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El desafío diplomático chileno


para una inserción total en el Asia-Pacífico

Juan Salazar, Embajador de Chile en Nueva Zelanda

C on la llegada de un nuevo milenio hemos podido advertir el desarrollo de un doble proceso en el que, por una parte,
experimentamos una creciente globalización mundial y, por otra, estaríamos viviendo una nueva era en la política internacional,
cuyo principal centro de gravitación tiende a situarse en la región del Asia-Pacífico. La revolución tecnológica y la fuerte interdependencia
entre las economías nacionales están conduciendo a lo primero. Pero, en forma paralela, la presencia actual de una superpotencia sin
contrapesos (Estados Unidos), el probable surgimiento en un futuro cercano de una segunda gran potencia (China), la alternativa de que
el poderío económico japonés se traduzca también en alguna forma de liderazgo político, el dinamismo de las naciones recientemente
industrializadas del Este Asiático (Corea y los NIC, Newly Indus-trializing Countries), y las iniciativas conducentes a la cooperación
económica y a una mayor liberalización comercial en la Cuenca (APEC), son algunos de los factores que parecen configurar lo segundo.
Frente a ese escenario, y tras el exitoso encuentro APEC 2004, debiéramos examinar el nuevo rol internacional que está asumiendo
Chile en un mundo distinto y en una región geográfica no tradicional para su acción diplomática, un rol esencialmente condicionado por el
cabal cumplimiento de los objetivos que se persiguen en el Pacífico, así como por los recursos que el Estado y el sector privado chileno
necesitan destinar para posicionarse mejor política, comercial y culturalmente en la Cuenca.
En el ámbito jurídico, no cabe duda que Chile debe continuar ejerciendo un papel importante en el desarrollo del nuevo Derecho del
Mar y en el futuro de la Antártica. El país tiene que considerar las implicancias de estas dos grandes agendas en sus relaciones con los
países ribereños del Pacífico y con respecto a los esquemas de cooperación intrarregional, sobre todo en lo que dice relación con un
diálogo transpacífico sobre conservación y protección de los recursos naturales.
A su vez, en cuanto a la política multilateral en la Cuenca, el país necesita reforzar su posición en los distintos foros regionales y
subregionales, conforme a nuestros intereses, y profundizar los conocimientos y acciones precisas a emprender. Si bien se han
establecido las bases para una gestión chilena respetable en la agenda multilateral del Pacífico, la principal dificultad que se encuentra en
el camino de la estrategia chilena no es tanto de naturaleza política como simplemente organizativa. Frente a la multiplicación de foros en
la región, con sus respectivas instancias de trabajo y discusión, un país pequeño como Chile —empeñado en una estrategia de inserción
múltiple— tiene grandes problemas para desplegar contingentes de funcionarios, empresarios y académicos suficientes en cantidad y
calidad para responder eficientemente ante las grandes demandas que impone la participación en los asuntos multilaterales del Pacífico.
El papel de la política chilena no puede apuntar a la re-fundación de un proceso que ya viene dado por iniciativa de terceros. Se trata
más bien de integrar estrechamente a Chile a este proceso como un miembro activo y como un actor sudamericano de primera línea en
los asuntos de Asia-Pacífico. Por esta razón, Chile debe jugar un rol de “país-puente”; es decir, un país que hace de “eje soldador” entre
las naciones sudamericanas y el resto de la Cuenca. Así, entre otras funciones, tenemos la gran oportunidad de servir como agente
intermediario tanto en la comunicación física y en la vinculación económica, como en la gestación de iniciativas entre el Cono Sur
americano —explotando la asociación Chile-Mercosur—, la Oceanía Tropical y el Asia-Pacífico.
Entre las diversas acciones que nos cabe implementar en esta dirección está la generación de servicios cada vez más competitivos en
materia de infraestructura física —puertos, aeropuertos y aduanas—; el desarrollo de centros de distribución y transporte; información y
estudios de mercados; comercialización y/o reexportación de productos a terceros países; intermediación financiera y créditos a las
exportaciones; canalización de inversiones chilenas y extranjeras; y la gestión empresarial para entablar alianzas estratégicas entre
compañías que permitan desarrollar proyectos comunes.
