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2007
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Sangre y agua
“Mirarán al que traspasaron”. ¡Miremos con confianza el costado
traspasado de Jesús, del que salió “sangre y agua” (Jn 19,34)! Los Padres
de la Iglesia consideraron estos elementos como símbolos de los
sacramentos del Bautismo y de la Eucaristía. Con el agua del Bautismo,
gracias a la acción del Espíritu Santo, se nos revela la intimidad del amor
trinitario. En el camino cuaresmal, haciendo memoria de nuestro
Bautismo, se nos exhorta a salir de nosotros mismos para abrirnos, con un
confiado abandono, al abrazo misericordioso del Padre (cf. S. Juan
Crisóstomo, Catequesis, 3,14 ss.). La sangre, símbolo del amor del Buen
Pastor, llega a nosotros especialmente en el misterio eucarístico: “La
Eucaristía nos adentra en el acto oblativo de Jesús… nos implicamos en la
dinámica de su entrega” (Enc. Deus caritas est, 13). Vivamos, pues, la
Cuaresma como un tiempo ‘eucarístico’, en el que, aceptando el amor de
Jesús, aprendamos a difundirlo a nuestro alrededor con cada gesto y
palabra. De ese modo contemplar “al que traspasaron” nos llevará a abrir
el corazón a los demás reconociendo las heridas infligidas a la dignidad
del ser humano; nos llevará, particularmente, a luchar contra toda forma
de desprecio de la vida y de explotación de la persona y a aliviar los
dramas de la soledad y del abandono de muchas personas. Que la
Cuaresma sea para todos los cristianos una experiencia renovada del amor
de Dios que se nos ha dado en Cristo, amor que por nuestra parte cada día
debemos “volver a dar” al prójimo, especialmente al que sufre y al
necesitado. Sólo así podremos participar plenamente de la alegría de la
Pascua. Que María, la Madre del Amor Hermoso, nos guíe en este
itinerario cuaresmal, camino de auténtica conversión al amor de Cristo.
LA PUERTA DE LA CUARESMA
070221. Homilía. Miércoles de ceniza.
Con la procesión penitencial hemos entrado en el austero clima de la
Cuaresma y, al introducirnos en la celebración eucarística, acabamos de
orar para que el Señor ayude al pueblo cristiano a “iniciar un camino de
auténtica conversión para afrontar victoriosamente, con las armas de la
penitencia, el combate contra el espíritu del mal” (oración Colecta).
Dentro de poco, al recibir la ceniza en nuestra cabeza, volveremos a
escuchar una clara invitación a la conversión, que puede expresarse con
dos fórmulas distintas: “Convertíos y creed el Evangelio” o “Acuérdate de
que eres polvo y al polvo volverás”. Precisamente por la riqueza de los
símbolos y de los textos bíblicos y litúrgicos, el miércoles de Ceniza se
considera la “puerta” de la Cuaresma. En efecto, esta liturgia y los gestos
que la caracterizan forman un conjunto que anticipa de modo sintético la
fisonomía misma de todo el período cuaresmal. En su tradición, la Iglesia
no se limita a ofrecernos la temática litúrgica y espiritual del itinerario
cuaresmal; además, nos indica los instrumentos ascéticos y prácticos para
recorrerlo fructuosamente.
“Convertíos a mí de todo corazón, con ayuno, con llanto, con luto”.
Con estas palabras comienza la primera lectura, tomada del libro del
profeta Joel (Jl 2, 12). Los sufrimientos, las calamidades que afligían en
ese período a la tierra de Judá impulsan al autor sagrado a invitar al pueblo
elegido a la conversión, es decir, a volver con confianza filial al Señor,
rasgando el corazón, no las vestiduras. En efecto, Dios —recuerda el
profeta— “es compasivo y misericordioso, lento a la cólera, rico en
piedad, y se arrepiente de las amenazas” (Jl 2, 13).
La invitación que el profeta Joel dirige a sus oyentes vale también para
nosotros, queridos hermanos y hermanas. No dudemos en volver a la
amistad de Dios perdida al pecar; al encontrarnos con el Señor,
experimentamos la alegría de su perdón. Así, respondiendo de alguna
manera a las palabras del profeta, hemos hecho nuestra la invocación del
estribillo del Salmo responsorial: “Misericordia, Señor: hemos pecado”.
Proclamando el salmo 50, el gran salmo penitencial, hemos apelado a la
misericordia divina; hemos pedido al Señor que la fuerza de su amor nos
devuelva la alegría de su salvación.
Con este espíritu, iniciamos el tiempo favorable de la Cuaresma, como
nos recordó san Pablo en la segunda lectura, para reconciliarnos con Dios
en Cristo Jesús. El Apóstol se presenta como embajador de Cristo y
muestra claramente cómo, en virtud de él, se ofrece al pecador, es decir, a
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cada uno de nosotros, la posibilidad de una auténtica reconciliación. “Al
que no había pecado, Dios lo hizo expiación por nuestro pecado, para que
nosotros, unidos a él, recibamos la justificación de Dios” (2 Co 5, 21). Sólo
Cristo puede transformar cualquier situación de pecado en novedad de
gracia.
Precisamente por eso asume un fuerte impacto espiritual la exhortación
que san Pablo dirige a los cristianos de Corinto: “En nombre de Cristo os
pedimos que os reconciliéis con Dios” (2 Co 5, 20) y también: “Mirad,
ahora es tiempo favorable, ahora es el día de la salvación” (2 Co 6, 2).
Mientras que el profeta Joel hablaba del futuro día del Señor como de
un día de juicio terrible, san Pablo, refiriéndose a la palabra del profeta
Isaías, habla de “momento favorable”, de “día de la salvación”. El futuro
día del Señor se ha convertido en el “hoy”. El día terrible se ha
transformado en la cruz y en la resurrección de Cristo, en el día de la
salvación. Y hoy es ese día, como hemos escuchado en la aclamación
antes del Evangelio: “Escuchad hoy la voz del Señor, no endurezcáis
vuestro corazón”. La invitación a la conversión, a la penitencia, resuena
hoy con toda su fuerza, para que su eco nos acompañe en todos los
momentos de nuestra vida.
De este modo, la liturgia del miércoles de Ceniza indica que la
conversión del corazón a Dios es la dimensión fundamental del tiempo
cuaresmal. Esta es la sugestiva enseñanza que nos brinda el tradicional rito
de la imposición de la ceniza, que dentro de poco renovaremos. Este rito
reviste un doble significado: el primero alude al cambio interior, a la
conversión y la penitencia; el segundo, a la precariedad de la condición
humana, como se puede deducir fácilmente de las dos fórmulas que
acompañan el gesto. Aquí, en Roma, la procesión penitencial del
miércoles de Ceniza parte de san Anselmo y se concluye en esta basílica
de Santa Sabina, donde tiene lugar la primera estación cuaresmal.
A este propósito, es interesante recordar que la antigua liturgia romana,
a través de las estaciones cuaresmales, había elaborado una singular
geografía de la fe, partiendo de la idea de que, con la llegada de los
apóstoles san Pedro y san Pablo y con la destrucción del templo, Jerusalén
se había trasladado a Roma. La Roma cristiana se entendía como una
reconstrucción de la Jerusalén del tiempo de Jesús dentro de los muros de
la Urbe. Esta nueva geografía interior y espiritual, ínsita en la tradición de
las iglesias “estacionales” de la Cuaresma, no es un simple recuerdo del
pasado, ni una anticipación vacía del futuro; al contrario, quiere ayudar a
los fieles a recorrer un itinerario interior, el camino de la conversión y la
reconciliación, para llegar a la gloria de la Jerusalén celestial, donde
habita Dios.
Queridos hermanos y hermanas, tenemos cuarenta días para
profundizar en esta extraordinaria experiencia ascética y espiritual. En el
pasaje evangélico que se ha proclamado Jesús indica cuáles son los
instrumentos útiles para realizar la auténtica renovación interior y
comunitaria: las obras de caridad (limosna), la oración y la penitencia (el
ayuno). Son las tres prácticas fundamentales, también propias de la
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tradición judía, porque contribuyen a purificar al hombre ante Dios (cf. Mt
6, 1-6. 16-18).
Esos gestos exteriores, que se deben realizar para agradar a Dios y no para
lograr la aprobación y el consenso de los hombres, son gratos a Dios si
expresan la disposición del corazón para servirle sólo a él, con sencillez y
generosidad. Nos lo recuerda uno de los Prefacios cuaresmales, en el que, a
propósito del ayuno, leemos esta singular afirmación: “ieiunio... mentem
elevas”, “con el ayuno..., elevas nuestro espíritu” (Prefacio IV de
Cuaresma).
Ciertamente, el ayuno al que la Iglesia nos invita en este tiempo fuerte
no brota de motivaciones de orden físico o estético, sino de la necesidad
de purificación interior que tiene el hombre, para desintoxicarse de la
contaminación del pecado y del mal; para formarse en las saludables
renuncias que libran al creyente de la esclavitud de su propio yo; y para
estar más atento y disponible a la escucha de Dios y al servicio de los
hermanos. Por esta razón, la tradición cristiana considera el ayuno y las
demás prácticas cuaresmales como “armas” espirituales para luchar contra
el mal, contra las malas pasiones y los vicios.
Al respecto, me complace volver a escuchar, juntamente con vosotros,
un breve comentario de san Juan Crisóstomo: “Del mismo modo que, al
final del invierno —escribe—, cuando vuelve la primavera, el navegante
arrastra hasta el mar su nave, el soldado limpia sus armas y entrena su
caballo para el combate, el agricultor afila la hoz, el peregrino fortalecido
se dispone al largo viaje y el atleta se despoja de sus vestiduras y se
prepara para la competición; así también nosotros, al inicio de este ayuno,
casi al volver una primavera espiritual, limpiamos las armas como los
soldados; afilamos la hoz como los agricultores; como los marineros
disponemos la nave de nuestro espíritu para afrontar las olas de las
pasiones absurdas; como peregrinos reanudamos el viaje hacia el cielo; y
como atletas nos preparamos para la competición despojándonos de todo”
(Homilías al pueblo de Antioquía, 3).
En el mensaje para la Cuaresma invité a vivir estos cuarenta días de
gracia especial como un tiempo “eucarístico”. Recurriendo a la fuente
inagotable de amor que es la Eucaristía, en la que Cristo renueva el
sacrificio redentor de la cruz, cada cristiano puede perseverar en el
itinerario que hoy solemnemente iniciamos.
Las obras de caridad (limosna), la oración, el ayuno, juntamente con
cualquier otro esfuerzo sincero de conversión, encuentran su más
profundo significado y valor en la Eucaristía, centro y cumbre de la vida
de la Iglesia y de la historia de la salvación.
“Señor, estos sacramentos que hemos recibido —así rezaremos al final
de la santa misa— nos sostengan en el camino cuaresmal, hagan nuestros
ayunos agradables a tus ojos y obren como remedio saludable de todos
nuestros males”.
Pidamos a María que nos acompañe para que, al concluir la Cuaresma,
podamos contemplar al Señor resucitado, interiormente renovados y
reconciliados con Dios y con los hermanos. Amén.
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NECESIDAD DE LA CONVERSIÓN
070311. Angelus.
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La página del evangelio de san Lucas, que se proclama en este tercer
domingo de Cuaresma, refiere el comentario de Jesús sobre dos hechos de
crónica. El primero: la revuelta de algunos galileos, que Pilato reprimió de
modo sangriento; el segundo, el desplome de una torre en Jerusalén, que
causó dieciocho víctimas. Dos acontecimientos trágicos muy
diversos: uno, causado por el hombre; el otro, accidental. Según la
mentalidad del tiempo, la gente tendía a pensar que la desgracia se había
abatido sobre las víctimas a causa de alguna culpa grave que habían
cometido. Jesús, en cambio, dice: “¿Pensáis que esos galileos eran más
pecadores que todos los demás galileos?... O aquellos dieciocho, ¿pensáis
que eran más culpables que los demás hombres que habitaban en
Jerusalén?” (Lc 13, 2. 4). En ambos casos, concluye: “No, os lo aseguro;
y si no os convertís, todos pereceréis del mismo modo” (Lc 13, 3. 5).
Por tanto, el mensaje que Jesús quiere transmitir a sus oyentes es la
necesidad de la conversión. No la propone en términos moralistas, sino
realistas, como la única respuesta adecuada a acontecimientos que ponen
en crisis las certezas humanas. Ante ciertas desgracias —advierte— no se
ha de atribuir la culpa a las víctimas. La verdadera sabiduría es, más bien,
dejarse interpelar por la precariedad de la existencia y asumir una actitud
de responsabilidad: hacer penitencia y mejorar nuestra vida. Esta es
sabiduría, esta es la respuesta más eficaz al mal, en cualquier nivel,
interpersonal, social e internacional. Cristo invita a responder al mal, ante
todo, con un serio examen de conciencia y con el compromiso de purificar
la propia vida. De lo contrario —dice— pereceremos, pereceremos todos
del mismo modo.
En efecto, las personas y las sociedades que viven sin cuestionarse
jamás tienen como único destino final la ruina. En cambio, la conversión,
aunque no libra de los problemas y de las desgracias, permite afrontarlos
de “modo” diverso. Ante todo, ayuda a prevenir el mal, desactivando
algunas de sus amenazas. Y, en todo caso, permite vencer el mal con el
bien, si no siempre en el plano de los hechos —que a veces son
independientes de nuestra voluntad—, ciertamente en el espiritual. En
síntesis: la conversión vence el mal en su raíz, que es el pecado, aunque
no siempre puede evitar sus consecuencias.
Pidamos a María santísima, que nos acompaña y nos sostiene en el
itinerario cuaresmal, que ayude a todos los cristianos a redescubrir la
grandeza, yo diría, la belleza de la conversión. Que nos ayude a
comprender que hacer penitencia y corregir la propia conducta no es
simple moralismo, sino el camino más eficaz para mejorarse a sí mismo y
mejorar la sociedad. Lo expresa muy bien una feliz sentencia: Es mejor
encender una cerilla que maldecir la oscuridad.
