representar de modo
más tangible que nunca la difusión mundial alcanzada por la Iglesia.
No hay palabras para explicar cómo el venerable Juan Pablo II, en su
largo pontificado, desarrolló esta proyección misionera, que —conviene
recordar siempre— responde a la naturaleza misma de la Iglesia, la cual,
con san Pablo, puede y debe repetir siempre: «Si anuncio el Evangelio, no
lo hago para gloriarme: al contrario, es para mí una necesidad imperiosa.
¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!» (1 Co 9, 16). El Papa Juan Pablo
II representó «en vivo» la naturaleza misionera de la Iglesia, con los viajes
apostólicos y con la insistencia de su magisterio en la urgencia de una
«nueva evangelización»: «nueva» no en los contenidos, sino en el impulso
interior, abierto a la gracia del Espíritu Santo, que constituye la fuerza de
la ley nueva del Evangelio y que renueva siempre a la Iglesia; «nueva» en
la búsqueda de modalidades que correspondan a la fuerza del Espíritu
Santo y sean adecuadas a los tiempos y a las situaciones; «nueva» porque
es necesaria incluso en países que ya han recibido el anuncio del
Evangelio. A todos es evidente que mi Predecesor dio un impulso
extraordinario a la misión de la Iglesia, no sólo —repito— por las
distancias que recorrió, sino sobre todo por el genuino espíritu misionero
que lo animaba y que nos dejó en herencia al alba del tercer milenio.
Recogiendo esta herencia, afirmé al inicio de mi ministerio petrino que
la Iglesia es joven, abierta al futuro. Y lo repito hoy, cerca del sepulcro de
san Pablo: en el mundo la Iglesia es una inmensa fuerza renovadora,
ciertamente no por sus fuerzas, sino por la fuerza del Evangelio, en el que
sopla el Espíritu Santo de Dios, el Dios creador y redentor del mundo. Los
desafíos de la época actual están ciertamente por encima de las
capacidades humanas: lo están los desafíos históricos y sociales, y con
mayor razón los espirituales. A los pastores de la Iglesia a veces nos
parece revivir la experiencia de los Apóstoles, cuando miles de personas
necesitadas seguían a Jesús, y él preguntaba: ¿Qué podemos hacer por
toda esta gente? Ellos entonces experimentaban su impotencia. Pero
precisamente Jesús les había demostrado que con la fe en Dios nada es
imposible, y que unos pocos panes y peces, bendecidos y compartidos,
podían saciar a todos. Pero no sólo había —y no sólo hay— hambre de
alimento material: hay un hambre más profunda, que sólo Dios puede
saciar. También el hombre del tercer milenio desea una vida auténtica y
plena, tiene necesidad de verdad, de libertad profunda, de amor gratuito.
También en los desiertos del mundo secularizado, el alma del hombre
tiene sed de Dios, del Dios vivo. Por eso Juan Pablo II escribió: «La
misión de Cristo redentor, confiada a la Iglesia, está aún lejos de
cumplirse», y añadió: «Una mirada global a la humanidad demuestra que
esta misión se halla todavía en los comienzos y que debemos
202
comprometernos con todas nuestras energías en su servicio» (Redemptoris
missio, 1). Hay regiones del mundo que aún esperan una primera
evangelización; otras, que la recibieron, necesitan un trabajo más
profundo; y hay otras en las que el Evangelio ha echado raíces durante
mucho tiempo, dando lugar una verdadera tradición cristiana, pero en las
que en los últimos siglos —con dinámicas complejas— el proceso de
secularización ha producido una grave crisis del sentido de la fe cristiana y
de la pertenencia a la Iglesia.
En esta perspectiva, he decidido crear un nuevo organismo, en la
forma de «Consejo pontificio», con la tarea principal de promover una
renovada evangelización en los países donde ya resonó el primer anuncio
de la fe y están presentes Iglesias de antigua fundación, pero que están
viviendo una progresiva secularización de la sociedad y una especie de
«eclipse del sentido de Dios», que constituyen un desafío a encontrar
medios adecuados para volver a proponer la perenne verdad del Evangelio
de Cristo.

LA LIBERTAD HISTÓRICA Y ESPIRITUAL DE LA IGLESIA


20100629. Homilía. Solemnidad Pedro y Pablo
Los textos bíblicos de esta liturgia eucarística de la solemnidad de los
Apóstoles San Pedro y San Pablo, en su gran riqueza, ponen de relieve un
tema que se podría resumir así: Dios está cerca de sus servidores fieles y
los libra de todo mal, y libra a la Iglesia de las potencias negativas. Es el
tema de la libertad de la Iglesia, que presenta un aspecto histórico y otro
más profundamente espiritual.
Esta temática atraviesa hoy toda la liturgia de la Palabra. La primera y
la segunda lectura hablan, respectivamente, de san Pedro y san Pablo,
subrayando precisamente la acción liberadora de Dios respecto de ellos.
Especialmente el texto de los Hechos de los Apóstoles describe con
abundancia de detalles la intervención del ángel del Señor, que libra a
Pedro de las cadenas y lo conduce fuera de la cárcel de Jerusalén, donde lo
había hecho encerrar, bajo estrecha vigilancia, el rey Herodes (cf. Hch 12,
1-11). Pablo, en cambio, escribiendo a Timoteo cuando ya siente cercano
el fin de su vida terrena, hace un balance completo, del que emerge que el
Señor estuvo siempre cerca de él, lo libró de numerosos peligros y lo
librará además introduciéndolo en su Reino eterno (cf. 2 Tm 4, 6-8.17-18).
El tema se refuerza en el Salmo responsorial (Sal 33) y se desarrolla de
modo particular en el texto evangélico de la confesión de Pedro, donde
Cristo promete que el poder del infierno no prevalecerá sobre su Iglesia
(cf. Mt 16, 18)
Observando bien, se nota, con relación a esta temática, cierta
progresión. En la primera lectura se narra un episodio específico que
muestra la intervención del Señor para librar a Pedro de la prisión; en la
segunda, Pablo, sobre la base de su extraordinaria experiencia apostólica,
se dice convencido de que el Señor, que ya lo ha librado «de la boca del
león», lo librará «de todo mal» abriéndole las puertas del cielo; en el
203
Evangelio, en cambio, ya no se habla de apóstoles individualmente, sino
de la Iglesia en su conjunto y de su seguridad respecto a las fuerzas del
mal, entendidas en sentido amplio y profundo. De este modo vemos que la
promesa de Jesús —«el poder del infierno no prevalecerá» sobre la Iglesia
— comprende ciertamente las experiencias históricas de persecución
sufridas por Pedro y Pablo y por los demás testigos del Evangelio, pero va
más allá, queriendo asegurar sobre todo la protección contra las amenazas
de orden espiritual; según lo que el propio Pablo escribe en la Carta a los
Efesios: «Porque nuestra lucha no es contra la carne y la sangre, sino
contra los principados y las potencias, contra los dominadores de este
mundo tenebroso, contra los espíritus del mal que habitan en las alturas»
(Ef 6, 12).
En efecto, si pensamos en los dos mil años de historia de la Iglesia,
podemos observar que —como había anunciado el Señor Jesús (cf. Mt 10,
16-33)— a los cristianos jamás han faltado las pruebas, que en algunos
períodos y lugares han asumido el carácter de verdaderas persecuciones.
Con todo, las persecuciones, a pesar de los sufrimientos que provocan, no
constituyen el peligro más grave para la Iglesia. El daño mayor, de hecho,
lo sufre por lo que contamina la fe y la vida cristiana de sus miembros y
de sus comunidades, corrompiendo la integridad del Cuerpo místico,
debilitando su capacidad de profecía y de testimonio, empañando la
belleza de su rostro. El epistolario paulino atestigua ya esta realidad.
La Primera Carta a los Corintios, por ejemplo, responde precisamente a
algunos problemas de divisiones, de incoherencias, de infidelidades al
Evangelio que amenazan seriamente a la Iglesia. Pero también la Segunda
Carta a Timoteo —de la que hemos escuchado un pasaje— habla de los
peligros de los «últimos tiempos», identificándolos con actitudes
negativas que pertenecen al mundo y que pueden contagiar a la
comunidad cristiana: egoísmo, vanidad, orgullo, apego al dinero, etc. (cf.
3, 1-5). La conclusión del Apóstol es tranquilizadora: los hombres que
obran el mal —escribe— «no llegarán muy lejos, porque su necedad será
manifiesta a todos» (3, 9). Así pues, hay una garantía de libertad,
asegurada por Dios a la Iglesia, libertad tanto de los lazos materiales que
tratan de impedir o coartar su misión, como de los males espirituales y
morales, que pueden corromper su autenticidad y su credibilidad.
El tema de la libertad de la Iglesia, garantizada por Cristo a Pedro,
tiene también una pertinencia específica con el rito de la imposición del
palio, que hoy renovamos para treinta y ocho arzobispos metropolitanos, a
los cuales dirijo mi más cordial saludo, extendiéndolo con afecto a cuantos
han querido acompañarlos en esta peregrinación. La comunión con Pedro
y con sus sucesores, de hecho, es garantía de libertad para los pastores de
la Iglesia y para las comunidades a ellos confiadas. Lo es en los dos
planos que he puesto de relieve en las reflexiones anteriores. En el plano
histórico, la unión con la Sede Apostólica asegura a las Iglesias
particulares y a las Conferencias episcopales la libertad respecto a poderes
locales, nacionales o supranacionales, que en ciertos casos pueden
obstaculizar la misión de la Iglesia. Además, y más esencialmente, el
204
ministerio petrino es garantía de libertad en el sentido de la plena adhesión
a la verdad, a la auténtica tradición, de modo que el pueblo de Dios sea
preservado de errores concernientes a la fe y a la moral. Por tanto, el
hecho de que cada año los nuevos arzobispos metropolitanos vengan a
Roma a recibir el palio de manos del Papa se ha de entender en su
significado propio, como gesto de comunión, y el tema de la libertad de la
Iglesia nos ofrece una clave de lectura particularmente importante. Esto
aparece evidente en el caso de las Iglesias marcadas por persecuciones, o
sometidas a injerencias políticas o a otras duras pruebas. Pero esto no es
menos relevante en el caso de comunidades que sufren la influencia de
doctrinas erróneas, o de tendencias ideológicas y prácticas contrarias al
Evangelio. En este sentido, el palio, por consiguiente, se convierte en
garantía de libertad, análogamente al «yugo» de Jesús, que él invita a cada
uno a tomar sobre sus hombros (cf. Mt 11, 29-30). Como el mandamiento
de Cristo, aun siendo exigente, es «dulce y ligero», y en vez de pesar
sobre el que lo lleva, lo alivia, así el vínculo con la Sede Apostólica,
aunque sea arduo, sostiene al pastor y la porción de Iglesia confiada a su
cuidado, haciéndolos más libres y más fuertes.
Quiero extraer una última indicación de la Palabra de Dios, en
particular de la promesa de Cristo según la cual el poder del infierno no
prevalecerá sobre su Iglesia. Estas palabras pueden tener también un
significativo valor ecuménico, puesto que, como aludí hace poco, uno de
los efectos típicos de la acción del Maligno es precisamente la división en
el seno de la comunidad eclesial. De hecho, las divisiones son síntomas de
la fuerza del pecado, que continúa actuando en los miembros de la Iglesia
también después de la redención. Pero la Palabra de Cristo es clara: «Non
praevalebunt», «No prevalecerán» (Mt 16, 18). La unidad de la Iglesia
está enraizada en la unión con Cristo, y la causa de la unidad plena de los
cristianos —que siempre se ha de buscar y renovar, de generación en
generación— también está sostenida por su oración y su promesa. En la
lucha contra el espíritu del mal, Dios nos ha dado en Jesús el «Abogado»
defensor y, después de su Pascua, «otro Paráclito» (cf. Jn 14, 16), el
Espíritu Santo, que permanece con nosotros para siempre y conduce a la
Iglesia hacia la plenitud de la verdad (cf. Jn 14, 16; 16, 13), que es
también la plenitud de la caridad y de la unidad.
Que los santos apóstoles Pedro y Pablo os obtengan amar cada vez
más a la santa Iglesia, Cuerpo místico de Cristo, nuestro Señor, y
mensajera de unidad y de paz para todos los hombres. Que os obtengan
también ofrecer con alegría por su santidad y su misión las fatigas y los
sufrimientos soportados por fidelidad al Evangelio. Que la Virgen María,
Reina de los Apóstoles y Madre de la Iglesia, vele siempre sobre vosotros,
en particular sobre el ministerio de los arzobispos metropolitanos. Que
con su ayuda celestial viváis y actuéis siempre con la libertad que Cristo
nos conquistó. Amén.

CIMIENTOS DE LA IGLESIA UNA, SANTA, CATÓLICA


205
20100629. Ángelus Solemnidad Pedro y Pablo
Hoy la Iglesia de Roma festeja sus santas raíces, celebrando a los
apóstoles san Pedro y san Pablo, cuyos restos se conservan en las dos
basílicas dedicadas a ellos y que adornan a toda la ciudad, muy querida
por los cristianos residentes y peregrinos. La solemnidad comenzó ayer
por la tarde con la oración de las Primeras Vísperas en la basílica
Ostiense. La liturgia del día vuelve a proponer la profesión de fe de Pedro
respecto de Jesús: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16).
Esta declaración no es fruto de un razonamiento, sino una revelación del
Padre al humilde pescador de Galilea, como lo confirma Jesús mismo al
decir: «No te lo han revelado ni la carne ni la sangre» (Mt 16, 17). Simón
Pedro está tan cerca del Señor que él mismo se convierte en una roca de fe
y de amor sobre la que Jesús ha edificado su Iglesia y, como observa san
Juan Crisóstomo, «la ha hecho más fuerte que el cielo mismo» (Hom. In
Matthaeum 54, 2: PG 58,535). De hecho, el Señor concluye diciendo: «Lo
que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la
tierra quedará desatado en los cielos» (Mt 16, 19).
San Pablo, de cuyo nacimiento celebramos recientemente el
bimilenario, con la gracia divina difundió el Evangelio, sembrando la
Palabra de verdad y de salvación en medio de los pueblos paganos. Los
dos santos patronos de Roma, aun habiendo recibido de Dios carismas
diversos y misiones distintas por realizar, ambos son cimientos de la
Iglesia una, santa, católica y apostólica,«permanentemente abierta a la
dinámica misionera y ecuménica, pues ha sido enviada al mundo para
anunciar y testimoniar, actualizar y extender el misterio de comunión que
la constituye» (Congregación para la doctrina de la fe, Communionis
notio, 28 de mayo de 1992, n. 4: AAS 85 [1993] 840).

SAN JOSÉ CAFASSO


20100630. Audiencia general
Hemos concluido hace poco el Año sacerdotal: un tiempo de gracia
que ha dado y dará frutos preciosos a la Iglesia; una oportunidad para
recordar en la oración a todos los que han respondido a esta vocación
particular. En este camino nos acompañaron como modelos e intercesores
el santo cura de Ars y otras figuras de santos sacerdotes, verdaderas luces
en la historia de la Iglesia. Como anuncié el pasado miércoles, hoy quiero
recordar otra, que destaca en el grupo de los «santos sociales» del siglo
xix en Turín: se trata de san José Cafasso.
Merece un recuerdo especial porque precisamente hace una semana se
celebraba el 150° aniversario de su muerte, que tuvo lugar en la capital
piamontesa el 23 de junio de 1860, a la edad de 49 años. Además, quiero
recordar que el Papa Pío XI, el 1 de noviembre de 1924, al aprobar los
milagros para la canonización de san Juan María Vianney y publicar el
decreto de autorización para la beatificación de José Cafasso, unió estas
dos figuras de sacerdotes con las siguientes palabras: «No sin una especial
206
y benéfica disposición de la divina Bondad, hemos asistido a la aparición
de nuevos astros en la Iglesia católica: el párroco de Ars y el venerable
siervo de Dios José Cafasso. Precisamente estas dos hermosas, queridas,
providencialmente oportunas figuras se nos debían presentar hoy; pequeña
y humilde, pobre y sencilla, pero también gloriosa, la figura del párroco de
Ars; y la otra bella, grande, compleja, rica figura de sacerdote, maestro y
formador de sacerdotes, el venerable José Cafasso». Se trata de
circunstancias que nos brindan la ocasión para conocer mejor el mensaje,
vivo y actual que surge de la vida de este santo. No fue párroco como el
cura de Ars, sino que fue sobre todo formador de párrocos y de sacerdotes
diocesanos, más aún, de sacerdotes santos, entre ellos san Juan Bosco. No
fundó institutos religiosos, como otros santos sacerdotes piamonteses del
siglo XIX, porque su «fundación» fue la «escuela de vida y de santidad
sacerdotal» que realizó, con el ejemplo y la enseñanza, en el Internado
eclesiástico de San Francisco de Asís, en Turín.
José Cafasso nació en Castelnuovo d'Asti, el mismo pueblo de san
Juan Bosco, el 15 de enero de 1811. Fue el tercero de cuatro hijos. La
última, su hermana Marianna, será la madre del beato José Allamano,
fundador de los Misioneros y las Misioneras de la Consolata. Nació en el
Piamonte del siglo XIX, caracterizado por graves problemas sociales, pero
también por numerosos santos que se empeñaron en buscarles solución.
Esos santos estaban unidos entre sí por un amor total a Cristo y por una
profunda caridad hacia los más pobres: la gracia del Señor sabe difundir y
multiplicar las semillas de santidad. José Cafasso realizó los estudios de
secundaria y el bienio de filosofía en el colegio de Chieri y en 1830 pasó
al seminario teológico, donde, en 1833, fue ordenado sacerdote. Cuatro
meses más tarde hizo su ingreso en el lugar que para él sería la única y
fundamental «etapa» de su vida sacerdotal: el Internado eclesiástico de
San Francisco de Asís, en Turín. Entró para perfeccionarse en la pastoral y
allí hizo fructificar sus dotes de director espiritual y su gran espíritu de
caridad. El Internado, de hecho, no era sólo una escuela de teología moral,
donde los jóvenes sacerdotes, procedentes sobre todo de zonas rurales,
aprendían a confesar y a predicar; también era una verdadera escuela de
vida sacerdotal, donde los presbíteros se formaban en la espiritualidad de
san Ignacio de Loyola y en la teología moral y pastoral del gran obispo
san Alfonso María de Ligorio. El tipo de sacerdote que José Cafasso
encontró en el Internado y que él mismo contribuyó a reforzar —sobre
todo como rector— era el del verdadero pastor con una rica vida interior y
un profundo celo en el trabajo pastoral: fiel a la oración, comprometido en
la predicación y en la catequesis, dedicado a la celebración de la
Eucaristía y al ministerio de la Confesión, según el modelo encarnado por
san Carlos Borromeo y san Francisco de Sales y promovido por el concilio
de Trento. Una feliz expresión de san Juan Bosco sintetiza el sentido del
trabajo educativo en aquella comunidad: «En el Internado se aprendía a
ser sacerdotes».
San José Cafasso intentó realizar este modelo en la formación de los
jóvenes sacerdotes, para que ellos, a su vez, se convirtieran en formadores
207
de otros sacerdotes, religiosos y laicos, en una especial y eficaz cadena.
Desde su cátedra de teología moral educaba a ser buenos confesores y
directores espirituales, solícitos por el verdadero bien espiritual de la
persona, animados por un gran equilibrio en hacer sentir la misericordia de
Dios y, al mismo tiempo, un agudo y vivo sentido del pecado. Tres eran
las virtudes principales de José Cafasso profesor, como recuerda san Juan
Bosco: calma, agudeza y prudencia. Estaba convencido de que donde se
verificaba la enseñanza transmitida era en el ministerio de la Confesión, a
la cual él mismo dedicaba muchas horas de la jornada; a él acudían
obispos, sacerdotes, religiosos, laicos eminentes y gente sencilla: a todos
sabía dedicar el tiempo necesario. Fue sabio consejero espiritual de
muchos que llegaron a ser santos y fundadores de institutos religiosos. Su
enseñanza nunca era abstracta, basada sólo en los libros que se utilizaban
en ese tiempo, sino que nacía de la experiencia viva de la misericordia de
Dios y del profundo conocimiento del alma humana adquirido en el largo
tiempo que pasaba en el confesonario y en la dirección espiritual: la suya
era una verdadera escuela de vida sacerdotal.
Su secreto era sencillo: ser un hombre de Dios; hacer, en las pequeñas
acciones cotidianas, «lo que pueda contribuir a mayor gloria de Dios y
provecho de las almas». Amaba de forma total al Señor, estaba animado
por una fe bien arraigada, sostenido por una oración profunda y
prolongada, vivía una sincera caridad hacia todos. Conocía la teología
moral, pero conocía también las situaciones y el corazón de la gente, cuyo
bien procuraba, como el buen pastor. Cuantos tenían la gracia de estar
cerca de él se transformaban también en buenos pastores y confesores
válidos. Indicaba con claridad a todos los sacerdotes la santidad que se
puede alcanzar precisamente en el ministerio pastoral. El beato don
Clemente Marchisio, fundador de las Hijas de San José, afirmaba:
«Cuando entré en el Internado era un muchacho travieso y alocado, no
sabía lo que significaba ser sacerdote, y salí de él totalmente cambiado,
plenamente imbuido de la dignidad del sacerdote». ¡A cuántos sacerdotes
formó en el Internado y después los siguió espiritualmente! Entre ellos —
como ya he dicho— destaca san Juan Bosco, que lo tuvo como director
espiritual durante 25 años, desde 1835 hasta 1860: primero como clérigo,
después como sacerdote y por último como fundador. Todas las decisiones
fundamentales de la vida de san Juan Bosco tuvieron como consejero y
guía a san José Cafasso, pero de un modo bien preciso: Cafasso no trató
nunca de formar en don Bosco un discípulo «a su imagen y semejanza», y
don Bosco no copió a Cafasso; ciertamente, lo imitó en las virtudes
humanas y sacerdotales —definiéndolo «modelo de vida sacerdotal»—,
pero según sus aptitudes personales y su vocación peculiar; un signo de la
sabiduría del maestro espiritual y de la inteligencia del discípulo: el
primero no se impuso sobre el segundo, sino que lo respetó en su
personalidad y le ayudó a leer cuál era la voluntad de Dios para él.
Queridos amigos, esta es una enseñanza valiosa para todos los que están
comprometidos en la formación y educación de las generaciones jóvenes,
y también es una fuerte llamada a valorar la importancia de tener un guía
208
espiritual en la propia vida, que ayude a entender lo que Dios quiere de
nosotros. Con sencillez y profundidad, nuestro santo afirmaba: «Toda la
santidad, la perfección y el provecho de una persona está en hacer
perfectamente la voluntad de Dios (...). Dichosos seríamos si
consiguiéramos introducir así nuestro corazón dentro del de Dios, unir de
tal forma nuestros deseos, nuestra voluntad a la suya, de modo que formen
un solo corazón y una sola voluntad: querer lo que Dios quiere, quererlo
en el modo, en el tiempo y en las circunstancias que él quiere, y querer
todo eso únicamente porque Dios así lo quiere».
Pero otro elemento caracteriza el ministerio de nuestro santo: la
atención a los últimos, en particular a los presos, que en Turín durante el
siglo XIX vivían en en lugares inhumanos e inhumanizadores. También en
este delicado servicio, llevado a cabo durante más de veinte años, Cafasso
fue siempre el buen pastor, comprensivo y compasivo: cualidad percibida
por los reclusos, que acababan por ser conquistados por ese amor sincero,
cuyo origen era Dios mismo. La simple presencia de Cafasso hacía el
bien: serenaba, tocaba los corazones endurecidos por las circunstancias de
la vida y sobre todo iluminaba y sacudía las conciencias indiferentes. En
los primeros tiempos de su ministerio entre los encarcelados, a menudo
recurría a las grandes predicaciones, a las que asistían casi todos los
reclusos. Con el paso del tiempo, privilegió la catequesis menuda,
impartida en los coloquios y en los encuentros personales: respetuoso de
las circunstancias de cada uno, afrontaba los grandes temas de la vida
cristiana, hablando de la confianza en Dios, de la adhesión a su voluntad,
de la utilidad de la oración y de los sacramentos, cuyo punto de llegada es
la Confesión, el encuentro con Dios hecho para nosotros misericordia
infinita. Los condenados a muerte fueron objeto de cuidados humanos y
espirituales especialísimos. Acompañó al patíbulo, tras haberlos confesado
y administrado la Eucaristía, a 57 condenados a muerte. Los acompañaba
con profundo amor hasta el última aliento de su existencia terrena.
Murió el 23 de junio de 1860, tras una vida ofrecida totalmente al
Señor y consumada por el prójimo. Mi predecesor, el venerable siervo de
Dios Papa Pío XII, el 9 de abril de 1948, lo proclamó patrono de las
cárceles italianas y, con la exhortación apostólica Menti nostrae, el 23 de
septiembre de 1950, lo propuso como modelo a los sacerdotes
comprometidos en la confesión y en la dirección espiritual.
Queridos hermanos y hermanas, que san José Cafasso sea una llamada
para todos a intensificar el camino hacia la perfección de la vida cristiana,
la santidad; que recuerde en particular a los sacerdotes la importancia de
dedicar tiempo al sacramento de la Reconciliación y a la dirección
espiritual, y a todos la atención que debemos prestar a los más
necesitados. Que nos ayude la intercesión de la santísima Virgen María, de
quien san José Cafasso era devotísimo y a quien llamaba «nuestra querida
Madre, nuestro consuelo, nuestra esperanza».

SAN CELESTINO V: LA SANTIDAD NUNCA PASA DE MODA


209
20100704. Homilía. Sulmona
Queridos amigos, mi visita tiene lugar con ocasión del Año jubilar
especial convocado por los obispos de Los Abruzos y de Molise para
celebrar los ochocientos años del nacimiento de san Pedro Celestino. Al
sobrevolar vuestro territorio he podido contemplar la belleza del paisaje y,
sobre todo, admirar algunas localidades estrechamente vinculadas a la
vida de esta insigne figura: el Monte Morrone, donde Pedro llevó durante
mucho tiempo una vida eremítica; la ermita de San Onofrio, donde, en
1294, le llegó la noticia de su elección como Sumo Pontífice, acontecida
en el cónclave de Perugia; y la abadía del Santo Espíritu, cuyo altar mayor
consagró él tras su coronación, celebrada en la basílica de Collemaggio,
en L’Aquila. A esta basílica yo mismo, en abril del año pasado, tras el
terremoto que devastó la región, acudí para venerar la urna con sus restos
y depositar el palio que recibí el día del inicio de mi pontificado.
Han pasado ochocientos años del nacimiento de san Pedro Celestino V,
pero permanece en la historia por los conocidos sucesos de su tiempo y de
su pontificado y, sobre todo, por su santidad. La santidad, en efecto, jamás
pierde su fuerza atractiva, no cae en el olvido, nunca pasa de moda; es
más, con el tiempo resplandece cada vez con mayor luminosidad,
expresando la perenne tensión del hombre hacia Dios. Así que de la vida
de san Pedro Celestino desearía recoger algunas enseñanzas, válidas
también en nuestros días.
Pietro Angelerio, desde su juventud, fue un «buscador de Dios», un
hombre deseoso de hallar respuestas a los grandes interrogantes de nuestra
existencia: ¿quién soy? ¿de dónde vengo? ¿por qué vivo? ¿para quién
vivo? Emprendió un viaje en busca de la verdad y de la felicidad, se puso
a la búsqueda de Dios y, para oír su voz, decidió apartarse del mundo y
vivir como eremita. El silencio se transforma así en el elemento que
caracteriza su vida cotidiana. Y es precisamente en el silencio exterior,
pero sobre todo interior, como logra percibir la voz de Dios, capaz de
orientar su vida. Hay aquí un primer aspecto importante para nosotros:
vivimos en una sociedad en la que cada espacio, cada momento, parece
que deba «llenarse» de iniciativas, de actividades, de ruidos; con
frecuencia ni siquiera hay tiempo para escuchar y para dialogar. Queridos
hermanos y hermanas, no tengamos miedo de hacer silencio fuera y
dentro de nosotros si queremos ser capaces no sólo de percibir la voz de
Dios, sino también la voz de quien está a nuestro lado, la voz de los
demás.
Pero es importante subrayar también un segundo elemento: el
descubrimiento que realiza Pietro Angelerio del Señor no es el resultado
de un esfuerzo, sino que lo hace posible la gracia misma de Dios, que le
precede. Cuanto él tenía, lo que él era, no procedía de sí mismo: le había
sido donado, era gracia, y por ello era también responsabilidad ante Dios y
ante los demás. Si bien nuestra vida es muy distinta, lo mismo sirve
también para nosotros: todo lo esencial de nuestra existencia nos ha sido
donado sin nuestra aportación. El hecho de que yo viva no depende de mí;
210
el hecho de que haya habido personas que me introdujeron en la vida, que
me enseñaron qué es amar y ser amados, que me transmitieron la fe y me
abrieron la mirada a Dios: todo es gracia; no es «fabricación propia». Por
nosotros mismos nada habríamos podido hacer si no hubiera sido donado:
Dios nos precede siempre y en cada vida existe lo bello y lo bueno que
podemos reconocer fácilmente como su gracia, como rayo de luz de su
bondad. Por esto debemos estar atentos, tener siempre abiertos los «ojos
interiores», los de nuestro corazón. Y si aprendemos a conocer a Dios en
su bondad infinita, entonces también seremos capaces de ver, con estupor,
en nuestra vida —como los santos— los signos de ese Dios que está
siempre cerca, que siempre es bueno con nosotros, que nos dice: «¡Ten fe
en mí!».
En el silencio interior, en la percepción de la presencia del Señor,
Pedro del Morrone había madurado, además, una experiencia viva de la
belleza de la creación, obra de las manos de Dios: sabía captar su sentido
profundo, respetaba sus signos y sus ritmos, la empleaba en aquello que es
esencial para la vida. Sé que esta Iglesia local, igual que las demás de Los
Abruzos y de Molise, están activamente comprometidas en una campaña
de sensibilización para la promoción del bien común y de la salvaguarda
de la creación: os animo en este esfuerzo, exhortando a todos a que se
sientan responsables del propio futuro, así como del de los demás,
respetando y custodiando también la creación, fruto y signo del amor de
Dios.
En la segunda lectura de hoy, de la carta a los Gálatas, hemos oído una
bellísima expresión de san Pablo, que es también un perfecto retrato
espiritual de san Pedro Celestino: «En cuanto a mí, Dios me libre de
gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por la cual el
mundo está crucificado para mí, como yo lo estoy para el mundo» (6, 14).
Verdaderamente la cruz constituyó el centro de su vida, le dio la fuerza
para afrontar las ásperas penitencias y los momentos más arduos, desde su
juventud hasta la última hora: él fue siempre consciente de que de ella
viene la salvación. La cruz también dio a san Pedro Celestino una clara
conciencia del pecado, siempre acompañada de una conciencia igualmente
clara de la infinita misericordia de Dios hacia su criatura. Contemplando
los brazos abiertos de par en par de su Dios crucificado, él se sintió
transportar al mar infinito del amor de Dios. Como sacerdote, experimentó
la belleza de ser administrador de esta misericordia absolviendo a los
penitentes del pecado y, cuando fue elevado a la sede del apóstol Pedro,
quiso conceder una indulgencia especial, denominada La Perdonanza.
Deseo exhortar a los sacerdotes a hacerse testigos claros y creíbles de la
buena noticia de la reconciliación con Dios, ayudando al hombre de hoy a
recuperar el sentido del pecado y del perdón de Dios, para experimentar
esa alegría sobreabundante de la que el profeta Isaías nos ha hablado en la
primera lectura (cf. Is 66, 10-14).
Finalmente, un último elemento: san Pedro Celestino, aun llevando
una vida eremítica, no estaba «cerrado en sí mismo», sino que le movía la
pasión de anunciar la buena noticia del Evangelio a los hermanos. Y el
211
secreto de su fecundidad pastoral estaba precisamente en «permanecer»
con el Señor, en la oración, como se nos ha recordado en el pasaje
evangélico de hoy: el primer imperativo es siempre el de rogar al Señor de
la mies (cf. Lc 10, 2). Y sólo después de esta invitación Jesús define
algunos compromisos esenciales de los discípulos: el anuncio sereno,
claro y valiente del mensaje evangélico —también en los momentos de
persecución— sin ceder ni al atractivo de la moda ni al de la violencia o
de la imposición; el desapego de las preocupaciones por las cosas —el
dinero y el vestido— confiando en la Providencia del Padre; la atención y
solicitud en particular hacia los enfermos en el cuerpo y en el espíritu
(cf. Lc 10, 5-9). Estas fueron asimismo las características del breve y
sufrido pontificado de Celestino V y éstas son las características de la
actividad misionera de la Iglesia en toda época.
Queridos hermanos y hermanas, estoy entre vosotros para confirmaros
en la fe. Deseo exhortaros, con fuerza y con afecto, a permanecer firmes
en esa fe que habéis recibido, que da sentido a la vida y que dona la
fortaleza de amar. Que nos acompañen en este camino el ejemplo y la
intercesión de la Madre de Dios y de san Pedro Celestino. Amén.

UN ESTILO DE VIDA SOBRIO PARA SER MÁS LIBRES


20100704. Ángelus. Sulmona
En María, Virgen del silencio y de la escucha, san Pedro del Morrone
halló el modelo perfecto de obediencia a la voluntad divina, en una vida
sencilla y humilde, orientada a la búsqueda de lo que es verdaderamente
esencial, capaz de dar siempre gracias al Señor reconociendo en cada cosa
un don de su bondad.
También nosotros, que vivimos en una época de mayores comodidades
y posibilidades, estamos llamados a apreciar un estilo de vida sobrio, para
conservar más libres la mente y el corazón y para poder compartir los
bienes con los hermanos. Que María santísima, que animó con su
presencia materna a la primera comunidad de los discípulos de Jesús,
ayude igualmente a la Iglesia de hoy a dar buen testimonio del Evangelio.

JÓVENES: ESCUCHAR A DIOS


20100704. Discurso. Jóvenes. Sulmona
¡Ante todo quiero deciros que estoy muy contento de encontrarme con
vosotros! Doy gracias a Dios por la posibilidad que me brinda de
quedarme un poco con vosotros, como un padre de familia, junto a vuestro
obispo y vuestros sacerdotes. ¡Os agradezco el afecto que me manifestáis
con tanta calidez! Pero os doy también las gracias por lo que me habéis
dicho, a través de vuestros dos «portavoces», Francesca y Cristian. Me
habéis hecho preguntas con mucha franqueza y, a la vez, habéis
demostrado tener puntos de apoyo, convicciones. Y esto es muy
importante. Sois chicos y chicas que reflexionáis, que os hacéis preguntas
y que tenéis también el sentido de la verdad y del bien. O sea, sabéis
212
utilizar la mente y el corazón, ¡y no es poco! Es más, diría que es lo
principal en este mundo: aprender a usar bien la inteligencia y la sabiduría
que Dios nos ha dado. La gente de esta tierra vuestra, en el pasado, no
disponía de muchos medios para estudiar ni para afirmarse en la sociedad,
pero poseía lo que enriquece verdaderamente a un hombre y a una mujer:
la fe y los valores morales. ¡Esto es lo que construye a las personas y la
convivencia civil!
De vuestras palabras se desprenden dos aspectos fundamentales: uno
positivo y otro negativo. El aspecto positivo procede de vuestra visión
cristiana de la vida, una educación que evidentemente habéis recibido de
vuestros padres, abuelos y otros educadores: sacerdotes, profesores,
catequistas. El aspecto negativo está en las sombras que oscurecen vuestro
horizonte: hay problemas concretos que dificultan contemplar el futuro
con serenidad y optimismo; pero también existen falsos valores y modelos
ilusorios que se os proponen y que prometen llenar al vida, cuando en
cambio la vacían. Entonces, ¿qué hacer para que estas sombran no sean
demasiado pesadas? Ante todo, ¡veo que sois jóvenes con buena memoria!
Sí, me ha impresionado el hecho de que hayáis retomado expresiones que
pronuncié en Sydney, en Australia, durante la Jornada mundial de la
juventud de 2008. Y además habéis recordado que las JMJ nacieron hace
25 años. Pero sobre todo habéis demostrado que tenéis una memoria
histórica propia vinculada a vuestra tierra: me habéis hablado de un
personaje nacido hace ocho siglos, san Pedro Celestino V, y habéis dicho
que le consideráis todavía muy actual. Veis, queridos amigos, que de esta
forma tenéis, como se suele decir, «una marcha más». Sí, la memoria
histórica es verdaderamente una «marcha más» en la vida, porque sin
memoria no hay futuro. Una vez se decía que la historia es maestra de
vida. La actual cultura consumista tiende en cambio a aplanar al hombre
en el presente, a hacer que pierda el sentido del pasado, de la historia; pero
actuando así le priva también de la capacidad de comprenderse a sí
mismo, de percibir los problemas y de construir el mañana. Así que,
queridos jóvenes, quiero deciros: el cristiano es alguien que tiene buena
memoria, que ama la historia y procura conocerla.
Os doy las gracias por ello, pues me habláis de san Pedro del Morrone,
Celestino V, y sois capaces de valorar su experiencia hoy, en un mundo tan
distinto, pero precisamente por esto necesitado de redescubrir algunas
cosas que valen siempre, que son perennes, por ejemplo la capacidad de
escuchar a Dios en el silencio exterior y sobre todo interior. Hace poco me
habéis preguntado: ¿cómo se puede reconocer la llamada de Dios? Pues
bien, el secreto de la vocación está en la capacidad y en la alegría de
distinguir, escuchar y seguir su voz. Pero para hacer esto es necesario
acostumbrar a nuestro corazón a reconocer al Señor, a escucharle como a
una Persona que está cerca y me ama. Como dije esta mañana, es
importante aprender a vivir momentos de silencio interior en las propias
jornadas para ser capaces de escuchar la voz del Señor. Estad seguros de
que si uno aprende a escuchar esta voz y a seguirla con generosidad, no
tiene miedo de nada, sabe y percibe que Dios está con él, con ella, que es
213
Amigo, Padre y Hermano. En una palabra: el secreto de la vocación está
en la relación con Dios, en la oración que crece justamente en el silencio
interior, en la capacidad de escuchar que Dios está cerca. Y esto es verdad
tanto antes de la elección, o sea, en el momento de decidir y partir, como
después, si se quiere ser fiel y perseverar en el camino. San Pedro
Celestino fue, antes de todo esto: un hombre de escucha, de silencio
interior, un hombre de oración, un hombre de Dios. Queridos jóvenes:
¡encontrad siempre un espacio en vuestras jornadas para Dios, para
escucharle y hablarle!
Y aquí desearía deciros una segunda cosa: la verdadera oración no es
en absoluto ajena a la realidad. Si orar os alienara, os sustrajera de vuestra
vida real, estad en guardia: ¡no sería verdadera oración! Al contrario: el
diálogo con Dios es garantía de verdad, de verdad con uno mismo y con
los demás, y así de libertad. Estar con Dios, escuchar su Palabra, en el
Evangelio, en la liturgia de la Iglesia, defiende de los desaciertos del
orgullo y de la presunción, de las modas y de los conformismos, y da la
fuerza para ser auténticamente libres, también de ciertas tentaciones
disfrazadas de cosas buenas. Me habéis preguntado: ¿cómo podemos estar
«en» el mundo sin ser «del» mundo? Os respondo: precisamente gracias a
la oración, al contacto personal con Dios. No se trata de multiplicar las
palabras —lo decía Jesús—, sino de estar en presencia de Dios, haciendo
propias, en la mente y en el corazón, las expresiones del «Padre Nuestro»,
que abraza todos los problemas de nuestra vida, o bien adorando la
Eucaristía, meditando el Evangelio en nuestra habitación o participando
con recogimiento en la liturgia. Todo esto no aparta de la vida, sino que
ayuda a ser verdaderamente uno mismo en cada ambiente, fieles a la voz
de Dios que habla a la conciencia, libres de los condicionamientos del
momento. Así fue para san Celestino V: supo actuar según su conciencia
en obediencia a Dios, y por ello sin miedo y con gran valentía, también en
los momentos difíciles, como aquellos ligados a su breve pontificado, no
temiendo perder la propia dignidad, sino sabiendo que esta consiste en
estar en la verdad. Y el garante de la verdad es Dios. Quien le sigue no
tiene miedo ni siquiera de renunciar a sí mismo, a su propia idea, porque
«quien a Dios tiene, nada le falta», como decía santa Teresa de Ávila.
Queridos amigos: La fe y la oración no resuelven los problemas, pero
permiten afrontarlos con nueva luz y fuerza, de manera digna del hombre,
y también de un modo más sereno y eficaz. Si contemplamos la historia de
la Iglesia, veremos que es rica en figuras de santos y beatos que,
precisamente partiendo de un diálogo intenso y constante con Dios,
iluminados por la fe, supieron hallar soluciones creativas, siempre nuevas,
para dar respuesta a necesidades humanas concretas en todos los siglos: la
salud, la educación, el trabajo, etcétera. Su audacia estaba animada por el
Espíritu Santo y por un amor fuerte y generoso a los hermanos,
especialmente los más débiles y desfavorecidos. Queridos jóvenes:
¡Dejaos conquistar totalmente por Cristo! Entrad también vosotros, con
decisión, en el camino de la santidad —que está abierto a todos—, esto es,
de estar en contacto, en conformidad con Dios porque ello hará que seáis
214
cada vez más creativos al buscar soluciones a los problemas que
encontráis, y a buscarlas juntos. He aquí otro signo distintivo del cristiano:
jamás es individualista. A lo mejor me diréis: pero si contemplamos, por
ejemplo, a san Pedro Celestino, en la elección de la vida eremítica, ¿no se
trataba tal vez de individualismo, de fuga de las responsabilidades? Cierto;
esta tentación existe. Pero en las experiencias aprobadas por la Iglesia, la
vida solitaria de oración y de penitencia está siempre al servicio de la
comunidad, se abre a los demás, nunca se contrapone a las necesidades de
la comunidad. Las ermitas y los monasterios son oasis y manantiales de
vida espiritual de los que todos pueden beber. El monje no vive para sí,
sino para los demás, y es por el bien de la Iglesia y de la sociedad que
cultiva la vida contemplativa, para que la Iglesia y la sociedad siempre
estén irrigadas de energías nuevas, de la acción del Señor. Queridos
jóvenes: ¡Amad a vuestras comunidades cristianas, no tengáis miedo de
comprometeros a vivir juntos la experiencia de fe! Quered mucho a la
Iglesia: ¡os ha dado la fe, os ha permitido conocer a Cristo! Y quered
mucho a vuestro obispo, a vuestros sacerdotes: con todas nuestras
debilidades, los sacerdotes son presencias preciosas en la vida.
El joven rico del Evangelio, después de que Jesús le propuso que
dejara todo y le siguiera —como sabemos—, se marchó triste porque
estaba demasiado apegado a sus bienes (cf. Mt 19, 22). ¡En cambio en
vosotros leo la alegría! Y también esto es un signo de que sois cristianos:
de que para vosotros Jesucristo vale mucho; aunque sea exigente seguirle,
vale más que cualquier otra cosa. Habéis creído que Dios es la perla
preciosa que da valor a todo lo demás: a la familia, al estudio, al trabajo, al
amor humano... a la vida misma. Habéis comprendido que Dios no os
quita nada, sino que os da «el ciento por uno» y hace eterna vuestra vida,
porque Dios es Amor infinito: el único que sacia nuestro corazón. Me
gusta recordar la experiencia de san Agustín, un joven que buscó con gran
dificultad, por largo tiempo, fuera de Dios, algo que saciara su sed de
verdad y de felicidad. Pero al final de este camino de búsqueda
comprendió que nuestro corazón no tiene paz hasta que encuentra a Dios,
hasta que descansa en él (cf. Las Confesiones 1, 1). Queridos jóvenes:
¡Conservad vuestro entusiasmo, vuestra alegría, aquella que nace de haber
encontrado al Señor, y sabed comunicarla también a vuestros amigos, a
vuestros coetáneos! Ahora debo marcharme y tengo que deciros cuánto
lamento dejaros. ¡Con vosotros siento que la Iglesia es joven! Pero regreso
contento, como un padre que está tranquilo porque ha visto que sus hijos
crecen y lo están haciendo bien. ¡Caminad, queridos chicos y queridas
chicas! Caminad por la vía del Evangelio; amad a la Iglesia, nuestra
madre; sed sencillos y puros de corazón; sed mansos y fuertes en la
verdad; sed humildes y generosos. Os encomiendo a todos a vuestros
santos patronos, a san Pedro Celestino y sobre todo a la Virgen María, y
con gran afecto os bendigo.
Amén.
215
EL BUEN SAMARITANO: UN CORAZÓN QUE VE
20100711. Ángelus
El Evangelio de este domingo se abre con la pregunta que un doctor de
la Ley plantea a Jesús: «Maestro, ¿qué he de hacer para tener en herencia
la vida eterna?» (Lc 10, 25). Sabiéndole experto en Sagrada Escritura, el
Señor invita a aquel hombre a dar él mismo la respuesta, que de hecho
este formula perfectamente citando los dos mandamientos principales:
amar a Dios con todo el corazón, con toda la mente y con todas las
fuerzas, y amar al prójimo como a uno mismo. Entonces, el doctor de la
Ley, casi para justificarse, pregunta: «Y ¿quién es mi prójimo?» (Lc 10,
29). Esta vez, Jesús responde con la célebre parábola del «buen
samaritano» (cf. Lc 10, 30-37), para indicar que nos corresponde a
nosotros hacernos «prójimos» de cualquiera que tenga necesidad de
ayuda. El samaritano, en efecto, se hace cargo de la situación de un
desconocido a quien los salteadores habían dejado medio muerto en el
camino, mientras que un sacerdote y un levita pasaron de largo, tal vez
pensando que al contacto con la sangre, de acuerdo con un precepto, se
contaminarían. La parábola, por lo tanto, debe inducirnos a transformar
nuestra mentalidad según la lógica de Cristo, que es la lógica de la
caridad: Dios es amor, y darle culto significa servir a los hermanos con
amor sincero y generoso.
Este relato del Evangelio ofrece el «criterio de medida», esto es, «la
universalidad del amor que se dirige al necesitado encontrado
“casualmente” (cf. Lc 10, 31), quienquiera que sea» (Deus caritas est, 25).
Junto a esta regla universal, existe también una exigencia específicamente
eclesial: que «en la Iglesia misma como familia, ninguno de sus miembros
sufra por encontrarse en necesidad». El programa del cristiano, aprendido
de la enseñanza de Jesús, es un «corazón que ve» dónde se necesita amor
y actúa en consecuencia (cf. ib, 31).
Queridos amigos: deseo igualmente recordar que hoy la Iglesia hace
memoria de san Benito de Nursia —el gran patrono de mi pontificado—,
padre y legislador del monaquismo occidental. Él, como narra san
Gregorio Magno, «fue un hombre de vida santa... de nombre y por gracia»
(Dialogi, II, 1: Bibliotheca Gregorii Magni IV, Roma 2000, p. 136).
«Escribió una Regla para los monjes... reflejo de un magisterio encarnado
en su persona: en efecto, el santo no pudo en absoluto enseñar de forma
diferente de cómo vivió» (ib., II, XXXVI: cit., p. 208). El Papa Pablo VI
proclamó a san Benito patrono de Europa el 24 de octubre de 1964,
reconociendo su maravillosa obra desarrollada para la formación de la
civilización europea.

MARTA Y MARÍA: LO ÚNICO NECESARIO ES DIOS


20100718. Ángelus
Estamos ya en pleno verano, al menos en el hemisferio boreal. Es el
tiempo en el que cierran las escuelas y se concentran la mayor parte de las
216
vacaciones. También las actividades pastorales de las parroquias se
reducen y yo mismo he suspendido las audiencias por un período. Es por
lo tanto un momento favorable para dar el primer lugar a lo que
efectivamente es más importante en la vida, o sea, la escucha de la Palabra
del Señor. Así lo recuerda también el Evangelio de este domingo, con el
célebre episodio de la visita de Jesús a casa de Marta y María, narrado por
san Lucas (10, 38-42).
Marta y María son dos hermanas; tienen también un hermano, Lázaro,
quien en este caso no aparece. Jesús pasa por su pueblo y —dice el texto
— Marta le recibió (cf. 10, 38). Este detalle da a entender que, de las dos,
Marta es la mayor, quien gobierna la casa. De hecho, después de que Jesús
entró, María se sentó a sus pies a escucharle, mientras Marta está
completamente ocupada en muchos servicios, debidos ciertamente al
Huésped excepcional. Nos parece ver la escena: una hermana se mueve
atareada y la otra como arrebatada por la presencia del Maestro y sus
palabras. Poco después, Marta, evidentemente molesta, ya no aguanta y
protesta, sintiéndose incluso con el derecho de criticar a Jesús: «Señor,
¿no te importa que mi hermana me deje sola en el trabajo? Dile, pues, que
me ayude». Marta quería incluso dar lecciones al Maestro. En cambio
Jesús, con gran calma, responde: «Marta, Marta —y este nombre repetido
expresa el afecto—, te preocupas y te agitas por muchas cosas; y hay
necesidad de pocas, o mejor, de una sola. María ha elegido la parte buena,
que no le será quitada» (Lc 10, 41-42). La palabra de Cristo es clarísima:
ningún desprecio por la vida activa, ni mucho menos por la generosa
hospitalidad; sino una llamada clara al hecho de que lo único
verdaderamente necesario es otra cosa: escuchar la Palabra del Señor; y el
Señor en aquel momento está allí, ¡presente en la Persona de Jesús! Todo
lo demás pasará y se nos quitará, pero la Palabra de Dios es eterna y da
sentido a nuestra actividad cotidiana.
Queridos amigos: como decía, esta página del Evangelio es
especialmente adecuada al tiempo de vacaciones, pues recuerda el hecho
de que la persona humana debe trabajar, sí; empeñarse en las ocupaciones
domésticas y profesionales; pero ante todo tiene necesidad de Dios, que es
luz interior de amor y de verdad. Sin amor, hasta las actividades más
importantes pierden valor y no dan alegría. Sin un significado profundo,
toda nuestra acción se reduce a activismo estéril y desordenado. Y ¿quién
nos da el amor y la verdad sino Jesucristo? Por eso aprendamos,
hermanos, a ayudarnos los unos a los otros, a colaborar, pero antes aún a
elegir juntos la parte mejor, que es y será siempre nuestro mayor bien.

PADRE NUESTRO: QUIEN ORA JAMÁS ESTÁ SOLO


20100725. Ángelus
El Evangelio de este domingo nos presenta a Jesús recogido en
oración, un poco apartado de sus discípulos. Cuando concluyó, uno de
ellos le dijo: «Señor, enséñanos a orar» (Lc 11, 1). Jesús no puso
objeciones, ni habló de fórmulas extrañas o esotéricas, sino que, con
217
mucha sencillez, dijo: «Cuando oréis, decid: “Padre...”», y enseñó el Padre
Nuestro (cf. Lc 11, 2-4), sacándolo de su propia oración, con la que se
dirigía a Dios, su Padre. San Lucas nos transmite el Padre Nuestro en una
forma más breve respecto a la del Evangelio de san Mateo, que ha entrado
en el uso común. Estamos ante las primeras palabras de la Sagrada
Escritura que aprendemos desde niños. Se imprimen en la memoria,
plasman nuestra vida, nos acompañan hasta el último aliento. Desvelan
que «no somos plenamente hijos de Dios, sino que hemos de llegar a serlo
más y más mediante nuestra comunión cada vez más profunda con Cristo.
Ser hijos equivale a seguir a Jesús» (Benedicto XVI, Jesús de Nazaret,
Madrid 2007, p. 172).
Esta oración recoge y expresa también las necesidades humanas
materiales y espirituales: «Danos cada día nuestro pan cotidiano, y
perdónanos nuestros pecados» (Lc 11, 3-4). Y precisamente a causa de las
necesidades y de las dificultades de cada día, Jesús exhorta con fuerza:
«Yo os digo: pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá.
Porque todo el que pide, recibe; el que busca, halla; y al que llama, se le
abrirá» (Lc 11, 9-10). No se trata de pedir para satisfacer los propios
deseos, sino más bien para mantener despierta la amistad con Dios, quien
—sigue diciendo el Evangelio— «dará el Espíritu Santo a los que se lo
pidan» (Lc 11, 13). Lo experimentaron los antiguos «padres del desierto»
y los contemplativos de todos los tiempos, que llegaron a ser, por razón de
la oración, amigos de Dios, como Abraham, que imploró al Señor librar a
los pocos justos del exterminio de la ciudad de Sodoma (cf. Gn 18, 23-32).
Santa Teresa de Ávila invitaba a sus hermanas de comunidad diciendo:
«Debemos suplicar a Dios que nos libre de estos peligros para siempre y
nos preserve de todo mal. Y aunque no sea nuestro deseo con perfección,
esforcémonos por pedir la petición. ¿Qué nos cuesta pedir mucho, pues
pedimos al Todopoderoso?» (Camino de Perfección 42, 4: Obras
completas, Madrid, 1984, p. 822). Cada vez que rezamos el Padre
Nuestro, nuestra voz se entrelaza con la de la Iglesia, porque quien ora
jamás está solo. «Todos los fieles deberán buscar y podrán encontrar el
propio camino, el propio modo de hacer oración, en la variedad y riqueza
de la oración cristiana, enseñada por la Iglesia... cada uno se dejará
conducir... por el Espíritu Santo, que lo guía, a través de Cristo, al Padre»
(Congregación para la doctrina de la fe, Carta sobre algunos aspectos de la
meditación cristiana, 15 de octubre de 1989, 29:L’Osservatore Romano,
edición en lengua española, 24 de diciembre de 1989, p. 8).

ADQUIRIR UN CORAZÓN SABIO, COMO EL DE LOS SANTOS


20100801. Ángelus
Estos días se celebra la memoria litúrgica de algunos santos. Ayer
recordamos a san Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús.
Vivió en el siglo XVI; se convirtió leyendo la vida de Jesús y de los santos
durante una larga hospitalización causada por una herida de batalla. Se
quedó tan impresionado con aquellas páginas que decidió seguir al Señor.
218
Hoy recordamos a san Alfonso María de Ligorio, fundador de los
Redentoristas; vivió en el siglo XVIII y fue proclamado patrono de los
confesores por el venerable Pío XII. Tuvo la conciencia de que Dios
quiere que todos sean santos, cada uno según su propio estado,
naturalmente. Esta semana la liturgia nos propone además a san Eusebio,
primer obispo del Piamonte, valiente defensor de la divinidad de Cristo; y,
finalmente, la figura de san Juan María Vianney, el cura de Ars, quien guió
con su ejemplo el Año sacerdotal recién concluido y a cuya intercesión
confío de nuevo a todos los pastores de la Iglesia. Empeño común de estos
santos fue salvar a las almas y servir a la Iglesia con sus respectivos
carismas, contribuyendo a renovarla y a enriquecerla. Estos hombres
adquirieron «un corazón sabio» (Sal 89, 12) acumulando lo que no se
corrompe y desechando cuanto irremediablemente es voluble en el
tiempo: el poder, la riqueza y los placeres efímeros. Al elegir a Dios,
poseyeron todo lo necesario, pregustando desde la vida terrena la
eternidad (cf. Qo 1, 1-5)
En el Evangelio de este domingo, la enseñanza de Jesús se refiere
precisamente a la verdadera sabiduría y está introducida por la petición de
uno entre la multitud: «Maestro, di a mi hermano que reparta conmigo la
herencia» (Lc 12, 13). Jesús, respondiendo, pone en guardia a quienes le
oyen sobre la avidez de los bienes terrenos con la parábola del rico necio,
quien, habiendo acumulado para él una abundante cosecha, deja de
trabajar, consume sus bienes divirtiéndose y se hace la ilusión hasta de
poder alejar la muerte. «Pero Dios le dijo: “¡Necio! Esta misma noche te
reclamarán el alma; las cosas que preparaste, ¿para quién serán?”» (Lc 12,
20). El hombre necio, en la Biblia, es aquel que no quiere darse cuenta,
desde la experiencia de las cosas visibles, de que nada dura para siempre,
sino que todo pasa: la juventud y la fuerza física, las comodidades y los
cargos de poder. Hacer que la propia vida dependa de realidades tan
pasajeras es, por lo tanto, necedad. El hombre que confía en el Señor, en
cambio, no teme las adversidades de la vida, ni siquiera la realidad
ineludible de la muerte: es el hombre que ha adquirido «un corazón
sabio», como los santos.

SAN TARCISIO
20100804. Audiencia general. Encuentro europeo de monaguillos
El deseo que expreso a todos es que ese lugar, es decir, las catacumbas
de san Calixto, y esta estatua se conviertan en un punto de referencia para
los monaguillos y para quienes desean seguir a Jesús más de cerca a través
de la vida sacerdotal, religiosa y misionera. Todos podemos contemplar a
este joven valiente y fuerte, y renovar el compromiso de amistad con el
219
Señor mismo para aprender a vivir siempre con él, siguiendo el camino
que nos señala con su Palabra y el testimonio de tantos santos y mártires,
de los cuales, por medio del Bautismo, hemos llegado a ser hermanos y
hermanas.
¿Quién era san Tarsicio? No tenemos muchas noticias de él. Estamos
en los primeros siglos de la historia de la Iglesia; más exactamente en el
siglo III. Se narra que era un joven que frecuentaba las catacumbas de san
Calixto, aquí en Roma, y era muy fiel a sus compromisos cristianos.
Amaba mucho la Eucaristía, y por varios elementos deducimos que
probablemente era un acólito, es decir, un monaguillo. Eran años en los
que el emperador Valeriano perseguía duramente a los cristianos, que se
veían forzados a reunirse a escondidas en casas privadas o, a veces,
también en las catacumbas, para escuchar la Palabra de Dios, orar y
celebrar la santa misa. También la costumbre de llevar la Eucaristía a los
presos y a los enfermos resultaba cada vez más peligrosa. Un día, cuando
el sacerdote preguntó, como solía hacer, quién estaba dispuesto a llevar la
Eucaristía a los demás hermanos y hermanas que la esperaban, se levantó
el joven Tarsicio y dijo: «Envíame a mí». Ese muchacho parecía
demasiado joven para un servicio tan arduo. «Mi juventud —dijo Tarsicio
— será la mejor protección para la Eucaristía». El sacerdote, convencido,
le confió aquel Pan precioso, diciéndole: «Tarsicio, recuerda que a tus
débiles cuidados se encomienda un tesoro celestial. Evita los caminos
frecuentados y no olvides que las cosas santas no deben ser arrojadas a los
perros ni las perlas a los cerdos. ¿Guardarás con fidelidad y seguridad los
Sagrados Misterios?». «Moriré —respondió decidido Tarsicio— antes que
cederlos». A lo largo del camino se encontró con algunos amigos, que
acercándose a él le pidieron que se uniera a ellos. Al responder que no
podía, ellos —que eran paganos— comenzaron a sospechar e insistieron,
dándose cuenta de que apretaba algo contra su pecho y parecía defenderlo.
Intentaron arrancárselo, pero no lo lograron; la lucha se hizo cada vez más
furiosa, sobre todo cuando supieron que Tarsicio era cristiano; le dieron
puntapiés, le arrojaron piedras, pero él no cedió. Ya moribundo, fue
llevado al sacerdote por un oficial pretoriano llamado Cuadrado, que
también se había convertido en cristiano a escondidas. Llegó ya sin vida,
pero seguía apretando contra su pecho un pequeño lienzo con la
Eucaristía. Fue sepultado inmediatamente en las catacumbas de san
Calixto. El Papa san Dámaso hizo una inscripción para la tumba de san
Tarsicio, según la cual el joven murió en el año 257. El Martirologio
Romano fija la fecha el 15 de agosto y en el mismo Martirologio se recoge
una hermosa tradición oral, según la cual no se encontró el Santísimo
Sacramento en el cuerpo de san Tarsicio, ni en las manos ni entre sus
vestidos. Se explicó que la partícula consagrada, defendida con la vida por
el pequeño mártir, se había convertido en carne de su carne, formando así
con su mismo cuerpo una única hostia inmaculada ofrecida a Dios.
Queridas y queridos monaguillos, el testimonio de san Tarsicio y esta
hermosa tradición nos enseñan el profundo amor y la gran veneración que
debemos tener hacia la Eucaristía: es un bien precioso, un tesoro cuyo
220
valor no se puede medir; es el Pan de la vida, es Jesús mismo que se
convierte en alimento, apoyo y fuerza para nuestro peregrinar de cada día,
y en camino abierto hacia la vida eterna; es el mayor don que Jesús nos ha
dejado.
Me dirijo a vosotros, aquí presentes, y por medio de vosotros a todos
los monaguillos del mundo. Servid con generosidad a Jesús presente en la
Eucaristía. Es una tarea importante, que os permite estar muy cerca del
Señor y crecer en una amistad verdadera y profunda con él. Custodiad
celosamente esta amistad en vuestro corazón como san Tarsicio,
dispuestos a comprometeros, a luchar y a dar la vida para que Jesús llegue
a todos los hombres. También vosotros comunicad a vuestros coetáneos el
don de esta amistad, con alegría, con entusiasmo, sin miedo, para que
puedan sentir que vosotros conocéis este Misterio, que es verdad y que lo
amáis. Cada vez que os acercáis al altar, tenéis la suerte de asistir al gran
gesto de amor de Dios, que sigue queriéndose entregar a cada uno de
nosotros, estar cerca de nosotros, ayudarnos, darnos fuerza para vivir bien.
Como sabéis, con la consagración, ese pedacito de pan se convierte en
Cuerpo de Cristo, ese vino se convierte en Sangre de Cristo. Sois
afortunados por poder vivir de cerca este inefable misterio. Realizad con
amor, con devoción y con fidelidad vuestra tarea de monaguillos. No
entréis en la iglesia para la celebración con superficialidad; antes bien,
preparaos interiormente para la santa misa. Ayudando a vuestros
sacerdotes en el servicio del altar contribuís a hacer que Jesús esté más
cerca, de modo que las personas puedan sentir y darse cuenta con más
claridad de que él está aquí; vosotros colaboráis para que él pueda estar
más presente en el mundo, en la vida de cada día, en la Iglesia y en todo
lugar. Queridos amigos, vosotros prestáis a Jesús vuestras manos, vuestros
pensamientos, vuestro tiempo. Él no dejará de recompensaros, dándoos la
verdadera alegría y haciendo que sintáis dónde está la felicidad más plena.
San Tarsicio nos ha mostrado que el amor nos puede llevar incluso hasta la
entrega de la vida por un bien auténtico, por el verdadero bien, por el
Señor.
Probablemente a nosotros no se nos pedirá el martirio, pero Jesús nos
pide la fidelidad en las cosas pequeñas, el recogimiento interior, la
participación interior, nuestra fe y el esfuerzo de mantener presente este
tesoro en la vida de cada día. Nos pide la fidelidad en las tareas diarias, el
testimonio de su amor, frecuentando la Iglesia por convicción interior y
por la alegría de su presencia. Así podemos dar a conocer también a
nuestros amigos que Jesús vive. Que en este compromiso nos ayude la
intercesión de san Juan María Vianney —cuya memoria litúrgica se
celebra hoy—, de este humilde párroco de Francia que cambió una
pequeña comunidad y así dio al mundo nueva luz. Que el ejemplo de san
Tarsicio y de san Juan María Vianney nos impulse cada día a amar a Jesús
y a cumplir su voluntad, como hizo la Virgen María, fiel a su Hijo hasta el
final.
221
USAR LAS COSAS SIN EGOÍSMO, A PARTIR DE DIOS
20100808. Ángelus
En el pasaje evangélico de este domingo prosigue el discurso de Jesús
a los discípulos sobre el valor de la persona a los ojos de Dios y sobre la
inutilidad de las preocupaciones terrenas. No se trata de un elogio al
desinterés. Es más, al escuchar la invitación tranquilizadora de Jesús: «No
temas, pequeño rebaño, porque a vuestro Padre le ha parecido bien daros a
vosotros el Reino» (Lc12, 32), nuestro corazón se abre a una esperanza
que ilumina y anima la existencia concreta: tenemos la certeza de que «el
Evangelio no es solamente una comunicación de cosas que se pueden
saber, sino una comunicación que comporta hechos y cambia la vida. La
puerta oscura del tiempo, del futuro, ha sido abierta de par en par. Quien
tiene esperanza vive de otra manera; se le ha dado una vida nueva» (Spe
salvi, 2). Como leemos en el pasaje de la carta a los Hebreos en la liturgia
de hoy, Abraham se adentra con corazón confiado en la esperanza que
Dios le abre: la promesa de una tierra y de una «descendencia numerosa»,
y sale «sin saber a dónde iba», confiando sólo en Dios (cf. 11, 8-12). Y
Jesús en el Evangelio de hoy —mediante tres parábolas— ilustra cómo la
espera del cumplimiento de la «bienaventurada esperanza», su venida,
debe impulsar todavía más a una vida intensa, llena de obras buenas:
«Vended vuestros bienes y dad limosna. Haceos bolsas que no se
deterioran, un tesoro inagotable en los cielos, donde no llega el ladrón, ni
la polilla» (Lc12, 33). Se trata de una invitación a usar las cosas sin
egoísmo, sin sed de posesión o de dominio, sino según la lógica de Dios,
la lógica de la atención a los demás, la lógica del amor: como escribe
sintéticamente Romano Guardini, «en la forma de una relación: a partir de
Dios, con vistas a Dios» (Accettare se stessi, Brescia 1992, p. 44).

EL MARTIRIO
20100811. Audiencia general.
Quiero ahora detenerme brevemente a hablar sobre el martirio, forma
de amor total a Dios.
¿En qué se funda el martirio? La respuesta es sencilla: en la muerte de
Jesús, en su sacrificio supremo de amor, consumado en la cruz a fin de que
pudiéramos tener la vida (cf. Jn 10, 10). Cristo es el siervo que sufre, de
quien habla el profeta Isaías (cf. Is 52, 13-15), que se entregó a sí mismo
como rescate por muchos (cf. Mt 20, 28). Él exhorta a sus discípulos, a
cada uno de nosotros, a tomar cada día nuestra cruz y a seguirlo por el
camino del amor total a Dios Padre y a la humanidad: «El que no toma su
cruz y me sigue —nos dice— no es digno de mí. El que encuentre su
vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará» (Mt 10, 38-
39). Es la lógica del grano de trigo que muere para germinar y dar vida
(cf. Jn 12, 24). Jesús mismo «es el grano de trigo venido de Dios, el grano
de trigo divino, que se deja caer en tierra, que se deja partir, romper en la
muerte y, precisamente de esta forma, se abre y puede dar fruto en todo el
222
mundo» (Benedicto XVI, Visita a la Iglesia luterana de Roma, 14 de
marzo de 2010;L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 21 de
marzo de 2010, p. 8). El mártir sigue al Señor hasta las últimas
consecuencias, aceptando libremente morir por la salvación del mundo, en
una prueba suprema de fe y de amor (cf. Lumen gentium, 42).
Una vez más, ¿de dónde nace la fuerza para afrontar el martirio? De la
profunda e íntima unión con Cristo, porque el martirio y la vocación al
martirio no son el resultado de un esfuerzo humano, sino la respuesta a
una iniciativa y a una llamada de Dios; son un don de su gracia, que nos
hace capaces de dar la propia vida por amor a Cristo y a la Iglesia, y así al
mundo. Si leemos la vida de los mártires quedamos sorprendidos por la
serenidad y la valentía a la hora de afrontar el sufrimiento y la muerte: el
poder de Dios se manifiesta plenamente en la debilidad, en la pobreza de
quien se encomienda a él y sólo en él pone su esperanza (cf. 2 Co 12, 9).
Pero es importante subrayar que la gracia de Dios no suprime o sofoca la
libertad de quien afronta el martirio, sino, al contrario, la enriquece y la
exalta: el mártir es una persona sumamente libre, libre respecto del poder,
del mundo: una persona libre, que en un único acto definitivo entrega toda
su vida a Dios, y en un acto supremo de fe, de esperanza y de caridad se
abandona en las manos de su Creador y Redentor; sacrifica su vida para
ser asociado de modo total al sacrificio de Cristo en la cruz. En una
palabra, el martirio es un gran acto de amor en respuesta al inmenso amor
de Dios.
Queridos hermanos y hermanas, como dije el miércoles pasado,
probablemente nosotros no estamos llamados al martirio, pero ninguno de
nosotros queda excluido de la llamada divina a la santidad, a vivir en
medida alta la existencia cristiana, y esto conlleva tomar sobre sí la cruz
cada día. Todos, sobre todo en nuestro tiempo, en el que parece que
prevalecen el egoísmo y el individualismo, debemos asumir como primer
y fundamental compromiso crecer día a día en un amor mayor a Dios y a
los hermanos para transformar nuestra vida y transformar así también
nuestro mundo. Por intercesión de los santos y de los mártires pidamos al
Señor que inflame nuestro corazón para ser capaces de amar como él nos
ha amado a cada uno de nosotros.

ASUNCIÓN DE MARÍA: ¿QUÉ ES EL CIELO?


