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músicos

músicos y sus padecimientos


músicos

y sus

padecimientos
literatura

Bienvenidos al mundo mágico de la música. En estas páginas


encontrarán breves ensayos sobre la vida de diversos músicos,
donde describe cómo sus obras se entrelazaron con las enferme-

Jaime Laventman G.
dades que los atacaron y que en ciertos casos llegó a establecer
una amalgama entre ambas, lo que otorga una nueva perspectiva
a sus historias de vida.
En las notas de cada pieza musical va inscrita la vida de
quien la escribe. Los compositores que aquí se presentan se

La
vieron expuestos a distintos padecimientos, algunos de los cuales

Jaime Laventman G.
interfirieron en su obra y otros simplemente representaron el
mal al que irremediablemente todo ser humano ha de enfrentarse.
El médico y melómano Jaime Laventman pretende con-
quistar al lector al compartir, con el amor al arte musical y su
trascendencia a través de varios siglos, información que puede
ayudar a comprender a sus creadores. Sus ensayos pretenden ser
una llave para adentrarse al arte de la composición, una provo-
cación para que, quienes los lean, deseen explorar el maravilloso
mundo de la música clásica.
músicosy sus

padecimientos
músicos y sus

padecimientos
Jaime Laventman G.

MÉXICO•2016
780.92087
L399m

Laventman G., Jaime

Músicos y sus padecimientos / Jaime Laventman G. -- 1ª ed. -- Ciudad de México :


Miguel Ángel Porrúa, 2016
400 p. : il. ; 14×21 cm. -- (Serie El Pirul. Varia Literaria)

ISBN 978-607-524-040-4

1. Músicos -- Biografía. 2. Músicos -- Enfermedades

Primera edición, mayo del año 2016

© 2016
Jaime Laventman G

© 2016
Por características tipográficas y de diseño editorial
Miguel Ángel Porrúa, librero-editor

Derechos reservados conforme a la ley


ISBN 978-607-524-040-4

Queda prohibida la reproducción parcial o total, directa o indirecta


del contenido de la presente obra, sin contar previamente con la
autorización expresa y por escrito de gemaporrúa, en términos de
lo así previsto por la Ley Federal del Derecho de Autor y, en su caso,
por los tratados internacionales aplicables.

IMPRESO EN MÉXICO PRINTED IN MEXICO


libro impreso sobre papel de fabricación ecológica con bulk a 80 gramos

w w w. m a p o r r u a . c o m . m x
Amargura 4, San Ángel, Álvaro Obregón, 01000 Ciudad de México
Introducción

La música como arte, o como expresión interna del hombre,


ha sido engalanada durante los últimos siglos por la obra de
compositores e intérpretes que han logrado transmitir sus sen­
timientos con sus composiciones.
Escucharlos supone un banquete para el oído y un manjar
para el alma. Por medio de estos sencillos textos he tratado de
situar a cada uno de ellos en su contexto existencial, y mostrar
sus más íntimos pensamientos asociados a su creatividad.
Como seres humanos, estuvieron expuestos a múltiples fac­
tores que en cierta forma modificaron su proceso de creación.
He querido presentar algunos de estos acontecimientos para
comprender mejor el deseo de cada uno de ellos y el logro per­
sonal al que ascendieron.
Las enfermedades o quizá las situaciones que en su día
afectaron su salud aparecen como causas determinantes en la
productividad de estos músicos. No obstante, lejos de inten­
tar establecer una asociación específica entre la música y las
enfermedades, se cuestiona la relación que los padecimientos
pudieron haber tenido en su producción artística.

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La intención es despertar en el lector el interés por escu­
char con detenimiento la música que cada uno de ellos produ­
jo y engalanar así el conjunto factorial que nos convierte en
verdaderos melómanos.
Ahora bien, sería una labor demasiado extensa investigar
a todos los músicos que de una u otra forma han trascendido
el paso de la historia. Por eso he escogido a aquellos que por
su importancia en el desarrollo de nuevos sonidos o por el tipo
de enfermedad que padecieron, pudieran ser de interés.
La llamada música occidental que conocemos en la actua­
lidad comprende varios siglos. Sin embargo, y sin ser éste un
intento enciclopédico, he limitado el tiempo a los últimos 400
años, sin abarcar épocas previas, principalmente porque se
desconoce gran parte de la vida y los pesares de los composi­
tores de entonces.
Tampoco quise escribir una obra biográfica más. De ma­
nera diferente, con estos breves textos, traté de mostrar el
pensamiento y la realidad que a cada artista le tocó vivir.
Espero despertar con este libro el deseo de conocer me­
jor a estos músicos y sus obras, y que al escucharlos, el enten­
dimiento musical e histórico, convierta la tarea en un gozo
espiritual.

Jaime Laventman G.
[Huixquilucan, México, octubre de 2015]
Isaac Albéniz
(1860-1909)
Nacido en 1860 en Camprodón, provincia de Ge­
rona, Cataluña, Isaac Albéniz mostró desde muy
temprana edad ser un virtuoso de la música.
En su natal España, el entonces rey Alfonso
XII le otorgó una beca para que estudiara en el
Conservatorio de Bruselas, donde recibió un pri­
mer premio de piano.
A su regreso en 1885 se estableció en Madrid,
donde sus obras fueron publicadas y acogidas con
gran beneplácito por la crítica.
Su reputación era cada día más grande, y deci­
dió entonces trasladarse a Londres, lugar que alter­
nó con viajes a París, y creó lazos con la comunidad
musical.
En 1900 regresó nuevamente a España, y cinco
años más tarde estrenó “Iberia”, pieza considerada
como su obra maestra.
Albéniz murió en Cambo-les-Bains, en los Piri­
neos franceses, en 1909.
Isaac Albéniz
(1860-1909)

Sabía que su Concierto para piano y orquesta no se podía com­


parar muy favorablemente con el de otros músicos románticos
o nacionalistas. A él mismo le costaba trabajo situarse dentro
de una escuela establecida, por lo cual se percibía, y con razón,
como un individualista, un virtuoso original que había logra­
do crear un sonido particular, sin ningún tipo de influencias
ajenas.
Pero de que su tono era español, no cabía la menor duda.
Había en él inspiración de Navarra y de Asturias, y por supues­
to también de Granada, la misma Granada que años después
vería morir al gran Federico, el poeta García Lorca, y de una
Cataluña independiente y rebelde, pero que pese a todo, aún se
conservaba dentro de la unión nacional.
Sus manos se deslizaban sobre el teclado del piano arran­
cándole a cada sonido cantos y melodías que eran la España
pura, y nada más. Las llanuras y los montes, los ríos y los puer­
tos de Iberia… Todos ellos representados con autenticidad.
Contaba con 48 años de edad y en su eterno romanticismo
vivía al estilo morisco, sin separarse jamás de un buen habano

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que envenenaba el ambiente, pero que también perfumaba su
inspiración. No se sentía bien, sin embargo.
Había ganado demasiado peso sin saber por qué sus to­
billos se mostraban hinchados de tal forma, que un simple pa­
so representaba un inusitado esfuerzo.
Por ello permanecía sentado todo el tiempo, lo que dificul­
taba aún más su respiración. Un color pajizo afectaba su sem­
blante, al tiempo que los frecuentes dolores de cabeza lo hacían
preguntarse atinadamente si aquello era producto de su eleva­
da tensión arterial, o si acaso sería otro el origen de su malestar.
Tras el examen de orina, el médico le dio a entender que sus
riñones habían comenzado a fallar; que el filtro maravilloso de
los mismos se había estancado y no funcionaba con la celeridad
anterior, a lo que el galeno llamó la Enfermedad de Bright.
Se volvió a sentar al piano y en su desesperación y eterna
desazón provocada por el constante malestar, desquitó sus úl­
timas fuerzas forjando nuevos tonos y maravillosas melodías.
Salieron la Evocación y El puerto, la Almería y Triana, El
polo y el Lavapiés y tantas otras que era imposible registrarlas.
Isaac Albéniz, la voz misma de España, acababa de com­
poner su suite para piano Iberia, evocando en ella con tintes
magistrales el colorido y la fuerza de su tierra nativa.
El malestar se acrecentó y finalmente lo hundió en un coma
irreversible, que lo mandó al viaje del no retorno. No se pudo
llevar consigo las suites Iberia, Navarra ni sus Danzas españolas.
Eso para nuestro deleite lo dejó en la Tierra, entre los
mortales que aún lo recordamos y volvemos a emocionarnos
cada vez que lo escuchamos.
Daniel Auber
(1782-1871)
Nacido en Normandía en 1782, Daniel Auber com­
puso aproximadamente 70 obras para escena, entre
ópera, ballet y música religiosa,
Su abuelo era pintor del rey Luis XVI, y su pa­
dre tenía un negocio de grabado de láminas, oficio
que el propio Auber aprendió desde que era niño.
Pero la música lo llamó y su lanzamiento co­
menzó a raíz de que representara una ópera cómica
entre un grupo de aficionados. Fue Luigi Cherubini
quien lo descubrió, y lo ayudó y orientó especial­
mente en cuestiones de puesta en escena.
La muda de Portici, su obra cumbre, tuvo más
de 500 representaciones, pero quizá su mayor im­
portancia radica en que este compositor sentó las
bases para lo que más tarde sería la gran ópera
francesa.
Auber murió en París en 1871.
Daniel Auber
(1782-1871 )

Todo sucedió cierto día en que el viejo se estaba retorciendo­


de dolor recostado en su cama, anunciando su inminente
muerte. Los últimos meses los había dedicado a la compo­
sición de música de cámara, una vez que la flama de la ins­
piración operística parecía haberse esfumado. Era conocido
por haber compuesto más de 40 óperas, y la mayoría de ellas
habían obtenido un éxito sin precedentes.
Pero hoy, tendido en su lecho de muerte, a una edad avan­
zada y atacado por una neurastenia agotante y una cistitis
repetitiva, que probablemente presagiaba algún cáncer oculto,
el hombre recordaba sus buenos tiempos y lo invadían las me­
lodías exitosas de antaño.
En medio de su agonía y del penetrante dolor, la orques­
ta comenzó a interpretar su famosa obertura. Anunciaba con
ella las melodías de exquisita formación y su inverosímil trama,
que en adelante cambiaría por completo el rumbo de la ópera
para convertirse en el modelo de las grandes óperas aún por
venir, con un desenlace más ajustado a la realidad de fines
del siglo xix. Una visión trágica, reflejo de la situación que el
mundo vivía en esos tiempos.
– 13 –
Recordaba cómo, años atrás, en su dueto con Pietro so­
bre el amor sagrado a la patria, se desencadenaría algo que
jamás se había escuchado con anterioridad en el mundo del
arte… Esto sucedía en Bélgica, cuando el país estaba aún uni­
do en una alianza con Holanda. La música desató tal furia
y coraje, que la chusma, contagiada por el mensaje, asaltó
la cancillería exigiendo la libertad y la independencia de su
patria.
Y así, de aquella ópera de armonías sencillas pero de mú­
sica ardiente, sobrevino el grito que desataría la lucha hasta
lograr la independencia de Bélgica.
Daniel Auber moría.
Tiempo atrás, Bélgica había olvidado el papel que su músi­
ca había tenido en el ánimo de sus habitantes, aunque quizá sí
recordaba cómo la heroína de la ópera no había logrado emitir
con su canto una sola palabra. Después de todo era muda.
Sí. La muda de Portici se acercó al lecho de muerte de Au­
ber, y por primera vez en su vida bailó y habló con el maestro
en la lengua que sólo la música puede hacerlo.
Resulta extraño el poder que ciertas notas unidas en una
canción son capaces de lograr. Incluso ante el silencio de la
palabra, la música logra expresarse en su tan particular len­
guaje de los sonidos.
No sé si en Bélgica se considera a Auber como un “casi
padre” de su independencia. Sólo estoy seguro de que en esa
nueva dimensión a la que nos lleva la muerte, La muda y su
compositor dialogan abiertamente y repiten las melodías que
los llevaron a la fama.
Después de todo, como Auber mismo dijera, en el infinito,
La muda ya puede hablar… Aunque para ser honestos… siem­
pre lo hizo.
G e o r g e F. H ä n d e l
(1685-1759)
Compositor considerado inglés, de origen alemán,
George F. Händel marcó toda una era en la música
inglesa. Nació en 1685.
A raíz del éxito en Londres de su obra Rinaldo,
decidió marchar a aquel país, en el que entre otras
cosas, le fue encargada la creación del Royal Aca­
demy of Music.
Poco después, Händel se convirtió en súbdito
inglés bajo la protección del rey Jorge II, y se abocó
a componer oratorios.
Como Bach, Händel murió totalmente ciego en
1759, tras haber dirigido El Mesías, la obra coral por
excelencia de la música sacra.
Johann Sebastian Bach
(1685-1750)
Organista y compositor alemán del Barroco, Jo­
hann Sebastian Bach nació en 1685 en el seno de
una de las familias de músicos más extraordinarias
de la historia.
Su reputación en prácticamente toda Europa
como organista le valió el sobrenombre de Príncipe
del Teclado.
Su extensa obra es considerada como la cum­
bre de la música barroca, y una de las más destaca­
das del pensamiento universal musical.
Bach murió ciego en la ciudad de Lepzig, en
1750.
G e o r g e F. H ä n d e l
(1685-1759)

Johann Sebastian Bach


(1685-1750)

El primero sufría los embates propios de los invidentes. Poco a


poco, la luz de las velas fue castigando su visión hasta hundirlo
en las tinieblas. Ya no era capaz de tocar el órgano en su amada
iglesia en Leipzig; tampoco lograba distinguir a sus hijos, músi­
cos y como él, provenientes de una gran tradición familiar.
Para el segundo, la operación constituyó un rotundo fracaso.
No solamente seguía sin poder ver, sino que habían aparecido
dolores que lo torturaban y abatían su inspiración.
Con profunda fe, suplicaba a los ángeles que le mandaran
el alivio que requería para apaciguar sus malestares. Seguía
viviendo en Inglaterra, ya sin el apetito que le caracterizaba
y sin usar las pelucas de antaño. Ni siquiera podía darse el
lujo de fumar un puro. No había lágrimas en sus ojos, secos
de toda visión, pero con el enérgico deseo de seguir viviendo.
Los dos nacieron en la Europa dominada por el idioma
alemán. Ambos serían considerados los músicos más geniales
de esa generación. Como coincidencia, llegaron al mundo el
mismo año, como para que siempre fueran recordados juntos.
Y como coincidencia también, ambos murieron ciegos.

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Brillantes intérpretes de diversos instrumentos. Religio­
sos, cada uno en su propio estilo. Uno viviría en la pobreza
que da la entrega total sin la remuneración adecuada, mien­
tras que el otro pasaría su vida en medio de la opulencia de
quien es reconocido en un país adoptivo por su genialidad.
Uno sería enterrado en una modesta tumba en las afueras
de su ciudad y el otro en la mismísima Abadía de Westminster,
honor reservado para los grandes hombres de la Gran Bretaña,
y no para un extranjero como él.
Uno dejaría su estampa en hermosas composiciones para el
clavicordio, el órgano y cada instrumento de cuerda, para ala­
bar al Creador en hermosas cantatas. Perfecto en su música
de aparente poca emotividad, con un cálculo matemático en
ella, sellado con la divinidad de quien ha logrado conquistar la
armonía sin dificultad alguna.
El otro, artífice de los conciertos grossos, de música mara­
villosa que acompañaba en sus paseos y celebraciones al pro­
pio rey, y de los oratorios más hermosos a los que el hombre
puede aspirar a componer.
Ambos hombres geniales, separados solamente por el Ca­
nal de la Mancha, padecieron de ceguera en su visión, mas no
en su inspiración. Cada uno de ellos se debatió en las tinieblas
escuchando su música con la cual escalaron hasta la cúspide
imaginada.
Ahora, a más de 300 años del nacimiento de los dos, un
mundo tan ciego como ellos se sigue debatiendo en guerras
inútiles y costosas. Ellos vivieron la ceguera que provocan las

20 | J a i m e L av e n t m a n G.
cataratas de la edad y nosotros vivimos la ceguera que produ­
cen las cataratas de nuestra necedad.
George Frederic Händel y Johann Sebastian Bach lograron
elevar la música mundana al mundo celestial.
Nosotros, en cambio, vivimos en medio de una ceguera de
valores, que ellos poseían en exceso: una lección de humildad,
para muchas generaciones que aún los recuerdan con cariño.
Béla Bartók
(1881-1945)
El nombre más importante que ha dado al mundo
la música húngara a lo largo de su historia, es sin
duda el de Béla Bartók, nacido en 1881.
Aun cuando sus primeros intentos musicales
estuvieron orientados hacia la interpretación, muy
pronto mostró sus dotes de compositor.
Entre sus principales méritos están asimismo
sus investigaciones musicales acerca del folklore
de su país, y de otros sitios, mismas que recopiló en
una admirable obra de 12 volúmenes.
Después de la Segunda Guerra Mundial buscó
refugio en Estados Unidos. Sin embargo, pasó serias
dificultades económicas, aunadas a una precaria sa­
lud que lo llevó a la tumba en 1945.
Béla Bartók
(1881-1945)

La ciudad lo apabullaba. Y no eran solamente sus enormes


edificios, sino las aglomeraciones, el ruido infernal y la terrible
deshumanización en la que habían caído sus habitantes. Esto
último era lo que más le molestaba.
Se sentía extraño, indeseable en aquellas tierras, si bien
no dejaba de agradecer al gobierno del nuevo país la oportu­
nidad de haberle permitido inmigrar y salvar su vida, cuando
había tenido que huir de su amada Hungría, hundida en una
guerra que destrozaba sus palacios, dejando que el nazismo y
sus horrores mataran a sus habitantes.
Aquella mañana se sentía más débil que de costumbre.
Al cepillar sus dientes, sus encías habían sangrado de forma
alarmante. Le dolían los huesos y seguía inapetente. Parecía
que bajaba de peso día a día. Su abdomen estaba hinchado
y le dolía con la misma intensidad el lado derecho que el iz­
quierdo. Tenía cardenales en toda la piel y podía percibir las
tumoraciones bajo las axilas y en las ingles.
Recordaba el río Danubio atravesando su añorada Buda­
pest. Su música formaba ya parte del repertorio mundial, y sus

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técnicas pianísticas estaban destinadas a sustituir las de Czerny
o incluso las del propio Bach… Pero su Mandarín Milagroso no
lo ayudaba, y por las noches la angustia lo hacía verter lágrimas
de desesperación.
Vivía recluido en un hotel en pleno centro de Manhattan.
Nadie lo visitaba en aquel fatídico 1945, año de la victoria de
los ejércitos aliados sobre el Eje. Y mientras tanto, él moría
poco a poco de una enfermedad incurable llamada leucemia.
Se debatía entre los amargos dolores producidos por la
hinchazón de sus articulaciones y el abandono total en que se
encontraba. Se sentía como una de las mujeres de Barba Azul,
destinadas a morir en el engaño.
Y así Béla Bartók dejaba el mundo sin ser una novedad
en la oscuridad de su cuarto de hotel barato, en la ciudad de
Nueva York.
Pero su obra logró trascender, a pesar de sus disonancias
como se le calificara en su día.
Y es que trascendió la obra del compositor, la que lo man­
tiene en el pedestal de la eternidad, y no la representación de
su efímera vida sobre la Tierra.
L u d w ig va n Beethoven
(1770-1827)
Nacido en Bonn, Alemania en 1770, y proveniente
de una familia de situación económica modesta, pe­
ro de rica tradición musical, Ludwig van Beethoven
es considerado como el principal precursor de la
transición del Clasicismo al Romanticismo.
Su enseñanza musical, como la sordera que lo
aquejó durante toda su vida, se presentaron a muy
temprana edad, y sin embargo esto último no fue
obstáculo para el maestro.
Su vasta obra incluye sonatas de cámara, cuar­
tetos de cuerda, tríos, sonatas para violín y piano,
vocal, ópera, conciertos y sinfonías…
La parte única de su repertorio está conforma­
da sin duda alguna por sus nueve sinfonías.
La “Oda a la alegría”, el poema de Schiller al
que Beethoven decidió poner música e incluirlo en
su Novena Sinfonía, fue elegida en 1985 como el
Himno de la Unión Europea.
Beethoven murió en Viena en 1827.
L u d w ig va n Beethoven
(1770-1827)

Terminó de escribir la carta. En ella, este complicado hombre


le agradecía humildemente a un pueblo lejano, el inglés, los
favores otorgados… Les prometía una nueva sinfonía y de ser
posible otra ópera, mejor aún que la que había escrito con
tanta dificultad en los últimos años.
Sin embargo, les ocultó muchas cosas, como el dolor
constante en su voluminoso y distendido abdomen cuyo
crecimiento lo desfiguraba por completo. Sus piernas, tam­
bién hinchadas, lo sostenían con mucha dificultad. Comer o
beber se habían convertido en una tarea titánica, y la sola
presencia de algún alimento lo hundía en una incontrolable
náusea.
Tosía frecuentemente y le dolían los pulmones. No escu­
chaba al mundo que lo rodeaba y lentamente se había ido su­
mergiendo en un universo tan personal, que nadie tenia en­
trada al mismo. La música se paseaba por los senderos de su
mente con la misma dificultad de antaño por encontrar una
melodía simple y sencilla. Pero la gente lo veneraba, a pesar
de su mal genio. Su sobrino, en cambio, seguía burlándose de

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él y malgastando el poco patrimonio de ambos. Nadie quería
acompañarlo en su soledad. Le temían… y al mismo tiempo lo
respetaban.
Cerró el sobre y se sentó por unos momentos a descan­
sar… entonces comenzó a soñar… logró ver algunas notas que
saltaban libremente por el pentagrama tejiendo entre ellas
complicadas variaciones. Escuchaba con claridad los acordes
de sus sonatas, de sus tríos y sinfonías. Pensaba si acaso la misa
compuesta días atrás lo acompañaría en su muerte; pero sos­
pechaba que sería la marcha fúnebre de su Tercera Sinfonía
la que sería interpretada mientras su cuerpo era enterrado…
Una y otra vez volvía a ver a su amada Leonora y cantaba
el pastoreo de una vida en el campo con plenas libertades. Sus
últimos cuartetos resonaban con una fuerza descomunal. En
ellos estaba impresa la lucha emprendida contra la adversi­
dad. Se preguntaba si Miguel Ángel hubiera podido ser escul­
tor o Rafael pintar esos lienzos, de haber sido ciegos… ¿Por
qué entonces el Creador lo había castigado a él, que era mú­
sico, privándolo del sentido del oído?… En medio del silencio
espectral en que vivía, la música lo acompañaba resonando
fiel en lo más profundo de su conciencia, libre de toda influen­
cia exterior.
Beethoven sabía que agonizaba. Que sus días estaban
contados y que finalmente se reuniría con el Señor y podría
hacerle todas las preguntas para las cuales no había hallado
jamás respuesta alguna sobre la faz de la Tierra. Tenía una
cirrosis hepática avanzada, complicada con una neumonía que
lo mantenía postrado en cama, prácticamente alucinando…

30 | J a i m e L av e n t m a n G.
Quizá padecía lupus eritematoso, pero esta enfermedad, aún
no se conocía…
Entrada la noche del último día de su vida, creyó recupe­
rar el oído. Volvió a escuchar los versos de la Oda a la alegría
que en su día escribiera Schiller, compartiendo entre ambos
los ideales de una libertad verdadera…
Al morir, Beethoven dejó de sufrir. El suyo no era un su­
frimiento físico. Era más bien un dolor en el alma, en lo más
profundo de su creatividad.
Y sin embargo, ¡vaya paradoja!, precisamente el ser sordo
lo hizo grande, pues aun en medio del silencio que le rodeaba,
pudo encontrar las notas que durante tantas generaciones nos
han alegrado la vida a todos nosotros.
Vincenzo Bel l ini
(1801-1835)
Nacido en 1801 en Catania, Italia, Vincenzo Bellini
aprendió música desde que era aún muy pequeño,
bajo la instrucción de su padre y de su abuelo. Con­
siderado por todos como un niño con una mente
brillante, se cuenta que al año y medio de edad can­
taba al estilo de Valentino Foravanti, un virtuoso
del bel canto italiano, y también se dice que compu­
so su primera pieza musical a los seis años.
Más tarde siguió sus estudios en el Colegio de
San Sebastián, en Nápoles, en donde aprendió ar­
monía, contrapunto y composición.
Entre su repertorio más conocido está la ópera
Norma, que permite a la soprano principal del re­
pertorio interpretar uno de los grandes momentos
del género. Fue Maria Callas, quien en el siglo xx

llevó a escena magistralmente el papel de Norma,


la sacerdotisa de los druidas.
Bellini murió en Francia en 1835.
Vincenzo Bel l ini
(1801-1835)

Llevaba el pañuelo discretamente oculto en la palma de la


mano izquierda, para que en caso de necesidad pudiera aca­
llar algún acceso de tos, y ocultar con vergüenza las gotas
de sangre que lo teñían, manchando la impecable blancura de
la tela. Porque sentado con el aspecto enfermizo que otorga la
palidez cercana a la muerte, no cesaba de expectorar o de sen­
tir un dolor que le atravesaba los pulmones, semejante a una
espada vengadora.
La fiebre sólo aparecía ocasionalmente, como lo hacen al­
gunos invitados, pero al marcharse lo dejaba desfallecido por
horas, minando aún más la infortunada salud del compositor.
Contaba sólo con 33 años y sin saberlo su destino había sido
ya sellado para siempre. La fama lo perseguía agradeciendo su
trabajo, humilde pero evocador: melodías sencillas sin compli­
caciones, que eran la atracción del público europeo. Dominaba
el bel canto y lo había llevado a expresiones dramáticas jamás
logradas. Las sopranos que interpretaban sus armonías se delei­
taban con los papeles asignados y daban aún más de sí, al sentir
vibrar la emoción que el músico les transmitía a través de sus

– 35 –
óperas. Ya fuera La sonámbula o Los puritanos, ellas se exigían
más en cada interpretación.
Tosía, sin embargo, cada vez con mayor frecuencia hasta
entrar en un agotamiento físico total y sentir cómo la savia de
la vida se le escapaba poco a poco. Es posible que intuyera la
presencia de la muerte. La enfermedad lo acosaba, y pese a
sus deseos, él no mejoraba. El bacilo producía enormes caver­
nas en sus pulmones que poco a poco lo mataban sin conside­
ración alguna.
Se parecía a su Norma. Ambos muriendo a tan tempranas
edades. Una en la hoguera mortal y el otro en la enfermedad
de la pobreza, que era la tuberculosis.
Sólo había compuesto nueve óperas y su nombre sería re­
cordado en los siglos por venir.
Pero Vincenzo Bellini sabía que la vida podía ser injusta.
Aún vibraban en su corazón muchas más óperas que él pudo
haber llevado a los escenarios, si la enfermedad se lo hubiera
permitido. Sin embargo, sabía también que el destino final no
era más que el alargar o acortar lo inevitable. La Norma y La
sonámbula quedaban como muestra de su genialidad…
El bacilo finalmente ganó la batalla.
Alban Berg
(1885-1935)
Nacido en Viena en 1885, Alban Berg perteneció a
la llamada Segunda Escuela de Viena, y sus obras
están estrechamente relacionadas con la estética
expresionista.
Virtuoso, comenzó a cultivar la música desde los
15 años, cuando compuso su primera lieder. Y si bien
perteneció a la élite cultural austriaca, los últimos
años de su vida los pasó muy mal: en 1934, cuando
iba a estrenar su nueva ópera Lieder der Lulu, tuvo
un serio enfrentamiento con Erich Kleiber, quien
se encargaría de dirigir la puesta en escena; a raíz
de ello, este último prohibió que la música de Berg
se interpretara en Alemania.
Decepcionado, el compositor siguió trabajando
en su querida ópera, pero no logró verla terminada
pues murió un año después del incidente, en 1935.
Alban Berg
(1885-1935)

De pie, la pierna derecha ligeramente cruzada sobre la iz­


quierda, y Berg se inclina un poco hacia el lado de la pierna
cruzada. Su cuerpo entero se sostiene en el brazo derecho. La
cabeza se recarga con soltura sobre el brazo y el pelo libre, sin
acomodo, invade su frente. Un cuadro de múltiples colores se
divisa detrás, y su figura, domina con la mirada extraviada y
penetrante.
Así lo pintó Schönberg, quien entre otras cosas fuera su
maestro, y quien también supo captar en un instante, la geniali­
dad del alumno. Eran tiempos benignos, cuando algunas de sus
primeras composiciones —cuartetos y piezas líricas— se inter­
pretaban ante un público que a pesar de que no lograba com­
prenderlas bien a bien, tampoco las rechazaba por completo.
Provocaban en el espectador una fascinación difícil de ex­
plicar. Seguramente pensaron que el sistema melódico no du­
raría demasiado, y que sus desviaciones, algún día finalmente
volverían a la normalidad… la atonalidad, el dodecafonismo,
todo ello estrechamente vinculado a la estética expresionista,
tan moderna…

– 39 –
Y sin embargo, luego vendría la catástrofe total. Años en­
teros dedicados a una sola obra. Toda su energía depositada
en la urna de la inspiración de la cual brotaría el soldado po­
bre, ejemplo de una especie que nacía para buscar precipita­
damente la muerte.
Un grito de desesperación y de protesta. Un nuevo idioma
para expresarlo en sonidos disonantes que, sin embargo, años
después de su muerte, finalmente habrían de triunfar.
Recordaba a Wozzeck en su música fuerte y dominante.
En aquellas escenas que resultaban más propias de algún cé­
lebre dramaturgo que de una ópera. Nadie parecía haberla
entendido.
Arnold Schönberg —su querido maestro— y Antón —a
quien había conocido en años de serias dificultades econó­
micas— la reconocían como una verdadera obra de arte. Un
grito de aprobación el de ambos, entre un público que, desa­
costumbrado a las armonías heterodoxas, rechazaba tanto a
la obra como a su protagonista, pero por encima de ellos, ese
público ignoraba por completo al compositor.
Tenía ya cerca de 50 años y se sentía enfermo. Sabía que
la fiebre lo acosaba, resultado de un resfrío sin aparente im­
portancia, ¿o quizá era causa de la herida mal cuidada?… se
había cortado.
Lo cierto es que temblaba y los dientes le castañeaban en
tal forma, que tenía que detenerse la mandíbula con las manos
para no asustar a sus vecinos.
El frío lo invadió, aun cuando la temperatura exterior
era agradable y el sol filtraba sus cálidos rayos a través de

40 | J a i m e L av e n t m a n G.
los cristales. Sus manos estaban prácticamente congeladas y
las uñas se habían teñido de un horrible color violáceo. Los
calosfríos recorrían su cuerpo y la fiebre iba en aumento.
Nadie cuidaba de él en aquellos tan difíciles años, previos
a la gran guerra del 39. Yacía en su lecho de muerte, fallecien­
do de septicemia. Alucinaba y veía a mucha gente que se aba­
lanzaba sobre su cuerpo, criticando su pésimo gusto musical…
Cada uno de ellos era un Wozzeck, su primera y más célebre
ópera, y no les agradaba la obra del músico.
Sabía además, para su infortunio, que su última ópera ha­
bía quedado inconclusa. Berg, que había compuesto muy po­
cas obras, y dejaba la mejor de ellas sin terminar… El ángel de
la muerte se anticipó a Lulu y la obra sería terminada después
de su partida por otros compositores.
Alban Berg escribió una ópera basada en un personaje sin
gracia y sin interés, y en ello triunfó.
Lulu, una prostituta, fue su última creación. Un grito de
protesta ante el mundo vil y desquiciado que lo rodeaba…
Hector Berlioz
(1803-1869)
Amigo de Alexandre Dumas, de Víctor Hugo y de
Balzac, así como de otros grandes de las letras, el
compositor francés Hector Berlioz llegó al mundo
en 1803.
Fiel representante del Romanticismo, su músi­
ca fue en su día innovadora, y por lo mismo, poco
comprendida por sus compatriotas, en buena medi­
da porque incluyó en la orquesta sinfónica cuatro
grupos de metales antifonales.
Destacan en su obra, entre otras, la Sinfonía
fantástica y su Réquiem.
El 8 de marzo de 1869 Berlioz moría en París,
y sus restos fueron enterrados en el cementerio de
Montmartre.
Hector Berlioz
(1803-1869)

Sentado frente al espejo que reflejaba su figura, y contem­


plando al mismo tiempo su propia vida, Berlioz trataba de
encontrar la esencia de su actuación a través de su existencia.
La imagen era nítida, y sin embargo un dolor penetrante,
imperecedero, que le agobiaba hacía ya varios años nublaba
su visión, mientras el opio curaba su molestia y enturbiaba su
entendimiento, hundiéndolo en el mismo infierno que en su día
ilustrara Dante.
Su primera esposa, muerta años atrás, había dejado el
mundo cuando el amor entre ambos hacía ya tiempo que ha­
bía dejado de existir. A su segunda mujer, a quien amaba con
desesperación, unos meses antes y de manera inesperada tam­
bién la había sorprendido la muerte. El hondo dolor en su alma
era tan agudo que en ocasiones ni él mismo entendía cómo
seguía vivo.
Pero la muerte rondaba por todos los rincones de su vida;
sus amigos también se habían adelantado. ¿Por qué él no podía
morir ya y reunirse con todos ellos? ¿Qué lo ataba a la Tierra?
¿Y su música…?

– 45 –
Berlioz era un romántico, pero solamente Wagner, a quien
no consideraba su amigo, había afirmado que su música era
original. En cambio sus compatriotas se burlaban de él, de su
música y de las innovaciones que introdujo en su orquestación.
Pero, ¡ironías de la vida!, al paso del tiempo y sin que des­
de su fría tumba lo supiera, el éxito de sus composiciones mu­
sicales se volvieron una leyenda viviente.
En su cabeza vibraba aún con la misma fuerza que el día
de su estreno la sinfonía fúnebre y triunfal. ¡Sí!, Lelio se había
convertido ya en una leyenda. Su Romeo y Julieta se comentaba
entre los círculos intelectuales…
Pero Los troyanos, su gran ópera descansaba en el rincón
del olvido; y Paganini, para quien Berlioz había compuesto otra
obra musical para viola y orquesta no la pudo tocar jamás. Más
tarde, sin embargo, otros la llevarían a la merecida fama.
Los médicos no adivinaban cuál era el mal. Sus remedios
resultaban peores que la enfermedad y aun que el sufrimiento
físico.
La noche cayó lenta y los maravillosos acordes de las can­
ciones que había compuesto lo arrullaban en su malestar, ese
mismo malestar que acabaría con su vida en las siguientes
horas.
Su único hijo —se acababa de enterar— había fallecido
recientemente víctima de la fiebre amarilla en las lejanas y exó­
ticas tierras de Cuba. Sólo quedaban él y su Sinfonía fantástica
para el final, una sinfonía que hablaba del amor en forma pura,
en el más riguroso de los toques románticos del siglo xix. Al
final, su propio Réquiem lo acompañaría a la tumba.

46 | J a i m e L av e n t m a n G.
Hector Berlioz aspiró por última vez el dulce aroma que le
proporcionaba el opio, y finalmente dejó de sentir dolor. Sus
ojos se cerraron, al tiempo que su corazón dejaba de latir, y su
mente encontró por fin el descanso necesario a una vida llena
de dolor y dificultades.
Años después, la Francia burlona de su obra se humilló
ante el genio, y lo declaró “Hijo predilecto” de la patria.
Esto debió de haberle dado mucho gusto a Berlioz, y segura­
mente no por haber triunfado, sino por saberse aceptado por
su propio pueblo.
Leonard Bernstein
(1918-1990)
Nacido en Lawrence, Massachussets en 1918,
Leonard Bernstein fue el primer director de orques­
ta estadounidense que alcanzó el éxito y la fama
internacionales.
Muy joven comenzó a estudiar piano en la Es­
cuela Garrison y en el Boston Latin School.
Entre otras, dirigió a la Orquesta Filarmónica
de Nueva York y a María Callas en la Scala de Milán.
Después de la Segunda Guerra Mundial, su
carrera musical lo llevó a la fama internacional;
hacia los años sesenta del siglo xx ofreció para un
canal de televisión de su país, una serie a la que
llamó Conciertos para jóvenes.
Bernstein compuso sinfonías y óperas, pero su
mayor éxito lo obtuvo con sus obras musicales para
el teatro.
Murió en 1990.
Leonard Bernstein
(1918-1990)

Nadie podía opacar su figura cuando erguido en el podio to­


maba la batuta y dirigía un concierto sinfónico o una ópera.
Sin embargo, el camino había sido espinoso y lleno de obs­
táculos. Primero, el largo aprendizaje con su querido maestro
Sergio Koussevitzky, una mano férrea que supo reconocer el ta­
lento de su alumno y lo pulió hasta dejarlo listo para mejores
empresas. Y un buen día, el gran Bruno Walter, el director de
orquesta de origen alemán que había optado por fijar su residen­
cia en Estados Unidos, enfermó antes de un concierto y en ese
momento fue incapaz de dirigir a la Filarmónica de Nueva York.
Bernstein resultó ser el sustituto inmediato, y en ese des­
liz que la suerte otorga muy pocas veces en la vida llegó a la
fama, sin duda la misma que tenía predestinada con mucha
anticipación.
Pianista de gran virtuosismo, nativo de un país que es en sí
mismo la mezcla de todos los países del mundo, judío orgullo­
so de sus tradiciones que habría de reafirmar en sus grandes
obras sinfónicas, como Jeremías y Kaddish, el genial director
fue adorado por todos cuantos lo conocían y envidiado por los

– 51 –
mismos, quienes veían en él tantos dones que incluso llegaron
a hablar de su presencia diabólica.
Entre sus múltiples habilidades logró componer piezas sen­
cillas y otras de mayor complejidad. Cooperó asimismo con el
teatro de Broadway y al entregar su célebre West Side Story, una
obra musical probablemente inspirada en el amor imposible entre
Romeo y Julieta, que reflejaba la problemática entre dos pan­
dillas de la ciudad, se elevó para siempre a la perfección teatral.
La propia orquesta que dirigiera la memorable noche que
Walter enfermó, le ofreció el cargo de director. Era el más
joven y el primer músico nacido en su país que era reconocido
para ocupar el puesto. Llevó a la orquesta a la cumbre en sus
presentaciones y grabaciones y entre sus logros dio a conocer
la obra sinfónica de Mahler para transportarla del olvido en el
que estaba a la fama actual.
Los años transcurrieron; llegó a recibir halagos incluso del
propio presidente de su país, y fue declarado hijo pródigo de
todo pueblo sobre la Tierra.
Al paso del tiempo, la cabellera encanecía y las manos se
tornaban rugosas. Súbitamente tuvo que reconocer que el mí­
nimo esfuerzo lo agotaba y le cortaba la respiración, hundién­
dolo en una atroz disnea que casi le reventaba el corazón. Lo
diagnosticaron como enfisema y él, desatendiendo a sus médi­
cos, continuó con su vida activa sin cejar ni un solo segundo.
Una mañana, a sus males se agregó un dolor en el costa­
do y en los días subsecuentes la pérdida de peso hizo su fatal
aparición. Finalmente se supo. Tenía un cáncer de pulmón que
habría de matarlo en corto tiempo.