EL HIJO PRÓDIGO
070318. Homilía. Centro penitenciario de Casal del Marmo.
He venido de buen grado a visitaros, y el momento más importante de
nuestro encuentro es la santa misa, en la que se renueva el don del amor de
Dios: amor que nos consuela y da paz, especialmente en los momentos
difíciles de la vida. En este clima de oración quisiera dirigiros mi saludo a
cada uno de vosotros.
En la celebración eucarística es Cristo mismo quien se hace presente
en medio de nosotros; más aún, viene a iluminarnos con su enseñanza, en
la liturgia de la Palabra, y a alimentarnos con su Cuerpo y su Sangre, en la
liturgia eucarística y en la Comunión. De este modo viene a enseñarnos a
amar, viene a capacitarnos para amar y, así, para vivir. Pero, tal vez digáis,
¡cuán difícil es amar en serio, vivir bien! ¿Cuál es el secreto del amor, el
secreto de la vida? Volvamos al evangelio. En este evangelio aparecen tres
personas: el padre y sus dos hijos. Pero detrás de las personas hay dos
proyectos de vida bastante diversos. Ambos hijos viven en paz, son
agricultores muy ricos; por tanto, tienen con qué vivir, venden bien sus
productos, su vida parece buena.
Y, sin embargo, el hijo más joven siente poco a poco que esta vida es
aburrida, que no le satisface. Piensa que no puede vivir así toda la
vida: levantarse cada día, no sé, quizá a las 6; después, según las
tradiciones de Israel, una oración, una lectura de la sagrada Biblia; luego,
el trabajo y, al final, otra vez una oración. Así, día tras día; él piensa: no, la
vida es algo más, debo encontrar otra vida, en la que sea realmente libre,
en la que pueda hacer todo lo que me agrada; una vida libre de esta
disciplina y de estas normas de los mandamientos de Dios, de las órdenes
de mi padre; quisiera estar solo y que mi vida sea totalmente mía, con
todos sus placeres. En cambio, ahora es solamente trabajo.
Así, decide tomar todo su patrimonio y marcharse. Su padre es muy
respetuoso y generoso; respeta la libertad de su hijo: es él quien debe
encontrar su proyecto de vida. Y el joven, como dice el evangelio, se va a
un país muy lejano. Probablemente lejano desde un punto de vista
geográfico, porque quiere un cambio, pero también desde un punto de
vista interior, porque quiere una vida totalmente diversa. Ahora su idea es:
libertad, hacer lo que me agrade, no reconocer estas normas de un Dios
que es lejano, no estar en la cárcel de esta disciplina de la casa, hacer lo
que me guste, lo que me agrade, vivir la vida con toda su belleza y su
plenitud.
Y en un primer momento —quizá durante algunos meses— todo va
bien: cree que es hermoso haber alcanzado finalmente la vida, se siente
feliz. Pero después, poco a poco, siente también aquí el aburrimiento,
también aquí es siempre lo mismo. Y al final queda un vacío cada vez más
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inquietante; percibe cada vez con mayor intensidad que esa vida no es aún
la vida; más aún, se da cuenta de que, continuando de esa forma, la vida se
aleja cada vez más. Todo resulta vacío: también ahora aparece de nuevo la
esclavitud de hacer las mismas cosas. Y al final también el dinero se
acaba, y el joven se da cuenta de que su nivel de vida está por debajo del
de los cerdos.
Entonces comienza a recapacitar y se pregunta si ese era realmente el
camino de la vida: una libertad interpretada como hacer lo que me agrada,
vivir sólo para mí; o si, en cambio, no sería quizá mejor vivir para los
demás, contribuir a la construcción del mundo, al crecimiento de la
comunidad humana... Así comienza el nuevo camino, un camino interior.
El muchacho reflexiona y considera todos estos aspectos nuevos del
problema y comienza a ver que era mucho más libre en su casa, siendo
propietario también él, contribuyendo a la construcción de la casa y de la
sociedad en comunión con el Creador, conociendo la finalidad de su vida,
descubriendo el proyecto que Dios tenía para él.
En este camino interior, en esta maduración de un nuevo proyecto de
vida, viviendo también el camino exterior, el hijo más joven se dispone a
volver para recomenzar su vida, porque ya ha comprendido que había
emprendido el camino equivocado. Se dice a sí mismo: debo volver a
empezar con otro concepto, debo recomenzar.
Y llega a la casa del padre, que le dejó su libertad para darle la
posibilidad de comprender interiormente lo que significa vivir, y lo que
significa no vivir. El padre, con todo su amor, lo abraza, le ofrece una
fiesta, y la vida puede comenzar de nuevo partiendo de esta fiesta. El hijo
comprende que precisamente el trabajo, la humildad, la disciplina de cada
día crea la verdadera fiesta y la verdadera libertad. Así, vuelve a casa
interiormente madurado y purificado: ha comprendido lo que significa
vivir.
Ciertamente, en el futuro su vida tampoco será fácil, las tentaciones
volverán, pero él ya es plenamente consciente de que una vida sin Dios no
funciona: falta lo esencial, falta la luz, falta el porqué, falta el gran sentido
de ser hombre. Ha comprendido que sólo podemos conocer a Dios por su
Palabra. Los cristianos podemos añadir que sabemos quién es Dios gracias
a Jesús, en el que se nos ha mostrado realmente el rostro de Dios.
El joven comprende que los mandamientos de Dios no son obstáculos
para la libertad y para una vida bella, sino que son las señales que indican
el camino que hay que recorrer para encontrar la vida. Comprende que
también el trabajo, la disciplina, vivir no para sí mismo sino para los
demás, alarga la vida. Y precisamente este esfuerzo de comprometerse en
el trabajo da profundidad a la vida, porque al final se experimenta la
satisfacción de haber contribuido a hacer crecer este mundo, que llega a
ser más libre y más bello.
No quisiera hablar ahora del otro hijo, que permaneció en casa, pero
por su reacción de envidia vemos que interiormente también él soñaba que
quizá sería mucho mejor disfrutar de todas las libertades. También él en su
interior debe “volver a casa” y comprender de nuevo qué significa la vida;
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comprende que sólo se vive verdaderamente con Dios, con su palabra, en
la comunión de su familia, del trabajo; en la comunión de la gran familia
de Dios. No quisiera entrar ahora en estos detalles: dejemos que cada uno
se aplique a su modo este evangelio. Nuestras situaciones son diversas, y
cada uno tiene su mundo. Esto no quita que todos seamos interpelados y
que todos podamos entrar, a través de nuestro camino interior, en la
profundidad del Evangelio.
Añado sólo algunas breves observaciones. El evangelio nos ayuda a
comprender quién es verdaderamente Dios: es el Padre misericordioso que
en Jesús nos ama sin medida. Los errores que cometemos, aunque sean
grandes, no menoscaban la fidelidad de su amor. En el sacramento de la
Confesión podemos recomenzar siempre de nuevo con la vida: él nos
acoge, nos devuelve la dignidad de hijos suyos. Por tanto, redescubramos
este sacramento del perdón, que hace brotar la alegría en un corazón que
renace a la vida verdadera.
Además, esta parábola nos ayuda a comprender quién es el hombre: no
es una “mónada”, una entidad aislada que vive sólo para sí misma y debe
tener la vida sólo para sí misma. Al contrario, vivimos con los demás,
hemos sido creados juntamente con los demás, y sólo estando con los
demás, entregándonos a los demás, encontramos la vida. El hombre es una
criatura en la que Dios ha impreso su imagen, una criatura que es atraída
al horizonte de su gracia, pero también es una criatura frágil, expuesta al
mal; pero también es capaz de hacer el bien.
Y, por último, el hombre es una persona libre. Debemos comprender lo
que es la libertad y lo que es sólo apariencia de libertad. Podríamos decir
que la libertad es un trampolín para lanzarse al mar infinito de la bondad
divina, pero puede transformarse también en un plano inclinado por el
cual deslizarse hacia el abismo del pecado y del mal, perdiendo así
también la libertad y nuestra dignidad.
Queridos amigos, estamos en el tiempo de la Cuaresma, de los
cuarenta días antes de la Pascua. En este tiempo de Cuaresma la Iglesia
nos ayuda a recorrer este camino interior y nos invita a la conversión que,
antes que ser un esfuerzo siempre importante para cambiar nuestra
conducta, es una oportunidad para decidir levantarnos y recomenzar, es
decir, abandonar el pecado y elegir volver a Dios.
Recorramos juntos este camino de liberación interior; este es el
imperativo de la Cuaresma. Cada vez que, como hoy, participamos en la
Eucaristía, fuente y escuela del amor, nos hacemos capaces de vivir este
amor, de anunciarlo y testimoniarlo con nuestra vida. Pero es necesario
que decidamos ir a Jesús, como hizo el hijo pródigo, volviendo interior y
exteriormente al padre. Al mismo tiempo, debemos abandonar la actitud
egoísta del hijo mayor, seguro de sí, que condena fácilmente a los demás,
cierra el corazón a la comprensión, a la acogida y al perdón de los
hermanos, y olvida que también él necesita el perdón.
Que nos obtengan este don la Virgen María y san José, mi patrono,
cuya fiesta celebraremos mañana, y a quien ahora invoco de modo
particular por cada uno de vosotros y por vuestros seres queridos.
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LA MUJER ADÚLTERA
070325. Homilía. Parroquia Santas Felicidad y Perpetua
He venido de buen grado a visitaros en este V domingo de Cuaresma,
llamado también domingo de Pasión.
Aquí, como en otras partes, ciertamente no faltan situaciones
problemáticas, tanto en el campo material como en el moral, situaciones
que requieren de vosotros, queridos amigos, un compromiso constante de
testimoniar que el amor de Dios, que se manifestó plenamente en Cristo
crucificado y resucitado, abraza de modo concreto a todos, sin distinción
de raza y cultura. Esta es, en el fondo, la misión de toda comunidad
parroquial, llamada a anunciar el Evangelio y a ser lugar de acogida y de
escucha, de formación y de comunión fraterna, de diálogo y de perdón.
¿Cómo puede mantenerse fiel a este mandato una comunidad
cristiana? ¿Cómo puede llegar a ser cada vez más una familia de hermanos
animados por el Amor? La palabra de Dios que acabamos de escuchar, y
que resuena con singular elocuencia en nuestro corazón durante este
tiempo cuaresmal, nos recuerda que nuestra peregrinación terrena está
llena de dificultades y pruebas, como el camino del pueblo elegido a lo
largo del desierto antes de llegar a la tierra prometida. Pero, como asegura
Isaías en la primera lectura, la intervención divina puede facilitarlo,
transformando el páramo en un país confortable y rico en aguas (cf. Is 43,
19-20).
El salmo responsorial se hace eco del profeta: a la vez que recuerda la
alegría del regreso del exilio babilónico, invoca al Señor para que
intervenga en favor de los “cautivos”, que al ir van llorando, pero vuelven
llenos de júbilo, porque Dios está presente y, como en el pasado, hará
también en el futuro “grandes hazañas en favor nuestro”.
Esta misma confianza, esta esperanza en que después de tiempos
difíciles el Señor manifieste siempre su presencia y su amor, debe animar
a toda comunidad cristiana a la que su Señor ha dotado de abundantes
provisiones espirituales para atravesar el desierto de este mundo y
transformarlo en un vergel florido. Estas provisiones son la escucha dócil
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de su Palabra, los sacramentos y todos los demás recursos espirituales de
la liturgia y de la oración personal. En definitiva, la verdadera provisión es
su amor. El amor que impulsó a Jesús a inmolarse por nosotros nos
transforma y nos capacita para seguirlo fielmente.
En la línea de lo que la liturgia nos propuso el domingo pasado, la
página evangélica de hoy nos ayuda a comprender que sólo el amor de
Dios puede cambiar desde dentro la existencia del hombre y, en
consecuencia, de toda sociedad, porque sólo su amor infinito lo libra del
pecado, que es la raíz de todo mal. Si es verdad que Dios es justicia, no
hay que olvidar que es, sobre todo, amor: si odia el pecado, es porque ama
infinitamente a toda persona humana. Nos ama a cada uno de nosotros, y
su fidelidad es tan profunda que no se desanima ni siquiera ante nuestro
rechazo. Hoy, en particular, Jesús nos invita a la conversión interior: nos
explica por qué perdona, y nos enseña a hacer que el perdón recibido y
dado a los hermanos sea el “pan nuestro de cada día”.
El pasaje evangélico narra el episodio de la mujer adúltera en dos
escenas sugestivas: en la primera, asistimos a una disputa entre Jesús, los
escribas y fariseos acerca de una mujer sorprendida en flagrante adulterio
y, según la prescripción contenida en el libro del Levítico (cf. Lv 20, 10),
condenada a la lapidación. En la segunda escena se desarrolla un breve y
conmovedor diálogo entre Jesús y la pecadora. Los despiadados
acusadores de la mujer, citando la ley de Moisés, provocan a Jesús —lo
llaman “maestro” (Didáskale)—, preguntándole si está bien lapidarla.
Conocen su misericordia y su amor a los pecadores, y sienten curiosidad
por ver cómo resolverá este caso que, según la ley mosaica, no dejaba
lugar a dudas.
Pero Jesús se pone inmediatamente de parte de la mujer; en primer
lugar, escribiendo en la tierra palabras misteriosas, que el evangelista no
revela, pero queda impresionado por ellas; y después, pronunciando la
frase que se ha hecho famosa: “Aquel de vosotros que esté sin pecado (usa
el término anamártetos, que en el Nuevo Testamento solamente aparece
aquí), que le arroje la primera piedra” (Jn 8, 7) y comience la lapidación.
San Agustín, comentando el evangelio de san Juan, observa que “el Señor,
en su respuesta, respeta la Ley y no renuncia a su mansedumbre”. Y añade
que con sus palabras obliga a los acusadores a entrar en su interior y,
mirándose a sí mismos, a descubrir que también ellos son pecadores. Por
lo cual, “golpeados por estas palabras como por una flecha gruesa como
una viga, se fueron uno tras otro” (In Io. Ev. tract. 33, 5).