20100815. Homilía. Asunción de María. Castelgandolfo
Hoy la Iglesia celebra una de las fiestas más importantes del año
litúrgico dedicadas a María santísima: la Asunción. Al terminar su vida
terrena, María fue llevada en alma y cuerpo al cielo, es decir, a la gloria de
la vida eterna, a la comunión plena y perfecta con Dios.
Este año se celebra el sexagésimo aniversario desde que el venerable
Papa Pío XII, el 1 de noviembre de 1950, definió solemnemente este
dogma, y quiero leer —aunque es un poco complicada— la forma de la
dogmatización. Dice el Papa: «Por eso, la augusta Madre de Dios,
misteriosamente unida a Jesucristo desde toda la eternidad, por un solo y
223
mismo decreto de predestinación, inmaculada en su concepción, virgen
integérrima en su divina maternidad, generosamente asociada al Redentor
divino, que alcanzó pleno triunfo sobre el pecado y sus consecuencias,
consiguió al fin, como corona suprema de sus privilegios, ser conservada
inmune de la corrupción del sepulcro y, del mismo modo que antes su
Hijo, vencida la muerte, ser elevada en cuerpo y alma a la suprema gloria
del cielo, donde brillaría como reina a la derecha de su propio Hijo, Rey
inmortal de los siglos» (const. ap. Munificentissimus Deus: AAS 42
[1950] 768-769).
Este es, por tanto, el núcleo de nuestra fe en la Asunción: creemos que
María, como Cristo, su Hijo, ya ha vencido la muerte y triunfa ya en la
gloria celestial en la totalidad de su ser, «en cuerpo y alma».
San Pablo, en la segunda lectura de hoy, nos ayuda a arrojar un poco
de luz sobre este misterio partiendo del hecho central de la historia
humana y de nuestra fe, es decir, el hecho de la resurrección de Cristo, que
es «la primicia de los que han muerto». Inmersos en su Misterio pascual,
hemos sido hechos partícipes de su victoria sobre el pecado y sobre la
muerte. Aquí está el secreto sorprendente y la realidad clave de toda la
historia humana. San Pablo nos dice que todos fuimos «incorporados» en
Adán, el primer hombre, el hombre viejo; todos tenemos la misma
herencia humana, a la que pertenece el sufrimiento, la muerte y el pecado.
Pero a esta realidad que todos podemos ver y vivir cada día añade algo
nuevo: no sólo tenemos esta herencia del único ser humano, que comenzó
con Adán, sino que hemos sido «incorporados» también en el hombre
nuevo, en Cristo resucitado, y así la vida de la Resurrección ya está
presente en nosotros. Por tanto, esta primera «incorporación» biológica es
incorporación en la muerte, incorporación que genera la muerte. La
segunda, nueva, que se nos da en el Bautismo, es «incorporación» que da
la vida. Cito de nuevo la segunda lectura de hoy; dice san Pablo: «Porque,
habiendo venido por un hombre la muerte, también por un hombre viene
la resurrección de los muertos. Pues del mismo modo que en Adán mueren
todos, así también todos revivirán en Cristo. Pero cada cual en su rango:
Cristo como primicia; luego los de Cristo en su venida» (1 Co 15, 21-
23)».
Ahora bien, lo que san Pablo afirma de todos los hombres, la Iglesia,
en su magisterio infalible, lo dice de María en un modo y sentido precisos:
la Madre de Dios se inserta hasta tal punto en el Misterio de Cristo que es
partícipe de la Resurrección de su Hijo con todo su ser ya al final de su
vida terrena; vive lo que nosotros esperamos al final de los tiempos
cuando sea aniquilado «el último enemigo», la muerte (cf. 1 Co 15, 26);
ya vive lo que proclamamos en el Credo: «Espero la resurrección de los
muertos y la vida del mundo futuro».
Entonces podemos preguntarnos: ¿Cuáles son las raíces de esta
victoria sobre la muerte anticipada prodigiosamente en María? Las raíces
están en la fe de la Virgen de Nazaret, como atestigua el pasaje del
Evangelio que hemos escuchado (cf. Lc 1, 39-56): una fe que es
obediencia a la Palabra de Dios y abandono total a la iniciativa y a la
224
acción divina, según lo que le anuncia el arcángel. La fe, por tanto, es la
grandeza de María, como proclama gozosamente Isabel: María es «bendita
entre las mujeres», «bendito es el fruto de su vientre» porque es «la madre
del Señor», porque cree y vive de forma única la «primera» de las
bienaventuranzas, la bienaventuranza de la fe. Isabel lo confiesa en su
alegría y en la del niño que salta en su seno: «¡Feliz la que ha creído que
se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!» (v. 45).
Queridos amigos, no nos limitemos a admirar a María en su destino de
gloria, como una persona muy lejana de nosotros. No. Estamos llamados a
mirar lo que el Señor, en su amor, ha querido también para nosotros, para
nuestro destino final: vivir por la fe en la comunión perfecta de amor con
él y así vivir verdaderamente.
A este respecto, quiero detenerme en un aspecto de la afirmación
dogmática, donde se habla de asunción a la gloria celestial. Hoy todos
somos bien conscientes de que con el término «cielo» no nos referimos a
un lugar cualquiera del universo, a una estrella o a algo parecido. No. Nos
referimos a algo mucho mayor y difícil de definir con nuestros limitados
conceptos humanos. Con este término «cielo» queremos afirmar que Dios,
el Dios que se ha hecho cercano a nosotros, no nos abandona ni siquiera
en la muerte y más allá de ella, sino que nos tiene reservado un lugar y nos
da la eternidad; queremos afirmar que en Dios hay un lugar para nosotros.
Para comprender un poco más esta realidad miremos nuestra propia vida:
todos experimentamos que una persona, cuando muere, sigue subsistiendo
de alguna forma en la memoria y en el corazón de quienes la conocieron y
amaron. Podríamos decir que en ellos sigue viviendo una parte de esa
persona, pero es como una «sombra» porque también esta supervivencia
en el corazón de los seres queridos está destinada a terminar. Dios, en
cambio, no pasa nunca y todos existimos en virtud de su amor. Existimos
porque él nos ama, porque él nos ha pensado y nos ha llamado a la vida.
Existimos en los pensamientos y en el amor de Dios. Existimos en toda
nuestra realidad, no sólo en nuestra «sombra». Nuestra serenidad, nuestra
esperanza, nuestra paz se fundan precisamente en esto: en Dios, en su
pensamiento y en su amor; no sobrevive sólo una «sombra» de nosotros
mismos, sino que en él, en su amor creador, somos conservados e
introducidos con toda nuestra vida, con todo nuestro ser, en la eternidad.
Es su amor lo que vence la muerte y nos da la eternidad, y es este amor
lo que llamamos «cielo»: Dios es tan grande que tiene sitio también para
nosotros. Y el hombre Jesús, que es al mismo tiempo Dios, es para
nosotros la garantía de que ser-hombre y ser-Dios pueden existir y vivir
eternamente uno en el otro. Esto quiere decir que de cada uno de nosotros
no seguirá existiendo sólo una parte que, por así decirlo, nos es arrancada,
mientras las demás se corrompen; quiere decir, más bien, que Dios conoce
y ama a todo el hombre, lo que somos. Y Dios acoge en su eternidad lo
que ahora, en nuestra vida, hecha de sufrimiento y amor, de esperanza, de
alegría y de tristeza, crece y se va transformando. Todo el hombre, toda su
vida es tomada por Dios y, purificada en él, recibe la eternidad. Queridos
amigos, yo creo que esta es una verdad que nos debe llenar de profunda
225
alegría. El cristianismo no anuncia sólo una cierta salvación del alma en
un impreciso más allá, en el que todo lo que en este mundo nos fue
precioso y querido sería borrado, sino que promete la vida eterna, «la vida
del mundo futuro»: nada de lo que para nosotros es valioso y querido se
corromperá, sino que encontrará plenitud en Dios. Todos los cabellos de
nuestra cabeza están contados, dijo un día Jesús (cf. Mt 10, 30). El mundo
definitivo será el cumplimiento también de esta tierra, como afirma san
Pablo: «La creación misma será liberada de la esclavitud de la corrupción
para entrar en la libertad gloriosa de los hijos de Dios» (Rm 8, 21). Se
comprende, entonces, que el cristianismo dé una esperanza fuerte en un
futuro luminoso y abra el camino hacia la realización de este futuro.
Estamos llamados, precisamente como cristianos, a edificar este mundo
nuevo, a trabajar para que se convierta un día en el «mundo de Dios», un
mundo que sobrepasará todo lo que nosotros mismos podríamos construir.
En María elevada al cielo, plenamente partícipe de la resurrección de su
Hijo, contemplamos la realización de la criatura humana según el «mundo
de Dios».
Oremos al Señor para que nos haga comprender cuán preciosa es a sus
ojos toda nuestra vida, refuerce nuestra fe en la vida eterna y nos haga
hombres de la esperanza, que trabajan para construir un mundo abierto a
Dios, hombres llenos de alegría que saben vislumbrar la belleza del
mundo futuro en medio de los afanes de la vida cotidiana y con esta
certeza viven, creen y esperan. Amén.

SAN PÍO X: LA BASE DE NUESTRA ACCIÓN APOSTÓLICA


20100818. Audiencia general
Hoy quiero detenerme a hablar de la figura de mi predecesor san Pío
X, de quien el próximo sábado se celebra la memoria litúrgica, subrayando
algunos rasgos que pueden resultar útiles también para los pastores y los
fieles de nuestra época.
Giuseppe Sarto (este era su nombre), nació en Riese (Treviso) en 1835
de familia campesina. Después de los estudios en el seminario de Padua
fue ordenado sacerdote a los 23 años. Primero fue vicario parroquial en
Tombolo, luego párroco en Salzano, después canónigo de la catedral de
Treviso con el cargo de canciller episcopal y director espiritual del
seminario diocesano. En esos años de rica y generosa experiencia pastoral,
el futuro Romano Pontífice mostró el profundo amor a Cristo y a la
Iglesia, la humildad, la sencillez y la gran caridad hacia los más
necesitados, que fueron características de toda su vida. En 1884 fue
nombrado obispo de Mantua y en 1893 patriarca de Venecia. El 4 de
agosto de 1903 fue elegido Papa, ministerio que aceptó con titubeos,
porque consideraba que no estaba a la altura de una tarea tan elevada.
El pontificado de san Pío X dejó una huella indeleble en la historia de
la Iglesia y se caracterizó por un notable esfuerzo de reforma, sintetizada
en el lema Instaurare omnia in Christo: «Renovarlo todo en Cristo». En
efecto, sus intervenciones abarcaron los distintos ámbitos eclesiales.
226
Desde los comienzos se dedicó a la reorganización de la Curia romana;
después puso en marcha los trabajos de redacción del Código de derecho
canónico, promulgado por su sucesor Benedicto XV. Promovió también la
revisión de los estudios y del itinerario de formación de los futuros
sacerdotes, fundando asimismo varios seminarios regionales, dotados de
buenas bibliotecas y profesores preparados. Otro ámbito importante fue el
de la formación doctrinal del pueblo de Dios. Ya en sus años de párroco él
mismo había redactado un catecismo y durante el episcopado en Mantua
había trabajado a fin de que se llegara a un catecismo único, si no
universal, por lo menos italiano. Como auténtico pastor había
comprendido que la situación de la época, entre otras cosas por el
fenómeno de la emigración, hacía necesario un catecismo al que cada fiel
pudiera referirse independientemente del lugar y de las circunstancias de
la vida. Como Romano Pontífice preparó un texto de doctrina cristiana
para la diócesis de Roma, que se difundió en toda Italia y en el mundo.
Este catecismo, llamado «de Pío X», fue para muchos una guía segura a la
hora de aprender las verdades de la fe, por su lenguaje sencillo, claro y
preciso, y por la eficacia expositiva.
Dedicó notable atención a la reforma de la liturgia, en particular de la
música sagrada, para llevar a los fieles a una vida de oración más profunda
y a una participación más plena en los sacramentos. En el motu
proprio Tra le sollecitudini, de 1903, primer año de su Pontificado, afirma
que el verdadero espíritu cristiano tiene su primera e indispensable fuente
en la participación activa en los sagrados misterios y en la oración pública
y solemne de la Iglesia (cf. ASS 36 [1903] 531). Por eso recomendó
acercarse a menudo a los sacramentos, favoreciendo la recepción diaria de
la sagrada comunión, bien preparados, y anticipando oportunamente la
primera comunión de los niños hacia los siete años de edad, «cuando el
niño comienza a tener uso de razón» (cf. S. Congr. de Sacramentis,
decreto Quam singulari: AAS 2 [1910] 582).
Fiel a la tarea de confirmar a los hermanos en la fe, san Pío X, ante
algunas tendencias que se manifestaron en ámbito teológico al final del
siglo XIX y a comienzos del siglo XX, intervino con decisión,
condenando el «modernismo», para defender a los fieles de concepciones
erróneas y promover una profundización científica de la Revelación en
consonancia con la tradición de la Iglesia. El 7 de mayo de 1909, con la
carta apostólica Vinea electa, fundó el Pontificio Instituto Bíblico. La
guerra ensombreció los últimos meses de su vida. El llamamiento a los
católicos del mundo, lanzado el 2 de agosto de 1914, para expresar «el
profundo dolor» de la hora presente, fue el grito de sufrimiento del padre
que ve a sus hijos enfrentarse unos contra otros. Murió poco después, el
20 de agosto, y su fama de santidad comenzó a difundirse enseguida entre
el pueblo cristiano.
Queridos hermanos y hermanas, san Pío x nos enseña a todos que en la
base de nuestra acción apostólica, en los distintos campos en los que
actuamos, siempre debe haber una íntima unión personal con Cristo, que
es preciso cultivar y acrecentar día tras día. Este es el núcleo de toda su
227
enseñanza, de todo su compromiso pastoral. Sólo si estamos enamorados
del Señor seremos capaces de llevar a los hombres a Dios y abrirles a su
amor misericordioso, y de este modo abrir el mundo a la misericordia de
Dios.

MARÍA REINA
20100822. Ángelus
Ocho días después de la solemnidad de su Asunción al cielo, la liturgia
nos invita a venerar a la santísima Virgen María con el título de «Reina».
Contemplamos a la Madre de Cristo coronada por su Hijo, es decir,
asociada a su realeza universal, tal como la representan muchos mosaicos
y cuadros. También esta memoria cae este año en domingo, cobrando una
luz mayor gracias a la Palabra de Dios y a la celebración de la Pascua
semanal. En particular, el icono de la Virgen María Reina encuentra una
confirmación significativa en el Evangelio de hoy, donde Jesús afirma:
«Hay algunos que son los últimos y serán los primeros, y hay otros que
son los primeros y serán los últimos» (Lc 13, 30). Se trata de una típica
expresión de Cristo, referida varias veces por los Evangelistas, con
fórmulas parecidas, pues evidentemente refleja un tema muy arraigado en
su predicación profética. La Virgen es el ejemplo perfecto de esta verdad
evangélica, es decir, que Dios humilla a los soberbios y poderosos de este
mundo y enaltece a los humildes (cf. Lc 1, 52).
La pequeña y sencilla muchacha de Nazaret se ha convertido en la
Reina del mundo. Esta es una de las maravillas que revelan el corazón de
Dios. Naturalmente la realeza de María depende totalmente de la de
Cristo: él es el Señor, a quien, después de la humillación de la muerte en la
cruz, el Padre ha exaltado por encima de toda criatura en los cielos, en la
tierra y en los abismos (cf. Flp 2, 9-11). Por un designio de la gracia, la
Madre Inmaculada ha sido plenamente asociada al misterio del Hijo: a su
encarnación; a su vida terrena, primero oculta en Nazaret y después
manifestada en el ministerio mesiánico; a su pasión y muerte; y por último
a la gloria de la resurrección y ascensión al cielo. La Madre compartió con
el Hijo no sólo los aspectos humanos de este misterio, sino también, por
obra del Espíritu Santo en ella, la intención profunda, la voluntad divina,
de manera que toda su existencia, pobre y humilde, fue elevada,
transformada, glorificada, pasando a través de la «puerta estrecha» que es
Jesús mismo (cf. Lc 13, 24). Sí, María es la primera que pasó por el
«camino» abierto por Cristo para entrar en el reino de Dios, un camino
accesible a los humildes, a quienes se fían de la Palabra de Dios y se
comprometen a ponerla en práctica.
En la historia de las ciudades y de los pueblos evangelizados por el
mensaje cristiano son innumerables los testimonios de veneración pública,
en algunos casos incluso institucional, de la realeza de la Virgen María.
Pero hoy queremos sobre todo renovar, como hijos de la Iglesia, nuestra
devoción a Aquella que Jesús nos ha dejado como Madre y Reina.
Encomendamos a su intercesión la oración diaria por la paz,
228
especialmente allí donde más golpea la absurda lógica de la violencia,
para que todos los hombres se persuadan de que en este mundo debemos
ayudarnos unos a otros como hermanos para construir la civilización del
amor. Maria, Regina pacis, ora pro nobis!

SAN AGUSTÍN. NO TENER MIEDO A LA VERDAD


20100825. Audiencia general
En la vida de cada uno de nosotros hay personas muy queridas, que
sentimos particularmente cercanas; algunas están ya en los brazos de Dios,
otras comparten aún con nosotros el camino de la vida: son nuestros
padres, los familiares, los educadores; son personas a las que hemos hecho
el bien o de las que hemos recibido el bien; son personas con las que
sabemos que podemos contar. Es importante, sin embargo, tener también
«compañeros de viaje» en el camino de nuestra vida cristiana: pienso en el
director espiritual, en el confesor, en las personas con las que se puede
compartir la propia experiencia de fe, pero pienso también en la Virgen
María y en los santos. Cada uno debería tener algún santo que le sea
familiar, para sentirlo cerca con la oración y la intercesión, pero también
para imitarlo. Quiero invitaros, por tanto, a conocer más a los santos,
empezando por aquel cuyo nombre lleváis, leyendo su vida, sus escritos.
Estad seguros de que se convertirán en buenos guías para amar cada vez
más al Señor y en ayudas válidas para vuestro crecimiento humano y
cristiano.
Como sabéis, yo también estoy unido de modo especial a algunas
figuras de santos: entre estas, además de san José y san Benito, de quienes
llevo el nombre, y de otros, está san Agustín, a quien tuve el gran don de
conocer de cerca, por decirlo así, a través del estudio y la oración, y que se
ha convertido en un buen «compañero de viaje» en mi vida y en mi
ministerio. Quiero subrayar una vez más un aspecto importante de su
experiencia humana y cristiana, actual también en nuestra época, en la que
parece que el relativismo es, paradójicamente, la «verdad» que debe guiar
el pensamiento, las decisiones y los comportamientos.
San Agustín fue un hombre que nunca vivió con superficialidad; la
sed, la búsqueda inquieta y constante de la Verdad es una de las
características de fondo de su existencia; pero no la de las «pseudo-
verdades» incapaces de dar paz duradera al corazón, sino de aquella
Verdad que da sentido a la existencia y es la «morada» en la que el
corazón encuentra serenidad y alegría. Su camino, como sabemos, no fue
fácil: creyó encontrar la Verdad en el prestigio, en la carrera, en la
posesión de las cosas, en las voces que le prometían la felicidad
inmediata; cometió errores, sufrió tristezas, afrontó fracasos, pero nunca
se detuvo, nunca se contentó con lo que le daba sólo un hilo de luz; supo
mirar en lo íntimo de sí mismo y, como escribe en las Confesiones, se dio
cuenta de que esa Verdad, ese Dios que buscaba con sus fuerzas, era más
íntimo a él que él mismo, había estado siempre a su lado, nunca lo había
abandonado y estaba a la espera de poder entrar de forma definitiva en su
229
vida (cf. III, 6, 11; X, 27, 38). Como dije comentando la reciente película
sobre su vida, san Agustín comprendió, en su inquieta búsqueda, que no
era él quien había encontrado la Verdad, sino que la Verdad misma, que es
Dios, lo persiguió y lo encontró (cf.L'Osservatore Romano, edición
semanal en lengua española, 4 de septiembre de 2009, p. 3). Romano
Guardini, comentando un pasaje del capítulo III de las Confesiones,
afirma: san Agustín comprendió que Dios es «gloria que nos pone de
rodillas, bebida que apaga la sed, tesoro que hace felices, [...él tuvo] la
tranquilizadora certeza de quien por fin comprendió, pero también la
bienaventuranza del amor que sabe: esto es todo y me basta» (Pensatori
religiosi, Brescia 2001, p. 177).
También en las Confesiones, en el libro IX, nuestro santo refiere una
conversación con su madre, santa Mónica —cuya memoria se celebra el
próximo viernes, pasado mañana—. Es una escena muy hermosa: él y su
madre están en Ostia, en un albergue, y desde la ventana ven el cielo y el
mar, y trascienden cielo y mar, y por un momento tocan el corazón de
Dios en el silencio de las criaturas. Y aquí aparece una idea fundamental
en el camino hacia la Verdad: las criaturas deben callar para que reine el
silencio en el que Dios puede hablar. Esto es verdad siempre, también en
nuestro tiempo: a veces se tiene una especie de miedo al silencio, al
recogimiento, a pensar en los propios actos, en el sentido profundo de la
propia vida; a menudo se prefiere vivir sólo el momento fugaz, esperando
ilusoriamente que traiga felicidad duradera; se prefiere vivir, porque
parece más fácil, con superficialidad, sin pensar; se tiene miedo de buscar
la Verdad, o quizás se tiene miedo de que la Verdad nos encuentre, nos
aferre y nos cambie la vida, como le sucedió a san Agustín.
Queridos hermanos y hermanas, quiero decir a todos, también a
quienes atraviesan un momento de dificultad en su camino de fe, a quienes
participan poco en la vida de la Iglesia o a quienes viven «como si Dios no
existiese», que no tengan miedo de la Verdad, que no interrumpan nunca
el camino hacia ella, que no cesen nunca de buscar la verdad profunda
sobre sí mismos y sobre las cosas con el ojo interior del corazón. Dios no
dejará de dar luz para hacer ver y calor para hacer sentir al corazón que
nos ama y que desea ser amado.

CRISTO, MODELO DE HUMILDAD Y GRATUIDAD


20100829. Ángelus
En el Evangelio de este domingo (Lc 14, 1.7-14), encontramos a Jesús
como comensal en la casa de un jefe de los fariseos. Dándose cuenta de
que los invitados elegían los primeros puestos en la mesa, contó una
parábola, ambientada en un banquete nupcial. «Cuando seas convidado
por alguien a una boda, no te pongas en el primer puesto, no sea que haya
sido convidado por él otro más distinguido que tú, y viniendo el que os
convidó a ti y a él, te diga: “Deja el sitio a este”... Al contrario, cuando
seas convidado, ve a sentarte en el último puesto» (Lc 14, 8-10). El Señor
no pretende dar una lección de buenos modales, ni sobre la jerarquía entre
230
las distintas autoridades. Insiste, más bien, en un punto decisivo, que es el
de la humildad: «El que se ensalza será humillado y el que se humilla será
ensalzado» (Lc 14, 11). Esta parábola, en un significado más profundo,
hace pensar también en la postura del hombre en relación con Dios. De
hecho, el «último lugar» puede representar la condición de la humanidad
degradada por el pecado, condición de la que sólo la encarnación del Hijo
unigénito puede elevarla. Por eso Cristo mismo «tomó el último puesto en
el mundo —la cruz— y precisamente con esta humildad radical nos
redimió y nos ayuda constantemente» (Deus caritas est, 35).
Al final de la parábola, Jesús sugiere al jefe de los fariseos que no
invite a su mesa a sus amigos, parientes o vecinos ricos, sino a las
personas más pobres y marginadas, que no tienen modo de devolverle el
favor (cf. Lc 14, 13-14), para que el don sea gratuito. De hecho, la
verdadera recompensa la dará al final Dios, «quien gobierna el mundo...
Nosotros le ofrecemos nuestro servicio sólo en lo que podamos y mientras
él nos dé fuerzas» (Deus caritas est, 35). Por tanto, una vez más vemos a
Cristo como modelo de humildad y de gratuidad: de él aprendemos la
paciencia en las tentaciones, la mansedumbre en las ofensas, la obediencia
a Dios en el dolor, a la espera de que Aquel que nos ha invitado nos diga:
«Amigo, sube más arriba» (cf. Lc 14, 10); en efecto, el verdadero bien es
estar cerca de él. San Luis IX, rey de Francia —cuya memoria se celebró
el pasado miércoles— puso en práctica lo que está escrito en el Libro del
Sirácida: «Cuanto más grande seas, tanto más humilde debes ser, y así
obtendrás el favor del Señor» (3, 18). Así escribió en el «Testamento
espiritual a su hijo»: «Si el Señor te concede prosperidad, debes darle
gracias con humildad y vigilar que no sea en detrimento tuyo, por
vanagloria o por cualquier otro motivo, porque los dones de Dios no han
de ser causa de que le ofendas» (Acta Sanctorum Augusti 5 [1868] 546).
Queridos amigos, hoy recordamos también el martirio de san Juan
Bautista, el mayor entre los profetas de Cristo, que supo negarse a sí
mismo para dejar espacio al Salvador y que sufrió y murió por la verdad.
Pidámosle a él y a la Virgen María que nos guíen por el camino de la
humildad, para llegar a ser dignos de la recompensa divina.

EL LEGADO DE LEÓN XIII


20100905. Homilía. Carpineto Romano. Bicentenario nacimiento
Ante todo, permitidme expresar la alegría de encontrarme entre
vosotros en Carpineto Romano, siguiendo los pasos de mis amados
predecesores Pablo VI y Juan Pablo II. Y la circunstancia que me ha traído
aquí también es feliz: el bicentenario del nacimiento del Papa León XIII,
Vincenzo Gioacchino Pecci, acaecido el 2 de marzo de 1810 en esta
hermosa localidad. Mi visita, por desgracia, es muy breve y concentrada
exclusivamente en esta celebración eucarística; pero aquí lo encontramos
todo: la Palabra y el Pan de vida, que alimentan la fe, la esperanza y la
caridad; y renovamos el vínculo de comunión que nos convierte en la
única Iglesia de nuestro Señor Jesucristo.
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Hemos escuchado la Palabra de Dios, y es espontáneo acogerla, en esta
circunstancia, recordando la figura del Papa León XIII y la herencia que
nos ha dejado. El tema principal de las lecturas bíblicas es el primado de
Dios y de Cristo. En el pasaje evangélico, tomado de san Lucas, Jesús
mismo declara con franqueza tres condiciones necesarias para ser sus
discípulos: amarlo a él más que a nadie y más que la vida misma; llevar la
propia cruz y seguirlo; y renunciar a todas las posesiones. Jesús ve una
gran multitud que lo sigue junto a sus discípulos, y con todos quiere ser
claro: seguirlo es arduo, no puede depender de entusiasmos ni de
oportunismos; debe ser una decisión ponderada, tomada después de
preguntarse a conciencia: ¿Quién es Jesús para mí? ¿Es verdaderamente
«el Señor»? ¿Ocupa el primer lugar, como el sol en torno al cual giran
todos los planetas? Y la primera lectura, del libro de la Sabiduría, nos
sugiere indirectamente el motivo de este primado absoluto de Jesucristo:
en él encuentran respuesta las preguntas del hombre de toda época que
busca la verdad sobre Dios y sobre sí mismo. Dios está más allá de
nuestro alcance, y sus designios son inescrutables. Pero él mismo quiso
revelarse, en la creación y sobre todo en la historia de la salvación, hasta
que en Cristo se manifestó plenamente a sí mismo y su voluntad. Aunque
siga siendo siempre verdad que «a Dios nadie lo ha visto jamás» (Jn 1,
18), ahora nosotros conocemos su «nombre», su «rostro», y también su
voluntad, porque nos lo reveló Jesús, que es la Sabiduría de Dios hecha
hombre. «Así —escribe el autor sagrado de la primera lectura—
aprendieron los hombres lo que a ti te agrada y gracias a la Sabiduría se
salvaron» (Sb 9, 18).
Este punto fundamental de la Palabra de Dios hace pensar en dos
aspectos de la vida y del ministerio de vuestro venerado conciudadano al
que hoy conmemoramos, el Sumo Pontífice León XIII. En primer lugar,
cabe señalar que fue hombre de gran fe y de profunda devoción. Esto
sigue siendo siempre la base de todo, para cada cristiano, incluido el Papa.
Sin la oración, es decir, sin la unión interior con Dios, no podemos hacer
nada, como dice claramente Jesús a sus discípulos durante la última Cena
(cf. Jn 15, 5). Las palabras y las obras del Papa Pecci transparentaban su
íntima religiosidad; y esto encontró correspondencia también en su
magisterio: entre sus numerosísimas encíclicas y cartas apostólicas, como
el hilo en un collar, están las de carácter propiamente espiritual, dedicadas
sobre todo al incremento de la devoción mariana, especialmente mediante
el santo rosario. Se trata de una verdadera «catequesis», que marca de
principio a fin los 25 años de su Pontificado. Pero encontramos también
los documentos sobre Cristo redentor, sobre el Espíritu Santo, sobre la
consagración al Sagrado Corazón, sobre la devoción a san José y sobre
san Francisco de Asís. León XIII estuvo particularmente vinculado a la
familia franciscana, y él mismo pertenecía a la Tercera Orden. Me
complace considerar todos estos elementos distintos como facetas de una
única realidad: el amor a Dios y a Cristo, al que no se debe anteponer
absolutamente nada. Y esta primera y principal cualidad suya Vincenzo
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Gioacchino Pecci la asimiló aquí, en su pueblo natal, de sus padres, en su
parroquia.
Pero hay también un segundo aspecto, que deriva asimismo del
primado de Dios y de Cristo, y se encuentra en la acción pública de todo
pastor de la Iglesia, en particular de todo Sumo Pontífice, con las
características propias de la personalidad de cada uno. Diría que
precisamente el concepto de «sabiduría cristiana», que ya encontramos en
la primera lectura y en el Evangelio, nos ofrece la síntesis de este
planteamiento según León XIII, y no es casualidad que sea también el
inicio de una de sus encíclicas. Todo pastor está llamado a transmitir al
pueblo de Dios no verdades abstractas, sino una «sabiduría», es decir, un
mensaje que conjuga fe y vida, verdad y realidad concreta. El Papa León
XIII, con la asistencia del Espíritu Santo, fue capaz de hacer esto en uno
de los períodos históricos más difíciles para la Iglesia, permaneciendo fiel
a la tradición y, al mismo tiempo, afrontando las grandes cuestiones
abiertas. Y lo logró precisamente basándose en la «sabiduría cristiana»,
fundada en las Sagradas Escrituras, en el inmenso patrimonio teológico y
espiritual de la Iglesia católica y también en la sólida y límpida filosofía
de santo Tomás de Aquino, que él apreció en sumo grado y promovió en
toda la Iglesia.
En este punto, tras haber considerado el fundamento, es decir, la fe y la
vida espiritual y, por tanto, el marco general del mensaje de León XIII,
puedo mencionar su magisterio social, que la encíclica Rerum
novarum hizo famoso e imperecedero, pero rico en otras muchas
intervenciones que constituyen un cuerpo orgánico, el primer núcleo de la
doctrina social de la Iglesia. Tomemos el ejemplo de la carta a Filemón de
san Pablo, que felizmente la liturgia nos hace leer precisamente hoy. Es el
texto más breve de todo el epistolario paulino. Durante un período de
encarcelamiento, el Apóstol transmitió la fe a Onésimo, un esclavo
originario de Colosas que había huido de su amo Filemón, rico habitante
de esa ciudad, convertido al cristianismo junto a sus familiares gracias a la
predicación de san Pablo. Ahora el Apóstol escribe a Filemón invitándolo
a acoger a Onésimo ya no como esclavo, sino como hermano en Cristo. La
nueva fraternidad cristiana supera la separación entre esclavos y libres, y
desencadena en la historia un principio de promoción de la persona que
llevará a la abolición de la esclavitud, pero también a rebasar otras
barreras que todavía existen. El Papa León XIII dedicó precisamente al
tema de la esclavitud la encíclica Catholicae Ecclesiae, de 1890.
Esta particular experiencia de san Pablo con Onésimo puede dar pie a
una amplia reflexión sobre el impulso de promoción humana aportado por
el cristianismo en el camino de la civilización, y también sobre el método
y el estilo de esa aportación, conforme a las imágenes evangélicas de la
semilla y la levadura: en el interior de la realidad histórica los cristianos,
actuando como ciudadanos, aisladamente o de manera asociada,
constituyen una fuerza beneficiosa y pacífica de cambio profundo,
favoreciendo el desarrollo de las potencialidades que existen dentro de la
realidad. Esta es la forma de presencia y de acción en el mundo que
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propone la doctrina social de la Iglesia, que apunta siempre a la
maduración de las conciencias como condición para transformaciones
eficaces y duraderas.
Ahora debemos preguntarnos: ¿En qué contexto nació, hace dos siglos,
el que se convertiría, 68 años después, en el Papa León XIII? Europa
sufría entonces la gran tempestad napoleónica, seguida de la Revolución
francesa. La Iglesia y numerosas expresiones de la cultura cristiana se
ponían radicalmente en tela de juicio (piénsese, por ejemplo, en el hecho
de no contar ya los años desde el nacimiento de Cristo, sino desde el inicio
de la nueva era revolucionaria, o de quitar los nombres de los santos del
calendario, de las calles, de los pueblos...). Evidentemente las poblaciones
del campo no eran favorables a estos cambios, y seguían vinculadas a las
tradiciones religiosas. La vida cotidiana era dura y difícil: las condiciones
sanitarias y alimentarias eran muy apuradas. Mientras tanto, se iba
desarrollando la industria y con ella el movimiento obrero, cada vez más
organizado políticamente. Las reflexiones y las experiencias locales
impulsaron y ayudaron al magisterio de la Iglesia, en su más alto nivel, a
elaborar una interpretación global y con perspectiva de la nueva sociedad
y de su bien común. Así, cuando, en 1878, fue elegido Papa, León XIII se
sintió llamado a ponerla en práctica, a la luz de sus vastos conocimientos
de alcance internacional, pero también de numerosas iniciativas realizadas
«sobre el terreno» por parte de comunidades cristianas, y de hombres y
mujeres de la Iglesia.
De hecho, desde finales del siglo XVIII hasta principios del XX,
fueron decenas y decenas de santos y beatos quienes buscaron y
experimentaron, con la creatividad de la caridad, múltiples caminos para
poner en práctica el mensaje evangélico en las nuevas realidades sociales.
Sin duda, estas iniciativas, con los sacrificios y las reflexiones de estos
hombres y mujeres, prepararon el terreno de la Rerum novarum y de los
demás documentos sociales del Papa Pecci. Ya desde que era nuncio
apostólico en Bélgica había comprendido que la cuestión social se podía
afrontar de manera positiva y eficaz con el diálogo y la mediación. En una
época de duro anticlericalismo y de encendidas manifestaciones contra el
Papa, León XIII supo guiar y sostener a los católicos en una participación
constructiva, rica en contenidos, firme en los principios y con capacidad
de apertura. Inmediatamente después de la Rerum novarum se verificó en
Italia y en otros países una auténtica explosión de iniciativas:
asociaciones, cajas rurales y artesanas, periódicos... un amplio
«movimiento» cuyo luminoso animador fue el siervo de Dios Giuseppe
Toniolo. Un Papa muy anciano, pero sabio y clarividente, pudo así
introducir en el siglo XX a una Iglesia rejuvenecida, con la actitud
correcta para afrontar los nuevos desafíos. Era un Papa todavía política y
físicamente «prisionero» en el Vaticano, pero en realidad, con su
magisterio, representaba a una Iglesia capaz de afrontar sin complejos las
grandes cuestiones de la contemporaneidad.
Queridos amigos de Carpineto Romano, no tenemos tiempo para
profundizar en estas cuestiones. La Eucaristía que estamos celebrando, el
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sacramento del amor, nos impulsa a lo esencial: la caridad, el amor a
Cristo que renueva a los hombres y al mundo; esto es lo esencial, y lo
vemos bien, casi lo percibimos en las expresiones de san Pablo en la carta
a Filemón. En esta breve nota, de hecho, se percibe toda la dulzura y al
mismo tiempo el poder revolucionario del Evangelio; se advierte el estilo
discreto y a la vez irresistible de la caridad, que, como he escrito en mi
encíclica social Caritas in veritate, «es la principal fuerza impulsora del
auténtico desarrollo de cada persona y de toda la humanidad» (n. 1). Con
alegría y con afecto os dejo, por tanto, el mandamiento antiguo y siempre
nuevo: amaos como Cristo nos ha amado, y con este amor sed sal y luz del
mundo. Así seréis fieles a la herencia de vuestro gran y venerado
conciudadano, el Papa León XIII. Y que así sea en toda la Iglesia. Amén.

JÓVENES: ARRAIGADOS Y EDIFICADOS EN CRISTO


20100806. Mensaje para XXVI JMJ, Madrid 2011
“Arraigados y edificados en Cristo, firmes en la fe”(cf. Col 2, 7)
Queridos amigos
Pienso con frecuencia en la Jornada Mundial de la Juventud de
Sydney, en el 2008. Allí vivimos una gran fiesta de la fe, en la que el
Espíritu de Dios actuó con fuerza, creando una intensa comunión entre los
participantes, venidos de todas las partes del mundo. Aquel encuentro,
como los precedentes, ha dado frutos abundantes en la vida de muchos
jóvenes y de toda la Iglesia. Nuestra mirada se dirige ahora a la próxima
Jornada Mundial de la Juventud, que tendrá lugar en Madrid, en el mes de
agosto de 2011. Ya en 1989, algunos meses antes de la histórica caída del
Muro de Berlín, la peregrinación de los jóvenes hizo un alto en España,
en Santiago de Compostela. Ahora, en un momento en que Europa tiene
que volver a encontrar sus raíces cristianas, hemos fijado nuestro
encuentro en Madrid, con el lema: «Arraigados y edificados en Cristo,
firmes en la fe» (cf. Col 2, 7). Os invito a este evento tan importante para
la Iglesia en Europa y para la Iglesia universal. Además, quisiera que
todos los jóvenes, tanto los que comparten nuestra fe, como los que
vacilan, dudan o no creen, puedan vivir esta experiencia, que puede ser
decisiva para la vida: la experiencia del Señor Jesús resucitado y vivo, y
de su amor por cada uno de nosotros.
1. En las fuentes de vuestras aspiraciones más grandes
En cada época, también en nuestros días, numerosos jóvenes sienten el
profundo deseo de que las relaciones interpersonales se vivan en la verdad
y la solidaridad. Muchos manifiestan la aspiración de construir relaciones
auténticas de amistad, de conocer el verdadero amor, de fundar una
familia unida, de adquirir una estabilidad personal y una seguridad real,
que puedan garantizar un futuro sereno y feliz. Al recordar mi juventud,
veo que, en realidad, la estabilidad y la seguridad no son las cuestiones
que más ocupan la mente de los jóvenes. Sí, la cuestión del lugar de
trabajo, y con ello la de tener el porvenir asegurado, es un problema
grande y apremiante, pero al mismo tiempo la juventud sigue siendo la
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edad en la que se busca una vida más grande. Al pensar en mis años de
entonces, sencillamente, no queríamos perdernos en la mediocridad de la
vida aburguesada. Queríamos lo que era grande, nuevo. Queríamos
encontrar la vida misma en su inmensidad y belleza. Ciertamente, eso
dependía también de nuestra situación. Durante la dictadura
nacionalsocialista y la guerra, estuvimos, por así decir, “encerrados” por el
poder dominante. Por ello, queríamos salir afuera para entrar en la
abundancia de las posibilidades del ser hombre. Pero creo que, en cierto
sentido, este impulso de ir más allá de lo habitual está en cada generación.
Desear algo más que la cotidianidad regular de un empleo seguro y sentir
el anhelo de lo que es realmente grande forma parte del ser joven. ¿Se
trata sólo de un sueño vacío que se desvanece cuando uno se hace adulto?
No, el hombre en verdad está creado para lo que es grande, para el
infinito. Cualquier otra cosa es insuficiente. San Agustín tenía razón:
nuestro corazón está inquieto, hasta que no descansa en Ti. El deseo de la
vida más grande es un signo de que Él nos ha creado, de que llevamos su
“huella”. Dios es vida, y cada criatura tiende a la vida; en un modo único
y especial, la persona humana, hecha a imagen de Dios, aspira al amor, a
la alegría y a la paz. Entonces comprendemos que es un contrasentido
pretender eliminar a Dios para que el hombre viva. Dios es la fuente de la
vida; eliminarlo equivale a separarse de esta fuente e, inevitablemente,
privarse de la plenitud y la alegría: «sin el Creador la criatura se diluye»
(Con. Ecum. Vaticano. II, Const. Gaudium et Spes, 36). La cultura actual,
en algunas partes del mundo, sobre todo en Occidente, tiende a excluir a
Dios, o a considerar la fe como un hecho privado, sin ninguna relevancia
en la vida social. Aunque el conjunto de los valores, que son el
fundamento de la sociedad, provenga del Evangelio –como el sentido de la
dignidad de la persona, de la solidaridad, del trabajo y de la familia–, se
constata una especie de “eclipse de Dios”, una cierta amnesia, más aún, un
verdadero rechazo del cristianismo y una negación del tesoro de la fe
recibida, con el riesgo de perder aquello que más profundamente nos
caracteriza.
Por este motivo, queridos amigos, os invito a intensificar vuestro
camino de fe en Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo. Vosotros sois el
futuro de la sociedad y de la Iglesia. Como escribía el apóstol Pablo a los
cristianos de la ciudad de Colosas, es vital tener raíces y bases sólidas.
Esto es verdad, especialmente hoy, cuando muchos no tienen puntos de
referencia estables para construir su vida, sintiéndose así profundamente
inseguros. El relativismo que se ha difundido, y para el que todo da lo
mismo y no existe ninguna verdad, ni un punto de referencia absoluto, no
genera verdadera libertad, sino inestabilidad, desconcierto y un
conformismo con las modas del momento. Vosotros, jóvenes, tenéis el
derecho de recibir de las generaciones que os preceden puntos firmes para
hacer vuestras opciones y construir vuestra vida, del mismo modo que una
planta pequeña necesita un apoyo sólido hasta que crezcan sus raíces, para
convertirse en un árbol robusto, capaz de dar fruto.
2. Arraigados y edificados en Cristo
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Para poner de relieve la importancia de la fe en la vida de los
creyentes, quisiera detenerme en tres términos que san Pablo utiliza
en: «Arraigados y edificados en Cristo, firmes en la fe» (cf. Col 2, 7).
Aquí podemos distinguir tres imágenes: “arraigado” evoca el árbol y las
raíces que lo alimentan; “edificado” se refiere a la construcción; “firme”
alude al crecimiento de la fuerza física o moral. Se trata de imágenes muy
elocuentes. Antes de comentarlas, hay que señalar que en el texto original
las tres expresiones, desde el punto de vista gramatical, están en pasivo:
quiere decir, que es Cristo mismo quien toma la iniciativa de arraigar,
edificar y hacer firmes a los creyentes.
La primera imagen es la del árbol, firmemente plantado en el suelo por
medio de las raíces, que le dan estabilidad y alimento. Sin las raíces, sería
llevado por el viento, y moriría. ¿Cuáles son nuestras raíces?
Naturalmente, los padres, la familia y la cultura de nuestro país son un
componente muy importante de nuestra identidad. La Biblia nos muestra
otra más. El profeta Jeremías escribe: «Bendito quien confía en el Señor y
pone en el Señor su confianza: será un árbol plantado junto al agua, que
junto a la corriente echa raíces; cuando llegue el estío no lo sentirá, su
hoja estará verde; en año de sequía no se inquieta, no deja de dar fruto»
(Jer 17, 7-8). Echar raíces, para el profeta, significa volver a poner su
confianza en Dios. De Él viene nuestra vida; sin Él no podríamos vivir de
verdad. «Dios nos ha dado vida eterna y esta vida está en su Hijo» (1
Jn 5,11). Jesús mismo se presenta como nuestra vida (cf. Jn 14, 6). Por
ello, la fe cristiana no es sólo creer en la verdad, sino sobre todo una
relación personal con Jesucristo. El encuentro con el Hijo de Dios
proporciona un dinamismo nuevo a toda la existencia. Cuando
comenzamos a tener una relación personal con Él, Cristo nos revela
nuestra identidad y, con su amistad, la vida crece y se realiza en plenitud.
Existe un momento en la juventud en que cada uno se pregunta: ¿qué
sentido tiene mi vida, qué finalidad, qué rumbo debo darle? Es una fase
fundamental que puede turbar el ánimo, a veces durante mucho tiempo. Se
piensa cuál será nuestro trabajo, las relaciones sociales que hay que
establecer, qué afectos hay que desarrollar… En este contexto, vuelvo a
pensar en mi juventud. En cierto modo, muy pronto tomé conciencia de
que el Señor me quería sacerdote. Pero más adelante, después de la guerra,
cuando en el seminario y en la universidad me dirigía hacia esa meta, tuve
que reconquistar esa certeza. Tuve que preguntarme: ¿es éste de verdad mi
camino? ¿Es de verdad la voluntad del Señor para mí? ¿Seré capaz de
permanecerle fiel y estar totalmente a disposición de Él, a su servicio?
Una decisión así también causa sufrimiento. No puede ser de otro modo.
Pero después tuve la certeza: ¡así está bien! Sí, el Señor me quiere, por
ello me dará también la fuerza. Escuchándole, estando con Él, llego a ser
yo mismo. No cuenta la realización de mis propios deseos, sino su
voluntad. Así, la vida se vuelve auténtica.
Como las raíces del árbol lo mantienen plantado firmemente en la
tierra, así los cimientos dan a la casa una estabilidad perdurable. Mediante
la fe, estamos arraigados en Cristo (cf. Col 2, 7), así como una casa está
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construida sobre los cimientos. En la historia sagrada tenemos numerosos
ejemplos de santos que han edificado su vida sobre la Palabra de Dios. El
primero Abrahán. Nuestro padre en la fe obedeció a Dios, que le pedía
dejar la casa paterna para encaminarse a un país desconocido. «Abrahán
creyó a Dios y se le contó en su haber. Y en otro pasaje se le llama “amigo
de Dios”» (St 2, 23). Estar arraigados en Cristo significa responder
concretamente a la llamada de Dios, fiándose de Él y poniendo en práctica
su Palabra. Jesús mismo reprende a sus discípulos: «¿Por qué me llamáis:
“¡Señor, Señor!”, y no hacéis lo que digo?» (Lc 6, 46). Y recurriendo a la
imagen de la construcción de la casa, añade: «El que se acerca a mí,
escucha mis palabras y las pone por obra… se parece a uno que edificaba
una casa: cavó, ahondó y puso los cimientos sobre roca; vino una crecida,
arremetió el río contra aquella casa, y no pudo tambalearla, porque estaba
sólidamente construida» (Lc 6, 47-48).
Queridos amigos, construid vuestra casa sobre roca, como el hombre
que “cavó y ahondó”. Intentad también vosotros acoger cada día la
Palabra de Cristo. Escuchadle como al verdadero Amigo con quien
compartir el camino de vuestra vida. Con Él a vuestro lado seréis capaces
de afrontar con valentía y esperanza las dificultades, los problemas,
también las desilusiones y los fracasos. Continuamente se os presentarán
propuestas más fáciles, pero vosotros mismos os daréis cuenta de que se
revelan como engañosas, no dan serenidad ni alegría. Sólo la Palabra de
Dios nos muestra la auténtica senda, sólo la fe que nos ha sido transmitida
es la luz que ilumina el camino. Acoged con gratitud este don espiritual
que habéis recibido de vuestras familias y esforzaos por responder con
responsabilidad a la llamada de Dios, convirtiéndoos en adultos en la fe.
No creáis a los que os digan que no necesitáis a los demás para construir
vuestra vida. Apoyaos, en cambio, en la fe de vuestros seres queridos, en
la fe de la Iglesia, y agradeced al Señor el haberla recibido y haberla
hecho vuestra.
3. Firmes en la fe
Estad «arraigados y edificados en Cristo, firmes en la fe» (cf. Col 2, 7).
La carta de la cual está tomada esta invitación, fue escrita por san Pablo
para responder a una necesidad concreta de los cristianos de la ciudad de
Colosas. Aquella comunidad, de hecho, estaba amenazada por la
influencia de ciertas tendencias culturales de la época, que apartaban a los
fieles del Evangelio. Nuestro contexto cultural, queridos jóvenes, tiene
numerosas analogías con el de los colosenses de entonces. En efecto, hay
una fuerte corriente de pensamiento laicista que quiere apartar a Dios de la
vida de las personas y la sociedad, planteando e intentando crear un
“paraíso” sin Él. Pero la experiencia enseña que el mundo sin Dios se
convierte en un “infierno”, donde prevalece el egoísmo, las divisiones en
las familias, el odio entre las personas y los pueblos, la falta de amor,
alegría y esperanza. En cambio, cuando las personas y los pueblos acogen
la presencia de Dios, le adoran en verdad y escuchan su voz, se construye
concretamente la civilización del amor, donde cada uno es respetado en su
dignidad y crece la comunión, con los frutos que esto conlleva. Hay
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cristianos que se dejan seducir por el modo de pensar laicista, o son
atraídos por corrientes religiosas que les alejan de la fe en Jesucristo.
Otros, sin dejarse seducir por ellas, sencillamente han dejado que se
enfriara su fe, con las inevitables consecuencias negativas en el plano
moral.
El apóstol Pablo recuerda a los hermanos, contagiados por las ideas
contrarias al Evangelio, el poder de Cristo muerto y resucitado. Este
misterio es el fundamento de nuestra vida, el centro de la fe cristiana.
Todas las filosofías que lo ignoran, considerándolo “necedad” (1 Co 1,
23), muestran sus límites ante las grandes preguntas presentes en el
corazón del hombre. Por ello, también yo, como Sucesor del apóstol
Pedro, deseo confirmaros en la fe (cf. Lc 22, 32). Creemos firmemente
que Jesucristo se entregó en la Cruz para ofrecernos su amor; en su pasión,
soportó nuestros sufrimientos, cargó con nuestros pecados, nos consiguió
el perdón y nos reconcilió con Dios Padre, abriéndonos el camino de la
vida eterna. De este modo, hemos sido liberados de lo que más atenaza
nuestra vida: la esclavitud del pecado, y podemos amar a todos, incluso a
los enemigos, y compartir este amor con los hermanos más pobres y en
dificultad.
Queridos amigos, la cruz a menudo nos da miedo, porque parece ser la
negación de la vida. En realidad, es lo contrario. Es el “sí” de Dios al
hombre, la expresión máxima de su amor y la fuente de donde mana la
vida eterna. De hecho, del corazón de Jesús abierto en la cruz ha brotado
la vida divina, siempre disponible para quien acepta mirar al Crucificado.
Por eso, quiero invitaros a acoger la cruz de Jesús, signo del amor de Dios,
como fuente de vida nueva. Sin Cristo, muerto y resucitado, no hay
salvación. Sólo Él puede liberar al mundo del mal y hacer crecer el Reino
de la justicia, la paz y el amor, al que todos aspiramos.
4. Creer en Jesucristo sin verlo
En el Evangelio se nos describe la experiencia de fe del apóstol Tomás
cuando acoge el misterio de la cruz y resurrección de Cristo. Tomás, uno
de los doce apóstoles, siguió a Jesús, fue testigo directo de sus curaciones
y milagros, escuchó sus palabras, vivió el desconcierto ante su muerte. En
la tarde de Pascua, el Señor se aparece a los discípulos, pero Tomás no
está presente, y cuando le cuentan que Jesús está vivo y se les ha
aparecido, dice: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto
el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo
creo» (Jn 20, 25).
También nosotros quisiéramos poder ver a Jesús, poder hablar con Él,
sentir más intensamente aún su presencia. A muchos se les hace hoy difícil
el acceso a Jesús. Muchas de las imágenes que circulan de Jesús, y que se
hacen pasar por científicas, le quitan su grandeza y la singularidad de su
persona. Por ello, a lo largo de mis años de estudio y meditación, fui
madurando la idea de transmitir en un libro algo de mi encuentro personal
con Jesús, para ayudar de alguna forma a ver, escuchar y tocar al Señor, en
quien Dios nos ha salido al encuentro para darse a conocer. De hecho,
Jesús mismo, apareciéndose nuevamente a los discípulos después de ocho
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días, dice a Tomás: «Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y
métela en mi costado, y no seas incrédulo, sino creyente» (Jn 20, 27).
También para nosotros es posible tener un contacto sensible con Jesús,
meter, por así decir, la mano en las señales de su Pasión, las señales de su
amor. En los Sacramentos, Él se nos acerca en modo particular, se nos
entrega. Queridos jóvenes, aprended a “ver”, a “encontrar” a Jesús en la
Eucaristía, donde está presente y cercano hasta entregarse como alimento
para nuestro camino; en el Sacramento de la Penitencia, donde el Señor
manifiesta su misericordia ofreciéndonos siempre su perdón. Reconoced y
servid a Jesús también en los pobres y enfermos, en los hermanos que
están en dificultad y necesitan ayuda.
Entablad y cultivad un diálogo personal con Jesucristo, en la fe.
Conocedle mediante la lectura de los Evangelios y del Catecismo de la
Iglesia Católica; hablad con Él en la oración, confiad en Él. Nunca os
traicionará. «La fe es ante todo una adhesión personal del hombre a Dios;
es al mismo tiempo e inseparablemente el asentimiento libre a toda la
verdad que Dios ha revelado»(Catecismo de la Iglesia Católica, 150). Así
podréis adquirir una fe madura, sólida, que no se funda únicamente en un
sentimiento religioso o en un vago recuerdo del catecismo de vuestra
infancia. Podréis conocer a Dios y vivir auténticamente de Él, como el
apóstol Tomás, cuando profesó abiertamente su fe en Jesús: «¡Señor mío y
Dios mío!».
5. Sostenidos por la fe de la Iglesia, para ser testigos
En aquel momento Jesús exclama: «¿Porque me has visto has creído?
Dichosos los que crean sin haber visto» (Jn 20, 29). Pensaba en el camino
de la Iglesia, fundada sobre la fe de los testigos oculares: los Apóstoles.
Comprendemos ahora que nuestra fe personal en Cristo, nacida del
diálogo con Él, está vinculada a la fe de la Iglesia: no somos creyentes
aislados, sino que, mediante el Bautismo, somos miembros de esta gran
familia, y es la fe profesada por la Iglesia la que asegura nuestra fe
personal. El Credo que proclamamos cada domingo en la Eucaristía nos
protege precisamente del peligro de creer en un Dios que no es el que
Jesús nos ha revelado: «Cada creyente es como un eslabón en la gran
cadena de los creyentes. Yo no puedo creer sin ser sostenido por la fe de
los otros, y por mi fe yo contribuyo a sostener la fe de los otros»
(Catecismo de la Iglesia Católica, 166). Agradezcamos siempre al Señor el
don de la Iglesia; ella nos hace progresar con seguridad en la fe, que nos
da la verdadera vida (cf. Jn 20, 31).
En la historia de la Iglesia, los santos y mártires han sacado de la cruz
gloriosa la fuerza para ser fieles a Dios hasta la entrega de sí mismos; en
la fe han encontrado la fuerza para vencer las propias debilidades y
superar toda adversidad. De hecho, como dice el apóstol Juan: «¿quién es
el que vence al mundo sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios?» (1
Jn 5, 5). La victoria que nace de la fe es la del amor. Cuántos cristianos
han sido y son un testimonio vivo de la fuerza de la fe que se expresa en la
caridad. Han sido artífices de paz, promotores de justicia, animadores de
un mundo más humano, un mundo según Dios; se han comprometido en
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diferentes ámbitos de la vida social, con competencia y profesionalidad,
contribuyendo eficazmente al bien de todos. La caridad que brota de la fe
les ha llevado a dar un testimonio muy concreto, con la palabra y las
obras. Cristo no es un bien sólo para nosotros mismos, sino que es el bien
más precioso que tenemos que compartir con los demás. En la era de la
globalización, sed testigos de la esperanza cristiana en el mundo entero:
son muchos los que desean recibir esta esperanza. Ante la tumba del
amigo Lázaro, muerto desde hacía cuatro días, Jesús, antes de volver a
llamarlo a la vida, le dice a su hermana Marta: «Si crees, verás la gloria de
Dios» (Jn 11, 40). También vosotros, si creéis, si sabéis vivir y dar cada
día testimonio de vuestra fe, seréis un instrumento que ayudará a otros
jóvenes como vosotros a encontrar el sentido y la alegría de la vida, que
nace del encuentro con Cristo.
6. Hacia la Jornada Mundial de Madrid
Queridos amigos, os reitero la invitación a asistir a la Jornada Mundial
de la Juventud en Madrid. Con profunda alegría, os espero a cada uno
personalmente. Cristo quiere afianzaros en la fe por medio de la Iglesia.
La elección de creer en Cristo y de seguirle no es fácil. Se ve
obstaculizada por nuestras infidelidades personales y por muchas voces
que nos sugieren vías más fáciles. No os desaniméis, buscad más bien el
apoyo de la comunidad cristiana, el apoyo de la Iglesia. A lo largo de este
año, preparaos intensamente para la cita de Madrid con vuestros obispos,
sacerdotes y responsables de la pastoral juvenil en las diócesis, en las
comunidades parroquiales, en las asociaciones y los movimientos. La
calidad de nuestro encuentro dependerá, sobre todo, de la preparación
espiritual, de la oración, de la escucha en común de la Palabra de Dios y
del apoyo recíproco.
Queridos jóvenes, la Iglesia cuenta con vosotros. Necesita vuestra fe
viva, vuestra caridad creativa y el dinamismo de vuestra esperanza.
Vuestra presencia renueva la Iglesia, la rejuvenece y le da un nuevo
impulso. Por ello, las Jornadas Mundiales de la Juventud son una gracia
no sólo para vosotros, sino para todo el Pueblo de Dios. La Iglesia en
España se está preparando intensamente para acogeros y vivir la
experiencia gozosa de la fe. Agradezco a las diócesis, las parroquias, los
santuarios, las comunidades religiosas, las asociaciones y los movimientos
eclesiales, que están trabajando con generosidad en la preparación de este
evento. El Señor no dejará de bendecirles. Que la Virgen María acompañe
este camino de preparación. Ella, al anuncio del Ángel, acogió con fe la
Palabra de Dios; con fe consintió que la obra de Dios se cumpliera en ella.
Pronunciando su “fiat”, su “sí”, recibió el don de una caridad inmensa,
que la impulsó a entregarse enteramente a Dios. Que Ella interceda por
todos vosotros, para que en la próxima Jornada Mundial podáis crecer en
la fe y en el amor. Os aseguro mi recuerdo paterno en la oración y os
bendigo de corazón. Vaticano, 6 de agosto de 2010, Fiesta de la
Transfiguración del Señor.
241
EL CORAZÓN DEL MENSAJE A LOS JÓVENES JMJ 2011
20100905. Ángelus. Castelgandolfo
Ahora, en cambio, deseo presentar brevemente mi Mensaje —
publicado en los días pasados— dirigido a los jóvenes del mundo para
la XXVI Jornada mundial de la juventud, que tendrá lugar en Madrid
dentro de poco menos de un año.
El tema que escogí para este Mensaje retoma una expresión de la carta
a los Colosenses del apóstol san Pablo: «Arraigados y edificados en
Cristo, firmes en la fe» (cf. 2, 7). Decididamente se trata de una propuesta
a contracorriente. De hecho, ¿quién propone hoy a los jóvenes estar
«arraigados» y «firmes»? Más bien se exalta la incertidumbre, la
movilidad, la volubilidad..., todos ellos aspectos que reflejan una cultura
indecisa en lo que se refiere a los valores de fondo, a los principios con los
que es preciso orientar y regular la propia vida. En realidad, yo mismo,
por mi experiencia y por los contactos que tengo con los jóvenes, sé bien
que cada generación, más aún, cada persona está llamada a realizar de
nuevo el recorrido de descubrimiento del sentido de la vida. Y
precisamente por esto quise volver a proponer un mensaje que, según el
estilo bíblico, evoca las imágenes del árbol y de la casa. El joven, de
hecho, es como un árbol en crecimiento: para desarrollarse bien necesita
raíces profundas que, en caso de tempestades de viento, lo mantengan bien
plantado en el suelo. Del mismo modo, la imagen del edificio en
construcción recuerda la exigencia de buenos fundamentos para que la
casa sea sólida y segura.
Y el corazón del Mensaje está en las expresiones «en Cristo» y «en la
fe». La plena madurez de la persona, su estabilidad interior, se basan en la
relación con Dios, relación que pasa por el encuentro con Jesucristo. Una
relación de profunda confianza, de auténtica amistad con Jesús puede dar
a un joven lo que necesita para afrontar bien la vida: serenidad y luz
interior, capacidad para pensar de manera positiva, apertura de ánimo
hacia los demás, disponibilidad a pagar personalmente por el bien, la
justicia y la verdad. Un último aspecto, muy importante: para llegar a ser
creyente, el joven se sostiene gracias a la fe de la Iglesia; si ningún
hombre es una isla, mucho menos lo es el cristiano, que descubre en la
Iglesia la belleza de la fe compartida y testimoniada juntamente con los
demás en la fraternidad y en el servicio de la caridad.
Mi Mensaje a los jóvenes lleva la fecha del 6 de agosto, fiesta de la
Transfiguración del Señor. Que la luz del rostro de Cristo resplandezca en
el corazón de todo joven. Y que la Virgen María acompañe con su
protección el camino de las comunidades y de los grupos juveniles hacia
el gran Encuentro de Madrid 2011.

A PESAR DE SER PECADORES, DIOS NOS AMA


20100912. Ángelus. Castelgandolfo
242
En el Evangelio de este domingo —el capítulo 15° de san Lucas—
Jesús narra las tres «parábolas de la misericordia». Cuando «habla del
pastor que va tras la oveja perdida, de la mujer que busca la dracma, del
padre que sale al encuentro del hijo pródigo y lo abraza, no se trata sólo de
meras palabras, sino que es la explicación de su propio ser y actuar» (Deus
caritas est, 12). De hecho, el pastor que encuentra la oveja perdida es el
Señor mismo que toma sobre sí, con la cruz, la humanidad pecadora para
redimirla. El hijo pródigo, en la tercera parábola, es un joven que, tras
obtener de su padre la herencia, «se marchó a un país lejano donde
malgastó su hacienda viviendo como un libertino» (Lc 15, 13). Cuando
quedó en la miseria, se vio obligado a trabajar como un esclavo, aceptando
incluso alimentarse de las algarrobas destinadas a los animales. «Entonces
—dice el Evangelio— recapacitó» (Lc 15, 17). «Las palabras que prepara
para cuando llegue a casa nos permiten apreciar la dimensión de la
peregrinación interior que ahora emprende…, vuelve “a casa”, a sí mismo
y al padre» (Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Madrid 2007, p. 246). «Me
levantaré, iré a mi padre y le diré: Padre, pequé contra el cielo y ante ti. Ya
no merezco ser llamado hijo tuyo» (Lc 15, 18-19). San Agustín escribe:
«El Verbo mismo clama que vuelvas, porque sólo hallarás lugar de
descanso imperturbable donde el amor no es abandonado» (Confesiones,
IV, 11). «Estando él todavía lejos, lo vio su padre y, conmovido, corrió, se
echó a su cuello y lo besó efusivamente (Lc 15, 20) y, lleno de alegría,
hizo preparar una fiesta.
Queridos amigos, ¿cómo no abrir nuestro corazón a la certeza de que,
a pesar de ser pecadores, Dios nos ama? Él nunca se cansa de salir a
nuestro encuentro, siempre es el primero en recorrer el camino que nos
separa de él. El libro del Éxodo nos muestra cómo Moisés, con confianza
y súplica audaz, logró, por decirlo así, desplazar a Dios del trono del juicio
al trono de la misericordia (cf. 32, 7-11.13-14). El arrepentimiento es la
medida de la fe; y gracias a él se vuelve a la Verdad. Escribe el apóstol san
Pablo: «Encontré misericordia porque obré por ignorancia en mi
infidelidad» (1 Tm 1, 13). Retomando la parábola del hijo que regresa «a
casa», notamos que cuando aparece el hijo mayor indignado por la
acogida festiva dada a su hermano, de nuevo es el padre quien sale a su
encuentro y sale para suplicarle: «Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo
lo mío es tuyo» (Lc 15, 31). Sólo la fe puede transformar el egoísmo en
alegría y restablecer relaciones justas con el prójimo y con Dios.
«Convenía celebrar una fiesta y alegrarse —dice el padre— porque este
hermano tuyo… estaba perdido, y ha sido hallado» (Lc 15,32).

LA IGLESIA NO DEBE BUSCAR SER ATRACTIVA.


20100916. Entrevista con los periodistas en el vuelo a Inglaterra
P. Lombardi: La primera pregunta: durante la preparación de este
viaje ha habido discusiones y posturas contrarias. En la tradición pasada
del país han existido fuertes posturas anticatólicas. ¿Está usted
preocupado por cómo se le acogerá?
243
Santo Padre: Ante todo, buenos días y buen vuelo a todos. Debo decir
que no estoy preocupado, porque cuando fui a Francia se dijo: «Este es el
país más anticlerical, con fuertes corrientes anticlericales y un mínimo de
fieles». Cuando fui a la República Checa se dijo: «Este es el país más
arreligioso de Europa y también el más anticlerical». Así, todos los países
occidentales tienen, cada uno en su forma específica, según su propia
historia, fuertes corrientes anticlericales o anticatólicas, pero también
siempre una presencia fuerte de fe. De tal manera, en Francia y en la
República Checa contemplé y viví una calurosa acogida de parte de la
comunidad católica; una fuerte atención de parte de agnósticos que, en
cambio, están en búsqueda, quieren conocer, encontrar los valores que
impulsan a la humanidad y que estuvieron muy atentos al hecho de que
pudieran oír de mí algo también en este sentido; y la tolerancia y el
respeto de cuantos son anticatólicos. Naturalmente Gran Bretaña tiene su
propia historia de anticatolicismo; esto es obvio. Pero es igualmente un
país con una gran historia de tolerancia. Así que estoy seguro de que, por
un lado, habrá acogida positiva de los católicos, de los creyentes en
general, y atención de cuantos buscan cómo proseguir en este tiempo
nuestro, y respeto y tolerancia recíprocos. Donde existe un
anticatolicismo, sigo adelante con gran valentía y con alegría.
P. Lombardi: El Reino Unido, como muchos otros países occidentales
—es un tema que ya ha tocado en la primera respuesta—, está
considerado como un país laico. Existe un fuerte movimiento de ateísmo,
incluso con motivaciones culturales. Con todo, tiene también signos de
que la fe religiosa, en particular en Jesucristo, sigue viva a un nivel
personal. ¿Qué puede significar esto para los católicos y anglicanos? ¿Se
puede hacer algo para que la Iglesia, como institución, sea más creíble y
atractiva para todos?
Santo Padre: Diría que una Iglesia que busca sobre todo ser atractiva
estaría ya en un camino equivocado, porque la Iglesia no trabaja para sí
misma, no trabaja para aumentar sus cifras y así su propio poder. La
Iglesia está al servicio de otro: sirve no para ella misma, para ser un
cuerpo fuerte, sino que sirve para hacer accesible el anuncio de Jesucristo,
las grandes verdades y las grandes fuerzas de amor, amor de
reconciliación que se ha presentado en esta figura y que viene siempre de
la presencia de Jesucristo. En este sentido la Iglesia no busca su propio
atractivo, sino que debe ser transparente para Jesucristo y, en la medida en
que no exista para sí misma, como cuerpo fuerte, poderoso en el mundo,
que quiere tener poder, sino que sea sencillamente voz de otro, se hace
realmente transparente para la gran figura de Cristo y las grandes verdades
que ha traído a la humanidad. La fuerza del amor, en ese momento, se
escucha, se acepta. La Iglesia no debería considerarse a sí misma, sino
ayudar a considerar al Otro y ella misma ver y hablar del Otro y por el
Otro. Me parece que, en este sentido, tanto anglicanos como católicos ven
que no se sirven a sí mismos, sino que son instrumentos de Cristo, amigos
del Esposo, como dice san Juan, si ambos realizan la prioridad de Cristo y
no la de sí mismos; también se unen, porque en ese momento la prioridad
244
de Cristo los congrega y ya no son competidores, buscando cada uno el
mayor número, sino que están juntos en el compromiso por la verdad de
Cristo que penetra en este mundo y así se encuentran también
recíprocamente en un verdadero y fecundo ecumenismo.
P. Lombardi: Gracias, Santidad. Una tercera pregunta. Como se sabe
y se ha puesto de relieve en recientes sondeos, el escándalo de los abusos
sexuales ha sacudido la confianza de los fieles en la Iglesia. ¿Como
piensa contribuir al restablecimiento de esta confianza?
Santo Padre: Ante todo debo decir que estas revelaciones han sido para
mí un schok, un impacto, no sólo una gran tristeza. Es difícil entender
cómo ha sido posible esta perversión del ministerio sacerdotal. El
sacerdote, en el momento de la ordenación, preparado durante años para
ese instante, dice «sí» a Cristo para hacerse su voz, su boca, su mano, y
servir con toda la existencia, a fin de que el buen Pastor, que ama y ayuda
y guía hacia la verdad, esté presente en el mundo. Es difícil de
comprender cómo un hombre que ha hecho y dicho esto puede caer
después en tal perversión. Es una enorme tristeza, tristeza también porque
la autoridad de la Iglesia no ha sido suficientemente vigilante ni veloz,
decidida en la adopción de las medidas necesarias. Por todo ello estamos
en un momento de penitencia, de humildad y de renovada sinceridad.
Como escribí a los obispos irlandeses, me parece que ahora debemos
llevar a cabo un tiempo de penitencia, un tiempo de humildad y renovar y
volver a aprender con absoluta sinceridad. En cuanto a las víctimas, diría
que son importantes tres cosas. El primer interés son las víctimas: ¿cómo
podemos reparar? ¿Qué podemos hacer para ayudar a estas personas a
superar este trauma, a reencontrar la vida, a reencontrar también la
confianza en el mensaje de Cristo? Solicitud, compromiso por las
víctimas, es la prioridad, con ayuda material, psicológica, espiritual.
Segundo: el problema de las personas culpables. La pena justa es
excluirlas de toda posibilidad de acceso a los jóvenes, porque sabemos que
se trata de una enfermedad y la voluntad libre no funciona donde existe
esta enfermedad. Por lo tanto, debemos proteger a estas personas de sí
mismas y encontrar el modo de ayudarlas y de apartarlas de todo acceso a
los jóvenes. El tercer punto es la prevención en la educación, en la
elección de los candidatos al sacerdocio: estar tan atentos que, hasta donde
es humanamente posible, se excluyan futuros casos. Y desearía en este
momento agradecer igualmente al Episcopado británico su atención, su
colaboración, tanto con la Sede de Pedro como con las instancias públicas.
En la atención hacia las víctimas y el derecho me parece que el
Episcopado británico ha hecho y hace un gran trabajo, y por ello le estoy
muy agradecido.
P. Lombardi: Santidad, la figura del cardenal Newman evidentemente
es muy significativa para usted: por el cardenal Newman usted hace la
excepción de presidir su beatificación. ¿Piensa que su recuerdo puede
ayudar a superar las divisiones entre anglicanos y católicos? Y ¿cuáles
son los aspectos de su personalidad que desea resaltar más?
245
Santo Padre: El cardenal Newman es sobre todo, por un lado, un
hombre moderno, que vivió todo el problema de la modernidad; vivió
también el problema del agnosticismo, de la imposibilidad de conocer a
Dios, de creer; un hombre que durante toda su vida estuvo en camino; en
camino para dejarse transformar por la verdad, en una búsqueda de gran
sinceridad y de gran disponibilidad a conocer mejor y a encontrar, a
aceptar la vía para la verdadera vida. Esta modernidad interior de su ser y
de su vida implica la modernidad de su fe: no es una fe en fórmulas de un
tiempo pasado; es una fe en forma personalísima, vivida, sufrida,
encontrada en un largo camino de renovación y de conversiones. Es un
hombre de gran cultura que, por un lado, participa en nuestra cultura
escéptica de hoy, en el interrogante: «¿Podemos comprender algo cierto
sobre la verdad del hombre, del ser? ¿o no? Y ¿cómo podemos llegar a la
convergencia de las verosimilitudes?». Un hombre que, por otro lado, con
una gran cultura en el conocimiento de los Padres de la Iglesia, estudió y
renovó la génesis interna de la fe, reconocida así su figura y su
constitución interior; es un hombre de una gran espiritualidad, de un gran
humanismo, un hombre de oración, de una relación profunda con Dios y
de una relación propia y por ello también de una relación profunda con los
demás hombres de su tiempo y del nuestro. Diría, por lo tanto, estos tres
elementos: modernidad de su existencia, con todas las dudas y los
problemas de nuestra existencia de hoy; gran cultura, conocimiento de los
grandes tesoros de la cultura de la humanidad, disponibilidad de búsqueda
permanente, de renovación permanente; y espiritualidad: vida espiritual,
vida con Dios, dan a este hombre una grandeza excepcional para nuestro
tiempo. Por ello es una figura de Doctor de la Iglesia para nosotros, para
todos, y también un puente entre anglicanos y católicos.
P. Lombardi: Y una última pregunta: esta visita ostenta el rango de
visita de Estado —así se ha calificado—. ¿Ello qué significa para las
relaciones entre la Santa Sede y el Reino Unido? ¿Existen puntos
importantes de sintonía, en particular ante los grandes desafíos del
mundo actual?
Santo Padre: Estoy muy agradecido a Su Majestad, la reina Isabel II,
que ha querido dar a esta visita el rango de una visita de Estado y que ha
expresado el carácter público de esta visita, así como la responsabilidad
común entre política y religión para el futuro del continente, para el futuro
de la humanidad: la gran responsabilidad, común, para que los valores que
crean justicia y política y que proceden de la religión caminen juntos en
nuestro tiempo. Naturalmente el hecho de que jurídicamente se trate de
una visita de Estado no hace de esta visita un acontecimiento político,
porque aunque el Papa es jefe de Estado, este es sólo un instrumento para
garantizar la independencia de su anuncio y el carácter público de su labor
de pastor. En este sentido, también la visita de Estado es sustancial y
esencialmente una visita pastoral, esto es, una visita en la responsabilidad
de la fe para la cual el sumo Pontífice, el Papa, existe. Naturalmente, este
carácter de visita de Estado pone en el centro de la atención precisamente
las coincidencias entre los intereses de la política y de la religión. La
246
política sustancialmente está creada para garantizar la justicia y, con la
justicia, la libertad; pero la justicia es un valor moral, un valor religioso, y
así la fe, el anuncio del Evangelio, en el tema de la justicia se une a la
política, y aquí nacen asimismo los intereses comunes. Gran Bretaña tiene
una gran experiencia y una gran actividad en la lucha contra los males de
este tiempo, contra la miseria, la pobreza, las enfermedades, la droga, y
todas estas batallas contra la miseria, la pobreza, la esclavitud del hombre,
el abuso del hombre, la droga... son también los objetivos de la fe, porque
son objetivos de la humanización del hombre a fin de que se restituya la
imagen de Dios frente a las destrucciones y las devastaciones. Una
segunda tarea común es el compromiso por la paz en el mundo y la
capacidad de vivir la paz, la educación para la paz; crear las virtudes que
capacitan al hombre para la paz. Y, finalmente, un elemento esencial de la
paz es el diálogo entre las religiones, la tolerancia, la apertura del uno con
el otro, y tal es un objetivo profundo tanto de Gran Bretaña, como
sociedad, como de la fe católica: la apertura al exterior, al diálogo, y de
esta forma a la verdad y al camino común de la humanidad, así como al
reencuentro de los valores que constituyen el fundamento de nuestro
humanismo.

