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Una chica trans que se llama a sí misma princess pero a la que todos se
refieren como Heroína le cuenta su historia, desde la cárcel, a un presunto
periodista. Hija de Dorita(una correntina suicida arrancada de sus raíces a
los trece años) y criada como chico raro por el hijo de puta padre y la
abuela Culo, Heroína creció cargando el peso de la muerte de su madre
(mito fundacional made in pater) y aprendiendo a ser a escondidas: motivos
suficientes para que Victor, el hermano del almacenero del barrio, advierta
ya en la infancia una angustia existencial que, sin embargo, no duda en
invadir: ¿Vos no te reís nunca, pibe?
Por amor al Elvio, fúlmine crush de secundaria, Heroína está, ahora, presa y
estuvo, también, antes, encerrada: con el pelotón B12 en la Guerra de
Malvinas.
Si uno se documenta sobre los talleres literarios o se da una vuelta por las
redes sociales, verá que la mayoría de los escritores que tallerean aseguran
velar porque el alumno encuentre su propia voz.
A mí me gusta más pensar a la voz como algo impersonal, como una clase
de logos: algo que nos atraviesa la experiencia de expresarnos así como
nosotros atravesamos la experiencia de expresarse de algo más universal,
cósmico, que nos contiene, y que podríamos llamar ser. Como si uno,
saliéndose de sí mismo, pudiera decirse, ser dichopor una lengua que se
lleva por delante al propio cuerpo y a la propia biografía.
Antes del boom informativo, buena parte de mi generación fue tentada por
el argot rocanpopero y se dejó narrar por voces como la de Mario Pergolini,
Elizabeth Vernaci y Eduardo De la Puente, por citar tres ejemplos nacidos
entre el 61 y el 64. Voces previas, también, a la explosión del stand up, que
contribuyeron a levantar los velos conceptuales de nuestros padres
(aunque en la práctica, en los hechos, la mayoría sigamos viviendo casi tan
conservadoramente como ellos). Nos dejamos narrar por la potencia de
esas voces, sí, pero apenas antes de su ocaso: Internet mediante, la lengua
que hablaban se nos fue volviendo nociva, violenta, construida bajo el mito
de la exclusión (del careta, del gil), con dejos ghettistas y mafiosos (de la
familia para adentro, todo; de la familia para afuera ni respeto), que, al
menos en su repertorio de recursos, no tenía nada que envidiarle a la de
Radio Diez, que ya aunaba taxistas y militantes del odio.
Pero a través de Rock And Pop también conocí, huelga decirlo, muchas
cosas. Algunas de ellas quedaron: permanecieron. Recuerdo mi encanto,
porque esa es la palabra, cuando escuché por primera vez los monólogos
de Humberto Tortonese, los personajes de Fernando Peña, la leyenda
Parakultural de Batato Berea (todos nacidos, también, entre 1961 y 1964):
acaso en la radio se produjo mi primer encuentro con la perfomance de la
lengua loca: unas voces corporales, improvisadas, que me sonaban a Pinti y
a Gasalla (también un poco a Moria) y que recuerdo tan histriónicas y
disparatadas como tristes y anhelantes: la más cruda versión de las
mascaritas teatrales que pueda, todavía hoy, evocar pero que, sin lugar a
dudas, sonaban.
El tiempo parece haber sido suficiente no sólo para que la Heroína se gane
su propio libro sino para que el gesto literario de su autor la liberara de
cualquier otro compromiso que decirse a sí misma: todo lo que Correa
tiene para decir lo dijo con el gesto, lo que provee a su personaje no sólo de
un marco social bien definido sino de lenguas muy concretas de las que
servirse. La libertad que este recorte previo del autor le da a su personaje
(haberlo dicho todo antes de ponerse a escribir) es lo que le permite a
Correa salir airoso del chapuzón social (Malvinas, pobreza, identidad de
género, santería pagana, tumba) donde tanta obra se ahoga: usarlo todo,
no temerle a los estereotipos, birlar la tentación de la incorrección política
pero, también, el fantasma de no representar a las minorías con las que se
mete.
En fin: escribir sin miedo.