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Pugnas por Alberdi

Es signo de prudencia temer a los filósofos que se inclinan sobre la naturaleza. Van a ella con una cierta
inocencia, o a la busca de una verdad no contada, y retornan de allí con noticias a veces desagradables, en
todo caso inesperadas, ideas que suelen imponer al resto de los mortales tan despiadadamente como había
sido inocente la aproximación. Aprovechan, sin duda, el hecho de que la naturaleza carece en realidad de
todo sentido, diciendo haber hallado en los susurros del bosque una revelación ontológica, que
generosamente vierten sobre la posteridad en esos evangelios profanos que son sus filosofías.

El registro de estas auscultaciones es inmenso. Tras interrogarla con desconfianza, Platón la declaró irreal.
Aristóteles, más humilde, prefirió catalogarla e integrarla un poco incómodamente a una metafísica más
complicada aún que los procesos de catalogación. Eriúgena, buen neoplatónico, resumió la posición cristiana
dominante por varios siglos: vamos a vivir como si coincidiéramos con Aristóteles, pero pensaremos
exactamente igual a Platón. Bacon, en el auge terrestre, estableció que ella liberaría al hombre de las
mezquinas políticas de estado, convirtiendo a ese Prometeo en un igual de los dioses. Hobbes creyó
descubrir allí la animalidad invencible de nuestra esencia, que solamente el látigo de un Estado absoluto
lograría domesticar. Locke dijo que en sus pliegues se aloja el llamado a poseer, y que quien sepa ser
humano deberá demostrarlo respetando este laborioso mandato. Burke, pero también Rousseau, fueron más
corteses y supusieron que poseer era una actividad política, histórica, no natural, por lo que ambos retiraron
de aquellos pliegues -aunque por distintos motivos- esa revelación demasiado antropomorfa, que sustentaba
los derechos de una clase pero que rebajaba a la humanidad, y la sustituyeron por otra, una declaración tan
magnífica que nadie extrañaría a Locke después de ella (como efectivamente ocurrió): la naturaleza era
sublime. Et sic de coeteris.

El giro argentino de esta relación tuvo en Alberdi -a quien la naturaleza hizo aparecer hace doscientos años-
a uno de sus más conspicuos intérpretes. En tiempos de Marcos Sastre, cuyo Tempe Argentino, no ajeno a la
sublimidad rousseauniana, pretendía elevar la rica naturaleza local a la categoría de manifiesto
independentista (¿cómo no va a ser libre una nación que tiene semejantes ríos y cataratas, pampas y
montañas, y cuyas flores parecen haber nacido para adornar las solapas patrióticas de una joven civilidad?),
la naturaleza servía todavía para justificar los modos de la política. No es casualidad que haya sido el
liberalismo el movimiento ideológico que más citara en la historia a la naturaleza en su favor. Dice el
liberalismo (con un tono que las democracias no se animaron a desmentir, tal era el hechizo de la idea de una
sublimidad natural, única que podía remplazar a la perimida majestad autoritaria de Dios y en general a las
teologías políticas jerarquizantes): existir es tomar posesión de un lugar a fin de llevar a cabo allí el milagro
de la civilización. La ergonomía de este milagro exige la fundación de una nación, por lo que poseer un lugar
y fundar una nación constituyen una misma cosa. Pero una nación no se sostiene sin establecer un orden, y
este orden no provendrá de un estado previo de cosas, por fortuna inexistente todavía en el nuevo sitio
adquirido. Por tanto, no se tratará de hacer una revolución histórica sino de perpetrar una liberación, es decir
una revolución independentista, para luego dedicarse a la regulación de las relaciones entre los grupos
existentes por medio de leyes. Así procede la misma naturaleza cuando distribuye sus bienes entre las
especies de un lugar: de un modo racional, sin alentar ni las depredaciones ni los vacíos. Puesto que todo es
justo en ella, todo debe serlo también en esta naturaleza emulatoria que son los sistemas legales cuando los
emite no una autoridad sospechosamente recluída, sino un pueblo visible en sus más doctos delegados.