52 | J a i m e L av e n t m a n G.
Leonard Bernstein ya no podrá besar a la esposa del pre­
sidente, ni dirigir sus conciertos educativos a la juventud es­
tadounidense y del mundo. Y nosotros tampoco podremos
regocijarnos al verlo dirigir su Candide o su West Side Story.
Se extraña su fuerza interpretativa, sus enseñanzas en Tan­
glewood y su música pegajosa.
Lenny ha muerto. Y desde hace tiempo… se le recuerda
con cariño.
George Bizet
(1838-1875)
Músico del Romanticismo, George Bizet nació en
París, en 1838.
Procedente de una familia de músicos, resultó
ser un niño prodigio, y cuando tenía apenas nueve
años ingresó al Conservatorio de París.
Más tarde, obtuvo el Premio de Roma, que
consistía en una beca y marchó a la capital italia­
na en donde permaneció tres años. Fue ahí donde
desarrolló su talento y compuso sus mejores obras.
Aparte de este periodo de residencia en Roma,
Bizet vivió en París durante toda su vida, y ahí se
abocó de lleno a la composición.
Su obra cumbre es sin lugar a dudas su ópera
Carmen, escrita en 1875 y basada en una novela de
Prosper Merimée, su compatriota.
Bizet no tuvo ocasión de disfrutar del éxito de
Carmen, pues unos meses después de su estreno en
1875 murió en París.
George Bizet
(1838-1875)

Había compuesto una sinfonía, antes de cumplir los 20 años


de edad, aun cuando sabía bien que la misma estaba predesti­
nada a permanecer en el olvido.
No supo que algún día esa obra renacería para nuevos
combates, como un moderno Juan Cristóbal.
Soñaba despierto. Había compuesto también algunas ópe­
ras, una de las cuales, él suponía, incluía las más hermosas
melodías creadas por compositor alguno. Y a pesar de ello
iba de fracaso en fracaso, hundiéndose en la incertidumbre de
saberse un buen músico que tenía que nadar a contracorriente
para conquistar al mundo…
Hacía tiempo que se lamentaba de dolores y malestares,
sin poder localizarlos en un sitio en particular. Ni siquiera
lograba describir bien su dolencia. Simplemente se quejaba
de punzadas que le atravesaban el pecho y ocasionalmente se
acompañaban de un dolor constante en el brazo izquierdo.
Sentía entonces que se le cortaba la respiración y que lo
acometían palpitaciones irregulares que únicamente lograban
aumentar su angustia. Después de todo, sólo contaba con 36
años y a esa edad —trataba de convencerse a sí mismo— nada
podía sucederle.
– 57 –
En especial, porque preparaba para el mundo una nueva
obra que dejaría callados a todos, con sus melodías fáciles y su
complicada armonía. Un canto trágico y melodioso a la vez.
Arias de incomparable sutileza, con una orquestación que se­
ría la envidia de los italianos. En ella habría amor al estilo más
afrancesado y un toque español de tragedia inminente que tiñe
con sangre los ruedos de Sevilla.

*****

El invierno había llegado a París y él descansaba admirando el


paisaje. Habían pasado tres meses desde el estreno de su nueva
ópera, y una vez más, el fracaso había sido su fiel compañero.
Nadie logró entender la música, el drama, la orquestación…Y
sus dolores arreciaban a cada momento. Hasta que en el úl­
timo segundo se abrió ante él la imagen del futuro, con un
éxito de sus obras tal que era imposible medir con la fuerza del
humano, y su vida se extinguió en lo que ha dado en llamarse
muerte súbita.
George Bizet supo de alguna manera que su obra alcanzaría
el éxito. Supo asimismo que las arias de don José y Escamillo
serían cantadas en todo el mundo. Y supo siempre que Carmen
sería algún día la ópera más famosa de todas las más de 40 mil
óperas que se han compuesto a lo largo de los tiempos.
Bizet le explicaba a Carmen que la dolencia de su brazo iz­
quierdo y de su corazón no significaban nada nuevo. El corazón
a él le había fallado siempre en vida, ante el fracaso inmediato
de su obra y la ilusión del éxito al morir.
Carmen ha triunfado y Bizet también…Y de los problemas
del corazón… bueno, ni quién se acuerde, ni a quién le intere­
sen ya más…
Ernst Bloch
(1885-1959)
Nacido en 1885, Ernst Bloch, compositor suizo-es­
tadounidense basó la mayor parte de sus obras en
la música judía.
Estudió violín y composición musical, y tras su
carrera en Europa como maestro y director de or­
questa, se estableció en Estados Unidos, el sitio que
escogió para vivir hasta el final de su vida.
En 1942 fue galardonado con la medalla de oro
de la Academia Americana de las Artes y las Le­
tras; cabe mencionar que él fue el primer músico
que obtuvo tal distinción.
Bloch murió en 1959 en Portland, Oregon, muy
lejos de su tierra natal.
Ernst Bloch
(1885-1959)

Qué alejado se sentía de sus verdaderos orígenes mientras


caminaba por las calles de Portland, en el estado de Oregon.
Había nacido en Suiza, y para completar su educación
había viajado por diversos países del continente europeo. El
refugio que ahora había encontrado en el noroeste de Esta­
dos Unidos finalmente daba albergue a su cansado y marchito
cuerpo, mas no a su cultura y arraigado judaísmo. Hacía poco
que su médico le había diagnosticado cáncer.
—¿Dónde? —se atrevió a preguntar ingenuamente.
—Qué importa —le contestó el galeno, desprovisto de un
poco de humanismo.
Y con su respuesta dejó en la más absoluta de las penum­
bras al compositor, que día a día intentaba debatirse en una
batalla que de antemano sabía perdida.
La sinfonía Israel, compuesta algunos años atrás, le había
otorgado la fama que al paso del tiempo aumentaría cada vez
más, al margen de nuevas y ambiciosas obras musicales. Las
amaba a todas por igual, aun cuando sólo unas cuantas de
ellas le habían dado la fama; y sin embargo, otras le habían
valido la satisfacción de haber cumplido la obra impuesta por
su creatividad.
– 61 –
Sus tres poemas de estirpe judía esbozaban la genialidad
un tanto posromántica influida por Mahler y Debussy. Pero
en el Bal Shem se había reencontrado con la liturgia y el fer­
vor religioso de su gente. La vida del santificado inspiró en él
acordes de magnificencia elevándolo a la verdadera categoría
de compositor.
Eran la conjunción perfecta del jasidismo y la música, in­
tentando expresar la alegría que rebosaba ante el mensaje ha­
cia el Creador. Con su obra sacra, Avodat Akodesh, los cantos
litúrgicos extraídos de las melodías coreadas en las sinagogas,
encontraron una nueva belleza bajo su atinada inspiración.
Le dolía el cuerpo, aunque no lograba identificar el sitio
con exactitud. Era una dolencia sin fronteras preestablecidas.
En las últimas semanas había perdido peso, y había envejeci­
do considerablemente. Se anticipaba el final; lo sabía bien, a
pesar de la lucha que tenía entablada contra la enfermedad.
El cáncer se expandía con sus enormes tentáculos y lo hundía
en un profundo sueño, en el cual el violoncelo interpretaba
magistralmente su Schelomo.
Ernst Bloch sabía que su vida llegaba a la última etapa. Su
existencia, caracterizada por la huida y el menosprecio hacia
este genial músico judío desaparecería y quedaría como tes­
timonio su música, universalmente aceptada. Tenía 78 años.
Había sobrevivido y estaba listo para emprender el viaje al
eterno Edén que con tanta sutileza él mismo describiera en
sus obras sinfónicas.
El camino desde Suiza hasta Portland fue difícil. Pero aho­
ra las señales estaban claramente definidas. Bloch sonreía y
sabía algo que sus enemigos desconocían. El secreto estaba en
su música, aun cuando hoy en día, el mundo entero aún trata
de descifrarlo…
L u igi B o c c h e r i n i
(1743-1805)
Nacido en Luca, provincia italiana, en 1743 en el
seno de una familia de artistas, Luigi Boccherini
aprendió a tocar chelo a los 13 años de edad.
Su padre lo envió a Roma a estudiar con el maes­
tro Constanzi, célebre compositor de óperas y de mú­
sica sacra de la época.
Boccherini mostró su talento musical durante
muchos años en la corte imperial austriaca, y des­
pués de ello se trasladó a París, donde su fama cre­
ció considerablemente. De ahí pasó a Madrid, bajo
la protección del infante Luis Antonio de Borbón,
hermano del rey Carlos III, quien a la muerte de
Luis Antonio dejó al músico sin su renta.
A raíz de ello, Luciano Bonaparte le otorgó
una exigua pensión con la que a duras penas sobre­
vivió sus últimos días.
Finalmente, en 1805 murió en la capital espa­
ñola, y fue enterrado en el panteón de la iglesia de
San Justo. En 1927, sus restos fueron trasladados
hasta Luca, donde desde entonces descansa al lado
de sus hijos.
L u igi B o c c h e r i n i
(1743-1805)

Las callejuelas de Madrid nunca le habían parecido hermo­


sas, y mucho menos ahora. Vivía en una pocilga sin poder es­
capar a su destino. Las calles rebosaban con los desperdicios
propios de cada casa habitación. Un fétido olor impregnaba su
cerebro, lo que dificultaba su concentración al intentar escri­
bir alguna nueva obra.
Llevaba varios días hundido en la desesperación de no te­
ner un sitio para vivir, y peor aún, algo con qué satisfacer el
hambre. Sentía cólicos que lo doblaban, recordándole cuán
frágil es el hombre cuando las necesidades más precarias no
pueden ser satisfechas.
Los días de gloria habían quedado atrás, cuando sus cuarte­
tos de cuerda y sobre todo sus quintetos acaparaban la atención
de una Europa en plena ebullición, a raíz de la coronación de
Napoleón Bonaparte.
Había estado en la corte vienesa, en París, y ahora le toca­
ba vivir en Madrid, siempre al amparo y a la buena disposición
de algún mecenas que apoyara su talento musical. El público
y la crítica habían alabado hasta el cansancio sus quintetos,

– 65 –
tan novedosos por la inclusión de la flauta o el oboe, tan dife­
rentes a los tradicionales instrumentos de cuerda. Pero sobre
todo, fascinaba a sus oyentes cuando la guitarra acompañaba
al conjunto, ese instrumento tan hermoso en su dulce y apaci­
guado tono, que resultaba para España más preciado aún que
el oro para la corte del emperador.
Sus misas, réquiem y otras tantas piezas sacras se escucha­
ban con frecuencia y el hombre gozaba de la estima de sus con­
temporáneos. Incluso Haydn y Mozart hablaron a su debido
tiem­po en buenos términos de su obra y el mismísimo Beethoven
en sus años mozos llegó a escucharlo en persona.
Pero un soberano muere, y en la corte el nuevo rey no siem­
pre renueva el contrato de sus músicos. Entonces comienza
el peregrinaje en un mundo que exige la perfección, sin saber
compensar a aquel cuyo genio la otorga. Un Bonaparte se había
apiadado de él y le entregaba una pequeña pensión que a duras
penas servía para sobrevivir con estrechez. Ahora tenía 61 años
de edad, su salud decaía y él lo sabía. La memoria ya no era
la de antes y sus piernas lo desplazaban a un ritmo desacelerado.
Su cuerpo era frágil y con los ayunos forzados por su precaria
economía más bien parecía un cadáver viviente, sin ninguna ilu­
sión por su propia existencia.
Esa mañana pulsó su amado violín, sacando del mismo
hermosas melodías que le apasionaban. Amaba el canto es­
pañol, y se sentía unido a la gente de su península. La mano
flaqueaba como si las escasas fuerzas que aún podía reunir se
hubieran esfumado. Alzó la vista y sintió una vez más un vér­
tigo que lo postró en plena calle. El cólico en el abdomen le

66 | J a i m e L av e n t m a n G.
recordó la flaqueza del ser humano y la sensación de hambre
le dejó un enorme vacío en el cuerpo y en el alma. Se recostó en
el arenoso suelo de Madrid y con el sol calentando su cuerpo,
lo entregó junto con su alma al Creador.
Alguien que al pasar lo reconoció preguntó ingenuamente…
—¿De qué habrá muerto Boccherini?…
La dolorosa verdad es que murió de hambre y de pobreza.
Y lamentablemente su fin fue la forma en que el mundo agra­
deció al músico sus esfuerzos…
A l e x a n d e r P. B o r o d i n
(1833-1887)
Nacido en San Petersburgo, Rusia, en 1833, Alexan­
der Borodin, distinguido químico, es también un re­
conocido compositor ruso.
Hacia 1869 comenzó a escribir su ópera Príncipe
Igor, la obra maestra que dejara inconclusa cuando
a sus 54 años lo sorprendió la muerte.
Korsakov, fiel amigo e integrante del Grupo de
los Cinco, al que también pertenecía Alexander, se
dio a la tarea de completarla.
Los restos de Borodin descansan en el cemen­
terio de Tijuin del Monasterio Alexander Nevsky,
en San Petersburgo.
A l e x a n d e r P. B o r o d i n
(1833-1887)

Alexander P. Borodin es recordado como uno de los grandes


músicos nacionalistas rusos.
Médico y químico de profesión y especialista en aldehídos,
lo que tras un buen número de publicaciones se tradujo en
una fama bien merecida, Borodin era un hombre enfermo que
jamás logró pronosticar el origen de su malestar.
Sus achaques iban desde una ligera jaqueca hasta la pre­
sencia de angustiantes arritmias, que literalmente le provoca­
ban un brinco en el corazón.
Borodin era aún muy joven cuando compuso su primera
sinfonía, y sin embargo, sus rasgos de genialidad le dieron la
entrada al célebre Grupo de los Cinco, nacionalistas de su pa­
tria. No obstante, fue su Segunda Sinfonía y un cuarteto para
cuerdas los que finalmente constituyeron la fama que dura­
ría largo tiempo, y que Franz Liszt logró que trascendiera las
fronteras rusas al llevarla años después a Alemania.
Tanto su ópera Príncipe Igor, como su Tercera Sinfonía
—como sucedió con Edgard Elgar tiempo después— queda­
rían inconclusas, y nada pudo revertir esa mala suerte.

– 71 –
Aquella noche de 1887 asistió a un baile que resultó fatí­
dico en su corta y productiva vida. Quizá presentía que algo
estaba por suceder. En medio del sudor que provocaba la an­
gustia de no sentirse bien, de pronto creyó ver bailando a los
personajes de Príncipe Igor, su querida ópera, la composición
que tras su muerte lo acabaría de llevar a la fama.
Como el nacionalista que había mostrado ser, la fuente de
inspiración de Borodin al escribir su ópera la encontró en El
cantar de las huestes de Igor, una legendaria epopeya rusa que
data del siglo xii.
Ya en aquel baile parecía que mientras los personajes gira­
ban se acercaban a él y le susurraban secretos que ni él mismo
creía conocer. Todos le preguntaban acerca de su extrema pa­
lidez y su mal semblante.
Al filo de la medianoche creyó ver venir hacia él a Igor Suys­
tolavich, príncipe de Seversk, y protagonista del melodrama.
Durante algunos minutos ambos discutieron acerca del fu­
turo que tendría la ópera rusa: de la fastuosidad de Glinka, nada
menos que el fundador de la escuela de música nacionalista del
país; pero también recordaron otras óperas, como las de Rim­
sky, con esa excelente orquestación que sería la envidia de sus
contemporáneos. Y sobre todos, ellos lo sabían, en medio del
repertorio ruso estaban las obras maestras de Mussorgsky.
De pronto, el príncipe Igor preguntó a Borodin, qué era lo
que menos le gustaba de su gran ópera… El maestro se quedó
pensativo y no pudo contestar. Sabía muy bien qué era lo que
más le gustaba, pero en verdad en su trabajo no había nada
que le disgustara.

72 | J a i m e L av e n t m a n G.
Súbitamente, en medio del baile comenzó a sentir que se
le salía el corazón. Una nueva arritmia lo acosaba, pero esta
vez resultó tan violenta y maligna que lo tiró al suelo y le cortó
la vida entre la algarabía de la música no rusa que tanto detes­
taba, y que en ese momento amenizaba el baile.
El príncipe Igor recordaba las danzas polovtzianas de la
grandiosa ópera y supuso que algo tenían que ver con que su
amo hubiera muerto a la mitad de un baile.
Sea como fuera, la obra del compositor es eterna, a dife­
rencia del músico…
Johannes Brahms
(1833-1897)
Nacido en Hamburgo en 1833, Johannes Brahms
fue un pianista y compositor perteneciente al pleno
Romanticismo.
Desde muy temprana edad se reveló como un
gran pianista adelantado, por lo que contribuyó a
los ingresos familiares con el dinero que ganaba im­
partiendo clases y tocando el piano en restaurantes
y bares.
Su música combina lo mejor de los estilos clá­
sico y romántico.
A diferencia de sus contemporáneos, Brahms
rechazó el uso de nuevos efectos armónicos, así
como los cromatismos, los que solamente utilizaba
para destacar los matices estructurales internos de
la obra.
Murió en Viena en 1897.
Johannes Brahms
(1833-1897)

Europa entera vivía aún en pleno Romanticismo. Las obras


de Goethe se discutían y la novedosa música de un grupo de
entusiastas parecía imponerse sobre las demás. Un nuevo y
poderoso movimiento había surgido con la figura de Richard
Wagner.
Para contrarrestar esa fuerza e ideología, nacería otro com­
positor que provocaría arduas batallas en las salas de concierto.
Y Johannes, que se desplazaba siempre con lentitud, se
dirigía una vez más a su fonda favorita a beber un poco de café,
a charlar con los amigos y a discutir cosas banales con ellos.
Habían quedado rezagados los triunfos, las grandes pie­
zas sinfónicas y su alma se refugiaba en la música de cámara,
mucho más íntima y delicada, mediante la cual con la sencillez
en algunos instrumentos lograba transmitir su mensaje.
Joachim, su viejo amigo, alejado de él hacía tantos años,
volvía ahora a su lado. Su promesa de permanecer soltero y de
no componer una ópera, seguían siendo una realidad.
Caminaba sobre las aceras de su querida Viena; eran
los últimos años del siglo xix, sin saber que a la llegada del

– 77 –
siguiente, su ciudad eventualmente perdería su hegemonía
cultural y aun su identidad. Se aproximaba el final de un im­
perio. Recordaba aquel día en que siendo aún muy joven, fue
recibido en casa de Schumann a quien le mostró sus primeros
esbozos de composición, y con los que obtuvo la aprobación
total del maestro. Mientras este último quedaba fascinado por
el joven, éste a su vez se enamoraba perdidamente de Clara,
la esposa de Schumann. Un amor platónico, que sólo logró
vencer la muerte.
Y precisamente ese día regresaba de la tumba de su amada.
Aquella que lo había apoyado siempre sin condiciones, y que
también lo animó a convertirse en el compositor que ahora era.
La extrañaba, y su corazón latía con ritmo irregular, como un
último aguijón de amor que se clavaba dentro de él.
La náusea lo invadía las 24 horas del día. Su malestar era
ya incontenible y pudo notar cómo su abdomen de por sí vo­
luminoso, cada vez crecía más. Tenía escozor en el cuerpo y la
orina se había teñido del mismo color que el aromático café que
disfrutaba cada mañana. Estaba preocupado. Pensaba visitar al
gran Billroth, su amigo de siempre, para averiguar qué sucedía.
El apetito desapareció y el asco aumentó, y la piel fue ad­
quiriendo un color diferente, cada vez más de enfermo, como
él mismo decía. Es ictericia, le explicaron sus médicos, y con
ello borraron la esperanza de poder vivir.
A menos de un año de que Clara falleciera, llevándose a
la tumba el amor no correspondido a Brahms, éste la seguía
al más allá, fiel a sus ideas, a su modo de vida, a su soltería
empedernida y a su música de tonos clásicos que cerraría para

78 | J a i m e L av e n t m a n G.
siempre el capítulo de la monarquía en Austria y de las melo­
días que lo acompañaban.
Brahms fallecía a causa de un mal hepático, sin que se sepa
a ciencia cierta la causa o el origen del mismo.
Pero lo que sí sabemos bien, es que Johannes murió de
tristeza al ver que su amada ya no estaría más con él y que él
no podría estar más sin ella…
Enrico Caruso
(1873-1921)
Nacido en Nápoles en 1873, Caruso ha sido uno de
los tenores italianos más famosos de la historia de la
ópera y el cantante más popular de los últimos años
del siglo xix.
Caruso fue uno de los pioneros de la música
grabada. En 1902 apareció su primer disco, Vesti la
giubba, del que vendió un millón de copias.
Entre su repertorio se encuentran más de 60
óperas y 500 canciones, que interpretó en diver­
sos sitios de fama internacional, como la Scala de
Milán, el Teatro Colón de Buenos Aires, el Covent
Garden de Londres… algunas de ellas dirigidas por
Toscanini.
Caruso murió en su ciudad natal en 1921.
Enrico Caruso
(1873-1921)

Los recuerdos desagradables de aquella velada aún estaban


grabados en su memoria. Jamás se había interrumpido una
ópera en el Metropolitano, a excepción de aquella noche.
Él insistía en que sólo estaba cansado, sin un malestar ma­
yor. No aceptaba que la sangre que escupía, fuera el resulta­
do del trabajo excesivo, del inclemente esfuerzo al que había
sometido a sus cuerdas vocales. No le importaba lo que los
médicos le confirmaran en el diagnóstico; él, en el fondo, sabía
que estaban equivocados. ¿Quién sino él mismo para conocer
la portentosa caja vocal con la que había sido dotado?, y supo
también que la sangre que brotaba, provenía de lo más pro­
fundo de su tórax, el sitio exacto en el que el aire y el diafrag­
ma compiten para emitir el canto.
Y así, sin que nadie lo sospechara en ese momento, y me­
nos aún él mismo, jamás volvería a cantar en aquel escenario.
Su carrera como tenor se truncaba, mientras el miedo al fra­
caso impedía un retorno eventual.
Su hermosa Nápoles quedaba muy lejos, así como los aires
cálidos de un cercano Mediterráneo. Los triunfos se habían

– 83 –
llevado a cabo sin interrupción y había llegado a ser recono­
cido como el tenor más prolífico en la historia de la música, y
el primero en dejar grabada su hermosa voz para la eternidad.
Días de gloria y de estima por un público que le reverenciaba
aún ahora que su voz había madurado y tenía un toque ligera­
mente más grave.
La fiebre le acometía por momentos y sentía cómo hervía
la sangre en su pecho. Por segundos le llegó a faltar el aire…,
a él, tenor lírico y dramático, lo que anunció irremedia­ble­
mente el final de su carrera. Tenía dolor al inspirar y sospe­
chaba una pleuresía, aunque los médicos le habían diagnosti­
cado otras enfermedades. Ahora, el calor y el rubor ascendían
por su cuerpo produciéndole calosfríos tanto en la piel como
en el espíritu.
El papel de Eleazar exigía demasiado de un tenor. Y sin
embargo le fascinaba. Halevy había escrito aquellas arias, pen­
sando en él, y él no estaba dispuesto a defraudar a nadie. Ad­
miraba las exigencias que el papel de Raquel demandaban a la
soprano. Ambos morían envueltos en llamas en el trágico final
de la obra, tan trágica como la injusticia en el hombre que no
puede valorar el papel de la vida sobre el de la muerte.
Enrico Caruso, a unos días de su muerte por una neumo­
nía y pleuresía no diagnosticadas a tiempo, se preparaba para
el último papel de su carrera operística: el de Eleazar, el padre
de Raquel…
Hombre de múltiples anécdotas, artífice de la caricatura
que sólo incrementaba su fama, sentía un terrible cansancio al
final de su vida operística…

8 4 | J a i m e L av e n t m a n G.
Me pregunto si Caruso sabía que Eleazar representaría su
último papel… Debo pensar que lo sospechaba. ¿Al regresar a
su amada Italia iría silbando las arias que tanto amaba de cada
una de las óperas que lo lanzaran a la fama?
Caruso, el hombre de la voz aterciopelada era víctima de
una bacteria que acabó de tajo con su portentosa caja vocal…
Y después de eso… qué nos queda por decir…
Pa b l o C a s a l s
(1876-1973)
Reconocido como el mejor violonchelista de todos
los tiempos, Pablo Casals nació en Tarragona, Es­
paña, en 1876.
Casals fue asimismo director de orquesta y com­
positor, y rescató algunas suites para violonchelo de
Johann Sebastian Bach, que eran poco conocidas.
Además de músico destacó por su defensa por
la paz, de tal forma que incluso fue nominado para
recibir el Premio Nobel, aunque no lo logró.
Exiliado en Puerto Rico, al morir en 1973 fue
enterrado ahí, pero en 1979 sus restos fueron tras­
ladados al cementerio de Vendrell, en Tarragona.
En el centro de Vendrell, hoy en día es posible
visitar la Fundación Casals.
Pa b l o C a s a l s
(1876-1973)

Por primera vez en su vida se sintió enfermo. Y al decir enfermo,


quería darse a entender él mismo, se trataba de algo de extrema
gravedad, inesperado y quizá fatal.
Y no es que el recio carácter del mediterráneo hubiera
oscurecido su visión. Se daba cuenta de que algo le estaba
ocurriendo, y entonces supo que iba a morir. Aquella era una
sensación única, a la que pudo aún resistirse sin aceptarla ple­
namente. Quería escoger el momento oportuno para dejar
este mundo.
Recordó entonces a sus grandes amigos y compañeros y se
sintió más solo que nunca, al saber que no podría interpretar
más música de cámara en compañía de Thibaud y su mara­
villoso violín, o de Cortot y su romanticismo al piano.
La pipa permanecía apagada sobre el escritorio de caoba y
el violonchelo, abandonado en un rincón de la pieza, esperaba
ser acariciado una vez más por las manos del maestro.
Añoraba el aire húmedo y cálido que exhalaba el Medi­
terráneo sobre su tierra, aquel terruño que extrañaba a más
no poder, en especial cuando recordaba aquellas informales

– 89 –
tertulias en las tabernas del pueblo, acompañado de hombres
sencillos, trabajadores del campo y de la montaña.
Al estallar la nefasta Guerra Civil y los republicanos fue­
ran derrotados, el maestro salió del país y juró que nunca más
volvería a poner un pie en España; y nunca falló a tan fatal
designio.
Catalán por excelencia como su amigo Picasso, Casals lle­
no de una sensibilidad que brotaba como un fruto mágico en
esa región del mundo, se sacudió la pereza y a sus jóvenes 96
años de edad, volvió como por arte de magia a su chelo.
Lo tocó con la maestría de siempre y su Bach llenó súbita­
mente la estancia. Había un nuevo ritmo en la interpretación,
adquirido después de tantos años de experiencia. Casals sentía
la muerte sobre su cuerpo y suponía que estaba gravemente
enfermo. Y pensaba también en cuán irónica era la situación.
El viejo, que era él, iba a morir precisamente por viejo…
De este artista tenemos la suerte de poder escuchar sus
interpretaciones, mismas que dejara grabadas durante varias
décadas. De una juventud fogosa a una vejez placentera, algo
jamás cambió: la calidad de su sonido y la veracidad de su
interpretación…
Y eso, él lo sabía de antemano.
Ernest Chausson
(1855-1899)
Ernest Chausson nació en París, en 1855.
Influido principalmente por César Franck y Ri­
chard Wagner, entre su obra relativamente corta des­
taca su Poème para violín y orquesta, compuesto hacia
1896.
Chausson estudió música en el Conservatorio de
París y más tarde fungió como secretario de la Societé
Nationale de Musique, en Francia.
Murió en Lima, cerca de Mantes, en 1899.
Ernest Chausson
(1855-1899)

Era feliz cuando podía correr por los campos, mientras soña­
ba si podría alcanzar una velocidad tal, que desafiando a Dios
mismo, lograra romper las barreras del estancamiento. Tenía
44 años y vivía el último año del siglo xix.
Pronto un nuevo milenio daría comienzo, y su música
empezaba a dominar en Francia. Se le comparaba con César
Franck, con Jules Massenet y hasta con el mismísimo demonio
de Debussy. Sus obras eran interpretadas con frecuencia y sus
óperas, si bien no lograron conquistar al público, sí ejercieron
sobre él mismo cierta fascinación.
Ese día montó en su bicicleta y se lanzó por las veredas de
los bosques que rodeaban París, y lo hizo a una velocidad que
parecía contradecir las propias leyes de la naturaleza.
Iba soñando, como era su costumbre. Las melodías se fu­
sionaban en su mente al tiempo que las coreaba a todo pul­
món, tomando a la campiña misma como el escenario de la
ópera de París. Tarareaba las notas de su sinfonía, y del poema
para violín que lo inmortalizaría…

– 93 –
Pero sobre todo, y lo más importante, es que era feliz.
Nuevos planes revoloteaban en su mente a la misma velocidad
que el endemoniado aparato en el que iba montado.
No vio la pared… No pudo frenar y en esa vorágine fue
lanzado a la aventura que nos enfrenta con la batalla más te­
mible: la de muerte. Su cabeza se estrelló contra la muralla, y
en ese mismo instante perdió el conocimiento y la vida.
Y me pregunto si Ernest Chausson, el músico de vanguardia,
montado en su bicicleta fue acaso la primera víctima de un
accidente en un vehículo de propulsión. Su probable hema­
toma intraparenquimatoso, sólo representó con la velocidad
con que lo mató, el adiós a un siglo de tranquilidad y la mala
bienvenida, a un nuevo mundo motorizado y de múltiples
traumatismos cráneoencefálicos.
Quizá podríamos decir que Chausson fue una víctima de la
civilización, y que en su prisa por encontrar la velocidad adecua­
da a su inquietud, murió a una edad temprana en que la mayoría
de la gente apenas comienza a frenar sus propios impulsos…
F r é d é r i c C h o pi n
(1810-1849)
Considerado como el más grande compositor po­
laco de todos los tiempos, Frédéric Chopin, nacido
en 1810, es también uno de los pianistas más impor­
tantes de la historia.
Sin duda han sido su perfecta técnica y su refi­
namiento estilístico lo que le valieron un lugar per­
durable en el terreno de la música.
La mayor parte de su obra fue escrita para piano
solo, aun cuando llegó a componer algunas piezas
de cámara y vocal.
Exiliado en París, Chopin murió en octubre de
1849 a los 39 años de edad.
F r é d é r i c C h o pi n
(1810-1849)

Caminaba con lentitud. Bordeaba las márgenes del Sena y los


puentes que lo cruzaban. Levantó la vista, y una vez más se
maravilló al observar la majestuosidad de Notre Dame, en la
pequeña isla de la cité.
Este pueblo —pensó añorando la patria abandonada hacía
ya tantos años— al tiempo que conserva su fervor patriótico
sabe cómo embellecer sus ciudades.
Soñaba con su hermosa Polonia, su pueblo natal con sus
campesinos, sus vastas planicies y frondosos bosques, mientras
en su mente bullían una y otra las piezas musicales, todas ellas
con una fuerza descomunal, originales e inspiradas en su patria.
Esa mañana se sentía aún más enfermo que otros días. Tenía
fiebre, y la molesta tos no lo dejaba tranquilo un instante. Con
cada esfuerzo, su pañuelo se manchaba con gotas de sangre, como
quien da su vida en ofrenda para defender a su país. Sufría de
intensos dolores de cabeza y le dolían los pulmones. Sus labios
se habían teñido de púrpura y su corazón se aceleraba como si
intentara escabullirse de su pecho.
Acababa de regresar de Mallorca con un enorme peso en
el alma, su doble fracaso: haber perdido para siempre a la

– 97 –
mujer amada, a su adorada Aurore, y la inspiración para com­
poner música.
Lo animaba un poco el que Liszt lo llamara el genio más
original del piano del siglo xix… Cómo adoraba tocar esa mú­
sica de virajes cortos, de una sensibilidad enfermiza y de un
patriotismo baratero…
Sabía que agonizaba lentamente, consumido por una avan­
zada tuberculosis, y que no había cura para su mal. Sabía tam­
bién que muy pronto moriría como un extranjero, en tierras
extrañas y alejado de su querida Polonia.
Estaría solo, sin ella y sin los músicos. Ya no habría más es­
tudios, preludios, mazurcas, valses… ni sus adoradas polonesas.

