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“Las palabras pertenecen a quien las usa sólo hasta que otro las
vuelva a robar”

Ediciones Imaginarias, primavera 2018

Ningún derecho reservado, alentamos cualquier tipo de re-


producción del texto presente. Que los muros de la legali-
dad y de la propiedad no coarten el libre circular de las
ideas.
¡PIRATEA, COPIA Y DIFUNDE!
2
CONTRIBUCIÓN A LA
GUERRA EN CURSO

DELEUZE/AGAMBEN/TIQQUN

Ediciones Imaginarias

3
Índice

¿Qué es un dispositivo? Gilles Deleuze 7


¿Qué es un dispositivo? Giorgio Agamben 19
“Una metafísica crítica podría nacer como
Ciencia de los dispositivos” Tiqqun 39

4
5
¿Qué es un dispositivo?
Gilles Deleuze

L
a filosofía de Foucault se presenta a menudo
como un análisis de “dispositivos” concretos.
Pero ¿qué es un dispositivo? En principio, es una
madeja, un conjunto multilineal. Se compone de líneas de
diferente naturaleza. Y estas líneas del dispositivo no deli-
mitan ni acotan sistemas homogéneos en sí mismos -el ob-
jeto, el sujeto, el lenguaje—, sino que siguen direcciones y
trazan procesos siempre desequilibrados que unas veces se
reúnen y otras se alejan entre ellos. Cada línea está que-
brada, sometida a variaciones de dirección, bifurcaciones y ra-
mificaciones, a derivaciones. Los objetos visibles, los enun-
ciados formidables, las fuerzas vigentes, los sujetos posicio-
nados son como vectores o tensores. Así, las tres grandes
instancias que Foucault distinguirá sucesivamente: Saber,
Poder y Subjetividad, no alcanzan de ningún modo un per-
fil definitivo, sino que son cadenas variables que rivalizan
entre sí.
Foucault descubre una nueva dimensión, una línea
nueva, siempre mediante una crisis. Los grandes pensado-
res son un poco sísmicos, no evolucionan sino que trabajan
por crisis, por sacudidas. Pensar en términos de líneas mó-
viles era el trabajo de Hermann Melville, y poseía líneas de


Traducción de Javier Palacio Tauste, 2011.
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pecado, líneas de inmersión, peligrosas, incluso mortales.
Hay líneas de sedimentación, dice Foucault, pero también
líneas de “fisura”, de “fractura”. Desenredar las líneas de
un dispositivo, caso por caso, es trazar un mapa, cartogra-
fías explorar tierras desconocidas, esto es lo que él llamaba
“trabajo sobre el terreno”. Hay que instalarse en las líneas
mismas, que no se conforman con componer un disposi-
tivo sino que lo atraviesan y lo arrastran, de norte a sur, de
este a oeste o en diagonal. Las dos primeras dimensiones
de un dispositivo, o las que Foucault perfiló en primer lu-
gar, son las curvas de visibilidad y las curvas de enuncia-
ción. Los dispositivos son como las máquinas de Raymond
Roussel según el análisis de Foucault, máquinas de hacer
ver y de hacer hablar. La visibilidad no remite a la luz en
general, que vendría a iluminar objetos preexistentes, sino
que está hecha de líneas de luz que forman figuras varia-
bles, inseparables de tal o cual dispositivo. Cada disposi-
tivo tiene su régimen de luz, la manera como la luz penetra
en él, como se difumina y se propaga, distribuyendo lo vi-
sible y lo invisible, haciendo nacer o desaparecer un objeto
que no existe sin ella. No solamente la pintura sino la ar-
quitectura: por ejemplo, el “dispositivo cárcel” como má-
quina óptica para ver y ser visto. La historicidad de los dis-
positivos es la de los regímenes de luz, pero también la de
los regímenes de enunciados. Pues los enunciados, por su
parte, remiten a líneas de enunciación en las que se distri-
buyen las posiciones diferenciales de sus elementos; las
curvas son, ellas mismas, enunciados, porque las enuncia-
ciones son curvas que distribuyen variables y, en tal mo-
mento, una ciencia, un género literario, un estado de dere-
cho o un movimiento social se definen precisamente me-
diante los regímenes de enunciados a los que dan lugar. No
son sujetos ni objetos sino regímenes que hay que definir
mediante lo visible y lo enunciable con sus derivaciones,
sus transformaciones, sus mutaciones. Y, en cada disposi-
tivo, las líneas atraviesan umbrales en función de los cuales
son estéticas, científicas, políticas, etcétera.

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En tercer lugar, un dispositivo comporta líneas de fuer-
zas. Se diría que estas líneas van de un punto singular a
otro de las líneas precedentes; en cierto modo, “rectifican”
las curvas anteriores, trazan tangentes, implican los trayec-
tos de una línea a otra, producen vaivenes del ver al decir
y viceversa, actúan como flechas que no paran de entretejer
las cosas y las palabras, que mantienen un combate ince-
sante. La línea de fuerzas se produce “en toda relación de
un punto con otro” y atraviesa todos los lugares del dispo-
sitivo. Invisible e indecible, está estrechamente mezclada
con las demás y sin embargo es diferenciable. Ésta es la
línea que Foucault traza y cuya trayectoria reencuentra
tanto en Roussel como en Brisset, en pintores como Ma-
gritte o Rebeyrolle. Es la “dimensión del poder”, y el poder
es la tercera dimensión del espacio, interna al dispositivo y
variable según los dispositivos. Como poder, se compone
con el saber.
Por último, Foucault descubre las líneas de subjetiva-
ción. Esta nueva dimensión ha suscitado ya tantos malen-
tendidos que cuesta trabajo precisar sus condiciones, Más
que ninguna otra, su descubrimiento procede de una crisis
del pensamiento de Foucault, como si le hubiese hecho
falta recomponer el mapa de los dispositivos, encontrar
una posibilidad de orientación nueva para impedir que se
cerrasen simplemente mediante líneas de fuerza infran-
queables que impondrían contornos definitivos. Leibniz
expresaba de forma ejemplar este estado de crisis que reini-
cia el pensamiento cuando se pensaba que ya casi todo es-
taba resuelto: creyendo haber llegado a puerto, uno se en-
cuentra de pronto en alta mar. Y Foucault, por su parte,
presiente que los dispositivos que analiza no pueden que-
dar circunscritos por una línea englobante, presiente otros
vectores que aún los traspasan por debajo o por arriba:
“Cruzar la línea”, dice, ¿cómo “pasar al otro lado”? Este
cruce de la línea de fuerzas se produce cuando la línea se
encorva, dibuja meandros, se hunde y se vuelve subterrá-
nea o, mejor, cuando más que entrar en relación lineal con
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otra fuerza se curva sobre sí misma, se ejerce sobre sí
misma y se afecta a sí misma. Esta dimensión del Sí Mismo
no es en absoluto una determinación preexistente que nos
encontraríamos ya hecha del todo. También en este caso la
línea de subjetivación es un proceso, una producción de
subjetividad en un dispositivo: hay que hacerla, en la me-
dida en que el dispositivo lo permita o lo haga posible. Es
una línea de fuga. Escapa a las líneas precedentes, huye De
ellas. El Sí Mismo no es un saber ni un poder. Es un pro-
ceso de individuación de grupos o de personas que se sus-
trae tanto a las relaciones de fuerzas establecidas como a
los saberes constituidos: una especie de plusvalía. No es se-
guro que todo dispositivo comporte esta línea.
Foucault considera el dispositivo de la ciudad griega
como el primer lugar de invención de una subjetivación:
según la definición original que da de ella, la ciudad in-
venta una línea de fuerzas que comporta la rivalidad de los
hombres libres. Ahora bien, de esta línea, en la cual un hom-
bre libre puede gobernar a otros, se desprende otra línea
muy diferente, en la cual el que gobierna a otros hombres
libres debe gobernarse a sí mismo. Estas reglas facultativas
del autodominio constituyen una subjetivación autónoma,
aunque a continuación se vea avocada a suministrar nue-
vos saberes y a inspirar nuevos poderes. Puede preguntarse
si las líneas de subjetivación son el borde extremo de un
dispositivo, si esbozan el paso de un dispositivo a otro: en
este sentido, anunciarían las “líneas de fractura”. Y, como
las demás líneas, tampoco las de subjetivación tienen una
fórmula general. Aunque interrumpida brutalmente, la in-
vestigación de Foucault se dirigía a mostrar que los proce-
sos de subjetivación adquieren eventualmente formas com-
pletamente distintas de su modalidad griega, por ejemplo
en los dispositivos del cristianismo, o en las sociedades mo-
dernas, etcétera. ¿No pueden invocarse dispositivos en los
cuales la subjetivación no concierna a la vida aristocrática
o a la existencia estética del hombre libre sino a la existen-

9
cia marginalizada del “excluido”? En este sentido, el sinó-
logo Tokeï explica que el esclavo liberado perdía en cierto
modo su estatuto social y se encontraba arrojado a una sub-
jetividad abandonada, quejumbrosa, a una existencia ele-
giaca de la que tenía que extraer nuevas formas de poder y
de saber. El estudio de las variaciones de los procesos de
subjetivación parece ser sin duda una de las tareas funda-
mentales que Foucault ha legado a sus sucesores. Confia-
mos en la extrema fecundidad de esta investigación, que el
actual proyecto de una historia de la vida privada no cubre
más que parcialmente. Quienes (se) subjetivan no son so-
lamente los nobles, los que dicen, según Nietzsche, “noso-
tros, los buenos...”, sino que, en otras condiciones, son
también los excluidos, los malvados, los pecadores, o bien
los eremitas, o las comunidades monásticas, o las heréti-
cas: toda una tipología de las formaciones subjetivas en dis-
positivos cambiantes. Y, en todas partes, mezclas que hay
que desenredar: producciones de subjetividad que escapan
a los poderes y saberes de un dispositivo para reinstalarse
en los de otro, bajo otras formas que aún no han emergido.
Así pues, los dispositivos tienen como componentes
las líneas de visibilidad, de enunciación, líneas de fuerza,
líneas de subjetivación, líneas de hendidura, líneas de fi-
sura, de fractura, que se entrecruzan y se entremezclan,
surgiendo unas de otras o suscitándose a partir de otras, a
través de variaciones o incluso de mutaciones por apropia-
ción. Para una filosofía de los dispositivos, se siguen de
aquí dos consecuencias importantes. La primera es el re-
chazo de los universales. El universal, en efecto, no explica
nada, él es lo que requiere explicación. Todas las líneas son
líneas de variación que ni siquiera tienen unas coordenadas
constantes. Lo Uno, el Todo, lo Verdadero, el objeto, el
sujeto... no son universales sino procesos singulares de uni-
ficación, de totalización, de verificación, de objetivación,
de subjetivación, inmanentes a tal o cual dispositivo. Por
tanto, cada dispositivo es una multiplicidad en la cual ope-
ran tales o cuales procesos en devenir, distintos de los que
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operan en otras multiplicidades. En. este sentido, la filoso-
fía de Foucault es un pragmatismo, un funcionalismo, un
positivismo, un pluralismo. Quizá es la Razón la que plan-
tea el mayor problema, porque los procesos de racionaliza-
ción pueden operar en todos los segmentos o regiones de
todas las líneas consideradas. Foucault rinde homenaje a
Nietzsche a propósito de la historicidad de la razón; y se-
ñala la importancia de una investigación epistemológica
acerca de las diversas formas de racionalidad del saber
(Koyré, Bachelard, Canguilhem) y de una investigación so-
ciopolítica de los modos de racionalidad del poder (Max
Weber). Quizá se reserva para sí mismo una tercera línea,
el estudio de los tipos de lo “razonable” en los sujetos even-
tuales. Pero lo que esencialmente rechaza Foucault es la
identificación de estos procesos mediante una Razón por
excelencia. Recusa todo tipo de restauración de los univer-
sales de la reflexión, de la comunicación, del consenso.
Puede decirse, a este respecto, que sus relaciones con la Es-
cuela de Frankfurt, y con los sucesores de esta escuela, son
toda una larga serie de malentendidos de los cuales él no
es responsable, Y así como no existe la universalidad de un
sujeto fundador o de una Razón por excelencia que permi-
tiría juzgar los dispositivos, tampoco hay universales de la
catástrofe en los cuales se enajenaría y se hundiría la razón
de una vez para siempre. Foucault le decía a Gérard Rau-
let: no hay una bifurcación de la razón, ella no deja de bi-
furcarse, hay tantas bifurcaciones y ramificaciones como
instauraciones, tantos derrumbes como construcciones, se-
gún los perfiles esbozados por los dispositivos, “y carece de
sentido la proposición que afirma que la razón es un largo
discurso que ya ha terminado”. Desde este punto de vista,
la objeción presentada contra Foucault acerca de cómo
puede apreciarse el valor relativo de un dispositivo si no
pueden invocarse valores trascendentes como coordenadas
universales es una objeción que amenaza con llevamos a
retroceder y a perder ella misma todo sentido. ¿Diremos
que todos los dispositivos son equivalentes (nihilismo)?

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Hace ya mucho tiempo que pensadores como Spinoza o
Nietzsche mostraron que los modos de existencia debían
pensarse de acuerdo con criterios inmanentes, de acuerdo
con su contenido de “posibilidades” de libertad, de creati-
vidad, sin recurso alguno a valores trascendentes. El propio
Foucault aludía a criterios “estéticos'’, entendidos como
criterios de vida, que sustituyen encada caso las pretensio-
nes de un juicio trascendente por una evaluación inma-
nente. Al leer los últimos libros de Foucault debemos po-
ner todo nuestro empeño en comprender el programa que
está proponiendo a sus lectores. ¿Una estética intrínseca de
los modos de existencia como última dimensión de los dis-
positivos?
La segunda consecuencia para una filosofía de los dis-
positivos es un cambio de orientación, que se desvía de lo
Eterno para aprehender lo nuevo. Lo nuevo no designa la
moda sino, al contrario, la creatividad variable de acuerdo
con los dispositivos; según la pregunta que inicié su irrup-
ción en el siglo XX, ¿cómo es posible la producción de algo
nuevo en el mundo? Es cierto que, a lo largo de toda su
teoría de la enunciación, Foucault rechaza explícitamente
la “originalidad” de un enunciado como un criterio poco
pertinente, poco interesante. Quiere considerar única-
mente la “regularidad” de los enunciados. Pero Lo que él
entiende por regularidad es la fase de la curva que atraviesa
los puntos singulares o los valores diferenciales del con-
junto enunciativo (llegará a definir las relaciones de fuerzas
según las distribuciones de singularidades en un campo so-
cial). Cuando rechaza la originalidad del enunciado, quiere
decir que la contradicción eventual entre dos enunciados
no basta para distinguirlos, ni para señalar la novedad de
uno con respecto al otro. Pues lo que cuenta es la novedad
del propio régimen de enunciación en cuanto capaz de con-
tener enunciados contradictorios. Por ejemplo, se pregunta
qué régimen de enunciados aparece con el dispositivo de la
Revolución francesa, o de la Revolución bolchevique: lo
que cuenta es la novedad del régimen, no la originalidad
12
del enunciado. Todo dispositivo se define, por tanto, de
acuerdo con su contenido de novedad y de creatividad, que
señala al mismo tiempo su capacidad para transformarse,
para quebrarse a favor de un dispositivo futuro, o bien, al
contrario, para cerrarse en tomo a las líneas más duras,
más rígidas o más sólidas. En la medida en que escapan a
las dimensiones de saber y de poder, las líneas de subjeti-
vación parecen particularmente aptas para trazar Las vías
de la creación, que no dejan de abortarse pero también de
renacer, de modificarse, hasta la ruptura con el antiguo dis-
positivo. Los estudios aún inéditos de Foucault sobre los
diversos procesos cristianos abren, sin duda, numerosos ca-
minos a este respecto. Mas no por ello hemos de pensar
que la producción de subjetividad concierne a la religión:
también son creadoras las luchas antirreligiosas, igual que
los regímenes de luz, de enunciación o de dominación atra-
viesan los dominios más diversos. Las subjetivaciones mo-
dernas no se parecen más a las de los griegos que a las de
los cristianos, y así pasa también con la luz, con los enun-
ciados y con los poderes.
Pertenecemos a estos dispositivos, actuamos en ellos.
A la novedad de un dispositivo en comparación con los an-
teriores la denominamos su actualidad, nuestra actualidad.
Lo nuevo es lo actual. Lo actual no es lo que somos sino
más bien, aquello en que nos convertimos, aquello en que
nos estamos convirtiendo, es decir, el Otro, nuestro deve-
nir-otro. En todo dispositivo hay que distinguir lo que so-
mos (que es lo que ya no somos) y aquello en que nos esta-
mos convirtiendo: la parte de la historia y la parte de lo actual.
La historia es el archivo, el contorno de lo que somos y
dejamos de ser, mientras que lo actual es el esbozo de aque-
llo en que nos convertimos. Mientras que la historia o el
archivo es lo que aún nos separa de nosotros mismos, lo
actual es ese Otro con quien ya estamos coincidiendo. Se
ha pensado a veces que Foucault dibujaba el cuadro de las
sociedades modernas como un conjunto de dispositivos
disciplinarios, en contraposición a los antiguos dispositivos
13
de soberanía. Pero no hay tal: las disciplinas descritas por
Foucault son la historia de lo que poco a poco vamos de-
jando de ser, y nuestra actualidad se perfila en las disposi-
ciones de control abierto y continuo, muy diferentes de las
anteriores disciplinas cerradas. Foucault concuerda con
Burroughs, que anuncia nuestro futuro controlado más que
disciplinado. No es cuestión de preguntarse qué es peor.
Porque también hemos de apelar a producciones de subje-
tividad capaces de resistir a esta nueva dominación, muy
diferentes de las que se ejercían antes contra las disciplinas.
¿Una nueva luz, nuevas enunciaciones, un nuevo poder,
nuevas formas de subjetivación? En todo dispositivo, he-
mos de separar las líneas del pasado reciente y las del fu-
turo próximo: la parte del archivo y la de lo actual, la parte
de la historia y la del devenir, la parte de la analítica y la del
diagnóstico. Foucault es un gran filósofo porque utiliza la
historia a favor de otra cosa: como decía Nietzsche, obrar
contra el tiempo, y también en el tiempo, a favor -espero-
de un tiempo futuro. Porque lo que según Foucault aparece
como lo actual o lo nuevo es lo que Nietzsche llamaba lo
intempestivo, lo inactual, este devenir que se bifurca con
respecto a la historia, ese diagnóstico que toma el relevo
del análisis por otras vías. No, no se trata de predecir sino
de estar atentos a lo desconocido que llama a nuestra
puerta. Nada nos lo muestra mejor que un pasaje funda-
mental de La arqueología del saber:

El análisis del archivo comporta, pues, una región


privilegiada: próxima a nosotros pero a la vez dis-
tinta de nuestra actualidad; es el borde del tiempo
que rodea nuestro presente, que lo sobrecarga y que
lo señala en su alteridad; es aquello que, desde fuera
de nosotros, nos delimita. La descripción del ar-
chivo despliega sus posibilidades (y el dominio de
sus posibilidades) a partir de los discursos que pre-
cisamente acaban de dejar de ser los nuestros; su
umbral de existencia se instaura mediante la rup-
tura que nos separa de lo que ya no podemos decir

14
tanto como de lo que cae fuera de nuestra práctica
discursiva; comienza en el exterior de nuestro pro-
pio lenguaje; su lugar es la desviación de nuestras
propias prácticas lingüísticas. En este sentido, es vá-
lido para nuestro diagnóstico: no porque nos per-
mita pintar el cuadro de nuestros rasgos distintivos
y esbozar de antemano la figura que adoptaremos
en el futuro, sino porque nos despega de nuestras
continuidades; disipa esa identidad temporal en la
que nos gusta mirarnos para conjurar las rupturas
de la historia; corta el hilo de las teleologías trascen-
dentales; y allí en donde el pensamiento antropoló-
gico se interrogaba por el ser del hombre o por su
subjetividad; hace resplandecer al otro y el afuera.
El diagnóstico así entendido no sirve para constatar
nuestra identidad conforme al juego de las distin-
ciones. Establece que somos diferencia, que nuestra
razón es la diferencia entre los discursos, nuestra
historia la diferencia entre los tiempos, nuestro yo
la diferencia entre las máscaras.

