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CAPITULO VII

LA ESTRATEGIA DE LA VIRGEN

Decíamos que «... nos parece que, también en Fátima, se realiza en los hechos la
estrategia del Deus absconditus: proponer, no imponer; iluminar, no cegar; dejar
ver, sí, pero con sombras y enigmas. En Lourdes se sigue una estrategia semejante
(lo hemos visto) en las curaciones que se suceden desde el primer día; pero parece
especialmente evidente al principio, marcado por una discreción respecto a la que
la visibilidad de Fátima representa una excepción».
Retomemos desde este punto nuestra reflexión sobre este Dios cristiano que
propone y no impone, dejando siempre un margen de penumbra que permita la
negación y que salve la libertad para el hombre; y, para El, el derecho de perdonar.
Por tanto, retomémosla observando cómo las colosales construcciones del pueble-
cito pirenaico, que millones de fieles han transformado en el mayor lugar de pere-
grinación del mundo, se apoyan en una base fragilísima, casi inconsistente para la
que Pablo llama «la sabiduría de los sabios», a la que Dios confunde. En efecto,
todo se sostiene sobre lo referido por un solo testigo, del que ningún tribunal
humano se habría fiado.
No olvidemos que sólo desde una perspectiva radicalmente evangélica pueden
convertirse en signos de credibilidad aquellos que, para el «mundo» y para su «sen-
tido común», son —por el contrario— motivos de incredulidad insuperable. Sólo
la perspectiva indicada por Cristo —revolucionaria en sentido propio (de revolver.
volcar, dar la vuelta, invertir)— puede hacernos creer lo increíble. Es decir, que se
pueda —se deba— tomar en serio que Dios mismo haya decidido confiar un
mensaje Suyo a esta adolescente a la que le faltaba todo. No es retórica edificante,
sino realidad, su condición de «pobre de Yahvé» bíblica.
Estatus social, cultura, riqueza, incluso salud: lo contrario de todo esto se en-
cuentra en Marie-Bernadette Soubirous, llamada Bernadette, de catorce años (pe-
ro con el desarrollo de una niña de diez, según los médicos que la examinaron, y
todavía no mujer, a causa de la alimentación insuficiente); asmática; con dolores
de estómago; encerrada en su silencio de tímida e introvertida; analfabeta y consi-
derada, por algunos de sus mismos parientes, incapaz de aprender nada; inculta
aun en materia religiosa, hasta el punto de ignorar incluso el misterio de la Trini-
dad; hija de la familia más pobre de la ciudad; residente en la bodega de la cárcel
municipal, desocupada por las autoridades por ser considerada insalubre para los
detenidos; con un padre no sólo fracasado sino con la fama —aunque fuera abusi-
va— de holgazán y de borracho y, también, con una estancia en la cárcel por sos-
pecha de robo: puesto en libertad tras nueve días, se retiró la acusación por lo in-
consistente que era, pero sin proceder a juicio alguno, con lo que dejaron sobre él
la infamante sospecha.

