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Los marginales

de las Alturas del Mirador


Un estudio de caso
Los marginales
de las Alturas del Mirador
Un estudio de caso

36La
Fuente Viva

PABLO RODRÍGUEZ RUIZ


© Pablo Rodríguez Ruiz, 2011
© Sobre la presente edición:
Fundación Fernando Ortiz, 2011

ISBN 978-959-7079-0

Edición: RUBÉN CASADO García


Diseño: LÁZARO PRADA SEOANE
Composición electrónica: ILEANA FERNÁNDEZ ALFONSO
GONZALO FERNÁNDEZ CÁCERES

Fundación Fernando Ortiz


Calle 27 no. 160 esq. a L, El Vedado,
La Habana
E-mail: ffortiz@cubarte.cult.cu
www.fundacionfernandoortiz.org
A la memoria de mi padre —More en Encrucijada, Villa
Clara, tierra que labró y luego abonó con sus restos—, un
júcaro viejo del monte, de corazón tan noble y duro que ni el
hacha le entró y solo el tiempo pudo quebrar. A él sobre todo,
porque siendo como fue, un campeón indiscutible en la lucha
por la vida, me enseñó que hasta para esperar la muerte es
mejor estar de pie.
A mi madre Olga, mujer fronda a la que no doblega los golpes
de la vida y sigue sonriendo a sus dolores.
A mis dos amores absolutos, Yisell y Yaney, hijas con que me
premió la vida y a las que ya solo puedo dar raíz.
A los más humildes de este, mi pueblo cubano, de donde vengo
y en los que soy.
Introducción

Uno de los problemas que caracteriza la crisis que


atraviesa la humanidad está relacionado con la pobre-
za y la agravante adicional de marginalidad y exclusión
social en que viven millones de personas en todo el
mundo, consecuencia de dinámicas sociales que se
gestan desde modelos socioeconómicos basados en
la explotación de las personas y la desigualdad. La
emergencia civilizadora ha pasado a ser una vaga
ilusión para los teóricos, afanados en proyectos
sociales cada vez más utópicos, por el valor intrín-
secamente excluyente que asumen las políticas na-
cionales en su afán por legitimar los intereses de los
grupos hegemónicos, detentadores del poder, y por
anular los de los grupos excluidos, eufemísticamente
llamados subalternos.
El conocimiento holístico sobre tales cuestiones,
a partir de un enfoque interdisciplinario, es una ne-
cesidad cada vez más impostergable para las ciencias
sociales, fundamentalmente en América Latina por
el creciente empobrecimiento material y espiritual de
sus habitantes.
La aproximación a esta problemática en el caso
cubano se produjo a partir de la experiencia acumu-
lada en los estudios sobre relaciones raciales. Estos
venían develando cómo, en medio de la crisis y las
consecuentes medidas de ajuste económico, se esta-
ban configurando espacios que marcaban desigual-
dades contrastantes: sectores de población que vieron
empeorar la situación, en muchas ocasiones desde

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posiciones de partida ya precarias, mientras otros
lograban situarse ventajosamente y en consecuencia
comenzaban a cambiar sus pautas de consumo y
comportamiento. La interrogante inicial que nos
planteamos fue: ¿cómo estos fenómenos estaban
atravesados por la raza, incluyendo sus determina-
ciones? Tal tipo de interrogante, a la vez, permitía
abrirle un espacio de trabajo a un grupo de jóvenes
que se iniciaban en la labor de investigación y que a
contracorriente habían expresado su deseo de acom-
pañarme en estos trajines. En una conversación con
ellos, atendiendo a sus inquietudes intelectuales, fue
formándose el proyecto que finalmente se tituló
«Raza y contrastes socioculturales en la actualidad
cubana». No faltó quien definiera la propuesta como
un proyecto complaciente.
Entre los objetivos del proyecto estaba el estudio
de dos segmentos de población en situaciones extre-
mas: los que por sus ingresos y condiciones de vida
deprimidas podían ser incluidos dentro de los grupos
más empobrecidos y los que se encuentran en situa-
ción ventajosa. La indagación en el primer segmento
quedó diseñada como una tarea que debía acometer
Sandra Vigil, la que nos acompañó durante parte del
proceso de investigación de terreno y en la primera
parte del procesamiento de la información.
Uno de los retos metodológicos que planteaba el
problema era la selección y determinación de los
grupos extremos. En ese sentido era posible seguir
varios caminos. Sin embargo, se contaba con la expe-
riencia de la investigación sobre violencia criminal en
la que se llegó a caracterizar, conceptualizar y deter-
minar la existencia de barrios o comunidades que se

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podían definir como violentos, la mayoría asociados
a condiciones socioeconómicas deprimidas; también
las investigaciones del grupo sobre estructura socio-
clasista de la sociedad acerca de las desigualdades
regionales, y las de la Facultad de Geografía que defi-
nió la existencia de zonas luminosas y opacas, sobre
la base de las cuales fue posible darle una orientación
territorial a esa problemática. De este modo, para
aproximarse al conocimiento de los grupos extremos
se seleccionó un barrio ilegal de los llamados «llega
y pon», por el carácter improvisado de sus viviendas,
para comenzar el estudio.
En un primer momento, se pensó recorrer un
abanico de situaciones que incluyera otras localidades
también deprimidas pero legales y con una existencia
anterior al triunfo de la Revolución. Sin embargo,
cuando nos introdujimos en el terreno, la realidad
que allí enfrentamos desbordó todas las expectativas
planteadas.
Siguiendo el diseño del proyecto de investigación,
este no sería más que el escenario para un estudio
preliminar en torno a la problemática de la raza y los
contrastes socioculturales en la actualidad cubana, que
nos permitiría probar las variables, cuestionarios,
entrevistas y guías de observación de las viviendas, las
cuales fueron desechadas y reelaboradas de inmedia-
to. Obviamente, esta fue solo la propuesta teórica,
resultante de un trabajo de mesa, lucubraciones de
investigadores. La praxis, el escenario, el fango, los
zapatos, los pozos, la electricidad, la pobreza y, por
sobre todas las cosas, los habitantes —actores sociales
de este contexto—, se nos develaron como el impacto
que nos retuviera durante siete largos meses, inmersos

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en una ininterrumpida cadena de indagaciones que, a
ratos, nos presentaba nuevos eslabones.
Aparecía ante nuestra vista un fenómeno social
cuya complejidad era evidente. Esto llevó a cambiar
todo el diseño de investigación, incluso las categorías
analíticas fundamentales. Las raciales eran insuficien-
tes, ya que estábamos ante un fenómeno más com-
plejo de empobrecimiento y exclusión social.
En la recolección de la información de terreno se
utilizó un instrumento que ya había sido probado en
investigaciones sobre Carraguao y el Barrio Chino de
La Habana, dentro del proyecto sobre relaciones ra-
ciales. Ello permitió la comparación con algunos de
los resultados de aquellas investigaciones. Este con-
siste en una planilla en la que se recoge información
sobre los individuos que residen en el núcleo, las
parejas matrimoniales y las estructuras familiares. La
aplicación de esta planilla, que contiene preguntas
muy generales e indirectas, fue completada con una
guía de entrevistas.
Por lo general, el diálogo con los informantes se
desarrolló sin grandes dificultades. Se logró una co-
municación relativamente fácil con todos aquellos que
nos recibieron, prolongándose la entrevista en la ma-
yoría de los casos a más de dos horas. Esto nos obligó
a permanecer en el lugar un tiempo mayor que el
planificado. El trabajo de terreno de este modo tuvo
lugar entre los meses de septiembre de 2003 a febre-
ro de 2004. Se visitaron 201 núcleos familiares en los
que residía un total de 638 personas y 148 parejas
matrimoniales. Durante ese tiempo se visitó el lugar
entre tres y cuatro veces por semana.

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La observación en el terreno y las entrevistas
grupales que se producían espontáneamente, forma-
ron parte de los métodos utilizados, así como el re-
gistro de las conversaciones informales. También se
realizaron entrevistas a expertos y vecinos de las áreas
colindantes.
Toda la información se procesó, elaborándose con
esta un informe preliminar de carácter etnográfico, que
se circuló entre especialistas de diferentes disciplinas
sociales, con el objetivo de aproximarnos a una expli-
cación lo más integral posible del problema; se desarro-
llaron posteriormente talleres de discusión en torno
al material. Este fue discutido con un selecto grupo
de demógrafos; con dos grupos de estudios del Cen-
tro de Investigaciones Psicológicas y Sociológicas
(CIPS), el de estructura socioclasista y el de familia;
con la historiadora María del Carmen Barcia, la psicólo-
ga Carolina de la Torre, el filósofo José Luis Acanda, la
economista Viviana Togores, el sociólogo del trabajo
José Luis Martín y el promotor de trabajo cultural co-
munitario Serafín Tato Quiñones. Todas esas discusio-
nes se grabaron y evaluaron para la elaboración de un
informe final. Estos grupos se orientaron, sobre todo,
hacia las posibles soluciones de esta problemática.
Este informe sirve de material fundamental para
la elaboración del libro que ponemos a disposición
del lector. Otro ángulo central de dichos talleres de
discusión con los mencionados expertos fue el con-
ceptual. En el título del material circulado se planteaba
la pregunta: ¿pobreza, marginalidad o exclusión so-
cial? Las opiniones y el aporte de las experiencias, así
como los puntos de vista de todas estas personas,

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enriquecieron nuestras posibilidades de análisis de la
cuestión. A ellas nuestro agradecimiento.
Durante la realización de todo este trabajo nos
acompañaron Tania Canet Iglesia y Ramón Claudio
Estévez Mesquía. En particular Claudio, quien pos-
teriormente abandonó el país, demostró gran talento
y motivación durante todo el proceso. A dos manos
se escribieron partes importantes del informe de
investigación que sirve de base a este libro. En parti-
cular el capítulo referido a la parte conceptual meto-
dológica tiene mucho de su creación. En forma de
artículo, con la autoría de ambos, una parte sustancial
del mismo se publicó en la revista Catauro. Por sus
aportes al trabajo de investigación, bien puede con-
siderarse coautor, si no de manera oficial al menos
moral, en este texto que publicamos hoy. Por otra
parte, con Tania trabajamos los acápites relacionados
con la religión y la justicia.

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Capítulo I
Algunas reflexiones en torno a los
conceptos de pobreza, marginalidad
y exclusión social. Fuentes y contexto

La categoría «pobreza» es una construcción socio-


cultural que distingue un estado respecto a un deber
ser, definido la mayoría de las veces por las personas
no pobres que, como forma de poder —al decir de
Foucault—, categorizan, marcan a los individuos y
les imponen una ley de la «verdad» que tienen que
reconocer como inamovible. Como fenómeno estruc-
tural expresa una situación de injusticia social, propia
de modelos de producción y distribución que conde-
nan a grandes masas de personas a vivir con el míni-
mo indispensable o por debajo de este mínimo, que
les impone carencias materiales y espirituales deter-
minantes de una existencia marcada por un constan-
te querer y no poder, mientras que en unas minorías
se acumulan grandes riquezas que les permiten hacer
de la opulencia un modo de vida.
Las primeras reflexiones teóricas en torno a la
pobreza fueron expresadas por los economistas clá-
sicos decimonónicos, quienes tuvieron una visión
individualista y paternalista acerca del problema,
aunque anteriormente fue objeto de atención por la
Iglesia y los Estados monárquicos. Según estos inte-
lectuales, la prosperidad de las naciones descansa en la
disposición del hombre para perseguir y conseguir
la riqueza. En consecuencia, la pobreza se inscribe en

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el orden socioeconómico que ellos promueven. Para
Adam Smith (1979: 28), la pobreza es necesaria por-
que limita el crecimiento demográfico y se convierte
en un imperativo para los hombres al incitarlos al
trabajo. Por consiguiente, la pobreza en sí misma no es
imputable a la organización de la sociedad, sino que
deviene sanción que castiga la pereza, la negligencia
y la ignorancia.
En este contexto aparecen estudios enfocados a
la caracterización de las masas empobrecidas. Entre
estos es posible mencionar los de Louis-René Villermé,
en Francia en 1840, sobre el estado físico y moral de
los obreros empleados en las manufacturas de algodón
de lana y de seda; las encuestas sobre las condiciones
sanitarias de los trabajadores y sobre el empleo infan-
til, realizadas en Londres por la misma fecha; y la
situación de la clase obrera en Inglaterra escrita por
Federico Engels. Estos estudios, generalmente de carác-
ter descriptivo, pueden considerarse precedentes.
Este esquema teórico-conceptual fue asumido,
acríticamente, en los estudios a profundidad sobre
el tema que tuvieron lugar en los Estados Unidos
entre la segunda mitad del siglo XIX y la primera mitad
del XX, asociados a la problemática negra y a la
proyección nacionalista del Estado norteamericano.
Autores como Franklin Frazier (1939), Nathan Glazer
(1966) y Daniel P. Moynihan (1965) explicaron el
fenómeno como expresión de una determinada
cultura, como manifestación de los rasgos «incorre-
gibles» de un grupo que asociaron al mundo psico-
social del negro norteamericano. A partir de esta
percepción elaboraron categorías antropológicas a
través de las cuales estructuraban sus investigaciones,

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con enfoques culturalistas, criminológicos y racistas
sobre el tema en cuestión. Categorías y conceptos
como «cultura de los marginados», «cultura de la
violencia», «cultura de la escoria» y «subcultura» ser-
vían para justificar la pretermisión del negro en la
sociedad estadounidense y elaborar conclusiones
teóricas generales: los pobres poseen una vida sin
cultura y son los responsables de su situación.
El carácter marcadamente racista de estas investi-
gaciones embotaba el descubrimiento de la verdadera
causa del problema: la desigualdad generada por un
sistema social diseñado para unos pocos, con una di-
námica funcional exclusivamente excluyente. Expresión
de la racionalidad liberal clásica, según la cual el mer-
cado genera los espacios de asociatividad para la inte-
gración social, tales reflexiones servían para proyectar
la adhesión a los valores de la cultura dominante y
reprobar lo que era la «negación» de esos valores.
A este enfoque sobre la pobreza se opusieron las
reflexiones teóricas del marxismo, que la entendió
como un fenómeno social estructural derivado de la
propia esencia del modo de producción capitalista: los
productores generan un plusvalor del cual no se llegan
a apropiar, lo que constituye la causa de la explotación,
la desigualdad y la pobreza. La esencia misma de
todos estos fenómenos está vinculada a la propiedad
privada sobre los medios, objetos y resultados finales
de la producción, sobre la cual se erigen y se hacen
funcionales. Precisamente, la noción de pobreza ha
estado sujeta a esta relación de hombre-propiedad
sobre los medios de producción. Por ejemplo, hasta
el siglo XII los pobres carecían de la condición de se-
ñores, es decir, eran el pueblo llano, los campesinos;

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desde el siglo XVI y hasta el XVIII, pobres eran en las
ciudades, sobre todo, quienes no tenían un oficio
especializado o no pertenecían a los gremios, y en las
áreas rurales, quienes carecían de tierra eran conside-
rados como tales. En la etapa del capitalismo industrial,
pobres y obreros eran prácticamente sinónimos.
La deformación epistemológica que sufrió el
marxismo a partir de los enfoques básicamente eco-
nomicistas acerca de la realidad, devino óbice para
un estudio multidimensional sobre el tema. Además,
el énfasis apologético y la falta de una mirada crítica
hacia el interior de las sociedades, pusieron las cien-
cias sociales de los países socialistas de espaldas a
muchas de estas realidades. Con ello no solo se con-
tribuía a dejar el organismo social sin anticuerpos,
sino también se limitó el desarrollo del pensamiento
teórico en torno a esta problemática en las condicio-
nes del socialismo. Lo que debió ser ley o tendencia
general de estas sociedades —la satisfacción plena
de las necesidades crecientes del hombre—, se con-
virtió en creencia o consigna que enarbolada e inter-
pretada desde centros burocráticos se fue quedando
sin contenido real, al confundir el deber ser con el
ser. De este modo, la satisfacción plena del ser hu-
mano, que debió ser el rumbo que marcara a estas
sociedades, fue deviniendo lo que Agnes Heller de-
fine como manipulación brutal de las necesidades.
En este contexto, problemas tales como los procesos
de empobrecimiento o marginación en las condicio-
nes del socialismo pasaron a ser parte de una zona
oscura e indescriptible, que permaneció oculta bajo
el manto de la creencia, casi religiosa, de que la
orientación de la sociedad no permitía tales cuestiones.

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Asimismo el dictado de las verdades de los centros
de poder sobre los acontecimientos de la vida social
oscurecían aún más estos problemas. Por ello, en la
creación intelectual de estos países no abundan los
estudios precedentes en torno a estas cuestiones.
En los estudios sobre pobreza se parte de dos
tipos de conceptualizaciones: las que se centran en el
fenómeno en sí mismo y las que caracterizan sus ma-
nifestaciones. No obstante, la mayoría de estos estu-
dios definen a las personas pobres como inmersos en
una situación de bajos ingresos, por la que no pueden
satisfacer sus necesidades básicas. Para autores como
Danilo Veiga (1984: 62), la pobreza es aquella situa-
ción en la que el ingreso no supera el doble de la
canasta básica; y la indigencia, aquella realidad en
la que los ingresos no permiten cubrir el costo de la
canasta básica. Desde esta perspectiva, las condicio-
nantes de la pobreza son únicamente: el monto total
de los recursos consumibles de que se dispone, res-
pecto del número de habitantes y la forma en que se
distribuyen esos recursos en la estructura social a
partir de necesidades básicas reconocidas.
Tales lineamientos epistemológicos son los que
han pautado las investigaciones acerca de la pobre-
za y con estos han hecho hablar a grupos aislados
ante un modelo de consumo. Empero, de lo que se
trata es hacer hablar a los individuos que se encuen-
tran en dichas situaciones, a los pobres, a través de
un enfoque antropológico que descubra las deter-
minaciones causales del fenómeno y los procesos
de empobrecimiento, así como las normas y los va-
lores culturales que generan los individuos en dicha
situación.

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Precisamente, en torno a esta problemática se ha
desarrollado un debate acerca de las necesidades
básicas del ser humano desde dos posiciones teóricas:
una universalista y otra relativista. Los defensores de
la corriente universalista piensan que es correcto
hablar de necesidades básicas aplicables a cualquier
ser humano, independientemente de su historia y
cultura. Uno de esos autores, que asume una posición
esencialista respecto de las necesidades humanas, es
la filósofa Martha Nussbaum (1998: 60), quien pro-
pone una teoría de las funciones más importantes del
ser humano que, una vez determinadas, servirán de
punto de partida para las políticas asistenciales. Así,
reconoce un grupo de funciones humanas esenciales:
buena salud, buena alimentación, buen alojamiento,
experiencias placenteras, entre otras. Por ello parte
del supuesto de la existencia de ciertas condiciones
cuya ausencia significaría el fin de la vida. Partiendo
de estas condiciones, según la autora, se debe cons-
truir una justicia distributiva que sirva para enfrentar
la pobreza.
Sin embargo, esta visión no es funcional para
lograr un examen objetivo acerca de la pobreza, pues
no tiene en cuenta que las definiciones de las funcio-
nes esenciales y las políticas sociales para satisfacer-
las son diseñadas por los grupos hegemónicos, con
capacidad de decisión política, que la mayoría de las
veces las utilizan como mecanismo de control o de
legitimación de su posición de poder sin crear un
sistema de derechos que permitan satisfacer esas
necesidades.
Por su parte, aquellos que defienden la posición
relativista piensan en una correspondencia de las

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necesidades con las circunstancias histórico-cultura-
les, con independencia de las dos posiciones que se
pueden diferenciar en dicho posicionamiento. Una
visión reconoce que la definición de necesidades
universales dejaría de considerar las especifici -
dades de cada cultura, provocando actitudes paterna-
listas y extemporáneas en la aplicación de las políticas
sociales. La otra acepta que los conceptos que usamos
para definir políticas en función de la satisfacción de
dichas necesidades, dependen del sujeto que hace la
evaluación, que está en una posición hegemónica.
Una tercera posición quizás se pueda encontrar en
las ideas de Amartya Sen que reconoce un núcleo de
pobreza absoluta que tiene expresión en situaciones
extremas de privación en las que se desplaza a un
segundo plano el relativismo del fenómeno, comple-
mentándose ambos.
A todas luces, estas discusiones parecieran que
no aportan nada a la cuestión de la pobreza. De lo
que se trata —siguiendo los lineamientos episte-
mológicos de ambas corrientes— es de identificar
necesidades universales para el ser humano, pero las
políticas sociales encargadas de reconocerlas deberán
estar en correspondencia con la expresión concreta
de esas necesidades en cada cultura.
Desde tales conceptualizaciones, la mayoría de los
estudios de pobreza, como sucede con los de margi-
nación y exclusión social, han servido más para admi-
nistrar dichos fenómenos que para buscar soluciones
tendientes a su erradicación, dando lugar a propuestas
y políticas asistencialistas. De este modo, se trata de
evitar sus efectos desestructurantes sobre el sistema
y preservar la estructura de explotación sobre la que

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se forman, dando lugar así a una especie de círculo
vicioso de reproducción continua.
La limitación teórica de investigaciones que pro-
blematizaran sobre la cuestión, desde diversos ángu-
los científicos, permitió a los grupos hegemónicos
elaborar estrategias políticas dirigidas a anular los efec-
tos desestabilizadores que genera la pobreza. Sobre todo
en América Latina, estas estrategias se encaminaban
a la desestructuración de los nacionalismos populis-
tas, que captaban la atención de millones de personas,
desatendidas y empobrecidas pero esperanzadas por
los discursos y las prácticas radicalistas de aque-
llos gobiernos que hacían tambalear los intereses de los
sectores privados. La dignificación de los pobres fue
uno de los trucos utilizados, cuyo objetivo era aquietar
las ansias liberadoras provocadas por la pauperación
constante de la vida, reconociendo hipócritamente a
los pobres como personas honradas y trabajadoras.
Finalmente el problema no se concebía —una vez
más— asociado a un sistema social que funcionaba
desde la desigualdad, sino que respondía a cuestiones
imputables únicamente a los pobres por sus «incapa-
cidades» para salir de la pobreza. Por otro lado, se
pretendía que los pobres se sintieran orgullosos de
su situación, en vista de la cual poseían esos rasgos
falazmente estereotipados. El cine mejicano de la
década del treinta es un claro ejemplo de ello; pelícu-
las como Nosotros los pobres y ustedes los ricos, servían
para tales propósitos y ofrecían, cínicamente, una
imagen romántica de los pobres.
Los criterios culturales de valor y suficiencia y la
dimensión psicosocial del sujeto pobre son principios
gnoseológicos a tener en cuenta en toda investigación

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sobre pobreza y no únicamente los ingresos y la po-
sibilidad de acceder a una canasta básica a partir de
necesidades igualmente básicas.
Es evidente que los pobres, por su situación de
privación e indefensión, están transgrediendo constan-
temente la moral construida socioculturalmente por
los grupos vinculados al poder, con gran capacidad de
acceso al consumo de bienes y servicios y que son los
mismos que sancionan o violentan las normas de
transgresión que los pobres utilizan como alternativa
de vida o mecanismos de resistencia. Por ello es un
cinismo la dignificación de la pobreza cuando los juicios
morales de lo socialmente digno no se ajustan a los po-
bres; sus conductas de supervivencia, en la mayoría de
los casos, contradicen los valores morales de los grupos
hegemónicos. Esa perenne contradicción entre lo que
les impone la vida y lo que les dicta las normas de la
cultura y la moral hegemónica, los encierra en una
situación conflictiva que los limita en el desarrollo
humano y el despliegue de sus capacidades.
Como fenómeno sociocultural, la pobreza deviene
una forma de vida que genera un sistema de valores y
modelos de comportamientos que no son sino respues-
tas adaptativas a las condiciones de privación. Es el
resultado de un haber estado, estar y actuar en una
situación de limitaciones y opresiones.
Esta visión cultural y estructural acerca de la
temática alcanzó racionalidad teórica con los estudios
realizados por Oscar Lewis y sintetizados en su obra
Antropología de la pobreza. Según Lewis (1961: 17), la po-
breza no es solo un hecho de privación económica; es
también la capacidad creativa que provee adaptacio-
nes a los pobres frente a su posición de exclusión en una

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sociedad estratificada en clases y de alto nivel de
individuación. Es el esfuerzo para combatir la deses-
peranza, motivada por la situación de indefensión. De
tal forma, Oscar Lewis reconoció ciertas características
que distinguen a la llamada por él «cultura de la
pobreza»:

• falta de participación e integración efectiva en las


instituciones sociales,
• endeudamiento ante la imposibilidad de ingresos
estables,
• uso de bienes de segunda mano,
• poligamia y uniones consensuales,
• consumo limitado de alimentos,
• condiciones habitacionales de hacinamiento,
• fuerte sentido localista y de unidad barrial.