Alberdi vivió en una época y en un lugar en el que el intelectual podía aspirar a un mismo tiempo a cumplir
lo mejor de dos tradiciones políticas no inconexas pero sí enemigas: el liberalismo y la democracia; las
tradiciones de Locke y de Rousseau; el Estado mínimo y la soberanía absoluta. El lugar lo solicitaba; una
América sobreoxigenada pero subalimentada solamente podía convencer de su legitimidad natural si lograba
coordinar estos dos asuntos pendientes: que su población se multiplicara sin desatender los ritmos de la
educación civil (que la naturaleza produjera hombres y mujeres no para la vida o para la simple Tierra, sino
para un Estado), y que el trabajo y en general la economía no impusieran las condiciones de la consolidacion
y del crecimiento nacionales (deberle todo a las ideas rectoras y jamás a los progresos individuales, proclives
al acaparamiento del poder). Entre estos dos polos irreconciliables se agitaba "el drama general de la
civilización", como sostuvo Alberdi en una conferencia de actualidad filosófica en Montevideo, en 1842.

La teoría del estado mínimo, que desde 1689 había servido para naturalizar a una clase, y la teoría del estado
absoluto, que desde 1789 había servido para desnaturalizar la política, coincidieron en una mente menos
privilegiada por la inteligencia que favorecida por las circunstancias y por su intrepidez, y en consecuencia el
desvelo constitucional se transformó para ella en la tarea sin fin de su escritura: ¿cómo conciliar, bajo las
condiciones del vacío -puesto que aquí no habia nada que pudiera aspirar a titularse de base para una nación-,
la tendencia al control democrático, que disipa los fantasmas de las jerarquías con el sol blanco de la
igualdad, y la tendencia al progreso liberal, que solicita excepciones jurídicas para quienes poseen las
empresas? ¿Cómo realizar el despecho individualista de Locke bajo las condiciones de soberanía cuasi-
totalitarias de Rousseau? ¿Cómo zafar de las secas fauces de España (y de las tiranías subrogantes, criollas)
sin que el oro inglés se filtre por el gran vano de nuestras estructuras en construcción? En este país de un
silencio visitado por el viento, cortado cada tanto por el pavor de batallas resueltas casi cómicamente en un
número flaco de tropas improvisadas, ¿cómo armar el rompecabezas de la nación, del estado, del pueblo, de
la educación, de la cultura, de la libertad, si las piezas dejadas por el azar histórico provenían de tan
diferentes cajas?

La naturaleza no sabe ni de tristezas ni de felicidades, por eso todo título humano le resulta incomprensible.
Ella no es cruel ni es tampoco inocente, no es justiciera ni es equilibrada. Llamamos equilibrio, a lo sumo, a
su capacidad de perdurar, a ese perseverare conatus que le adjudicó Spinoza. Alberdi se inclinó también
sobre la naturaleza, como correspondía a todo buen filósofo. Lo que encontró en sus pliegues no fue, sin
embargo, una revelación; fue un silencio obstinado, familiar porque semejante al que había escuchado por
años en la tierra de su destino. Estoicamente, a la manera de los próceres, determinó que la naturaleza debía
guardar sus distancias respecto de la política, puesto que la política era un asunto de hombres y no de
elementos (¿se oponía de este modo a su gran contemporáneo Sarmiento?). Desoyó entonces a su Jouffroy, a
su Cousin, y más sonoramente aún abdicó de la Luces. No estaban ni en la naturaleza ni en el racionalismo
las posibilidades de resolver alguna vez aquel "drama general de la civilización". Adecuadamente
incomprendido en un sitio que resignaba día a día el aliento -esa otrora abundante dotación de oxígeno que la
había señalado como el pulmón político del mundo-, Alberdi prosiguió su camino sin otro auxilio que su
fervor, sin otro fin que seguir imaginando lo imposible. Supo que las iras del rubicundo Locke y que las
melancolías del pálido Rousseau eran otros tantos giros de la mente humana, esa cápsula que redacta su
esperanza en un lenguaje común pero que sólo comunica algo sensato al final de la existencia. Negó, por
tanto, a Locke y a Rousseau, sin por esto adoptar la manía de una auscultación natural. Y fue la música,
entonces, su último orgullo de exiliado; esa cosa que está entre la naturaleza y el hombre, y que goza de la
delicia de no saber decidirse. Así resolvió Alberdi, en esta mudanza a la vez trágica y dulce, la incógnita de
esa imposible cuadratura del círculo, que lo había atormentado: una pasión estética hizo para él de enfermera
final. No es de extrañar, por tanto, que la proliferante naturaleza, ajena a sus investigaciones y a sus penas,
cerrara por él la puerta de la vida un día cualquiera de 1884, en París.

Ahora bien, ese asunto que lo había desvelado durante tantos años quedaba aún sobre la mesa; persiste allí, si
se observa con atención, y allí recibe todavía la broma inspirada de un viento que, molestándola mas sin
apagar la vela, dobla páginas a capricho en el libro abierto y solitario.

David Fiel, Gaiman, 30/08/2010.

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