Así pues, uno tras otro, los acusadores que habían querido provocar a
Jesús se van, “comenzando por los más viejos”. Cuando todos se
marcharon, el divino Maestro se quedó solo con la mujer. El comentario
de san Agustín es conciso y eficaz: “relicti sunt duo: misera et
misericordia”, “quedaron sólo ellos dos: la miserable y la misericordia”
(ib.).
Queridos hermanos y hermanas, detengámonos a contemplar esta
escena, donde se encuentran frente a frente la miseria del hombre y la
misericordia divina, una mujer acusada de un gran pecado y Aquel que,
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aun sin tener pecado, cargó con nuestros pecados, con los pecados del
mundo entero. Él, que se había puesto a escribir en la tierra, alza ahora los
ojos y encuentra los de la mujer. No pide explicaciones. No es irónico
cuando le pregunta: “Mujer, ¿dónde están? ¿Nadie te ha condenado?” (Jn
8, 10). Y su respuesta es conmovedora: “Tampoco yo te condeno. Vete, y
en adelante no peques más” (Jn 8, 11). San Agustín, en su comentario,
observa: “El Señor condena el pecado, no al pecador. En efecto, si hubiera
tolerado el pecado, habría dicho: “Tampoco yo te condeno; vete y vive
como quieras... Por grandes que sean tus pecados, yo te libraré de todo
castigo y de todo sufrimiento”. Pero no dijo eso” (In Io. Ev. tract. 33, 6).
Dice: “Vete y no peques más”.
Queridos amigos, la palabra de Dios que hemos escuchado nos ofrece
indicaciones concretas para nuestra vida. Jesús no entabla con sus
interlocutores una discusión teórica sobre el pasaje de la ley de Moisés: no
le interesa ganar una disputa académica a propósito de una interpretación
de la ley mosaica; su objetivo es salvar un alma y revelar que la salvación
sólo se encuentra en el amor de Dios. Para esto vino a la tierra, por esto
morirá en la cruz y el Padre lo resucitará al tercer día. Jesús vino para
decirnos que quiere que todos vayamos al paraíso, y que el infierno, del
que se habla poco en nuestro tiempo, existe y es eterno para los que
cierran el corazón a su amor.
Por tanto, también en este episodio comprendemos que nuestro
verdadero enemigo es el apego al pecado, que puede llevarnos al fracaso
de nuestra existencia. Jesús despide a la mujer adúltera con esta
consigna: “Vete, y en adelante no peques más”. Le concede el perdón,
para que “en adelante” no peque más. En un episodio análogo, el de la
pecadora arrepentida, que encontramos en el evangelio de san Lucas (cf.
Lc 7, 36-50), acoge y dice “vete en paz” a una mujer que se había
arrepentido. Aquí, en cambio, la adúltera recibe simplemente el perdón de
modo incondicional. En ambos casos —el de la pecadora arrepentida y el
de la adúltera— el mensaje es único. En un caso se subraya que no hay
perdón sin arrepentimiento, sin deseo del perdón, sin apertura de corazón
al perdón. Aquí se pone de relieve que sólo el perdón divino y su amor
recibido con corazón abierto y sincero nos dan la fuerza para resistir al
mal y “no pecar más”, para dejarnos conquistar por el amor de Dios, que
se convierte en nuestra fuerza. De este modo, la actitud de Jesús se
transforma en un modelo a seguir por toda comunidad, llamada a hacer del
amor y del perdón el corazón palpitante de su vida.
Queridos hermanos y hermanas, en el camino cuaresmal que estamos
recorriendo y que se acerca rápidamente a su fin, nos debe acompañar la
certeza de que Dios no nos abandona jamás y que su amor es manantial de
alegría y de paz; es la fuerza que nos impulsa poderosamente por el
camino de la santidad y, si es necesario, también hasta el martirio. Eso es
lo que les sucedió a los hijos y después a su valiente madre, santa
Felicidad, patronos de vuestra parroquia.
Que, por su intercesión, el Señor os conceda encontraros cada vez más
profundamente con Cristo y seguirlo con dócil fidelidad, para que, como
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sucedió al apóstol san Pablo, también vosotros podáis proclamar con
sinceridad: “Juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del
conocimiento deCristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas, y
las tengo por basura para ganar a Cristo” (Flp 3, 8).
Que el ejemplo y la intercesión de estos santos sean para vosotros un
estímulo constante a seguir el sendero del Evangelio sin titubeos y sin
componendas. Que os obtenga esta generosa fidelidad la Virgen María, a
quien mañana contemplaremos en el misterio de la Anunciación y a la que
os encomiendo a todos vosotros y a toda la población de este barrio de
Fidene. Amén.
EL MISTERIO DE LA ANUNCIACIÓN
070325. Angelus.
La Anunciación, narrada al inicio del evangelio de san Lucas, es un
acontecimiento humilde, oculto —nadie lo vio, nadie lo conoció, salvo
María—, pero al mismo tiempo decisivo para la historia de la humanidad.
Cuando la Virgen dijo su “sí” al anuncio del ángel, Jesús fue concebido y
con él comenzó la nueva era de la historia, que se sellaría después en la
Pascua como “nueva y eterna alianza”.
En realidad, el “sí” de María es el reflejo perfecto del de Cristo mismo
cuando entró en el mundo, como escribe la carta a los Hebreos
interpretando el Salmo 39: “He aquí que vengo —pues de mí está escrito
en el rollo del libro— a hacer, oh Dios, tu voluntad” (Hb 10, 7). La
obediencia del Hijo se refleja en la obediencia de la Madre, y así, gracias
al encuentro de estos dos “sí”, Dios pudo asumir un rostro de hombre. Por
eso la Anunciación es también una fiesta cristológica, porque celebra un
misterio central de Cristo: su Encarnación.
“He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra”. La
respuesta de María al ángel se prolonga en la Iglesia, llamada a manifestar
a Cristo en la historia, ofreciendo su disponibilidad para que Dios pueda
seguir visitando a la humanidad con su misericordia. De este modo, el “sí”
de Jesús y de María se renueva en el “sí” de los santos, especialmente de
los mártires, que son asesinados a causa del Evangelio.
Los misioneros mártires, como reza el tema de este año, son “esperanza
para el mundo”, porque testimonian que el amor de Cristo es más fuerte que
la violencia y el odio. No buscaron el martirio, pero estuvieron dispuestos a
dar la vida para permanecer fieles al Evangelio. El martirio cristiano
solamente se justifica como acto supremo de amor a Dios y a los hermanos.
En este tiempo cuaresmal contemplamos con mayor frecuencia a la
Virgen, que en el Calvario sella el “sí” pronunciado en Nazaret. Unida a
Jesús, el Testigo del amor del Padre, María vivió el martirio del alma.
Invoquemos con confianza su intercesión, para que la Iglesia, fiel a su
misión, dé al mundo entero testimonio valiente del amor de Dios.
EL TRIDUO SACRO
070404. Audiencia General.
Mientras concluye el camino cuaresmal, que comenzó con el miércoles
de Ceniza, la liturgia del Miércoles santo ya nos introduce en el clima
dramático de los próximos días, impregnados del recuerdo de la pasión y
muerte de Cristo. En efecto, en la liturgia de hoy el evangelista san Mateo
propone a nuestra meditación el breve diálogo que tuvo lugar en el
Cenáculo entre Jesús y Judas. “¿Acaso soy yo, Rabbí?”, pregunta el
traidor del divino Maestro, que había anunciado: “Yo os aseguro que uno
de vosotros me entregará”. La respuesta del Señor es lapidaria: “Sí, tú lo
has dicho” (cf. Mt 26, 14-25). Por su parte, san Juan concluye la narración
del anuncio de la traición de Judas con pocas, pero significativas
palabras: “Era de noche” (Jn 13, 30).
112
Cuando el traidor abandona el Cenáculo, se intensifica la oscuridad en
su corazón —es una noche interior—, el desconcierto se apodera del
espíritu de los demás discípulos —también ellos van hacia la noche—,
mientras las tinieblas del abandono y del odio se condensan alrededor del
Hijo del Hombre, que se dispone a consumar su sacrificio en la cruz.
En los próximos días conmemoraremos el enfrentamiento supremo
entre la Luz y las Tinieblas, entre la Vida y la Muerte. También nosotros
debemos situarnos en este contexto, conscientes de nuestra “noche”, de
nuestras culpas y responsabilidades, si queremos revivir con provecho
espiritual el Misterio pascual, si queremos llegar a la luz del corazón
mediante este Misterio, que constituye el fulcro central de nuestra fe.
El inicio del Triduo pascual es el Jueves santo, mañana. Durante la
misa Crismal, que puede considerarse el preludio del Triduo sacro, el
pastor diocesano y sus colaboradores más cercanos, los presbíteros,
rodeados por el pueblo de Dios, renuevan las promesas formuladas el
día de la ordenación sacerdotal.
Se trata, año tras año, de un momento de intensa comunión eclesial,
que pone de relieve el don del sacerdocio ministerial que Cristo dejó a su
Iglesia en la víspera de su muerte en la cruz. Y para cada sacerdote es un
momento conmovedor en esta víspera de la Pasión, en la que el Señor se
nos entregó a sí mismo, nos dio el sacramento de la Eucaristía, nos dio el
sacerdocio. Es un día que toca el corazón de todos nosotros.
Luego se bendicen los óleos para la celebración de los sacramentos: el
óleo de los catecúmenos, el óleo de los enfermos, y el santo crisma. Por la
tarde, al entrar en el Triduo pascual, la comunidad cristiana revive en la
misa in Cena Domini lo que sucedió durante la última Cena. En el
Cenáculo el Redentor quiso anticipar el sacrificio de su vida en el
Sacramento del pan y del vino convertidos en su Cuerpo y en su
Sangre: anticipa su muerte, entrega libremente su vida, ofrece el don
definitivo de sí mismo a la humanidad.
Con el lavatorio de los pies se repite el gesto con el que él, habiendo
amado a los suyos, los amó hasta el extremo (cf. Jn 13, 1) y dejó a los
discípulos, como su distintivo, este acto de humildad, el amor hasta la
muerte. Después de la misa in Cena Domini, la liturgia invita a los fieles a
permanecer en adoración del santísimo Sacramento, reviviendo la agonía
de Jesús en Getsemaní. Y vemos cómo los discípulos se durmieron,
dejando solo al Señor. También hoy, con frecuencia, nosotros, sus
discípulos, dormimos. En esta noche sagrada de Getsemaní, queremos
permanecer en vela; no queremos dejar solo al Señor en esta hora. Así
podemos comprender mejor el misterio del Jueves santo, que abarca el
triple sumo don del sacerdocio ministerial, de la Eucaristía y del
mandamiento nuevo del amor (“agapé”).
El Viernes santo, que conmemora los acontecimientos que van desde la
condena a muerte hasta la crucifixión de Cristo, es un día de penitencia, de
ayuno, de oración, de participación en la pasión del Señor. La asamblea
cristiana, en la hora establecida, vuelve a recorrer, con la ayuda de la
palabra de Dios y de los gestos litúrgicos, la historia de la infidelidad
113
humana al designio divino, que sin embargo precisamente así se realiza, y
vuelve a escuchar la narración conmovedora de la dolorosa pasión del
Señor.
Luego dirige al Padre celestial una larga “oración de los fieles”, que
abarca todas las necesidades de la Iglesia y del mundo. Seguidamente, la
comunidad adora la cruz y recibe la Comunión eucarística, consumiendo
las especies sagradas conservadas desde la misa in Cena Domini del día
anterior. San Juan Crisóstomo, comentando el Viernes santo, afirma:
“Antes la cruz significaba desprecio, pero hoy es algo venerable; antes era
símbolo de condena, y hoy es esperanza de salvación. Se ha convertido
verdaderamente en manantial de infinitos bienes; nos ha librado del error,
ha disipado nuestras tinieblas, nos ha reconciliado con Dios; de enemigos
de Dios, nos ha hecho sus familiares; de extranjeros, nos ha hecho sus
vecinos: esta cruz es la destrucción de la enemistad, el manantial de la
paz, el cofre de nuestro tesoro” (De cruce et latrone I, 1, 4).
Para vivir de una manera más intensa la pasión del Redentor, la
tradición cristiana ha dado vida a numerosas manifestaciones de
religiosidad popular, entre las que se encuentran las conocidas procesiones
del Viernes santo, con los sugerentes ritos que se repiten todos los años.
Pero hay un ejercicio de piedad, el “vía crucis”, que durante todo el año
nos ofrece la posibilidad de imprimir cada vez más profundamente en
nuestro espíritu el misterio de la cruz, de avanzar con Cristo por este
camino, configurándonos así interiormente con él. Podríamos decir que el
vía crucis, utilizando una expresión de san León Magno, nos enseña a
“contemplar con los ojos del corazón a Jesús crucificado para reconocer
en su carne nuestra propia carne” (Sermón 15 sobre la pasión del Señor).
Precisamente en esto consiste la verdadera sabiduría del cristiano, que
queremos aprender siguiendo el vía crucis del Viernes santo en el Coliseo.
El Sábado santo es el día en el que la liturgia calla, el día del gran
silencio, en el que se invita a los cristianos a mantener un recogimiento
interior, con frecuencia difícil de cultivar en nuestro tiempo, para
prepararse mejor a la Vigilia pascual. En muchas comunidades se
organizan retiros espirituales y encuentros de oración mariana, para unirse
a la Madre del Redentor, que espera con trepidante confianza la
resurrección de su Hijo crucificado.
Por último, en la Vigilia pascual el velo de tristeza que envuelve a la
Iglesia por la muerte y la sepultura del Señor será rasgado por el grito de
victoria: ¡Cristo ha resucitado y ha vencido para siempre a la muerte!
Entonces podremos comprender verdaderamente el misterio de la cruz.
“Dios crea prodigios incluso en lo imposible —escribe un autor antiguo—
para que sepamos que sólo él puede hacer lo que quiere. De su muerte
procede nuestra vida, de sus llagas nuestra curación, de su caída nuestra
resurrección, de su descenso nuestra elevación” (Anónimo
Cuartodecimano).
