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Así que estamos cableados hacia un futuro imaginado, y vivimos y nos movemos
en un mundo de predicción.
No hay nada nuevo sobre todo esto aparte del hecho de que nuevas
investigaciones científicas han reforzado, o quizá redescubierto, los principios
importantes del liberalismo clásico, que se han perdido en décadas recientes,
derrotados por el triunfalismo del capitalismo desregulado antes de la crisis de
2007 y por la pseudovictoria de la Guerra Fría. Estos principios hablan sobre la
justicia social –que todos somos iguales frente a la ley y que las políticas sociales
deberían intentar encontrar un balance entre la igualdad y la libertad individual–.
La creciente desigualdad a menudo se justifica en nombre de la eficiencia del
capitalismo, de que “la avaricia es buena”, pero incluso el así llamado padrino del
capitalismo, Adam Smith, tenía serias reservas sobre los beneficios de los
mercados sin restricciones.
La profunda necesidad biológica del optimismo es la razón por la que nos resulta
tan complicado aceptar nuestra propia mortalidad cuyo conocimiento, dicen, nos
distingue de otros animales, si bien estudios recientes han demostrado que
tendemos a subestimar groseramente su inteligencia. Pero incluso en una
sociedad ideal, en una utopía que haya encontrado el balance perfecto entre la
igualdad y la libertad, la muerte estará siempre presente.
Pero el final debe llegar, tarde o temprano. En Estados Unidos, que tiene el
sistema de salud más caro del planeta –y que, según la mayoría de los expertos,
no es sostenible– se estima que 75% de los costos médicos en la vida de un
individuo se gastan en los últimos seis meses de su vida. Esto es, en efecto,
dinero gastado, que refleja al mismo tiempo el optimismo de la cultura
estadounidense (la tierra donde la muerte es opcional, como reza el dicho) y las
consecuencias de una industria de la salud altamente competitiva y comercial. Es
el precio de la esperanza, la esperanza que está cableada en nuestros cerebros,
que viven en un futuro imaginado, cableada en nosotros por millones de años de
evolución, y que toma la forma de nuestro miedo a la muerte. Hay muchas
razones para temerle a la muerte: la pérdida de la esperanza, las últimas semanas
pasadas en un hospital o en un hospicio, la posibilidad del dolor y la indignidad, la
pérdida de la autonomía. Pero no hay una razón racional para temerle a la muerte,
a menos que usted crea en el infierno (las encuestas de opinión muestran que
muy pocas personas en el mundo moderno creen en él). La muerte es la nada, ¿y
cómo se puede temer la nada? Así que en la utopía del futuro espero que
habremos encontrado, si vivimos hasta la vejez, la manera de saber cuándo es la
hora de dejar este mundo y rechazar un tratamiento médico que apenas viene con
una pequeña probabilidad de prolongar nuestra vida de manera útil. Y esperaría
que, como cada vez ocurre en más países, podamos allí adquirir legalmente los
medios para terminar con nuestra vida, dignamente y en paz.
*Neurocirujano y escritor