Igualmente, Lewis identificó las condiciones so-


cioeconómicas bajo las cuales existen más posibilida-
des que se desarrollen estos rasgos típicos de la
«cultura de la pobreza»:

• economía monetaria, trabajo asalariado y produc-


ción con fines utilitarios,
• elevado índice de desempleo y subempleo,
• bajos salarios,
• régimen de parentesco bilateral,
• existencia de sistema de valores que enfatiza la
acumulación de riquezas y el ascenso social, pro-
ceso mediante el cual se moraliza el ingreso.

El gran mérito de la obra científica de Oscar Lewis


radica en haber asumido la pobreza no solo como un

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fenómeno socioeconómico, sino también cultural,
profundizando en los aspectos psicosociales que
pautan los procesos sociales de asociatividad y de
reconocimiento y diferenciación de los sujetos socia-
les. Su mayor acierto, que devino principio gnoseo-
lógico de su concepción teórica, antropológica, es
haber identificado la desigualdad como la matriz
causal de la pobreza, con la agravante adicional de
marginalidad y exclusión social. En tal sentido expre-
só: «…el terreno más fértil para el desarrollo de la
cultura de la pobreza lo forman aquellos miembros
de las capas inferiores de una sociedad en transfor-
mación, que ya se hallan parcialmente enajenados
respecto de dicha sociedad…» (1966: 15).
Para Lewis, «…la pobreza viene a ser el factor di-
námico que afecta la participación en la esfera de la
cultura nacional, creando una subcultura…» (1961: 17).
En consecuencia, reconoce que cuando los pobres
tienen una participación activa en la sociedad y capa-
cidad de gestión política a través de una organización,
desaparece el núcleo psicológico de la «cultura de la
pobreza». Esta tesis la sustentó con su investigación
en Cuba, en 1962, en los mismos barrios que veinte
años antes había estudiado: «…Era obvio que la gen-
te seguía siendo desesperadamente pobre, pero sus
angustias, apatías y desesperanzas habían disminui-
do considerablemente. Los habitantes del barrio
expresaron gran confianza en sus líderes y grandes
esperanzas en un futuro mejor. El barrio mismo po-
seía un alto grado de organización, con comités por
cuadras, comités educativos, partido. La gente había
adquirido una nueva conciencia de su poder e impor-
tancia. Habían recibido armas y una doctrina que

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glorificaba a las clases bajas…» (Valentine, 1972: 80).
Esta observación marca una pauta y un momento para
la reflexión de los procesos de reconstrucción y pos-
terior reconfiguración de la noción de pobre y pobre-
za en el devenir de la Revolución Cubana ya que se
realizó en un momento de franco empoderamiento
de las masas populares.
No obstante, Oscar Lewis comete un error que
ha devenido principio fundante para la impugnación
teórica de su obra. Según su concepción, la pobreza
se reproduce por medio de un proceso de encultura-
ción por el cual se perpetúan las normas y valores que
genera la condición de privación y que se transmite
de generación en generación. En tal sentido expresó:
«…Cuando los niños de los barrios bajos cumplen
seis o siete años de edad, normalmente ya han asimi-
lado actitudes y valores básicos de su subcultura. A
partir de ese momento, ya no están preparados psi-
cológicamente para sacar pleno provecho de los
cambios en las condiciones y oportunidades del pro-
greso que puedan aparecer en el transcurso de su
vida…» (Valentine, 1972: 78). Esta idea parece decir-
nos que la llamada por él «cultura de la pobreza» fue
producida en un momento determinado por ciertas
causas sociales y luego se va perpetuando a través de
un proceso de aprendizaje de generación en genera-
ción, aun cuando desaparezcan los elementos del
estado de pobreza.
Por ello, muchos autores —sociólogos, antropólo-
gos— critican el esquema teórico de Oscar Lewis y
lo catalogan de enfoque culturalista y fatalista sobre
la pobreza. Algunos, como Larissa Adler prefieren
hablar solamente de pobreza o de marginalidad de la

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pobreza por la situación de aislamiento forzado en que
se encuentran las personas en tal estado de existencia.
Según esta antropóloga, las normas y los valores que
representan a los pobres son una manifestación de su
realidad socioeconómica y no de una determinada
cultura. Para Adler, la condición de inseguridad cró-
nica del empleo y de ingresos es una consecuencia de
una falta de integración al sistema de producción in-
dustrial (Adler, 1975: 32). O sea, concibe la pobreza
como una consecuencia de la segregación o aislamien-
to que genera el sistema industrial en expansión. Esta
concepción es compartida por Oscar Altimir, para
quien la pobreza es aquella situación provocada por
desigualdades que precarizan las condiciones de vi-
vienda, de alimentación, salud, educación, así como
hacen cada vez más traumática la inserción en el mer-
cado laboral (Altimir, 1979: 20).
Desde nuestro punto de vista, las desigualda-
des no generan, necesariamente, precarización de las
condiciones de vida, pues son expresión de una estruc-
tura de explotación a partir de un no acceso a la
propiedad de los medios de producción y de la divi-
sión social del trabajo sobre la base de esta. De este
modo, desigualdad y pobreza se presentan como
fenómenos igualmente determinados por el acceso a
la propiedad, por lo que definir la pobreza a partir
de las desigualdades como relación unilineal, no deja de
ser una tautología. Lo que determina la pobreza no
es la existencia de determinados niveles de desigual-
dad derivados de una división social del trabajo dada,
sino la persistencia de un sistema de apropiación que
le permite a unos apropiarse de los resultados del
trabajo de otros.

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Sin embargo, hay cuestiones teórico-metodológi-
cas insoslayables. Todo grupo sociocultural posee
coherencia y estructura según las pautas del modo de
vida de los individuos pertenecientes al mismo, pro-
ducto de la acción colectiva a partir de la cual se per-
cibe, juzga y actúa socialmente. La situación de
pobreza coloca a los individuos en una posición
social de desamparo, que va conformando un siste-
ma de ideas por medio de las cuales perciben y
conciben el mundo que les rodea. De tal forma, esos
individuos encarnan o representan una forma de
vida, material y espiritual, provista por su condición
de pobre; por ende, poseen rasgos identitarios que
se reproducen a través de sus agentes de socializa-
ción, y se conservarán mientras no desaparezcan los
motivos que los causaron, pues toda identidad, in-
dividual o colectiva, está determinada por las cate-
gorías de espacio y tiempo.
Es evidente que en todo grupo sociocultural fun-
ciona la cuestión de la identidad. Siguiendo el mode-
lo teórico para la identidad cultural, individual y
colectiva, de Carolina de la Torre, nos percataremos
objetivamente de que los pobres poseen una serie de
rasgos que los identifican socialmente, que los di-
ferencian de los no pobres o sectores que imponen esa
dinámica excluyente. Según este modelo, cuando se
habla de identidad de un sujeto, individual o colecti-
vo, hacemos referencia a procesos que nos permiten
asumir que ese sujeto, en determinado momento y
contexto, es y tiene conciencia de ser él mismo, con-
ciencia de sí que se expresa en su capacidad para di-
ferenciarse de otros, identificarse con determinadas
categorías, desarrollar sentimientos de pertenencia,

26
mirarse reflexivamente y establecer narrativamente
su continuidad a través de transformaciones y cambios
(Torre, 2001: 82). De tal forma, los pobres conforman
esa identidad cuyo sentimiento de pertenencia radica
en compartir ideales que los diferencian de los secto-
res hegemónicos y que son los ideales que a su vez
pugnan con los estándares que los marginan y los
empobrecen, en una estructura de poder en la que
ostentan una posición de subordinación.
En la actualidad, los teóricos de la pobreza coin-
ciden en identificar la desigualdad —vista como la
pretermisión de los derechos de unos a favor de los
derechos de otros— como la causa de la misma, y a
los pobres como personas que se encuentran al mar-
gen del sistema social por esa proyección vertical de
exclusión. Así, la pobreza implica también una situa-
ción de marginación, pues los pobres no pueden
acceder de manera armónica a la producción de bienes
y servicios generados por la sociedad, pues existe un
acceso diferenciado a los beneficios derivados del uso
racional de esos bienes y servicios. Aquí radica su
limitada capacidad de desarrollo o progreso.
Los pobres están sometidos a una dinámica ma-
terial inexorable y ciega que lastra la posibilidad de
constituirse en sujetos libres, al constreñirse su mun-
do a la satisfacción de necesidades materiales insatis-
fechas, sin tener en cuenta el enriquecimiento del
espíritu. Por tanto, toda situación de pobreza implica
una situación de marginalidad, expresada en la no
participación en áreas determinadas del quehacer
social, en términos de consumo y/o en términos de
toma de decisiones para influir sobre la propia vida
(Germani, 1973: 35).

27
Los conceptos de marginalidad y «hombre mar-
ginal» tienen su origen en la antropología estadouni-
dense. Se utilizaban en las investigaciones en relación
con los contactos culturales entre la mayoría anglo-
sajona y los grupos étnicos llegados por migración y
segregados. En América Latina, el concepto de mar-
ginalidad comenzó a utilizarse, fundamentalmente,
con referencia a la situación de los sectores de po-
blación segregados en áreas no incorporadas al
sistema de servicios urbanos, ni al sistema laboral.
De tal forma se advirtió que dicha situación frenaba
los procesos de participación en la toma de decisio-
nes políticas, sociales, económicas y de otro orden
(Germani, 1973: 12).
Las monografías relacionadas con el tema no
proponían un análisis crítico acerca de las causas del
fenómeno y solo se limitaban a su descripción factual.
Las investigaciones de William Magin (1964) y de
Richard Morse (1965) son un claro ejemplo de ello.
Solo algunas excepciones hicieron propuestas inte-
resantes acerca de las raíces del problema (Vekemans,
1969), asumiendo el fenómeno de la marginalidad
como expresión de una «superposición cultural» por
la dominación hegemónica de los grupos que osten-
taban el poder. Se asumía, entonces, como enfoque
explicativo del asunto, la relación dicotómica entre
dos categorías que significaban ámbitos de participa-
ción social: centro y periferia.
De todo ello se derivaron dos conceptos que pre-
tendían resumir la cuestión: el concepto de persona-
lidad marginal, visto como una cuestión cultural y
psicosocial, y el concepto de marginalidad social, visto
como resultado de condiciones histórico-estructurales.

28
Esta separación no tenía un sentido real, sociológico
y/o antropológico, pues el sujeto segregado proyecta
objetiva y subjetivamente esa pretermisión a la que
está sometido. No son dos situaciones independientes,
una complementa la otra.
Tiempo después, en la década del treinta, el con-
cepto de marginalidad se situó dentro de la teoría de
la modernización con los proyectos de industrializa-
ción en América Latina. Según el episteme de esta
teoría, las sociedades subdesarrolladas se caracterizan
por la coexistencia de un segmento tradicional y uno
moderno, siendo el primero el óbice para alcanzar
la modernización, el desarrollo, visto como progreso
industrial. La noción de marginal se refería, entonces,
a zonas en las que aun no habían penetrado los valo-
res de la modernidad, a sociedades arcaicas, margi-
nadas de ese mundo moderno y que conformaban
personalidades marginales a la modernidad. En este
enfoque tecnologizado del desarrollo influyó extraor-
dinariamente la controvertida teoría antropológica
de Redfield sobre el continuum folk-urbano, en la que
se presentaban a las sociedades agrarias como ver-
daderos anacronismos, condenadas por el mundo
moderno. De tal forma, América Latina era un con-
tinente por civilizar ya que era a su vez un continente
plagado de sujetos marginales del esquema occiden-
tal de desarrollo.
No fue hasta las décadas del cincuenta y sesenta
del siglo XX en que la categoría de marginalidad toma
protagonismo en las ciencias sociales, fundamental-
mente en América Latina, con las propuestas del
Consejo Económico para América Latina (CEPAL).
De acuerdo con estos esquemas, existían dos mundos,

29
uno civilizado y uno marginal, con incapacidad para
superar su situación por su posición dependiente
respecto de las relaciones internacionales y la deses-
tructurante relación en estos entre la política social
y el sistema económico, lo que a su vez generaba
fuertes procesos de marginación.
Para Aníbal Quijano, economista de la CEPAL, la
marginalidad es resultado de un sistema capitalista
dependiente, subordinado. Para él, las nuevas tecno-
logías vinculadas a los procesos productivos desplazan
gran cantidad de fuerza de trabajo no calificada para
asumir los retos de la tecnificación y se convierte en
sobrante, pues pierde significación para la acumula-
ción económica, el sistema «no necesita» de esta
fuerza para funcionar. A este proceso Aníbal Quijano
lo denominó apartheid (Quijano, 1972). Siguiendo
esta tesis, el economista José Nuns reelabora el con-
cepto marxista de ejército industrial de reserva y
propone en su lugar el concepto de masa marginal
para definir la enajenación no solo material, sino
también espiritual que genera el modo de producción
capitalista, a partir de la desaparición de la posibilidad
latente de acceder a la producción como fuerza de
trabajo, por el peso aplastante de la tecnología en esta
fase imperialista de dicho modo de producción, que
desplaza, casi definitivamente, a un número cada vez
más creciente de personas (Nuns, 1982).
Estos teóricos erraron al reconocer la margina-
lidad como un fenómeno típico del capitalismo.
Todas las sociedades, desde el surgimiento de estruc-
turas clasistas, han generado sus marginales como
grupo de individuos particulares que se separa de la
dinámica social hegemónica, estructurada desde el

30
poder para la prolongación y legitimación del poder
mismo. La marginalidad le es intrínseca a toda la
sociedad humana en su conjunto, pues el poder en
su proyección homogeneizante fabrica sus «maldi-
tos», estereotipando, aislando, desterritorializando.
La marginalidad viene a ser «la entropía de las so-
ciedades».
Como fenómeno social, la marginalidad distingue
una situación por medio de la cual un grupo de indi-
viduos se coloca o es colocado al margen de deter-
minados sistemas de valores materiales o espirituales
que se hacen hegemónicos dentro de un contexto
social concreto. Tales procesos de marginación pueden
producirse mediante la negación de derechos esencia-
les por voluntad de un poder, o sea, a través de actos
de exclusión social en los que son claramente identi-
ficables el elemento excluyente y el excluido. La alte-
ridad que se encuentra al margen del orden social
establecido queda excluida del mismo, pues su dise-
ño no tiene en cuenta la realización de su identidad
social y, por tanto, no logra integrarse armónica-
mente a dicho sistema. Tiene lugar también por el
disentir consciente y voluntario de esos valores, por
la posición de los distintos grupos o países dentro de
una estructura de división social del trabajo y distri-
bución de la riqueza históricamente determinada, o
por los procesos de cambio brusco y radical de esas
estructuras. Se producen, por tanto, en una tensa
dinámica de rechazo y aceptación, de querer y no
poder, en condiciones de una alteridad que subordina
y aparta a determinados grupos sociales. De esta
forma, los marginales y pobres construyen una ma-
nera de sobrevivencia alternativa como mecanismo

31
de resistencia a esa situación de subordinación y
anomia social en que se encuentran y que deviene
normas de transgresión, definidas por algunos inves-
tigadores como «contracultura».1
Desde esta perspectiva se han reconocido cinco
dimensiones del concepto de marginalidad, algunas de
las cuales son rasgos estereotipados o estandarizados
que no permiten un acercamiento racional a la cuestión
de la pobreza en situación de marginalidad:

1. Dimensión ecológica. Refleja la situación por la


cual los marginales tienden a vivir en viviendas
localizadas en círculos de miserias.
2. Dimensión sociopsicológica. Los marginales no
tienen capacidad de actuar ni participan de los
recursos sociales, carecen de integración interna
y no pueden superar su condición o estatus por
sí mismos.
3. Dimensión sociocultural. Los marginales presen-
tan bajos niveles de vida, de salud, de vivienda y
de instrucción.
4. Dimensión económica. Los marginales tienen
ingresos de subsistencia y empleos inestables.
5. Dimensión política. Los marginales no participan,
no cuentan con organizaciones internas de carácter
político que los representen, ni toman parte en
las tareas y responsabilidades que deben emprender-
se para la solución de los problemas sociales,
incluidos los propios.
1
Expresión tomada de la socióloga Mayra Espina en «Controver-
sia: ¿Entendemos la marginalidad?», Nueva Época, La Habana,
no. 30, 2001, p. 73 (separata de Temas, no. 27, octubre-diciem-
bre, 2001).

32
Sin embargo, asumir estas dimensiones como
rasgos explicativos de situaciones diversas de pobreza
y marginalidad implicaría, a su vez, asumir una visión
esencialista de tales fenómenos, apartándonos de un
enfoque contextual de los mismos, e incurriríamos en
una construcción culturalista, desde la academia, de
los sustratos culturales que impone la pobreza.
El vínculo entre marginalidad y pobreza es in-
cuestionable. La pobreza —como privación de nece-
sidades materiales básicas sobre las que se
estructura todo un sistema de comportamientos y,
valores— significa siempre limitación de acceso y, en
este sentido, lleva implícita determinadas formas de
marginación. La marginalidad, por el contrario, des-
borda la pobreza al hacer partícipe de esa dinámica
de rechazo-aceptación a grupos que no necesariamen-
te son identificables como pobres. La marginalidad
en condiciones de pobreza es, por tanto, una moda-
lidad de este fenómeno que expresa la confluencia de
dos situaciones preñadas de riesgos.
Los actores sociales de la pobreza y la marginali-
dad, como agravante adicional, poseen un imaginario
social desafiante que se materializa en pautas de
comportamientos, profanadoras de lo sagrado por
criterios estandarizados y que funcionan desde el
disenso, a partir del cual se enriquecen y desfasan sus
creencias y saberes.
La marginalidad en condición de pobreza genera
una constante sustanciación de conflictos sociales, cuya
solución depende en gran medida de la voluntad del
poder estatal. Es un problema básicamente económico,
pero su superación se deriva de una cuestión política.
Tal y como expresa Alain Basail: «…la disidencia social,

33
como expresión de la conflictividad de los vínculos
sociales, es un problema de reconocimientos, intereses
y diferencias que se tornan fallidas, desatendidas y
negadas por voluntad de un poder. Es un problema
de negación de alteridad…» (2003: 8). Desde esta
perspectiva, la marginalidad en situación de pobreza
es también un problema de disidencia social, que cla-
va sus raíces en la resistencia a que se ven forzados por
su propia condición.
Esta situación de privación y marginalidad difi-
culta, en la mayoría de los casos, la conformación de
una conciencia social más racional, ideologizada y
politizada, pues supone estar sometido al imperio de
satisfacer las necesidades básicas, de modo que la
conciencia tiende a estar dominada por este orden de
intereses, a partir de un proceso que el sociólogo José
Luis Martín denomina: «…maximización del inmedia-
tismo y la lucha por la existencia…» (2001: 71). Las
personas sumidas en ese estado, no llegan a percibir,
en esa relación de dominación-subordinación, a los
dominadores como grupo social concreto, pues su
relación con quienes los empobrecen y marginan se
efectúa de manera indirecta (Quijano, 1972: 45). Esa
visión difusa determina que se enfrenten a realidades
dominadas por grupos abstractos (ricos, instituciones
sociales,…). Esta situación provoca que la relación
entre los pobres y marginales con el Estado esté ma-
tizada por dos mecanismos, utilizados por el poder
para anular sus ansias de progreso: una fuerte política
represiva o coactiva, o un asistencialismo paternalista
que amortigüe los intereses de sobrevivencia física.
Aquí radica por qué los pobres unas veces se enfrentan,
ciegamente, a las consecuencias del mal y no al mal

34
en sí mismo (la estructura social de desigualdad) y
otras se conforman con políticas que los adormecen,
como ciertas dosis de opio, traducidas en algunas
mejoras muchas veces regularmente efímeras.
Sin embargo, es preciso distinguir los conceptos
de marginalidad y marginación. Esta variable permite
dar cuenta de un fenómeno estructural que surge de
la dificultad para propagar el progreso técnico en el
conjunto de los sectores productivos y en el conjun-
to de las diversas áreas, regiones o zonas dentro y fuera
de un Estado-nación. Sus diferencias radican en sus
unidades de análisis. La marginación se refiere a agre-
gados sociales específicamente localizados desde una
perspectiva macro, mientras que la marginalidad pone
énfasis en los individuos. Así, la marginación como
fenómeno social refiere también esa situación de do-
minación-subordinación que motiva a amplios secto-
res poblacionales a emigrar en busca de mejoras.
En todo análisis de los procesos de empobreci-
miento asume una centralidad teórica el concepto de
exclusión social. Esta idea aparece inicialmente en el
escenario europeo en la década del setenta del siglo
pasado, vinculada a la sociología francesa. Para la dé-
cada del ochenta pasa a formar parte de las definiciones
conceptuales para la aplicación de las políticas sociales
en los marcos de la ya existente Unión Europea. Así,
este concepto es referido en El libro blanco y en El libro
verde de la política social de este conjunto de Estados.
El surgimiento de este concepto aparece vinculado
a una serie de situaciones tales como: la contracción
de la expansión económica que se produjo después de
la Segunda Guerra Mundial, que hasta ese momen-
to había garantizado una política de pleno empleo

35
y garantías mínimas que se consolidaron en las décadas
del cincuenta y setenta en un sistema de seguridad que
dio lugar a la conocida idea de la Europa social. Tales
sistemas de seguridad no solo reflejaban la situación
de expansión económica, sino también las luchas de
la clase obrera por tales derechos y la necesidad del
sistema capitalista de contraponerse al socialismo.
En este contexto, se consideraba que la pobreza
era inexistente, vertebrándose su inexistencia en la
capacidad empleadora de estas economías en expan-
sión. La crisis económica de la década del ochenta
quebró las expectativas de las décadas de posguerra.
El desempleo masivo y el crecimiento de los procesos
de desigualdad social erosionaron las premisas de
los Estados de bienestar y el consenso sobre las políti-
cas sociales. Se producen cambios significativos en la
estructura de la población y sus ciclos vitales, entre otros,
y Europa redescubre focos de pobreza en sus Esta-
dos. De tal forma, los cambios que originan un nuevo
paisaje para la pobreza y la desigualdad social son:

1. el agotamiento del modelo de pleno empleo y los


cambios en la estructura del mismo, o sea, alta
demanda de fuerza calificada y pocas opciones
para la fuerza de menor calificación, lo que está
en correspondencia con los cambios tecnológicos
que se operan en la época;
2. los cambios en la estructura de la familia y los ciclos
vitales, disminución de las tasas de fecundidad,
aumento de las tasas de divorcio y de las familias
monoparentales, envejecimiento de la población,
lo que repercutió en el aumento del número de
hogares en situación de vulnerabilidad;

36
3. la ruptura del consenso en torno a las estructuras
del bienestar social, lo que está vinculado a la
aparición del neoliberalismo como ideología do-
minante que cuestiona la ayuda social que frena
la disposición del individuo hacia el trabajo y el
quehacer económico.