Animados por una fe más sólida, en el corazón de la Vigilia pascual
acogeremos a los recién bautizados y renovaremos las promesas de
nuestro bautismo. Así experimentaremos que la Iglesia está siempre viva,
114
que siempre rejuvenece, que siempre es bella y santa, porque está fundada
sobre Cristo que, tras haber resucitado, ya no muere nunca más.
Queridos hermanos y hermanas, el misterio pascual, que el Triduo
sacro nos hará revivir, no es sólo recuerdo de una realidad pasada; es una
realidad actual: también hoy Cristo vence con su amor al pecado y a la
muerte. El mal, en todas sus formas, no tiene la última palabra. El triunfo
final es de Cristo, de la verdad y del amor. Como nos recordará san Pablo
en la Vigilia pascual, si con él estamos dispuestos a sufrir y morir, su vida
se convierte en nuestra vida (cf. Rm 6, 9). En esta certeza se basa y se
edifica nuestra existencia cristiana.
Invocando la intercesión de María santísima, que siguió a Jesús por el
camino de la pasión y de la cruz y lo abrazó antes de ser sepultado, os
deseo a todos que participéis con fervor en el Triduo pascual para
experimentar la alegría de la Pascua juntamente con todos vuestros seres
queridos.
NO TENGAMOS MIEDO
070409. Regina Caeli.
Estamos aún llenos del gozo espiritual que las solemnes celebraciones
de la Pascua producen realmente en el corazón de los creyentes. ¡Cristo ha
resucitado! A este misterio tan grande la liturgia no sólo dedica un día —
sería demasiado poco para tanta alegría—, sino cincuenta, es decir, todo el
tiempo pascual, que se concluye con Pentecostés. El domingo de Pascua
es un día absolutamente especial, que se extiende durante toda esta
semana, hasta el próximo domingo, y forma la octava de Pascua.
En el clima de la alegría pascual, la liturgia de hoy nos lleva al
sepulcro, donde María Magdalena y la otra María, según el relato de san
Mateo, impulsadas por el amor a él, habían ido a “visitar” la tumba de
Jesús. El evangelista narra que Jesús les salió al encuentro y les dijo: “No
temáis. Id, avisad a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán” (Mt
28, 10). Verdaderamente experimentaron una alegría inefable al ver de
nuevo a su Señor, y, llenas de entusiasmo, corrieron a comunicarla a los
discípulos.
Hoy el Resucitado nos repite a nosotros, como a aquellas mujeres que
habían permanecido junto a él durante la Pasión, que no tengamos miedo
de convertirnos en mensajeros del anuncio de su resurrección. No tiene
nada que temer quien se encuentra con Jesús resucitado y a él se
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encomienda dócilmente. Este es el mensaje que los cristianos están
llamados a difundir hasta los últimos confines de la tierra.
El cristiano, como sabemos, no comienza a creer al aceptar una
doctrina, sino tras el encuentro con una Persona, con Cristo muerto y
resucitado. Queridos amigos, en nuestra existencia diaria son muchas las
ocasiones que tenemos para comunicar de modo sencillo y convencido
nuestra fe a los demás; así, nuestro encuentro puede despertar en ellos la
fe. Y es muy urgente que los hombres y las mujeres de nuestra época
conozcan y se encuentren con Jesús y, también gracias a nuestro ejemplo,
se dejen conquistar por él.
El Evangelio no dice nada de la Madre del Señor, de María, pero la
tradición cristiana con razón la contempla mientras se alegra más que
nadie al abrazar de nuevo a su Hijo divino, al que estrechó entre sus
brazos cuando lo bajaron de la cruz. Ahora, después de la resurrección, la
Madre del Redentor se alegra con los “amigos” de Jesús, que constituyen
la Iglesia naciente. A la vez que renuevo de corazón a todos mi felicitación
pascual, la invoco a ella, Regina caeli, para que mantenga viva la fe en la
resurrección en cada uno de nosotros y nos convierta en mensajeros de la
esperanza y del amor de Jesucristo.
LA OCTAVA DE PASCUA
070411. Audiencia General.
En la Vigilia pascual resonó este anuncio: “Verdaderamente, ha
resucitado el Señor, aleluya”. Ahora es él mismo quien nos habla: “No
moriré —proclama—; seguiré vivo”. A los pecadores dice: “Recibid el
perdón de los pecados, pues yo soy vuestro perdón”. Por último, a todos
repite: “Yo soy la Pascua de la salvación, yo soy el Cordero inmolado por
vosotros, yo soy vuestro rescate, yo soy vuestra vida, yo soy vuestra
resurrección, yo soy vuestra luz, yo soy vuestra salvación, yo soy vuestro
rey. Yo os mostraré al Padre”. Así se expresa un escritor del siglo II,
Melitón de Sardes, interpretando con realismo las palabras y el
pensamiento del Resucitado (Sobre la Pascua, 102-103).
En estos días la liturgia recuerda varios encuentros que Jesús tuvo
después de su resurrección: con María Magdalena y las demás mujeres
que fueron al sepulcro de madrugada, el día que siguió al sábado; con los
Apóstoles, reunidos incrédulos en el Cenáculo; con Tomás y los demás
discípulos. Estas diferentes apariciones de Jesús constituyen también para
nosotros una invitación a profundizar el mensaje fundamental de la
Pascua; nos estimulan a recorrer el itinerario espiritual de quienes se
encontraron con Cristo y lo reconocieron en esos primeros días después de
los acontecimientos pascuales.
El evangelista Juan narra que Pedro y él mismo, al oír la noticia que
les dio María Magdalena, corrieron, casi como en una competición, hacia
el sepulcro (cf. Jn 20, 3 ss). Los Padres de la Iglesia vieron en esa carrera
hacia el sepulcro vacío una exhortación a la única competición legítima
entre los creyentes: la competición en busca de Cristo.
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Y ¿qué decir de María Magdalena? Llorando, permanece junto a la
tumba vacía con el único deseo de saber a dónde han llevado a su
Maestro. Lo vuelve a encontrar y lo reconoce cuando la llama por su
nombre (cf. Jn 20, 11-18). También nosotros, si buscamos al Señor con
sencillez y sinceridad de corazón, lo encontraremos, más aún, será él
quien saldrá a nuestro encuentro; se dejará reconocer, nos llamará por
nuestro nombre, es decir, nos hará entrar en la intimidad de su amor.
Hoy, miércoles de la octava de Pascua, la liturgia nos invita a meditar
en otro encuentro singular del Resucitado, el que tuvo con los dos
discípulos de Emaús (cf. Lc 24, 13-35). Mientras volvían a casa,
desconsolados por la muerte de su Maestro, el Señor se hizo su compañero
de viaje sin que lo reconocieran. Sus palabras, al comentar las Escrituras
que se referían a él, hicieron arder el corazón de los dos discípulos, los
cuales, al llegar a su destino, le pidieron que se quedara con ellos. Cuando,
al final, él “tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio” (Lc
24, 30), sus ojos se abrieron. Pero en ese mismo instante Jesús desapareció
de su vista. Por tanto, lo reconocieron cuando desapareció.
Comentando este episodio evangélico, san Agustín afirma: “Jesús parte
el pan y ellos lo reconocen. Entonces nosotros no podemos decir que no
conocemos a Cristo. Si creemos, lo conocemos. Más aún, si creemos, lo
tenemos. Ellos tenían a Cristo a su mesa; nosotros lo tenemos en nuestra
alma”. Y concluye: “Tener a Cristo en nuestro corazón es mucho más que
tenerlo en la casa, pues nuestro corazón es más íntimo para nosotros que
nuestra casa” (Discurso 232, VII, 7). Esforcémonos realmente por llevar a
Jesús en el corazón.
En el prólogo de los Hechos de los Apóstoles, san Lucas afirma que el
Señor resucitado, “después de su pasión, se les presentó (a los Apóstoles),
dándoles muchas pruebas de que vivía, apareciéndoseles durante cuarenta
días” (Hch 1, 3). Hay que entender bien: cuando el autor sagrado dice que
les dio pruebas de que vivía no quiere decir que Jesús volvió a la vida de
antes, como Lázaro. La Pascua que celebramos —observa san Bernardo—
significa “paso” y no “regreso”, porque Jesús no volvió a la situación
anterior, sino que “cruzó una frontera hacia una condición más gloriosa”,
nueva y definitiva. Por eso —añade— “ahora Cristo ha pasado
verdaderamente a una vida nueva” (cf. Discurso sobre la Pascua).
A María Magdalena el Señor le dijo: “Suéltame, pues todavía no he
subido al Padre” (Jn 20, 17). Es sorprendente esta frase, sobre todo si se
compara con lo que sucedió al incrédulo Tomás. Allí, en el Cenáculo, fue
el Resucitado quien presentó las manos y el costado al Apóstol para que
los tocara y así obtuviera la certeza de que era precisamente él (cf. Jn 20,
27). En realidad, los dos episodios no se contradicen; al contrario, uno
ayuda a comprender el otro.
María Magdalena quería volver a tener a su Maestro como antes,
considerando la cruz como un dramático recuerdo que era preciso olvidar.
Sin embargo, ya no era posible una relación meramente humana con el
Resucitado. Para encontrarse con él no había que volver atrás, sino
128
entablar una relación totalmente nueva con él: era necesario ir hacia
adelante.
Lo subraya san Bernardo: Jesús “nos invita a todos a esta nueva vida, a
este paso... No veremos a Cristo volviendo la vista atrás” (Discurso sobre
la Pascua). Es lo que aconteció a Tomás. Jesús le muestra sus heridas no
para olvidar la cruz, sino para hacerla inolvidable también en el futuro.
Por tanto, la mirada ya está orientada hacia el futuro. El discípulo tiene la
misión de testimoniar la muerte y la resurrección de su Maestro y su vida
nueva. Por eso, Jesús invita a su amigo incrédulo a “tocarlo”: lo quiere
convertir en testigo directo de su resurrección.
Queridos hermanos y hermanas, también nosotros, como María
Magdalena, Tomás y los demás discípulos, estamos llamados a ser testigos
de la muerte y la resurrección de Cristo. No podemos guardar para
nosotros la gran noticia. Debemos llevarla al mundo entero: “Hemos visto
al Señor” (Jn 20, 24).
Que la Virgen María nos ayude a gustar plenamente la alegría pascual,
para que, sostenidos por la fuerza del Espíritu Santo, seamos capaces de
difundirla a nuestra vez dondequiera que vivamos y actuemos.
MES DE MAYO
070506. Regina coeli.
Desde hace algunos días ha comenzado el mes de mayo, que para
muchas comunidades cristianas es el mes mariano por excelencia. Como
tal, se ha convertido a lo largo de los siglos en una de las devociones más
arraigadas en el pueblo, y lo valoran cada vez más los pastores como
ocasión propicia para la predicación, la catequesis y la oración
comunitaria.
Después del concilio Vaticano II, que subrayó el papel de María
santísima en la Iglesia y en la historia de la salvación, el culto mariano ha
experimentado una profunda renovación. Y al coincidir, al menos en parte,
con el tiempo pascual, el mes de mayo es muy propicio para ilustrar la
figura de María como Madre que acompaña a la comunidad de los
discípulos reunidos en oración unánime, a la espera del Espíritu Santo (cf.
Hch 1, 12-14). Por tanto, este mes puede ser una ocasión para volver a la
fe de la Iglesia de los orígenes y, en unión con María, comprender que
también hoy nuestra misión consiste en anunciar y testimoniar con
valentía y con alegría a Cristo crucificado y resucitado, esperanza de la
humanidad.
Santidad, ¿la Iglesia puede hacer algo para superar la violencia, que
en Brasil alcanza dimensiones inaceptables?
¿Cómo ve, la cuestión del impacto que tienen los regímenes políticos
de izquierdas en América Latina en el proyecto de la Iglesia para el
continente? Y ¿en qué medida la cultura brasileña ha entrado en su
formación personal?
Los portugueses siguen y rezan por este viaje, y coincide que usted
estará en Aparecida el 13 de mayo. Esta fecha es muy importante para
nosotros, porque se cumplen noventa años de las apariciones en Fátima.
Por eso, ¿quiere decirnos algo respecto de esta coincidencia para el
pueblo portugués?
Papa: Esto no sólo sucede en Brasil. En todas las partes del mundo
son muchísimos los que no quieren escuchar lo que dice la Iglesia.
Esperamos que al menos lo oigan; luego pueden disentir, pero es
importante que al menos oigan lo que dice para poder responder. Tratamos
de convencer también a los que disienten y no quieren escuchar. Por lo
demás, no podemos olvidar que tampoco nuestro Señor logró que todos lo
escucharan. No esperamos convencer a todos en un momento. Pero, con la
ayuda de mis colaboradores, en este momento yo trato de hablar a Brasil
con la esperanza de que muchísimos quieran escuchar y que muchísimos
también se convenzan de que este es el camino que es preciso seguir, por
lo demás un camino que está siempre abierto a muchas opciones y
opiniones diversas.
EL JOVEN RICO
070510. Discurso. Jóvenes, Brasil. Estadio de Pacaembu.
"Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres
(...); luego ven y sígueme" (Mt 19, 21).
3. Hoy quiero reflexionar con vosotros sobre el texto de san Mateo (cf.
Mt 19, 16-22), que acabamos de escuchar. Habla de un joven que salió al
encuentro de Jesús. Merecen destacarse sus anhelos. En este joven os veo
a todos vosotros, jóvenes de Brasil y de América Latina. Habéis acudido a
nuestro encuentro desde diversas regiones de este continente; queréis
escuchar, de labios del Papa, las palabras de Jesús mismo.
Como en el Evangelio, tenéis una pregunta importante que hacerle. Es
la misma del joven que salió al encuentro de Jesús: "¿Qué debo hacer
para alcanzar la vida eterna?". Quisiera profundizar con vosotros en esta
pregunta. Se trata de la vida, la vida que, en vosotros, es exuberante y
bella. ¿Qué hacer de ella? ¿Cómo vivirla plenamente?
Ya en la formulación de la pregunta entendemos inmediatamente que
no basta el "aquí" y "ahora"; es decir, nosotros no logramos limitar nuestra
vida al espacio y al tiempo, por más que pretendamos ensanchar sus
horizontes. La vida los trasciende. En otras palabras, queremos vivir y no
morir. Sentimos que algo nos revela que la vida es eterna y que es
necesario comprometernos para que esto suceda. O sea, está en nuestras
manos y depende, de algún modo, de nuestra decisión.
