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Título: “La experiencia estética del aura: ¿Aún importa? ¿Aún posible? Un diálogo con W.
Benjamin y G. Didi-Huberman”
Autor: Juan Franco Vidal

En un contexto signado por una cierta crisis de la experiencia, se vuelve pertinente la


recuperación de la experimentación estética asociada a la noción de aura, en su valor, límites y
posibilidades. En este trabajo, el objetivo es articular la noción de aura que W. Benjamin formula en La
obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica (1936) con la reinterpretación de su entramado
conceptual propuesta por G. Didi-Huberman en Lo que vemos, lo que nos mira (1992). Esta articulación
permite pensar en el aura no sólo como fenómeno estético-histórico, sino también como hermenéutico.

¿Qué significa hoy tener experiencia? ¿Qué experiencias son posibles, y cuáles imposibles? Estas
son preguntas sumamente amplias y complejas, cuyas respuestas, si pudieran darse, no son perseguidas
aquí, hoy. Sin embargo, una indeterminación absoluta en relación a estas incógnitas derivaría en una
lectura vaga y relativamente infructuosa del autor que ha sido el eje de esta ponencia: Walter Benjamin.
Pues podría afirmarse que hay una estrecha asociación entre su diagnóstico de la “pobreza” o “atrofia”
de la experiencia en el mundo contemporáneo –temática por lo demás transversal a toda su obra–, y la
cuestión de la decadencia o declinación del aura, concepto fundamental en su pensamiento estético. No
poder tener una experiencia auténtica1, en un mundo acelerado, informatizado y consumista, implicaba
para Benjamin el hecho de tener dificultades para desplegar un contacto corporal y narrativo con una
instanciación aurática, o al menos con algunos residuos de la misma.

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Según Benjamin, la idea de una auténtica experiencia, se acerca más a la noción de Erfarhung que a la de Erlebnis, en tanto

[h]ay un tipo de experiencia [Erlebnis] que anhela lo extraordinario, lo sensacional, y otro tipo [Erfahrung] que busca en
cambio la eterna uniformidad” (citado en Jay, 2009:384). En este sentido, una auténtica experiencia no equivale a una
vivencia “única”, de una intensidad momentánea y explosiva, que una vez acaecida se esfuma sin dejar rastros. Por el
contrario, la experiencia, esa que es siempre la mía o la nuestra, puede ser entendida como una cierta configuración narrativa
que articula en el presente elementos que vienen dados desde una cierta lejanía. Pero esa experiencia, en cuanto narración,
debe encontrarse en un constante proceso de transformación, de movilización, pues en ella se entremezclarían ciertos
elementos inconscientes, abruptos, incontrolables, “que nos miran” y no podemos dejar de mirar. Todo ejercicio de la
memoria que fuera negadora de estos elementos, es decir, totalizante, no abierta a la mémoire involuntaire, al exceso de
sentido inabarcable por la conciencia presente, sería negadora del aura y de sus residuos, y por ende, implica una mentalidad
absolutamente dominadora de lo dado. Para una ampliación del entramado entre experiencia, memoria, aura, y cultura
moderna, véase Jay, 2009:382-388.
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Efectivamente, para Benjamin, la experiencia auténtica mantiene como tal un núcleo de misterio,
de lejanía, esto es, de aura. La experiencia requiere de una actitud activa del sujeto, en tanto articula lo
vivido en un relato, desde y hacia un basamento con elementos pragmáticos. Según Benjamin, no poder
dotar de sentido a lo vivido, y así transformarlo en experiencia, implica haber perdido el arte de narrar2.
Pero la narración, para devenir así experiencia, no debe ser rígida y totalizante; sino que debe
mantenerse en un proceso de apropiación abierto y cambiante de esa lejanía que llega hasta el presente
vivo de quien narra y experimenta. El problema es que la cultura en la que Benjamin se encuentra tenía
serias dificultades para hacer aparecer la lejanía como tal, y para la inmersión en ella, sin pretensión de
dominación; se trataba, a sus ojos, de una cultura del vidrio y la transparencia; una cultura de la
vivencia, entendida ésta como mera recepción pasiva de lo dado; del dato que no deja rastros fugaces y,
por ende, del dato del cual puedo dar cuenta de una forma cerrada y total: de este modo opera la
información. Así, Benjamin comentaba lo que constituía el núcleo cultural de la época con las siguientes
palabras: “‘Aproximar’, espacial y humanamente, las cosas hasta sí es para las masas actuales un deseo
tan apasionado como lo es igualmente su tendencia a intentar la superación de lo irrepetible de
cualquier dato al aceptar su reproducción.” (2008:57). Negación de lo lejano y superación de lo
irrepetible por la reproducción, constituían, entonces, el “deseo apasionado” de las masas. Un deseo
posibilitado e impulsado por las transformaciones técnicas de la época. Dicho en otras palabras, se trata
de una época marcada por la decadencia del aura, y por ende, por la pobreza de la experiencia.
Decadencia del aura, ¿es lo mismo a su imposibilidad? Pero, ¿qué es, ante todo, el aura, según
Benjamin?