En esta situación se desarrolla el debate sobre la


pobreza y la desigualdad social, que funcionó como
antecedente del concepto de exclusión social. Así, des-
de su origen esta idea aparece muy vinculada a la noción
de pobreza. La aparición en textos comunitarios de un
nuevo término, enfrentó a los participantes en la polí-
tica europea a un concepto confuso, a la vez que ofrecía
una definición del término que justificase el cambio
terminológico y su empleo en lugar de otros ya exis-
tentes como pobreza y marginación social. De este
modo, en el «Programa de pobreza 3» se define que:

Los individuos [que] sufren exclusión social: a)


padecen desventajas generalizadas en términos
de educación, habilidades, empleo, vivienda, re-
cursos financieros, etc.; b) sus oportunidades de
obtener acceso a las principales instituciones que
distribuyen esas oportunidades de vida son sus-
tancialmente menores que las del resto de la
población; c) esas desventajas y acceso disminui-
do persisten a lo largo del tiempo [G. Room, ci-
tado por Abrahamson, 1997: 123].

Muchos de estos elementos ya aparecen en las


conceptualizaciones de pobreza. En la práctica, sobre
todo en España, el concepto de exclusión social fue

37
derivando hacia la definición de aquellos grupos que se
encontraban en peores condiciones: los discapacitados
físicos, los ancianos solos,…, contribuyendo a con-
formar una representación de este concepto como un
nivel inferior de los procesos de marginación y em-
pobrecimiento.
Sara Gordon (1997) propone un concepto de
exclusión social en el que, por un lado, trata de refle-
jar un proceso a nivel del individuo (por ejemplo, su
marginación); y por otro, un proceso o situación a
nivel de la sociedad por los efectos excluyentes o
discriminatorios que puedan tener sus instituciones.
Este último aspecto, quizá, pueda tomarse como
elemento que distingue este concepto del de pobreza
y marginación. O sea, al hablar de exclusión se habla
del efecto discriminador que provocan las institucio-
nes, por lo que la solución de la problemática no se
busca tanto en el individuo, sino en el perfecciona-
miento de la sociedad. En general, la identidad y la
diferencia entre los conceptos analizados pueden
apreciarse en este cuadro.

EXCLUSIÓN SOCIAL POBREZA MARGINALIDAD


Fuente: Sara Gordon Fuente: Oscar Altimir Fuente: Gino Germani
(1997: 2) (1979: 20) (1973: 35)
Refleja un proceso Aquella situación La marginalidad como
o situación a nivel provocada una situación de no
de individuo (ejemplo: por desigualdades participación en áreas
su marginación), que precarizan determinadas del
y un proceso las condiciones quehacer social, en una
o situación de vivienda, variedad de roles que
a nivel de sociedad, por alimentación, salud, todo individuo debiera
los efectos excluyentes educación, así como desempeñar.
o discriminatorios hacen cada vez más
que puedan tener traumática la inserción
sus instituciones. en el mercado laboral.

38
FENÓMENOS
FENÓMENOS RELACIONADOS FENÓMENOS
RELACIONADOS (CUMBRE RELACIONADOS
DE DESARROLLO SOCIAL)

1. Desigualdad 1. Falta de ingresos 1. Empleo, desempleo,


extrema. y recursos productivos subempleo, el consumo
suficientes que se deriva de estos
para garantizar medios y el goce
de vida sostenibles. de los servicios.
2. Concentración 2. Hambre 2. Discriminación
geográfica de y malnutrición. social, racial, étnica,
la inversión productiva entre otras.
y las asignaciones
presupuestarias.
3. Pérdida o falta 3. Mala salud. 3. Escasa
de acceso al empleo participación social
y/o medios de vida. y limitado acceso
a derechos sociales.
4. Falta de acceso 4. Aumento 4. Desventajas
o acceso insuficiente de la morbilidad ecológicas
a la educación y la mortalidad a causa y disponibilidad
y la salud. de enfermedades de recursos
curables. y baja inversión.
5. Discriminación 5. No acceso o acceso 5. Carencia
social. limitado de infraestructura
a la educación y otros urbanística, vivienda,
servicios, abasto agua potable,
de agua y saneamiento. electricidad,…
6. Falta de acceso al 6. Carencia de vivienda 6. Baja calificación
ejercicio de derechos. o vivienda inadecuada. y acceso limitado a los
servicios formales de
instrucción.
7. Estructuras 7. Medios 7. Prácticas
de privilegios. que no ofrecen y conductas
seguridad ciudadana. transgresoras
de las normas morales
y jurídicas, instituidas
como hegemónicas
o legítimas.
8. Insuficiente 8. Discriminación 8. Contraposición
positividad y exclusión social. de lo tradicional
del derecho. y lo moderno.
9. Deficiente
participación.
De ahí, la relación de determinación recíproca o a
favor del condicionamiento entre la pobreza, la margi-
nalidad y la exclusión social, como fenómenos sociales.
Tal y como expresa Jorge Luis Acanda: «…Los grupos
sociales despojados de manera sistemática de capa-
cidad de decisión para determinar sus condiciones
de vida, la defensa de su identidad, etc., terminan
cayendo en la marginalización, la anomia y el esca-
pismo…» (2002: 57).
En la actualidad, los fenómenos de pobreza y
marginación se encuentran muy vinculados a los pro-
cesos migratorios, que movilizan a millones de per-
sonas en todo el mundo, segregados de los espacios
beneficiados por el progreso, y motivados por las desi-
gualdades cada vez más asfixiantes. Entre estos (mar-
ginación, pobreza y migraciones) se produce entonces
una relación de circularidad, pues actúan entre sí como
causas y/o consecuencias, e indistintamente se recon-
dicionan. La miseria, por la marginación de los espacios
en desarrollo o desarrollados, impele a emigrar en
busca de mejoras; y ante la imposibilidad de acceder
armónicamente a tales espacios, por barreras sociales,
culturales, jurídicas o ideopolíticas, la pobreza y la
marginalidad se exacerban.
Entre los factores que influyen en las migraciones,
sobre todo de las áreas rurales a las urbanas, y en
la consecuente proliferación de la marginalidad y la
pobreza, se encuentran:

• agotamiento de las tierras,


• bajo rendimiento asociado a la escasa y desfa-
sada tecnología y desinterés laboral,

40
• ausencia de nuevas inversiones que fortalezcan
y dinamicen las estructuras agrarias,
• fortalecimiento simbólico de la ciudad, a
partir de la atracción que genera como resul-
tante de la concentración en esta de los ser-
vicios de salud, educación, entretención, entre
otros.

Este deterioro socioeconómico limita la capacidad


de generar ingresos en sus lugares de origen, lo que
expone a las personas a sufrir una creciente escasez
de bienes y servicios que satisfagan sus necesidades.
Ello las impele a emigrar a los centros urbanos en
busca de mejoras; empero, únicamente pueden acce-
der a estos a través de los resquicios sociales, igual-
mente periféricos y con un gran dilema: la falta de
acceso a una vivienda y a un trabajo, fundamental-
mente, cuya negación condiciona que estos grupos se
precipiten a una extrema pobreza y hacia conductas
cada vez más informales, desordenadas y transgreso-
ras de las normas sociales que sustentan el statu quo
que los enajena.
El problema real no consiste en la capacidad o
incapacidad de los hombres de hacer accesible sus
vidas al «progreso humano», sino en las limitaciones
que se les imponen en el camino hacia ese progreso.
Incluso, el plan de vida de los pobres, que se regene-
ra a través de su socialización, no es diferente al que
profesa la sociedad en su conjunto; lo diferente son
las condiciones en que ese plan se pretende realizar.
Tal y como expresa Paulette Dieterlen: «…La pobreza
es un mal en sí mismo: quienes la padecen carecen

41
de lo indispensable para ejercer el más mínimo grado de
autonomía y de capacidad para llevar a cabo ciertos
planes de vida…» (1999: 14).
Desde esta perspectiva, autores como Joan Nelson
(1969: 56) se refieren a una redistribución geográfica
de la pobreza, por la transferencia de la población del
campo hacia la ciudad. Siguiendo este esquema teó-
rico-conceptual, es preciso determinar su causa a
partir de lo que el geógrafo francés Jacques Lambert
(1973: 72) denominó «dualidad socioeconómica y
cultural» dentro de un Estado-nación. Según este
autor, una misma cultura nacional posee dos caras:
una beneficiada por la dinámica del progreso y la
racionalización de la estructura social, ubicada en los
centros urbanos; y otra que podríamos llamar anqui-
losada o desfasada por la desproporcionalidad y asi-
metría del progreso, ubicada en las áreas rurales. Esta
estructura relacional asimétrica que se establece entre
el campo y la ciudad, es una realidad manifiesta, sobre
todo en el Tercer Mundo, y una de las causas principa-
les de situaciones diversas de pobreza y marginalidad.
El campo actúa como una colonia de la ciudad, con
la consecuente migración hacia esta por la precariza-
ción de la vida, que se prolonga en las áreas urbanas
ante la enajenación, por la condición periférica que
asume la existencia del emigrante, con una doble si-
tuación: pobre y marginal. En consecuencia, este
sufre una vida marcada por la pauperización, cayendo
en la anomia y el escapismo incluso en aquellos lu-
gares donde pretende solucionar su sobrevivencia,
pues se asienta en lugares igualmente segregados,
marginados. En cierto modo, estaríamos en presencia

42
de un genocidio de nuevo tipo al que eufemísticamen-
te hemos denominado favelas, callampas, villas mi-
serias, cantegriles, «llega y pon»,…
Estos espacios, dominados por un infrahumanis-
mo, son zonas predominantemente residenciales,
cuya única característica constante es su origen ilegal
y desordenado; se definen como cinturones de mise-
ria y focos de enfermedades y todo tipo de conductas
disonantes por la pérdida de la connotación negativa
de lo reconocido socialmente como ilegal. Son carac-
terísticos en estos lugares:

• el alcoholismo y la drogadicción,
• la violencia (conyugal, paterno-filial, callejera,
criminal),
• el robo (intrabarrial y extrabarrial),
• dependencia económica casi absoluta del merca-
do negro o la economía informal,
• la pérdida por parte de los niños de un patrón
estable a imitar y por el cual puedan desarrollar
su propia personalidad,
• el analfabetismo funcional, fundamentalmente,
por los bajos niveles de instrucción y que se proyec-
ta como tendencia en las nuevas generaciones por
la orientación excesiva hacia el presente, pues la
miseria los obliga a vivir de la «lucha diaria»,
• la deserción escolar,
• el desempleo y el subempleo,
• una conciencia casi despolitizada y desnacionali-
zada, con una fuerte religiosidad heterodoxa, pues
—parafraseando a Abel Posse— esta situación
provoca que las personas inmersas en ella, maldigan

43
la sociedad y el Estado con que se relacionan y
pongan los ojos en el cielo.

A pesar de ello, hay autores que refieren concep-


tos como «sociedad civil de los pobres o popular»2
para definir el espacio económico, social y político en
el cual actúan los pobres a través de sus instituciones
sociales. Esto conduce a un discurso laudatorio sobre
el tema de la pobreza, con su intrínseca situación de
marginalidad, cuyas triviales conclusiones parecen
decirnos que la pobreza es posible superarla legiti-
mando las estrategias de sobrevivencia de los pobres,
sin necesidad de variar la estructura fundante que la
originó. Este fundamento no deja de ser una falacia,
pues las instituciones a través de las cuales los pobres
luchan por su vida, no encuentran cabida en la socie-
dad, porque incluso su razón de existencia y desem-
peño social es desde la marginalidad. ¿A qué civilidad
se refieren si no existe el diálogo, sino la anulación y
el desconocimiento?
Los sujetos pobres y marginales no encuentran
en la sociedad en su conjunto la realización de su liber-
tad, sino la limitación y la negación de esta, profun-
dizándose su alienación. Aquí radica la cuestión
fundamental del conflicto social, desestabilizador y
contrahegemónico que genera la pobreza, cuya expre-
sión se manifiesta en la sociedad civil en su conjunto.
Como expresara Jorge Luis Acanda: «…la sociedad
civil es el escenario legítimo de confrontación de
aspiraciones, deseos, objetivos, imágenes, creencias,
2
La expresión está siendo muy usada en América Latina; en
países como Brasil, para distinguir la realidad social de las fa-
velas de Río de Janeiro.

44
identidades, proyectos que expresan la diversidad
constituyente de lo social…» (2002: 257). Visto así,
las instituciones de los pobres no son expresión de
un tipo determinado de sociedad civil, sino que refle-
jan el componente de la sociedad civil que opera
desde el disenso y la transgresión por la exclusión de
que son objeto, para constituirse en sujetos sociales
con una activa y efectiva participación en el ordena-
miento social.
Según datos del Banco Interamericano de Desarro-
llo (BID), en 1998 la pobreza en América Latina supe-
raba la cifra de más de 150 millones de personas, de
las cuales 130 millones se encontraban en situación
de miseria absoluta, careciendo incluso de agua po-
table. Centroamérica, según el BID, es la región más
afectada, pues en esta se asienta 48 % de los pobres
de Iberoamérica, lo que se evidencia a través de las
cifras por Estados-naciones: 75 % de la población en
Guatemala es pobre, 73 % de la población en Hon-
duras, 68 % de la población en Nicaragua, 67 % de la
población en El Salvador, entre otros ejemplos.
Este deterioro socioeconómico, expresión de una
distribución desigual de los recursos y de una parti-
cipación poco o nada equitativa respecto de las opor-
tu ni dades que ofrece el «progreso nacional», es
consecuencia de los paradigmas desarrollistas, refor-
zados con el pensamiento teórico neoliberal, que
minimiza o anula las capacidades normativas y
gestoras de los Estados para solucionar cuestiones
internas y externas que disfuncionalizan dichas socieda-
des como escenarios de libre participación. Las transna-
cionales del Primer Mundo hacen incierto el destino
de Nuestra América al apoderarse de los recursos para

45
el progreso económico, social y cultural, con la venia
de las élites opulentas, hegemónicas y portadoras de
un pensamiento que todavía proyecta la disyuntiva
que nos propusiera Sarmiento en el siglo XIX: Civili-
zación o Barbarie. Como expresara Atilio Borón re-
firiéndose a esta encrucijada: «…Este proyecto, en
caso de triunfar, no solo produciría un holocausto
social a escala planetaria de proporciones incalcu-
lables (…), sino que, además, afectaría irreparable-
mente la sustentabilidad ecológica de la vida en
nuestro planeta…» (1999: 18).
Asumir esta realidad lleva a entender nuestra gran
disyuntiva, tal y como expresara Adolfo Colombres
acerca de Nuestra América: «…O emerge como un
bloque civilizatorio, consciente de su particularidad
y valor universal, y sobre todo ungida de un proyecto
propio, o queda convertida en un Occidente de se-
gunda mano, al servicio del hiperdesarrollo del ver-
dadero Occidente…» (2001: 19). Únicamente así
podremos hacer avanzar un auténtico proyecto civi-
lizatorio endógeno, sobre la base de nuestras matrices
culturales, con una racionalidad alternativa o anula-
dora de la razón con la que hemos sido históricamen-
te colonizados.
Nuestro país, como Estado-nación que pertenece
al concierto latinoamericano, ocupa una posición
periférica respecto de las relaciones internacionales.
El arribo de Cuba a la modernidad nos colocó en si-
tuación de marginalidad respecto de dichas relaciones,
primero como colonia de España y después como
neocolonia de los Estados Unidos. Ambas sociedades
funcionaban desde un ordenamiento cultural que tenía
como base la desigualdad estructural y la jerarquización

46
de las relaciones sociales, signadas por procesos de
pobreza y marginación de la gran mayoría de los
cubanos.
Tales fenómenos asumieron una centralidad en
el proyecto socialista cubano, con la Revolución, a
partir de 1959. La Revolución hizo a los pobres y
desposeídos sujetos de su propia historia, generando
un inmenso campo de participación social en el que
marginados y empobrecidos de antaño encontraron
espacio para su dignificación. En ello, a la vez, encon-
tró legitimación y apoyo popular. Todo tuvo su base
en la eliminación de la propiedad capitalista sobre los
medios de producción y la gestación de un sistema
socialista que anuló la base estructural de la pobreza,
la marginación y la exclusión social, ya que sacó del
escenario social a individuos con capacidad de apro-
piarse del trabajo del productor directo de las riquezas
sociales. Esto sitúa temas como los anteriores ante
un verdadero dilema teórico, a partir de que no han
desaparecido de nuestro escenario.
Las condiciones desde las que se realizó este
proceso, caracterizadas por una estructura económi-
ca anquilosada por la dependencia respecto del merca-
do estadounidense durante la República, la carencia
de recursos financieros por el robo descarado de estos,
y la situación de bloqueo y guerra económica que,
desde las primeras medidas populares, se fue dise-
ñando desde los Estados Unidos, impusieron muchas
de las limitaciones y contradicciones a ese inmenso
esfuerzo por dar cabida a todos los miembros de la
sociedad de igual manera. Así, no se pudo eliminar
totalmente ni la pobreza ni la marginalidad como
máculas del pasado histórico de la nación, aun cuando

47
muchas de sus bases sociopsicológicas fueron deses-
tructuradas por el potencial de participación social de
esa gran mayoría de cubanos y las mejoras que se
experimentaron con la institucionalización de un
Estado de base democrática, haciéndose casi imper-
ceptibles sus formas de manifestarse. Ello nos indu-
ce a pensar que, a pesar de los cambios estructurales,
la disponibilidad del bien o del recurso social es una
variable importante para la interpretación real de
estos procesos en nuestra sociedad, pues la escasez
de este bien determina que unos se apropien y otros
no, ya sea por mecanismos de distribución de la pro-
piedad o por mecanismos de poder. Como expresara
el sociólogo Ernel González: «…No basta con que
haya una política socialista, es necesario movilizar
recursos productivos» (2001: 82).
La limitación de recursos derivada tanto de la
herencia del subdesarrollo como de las contradiccio-
nes del propio modelo económico de desarrollo, fue
imponiendo su impronta a estos procesos. En la se-
gunda mitad de la década del ochenta se había hecho
evidente el agotamiento del modelo económico trans-
formador (Modelo del Cálculo Económico, tomado
de la Unión Soviética), según el cual se priorizaba la
industrialización acelerada, basada en el desarrollo
de la industria pesada, con poca significación para el
resto de los sectores, que incluso llegó a subestimar
la producción para el consumo, incluida la agricultu-
ra con excepción de la cañera. Este modelo operaba
con un alto nivel de centralización de las decisiones
a partir de una planificación orientada a la asignación
directa de recursos, desde una posición de verticali-
dad. En estas condiciones, los trabajadores no se

48
constituyeron en verdaderos copropietarios de los
medios de producción, pues siguieron siendo asala-
riados o empleados, solo que del Estado.
Esta concepción estratégica de diseño económi-
co, basada en los programas macro, pretendió resol-
ver las necesidades de la población sin tener en
cuenta el sentido diferenciado de estas, dejando poco
espacio a la preferencia de los consumidores y al
despliegue de iniciativas individuales y colectivas
para potenciar la economía. Más que igualdad, como
sana intención del Estado revolucionario, se generó
un igualitarismo, pues la distribución no contem-
pló el punto de partida de los sujetos involucrados
en el proceso a partir de variables como raza y región.
Asimismo, la relación de salarios-bienestar se inclinó
desfavorablemente hacia los primeros, pues no esta-
ban en correspondencia con el valor que se creaba
desde el trabajo y, por ende, un grupo cada vez más
creciente se fue acercando a las áreas burocráticas
como alternativa para progresar salarialmente, según
la lógica del modelo.
Igualmente, el proyecto económico cubano tuvo
como debilidad la incapacidad de reconvertir la falta
de proporcionalidad en el desarrollo, heredada del
pasado histórico de la nación, que determinó la cen-
tralidad de La Habana y la marginación de las otras
provincias. La limitación conceptual de políticas y
recursos que atrajeran hacia el centro con la misma
intensidad a las otras regiones del país, fundamental-
mente las rurales, convirtió este problema en una
cuestión estructural, resultante de lo que el sociólogo
José Luis Martín denominó «automatismo desarro-
llista» (2001: 83). Con ello se crearon las premisas

49
para que se reprodujeran manifestaciones de pobre-
za, marginación y exclusión social en las condiciones
del socialismo.
La limitación de recursos ha determinado «niveles
selectivos y restringidos de consumo» (Nerey, 2004),
que generan una asfixia social al colocar a las perso -
nas que se encuentran en un estado de pauperación
en una constante transgresión de las normas sociales,
reconocidas por los sujetos colectivos como moralmen-
te dignas y de otras instituidas por el poder jurídico de
la nación. Así, se consolidan conductas cada vez más
desestabilizadoras del orden social. Pero estas conduc-
tas funcionan como mecanismos de supervivencia que
permiten una salida a las privaciones, tales como el
robo (muchas veces con violencia), la compraventa en
el mercado negro, la prostitución y la deserción escolar
en pro de un ingreso inmediato.
Algunas de estas actitudes, que actúan como
contracultura, pierden la connotación negativa de
lo ilegal en el imaginario social y son reconocidas
como loables ante el imperativo de «comer o morir».
No obstante, en nuestro país el problema de la
pobreza, agudizada en los últimos años, se manifiesta
más como tendencia en el deterioro de las condicio-
nes materiales de vida de las personas que en su poten-
cial de participación. Por ello la mayoría de los
reconocidos por las ciencias sociales como pobres y
marginales no se reconocen como tales, pues su per-
cepción los induce a compararse con otros países y se
percatan que gozan de ciertos privilegios con equidad.
Aquí radica la diferencia de Cuba con el resto del
mundo y la necesidad de relativizar los conceptos de
pobreza y marginalidad en nuestro contexto.