Démonos cuenta: en todo esto, sólo los ojos de la fe pueden entrever una miste-
riosa conformidad con el Evangelio y, por tanto, con los estigmas de la verdad.
Sólo la adhesión a una perspectiva que trasciende a los «ojos de la carne» puede
hacer oír el eco del Magníficat entonado por Aquella de quien Bernadette Soubi-
rous fue testigo: «... ha mirado la humillación de su esclava [...]; dispersa a los so-
berbios de corazón, derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, a
los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos...» {Le 1,48 y
51 ss.).
Por tanto, la conciencia del «escándalo y de la locura», para el sentido común
humano, de tomar en serio las palabras de semejante vidente deben servirnos para
evitar la sorpresa (que en algunos viejos apologistas se convertía en indignación)
ante el rechazo de la veracidad de Lourdes por parte de muchos. ¿Cómo aceptar la
credibilidad de estos hechos, desde su comienzo, permaneciendo en una perspec-
tiva puramente humana, ajena a una dimensión evangélica? ¿Acaso no es así tam-
bién, con la elección de intermediarios tan inadmisibles objetivamente, como
Dios salvaguarda Su discreción, Su penumbra?
No olvidemos que, al principio, incluso aquel sacerdote de fe firme y sincera
que era el párroco Peyramale recelaba (usando un eufemismo) de aquella mucha-
cha enfermiza, ignorantísima, salida de una familia tan pobre, sobre la que circu-
laban voces muy poco edificantes. Además, el primer encuentro entre el pastor de
Lourdes y esa ovejilla insignificante suya (hasta entonces desconocida para él) tuvo
lugar en presencia de dos tías de Bernadette, Basile y Bernarde. Presencia inade-
cuada para aumentar la credibilidad, incluso «moral», de la muchacha, pues am-
bas parientes habían sido expulsadas —por el mismo Peyramale— de las Hijas de
María, por haberse quedado embarazadas antes del matrimonio... Y, en efecto, he
aquí la conclusión que gritó el terrible párroco ante esas mujeres: «Es una desgra-
cia tener una familia así, que provoca desorden en la ciudad». Después, dirigién-
dose a las tías «pecadoras», tras haber fulminado con la mirada a la presunta vi-
dente (la cual, dirá luego, intentaba «hacerse pequeña, pequeña como un grano de
millo»): «¡Encerradla en casa y no volváis a dejarla salir!».
Sólo con el tiempo, la conciencia de la escala de valores evangélicos se hizo es-
pacio entre el clero hasta llegar —cuatro años después— a las palabras con que el
obispo de Tarbes reconocía el carácter sobrenatural de las apariciones escribiendo,
entre otras cosas: «Una vez más, el instrumento del que se vale el Omnipotente
para comunicarnos Su misericordia es lo más débil que hay en el mundo». Pero
aquí, el alto prelado se ponía desde una perspectiva incomprensible fuera de la fe:
entonces, ¿cómo indignarse de quien —encerrado en categorías sólo humanas—
incrédulo menea la cabeza? La fe puede comprender incluso el desconcertante epi-
sodio de ese obispo que se arrodilló ante la muchacha, que pelaba patatas para el
hospicio de las monjas, pidiéndole la bendición. La fe entiende, pero la «razón»
del mundo, por sí sola, condena o se sorprende.

Tal y como ha demostrado la investigación histórica, es en gran parte injustifica-