JESÚS: BUSCADLO, CONOCEDLO Y AMADLO


20100916. Homilía. Glasgow, Escocia.
“Está cerca de vosotros el Reino de Dios” (Lc 10, 9). Con estas
palabras del Evangelio que acabamos de escuchar, os saludo a todos con
gran afecto en el Señor. En verdad, el Reino de Dios está ya entre
nosotros. En esta celebración de la Eucaristía, en la que la Iglesia en
Escocia se congrega en torno al altar en unión con el Sucesor de Pedro,
reafirmemos nuestra fe en la Palabra de Cristo y nuestra esperanza en sus
promesas, una esperanza que nunca defrauda.
El Evangelio de hoy nos recuerda que Cristo continúa enviando a sus
discípulos a todo el mundo para proclamar la venida de su Reino y llevar
su paz al mundo, empezando casa por casa, familia por familia, ciudad por
ciudad. Vengo a vosotros, hijos espirituales de San Andrés, como heraldo
de la paz y a confirmaros en la fe de Pedro (cf. Lc 22, 32).
En la primera lectura de hoy, hemos escuchado el llamamiento de San
Pablo a los romanos a que reconozcan que, como miembros del Cuerpo de
Cristo, nos pertenecemos los unos a los otros (cf. Rm 12, 5) y debemos
convivir respetándonos y amándonos mutuamente.
Entre los diferentes dones que San Pablo enumera para la edificación
de la Iglesia está el de enseñar (cf. Rm 12, 7). La predicación del
Evangelio siempre ha estado acompañada por el interés por la palabra: la
palabra inspirada por Dios y la cultura en la que esta palabra echa raíces y
florece.
La evangelización de la cultura es de especial importancia en nuestro
tiempo, cuando la “dictadura del relativismo” amenaza con oscurecer la
verdad inmutable sobre la naturaleza del hombre, sobre su destino y su
247
bien último. Hoy en día, algunos buscan excluir de la esfera pública las
creencias religiosas, relegarlas a lo privado, objetando que son una
amenaza para la igualdad y la libertad. Sin embargo, la religión es en
realidad garantía de auténtica libertad y respeto, que nos mueve a ver a
cada persona como un hermano o hermana. Por este motivo, os invito
particularmente a vosotros, fieles laicos, en virtud de vuestra vocación y
misión bautismal, a ser no sólo ejemplo de fe en público, sino también a
plantear en el foro público los argumentos promovidos por la sabiduría y
la visión de la fe. La sociedad actual necesita voces claras que propongan
nuestro derecho a vivir, no en una selva de libertades autodestructivas y
arbitrarias, sino en una sociedad que trabaje por el verdadero bienestar de
sus ciudadanos y les ofrezca guía y protección en su debilidad y
fragilidad. No tengáis miedo de ofrecer este servicio a vuestros hermanos
y hermanas, y al futuro de vuestra amada nación.
San Ninián, cuya fiesta celebramos hoy, no tuvo miedo de elevar su
voz en solitario. Siguiendo las huellas de los discípulos que nuestro Señor
envió antes que él, Ninián fue uno de los primeros misioneros católicos en
traer la buena noticia de Jesucristo a sus hermanos británicos. Su Iglesia
de su misión en Galloway se convirtió en centro de la primera
evangelización de este país. Este trabajo fue retomado más tarde por San
Mungo, patrón de Glasgow, y por otros santos, entre los que debemos
destacar San Columba y Santa Margarita. Inspirados en ellos, muchos
hombres y mujeres han trabajado durante siglos para transmitiros la fe.
¡Esforzaos en ser dignos de esta gran tradición! Que la exhortación de San
Pablo, en la primera lectura, sea para vosotros una constante inspiración:
“En la actividad no seáis descuidados, en el espíritu manteneos ardientes.
Servid constantemente al Señor. Que la esperanza os tenga alegres: estad
firmes en la tribulación, sed asiduos a la oración” (Rm 12, 11-12).
Me gustaría ahora dirigirme especialmente a los Obispos de Escocia.
Queridos hermanos, quiero animaros en vuestra dedicación pastoral a los
católicos escoceses. Como sabéis, uno de vuestros primeros deberes
pastorales está en relación a vuestros sacerdotes (cf. Presbyterorum
Ordinis, 7) y su santificación. Igual que ellos son un alter Christus para la
comunidad católica, vosotros lo sois para ellos. En vuestro ministerio
fraterno con vuestros sacerdotes, vivid en plenitud la caridad que brota de
Cristo, colaborando con todos ellos, en particular con quienes tienen
escaso contacto con sus hermanos en el sacerdocio. Rezad con ellos por
las vocaciones, para que el Señor de la mies envíe trabajadores a su mies
(cf. Lc 10, 2). Ya que la Eucaristía hace la Iglesia, el sacerdocio es algo
central para la vida de la Iglesia. Ocupaos personalmente de formar a
vuestros sacerdotes como un cuerpo de hombres que alientan a otros a
dedicarse totalmente al servicio de Dios Todopoderoso. Cuidad también de
vuestros diáconos, cuyo ministerio de servicio está asociado de manera
especial con el orden de los obispos. Sed padres y ejemplo de santidad
para ellos, animándolos a crecer en conocimiento y sabiduría en el
ejercicio de la misión de predicar a la que han sido llamados.
248
Queridos sacerdotes de Escocia, estáis llamados a la santidad y al
servicio del pueblo de Dios conformando vuestras vidas con el misterio de
la cruz del Señor. Predicad el evangelio con un corazón puro y con recta
conciencia. Dedicaos sólo a Dios y seréis ejemplo luminoso de santidad,
de vida sencilla y alegre para los jóvenes: ellos, por su parte, desearán
seguramente unirse a vosotros en vuestro solícito servicio al pueblo de
Dios. Que el ejemplo de San Juan Ogilvie, hombre abnegado,
desinteresado y valiente, os inspire a todos. Igualmente, os animo a
vosotros, monjes, monjas y religiosos de Escocia, a ser una luz puesta en
lo alto de un monte, llevando una auténtica vida cristiana de oración y
acción que sea testimonio luminoso del poder del Evangelio.
Finalmente, deseo dirigirme a vosotros, mis queridos jóvenes católicos
de Escocia. Os apremio a llevar una vida digna de nuestro Señor
(cf. Ef 4,1) y de vosotros mismos. Hay muchas tentaciones que debéis
afrontar cada día —droga, dinero, sexo, pornografía, alcohol— y que el
mundo os dice que os darán felicidad, cuando, en verdad, estas cosas son
destructivas y crean división. Sólo una cosa permanece: el amor personal
de Jesús por cada uno de vosotros. Buscadlo, conocedlo y amadlo, y él os
liberará de la esclavitud de la existencia deslumbrante, pero superficial,
que propone frecuentemente la sociedad actual. Dejad de lado todo lo que
es indigno y descubrid vuestra propia dignidad como hijos de Dios. En el
evangelio de hoy, Jesús nos pide que oremos por las vocaciones: elevo mi
súplica para que muchos de vosotros conozcáis y améis a Jesús y, a través
de este encuentro, os dediquéis por completo a Dios, especialmente
aquellos de vosotros que habéis sido llamados al sacerdocio o a la vida
religiosa. Éste es el desafío que el Señor os dirige hoy: la Iglesia ahora os
pertenece a vosotros.

LA EDUCACIÓN CATÓLICA
20100917. Discurso. Colegio universitario de Twickenham,
Londres
Saludo a los profesores.
Como sabéis, la tarea de un maestro no es sencillamente comunicar
información o proporcionar capacitación en unas habilidades orientadas al
beneficio económico de la sociedad; la educación no es y nunca debe
considerarse como algo meramente utilitario. Se trata de la formación de
la persona humana, preparándola para vivir en plenitud. En una palabra, se
trata de impartir sabiduría. Y la verdadera sabiduría es inseparable del
conocimiento del Creador, porque «en sus manos estamos nosotros y
nuestras palabras y toda la prudencia y destreza de nuestras obras»
(Sab 7,16).
Los monjes percibieron con claridad esta dimensión trascendente del
estudio y la enseñanza, que tanto contribuyó a la evangelización de estas
islas. Me refiero a los benedictinos que acompañaron a San Agustín en su
misión a Inglaterra; a los discípulos de San Columbano, que propagaron la
fe por Escocia y el norte de Inglaterra; a San David y sus compañeros en
249
Gales. Ya que la búsqueda de Dios, que está en el corazón de la vocación
monástica, requiere un compromiso activo con los medios por los que Él
se da a conocer —su creación y su Palabra revelada—, era natural que el
monasterio tuviera una biblioteca y una escuela (cf. Discurso a los
representantes del mundo de la cultura en el "Colegio de los Bernardinos”
en París, el 12 de septiembre de 2008). La dedicación monacal al
aprendizaje como senda de encuentro con la Palabra de Dios encarnada
sentó las bases de nuestra cultura y civilización occidentales.
Al mirar a mi alrededor hoy en día, veo a muchos religiosos de vida
activa cuyo carisma incluye la educación de los jóvenes. Ello me ofrece la
oportunidad de dar gracias a Dios por la vida y obra de la Venerable María
Ward, originaria de esta tierra, cuya visión de la vida religiosa apostólica
femenina ha dado tantos frutos. Yo mismo, siendo niño, fui educado por
las “Damas Inglesas”, y tengo hacia ellas una profunda deuda de gratitud.
Muchos pertenecéis a congregaciones dedicadas a la enseñanza, que han
llevado la luz del Evangelio a tierras lejanas, como parte de la gran obra
misionera de la Iglesia. También doy gracias a Dios por esto y le alabo. A
menudo, pusisteis las bases de la previsión educativa mucho antes de que
el Estado asumiera la responsabilidad de este servicio vital tanto para el
individuo como para la sociedad. Como los papeles respectivos de la
Iglesia y el Estado en el ámbito de la educación siguen evolucionando,
nunca olvidéis que los religiosos tienen una única contribución que ofrecer
a este apostolado, sobre todo a través de sus vidas consagradas a Dios y
por medio de su fidelidad: el testimonio de amor a Cristo, el Maestro por
excelencia.
En efecto, la presencia de los religiosos en las escuelas católicas es un
signo que recuerda intensamente el tan discutido ethos católico que debe
permear todos los aspectos de la vida escolar. Esto va más allá de la
evidente exigencia de que el contenido de la enseñanza concuerde siempre
con la doctrina de la Iglesia. Se trata de que la vida de fe sea la fuerza
impulsora de toda actividad escolar, para que la misión de la Iglesia se
desarrolle con eficacia, y los jóvenes puedan descubrir la alegría de
participar en "el ser para los demás", propio de Cristo (cf. Spe Salvi, 28).

JÓVENES: LO QUE DIOS DESEA MÁS ES QUE SEÁIS SANTOS


20100917. Discurso. Colegio universitario de Twickenham,
Londres
Saludo a los alumnos.
No es frecuente que un Papa u otra persona tenga la posibilidad de
hablar a la vez a los alumnos de todas las escuelas católicas de Inglaterra,
Gales y Escocia. Y como tengo esta oportunidad, hay algo que deseo
enormemente deciros. Espero que, entre quienes me escucháis hoy, esté
alguno de los futuros santos del siglo XXI. Lo que Dios desea más de cada
uno de vosotros es que seáis santos. Él os ama mucho más de lo jamás
podríais imaginar y quiere lo mejor para vosotros. Y, sin duda, lo mejor
para vosotros es que crezcáis en santidad.
250
Quizás alguno de vosotros nunca antes pensó esto. Quizás, alguno
opina que la santidad no es para él. Dejad que me explique. Cuando somos
jóvenes, solemos pensar en personas a las que respetamos, admiramos y
como las que nos gustaría ser. Puede que sea alguien que encontramos en
nuestra vida diaria y a quien tenemos una gran estima. O puede que sea
alguien famoso. Vivimos en una cultura de la fama, y a menudo se alienta
a los jóvenes a modelarse según las figuras del mundo del deporte o del
entretenimiento. Os pregunto: ¿Cuáles son las cualidades que veis en otros
y que más os gustarían para vosotros? ¿Qué tipo de persona os gustaría ser
de verdad?
Cuando os invito a ser santos, os pido que no os conforméis con ser de
segunda fila. Os pido que no persigáis una meta limitada y que ignoréis las
demás. Tener dinero posibilita ser generoso y hacer el bien en el mundo,
pero, por sí mismo, no es suficiente para haceros felices. Estar altamente
cualificado en determinada actividad o profesión es bueno, pero esto no os
llenará de satisfacción a menos que aspiremos a algo más grande aún.
Llegar a la fama, no nos hace felices. La felicidad es algo que todos
quieren, pero una de las mayores tragedias de este mundo es que
muchísima gente jamás la encuentra, porque la busca en los lugares
equivocados. La clave para esto es muy sencilla: la verdadera felicidad se
encuentra en Dios. Necesitamos tener el valor de poner nuestras
esperanzas más profundas solamente en Dios, no en el dinero, la carrera,
el éxito mundano o en nuestras relaciones personales, sino en Dios. Sólo
él puede satisfacer las necesidades más profundas de nuestro corazón.
Dios no solamente nos ama con una profundidad e intensidad que
difícilmente podremos llegar a comprender, sino que, además, nos invita a
responder a su amor. Todos sabéis lo que sucede cuando encontráis a
alguien interesante y atractivo, y queréis ser amigo suyo. Siempre esperáis
resultar interesantes y atractivos, y que deseen ser vuestros amigos. Dios
quiere vuestra amistad. Y cuando comenzáis a ser amigos de Dios, todo en
la vida empieza a cambiar. A medida que lo vais conociendo mejor,
percibís el deseo de reflejar algo de su infinita bondad en vuestra propia
vida. Os atrae la práctica de las virtudes. Comenzáis a ver la avaricia y el
egoísmo y tantos otros pecados como lo que realmente son, tendencias
destructivas y peligrosas que causan profundo sufrimiento y un gran daño,
y deseáis evitar caer en esas trampas. Empezáis a sentir compasión por la
gente con dificultades y ansiáis hacer algo por ayudarles. Queréis prestar
ayuda a los pobres y hambrientos, consolar a los tristes, deseáis ser
amables y generosos. Cuando todo esto comience a sucederos, estáis en
camino hacia la santidad.
En vuestras escuelas católicas, hay cada vez más iniciativas, además
de las materias concretas que estudiáis y de las diferentes habilidades que
aprendéis. Todo el trabajo que realizáis se sitúa en un contexto de
crecimiento en la amistad con Dios y todo ello debe surgir de esta amistad.
Aprendéis a ser no sólo buenos estudiantes, sino buenos ciudadanos,
buenas personas. A medida que avanzáis en los diferentes cursos
escolares, debéis ir tomando decisiones sobre las materias que vais a
251
estudiar, comenzando a especializaros de cara a lo que más tarde vais a
hacer en la vida. Esto es justo y conveniente. Pero recordad siempre que
cuando estudiáis una materia, es parte de un horizonte mayor. No os
contentéis con ser mediocres. El mundo necesita buenos científicos, pero
una perspectiva científica se vuelve peligrosa si ignora la dimensión
religiosa y ética de la vida, de la misma manera que la religión se
convierte en limitada si rechaza la legítima contribución de la ciencia en
nuestra comprensión del mundo. Necesitamos buenos historiadores,
filósofos y economistas, pero si su aportación a la vida humana, dentro de
su ámbito particular, se enfoca de manera demasiado reducida, pueden
llevarnos por mal camino.
Una buena escuela educa integralmente a la persona en su totalidad. Y
una buena escuela católica, además de este aspecto, debería ayudar a todos
sus alumnos a ser santos. Sé que hay muchos no-católicos estudiando en
las escuelas católicas de Gran Bretaña, y deseo incluiros a todos vosotros
en mi mensaje de hoy. Rezo para que también vosotros os sintáis movidos
a la práctica de la virtud y crezcáis en el conocimiento y en la amistad con
Dios junto a vuestros compañeros católicos. Sois para ellos un signo que
les recuerda ese horizonte mayor, que está fuera de la escuela, y de hecho,
es bueno que el respeto y la amistad entre miembros de diversas
tradiciones religiosas forme parte de las virtudes que se aprenden en una
escuela católica. Igualmente, confío en que queráis compartir con otros los
valores e ideas aprendidos gracias a la educación cristiana que habéis
recibido.

EL MUNDO DE LA RAZÓN Y EL DE LA FE SE NECESITAN


20100917. Discurso. Westminster Hall de Londres
Al dirigirme a ustedes, soy consciente del gran privilegio que se me ha
concedido de poder hablar al pueblo británico y a sus representantes en
Westminster Hall, un edificio de significación única en la historia civil y
política del pueblo de estas islas. Permítanme expresar igualmente mi
estima por el Parlamento, presente en este lugar desde hace siglos y que ha
tenido una profunda influencia en el desarrollo de los gobiernos
democráticos entre las naciones, especialmente en la Commonwealth y en
el mundo de habla inglesa en general. Vuestra tradición jurídica
—“common law”— sirve de base a los sistemas legales de muchos
lugares del mundo, y vuestra visión particular de los respectivos derechos
y deberes del Estado y de las personas, así como de la separación de
poderes, siguen inspirando a muchos en todo el mundo.
Al hablarles en este histórico lugar, pienso en los innumerables
hombres y mujeres que durante siglos han participado en los memorables
acontecimientos vividos entre estos muros y que han determinado las
vidas de muchas generaciones de británicos y de otras muchas personas.
En particular, quisiera recordar la figura de Santo Tomás Moro, el gran
erudito inglés y hombre de Estado, quien es admirado por creyentes y no
creyentes por la integridad con la que fue fiel a su conciencia, incluso a
252
costa de contrariar al soberano de quien era un “buen servidor”, pues
eligió servir primero a Dios. El dilema que afrontó Moro en aquellos
tiempos difíciles, la perenne cuestión de la relación entre lo que se debe al
César y lo que se debe a Dios, me ofrece la oportunidad de reflexionar
brevemente con ustedes sobre el lugar apropiado de las creencias
religiosas en el proceso político.
La tradición parlamentaria de este país debe mucho al instinto nacional
de moderación, al deseo de alcanzar un genuino equilibrio entre las
legítimas reivindicaciones del gobierno y los derechos de quienes están
sujetos a él. Mientras se han dado pasos decisivos en muchos momentos
de vuestra historia para delimitar el ejercicio del poder, las instituciones
políticas de la nación se han podido desarrollar con un notable grado de
estabilidad. En este proceso, Gran Bretaña se ha configurado como una
democracia pluralista que valora enormemente la libertad de expresión, la
libertad de afiliación política y el respeto por el papel de la ley, con un
profundo sentido de los derechos y deberes individuales, y de la igualdad
de todos los ciudadanos ante la ley. Si bien con otro lenguaje, la Doctrina
Social de la Iglesia tiene mucho en común con dicha perspectiva, en su
preocupación primordial por la protección de la dignidad única de toda
persona humana, creada a imagen y semejanza de Dios, y en su énfasis en
los deberes de la autoridad civil para la promoción del bien común.
Con todo, las cuestiones fundamentales en juego en la causa de Tomás
Moro continúan presentándose hoy en términos que varían según las
nuevas condiciones sociales. Cada generación, al tratar de progresar en el
bien común, debe replantearse: ¿Qué exigencias pueden imponer los
gobiernos a los ciudadanos de manera razonable? Y ¿qué alcance pueden
tener? ¿En nombre de qué autoridad pueden resolverse los dilemas
morales? Estas cuestiones nos conducen directamente a la fundamentación
ética de la vida civil. Si los principios éticos que sostienen el proceso
democrático no se rigen por nada más sólido que el mero consenso social,
entonces este proceso se presenta evidentemente frágil. Aquí reside el
verdadero desafío para la democracia.
La reciente crisis financiera global ha mostrado claramente la
inadecuación de soluciones pragmáticas y a corto plazo relativas a
complejos problemas sociales y éticos. Es opinión ampliamente
compartida que la falta de una base ética sólida en la actividad económica
ha contribuido a agravar las dificultades que ahora están padeciendo
millones de personas en todo el mundo. Ya que “toda decisión económica
tiene consecuencias de carácter moral” (Caritas in veritate, 37),
igualmente en el campo político, la dimensión ética de la política tiene
consecuencias de tal alcance que ningún gobierno puede permitirse
ignorar. Un buen ejemplo de ello lo encontramos en uno de los logros
particularmente notables del Parlamento Británico: la abolición del tráfico
de esclavos. La campaña que condujo a promulgar este hito legislativo
estaba edificada sobre firmes principios éticos, enraizados en la ley
natural, y brindó una contribución a la civilización de la cual esta nación
puede estar orgullosa.
253
Así que, el punto central de esta cuestión es el siguiente: ¿Dónde se
encuentra la fundamentación ética de las deliberaciones políticas? La
tradición católica mantiene que las normas objetivas para una acción justa
de gobierno son accesibles a la razón, prescindiendo del contenido de la
revelación. En este sentido, el papel de la religión en el debate político no
es tanto proporcionar dichas normas, como si no pudieran conocerlas los
no creyentes. Menos aún proponer soluciones políticas concretas, algo que
está totalmente fuera de la competencia de la religión. Su papel consiste
más bien en ayudar a purificar e iluminar la aplicación de la razón al
descubrimiento de principios morales objetivos. Este papel “corrector” de
la religión respecto a la razón no siempre ha sido bienvenido, en parte
debido a expresiones deformadas de la religión, tales como el sectarismo y
el fundamentalismo, que pueden ser percibidas como generadoras de
serios problemas sociales. Y a su vez, dichas distorsiones de la religión
surgen cuando se presta una atención insuficiente al papel purificador y
vertebrador de la razón respecto a la religión. Se trata de un proceso en
doble sentido. Sin la ayuda correctora de la religión, la razón puede ser
también presa de distorsiones, como cuando es manipulada por las
ideologías o se aplica de forma parcial en detrimento de la consideración
plena de la dignidad de la persona humana. Después de todo, dicho abuso
de la razón fue lo que provocó la trata de esclavos en primer lugar y otros
muchos males sociales, en particular la difusión de las ideologías
totalitarias del siglo XX. Por eso deseo indicar que el mundo de la razón y
el mundo de la fe —el mundo de la racionalidad secular y el mundo de las
creencias religiosas— necesitan uno de otro y no deberían tener miedo de
entablar un diálogo profundo y continuo, por el bien de nuestra
civilización.
En otras palabras, la religión no es un problema que los legisladores
deban solucionar, sino una contribución vital al debate nacional. Desde
este punto de vista, no puedo menos que manifestar mi preocupación por
la creciente marginación de la religión, especialmente del cristianismo, en
algunas partes, incluso en naciones que otorgan un gran énfasis a la
tolerancia. Hay algunos que desean que la voz de la religión se silencie, o
al menos que se relegue a la esfera meramente privada. Hay quienes
esgrimen que la celebración pública de fiestas como la Navidad deberían
suprimirse según la discutible convicción de que ésta ofende a los
miembros de otras religiones o de ninguna. Y hay otros que sostienen —
paradójicamente con la intención de suprimir la discriminación— que a
los cristianos que desempeñan un papel público se les debería pedir a
veces que actuaran contra su conciencia. Éstos son signos preocupantes de
un fracaso en el aprecio no sólo de los derechos de los creyentes a la
libertad de conciencia y a la libertad religiosa, sino también del legítimo
papel de la religión en la vida pública. Quisiera invitar a todos ustedes, por
tanto, en sus respectivos campos de influencia, a buscar medios de
promoción y fomento del diálogo entre fe y razón en todos los ámbitos de
la vida nacional.
254
Vuestra disposición a actuar así ya está implícita en la invitación sin
precedentes que se me ha brindado hoy. Y se ve reflejada en la
preocupación en diversos ámbitos en los que vuestro gobierno trabaja con
la Santa Sede.
Observo asimismo que el Gobierno actual compromete al Reino Unido
a asignar el 0,7% de la renta nacional a la ayuda al desarrollo hasta el año
2013. En los últimos años, ha sido alentador percibir signos positivos de
un crecimiento mundial de la solidaridad hacia los pobres. Sin embargo,
para concretar esta solidaridad en acciones eficaces se requieren nuevas
ideas que mejoren las condiciones de vida en muchas áreas importantes,
tales como la producción de alimentos, el agua potable, la creación de
empleo, la educación, el apoyo a las familias, sobre todo emigrantes, y la
atención sanitaria básica. Donde hay vidas humanas de por medio, el
tiempo es siempre limitado: el mundo ha sido también testigo de los
ingentes recursos que los gobiernos pueden emplear en el rescate de
instituciones financieras consideradas “demasiado grandes para que
fracasen”. Desde luego, el desarrollo humano integral de los pueblos del
mundo no es menos importante. He aquí una empresa digna de la atención
mundial, que es en verdad “demasiado grande para que fracase”.
Esta visión general de la cooperación reciente entre el Reino Unido y
la Santa Sede muestra cuánto progreso se ha realizado en los años
transcurridos desde el establecimiento de relaciones diplomáticas
bilaterales, promoviendo en todo el mundo los muchos valores
fundamentales que compartimos. Confío y rezo para que esta relación
continúe dando frutos y que se refleje en una creciente aceptación de la
necesidad de diálogo y de respeto en todos los niveles de la sociedad entre
el mundo de la razón y el mundo de la fe. Estoy convencido de que,
también dentro de este país, hay muchas áreas en las que la Iglesia y las
autoridades públicas pueden trabajar conjuntamente por el bien de los
ciudadanos, en consonancia con la histórica costumbre de este Parlamento
de invocar la asistencia del Espíritu sobre quienes buscan mejorar las
condiciones de toda la humanidad. Para que dicha cooperación sea
posible, las entidades religiosas —incluidas las instituciones vinculadas a
la Iglesia católica— necesitan tener libertad de actuación conforme a sus
propios principios y convicciones específicas basadas en la fe y el
magisterio oficial de la Iglesia. Así se garantizarán derechos
fundamentales como la libertad religiosa, la libertad de conciencia y la
libertad de asociación. Los ángeles que nos contemplan desde el
espléndido cielo de este antiguo salón nos recuerdan la larga tradición en
la que la democracia parlamentaria británica se ha desarrollado. Nos
recuerdan que Dios vela constantemente para guiarnos y protegernos; y, a
su vez, nos invitan a reconocer la contribución vital que la religión ha
brindado y puede seguir brindando a la vida de la nación.

EL MISTERIO DE LA PRECIOSA SANGRE


20100917.Homilía.Misa en la catedral de Westminster, Londres
255
Verdaderamente, en este encuentro entre el Sucesor de Pedro y los
fieles de Gran Bretaña, “el corazón habla al corazón", gozándonos en el
amor de Cristo y en la común profesión de la fe católica que nos viene de
los Apóstoles. Me alegra especialmente que nuestro encuentro tenga lugar
en esta catedral dedicada a la Preciosísima Sangre, que es el signo de la
misericordia redentora de Dios derramada en el mundo por la pasión,
muerte y resurrección de su Hijo, nuestro Señor Jesucristo.
Quien visita esta Catedral no puede dejar de sorprenderse por el gran
crucifijo que domina la nave, que reproduce el cuerpo de Cristo, triturado
por el sufrimiento, abrumado por la tristeza, víctima inocente cuya muerte
nos ha reconciliado con el Padre y nos ha hecho partícipes en la vida
misma de Dios. Los brazos extendidos del Señor parecen abrazar toda esta
iglesia, elevando al Padre a todos los fieles que se reúnen en torno al altar
del sacrificio eucarístico y que participan de sus frutos. El Señor
crucificado está por encima y delante de nosotros como la fuente de
nuestra vida y salvación, "sumo sacerdote de los bienes definitivos”, como
lo designa el autor de la Carta a los Hebreos en la primera lectura de hoy
(Hb 9,11).
A la sombra, por decirlo así, de esta impactante imagen, deseo
reflexionar sobre la palabra de Dios que se acaba de proclamar y
profundizar en el misterio de la Preciosa Sangre. Porque ese misterio nos
lleva a ver la unidad entre el sacrificio de Cristo en la cruz, el sacrificio
eucarístico que ha entregado a su Iglesia y su sacerdocio eterno. Él,
sentado a la derecha del Padre, intercede incesantemente por nosotros, los
miembros de su cuerpo místico.
Comencemos con el sacrificio de la Cruz. La efusión de la sangre de
Cristo es la fuente de la vida de la Iglesia. San Juan, como sabemos, ve en
el agua y la sangre que manaba del cuerpo de nuestro Señor la fuente de
esa vida divina, que otorga el Espíritu Santo y se nos comunica en los
sacramentos (Jn 19,34; cf. 1 Jn 1,7; 5,6-7). La Carta a los Hebreos extrae,
podríamos decir, las implicaciones litúrgicas de este misterio. Jesús, por su
sufrimiento y muerte, con su entrega en virtud del Espíritu eterno, se ha
convertido en nuestro sumo sacerdote y "mediador de una alianza nueva"
(Hb 9,15). Estas palabras evocan las palabras de nuestro Señor en la
Última Cena, cuando instituyó la Eucaristía como el sacramento de su
cuerpo, entregado por nosotros, y su sangre, la sangre de la alianza nueva
y eterna, derramada para el perdón de los pecados (cf. Mc 14,24; Mt
26,28; Lc 22,20).
Fiel al mandato de Cristo de "hacer esto en memoria mía" (Lc 22,19),
la Iglesia en todo tiempo y lugar celebra la Eucaristía hasta que el Señor
vuelva en la gloria, alegrándose de su presencia sacramental y
aprovechando el poder de su sacrificio salvador para la redención del
mundo. La realidad del sacrificio eucarístico ha estado siempre en el
corazón de la fe católica; cuestionada en el siglo XVI, fue solemnemente
reafirmada en el Concilio de Trento en el contexto de nuestra justificación
en Cristo. Aquí en Inglaterra, como sabemos, hubo muchos que
defendieron incondicionalmente la Misa, a menudo a un precio costoso,
256
incrementando la devoción a la Santísima Eucaristía, que ha sido un sello
distintivo del catolicismo en estas tierras.
El sacrificio eucarístico del Cuerpo y la Sangre de Cristo abraza a su
vez el misterio de la pasión de nuestro Señor, que continúa en los
miembros de su Cuerpo místico, en la Iglesia en cada época. El gran
crucifijo que aquí se yergue sobre nosotros, nos recuerda que Cristo,
nuestro sumo y eterno sacerdote, une cada día a los méritos infinitos de su
sacrificio nuestros propios sacrificios, sufrimientos, necesidades,
esperanzas y aspiraciones. Por Cristo, con Él y en Él, presentamos
nuestros cuerpos como sacrificio santo y agradable a Dios (cf. Rm 12,1).
En este sentido, nos asociamos a su ofrenda eterna, completando, como
dice San Pablo, en nuestra carne lo que falta a los dolores de Cristo en
favor de su cuerpo, que es la Iglesia (cf. Col 1,24). En la vida de la Iglesia,
en sus pruebas y tribulaciones, Cristo continúa, según la expresión genial
de Pascal, estando en agonía hasta el fin del mundo (Pensées, 553, ed.
Brunschvicg).
Vemos este aspecto del misterio de la Sangre Preciosa de Cristo
actualizado de forma elocuente por los mártires de todos los tiempos, que
bebieron el cáliz que Cristo mismo bebió, y cuya propia sangre,
derramada en unión con su sacrificio, da nueva vida a la Iglesia.
También se refleja en nuestros hermanos y hermanas de todo el mundo
que aun hoy sufren discriminación y persecución por su fe cristiana.
También está presente, con frecuencia de forma oculta, en el sufrimiento
de cada cristiano que diariamente une sus sacrificios a los del Señor para
la santificación de la Iglesia y la redención del mundo. Pienso ahora de
manera especial en todos los que se unen espiritualmente a esta
celebración eucarística y, en particular, en los enfermos, los ancianos, los
discapacitados y los que sufren mental y espiritualmente.
Queridos amigos, volvamos a la contemplación del gran crucifijo que
se alza por encima de nosotros. Las manos de Nuestro Señor, extendidas
en la Cruz, nos invitan también a contemplar nuestra participación en su
sacerdocio eterno y por lo tanto nuestra responsabilidad, como miembros
de su cuerpo, para que la fuerza reconciliadora de su sacrificio llegue al
mundo en que vivimos. El Concilio Vaticano II habló elocuentemente
sobre el papel indispensable que los laicos deben desempeñar en la misión
de la Iglesia, esforzándose por ser fermento del Evangelio en la sociedad y
trabajar por el progreso del Reino de Dios en el mundo (cf. Lumen
gentium, 31;Apostolicam actuositatem, 7). La exhortación conciliar a los
laicos, para que, en virtud de su bautismo, participen en la misión de
Cristo, se hizo eco de las intuiciones y enseñanzas de John Henry
Newman. Que las profundas ideas de este gran inglés sigan inspirando a
todos los seguidores de Cristo en esta tierra, para que configuren su
pensamiento, palabra y obras con Cristo, y trabajen decididamente en la
defensa de las verdades morales inmutables que, asumidas, iluminadas y
confirmadas por el Evangelio, fundamentan una sociedad verdaderamente
humana, justa y libre.
257
Cuánto necesita la sociedad contemporánea este testimonio. Cuánto
necesitamos, en la Iglesia y en la sociedad, testigos de la belleza de la
santidad, testigos del esplendor de la verdad, testigos de la alegría y
libertad que nace de una relación viva con Cristo. Uno de los mayores
desafíos a los que nos enfrentamos hoy es cómo hablar de manera
convincente de la sabiduría y del poder liberador de la Palabra de Dios a
un mundo que, con demasiada frecuencia, considera el Evangelio como
una constricción de la libertad humana, en lugar de la verdad que libera
nuestra mente e ilumina nuestros esfuerzos para vivir correcta y
sabiamente, como individuos y como miembros de la sociedad.
Oremos, pues, para que los católicos de esta tierra sean cada vez más
conscientes de su dignidad como pueblo sacerdotal, llamados a consagrar
el mundo a Dios a través de la vida de fe y de santidad. Y que este
aumento de celo apostólico se vea acompañado de una oración más
intensa por las vocaciones al orden sacerdotal, porque cuanto más crece el
apostolado seglar, con mayor urgencia se percibe la necesidad de
sacerdotes; y cuanto más profundizan los laicos en la propia vocación,
más se subraya lo que es propio del sacerdote. Que muchos jóvenes en
esta tierra encuentren la fuerza para responder a la llamada del Maestro al
sacerdocio ministerial, dedicando sus vidas, sus energías y sus talentos a
Dios, construyendo así un pueblo en unidad y fidelidad al Evangelio,
especialmente a través de la celebración del sacrificio eucarístico.
Queridos amigos, en esta catedral de la Preciosísima Sangre, os invito
una vez más a mirar a Cristo, que inicia y completa nuestra fe
(cf. Hb 12,2). Os pido que os unáis cada vez más plenamente al Señor,
participando en su sacrificio en la cruz y ofreciéndole un "culto espiritual"
(Rm 12,1) que abrace todos los aspectos de nuestra vida y que se
manifieste en nuestros esfuerzos por contribuir a la venida de su Reino.
Ruego para que, al actuar así, os unáis a la hilera de los creyentes fieles
que a lo largo de la historia del cristianismo en esta tierra han edificado
una sociedad verdaderamente digna del hombre, digna de las más nobles
tradiciones de vuestra nación.

JÓVENES: HEMOS SIDO CREADOS PARA AMAR


20100917.Discurso. Saludo a los jóvenes. Westminster, Londres
"El corazón habla al corazón" –cor ad cor loquitur-. Como sabéis, he
elegido estas palabras tan queridas para el cardenal Newman como el lema
de mi visita. En estos momentos en que estamos juntos, deseo hablar con
vosotros desde mi propio corazón, y os ruego que abráis los vuestros a lo
que tengo que decir.
Pido a cada uno, en primer lugar, que mire en el interior de su propio
corazón. Que piense en todo el amor que su corazón es capaz de recibir, y
en todo el amor que es capaz de ofrecer. Al fin y al cabo, hemos sido
creados para amar. Esto es lo que la Biblia quiere decir cuando afirma que
hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios: Hemos sido creados
para conocer al Dios del amor, a Dios que es Padre, Hijo y Espíritu Santo,
258
y para encontrar nuestra plena realización en ese amor divino que no
conoce principio ni fin.
Hemos sido creados para recibir amor, y así ha sido. Todos los días
debemos agradecer a Dios el amor que ya hemos conocido, el amor que
nos ha hecho quienes somos, el amor que nos ha mostrado lo que es
verdaderamente importante en la vida. Necesitamos dar gracias al Señor
por el amor que hemos recibido de nuestras familias, nuestros amigos,
nuestros maestros, y todas las personas que en nuestras vidas nos han
ayudado a darnos cuenta de lo valiosos que somos a sus ojos y a los ojos
de Dios.
Hemos sido creados también para dar amor, para hacer de él la fuente
de cuanto realizamos y lo más perdurable de nuestras vidas. A veces esto
parece lo más natural, especialmente cuando sentimos la alegría del amor,
cuando nuestros corazones rebosan de generosidad, idealismo, deseo de
ayudar a los demás y construir un mundo mejor. Pero otras veces
constatamos que es difícil amar; nuestro corazón puede endurecerse
fácilmente endurecido por el egoísmo, la envidia y el orgullo. La Beata
Teresa de Calcuta, la gran misionera de la Caridad, nos recordó que dar
amor, amor puro y generoso, es el fruto de una decisión diaria. Cada día
hemos de optar por amar, y esto requiere ayuda, la ayuda que viene de
Cristo, de la oración y de la sabiduría que se encuentra en su palabra, y de
la gracia que Él nos otorga en los sacramentos de su Iglesia.
Éste es el mensaje que hoy quiero compartir con vosotros. Os pido que
miréis vuestros corazones cada día para encontrar la fuente del verdadero
amor. Jesús está siempre allí, esperando serenamente que permanezcamos
junto a Él y escuchemos su voz. En lo profundo de vuestro corazón, os
llama a dedicarle tiempo en la oración. Pero este tipo de oración, la
verdadera oración, requiere disciplina; requiere buscar momentos de
silencio cada día. A menudo significa esperar a que el Señor hable. Incluso
en medio del "ajetreo" y las presiones de nuestra vida cotidiana,
necesitamos espacios de silencio, porque en el silencio encontramos a
Dios, y en el silencio descubrimos nuestro verdadero ser. Y al descubrir
nuestro verdadero yo, descubrimos la vocación particular a la cual Dios
nos llama para la edificación de su Iglesia y la redención de nuestro
mundo.
El corazón que habla al corazón. Con estas palabras de mi corazón,
queridos jóvenes, os aseguro mi oración por vosotros, para que vuestra
vida dé frutos abundantes para la construcción de la civilización del amor.
Os ruego también que recéis por mí, por mi ministerio como Sucesor de
Pedro, y por las necesidades de la Iglesia en todo el mundo. Sobre
vosotros, vuestras familias y amigos, invoco las bendiciones divinas de
sabiduría, alegría y paz.

LAS COSAS PEQUEÑAS MANIFIESTAN NUESTRO AMOR


20100917.Discurso. Saludo a los fieles de Gales. Westminster.
259
San David, uno de los grandes santos del siglo sexto, edad dorada para
estas islas por los santos y misioneros, fue fundador de la cultura cristiana
que está en el origen de la Europa moderna. La predicación de David fue
sencilla, pero profunda. Al morir, sus últimas palabras a sus monjes,
fueron: «Estad alegres, mantened la fe y cumplid las cosas pequeñas». Son
las cosas pequeñas las que manifiestan nuestro amor por aquel que nos
amó primero (cf. 1 Jn 4, 19) y las que unen a las personas en una
comunidad de fe, amor y servicio. Que el mensaje de san David, en toda
su sencillez y riqueza, siga resonando hoy en Gales, atrayendo los
corazones de sus gentes hacia un renovado amor por Cristo y su Iglesia.

ANCIANOS: CADA UNO ES QUERIDO, AMADO, NECESARIO


20100918. Discurso. Visita a los ancianos. Southwark
Puesto que los avances médicos y otros factores permiten una mayor
longevidad, es importante reconocer la presencia de un número creciente
de ancianos como una bendición para la sociedad. Cada generación puede
aprender de la experiencia y la sabiduría de la generación que la precedió.
En efecto, la prestación de asistencia a los ancianos se debería considerar
no tanto un acto de generosidad, cuanto la satisfacción de una deuda de
gratitud.
Por su parte, la Iglesia ha tenido siempre un gran respeto por los
ancianos. El cuarto mandamiento: «Honra a tu padre y a tu madre, como
el Señor tu Dios te ha mandado» (Deut 5,16), está unido a la promesa,
«que se prolonguen tus días y seas feliz en la tierra que el Señor tu Dios te
da» (Ibid). Esta obra de la Iglesia por los ancianos y enfermos no sólo les
brinda amor y cuidado, sino que también Dios la recompensa con las
bendiciones que promete a la tierra donde se observa este mandamiento.
Dios quiere un verdadero respeto por la dignidad y el valor, la salud y el
bienestar de las personas mayores y, a través de sus instituciones
caritativas en el Reino Unido y otras partes, la Iglesia desea cumplir el
mandato del Señor de respetar la vida, independientemente de su edad o
circunstancias.
Como dije al inicio de mi pontificado: «Cada uno de nosotros es
querido, cada uno es amado, cada uno es necesario» (Homilía en el
solemne inicio del Ministerio Petrino del Obispo de Roma, 24 de abril
2005). La vida es un don único, en todas sus etapas, desde la concepción
hasta la muerte natural, y Dios es el único para darla y exigirla. Puede que
se disfrute de buena salud en la vejez; aun así, los cristianos no deben
tener miedo de compartir el sufrimiento de Cristo, si Dios quiere que
luchemos con la enfermedad. Mi predecesor, el Papa Juan Pablo II, sufrió
de forma muy notoria en los últimos años de su vida. Todos teníamos
claro que lo hizo en unión con los sufrimientos de nuestro Salvador. Su
buen humor y paciencia cuando afrontó sus últimos días fueron un
ejemplo extraordinario y conmovedor para todos los que debemos cargar
con el peso de la avanzada edad.
260
En este sentido, estoy entre vosotros no sólo como un padre, sino
también como un hermano que conoce bien las alegrías y fatigas que
llegan con la edad. Nuestros largos años de vida nos ofrecen la
oportunidad de apreciar, tanto la belleza del mayor don que Dios nos ha
dado, el don de la vida, como la fragilidad del espíritu humano. A quienes
tenemos muchos años se nos ha dado la maravillosa oportunidad de
profundizar en nuestro conocimiento del misterio de Cristo, que se
humilló para compartir nuestra humanidad.
A medida que el curso normal de nuestra vida crece, con frecuencia
nuestra capacidad física disminuye; con todo, estos momentos bien
pueden contarse entre los años espiritualmente más fructíferos de nuestras
vidas. Estos años constituyen una oportunidad de recordar en la oración
afectuosa a cuantos hemos querido en esta vida, y de poner lo que hemos
sido y hecho ante la misericordia y la ternura de Dios. Ciertamente esto
será un gran consuelo espiritual y nos permitirá descubrir nuevamente su
amor y bondad en todos los días de nuestra vida.

ALGUNAS LECCIONES DE LA VIDA DE J. H. NEWMAN


20100918. Discurso. Vigilia. Hyde Park. Londres
Ésta es una noche de alegría, de gozo espiritual inmenso para todos
nosotros. Nos hemos reunido aquí en esta vigilia de oración para preparar
la Misa de mañana, durante la que un gran hijo de esta nación, el cardenal
John Henry Newman, será declarado beato. Cuántas personas han
anhelado este momento, en Inglaterra y en todo el mundo. También es una
gran alegría para mí, personalmente, compartir con vosotros esta
experiencia. Como sabéis, durante mucho tiempo, Newman ha ejercido
una importante influencia en mi vida y pensamiento, como también en
otras muchas personas más allá de estas islas. El drama de la vida de
Newman nos invita a examinar nuestras vidas, para verlas en el amplio
horizonte del plan de Dios y crecer en comunión con la Iglesia de todo
tiempo y lugar: la Iglesia de los apóstoles, la Iglesia de los mártires, la
Iglesia de los santos, la Iglesia que Newman amaba y a cuya misión
dedicó toda su vida.
Esta tarde, en el contexto de nuestra oración común, me gustaría
reflexionar con vosotros sobre algunos aspectos de la vida de Newman,
que considero muy relevantes para nuestra vida como creyentes y para la
vida de la Iglesia de hoy.
Permitidme empezar recordando que Newman, por su propia cuenta,
trazó el curso de toda su vida a la luz de una poderosa experiencia de
conversión que tuvo siendo joven. Fue una experiencia inmediata de la
verdad de la Palabra de Dios, de la realidad objetiva de la revelación
cristiana tal y como se recibió en la Iglesia. Esta experiencia, a la vez
religiosa e intelectual, inspiraría su vocación a ser ministro del Evangelio,
su discernimiento de la fuente de la enseñanza autorizada en la Iglesia de
Dios y su celo por la renovación de la vida eclesial en fidelidad a la
tradición apostólica. Al final de su vida, Newman describe el trabajo de su
261
vida como una lucha contra la creciente tendencia a percibir la religión
como un asunto puramente privado y subjetivo, una cuestión de opinión
personal. He aquí la primera lección que podemos aprender de su vida: en
nuestros días, cuando un relativismo intelectual y moral amenaza con
minar la base misma de nuestra sociedad, Newman nos recuerda que,
como hombres y mujeres a imagen y semejanza de Dios, fuimos creados
para conocer la verdad, y encontrar en esta verdad nuestra libertad última
y el cumplimiento de nuestras aspiraciones humanas más profundas. En
una palabra, estamos destinados a conocer a Cristo, que es "el camino, y la
verdad, y la vida" (Jn 14,6).
La vida de Newman nos enseña también que la pasión por la verdad, la
honestidad intelectual y la auténtica conversión son costosas. No podemos
guardar para nosotros mismos la verdad que nos hace libres; hay que dar
testimonio de ella, que pide ser escuchada, y al final su poder de
convicción proviene de sí misma y no de la elocuencia humana o de los
argumentos que la expongan. No lejos de aquí, en Tyburn, un gran número
de hermanos y hermanas nuestros murieron por la fe. Su testimonio de
fidelidad hasta el final fue más poderoso que las palabras inspiradas que
muchos de ellos pronunciaron antes de entregar todo al Señor. En nuestro
tiempo, el precio que hay que pagar por la fidelidad al Evangelio ya no es
ser ahorcado, descoyuntado y descuartizado, pero a menudo implica ser
excluido, ridiculizado o parodiado. Y, sin embargo, la Iglesia no puede
sustraerse a la misión de anunciar a Cristo y su Evangelio como verdad
salvadora, fuente de nuestra felicidad definitiva como individuos y
fundamento de una sociedad justa y humana.
Por último, Newman nos enseña que si hemos aceptado la verdad de
Cristo y nos hemos comprometido con él, no puede haber separación entre
lo que creemos y lo que vivimos. Cada uno de nuestros pensamientos,
palabras y obras deben buscar la gloria de Dios y la extensión de su Reino.
Newman comprendió esto, y fue el gran valedor de la misión profética de
los laicos cristianos. Vio claramente que lo que hacemos no es tanto
aceptar la verdad en un acto puramente intelectual, sino abrazarla en una
dinámica espiritual que penetra hasta la esencia de nuestro ser. Verdad que
se transmite no sólo por la enseñanza formal, por importante que ésta sea,
sino también por el testimonio de una vida íntegra, fiel y santa; y los que
viven en y por la verdad instintivamente reconocen lo que es falso y,
precisamente como falso, perjudicial para la belleza y la bondad que
acompañan el esplendor de la verdad, veritatis splendor.
La primera lectura de esta noche es la magnífica oración en la que San
Pablo pide que comprendamos "lo que trasciende toda filosofía: el amor
cristiano" (Ef 3,14-21). El apóstol desea que Cristo habite en nuestros
corazones por la fe (cf. Ef 3,17) y que podamos comprender con todos los
santos “lo ancho, lo largo, lo alto y lo profundo" de ese amor. Por la fe,
llegamos a ver la palabra de Dios como lámpara para nuestros pasos y luz
en nuestro sendero (cf. Sal 119,105). Newman, igual que innumerables
santos que le precedieron en el camino del discipulado cristiano, enseñó
que la "bondadosa luz” de la fe nos lleva a comprender la verdad sobre
262
nosotros mismos, nuestra dignidad como hijos de Dios y el destino
sublime que nos espera en el cielo. Al permitir que brille la luz de la fe en
nuestros corazones, y permaneciendo en esa luz a través de nuestra unión
cotidiana con el Señor en la oración y la participación en la vida que brota
de los sacramentos de la Iglesia, llegamos a ser luz para los que nos
rodean; ejercemos nuestra "misión profética"; con frecuencia, sin saberlo
si quiera, atraemos a la gente un poco más cerca del Señor y su verdad.
Sin la vida de oración, sin la transformación interior que se lleva a cabo a
través de la gracia de los sacramentos, no podemos, en palabras de
Newman, "irradiar a Cristo"; nos convertimos en otros “platillos que
aturden” (1 Co 13,1) en un mundo lleno de creciente ruido y confusión,
lleno de falsos caminos que sólo conducen a angustias y espejismos.
En una de las meditaciones más queridas del Cardenal se dice: "Dios
me ha creado para una misión concreta. Me ha confiado una tarea que no
ha encomendado a otro" (Meditaciones sobre la doctrina cristiana). Aquí
vemos el agudo realismo cristiano de Newman, el punto en que fe y vida
inevitablemente se cruzan. La fe busca dar frutos en la transformación de
nuestro mundo a través del poder del Espíritu Santo, que actúa en la vida y
obra de los creyentes. Nadie que contemple con realismo nuestro mundo
de hoy podría pensar que los cristianos pueden permitirse el lujo de
continuar como si no pasara nada, haciendo caso omiso de la profunda
crisis de fe que impregna nuestra sociedad, o confiando sencillamente en
que el patrimonio de valores transmitido durante siglos de cristianismo
seguirá inspirando y configurando el futuro de nuestra sociedad. Sabemos
que en tiempos de crisis y turbación Dios ha suscitado grandes santos y
profetas para la renovación de la Iglesia y la sociedad cristiana; confiamos
en su providencia y pedimos que nos guíe constantemente. Pero cada uno
de nosotros, de acuerdo con su estado de vida, está llamado a trabajar por
el progreso del Reino de Dios, infundiendo en la vida temporal los valores
del Evangelio. Cada uno de nosotros tiene una misión, cada uno de
nosotros está llamado a cambiar el mundo, a trabajar por una cultura de la
vida, una cultura forjada por el amor y el respeto a la dignidad de cada
persona humana. Como el Señor nos dice en el Evangelio que acabamos
de escuchar, nuestra luz debe alumbrar a todos, para que, viendo nuestras
buenas obras, den gloria a nuestro Padre, que está en el cielo (cf. Mt 5,16).
Deseo ahora dirigir una palabra especial a los numerosos jóvenes
presentes. Queridos jóvenes amigos: sólo Jesús conoce la "misión
concreta" que piensa para vosotros. Dejad que su voz resuene en lo más
profundo de vuestro corazón: incluso ahora mismo, su corazón está
hablando a vuestro corazón. Cristo necesita familias para recordar al
mundo la dignidad del amor humano y la belleza de la vida familiar.
Necesita hombres y mujeres que dediquen su vida a la noble labor de
educar, atendiendo a los jóvenes y formándolos en el camino del
Evangelio. Necesita a quienes consagrarán su vida a la búsqueda de la
caridad perfecta, siguiéndole en castidad, pobreza y obediencia y
sirviéndole en sus hermanos y hermanas más pequeños. Necesita el gran
amor de la vida religiosa contemplativa, que sostiene el testimonio y la
263
actividad de la Iglesia con su oración constante. Y necesita sacerdotes,
buenos y santos sacerdotes, hombres dispuestos a dar su vida por sus
ovejas. Preguntadle al Señor lo que desea de vosotros. Pedidle la
generosidad de decir sí. No tengáis miedo a entregaros completamente a
Jesús. Él os dará la gracia que necesitáis para acoger su llamada.
Permitidme terminar estas pocas palabras invitándoos vivamente a
acompañarme el próximo año en Madrid en la Jornada Mundial de la
Juventud. Siempre es una magnífica ocasión para crecer en el amor a
Cristo y animaros a una gozosa vida de fe junto a miles de jóvenes. Espero
ver a muchos de vosotros allí.
Y ahora, queridos amigos, sigamos con nuestra vigilia de oración para
preparar nuestro encuentro con Cristo, presente entre nosotros en el
Santísimo Sacramento del Altar. Juntos, en el silencio de nuestra
adoración en común, abramos nuestras mentes y corazones a su presencia,
a su amor y al poder convincente de su verdad. Démosle gracias
especialmente por el testimonio perenne de la verdad, ofrecido por el
Cardenal John Henry Newman. Confiando en sus oraciones, pidamos al
Señor que ilumine nuestro camino y el camino de toda la sociedad
británica, con la luz amable de su verdad, su amor y su paz. Amén.

NEWMAN: LA VIDA ES LLAMADA A LA SANTIDAD


20100919. Homilía. Beatificación de Newman. Rednal, Birmingham
Nos encontramos aquí en Birmingham en un día realmente feliz. En
primer lugar, porque es el día del Señor, el Domingo, el día en que el
Señor Jesucristo resucitó de entre los muertos y cambió para siempre el
curso de la historia humana, ofreciendo nueva vida y esperanza a todos los
que viven en la oscuridad y en sombras de muerte. Es la razón por la que
los cristianos de todo el mundo se reúnen en este día para alabar y dar
gracias a Dios por las maravillas que ha hecho por nosotros. Este domingo
en particular representa también un momento significativo en la vida de la
nación británica, al ser el día elegido para conmemorar el setenta
aniversario de la Batalla de Bretaña. Para mí, que estuve entre quienes
vivieron y sufrieron los oscuros días del régimen nazi en Alemania, es
profundamente conmovedor estar con vosotros en esta ocasión, y poder
recordar a tantos conciudadanos vuestros que sacrificaron sus vidas,
resistiendo con tesón a las fuerzas de esta ideología demoníaca. Pienso en
particular en la vecina Coventry, que sufrió durísimos bombardeos, con
numerosas víctimas en noviembre de 1940. Setenta años después
recordamos con vergüenza y horror el espantoso precio de muerte y
destrucción que la guerra trae consigo, y renovamos nuestra determinación
de trabajar por la paz y la reconciliación, donde quiera que amenace un
conflicto. Pero existe otra razón, más alegre, por la cual este día es
especial para Gran Bretaña, para el centro de Inglaterra, para Birmingham.
Éste es el día en que formalmente el Cardenal John Henry Newman ha
sido elevado a los altares y declarado beato.
264
Inglaterra tiene una larga tradición de santos mártires, cuyo valiente
testimonio ha sostenido e inspirado a la comunidad católica local durante
siglos. Es justo y conveniente reconocer hoy la santidad de un confesor, un
hijo de esta nación que, si bien no fue llamado a derramar la sangre por el
Señor, jamás se cansó de dar un testimonio elocuente de Él a lo largo de
una vida entregada al ministerio sacerdotal, y especialmente a predicar,
enseñar y escribir. Es digno de formar parte de la larga hilera de santos y
eruditos de estas islas, San Beda, Santa Hilda, San Aelred, el Beato Duns
Scoto, por nombrar sólo a algunos. En el Beato John Newman, esta
tradición de delicada erudición, profunda sabiduría humana y amor
intenso por el Señor ha dado grandes frutos, como signo de la presencia
constante del Espíritu Santo en el corazón del Pueblo de Dios, suscitando
copiosos dones de santidad.
El lema del Cardenal Newman, cor ad cor loquitur, “el corazón habla
al corazón”, nos da la perspectiva de su comprensión de la vida cristiana
como una llamada a la santidad, experimentada como el deseo profundo
del corazón humano de entrar en comunión íntima con el Corazón de
Dios. Nos recuerda que la fidelidad a la oración nos va transformando
gradualmente a semejanza de Dios. Como escribió en uno de sus muchos
hermosos sermones, «el hábito de oración, la práctica de buscar a Dios y
el mundo invisible en cada momento, en cada lugar, en cada emergencia –
os digo que la oración tiene lo que se puede llamar un efecto natural en el
alma, espiritualizándola y elevándola. Un hombre ya no es lo que era
antes; gradualmente... se ve imbuido de una serie de ideas nuevas, y se ve
impregnado de principios diferentes» (Sermones Parroquiales y Comunes,
IV, 230-231). El Evangelio de hoy afirma que nadie puede servir a dos
señores (cf. Lc 16,13), y el Beato John Henry, en sus enseñanzas sobre la
oración, aclara cómo el fiel cristiano toma partido por servir a su único y
verdadero Maestro, que pide sólo para sí nuestra devoción incondicional
(cf. Mt 23,10). Newman nos ayuda a entender en qué consiste esto para
nuestra vida cotidiana: nos dice que nuestro divino Maestro nos ha
asignado una tarea específica a cada uno de nosotros, un “servicio
concreto”, confiado de manera única a cada persona concreta: «Tengo mi
misión», escribe, «soy un eslabón en una cadena, un vínculo de unión
entre personas. No me ha creado para la nada. Haré el bien, haré su
trabajo; seré un ángel de paz, un predicador de la verdad en el lugar que
me es propio... si lo hago, me mantendré en sus mandamientos y le serviré
a Él en mis quehaceres» (Meditación y Devoción, 301-2).
El servicio concreto al que fue llamado el Beato John Henry incluía la
aplicación entusiasta de su inteligencia y su prolífica pluma a muchas de
las más urgentes “cuestiones del día”. Sus intuiciones sobre la relación
entre fe y razón, sobre el lugar vital de la religión revelada en la sociedad
civilizada, y sobre la necesidad de una educación esmerada y amplia
fueron de gran importancia, no sólo para la Inglaterra victoriana. Hoy
también siguen inspirando e iluminando a muchos en todo el mundo. Me
gustaría rendir especial homenaje a su visión de la educación, que ha
hecho tanto por formar el ethos que es la fuerza motriz de las escuelas y
265
facultades católicas actuales. Firmemente contrario a cualquier enfoque
reductivo o utilitarista, buscó lograr unas condiciones educativas en las
que se unificara el esfuerzo intelectual, la disciplina moral y el
compromiso religioso. El proyecto de fundar una Universidad Católica en
Irlanda le brindó la oportunidad de desarrollar sus ideas al respecto, y la
colección de discursos que publicó con el título La Idea de una
Universidad sostiene un ideal mediante el cual todos los que están
inmersos en la formación académica pueden seguir aprendiendo. Más aún,
qué mejor meta pueden fijarse los profesores de religión que la famosa
llamada del Beato John Henry por unos laicos inteligentes y bien
formados: «Quiero un laicado que no sea arrogante ni imprudente a la
hora de hablar, ni alborotador, sino hombres que conozcan bien su
religión, que profundicen en ella, que sepan bien dónde están, que sepan
qué tienen y qué no tienen, que conozcan su credo a tal punto que puedan
dar cuentas de él, que conozcan tan bien la historia que puedan
defenderla» (La Posición Actual de los Católicos en Inglaterra, IX, 390).
Hoy, cuando el autor de estas palabras ha sido elevado a los altares, pido
para que, a través de su intercesión y ejemplo, todos los que trabajan en el
campo de la enseñanza y de la catequesis se inspiren con mayor ardor en
la visión tan clara que el nos dejó.
Aunque la extensa producción literaria sobre su vida y obras ha
prestado comprensiblemente mayor atención al legado intelectual de John
Henry Newman, en esta ocasión prefiero concluir con una breve reflexión
sobre su vida sacerdotal, como pastor de almas. Su visión del ministerio
pastoral bajo el prisma de la calidez y la humanidad está expresado de
manera maravillosa en otro de sus famosos sermones: «Si vuestros
sacerdotes fueran ángeles, hermanos míos, ellos no podrían compartir con
vosotros el dolor, sintonizar con vosotros, no podrían haber tenido
compasión de vosotros, sentir ternura por vosotros y ser indulgentes con
vosotros, como nosotros podemos; ellos no podrían ser ni modelos ni
guías, y no te habrían llevado de tu hombre viejo a la vida nueva, como
ellos, que vienen de entre nosotros (“Hombres, no ángeles: los Sacerdotes
del evangelio”,Discursos a las Congregaciones Mixtas, 3). Él vivió
profundamente esta visión tan humana del ministerio sacerdotal en sus
desvelos pastorales por el pueblo de Birmingham, durante los años
dedicados al Oratorio que él mismo fundó, visitando a los enfermos y a los
pobres, consolando al triste, o atendiendo a los encarcelados. No
sorprende que a su muerte, tantos miles de personas se agolparan en las
calles mientras su cuerpo era trasladado al lugar de su sepultura, a no más
de media milla de aquí. Ciento veinte años después, una gran multitud se
ha congregado de nuevo para celebrar el solemne reconocimiento eclesial
de la excepcional santidad de este padre de almas tan amado. Qué mejor
que expresar nuestra alegría de este momento que dirigiéndonos a nuestro
Padre del cielo con sincera gratitud, rezando con las mismas palabras que
el Beato John Henry Newman puso en labios del coro celestial de los
ángeles:
266
“Sea alabado el Santísimo en el cielo,
sea alabado en el abismo;
en todas sus palabras el más maravilloso,
el más seguro en todos sus caminos”.
(El Sueño de Gerontius)

NEWMAN: AMOR A MARÍA


20100919.Ángelus. Beatificación de Newman. Rednal, Birmingham
Cuando el Beato John Henry Newman vino a vivir a Birmingham, dio
el nombre de "Maryvale" a su primera casa en este lugar. El Oratorio que
fundó está dedicado a la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen.
Y puso bajo el patrocinio de María, Sedes Sapientiae, la Universidad
Católica de Irlanda. De muchas maneras, vivió su ministerio sacerdotal
con un espíritu de devoción filial a la Madre de Dios. Meditando acerca de
su papel en el desarrollo del plan de Dios para nuestra salvación, llegó a
exclamar: «¿Quién puede apreciar la santidad y la perfección de Aquella
que fue elegida para ser la Madre de Cristo? ¿Qué dones debió tener,
quien fue elegida para ser el único familiar más cercano en la tierra al Hijo
de Dios, la única a quien Él estaba obligado por naturaleza a venerar y
admirar; la escogida para guiarle y educarle, para instruirle día a día, a
medida que crecía en sabiduría y en estatura?» (Parochial and Plain
Sermons, II, 131-2). Porque fue agraciada copiosamente, la veneramos y,
por la intimidad con su divino Hijo, buscamos lógicamente su intercesión
en nuestras propias necesidades y las del mundo entero. Ahora, nos
dirigimos a nuestra Madre Santísima con las palabras del Ángel y le
confiamos las intenciones que llevamos en nuestro corazón.

PRESENTAR EN PLENITUD EL MENSAJE DEL EVANGELIO


20100919. Discurso. Ángelus. A los obispos ingleses. Birmingham
Éste ha sido un día de gran alegría para la comunidad católica en estas
islas. El Beato John Henry Newman, como ya podemos llamarle, ha sido
elevado a los altares como un ejemplo de fidelidad heroica al Evangelio y
un intercesor para la Iglesia en esta tierra a la que tanto amó y sirvió.
Aquí, en esta misma capilla, en 1852, dio su voz a la nueva confianza y
vitalidad de la comunidad católica en Inglaterra y Gales después de la
restauración de la jerarquía, y sus palabras podrían aplicarse por igual a
Escocia un cuarto de siglo más tarde. Su beatificación nos recuerda hoy la
acción permanente del Espíritu Santo, convocando con sus dones al
pueblo de Gran Bretaña a la santidad, para que, de este a oeste y de norte a
sur, se ofrezca un sacrificio perfecto de alabanza y acción de gracias para
gloria del nombre de Dios.
Agradezco al Cardenal O'Brien y al Arzobispo Nichols sus palabras, y
al hacerlo así, recuerdo cómo hace poco tuve la oportunidad de saludaros
a todos en Roma, con motivo de las visitas ad Limina de vuestras
respectivas Conferencias Episcopales. Hablamos entonces de algunos de
267
los retos que afrontáis al apacentar a vuestros fieles, en particular la
necesidad urgente de anunciar nuevamente el Evangelio en un ambiente
muy secularizado. Durante mi visita, he percibido con claridad la sed
profunda que el pueblo británico tiene de la Buena Noticia de Jesucristo.
Dios os ha escogido para ofrecerle el agua viva del Evangelio, animándolo
a poner su esperanza, no en las vanas seducciones de este mundo, sino en
las firmes promesas del mundo venidero. Al anunciar la venida del Reino,
con su promesa de esperanza para los pobres y necesitados, los enfermos y
ancianos, los no nacidos y los desamparados, aseguraos de presentar en su
plenitud el mensaje del Evangelio que da vida, incluso aquellos elementos
que ponen en tela de juicio las opiniones corrientes de la cultura actual.
Como sabéis, he creado recientemente el Consejo Pontificio para la Nueva
Evangelización de los países de antigua tradición cristiana, y os animo a
hacer uso de sus servicios al acometer vuestras tareas. Además, muchos de
los nuevos movimientos eclesiales tienen un carisma especial para la
evangelización, y sé que continuaréis estudiando los medios apropiados y
eficaces para que participen en la misión de la Iglesia.
Desde vuestra visita a Roma, los cambios políticos en el Reino Unido
han centrado la atención en las consecuencias de la crisis financiera, que
ha causado tantas dificultades a innumerables personas y familias. El
espectro del desempleo proyecta su sombra sobre las vidas de muchas
personas, y el coste a largo plazo de las prácticas de inversión imprudente
de los últimos tiempos está siendo muy evidente. En estas circunstancias,
será necesario apelar nuevamente a la característica generosidad de los
católicos británicos, y sé que vais a tomar la iniciativa de urgir la
solidaridad con los menesterosos. La voz profética de los cristianos ha
jugado un papel importante al poner de relieve las necesidades de los
pobres e indigentes, a quienes muy fácilmente se descuida en la
asignación de unos recursos limitados. En su instrucción Elegir el bien
común, los Obispos de Inglaterra y Gales han subrayado la importancia de
practicar la virtud en la vida pública. Las actuales circunstancias ofrecen
una buena oportunidad para reforzar ese mensaje, y también para alentar a
todos a aspirar a unos valores morales superiores en todos los ámbitos de
sus vidas, en oposición a un contexto de creciente escepticismo incluso
sobre la posibilidad misma de una vida virtuosa.
Otro asunto que ha llamado mucho la atención en los últimos meses, y
que socava gravemente la credibilidad moral de los Pastores de la Iglesia,
es el vergonzoso abuso de niños y jóvenes por parte de sacerdotes y
religiosos. He hablado en muchas ocasiones de las profundas heridas que
causa dicho comportamiento, en primer lugar en las víctimas, pero
también en las relaciones de confianza que deben existir entre los
sacerdotes y el pueblo, entre los sacerdotes y sus obispos, y entre las
autoridades de la Iglesia y la gente en general. Sé que habéis adoptado
serias medidas para poner remedio a esta situación, para asegurar que los
niños estén eficazmente protegidos contra los daños y para hacer frente de
forma adecuada y transparente a las denuncias que se presenten. Habéis
reconocido públicamente vuestro profundo pesar por lo ocurrido, y las
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formas, a menudo insuficientes, con que esto se abordó en el pasado.
Vuestra creciente toma de conciencia del alcance del abuso de menores en
la sociedad, sus efectos devastadores, y la necesidad de proporcionar un
correcto apoyo a las víctimas debería servir de incentivo para compartir
las lecciones que habéis aprendido con la comunidad en general. En
efecto, ¿qué mejor manera podría haber de reparar estos pecados que
acercarse, con un espíritu humilde de compasión, a los niños que siguen
sufriendo abusos en otros lugares? Nuestro deber de cuidar a los jóvenes
no exige menos.
Al reflexionar sobre la fragilidad humana que estos trágicos sucesos
tan crudamente han puesto de manifiesto, hemos de recordar que, si
queremos ser Pastores cristianos eficaces, debemos llevar una vida con la
mayor integridad, humildad y santidad. Como escribió el Beato John
Henry Newman en cierta ocasión: «¡Oh Dios, concede a los sacerdotes
sentir su debilidad como hombres pecadores, y al pueblo compadecerse de
ellos, y amarles y orar por el aumento en ellos de los dones de la gracia»
(Sermón, 22 de marzo de 1829). Rezo para que, entre las gracias de esta
visita, se dé una renovada dedicación en los Pastores cristianos a la
vocación profética que han recibido, y para que haya un nuevo aprecio en
el pueblo del gran don del ministerio ordenado. La oración por las
vocaciones brotará entonces de manera espontánea, y podemos estar
seguros de que el Señor responderá con el envío de obreros a recoger la
cosecha abundante que ha preparado en todo el Reino Unido (cf. Mt 9,37-
38).

EL MENSAJE ESPIRITUAL DEL CARDENAL NEWMAN


20100922. Audiencia general. Viaje apostólico al Reino Unido
El culmen de mi visita al Reino Unido fue la beatificación del cardenal
John Henry Newman, hijo ilustre de Inglaterra. Estuvo precedida y
preparada por una vigilia especial de oración que tuvo lugar el sábado por
la noche en Londres, en Hyde Park, en un clima de profundo
recogimiento. A la multitud de fieles, especialmente jóvenes, señalé de
nuevo la luminosa figura del cardenal Newman, intelectual y creyente,
cuyo mensaje espiritual se puede sintetizar en el testimonio de que el
camino de la conciencia no es encerrarse en el propio «yo», sino apertura,
conversión y obediencia a Aquel que es camino, verdad y vida. El rito de
beatificación tuvo lugar en Birmingham, durante la solemne celebración
eucarística dominical, en presencia de una vasta multitud proveniente de
toda Gran Bretaña y de Irlanda, con representantes de muchos otros
países. Este acontecimiento conmovedor volvió a poner de actualidad a un
estudioso de talla excepcional, un insigne escritor y poeta, un sabio
hombre de Dios, cuyo pensamiento ha iluminado muchas conciencias y
ejerce todavía hoy un atractivo extraordinario. En él han de inspirarse, en
particular, los creyentes y las comunidades eclesiales del Reino Unido,
para que también en nuestros días esa noble tierra siga dando frutos
abundantes de vida evangélica.
269
Queridos hermanos y hermanas, en mi visita al Reino Unido, como
siempre, quise sostener en primer lugar a la comunidad católica,
alentándola a trabajar incansablemente por defender las verdades morales
inmutables que, retomadas, iluminadas y confirmadas por el Evangelio,
están en la base de una sociedad verdaderamente humana, justa y libre.
Quise asimismo hablar al corazón de todos los habitantes del Reino
Unido, sin excluir a nadie, de la verdadera realidad del hombre, de sus
necesidades más profundas y de su destino último. Al dirigirme a los
ciudadanos de ese país, encrucijada de la cultura y de la economía
mundial, tuve presente a todo Occidente, dialogando con las razones de
esta civilización y comunicando la imperecedera novedad del Evangelio,
del cual está impregnada. Este viaje apostólico ha confirmado en mí una
profunda convicción: las antiguas naciones de Europa tienen un alma
cristiana, que constituye una sola cosa con el «genio» y la historia de los
respectivos pueblos, y la Iglesia no cesa de trabajar por mantener
continuamente despierta esta tradición espiritual y cultural.
El beato John Henry Newman, cuya figura y cuyos escritos todavía
conservan una extraordinaria actualidad, merece ser conocido por todos.
Que él sostenga los propósitos y los esfuerzos de los cristianos por
«esparcir dondequiera que vayan el perfume de Cristo, a fin de que toda su
vida sea solamente una irradiación de la del Señor», como escribió
sabiamente en su libro Irradiar a Cristo.

EL HOMBRE RICO Y EL POBRE LÁZARO


20100926. Ángelus
En el evangelio de este domingo (Lc 16, 19-31) Jesús narra la parábola
del hombre rico y del pobre Lázaro. El primero vive en el lujo y en el
egoísmo, y cuando muere, acaba en el infierno. El pobre, en cambio, que
se alimenta de las sobras de la mesa del rico, a su muerte es llevado por
los ángeles a la morada eterna de Dios y de los santos. «Bienaventurados
los pobres —había proclamado el Señor a sus discípulos— porque vuestro
es el reino de Dios» (Lc 6, 20). Pero el mensaje de la parábola va más allá:
recuerda que, mientras estamos en este mundo, debemos escuchar al
Señor, que nos habla mediante las sagradas Escrituras, y vivir según su
voluntad; si no, después de la muerte, será demasiado tarde para
enmendarse. Por lo tanto, esta parábola nos dice dos cosas: la primera es
que Dios ama a los pobres y les levanta de su humillación; la segunda es
que nuestro destino eterno está condicionado por nuestra actitud; nos
corresponde a nosotros seguir el camino que Dios nos ha mostrado para
llegar a la vida, y este camino es el amor, no entendido como sentimiento,
sino como servicio a los demás, en la caridad de Cristo.
Por una feliz coincidencia, mañana celebraremos la memoria litúrgica
de san Vicente de Paúl, patrono de las organizaciones caritativas católicas,
de quien se recuerda el 350º aniversario de fallecimiento. En la Francia del
1600, precisamente, conoció de primera mano el fuerte contraste entre los
más ricos y los más pobres. De hecho, como sacerdote, tuvo ocasión de
270
frecuentar tanto los ambientes aristocráticos como los campos, igual que
las barriadas de París. Impulsado por el amor de Cristo, Vicente de Paúl
supo organizar formas estables de servicio a las personas marginadas,
dando vida a las llamadas «Charitées», las «Caridades», o bien grupos de
mujeres que ponían su tiempo y sus bienes a disposición de los más
marginados. De estas voluntarias, algunas eligieron consagrarse
totalmente a Dios y a los pobres, y así, junto a santa Luisa de Marillac, san
Vicente fundó las «Hijas de la Caridad», primera congregación femenina
que vivió la consagración «en el mundo», entre la gente, con los enfermos
y los necesitados.
Queridos amigos, ¡sólo el Amor con la «A» mayúscula da la verdadera
felicidad! Lo demuestra también otro testigo, una joven que ayer fue
proclamada beata aquí, en Roma. Hablo de Chiara Badano, una muchacha
italiana, nacida en 1971, a quien una enfermedad llevó a la muerte en poco
menos de 19 años, pero que fue para todos un rayo de luz, como dice su
sobrenombre: «Chiara Luce». Su parroquia, la diócesis de Acqui Terme, y
el Movimiento de los Focolares, al que pertenecía, están hoy de fiesta —y
es una fiesta para todos los jóvenes, que pueden encontrar en ella un
ejemplo de coherencia cristiana—.
Sus últimas palabras, de plena adhesión a la voluntad de Dios, fueron:
«Mamá, adiós. Sé feliz porque yo lo soy». Alabemos a Dios, pues su amor
es más fuerte que el mal y que la muerte; y demos gracias a la Virgen
María, que guía a los jóvenes, también a través de las dificultades y los
sufrimientos, a enamorarse de Jesús y a descubrir la belleza de la vida.