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La pregunta del Evangelio no atañe sólo al futuro. No concierne sólo a
lo que sucederá después de la muerte. Al contrario, tenemos un
compromiso con el presente, aquí y ahora, que debe garantizar
autenticidad y, en consecuencia, el futuro. En una palabra, la pregunta
plantea la cuestión del sentido de la vida. Por eso, puede formularse así:
¿qué debo hacer para que mi vida tenga sentido? O sea: ¿cómo debo vivir
para cosechar plenamente los frutos de la vida? O también: ¿qué debo
hacer para que mi vida no transcurra inútilmente?
Jesús es el único capaz de darnos una respuesta, porque es el único que
nos puede garantizar la vida eterna. Por eso también es el único que logra
mostrar el sentido de la vida presente y darle un contenido de plenitud.
4. Sin embargo, antes de dar su respuesta, Jesús plantea al joven una
pregunta muy importante: "¿Por qué me llamas bueno?". En esta pregunta
se encuentra la clave de la respuesta. Aquel joven percibió que Jesús es
bueno y que es maestro. Un maestro que no engaña. Estamos aquí porque
tenemos esta misma convicción: Jesús es bueno. Quizá no sabemos
explicar plenamente la razón de esta percepción, pero es cierto que nos
aproxima a él y nos abre a su enseñanza: un maestro bueno. Quien
reconoce el bien es señal que ama, y quien ama, según la feliz expresión
de san Juan, conoce a Dios (cf. 1 Jn 4, 7). El joven del Evangelio
reconoció a Dios en Jesucristo.
Jesús nos asegura que sólo Dios es bueno. Estar abierto a la bondad
significa acoger a Dios. Así nos invita a ver a Dios en todas las cosas y en
todos los acontecimientos, incluso donde la mayoría sólo ve la ausencia de
Dios. Al ver la belleza de las criaturas y constatar la bondad que existe en
todas ellas, es imposible no creer en Dios y no experimentar su presencia
salvífica y consoladora. Si lográramos ver todo el bien que existe en el
mundo y, más aún, experimentar el bien que proviene de Dios mismo, no
cesaríamos jamás de aproximarnos a él, de alabarlo y darle gracias. Él nos
llena continuamente de alegría y de bienes. Su alegría es nuestra fuerza.
Pero nosotros sólo conocemos de forma parcial. Para percibir el bien
necesitamos ayudas, que la Iglesia nos proporciona en muchas ocasiones,
sobre todo en la catequesis. Jesús mismo explicita lo que es bueno para
nosotros, dándonos su primera catequesis: "Si quieres entrar en la vida,
guarda los mandamientos" (Mt 19, 17). Parte del conocimiento que el
joven ciertamente ya obtuvo gracias a su familia y a la Sinagoga: de
hecho, conoce los mandamientos, que llevan a la vida, lo cual equivale a
decir que nos garantizan autenticidad. Son las grandes señales que nos
indican el camino recto. Quien guarda los mandamientos está en el
camino de Dios.
Sin embargo, no basta conocerlos. El testimonio vale más que la
ciencia, o sea, es la ciencia aplicada. No se nos imponen desde afuera, ni
disminuyen nuestra libertad. Por el contrario, constituyen fuertes impulsos
interiores, que nos llevan a actuar en cierta dirección. En su base están la
gracia y la naturaleza, que no nos dejan inmóviles. Debemos caminar. Nos
impulsan a hacer algo para realizarnos nosotros mismos. En realidad,
realizarse por la acción es volverse real. Desde nuestra juventud somos, en
162
gran parte, lo que queremos ser. Por decirlo así, somos obra de nuestras
manos.
5. En este momento me dirijo nuevamente a vosotros jóvenes, pues
quiero oír también de vuestros labios la respuesta del joven del
Evangelio: "Todo eso lo he guardado desde mi juventud". El joven del
Evangelio era bueno; cumplía los mandamientos; andaba por el camino de
Dios. Por eso, Jesús lo miró con amor. Al reconocer que Jesús era bueno,
demostró que también él era bueno. Tenía experiencia de la bondad y, por
tanto, de Dios. Y vosotros, jóvenes de Brasil y de América Latina ¿habéis
descubierto ya lo que es bueno? ¿Cumplís los mandamientos del Señor?
¿Habéis descubierto que este es el camino verdadero y único hacia la
felicidad?
Los años que estáis viviendo son los años que preparan vuestro futuro.
El "mañana" depende mucho de cómo estéis viviendo el "hoy" de la
juventud. Mis queridos jóvenes, tenéis por delante una vida, que deseamos
sea larga; pero es una sola, es única: no la dejéis pasar en vano, no la
desperdiciéis. Vivid con entusiasmo, con alegría, pero sobre todo con
sentido de responsabilidad.
Muchas veces sentimos temblar nuestro corazón de pastores,
constatando la situación de nuestro tiempo. Oímos hablar de los miedos de
la juventud de hoy, que nos revelan un enorme déficit de esperanza:
miedo de morir, en un momento en que la vida se está abriendo y busca
encontrar su propio camino de realización; miedo de fracasar, por no
descubrir el sentido de la vida; y miedo de quedar desconcertado ante la
impresionante rapidez de los acontecimientos y de las comunicaciones.
Constatamos el alto índice de muertes entre los jóvenes, la amenaza de la
violencia, la deplorable proliferación de las drogas, que sacude hasta la
raíz más profunda a la juventud de hoy. Por eso, a menudo se habla de una
juventud perdida.
Pero mirándoos a vosotros, jóvenes aquí presentes, que irradiáis
alegría y entusiasmo, asumo la mirada de Jesús: una mirada de amor y
confianza, con la certeza de que vosotros habéis encontrado el verdadero
camino. Sois los jóvenes de la Iglesia. Por eso yo os envío a la gran
misión de evangelizar a los muchachos y muchachas que andan errantes
por este mundo, como ovejas sin pastor. Sed los apóstoles de los jóvenes.
Invitadlos a caminar con vosotros, a hacer la misma experiencia de fe, de
esperanza y de amor; a encontrarse con Jesús, para que se sientan
realmente amados, acogidos, con plena posibilidad de realizarse. Que
también ellos descubran los caminos seguros de los Mandamientos y
recorriéndolos lleguen a Dios.
Podéis ser protagonistas de una sociedad nueva si os esforzáis por
poner en práctica una conducta concreta inspirada en los valores morales
universales, pero también un compromiso personal de formación humana
y espiritual de vital importancia. Un hombre o una mujer que no estén
preparados para afrontar los desafíos reales de una correcta interpretación
de la vida cristiana de su ambiente serán presa fácil de todos los asaltos
del materialismo y del laicismo, cada vez más activos en todos los niveles.
163
Sed hombres y mujeres libres y responsables; haced de la familia un
foco que irradie paz y alegría; sed promotores de la vida, desde el inicio
hasta su final natural; amparad a los ancianos, pues merecen respeto y
admiración por el bien que os han hecho. El Papa también espera que los
jóvenes traten de santificar su trabajo, haciéndolo con competencia técnica
y con diligencia, para contribuir al progreso de todos sus hermanos y para
iluminar con la luz del Verbo todas las actividades humanas (cf. Lumen
gentium, 36).
Pero el Papa espera, sobre todo, que sepan ser protagonistas de una
sociedad más justa y fraterna, cumpliendo sus obligaciones ante el
Estado: respetando sus leyes; no dejándose llevar por el odio y por la
violencia; siendo ejemplo de conducta cristiana en el ambiente profesional
y social, y distinguiéndose por la honradez en las relaciones sociales y
profesionales. Tengan en cuenta que la ambición desmedida de riqueza y
de poder lleva a la corrupción personal y ajena; no existen motivos que
justifiquen hacer prevalecer las propias aspiraciones humanas, tanto
económicas como políticas, con el fraude y el engaño.
En definitiva, existe un inmenso panorama de acción en el cual las
cuestiones de orden social, económico y político adquieren un relieve
particular, siempre que tengan su fuente de inspiración en el Evangelio y
en la doctrina social de la Iglesia: la construcción de una sociedad más
justa y solidaria, reconciliada y pacífica; el compromiso por frenar la
violencia; las iniciativas que promuevan la vida plena, el orden
democrático y el bien común y, especialmente, las que buscan eliminar
ciertas discriminaciones existentes en las sociedades latinoamericanas y
no son motivo de exclusión, sino de enriquecimiento recíproco.
Tened, sobre todo, un gran respeto por la institución del sacramento
del matrimonio. No podrá haber verdadera felicidad en los hogares si, al
mismo tiempo, no hay fidelidad entre los esposos. El matrimonio es una
institución de derecho natural, que fue elevado por Cristo a la dignidad de
sacramento; es un gran regalo que Dios ha hecho a la humanidad.
Respetadlo, veneradlo. Al mismo tiempo, Dios os llama a respetaros
también en el enamoramiento y en el noviazgo, pues la vida conyugal, que
por disposición divina está destinada a los casados, solamente será fuente
de felicidad y de paz en la medida en la que sepáis hacer de la castidad,
dentro y fuera del matrimonio, un baluarte de vuestras esperanzas futuras.
Os repito aquí a todos vosotros que "el eros quiere remontarnos (...)
hacia lo divino, llevarnos más allá de nosotros mismos, pero precisamente
por eso necesita seguir un camino de ascesis, renuncia, purificación y
recuperación" (Deus caritas est, 5). En pocas palabras, requiere espíritu de
sacrificio y de renuncia por un bien mayor, que es precisamente el amor de
Dios sobre todas las cosas. Tratad de resistir con fortaleza a las insidias del
mal existente en muchos ambientes, que os lleva a una vida disoluta,
paradójicamente vacía, al hacer que perdáis el bien precioso de vuestra
libertad y de vuestra verdadera felicidad. El amor verdadero "buscará cada
vez más la felicidad del otro, se preocupará de él, se entregará y deseará
164
"ser para" el otro" (ib., 7) y, por eso, será cada vez más fiel, indisoluble y
fecundo.
Para ello contáis con la ayuda de Jesucristo que, con su gracia, lo hará
posible (cf. Mt 19, 26). La vida de fe y de oración os llevará por los
caminos de la intimidad con Dios y de la comprensión de la grandeza de
los planes que tiene para cada uno. "Por amor del reino de los cielos" (ib.,
12), algunos son llamados a una entrega total y definitiva, para
consagrarse a Dios en la vida religiosa, "eximio don de la gracia", como lo
definió el concilio Vaticano II (Perfectae caritatis, 12).
Los consagrados que se entregan totalmente a Dios, bajo la moción del
Espíritu Santo, participan en la misión de Iglesia, testimoniando ante todos
los hombres la esperanza en el reino de los cielos. Por eso, bendigo e
invoco la protección divina sobre todos los religiosos que dentro de la
mies del Señor se dedican a Cristo y a los hermanos. Las personas
consagradas merecen verdaderamente la gratitud de la comunidad
eclesial: monjes y monjas, contemplativos y contemplativas, religiosos y
religiosas dedicados a las obras de apostolado, miembros de institutos
seculares y de sociedades de vida apostólica, eremitas y vírgenes
consagradas. "Su existencia da testimonio del amor a Cristo cuando se
encaminan por su seguimiento, tal como se propone en el Evangelio y,
con íntima alegría, asumen el mismo estilo de vida que él escogió para sí"
(Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de
vida apostólica, instrucción Caminar desde Cristo, n. 5).
Espero que, en este momento de gracia y de profunda comunión en
Cristo, el Espíritu Santo despierte en el corazón de muchos jóvenes un
amor apasionado en el seguimiento e imitación de Jesucristo casto, pobre
y obediente, dirigido completamente a la gloria del Padre y al amor de los
hermanos y hermanas.
6. El Evangelio nos asegura que aquel joven, que salió al encuentro de
Jesús, era muy rico. No sólo entendemos esta riqueza en sentido material,
pues la misma juventud es una riqueza singular. Es necesario descubrirla y
valorarla. Jesús la apreciaba tanto, que invitó a este joven a participar en
su misión de salvación. Tenía todas las condiciones para una gran
realización y una gran obra.
Pero el Evangelio nos refiere que ese joven, al oír la invitación, se
entristeció. Se alejó abatido y triste. Este episodio nos hace reflexionar
una vez más sobre la riqueza de la juventud. No se trata, en primer lugar,
de bienes materiales, sino de la propia vida, con los valores inherentes a la
juventud. Proviene de una doble herencia: la vida, transmitida de
generación en generación, en cuyo origen primero está Dios, lleno de
sabiduría y de amor; y la educación que nos inserta en la cultura, hasta el
punto de que, en cierto sentido, podemos decir que somos más hijos de la
cultura, y por tanto de la fe, que de la naturaleza. De la vida brota la
libertad que, sobre todo en esta etapa se manifiesta como responsabilidad.
Es el gran momento de la decisión, en una doble opción: la del estado de
vida y la de la profesión. Responde a la pregunta: ¿qué hacer de la propia
vida?
165
En otras palabras, la juventud se presenta como una riqueza porque
lleva al redescubrimiento de la vida como un don y como una tarea. El
joven del Evangelio percibió la riqueza de su juventud. Acudió a Jesús, el
Maestro bueno, buscando una orientación. Pero a la hora de la gran opción
no tuvo valentía para apostar todo por Jesucristo. En consecuencia, se
marchó triste y abatido. Es lo que pasa cada vez que nuestras decisiones
vacilan y se vuelven mezquinas e interesadas. Sintió que le faltaba
generosidad, y eso no le permitió una realización plena. Se replegó sobre
su riqueza, convirtiéndola en egoísta.
A Jesús le dolió mucho la tristeza y la mezquindad del joven que
había acudido a él. Los Apóstoles, como todos vosotros hoy, llenaron el
vacío que dejó ese joven que se retiró triste y abatido. Ellos y nosotros
estamos felices porque sabemos en quién creemos (cf. 2 Tm 1, 12).
