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en Lima (1650-1700)
(La desavenencia conyugal como indicador social)
Bernard Lavallé
l ADVERTENCIAS PRELIMINARES
La documentación utilizada províene en su totalidad del Archivo
Arzobispal de Limas -heredero del antiguo tribunal eclesiástico que actuaba
en semejantes casos- y más precisamente de cuatro secciones: la de causas
criminales de matrimonio, donde se encuentran papeles referentes a proble-
mas como bigamia de indígenas o casamientos clandestinos; la de litigios ma-
trimonia/es, en los que los demandantes reclamaban ante los jueces por mal-
tratos, ausencia del cónyuge o por negarse éste a cumplir con los diversos de-
beres de la vida matrimonial ; y finalmente, las de divorcios y de nulidades de
matrimonio, las dos secciones de más interés, pues para la segunda mitad del
XVII reúnen unos setenta legajos (leg. 29-60 para divorcios, leg. 17-46 para
nulidades).
Desde un punto de vista jurídico, las dos posibilidades de divorcio y
nulidad correspondían a realidades bastante diferentes. Por la primera se en-
tendía entonces la sentencia de separación física y social de los dos consor-
tes (llamada separación quoad thorum et mensam), pero sin que se disolviese
el vínculo establecido por el sacramento del matrimonio. Esto tenía como
consecuencia que los divorciados estaban impedidos de formar nuevas fami-
lias. Además, en adelante, la mujer no podía vivir sola, sino que debía reti-
rarse sea a casas de familiares, sea a los famosos recogimientos para divorcia-
das que existían en Lima como en las demás ciudades del mundo hispano.
En el caso de la nulidad de matrimonio, desaparecía cualquier tipo
de vínculo tanto en lo social como en lo sacramental. Hombre y mujer que-
daban libres y podían casarse de nuevo como si nunca lo hubieran hecho
anteriormente6.
Sin lugar a dudas, estas dos secciones ofrecen una documentación
desde muchos puntos de vista excepcional, tanto por el número de los expe-
dientes (605 para nulidades y 927 para divorcios de 1651 a 1700) como por
la riqueza de los detalles que contienen. Por lo común, los demandantes diri-
gían al tribunal eclesiástico un documento en el que después de los datos co-
rrespondientes a su identidad (nombres y apellidos, origen étnico, filiación,
domicilio, oficio, etc.), exponían de manera más o menos pormenorizada el
historial de las circunstancias susceptibles de abogar por la separación que so-
licitaban : abusos, maltratos, ex torsiones, eng~os, etc. Las más veces, este
tes tanto para divorcios como para nulidades y la proporción entre los dos
tipos de solicitudes, pues siempre es notablemente inferior la cifra de nulida-
des. No es de extrañar. Bien se sabía que la solución que ofrecían éstas era
mucho más atractiva por la desaparición de todo vínculo matrimonial y la
posibilidad de fundar un nuevo hogar, pero precisamente por esto las autori-
dades arzobispales se mostraban más exigentes y los casos de nulidad previs-
tos eran mucho más reducidos, precisos y sobre todo -en general- compro-
bables. Es de notar a este respecto que en muchos expedientes de nulidad los
demandantes tomaban la precaución de precisar que, de toda forma, a falta
de ésta, solicitaban el divorcio.
Divorcios y nulidades solicitados en Lima ( 1651-1700)
ble tener una idea aproximativa del fenómeno. Dado que las más de las veces
los demandantes aducían en sus expedientes maltratos o sufrimientos, la du-
ración de éstos, la consiguiente y loable paciencia que habían demostrado
venían a ser un argumento de mucho peso en favor suyo. Al contrario, las
causas esgrimidas con vistas a la nulidad eran más bien de tipo jurídico, teo-
lógico o de principio. Poco importaban los años vividos en común, por lo
cual se solían omitir.
A partir de 455 expedientes utilizables, esto es la mitad más o menos
de los divorcios solicitados, resulta que casi un l Oo/ o de las demandas se pre-
sentaban durante el primer año de matrimonio y, en no pocos casos, en las
semanas o días inmediatos a la boda. Entre una tercera parte y la mitad de
los divorcios se solicitaban cuando la pareja tenía de uno a cinco años de vida
común. Entre una cuarta y una quinta parte de los demandantes se habían
casado de 6 a l O años antes. Estas proporciones, por supuesto, iban bajando
conforme aumentaban los años de matrimonio de la pareja.
Años de
casados 1651-1660 1661-1670 1671-1680 1681-1690 1691-1700 1651-1700
Menos
de un año 70/0 IOo/o 10.20/0 9.80/0 8.40/0 9.4o/o
De 1 a 5 49.lo/o 34.So/o 34.5º/o 42.60/0 38.90/0 39.lo/o
De 6 a 10 26 .30/0 21.80/0 280/0 180/0 27.lo/o 23.So/o
DellalS 10.So/o 21.80/0 17.70/0 16.30/0 16.90/0 17.30/0
De 16 a 20 5.20/0 8.lo/o S.60/0 10.60/0 8.40/0 7.90/0
Más de 20 1.70/0 3.60/0 l.80/0 2.4o/o 2.lo/o
Más de 30 l.80/0
e) Hombres y mujeres
diendo llegar este porcentaje a veces a cifras más elevadas: un 240/0 en 1651-
1660 y hasta un 270/0 en 1691-1700.
Las razones de esos desfases son evidentes. En la sociedad de enton-
ces, la posición del hombre le permitía solucionar con mucha más facilidad
los problemas matrimoniales sin recurrir a los tribunales: abandono, sevicia,
adulterio, viajes, etc. Las quejas de las mujeres lo prueban a las claras. Pero
hay más. Es muy probable que si bien muchos hombres no se tomaban la
molestia de interponer un juicio para separarse de la esposa, otros muchos
también consideraban deshonroso hacerlo, como si fuera un atentado a su vi-
rilidad y su hombría. .
Es significativo que la mitad de aquellos que piden el divorcio son
indios ( 1O), negros, cuarterones, mulatos (5) y mestizos (2). Otros diez no
indican su origen , pero eran de toda forma gente bastante "humilde y pobre",
corno declara uno, o quizá mestiza (zapateros, pulperos, trajinantes, un cha-
carero casado con una india, tenderos). Sólo siete pueden ser identificados
con seguridad como españoles, de los que tan sólo uno de ellos tenía un pues-
to elevado, el teniente de capitán general y contador de cuentas D. Andrés
de Mieres ( 1689).