*****

Han transcurrido muchos años desde su muerte, y hoy Polo­


nia vive libre y sin ataduras. Y me pregunto constantemente si
Frédéric habrá logrado su meta. Y cuando interrogo a los que
me rodean, para que me definan ¿qué es Polonia?, una señora
avanzada en años se voltea y cuidando sus palabras antes de
hablar me pregunta…
—Señor… ¿habla usted de Polonia? Pero ha olvidado el
apellido. ¿Sabe? —me dijo. —A mi país lo conocemos como
Polonia… la de Chopin. Sin ese apellido, Polonia es solamente
una imagen más, aislada en el continente: Chopin le dio su
carisma, su prestancia y sobre todo, su identidad.
Y así es como Chopin, el polaco exiliado por razones in­
comprensibles, seguramente ahora sabe que no fue él quien
adoptó a Polonia en su lucha. Fue Polonia quien lo adoptó a
él para la eternidad.
Claude Debussy
(1862-1918)
Nacido en Francia en 1862, Claude Debussy logró
romper en sus composiciones con la forma clásico-
romántica que imperaba en su tiempo, para descu­
brir un lenguaje musical nuevo y abierto a diferen­
tes posibilidades.
Si bien el modelo musical propuesto por De­
bussy encuentra su más claro antecedente en el
pasado musical inmediato, en sí mismo establece
una clara alternativa con lo anterior, al tiempo que
reviste una importancia especial, pese a que en su
día este gran músico fuera incomprendido por el
público que asistía a escuchar sus composiciones.
Claude Debussy murió en París en agosto de 1918.
Claude Debussy
(1862-1918)

Podía pasar horas enteras viendo cómo las nubes se desplazaban


libremente en el horizonte. Navegaba en un mar embravecido
cuyo oleaje se mecía en interminables cascadas que parecían
marcar un ritmo continuo. La naturaleza, en toda su magnificen­
cia, lo hacía sentir realmente humilde ante su fuerza. Y él trataría
de plasmar todas esas sensaciones en un lenguaje musical impre­
sionista, tal como Monet lo había hecho con sus colores.
El turno era ahora de la música y debía vencer su propia
mortalidad para lanzarlo a la vorágine del buen vivir.
Trataría de lograr con su nuevo idioma musical la conjun­
ción eterna del amor entre un hombre y una mujer; en la voz de
Peleas y de Melisanda proclamaría el nuevo sonido con la es­
peranza de que el mundo estuviera preparado para absorberlo.
Y sin embargo la ópera fracasó en un principio, con lo que
se cerró para siempre la veta de la cual aún se podía haber ex­
traído valioso material; se cerró ante la frustración del genio,
que no fue comprendido en su debido momento.
Y se preguntaba una y otra vez, ¿cuál era la razón por la
que entre las artes, la música parecía ser siempre la última

– 101 –
en ser comprendida cuando se le sometía a novedosos expe­
rimentos y a traspasar nuevas fronteras? ¿Es acaso el oído
del hombre tan torpe —se cuestionaba hasta la tortura— que
frente a la vista, siempre ha de ir a la retaguardia?…
Y día con día su dolor se acrecentaba. El apetito de antaño
había quedado en el olvido, lo mismo para las viandas que
para las mujeres. Sus ojos soñadores, habían perdido la chispa­
y en su lugar habían aparecido dos enormes ojeras que los
rodeaban, otorgándole un aspecto verdaderamente patético.
Sus manos se movían sin un ápice de coordinación, y su
mente estaba perdida en un mundo de drogas, que al aliviar
su dolor físico lo hundían en lo más desalmado que podía per­
turbar al ser humano: la total apatía.
El cáncer avanzaba y Debussy retrocedía. Las melodías de
su única ópera no lograban emocionarlo. Las nubes y nocturnos
de sus poemas sinfónicos se perdían en el mundo de la indife­
rencia. Lo que más le aquejaba, sin embargo, era el no poder
asimilar al mar dentro de él, como siempre lo había podido
hacer… y pese a que la orquesta afinaba perfectamente y repe­
tía las notas musicales, la espuma y la fuerza del océano embra­
vecido no lograban despertar sentimiento alguno en su dolor.
Finalmente, Claude Debussy moría en 1918, casi al térmi­
no de la gran guerra, con su amor a Francia intacto y una vez
más pasando totalmente desapercibido.
Desde el día que escuché por primera vez el poema sinfó­
nico El mar, sus tonalidades quedaron plasmadas para siempre
en mi oído, y no en mi vista.
G a e ta n o D o n i z e t t i
(1797-1848)
Nacido en 1797 en Bérgamo, Italia, Gaetano Do­
nizetti pasó a la posteridad principalmente por su
vasta obra operística.
Proveniente de una familia humilde y sin ningún
tipo de tradición musical, comenzó a tomar clases
con Johann Simon Mayr, párroco de la iglesia prin­
cipal de Bérgamo y conocido compositor de óperas.
Poco después, su mentor obtuvo para él una
beca para estudiar artes de fuga y contrapunto, y
entonces pudo mostrar su enorme talento.
Cuando escribió su cuarta ópera, impresionó a
Domenico Barbaia, un administrador de teatros que
le ofreció un contrato para componer en Nápoles.
Los viajes por Italia y Francia siguieron, y si bien
Donizetti logró escribir sus 75 óperas en tan sólo 12
años, la fama le llegó hasta que se estrenaron las
más conocidas: Ana Bolena, Don Pasquale y Lucía
de Lammermoor, sin duda alguna la más famosa de
todas.
Donizetti murió en 1848 en Bérgamo, su ciudad
natal.
G a e ta n o D o n i z e t t i
(1797-1848)

Pasaba horas y horas, una tras otra en la contemplación inútil


de las paredes de su celda. No es que fuera un criminal, y sin
embargo sus cuatro muros ostentaban gruesas ventanas sella­
das por fuertes barrotes, lo que daba un aspecto lúgubre al si­
tio. Sus ojos en constante movimiento hurgaban alguna salida,
al son de una música que existía solamente en su mente.
Visiones escalofriantes, con escenarios de gran hermosura
y complejidad lo acosaban constantemente. Daba órdenes a
viva voz, mientras dirigía una orquesta inexistente de músicos
invisibles y melodías ausentes.
La sífilis contraída años atrás, cuando tantas mujeres derra­
maran sobre él el elixir del amor, estaba ahora en su apogeo.
Había tenido más de una favorita… cualquiera de ellas pudo
haberlo contagiado. Y ahora su cerebro era presa de la infec­
ción y el hombre estaba convertido en un franco demente, en un
loco, como todos lo llamaban…
Dentro de su mundo, las mujeres que lanzara al escena­
rio parecían volver a él. María Estuardo en su propia deses­
peración, o la hermosa Lucía que aparecía gritando su acto

– 105 –
de la locura como un ensayo trágico para la escena final que
ahora tocaba vivir al compositor. Recordaba sus óperas y por
momentos realidad y fantasía se unían sin saber dónde comen­
zaba una y terminaba la otra.
Fue entonces cuando Gaetano Donizetti retomó la hoja
con el pentagrama y del fondo de su creatividad extrajo delica­
damente nuevos cantos y también nuevas entonaciones. Movía
los brazos sin parar, dirigiendo a músicos y cantantes que sólo
existían en su ferviente imaginación. Él, cuya fecundidad era
interminable, ahora sucumbía lentamente a los efectos de una
infección maléfica. Su voz gritaba las incoherencias por encima de
los barrotes de su celda, trascendiendo las fronteras del mani­
comio que lo escuchaba. Él, cuya escena más recordada era la
locura misma de su personaje, moría contagiado por la misma…
Ironías de un compositor de óperas…
Jacqueline du Pré
(1945-1987)
Nacida en 1945 en Oxford, Inglaterra, Jacqueline
du Pré ha sido considerada como una gran concer­
tista de violonchelo, instrumento que su madre Iris
le enseñó a tocar a los cuatro años de edad. Al poco
tiempo fue a estudiar música a Londres; a los 10
años ganó un concurso musical, y a los 12 ofreció
su primer concierto en la bbc de Londres. Poste­
riormente viajó por París para estudiar con Paul
Tortelier; se trasladó también a Rusia, donde tuvo
como maestro a Rostropovich, y finalmente fue a
Suiza, en donde tomó clases de violonchelo con
Pablo Casals.
En 1965 interpretó el Concierto para chelo
de Edward Elgar junto con la Orquesta Sinfónica de
Londres, bajo la dirección de John Barbirolli, y
para su interpretación utilizó un Stradivarius de
1712.
En 1976, los méritos de su trabajo musical le
valieron la condecoración de la Orden del Imperio
Británico.
Jacqueline du Pré murió en Londres en 1987 a
los 42 años de edad.
Jacqueline du Pré
(1945-1987)

Todos la recordaban como la joven lozana, cuyos cabellos roji­


zos se desplazaban libremente al compás de la música que surgía
de su hermoso violonchelo. Sonreía en un éxtasis desconocido
para el ser común y corriente que es incapaz de asimilar las notas
de los grandes maestros de la forma en que ella lo lograba.
No tuvo infancia, tampoco adolescencia; y sin embargo,
dejó de ser niña muy tarde. Su figura de mujer y su sexualidad
se transmitían íntegras a un público que la idolatraba, al ver
que era capaz de arrancarle notas de amor a su instrumento
con una fuerza descomunal.
Su adorado Elgar aún vibra en las grabaciones que dejara
y su tono, su propio sonido, se distinguía fino y totalmente
ajeno al de sus contemporáneos.
Ese día su mirada era más triste que de costumbre. Por
momentos había visto doble y su lengua parecía arrastrarse
penosamente al tratar de expresar alguna idea. Sensaciones y
extrañas descargas recorrían su cuerpo de la cabeza a los pies.
Se debilitaba día con día y por momentos ni siquiera podía con­
trolar el flujo de sus propias necesidades. Pero lo peor que

– 109 –
podía sucederle ya estaba con ella. Había comenzado a perder la
coordinación de sus prolongados y finos dedos; los sentía muer­
tos y entumidos, tal como se los había descrito a sus médicos. No
podía apreciar más el vibrar de las cuerdas, y con ello, el chelo
desafinaba y era colocado lejos de ella, en un rincón, como un
recuerdo más junto a los trofeos y las fotos de sus admiradores.
Sólo le quedaban las llamadas telefónicas de su esposo.
Esclerosis múltiple, fue el nombre que los médicos final­
mente dieron a su enfermedad, sumiéndola en un mundo des­
conocido, lleno de dudas, dolor y desesperanza. Ya no podría
ser acompañada al piano por Barenboim, tampoco estaría Perl­
man a su lado para tocar el violín.
Ella simplemente pasaría los días escuchando sus propias
grabaciones, para que un día, en la flor de la vida, a sus 42 años,
su corazón dejara de latir, al tiempo que las cuerdas de su
chelo hacían lo mismo, ambos unidos en una batalla desigual,
en la que ella mostrara una entereza y madurez poco caracte­
rísticas de sus primeros años.
Jaqueline du Pré moría en Londres, bajo la neblina de una
ciudad fría, en el apogeo de su propia fama como intérprete.
¿Será posible que en el infinito desconocido el sentido de
la vibración regrese a su alma y el Señor pueda deleitarse con
su música en las esferas celestiales?
E d wa r d E l g a r
(1857-1934)
Compositor británico nacido en 1857, Edward El­
gar se distinguió por sus oratorios, música de cámara,
sinfonías y conciertos instrumentales.
Hijo de un próspero comerciante de música, su
padre era también pianista.
Elgar comenzó su carrera musical dando clases
de piano y violín, y fue nombrado maestro de mú­
sica real. A los 42 años de edad estrenó en Londres
su primer trabajo orquestal, y ello lo situó como el
compositor británico más prominente de su tiempo.
Elgar es bien conocido por marchas como Pompa
y circunstancia, la cual obtuvo un éxito fenomenal en
Estados Unidos.
Al final de su vida dejó inconclusa otra ópera,
a la que había bautizado como La señora española.
Edward Elgar murió en 1934.
E d wa r d E l g a r
(1857-1934)

Llevaba mucho tiempo sintiéndose desplazado por el mismo


público que alguna vez lo había idolatrado. Es cierto que esta­
ba envejeciendo, pero más que eso, se sentía abatido, cansado
y con la inspiración en el olvido, como la misma juventud.
Sentimientos nuevos que le costaba trabajo aceptar, y que
sin embargo, resultaban irremediables. Sabía que el mundo
no le pertenecía y sólo confiaba que su música perdurara en
el futuro. No hacía mucho que la bbc le había propuesto que
escribiera su tercera sinfonía. Pero ellos desconocían la triste
verdad.
Aquella que él había comenzado a comprender tiempo
atrás, cuando por más esfuerzos que hacía las notas musicales
no pasaban de ser un simple esbozo; algo casi infantil que no
acertaba a ordenar para llevar a un final adecuado. No quería
que su público se enterara.
En un tiempo había sido considerado el digno represen­
tante musical de su pueblo, el que con notas de gran pompa
llevara la música inglesa a lo largo del siglo xx, y más allá del
mismo. Llegarían otros compositores, sí, pero ninguno gozaría

– 113 –
del cariño que su gente le manifestaba. Esto mismo resultaba
un terrible enigma que él no tenía intenciones de descifrar.
Y aquello que todos desconocían, incluyendo su propia
persona, es que una enfermedad mortal lo acechaba de tiem­
po atrás para cortarle no sólo la inspiración, sino también el
coraje de seguir adelante. El apetito se había esfumado y los
paseos por la hermosa campiña inglesa eran solamente un re­
cuerdo en su mente, la cual por cierto, día tras día olvidaba
más de lo que podía recordar.
Pasaba largos días y noches enteras en vela, tratando de
resolver los problemas armónicos de su sinfonía, la cual even­
tualmente quedaría inconclusa. Pero a diferencia de lo que
ocurrió con la de Schubert, la suya no constaría siquiera de
dos movimientos bien estructurados. Sentía que defraudaba
a quienes en su momento habían puesto su fe en él. Se pre­
guntaba si tendría el tiempo y la capacidad suficientes para
acometer la tarea impuesta, y para ambos interrogantes la res­
puesta irremediable parecía ser un rotundo no. Como buen
conocedor de la capacidad humana, sabía que subir al acan­
tilado más elevado sólo obligaba a que la caída del sitio fuera
más rápida y dolorosa.
El cáncer lo consumía lentamente. El pueblo inglés, cuya
paciencia era mundialmente respetada, esperaba que Sir Ed­
ward Elgar volviera a tomar la pluma mágica y escribiera notas
equiparables a esas obras anteriores que habían sido juzgadas
como absolutamente magníficas. En ellos no había dudas. El
maestro recibía diariamente notas de aliento para no ceder en
la lucha.

11 4 | J a i m e L av e n t m a n G.
Elgar fallecería antes de que su amada Inglaterra se viera
involucrada en la Segunda Guerra Mundial. Ese dolor le fue
evitado. Su país le brindaría los honores respectivos a su jerar­
quía musical. La tercera sinfonía quedó en proyecto, pero sus
obras anteriores, de espíritu netamente británico, lo coloca­
ron en la lista de inmortales de su patria.
Al final, Elgar ganó la última batalla, la de la inmortalidad
de su música.
Manuel de Fa l l a
(1876-1946)
Nacido en Cádiz, al sur de España, en 1876, Manuel
de Falla junto con Isaac Albéniz y Enrique Grana­
dos está entre los músicos más importantes de la
primera mitad del siglo xx español.
Proveniente de una familia de músicos por par­
te de madre, Falla aprendió a distinguir los acordes
musicales a los nueve años, pero su vocación se de­
finió cuando asistió a un concierto de Edvard Grieg.
Entonces los sonidos de la música lo transportaron
definitivamente al que en adelante sería su mundo.
Muy pronto, sus raíces andaluzas lo llevarían a
sentir un profundo amor por el flamenco, y desde
luego también por el cante jondo. Pero como a mu­
chos de sus compatriotas, la Guerra Civil lo obligó
al exilio y optó por refugiarse en Argentina, pese a
que el propio Franco le pidió que volviera a España.
Su obra quedó inconclusa, así como también el
regreso a su tierra, aun cuando sus restos sí volvie­
ron, para ser enterrados, previo permiso del papa
Pío XII, en la cripta de la catedral de su ciudad natal.
Manuel de Fa l l a
(1876-1946)

Sabía que no terminaría de componer La Atlántida, mas no


por ello cejaba en su empeño. Las palpitaciones le acometían
con el mismo crescendo en que su música vibraba, y aceleraba
el tablado de los bailaores… Lejos de la patria que lo había vis­
to nacer, vivía refugiado en la pampa del país amistoso, soñan­
do con tiempos mejores que por ahora simplemente formaban
parte de sus recuerdos.
Sus alumnos lo animaban a que siguiera adelante, sin po­
der comprender que cuando uno se aleja del terruño que le
vio nacer la vida se empequeñece y el horizonte se viste de
sombras. La vida es breve, se repetía a sí mismo al tiempo
que ajustaba su sombrero y lo dejaba cabalgar libremente so­
bre su cabeza. Las danzas de la primera patria reverberaban
en su inconsciente y así seguirían hasta el último momento
de vida.
Caminaba por las calles de su adoptada patria, su queri­
da Córdoba, pero la Córdoba argentina, aquella que se en­
contraba incrustada dentro de las nuevas tierras descubiertas
por Colón. Una Córdoba alejada del Guadalquivir y del Ebro,

– 119 –
como la de España. Manuel era un hombre enamorado de la
vida y de las mujeres. Pero sobre todo, dedicado a la danza.
La vorágine en las pisadas de las bailarinas contrastaba
con su corazón herido por la metralla que es la vejez, y por
el inconsolable sentimiento de añoranza. Era un nostálgico y
deseaba rescatar su juventud, como un moderno Fausto del si­
glo xx. Estaba dispuesto a vender su alma al Diablo si con ello
pudiera regresar a los tiempos que precedieron a la terrible
Guerra Civil que azotó su país.
Y en medio de su intranquilidad, las arritmias habían rea­
parecido hasta hacerlo perder el sentido; lo golpeaban con la
misma fuerza que lo hacía su tierra adoptiva.
Quiero imaginar que en ese momento una hermosa mujer
lo levantó del suelo, limpió sus ropas con esmero y con cuida­
do alisó su cabello. Su falda de grandes holanes se mecía libre
al aire. Y él, al verse joven una vez más, sintió que sus piernas
volvían a obedecerle y la sensación de opresión en su pecho
desaparecía como por arte de magia…
Manuel de Falla formaba parte del amor brujo, la esencia
del baile sinfónico. El duende lo envolvía perseverantemente.
Y la gente comentaba lo extraño que resultaba que precisa­
mente a él, una falla en su corazón lo hubiera matado.
Esas son las indiscreciones de la vida.
J o h n Fi e l d
(1782-1837)
Nacido en Dublín en 1782, John Field fue un com­
positor y pianista que se dio a conocer principal­
mente por ser el primer creador de nocturnos.
Sus primeros estudios musicales se deben a su
abuelo paterno, del mismo nombre, quien era un
afamado violinista, y esa misma profesión la ejercía
también su padre.
Al paso del tiempo su familia se trasladó a Lon­
dres, donde recibió clases de piano y sus interpre­
taciones le valieron la crítica favorable de Joseph
Haydn.
Field escribió un total de siete conciertos, y el
primero de ellos lo presentó cuando tenía tan sólo
17 años. Su primer conjunto de sonatas las compuso
para Muzio Clementi, también compositor y cons­
tructor de pianos, y cuando este último se trasladó
a Rusia, Field lo acompañó y consolidó su propia
carrera como concertista en San Petersburgo. Pos­
teriormente se fue a vivir a Moscú, donde murió en
1837.
J o h n Fi e l d
(1782-1837)

Uno se pregunta si habrá extrañado su nativa Irlanda. Si fue


capaz de recordar sus radiantes momentos de infancia en
Dublín.
Excelso pianista desde los nueve años de edad, al paso
del tiempo iría incrementando su fama. Incluso Chopin había
asistido a uno de sus conciertos en París, más interesado por
las composiciones musicales del irlandés que por su talento
para interpretarlas al piano. Fue el primero en llamar a algu­
nas de sus obras nocturnos, modulación que el propio Chopin
expandiría en el futuro.
La fortuna sin embargo lo había llevado tras Clementi, su
querido maestro. Juntos fueron a parar primero a San Petersbur­
go en la Rusia zarista, para finalmente establecerse en Moscú,
adonde pasaría el resto de su vida.
Hoy se paseaba majestuoso por las avenidas de la impo­
nente ciudad que rodea el Kremlin, soportando el intenso frío
de uno más de los crudos inviernos de aquellas zonas, que en
su día llegaran incluso a derrotar al otrora poderoso ejército
de Napoleón.

– 123 –
Sus sonatas y sus siete conciertos para piano formaban ya
parte de su acervo musical y ahora estaba absorto componien­
do las pequeñas joyas pianísticas que le darían la fama eterna.
Música delicada sin lo portentoso de Liszt o el nacionalismo de
Chopin; música inspirada en las noches de su amada Irlanda.
Estaba preocupado. Había comenzado a perder peso en
forma por demás alarmante y su apetito se había esfumado.
Una impresionante pereza intestinal lo había invadido y no
importaban los remedios que usara: no lograba vencerla. Al
examinarlo, su médico había notado un “crecimiento” que no
supo como calificar. Después vendrían los cólicos y los sangra­
dos, hasta postrarlo en cama con crueles dolores…
Días antes, de pie, en alguno de los puentes que atravesa­
ban el río Moskva, sentía que el frío lo partía en dos y su frágil
cuerpo se mecía al compás del viento que soplaba caprichosa­
mente. Intuía que muy pronto moriría. El cáncer rectal había
crecido en tal forma, que le había ocasionado una obstrucción
total y fatal…
John Field miró en las gélidas aguas que en su mente re­
flejaban su querida Dublín, de calles estrechas, con casas de
techo de dos aguas, amontonadas una encima de la otra. Re­
cordó en ese momento sus pequeñas piezas para el piano…
Escuchaba la música en la oscuridad. En su soplo final
de vida supo que su música había triunfado. John Field, el
irlandés, moría en la congelada Rusia, alejado del calor de
su patria.
Sólo sus nocturnos se escaparon de la ignominia total…
George Gershwin
(1898-1937)
Nacido en Brooklyn, Nueva York, George Gershwin,
cuyo verdadero nombre era Jacob Gershovitz fue un
célebre compositor de música clásica y popular.
Gershwin fue el primer maestro que logró emitir
una voz inequívocamente autóctona en su natal Esta­
dos Unidos, donde tradicionalmente y hasta el final
de la Primera Guerra Mundial, la música había de­
pendido de las modas y tendencias de los europeos.
Pero su genio musical fue más lejos, y Gershwin
logró conquistar el éxito más allá de las fronteras
de su patria, entre otras cosas, por la habilidad que
tuvo al lograr sintetizar elementos provenientes de
la tradición clásica con notas de jazz.
George Gershwin murió en Beverly Hills, Cali­
fornia, en 1937.
George Gershwin
(1898-1937)

Las llamadas no cesaban. El teléfono sonaba de día y de noche,


y las mujeres declaraban su amor incondicional a este célebre
virtuoso de solamente 39 años de edad.
Tocaba el piano y componía obras sencillas. También se
había aventurado con poemas sinfónicos e incluso había escri­
to una ópera de melodías modernas, con un toque jazzístico,
integrando el folklore de su pueblo que constituía en sí mismo
una mezcla de todas las culturas sobre la tierra.
Pero sus jaquecas arreciaban. Le impedían concentrarse, y
los analgésicos ya no le ayudaban ni siquiera un poco. No que­
ría asustar a su hermano Ira con sus padecimientos, y menos
aún relatarle las constantes fallas de memoria que lo acosa­
ban. Era suficiente con que él mismo las notara. Eran producto
—se decía a sí mismo tratando de convencerse— del exceso de
trabajo. Pronto cederían.
Ese día estaba preocupado, pues por la noche interpreta­
ría al piano, como solista, su propio Concierto en Fa. Esperaba
recobrar la confianza en sí mismo mientras sus manos se des­
lizaran sobre el teclado.
Los aplausos fueron generosos. Se sentó con seguridad,
con la seguridad que lo caracterizaba, apoyado en su juven­
– 127 –
tud y experiencia y con un guiño de ojo le dio a entender al
director que estaba listo. Tocó sin problema los dos primeros
movimientos, como remembranza de sus mejores triunfos pa­
sados. Al iniciar el tercer movimiento, su devenir se definió en
el instante en que su mente no registró las notas que debía se­
guir, y en ese trastabilleo advertido por todos y por él mismo,
agudizó la interrogante…
—¿Qué me sucede? —se preguntó una y otra vez Gershwin,
y con mucha dificultad logró finalizar el concierto.
Los médicos tuvieron la última palabra. Hubo llamadas
de aliento de sus admiradoras y de sus amigos. Y la noche que
entró en estado de coma ya nadie fue capaz de despertarlo.
Se multiplicaron las llamadas para que con sus maravillo­
sas manos el doctor Dandy lograra extirparle el tumor cere­
bral que le había sido diagnosticado.
Pero Dandy estaba ausente y no fue posible traerlo a tiempo,
a pesar de que el propio presidente de Estados Unidos mandó
una flota de la Marina para regresarlo de un crucero. Entró al
quirófano, y ya no salió con vida. El tumor maligno lo mató
terminando también con su Rapsodia en azul…
Mientras yacía en la sala de operaciones y la anestesia lo
mantenía con vida, llegaron Porgy y Bess. Se sentaron a su
lado queriendo donar cada uno su cerebro para que George
volviera a componer su hermosa música. Pero Gershwin agra­
deciendo el magnífico gesto, les explicaba que aquello no era
posible.
—Yo les di la vida les decía —y no puedo quitárselas.
Si bien Porgy y Bess arrojaron lo maligno al cesto del ol­
vido, sólo pudieron ofrecerle a George la vida eterna y dejar
que su música le hablara a las generaciones que aquel día aún
estaban por venir.
Louis Gottschalk
(1829-1869)
Nacido en Nueva Orleans en 1829, Louis Gotts­
chalk llegó a una ciudad en la que entonces se
hablaba en francés, con mayor predominio que el
inglés.
Su talento se manifestó desde muy temprana
edad, por lo que a los 13 años sus padres lo enviaron
a París a que estudiara; no obstante su dominio del
francés, los prejuicios de los parisinos en torno a los
estadounidenses no le permitieron siquiera partici­
par en una audición para ingresar al Conservatorio.
Estudió entonces con maestros particulares, su
talento afloró y en 1849 se consolido su gloria como
pianista y compositor.
Se distinguió especialmente por su maravillosa
rapidez en el toque de las octavas, por sus agudos
adornos y por sus repeticiones de notas extraordi­
nariamente rápidas.
Gottschalk murió en Brasil en 1869, donde pasó
los últimos años de su vida.
Louis Gottschalk
(1829-1869)

Rondaba apenas los 40 años, y la gente comentaba que se veía


tan viejo como Matusalén. La vorágine de su vida ahora se
expandía y abarcaba el Pan de Azúcar y la bahía de Río, con
sus mujeres criollas de exuberante belleza.
Amaba la vida con intensidad, como si quisiera quemar
etapas con la misma velocidad con la que se transporta la luz.
Parecía que la existencia soñada iba siempre delante de él.
Era ya considerado un pianista de renombre y se decía que
sus manos se desplazaban por el teclado con la misma fuerza y
vigor que las del propio Liszt.
La mezcla de sangres que le dieron vida parecieron forjar su
carácter explosivo y su espíritu indomable. De ascendencia judía
sefardita, llevaba impreso en sus genes el amor por los pasodo­
bles de las tardes de toros de lidia y la sutil melodía del canto de
las sinagogas. Era capaz de mezclar lo criollo con lo más rítmico
del canto de la raza de color y los fundía atinadamente en una
música que rebosaba de alegría y de pegajosas melodías.
Pasaba de lo sutil en alguna de sus tarantellas, al naciona­
lismo casi enfermizo de su sinfonía La unión. Pero sus ritmos

– 131 –
eran tropicales, y su ópera de escenas campestres se desarro­
llaba en la hermosa Cuba, así como las melodías de origen
portugués y brasileño, en donde su genio parecía dominar por
completo a la melodía y la armonía.
Viajero incansable, parecía llevar la música y sus ritmos
en la alforja de su mente y de su ser. Sabía cómo exprimir su
esencia en cada momento, sin descansar, en una actividad fe­
bril que podría postrar a otro en el cansancio mundano que a
él al parecer jamás le afectaba.
La noche de los trópicos moldeó su semblante y le dejó
saber cómo había desperdiciado su propia vida en aras del
placer y la lujuria. Mas esto parecía serle indiferente y consi­
deraba que lo vivido, vivido estaba, y ante esa verdad lo demás
resultaba superfluo. Toda la música que alguna vez brotara
del genio de este compositor de origen estadounidense pare­
cía fundirse en el instante en que recordaba sus andanzas y
sus logros. Por primera vez en una vida de desenfreno Louis
Gottschalk se sintió cansado y cerró los ojos ante su destino y
su futuro.
La música resonó con fuerza en la bahía de Río de Janeiro.
Las mulatas bailaban con atrevimiento frente a sus ojos, con­
torneando sus figuras al ritmo de melodías compuestas por él.
Supo que el devenir de su vida se enfrentaba a su persona. La
Guerra Civil que asolaba a su país había finalizado y la escla­
vitud había sido abolida.
La carta llegó a sus manos. En ella le informaban del co­
barde asesinato del presidente Abraham Lincoln. Y fue enton­
ces, cuando en un arrebato de patriotismo escribió la música

132 | J a i m e L av e n t m a n G.
que le colocó entre los hijos predilectos de su nación. Dejó para
siempre en el olvido la vida de desgaste emocional que llevaba
y se dispuso a componer todo aquello que lo volvería inmortal.
Ahora yace enterrado en el suelo de su querida Nueva
Orleans, la ciudad que mejor fundía la esencia latina y el des­
enfreno africano mezclándose en la hermosa combinación de
sonidos que finalmente él lograría fusionar en su obra musical.
Y así, como ocurrió a su querido presidente que cumplió
con la tarea asignada, él también apaciguó sus errores, y en sus
melodías se ganó el corazón del pueblo.
Louis Gottschalk murió después del deterioro que trae con­
sigo una vida desenfrenada. Si Liszt se refugió en la religión,
Gottschalk lo hizo en el patriotismo…Y ambos cumplieron.
Charles Gounod
(1818-1893)
Uno de los más prolíficos compositores franceses
y autor de óperas y música sacra, Charles Gounod,
llegó al mundo en 1818.
Su música influyó a Bizet y a Saint-Säens, en­
tre otros, y se le reconoce como autor del Himno
al Vaticano.
Quizá lo más importante de este célebre com­
positor es que, en su día, supo contrarrestar la ava­
salladora influencia wagneriana, presente en la
mayor parte de sus contemporáneos, para mostrar
nuevas tendencias musicales.
Charles Gounod
(1818-1893)

Del infierno surgió imponente la figura. El gesto de malicia


se reflejaba en la cara, mientras los ojos despedían luminosas
estelas que parecían tener poder para fulminar lo que había a
su paso con una mirada. Reía burlonamente sabiendo de ante­
mano que tenía la fuerza y determinación que al otro le faltaba.
Se vanagloriaba puesto que él, Mefistófeles, era amo y se­
ñor de la insignificante figurilla humana bautizada como Fausto.
En un futuro no demasiado lejano le pertenecería por
completo. En cuerpo y alma. Por ahora, los deseos del hombre
tenían que ser concedidos: juventud y el amor incondicional
de hermosas mujeres… Todo.
Y sin embargo, sabía que al final el hombre perdería y el
alma de este pecador sería suya por el resto de la eternidad.
Pero la voluntad del Creador se interpone. El celestial
canto de los ángeles anuncia la redención al arrepentido Fausto,
y al final, el engañado resulta ser el propio Diablo.
La obra inmortal de Shakespeare, el amor entre Romeo y
Julieta, dos adolescentes que lograron unirse en el abrazo de la
muerte, fue su otra gran obra… Su pluma magistral lograría dar

– 137 –
vida a esos personajes encerrados en las páginas de las grandes
obras… Ahora cantaban y expresaban con arte sus desventuras…
Yacía en cama después de haber sufrido un ataque maldi­
to que lo lanzara de bruces a la total inconsciencia. Una he­
morragia cerebral y Charles Gounod, el cantor de las obras
clásicas supo que iba a morir… Se preguntaba si un coro de
ángeles se adelantaría al juicio eterno y su alma sería redimida,
tal como le había ocurrido a Fausto.
Al día siguiente, una multitud en París acompañó a Gounod
en su viaje final. Si el hombre fuera un ser inmortal podría seguir
componiendo obras magistrales durante toda una eternidad…
La vida es corta y la creación de cada artista es efímera…
El arte de la ópera se sublima para mostrar en la tragicomedia
de una escena lo endeble que suele ser la vida misma…
Enrique Granados
(1867-1916)
Nacido en Lérida, provincia de Cataluña, en 1867,
Enrique Granados es considerado uno de los músi­
cos nacionales españoles.
Muy joven ganó un primer premio de interpre­
tación con la Sonata en sol menor de Schumann, y en
1887 se mudó a París, en donde consolidó su amistad
con Albéniz, Fauré, Debussy y algunos otros músicos.
A su regreso a Barcelona en 1889, cuando con­
taba tan sólo con 22 años, comenzó a interpretar
sus propias obras, lo que le valió ir cobrando una
fama cada vez mayor.
Más tarde, estrenó en Madrid su ópera María
del Carmen, y la reina María Cristina lo distinguió
con la Cruz de Carlos III.
Fue en 1900 cuando Granados fundó en Barce­
lona la Sociedad de Conciertos Clásicos y la Acade­
mia Granados.
Una pieza fundamental en su obra para piano
es la suite Goyescas, inspirada en las pinturas de
Francisco de Goya y Lucientes, que cinco años des­
pués de haberse estrenado fue adaptada y transfor­
mada en ópera.
Ese mismo año se presentó en el Metropolitan
de Nueva York. Viajó también a Washington y tuvo
ocasión de ofrecer un recital en la Casa Blanca, an­
te el presidente Wilson.
Granados murió en 1916 en el Canal de la
Mancha.
Enrique Granados
(1867-1916)

Sólo tenía 49 años. Había cierta magia en él que lo envolvía


para que nadie lograra igualar su música para piano: piezas
cortas perfectamente esbozadas y representativas de su pue­
blo y de su gente.
No había compuesto demasiadas partituras, y sin embargo
se hablaba de él como de un genio. Sus ideas eran ciertamen­
te revolucionarias dentro de la composición de principios del
siglo xx. Contemporáneo de los neorrománticos, se alejaba de
ellos al hundirse en un romanticismo y nacionalismo propios
del momento que le tocó vivir.
De pie, en la cubierta del barco, aquella tarde de 1916
sentía que el mar embravecido lo subyugaba. Soñaba quizá
en transportar esa admiración a un pentagrama y expresarlo en
nuevas y originales melodías. Mientras su mente divagaba su
cuaderno se llenaba de aquellas notas.
Sus obras, alabadas entre otros por Albéniz, eran de una tex­
tura muy española. Sus Goyescas, homenaje perpetuo a la figura
del pintor español, bullían con melodías encantadoras. Sus dan­
zas formaban ya parte del repertorio de muchos pianistas más.

– 1 41 –
Aquella tarde, Enrique Granados soñaba con el espacio
infinito que nos sitúa en el seno mismo del universo. El cielo
contrastaba en su inmensidad con el océano de superficies tur­
bulentas y profundidades de increíble tranquilidad.
Su mirada atenta logró divisar en un instante su futuro. A
lo lejos, saliendo de las profundidades del mar, un ojo maligno
apareció llevando consigo una estela de muerte. Tomó de la
mano a su esposa y la apretó fuertemente contra su pecho co­
mo quien anticipa algo irremediable. El periscopio despareció
bajo las aguas y un cometa comenzó a acercarse a babor a una
velocidad endemoniada. No pudo siquiera gritar. El torpedo
estalló bajo ambos en un segundo y con ello llevó a la pareja
de enamorados al fondo mismo del mar, donde el silencio se­
pulcral los envolvió para siempre.
Pero él, que aparentemente se logró salvar, al notar la au­
sencia de su querida Amparo se lanzó al mar en busca de ella,
para morir juntos en un encuentro en la eternidad.
Muertos por una más de las guerras inútiles que han aso­
lado a la humanidad.
E d wa r d G r i e g
(1843-1907)
Pianista y compositor noruego nacido en 1843, Ed­
ward Grieg destacó principalmente por sus obras
así como por su música complementaria, encargada
por Henrik Ibsen para su drama Peer Gynt.
Grieg creció en un ambiente musical. Su ma­
dre fue su primera profesora de piano, y conoció
de cerca al legendario violinista noruego Ole Bull,
amigo de la familia.
Y fue precisamente Bull quien descubrió su ta­
lento y convenció a sus padres de que lo enviaran a
estudiar al Conservatorio de Leipzig.
Grieg ofreció su primer concierto en Bergen,
su ciudad natal y en 1863 fue a Copenhague, Dina­
marca, donde permaneció tres años. Fue director
musical de la Orquesta Filarmónica de Bergen de
1880 a 1882.
Actualmente es considerado como un compo­
sitor nacionalista, inspirado en danzas y canciones
populares noruegas.
Edward Grieg murió en 1907.
E d wa r d G r i e g
(1843-1907)

Nina cantaba sus canciones mientras él la acompañaba en el pia­


no. Eran una combinación perfecta de intérpretes, así como de
marido y mujer. Había más que un amor que los unía: la música.
Reposaba en su sillón favorito gozando del paisaje nórdico,
allá en Trodhaugen, cerca de Bergen. Era famoso y querido, in­
cluso fuera de su país. El mismo Liszt al conocerlo lo felicitó por
su reciente Sonata para piano y posteriormente le pidió una copia
de la partitura de su Concierto en Fa para piano y orquesta.
Se dice que el maestro húngaro tocó el concierto sin una
sola falla cuando lo leyó por primera vez. Pero Liszt no lo ha­
bía hecho para presumir. La obra verdaderamente le había
fascinado, de la misma manera en que había logrado hechizar
a cada persona en el mundo, más aún sabiendo que su compo­
sitor provenía de un país prácticamente desconocido, situado
cerca del círculo ártico, rodeado de fiordos y paisajes que lo
dejan a uno sin aliento.
Recordaba cómo de joven había padecido una pleuresía
de la que realmente nunca se recuperó totalmente. Su salud
minada desde aquellos tiempos parecía agravarse en momen­
tos específicos. Ahora, y a pesar de los pronósticos nefastos

– 1 45 –
de sus médicos, acababa de cumplir 64 años de edad. Sabía
que no era un ejemplo vivo de salud, como se lo anunciaban
sus frecuentes taquicardias y arritmias. Sufría de una severa
angina de pecho que por momentos truncaba su respiración
y le producía un agudo dolor que cada vez predestinaba más
cercana su muerte. Este día en particular había sido malo, y
los dolores eran cada vez más frecuentes. Deseaba no prestar­
les atención y dedicarse a vivir más relajado.
Nina seguía cantando sus canciones y él soñaba con aquellas
otras obras que le dieran fama. Su Holberg, pero sobre todo su
música incidental a Peer Gynt, la obra de Ibsen. Interpretaba pie­
zas líricas, cuya sencillez lograba cautivar al mundo entero.
Súbitamente, el dolor del pecho arreció y fue en aumento
dificultando su respiración… No supo que había caído al suelo.
Se levantó acompañado de seres que no conocía, y al voltear
instintivamente se vio de nuevo en el suelo, y a lado, su Nina
tratando de revivirlo.
Fue entonces cuando el poeta musical de Noruega, el que
la describiera en sus hermosas canciones, comprendió que ha­
bía muerto. Qué extraño le pareció este nuevo mundo al que
se acababa de incorporar. Primero todo dolor había desapa­
recido, y sin embargo lo inundaba la tristeza. Una profunda
tristeza, al darse cuenta de que no tuvo tiempo siquiera de
despedirse de su amada…
Y se preguntaba… ¿quién la acompañaría ahora al piano,
cuando cantara las canciones?
Grieg moría víctima de un infarto agudo del miocardio,
una enfermedad lógica en un corazón enfermo.
¡Qué paradoja!… Su querida Noruega siempre pensó que
lo mejor de Grieg era su corazón.
Bueno… ese corazón al que el pueblo se refería sigue vivo…
Fue sólo el músculo el que murió.
R o d o l f o H a l ff t e r
(1900-1987)
Autodidacta musical, Rodolfo Halffter formó parte
del círculo de intelectuales de Madrid de los años
treinta del siglo xx, y fue asimismo miembro activo
del círculo de compositores llamado Grupo de los
Ocho.
En este periodo de su vida compuso sus obras
más importantes y trabajó como crítico musical en
el diario madrileño La Voz, y como secretario de
música del Ministerio de Propaganda del Gobierno
Republicano. Por este último cargo, tras la Guerra
Civil española tuvo que exiliarse en México y el
Grupo de los Ocho desapareció.
Ya en el país obtuvo una plaza como profesor
en el Conservatorio Nacional de Música y fue direc­
tor de las Ediciones Mexicanas de Música. Halffter
siguió componiendo, y el estilo de los Ocho perma­
neció en sus obras.
Si bien pudo regresar a España en diversas oca­
siones, murió en México en 1987.
R o d o l f o H a l ff t e r
(1900-1987)

No era justo que, de todos los males, le hubiera tocado el de


no poderse expresar verbalmente. En aquellos días en que esta­
ba internado en el hospital y su salud había sido diagnosticada
como muy delicada, con el lado derecho paralizado, sin lograr
entender lo que le decían los demás ni poder expresar deseo
alguno, la desesperación había logrado dibujarse en su sem­
blante, en su cara, y aun en su bondadosa expresión…
No volvería a hablar ni a tocar el piano; tampoco podría
expresar ningún deseo. Su mente se refugiaría para siempre
en el mutismo que provoca un infarto cerebral acompañado
de una severa afasia…Ya no podría dirigir más su novedosa
música, fundida en el amor y el recuerdo de su gloriosa España,
inmersa en un sistema republicano que al ser derrotado, lo
había obligado a emprender el viaje del no retorno en busca
de tierras más acogedoras y cálidas.
México lo había recibido con los brazos abiertos y él corres­
pondió a ese amor, entregando su sabiduría musical y sus
conocimientos a los jóvenes directores de orquesta, a los com­
positores e intérpretes que en su día habían sido sus alumnos.