En su ensayo de 1936, “La obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica”, central para
esta, mi exposición, Benjamin define al aura como una “aparición irrepetible de una lejanía por cercana
que ésta pueda hallarse” (2008:56). Atendiendo sólo a esta definición, puede afirmarse entonces que, un
objeto tiene aura cuando su contemplación hace aparecer un universo lejano, un cierto origen o misterio
que se muestra y se oculta en un mismo movimiento, que nos seduce y nos aterra, como una especie de
vértigo. Tal lejanía no está de antemano allí, rodeando a la cosa, susceptible de una mera visión
pragmática para hacerla aparecer; es necesario mirar dentro, mirar más allá de lo que se ofrece a la vista
superficial. Por lo tanto, en cierto sentido, creo no estar errado cuando afirmo que el aura está puesta allí

2
Una de las tesis centrales en El narrador, ensayo de Benjamin de 1936.
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por el sujeto. Ciertamente, es la cultura la que condiciona la percepción3: esto es, qué cosas y cómo
pueden ser vistas y sentidas: qué experiencias estéticas son posibles y cuáles imposibles. Por esto, la
lejanía inherente al aura, depende del objeto y situación cercana y posible en donde aparece, y asimismo,
por el sujeto particular que experimenta, con su historia, afectividad y cultura de trasfondo. Más adelante
en el ensayo, Benjamin dice: “[i]r siguiendo, mientras se descansa, durante una tarde de verano, en el
horizonte, una cadena de montañas, o una rama que cruza proyectando su sombra sobre el que reposa:
eso significa respirar el aura de aquellas montañas, de esta rama” (2008:56-57).

Habría entonces un aura de los objetos naturales4. Se trata de respirar, sumergirse en el aura de
ese árbol, de esas montañas, de ese mar5, como un hacer aparecer un origen natural y primigenio,
inagotable. Pero también habría, para Benjamin, un aura propia de ciertos objetos históricos: las obras de
arte auténticas6. La categoría de autenticidad, en la obra, nos sugiere la reminiscencia a un creador y a
un contexto, a una tradición, a partir de la cual adquiere su relativa significancia. En este preciso sentido,
el aura viene a ser el revestimiento de un objeto histórico sólo si éste es auténtico, puesto que lo
auténtico es lo irrepetible, y el aura se da como tal. Pero al mismo tiempo, Benjamin afirma de un modo
problemático que “el valor único de la obra de arte ‘auténtica’ tiene su fundamentación en el ritual en
cuyo seno tuvo su lugar de uso originario” (2008:58). Así, Benjamin explica el origen de este modo
aurático de las obras: habrían nacido con las imágenes cultuales, en tanto éstas serían esencialmente
auráticas7. Desde allí habría transcurrido, en occidente, un proceso de secularización que quitaba a la

