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En la primera entrada de este blog, hace un poco más de un año, hablé de las
técnicas que usamos los seres humanos para darle sentido a un mundo
irremediablemente demasiado complejo para nosotros. Tejemos narrativas,
pequeñas historias coherentes consigo mismas, modelos simplificados de la
realidad, suficientemente simples para poderlos abarcar con nuestra mente, y
suficientemente atrayentes a nivel emocional como para que los aceptemos.
Usamos estas narrativas para explicarnos el mundo en que vivimos.
Sin ir más lejos, todo lo que experimentamos a lo largo de nuestras vidas (el
ordenador que tienes delante, por ejemplo, o el ruido del teléfono) son
representaciones o modelos mentales creados por nosotros mismos, a través de
los cuales adaptamos a nuestras capacidades una realidad demasiado compleja
para nosotros. Estas representaciones son inevitablemente subjetivas; tienen
necesariamente nuestra propia impronta, y vienen a ser un reflejo de nosotros
mismos. De aquí sale la idea, presente en varias tradiciones esotéricas, de que la
realidad experimentada (el macrocosmos) es un reflejo de quien la experimenta
(el microcosmos). Las representaciones de la realidad que se hagan una abeja
melífera, una lombriz de tierra o un roble serán profundamente diferentes a las
que nos hacemos nosotros, ¿pero quiénes somos para decir que las nuestras son
correctas y las suyas erróneas? Incluso podemos argumentar que nuestras
nociones de espacio y tiempo, que consideramos tan “obvias”, son
necesariamente subjetivas; otros seres pueden experimentar éstos en formas
diferentes, o incluso no experimentarlos en absoluto.
Este matiz (la diferencia entre “nuestra realidad” y “la realidad en sí misma”),
incluso en los casos en que es reconocido, es hoy día normalmente tratado como
algo insignificante. En el imaginario colectivo viene a ser uno de aquellos detalles
anecdóticos que solamente sirven para entretener a los filósofos en disquisiciones
triviales. Aunque no experimentemos la realidad directamente, a efectos
prácticos, es como si lo hiciéramos, y discutir sobre este tema es querer
complicarse la vida innecesariamente.
Hubo un tiempo en que tendía a estar de acuerdo con esta visión más
“pragmática” de las cosas. Hoy día, no obstante, ya no me es posible seguir
pensando así. No es un detalle insignificante. Es un detalle que lo cambia todo.
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Tal como muestran los dos ejemplos anteriores, esta absoluta ceguera respecto a
amplias capas de la realidad ocurre no sólo a nivel individual; ocurre en
sociedades y culturas enteras. Un individuo tiene una idea de lo que es cierto o
falso, de lo que vale la pena discutir y de lo que es absurdo, en un cuadro mental
tejido por diferentes narrativas. A su vez, este cuadro mental será a grandes
rasgos compartido por una gran mayoría de miembros de su entorno (si el
individuo no es un excéntrico sin remedio). En una sociedad concreta, en que sus
individuos están en contacto frecuente, y que no recibe apenas influencias del
exterior, todos tenderán a representarse el mundo en formas muy similares.
Compartirán mucho más que lo que les separa. Y esto puede ocurrir tanto en una
tribu aislada en Nueva Guinea como en una sociedad globalizada (pues esta
última también está aislada de influencias del – espacio – exterior).
Veamos por ejemplo un poco del cuadro del mundo que tenían los habitantes de
la Europa medieval, el conjunto de representaciones con las que se explicaban el
mundo: lo que C.S. Lewis llamó el “antiguo Modelo”. A sus ojos había cosas
evidentes, cosas absurdas, problemas que importaban, preguntas que cabía
hacerse, conocimientos que valía la pena tener, etc.