Las diferentes líneas de un dispositivo se reparten en


dos grupos, líneas de estratificación y de sedimentación, o
líneas de actualización y de creatividad. La consecuencia
última de este método afecta a la obra entera de Foucault.
En la mayoría de sus libros determina un archivo preciso
utilizando medios historiográficos extremadamente nove-
dosos, el Hospital General del siglo XVII, la clínica del si-
glo XVIII, la cárcel en el siglo XIX, la subjetividad en la
Grecia antigua y, luego, bajo el cristianismo. Pero ésta es
sólo la mitad de su trabajo. Pues, por su preocupación por
el rigor, por su voluntad de no mezclar las cosas, por su
confianza en el lector, no formula la otra mitad. Sólo la
formula explícitamente en las entrevistas de la época de
cada uno de sus grandes libros: ¿qué ha sido en nuestros
días de la locura, de la cárcel, de la sexualidad? ¿Qué nue-
vos modos de subjetivación están apareciendo hoy y que,
en verdad, ya no son ni griegos ni cristianos? Esta última

15
pregunta, especialmente, obsesionó a Foucault hasta el fi-
nal (nosotros, que ya no somos griegos ni cristianos...). Si,
hasta el final de su vida, Foucault concedió tanta impor-
tancia a sus entrevistas, tanto en Francia como en el ex-
tranjero, ello no se debe a su querencia hacia el género sino
al hecho de que en ellas esbozaba esas líneas de actualiza-
ción que exigían otro modo de expresión distinto de las lí-
neas asimilables de sus grandes libros. Las entrevistas son
diagnósticos. Ocurre igual que con Nietzsche, cuyas obras
difícilmente pueden leerse sin añadirles el Nachlass contem-
poráneo de cada una de ellas. La obra completa de Fou-
cault, como la conciben Defert y Ewald, no puede separar
esos libros que a todos nos han marcado de las entrevistas
que nos arrastran hacia el futuro, hacia un devenir: los es-
tratos y las actualidades.

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17
¿Qué es un dispositivo?*
Giorgio Agamben

1. Las cuestiones terminológicas son importan-


tes en filosofía. Como dijo una vez un filósofo
por el que tengo el mayor respeto, la termino-
logía es el momento poético del pensamiento. Esto no sig-
nifica que los filósofos deban necesariamente definir en
cada ocasión sus términos técnicos. Platón nunca definió
su término más importante: idea. Otros en cambio, como
Spinoza y Leibniz, prefieren definir more geometrico su ter-
minología.
La hipótesis que intento proponerles es que la palabra
«dispositivo» resulta ser un término técnico decisivo en la
estrategia del pensamiento de Foucault. Lo utiliza a me-
nudo principalmente a partir de la mitad de la década de
1970, cuando comienza a ocuparse de aquello que él lla-
maba la «gubernamentalidad» o el «gobierno de los hom-
bres». Aunque nunca dio una verdadera y propia defini-
ción, se aproxima a algo parecido a una definición en una
entrevista de 1977:

*
Traducción para Artillería Inmanente a partir del original ita-
liano Che cos’è un dispositivo?, Nottetempo, Roma, 2006.
18
Lo que trato de señalar bajo este nombre es, primera-
mente, un conjunto resueltamente heterogéneo, que
consta de discursos, instituciones, estructuras arquitectó-
nicas, decisiones gratulatorias, leyes, medidas administra-
tivas, enunciados científicos, proposiciones filosóficas,
morales y filantrópicas, en resumen: lo dicho en el mismo
grado que lo no dicho; tales son los elementos del disposi-
tivo. El dispositivo mismo es la red que se puede estable-
cer entre estos elementos…
…con el término dispositivo entiendo una especie —por
así decirlo— de formación que, en un momento histórico
dado, tuvo como función principal responder a una emer-
gencia. El dispositivo tiene por lo tanto una función estra-
tégica dominante…
Dije que el dispositivo es de naturaleza esencialmente es-
tratégica, lo cual implica que se trata de una determinada
manipulación de relaciones de fuerza, de una intervención
racional y concertada en estas relaciones de fuerza, ya sea
para orientarlas en tal dirección, para bloquearlas o para
estabilizarlas y utilizarlas. El dispositivo está pues siempre
inscrito en un juego de poder, aunque también vinculado
siempre a los límites del saber que derivan de él y, en la
misma medida, lo condicionan. El dispositivo es precisa-
mente esto: un conjunto de estrategias, de relaciones de
fuerza que condicionan ciertos tipos de saber y son al
mismo tiempo condicionados.
(Dits et écrits, vol. III, pp. 299-300)

Resumamos brevemente los tres puntos:


a) Es un conjunto heterogéneo, que incluye virtual-
mente cualquier cosa, lingüístico y no-lingüístico con igual
título: discursos, instituciones, edificios, leyes, medidas de
policía, proposiciones filosóficas, etc. El dispositivo en sí
mismo es la red que se establece entre estos elementos.
b) El dispositivo tiene siempre una función estratégica
concreta y se inscribe siempre en una relación de poder.

19
c) Como tal, resulta de la intersección de relaciones
de poder y de relaciones de saber.

2. Quisiera ahora intentar trazar una genealogía suma-


ria del término en cuestión, primero al interior de la obra
de Foucault y después en un contexto histórico más am-
plio.
Al final de la década de 1960, más o menos en el mo-
mento en el que escribe La arqueología del saber, para definir
el objeto de sus investigaciones Foucault no usa el término
dispositivo, sino aquel, etimológicamente cercano, de «po-
sitivité», positividad, nuevamente sin definirlo.
Muchas veces me pregunté dónde había encontrado
Foucault ese término, hasta el momento en que, no mu-
chos meses atrás, releí el ensayo de Jean Hyppolite Intro-
duction à la philosophie de l’histoire de Hegel. Probablemente
conozcan el fuerte vínculo que vinculaba a Foucault con
Hyppolite, a quien define en ocasiones como «mi maestro»
(Hyppolite había sido en efecto su profesor, primero du-
rante la khâgne en el liceo Henri IV y luego en la École nor-
male).
El capítulo tercero del ensayo de Hyppolite lleva el tí-
tulo: Raison et histoire. Les idées de positivité et de destin (Ra-
zón e historia. Las ideas de positividad y de destino). Aquí
concentra su análisis sobre dos obras hegelianas del lla-
mado período de Berna y Fráncfort (1795-96): la primera
es «El espíritu del cristianismo y su destino» y la segunda
—de la cual proviene el término que nos interesa— «La po-
sitividad de la religión cristiana» (Die Positivität der christli-
che Religion). Según Hyppolite, «destino» y «positividad»

20
son dos conceptos-clave del pensamiento hegeliano. En
particular, el término «positividad» tiene en Hegel su lugar
propio en la oposición entre «religión natural» y «religión
positiva». Mientras la religión natural concierne a la inme-
diata y general relación de la razón humana con lo divino,
la religión positiva o histórica comprende el conjunto de
las creencias, de las reglas y los ritos que en una cierta so-
ciedad y en un cierto momento histórico son impuestos a
los individuos desde el exterior. «Una religión positiva —
escribe Hegel en un pasaje que Hyppolite cita— implica
sentimientos, que están impresos en las almas a través de
una constricción, y comportamientos, que son el resultado
de una relación de mando y obediencia y que son cumpli-
dos sin un interés particular».1
Hyppolite muestra cómo la oposición entre naturaleza
y positividad corresponde, en este sentido, a la dialéctica
entre libertad y constricción y entre razón e historia. En un
pasaje que no puede no haber suscitado la curiosidad de
Foucault y que contiene algo más que un presagio de la
noción de dispositivo, escribe: «Se ve aquí el nudo proble-
mático implícito en el concepto de positividad, y los inten-
tos sucesivao de Hegel para unir dialécticamente —una
dialéctica que aún no ha tomado consciencia de sí
misma— la pura razón (teórica y sobre todo práctica) y la
positividad, es decir, el elemento histórico. En cierto sentido,
la positividad es considerada por Hegel como un obstáculo
para la libertad humana y, como tal, es condenada. Inves-
tigar los elementos positivos de una religión y, podría agre-
garse, de un estado social, significa descubrir lo que en ellos

1
J. Hyppolite, Introduction à la philosophie de l’histoire de Hegel,
Seuil, París, 1983, p. 43 (1ª ed. 1948).
21
es impuesto a los hombres a través de una constricción, lo
que vuelve opaca la pureza de la razón; pero, en otro sen-
tido, que termina prevaleciendo en el curso del desarrollo
del pensamiento hegeliano, la positividad debe reconci-
liarse con la razón, que pierde entonces su carácter abs-
tracto y se adecua a la riqueza concreta de la vida. Se com-
prende por consiguiente cómo el concepto de positividad
está en el centro de las perspectivas hegelianas».2
Si «positividad» es el nombre que, según Hyppolite, el
joven Hegel da al elemento histórico, con toda su carga de
reglas, ritos e instituciones que son impuestos a los indivi-
duos desde un poder externo, pero que están, por así de-
cirlo, interiorizados en los sistemas de las creencias y de los
sentimientos, entonces Foucault, tomando prestado este
término (que llegará más tarde a ser «dispositivo») toma
posición respecto a un problema decisivo, que es también
su problema más propio: la relación entre individuos como
seres vivos y el elemento histórico, entendiendo con dicho
término el conjunto de las instituciones, de los procesos de
subjetivación y de las reglas en las que se concretizan las
relaciones de poder. No obstante, el objetivo último de
Foucault no es, como en Hegel, el de reconciliar los dos
elementos. Y mucho menos el de enfatizar el conflicto en-
tre éstos. Se trata para él más bien de investigar los modos
concretos en los que la positividad (o los dispositivos) actúa
en las relaciones, en los mecanismos y en los «juegos» de
poder.

3. Debería ahora resultar claro en qué sentido adelanté


la hipótesis de que el término «dispositivo» resulta ser un
2
Ibíd., p. 46.
22
término esencial del pensamiento de Foucault. No se trata
de un término particular, que se refiere únicamente a esta
o aquella tecnología de poder. Es un término general, que
posee la misma amplitud que, según Hyppolite, «positivi-
dad» tiene para el joven Hegel y, en la estrategia de Fou-
cault, viene a ocupar el lugar de aquellos que él define crí-
ticamente como «los universales» (les universaux). Foucault,
como saben, siempre rechazó ocuparse de aquellas catego-
rías generales o entes de razón que él llama precisamente
«los universales», como el Estado, la Soberanía, la Ley, el
Poder. Pero esto no significa que no haya en su pensa-
miento conceptos operativos de carácter general. Los dis-
positivos son, justamente, aquello que en la estrategia fou-
caultiana toma el lugar de los universales: no simplemente
esta o aquella medida de la policía, esta o aquella tecnolo-
gía de poder, y menos aún una generalidad obtenida por
abstracción: más bien, como decía en la entrevista de 1977,
«la red (le réseau) que se establece entre estos elementos».
Si intentáramos ahora examinar la definición del tér-
mino «dispositivo» que se encuentra en los diccionarios
franceses de uso común, veríamos que éstos distinguen tres
significados del término:
a) Un sentido jurídico en sentido estricto: «El disposi-
tivo es la parte de un juicio que contiene las decisiones por
separado de las motivaciones». Es decir, la parte de la sen-
tencia (o de una ley) que decide y dispone.
b) Un significado tecnológico: «El modo en que son
dispuestas las partes de una máquina o de un mecanismo
y, por extensión, el mecanismo mismo».
c) Un significado militar: «El conjunto de los medios
dispuestos en conformidad con un plan».
23
Los tres significados están, de algún modo, presentes
en el uso foucaultiano. Pero los diccionarios, en particular
aquellos que no tienen un carácter histórico-etimológico,
operan dividiendo y separando los diversos significados de
un término. Sin embargo, esta fragmentación corresponde
en general al desenvolvimiento y a la articulación histórica
de un único significado original, que es importante no per-
der de vista. ¿Cuál es, en el caso del término «dispositivo»,
dicho significado? Bien es cierto que el término, tanto en el
uso corriente como en el foucaultiano, parece remitir a un
conjunto de prácticas y mecanismos (conjuntos lingüísti-
cos y no lingüísticos, jurídicos, técnicos y militares) que tie-
nen el objetivo de hacer frente a una emergencia y de obte-
ner un efecto más o menos inmediato. Pero ¿en qué estra-
tegia de praxis o de pensamiento, en qué contexto histórico
el término moderno tuvo origen?

4. En los últimos tres años, me he ido adentrando cada


vez más en una investigación de la cual sólo ahora co-
mienzo a entrever su fin y que podría definir con cierto
grado de proximidad como una genealogía teológica de la
economía. En los primeros siglos de la historia de la Iglesia
—digamos entre el segundo y el sexto siglo— el término
griego oikonomia desempeña en la teología una función de-
cisiva. Oikonomia significa en griego la administración
del oikos, de la casa y, de un modo más general, ges-
tión, management. Se trata, como dice Aristóteles (Pol. 1255
b 21), no de un paradigma epistémico, sino de una praxis,
de una actividad práctica que debe, de vez en cuando, ha-
cer frente a un problema y a una situación particular ¿Por

24
qué los padres sintieron la necesidad de introducir este tér-
mino en teología? ¿Cómo se llegó a hablar de una «econo-
mía divina»?
Se trataba, con exactitud, de un problema extremada-
mente delicado y vital, quizá de la cuestión decisiva en la
historia de la teología cristiana: la Trinidad. Cuando, en el
curso del segundo siglo, se comenzó a discutir acerca de
una trinidad de figuras divinas, el Padre, el Hijo, el Espí-
ritu, hubo en el interior de la Iglesia, como era de esperarse,
una fuertísima resistencia por parte de personas razonables
que pensaban con horror que, de este modo, se corría el
riesgo de reintroducir el politeísmo y el paganismo en la fe
cristiana. Para convencer a estos obstinados adversarios
(que fueron luego definidos como «monarquianos», es de-
cir, defensores del gobierno de uno solo), teólogos como
Tertuliano, Hipólito, Ireneo y muchos otros no encontra-
ron nada mejor que servirse del término oikonomia. Su ar-
gumento era más o menos el siguiente: «Dios, en cuanto a
su ser y a su sustancia, es, ciertamente, uno; pero en cuanto
a su oikonomia, es decir, al modo en que administra su casa,
su vida y el mundo que ha creado, él es, en cambio, triple.
Al igual que un buen padre puede encomendar al hijo el
desempeño de ciertas funciones y de ciertas tareas, sin per-
der con esto su poder y su unidad, así Dios confía a Cristo
la economía, la administración y el gobierno de la historia
de los hombres». El término oikonomia se fue así especiali-
zando para significar en particular la encarnación del Hijo
y la economía de la redención y de la salvación (por eso,
en algunas sectas gnósticas, Cristo termina por llamarse «el
hombre de la economía», ho anthropos tes oikonomias). Los
teólogos se acostumbraron poco a poco a distinguir entre
un «discurso —o logos— de la teología» y un «logos de la

25
economía», y la oikonomia llegó así a ser el dispositivo a tra-
vés del cual el dogma trinitario y la idea de un gobierno
divino providencial del mundo fueron introducidos en la fe
cristiana.
Pero, como suele suceder, la fractura que los teólogos
intentaron de este modo evitar y remover en Dios sobre el
plano del ser, reaparece en la forma de una cesura que se-
para en Dios ser y acción, ontología y praxis. La acción (la
economía, pero también la política) no tiene ningún funda-
mento en el ser: ésta es la esquizofrenia que la doctrina teo-
lógica de la oikonomia deja como herencia a la cultura oc-
cidental.

5. Pienso que también a través de esta exposición su-


maria se habrán dado cuenta de la centralidad y de la im-
portancia de la función que la noción de oikonomia ha cum-
plido en la teología cristiana. Ya a partir de Clemente de
Alejandría, ésta se combina con la noción de providencia,
y va a significar el gobierno salvífico del mundo y de la his-
toria de los hombres. Ahora bien: ¿cuál es la traducción de
este término griego fundamental en los escritos de los pa-
dres latinos? Dispositio.
El término latino dispositio, del cual deriva nuestro tér-
mino «dispositivo», viene por tanto a asumir en sí mismo
toda la compleja esfera semántica de la oikonomia teoló-
gica. Los «dispositivos» de los que habla Foucault están de
algún modo conectados con esta herencia teológica, pue-
den ser de algún modo reconducidos a la fractura que di-
vide y, al mismo tiempo, articula en Dios ser y praxis, la
naturaleza o esencia y la operación a través de la cual él

26
administra y gobierna el mundo de las creaturas. El tér-
mino dispositivo nombra aquello en lo cual y a través de lo
cual se realiza una pura actividad de gobierno sin funda-
mento alguno en el ser. Es por esto que los dispositivos de-
ben siempre implicar un proceso de subjetivación, es decir
que deben producir su sujeto.
A la luz de esta genealogía teológica los dispositivos
foucaultianos adquieren un significado todavía más deci-
sivo, en un contexto en el cual éstos se atraviesan no sola-
mente con la «positividad» del joven Hegel, sino también
con el Gestell del último Heidegger, cuya etimología es afín
a aquella de dis-positio, dis-ponere (el alemán stellen corres-
ponde al latín ponere). Cuando Heidegger, en Die Technik
und die Kehre (La técnica y el giro), escribe que Ge-stellsig-
nifica comúnmente «aparato» (Gerät), pero que él entiende
con este término «el recogerse de aquel (dis)poner (Stellen),
que (dis)pone del hombre, exige de éste el desvelamiento
de lo real sobre el modo de lo ordinario (Bestellen) », la pro-
ximidad de este término con la dispositio de los teólogos y
con los dispositivos de Foucault es evidente. Común a to-
dos estos términos es el reenvío a una oikonomia, es decir,
a un conjunto de praxis, de saberes, de medidas, de institu-
ciones cuyo objetivo es el de gestionar, gobernar, controlar
y orientar en un sentido que se pretende útil los comporta-
mientos, los gestos y los pensamientos de los hombres.