3
“AI interior de grandes intervalos históricos, junto con los modos globales de existencia que se corresponden a los
colectivos humanos se transforman también, al mismo tiempo, el modo y la manera de su percepción sensible. Pues el modo
y manera en que la percepción sensible humana se organiza —como medio en el que se produce— no está sólo natural sino
también históricamente condicionado” (Benjamin, 2008:56).
4
Bettoni (2013:17) habla de “atmósfera”.
5
Es este mismo misterio que puede aterrar, pues revela una latencia inagotable e insondable. Encontrarse frente al mar,
adentrarse en su abismo, es un modo ejemplar aurático. Es retomado por G. Didi-Huberman desde la obra de J. Joyce, Ulises.
A partir de un pasaje de éste último libro, Didi-Huberman da cuenta de lo que allí aparece como la “ineluctable escisión del
ver” –título del primer capítulo del libro del historiador francés, Lo que vemos, lo que nos mira–. Esa escisión no es otra que
aquella que hace patente una cierta “voluminosidad” (término de M. Merleau-Ponty) de lo perceptivo; la transfiguración
corporal y cuasi-táctil de lo que vemos.
En una película de A. González Iñárritu, Biutiful (2010), el protagonista aclama: “El ruido del mar me daba mucho miedo…
me daba miedo el fondo del mar”. El mar, una trama terapéutica o fóbica según quién y cómo (se) vea.
6
La autenticidad de la cosa «es la suma de cuanto desde su origen nos resulta en ella transmisible, desde su duración de
material a lo que históricamente testimonia» (2008:55).
7
“(…) es de importancia decisiva el que este modo aurático de existencia de la obra de arte nunca queda del todo desligado
de su función ritual” (2008:58). En la nota n°7 del texto, en la misma página, se lee: “Al definirse al aura como ‘la aparición
irrepetible de una lejanía por cercana que ésta pueda hallarse” no se está suponiendo nada más que la formulación del
valor de culto de la obra de arte en categorías de percepción espacio-temporal. Lejanía es lo contrario de cercanía. Lo
esencialmente lejano es en sí mismo, ya, lo inacercable. De hecho, la inacercabilidad aquí descrita es una de las principales
cualidades de la imagen de culto. Por su propia naturaleza, sigue siendo aparición de una “lejanía por cercana que ésta
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imagen del seno del culto, para emplazarla bajo un valor artístico o valor de exposición, propio de las
bellas artes. Lo cierto es que, según Benjamin, hasta bien entrada la modernidad, las producciones
artísticas, aunque muy susceptibles de exposición, estuvieron ligadas al culto en tanto «formas profanas
del culto a la belleza» (2008:58). Las imágenes cultuales, auráticas por excelencia, se mantienen en un
ámbito de determinación muy específico en cuanto a lo que aparece como lejanía en la cercanía –vale
decir, algún tipo de entidad o hipóstasis divina–. Pero en el caso de las imágenes que fueron
secularizándose, «la irrepetibilidad de la aparición, –dice Benjamin– va siendo crecientemente
desplazada por la irrepetibilidad empírica del creador o de su actividad de creación» (2008:58, nota n°
8). Esto significa, por lo tanto, que en la tríada conceptual que aúnan aura, autenticidad y culto, fue el
segundo rasgo el que se fortaleció, aunque desbordándose hacia ciertos matices fetichistas, con la caída
progresiva del tercero8, del culto.

Por consiguiente, el valor expositivo ligado al cultual comenzaba a decaer en relación a un valor
sólo expositivo y/o político de la obra. Con dicha transformación, el valor cultual de la obra quedaba
casi completamente obturado, y por lo tanto, la posibilidad inherente de la aparición aurática. En efecto,
constataba Benjamin que en realidad no hubo una preponderancia fuerte y marcada de la función
expositiva del objeto artístico, sino hasta el surgimiento de la fotografía política a comienzos del siglo
XX: “cuando el hombre desaparece de la fotografía –afirma– es cuando el valor de exposición aventaja
ya por vez primera al valor de culto” (Benjamin, 2008:62). La “decadencia del aura” tiene que ver, por
consiguiente, con esta transformación, que quita a la obra de arte “de su existir parasitario en el seno del
ritual” (2008:59), y es posibilitada por las técnicas de reproductibilidad de la época. De este modo podía
llegar a decir que “[e]n la expresión fugaz de un rostro humano en las fotografías más antiguas destella
el aura por última vez. Y eso es lo que constituye la melancolía y la nada comparable belleza de
aquellas”9 (Benjamin, 2008:62). En el caso del cine10, éste adviene como un arte cuyo peso estriba