Es de notar además que si en sus declaraciones los demandantes indios
no vacilan en pormenorizar la violencia de que son víctimas por parte de sus
esposas indias o negras, que les pegan, les roban y les hacen la vida imposible
por sus celos o los ponen en ridículo por sus repetidos y públicos adulterios,
los españoles i11sisten más bien en causas como abandono del hogar, silencian-
do cuidadosamente los motivos. El único caso de violencia por parte de la
mujer registrado entre españoles es más bien un asunto de celos enfermizos
convertidos en una suerte de locura (Juan Lucero, cirujano, D. 1699). En
otras cinco ocasiones, si los hombres efectivamente pedían el divorcio era
porque poco tiempo atrás sus esposas habían interpuesto un juicio de nuli-
dad o los habían mandado a la cárcel por diversas razones. También muy re-
veladora era la reacción de Tomás de Mendoza (D. 1666), que quería divor-
ciarse de Nicolasa Flores por adulterio. Presentaba su solicitud como una
especie de mal menor, "considerando que no (le era) lícito matarla". En fin ,
podía ocurrir que ambos cónyuges pidiesen al mismo tiempo el divorcio (ola
nulidad) para hacerse él clérigo y ella monja profesa (Angela de Castañeda-
Juan de Figueroa, D. 1660; Pedro Luis de Barnuevo-Inés de Soria, No. 1680).
En las nulidades, las demandas interpuestas por hombres no difieren
de manera radical de las de las mujeres. Predominan los casos de casamiento
forzoso (53), sea por maña de la familia de la novia (11 ), obligación de los
propios padres del demandante (13), acción de la justicia que obligaba a ca-
sarse a los amancebados (7) o simplemente por temor de ir a Chile ( 12), tie-
rra lejana y peligrosa por la guerra araucana a la que se mandaba a los dísco-
los. Vienen después toda una serie de causas que en nada se podían conside-
rar como atentatorias a la virilidad del demandante: error sobre la persona
del cónyuge ( 12), promesa de casamiento en vida del primer marido de la
esposa ( 12), relaciones sexuales antes del casamiento con una pariente de la
novia (9), consanguinidad (7), abandono del hogar (7), bigamia (en casos de
indios, 4 ), casamientos irregulares (2), problemas físicos de la mujer o pro-
pios (4 y 4), edad insuficiente en el momento de casarse (3), etc., todo lo
cual, según veremos, estaba también en los expedientes de mujeres, quizás en
proporciones algo diferentes12.
Il VIOLENCIAS Y PRESIONES
a) Los maridos
En el contexto de los divorcios y de las nulidades de matrimonio, el
fenómeno más notable, difundido y documentado , es sin lugar a dudas el de
la violencia doméstica y familiar. Entre los expedientes de divorcios, prácti-
camente no hay uno en que no aparezca bajo una forma u otra, quejándose
las esposas de "la aspereza y terrible condición", de "la condición rigurosa",
del "insufrible proceder" de su marido o, más sencillamente y sin circunlo-
quios, de "la demasiada sevicia" que habían padecido.
Los documentos tramitados por las mujeres vienen a ser así una larga
y repetida letanía de humanidad sufrida y de violencias. Entre éstas, había las
verbales, los insultos: "perra infame y vil" (Feliciana Rodríguez, D. 1672)
"puerca, sucia, putilla" (Josepha de Monterrey, D. 1658), pero la mayoría de
las veces eran mucho más comprobables y dolorosas, con señales físicas que
infelizmente ya no se podían borrar. A María Collado (D. 1657) su esposo le
había roto un brazo en una paliza y Lucía Juárez (D. 1667) había quedado
manca a raíz de lo mismo. Había no pocas consecuencias más dramáticas aún.
Manuela de Toledo (D. 1663) y Francisca Sinchi (D. 1654) habían abortado
después de tremendas zurras en que sus maridos les habían pisoteado la barri-
ga. A Marcela Casasola (D. 1663) le había nacido una niña imposibilitada de
un brazo por los golpes que había recibido durante el embarazo.
Tampoco eran escasas las demandantes que podían enseñar heridas
graves, pruebas de intentos nada menos que homicidas de sus esposos: una
cuchillada (Beatriz Centeno, D. 1651 ), una estocada (María Guerra Falcón,
D. 1663 ),seis puñaladas (María de Bances, D. 1672), cinco estocadas (Isabel
de Salazar y Figueroa, D. 1685), etc.
Había maridos que acompañaban sus actos de violencia con las ame-
nazas más terroríficas o, inclusive un "decorado" rayano en sadismo destina-
do a preparar y amplificar el efecto de los castigos. Están documentados ca-
sos de mujeres llevadas de noche a lugares apartados, extramuros, donde eran
pegadas : por ejemplo, en el Cerro de San Cristóbal o en la Alameda (Beatriz
Centeno, D. 1651: J osepha de Toro, D. 1671 ). Otros esposos no vacilaban en
utilizar los servicios de secuaces poco recomendables, como le aconteció a la
india Ignacia María de la Cruz (D . 1675), a la que su marido mandó raptar
por dos negros, o como Je pudo haber sucedido'' a Josepha de la Cueva, mujer
de un artillero del Callao que la amenazaba con hacerla violar por un indio
previamente emborrachado (N. 1672).
Los motivos inmediatos de tales y tantas violencias eran variados: de-
savenencias conyugales graves, sospechas de adulterio, alcoholismo del mari-
do, etc. Pero a menudo las razones podían ser más bien nimias y expresar en
el fondo la mera voluntad del varón de manifestar y dejar bien asentado su
total dominio sobre la mujer y la familia. A Josepha de Cárdenas (D. 1652) le
pegaba su esposo "sólo por venir moino de la piara o de sus negocios o de
jugar y perder". Una recién casada , Ana de Yillegas, se quejaba de Juan de
Yaldivieso, cirujano del Callao, porque:
" . .. a los ocho días después de contraído ( el matrimonio) sin más
ocasión que no aver(se) levantado a quitarle la capa cuando entró en
casa, (la) cojió y ató al pié de la cuxa y (le) dió muchos asotes con un
tahalí i muchas patadas en las espaldas" (D. 1661 ).
A los pocos días, había reincidido por un pañuelo que , a su parecer,
doña Ana no le había lavado con suficiente diligencia.