AUMÉNTANOS LA FE
20101003. Homilia. Palermo
Es grande mi alegría al poder partir con vosotros el pan de la Palabra
de Dios y de la Eucaristía.
Queridos hermanos y hermanas, toda asamblea litúrgica es espacio de
la presencia de Dios. Reunidos para la sagrada Eucaristía, los discípulos
del Señor se sumergen en el sacrificio redentor de Cristo, proclaman que
él ha resucitado, está vivo y es dador de la vida, y testimonian que su
presencia es gracia, fuerza y alegría. Abramos el corazón a su palabra y
acojamos el don de su presencia. Todos los textos de la liturgia de este
domingo nos hablan de la fe, que es el fundamento de toda la vida
cristiana. Jesús educó a sus discípulos a crecer en la fe, a creer y a confiar
cada vez más en él, para construir su propia vida sobre roca. Por esto le
piden: «Auméntanos la fe» (Lc 17, 6). Es una bella petición que dirigen al
Señor, es la petición fundamental: los discípulos no piden bienes
materiales, no piden privilegios; piden la gracia de la fe, que oriente e
ilumine toda la vida; piden la gracia de reconocer a Dios y poder estar en
relación íntima con él, recibiendo de él todos sus dones, incluso los de la
valentía, el amor y la esperanza.
Sin responder directamente a su petición, Jesús recurre a una imagen
paradójica para expresar la increíble vitalidad de la fe. Como una palanca
271
mueve mucho más que su propio peso, así la fe, incluso una pizca de fe, es
capaz de realizar cosas impensables, extraordinarias, como arrancar de
raíz un árbol grande y transplantarlo en el mar (ib.). La fe —fiarse de
Cristo, acogerlo, dejar que nos transforme, seguirlo sin reservas— hace
posibles las cosas humanamente imposibles, en cualquier realidad. Nos da
testimonio de esto el profeta Habacuc en la primera lectura. Implora al
Señor a partir de una situación tremenda de violencia, de iniquidad y de
opresión; y precisamente en esta situación difícil y de inseguridad, el
profeta introduce una visión que ofrece una parte del proyecto que Dios
está trazando y realizando en la historia: «El injusto tiene el alma
hinchada, pero el justo vivirá por su fe» (Ha 2, 4). El impío, el que no
actúa según la voluntad de Dios, confía en su propio poder, pero se apoya
en una realidad frágil e inconsistente; por ello se doblará, está destinado a
caer; el justo, en cambio, confía en una realidad oculta pero sólida; confía
en Dios y por ello tendrá la vida.
La segunda parte del Evangelio de hoy presenta otra enseñanza, una
enseñanza de humildad, pero que está estrechamente ligada a la fe. Jesús
nos invita a ser humildes y pone el ejemplo de un siervo que ha trabajado
en el campo. Cuando regresa a casa, el patrón le pide que trabaje más.
Según la mentalidad del tiempo de Jesús, el patrón tenía pleno derecho a
hacerlo. El siervo debía al patrón una disponibilidad completa, y el patrón
no se sentía obligado hacia él por haber cumplido las órdenes recibidas.
Jesús nos hace tomar conciencia de que, frente a Dios, nos encontramos en
una situación semejante: somos siervos de Dios; no somos acreedores
frente a él, sino que somos siempre deudores, porque a él le debemos todo,
porque todo es un don suyo. Aceptar y hacer su voluntad es la actitud que
debemos tener cada día, en cada momento de nuestra vida. Ante Dios no
debemos presentarnos nunca como quien cree haber prestado un servicio y
por ello merece una gran recompensa. Esta es una falsa concepción que
puede nacer en todos, incluso en las personas que trabajan mucho al
servicio del Señor, en la Iglesia. En cambio, debemos ser conscientes de
que, en realidad, no hacemos nunca bastante por Dios. Debemos decir,
como nos sugiere Jesús: «Somos siervos inútiles, hemos hecho lo que
teníamos que hacer» (Lc 17, 10). Esta es una actitud de humildad que nos
pone verdaderamente en nuestro sitio y permite al Señor ser muy generoso
con nosotros. En efecto, en otra parte del Evangelio nos promete que «se
ceñirá, nos pondrá a su mesa y nos servirá» (cf. Lc 12, 37). Queridos
amigos, si hacemos cada día la voluntad de Dios, con humildad, sin
pretender nada de él, será Jesús mismo quien nos sirva, quien nos ayude,
quien nos anime, quien nos dé fuerza y serenidad.
También el apóstol san Pablo, en la segunda lectura de hoy, habla de la
fe. Invita a Timoteo a tener fe y, por medio de ella, a practicar la caridad.
Exhorta al discípulo a reavivar en la fe el don de Dios que está en él por la
imposición de las manos de Pablo, es decir, el don de la ordenación,
recibido para desempeñar el ministerio apostólico como colaborador de
Pablo (cf. 2 Tm 1, 6). No debe dejar apagar este don; debe hacerlo cada
vez más vivo por medio de la fe. Y el Apóstol añade: «Dios no nos ha
272
dado un espíritu de timidez, sino de fortaleza, de amor y de templanza» (v.
7).
Queridos palermitanos y queridos sicilianos, vuestra bella isla fue una
de las primeras regiones de Italia que acogió la fe de los apóstoles, recibió
el anuncio de la Palabra de Dios y se adhirió a la fe de una manera tan
generosa que, incluso en medio de las dificultades y las persecuciones,
siempre ha germinado en ella la flor de la santidad. Sicilia ha sido y es
tierra de santos, pertenecientes a todas las condiciones de vida, que ha
vivido el Evangelio con sencillez e integridad. A vosotros, fieles laicos, os
repito: ¡no tengáis miedo de vivir y testimoniar la fe en los diversos
ambientes de la sociedad, en las múltiples situaciones de la existencia
humana, sobre todo en las difíciles! La fe os da la fuerza de Dios para
tener siempre confianza y valentía, para seguir adelante con nueva
decisión, para emprender las iniciativas necesarias a fin de dar un rostro
cada vez más bello a vuestra tierra. Y cuando encontréis la oposición del
mundo, escuchad las palabras del Apóstol: «No tengas miedo de dar la
cara por nuestro Señor» (v. 8). Hay que avergonzarse del mal, de lo que
ofende a Dios, de lo que ofende al hombre; hay que avergonzarse del mal
que se produce a la comunidad civil y religiosa con acciones que se
pretende que queden ocultas. La tentación del desánimo, de la resignación,
afecta a quien es débil en la fe, a quien confunde el mal con el bien, a
quien piensa que ante el mal, con frecuencia profundo, no hay nada que
hacer. En cambio, quien está sólidamente fundado en la fe, quien tiene
plena confianza en Dios y vive en la Iglesia, es capaz de llevar la fuerza
extraordinaria del Evangelio. Así se comportaron los santos y las santas
que florecieron a lo largo de los siglos en Palermo y en toda Sicilia, así
como laicos y sacerdotes de hoy, bien conocidos a vosotros, como por
ejemplo don Pino Puglisi. Que sean ellos quienes os mantengan siempre
unidos y alimenten en cada uno el deseo de proclamar, con las palabras y
las obras, la presencia y el amor de Cristo. Pueblo de Sicilia, mira con
esperanza tu futuro. Haz emerger en toda su luz el bien que quieres, que
buscas y que tienes. Vive con valentía los valores del Evangelio para hacer
que resplandezca la luz del bien. Con la fuerza de Dios todo es posible.
Que la Madre de Cristo, la Virgen Odigitria, tan venerada por vosotros, os
asista y os lleve al conocimiento profundo de su Hijo.

LA FUENTE DE LA IDENTIDAD DEL SACERDOTE


20101003. Discurso. Obispos, sacerdotes, religiosos, seminaristas
La adoración eucarística, que hemos tenido la gracia y la alegría de
compartir, nos ha revelado y nos ha hecho percibir el sentido profundo de
lo que somos: miembros del Cuerpo de Cristo que es la Iglesia. Postrado
delante de Jesús, aquí entre vosotros, le he pedido que inflame vuestro
corazón con su caridad, para que así, configurados a él, podáis imitarlo en
la más completa y generosa entrega a la Iglesia y a los hermanos.
Queridos sacerdotes, quiero dirigirme ante todo a vosotros. Sé que
trabajáis con celo e inteligencia, sin escatimar energías. El Señor Jesús, a
273
quien habéis consagrado la vida, está con vosotros. Sed siempre hombres
de oración, para ser también maestros de oración. Que vuestras jornadas
estén marcadas por los tiempos de la oración, durante los cuales,
siguiendo el modelo de Jesús, os detenéis en una conversación
regeneradora con el Padre. No es fácil mantenerse fieles a estas citas
diarias con el Señor, sobre todo hoy que el ritmo de la vida se ha vuelto
frenético y las ocupaciones absorben en medida cada vez mayor. Sin
embargo, debemos convencernos de que el momento de la oración es
fundamental, pues en ella actúa con más eficacia la gracia divina, dando
fecundidad al ministerio. Nos apremian muchas cosas, pero si no estamos
interiormente en comunión con Dios no podemos dar nada ni siquiera a
los demás. Debemos reservar siempre el tiempo necesario para «estar con
él» (cf. Mc 3, 14).
El concilio Vaticano II afirma a propósito de los sacerdotes: «Su
verdadera función sagrada la ejercen sobre todo en el culto o en la
comunidad eucarística» (Lumen gentium, 28). La Eucaristía es la fuente y
el culmen de toda la vida cristiana. Queridos hermanos sacerdotes,
¿podemos decir que lo es para nosotros, para nuestra vida sacerdotal?
¿Con cuánto esmero nos preparamos a la santa misa, para celebrarla o
para permanecer en adoración? ¿Nuestras iglesias son verdaderamente
«casa de Dios», donde su presencia atrae a la gente, que lamentablemente
hoy siente a menudo la ausencia de Dios?
El sacerdote encuentra siempre, y de manera inmutable, la fuente de su
identidad en Cristo Sacerdote. No es el mundo el que fija nuestro estatuto,
según las necesidades y las concepciones de las funciones sociales. El
sacerdote está marcado por el sello del sacerdocio de Cristo, para
participar en su función de único Mediador y Redentor. En virtud de este
vínculo fundamental se abre al sacerdote el campo inmenso del servicio de
las almas, para su salvación en Cristo y en la Iglesia. Un servicio que debe
estar completamente inspirado por la caridad de Cristo. Dios quiere que
todos los hombres se salven, que nadie se pierda. Decía el santo cura de
Ars: «El sacerdote siempre debe estar preparado para responder a las
necesidades de las almas. No es para sí mismo, sino para vosotros». El
sacerdote es para los fieles: los anima y los sostiene en el ejercicio del
sacerdocio común de los bautizados, en su camino de fe, en cultivar la
esperanza, en vivir la caridad, el amor de Cristo. Queridos sacerdotes,
prestad siempre especial atención también al mundo juvenil. Como dijo en
esta tierra el venerable Juan Pablo II, abrid de par en par las puertas de
vuestras parroquias a los jóvenes, para que puedan abrir las puertas de su
corazón a Cristo. Que nunca las encuentren cerradas.
El sacerdote no puede estar lejos de las preocupaciones diarias del
pueblo de Dios; más aún, debe estar muy cerca, pero como sacerdote,
siempre en la perspectiva de la salvación y del reino de Dios. Él es testigo
y dispensador de una vida distinta de la terrena (cf. Presbyterorum ordinis,
3). Es portador de una esperanza fuerte, de una «esperanza fiable», la de
Cristo, con la cual podemos afrontar el presente, aunque a menudo sea
fatigoso (cf. Spe salvi, 1). Para la Iglesia es esencial que se salvaguarde la
274
identidad del sacerdote, con su dimensión «vertical». La vida y la
personalidad de san Juan María Vianney, y también de tantos santos de
vuestra tierra, como san Aníbal María di Francia, el beato Santiago
Cusmano o el beato Francisco Spoto, son una demostración
particularmente iluminadora y vigorosa de esa identidad.
La Iglesia de Palermo ha recordado recientemente el aniversario del
bárbaro asesinato de don Giuseppe Puglisi, perteneciente a este
presbiterio, al que mató la mafia. Tenía un corazón que ardía de auténtica
caridad pastoral; en su celoso ministerio dio amplio espacio a la educación
de los muchachos y de los jóvenes, y a la vez trabajó para que cada familia
cristiana viviera su vocación fundamental de primera educadora de la fe
de los hijos. El mismo pueblo encomendado a su solicitud pastoral pudo
saciarse de la riqueza espiritual de este buen pastor, cuya causa de
beatificación está en curso. Os exhorto a conservar viva memoria de su
fecundo testimonio sacerdotal imitando su ejemplo heroico.
Con gran afecto me dirijo también a vosotros, que en varias formas e
institutos vivís la consagración a Dios en Cristo y en la Iglesia. Un saludo
particular a los monjes y monjas de clausura, cuyo servicio de oración es
tan precioso para la comunidad eclesial. Queridos hermanos y hermanas,
continuad siguiendo a Jesús sin componendas, como propone el
Evangelio, dando así testimonio de la belleza de ser cristianos de manera
radical. A vosotros en particular os corresponde mantener viva en los
bautizados la conciencia de las exigencias fundamentales del Evangelio.
De hecho, vuestra presencia y vuestro estilo infunden en la comunidad
eclesial un valioso impulso hacia la «medida alta» de la vocación
cristiana; es más, podríamos decir que vuestra existencia constituye una
predicación, bastante elocuente, aunque a menudo silenciosa. Vuestro
estilo de vida, amados hermanos, es antiguo y siempre nuevo, pese a la
disminución del número y de las fuerzas. Pero tened fe: nuestros tiempos
no son los de Dios y de su providencia. Es necesario orar y crecer en la
santidad personal y comunitaria. Luego el Señor provee.
Con afecto de predilección os saludo a vosotros, queridos seminaristas,
y os exhorto a responder con generosidad a la llamada del Señor y a las
expectativas del pueblo de Dios, creciendo en la identificación con Cristo,
el sumo sacerdote, preparándoos a la misión con una sólida formación
humana, espiritual, teológica y cultural. El seminario es muy importante
para vuestro futuro porque, mediante una experiencia completa y un
trabajo paciente, os lleva a ser pastores de almas y maestros de fe,
ministros de los santos misterios y portadores de la caridad de Cristo.
Vivid con empeño este tiempo de gracia y conservad en el corazón la
alegría y el impulso del primer momento de la llamada y de vuestro «sí»,
cuando, respondiendo a la voz misteriosa de Cristo, disteis un viraje
decisivo a vuestra vida. Sed dóciles a las directrices de los superiores y de
los responsables de vuestro crecimiento en Cristo y aprended de él el amor
a cada hijo de Dios y de la Iglesia.
275
LA RELACIÓN ENTRE PADRES E HIJOS ES FUNDAMENTAL
20101003. Discurso. Palermo. Encuentro jóvenes y familias
Os saludo con gran afecto y alegría. Gracias por vuestra alegría y por
vuestra fe. Este encuentro con vosotros es el último de mi visita de hoy a
Palermo, pero en cierto sentido es el encuentro central, pues es la ocasión
que ha propiciado el motivo para invitarme: vuestro encuentro regional de
jóvenes y familias. Por eso, hoy debo comenzar por aquí, por este
acontecimiento; y lo hago ante todo dando las gracias a monseñor Mario
Russotto, obispo de Caltanissetta, delegado para la pastoral juvenil y
familiar en el ámbito regional, y a los dos jóvenes Giorgia y David.
Vuestro saludo, queridos amigos, ha sido más que un saludo: ha sido
compartir la fe y la esperanza. Os lo agradezco de corazón. El Obispo de
Roma va a todas partes para confirmar a los cristianos en la fe, pero a su
vez vuelve a casa confirmado por vuestra fe, vuestra alegría y vuestra
esperanza.
Así pues, jóvenes y familias. Debemos tomar en serio esta
combinación, el hecho de reunirnos, que no puede ser sólo ocasional o
funcional. Tiene un sentido, un valor humano, cristiano, eclesial. Y no
quiero partir de un razonamiento, sino de un testimonio, una historia
vivida y muy actual. Creo que todos sabéis que el pasado sábado 25 de
septiembre, en Roma, fue proclamada beata una muchacha italiana
llamada Chiara, Chiara Badano. Os invito a conocerla: su vida fue breve,
pero es un mensaje estupendo. Chiara nació en 1971 y murió en 1990, a
causa de una enfermedad incurable. Diecinueve años llenos de vida, de
amor y de fe. Dos años, los últimos, llenos también de dolor, pero siempre
en el amor y en la luz, una luz que irradiaba a su alrededor y que brotaba
de dentro: de su corazón lleno de Dios. ¿Cómo es posible esto? ¿Cómo
puede una muchacha de 17 ó 18 años vivir un sufrimiento así,
humanamente sin esperanza, difundiendo amor, serenidad, paz, fe?
Evidentemente se trata de una gracia de Dios, pero esta gracia también fue
preparada y acompañada por la colaboración humana: la colaboración de
la propia Chiara, ciertamente, pero también de sus padres y de sus amigos.
Ante todo, los padres, la familia. Hoy quiero subrayarlo de modo
particular. Los padres de la beata Chiara Badano viven, estuvieron en
Roma para la beatificación —yo mismo me encontré personalmente con
ellos— y son testigos del hecho fundamental, que lo explica todo: su hija
rebosaba de la luz de Dios. Y esta luz, que viene de la fe y del amor, ellos
fueron los primeros en encenderla: su papá y su mamá encendieron en el
alma de su hija la llama de la fe y ayudaron a Chiara a mantenerla siempre
encendida, incluso en los momentos difíciles del crecimiento y sobre todo
en la prueba grande y larga del sufrimiento, como sucedió también a la
venerable María Carmelina Leone, que falleció a los 17 años. Este,
queridos amigos, es el primer mensaje que quiero dejaros: la relación entre
padres e hijos, como sabéis, es fundamental; pero no sólo por una buena
tradición, que para los sicilianos es muy importante. Es algo más, que
Jesús mismo nos enseñó: es la antorcha de la fe que se transmite de
276
generación en generación; la llama que está presente también en el rito del
Bautismo, cuando el sacerdote dice: «Recibe la luz de Cristo…, signo
pascual…, llama que debes alimentar siempre».
La familia es fundamental porque allí brota en el alma humana la
primera percepción del sentido de la vida. Brota en la relación con la
madre y con el padre, los cuales no son dueños de la vida de sus hijos,
sino los primeros colaboradores de Dios para la transmisión de la vida y
de la fe. Esto sucedió de modo ejemplar y extraordinario en la familia de
la beata Chiara Badano; pero eso mismo sucede en numerosas familias.
También en Sicilia existen espléndidos testimonios de jóvenes que han
crecido como plantas hermosas, lozanas, después de haber brotado en la
familia, con la gracia del Señor y la colaboración humana. Pienso en la
beata Pina Suriano, en las venerables María Carmelina Leone y María
Magno Magro, gran educadora; en los siervos de Dios Rosario Livatino,
Mario Giuseppe Restivo, y en muchos otros jóvenes que conocéis. A
menudo su actividad no es noticia, porque el mal hace más ruido, pero son
la fuerza, el futuro de Sicilia. La imagen del árbol es muy significativa
para representar al hombre. La Biblia la usa, por ejemplo, en los Salmos.
El Salmo 1 dice: Dichoso el hombre que medita la ley del Señor, «como
un árbol plantado al borde de la acequia: da fruto en su sazón» (v. 3). Esta
«acequia» puede ser el «río» de la tradición, el «río» de la fe del cual se
saca la linfa vital. Queridos jóvenes de Sicilia, sed árboles que hunden sus
raíces en el «río» del bien. No tengáis miedo de contrastar el mal. Juntos,
seréis como un bosque que crece, quizá de forma silenciosa, pero capaz de
dar fruto, de llevar vida y de renovar profundamente vuestra tierra. No
cedáis a las instigaciones de la mafia, que es un camino de muerte,
incompatible con el Evangelio, como tantas veces han dicho y dicen
nuestros obispos.
El apóstol san Pablo retoma esta imagen en la carta a los Colosenses,
donde exhorta a los cristianos a estar «enraizados y edificados en Cristo,
fundados en la fe» (cf. Col 2, 7). Vosotros, los jóvenes, sabéis que estas
palabras son el tema de mi Mensaje para la Jornada mundial de la
juventud del próximo año en Madrid. La imagen del árbol dice que cada
uno de nosotros necesita un terreno fértil en el cual hundir sus raíces, un
terreno rico en sustancias nutritivas que hacen crecer a la persona: son los
valores, pero sobre todo son el amor y la fe, el conocimiento del verdadero
rostro de Dios, la conciencia de que él nos ama infinitamente, con
fidelidad y paciencia, hasta dar su vida por nosotros. En este sentido la
familia es «pequeña Iglesia», porque transmite a Dios, transmite el amor
de Cristo, en virtud del sacramento del Matrimonio. El amor divino que ha
unido al hombre y a la mujer, y que los ha hecho padres, es capaz de
suscitar en el corazón de los hijos la semilla de la fe, es decir, la luz del
sentido profundo de la vida.
Así llegamos a otro pasaje importante, al que sólo puedo aludir: la
familia, para ser «pequeña Iglesia», debe vivir bien insertada en la «gran
Iglesia», es decir, en la familia de Dios que Cristo vino a formar. También
de esto nos da testimonio la beata Chiara Badano, al igual que todos los
277
jóvenes santos y beatos: junto con su familia de origen, es fundamental la
gran familia de la Iglesia, que se encuentra y se experimenta en la
comunidad parroquial, en la diócesis; para la beata Pina Suriano fue la
Acción Católica —ampliamente presente en esta tierra—; para la beata
Chiara Badano, el Movimiento de los Focolares; de hecho, los
movimientos y las asociaciones eclesiales no se sirven a sí mismos, sino
que sirven a Cristo y a la Iglesia.
Queridos amigos, conozco vuestras dificultades en el actual contexto
social, que son las dificultades de los jóvenes y de las familias de hoy, en
particular en el sur de Italia. Y conozco también el empeño con que tratáis
de reaccionar y afrontar estos problemas, sostenidos por vuestros
sacerdotes, que son para vosotros auténticos padres y hermanos en la fe,
como lo fue don Pino Puglisi. Doy gracias a Dios por este encuentro,
porque donde hay jóvenes y familias que eligen el camino del Evangelio,
hay esperanza. Y vosotros sois signo de esperanza no sólo para Sicilia,
sino para toda Italia. Yo os he traído un testimonio de santidad, y vosotros
me ofrecéis el vuestro: los rostros de los numerosos jóvenes de esta tierra
que han amado a Cristo con radicalidad evangélica; vuestros mismos
rostros, como un mosaico. El mayor don que hemos recibido es: ser
Iglesia, ser en Cristo signo e instrumento de unidad, de paz, de verdadera
libertad. Nadie puede quitarnos esta alegría. Nadie puede quitarnos esta
fuerza. ¡Ánimo, queridos jóvenes y familias de Sicilia! Sed santos. A
ejemplo de María, nuestra Madre, poneos plenamente a disposición de
Dios, dejaos plasmar por su Palabra y por su Espíritu, y seréis de nuevo, y
cada vez más, sal y luz de esta amada tierra vuestra. Gracias.

LA SALVACIÓN ESTÁ EN CRISTO JESÚS


20101010. Homilía. Apertura del Sínodo Obispos Oriente Medio
La celebración eucarística, acción de gracias a Dios por excelencia,
está marcada hoy para nosotros, reunidos ante el sepulcro de San Pedro,
por un motivo extraordinario: la gracia de ver reunidos por primera vez en
una Asamblea sinodal, alrededor del Obispo de Roma y Pastor Universal,
a los obispos de la región medioriental. Este singular acontecimiento
demuestra el interés de toda la Iglesia por la valiosa y amada porción del
pueblo de Dios que vive en Tierra Santa y en todo Oriente Medio.
Ante todo elevamos nuestra acción de gracias al Señor de la historia
porque ha permitido siempre, pese a acontecimientos con frecuencia
difíciles y dolorosos, la continuidad de la presencia de los cristianos en
Oriente Medio desde los tiempos de Jesús hasta hoy. En esas tierras la
única Iglesia de Cristo se expresa en la variedad de las tradiciones
litúrgicas, espirituales, culturales y disciplinarias de las seis venerables
Iglesias orientales católicas sui iuris, así como en la tradición latina. El
fraterno saludo, que dirijo con gran afecto a los Patriarcas de cada una de
ellas, quiere extenderse en este momento a todos los fieles encomendados
a su solicitud pastoral en los respectivos países y también en la diáspora.
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En este domingo 28º del tiempo ordinario, la Palabra de Dios ofrece un
tema de meditación que se aproxima de manera significativa al
acontecimiento sinodal que hoy inauguramos. La lectura continua
del Evangelio de san Lucas nos lleva al episodio de la curación de los diez
leprosos, de los cuales uno solo, un samaritano, vuelve atrás para dar
gracias a Jesús. En relación con este texto, la primera lectura, tomada
del segundo libro de los Reyes, relata la curación de Naamán, jefe del
ejército arameo, también él leproso, que fue curado sumergiéndose siete
veces en las aguas del río Jordán, como le ordenó el profeta Eliseo.
Naamán también retorna adonde el profeta y, reconociendo en él al
mediador de Dios, profesa su fe en el único Señor. Dos enfermos de lepra,
por lo tanto, dos hombres no judíos, que se curan porque creen en la
palabra del enviado de Dios. Se curan en el cuerpo, pero se abren a la fe y
esta los cura en el alma, es decir, los salva.
El salmo responsorial canta esta realidad: «Yahvé ha dado a conocer su
salvación, ha revelado su justicia a las naciones; se ha acordado de su
amor y su lealtad para con la casa de Israel» (Sal 98, 2-3). Aquí está
entonces el tema: la salvación es universal pero pasa a través de una
mediación determinada, histórica: la mediación del pueblo de Israel, que
se convierte luego en la de Jesucristo y de la Iglesia. La puerta de la vida
está abierta para todos pero, justamente, es una «puerta», es decir un
pasaje definido y necesario. Lo afirma sintéticamente la fórmula paulina
que hemos escuchado en la segunda carta a Timoteo: «La salvación que
está en Cristo Jesús» (2 Tm 2, 10). Es el misterio de la universalidad de la
salvación y al mismo tiempo de su vínculo necesario con la mediación
histórica de Jesucristo, precedida por la del pueblo de Israel y prolongada
por la de la Iglesia. Dios es amor y quiere que todos los hombres
participen de su vida; para realizar este designio él, que es uno y trino,
crea en el mundo un misterio de comunión humano y divino, histórico y
trascendente: lo crea con el «método» —por decirlo así— de la alianza,
vinculándose con amor fiel e interminable a los hombres, formando un
pueblo santo que se convierta en una bendición para todas las familias de
la tierra (cf. Gn 12, 3). Se revela así como el Dios de Abraham, de Isaac y
de Jacob (cf. Ex 3, 6), que quiere llevar a su pueblo a la «tierra» de la
libertad y de la paz. Esta «tierra» no es de este mundo; todo el designio
divino sobrepasa a la historia, pero el Señor lo quiere construir con los
hombres, por los hombres y en los hombres, a partir de las coordenadas de
espacio y tiempo en las que ellos viven y que él mismo ha dado.
De dichas coordenadas forma parte, con su especificidad, lo que
nosotros llamamos «Oriente Medio». Dios también ve esta región del
mundo desde una perspectiva distinta, podríamos decir «desde lo alto»: es
la tierra de Abraham, de Isaac y de Jacob; la tierra del éxodo y del regreso
del exilio; la tierra del templo y de los profetas; la tierra en la que el Hijo
Unigénito nació de María, donde vivió, murió y resucitó; la cuna de la
Iglesia, constituida para llevar el Evangelio de Cristo hasta los confines
del mundo. Y también nosotros, como creyentes, miramos a Oriente
Medio con esta mirada, desde el punto de vista de la historia de la
279
salvación. Es la perspectiva interior que me ha guiado en los viajes
apostólicos a Turquía, Tierra Santa —Jordania, Israel, Palestina—
y Chipre, donde he podido conocer de cerca las alegrías y las
preocupaciones de las comunidades cristianas. Por eso también he acogido
de buen grado la propuesta de los patriarcas y obispos de convocar una
Asamblea sinodal para reflexionar juntos, a la luz de las Sagradas
Escrituras y de la Tradición de la Iglesia, sobre el presente y el futuro de
los fieles y las poblaciones de Oriente Medio.
Mirar esa parte del mundo desde la perspectiva de Dios significa
reconocer en ella la «cuna» de un designio universal de salvación en el
amor, un misterio de comunión que se cumple en la libertad y, por tanto,
pide a los hombres una respuesta. Abraham, los profetas, la Virgen María
son los protagonistas de esta respuesta, que tiene su último cumplimiento
en Jesucristo, hijo de esa misma tierra, pero que bajó del cielo. De él, de
su corazón y de su Espíritu, nació la Iglesia, que es peregrina en este
mundo, pero que le pertenece. La Iglesia está constituida para ser, en
medio de los hombres, signo e instrumento del único y universal proyecto
salvífico de Dios; cumple esta misión sencillamente siendo ella misma, es
decir, «comunión y testimonio», como reza el tema de la Asamblea
sinodal que se abre hoy, y que hace referencia a la célebre definición que
da san Lucas de la primera comunidad cristiana: «La multitud de los
creyentes no tenía sino un solo corazón y una sola alma» (Hch 4, 32). Sin
comunión no puede haber testimonio: el gran testimonio es precisamente
la vida de comunión. Lo dijo claramente Jesús: «En esto conocerán todos
que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros» (Jn 13,
35). Esta comunión es la vida misma de Dios que se comunica en el
Espíritu Santo, mediante Jesucristo. Es, por tanto, un don, no algo que
ante todo tenemos que construir con nuestras fuerzas. Y es precisamente
por esto por lo que interpela nuestra libertad y espera nuestra respuesta: la
comunión nos pide siempre la conversión, como don que debe ser acogido
y cumplido cada vez mejor. Los primeros cristianos, en Jerusalén, eran
pocos. Nadie habría podido imaginarse lo que ocurrió después. Y la Iglesia
vive siempre de esa misma fuerza que la hizo ponerse en marcha y crecer.
Pentecostés es el acontecimiento originario, pero también es un
dinamismo permanente, y el Sínodo de los obispos es un momento
privilegiado en el que se puede renovar en el camino de la Iglesia la gracia
de Pentecostés, a fin de que la Buena Nueva sea anunciada con franqueza
y pueda ser acogida por todas las gentes.
Por consiguiente, la finalidad de esta Asamblea sinodal es sobre todo
pastoral. Aunque no podemos ignorar la delicada y, a veces, dramática
situación social y política de algunos países, los pastores de las Iglesias en
Oriente Medio desean concentrarse en los aspectos relacionados con su
misión. A este respecto el Instrumentum laboris, elaborado por un Consejo
pre-sinodal a cuyos miembros agradezco vivamente el trabajo realizado,
subraya esta finalidad eclesial de la Asamblea, evidenciando su intención
de reavivar la comunión de la Iglesia católica en Oriente Medio bajo la
guía del Espíritu Santo. Ante todo en el interior de cada Iglesia, entre sus
280
miembros: patriarcas, obispos, sacerdotes, religiosos, personas de vida
consagrada y laicos. Y, después, en las relaciones con las demás Iglesias.
La vida eclesial, fortalecida de este modo, verá producir unos frutos muy
positivos en el camino ecuménico con las otras Iglesias y comunidades
eclesiales presentes en Oriente Medio. Es una ocasión propicia, además,
para proseguir de forma constructiva el diálogo tanto con los judíos, con
los cuales nos une de forma indisoluble la larga historia de la Alianza,
como con los musulmanes. Los trabajos de la Asamblea sinodal están
orientados también al testimonio de los cristianos en ámbito personal,
familiar y social. Esto exige que se refuerce su identidad cristiana
mediante la Palabra de Dios y los Sacramentos. Todos deseamos que los
fieles sientan la alegría de vivir en Tierra Santa, tierra bendecida por la
presencia y por el glorioso misterio pascual del Señor Jesucristo. A lo
largo de los siglos esos Lugares han atraído a multitud de peregrinos y,
también, a comunidades religiosas masculinas y femeninas que han
considerado un gran privilegio poder vivir y dar testimonio en la Tierra de
Jesús. A pesar de las dificultades, los cristianos de Tierra Santa están
llamados a reavivar la conciencia de ser piedras vivas de la Iglesia en
Oriente Medio, en los Lugares santos de nuestra salvación. Pero vivir de
forma digna en la propia patria es, antes que nada, un derecho humano
fundamental: por ello, es necesario favorecer las condiciones de paz y
justicia, indispensables para un desarrollo armonioso de todos los
habitantes de la región. Todos, por lo tanto, están llamados a dar su
contribución: la comunidad internacional, favoreciendo un camino fiable,
leal y constructivo hacia la paz; las religiones presentes de forma
mayoritaria en la región, promoviendo los valores espirituales y culturales
que unen a los hombres y excluyen toda expresión de violencia. Los
cristianos seguirán dando su contribución no sólo con las obras de
promoción social, como los institutos de educación y de salud sino, y
sobre todo, con el espíritu de las Bienaventuranzas evangélicas, que anima
a la práctica del perdón y la reconciliación. Con este compromiso tendrán
siempre el apoyo de toda la Iglesia, como testifica de forma solemne la
presencia aquí de los delegados de los Episcopados de otros continentes.
Queridos amigos, encomendemos los trabajos de la Asamblea sinodal
para Oriente Medio a los numerosos santos y santas de esta tierra bendita;
invoquemos sobre ella la constante protección de la santísima Virgen
María, para que las próximas jornadas de oración, reflexión y comunión
fraterna sean portadoras de buenos frutos para el presente y el futuro de
las queridas poblaciones de Oriente Medio. A ellas dirigimos de todo
corazón el saludo de buen augurio: «Paz para ti, paz para tu casa y paz
para todo lo tuyo» (1 Sm 25, 6).

EL ROSARIO ES ORACIÓN BÍBLICA


281
20101010. Ángelus
El mes de octubre es el mes del rosario. Se trata, por decirlo así, de una
«entonación espiritual» debida a la memoria litúrgica de Nuestra Señora la
Virgen del Rosario, que se celebra el día 7 de octubre. Por tanto, se nos
invita a dejarnos guiar por María en esta oración antigua y siempre nueva,
especialmente querida para ella porque nos lleva directamente a Jesús,
contemplado en sus misterios de salvación: gozosos, luminosos, dolorosos
y gloriosos. Siguiendo los pasos del venerable Juan Pablo II (cf. Rosarium
Virginis Mariae), quiero recordar que el rosario es oración bíblica,
entretejida de Sagrada Escritura. Es oración del corazón, en la que la
repetición del avemaría orienta el pensamiento y el afecto hacia Cristo y,
por tanto, se convierte en súplica confiada a su Madre, que es también
nuestra Madre. Es oración que ayuda a meditar la Palabra de Dios y a
asimilar la Comunión eucarística, según el modelo de María que guardaba
en su corazón todo lo que Jesús hacía y decía, y su misma presencia.

LA NECESIDAD DE ORAR SIEMPRE, SIN CANSARSE


20101017. Homilía. Canonización de seis beatos
Se renueva hoy en la plaza de San Pedro la fiesta de la santidad. Juntos
procuremos acoger lo que el Señor nos dice en las Sagradas Escrituras que
se acaban de proclamar. La liturgia de este domingo nos ofrece una
enseñanza fundamental: la necesidad de orar siempre, sin cansarse. A
veces nos cansamos de orar, tenemos la impresión de que la oración no es
tan útil para la vida, que es poco eficaz. Por ello, tenemos la tentación de
dedicarnos a la actividad, a emplear todos los medios humanos para
alcanzar nuestros objetivos, y no recurrimos a Dios. Jesús, en cambio,
afirma que hay que orar siempre, y lo hace mediante una parábola
específica (cf.Lc 18, 1-8).
En ella se habla de un juez que no teme a Dios y no siente respeto por
nadie, un juez que no tiene una actitud positiva, sino que sólo busca su
interés. No tiene temor del juicio de Dios ni respeto por el prójimo. El otro
personaje es una viuda, una persona en una situación de debilidad. En la
Biblia la viuda y el huérfano son las categorías más necesitadas, porque
están indefensas y sin medios. La viuda va al juez y le pide justicia. Sus
posibilidades de ser escuchada son casi nulas, porque el juez la desprecia
y ella no puede hacer ninguna presión sobre él. Tampoco puede apelar a
principios religiosos, porque el juez no teme a Dios. Por lo tanto, al
parecer esta viuda no tiene ninguna posibilidad. Pero ella insiste, pide sin
cansarse, es importuna; así, al final logra obtener del juez el resultado.
Aquí Jesús hace una reflexión, usando el argumento a fortiori: si un juez
injusto al final se deja convencer por el ruego de una viuda, mucho más
Dios, que es bueno, escuchará a quien le ruega. En efecto, Dios es la
generosidad en persona, es misericordioso y, por consiguiente, siempre
está dispuesto a escuchar las oraciones. Por tanto, nunca debemos
desesperar, sino insistir siempre en la oración.
282
La conclusión del pasaje evangélico habla de la fe: «Pero cuando el
Hijo del hombre venga, ¿encontrará la fe sobre la tierra?» (Lc 18, 8). Es
una pregunta que quiere suscitar un aumento de fe por nuestra parte. De
hecho, es evidente que la oración debe ser expresión de fe; de otro modo
no es verdadera oración. Si uno no cree en la bondad de Dios, no puede
orar de modo verdaderamente adecuado. La fe es esencial como base de la
actitud de la oración. Es lo que hicieron los seis nuevos santos que hoy se
presentan a la veneración de la Iglesia universal: Estanislao Sołtys, Andrés
Bessette, Cándida María de Jesús Cipitria y Barriola, María de la Cruz
MacKillop, Julia Salzano y Bautista Camila de Varano.
San Estanislao Kazimierczyk, religioso del siglo XV, puede ser
también para nosotros ejemplo e intercesor. Toda su vida estuvo vinculada
a la Eucaristía. Ante todo en la iglesia del Corpus Christien Kazimierz, en
la actual Cracovia, donde, junto a su madre y a su padre, aprendió la fe y
la piedad; donde emitió los votos religiosos en la Orden de los Canónigos
Regulares; donde trabajó como sacerdote, educador, dedicado al cuidado
de los necesitados. Sin embargo, estaba vinculado de forma especial a la
Eucaristía mediante un amor ardiente a Cristo presente bajo las especies
del pan y del vino; viviendo el misterio de la muerte y de la resurrección,
que se realiza de modo incruento en la santa misa; a través de la práctica
del amor al prójimo, del cual la Comunión es fuente y signo.
El hermano Andrés Bessette, originario de Quebec, Canadá, y religioso
de la Congregación de la Santa Cruz, conoció muy pronto el sufrimiento y
la pobreza, que lo llevaron a recurrir a Dios mediante la oración y una
vida interior intensa. Portero del colegio de Nuestra Señora de Montreal,
manifestó una caridad sin límites y se esforzó por aliviar las miserias de
quienes se dirigían a él. Aunque estaba muy poco instruido, comprendió
dónde se hallaba lo esencial de su fe. Para él, creer significaba someterse
libremente y por amor a la voluntad divina. Lleno del misterio de Jesús,
vivió la bienaventuranza de los corazones puros, la de la rectitud personal.
Gracias a esta sencillez hizo que muchos vieran a Dios. Hizo construir el
Oratorio San José de Mont Royal, del que fue guardián fiel hasta su
muerte en 1937. Fue testigo de innumerables curaciones y conversiones.
«No intentéis evitar las pruebas —decía—, más bien pedid la gracia de
soportarlas». Para él, todo hablaba de Dios y de su presencia. Como él,
busquemos también nosotros a Dios con sencillez para descubrirlo
siempre presente en el corazón de nuestra vida. Que el ejemplo del
hermano Andrés inspire la vida cristiana canadiense.
Cuando el Hijo del hombre venga para hacer justicia a los elegidos,
¿encontrará esta fe en la tierra? (cf. Lc 18, 18). Hoy podemos decir que sí,
con alivio y firmeza, al contemplar figuras como la madre Cándida María
de Jesús Cipitria y Barriola. Aquella muchacha de origen sencillo, con un
corazón en el que Dios puso su sello y que la llevaría muy pronto, con la
guía de sus directores espirituales jesuitas, a tomar la firme resolución de
vivir «sólo para Dios». Decisión mantenida fielmente, como ella misma
recuerda cuando estaba a punto de morir. Vivió para Dios y para lo que él
más quiere: llegar a todos, llevarles a todos la esperanza que no vacila, y
283
especialmente a quienes más lo necesitan. «Donde no hay lugar para los
pobres, tampoco lo hay para mí», decía la nueva santa, que con escasos
medios contagió a otras hermanas para seguir a Jesús y dedicarse a la
educación y promoción de la mujer. Nacieron así las Hijas de Jesús, que
hoy tienen en su fundadora un modelo de vida muy alto que imitar, y una
misión apasionante que proseguir en los numerosos países donde ha
llegado el espíritu y los anhelos de apostolado de la madre Cándida.
«Recordad quiénes fueron vuestros maestros: de ellos podéis aprender
la sabiduría que lleva a la salvación por la fe en Jesucristo». Durante
muchos años, innumerables jóvenes, a lo largo y ancho de Australia, han
sido bendecidos con profesores que se han inspirado en el ejemplo santo y
valiente de celo, perseverancia y oración de la madre Mary MacKillop.
Ella en su juventud se dedicó a la educación de los pobres en la difícil y
exigente zona rural de Australia, impulsando a otras mujeres a unirse a
ella en la primera comunidad de religiosas de ese país. Atendió las
necesidades de cada uno de los jóvenes que se confiaron a ella, sin reparar
en su posición social o su riqueza, proporcionándoles tanto una formación
espiritual como intelectual. A pesar de los muchos desafíos, sus oraciones
a san José y su incansable devoción al Sagrado Corazón de Jesús, a quien
dedicó su nueva congregación, confirieron a esta santa mujer las gracias
necesarias para permanecer fiel a Dios y a la Iglesia. Que por su
intercesión sus seguidores sigan sirviendo hoy a Dios y a la Iglesia con fe
y humildad.
En la segunda mitad del siglo XIX, en Campania, en el sur de Italia, el
Señor llamó a una joven maestra de la escuela primaria, Julia Salzano, y la
convirtió en apóstol de la educación cristiana, fundadora de la
congregación de las Hermanas Catequistas del Sagrado Corazón de Jesús.
La madre Julia comprendió bien la importancia de la catequesis en la
Iglesia y, uniendo la preparación pedagógica al fervor espiritual, se dedicó
a ella con generosidad e inteligencia, contribuyendo a la formación de
personas de toda edad y posición social. Repetía a sus hermanas que
deseaba impartir catecismo hasta la última hora de su vida, demostrando
con todo su ser que si «Dios nos ha creado para conocerlo, amarlo y
servirlo en esta vida», no se debía anteponer nada a esta tarea. Que el
ejemplo y la intercesión de santa Julia Salzano sostengan a la Iglesia en su
perenne tarea de anunciar a Cristo y formar auténticas conciencias
cristianas.
Santa Bautista Camila de Varano, monja clarisa del siglo XV,
testimonió con todas sus fuerzas el sentido evangélico de la vida,
especialmente perseverando en la oración. Entró a los 23 años en el
monasterio de Urbino y se integró como protagonista de aquel vasto
movimiento de reforma de la espiritualidad femenina franciscana que se
proponía recuperar plenamente el carisma de santa Clara de Asís.
Promovió nuevas fundaciones monásticas en Camerino, donde fue elegida
abadesa en varias ocasiones, en Fermo y en San Severino. La vida de
santa Bautista, totalmente inmersa en las profundidades divinas, fue una
ascensión constante por el camino de la perfección, con un amor heroico a
284
Dios y al prójimo. Estuvo marcada por grandes sufrimientos y místicos
consuelos; en efecto, como ella misma escribe, había decidido «entrar en
el Sagrado Corazón de Jesús y ahogarse en el océano de sus dolorosísimos
sufrimientos». En un tiempo en el que la Iglesia sufría un relajamiento de
las costumbres, ella recorrió con decisión el camino de la penitencia y de
la oración, animada por el ardiente deseo de renovación del Cuerpo
místico de Cristo.
Queridos hermanos y hermanas, demos gracias al Señor por el don de
la santidad, que resplandece en la Iglesia y hoy se refleja en el rostro de
estos hermanos y hermanas nuestros. Jesús nos invita también a cada uno
de nosotros a seguirlo para tener en herencia la vida eterna.
Dejémonos atraer por estos ejemplos luminosos, dejémonos guiar por
sus enseñanzas, para que nuestra existencia sea un cántico de alabanza a
Dios. Que nos obtengan esta gracia la Virgen María y la intercesión de los
seis nuevos santos, a los que hoy con alegría veneramos. Amén.

EL MUNDO, MIENTRAS EXISTA, NECESITA SACERDOTES


20101018. Carta. A los seminaristas del mundo
Queridos seminaristas:
En diciembre de 1944, cuando me llamaron al servicio militar, el
comandante de la compañía nos preguntó a cada uno qué queríamos ser en
el futuro. Respondí que quería ser sacerdote católico. El subteniente
replicó: Entonces tiene usted que buscarse otra cosa. En la nueva
Alemania ya no hay necesidad de curas. Yo sabía que esta “nueva
Alemania” estaba llegando a su fin y, que después de las devastaciones tan
enormes que aquella locura había traído al País, habría más que nunca
necesidad de sacerdotes. Hoy la situación es completamente distinta. Pero
también ahora hay mucha gente que, de una u otra forma, piensa que el
sacerdocio católico no es una “profesión” con futuro, sino que pertenece
más bien al pasado. Vosotros, queridos amigos, habéis decidido entrar en
el seminario y, por tanto, os habéis puesto en camino hacia el ministerio
sacerdotal en la Iglesia católica, en contra de estas objeciones y opiniones.
Habéis hecho bien. Porque los hombres, también en la época del dominio
tecnológico del mundo y de la globalización, seguirán teniendo necesidad
de Dios, del Dios manifestado en Jesucristo y que nos reúne en la Iglesia
universal, para aprender con Él y por medio de Él la vida verdadera, y
tener presentes y operativos los criterios de una humanidad verdadera.
Donde el hombre ya no percibe a Dios, la vida se queda vacía; todo es
insuficiente. El hombre busca después refugio en el alcohol o en la
violencia, que cada vez amenaza más a la juventud. Dios está vivo. Nos ha
creado y, por tanto, nos conoce a todos. Es tan grande que tiene tiempo
para nuestras pequeñas cosas: “Hasta los pelos de vuestra cabeza están
contados”. Dios está vivo, y necesita hombres que vivan para Él y que lo
lleven a los demás. Sí, tiene sentido ser sacerdote: el mundo, mientras
exista, necesita sacerdotes y pastores, hoy, mañana y siempre.
285
El seminario es una comunidad en camino hacia el servicio sacerdotal.
Con esto, ya he dicho algo muy importante: no se llega a ser sacerdote
solo. Hace falta la “comunidad de discípulos”, el grupo de los que quieren
servir a la Iglesia de todos. Con esta carta quisiera poner de relieve
-mirando también hacia atrás, a mis días en el seminario- algunos
elementos importantes para estos años en los que os encontráis en camino.
1. Quien quiera ser sacerdote debe ser sobre todo un “hombre de
Dios”, como lo describe san Pablo (1 Tm 6,11). Para nosotros, Dios no es
una hipótesis lejana, no es un desconocido que se ha retirado después del
“big bang”. Dios se ha manifestado en Jesucristo. En el rostro de
Jesucristo vemos el rostro de Dios. En sus palabras escuchamos al mismo
Dios que nos habla. Por eso, lo más importante en el camino hacia el
sacerdocio, y durante toda la vida sacerdotal, es la relación personal con
Dios en Jesucristo. El sacerdote no es el administrador de una asociación,
que intenta mantenerla e incrementar el número de sus miembros. Es el
mensajero de Dios entre los hombres. Quiere llevarlos a Dios, y que así
crezca la comunión entre ellos. Por esto, queridos amigos, es tan
importante que aprendáis a vivir en contacto permanente con Dios.
Cuando el Señor dice: “Orad en todo momento”, lógicamente no nos está
pidiendo que recitemos continuamente oraciones, sino que nunca
perdamos el trato interior con Dios. Ejercitarse en este trato es el sentido
de nuestra oración. Por esto es importante que el día se inicie y concluya
con la oración. Que escuchemos a Dios en la lectura de la Escritura. Que
le contemos nuestros deseos y esperanzas, nuestras alegrías y
sufrimientos, nuestros errores y nuestra gratitud por todo lo bueno y bello,
y que de esta manera esté siempre ante nuestros ojos como punto de
referencia en nuestra vida. Así nos hacemos más sensibles a nuestros
errores y aprendemos a esforzarnos por mejorar; pero, además, nos
hacemos más sensibles a todo lo hermoso y bueno que recibimos cada día
como si fuera algo obvio, y crece nuestra gratitud. Y con la gratitud
aumenta la alegría porque Dios está cerca de nosotros y podemos servirlo.
2. Para nosotros, Dios no es sólo una palabra. En los sacramentos, Él
se nos da en persona, a través de realidades corporales. La Eucaristía es el
centro de nuestra relación con Dios y de la configuración de nuestra vida.
Celebrarla con participación interior y encontrar de esta manera a Cristo
en persona, debe ser el centro de cada una de nuestras jornadas. San
Cipriano ha interpretado la petición del Evangelio: “Danos hoy nuestro
pan de cada día”, diciendo, entre otras cosas, que “nuestro” pan, el pan
que como cristianos recibimos en la Iglesia, es el mismo Señor
Sacramentado. En la petición del Padrenuestro pedimos, por tanto, que Él
nos dé cada día este pan “nuestro”; que éste sea siempre el alimento de
nuestra vida. Que Cristo resucitado, que se nos da en la Eucaristía, modele
de verdad toda nuestra vida con el esplendor de su amor divino. Para
celebrar bien la Eucaristía, es necesario también que aprendamos a
conocer, entender y amar la liturgia de la Iglesia en su expresión concreta.
En la liturgia rezamos con los fieles de todos los tiempos: pasado, presente
y futuro se suman a un único y gran coro de oración. Por mi experiencia
286
personal puedo afirmar que es entusiasmante aprender a entender poco a
poco cómo todo esto ha ido creciendo, cuánta experiencia de fe hay en la
estructura de la liturgia de la Misa, cuántas generaciones con su oración la
han ido formando.
3. También es importante el sacramento de la Penitencia. Me enseña a
mirarme con los ojos de Dios, y me obliga a ser honesto conmigo mismo.
Me lleva a la humildad. El Cura de Ars dijo en una ocasión: Pensáis que
no tiene sentido recibir la absolución hoy, sabiendo que mañana
cometeréis nuevamente los mismos pecados. Pero -nos dice- Dios mismo
olvida en ese momento los pecados de mañana, para daros su gracia hoy.
Aunque tengamos que combatir continuamente los mismos errores, es
importante luchar contra el ofuscamiento del alma y la indiferencia que se
resigna ante el hecho de que somos así. Es importante mantenerse en
camino, sin ser escrupulosos, teniendo conciencia agradecida de que Dios
siempre está dispuesto al perdón. Pero también sin la indiferencia, que nos
hace abandonar la lucha por la santidad y la superación. Cuando recibo el
perdón, aprendo también a perdonar a los demás. Reconociendo mi
miseria, llego también a ser más tolerante y comprensivo con las
debilidades del prójimo.
4. Sabed apreciar también la piedad popular, que es diferente en las
diversas culturas, pero que a fin de cuentas es también muy parecida, pues
el corazón del hombre después de todo es el mismo. Es cierto que la
piedad popular puede derivar hacia lo irracional y quizás también
quedarse en lo externo. Sin embargo, excluirla es completamente erróneo.
A través de ella, la fe ha entrado en el corazón de los hombres, formando
parte de sus sentimientos, costumbres, sentir y vivir común. Por eso, la
piedad popular es un gran patrimonio de la Iglesia. La fe se ha hecho
carne y sangre. Ciertamente, la piedad popular tiene siempre que
purificarse y apuntar al centro, pero merece todo nuestro aprecio, y hace
que nosotros mismos nos integremos plenamente en el “Pueblo de Dios”.
5. El tiempo en el seminario es también, y sobre todo, tiempo de
estudio. La fe cristiana tiene una dimensión racional e intelectual esencial.
Sin esta dimensión no sería ella misma. Pablo habla de un “modelo de
doctrina”, a la que fuimos entregados en el bautismo (Rm 6,17). Todos
conocéis las palabras de san Pedro, consideradas por los teólogos
medievales como justificación de una teología racional y elaborada
científicamente: “Estad siempre prontos para dar razón (logos) de vuestra
esperanza a todo el que os la pidiere” (1 P 3,15). Una de las tareas
principales de los años de seminario es capacitaros para dar dichas
razones. Os ruego encarecidamente: Estudiad con tesón. Aprovechad los
años de estudio. No os arrepentiréis. Es verdad que a veces las materias de
estudio parecen muy lejanas de la vida cristiana real y de la atención
pastoral. Sin embargo, es un gran error plantear de entrada la cuestión en
clave pragmática: ¿Me servirá esto para el futuro? ¿Me será de utilidad
práctica, pastoral? Desde luego no se trata solamente de aprender las cosas
meramente prácticas, sino de conocer y comprender la estructura interna
de la fe en su totalidad, de manera que se convierta en una respuesta a las
287
preguntas de los hombres, que aunque aparentemente cambian en cada
generación, en el fondo son las mismas. Por eso, es importante ir más allá
de las cuestiones coyunturales para captar cuáles son precisamente las
verdaderas preguntas y poder entender también así las respuestas como
auténticas repuestas. Es importante conocer a fondo la Sagrada Escritura
en su totalidad, en su unidad entre Antiguo y Nuevo Testamento: la
formación de los textos, su peculiaridad literaria, la composición gradual
de los mismos hasta formar el canon de los libros sagrados, la unidad de
su dinámica interna que no se aprecia a primera vista, pero que es la única
que da sentido pleno a cada uno de los textos. Es importante conocer a los
Padres y los grandes Concilios, en los que la Iglesia ha asimilado,
reflexionando y creyendo, las afirmaciones esenciales de la Escritura.
Podría continuar en este sentido: llamamos dogmática a la comprensión de
cada uno de los contenidos de la fe en su unidad, o mejor, en su
simplicidad última: cada detalle particular, en definitiva, desarrolla la fe en
el único Dios, que se manifestó y que sigue manifestándose. No es
necesario que diga expresamente lo necesario que es estudiar las
cuestiones esenciales de la teología moral y de la doctrina social de la
Iglesia. Es evidente la importancia que tiene hoy la teología ecuménica,
conocer las diversas comunidades cristianas; es igualmente necesario una
orientación fundamental sobre las grandes religiones y, sobre todo, la
filosofía: la comprensión de la búsqueda y de las preguntas del hombre, a
las que la fe quiere dar respuesta. Pero también aprended a comprender y
-me atrevo a decir- a amar el derecho canónico por su necesidad intrínseca
y por su aplicación práctica: una sociedad sin derecho sería una sociedad
carente de derechos. El derecho es una condición del amor. Prefiero no
continuar enumerando más cosas, pero sí deseo deciros una vez más:
amad el estudio de la teología y continuadlo con especial sensibilidad,
para anclar la teología en la comunidad viva de la Iglesia que, con su
autoridad, no es un polo opuesto a la ciencia teológica, sino su
presupuesto. Sin la Iglesia que cree, la teología deja de ser ella misma y se
convierte en un conjunto de disciplinas diversas sin unidad interior.
6. Los años de seminario deben ser también un periodo de maduración
humana. Para el sacerdote, que deberá acompañar a otros en el camino de
la vida y hasta el momento de la muerte, es importante que haya
conseguido un equilibrio justo entre corazón y mente, razón y sentimiento,
cuerpo y alma, y que sea humanamente “íntegro”. La tradición cristiana
siempre ha unido las “virtudes teologales” con las “virtudes cardinales”,
que brotan de la experiencia humana y de la filosofía, y ha tenido en
cuenta la sana tradición ética de la humanidad. Pablo dice a los Filipenses
de manera muy clara: “Finalmente, hermanos, todo lo que es verdadero,
noble, justo, puro, amable, laudable, todo lo que es virtud o mérito,
tenedlo en cuenta” (4,8). En este contexto, se sitúa también la integración
de la sexualidad en el conjunto de la personalidad. La sexualidad es un
don del Creador, pero también una tarea que tiene que ver con el
desarrollo del ser humano. Cuando no se integra en la persona, la
sexualidad se convierte en algo banal y destructivo. En nuestra sociedad
288
actual se ven muchos ejemplos de esto. Recientemente, hemos constatado
con gran dolor que algunos sacerdotes han desfigurado su ministerio al
abusar sexualmente de niños y jóvenes. En lugar de llevar a las personas a
una madurez humana y ser un ejemplo para ellos, han provocado con sus
abusos un daño que nos causa profundo dolor y disgusto. Debido a todo
esto, muchos podrán preguntarse, quizás también vosotros, si vale la pena
ser sacerdote; si es sensato encaminar la vida por el celibato. Sin embargo,
estos abusos, que son absolutamente reprobables, no pueden desacreditar
la misión sacerdotal, que conserva toda su grandeza y dignidad. Gracias a
Dios, todos conocemos sacerdotes convincentes, forjados por su fe, que
dan testimonio de cómo en este estado, en la vida celibataria, se puede
vivir una humanidad auténtica, pura y madura. Pero lo que ha ocurrido,
nos debe hacer más vigilantes y atentos, examinándonos cuidadosamente a
nosotros mismos, delante de Dios, en el camino hacia el sacerdocio, para
ver si es ésta su voluntad para mí. Es tarea de los confesores y de vuestros
superiores acompañaros y ayudaros en este proceso de discernimiento. Un
elemento esencial de vuestro camino es practicar las virtudes humanas
fundamentales, con la mirada puesta en Dios manifestado en Cristo,
dejándonos purificar por Él continuamente.
7. En la actualidad, los comienzos de la vocación sacerdotal son más
variados y diversos que en el pasado. Con frecuencia, se toma la decisión
por el sacerdocio en el ejercicio de alguna profesión secular. A menudo,
surge en las comunidades, especialmente en los movimientos, que
propician un encuentro comunitario con Cristo y con su Iglesia, una
experiencia espiritual y la alegría en el servicio de la fe. La decisión
también madura en encuentros totalmente personales con la grandeza y la
miseria del ser humano. De este modo, los candidatos al sacerdocio
proceden con frecuencia de ámbitos espirituales completamente diversos.
Puede que sea difícil reconocer los elementos comunes del futuro enviado
y de su itinerario espiritual. Precisamente, por eso, el seminario es
importante como comunidad en camino por encima de las diversas formas
de espiritualidad. Los movimientos son una cosa magnífica. Sabéis bien
cuánto los aprecio y quiero como don del Espíritu Santo a la Iglesia. Sin
embargo, se han de valorar según su apertura a la común realidad católica,
a la vida de la única y común Iglesia de Cristo, que en su diversidad es, en
definitiva, una sola. El seminario es el periodo en el que uno aprende con
los otros y de los otros. En la convivencia, quizás a veces difícil, debéis
asimilar la generosidad y la tolerancia, no simplemente soportándoos
mutuamente, sino enriqueciéndoos unos a otros, de modo que cada uno
pueda aportar sus cualidades particulares al conjunto, mientras todos
servís a la misma Iglesia, al mismo Señor. Ser escuela de tolerancia, más
aún, de aceptarse y comprenderse en la unidad del Cuerpo de Cristo, es
otro elemento importante de los años de seminario.
Queridos seminaristas, con estas líneas he querido mostraros lo mucho
que pienso en vosotros, especialmente en estos tiempos difíciles, y lo
cerca que os tengo en la oración. Rezad también por mí, para que pueda
desempeñar bien mi servicio, hasta que el Señor quiera. Confío vuestro
289
camino de preparación al sacerdocio a la maternal protección de María
Santísima, cuya casa fue escuela de bien y de gracia. A todos os bendiga
Dios omnipotente, Padre, Hijo y Espíritu Santo.

¿LA IGLESIA ES UN LUGAR DE ESPERANZA?


20100510. Mensaje. Al 2º Kirchentag de Alemania en Munich
«Para que tengáis esperanza»: con este lema os habéis reunido en
Munich. En un tiempo difícil queréis enviar una señal de esperanza a la
Iglesia y a la sociedad. Os estoy muy agradecido por esto. En efecto,
nuestro mundo necesita esperanza, nuestro tiempo necesita esperanza.
Pero, ¿la Iglesia es un lugar de esperanza? En los últimos meses nos
hemos tenido que confrontar repetidamente con noticias que quieren
quitar la alegría a la Iglesia, que la oscurecen como lugar de esperanza.
Como los siervos del dueño de casa en la parábola evangélica del reino de
Dios, también nosotros queremos preguntar al Señor: «Señor, ¿no
sembraste semilla buena en tu campo? ¿Cómo es que tiene cizaña?»
(Mt 13, 27). Sí, con su Palabra y con el sacrificio de su vida el Señor ha
sembrado realmente la semilla buena en el campo de la tierra. Brotó y
brota. No debemos pensar sólo en las grandes figuras luminosas de la
historia, a las que la Iglesia ha reconocido el título de «santos», o sea
completamente impregnados de Dios, resplandecientes a partir de él. Cada
uno de nosotros conoce también a personas normales, a las que no
menciona ningún periódico o no cita ninguna crónica, que a partir de la fe
han madurado, alcanzando una gran humanidad y bondad. Abraham, en su
apasionado diálogo con Dios para evitar la destrucción de la ciudad de
Sodoma logró que el Señor del universo le asegurara que si encontraba
diez justos no iba a destruir la ciudad (cf. Gn 18, 22-33). Gracias a Dios,
en nuestras ciudades hay mucho más de diez justos. Si estamos un poco
atentos, si no percibimos sólo la oscuridad, sino también lo que es claro y
bueno en nuestro tiempo, vemos cómo la fe hace a los hombres puros y
generosos y los educa en el amor. De nuevo: La cizaña existe también en
el seno de la Iglesia y entre aquellos a los que el Señor ha acogido a su
servicio de modo especial. Pero la luz de Dios no ha declinado, la semilla
buena no se ha visto sofocada por la semilla del mal.
«Para que tengáis esperanza»: Esta frase quiere ante todo invitarnos a
no perder de vista el bien y a los buenos. Quiere invitarnos a ser nosotros
mismos buenos y a volver a ser buenos para siempre; quiere invitarnos a
discutir con Dios en favor del mundo, como Abraham, tratando nosotros
mismos de vivir con pasión de la justicia de Dios.
¿La Iglesia, por tanto, es un lugar de esperanza? Sí, pues de ella nos
llega siempre y de nuevo la Palabra de Dios, que nos purifica y nos
muestra el camino de la fe. Lo es, puesto que en ella el Señor sigue
dándose a sí mismo, en la gracia de los sacramentos, en la palabra de la
reconciliación, en los múltiples dones de su consolación. Nada puede
ofuscar o destruir todo esto. De esto deberíamos estar contentos en medio
de todas las tribulaciones. Hablar de la Iglesia como lugar de la esperanza
290
que viene de Dios conlleva al mismo tiempo un examen de conciencia:
¿Qué hago con la esperanza que el Señor me ha donado? ¿Realmente me
dejo modelar por su Palabra? ¿Me dejo cambiar y curar por él? ¿Cuánta
cizaña en realidad crece dentro de mí? ¿Estoy dispuesto a extirparla?
¿Agradezco el don del perdón y estoy dispuesto a perdonar y a curar a mi
vez en lugar de condenar?
Preguntémonos una vez más: ¿Qué es verdaderamente la «esperanza»?
Las cosas que podemos hacer por nosotros mismos no son objeto de la
esperanza, sino más bien una tarea que debemos realizar con la fuerza de
nuestra razón, de nuestra voluntad y de nuestro corazón. Pero si
reflexionamos sobre todo lo que podemos y debemos hacer, observamos
que no podemos hacer las cosas más grandes, que nos llegan sólo como un
don: la amistad, el amor, la alegría, la felicidad. Quiero hacer otra
consideración: todos queremos vivir, y la vida tampoco podemos dárnosla
nosotros mismos. Sin embargo, hoy ya casi nadie habla de la vida eterna,
que en el pasado era el verdadero objeto de la esperanza. Puesto que las
personas no se atreven a creer en ella, hay que esperar obtenerlo todo de la
vida presente. Dejar de lado la esperanza en la vida eterna lleva a la avidez
por una vida aquí y ahora, que casi inevitablemente se convierte en egoísta
y, al final, es irrealizable. Precisamente cuando queremos adueñarnos de la
vida como de una especie de bien, esta se nos escapa. Pero volvamos
atrás. Las cosas grandes de la vida no podemos realizarlas nosotros, sólo
podemos esperarlas. La buena nueva de la fe consiste precisamente en
esto: existe Alguien que puede dárnoslas. No se nos deja solos. Dios vive.
Dios nos ama. En Jesucristo se hizo uno de nosotros. Me puedo dirigir a él
y él me escucha. Por esto, como Pedro, en la confusión de nuestros
tiempos, que nos persuaden a creer en muchos otros caminos, le decimos:
«Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros
creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios» (Jn 6, 68-69).
Queridos amigos, a todos los que estáis reunidos en la Theresienwiese
en Munich, os deseo que os inunde de nuevo la alegría de poder conocer a
Dios, de conocer a Cristo, y de que él nos conoce. Esta es nuestra
esperanza y nuestra alegría en medio de las confusiones del tiempo
presente.

SAN JOSÉ: CONFIARSE A DIOS ES VACIARSE DE SÍ


20100705. Discurso. Inauguración de la fuente a san José
Esta fuente está dedicada a san José, una figura querida y cercana para
el corazón del pueblo de Dios y para mi corazón. Los seis paneles de
bronce que la embellecen evocan diversos momentos de su vida. Deseo
detenerme brevemente a reflexionar sobre estos. El primer panel
representa las nupcias entre José y María; se trata de un episodio que
reviste gran importancia. José era del linaje real de David y, en virtud de
su matrimonio con María, conferirá al Hijo de la Virgen —al Hijo de Dios
— el título legal de «hijo de David», cumpliendo así las profecías. Las
nupcias de José y María son, por tanto, un acontecimiento humano, pero
291
determinante en la historia de salvación de la humanidad, en la realización
de las promesas de Dios; de modo que también tienen una connotación
sobrenatural, que los dos protagonistas aceptan con humildad y confianza.
Muy pronto para José llega el momento de la prueba, una dura prueba
para su fe. Prometido de María, antes de ir a vivir con ella, descubre su
misteriosa maternidad y queda turbado. El evangelista Mateo subraya que,
como era justo, no quería repudiarla y, por tanto, resolvió despedirla en
secreto (cf. Mt 1,19). Pero en sueños —como representa el segundo panel
— el ángel le hizo comprender que lo que sucedía en María era obra del
Espíritu Santo; y José, fiándose de Dios, accede y coopera en el plan de la
salvación. Ciertamente, la intervención divina en su vida no podía no
turbar su corazón. Confiarse a Dios no significa ver todo claro según
nuestros criterios, no significa realizar lo que hemos proyectado; confiarse
a Dios quiere decir vaciarse de sí mismos, renunciar a sí mismos, porque
sólo quien acepta perderse por Dios puede ser «justo» como san José, es
decir, puede conformar su propia voluntad a la de Dios y así realizarse.
El Evangelio, como sabemos, no ha conservado ninguna palabra de
José, el cual desempeñó su actividad en el silencio. Es el estilo que lo
caracteriza en toda su existencia, tanto antes de encontrarse frente al
misterio de la acción de Dios en su esposa, como cuando —consciente de
este misterio— está al lado de María en el nacimiento, representado en la
tercera placa. En aquella santa noche, en Belén, con María y el Niño está
José, al cual el Padre celestial ha encomendado el cuidado diario de su
Hijo en la tierra, un cuidado realizado en la humildad y en el silencio.
El cuarto panel reproduce la escena dramática de la huida a
Egipto para escapar de la violencia homicida de Herodes. José se ve
obligado a dejar su tierra con su familia, de prisa: se trata de otro
momento misterioso en su vida; otra prueba en la que se le pide plena
fidelidad al designio de Dios.
Después, en los Evangelios, José aparece sólo en otro episodio, cuando
se dirige a Jerusalén y vive la angustia de perder al hijo Jesús. San Lucas
describe la afanosa búsqueda y la maravilla de encontrarlo en el
Templo —como se ve en la quinta placa—, pero aún más el asombro de
sentir las misteriosas palabras: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que
yo debía estar en la casa de mi Padre?» (Lc 2, 49). Estas dos preguntas del
Hijo de Dios nos ayudan a entender el misterio de la paternidad de José.
Recordando a sus padres el primado de aquel al que llama «mi Padre»,
Jesús afirma la primacía de la voluntad de Dios sobre cualquier otra
voluntad, y revela a José la verdad profunda de su papel: también él está
llamado a ser discípulo de Jesús, dedicando su existencia al servicio del
Hijo de Dios y de la Virgen Madre, en obediencia al Padre celestial.
El sexto panel representa el trabajo de José en su taller de Nazaret. A
su lado trabajó Jesús. El Hijo de Dios está escondido para los hombres y
sólo María y José custodian su misterio y lo viven cada día: el Verbo
encarnado crece como hombre a la sombra de sus padres, pero, al mismo
tiempo, estos permanecen a su vez escondidos en Cristo, en su misterio,
viviendo su vocación.
292
Queridos hermanos y hermanas, esta hermosa fuente dedicada a san
José constituye una referencia simbólica a los valores de la sencillez y de
la humildad a la hora de cumplir diariamente la voluntad de Dios, valores
que caracterizaron la vida silenciosa, pero preciosa del Custodio del
Redentor. A su intercesión encomiendo los anhelos de la Iglesia y del
mundo. Que, junto con la Virgen María, su esposa, guíe siempre mi
camino y el vuestro, a fin de que seamos instrumentos gozosos de paz y de
salvación.