Sabemos y damos testimonio con nuestra propia vida de que solo él
tiene palabras de vida eterna (cf. Jn 6, 68). Por eso, como san Pablo,
podemos exclamar: "Estad siempre alegres en el Señor" (Flp 4, 4).
7. La invitación que os hago a vosotros, jóvenes que habéis venido a
este encuentro, es que no desaprovechéis vuestra juventud. No intentéis
huir de ella. Vividla intensamente. Consagradla a los elevados ideales de
la fe y de la solidaridad humana.
Vosotros, los jóvenes, no sólo sois el futuro de la Iglesia y de la
humanidad, como si fuera una especie de fuga del presente. Al contrario,
sois el presente joven de la Iglesia y de la humanidad. Sois su rostro joven.
La Iglesia necesita de vosotros, como jóvenes, para manifestar al mundo
el rostro de Jesucristo, que se dibuja en la comunidad cristiana. Sin este
rostro joven, la Iglesia se presentaría desfigurada.
3. Discípulos y misioneros
Esta Conferencia General tiene como tema: "Discípulos y misioneros
de Jesucristo, para que nuestros pueblos en Él tengan vida" (Jn 14, 6).
186
La Iglesia tiene la gran tarea de custodiar y alimentar la fe del Pueblo
de Dios, y recordar también a los fieles de este Continente que, en virtud
de su bautismo, están llamados a ser discípulos y misioneros de Jesucristo.
Esto conlleva seguirlo, vivir en intimidad con Él, imitar su ejemplo y dar
testimonio. Todo bautizado recibe de Cristo, como los Apóstoles, el
mandato de la misión: "Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva
a toda la creación. El que crea y sea bautizado, se salvará" (Mc 16,15).
Pues ser discípulos y misioneros de Jesucristo y buscar la vida "en Él"
supone estar profundamente enraizados en Él.
¿Qué nos da Cristo realmente?¿Por qué queremos ser discípulos de
Cristo? Porque esperamos encontrar en la comunión con Él la vida, la
verdadera vida digna de este nombre, y por esto queremos darlo a conocer
a los demás, comunicarles el don que hemos hallado en Él. Pero, ¿es esto
así? ¿Estamos realmente convencidos de que Cristo es el camino, la
verdad y la vida?
Ante la prioridad de la fe en Cristo y de la vida "en Él", formulada en
el título de esta V Conferencia, podría surgir también otra cuestión: Esta
prioridad, ¿no podría ser acaso una fuga hacia el intimismo, hacia el
individualismo religioso, un abandono de la realidad urgente de los
grandes problemas económicos, sociales y políticos de América Latina y
del mundo, y una fuga de la realidad hacia un mundo espiritual?
Como primer paso podemos responder a esta pregunta con otra: ¿Qué
es esta "realidad"? ¿Qué es lo real? ¿Son "realidad" sólo los bienes
materiales, los problemas sociales, económicos y políticos? Aquí está
precisamente el gran error de las tendencias dominantes en el último siglo,
error destructivo, como demuestran los resultados tanto de los sistemas
marxistas como incluso de los capitalistas. Falsifican el concepto de
realidad con la amputación de la realidad fundante y por esto decisiva, que
es Dios. Quien excluye a Dios de su horizonte falsifica el concepto de
"realidad" y, en consecuencia, sólo puede terminar en caminos
equivocados y con recetas destructivas.
La primera afirmación fundamental es, pues, la siguiente: Sólo quien
reconoce a Dios, conoce la realidad y puede responder a ella de modo
adecuado y realmente humano. La verdad de esta tesis resulta evidente
ante el fracaso de todos los sistemas que ponen a Dios entre paréntesis.
Pero surge inmediatamente otra pregunta: ¿Quién conoce a Dios?
¿Cómo podemos conocerlo? No podemos entrar aquí en un complejo
debate sobre esta cuestión fundamental. Para el cristiano el núcleo de la
respuesta es simple: Sólo Dios conoce a Dios, sólo su Hijo que es Dios de
Dios, Dios verdadero, lo conoce. Y Él, "que está en el seno del Padre, lo
ha contado" (Jn 1,18). De aquí la importancia única e insustituible de
Cristo para nosotros, para la humanidad. Si no conocemos a Dios en
Cristo y con Cristo, toda la realidad se convierte en un enigma
indescifrable; no hay camino y, al no haber camino, no hay vida ni verdad.
Dios es la realidad fundante, no un Dios sólo pensado o hipotético,
sino el Dios de rostro humano; es el Dios-con-nosotros, el Dios del amor
hasta la cruz. Cuando el discípulo llega a la comprensión de este amor de
187
Cristo "hasta el extremo", no puede dejar de responder a este amor sino es
con un amor semejante: "Te seguiré adondequiera que vayas" (Lc 9,57).
Todavía nos podemos hacer otra pregunta: ¿Qué nos da la fe en este
Dios? La primera respuesta es: nos da una familia, la familia universal de
Dios en la Iglesia católica. La fe nos libera del aislamiento del yo, porque
nos lleva a la comunión: el encuentro con Dios es, en sí mismo y como tal,
encuentro con los hermanos, un acto de convocación, de unificación, de
responsabilidad hacia el otro y hacia los demás. En este sentido, la opción
preferencial por los pobres está implícita en la fe cristológica en aquel
Dios que se ha hecho pobre por nosotros, para enriquecernos con su
pobreza (cf. 2 Co 8,9).
Pero antes de afrontar lo que comporta el realismo de la fe en el Dios
hecho hombre, tenemos que profundizar en la pregunta: ¿cómo conocer
realmente a Cristo para poder seguirlo y vivir con Él, para encontrar la
vida en Él y para comunicar esta vida a los demás, a la sociedad y al
mundo? Ante todo, Cristo se nos da a conocer en su persona, en su vida y
en su doctrina por medio de la Palabra de Dios. Al iniciar la nueva etapa
que la Iglesia misionera de América Latina y del Caribe se dispone a
emprender, a partir de esta V Conferencia General en Aparecida, es
condición indispensable el conocimiento profundo de la Palabra de Dios.
Por esto, hay que educar al pueblo en la lectura y meditación de la
Palabra de Dios: que ella se convierta en su alimento para que, por propia
experiencia, vean que las palabras de Jesús son espíritu y vida (cf. Jn
6,63). De lo contrario, ¿cómo van a anunciar un mensaje cuyo contenido y
espíritu no conocen a fondo? Hemos de fundamentar nuestro compromiso
misionero y toda nuestra vida en la roca de la Palabra de Dios. Para ello,
animo a los Pastores a esforzarse en darla a conocer.
Un gran medio para introducir al Pueblo de Dios en el misterio de
Cristo es la catequesis. En ella se trasmite de forma sencilla y substancial
el mensaje de Cristo. Convendrá por tanto intensificar la catequesis y la
formación en la fe, tanto de los niños como de los jóvenes y adultos. La
reflexión madura de la fe es luz para el camino de la vida y fuerza para ser
testigos de Cristo. Para ello se dispone de instrumentos muy valiosos
como son el Catecismo de la Iglesia Católica y su versión más breve, el
Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica.
En este campo no hay que limitarse sólo a las homilías, conferencias,
cursos de Biblia o teología, sino que se ha de recurrir también a los
medios de comunicación: prensa, radio y televisión, sitios de internet,
foros y tantos otros sistemas para comunicar eficazmente el mensaje de
Cristo a un gran número de personas.
En este esfuerzo por conocer el mensaje de Cristo y hacerlo guía de la
propia vida, hay que recordar que la evangelización ha ido unida siempre
a la promoción humana y a la auténtica liberación cristiana. "Amor a Dios
y amor al prójimo se funden entre sí: en el más humilde encontramos a
Jesús mismo y en Jesús encontramos a Dios" (Deus caritas est, 15). Por lo
mismo, será también necesaria una catequesis social y una adecuada
formación en la doctrina social de la Iglesia, siendo muy útil para ello el
188
"Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia". La vida cristiana no se
expresa solamente en las virtudes personales, sino también en las virtudes
sociales y políticas.
El discípulo, fundamentado así en la roca de la Palabra de Dios, se
siente impulsado a llevar la Buena Nueva de la salvación a sus hermanos.
Discipulado y misión son como las dos caras de una misma medalla:
cuando el discípulo está enamorado de Cristo, no puede dejar de anunciar
al mundo que sólo Él nos salva (cf. Hch 4,12). En efecto, el discípulo sabe
que sin Cristo no hay luz, no hay esperanza, no hay amor, no hay futuro.
La familia
La familia, "patrimonio de la humanidad", constituye uno de los
tesoros más importantes de los pueblos latinoamericanos. Ella ha sido y es
escuela de la fe, palestra de valores humanos y cívicos, hogar en el que la
vida humana nace y se acoge generosa y responsablemente. Sin embargo,
en la actualidad sufre situaciones adversas provocadas por el secularismo
y el relativismo ético, por los diversos flujos migratorios internos y
externos, por la pobreza, por la inestabilidad social y por legislaciones
civiles contrarias al matrimonio que, al favorecer los anticonceptivos y el
aborto, amenazan el futuro de los pueblos.
En algunas familias de América Latina persiste aún por desgracia una
mentalidad machista, ignorando la novedad del cristianismo que reconoce
y proclama la igual dignidad y responsabilidad de la mujer respecto al
hombre.
La familia es insustituible para la serenidad personal y para la
educación de los hijos. Las madres que quieren dedicarse plenamente a la
educación de sus hijos y al servicio de la familia han de gozar de las
condiciones necesarias para poderlo hacer, y para ello tienen derecho a
contar con el apoyo del Estado. En efecto, el papel de la madre es
fundamental para el futuro de la sociedad.
El padre, por su parte, tiene el deber de ser verdaderamente padre, que
ejerce su indispensable responsabilidad y colaboración en la educación de
sus hijos. Los hijos, para su crecimiento integral, tienen el derecho de
poder contar con el padre y la madre, para que cuiden de ellos y los
acompañen hacia la plenitud de su vida. Es necesaria, pues, una pastoral
familiar intensa y vigorosa. Es indispensable también promover políticas
familiares auténticas que respondan a los derechos de la familia como
sujeto social imprescindible. La familia forma parte del bien de los
pueblos y de la humanidad entera.
Los sacerdotes
Los primeros promotores del discipulado y de la misión son aquellos
que han sido llamados "para estar con Jesús y ser enviados a predicar" (cf.
Mc 3, 14), es decir, los sacerdotes. Ellos deben recibir, de manera
192
preferencial, la atención y el cuidado paterno de sus obispos, pues son los
primeros agentes de una auténtica renovación de la vida cristiana en el
pueblo de Dios. A ellos les quiero dirigir una palabra de afecto paterno,
deseando que el Señor sea el lote de su heredad y su copa (cf. Sal 16, 5).
Si el sacerdote tiene a Dios como fundamento y centro de su vida,
experimentará la alegría y la fecundidad de su vocación. El sacerdote debe
ser ante todo un "hombre de Dios" (1 Tm 6, 11) que conoce a Dios
directamente, que tiene una profunda amistad personal con Jesús, que
comparte con los demás los mismos sentimientos de Cristo (cf. Flp 2, 5).
Sólo así el sacerdote será capaz de llevar a los hombres a Dios, encarnado
en Jesucristo, y de ser representante de su amor.
Para cumplir su elevada tarea, el sacerdote debe tener una sólida
estructura espiritual y vivir toda su vida animado por la fe, la esperanza y
la caridad. Debe ser, como Jesús, un hombre que busque, a través de la
oración, el rostro y la voluntad de Dios, y que cuide también su
preparación cultural e intelectual.
Queridos sacerdotes de este continente y todos los que habéis venido
aquí como misioneros a trabajar, el Papa os acompaña en vuestra actividad
pastoral y desea que estéis llenos de alegría y esperanza, y sobre todo
reza por vosotros.
Los laicos
193
En estos momentos en que la Iglesia de este continente se entrega
plenamente a su vocación misionera, recuerdo a los laicos que también
ellos son Iglesia, asamblea convocada por Cristo para llevar su testimonio
al mundo entero. Todos los bautizados deben tomar conciencia de que han
sido configurados con Cristo sacerdote, profeta y pastor, por el sacerdocio
común del pueblo de Dios. Deben sentirse corresponsables en la
edificación de la sociedad según los criterios del Evangelio, con
entusiasmo y audacia, en comunión con sus pastores.
Muchos de vosotros pertenecéis a movimientos eclesiales, en los que
podemos ver signos de la multiforme presencia y acción santificadora del
Espíritu Santo en la Iglesia y en la sociedad actual. Estáis llamados a
llevar al mundo el testimonio de Jesucristo y a ser fermento del amor de
Dios en la sociedad.
Conclusión
Al concluir mi permanencia entre vosotros, deseo invocar la
protección de la Madre de Dios y Madre de la Iglesia sobre vuestras
personas y sobre toda América Latina y el Caribe. Imploro de modo
especial a Nuestra Señora ─bajo la advocación de Guadalupe, Patrona de
América, y de Aparecida, Patrona de Brasil─ que os acompañe en vuestra
hermosa y exigente labor pastoral. A ella confío el Pueblo de Dios en esta
etapa del tercer Milenio cristiano. A ella le pido también que guíe los
trabajos y reflexiones de esta Conferencia General, y que bendiga con
abundantes dones a los queridos pueblos de este Continente.
Antes de regresar a Roma, quiero dejar a la V Conferencia General del
Episcopado de Latinoamérica y el Caribe un recuerdo que la acompañe e
la inspire. Se trata de este hermoso tríptico que proviene del arte cuzqueño
del Perú. En él se representa al Señor poco antes de ascender a los cielos,
dando a quienes lo seguían la misión de hacer discípulos a todos los
pueblos. Las imágenes evocan la estrecha relación de Jesucristo con sus
discípulos y misioneros para la vida del mundo. El último cuadro
representa San Juan Diego evangelizando con la imagen de la Virgen
María en su tilma y con la Biblia en la mano. La historia de la Iglesia nos
enseña que la verdad del Evangelio, cuando se asume su belleza con
nuestros ojos y es acogida con fe por la inteligencia y el corazón, nos
ayuda a contemplar las dimensiones de misterio que provocan nuestro
asombro y nuestra adhesión.