50
A pesar de ello, la cuestión social de la pobreza y
su consecuente marginalidad fueron desconocidas por
la psicología social del cubano, incluso del cubano
culto, académico, aun cuando Cuba seguía siendo un
país pobre y marginal respecto de las relaciones eco-
nómicas y políticas globales.
El discurso político nacionalista, de homogenei-
zación social, entretejido a partir de 1959, asumió
como hecho resuelto la alineación económica y social
de los cubanos con la institucionalización de un Es-
tado-nación por consenso y con una racionalidad
revolucionaria, descolonizadora y democratizadora
de las estructuras sociales. Ello condujo a desatender
los estudios que enfatizaban en los procesos de dife-
renciación social, consecuencia en nuestro país de las
diversas condiciones de partida de los grupos sociales
para apoderarse de los beneficios de una distribución
más bien igualitarista. Esta postura nos llevó a olvidar
que en nuestro contexto «…la teoría del socialismo
precisa comprender la tensión entre igualdad y dife-
renciación social, entre la necesidad de reconocer las
diferencias y de articularlas en un proyecto sociopo-
lítico común…» (Espina Prieto y otros, 1998: 22).
La elevada capacidad de participación social y el
protagonismo transformador de aquellos que antes
ocupaban una posición de subordinación-dominación
respecto de las relaciones sociales, hicieron pensar a
todos los cubanos —incluso a la dirigencia políti-
ca— en una desaparición progresiva de la pobreza y
la marginalidad casi por encanto. Sin embargo, la
proyección democrática no tuvo un soporte econó-
mico de sustentación; los enfoques hiperdesarrollis-
tas neutralizaron las potencialidades del Estado

51
respecto de una distribución equitativa y cada vez
más en ascenso, junto a las deformaciones del pasa-
do y al histórico bloqueo económico de los Estados
Unidos. Así, se desconocieron tales fenómenos, pues
un discurso crítico sobre los mismos ponía en entre-
dicho los logros de la Revolución y la efectividad
funcional del proyecto cubano. Se le dio la espalda a
la problemática y se asumió como norma la inexis-
tencia de tales realidades.
Además, la Revolución misma, como proceso de
ruptura del enfrentamiento entre clases sociales con-
trapuestas, genera a su vez un tipo distinto y nuevo de
marginación y exclusión. Las clases derrotadas y
aquellos sectores que las representaban, y sus prácticas
de enriquecimiento a costa del trabajo de otros, pasan
a posiciones marginales dentro del proceso social.
Todo lo anteriormente expuesto conduce a rela-
tivizar la utilización de tales conceptos. Los fenóme-
nos que los mismos tratan de captar, aparecen muy
desdibujados en nuestra sociedad, producto de la
obra misma de la Revolución y la incorporación de
los sectores humildes del pueblo como sujetos de esa
obra, así como por el acceso gratuito y universal a
la educación y la salud, y la propiedad de la vivien-
da. Empero, sobre todo tiene que ver con el hecho
de que dichos fenómenos se configuran y reproducen
en un sistema de propiedad social sobre los medios
de producción que le sustrae su base estructural y
necesaria. Por tal razón, en nuestras condiciones no
es conveniente hablar de pobreza, marginación y
exclusión social en abstracto. Es necesario definir en
qué sentido se es pobre, marginal y de qué se está
excluido socialmente. Solo así, los conceptos servirían

52
no solo para caracterizar al sujeto pobre, marginal o
excluido, sino también para determinar cuáles son
los mecanismos o circunstancias sociales por las
cuales sufren de ello, para que de esta forma la su-
peración del problema sea también un proceso de
superación y perfeccionamiento de la sociedad y
toma de conciencia de sus límites para cada momen-
to histórico.
Ciertamente, los barrios pobres y marginales
como Romerillo, Palo Cagao, Las Yaguas y más re-
cientemente los «llega y pon», no dejaron de formar
parte de nuestra realidad, aun con una Revolución
socialista que relativiza tales deformaciones por su
proyección democrática y estrategias de inclusión.
Les corresponde, entonces, a las ciencias sociales
cubanas estudiarlos y descubrir las condicionantes de
su existencia, para elaborar estrategias que reconvier-
tan esa realidad y hacer más democrático y humano
nuestro proyecto social.

Una visión desde las fuentes bibliográficas


de los momentos pasados y presentes de la pobreza
y la marginación en Cuba revolucionaria

Aproximarse a un estudio antropológico del proble-


ma de la marginación y la pobreza en Cuba, exige la
consulta de una gran cantidad de obras de corte
económico, sociológico, político, histórico y etno-
gráfico, en las que la cuestión aparece tratada en
muchas ocasiones de modo tangencial o se concentra
en aspectos determinados de la problemática. Por
tal motivo, nos limitaremos a algunos comentarios

53
generales e intencionadamente encausados pragmá-
ticamente, con el fin de que contribuyan a contex-
tualizar o a develar algún matiz del objeto de estudio
específico.
Respecto al siglo XIX cubano, obras como La
historia de la vagancia en Cuba de José Antonio Saco, El
ingenio de Moreno Fraginals, La emancipación de los
esclavos en Cuba de Rebeca Scott o La otra familia de
María del Carmen Barcia, remiten a determinados
antecedentes del problema. La obra de Fernando
Ortiz, que se concentró en el estudio de la cultura
marginalizada de los descendientes de africanos,
forma parte de esa lista de los indispensables, tanto
en el abordaje histórico del problema como en sus
expresiones en el siglo XX. De modo particular para
esta última etapa, merece que se le preste atención
al Informe sobre la nueva Cuba (1935) de la Foreign Policy
Association, que aporta una gran información sobre
condiciones de vida, trabajo e ingresos de la población.
Con una línea temática muy parecida es posible
consultar los resultados de la encuesta médico-social
de La Habana (1939) y el informe del Ministerio del
Trabajo redactado por Carlos M. Reggiageo (1944),
Cuba. Condiciones económicas y sociales.
Una referencia más detallada ocuparía un espacio
del que no se dispone; por tal razón, se prefirió con-
centrar el análisis en la producción posterior al pri-
mero de enero de 1959 y en particular la de los últimos
años, de modo que contribuya a la contextualización
del problema.
Dentro de la producción intelectual relacionada
con la formación de localidades marginalizadas, los
trabajos realizados en la década del sesenta, alrededor

54
de las acciones desarrolladas por la Revolución para
la eliminación de las villas miserias al estilo de Las
Yaguas, constituyen referencia indispensable. Entre
ellos se cuentan títulos como Manuela la mexicana y
Amparo, millo y azucena. En nuestro caso, además de
estos títulos, se pudo contar con el testimonio de al-
gunos de los participantes en aquellas investigaciones.
Como resultado de ambas cuestiones fue posible
delimitar un conjunto de rasgos generales que carac-
terizaron a aquellas comunidades, entre los que es
posible enumerar:

1. Las comunidades se configuraron en medio de la


crisis económica cíclica del capitalismo depen-
diente cubano, con la ocupación de espacios
marginales y carentes de toda estructura urbana,
haciéndose estructurales y funcionales al sistema,
como basurero humano al que eran arrojadas las
personas devaluadas por el mercado.
2. Se construyeron viviendas improvisadas, caren-
tes de servicio de agua, drenaje e incluso de
electricidad.
3. Había muy bajo nivel de empleo formal y conse-
cuente extensión de la informalidad como fórmu-
la alternativa.
4. Se utilizaba el reciclaje de la basura como estra-
tegia para captar ingresos.
5. Se extendió la prostitución y el consumo y el
comercio de drogas.
6. Predominaba la población negra y mestiza entre
sus residentes.
7. Había altas tasas de analfabetismo y bajo nivel de
instrucción y calificación en sus residentes.

55
8. Existía un acceso escaso, o casi nulo, a los cana-
les de escolarización de la población infantil, altas
tasas de no incorporación y abandono escolar.
9. Predominaban ampliamente las familias mono-
parentales del tipo matrifocal, madres solteras al
frente del hogar con sus hijos.
10. Había acceso limitado y marginal a la atención
médico-sanitaria general e inaccesibilidad a los
servicios especializados.
11. Se extendió la práctica del mendiguismo, y en
particular del mendiguismo infantil.
12. Hubo altas tasas de criminalidad, y en especial
de la violencia criminal.
13. Existía un clima de violencia en las relaciones
interpersonales y los patrones de conducta de sus
residentes.
14. Influían muy poco los mecanismos e instituciones
de control, prevención social y de garantías de la
tranquilidad ciudadana.
15. Se llegó al etiquetamiento y la estigmatización de
sus pobladores.
16. Los residentes eran rechazados y se intentó su
invisibilización por las clases dominantes.

El conjunto de estas condiciones configuraba una


especie de agujero negro que engullía a las personas,
para situarlas en una posición de la que prácticamente
era imposible salir y que las marcaba para toda la vida.
Ese era uno de los rasgos esenciales de aquellas villas
miserias que encontraron en la Revolución la posibi-
lidad de romper el nudo de degradación en el que
permanecían atadas y de dignificarse en el espacio
de participación que se les abrió a sus pobladores, así

56
como en la transformación de las condiciones de vidas
de muchos de ellos. Sin embargo, el estudio del cur-
so que siguió la vida de los pobladores de aquellos
barrios cuarenta años después, es una asignatura
pendiente para las ciencias sociales cubanas que pro-
mete algunas enseñanzas.
De aquella etapa de ofensiva teórica y práctica
sobre estos problemas, se pasó a otra en la que mu-
chos de estos problemas empezaron a ser vistos como
solucionados. Títulos como El problema negro en Cuba
y su solución definitiva o La erradicación de la pobreza en
Cuba, llenaron las representaciones de las ciencias
sociales. Otros trabajos que se concentraron en el
estudio de localidades con condiciones de vida depri-
midas se perdieron en los archivos de papeles esca-
samente leídos. Aunque la mayoría de estos no han
sido localizados, en algunos casos fue posible contar
con los testimonios y las evaluaciones de los autores.
Estos estudios dejan ver, por un lado, la persistencia
de condiciones materiales desventajosas en muchas de
aquellas localidades, como El Fanguito y La Corea.
Pero, por otro lado, ponían de manifiesto diferencias
significativas respecto a las condiciones anteriores en
incorporación social, inserción laboral, elevación de
los niveles de instrucción y calificación, acceso a los
servicios de educación, salud, tranquilidad ciudadana
y sentimiento de esperanza que, en el tema de la vi-
vienda, se materializaba en un ritmo constructivo
ascendente que ya se aproximaba a las cien mil anua-
les. Todos estos elementos apuntaban a la deconstruc-
ción del núcleo sociopsicológico de la pobreza.
En este escenario, el libro de José Luis Rodríguez
y George Carriazo, La erradicación de la pobreza en Cuba,

57
constituye una fuente indispensable para acercarse al
tema en el contexto de la Revolución Cubana. Des-
de una perspectiva estructural y macroeconómica
—que parte de una caracterización del fenómeno
antes de 1959, por lo que sugiere una intención com-
parativa—, se expone un bien argumentado panorama
del conjunto de medidas económicas y sociales y de
los logros de la Revolución en diferentes esferas, por
efecto de las cuales, según se expresa en el propio
titulo de la obra, la pobreza crítica fue erradicada en
Cuba. La base de estos resultados está en la política
planteada por la Revolución de unidad del desarrollo
económico y social, contándose entre los resultados
más significativos:

• elevación de los niveles de empleos hasta la casi


eliminación del desempleo;
• incorporación de la mujer al trabajo y cambios
cualitativos significativos en el empleo feme-
nino;
• aumento de los ingresos de los trabajadores y
redistribución de los mismos;
• gestación de condiciones de igualdad en cuanto
al acceso al consumo mediante un sistema de
racionamiento;
• aumento de los niveles de nutrición de la pobla-
ción a pesar de la persistencia de restricciones en
la oferta;
• perfeccionamiento del régimen de seguridad
social y creación del de asistencia social;
• erradicación del analfabetismo y creación de un
sistema de educación que permitió su extensión
y el acceso igualitario para toda la población;

58
• aumento del nivel de instrucción del pueblo, y
acceso a la cultura y el deporte;
• creación de un sistema de salud capaz de brindar
cobertura a toda la población;
• avances significativos en el mejoramiento de la
vivienda rural y en la propiedad de la misma por
la población aunque, según destacan los autores,
no es un problema resuelto;
• la promoción de programas sociales que dieron
solución a muchos problemas de la población cam-
pesina sacándola del estado de pauperismo en el
que había permanecido;
• atención profunda a la niñez y la mujer, y supe-
ración de las formas más opresivas de discrimi-
nación racial que existían anteriormente.

El texto se enfila más a resaltar estas verdades


que a problematizar y develar las contradicciones y
complejidades de esos procesos. Así, quedan exclui-
dos de las conclusiones aspectos medulares de la
deconstrucción no solo del núcleo económico, sino
también social y psicológico de la pobreza —aunque
abordados en el texto de modo colateral en algunos
casos—, tales como la eliminación de la propiedad
privada sobre los medios fundamentales de produc-
ción y la creación de una extensa red de organizacio-
nes sociales que facilitaron la incorporación de las
masas populares no solo en la ejecución de la políti-
ca social, sino a todo el proceso de hacer, defender y
transformar su propia realidad. En las conclusiones
dedican un párrafo a resaltar la importancia que tuvo
la centralización de los recursos por el Estado en este
sentido. Ello apunta solo a un lado del problema. «La

59
eliminación de la pobreza y sobre todo del sentimien-
to de pobres, en esa primera etapa de la Revolución
no fue solo una cuestión de apropiación y centraliza-
ción de recursos para luego distribuirlos con cierta
lógica de prioridades y justicia social. Fue también y
sobre todo, un proceso de apoderamiento desde aba-
jo, de formar parte y accionar del sujeto hasta enton-
ces empobrecido, relegado y discriminado» (Rodríguez
y Carriazo, 1983). Quizás este sea el rasgo funda-
mental que caracteriza este proceso de reconstruc-
ción de la idea de pobreza entre los propios sujetos
empobrecidos.
Asimismo, la hiperbolización de la idea de la
influencia de la centralización de recursos y su
redistribución por los centros del nuevo poder creado
—a costa, muchas veces, de desconocer o subestimar
los complejos procesos de empoderamiento y
participación de las masas populares como sujetos de
su propio destino—, en las condiciones de una relación
de intercambio con los antiguos países socialistas en
la que se obtenía un valor por la producción nacional
por encima de las condiciones medias, fue creando
ciertas premisas para generar determinados moldes
de representación en los que la solución de estos
problemas se concebía como un simple proceso
técnico de distribución, olvidándose que antes de dis-
tribuir hay que producir lo que será objeto de la distri-
bución y que los sujetos de esa producción son las
propias masas populares. Este tipo de representación
reforzaba, por un lado, la noción de un Estado
paternalista y protector y, por otro, contribuía a crear
en las masas populares una postura de dependencia

60
y pasividad que, entre otros aspectos, se expresa en
la significación que tiene el verbo «dar» en el imagi-
nario del cubano de estos tiempos.
Además, por su enfoque macroeconómico y quizás
por el interés de aportar datos a favor de la hipótesis
de partida, en el trabajo pasan inadvertidos los datos del
cuadro 29 de la página setenta y cinco, «Estructura de
los gastos por su naturaleza según grupos de ingresos
per cápita acumulado en enero-noviembre de 1978».
En esta tabla, los gastos en alimentación de los grupos
de ingreso per cápita más bajos, 68,7 % y 53,8 %,
hacen pensar en la persistencia de una situación de
pobreza o muy próxima a lo que se denomina pobreza.
Desde 1857 se conoce la ley de Engels que plantea que
la proporción del gasto total en alimentos o, más ge-
neral, en necesidades básicas, tiende a variar en razón
inversa a la renta o los ingresos. Desde esta perspec-
tiva la estructura de los gastos de estas familias era
muy parecida a las que, según Hobsbawn (1976: 292),
tenían las poblaciones urbanas de África del Norte
(60 % en alimentos) y los estratos más pobres de las
regiones subdesarrolladas (70 %) en 1960. En el pro-
pio texto (página diecinueve, cuadro 9, «Distribución
del presupuesto familiar en %»), se aporta información
sobre las proporciones de gastos en alimentos en
determinados grupos de familias en la etapa de la seu-
dorrepública. Así, en 1934 las familias pobres dedi-
caban 60,4 % del presupuesto a la compra de
alimentos, por debajo de las de más bajos ingresos en
1978. En 1955, según la propia fuente, las familias de
bajos ingresos dedicaban a este rubro 51,1 % de sus
ingresos, y las campesinas 69,1 %, entre 1956 y 1957,

61
mientras que la media de las familias en Ciudad de La
Habana era de 43,1 %.
A pesar de las objeciones que se le puedan hacer
al índice o ley de Engels para medir la pobreza, el
comportamiento de dichas variables permite, al me-
nos, dejar planteada la hipótesis de la existencia de un
segmento de población, aun en aquellas condiciones,
que por los bajos niveles de ingresos permanecían en
una situación muy próxima a la pobreza; según se
puede deducir de los propios datos, podría alcanzar
algo más de 20 % de las familias. El análisis realizado
por los autores privilegia la cuestión de la reducción
de las desigualdades, quizás sin tener en cuenta que
no siempre la reducción de la desigualdad lleva im-
plícito la reducción de la pobreza. Fernando Cortés
(2001: 21), llama la atención sobre las complejida-
des de la relación entre distribución de ingresos y
pobreza, apuntando que esta se va a ver afectada por
el comportamiento de los disponibles y ciertas con-
diciones de redistribución. Cortés expone por lo
menos tres situaciones coyunturales diferentes:

• ingresos disponibles constantes: a la misma can-


tidad, si aumentan las desigualdades, aumenta
con ello la pobreza;
• aumentos disponibles crecientes: puede aumen-
tar la desigualdad y disminuir la pobreza;
• ingresos disponibles decrecientes: puede aumen-
tar la pobreza sin que aumente la desigualdad.

En el caso del grupo de familias de bajos ingresos


de la tabla, es posible situarlas en un contexto de

62
aumento de los ingresos, y su contraparte en la ofer-
ta de bienes y servicios, así como en un panorama
redistributivo muy favorable a ellas. Tales premisas
sitúan en una base lógica y racional la consideración
que hacían los autores en torno a la disminución de
la pobreza. Sin embargo, el crecimiento del lado de la
oferta, como ellos mismos reconocen, fue siempre
insuficiente, dejando espacios o carencias sin llenar.
Esto va a tener una repercusión especial al desenca-
denarse los acontecimientos que dieron lugar a la
crisis de la década del noventa, que se manifestó en
particular en la disponibilidad de bienes y servicios
en la oferta. Así, este grupo de familias que no esta-
ban en un estado de pobreza aguda en la década del
ochenta por la efectividad de las políticas sociales en
un contexto de expansión económica, pero sí muy
cercanas a un límite crítico de riesgo, entran a la
crisis con todas las desventajas sociales de su situa-
ción, para marcar una línea de continuidad en este
fenómeno.
Con la crisis de la década del noventa, muchos
problemas que permanecieron amortiguados por las
condiciones económicas y sociales existentes, reaflo-
raron con fuerza y comenzaron a ser reflejados en el
pensamiento social. Temas como los de las desigual-
dades socioeconómicas, regionales y raciales o el de
la marginalidad y la pobreza, empezaron a abrirse
paso, con todas las ambigüedades e incertidumbres
que el contexto y una historia de realizaciones socia-
les les imponían a los conceptos. Un examen de
conjunto de la producción y el debate en estos temas
deja ver cómo las realidades sociales y la historia

63
precedente matizan y se escapan de la capacidad
descriptiva de muchos de estos conceptos.
En este contexto un trabajo de consulta indispen-
sable para aproximarse al tema de la pobreza en Cuba
es el informe «Reforma económica y población en
riesgo en Ciudad de La Habana» (2004), de un grupo
de investigadores del Instituto Nacional de Investiga-
ciones Económicas (INIE). En este, partiendo de los
datos de la encuesta de consumo en los hogares, se
brinda una excelente información para el conocimien-
to de la población de más bajos ingresos definida como
pobres (aproximadamente 20 % de las familias),
comprendidas en los deciles I y II. Este porcentaje es
muy próximo al de las familias de más bajos ingresos
reportadas por José Luis Rodríguez y George Carriazo
en la década del ochenta, referidas anteriormente.
El trabajo (Ferriol Maruaga, Ramos y Añe, 2004)
no solo aporta información de gran valor para con-
textualizar el proceso de formación de la comunidad
objeto de estudio con lo que en él se afirma, sino
también con lo que no se dice, pero que es posible
deducir de las premisas plasmadas. De este modo,
por ejemplo, la comparación del gráfico de la página
cuarenta y ocho «Ingresos monetarios per cápita del
hogar (pesos + dólares TC del mercado)» y el de la
página cincuenta y seis «Ingresos no monetarios per
cápita mensual del hogar», deja ver que estos últimos
superan en 1,15 y 2 veces los ingresos monetarios
medios, mientras que para 90 % de las familias que
llegan a recibir hasta 105 pesos per cápita en el de-
cil I (página cincuenta y seis) y 115 pesos en decil II
(página cincuenta y siete), la diferencia llega a ser
de 2,6 y 1,5 veces respectivamente. La significación

64
de esta situación se aprecia mejor cuando se compa-
ran las fuentes y las proporciones de núcleos familia-
res que son beneficiarios de tales ingresos, a partir
de los datos que brindan los propios autores, como
se muestra en el siguiente cuadro.
Origen de los ingresos monetarios y no monetarios
y proporción de familias de los deciles correspondientes
que son beneficiadas por tales ingresos

ORIGEN ORIGEN
% % % %
DE LOS INGRESOS DE LOS INGRESOS
DECIL I DECIL II DECIL I DECIL II
MONETARIOS NO MONETARIOS
1. Vinculación 1. Subvención
a la actividad 60,0 70,0 de precios 100,0 100,0
económica de la cuota
2. Seguridad
y asistencia 22,3 35,3 2. Autoconsumo 0,0 4,0
social
3. Ayuda
3. Otros
– – de familiares 24,8 22,8
ingresos
y amigos
4. Remuneraciones
4. Remesas
8,4 5,1 no monetarias, 20,0 20,0
en divisas
«jabas», etc.
5. Deducción
5. Divisas del de 10 % + de + de
0,0 5,3
centro laboral por propiedad 90,0 90,0
de la vivienda
Fuente: Elaborado por el autor a partir de los datos del informe «Reforma
económica y población en riesgo en Ciudad de La Habana», 2004.