6. Uno de los principios metodológicos que sigo cons-


tantemente en mis investigaciones es el de identificar en los
textos y en los contextos en los cuales trabajo aquello que
Feuerbach define como el elemento filosófico, es decir, el
punto de su Entwicklungsfähigkeit (literalmente, capacidad

27
de desarrollo), el locus y el momento en el cual son suscep-
tibles de un desarrollo. Sin embargo, cuando interpretamos
y discutimos en este sentido el texto de un autor, llega el
punto en que comenzamos a darnos cuenta de no poder
proceder más allá sin contravenir las reglas más elementa-
les de la hermenéutica. Esto significa que el desempeño del
texto en cuestión ha alcanzado un punto de indecidibilidad
en el cual se vuelve imposible distinguir el autor y el intér-
prete. Aunque éste sea para el intérprete un momento par-
ticularmente feliz, él sabe que ya es tiempo de abandonar
el texto que está analizando y proceder por cuenta propia.
Los invito, por lo tanto, a abandonar el contexto de la
filología foucaultiana en la cual nos hemos movido hasta
ahora y a situar los dispositivos en un nuevo contexto.
Les propongo nada menos que una general y masiva
partición de lo existente en dos grandes grupos o clases: por
un lado, los seres vivos (o las sustancias) y, por el otro, los
dispositivos en los cuales éstos son incesantemente captu-
rados. Es decir que, por un lado, para retomar la termino-
logía de los teólogos, la ontología de las creaturas y, por el
otro, la oikonomia de los dispositivos que buscan gobernar-
las y guiarlas hacia el bien.
Generalizando ulteriormente la ya amplísima clase de
los dispositivos foucaultianos, llamaré dispositivo literal-
mente a cualquier cosa que tenga de algún modo la capa-
cidad de capturar, orientar, determinar, interceptar, mode-
lar, controlar y asegurar los gestos, las conductas, las opi-
niones y los discursos de los seres vivos. No solamente, en-
tonces, las cárceles, los manicomios, el Panóptico, las es-
cuelas, la confesión, las fábricas, las disciplinas, las medi-
das jurídicas, etc., cuya conexión con el poder es en cierto

28
sentido evidente; sino también la pluma, la escritura, la li-
teratura, la filosofía, la agricultura, el cigarro, la navega-
ción, las computadoras, los teléfonos móviles y —¿por qué
no?— el lenguaje mismo, que es quizá el más antiguo de
los dispositivos, en el cual millares y millares de años atrás
un primate —probablemente sin darse cuenta de las conse-
cuencias que iba a enfrentar— tuvo la inconsciencia de ha-
cerse capturar.
Recapitulando, teníamos así dos grandes clases, los se-
res vivos (o las sustancias) y los dispositivos. Y, entre am-
bos, como tercero, los sujetos. Llamo sujeto a aquello que
resulta de la relación y, por así decirlo, del cuerpo a cuerpo
entre los vivientes y los dispositivos. Naturalmente las sus-
tancias y los sujetos, como en la vieja metafísica, parecen
coincidir, pero no por completo. En este sentido, por ejem-
plo, un mismo individuo, una misma sustancia, puede ser
el lugar de múltiples procesos de subjetivación: el usuario
de teléfonos móviles, el navegante de Internet, el escritor
de relatos, el apasionado del tango, el no-global, etc. etc.
Al crecimiento ilimitado de los dispositivos en nuestro
tiempo le corresponde así la proliferación igualmente ilimi-
tada de procesos de subjetivación. Esto puede producir la
impresión de que la categoría de la subjetividad en nuestro
tiempo vacile y pierda consistencia; pero se trata, para ser
precisos, no de una cancelación o de una superación, sino
de una diseminación que lleva al extremo el aspecto de
máscara que ha acompañado siempre a toda identidad per-
sonal.

7. Probablemente no sería extraño definir a la fase ex-


trema del desarrollo capitalista que estamos viviendo como

29
una gigantesca acumulación y proliferación de dispositi-
vos. Ciertamente, desde que apareció el homo sapiens ha ha-
bido dispositivos, pero se diría que hoy no hay un solo ins-
tante de la vida de los individuos que no sea modelado,
contaminado o controlado por algún dispositivo. ¿De qué
manera podemos entonces hacer frente a esta situación,
qué estrategia debemos seguir en nuestra cotidianidad
cuerpo a cuerpo con los dispositivos? No se trata simple-
mente de destruirlos, ni, como sugieren algunos ingenuos,
de usarlos en el modo justo.
Por ejemplo, viviendo en Italia, un país en donde los
gestos y los comportamientos de los individuos han sido
remodelados de principio a fin por el teléfono móvil (lla-
mado familiarmente «telefonino»), yo he desarrollado un
odio implacable hacia este dispositivo, que ha vuelto aún
más abstractas las relaciones entre las personas. A pesar de
haberme sorprendido tantas veces pensando en cómo des-
truir o desactivar los «telefonini» y en cómo eliminar o al
menos castigar y encarcelar a aquellos que hacen uso de
ellos, no creo que ésta sea la solución justa del problema.
El hecho es que, según es evidente, los dispositivos no
son un accidente en el cual los hombres caen por casuali-
dad, sino que tienen su raíz en el mismo proceso de «hu-
manización» que volvió «humanos» a los animales que cla-
sificamos bajo la rúbrica de homo sapiens. De hecho, el
acontecimiento que produjo al humano constituye, para el
viviente, algo así como una escisión, que reproduce de al-
gún modo la escisión que la oikonomia había introducido
en Dios entre ser y acción. Esta escisión separa al viviente
de sí mismo y de la relación inmediata con su ambiente, es
decir, con aquello que Uexküll y, después de él, Heidegger

30
llaman el círculo receptor-desinhibidor. Rompiendo o inte-
rrumpiendo esta relación, se producen para el viviente el
aburrimiento —es decir, la capacidad de suspender la rela-
ción inmediata con los desinhibidores— y lo Abierto, es
decir, la posibilidad de conocer lo ente en cuanto ente, de
construir un mundo. Pero con esta posibilidad es dada in-
mediatamente también la posibilidad de los dispositivos,
que pueblan lo Abierto de instrumentos, objetos, gadgets,
baratijas y tecnologías de todo tipo. A través de los dispo-
sitivos, el hombre busca hacer girar en el vacío los compor-
tamientos animales que se han separado de él y gozar así
de lo Abierto como tal, de lo ente en cuanto ente. En la raíz
de todo dispositivo hay, por lo tanto, un deseo demasiado
humano de felicidad, y la captura y la subjetivación de este
deseo en una esfera separada constituyen la potencia espe-
cífica del dispositivo.

8. Esto significa que la estrategia que debemos adoptar


en nuestro cuerpo a cuerpo con los dispositivos no puede
ser simple. Porque se trata de liberar aquello que ha sido
capturado y separado a través de los dispositivos para res-
tituirlo a un posible uso común. Es desde esta perspectiva
que quisiera hablarles ahora de un concepto sobre el cual
he estado trabajando recientemente. Se trata de un término
que proviene de la esfera del derecho y de la religión ro-
mana (derecho y religión están, no sólo en Roma, estrecha-
mente conectados): profanación.
Según el derecho romano, sagradas o religiosas eran
las cosas que pertenecían de algún modo a los dioses.
Como tales, éstas estaban sustraídas del libre uso y del co-
mercio de los hombres, no podían ser vendidas ni dadas en

31
préstamo, cedidas en usufructo o afligidas de servidumbre.
Sacrílego era todo acto que violara o transgrediera esta es-
pecial indisponibilidad suya, que la reservaba exclusiva-
mente a los dioses celestes (y se decían entonces propia-
mente «sagradas») o infernales (en este caso, se decían sim-
plemente «religiosas»). Y si consagrar (sacrare) era el tér-
mino que designaba la salida de las cosas de la esfera del
derecho humano, profanar significaba, por el contrario,
restituir al libre uso de los hombres. «Profano —podía así
escribir el gran jurista Trebacio— se dice en sentido estricto
aquello que, de sagrado o religioso que era, es restituido al
uso y a la propiedad de los hombres».
Se puede definir como religión, desde esta perspectiva,
a aquello que sustrae cosas, lugares, animales o personas
del uso común y los transfiere a una esfera separada. No
sólo no hay religión sin separación, sino que toda separa-
ción contiene o conserva en sí un núcleo genuinamente re-
ligioso. El dispositivo que actúa y regula la separación es
el sacrificio: a través de una serie de rituales minuciosos,
diversos según la variedad de las culturas, que Hubert y
Mauss inventariaron pacientemente, sanciona en cada
caso el paso de cualquier cosa de lo profano a lo sagrado,
de la esfera humana a la divina. Pero aquello que ha sido
ritualmente separado puede ser restituido del rito a la esfera
profana. La profanación es el contradispositivo que resti-
tuye al uso común aquello que el sacrificio había separado
y dividido.

9. El capitalismo y las figuras modernas del poder pa-


recen, desde esta perspectiva, generalizar y llevar al ex-
tremo los procesos separativos que definen a la religión. Si

32
consideramos la genealogía teológica de los dispositivos
que hemos apenas dibujado, que los conecta al paradigma
cristiano de la oikonomia, es decir, del gobierno divino del
mundo, vemos que los dispositivos modernos presentan,
sin embargo, una diferencia respecto a los tradicionales que
vuelve particularmente problemática su profanación. Todo
dispositivo implica, en efecto, un proceso de subjetivación,
sin el cual el dispositivo no puede funcionar como disposi-
tivo de gobierno, pero sí se reduce a un mero ejercicio de
violencia. Foucault mostró así de qué modo, en una socie-
dad disciplinaria, los dispositivos apuntan, a través de una
serie de prácticas y de discursos, de saberes y de ejercicios,
a la creación de cuerpos dóciles, pero libres, que asumen
su identidad y su «libertad» de sujetos en el proceso mismo
de su sujeción. Esto quiere decir que el dispositivo es, en
primer lugar, una máquina que produce subjetivaciones y
sólo en cuanto tal es también una máquina de gobierno. El
ejemplo de la confesión es aquí esclarecedor: la formación
de la subjetividad occidental, al mismo tiempo escindida y,
sin embargo, dueña y segura de sí, es inseparable de la ac-
ción plurisecular del dispositivo penitenciario, en el cual un
nuevo Yo se constituye a través de la negación y, al mismo
tiempo, la asunción del viejo. Esto quiere decir que la esci-
sión del sujeto operada por el dispositivo penitenciario fue
productora de un nuevo sujeto, que encontró su verdad en
la no-verdad del Yo pecador repudiado. Consideraciones
análogas pueden hacerse para el dispositivo cárcel, que
produce como consecuencia más o menos imprevista la
constitución de un sujeto y de un milieu delincuente, que se
vuelve el sujeto de nuevas —y, esta vez, perfectamente cal-
culadas— técnicas de gobierno.

33
Lo que define a los dispositivos con los que lidiamos
en la fase actual del capitalismo es que éstos no actúan
tanto a través de la producción de un sujeto, sino a través
de procesos que podemos llamar de desubjetivación. Un
momento desubjetivante estaba ciertamente implícito en
todo proceso de subjetivación y el Yo penitenciario sólo se
constituía, como hemos visto, a través de su negación; pero
lo que ahora adviene es el hecho de que procesos de subje-
tivación y procesos de desubjetivación parecen volverse re-
cíprocamente indiferentes y no dan lugar a la recomposi-
ción de un nuevo sujeto, a no ser que de forma larvada y,
por así decirlo, espectral. En la no-verdad del sujeto no se
da ya algún modo de su verdad. Aquel que se deja capturar
en el dispositivo «teléfono móvil», cualquiera que sea la in-
tensidad del deseo que lo haya movido, no adquiere, con
esto, una nueva subjetividad, sino solamente un número a
través del cual puede ser, eventualmente, controlado; el es-
pectador que pasa sus noches ante la televisión sólo recibe
a cambio de su desubjetivación la máscara frustrante
del zappeur o la inclusión en el cálculo de un índice de au-
diencia.
De ahí la vanidad de esos discursos bienintencionados
sobre la tecnología, que afirman que el problema de los dis-
positivos se reduce a su uso correcto. Parecen ignorar que,
si a todo dispositivo corresponde un determinado proceso
de subjetivación (o, en este caso, de desubjetivación), es to-
talmente imposible que el sujeto del dispositivo lo use «en
el modo justo». Por lo demás, los que sostienen discursos
parecidos son a su vez el resultado del dispositivo mediá-
tico donde están capturados.

34
10. Las sociedades contemporáneas se presentan así
como cuerpos inertes que atraviesan gigantescos procesos
de desubjetivación que no responden a subjetivación real
alguna. De ahí el eclipse de la política, que presuponía su-
jetos e identidades reales (el movimiento obrero, la burgue-
sía, etc.), y el triunfo de la oikonomia, es decir, de una pura
actividad de gobierno que no apunta a otra cosa que a su
reproducción. Derecha e izquierda, que se alternan hoy en
la gestión del poder, tienen por esto muy poco que hacer
con el contexto político de cuyos términos provienen, y
nombran simplemente los dos polos —aquel que apuesta
sin escrúpulos por la desubjetivación y aquel que querría,
en cambio, recubrirla con la máscara hipócrita del buen
ciudadano democrático— de una misma máquina guber-
namental.
De ahí, sobre todo, la singular inquietud del propio po-
der en el momento en que se encuentra de frente al cuerpo
social más dócil y apaciguado que jamás se haya dado en
la historia de la humanidad. Es por una paradoja sólo apa-
rente que el inocuo ciudadano de las democracias posin-
dustriales (el bloom, como se ha sugerido eficazmente lla-
marlo) que cumple puntualmente todo lo que se le dice ha-
cer y deja que tanto sus gestos cotidianos como su salud,
tanto sus pasatiempos como sus ocupaciones, tanto su ali-
mentación como sus deseos, sean comandados y controla-
dos por los dispositivos hasta en los más mínimos detalles,
es considerado por el poder —quizá justamente por esto—
como un virtual terrorista. Mientras la nueva normativa
europea impone así a todos los ciudadanos los dispositivos
biométricos que desarrollan y perfeccionan las tecnologías
antropométricas (desde las huellas digitales hasta la foto de
prontuario) que fueron inventadas en el siglo xix para la

35
identificación de los ciudadanos reincidentes, la vigilancia
a través de videocámaras transforma los espacios públicos
de la ciudad en interiores de una inmensa cárcel. A los ojos
de la autoridad —y quizá con razón— nada se asemeja
tanto al terrorista como el hombre ordinario.
Cuanto más se generalizan los dispositivos y disemi-
nan su poder en todo ámbito de la vida, tanto más el go-
bierno se encuentra de frente a un elemento inaferrable,
que parece huir a su toma cuanto más dócilmente se so-
mete a ésta. Esto no significa que represente en sí mismo
un elemento revolucionario ni que pueda detener o si-
quiera simplemente amenazar a la máquina gubernamen-
tal. En lugar del anunciado fin de la historia, se asiste, de
hecho, al incesante girar en el vacío de la máquina que, en
una suerte de inmensa parodia de la oikonomia teológica,
ha asumido encima suyo la herencia de un gobierno provi-
dencial del mundo que, en lugar de salvarlo, lo conduce —
fiel, en esto, a la originaria vocación escatológica de la pro-
videncia— a la catástrofe. El problema de la profanación
de los dispositivos —es decir, de la restitución al uso co-
mún de aquello que ha sido capturado y separado en
ellos— es, por esto, tanto más urgente. Este problema no
se dejará plantear correctamente si los que quieren tomarlo
no son capaces de intervenir sobre los procesos de subjeti-
vación, no menos que sobre los dispositivos, para llevar a
la luz ese Ingobernable, que es el inicio y, a la vez, el punto
de fuga de toda política.

36
37
“Una metafísica crítica podría nacer
como ciencia de los dispositivos”*
Tiqqun

Las filosofías primeras suministran al poder sus


estructuras formales. Más precisamente, “la metafí-
sica” designa ese dispositivo en el que el actuar re-
quiere de un principio al que puedan relacionarse las
palabras, las cosas y las acciones. En la época del Giro,
cuando la presencia como identidad última vira hacia
la presencia como diferencia irreductible, el actuar
aparece sin principio.
Reiner Schürmann, “¿Qué hacer en el fin de la
metafísica?”

A
l inicio, habría una visión, en uno de los pisos
de aquellas siniestras colmenas de vidrio ubica-
das en el sector terciario; la visión interminable,

*
Este texto constituye el acto fundacional de la S.A.S.C., la So-
ciedad por el Desarrollo [Avancement] de la Ciencia Criminal. La
S.A.S.C. es una asociación sin ánimo de lucro cuya vocación
consiste en reunir anónimamente, clasificar y difundir todos los
saberes-poderes útiles a las máquinas de guerra antiimperiales.