Me despido muy cordialmente de todos vosotros con esta firme
esperanza en el Señor, ¡muchísimas gracias!
PENTECOSTÉS
070527. Regina caeli
Celebramos hoy la gran fiesta de Pentecostés, en la que la liturgia nos
hace revivir el nacimiento de la Iglesia, tal como lo relata san Lucas en
el libro de los Hechos de los Apóstoles (Hch 2, 1-13). Cincuenta días
después de la Pascua, el Espíritu Santo descendió sobre la comunidad de
los discípulos, que "perseveraban concordes en la oración en común" junto
con "María, la madre de Jesús", y con los doce Apóstoles (cf. Hch 1, 14; 2,
1). Por tanto, podemos decir que la Iglesia tuvo su inicio solemne con la
venida del Espíritu Santo.
En ese extraordinario acontecimiento encontramos las notas esenciales
y características de la Iglesia: la Iglesia es una, como la comunidad de
Pentecostés, que estaba unida en oración y era "concorde": "tenía un solo
corazón y una sola alma" (Hch 4, 32). La Iglesia es santa, no por sus
méritos, sino porque, animada por el Espíritu Santo, mantiene fija su
mirada en Cristo, para conformarse a él y a su amor. La Iglesia es católica,
porque el Evangelio está destinado a todos los pueblos y por eso, ya en el
comienzo, el Espíritu Santo hace que hable todas las lenguas. La
Iglesia es apostólica, porque, edificada sobre el fundamento de los
Apóstoles, custodia fielmente su enseñanza a través de la cadena
ininterrumpida de la sucesión episcopal.
La Iglesia, además, por su misma naturaleza, es misionera, y desde el
día de Pentecostés el Espíritu Santo no cesa de impulsarla por los caminos
del mundo, hasta los últimos confines de la tierra y hasta el fin de los
tiempos. Esta realidad, que podemos comprobar en todas las épocas, ya
está anticipada en el libro de los Hechos, donde se describe el paso del
Evangelio de los judíos a los paganos, de Jerusalén a Roma. Roma indica
el mundo de los paganos y así todos los pueblos que están fuera del
antiguo pueblo de Dios. Efectivamente, los Hechos concluyen con la
llegada del Evangelio a Roma. Por eso, se puede decir que Roma es el
nombre concreto de la catolicidad y de la misionariedad; expresa la
fidelidad a los orígenes, a la Iglesia de todos los tiempos, a una Iglesia que
habla todas las lenguas y sale al encuentro de todas las culturas.
Queridos hermanos y hermanas, el primer Pentecostés tuvo lugar
cuando María santísima estaba presente en medio de los discípulos en el
Cenáculo de Jerusalén y oraba. También hoy nos encomendamos a su
intercesión materna, para que el Espíritu Santo venga con abundancia
sobre la Iglesia de nuestro tiempo, llene el corazón de todos los fieles y
encienda en ellos, en nosotros, el fuego de su amor.
TÚ DILATAS MI CORAZÓN
070531. Discurso. Visitación de María. Vaticano
Meditando los misterios luminosos del santo rosario, habéis subido a
esta colina donde habéis revivido espiritualmente, en el relato del
evangelista san Lucas, la experiencia de María, que desde Nazaret de
Galilea “se puso en camino hacia la montaña” (Lc 1, 39) para llegar a la
aldea de Judea donde vivía Isabel con su marido Zacarías.
¿Qué impulsó a María, una joven, a afrontar aquel viaje? Sobre todo,
¿qué la llevó a olvidarse de sí misma, para pasar los primeros tres meses
de su embarazo al servicio de su prima, necesitada de ayuda? La respuesta
está escrita en un Salmo: “Corro por el camino de tus mandamientos
(Señor), pues tú mi corazón dilatas” (Sal 118, 32). El Espíritu Santo, que
hizo presente al Hijo de Dios en la carne de María, ensanchó su corazón
hasta la dimensión del de Dios y la impulsó por la senda de la caridad.
La Visitación de María se comprende a la luz del acontecimiento que,
en el relato del evangelio de san Lucas, precede inmediatamente: el
anuncio del ángel y la concepción de Jesús por obra del Espíritu Santo. El
Espíritu Santo descendió sobre la Virgen, el poder del Altísimo la
cubrió con su sombra (cf. Lc 1, 35). Ese mismo Espíritu la impulsó a
209
“levantarse” y partir sin tardanza (cf. Lc 1, 39), para ayudar a su anciana
pariente.
Jesús acaba de comenzar a formarse en el seno de María, pero su
Espíritu ya ha llenado el corazón de ella, de forma que la Madre ya
empieza a seguir al Hijo divino: en el camino que lleva de Galilea a Judea
es el mismo Jesús quien “impulsa” a María, infundiéndole el ímpetu
generoso de salir al encuentro del prójimo que tiene necesidad, el valor de
no anteponer sus legítimas exigencias, las dificultades y los peligros para
su vida. Es Jesús quien la ayuda a superar todo, dejándose guiar por la fe
que actúa por la caridad (cf. Ga 5, 6).
Meditando este misterio, comprendemos bien por qué la caridad
cristiana es una virtud “teologal”. Vemos que el corazón de María es
visitado por la gracia del Padre, es penetrado por la fuerza del Espíritu e
impulsado interiormente por el Hijo; o sea, vemos un corazón humano
perfectamente insertado en el dinamismo de la santísima Trinidad. Este
movimiento es la caridad, que en María es perfecta y se convierte en
modelo de la caridad de la Iglesia, como manifestación del amor trinitario
(cf. Deus caritas est, 19).
Todo gesto de amor genuino, incluso el más pequeño, contiene en sí un
destello del misterio infinito de Dios: la mirada de atención al hermano,
estar cerca de él, compartir su necesidad, curar sus heridas,
responsabilizarse de su futuro, todo, hasta en los más mínimos detalles, se
hace “teologal” cuando está animado por el Espíritu de Cristo.
Que María nos obtenga el don de saber amar como ella supo amar.
MISIONEROS DE CRISTO
070708. Angelus
El evangelio de hoy (cf. Lc 10, 1-12. 17-20) presenta a Jesús que envía
a setenta y dos discípulos a las aldeas a donde está a punto de ir, para que
preparen el ambiente. Esta es una particularidad del evangelista san Lucas,
el cual subraya que la misión no está reservada a los doce Apóstoles, sino
que se extiende también a otros discípulos.
En efecto, Jesús dice que “la mies es mucha, y los obreros pocos” (Lc
10, 2). En el campo de Dios hay trabajo para todos. Pero Cristo no se
limita a enviar: da también a los misioneros reglas de comportamiento
claras y precisas. Ante todo, los envía “de dos en dos” para que se ayuden
mutuamente y den testimonio de amor fraterno. Les advierte que serán
“como corderos en medio de lobos”, es decir, deberán ser pacíficos a pesar
de todo y llevar en todas las situaciones un mensaje de paz; no llevarán
consigo ni alforja ni dinero, para vivir de lo que la Providencia les
proporcione; curarán a los enfermos, como signo de la misericordia de
Dios; se irán de donde sean rechazados, limitándose a poner en guardia
sobre la responsabilidad de rechazar el reino de Dios.
San Lucas pone de relieve el entusiasmo de los discípulos por los
frutos de la misión, y cita estas hermosas palabras de Jesús: “No os
alegréis de que los espíritus se os sometan; alegraos, más bien, de que
vuestros nombres estén escritos en los cielos” (Lc 10, 20). Ojalá que este
evangelio despierte en todos los bautizados la conciencia de que son
251
misioneros de Cristo, llamados a prepararle el camino con sus palabras y
con el testimonio de su vida.
Es tiempo de vacaciones y mañana partiré para Lorenzago di Cadore,
donde seré huésped del obispo de Treviso en la casa que ya acogió al
venerado Juan Pablo II. El aire de montaña me hará bien —así lo espero—
y podré dedicarme más libremente a la reflexión y a la oración.
Deseo a todos, especialmente a los que sienten mayor necesidad, que
puedan tomar vacaciones, para reponer las energías físicas y espirituales, y
renovar un contacto saludable con la naturaleza. La montaña, en
particular, evoca la elevación del espíritu hacia las alturas, hacia el “grado
alto” de nuestra humanidad que, por desgracia, la vida diaria tiende a
rebajar.
A este propósito, quiero recordar la V Peregrinación de los jóvenes a
la cruz del Adamello, a donde el Santo Padre Juan Pablo II fue dos veces.
La peregrinación se realizó durante estos días, y acaba de culminar con la
santa misa, celebrada aproximadamente a tres mil metros de altura. A la
vez que saludo al arzobispo de Trento y al secretario general de la
Conferencia episcopal italiana, así como a las autoridades trentinas,
renuevo la cita a todos los jóvenes italianos para los días 1 y 2 de
septiembre en Loreto.
Que la Virgen María nos proteja siempre, tanto en la misión como en
el merecido descanso, para que podamos realizar con alegría y con fruto
nuestro trabajo en la viña del Señor.
Creo que ha descrito con acierto una vida en la que Dios no está
presente. En un primer momento parece que no tenemos necesidad de
Dios; más aún, que sin Dios seríamos más libres y tendríamos más espacio
en el mundo. Pero, después de cierto tiempo, se ve lo que sucede en las
nuevas generaciones cuando no se tiene a Dios. Como dijo Nietzsche, «la
gran luz se ha apagado, el sol se ha apagado». Entonces la vida es algo
ocasional, se convierte en un objeto y las personas tratan de explotarla lo
mejor posible, usándola como si fuera un medio para una felicidad
inmediata, palpable y realizable. Pero el gran problema es que si Dios no
está presente y no es también el Creador de nuestra vida, en realidad la
vida es una simple pieza de la evolución y nada más; no tiene sentido por
sí misma. A1 contrario, debemos tratar de infundir sentido en esta parte
del ser.
Actualmente, en Alemania, pero también en Estados Unidos, se está
asistiendo a un debate bastante encendido entre el así llamado
«creacionismo» y el evolucionismo, presentados como si fueran
alternativas que se excluyen: quien cree en el Creador no podría admitir la
evolución y, por el contrario, quien afirma la evolución debería excluir a
Dios. Esta contraposición es absurda, porque, por una parte, existen
muchas pruebas científicas en favor de la evolución, que se presenta como
una realidad que debemos ver y que enriquece nuestro conocimiento de la
vida y del ser como tal.
Pero la doctrina de la evolución no responde a todos los interrogantes
y sobre todo no responde al gran interrogante filosófico: ¿de dónde viene
todo esto y cómo todo toma un camino que desemboca finalmente en el
hombre? Eso me parece muy importante. En mi lección de Ratisbona
quise decir también que la razón debe abrirse más: ciertamente debe ver
esos datos, pero también debe ver que no bastan para explicar toda la
realidad. Nuestra razón ve más ampliamente. En el fondo no es algo
irracional, un producto de la irracionalidad; hay una razón anterior a todo,
la Razón creadora, y en realidad nosotros somos un reflejo de la Razón
creadora. Somos pensados y queridos; por tanto, hay una idea que nos
precede, un sentido que nos precede y que debemos descubrir y seguir, y
que en definitiva da significado a nuestra vida.
Así pues, el primer punto es: descubrir que realmente nuestro ser es
razonable, ha sido pensado, tiene un sentido; y nuestra gran misión es
descubrir ese sentido, vivirlo y dar así un nuevo elemento a la gran
272
armonía cósmica pensada por el Creador. Si es así, entonces los elementos
de dificultad se transforman en momentos de madurez, de proceso y de
progreso de nuestro ser, que tiene sentido desde su concepción hasta su
último momento de vida.
Podemos conocer esta realidad del sentido que nos precede a todos
nosotros; y también podemos redescubrir el sentido del sufrimiento y del
dolor. Ciertamente, hay un dolor que debemos evitar y eliminar del
mundo: muchos dolores inútiles provocados por las dictaduras, por los
sistemas equivocados, por el odio y la violencia. Pero en el dolor hay
también un sentido profundo y nuestra vida sólo puede madurar si
podemos dar sentido a ese dolor y sufrimiento.
Sobre todo, no es posible amar sin dolor, porque el amor implica
siempre renunciar a nosotros mismos, salir de nosotros mismos, aceptar a
los demás con su diferente manera de ser; implica una entrega de nosotros
mismos y, por tanto, salir de nosotros mismos. Todo esto es dolor,
sufrimiento, pero precisamente en el sufrimiento de perdernos por los
otros, por las personas que amamos y también por Dios, llegarnos a ser
grandes y nuestra vida encuentra el amor, y en el amor su sentido.
Para ayudarnos a vivir, la mentalidad moderna debe convencerse de
que amor y dolor, amor y Dios, son inseparables. En este sentido, es
importante hacer que los jóvenes descubran a Dios, que descubran el amor
verdadero, el cual llega a ser grande precisamente con la renuncia; así
podrán descubrir también la bondad interior del sufrimiento, que nos hace
libres y más grandes. Naturalmente, para ayudar a los jóvenes a encontrar
estos elementos, siempre hace falta acompañarlos en su camino, tanto en
la parroquia como en la Acción católica y en los Movimientos, pues las
nuevas generaciones sólo en compañía de otros podrán descubrir esta gran
dimensión de nuestro ser.
La nueva evangelización
Soy don Francesco. Santo Padre, me ha impresionado una frase que
escribió usted en su libro «Jesús de Nazaret»: «¿Qué ha traído en verdad
Jesús al mundo, si no ha traído la paz, el bienestar para todos o un
mundo mejor? ¿Qué es lo que ha traído? La respuesta es muy sencilla: “a
Dios. Ha traído a Dios”». Hasta aquí la cita, que me parece llena de
claridad y verdad. Mi pregunta es: se habla de nueva evangelización, de
nuevo anuncio del Evangelio -esta ha sido también la decisión principal
del Sínodo de nuestra diócesis de Belluno-Feltre-, pero ¿qué hacer para
que este Dios, única riqueza traída por Jesús y que a menudo se presenta
a muchos envuelto en niebla, resplandezca aún en nuestros hogares y sea
agua que apague la sed también de las numerosas personas que parecen
ya no tener sed? Muchas gracias.