Así, la propiedad de la vivienda y la subvención


de precios de la cuota, unido a 4 % de familias que
reciben los beneficios del autoconsumo, 23 % que son
objeto de la caridad de familiares y amigos y 20 % que
reciben «jabas» u otras formas de remuneraciones en
especies, reportan ingresos per cápita significativa-
mente más altos que los que obtienen procedentes del

65
trabajo de sus miembros, de la seguridad y la asisten-
cia social, así como de otras estrategias encaminadas a
obtener ingresos monetarios. Estas circunstancias
inducen a preguntarse si son expresión de la existen-
cia de eficaces mecanismos de protección o de con-
diciones de precariedad de ingresos.
Aunque algunos de los mecanismos de ingresos
no monetarios marcan diferencias cualitativas apre-
ciables entre lo que se pudiera llamar un estado de
pobreza en Cuba y en otros contextos, al enfrentarlas
a los ingresos monetarios induce a pensar en una
pauperización del ingreso más que en una protección.
Al mirarse unos en los otros, la imagen reflejada es la
de ingresos monetarios muy empobrecidos. Además,
no hay que ser un gran observador para percatarse de
lo mal parado que queda el trabajo en esta relación.
Si este produce, como término medio, menos ingresos
que esas formas alternativas, algunas de las cuales
reproducen mecanismos de dependencia y caridad, tal
como la ayuda de amigos y familiares, entonces es
fácil entender que, al menos, estamos ante unas cir-
cunstancias y unos procesos en los que el trabajo está
perdiendo su centralidad económica, social e ideo-
valorativa; que tales circunstancias configuran premi-
sas que contribuyen a que este vaya pasando a ser un
aspecto colateral en la vida de las gentes. Ello apunta
a procesos de empobrecimiento que comprometen a
toda la sociedad, cuyas repercusiones desbordan las
carencias contextuales de una situación de crisis.
Economistas y filósofos, incluso la propia vida, coin-
ciden cuando afirman que el trabajo no solo es el
productor por excelencia de nuevos valores y riquezas,
sino también del propio hombre.

66
Como la otra cara de la dependencia, la subor-
dinación y la caridad, la picaresca —aprovechan-
do las circunstancias de momento y lugar— ha
seguido siempre el andar de los pobres a lo largo
de la historia. Se ha institucionalizado en su modo de
vida para darle un sabor picante y gracioso al drama
moral, económico y social que constituye el «rebus-
que» cotidiano en que sus carencias los involucran,
hasta el punto que —por reiterado y reproducido de
generación en generación— pasa a ser una mentali-
dad y una marca cultural entre ellos. Desde la pers-
pectiva que abre este hecho, es posible hacer varias
preguntas. ¿Tal desplazamiento de la centralidad del
trabajo frente a estas fórmulas alternativas, no está
contribuyendo a crear condiciones para la reproduc-
ción de las múltiples formas del «rebusque» con las
que todos los días nos enfrentamos? ¿No constituyen
tales formas una expresión de la depauperación del
trabajo como valor y consecuentemente de un em-
pobrecimiento más profundo que atraviesa lo ético?
¿Estamos entonces ante circunstancias que atenúan
las condiciones de pobreza de las familias de menos
ingresos o que, atenuando, las mantienen atadas a
ese estado de empobrecimiento, al desplazar el in-
terés fundamental hacia otras estrategias que se
alejan del trabajo?
Un análisis más al detalle de cada una de las
fuentes de ingresos no monetarios descubre varias
contradicciones, algunas de las cuales devienen ver-
daderas paradojas para las familias y los grupos que
se enfrentan a situaciones de empobrecimiento.
Una de las fuentes más significativas en el au-
mento de los ingresos de la población, según los

67
autores del informe sobre población en riesgo, es la
subvención a los precios de la canasta básica de
alimentos que se entrega por la cuota. La determi-
nación de la cuantía de tales ingresos no es tan
simple y constituye un error calcularlos mediante la
diferencia entre los precios de mercado y los que
tienen los asignados por la cuota, aunque se divida
entre dos. Por tanto, la formación de precios en
nuestras condiciones es en cierto sentido arbitraria:
están fuertemente influidos por una gran contracción
de la oferta, la configuración de una demanda en la
que la masa de dinero principal no proviene del
trabajo, y la existencia de una tasa de cambio infor-
mal que desconoce la fuerza de trabajo. Asimismo,
hacer estas deducciones sin preguntarse si con lo
que resulta de tal diferencia es posible alcanzar, con
los precios del mercado de libre oferta, los alimentos
necesarios para satisfacer las exigencias mínimas del
organismo complementando las no satisfechas por
la cuota, es plantearse el problema olvidando las
condiciones reales de existencia de las gentes, de-
jándolo en un solo lado de la ecuación. Si la cuota
no es suficiente, como sucede en la realidad, enton-
ces es necesario concurrir a otros segmentos de
mercado, donde no solo lo obtenido por tales sub-
venciones se desvanece, sino también los ingresos
totales se contraen significativamente. La otra opción
posible es vivir con lo que se asigna por la cuota
renunciando a cualquier alternativa de sabor, gusto
o deseo, a la vez que se experimenta cómo se dete-
riora el organismo físico.
Nuestro análisis —partiendo de la consulta de
diferentes fuentes que coinciden en señalar un déficit

68
para la mayoría de la población (la comprendida entre
catorce y sesenta y cuatro años) que fluctúa entre 37 %
y 47 % de las exigencias de calorías en los alimentos
que se entregan por la cuota— nos revela que, aun
invirtiendo en el mercado de libre oferta el ingreso
virtual que resulta de las diferencias de precios, no
es posible alcanzar los requerimientos mínimos de
alimentación. En tal sentido, las condiciones actuales
de acceso a la alimentación, más que incrementar los
ingresos, constituyen un factor de su reducción hasta
puntos que son ya límites y consecuentemente de
empobrecimiento para una gran cantidad de personas.
En estas condiciones, lo que la subvención de alimen-
tos ha evitado es el hambre crónica y la hambruna,
cuestiones que en cualquier contexto se tornan en
problemas y conflictos políticos.
Además de la cuota, diferentes fuentes señalan
que el acceso a la alimentación por medio del consu-
mo social contribuye a atenuar la situación. Según
Viviana Togores y Anicia García (2002: 15), por esa
vía se accedía a 14,7 %, unas trescientas veintiocho
calorías diarias, del consumo en 1998. Sin embargo,
un análisis más detallado de la estructura de ese
«consumo social»3 permite formarse una idea de la
población que tiene acceso y la que queda al margen
del mismo. Entre sus componentes se encuentran
los comedores obreros, al alcance aproximadamen-
te de 42 % de la población entre diecisiete y sesenta
3
El término «consumo social» para referirse al consumo que se
produce en determinadas instituciones, nos induce a pregun-
tarnos si existe algún consumo humano que no sea social y si
el consumo en las instituciones no tiene también una fuerte
carga de consumo individual.

69
y cuatro años, los ocupados en la economía nacional.
Incluye además los comedores escolares, dispuestos
para la población que se encuentra vinculada a algu-
na de estas instituciones, que en este rango de edad
solo incluiría a los que se encuentran cursando el
onceno o el duodécimo grado, la universidad o la
enseñanza técnica profesional que brinda este servi-
cio. Otra vía es el consumo en los hospitales, hogares
de ancianos y de impedidos físicos. Se comprende,
por tanto, que su influencia está determinada por
circunstancias muy específicas de tiempo y situación;
o sea, no se manifiesta en todo tiempo ni en todas
las personas.
De este modo, 14 % de la ingesta calórica que las
estadísticas nos ofrecen como parte del consumo
global de la población, queda circunscrita a grupos y
circunstancias muy determinados. No es un consumo
que se produce todo el tiempo por parte de todas las
personas. Los datos de ocupación y matrícula en los
diferentes niveles de enseñanza permiten formarse
una idea de cuál es la extensión en cuanto a número
de personas que incluye: algo más de 42 % de las que
tienen entre diecisiete y sesenta y cuatro años. Por
tanto, para aproximadamente 3,5 millones de cubanos
ese 14 % no es más que una cifra en el papel.
Los límites del consumo social no son solo de
extensión, sino también de proporción. Para com-
prender en su verdadera dimensión el efecto de esta
situación sobre los grupos de menores ingresos,
tomemos el ejemplo de un obrero del decil I que
cuenta con 41 pesos per cápita para vivir. De estos,
gasta unos 20 pesos en la adquisición de las 1 166

70
calorías4 diarias que le proporciona la cuota. Luego,
en el trabajo consume un almuerzo diario a unos 0,60
pesos —que en veinticuatro jornadas suman al mes
14,4 pesos—, con lo que obtiene unas 328 calorías
adicionales. Ha invertido unos 34,4 pesos para alcan-
zar 1 494 calorías. Le falta para las recomendaciones
unas 900 y solo le queda de su per cápita 6,6 pesos.
Nuestro obrero se movió caminando al trabajo por-
que sus ingresos no le permiten el gasto de 19,2
pesos que significa tomar un ómnibus para ir y re-
gresar al trabajo, y no ha tenido otros gastos. Si
contara con los ingresos medios del decil II, después
de incurrir en este grupo de gastos, incluyendo el
transporte, se quedaría con unos 22 pesos en la mano
para suplir las 900 calorías que le restan. Imposible
en los dos casos. Se comprende, por tanto, que el
efecto de estas condiciones atenúa, pero no solucio-
na el problema elemental de la alimentación de las
personas de los deciles definidos como pobres. Hay
que agregar además que, en este caso, solo se está
considerando la alimentación; el resto de las necesi-
dades no cuentan para sus ingresos y capacidad de
acceso al consumo.
Esta cuestión de las diferencias de precios entre
segmentos de mercados, tiene otro ángulo mucho
más difícil de medir, pero susceptible de describir
cualitativamente. Ello le permite obtener algunos in-
gresos complementarios a algunas familias vendiendo
productos que no consumen, tales como los cigarros,

4
La cifra es la que brindan Togores y García en el cuadro 5 de la
página quince.

71
o vendiendo unos productos de la cuota para con ese
dinero poder comprar otros, en una especie de jerarqui-
zación de un consumo insuficiente: por ejemplo, venden
el café para comprar el arroz. Esta última variante se
produce sobre todo en familias que se encuentran en
estado de precariedad.
La otra fuente de ingresos no monetarios es el
autoconsumo. Según señalan los propios autores del
informe sobre población en riesgo, su incidencia en las
familias de los deciles I y II de la capital es insignifi-
cante, pues apenas llega a 4 % de estos núcleos, inclu-
so a ninguno del decil I. La ayuda de familiares y
amigos llega a un porcentaje mayor, aunque no mayo-
ritario, de familias en estos deciles, 24,8 % y 22,8 %
de estas respectivamente. A pesar de su extensión li-
mitada, medir este fenómeno en términos monetarios
constituye un problema por la variedad de objetos que
a través de estas prácticas se canalizan: desde produc-
tos alimenticios de la cuota, la economía campesina o
el autoconsumo, hasta una gran variedad de objetos
usados y que, por tanto, han sufrido una depreciación
en su valor. Su contabilización puede ser tan aproxi-
mada como su descripción, aunque esta última deja
ver, por un lado, la extensión de las redes de solidaridad
durante la crisis pero, por otro, también cierto fondo
humillante, de subordinación y dependencia que en
ocasiones generan estas prácticas.
La cuarta fuente de ingresos queda definida por
las remuneraciones no monetarias que se reciben en
algunos centros laborales y sectores de la economía,
o sea, las jabas de aseo personal, ropas,… Esta fuente
exige una reflexión particular. Según Viviana Togores
(2004: 139), el monto de las diferentes formas de

72
estimulación fluctuaba en 2001 entre 80 y 110 millo-
nes de dólares estadounidenses. Si tomamos esta úl-
tima cifra y la multiplicamos por veintiséis,5 se
obtiene que se emplearon en estimular a los trabaja-
dores unos 2 860 millones de pesos. Ese mismo año,
según el Anuario estadístico de Cuba (Oficina Nacional
de Estadísticas, 2003: 124 V, 4), se pagaron unos
2 638,3 millones de pesos en salarios en la agricultu-
ra, silvicultura, caza, pesca, explotación de minas y
canteras, industria manufacturera y electricidad, gas
y agua. Así, se pagó más en estimulación que por el
uso de la fuerza de trabajo en ese conjunto de sectores
vitales para la economía del país. Como término me-
dio, la inversión en estimulación es equivalente a un
aumento salarial de unos 78,42 pesos mensuales a
cada uno de los 3 039 000 trabajadores ocupados en
la economía estatal en ese momento. Los datos glo-
bales permiten comprender que tal sistema de esti-
mulación está en condiciones de aportar ingresos de
consideración. Los propios autores lo dejan ver cuan-
do escriben:

Es posible que si se adicionaran a los ingresos mo-


netarios, el monto de las remuneraciones laborales
no monetarias, una parte de esos núcleos que sí
reciben remuneración, no serían clasificados en este
decil [Ferriol Maruaga, Ramos y Añe, 2004: 52].

Por nuestra parte consideramos que la posibilidad


tiene una gran potencialidad de devenir realidad o, al
5
Este valor utilizado en el cálculo corresponde a la tasa de cam-
bio vigente en las Casas de Cambio (CADECA) en el momento
de realizar esta investigación.

73
menos, realidad pensada. Pongamos dos ejemplos
prácticos de la vida cotidiana para llegar a entender las
potencialidades que tienen tales estímulos. Supongamos
que una persona del decil I y II recibe una jaba de aseo
personal compuesta por los productos siguientes:
1. Un jabón de baño = 0,45 USD * 26 = $ 11,70
2. Un jabón de lavar = 0,45 USD * 26 = $ 11,70
3. Un sobre de detergente = 0,65 USD * 26 = $ 16,90
4. Un frasco de pasta dental = 1,05 USD * 26 = $ 27,30
5. Una máquina de afeitar desechable = 0,35 USD * 26 = $ 9,10
6. Un pomo de champú = 1,50 USD * 26 = $ 39,00
Total $ 115,70

El individuo está recibiendo unos 115,70 pesos


adicionales. Teniendo en cuenta que el tamaño medio
de los núcleos familiares de la muestra fue de unas
3,3 personas, ese ingreso suplementario está en la
capacidad de generar un per cápita de unos 35 pesos
al tipo de familia media. Si esa cantidad se adiciona a
los 76,00 pesos de ingresos monetarios per cápita
medio que reciben las familias del decil II, ellas deja-
rían de ser, por definición, no pobres. Esta situación
es sencillamente absurda; nadie puede concebir con
seriedad que, por recibir tan exigua cantidad de pro-
ductos, se salga de la pobreza. Si así fuera, en unos
minutos se podría borrar la pobreza de este mundo.
Lo que en realidad se revela es una situación más
compleja, caracterizada, entre otros factores, por un
contexto en el que el sistema de precios, al menos en
determinados segmentos de mercado, de los bienes
de consumo que la sociedad pone a disposición de las
personas es irracional cuando se enfrenta a las condi-
ciones de remuneración de la fuerza de trabajo.

74
Las del decil I, por su parte, pasarían a tener in-
gresos idénticos a los medios del decil II. Incluso,
cuando en la jaba deje de venir el champú y la máqui-
na de afeitar, reduciéndose a cuatro productos, las
familias del decil II tendrían que seguir siendo defini-
das como no pobres.
Otra estrategia para captar ingresos, que por co-
nocida se puede utilizar como ejemplo, es la que se
desarrolla en torno a las meriendas que se ofrecen
a determinados grupos de trabajadores, tales como a
los cuerpos de seguridad. Esta consiste en un refresco
enlatado y un pan con una lasca de jamón, otra de
queso y en ocasiones mostaza, mantequilla o mayo-
nesa. Muchos de estos trabajadores dejan de consumir
esta merienda y la venden a un precio de veinte o
veinticinco pesos. A veinte pesos, veinticuatro me-
riendas les reporta un ingreso adicional de unos 480
pesos, aproximadamente 1,8 salarios medios.
Las tácticas que se desarrollan para convertir la
merienda en recursos monetarios, los conducen a
entrar en una informalidad que proporciona mayores
ingresos que el que reciben por todo el trabajo de un
mes. La situación es, por tanto, verdaderamente para-
dójica. Es cierto que se reciben ingresos, en ocasiones
grandes ingresos, por cosas insignificantes. Así, lo que
surgió como una alternativa para reducir los efectos
de medidas de sobrevivencia que la nación y el Estado
se vieron obligados a adoptar ante la bancarrota del
llamado socialismo real y el acoso económico de los
Estados Unidos, procurando captar divisas frescas, ha
llegado a adquirir para determinados grupos de traba-
jadores tanta o más significación que el salario mismo.
O sea, genera una situación completamente anormal,

75
en la que la simple merienda de cada día está en con-
diciones de duplicar el salario de un mes. Los costos
sociales que por ello está pagando la nación, el Estado
y la sociedad en cuanto a la depauperación del signifi-
cado del trabajo —que de hecho es una de las formas
de empobrecimiento más elocuentes—, son incalcu-
lables. En consecuencia, constituye una problemática
a la que no es posible virarle el rostro o contemporizar
con ella, contribuyendo de este modo a que no sea
vista como un problema al que hay que buscarle solu-
ción en la medida que las circunstancias lo permitan.
Por otra parte, en cuanto a su efecto sobre las familias
de menores ingresos es bastante limitado, puesto que
solo llega a 20 % de ellas.
La otra vía de ingresos no monetarios la calculan
de la deducción de 10 % de los ingresos familiares por
el no pago de la vivienda. Se trata de un bien que, según
la Ley General de la Vivienda, la población adquirió a
precios que, desde las condiciones actuales, pueden
resultar ínfimos o irrisorios, pero que al fin de cuentas
debió pagar. Agréguese a ello, el hecho de que según
José Luis Rodríguez y George Carriazo (1983: 147),
para 1972 eran propias 75 % de las viviendas y solo
18 % se encontraban pagando alguna forma de usu-
fructo. ¿Qué argumenta entonces que lo ya adquirido
y pagado me reporte un ingreso virtual por modesto
que este sea? Desde esta lógica, cada objeto de uso
puede estar reportando algún ingreso a las personas.
Sin embargo, no deja de ser cierto que la propiedad
de la vivienda genera un nivel de bienestar incalculable
y disminuye los gastos de la familia y, consecuen-
temente, las tensiones sobre los ingresos. Además,
posiciona al grupo familiar en un lugar propio, desde

76
el que es posible elaborar un proyecto de mejora-
miento de la vida. Quizás, desde el punto de vista
etnográfico, los cambios que se han producido en el
interior del solar sean expresión, en alguna medida,
de esta cuestión.
En su relación con la pobreza, el impacto de la pro-
piedad de la vivienda desborda la cuestión de la cuantía
de ingresos familiares que por este concepto se le
pueda atribuir. En todas las épocas han existido pobres
que no pagaban o eran propietarios de la vivienda. Así,
por ejemplo, en la encuesta médico-social de La Haba-
na (1938-1939) aparece que, en el grupo II de familias
con ingreso diario promedio de 2,56 pesos, 19 % no
pagaban alquileres por vivir en casas propias y 5 % por
ser encargados, lo que suma que 24 % no pagaban por
la vivienda. Lo que no existió en ninguna época anterior
es que la vivienda dejara de ser una mercancía a la que
se podía acceder solo si se tenía el dinero para ello. Lo
que se eliminó fue el mecanismo impersonal del mer-
cado como regulador fundamental de la relación con
este bien. De este modo, el beneficio mayor de la pro-
piedad de la vivienda sobre la población de menores
ingresos, es intangible: haberle sacado de encima la
amenaza del desalojo, de terminar en la calle, cuando
se imposibilitaba su pago.
Haber sacado del juego al dueño que, con el apo-
yo del poder de las instituciones, reclamaba cada mes
la renta por la propiedad, es haber dejado en el recuer-
do y en la herencia estructural recibida y no supera-
da, la gradación de situaciones y lugares asignados a
cada cual según sus posibilidades de ingresos que ese
mecanismo de mercado sobre la vivienda fue gene-
rando y en el que a los grupos más humildes quedaban

77
reservados los lugares más miserables. Eliminó, con
todo ello, la posibilidad de que ese mecanismo de
mercado expulsara a los que carecían de ingresos
hacia villas miserias al estilo de Las Yaguas. Quizás
en este aspecto radique una de las diferencias funda-
mentales entre aquellos asentamientos con los que
se encontró la Revolución y estos que se están for-
mando hoy y que son objeto de nuestro estudio.
Aquellos eran los expulsados de la ciudad, por carecer
de todo medio de vida; estos son el resultado de he-
rencias estructurales no superadas y agudizadas du-
rante la crisis, que compulsa a parte de la población
a emigrar buscando insertarse en zonas más lumino-
sas. Se trata, por tanto, de dos lógicas de partida di-
ferentes que producen efectos semejantes.
La propiedad de la vivienda, con independencia
de las contradicciones y nuevos problemas que en su
tenencia hayan aparecido, aportó seguridad y la asig-
nación de un lugar propio, con el que el pobre de
antaño ganó en autoestima y dignidad. Así, su signi-
ficación no apunta a los ingresos, sino a algo superior:
a la deconstrucción del núcleo sociopsicológico de la
pobreza. Se configura, por tanto, como una de las
premisas que hacen de las condiciones de pobreza en
Cuba algo cualitativamente muy diferente de la de
otros contextos. Si se le agregan a esta cuestión las
posibilidades de acceso a la educación y con ello los
altos niveles de instrucción alcanzado por la población,
incluyendo la que se puede definir como pobre y la
disponibilidad de acceso de todos a todos los servicios
de salud por costosos que estos sean, evitando sufri-
mientos, humillaciones y gestando dignificación y
potencialidades humanas, se podrá comprender que

78
el campo de la pobreza en nuestras condicio-
nes queda reducido, en gran medida, al de los ingre-
sos y el acceso al consumo. Ahora bien, no por ello
es menos peligrosa y desintegradora.
En resumen, el análisis de las fuentes nos sitúa
ante el mismo dilema de otras aproximaciones que,
desde conceptos generales, resultados de síntesis teó-
ricas de realidades estructurales configuradas por
modelos de producción y apropiación diferentes, han
tratado de aprehender problemáticas de esta naturale-
za. Ello nos lleva ante un marginado que participa, una
marginación que integra, un pobre que accede a bienes,
en ocasiones prohibitivos, incluso para las capas me-
dias, y un excluido incorporado. Tales paradojas nos
conducen a concentrar la atención en el tipo de mar-
cador que determina el fenómeno para desde este
poderlo estudiar y comprender en todas sus determi-
naciones. En las condiciones histórico-concretas en las
que se reproduce el fenómeno, la cuestión esencial
no está en la marginación o la marginalidad en general,
sino en qué tipo de márgenes son los que deslindan a
las personas y grupos; no es la exclusión en abstracto,
sino plantearse de qué se está excluido; y no la pobre-
za, sino en qué se es pobre. Ello pone en la mira de las
ciencias sociales con mucha fuerza, junto al sujeto
pobre, marginado o excluido, las condiciones sociales
que dan lugar a tales procesos, lo que apunta sobre
todo a un perfeccionamiento de la propia sociedad y la
erradicación del problema, y no a la reproducción de
mecanismos asistencialistas u otros que buscan, más
que la eliminación de los mismos, su administración
o neutralización de efectos perturbadores de un siste-
ma que los reproduce y requiere.