EL PASTOR DEBE IMITAR LA KÉNOSIS DE CRISTO


20100911. Discurso. Nuevos obispos de misiones
Conozco los desafíos que debéis afrontar, especialmente en las
comunidades cristianas que viven su fe en contextos nada fáciles, donde,
además de varias formas de pobreza, a veces se verifican formas de
persecución a causa de la fe cristiana. A vosotros os corresponde la tarea
de alimentar su esperanza, de compartir sus dificultades, inspirándoos en
la caridad de Cristo que consiste en la atención, ternura, compasión,
acogida, disponibilidad e interés por los problemas de la gente, por la cual
estamos dispuestos a dar la vida (cf. Benedicto XVI, Mensaje para la
Jornada mundial de las misiones de 2008, n. 2).
En cada una de vuestras tareas os sostiene el Espíritu Santo, que en la
ordenación os configuró a Cristo, sumo y eterno Sacerdote. De hecho, el
ministerio episcopal sólo se comprende a partir de Cristo, la fuente del
único y supremo sacerdocio, del que el obispo es partícipe. Por tanto, este
«se esforzará en adoptar un estilo de vida que imite la kénosis de Cristo
siervo, pobre y humilde, de manera que el ejercicio de su ministerio
pastoral sea un reflejo coherente de Jesús, Siervo de Dios, y lo lleve a ser,
como él, cercano a todos, desde el más grande al más pequeño» (Juan
Pablo II, Pastores gregis, 11). Pero, para imitar a Cristo, es preciso dedicar
un tiempo adecuado a «estar con él» y contemplarle en la intimidad orante
del coloquio de corazón a corazón. El pastor está llamado ante todo a estar
con frecuencia en la presencia de Dios, a ser hombre de oración y de
adoración. A través de la oración, como dice la carta a los Hebreos (cf. 9,
11-14), se convierte en víctima y altar, para la salvación del mundo. La
vida del obispo debe ser una oblación continua a Dios para la salvación de
su Iglesia, y especialmente para la salvación de las almas que se le han
encomendado.
Esta oblatividad pastoral constituye también la verdadera dignidad del
obispo: le deriva de hacerse siervo de todos, hasta dar la propia vida. De
hecho, el episcopado, ―como el presbiterado— nunca hay que
malinterpretarlo según categorías mundanas. Es un servicio de amor. El
obispo está llamado a servir a la Iglesia con el estilo del Dios hecho
hombre, convirtiéndose cada vez más plenamente en siervo del Señor y en
siervo de la humanidad. Sobre todo es servidor y ministro de la Palabra de
Dios, la cual es también su verdadera fuerza. El deber primario del
anuncio, acompañado de la celebración de los sacramentos, especialmente
293
de la Eucaristía, brota de la misión recibida, como subraya la exhortación
apostólica Pastores gregis: «Aunque el deber de anunciar el Evangelio es
propio de toda la Iglesia y de cada uno de sus hijos, lo es por un título
especial de los obispos que, en el día de la sagrada ordenación, la cual los
introduce en la sucesión apostólica, asumen como compromiso principal
predicar el Evangelio a los hombres y hacerlo invitándolos a creer por la
fuerza del Espíritu y confirmándolos en la fe viva» (n. 26). De esta
Palabra de salvación el obispo debe alimentarse abundantemente,
poniéndose siempre a su escucha, como dice san Agustín: «Aunque
seamos pastores, el pastor escucha con temblor no sólo lo que va dirigido
a los pastores, sino también lo que va dirigido al rebaño» (Sermón 47, 2).
Al mismo tiempo, la acogida y el fruto de la proclamación de la Buena
Nueva están estrechamente vinculados a la calidad de la fe y de la oración.
Los que están llamados al ministerio de la predicación deben creer en la
fuerza de Dios que brota de los sacramentos y que los acompaña en la
tarea de santificar, gobernar y anunciar; deben creer y vivir cuanto
anuncian y celebran. Al respecto, resultan actuales las palabras del siervo
de Dios Pablo VI: «Hoy más que nunca el testimonio de vida se ha
convertido en una condición esencial con vistas a una eficacia real de la
predicación» (Evangelii nuntiandi, 76).
Sé que las comunidades que os han sido encomendadas se encuentran,
por decirlo así, en las «fronteras» religiosas, antropológicas y sociales, y,
en muchos casos, son presencia minoritaria. En estos contextos la misión
de un obispo es particularmente ardua; pero precisamente en esas
circunstancias el Evangelio puede mostrar, a través de vuestro ministerio,
todo su poder salvífico. No debéis caer en el pesimismo y el desaliento,
porque es el Espíritu Santo quien guía a la Iglesia y le da, con su poderoso
soplo, la valentía de perseverar y de buscar nuevos métodos de
evangelización, para llegar a ámbitos hasta ahora inexplorados. La verdad
cristiana es atractiva y persuasiva precisamente porque responde a la
necesidad profunda de la existencia humana, anunciando de manera
convincente que Cristo es el único Salvador de todo el hombre y de todos
los hombres. Este anuncio sigue siendo válido hoy, como lo fue al
comienzo del cristianismo, cuando se llevó a cabo la primera gran
expansión misionera del Evangelio.

EL GOBIERNO PASTORAL, ARTE DE LAS ARTES


20100913. Discurso. Nuevos obispos
Según una costumbre muy significativa, ante todo habéis realizado una
peregrinación a la tumba del apóstol san Pedro, el cual se conformó a
Cristo Maestro y Pastor hasta la muerte y una muerte de cruz. A este
propósito, son iluminadoras algunas expresiones de santo Tomás de
Aquino, que pueden constituir un verdadero programa de vida para cada
obispo. Comentando la expresión de Jesús en el Evangelio según san Juan:
«El buen pastor da la vida por sus ovejas», santo Tomás observa: «Él les
consagra su persona en el ejercicio de la autoridad y de la caridad. Son
294
necesarias dos cosas: que ellas lo obedezcan y que él las ame. En efecto, la
primera sin la segunda no es suficiente» (Exp. in Johan., 10, 3). La
constitución dogmática sobre la Iglesia, Lumen gentium, especifica: «El
obispo, enviado por el Padre de familias para gobernar su familia, debe
tener ante sus ojos el ejemplo del Buen Pastor, que vino no a ser servido,
sino a servir (cf. Mt 20, 28; Mc 10, 45) y a dar su vida por sus ovejas
(cf. Jn 10, 11). Al estar escogido de entre los hombres y lleno de
debilidades, puede disculpar a los ignorantes y extraviados (cf. Hb 5, 1-2).
No debe negarse nunca a escuchar a sus súbditos, a los que cuida como
verdaderos hijos y a los que anima a colaborar con él llenos de
entusiasmo. Puesto que tiene que dar cuenta a Dios de sus almas
(cf. Hb13, 17), debe preocuparse de todos ellos, incluso de los que todavía
no pertenecen al único rebaño, por medio de la oración, de la predicación
y de todas las obras de caridad. De hecho, Dios se los ha encomendado.
Pues él mismo, como el apóstol san Pablo, se debe a todos» (n. 27).
La misión del obispo no se puede entender con la mentalidad de la
eficiencia y de la eficacia, poniendo atención principalmente en lo que hay
que hacer, sino que es preciso tener siempre en cuenta la dimensión
ontológica, que está en la base de la funcional. En efecto, el obispo, por la
autoridad de Cristo de la que está revestido, cuando se sienta en su cátedra
está situado «sobre» y «frente a» la comunidad, puesto que está «para» la
comunidad hacia la cual orienta su solicitud pastoral (cf. Juan Pablo
II, Pastores gregis, 29). La Regla pastoral del Papa san Gregorio Magno,
que se podría considerar el primer «directorio» de la historia de la Iglesia
para los obispos define el gobierno pastoral como «el arte de las artes» (I,
1. 4), y precisa que la potestad de gobierno «la administra bien quien con
ella sabe alzarse contra las culpas y quien con ella sabe ser igual a los
demás... y domina sus vicios antes que a sus hermanos» (II, 6).
Hacen reflexionar las palabras explicativas del rito de la entrega del
anillo en la liturgia de la ordenación episcopal: «Recibe el anillo, signo de
fidelidad, y en la integridad de la fe y en la pureza de la vida custodia la
santa Iglesia, esposa de Cristo». La Iglesia es «esposa de Cristo» y el
obispo es el «custodio» (epískopos) de este misterio. Por tanto, el anillo es
un signo de fidelidad: se trata de la fidelidad a la Iglesia y a la pureza de
su fe. Al obispo, pues, se le confía una alianza nupcial: la de la Iglesia con
Cristo. Son significativas las palabras que leemos en el Evangelio de san
Juan: «La esposa pertenece al esposo; pero el amigo del esposo, que está
presente y lo escucha, exulta de gozo al oír la voz del esposo» (3, 29). El
concepto de «custodiar» no significa sólo conservar lo que ya se ha
establecido —aunque este elemento no debe faltar nunca—, sino que
incluye, en su esencia, también el aspecto dinámico, es decir, una
tendencia perpetua y concreta al perfeccionamiento, en plena armonía y
continua adecuación a las exigencias nuevas derivadas del desarrollo y del
progreso de ese organismo vivo que es la comunidad.
Son grandes las responsabilidades de un obispo para el bien de la
diócesis, pero también de la sociedad. Está llamado a ser «fuerte y
decidido, justo y sereno» (Congregación para los obispos,Directorio para
295
el ministerio pastoral de los obispos «Apostolorum successores», n. 44),
para un discernimiento sapiencial de las personas, de la realidad y de los
acontecimientos, requerido por su tarea de ser «padre, hermano y amigo»
(ib., nn. 76-77) en el camino cristiano y humano. El ministerio del obispo
se sitúa en una profunda perspectiva de fe y no simplemente humana,
administrativa o de carácter sociológico, pues no es un mero gobernante, o
un burócrata, o un simple gestor y organizador de la vida diocesana. La
paternidad y la fraternidad en Cristo son las que dan al superior la
capacidad de crear un clima de confianza, de acogida, de afecto, y también
de franqueza y de justicia. Al respecto son particularmente iluminadoras
las palabras de una antigua oración de san Aelredo de Rievaulx, abad:
«Tú, dulce Señor, has puesto a uno como yo a la cabeza de tu familia, de
las ovejas de tu grey (...) para que se manifestara tu misericordia y se
revelara tu sabiduría. Por tu benevolencia has querido gobernar bien a tu
familia mediante un hombre así, a fin de que se viera la sublimidad de tu
fuerza, no la del hombre, para que no se gloríe el sabio en su sabiduría, ni
el justo en su justicia ni el fuerte en su fuerza: ya que cuando estos
gobiernan bien a tu pueblo, eres tú quien lo gobierna, y no ellos. Y, por
esto, no a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu nombre da gloria»
(Speculum caritatis, PL CXCV).

AYUDAR AL HOMBRE A ORIENTARSE A CRISTO


20101007. Discurso. Congreso Internacional de la Prensa Católica
El mundo de los medios de comunicación está sufriendo una profunda
transformación también en su seno. El desarrollo de las nuevas
tecnologías y, en particular, la multimedialidad generalizada, parecen
poner en tela de juicio el papel de los medios más tradicionales y
consolidados. Vuestro Congreso se detiene oportunamente a considerar el
papel peculiar de la prensa católica. De hecho, una atenta reflexión sobre
este campo, pone de relieve dos aspectos particulares: por un lado la
especificidad del medio, la prensa, es decir, la palabra escrita y su
actualidad y eficacia, en una sociedad que ha visto cómo se multiplicaban
antenas, parabólicas y satélites, que se han convertido casi en los
emblemas de un nuevo modo de comunicar en la era de la globalización.
Por otro lado, la connotación «católica», con la responsabilidad que deriva
de ser fieles a ella de modo explícito y substancial, mediante el empeño
diario de recorrer el camino maestro de la verdad.
Los periodistas católicos deben buscar la verdad con mente y corazón
apasionados, pero también con la profesionalidad de operadores
competentes y dotados de medios adecuados y eficaces. Esto resulta
todavía más importante en el actual momento histórico, que exige a la
figura misma del periodista, como mediador de los flujos de información,
un cambio profundo. Por ejemplo, en la comunicación hoy tiene un peso
cada vez mayor el mundo de la imagen con el desarrollo de tecnologías
siempre nuevas; pero si por una parte todo esto conlleva indudables
aspectos positivos, por otra, la imagen también puede convertirse en
296
independiente de la realidad, puede dar vida a un mundo virtual, con
varias consecuencias, la primera de las cuales es el riesgo de la
indiferencia respecto de lo verdadero. De hecho, las nuevas tecnologías,
junto con los avances que aportan, pueden hacer que lo verdadero y lo
falso sean intercambiables; pueden inducir a confundir lo real con lo
virtual. Además, se puede presentar un acontecimiento, alegre o triste,
como si fuera un espectáculo y no como ocasión de reflexión. La
búsqueda de los caminos para una auténtica promoción del hombre pasa
entonces a un segundo plano, porque el acontecimiento se presenta
principalmente para suscitar emociones. Estos aspectos suenan como una
alarma: invitan a considerar el peligro de que lo virtual aleje de la realidad
y no estimule a la búsqueda de lo verdadero, de la verdad.
En ese contexto, la prensa católica está llamada, de modo nuevo, a
expresar todas sus potencialidades y a dar razón día a día de su
irrenunciable misión. La Iglesia dispone de un elemento facilitador, pues
la fe cristiana tiene en común con la comunicación una estructura
fundamental: el hecho de que el medio y el mensaje coinciden; de hecho,
el Hijo de Dios, el Verbo encarnado, es al mismo tiempo, mensaje de
salvación y medio a través del cual la salvación se realiza. Y esto no es un
simple concepto, sino una realidad accesible a todos, también a quienes,
aun viviendo como protagonistas en la complejidad del mundo, son
capaces de conservar la honradez intelectual propia de los «pequeños» del
Evangelio. Además, la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo, presente
simultáneamente en todas partes, alimenta la capacidad de relaciones más
fraternas y más humanas, proponiéndose como lugar de comunión entre
los creyentes y a la vez como signo e instrumento de la vocación de todos
a la comunión. Su fuerza es Cristo, y en su nombre «busca» al hombre por
las calles del mundo para salvarlo del mysterium iniquitatis, que obra en él
insidiosamente. La prensa evoca de manera más directa, respecto a
cualquier otro medio de comunicación, el valor de la palabra escrita. La
Palabra de Dios ha llegado a los hombres y se ha transmitido, también a
nosotros, mediante un libro, la Biblia. La palabra sigue siendo el
instrumento fundamental y, en cierto sentido, constitutivo de la
comunicación: hoy se utiliza de varias formas, y también en la llamada
«civilización de la imagen» conserva todo su valor.
A la luz de estas breves consideraciones, resulta evidente que el
desafío comunicativo es muy arduo para la Iglesia y para cuantos
comparten su misión. Los cristianos no pueden ignorar la crisis de fe que
afecta a la sociedad o simplemente confiar en que el patrimonio de valores
transmitido a lo largo de los siglos pasados pueda seguir inspirando y
plasmando el futuro de la familia humana. La idea de vivir «como si Dios
no existiera» se ha demostrado deletérea: el mundo necesita más bien vivir
«como si Dios existiera», aunque no tenga la fuerza para creer; de lo
contrario produce sólo un «humanismo inhumano».
Queridos hermanos y hermanas, quien trabaja en los medios de
comunicación, si no quiere ser sólo «bronce que suena o címbalo que
retiñe» (1 Co 13, 1) —como diría san Pablo— debe tener fuerte en sí la
297
opción de fondo que lo habilita a tratar las cosas del mundo poniendo
siempre a Dios en el primer puesto de la escala de valores. Los tiempos
que estamos viviendo, aunque tengan una carga notable de positividad,
porque los hilos de la historia están en manos de Dios y su eterno designio
se revela cada vez más, están marcados por muchas sombras. Vuestra
tarea, queridos operadores de la prensa católica, es ayudar al hombre
contemporáneo a orientarse hacia Cristo, único Salvador, y a mantener
encendida en el mundo la llama de la esperanza, para vivir dignamente el
presente y construir adecuadamente el futuro. Por esto, os exhorto a
renovar constantemente vuestra elección personal por Cristo,
alimentándoos de los recursos espirituales que la mentalidad mundana
subestima, mientras que son muy valiosos, es más, indispensables.
Queridos amigos, os aliento a proseguir en vuestro compromiso, nada
fácil, y os acompaño con la oración, para que el Espíritu Santo haga que
sea siempre provechoso.

THEOTÓKOS, MADRE DE DIOS


20101011. Discurso. Meditación al Sínodo de Oriente Medio
El 11 de octubre de 1962, hace cuarenta y ocho años, el Papa Juan
XXIII inauguraba el concilio Vaticano II. Entonces se celebraba el 11 de
octubre la fiesta de la Maternidad divina de María y, con este gesto, con
esta fecha, el Papa Juan quería confiar todo el Concilio a las manos
maternales, al corazón maternal, de la Virgen. También nosotros
comenzamos el 11 de octubre; también nosotros queremos confiar este
Sínodo, con todos sus problemas, con todos sus desafíos, con todas sus
esperanzas, al corazón maternal de la Virgen, de la Madre de Dios.
Pío XI, en 1931, había introducido esta fiesta, mil quinientos años
después del concilio de Éfeso, el cual había legitimado, para María, el
título de Theotókos, Dei Genitrix. En esta gran palabra Dei Genitrix,
Theotókos, el concilio de Éfeso había resumido toda la doctrina de Cristo,
de María, toda la doctrina de la redención. Por eso, vale la pena
reflexionar un poco, un momento, sobre aquello de lo que habla el
concilio de Éfeso, sobre aquello de lo que habla este día.
En realidad, Theotókos es un título audaz. Una mujer es Madre de
Dios. Se podría decir: ¿cómo es posible? Dios es eterno, es el Creador.
Nosotros somos criaturas, estamos en el tiempo. ¿Cómo podría una
persona humana ser Madre de Dios, del Eterno, dado que nosotros
estamos todos en el tiempo, todos somos criaturas? Por ello se entiende
que hubiera una fuerte oposición, en parte, contra esta palabra. Los
nestorianos decían: se puede hablar de Christotókos, sí, pero de
Theotókos no. Theós, Dios, está por encima de todos los acontecimientos
de la historia. Pero el Concilio decidió esto, y precisamente así puso de
relieve la aventura de Dios, la grandeza de cuanto ha hecho por nosotros.
Dios no permaneció en sí mismo: salió de sí mismo, se unió de una forma
tan radical con este hombre, Jesús, que este hombre Jesús es Dios; y, si
hablamos de él, siempre podemos también hablar de Dios. No nació
298
solamente un hombre que tenía que ver con Dios, sino que en él nació
Dios en la tierra. Dios salió de sí mismo. Pero también podemos decir lo
contrario: Dios nos atrajo a sí mismo, de modo que ya no estamos fuera de
Dios, sino que estamos en su intimidad, en la intimidad de Dios mismo.
La filosofía aristotélica, como sabemos bien, nos dice que entre Dios y
el hombre sólo existe una relación no recíproca. El hombre se remite a
Dios, pero Dios, el Eterno, existe en sí, no cambia: no puede tener hoy
esta relación y mañana otra. Existe en sí, no tiene relación ad extra. Es una
palabra muy lógica, pero es una palabra que nos lleva a desesperar: por
tanto, Dios mismo no tiene relación conmigo. Con la encarnación, con la
llegada de la Theotókos, esto cambió radicalmente, porque Dios nos atrajo
a sí mismo y Dios en sí mismo es relación y nos hace participar en su
relación interior. Así estamos en su ser Padre, Hijo y Espíritu Santo;
estamos dentro de su ser en relación; estamos en relación con él y él
realmente ha creado relación con nosotros. En ese momento, Dios quería
nacer de una mujer y ser siempre él mismo: este es el gran acontecimiento.
Y así podemos entender la profundidad del acto del Papa Juan XXIII, que
confió la asamblea conciliar, sinodal, al misterio central, a la Madre de
Dios, que fue atraída por el Señor a sí mismo, y así a todos nosotros con
ella.
El Concilio comenzó con el icono de la Theotókos. Al final el Papa
Pablo VI reconoció a la Virgen misma el título Mater Ecclesiae. Y estos
dos iconos, que inician y concluyen el Concilio, están intrínsecamente
unidos; son, en definitiva, un solo icono. Porque Cristo no nació como un
individuo entre los demás. Nació para crearse un cuerpo: nació —como
dice san Juan en el capítulo 12 de su Evangelio— para atraer a todos a sí y
en sí. Nació —como dicen las cartas a los Colosenses y a los Efesios—
para recapitular todo el mundo; nació como primogénito de muchos
hermanos; nació para reunir el cosmos en sí, de forma que él es la Cabeza
de un gran Cuerpo. Donde nace Cristo, comienza el movimiento de la
recapitulación, comienza el momento de la llamada, de la construcción de
su Cuerpo, de la santa Iglesia. La Madre de Theós, la Madre de Dios, es
Madre de la Iglesia, porque es Madre de Aquel que vino para reunirnos a
todos en su Cuerpo resucitado.
San Lucas nos da a entender esto en el paralelismo entre el primer
capítulo de su Evangelio y el primer capítulo de los Hechos de los
Apóstoles, que repiten en dos niveles el mismo misterio. En el primer
capítulo del Evangelio el Espíritu Santo desciende sobre María y así da a
luz y nos da al Hijo de Dios. En el primer capítulo de los Hechos de los
Apóstoles María está en el centro de los discípulos de Jesús que oran
todos juntos, implorando la nube del Espíritu Santo. Y así de la Iglesia
creyente, con María en el centro, nace la Iglesia, el Cuerpo de Cristo. Este
doble nacimiento es el único nacimiento del Christus totus, del Cristo que
abarca al mundo y a todos nosotros.
Nacimiento en Belén, nacimiento en el Cenáculo. Nacimiento de Jesús
niño, nacimiento del Cuerpo de Cristo, de la Iglesia. Son dos
acontecimientos o un único acontecimiento. Pero entre los dos están
299
realmente la cruz y la resurrección. Y sólo a través de la cruz pasa el
camino hacia la totalidad del Cristo, hacia su Cuerpo resucitado, hacia la
universalización de su ser en la unidad de la Iglesia. Así, teniendo presente
que sólo del grano de trigo caído en la tierra nace después la gran cosecha,
del Señor traspasado en la cruz viene la universalidad de sus discípulos
reunidos en este Cuerpo suyo, muerto y resucitado.
Teniendo en cuenta este nexo entre Theotókos y Mater
Ecclesiae, nuestra mirada se dirige al último libro de la Sagrada Escritura,
el Apocalipsis, donde, en el capítulo 12, aparece precisamente esta
síntesis. La mujer vestida de sol, con doce estrellas sobre la cabeza y la
luna bajo sus pies, da a luz. Y da a luz con un grito de dolor, da a luz con
gran dolor. Aquí el misterio mariano es el misterio de Belén extendido al
misterio cósmico. Cristo nace siempre de nuevo en todas las generaciones
y así asume, recoge a la humanidad en sí mismo. Y este nacimiento
cósmico se realiza en el grito de la cruz, en el dolor de la Pasión. Y a este
grito de la cruz pertenece la sangre de los mártires.
Así, en este momento, podemos mirar el segundo Salmo de esta Hora
Media, el Salmo 81, donde se ve una parte de este proceso. Dios está entre
los dioses —aún se consideraban en Israel como dioses—. En este Salmo,
en una gran concentración, en una visión profética, se ve la pérdida de
poder de esos dioses. Los que parecían dioses no son dioses y pierden el
carácter divino, caen a tierra. Dii estis et moriemini sicut
homines (cf. Sal 81, 6-7): la pérdida de poder, la caída de las divinidades.
Este proceso, que se realiza en el largo camino de la fe de Israel y que
se resume aquí en una visión única, es un verdadero proceso de la historia
de la religión: la caída de los dioses. Y así la transformación del mundo, el
conocimiento del verdadero Dios, la pérdida de poder de las fuerzas que
dominan la tierra, es un proceso de dolor. En la historia de Israel vemos
cómo esta liberación del politeísmo, este reconocimiento —«sólo él es
Dios»— se realiza con muchos dolores, comenzando por el camino de
Abraham, el exilio, los Macabeos, hasta Cristo. Y en la historia continúa
este proceso de pérdida de poder, del que habla el Apocalipsis en el
capítulo 12; habla de la caída de los ángeles, que no son ángeles, no son
divinidades en la tierra. Y se realiza realmente, precisamente en el tiempo
de la Iglesia naciente, donde vemos cómo con la sangre de los mártires
pierden el poder las divinidades, comenzando por el emperador divino,
por todas estas divinidades. Es la sangre de los mártires, el dolor, el grito
de la Madre Iglesia lo que las hace caer y así transforma el mundo.
Esta caída no es sólo el conocimiento de que no son Dios; es el
proceso de transformación del mundo, que cuesta sangre, cuesta el
sufrimiento de los testigos de Cristo. Y, si miramos bien, vemos que este
proceso no ha terminado nunca. Se realiza en los diversos períodos de la
historia con formas siempre nuevas; también hoy, en este momento, en el
que Cristo, el único Hijo de Dios, debe nacer para el mundo con la caída
de los dioses, con el dolor, el martirio de los testigos. Pensemos en las
grandes potencias de la historia de hoy; pensemos en los capitales
anónimos que esclavizan al hombre, que ya no son algo del hombre, sino
300
un poder anónimo al que sirven los hombres, por el que los hombres son
atormentados e incluso asesinados. Son un poder destructor que amenaza
al mundo. Y después el poder de las ideologías terroristas. Aparentemente
se comete violencia en nombre de Dios, pero no es Dios: son falsas
divinidades a las que es preciso desenmascarar, pero no son Dios. Y luego
la droga, este poder que como una bestia feroz extiende sus manos sobre
todos los lugares de la tierra y destruye: es una divinidad, pero una
divinidad falsa, que debe caer. O también la forma de vivir propagada por
la opinión pública: hoy se hace así, el matrimonio ya no cuenta, la
castidad ya no es una virtud, etcétera.
Estas ideologías que dominan, que se imponen con fuerza, son
divinidades. Y con el dolor de los santos, con el dolor de los creyentes, de
la Madre Iglesia, de la cual formamos parte, estas divinidades deben caer,
debe realizarse lo que dicen las cartas a los Colosenses y a los Efesios: las
dominaciones, los poderes, caen y se convierten en súbditos del único
Señor Jesucristo. De esta batalla que estamos librando, de esta pérdida de
poder de los dioses, de esta caída de los falsos dioses, que caen porque no
son divinidades, sino poderes que destruyen el mundo, habla el
Apocalipsis en el capítulo 12, también con una imagen misteriosa, que a
mi parecer puede tener distintas interpretaciones bellas. Se dice que el
dragón lanza contra la mujer que huye un gran río de agua para arrollarla.
Y parece inevitable que la mujer quede ahogada en este río. Pero la buena
tierra absorbe este río y no puede hacer daño. Yo creo que el río se puede
interpretar fácilmente: son esas corrientes que dominan a todos y que
quieren hacer desaparecer la fe de la Iglesia, la cual ya no parece tener
sitio ante la fuerza de esas corrientes que se imponen como la única
racionalidad, como la única forma de vivir. Y la tierra que absorbe estas
corrientes es la fe de los sencillos, que no se deja arrastrar por estos ríos y
salva a la Madre y al Hijo. Por ello el Salmo —el primer Salmo de la Hora
Media— dice que la fe de los sencillos es la verdadera sabiduría (cf. Sal
118, 130). Esta sabiduría verdadera de la fe sencilla, que no se deja
devorar por las aguas, es la fuerza de la Iglesia. Y hemos vuelto al misterio
mariano.
Y hay también una última palabra en el Salmo 81, «movebuntur omnia
fundamenta terrae» (Sal 81, 5), tiemblan los fundamentos de la tierra. Hoy,
con los problemas climáticos, vemos cómo se ven amenazados los
fundamentos de la tierra, pero se ven amenazados por nuestro
comportamiento. Tiemblan los fundamentos exteriores porque tiemblan
los fundamentos interiores, los fundamentos morales y religiosos, la fe de
la que sigue el modo recto de vivir. Y sabemos que la fe es el fundamento;
y, en definitiva, los fundamentos de la tierra no pueden temblar si
permanece firme la fe, la verdadera sabiduría.
Y luego el Salmo dice: «Levántate, Señor, y juzga la tierra» (Sal 81,
8). Así decimos también nosotros al Señor: «Levántate en este momento,
toma la tierra entre tus manos, protege a tu Iglesia, protege a la
humanidad, protege a la tierra». Y encomendémonos de nuevo a la Madre
de Dios, a María, orando: «Tú, la gran creyente; tú que has abierto la tierra
301
al cielo, ayúdanos, abre también hoy las puertas, para que venza la verdad,
la voluntad de Dios, que es el verdadero bien, la verdadera salvación del
mundo». Amén.

NECESITAMOS HUMILDAD PARA VIVIR LA COMUNIÓN


20101024. Homilía. Clausura del Sínodo de Oriente Medio
Esta mañana hemos dejado el aula del Sínodo y hemos venido «al
templo para orar»; por esto, nos atañe directamente la parábola del fariseo
y el publicano que Jesús relata y el evangelista san Lucas nos refiere
(cf. Lc 18, 9-14). Como el fariseo, también nosotros podríamos tener la
tentación de recordar a Dios nuestros méritos, tal vez pensando en el
trabajo de estos días. Pero, para subir al cielo, la oración debe brotar de un
corazón humilde, pobre. Por tanto, también nosotros, al concluir este
acontecimiento eclesial, deseamos ante todo dar gracias a Dios, no por
nuestros méritos, sino por el don que él nos ha hecho. Nos reconocemos
pequeños y necesitados de salvación, de misericordia; reconocemos que
todo viene de él y que sólo con su gracia se realizará lo que el Espíritu
Santo nos ha dicho. Sólo así podremos «volver a casa» verdaderamente
enriquecidos, más justos y más capaces de caminar por las sendas del
Señor.
La primera lectura y el salmo responsorial insisten en el tema de la
oración, subrayando que es tanto más poderosa en el corazón de Dios
cuanto mayor es la situación de necesidad y aflicción de quien la reza. «La
oración del pobre atraviesa las nubes» afirma el Sirácida (Si 35, 17); y el
salmista añade: «El Señor está cerca de los que tienen el corazón roto,
salva a los espíritus hundidos» (Sal 34, 19). Tenemos presentes a tantos
hermanos y hermanas que viven en Oriente Medio y que se encuentran en
situaciones difíciles, a veces muy duras, tanto por los problemas
materiales como por el desaliento, el estado de tensión y, a veces, de
miedo. La Palabra de Dios hoy nos ofrece también una luz de esperanza
consoladora, donde presenta la oración, personificada, que «no desiste
hasta que el Altísimo lo atiende, juzga a los justos y les hace justicia»
(Si 35, 18). También este vínculo entre oración y justicia nos hace pensar
en tantas situaciones en el mundo, especialmente en Oriente Medio. El
grito del pobre y del oprimido encuentra eco inmediato en Dios, que
quiere intervenir para abrir una vía de salida, para restituir un futuro de
libertad, un horizonte de esperanza.
Esta confianza en el Dios cercano, que libera a sus amigos, es la que
testimonia el apóstol san Pablo en la epístola de hoy, tomada de la segunda
carta a Timoteo. Al ver ya cercano el final de su vida terrena, san Pablo
hace un balance: «He competido en la noble competición, he llegado a la
meta en la carrera, he conservado la fe» (2 Tm 4, 7). Para cada uno de
nosotros, queridos hermanos en el episcopado, este es un modelo que hay
que imitar: que la Bondad divina nos conceda hacer nuestro un balance
302
análogo. «Pero el Señor, —prosigue san Pablo— me asistió y me dio
fuerzas para que, por mi medio, se proclamara plenamente el mensaje y lo
oyeran todos los gentiles» (2 Tm 4, 17). Es una palabra que resuena con
especial fuerza en este domingo en que celebramos la Jornada mundial de
las misiones. Comunión con Jesús crucificado y resucitado, testimonio de
su amor. La experiencia del Apóstol es paradigmática para todo cristiano,
especialmente para nosotros, los pastores. Hemos compartido un momento
fuerte de comunión eclesial. Ahora nos separamos para volver cada uno a
su misión, pero sabemos que permanecemos unidos, permanecemos en su
amor.
La Asamblea sinodal que hoy se concluye ha tenido presente siempre
la imagen de la primera comunidad cristiana, descrita en los Hechos de los
Apóstoles: «La multitud de los creyentes no tenía sino un solo corazón y
una sola alma» (Hch 4, 32). Es una realidad experimentada en los días
pasados, durante los cuales hemos compartido las alegrías y los dolores,
las preocupaciones y las esperanzas de los cristianos de Oriente Medio.
Hemos vivido la unidad de la Iglesia en la variedad de las Iglesias
presentes en esa región. Guiados por el Espíritu Santo, hemos llegado a
ser «un solo corazón y una sola alma» en la fe, en la esperanza y en la
caridad, sobre todo durante las celebraciones eucarísticas, fuente y culmen
de la comunión eclesial, así como en la Liturgia de las Horas, celebrada
cada mañana en uno de los siete ritos católicos de Oriente Medio. Así,
hemos valorado la riqueza litúrgica, espiritual y teológica de las Iglesias
orientales católicas, además de la de la Iglesia latina. Se ha tratado de un
intercambio de dones preciosos, del que se han beneficiado todos los
padres sinodales. Es de desear que esta experiencia positiva se repita
también en las respectivas comunidades de Oriente Medio, favoreciendo
la participación de los fieles en las celebraciones litúrgicas de los demás
ritos católicos y, por tanto, la apertura a las dimensiones de la Iglesia
universal.
La oración común nos ha ayudado también a afrontar los desafíos de la
Iglesia católica en Oriente Medio. Uno de ellos es la comunión en el seno
de cada Iglesia sui iuris, así como en las relaciones entre las varias Iglesias
católicas de distintas tradiciones. Como nos ha recordado la página del
Evangelio de hoy (cf. Lc 18, 9-14), necesitamos humildad para reconocer
nuestros límites, nuestros errores y nuestras omisiones, a fin de poder
formar verdaderamente «un solo corazón y una sola alma». Una comunión
más plena en el seno de la Iglesia católica favorece también el diálogo
ecuménico con las demás Iglesias y comunidades eclesiales. En esta
Asamblea sinodal la Iglesia católica ha corroborado también su profunda
convicción de proseguir este diálogo, con el fin de que se realice
plenamente la oración del Señor Jesús «para que todos sean uno» (Jn 17,
21).
A los cristianos en Oriente Medio se pueden aplicar las palabras del
Señor Jesús: «No temas, pequeño rebaño, porque a vuestro Padre le ha
parecido bien daros a vosotros el Reino» (Lc 12, 32). En efecto, aunque su
número es escaso, son portadores de la buena nueva del amor de Dios por
303
el hombre, amor que se reveló precisamente en Tierra Santa en la persona
de Jesucristo. Esta Palabra de salvación, reforzada con la gracia de los
sacramentos, resuena con particular eficacia en los lugares en los que, por
designio de Dios, se escribió, y es la única Palabra capaz de romper el
círculo vicioso de la venganza, del odio y de la violencia. De un corazón
purificado, en paz con Dios y con el prójimo, pueden nacer propósitos e
iniciativas de paz a nivel local, nacional e internacional. A esta obra, a
cuya realización está llamada toda la comunidad internacional, los
cristianos, ciudadanos de pleno derecho, pueden y deben dar su
contribución con el espíritu de las bienaventuranzas, convirtiéndose así en
constructores de paz y en apóstoles de reconciliación para el bien de toda
la sociedad.
Desde hace demasiado tiempo en Oriente Medio perduran los
conflictos, las guerras, la violencia, el terrorismo. La paz, que es don de
Dios, también es el resultado de los esfuerzos de los hombres de buena
voluntad, de las instituciones nacionales e internacionales, y en particular
de los Estados más implicados en la búsqueda de la solución de los
conflictos. Nunca debemos resignarnos a la falta de paz. La paz es posible.
La paz es urgente. La paz es la condición indispensable para una vida
digna de la persona humana y de la sociedad. La paz es también el mejor
remedio para evitar la emigración de Oriente Medio. «Invocad la paz para
Jerusalén» nos dice el Salmo (122, 6). Oremos por la paz en Tierra Santa.
Oremos por la paz en Oriente Medio, esforzándonos para que este don de
Dios ofrecido a los hombres de buena voluntad se difunda en el mundo
entero.
Otra contribución que los cristianos pueden aportar a la sociedad es la
promoción de una auténtica libertad religiosa y de conciencia, uno de los
derechos fundamentales de la persona humana que cada Estado debería
respetar siempre. En numerosos países de Oriente Medio existe la libertad
de culto, pero no pocas veces el espacio de la libertad religiosa es muy
limitado. Ampliar este espacio de libertad es una exigencia para garantizar
a todos los que pertenecen a las distintas comunidades religiosas la
verdadera libertad de vivir y profesar su fe. Este tema podría ser objeto de
diálogo entre los cristianos y los musulmanes, diálogo cuya urgencia y
utilidad ha sido ratificada por los padres sinodales.

LA TAREA MISIONERA ES TRANSFIGURAR EL MUNDO


20101024. Ángelus
Con la solemne celebración de esta mañana en la basílica vaticana se
ha concluido la Asamblea especial para Oriente Medio del Sínodo de los
obispos, sobre el tema: «La Iglesia católica en Oriente Medio: comunión y
testimonio». En este domingo se celebra, además, la Jornada mundial de
las misiones, que tiene por lema: «La construcción de la comunión eclesial
es la clave de la misión». Llama la atención la similitud entre los temas de
estos dos acontecimientos eclesiales. Ambos invitan a mirar a la Iglesia
como misterio de comunión que, por su naturaleza, está destinado a todo
304
el hombre y a todos los hombres. El siervo de Dios Papa Pablo VI afirmó:
«La Iglesia existe para evangelizar, es decir, para predicar y enseñar, ser
canal del don de la gracia, reconciliar a los pecadores con Dios, perpetuar
el sacrificio de Cristo en la santa misa, memorial de su muerte y
resurrección gloriosa» (exhort. ap. Evangelii nuntiandi, 8 de diciembre de
1975, 14: aas 68, [1976], p. 13). Por esto la próxima Asamblea general
ordinaria del Sínodo de los obispos, en 2012, se dedicará al tema «La
nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana». En todo
tiempo y en todo lugar —también hoy en Oriente Medio— la Iglesia está
presente y actúa para acoger a todo hombre y ofrecerle en Cristo la
plenitud de la vida. Como escribía el teólogo italo-alemán Romano
Guardini: «La realidad “Iglesia” implica toda la plenitud del ser cristiano
que se desarrolla en la historia, en cuanto que ella abraza la plenitud de lo
humano que está en relación con Dios» (Formación litúrgica, Brescia
2008, pp. 106-107).
Queridos amigos, en la liturgia de hoy se lee el testimonio de san Pablo
respecto al premio final que el Señor entregará «a todos aquellos que han
esperado con amor su manifestación» (2 Tm 4, 8). No se trata de una
espera ociosa o solitaria. Al contrario. El Apóstol vivió en comunión con
Cristo resucitado para «llevar a cumplimiento el anuncio del Evangelio» a
fin de que «todas las gentes lo escucharan» (2 Tm 4, 17). La tarea
misionera no es revolucionar el mundo, sino transfigurarlo, tomando la
fuerza de Jesucristo que «nos convoca a la mesa de su Palabra y de la
Eucaristía, para gustar el don de su presencia, formarnos en su escuela y
vivir cada vez más conscientemente unidos a él, Maestro y Señor»
(Mensaje para la 84ª Jornada mundial de las misiones: L’Osservatore
Romano, edición en lengua española, 28 de marzo de 2010, p. 3). También
los cristianos de hoy —como está escrito en la carta a Diogneto—
«muestran cuán maravillosa y extraordinaria es su vida asociada. Viven en
la tierra pero son ciudadanos del cielo. Obedecen las leyes establecidas,
pero con su manera de vivir sobrepasan las leyes... Son condenados a
muerte, y de ella sacan vida. Aun haciendo el bien, son... perseguidos y
crecen en número cada día» (v, 4.9.12.16; vi, 9 [sc 33], París 1951, pp. 62-
66).

JÓVENES: HAY ALGO MÁS: AMAR COMO JESÚS


20101030. Discurso. Encuentro con jóvenes de Acción Católica
Pregunta de un muchacho de la Acción católica: Santidad, ¿qué
significa hacerse mayores? ¿Qué debo hacer para crecer siguiendo a
Jesús? ¿Quién me puede ayudar?
He escuchado la pregunta del muchacho de la Acción católica. La
respuesta más hermosa sobre qué significa hacerse mayores la lleváis
todos escrita en vuestras camisetas, en las gorras, en las pancartas: «Hay
algo más». Este lema vuestro, que no conocía, me ha hecho reflexionar.
¿Qué hace un niño para ver si crece? Confronta su altura con la de sus
compañeros; e imagina que llega a ser más alto, para sentirse más grande.
305
Yo, cuando era muchacho, a vuestra edad, en mi clase era uno de los más
pequeños, y tenía aún más el deseo de ser algún día muy grande; y no sólo
grande de estatura, sino que quería hacer algo grande, algo más en mi
vida, aunque no conocía esta frase «hay algo más». Crecer en estatura
implica este «hay algo más». Os lo dice vuestro corazón, que desea tener
muchos amigos, que está contento cuando se porta bien, cuando sabe dar
alegría a papá y mamá, pero sobre todo cuando encuentra a un amigo
insuperable, muy bueno y único, que es Jesús. Ya sabéis cuánto quería
Jesús a los niños y los muchachos. Un día muchos niños como vosotros se
acercaron a Jesús, porque se había entablado un buen entendimiento, y en
su mirada percibían el reflejo del amor de Dios; pero había también
adultos a quienes, en cambio, esos niños importunaban. A vosotros
también os pasa que alguna vez, mientras jugáis y os divertís con los
amigos, los mayores os dicen que no molestéis… Pues bien, Jesús regaña
a esos adultos y les dice: Dejad aquí a todos estos muchachos, porque
tienen en el corazón el secreto del reino de Dios. Así enseñó Jesús a los
adultos que también vosotros sois «grandes» y que los adultos deben
custodiar vuestra grandeza, que es la de tener un corazón que ama a Jesús.
Queridos niños, queridos muchachos: ser «grandes» significa amar mucho
a Jesús, escucharlo y hablar con él en la oración, encontrarlo en los
sacramentos, en la santa misa, en la confesión; quiere decir conocerlo cada
vez más y darlo a conocer a los demás, quiere decir estar con los amigos,
también con los más pobres, los enfermos, para crecer juntos. Y la Acción
católica forma parte de ese «más», porque no estáis solos en el amor a
Jesús —sois muchos, lo vemos también esta mañana—, sino que os
ayudáis unos a otros; porque no queréis dejar que ningún amigo esté solo,
sino que queréis decir muy alto a todos que es hermoso tener a Jesús como
amigo y es hermoso ser amigos de Jesús; y es hermoso serlo juntos, con la
ayuda de vuestros padres, sacerdotes y animadores. Así llegaréis a ser
grandes de verdad, no sólo porque sois más altos, sino porque vuestro
corazón se abre a la alegría y al amor que Jesús os da. Y así se abre a la
verdadera grandeza, estar en el gran amor de Dios, que también es siempre
amor a los amigos. Esperamos y oramos para crecer en este sentido, para
encontrar ese «algo más» y ser verdaderamente personas con un corazón
grande, con un Amigo grande que nos da su grandeza también a nosotros.
Gracias.
Pregunta de una muchacha: Santidad, nuestros educadores de la
Acción católica nos dicen que para ser grandes es necesario aprender a
amar, pero a menudo nos perdemos y sufrimos en nuestras relaciones, en
nuestras amistades, en nuestros primeros amores. ¿Qué significa amar a
fondo? ¿Cómo aprender a amar de verdad?
Una gran pregunta. Es muy importante, yo diría fundamental, aprender
a amar, a amar de verdad, aprender el arte del verdadero amor. En la
adolescencia nos situamos ante un espejo y nos damos cuenta de que
estamos cambiando. Pero mientras uno sigue mirándose a sí mismo, no
crece nunca. Llegáis a ser grandes cuando el espejo ya no es la única
verdad de vuestra persona, sino cuando dejáis que la digan vuestros
306
amigos. Llegáis a ser grandes si sois capaces de hacer de vuestra vida un
don para los demás, de no buscaros a vosotros mismos, sino de entregaros
a los demás: esta es la escuela del amor. Pero este amor debe llevar dentro
ese «algo más» que hoy gritáis a todos. «Hay algo más». Como os he
dicho, también yo en mi juventud quería algo más de lo que me presentaba
la sociedad y la mentalidad del tiempo. Quería respirar aire puro; sobre
todo deseaba un mundo bello y bueno, como lo había querido para todos
nuestro Dios, el Padre de Jesús. Y he entendido cada vez más que el
mundo es hermoso y bueno si se conoce esta voluntad de Dios y si el
mundo está en correspondencia con esta voluntad de Dios, que es la
verdadera luz, la belleza, el amor que da sentido al mundo.
Realmente, es verdad: no podéis y no debéis adaptaros a un amor
reducido a mercancía que se intercambia, que se consume sin respeto por
uno mismo y por los demás, incapaz de castidad y de pureza. Esto no es
libertad. Mucho del «amor» que proponen los medios de comunicación, o
internet, no es amor, es egoísmo, cerrazón; os da la impresión ilusoria de
un momento, pero no os hace felices, no os hace crecer, sino que os ata
como una cadena que sofoca los pensamientos y los sentimientos más
hermosos, los impulsos verdaderos del corazón, la fuerza indestructible
que es el amor y que encuentra en Jesús su máxima expresión y en el
Espíritu Santo la fuerza y el fuego que incendia vuestra vida, vuestros
pensamientos y vuestros afectos. Ciertamente, también cuesta sacrificio
vivir de modo verdadero el amor —sin renuncias no se llega a este camino
—, pero estoy seguro de que vosotros no tenéis miedo del empeño de un
amor comprometedor y auténtico. Es el único que, a fin de cuentas, da la
verdadera felicidad. Hay una forma de comprobar si vuestro amor está
creciendo bien: si no excluís de vuestra vida a los demás, sobre todo a
vuestros amigos que sufren y están solos, a las personas con dificultades, y
si abrís vuestro corazón al gran amigo que es Jesús. También la Acción
católica os enseña los caminos para aprender el amor auténtico: la
participación en la vida de la Iglesia, de vuestra comunidad cristiana, el
querer a vuestros amigos del grupo de la Acción católica, la disponibilidad
hacia los coetáneos con los que os encontráis en el colegio, en la parroquia
o en otros ambientes, la compañía de la Madre de Jesús, María, que sabe
custodiar vuestro corazón y guiaros por el camino del bien. Por lo demás,
en la Acción católica tenéis numerosos ejemplos de amor genuino,
hermoso, verdadero: el beato Pier Giorgio Frassati, el beato Alberto
Marvelli; amor que llega incluso al sacrificio de la vida, como la beata
Pierina Morosini y la beata Antonia Mesina.
Muchachos de la Acción católica, aspirad a grandes metas, porque
Dios os da la fuerza para ello. El «algo más» es ser muchachos y jóvenes
que deciden amar como Jesús, ser protagonistas de su propia vida,
protagonistas en la Iglesia, testigos de la fe entre vuestros coetáneos. Ese
«algo más» es la formación humana y cristiana que experimentáis en la
Acción católica, que une la vida espiritual, la fraternidad, el testimonio
público de la fe, la comunión eclesial, el amor a la Iglesia, la colaboración
con los obispos y los sacerdotes, la amistad espiritual. «Llegar a ser
307
grandes juntos» muestra la importancia de formar parte de un grupo y de
una comunidad que os ayudan a crecer, a descubrir vuestra vocación y a
aprender el verdadero amor. Gracias.

¿QUÉ SIGNIFICA SER EDUCADORES HOY?


20101030. Discurso. Encuentro con jóvenes de Acción Católica
Pregunta de una educadora: ¿Qué significa ser educadores hoy?
¿Cómo afrontar las dificultades que encontramos en nuestro servicio?
¿Cómo hacer para que todos se comprometan por el presente y el futuro
de las nuevas generaciones? Gracias.
Una gran pregunta. Lo vemos en esta situación del problema de la
educación. Yo diría que ser educadores significa tener una alegría en el
corazón y comunicarla a todos para hacer hermosa y buena la vida;
significa ofrecer razones y metas para el camino de la vida, ofrecer la
belleza de la persona de Jesús y hacer que quien nos escucha se enamore
de él, de su estilo de vida, de su libertad, de su gran amor lleno de
confianza en Dios Padre. Significa sobre todo mantener siempre alta la
meta de cada existencia hacia ese «algo más» que nos viene de Dios. Esto
exige un conocimiento personal de Jesús, un contacto íntimo, cotidiano,
amoroso con él en la oración, en la meditación de la Palabra de Dios, en la
fidelidad a los sacramentos, a la Eucaristía y a la confesión; exige
comunicar la alegría de estar en la Iglesia, de tener amigos con los que
compartir no sólo las dificultades, sino también la belleza y las sorpresas
de la vida de fe.
Sabéis bien que no sois amos de los muchachos, sino servidores de su
alegría en nombre de Jesús, personas que los guían hacia él. Habéis
recibido un mandato de la Iglesia para esta tarea. Cuando os sumáis a la
Acción católica os decís a vosotros mismos y decís a todos que amáis a la
Iglesia, que estáis dispuestos a ser corresponsables, juntamente con los
pastores, de su vida y de su misión, en una asociación que se dedica a
promover el bien de las personas, sus caminos de santidad y los vuestros,
la vida de las comunidades cristianas en la cotidianidad de su misión.
Vosotros sois buenos educadores si lográis la participación de todos para
el bien de los más jóvenes. No podéis ser autosuficientes, sino que debéis
hacer sentir la urgencia de la educación de las generaciones jóvenes a
todos los niveles. Sin la presencia de la familia, por ejemplo, corréis el
riesgo de construir sobre la arena; sin una colaboración con la escuela no
se forma una inteligencia profunda de la fe; sin una colaboración de los
varios operadores del tiempo libre y de la comunicación vuestra obra
paciente corre el riesgo de no ser eficaz, de no incidir en la vida diaria.
Estoy seguro de que la Acción católica está muy arraigada en el territorio
y tiene la valentía de ser sal y luz. Vuestra presencia aquí, esta mañana,
muestra —no sólo a mí sino a todos— que es posible educar, que cuesta
pero es hermoso infundir entusiasmo en los muchachos y los jóvenes.
Tened la valentía, diría la audacia, de no dejar ningún ambiente privado de
308
Jesús, de su ternura que hacéis experimentar a todos, incluidos los más
necesitados y abandonados, con vuestra misión de educadores.
La fuerza del amor de Dios puede realizar grandes cosas en vosotros.
Os aseguro que os recuerdo a todos en mi oración y os encomiendo a la
intercesión maternal de la Virgen María, Madre de la Iglesia, para que
como ella podáis testimoniar que «hay algo más», la alegría de la vida
llena de la presencia del Señor. ¡Gracias a todos de corazón!

TODOS LOS SANTOS: IMPRIMIR A CRISTO EN NOSOTROS


20101101. Ángelus
La solemnidad de Todos los Santos, que celebramos hoy, nos invita a
elevar la mirada al cielo y a meditar en la plenitud de la vida divina que
nos espera. «Somos hijos de Dios, y lo que seremos no se ha manifestado
todavía» (1 Jn 3, 2): con estas palabras el apóstol san Juan nos asegura la
realidad de nuestra profunda relación con Dios, así como la certeza de
nuestro destino futuro. Por eso, como hijos amados recibimos también la
gracia para soportar las pruebas de esta existencia terrena —el hambre y la
sed de justicia, las incomprensiones, las persecuciones (cf. Mt 5, 3-11)—
y, al mismo tiempo, heredamos ya desde ahora lo que se promete en las
bienaventuranzas evangélicas, «en las que resplandece la nueva imagen
del mundo y del hombre que inaugura Jesús» (Benedicto XVI, Jesús de
Nazaret, Madrid 2007, p. 99).
La santidad, imprimir a Cristo en nosotros mismos, es el objetivo de la
vida del cristiano. El beato Antonio Rosmini escribe: «El Verbo se había
impreso a sí mismo en las almas de sus discípulos con su aspecto
sensible... y con sus palabras... había dado a los suyos aquella gracia... con
la que el alma percibe inmediatamente al Verbo» (Antropologia
soprannaturale, Roma 1983, pp. 265-266). Y nosotros ya experimentamos
el don y la belleza de la santidad cada vez que participamos en la liturgia
eucarística, en comunión con la «multitud inmensa» de los
bienaventurados, que en el cielo aclaman eternamente la salvación de Dios
y del Cordero (cf. Ap 7, 9-10).
«La vida de los santos no comprende sólo su biografía terrena, sino
también su vida y actuación en Dios después de la muerte. En los santos
es evidente que quien va hacia Dios no se aleja de los hombres, sino que
se hace realmente cercano a ellos» (Deus caritas est, 42).
Consolados por esta comunión de la gran familia de los santos,
mañana conmemoraremos a todos los fieles difuntos. La liturgia del 2 de
noviembre y el piadoso ejercicio de visitar los cementerios nos recuerdan
que la muerte cristiana forma parte del camino de asemejarnos a Dios y
que desaparecerá cuando Dios será todo en todos. Ciertamente, la
309
separación de los afectos terrenos es dolorosa, pero no debemos temerla,
porque cuando va acompañada por la oración de sufragio de la Iglesia no
puede romper los profundos vínculos que nos unen en Cristo. Al respecto,
san Gregorio de Niza afirmaba: «Quien ha creado todo con sabiduría, ha
dado esta disposición dolorosa como instrumento de liberación del mal y
posibilidad de participar en los bienes que se esperan» (De mortuis
oratio, IX 1, Leiden 1967, p. 68).
Queridos amigos, la eternidad no es un continuo sucederse de días del
calendario, sino algo así como el momento pleno de satisfacción, en el
cual la totalidad nos abraza y nosotros abrazamos la totalidad del ser, de la
verdad, del amor (cf. Spe salvi, 12). Encomendemos a la Virgen María,
guía segura hacia la santidad, nuestra peregrinación hacia la patria
celestial, mientras invocamos su maternal intercesión por el descanso
eterno de todos nuestros hermanos y hermanas, que se han dormido en la
esperanza de la resurrección.

FORMAR AL LAICADO EN LA DOCTRINA SOCIAL


20101103. Mensaje. Consejo Justicia y Paz
2. Como recordé en mi encíclica Caritas in veritate —siguiendo las
huellas del siervo de Dios Pablo VI— el anuncio de Jesucristo es «el
primer y principal factor de desarrollo» (n. 8). De hecho, gracias a él se
puede avanzar por la senda del crecimiento humano integral con el ardor
de la caridad y la sabiduría de la verdad en un mundo en el que, a menudo,
la mentira acecha al hombre, a la sociedad y a la comunión. Viviendo la
«caridad en la verdad» podemos ofrecer una mirada más profunda para
comprender las grandes cuestiones sociales e indicar algunas perspectivas
esenciales para su solución en sentido plenamente humano. Sólo con la
caridad, sostenida por la esperanza e iluminada por la luz de la fe y de la
razón, es posible conseguir objetivos de liberación integral del hombre y
de justicia universal. La vida de las comunidades y de cada uno de los
creyentes, alimentada por la meditación asidua de la Palabra de Dios, por
la participación frecuente en los sacramentos y por la comunión con la
Sabiduría que viene de lo alto, crece en su capacidad de profecía y de
renovación de las culturas y de las instituciones públicas. Así los ethos de
los pueblos pueden gozar de un fundamento verdaderamente sólido, que
refuerza el consenso social y sustenta las reglas de procedimiento. El
compromiso de construcción de la ciudad se apoya en conciencias guiadas
por el amor a Dios y, por esto, naturalmente orientadas hacia el objetivo de
una vida buena, estructurada sobre el primado de la
trascendencia. «Caritas in veritate in re sociali»: así me pareció oportuno
describir la doctrina social de la Iglesia (cf. ib., n. 5), según su
enraizamiento más auténtico —Jesucristo, la vida trinitaria que él nos da
— y según toda su fuerza capaz de transfigurar la realidad. Tenemos
necesidad de esta enseñanza social para ayudar a nuestras civilizaciones y
a nuestra propia razón humana a captar toda la complejidad de la realidad
y la grandeza de la dignidad de toda persona. El Compendio de la doctrina
310
social de la Iglesia ayuda, precisamente en este sentido, a entrever la
riqueza de la sabiduría que viene de la experiencia de comunión con el
Espíritu de Dios y de Cristo y de la acogida sincera del Evangelio.
3. En la encíclica Caritas in veritate señalé problemas fundamentales
que afectan al destino de los pueblos y de las instituciones mundiales, así
como a la familia humana. El ya próximo aniversario de la encíclica Mater
et magistra del beato Juan XXIII nos impulsa a considerar con constante
atención los desequilibrios sociales, sectoriales, nacionales, así como los
desequilibrios entre recursos y poblaciones pobres, entre técnica y ética.
En el actual contexto de globalización, estos desequilibrios no han
desaparecido. Han cambiado los sujetos, las dimensiones de las
problemáticas, pero la coordinación entre los Estados —a menudo
inadecuada, porque está orientada a la búsqueda de un equilibrio de poder,
más que a la solidaridad— deja espacio a renovadas desigualdades, al
peligro del predominio de grupos económicos y financieros que dictan —y
pretenden seguir haciéndolo— la agenda de la política, en perjuicio del
bien común universal.
4. Respecto a una cuestión social cada vez más interconectada en sus
diversos ámbitos, parece de particular urgencia el compromiso en la
formación del laicado católico en la doctrina social de la Iglesia. De
hecho, los fieles laicos tienen el deber inmediato de trabajar por un orden
social justo. Como ciudadanos libres y responsables, deben
comprometerse para promover una recta configuración de la vida social,
en el respeto de la legítima autonomía de las realidades terrenas. Así, la
doctrina social de la Iglesia representa la referencia esencial para los
proyectos y la acción social de los fieles laicos, así como para su
espiritualidad, que se alimente y se encuadre en la comunión eclesial:
comunión de amor y de verdad, comunión en la misión.
5. Los christifideles laici, sin embargo, precisamente porque toman
energías e inspiración de la comunión con Jesucristo, viviendo integrados
con los demás componentes de la comunidad eclesial, deben encontrar a
su lado a sacerdotes y obispos capaces de ofrecer una incansable obra de
purificación de las conciencias, así como un apoyo indispensable y una
ayuda espiritual al testimonio coherente de los laicos en lo social. Por ello,
es de fundamental importancia una comprensión profunda de la doctrina
social de la Iglesia, en armonía con todo su patrimonio teológico y
fuertemente arraigada en la afirmación de la dignidad trascendente del
hombre, en la defensa de la vida humana desde su concepción hasta su
muerte natural y de la libertad religiosa. La doctrina social, comprendida
así, debe insertarse también en la preparación pastoral y cultural de
aquellos que, en la comunidad eclesial, están llamados al sacerdocio. Es
necesario preparar fieles laicos capaces de dedicarse al bien común,
especialmente en los ámbitos más complejos, como el mundo de la
política, pero es urgente tener también pastores que, con su ministerio y
carisma, sepan contribuir a la animación y a la irradiación, en la sociedad
y en las instituciones, de una vida buena según el Evangelio, en el respeto
de la libertad responsable de los fieles y de su propio papel de pastores,
311
que en estos ámbitos tienen una responsabilidad mediata. La ya
citada Mater et magistra proponía, hace casi 50 años, una verdadera
movilización, según la caridad y la verdad, por parte de todas las
asociaciones, los movimientos, las organizaciones católicas y de
inspiración cristiana, para que todos los fieles, con compromiso, libertad y
responsabilidad, estudiaran, difundieran y llevaran a la práctica la doctrina
social de la Iglesia.

SIGNIFICADO Y TEMAS DEL VIAJE A SANTIAGO Y


BARCELONA
20101106. Entrevista en el viaje a España
Santidad, en el mensaje para el reciente congreso de los
santuarios que se celebraba precisamente en Santiago de Compostela,
usted dijo que vive su pontificado «con sentimientos de peregrino».
También en su escudo aparece la concha del peregrino. ¿Quiere decirnos
algo sobre la perspectiva de la peregrinación, también en su vida
personal y en su espiritualidad, y sobre los sentimientos con los que se
dirige como peregrino a Santiago?
Santo Padre. ¡Buenos días! Podría decir que estar en camino forma
parte de mi biografía —Marktl, Tittmoning, Aschau, Traunstein, Munich,
Freising, Bonn, Münster, Tubinga, Ratisbona, München, Roma—, pero
esto quizá es algo exterior. Sin embargo, me ha hecho pensar en la
inestabilidad de esta vida, en el hecho de estar en camino. Naturalmente,
contra la peregrinación uno podría decir: Dios está en todas partes; no
hace falta ir a otro lugar. Pero también es cierto que la fe, según su
esencia, consiste en «ser peregrino».
La carta a los Hebreos muestra la fe de Abraham, que sale de su tierra
y se convierte en peregrino hacia el futuro durante toda su vida, y este
movimiento abrahámico permanece en el acto de fe; es ser peregrino sobre
todo interiormente, pero debe expresarse también exteriormente. En
ocasiones hay que salir de la vida cotidiana, del mundo de lo útil, del
utilitarismo, para ponerse verdaderamente en camino hacia la
trascendencia, trascenderse a sí mismo y la vida cotidiana, y así encontrar
también una nueva libertad, un tiempo de replanteamiento interior, de
identificación de sí mismo, para ver al otro, a Dios. Así es también
siempre la peregrinación: no consiste sólo en salir de sí mismo hacia el
más Grande, sino también en caminar juntos. La peregrinación congrega,
vamos juntos hacia el otro y así nos encontramos recíprocamente. Basta
decir que los caminos de Santiago son un elemento en la formación de la
unidad espiritual del continente europeo. Peregrinando aquí se han
encontrado, y han encontrado la identidad europea común, y también hoy
renace este movimiento, esta necesidad de estar en movimiento espiritual
y físicamente, de encontrarse el uno con el otro y de encontrar así silencio,
libertad, renovación, y encontrar a Dios.
P. Lombardi. Ahora dirigimos la mirada a Barcelona. ¿Qué
significado puede tener la consagración de un templo como la Sagrada
312
Familia al inicio del siglo XXI? ¿Hay algún aspecto específico de la
visión de Gaudí que le haya impresionado en particular?
Santo Padre. En realidad, esta catedral es también un signo
precisamente para nuestro tiempo. En la visión de Gaudí percibo sobre
todo tres elementos.
El primero es la síntesis entre continuidad y novedad, tradición y
creatividad. Gaudí tuvo la valentía de insertarse en la gran tradición de las
catedrales, de atreverse de nuevo, en su siglo, con una visión totalmente
nueva, a esta realidad: la catedral como lugar del encuentro entre Dios y el
hombre en una gran solemnidad. Y esta valentía de permanecer en la
tradición, pero con una creatividad nueva, que renueva la tradición, y así
demuestra la unidad y el progreso de la historia, es algo hermoso.
En segundo lugar, Gaudí buscaba este trinomio: libro de la naturaleza,
libro de la Escritura, libro de la liturgia. Y esta síntesis precisamente hoy
es de gran importancia. En la liturgia la Escritura se hace presente, se
convierte en realidad hoy; no es una Escritura de hace dos mil años sino
que se celebra, se realiza. En la celebración de la Escritura habla la
creación y encuentra su verdadera respuesta, porque, como nos dice san
Pablo, la criatura sufre, y en lugar de ser destruida, despreciada, aguarda a
los hijos de Dios, es decir, a los que la ven a la luz de Dios. Así, esta
síntesis entre el sentido de la creación, la Escritura y la adoración es
precisamente un mensaje muy importante para la actualidad.
Y finalmente, el tercer punto: esta catedral nació por una devoción
típica del siglo XIX: san José, la Sagrada Familia de Nazaret, el misterio
de Nazaret. Pero se podría decir que esta devoción de ayer es de
grandísima actualidad, porque la cuestión de la familia, de la renovación
de la familia como célula fundamental de la sociedad, es el gran tema de
hoy y nos indica hacia dónde podemos ir tanto en la edificación de la
sociedad como en la unidad entre fe y vida, entre religión y sociedad. La
familia es el tema fundamental que se expresa aquí, diciendo que Dios
mismo se hizo hijo en una familia y nos llama a edificar y vivir la familia.
P. Lombardi. Gaudí y la Sagrada Familia representan con particular
eficacia el binomio fe-arte. ¿Cómo puede la fe volver a encontrar hoy su
puesto en el mundo del arte y de la cultura? ¿Es este uno de los temas
importantes de su pontificado?
Santo Padre. Así es. Vosotros sabéis que yo insisto mucho en la
relación entre fe y razón; en que la fe, y la fe cristiana, sólo encuentra su
identidad en la apertura a la razón, y que la razón se realiza si trasciende
hacia la fe. Pero del mismo modo es importante la relación entre fe y arte,
porque la verdad, fin y meta de la razón, se expresa en la belleza y se
realiza en la belleza, se prueba como verdad. Por tanto, donde está la
verdad debe nacer la belleza; donde el ser humano se realiza de modo
correcto, bueno, se expresa en la belleza. La relación entre verdad y
belleza es inseparable y por eso tenemos necesidad de la belleza. En la
Iglesia, desde el inicio, incluso en la gran modestia y pobreza del tiempo
de las persecuciones, la salvación de Dios se ha expresado en las imágenes
del mundo, en el arte, en la pintura, en el canto, y luego también en la
313
arquitectura. Todo esto es constitutivo para la Iglesia y sigue siendo
constitutivo para siempre. De este modo, la Iglesia ha sido madre de las
artes a lo largo de siglos y siglos. El gran tesoro del arte occidental —
música, arquitectura, pintura— nació de la fe en el seno de la Iglesia.
Actualmente hay cierto «disenso», pero esto daña tanto al arte como a la
fe: el arte que perdiera la raíz de la trascendencia ya no se dirigiría hacia
Dios, sería un arte a medias, perdería su raíz viva; y una fe que dejara el
arte como algo del pasado, ya no sería fe en el presente. Hoy se debe
expresar de nuevo como verdad, que está siempre presente. Por eso, el
diálogo o el encuentro —yo diría, el conjunto— entre arte y fe está
inscrito en la más profunda esencia de la fe. Debemos hacer todo lo
posible para que también hoy la fe se exprese en arte auténtico, como
Gaudí, en la continuidad y en la novedad, y para que el arte no pierda el
contacto con la fe.
P. Lombardi. En estos meses está emprendiendo su camino el nuevo
dicasterio para la «nueva evangelización». Y muchos se preguntan si
precisamente España, con el desarrollo de la secularización y la
disminución creciente de la práctica religiosa, es uno de los países en los
que usted pensó como objetivo para este nuevo dicasterio o incluso como
su objetivo principal.
Santo Padre. Con este dicasterio he pensando en el mundo entero,
porque la novedad del pensamiento, la dificultad de pensar en los
conceptos de la Escritura, de la teología, es universal, pero hay
naturalmente un centro: el mundo occidental, con su laicismo, su laicidad,
y la continuidad de la fe que debe tratar de renovarse para ser fe hoy y
para responder al desafío de la laicidad. En Occidente todos los grandes
países tienen su propio modo de vivir este problema: hemos tenido, por
ejemplo, los viajes a Francia, a la República Checa, al Reino Unido, donde
por todas partes está presente de modo específico para cada nación, para
cada historia, el mismo problema. Y esto vale también de manera fuerte
para España. España ha sido siempre un país «originario» de la fe;
pensemos que el renacimiento del catolicismo en la época moderna
ocurrió sobre todo gracias a España. Figuras como san Ignacio de Loyola,
santa Teresa de Ávila y san Juan de Ávila, son figuras que han renovado el
catolicismo y conformado la fisonomía del catolicismo moderno. Pero
también es verdad que en España ha nacido una laicidad, un
anticlericalismo, un laicismo fuerte y agresivo, como lo vimos
precisamente en los años treinta, y esta disputa, más aún, este
enfrentamiento entre fe y modernidad, ambos muy vivaces, se realiza hoy
nuevamente en España: por eso, para el futuro de la fe y del encuentro —
no desencuentro, sino encuentro— entre fe y laicidad, tiene un foco
central también en la cultura española. En este sentido, he pensado en
todos los grandes países de Occidente, pero sobre todo también en España.
P. Lombardi. Con el viaje a Madrid del año próximo con motivo de la
Jornada mundial de la juventud, usted habrá hecho tres viajes a España,
algo que no ha sucedido con ningún otro país. ¿Por qué este privilegio?
¿Es un signo de amor o de particular preocupación?
314
Santo Padre. Naturalmente es un signo de amor. Se podría decir que es
una coincidencia que venga tres veces a España. La primera visita fue el
gran Encuentro internacional de las familias, en Valencia: ¿cómo podría
estar ausente el Papa cuando se encuentran las familias del mundo? El
próximo año tiene lugar la Jornada mundial de la juventud, el encuentro
de la juventud del mundo en Madrid, y en esa ocasión el Papa no puede
estar ausente. Y, por último, tenemos el Año Santo Compostelano, y la
consagración, después de más de cien años de trabajo, de la catedral de la
Sagrada Familia de Barcelona. ¿Cómo no iba a venir el Papa? Por tanto,
de por sí, las ocasiones son los desafíos, casi una necesidad de ir. Ahora
bien, el hecho de que precisamente en España se concentren tantas
ocasiones muestra también que es realmente un país lleno de dinamismo,
lleno de la fuerza de la fe, y la fe responde a los desafíos que están
igualmente presentes en España. Por eso decimos que la casualidad ha
hecho que venga, pero esta casualidad demuestra una realidad más
profunda, la fuerza de la fe y la fuerza del desafío para la fe.
P. Lombardi. Y ahora, si quiere decir algo más para concluir nuestro
encuentro, ¿hay algún mensaje particular que usted piensa dar a España
y al mundo actual con este viaje?
Santo Padre. Yo diría que este viaje tiene dos temas: el tema de la
peregrinación, de estar en camino, y el tema de la belleza, la expresión de
la verdad en la belleza, la continuidad entre tradición y renovación. Yo
pienso que estos dos temas del viaje son también un mensaje: estar en
camino, no perder el camino de la fe, buscar la belleza de la fe, la novedad
y la tradición de la fe que sabe expresarse y sabe encontrarse con la
belleza moderna, con el mundo de hoy. Gracias.

LA IGLESIA EN CAMINO JUNTO CON EL HOMBRE


20101106. Discurso. Bienvenida. Santiago de Compostela
En lo más íntimo de su ser, el hombre está siempre en camino, está en
busca de la verdad. La Iglesia participa de ese anhelo profundo del ser
humano y ella misma se pone en camino, acompañando al hombre que
ansía la plenitud de su propio ser. Al mismo tiempo, la Iglesia lleva a cabo
su propio camino interior, aquél que la conduce a través de la fe, la
esperanza y el amor, a hacerse transparencia de Cristo para el mundo. Ésta
es su misión y éste es su camino: ser cada vez más, en medio de los
hombres, presencia de Cristo, “a quien Dios ha hecho para nosotros
sabiduría, justicia, santificación y redención” (1 Co 1,30). Por eso,
también yo me he puesto en camino para confirmar en la fe a mis
hermanos (cf. Lc 22, 32).
Como el Siervo de Dios Juan Pablo II, que desde Compostela
exhortó al viejo Continente a dar nueva pujanza a sus raíces cristianas,
también yo quisiera invitar a España y a Europa a edificar su presente y a
proyectar su futuro desde la verdad auténtica del hombre, desde la libertad
que respeta esa verdad y nunca la hiere, y desde la justicia para todos,
comenzando por los más pobres y desvalidos. Una España y una Europa
315
no sólo preocupadas de las necesidades materiales de los hombres, sino
también de las morales y sociales, de las espirituales y religiosas, porque
todas ellas son exigencias genuinas del único hombre y sólo así se trabaja
eficaz, íntegra y fecundamente por su bien.

PEREGRINAR : SALIR DE SÍ PARA IR AL ENCUENTRO DE


DIOS
20101106. Discurso. Santiago de Compostela
Peregrinar no es simplemente visitar un lugar cualquiera para admirar
sus tesoros de naturaleza, arte o historia. Peregrinar significa, más bien,
salir de nosotros mismos para ir al encuentro de Dios allí donde Él se ha
manifestado, allí donde la gracia divina se ha mostrado con particular
esplendor y ha producido abundantes frutos de conversión y santidad entre
los creyentes. Los cristianos peregrinaron, ante todo, a los lugares
vinculados a la pasión, muerte y resurrección del Señor, a Tierra Santa.
Luego a Roma, ciudad del martirio de Pedro y Pablo, y también a
Compostela, que, unida a la memoria de Santiago, ha recibido peregrinos
de todo el mundo, deseosos de fortalecer su espíritu con el testimonio de
fe y amor del Apóstol.
En este Año Santo Compostelano, como Sucesor de Pedro, he querido
yo también peregrinar a la Casa del Señor Santiago, que se apresta a
celebrar el ochocientos aniversario de su consagración, para confirmar
vuestra fe y avivar vuestra esperanza, y para confiar a la intercesión del
Apóstol vuestros anhelos, fatigas y trabajos por el Evangelio. Al abrazar
su venerada imagen, he pedido también por todos los hijos de la Iglesia,
que tiene su origen en el misterio de comunión que es Dios. Mediante la
fe, somos introducidos en el misterio de amor que es la Santísima
Trinidad. Somos, de alguna manera, abrazados por Dios, transformados
por su amor. La Iglesia es ese abrazo de Dios en el que los hombres
aprenden también a abrazar a sus hermanos, descubriendo en ellos la
imagen y semejanza divina, que constituye la verdad más profunda de su
ser, y que es origen de la genuina libertad.
Entre verdad y libertad hay una relación estrecha y necesaria. La
búsqueda honesta de la verdad, la aspiración a ella, es la condición para
una auténtica libertad. No se puede vivir una sin otra. La Iglesia, que
desea servir con todas sus fuerzas a la persona humana y su dignidad, está
al servicio de ambas, de la verdad y de la libertad. No puede renunciar a
ellas, porque está en juego el ser humano, porque le mueve el amor al
hombre, «que es la única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí
misma» (Gaudium et spes, 24), y porque sin esa aspiración a la verdad, a
la justicia y a la libertad, el hombre se perdería a sí mismo.
Dejadme que desde Compostela, corazón espiritual de Galicia y, al
mismo tiempo, escuela de universalidad sin confines, exhorte a todos los
fieles de esta querida Archidiócesis, y a los de la Iglesia en España, a vivir
iluminados por la verdad de Cristo, confesando la fe con alegría,
316
coherencia y sencillez, en casa, en el trabajo y en el compromiso como
ciudadanos.
Que la alegría de sentiros hijos queridos de Dios os lleve también a un
amor cada vez más entrañable a la Iglesia, cooperando con ella en su labor
de llevar a Cristo a todos los hombres. Orad al Dueño de la mies, para que
muchos jóvenes se consagren a esta misión en el ministerio sacerdotal y
en la vida consagrada: hoy, como siempre, merece la pena entregarse de
por vida a proponer la novedad del Evangelio.

