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El Gran Edificio de la Humanidad

En la primera entrada de este blog, hace un poco más de un año, hablé de las
técnicas que usamos los seres humanos para darle sentido a un mundo
irremediablemente demasiado complejo para nosotros. Tejemos narrativas,
pequeñas historias coherentes consigo mismas, modelos simplificados de la
realidad, suficientemente simples para poderlos abarcar con nuestra mente, y
suficientemente atrayentes a nivel emocional como para que los aceptemos.
Usamos estas narrativas para explicarnos el mundo en que vivimos.

En dicho primer artículo puse de ejemplos algunas narrativas bastante


ambiciosas: la muerte de Jesús, el gran mito histórico del comunismo, y el New
Deal de la era Roosevelt. Cada una de estas tres historias es un modelo o
representación de la realidad creado por nosotros, que pretende explicar partes
del universo relativamente grandes. Pero este proceso de adaptación y
simplificación de la realidad ocurre a un nivel mucho más fundamental y en
situaciones mucho más mundanas.

Sin ir más lejos, todo lo que experimentamos a lo largo de nuestras vidas (el
ordenador que tienes delante, por ejemplo, o el ruido del teléfono) son
representaciones o modelos mentales creados por nosotros mismos, a través de
los cuales adaptamos a nuestras capacidades una realidad demasiado compleja
para nosotros. Estas representaciones son inevitablemente subjetivas; tienen
necesariamente nuestra propia impronta, y vienen a ser un reflejo de nosotros
mismos. De aquí sale la idea, presente en varias tradiciones esotéricas, de que la
realidad experimentada (el macrocosmos) es un reflejo de quien la experimenta
(el microcosmos). Las representaciones de la realidad que se hagan una abeja
melífera, una lombriz de tierra o un roble serán profundamente diferentes a las
que nos hacemos nosotros, ¿pero quiénes somos para decir que las nuestras son
correctas y las suyas erróneas? Incluso podemos argumentar que nuestras
nociones de espacio y tiempo, que consideramos tan “obvias”, son
necesariamente subjetivas; otros seres pueden experimentar éstos en formas
diferentes, o incluso no experimentarlos en absoluto.

Todas las representaciones e imágenes que experimentamos no existen fuera de


nosotros, o al menos no existen en las formas en que las percibimos. Son símbolos
creados por nosotros mismos. Forman parte de nuestra realidad y están
irremediablemente conectados a nosotros; no forman parte de la realidad en sí
misma (o la “cosa en sí misma”, en la terminología de Immanuel Kant) de la cual
poca cosa podemos saber, más allá de que, como cualquier físico cuántico puede
atestiguar, es de una complejidad mareante.

Asimismo, cuando pasamos a construir narrativas verbalizadas como las del


principio del artículo (valiéndonos para ello de representaciones más simples),
nos alejamos aún más de la “realidad en sí misma” y nos adentramos más en el
reino de lo simbólico. Cuanto más abstractos sean los conceptos que usamos más
nos hundiremos en el océano de los símbolos.

Este matiz (la diferencia entre “nuestra realidad” y “la realidad en sí misma”),
incluso en los casos en que es reconocido, es hoy día normalmente tratado como
algo insignificante. En el imaginario colectivo viene a ser uno de aquellos detalles
anecdóticos que solamente sirven para entretener a los filósofos en disquisiciones
triviales. Aunque no experimentemos la realidad directamente, a efectos
prácticos, es como si lo hiciéramos, y discutir sobre este tema es querer
complicarse la vida innecesariamente.

Hubo un tiempo en que tendía a estar de acuerdo con esta visión más
“pragmática” de las cosas. Hoy día, no obstante, ya no me es posible seguir
pensando así. No es un detalle insignificante. Es un detalle que lo cambia todo.