79
El contexto

La pobreza y la marginación existen en situaciones


sociohistóricas concretas que les aportan singularidad.
Tanto el criterio de línea de pobreza como el de nece-
sidades básicas insatisfechas, son definidos en estrecha
vinculación con los contextos sociales y culturales
específicos en los que se reproducen. Por tanto, el
fenómeno que nos ocupa no puede ser sustraído de
las condicionantes contextuales que lo rodean.
La economía cubana, estructurada sobre la base
de la propiedad social socialista, durante la década del
ochenta, había asegurado una política de pleno em-
pleo. Las condiciones de intercambio ventajoso con
la extinta Unión Soviética y demás países socialistas,
que abarcaba más de 80 % del comercio exterior,
posibilitaban el desarrollo sin grandes tensiones, a
pesar del bloqueo de los Estados Unidos. Sin embar-
go, la conjugación de estos factores, el bloqueo econó-
mico y las ventajas comerciales fueron generando un
alto nivel de dependencia energética y tecnológica
hacia esos países. El abastecimiento no solo de ma-
terias primas, piezas de repuestos y otros insumos
para muchas industrias, sino también de áreas im-
portantes del consumo de la población, dependía de
ese intercambio, que a la vez generaba cierta especia-
lización entre los países miembros del Consejo de
Ayuda Mutua Económica (CAME). De este modo, se
fueron reproduciendo ciertas deformaciones internas
que no siempre han sido suficientemente tratadas por
la bibliografía especializada, aunque muchas de ellas
se hicieron evidentes cuando se planteó el proceso de
rectificación a mediados de la década del ochenta.

80
Estas deformaciones estructurales se agravaron en
la década del noventa con la desaparición del llamado
«socialismo real», la intensificación del bloqueo esta-
dounidense y los reajustes para superar la crisis. En
apenas cuatro años, el producto interno bruto (PIB)
descendió casi 34 %. Muchas industrias se paralizaron
al faltarles los abastecimientos. El sector energético se
resintió sensiblemente por la misma razón. Para 1993,
apenas 13 % de la capacidad industrial del país se uti-
lizaba,6 con la consabida subutilización de la mano de
obra y el desempleo que trajo aparejado. La tecnología
existente en muchas ramas fue sufriendo un deterioro
moral en medio de la crisis, lo que dificultaba, aun más,
los esfuerzos por abrirse a otros mercados, más exigen-
tes y competitivos. La deuda externa, que llegó a abarcar
más de 58 % del PIB a precios corrientes7 en 1993,
agregaba dificultad a la necesaria reconversión tecno-
lógica y la inserción en nuevos mercados. A todo lo
anterior se sumaba el bloqueo de los Estados Unidos,
que se arreció en estas condiciones. La situación eco-
nómica parecía insostenible. Todo ello se reflejó drás-
ticamente en la vida cotidiana de la población.
En este contexto, la necesidad de recursos y de
invertir lo poco de que se disponía en aquellas áreas que
pudieran amortizarse y generar ingresos considerables
6
Al respecto puede consultarse a Hiram Marquetti Nodarse:
«Evolución del sector industrial en 1996», Universidad de La Haba-
na, CEEC, 1997; y «La economía cubana en 1997», material
mecanografiado, p. 50.
7
Al respecto puede verse a Julio Carranza: «Las finanzas externas
y los límites del crecimiento (Cuba 1996)», Universidad de La
Habana, CEEC, 1997; y «La economía cubana en 1997», ob. cit.
en nota 6, p. 35.

81
en el más corto plazo posible, condujo a la concentración
de estos recursos de capitalización en las regiones his-
tóricamente favorecidas. Los polos turísticos, la indus-
tria biotecnológica, entre otros sectores, aprovecharon
las capacidades ya creadas, generando centros de verda-
dera actividad económica, muchos de los cuales vinieron
a exacerbar las viejas desigualdades regionales existen-
tes, desde el propio pasado de la nación.
La crisis de la década del noventa en Cuba, por las
condiciones en las que se desencadena —contrario a
las de superproducción de los sistemas capitalistas—,
se manifestó en forma de una gran contracción de la
producción y la oferta. Ha sido, sobre todo, una crisis
de la oferta, cuya disminución se produce sobre una
disponibilidad de bienes y servicios que no lograban
satisfacer la demanda, a pesar de haber experimentado
en décadas anteriores un crecimiento sostenido, como
bien reconocen algunos autores. Así, lo insuficiente se
reduce drásticamente para configurar un contexto de
escasez generalizada de bienes de consumo, sobre el
que se va a delinear el tipo básico de empobrecimien-
to y marginación característico de la situación.
En este contexto, perduró la voluntad política de
preservar las conquistas sociales alcanzadas por el
proceso revolucionario. La educación y la salud conti-
nuaron siendo bienes de alcance universal, haciendo
inexistente la figura de la pobreza, la marginación y la
exclusión social ante estos. A pesar de la profundidad
de la crisis, ningún niño dejó de ir a la escuela o un
joven a la universidad porque les faltaran recursos
económicos a sus padres para pagar la carrera; tampo-
co se vio a una persona desesperada recabar de la cari-
dad pública para reunir el dinero con el fin de pagar una

82
costosa operación de algún familiar. Toda la población
fue protegida por una canasta mínima de alimentos
cuyos costos están por debajo de la inversión social para
su obtención, con lo que la hambruna no fue nunca una
amenaza de consideración. La historia de participación
popular como sujeto de la propia historia termina de
configurar un cuadro que determina la existencia de un
tipo de pobreza cualitativamente distinta de la existente
en cualquier otro contexto. De este modo, la existen-
cia de procesos de empobrecimiento y marginación
adquiere dimensiones cualitativamente distintas de las
que aparecen en cualquier otro contexto, en el que
imperan relaciones de poder socioclasistas determina-
das por la propiedad privada, sobre la base de las cuales
se reproducen las desigualdades y la explotación. En
nuestra realidad, tales fenómenos estarán determinados
por relaciones sociales de poder atravesadas por la
cuestión racial, regional y técnico-profesional, que
matizan el acceso al consumo de forma diferenciada.
Por tal razón, el espacio de la pobreza en nuestra rea-
lidad queda reducido, en gran medida, al consumo y a
todo lo relacionado con este: ingresos, precios, tipo y
calidad de la oferta.
En nuestras realidades concretas, la valoración
del acceso al consumo, además de los parámetros que
tradicionalmente se miden, debe incluir la estructura
de la oferta en moneda nacional. Esta es una variable
que encierra una gran capacidad descriptiva para
aproximarse al conocimiento de los procesos de em-
pobrecimiento que se producen durante la crisis, su
alcance y significados. Su valoración permite com-
prender la dinámica de acumulación de necesidades
insatisfechas durante estos años.

83
En este sentido, partiendo de la información que
brindan las tablas XII-1 y XII-2, «Valor de la circulación
mercantil mayorista total y a la red minorista por
grupos de productos y en unidades físicas», del Anua-
rio estadístico de Cuba, 2002, fue posible construir un
cuadro aproximado de las condiciones de esta oferta
para la etapa comprendida entre 1999 y 2002. Para
brindar una idea que permitiera ilustrar el deterioro
sufrido por la oferta de bienes de consumo durante
el decenio, se correlacionó el valor de las bebidas
alcohólicas y el tabaco presentes en la circulación
mercantil mayorista y minorista, con el de clases y
grupos de productos. De este modo, en el gráfico 1

Gráfico 1. Número de veces que el valor del alcohol y el tabaco


supera en la circulación mercantil a las clases de productos
seleccionadas (1999-2000)

84
se presenta el número de veces que el valor de tales
productos supera a las clases seleccionadas.
El valor de las bebidas alcohólicas y el tabaco
presentes en la circulación mercantil mayorista, supe-
ra en 1,3 veces la oferta de alimentos, en 28,3 la de
ropa y calzado, en 84,7 la de bienes duraderos, en 57
veces la de artículos de higiene y limpieza, en 9,5 la
de medicamentos y en 4,2 la de combustibles. En la
circulación minorista, que es la que pone en contacto
directo el producto con la población, la relación es
muy semejante.
Un análisis en el que se correlacionan estos dos
productos, no ya con clases, sino con grupos de pro-
ductos más restringidos, como se muestra en el gráfi-
co 2, da la dimensión de hasta donde la escasez
impactó la vida de las personas durante la crisis de la
década del noventa.
El alcohol y el tabaco alcanza un valor 413,4
veces mayor en la circulación minorista que todos
los artículos de ropa interior en su conjunto; 609,3
veces más que todos los muebles y colchones reali-
zados; 176,5 veces más que el conjunto de productos
ofertados con la denominación de ferretería del ho-
gar; 132,1 veces más que las ventas de libros y re-
vistas; 41,9 veces más que la ropa exterior y 26,5
veces más que los zapatos. En cuanto a la existencia
física de estos grupos de productos a nueve años de
reanimación económica, las disponibilidades son
también exiguas. Así, la red minorista situó en el
mercado como promedio en el período 1,1 unidades
de ropa interior por cada diez personas y 0,28 pie-
zas de ropa exterior; 0,03 sábanas; 0,02 toallas y 0,35
pares de zapatos por habitante.

85
Gráfico 2. Veces que el valor del tabaco y el alcohol
realizado supera en la circulación mercantil
a grupos de productos seleccionados

900 837,4
794,7
800 Mayorista
700 609,3 Minorista
600
500 413,4
400
263,3
300
176,5
200 112,9 132,1
68,1
100 41,9 44,9 26,5
0
y colchones

y revistas

Zapatos
interior

exterior
Ferretería
Ropa

Ropa
Libros
Muebles

Mientras esta oferta en moneda nacional se mues-


tra limitada hasta el extremo, el segmento de merca-
do en divisas, en el que el peso con que se paga el
trabajo es reducido hasta cuatro centésimas, aparece
desbordado de toda esa gama de productos de primera
necesidad. De tales hechos se deriva un conjunto de
circunstancias que se hacen relevantes para entender
los procesos de empobrecimiento y sus riesgos. Entre
estas se destacan las siguientes:

1. Si se parte de la premisa de que «…La producción


crea, no solo un objeto para el sujeto, sino tam-
bién un sujeto para el objeto…» (Marx, 1970: 31),
es posible comprender que —por la naturaleza

86
de los productos en los que se concentra la ofer-
ta—, en las condiciones de la crisis, el empobre-
cimiento que de ello se deriva constituye un
fenómeno que afecta a toda o a la gran mayoría
de la población y que el mismo se presenta con
la capacidad de desbordar las simples carencias
materiales. Quizás, la expansión del alcoholismo
y las disfunciones sociales a este asociadas, tengan
mucho que ver con esta realidad. De todos modos,
resulta paradójico que una sociedad que aspira a
ser una de las más cultas del mundo y a gestar
a un individuo humano que se mueva por resortes
superiores, gaste 132,1 veces más en alcohol y
tabaco que en libros y revistas.
2. Asimismo, «…el consumo crea la necesidad de
una nueva producción, o sea, la condición sub-
jetiva y el móvil íntimo de la producción (…)
alienta la producción; es decir, posee el objeto
que obra como finalidad de la producción (…) el
consumo coloca idealmente el objeto de la produc-
ción bajo la forma de imagen interior, de necesidad,
de móvil y de fin; crea los objetos de producción
bajo una forma que es todavía subjetiva» (Marx,
1970: 30). En consecuencia, es posible suponer
que una oferta tan restringida actúe como un
factor de desaliento, falta de motivación e indife-
rencia ante el proceso productivo; configure cier-
ta base sobre la que la chapucería y la abulia social
encuentren justificación y, además, contribuya a
la gestación de una mentalidad que tienda a res-
tringir el campo de la producción a lo indispensa-
ble, subordinando o subestimando determinadas
formas de producción, ya que «…El consumo

87
constituye el acto final por el cual no solo el
producto se convierte verdaderamente en pro-
ducto, sino también el productor en productor»
(Marx, 1970: 32).
3. La segmentación de mercados en un área precaria
y otra con mayor surtido pero en la que el dinero
del trabajo es dividido hasta la centésima, con-
tribuye a situar el «rebusque» en una posición
ideo-valorativa y práctica de franca competencia
con el trabajo, lo cual constituye parte de un
proceso de empobrecimiento que puede llegar a
afectar a la sociedad en su conjunto.
4. Con la escasez de algo aumenta su valor y la com-
petencia por este, lo que, en el caso de la crisis
de la década del noventa, se vio incrementado por
las medidas de protección a los trabajadores, pues
ninguno fue lanzado a la calle sin ningún recur-
so. La situación creada, de pocos productos y
relativamente mucho dinero, se refleja en los
precios, lo cual deprime el salario real y las con-
diciones de vida, sobre todo de los grupos de
menores ingresos.
5. Esta depresión del salario por la vía de los precios
en una sociedad de trabajadores refleja la imposi-
ción de condiciones de intercambio dominadas por
factores externos al trabajo. Si un obrero que gana
150,00 pesos debe laborar durante 29,2 horas para
obtener una libra de pollo y 4,4 horas para la mis-
ma cantidad de arroz, o 16,7 y 2,5 horas si tiene
un salario medio, resulta evidente que tales precios
fijados por el Estado, al menos para estos produc-
tos, responden más a la masa de dinero que mo-
viliza el mercado negro, el «rebusque» y las

88
transferencias en divisas que a la que resulta del
pago de la fuerza de trabajo. Ello tiene implicacio-
nes no solo en cuanto a los procesos de empobre-
cimiento, sino también ideológicas en general.

Tal situación de escasez no solo impactó de modo


diferenciado a las personas de menores ingresos
y/o capital social, sino también a las regiones, de
modo que las históricas desigualdades regionales no
superadas durante el proceso de la Revolución se
agudizaron durante la crisis. Según María de los
Ángeles Arias, más de 75 % del costo total de las
inversiones realizadas con anterioridad al período
especial se concentraron en la región occidental del
país, correspondiendo a la Ciudad de La Habana una
proporción significativa. Todo ello determinó los
enormes flujos migratorios hacia la capital como
nicho para desarrollar un proyecto de vida sobre
expectativas no cubiertas en las regiones emisoras
(Arias, 1993). Movimientos migratorios se vieron,
además, estimulados por varias circunstancias.

1. El modelo centralizado y concentrador de la eco-


nomía condujo a privilegiar las inversiones en los
centros de mayor concentración de población, a
la vez que se fueron eliminando una serie de pe-
queñas industrias que existían en poblados de
menos habitantes, que en muchos casos debieron
de moverse hacia zonas distantes para emplearse
en industrias más concentradas. Con ello se desha-
cía un factor de identidad y arraigo local.
2. Las transformaciones estructurales producidas en
el campo cubano aumentaron las expectativas de

89
progreso de las poblaciones rurales, una de cuyas
expresiones es la disminución constante y ace-
lerada de la población rural dispersa. Este pro-
ceso estuvo acompañado por situaciones tales
como:

a) eliminación del analfabetismo y universali-


zación de la instrucción, incluyendo las pobla-
ciones del campo;
b) se hicieron profesionales muchos hijos de
campesinos;
c) electrificación de más de 95 % del país, lo
que junto a la situación anterior contribuyó
a elevar el nivel de información de tales po-
blaciones;
d) modificación de muchas estructuras agrarias
y pautas culturales en las áreas rurales.

3. A inicios de la Revolución muchos profesionales


se movilizaron hacia las regiones orientales y
centrales del país. Muchos de ellos después re-
gresaron con familias constituidas que actuarían
como base de las redes de las inmigraciones
internas.
4. Sobre la base de los procesos anteriores, se pro-
duce una elevación de las expectativas de la po-
blación, que no encuentra respuestas en las
limitaciones de la crisis y el nivel de desarrollo
de las regiones menos favorecidas.

En la práctica, La Habana ha actuado como me-


trópoli, y las otras provincias como abastecedoras de
esta, incluso de fuerza de trabajo para los oficios más

90
rudos. El diseño estatal de una política de inversiones
que garantizaran la reproducción de recursos consu-
mibles y la creación de fuentes de empleo en el resto
de las provincias —y no solo en las cabeceras pro-
vinciales— de forma equitativa con respecto a la ca-
pital, para elevar el nivel de vida de sus habitantes,
no se logró de forma efectiva. A ello se une el hecho
de que los escasos disponibles durante la crisis de
la década del noventa se debieron invertir en aquellas
áreas que prometieran una más rápida amortización,
lo que contribuyó a que zonas anteriormente lumi-
nosas se resimbolizaran como nichos ecológicos,
atrayendo a una gran cantidad de emigrantes.
Ante esta realidad la sociedad cubana vio emer-
ger o reemerger múltiples espacios económicos,
algunos con cierta autonomía y capaces de generar
ingresos incalculables. Así, el espacio capitalino se
resimbolizó y valorizó como nicho ecológico, pues
esos sectores de la llamada economía emergente
—surgidos como alternativas al progreso— domi-
nados por el dólar, se concentraron sobre todo en
La Habana, convirtiéndose más que nunca en la pana-
cea de las migraciones internas. De esta forma, para
1996 los emigrantes internos fijados en la capital
constituían una cifra alarmante,8 generando una verda-
dera presión sobre las estructuras endebles de la capi-
tal, pues «no es lo mismo el crecimiento de la
autogestión y la pluralidad luego de un período de
8
Al respecto puede verse a Susana Lee: «Migraciones incontro-
lables hacia la capital, I, II, III», Granma, 10, 13 y 14 de mayo
de 1997. Según esta autora, la cifra de inmigrantes internos
fijados para Ciudad de La Habana en 1996 ascendía a 505 700
personas.

91
planificación, durante el cual se regule la expansión
urbana y la satisfacción de necesidades básicas, que
el crecimiento caótico de instintos de supervivencias
basados en la escasez, la expansión errática, el uso
depredador del suelo, el agua y el aire…» (García
Canclini, 1996: 94).
Se creó de este modo una situación muy seme-
jante a la que enfrenta el mundo desarrollado ante el
problema migratorio. Las migraciones masivas hacia
la capital fueron percibidas por las autoridades como
una amenaza real que ponía en peligro de colapsar a
todo el sistema urbano, viejo y atrasado, ya de por sí
profundamente afectado por la crisis. Se abrían, por
tanto, tres disyuntivas:

• aceptar el reto de las migraciones internas a la


capital con todos sus riesgos y consecuencias
sociales;
• cerrar totalmente las fronteras de esta;
• desarrollar una política dinámica de desarrollo
económico y social en las áreas más deprimidas,
de modo que se fueran atenuando las causas que
impulsan a la emigración.

En las condiciones de profunda crisis que vivía el


país, tales opciones se redujeron a una sola: cerrar las
fronteras. Es en este contexto que se aprueba el de-
creto ley sobre las regulaciones de las migraciones
internas hacia la capital, que atenuó, pero no logró
detener completamente los procesos de emigración
hacia la misma, ni resolver los problemas de esa masa
de emigrantes asentada antes de su formulación.

92
Estos procesos migratorios hacia la capital gene-
raron y generan un consecuente proceso de desterri-
torialización y reterritorialización de las personas,
ante la pérdida de las normas que los solidarizaban
en sus lugares de origen y la asunción de otras que
les permitirían adaptarse a las nuevas condiciones,
con la agravante adicional de pobreza y marginalidad,
fortalecidas por la exclusión que se deriva de las dispo-
siciones jurídicas del Estado cubano9 anteriormente
mencionadas, que sitúan a estas personas como ile-
gales dentro de la capital.
Así, Ciudad de La Habana comenzó a tener un
cinturón de miseria en las áreas periféricas, confor-
mado por las personas venidas del resto del país, con
extremas limitaciones, en ocasiones impuestas, para
acceder a la producción de bienes y servicios y al uso
racional de estos, como agua potable, electricidad,
empleo y canasta básica.
Este empobrecimiento social, experimentado
desde la década del noventa, no solo se ha manifesta-
do en las condiciones materiales de existencia, sino
también en la espiritualidad humana, consecuencia
sobre todo de las desigualdades generadas por los
reajustes para superar la crisis y los diferentes pun-
tos de partida de los diversos sectores o grupos so-
ciales que polarizaron nuestra estructura social.
Como manifiesta la socióloga Mayra Espina: «…Sin
dudas, uno de los efectos más evidentes y sentidos
9
Me refiero al Decreto-ley 217 sobre las regulaciones migratorias
internas para la Ciudad de La Habana y sus contravenciones,
que tenía como objetivo detener los flujos de personas hacia la
capital.

93
de la crisis y la reforma, que expresa con mucha
fuerza el entrelazamiento de los procesos macroso-
ciales, la vida cotidiana y los destinos personales, es
el ensanchamiento brusco de las brechas de desigual-
dad, asociado a la recomposición socioestructural»
(Espina Prieto y otros, 1998).
En este contexto se forman los llamados «llega y
pon», al estudio de los cuales está dedicado el presen-
te libro.

94
Capítulo II
Formación de la comunidad de
Alturas del Mirador.
Identidad y procesos de resistencia

La localidad objeto de estudio es conocida como Altu-


ras del Mirador. Se localiza en el municipio de San
Miguel del Padrón, en los límites exteriores de la ciu-
dad, muy próximo a las Ocho Vías. Ocupa un área muy
amplia que va desde Marta y Final en el paradero del
rutero 2 por el oeste, hasta Altura del Mirador al este
y las Ocho Vías por el sur. La formación del barrio
responde a una lógica que se repite, a la vez que repro-
duce características nuevas. La población emigrante y
otros segmentos empobrecidos que no pueden acceder
a localidades urbanas valorizadas, ya sea por el alto
costo en el mercado de la vivienda o por encontrarse
estas copadas, se asientan en espacios deprimidos, de
escaso valor y sin infraestructuras urbanísticas. Allí
construyen viviendas precarias, con el único orden del
dictado de la necesidad de aprovechar cualquier espa-
cio libre. El resto de los aspectos que modulan la
construcción del modo de vida y el ambiente cultu-
ral de estas comunidades, no aparecen incluidos a
causa de la indiferencia y el olvido por las estructu-
ras del poder y cierto sentimiento de vergüenza entre
las élites, que tienden a ocultar estas realidades en la
medida de lo posible. Esa fue a grandes rasgos la his-
toria de El Fanguito, Las Yaguas, El Palenque y otros
que aún se conservan en la geografía habanera.

95
El impacto de la Revolución sobre esta herencia
de pobreza y marginalidad es innegable. Algunas de
estas barriadas desaparecieron con la reubicación de sus
habitantes en viviendas dignas; otras perduran con
su cara de pobreza, pauperismo y de conflictividad
social, pero a la vez, con sustanciales cambios socio-
culturales. A pesar de las limitaciones de recursos
que no permiten su transformación radical, se siente
la presencia de tenerla en cuenta. Estructuras del
Poder Popular, organización de los vecinos en el Co-
mité de Defensa de la Revolución (CDR); el médi-
co de la familia que les corresponde, que es su
médico y no es prestado; talleres de reanimación que
hacen esfuerzos por ir mejorando las condiciones de
vida; promotores culturales y trabajadores sociales
que los acompañan en la participación, son algunos
de los aspectos que han contribuido a cambiar en
estas comunidades la sensación de olvido por la de
espera. Ese acto de esperar de forma activa, de no
saberse olvidados, los incorpora y los retrotrae de la
marginalidad, al menos de esa marginalidad que
molesta y da picazón, que excluye y aparta de una
centralidad elitista. Estas barriadas están en nuestra
realidad como un testimonio acusador del pasado y
un dedo que señala insistentemente nuestras limita-
ciones e insuficiencias. Pero están inmersas y par-
ticipando plenamente en las oportunidades abiertas
para todos, sin otros límites que no sean los que se
derivan de su situación. Sin embargo, el caso que nos
ocupa solo refleja en parte esa herencia estructural.
Su constitución como comunidad se produce en me-
dio de la crisis de la década del noventa. Constituye,
por tanto, un fenómeno en gestación.