do y, por tanto, injusto, el esquema según el cual Bernadette debería ser persegui-
da por las autoridades civiles —desde el prefecto hasta el alcalde, desde los magis-
trados hasta el comisario de policía— porque esas autoridades estarían animadas
por un espíritu anticlerical o, incluso, anticristiano. Un escenario de una vieja pe-
lícula edificante en la que están, por una parte, los buenos que creen y oran inme-
diatamente y, por la otra, los malos que se burlan y persiguen. No fue así, aquellos
hombres eran, por lo menos formalmente, buenos católicos; en todo caso, todos
eran practicantes y murieron (sin excepción) de forma religiosamente edificante.
Se limitaron a cumplir con su deber de diligentes funcionarios; esto fue, además,
providencial, pues nos ha proporcionado un dossier de noticias y encuentros in-
dispensable. Tan indispensable que nos recuerda el dicho de un Padre antiguo, se-
gún el cual «fue más útil para nosotros la larga duda de Tomás que la fe inmediata
de la Magdalena».
Si, algunas veces, estas autoridades llevaron su severidad más allá del deber, no
fue sólo por amor al orden constituido y positivo, no sólo por la preocupación
humana por su carrera sino, sobre todo, porque su papel y formación no les per-
mitían —aunque creyentes— ponerse en sintonía con la locura del Evangelio. Por
tanto, vista la cualidad y la ínfima extracción social de la muchacha, no pudieron
pensar más que en alucinaciones suyas o en escroquérie, o en estafa por parte de
sus famélicos parientes. Más aún, quien examine los documentos reunidos por
Rene Laurentin en su monumental dossier constata que aquellos funcionarios del
Segundo Imperio (que, en aquellos años, además, atravesaba su fase «católica»,
con un entendimiento renovado entre Trono y Altar: Napoleón III tenía necesidad
política del apoyo de los fieles), declaraban defensores de la «dignidad divina», ne-
gándose a creer que el Omnipotente del Cielo se sirviera de una pobre analfabeta
como intermediaria, de aquella figurilla insignificante que envolvía en sus harapos
y en su capucha su metro cuarenta de altura. Sí, la última, también en esto: la
muchacha más «baja» —no sólo socialmente, también físicamente— de todo
Lourdes. Y las cosas no cambiaron con la edad: también en el convento de Nevers,
donde novicias y monjas —en la liturgia, en los paseos, en las procesiones— se
situaban según su altura, ella siempre abría la fila, era la «pequeña» en todos los
sentidos, confidente de la Inmaculada.
Como justificación ulterior del comportamiento de las autoridades —y como
nueva confirmación de que el estatuto de la fe es el claroscuro, es un «pro» al que
siempre se opone un «contra»— con frecuencia se olvida que, tras la última apari-
ción pública de Bernadette, entre abril y julio, en Lourdes y, después, en muchos
valles pirenaicos, estalló «la epidemia de los visionarios». Decenas de personas (ni-
ños y, también, adultos; mujeres pero, también, hombres) afirmaron haber tenido
visiones, caer en éxtasis, anunciaban «secretos», encontrando, con frecuencia, escu-
cha y confianza incluso entre el mismo clero. Pero no en el obispo que, el 8 de ju-
lio, intervino, denunciando vigorosamente los abusos y consiguiendo detenerlos.
A menudo se sobrevuela este periodo confuso casi con embarazo. Pero es un
error: en efecto, precisamente la situación caótica puede ayudar a entender por
qué las autoridades decidieron cerrar la gruta con una empalizada y por qué ame-
nazaron con el encierro «a cualquiera que afirmase tener visiones sobrenaturales».
Pero, sobre todo, semejante «epidemia» es confirmación ulterior de la fuerza de
verdad del mensaje confiado a Bernadette, que logró triunfar incluso sobre aque-
llas peligrosas imitaciones. Por tanto, éstas forman parte de las motivaciones
«contrarias» que acompañan siempre al camino de la fe. ¿No es cierto que la tesis
de todos los Emile Zola sobre alucinaciones como origen del gran peregrinaje a la
gruta queda reforzada por esta escenificación en la que se derrocharon éxtasis y
trances pseudomísticos?