pueda hallarse”. Porque la cercanía que se pueda obtener ahí de su materia en nada perjudica a lo lejano que conserva tras su
aparición.” (cursivas agregadas).
8
En la misma nota al pie, la n°8, afirma Benjamin: «(…) la función del concepto de lo auténtico sigue siendo inequívoca en el
arte: con la secularización que sufre el arte, la autenticidad sustituye crecientemente al valor de culto».
9
Cabe mencionar aquí otro rasgo del aura: su relación con la belleza. Si bien en «La obra de arte…» no se encuentra mucho
más explícito tal enlace, téngase en cuenta por ello el siguiente fragmento: «En cualquier medida en que el arte aspire a lo
bello, e incluso cuando lo ‘refleja’, lo hace surgir desde el fondo mismo de los tiempos (como Fausto evoca a Helena). No
hay nada de eso en las reproducciones técnicas (en ellas, lo bello no encuentra ningún sitio)». (Benjamin, en Didi-Huberman,
2011:99, nota n° 19).
10
Para Benjamin, el cine consiste en una sucesión continua de imágenes que «no dejan pensar»: su «elemento de distracción
es (…) táctil, es decir, estriba en el cambio de escenarios y enfoques que penetran a golpes en el espectador» (2008:80),
produciendo un efecto de schock. No obstante, la valoración respecto al cine es ambivalente, puesto que en él residiría cierta
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totalmente en el valor expositivo y/o político11, lo cual ciertamente habla de una democratización y
secularización estética, pero por lo mismo, de una decadencia para la experiencia estética de los objetos
cultuales-expositivos.

De todo lo que he comentado hasta aquí resalta un núcleo problemático: Benjamin pareciera
identificar, en buena medida, al aura como una especie de propiedad inherente o esencial a las imágenes
cultuales. Recordemos: por un lado, la definición de aura, que dice de ella que es la aparición irrepetible
de una lejanía por cercana que ésta pueda hallarse, es la definición del valor de culto de la obra de arte
en términos espacio-temporales12; por otro lado, la autenticidad de la obra encuentra, para Benjamin, su
sentido, siempre, en el seno del culto, sea de tipo religioso, o en relación a la concepción de la naturaleza
como totalidad, o bien como culto al autor y su producción artística, para el coleccionista y el aficionado
a las bellas artes. Esta identificación ha sido utilizada por algunos teóricos, tales como T. Adorno, para
delimitar una teoría del arte13. Esto es, la categoría del aura habría servido para demarcar entre arte y no
arte, o entre arte cultual o secular, o entre arte aurático y no aurático. Pero otros intérpretes de la obra de
Benjamin amplían el concepto de aura desde otros escritos, lo que les permite, por una parte, desligar al
aura del culto. Y, por otra parte, pensar en el aura como algo que se hace, como un tipo de experiencia,
de mediación con el mundo, que no depende enteramente, en realidad, del tipo de objeto ofrecido a la
experiencia.

En relación a esto último cabe destacarse que la palabra “decadencia” o “declinación” del aura
resulta significativa, puesto que con ellas Benjamin no quiere implicar la pérdida absoluta del aura, su
imposibilidad, sino su inclinación o desviación14. Esta es una de las ideas más rescatables de uno de los
intérpretes de Benjamin, G. Didi-Huberman, que piensa, efectivamente, al aura no sólo como algo que
sigue siendo posible, sino que justamente lo es en virtud de considerarla como un tipo de experiencia
estética particular. Es decir que, no se habría tratado, en realidad, de una ruptura abrupta en relación a la

potencia (proto)revolucionaria o emancipatoria, es decir, cierto fundamento para la politización de la estética –arte
comprometido con la política, el mundo de la praxis–: «No discutimos que, en casos especiales, el cine actual puede
promover además una crítica revolucionaria de las relaciones sociales existentes, y hasta del orden de la propiedad»
(2008:69).
11
«Pero en el mismo instante en que el criterio de la autenticidad falla en el seno de la producción artística, toda la función
social del arte resulta transformada enteramente. Y, en lugar de fundamentarse en el ritual, pasa a fundamentarse en otra
praxis, a saber: la política» (2008:59).
12
Véase nota n° 6.
13
Cfr. Bettoni, 2013.
14
“(…) la decadencia del aura supone –implica, desliza por debajo, envuelve, sobreentiende, pliega a su manera– el aura en
tanto que fenómeno originario de la imagen (…). El aura hace sistema con su propia decadencia” (citado en Bettoni,
2013:19).
6