EUROPA HA DE ABRIRSE A DIOS


20101106. Homilía. Santiago de Compostela
Una frase de la primera lectura afirma con admirable sencillez: «Los
apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor con mucho valor»
(Hch 4,33). En efecto, en el punto de partida de todo lo que el cristianismo
ha sido y sigue siendo no se halla una gesta o un proyecto humano, sino
Dios, que declara a Jesús justo y santo frente a la sentencia del tribunal
humano que lo condenó por blasfemo y subversivo; Dios, que ha
arrancado a Jesucristo de la muerte; Dios, que hará justicia a todos los
injustamente humillados de la historia.
«Testigos de esto somos nosotros y el Espíritu Santo, que Dios da a los
que le obedecen» (Hch5,32), dicen los apóstoles. Así pues, ellos dieron
testimonio de la vida, muerte y resurrección de Cristo Jesús, a quien
conocieron mientras predicaba y hacía milagros. A nosotros, queridos
hermanos, nos toca hoy seguir el ejemplo de los apóstoles, conociendo al
Señor cada día más y dando un testimonio claro y valiente de su
Evangelio. No hay mayor tesoro que podamos ofrecer a nuestros
contemporáneos. Así imitaremos también a San Pablo que, en medio de
tantas tribulaciones, naufragios y soledades, proclamaba exultante: «Este
tesoro lo llevamos en vasijas de barro, para que se vea que esa fuerza tan
extraordinaria es de Dios y no proviene de nosotros» (2 Co 4,7).
Junto a estas palabras del Apóstol de los gentiles, están las propias
palabras del Evangelio que acabamos de escuchar, y que invitan a vivir
desde la humildad de Cristo que, siguiendo en todo la voluntad del Padre,
ha venido para servir, «para dar su vida en rescate por muchos»
(Mt 20,28). Para los discípulos que quieren seguir e imitar a Cristo, el
servir a los hermanos ya no es una mera opción, sino parte esencial de su
ser. Un servicio que no se mide por los criterios mundanos de lo
inmediato, lo material y vistoso, sino porque hace presente el amor de
Dios a todos los hombres y en todas sus dimensiones, y da testimonio de
Él, incluso con los gestos más sencillos. Al proponer este nuevo modo de
relacionarse en la comunidad, basado en la lógica del amor y del servicio,
Jesús se dirige también a los «jefes de los pueblos», porque donde no hay
entrega por los demás surgen formas de prepotencia y explotación que no
dejan espacio para una auténtica promoción humana integral. Y quisiera
que este mensaje llegara sobre todo a los jóvenes: precisamente a
vosotros, este contenido esencial del Evangelio os indica la vía para que,
317
renunciando a un modo de pensar egoísta, de cortos alcances, como tantas
veces os proponen, y asumiendo el de Jesús, podáis realizaros plenamente
y ser semilla de esperanza.
Esto es lo que nos recuerda también la celebración de este Año Santo
Compostelano. Y esto es lo que en el secreto del corazón, sabiéndolo
explícitamente o sintiéndolo sin saber expresarlo con palabras, viven
tantos peregrinos que caminan a Santiago de Compostela para abrazar al
Apóstol. El cansancio del andar, la variedad de paisajes, el encuentro con
personas de otra nacionalidad, los abren a lo más profundo y común que
nos une a los humanos: seres en búsqueda, seres necesitados de verdad y
de belleza, de una experiencia de gracia, de caridad y de paz, de perdón y
de redención. Y en lo más recóndito de todos esos hombres resuena la
presencia de Dios y la acción del Espíritu Santo. Sí, a todo hombre que
hace silencio en su interior y pone distancia a las apetencias, deseos y
quehaceres inmediatos, al hombre que ora, Dios le alumbra para que le
encuentre y para que reconozca a Cristo. Quien peregrina a Santiago, en el
fondo, lo hace para encontrarse sobre todo con Dios que, reflejado en la
majestad de Cristo, lo acoge y bendice al llegar al Pórtico de la Gloria.
Desde aquí, como mensajero del Evangelio que Pedro y Santiago
rubricaron con su sangre, deseo volver la mirada a la Europa que
peregrinó a Compostela. ¿Cuáles son sus grandes necesidades, temores y
esperanzas? ¿Cuál es la aportación específica y fundamental de la Iglesia a
esa Europa, que ha recorrido en el último medio siglo un camino hacia
nuevas configuraciones y proyectos? Su aportación se centra en una
realidad tan sencilla y decisiva como ésta: que Dios existe y que es Él
quien nos ha dado la vida. Solo Él es absoluto, amor fiel e indeclinable,
meta infinita que se trasluce detrás de todos los bienes, verdades y
bellezas admirables de este mundo; admirables pero insuficientes para el
corazón del hombre. Bien comprendió esto Santa Teresa de Jesús cuando
escribió: “Sólo Dios basta”.
Es una tragedia que en Europa, sobre todo en el siglo XIX, se afirmase
y divulgase la convicción de que Dios es el antagonista del hombre y el
enemigo de su libertad. Con esto se quería ensombrecer la verdadera fe
bíblica en Dios, que envió al mundo a su Hijo Jesucristo, a fin de que
nadie perezca, sino que todos tengan vida eterna (cf. Jn 3,16).
El autor sagrado afirma tajante ante un paganismo para el cual Dios es
envidioso o despectivo del hombre: ¿Cómo hubiera creado Dios todas las
cosas si no las hubiera amado, Él que en su plenitud infinita no necesita
nada? (cf. Sab 11,24-26). ¿Cómo se hubiera revelado a los hombres si no
quisiera velar por ellos? Dios es el origen de nuestro ser y cimiento y
cúspide de nuestra libertad; no su oponente. ¿Cómo el hombre mortal se
va a fundar a sí mismo y cómo el hombre pecador se va a reconciliar a sí
mismo? ¿Cómo es posible que se haya hecho silencio público sobre la
realidad primera y esencial de la vida humana? ¿Cómo lo más
determinante de ella puede ser recluido en la mera intimidad o remitido a
la penumbra? Los hombres no podemos vivir a oscuras, sin ver la luz del
sol. Y, entonces, ¿cómo es posible que se le niegue a Dios, sol de las
318
inteligencias, fuerza de las voluntades e imán de nuestros corazones, el
derecho de proponer esa luz que disipa toda tiniebla? Por eso, es necesario
que Dios vuelva a resonar gozosamente bajo los cielos de Europa; que esa
palabra santa no se pronuncie jamás en vano; que no se pervierta
haciéndola servir a fines que le son impropios. Es menester que se profiera
santamente. Es necesario que la percibamos así en la vida de cada día, en
el silencio del trabajo, en el amor fraterno y en las dificultades que los
años traen consigo.
Europa ha de abrirse a Dios, salir a su encuentro sin miedo, trabajar
con su gracia por aquella dignidad del hombre que habían descubierto las
mejores tradiciones: además de la bíblica, fundamental en este orden,
también las de época clásica, medieval y moderna, de las que nacieron las
grandes creaciones filosóficas y literarias, culturales y sociales de Europa.
Ese Dios y ese hombre son los que se han manifestado concreta e
históricamente en Cristo. A ese Cristo que podemos hallar en los caminos
hasta llegar a Compostela, pues en ellos hay una cruz que acoge y orienta
en las encrucijadas. Esa cruz, supremo signo del amor llevado hasta el
extremo, y por eso don y perdón al mismo tiempo, debe ser nuestra
estrella orientadora en la noche del tiempo. Cruz y amor, cruz y luz han
sido sinónimos en nuestra historia, porque Cristo se dejó clavar en ella
para darnos el supremo testimonio de su amor, para invitarnos al perdón y
la reconciliación, para enseñarnos a vencer el mal con el bien. No dejéis
de aprender las lecciones de ese Cristo de las encrucijadas de los caminos
y de la vida, en el que nos sale al encuentro Dios como amigo, padre y
guía. ¡Oh Cruz bendita, brilla siempre en tierras de Europa!
Dejadme que proclame desde aquí la gloria del hombre, que advierta
de las amenazas a su dignidad por el expolio de sus valores y riquezas
originarios, por la marginación o la muerte infligidas a los más débiles y
pobres. No se puede dar culto a Dios sin velar por el hombre su hijo y no
se sirve al hombre sin preguntarse por quién es su Padre y responderle a la
pregunta por él. La Europa de la ciencia y de las tecnologías, la Europa de
la civilización y de la cultura, tiene que ser a la vez la Europa abierta a la
trascendencia y a la fraternidad con otros continentes, al Dios vivo y
verdadero desde el hombre vivo y verdadero. Esto es lo que la Iglesia
desea aportar a Europa: velar por Dios y velar por el hombre, desde la
comprensión que de ambos se nos ofrece en Jesucristo.
Queridos amigos, levantemos una mirada esperanzadora hacia todo lo
que Dios nos ha prometido y nos ofrece. Que Él nos dé su fortaleza, que
aliente a esta Archidiócesis compostelana, que vivifique la fe de sus hijos
y los ayude a seguir fieles a su vocación de sembrar y dar vigor al
Evangelio, también en otras tierras.

GAUDÍ: DIOS ES LA MEDIDA DEL HOMBRE


20101107. Homilía. Consagración templo Sgda Familia. Barcelona
Este día es un punto significativo en una larga historia de ilusión, de
trabajo y de generosidad, que dura más de un siglo. En estos momentos,
319
quisiera recordar a todos y a cada uno de los que han hecho posible el
gozo que a todos nos embarga hoy, desde los promotores hasta los
ejecutores de la obra; desde los arquitectos y albañiles de la misma, a
todos aquellos que han ofrecido, de una u otra forma, su inestimable
aportación para hacer posible la progresión de este edificio. Y recordamos,
sobre todo, al que fue alma y artífice de este proyecto: a Antoni Gaudí,
arquitecto genial y cristiano consecuente, con la antorcha de su fe
ardiendo hasta el término de su vida, vivida en dignidad y austeridad
absoluta. Este acto es también, de algún modo, el punto cumbre y la
desembocadura de una historia de esta tierra catalana que, sobre todo
desde finales del siglo XIX, dio una pléyade de santos y de fundadores, de
mártires y de poetas cristianos. Historia de santidad, de creación artística y
poética, nacidas de la fe, que hoy recogemos y presentamos como ofrenda
a Dios en esta Eucaristía.
La alegría que siento de poder presidir esta ceremonia se ha visto
incrementada cuando he sabido que este templo, desde sus orígenes, ha
estado muy vinculado a la figura de san José. Me ha conmovido
especialmente la seguridad con la que Gaudí, ante las innumerables
dificultades que tuvo que afrontar, exclamaba lleno de confianza en la
divina Providencia: «San José acabará el templo». Por eso ahora, no deja
de ser significativo que sea dedicado por un Papa cuyo nombre de pila es
José.
¿Qué hacemos al dedicar este templo? En el corazón del mundo, ante
la mirada de Dios y de los hombres, en un humilde y gozoso acto de fe,
levantamos una inmensa mole de materia, fruto de la naturaleza y de un
inconmensurable esfuerzo de la inteligencia humana, constructora de esta
obra de arte. Ella es un signo visible del Dios invisible, a cuya gloria se
alzan estas torres, saetas que apuntan al absoluto de la luz y de Aquel que
es la Luz, la Altura y la Belleza misma.
En este recinto, Gaudí quiso unir la inspiración que le llegaba de los
tres grandes libros en los que se alimentaba como hombre, como creyente
y como arquitecto: el libro de la naturaleza, el libro de la Sagrada
Escritura y el libro de la Liturgia. Así unió la realidad del mundo y la
historia de la salvación, tal como nos es narrada en la Biblia y actualizada
en la Liturgia. Introdujo piedras, árboles y vida humana dentro del templo,
para que toda la creación convergiera en la alabanza divina, pero al mismo
tiempo sacó los retablos afuera, para poner ante los hombres el misterio de
Dios revelado en el nacimiento, pasión, muerte y resurrección de
Jesucristo. De este modo, colaboró genialmente a la edificación de la
conciencia humana anclada en el mundo, abierta a Dios, iluminada y
santificada por Cristo. E hizo algo que es una de las tareas más
importantes hoy: superar la escisión entre conciencia humana y conciencia
cristiana, entre existencia en este mundo temporal y apertura a una vida
eterna, entre belleza de las cosas y Dios como Belleza. Esto lo realizó
Antoni Gaudí no con palabras sino con piedras, trazos, planos y cumbres.
Y es que la belleza es la gran necesidad del hombre; es la raíz de la que
brota el tronco de nuestra paz y los frutos de nuestra esperanza. La belleza
320
es también reveladora de Dios porque, como Él, la obra bella es pura
gratuidad, invita a la libertad y arranca del egoísmo.
Hemos dedicado este espacio sagrado a Dios, que se nos ha revelado y
entregado en Cristo para ser definitivamente Dios con los hombres. La
Palabra revelada, la humanidad de Cristo y su Iglesia son las tres
expresiones máximas de su manifestación y entrega a los hombres. «Mire
cada cual cómo construye. Pues nadie puede poner otro cimiento que el ya
puesto, que es Jesucristo» (1 Co3,10-11), dice San Pablo en la segunda
lectura. El Señor Jesús es la piedra que soporta el peso del mundo, que
mantiene la cohesión de la Iglesia y que recoge en unidad final todas las
conquistas de la humanidad. En Él tenemos la Palabra y la presencia de
Dios, y de Él recibe la Iglesia su vida, su doctrina y su misión. La Iglesia
no tiene consistencia por sí misma; está llamada a ser signo e instrumento
de Cristo, en pura docilidad a su autoridad y en total servicio a su
mandato. El único Cristo funda la única Iglesia; Él es la roca sobre la que
se cimienta nuestra fe. Apoyados en esa fe, busquemos juntos mostrar al
mundo el rostro de Dios, que es amor y el único que puede responder al
anhelo de plenitud del hombre. Ésa es la gran tarea, mostrar a todos que
Dios es Dios de paz y no de violencia, de libertad y no de coacción, de
concordia y no de discordia. En este sentido, pienso que la dedicación de
este templo de la Sagrada Familia, en una época en la que el hombre
pretende edificar su vida de espaldas a Dios, como si ya no tuviera nada
que decirle, resulta un hecho de gran significado. Gaudí, con su obra, nos
muestra que Dios es la verdadera medida del hombre. Que el secreto de la
auténtica originalidad está, como decía él, en volver al origen que es Dios.
Él mismo, abriendo así su espíritu a Dios ha sido capaz de crear en esta
ciudad un espacio de belleza, de fe y de esperanza, que lleva al hombre al
encuentro con quien es la Verdad y la Belleza misma. Así expresaba el
arquitecto sus sentimientos: «Un templo [es] la única cosa digna de
representar el sentir de un pueblo, ya que la religión es la cosa más
elevada en el hombre».
Esa afirmación de Dios lleva consigo la suprema afirmación y tutela de
la dignidad de cada hombre y de todos los hombres: «¿No sabéis que sois
templo de Dios?... El templo de Dios es santo: ese templo sois vosotros»
(1 Co 3,16-17). He aquí unidas la verdad y dignidad de Dios con la verdad
y la dignidad del hombre. Al consagrar el altar de este templo,
considerando a Cristo como su fundamento, estamos presentando ante el
mundo a Dios que es amigo de los hombres e invitando a los hombres a
ser amigos de Dios. Como enseña el caso de Zaqueo, del que se habla en
el Evangelio de hoy (cf. Lc 19,1-10), si el hombre deja entrar a Dios en su
vida y en su mundo, si deja que Cristo viva en su corazón, no se
arrepentirá, sino que experimentará la alegría de compartir su misma vida
siendo objeto de su amor infinito.
La iniciativa de este templo se debe a la Asociación de amigos de San
José, quienes quisieron dedicarlo a la Sagrada Familia de Nazaret. Desde
siempre, el hogar formado por Jesús, María y José ha sido considerado
como escuela de amor, oración y trabajo. Los patrocinadores de este
321
templo querían mostrar al mundo el amor, el trabajo y el servicio vividos
ante Dios, tal como los vivió la Sagrada Familia de Nazaret. Las
condiciones de la vida han cambiado mucho y con ellas se ha avanzado
enormemente en ámbitos técnicos, sociales y culturales. No podemos
contentarnos con estos progresos. Junto a ellos deben estar siempre los
progresos morales, como la atención, protección y ayuda a la familia, ya
que el amor generoso e indisoluble de un hombre y una mujer es el marco
eficaz y el fundamento de la vida humana en su gestación, en su
alumbramiento, en su crecimiento y en su término natural. Sólo donde
existen el amor y la fidelidad, nace y perdura la verdadera libertad. Por
eso, la Iglesia aboga por adecuadas medidas económicas y sociales para
que la mujer encuentre en el hogar y en el trabajo su plena realización;
para que el hombre y la mujer que contraen matrimonio y forman una
familia sean decididamente apoyados por el Estado; para que se defienda
la vida de los hijos como sagrada e inviolable desde el momento de su
concepción; para que la natalidad sea dignificada, valorada y apoyada
jurídica, social y legislativamente. Por eso, la Iglesia se opone a todas las
formas de negación de la vida humana y apoya cuanto promueva el orden
natural en el ámbito de la institución familiar.
Al contemplar admirado este recinto santo de asombrosa belleza, con
tanta historia de fe, pido a Dios que en esta tierra catalana se multipliquen
y consoliden nuevos testimonios de santidad, que presten al mundo el gran
servicio que la Iglesia puede y debe prestar a la humanidad: ser icono de la
belleza divina, llama ardiente de caridad, cauce para que el mundo crea en
Aquel que Dios ha enviado (cf. Jn 6,29).
Queridos hermanos, al dedicar este espléndido templo, suplico
igualmente al Señor de nuestras vidas que de este altar, que ahora va a ser
ungido con óleo santo y sobre el que se consumará el sacrificio de amor de
Cristo, brote un río constante de gracia y caridad sobre esta ciudad de
Barcelona y sus gentes, y sobre el mundo entero. Que estas aguas
fecundas llenen de fe y vitalidad apostólica a esta Iglesia archidiocesana, a
sus pastores y fieles.
Deseo, finalmente, confiar a la amorosa protección de la Madre de
Dios, María Santísima, Rosa de abril, Madre de la Merced, a todos los que
estáis aquí, y a todos los que con palabras y obras, silencio u oración, han
hecho posible este milagro arquitectónico. Que Ella presente también a su
divino Hijo las alegrías y las penas de todos los que lleguen a este lugar
sagrado en el futuro, para que, como reza la Iglesia al dedicar los templos,
los pobres puedan encontrar misericordia, los oprimidos alcanzar la
libertad verdadera y todos los hombres se revistan de la dignidad de hijos
de Dios. Amén.

GAUDÍ: LLEVAR EL EVANGELIO AL PUEBLO


20101107. Ángelus. Plaza Iglesia Sagrada Familia. Barcelona
Hoy, he tenido el enorme gozo de dedicar este templo a quien siendo
Hijo del Altísimo, se anonadó haciéndose hombre y, al amparo de José y
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María, en el silencio del hogar de Nazaret, nos ha enseñado sin palabras,
la dignidad y el valor primordial del matrimonio y la familia, esperanza de
la humanidad, en la que la vida encuentra acogida, desde su concepción a
su declive natural. Nos ha enseñado también que toda la Iglesia,
escuchando y cumpliendo su Palabra, se convierte en su Familia. Y más
aún nos ha encomendado ser semilla de fraternidad que sembrada en todos
los corazones aliente la esperanza.
Imbuido de la devoción a la Sagrada Familia de Nazaret, que difundió
entre el pueblo catalán San José Manyanet, el genio de Antoni Gaudí,
inspirado por el ardor de su fe cristiana, logró convertir este templo en una
alabanza a Dios hecha en piedra. Una alabanza a Dios que, como en el
nacimiento de Cristo, tuviera como protagonistas a las personas más
humildes y sencillas. En efecto, Gaudí, con su obra, pretendía llevar el
Evangelio a todo el pueblo. Por eso, concibió los tres pórticos del exterior
del templo como una catequesis sobre Jesucristo, como un gran rosario,
que es la oración de los sencillos, en el que se pueden contemplar los
misterios gozosos, dolorosos y gloriosos de Nuestro Señor. Pero también,
y en colaboración con el párroco Gil Parés, diseñó y financió con sus
propios ahorros la creación de una escuela para los hijos de los albañiles y
para los niños de las familias más humildes del barrio, entonces un
suburbio marginado de Barcelona. Hacía así realidad la convicción que
expresaba con estas palabras: “Los pobres siempre han de encontrar
acogida en el templo, que es la caridad cristiana”.

TODO HOMBRE ES UN VERDADERO SANTUARIO DE DIOS


20101107. Discurso. Obra del Nen Déu. Bacelona
Con la dedicación de la Basílica de la Sagrada Familia, se ha puesto de
relieve esta mañana que el templo es signo del verdadero santuario de
Dios entre los hombres. Ahora, quiero destacar cómo, con el esfuerzo de
ésta y otras instituciones eclesiales análogas, a la que se sumará la nueva
Residencia que habéis deseado que llevara el nombre del Papa, se pone de
manifiesto que, para el cristiano, todo hombre es un verdadero santuario
de Dios, que ha de ser tratado con sumo respeto y cariño, sobre todo
cuando se encuentra en necesidad. La Iglesia quiere así hacer realidad las
palabras del Señor en el Evangelio: «Os aseguro que cuanto hicisteis con
uno de estos mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis» (Mt 25,40). En
esta tierra, esas palabras de Cristo han impulsado a muchos hijos de la
Iglesia a dedicar sus vidas a la enseñanza, la beneficencia o el cuidado de
los enfermos y discapacitados. Inspirados en su ejemplo, os pido que
sigáis socorriendo a los más pequeños y menesterosos, dándoles lo mejor
de vosotros mismos.
En el cuidado de los más débiles, mucho han contribuido los
formidables avances de la sanidad en los últimos decenios, que han ido
acompañados por la creciente convicción de la importancia de un
esmerado trato humano para el buen resultado del proceso terapéutico. Por
eso, es imprescindible que los nuevos desarrollos tecnológicos en el
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campo médico nunca vayan en detrimento del respeto a la vida y dignidad
humana, de modo que quienes padecen enfermedades o minusvalías
psíquicas o físicas puedan recibir siempre aquel amor y atenciones que los
haga sentirse valorados como personas en sus necesidades concretas.
Queridos niños y jóvenes, me despido de vosotros dando gracias a
Dios por vuestras vidas, tan preciosas a sus ojos, y asegurándoos que
ocupáis un lugar muy importante en el corazón del Papa. Rezo por
vosotros todos los días y os ruego que me ayudéis con vuestra oración a
cumplir con fidelidad la misión que Cristo me ha encomendado. No me
olvido tampoco de orar por los que están al servicio de los que sufren,
trabajando incansablemente para que las personas con discapacidades
puedan ocupar su justo lugar en la sociedad y no sean marginadas a causa
de sus limitaciones. A este respecto, quisiera reconocer, de manera
especial, el testimonio fiel de los sacerdotes y visitadores de enfermos en
sus casas, en los hospitales o en otras instituciones especializadas. Ellos
encarnan ese importante ministerio de consolación ante las fragilidades de
nuestra condición, que la Iglesia busca desempeñar con los mismos
sentimientos del Buen Samaritano (cf. Lc 10,29-37).

LA BELLEZA DE DIOS LLEVA A VIVIR CON ESPERANZA


20101107. Discurso. Despedida. Bacelona
En Compostela he querido unirme como un peregrino más a tantas
personas de España, de Europa y de otros lugares del mundo, que llegan a
la tumba del Apóstol para fortalecer su fe y recibir el perdón y la paz.
Como Sucesor de Pedro, he venido además para confirmar a mis
hermanos en la fe. Esa fe que en los albores del cristianismo llegó a estas
tierras y se enraizó tan profundamente que ha ido forjando el espíritu, las
costumbres, el arte y la idiosincrasia de sus gentes. Preservar y fomentar
ese rico patrimonio espiritual, no sólo manifiesta el amor de un País hacia
su historia y su cultura, sino que es también una vía privilegiada para
transmitir a las jóvenes generaciones aquellos valores fundamentales tan
necesarios para edificar un futuro de convivencia armónica y solidaria.
Los caminos que atravesaban Europa para llegar a Santiago eran muy
diversos entre sí, cada uno con su lengua y sus particularidades, pero la fe
era la misma. Había un lenguaje común, el Evangelio de Cristo. En
cualquier lugar, el peregrino podía sentirse como en casa. Más allá de las
diferencias nacionales, se sabía miembro de una gran familia, a la que
pertenecían los demás peregrinos y habitantes que encontraba a su paso.
Que esa fe alcance nuevo vigor en este Continente, y se convierta en
fuente de inspiración, que haga crecer la solidaridad y el servicio a todos,
especialmente a los grupos humanos y a las naciones más necesitadas.
En Barcelona, he tenido la inmensa alegría de dedicar la Basílica de la
Sagrada Familia, que Gaudí concibió como una alabanza en piedra a Dios,
y he visitado también una significativa institución eclesial de carácter
benéfico-social. Son como dos símbolos en la Barcelona de hoy de la
fecundidad de esa misma fe, que marcó también las entrañas de este
324
pueblo y que, a través de la caridad y de la belleza del misterio de Dios,
contribuye a crear una sociedad más digna del hombre. En efecto, la
belleza, la santidad y el amor de Dios llevan al hombre a vivir en el
mundo con esperanza.

EUROPA Y LA FAMILIA
20101110. Audiencia general. Viaje a Santiago y Barcelona
Precisamente la fe en Cristo es lo que da sentido a Compostela, un
lugar espiritualmente extraordinario, que sigue siendo punto de referencia
para la Europa de hoy en sus nuevas configuraciones y perspectivas.
Conservar y reforzar la apertura a lo trascendente, así como un diálogo
fecundo entre fe y razón, entre política y religión, entre economía y ética,
permitirá construir una Europa que, fiel a sus imprescindibles raíces
cristianas, responda plenamente a su vocación y misión en el mundo. Por
eso, seguro de las inmensas posibilidades del continente europeo y
confiando en su futuro de esperanza, invité a Europa a abrirse cada vez
más a Dios, favoreciendo así las perspectivas de un auténtico encuentro,
respetuoso y solidario, con las poblaciones y las civilizaciones de los
demás continentes.
Después, el domingo, tuve la alegría verdaderamente grande de
presidir, en Barcelona, la dedicación de la iglesia de la Sagrada Familia,
que declaré basílica menor. Al contemplar la grandiosidad y la belleza de
ese edificio, que invita a elevar la mirada y el alma hacia lo alto, hacia
Dios, recordaba las grandes construcciones religiosas, como las catedrales
del Medievo, que han marcado profundamente la historia y la fisonomía
de las principales ciudades de Europa. Esa obra espléndida —riquísima en
simbología religiosa, preciosa en la trama de las formas, fascinante en el
juego de las luces y de los colores— casi una inmensa escultura de piedra,
fruto de la fe profunda, de la sensibilidad espiritual y del talento artístico
de Antoni Gaudí, remite al verdadero santuario, el lugar del culto real, el
cielo, adonde Cristo entró para presentarse ante Dios en favor nuestro
(cf.Hb 9, 24). El genial arquitecto, en ese magnífico templo, ha sabido
representar de modo admirable el misterio de la Iglesia, a la cual los fieles
son incorporados con el Bautismo como piedras vivas para la construcción
de un edificio espiritual (cf. 1 P 2, 5).
Gaudí concibió y proyectó la iglesia de la Sagrada Familia como una
gran catequesis sobre Jesucristo, como un canto de alabanza al Creador.
En ese edificio tan imponente puso su genialidad al servicio de la belleza.
De hecho, la extraordinaria capacidad expresiva y simbólica de las formas
y de los motivos artísticos, así como las innovadoras técnicas
arquitectónicas y escultóricas, evocan la Fuente suprema de toda belleza.
El famoso arquitecto consideró este trabajo como una misión en la cual
estaba implicada toda su persona. Desde el momento en que aceptó el
encargo de la construcción de esa iglesia, su vida quedó marcada por un
cambio profundo. Emprendió así una intensa práctica de oración, ayuno y
pobreza, al sentir la necesidad de prepararse espiritualmente para lograr
325
expresar en la realidad material el misterio insondable de Dios. Se puede
decir que, mientras Gaudí trabajaba en la construcción del templo, Dios
construía en él el edificio espiritual (cf.Ef 2, 22), fortaleciéndolo en la fe y
acercándolo cada vez más a la intimidad con Cristo. Inspirándose
continuamente en la naturaleza, obra del Creador, y dedicándose con
pasión a conocer la Sagrada Escritura y la liturgia, supo realizar en el
corazón de la ciudad un edificio digno de Dios y, por eso mismo, digno
del hombre.
En Barcelona visité también la Obra del «Nen Déu», una iniciativa
ultracentenaria, muy vinculada a esa archidiócesis, donde cuidan, con
profesionalidad y amor, a niños y jóvenes discapacitados. Sus vidas son
preciosas a los ojos de Dios y nos invitan constantemente a salir de
nuestro egoísmo. También bendije la primera piedra de una nueva
residencia que formará parte de esta Obra, donde todo habla de caridad, de
respeto de la persona y de su dignidad, de alegría profunda, porque el ser
humano vale por lo que es, y no sólo por lo que hace.
Mientras estaba en Barcelona oré intensamente por las familias,
células vitales y esperanza de la sociedad y de la Iglesia. Recordé también
a los que sufren, especialmente en estos momentos de serias dificultades
económicas. Tuve presentes, al mismo tiempo, a los jóvenes —que me
acompañaron en toda la visita a Santiago y a Barcelona con su entusiasmo
y su alegría— para que descubran la belleza, el valor y el compromiso del
matrimonio, en el que un hombre y una mujer forman una familia, que con
generosidad acoge la vida y la acompaña desde su concepción hasta su
término natural. Todo lo que se hace para sostener el matrimonio y la
familia, para ayudar a las personas más necesitadas, todo lo que aumenta
la grandeza del hombre y su inviolable dignidad, contribuye al
perfeccionamiento de la sociedad. Ningún esfuerzo es vano en este
sentido.

SÓLO EL AMOR ES DIGNO DE FE Y CREÍBLE


20101113. Discurso. Consejo Pontificio para la Cultura
Me alegra encontrarme con vosotros al término de la asamblea
plenaria del Consejo pontificio para la cultura, durante la cual habéis
profundizado en el tema: «Cultura de la comunicación y nuevos
lenguajes». En efecto, hablar de comunicación y de lenguaje no sólo
significa tocar uno de los nudos cruciales de nuestro mundo y de sus
culturas; para los creyentes significa también acercarse al misterio mismo
de Dios que, en su bondad y sabiduría, quiso revelarse y manifestar su
voluntad a los hombres (Dei Verbum, 2). En efecto, en Cristo Dios se nos
ha revelado como Logos, que se comunica y nos interpela, entablando la
relación que funda nuestra identidad y dignidad de personas humanas,
amadas como hijos del único Padre (cf. Verbum Domini, 6.22.23).
Comunicación y lenguaje son asimismo dimensiones esenciales de la
cultura humana, constituida por informaciones y nociones, por creencias y
estilos de vida, pero también por reglas, sin las cuales las personas
326
difícilmente podrían progresar en humanidad y en sociabilidad. He
apreciado la original decisión de inaugurar la plenaria en la sala de la
Protomoteca en el Capitolio, núcleo civil e institucional de Roma, con una
mesa redonda sobre el tema: «En la ciudad a la escucha de los lenguajes
del alma». De ese modo, el dicasterio ha querido expresar una de sus
tareas esenciales: ponerse a la escucha de los hombres y las mujeres de
nuestro tiempo, para promover nuevas ocasiones de anuncio del
Evangelio. Escuchando, por tanto, las voces del mundo globalizado, nos
damos cuenta de que se está produciendo una profunda transformación
cultural, con nuevos lenguajes y nuevas formas de comunicación, que
favorecen también modelos antropológicos nuevos y problemáticos.
En este contexto, los pastores y los fieles experimentan con
preocupación algunas dificultades en la comunicación del mensaje
evangélico y en la transmisión de la fe, dentro de la comunidad eclesial
misma. Como he escrito en la exhortación apostólica postsinodal Verbum
Domini: «Hay muchos cristianos necesitados de que se les vuelva a
anunciar persuasivamente la Palabra de Dios, de manera que puedan
experimentar concretamente la fuerza del Evangelio» (n. 96). A veces
parece que los problemas aumentan cuando la Iglesia se dirige a los
hombres y mujeres lejanos o indiferentes a una experiencia de fe, a los
cuales el mensaje evangélico llega de manera poco eficaz y atractiva. En
un mundo que hace de la comunicación la estrategia vencedora, la Iglesia,
depositaria de la misión de comunicar a todas las gentes el Evangelio de
salvación, no permanece indiferente y extraña; al contrario, trata de
valerse con renovado compromiso creativo, pero también con sentido
crítico y atento discernimiento, de los nuevos lenguajes y las nuevas
modalidades comunicativas.
La incapacidad del lenguaje de comunicar el sentido profundo y la
belleza de la experiencia de fe puede contribuir a la indiferencia de
muchos, sobre todo jóvenes; puede ser motivo de alejamiento, como
afirmaba ya la constitución Gaudium et spes, poniendo de relieve que una
presentación inadecuada del mensaje esconde, en vez de manifestar, el
rostro genuino de Dios y de la religión (cf. n. 19). La Iglesia quiere
dialogar con todos, en la búsqueda de la verdad; pero para que el diálogo y
la comunicación sean eficaces y fecundos es necesario sintonizarse en una
misma frecuencia, en ámbitos de encuentro amistoso y sincero, en ese
«patio de los gentiles» ideal que propuse al hablar a la Curia romana hace
un año y que el dicasterio está realizando en distintos lugares
emblemáticos de la cultura europea. Hoy no pocos jóvenes, aturdidos por
las infinitas posibilidades que ofrecen las redes informáticas u otras
tecnologías, entablan formas de comunicación que no contribuyen al
crecimiento en humanidad, sino que corren el riesgo de aumentar el
sentido de soledad y desorientación. Antes estos fenómenos, más de una
vez he hablado de emergencia educativa, un desafío al que se puede y se
debe responder con inteligencia creativa, comprometiéndose a promover
una comunicación que humanice, que estimule el sentido crítico y la
capacidad de valoración y de discernimiento.
327
También en la cultura tecnológica actual el paradigma permanente de
la inculturación del Evangelio es la guía, que purifica, sana y eleva los
mejores elementos de los nuevos lenguajes y de las nuevas formas de
comunicación. Para esta tarea, difícil y fascinante, la Iglesia puede
servirse del extraordinario patrimonio de símbolos, imágenes, ritos y
gestos de su tradición. En particular, el rico y denso simbolismo de la
liturgia debe brillar con toda su fuerza como elemento comunicativo, hasta
tocar profundamente la conciencia humana, el corazón y el intelecto. La
tradición cristiana siempre ha unido estrechamente a la liturgia el lenguaje
del arte, cuya belleza tiene su fuerza comunicativa particular. Lo
experimentamos también el domingo pasado, en Barcelona, en la basílica
de la Sagrada Familia, obra de Antoni Gaudí, que conjugó genialmente el
sentido de lo sagrado y de la liturgia con formas artísticas tanto modernas
como en sintonía con las mejores tradiciones arquitectónicas. Sin
embargo, la belleza de la vida cristiana es más incisiva aún que el arte y la
imagen en la comunicación del mensaje evangélico. En definitiva, sólo el
amor es digno de fe y resulta creíble. La vida de los santos, de los
mártires, muestra una singular belleza que fascina y atrae, porque una vida
cristiana vivida en plenitud habla sin palabras. Necesitamos hombres y
mujeres que hablen con su vida, que sepan comunicar el Evangelio, con
claridad y valentía, con la transparencia de las acciones, con la pasión
gozosa de la caridad.
Después de haber ido como peregrino a Santiago de Compostela y
haber admirado en miles de personas, sobre todo jóvenes, la fuerza
cautivadora del testimonio, la alegría de ponerse en camino hacia la
verdad y la belleza, deseo que muchos de nuestros contemporáneos
puedan decir, escuchando de nuevo la voz del Señor, como los discípulos
de Emaús: «¿No estaba ardiendo nuestro corazón dentro de nosotros
cuando nos hablaba en el camino?» (Lc 24, 32).

EQUILIBRIO ENTRE AGRICULTURA, INDUSTRIA Y SERVICIOS


20101114. Ángelus
La crisis económica actual, de la que se ha tratado también en estos
días en la reunión del llamado G20, debe tomarse en toda su seriedad:
tiene numerosas causas y requiere fuertemente una revisión profunda del
modelo de desarrollo económico global (cf. Caritas in veritate, 21). Es un
síntoma agudo que se ha añadido a otros también graves y ya bien
conocidos, como la persistencia del desequilibrio entre riqueza y pobreza,
el escándalo del hambre, la emergencia ecológica y el problema del paro,
actualmente también general. En este marco parece decisivo un
relanzamiento estratégico de la agricultura. De hecho, el proceso de
industrialización a veces ha ensombrecido al sector agrícola, el cual, aun
beneficiándose a su vez de los conocimientos y de las técnicas modernas,
con todo ha perdido importancia, con notables consecuencias también en
el plano cultural. Me parece el momento para un llamamiento a revalorizar
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la agricultura, no en sentido nostálgico, sino como recurso indispensable
para el futuro.
En la actual situación económica, las economías más dinámicas tienen
la tentación de buscar alianzas ventajosas que, sin embargo, pueden
resultar gravosas para los Estados más pobres, prolongando situaciones de
pobreza extrema de masas de hombres y mujeres y agotando los recursos
naturales de la tierra, confiada por Dios Creador al hombre —como dice el
Génesis— para que la cultive y la custodie (cf. 2, 15). Además, a pesar de
la crisis, consta aún que en países de antigua industrialización se
incentivan estilos de vida marcados por un consumo insostenible, que
también resultan dañinos para el medio ambiente y para los pobres. Así
pues, es necesario buscar, de forma verdaderamente concertada, sobre un
nuevo equilibrio entre agricultura, industria y servicios, para que el
desarrollo sea sostenible, a nadie falte el pan y el trabajo, y el aire, el agua
y los demás recursos primarios sean preservados como bienes universales
(cf. Caritas in veritate, 27). Para esto es fundamental cultivar y difundir
una clara conciencia ética a la altura de los desafíos más complejos del
tiempo actual; educarse todos a un consumo más sabio y responsable;
promover la responsabilidad personal junto con la dimensión social de las
actividades rurales, fundadas en valores perennes, como la acogida, la
solidaridad y compartir la fatiga del trabajo. No pocos jóvenes han elegido
ya este camino; también muchos doctorados vuelven a dedicarse a la
empresa agrícola, sintiendo que así responden no sólo a una necesidad
personal y familiar, sino también a un signo de los tiempos, a una
sensibilidad concreta por el bien común.

EL CAMINO DEL DISCÍPULO ES EL DEL MAESTRO


20101120. Homilía. Consistorio para los nuevos cardenales
En el pasaje del Evangelio (Mc 10, 32-45) se nos presenta el icono de
Jesús como el Mesías —anunciado por Isaías (cf. Is 53)— que no vino
para ser servido, sino para servir: su estilo de vida se convierte en la base
de las nuevas relaciones dentro de la comunidad cristiana y de un modo
nuevo de ejercer la autoridad. Jesús va de camino hacia Jerusalén y
anuncia por tercera vez, indicándolo a los discípulos, el camino a través
del cual va a llevar a cumplimiento la obra que el Padre le encomendó: es
el camino del don humilde de sí mismo hasta el sacrificio de la vida, el
camino de la Pasión, el camino de la cruz. Y, sin embargo, incluso después
de este anuncio, como sucedió con los anteriores, los discípulos
manifiestan toda su dificultad para comprender, para llevar a cabo el
necesario «éxodo» de una mentalidad mundana hacia la mentalidad de
Dios. En este caso, son los dos hijos de Zebedeo, Santiago y Juan, quienes
piden a Jesús poder sentarse en los primeros puestos a su lado en la
«gloria», manifestando expectativas y proyectos de grandeza, de
autoridad, de honor según el mundo. Jesús, que conoce el corazón del
hombre, no queda turbado por esta petición, sino que inmediatamente
329
explica su profundo alcance: «No sabéis lo que pedís»; después guía a los
dos hermanos a comprender lo que conlleva seguirlo.
¿Cuál es, pues, el camino que debe recorrer quien quiere ser discípulo?
Es el camino del Maestro, es el camino de la obediencia total a Dios. Por
esto Jesús pregunta a Santiago y a Juan: ¿estáis dispuestos a compartir mi
elección de cumplir hasta el final la voluntad del Padre? ¿Estáis dispuestos
a recorrer este camino que pasa por la humillación, el sufrimiento y la
muerte por amor? Los dos discípulos, con su respuesta segura
—«podemos»— muestran, una vez más, que no han entendido el sentido
real de lo que les anuncia el Maestro. Y de nuevo Jesús, con paciencia, les
hace dar un paso más: ni siquiera experimentar el cáliz del sufrimiento y
el bautismo de la muerte da derecho a los primeros puestos, porque eso es
«para quienes está preparado», está en manos del Padre celestial; el
hombre no debe calcular, simplemente debe abandonarse a Dios, sin
pretensiones, conformándose a su voluntad.
La indignación de los demás discípulos se convierte en ocasión para
extender la enseñanza a toda la comunidad. Ante todo Jesús «los llamó a
sí»: es el gesto de la vocación originaria, a la cual los invita a volver. Es
muy significativa esta referencia al momento constitutivo de la vocación
de los Doce, al «estar con Jesús» para ser enviados, porque recuerda
claramente que todo ministerio eclesial siempre es respuesta a una llamada
de Dios, nunca es fruto de un proyecto propio o de una ambición, sino que
es conformar la propia voluntad a la del Padre que está en los cielos, como
Cristo en Getsemaní (cf. Lc 22, 42). En la Iglesia nadie es amo, sino que
todos son llamados, todos son enviados, todos son alcanzados y guiados
por la gracia divina. Y esta es también nuestra seguridad. Sólo volviendo a
escuchar la palabra de Jesús, que pide «ven y sígueme», sólo volviendo a
la vocación originaria es posible entender la propia presencia y la propia
misión en la Iglesia como auténticos discípulos.
La petición de Santiago y Juan y la indignación de los «otros diez»
Apóstoles plantea una cuestión central a la que Jesús quiere responder:
¿Quién es grande, quién es «primero» para Dios? Ante todo la mirada va
al comportamiento que corren el riesgo de asumir «aquellos que son
considerados los gobernantes de las naciones»: «dominar y oprimir».
Jesús indica a los discípulos un modo completamente distinto: «No ha de
ser así entre vosotros». Su comunidad sigue otra regla, otra lógica, otro
modelo: «El que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro
servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será esclavo de
todos». El criterio de la grandeza y del primado según Dios no es el
dominio, sino el servicio; la diaconía es la ley fundamental del discípulo y
de la comunidad cristiana, y nos deja entrever algo del «señorío de Dios».
Y Jesús indica también el punto de referencia: el Hijo del hombre, que
vino para servir; es decir, sintetiza su misión en la categoría del servicio,
entendido no en sentido genérico, sino en el sentido concreto de la cruz,
del don total de la vida como «rescate», como redención para muchos, y lo
indica como condición para seguirlo. Es un mensaje que vale para los
Apóstoles, vale para toda la Iglesia, vale sobre todo para aquellos que
330
tienen la tarea de guiar al pueblo de Dios. No es la lógica del dominio, del
poder según los criterios humanos, sino la lógica del inclinarse para lavar
los pies, la lógica del servicio, la lógica de la cruz que está en la base de
todo ejercicio de la autoridad. En todos los tiempos la Iglesia se ha
esforzado por conformarse a esta lógica y por testimoniarla para hacer
transparentar el verdadero «señorío de Dios», el del amor.
Venerados hermanos elegidos para la dignidad cardenalicia, la misión
a la que Dios os llama hoy y que os habilita a un servicio eclesial todavía
más cargado de responsabilidad, requiere una voluntad cada vez mayor de
asumir el estilo del Hijo de Dios, que vino entre nosotros como quien sirve
(cf.Lc 22, 25-27). Se trata de seguirlo en su entrega de amor humilde y
total a la Iglesia su esposa, en la cruz: es en ese madero donde el grano de
trigo, que el Padre dejó caer en el campo del mundo, muere para
convertirse en fruto maduro. Para esto hace falta un arraigo todavía más
profundo y firme en Cristo. La relación íntima con él, que transforma cada
vez más la vida a fin de poder decir con san Pablo «ya no vivo yo, sino
que es Cristo quien vive en mí» (Ga 2, 20), constituye la exigencia
primaria para que nuestro servicio sea sereno y gozoso, y para que pueda
dar el fruto que el Señor espera de nosotros.

CRISTO REY: EL DRAMA DE JESÚS AL PIE DE LA CRUZ


20101121. Homilía. Nuevos cardenales
Muchos de entre vosotros habrán notado que también el anterior
consistorio público para la creación de cardenales, que tuvo lugar en
noviembre de 2007, se celebró en la vigilia de la solemnidad de Cristo
Rey. Han pasado tres años y, por tanto, según el ciclo litúrgico dominical,
la Palabra de Dios nos sale al encuentro a través de las mismas lecturas
bíblicas, propias de esta importante festividad. Esta se sitúa en el último
domingo del año litúrgico y nos presenta, al término del itinerario de la fe,
el rostro regio de Cristo, como el Pantocrátor en el ábside de una antigua
basílica. Esta coincidencia nos invita a meditar profundamente sobre el
ministerio del Obispo de Roma y sobre el ministerio de los cardenales,
vinculado a él, a la luz de la singular Realeza de Jesús, nuestro Señor.
El primer servicio del Sucesor de Pedro es el de la fe. En el Nuevo
Testamento, Pedro se convierte en «piedra» de la Iglesia en cuanto
portador del Credo: el «nosotros» de la Iglesia comienza con el nombre de
aquel que fue el primero en profesar la fe en Cristo, comienza con su fe;
una fe primero inmadura y todavía «demasiado humana», pero luego,
después de la Pascua, madura y capaz de seguir a Cristo hasta el don de sí
mismo; madura en creer que Jesús es verdaderamente el Rey; que lo es
precisamente porque permaneció en la cruz y, de ese modo, dio la vida por
331
los pecadores. En el Evangelio se ve que todos piden a Jesús que baje de
la cruz. Lo escarnecen, pero es también un modo de disculparse, como si
dijeran: no es culpa nuestra si tú estás ahí en la cruz; es sólo culpa tuya
porque, si tú fueras realmente el Hijo de Dios, el Rey de los judíos, no
estarías ahí, sino que te salvarías bajando de ese patíbulo infame. Por
tanto, si te quedas ahí, quiere decir que tú estás equivocado y nosotros
tenemos razón. El drama que tiene lugar al pie de la cruz de Jesús es un
drama universal; atañe a todos los hombres frente a Dios que se revela por
lo que es, es decir, Amor. En Jesús crucificado la divinidad queda
desfigurada, despojada de toda gloria visible, pero está presente y es real.
Sólo la fe sabe reconocerla: la fe de María, que une en su corazón también
esta última tesela del mosaico de la vida de su Hijo; ella aún no ve todo,
pero sigue confiando en Dios, repitiendo una vez más con el mismo
abandono: «He aquí la esclava del Señor» (Lc 1, 38). Y luego está la fe del
buen ladrón: una fe apenas esbozada, pero suficiente para asegurarle la
salvación: «Hoy estarás conmigo en el paraíso». Es decisivo el
«conmigo». Sí, esto es lo que lo salva. Ciertamente, el buen ladrón está en
la cruz como Jesús, pero sobre todo está en la cruz con Jesús. Y, a
diferencia del otro malhechor, y de todos los demás que los escarnecen, no
pide a Jesús que baje de la cruz ni que lo bajen. Dice, en cambio:
«Acuérdate de mí cuando entres en tu reino». Lo ve en la cruz,
desfigurado, irreconocible y, aun así, se encomienda a él como a un rey, es
más, como al Rey. El buen ladrón cree en lo que está escrito en la tabla
encima de la cabeza de Jesús: «el rey de los judíos»: lo cree, y se
encomienda. Por esto ya está, en seguida, en el «hoy» de Dios, en el
paraíso, porque el paraíso es estar con Jesús, estar con Dios.
Aquí, queridos hermanos, tenemos el primer y fundamental mensaje
que la Palabra de Dios nos transmite hoy a nosotros: a mí, Sucesor de
Pedro, y a vosotros, cardenales. Nos llama a estar conJesús, como María,
y no a pedirle que baje de la cruz, sino a permanecer allí con él. Y esto, a
causa de nuestro ministerio, debemos hacerlo no sólo por nosotros
mismos, sino por toda la Iglesia, por todo el pueblo de Dios. Sabemos por
los Evangelios que la cruz fue el punto crítico de la fe de Simón Pedro y
de los demás Apóstoles. Está claro y no podía ser de otro modo: eran
hombres y pensaban «según los hombres»; no podían tolerar la idea de un
Mesías crucificado. La «conversión» de Pedro se realiza plenamente
cuando renuncia a querer «salvar» a Jesús y acepta ser salvado por él.
Renuncia a querer salvar a Jesús de la cruz y acepta ser salvado por su
cruz. «Yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca. Y tú, una vez
convertido, confirma a tus hermanos» (Lc 22, 32), dice el Señor. Todo el
ministerio de Pedro consiste en su fe, una fe que Jesús reconoce en
seguida, desde el inicio, como genuina, como don del Padre celestial; pero
una fe que debe pasar a través del escándalo de la cruz, para llegar a ser
auténtica, verdaderamente «cristiana»; para llegar a ser «roca» sobre la
que Jesús pueda construir su Iglesia. La participación en el señorío de
Cristo sólo se verifica en concreto al compartir su anonadamiento, con la
cruz. También todo mi ministerio, queridos hermanos, y por consiguiente
332
también el vuestro, consiste en la fe. Jesús puede construir sobre nosotros
su Iglesia en la medida en que encuentra en nosotros la fe verdadera,
pascual, la fe que no quiere hacer que Jesús baje de la cruz, sino que se
encomienda a él en la cruz. En este sentido el lugar auténtico del Vicario
de Cristo es la cruz, persistir en la obediencia de la cruz.
Este ministerio es difícil, porque no se acomoda al modo de pensar de
los hombres —a la lógica natural que, por otra parte, siempre está activa
también en nosotros mismos—; pero este es y sigue siendo siempre
nuestro primer servicio, el servicio de la fe, que transforma toda la vida:
creer que Jesús es Dios, que es el Rey precisamente porque ha llegado
hasta ese punto, porque nos ha amado hasta el extremo. Y esta realeza
paradójica debemos testimoniarla y anunciarla como hizo él, el Rey, es
decir, siguiendo su mismo camino y esforzándonos por adoptar su misma
lógica, la lógica de la humildad y del servicio, del grano de trigo que
muere para dar fruto. El Papa y los cardenales están llamados a estar
profundamente unidos ante todo en esto: todos juntos, bajo la guía del
Sucesor de Pedro, deben permanecer en el señorío de Cristo, pensando y
actuando según la lógica de la cruz; y esto nunca es fácil ni se puede dar
por descontado. En esto debemos ser compactos, y lo somos porque no
nos une una idea, una estrategia, sino que nos unen el amor de Cristo y su
Santo Espíritu. La eficacia de nuestro servicio a la Iglesia, la Esposa de
Cristo, depende esencialmente de esto, de nuestra fidelidad a la realeza
divina del Amor crucificado. Por esto, en el anillo que hoy os entrego,
sello de vuestro pacto nupcial con la Iglesia, está representada la imagen
de la crucifixión. Y, por el mismo motivo, el color de vuestro vestido alude
a la sangre, símbolo de la vida y del amor. La sangre de Cristo que, según
una antigua iconografía, María recoge del costado traspasado de su Hijo
muerto en la cruz; y que el apóstol san Juan contempla mientras brota
junto con el agua, según las Escrituras proféticas.
Queridos hermanos, de aquí deriva nuestra sabiduría: sapientia crucis.
Sobre esto reflexionó a fondo san Pablo, el primero en trazar un
pensamiento cristiano orgánico, centrado precisamente en la paradoja de
la cruz (cf. 1 Co 1, 18-25; 2, 1-8). En la carta a los Colosenses —de la
cual la liturgia de hoy propone el himno cristológico— la reflexión
paulina, fecundada por la gracia del Espíritu, alcanza ya un nivel
impresionante de síntesis a la hora de expresar una auténtica concepción
cristiana de Dios y del mundo, de la salvación personal y universal; y todo
se centra en Cristo, Señor de los corazones, de la historia y del cosmos:
«Dios tuvo a bien hacer residir en él toda la plenitud, y reconciliar por él y
para él todas las cosas, pacificando, mediante la sangre de su cruz, lo que
hay en la tierra y en los cielos» (Col 1, 19-20). Queridos hermanos,
estamos llamados a anunciar siempre al mundo a Cristo «imagen del Dios
invisible», a Cristo «primogénito de toda la creación» y «primogénito de
entre los muertos», para que —como escribe el Apóstol— «tenga él el
primado sobre todas las cosas» (Col 1, 15.18). El primado de Pedro y de
sus Sucesores está totalmente al servicio de este primado de Jesucristo,
único Señor; al servicio de su reino, es decir, de su señorío de amor, a fin
333
de que venga y se extienda, renueve a los hombres y las cosas, transforme
la tierra y haga brotar en ella la paz y la justicia.
Dentro de este designio, que trasciende la historia y, al mismo tiempo,
se revela y se realiza en ella, encuentra su lugar la Iglesia, «cuerpo» del
que Cristo es «la cabeza» (cf. Col 1, 18). En la carta a los Efesios, san
Pablo habla explícitamente del señorío de Cristo y lo relaciona con la
Iglesia. Formula una oración de alabanza a la «grandeza de la potencia de
Dios», que resucitó a Cristo y lo constituyó Señor universal, y concluye:
«Bajo sus pies sometió todas la cosas / y lo constituyó Cabeza suprema de
la Iglesia, / que es su Cuerpo, / la plenitud del que lo llena todo en todo»
(Ef 1, 22-23). La misma palabra «plenitud», que corresponde a Cristo, san
Pablo la atribuye aquí a la Iglesia, por participación: en efecto, el cuerpo
participa de la plenitud de la Cabeza. Venerados hermanos cardenales —y
me dirijo también a todos vosotros, que compartís con nosotros la gracia
de ser cristianos— he aquí nuestro gozo: participar, en la Iglesia, en la
plenitud de Cristo mediante la obediencia de la cruz, «participar en la
herencia de los santos en la luz», haber sido «trasladados» al reino del
Hijo de Dios (cf. Col 1, 12-13). Por esto nosotros vivimos en perenne
acción de gracias, e incluso en medio de las pruebas no perdemos la
alegría y la paz que Cristo nos ha dejado, como prenda de su reino, que ya
está en medio de nosotros, que esperamos con fe y esperanza, y ya
comenzamos a saborear en la caridad. Amén.

CRISTO REY
20101121. Ángelus

La solemnidad de Cristo Rey fue instituida por el Papa Pío XI en 1925


y más tarde, después del concilio Vaticano II, se colocó al final del año
litúrgico. El Evangelio de san Lucas presenta, como en un gran cuadro, la
realeza de Jesús en el momento de la crucifixión. Los jefes del pueblo y
los soldados se burlan del «primogénito de toda la creación» (Col 1, 15) y
lo ponen a prueba para ver si tiene poder para salvarse de la muerte
(cf. Lc 23, 35-37). Sin embargo, precisamente «en la cruz, Jesús se
encuentra a la “altura” de Dios, que es Amor. Allí se le puede “reconocer”.
(...) Jesús nos da la “vida” porque nos da a Dios. Puede dárnoslo porque él
es uno con Dios» (Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Madrid 2007, pp.
403-404. 409). De hecho, mientras que el Señor parece pasar
desapercibido entre dos malhechores, uno de ellos, consciente de sus
pecados, se abre a la verdad, llega a la fe e implora «al rey de los judíos»:
«Jesús, acuérdate de mí cuando entres en tu reino» (Lc 23, 42). De quien
«existe antes de todas las cosas y en él todas subsisten» (Col 1, 17) el
llamado «buen ladrón» recibe inmediatamente el perdón y la alegría de
entrar en el reino de los cielos. «Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en
el Paraíso» (Lc 23, 43). Con estas palabras Jesús, desde el trono de la cruz,
334
acoge a todos los hombres con misericordia infinita. San Ambrosio
comenta que «es un buen ejemplo de la conversión a la que debemos
aspirar: muy pronto al ladrón se le concede el perdón, y la gracia es más
abundante que la petición; de hecho, el Señor —dice san Ambrosio—
siempre concede más de lo que se le pide (...) La vida consiste en estar con
Cristo, porque donde está Cristo allí está el Reino» (Expositio Evangelii
secundum Lucam X, 121: ccl 14, 379).
Queridos amigos, el camino del amor, que el Señor nos revela y nos
invita a recorrer, se puede contemplar también en el arte cristiano. De
hecho, antiguamente, «en la configuración de los edificios sagrados (...) se
hizo habitual representar en el lado oriental al Señor que regresa como rey
—imagen de la esperanza—, mientras en el lado occidental estaba el
Juicio final, como imagen de la responsabilidad respecto a nuestra vida»
(Spe salvi, 41): esperanza en el amor infinito de Dios y compromiso de
ordenar nuestra vida según el amor de Dios. Cuando contemplamos las
representaciones de Jesús inspiradas en el Nuevo Testamento, como
enseña un antiguo Concilio, se nos lleva a «comprender (...) la sublimidad
de la humillación del Verbo de Dios y (...) a recordar su vida en la carne,
su pasión y muerte salvífica, y la redención que de allí se deriva para el
mundo» (Concilio de Trullo [año 691 o 692], canon 82). «Sí, las
necesitamos para poder reconocer en el corazón traspasado del
Crucificado el misterio de Dios» (Joseph Ratzinger, Teologia della
liturgia. La fondazione sacramentale dell'esistenza cristiana, LEV, 2010,
69).

SER EVANGELIO VIVO


20101126. Discurso. A los superiores generales

Habéis dedicado vuestras dos últimas Asambleas a considerar el futuro


de la vida consagrada en Europa. Esto ha significado reflexionar sobre el
sentido mismo de vuestra vocación, que conlleva, ante todo, buscar a
Dios, quaerere Deum: por vocación sois buscadores de Dios. A esta
búsqueda consagráis las mejores energías de vuestra vida. Pasáis de las
cosas secundarias a las esenciales, a lo que es verdaderamente importante;
buscáis lo definitivo, buscáis a Dios, mantenéis la mirada dirigida hacia él.
Como los primeros monjes, cultiváis una orientación escatológica: detrás
de lo provisional buscáis lo que permanece, lo que no pasa (cf. Discurso
en el Collège des Bernardins, París, 12 de septiembre de 2008). Buscáis a
Dios en los hermanos que os ha dado, con los cuales compartís la misma
vida y misión. Lo buscáis en los hombres y en las mujeres de nuestro
tiempo, a los que sois enviados para ofrecerles, con la vida y la palabra, el
don del Evangelio. Lo buscáis particularmente en los pobres, primeros
destinatarios de la Buena Noticia (cf.Lc 4, 18). Lo buscáis en la Iglesia,
donde el Señor se hace presente, sobre todo en la Eucaristía y en los
demás sacramentos, y en su Palabra, que es camino primordial para la
335
búsqueda de Dios, nos introduce en el coloquio con él y nos revela su
verdadero rostro. ¡Sed siempre buscadores y testigos apasionados de Dios!
La renovación profunda de la vida consagrada parte de la centralidad
de la Palabra de Dios, y más concretamente del Evangelio, regla suprema
para todos vosotros, como afirma el concilio Vaticano II en el
decreto Perfectae caritatis (cf. n. 2) y como bien comprendieron vuestros
fundadores: la vida consagrada es una planta con muchas ramas que hunde
sus raíces en el Evangelio. Lo demuestra la historia de vuestros Institutos,
en los cuales la firme voluntad de vivir el mensaje de Cristo y de
configurar la propia vida a este, ha sido y sigue siendo el criterio
fundamental del discernimiento vocacional y de vuestro discernimiento
personal y comunitario. El Evangelio vivido diariamente es el elemento
que da atractivo y belleza a la vida consagrada y os presenta ante el
mundo como una alternativa fiable. Esto necesita la sociedad actual, esto
espera de vosotros la Iglesia: ser Evangelio vivo.
Otro aspecto fundamental de la vida consagrada que quiero subrayar es
la fraternidad: «confessio Trinitatis» (cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. Vita
consecrata, 41) y parábola de la Iglesia comunión. En efecto, a través de
ella pasa el testimonio de vuestra consagración. La vida fraterna es uno de
los aspectos que mayormente buscan los jóvenes cuando se acercan a
vuestra vida; es un elemento profético importante que ofrecéis en una
sociedad fuertemente individualista. Conozco los esfuerzos que estáis
haciendo en este campo, como conozco también las dificultades que
conlleva la vida comunitaria. Es necesario un discernimiento serio e
constante para escuchar lo que el Espíritu dice a la comunidad (cf. Ap 2,
7), para reconocer lo que viene del Señor y lo que le es contrario (cf. Vita
consecrata, 73). Sin el discernimiento, acompañado de la oración y la
reflexión, la vida consagrada corre el riesgo de acomodarse a los criterios
de este mundo: el individualismo, el consumismo, el materialismo;
criterios por los que la fraternidad viene a menos y la misma vida
consagrada pierde atractivo y garra. Sed maestros de discernimiento, a fin
de que vuestros hermanos y vuestras hermanas asuman este habitus y
vuestras comunidades sean signo elocuente para el mundo de hoy.
Vosotros que ejercéis el servicio de la autoridad, y que tenéis tareas de
guía y de proyección del futuro de vuestros Institutos religiosos, recordad
que una parte importante de la animación espiritual y del gobierno es la
búsqueda común de los medios para favorecer la comunión, la mutua
comunicación, el afecto y la verdad en las relaciones recíprocas.
Un último elemento que quiero resaltar es la misión. La misión es el
modo de ser de la Iglesia y, en esta, de la vida consagrada; forma parte de
vuestra identidad; os impulsa a llevar el Evangelio a todos, sin fronteras.
La misión, sostenida por una fuerte experiencia de Dios, por una robusta
formación y por la vida fraterna en comunidad, es una clave para
comprender y revitalizar la vida consagrada. Id, por tanto, y con fidelidad
creativa haced vuestro el desafío de la nueva evangelización. Renovad
vuestra presencia en los aerópagos de hoy para anunciar, como hizo san
336
Pablo en Atenas, al Dios «ignoto» (cf. Discurso en el Collège des
Bernardins).

EL ADVIENTO Y LA DIGNIDAD DE LA VIDA NACIENTE


20101127. Homilía. I Vísperas de Adviento. Vigilia vida naciente

Con esta celebración vespertina, el Señor nos da la gracia y la alegría


de abrir el nuevo Año litúrgico iniciando con su primera etapa: el
Adviento, el período que conmemora la venida de Dios entre nosotros.
Todo inicio lleva consigo una gracia particular, porque está bendecido por
el Señor. En este Adviento se nos concederá, una vez más, experimentar la
cercanía de Aquel que ha creado el mundo, que orienta la historia y que ha
querido cuidar de nosotros hasta llegar al culmen de su condescendencia
haciéndose hombre. Precisamente el misterio grande y fascinante del Dios
con nosotros, es más, del Dios que se hace uno de nosotros, es lo que
celebraremos en las próximas semanas caminando hacia la santa Navidad.
Durante el tiempo de Adviento sentiremos que la Iglesia nos toma de la
mano y, a imagen de María santísima, manifiesta su maternidad
haciéndonos experimentar la espera gozosa de la venida del Señor, que
nos abraza a todos en su amor que salva y consuela.
Mientras nuestros corazones se disponen a la celebración anual del
nacimiento de Cristo, la liturgia de la Iglesia orienta nuestra mirada hacia
la meta definitiva: el encuentro con el Señor que vendrá en el esplendor de
la gloria. Por eso nosotros que en cada Eucaristía «anunciamos su muerte,
proclamamos su resurrección, a la espera de su venida», vigilamos en
oración. La liturgia no se cansa de alentarnos y de sostenernos, poniendo
en nuestros labios, en los días de Adviento, el grito con el cual se cierra
toda la Sagrada Escritura, en la última página del Apocalipsis de san Juan:
«¡Ven, Señor Jesús!» (22, 20).
Queridos hermanos y hermanas, nuestro reunirnos aquí esta tarde para
iniciar el camino del Adviento se enriquece con otro importante motivo:
con toda la Iglesia, queremos celebrar solemnemente una vigilia de
oración por la vida naciente. Deseo expresar mi agradecimiento a todos
aquellos que se han adherido a esta invitación y a cuantos se dedican de
modo específico a acoger y custodiar la vida humana en las distintas
situaciones de fragilidad, especialmente en sus inicios y en sus primeros
pasos. Precisamente el comienzo del Año litúrgico nos hace vivir
nuevamente la espera de Dios que se hace carne en el seno de la Virgen
María, de Dios que se hace pequeño, se hace niño; nos habla de la venida
de un Dios cercano, que ha querido recorrer la vida del hombre, desde los
comienzos, y esto para salvarla totalmente, en plenitud. Así, el misterio de
la encarnación del Señor y el inicio de la vida humana están íntima y
armónicamente conectados entre sí dentro del único designio salvífico de
Dios, Señor de la vida de todos y de cada uno. La Encarnación nos revela
con intensa luz y de modo sorprendente que toda vida humana tiene una
dignidad altísima, incomparable.
337
El hombre presenta una originalidad inconfundible respecto a todos los
demás seres vivientes que pueblan la tierra. Se presenta como sujeto único
y singular, dotado de inteligencia y voluntad libre, pero también
compuesto de realidad material. Vive simultánea e inseparablemente en la
dimensión espiritual y en la dimensión corporal. Lo sugiere también el
texto de la primera carta a los Tesalonicenses que hemos proclamado:
«Que él, el Dios de la paz —escribe san Pablo—, os santifique
plenamente, y que todo vuestro ser, el espíritu, el alma y el cuerpo, se
conserve sin mancha hasta la venida de nuestro Señor Jesucristo» (5, 23).
Somos, por tanto, espíritu, alma y cuerpo. Somos parte de este mundo,
vinculados a las posibilidades y a los límites de la condición material; al
mismo tiempo, estamos abiertos a un horizonte infinito, somos capaces de
dialogar con Dios y de acogerlo en nosotros. Actuamos en las realidades
terrenas y a través de ellas podemos percibir la presencia de Dios y tender
a él, verdad, bondad y belleza absoluta. Saboreamos fragmentos de vida y
de felicidad y anhelamos la plenitud total.
Dios nos ama de modo profundo, total, sin distinciones; nos llama a la
amistad con él; nos hace partícipes de una realidad por encima de toda
imaginación y de todo pensamiento y palabra: su misma vida divina. Con
conmoción y gratitud tomamos conciencia del valor, de la dignidad
incomparable de toda persona humana y de la gran responsabilidad que
tenemos para con todos. «Cristo, el nuevo Adán —afirma el concilio
Vaticano II— en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor,
manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la
grandeza de su vocación... El Hijo de Dios, con su encarnación, se ha
unido, en cierto modo, con todo hombre» (Gaudium et spes, 22).
Creer en Jesucristo conlleva también tener una mirada nueva sobre el
hombre, una mirada de confianza, de esperanza. Por lo demás, la
experiencia misma y la recta razón muestran que el ser humano es un
sujeto capaz de inteligencia y voluntad, autoconsciente y libre, irrepetible
e insustituible, vértice de todas las realidades terrenas, que exige que se le
reconozca como valor en sí mismo y merece ser escuchado siempre con
respeto y amor. Tiene derecho a que no se le trate como a un objeto que
poseer o como a algo que se puede manipular a placer, que no se le
reduzca a puro instrumento en favor de otros o de sus intereses. La
persona es un bien en sí misma y es preciso buscar siempre su desarrollo
integral.
El amor a todos, si es sincero, tiende espontáneamente a convertirse en
atención preferente por los más débiles y los más pobres. En esta línea se
sitúa la solicitud de la Iglesia por la vida naciente, la más frágil, la más
amenazada por el egoísmo de los adultos y por el oscurecimiento de las
conciencias. La Iglesia subraya continuamente lo que declaró el concilio
Vaticano II contra el aborto y toda violación de la vida naciente: «Se ha de
proteger la vida con el máximo cuidado desde la concepción» (ib., n. 51).
Hay tendencias culturales que tratan de anestesiar las conciencias con
motivaciones presuntuosas. Respecto al embrión en el seno materno, la
ciencia misma pone de relieve su autonomía capaz de interacción con la
338
madre, la coordinación de los procesos biológicos, la continuidad del
desarrollo, la creciente complejidad del organismo. No se trata de un
cúmulo de material biológico, sino de un nuevo ser vivo, dinámico y
maravillosamente ordenado, un nuevo individuo de la especie humana.
Así fue Jesús en el seno de María; así fue para cada uno de nosotros, en el
seno de nuestra madre. Con el antiguo autor cristiano Tertuliano, podemos
afirmar: «Ya es un hombre aquel que lo será» (Apologético, IX, 8); no
existe ninguna razón para no considerarlo persona desde su concepción.
Lamentablemente, incluso después del nacimiento, la vida de los niños
sigue estando expuesta al abandono, al hambre, a la miseria, a la
enfermedad, a los abusos, a la violencia, a la explotación. Las múltiples
violaciones de sus derechos, que se cometen en el mundo, hieren
dolorosamente la conciencia de todo hombre de buena voluntad. Frente al
triste panorama de las injusticias cometidas contra la vida del hombre,
antes y después del nacimiento, hago mío el apremiante llamamiento del
Papa Juan Pablo II a la responsabilidad de todos y de cada uno: «¡Respeta,
defiende, ama y sirve a la vida, a toda vida humana! Sólo siguiendo este
camino encontrarás justicia, desarrollo, libertad verdadera, paz y
felicidad» (Evangelium vitae, 5). Exhorto a los protagonistas de la
política, de la economía y de la comunicación social a hacer cuanto esté
dentro de sus posibilidades para promover una cultura siempre respetuosa
de la vida humana, para procurar condiciones favorables y redes de sostén
a la acogida y al desarrollo de ella.
A la Virgen María, que acogió al Hijo de Dios hecho hombre con su fe,
con su seno materno, con atenta solicitud, con el acompañamiento
solidario y vibrante de amor, encomendamos la oración y el empeño en
favor de la vida naciente. Lo hacemos en la liturgia —que es el lugar
donde vivimos la verdad y donde la verdad vive con nosotros— adorando
la divina Eucaristía, en la que contemplamos el Cuerpo de Cristo, ese
Cuerpo que tomó carne de María por obra del Espíritu Santo, y de ella
nació en Belén, para nuestra salvación. Ave, verum Corpus, natum de
Maria Virgine!

ADVIENTO: EL HOMBRE ESTÁ VIVO MIENTRAS ESPERA


20101128. Ángelus

Hoy, primer domingo de Adviento, la Iglesia inicia un nuevo Año


litúrgico, un nuevo camino de fe que, por una parte, conmemora el
acontecimiento de Jesucristo, y por otra, se abre a su cumplimiento final.
Precisamente de esta doble perspectiva vive el tiempo de Adviento,
mirando tanto a la primera venida del Hijo de Dios, cuando nació de la
Virgen María, como a su vuelta gloriosa, cuando vendrá a «juzgar a vivos
y muertos», como decimos en el Credo. Sobre este sugestivo tema de la
«espera» quiero detenerme ahora brevemente, porque se trata de un
aspecto profundamente humano, en el que la fe se convierte, por decirlo
así, en un todo con nuestra carne y nuestro corazón.
339
La espera, el esperar, es una dimensión que atraviesa toda nuestra
existencia personal, familiar y social. La espera está presente en mil
situaciones, desde las más pequeñas y banales hasta las más importantes,
que nos implican totalmente y en lo profundo. Pensemos, entre estas, en la
espera de un hijo por parte de dos esposos; en la de un pariente o de un
amigo que viene a visitarnos de lejos; pensemos, para un joven, en la
espera del resultado de un examen decisivo, o de una entrevista de trabajo;
en las relaciones afectivas, en la espera del encuentro con la persona
amada, de la respuesta a una carta, o de la aceptación de un perdón... Se
podría decir que el hombre está vivo mientras espera, mientras en su
corazón está viva la esperanza. Y al hombre se lo reconoce por sus
esperas: nuestra «estatura» moral y espiritual se puede medir por lo que
esperamos, por aquello en lo que esperamos.
Cada uno de nosotros, por tanto, especialmente en este tiempo que nos
prepara a la Navidad, puede preguntarse: ¿yo qué espero? En este
momento de mi vida, ¿a qué tiende mi corazón? Y esta misma pregunta se
puede formular a nivel de familia, de comunidad, de nación. ¿Qué es lo
que esperamos juntos? ¿Qué une nuestras aspiraciones?, ¿qué tienen en
común? En el tiempo anterior al nacimiento de Jesús, era muy fuerte en
Israel la espera del Mesías, es decir, de un Consagrado, descendiente del
rey David, que finalmente liberaría al pueblo de toda esclavitud moral y
política e instauraría el reino de Dios. Pero nadie habría imaginado nunca
que el Mesías pudiese nacer de una joven humilde como era María,
prometida del justo José. Ni siquiera ella lo habría pensado nunca, pero en
su corazón la espera del Salvador era tan grande, su fe y su esperanza eran
tan ardientes, que él pudo encontrar en ella una madre digna. Por lo
demás, Dios mismo la había preparado, antes de los siglos. Hay una
misteriosa correspondencia entre la espera de Dios y la de María, la
criatura «llena de gracia», totalmente transparente al designio de amor del
Altísimo. Aprendamos de ella, Mujer del Adviento, a vivir los gestos
cotidianos con un espíritu nuevo, con el sentimiento de una espera
profunda, que sólo la venida de Dios puede colmar.