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Como ya hemos dicho, modificamos y simplificamos la realidad para poder


abordarla con nuestras modestas capacidades. Pero como pasa en todo proceso
de simplificación, hay partes de la realidad que son rechazadas y quedan fuera del
cuadro de “nuestra realidad”. Esto hace que nuestro cuadro de la realidad sea
incompleto. Es más, debido al enorme desequilibrio que existe entre una realidad
de una complejidad inabarcable y las capacidades profundamente limitadas de
los seres humanos, la parte de la realidad que queda “fuera del cuadro” es
inevitablemente mucho mayor que la que está dentro de él.

Podemos observar esta circunstancia en todas partes. Pensemos por ejemplo en


las típicas tertulias políticas de radio o televisión, en que, aunque según el
presentador “se cubren todos los puntos de vista”, en realidad todos los
contertulios comparten de forma tácita mucho más que lo que les divide.

Quién no se ha encontrado nunca, por ejemplo, con el clásico debate sobre la


energía, normalmente consistente en una discusión sobre cual o cuales fuentes
de energía deberían alimentar a la economía industrial globalizada. No hace falta
haber presenciado muchos debates del estilo para conocer perfectamente los
argumentos que se van a exhibir: los proponentes de los combustibles fósiles
acusarán a las energías renovables de no estar preparadas y de encarecer los
precios de la electricidad, mientras que los proponentes de las energías
renovables acusarán a los combustibles fósiles de ser la energía del pasado, de ser
sucias y de causar el cambio climático. Todo ello vendrá aliñado por el tradicional
ingeniero nuclear trasnochado que nos informará de lo bien que irían las cosas si
los políticos dejaran de tomar decisiones estúpidas, pusieran menos trabas a la
instalación de centrales nucleares y dieran más dinero para la investigación de
este tipo de fuente de energía, barata y limpia al mismo tiempo. Se afrontará el
debate básicamente como un asunto puramente técnico, y muchas de las
dimensiones sociales y políticas del asunto raramente entrarán en el horizonte de
los contertulios. Preguntas como, “¿para qué queremos toda esa energía?”
estarán ausentes; no están en el modelo, en la representación de la realidad de los
participantes en la conversación.

Algo similar podemos decir de los debates convencionales de economía política,


en muchos de los cuales parece que la única cuestión a aclarar es qué grado de
implicación deberían tener los estados y los gobiernos en la economía de un país,
y qué grado debería dejarse al sector privado. Todas las posiciones concebibles
pueden ubicarse en una línea recta cuyos extremos son, por un lado, una
economía de corte soviético en la que no existe el sector privado y todo está en
manos de los gobiernos (posición convencionalmente asociada con la izquierda
política), y por otro, una economía sin ningún tipo de regulación que opera bajo
la tutela de la mano invisible de Adam Smith (postura asociada con la derecha),
y en que el estado como mucho sirve para proteger la propiedad privada y
mantener la paz. En algún punto de estos dos extremos podríamos situar las
socialdemocracias “keynesianas”, y con eso, se supone, ya tenemos cubiertos a
grandes rasgos todos los puntos de vista imaginables. Fuera de la discusión, claro,
quedan los dogmas compartidos por todos, como la bondad y la inevitabilidad del
crecimiento, la mecanización y la producción en masa; tampoco se discutirá sobre
formas alternativas de organización de la economía que no puedan entrar en este
cuadro ideológico unidimensional.

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Tal como muestran los dos ejemplos anteriores, esta absoluta ceguera respecto a
amplias capas de la realidad ocurre no sólo a nivel individual; ocurre en
sociedades y culturas enteras. Un individuo tiene una idea de lo que es cierto o
falso, de lo que vale la pena discutir y de lo que es absurdo, en un cuadro mental
tejido por diferentes narrativas. A su vez, este cuadro mental será a grandes
rasgos compartido por una gran mayoría de miembros de su entorno (si el
individuo no es un excéntrico sin remedio). En una sociedad concreta, en que sus
individuos están en contacto frecuente, y que no recibe apenas influencias del
exterior, todos tenderán a representarse el mundo en formas muy similares.
Compartirán mucho más que lo que les separa. Y esto puede ocurrir tanto en una
tribu aislada en Nueva Guinea como en una sociedad globalizada (pues esta
última también está aislada de influencias del – espacio – exterior).