Prioridades de un párroco
Me llamo don Arnaldo. Santo Padre, debido a las exigencias
pastorales y del ministerio, juntamente con el número cada vez menor de
sacerdotes, nuestros obispos se ven obligados a redistribuir el clero, a
menudo acumulando compromisos y encomendando varias parroquias a
la misma persona. Eso afecta a la sensibilidad de numerosas
comunidades de bautizados y a la disponibilidad de nosotros, los
sacerdotes, para vivir juntos -sacerdotes y laicos- el ministerio pastoral.
¿Cómo vivir este cambio de organización pastoral, privilegiando la
espiritualidad del buen Pastor? Muchas gracias, Santidad.
ASUNCIÓN DE MARÍA
070815. Homilía. Castelgandolfo
En su gran obra "La ciudad de Dios", san Agustín dice una vez que
toda la historia humana, la historia del mundo, es una lucha entre dos
amores: el amor a Dios hasta la pérdida de sí mismo, hasta la entrega de sí
mismo, y el amor a sí mismo hasta el desprecio de Dios, hasta el odio a los
demás. Esta misma interpretación de la historia como lucha entre dos
amores, entre el amor y el egoísmo, aparece también en la lectura tomada
del Apocalipsis, que acabamos de escuchar. Aquí estos dos amores se
presentan en dos grandes figuras. Ante todo, está el dragón rojo fortísimo,
con una manifestación impresionante e inquietante del poder sin gracia,
sin amor, del egoísmo absoluto, del terror, de la violencia.
Cuando san Juan escribió el Apocalipsis, para él este dragón
personificaba el poder de los emperadores romanos anticristianos, desde
Nerón hasta Domiciano. Este poder parecía ilimitado; el poder militar,
político y propagandístico del Imperio romano era tan grande que ante él
la fe, la Iglesia, parecía una mujer inerme, sin posibilidad de sobrevivir, y
mucho menos de vencer. ¿Quién podía oponerse a este poder
omnipresente, que aparentemente era capaz de hacer todo? Y, sin embargo,
sabemos que al final venció la mujer inerme; no venció el egoísmo ni el
odio, sino el amor de Dios, y el Imperio romano se abrió a la fe cristiana.
Las palabras de la sagrada Escritura trascienden siempre el momento
histórico. Así, este dragón no sólo indica el poder anticristiano de los
perseguidores de la Iglesia de aquel tiempo, sino también las dictaduras
materialistas anticristianas de todos los tiempos. Vemos de nuevo que este
poder, esta fuerza del dragón rojo, se personifica en las grandes dictaduras
del siglo pasado: la dictadura del nazismo y la dictadura de Stalin tenían
todo el poder, penetraban en todos los lugares, hasta los últimos rincones.
Parecía imposible que, a largo plazo, la fe pudiera sobrevivir ante ese
dragón tan fuerte, que quería devorar al Dios hecho niño y a la mujer, a la
Iglesia. Pero en realidad, también en este caso, al final el amor fue más
fuerte que el odio.
También hoy el dragón existe con formas nuevas, diversas. Existe en la
forma de ideologías materialistas, que nos dicen: es absurdo pensar en
Dios; es absurdo cumplir los mandamientos de Dios; es algo del pasado.
Lo único que importa es vivir la vida para sí mismo, tomar en este breve
momento de la vida todo lo que nos es posible tomar. Sólo importa el
consumo, el egoísmo, la diversión. Esta es la vida. Así debemos vivir. Y,
de nuevo, parece absurdo, parece imposible oponerse a esta mentalidad
dominante, con toda su fuerza mediática, propagandística. Parece
imposible aún hoy pensar en un Dios que ha creado al hombre, que se ha
hecho niño y que sería el verdadero dominador del mundo.
También ahora este dragón parece invencible, pero también ahora
sigue siendo verdad que Dios es más fuerte que el dragón, que triunfa el
amor y no el egoísmo. Habiendo considerado así las diversas
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representaciones históricas del dragón, veamos ahora la otra imagen: la
mujer vestida de sol, con la luna bajo sus pies, coronada por doce estrellas.
También esta imagen presenta varios aspectos. Sin duda, un primer
significado es que se trata de la Virgen María vestida totalmente de sol, es
decir, de Dios; es María, que vive totalmente en Dios, rodeada y penetrada
por la luz de Dios. Está coronada por doce estrellas, es decir, por las doce
tribus de Israel, por todo el pueblo de Dios, por toda la comunión de los
santos, y tiene bajo sus pies la luna, imagen de la muerte y de la
mortalidad. María superó la muerte; está totalmente vestida de vida,
elevada en cuerpo y alma a la gloria de Dios; así, en la gloria, habiendo
superado la muerte, nos dice: "¡Ánimo, al final vence el amor! En mi vida
dije: "¡He aquí la esclava del Señor!". En mi vida me entregué a Dios y al
prójimo. Y esta vida de servicio llega ahora a la vida verdadera. Tened
confianza; tened también vosotros la valentía de vivir así contra todas las
amenazas del dragón".
Este es el primer significado de la mujer, es decir, María. La "mujer
vestida de sol" es el gran signo de la victoria del amor, de la victoria del
bien, de la victoria de Dios. Un gran signo de consolación. Pero esta mujer
que sufre, que debe huir, que da a luz con gritos de dolor, también es la
Iglesia, la Iglesia peregrina de todos los tiempos. En todas las
generaciones debe dar a luz de nuevo a Cristo, darlo al mundo con gran
dolor, con gran sufrimiento. Perseguida en todos los tiempos, vive casi en
el desierto perseguida por el dragón. Pero en todos los tiempos la Iglesia,
el pueblo de Dios, también vive de la luz de Dios y —como dice el
Evangelio— se alimenta de Dios, se alimenta con el pan de la sagrada
Eucaristía. Así, la Iglesia, sufriendo, en todas las tribulaciones, en todas
las situaciones de las diversas épocas, en las diferentes partes del mundo,
vence. Es la presencia, la garantía del amor de Dios contra todas las
ideologías del odio y del egoísmo.
Ciertamente, vemos cómo también hoy el dragón quiere devorar al
Dios que se hizo niño. No temáis por este Dios aparentemente débil. La
lucha es algo ya superado. También hoy este Dios débil es fuerte: es la
verdadera fuerza. Así, la fiesta de la Asunción de María es una invitación a
tener confianza en Dios y también una invitación a imitar a María en lo
que ella misma dijo: "¡He aquí la esclava del Señor!, me pongo a
disposición del Señor". Esta es la lección: seguir su camino; dar nuestra
vida y no tomar la vida. Precisamente así estamos en el camino del amor,
que consiste en perderse, pero en realidad este perderse es el único camino
para encontrarse verdaderamente, para encontrar la verdadera vida.
Contemplemos a María elevada al cielo. Renovemos nuestra fe y
celebremos la fiesta de la alegría: Dios vence. La fe, aparentemente débil,
es la verdadera fuerza del mundo. El amor es más fuerte que el odio. Y
digamos con Isabel: "Bendita tú eres entre todas las mujeres". Te
invocamos con toda la Iglesia: Santa María, ruega por nosotros,
pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.
285
***
300
El Papa pronunció las siguientes palabras antes de impartir la
bendición apostólica:
Queridos hermanos y hermanas, estamos para despedirnos de este
lugar en el que hemos celebrado los santos misterios, lugar donde se hace
memoria de la encarnación del Verbo. El santuario lauretano nos recuerda
también hoy que para acoger plenamente la Palabra de vida no basta
conservar el don recibido: también hay que ir, con solicitud, por otros
caminos y a otras ciudades, a comunicarlo con gozo y agradecimiento,
como la joven María de Nazaret. Queridos jóvenes, conservad en el
corazón el recuerdo de este lugar y, como los setenta y dos discípulos
designados por Jesús, id con determinación y libertad de espíritu:
comunicad la paz, sostened al débil, preparad los corazones a la novedad
de Cristo. Anunciad que el reino de Dios está cerca.
Papa: Ante todo quisiera dar las gracias a todos los que han sufrido en
estos últimos años. Sé que la Iglesia en Austria ha vivido tiempos difíciles;
por eso, expreso mi agradecimiento a todos —laicos, religiosos y
sacerdotes— los que en medio de esas dificultades han permanecido fieles
a la Iglesia, dando testimonio de Jesús, y han sabido reconocer el rostro de
Cristo en una Iglesia de pecadores. No creo que hayan quedado totalmente
superadas esas dificultades. La vida en este siglo —aunque esto vale en
cierto sentido para todos los siglos— sigue siendo difícil. También la fe se
vive siempre en contextos difíciles. Pero espero ayudar un poco a la
curación de esas heridas, y veo que hay una nueva alegría de la fe, hay un
nuevo impulso en la Iglesia. En la medida de mis posibilidades quiero
confirmar esta disponibilidad a seguir adelante con el Señor, a confiar en
que el Señor permanece presente en su Iglesia y que así, precisamente
viviendo la fe en la Iglesia, podemos llegar también nosotros a la meta de
nuestra vida y contribuir a un mundo mejor.
MARÍA Y EUCARISTÍA
070909. Angelus. Viena. Austria
Esta mañana, ha sido para mí una experiencia particularmente hermosa
poder celebrar con todos vosotros el día del Señor de modo tan digno en la
magnífica catedral de San Esteban. El rito eucarístico, celebrado con el
debido decoro, nos ayuda a tomar conciencia de la inmensa grandeza del
don que Dios nos hace en la santa misa. Precisamente así nos acercamos
también unos a otros y experimentamos la alegría de Dios. Por tanto,
expreso mi gratitud a todos los que, mediante su contribución activa en la
preparación y en el desarrollo de la liturgia o también mediante su
fervorosa participación en los sagrados misterios, han creado un clima en
el que la presencia de Dios era verdaderamente perceptible. Gracias de
corazón y que Dios os lo pague.
En la homilía he tratado de decir algo sobre el sentido del domingo y
sobre el pasaje evangélico de hoy, y creo que esto nos ha llevado a
descubrir que el amor de Dios, que "se perdió a sí mismo" por nosotros
entregándose a nosotros, nos da la libertad interior para "perder" nuestra
vida, para encontrar de este modo la vida verdadera.
La participación en este amor dio a María la fuerza para su "sí" sin
reservas. Ante el amor respetuoso y delicado de Dios, que para la
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realización de su proyecto de salvación espera la colaboración libre de su
criatura, la Virgen superó toda vacilación y, con vistas a ese proyecto
grande e inaudito, se puso confiadamente en sus manos. Plenamente
disponible, totalmente abierta en lo íntimo de su alma y libre de sí,
permitió a Dios colmarla con su Amor, con el Espíritu Santo. Así María, la
mujer sencilla, pudo recibir en sí misma al Hijo de Dios y dar al mundo el
Salvador que se había donado a ella.
También a nosotros, en la celebración eucarística, se nos ha donado
hoy el Hijo de Dios. Quien ha recibido la Comunión lleva ahora en sí de
un modo particular al Señor resucitado. Como María lo llevó en su seno
—un ser humano pequeño, inerme y totalmente dependiente del amor de
la madre—, así Jesucristo, bajo la especie del pan, se ha entregado a
nosotros, queridos hermanos y hermanas. Amemos a este Jesús que se
pone totalmente en nuestras manos. Amémoslo como lo amó María. Y
llevémoslo a los hombres como María lo llevó a Isabel, suscitando alegría
y gozo. La Virgen dio al Verbo de Dios un cuerpo humano, para que
pudiera entrar en el mundo. Demos también nosotros nuestro cuerpo al
Señor, hagamos que nuestro cuerpo sea cada vez más un instrumento del
amor de Dios, un templo del Espíritu Santo. Llevemos el domingo con su
Don inmenso al mundo.
Pidamos a María que nos enseñe a ser, como ella, libres de nosotros
mismos, para encontrar en la disponibilidad a Dios nuestra verdadera
libertad, la verdadera vida y la alegría auténtica y duradera
SALVACIÓN Y GRATITUD
071014. Angelus.
El evangelio de este domingo presenta a Jesús que cura a diez
leprosos, de los cuales sólo uno, samaritano y por tanto extranjero,
vuelve a darle las gracias (cf. Lc 17, 11-19). El Señor le dice:
"Levántate, vete: tu fe te ha salvado" (Lc 17, 19). Esta página evangélica
nos invita a una doble reflexión.
Ante todo, nos permite pensar en dos grados de curación: uno, más
superficial, concierne al cuerpo; el otro, más profundo, afecta a lo más
íntimo de la persona, a lo que la Biblia llama el "corazón", y desde allí se
irradia a toda la existencia. La curación completa y radical es la
"salvación". Incluso el lenguaje común, distinguiendo entre "salud" y
"salvación", nos ayuda a comprender que la salvación es mucho más que
la salud; en efecto, es una vida nueva, plena, definitiva.
Además, aquí, como en otras circunstancias, Jesús pronuncia la
expresión: "Tu fe te ha salvado". Es la fe la que salva al hombre,
restableciendo su relación profunda con Dios, consigo mismo y con los
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demás; y la fe se manifiesta en el agradecimiento. Quien sabe agradecer,
como el samaritano curado, demuestra que no considera todo como algo
debido, sino como un don que, incluso cuando llega a través de los
hombres o de la naturaleza, proviene en definitiva de Dios. Así pues, la fe
requiere que el hombre se abra a la gracia del Señor; que reconozca que
todo es don, todo es gracia. ¡Qué tesoro se esconde en una pequeña
palabra: "gracias"!
Jesús cura a los diez enfermos de lepra, enfermedad en aquel tiempo
considerada una "impureza contagiosa" que exigía una purificación ritual
(cf. Lv 14, 1-37). En verdad, la lepra que realmente desfigura al hombre y
a la sociedad es el pecado; son el orgullo y el egoísmo los que engendran
en el corazón humano indiferencia, odio y violencia. Esta lepra del
espíritu, que desfigura el rostro de la humanidad, nadie puede curarla sino
Dios, que es Amor. Abriendo el corazón a Dios, la persona que se
convierte es curada interiormente del mal.