El carácter aparatoso y consuetudinario de esa violencia se podía pro-
bar tanto más fácilmente cuanto que a menudo tenía lugar en público sin que
nadie interviniese, en plena calle, en las tiendas o bien en casa , pero a oídas y
sabiendas de todo el vecindario. Estos vecinos, más tarde, podían convertirse
en testigos cuando se tramitaba el divorcio, pero no habían tratado de hacer
cesar la sevicia cuando había tenido lugar. Todo esto tiende a probar que si
bien pegar a la esposa no era en cierta forma normal, era, sin embargo, algo
socialmente aceptado, consustancial al estatuto y a las prerrogativas del mari-
do, sólo condenable en sus excesos.
Dicho de otra manera, el hombre tenía derecho a castigar a su mujer
cuando ésta se apartaba de lo que él quería o le parecía justo, pero, por su-
puesto,los matices y límites de tal derecho eran bastante borrosos e inciertos,
abriendo paso así a cualquier tipo de abuso. Manuel de Figueroa, acusado de
pegar a su esposa Ana Ju sepa de Rus, dejaba bien asentado ese principio cuan-
do, sin negar los hechos, se disculpaba afirmando que se había portado así
porque ésta era "altiva y sobervia, amiga de hazer su gusto y de no sujetarse a
la voluntad de su marido a quien de derecho divino debe obedezer" (D.
1670).
Además, a través de no pocos expedientes se nota como las propias
mujeres - y entre ellas las maltratadas- participaban a menudo de ese princi-
pio social y lo hacían suyo. Después de relatar los desmanes de su marido, el
alférez J oseph de Robles, María Tamayo precisaba: "por mi parte e procura-
do ajustarme a la obligazión que e tenido sirviéndole y amándole con todo
respeto y umildad" (D. 1667). A propósito de lo mismo, Paula de Sarabia
escribía que siempre se había portado "con la mayor humildad y recogimien-
to que es posible, acudiendo a los servicios más humildes y extraños de mu-
ger onrrada y propia" (D. 1670).
La interposición de un pleito de divorcio podía no significar la termi-
nación de esa violencia casera, sino, al contrario, desatarla y hacer que arre-
ciara. En 1686, Juan Rodríguez de Guzmán estuvo espiando a María Cortés
Donoso, su mujer, que estaba depositada desde hacía cuatro años en una casa
particular en espera de la sentencia de divorcio. Irrumpió allí un día, dio una
estocada al portero que le quiso cerrar el paso, apagó las velas, se abalanzó
encima de su mujer y empezó a pegarle mientras se arremolinaba la casa (D .
1686). Algunos años antes, Margarita de Misieres, que había interpuesto la
nulidad de su matrimonio y estaba también depositada, fue acorralada en una
iglesia por su esposo, que empuñando una espada la quería matar (N. 1677).
Algunas demandantes, o sus abogados, tienen acentos verdaderamen-
te desgarradores para calificar lo que habían padecido. Isabel de Paredes es-
cribía a propósito de su marido Joseph de Rojas, con el que estaba casada
desde hacía once años : "me a dado tan mala vida que e vivido en su poder
mártir'' (D. 1663), y Paula de Saravia afirmaba ''.Yo padesco una vida que
más es muerte" (D. 1670).
Los castigos que se les infligía podían ser inclusive infamantes, de
aquellos que se solían reservar a los negros: azotadas después de desnudadas,
sea en un gallinero · (Catalina Guaccha, D. 1651 ), sea con una cuerda embrea-
da (Josepha de Cárdenas, D. 1652) o bien, como denunciaba Isabel Cevallos: ·
"es tan ynsufrible que hordinariamente dice (mi marido) que me ha de deso-
llar a asotes y mandar a negros esclavos que con sus propias manos me casti-
guen" (D. 1666).
No es de extrañar, entonces, que de manera espontánea esas mujeres
comparasen su suerte tan infeliz con la de los esclavos, punto de referencia
dolorosamente obligado en todo lo tocante a sevicia: "me a tratado todo el
discurso de tiempo que avernos sido casados de Qbra y de palabra como si no
fuera su mujer sino una esclava suya" (María Quintero, D. 1666);" . . . (cas-
tigóme) seberíssimamente y con mayor crueldad que pudiera al esc:lavo más
facineroso" (Antonia de Loaysa, D. 1670) ; " .. . haciéndome tan malos tra-
tamientos que aun en una esclava vil fueran dignos de enmien(la y castigo "
(Catalina Guerra, D. 1672); "me ha tratado con tanta crueldad y sevicia
como si fuera su esclava" (Juana de Sotomayor, D. 1657); "continuó su mal
proseder y peor attención de ttrattar como esclava a quien debiera ben~rar
como hermana" (María Freile, D. 1662). Se podría multiplicar semejantes
testimonios.
b) Las familias
En los expedientes de nulidad, la violencia tiene muchos rasgos idén-
ticos a los que acabamos de examinar. Es normal en la medida en que divor-
cio y nulidad de matrimonio venían a ser muchas veces lo mismo; esto es, la
culminación judicial de un proceso más o menos largo de disgregación de la
pareja por incomprensión, odio , engaño, violencia o sencillamente desgaste.
Sólo variaba la naturaleza de la separación. Recordemos, además, que a me-
esclavos . .. " (N. 1683). A Luisa de Valencia, negra criolla de Arica, suma-
dre no vaciló en colocarla con grillos en una panadería-castigo que se reserva-
ba a los esclavos díscolos, hasta que aceptase el marido que ella le tenía seña-
lado (N. 1666).
Si a veces las familias no recurrían a la violencia física, solían emplear
toda clase de presiones morales y el miedo, un miedo que, según una expre-
sión que se encuentra a menudo en los expedientes, hubiera podido acabar
con "el varón más constante". Juana de la Rosa Navarrete acabó por casarse
"compulsa y apremiada" por su padre, que andaba afirmando, dice ella,"que
me abía de echar de su casa y negarme los alimentos necesarios y en efecto
me mandó retirar de su mesa no permitiendo me pusiese delante de él ni que
persona alguna me visitase" (D. 1689).
A Luisa Romero (N. 1662), Andrea de Zúñiga (N. 1676) y Micaela
González (N. 1688) las amenazaron con mandarlas al hospital de la Caridad,
en el que se depositaba tanto a las hijas desobedientes y pobres como a las
mujeres que interponían divorcio o nulidad y donde las condiciones de vida
eran pésimas y peligrosas por las epidemiasl4.