Los medievales tenían, por ejemplo, una idea clara de cómo era el universo
“físico” (idea heredada de la civilización clásica greco-romana), con la Tierra
(esférica) en el centro, rodeada por ‘siete esferas’ en las que estaban ubicados los
‘siete planetas’ (incluidos la Luna y el Sol). Más allá de la séptima esfera estaba el
Stellatum, donde habitaban las estrellas fijas, y más allá de eso, una esfera
llamada Primum Mobile, o Primer Móvil, responsable del movimiento de los
demás cuerpos celestes. Ese era el fin del universo “material”. Más allá de eso no
había espacio ni tiempo, sino simplemente, en palabras de Dante, “luz pura, luz
intelectual, llena de amor”. Esa imagen del mundo, completamente diferente a la
nuestra, despertaba en ellos sentimientos y sensibilidades muy diferentes a los
que tenemos nosotros cuando miramos al espacio. Mientras nosotros miramos al
cielo y quedamos sobrecogidos ante la infinita vastedad cósmica, con distancias
inimaginables de espacio vacío, frío y silencioso, y con millones y millones de
galaxias con millones y millones de estrellas cada una, ellos miraban al cielo y
veían algo que, dentro de su inmensidad, era “abarcable”, con una forma concreta
y ordenada. El universo medieval vendría a ser, en palabras de Lewis, algo así
como un “gran edificio”, esencialmente diferente al espacio sin límites ni
horizonte que vemos nosotros. Todas las partes de ese universo existían “en
armonía” con el todo. No había silencio, frío ni oscuridad. Había música, calor y
luz.
A diferencia de nosotros, los medievales veían la consciencia como algo
esencialmente diferente e independiente de la materia, y no una manifestación
de ésta. Por eso, la existencia del alma, hoy día rechazada, era una obviedad
palmaria, algo de absoluto sentido común. Esta independencia de la consciencia
respecto a la materia, asimismo, les permitía postular la existencia de una gran
variedad de seres que no existían en el “plano material”, o sólo lo hacían en ciertas
ocasiones concretas, estando su residencia habitual en planos menos corpóreos.
Hablo no sólo de Dios, sino de las nueve clases de ángeles que actuaban como
intermediarios entre éste y los humanos, o de las hadas, que habitualmente
entraban en contacto con los humanos y cuyo origen y naturaleza eran objeto de
discusión, así como muchas otras entidades (fantasmas, demonios, espíritus de
todo tipo, etc.).
Y es que una de las cosas que diferencian a nuestra cultura de todas las demás
que han existido en el pasado es, según nos repetimos con insistencia, que
basamos nuestro conocimiento en evidencias empíricas en vez de en
supersticiones y creencias sin fundamento. Después de todo, si sabemos que la
concepción del mundo de los medievales es falsa es porque lo hemos demostrado
científicamente. Y creo que ahora ha llegado el momento de empezar a indagar
en el conjunto de representaciones por los que nuestra propia sociedad explica
cómo es el mundo en que vivimos y cuál es nuestro lugar en él. Dicho en otras
palabras, vamos a comenzar a explorar el “modelo moderno” de la realidad.
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No es sino desde la altura intelectual que hemos alcanzado que podemos observar
los limitados conocimientos de nuestros predecesores y sus estrafalarias
creencias. Podemos estudiar de forma científica el comportamiento y las
creencias de los humanos de épocas pasadas, como si de ratas de laboratorio se
trataran. Sorprendidos por lo que parecen evidentes muestras de locura de
nuestros antepasados (pensemos, sólo para empezar, en los dioses, los santos, los
milagros, los espíritus, la magia, la astrología o la alquimia), nos vemos en la
necesidad de desarrollar hipótesis antropológicas, sociológicas y psicológicas
(véase por ejemplo La Rama Dorada de James Frazer, o Religion Explained, de
Pascal Boyer) que expliquen los orígenes de delirios tan incomprensibles como
las creencias religiosas. Podemos establecer jerarquías entre las sociedades del
pasado, clasificándolas según su “nivel de evolución” (sociedades tribales,
civilizaciones neolíticas, de la edad de bronce, de la edad de hierro, etc., hasta
llegar a nuestra sociedad).
A ojos de muchos “modernos”, parece que los seres humanos tenemos esa
naturaleza dual: tenemos la capacidad seguir el camino correcto, el camino del
conocimiento objetivo y basado en evidencias, pero las arcanas fuerzas de la
ignorancia y la superstición siempre están al acecho, preparadas para tentarnos
con sus superfluas atracciones y hacernos “involucionar”.