En esa labor de intermediación, Chile debe ser proactivo y un gran propulsor de la liberalización del comercio y las inversiones en el
Pacífico. Es más, para la consecución de los objetivos económicos reseñados, el país requiere también despertar intereses políticos
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afines con los países de esa región. Ello implica interiorizarse y participar más en las iniciativas “asiático-pacíficas”, respaldando los
planes de paz, cooperación y seguridad regionales. En esta perspectiva, la diplomacia chilena necesita realizar un monitoreo más directo
y fino de los principales asuntos de la Cuenca.
Como es obvio, resultan altamente prioritarias nuestras relaciones bilaterales con los tres grandes de la región: Estados Unidos, Japón
y China. El primero sigue siendo el principal mercado para nuestro comercio exterior y un interlocutor esencial en la Cuenca del Pacífico.
Con Japón, debemos buscar una relación privilegiada, pues se trata todavía de la economía asiática más importante y es nuestro segundo
mercado de exportación, así como una fuente importante de capitales y de cooperación técnica que necesitamos explotar aún más. Con
China, la gran potencia emergente, hay que definir ya una política bilateral. De partida, junto con reconocer su nuevo papel internacional,
esta política debe mostrar un manejo cuidadoso en temas tan candentes para Pekín como la situación de Taiwán, su cultura para hacer
negocios, la propiedad de las compañías sujetas a la inversión extranjera, o los derechos humanos. Por lo demás, las economías de
China y la India constituyen mercados de gran potencialidad para nuestras exportaciones, frente a las cuales habrá que prepararse
adecuadamente —con mayor información y contactos—, a fin de obviar sus restricciones naturales, manejar las prácticas comerciales
locales y disponer de la calidad y volúmenes requeridos para competir en dichos mercados.
En otro plano, nuestro país debe procurar una coordinación más estrecha con las potencias medianas de la región, que al igual que
Chile se caracterizan por sus recursos naturales. Australia es una buena ventana al Asia-Pacífico, con una vasta experiencia y total
dedicación al área; Canadá es uno de nuestros buenos socios comerciales, que se ha transformado en una importante fuente de Inversión
Extranjera Directa, IED, de cooperación y de transferencia tecnológica para Chile; y Nueva Zelanda no sólo ha sabido desarrollar con
inteligencia estrategias de marketing internacional para sus productos primarios (frutícolas, forestales, pesqueros, ganaderos y lácteos), a
las cuales debiéramos sumarnos, sino que su tradicional competencia con la oferta exportable chilena debiera transformarse más bien en
una alianza para encarar los mercados más grandes. Así, siguiendo el ejemplo de Canadá, nuestro país debería negociar tratados
estratégicos de asociatividad con Nueva Zelanda y Australia.
Para cumplir con todos estos objetivos, Chile necesita renovar su modelo diplomático. Sin abandonar necesariamente los principios
jurídicos sobre los cuales se han apoyado históricamente las relaciones exteriores chilenas, el tradicional estilo diplomático legalista debe
dar paso a una diplomacia eminentemente de gestión y prestadora de servicios. Hoy por hoy, las cuestiones ideológicas, propiamente
políticas o de seguridad militar están siendo desplazadas por un creciente vínculo entre política exterior y política comercial. En virtud de
ello, la seguridad comercial es casi más importante que la tradicional seguridad militar.