A veces, para conseguir el fin que pretendían, algunos padres llegaban
al extremo de amenazar a su hija, de no consentir ésta el casamiento planea-
do, con pregonar que "había sido gozada" por el yerno que ellos deseaban, lo
cual en adelante imposibilitaba cualquier otro matrimonio (Isabel Ramírez,
N. 1663; Josepha de Avalos y de la Tubilla, N. 1670; Juana de Cabezas, N.
1681 ). Para dar más cuerpo a sus posibles acusaciones, los padres de Ana
María Lobo habían tomado de mayordomo en su casa a aquel que querían
como yerno (N. 1660).
Esas presiones podían durar hasta el mismo día de la boda y ante el
cura inclusive. Un testigo confirmó que durante la ceremonia a Antonia de las
Cuevas su madre la pellizcó para que dijera el sí para ella fatídico (N. 165 7),
y la morena libre María Nicolasa de la Asención cuenta como, "estando yo
remissa -dice- en responder que sí, llegó el dicho mi padre con la mano le-
vantada a quererme dar y mi madrastra me dió un golpe por las espaldas"
(N. 1675).
Y la negrita Catalina Sánchez, de lea, casada por su ama a los once
años, afirmaba: "Nunca dí el sí al cura que nos cassó, y por el ruido que
huvo aquel día dixeron todos yo dije sí ... " (D. 1670).
Ahí no paraba la acción de esos padres o tutores abusivos. Para asegu-
rarse de que el casamiento se cumplía en todos sus aspectos, algunos no vaci-
laban en presenciar la consumación y hacer todo lo posible para que ésta tu-
viese lugar (Antonia de las Cuevas, N. 1657; Clara Gómez Pedrero, N. 1664),
llegando a tal extremo la madre de Ana Hurtado de Mendoza, de Tarma, que
se acostó en la cama nupcial con su hija y su yerno (N. 1695).
Es significativo que en no pocos casos los padres no habían tenido
que llegar a tales extremos en la medida en que la mayoría de las veces fun-
cionaba perfectamente lo que las demandantes llamaban "el miedo reveren-
cura que estaba en el atrio de su iglesia y, cuando éste estuvo en el estribo del
carruaje, surgieron del fondo de la carroza, donde estaban escondidos, el no-
vio y unos amigos que sirvieron de testigos para ese casamiento bastante con-
trabandeado ... 15.
b) Dotes y herencias
Entre las razones decisivas de muchos casamientos, el interés, bajo di-
versas formas, desempeñaba un papel fundamental. Guiaba a menudo a los
padres. Lo notamos en los expedientes de nulidad en que las mujeres referían
cómo y por qué las habían obligado a casarse con éste o aquél.
Asensia María, india viuda del Callao, tuvo que contraer un segundo ·
matrimonio a instancias de su familia "para que ellos tuvieran buen~ vejés"
(N. 1661 ). El padre de María de la Parra debía 3,000 pesos a J oseph de Mata-
moros y "no hallando de qué satisfacerlos ni teniendo posible para ello trató
de ganarle la voluntad ofreciéndo(la) por esposa" (N. 1674). Bernavela de
Ovalle fue casada por su madre, "quien por reconoserse pobre con la carga
de muchas hijas y en especial la (suya) trató del casamiento" (N. 1682). Pe-
tronila López de Prado tuvo que casarse con Francisco García del Pozo por-
que su familia se enteró de que éste estaba en vísperas de una herencia impor-
tante (N. 1675). En fin, el albacea de los padres de Juana Guerrero se había
quedado con la dote que ésta tenía para ingresar en un monasterio y la había
casado con un tal Juan Cid, de Huaura, que por ser humilde y pobre se había
contentado con una mujer sin dinero (N. 1673).
A la inversa, el cebo de las dotes parece haber inspirado a muchos ga-
lanes, que no tardaron en despilfarrar las cantidades, a veces considerables,
que habían sido la única causa de su casamiento. Desengañadas y .arruinadas,
las esposas interponían divorcio cuando las habían abandonado una vez de-
rrochada la fortuna que ellas habían traído: Martín Bellarmino 30,000 pesos
a Josepha de Cárdenas (D. 1652), el capitán Juan José de los Ríos y Berriz
55,000 pesos con además 150,000 de deudas a Manuela Geldres de Zavala
(D. 1696), Juan de Orellana 12,000 pesos a María de Morales (D. 1684 ).
Algunos no esperaron mucho antes de alzarse con los haberes de su
consorte. Bartolomé López de Barrionuevo, "muy distraydo y jugador", se
había ido al día siguiente de la boda con todo lo que había podido llevar.
Volvió a aparecer "pobre y :Jesnudo" cinco meses después (D. 1651 ). A los
cuatro meses de casado, Domingo López de Saavedra, esposo de Leonor de
León, hizo otro tanto con los bienes de su mujer. Obligado a regresar por un
soldado enviado para seguirle el rastro, fugó más tarde otras dos veces lleván-
dose todo lo que pudo (D. 1670).
Los problemas solían surgir en cuanto la realidad de la fortuna del
consorte resultaba menos esperanzadora de lo que se había creído o de lo
que se había afirmado antes de la boda. En los expedientes, este error -o
más a menudo engaño- sobre la situación económica se asimilaba -de ma-
nera abusiva en términos jurídicos, pero muy significativa desde un punto de
vista social- a una de las causas dirimentes por excelencia, esto es el error so-
bre la calidad de la persona, problema sobre el que volveremos al tratar de los
aspectos raciales.
En estos casos, la decepción suscitada por frustradas esperanzas solía
encabezar la lista de recriminaciones que los o las demandantes reunían para
dar cuerpo a su alegato, lo cual muestra a las claras la importancia que se le
otorgaba. Antonia de Espinosa Cabezas, de la casa del conde de Peralta, que
poco después de enviudar en Cartagena se había vuelto a casar algo apresura-
damente con un tal Juan de Albornoz, empezaba su alegato escribiendo:
" A los pocos días, experimenté que era un hombre pobre, sin oficio
ni beneficio y que el ténue en que se ocupaba de serero le avía dexa-
do sin tratar de buscar ni acomodarse en otro de que poder sustentar-
se y sustentarme" (D. 1653).
c) Chapetones y criollos
Aquí también aparecen a veces roces y tensiones entre criollos y es-
pañoles peninsulares, en la medida en que la distancia entre las dos patrias o
la inexperiencia de los chapetones permitían engaños de ambas partes.