– 1 49 –
De apellido famoso en la música como lo fuera la familia
Bach, toda su vida la dedicó a su único amor: la melodía y las
infinitas posibilidades que encierra para encontrar un sonido
propio y original. Y lo había logrado, cuando aquel infame
coágulo se estancó en su arteria vital, la de la vida, porque
es la que encierra también la magia del habla, la que otorga
a todo ser humano el poder de la palabra y la posibilidad de
expresar la inteligencia. Y lo enclaustró para siempre, bajo un
candado tan maligno que no pudo encontrar una tortura ma­
yor que la que estaba sufriendo.
Los ojos, sin embargo, conservaban el brillo y la chispa
vivaz y alerta. La mano izquierda se deslizaba sobre el teclado,
como acariciándolo, y sin embargo era ya incapaz de extraer
del piano sonido alguno que cumpliera con sus deseos.
Así es como a Rodolfo Halffter un poco de mala suerte
lo dejó mudo. A él, en quien la sangre española se fundía
en la genialidad de una nueva música. A él, a quien el don de
la palabra siempre lo acompañó para ayudar a sus alumnos.
Un intruso vascular lo dejó mudo en la voz, mas no en el en­
tusiasmo. Su música, escrita en el pentagrama eterno de la
historia, sigue expresando los sentimientos del compositor,
y es que a Halffter, ningún coágulo lo habría de dejar mudo
para siempre…
J o s e ph H ay d n
(1732-1809)
Nacido en Viena, en 1732, Joseph Haydn es uno de
los máximos exponentes del periodo clasicista.
Padre de la sinfonía y padre del cuarteto de
cuerdas, comenzó su carrera como integrante de los
Niños Cantores de la Catedral de San Esteban, en
Viena.
Tras la Revolución Francesa, se trasladó a In­
glaterra en donde aumentó su fama como composi­
tor, y también sus ingresos económicos.
Fue ahí donde compuso su célebre Sinfonía de
Londres.
Más tarde regresó a su tierra natal, y escribió el
oratorio La creación.
Joseph Haydn murió a los 77 años, mientras
Viena era atacada por Napoleón.
J o s e ph H ay d n
(1732-1809)

El fin estaba cada vez más cercano. Los pies terriblemente


hinchados, con aquel escozor que en ocasiones se convertía en
una verdadera pesadilla. Le dolían las articulaciones y sentía
las rodillas frías y entumidas, sin fuerza alguna para sostener la
fragilidad de su cuerpo.
Sus dedos se habían deformado y con dificultad les orde­
naba que tocaran el hapsicordio, e interpretaran las notas del
Himno nacional de su querida patria, obra además de su pro­
pia inspiración. Los ejércitos de Napoleón se acercaban a
Viena y él presentía que su muerte también llegaría pronto.
Ignoraba que el imponente general corso había dado la orden
de que se respetara su hogar y su persona.
“Un pequeño músico de la corte”, lo calificaban sus contem­
poráneos. Y sin embargo, dos de sus discípulos lo recordarían
con eterna amistad el resto de sus vidas: Mozart y Beethoven.
Y cuando el dolor arreciaba y Joseph no hallaba consuelo,
evocaba sus viajes a las célebres aguas termales cercanas al
Rhin, que parecían aliviar un poco sus males.
Al paso del tiempo, sus abundantes obras sinfónicas lo ha­
rían merecedor del título de “Padre de la sinfonía”, a pesar

– 153 –
de que este género no fuera de su invención. Él simplemente
perfeccionó la idea y la llevó hasta fronteras impensables por
músico alguno de su generación. Melodías de fácil tonada y
engañosa simplicidad.
Toda su obra era la confirmación absoluta de la forma de
la sonata; y sus múltiples cuartetos y conciertos para diversos
instrumentos, así como algunas óperas que también compuso,
representaban la cumbre de la música en el siglo xviii, lo que
desaparecería junto con su muerte.
La vista comenzó a fallarle. Muy pronto, también empezó
a delirar. Escuchó a una orquesta que interpretaba sus compo­
siciones; frente a él, de pie, estaba un Mozart muy joven que le
sonreía amablemente. Un hombre de aspecto tosco, más ma­
duro y con un extraño aparato al oído se esforzaba en escuchar
la interpretación. No supo qué decir…
¿Acaso se trataba de un Beethoven, ya con problemas
de sordera? Pero se guardaría de hacer comentario alguno,
pues conocía muy bien el temperamento de su discípulo. Por
un momento reconoció la obra. Era su Oratorio, y también
logró oír algunos acordes de La creación… ¿Qué era todo
aquello? Incluso llegó a ver ángeles que descendían de las
alturas…
Joseph Haydn, llamado también Papá Haydn, acababa de
morir.
Y yo me pregunto, ¿qué sucedió con él, el músico de la
corte, después de morir?…
Y una y otra vez me respondo a mí mismo que Haydn sola­
mente se alejó de la corte terrenal para incorporarse a la corte
celestial de manera permanente…
A r t h u r H o n e gg e r
(1892-1955)
Nacido en Havre, en 1892, Arthur Honneger perte­
neció al Grupo de los Seis, y sin embargo sus traba­
jos muestran una clara influencia romántica, lejos
de reaccionar contra este movimiento artístico co­
mo lo hiciera el resto de quienes conformaron su
grupo.
A pesar de que Honneger nació en Francia, siem­
pre tuvo la nacionalidad suiza, por lo que se le consi­
dera como tal.
Estudió armonía y violín en París, y fue un com­
positor prolífico durante los años de entreguerras.
Escribió varias óperas y en 1927 musicalizó la pe­
lícula Napoleón de Abel Gance.
Su obra más connotada es Pacific 231, que imi­
ta el sonido de una locomotora de vapor.
Arthur Honneger murió en París, en 1955.
En 2002 se inauguró en su ciudad natal el nue­
vo conservatorio, que lleva su nombre.
A r t h u r H o n e gg e r
(1892-1955)

La vida dejó de sonreír a este hombre tempranamente, como


anticipando un final ritual a su existencia. Las composiciones
que lo llevaran a la fama permanecían activas dentro del re­
pertorio del siglo xx, al que él mismo pertenecía en cuerpo y
alma.
Música de vanguardia, de extraños sonidos como si hu­
biera arañado un instrumento medieval y lo arrastrara consi­
go hasta la actualidad. Aquella Juana de Arco en la hoguera
se consumía lentamente, como su Francia ultrajada en plena
época de oro. Era francés de nacimiento, y también lo era por
haber adoptado su cultura. Pasó a ser parte inherente del en­
granaje musical del magnífico Grupo de los Seis.
Llevaba ocho años viviendo una vida de franca desespera­
ción en la que el sólo hecho de respirar y abrir los ojos cada
mañana suponía un enorme sacrificio. No había en él el más
mínimo deseo de vivir, por lo que grandes periodos de su vida
transcurrían en la angustia, y esa sensación lo llevaba una y
otra vez a la ansiedad de no poder vencer la inercia de ese ne­
gativo sentimiento. Se esfumó el interés y con él la inspiración.

– 157 –
Y en medio de ese vacío, la vida se tornó una eterna pesadilla
que no cedía ni de día ni de noche.
Sus contemporáneos la bautizaron como depresión. Era
—le decían— la enfermedad del siglo. Sin la ayuda de la mo­
derna farmacopea, se había resignado a sobrevivir en su mundo.
El psicoanálisis con hipnosis, que de tanta ayuda fuera en
su día para Rachmaninoff, resultó ser un fracaso para él. Su
depresión involutiva estaba atravesada en su inconsciente sin
que fuerza humana alguna fuera capaz de devolverlo a una
salud mental adecuada.
Huía de los temas que lo habían hecho tan famoso y se
había refugiado en el misticismo de la religión, así como en la
eterna búsqueda de la verdad en el Creador. Su sinfonía litúr­
gica y sus oratorios anticipaban ya mucho de su razonamiento,
aun antes de la enfermedad que lo acosaba.
Al paso del tiempo, Arthur Honegger sería vencido por
su propia depresión. En el lamento y la lágrima incontrolable
perdió la batalla de la vida misma.
Y cuando el jinete apocalíptico llegó por él, Honegger lo
debe haber recibido con los brazos abiertos y la buenaventura de
saber que por fin se acercaría a Dios.
La muerte finalmente curó al músico de la depresión
cuando el hombre se vio incapaz de aliviarlo. El ilógico siglo
xx de guerras, sin valores éticos o morales, y con sus grandes

avances tecnológicos acabó con lo humano del artista.


Su música, triste y de intensa meditación, es la herencia
lógica que nos legó.
Charles Ives
(1874-1954)
Compositor de música clásica nacido en 1874 en
Nueva Inglaterra, Estados Unidos, pese a que ha­
bía alcanzado una cierta fama internacional, Char­
les Ives fue prácticamente ignorado dentro de su
país.
Hoy por hoy, aun cuando no ha sido del todo
valorado, se le reconoce como un maestro que su­
po componer melodías con tonalidades netamente
estadounidenses.
Educado en la Universidad de Yale, sus com­
posiciones proyectan formas académicas del siglo
xix y principios del xx. Su amplia colección de
canciones recoge la moda europea previa a los años
de la Primera Guerra Mundial, con dos característi­
cas modernistas: bitonalidad y pantonalidad.
Charles Ives murió en Estados Unidos en 1954.
Charles Ives
(1874-1954)

Era ya un hombre cansado, cuando cercano a los 80 años se


paseaba majestuoso por las concurridas avenidas de Nueva
York. Le molestaban las aglomeraciones, así como la gente
que paseaba por las calles, siempre indiferente ante la na­
turaleza. Él, que amaba el campo y había nacido en Nueva
Inglaterra, con el estigma de su futuro ya predestinado. Su
vida entera transcurriría alrededor de los estados de su amada
Unión Americana, a la que había dignificado con su música
compuesta hacía más de 50 años.
Caminaba lentamente y recordaba las innumerables hojas de
pentagramas escritas aquellos años por su mano firme. Y sin em­
bargo, esa misma mano ahora temblaba causándole un profundo
malestar emocional. Seguía pensando cómo un mundo ávido de
música, había tardado medio siglo en estrenar la mayoría de sus
obras. Y ¡qué ironía más grande!, ahora lo llamaban… genio.
Un individuo —decían— adelantado a su época, que ha­
bía incursionado en el mundo de la música tonal, atonal y
polifónica por delante de muchos de sus más célebres con­
temporáneos. Nadie entendía cómo había ocurrido esto en un

– 161 –
hombre que vivía aislado del mundo musical, en un ermitaño
proveniente de Nueva Inglaterra, pero sobre todo, en un hom­
bre que con su trabajo como vendedor de seguros de vida había
almacenado a edad temprana una considerable fortuna.
Sus Tres lugares en Nueva Inglaterra y su Pregunta sin con-
testación fueron piezas que, una vez valoradas por el público
que tardó tanto en comprenderlo, lograrían llenar las salas de
concierto. Sus cuatro sinfonías, sonatas y cuartetos, de una vi­
talidad y originalidad sin paralelo en el siglo xx, se escuchaban
cada vez con mayor insistencia en un mundo musical que al
parecer siempre iba rezagado con el resto de las artes.
Sus piernas se desplazaban lentamente y sentía que cami­
naba sobre algodones, sin pisar con firmeza el suelo. Pequeñas
hormigas parecían haber construido su hogar dentro de sus pies
sin dejarle un minuto de descanso. La vista y los riñones también
se habían deteriorado, y su corazón, afectado por la arterioscle­
rosis, hacía tiempo que había comenzado a fallar. Y a todo ese
conjunto orquestal de síntomas que formaban una temible obra
sinfónica, lo habían bautizado como Diabetes Mellitus. Resulta­
ba así que la dulzura que los críticos, que decían faltaba en su
música, la llevaba de sobra en la sangre y en el cuerpo.
Pasaba de casualidad frente a Carnegie Hall, y cansado
como estaba, pidió permiso para descansar un momento en
las afueras de la sala de concierto, mientras su fino oído se
percató de que alguna orquesta estaba en ese momento inter­
pretando su segunda sinfonía. La había compuesto en 1902 y
sin embargo sólo había sido estrenada casi 50 años después.
Y ahora la volvía a escuchar. ¡Vaya!

162 | J a i m e L av e n t m a n G.
Llegó el final del último movimiento con su arenga pa­
triótica, y al terminar, un público al que no podía ver aplaudió
en forma tan estruendosa, que Charles Ives con humildad se
levantó y abandonó aquella sala a la que no volvió jamás.
Esa misma tarde, sentado en su sillón favorito en su casa,
soñó durante horas enteras con su amado Connecticut, con
sus ríos y su nieve. Con sus árboles de hojas multicolores, que
aparecían formando extraordinarias figuras en el otoño mági­
co de su memoria. Supo que la muerte estaba próxima, y en
un último gesto escribió su último deseo: que sus manuscritos
musicales, la mayoría anteriores a la Primera Guerra Mundial,
fueran a dar a la Biblioteca de la Universidad de Yale, para
que pudieran ser revisados por todo aquel que estuviera inte­
resado en su grandiosa obra musical.
Charles Ives nació en el siglo xix, y a diferencia de sus
contemporáneos, escribió música que se adelantó tanto a su
época, que aun ahora, a más de 40 años de su muerte, no es
del todo aceptada. A él, a diferencia de Mahler, aún no le ha
llegado el momento en que sus composiciones sean reconoci­
das mundialmente.
Con modestia, como siempre se mostró, Ives sigue espe­
rando, con la certeza de que a la larga habrá de triunfar.
Leos Janácek
(1854-1928)
De origen checo, Leos Janácek estudió música en
el Conservatorio de Berlín; al regresar a su país se
desempeñó como organista en Brno, y posterior­
mente fue profesor en el Conservatorio de Praga.
La producción más importante de Janácek es tar­
día: encontró su estilo personal a los 50 años, con
la ópera Jenufa (1904), y a partir de ese momento
compuso obras en diversos géneros. También tie­
ne recopilaciones de canciones populares eslavas,
y música para coros. En la actualidad, Janácek es
considerado como uno de los grandes renovadores de
la ópera del siglo xx. Muchos consideran que es el
compositor checo más importante de principios de
ese mismo siglo.
Leos Janácek
(1854-1928)

Acababa de revisar cuidadosamente la partitura de su última


ópera y si bien ésta era mucho más breve que otras, la consi­
deraba fiel ejemplo de su innovación musical en la orquesta y
el canto.
Su amada Praga, con sus casas de hermosos techos color la­
drillo y sus calles, todas ellas serpenteadas y estrechas, eran tan
familiares como hacía 75 años, cuando había llegado al mundo.
Era un hombre feliz y pleno, que en la búsqueda de un
idioma personal en la música, había dado a Checoslovaquia
un gran maestro para el siglo xx. No eran los tonos de Dvorak
o de Smetana. En Janácek todo resultaba diferente. Una or­
questación poderosa y de toque personalista, siempre recono­
cible en cada una de sus obras.
Rememoraba los tiempos del 1 de octubre de 1905 des­
critos en las trágicas notas de su inmortal Sonata para piano.
Su misa Glagolítica era ya estandarte del folklore de su pue­
blo, y aquel breve poema alusivo a Taras Bulba se escuchaba
constantemente en las más importantes salas de concierto del
mundo.

– 167 –
Esa mañana la fiebre aumentó. Tenía una molestia en el
costado que se extendía cada vez que respiraba, dificultando
por momentos incluso su hablar. Tosía y su malestar era aún
mayor. Estaba agotado, como un minero que regresa de las
profundidades de la mina.
Finalmente sus tormentos lo postraron en cama. No podía
siquiera voltearse de un lado al otro. Tenía dolores en varias
articulaciones que además estaban inflamadas. Sudaba copio­
samente y sus pequeños ojos permanecían enrojecidos e irri­
tados. La boca seca, el apetito ausente. La neumonía lo hizo
que delirara.
En su amada Bohemia veía desfilar a los personajes de
sus óperas. Quería que le inyectaran la vida que él mismo les
había dado. Iluso aquel que tiene que reconocer que él dio la
inmortalidad con su propia mortalidad.
Leos Janácek entró en el letargo final que es el camino de
la muerte, vencido por una neumonía en una época en que los
antibióticos aún no existían. Checoslovaquia perdía al tenor
de sus cánticos y al maestro de las orquestas. Por suerte, la
música queda aún viva, en ausencia de quien le diera tal figura
y forma.
Scott Joplin
(1868-1917)
Nacido en el estado de Texas, Estados Unidos, en
1868, el compositor y pianista Scott Joplin es con­
siderado como el maestro del ragtime clásico, un
género musical típicamente estadounidense, en cu­
yas raíces aparecen elementos de marcha, así como
ciertas raíces africanas y toques jazzísticos.
Joplin saltó a la fama definitiva después de que
en 1899 publicara su pieza Maple Leaf Rag, con lo
que dio forma al ragtime clásico. Sin embargo, nun­
ca grabó audios, por lo que su legado son las parti­
turas que escribió y publicó.
En 1916, víctima de la sífilis ingresó al hospi­
tal estatal de Manhattan, en donde murió al año
siguiente.
Scott Joplin
(1868-1917)

Poco tiempo atrás había muerto Mahler. Corría el fatídico


año de 1911 y en un desliz impropio para su edad, este hombre
se contagió de un mal cuyo nombre en esos años era preferible
callar. Primero notó las pústulas en su miembro, pero repen­
tinamente las vio desaparecer sin prestarles mayor atención.
Han pasado seis años desde entonces. El mundo entero es­
tá viviendo en plena Primera Guerra Mundial, y la música mili­
tar ha sustituido en el gusto americano al rag, cuyo ritmo veloz
y contagioso ha preferido mantener en el olvido. Y es que, si
bien la guerra trajo consigo la desesperanza, los nuevos ritmos
dejaban sentir cierta exaltación de los valores nacionales.
Su única ópera, Treemonisha, fue estrenada con poco éxito
a pesar del que él imaginó que tendría y mucho. Era como si los
cañones de agosto hubieran reventado a toda Europa, y más
aún, como si hubieran acabado con toda la civilización.
Se paseaba por los barrios donde la gente de su mismo co­
lor podía vivir. Al andar les cantaba sus canciones y los hacía
bailar con sus ritmos. Ahí se encontraba siempre en familia.

– 171 –
Pero, día con día notaba cómo las cosas del presente se iban
borrando y posteriormente, las de un pasado remoto también
comenzaron a desaparecer en la neblina temible que todo lo
oculta. Era verdad. Estaba perdiendo la memoria y ver a sus
amigos alejarse de él le provocaba un gran malestar. Lo co­
menzaron a calificar de loco, de demente…
—¿Cómo era posible —pensaba —que dijeran semejan­
tes cosas?…
Padecía severos dolores de cabeza y por momentos, unas
terribles descargas de un inclemente sufrimiento en la laringe
y el estómago lo lastimaban. Comenzó a tener convulsiones y
no pudo volver a caminar…
—Es sífilis y es demencia —le auguraron médicos y amigos.
Ya no podría volver a componer piezas de rag. No habría
óperas, ni parodias semejantes a una opereta. No habría más can­
ciones y menos aún, mujeres. A la edad de 48 años, Scott J­ oplin
era un viejo sifilítico. La muerte le acechaba y en su demencia
luética las alucinaciones confundieron aún más ­­su mente. Así, sin
más, una satisfacción instantánea le produjo una infamia de seis
años de persistencia.
En esa época, tiempos de guerra, Joplin sucumbió sin
presentar resistencia. Pero la suya era una batalla perdida de
antemano…
D i n u L ipat t i
(1917-1950)
Considerado como uno de los pianistas más exqui­
sitos del siglo xx, Dinu Lipatti nació en Bucarest, en
1917, en el seno de una familia con clara herencia
musical: su padre era violinista y su madre pianista.
Varios premios galardonaron su corta trayectoria
musical pues murió muy joven, víctima de una cruel
enfermedad. Sin embargo, participó en el Concurso
Internacional de Piano de Viena en 1934, y después
de ello viajó a París, en donde fue alumno de Nadia
Boulanger. Ya de regreso a su país, con los aconteci­
mientos de la Segunda Guerra Mundial y el avance
de los nazis en Europa, Lipatti tuvo que marchar a
Ginebra, donde comenzó a impartir clases de piano.
Tres meses antes de morir en 1950, ofreció su
último recital en Besanzón. Sus restos descansan en
el cementerio de Chêne-Bourg, de Ginebra.
Josep Carreras
(1946-)
Nacido en Barcelona en 1946, Josep Carreras —en
castellano José— cantó a los ocho años para la ra­
dio española La donna é mobile, y tres años más tar­
de interpretó el papel del narrador en El retablo del
Maese Pedro, la ópera compuesta por su compatrio­
ta Manuel de Falla. Ya en 1970 debutó en Barcelo­
na como Ismael en Nabuco. Fue entonces cuando
Montserrat Caballé, la diva del bel canto lo invitó a
acompañarla en Lucrecia Borgia, lo que representó
para él su primer éxito formal.
En la cumbre de su carrera le fue diagnosticada
una severa leucemia, pero tras someterse a duros
tratamientos y a un trasplante de médula, logró so­
brevivir. A partir de entonces su lucha contra la en­
fermedad lo ha llevado, entre otras cosas, a crear la
Fundación Josep Carreras contra la leucemia, que
ayuda a la investigación y la cura de la enfermedad
en pacientes en diversas partes del mundo.
En 1991 recibió el Premio Príncipe de Asturias de
las Artes. En 2008 celebró sus 50 años como artista.
Itzhak Perlman
(1945-)
Nacido en Tel Aviv, Palestina, en 1945, Itzhak Perl­
man ha sido considerado como uno de los mejores
violinistas de la segunda mitad del siglo xx.
A los cuatro años de edad fue víctima de la po­
liomielitis, y de ahí su necesidad de usar muletas
para caminar. Perlman suele tocar el violín sentado.
Sus estudios musicales los realizó en la Academia
de Música de Tel Aviv, y en 1958 se trasladó a Esta­
dos Unidos. Ese mismo año se presentó por pri­
mera vez en el programa televisivo de Ed Sullivan,
un célebre conductor que mantuvo vivo el interés
de la audiencia estadounidense de 1948 a 1971.
En 1963, Perlman debutó como solista en el
Carnegie Hall, y un año más tarde ganó la Leventritt
Competition, a raíz de lo cual su brillante carrera
comenzó a destellar.
L e o n Fl e i s h e r
(1928-)
Nacido en San Francisco, en 1928, Leon Fleisher
mostró sus dotes musicales desde que era un niño,
y en 1952 recibió en Bélgica el Premio Reina Eliza­
beth, que lo lanzó definitivamente a la fama.
Pero su brillante carrera quedó interrumpida
por una parálisis de la mano derecha. Con todo,
Fleisher desafió a la adversidad y triunfó como in­
térprete excepcional en conciertos para la mano iz­
quierda, como el de Ravel y el de Prokófiev, además
de que ha destacado como director de orquesta.
Hombre tenaz, Fleisher luchó contra su mal, y
poco a poco ha logrado ejercitar de nuevo la mano
enferma para retornar a la vida gloriosa.
D i n u L ipat t i Josep Carreras
(1917-1950) (1946-)

Itzhak Perlman L e o n Fl e i s h e r
(1945-) (1928-)

Uno de ellos discutía con otro. El primero estaba vivo. El


segundo no. El del canto maravilloso con la textura de tenor
vivía. El de las manos delicadas y el atinado toque pianístico
había muerto tiempo atrás. Y sin embargo, entre ellos habla­
ban de sus enfermedades y de cómo el destino había reserva­
do a cada uno una sorpresa. Ambos tuvieron fiebre, dolores
e hinchazón en las articulaciones, sangrados en las encías y
cardenales que de pronto aparecían caprichosamente en cual­
quier parte del cuerpo.
El que no vivía recordaba bien a Nadia Boulanger, su excel­
sa maestra; también a Enesco, el compatriota que le tendiera la
mano cuando tanto lo necesitó en aquel momento clave de su
carrera. Se había convertido en la figura pianística del momento
y además solía interpretar composiciones que auguraban origi­
nalidad en un futuro cercano. Al paso del tiempo, sus ejecucio­
nes de Chopin se volvieron legendarias. Era un intérprete de los
clásicos y de los modernos. Pero su tiempo se vio acortado sin
poder desenvolverse a plenitud y mostrar al mundo su verdade­
ra capacidad. La leucemia lo mató en la flor de la vida.

– 181 –
El que vivía, recordaba sus tiempos de juventud en una
España dominada por la figura de Franco. Su voz privilegia­
da no era comparable a otras, y en especial su manera de
interpretar las zarzuelas y algunas óperas francesas se consi­
deraba inigualable. Un buen día comenzó a grabar La judía, la
obra maestra de Halevy, cuando la leucemia cortó su carrera
y por poco termina con su vida. Manos amigas aparecieron
por doquier, se apoderaron de su cuerpo enfermo, lo inter­
naron y le quemaron la médula ósea para tiempo después
trasplantarle una nueva, que le dio también una nueva vida…
¿Y la voz?, se preguntaba un mundo atónito… Años después,
ya recuperado, terminó de grabar la ópera. Su voz entonces
se hizo más profunda, pero su timbre logró conservar la be­
lleza de antaño.
Frente a ellos estaba sentado otro hombre, cuyas muletas
descansaban sobre la alfombra. Éste a su vez discutía ávida­
mente con otro personaje, cuya mano derecha parecía mover­
se menos que la izquierda.
El de los aparatos ortopédicos se lamentaba que la vacuna
contra la poliomielitis hubiera llegado tan tarde para él, pero
también aceptaba que la falta de movimiento de sus piernas se
había visto recompensada por la introspección de su mente y
la perfección de sus brazos, aprendiendo como pocos a tocar
el violín. Quería ser como Heifetz a quien admiraba e ido­
latraba reconociendo en el sonido del maestro el éxtasis del
tono en un violín.
Y sin embargo le obsesionaba el recuerdo de aquellas
terribles fiebres y el inexorable dolor en las piernas, seguido

182 | J a i m e L av e n t m a n G.
de la oscuridad total, cuando una mañana despertó y supo que
estaban muertas: jamás volvería a caminar. ¿Resignarse y no
luchar? Decidió que ese era el camino de la derrota y no le
gustaba. Tomó el frágil instrumento entre sus manos fuertes y
con delicadeza, poco a poco extrajo de él las más bellas melo­
días y tonos, como si el que tocara fuera un ángel.
El que movía un poco su mano derecha escuchaba a su in­
terlocutor y pensaba en lo difícil que debió haber sido para el
otro luchar contra los efectos de la poliomielitis. Él en cambio,
había llegado a la gloria y se había convertido de la noche a
la mañana en el pianista más aclamado en la tierra, aplaudido
en las mejores salas de concierto, mimado por los grandes di­
rectores de orquesta… Una mañana sin embargo, al despertar
notó que no sentía la mano derecha. Entonces comenzó un
largo peregrinar por las salas de espera de afamados médicos,
y cuando finalmente los especialistas lograron descubrir que
su mal obedecía a una distonía que afectaba a su muñeca de­
recha, el pianista había perdido para siempre la sensibilidad
y parte de la fuerza de esa mano… entonces quiso morir. A
pesar de todo, comenzó una nueva faceta en su vida. Dirigió
conciertos y un buen día regresó a la sala de grabaciones para
dejar en disco las mejores interpretaciones de las piezas y con­
ciertos escritos para la mano izquierda, aquella que tenía más
cerca del corazón…
Los cuatro músicos se sentaron en esa velada única y espe­
cial, tejida en medio de un sueño de una noche de verano. Y
Dinu Lipatti se alegraba de que Josep Carreras siguiera vivo,
aunque él ya estaba muerto. Y León Fleisher con su mano

Músicos y sus padecimientos | 183


izquierda le mostraba a Itzhak Perlman que a pesar de la fata­
lidad, aún era un buen músico e intérprete.
El humo se disipó y una penumbra se dejó venir convir­
tiendo la escena en un espectro que nunca ocurrió. Los cuatro,
cada uno en su tan particular mundo, sabían que aquella re­
unión había ocurrido en realidad, y que en la música siempre
han compartido sus vidas, así como sus sueños y esperanzas…
Fr a n z L i s z t
(1811-1886)
Pianista y compositor húngaro, Franz Liszt nació
en 1811. Creador del poema sinfónico, forma típica
del Romanticismo y de la moderna técnica de inter­
pretación pianística, Liszt comenzó su formación
musical a los seis años de edad.
Inventor del recital de piano tal como ahora lo
conocemos, desarrolló también su virtuosismo co­
mo director de orquesta.
Franz Liszt murió en Bayreuth durante el festi­
val anual de Wagner, quien había muerto tres años
atrás.
Fr a n z L i s z t
(1811-1886)

Todo París se rendía ante él. Era el indiscutible rey sin ningu­
na sombra que opacara su fama y virtuosismo. Sus manos se
deslizaban sobre el instrumento, acallando al público expec­
tante al tiempo que hermosas melodías brotaban libremente
de su inspiración.
Amado por las mujeres, por reyes y emperadores, fue tam­
bién amigo de Paganini, Berlioz y Chopin. Inventor del poema
sinfónico; maestro en el teclado pianístico y a su vez, un naciona­
lista como pocos, a pesar de vivir alejado del suelo natal, Franz
Liszt le abrió las puertas a Wagner, y éste le contestó robándose a
su hija Cósima para siempre, cuando la arrebató del hogar fami­
liar para convertirla en su amante y tiempo después en su esposa.
Por su parte, Liszt entabló una lucha interna entre la lu­
juria y su propia redención. Buscaba a ambas como el poeta
que encuentra las palabras que componen un hermoso soneto.
Se debatía entre el pecado abominable e imploraba después el
perdón de la Iglesia. Solía vestir las ropas más extravagantes,
que al final de su vida sustituyó por la humilde túnica de los
monjes franciscanos.

– 187 –
Pero hoy ha retornado a Bayreuth a escuchar nuevamente
la música de Wagner. Su hija Cósima cuida de él, pues su salud
se ha ido deteriorando. Los años le pesan y la fiebre aparece
cada vez con mayor frecuencia. Ayer era un simple resfriado
y hoy le cuesta trabajo respirar. Tiene un agudo dolor en la
espalda que aumenta o disminuye con cada inspiración de aire.
Tose y produce flemas de colores desagradables… en una pa­
labra, siente que la vida se le escapa de entre las manos.
Manda llamar a su hija. La quiere al lado de su lecho, pero
ella está ocupada con los preparativos del concierto; olvida al pa­
dre y deja que se hunda en el delirio, el mismo que finalmente
junto a sus rapsodias y conciertos, lo lleva al mundo de la muerte.
El hábito le pesa y la cabellera, en otro tiempo negra y
abundante, ahora es escasa, de una blancura pareja que cae al­
borotada sobre su frente y se confunde con las gotas de sudor
que perlan su tez cianótica.
Franz Liszt sueña con su Hungría de paisajes que quitan
el aliento, de compositores de música diabólica. Frente a él
se desplaza el teclado de su piano, como si le sonriera abier­
tamente. Sin embargo, los amigos ya no están a su lado y sólo
queda el recuerdo de haber sido el más grande virtuoso del
siglo, fama que ahora resulta superflua e innecesaria.
Lo que más desea es oxígeno. No sabe si es la neumonía
la que lo ahoga, o son los pecados de toda una vida que lo
aprisionan.
De gran intérprete en el piano ha pasado a ser monje de la
Iglesia. Busca el perdón sabiendo que le será concedido. De­
sea expiar aún en vida lo que el Eterno habrá de condonarle.
Muere en la eterna búsqueda de su Dios y sabe que lo ha
logrado. La neumonía sólo fue el camino final de su epopeya.
J e a n B a p t i s t e L u l ly
(1632-1687)
Nacido en Florencia en 1632, Jean Baptiste Lully,
cuyo verdadero nombre era Giovanni Battista
Lully, viajó a Francia cuando acababa de cumplir
los 11 años, y con 20 de edad entró al servicio del
rey Luis XIV para ejercer como violinista y como
bailarín de ballet.
Pronto se abocó a dirigir las orquestas reales y
en 1662 fue nombrado director musical de la fami­
lia real.
A Lully se deben diversas mejoras que impuso
en la ópera francesa, así como en los ballets, en los
cuales introdujo danzas más rápidas que las que so­
lían interpretarse.
En lo que respecta a su estilo, hay que decir
que supo asimilarse a la perfección al gusto de los
franceses, a tal grado que llegó a influir en toda la
vida musical de la época del llamado Rey Sol.
Pero su estilo musical no se quedó solamente
entre los franceses, sino que se impuso en práctica­
mente toda Europa.
Lully murió en París en 1687.
J e a n B a p t i s t e L u l ly
(1632-1687)

Añoraba como siempre las sinuosas calles de su natal Floren­


cia. Entre sus recuerdos flotaba fiel el aroma de sus encinos, al
tiempo que podía vislumbrar los hermosos edificios que ador­
naban la ciudad.
Corría el año de 1687, y Jean Baptiste —o Giovanni Battista,
como le llamaban sus congéneres— se paseaba majestuosamente
por las amplias avenidas parisinas y su corazón se regocijaba al
saberse el músico favorito de la corte de Luis XIV.
Su música se desplazaba por todos los rincones del Louvre,
al tiempo que la fama como violinista se igualaba solamente
a la de director de orquesta. El propio rey bailaba con destre­
za y buen gusto la música de los ballets reales. Por esos días
preparaba la ejecución de un Te Deum en honor del monarca.
Sus pasos, sin acelerarlos, lo conducían con firmeza al palacio.
Recordaba con cariño las óperas que tanta fama le habían
dado, cada una con su overtura, una parte hasta entonces des­
conocida en el género. Su alegría sin embargo no era completa.
El pie derecho le dolía demasiado. Era el mismo que se había
golpeado durante un ensayo del Te Deum con el bastón que le

– 191 –
servía de batuta. No había prestado demasiada atención al inci­
dente, pero poco a poco la pequeña herida fue mostrando una
severa inflamación, la que para su asombro y sorpresa se com­
plicó con un enrojecimiento y entumecimiento del empeine.
Y ese día en particular, dedujo que por debajo de todo
aquello había pus. Su médico le había prescrito remedios lo­
cales que sin embargo no aliviaban su malestar. La lesión de
pronto se había tornado en un color negruzco, y grandes tro­
zos de la piel iban desapareciendo.
Asomaba el hueso por debajo, y un persistente hilo rojizo
se extendía por toda la pierna hasta llegar a la ingle. El dolor
era demasiado intenso y el hedor que despedía, francamente
insoportable. ¿Qué hacer? La fiebre, que hasta entonces había
estado ausente, lo envolvió aquel día en su túnica de frío y su­
doración, hasta que logró postrarlo en cama y quitarle la vida.
Jean Baptiste Lully, el maestro del Rey Sol, moría de gan­
grena a la edad de 54 años, víctima del golpe que el mismo se
propinara en el pie.
Pobre Lully. Seguramente algunos habrán dicho: “Ha
muerto de gajes del oficio”. Pero… ¿si le hubieran amputado
la pierna a tiempo? …¡No sé!, eso, ya es parte de la historia.
E d wa r d M a c D o w e l l
(1860-1908)
Nacido en Nueva York, en 1860, Edward Mac­
Dowell, uno de los fundadores de la Academia
Norteamericana de Artes y Letras, fue también el
músico estadounidense más representativo del si­
glo xix.
Compositor y pianista realizó sus estudios mu­
sicales en París, donde fue compañero de Debussy.
De regreso a su país impartió clases en la Uni­
versidad de Columbia.
Influido por el Romanticismo, MacDowell com­
puso diversos poemas sinfónicos, así como música
de cámara y fue autor de una importante producción
pianística.
Edward A. MacDowell murió en 1908.
E d wa r d M a c D o w e l l
(1860-1908)

Cuatro años habían transcurrido en los cuales, debido a las


dificultades insalvables entre la universidad y él, finalmente
presentó su renuncia con carácter de irrevocable, lo que irre­
mediablemente ponía fin a las nuevas ideas y a los sensaciona­
les planes que se había trazado.
Bordeaba el río Hudson, al tiempo que su mente divagaba
y se perdía entre los nombres de los condados de su amada
ciudad. Olvidaba todo. El mundo anterior, lleno de alegría y
vitalidad, se hundía de repente en un colapso total, en una
despiadada lucha por sobrevivir.
La Suite India aún reverberaba fresca y lozana en su mente.
Pero la Sonata Heroica, su favorita, ahora se sentía lejana; por más
esfuerzos que hacía no lograba recordar su argumento, menos
aún su forma.
Como niño prodigio que era, al crecer se convirtió en un
compositor de cierto renombre. Y si bien no se hablaba de él
en términos meramente halagadores, algunas de sus obras lo
harían patente en futuras generaciones. Su música sin embargo
le dio un lugar de honor a su patria, entre otros países del orbe.