38
a través del espacio panoptizado, de decenas de cuer-
pos sentados, en fila, distribuidos de acuerdo con una lógica
modular; decenas de cuerpos sin vida aparente, separados
por delgadas paredes de vidrio, tecleando en sus compu-
tadoras. En esta visión, a su vez, habría una revelación del
carácter brutalmente político de semejante inmovilización
forzada de los cuerpos. Y la evidencia paradójica de cuer-
pos que están tanto más inmóviles cuanto sus funciones
mentales resultan activadas, cautivadas, movilizadas; fun-
ciones que borbotean y responden en tiempo real a las fluc-
tuaciones del flujo informacional que atraviesa la pantalla.
Tomemos esta visión, o más bien lo que en ella encontramos,
y démosle un paseo ahora a través de una exposición del
MoMa en Nueva York, donde unos cibernéticos entusias-
tas, conversos recientemente a la coartada artística, han de-
cidido presentar al público todos los dispositivos de neutra-
lización, de normalización a través del trabajo, que tienen
en mente para el futuro. La exposición se titularía Worksp-
heres: se expondría en ella el modo en que un iMac trans-
forma el trabajo —que ha devenido en sí mismo superfluo
e insoportable— en ocio, y cómo un ambiente “de fácil ma-
nejo” prepara al Bloom3 promedio para que soporte la exis-
tencia más desolada y maximice de esta manera su rendi-
miento social, o cómo le desaparecerá toda disposición a
la angustia, a este Bloom, cuando SE hayan integrado en su
espacio de trabajo personalizado todos los parámetros de

3
Según indica Giorgio Agamben, el colectivo Tiqqun denomina
«Bloom», término tomando del Ulises de James Joyce, «a los
nuevos sujetos anónimos, a singularidades cualquiera, vacías,
dispuestas a todo, que pueden difundirse por todos lados pero
permanecen inasibles, sin identidad, pero reidentificables en
cada momento» Giorgio Agamebn «Apostilla 2001» a La comu-
nitá che viene, Turín, Bollati Boringhieri, 2001
39
su psicología, sus hábitos y su carácter. De la conjunción
de estas “visiones” nacería la sensación de que, final-
mente, SE ha logrado producir el espíritu; y a su vez, produ-
cir el cuerpo como desperdicio, masa inerte y voluminosa,
condición —pero sobre todo obstáculo— del desenvolvi-
miento de procesos puramente cerebrales. La silla, la mesa,
la computadora: un dispositivo. Un apresamiento produc-
tivo. Una empresa metódica de atenuación de todas las for-
mas-de-vida. Jünger bien hablaba de una “espiritualización
del mundo”, pero en un sentido que no era necesariamente
elogioso.
Podríamos imaginar una génesis distinta. Al inicio, ha-
bría en esta ocasión una molestia, una molestia unida a la
generalización de artefactos de vigilancia en los almacenes;
arcos antirrobo especialmente. Habría una ligera angustia,
al momento de traspasarlos, por saber si sonarán o no, por
saber si uno será extraído del flujo anónimo de los consu-
midores como “el cliente indeseable”, como “el ladrón”.
Habría pues, en esta ocasión, la molestia —¿o quién sabe?
el resentimiento— por haberse hecho atrapar en algunas
ocasiones, y la
clara presciencia
de que los disposi-
tivos comenzaron
últimamente a
funcionar. O de
que esta tarea de
vigilancia, por
ejemplo, es cada
vez más confiada
exclusivamente a

40
una masa de vigilantes que tienen buen ojo, al haber sido
ellos mismos los antiguos ladrones. Ellos que son, bajo
cualquiera de sus gestos, dispositivos a pie.
Imaginemos ahora una génesis, del todo improbable
ésta, para los más incrédulos. El punto de partida no podría
ser otro que la cuestión de la determinidad, del hecho de que
hay, inexorablemente, determinación; pero se trata de una
fatalidad que puede a la vez tomar el sentido de una temible
libertad de juego con las determinaciones. De una subver-
sión inflacionista del control cibernético.

Al inicio, no habría nada, finalmente. Nada


que no sea el rechazo a jugar inocentemente
cualquiera de los juegos que SE hayan previsto
para engatusarnos.
¿Y quién sabe? el deseo
FEROZ
de crear algunos de ellos
vertiginosos.

41
I

¿E
n qué consiste, exactamente, la Teoría del
Bloom? Consiste en un intento de historizar la
presencia, de tomar nota, para comenzar, del
estado actual de nuestro ser-en-el-mundo. Otros intentos
de la misma naturaleza han precedido a la Teoría del Bloom,
entre los cuales el más notable, después de Los conceptos fun-
damentales de la metafísica de Heidegger, resulta definitiva-
mente El mundo mágico de De Martino. Sesenta años antes
de la Teoría del Bloom, la antropología italiana ofrecía una
contribución, hasta el día de hoy inigualada, en torno a la
historia de la presencia. Pero mientras que filósofos y an-
tropólogos desembocaban en este resultado, en la constata-
ción del sitio donde somos con el mundo, en la constata-
ción de nuestro propio colapso, fue de allí que nosotros par-
timos, así que aquí consentiremos.
Hombre de su época
en esto, De Martino
pretendía creer en
toda la fábula mo-
derna del sujeto clá-
sico, del mundo obje-
tivo, etc. Luego distin-
guió entre dos épocas
de la presencia, la que
tiene curso en el

42
“mundo mágico”, primitivo, y la del “hombre moderno”.
Todo el malentendido occidental con respecto de la magia
y, más generalmente, de las sociedades tradicionales, dice
en resumen De Martino, se debe al hecho de que pretende-
mos comprenderlas desde afuera, a partir del presupuesto
moderno de una presencia adquirida, de un ser-en-el-
mundo asegurado, apoyado en una clara distinción entre
el yo y el mundo. En el universo tradicional-mágico, la
frontera que constituye al sujeto moderno como un sus-
trato sólido, estable, seguro de su ser-ahí, ante el cual se
extiende un mundo atestado de objetividad, conforma to-
davía un problema. Dicha frontera existe en este universo
para conquistarlo, para fijarlo; la presencia humana es así
constantemente amenazada, sintiéndose en un peligro per-
petuo. Así, esta labilidad coloca a la presencia humana a
merced de cualquier percepción violenta, de cualquier si-
tuación saturada de afectos, de cualquier acontecimiento
inasimilable. En casos extremos, conocidos bajo diversos
nombres en las civilizaciones primitivas, el ser-ahí es total-
mente devorado por el mundo, una emoción o una percep-
ción. A esto los malayos lo llaman latah, los tunguses olon,
algunos melanesios atai, y entre los mismos malayos está
relacionado con el amok. En tales estados, la presencia sin-
gular se desploma completamente, entra en una indistin-
ción con los fenómenos y se deshace con un simple eco,
mecánico, del mundo que le rodea. De este modo un latah,
un cuerpo afectado de latah, coloca la mano sobre la llama
apenas esbozado el gesto para hacerlo o, encontrándose de
golpe cara a cara con un tigre en la cima de un sendero,
comienza a imitarlo furiosamente, poseído como está por
semejante percepción inesperada. También se relatan ca-

43
sos de olon colectivo: durante la formación de un regi-
miento cosaco por parte de un oficial ruso, los hombres del
regimiento, en lugar de ejecutar las órdenes del coronel,
comienzan repentinamente a repetirlas en coro; y cuanto
más los colmaba de insultos el oficial y éste se irritaba por
su rechazo a obedecer, más le regresaban ellos sus insultos
e imitaban su cólera. De Martino caracteriza de este modo
el latah, haciendo uso de sus categorías aproximativas: “La
presencia tiende a permanecer polarizada sobre un conte-
nido particular, no alcanza a ir más allá de ello y, por con-
siguiente, desaparece y abdica en tanto que presencia. Co-
lapsa así la distinción entre presencia y mundo que se hace
presente.”
Así pues, para De Martino existe un “drama existen-
cial”, un “drama histórico del mundo mágico”, que es un
drama de la presencia; y el conjunto de las creencias, téc-
nicas e instituciones
mágicas están ahí
para responder a tal
situación: para sal-
var, proteger o res-
taurar la presencia
mermada. Por
tanto, ese conjunto
está dotado de una
eficacia propia, de
una objetividad
inaccesible al sujeto
clásico. Una de las
maneras que tienen
los indígenas de
Mota para vencer la

44
crisis de la presencia provocada por alguna reacción emo-
cional intensa, consistirá así en asociar a aquel que ha sido
su víctima con la cosa que la ha ocasionado, o algo que la
represente. En el curso de una ceremonia, dicha cosa será
declarada atai. El Chamán instituirá una comunidad de
destino entre esos dos cuerpos que estarán, a partir de
ahora, indisoluble y ritualmente unidos, a tal punto que en
el idioma indígena atai significa simplemente alma. “La
presencia que se arriesga a perder todo horizonte se recon-
quista incorporando su unidad problemática a la unidad
problemática de la cosa”, concluye De Martino. Esta prác-
tica banal (la de inventarse un alter ego objetal) es aquello
que los occidentales recubrirán con el apodo de “feti-
chismo”, rechazando comprender que el hombre “primi-
tivo” se recompone, al reconquistar una presencia, me-
diante la magia. Reproduciéndose el drama de su presencia
en disolución, pero esta vez acompañado y apoyado por el
Chamán —en el trance, por ejemplo—, pone en escena di-
cha disolución de tal manera que vuelve a ser su amo. Lo
que el hombre moderno reprocha tan amargamente al “pri-
mitivo”, después de todo, no es tanto su práctica de la ma-
gia, sino la audacia que tiene para otorgarse un derecho
que es juzgado obsceno: el de evocar la labilidad de la pre-
sencia y, con ello, volverla participable. Y es que los “primi-
tivos” se han dado los medios para vencer ese tipo de
desamparo, cuyas imágenes más familiares para nosotros
son el moderno despojado de su portátil, la familia peque-
ñoburguesa privada de tele, el automovilista con el coche
rallado, el ejecutivo sin oficina, el intelectual sin la palabra
o la Jovencita sin su bolso.
Pero De Martino comete un error inmenso, un error
de fondo sin duda inherente a toda antropología. De Martino

45
ignora la amplitud del concepto de presencia, ya que la
concibe todavía como un atributo del sujeto humano, lo cual le
lleva inevitablemente a oponer la presencia al “mundo que
se hace presente”. La diferencia entre el hombre moderno
y el primitivo no consiste, como De Martino dice, en el he-
cho de que el segundo se encontraría en defecto con respecto
del primero, al no haber adquirido aún la seguridad de éste.
La diferencia consiste, por el contrario, en que el “primi-
tivo” demuestra una mayor apertura, una mayor atención,
al VENIR A LA PRESENCIA DE LOS ENTES, y por tanto, como
consecuencia, una mayor vulnerabilidad a las fluctuacio-
nes de éste. El hombre moderno, el sujeto clásico, no es un
salto fuera de lo primitivo, sino que, más bien, es tan sólo
un primitivo que se ha vuelto indiferente al acontecimiento
de los seres, que ya no sabe acompañar al venir a la presen-
cia de las cosas, que es pobre de mundo. De hecho, toda la
obra de De Martino está atravesada por un amor infeliz
hacia el sujeto clásico. Infeliz, debido a que De Martino
tiene, como Janet, una comprensión demasiado íntima del
mundo mágico, una sensibilidad demasiado rara hacia el
Bloom, como para no sentir, secretamente, todos sus efec-
tos. Lo que ocurre es que, cuando se es un hombre, en la
Italia de los años 40, ciertamente se tiene más que nada el
interés de callar dicha sensibilidad y de confesar una pasión
desenfrenada por la plasticidad majestuosa y, a partir de
ahora, admirablemente kitsch del sujeto clásico. De este
modo, De Martino se acorraló en la postura cómica que es
denunciar el error metodológico de querer aprehender el
mundo mágico desde el punto de vista de una presencia
asegurada, al mismo tiempo que la conserva como hori-

46
zonte de referencia. En última instancia, hace suya la uto-
pía moderna de una objetividad pura de toda subjetividad
y de una subjetividad exenta de toda objetividad.
En realidad, la presencia es tan poco un atributo del
sujeto humano que ella es aquello que se da. “El fenómeno
a retener, aquí, no es ni el simple ente ni su modo de estar
presente, sino la entrada en presencia; una entrada que es
siempre nueva, cualquiera que sea el dispositivo histórico
en que aparezca lo dado” (Reiner Schürmann, El principio
de anarquía). Así se define el ek-stasis ontológico del ser-ahí
humano, su co-pertenencia a cada situación vivida. La pre-
sencia en sí misma es INHUMANA. Inhumanidad que
triunfa en la crisis de la presencia, cuando lo ente se im-
pone en toda su aplastante insistencia. La donación de la
presencia, entonces, ya no puede seguir siendo acogida;
toda forma-de-vida, es decir, toda manera de acoger esta do-
nación, se disipa. Lo que hay que historizar no es entonces
el progreso de la presencia hacia la estabilidad final, sino
las diferentes maneras en que ésta se da, las diferentes eco-
nomías de la presencia. Y si bien existe hoy en día, en la
era del Bloom, una
crisis generalizada
de la presencia, esto
es así solamente en
virtud de la generali-
dad de la economía
en crisis: LA ECONO-
MÍA OCCIDENTAL,
MODERNA Y HEGE-
MÓNICA, DE LA PRE-
SENCIA CONSTANTE.
Economía que tiene

47
como característica propia la denegación de la posibilidad
misma de su crisis por medio del chantaje del sujeto clá-
sico, regente y medida de todas las cosas. El Bloom resalta
históricamente el fin de la efectividad social-mágica de ese
chantaje o fábula. La crisis de la presencia entra nueva-
mente en el horizonte de la existencia humana, pero
no SE responde a ella de la misma manera que en el mundo
tradicional; no SE la reconoce como tal.
En la era del Bloom la crisis de la presencia se cronifica
y se objetiva en una inmensa acumulación de dispositivos.
Cada dispositivo funciona como una prótesis ek-sistencial
que SE administra al Bloom para permitirle sobrevivir en la
crisis de la presencia sin que la perciba, y para permitirle
permanecer en ella día tras día sin sucumbir — un celular,
un psicólogo, un amante, un sedante o un cine conforman
una especie de muletas bastante adecuadas, siempre y
cuando uno pueda cambiarlas a menudo. Considerados
singularmente, los dispositivos son otras tantas fortalezas
erigidas contra el acontecimiento de las cosas; tomados en
masa, son el hielo seco que SE esparce sobre el hecho de
que cada cosa, en su venir a la presencia, lleva consigo un
mundo. Lo objetivo: mantener a toda costa la economía
dominante mediante la gestión autoritaria, en todo lugar,
de la crisis de la presencia; instalar planetariamente un pre-
sente contra el libre juego de todo venir a la presencia. En
pocas palabras: EL MUNDO SE ENDURECE.
Desde que el Bloom se ha insinuado en el corazón de
la civilización, SE ha hecho todo lo posible para aislarlo,
para neutralizarlo. Muy a menudo, y ya muy biopolítica-
mente, se le ha tratado como una enfermedad: primero se
llamó psicastenia, con Janet, y luego esquizofrenia. Hoy en

48
día SE prefiere hablar de depresión. Las calificaciones cam-
bian, ciertamente, pero la maniobra es siempre la misma:
reducir las manifestaciones del Bloom que son demasiado
extremas a puros “problemas subjetivos”. Circunscribién-
dolo como enfermedad, SElo individualiza, SE lo localiza
y SE lo reprime, de tal manera que ya no pueda ser asumible
colectivamente, comúnmente. Si lo vemos bien, la biopolí-
tica nunca ha tenido otro propósito: garantizar que nunca
se constituyan mundos, técnicas, dramatizaciones compar-
tidas, magias, en el seno de las cuales la crisis de la presen-
cia pueda ser vencida, asumida, pueda devenir un centro
de energía, una máquina de guerra. La ruptura de toda
transmisión de la experiencia, la ruptura de la tradición his-
tórica está ahí, salvajemente mantenida, para asegurar que
el Bloom se mantenga siempre entregado, remitido a “sí
mismo”, a su propia y solitaria burla, a su aplastante y mí-
tica “libertad”. Existe ante todo un monopolio biopolítico de los
remedios para la presencia en crisis, que siempre está dispuesto a
defenderse con la violencia más lejana.
La política que desafía este monopolio toma como
punto de partida, y como centro de energía, la crisis de la
presencia: el Bloom. A esta política la calificaremos como
extática. Su propósito no es rescatar abstractamente, a
fuerza de re/presentaciones, la presencia humana en diso-
lución, sino en la elaboración de magias participables, de
técnicas de habitación, no tanto de un territorio, sino de un
mundo. Y es esta elaboración, la del juego entre las dife-
rentes economías de la presencia, entre las diferentes for-
mas-de-vida, lo que exige la subversión y la liquidación de
todos los dispositivos.

49
Aquellos que aún reclaman una teoría del sujeto, como
un último aplazamiento ofrecido a su pasividad, harían
mejor en comprender que, en la era del Bloom, una teoría
del sujeto ya sólo es posible como teoría de los dispositivos.

50
II

D
urante mucho tiempo he creído que lo que dis-
tinguía a la teoría de, supongamos, la litera-
tura, era su impaciencia para transmitir conte-
nidos, su vocación para hacerse comprender. Efectiva-
mente, esto especifica a la teoría, a la teoría como la única
forma de escritura que no es una práctica. De ahí el infinito
impulso de la teoría, que puede decir lo que sea sin que esto
arroje nunca, finalmente, alguna consecuencia; para los
cuerpos, evidentemente. Veremos muy bien que nuestros
textos no son teoría ni su negación, sino simplemente otra
cosa.
¿Cuál es el dispositivo per-
fecto, el dispositivo-modelo a
partir del cual ningún malenten-
dido podría subsistir sobre la
noción misma de dispositivo?
El dispositivo perfecto, me pa-
rece, es LA AUTOPISTA. En ella,
el máximum de la circulación coin-
cide con el máximum del control.
Nada se mueve en ella que no
sea incontestablemente “libre”
y, a la vez, estrictamente regis-
trado, identificado e indivi-
duado en un registro exhaustivo

51
de matriculaciones. Organizado en red, dotado de sus pro-
pios puntos de abastecimiento, de su propia policía, de es-
pacios autónomos neutros, vacíos y abstractos, el sistema
de autopistas representa directamente el territorio, como
descargado por bandas a través del paisaje; una heteroto-
pía, la heterotopía cibernética. En él, todo ha sido cuida-
dosamente parametrizado para que no suceda nada, nunca.
El flujo indiferenciado de lo cotidiano sólo es evaluado por
la serie estadística, prevista y previsible, de los accidentes
que SE nos tiene tan informados porque nunca somos testi-
gos de ellos, y que no son, por tanto, vividos como aconte-
cimientos, como muertes, sino como una perturbación pa-
sajera de la que todo rastro será borrado en poco tiempo.
Por otra parte, nos recuerda la Seguridad Vial, SE muere
mucho menos en las autopistas que en las carreteras nacio-
nales; y son apenas los cadáveres de los animales aplasta-
dos, que se advierten por la ligera dislocación que inducen
en la dirección de los coches, los que nos recuerdan qué es
lo que significa PRETENDER VIVIR ALLÍ DONDE LOS DEMÁS
PASAN. Cada átomo del flujo molecularizado, cada una de
las mónadas impermeables del dispositivo, no tiene, de
cualquier modo, ninguna necesidad de que se le recuerde
que el fluir está dentro de sus intereses. La autopista está
hecha completamente, con sus largas curvas y su uniformi-
dad calculada y señalizada, para reducir todas las conductas
a una sola: la cero-sorpresa, prudente y alisada, orientada
hacia un lugar de llegada y recorrida completamente a una
velocidad media y regular. A pesar de todo, existe un ligero
sentimiento de ausencia, de un extremo a otro del trayecto,
como si la única forma de permanecer en un dispositivo
fuera atrapado bajo la perspectiva de salirse de él, sin nunca
haber estado verdaderamente ahí. Al final, el puro espacio