A los dos meses de la boda, Juana J osepha Sarm.i ento de Lorca se dio
cuenta que Jerónimo García de Mancilla la había burlado. No era más que un
pobre pulpero, además malamistado, cuando antes de casarse había pregonado
"que era un hombre de mucha calidad en el reino de Aragón, de solar
y casa muy principal en él, y que fuera deso tenía caudal conocido de
catorze mil pesos con que podría aliviar a la dicha doña Juana de mu-
chas partes de sus cuidados" (D. 1664 ).
lidad , para la que sobraban motivos jurídicos, añadió que la mejor prueba de
la trampa en que había caído era precisamente que "no siendo la persona
ygual a (su) calidad y la dicha Rosa de Espinosa mestiza que no yguala a (su)
sangre, no (se) avía de casar con persona que no fuese ygual a la (suya)" (N.
1699).
En 1666 , Bartolomé López y Chaves, español vecino de Huancayo,
interpuso la nulidad pues afirmaba que a los doce años se había casado con
una india llamada Francisca Guarmitae por engaños que le había hecho.
¿Eran ciertas las versiones que daban estos esposos? Difícil es decirlo .
No deja de sorprender, por ejemplo , que Bartolomé López y Chaves, del que
acabamos de hablar, hubiera esperado 36 años ( ¡!) antes de sacar a relucir
los engaños de la india Francisca Guarmitae. En realidad , lo que parece más
probable es que algunos españoles que se habían casado con mujeres no blan-
cas mudaban después de opinión o se daban cuenta a posteriori de que en el
contexto general de la sociedad de aquel entonces habían cometido un error.
Bien lo revela la mulata Beatriz de San Joseph. Siendo esclava y trabajando
en una panadería, fue vendida por 300 pesos a un pulpero español llamado
Juan de Tornamira, quien tenía la intención de casarse con ella. A los tres
años de la boda, Beatriz pidió el divorcio por los maltratos que le infligía su
esposo. Según afirmaba Beatriz, éste andaba diciendo a cada rato que "estaba
aburrido y con sentimiento de aberse cassado con una mulata" (D. 1659).
Causa real y principal de desavenencias matrimoniales, mera coartada
que en parejas ya desmoronadas ocultaba otros motivos más profundos y
complicados para separarse o , sencillamente, argumento entre muchos en los
expedientes de divorcio y nulidad , el problema racial se insinuaba en todos
los tipos de grietas y fallas que podía presentar la vida matrimonial.
Entre éstas, las cuestiones de celos ocupan, por supuesto, un lugar
importante. La india lgnacia María Gómez de la Cruz se quería separar de
Joseph de la Paz, también indio, por la sevicia que éste le imponía después de
que les hubiera nacido un niño tan blanco que el marido se negaba a creer
que fuera su hijo (D. 1675). La esclava negra Margarita solicitaba el divorcio
ya que su esposo, el negro esclavo Antonio Mina, la quería matar por haber
dado a luz un mulatillo (D. 1676).
cos. En aquella época, los viajeros extranjeros que pasaban por el Perú nota-
ban, a veces horrorizados, otras veces irónicos, que las limeñas parecían no
preocuparse por los amores a menudo públicos de sus esposos con criadas o
esclavas. Por la documentación que hemos manejado, sería necesario matizar
tal afirmación. No pocas mujeres utilizaban esos amoríos domésticos para in-
terponer demandas de separación, sin que sepamos a ciencia cierta si había
en ello un motivo verdadero y central de divorcio o apenas un argumento
más entre otros -quizás una coartada- ya que de todas formas el adulterio
por sí solo no bastaba para que el tribunal eclesiástico concediera la separa-
ción tan anhelada. .
Sea lo que fuera, lo cierto es que no pocos españoles parecen haber
tenido una afición muy especial a ese tipo de relaciones interraciales y extra-
matrimoniales que la esclavitud y el mundo colonial en su conjunto hacían
más fáciles y, sin duda, toleradas. En tres ocasiones, D. Pedro de Alvarado
Angulo había sido sorprendido por su esposa con mulatas de la casa, y era
notorio que había tenido "otras muchas amistades con diferentes mujeres
blancas y mulatas" (D. 1661). El capitán Juan de Ubaque se había enamora-
do de una zamba esclava que pertenecía a la dote de su mujer y había tenido
en ella dos hijos. Pero, lo que tal vez escandalizaba más a la esposa legítima,
era que "siego del amor de la dicha samba" el capitán le había dado "gracio-
samente" la libertad, mermando así el capital familiar (D. 1663). En cuanto
a Pedro Ramírez, que anteriormente había tenido ya una manceba mulata y
otra zamba, su esposa, harta de promesas de enmienda y desengafiada por su-
cesivas recaídas, pidió el divorcio después de encontrarlo de nuevo abrazado
con una negra del servicio.
Había contraído matrimonio con una mulata huérfana criada por caridad en
la casa del Maestre de Campo D. Diego Manrique de Lara. Cuando éste mu-
rió, su yerno y albacea reveló al marido que la tal huérfana no era sino hija
adulterina del maestre de campo con una esclava suya y, por lo tanto, esclava
de la familia. Para solucionar el problema sin publicidad, pero sin defraudar
tampoco a los herederos del valor de un esclavo , el yerno propuso a Martín
de Roa venderle sin más ni más a la mulata esposa para que la pudiera liber-
tar. El alférez se negó a la transacción y prefirió pedir la nulidad de manera
oficial para manifestar el engaño que le habían hecho y para no tener hijos
en una esclava (N. 1688).
d) Los casamientos de esclavos y sus problemas
Los casamientos de esclavos, hay que decirlo, suscitaban no pocos
problemas ante el tribunal eclesiástico. Muchos de ellos -sobre todo mujeres-
se quejaban de haber sido casados a la fuerza por sus amos y aducían este
abuso para pedir la nulidad. La india chilena esclava Inés de Córdoba se había
visto obligada a unirse con el negro, también esclavo, Manuel Congo por vo-
luntad de su ama y a raíz "de un disgusto que le avía dado"; en otras palabras,
a manera de castigo (N. 1683 ). Otras denunciaban que las habían casado para
tener más seguros a sus esposos, que tenían fama de cimarrones. La esclava
chilena Inés Carreña había huido al asiento minero del Nuevo Potosí para ser
libre, "pues es cierto que la servidumbre se equipara a la muerte". Allí la ha-
bían obligado a contraer matrimonio con el esclavo Alonso Guineo, cuyo
amo así "afiansaba la seguridad del dicho su esclavo" (N . 1664 ). La esclava
criolla Dom inga Juana pertenecía a los jesuitas en la Hacienda de San Martín.