96
El asentamiento de Alturas del Mirador fue le-
vantado en terrenos periféricos, no urbanizados, por
lo que carece de todos los servicios propios de las
infraestructuras urbanas: redes de alcantarillado,
acueducto, alumbrado público, calles y otros. De cómo
se fue constituyendo, existen varias versiones que se
corresponden con áreas determinadas del barrio. Una
de estas, reconocida por más de un informante como
fidedigna, es la siguiente:

…Una de las primeras personas que vino a vivir en


este barrio, fue mi tío. Ellos tienen papeles y todo.
Eso fue en el año de 1992. Cuando aquello, la cosa
estaba malísima. No había ni donde amarrar la
chiva. Toda esta área era un marabusal10 y en él,
todos los días mataban una vaca, para vender la
carne en el mercado negro. Mi abuelo, que es de
Santiago de Cuba, se pasaba bastante tiempo en
la casa de mi tío que vivía en Alturas del Mirador,
en el barrio ese que está allá afuera. Un día mi
abuelo se acercó al jefe del sector de la Policía, que
se llama Víctor, y le planteó que por qué él no lo
autorizaba a chapear todo ese terreno y hacer una
siembrita en el lugar, que así quizás disminuía la
matanza ilegal de ganado. Era un negocio redondo
para los dos. Para mi tío y mi abuelo, porque en
aquellos momentos no era fácil conseguir la comi-
da, con lo que diera la tierra se podía ir resolvien-
do. Para el jefe del sector de la PNR [Policía
Nacional Revolucionaria] también, porque así se
10
Marabusal: terreno cubierto de marabú (Leptoptilus crumenífer),
planta espinosa en forma de arbusto que cubre el terreno ha-
ciéndolo inservible.

97
quitaba de arriba una zona que siempre le estaba
trayendo problema con el hurto y sacrificio de
ganado mayor. Con aquel terreno limpio, sembra-
do y cuidado, era muy difícil que los delincuentes
vinieran a sacrificar una vaca. Entonces el jefe del
sector le dio una carta a mi abuelo autorizándolo
a utilizar ese terreno. Mi tío conserva esa carta.
Ellos se metieron y chapearon todo el marabusal
que aquí existía y lo sembraron. Como les robaban
algunas de las cosas que tenían sembradas, mi
abuelo le pidió autorización al mismo jefe del
sector de la PNR para construir un cuartico im-
provisado de madera para de esta forma poder
cuidar la siembra y protegerse del sereno y las
lluvias. Lo autorizaron y lo construyeron. Mi abue-
lo estuvo como seis meses en eso y después se fue
para Santiago. Mi tío, el que vivía en Alturas del
Mirador, siguió con lo de la siembra, pero un día
se separó de la mujer y esta lo botó de la casa.
Entonces agrandó el cuartucho aquel que habían
hecho para cuidar la siembra y se instaló en él.
Hizo su casa. El ya no vive aquí porque le dieron
casa por la fábrica en la que trabaja en el Cotorro,
pero conserva la que construyó, que es esa que tú
ves allí. Luego, él empezó a darle pedazos a sus
hermanos, a otros parientes y amigos. Casi todas
las personas que viven por esta área son parientes.
Después fue creciendo hasta que se copó todo de
casas. Fíjate si se ha llenado que cuando yo me
decidí a venir a vivir para acá tuve que comprar mi
casa y mi terreno, pagué 6 mil pesos por ello.
Yo ya había vivido en La Habana, por allá por
Puentes Grandes, con una tía mía. Pero me fui para

98
Oriente. Estando allá fue que conocí a mi esposo.
Nos casamos, pero yo estaba por allá y él por aquí.
Él es policía. Aquello no lo aguantaba nadie. Por
eso me decidí a venir a vivir para acá. Como ya
tenía la familia en este barrio y no había otras
posibilidades de vivienda, compramos esta casita
y nos instalamos aquí.
(Notas de campo. Informante mestiza, 32 años, jefa
de núcleo, con enseñanza técnica profesional.)

En el testimonio de otro informante la historia


encuentra su verificación cuando apunta:

Yo soy de aquí de La Habana, pero fui una de las


primeras personas que llegó al barrio. Cuando
aquello todo esto estaba lleno de marabú; no había
una sola casita. Yo me asocié con Antonio Sánchez
para chapear todo esto y dedicarnos a la siembra.
Hicimos un rancho para cuidar lo que sembrába-
mos y ese fue el que él convirtió en su casa cuan-
do la mujer lo botó. Después fue que empezaron
a llegar más personas. Casi todo el mundo que
vive en esta zona de aquí para allá, está emparen-
tado con él. Por eso nosotros le decimos a esta
parte del barrio la de los Sánchez. Así lo conoce
casi todo el mundo.
(Notas de campo. Informante blanco, 36 años,
duodécimo grado de escolaridad y nacido en
Ciudad de La Habana.)

Las estrategias de sobrevivencia aparecen de este


modo en el origen de la comunidad. En un lugar de
cultivo el emigrante encuentra los intersticios necesarios

99
para asentarse en la ciudad, con lo que el lugar de cul-
tivo deviene todo un barrio ilegal.
La influencia de los patrones de parentesco no
solo aparece como elemento movilizador de los flujos
migratorios, sino también se refleja en la ocupación
del espacio. En diferentes áreas aparecen grupos de
casas cuyos ocupantes están emparentados entre sí,
generando conjuntos de familias nucleares vinculadas
entre sí por lazos de consanguinidad o afinidad.

La emigración como factor formador


de la comunidad

La influencia de las migraciones internas en la confor-


mación del barrio se manifiesta de modo claro al re-
gistrar el lugar de nacimiento de las personas que en
él residen. Para recoger esta información en el terreno
se definieron un conjunto de variables mutuamente
excluyentes entre sí: a) los nacidos en el barrio; b) los
que nacieron en el municipio en el que está enclava-
do el barrio, pero no dentro de su espacio territorial;
c) los que nacieron en otro municipio de la ciudad en
la que está enclavada la comunidad; d) los que nacie-
ron en el resto de las provincias del país, registrán-
dose la provincia en la que nació cada persona
interrogada, en este caso fueron 638.
Con el objetivo de resumir el número de variables,
se agrupó la información. De este modo la variable
«Ciudad de La Habana» agrupa a los nacidos en el
municipio, pero no en el barrio, y los que nacieron en
otros municipios de la capital. Con la denominación
«Occidente» se agrupó a las personas residentes en el

100
barrio que vieron la luz por primera vez en las provincias
de Pinar del Río, La Habana, Matanzas y el municipio
especial de Isla de la Juventud. En la región de Centro-
Camagüey, se agruparon las provincias de Villa Clara,
Cienfuegos, Sancti Spíritus, Ciego de Ávila y Camagüey.
Por último, en la región oriental se distinguieron dos
áreas, la conformada por las provincias de Las Tunas y
Holguín, y la del cinturón sur oriental: Granma, Santiago
de Cuba y Guantánamo. Los resultados de la información
pueden apreciarse en la siguiente tabla.
Lugar de nacimiento de la población residente, en %
NO. LUGAR DE NACIMIENTO %
1 En el barrio 11,5
2 Occidente 3,3
3 Ciudad de La Habana 10,3
4 Centro-Camagüey 2,8
5 Tunas-Holguín 12,8
6 Sur Oriental 59,2
7 Subtotal Oriente 72,0
8 Total 100,0
Fuente: Datos de la muestra de terreno.

Los nacidos en Ciudad de La Habana y en el pro-


pio barrio suman en su conjunto 21,8 % de la pobla-
ción. O sea, el restante 78,2 % nació en otras
provincias del país. Se trata, por tanto, de una locali-
dad formada fundamentalmente por emigrantes. De
ellos, la inmensa mayoría proviene de las provincias
orientales (72 %), en particular de la franja sur orien-
tal (Granma, Santiago de Cuba y Guantánamo). Esta
región ha sido históricamente, y continúa siendo, una
de las más deprimidas del país. A las desproporciones
heredadas y las condiciones geográficas dominadas
por los macizos montañosos de la Sierra Maestra, se
suma en los últimos años un proceso acelerado de

101
deterioro de los suelos, clasificados en una proporción
muy alta como poco fértiles,11 dando lugar a una agri-
cultura precaria y de bajos rendimientos en muchas
áreas, en correspondencia con la baja fertilidad de los
suelos. Ante estas circunstancias, los efectos de la
crisis se hicieron sentir con particular agudeza en dichas
regiones, acentuando las desproporciones que ya exis-
tían y su percepción por las personas, muchas de las
cuales optaron por la emigración como estrategia de
vida. Así, el tipo de migración que dio lugar a la forma-
ción del barrio, refleja de cierto modo la existencia de
desproporciones heredadas, no superadas y particular-
mente agudizadas por los efectos de la crisis.
Las personas que provienen de Occidente y Cen-
tro-Camagüey, no sobrepasan 6,1 %. Se puede definir,
por tanto, que el barrio es una comunidad de emi-
grantes orientales. Al formar parte y fundirse con
estos en una comunidad que ha sido etiquetada, los
hace a ellos también orientales.
La apropiación del espacio que estos protagoniza-
ron, es un fenómeno que está sujeto a un conjunto de
condicionantes, tales como la información de las posi-
bilidades de asentarse en el lugar, determinado apoyo
para sobrevivir mientras crean condiciones, y motiva-
ciones para realizar el cambio. En tal sentido, al analizar
la influencia de los procesos migratorios en la formación
del barrio, se requiere explorar en esta dirección.
Una variable que permite aproximarse a determi-
nados aspectos de este proceso, es la última residencia
de la persona antes de haberse fijado en la localidad.

11
Al respecto puede consultarse a Instituto de Geografía. CITMA:
Atlas geográfico de la República de Cuba, 1989.

102
Ello permite describir, al menos, un momento del
proceso migratorio que condujo al individuo hasta
el barrio. Los indicadores definidos para esta variable
fueron los siguientes: a) los que llegaron al barrio direc-
tamente de la provincia en la que nacieron; b) los que
provienen de una provincia diferente de la que nacieron;
c) los que antes de vivir en el barrio vivieron en el mis-
mo municipio en el que está enclavado; d) los que vi-
vieron en otro municipio de la ciudad en la que está
enclavada la comunidad; e) los que residieron en alber-
gues vinculados a la actividad productiva, movilizaciones
militares u otros antes de residir en el barrio; f) los que
provienen de otros barrios ilegales o «llega y pon». En
la tabla siguiente se muestran los resultados de cruzar
esta información con la provincia de nacimiento.
Lugar de nacimiento y última residencia
antes de vivir en el barrio, en %
LUGAR DE NACIMIENTO
ÚLTIMA RESIDENCIA
Ciudad
ANTES DE ASENTARSE Centro Tunas Total
Occidente de La Total
EN EL BARRIO ILEGAL Camagüey Holguín Oriente
Habana
En la provincia
61,9 47,7 27,8 54,3 46,3 41,1
que nacieron
En otra provincia
distinta a la de 14,3 7,7 22,2 12,3 11,8 10,4
nacimiento
En el municipio
4,8 15,4 22,0 11,1 10,5 10,1
en el que está el barrio
En otro municipio de
4,8 26,2 22,2 19,8 26,6 21,2
la ciudad
En albergues
4,8 0,0 0,0 2,5 6,1 4,6
de movilizados
En otro barrio ilegal 0,0 3,1 0,0 0,0 0,4 0,6
Sin información 9,5 0,0 5,6 0,0 0,2 0,6
Total 100,0 100,0 100,0 100,0 100,0 88,6
Fuente: Datos de la muestra de terreno.
Nota: La columna del total no suma 100 % por la existencia de 11,4 % de
personas que nacieron y han vivido siempre en el barrio.

103
Las proporciones más altas se concentran en las
personas que vinieron a residir al barrio directamen-
te de las provincias en las que nacieron. Es decir, la
decisión de asentarse en el lugar se tomó a cientos de
kilómetros del mismo y en muchas ocasiones sin un
conocimiento en todos sus detalles de su geografía y
sus condiciones. Este grupo mayoritario no refleja un
acercamiento paulatino a la localidad. Al comparar
estas proporciones con la de los que antes vivieron
en algunos de los municipios de la capital, resulta que
estas últimas son aproximadamente 1,5 veces más
bajas. De este modo, si se consideran a estos últimos
como la vanguardia de dichos movimientos migrato-
rios —o sea, aquellos que asumen más riesgos o que
ya tenían alguna cobertura dentro de la ciudad y, al
asentarse primero, se apropiaban de la información
sobre el lugar— se podrá comprender cómo cada
individuo que se asienta genera la posibilidad de
arrastrar detrás de sí entre 1,5 (como mínimo) y 5
personas más; esto es, compromete el potencial mi-
gratorio en una ecuación geométrica.
«…Nosotros vinimos de Oriente directamente,
pero aquí ya vivía una hermana mía. En la actualidad
los 6 hermanos vivimos en el «llega y pon». El único
que no tiene casa es este que vive conmigo…», comen-
taba una informante mestiza, embarazada y con un
niño de meses en los brazos, para dejar un testimonio
de las formas en que se estructuran esas redes y sus
potencialidades.
Asimismo, si se comparan las proporciones de los
que llegaron de su provincia de nacimiento al barrio,
con los que realizaron escalas en otros lugares —expre-
sión de alguna experiencia migratoria anterior—, se

104
evidencia que las proporciones de estos últimos, con
excepción de los provenientes de la región occidental,
son mayores. De lo que se puede deducir que la comu-
nidad no solo está formada por emigrantes, sino tam-
bién por emigrantes que antes de asentarse ya habían
tenido en su mayoría alguna experiencia migratoria.
Este último aspecto se insinúa como un factor que
tiende a potenciar los procesos migratorios.
Dentro de la lógica anterior se destaca una pro-
porción de personas (4,6 %), relativamente alta para
una comunidad, cuya última residencia antes de llegar
a vivir en el barrio fue en un albergue vinculado a
movilizaciones productivas u otras formas de servi-
cios. Esta proporción se eleva significativamente
entre las personas provenientes de las provincias
orientales.
«…Yo llevaba más de tres o cuatro años viviendo
solo en un albergue de constructores del Contingente
Blas Roca. Me cansé de estar así, solo, sin tener a nadie
a mi lado. Me enteré que aquí se podía construir una
casita. Vine, compré un pedazo de tierra, levanté esto
que tu vez aquí y fui a buscar a mi viejita…», destaca-
ba un informante masculino, de 57 años, obrero de la
construcción. «…Mi hermana, la que primero llegó
aquí, estuvo antes albergada en un campamento de un
contingente agrícola…», apuntaba la informante em-
barazada. «…Antes de yo vivir en el barrio, estaba en
un albergue de la escuela de la policía. Yo fui instructor
de artes marciales y defensa personal de la policía es-
pecializada, pero tuve un problema con un jerarca y
me sacaron. Entonces vine a vivir para el barrio…»,
afirmaba un informante negro, de 42 años y con duo-
décimo grado de instrucción.

105
Las historias personales y los testimonios de ese
4,6 %, van tejiendo un relato de cómo en nuestras
condiciones concretas, estimulado desde las estructu-
ras del poder, se ha utilizado la fuerza de trabajo de
regiones deprimidas en las que el empleo escasea —que
se pueden considerar marginales respecto a centros
luminosos—, para cubrir déficit de mano de obra en
ocupaciones rechazadas por la población de estas áreas
centrales, así como de algunas de las consecuencias
sociales de este estilo de solución a dicho problema.
De algún modo, este estilo refleja una visión tecnocrá-
tica de la fuerza de trabajo al asumir a las personas
simplemente como fuerza de trabajo, olvidando en
muchas ocasiones su condición de personas.
El cruce de la última residencia con el sexo des-
cubre, en líneas generales, algunas de las caracterís-
ticas de este proceso de asentamiento en el lugar.
Entre las personas que vinieron directamente de su
provincia a asentarse en el barrio, predominan las del
sexo femenino, mientras que las que pasaron prime-
ro por un albergue relacionado con una actividad
productiva son los hombres. Los varones también
tienen una mayor presencia entre los que han tenido
más de una experiencia migratoria. Ello insinúa la
existencia de un mecanismo mediante el cual las redes
de parentesco se activan durante el proceso de migra-
ción y ocupación del espacio. Lo más característico
de este proceso es que primero llegan los hombres y
una vez que logran crear un mínimo de condiciones,
traen consigo a sus mujeres e hijos.
Dentro de los diferentes flujos migratorios que
han contribuido a la formación del barrio merece

106
atención, a pesar de ser apenas 0,6 % de la población,
los que llegaron al mismo provenientes de otros
«llega y pon». Más que en la significación cuantitati-
va en cuanto a la formación del barrio, esta cifra
adquiere relevancia porque denuncia la existencia de
interconexiones entre asentamientos de caracterís-
ticas semejantes. Dichos nexos se configuran por
diferentes canales: permutas, compras y ventas, al-
quileres de viviendas, matrimonios entre individuos
y localización en el lugar de residencia de uno de los
miembros de la pareja o socios en la lucha por la vida,
que dan hospitalidad a sus cofrades para generar una
población flotante que se mueve en este mundo de
miserias, pero de menor control social. Estas circuns-
tancias hacen sintomático el hecho de que la propor-
ción de estos entre los nacidos en la Ciudad de La
Habana se eleve 5,2 veces, alcanzando un porcentaje
que se hace significativo (3,1 %). La forma particular
en que se elevan estas proporciones entre los naci-
dos en la capital, hace pensar que dentro de la masa
de emigrantes que han ocupado el lugar como una
alternativa y una posibilidad de mejorar su vida,
aprovechando las condiciones de laxitud de los me-
canismos de control social en estos lugares, aparece
un determinado número de personas que han hecho
de la práctica delincuencial un modo de vida. Ello
contribuye a exacerbar las prevenciones sociales
hacia estas comunidades humanas y su consecuente
rechazo, para de esta forma cerrar un ciclo de ex-
clusión, que repite la forma histórica de formación
de muchas localidades marginales antes del triunfo de
la Revolución.

107
Otras versiones en la formación del barrio.
La aparición de la oposición

Los prejuicios contra los residentes en el barrio cons-


tituyen otros de los mecanismos de su aislamiento
social. Estos tienen una fuerte carga de negatividad,
como lo ilustra el testimonio de una vecina de las
proximidades cuando afirmaba:

…Los palestinos,12 esas gentes son como las


termitas. Llegan y se meten por todos lados.
Construyen túneles, laberintos y allí se asientan
de cualquier forma. Vienen con cuatro palos y
con cualquier cosa hacen sus casas. Como no traen
nada consigo, todo lo que encuentran a su paso,
lo arrasan, se lo llevan para sus casas. Una silla
que dejes en el portal, un bombillo, lo que encuen-
tren lo cargan. No tienen sentido de la propiedad,
ni de los límites. Si se te cuelan en la casa, a los
tres días se te empiezan a hacer indispensables, al
cuarto están trayendo a la hermana o al compadre
y al quinto te botan a ti de tu casa. Después te la
convierten en un palomar, empiezan a construir
barbacoas y pisos complementarios dondequiera
que haya un espacio y a meter gentes allí. Lo que
era una casa termina siendo una ciudad. ¡Que va!,

12
El término «palestino» se utiliza en el habla popular para catego-
rizar, sobre todo, a los emigrantes de las zonas orientales del
país, aunque con este también pueden definirse los de otras re-
giones. El imaginario toma el rasgo de ser personas sin tierras,
condición en la que vive el verdadero pueblo palestino para
modelar tal representación. El carácter peyorativo del término
lo adquiere contextualmente.

108
el peor castigo que me puede dar uno de mis hijos
sería empatarse con un oriental. Ese sería el fin de
la casa y el principio de una comunidad tribal…
(Notas de campo. Informante blanca, residente
fuera del asentamiento, 48 años, duodécimo grado
de escolaridad y trabajadora del comercio.)

El vecino de la localidad se sabe objeto de las pre-


venciones. Esa certidumbre la incorpora como un filtro
a través del cual pasa su experiencia cotidiana e histó-
rica. Se afirma también como sostén y justificación
moral ante los actos cotidianos de una supervivencia
adversa y llena de imponderables. De ello uno de nues-
tros informantes dejaba testimonio cuando apuntaba:

…Aquí nosotros somos los palestinos, los extra-


ños. No se nos quiere. En el 95 intentaron inclu-
sive desbaratar todo esto. Lo que la gente se puso
dura y esto se puso malísimo. Sacaron cartelones
para afuera que decían «Viva la Revolución, abajo
el desalojo», y otros con la frase «Fidel, si tú tam-
bién eres palestino, ¿por qué nos quieres sacar de
aquí?». La gente se reviró y llegaron a virar al revés
una perseguidora. Hasta aquí llegó un general que
fue el que dijo que nos dejaran tranquilos. Pero
eso ha sido a medias. Cada vez que un inspector
de la vivienda quiere cumplir el plan de multas,
solo tiene que entrar aquí al barrio y tocar en la
primera puerta que se le ocurra. Llega y te pone
la multa. A eso uno se va acostumbrando: va,
paga la multa y sigue para adelante. Donde todo
el mundo reacciona es cuando intentan sacar a al-
guien. Hace poco trataron de sacar a unos viejitos

109
que viven por allá alante. Allí se volvió a formar la
de San Quintín. Todos corrimos para allá a defender-
los y hasta el presidente de la zona de los CDR de
la parte legal se puso del lado de los viejitos. No
pudieron sacarlos. Cuando algo de eso va a suceder
aquí, todo el mundo se une. Porque uno sabe que
siempre han estado haciendo intentos para sacarnos
de aquí. Yo conozco un guajiro, que te puedo llevar
a su casa, porque he trabajado con él, para que te
cuente. Todas estas tierras donde está el asenta-
miento, son de él. Incluso, cuando estaban con la
lucha de sacarnos de aquí, lo fueron a ver los de
la ANAP [Asociación Nacional de Agricultores
Pequeños], para que él reclamara estas tierras, y
él dijo que no las quería. Estas son las tierras del
asentamiento…
(Notas de campo. Informante negro, 38 años,
duodécimo grado de instrucción, nacido en Guan-
tánamo, trabajador informal en lo que aparezca
y esposo de una jefa de núcleo.)

Las tierras a cuya propiedad renuncia el campesino,


sea leyenda o historia, se incorpora al imaginario popu-
lar con la necesidad de atenuar las consecuencias del
acto mismo de ocupación del espacio y hacer de la re-
clamación de la legalidad por las autoridades, un acto
de injusticia que los victimiza. En ello se devela otro
aspecto de la construcción de una ideología colectiva en
la que se van a ver reflejados y a través de la cual van a
asimilar la experiencia histórica. De una historia corta,
pero intensa, en la que «nosotros los de adentro» y «los
de allá afuera», que nos detestan y agreden, encuentran
una constante reafirmación. Así, la oposición desde la

110
que se gesta la identidad, es una oposición defensi-
va que deriva hacia un principio de resistencia.
La construcción de una representación de sí mis-
mos como víctimas, es un aspecto medular de esa
psicología y esa ideología que los autojustifica, los
impulsa a resistir y los une ante los actos de agresión
venidos desde afuera: «…Todos corrimos para allá
a defenderlos. (…) No pudieron sacarlos. Cuando algo
de eso va a suceder, aquí todo el mundo se une…» Ello
se alimenta con el recuerdo de la experiencia vivida,
que se incorpora como historia colectiva de esa resis-
tencia. En esta, las pequeñas victorias —ya sea evitar
que derrumben una casa o haber alcanzado el primer
lugar en las donaciones de sangre del municipio de los
CDR— pasan a ser sentido de orgullo colectivo y con-
firmación de esa resistencia.
Las historias personales en torno a los motivos
que los llevaron a venir a vivir al barrio, complemen-
tan en gran medida todo ese proceso de construcción
de sentidos de la realidad en la que viven inmersos.
A la vez, en muchas es posible descubrir cómo se fue
formando el barrio desde un inicio.