52
de la autopista expresa la abstracción de todo lugar más
que la de toda distancia. En ninguna parte SE ha realizado
tan perfectamente la sustitución de los lugares a partir de
su nombre, a partir de su reducción nominalista. En ninguna
parte la separación habrá sido tan móvil y convincente, e
incluso armada de un lenguaje (la señalización vial) menos
susceptible de subversión. La autopista, por tanto, como
utopía concreta del Imperio cibernético. ¡Y pensar que
existe gente que ha podido oír hablar de “autopistas de la
información” sin presentir la promesa de una vigilancia po-
licíaca total!
El metro, la red metropolitana, es otra clase de megadis-
positivo, subterráneo en esta ocasión. No cabe duda, vista
la pasión policíaca que la RATP 4 nunca ha abandonado
desde Vichy, de que una cierta consciencia de este hecho
se ha insinuado en todos sus pisos, e incluso en sus entre-
suelos. Es así como se podía leer hace algunos años, en los
pasillos del metro parisino, un extenso aviso público de la
RATP, adornado con un león que ostentaba una pose real.
El título de la noticia, escrito en caracteres gruesos y extra-
ordinarios, estipulaba que: “AMO DE LOS LUGARES ES
AQUEL QUE LOS ORGANIZA”. Quien se dignaba a detenerse
a leer, se veía así informado por la intransigencia empleada
por esta compañía pública dispuesta a defender el mono-
polio de la gestión de su dispositivo. Desde ese momento,
parece ser que el Weltgeist ha conseguido aún progresos en-
tre los émulos del servicio de Comunicación de la RATP,
ya que todas sus campañas han sido, a partir de ese mo-

4
RATP (Règie Autonome des Transports Parisiens): Compa-
ñía Autónoma de Transportes Parisinos)
53
mento, firmadas como “RATP, el espíritu libre”. El “espí-
ritu libre” —singular fortuna para una fórmula que ha pa-
sado desde Voltaire hasta los anuncios de los nuevos servi-
cios bancarios, pasando por Nietzsche—, tener el espíritu
libre más que ser un espíritu libre: he aquí lo que exige el
Bloom, ávido de bloomificación. Tener el espíritu libre, es
decir: el dispositivo se hace cargo de los que se le someten.
Sin duda, existe una comodidad que se vincula con esto,
que consiste en poder olvidar, hasta nuevo aviso, que uno
está en el mundo.
En cada dispositivo existe una decisión que se esconde.
Los Amables Cibernéticos del CNRS 5 le dan la vuelta a
esto de la siguiente manera: “El dispositivo puede ser defi-
nido como la concretización de una intención mediante la
constitución de ambientes acondicionados” (Hermès, nº
25). El flujo es necesario para el mantenimiento del dispo-
sitivo, porque es detrás de él que se esconde dicha decisión.
“No hay nada más fundamental para la supervivencia del
shopping que un
flujo constante de
clientes y produc-
tos”, observan los
cabrones del Har-
vard Project on the
City. Pero asegu-
rar la permanencia
y la dirección del
flujo moleculari-
zado, interconec-
tar los diferentes

5
CNRS: Centro Nacional de Investigaciones Científicas
54
dispositivos, exige un principio de equivalencia, un princi-
pio dinámico, distinto de la norma en curso en cada dispo-
sitivo. Este principio de equivalencia es la mercancía. La
mercancía, es decir, el dinero como lo que individúa y se-
para todos los átomos sociales, colocándolos a solas frente
a su cuenta bancaria como el cristiano lo estaba ante su
Dios; el dinero, que nos permite al mismo tiempo entrar
continuamente en todos los dispositivos y, en cada en-
trada, registrar un rastro de nuestra posición, de nuestro
paso. La mercancía, es decir, el trabajo que permite conte-
ner el mayor número de cuerpos en un número particular
de dispositivos estandarizados, forzarlos a pasar a través de
ellos y quedarse, organizando cada uno su propia trazabili-
dad a través del currículum vitae (¿no es cierto, por otra
parte, que trabajar hoy en día ya no consiste tanto en hacer
alguna cosa como en ser alguna cosa y, desde luego, en es-
tar disponible?). La mercancía, es decir, el reconocimiento gra-
cias al cual cada uno autogestiona su sumisión a la policía
de las cualidades y mantiene con otros cuerpos una distan-
cia prestidigitadora, suficientemente grande para neutrali-
zarse, pero no tanto para excluirse de la valorización so-
cial. Guiado de este modo por la mercancía, el flujo de los
Bloom impone dulcemente la necesidad del dispositivo que
lo contiene. Todo un mundo fosilizado sobrevive en esta
arquitectura, la cual ya no necesita celebrar el poder sobe-
rano porque ella misma es, a partir de ahora, el poder soberano:
le basta con configurar el espacio — la crisis de la presencia
hace el resto.
Bajo el Imperio, las formas clásicas del capitalismo so-
breviven, pero como formas vacías, como puros vehículos
al servicio del mantenimiento de los dispositivos. Su per-

55
sistencia no debe
engañarnos: ya no
reposan sobre sí
mismos, puesto
que han devenido
función de otra
cosa. A PARTIR DE
AHORA, EL MO-
MENTO POLÍTICO
DOMINA EL MO-
MENTO ECONÓ-
MICO. La cuestión
suprema ya no es
la extracción de plusvalía, sino el Control. El nivel de ex-
tracción de la propia plusvalía ya no indica sino el nivel de
Control que es localmente su condición. El Capital ya no
es sino un medio al servicio del Control generalizado. Y si
aún existe un imperialismo de la mercancía, se hace sentir
ante todo como imperialismo de los dispositivos; imperia-
lismo que responde a una necesidad: la de la NORMALIZA-
CIÓN TRANSITIVA DE TODAS LAS SITUACIONES. Se trata de
extender la circulación entre los dispositivos, porque es ella
quien forma el mejor vector de la trazabilidad universal y
del orden de los flujos. En este punto también, nuestros Ama-
bles Cibernéticos poseen el arte de la fórmula: “En general,
el individuo autónomo, concebido como portador de una
intencionalidad propia, aparece como la figura central del
dispositivo. […] Ya no se orienta el individuo, sino que es
el individuo quien se orienta en el dispositivo”.
No hay nada misterioso en las razones por las cuales
los Bloom se someten tan masivamente a los dispositivos.
Por qué, ciertos días, en el supermercado, no robo nada…;

56
tanto si me siento demasiado débil como si soy perezoso:
no robar resulta una comodidad. No robar supone disol-
verse absolutamente en el dispositivo, conformarse en él
para no tener que sostener la relación de fuerza que con-
lleva: la relación de fuerza entre un cuerpo y el agregado
compuesto por los empleados, el vigilante y, eventual-
mente, la policía. Robar me fuerza a una presencia, a una
atención, a un nivel de exposición de mi superficie corpo-
ral, a la cual, ciertos días, no puedo recurrir. Robar me
fuerza a pensar mi situación. Y en ciertas ocasiones, no tengo
la energía para ello. Así que pago, pago para ser dispensado
de la experiencia misma del dispositivo en su realidad hos-
til. Pero lo que en realidad adquiero es un derecho a la au-
sencia.

57
III

Lo que puede ser mostrado no puede ser dicho.


Wittgenstein
El decir no es lo dicho.
Heidegger

E
xiste un enfoque materialista del lenguaje que
parte de que aquello que percibimos nunca es
separable de aquello que sabemos. La Gestalt ha
mostrado desde hace mucho tiempo cómo, frente a una
imagen confusa, el hecho de que se nos diga que tal imagen
representa a un hombre sentado en una silla, o una lata de
conservas semiabierta, es suficiente para hacer aparecer
una u otra cosa. Las reacciones nerviosas de un cuerpo y,
ciertamente por ello mismo, su metabolismo, están estre-
chamente unidas —si acaso no dependen ya directa-
mente— al conjunto de sus representaciones. Hay que ad-
mitir esto para establecer, no tanto el valor, sino la signifi-
cación vital de cada metafísica, su incidencia en términos de
forma-de-vida.
Imaginemos, des-
pués de esto, una civi-
lización cuya gramá-
tica llevaría en su nú-
cleo, especialmente
en el empleo del

58
verbo más corriente de su vocabulario, una clase de vicio,
defecto tal que conlleve a que todo sería percibido de
acuerdo a una perspectiva, no solamente falseada, sino en
la mayoría de los casos mórbida. Imaginemos qué ocurriría
entonces con la fisiología común de sus usuarios, con las
patologías mentales y relacionales, con la disminución vi-
tal a la que éstos estarían expuestos. Tal civilización sería
ciertamente inhabitable y produciría solamente, en cual-
quier sitio que se extienda, desastre y desolación. Esa civi-
lización es la civilización occidental, y ese verbo es senci-
llamente el verbo ser. Y el verbo ser no en sus empleos de
auxiliar o de existencia —esto es—, los cuales son relativa-
mente inofensivos, sino en sus empleos de atribución —
esta rosa es roja— y de identidad —la rosa es una flor—,
que autorizan las más simples falsificaciones. En el enun-
ciado “esta rosa es roja”, por ejemplo, presto al sujeto
“rosa” un predicado que no es el suyo, que es más bien un
predicado de mi percepción: soy yo, que no soy daltónico,
que soy “normal”, quien percibe esta longitud de onda
como “rojo”. Decir “yo percibo la rosa como rojo” resul-
taría ya menos capcioso. En cuanto al enunciado “la rosa
es una flor”, me permite borrarme oportunamente tras la
operación de clasificación que yo hago. Por tanto, conven-
dría más bien decir: “yo clasifico la rosa entre las flores”
(que es la formulación común en las lenguas eslavas). Sin
duda es evidente, a continuación, que los efectos del es de
identidad tienen un alcance emocional muy distinto
cuando permiten decir de un hombre que tiene la piel
blanca, “es un Blanco”, de alguien que tiene dinero, “es un
rico”, o de una mujer que se comporta algo libremente, “es
una puta”. Y esta cuestión de ninguna manera consiste en

59
denunciar la supuesta “violencia” de tales enunciados, pre-
parando así el advenimiento de una nueva policía de la len-
gua, de una political correctness ampliada, que esperaría que
cada frase lleve consigo su propia garantía de cientificidad.
De lo que se trata es de saber lo que se hace, lo que SE nos
hace, cuando hablamos; y de saberlo juntos.
La lógica subyacente a estos empleos del verbo ser es
calificada por Korzybski como aristotélica; nosotros la lla-
maremos simplemente “la metafísica” — y de hecho no es-
tamos lejos de pensar, como Schürmann, que “la cultura
metafísica en su conjunto revela ser una universalización
de la operación sintáctica que es la atribución predicativa”.
Lo que se juega en la metafísica, y especialmente en la he-
gemonía social del es de
identidad, es tanto la
negación del devenir,
como del acontecimiento
de las cosas y los seres
— “¿Estoy fatigado? 6
Esto, desde luego, no
quiere decir gran cosa.
Ya que mi fatiga no es
mía, no soy yo quien
está fatigado. ‘Hay lo
fatigante’. Mi fatiga se
inscribe en el mundo
bajo la forma de una

6
El español, a diferencia de la mayoría de las lenguas, realiza
una distinción constante entre los verbos ser y estar. En este
caso, la fórmula «estar fatigado» traduce del francés un uso im-
prescindible del verbo ser, lo que, de algún modo, inhabilita en
nuestro idioma el ejemplo propuesto en el texto.
60
consistencia objetiva, de un suave espesor de las cosas mis-
mas, del sol y la carretera que sube, del polvo y las pie-
dras.” (Deleuze, ‘Decires y perfiles’, 1947) En lugar del
acontecimiento —“hay lo fatigante”— la gramática meta-
física nos forzará a pronunciar un sujeto para después refe-
rirle su predicado: “yo estoy fatigado” — esto es: el acon-
dicionamiento de una posición de retirada, de elipsis del
ser-en-situación, de borrado de la forma-de-vida que se
enuncia tras su enunciado, tras la pseudosimetría autár-
quica de la relación sujeto-predicado. Y es, naturalmente,
con la justificación de este escamoteo que se abre la Feno-
menología del espíritu, piedra angular de la represión occi-
dental de la determinidad y las formas-de-vida, verdadera
propedéutica para toda ausencia futura. “A la pre-
gunta: ¿qué es el ahora? —escribe nuestro Bloom jefe— res-
pondemos, pues, por ejemplo, el ahora es la noche. Y para
examinar la verdad de esta certeza sensible, basta con un
sencillo experimento. Escribamos esta verdad; la verdad
no es algo que se puede perder por escribirla, ni mucho me-
nos por tratar de guardarla y conservarla. Pero si volvemos
a ver ahora, es decir, este mediodía, la verdad que escribimos
anoche, resulta que tendremos que decir que se nos ha
echado a perder”. El grosero juego de manos consiste aquí
en reducir como si nada la enunciación al enunciado, en
postular la equivalencia del enunciado hecho por un
cuerpo en situación, del enunciado como acontecimiento, y
del enunciado objetivado o escrito, que perdura como rastro
en la indiferencia a toda situación. De uno a otro, es el
tiempo, es la presencia, lo que cae en la trampa. En su úl-
timo escrito, cuyo título suena como una especie de res-
puesta al primer capítulo de la Fenomenología del espíritu, So-
bre la certeza, Wittgenstein profundiza la cuestión. Se trata

61
del parágrafo 588: “Sin embargo, ¿no es cierto que con las
palabras ‘Sé que esto es…’ afirmo encontrarme en un es-
tado particular, mientras que la mera aseveración: ‘Esto
es…’ no dice lo mismo? A pesar de ello, nuestra réplica a
una aseveración semejante suele ser ‘¿Cómo lo sabes?’ —
‘Sencillamente, porque el hecho de que lo afirme permite
reconocer que lo creo.’ — Podría expresarse así: en un zoo-
lógico podríamos encontrar la inscripción ‘Esto es una ce-
bra’, pero nunca ‘Sé que esto es una cebra.’ ‘Sé’ sólo tiene
sentido cuando sale de la boca de una persona.”
El poder que se ha hecho heredero de toda la metafí-
sica occidental, el Imperio, extrae de ella toda su fuerza así
como la inmensidad de sus debilidades. La abundancia de
artefactos de control y de equipos de vigilancia continua
que han cubierto el mundo, por su exceso mismo, delata el
exceso de su ceguera. La movilización de todas esas “inte-
ligencias” que se vanagloria de tener entre sus filas, sólo
confirma la evidencia de su estupidez. Resulta impresio-
nante ver, año tras año, cómo los seres se escurren cada vez
más entre sus predicados, entre todas las identidades
que SE les hacen. Con total seguridad, el Bloom progresa.
Todas las cosas se indistinguen. SE tiene cada vez mayor
dificultad para hacer del que piensa “un intelectual”, del
que trabaja “un asalariado”, del que mata “un asesino”, del
que milita “un militante”. El lenguaje formalizado, aritmé-
tica de la norma, no se conexiona sobre ninguna distinción
sustancial. Los cuerpos ya no se dejan reducir a las cuali-
dades que SE les quiso atribuir. Rechazan incorporárselas.
Fluyen, silenciosamente. El reconocimiento, que al princi-
pio nombra una cierta distancia entre los cuerpos, se encuentra
desbordado en todos sus puntos. Ya no puede dar cuenta
de lo que pasa, precisamente, entre los cuerpos. Hacen falta,

62
por tanto, dispositivos, más y más dispositivos: para esta-
bilizar la relación entre los predicados y los “sujetos” que
escapan de ellos obstinadamente, para frustrar la creación
difusa de relaciones asimétricas, perversas y complejas en-
tre dichos predicados, para producir la información, para
producir lo real como información. Es evidente que los inter-
valos que mide la norma y a partir de los cuales SE indivi-
dualizan-distribuyen los cuerpos, ya no son suficientes
para el mantenimiento del orden; es necesario, por otra
parte, hacer reinar el terror, el terror de alejarse dema-
siado de la norma. Para garantizar la estabilidad artificial
de un mundo en implosión, han devenido necesarias toda
una policía inédita de las cualidades y toda una ruinosa red
de microvigilancia, de microvigilancia de todos los instan-
tes y espacios. Obtener el autocontrol de cada uno exige
una densificación inédita, una difusión masiva de disposi-
tivos de control cada vez más integrados, cada vez más hi-
pócritas. “El dispositivo: una ayuda para las identidades en
crisis”, escriben los cerdos del CNRS. Pero cualquier cosa
que SE haga para asegurar la plana linealidad de la relación
sujeto-predicado, para someter todo ser a su representa-
ción, a pesar de su desprendimiento histórico, a pesar del
Bloom, no sirve de nada. Sin duda, los dispositivos pueden
fijar, conservar las economías de la presencia caducas, ha-
cerlas persistir más allá de su acontecimiento, pero son im-
potentes al intentar que cese el asedio de los fenómenos, que
tarde o temprano acabarán por sumergirlos. Por el mo-
mento, el hecho de que no es lo ente lo que, la mayor parte
del tiempo, es portador de las cualidades que le prestamos,
sino más bien nuestra percepción, que se muestra siempre
más claramente en el hecho de que nuestra pobreza meta-

63
física, la pobreza de nuestro arte de percibir, nos hace experi-
mentar todo como sin cualidades, nos hace producir el
mundo como desprovisto de cualidades. En este derrumba-
miento histórico, las cosas mismas, libres de todo apego,
vienen cada vez más insistentemente a la presencia.
En realidad, es como dispositivo que nos aparece cada
detalle de un mundo que nos ha devenido extranjero, pre-
cisamente, en cada uno de sus detalles.

64
IV

Nuestra razón es la diferencia de los discursos, nuestra


historia la diferencia de los tiempos, nuestro yo la di-
ferencia de las máscaras.
Michel Foucault, Arqueología del saber

C
orresponde a un pensamiento abruptamente
mayor conocer aquello que obra, conocer en qué
operaciones se libra. Y no con vistas a conseguir
alguna Razón final, prudente y mesurada, sino, por el con-
trario, con el fin de intensificar el goce dramático que se une
al juego de la existencia, en sus propias fatalidades. La cosa
resulta evidentemente obscena. Y debo decir que, a donde-
quiera que uno vaya, a cualquier medio que uno se dirija,
todo pensamiento de la situación resulta inmediatamente in-
terpretado y conjurado como perversión. Para prevenir este
desafortunado reflejo siempre hay, es verdad, una salida
presentable, que consiste en proveer este pensamiento para
una crítica. En
Francia, esto es
por cierto algo en
lo que SE es muy
ávido. Al deve-
larme como hos-
til a aquello cuyo
funcionamiento

65
y determinismos he penetrado, coloco eso mismo que qui-
siera aniquilar a salvo de mí mismo, a salvo de mi práctica.
Y es precisamente esa inocuidad lo que SE espera de mí al
exhortarme a que me declare como crítico.
En todas partes, la libertad de juego que acarrea la ad-
quisición de un saber-poder es algo que colma de terror.
Ese terror, el terror del crimen, es destilado indefinida-
mente por el Imperio entre los cuerpos, asegurándose así
de conservar el monopolio de los saberes-poderes, esto es,
a la larga, el monopolio de todos los poderes. Dominación y
Crítica conforman desde siempre un dispositivo inconfesa-
blemente dirigido contra un hostis común: el conspirador,
aquel que obra encubierto, que hace uso de todo lo que SE le
da y le reconoce como una máscara. El conspirador es
odiado en todas partes, pero nunca SE le odiará tanto como
el placer que él obtiene de su juego. Con toda seguridad,
una cierta dosis de aquello que llamamos comúnmente
“perversión” entra en el placer del conspirador, porque
aquello de lo que goza es, entre otras cosas, de su opacidad.
Mas ésta no es la razón por la cual no SE deja de impulsar
al conspirador a volverse crítico, a subjetivarse como crítico,
ni tampoco la razón del odio que SE mantiene tan corrien-
temente hacia él. Esa razón consiste sencillamente en el pe-
ligro que él encarna. El peligro, para el Imperio, son las má-
quinas de guerra: que uno o varios hombres se transformen
en máquinas de guerra, ENLAZANDO ORGÁNICAMENTE SU
GUSTO POR VIVIR Y SU GUSTO POR DESTRUIR.