En este nuevo contexto, y bajo la conducción de la Cancillería, no sólo hay que institucionalizar mejores instancias de coordinación
con el resto del aparato público, en especial con los ministerios económicos y con los entes representativos del sector privado, sino que
aportar mayores recursos para que la acción diplomática sea realmente efectiva y eficiente. La reestructuración de ProChile en torno a
esquemas menos estatistas, una participación más activa de gobierno, empresarios y académicos en la Fundación Chilena del Pacífico, la
focalización de los medios de comunicación, y una mayor dedicación de centros académicos y de investigación, son algunos de los
elementos vitales para asegurar nuestros intereses en la Cuenca. Todas esas intancias deben, entre otros fines, hacer un despliegue
coordinado para un mayor desarrollo de la imagen-país de Chile en el Asia-Pacífico a través de misiones, ferias, campañas, concursos,
seminarios, intercambios culturales y difusión en medios de comunicación.
Pero la política chilena no puede agotarse en una acción meramente económica en la Cuenca. No habrá plena integración chilena al
Asia-Pacífico mientras no se produzca una verdadera inserción cultural de nuestro país en la región. Para ello se requiere de un profundo
cambio de mentalidad en la ciudadanía chilena, a fin de compenetrarnos mejor de la realidad heterogénea de la Cuenca y ser capaces de
interrelacionarnos más intensamente con ella. La herencia cultural eurocéntrica o la influencia dominante norteamericana más reciente,
tienden a crear entre los chilenos percepciones occidentales respecto de Asia. Del mismo modo, Chile debe ayudar a los asiáticos a
despejar su natural desconfianza respecto de cómo perciben la realidad latinoamericana, que es ante todo fruto del desconocimiento y de
estereotipos. Finalmente, una profundización de los contactos políticos y culturales chilenos con las naciones asiáticas servirá para que, a
través de nuestra propia integración con América Latina, seamos un “puente” natural entre ambas riberas de la Cuenca.
Todo este gravitante cambio de mentalidad sólo podrá lograrse a través de un trabajo multidisciplinario en la educación y los medios
de comunicación nacionales. Entre las variadas acciones que cabría emprender en este campo, conviene evaluar —entre muchas otras—
las siguientes:
• Promover a Isla de Pascua como un centro artístico-cultural y de investigación para el Pacífico Insular, proveyéndola de los recursos y de
la infraestructura necesarios.
• Constituir tanto en Santiago como en otras regiones del país verdaderos centros de estudios asiáticos, incentivando especialmente a los
gremios y empresas del sector privado.
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• Reorientar los programas educacionales a nivel de la enseñanza secundaria y universitaria chilena para incluir mayores conocimientos y
contactos con el Asia.
Materializar programas de intercambio, que incluyan cursos especiales e intercambio de estudiantes, profesores y de becas profesionales
con Oceanía y el Asia-Pacífico.
• Incentivar a las universidades y los centros de investigación nacionales para que se integren más con sus contrapartes australianas y
neozelandesas, que no sólo se destacan por su énfasis en la innovación, la ciencia y la tecnología sino por la aplicación de sus
conocimientos a los recursos naturales.
• Enfatizar la promoción del turismo desde el Pacífico hacia Chile y desarrollar programas de intercambio deportivo con la región; como la
realización en el país de eventos competitivos y culturales no sólo sudamericanos sino orientados al Pacífico Sur.
Finalmente, en un nivel más general, en el esfuerzo de internacionalización en que estamos empeñados, no se puede menospreciar la
necesidad de modernizar —flexibilizar— nuestra política de extranjería e inmigración. Debemos romper con los tabúes laborales o
raciales en materia del libre flujo de personas. Incluso es imperioso resolver de una vez por todas los inconvenientes que aún existen en
Chile referentes al tránsito o permanencia temporal de inversionistas y hombres de negocio extranjeros. Si queremos realmente
integrarnos al mundo, también debiéramos prepararnos —con tiempo y organizadamente— para recibir un mayor flujo de inmigrantes y,
con ellos, contar con una mayor diversidad cultural en nuestra sociedad. El mal manejo del tema de los pueblos indígenas es sólo una
pequeña muestra de nuestra incapacidad para lidiar con las diferencias. Si en el pasado nuestra homogeneidad nos brindó una identidad
nacional, así como el aislamiento cierta seguridad, a futuro será la diversidad cultural el principal agente de nuestro desarrollo como país.

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