A su vez, los modelos simplificados de la realidad en una sociedad concreta se van


heredando de generación en generación, perpetuándose, muchas veces con
cambios mínimos. Un niño pequeño aprende a discernir lo que es cierto y
evidente de lo que es falso y absurdo porque sus mayores se lo enseñan. Es posible
que durante su etapa de crecimiento pase por un período de rebeldía en que
rechace los modelos de sus padres, pero incluso la forma de ese rechazo vendrá
definida por el modelo que está rechazando (el “campo de juego” será
básicamente el mismo; la diferencia es que él dirá “no” a lo que su entorno dice
“sí”, pero estará inconscientemente de acuerdo con su entorno a la hora de
identificar cuáles son los problemas y los conflictos que importan). Y cuando el
niño llegue a adulto, lo más probable (en una cultura que no esté en crisis) es que
acabe aceptando los postulados principales de la sociedad en la que vive.

Veamos por ejemplo un poco del cuadro del mundo que tenían los habitantes de
la Europa medieval, el conjunto de representaciones con las que se explicaban el
mundo: lo que C.S. Lewis llamó el “antiguo Modelo”. A sus ojos había cosas
evidentes, cosas absurdas, problemas que importaban, preguntas que cabía
hacerse, conocimientos que valía la pena tener, etc.

Los medievales tenían, por ejemplo, una idea clara de cómo era el universo
“físico” (idea heredada de la civilización clásica greco-romana), con la Tierra
(esférica) en el centro, rodeada por ‘siete esferas’ en las que estaban ubicados los
‘siete planetas’ (incluidos la Luna y el Sol). Más allá de la séptima esfera estaba el
Stellatum, donde habitaban las estrellas fijas, y más allá de eso, una esfera
llamada Primum Mobile, o Primer Móvil, responsable del movimiento de los
demás cuerpos celestes. Ese era el fin del universo “material”. Más allá de eso no
había espacio ni tiempo, sino simplemente, en palabras de Dante, “luz pura, luz
intelectual, llena de amor”. Esa imagen del mundo, completamente diferente a la
nuestra, despertaba en ellos sentimientos y sensibilidades muy diferentes a los
que tenemos nosotros cuando miramos al espacio. Mientras nosotros miramos al
cielo y quedamos sobrecogidos ante la infinita vastedad cósmica, con distancias
inimaginables de espacio vacío, frío y silencioso, y con millones y millones de
galaxias con millones y millones de estrellas cada una, ellos miraban al cielo y
veían algo que, dentro de su inmensidad, era “abarcable”, con una forma concreta
y ordenada. El universo medieval vendría a ser, en palabras de Lewis, algo así
como un “gran edificio”, esencialmente diferente al espacio sin límites ni
horizonte que vemos nosotros. Todas las partes de ese universo existían “en
armonía” con el todo. No había silencio, frío ni oscuridad. Había música, calor y
luz.
A diferencia de nosotros, los medievales veían la consciencia como algo
esencialmente diferente e independiente de la materia, y no una manifestación
de ésta. Por eso, la existencia del alma, hoy día rechazada, era una obviedad
palmaria, algo de absoluto sentido común. Esta independencia de la consciencia
respecto a la materia, asimismo, les permitía postular la existencia de una gran
variedad de seres que no existían en el “plano material”, o sólo lo hacían en ciertas
ocasiones concretas, estando su residencia habitual en planos menos corpóreos.
Hablo no sólo de Dios, sino de las nueve clases de ángeles que actuaban como
intermediarios entre éste y los humanos, o de las hadas, que habitualmente
entraban en contacto con los humanos y cuyo origen y naturaleza eran objeto de
discusión, así como muchas otras entidades (fantasmas, demonios, espíritus de
todo tipo, etc.).