La habían unido con un negro, a quien los sacerdotes pensaban "tener más
seguro" de ese modo, pero al que por su propia voluntad ella nunca hubiera
querido. Tenía muchos defectos: ladrón, cimarrón ''.Y con otras tachas", sien-
do la primera de éstas el ser bozal (N. 1680). Los esclavos criollos miraban,
en efecto, con notable desprecio a los bozales, hasta el punto de considerar la
unión con ellos como deshonrosa. Cuando los obligaban a casarse con un bo-
zal , hacían hincapié en ese origen para argumentar la nulidad , arguyendo que
"de (su) libre y espontanea voluntad" no lo hubieran hecho por la vergonzo-
sa desigualdad que implicaba (Pascuala María, N. 1664 ).
Otros se casaban sólo para no ser vendidos a lo lejos (Ignacio de la
Cruz, N. 1660; Juana de Astorga, N. 1671; Juana de León, N. 1673; Juan Es-
teban, N. 1693) y luego aducían esto como prueba de que la unión no había
sido voluntaria, sino forzada. Le había pasado al revés a la mulata María de
Avila. A pesar de ser esclava, había estado a punto de contraer matrimonio
con un español. Su amo se lo había prohibido, temiendo ser defraudado , y la
había casado a la fuerza con otro esclavo suyo. Como la unión resultó ser de
las más infelices, el amo decidió vender al marido en Pisco y María, ya sola,
solicitaba la nulidad de su matrimonio para casarse otra vez, pero según su
tales equivocaciones pudiesen darse, aun tomando en cuenta, por otra parte,
la complejidad y multiplicidad de las mezclas raciales, que, a lo largo de las
generaciones, no hacían muy fácil la aprensión del fenómeno .
Sin descartar la posibilidad de tales errores, nos inclinamos más bien a
creer que en estos casos había a menudo otro componente. Si se alegaban
equivocaciones raciales en los expedientes, era posiblemente más como coar-
tada o para encubrir otros motivos, sabiendo los -o las- demandantes que
ahí había un argumento de peso y eficaz -esto es muy plausible- de cara a
lo que pretendían; es decir, la separación más favorable, la nulidad de matri-
monio .
No deja de ser extraño que Ana Rodríguez haya tardado 19 años en
darse cuenta que su marido, el soldado Francisco de Arévalo , era un mestizo
criado en una estancia aislada de Cuenca y que ni siquiera había sido bautiza-
do (N. 1661 ), que Jacinto Rosales haya esperado 13 años en argüir el engaño
de su esposa, la parda lgnacia de Coca, sobre su cautiverio (N. 1698), y no
hablemos de los 36 años al cabo de los cuales el español Bartolomé López y
Chaves denunció las añagazas de la india Francisca Guannitae para casarse
con él (N. 1666 ).
Muy posiblemente había otros motivos detrás y debajo de los que se
aducían a nivel étnico. A veces, en los expedientes, éstos se traslucen de ma-
nera más o menos nítida. Por ejemplo, eran motivos económicos en el caso
de Juan Bazarrate, un mulato libre. Afirmaba haber ignorado que su esposa
Antonia María era esclava y lo daba como motivo principal de su alegato,
pero también en el cuerpo de su queja decía que ésta, antes del matrimonio,
le había prometido comprar la libertad y todavía en 14 años de vida común
no lo había cumplido (N. 1660).
Había incluso expedientes en que los demandantes se arrepentían de
haber utilizado argumentos étnicos falsos por razones que, desgraciadamente,
no se precisa. Así, en 1682, Juana de Dios de Céspedes retiró su demanda de
nulidad, en la que había argüido que su marido, Francisco de Alzamora, le
había ocultado su estatuto de esclavo. Confesaba Juana de Dios que esto era
falso y que sabía muy bien a qué atenerse antes de la boda (N. 1682).
Hemos encontrado un expediente muy complejo en el que aparece a
las claras que lo étnico, a veces tan difícil de definir con exactitud, podía no
ser más que una coartada, una falla sobre la que, precisamente por su borrosi-
dad o los espacios que dejaba para las dudas, se podía argüir y redargüir. Es el
de Francisca Zambrano y Pablo de Retes. Ella, hija de un hacendado de
Huaura, se había casado con el mayordomo de sus padres, quien, según dijo
después, la había violado para obligarla al matrimonio. En los documentos en
que Francisca pedía la nulidad , afirmaba que antes del matrimonio el tal Pa-
blo había pregonado que "era de calidad sangre y nobler(l", cuando en reali-
dad se supo más tarde que descendía de esclavos. Su propia ni.adre había na-
cido cautiva y sus parientes tenían una casa de trato en el Cercado, el barrio
de las castas de Lima.
a) Metáforas y camuflaje
La "revolución" freudiana con sus consecuencias y la evolución ulte-
rior de las costumbres, sobre todo en los últimos decenios, han hecho del
sexo -tema en muchos aspectos tabú hasta entonces- una especie de prota-
gonista privilegiado del discurso contemporáneo. Por razones obvias, todo lo
relacionado con la libido ha desempeñado siempre en los problemas matri-
moniales un papel importante, constituyendo un terreno predilecto donde se
expresaban o por lo menos se manifestaban las tiranteces y las desavenencias.
En la documentación que aquí nos interesa, si bien es cierto que hay
un lenguaje del cuerpo , también es indudable que en él las más de las veces el
sexo y sus problemas se manifiestan de manera esencialmente alusiva o meta-
fórica y por diversas razones: codificación social de la época, perspectiva so-
bre este tipo de realidad sin lugar a dudas diferente de la que tenemos hoy ,
pero también búsqueda de la mayor eficacia posible por parte de los deman-
dantes, dado que, salvo en casos de impotencia o de no consumación, los juz-
gados eclesiásticos solían considerar que las desavenencias sexuales no consti-
tuían motivo suficiente como para poner fin a un matrimonio. En el otro ex-
tremo , como las manifestaciones de la sexualidad que se situaban fuera de la
norma entonces vigente (sodomía, homosexualidad , bestialidad , etc.) eran de
la competencia de la Inquisición, es normal que tampoco las encontremos en
la documentación que llegaba a las manos de los canónigos del tribunal epis-
copal.