– 195 –
De la noche a la mañana su segundo concierto para piano lo
convirtió en héroe. Se hablaba de él y de su música con verdadera
aceptación de ambos. Los virtuosos de la época lo incorporaron a
su repertorio habitual.
Pero los años pasaron y la derrota sufrida ante la institu­
ción universitaria encaneció prematuramente al compositor.
Su esposa se preocupaba al notar día a día cambios alarmantes
en su comportamiento.
Olvidaba los nombres de las cosas y no sabía ya cómo ves­
tirse; tampoco lograba recordar cómo abotonar su camisa.
Sin saber bien a bien cómo, Edward se había vuelto anti­
social y no guardaba regla alguna de comportamiento frente a
la gente. Dejó de tocar el piano y se contentaba con sólo verlo.
Reía de todo. Se revolcaba en el suelo y comía llevando los
alimentos a su boca con las manos…
Su actitud semejaba a la de un niño. Incluso llegó a hablar
como tal y poco a poco, en medio de la oscuridad en la que
cada día se adentraba más, regresó a su infancia y se encontró
a sí mismo en una situación que no dejaba ya lugar a dudas: se
trataba de una enfermedad seria e incurable.
Las aguas tranquilas del Hudson le atraían. Miraba hacia
la otra orilla perteneciente a Nueva Jersey y añoraba poder
volver a pisar su territorio.
Edward MacDowell pasó de ser un niño prodigio a un in­
fantilismo enfermizo y atroz, sin ningún tipo de madurez. Su
mente pareció buscar refugio en el vientre materno y regresó
a su niñez en todas sus actitudes.

196 | J a i m e L av e n t m a n G.
¿Qué fue lo que realmente sucedió? ¿Era acaso aquella
una expresión de demencia?…
O quizá simplemente se trataba de un retroceso emocio­
nal. Imagino que volvió a ser feliz…
Los niños por regla general, lo son, ¿pero acaso él lo fue
también?
G u s tav M a h l e r
(1860-1911)
Nacido en 1860 en Bohemia, Gustav Mahler presa­
gió en su obra prácticamente todas las contradiccio­
nes que definirían el posterior desarrollo del arte
musical del siglo xx.
Su modernidad fue poco comprendida por el
público, y su música sólo empezó a ser revalorada
después de la Segunda Guerra Mundial.
Al principio de su carrera se vio obligado a
trabajar como director en teatros de ópera poco
importantes. Poco después, renunció a la religión
judía para obtener el puesto de director de la Ópera
de la Corte de Viena, y años más tarde marchó a
Estados Unidos.
Tras su estancia en aquel país regresó a Viena
en 1911, en donde al poco tiempo falleció.
G u s tav M a h l e r
(1860-1911)

El enorme trasatlántico se desplazaba al ritmo del oleaje, en


apariencia bastante tranquilo, mientras nubes de formas ca­
prichosas se dibujaban en el firmamento. Todo lo observaba
con detenimiento. Él que era el más grande de los amantes de
la naturaleza, lograba extraer del paisaje destellos armónicos
que se fundían en su música engalanando al Creador.
Todo en él se movía a pasos vertiginosos que se fundían
en melodías, al parecer siempre interrumpidas por algún
instrumento travieso, como tratando de dar coherencia a su
incontrolable neurosis.
Iba a su cita con la muerte y lo sabía. Su amada orquesta
y el mundo de la ópera de Nueva York eran un recuerdo cada
vez más lejano en su memoria, así como la eterna hostilidad
hacia su persona por parte del público estadounidense.
Y no obstante, regresaba a una Europa encendida por las
disputas entre sus imperios, en plena anarquía y fuera de con­
trol. Pero lo hacía por el amor a sus pueblos y a su gente, que
desbordados aplaudirían la interpretación de su Octava Sinfo­
nía durante más de 30 minutos.

– 201 –
Ahora, acababa de terminar su Novena sinfonía, y el desti­
no lo marcaba para que fuera la última como sucediera ante­
riormente a Beethoven, Schubert y Bruckner. El nueve —pen­
saba— no era un número agraciado.
¿Que pasaría con las seis canciones de su último ciclo?
Sabía muy bien que no podría escucharlas en vida. Su corazón
fallaba. Tenía un soplo —le habían dicho los médicos— y había
algunas fallas en una de las válvulas cardíacas. Pero eso no era
lo peor. Sus uñas parecían levantarse de su lecho normal, para
aparecer pintadas de un extraño color violáceo.
Sufría de enfriamientos en varias partes del cuerpo, así
como de una fiebre continua, maligna, que lo hundía en la
deses­peración. En una palabra, se sentía mortalmente enfermo,
cuando su talento y su inspiración apenas habían llegado a la
cúspide de su genialidad.
La válvula —le habían informado— estaba infectada. Una
endocarditis bacteriana subaguda. Un calificativo que no sig­
nificaba nada nuevo en la vida de Gustav Mahler, a quien la
muerte lo rondaba desde muy temprana edad.
La podía ver oculta entre los matorrales de sus amados
bosques de Bohemia, o en el tempestuoso cielo que se encum­
braba sobre la ciudad de Viena. La miraba también en el mar
embravecido, en el océano que ya no vería más. Olvidaba los
poemas que habían acompañado a sus mejores canciones y se
dirigía a su cita final.
Murió en Viena, cuando sus médicos se dieron cuenta de
que su corazón había dejado de latir.
Pero, ¿saben algo amigos míos?

202 | J a i m e L av e n t m a n G.
El corazón le había fallado siempre a Mahler. Frente a
su público y a su judaísmo, al que renunció para ser aceptado
en una sociedad discriminante. Frente a su joven mujer, a la
que amaba entrañablemente y quien lo engañaba, tal como
él hiciera con un mundo que no comprendía su música y era
incapaz de asimilar las nuevas armonías que se escuchaban en
sus obras.
A Mahler le falló el músculo y las válvulas del corazón.
Su otro corazón, le había fallado ya tantas veces, que cuando
finalmente se enfrentó con la muerte, no experimentó dolor…
María Malibrán
(1808-1836)
De padres españoles, María Malibrán, cuyo nom­
bre completo era María Felicia García Sitches, na­
ció en París, en 1808 y desde muy joven adoptó el
apellido de su primer esposo Eugene Malibrán.
El padre de María era un conocido tenor, y tan­
to su madre como sus dos hermanos y su hermana
menor fueron también cantantes. En medio de un
tortuoso matrimonio, alcanzó una enorme fama
como intérprete de ópera y triunfó plenamente en
París: en cada puesta en escena, su maravillosa voz
iba acompañada de un extraordinario talento para
la actuación. Todo ello la convirtió en símbolo de las
juventudes románticas parisinas.
Más tarde se trasladó a Londres, donde inter­
pretó diversos papeles operísticos, y llegó a cantar
en la catedral de Gloucester y en el Festival de
Chester. Después de viajar por varios países euro­
peos, finalmente llegó a Manchester con su segundo
esposo, en donde murió en 1836 a los 28 años de
edad.
María Malibrán
(1808-1836)

La caída del caballo fue terrible. Durante unos minutos la


mente quedó en blanco, como si una amnesia total la hubie­
ra atacado. El dolor comparado al original, sin embargo, era
muy diferente. Primero era una molestia solamente en la zona
golpeada y ahora era más difuso, como un volcán a punto de
estallar en lo más profundo de su cerebro. Cada vez que se in­
corporaba, extraños zumbidos comenzaban a invadir sus oídos
y por segundos el mundo se borraba por completo. Todo se
volvía negro y entonces presentía que estaba a punto de des­
mayarse. Aquella noche notó una mancha púrpura y punzante
en su costado, y un dolor semejante a una puñalada cada vez
que respiraba profundo. No sabía si finalmente había quedado
embarazada o no; su última menstruación había llegado abun­
dante y a destiempo.
Por la noche logró conciliar el sueño como si se hubiera
establecido una tregua entre ella y sus supuestos achaques. A
sus 28 años, soñaba cómo Rossini le suplicaba que cantara los
papeles que había compuesto para su hermosa voz de mezzo­
soprano. Le habló de la Cenicienta y del Viaje a Reims sin que

– 207 –
ella lograra entender del todo si el viejo músico la alababa, o
simplemente se estaba burlando de ella.
Su fama era enorme y había atravesado incluso las fron­
teras de Europa. Su solo nombre era reverenciado por cada
amante del bel canto y se sospechaba que difícilmente alguien
pudiera llegar a igualar su tono, su fraseo y la potencia de su
voz. Y hoy, días después de la caída del animal, aún se dolía
de sus molestias que parecían incrementarse en vez de ir dis­
minuyendo. Por un instante sacudió su mente: la sola idea de
morir y la desesperación pareció apoderarse de ella. Su sangre
española se le fue a la cabeza y rápidamente entabló un duelo
por sobrevivir.
—No —decía— no ahora que por fin he encontrado el
verdadero amor, tras un desastroso matrimonio que al termi­
narse me devolvió la vida.
María Malibrán se levantó de su lecho, adolorida por un
probable bazo lacerado y un tremendo hematoma que crecía
en su cabeza. Se irguió gallarda y hermosa como era y comen­
zó a cantar las arias del maestro Rossini, hasta que en una
nota alta, su cerebro estalló y murió cuando la vida apenas le
comenzaba a dar alegrías.
Su amante la encontró recostada y sonriente, como si la
existencia se le hubiera escapado en un trance de verdadera
felicidad.
No cabe duda… los héroes y las heroínas, siempre mueren
jóvenes.
Fe l i x M e n d e l s s o h n
(1809-1847)
Pianista, director de orquesta y compositor, Felix
Mendelssohn nació en Hamburgo, Alemania, en
1809.
Músico por excelencia del Romanticismo, mos­
tró ser un niño prodigio al tocar el piano con singu­
lar maestría y componer un cuarteto para piano a
los 13 años, así como la obertura para la puesta en
escena del Sueño de una noche de verano de Shakes­
peare a los 17.
Mendelssohn escribió cinco sinfonías, dos con­
ciertos para piano, un concierto para violín, así co­
mo música de cámara y dos grandes oratorios.
Murió en la ciudad de Leipzig en noviembre
de 1847.
Fe l i x M e n d e l s s o h n
(1809-1847)

Fanny tocaba el piano. Él, la observaba melosamente, sin ma­


licia alguna en su corazón. Mientras contemplaba a la adorada
hermana, reconocía sus dotes musicales.
Pensaba que de no haber nacido mujer, Fanny habría po­
dido adquirir tanta fama como él en la composición. Pero la
historia era diferente y simplemente se deleitaba escuchando
la interpretación que la joven ejecutaba.
Ambos solían jugar caprichosamente a la composición
musical. Si bien, él la aventajaba en cuanto a la facilidad y
riqueza de las melodías, ella lo igualaba en la inspiración y el
manejo del ritmo. Ella lo adoraba. Veía en él la culminación
del encumbramiento en la música. No se podía aspirar a llegar
más lejos. Su Nocturno, su Concierto para violín y las delicadas
piezas para piano no sólo eran ejemplos de una perfecta es­
tructura, sino que exigían del intérprete mucho más que un
pequeño esfuerzo.
Pero el destino, que suele ser tan implacable como impre­
decible, se llevó a esa mujer prematuramente, y a él lo hundió
en la más profunda de las depresiones.

– 211 –
Aquella tarde que paseaba por los jardines de Leipzig, pa­
recía distinguir su existencia en medio de la bruma. Su padre,
un filántropo, le había dado todo, incluido el bautismo para
que fuera aceptado cabalmente en Alemania.
Nieto del tercer gran Moisés del pueblo judío, ahora re­
cordaba sus triunfos adolescentes, cuando ensayó sus prime­
ros esbozos sinfónicos. Muy pronto vendría la revelación del
genio, cuando un hada madrina sopló en su alma un hálito
divino, y a los 17 años logró componer la obertura para la mú­
sica de una obra de Shakespeare.
Tuvieron que transcurrir muchos años más para que com­
pletara ese ciclo, y al hacerlo logró una igualdad tal en la exce­
lencia de sus composiciones, que nadie pudo siquiera sugerir
que había pasado tanto tiempo.
Amigo de muchos, ya que Chopin y Liszt lo querían, y Pa­
ganini y Berlioz halagaban una y otra vez su música, su cora­
zón antes alegre, ahora sufría la tristeza de su devenir…
Durante unos segundos una sensación de alejamiento y de
extrañeza se apoderó de su alma; ocurrió un tiempo, mínimo,
en el que fue incapaz de expresar con palabras lo que el cere­
bro intentaba transmitirle.
Los ataques eran cada vez más frecuentes, además de que
venían acompañados de terribles dolores de cabeza y palpita­
ciones: tenían un sello que olía a muerte
En otras ocasiones ya le había sucedido, la visión de un ojo
se perdía durante unos segundos para después regresar a la
normalidad, como si nada hubiera pasado; o quizá una mano
se volvía torpe, le estorbaba.

212 | J a i m e L av e n t m a n G.
Compuso su Elías, escogiendo a este profeta que tanto le
atraía. Después de todo, era el encargado de recibir al Me­
sías… Una gran contradicción en alguien bautizado, y que al
parecer, desde entonces dudara de sus propios valores.
El mundo musical aún se asombraba de la entereza que
había mostrado al desenterrar del olvido la pieza litúrgica más
hermosa y perfecta en su concepción jamás escrita. Ante la
oposición de todos, en Leipzig, en la ciudad de Bach, reestre­
naría su gran obra, La pasión según San Mateo, elevando con
ello la música occidental al punto más alto de la creación.
A los 37 años, Félix Mendelssohn era ya un anciano, o por
lo menos se comportaba como si lo fuera, en especial cuando
se quejaba una y otra vez de los achaques que padecía. No po­
demos saber si sufría de alguna enfermedad en las válvulas del
corazón, o en el árbol arterial que se encargaba de nutrir su
cerebro. Lo cierto es que experimentaba, cada vez con mayor
frecuencia, eventos isquémicos transitorios.
Súbitamente debió haber sentido una punzada tan intensa,
que enseguida adivinó su inmediato final. La suerte estaba echada.
Mendelssohn, moría rodeado de aquellos seres fantasio­
sos del Sueño de una noche de verano que acababan de llegar
para acompañarlo hasta el final…
Darius Milhaud
(1892-1974)
La obra musical de Darius Milhaud, nacido en 1892
en Aix-en-Provence, Francia, muestra un peculiar
estilo al combinar varias tonalidades simultáneas,
al tiempo que se vale de patrones rítmicos, propios
del jazz.
A los siete años comenzó a estudiar violín con
Leo Bruguier, y en 1909 ingresó al Conservatorio de
París. Un año después compuso su primera Sonata
para violín y piano.
En 1916 el diplomático y poeta Paul Claudel
fue nombrado embajador de Francia en Brasil, y
Milhaud viajó con él como su secretario.
En esos años escribió Scaramouche, su célebre
suite para saxofón y orquesta. De regreso a Francia
entabló amistad con Erik Satie, y en 1940 viajó a Es­
tados Unidos, en donde permaneció siete años. En
aquel país tuvo como alumno, entre otros a Dave
Brubeck; se trasladó después a Israel, en donde com­
puso su ópera David, y finalmente regresó a Francia.
En 1974 Milhaud moría en Ginebra, Suiza, dejan­
do al mundo un legado de más de 400 composiciones.
Darius Milhaud
(1892-1974)

Le molestaba sobremanera no poder levantarse de su silla de


ruedas. Ésta se había convertido en su eterna acompañante,
como en otras épocas lo habían sido Cocteau, Picasso, Bra­
que, Poulenc o Honneger. Tenía 82 años y vivía en Ginebra.
Su corazón se debatía entre la hermosa Francia que lo había
visto nacer, y el exótico Brasil en el que viviera durante varios
años, cumpliendo una labor diplomática. Y es que las expresi­
vas tonalidades brasileñas, de entonaciones exóticas, le habían
obsequiado buena parte de su inspiración. En su propia músi­
ca había politonalidad, como la impregnada en las suites para
piano Recuerdos desde Brasil. Añoraba también la influencia
jazzística del Harlem que aún vibraba en su interior. De ahí
provenía su creación del mundo.
Ya no era capaz de escribir. Sus manos estaban totalmente
deformadas, y un dolor continuo lo consumía ante el más míni­
mo movimiento que tratara de hacer con su columna vertebral.
A pesar de que era ya 1974, nadie había logrado proporcionarle
un alivio permanente para su artritis reumatoidea, enfermedad
que acarreaba consigo desde la juventud… El propio Copland,

– 217 –
el entrañable Aaron Copland, que en tantas y tantas ocasiones
se había fotografiado a su lado permanecía erguido y recargado
sobre la silla de ruedas que sostenía a su amigo.
Darius formaba ya parte legendaria del Grupo de los Seis
y los directores de orquesta contemporáneos gustaban de
interpretar su música, aunque había quien se preguntaba si
aquello era en verdad música sinfónica o clásica. Sus óperas
por lo general eran juzgadas como decadentes, o tal vez resul­
taban demasiado innovadoras. Y es que su música parecía una
cadenza de ritmos acelerados que bullían e invitaban a bailar a
todos, excepto a él, que se contentaba con sonreír.
Darius Milhaud veía al mundo envuelto en un vaivén de
ritmos tropicales, mientras su cuerpo permanecía estático en el
marco de la inflamación de sus articulaciones, y ello lo hacía hun­
dirse profundamente en una depresión crónica. A los 82 años,
sentado en aquel vejestorio que parecía un castigo, soñaba con
los bosques de París y las selvas del Amazonas. Y ese día dejaron
de dolerle las articulaciones, logró levantarse de su silla, dar pa­
sos sin dificultad y bailar con la música de su inspiración.
Fue entonces cuando en el proceso premortuorio supo que
sus ritmos perdurarían y que su dolor moriría junto con él. Y
fue entonces también cuando dio la bienvenida a la muerte; al
fin y al cabo, en ese momento ya no era un huésped indeseable.
W o l fg a n g A m a d e u s M o z a r t
(1756-1791)
Nacido en 1756 en la hermosa ciudad de Salzburgo,
entonces perteneciente al Sacro Imperio Romano
Germánico, Wolfgang Amadeus Mozart pasó a la
historia como uno de los más grandes genios musi­
cales de todos los tiempos.
Excelente pianista, organista, violinista y direc­
tor, sus composiciones musicales ocupan un sitio
privilegiado en prácticamente todos los géneros:
operísticos, de cámara y religiosos.
Su perfección musical fue insuperable, y dentro
de su producción, la calidad igualó prácticamente a
la cantidad.
Mozart murió en diciembre de 1791 en la ciu­
dad de Viena, entonces Archiducado de Austria.
W o l fg a n g A m a d e u s M o z a r t
(1756-1791)

Yacía en su cama casi inconsciente. Algunos amigos reunidos


a su alrededor interpretaban su última gran composición, un
réquiem, escrito por él, que pronto habría de fallecer.
Los médicos no pudieron ayudar. Le habían hecho múlti­
ples sangrías que sólo conseguían agotar aún más el debilitado
cuerpo del genio.
Promovieron remedios inútiles, dietas sin lógica alguna,
descansos que le congestionaron los pulmones y masajes que
lo único que lograron fue desarticularle los adoloridos huesos.
De pronto la orina se le estanca y los pies se le van hinchando,
como si el líquido vital del cuerpo se rehusara a aban­donarlo y
se refugiara en cualquier parte de él.
Las noches ya no son más las de Fígaro. Su buen humor ha
cambiado. Ya no se siente más Don Govanni. Pero en su lecho
de muerte aún es capaz de reconocer cualquier sonido y puede
hacer malabarismos con las notas que siguen asombrando al
mundo entero.
En Salzburgo, una flauta encantada mantiene viva su ins­
piración, sin ceder ante la inminente y cercana muerte. Sus

– 221 –
últimas sinfonías, conciertos y óperas, laten en sus sienes
mientras los médicos continúan con sus diagnósticos equivo­
cados y matan al pobre con su iatrogenia.
—Es fiebre reumática —dicen algunos.
—No —dicen otros— en realidad es uremia…
—Falso —gritan otros más—. Debe ser una tuberculosis
mal cuidada…

*****

En verdad, es agotamiento. Es haber exprimido la inspiración


hasta dejar seca la planta, cuyo fruto tenía tanto sabor.
Treinta y seis años de edad y más de 600 obras, perfectas
en su concepción, ritmo y cadenza, acompañadas de melodías
irresistibles.
Es por ello que a este compositor retornarán siempre los
que saben de música.
Al amigo Mozart lo enterraron en una fosa común, caren­
te de señal y de epitafio. Pero aquellos que aman la música
saben que la verdadera tumba del compositor se encuentra
en sus propios corazones, henchidos de felicidad por ese don.
Con Wolfgang Amadeus Mozart, se cierra un capítulo mu­
sical, que aún nos sorprende y entretiene. Entre todos los vir­
tuosos, a él debemos agradecer ese don, con el cual creó la
música para los propios ángeles.
Modést Mussorgsky
(1839-1881)
Nacido en Rusia en 1839, Modést Mussorgsky po­
seía un prometedor talento musical, que lo convir­
tió en uno de los más prominentes compositores
rusos.
Y sin embargo no dio todo lo que debió haber
dado, puesto que su adicción lo hizo que dejara
inconclusos algunos trabajos, al tiempo que acabó
prematuramente su vida.
Su música, de fuerte carácter nacionalista, re­
curre en ocasiones al folclore popular, en especial
las partituras de sus óperas en las que presenta cua­
dros de la vida campesina de su país.
Sus dos obras más conocidas en el mundo oc­
cidental son Cuadros de una exposición y la ópera
Boris Gudonov.
Mussorgski murió a los 42 años, víctima de
alcoholismo.
Modést Mussorgsky
(1839-1881)

No podía dejar la bebida. No era en absoluto asunto fácil, aun


cuando se lo había prometido a sí mismo en incontables oca­
siones; y sin embargo, su fuerza de voluntad no parecía ayudar.
Pero un día finalmente lo logró. Le quedaba su indomable
fortaleza como un aliciente en su vida, aunque a los 41 años
de edad asemejaba a un viejo atacado por alguna misteriosa
enfermedad. Por las noches, sentado frente a su mesa, cerraba
los ojos como no queriendo prestarle atención a la botella de
vodka que cerca de él parecía llamarlo.
Levantaba la vista y en las desnudas paredes de un yeso
blanquecino como la misma virginidad, comenzaban a dibu­
jarse miles de figuras que parecían poseer vida propia. Dan­
zaban al compás de su música, y se transfiguraban de duen­
des magnificentes en monstruos terroríficos que lo sacudían
en su desesperación. En vano los trataba de ahuyentar agi­
tando sus manos. Los veía como cuadros expuestos en una
galería que se mecían al ritmo de una música contagiosa. Por
momentos advertía a Boris, de pie frente a él y entonando
las arias de esa ópera que tanto amaba. Se identificaba con

– 225 –
él en la escena de la locura. Ambos compartían, por un lado,
la fantasía; y por el otro, la triste realidad. El vicio lo acobar­
daba y le impedía continuar componiendo. Rusia misma lo
envolvía en su manto gélido, como un licor barato, capaz de
embotar sus sentidos.
Y finalmente llegó la fatídica noche. La promesa de no
beber seguía firme. Habían pasado ya varios días en que se
mantenía alejado del deseo de mojar sus labios en algún licor.
Pero tampoco podía comer. Sin duda alguna, días de desespe­
ración y angustia.
Comenzó en forma súbita… Primero, una visión desagra­
dable. Y sin embargo, inmediatamente supo que aquello que
veía ya no formaba parte de la realidad. En las siguientes ho­
ras las imágenes fueron aumentando, y la duda entre lo real y
lo ficticio se esfumó. Ahora todo parecía verdadero.
Y entonces sufrió su primera convulsión. Esta vez no hubo
aviso, como había sucedido en otras anteriores. Cayó en un
letargo mortal del que no volvería a despertar. A esta crisis le
siguieron otras muchas, que se presentaban cada vez con ma­
yor fuerza e intensidad, hasta que en el hospital dejaría de res­
pirar y de vivir, en aquello que todos dieron en llamar delirium
tremens…
Pobre Mussorgsky, tan fuerte por fuera y tan débil por
dentro. Vivió un mundo de fantasías que finalmente se mez­
claron con su realidad… pero ni su Boris ni sus Cuadros de una
exposición pudieron anticipar su triste final.
Al final, logró vencer el vicio de la bebida, y con ello pagó
su deuda de mortal. Sólo su música logró la inmortalidad.
Carl August Nielsen
(1865-1931)
Nacido en 1865, en Sortelumg, un pequeño pueblo
danés, Carl August Nielsen es sin duda alguna el com­
positor más famoso de Dinamarca.
Proveniente de una familia de extracción real­
mente humilde, no obstante, Nielsen logró estudiar
violín y piano, y aprendió a tocar otros instrumen­
tos de viento gracias a que trabajó en una banda
militar de su provincia natal.
Posteriormente se trasladó a Copenhague en
donde estudió composición, y a partir de ahí comen­
zó su carrera como compositor, aun cuando en sus
inicios no fue del todo afortunada.
En 1894 estrenó su primera sinfonía, la cual
prácticamente pasó desapercibida; y sin embargo,
dos años más tarde, esa misma obra estrenada en
Berlín obtuvo el éxito total.
Su fama se extendió a partir de entonces, y fue
en 1905 cuando encontró un editor para el resto de
sus composiciones.
En 1916 comenzó a impartir clases en el Con­
servatorio Real Danés de Copenhague, en donde
permaneció hasta su muerte, el 3 de octubre de 1931.
Carl August Nielsen
(1865-1931)

A sus 75 años de edad, el hombre se sentía verdaderamen­


te agotado y destinado a sobrevivir solamente unos días más,
como una suerte de regalo. Años atrás había sufrido ya un
infarto del miocardio que no sólo debilitó al músculo que
bombea la sangre y nos otorga la vida, sino también a otros
órganos que dependen del buen funcionamiento del corazón.
Sorpresivamente, sin embargo, la mente seguía alerta y
con planes preestablecidos para un futuro incierto, en caso de
poder vencer los nefastos augurios de sus médicos.
Eran los albores del siglo xx, apenas rozando los años
treinta y con el recuerdo aún vivo de una guerra maléfica que
había finalizado sólo una docena de años atrás, se vislumbra­
ba ya una nueva conflagración que por fortuna, no ya le tocó
vivir.
Su país, de pequeñas proporciones pero con un importan­
te aporte histórico, había dado al mundo un célebre filósofo y
un idioma imposible.
El sentido de libertad era absoluto y reinaba en sus ciuda­
des una camaradería asombrosa. Y él a su vez, era considerado

– 229 –
como el músico más sobresaliente de Dinamarca y su nombre
sería inscrito en los anales históricos de su patria en letras de
oro.
Su sinfonía basada en los cuatro temperamentos formaba
ya parte de la idiosincrasia de sus ciudadanos. En forma expan­
siva había desarrollado nuevas ideas polifónicas que lograron
traspasar las endebles fronteras de su ciudad, y encontraran
apoyo y comprensión en muchos otros sitios.
Y sin embargo llevaba ya mucho tiempo sintiéndose ago­
tado. Las secuelas del antiguo infarto no sólo no habían desapa­
recido del todo, sino que al paso del tiempo parecían aumentar.
Padecía con frecuencia nuevos síntomas, a su vez tan variados
y entretenidos que podían mantener alerta a sus médicos, tal
como lo hacía su música con el público que la escuchaba.
Sus óperas no habían sido muy exitosas, pero sus obras de
música de cámara sí se calificaron de correctas, para dejar el
vocablo de sorprendentes a sus seis sinfonías que hablaban
el idioma natal de su patria y de su gente.
Dinamarca no se ufanaba de sus hijos predilectos, pero sa­
bía otorgarles un lugar adecuado. A los 75 años de edad no se
esperaban nuevas sorpresas de Carl Nielsen y tampoco las ha­
bría. Había logrado vencer una existencia llena de obstáculos,
algunos de ellos casi invencibles, y ahora disfrutaba la cosecha
de una vida plenamente dedicada a hacer lo que mejor sabía:
hablar en el idioma musical.
No era un nacionalista en el sentido de Grieg o de Enesco.
Su música, en cambio, además de novedosa, llevaba impreg­
nados carácter y fuerza, no asociables a ninguna escuela en

230 | J a i m e L av e n t m a n G.
particular: eran producto de la genialidad, de la propia inspi­
ración de Nielsen.
Agobiado por las enfermedades y las cicatrices que cada
una de ellas le dejaba, un día aciago para él y para su país, no
logró despertar del sueño mortal y se hundió en la metamor­
fosis que nos da la inmortalidad. El mundo lloraría su pérdida
en el lamento sincero de quien ha perdido a un amigo.
Su pueblo le otorgó un sitio de honor; y él, anteriormente
se lo había dado ya a su patria.
J a c q u e s O ff e n b a c h
(1819-1880)
Compositor y violonchelista alemán, Jacques Offen­
bach nació en Colonia, en 1819. Su padre fue un
reconocido encuadernador, profesor de música y
compositor.
En 1833 se trasladó a París para estudiar con
Luigi Cherubiri en el conservatorio de la Ciudad
Luz.
Creador de la opereta moderna y de la comedia
musical, Offenbach ha sido uno de los composito­
res más importantes de la música popular europea
del siglo xix, y sin duda alguna ésta fue su mayor
aportación.
Su obra más ambiciosa fue la ópera Los cuentos
de Hoffmann, misma que quedó inconclusa cuando
murió en París, en 1880.
J a c q u e s O ff e n b a c h
(1819-1880)

Un alemán que triunfa en París. Si él mismo lo hubiera leído


en algún periódico años atrás, habría pensado que se trataba
de una mentira. Culturas tan poco afines no podían mezclarse;
tampoco podían forjar entre ambas algún tipo de unión que
perdurara, y menos aún una música que sonara típicamente
francesa, sin exagerar, hasta la médula de los huesos.
La bella Helena y la música sin complicaciones del Orfeo
en los infiernos, era silbada por todo parisino que se preciaba
de amar el baile o escuchar una buena opereta. Por algo, el
mismísimo Rossini lo había bautizado como “el Mozart de los
Campos Elíseos”, sin intentar con ello infringir una ofensa,
sino más bien un reconocimiento.
El hombre componía con la misma facilidad que en su día
lo hiciera el niño de Salzburgo, y de su pluma brotaban, como
cascadas de agua, piezas de gran colorido e incuestionable va­
lor musical. Y aunque parezca trivial, le molestaba ser reco­
nocido como un músico mediocre y solamente un empresario
audaz…

– 235 –
Por las noches lo envolvían incontables pesadillas. Él, un
judío convertido por conveniencia a un catolicismo que no le
interesaba en lo más mínimo. ¡Qué absurdo! No lograba ale­
jar las miradas de odio de sus compañeros que lo juzgaban,
no por su capacidad creadora sino por sus creencias. La gota,
enfermedad dolorosa, le acompañaba como quien porta una
medalla honorífica porque, en sus años de existencia y en
su obra, ha personificado la buena vida y la lujuria en todo su
esplendor.
Los lentes cabalgaban aristocráticamente sobre su promi­
nente nariz, sin mejorar en nada su apariencia mundana. Era en
sí mismo la representación misma del burgués acomodado,
en una sociedad de clases que requería de figurines para sos­
tener la imagen de falsedad, basada en la riqueza económica y
en la posición que la misma podía comprar.
Sin embargo, no podía permanecer recostado más de unos
cuantos minutos sin que le faltara el aire que abundaba en esa
ciudad de hermosos edificios y monumentos. Querer despla­
zarse suponía toda una aventura que le indicaba cuán frágil
puede llegar a ser el hombre ante una enfermedad. Sufría de
gota y de una severa insuficiencia cardiaca. Tenía que descan­
sar la mayor parte del tiempo, y sin embargo se había impues­
to una tarea que parecía imposible.
Los cuentos no serían fáciles de componer y sospecha­
ba que su única ópera seria quedaría inconclusa, sin darle la
oportunidad de expresar su genialidad.
Pero Jacques Offenbach no era fácil de vencer. Puso a cantar
a sus personajes, y entre todos fueron escribiendo poco a poco la

236 | J a i m e L av e n t m a n G.
obra maestra del compositor. Los Cuentos de Hoffman se volvie­
ron una realidad cuando la muerte lo acechó anunciándole un
final temprano.
Seis meses después de que el compositor falleciera, se es­
trenó su obra maestra y a nadie sorprendió el éxito que la mis­
ma alcanzara.
Quizá Offenbach logró imaginar que esto sucedería. Lás­
tima que no vivió lo suficiente para atestiguarlo.
I g n a c y Pa d e r e w s k i
(1860-1941)
Pianista, compositor, diplomático y político polaco
nacido en 1860, desde que contaba con unos cuan­
tos meses de nacido Ignacy Paderewski fue educado
por unos familiares lejanos, debido a la prematura
muerte de su madre.
Sin embargo, cuidaron bien de darle una ade­
cuada formación, y estudió en los conservatorios
de Varsovia, Berlín y Viena, para debutar en esta
última ciudad.
Después de ello se trasladó a París, lo que le
valió fama de mejor pianista de su tiempo, después
de Lizst.
Entre 1910 y 1920 luchó por la independencia
de su país y dio giras de conciertos, con lo que fi­
nanció su lucha.
Su discurso público de 1918 en Polonia trajo
consigo el levantamiento militar contra Alemania.
Ya en la Polonia independiente, Paderewski fue
nombrado Primer Ministro de su país y Ministro de
Asuntos Exteriores.
Murió en 1941.
I g n a c y Pa d e r e w s k i
(1860-1941)

El mundo vivía el segundo año de la Segunda Guerra Mun­


dial. El suelo de la patria que lo había visto nacer había sido
mancillado y pisoteado sin clemencia. Todo en aras de exter­
minarse unos a otros. La prensa mundial comentaba lo sucedi­
do en este pequeño pueblo europeo, anticipando que le sería
muy difícil renacer de sus propias cenizas.
¡El Primer Ministro de Polonia… ha muerto! La noticia es­
cueta, sin adornos superfluos que la contaminaran, fue lanzada
al mundo y aquel pueblo que lloraba la pérdida de hombres,
mujeres y niños, se tomó un minuto de su tiempo y con lágrimas
en los ojos lloró también la pérdida del héroe y del músico.
Durante medio siglo sus manos habían destrozado las
cuerdas de los pianos más resistentes, cuyos sonidos lograron
hipnotizar a un mundo amante de la música. Sus dedos emi­
tían un sonido nuevo que ninguna grabación era capaz de
reproducir con fidelidad. Su melena leonina, erizada sin que
mano alguna la domara, era el sello inconfundible de este pia­
nista y compositor polaco. Chopin era la voz del pueblo, pero
él era el intérprete de su maravillosa música. Nadie dudaba

– 241 –
de su calidad artística, y cuando Polonia entera se enfrentó a
la catástrofe de una guerra sin piedad, fue nombrado Primer
Ministro en el exilio, por lo que algunos lo calificaron de ho­
norario, aunque de ello poco tenía.
La suya fue una vida plena en su desarrollo, sin reproches
y con absoluta dedicación a mejorar la interpretación al piano,
con un dominio total sobre las dificultades propias del mismo.
Logró derribar todas las murallas y convertirse en el fuelle que
daría un respiro de orgullo no reprimido a su pueblo, tanto en
tiempos de gloria como de infortunio.
Sudaba con la ferocidad con la que arremetía las teclas del
piano, logrando arrancarle incluso sonidos ocultos. Un tempe­
ramento congruente, que los afortunados que lo escucharon en
persona recuerdan fielmente. Ahora sabía que estaba muriendo.
Tosía sin cesar, y el dolor en el costado iba en crescendo, a pesar
de los medicamentos recetados. La sulfa, que quizá hubiera
salvado su vida, era el arma con la que sus enemigos sanaban
a sus soldados y la penicilina aún no se conocía. Poco a poco,
la neumonía lo fue consumiendo hasta hundirlo en un profundo
coma que precede al viaje del no retorno.
Ignacy Paderewski, el pianista y compositor amado por un
mundo que gozaba del arte de la música acababa de fallecer, y su
patria había quedado súbitamente desprovista de una directriz.
El pueblo polaco, en medio del más grande sufrimiento
experimentado en su turbulenta historia, no logró expresar sus
sentimientos en forma adecuada… Las fuerzas no alcanzaban
más que para decirse unos a otros…
¡Dios mío! ¡El primer ministro Paderewski, ha muerto!…
N i c c o l ò Pa g a n i n i
(1782-1840)
Considerado entre los más connotados violinistas
de su tiempo, Niccolò Paganini nació en Génova,
en 1782.
Sus técnicas de staccato y pizzicato resultaron
realmente novedosas, y su perfecta entonación así
como su don del oído absoluto hicieron de él uno
de los más célebres virtuosos de todos los tiempos.
Empezó a estudiar música a los cinco años
de edad y apareció en público cuando acababa de
cumplir los nueve. Cuatro años más tarde, Paganini
realizaba una gira por diversas ciudades de la re­
gión lombarda.
Para 1801 había ya compuesto más de 20 piezas
musicales en las que combinaba la guitarra con otros
instrumentos. Fue director musical en la corte de
Maria Anna Elisa Bacchiocchi, hermana de Napo­
león, y cuando abandonó el cargo comenzó a viajar
por diversos países europeos, en todos con inusita­
do éxito y admiración por parte de la crítica y de sus
contemporáneos.
Paganini murió en Niza, en 1840. Seis años an­
tes había renunciado a las giras.
N i c c o l ò Pa g a n i n i
(1782-1840)

Los hombres lo miraban con cautela y las mujeres, fascinadas,


ocultaban sus deseos bajando discretamente la vista, sin dejar de
observar por el rabillo del ojo. Se creía sin duda que era el mismo
diablo y aunque él no se preocupaba por ello, de alguna forma
también se deleitaba con la idea. Había publicado una carta en
la que desmentía aquella locura; pero sus seguidores, fascinados
con la leyenda, habían hecho caso omiso de la misma. Para ellos,
él seguía siendo el Mefistófles de la música.
Desde hacía ya varios meses se sentía desfallecer. Tenía
continuas fiebres y una terrible sensación de ahogo le estran­
gulaba las cuerdas vocales y lo dejaba prácticamente mudo.
Varios ganglios en su cuello secretaban un material blanque­
cino, caseoso, que hacía huir a la gente de su lado y a él tener
que cubrirse no las pústulas, sino la vergüenza. Perdía peso, y
su cuerpo antes ágil y erguido, ahora se notaba enjuto y encor­
vado. Sus largos dedos, de una fineza casi feminoide, seguían
acariciando las cuerdas de su instrumento, arrancándole ca­
prichos insospechados que nadie podría igualar en los tiempos
por venir.