Precisamente Rene Laurentin ha intentado reflexionar sobre su experiencia de


décadas de recolección de cada documento, de cada miga histórica sobre los he-
chos que comenzaron en 1858. Es decir, se ha esforzado para añadir una visión de
conjunto del enorme puzle que él montó, para destilar «el sentido de Lourdes».
Y precisamente así —Sens de Lourdes— se llama su librillo, en cuyo prefacio el
obispo Pierre Marie Théas, con palabras bastante comprometedoras, escribe:
«Nada se ha escrito tan bello y luminoso: estas pocas y densísimas páginas revelan
verdaderamente el misterio de Massabielle, su valor de signo evangélico, su lugar
en la vida de la Iglesia».
Por tanto, aprovechemos esto para extraer las palabras que —con autoridad de
experto y, al mismo tiempo, sensus fidei de sacerdote obediente— parecen oportu-
nas para reafirmar y confirmar lo que hemos dicho hasta aquí. Una cita un poco
larga; sin embargo (el lector se dará cuenta de ello) totalmente justificada. Aquí
no pretendemos decir cosas nuevas a toda costa, sino, cuando sea necesario, reco-
ger lo mejor de lo que ya se ha dicho y que merece ser repetido. Quien escribe so-
bre estas cosas —tan cercanas al misterio del Evangelio— ¿no debe acaso imitar
«al dueño de la casa que saca de su tesoro cosas nuevas y viejas» (Mt 13,52)?
He aquí, entonces, la reflexión del abbé Laurentin: «Un hecho sorprendente,
que es importante subrayar: sólo Bernadette vio la aparición. Ella fue el único testigo
de la Virgen, visible y audible para ella, invisible e inaudible para los demás [...].
Pero, ¿por qué recurre María a semejante testimonio? ¿Por qué no se revela a las
veinte mil personas reunidas el 4 de marzo y sí, y en secreto, sólo a una muchacha
perdida en medio de aquella multitud? ¿Por qué es necesario que un mensaje de
alcance mundial pase a través de un canal tan tenue y desproporcionado? Pues
bien: María no hace más que situarse en una disposición divina más general, cuyo
sentido es necesario descubrir».
«Sentido» que es éste, recuerda Laurentin: «La táctica de Dios, cuando quiso
revelarse al mundo, no fue la de dar grandes golpes ante las masas, sino la de elegir
a una persona, o a un pequeño grupo de personas, a las que confiar la misión de
pasar Su palabra». Así fue desde el principio con Abraham, a continuación, con
los profetas del Antiguo Testamento. Finalmente, «el mismo Verbo encarnado,
dejando el mundo sin haberlo convertido, encargó a un grupo de doce testigos
que llevaran el conocimiento de la Salvación a todas las naciones».
Pero, entonces, he aquí la pregunta (estamos citando siempre a nuestro marió-
logo): «¿Por qué, siempre, la palabra omnipotente del Señor del mundo pasa por
vías tan limitadas y, con frecuencia, tan frágiles? ¿Por qué semejante designio re-
vela la delicadeza de Dios hacia el hombre? Lo ha creado libre; no quiere forzar su
libertad; no se le impone con constricciones (como hacen los dictadores de la Tie-
rra), sino que propone Su Verbo con medios humildes, a nuestra escala. No actúa
en la humanidad a través de violencias externas, de seducciones o terrores, que son
las armas del Anticristo, sino desde dentro, sirviéndose de personas a las que nin-
guna grandeza "según la carne" las distingue de los demás. Es decir, Dios se pro-
pone a la humanidad de forma humana».
Como vemos, es el discurso del claroscuro, del «Dios escondido», el que noso-
tros intentamos seguir aquí.
Pasando ahora a nuestro tema particular, Laurentin observa que «la Virgen de
Lourdes entra en esta misma disposición general establecida por Dios. Totalmente
dependiente de Cristo, impregnada de sus fines y de sus métodos, María trans-
mite su mensaje de la misma manera, la mas humildemente humana: es decir, por
medio de una pequeña muchacha pobre, analfabeta, enfermiza y despreciada, de
forma que la obra del Cielo pase toda ella por un canal terrestre, a través de la ac-
ción libre de una criatura humana».
He aquí, entonces, una confirmación valiosa —una de las muchas posibles—
en el camino por el que nos ha llevado un interrogante: ¿por qué en Lourdes no se
verifica el Milagro, el que es con mayúscula, el que es capaz de ponernos a todos
entre la espada y la pared, de convencer incluso a los más escépticos, de hacer
triunfar finalmente la Verdad en la que el devoto cree?
El motivo es el mismo, ya lo observábamos, por el que, después de la Resurrec-
ción y antes de la Ascensión, Jesús no hace apariciones espectaculares, sino que se
aparece a los discípulos, y sólo a ellos, «durante cuarenta días, hablando del Reino
de Dios». A ellos les tocará ser instrumentos para la construcción de ese Reino, fun-
dado en la fe, cuya evidencia la proporciona —in interiore hominis— la gracia; no
las «pruebas» externas, espectaculares, irrefutables y, por tanto, «violentas», pues
obligarían a todos a creer.