El moralismo de toda crítica no es, a su vez, algo a cri-


ticar: para nosotros resulta suficiente conocer la poca incli-
nación que tenemos por lo que se trama verdaderamente

66
en él: amor exclusivo de los afectos tristes, de la impoten-
cia, de la contrición, deseo de pagar, de expiar, de ser casti-
gado, pasión por el proceso, odio del mundo, de la vida,
pulsión gregaria, espera del martirio. Todo ese asunto de la
“consciencia” nunca ha sido realmente comprendido.
Existe efectivamente una necesidad de la consciencia que
no consiste de ninguna manera en una necesidad de “ele-
varse”, sino en una necesidad de elevar, refinar y estimu-
lar nuestro goce, de multiplicar nuestro placer. Una ciencia
de los dispositivos, una metafísica crítica, es por tanto ab-
solutamente necesaria, pero no para plantar alguna bella
certeza tras la cual poder borrarse, ni siquiera para agregar a
la vida su pensamiento, como también se ha dicho. Nece-
sitamos pensar nuestra vida para intensificarla de manera
dramática. ¿Qué me importa un rechazo que no sea al
mismo tiempo un saber milimetrado de la destrucción?
¿Qué me importa un saber que no venga a incrementar mi
potencia, como eso que SE llama pérfidamente “lucidez”,
por ejemplo?
Con respecto a los dispositivos, la burda propensión
del cuerpo que ignora la alegría, consistirá en reducir la pre-
sente perspectiva revolucionaria a la de la destrucción in-
mediata de ellos. Los dispositivos proporcionarían enton-
ces una especie de chivo expiatorio objetal sobre el cual
todo el mundo se pondría de acuerdo de manera unívoca.
Y se restablecería así el más viejo de los fantasmas moder-
nos, el fantasma romántico que cierra El lobo estepario: el de
una guerra de los hombres contra las máquinas. Reducida
a esto, la perspectiva revolucionaria ya sólo sería, nueva-
mente, una frígida abstracción. Ahora bien, el proceso revolu-
cionario es un proceso de crecimiento general de la potencia, o no

67
es nada. Su Infierno es la experiencia y la ciencia de los dis-
positivos, su Purgatorio el compartir dicha ciencia y el
éxodo fuera de los dispositivos, su Paraíso la insurrección
y la destrucción de ellos. Y corresponde a cada uno recorrer
esta divina comedia, como una experimentación sin re-
torno.
Pero por el momento reina aún uniformemente el te-
rror pequeñoburgués del lenguaje. Por un lado, en la esfera
“de lo cotidiano”, SE tiende a tomar las cosas por palabras,
es decir, supuestamente, por lo que son —“un gato es un
gato”, “un centavo es un centavo”, “yo soy yo”— y por el
otro, desde que el SE es subvertido y el lenguaje se desarti-
cula para convertirse en agente de desorden potencial en la
regularidad clínica de lo ya-conocido, SE proyecta al len-
guaje hacia las regiones nebulosas de la “ideología”, de la
“metafísica”, de la “literatura” o, más corrientemente, de
los “sinsentidos”. No obstante, hubo y habrá momentos in-
surreccionales en los que, bajo el efecto de un rechazo fla-
grante de lo cotidiano, el sentido común vence ese terror.
Y SE advierte entonces que lo que hay de real en las pala-
bras no es lo que designan — un gato no es “un gato”; un
centavo nunca es “un centavo”; yo ya no soy “yo
mismo”. Lo que hay de real en el lenguaje son las operaciones
que efectúa. Describir un ente como un dispositivo, o como
ente producido por un dispositivo, es una práctica de des-
naturación del mundo dado, una operación de puesta a dis-
tancia de lo que nos es familiar, o que se quiere como tal.
Y usted lo sabe bien.
Poner a distancia el mundo dado, hasta ahora, ha sido
lo propio de la crítica. Sólo la crítica creía que, una vez he-

68
cho esto, ya estaba todo dicho. Porque en el fondo le im-
portaba menos poner el mundo a distancia que ponerse
fuera de su alcance, precisamente en alguna región nebu-
losa. Quería que SE conociera su hostilidad hacia el
mundo, su trascendencia innata. Quería que SE la creyera,
que SE la suponga, en otra parte, en algún Gran Hotel del
Abismo o en la República de las Letras. Lo que nos im-
porta, a nosotros, es exactamente lo contrario. Imponemos
una distancia entre el mundo y nosotros, no para dar a en-
tender que estaríamos en otra parte, sino para estar de ma-
nera diferente ahí. La distancia que introducimos es el espa-
cio de juego que necesitan nuestros gestos; nuestros gestos
que son compromisos y descompromisos, amor y extermi-
nio, sabotajes y deserciones. El pensamiento de los dispo-
sitivos, la metafísica crítica, llega por tanto como aquello
que prolonga el gesto crítico desde hace tiempo paralizado,
y que al prolongarlo lo anula. Particularmente, anula aque-
llo que, desde hace más de setenta años, constituye el cen-
tro de energía de todo lo que el marxismo puede contener
aún con vida, quiero decir, el famoso capítulo de El capi-
tal sobre “el carácter fetichista de la mercancía y su se-
creto”. Cuánto Marx fracasó en pensar más allá de la Ilus-
tración y cuánto su Crítica de la economía política solamente
fue en efecto una crítica, no aparece en ninguna otra parte
de un modo tan lamentable como en estos pocos parágra-
fos.
Marx tropieza con la noción de fetichismo desde 1842,
luego de su lectura de ese clásico de la Ilustración que
es Sobre el culto de los dioses fetiches, del Presidente de Bros-
ses. Desde su famoso artículo sobre los “robos de madera”,
Marx compara el oro con un fetiche, apoyando esta com-
paración en una anécdota extraída del libro de De Brosses.
69
Este último es el inventor
histórico del concepto de
fetichismo, el que extendió
la interpretación ilumi-
nista de ciertos cultos afri-
canos a la totalidad de las
civilizaciones. Para él, el
fetichismo es el culto pro-
pio a los “primitivos” en
general. “Tantos hechos si-
milares, o del mismo gé-
nero, establecen con la má-
xima claridad que tal
como es hoy en día la Religión de los Negros africanos y
otros Bárbaros, tal era en otro tiempo la de los pueblos an-
tiguos; y que en todos los tiempos, así como por toda la
tierra, se ha visto reinar ese culto directo, rendido sin
forma, a las producciones animales y vegetales.” Lo que
más escandaliza al hombre de la Ilustración, y especial-
mente a Kant, en el fetichismo, es el modo de ver de un
africano, el cual relata Bosman, en su Viaje de Gui-
nea (1704): “Hacemos y deshacemos Dioses, y […] somos
los inventores y los amos de aquello a lo cual hacemos
ofrendas.” Los fetiches son esos objetos o esos seres,
esas cosas en todo caso, a los cuales el “primitivo” se rela-
ciona mágicamente para restaurar una presencia que tal o
cual fenómeno extraño, violento o tan sólo inesperado,
hizo vacilar. Y efectivamente, esa cosa puede ser cual-
quiera que el Salvaje “divinice directamente”, como lo ex-
plica el Aufklärer conmocionado, que tan sólo ve allí cosas
y no la operación mágica de restauración de la presencia.
Y si no puede verla, esa operación, se debe a que para él, así

70
como para el “primitivo” —fuera del brujo, por supuesto—, la
vacilación de la presencia, la disolución del yo, no son asumibles;
la diferencia entre el moderno y el primitivo consiste sola-
mente en que el primero se prohibió la vacilación de la pre-
sencia, se ha fijado en la denegación existencial de su fragili-
dad, mientras que el segundo la admite a condición de re-
mediarla por todos los medios. De ahí la relación polé-
mica, todo menos tranquila, del Aufklärer con el “mundo
mágico”, cuya única posibilidad le llena de pavor. De ahí,
también, la invención de la “locura” para aquellos que no
pueden someterse a tan ruda disciplina.
La posición de Marx, en ese primer capítulo de El ca-
pital, no es diferente a la del Presidente de Brosses, pues se
trata del gesto típico del Aufklärer, del crítico. “Las mercan-
cías tienen un secreto, y yo lo desenmascaro. ¡Ya lo verán,
no lo mantendrán por mucho tiempo!” Ni Marx ni el mar-
xismo han salido nunca de la metafísica de la subjetividad:
es por ello que el feminismo, o la cibernética, han tenido
tan poca dificultad para deshacerlos. Puesto que ha histo-
rizado todo, salvo la presencia humana, o puesto que ha estu-
diado todas las economías, salvo las de la presencia, Marx
concibe el valor de cambio del mismo modo en que Char-
les de Brosses, en el siglo XVIII, observaba los cultos feti-
chistas entre los “primitivos”. Y esto es así porque no
quiere comprender aquello que se juega en el fetichismo. No
ve mediante qué dispositivos SE hace existir la mercancía en
tanto que mercancía, no ve cómo, materialmente —con
acumulación de stocks en la fábrica; con la puesta en escena
individuante de los best-sellers en un almacén, tras una vi-
trina o sobre un anuncio; con la devastación de toda posi-
bilidad de uso inmediato así como de toda intimidad con

71
los lugares—, se producen los objetos como objetos, las mer-
cancías como mercancías. Hace como si todo ello, todo aque-
llo que concierne a la experiencia sensible, no tuviera im-
portancia alguna en ese famoso “carácter fetichista”, como
si el plano de fenomenalidad que hace existir a las mercan-
cías en tanto que mercancías no fuera él mismo material-
mente producido. Marx opone su incomprensión de sujeto-
clásico-con-la-presencia-asegurada, que ve “las mercancías
en tanto que materias, es decir, en tanto que valores de
uso”, a la obcecación general, efectivamente misteriosa, de
los explotados. Aun si él nota la necesidad de que éstos
sean de una u otra manera inmovilizados como espectado-
res de la circulación de las cosas para que las relaciones
entre ellos aparezcan como relaciones entre cosas, no ve el
carácter de dispositivo del modo de producción capitalista.
No quiere ver lo que ocurre, desde el punto de vista de ser-
en-el-mundo, entre esos “hombres” y esas “cosas”; él, que
quiere explicar la necesidad de todo, no comprende la ne-
cesidad de esa “ilusión mística”, su anclaje en la vacilación
de la presencia, y en la represión de ésta. Sólo puede despedir
ese hecho remitiéndolo al oscurantismo, al retraso teoló-
gico y religioso, a la “metafísica”. “En general, el reflejo
religioso del mundo real únicamente podrá desvanecerse
cuando las circunstancias de la vida práctica, cotidiana, re-
presenten para los hombres, día a día, relaciones diáfana-
mente racionales, entre ellos y con la naturaleza.” Nos en-
contramos aquí en el ABC del catecismo de la Ilustración,
con todo lo que tiene de programático para el mundo tal
como se ha construido desde entonces. Como uno no puede
evocar su propia relación con la presencia —la modalidad
singular de su ser-en-el-mundo—, ni aquello en lo que uno
está comprometido hic et nunc, uno apela inevitablemente

72
a los mismos trucos usados
por sus ancestros: uno confía
a una teleología tan implaca-
ble como abocada ejecutar la
sentencia que en ese mo-
mento uno pronuncia. El fra-
caso del marxismo, así como
su éxito histórico, están abso-
lutamente ligados a la postura
clásica de retirada que auto-
riza; al hecho, finalmente, de
haber permanecido en el regazo de la metafísica moderna
de la subjetividad. La primera discusión ocurrida con un
marxista basta para comprender la verdadera razón de su
creencia: el marxismo sirve de muleta existencial a muchas
personas que temen tanto que su mundo deje de estar dado
por sentado. Con el pretexto del materialismo, cubierto
con los hábitos del más fiero dogmatismo, el marxismo
permite pasar de contrabando la más vulgar de las metafísi-
cas. Lo cierto es que sin la aportación práctica, vital, del
blanquismo7, el marxismo no hubiera podido llevar a cabo
solo la “revolución” de Octubre.
Para una ciencia de los dispositivos el asunto no con-
sistirá por tanto en denunciar el hecho de que éstos nos po-
sean, de que habría en ellos algo mágico. Sabemos muy bien

7
Por Louis August Blanqui (1805-1881), activista e intelectual
francés, inspirador del levantamiento conocido como la Co-
muna de París. Partidario de la revuelta armada para tomar el
poder y organizador del movimiento estudiantil parisino, Blan-
qui llevó a cabo una importante actividad periodística (fundóen
1880 el periódico Ni Dieu ni maitre (ni dios ni amo) e impulsó
en Europa el ideario revolucionario, siendo Marx uno de sus
más atentos lectores.
73
que al volante de un automóvil es muy raro que no nos
comportemos como un automovilista, y no necesitamos
para nada que se nos explique cómo la televisión, un plays-
tation o un “ambiente acondicionado” nos condicionan.
Una ciencia de los dispositivos, una metafísica crítica, toma más
bien nota de la crisis de la presencia, y se prepara para rivalizar
con el capitalismo sobre el terreno de la magia.

NOSOTROS NO QUEREMOS NI UN MATERIALISMO VULGAR


NI UN “MATERIALISMO ENCANTADO”, LO QUE NOSOTROS
ELABORAMOS ES UN MATERIALISMO DEL ENCANTAMIENTO.

74
V

U
na ciencia de los dispositivos sólo puede ser lo-
cal. Sólo puede consistir en la lectura regional,
circunstancial y circunstanciada, del funciona-
miento de uno o varios dispositivos. Ninguna totalización
puede sobrevenir a espaldas de sus cartógrafos, porque su
unidad no reside en una sistematicidad arrebatada, sino en
la pregunta que determina cada uno de sus adelantos, la
pregunta “¿cómo funciona?”.
La ciencia de los dispositivos se ubica en una relación
de rivalidad directa con el monopolio imperial de los sabe-
res-poderes. Es por ello que su compartir y su comunica-
ción, la circulación de sus descubrimientos, resultan esen-
cialmente ilegales. En esto se distingue, antes que nada, del
bricolaje, el bricolador siendo aquel que sólo acumula saber
sobre los dispositivos para acondicionarlos mejor, para fa-
bricar su perrera en ellos, que acumula, pues, todos los sa-
beres sobre los
dispositivos que
no son poderes.
Desde el punto
de vista domi-
nante, lo que
llamamos cien-
cia de los dispo-

75
sitivos o metafísica crítica no es finalmente sino la ciencia
del crimen. Y aquí como en otras partes, no hay iniciación
que no sea inmediatamente experimentación, práctica.
NUNCA SE ESTÁ INICIADO EN UN DISPOSITIVO, SINO SOLA-
MENTE EN SU FUNCIONAMIENTO. Los tres estadios sobre el
camino de esta singular ciencia son sucesivamente: el cri-
men, la opacidad y la insurrección. El crimen corresponde
al momento del estudio, necesariamente dividual, del fun-
cionamiento de un dispositivo. La opacidad es la condi-
ción del compartir, de la comunización, de la circulación
de los saberes-poderes adquiridos en el estudio. Bajo el Im-
perio, las zonas de opacidad donde esta comunicación so-
breviene son por naturaleza algo a arrancar y a defender.
Este segundo estadio contiene, por tanto, la exigencia de
una coordinación ampliada. Toda la actividad de la
S.A.S.C. participa de esta fase opaca. El tercer nivel es la
insurrección, el momento en que la circulación de los sabe-
res-poderes y la cooperación de las formas-de-vida en vista
de la destrucción-goce de los dispositivos imperiales puede
hacerse libremente, a cielo abierto. En vista de esta pers-
pectiva, este texto sólo puede tener un carácter de pura pro-
pedéutica, cruzando alguna parte entre silencio y tautolo-
gía.
La necesidad de una ciencia de los dispositivos surge
en el momento en que los hombres, los cuerpos humanos,
acaban de instalarse en un mundo completamente produ-
cido. Pocos de los que encuentran algo que repetir entre la
miseria exorbitante que SE querría imponernos, han com-
prendido ya, verdaderamente, lo que quiere decir vivir en
un mundo completamente producido. En primer lugar, esto
quiere decir que incluso aquello que, a primera vista, nos

76
había parecido “auténtico”, se revela al contacto como pro-
ducido, es decir, como gozando de su no-producción como
una modalidad valorizable en la producción general. Lo
que realiza el Imperio, tanto del lado del Biopoder como
del lado del Espectáculo —recuerdo un altercado con una
negrista8 de Chimères, una vieja bruja con un estilo gótico
bastante simpático, que sostenía como una logro indiscuti-
ble del feminismo y de su radicalidad materialista, el hecho
de que no había educado a sus dos hijos, sino que los ha-
bía producido—, consiste sin duda en la interpretación me-
tafísica de lo ente como ente producido o nada en absoluto;
producido, es decir, llevado al ser de manera tal que su
creación y su ostensión serían una sola y misma cosa. Ser
producido quiere decir siempre, al mismo tiempo, ser creado
y ser vuelto visible. Entrar en la presencia, en la metafísica
occidental, nunca ha sido distinto a entrar en la visibilidad.
Es por tanto inevitable que el Imperio que reposa sobre la
histeria productiva repose también sobre la histeria trans-
parencial. El método más seguro para prevenir el libre ve-
nir a la presencia de las cosas consiste todavía en provocar
éste en todo momento, tiránicamente.
Nuestro aliado, en este mundo entregado al apresa-
miento más feroz, entregado a los dispositivos, en este
mundo que gira de manera fanática alrededor de una ges-
tión de lo visible que se anhela como gestión del Ser, no es
otro que el Tiempo. Puesto que poseemos para nosotros —
el Tiempo. El tiempo de nuestra existencia, el tiempo que
conduce y desgarra nuestras intensidades, el tiempo que
desbarata, pudre, destruye, deteriora y deforma, el tiempo