Podríamos seguir describiendo el “modelo medieval”, pero creo que la


descripción ya ha cumplido su objetivo, que era mostrar lo ajeno que era ese
mundo a nuestros ojos. Para un miembro educado de nuestra sociedad, casi todo
lo anterior es absurdo hasta niveles extravagantes. Se trata de una muestra de los
excepcionales niveles de estupidez a los que podemos llegar los seres humanos.
Las representaciones que los medievales se hacían del mundo que habitaban eran
obviamente “falsas”. Pero lo mismo podríamos decir de todas las culturas
antiguas de las que tenemos constancia. Da igual donde vayamos, si a Egipto, a
Babilonia, a China, a India o a la América pre-colombina. Todos tenían creencias
evidentemente absurdas, y sus concepciones del mundo eran erróneas y
profundamente incompletas. Podemos decirlo alto y claro, con la seguridad de
que (casi) nadie va a protestar.

El problema viene cuando trasladamos el foco de atención de las sociedades


pasadas a la cultura actual.

Y es que una de las cosas que diferencian a nuestra cultura de todas las demás
que han existido en el pasado es, según nos repetimos con insistencia, que
basamos nuestro conocimiento en evidencias empíricas en vez de en
supersticiones y creencias sin fundamento. Después de todo, si sabemos que la
concepción del mundo de los medievales es falsa es porque lo hemos demostrado
científicamente. Y creo que ahora ha llegado el momento de empezar a indagar
en el conjunto de representaciones por los que nuestra propia sociedad explica
cómo es el mundo en que vivimos y cuál es nuestro lugar en él. Dicho en otras
palabras, vamos a comenzar a explorar el “modelo moderno” de la realidad.

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Según el “modelo moderno” de la realidad, a través de la Ciencia y la Razón los


seres humanos hemos conseguido ir acumulando conocimientos verdaderos de
nosotros mismos y del mundo que nos rodea, basados en hechos constatados y
cuantificados. Así, a medida que nuestro saber va aumentando, las dudas se van
despejando en nuestro horizonte y podemos verlo todo con más claridad. Cosas
antaño desconocidas se vuelven evidentes, o evidentemente falsas, y el reino de
lo desconocido se va empequeñeciendo con cada año y cada década que pasa ante
el rodillo imparable del saber humano. Modelos anticuados como el medieval son
desechados por sus obvios errores. La luz de nuestro conocimiento va iluminando
cada vez más partes del mundo en el que vivimos, y la oscuridad está en retirada.

No es sino desde la altura intelectual que hemos alcanzado que podemos observar
los limitados conocimientos de nuestros predecesores y sus estrafalarias
creencias. Podemos estudiar de forma científica el comportamiento y las
creencias de los humanos de épocas pasadas, como si de ratas de laboratorio se
trataran. Sorprendidos por lo que parecen evidentes muestras de locura de
nuestros antepasados (pensemos, sólo para empezar, en los dioses, los santos, los
milagros, los espíritus, la magia, la astrología o la alquimia), nos vemos en la
necesidad de desarrollar hipótesis antropológicas, sociológicas y psicológicas
(véase por ejemplo La Rama Dorada de James Frazer, o Religion Explained, de
Pascal Boyer) que expliquen los orígenes de delirios tan incomprensibles como
las creencias religiosas. Podemos establecer jerarquías entre las sociedades del
pasado, clasificándolas según su “nivel de evolución” (sociedades tribales,
civilizaciones neolíticas, de la edad de bronce, de la edad de hierro, etc., hasta
llegar a nuestra sociedad).

Para muchos miembros de nuestra civilización es grande la tentación de


considerar a nuestros antepasados tremendamente estúpidos por creer en cosas
que hoy día parecen ridículas hasta para un niño pequeño. Incluso podemos
sentir un poco de vergüenza por pertenecer a la misma especie que ellos. Pero
realmente culparles está fuera de lugar: a los pobres diablos les tocó vivir en la
era pre-científica y pre-racional, y como consecuencia necesitaron dar rienda
suelta a su imaginación para darle sentido al universo.