Por los motivos expuestos más arriba, las demandantes insistían en-
tonces no sobre los problemas en sí, sino más bien sobre sus consecuencias o
las soluciones -casi siempre de violencia- con que sus esposos trataban de
resolverlos. Juana de Barragán, casada desde hacía menos de un año con Luis
Fernández, argumentaba su petición de divorcio con el hecho de que durante
la noche nupcial su esposo la había amenazado con una espada. No explicaba
tal actitud. Sólo más tarde en su alegato revelaba que ella siempre se había
negado a consumar el matrimonio (D. 1655). Ana Jusepa de Rus se quejaba
de su marido , Manuel de Figueroa, ya que "sin haverle dado caussa ni oca-
ssión ... estando acostada en (su) cama" éste se le había venido encima, le
b) Celps y vigilancia
En la cuestión de los celos era donde se trasparentaba todo esto con
más_nitidez y donde, una vez más, los maridos con problemas creían encon-
trar .una solución gracias a la violencia o, por lo menos, al temor. En efecto,
las quejas de este tipo provenían prácticamente todas de las mujeres. Era muy
excepcional que un hombre interpusiese divorcio por celos de su esposa, aun-
que se puede citar el caso del tendero Ignacio de Castro, a quien su mujer es-
piaba constantemente y perseguía con insultos en su tienda, lo cual le hacía
la vida imposible y concluía por ahuyentar a su clientela femenina (D . 1681
yL.M.1681).
Algunos celosos intentaban apartar a sus mujeres de las tentaciones y
de posibles rivales c'onfinándolas en sus casas o en lugares muy retirados y
prohibiéndoles prácticamente todo trato humano . Juana Ferrer, esposa desde
hacía quince años de Joseph Serrano, denunciaba a éste por haberla tenido la
mayor parte del tiempo "enserrada sin permitir que biesse ni hablasse a per-
sona alguna hombre ni muger" (D. 1682). Caso más dramático había sido el
de María de Cuba y Pedraza. Antonio de Leyva Peñaranda, con quien se ha-
bía casado 28 años antes, la había obligado a vivir durante 16 años en una
viña aislada, sita a tres leguas'de lea, y con la única compañía de los esclavos
negros, prohibiéndole salir incluso para confesarse e ir a misa. Sólo la prisión
de su esposo a raíz de una reyerta con un familiar de la Inquisición le permi-
tió acabar con su confinamiento· y pedir el divorcio , que significaba, por fin ,
la libertad (D . 1665).
La vigilancia que ejercían algunos esposos tenía proporciones y ras-
gos verdaderamente enfermizos. Nicolasa de Ugalde y Ulloa, que obtuvo el
divorcio en 1650, contaba cómo Eulogio del Salto, su marido , la perseguía
hasta las casas de sus amigas cuando ella las visitaba; cómo allí, demudado y
empuñando la espada, andaba buscando posibles galanes y cómo un día ha-
bía dado estocadas a un cochero "por berla en carroc;:a que no hera suya sin
que supiese la causa que había precedido para que fuesse en ella quando la
tenía propia y no precedido otra cosa ni mala sospecha" (D. 1659).
Verdadera obsesión también era la de Silvestre Martínez, que sin que
su esposa, la chichera Juana de Velasco , le hubiese dado sospecha -por lo
menos es lo que afirmaba ésta- "a cada instante " le reprochaba supuestos
adulterios y le pegaba para que confesase. Juana de Velasco tenía un hijo de
once años nacido de un matrimonio anterior. Como su padrastro le daba tan
mal trato·, su madre lo defendía, lo cual llevaba al tal Silvestre Martínez a de-
satarse en insultos de lo más soeces ("me dise que me deve fornicar que por
esto buelbo por él")(D. 1672).
Los orígenes de semejantes actitudes eran diversos: sospechas de que
los hijos fuesen adulterinos, decepción obsesiva de que la esposa no hubiera
llegado virgen al matrimonio ("cogiendo por ocasión el desir que no avía lle-
gado con la integridad que jusgaba", Petronila Bravo, D. 1676), celos retros-
pectivos por un amancebamiento anterior (María de la Rosa Guerra, D.
1695 ), temores de que la elegancia de la esposa no fuera sino signo de in-
confesables galanteos, como le sucedía a Juana Fernández de los Santos, a
quien su marido , el cajonero Pedro López Hernández, maltrataba
"sin más ocasión -decía ella- que trat~r del aseo de mi persona, se-
gún y en la forma que es decente a las mugeres de mi estado, conci-
biendo sólo della temerarios pensamientos que le obligan de ordina-
rio a executar los dichos malos tratamientos sin que aya esperanc;:a de
enmienda" (D. 1670).
No hay que ocultar, por supuesto, que los celos también podían no
ser más que una coartada por parte de maridos que querían deshacerse de sus
esposas y les hacían la vida imposible o encontraban en esas acusaciones una
justificación a posteriori de los sufrimientos que les hacían padecer. En el
otro extremo, parece que algunas sospechas pueden haber tenido cierto fun-
damen,to . El capitán Luis Romero Ramírez, del Callao, encontró una carta
de amor del puño y letra de su mujer. Esta solicitó el divorcio porque su ma-
rido nunca creyó que ella la había redactado para agradar a una amiga analfa-
beta (D. 1659). A la vuelta de un largo viaje de su esposo , Francisca Carvajal
c) El argumento de la enfermedad
Los problemas físicos desempeñaban a menudo en los expedientes un
papel mucho más directo e importante. Por ejemplo, entre las causas de di-
vorcio aducidas por las mujeres figuran quejas por el mal olor despedido por
el esposo. A los quince días de casada, Ana Jusepa de Rus denunciaba así a
Manuel de Figueroa:
"Tiene tan pestífero olfato en la voca y tan pésimo en los pies que
caussa tóssigo a los sentidos y no es posible estar ni coabitar con él
menos que con gravíssima penalidad y desabrimiento peor que si
asistiese en un lugar muy inmundo y de pestífera y contajiosa corrup-
ción" (D. 1670).
El esposo negaba rotundamente tal acusación, afirmando que consta-
ba "por vista de ojos" lo contrario.
Es de notar, sin embargo, que en este caso, como en todos los del mis-
mo tipo , el argumento del hedor no venía sino en tercera, cuarta o quinta
posición en la lista de las recriminaciones, un poco a manera de remate en la
medida en que por sí solo no hubiera bastado para convencer a los jueces
eclesiásticos. Así, Ana Jusepa de Rus también se quejaba de que su marido la
pegaba desde el cuarto día de su matrimonio y de que se había casado a ins-
tancias de sus familiares, convencidos de que el tal Manuel "hera hombre de
caudal siendo así que no tenía más que una camisa en el cuerpo . .. ".