Durante esta etapa crucial, grandes figuras como Nicolás Copérnico, Johannes
Kepler o Galileo Galilei demostraron que la Tierra no era el centro del universo
(a pesar de las resistencias de la Iglesia, institución que encarnaba las fuerzas
“negativas” del pasado, de la credulidad y de lo primitivo). Según nuestro modelo,
esto suponía un duro correctivo de humildad para la humanidad, acostumbrada
en ese entonces a creerse el niño mimado de Dios y a asumir que habitaba en el
ombligo del universo. Al mismo tiempo, se abandonaba la idea absurda de que
los planetas estuvieran vivos; no se movían a través del espacio porque les
apeteciera, sino porque, como cuerpos inertes en el espacio que eran, tenían que
obedecer las implacables leyes de la física. De la misma forma, aprendimos,
gracias a Isaac Newton, que las cosas no caían al suelo porque estuvieran
enamoradas de la Tierra, tal como habían creído los medievales; la responsable
era la ley de la gravedad.
A la luz de todas estas verdades descubiertas por la Ciencia, sigue la historia, una
parte enorme de la herencia cultural que hemos recibido de nuestros antepasados
puede ser cómodamente desechada. ¿Qué sentido tiene la religión, por ejemplo,
si el origen y la evolución de la vida y el universo se pueden explicar a partir de
fenómenos puramente mecánicos, causales, sometidos a las leyes de la física?
¿Por qué inventarnos seres indemostrables para explicar cosas que
potencialmente podríamos llegar a demostrar desde principios empíricos y
racionales? En este terreno, lo único que queda es ir puliendo cada vez más
nuestro conocimiento de las leyes que gobiernan el universo, hasta que llegue el
brillante astrofísico que nos revelará los más recónditos secretos del cosmos con
la teoría física definitiva. No hay ninguna necesidad de inventarse seres
sobrenaturales para explicar lo desconocido.
Las “grandes mentes” de nuestro tiempo identifican a otra víctima del desarrollo
del conocimiento. No es sólo la religión: la Ciencia ha fagocitado también a la
filosofía. La mayor parte de los asuntos que habían entretenido a los filósofos
durante milenios son ahora explicados o desmentidos por los científicos con
exactitud matemática, y la filosofía, estupefacta, no ha sabido reaccionar. Es
como si de repente, después de siglos y siglos tocando a tientas las paredes de una
habitación oscura, a alguien se le hubiese ocurrido encender la luz. Lo único que
le queda a la filosofía son disquisiciones banales, juegos intelectuales abstractos
sin ninguna relación con la realidad. Ante la llegada del método científico, y en
comparación con éste, la filosofía ha demostrado profundas carencias a la hora
de alcanzar la verdad. El recientemente fallecido Stephen Hawking lo resumía en
las siguientes palabras al principio de su libro The Grand Design: “la filosofía ha
muerto. La filosofía no se ha mantenido al corriente de los desarrollos modernos
de la ciencia, en particular de la física. Los científicos se han convertido en los
portadores de la antorcha del descubrimiento en nuestra búsqueda de
conocimiento”.
En un cierto sentido, parece que a lo largo del tiempo vayamos descubriendo los
auténticos campos del conocimiento, mientras vamos abandonando los antiguos
(teología, filosofía, alquimia, etc.) al quedar estos últimos obsoletos y
demostrársenos inútiles y/o falsos.
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Lo anterior forma parte del “modelo moderno” de la realidad. Tal como hemos
visto, uno de los principios centrales de este modelo es que se precia de ser
objetivo, o al menos de volverse más objetivo conforme pasa el tiempo, y esto lo
hace esencialmente diferente a los modelos de las culturas antiguas, tan llenos de
errores flagrantes y “provincianos”. Pero todos los modelos que podamos
concebir tienen que ser inevitablemente subjetivos. No podemos salir de ellos y
observarlos, objetivamente, desde la distancia. Forman parte de “nuestra
realidad”. Por lo tanto, cuando decimos que nuestra visión del mundo es mejor
que las anteriores, lo hacemos desde una posición necesariamente subjetiva,
desde nuestro propio “modelo moderno”. La imagen de la evolución humana
como un camino desde la Superstición hasta la Razón forma parte de “nuestra
realidad”, no de “la realidad en sí misma”. Claro que nuestro modelo es mejor;
eso es lo que todos dicen.
¿Tiene razón?