– 245 –
Los amigos escaseaban. Berlioz le escribía ocasionalmen­
te alguna nota, siempre agradeciendo que el maestro hubiera
interferido a su favor. ¿Cómo olvidar aquel día en que lo oyó
por primera vez?… A petición del propio Niccolò, compuso
una obra para que él la interpretara en su viola: Haroldo en
Italia. Pero esto último nunca llegó a suceder. La tuberculosis
laríngea acabaría primero con él, evitando que el genio volvie­
ra a interpretar o a componer alguna otra pieza.
En sus últimos días, Paganini tomó su Stradivarius y lo colocó
una vez más bajo su mejilla. Olvidó el dolor y le arrancó al instru­
mento poco a poco, miles de notas que se perderían en el infinito.
Al morir, dice la leyenda que la tierra dejó de girar. Por un
segundo, se abrieron sus entrañas y de ellas brotó el mismísi­
mo Mefistófeles. Se hablaron de frente: diablo a diablo para
ver cuál de los dos ganaba. El primero se irguió y se transfor­
mó súbitamente en la figura más abominable que el hombre
jamás hubiera visto. Y Paganini, ni siquiera se inmutó. Siguió
tocando el violín con tal perfección que finalmente supo que
había ganado la primera batalla.
Pero la guerra la había perdido. Niccolò moría, y se dice
que el Señor, conmovido por su música, lo arrebató para sus
dominios. Fue así como Mefistófeles sufrió su segunda derrota.
Á n g e l a P e r a lta
(1845-1883)
Nacida en la Ciudad de México, en 1845, Ángela
Peralta ha sido una de las más célebres cantantes de
ópera que ha tenido el país.
Desde los seis años mostró sus dotes artísticas y
cuando acababa de cumplir los quince se estrenó en el
mundo de la ópera Trovador, de Giusseppe Verdi, e
interpretó a Leonora.
Fue tal su éxito, que viajó a Europa en donde
permaneció cinco años perfeccionando su arte. Fue
en 1865 cuando su prestigio se consolidó después
de su actuación en la Scala de Milán. Asimismo,
Ángela llegó a componer algunas canciones.
Además de su éxito como cantante, el mérito de
Peralta fue haber traído a México canciones euro­
peas, y haber llevado a Europa canciones mexicanas.
Murió en 1883.
Á n g e l a P e r a lta
(1845-1883)

Era una hermosa mañana. Día patrio para México. Aquel 15


de septiembre, frente al Presidente de la República, don Ma­
nuel González, cantó por última vez en la Ciudad de México,
la misma que 37 años antes la viera nacer.
Mujer hermosa, porque la voz que eleva a los confines del
cielo convierte en ninfa a toda buena cantante. Voz de sopra­
no que se señoreó por los grandes teatros del mundo, inter­
pretando a Donnizetti, Rossini, Meyerbeer, Bellini o Bizet.
Sus Aídas se recuerdan con pasión y la única desgracia es
que Edison llegara tarde al encuentro con esta mujer privile­
giada. Los cilindros de cera, que guardan para siempre el tim­
bre de Caruso, no se habían inventado aún para poder ahora
regocijarnos con la voz de Ángela.
Hacía varios días que no se sentía bien. Estaba enferma.
Había sido advertida de que la costa cosechaba enfermedades
mortales, y desatendiendo el consejo bien intencionado, se di­
rigió a Mazatlán, el bello puerto con sus playas de arena suave
y su mar de azul celeste que lucha con el azul del cielo para
dejar ver al espectador cuál de los dos es más hermoso.

– 249 –
Una fiebre la atacó de manera violenta, causándole tales
calosfríos y sudores que ni la más difícil de sus representacio­
nes operísticas habían logrado arrancarle en su corta vida. Su
piel de pronto se tiñó de un color azafranesco y los vómitos
habían comenzado horas antes, frente a la aturdida mirada
de sus amigos y familiares, a quienes el médico no infundió la
menor de las esperanzas.
En medio de su delirio, soñaba con volver a subir a La Scala
de Milán, e interpretar con su enérgica voz de ruiseñor el papel de
la esclava negra en Nabucco, la gran ópera de Verdi.
De pronto se vio a sí misma convertida en Aída, y recluida
en la mazmorra con olor a tumba; a pesar de que quería gritar,
solamente lograba afianzarse más a su amado Radamés. Lo
comparaba con su marido, a quien jamás amó y de quien vivió
siempre separada.
Como el “Ruiseñor Mexicano”, la bautizaron aquellos que
veían en Ángela la cumbre de una voz de soprano magistral­
mente manejada, tal como exigía el bel canto. Meses antes ha­
bía inaugurado el teatro que ahora lleva su nombre, en la ciu­
dad de San Miguel Allende, allá en el estado de Guanajuato.
Y una mañana en que el sol debe haber calentado poco,
Ángela Peralta sucumbió, víctima de la fiebre amarilla.
Cuando sus restos fueron depositados en la Rotonda de
los Hombres Ilustres de la Ciudad de México, no faltó algún
admirador que se preguntara…
—¿Pues qué mosquito habrá picado a este “ruiseñor”, que
fue capaz de callar su voz para siempre?…
S e r g é i P r o k ó fi e v
(1891-1953)
De padre ingeniero agrónomo y de madre pianista,
Sergéi Prokófiev nació en 1891 en el actual pueblo
de Donetsk, Ucrania.
Desde muy temprana edad mostró sus dotes
musicales y cuando a los 11 años comenzó a estudi­
tar formalmente música, ya había escrito sus prime­
ras composiciones. Muy pronto también sentó las
bases de lo que más tarde sería su muy particular
estilo musical.
De sus primeras obras, puede decirse que le
dieron fama como músico nacionalista ruso. Más
tarde realizó diversas giras por el Viejo Continen­
te y se presentó como pianista, interpretando sus
propias composiciones, ya con su sello tan personal.
Durante los años que vivió fuera de su país es­
cribió varias piezas para Sergéi Diághilev, su com­
patriota y empresario de los ballets rusos.
En 1936 regresó a Rusia y siguió componiendo
con el mismo lenguaje musical e integridad. De esta
época son Pedro y el lobo, su extraordinario cuento
para niños escrito para narrador y orquesta, y su
ópera Guerra y paz.
Prokófiev murió en Moscú en 1953, poco después
de que habían comenzado los ensayos para su ballet
La flor de piedra, puesto en escena al año siguiente.
S e r g é i P r o k ó fi e v
(1891-1953)

Pertenecía a esa escuela única y específica que otorga el pro­


pio talento. Y si bien ciertas influencias foráneas se percibían
en sus composiciones, todos concordaban afirmando que era
un artista original y alguien que daba a la música occidental un
nuevo brillo.
Él sin embargo sólo dedicaba su tiempo y su energía al
amor de su vida, el único que conocía: componer música. Ha­
bía pasado innumerables pruebas y todas las había superado,
emergiendo siempre victorioso de ellas. Sus conciertos para
piano, que exigían un virtuosismo extra, tanto por parte del so­
lista como de la orquesta, no ocultaban su gusto endemoniado
por exhibir las más difíciles combinaciones armónicas.
Y en esa vida entregada sin miramientos al arte, siempre
tuvo que vencer los obstáculos interpuestos por un gobierno
totalitario y absurdo que manejaba su país. Había nacido en
la época en que los emperadores regían la política, había a
su vez sobrevivido una revolución y ahora se sentía alejado
de todo aquello por el proletariado. Su música era constan­
temente atacada y calificada de antipatriótica y degenerada,

– 253 –
como si en algún lugar del firmamento estuviera escrito que
él tenía que componer siguiendo una pauta predeterminada
por un campesino sin educación, y peor aún, sin el menor sen­
tido de la autocrítica. Odiaba a este dirigente que lo había ido
reduciendo a una minúscula partícula dentro del sistema po­
lítico del país. Tan insignificante parecía ser su contribución
que prefirió el exilio voluntario a tener que someterse a los
designios de un asesino, cuya mano castigaba a la inteligencia
y perdonaba el crimen.
Se sentía un viejo a los 61 años de edad. Después de un
largo tiempo había regresado a su patria, que ingrata lo acogió
fríamente, sin demostración alguna de cariño. Seguía siendo
un extraño entre su gente, cuando el resto del mundo lo ala­
baba sin reservas.
Sus cefaleas parecían aumentar durante los momentos en
que los recuerdos afloraban a su mente. Se había salvado del
Gulag, y como muchas de las figuras que él mismo había creado,
o les había dado vida y sentido, ahora se refugiaba en el si­
lencio. Le agradecía en su interior a Horowitz o a Richter las
maravillosas interpretaciones de sus sonatas para piano y se
regocijaba escuchando a Heifetz interpretar alguno de sus
conciertos para violín. Pero la presión arterial ascendía; las
arterias sentían que iban a estallar y su corazón parecía desan­
grarse en la afrenta.
Sergéi Prokófiev se debatía entre el amor que profesaba
a su pueblo y a su gente, y el odio que tenía por su dirigente.
Su dolor de cabeza súbitamente se incrementó y por un ins­
tante supo que el final se acercaba. No tuvo tiempo siquiera

25 4 | J a i m e L av e n t m a n G.
de sentarse a escribir un epitafio, o de tocarse a sí mismo una
marcha fúnebre, al estilo de Beethoven o Chopin.
En el mismo instante en que presintió que iba a morir dejó
de existir. Se fue del mundo sin llegar a saber que por casualidad
ese mismo día fallecía también Stalin, su mortal enemigo. Qué
terrible coincidencia ver morir a ambos contrincantes el mismo
día. Fallece el villano cuya trayectoria se perderá en el infinito de
su maldad, y muere el héroe en la más oscura de las mazmorras
y en un eterno silencio. El pueblo, ignorante, llorará a su villano
ese día y escupirá sobre su recuerdo desde entonces. Pero derra­
mará lágrimas tardías por el compositor que le otorgó el placer
del sonido.
Giacomo Puccini
(1858-1924)
Nacido en 1858, Giacomo Puccini, el compositor de
ópera más grande de fines del siglo xix y comienzos
del xx, estuvo alejado de los principios de la ópera
verista, la tendencia imperante los últimos años del
siglo xix, inspirada en el Naturalismo francés.
Puccini pensó siempre en su público, de ahí la
profundidad psicológica de sus personajes y la va­
riedad de los mismos.
Ese fue su gran mérito, y el que lo llevó a asimi­
lar y sintetizar con gran destreza lenguajes y cultu­
ras musicales diferentes.
Puccini murió el 29 de noviembre de 1924, de­
jando solamente esbozado el final de Turandot.
Giacomo Puccini
(1858-1924)

Las lágrimas brotaban de sus ojos mientras escuchaba a la


soprano interpretar las arias que él mismo había escrito.
Era un maestro de óperas y había logrado entregar a la
mujer el sitio que en su día Verdi designara a tenores, bajos y
barítonos. De aquellas maravillosas gargantas femeninas bro­
taba un caudal interminable de armoniosas notas musicales;
los sonidos más hermosos que el hombre pudiera escuchar.
Drama vivo y parte esencial del alma latina, del pueblo
italiano. Él era el rey; lo sabía bien.
Y sin embargo, no podía comunicarse con nadie. Su laringe
se había cerrado como un cruel castigo a quien hacía vibrar las
cuerdas vocales de los mejores cantantes, mientras él perma­
necía mudo. Ningún sonido claro lograba salir de sus cuerdas
vocales. Unas cuantas semanas atrás, los médicos le habían
pronosticado que poco a poco el cáncer de laringe terminaría
con su vida.
Permanecía la mayor parte del tiempo bajo el efecto de
sedantes para amortiguar el agudo dolor que lo atormentaba.
Soñaba con su Tosca lanzándose al vacío en busca de su amado

– 259 –
ya muerto para encontrarlo en la eternidad. Moría con cada
uno de sus personajes.

*****

Sentado a su lado, Arturo Toscanini revisaba la partitura de lo


que sería una nueva ópera, y emocionado, casi temblaba; un
hombre de carácter fuerte y sombrío como él dejaba ver sus
emociones, al tiempo que se preguntaba si la terrible enfer­
medad del maestro le permitiría terminar y escuchar la obra…
Llegó el día del estreno. La sala repleta y el público ex­
pectante aguardaban con verdadera emoción lo que estaba
por suceder. Tras bambalinas, los cantantes iban de un lado a
otro nerviosos, afinando sus voces para lograr la mejor de las
representaciones.
La soprano se estremecía. Llevaría en sus espaldas toda
la historia operística del maestro, y su voz estaba a punto de
resonar y de elevarse en el abismo del triunfo, o de caer en el
fracaso. Pero deseaba triunfar… Rosa Raiza estaba a punto de
interpretar a Turandot. La mujer fría, seca, despiadada, llora­
ba tras el telón para poder ser digna representante de la gran
heroína de la ópera.
La obra comenzó y todos se esforzaron al máximo, y Tu­
randot se encumbró a alturas jamás conquistadas con ante­
rioridad. A la mitad del último acto, tras una impresionante
escena trágica y de dolor, la batuta en manos de Toscanini
cayó súbitamente. La orquesta se detuvo cortando la ópera
de tajo…

260 | J a i m e L av e n t m a n G.
El director volteó a ver al público en aquella sala repleta,
y fijó sus ojos miopes en alguna fila donde logró ver sentado el
espíritu de Puccini…Y entonces se dirigió al público…
—En este preciso momento de la ópera —explicó —la
mano del maestro dejó de escribir y la muerte se lo llevó…
Desde su nueva morada, Puccini —debemos creerlo—
escuchó con claridad las palabras. Supo que Turandot, su nue­
va heroína, había triunfado… Poco después, basado en los bo­
cetos que el propio compositor dejara, la ópera fue terminada
y reestrenada con éxito.
Y al reestreno el maestro Puccini tampoco pudo asistir…
pero seguramente también supo de su éxito.
S e r g é i R a c h m a n i n o ff
(1873-1943)
Nacido en Rusia, en 1873, y destacado entre los úl­
timos grandes compositores de la música académi­
ca europea, Sergéi Rachmaninoff, fue a la vez uno
de los pianistas más influyentes del siglo xx.
A los nueve años comenzó sus estudios mu­
sicales en el Conservatorio de San Petersburgo, y
cuando su fama logró trascender en su país, fue
nombrado director de orquesta del Teatro Bolshoi
de Moscú.
Sin embargo, Rachmaninoff habría de abando­
nar su patria tras la Revolución de 1917, para tras­
ladarse a París primero, y después a Suiza.
Finalmente eligió Estados Unidos, patria que
adoptó hasta los últimos días de su vida, cuando
murió en 1943.
S e r g é i R a c h m a n i n o ff
(1873-1943)

La comida había perdido su sabor. El vino ya no era más una


alegría y se podía decir que lo único que anhelaba era poder
recostarse en su cama y quedarse dormido, alejado del mundo
y de la gente.
No tenía fuerzas. Sentía que le había caído encima un peso,
hundiéndolo en las profundidades cercanas a la muerte. Dejó
de sonreír. Ya no quería ver a nadie.
Solamente unos años atrás había sido considerado un niño
prodigio. Su nombre se pronunciaba con respeto en la Acade­
mia de Música, donde con sus maravillosas manos había logra­
do conquistar a sus maestros y compañeros. En aquel entonces
mostraba sus primeros esbozos en la composición. Lo llamaban
el más grande pianista que el siglo xx vería. Lo comparaban con
Liszt, con el mismísimo Anton Rubinstein y decían también que
él estaba muy por encima de otros pianistas.
Pero su deseo más preciado no era ser un virtuoso de algún
instrumento, sino un buen compositor. Y ahora, recostado en el
diván y con la mirada triste, recordaba el fracaso de su obra más
reciente, de su primera y por ahora única sinfonía, que había

– 265 –
sido destrozada por los críticos y desechada por un público que,
como él mismo decía, no estaba aún preparado para escuchar
semejantes armonías.
El doctor Nikolai Dahl estaba sentado detrás de Rachma­
ninoff, atento a lo que éste le decía. Le había diagnosticado una
severa depresión a esta joven promesa de la música sinfónica.
Deseaba ayudarlo y para ello hacía un verdadero esfuerzo.
Aquella era la última sesión y Rachmaninoff finalmente se
levantó del sofá, como impulsado por un deseo desconocido
de volver a intentarlo…
Sonreía y el tiempo no le alcanzaba para escribir en su cua­
derno pautado las melodías que afluían como torrentes en su
imaginación.
Será —se decía a sí mismo— un concierto magnífico con
el que borraré para siempre la mala impresión que dejó mi
sinfonía. No será excesivamente romántico, pero tampoco se
acercará a las nuevas tendencias distónicas, tan frecuentes en
las salas de concierto.
A medida que las palabras fluían, su rostro se contorsio­
naba con una nueva e inspiradora confianza. La depresión ha­
bía quedado atrás. Y así, Rachmaninoff compuso su segundo
concierto para piano, el Opus 18, y guardó las depresiones en
el armario del olvido.
Como era un hombre generoso, pensaba en cómo agrade­
cer al doctor Dahl, su psiquiatra, la valiosa ayuda que le había
brindado durante aquellos largos meses…
Se supo que el día del estreno el propio compositor inter­
pretaría la parte del piano. El público, como anticipando una

266 | J a i m e L av e n t m a n G.
buena nueva, esperaba con ansiedad. Al terminar, los oyen­
tes emocionados inmediatamente reconocieron el valor de la
obra.
Rachmaninoff había vuelto a la senda del triunfo y ésta, ya
jamás lo abandonó.
Tomó la decisión antes del concierto: dedicarlo al doctor
Dahl. Y desde entonces, nadie en la historia de la psiquiatría
ha sido galardonado de mejor manera por aliviar una severa
depresión nerviosa.
M a u r i c e R av e l
(1875-1937)
Nacido en 1875 en Ciboure Labort, una localidad
perteneciente al País Vasco francés, Maurice Ravel
ha sido considerado por la crítica como un músico
de audaz estilo vanguardista, con clara influencia de
las más importantes corrientes que definieron a este
movimiento.
Maestro de la orquestación, Ravel cultivó por
encima de todo la perfección formal en su música.
Realizó sus primeros estudios en el Conservatorio
de París, y mostró desde sus primeras composicio­
nes un espíritu musical muy independiente.
Tras la muerte de Debussy en 1918, Ravel fue
laureado como el más grande músico francés de
entonces. Después de varios éxitos y algunos fra­
casos, en 1927 comenzó a trabajar en su Bolero, su
obra más conocida, inspirada en una antigua dan­
za andaluza, un auténtico ejercicio de virtuosismo
orquestal.
Diez años más tarde, el 28 de diciembre de
1937, Maurice Ravel moría en París. Con su muerte
desparecía el último representante de una genera­
ción de músicos que habían renovado las formas sin
tener por ello que renunciar al clasicismo.
M a u r i c e R av e l
(1875-1937)

Las playas de la Costa Azul habían perdido el encanto ori­


ginal para él. La arena entorpecía aún más sus movimien­
tos y la marcha se volvía una batalla difícil y pesada. No
lograba coordinar las órdenes de la mente con la ejecución
de las mismas, y sus pies comenzaban a llevarlo por rumbos
misteriosos.
Había dejado de sonreír. La vida misma, que había sido un
sortilegio de encantos, sin previo aviso se había transformado
en una severa depresión que se adueñaba de su ser, drenándo­
le hasta la más pequeña huella de energía. Meditaba y soñaba
con que pronto volvería la inspiración, y entonces nuevos val­
ses y espectaculares danzas brotarían de su interior e inunda­
rían las salas de concierto.
Se preguntaba si aquel fatídico accidente automovilístico
tendría algo que ver. Día con día las molestias se acumulaban
y las lágrimas fluían como el torrente de una cascada sin agotar
su caudal. Por momentos —y esto era lo que más le preocu­
paba— su mente divagaba por rumbos desconocidos, y al pare­
cer su memoria se esfumaba.

– 271 –
Las piezas fantasmagóricas escritas para el piano, sus con­
ciertos y sus óperas, formaban ya parte de un pasado que se
derretía junto con la civilización. Se sentía pobre de espíritu
y sin deseo alguno de componer. Parecía un cuadro fiel, re­
flejo de la depresión que se abatía sobre el incipiente —y no
obstante ya cansado— siglo xx. Un buen día notó que su me­
moria se había perdido por completo; y no sólo eso, sino que
también le costaba trabajo escribir lo que ya había compuesto.
—Maestro —lo acosaban sus alumnos —¿recuerda su pieza,
aquella, la más maravillosa de todas, en la que la pareja parece
girar en un frenesí que anuncia el cambio de un siglo a otro?
Y las preguntas seguían: ¿recordaba la monotonía inve­
rosímil de la danza que lo lanzara a la fama eterna? ¿Acaso
se acordaba del concierto que había compuesto para su ami­
go pianista, el que perdiera el brazo derecho en la Primera
Guerra?…
Había perdido la facultad de escribir la maravillosa mú­
sica que sin embargo seguía clara en su mente. Como aque­
llos desventurados que han perdido el habla y no son capaces
de expresarse. Una tragedia para ellos, un final infeliz para el
compositor…
Pero Maurice Ravel tampoco podía recordar demasiado esos
días. Finalmente tomó una decisión. Los médicos sugirieron una
operación en el cerebro tan dañado, para tratar de reponer el
hálito de vida que se estaba perdiendo. Y él accedió.
Diez días después de su encuentro con el bisturí que puede
marcar el destino, Ravel moría sin haber recobrado jamás la con­
ciencia. Su lúcida mente que con tanta fuerza había brillado en

272 | J a i m e L av e n t m a n G.
otros tiempos era ahora incapaz de componer un nuevo Bolero,
que hiciera bailar al mundo, en lugar de verlo combatir en los
campos de Europa una más de sus infaustas conflagraciones.
Si bien Ravel dejó de bailar muchos años antes de su muerte,
su música perdura en la historia del ser humano, música ma­
ravillosa que regaló a sus conciudadanos como instándolos a
danzar y a dejar de matarse unos a otros…
S i lv e s t r e R e v u e lta s
(1899-1940)
Nacido en 1899, en Santiago Papasquiaro, Durango,
el compositor mexicano Silvestre Revueltas destacó
también como violinista y director de orquesta.
Sus estudios musicales los realizó en el Conser­
vatorio Nacional de Música de la capital mexicana
y posteriormente viajó a Austin, Texas, para conti­
nuar con su formación.
En 1922 fue invitado por Carlos Chávez, otro
virtuoso de la música mexicana, para encargarse de
la dirección de la Orquesta Sinfónica de México,
puesto que ocupó hasta 1935.
Entre la obra de Revueltas destaca la música
que escribió para algunas películas, entre ellas Redes,
pieza maestra del cine mexicano, así como su música
de cámara y algunas canciones. Quizá lo más cono­
cido de su repertorio es Sensemayá, escrita en 1938 e
inspirada en el poema del mismo nombre del cubano
Nicolás Guillén.
Silvestre Revueltas murió en la Ciudad de México,
en 1940.
S i lv e s t r e R e v u e lta s
(1899-1940)

La mirada ausente y los pensamientos muertos. La mano sin


firmeza y los movimientos en general denotaban una torpeza
que asustaba. El aliento delator de aquel que trata de ahogar
la pena interna en un mar de alcohol. Aún no cumplía los 40
años de edad y su nombre comenzaba a dar frutos en las obras
compuestas, sobre todo para un conjunto sinfónico.
Era de noche. Crepúsculo de espectros y brujas; noche de
temores y angustias que bordaban a su alrededor un manto
de enorme tristeza que serviría de mortaja a su cuerpo y su alma
cuando éstos fallecieran. Noche de mayas como él la llamó, de
ensueño y fascinación por el pueblo que tanto amó y al que
dedicó sus mejores y más originales composiciones. Al poe­
ta García Lorca, de corazón inmenso y asesinado años atrás,
brindó su obra como inmortal homenaje. Las danzas al ritmo
vertiginoso del Sensemayá y sus cuartetos de cuerda, piezas to­
das ellas de original emotividad, estremecían a su pueblo. No
era un nacionalista en el estricto sentido de la palabra, y sin
embargo expresaba en su música originalidad, muchas veces
extraída de piezas autóctonas.

– 277 –
Pertenecía a una familia de abolengo, con valores que tras­
cendían del plano corriente a la invención y la creatividad.
Pero hoy le faltaba el aire y tenía la frente bañada en sudor.
Se enfrentaba a una infección que lentamente destruía sus
pulmones y lo mantenía en un delirio mortal. Recordaba la
isla de Janitzio y la pieza con la cual la inmortalizó. El ritmo
contagioso de sus escasas composiciones le acompañaba, al
tiempo que la bebida envolvía su cuerpo y su alma, alejándolo
del terror terrenal de tener que seguir sufriendo y viviendo.
En su sangre, a su vez mezcla de muchas etnias, se entrelaza­
ban las corrientes que lo empujaban a encontrar la felicidad y
la burla perenne a la propia muerte. La tos bañó súbitamente
su blanco pañuelo y la respiración se tornó más dificultosa.
Los estertores que anteceden a la muerte finalmente hicieron
su aparición.
Silvestre Revueltas sabía que iba a morir ese mismo día,
en los inicios de una terrible guerra mundial que, por suerte, a
él no le tocaría ya vivir. Las redes de su destino se conjuraron
para evitarle más penas y lo hundieron en el coma magnánimo
en el que el dolor desaparece y la vida, sin siquiera sentirlo, se
escapa a latitudes más cálidas y acogedoras.
Su violín permanecía en silencio, abandonado en algún
rincón. La orquesta que lo adoraba también callaba, como si
el luto respetuoso se hubiera impuesto. El cantor del pueblo
de México, el que supo encontrar la fusión entre los ritmos
nacionalistas y darles un toque personal y original, moría víc­
tima de una bacteria oportunista que finalmente desencadenó
una neumonía fatal. Pero el pueblo sabía que Revueltas, en su

278 | J a i m e L av e n t m a n G.
llorar y sufrir cotidiano, había muerto mucho tiempo atrás, al
permitir que el licor que embrutece los sentidos agotara la veta
de su inspiración musical. Moría como resultado de la tristeza
y el infortunio que se asienta ocasionalmente en cada ser hu­
mano, sin una causa o un origen certero.
Sus restos reposan en la Rotonda de las Personas Ilustres,
pero su alma se encuentra dispersa por el valle del Anáhuac,
por Janitzio, por las redes que lanzó con amor para su patria.
Él simplemente se encerró en la noche de los mayas, la del no
retorno… la de la muerte.
J o a q u í n R o d r ig o
(1901-1999)
Nacido en 1901, en Aranjuez, municipio de la co­
munidad de Madrid, Joaquín Rodrigo comenzó sus
estudios musicales a los ocho años.
Aprendió solfeo, violín y piano, así como armo­
nía y composición. A los 16 años ingresó al Con­
servatorio de Valencia, y en 1923 se estrenó como
compositor, con Juglares, su primera obra, misma
que fue premiada en la capital española.
Rodrigo estudió cinco años con Paul Dukas en
París, y posteriormente ingresó al Conservatorio
de París de la Sorbona.
En 1940 compuso el Concierto de Aranjuez, su
obra cumbre para guitarra y orquesta.
Joaquín Rodrigo murió en Madrid, en 1999.
J o a q u í n R o d r ig o
(1901-1999)

Podía distinguir entre las diferentes fragancias de la región de


Andalucía y nombrar con exactitud cada una de ellas.
El fresco aroma de la sierra nevada no se confundía con
el seco olor proveniente de las tierras de Castilla y Aragón.
Su mente viajaba por los parajes más hermosos de España,
llenándolo de deseos de crear y de llevar las notas a un penta­
grama. El oleaje en la bahía de Vizcaya le atraía, de la misma
forma que el viento que le susurraba en Cataluña, también los
bailables como la jota aragonesa y el cante jondo arraigado
entre los gitanos, ya plenamente identificados con la península
Ibérica.
Pero sobre todos los paisajes, estaba la música de su queri­
do pueblo. Música de profundo colorido y ardientes expresio­
nes. Y con el toque maestro tomaba prestado de cada una de
ellas una nota o una insinuación melódica y las transformaba
en exquisitas obras dominadas por el instrumento que adora­
ba y que era parte esencial de su pueblo, como lo eran también
la herencia mora y judía.
La guitarra era la voz y los ojos, y con sus cuerdas vibrando
saltaba al mundo del expresionismo, mezclado todo ello con

– 283 –
un toque de color nacionalista y adaptado perfectamente al
mundo actual.
Era un hombre gentil, enfrascado en la lucha por sobrevi­
vir en un mundo de sombras y eterna oscuridad. Los olores de
su entrañable Aranjuez vibraban sutilmente, mezclándose con
los sonidos de Málaga.
No se quejaba. Había aceptado el reto impuesto por el
destino y hasta podía decirse que agradecía al Señor el que le
hubiera quitado el sentido de la vista.
Es cierto que no veía, no distinguía los colores vibrantes
de una Granada enclaustrada entre los picos nevados de la
región, y tampoco podría jamás diferenciar las singulares calle­
juelas de Sevilla. Era ciego, y su ceguera había irrumpido en
su vida desde los tres años de edad. El recuerdo de lo que
representaba ver se había esfumado al paso del tiempo, pero
lo suplía ampliamente la imaginación que aventajaba a la rea­
lidad en emotividad y en meticulosa observación de aquello
que es imposible distinguir a la luz del día.
Rodrigo gozó de una vida larga y prolífica. Fue un hispano
universal cuya guitarra cantaba por igual al hombre educado
como al lego, mostrándoles lo hermoso que puede llegar a ser
el universo.
Una noche, Joaquín Rodrigo se acostó tarde como era su
costumbre y dejó que las melodías de su propia inspiración
lo llevaran hasta el sueño profundo. En él, Rodrigo podía ver
de la misma manera que lo hacemos todos nosotros. En el
mundo de los sueños, los ciegos no existen. Y era feliz. Vivía
su destino creativo entre las sombras y una vida fascinante
en la luminosidad de la imaginación que es más nítida que
la realidad.
Y esa fue la dicotomía de la vida que le tocó experimentar…
Artur Rubinstein
(1887-1982)
Nacido en Polonia, en 1887, Artur Rubinstein fue
un pianista de gran talla que comenzó sus estudios
musicales a los tres años de edad, y mostró un enor­
me talento al ofrecer su primer concierto a los seis.
Más tarde marchó a Berlín y en 1900 se pre­
sentó ante el público. Siguieron conciertos en Ale­
mania y Polonia, y en 1904 debutó en París. Poste­
riormente tuvo una serie de presentaciones en el
Carnegie Hall de Manhattan, en la zona más sofis­
ticada de Nueva York.
Volvió a su país en donde pasó varios años,
y después realizó diversas giras por todo el Viejo
Continente.
Rubinstein tuvo que abandonar Europa por
motivos políticos para trasladarse a Estados Uni­
dos, aunque finalmente pudo regresar, para morir
en Ginebra, en 1982.
Artur Rubinstein
(1887-1982)

Acababa de celebrar sus primeros 95 años de vida en plena sa­


lud física y mental. Un prodigio —decían todos— y él simple­
mente sonreía… no quería compartir esas ideas.
Tomó su cigarro y lo colocó en el borde de sus labios, sin­
tiendo el escozor del tabaco al tiempo que lo encendía. Aspi­
ró en repetidas ocasiones con la satisfacción de paladear el
aroma que se esparcía por su cuerpo. Colocó el cigarrillo en
el borde del cenicero que descansaba sobre el piano, y con
cuidado levantó la tapa del mismo, para antes que nada, sim­
plemente regocijarse con la blancura de las teclas.
Se sirvió una copa de vino —el francés era su preferido—
de color rojo como su propia sangre, que en él hervía recor­
dando una vida llena de satisfacciones; éxitos que nunca termi­
naban y reconocimientos en cada país del mundo por los que
había pasado…
¡Ah!, y las mujeres de aspecto hermoso que aún ahora se
rendían a sus pies y le reverenciaban como a un mago del te­
clado, sin que pudieran comprender que el único que merecie­
ra semejante distinción había muerto ya hacía muchos años.

– 287 –
El recuerdo de Liszt y de su amado Chopin lograron fi­
nalmente inundar sus ojos de lágrimas, lágrimas traicioneras,
unos segundos antes de que con sus manos maravillosas atacara
el teclado para hacer sonar algún vals del compositor polaco.
Su memoria, siempre extraordinaria, lo transportaba por el
pentagrama del recuerdo, sin tener que acudir a la partitura
impresa.
Era feliz, y en realidad siempre lo había sido. De toque
magistral, si bien una que otra nota se escapaba por acá o por
allá de repente, con sus interpretaciones afirmaba que el én­
fasis en la emotividad es capaz de superar la exigencia técnica.
Ello constituía parte de su fama y él lo sabía bien. Una felicidad
absoluta, como cuando impartía clases magistrales en París,
Londres o Jerusalem. Siempre estaba rodeado de gente más
joven que él, de promesas musicales, algunas de las cuales
triunfarían y otras fracasarían, sin elevarse a las alturas alcan­
zadas por él, en sus más de 70 años como pianista.
Sonreía con benevolencia agradeciendo cada instante de
su larga vida. Sus manos seguían arrancando las más exquisi­
tas tonalidades al piano, y no tenía ningún malestar, a pesar de
lo avanzado de su edad.
Interpretó las obras de Brahms con la dulzura que sólo él
lograba imponerle. Entre movimiento y movimiento de la So-
nata no. 3, bebía un trago de vino y aspiraba un poco el humo
de su cigarrillo.
Al otro día, alguien encontró el cadáver de Artur Rubins­
tein reposando tranquilamente en su cama. Sus facciones de­
notaban absoluta alegría, y no había impreso en su rostro ni

288 | J a i m e L av e n t m a n G.
un ápice de mueca que expresara sufrimiento. A un lado, en el
buró, había una copa con coñac.
No dudo que el médico que acudió a certificar la muerte
haya puesto como causa de la misma un infarto al miocardio o
quizá un ataque cerebral.
Yo que nunca le conocí y sólo supe de su muerte a través
de un comunicado en el periódico, sé muy bien de qué murió
Rubinstein: falleció de inmensa alegría…
Así es. Murió sin tristeza, sin enfermedad alguna y simple­
mente en su última aparición se despidió de la vida cumpliendo
de esta forma con los designios del Creador…
Arnold Schönberg
(1874-1951)
Nacido en Viena, en 1874, Arnold Schönberg ha si­
do considerado, al lado de Stravisnky y de Bártok,
como uno de los grandes músicos de la primera mi­
tad del siglo xx.
Schönberg representa una de las figuras clave
en lo que respecta a la evolución de la música aca­
démica occidental.
Fundó la Segunda Escuela de Viena y ha sido
reconocido como uno de los primeros compositores
en adentrarse a lo que se conoce como composición
atonal, y en especial por haber creado la técnica del
dodecafonismo, basada en series de 12 notas, con lo
que abrió las puertas al posterior desarrollo del se­
rialismo de la segunda mitad del siglo xx. Asimismo,
entre 1906 y 1913 Arnold Schönberg se dedicó a la
pintura. Fue amigo, entre otros, de Vasili Kandinski y
sus cuadros participaron en más de 10 exposiciones.
Arnold Schönberg
(1874-1951)

Los números atraían su atención hasta el punto de convertirse


en el único interés de su vida. Primero le había fascinado el
número 12, y sin duda esa misma fascinación lo llevó a encon­
trar una nueva técnica armónica, basada precisamente en ese
número de dígitos.
De su natal Viena era ya muy poco lo que recordaba. Con­
tra todo pronóstico, había sobrevivido a las dos guerras más
costosas en vidas humanas que han ocurrido en la historia, y
en sus pinturas se reflejaba claramente esa angustia que arras­
traba por los acontecimientos vividos.
En su Superviviente de Varsovia mostró su judaísmo latente,
lo mismo que en varios salmos que al dotarlos de música hizo
renacer del olvido.
Había nacido judío y había dejado de serlo por autocon­
vicción, para poder formar parte del mundo gentil que do­
minaba la música. Así lo había hecho también Mahler, su
mentor.
Fue maestro de música en Berlín, y en 1933 recibió un
amargo telegrama, en el que se le hacía una “invitación” para

– 293 –
que abandonara el cargo. Meses atrás, los nacionalsocialistas
habían usurpado el poder y obligaron a este gran hombre a
emprender el exilio involuntario. Y así llegó a París, en donde
por motus propio volvió a la senda del judaísmo para nunca
más abandonarla.
Y en medio de todo ello, el sistema dodecafonista se
presentaba ante un mundo incrédulo. Sus alumnos lleva­
rían las teorías en su música, para convertirlas en el escudo
de sus composiciones, como una muestra de aceptación al
maestro.
Ahora era el número 13 el que como una obsesión domi­
naba el pensamiento de Schönberg. Pero sin saber por qué, le
temía. Estaba convencido que no viviría más de 76 años, cifra
que al sumar sus partes por separado, 7 y 6, daban 13. Y así, el
hombre que le diera vida a Moisés y a Aarón, el de La noche
transfigurada, entró en una severa depresión, que lo condujo
semanas más tarde a la muerte.
El periódico local anunció así su muerte:
Hoy, 13 de julio de 1951, 13 minutos antes de la media­
noche, el maestro Arnold Schönberg falleció a la edad de 76
años.
¿De qué murió el inventor del dodecafonismo? ¿De una
severa depresión? ¿De edad avanzada?
No…Yo creo que murió de miedo. Si bien el número 12 le
dio la fama, el 13 no logró destruir su obra. En otras palabras,
Arnold Schönberg murió al haber adivinado el día y el año de
su muerte.
Y eso debe de ser lo mismo que morir de miedo…
Fr a n z S c h u b e r t
(1797-1828)
Uno de los precursores del Romanticismo, y gran
compositor del lieder, el antecedente de la canción
moderna, Franz Schubert nació en 1797, en Viena.
Si bien su música fue valorada en un círculo muy
restringido, sus últimas sonatas para piano, así como
sus cuartetos de cuerda y sus dos últimas sinfonías
—equiparables a las de su admirado Beethoven—
comenzaron a difundirse después de su muerte. La
crítica lo consideró entonces como uno de los gran­
des compositores de todos los tiempos.
Sus obras, algunas inéditas y otras que sólo se ha­
bían interpretado en privado, fueron también alabadas
por otros músicos como Schumann y Mendelssohn.
Muy joven, y aún sin haber concluido muchas
de sus obras, Schubert murió en 1828.
Fr a n z S c h u b e r t
(1797-1828)

Se acicalaba con emoción casi adolescente para su primer


concierto. Quería verse bien ante el público, mientras sus ojos
miopes se perdían intentando enfocar su futuro.
Sus amigos, que lo idolatraban, le demandaban que des­
cansara de la misma manera en que años atrás lo habían im­
pulsado a que escribiera una canción tras otra.
Había transcurrido sólo un año desde la muerte de Beetho­
ven, su admirado Ludwig, a quien consideraba el músico más
grande de su época. Aún recordaba con detalle el día del entierro
del maestro; él mismo había desfilado detrás de su ataúd, como
tantos otros fieles compañeros que habían acompañado al ge­
nial compositor alemán camino a su eterna morada.
Y aun cuando sabía de antemano que jamás conocería la
respuesta de semejante interrogante, se preguntaba una y otra
vez si el gran Ludwig habría tenido la oportunidad de revisar
su Sinfonía en Do Mayor.
Caminaba hacia el teatro al tiempo que tarareaba las más
hermosas melodías de su último ciclo de canciones. Las sonatas y
el quinteto para piano las había terminado mucho tiempo atrás.