Otras veces, las demandantes insistían en que ese pestilencia! olor era
síntoma de una enfermedad oculta , pero muy molesta, que imposibilitaba
todo trato matrimonial y sobre la que no se escatimaban detalles asquerosos,
pero capaces de conmover a los canónigos:
caso que, según reza un conocido refrán francés, les gens heureux n'ont pas
d'histoire(s) y por eso mismo no han dejado constancia de su felicidad.
Nuestro propósito, de toda forma, no consistía en proponer una defi-
nición de esa normalidad conyugal, sino más bien en investigar lo que tanto
los comportamientos abusivos como las actitudes de las propias víctimas fren-
te a ellos nos podían revelar de los trasfondos mentales y sociales de la época.
Ricardo Palma y sus seguidores de la literatura limeñista se han com-
placido en dibujar una imagen mítica de la mujer colonial, imagen seductora
y dinámica de una mujer que en muchos aspectos dominaba su destino. Aquí,
las quejas que los expedientes nos presentan, sea sobre problemas reales o tan
sólo verosímiles, nos remiten a una humanidad dominada y a menudo sufri-
da, que pertenece más bien a la 'gran masa de los silenciosos -mejor, de los
silenciados- de la Historia. A este propósito, la documentación aquí utiliza-
da plantea también otro problema, el de la validez de los espacios de cuestio-
namiento que las propias fuerzas de cohesión social, en este caso la Iglesia,
dejaban a los individuos, a quienes por otra parte contribuían a encasillar y a
presionar.
En fin, a lo largo de este estudio, en repetidas ocasiones hemos visto
cómo jugaban correlativamente norma y transgresión, de manera variable y a
veces muy sutil, lo cual viene a ser una contribución más al rescate de la com-
plejidad de una sociedad cuyos mecanismos internos, tanto a nivel de lo so-
cial como de lo mental, distan mucho de las sencillas relaciones de fuerzas
que a veces se han presentado.
Bernard Lavallé
Institute d'Etudes lbériques
et Ibéro-Américaines
Université de Bordeaux III
Esplanade des Antilles,
Domaine Universitaire
33-Talence, Francia
NOTAS
( 1) Bemard Lavallé. "La population conventuelle de Lima (XVI 0 -xvn° siefle): appro-
ches et problemes". En : Lima dans la réalité péruvienne, A.F.E.R.P.A., Grenoble,
1975, pp. 167-196.
(2) Véanse, por ejemplo, los estudios recopilados por Asunción Lavrín en Latin ameri-
can women: historical perspectives. Greenwood press. Westport, 1978.
(3) Luis Martín. Daughters of the conquistadores: women of the viceroyalty of Peru.
Univ. of New Mexico Press. Albuquerque, 1983; en particular el cap. 5.
( 4) Alberto Flores Galindo y Magdalena Chocano. "Las cargas del sacramento", Revista
Andina, 2, 2: 403-431. Cusco.
(5) A manera de comparación hemos buscado esta misma documentación en el Archivo
Arzobispal de Cusco. Desgraciadamente, los expedientes que conserva son muy po-
cos y no presentan, además, diferencias con los de Lima.
(6) La historia tanto jurídica como teológica del divorcio y de la nulidad del matrimo-
nio, por ser· larga y antigua, ofrece una importante bibliografía. Véase J ean Gaude-
met y Marie Zimmermann. "Bibliographie intemationale d'histoire du mariage",
Societés et mariage. CERDIC. Estrasburgo, 1980, pp. 454-477. En lo tocante a la
América colonial, véase, sobre todo para lo referido a los indígenas, Daisy Rípodas
Ardanaz. El matrimonio en Indias: realidad social y regulación jurídica. Buenos
Aires, 1977; en particular la parte Ha.
(7) Véanse sus cartas del I.IV.1595 y 30.111.1601 (A.G.I., Quito 76 y Lima 305).
(8) Carta del 23.11.1662 (A.G .l., Lima 6 2). Ya había escrito sobre el particular dos me-
ses antes ( carta del 25 .1, ibid.).
(9) Véase D. Rípodas Ardanaz, op. cit., p. 386.
(10) Véase a este respecto los comentarios que hacemos al estudio de A. Flores y M.
Chocano, publicados con otros a continuación de dicho estudio.
(11) En adelante citaremos los expedientes por el nombre y apellido del demandante y el
año del documento, en la medida en que en el Archivo Arzobispal de Lima vienen
clasificados cronológicamente. La letra indica si se trata de divorcio (D), nulidad
(N), litigio (L) o causa criminal (C).
(12) Muy reveladores de la mentalidad de la época son los siete expedientes de nulidad (y
los cinco de divorcio) -interpuestos casi a medias por hombres y mujeres- a raíz de
casamientos precipitados y "por temor a Dios" de amancebados aterrorizados por el
famoso terremoto de 1687.
(13) Para un análisis de los expedientes de nulidad de profesión de los frailes y las com-
paraciones que se pueden establecer con los documentos de nulidad de matrimonio
en lo tocante a la actitud de las familias, véase nuestro estudio citado en la nota 1.
(14) Sobre las pésimas condiciones de vida en la Caridad, véase la c;arta adjunta al expe-
diente de Feliciana Magallanes (N. 1686), a quien su marido quería depositar allí.
Con palabras elocuentes describía la escasez de camas y alimentos, la promiscuidad
y las enfermedades.
(1 S) Este tipo de casamiento no era el único en plantear al promotor fiscal difíciles pro-
blemas jurídicos. Cabe citar también los casamientos por procuración celebrados sin
que la esposa y los representantes del novio supieran que éste acababa de cambiar
de parecer y de revocar el poder que había dado (Antonia Bravo de Lagunas, N.
1664;Josefade Loaiza, N. 1677;DiegoGarcía,N. 1674) . .
(16) A raíz de los gravísimos sucesos que provocó en Lima la imposición de la alternativa
a los franciscanos en 1681, algunos testigos ( el provincial jesuita Francisco del Cua-
dro, criollo de Chucuito, y el contador español D. Juan de Sayceta y Cucho) afirma-
ron que "el veneno de las pasiones nacionales" llevaba al divorcio a no pocas fami-
lias (cartas del 14.1.1681, A.G.I., Lima 338). Si bien un examen minucioso de la do-
cumentación de esos años revela la existencia de algunos casos en que \!Se problema
es aludido de una forma u otra, su número no llega a ser significativo. '