VIVIR EN LA MEMORIA DE DIOS Y DE JESÚS


20101129. Mensaje. Exequias de Manuela Carmagni

El separarnos de ella de un modo tan repentino y la manera como nos


ha sido arrebatada nos han provocado un gran dolor, que sólo la fe puede
consolar. Encuentro un gran sostén al pensar en las palabras que son el
nombre de su comunidad: Memores Domini. Meditando sobre estas
palabras, sobre su significado, encuentro un sentido de paz, porque
remiten a una relación profunda que es más fuerte que la
muerte. Memores Domini quiere decir: «que recuerdan al Señor», es decir,
personas que viven en la memoria de Dios y de Jesús, y en esta memoria
cotidiana, llena de fe y de amor, encuentran el sentido de cada cosa, tanto
de las pequeñas acciones como de las grandes decisiones, del trabajo, del
340
estudio, de la fraternidad. La memoria del Señor llena el corazón de una
alegría profunda, como dice un antiguo himno de la Iglesia: «Jesu dulcis
memoria, dans vera cordis gaudia» (Jesús dulce memoria, que da la
verdadera alegría del corazón).
Por esto me da paz pensar que Manuela es una Memor Domini, una
persona que vive en la memoria del Señor. Esta relación con él es más
profunda que el abismo de la muerte. Es un vínculo que nada ni nadie
puede romper, como dice san Pablo: «(Nada) podrá separarnos del amor
de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro» (Rm 8, 39). Sí, si
recordamos al Señor es porque él, antes aún, se acuerda de nosotros.
Somos memores Domini porque él es Memor nostri, se acuerda de
nosotros con el amor de un Padre, de un Hermano, de un Amigo, incluso
en el momento de la muerte. Aunque a veces pueda parecer que en ese
momento él está ausente, que se olvida de nosotros, en realidad él nos
tiene siempre presentes, estamos en su corazón. Dondequiera que
podamos caer, caemos en sus manos. Precisamente allí, donde nadie puede
acompañarnos, nos espera Dios: nuestra Vida.

EN NUESTRO SER ESTÁ INSCRITA LA MEMORIA DE DIOS


20101202. Homilía. Misa en sufragio de Manuela Carmagni

Ha entrado en la fiesta del Señor como virgen prudente y sabia, porque


había vivido no en la superficialidad de cuantos olvidan la grandeza de
nuestra vocación, sino en la gran visión de la vida eterna, y así estaba
preparada a la llegada del Señor.
Treinta años Memores Domini. San Buenaventura dice que en la
profundidad de nuestro ser está inscrita la memoria del Creador. Y
precisamente porque esta memoria está inscrita en nuestro ser, podemos
reconocer al Creador en su creación, podemos acordarnos, ver sus huellas
en este cosmos creado por Él. Dice también san Buenaventura que esta
memoria del Creador no es sólo memoria de un pasado, porque el origen
está presente, es memoria de la presencia del Señor; es también memoria
del futuro, porque es certeza de que venimos de la bondad de Dios y
somos llamados a alcanzar la bondad de Dios. Por ello en esta memoria
está presente el elemento de la alegría, nuestro origen en el gozo que es
Dios y nuestra llamada a llegar al gran gozo. Y sabemos que Manuela era
una persona interiormente penetrada por la alegría, precisamente por esa
alegría que deriva de la memoria de Dios. Pero san Buenaventura añade
también que nuestra memoria, como toda nuestra existencia, está herida
por el pecado: así la memoria está oscurecida, está cubierta por otras
memorias superficiales, y ya no podemos traspasar estas otras memorias
superficiales, llegar al fondo, hasta la verdadera memoria que sostiene
nuestro ser. Por ello, a causa de este olvido de Dios, de este olvido de la
memoria fundamental, también la alegría está oculta, oscurecida. Sí,
sabemos que somos creados para la alegría, pero ya no sabemos donde se
encuentra, y la buscamos en diversos lugares. Vemos hoy esta búsqueda
341
desesperada de la alegría que se aleja cada vez más de su verdadera
fuente, de la verdadera alegría. Olvido de Dios, olvido de nuestra
verdadera memoria. Manuela no era de esos que habían olvidado su
memoria: vivió precisamente en la memoria viva del Creador, en la alegría
de su creación, viendo la transparencia de Dios en todo lo creado, también
en los acontecimientos cotidianos de nuestra vida, y supo que de esta
memoria – presente y futuro – viene la alegría.
Memores Domini. Los Memores Domini saben que Cristo, en la
vigilia de su pasión, renovó, incluso elevó nuestra memoria. "Haced esto
en memoria mía", dijo, y así nos dio la memoria de su presencia, la
memoria del don de si, del don de su Cuerpo y de su Sangre, y en este don
de su Cuerpo y de su Sangre, en este don de su amor infinito, tocamos de
nuevo con nuestra memoria la presencia más fuerte de Dios, su don de si.
En cuanto Memor Domini, Manuela vivió precisamente esta memoria
viva, que el Señor con su Cuerpo se da y renueva nuestro saber de Dios.
En la controversia con los saduceos sobre la resurrección, el Señor les
dice a estos, que no creen en ella: Pero Dios se ha llamado “Dios de
Abraham, de Isaac, de Jacob”. Los tres forman parte del nombre de Dios,
están inscritos en el nombre de Dios, están en el nombre de Dios, en la
memoria de Dios, y así el Señor dice: Dios no es un Dios de muertos, es
un Dios de vivos, y quien forma parte del nombre de Dios, quien está en la
memoria de Dios, está vivo. Nosotros los hombres, con nuestra memoria,
podemos conservar sólo, por desgracia, una sombra de las personas que
hemos amado. Pero la memoria de Dios no conserva sólo las sombras, es
origen de vida: aquí los muertos viven, en su vida y con su vida han
entrado en la memoria de Dios, que es vida. Esto nos dice hoy el Señor:
Tu estás inscrito en el nombre de Dios, tu vives en Dios con la vida
verdadera, vives de la fuente verdadera de la vida.
Así, en este momento de tristeza, somos consolados. Y la liturgia
renovada después del Concilio, se atreve a enseñarnos a cantar “Aleluya”
también en la Misa de Difuntos. ¡Es audaz, esto! Sentimos sobre todo el
dolor de la pérdida, sentimos sobre todo la ausencia, el pasado, pero la
liturgia sabe que estamos en el mismo Cuerpo de Cristo y vivimos a partir
de la memoria de Dios, que es nuestra memoria. En este entramado de su
memoria y de nuestra memoria estamos juntos, estamos vivos. Oremos al
Señor que podamos sentir cada vez más esta comunión de memoria, que
nuestra memoria de Dios en Cristo sea cada vez más viva, y que así
podamos sentir que nuestra verdadera vida está en El y en El
permanecemos todos unidos. En este sentido, cantamos “Aleluya”,
seguros de que el Señor es la vida y su amor no acaba nunca. Amen.

LA TEOLOGÍA PUEDE SER ESCUELA DE SANTIDAD


20101203. Discurso. Comisión Teológica Internacional

Los trabajos de este octavo «quinquenio» de la Comisión, como usted


ha recordado, afrontan los siguientes temas de gran importancia: la
342
teología y su metodología; la cuestión del único Dios en relación con las
tres religiones monoteístas; y la integración de la doctrina social de la
Iglesia en el contexto más amplio de la doctrina cristiana.
«Porque el amor de Cristo nos apremia, al considerar que si uno solo
murió por todos, entonces todos han muerto. Y él murió por todos, a fin de
que los que viven no vivan más para sí mismos, sino para aquel que murió
y resucitó por ellos» (2 Co 5, 14-15). ¿Cómo no sentir también nosotros
esta bella reacción del apóstol san Pablo a su encuentro con Cristo
resucitado? Precisamente esta experiencia está en la raíz de los tres
importantes temas que habéis profundizado en vuestra sesión plenaria que
acaba de concluir.
Quien ha descubierto en Cristo el amor de Dios, infundido por el
Espíritu Santo en nuestro corazón, desea conocer mejor a Aquel por quien
es amado y a quien ama. Conocimiento y amor se sostienen mutuamente.
Como afirmaron los Padres de la Iglesia, quien ama a Dios es impulsado a
convertirse, en cierto sentido, en un teólogo, en uno que habla con Dios,
que piensa sobre Dios y que intenta pensar con Dios; al mismo tiempo, el
trabajo profesional de teólogo es para algunos una vocación de gran
responsabilidad ante Cristo, ante la Iglesia. Poder estudiar
profesionalmente a Dios mismo y poder hablar de ello —contemplari et
contemplata docere (Santo Tomás de Aquino, Super Sent., lib. 3, d. 35, q.
1, a. 3, qc. 1, arg. 3)— es un gran privilegio. Vuestra reflexión sobre la
visión cristiana de Dios podrá ser una valiosa contribución tanto para la
vida de los fieles como para nuestro diálogo con los creyentes de otras
religiones y también con los no creyentes. De hecho, la misma palabra
«teo-logía» revela este aspecto comunicativo de vuestro trabajo: en la
teología intentamos comunicar, a través del «logos», lo que «hemos visto
y oído» (1 Jn 1, 3). Pero sabemos bien que la palabra «logos» tiene un
significado mucho más amplio, que comprende también el sentido de
«ratio», «razón». Y este hecho nos lleva a un segundo punto muy
importante. Podemos pensar en Dios y comunicar lo que hemos pensado
porque él nos ha dotado de una razón en armonía con su naturaleza. No es
casualidad que el Evangelio de san Juan comience con la afirmación: «En
el principio estaba el Logos... y el Logos era Dios» (Jn 1, 1). Por último,
acoger este Logos —este pensamiento divino— es también una
contribución a la paz en el mundo. De hecho, conocer a Dios en su
verdadera naturaleza es también el modo seguro para asegurar la paz. Un
Dios al que no se percibiera como fuente de perdón, de justicia y de amor,
no podría ser luz en el sendero de la paz.
Dado que el hombre tiende siempre a relacionar sus conocimientos
entre sí, también el conocimiento de Dios se organiza de modo
sistemático. Pero ningún sistema teológico puede subsistir si no está
impregnado del amor a su divino «Objeto», que en la teología
necesariamente debe ser «Sujeto» que nos habla y con el que estamos en
relación de amor. Así, la teología debe alimentarse siempre del diálogo
con el Logos divino, Creador y Redentor. Además, ninguna teología es tal
si no se integra en la vida y en la reflexión de la Iglesia a través del tiempo
343
y del espacio. Sí, es verdad que, para ser científica, la teología debe
argumentar de modo racional, pero también debe ser fiel a la naturaleza de
la fe eclesial: centrada en Dios, arraigada en la oración, en una comunión
con los demás discípulos del Señor garantizada por la comunión con el
Sucesor de Pedro y todo el Colegio episcopal.
Otra consecuencia de esta acogida y transmisión del Logos es que la
misma racionalidad de la teología ayuda a purificar la razón humana
liberándola de ciertos prejuicios e ideas que pueden ejercer un fuerte
influjo en el pensamiento de cada época. Es necesario, por otra parte,
poner de relieve que la teología vive siempre en continuidad y en diálogo
con los creyentes y los teólogos que vinieron antes de nosotros; dado que
la comunión eclesial es diacrónica, también lo es la teología. El teólogo no
parte nunca de cero, sino que considera como maestros a los Padres y los
teólogos de toda la tradición cristiana. La teología, arraigada en la Sagrada
Escritura, leída con los Padres y los Doctores, puede ser escuela de
santidad, como nos atestiguó el beato John Henry Newman. Ayudar a
descubrir el valor permanente de la riqueza transmitida por el pasado es
una contribución notable de la teología al concierto de las ciencias.
Cristo murió por todos, aunque no todos lo sepan o lo acepten.
Habiendo recibido el amor de Dios, ¿cómo podríamos no amar a aquellos
por quienes Cristo dio su propia vida? «Él entregó su vida por nosotros.
Por eso, también nosotros debemos dar la vida por nuestros hermanos» (1
Jn 3, 16). Todo esto nos lleva al servicio de los demás en nombre de
Cristo; en otras palabras, el compromiso social de los cristianos deriva
necesariamente de la manifestación del amor divino. La contemplación del
Dios revelado y la caridad con el prójimo no se pueden separar, aunque se
vivan según carismas distintos. En un mundo que a menudo aprecia
muchos dones del cristianismo —como por ejemplo la idea de una
igualdad democrática— sin comprender la raíz de los propios ideales, es
particularmente importante mostrar que los frutos mueren si se corta la
raíz del árbol. De hecho, no hay justicia sin verdad, y la justicia no se
desarrolla plenamente si su horizonte se limita al mundo material. Para
nosotros, los cristianos, la solidaridad social tiene siempre una perspectiva
de eternidad.
Queridos amigos teólogos, nuestro encuentro de hoy manifiesta de
modo excelente y singular la unidad indispensable que debe reinar entre
teólogos y pastores. No se puede ser teólogos en soledad: los teólogos
necesitan el ministerio de los pastores de la Iglesia, así como el Magisterio
necesita teólogos que presten su servicio a fondo, con toda la ascesis que
eso implica. Por ello, a través de vuestra Comisión, deseo dar las gracias a
todos los teólogos y animarlos a tener fe en el gran valor de su labor.

ADVIENTO: ESCUCHAR LA VOZ DE DIOS


20101205. Ángelus
344
El Evangelio de este segundo domingo de Adviento (Mt 3, 1-12) nos
presenta la figura de san Juan Bautista, el cual, según una célebre profecía
de Isaías (cf. 40, 3), se retiró al desierto de Judea y, con su predicación,
llamó al pueblo a convertirse para estar preparado para la inminente
venida del Mesías. San Gregorio Magno comenta que el Bautista «predica
la recta fe y las obras buenas... para que la fuerza de la gracia penetre, la
luz de la verdad resplandezca, los caminos hacia Dios se enderecen y
nazcan en el corazón pensamientos honestos tras la escucha de la Palabra
que guía hacia el bien» (Hom. in Evangelia, XX, 3: CCL 141, 155). El
precursor de Jesús, situado entre la Antigua y la Nueva Alianza, es como
una estrella que precede la salida del Sol, de Cristo, es decir, de Aquel
sobre el cual —según otra profecía de Isaías— «reposará el espíritu del
Señor: espíritu de sabiduría e inteligencia, espíritu de consejo y fortaleza,
espíritu de ciencia y temor del Señor» (Is 11, 2).
En el tiempo de Adviento, también nosotros estamos llamados a
escuchar la voz de Dios, que resuena en el desierto del mundo a través de
las Sagradas Escrituras, especialmente cuando se predican con la fuerza
del Espíritu Santo. De hecho, la fe se fortalece cuanto más se deja
iluminar por la Palabra divina, por «todo cuanto —como nos recuerda el
apóstol san Pablo— fue escrito en el pasado... para enseñanza nuestra,
para que con la paciencia y el consuelo que dan las Escrituras
mantengamos la esperanza» (Rm 15, 4). El modelo de la escucha es la
Virgen María: «Contemplando en la Madre de Dios una existencia
totalmente modelada por la Palabra, también nosotros nos sentimos
llamados a entrar en el misterio de la fe, con la que Cristo viene a habitar
en nuestra vida. San Ambrosio nos recuerda que todo cristiano que cree,
concibe en cierto sentido y engendra al Verbo de Dios en sí mismo»
(Verbum Domini, 28).
Queridos amigos, «nuestra salvación se basa en una venida», escribió
Romano Guardini (La santa notte. Dall'Avvento all'Epifania, Brescia
1994, p. 13). «El Salvador vino por la libertad de Dios... Así la decisión de
la fe consiste... en acoger a Aquel que se acerca» (ib., p. 14). «El Redentor
—añade— viene a cada hombre: en sus alegrías y penas, en sus
conocimientos claros, en sus dudas y tentaciones, en todo lo que
constituye su naturaleza y su vida» (ib., p. 15).
A la Virgen María, en cuyo seno habitó el Hijo del Altísimo, pedimos
que nos sostenga en este camino espiritual, para acoger con fe y con amor
la venida del Salvador.

INMACULADA: LLENA DE GRACIA


20101208. Ángelus

Hoy nuestra cita para la oración del Ángelus adquiere una luz especial,
en el contexto de la solemnidad de la Inmaculada Concepción de María.
En la liturgia de esta fiesta, se proclama el evangelio de la Anunciación
(Lc 1, 26-38), que contiene precisamente el diálogo entre el ángel Gabriel
345
y la Virgen. «¡Alégrate, llena de gracia!, el Señor está contigo», dice el
mensajero de Dios, y de este modo revela la identidad más profunda de
María, el «nombre», por así decir, con el que Dios mismo la conoce:
«llena de gracia». Esta expresión, que nos resulta tan familiar desde la
infancia, pues la pronunciamos cada vez que rezamos el Avemaría, nos
explica el misterio que hoy celebramos. De hecho, María, desde el
momento en que fue concebida por sus padres, fue objeto de una singular
predilección por parte de Dios, quien en su designio eterno la escogió para
ser madre de su Hijo hecho hombre y, por consiguiente, preservada del
pecado original. Por eso, el ángel se dirige a ella con este nombre, que
implícitamente significa: «colmada desde siempre del amor de Dios», de
su gracia.
El misterio de la Inmaculada Concepción es fuente de luz interior, de
esperanza y de consuelo. En medio de las pruebas de la vida, y
especialmente de las contradicciones que experimenta el hombre en su
interior y a su alrededor, María, Madre de Cristo, nos dice que la Gracia es
más grande que el pecado, que la misericordia de Dios es más poderosa
que el mal y sabe transformarlo en bien. Por desgracia, cada día nosotros
experimentamos el mal, que se manifiesta de muchas maneras en las
relaciones y en los acontecimientos, pero que tiene su raíz en el corazón
del hombre, un corazón herido, enfermo e incapaz de curarse por sí solo.
La Sagrada Escritura nos revela que en el origen de todo mal se encuentra
la desobediencia a la voluntad de Dios, y que la muerte ha dominado
porque la libertad humana ha cedido a la tentación del Maligno. Pero Dios
no desfallece en su designio de amor y de vida: a través de un largo y
paciente camino de reconciliación ha preparado la alianza nueva y eterna,
sellada con la sangre de su Hijo, que para ofrecerse a sí mismo en
expiación «nació de mujer» (cf. Ga 4, 4). Esta mujer, la Virgen María, se
benefició anticipadamente de la muerte redentora de su Hijo y desde la
concepción fue preservada del contagio de la culpa. Por eso, con su
corazón inmaculado, nos dice: confiad en Jesús, él os salvará.

INMACULADA: EL MENSAJE DE MARIA ES JESÚS


20101208. Discurso. Homenaje a la Inmaculada
Nos hemos reunido en torno a este histórico monumento, hoy
completamente rodeado de flores, signo del amor y de la devoción del
pueblo romano por la Madre de Jesús. Y el don más hermoso que le
ofrecemos, el que más le agrada, es nuestra oración, la que llevamos en el
corazón y que encomendamos a su intercesión. Son invocaciones de
agradecimiento y de súplica: agradecimiento por el don de la fe y por todo
el bien que diariamente recibimos de Dios; y súplica por las diferentes
necesidades, por la familia, la salud, el trabajo, por todas las dificultades
que la vida nos lleva a encontrar.
Pero cuando venimos aquí, especialmente en esta fiesta del 8 de
diciembre, es mucho más importante lo que recibimos de María, respecto
a lo que le ofrecemos. Ella, en efecto, nos da un mensaje destinado a cada
346
uno de nosotros, a la ciudad de Roma y a todo el mundo. También yo, que
soy el Obispo de esta ciudad, vengo para ponerme a la escucha, no sólo
para mí, sino para todos. Y ¿qué nos dice María? Nos habla con la Palabra
de Dios, que se hizo carne en su seno. Su «mensaje» no es otro sino Jesús,
él que es toda su vida. Gracias a él y por él ella es la Inmaculada. Y como
el Hijo de Dios se hizo hombre por nosotros, también ella, su Madre, fue
preservada del pecado por nosotros, por todos, como anticipación de la
salvación de Dios para cada hombre. Así María nos dice que todos
estamos llamados a abrirnos a la acción del Espíritu Santo para poder
llegar a ser, en nuestro destino final, inmaculados, plena y definitivamente
libres del mal. Nos lo dice con su misma santidad, con una mirada llena de
esperanza y de compasión, que evoca palabras como estas: «No temas,
hijo, Dios te quiere; te ama personalmente; pensó en ti antes de que
vinieras al mundo y te llamó a la existencia para colmarte de amor y de
vida; y por esto ha salido a tu encuentro, se ha hecho como tú, ha llegado a
ser Jesús, Dios-hombre, semejante en todo a ti, pero sin el pecado; se ha
entregado por ti, hasta morir en la cruz, y así te ha dado una vida nueva,
libre, santa e inmaculada» (cf. Ef 1, 3-5).
María nos da este mensaje, y cuando vengo aquí, en esta fiesta, me
conmueve, porque siento que va dirigido a toda la ciudad, a todos los
hombres y las mujeres que viven en Roma: también a quien no piensa en
ello, a quien hoy ni siquiera recuerda que es la fiesta de la Inmaculada; a
quien se siente solo y abandonado. La mirada de María es la mirada de
Dios dirigida a cada uno de nosotros. Ella nos mira con el amor mismo del
Padre y nos bendice. Se comporta como nuestra «abogada» y así la
invocamos en la Salve, Regina: «Advocata nostra». Aunque todos
hablaran mal de nosotros, ella, la Madre, hablaría bien, porque su corazón
inmaculado está sintonizado con la misericordia de Dios. Ella ve así la
ciudad: no como un aglomerado anónimo, sino como una constelación
donde Dios conoce a todos personalmente por su nombre, uno a uno, y
nos llama a resplandecer con su luz. Y los que, a los ojos del mundo, son
los primeros, para Dios son los últimos; los que son pequeños, para Dios
son grandes. La Madre nos mira como Dios la miró a ella, joven humilde
de Nazaret, insignificante a los ojos del mundo, pero elegida y preciosa
para Dios. Reconoce en cada uno la semejanza con su Hijo Jesús, aunque
nosotros seamos tan diferentes. ¿Quién conoce mejor que ella el poder de
la Gracia divina? ¿Quién sabe mejor que ella que nada es imposible a
Dios, capaz incluso de sacar el bien del mal?
Queridos hermanos y hermanas, este es el mensaje que recibimos aquí,
a los pies de María Inmaculada. Es un mensaje de confianza para cada
persona de esta ciudad y de todo el mundo. Un mensaje de esperanza que
no está compuesto de palabras, sino de su misma historia: ella, una mujer
de nuestro linaje, que dio a luz al Hijo de Dios y compartió toda su
existencia con él. Y hoy nos dice: este es también tu destino, el vuestro, el
destino de todos: ser santos como nuestro Padre, ser inmaculados como
nuestro hermano Jesucristo, ser hijos amados, todos adoptados para
347
formar una gran familia, sin fronteras de nacionalidad, de color, de lengua,
porque existe un solo Dios, Padre de todo hombre.
¡Gracias, oh Madre Inmaculada, por estar siempre con nosotros! Vela
siempre sobre nuestra ciudad: conforta a los enfermos, alienta a los
jóvenes, sostén a las familias. Infunde la fuerza para rechazar el mal, en
todas sus formas, y elegir el bien, incluso cuando cuesta e implica ir
contracorriente. Danos la alegría de sentirnos amados por Dios,
bendecidos por él, predestinados a ser sus hijos. Virgen Inmaculada,
Madre nuestra dulcísima, ¡ruega por nosotros!

EL PRIMADO DE DIOS EN LA VIDA DE J. H. NEWMAN


20101118. Mensaje. Al P. Hermann Geissler. Simposio
Expreso mi aprecio por el tema elegido: “El primado de Dios en la
vida y en los escritos del beato John Henry Newman". Con él de hecho se
pone en justa evidencia el teocentrismo como perspectiva fundamental
que caracterizó la personalidad y la obra del gran teólogo inglés.
Es bien conocido que el joven Newman, a pesar de que había podido
conocer, gracias a su madre la "religión de la Biblia", atravesó un periodo
de dificultades y de dudas. A los catorce años sufrió, de hecho, la
influencia de filósofos como Hume y Voltaire y, reconociéndose en sus
objeciones a la religión, se encaminó, según la moda humanista y liberal
de su época, hacia una especie de deísmo.
El año siguiente, con todo, Newman recibió la gracia de la conversión,
encontrando descanso “en el pensamiento de dos seres absolutos y
luminosamente evidentes en sí mismos, yo y mi Creador" (J.H.
Newman, Apologia pro vita sua, Milán 2001, pp. 137-138). Descubrió por
tanto la verdad objetiva de un Dios personal y viviente, que habla a la
conciencia y revela al hombre su condición de criatura. Comprendió su
propia dependencia en el ser de Aquel que es el principio de todas las
cosas, encontrando así en Él el origen y el sentido de su identidad y
singularidad personal. Es esta experiencia particular la que constituye la
base para la primacía de Dios en la vida de Newman.
Tras la conversión, se dejó guiar por dos criterios fundamentales –
tomados del libro La fuerza de la verdad, del calvinista Thomas Scott –
que manifiestan plenamente la primacía de Dios en su vida. El primero:
“la santidad antes que la paz" (ibid., p. 139), documenta su firme voluntad
de adherirse al Maestro interior con su propia conciencia, de abandonarse
confiadamente al Padre y de vivir en la fidelidad a la verdad reconocida.
Estos ideales habrían comportado en seguida “un gran precio que pagar”.
Newman, de hecho, sea como anglicano que como católico, tuvo que
sufrir muchas pruebas, desilusiones e incomprensiones. Con todo, nunca
descendió a falsos compromisos o se contentó con consensos fáciles.
Permaneció siempre honrado en la búsqueda de la verdad, fiel a las
llamadas de su propia conciencia y dirigido hacia el ideal de la santidad.
El segundo lema elegido por Newman: "el crecimiento es la única
expresión de vida" (ibid.), expresa de forma clara su disposición a una
348
continua conversión, transformación y crecimiento interior, siempre
apoyado confiadamente en Dios. Descubrió así su vocación al servicio de
la Palabra de Dios y, dirigiéndose a los Padres de la Iglesia para encontrar
mayor luz, propuso una verdadera reforma del anglicanismo, adhiriéndose
finalmente a la Iglesia católica. Resumió su propia experiencia de
crecimiento, en la fidelidad a sí mismo y a la voluntad del Señor, con sus
conocidas palabras: “Aquí en la tierra vivir es cambiar, y la perfección es
el resultado de muchas transformaciones” (J.H. Newman, Lo sviluppo
della dottrina cristiana, Milano 2002, p. 75). Y Newman fue a lo largo de
toda su existencia uno que se convirtió, uno que se transformó, y de esta
forma permaneció siempre el mismo, y se convirtió cada vez más en sí
mismo.
El horizonte de la primacía de Dios marca en profundidad también las
numerosas publicaciones de Newman. En el citado ensayo sobre El
desarrollo de la doctrina cristiana, escribió: "Hay una verdad; hay una sola
verdad; ... la búsqueda de la verdad no debe ser satisfacción de
curiosidades; la adquisición de la verdad no se parece en nada a la
excitación de un descubrimiento; nuestro espíritu está sometido a la
verdad, no es, por tanto, superior a ella, y debe no tanto disertar sobre ella
sino venerarla" (pp. 344-345). La primacía de Dios se traduce, para
Newman, en la primacía de la verdad, una verdad que debe buscarse ante
todo disponiendo la propia interioridad a la acogida, en un intercambio
abierto y sincero con todos, y que encuentra su culmen en el encuentro
con Cristo, "camino, verdad y vida" (Jn 12,6). Newman dio por ello
testimonio de la Verdad también con su riquísima producción literaria
pasando de la teología a la poesía, de la filosofía a la pedagogía, de la
exegesis a la historia del cristianismo, de las novelas a las meditaciones y
a las oraciones.
Presentando y defendiendo la Verdad, Newman estuvo siempre atento
también en encontrar el lenguaje apropiado, la forma justa y el tono
adecuado. Intentó no ofender nunca y dar testimonio de la gentil luz
interior ("kindly light"), esforzándose en convencer con la humildad, la
alegría y la paciencia. En una oración dirigida a san Felipe Neri escribió:
“Que mi aspecto sea siempre abierto y alegre, y mis palabras amables y
agradables, como conviene a aquellos que, cualquiera que sea su estado de
vida, gozan del más grande de todos los bienes, del favor de Dios y de la
esperanza de la felicidad eterna" (J.H. Newman, Meditazioni e preghiere,
Milano 2002, pp. 193-194).
Al beato John Henry Newman, maestro en enseñarnos que la primacía
de Dios es la primacía de la verdad y del amor, confío las reflexiones y el
trabajo del presente Simposio.

ENFERMOS: POR SUS LLAGAS HABÉIS SIDO CURADOS


20101121. Mensaje para la jornada mundial del enfermo 2011
«Por sus llagas habéis sido curados» (1 P 2, 24).
349
Si cada hombre es hermano nuestro, con mayor razón el débil, el que
sufre y el necesitado de cuidados deben estar en el centro de nuestra
atención, para que ninguno de ellos se sienta olvidado o marginado. De
hecho, «la grandeza de la humanidad está determinada esencialmente por
su relación con el sufrimiento y con el que sufre. Esto es válido tanto para
el individuo como para la sociedad. Una sociedad que no logra aceptar a
los que sufren y no es capaz de contribuir mediante la compasión a que el
sufrimiento sea compartido y sobrellevado también interiormente, es una
sociedad cruel e inhumana» (Spe salvi, 38).
1. Llevo aún en el corazón el momento en que, en el transcurso de
la visita pastoral a Turín, pude permanecer en reflexión y oración ante la
Sábana Santa, ante ese rostro sufriente, que nos invita a meditar sobre
Aquel que llevó sobre sí la pasión del hombre de todo tiempo y de todo
lugar, también nuestros sufrimientos, nuestras dificultades y nuestros
pecados. ¡Cuántos fieles, a lo largo de la historia, han pasado ante ese
lienzo sepulcral, que envolvió el cuerpo de un hombre crucificado, que
corresponde en todo a lo que los Evangelios nos transmiten sobre la
pasión y muerte de Jesús! Contemplarlo es una invitación a reflexionar
sobre lo que escribe san Pedro: «Por sus llagas habéis sido curados» (1
P 2, 24). El Hijo de Dios sufrió, murió, pero resucitó, y precisamente por
esto esas llagas se convierten en el signo de nuestra redención, del perdón
y de la reconciliación con el Padre; sin embargo, también se convierten en
un banco de prueba para la fe de los discípulos y para nuestra fe: cada vez
que el Señor habla de su pasión y muerte, ellos no comprenden, rechazan,
se oponen. Para ellos, como para nosotros, el sufrimiento está siempre
lleno de misterio, es difícil de aceptar y de soportar. Los dos discípulos de
Emaús caminan tristes por los acontecimientos sucedidos aquellos días en
Jerusalén, y sólo cuando el Resucitado recorre el camino con ellos se
abren a una visión nueva (cf. Lc 24, 13-31). También al apóstol Tomás le
cuesta creer en el camino de la pasión redentora: «Si no veo la marca de
los clavos en sus manos; si no pongo el dedo en el lugar de los clavos y la
mano en su costado, no lo creeré» (Jn 20, 25). Pero frente a Cristo que
muestra sus llagas, su respuesta se transforma en una conmovedora
profesión de fe: «¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20, 28). Lo que antes era un
obstáculo insuperable, porque era signo del aparente fracaso de Jesús, se
convierte, en el encuentro con el Resucitado, en la prueba de un amor
victorioso: «Sólo un Dios que nos ama hasta tomar sobre sí nuestras
heridas y nuestro dolor, sobre todo el inocente, es digno de fe» (Mensaje
Urbi et orbi, Pascua de 2007).
2. Queridos enfermos y personas que sufren, es precisamente a través
de las llagas de Cristo como nosotros podemos ver, con ojos de esperanza,
todos los males que afligen a la humanidad. Al resucitar, el Señor no
eliminó el sufrimiento ni el mal del mundo, sino que los venció de raíz. A
la prepotencia del mal opuso la omnipotencia de su Amor. Así nos indicó
que el camino de la paz y de la alegría es el Amor: «Como yo os he
amado, amaos también vosotros los unos a los otros» (Jn13, 34). Cristo,
vencedor de la muerte, está vivo en medio de nosotros. Y mientras, con
350
santo Tomás, decimos también nosotros: «¡Señor mío y Dios mío!»,
sigamos a nuestro Maestro en la disponibilidad a dar la vida por nuestros
hermanos (cf. 1 Jn 3, 16), siendo así mensajeros de una alegría que no
teme el dolor, la alegría de la Resurrección.
San Bernardo afirma: «Dios no puede padecer, pero puede
compadecer». Dios, la Verdad y el Amor en persona, quiso sufrir por
nosotros y con nosotros; se hizo hombre para poder com-padecer con el
hombre, de modo real, en carne y sangre. Por eso, en cada sufrimiento
humano ha entrado Uno que comparte el sufrimiento y la paciencia; en
cada sufrimiento se difunde la con-solatio, la consolación del amor
partícipe de Dios para hacer que brille la estrella de la esperanza (cf. Spe
salvi, 39).
A vosotros, queridos hermanos y hermanas os repito este mensaje, para
que seáis testigos de él a través de vuestro sufrimiento, vuestra vida y
vuestra fe.
3. Con vistas a la cita de Madrid, el próximo mes de agosto de 2011,
para la Jornada mundial de la juventud, quiero dirigir también un
pensamiento en particular a los jóvenes, especialmente a aquellos que
viven la experiencia de la enfermedad. A menudo la pasión, la cruz de
Jesús dan miedo, porque parecen ser la negación de la vida. En realidad,
es exactamente al contrario. La cruz es el «sí» de Dios al hombre, la
expresión más alta y más intensa de su amor y la fuente de la que brota la
vida eterna. Del corazón traspasado de Jesús brotó esta vida divina. Sólo
él es capaz de liberar al mundo del mal y de hacer crecer su reino de
justicia, de paz y de amor, al que todos aspiramos (cf.Mensaje para la
Jornada mundial de la juventud de 2011, n. 3). Queridos jóvenes, aprended
a «ver» y a «encontrar» a Jesús en la Eucaristía, donde está presente de
modo real por nosotros, hasta el punto de hacerse alimento para el camino,
pero también sabedlo reconocer y servir en los pobres, en los enfermos, en
los hermanos que sufren y atraviesan dificultades, los cuales necesitan
vuestra ayuda (cf. ib., 4). A todos vosotros, jóvenes, enfermos y sanos, os
repito la invitación a crear puentes de amor y de solidaridad, para que
nadie se sienta solo, sino cerca de Dios y parte de la gran familia de sus
hijos (cf. Audiencia general, 15 de noviembre de 2006).
4. Contemplando las llagas de Jesús, nuestra mirada se dirige a su
Corazón sacratísimo, en el que se manifiesta en sumo grado el amor de
Dios. El Sagrado Corazón es Cristo crucificado, con el costado abierto por
la lanza del que brotan sangre y agua (cf. Jn 19, 34), «símbolo de los
sacramentos de la Iglesia, para que todos los hombres, atraídos al Corazón
del Salvador, beban con alegría de la fuente perenne de la salvación»
(Misal Romano, Prefacio de la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús).
Especialmente vosotros, queridos enfermos, sentid la cercanía de este
Corazón lleno de amor y bebed con fe y alegría de esta fuente, rezando:
«Agua del costado de Cristo, lávame. Pasión de Cristo, confórtame. Oh
buen Jesús, escúchame. En tus llagas, escóndeme» (Oración de san
Ignacio de Loyola).
351
5. Al final de este Mensaje para la próxima Jornada mundial del
enfermo, deseo expresar mi afecto a todos y a cada uno, sintiéndome
partícipe de los sufrimientos y de las esperanzas que vivís diariamente en
unión con Cristo crucificado y resucitado, para que os dé la paz y la
curación del corazón. Que junto con él vele a vuestro lado la Virgen
María, a la que invocamos con confianza Salud de los
enfermos y Consoladora de los afligidos. Al pie de la cruz se realiza para
ella la profecía de Simeón: su corazón de Madre es traspasado (cf. Lc 2,
35). Desde el abismo de su dolor, participación en el del Hijo, María fue
capaz de acoger la nueva misión: ser la Madre de Cristo en sus miembros.
En la hora de la cruz, Jesús le presenta a cada uno de sus discípulos
diciéndole: «He ahí a tu Hijo» (cf. Jn 19, 26-27). La compasión maternal
hacia el Hijo se convierte en compasión maternal hacia cada uno de
nosotros en nuestros sufrimientos diarios (cf. Homilía en Lourdes, 15 de
septiembre de 2008).

LA LIBERTAD RELIGIOSA, CAMINO PARA LA PAZ


20101208. Mensaje para la jornada mundial de la Paz 01.01.2011
Siento muy viva la necesidad de compartir con vosotros algunas
reflexiones sobre la libertad religiosa, camino para la paz. En efecto, se
puede constatar con dolor que en algunas regiones del mundo la profesión
y expresión de la propia religión comporta un riesgo para la vida y la
libertad personal. En otras regiones, se dan formas más silenciosas y
sofisticadas de prejuicio y de oposición hacia los creyentes y los símbolos
religiosos. Los cristianos son actualmente el grupo religioso que sufre el
mayor número de persecuciones a causa de su fe. Muchos sufren cada día
ofensas y viven frecuentemente con miedo por su búsqueda de la verdad,
su fe en Jesucristo y por su sincero llamamiento a que se reconozca la
libertad religiosa. Todo esto no se puede aceptar, porque constituye una
ofensa a Dios y a la dignidad humana; además es una amenaza a la
seguridad y a la paz, e impide la realización de un auténtico desarrollo
humano integral1.
En efecto, en la libertad religiosa se expresa la especificidad de la
persona humana, por la que puede ordenar la propia vida personal y social
a Dios, a cuya luz se comprende plenamente la identidad, el sentido y el
fin de la persona. Negar o limitar de manera arbitraria esa libertad,
significa cultivar una visión reductiva de la persona humana, oscurecer el
papel público de la religión; significa generar una sociedad injusta, que no
se ajusta a la verdadera naturaleza de la persona humana; significa hacer
imposible la afirmación de una paz auténtica y estable para toda la familia
humana.
Por tanto, exhorto a los hombres y mujeres de buena voluntad a
renovar su compromiso por la construcción de un mundo en el que todos
puedan profesar libremente su religión o su fe, y vivir su amor a Dios con

1
Cf. Carta Enc. Caritas in veritate, 29.55-57.
352
todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente (cf. Mt 22, 37). Éste
es el sentimiento que inspira y guía el Mensaje para la XLIV Jornada
Mundial de la Paz, dedicado al tema: La libertad religiosa, camino para la
paz.
Derecho sagrado a la vida y a una vida espiritual
2. El derecho a la libertad religiosa se funda en la misma dignidad de
la persona humana2, cuya naturaleza trascendente no se puede ignorar o
descuidar. Dios creó al hombre y a la mujer a su imagen y semejanza
(cf. Gn 1, 27). Por eso, toda persona es titular del derecho sagrado a una
vida íntegra, también desde el punto de vista espiritual. Si no se reconoce
su propio ser espiritual, sin la apertura a la trascendencia, la persona
humana se repliega sobre sí misma, no logra encontrar respuestas a los
interrogantes de su corazón sobre el sentido de la vida, ni conquistar
valores y principios éticos duraderos, y tampoco consigue siquiera
experimentar una auténtica libertad y desarrollar una sociedad justa3.
La Sagrada Escritura, en sintonía con nuestra propia experiencia,
revela el valor profundo de la dignidad humana: «Cuando contemplo el
cielo, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que has creado, ¿qué es el
hombre, para que te acuerdes de él, el ser humano, para darle poder? Lo
hiciste poco inferior a los ángeles, lo coronaste de gloria y dignidad, le
diste el mando sobre las obras de tus manos, todo lo sometiste bajo sus
pies» (Sal 8, 4-7).
Ante la sublime realidad de la naturaleza humana, podemos
experimentar el mismo asombro del salmista. Ella se manifiesta como
apertura al Misterio, como capacidad de interrogarse en profundidad sobre
sí mismo y sobre el origen del universo, como íntima resonancia del Amor
supremo de Dios, principio y fin de todas las cosas, de cada persona y de
los pueblos4. La dignidad trascendente de la persona es un valor esencial
de la sabiduría judeo-cristiana, pero, gracias a la razón, puede ser
reconocida por todos. Esta dignidad, entendida como capacidad de
trascender la propia materialidad y buscar la verdad, ha de ser reconocida
como un bien universal, indispensable para la construcción de una
sociedad orientada a la realización y plenitud del hombre. El respeto de
los elementos esenciales de la dignidad del hombre, como el derecho a la
vida y a la libertad religiosa, es una condición para la legitimidad moral de
toda norma social y jurídica.
Libertad religiosa y respeto recíproco
3. La libertad religiosa está en el origen de la libertad moral. En efecto,
la apertura a la verdad y al bien, la apertura a Dios, enraizada en la
naturaleza humana, confiere a cada hombre plena dignidad, y es garantía

2
Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decl. Dignitatis humanae, sobre la libertad
religiosa, 2.
3
Cf. Cart. enc. Caritas in veritate, 78.
4
Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decl. Nostra aetate, sobre las relaciones de
la Iglesia con las religiones no cristianas, 1.
353
del respeto pleno y recíproco entre las personas. Por tanto, la libertad
religiosa se ha de entender no sólo como ausencia de coacción, sino antes
aún como capacidad de ordenar las propias opciones según la verdad.
Entre libertad y respeto hay un vínculo inseparable; en efecto, «al
ejercer sus derechos, los individuos y grupos sociales están obligados por
la ley moral a tener en cuenta los derechos de los demás y sus deberes con
relación a los otros y al bien común de todos»5.
Una libertad enemiga o indiferente con respecto a Dios termina por
negarse a sí misma y no garantiza el pleno respeto del otro. Una voluntad
que se cree radicalmente incapaz de buscar la verdad y el bien no tiene
razones objetivas y motivos para obrar, sino aquellos que provienen de sus
intereses momentáneos y pasajeros; no tiene una “identidad” que custodiar
y construir a través de las opciones verdaderamente libres y conscientes.
No puede, pues, reclamar el respeto por parte de otras “voluntades”, que
también están desconectadas de su ser más profundo, y que pueden hacer
prevalecer otras “razones” o incluso ninguna “razón”. La ilusión de
encontrar en el relativismo moral la clave para una pacífica convivencia,
es en realidad el origen de la división y negación de la dignidad de los
seres humanos. Se comprende entonces la necesidad de reconocer una
doble dimensión en la unidad de la persona humana: la religiosa y
la social. A este respecto, es inconcebible que los creyentes «tengan que
suprimir una parte de sí mismos –su fe- para ser ciudadanos activos.
Nunca debería ser necesario renegar de Dios para poder gozar de los
propios derechos»6.
La familia, escuela de libertad y de paz
4. Si la libertad religiosa es camino para la paz, la educación
religiosa es una vía privilegiada que capacita a las nuevas generaciones
para reconocer en el otro a su propio hermano o hermana, con quienes
camina y colabora para que todos se sientan miembros vivos de la misma
familia humana, de la que ninguno debe ser excluido.
La familia fundada sobre el matrimonio, expresión de la unión íntima
y de la complementariedad entre un hombre y una mujer, se inserta en este
contexto como la primera escuela de formación y crecimiento social,
cultural, moral y espiritual de los hijos, que deberían ver siempre en el
padre y la madre el primer testimonio de una vida orientada a la búsqueda
de la verdad y al amor de Dios. Los mismos padres deberían tener la
libertad de poder transmitir a los hijos, sin constricciones y con
responsabilidad, su propio patrimonio de fe, valores y cultura. La familia,
primera célula de la sociedad humana, sigue siendo el ámbito primordial
de formación para unas relaciones armoniosas en todos los ámbitos de la
convivencia humana, nacional e internacional. Éste es el camino que se ha
de recorrer con sabiduría para construir un tejido social sólido y solidario,

5
Ibíd., Decl. Dignitatis humanae, sobre la libertad religiosa, 7
6
Discurso a la Asamblea General de la Organización de las Naciones
Unidas (18 abril 2008); AAS 100
(2008), 337.
354
y preparar a los jóvenes para que, con un espíritu de comprensión y de
paz, asuman su propia responsabilidad en la vida, en una sociedad libre.
Un patrimonio común
5. Se puede decir que, entre los derechos y libertades fundamentales
enraizados en la dignidad de la persona, la libertad religiosa goza de un
estatuto especial. Cuando se reconoce la libertad religiosa, la dignidad de
la persona humana se respeta en su raíz, y se refuerzan el ethos y las
instituciones de los pueblos. Y viceversa, cuando se niega la libertad
religiosa, cuando se intenta impedir la profesión de la propia religión o fe
y vivir conforme a ellas, se ofende la dignidad humana, a la vez que se
amenaza la justicia y la paz, que se fundan en el recto orden social
construido a la luz de la Suma Verdad y Sumo Bien.
La libertad religiosa significa también, en este sentido, una conquista
de progreso político y jurídico. Es un bien esencial: toda persona ha de
poder ejercer libremente el derecho a profesar y manifestar,
individualmente o comunitariamente, la propia religión o fe, tanto en
público como en privado, por la enseñanza, la práctica, las publicaciones,
el culto o la observancia de los ritos. No debería haber obstáculos si
quisiera adherirse eventualmente a otra religión, o no profesar ninguna. En
este ámbito, el ordenamiento internacional resulta emblemático y es una
referencia esencial para los Estados, ya que no consiente ninguna
derogación de la libertad religiosa, salvo la legítima exigencia del justo
orden público7. El ordenamiento internacional, por tanto, reconoce a los
derechos de naturaleza religiosa el mismo status que el derecho a la vida y
a la libertad personal, como prueba de su pertenencia al núcleo esencial de
los derechos del hombre, de los derechos universales y naturales que la ley
humana jamás puede negar.
La libertad religiosa no es patrimonio exclusivo de los creyentes, sino
de toda la familia de los pueblos de la tierra. Es un elemento
imprescindible de un Estado de derecho; no se puede negar sin dañar al
mismo tiempo los demás derechos y libertades fundamentales, pues es su
síntesis y su cumbre. Es un «indicador para verificar el respeto de todos
los demás derechos humanos»8. Al mismo tiempo que favorece el ejercicio
de las facultades humanas más específicas, crea las condiciones necesarias
para la realización de un desarrollo integral, que concierne de manera
unitaria a la totalidad de la persona en todas sus dimensiones9.
La dimensión pública de la religión
6. La libertad religiosa, como toda libertad, aunque proviene de la
esfera personal, se realiza en la relación con los demás. Una libertad sin
relación no es una libertad completa. La libertad religiosa no se agota en la

7
Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decl. Dignitatis humanae, sobre la libertad
religiosa, 2
8
Juan Pablo II, Discurso a la Asamblea de la Organización para la se-
guridad y la cooperación en Europa (OSCE), (10 octubre 2003),
1: AAS 96 (2004), 111.
9
Cf. Carta Enc. Caritas in veritate, 11.
355
simple dimensión individual, sino que se realiza en la propia comunidad y
en la sociedad, en coherencia con el ser relacional de la persona y la
naturaleza pública de la religión.
La relacionalidad es un componente decisivo de la libertad religiosa,
que impulsa a las comunidades de los creyentes a practicar la solidaridad
con vistas al bien común. En esta dimensión comunitaria cada persona
sigue siendo única e irrepetible y, al mismo tiempo, se completa y realiza
plenamente.
Es innegable la aportación que las comunidades religiosas dan a la
sociedad. Son muchas las instituciones caritativas y culturales que dan
testimonio del papel constructivo de los creyentes en la vida social. Más
importante aún es la contribución ética de la religión en el ámbito político.
No se la debería marginar o prohibir, sino considerarla como una
aportación válida para la promoción del bien común. En esta perspectiva,
hay que mencionar la dimensión religiosa de la cultura, que a lo largo de
los siglos se ha forjado gracias a la contribución social y, sobre todo, ética
de la religión. Esa dimensión no constituye de ninguna manera una
discriminación para los que no participan de la creencia, sino que más
bien refuerza la cohesión social, la integración y la solidaridad.
La libertad religiosa, fuerza de libertad y de civilización: los peligros
de su instrumentalización
7. La instrumentalización de la libertad religiosa para enmascarar
intereses ocultos, como por ejemplo la subversión del orden constituido, la
acumulación de recursos o la retención del poder por parte de un grupo,
puede provocar daños enormes a la sociedad. El fanatismo, el
fundamentalismo, las prácticas contrarias a la dignidad humana, nunca se
pueden justificar y mucho menos si se realizan en nombre de la religión.
La profesión de una religión no se puede instrumentalizar ni imponer por
la fuerza. Es necesario, entonces, que los Estados y las diferentes
comunidades humanas no olviden nunca que la libertad religiosa es
condición para la búsqueda de la verdad y que la verdad no se impone con
la violencia sino por «la fuerza de la misma verdad» 10. En este sentido, la
religión es una fuerza positiva y promotora de la construcción de la
sociedad civil y política.
¿Cómo negar la aportación de las grandes religiones del mundo al
desarrollo de la civilización? La búsqueda sincera de Dios ha llevado a un
mayor respeto de la dignidad del hombre. Las comunidades cristianas, con
su patrimonio de valores y principios, han contribuido mucho a que las
personas y los pueblos hayan tomado conciencia de su propia identidad y
dignidad, así como a la conquista de instituciones democráticas y a la
afirmación de los derechos del hombre con sus respectivas obligaciones.
También hoy, en una sociedad cada vez más globalizada, los cristianos
están llamados a dar su aportación preciosa al fatigoso y apasionante

10
Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decl. Dignitatis humanae, sobre la libertad
religiosa, 1.
356
compromiso por la justicia, al desarrollo humano integral y a la recta
ordenación de las realidades humanas, no sólo con un compromiso civil,
económico y político responsable, sino también con el testimonio de su
propia fe y caridad. La exclusión de la religión de la vida pública, priva a
ésta de un espacio vital que abre a la trascendencia. Sin esta experiencia
primaria resulta difícil orientar la sociedad hacia principios éticos
universales, así como al establecimiento de ordenamientos nacionales e
internacionales en que los derechos y libertades fundamentales puedan ser
reconocidos y realizados plenamente, conforme a lo propuesto en los
objetivos de la Declaración Universal de los derechos del hombre de 1948,
aún hoy por desgracia incumplidos o negados.
Una cuestión de justicia y de civilización: el fundamentalismo y la
hostilidad contra los creyentes comprometen la laicidad positiva de los
Estados
8. La misma determinación con la que se condenan todas las formas de
fanatismo y fundamentalismo religioso ha de animar la oposición a todas
las formas de hostilidad contra la religión, que limitan el papel público de
los creyentes en la vida civil y política.
No se ha de olvidar que el fundamentalismo religioso y el laicismo son
formas especulares y extremas de rechazo del legítimo pluralismo y del
principio de laicidad. En efecto, ambos absolutizan una visión reductiva y
parcial de la persona humana, favoreciendo, en el primer caso, formas de
integrismo religioso y, en el segundo, de racionalismo. La sociedad que
quiere imponer o, al contrario, negar la religión con la violencia, es injusta
con la persona y con Dios, pero también consigo misma. Dios llama a sí a
la humanidad con un designio de amor que, implicando a toda la persona
en su dimensión natural y espiritual, reclama una correspondencia en
términos de libertad y responsabilidad, con todo el corazón y el propio ser,
individual y comunitario. Por tanto, también la sociedad, en cuanto
expresión de la persona y del conjunto de sus dimensiones constitutivas,
debe vivir y organizarse de tal manera que favorezca la apertura a la
trascendencia. Por eso, las leyes y las instituciones de una sociedad no se
pueden configurar ignorando la dimensión religiosa de los ciudadanos, o
de manera que prescinda totalmente de ella. A través de la acción
democrática de ciudadanos conscientes de su alta vocación, se han de
conmensurar con el ser de la persona, para poder secundarlo en su
dimensión religiosa. Al no ser ésta una creación del Estado, no puede ser
manipulada, sino que más bien debe reconocerla y respetarla.
El ordenamiento jurídico en todos los niveles, nacional e internacional,
cuando consiente o tolera el fanatismo religioso o antirreligioso, no
cumple con su misión, que consiste en la tutela y promoción de la justicia
y el derecho de cada uno. Éstas últimas no pueden quedar al arbitrio del
legislador o de la mayoría porque, como ya enseñaba Cicerón, la justicia
consiste en algo más que un mero acto productor de la ley y su aplicación.
Implica el reconocimiento de la dignidad de cada uno11, la cual, sin

11
Cf. Cicerón, De inventione, II, 160.
357
libertad religiosa garantizada y vivida en su esencia, resulta mutilada y
vejada, expuesta al peligro de caer en el predominio de los ídolos, de
bienes relativos transformados en absolutos. Todo esto expone a la
sociedad al riesgo de totalitarismos políticos e ideológicos, que enfatizan
el poder público, mientras se menoscaba y coarta la libertad de conciencia,
de pensamiento y de religión, como si fueran rivales.
Diálogo entre instituciones civiles y religiosas
9. El patrimonio de principios y valores expresados en una religiosidad
auténtica es una riqueza para los pueblos y su ethos. Se dirige
directamente a la conciencia y a la razón de los hombres y mujeres,
recuerda el imperativo de la conversión moral, motiva el cultivo y la
práctica de las virtudes y la cercanía hacia los demás con amor, bajo el
signo de la fraternidad, como miembros de la gran familia humana12.
La dimensión pública de la religión ha de ser siempre reconocida,
respetando la laicidad positiva de las instituciones estatales. Para dicho
fin, es fundamental un sano diálogo entre las instituciones civiles y las
religiosas para el desarrollo integral de la persona humana y la armonía de
la sociedad.
Vivir en el amor y en la verdad
10. En un mundo globalizado, caracterizado por sociedades cada vez
más multiétnicas y multiconfesionales, las grandes religiones pueden
constituir un importante factor de unidad y de paz para la familia humana.
Sobre la base de las respectivas convicciones religiosas y de la búsqueda
racional del bien común, sus seguidores están llamados a vivir con
responsabilidad su propio compromiso en un contexto de libertad
religiosa. En las diversas culturas religiosas, a la vez que se debe rechazar
todo aquello que va contra la dignidad del hombre y la mujer, se ha de
tener en cuenta lo que resulta positivo para la convivencia civil.
El espacio público, que la comunidad internacional pone a disposición
de las religiones y su propuesta de “vida buena”, favorece el surgir de un
criterio compartido de verdad y de bien, y de un consenso moral,
fundamentales para una convivencia justa y pacífica. Los líderes de las
grandes religiones, por su papel, su influencia y su autoridad en las
propias comunidades, son los primeros en ser llamados a vivir en el
respeto recíproco y en el diálogo.
Los cristianos, por su parte, están llamados por la misma fe en Dios,
Padre del Señor Jesucristo, a vivir como hermanos que se encuentran en la
Iglesia y colaboran en la edificación de un mundo en el que las personas y
los pueblos «no harán daño ni estrago […], porque está lleno el país de la
ciencia del Señor, como las aguas colman el mar» (Is 11, 9).
El diálogo como búsqueda en común

12
Cf. Discurso a los Representantes de otras Religiones del Reino
Unido (17 septiembre 2010): L’Osservatore Romano (18 settembre
2010), 12.
358
11. El diálogo entre los seguidores de las diferentes religiones
constituye para la Iglesia un instrumento importante para colaborar con
todas las comunidades religiosas al bien común. La Iglesia no rechaza
nada de lo que en las diversas religiones es verdadero y santo. «Considera
con sincero respeto los modos de obrar y de vivir, los preceptos y
doctrinas que, aunque discrepen mucho de los que ella mantiene y
propone, no pocas veces reflejan, sin embargo, un destello de aquella
Verdad que ilumina a todos los hombres»13.
Con eso no se quiere señalar el camino del relativismo o del
sincretismo religioso. La Iglesia, en efecto, «anuncia y tiene la obligación
de anunciar sin cesar a Cristo, que es “camino, verdad y vida” (Jn 14, 6),
en quien los hombres encuentran la plenitud de la vida religiosa, en quien
Dios reconcilió consigo todas las cosas»14. Sin embargo, esto no excluye
el diálogo y la búsqueda común de la verdad en los diferentes ámbitos
vitales, pues, como afirma a menudo santo Tomás, «toda verdad,
independientemente de quien la diga, viene del Espíritu Santo»15.
En el año 2011 se cumplirá el 25 aniversario de la Jornada mundial de
oración por la paz, que fue convocada en Asís por el Venerable Juan Pablo
II, en 1986. En dicha ocasión, los líderes de las grandes religiones del
mundo testimoniaron que las religiones son un factor de unión y de paz,
no de división y de conflicto. El recuerdo de aquella experiencia es un
motivo de esperanza en un futuro en el que todos los creyentes se sientan
y sean auténticos trabajadores por la justicia y la paz.
Verdad moral en la política y en la diplomacia
12. La política y la diplomacia deberían contemplar el patrimonio
moral y espiritual que ofrecen las grandes religiones del mundo, para
reconocer y afirmar aquellas verdades, principios y valores universales
que no pueden negarse sin negar la dignidad de la persona humana. Pero,
¿qué significa, de manera práctica, promover la verdad moral en el mundo
de la política y de la diplomacia? Significa actuar de manera responsable
sobre la base del conocimiento objetivo e íntegro de los hechos; quiere
decir desarticular aquellas ideologías políticas que terminan por suplantar
la verdad y la dignidad humana, y promueven falsos valores con el
pretexto de la paz, el desarrollo y los derechos humanos; significa
favorecer un compromiso constante para fundar la ley positiva sobre los
principios de la ley natural 16.Todo esto es necesario y coherente con el

13
Conc. Ecum. Vat. II, Decl. Nostra aetate, sobre las relaciones de la
Iglesia con las religiones no cristianas, 2
14
Ibíd.
15
Super evangelium Joannis, I, 3.
16
Cf. Discurso a las Autoridades civiles y al Cuerpo diplomático en
Chipre (5 junio 2010):L’Osservatore Romano, ed. en lengua españo-
la, 13 junio 2010, 6; Comisión Teológica Internacional, En busca de
una ética universal: nueva mirada sobre la ley natural, Ciudad del
Vaticano 2009.
359
respeto de la dignidad y el valor de la persona humana, ratificado por los
Pueblos de la tierra en la Carta de la Organización de las Naciones
Unidas de 1945, que presenta valores y principios morales universales
como referencia para las normas, instituciones y sistemas de convivencia
en el ámbito nacional e internacional.
Más allá del odio y el prejuicio
13. A pesar de las enseñanzas de la historia y el esfuerzo de los
Estados, las Organizaciones internacionales a nivel mundial y local, de las
Organizaciones no gubernamentales y de todos los hombres y mujeres de
buena voluntad, que cada día se esfuerzan por tutelar los derechos y
libertades fundamentales, se siguen constatando en el mundo
persecuciones, discriminaciones, actos de violencia y de intolerancia por
motivos religiosos. Particularmente en Asia y África, las víctimas son
principalmente miembros de las minorías religiosas, a los que se les
impide profesar libremente o cambiar la propia religión a través de la
intimidación y la violación de los derechos, de las libertades
fundamentales y de los bienes esenciales, llegando incluso a la privación
de la libertad personal o de la misma vida.
Como ya he afirmado, se dan también formas más sofisticadas de
hostilidad contra la religión, que en los Países occidentales se expresan a
veces renegando de la historia y de los símbolos religiosos, en los que se
reflejan la identidad y la cultura de la mayoría de los ciudadanos. Son
formas que fomentan a menudo el odio y el prejuicio, y no coinciden con
una visión serena y equilibrada del pluralismo y la laicidad de las
instituciones, además del riesgo para las nuevas generaciones de perder el
contacto con el precioso patrimonio espiritual de sus Países.
La defensa de la religión pasa a través de la defensa de los derechos y
de las libertades de las comunidades religiosas. Que los líderes de las
grandes religiones del mundo y los responsables de las naciones, renueven
el compromiso por la promoción y tutela de la libertad religiosa, en
particular, por la defensa de las minorías religiosas, que no constituyen
una amenaza contra la identidad de la mayoría, sino que, por el contrario,
son una oportunidad para el diálogo y el recíproco enriquecimiento
cultural. Su defensa representa la manera ideal para consolidar el espíritu
de benevolencia, de apertura y de reciprocidad con el que se tutelan los
derechos y libertades fundamentales en todas las áreas y regiones del
mundo.
La libertad religiosa en el mundo
14. Por último, me dirijo a las comunidades cristianas que sufren
persecuciones, discriminaciones, actos de violencia e intolerancia, en
particular en Asia, en África, en Oriente Medio y especialmente en Tierra
Santa, lugar elegido y bendecido por Dios. A la vez que les renuevo mi
afecto paterno y les aseguro mi oración, pido a todos los responsables que
actúen prontamente para poner fin a todo atropello contra los cristianos
que viven en esas regiones. Que los discípulos de Cristo no se desanimen
ante las adversidades actuales, porque el testimonio del Evangelio es y
será siempre un signo de contradicción.
360
Meditemos en nuestro corazón las palabras del Señor Jesús: «Dichosos
los que lloran, porque ellos serán consolados. Dichosos los que tienen
hambre y sed de la justicia, porque ellos quedarán saciados […]. Dichosos
vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier
modo por mi causa. Estad alegres y contentos, porque vuestra recompensa
será grande en el cielo» (Mt 5, 5-12). Renovemos, pues, «el compromiso
de indulgencia y de perdón que hemos adquirido, y que invocamos en
el Pater Noster, al poner nosotros mismos la condición y la medida de la
misericordia que deseamos obtener: “Y perdónanos nuestras deudas, así
como nosotros perdonamos a nuestros deudores” (Mt 6, 12)»17. La
violencia no se vence con la violencia. Que nuestro grito de dolor vaya
siempre acompañado por la fe, la esperanza y el testimonio del amor de
Dios. Expreso también mi deseo de que en Occidente, especialmente en
Europa, cesen la hostilidad y los prejuicios contra los cristianos, por el
simple hecho de que intentan orientar su vida en coherencia con los
valores y principios contenidos en el Evangelio. Que Europa sepa más
bien reconciliarse con sus propias raíces cristianas, que son fundamentales
para comprender el papel que ha tenido, que tiene y que quiere tener en la
historia; de esta manera, sabrá experimentar la justicia, la concordia y la
paz, cultivando un sincero diálogo con todos los pueblos.
La libertad religiosa, camino para la paz
15. El mundo tiene necesidad de Dios. Tiene necesidad de valores
éticos y espirituales, universales y compartidos, y la religión puede
contribuir de manera preciosa a su búsqueda, para la construcción de un
orden social justo y pacífico, a nivel nacional e internacional.
La paz es un don de Dios y al mismo tiempo un proyecto que realizar,
pero que nunca se cumplirá totalmente. Una sociedad reconciliada con
Dios está más cerca de la paz, que no es la simple ausencia de la guerra, ni
el mero fruto del predominio militar o económico, ni mucho menos de
astucias engañosas o de hábiles manipulaciones. La paz, por el contrario,
es el resultado de un proceso de purificación y elevación cultural, moral y
espiritual de cada persona y cada pueblo, en el que la dignidad humana es
respetada plenamente. Invito a todos los que desean ser constructores de
paz, y sobre todo a los jóvenes, a escuchar la propia voz interior, para
encontrar en Dios referencia segura para la conquista de una auténtica
libertad, la fuerza inagotable para orientar el mundo con un espíritu nuevo,
capaz de no repetir los errores del pasado. Como enseña el Siervo de Dios
Pablo VI, a cuya sabiduría y clarividencia se debe la institución de la
Jornada Mundial de la Paz: «Ante todo, hay que dar a la Paz otras armas
que no sean las destinadas a matar y a exterminar a la humanidad. Son
necesarias, sobre todo, las armas morales, que den fuerza y prestigio al
derecho internacional; primeramente, la de observar los pactos» 18. La

17
Pablo VI, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1976: AAS 67
(1975), 671.
18
Ibíd., 668.
361
libertad religiosa es un arma auténtica de la paz, con una misión histórica
y profética. En efecto, ella valoriza y hace fructificar las más profundas
cualidades y potencialidades de la persona humana, capaces de cambiar y
mejorar el mundo. Ella permite alimentar la esperanza en un futuro de
justicia y paz, también ante las graves injusticias y miserias materiales y
morales. Que todos los hombres y las sociedades, en todos los ámbitos y
ángulos de la Tierra, puedan experimentar pronto la libertad religiosa,
camino para la paz. Vaticano, 8 de
diciembre de 2010

ERES TÚ EL QUE HA DE VENIR?


20101212. Homilía. Parroquia romana S. Maximiliano Kolbe
Vivid con empeño el camino personal y comunitario de seguimiento
del Señor. El Adviento es una fuerte invitación para todos a dejar que Dios
entre cada vez más en nuestra vida, en nuestros hogares, en nuestros
barrios, en nuestras comunidades, para tener una luz en medio de tantas
sombras y de las numerosas pruebas de cada día.
Queridos hermanos y hermanas, la liturgia de hoy —con las palabras
del apóstol Santiago que hemos escuchado— nos invita no sólo a la
alegría sino también a ser constantes y pacientes en la espera del Señor
que viene, y a serlo juntos, como comunidad, evitando quejas y juicios
(cf. St 5, 7-10).
Hemos escuchado en el Evangelio la pregunta de san Juan Bautista que
se encuentra en la cárcel; el Bautista, que había anunciado la venida del
Juez que cambia el mundo, y ahora siente que el mundo sigue igual. Por
eso, pide que pregunten a Jesús: «¿Eres tú el que ha de venir o debemos
esperar a otro? ¿Eres tú o debemos esperar a otro?». En los últimos dos o
tres siglos muchos han preguntado: «¿Realmente eres tú o hay que
cambiar el mundo de modo más radical? ¿Tú no lo haces?». Y han venido
muchos profetas, ideólogos y dictadores que han dicho: «¡No es él! ¡No ha
cambiado el mundo! ¡Somos nosotros!». Y han creado sus imperios, sus
dictaduras, su totalitarismo que cambiaría el mundo. Y lo ha cambiado,
pero de modo destructivo. Hoy sabemos que de esas grandes promesas no
ha quedado más que un gran vacío y una gran destrucción. No eran ellos.
Y así debemos mirar de nuevo a Cristo y preguntarle: «¿Eres tú?». El
Señor, con el modo silencioso que le es propio, responde: «Mirad lo que
he hecho. No he hecho una revolución cruenta, no he cambiado el mundo
con la fuerza, sino que he encendido muchas luces que forman, a la vez,
un gran camino de luz a lo largo de los milenios».
Comencemos aquí, en nuestra parroquia: san Maximiliano Kolbe, que
se ofreció para morir de hambre a fin de salvar a un padre de familia. ¡En
qué gran luz se ha convertido! ¡Cuánta luz ha venido de esta figura! Y ha
alentado a otros a entregarse, a estar cerca de quienes sufren, de los
oprimidos. Pensemos en el padre que era para los leprosos Damián de
Veuster, que vivió y muriócon y para los leprosos, y así llevó luz a esa
comunidad. Pensemos en la madre Teresa, que dio tanta luz a personas,
362
que, después de una vida sin luz, murieron con una sonrisa, porque las
había tocado la luz del amor de Dios.
Y podríamos seguir y veríamos, como dijo el Señor en la respuesta a
Juan, que lo que cambia el mundo no es la revolución violenta, ni las
grandes promesas, sino la silenciosa luz de la verdad, de la bondad de
Dios, que es el signo de su presencia y nos da la certeza de que somos
amados hasta el fondo y de que no caemos en el olvido, no somos un
producto de la casualidad, sino de una voluntad de amor.
Así podemos vivir, podemos sentir la cercanía de Dios. «Dios está
cerca» dice la primera lectura de hoy; está cerca, pero nosotros a menudo
estamos lejos. Acerquémonos, vayamos hacia la presencia de su luz,
oremos al Señor y en el contacto de la oración también nosotros seremos
luz para los demás.
Precisamente este es el sentido de la iglesia parroquial: entrar aquí,
entrar en diálogo, en contacto con Jesús, con el Hijo de Dios, a fin de que
nosotros mismos nos convirtamos en una de las luces más pequeñas que él
ha encendido y traigamos luz al mundo, que sienta que es redimido.
Nuestro espíritu debe abrirse a esta invitación; así caminemos con
alegría al encuentro de la Navidad, imitando a la Virgen María, que esperó
en la oración, con íntimo y gozoso temor, el nacimiento del Redentor.
Amén.

EL VALOR DE LA PACIENCIA Y DE LA CONSTANCIA


20101212. Ángelus
En este tercer domingo de Adviento, la liturgia propone un pasaje de
la carta de Santiago, que comienza con esta exhortación: «Tened, pues,
paciencia, hermanos, hasta la venida del Señor» (St5, 7). Me parece muy
importante, en nuestros días, subrayar el valor de la constancia y de la
paciencia, virtudes que pertenecían al bagaje normal de nuestros padres,
pero que hoy son menos populares en un mundo que, más bien, exalta el
cambio y la capacidad de adaptarse a situaciones siempre nuevas y
distintas. Sin quitar nada a estos aspectos, que también son cualidades del
ser humano, el Adviento nos llama a potenciar la tenacidad interior y la
resistencia del alma que nos permiten no desesperar en la espera de un
bien que tarda en venir, sino esperarlo, es más, preparar su venida con
confianza activa.
«Mirad al labrador —escribe san Santiago—; espera el fruto precioso
de la tierra aguardándolo con paciencia hasta recibir las lluvias tempranas
y tardías. Tened también vosotros paciencia; fortaleced vuestros corazones
porque la venida del Señor está cerca» (St 5, 7-8). La comparación con el
campesino es muy expresiva: quien ha sembrado en el campo, tiene ante sí
algunos meses de espera paciente y constante, pero sabe que mientras
tanto la semilla cumple su ciclo, gracias a las lluvias de otoño y de
primavera. El agricultor no es fatalista, sino modelo de una mentalidad
que une de modo equilibrado la fe y la razón, porque, por una parte,
conoce las leyes de la naturaleza y hace bien su trabajo y, por otra, confía
363
en la Providencia, puesto que algunas cosas fundamentales no están en sus
manos, sino en manos de Dios. La paciencia y la constancia son
precisamente síntesis entre el empeño humano y la confianza en Dios.
«Fortaleced vuestros corazones», dice la Escritura. ¿Cómo podemos
hacerlo? ¿Cómo podemos fortalecer nuestros corazones, que ya de por sí
son frágiles y que resultan todavía más inestables a causa de la cultura en
la que estamos sumergidos? La ayuda no nos falta: es la Palabra de Dios.
De hecho, mientras todo pasa y cambia, la Palabra del Señor no pasa. Si
las vicisitudes de la vida hacen que nos sintamos perdidos y parece que se
derrumba toda certeza, contamos con una brújula para encontrar la
orientación, tenemos un ancla para no ir a la deriva. Y aquí se nos ofrece
el modelo de los profetas, es decir, de esas personas a las que Dios ha
llamado para que hablen en su nombre. El profeta encuentra su alegría y
su fuerza en la Palabra del Señor y, mientras los hombres buscan a
menudo la felicidad por caminos que resultan equivocados, él anuncia la
verdadera esperanza, la que no falla porque tiene su fundamento en la
fidelidad de Dios. Todo cristiano, en virtud del Bautismo, ha recibido la
dignidad profética; y cada uno debe redescubrirla y alimentarla,
escuchando asiduamente la Palabra divina. Que nos lo obtenga la Virgen
María, a quien el Evangelio llama bienaventurada porque creyó en el
cumplimiento de las palabras del Señor (cf.Lc 1, 45).

¿CONTARÁ EL SEÑOR CONMIGO PARA SER SU APÓSTOL?