Este tipo de reflexión puede hacernos comprender lo alejados que estaban de la


«estrategia» mariana (que, evidentemente, no es más que la del Dios de Cristo) los
religiosos de los que habla también Zola en su novela. Es un episodio que no es fruto
de la fantasía: durante el peregrinaje nacional francés de 1894 y en el que —como
observador escéptico y, simultáneamente, turbado— participaba el escritor, en el
célebre Train blanc (el de los «grandes enfermos») murió un hombre. El responsa-
ble de la peregrinación —un fraile de gran fervor, de compromiso heroico al servi-
cio de los sufrientes pero, de seguro, no de gran discernimiento—, en el clima ge-
neral de excitación religiosa, quiso proponer una especie de desafío dramático:
«¿Por qué Dios no habría querido esta muerte para probarle al mundo Su omni-
potencia?». Haciendo partícipes a los peregrinos de una oración que exigía la ma-
yor intensidad posible, gritó: «¡Depende de vosotros que un milagro clamoroso
ciegue a la tierra!». Mientras bajaban el cadáver en la piscina de agua sanadora
(una escena macabra en la que Zola pudo desplegar su extraordinario arte realista)
se excitaba a la multitud a lanzar el grito de invocación: «Seigneur, faites cela pour
Votre gloire! Seigneur, soufflez sur lui et il renáitra! ¡Señor, que con Vuestra voz se le-
vante para convertir a la tierra! ¡Di una sola palabra y el mundo entero celebrará
Tu nombre!».
Naturalmente, el prodigio de la resurrección no tuvo lugar. Dios sabe mejor
que los hombres qué conviene realmente para su gloria. Entre las consecuencias de
este «intento de forzar al Cielo» (diciéndolo con Zola), además de la evidente de-
silusión de los peregrinos, se encuentra el pretexto atrayente que se le dio al escri-
tor para confirmar su prejuicio de «fanatismo católico» al límite del delirio.
Entendámonos, durante demasiados siglos demasiados creyentes han intentado
reducir a lo «razonable» (y tal vez, hoy, a lo «políticamente correcto») el papel des-
concertante del discípulo descrito por Jesús en el momento de su despedida. Un
identikit, el anunciado por el Evangelio, que tiene muy poco que ver con el débil
common sense de buena parte del cristianismo actual, temeroso, sobre todo, de
«creer demasiado»: «A los que crean les acompañarán estos prodigios: en mi nom-
bre echarán los demonios; hablarán lenguas nuevas; agarrarán las serpientes y,
aunque beban veneno, no les hará daño; pondrán sus manos sobre los enfermos y
los curarán» (Me 16,17 s.). Para muchos, parecen haber quedado en nada laá
afirmaciones y los ejemplos esparcidos por el Nuevo Testamento como (un caso
entre muchos) en la letra de Santiago: «La oración hecha con fe salvará al enfer-
mo, y el Señor lo restablecerá...» porque «la oración fervorosa del justo tiene un
gran poder» (St 5,15 ss.).
Y el encontrar, como es de esperar, la fuerza desconcertante de una fe que —si
realmente lograse «no dudar»— podría «mover montañas» (Mt 21,21), no signifi-
ca el derecho de exigir pruebas y confirmaciones irrefutables, tal vez más por de-
seo de «confundir a los escépticos» que por compasión hacia los sufrientes.
Diciéndolo, de nuevo, con Laurentin: «Apariciones y milagros son signos excep-
cionales: no entran dentro de la garantía de la promesa "pedid y se os dará" (Mt 7,7).
Cristo manifestó con claridad que tales signos, no necesarios para la salvación, no
serían concedidos, por lo menos, ordinariamente. Y, por eso, negó a los fariseos
una señal del Cielo». Como confirma la experiencia de más de 130 años de pere-
grinaciones de decenas de millones de fieles, «la concesión divina de lo Maravillo-
so es la excepción, incluso en Lourdes, y escapa a nuestros esquemas: aunque al-
gunos —por un error disculpable sólo por su fervor sincero— quisieron violentar
al Cielo para obtener un prodigio, el Cielo se negó». En nuestra opinión, se negó
para salvaguardar esa «penumbra» de un Dios que ama la discreción. Y cuyos ca-
minos no son nuestros caminos (cfr Is 55,8); en los nuestros, querríamos encon-
trar evidencias y pruebas irrefutables pero el camino divino es distinto: «Ahora,
vemos como en un espejo, de forma confusa»; y sólo cuando traspasemos el um-
bral de este mundo «veremos cara a cara» (ICo 13,12). Allí, se dará una constata-
ción; aquí, una apuesta.
Al mismo instrumento humano de las apariciones, a Bernadette, ¿no se le re-
chazó acaso el pequeño y modesto «milagro», «el sello de garantía» de lo sobrena-
tural, que le pidió su párroco, el abbé Peyramale?
La tarde del 3 de marzo de 1858, en la reconstrucción filológica de Laurentin,
se describía así: «Bernadette llama al presbiterio: "Señor cura, la Señora sigue que-
riendo la capilla". "¿Le has preguntado su nombre?". "Sí, pero Ella sólo sonríe".
"Te toma claramente el pelo". En este momento, a don Peymarale se le ocurrió
pedir una señal. En Guadalupe, en el siglo XVI, la Virgen había hecho florecer de
nuevo la montaña en pleno invierno: "Pues bien, si esa Señora quiere realmente la
capilla, que diga su nombre y que haga florecer el rosal de la gruta..."».
Al día siguiente, después de la aparición: «Don Peyramale: "A ver, ¿qué te ha
dicho la Señora?". Bernadette: "Le he preguntado su nombre. Ha sonreído. Le he
pedido que hiciera florecer el rosal, ha vuelto a sonreír. Pero sigue queriendo la
capilla..."».