posibilidad de esta experiencia. Es cierto que Benjamin no podía ver la posibilidad del aura en las
configuraciones fotográficas y cinematográficas de la época; esto, primero, porque dichas prácticas
quitan a la obra del seno del culto y de la autenticidad: ya no hay culto en las obras de arte expositivas y
políticas, y ya no tiene sentido preguntarse por la autenticidad de cada una de las copias de una película,
por ejemplo, puesto que es esencialmente obra de la reproducción técnica. Pero, en segundo lugar, hay
que señalar las afectividades insertas en la fotografía y el cine, poco afines para la experiencia del aura:
esto es, la avidez de información, y de captación absoluta y transparente de todo misterio; la distracción
y el divertimiento, aunque también cierta crítica de corte política, es preciso mencionarlo. Pero no por
ello deberíamos apegarnos a su diagnóstico y rechazar sin más la hipótesis de que ninguna película, por
ejemplo, por el sólo hecho de ser esencialmente obra de la reproducción técnica, no puede generarnos,
hoy, instancias auráticas. He aquí por qué no resulta satisfactorio un apego absoluto al trayecto histórico
que realiza Benjamin respecto al aura: quizás sea mejor concebirla, entonces, como una experiencia
estética que no depende de determinados objetos y técnicas, y por ende, como algo que se pierde cuando
las condiciones históricas cambian; cabría quizás entender al aura como una categoría antropológica, o
sea, como una modalidad estética propia de lo humano, que ha sido trabajada, materializada, efectuada
de diversos modos, siendo el religioso el originario, el primero entre todos ellos15. Piénsese sino lo que
remarcaba al comienzo, en relación al aura de los espacios naturales: difícilmente pueda negarse que la
fascinación por la naturaleza ha constituido un eje simbólico antaño fundamental para todo grupo
humano. Pero en ese caso, pienso que una cosa es remitir la lejanía a un origen divino, y otra cosa es
sentir la potencia y el misterio de la naturaleza, de la vida, sin efectuar necesariamente una narración
totalizante de dicha experiencia, sin construir una estructura conceptual que llene de sentido y
fundamento a la vivencia de esa lejanía, de ese infinito.

Finalmente, considero pertinente comentar otras definiciones de aura que brinda Benjamin, y que
me permitirá, junto al libro de G. Didi-Huberman, titulado Lo que vemos, lo que nos mira, ampliar su
sentido y posibilidad como modo de la experiencia. Dice Benjamin: “se entiende por aura de un objeto
ofrecido a la intuición el conjunto de imágenes que, surgidas de la mémoire involontaire, tienden a
agruparse en torno de él” (citado en Didi-Huberman, 2011:95). Y, por otro lado, afirma, “sentir el aura

15
Esta es una de las dimensiones que subraya G. Didi-Huberman, para quien es imperativo desligar teóricamente al aura del
seno del culto: “Benjamin hablaba del silencio como de una potencia del aura; ¿pero para qué habría que anexar el silencio
(…) al mundo de la efusión mística o la teología, aunque sea negativa? Nada obliga a ello, nada autoriza este forzamiento
religioso, aun cuando los primeros monumentos de esta experiencia pertenezcan –era fatal– al mundo religioso como tal”.
(2011:101).
7

de una cosa es otorgarle el poder de alzar los ojos”, (citado en Didi-Huberman 2011:94); definición
central para el trabajo de Didi-Huberman, si se tiene en cuenta el título de su obra.

Así, por un lado, la experiencia estética del aura implica una constelación de imágenes, surgidas
de la memoria involuntaria, que se aparecen en torno a un objeto, y que se mantienen en una cierta
paradoja de habitar en tanto presencia que tiende sin embargo a escaparse, a ausentarse; el aura aparece
así como algo móvil, cambiante, fluctuante, y por lo mismo pide ser reestructurada en una nueva
narración, en una nueva experiencia, pues implica disrupción. Es en este sentido que la experiencia del
aura implicaría un elemento hermenéutico para quien la experimenta; pues la persona puede llegar a ser
capaz de aprender algo sobre sí misma y sobre el mundo ante tal experiencia disruptiva. Es decir, la
imagen que se aparece aurática, núcleo experiencial, indica algún misterio de la persona, puesto que es
ella quien pone las imágenes sobre la cosa, de un modo inconsciente, incontrolable, desde la memoria;
las constelaciones de elementos simbólicos responden en buena medida a una formalidad subjetiva
susceptible de interpretación, por eso Didi-Huberman habla, en este sentido, de un valor de epifanía
inherente al aura.