De hecho, al pensar en ellos, muchos parecen tener sentimientos encontrados.


Por un lado, como ya he dicho, no podemos evitar sentirnos desconcertados por
muchas de las creencias de estos. ¿Cómo podían dar tamañas muestras de
ingenuidad y credulidad? Pero por otro lado, los respetamos, porque sin ellos no
habríamos podido llegar tan lejos: para llegar a las cumbres intelectuales
contemporáneas ha sido necesario que previamente nuestros antepasados
pusieran una gran multitud de piedras en los cimientos del Gran Edificio de la
Humanidad.

A ojos de muchos “modernos”, parece que los seres humanos tenemos esa
naturaleza dual: tenemos la capacidad seguir el camino correcto, el camino del
conocimiento objetivo y basado en evidencias, pero las arcanas fuerzas de la
ignorancia y la superstición siempre están al acecho, preparadas para tentarnos
con sus superfluas atracciones y hacernos “involucionar”.

Bajo este punto de vista, la Historia de la Humanidad tiene la apariencia de una


batalla librada durante milenios entre las fuerzas de la Razón y la Ciencia, por un
lado, y las de la Ignorancia y la Superstición, por otro. Por suerte, nuestra
naturaleza científica y racional, la que nos hace merecer el apelativo de “Sapiens”,
parece irle ganando terreno al oscurantismo medieval con el paso del tiempo. Así,
mientras las grandes figuras racionales y científicas de la Grecia antigua, como
Sócrates o Arquímedes, estaban en minoría y difundían su mensaje a un público
que en su mayor parte no quería escuchar, hoy día la concepción científica y
racional del mundo goza de tremenda popularidad entre la masa de la población.
Sin embargo, aunque en este sentido hayamos evolucionado, el peligro de “volver
atrás” hacia el fanatismo, la superstición y la fe ciega siempre está presente y da
frecuentes avisos (así fue interpretada por muchos la llegada de Donald Trump a
la Casa Blanca, por poner el ejemplo más en boga). En cualquier momento
nuestra evolución podría verse comprometida, hay que estar atentos y
esforzarnos en seguir avanzando.

Si observamos la narrativa más en detalle, veremos que uno de los momentos


clave en esta batalla milenaria entre las dos naturalezas de la humanidad ocurrió
durante los primeros siglos de la Edad Moderna, con el acontecer de la
Revolución Científica, con la llegada de la Edad de la Razón y con la Ilustración.
Estos eventos marcaron un antes y un después en nuestra historia. A partir de ese
momento, el combate de desniveló a favor de las fuerzas “positivas” de la razón,
el progreso y el futuro. El ritmo de nuestra evolución se aceleró enormemente a
nivel de conocimientos científicos, y como consecuencia, también a nivel
tecnológico, a nivel económico e incluso a nivel de libertades y derechos
individuales. Por fin podíamos ver con los ojos bien abiertos, ver cómo era el
mundo, sin que los dogmas del pasado nos coartaran y nos cegaran. Por fin
podíamos ser objetivos, ser científicos, y ver lo que siempre habíamos tenido
delante de nosotros.

Durante esta etapa crucial, grandes figuras como Nicolás Copérnico, Johannes
Kepler o Galileo Galilei demostraron que la Tierra no era el centro del universo
(a pesar de las resistencias de la Iglesia, institución que encarnaba las fuerzas
“negativas” del pasado, de la credulidad y de lo primitivo). Según nuestro modelo,
esto suponía un duro correctivo de humildad para la humanidad, acostumbrada
en ese entonces a creerse el niño mimado de Dios y a asumir que habitaba en el
ombligo del universo. Al mismo tiempo, se abandonaba la idea absurda de que
los planetas estuvieran vivos; no se movían a través del espacio porque les
apeteciera, sino porque, como cuerpos inertes en el espacio que eran, tenían que
obedecer las implacables leyes de la física. De la misma forma, aprendimos,
gracias a Isaac Newton, que las cosas no caían al suelo porque estuvieran
enamoradas de la Tierra, tal como habían creído los medievales; la responsable
era la ley de la gravedad.