Entonces, nada de miracle-spectacle. Con decepción incluso por parte de perso-


nas formadas en una espiritualidad no banal, como la madre Marie-Thérése Vau-
zou, maestra de novicias en Nevers, que fue escéptica casi hasta el final (pero mu-
rió invocando a Nuestra Señora de Lourdes...) precisamente porque, repetía, «pese
a todo, ¡el rosal no ha florecido!».
No fue prodigio —como imprudentemente sostuvieron apologistas más entu-
siastas que críticos— el descubrimiento de la célebre fuente el 25 de febrero. Escu-
chemos el texto, reconstruido según las fuentes históricas, del testimonio de la vi-
dente: «Aqueró me ha dicho: "Id a beber y a lavaros a la fuente". Al no ver agua, me
fui al gave. Pero Ella me indicó, con el dedo, que fuera debajo de la roca. Encontré
algo de agua, como fango. Tan poca que casi no pude coger ni un poco en el hueco
de la mano. Tres veces la tiré, estaba sucia. La cuarta vez lo conseguí».
Pues bien, como probaron también los interrogatorios a quienes (campesinos,
pescadores, pastores de cabras y porqueros) frecuentaban Massabielle «antes»,
siempre hubo agua en esa gruta tan cerca del río y situada bajo una prominencia
rocosa llena de arroyos. Las manos de Bernadette no hicieron brotar agua de un
terreno árido, como dicen algunos viejos textos edificantes, una fuente que no ha-
bía; ya existía, aunque hasta entonces no se hubiera conocido. Además, los análisis
han establecido que se trata de agua químicamente pura, pero igual que cualquier
otra fuente de montaña, sin características químicas especiales que la hagan «mis-
teriosa». Y como se sabe, también en este caso se desencadenó una cierta apologé-
tica indiscreta. Diciéndolo con la maravillosa sabiduría evangélica de Bernadette
(«no sabe nada, pero lo entiende todo», decía de ella su párroco): «No es esta agua
la que puede curaros. Es vuestra fe. El agua sólo es un signo».
El «prodigio» es —comme d'habitude— bastante discreto: la muchacha ignora-
ba por completo la existencia de una fuente, como demuestra primero su dirigirse
al río para buscar el agua y, a continuación, su merodear por la gruta, terminando
arrastrándose sobre las rodillas y los codos para alcanzar el punto que la Señora le
indicó «con el dedo». Un punto desconocido para ella, pero sorprendente: cuando
comenzaron las obras para la canalización, se dieron cuenta de que el pequeño
hueco excavado por las manos de Bernadette era exactamente el punto donde el
agua buscaba su salida al exterior. Una precisión digna de un ingeniero hidráulico.
Un escéptico podría hablar de una coincidencia.
En lo que se refiere a su «calidad», si hay algún misterio, éste queda también
muy bien escondido, en dimensiones accesibles sólo en profundidad. Si según los
análisis químicos de los laboratorios corrientes, el agua parece normal, según los ra-
dioestesistas, ésta tiene una característica única: la de «no morir», es decir, la de
conservar el campo magnético en el tiempo. Pero como advierte Rene Laurentin,
que escuchó también esas opiniones, estamos sobre un terreno encoré bien hasar-
deux: aquí, incertidumbre y prudencia son imprescindibles.
¿No nos encontramos, tal vez, una vez más en el claroscuro que siempre rodea
y envuelve a lo realmente evangélico?

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