El historiador francés destaca por ello mismo la potencia angustiante del aura, que desgarra al
sujeto, en relación a su esencial disrupción y ampliación perceptiva, afectiva y simbólica. El segundo
capítulo de su libro, titulado “La evitación del vacío”, el hilo conductor se despliega como una
explicación de las formas en que el aura como experiencia del “vacío”, tomando la instancia del cara a
cara con una tumba como una forma ejemplar, es confinada y salvada hacia los límites seguros de la
metafísica y la creencia, o bien a los del realismo exacerbado, teñido de utilitarismo y practicidad. Por el
lado de la metafísica, la lejanía angustiante del aura, que aparece en la tumba, esto es, la certeza del ser-
para-la-muerte, es resuelta como fundamento en otro plano ontológico; en el realismo tautológico, que
se basa en la idea de que “lo que vemos es lo que vemos” no hay siquiera lugar para la aparición de la
lejanía en esa cercanía, pues, lisa y llanamente, “lo que vemos es lo que vemos” y punto.

Finalmente, sentir que algo nos mira, comenta Didi-Huberman, nos acerca al carácter
fantasmagórico del aura; el objeto se vuelve un cuasi-sujeto que nos hace existir de un modo dialéctico;
el objeto nos confiere la existencia y viceversa; lo que, ciertamente, rompe con la linealidad estética y
cognoscitiva moderna. Pero en absoluto, nos advierte, habría que pensar, bajo este poder de la mirada
del objeto, en una mera fenomenología de la percepción alucinógena, una percepción alienada. Miriam
Hansen, otra comentarista de la problemática del aura en Benjamin, ha destacado la pertinencia de su
8

protocolos de experimentación con el hachís, en donde señalaba que “el aura genuina aparece en todas
las cosas y no sólo en cierto tipo de cosas, como cree la gente” (citado en Bettoni, 2013:20). Palabras
que, por lo demás, parecieran sumarse a la refutación de cualquier subsunción estricta del aura a un tipo
determinado de objeto, el cultual. Retomando la advertencia de Didi-Huberman, podría decirse ahora
que la experiencia del aura, producida o condicionada por drogas o no, no implica una instancia de
alienación subjetiva, sino que coexiste con un cierto control narrativo, en tanto el aura, como algo que
nos mira, “se trataría más bien de una mirada obrada por el tiempo, una mirada que dejaría a la aparición
del tiempo para desplegarse como pensamiento” (2011:95). Si la experiencia del aura despierta al
pensamiento y a la interpretación, a la conciencia del tiempo y la existencia, y suscita incluso una
narración, ¿cómo declararla muerta? ¿Cómo decir de ella que ya no nos importa? Estas preguntas
quedarán ciertamente abiertas a una exploración más extensa. No obstante, podrían ser encaradas bajo la
idea, crucial en Benjamin, a la hora de entender a la experiencia, y es que si ésta implica una estructura
narrativa no totalizante de una lejanía, de una exterioridad que se mantiene como tal, entonces implica al
menos una suerte de residuo aurático, puesto que el aura implica esencialmente un resto esencialmente
inacercable, imposible de totalizar; de este modo, a mi juicio, declarar muerta la posibilidad del aura es
declarar muerta a la posibilidad de la experiencia auténtica, tal como es entendida por Benjamin.

Bibliografía:

 Benjamin, W. (2008). “La obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica” en Obras, libro
I, vol. 2. Ed. R. Tiedemann y H. Schweppenhäuser, traducción de A. Brotons, Madrid, Abada.
 Bettoni, C. (2013). “Volver a hablar del aura. Algunas consideraciones metodológicas” en Argos,
Volumen 30, n° 59, 2013, pp. 13-30.
 Didi-Huberman, G. (2011). Lo que vemos, lo que nos mira. Traducción de H. Pons, Bs. As.,
Manantial.
 Jay, M. (2009). Cantos de experiencia. Variaciones modernas sobre un tema universal.
Traducción de G. Ventureira, Bs. As., Paidós.

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