Siguiendo con la narración, con nuestros siempre mejorados telescopios


podíamos observar cada vez más partes del universo, y mirásemos donde
mirásemos, no encontrábamos a ningún dios ni a ningún otro ser imaginario. El
universo se convirtió por fin a nuestros ojos en la inmensidad fría, vacía de vida
y de significado que siempre había sido, pero que nunca habíamos querido ver.
El universo, hemos descubierto, es como una máquina increíblemente compleja,
regida por las leyes de la física y no por un ente superior, y constituida por
ingentes cantidades de materia y energía que se mueven e interactúan entre sí de
forma pasiva. Incluso podemos elucubrar teorías científicas plausibles sobre el
origen del universo, sin necesidad de invocar a Creadores sobrenaturales.

De forma similar, nos hemos convencido de que los avances en biología y en


neurociencia nos han despertado de uno de los delirios más comunes de la era
pre-científica. Como ya hemos dicho antes, hasta no hace tanto tiempo, la gran
mayoría de personas habían considerado que la materia y la consciencia eran
sustancias esencialmente diferentes. En realidad, según fuimos descubriendo, la
sustancia básica del universo es la materia. Ésta, en ciertas condiciones, puede
organizarse en formas extremadamente complejas que llamamos seres vivos,
dando origen a la vida y a la consciencia, cuya existencia depende
irremediablemente de una base material y es una manifestación de ésta. De
hecho, lo que llamamos consciencia no deja de ser una ilusión generada por dicha
materia: nuestros cerebros vienen a ser algo parecido a máquinas que responden
a impulsos químicos y eléctricos, y nos engañamos pensando que el producto de
estos impulsos es algo esencialmente distinto al mundo de la materia.

De forma muy relacionada, otras ideas recurrentes de las sociedades pasadas,


como la idea de alma o la de espíritu, han sido identificadas por nuestra sociedad
como los mitos falsos que siempre habían sido. Por mucho que busquemos en el
interior del cuerpo humano con nuestros siempre mejorados microscopios y por
mucho que escrutemos la realidad con nuestros cada vez más numerosos y
variados aparatos de medida, no podemos encontrar ni rastro del alma o del
espíritu. Una vez aceptado todo esto, se hace evidente que no puede haber nada
después de la muerte. No vamos a resucitar para asistir a ningún juicio, ni
reencarnarnos, ni nada. Cuando morimos, es realmente el fin para nosotros; es
risible la idea de que “el alma” (sea lo que sea eso) sobreviva después de la muerte
de nuestros cuerpos, ya que al fin y al cabo nosotros somos nuestros cuerpos.

A la luz de todas estas verdades descubiertas por la Ciencia, sigue la historia, una
parte enorme de la herencia cultural que hemos recibido de nuestros antepasados
puede ser cómodamente desechada. ¿Qué sentido tiene la religión, por ejemplo,
si el origen y la evolución de la vida y el universo se pueden explicar a partir de
fenómenos puramente mecánicos, causales, sometidos a las leyes de la física?
¿Por qué inventarnos seres indemostrables para explicar cosas que
potencialmente podríamos llegar a demostrar desde principios empíricos y
racionales? En este terreno, lo único que queda es ir puliendo cada vez más
nuestro conocimiento de las leyes que gobiernan el universo, hasta que llegue el
brillante astrofísico que nos revelará los más recónditos secretos del cosmos con
la teoría física definitiva. No hay ninguna necesidad de inventarse seres
sobrenaturales para explicar lo desconocido.

Entonces, ¿qué le queda a la religión? Para algunos es una fuente de valores


morales, pero eso es difícilmente aceptable para muchos, teniendo en cuenta la
sangre que se ha derramado durante milenios en nombre de ésta, por no hablar
de las monstruosidades narradas en algunos de los libros sagrados. De hecho, no
sería aventurado decir que las personas se han vuelto menos violentas desde que
han dejado de tratar a la religión con seriedad.