– 297 –
El concierto de aquella noche representó un gran éxito en
su vida. Llegó a su casa soñando con un futuro promisorio y
lleno de alegrías.
Pero semanas después, de su frágil cuerpo víctima de va­
rias enfermedades, entre ellas la sífilis, surgió como un dragón
embravecido un cólico que intentó partirle el organismo en
mil pedazos.
La fiebre iba en aumento y reconocía que haber bebido
agua contaminada le estaba causando una severa enfermedad.
Su excremento era una masa de sangre y moco, y le asustaba
tanto como el trágico anuncio de su muerte en las próximas
horas.
Terminaría su vida en forma callada. Aterrado, optó por
buscar compañía y logró penosamente llegar a casa de su her­
mano, para caer en cama y nunca más levantarse de ella.
Y en su delirio, mientras la fiebre tifoidea lo consumía
lentamente, Franz Schubert le expresaba su amor a la bella
molinera, la misma que lo había inspirado a componer uno
de sus más bellos ciclos de lieder. Y en su delirio también, la
veía como un vagabundo que cruza el camino adecuado de su
existencia una sola vez.
Su vida terminó a los 31 años de edad, cuando la veta aún
podía haber dado mucho más, y sin embargo, la muerte se ha­
bía llevado una vida de amor al canto, a la sencillez en la mú­
sica con una facilidad envidiable para las melodías.
Pero a diferencia de lo que muchos pensarán en el futuro,
la suya no es una obra inconclusa, como aquella sinfonía que
escribiera en sólo dos movimientos… más bien es una obra
corta porque la inspiración divina no dio para más.
Robert Schumann
(1810-1856)
Compositor alemán del Romanticismo, y uno de los
más afamados músicos de la primera mitad del si­
glo xix, Robert Schumann reflejó, tanto en su obra
como en su vida personal, la naturaleza del hombre
romántico: pasión, drama y tragedia.
Desde sus años adolescentes, Schumann mos­
tró sus dotes como compositor, escribiendo obras
para piano, pero también para orquesta de cámara
y sinfonías.
Sus trastornos emocionales, acompañados de
severas crisis nerviosas, culminaron en 1854 cuando se­
arrojó al río Rhin, y fue internado en una clínica
cercana a Bonn, para morir finalmente en 1856.
Robert Schumann
(1810-1856)

El señor Weick no le simpatizaba en absoluto…


La noche anterior había sido de apesadumbrado sufrimien­
to al sólo pensar que al día siguiente debía tocar algunas piezas
al piano frente a él. Sabía lo estricto que era con sus alumnos
y cuán crueles podían ser sus críticas y comentarios. Su técnica
era depurada aunque, sospechaba, le echaría en cara su roman­
ticismo y esa extrema sensibilidad que no podía modificar.
El destino le había fijado un rumbo a seguir, el mismo por
el que transitaba con paso firme y seguro. No permitió distrac­
ción alguna hasta el instante en que, sentado frente al piano
en casa de su maestro, notó que alguien más estaba cerca, es­
cuchando atentamente…
Aquella era una aparición y su hermosura lo confundió
por un instante en que no pudo siquiera parpadear, al tiempo
que su corazón se aceleraba. En los años siguientes siempre
recordaría con agrado aquel instante como el momento más
sublime de su existencia.
Pero ahora los años de felicidad habían quedado rezaga­
dos. La batalla ante el piano tratando de extraerle un nuevo

– 301 –
lenguaje, formaba ya parte de la historia que él mismo escri­
biría. Reconocía que ya no podía tocar más, y atormentado se
llenaba de angustia, de un descomunal terror interno… Las
composiciones que en otra época fluían con facilidad se ha­
bían vuelto dificultosas, llenas de penurias y peligros que era
incapaz de afrontar…
Se levantó de su asiento fijando la vista al infinito. Sus ojos
permanecían estáticos, sin ver nada…
No divisaban el río frente a él, ni las aguas azules que se
mecían con el tenue soplo de la brisa veraniega. Tampoco lo­
graba ver las nubes grises que formaban un techo anunciando
una tormenta próxima, y no distinguía que la noche ya estaba
a su lado. Y sin embargo, miraba fijamente con aquella zona
de su pensamiento que no parece humana, y que poco a poco
se difumina en medio de la locura de cada uno.
Caminó hacia el agua con la mente en blanco y los ojos
ciegos en el devenir de su propia existencia…Y así, Robert
Schumann se encontró con su destino. Siguió caminando has­
ta perderse bajo el manto de aguas poco amistosas para ser
rescatado por su amada Clara. Aún había en su cuerpo un pe­
queño aliento, y sin embargo tuvo que ser internado en un
manicomio: su vida espiritual se había ahogado sin remedio.
Clara Weick se atormentaría los años siguientes preguntán­
dose en qué momento su amado había perdido la razón. ¿Quizá
habría sido cuando inutilizó un dedo de su mano, tratando con
ello en vano de mejorar su digitalización en el piano? ¿O acaso
fue cuando el Sr. Weick les prohibió casarse, bajo la amenaza
que posteriormente cumplió de desheredarla? ¿O tal vez ocurrió

302 | J a i m e L av e n t m a n G.
cuando Robert se sentaba horas enteras frente a un pentagrama,
sin lograr moldear en él siquiera una nota musical?
Ya en el manicomio, Schumann, privado de su lógica y de
la chispa de vivir, al menos tuvo la bendición de no volver a ver
al odiado Sr. Weick…
A Clara no creo que la haya olvidado, por más grave que
haya sido su locura.
Alexander Scriabin
(1872-1915)
Nacido en Rusia, en 1872, Alexander Scriabin des­
tacó por haber sido un virtuoso del piano y la com­
posición musical.
Desde muy temprana edad fue alumno de pia­
no de Nikolai Zverev, quien había ganado fama de
gran maestro, entre otras cosas, por haber tenido
como alumno al gran Rachmaninov.
Poco después, Scriabin ingresó al Conservato­
rio de Moscú, y a pesar de que tenía las manos real­
mente pequeñas, se convirtió en un gran pianista.
En lo que respecta a su trabajo como composi­
tor, el músico ruso estuvo influido por la teoría del
Superhombre, atribuida a Nietzsche.
Un poco antes de morir, diseñó un trabajo
musical sobre el Armagedón, con la intención de
presentarlo en el Himalaya. A esta pieza musical la
llamó Mysterium, pero la muerte lo sorprendió en
1915, antes de que pudiera terminarla.
Alexander Scriabin
(1872-1915)

Tras una larga ausencia, a los 43 años de edad regresó a su


patria, en parte convencido por los amigos y admiradores, pero
también a recoger el fruto de una larga cosecha, que ahora lo
redimiría ante su gente. El bigote aristocrático parecía anunciar
el fin de los zares y de una larga época de varios siglos, si bien él
no llegaría a vivirla. Hacía tiempo que había abandonado a su
mujer. Su nuevo amor era la filosofía pura, por medio de la cual
trataba de comprender su entorno, su mundo, y de unir todo
ello bajo un concepto universalista de paz eterna.
Su obra sinfónica se consideraba demasiado avanzada para
la época, y las tonalidades de las mismas, definitivamente no
eran del agrado de la mayoría. Pero sus ideas de encontrar una
unidad en el universo que impulsara a la humanidad hacia un
nuevo periodo de hermandad entre los seres humanos, se com­
prendía aún menos.
Por momentos, Scriabin se creía el propio Mesías redi­
miendo a un mundo castigado por los errores y pecados de
sus hijos. Y pensaba también que a través de su música fundida
en un divino poema lograría llevar el mensaje de unificación

– 307 –
hasta el éxtasis, borrando toda duda que se antepusiera a su
misión.
Días atrás, el molesto furúnculo que había brotado en su
labio comenzaba a aumentar de tamaño, mostrando francos
signos de inflamación y de una latente infección. En vano in­
tentó reventarlo; quizá con ello creía dejar escapar la muerte
que comenzaba a rondar por su cuerpo, pero sus esfuerzos
fueron vanos, y en lugar de ello, una fiebre pertinaz se instaló
en su organismo para ya no abandonarlo jamás.
De pronto se vio envuelto en el delirio de una infección sin
control. Soñaba con sus obras musicales, con el amor que desea­
ba otorgar a la humanidad. Se suscitó finalmente la septicemia,
hija natural de una infección no controlada, y con implacable
habilidad, en un instante se llevó consigo a este pseudomesías.
De figura y mirada aristocrática, Alexander Scriabin trazó
una música llena de misticismo que había de ser interpretada
en los tiempos por venir. Mostraba en ella el canto de una
abominable desesperación, de quien conoce la maldad del ser
humano y sabe que ésta es incapaz de congeniar con la bondad
divina, quizá porque está fuera de nuestro alcance.
Scriabin se elevó a alturas que él mismo dibujara, dejando
que un simple furúnculo le cortara la vena de la inspiración.
Pero, ¿en realidad se habría llegado a sentir un Mesías?…
Solo sé que el pianista de renombre, el compositor de san­
gre rusa, indujo los cambios que su pueblo vería al paso del
tiempo. Los conceptos filosóficos que trató de transmitir al
mundo hoy están en el olvido. Nadie los recuerda y a nadie le
interesan. Sólo perdura su mensaje musical.
D m i t r i S h o s ta k o v i c h
(1906-1975)
Nacido en San Petersburgo, en 1906, tras un pe­
riodo inicial de vanguardismo musical en prácti­
camente toda Europa, el estilo de Shostakovich
derivó hacia un romanticismo musical tardío, que
supo combinar a la perfección con la música rusa
tradicional.
Shostakovich logró crear un modo muy perso­
nal que evolucionó en algunas de sus obras hacia la
atonalidad; es decir, al uso de contrastes agudos y
elementos un tanto extravagantes, con un compo­
nente rítmico muy acentuado.
Murió en 1975, y en la actualidad es considera­
do como uno de los compositores más destacados
del siglo xx.
D m i t r i S h o s ta k o v i c h
(1906-1975)

Hacía tiempo que la fama ganada con su primera sinfonía se


había olvidado. Aunque su inspiración producía cada vez más
y mejor música, el reconocimiento no parecía llegar. Las au­
toridades de su país se negaban a aceptar que él componía la
música que su mente le ordenaba. Se había convertido en la voz
de vanguardia en el ámbito musical del siglo xx, y sin embargo
todas sus obras se sublimaban y mejoraban a la anterior, pero
muy frecuentemente alguna genialidad aparecía.
Había intentado todas las variantes y posibles matices que
la diversidad en la música ortodoxa podía ofrecer. Preludios
y sonatas para piano, cuartetos, óperas, sinfonías, cantatas… y
en cada una de ellas, una gota de su sangre se regaba en su
contienda contra un gobierno totalitario que tenía controlado
a su pueblo. Era un genio, pero un genio supeditado al control
draconiano de mentalidades sin sentimientos, que dictaban
sin clemencia las directrices a seguir a cada artista de su país.
Sus ojos miopes, buscaban afanosamente la nota adecua­
da para integrarla al pentagrama. Su presión arterial, siempre
errática en su control, subía sin consideraciones para permane­

– 311 –
cer en esas peligrosas alturas que dañan la inspiración creativa
del músico y de todo artista. El corazón se encontraba agotado;
el desgaste físico y mental era muy grande, y comenzaba a fallar
ocasionalmente, augurando un final estremecedor. Sería rápido
en su aparición e injusto en su tiempo.
Desde lo más profundo del canto del bosque recordaba,
ahora a varios años de distancia, las batallas que se habían li­
brado en el suelo patrio, y a las que su dirigente se atrevió a
nombrar como “guerra patriótica”. Millones de seres morirían
y no precisamente bajo la metralla del enemigo, sino como con­
secuencia del hambre y las enfermedades, a su vez resultado de
la incredulidad del ser humano.
En su sinfonía Leningrado, en el canto repetitivo de sus
percusiones y el crescendo que estorba a la memoria, Dmitri
Shostakovich escribía con sangre la saga de su ciudad y de sus
habitantes. Años después vería borradas de los escenarios
sus mejores composiciones, entre ellas sus óperas, mismas que
habían sido calificadas con la más absoluta de las ignorancias
como “música de degenerados”.
Así, Lady Macbeth, la que vivía en la Unión de Repúblicas
Soviéticas Socialistas, representaba una crítica al sistema fatí­
dico impuesto sin piedad a un pueblo. Se luchaba abiertamente
contra un dirigente que todo lo quería abarcar. Y un buen día
Dmitri se acercó a Yevtushenko, el gran poeta, y le prometió es­
cribir la música para uno de sus poemas. Al hacerlo, reconoció
por primera vez cómo su querido ejército había masacrado a
una población indefensa.

312 | J a i m e L av e n t m a n G.
Babi Yar con su amargo llanto y el recuerdo de la sangre
vertida inútilmente, sólo logró que el cerco oficial que lo es­
trangulaba ciñera aún más el nudo a su alrededor, cortándole
la inspiración.
Pero lo afectaba otra enfermedad aún más maligna, que
poco a poco lo iba paralizando, como una poliomielitis pro­
gresiva a la que nada ni nadie podía parar. Esa esclerosis late­
ral amiotrófica eventualmente lo mataría.
Una mañana en que el tirano llevaba años de muerto,
Shostakovich supo que iba a morir. El corazón perdía fuerza y
no fue posible encontrar en todo el mundo una medicina que
curara sus heridas. No era el músculo el que fallaba, ni tam­
poco las arterias que lo irrigaban. Su corazón lloraba lágrimas
mortales por aquellos a quienes no pudo defender. Los cadá­
veres en las calles de Leningrado, la inmensa fosa de muertos
en Babi Yar y los héroes anónimos asesinados durante las
guerras y las continuas purgas del régimen.
Supo entonces que su patria eventualmente se redimiría, y
así, la voz musical del siglo cerró sus ojos y expiró en la tierra
convulsionada en la cual le había tocado nacer y morir.
Shostakovich definió el devenir de su pueblo antes que el
suyo propio.
Jean Sibelius
(1865-1957)
Nacido en 1865, en Tavastehgus, Finlandia, Jean
Sibelius soñó con ser un virtuoso del violín desde
muy niño. Y sin embargo fue hasta 1892 cuando
pudo demostrar que, más que eso, él era un gran
compositor, en especial de canciones, obras corales
y piezas para piano.
Pero su fama la debe en buena medida a la com­
posición de poemas sinfónicos.
Amante de la naturaleza, solía llevar su violín
con él al bosque, sitio en el que a menudo se inspi­
raba; en ocasiones tomaba alguna embarcación para
navegar por el río, y ahí también se ponía a tocar.
El lenguaje musical de Sibelius es inconfundi­
ble y universal, puesto que trasciende el gran amor
que este compositor sintió siempre por su país.
Jean Sibelius murió en 1957.
Jean Sibelius
(1865-1957)

Contaba con 44 años de edad y era considerado el compositor


del siglo. Sus obras se interpretaban más que las de cualquier
otro artista vivo, y sus admiradores aumentaban de una forma
increíble.
Ese día se encaminó al hospital; tenía que someterse a una
operación para erradicar el cáncer de garganta que tanto le
aquejaba.
Sentía que la vida se le escapaba y que ya formaba parte
del mundo de los desaparecidos. La angustia en el alma era
cada vez más grande; y crecía al mismo ritmo que su males­
tar. Una mañana amaneció con la sensación de ser aún muy
joven para morir, sabía bien que todavía podía ofrecer mucho
al mundo de la composición, y en ese momento una profunda
depresión se asentó en su corazón para no abandonarlo jamás.
Su temor a morir por el crecimiento desbordado de las células
malignas lo consumía…
Y fueron su patria, su joven nación, y su gente que tanto
lo idolatraba, las que lo apoyaron incondicionalmente duran­
te ese trance. Le dieron —entre muchas otras cosas— una

– 317 –
pensión vitalicia para que pudiera seguir siendo su músico y
su compositor.
Gustaba del buen vino y de hermosas mujeres, que sim­
plemente se rendían ante su presencia sin que él tuviera que
esforzarse demasiado para ello. Y aquel cáncer fue extirpado
y el hombre regresó a su hogar.
Le quedaban 20 años de maravillosa inspiración y trabajo
constante. Sus poemas sinfónicos endulzarían lo agreste en la
vida de sus conciudadanos, y éstos lo llamarían desde entonces
su héroe.
La mañana era apacible. Acababa de cumplir 91 años de
edad. En los últimos 25, su inspiración se truncó y no volvió a
componer una sola nota musical. Sin embargo, su país le se­
guía otorgando los honores reservados a la realeza. Ese día, en
forma súbita lo invadió un fuerte dolor de cabeza, y sin poder
siquiera expresar un último adiós se sumió en la inconciencia
que antecede a la muerte. Una hemorragia cerebral finalmente
lo llevó a la tumba, callando para siempre sus temores de una
muerte prematura.
Jean Sibelius engañó durante cerca de 50 años a la muerte.
La confundió en tal forma, que le fue concedida una vida extra.
Finalmente, como todo ser mortal, sucumbió ante ella pero en
forma gallarda, sin sufrimiento, casi con alegría.
Sibelius no murió a los 91 años. A los 44, volvió a nacer, y
simplemente disfrutó la vida durante 47 años más. La muerte
misma, al verlo definitivamente en su descanso final debió ha­
ber sonreído, reconociendo que en una ocasión fue derrotada
por un ser humano.
A la larga, Sibelius fue el triunfador. La muerte, llegada a
su tiempo correcto, era ahora su consuelo y no mostró lucha
alguna frente a ella.
B e d r i c h S m e ta n a
(1824-1884)
Nacido en la actual República Checa, en 1824,
Bedrich Smetana comenzó desde muy niño sus
estudios de piano y violín.
Muy joven viajó a Praga para continuar con su
formación como compositor y posteriormente tra­
bajó con el conde Leopold Thun.
Después de que sus primeras obras fueran pu­
blicadas, Smetana fundó una escuela de música que
financió el compositor Franz Liszt.
Comprometido con el movimiento nacionalista
checo, él fue el primero que utilizó elementos del
folklore checo en sus composiciones.
En 1865 se trasladó a vivir a Gutemburgo, en
donde ejerció como profesor y director de orquesta,
y también como músico de cámara.
A su regreso de Praga, en 1863, fundó otra es­
cuela con el propósito de promocionar la música de
su país.
Su obra influyó notablemente en dos grandes
maestros: Antonin Dvorák y Leoš Janárek.
B e d r i c h S m e ta n a
(1824-1884)

Se deslizaba con torpeza y lentitud de un sitio a otro, sin pres­


tar atención a lo que le rodeaba. Al fin y al cabo, un asilo re­
sultaba idéntico a otro: paredes frías, personas desinteresadas,
médicos en cuerpo, mas no en alma. Dejó de escuchar el trino
de los pájaros, el susurro del viento, e incluso el canto monta­
ñés que tanto le gustaba.
La alegría estaba ausente de su vida y no era la novia per­
dida la culpable, sino la sordera profunda que lo había alejado por
completo del mundo de los vivos, lanzándolo a la irremediable
soledad que otorga el silencio. Sabía que el maestro de Bonn
había superado éste déficit auditivo. Pero él no era Beethoven,
y tampoco poseía su fortaleza.
Aislado, sus días transcurrían en un mundo de visiones
que le infundían terror. Su ciclo de composiciones Mi patria
estaba sumergido en el fango del olvido, enmarañado dentro
de una mente enferma como la suya, que no era ya capaz de
recordar siquiera su propio nombre. Ya no volvería a remojar
sus pies en el caudaloso río de sus años de infancia ni a re­
crearse en los poemas sinfónicos dedicados a su tierra natal.

– 321 –
Este gran nacionalista se pudría en el asilo de los enfermos de
la mente, enajenado en su propia locura que en él no era sino
cordura, y en los demás demencia.
En un momento de aislamiento total, su mente lo trasladó
hasta las cauces del Moldavia. Smetana se acercó a la orilla,
lanzó los zapatos lejos de sí, y dejó que las aguas cristalinas
lavaran los pecados de su vida, como el Santo Padre lo hacía
cada viernes santo, al lavar los pies de sus feligreses.
El silencio de la sordera era tan profundo, que causaba dolor.
No escuchó los pasos de los corceles que conducían la carroza de
la muerte, que llegaba por él para que la abordara. Tuvo que
ser la muerte misma, quien golpeando levemente su hombro le
dejara saber que el momento final de su vida había llegado.
En el asilo, nadie comprendía por qué el bueno de Smetana
gritaba como el loco que siempre se rehusó a ser. Nadie prestó
atención cuando desapareció su alma, montó en la carroza
misma de su destino final y se alejó por un paraje que rodeaba
al Moldavia…
Ese fue sin duda alguna, el último deseo del compositor.
J o h a n n S t r a u s s ( pa d r e )
(1804-1849)
Nacido en Viena, en 1804, Johann Strauss padre
fue conocido principalmente por sus valses.
Muy joven aprendió el oficio de encuadernador
y realizó sus primeros estudios musicales con Jo­
hann Polischansky. Muy pronto también, obtuvo un
puesto en la orquesta local de su ciudad natal para
participar en un cuarteto de cuerdas, el Cuarteto
Lanner, que interpretaba valses vieneses y danzas
rústicas alemanas.
Más tarde logró formar su propia orquesta de
cuerdas. Y quizá uno de sus mayores éxitos fue el
haber adaptado melodías populares para el gusto
de la época.
Strauss murió en su ciudad natal, en 1849.
J o h a n n S t r a u s s ( pa d r e )
(1804-1849)

¡Qué gran honor!… Brahms, el músico más connotado de toda


Viena expresa abiertamente la fascinación que siente por sus
obras y también por las de su hijo, a quien consideró su amigo.
Y sin embargo, fueron tiempos de gloria que durarían muy
poco. Las orquestas que él mismo había fundado y dirigido, in­
terpretaban su música en los salones de baile vieneses, y even­
tualmente, en los salones de todo el mundo. El nuevo baile
arrastraba multitudes convirtiendo a Viena en el ombligo del
universo.
Llevaba varios días, sin embargo, en que su salud se mer­
maba. Sudaba copiosamente y un persistente dolor en la gar­
ganta lo atormentaba, haciendo que ingerir cualquier alimento,
líquido o sólido, le produjera tal sufrimiento que pensaba en
la muerte como única solución.
Esa mañana notó cómo su epidermis, como un perfecto
guante, se había desprendido de su mano. Una persistente tos
lo agobiaba y la fiebre iba en ascenso.
Tenía poco más de 40 años y sin embargo sentía que la vida
se le escapaba entre las manos.

– 325 –
Estaba solo. Había abandonado a su desprendida esposa
para huir con Emilia, una mujer de pésima reputación, quien
al verlo tan enfermo simplemente lo abandonó.
Le dolía profundamente el abismo que separaba sus
grandes logros musicales y los enormes fracasos en su vida
personal. Su hijo, cuyo genio armonioso superaría al maes­
tro, lo despreciaba y aunque parecía que una vez más por
fin se habían reconciliado, los rencores acumulados eran ya
demasiados.
De pronto entró en el estertor final de su agonía. Escuchó
a una orquesta interpretar sus obras y por un momento, en
la alucinación de la muerte, creyó ver al hijo que se acercaba
para darle un abrazo.
Así es como Johann Strauss padre, en la antesala de
la muerte, hubiera dado todo porque su vida hubiera sido
diferente.
La Marcha a Radetzky aún retumba en las salas de con­
cierto mientras el público la palmea con ritmo perfecto. Esa
Austria a la que él se entregó, lo recuerda interpretando sus
obras con frecuencia.
Me resulta paradójico y extraño que a Johann Strauss pa­
dre lo matara una enfermedad de niños, la fiebre escarlatina,
cuando él mismo quiso deshacerse de su propio hijo, aquel cuya
obra finalmente opacaría la suya.
Uno… el gran creador del vals vienés… El otro, el hijo, fue
simplemente el Rey del Vals.
Rich a rd St r auss
(1864-1949)
Hijo de Franz Strauss, un cornista de la corte de
Munich, Richard se mostró desde muy pequeño co­
mo un niño prodigio.
Compuso tres poemas sinfónicos de tema he­
roico; entre sus obras, las que más han trascendido
para el gran público: Así habló Zarathustra, Don
Quijote y Una vida de héroe.
A finales del siglo xix se dedicó a escribir ópe­
ras y en 1905 puso en escena Salomé, basada en el
drama de Oscar Wilde, pero la reacción del público
fue tan feroz que tuvieron que cancelarse las pre­
sentaciones posteriores.
Sin embargo la ópera fue exitosa en otras par­
tes del mundo y llegó a darle a Strauss los ingresos
suficientes para financiarse una casa en Garmisch-
Partenkirchen.
Su música orquestal fue menos abundante.
Destaca su Metamorphosen para 24 instrumentos
de cuerda, inspirada en la marcha fúnebre de la
Tercera sinfonía de Beethoven.
Strauss murió en 1949.
Rich a rd St r auss
(1864-1949)

Le pesaban la edad y los años. Los acontecimientos que había


vivido últimamente lo hundían, al tiempo que lo amenazaban
con arrebatarle la fama que tanto le había costado conquistar.
Errores de viejo, diría el mundo por nombrarlos de alguna
manera, desechando con ello un veredicto de culpabilidad o
de inocencia. La sentencia, sin embargo, envolvía irremedia­
blemente el menosprecio por haberse prestado a ser un arle­
quín, un fantoche ante un partido político, en lugar de haber
desafiado, con la fama que entonces gozaba, los actos cometi­
dos ante la injusticia y de haber defendido sus puntos de vista.
Quizá el motivo que lo llevó a actuar así fue el miedo ante la
posible pérdida de su libertad.
Sólo el tiempo emitiría la última opinión: inscribiría su nom­
bre en el libro de la memoria humana o tacharía su presencia
para siempre.
Y sin embargo había cambiado el sentido de la ópera en el
siglo xx; pero a diferencia de sus grandiosas heroínas, se había
prestado tontamente a los juegos de un gobierno totalitario.
Su Electra se habría levantado de la tumba para defender su

– 329 –
honor, mientras que él, desechando su libre albedrío, fue inca­
paz de defender sus ideales, que no eran ni por asomo los de
aquellos asesinos en el poder.
Su pecho hervía, como si dentro del mismo se cocinara
algún exquisito manjar y no el brebaje que lo acercaba a la
muerte. Las violentas sacudidas, acompañadas de un ritmo desi­
gual, eran muy molestas para un músico, en quien el ritmo era
vital e inviolable. Le faltaba el aire y un dolor sordo se había
asentado en su cuerpo invadiendo su brazo izquierdo, y ascen­
día por el cuello hasta embotar sus sentidos. No entendía lo que
estaba sucediendo, pero dedujo que fuera lo que fuera, no se
trataba de nada bueno.
Creyó que la tristeza que envolvía su corazón era la única
culpable de su malestar, cuando en forma brusca, un dolor de
una intensidad extrema entintó sus labios de morado y le quitó
el color de la vida. Un infarto del miocardio era lo que en ese
instante martillaba el cuerpo de Richard Strauss.
Las heroínas de sus obras se acercaron presurosas, tra­
tando de calmar su dolor y de aliviar su angustia. La vida del
héroe llegaba a su fin y los pecados cometidos por la vejez
que tanto lo abrumaba, le serían perdonados, mas nunca
olvidados.
Aquellos a quienes ayudó en vida como Hoffmansthal y
Zweig, no entendían lo que había sucedido con él. En su cora­
zón supieron perdonarlo. Así el hombre mortal, presa de sus
pasiones moría, y el alma, que es inmortal, sería recordada por
las buenas obras del músico.
P i o t r I l l i c h Tc h a i k o w s k y
(1840-1893)
Nacido en Rusia, en 1840, Tchaikowsky es uno de
los compositores musicales más importantes del
siglo xix.
Hacia 1875 su carrera musical ya estaba prácti­
camente consolidada y 10 años más tarde, su fama
trascendía Rusia para llegar al resto de Europa y
finalmente a Estados Unidos.
A raíz de su debut como director de orquesta
se le declaró como el más grande compositor ruso.
Tchaikowsky inauguró el Auditorio del Carne­
gie Hall de Nueva York; fue miembro distinguido
de la Academia Francesa de la Música y recibió el
doctorado Honoris Causa por la Universidad de
Cambridge.
Murió en San Petersburgo, en 1893.
P i o t r I l l i c h Tc h a i k o w s k y
(1840-1893)

La tarde era calurosa y se antojaba una bebida refrescante.


Su mente divagaba una vez más, saltando con la facilidad que
le caracterizaba, de una melodía a otra. Cada una de ellas ha­
bía sido escrita con claridad en su pequeño cuaderno pautado.
Su humor pasaba sin previo aviso de la tristeza a la melancolía,
pero aquello no le resultaba extraño; desde que era niño aque­
llo formaba parte de su estado habitual.
Recordaba su fracasado matrimonio y con frecuencia se
atormentaba pensando que jamás debió haberse llevado a cabo,
por lo menos con alguien como él, de sensibilidad enfermiza,
de tendencias poco ortodoxas, y aunado a ello, con depresiones
siempre a punto de aflorar.
La relación con su amiga benefactora era ya parte de la
historia. Ahora, los años comenzaban a pesarle.
Sus ballets eran interpretados en todas las salas de arte del
mundo occidental, y sus óperas eran representadas y recibidas
cada vez con mayor entusiasmo por un público que apreciaba su
fuerza, no siempre nacionalista. El resto de su música formaba
ya parte de la historia de Rusia, su lugar de residencia.

– 333 –
Su genio no se cuestionaba, y su sola presencia provoca­
ba el aplauso espontáneo y unánime de todos. Sin embargo,
Tchaikowsky sonreía poco. Su humor parecía ir acorde al sub­
título de su última sinfonía, en donde las palabras melancolía,
tragedia y patetismo se mezclaban indistintamente.
En San Petersburgo había estallado una epidemia. El cóle­
ra causaba entre los habitantes más temores que la propia idea
de ir al infierno al morir. Se había advertido a la población que
no bebiera agua del manantial: podía estar contaminada.
Entonces, ¿por qué la bebió sin oír el consejo de sus ami­
gos? ¿Fue acaso un acto de inocencia de su parte? ¿O quizá
querría matarse? El músico tenía problemas con la autoridad,
¿fue por ello que escogió ese camino tan poco decoroso?
¿Sabía que la enfermedad le causaría un insoportable do­
lor de cabeza, acompañado de escalofríos, fiebre alta y una
diarrea incontenible, seguida de terribles dolores musculares?
Pero Tchaikowsky era un hombre con buen sentido del hu­
mor. Quiero pensar que quizá imaginó a la gente decir: “El
bueno de Piotr siempre tan tranquilo y melancólico, murió de
un ataque de cólera”.
Valga la mala comparación y la broma en representación
de la música que por sí sola conquistó al mundo.
Ahora sabemos que el bueno de Piotr probablemente fue
obligado a beber el agua contaminada, a contraer el cólera y a
que el mundo no lo llamara suicidio…
Al parecer un desliz inoportuno fue la causa de ello. Y al
elegir este camino, salvó para siempre su reputación de músico.
Si no fue así y Tchaikowsky simplemente cometió un desliz
sin escuchar consejos, que la historia nos juzgue. Al menos su
música logró ganar la batalla.
A r t u r o To s c a n i n i
(1867-1957)
Nacido en Parma, ciudad italiana, en 1867, Arturo
Toscanini es considerado como el director de orquesta
más grande de su tiempo.
Tras sus estudios en el Conservatorio de Parma
y una gira por Sudamérica, en 1898 fue nombrado
director residente de la Scala de Milán, para pasar
después por el Metropolitan Opera House y dirigir
la Orquesta Filarmónica de Nueva York.
Ya en Estados Unidos, en su honor se fundó la
Orquesta Sinfónica de la nbc, en la que actuó regu­
larmente en la Radio Nacional de aquel país y se
convirtió en el primer director de orquesta estrella
de los modernos medios de comunicación.
Toscanini muró en enero de 1957.
A r t u r o To s c a n i n i
(1867-1957)

Era el mejor de todos… y lo sabía. Una férrea personalidad,


unida a una lengua ponzoñosa que de la misma manera podía
alabar la labor de un músico, que hundirlo para siempre por
su falta de profesionalismo.
No criticaba el talento, ya que, estaba convencido, se tra­
taba de un regalo de los dioses que con un trabajo tesonero
podía mejorar. Pero no estaba en su carácter el perdonar la
astenia, la falta de coraje y de dedicación en una profesión co­
mo la música, en la que frecuentemente el corazón ordena por
encima del cerebro, aunque éste nunca debe perder el control
necesario.
Miope severísimo desde pequeño, solía memorizar cada
partitura de principio a fin, asombrando con ello a propios y
extraños.
En su larga y productiva carrera musical conoció a Verdi y
le tocó en suerte estrenar varias obras de Puccini, el perfecto
sucesor de aquél.
Al tratar de huir de los horrores del fascismo, abandonó la
hermosa y soleada Italia para refugiarse en la enorme urbe de

– 337 –
hierro que era Nueva York: la gran manzana con sus emisoras
de radio que difundían la vida musical estadounidense. Y en el
nuevo país de concreto y altos edificios y rascacielos, donde se
pensaba brillaba el oro y la plata para cualquier inmigrante, le
fue entregada en bandeja de oro una orquesta sinfónica, con la
cual trascendió a las alturas mismas de la perfección musical.
Arturo era un director de orquestas sinfónicas, pero no
era cualquier director. Durante los 90 años de su vida, con más
de 70 de ellos en plena actividad, creó nuevas interpretaciones
a la música de Wagner y de Beethoven, con ritmos acelerados
y mucho más ortodoxos que sus contemporáneos.
Dirigía la música alemana con el profundo amor que sen­
tía por sus compositores y el odio por sus políticos. Huyó de
Mussolini, a quien consideraba un títere que un mundo sin
valores movía a su antojo y al cual él no podía pertenecer.
Abandonó su querida Scala en Milán, cuando ésta se rindió a
los pies del tirano. Entonces dejó amigos, conocidos y se llevó
en el corazón impregnado el recuerdo de las grandes voces
que lucieron en aquella sala de ópera.
Y un buen día, cuando estaba al frente de una orquesta le
vino un titubeo instantáneo que sin embargo no pasó desaper­
cibido. La mano, firme en otros tiempos, se movía con torpeza
y el ritmo se desquebraja sin cohesión, sin continuidad. Por
unos segundos Arturo Toscanini se perdió, en ese instante úni­
co de la vida en que ésta se convierte en un frágil eslabón que
la une con la muerte.
Las palabras no acudieron a su mente y tampoco logró
expresarse. La música comenzó a sonarle lejana, impropia.