20101218. Carta. Clausura del Año Santo Compostelano 2010
Quisiera ahora dirigirme en particular a los jóvenes… Los invito a
dejarse interpelar por Cristo, entablando con Él un diálogo franco y
pausado y preguntándose también: ¿Contará el Señor conmigo para ser su
apóstol en el mundo, para ser mensajero de su amor? Que no falte la
generosidad en la respuesta, ni tampoco aquel arrojo que llevó a Santiago
a seguir al Maestro sin ahorrar sacrificios. Asimismo, animo a los
seminaristas a que se identifiquen cada vez más con Jesús, que los llama a
trabajar en su viña (cf.Mt 20,3-4). La vocación al sacerdocio es un
admirable don del que se ha de estar orgulloso, porque el mundo necesita
de personas dedicadas por completo a hacer presente a Jesucristo,
configurando toda su vida y su quehacer con Él, repitiendo diariamente
con humildad sus palabras y sus gestos, para ser transparencia suya en
medio de la grey que les ha sido encomendada. Aquí está la fatiga y
también la gloria de los presbíteros, a quienes quisiera recordar con San
Pablo, que nada ni nadie en este mundo podrá arrancarlos del amor de
Dios manifestado en Cristo (cf. Rm8,39).

EL NACIMIENTO DE JESÚS DESDE LA PERSPECTIVA DE


JOSÉ
20101219. Ángelus
364
En este cuarto domingo de Adviento el evangelio de san Mateo narra
cómo sucedió el nacimiento de Jesús situándose desde el punto de vista de
san José. Él era el prometido de María, la cual «antes de empezar a estar
juntos ellos, se encontró encinta por obra del Espíritu Santo» (Mt 1, 18).
El Hijo de Dios, realizando una antigua profecía (cf. Is 7, 14), se hace
hombre en el seno de una virgen, y ese misterio manifiesta a la vez el
amor, la sabiduría y el poder de Dios a favor de la humanidad herida por el
pecado. San José se presenta como hombre «justo» (Mt 1, 19), fiel a la ley
de Dios, disponible a cumplir su voluntad. Por eso entra en el misterio de
la Encarnación después de que un ángel del Señor, apareciéndosele en
sueños, le anuncia: «José, hijo de David, no temas tomar contigo a María,
tu mujer, porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo. Dará a luz un
hijo y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus
pecados» (Mt 1, 20-21). Abandonando el pensamiento de repudiar en
secreto a María, la toma consigo, porque ahora sus ojos ven en ella la obra
de Dios.
San Ambrosio comenta que «en José se dio la amabilidad y la figura
del justo, para hacer más digna su calidad de testigo» (Exp. Ev. sec.
Lucam II, 5: ccl 14, 32-33). Él —prosigue san Ambrosio— «no habría
podido contaminar el templo del Espíritu Santo, la Madre del Señor, el
seno fecundado por el misterio» (ib., II, 6: CCL 14, 33). A pesar de haber
experimentado turbación, José actúa «como le había ordenado el ángel del
Señor», seguro de hacer lo que debía. También poniendo el nombre de
«Jesús» a ese Niño que rige todo el universo, él se inserta en el grupo de
los servidores humildes y fieles, parecido a los ángeles y a los profetas,
parecido a los mártires y a los apóstoles, como cantan antiguos himnos
orientales. San José anuncia los prodigios del Señor, dando testimonio de
la virginidad de María, de la acción gratuita de Dios, y custodiando la vida
terrena del Mesías. Veneremos, por tanto, al padre legal de Jesús
(cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 532), porque en él se perfila el
hombre nuevo, que mira con fe y valentía al futuro, no sigue su propio
proyecto, sino que se confía totalmente a la infinita misericordia de Aquel
que realiza las profecías y abre el tiempo de la salvación.
Queridos amigos, a san José, patrono universal de la Iglesia, deseo
confiar a todos los pastores, exhortándolos a ofrecer «a los fieles cristianos
y al mundo entero la humilde y cotidiana propuesta de las palabras y de
los gestos de Cristo» (Carta de convocatoria del Año sacerdotal). Que
nuestra vida se adhiera cada vez más a la Persona de Jesús, precisamente
porque «el que es la Palabra asume él mismo un cuerpo; viene de Dios
como hombre y atrae a sí toda la existencia humana, la lleva al interior de
la palabra de Dios» (Jesús de Nazaret, Madrid 2007, p. 387). Invoquemos
con confianza a la Virgen María, la llena de gracia «adornada de Dios»,
para que, en la Navidad ya inminente, nuestros ojos se abran y vean a
Jesús, y el corazón se alegre en este admirable encuentro de amor.

CURIA ROMANA: EXCITA TU PODER Y VEN A SALVARNOS


365
20101220. Discurso. A la curia romana
Excita, Domine, potentiam tuam, et veni! La liturgia de la Iglesia ora
incesantemente en los días de Adviento con éstas o parecidas palabras.
Son invocaciones formuladas probablemente en el período del declive del
Imperio Romano. La disolución de los ordenamientos que sustentaban el
derecho y de las actitudes morales de fondo, que les daban fuerza,
provocaron la ruptura de los muros que hasta ese momento habían
protegido la convivencia pacífica entre los hombres. Un mundo estaba
llegando a su ocaso. Además, frecuentes calamidades naturales
aumentaban esta experiencia de inseguridad. No se veía ninguna fuerza
capaz de frenar dicho declive. Se hacía cada vez más insistente la
invocación del poder de Dios: que venga y proteja a los hombres de todas
estas amenazas.
Excita, Domine, potentiam tuam, et veni! También hoy tenemos
numerosos motivos para unirnos a esta oración de Adviento de la Iglesia.
El mundo, con todas sus nuevas esperanzas, está, al mismo tiempo,
angustiado por la impresión de que el consenso moral se está disolviendo,
un consenso sin el cual no funcionan las estructuras jurídicas y políticas;
por consiguiente, las fuerzas movilizadas para defender dichas estructuras
parecen estar destinadas al fracaso.
Excita: la oración recuerda el grito dirigido al Señor, que estaba
durmiendo en la barca de los discípulos sacudida por la tempestad y a
punto de hundirse. Cuando su palabra poderosa apaciguó la tempestad, Él
echó en cara a los discípulos su poca fe (cf. Mt 8,26 par.). Quería decir: en
vosotros mismos, la fe se ha adormecido. Lo mismo quiere decirnos
también a nosotros. Con mucha frecuencia, también en nosotros la fe está
dormida. Pidámosle, pues, que nos despierte del sueño de una fe que se ha
cansado y que devuelva a esa fe la fuerza de mover montañas, es decir, de
dar el justo orden a las cosas del mundo.
Excita, Domine, potentiam tuam, et veni! Esta oración de Adviento me
ha venido una y otra vez a la mente y a los labios en las grandes angustias
que durante este año nos han afectado. Con mucha alegría comenzamos
el Año Sacerdotal y, gracias a Dios, pudimos concluirlo también con
mucha gratitud, no obstante su desarrollo fuera tan distinto a como
habíamos esperado. En nosotros, sacerdotes, y en los laicos, precisamente
en los jóvenes, se ha renovado la convicción del don que representa el
sacerdocio de la Iglesia católica, que el Señor nos ha confiado. Nos hemos
dado cuenta nuevamente de lo bello que es el que seres humanos tengan la
facultad de pronunciar en nombre de Dios y con pleno poder la palabra del
perdón, y así puedan cambiar el mundo, la vida; qué hermoso el que seres
humanos estén autorizados a pronunciar las palabras de la consagración,
con las que el Señor atrae a sí una parte del mundo, transformándola en
sustancia suya en un determinado lugar; qué bello poder estar, con la
fuerza del Señor, cerca de los hombres en sus gozos y desventuras, en los
momentos importantes y en aquellos oscuros de la vida; qué bello tener
como cometido en la propia existencia no esto o aquello, sino
366
sencillamente el ser mismo del hombre, para ayudarlo a que se abra a Dios
y sea vivido a partir de Dios. Por eso nos hemos visto tan turbados
cuando, precisamente en este año hemos venido a saber de abusos contra
menores, en unas dimensiones inimaginables para nosotros, cometidos por
sacerdotes, que convierten el Sacramento en su contrario y, bajo el manto
de lo sagrado, hieren profundamente a la persona humana en su infancia y
le provocan daños para toda la vida.
En este contexto, me ha venido a la memoria una visión de santa
Hildegarda de Bingen, que describe de manera impresionante lo que
hemos vivido en este año: «En el año 1170 después de Cristo estuve en
cama, enferma durante mucho tiempo. Entonces, física y mentalmente
despierta, vi una mujer de una tal belleza que la mente humana no es
capaz de comprender. Su figura se erguía de la tierra hasta el cielo. Su
rostro brillaba con un esplendor sublime. Sus ojos miraban al cielo.
Llevaba un vestido luminoso y radiante de seda blanca y con un manto
cuajado de piedras preciosas. En los pies calzaba zapatos de ónix. Pero su
rostro estaba cubierto de polvo, su vestido estaba rasgado en la parte
derecha. También el manto había perdido su belleza singular y sus zapatos
estaban sucios por encima. Con gran voz y lastimera, la mujer alzó su
grito al cielo: “Escucha, cielo: mi rostro está embadurnado. Aflígete,
tierra: mi vestido está rasgado. Tiembla, abismo: mis zapatos están
ensuciados”.
Y prosiguió: “Estuve escondida en el corazón del Padre, hasta que el
Hijo del hombre, concebido y dado a luz en la virginidad, derramó su
sangre. Con esta sangre, como dote, me tomó como esposa.
Los estigmas de mi esposo permanecen frescos y abiertos mientras
estén abiertas las heridas de los pecados de los hombres. El que
permanezcan abiertas las heridas de Cristo es precisamente culpa de los
sacerdotes. Ellos rasgan mi vestido porque son transgresores de la Ley, del
Evangelio y de su deber sacerdotal. Quitan el esplendor de mi manto,
porque descuidan totalmente los preceptos que tienen impuestos. Ensucian
mis zapatos, porque no caminan por el camino recto, es decir por el duro y
severo de la justicia, y también porque no dan un buen ejemplo a sus
súbditos. Sin embargo, encuentro en algunos el esplendor de la verdad”.
Y escuché una voz del cielo que decía: “Esta imagen representa a la
Iglesia. Por esto, oh ser humano que ves todo esto y que escuchas los
lamentos, anúncialo a los sacerdotes que han de guiar e instruir al pueblo
de Dios y a los que, como a los apóstoles, se les dijo: ‘Id al mundo entero
y proclamad el Evangelio a toda la creación’” (Mc 16,15)» (Carta a
Werner von Kirchheim y a su comunidad sacerdotal: PL 197, 269ss)
En la visión de santa Hildegarda, el rostro de la Iglesia está cubierto de
polvo, y así es como lo hemos visto. Su vestido está rasgado por culpa de
los sacerdotes. Tal como ella lo ha visto y expresado, así lo hemos visto
este año. Hemos de acoger esta humillación como una exhortación a la
verdad y una llamada a la renovación. Solamente la verdad salva. Hemos
de preguntarnos qué podemos hacer para reparar lo más posible la
injusticia cometida. Hemos de preguntarnos qué había de equivocado en
367
nuestro anuncio, en todo nuestro modo de configurar el ser cristiano, de
forma que algo así pudiera suceder. Hemos de hallar una nueva
determinación en la fe y en el bien. Hemos de ser capaces de penitencia.
Debemos esforzarnos en hacer todo lo posible en la preparación para el
sacerdocio, para que algo semejante no vuelva a suceder jamás. También
éste es el lugar para dar las gracias de corazón a todos los que se esfuerzan
por ayudar a las víctimas y devolverles la confianza en la Iglesia, la
capacidad de creer en su mensaje. En mis encuentros con las víctimas de
este pecado, siembre he encontrado también personas que, con gran
dedicación, están al lado del que sufre y ha sufrido daño. Ésta es la
ocasión para dar las gracias también a tantos buenos sacerdotes que
transmiten con humildad y fidelidad la bondad del Señor y, en medio de la
devastación, son testigos de la belleza permanente del sacerdocio.
Somos conscientes de la especial gravedad de este pecado cometido
por sacerdotes, y de nuestra correspondiente responsabilidad. Pero
tampoco podemos callar sobre el contexto de nuestro tiempo en el que
hemos visto estos sucesos. Existe un mercado de la pornografía referente a
los niños, que de algún modo parece ser considerado cada vez más por la
sociedad como algo normal. La devastación psicológica de los niños, en la
que personas humanas quedan reducidas a artículos de mercado, es un
espantoso signo de los tiempos. Oigo decir una y otra vez a Obispos de
Países del Tercer Mundo, cómo el turismo sexual amenaza a toda una
generación, dañándola en su libertad y dignidad humana.
El Apocalipsis de san Juan incluye entre los grandes pecados de Babilonia
—símbolo de las grandes ciudades irreligiosas del mundo— el comercio
de los cuerpos y las almas, convirtiéndolos en una mercancía
(cf. Ap 18,13). En este contexto se coloca también el problema de la
droga, que con una fuerza creciente extiende sus tentáculos sobre todo el
globo terrestre: expresión elocuente de la dictadura de la riqueza y el
placer que pervierte al hombre. Cualquier placer es insuficiente y el
exceso en el engaño de la embriaguez se convierte en una violencia que
destruye regiones enteras, y todo en nombre de una fatal tergiversación de
la libertad, en la que precisamente la libertad del hombre es la que se ve
amenazada y, al final, completamente anulada.
Para oponerse a estas fuerzas debemos echar una mirada a sus
fundamentos ideológicos. En los años setenta, se teorizó que la pedofilia
era algo completamente conforme con el hombre e incluso con el niño.
Sin embargo, esto formaba parte de una perversión de fondo del concepto
de ethos. Se afirmaba —incluso en el ámbito de la teología católica— que
no existía ni el mal ni el bien en sí mismos. Existía sólo un «mejor que» y
un «peor que». No habría nada bueno o malo en sí mismo. Todo dependía
de las circunstancias y de los fines que se pretendían. Dependiendo de los
objetivos y las circunstancias, todo podría ser bueno o malo. La moral fue
sustituida por un cálculo de las consecuencias, y por eso mismo deja
existir. Los efectos de tales teorías saltan hoy a la vista. En contra de ellas,
el Papa Juan Pablo II, en su Encíclica Veritatis splendor, de 1993, señaló
con fuerza profética que las bases esenciales y permanentes del actuar
368
moral se encuentran en la gran tradición racional del ethos cristiano. Este
texto se ha de poner hoy nuevamente en el centro de atención como
camino en la formación de la conciencia. Toca a nosotros hacer que estos
criterios sean escuchados y comprendidos por los hombres como caminos
de verdadera humanidad, en el contexto de la preocupación por el hombre,
en la que estamos inmersos.
Como segundo punto, quisiera decir una palabra sobre el Sínodo de las
Iglesias de Oriente Medio. Se inició con mi viaje a Chipre, en el que
entregué el Instrumentum laboris para el Sínodo a los Obispos de aquellos
países congregados allí. La hospitalidad de la Iglesia ortodoxa, que
experimentamos con enorme gratitud, permanece inolvidable. Si bien la
comunión plena no nos ha sido todavía concedida, hemos constatado con
alegría que la forma básica de la Iglesia antigua nos une unos a otros
profundamente: el ministerio sacramental de los Obispos como portadores
de la tradición apostólica, la lectura de la Escritura según la hermenéutica
de la Regula fidei, la comprensión de la Escritura en la multiforme unidad
centrada en Cristo, que se ha desarrollado gracias a la inspiración de Dios,
y, en fin, la fe en el puesto central de la Eucaristía en la vida de la Iglesia.
(…) Basándose en el espíritu de la fe y de su razonabilidad, el Sínodo
ha desarrollado un gran concepto de diálogo, de perdón y de acogida
mutua, un concepto que ahora queremos gritar al mundo. El ser humano es
uno solo y la humanidad es una sola. Lo que en cualquier lugar se hace
contra el hombre al final hiere a todos. Así, las palabras y el pensamiento
del Sínodo han de ser un fuerte grito a todas las personas con
responsabilidad política o religiosa para que detengan la cristianofobia;
para que se alcen en defensa de los prófugos y los que sufren, y revitalicen
el espíritu de la reconciliación. En última instancia, la recuperación sólo
puede venir de una fe profunda en el amor reconciliador de Dios. La tarea
principal de la Iglesia en este momento es dar fuerza a esta fe, alimentarla
y hacerla resplandecer.
Me gustaría hablar con detalle del inolvidable viaje al Reino Unido,
sin embargo, me limitaré a dos puntos que están relacionados con el tema
de la responsabilidad de los cristianos en el tiempo actual y con el
cometido de la Iglesia de anunciar el Evangelio. Mi pensamiento se dirige
en primer lugar al encuentro con el mundo de la cultura en Westminster
Hall, un encuentro en el que la conciencia de la responsabilidad común en
este momento histórico provocó una gran atención, que, en última
instancia, se orientó a la cuestión sobre la verdad y la fe. Era evidente a
todos, que en este debate la Iglesia debe dar su propia aportación. Alexis
de Tocqueville, en su tiempo, observó que en América la democracia fue
posible y había funcionado porque, más allá de las denominaciones
particulares, existía un consenso moral de base que unía a todos. Sólo si
existe un consenso semejante sobre lo esencial, las constituciones y el
derecho pueden funcionar. Este consenso de fondo que proviene del
patrimonio cristiano está en peligro allí donde en su lugar, en vez de la
razón moral, se pone la mera racionalidad finalista de la que ya hemos
hablado antes. Esto es realmente una ceguera de la razón para lo que es
369
esencial. Combatir esta ceguera de la razón y conservar la capacidad de
ver lo esencial, de ver a Dios y al hombre, lo que es bueno y verdadero, es
el propósito común que ha de unir a todos los hombres de buena voluntad.
Está en juego el futuro del mundo.
Por último, quisiera recordar ahora la beatificación del Cardenal John
Henry Newman. ¿Por qué ha sido beatificado? ¿Qué nos puede decir? A
estas preguntas se pueden dar muchas respuestas, que se han desarrollado
en el contexto de la beatificación. Quisiera resaltar solamente dos aspectos
que van unidos y, en el fondo, expresan lo mismo. El primero es que
debemos aprender de las tres conversiones de Newman, porque son pasos
de un camino espiritual que a todos nos interesa. Quisiera sólo resaltar
aquí la primera conversión: la de la fe en el Dios vivo. Hasta aquel
momento, Newman pensaba como el hombre medio de su tiempo y
también como el de hoy, que simplemente no excluye la existencia de
Dios, sino que la considera en todo caso como algo incierto, que no
desempeña un papel esencial en la propia vida. Para él, como para los
hombres de su tiempo y del nuestro, lo que aparecía como verdaderamente
real era lo empírico, lo que se puede percibir materialmente. Esta es la
«realidad» según la cual se nos orienta. Lo «real» es lo tangible, lo que se
puede calcular y tomar con la mano. En su conversión, Newman reconoce
que las cosas están precisamente al revés: que Dios y el alma, el ser
mismo del hombre a nivel espiritual, constituye aquello que es
verdaderamente real, lo que vale. Son mucho más reales que los objetos
que se pueden tocar. Esta conversión significa un giro copernicano.
Aquello que hasta el momento aparecía irreal y secundario se revela como
lo verdaderamente decisivo. Cuando sucede una conversión semejante, no
cambia simplemente una teoría, cambia la forma fundamental de la vida.
Todos tenemos siempre necesidad de esa conversión: entonces estamos en
el camino justo.
La conciencia era la fuerza motriz que impulsaba a Newman en el
camino de la conversión. ¿Pero qué se entiende con eso? En el
pensamiento moderno, la palabra «conciencia» significa que en materia de
moral y de religión, la dimensión subjetiva, el individuo, constituye la
última instancia de la decisión. Se divide al mundo en el ámbito de lo
objetivo y de lo subjetivo. A lo objetivo pertenecen las cosas que se
pueden calcular y verificar por medio de un experimento. La religión y la
moral escapan a estos métodos y por tanto están consideradas como
ámbito de lo subjetivo. Aquí no hay, en último análisis, criterios objetivos.
La última instancia decisiva sería por tanto solo el sujeto, y con la palabra
«conciencia» se expresa precisamente esto: en este ámbito puede decidir
sólo el sujeto, el individuo con sus intuiciones y experiencias. La
concepción que Newman tiene de la conciencia es diametralmente
opuesta. Para él «conciencia» significa la capacidad de verdad del
hombre: la capacidad de reconocer en los ámbitos decisivos de su
existencia, religión y moral, una verdad, la verdad. La conciencia, la
capacidad del hombre para reconocer la verdad, le impone al mismo
tiempo el deber de encaminarse hacia la verdad, de buscarla y de
370
someterse a ella allí donde la encuentre. Conciencia es capacidad de
verdad y obediencia en relación con la verdad, que se muestra al hombre
que busca con corazón abierto. El camino de las conversiones de Newman
es un camino de la conciencia, no un camino de la subjetividad que se
afirma, sino, por el contrario, de la obediencia a la verdad que paso a paso
se le abría. Su tercera conversión, la del Catolicismo, le exigía abandonar
casi todo lo que le era querido y apreciado: sus bienes y su profesión; su
título académico, los vínculos familiares y muchos amigos. La renuncia
que la obediencia a la verdad, su conciencia, le pedía, iba más allá.
Newman fue siempre consciente de tener una misión para Inglaterra. Pero
en la teología católica de su tiempo, su voz difícilmente podía ser
escuchada. Era demasiado extraña con relación al estilo dominante del
pensamiento teológico y también de la piedad. En enero de 1863 escribió
en su diario estas frases conmovedoras: «Como protestante, mi religión
me parecía mísera, pero no mi vida. Y ahora, de católico, mi vida es
mísera, pero no mi religión». Aún no había llegado la hora de su eficacia.
En la humildad y en la oscuridad de la obediencia, él esperó hasta que su
mensaje fuera utilizado y comprendido. Para sostener la identidad entre el
concepto que Newman tenía de conciencia y la moderna comprensión
subjetiva de la conciencia, se suele hacer referencia a aquellas palabras
suyas, según las cuales – en el caso de tener que pronunciar un brindis –,
él habría brindando antes por la conciencia y después por el Papa. Pero en
esta afirmación, «conciencia» no significa la obligatoriedad última de la
intuición subjetiva. Es expresión del carácter accesible y de la fuerza
vinculante de la verdad: en esto se funda su primado. Al Papa se le puede
dedicar el segundo brindis, porque su tarea es exigir obediencia con
respecto a la verdad.
Debo renunciar a hablar de los viajes tan significativos
a Malta, Portugal y España. En ellos se ha hecho visible de nuevo que la
fe no es algo del pasado, sino un encuentro con el Dios que vive y actúa
ahora. Él nos compromete y se opone a nuestra pereza, pero precisamente
por eso nos abre el camino hacia la verdadera alegría.
Excita, Domine, potentiam tuam, et veni! Hemos comenzado con la
invocación de la presencia del poder de Dios en nuestro tiempo y la
experiencia de su aparente ausencia. Si abrimos nuestros ojos en
retrospectiva precisamente hacia el año que llega a su fin, se puede ver
que aún hoy la potencia y la bondad de Dios están presentes de muchas
maneras. Así todos tenemos motivos para darle gracias. Con el
agradecimiento al Señor renuevo mi gratitud a todos los colaboradores:
¡Ojalá nos conceda Dios a todos una Santa Navidad y nos acompañe con
su bondad en el próximo año!

NAVIDAD: DIOS NOS LLAMA A SER SEMEJANTES A ÉL


20101222. Audiencia general.
Con esta última audiencia antes de las festividades navideñas, nos
acercamos, llenos de emoción y de estupor, al «lugar» donde para nosotros
371
y para nuestra salvación comenzó todo, donde todo encontró
cumplimiento, donde se encontraron y cruzaron las expectativas del
mundo y del corazón humano con la presencia de Dios. Ya podemos
saborear desde ahora la alegría por esa pequeña luz que se vislumbra, que
desde la cueva de Belén comienza a irradiarse por el mundo. En el camino
del Adviento, que la liturgia nos ha invitado a vivir, hemos sido
acompañados a acoger con disponibilidad y reconocimiento el gran
acontecimiento de la venida del Salvador y a contemplar llenos de
admiración su entrada en el mundo.
La espera gozosa, característica de los días que preceden la santa
Navidad, ciertamente es la actitud fundamental del cristiano que desea
vivir con fruto el renovado encuentro con Aquel que viene a poner su
morada entre nosotros: Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre.
Encontramos esta disposición del corazón, y la hacemos nuestra, en
aquellos que fueron los primeros en acoger la venida del Mesías: Zacarías
e Isabel, los pastores, el pueblo sencillo y especialmente, María y José,
quienes experimentaron en primera persona la conmoción, pero sobre todo
la alegría por el misterio de ese nacimiento. Todo el Antiguo Testamento
constituye una única gran promesa, que debía cumplirse con la venida de
un salvador poderoso. Nos da testimonio de ello en particular el libro del
profeta Isaías, el cual nos habla del sufrimiento de la historia y de toda la
creación por una redención destinada a dar nuevas energías y nueva
orientación al mundo entero. Así, junto a la espera de los personajes de las
Sagradas Escrituras, encuentra espacio y significado, a lo largo de los
siglos, también nuestra espera, la que en estos días estamos
experimentando y la que nos mantiene despiertos durante todo el camino
de nuestra vida. En efecto, toda la existencia humana está animada por
este profundo sentimiento, por el deseo de que lo más verdadero, lo más
bello y lo más grande que hemos vislumbrado e intuido con la mente y el
corazón, nos salga al encuentro y ante nuestros ojos se haga concreto y
nos vuelva a levantar.
«Muy pronto vendrá el Señor, que domina los pueblos, y se llamará
Emmanuel, porque tenemos a Dios con nosotros» (Antífona de entrada,
santa misa del 21 de diciembre). En estos días repetimos con frecuencia
estas palabras. En el tiempo de la liturgia, que actualiza el Misterio, ya
está a las puertas Aquel que viene a salvarnos del pecado y de la muerte,
Aquel que, después de la desobediencia de Adán y Eva, nos abraza de
nuevo y nos abre de par en par el acceso a la vida verdadera. Lo explica
san Ireneo, en su tratado «Contra las herejías», cuando afirma: «El Hijo
mismo de Dios entró “en una carne semejante a la del pecado” (Rm 8, 3)
para condenar el pecado, y, una vez condenado, excluirlo completamente
del género humano. Llamó al hombre a ser semejante a él, lo hizo
imitador de Dios, lo puso en el camino que indicó el Padre a fin de que
pudiera ver a Dios, y le dio como don al Padre mismo» (III, 20, 2-3).
Se nos presentan algunas de las ideas preferidas de san Ireneo: Dios
con el Niño Jesús nos llama a ser semejantes a él. Vemos cómo es Dios. Y
así nos recuerda que deberíamos ser semejantes a Dios. Y debemos
372
imitarlo. Dios se ha donado, Dios se ha dado en nuestras manos. Debemos
imitar a Dios. Y, por último, la idea de que así podemos ver a Dios. Una
idea central de san Ireneo: el hombre no ve a Dios, no puede verlo, y así
está en la oscuridad sobre la verdad, sobre sí mismo. Pero el hombre, que
no puede ver a Dios, puede ver a Jesús. Y así ve a Dios, así comienza a ver
la verdad, así comienza a vivir.
El Salvador, por tanto, viene para reducir a la impotencia la obra del
mal y todo lo que todavía puede mantenernos alejados de Dios, para
devolvernos al antiguo esplendor y a la primitiva paternidad. Con su
venida entre nosotros Dios nos indica y nos asigna también una tarea:
precisamente la de ser semejantes a él y tender a la verdadera vida, la de
llegar a la visión de Dios, en el rostro de Cristo. Afirma también san
Ireneo: «El Verbo de Dios puso su morada entre los hombres y se hizo
Hijo del hombre, para acostumbrar al hombre a percibir a Dios y para
acostumbrar a Dios a poner su morada en el hombre según la voluntad del
Padre. Por esto, Dios nos dio como “signo” de nuestra salvación a Aquel
que, nacido de la Virgen, es el Emmanuel» (ib.). También aquí tenemos
una idea central muy hermosa de san Ireneo: debemos acostumbrarnos a
percibir a Dios. Dios normalmente está lejos de nuestra vida, de nuestras
ideas, de nuestro actuar. Se ha acercado a nosotros y debemos
acostumbrarnos a estar con Dios. San Ireneo con audacia se atreve a decir
que también Dios debe acostumbrarse a estar con nosotros y en nosotros.
Y que quizá Dios debería acompañarnos en Navidad; debemos
acostumbrarnos a Dios, como Dios se debe acostumbrar a nosotros, a
nuestra pobreza y fragilidad. Por eso, la venida del Señor no puede tener
otro objetivo que el de enseñarnos a ver y a amar los acontecimientos, el
mundo y todo lo que nos rodea, con los ojos mismos de Dios. El Verbo
hecho niño nos ayuda a comprender el modo de actuar de Dios, para que
seamos capaces de dejarnos transformar cada vez más por su bondad y por
su infinita misericordia.
En la noche del mundo, dejémonos sorprender e iluminar de nuevo por
este acto de Dios, totalmente inesperado: Dios se hace Niño. Dejémonos
sorprender, iluminar por la Estrella que ha inundado de alegría el universo.
Que el Niño Jesús, al llegar hasta nosotros, no nos encuentre
desprevenidos, empeñados sólo en embellecer la realidad exterior. Que el
cuidado que ponemos para que nuestras calles y nuestras casas sean más
resplandecientes nos impulse todavía más a preparar nuestra alma para
encontrarnos con Aquel que vendrá a visitarnos, que es la verdadera
belleza y la verdadera luz. Purifiquemos, pues, nuestra conciencia y
nuestra vida de lo que es contrario a esta venida: pensamientos, palabras,
actitudes y acciones, espoleándonos a hacer el bien y a contribuir a
realizar en nuestro mundo la paz y la justicia para cada hombre y a
caminar así hacia el encuentro con el Señor.
El belén es un signo característico del tiempo navideño. También en la
plaza de San Pedro, como es tradición, ya casi está listo e idealmente se
asoma a Roma y a todo el mundo, representando la belleza del Misterio
del Dios que se ha hecho hombre y ha puesto su morada entre nosotros
373
(cf. Jn1, 14). El belén es expresión de nuestra espera, que Dios se acerca a
nosotros, que Cristo se acerca a nosotros, pero también es expresión de la
acción de gracias a Aquel que ha decidido compartir nuestra condición
humana, en la pobreza y en la sencillez. Me alegro porque permanece viva
y, más aún, se renueva la tradición de preparar el belén en las casas, en los
ambientes de trabajo, en los lugares de encuentro. Que este genuino
testimonio de fe cristiana ofrezca también hoy a todos los hombres de
buena voluntad un sugestivo icono del amor infinito del Padre hacia todos
nosotros. Que los corazones de los niños y de los adultos se sorprendan de
nuevo frente a él.
Queridos hermanos y hermanas, que la Virgen María y san José nos
ayuden a vivir el Misterio de la Navidad con renovada gratitud al Señor.
Que en medio de la actividad frenética de nuestros días, este tiempo nos
dé un poco de calma y de alegría, y nos haga palpar la bondad de nuestro
Dios, que se hace Niño para salvarnos y dar nueva valentía y nueva luz a
nuestro camino.

DIOS SORPRENDE EN EL MODO DE CUMPLIR SUS


PROMESAS
20101222. Mensaje. Radiomensaje transmitido por la BBC
Nuestros pensamientos vuelven a un momento de la historia en el que
el pueblo elegido por Dios, los hijos de Israel, vivían una intensa espera.
Esperaban al Mesías que Dios había prometido enviar, y lo describían
como un gran líder que los rescataría del dominio extranjero y restauraría
su libertad.
Dios siempre es fiel a sus promesas, pero con frecuencia nos sorprende
en el modo de cumplirlas. El Niño nacido en Belén trajo ciertamente la
liberación, pero no sólo para las personas de aquel tiempo y lugar; él sería
el Salvador de todos los hombres, en todos los lugares del mundo y a lo
largo de la historia. Y la liberación que él trajo no fue política, lograda con
medios militares: más bien, Cristo destruyó la muerte para siempre y
restauró la vida por medio de su muerte ignominiosa en la cruz. Y, aunque
nació en la pobreza y en el ocultamiento, lejos de los centros del poder
terreno, él era el Hijo mismo de Dios. Por amor a nosotros tomó sobre sí
nuestra condición humana, nuestra fragilidad, nuestra vulnerabilidad, y
nos abrió el camino que lleva a la plenitud de la vida, a la participación en
la vida misma de Dios. Mientras meditamos en nuestro corazón en este
grande misterio durante esta Navidad, demos gracias a Dios por su bondad
para con nosotros, y anunciemos con alegría a quienes están a nuestro
alrededor la buena nueva de que Dios nos ofrece librarnos de todo lo que
nos oprime, nos da esperanza y nos trae vida.

NAVIDAD: GLORIA A DIOS EN EL CIELO Y EN LA TIERRA PAZ


20101224. Homilía. Nochebuena
374
«Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy». La Iglesia comienza la
liturgia del Noche Santa con estas palabras del Salmo segundo. Ella sabe
que estas palabras pertenecían originariamente al rito de la coronación de
los reyes de Israel. El rey, que de por sí es un ser humano como los demás
hombres, se convierte en «hijo de Dios» mediante la llamada y la toma de
posesión de su cargo: es una especie de adopción por parte de Dios, un
acto de decisión, por el que confiere a ese hombre una nueva existencia, lo
atrae en su propio ser. La lectura tomada del profeta Isaías, que acabamos
de escuchar, presenta de manera todavía más clara el mismo proceso en
una situación de turbación y amenaza para Israel: «Un hijo se nos ha dado:
lleva sobre sus hombros el principado» (9,5). La toma de posesión de la
función de rey es como un nuevo nacimiento. Precisamente como recién
nacido por decisión personal de Dios, como niño procedente de Dios, el
rey constituye una esperanza. El futuro recae sobre sus hombros. Él es el
portador de la promesa de paz. En la noche de Belén, esta palabra
profética se ha hecho realidad de un modo que habría sido todavía
inimaginable en tiempos de Isaías. Sí, ahora es realmente un niño el que
lleva sobre sus hombros el poder. En Él aparece la nueva realeza que Dios
establece en el mundo. Este niño ha nacido realmente de Dios. Es la
Palabra eterna de Dios, que une la humanidad y la divinidad. Para este
niño valen los títulos de dignidad que el cántico de coronación de Isaías le
atribuye: Consejero admirable, Dios poderoso, Padre por siempre,
Príncipe de la paz (9,5). Sí, este rey no necesita consejeros provenientes
de los sabios del mundo. Él lleva en sí mismo la sabiduría y el consejo de
Dios. Precisamente en la debilidad como niño Él es el Dios fuerte, y nos
muestra así, frente a los poderes presuntuosos del mundo, la fortaleza
propia de Dios.
A decir verdad, las palabras del rito de coronación en Israel eran
siempre sólo ritos de esperanza, que preveían a lo lejos un futuro que sería
otorgado por Dios. Ninguno de los reyes saludados de este modo se
correspondía con lo sublime de dichas palabras. En ellos, todas las
palabras sobre la filiación de Dios, sobre su designación como heredero de
las naciones, sobre el dominio de las tierras lejanas (Sal 2,8), quedaron
sólo como referencia a un futuro; casi como carteles que señalan la
esperanza, indicaciones que guían hacia un futuro, que en aquel entonces
era todavía inconcebible. Por eso, el cumplimiento de la palabra que da
comienzo en la noche de Belén es a la vez inmensamente más grande y —
desde el punto de vista del mundo— más humilde que lo que la palabra
profética permitía intuir. Es más grande, porque este niño es realmente
Hijo de Dios, verdaderamente «Dios de Dios, Luz de Luz, engendrado, no
creado, de la misma naturaleza del Padre». Ha quedado superada la
distancia infinita entre Dios y el hombre. Dios no solamente se ha
inclinado hacia abajo, como dicen los Salmos; Él ha «descendido»
realmente, ha entrado en el mundo, haciéndose uno de nosotros para
atraernos a todos a sí. Este niño es verdaderamente el Emmanuel, el Dios-
con-nosotros. Su reino se extiende realmente hasta los confines de la
tierra. En la magnitud universal de la santa Eucaristía, Él ha hecho surgir
375
realmente islas de paz. En cualquier lugar que se celebra hay una isla de
paz, de esa paz que es propia de Dios. Este niño ha encendido en los
hombres la luz de la bondad y les ha dado la fuerza de resistir a la tiranía
del poder. Él construye su reino desde dentro, partiendo del corazón, en
cada generación. Pero también es cierto que no se ha roto la «vara del
opresor». También hoy siguen marchando con estruendo las botas de los
soldados y todavía hoy, una y otra vez, queda la «túnica empapada de
sangre» (Is 9,3s). Así, forma parte de esta noche la alegría por la cercanía
de Dios. Damos gracias porque el Dios niño se pone en nuestras manos,
mendiga, por decirlo así, nuestro amor, infunde su paz en nuestro corazón.
Esta alegría, sin embargo, es también una oración: Señor, cumple por
entero tu promesa. Quiebra las varas de los opresores. Quema las botas
resonantes. Haz que termine el tiempo de las túnicas ensangrentadas.
Cumple la promesa: «La paz no tendrá fin» (Is 9,6). Te damos gracias por
tu bondad, pero también te pedimos: Muestra tu poder. Erige en el mundo
el dominio de tu verdad, de tu amor; el «reino de justicia, de amor y de
paz».
«María dio a la luz a su hijo primogénito» (Lc 2,7). San Lucas describe
con esta frase, sin énfasis alguno, el gran acontecimiento que habían
vislumbrado con antelación las palabras proféticas en la historia de Israel.
Designa al niño como «primogénito». En el lenguaje que se había ido
formando en la Sagrada Escritura de la Antigua Alianza, «primogénito» no
significa el primero de otros hijos. «Primogénito» es un título de honor,
independientemente de que después sigan o no otros hermanos y
hermanas. Así, en el Libro del Éxodo (Ex 4,22), Dios llama a Israel «mi
hijo primogénito», expresando de este modo su elección, su dignidad
única, el amor particular de Dios Padre. La Iglesia naciente sabía que esta
palabra había recibido una nueva profundidad en Jesús; que en Él se
resumen las promesas hechas a Israel. Así, la Carta a los Hebreos llama a
Jesús simplemente «el primogénito», para identificarlo como el Hijo que
Dios envía al mundo después de los preparativos en el Antiguo
Testamento (cf. Hb 1,5-7). El primogénito pertenece de modo particular a
Dios, y por eso —como en muchas religiones— debía ser entregado de
manera especial a Dios y ser rescatado mediante un sacrificio sustitutivo,
como relata san Lucas en el episodio de la presentación de Jesús en
templo. El primogénito pertenece a Dios de modo particular; está
destinado al sacrificio, por decirlo así. El destino del primogénito se
cumple de modo único en el sacrificio de Jesús en la cruz. Él ofrece en sí
mismo la humanidad a Dios, y une al hombre y a Dios de tal modo que
Dios sea todo en todos. San Pablo ha ampliado y profundizado la idea de
Jesús como primogénito en las Cartas a los Colosenses y a los Efesios:
Jesús, nos dicen estas Cartas, es el Primogénito de la creación: el
verdadero arquetipo del hombre, según el cual Dios ha formado la criatura
hombre. El hombre puede ser imagen de Dios, porque Jesús es Dios y
Hombre, la verdadera imagen de Dios y el Hombre. Él es el primogénito
de los muertos, nos dicen además estas Cartas. En la Resurrección, Él ha
desfondado el muro de la muerte para todos nosotros. Ha abierto al
376
hombre la dimensión de la vida eterna en la comunión con Dios.
Finalmente, se nos dice: Él es el primogénito de muchos hermanos. Sí,
con todo, Él es ahora el primero de más hermanos, es decir, el primero que
inaugura para nosotros el estar en comunión con Dios. Crea la verdadera
hermandad: no la hermandad deteriorada por el pecado, la de Caín y Abel,
de Rómulo y Remo, sino la hermandad nueva en la que somos de la
misma familia de Dios. Esta nueva familia de Dios comienza en el
momento en el que María envuelve en pañales al «primogénito» y lo
acuesta en el pesebre. Pidámosle: Señor Jesús, tú que has querido nacer
como el primero de muchos hermanos, danos la verdadera hermandad.
Ayúdanos para que nos parezcamos a ti. Ayúdanos a reconocer tu rostro en
el otro que me necesita, en los que sufren o están desamparados, en todos
los hombres, y a vivir junto a ti como hermanos y hermanas, para
convertirnos en una familia, tu familia.
El Evangelio de Navidad nos relata al final que una multitud de
ángeles del ejército celestial alababa a Dios diciendo: «Gloria a Dios en el
cielo, y en la tierra paz a los hombres que Dios ama» (Lc2,14). La Iglesia
ha amplificado en el Gloria esta alabanza, que los ángeles entonaron ante
el acontecimiento de la Noche Santa, haciéndola un himno de alegría
sobre la gloria de Dios. «Por tu gloria inmensa, te damos gracias». Te
damos gracias por la belleza, por la grandeza, por tu bondad, que en esta
noche se nos manifiestan. La aparición de la belleza, de lo hermoso, nos
hace alegres sin tener que preguntarnos por su utilidad. La gloria de Dios,
de la que proviene toda belleza, hace saltar en nosotros el asombro y la
alegría. Quien vislumbra a Dios siente alegría, y en esta noche vemos algo
de su luz. Pero el mensaje de los ángeles en la Noche Santa habla también
de los hombres: «Paz a los hombres que Dios ama». La traducción latina
de estas palabras, que usamos en la liturgia y que se remonta a Jerónimo,
suena de otra manera: «Paz a los hombres de buena voluntad». La
expresión «hombres de buena voluntad» ha entrado en el vocabulario de la
Iglesia de un modo particular precisamente en los últimos decenios. Pero,
¿cuál es la traducción correcta? Debemos leer ambos textos juntos; sólo
así entenderemos la palabra de los ángeles del modo justo. Sería
equivocada una interpretación que reconociera solamente el obrar
exclusivo de Dios, como si Él no hubiera llamado al hombre a una libre
respuesta de amor. Pero sería también errónea una interpretación
moralizadora, según la cual, por decirlo así, el hombre podría con su
buena voluntad redimirse a sí mismo. Ambas cosas van juntas: gracia y
libertad; el amor de Dios, que nos precede, y sin el cual no podríamos
amarlo, y nuestra respuesta, que Él espera y que incluso nos ruega en el
nacimiento de su Hijo. El entramado de gracia y libertad, de llamada y
respuesta, no lo podemos dividir en partes separadas una de otra. Las dos
están indisolublemente entretejidas entre sí. Así, esta palabra es promesa y
llamada a la vez. Dios nos ha precedido con el don de su Hijo. Una y otra
vez, nos precede de manera inesperada. No deja de buscarnos, de
levantarnos cada vez que lo necesitamos. No abandona a la oveja
extraviada en el desierto en que se ha perdido. Dios no se deja confundir
377
por nuestro pecado. Él siempre vuelve a comenzar con nosotros. No
obstante, espera que amemos con Él. Él nos ama para que nosotros
podamos convertirnos en personas que aman junto con Él y así haya paz
en la tierra.
Lucas no dice que los ángeles cantaran. Él escribe muy sobriamente: el
ejército celestial alababa a Dios diciendo: «Gloria a Dios en el cielo... »
(Lc 2,13s). Pero los hombres siempre han sabido que el hablar de los
ángeles es diferente al de los hombres; que precisamente esta noche del
mensaje gozoso ha sido un canto en el que ha brillado la gloria sublime de
Dios. Por eso, este canto de los ángeles ha sido percibido desde el
principio como música que viene de Dios, más aún, como invitación a
unirse al canto, a la alegría del corazón por ser amados por Dios. Cantare
amantis est, dice san Agustín: cantar es propio de quien ama. Así, a lo
largo de los siglos, el canto de los ángeles se ha convertido siempre en un
nuevo canto de amor y alegría, un canto de los que aman. En esta hora,
nosotros nos asociamos llenos de gratitud a este cantar de todos los siglos,
que une cielo y tierra, ángeles y hombres. Sí, te damos gracias por tu
gloria inmensa. Te damos gracias por tu amor. Haz que seamos cada vez
más personas que aman contigo y, por tanto, personas de paz. Amén.

NAVIDAD: LA ENCARNACIÓN ES LA CUMBRE DE LA


CREACIÓN
20101225. Mensaje urbi et orbi
«Verbum caro factum est» - «El Verbo se hizo carne» (Jn 1,14).
Queridos hermanos y hermanas que me escucháis en Roma y en el
mundo entero, os anuncio con gozo el mensaje de la Navidad: Dios se ha
hecho hombre, ha venido a habitar entre nosotros. Dios no está lejano: está
cerca, más aún, es el «Emmanuel», el Dios-con-nosotros. No es un
desconocido: tiene un rostro, el de Jesús.
Es un mensaje siempre nuevo, siempre sorprendente, porque supera
nuestras más audaces esperanzas. Especialmente porque no es sólo un
anuncio: es un acontecimiento, un suceso, que testigos fiables han visto,
oído y tocado en la persona de Jesús de Nazaret. Al estar con Él,
observando lo que hace y escuchando sus palabras, han reconocido en
Jesús al Mesías; y, viéndolo resucitado después de haber sido crucificado,
han tenido la certeza de que Él, verdadero hombre, era al mismo tiempo
verdadero Dios, el Hijo unigénito venido del Padre, lleno de gracia y de
verdad (cf. Jn 1,14).
«El Verbo se hizo carne». Ante esta revelación, vuelve a surgir una vez
más en nosotros la pregunta: ¿Cómo es posible? El Verbo y la carne son
realidades opuestas; ¿cómo puede convertirse la Palabra eterna y
omnipotente en un hombre frágil y mortal? No hay más que una respuesta:
el Amor. El que ama quiere compartir con el amado, quiere estar unido a
él, y la Sagrada Escritura nos presenta precisamente la gran historia del
amor de Dios por su pueblo, que culmina en Jesucristo.
378
En realidad, Dios no cambia: es fiel a sí mismo. El que ha creado el
mundo es el mismo que ha llamado a Abraham y que ha revelado el propio
Nombre a Moisés: Yo soy el que soy… el Dios de Abraham, Isaac y
Jacob… Dios misericordioso y piadoso, rico en amor y fidelidad
(cf. Ex 3,14-15; 34,6). Dios no cambia, desde siempre y por siempre es
Amor. Es en sí mismo comunión, unidad en la Trinidad, y cada una de sus
obras y palabras tienden a la comunión. La encarnación es la cumbre de la
creación. Cuando, por la voluntad del Padre y la acción del Espíritu Santo,
se formó en el regazo de María Jesús, Hijo de Dios hecho hombre, la
creación alcanzó su cima. El principio ordenador del universo, el Logos,
comenzó a existir en el mundo, en un tiempo y en un lugar.
«El Verbo se hizo carne». La luz de esta verdad se manifiesta a quien
la acoge con fe, porque es un misterio de amor. Sólo los que se abren al
amor son cubiertos por la luz de la Navidad. Así fue en la noche de Belén,
y así también es hoy. La encarnación del Hijo de Dios es un
acontecimiento que ha ocurrido en la historia, pero que al mismo tiempo
la supera. En la noche del mundo se enciende una nueva luz, que se deja
ver por los ojos sencillos de la fe, del corazón manso y humilde de quien
espera al Salvador. Si la verdad fuera sólo una fórmula matemática, en
cierto sentido se impondría por sí misma. Pero si la Verdad es Amor, pide
la fe, el «sí» de nuestro corazón.
Y, en efecto, ¿qué busca nuestro corazón si no una Verdad que sea
Amor? La busca el niño, con sus preguntas tan desarmantes y
estimulantes; la busca el joven, necesitado de encontrar el sentido
profundo de la propia vida; la busca el hombre y la mujer en su madurez,
para orientar y apoyar el compromiso en la familia y en el trabajo; la
busca la persona anciana, para dar cumplimiento a la existencia terrenal.
«El Verbo se hizo carne». El anuncio de la Navidad es también luz
para los pueblos, para el camino conjunto de la humanidad. El
«Emmanuel», el Dios-con-nosotros, ha venido como Rey de justicia y de
paz. Su Reino —lo sabemos— no es de este mundo, sin embargo, es más
importante que todos los reinos de este mundo. Es como la levadura de la
humanidad: si faltara, desaparecería la fuerza que lleva adelante el
verdadero desarrollo, el impulso a colaborar por el bien común, al servicio
desinteresado del prójimo, a la lucha pacífica por la justicia. Creer en el
Dios que ha querido compartir nuestra historia es un constante estímulo a
comprometerse en ella, incluso entre sus contradicciones. Es motivo de
esperanza para todos aquellos cuya dignidad es ofendida y violada, porque
Aquel que ha nacido en Belén ha venido a liberar al hombre de la raíz de
toda esclavitud.

LOS NIÑOS NECESITAN EL AMOR DEL PADRE Y DE LA


MADRE
20101226. Ángelus
El Evangelio según san Lucas narra que los pastores de Belén, después
de recibir del ángel el anuncio del nacimiento del Mesías, «fueron a toda
379
prisa, y encontraron a María y a José, y al niño acostado en el pesebre» (2,
16). Así pues, a los primeros testigos oculares del nacimiento de Jesús se
les presentó la escena de una familia: madre, padre e hijo recién nacido.
Por eso, el primer domingo después de Navidad, la liturgia nos hace
celebrar la fiesta de la Sagrada Familia. Este año tiene lugar precisamente
al día siguiente de la Navidad y, prevaleciendo sobre la de san Esteban,
nos invita a contemplar este «icono» en el que el niño Jesús aparece en el
centro del afecto y de la solicitud de sus padres. En la pobre cueva de
Belén —escriben los Padres de la Iglesia— resplandece una luz vivísima,
reflejo del profundo misterio que envuelve a ese Niño, y que María y José
custodian en su corazón y dejan traslucir en sus miradas, en sus gestos y
sobre todo en sus silencios. De hecho, conservan en lo más íntimo las
palabras del anuncio del ángel a María: «El que ha de nacer será llamado
Hijo de Dios» (Lc 1, 35).
Sin embargo, el nacimiento de todo niño conlleva algo de este
misterio. Lo saben muy bien los padres que lo reciben como un don y que,
con frecuencia, así se refieren a él. Todos hemos escuchado decir alguna
vez a un papá y a una mamá: «Este niño es un don, un milagro». En
efecto, los seres humanos no viven la procreación meramente como un
acto reproductivo, sino que perciben su riqueza, intuyen que cada criatura
humana que se asoma a la tierra es el «signo» por excelencia del Creador
y Padre que está en el cielo. ¡Cuán importante es, por tanto, que cada niño,
al venir al mundo, sea acogido por el calor de una familia! No importan
las comodidades exteriores: Jesús nació en un establo y como primera
cuna tuvo un pesebre, pero el amor de María y de José le hizo sentir la
ternura y la belleza de ser amados. Esto es lo que necesitan los niños: el
amor del padre y de la madre. Esto es lo que les da seguridad y lo que, al
crecer, les permite descubrir el sentido de la vida. La Sagrada Familia de
Nazaret pasó por muchas pruebas, como la de la «matanza de los
inocentes» —nos la recuerda el Evangelio según san Mateo—, que obligó
a José y María a emigrar a Egipto (cf. 2, 13-23). Ahora bien, confiando en
la divina Providencia, encontraron su estabilidad y aseguraron a Jesús una
infancia serena y una educación sólida.
Queridos amigos, ciertamente la Sagrada Familia es singular e
irrepetible, pero al mismo tiempo es «modelo de vida» para toda familia,
porque Jesús, verdadero hombre, quiso nacer en una familia humana y, al
hacerlo así, la bendijo y consagró. Encomendemos, por tanto, a la Virgen y
a san José a todas las familias, para que no se desalienten ante las pruebas
y dificultades, sino que cultiven siempre el amor conyugal y se dediquen
con confianza al servicio de la vida y de la educación.

LA CARIDAD ES LA FUERZA QUE CAMBIA EL MUNDO


20101226. Discurso. Comida con los pobres de M. Teresa Calcuta
La luz del Nacimiento del Señor llena nuestro corazón de la alegría y
la paz que anunciaron los ángeles a los pastores de Belén: «Gloria a Dios
en el cielo y paz a los hombres que Dios ama» (Lc2, 14). El Niño que
380
vemos en la cueva es Dios mismo que se ha hecho hombre para
mostrarnos cuánto nos quiere, cuánto nos ama: Dios se ha hecho uno de
nosotros, para acercarse a cada uno, para vencer el mal, para liberarnos del
pecado, para darnos esperanza, para decirnos que nunca estamos solos.
Siempre podemos acudir a él, sin miedo, llamándolo Padre, con la
seguridad de que en todo momento, en toda situación de la vida, incluso
en las más difíciles, él no nos olvida. Debemos decirnos con mayor
frecuencia: Sí, Dios cuida de mí, me ama, Jesús ha nacido también para
mí; siempre debo tener confianza en él.
Queridos hermanos y hermanas, dejemos que la luz del Niño Jesús, del
Hijo de Dios hecho hombre ilumine nuestra vida para transformarla en
luz, como vemos de modo especial en la vida de los santos. Pienso en el
testimonio de la beata Teresa de Calcuta, un reflejo de la luz del amor de
Dios. Celebrar el centenario de su nacimiento es motivo de gratitud y de
reflexión para un renovado y gozoso compromiso al servicio del Señor y
de los hermanos, especialmente de los más necesitados. El Señor mismo,
como sabemos, quiso pasar necesidad. Queridas hermanas, queridos
sacerdotes y hermanos, queridos amigos del personal, la caridad es la
fuerza que cambia el mundo, porque Dios es amor (cf. 1 Jn 4, 7-9). La
beata Teresa de Calcuta vivió la caridad con todos sin distinción, pero con
preferencia por los más pobres y abandonados: un signo luminoso de la
paternidad y de la bondad de Dios. Supo reconocer en cada uno el rostro
de Cristo, al que amaba con todo su ser: al Cristo que adoraba y recibía en
la Eucaristía seguía encontrándolo por los caminos y las calles de la
ciudad, convirtiéndose en «imagen» viva de Jesús que derrama sobre las
heridas del hombre la gracia del amor misericordioso. La respuesta a
quien se pregunta por qué la madre Teresa se hizo tan famosa es sencilla:
porque vivió de modo humilde y oculto, por amor y en el amor de Dios.
Ella misma afirmaba que su premio más grande era amar a Jesús y servirlo
en los pobres. Su figura pequeña, con las manos juntas o mientras
acariciaba a un enfermo, un leproso, un moribundo, un niño, es el signo
visible de una vida transformada por Dios. En la noche del dolor humano
hizo brillar la luz del Amor divino y ayudó a muchos corazones a
encontrar la paz que sólo Dios puede dar.
Demos gracias al Señor porque en la beata Teresa de Calcuta todos
hemos visto cómo puede cambiar nuestra vida cuando se encuentra con
Jesús; puede llegar a ser para los demás reflejo de la luz de Dios. A
muchos hombres y mujeres, en situaciones de miseria y sufrimiento, ella
les dio el consuelo y la certeza de que Dios no abandona nunca a nadie. Su
misión sigue a través de aquellos que, aquí como en otras partes del
mundo, viven su carisma de Misioneros y Misioneras de la Caridad. Es
grande nuestra gratitud, queridas hermanas, queridos hermanos, por
vuestra presencia humilde, discreta, oculta a los ojos de los hombres, pero
extraordinaria y preciosa para el corazón de Dios. Al hombre, que a
menudo busca felicidades ilusorias, vuestro testimonio de vida le muestra
dónde se encuentra la verdadera alegría: en compartir, en dar, en amar con
la misma gratuidad de Dios que rompe la lógica del egoísmo humano.
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EL TIEMPO ESTÁ MARCADO POR EL AMOR DE DIOS
20101231. Homilía. Vísperas y Te Deum de fin de año
Al finalizar el año, nos encontramos esta tarde en la basílica vaticana
para celebrar las primeras vísperas de la solemnidad de María Santísima
Madre de Dios y elevar un himno de acción de gracias al Señor por las
innumerables gracias que nos ha dado, pero además y sobre todo por la
Gracia en persona, es decir, por el Don viviente y personal del Padre, que
es su Hijo predilecto, nuestro Señor Jesucristo. Precisamente esta gratitud
por los dones recibidos de Dios en el tiempo que se nos ha concedido vivir
nos ayuda a descubrir un gran valor inscrito en el tiempo: marcado en sus
ritmos anuales, mensuales, semanales y diarios, está habitado por el amor
de Dios, por sus dones de gracia; es tiempo de salvación. Sí, el Dios
eterno entró y permanece en el tiempo del hombre. Entró en él y
permanece en él con la persona de Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, el
Salvador del mundo. Es lo que nos ha recordado el apóstol san Pablo en la
lectura breve que acabamos de proclamar: «Cuando llegó la plenitud de
los tiempos, Dios envió a su Hijo... para que recibiéramos la filiación
adoptiva» (Ga 4, 4-5).
Por tanto, el Eterno entra en el tiempo y lo renueva de raíz, liberando
al hombre del pecado y haciéndolo hijo de Dios. Ya «al principio», o sea,
con la creación del mundo y del hombre en el mundo, la eternidad de Dios
hizo surgir el tiempo, en el que transcurre la historia humana, de
generación en generación. Ahora, con la venida de Cristo y con su
redención, estamos «en la plenitud» del tiempo. Como pone de relieve san
Pablo, con Jesús el tiempo llega a su plenitud, a su cumplimiento,
adquiriendo el significado de salvación y de gracia por el que fue querido
por Dios antes de la creación del mundo. La Navidad nos remite a esta
«plenitud» del tiempo, es decir, a la salvación renovadora traída por Jesús
a todos los hombres. Nos la recuerda y, misteriosa pero realmente, nos la
da siempre de nuevo. Nuestro tiempo humano está lleno de males, de
sufrimientos, de dramas de todo tipo —desde los provocados por la
maldad de los hombres hasta los derivados de las catástrofes naturales—,
pero encierra ya, y de forma definitiva e imborrable, la novedad gozosa y
liberadora de Cristo salvador. Precisamente en el Niño de Belén podemos
contemplar de modo particularmente luminoso y elocuente el encuentro de
la eternidad con el tiempo, como suele expresar la liturgia de la Iglesia. La
Navidad nos hace volver a encontrar a Dios en la carne humilde y débil de
un niño. ¿No hay aquí una invitación a reencontrar la presencia de Dios y
de su amor que da la salvación también en las horas breves y fatigosas de
nuestra vida cotidiana? ¿No es una invitación a descubrir que nuestro
tiempo humano —también en los momentos difíciles y duros— está
enriquecido incesantemente por las gracias del Señor, es más, por la
Gracia que es el Señor mismo?
Al final de este año 2010, antes de entregar sus días y horas a Dios y a
su juicio justo y misericordioso, siento muy viva en el corazón la
necesidad de elevar nuestro «gracias» a él y a su amor por nosotros.
382
Queridos hermanos y hermanas, nuestra Iglesia de Roma está
comprometida en ayudar a todos los bautizados a vivir fielmente la
vocación que han recibido y a dar testimonio de la belleza de la fe. Para
poder ser auténticos discípulos de Cristo, una ayuda esencial nos viene de
la meditación diaria de la Palabra de Dios que, como escribí en la reciente
exhortación apostólica Verbum Domini,«está en la base de toda auténtica
espiritualidad cristiana» (n. 86). Por esto deseo animar a todos a cultivar
una intensa relación con ella, en particular a través de la lectio divina, para
tener la luz necesaria para discernir los signos de Dios en el tiempo
presente y a proclamar eficazmente el Evangelio. De hecho, también en
Roma hay cada vez más necesidad de un renovado anuncio del Evangelio,
para que el corazón de los habitantes de nuestra ciudad se abra al
encuentro con ese Niño, que nació por nosotros, con Cristo, Redentor del
hombre. Dado que, como recuerda el apóstol san Pablo, «la fe nace de la
predicación y la predicación se realiza en virtud de la Palabra de Cristo»
(Rm 10, 17), una ayuda útil en esta acción evangelizadora puede venir —
como ya se experimentó durante la Misión ciudadana de preparación para
el gran jubileo del año 2000— de los «Centros de escucha del Evangelio»,
que animo a hacer renacer o a revitalizar no sólo en las vecindades, sino
también en los hospitales, en los lugares de trabajo y en aquellos donde se
forman las nuevas generaciones y se elabora la cultura. El Verbo de Dios,
de hecho, se hizo carne por todos y su verdad es accesible a todo hombre y
a toda cultura. Me ha complacido constatar el ulterior empeño del
Vicariato en la organización de los «Diálogos en la catedral», que tendrán
lugar en la basílica de San Juan de Letrán: estas significativas citas
expresan el deseo de la Iglesia de salir al encuentro de todos aquellos que
buscan respuestas a los grandes interrogantes de la existencia humana.
El lugar privilegiado de la escucha de la Palabra de Dios es la
celebración de la Eucaristía. La Asamblea diocesana del pasado mes de
junio, en la que participé, quiso poner de manifiesto la centralidad de la
santa misa dominical en la vida de toda comunidad cristiana y ofreció
indicaciones para que la belleza de los divinos misterios pueda
resplandecer más en el acto celebrativo y en los frutos espirituales que
derivan de ellos. Animo a los párrocos y a los sacerdotes a cumplir lo
indicado en el programa pastoral: la formación de un grupo litúrgico que
anime la celebración, y una catequesis que ayude a todos a conocer más el
misterio eucarístico, del que brota el testimonio de la caridad. Alimentados
por Cristo, también nosotros somos atraídos en el mismo acto de ofrenda
total, que impulsó al Señor a dar su propia vida, revelando de ese modo el
inmenso amor del Padre. El testimonio de la caridad posee, por tanto, una
esencial dimensión teologal y está profundamente unido al anuncio de la
Palabra.
Queridos hermanos y hermanas, se nos invita a mirar al futuro, y a
mirarlo con la esperanza que es la palabra final del Te Deum: «In te,
Domine, speravi: non confundar in aeternum!», «Señor, tú eres nuestra
esperanza, no quedaremos defraudados eternamente». Quien nos entrega a
Cristo, nuestra esperanza, es siempre ella, la Madre de Dios: María
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santísima. Como hizo con los pastores y a los magos, sus brazos y aún
más su corazón siguen ofreciendo al mundo a Jesús, su Hijo y nuestro
Salvador. En él está toda nuestra esperanza, porque de él han venido para
todo hombre la salvación y la paz. Amén.
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Índice
Rostro de Dios y rostros de los hombres.....................................................1
Esperanza: La historia tiene un sentido.......................................................4
Epifanía: Falta humildad para ver la gran Luz............................................5
Epifanía: Lecciones de los magos...............................................................7
Bautismo: Recibir la luz de Cristo a través de la fe.....................................8
Bautismo: Llegar a ser hijos de Dios y hermanos.....................................11
La fe no es obstáculo a la libertad e investigación....................................12
Recuerdos del seminario y ordenación sacerdotal.....................................14
El Decálogo, antorcha de la ética..............................................................15
Ecumenismo: Vosotros sois testigos de todo esto......................................19
La Iglesia, cuerpo de Cristo.......................................................................21
El sacerdote y la pastoral en el mundo digital...........................................21
El testimonio nace del encuentro con Cristo.............................................24
Promover un auténtico humanismo cristiano............................................27
La justicia no se opone a la caridad pastoral.............................................28
El himno a la caridad.................................................................................31
El ejemplo sacerdotal del cardenal Newman.............................................32
Dios presenta su Hijo a los hombres.........................................................33
La vocación específica del laicado............................................................36
No confiar en las propias fuerzas, sino en el Señor...................................36
La preparación para el matrimonio............................................................37
El vínculo entre los enfermos y los sacerdotes..........................................39
Seminario: Permaneced en mi amor..........................................................42
La ley moral natural, fundamento de la bioética.......................................48
Las bienaventuranzas en san Lucas...........................................................50
Cuaresma: Cristo, justicia de Dios............................................................51
Miércoles de ceniza: Conversión . Al polvo volverás...............................53
El signo y las lecturas del Miércoles de ceniza.........................................56
El testimonio suscita vocaciones...............................................................58
El sacerdocio en la carta a los Hebreos.....................................................61
Tentaciones: ¿Qué significa entrar en la cuaresma?..................................69
¿Qué he de hacer para heredar la vida eterna?..........................................70
Visión cristiana del hombre: un corazón que escucha...............................75
La Transfiguración nos alienta a seguir a Jesús.........................................76
Invitación a la conversión..........................................................................77
Jesús invita a la conversión.......................................................................78
La dimensión penitencial: raíz de la fecundidad.......................................79
Fidelidad de Cristo, fidelidad del sacerdote..............................................81
La parábola del hijo pródigo......................................................................83
Jn 12: ¿Debemos odiarnos a nosotros mismos?........................................84
Causas y remedios de la crisis eclesial......................................................87
Jóvenes: Aprender a amar es la clave........................................................92
Jesús y la mujer sorprendida en adulterio..................................................93
Vida eterna, amor, mandamientos y renuncias..........................................94
El tema del domingo de ramos: el seguimiento.........................................98
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Juan Pablo II: una entrega sin reservas....................................................102
El Triduo Pascual.....................................................................................105
El simbolismo del aceite consagrado.......................................................106
El misterio del jueves santo: el nuevo sacerdocio...................................110
Viernes Santo: día de la esperanza más grande.......................................114
Vigilia pascual: La medicina contra la muerte........................................115
La pascua es la salvación de la humanidad.............................................118
Jesús es el ángel de Dios Padre................................................................119
La octava de pascua.................................................................................120
El evangelio de la misericordia divina....................................................122
Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres..................................123
Los naufragrios forman parte del proyecto de Dios................................126
Sin Él no podemos hacer nada.................................................................127
No tengáis miedo de ser amigos íntimos de Cristo.................................129
El fundamento sólido para creer y esperar..............................................131
Testigos digitales.....................................................................................133
Las lecciones del colapso financiero en el mundo..................................135
Domingo del Buen Pastor........................................................................136
¿Cuál es la novedad del mandamiento nuevo?........................................137
Aprender de María a mirar a Jesús..........................................................140
La riqueza más grande de la vida: amar..................................................140
Sábana Santa: El misterio del Sábado Santo...........................................142
Cottolengo: Los pobres son Jesús............................................................145
En tus manos encomiendo mi espíritu.....................................................145
La fe es abandonarse a Alguien...............................................................146
El mes de mayo y María..........................................................................147
La respuesta que la Iglesia debe dar........................................................148
No dar por descontada la fe.....................................................................151
La principal preocupación debe ser la fidelidad......................................153
Oración de consagración de los sacerdotes a María................................156
Dios busca a los justos para salvar la ciudad...........................................158
El sufrimiento sirve para la salvación......................................................160
De la santidad nace la auténtica renovación............................................161
Testigos hoy de la resurrección de Cristo................................................163
Misiones: La comunión es la clave de la misión.....................................165
Ascensión: El Señor abre el camino al cielo...........................................167
El verdadero enemigo es el pecado.........................................................168
Pentecostés: Dejarse transformar por el Fuego.......................................168
Pentecostés: La Iglesia vive del Espíritu Santo.......................................171
Matteo Ricci............................................................................................172
Santísima Trinidad...................................................................................174
Visitación de María..................................................................................175
Corpus Christi: Relación Eucaristía y sacerdocio...................................176
Imitar la paciencia de Dios......................................................................179
Tres vías para promover la verdad en la política.....................................180
El mundo necesita la cruz........................................................................181
El Corpus Christi forma la comunión en la Iglesia.................................183
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Ángelus: La esperanza de María.............................................................185
Eucaristía dominical y testimonio de la caridad.....................................186
Sacerdocio: La valentía de decir sí a otra voluntad.................................190
¿Qué significa tomar la cruz?..................................................................193
Las obras sin la caridad no valen nada....................................................194
El Señor reservó para sí vuestro corazón.................................................195
Renunciar a todo para ser libres y amar..................................................196
San Pablo: La vocación misionera de la Iglesia......................................197
La libertad histórica y espiritual de la Iglesia..........................................199
Cimientos de la Iglesia una, santa, católica.............................................202
San José Cafasso......................................................................................203
San Celestino V: La santidad nunca pasa de moda..................................206
Un estilo de vida sobrio para ser más libres............................................208
Jóvenes: Escuchar a Dios.......................................................................209
El buen samaritano: un corazón que ve...................................................212
Marta y María: Lo único necesario es Dios.............................................213
Padre Nuestro: Quien ora jamás está solo...............................................214
Adquirir un corazón sabio, como el de los santos...................................215
San Tarcisio.............................................................................................216
Usar las cosas sin egoísmo, a partir de Dios............................................218
El martirio................................................................................................218
Asunción de María: ¿Qué es el cielo?.....................................................219
San Pío X: La base de nuestra acción apostólica.....................................222
María Reina.............................................................................................224
San Agustín. No tener miedo a la Verdad................................................225
Cristo, modelo de humildad y gratuidad.................................................226
El legado de León XIII............................................................................227
Jóvenes: Arraigados y edificados en Cristo.............................................231
El corazón del mensaje a los jóvenes JMJ 2011......................................237
A pesar de ser pecadores, Dios nos ama..................................................238
La Iglesia no debe buscar ser atractiva....................................................239
Jesús: buscadlo, conocedlo y amadlo......................................................243
La educación católica..............................................................................245
Jóvenes: Lo que Dios desea más es que seáis santos..............................246
El mundo de la razón y el de la fe se necesitan.......................................248
El misterio de la preciosa Sangre............................................................251
Jóvenes: Hemos sido creados para amar.................................................254
Las cosas pequeñas manifiestan nuestro amor........................................255
Ancianos: Cada uno es querido, amado, necesario.................................255
Algunas lecciones de la vida de J. H. Newman.......................................256
Newman: La vida es llamada a la santidad..............................................259
Newman: Amor a María..........................................................................262
Presentar en plenitud el mensaje del Evangelio......................................262
El mensaje espiritual del cardenal Newman............................................264
El hombre rico y el pobre Lázaro............................................................265
Auméntanos la fe.....................................................................................266
La fuente de la identidad del sacerdote...................................................268
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La relación entre padres e hijos es fundamental......................................271
La salvación está en Cristo Jesús.............................................................273
El rosario es oración bíblica....................................................................277
La necesidad de orar siempre, sin cansarse.............................................277
El mundo, mientras exista, necesita sacerdotes.......................................280
¿La Iglesia es un lugar de esperanza?......................................................285
San José: Confiarse a Dios es vaciarse de sí...........................................286
El pastor debe imitar la kénosis de Cristo..............................................288
El gobierno pastoral, arte de las artes......................................................289
Ayudar al hombre a orientarse a Cristo...................................................291
Theotókos, Madre de Dios.......................................................................293
Necesitamos humildad para vivir la comunión.......................................297
La tarea misionera es transfigurar el mundo...........................................299
Jóvenes: Hay algo más: amar como Jesús...............................................300
¿Qué significa ser educadores hoy?.........................................................302
Todos los Santos: Imprimir a Cristo en nosotros.....................................304
Formar al laicado en la doctrina social....................................................305
Significado y temas del viaje a Santiago y Barcelona.............................306
La Iglesia en camino junto con el hombre...............................................310
Peregrinar : salir de sí para ir al encuentro de Dios.................................310
Europa ha de abrirse a Dios.....................................................................311
Gaudí: Dios es la medida del hombre......................................................314
Gaudí: Llevar el Evangelio al pueblo......................................................317
Todo hombre es un verdadero santuario de Dios....................................318
La belleza de Dios lleva a vivir con esperanza........................................319
Europa y la familia..................................................................................319
Sólo el amor es digno de fe y creíble.......................................................321
Equilibrio entre agricultura, industria y servicios...................................323
El camino del discípulo es el del Maestro...............................................324
Cristo Rey: El drama de Jesús al pie de la cruz.......................................326
Cristo Rey................................................................................................329
Ser evangelio vivo...................................................................................330
El Adviento y la dignidad de la vida naciente.........................................331
Adviento: El hombre está vivo mientras espera......................................334
Vivir en la memoria de Dios y de Jesús...................................................335
En nuestro ser está inscrita la memoria de Dios......................................335
La teología puede ser escuela de santidad...............................................337
Adviento: Escuchar la voz de Dios..........................................................339
Inmaculada: Llena de gracia....................................................................340
Inmaculada: El mensaje de Maria es Jesús..............................................340
El primado de Dios en la vida de J. H. Newman.....................................342
Enfermos: Por sus llagas habéis sido curados.........................................344
La libertad religiosa, camino para la paz.................................................346
Eres Tú el que ha de venir?.....................................................................356
El valor de la paciencia y de la constancia..............................................357
¿Contará el Señor conmigo para ser su apóstol?.....................................358
El nacimiento de Jesús desde la perspectiva de José...............................359
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Curia Romana: Excita tu poder y ven a salvarnos...................................360
Navidad: Dios nos llama a ser semejantes a Él.......................................365
Dios sorprende en el modo de cumplir sus promesas..............................368
Navidad: Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz...............................368
Navidad: La encarnación es la cumbre de la creación.............................372
Los niños necesitan el amor del padre y de la madre..............................373
La caridad es la fuerza que cambia el mundo..........................................374
El tiempo está marcado por el amor de Dios...........................................375

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