Muchos concluyen, pues, que a efectos prácticos la Ciencia y la Razón se han


comido a la religión. Esta última constituye una reliquia del pasado, practicada
por la gente sin educación. Y presumiblemente, poco a poco también estos
últimos irán aceptando la superioridad de la Ciencia y la Razón, e irán
abandonando algo tan anticuado como las creencias religiosas.

Las “grandes mentes” de nuestro tiempo identifican a otra víctima del desarrollo
del conocimiento. No es sólo la religión: la Ciencia ha fagocitado también a la
filosofía. La mayor parte de los asuntos que habían entretenido a los filósofos
durante milenios son ahora explicados o desmentidos por los científicos con
exactitud matemática, y la filosofía, estupefacta, no ha sabido reaccionar. Es
como si de repente, después de siglos y siglos tocando a tientas las paredes de una
habitación oscura, a alguien se le hubiese ocurrido encender la luz. Lo único que
le queda a la filosofía son disquisiciones banales, juegos intelectuales abstractos
sin ninguna relación con la realidad. Ante la llegada del método científico, y en
comparación con éste, la filosofía ha demostrado profundas carencias a la hora
de alcanzar la verdad. El recientemente fallecido Stephen Hawking lo resumía en
las siguientes palabras al principio de su libro The Grand Design: “la filosofía ha
muerto. La filosofía no se ha mantenido al corriente de los desarrollos modernos
de la ciencia, en particular de la física. Los científicos se han convertido en los
portadores de la antorcha del descubrimiento en nuestra búsqueda de
conocimiento”.

En un cierto sentido, parece que a lo largo del tiempo vayamos descubriendo los
auténticos campos del conocimiento, mientras vamos abandonando los antiguos
(teología, filosofía, alquimia, etc.) al quedar estos últimos obsoletos y
demostrársenos inútiles y/o falsos.

Según la concepción moderna del mundo, entonces, nuestro conocimiento a lo


largo de la historia parece ir de falso a cierto, o de erróneo a correcto. Nuevos
estudios desmienten o confirman los pasados, y las ideas de una época se ven
“superadas” en la siguiente. Aunque nuestro conocimiento del mundo aún no sea
perfecto, se nos hace evidente que a medida que pasa el tiempo nuestra
representación del mundo se va acercando más y más a la realidad, y puede
explicar más y más fenómenos de ésta. Nuestro modelo va mejorando y
completándose, adaptándose cada vez mejor a la realidad.

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Lo anterior forma parte del “modelo moderno” de la realidad. Tal como hemos
visto, uno de los principios centrales de este modelo es que se precia de ser
objetivo, o al menos de volverse más objetivo conforme pasa el tiempo, y esto lo
hace esencialmente diferente a los modelos de las culturas antiguas, tan llenos de
errores flagrantes y “provincianos”. Pero todos los modelos que podamos
concebir tienen que ser inevitablemente subjetivos. No podemos salir de ellos y
observarlos, objetivamente, desde la distancia. Forman parte de “nuestra
realidad”. Por lo tanto, cuando decimos que nuestra visión del mundo es mejor
que las anteriores, lo hacemos desde una posición necesariamente subjetiva,
desde nuestro propio “modelo moderno”. La imagen de la evolución humana
como un camino desde la Superstición hasta la Razón forma parte de “nuestra
realidad”, no de “la realidad en sí misma”. Claro que nuestro modelo es mejor;
eso es lo que todos dicen.

Un proponente de la concepción moderna del mundo podrá contraargumentar el


párrafo anterior, afirmando que hemos “superado” la subjetividad al desarrollar
las herramientas objetivas de la Ciencia y la Razón. Es gracias a éstas, dirá, que
pisamos terreno firme. Es gracias a éstas, dirá, que podemos afirmar con
seguridad que nuestra representación del mundo es “más correcta” que las de las
sociedades pasadas.

¿Tiene razón?

Vamos a explorar la respuesta a esta pregunta en el próximo artículo.

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