338 | J a i m e L av e n t m a n G.
Toscanini acaba de tener un evento isquémico cerebral
transitorio y en ese instante supo que la muerte lo acechaba;
el cansancio de vivir comenzó a invadirlo.
En la penumbra de su inconciencia logró recordar con ca­
riño cuando Huberman, el gran violinista, un judío sin tierra
y sin libertad, se acercó a proponerle que digiera el primer
concierto de la orquesta sinfónica de Palestina. Y Toscanini,
hombre de amplio corazón y de valores éticos muy por encima
de la norma general de su época, accedió.
Y en 1936, cuando las amenazas de Hitler confundían
al mundo y asustaban al pueblo judío, dirigió la obertura de
Oberón, de Weber, con la Orquesta de Palestina, con lo que
le anunciaba a un mundo incrédulo que algún día no lejano,
Israel, como el ave fénix, habría de renacer de sus propias ce­
nizas y surgir a la vida.
Toscanini sufrió aquel primer desliz dirigiendo a su or­
questa y poco después perdió la vida. Por su honradez, se
le recuerda con cariño. Con ello ganó la fama que tanto
merecía.
G i u s e pp e V e r d i
(1813-1901)
Nacido en La Roncole, provincia italiana en 1813,
Giuseppe Verdi es el compositor italiano de ópera
por excelencia del siglo xix.
Las piezas que conforman su trilogía popular ro­
mántica, Rigoletto, La Traviata e Il Trovatore, son de
sobra conocidas por los amantes del género.
En su momento, las óperas de Verdi sirvieron
para exaltar el carácter nacionalista que requería en
aquellos años una nación como Italia; tal es el caso
del coro de los esclavos que aparecen en Nabucco,
entre de las más conocidas en su país natal, y que en­
tre otras cosas le valió el triunfo definitivo en Milán.
Su estilo personal lo llevó a presionar a empre­
sarios y libretistas de su época a que arriesgaran
más con sus puestas en escena, muchos de los cua­
les siguieron al maestro, sin duda sabiendo que el
éxito estaba al alcance de la mano.
Verdi murió en Milán, en enero de 1901.
G i u s e pp e V e r d i
(1813-1901)

Reposaba en su lecho de muerte. Unos días antes, en forma


súbita y sin aviso, como un aguijón que se clava sintió un dolor
de cabeza e inmediatamente notó que no podía mover una
mitad de su cuerpo. Tuvo severas náuseas y vómito.
Un letargo cayó pesadamente sobre su ser y sin mayores
detalles, entró en estado de coma.
La mente febril, encerrada en ese cuerpo moribundo, no
cesaba en su actividad. La hemorragia cerebral lo paralizó en
todo menos en su pensamiento. Los párpados permanecían
cerrados y sin embargo él veía con claridad. Creyó por un
instante estar ante un escenario de ópera, iluminado profu­
samente, en el que los cantantes se esforzaban por emitir el
tono adecuado a cada una de sus arias. Y todos parecían estar
cantando para él. Y entonces sus dolores desaparecieron y el
temor a la muerte pareció esfumarse en un segundo.
A su oído se acercó aquel jorobado con la pena a cuestas de
una hija mancillada y muerta. Le cantó su dolor y su pesadum­
bre. Segundos después apareció Violeta, quejándose de una tu­
berculosis maligna y llorando por la ausencia de su amado. Un

– 3 43 –
trovador a lo lejos entonaba melodías que podían hacer que el
mismo diablo derramara una lágrima… Otelo llegó a su lado
cautelosamente y al tiempo que lloraba la pérdida de su amada
se debatía en el dolor ante el suicidio inminente. Falstaff, el vie­
jo sinvergüenza, le guiñaba un ojo desde lejos. Mientras tanto,
vio a Lady Macbeth, que le contaba en melodías arre­batadoras
cómo se había liberado de su esposo… el mismo Atila se pre­
sentó, inconfundible en su altanería y su canto bélico. Ernani y
don Carlos, lo miraban fijamente a los ojos y cantaban al maes­
tro en sus últimos minutos de vida, sin que la molesta Inquisi­
ción se enterara. Se escuchaban a lo lejos los cánticos de las vís­
peras sicilianas, al tiempo que Luisa Miller, con su voz dulce le
narraba los sucesos de su vida. Juana de Arco le explicaba que
ni las llamas de su lecho mortal podían acallar el grito de alegría
de haber vuelto a vivir en un escenario. Nabucco y el coro de los
Israelitas, le recordaban que alguna vez, él mismo había sido el
Rey indiscutible de Italia.
Verdi, aun con los ojos cerrados sabía que alguien faltaba.
Parecía que casi todos los personajes de sus óperas cantaban
sus alegrías y tragedias, pero ella… no estaba presente.
Súbitamente todos desaparecieron como si hubieran ya cum­
plido con su deber. Y Verdi sintió inmediatamente el frío de la
muerte. A lo lejos logró divisar la figura de Radamés. Pero no
venía sólo… ella venía con él. Ahora, los tres podrían entonar el
canto mortal de la gran ópera, y transportarse a la vida eterna,
los tres… y él, acompañado de aquellos fervientes enamorados…
Un Radamés valiente y una hermosa Aída, libre al fin co­
mo el propio Verdi, de los amarres de una vida de esclavitud.
A n t o n i o V i va l d i
(1678-1741)
Nacido en Venecia, en 1678, Antonio Vivaldi com­
puso 770 obras: 477 conciertos y 46 óperas, y combinó
su carrera musical con el sacerdocio.
Antonio Lucio Vivaldi es especialmente cono­
cido por ser el autor de Las cuatro estaciones. Sin
embargo, no todos los músicos se mostraron tan
entusiasmados con sus obras, lo que en más de una
ocasión le provocó un tremendo malestar.
Vivaldi murió en Viena, en 1741, y tras su muerte
cayó en el olvido. Fue tan grande el desconocimiento
que su país tuvo con él, que ni siquiera aparece en los
libros de música de la época.
En el siglo xx volvió a surgir el interés por su obra,
que fue difundida, editada y grabada muchas veces, a
partir de manuscritos originales del compositor.
A n t o n i o V i va l d i
(1678-1741)

En la dulce primavera de su vida estudió música con verda­


dero gusto y amor. La destreza natural que mostraba facilitó
el arduo camino, saltando obstáculos y allanando el panorama.
Ya fuera el violín o algún otro instrumento, su mente joven y
ávida de conocimiento, aprendía la técnica con facilidad.
Esa naturalidad se extendería eventualmente a otros ins­
trumentos de cuerda, incluyendo la guitarra y las mandoli­
nas… Todo aquello que despertaba algún sentimiento era rápi­
damente asimilado por su inigualable genio, y posteriormente
desarrollado en magníficas armonías. El cabello rojizo y una
nariz prominente, le daban por momentos aspecto de diablo,
nombre con el que por cierto, mucha gente rápidamente lo
asoció. Tal era su destreza en el manejo de esos instrumentos.
Esto sin embargo, fue sólo una etapa de su vida, y no la piedra
angular de ella.
En el tempestuoso verano de su existencia se vio lleno de
alegría y de misticismo; una difícil combinación entre lo pri­
mitivo y salvaje del ser humano y la introspección sacerdo­
tal. Y se decidió en forma segura e inteligente a seguir ambos

– 3 47 –
impulsos. Músico entregado a su Creador, logró combinar en
un perfecto platillo la armonía polifónica con la inspiración
celestial. Y ambas en impecable conjunción serían la base de
su futura actividad, de su pensamiento y de su obra.
Un sacerdote devoto a sus feligreses y dedicado a predicar
el bien sin mirar realmente a quién. Pero un músico, en sus
momentos de soledad, que al crear sus composiciones podía
combinar en un solo instante la alegría de estar vivo y la en­
trega a su Creador. Hacía bailar lo mismo a los ángeles que al
demonio, y pocos, muy pocos en realidad sabían a cuál de ellos
tocaba mover los pies bajo el efecto de su música. Poco a poco
la inspiración fue llenando el pentagrama, hasta que elevó su
pequeña orquesta al sitial envidiado por otros compositores.
Se debatía valiente y con bravura en el diálogo musical em­
prendido con Dios.
En el otoño de su existencia aún gozaba de la fama que con
tantas dificultades había adquirido. Se movilizaba de ciudad en
ciudad sin lograr establecerse en ninguna. Seguía los preceptos
adoptados por su entrega religiosa y vivía una pobreza extrema
de cuerpo, que contrastaba con la inmensa riqueza del espíritu.
Pero los años habrían de marcar con dureza su paso por la vida
y si bien aún lograba pulsar un violín y obtener de él hermosos
sonidos, sus dedos, ágiles en otra época, ya no corrían a la velo­
cidad de antaño. Sin embargo, las misas que oficiaba y la música
que componía mantenían su espíritu en alto.
Su apetito había disminuido y su estómago, delicado,
resentía cualquier alimento que no fuera lo más sencillo de
digerir. Y en medio de aquello, sus conciertos para toda clase

3 48 | J a i m e L av e n t m a n G.
de instrumentos brotaban con tal facilidad de su pluma fértil,
que más parecían obra divina que humana. El pelo color fuego
había dejado de impresionar a sus feligreses.
Al llegar el invierno de su existencia, sobrevino también a
su fin el ciclo de las estaciones. Ahora era viejo y había dejado
de tocar los instrumentos que antes dominaba. Era un hombre
errante, que transitaba de un sitio a otro. Finalmente encontró
su residencia en Viena, la ciudad rodeada de enormes murallas.
Un cáncer en algún lugar de su organismo le iba minando
las fuerzas y poco a poco le arrebataba la vida. Primero lo de­
bilitó y le alejó el apetito. Después lo hundió en una terrible
depresión, que juntamente con la pobreza extrema en que vi­
vía logró arrancarle la existencia y el pan de la boca.
Antonio Vivaldi moría víctima de un tumor maligno, ago­
biado por la tristeza de no poder componer más, ni tocar algún
instrumento. Y este sacerdote y músico, de figura endiablada,
fallecía en la más absoluta de las pobrezas mundanas, puesto
que la riqueza que su espíritu almacenó nunca se perdió, aun
cuando tampoco logró suplir las necesidades del cuerpo.
R i c h a r d Wa g n e r
(1813-1883)
Compositor, director de orquesta, poeta y teórico
musical, Richard Wagner nació en 1813, en Leipzig,
entonces reino de Sajonia.
Wagner pasó a la posteridad principalmente por
sus óperas, de las que se ocupaba de escribir también
el libreto y de diseñar la escenografía. Sus creaciones
musicales destacan por su textura contrapuntística y
su elaborado uso de leitmotiv, características ambas
muy apreciadas en toda composición armoniosa.
Quizá uno de sus mayores aciertos fue el haber
transformado el pensamiento musical de su tiempo,
mediante la idea que él mismo tenía del arte teatral,
puesto que logró escenificar sus óperas tal como las
imaginaba.
Murió en Venecia, en 1883, cuando ésta perte­
necía aún al imperio austrohúngaro.
R i c h a r d Wa g n e r
(1813-1883)

Sentado en una buhardilla, observaba con detenimiento el vai­


vén de las aguas de aquella tempestuosa mañana. Las construc­
ciones se veían frágiles ante el ímpetu de las olas, y toda Venecia
parecía destinada a luchar, una vez más, para prevenir desastro­
sas inundaciones. Recordaba aquella travesía que hiciera años
atrás, cuando una tempestad casi hizo naufragar su endeble em­
barcación. De ahí surgiría la fuerza indómita de un buque que
hace su aparición fantasmagórica, y logra vencer todo lo que hay
a su lado, a excepción del amor eterno de una pareja.
Soñaba con las melodías de Walter, y también con las de
Hans Sachs, con las que los maestros cantaban en Alemania y
vencían toda resistencia.
Y sin embargo se sentía enfermo. Sabía que su corazón, an­
tes de hierro, ahora poco a poco se desmoronaba dando avisos
a cada instante, ya fuera acelerando el pulso o hinchando sus
tobillos y dificultándole la respiración, que por momentos se vol­
vía estertorosa.
Cada uno de los personajes de su imaginación parecía esti­
mularlo a seguir luchando por la sobrevivencia, Tannhausser o

– 353 –
Sigfrido. Pero serían Tristán e Isolda en su interludio amoroso
los que desterrarían para siempre de su corazón tanto odio
acumulado y tanta vanidad almacenada.
Su tetratlogía era más que el refugio y la búsqueda de su
propio Valhalla. Wagner desfallecía lejos de su amada Alema­
nia y de Bayreuth. Su ciclo de vida estaba por terminar.
Por un momento, un gallardo jinete se acercó a él monta­
do en un hermoso cisne. Su plumaje era tan blanco que moles­
taba a la vista. Era como si estuviera preparado a redimirlo de
todos sus pecados. Lohengrin habló largo rato con él y ambos
revisaron una vida de éxitos y de penurias. Un carácter indó­
mito, y por momentos demasiado creído en sí mismo, pero
con una visión musical que cambiaría totalmente la esencia
armónica en los años por venir.
En el último momento, antes de que la vida se le escapara
en medio de su insuficiencia cardiaca, Wagner supo que se en­
filaba hacia su propio devenir y como uno más de sus persona­
jes, cayó en escena y el telón lo cubrió para siempre.
L e o n a r d Wa r r e n
(1911-1960)
Barítono estadounidense nacido en 1911, Leonard
Warren perteneció a una generación posterior a la
de los Ruffo, e influido por Giussepe de Luca, tuvo el
mérito añadido a su talento de cantar tan bien como
ellos, aun sin ser italiano.
Y es que este virtuoso del bel canto absorbió
a la perfección las enseñanzas de la escuela clásica
italiana: canto claroscuro de contrastes y matices
dinámicos, entre los que logró destacar los más glo­
riosos medios tonos de su voz.
Esto último quedó patente en sus interpretacio­
nes de Aída y Otelo.
Leonard Warren murió en 1960.
L e o n a r d Wa r r e n
(1911-1960)

Recordaba con nostalgia los días que habían pasado, aquellos


en que por primera vez interpretara el papel de Paolo en la
excelsa ópera Simón Bocanegra del gran Verdi. Pensaba si el
haberse estrenado con el maestro, significaba que podría des­
pedirse de igual forma. Mientras tanto, cantó los papeles más
importantes de un sinnúmero de óperas que requerían de la
voz fuerte y timbrada de un barítono.
Sobre todo le cantó a Gilda con un amor paterno jamás
superado cuando apareció como Rigoletto, el jorobado que
dio el nombre a la obra. Había interpretado con su vibrante
voz a un insuperado Amonastro junto a Aída, y a un terrible
Yago, que odioso aconsejaba con malicia a su amigo Otelo.
Su actuación en Gioconda era aún comentada en el neo­
yorquino Metropolitan. Y sobre todos ellos, su tenebroso
Scarpia, aquel que terminara con Mario y en su lujuria con la
propia Tosca, la ópera del mismo nombre. Haría del papel de
Tonio, una leyenda interpretativa en Payasos, la composición
de su contemporáneo Leoncavallo.

– 357 –
Dominaba varios idiomas, y poseía una voz de rango tan
amplio que podía cubrir las partes del barítono e incursionar
en las del tenor.
Un perfeccionista y un verdadero virtuoso en el arte, que
exigía lo mismo a sus cointérpretes, lo que en no pocas oca­
siones le valió la enemistad de sus colegas. A los 48 años de
edad se le consideraba el barítono más completo del continente
americano, reconocido incluso en las salas de ópera de Moscú.
Las cefaleas que ocasionalmente lo asolaban comenzaron
a preocuparlo, por lo que se prometió ir a ver a un médico y
averiguar qué le sucedía. Las severas punzadas habían logrado
cortar el aire de tajo en una de sus arias más exigentes.
Hoy actuaría una vez más en el Metropolitan Opera House.
Mientras se vestía, recordaba con nostalgia la noche de su
es­treno con el Simón Bocanegra. Esta vez cantaría una de las
obras cumbres de Verdi: La forza del destino.
El Met lo recibió con una estruendosa ovación. La cefalea
no había desaparecido por completo; aún estaba latente en su
cerebro.
A la mitad de la ópera, en un aria en que don Carlo se ele­
va por encima de la misma orquesta, un malicioso aneurisma
que ya no soportó más las tensiones a las que día con día se
exponía, estalló en plena representación inundando de sangre
el cerebro de Leonard Warren al tiempo que lo llevaba en su
destino final a la muerte.
Warren entró al mundo de la ópera cantando a Verdi y se des­
pidió del mismo, volviendo a interpretar al gran maestro italiano.
La muerte en escena esta vez fue definitiva, aunque no for­
maba parte del guión impuesto por un buen dramaturgo.
Carl Maria von Weber
(1786-1826)
Proveniente de una familia de músicos, Carl Maria
von Weber nació en 1786, en Eutin, una pequeña
ciudad situada en la actual Alemania, y aunque
aprendió a caminar cuando ya había cumplido los
cuatro años, antes de ello sabía ya tocar el piano.
El padre de Carl Maria era un militar que gusta­
ba de tocar el violín, y su madre había cantado en pú­
blico. Cuatro de sus primas eran cantantes de ópera,
y una de ellas, Constanza, fue la esposa de Mozart.
En 1798, Michael Haydn, el hermano de Joseph,
le dio clases de música en Salzburgo, una ciudad con
gran tradición musical en la que la familia von Weber
se había instalado poco tiempo atrás.
Ahí compuso y publicó su primera obra musi­
cal, y se inspiró para escribir muchas de sus piezas.
Entre sus composiciones más conocidas están
sus tres óperas, Euryanthe, Der Freischütz y Oberon,
consideradas verdaderas obras maestras.
Von Weber había recibido el encargo de com­
poner Oberon en inglés, y después de hacerlo, en
1826 se trasladó a Londres para presenciar su estreno.
Fue precisamente ahí donde, al poco tiempo, lo sor­
prendió la muerte.
Carl Maria von Weber
(1786-1826)

Las fuerzas lo abandonaban. La respiración se tornaba cada


vez más dificultosa y sus piernas, siempre débiles, no logra­
ban mantenerlo más en pie. Dirigía la orquesta con la misma
vitalidad y vigor de su juventud, pero se sentía muy cansado.
Los músicos que lo amaban lo sabían. A medida que el tiempo
transcurría, Carl Maria se consumía cada vez más, y él, como
sus amigos, se daba cuenta de ello.
Dirigía con presteza y los cornos engrandecían la voz por
encima de la orquesta para dar pie a la aparición de los caza­
dores y su endiablado canto. Y en tanto que la mano izquierda
se elevaba ordenando a los músicos las entradas y salidas, su
diestra marcaba el tiempo, y con ello el nacionalismo alemán
adquiría vida y un lugar en el mundo, si bien en esos años Ale­
mania como país propiamente aún no existía.
Adoraba ciertos instrumentos de la orquesta y para ellos
había escrito innumerables conciertos, en los cuales su toque
de genialidad se esparcía en una entrega total.
Se sentía como Puck en su amor puro por Oberon y por
Tatiana. Era un cazador furtivo que ganaría no sólo el trofeo

– 361 –
tan codiciado, sino también la mano de la hermosa doncella,
sellando con su amor el romanticismo más puro de la época…
Pero hoy la ópera parecía alargarse y por encima de las
voces lograba escuchar su propia respiración, cada vez más
agitada. Había amanecido con fiebre, y la tos que en otros
tiempos era controlable, aun cuando teñía de rojo los pañue­
los que le daba su mujer cada mañana, la noche anterior no
había querido abandonarlo ni por un segundo.
Carl Maria von Weber se apagaba lentamente, luchando
sin cuartel contra una tuberculosis pulmonar que finalmente
acabaría por arrancarlo de este mundo. Deseaba imponer su
nueva música a un público demandante e incrédulo, y que sin
embargo lo apoyaba incondicionalmente.
A la mitad de aquella representación se dio cuenta de que
algo estaba fuera de lugar. Pese a que la música seguía sonan­
do acorde a la partitura y los cantantes se esforzaban por no
equivocar las notas escritas, súbitamente una penumbra emer­
gió de en medio del escenario. El cazador furtivo se despren­
dió de la escena y se le acercó, y aunque él no dejaba de dirigir
su obra, no cabía en su asombro.
—Maestro —le dijo— vámonos de cacería. Lucharemos
y venceremos vuestra enfermedad. Habrá armonía total para
que usted siga viviendo.
La tos aumentó y sin embargo la ópera seguía sin que na­
die notara algo diferente. Von Weber se sorprendía viendo que
el cantante parecía estar en dos sitios a la vez: a su lado y en el
escenario. Decidió dejar la batuta y bajó del podio como quien
se ha resignado a su destino. Salió airoso, y en compañía de su

362 | J a i m e L av e n t m a n G.
amigo el cazador se dirigió al bosque que celosamente guar­
daba la pieza final para ambos, que no era otra cosa sino la
vida misma…
Von Weber volteó por última vez y se vio a sí mismo di­
rigiendo la ópera, que al llegar a su final fue recibida con el
aplauso unánime del público.
–¡Dios mío! se dijo a sí mismo…Ya no veo al cazador …Se
ha esfumado… ¿Será posible que haya muerto?…
Anton von Webern
(1883-1945)
Compositor austriaco y miembro de la Segunda Es­
cuela de Viena, Anton von Webern nació en 1883.
Alumno apasionado y admirador de Arnold
Schönberg, su maestro, Von Webern estudió tam­
bién con Guido Adler.
Cuando en 1938 el Partido Nazi invadió Aus­
tria, tuvo serias dificultades para ejercer su profe­
sión y optó entonces por trabajar como editor en
la Universal Edition, en donde, no obstante, logró
publicar su música.
Finalmente Von Webern abandonó Viena para
refugiarse en Salzburgo, donde murió en 1945.
Anton von Webern
(1883-1945)

La Segunda Guerra Mundial acababa de finalizar. Europa


se encontraba hundida en el llanto de su propia destrucción.
Nadie había logrado salvarse del paso apocalíptico del jinete
maléfico, menos aún de la guerra y de la misma muerte.
Anton contaba con 61 años de edad cuando, cansado del
lustro de total deshumanización, buscó refugio en las afueras
de Salzburgo. Días antes paseaba por las calles de la hermo­
sa ciudad de Mozart, tratando de encontrar alguna semejanza
entre la obra del genio y la suya propia. Había escrito poco,
es cierto, y sin embargo de sus obras se hablaba mucho. Re­
presentaban el cambio más importante en la concepción mu­
sical, de acuerdo con los cánones marcados por Schönberg, su
maestro.
Se sentía viejo y cansado. De su natal Viena recordaba con
desagrado las cruces gamadas colgando de los balcones de las
regias mansiones. Era la Viena de los valses de Strauss, de
la neurosis de Mahler, de la élite de escritores que se habían
marchado para no volver. Caminaba por terrenos que le augu­
raban desengaños en el futuro cercano. No había tiempo para

– 367 –
la música; menos aún para comprender la tonalidad dodeca­
fónica. Austria se había convertido en una nación ocupada por
las tropas del ejército estadounidense y existía un toque de
queda. Aventurarse por sus calles de noche era tonto y ni si­
quiera un iluso o un soñador lo habría intentado…
¡Alto!… gritó alguien en plena oscuridad, y en una lengua
que desconocía. ¡Alto, o disparo!, debieron haber sido las últi­
mas palabras que Anton von Webern escucharía en su vida.
Palabras dichas en un idioma incomprensible, como comen­
tario triste a su propia música cuyo moderno lenguaje había pas­
mado al mundo.
¡Vaya paradoja!… Había muerto el amo inventor de un
nuevo lenguaje musical, por no entender la lengua de un simple
soldado.
La bala lo mató instantáneamente, sin juicio previo, no pudo
despedirse y probablemente tampoco sintió dolor.
Sólo quedó su música. Él, muerto en nombre de una civi­
lización decadente, de la misma manera en que muchos llega­
ron a juzgar su música.
Kurt Weill
(1900-1950)
Compositor alemán nacido en 1900, Kurt Weill mos­
tró desde muy temprana edad su inigualable talento
musical. Estudió en el Conservatorio de Berlín y
escribió su Primera sinfonía, con absoluto estilo ex­
presionista, la moda que por entonces imperaba en
Berlín.
Weill obtuvo el éxito definitivo con La ópera de
tres centavos, escrita en colaboración del dramatur­
go y compatriota suyo, Bertolt Brecht.
Pero la música de Weill no era del gusto de los
nazis, quienes provocaban alborotos y organizaban
boicots durante sus representaciones.
Esto último obligó al maestro a abandonar Ale­
mania en 1933 y a establecerse en París. Weill traba­
jaba en una versión musical de Huckleberry Finn, la
célebre novela de Mark Twain, cuando murió en 1950,
en Nueva York, tras haber cumplido los 50 años.
Kurt Weill
(1900-1950)

Los años seguían pasando y su amor no cedía, ni cambiaba en


lo absoluto. La miraba y la amaba de la misma manera como
la primera ocasión en que escuchara su voz, anticipando que
algún día escribiría algo apropiado para ella.
Lotte lo veía desde lejos y aun cuando ella correspondía a
ese inmenso amor, lo hacía con un toque de la frialdad carac­
terística de su linaje.
La respiración se agitó una vez más. El simple recuerdo de
las incontables molestias de su vida pasada le provocaban una
feroz taquicardia y una falta de aire muy notoria. Sus tobillos
se hinchaban y sus uñas se tornaban violáceas, lo que Lotte
odiaba, pues en ello adivinaba el final prematuro de su amado.
Extrañaba los años vividos en Berlín. Recordaba con es­
pecial cariño a Busoni por encima del resto de sus maestros.
Pero sobre todas las cosas, añoraba las noches que junto con
Bertolt, su añorado dramaturgo, convivía alegremente; él, la
fuente más clara de su inspiración musical.
A pesar de sus ascensos y terribles caídas, Mahagonny había
ya cobrado fama como la sátira que Bertolt y Kurt describieran.
Las óperas habían ido ganando terreno en el gusto europeo y

– 371 –
muchas veces eran incluso solicitadas, aun cuando esto último
resultaba un tanto extraño. Un buen día, ambos decidieron re­
escribir una antigua ópera en la que aparecían múltiples perso­
najes provenientes de lo más bajo de la esfera social, como una
viva crítica a la sociedad alemana que se desmoronaba lenta­
mente perdiendo su rumbo y directriz. Por tres centavos —se
burlaban— cambiarían para siempre la música del siglo xx. Ya
para entonces estaba reservado un papel para Lotte. Desde el
día del estreno, el triunfo fue espectacular.
Un nuevo gobierno ascendió al poder y el maestro y su
dramaturgo fueron inmediatamente rechazados. Por un lado,
la música de su inspiración resultaba decadente, tan decaden­
te como lo era la ciudad de Mahagonny, o como lo eran los
personajes de la Ópera de los tres peniques. Por el otro, y más
fuerte aún, se objetaba el judaísmo del músico, asunto imper­
donable en la existencia del Tercer Reich.
A los 50 años, Kurt Weill era un hombre ya muy enfermo.
Su memoria había sido borrada durante una guerra y un exilio
desastrosos. Su amor a Lotte Lenya lo enfermaba y lo hundía
en una depresión física y moral. Su amigo Bertolt ya no estaba
con él, y su judaísmo que no lo satisfacía del todo, era lo único
que lo sostenía en la vida.
Por la noche le suplicó a Lotte que le cantara algunas me­
lodías de su Ópera de los tres peniques. Ella se situó a un lado
del piano mientras Kurt, el perfecto acompañante, comenzaba
a tocar…
Las composiciones se fueron esparciendo una detrás de otra
hasta que Lotte se percató de que cantaba sola. El piano había
enmudecido. Al voltear vio a su Kurt relajado por primera vez
en su vida, y supo sin la menor duda, que acababa de fallecer.
Y con ello, finalmente, se esfumaron sus preocupaciones.
Hugo Wolf
(1860-1903)
Nacido en 1860, en Windischgraz, hoy en día Es­
lovenia, Hugo Wolf es considerado un compositor
austriaco, dado que la última parte de su vida vivió
en Viena.
En su trabajo musical fue brillante en el lieder,
término con el que en la historia de la música clásica
se asigna a las canciones de los países germánicos,
y que fueron escritas para interpretarse acompaña­
das del piano.
Asimismo, Wolf compuso entre otras obras su
Serenata italiana y la ópera Der Corregidor, inspi­
rada en El sombrero de tres picos, la pieza teatral
del español Pedro Antonio de Alarcón, la misma
que por aquellos años también iluminara a otro es­
pañol, Manuel de Falla, para escribir su ópera del
mismo nombre.
Hugo Wolf murió en Viena, Austria, en 1903.
Hugo Wolf
(1860-1903)

Se preguntaba la razón de sus recientes fallas de memoria


y no encontraba respuesta. Había sido un rebelde desde sus
años de escuela, cuando la crítica mordaz de su parte, en con­
tra de maestros y condiscípulos, se convirtió en la comidilla de
todos. Un gran genio, lo proclamaban en forma unánime; un
gran desperdicio, perdido en una batalla por tratar de apaci­
guar su irascible temperamento.
Sabía que en una época remota la sífilis lo había infec­
tado, lo que sucedía con frecuencia por esos años. Por ello
no le prestó demasiada atención, pues entre otras cosas, esta
enfermedad aún no se asociaba con el grave deterioro mental
que solía acarrear. Por tanto, nadie pensaba que la melancolía
y los exabruptos a los que se veía sometido constantemente
tuvieran algo que ver con aquel desliz adolescente.
Las visiones, el delirio de persecución y al cabo de algún
tiempo las espantosas alucinaciones eran signos claros de una
demencia precoz. Sus lieder habían transformado por comple­
to la escuela musical alemana uniéndose a la labor previamen­
te realizada por Schubert, Brahms y Mahler. Sus cancioneros

– 375 –
español e italiano le habrían dado la fama a cualquiera, pero a
él, como a muchos de sus colegas, la gloria le llegó después de
su muerte.
Su primer internamiento en un manicomio formaba ya par­
te de su cruel historia. Una vez libre, emprendió la difícil tarea
de componer una nueva obra, una que le otorgara la fama a la
que se sentía merecedor. De este esfuerzo casi sobrehumano
surgiría la ópera Der Corregidor. Pero el fracaso de la misma,
en sí un largo lieder, no logró más que aumentar la irrealidad
dentro de su mente hundiéndolo en la creencia de que estaba
sano y salvo, cuando la paresia general minaba su organismo y
lo lanzaba a la vorágine de su destino.
Llevaba ya mucho tiempo de nuevo en el manicomio, y sin
embargo decidió intentar una segunda ópera y no un extenso
grupo de lieder como había hecho en la anterior. Se trataba de
una nueva pieza que llamaría Manuel Venegas.
Pero fuerzas incontrolables se anteponen ante el simple
mortal sin importar su genio o creatividad. Y así, Hugo Wolf
comenzó a experimentar una espantosa desesperación cuando
las notas en su mente sencillamente no lograron introducirse en
el pentagrama. Confundía la vida y la muerte, sin saber cuál de
las dos lo dominaba a él, y a cuál de ellas dominaba él. Odiaba
a sus contemporáneos, incluido el mismísimo Wagner, de quien
en un tiempo no muy lejano había sido ferviente seguidor, al
grado de tomar partido incondicional por el maestro en las
disputas entre wagnerianos y brahmsianos.
Pero para Wolf, odiar significaba solamente una extensión
del mal producido por el treponema pálido en su organismo.

376 | J a i m e L av e n t m a n G.
Los rasgos patológicos de su personalidad, nacidos con él, sim­
plemente se habían magnificado a raíz de la mortal infección.
Una noche en que el cielo estaba más despejado y las es­
trellas podían visualizarse con claridad, Wolf vio en su locura
descender de las alturas a los personajes de sus óperas, llenos
de la salud y de la alegría que él no gozaba. Pero al bajar a la
Tierra recordaron haber sido menospreciados por el público,
por lo que no saludaron al autor de sus vidas e incluso llegaron
a burlarse de él. Hugo sonrió ante la afrenta. No era la pri­
mera vez que aquello sucedía… pero sí sería la última. Estaba
seguro de ello.
Deseó con toda el alma que sus personajes desaparecieran
del mundo de los justos y fueran sustituidos por los lieder, la
evocación de su inspiración más cuerda…
Y así es como éste hombre de carácter difícil y tempera­
mento imposible, guardó su acto de mayor lucidez para la an­
tesala de la muerte: vio que en el futuro habría de triunfar.
Pero… ¿qué importaba ya eso en un hombre cuya mente
divagaba sin rumbo desde tantos años atrás?
Índice

Introducción.. . . . . . .................................................................................... 5
Isaac Albéniz (1860-1909)..................................................................... 7
Daniel Auber (1782-1871)................................................................. 11
George F. Händel (1685-1759). ........................................................ 15
Johann Sebastian Bach (1685-1750)................................................. 17
Béla Bartók (1881-1945). .................................................................. 23
Ludwig van Beethoven (1770-1827)................................................. 27
Vincenzo Bellini (1801-1835)............................................................ 33
Alban Berg (1885-1935)..................................................................... 37
Hector Berlioz (1803-1869). ............................................................ 43
Leonard Bernstein (1918-1990)........................................................ 49
George Bizet (1838-1875). ................................................................ 55
Ernst Bloch (1885-1959). .................................................................. 59
Luigi Boccherini (1743-1805)............................................................ 63
Alexander P. Borodin (1833-1887). ................................................. 69
Johannes Brahms (1833-1897)........................................................... 75
Enrico Caruso (1873-1921)............................................................... 81
Pablo Casals (1876-1973). ................................................................. 87
Ernest Chausson (1855-1899). .......................................................... 91
Frédéric Chopin (1810-1849). ........................................................... 95
Claude Debussy (1862-1918)............................................................. 99
Gaetano Donizetti (1797-1848)...................................................... 103
Jacqueline du Pré (1945-1987). ...................................................... 107
Edward Elgar (1857-1934).............................................................. 111
Manuel de Falla (1876-1946)......................................................... 117
John Field (1782-1837)..................................................................... 121
George Gershwin (1898-1937)........................................................ 125
Louis Gottschalk (1829-1869)........................................................ 129
Charles Gounod (1818-1893).......................................................... 135
Enrique Granados (1867-1916). ..................................................... 139
Edward Grieg (1843-1907).............................................................. 143
Rodolfo Halffter (1900-1987). ..................................................... 147
Joseph Haydn (1732-1809)................................................................ 151
Arthur Honegger (1892-1955)....................................................... 155
Charles Ives (1874-1954)................................................................. 159
Leos Janácek (1854-1928). ............................................................... 165
Scott Joplin (1868-1917).................................................................. 169
Dinu Lipatti (1917-1950)................................................................... 173
Josep Carreras (1946-)..................................................................... 175
Itzhak Perlman (1945-).................................................................... 177
Leon Fleisher (1928-)....................................................................... 179
Franz Liszt (1811-1886)................................................................... 185
Jean Baptiste Lully (1632-1687)..................................................... 189
Edward MacDowell (1860-1908)................................................... 193
Gustav Mahler (1860-1911)............................................................ 199
María Malibrán (1808-1836). ......................................................... 205
Felix Mendelssohn (1809-1847)...................................................... 209
Darius Milhaud (1892-1974)........................................................... 215
Wolfgang Amadeus Mozart (1756-1791)..................................... 219
Modést Mussorgsky (1839-1881).................................................... 223
Carl August Nielsen (1865-1931).................................................. 227
Jacques Offenbach (1819-1880)...................................................... 233
Ignacy Paderewski (1860-1941). ..................................................... 239
Niccolò Paganini (1782-1840)......................................................... 243
Ángela Peralta (1845-1883)............................................................ 247
Sergéi Prokófiev (1891-1953)......................................................... 251
Giacomo Puccini (1858-1924). ......................................................... 257
Sergéi Rachmaninoff (1873-1943).................................................. 263
Maurice Ravel (1875-1937)............................................................. 269
Silvestre Revueltas (1899-1940).................................................... 275
Joaquín Rodrigo (1901-1999).......................................................... 281
Artur Rubinstein (1887-1982). ....................................................... 285
Arnold Schönberg (1874-1951)...................................................... 291
Franz Schubert (1797-1828)............................................................ 295
Robert Schumann (1810-1856)........................................................ 299
Alexander Scriabin (1872-1915). ................................................... 305
Dmitri Shostakovich (1906-1975)................................................... 309
Jean Sibelius (1865-1957)................................................................. 315
Bedrich Smetana (1824-1884).......................................................... 319
Johann Strauss (padre) (1804-1849). ............................................. 323
Richard Strauss (1864-1949). ......................................................... 327
Piotr Illich Tchaikowsky (1840-1893)........................................... 331
Arturo Toscanini (1867-1957). ....................................................... 335
Giuseppe Verdi (1813-1901)............................................................. 341
Antonio Vivaldi (1678-1741)........................................................... 345
Richard Wagner (1813-1883). ........................................................ 351
Leonard Warren (1911-1960)......................................................... 355
Carl Maria von Weber (1786-1826).............................................. 359
Anton von Webern (1883-1945)...................................................... 365
Kurt Weill (1900-1950). .................................................................. 369
Hugo Wolf (1860-1903)................................................................... 373
Músicos y sus padecimientos se terminó en la Ciudad de México durante
el mes de mayo del año 2016. La edición impresa sobre papel
de fabricación ecológica con bulk a 80 gramos, estuvo al
cuidado de la oficina litotipográfica
de la casa editora.
ISBN 978-607-524-040-4
músicos

músicos y sus padecimientos


músicos

y sus

padecimientos
literatura

Bienvenidos al mundo mágico de la música. En estas páginas


encontrarán breves ensayos sobre la vida de diversos músicos,
donde describe cómo sus obras se entrelazaron con las enferme-

Jaime Laventman G.
dades que los atacaron y que en ciertos casos llegó a establecer
una amalgama entre ambas, lo que otorga una nueva perspectiva
a sus historias de vida.
En las notas de cada pieza musical va inscrita la vida de
quien la escribe. Los compositores que aquí se presentan se

La
vieron expuestos a distintos padecimientos, algunos de los cuales

Jaime Laventman G.
interfirieron en su obra y otros simplemente representaron el
mal al que irremediablemente todo ser humano ha de enfrentarse.
El médico y melómano Jaime Laventman pretende con-
quistar al lector al compartir, con el amor al arte musical y su
trascendencia a través de varios siglos, información que puede
ayudar a comprender a sus creadores. Sus ensayos pretenden ser
una llave para adentrarse al arte de la composición, una provo-
cación para que, quienes los lean, deseen explorar el maravilloso
mundo de la música clásica.

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