8
En ciertos ambientes de la izquierda francesa se conoce como
«negristas» a los partidarios de las teorías de Antonio Negri.
77
que es un aban-
dono, que es el
elemento mismo
del abandono, el
tiempo que se
condensa y se es-
pesa en un haz de
momentos donde
toda unificación
se encuentra desafiada, arruinada, cercenada y rayada en
su superficie por los cuerpos mismos. NOSOTROS POSEEMOS EL
TIEMPO. Y cuando no lo tengamos, podemos aún dárnoslo.
Darse el tiempo, tal es la condición de todo estudio comu-
nizable de los dispositivos. Señalar las regularidades, los
encadenamientos, las disonancias; cada dispositivo posee
su pequeña música propia que se necesita ligeramente des-
afinar, retorcer incidentalmente, hacer entrar en decaden-
cia, en perdición, hacer salir de sus casillas. Los que flu-
yen en el dispositivo no tienen en cuenta esa música, ya que
su paso obedece demasiado cerca al compás como para es-
cucharlo claramente. Para escucharlo hace falta partir de
una temporalidad distinta, de una criticidad propia para,
mientras se pasa a través del dispositivo, volverse atento a
la norma ambiente. Es el aprendizaje del ladrón, del crimi-
nal: desafinar la marcha interior y la marcha exterior, des-
doblar y hojear su consciencia, estar al mismo tiempo mó-
vil y parado, al acecho y engañosamente distraído. Desviar
la esquizofrenia impuesta del autocontrol [convirtiéndola]
en un instrumento ofensivo de conspiración. DEVENIR
BRUJO. “Para detener la disolución, existe una vía: ir deli-
beradamente hasta el límite de su propia presencia, asumir
ese límite como el objeto por venir de una praxis definida;

78
colocarse en el corazón de la limitación y hacerse su amo;
identificar, representar, evocar los ‘espíritus’, adquirir el
poder para convocarlos a voluntad y para aprovechar su
labor en beneficio de una práctica profesional. El brujo si-
gue precisamente esta vía: transforma los momentos críti-
cos del ser-en-el-mundo en una decisión valiente y dramá-
tica, la de situarse en el mundo. Considerado en tanto
que dato, su ser-en-el-mundo corre el riesgo de disolverse:
no ha sido todavía dado. Con la institución de la vocación
y de la iniciación, el mago deshace a continuación ese dato
para rehacerlo en un segundo nacimiento; vuelve a descen-
der hasta el límite de su presencia para restituirse a sí
mismo bajo una forma nueva y bien delimitada: las técni-
cas exactas para favorecer la labilidad de la presencia, el
trance mismo y los estados parecidos, expresan precisa-
mente ese ser-ahí que se deshace para rehacerse, que vuelve
a descender a su ahí para reencontrarse en una presencia
dramáticamente sostenida y garantizada. Por otra parte, el
dominio al cual ha llegado permite al mago sumergise no
solamente en su propia labilidad, sino también en la de
otro. El mago es aquel que sabe ir más allá de sí mismo, pero
no en el sentido ideal, sino verdaderamente en el sentido
existencial. Aquel para quien el ser-en-el-mundo se consti-
tuye en tanto que problema y que tiene el poder para pro-
curarse su propia presencia, no es ya una presencia más
entre otras, sino un ser-en-el-mundo que puede volverse
presente entre todos los demás, descifrar su drama existen-
cial e influenciar el curso del mismo”. Tal es el punto de
partida del programa comunista.
El crimen, contrariamente a lo que insinúa la Justicia,
nunca es un acto, un hecho, sino una condición de existencia,
una modalidad de la presencia, común a todos los agentes

79
del Partido Imaginario. Para convencerse de ello basta pen-
sar en la experiencia del robo o el fraude, que son las for-
mas elementales, y de las más corrientes —HOY EN DÍA,
TODO EL MUNDO ROBA—, del crimen. La experiencia del
robo es fenomenológicamente algo distinto a los supuestos
motivos que son considerados como lo que nos “empuja”
a cometer un robo, y que nosotros mismos nos alegamos.
El robo no es una transgresión, sólo lo es desde el punto de
vista de la representación: es una operación sobre la presencia,
una reapropiación, una reconquista individual de ésta, una
reconquista de sí como cuerpo en el espacio. El cómo del
“robo” no tiene nada que ver con su hecho aparente, legal.
Ese cómo es la consciencia física del espacio y del entorno,
del dispositivo, hacia el cual me conduce el robo. Es la ex-
trema atención del cuerpo fraudulento en el metro, aler-
tado por el menor signo que podría señalar la presencia de
una patrulla de controladores. Es el conocimiento casi
científico de las condiciones en las cuales opero que exige
la preparación de algún crimen de gran amplitud. Existe
toda una incandescencia del cuerpo, una transformación
de éste en una superficie de impacto ultrasensible que yace
en el crimen y que es su experiencia verdadera. Cuando
robo, me desdoblo en una presencia aparente, evanescente
y sin espesor, absolutamente cualquiera, y una segunda,
entera, intensiva e interior en esta ocasión, en la que se
anima cada detalle del dispositivo que me rodea, con sus
cámaras, su vigilante, la mirada de su vigilante, las líneas
de visión, los demás clientes, el andar de los demás clientes.
El robo, el crimen y el fraude son las condiciones de la exis-
tencia solitaria en guerra contra la bloomificación, contra
la bloomificación mediante los dispositivos. Es la insumisión
propia del cuerpo aislado, la resolución de salir, incluso a

80
solas, incluso de manera precaria, mediante una puesta en
juego voluntarista, de un estado particular de sideración,
de semisueño, de ausencia de sí que conforma el fondo de
la “vida” en los dispositivos. La cuestión, a partir de ahí, a
partir de esa experiencia necesaria, es la del paso al complot,
a la organización de una circulación verdadera del conoci-
miento ilegal, de la ciencia criminal. Es este paso a la
dimensión colectiva lo que debe facilitar la S.A.S.C.

81
VI

E
l poder habla de dispositivos: dispositivo Vigipi-
rate 9 , dispositivo RMI 10 , dispositivo educativo,
dispositivo de vigilancia… Esto le permite dar a
sus incursiones un aire de precariedad tranquilizadora.
Luego, cuando el tiempo recubre la novedad de su intro-
ducción, el dispositivo entra en el “orden de las cosas”, y
es más bien la precariedad de aquellos cuya vida transcurre
en su interior lo que deviene notable. Los vendidos que se
expresan en la revista Hermès, particularmente en su nú-
mero 25, no han esperado a que SE les pida hacerlo, para
comenzar el trabajo de legitimación de esta dominación
discreta y a la vez masiva, capaz de contener y distribuir la
implosión general de lo social. “Lo social —dicen— busca
nuevos modos reguladores capaces de afrontar estas difi-
cultades. El dispositivo aparece como una tentativa de res-
puesta. Permite adaptarse a esta fluctuación mientras la ba-
liza. […] Es el producto de una nueva propuesta de articu-
lación entre individuo y colectivo, al asegurar una interde-
pendencia mínima sobre el fondo de fragmentación gene-
ralizada”.

9
Sistema Nacional de Alerta, creado en 1978 por el presidente
Valèry Giscard d’Estaing. Contempla medidas de seguridad es-
pecíficas ante posibles amenazas terroristas.
10
RMI: Renta Mínima de Inserción, ayuda social destinada a
quienes no trabajan ni cobran el paro
82
Frente a cualquier dispositivo, por ejemplo un torni-
quete de entrada del metro parisino, la pregunta incorrecta
es: “¿para qué sirve?”, y la respuesta incorrecta, en este
caso concreto, es: “para impedir el fraude”. La pregunta
exacta, materialista, la pregunta metafísico-crítica, es por el
contrario: “¿pero qué hace, qué operación realiza ese dispo-
sitivo?” La respuesta será entonces: “el dispositivo singula-
riza, extrae al cuerpo fraudulento de la masa indistinta de
los ‘usuarios’, al forzarlos a hacer algún movimiento fácil-
mente perceptible (saltar por encima del torniquete, o co-
larse detrás de un ‘usuario reglamentado’). Así, el disposi-
tivo hace existir el predicado ‘defraudador’, es decir, hace
existir un cuerpo determinado en tanto que defraudador”. Lo
esencial, aquí, es el en tanto que. O más exactamente, la ma-
nera en que el dispositivo naturaliza, escamotea, el en tanto
que. Ya que el dispositivo tiene una manera de hacerse ol-
vidar, de borrarse detrás del flujo de los cuerpos que pasan
en su seno, tiene una permanencia que se apoya sobre la
actualización continua de la sumisión de los cuerpos a su
funcionamiento, a su existencia relajada, cotidiana y defi-
nitiva. El dispositivo instalado configura así el espacio, de
tal manera que esa configuración misma permanezca en
retirada, como un puro dato. De su manera de darse por
evidente, se sigue el hecho de que lo que hace existir no
aparece como habiendo sido materializado por él. Es así
como el dispositivo “torniquete antifraude” realiza el predi-
cado “fraudulento” antes de que impida el fraude. EL DIS-
POSITIVO PRODUCE, MUY-MATERIALMENTE, UN CUERPO
DADO COMO SUJETO DEL PREDICADO DESEADO.

El hecho de que cada ente, en tanto que ente determi-


nado, sea a partir de ahora producido por dispositivos, de-

83
fine un nuevo para-
digma del poder.
En Los anormales,
Foucault propor-
ciona la ciudad en
estado de peste
como modelo his-
tórico de este nuevo
poder, del poder productivo de los dispositivos. Es por
tanto, en el propio seno de las monarquías administrativas,
donde habría sido experimentada la forma de poder que
debía sustituirlas; forma de poder que ya no procede por
exclusión, sino por inclusión, ni por ejecución pública, sino
por castigo terapéutico, ni por extracción arbitraria de bie-
nes, sino por maximización vital, ni por soberanía perso-
nal, sino por aplicación impersonal de normas sin rostro.
El emblema de esta mutación del poder, de acuerdo a Fou-
cault, es la gestión de los apestados en oposición al destierro
de los leprosos. En efecto, los apestados no son excluidos
de la ciudad, relegados en un afuera, como lo eran los le-
prosos. Por el contrario, la peste permite desplegar todo un
equipamiento imbricado, todo un escalonamiento, toda
una gigantesca arquitectura de dispositivos de vigilancia,
de identificación y selección. La ciudad, cuenta Foucault,
“se dividía en distritos, los distritos en barrios, y luego en
ellos se aislaban las calles, y en cada calle había vigilantes,
en cada barrio inspectores, en cada distrito responsables de
distrito, y en la ciudad misma, o bien un gobernador nom-
brado a esos efectos o bien los regidores que, en el mo-
mento de la peste, habían recibido un poder complementa-
rio. Análisis del territorio, por tanto, en sus elementos más
finos; organización, a través de ese territorio así analizado,

84
de un poder continuo […], poder que era también continuo
en su ejercicio, y no simplemente en su pirámide jerár-
quica, porque la vigilancia debía ejercerse sin interrupción
alguna. Los centinelas tenían que estar siempre presentes
en los extremos de las calles, los inspectores de los barrios
y los distritos debían hacer su inspección dos veces al día,
de tan manera que nada de lo que pasaba en la ciudad po-
día escapar a su mirada. Y todo lo que se observaba de este
modo debía registrarse, de manera permanente, mediante
esa especie de examen visual e, igualmente, con la retrans-
cripcíón de todas las informaciones en grandes registros.
Al comienzo de la cuarentena, en efecto, todos los ciuda-
danos que se encontraban en la ciudad tenían que dar su
nombre. Sus nombres se inscribían en una serie de regis-
tros. […] Y los inspectores tenían que pasar todos los días
delante de cada casa, detenerse y llamar. Cada individuo
tenía asignada una ventana en la que debía aparecer y,
cuando lo llamaban por su nombre, debía presentarse en
ella; se entendía que, si no lo hacía, era porque estaba en
cama; y si estaba en cama, era porque estaba enfermo; y si
estaba enfermo, era peligroso. Y, por consiguiente, había
que intervenir.” Lo que con esto describe Foucault es el
funcionamiento de un paleodispositivo, el dispositivo anti-
peste, cuya naturaleza consiste, mucho más que en luchar
contra la peste, en producir tal o cual cuerpo como apestado.
Con los dispositivos, pasamos así “de una tecnología del
poder que expulsa, excluye, destierra, margina y reprime,
a un poder que es por fin un poder positivo, un poder que
fabrica, que observa, un poder que sabe y se multiplica a
partir de sus propios efectos. […] Un poder que no actúa
por la separación en grandes masas confusas, sino por dis-
tribución según individualidades diferenciales.”

85
Durante mucho tiempo, el dualismo occidental ha
consistido en plantear dos entidades adversas: lo divino y
lo mundano, el sujeto y el objeto, la razón y la locura, el
alma y la carne, el bien y el mal, el adentro y el afuera, la
vida y la muerte, el ser y la nada, etc. etc. Planteadas las
cosas de esta manera, la civilización se construía como la
lucha de uno contra otro. Esto traía consigo una lógica ex-
cesivamente costosa. El Imperio, claramente, procede de
otro modo. Se mueve aún en esas dualidades, pero ya no cree
en ellas. En realidad, se contenta con utilizar cada pareja de
la metafísica clásica con el fin de mantener el orden, esto
es: como máquina binaria. Por dispositivo entenderemos,
desde este momento, un espacio polarizado por una falsa
antinomia, de tal manera que todo lo que ocurra o pase en
él resulte reductible a uno u otro de sus términos. El más
gigantesco dispositivo que se haya realizado, como tal, fue
evidentemente el macrodispositivo geoestratégico Este-
Oeste, en el cual se oponían término a término el “bloque
socialista” y el “bloque capitalista”. Toda rebelión, toda al-
teridad que venía a manifestarse sin importar dónde, o bien
tenía que rendir lealtad a una de las identidades propues-
tas, o bien tenía que ser agrupado contra su voluntad en el
polo oficialmente enemigo del poder que afrontaba. En la
potencia residual de la retórica estalinista del “le haces el
juego a…” —Le Pen, la derecha o la mundialización, qué
importa—, que no es más que una transposición reflejo del
viejo “clase contra clase”, medimos la violencia de las co-
rrientes que pasan por todo dispositivo, y la increíble noci-
vidad de la metafísica occidental en putrefacción. Un lugar
común entre los geopolíticos consiste en burlarse de esas
exguerrillas marxistas-leninistas del “Tercer Mundo” que,
tras el colapso del macrodispositivo Este-Oeste, se habrían

86
reconvertido en simples mafias o habrían adoptado una
ideología considerada una locura bajo el pretexto de que
los señores de la calle Saint-Guillaume no comprenden su
lenguaje11. De hecho, lo que aparece en este momento es
más bien el efecto insostenible de reducción, obstrucción,
formateo y disciplinarización que todo dispositivo ejerce
sobre la anomalía salvaje de los fenómenos. A posteriori, las
luchas de liberación nacional aparecen menos como astu-
cias que la URSS habría tramado, que como la astucia
de otra cosa que desafía al sistema de representación y re-
chaza tener lugar en él.
Lo que es pre-
ciso comprender,
de hecho, es que
todo dispositivo
funciona a partir
de una pareja — e
inversamente, la
experiencia mues-
tra que una pareja
que funciona es una
pareja que forma un
dispositivo. Una pa-
reja, y no un par o
un doblete, puesto que toda pareja es asimétrica; consta de
un [término] mayor y otro menor. El mayor y el menor no
son sólo nominalmente distintos —dos términos “contra-
rios” pueden perfectamente designar la misma propiedad,

11
En la rue Saint-Guillame se encuentran las sedes principales
de la Fundación Nacional de Ciencias Políticas y del Instituto
de Estudios Políticos de París.
87
y en cierto sentido es así la mayor parte del tiempo—, nom-
bran dos modalidades diferentes de agregación de los fenómenos.
El mayor, en el dispositivo, es la norma. El dispositivo aso-
cia lo que es compatible con la norma por el simple hecho
de no distinguirlo, de dejarlo inmerso en la masa anónima,
como soporte de lo que es “normal”. Así, en una sala de
cine, el que no grite, ni canturree, ni se destape, ni etc., per-
manecerá como algo indistinto, agregado a la muchedum-
bre hospitalaria de los espectadores, significante en tanto que
insignificante, por debajo de todo reconocimiento. El tér-
mino menor del dispositivo será, por tanto, lo anormal. Esto
es lo que el dispositivo hace existir, lo que singulariza,
aísla, reconoce, distingue y luego vuelve a agregar, pero en
tanto que desagregado, separado, diferente del resto de los fenóme-
nos. Aquí tenemos al término menor, compuesto por el
conjunto de lo que el dispositivo individúa y predica, y que
por ello desintegra, espectraliza y suspende; conjunto del
que SE asegura que nunca se condense, que nunca se en-
cuentre, y eventualmente conspire. Es en este punto que la
mecánica elemental del Biopoder se conecta directamente
con la lógica de la representación tal como ésta domina al
interior de la metafísica occidental.
La lógica de la representación consiste en reducir toda
alteridad, en hacer desaparecer lo que está ahí, que viene a
la presencia, en su pura haecceidad, y da que pensar. Toda
alteridad, toda diferencia radical, en la lógica de la repre-
sentación, es aprehendida como negación de lo Mismo que
esta última ha comenzado por plantear. Lo que difiere
abruptamente, y que no posee así nada en común con lo
Mismo, es de este modo conducido, proyectado, hacia un
plano común que no existe, y en el cual figura, a partir de
ahora, una contradicción que sería uno de los términos. En
88
el dispositivo, aquello que no es la norma es de este modo
determinado como su negación, como anormal. Aquello
que es simplemente otro, es integrado como otro de la
norma, como lo que se opone a ella. El dispositivo médico
hará entonces existir al “enfermo” como lo que no es sano.
El dispositivo escolar al “tonto” como lo que no es obediente.
El dispositivo judicial al “crimen” como lo que no es legal.
En la biopolítica lo que no es normal será así arrojado a lo
patológico, cuando sabemos por experiencia que la patolo-
gía es ella misma, para el organismo enfermo, una norma de
vida, y que la salud no está asociada a una norma de vida
particular sino a un estado de fuerte normatividad, a una ca-
pacidad de afrontar y de crear otras normas de vida. La
esencia de todo dispositivo consiste así en imponer un re-
parto autoritario de lo sensible donde todo lo que viene a
la presencia se enfrenta con el chantaje de su binariedad.
El aspecto temible de todo dispositivo consiste en que se
basa sobre la estructura
originaria de la presen-
cia humana: en que so-
mos llamados o requeri-
dos por el mundo. To-
das nuestras “cualida-
des”, nuestro “ser pro-
pio”, se establecen en
una interpretación con
los entes tal que nuestra
disposición hacia ellos no
es primera. Sin em-
bargo, nos sobreviene
corrientemente, en el
seno de los dispositivos
89
más banales —como un sábado por la tarde tomando entre
parejas pequeñoburguesas en un quiosco de las afueras—,
que experimentamos el carácter, no tanto de petición, sino
de posesión, e incluso de extrema posesividad, que se une a
todo dispositivo. Y es en las discusiones superfluas, que
marcarán esa velada lamentable, que eso se experimentará.
Uno de los Bloom “presentes” comenzará su perorata con-
tra los funcionarios-que-están-todo-el-tiempo-en-huelga;
hecho esto, y el papel siendo conocido, una contrapolari-
zación de tipo socialdemócrata aparece entre otro de los
Bloom, que desempeñará su parte con mayor o menor pla-
cer, etc. etc. Aquí, no son cuerpos los que hablan, sino que
es un dispositivo que funciona. Cada uno de los protagonistas
activa en serie las pequeñas máquinas significantes listas
para usar, y que están siempre-ya inscritas en el lenguaje
corriente, en la gramática, en la metafísica, en el SE. La
única satisfacción que podemos extraer de esta clase de ejer-
cicio es haber actuado brillantemente en el dispositivo. La
virtuosidad es la única libertad irrisoria que ofrece la sumisión a
los determinismos significantes.
Quienquiera que hable, obre o “viva” en un dispositivo
está de alguna manera autorizado por él. El dispositivo se
vuelve autor de sus actos, sus palabras y sus conductas.
Asegura la integración, la conversión a la identidad, de un
conjunto heterogéneo de discursos, gestos y actitudes: de
haecceidades. La reversión de todo acontecimiento a la
identidad es aquello por lo cual los dispositivos imponen
un orden local tiránico sobre el caos global del Imperio. La
producción de diferencias, de subjetividades, también obe-
dece al imperativo binario: la pacificación imperial des-
cansa completamente sobre la puesta en escena de tantas

90
falsas antinomias, de tantos conflictos simulatorios: “A fa-
vor o en contra de Milošević, “A favor o en contra de Sad-
dam”, “A favor o en contra de la violencia”… Su activa-
ción tiene el efecto bloomificante que conocemos y que ob-
tiene finalmente de nosotros la indiferencia omnilateral so-
bre la cual se apoya a toda marcha la injerencia de la poli-
cía imperial. Es la misma sensación que sufrimos ante cual-
quier debate televisado, a pesar de que los actores tengan
poco talento: la pura sideración ante el juego impecable, la
vida autónoma, la mecánica artista de los dispositivos y las
significaciones. De este modo, los “antimundialización”
opondrán sus argumentos previsibles a los “neoliberales”.
Los “sindicatos” reproducirán interminablemente 1936
frente a un eterno Comité des Forges. La policía combatirá a
la escoria social. Los “fanáticos” confrontarán a los “de-
mócratas”. El culto de la enfermedad creerá desafiar al de
la salud. Y toda esta agitación binaria será el mejor garante
del sueño mundial. Es así como día tras día SE nos ahorra
cuidadosamente el penoso deber de existir.
Janet, que hace un siglo estudió todos los casos precur-
sores del Bloom, consagró un volumen a lo que él llama
“automatismo psicológico”. En él se concentra en todas las
formas positivas de crisis de la presencia: sugestión, so-
nambulismo, ideas fijas, hipnosis, mediumnismo, escritura
automática, desagregación mental, alucinaciones, posesio-
nes, etc. La causa, o más bien la condición, de todas estas
manifestaciones heterogéneas la encuentra en lo que deno-
mina “miseria psicológica”. Por “miseria psicológica” en-
tiende una debilidad general del ser, inseparablemente fí-
sica y metafísica, que se asemeja por todos lados a lo que
nosotros llamamos Bloom. Ese estado de debilidad, como

91
hace notar, es también el terreno de la curación, y especial-
mente de la curación por hipnosis. Cuanto más bloomifi-
cado está el sujeto, más accesible es a la sugestión, y más
curable de esta manera. Y cuanto más recobra la salud, me-
nos eficaz es esa medicina, y menos sugestionable es. El
Bloom es, por tanto, la condición de funcionamiento de los
dispositivos, nuestra propia vulnerabilidad a ellos. Pero al
contrario de la sugestión, el dispositivo nunca aspira a
obtener algún retorno a la
salud, sino más bien a in-
tegrarse en nosotros como
prótesis indispensable de
nuestra presencia, como
muleta natural. Existe una
necesidad del dispositivo
que éste retiene solamente
para acrecentarla. Para de-
cirlo como los sepultado-
res del CNRS, los disposi-
tivos “alientan la expresión
de las diferencias individua-
les”.
Debemos aprender a borrarnos, a pasar desapercibidos
en la banda gris de cada dispositivo, a camuflarnos tras su
[término] mayor. Aunque nuestro impulso espontáneo
consistiría en oponer el gusto de lo anormal al deseo de
conformidad, debemos adquirir el arte de devenir perfecta-
mente anónimos, de ofrecer la apariencia de la pura con-
formidad. Debemos adquirir este puro arte de la superfi-
cie, para dirigir nuestras operaciones. Esto equivale, por ejem-
plo, a despedir la pseudotransgresión de las no menos pseu-

92
doconvenciones sociales, a revocar el partido de la “since-
ridad”, la “verdad” y el “escándalo” revolucionarios en
provecho de una tiránica cortesía, con la cual mantener a
distancia tanto al dispositivo como a sus poseídos. La
transgresión, la monstruosidad y la anormalidad reivindica-
das forman la trampa más retorcida que los dispositivos nos
brindan. Querer ser, es decir, ser singular, en un disposi-
tivo, resulta nuestra principal debilidad, con la cual él nos
contiene y nos engrana. Inversamente, el deseo de ser con-
trolado, tan frecuente entre nuestros contemporáneos, ex-
presa ante todo el deseo de ser. Para nosotros, ese deseo con-
siste más bien en el deseo de estar loco, de ser monstruoso
o criminal. Mas ese deseo es justo aquello por lo
cual SE toma control de nosotros y nos neutraliza. Deve-
reux ha mostrado que cada cultura dispone para aquellos
que quieren escapar de ella una negación modelo, una salida
balizada, mediante la cual esa cultura capta la energía mo-
triz de todas las transgresiones en una estabilización supe-
rior. Se trata del amok entre los malayos, y en Occidente de
la esquizofrenia. El malayo está “precondicionado por su
cultura —tal vez sin su conocimiento, aunque seguramente
de una manera casi automática— a reaccionar a casi cual-
quier tensión violenta, interna o externa, con una crisis de
amok. En el mismo sentido, el hombre moderno occidental
está condicionado por su cultura a reaccionar ante todo es-
tado de estrés con un comportamiento en apariencia esqui-
zofrénico. […] Ser esquizofrénico representa la manera
‘conveniente’ de estar loco en nuestra sociedad.” (La esqui-
zofrenia, psicosis étnica; o la esquizofrenia sin lágrimas)

93
REGLA Nº 1: Todo dispositivo produce la singularidad
como monstruosidad. De este modo es como se re-
fuerza.
REGLA Nº 2: Nadie se libera nunca de un dispositivo
alistándose en su término menor.
REGLA Nº 3: Cuando UNO te predica, te subjetiva y te
asigna nunca reaccionar, y sobre todo nunca negar.
La contrasubjetivación que UNO te arrancaría enton-
ces, es la prisión de la cual tendrás siempre la mayor
dificultad para fugarte.
REGLA Nº 4: La libertad superior no reside en la au-
sencia de predicado, en el anonimato por defecto. La
libertad superior es el resultado, por el contrario, de
la saturación de predicados, de su acumulamiento
anárquico. La sobrepredicación se anula automática-
mente en una impredicabilidad definitiva. “Llegados
a este punto ya no tenemos secreto, ya no tenemos
nada que ocultar, somos nosotros los que hemos de-
venido un secreto, los que nos hemos ocultado.” (De-
leuze-Parnet, Diálogos)
REGLA Nº 5: El contraataque nunca es una respuesta,
sino la instauración de un nuevo reparto de cartas.

94
95
VII

Lo posible implica la realidad correspondiente con,


además, algo que se le añade, ya que lo posible es el
efecto combinado de la realidad una vez aparecida, y
de un dispositivo que la proyecta hacia atrás.
Bergson, El pensamiento y lo moviente

L
os dispositivos y el Bloom se coimplican como
dos polos solidarios de la suspensión epocal.
Nunca sucede nada en un dispositivo. Nunca
sucede nada, es decir que TODO LO QUE EXISTE EN UN DIS-
POSITIVO EXISTE EN ÉL BAJO EL MODO DE LA POSIBILIDAD.
Los dispositivos cuentan incluso con el poder de disolver
en su posibilidad un acontecimiento que ha efectivamente
sobrevenido; aquello que SE llama una “catástrofe”, por
ejemplo. Un avión comercial defectuoso explota en pleno
vuelo e inmediatamente SE desplegará una gran cantidad
de dispositivos que SE pondrán a funcionar a base de he-
chos, historiales, declaraciones y estadísticas que reducirán
el acontecimiento de la muerte de centenares de personas
al rango de accidente. Al instante, SE habrá disipado la evi-
dencia de que la invención de los ferrocarriles fue también,
necesariamente, la invención de las catástrofes ferroviarias;
y la invención del Concorde, la invención de su explosión
en pleno vuelo. SE separará de esta manera, en cada “pro-

96
greso” aquello que resulta de su esencia y aquello que re-
sulta, precisamente, de su accidente. Y todo esto, contra
toda evidencia, SE lo expulsará. Al cabo de unas sema-
nas, SE habrá absorbido el acontecimiento de la colisión en
su posibilidad, en su eventualidad estadística. Ya no es, en
lo sucesivo, la colisión lo que ha sucedido, ES SU POSIBILI-
DAD, NATURALMENTE ÍNFIMA, LO QUE SE HA ACTUALI-
ZADO. En pocas palabras, nada ha pasado: la esencia del
progreso tecnológico está a salvo. El monumento signifi-
cante, colosal y compuesto, que SE habrá trazado para la
ocasión, cumple aquí la vocación de todo dispositivo: el
mantenimiento del orden fenoménico. Porque tal es el destino,
en el seno del Imperio, de todo dispositivo: gestionar y regir
un plano particular de fenomenalidad, asegurar la persistencia de
una cierta economía de la presencia, mantener la suspensión
epocal en el espacio que le es asignado. De ahí el carácter
de ausencia, de somnolencia, tan impresionante en la exis-
tencia en el seno de los dispositivos, ese sentimiento bloo-
mesco de dejarse llevar por el flujo acogedor de los fenó-
menos.
Nosotros decimos que el modo de ser de cualquier
cosa, en el seno del dispositivo, es la posibilidad. La posibi-
lidad se distingue por un lado del acto, y por otro de la po-
tencia. La potencia, en la actividad que supone escribir este
texto, es el lenguaje, el lenguaje como facultad genérica de
significar, de comunicar. La posibilidad es la lengua, es de-
cir, el conjunto de los enunciados juzgados correctos según
la sintaxis, la gramática y el vocabulario francés, en su es-
tado actual. El acto es el habla, la enunciación, la produc-
ción hic et nunc de un enunciado determinado. A diferencia
de la potencia, la posibilidad es siempre posibili-
dad de algo. En el seno del dispositivo, todo cosa existe en el modo
97
de la posibilidad significa que todo lo que sobreviene en el
dispositivo sobreviene como actualización de una posibilidad
que le era previa, y que por ello es MÁS REAL que él. Todo
acto, todo acontecimiento, es así reabsorbido en su posibi-
lidad, y aparece aquí como consecuencia previsible, como
pura contingencia de ésta. Aquello que ocurre no es más
real por el hecho de haber ocurrido. Es así que el disposi-
tivo excluye el acontecimiento, y lo excluye bajo la forma de
su inclusión: por ejemplo, al declararlo posible posterior-
mente.
Lo que los dispositivos materializan es solamente la
más notoria de las imposturas de la metafísica occidental,
que se condensa en el adagio “la esencia precede a la exis-
tencia”. Para la metafísica, la existencia es tan sólo un pre-
dicado de la esencia; incluso, de acuerdo a ella, toda cosa
existente no llevaría a cabo otra actividad que la de actua-
lizar una esencia, esencia que le sería primera. De acuerdo
a esta doctrina aberrante, la posibilidad —es decir,
la idea— de las cosas les precedería; cada realidad sería un
posible que por añadidura ha adquirido la existencia. Cuando
se pone de pie al pensamiento, obtenemos que es la reali-
dad plenamente desarrollada de una cosa lo que plantea su
posibilidad en el pasado. Desde luego, es necesario que un
acontecimiento haya advenido en la totalidad de sus deter-
minaciones para aislarle algunas, para extraerle la repre-
sentación que le hará figurar como habiendo sido posible.
“Lo posible —dice Bergson— no es sino lo real con, ade-
más, un acto del espíritu que proyecta su imagen en el pa-
sado una vez que se ha producido.” “En la medida —
añade Deleuze— en que lo posible se propone a la ‘reali-
zación’, es él mismo concebido como la imagen de lo real,

98
y lo real, como la semejanza de lo posible. Por ello, se com-
prende tan mal qué es lo que la existencia agrega al con-
cepto al duplicar lo semejante por lo semejante. Ésa es la
tara de lo posible, tara que lo denuncia como producto pos-
terior, él mismo fabricado retroactivamente a imagen de lo
que se le asemeja.”
Todo lo que es, en un dispositivo, se ve reconducido o
hacia la norma o hacia el accidente. Mientras el dispositivo
contenga, nada puede sobrevenir. El acontecimiento, ese
acto que custodia junto a sí su propia potencia, sólo puede venir
de fuera, como lo que pulveriza aquello mismo que tenía
que conjurarlo. Cuando la música noise estalla, SE dice:
“eso no es música”. Cuando el 68 hace irrupción, SE dice:
“eso no es política”. Cuando el 77 deja acorralada a Ita-
lia, SE dice: “eso no es comunismo”. Frente al viejo Ar-
taud, SE dice: “eso no es literatura”. Luego, cuando el
acontecimiento ha perdido su objetivo, SE dice: “lo reco-
nozco, esto era posible, es una posibilidad más de la mú-
sica, de la política, del comunismo, de la literatura”. Y fi-
nalmente, tras el primer momento de agitación causado
por el inexorable trabajo de la potencia, el dispositivo se re-
forma: SE incluye, desactiva y reterritorializa el aconteci-
miento, SE le asigna a una posibilidad, a una posibilidad lo-
cal, por ejemplo la del dispositivo literario. Los imbéciles
del CNRS, que manejan el verbo con una tan jesuítica pru-
dencia, concluyen dulcemente: “Si el dispositivo organiza
y hace posible algo, no garantiza sin embargo su actualiza-
ción. Simplemente hace existir un espacio particular en el
cual ese ‘algo’ pueda producirse.” No SE podría ser más
claro.

99
Si la perspectiva imperial tuviera una consigna ésa se-
ría “¡TODO EL PODER A LOS DISPOSITIVOS!”. Y bien es cierto
que en la insurrección que viene, a menudo bastará con li-
quidar los dispositivos que les sostienen para vencer a los
enemigos que en otro tiempo hubiera hecho falta abatir.
Esa consigna, en el fondo, deriva menos del utopismo ci-
bernético que del pragmatismo imperial: las ficciones de la
metafísica, esas grandes construcciones desérticas que ya
no inspiran ni la fe ni la admiración, ya no consiguen uni-
ficar los restos de la desagregación universal. Bajo el Impe-
rio, las antiguas instituciones se degradan una a una en cas-
cadas de dispositivos. Lo que se opera, y que es propia-
mente la tarea imperial, es un desmantelamiento concer-
tado de cada Institución en una multiplicidad de dispositi-
vos, en una arborescencia de normas relativas y cambian-
tes. La Escuela, por ejemplo, ya no se toma la molestia de
presentarse como un orden coherente. Ya no es más que
un agregado de clases, horarios, materias, edificios, trámi-
tes, programas y proyectos que son otros tantos dispositi-
vos que apuntan a inmovilizar los cuerpos. Lo que corres-
ponde a la extinción imperial de todo acontecimiento es así
la diseminación planetaria y gestionante de los dispositi-
vos. Y entonces vemos elevarse bastantes voces que deplo-
ran esta época tan detestable. Algunos denuncian una “pér-
dida de sentido”, devenida por todas partes constatable,
mientras que otros, los optimistas, juran todas las mañanas
que van a “dar sentido” a tal o cual miseria, para, invaria-
blemente, fracasar. Pero todos, de hecho, concuerdan
en querer el sentido sin querer el acontecimiento. Fingen no ver
que los dispositivos son por naturaleza hostiles al sentido,
y que tienen, más bien, vocación para administrar la au-

100
sencia. Todos aquellos que hablan de “sentido” sin darse los me-
dios para hacer estallar los dispositivos son nuestros enemigos di-
rectos. Darse los medios consiste solamente a veces en re-
nunciar a la comodidad del aislamiento bloomesco. La ma-
yor parte de los dispositivos son en efecto vulnerables a
cualquier insumisión colectiva, al no haber sido prepara-
dos para resistir tales situaciones. Hace algunos años, bas-
taba con ser una decena de personas decididas, en una Caja
de Acción Social o en una Oficina de Ayuda Social para
arrebatarles sin demora una ayuda de un millar de francos
para cada persona inscrita. E incluso hoy en día, no hace
falta ser muchos más para llevar a cabo una autorrebaja en
un supermercado. La separación de los cuerpos, la atomi-
zación de las formas-de-vida, son la condición de subsis-
tencia de la mayor parte de los dispositivos imperiales.
“Querer el sentido”, hoy en día, implica inmediatamente
los tres estadios de los que hemos hablado, y conduce ne-
cesariamente a la insurrección. Ante las zonas de opacidad
y de la insurrección, se extiende el reino único de los dis-
positivos, el imperio desolado de las máquinas productoras
de significación, de las máquinas que hacen significar todo lo
que pasa en ellas de acuerdo al sistema de representaciones
localmente en vigor.
Algunos, que se consideran muy astutos —los mismos
que tenían que preguntar, hace un siglo y medio, qué
cosa sería el comunismo—, nos preguntan hoy en día a qué
se pueden parecer nuestros famosos “encuentros más allá
de las significaciones”. ¿Hace falta que tantos cuerpos, de
este tiempo, nunca hayan conocido el abandono, la ebrie-
dad del compartir, el contacto familiar con los otros cuer-
pos ni el perfecto reposo en sí, para poder plantear tales

101
preguntas con ese aire omnisciente? Y en efecto, ¿qué inte-
rés puede haber en el acontecimiento, en prescribir las sig-
nificaciones y romper las correlaciones sistemáticas, para
aquellos que nunca han operado la conversión ek-stática
de la atención? ¿Qué puede significar el dejar-ser, la des-
trucción de aquello que hace de cortina entre nosotros y las
cosas, para aquellos que nunca han percibido el requeri-
mientodel mundo? ¿Qué pueden comprender de la existen-
cia sin porqué del mundo, aquellos que son incapaces de
vivir sin porqué? ¿Seremos bastante fuertes y numerosos,
en la insurrección, para elaborar la rítmica que impida a los
dispositivos reformarse y reabsorber lo advenido? ¿Estare-
mos bastante llenos de silencio para encontrar el punto de
aplicación y la escansión que garanticen un auténtico
efecto POGO12? ¿Sabremos concordar nuestros actos en la
pulsación de la potencia y en la fluidez de los fenómenos?
En cierto sentido, la cuestión revolucionaria es a partir
de ahora una cuestión musical.

12
Este concepto puede referir la «oscilación violenta de los mo-
tores de un cohete a causa de la combustión inestable de prope-
lente». Pero el texto alude sin duda también al baile vinculado al
Punk que consiste en saltar y chocar unos contra otros, cuya in-
vención se atribuye a Sid Vicious, bajista de Sex Pistols.
102
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104

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