…Mira, chico, uno se va poniendo viejo. Los hijos


se te casan y vienen los nietos. La casa se te va
llenando. Empiezan a formarse problemas en la
casa, broncas entre los hijos o entre los maridos o
las mujeres de tus hijos. Llega el momento que
uno no cabe en la casa. Eso era lo que me estaba
pasando a mí. En mi casa ya no cabía nadie más,
y la vida se me estaba haciendo un infierno. Yo
pasaba mucho por aquí por problemas de trabajo.
Cuando aquello no había aquí ninguna casa. Solo

111
una, por allá por lo de los Sánchez. Cuando la
tormenta del siglo, tú sabes que se cayeron muchas
palmas y que había mucha madera regada por
dondequiera. Me dije: aquí mismo está tu solución.
Empecé a recoger madera y a acarrear palmas
caídas para debajo de esa mata de mango. Yo solo
las fui picando, y a hacha y machete hice las tablas.
Después construí esta casita y vine a vivir para acá
solo con mi vieja. Les dejé todo a los muchachos.
Cuando aquello no había por aquí prácticamente
ninguna casa; después fue que empezó esto a llenar-
se de gente. Pero eso es ahora, cuando yo llegué
no era así como tú lo ves. A pesar de todo, aquí
estamos tranquilos, sin lujos, con muchas necesi-
dades, enfangándonos los pies cuando llueve, to-
mando el agua del pozo, pero tranquilos, sin nadie
que nos joda. Mi vieja y yo y nadie más…
(Notas de campo. Informante blanco, 67 años,
obrero de mantenimiento del comercio, noveno
grado de instrucción, nacido en Ciudad de La
Habana y jefe de núcleo.)

Otra historia diferente refleja una situación muy


parecida que las personas viven, experimentan y su-
fren, pero no llegan a comprender en toda su dimen-
sión. Relataba otro informante:

…Yo soy de Santiago de Cuba, pero llevaba ya mu-


cho tiempo viviendo en La Habana antes de vivir
en el barrio. Yo tengo libreta y todo. Tengo dos
trabajos: de pantrista en un hospital y de custodio.
Mis dos hijos nacieron en La Habana. Uno de ellos
es militante de la UJC [Unión de Jóvenes Comu-

112
nistas]. Yo vivía con el padre de mis hijos en 10 de
Octubre, bien casada con él. Él es una persona más
vieja que yo y un tipo muy amargado. Una persona
estudiada, pero con un carácter del diablo. Es licen-
ciado en pedagogía. La cuestión es que un día este
señor y yo tuvimos un problema, fue hasta la casa
de un hermano suyo que era policía, le robó la
pistola, y vino y me pegó un tiro. No te estoy en-
gañando, mira la cicatriz [la mujer se sube la blusa
y enseña la marca muy cerca de la parte baja del
seno] aquí mismo, al ladito del corazón. No me
mató de milagro. Después de aquello él fue a cum-
plir, pero cuando salió de la cárcel, las cosas se me
pusieron difíciles. Regresó a su casa, a compartir el
mismo techo conmigo y sus hijos. La vida se me
convirtió en un infierno. Tú ves el cuerpo este que
yo tengo, pues en aquel entonces no pesaba más
de ochenta libras y tenía un salto en el estómago
que no se me quitaba. Por allá por mi casa pasaba
una de las mujeres de este barrio que salen a vender
y yo conversaba con ella. La atendía y en ocasiones
le compraba alguna que otra cosa. Un día, ella, que
me veía en las condiciones en que yo estaba vivien-
do, me dijo que por qué yo no me quitaba todo
aquello de encima, que viniera y construyera mi
casita aquí en el «llega y pon», que ella misma me
facilitaría el terreno. Eso hice. Primero reuní las
tablas, pero me las robaron. Después las volví a
conseguir, y con la ayuda de los vecinos levanté esta
casa que tú estas viendo. Después de aquello, el
que era mi esposo me hizo firmar una carta de
abandono del hogar y fue al CDR de la cuadra para
que supieran que yo no tenía derecho sobre su casa.

113
Yo le firmé todo y fui al CDR y dije que no quería
nada. Desde entonces no sé cuántas libras he au-
mentado y ya no tengo el salto ese en el estómago.
Estoy tranquila con mis hijos. Lo único malo aquí
es que cuando llueve uno se enfanga para salir, pero,
bueno, yo tengo un par de botas que me pongo
hasta que salgo a la calle y luego me las cambio por
los zapatos de ir a trabajar o salir…
(Notas de campo. Informante negra, 39 años,
trabajadora de los servicios, nacida en Santiago
de Cuba, duodécimo grado de escolaridad y jefa de
núcleo.)

Acentuando la militancia política del hijo y sus dos


trabajos proclama su decencia, para luego exponer la
disyuntiva que la llevó hasta este lugar, muy semejan-
te al relato anterior. La inexistencia de un mercado de
la vivienda que flexibilice su uso y tenencia, así como
de formas alternativas de acceder a esta, junto a la
escasez de este bien, propician situaciones verdade-
ramente insolubles y que se desarrollan en espiral
cuando las relaciones familiares y la convivencia se
tornan tensas y conflictivas. Ese carácter de insolubi-
lidad, más experimentado que pensado, les da una
razón y una justificación para estar allí. Ello también
los mueve y los afianza en su resistencia.
Otros enfatizan en las diferencias regionales,
concebidas desde la percepción personal como una
situación de ahogo, de carencia de toda perspectiva,
de la que se sale escapando hacia otros lugares. De este
modo, al comparar las condiciones de vida de hoy con
las de ayer, encuentran también justificación a sus actos.
Al respecto, aparecen opiniones como las siguientes:

114
…A pesar de la ilegalidad, las multas, el acoso de la
policía que, cuando nos cogen sin carné de identi-
dad, nos quieren mandar para Oriente de vuelta,
del fango y todo esto que tú ves, aquí estamos me-
jor que allá. Allá en lo único que se podía trabajar
era en la agricultura por 148 pesos al mes. Tenías
que vivir con lo poquito que te dieran por la cuota
y algo de fongo13 que se consiguiera por fuera, nada
más. No había más búsqueda, ni manera de inven-
tar nada más. Aquí por lo menos tú sales, vendes
cualquier cosa y te buscas 20 pesos en el día. Es
verdad que en ocasiones te pesca la policía y te
clava una multa de 1 500 pesos, con lo que se
te ponen las cosas negras; pero a pesar de todo
puedes comprar de vez en cuando un pedazo de
carne para los muchachos…
(Notas de campo. Informante negro, 40 años, un-
décimo grado de escolaridad, trabajador informal.)

Otro relataba:

…Mi papá se hizo veterinario después de la Revo-


lución, y mi mamá siempre ha sido ama de casa.
Actualmente ya el viejo se retiró y lo que le dieron
de retiro fueron unos 120 pesos. Él se ganó un
Panda, lo que quiere decir que tiene que pagar 63
pesos todos los meses por el televisor. O sea, que
lo que le queda para vivir todos los meses son unos
60 pesos. Con eso nadie vive en este país. Allá, con
las ofertas de trabajo que teníamos, no lo podíamos
13
Fongo es la forma de nombrar una variedad de plátanos en la
región oriental. En el resto del país se conoce como plátano
burro.

115
ayudar. Sin embargo, desde que estamos aquí, con
lo que me da el puestecito este de viandas y lo que
luchan mis hermanos, podemos reunir entre todos
de 100 a 200 pesos todos los meses y mandár-
selos a ellos. Con eso y con la cuota de la libreta
de nosotros que la cogen por allá, ellos se van
aliviando y viviendo mejor…
(Notas de campo. Informante mestiza, 38 años,
décimo grado de escolaridad y nacida en Guan-
tánamo.)

Un obrero agrícola que no cambió su estatus con


el movimiento migratorio, hace cuentas también de
su situación pasada y presente cuando relataba:

…Mira, chico, yo lo único que he hecho en mi


vida es trabajar como un mulo. No sé hacer otra
cosa. Lo poco que aprendí, lo aprendí después
de grande. Lo que tengo es un sexto grado mal
aprendido y no tengo carácter para vender y
comprar cosas como hacen otros. Allá trabajaba
en la agricultura y aquí también. Lo que pasa es
que con lo que me pagaban allá no me alcanzaba
ni para comprar una caja de cigarros. Aquí no
tengo trabajo fijo, pero trabajándoles a los gua-
jiros, me busco todos los días 12 o 14 pesos. O
sea, me da para los cigarros y algo para comer.
¿Que si yo prefiriese trabajar con el Estado?,
lógico que lo preferiría, si pagaran mejor. El
trabajo con el Estado te da garantía y te asegura
un retiro. Pero por 6 u 8 pesos no se puede tra-
bajar en la agricultura…

116
(Notas de campo. Informante negro, 59 años,
nacido en Santiago de Cuba y jefe de un núcleo
de dos personas.)

El alivio del sufrimiento pasado es un tema


recurrente en el discurso y la conversación. Es una razón
y una compensación ante las miserias de todos los
días. Subyace o se expresa de forma clara, pero está
siempre presente en los razonamientos. Forma parte
de esa fuerza que los impele a no volver a atrás. Para
algunos, inclusive, se confunde con el recuerdo de
naves quemadas que los obliga a resistir, al dejarlos
sin ninguna posibilidad de retorno o retroceso. Para
estos, cualquier expectativa de vida solo se puede
construir hacia el futuro, al no tener, salvo el recuer-
do, nada atrás en el pasado. En la historia de cómo
se formó otra de las áreas del asentamiento resaltan
muchas de estas cuestiones.

…Nosotros somos de Santiago, de un lugar que


se llama los Caminos de San Luis. Ese es un pe-
queño pueblecito que está entre Santiago y Guan-
tánamo, que lo único que tiene es un parque
grande. Ese parque nunca se me va a olvidar,
porque allí pasamos muchas noches con las estre-
llas como único techo. Nosotros vivíamos con mi
mamá en la casa de su esposo, pero ella tuvo un
problema con él y este la sacó de su casa. Como
no teníamos a donde ir, fuimos a parar al parque.
Yo tenía cuando aquello 15 años. (...) En el par-
que estuvimos durmiendo un buen tiempo yo, mi
mamá y mi novio, que es hoy mi marido y padre

117
de mi hijo. Yo no recuerdo cuanto. Después nos
fuimos para Camagüey, a la terminal de ómnibus
de esa ciudad. Utilizábamos los baños públi-
cos para hacer las necesidades y bañarnos o lavar-
nos un poco. Por el día salíamos a buscar los pesos
de la comida en lo que fuera: chapear un patio,
recoger latas de aluminio para venderlas como
materia prima, y hasta pedir dinero, lo que fuera.
En ocasiones se comía, en otras no. Aquello no
había quien lo aguantara. (...) Yo tengo una her-
mana que vive aquí en el Diezmero, pero su casa
es muy pequeña. A pesar de eso, decidimos venir
para La Habana. Imagínate la situación en la que
pusimos a mi hermana ante el marido. Ellos apenas
caben en su casa y le caímos de flai tres perso-
nas más, sin libreta ni nada, y esto en el año 1992,
que no había ni donde amarrar la chiva. (...) Mi
hermana empezó a averiguar si había algún lugar
donde hacer una casita. Llegó hasta aquí, que era
una zona completamente despoblada. Los únicos
que vivían aquí eran los Leyva, que tenían su casa
legal, con reloj de electricidad y todo. Ellos ya se
fueron del barrio. Mi hermana vino y habló con
ellos y le dieron un pedazo de tierra que esta-
ba lleno de marabú. Mi mamá, mi novio y yo lo
chapeamos, y empezamos a buscar los materiales
para construir la casa. Muchos de los postes del
propio marabú lo utilizamos. Después, Magdalena,
una vecina de mi hermana, nos regaló como diez
planchas de «pleybo» [del inglés plywood, madera
chapada] para las paredes. El resto de los materia-
les los fuimos consiguiendo por aquí y por allá; así
fuimos elevando la casita hasta que la tuvimos

118
completa. (…) Aquí llevamos más de doce años.
Cuando aquello, en todo esto no había una casa.
Nada más que estaba la de los Leyva, la que
construimos nosotros y la que hizo después un
hermano mío aquí, al lado de la nuestra. Ya todos
mis hermanos tienen sus casas aquí. Ellos tenían
sus mujeres allá afuera en La Habana, pero en la
medida que los han ido botando, venían para acá
(…). El resto de las gentes empezaron a venir
después. A muchos de ellos, nosotros mismos les
dimos el pedazo de tierra para que construyeran.
Les decíamos: coge ese pedazo, chapéalo y constru-
ye tu casa. No éramos los dueños, pero lo regalába-
mos. Nunca vendimos ningún pedazo de tierra. Eso
empezó después. ¿Cómo la íbamos a vender o a
negarle a alguien que hiciera un cuarto donde
meterse, si nosotros sabíamos lo que era estar días,
semanas y meses viviendo en la calle, sin un techo
que te cobijara? Hoy te piden de 2 000 a 3 000
pesos por un pedazo de tierra para hacer un cuar-
to (…). Leyva no era una buena persona. Ese
trataba de cobrártelo todo. Nos dejó coger la elec-
tricidad de su casa pero nos la cobraba. Todo nos
lo quería cobrar, hasta el agua del pozo. En oca-
siones quería que trabajáramos para él. Ya él no
vive aquí, se mudó. (…) Esta no es mi casa. Aquí
vive una muchacha que trabaja en una shopping
[tienda de artículos en divisa] y su hermano. Pero
ella anda medio ajuntada con un hombre que
tiene casa allá afuera. Y su hermano casi nunca
viene por aquí. Por eso nos prestaron la casa has-
ta que arreglemos la nuestra; así le vamos cuidan-
do las cosas de ellos. La casa de nosotros está más

119
allá, cerquita de la cañada. Lo que pasa es que en
las últimas lluvias, la crecida del cañadón y un gajo
de una mata de mango que le cayó encima, acabó
con la casa que teníamos construida. Ahora esta-
mos luchando, con la ayuda de mis hermanos por
levantarla nuevamente. (…) Yo le digo a mi mamá
que muchas de estas cosas nos pasan por lo mal que
ella atiende a su San Lázaro. Hace tiempo que le
tiene prometido un toque de santo y llevarle los
kilos que le tiene recogidos al Rincón. Pero ella,
cuando tiene algún dinero, lo que hace es cogér-
selo para comprar tabaco para ella fumar o para el
pan del día. Con los santos no se juega.
¡Como voy a estarle pagando promesa cuando me
tira la casa abajo y me tiene con esta pierna hin-
chada [interviene la madre que hasta ese mo-
mento solo había asentido], con una linfangitis
que no me deja mover! Ya yo se lo dije, que si me
pongo bien, le doy el toque de santo; si no, nada
de eso. Por eso lo tengo como lo tengo. De casti-
go, tapao y virao pa’ la pared, en un rincón bien
oscuro. Si no me da lo mío, no va a ver nunca la
luz del sol. De allí no lo saco hasta que la casa no
se vuelva a levantar y yo no vuelva a caminar.
(Notas de campo. Informantes mestizas, amas de
casa, nacidas en Santiago de Cuba, madre de 72
años e hija de 28 años, menos de sexto grado la
primera y con noveno grado de escolaridad la se-
gunda; en el momento de la entrevista estaban
viviendo en la casa de un vecino que se la tenía
prestada, porque a la de ellas le había caído una
mata de mango encima y la estaban reparando.)

120
La mujer saca de un rincón una caja de cartón y de
dentro de esta, una escultura de un San Lázaro católi-
co, de unos cuarenta centímetros de alto, envuelto en
tela de saco y con la cabeza cubierta con una capucha
de tejido de algodón de color violáceo. Lo toma en sus
manos, le destapa la cabeza y lo enseña para sentenciar:
«Mira, así lo tengo, de castigo. Él me va a tener que
escuchar.» En la postura que asume ante lo divino,
convirtiendo en imperativo el ruego, haciéndose señor
de quien debería ser siervo, hay mucho de ese rebelar-
se ante tanta miseria, ante tantos golpes de la vida. Es
también el grito desesperado de quien nunca ha sido
escuchado y no se resigna a ello, porque lo anula en
su existencia. Es rebelarse y resistir ante las circuns-
tancias que lo oprimen y lo obligan a dominar y escla-
vizar las fuerzas de lo divino, porque estas también en
cierta forma lo han olvidado.
Esa sensación de olvido los hace muy sensible a
los actos que los tienen en cuenta. A la entrada de
uno de los callejones se puede ver, clavado en un
poste, un cartel sobre madera rústica y letras despropor-
cionadas que señala: Callejón Leticia. Ese nombre,
según relató la primera persona que nos introdujo en
el barrio, fue escogido por los residentes de la comu-
nidad, porque por este anduvo como en diez ocasiones
una trabajadora social que así se llamaba, para llegar
a la casa de una persona con retraso mental. El nom-
bre de esa persona, fijada en la toponimia, lo convir-
tió así en un monumento al «tenernos en cuenta» y
en un icono a la esperanza.
Los testimonios referidos brindan una idea del
proceso de formación de este tipo de comunidades

121
y los mecanismos a través de los cuales se fueron
poblando. Dejan ver cómo un espacio suburbano,
que no se ha ocupado y se convierte en tierra de
nadie, es utilizado por determinadas personas. Los
vínculos de parentesco actúan como redes de solida-
ridad a través de las cuales los emigrantes se van
apropiando del suelo y constituyéndose en comuni-
dad. Tal solidaridad tiene otros mecanismos que
llegan hasta los vínculos reticulares que se establecen
en el mercado negro. Todo lo anterior aparece forta-
lecido por las limitaciones de vivienda y las condi-
ciones de su tenencia y adquisición.
Así, estar en el barrio impone de hecho una oposi-
ción con los «de allá afuera». Este sentimiento y esta
certidumbre tienen una fuerza tremenda en las represen-
taciones colectivas de las gentes que aquí habitan. Se
las dictan las condiciones de vida y su situación de
ilegalidad que los hace distintos de los otros y únicos
como miembros de la comunidad. De este modo, la
identidad que se forma, está profundamente marcada
por ese principio de oposición que es omnipresente
en todos los aspectos de la vida, y abarca o participa
de la mayoría de las representaciones colectivas y de
cada persona. Aparece, por tanto, constantemente en
los más diversos temas de conversación. En conse-
cuencia, la formación del barrio no se limita al simple
hecho de llegar y ocupar un espacio físico para cons-
truir una vivienda. Implica también la conformación
de esa actitud sociopsicológica que va marcando la
diferencia y la identificación, aspecto que forma par-
te del proceso de reterritorialización del emigrante
que ocupa un espacio virgen. De este modo, hasta en
la toponimia que van creado en el nuevo lugar de

122
asentamiento, queda la huella de la ocupación y de los
patrones familiares y de parentesco que siguen esta
emigración: «el área de los Sánchez».

De la oposición a la resistencia, como principio


de una identidad escindida

La vida de los sujetos sociales asentados en el «llega


y pon», no puede ser analizada sin un acercamiento
teórico conceptual a la cuestión de la identidad cul-
tural, individual y colectiva, como constructo que nos
permite proyectar, en un conjunto de relaciones so-
ciales, nuestra existencia.
Como concepto teórico, el término «identidad»,
hace referencia a procesos que nos permiten asumir que
un individuo o colectivo, en determinado contexto, es
y tiene conciencia de ser él mismo, conciencia de sí que
se expresa en su capacidad para diferenciarse de otros,
identificarse con determinadas categorías, desarrollar
sentimientos de pertenencia, mirarse reflexivamente y
establecer narrativamente su continuidad a través de
transformaciones y cambios (Torre, 2001: 82).
Empero, la marginación es el proceso que deter-
mina el sistema de conocimientos y valores, los es-
quemas de percepción y autopercepción, la producción
de símbolos, los modelos de comportamiento y todo
el conjunto de procesos de socialización a través de
los cuales se proyectan los individuos del asentamien-
to. De este modo, toda su existencia está marcada por
un principio de oposición que genera una cultura de
resistencia ante los mecanismos que sustentan el
statu quo que los margina y empobrece.

123
Como consecuencia, ese sujeto que se sabe obje-
to de la marginalidad, necesita legitimar la ocupación
cultural del espacio que tan activamente ha protago-
nizado, como mecanismo consciente de confirmación
y a la vez de evasión de su realidad social, a la que
está atado inexorablemente por una posición de subor-
dinación en la estructura de poder. De tal forma, ese
sujeto asume dos posiciones que no son sino res-
puestas psicológicas que les permiten explicarse
su existencia. Así, justifica todas sus acciones para
autopercibirse como un ser más aceptable socialmen-
te, con lo que realiza perennes incursiones a su pasado
y, reconstruyéndolo, lo proyecta hacia el futuro, desde
un presente tan intensamente cambiante. De esta
manera, logra un sentido de continuidad identitaria
—«yo era así por… y ahora soy así por…»— que forta-
lece y da sentido a su mismidad como grupo y en el
que la verdad histórica no importa sino el posiciona-
miento estratégico en el nuevo entramado social.
De otra manera, aceptando su realidad se compro-
mete en una acción social que revierta su situación en
el sentido deseado, aspecto que adquiere más signifi-
cados en su relación con el otro, que es el de afuera del
asentamiento. Se va construyendo, entonces, una iden-
tidad que se origina por oposición entre un «otro» que
es legal, que tiene una canasta básica, un empleo legal
y agua potable, y un «yo» que es todo lo contrario; sin
embargo, ambos participan de una experiencia y un
sentimiento común: ser cubanos en Cuba.
Así, se desarrolla una lucha que cuestiona su
identidad social, pues esta tiene muy poco de positi-
vo que aportarle y se busca construir otra identidad
que dé cauce legal a su vida. Estas luchas bien pudieran

124
catalogarse como antiautoritarias, pues por medio
de las cuales se ejerce un poder que antagoniza,
estratégicamente, en las relaciones con el Estado
sobre todo, por ser el poblador de afuera del barrio
un ente con el que compite pero que también le
permite beneficiarse de sus ventajas jurídicas: el de
afuera tiene acceso legal a los servicios de electricidad
y de acueducto, los que comparte, fundamentalmen-
te, con el poblador del barrio en franco proceso de
solidaridad.
De esta forma, son luchas inmediatas a través de las
cuales se resisten o cuestionan las instancias de poder
que están más cercanas a ellos, aquellas que ejercen su
acción directa sobre los individuos y no luchas dirigi-
das contra el sujeto legal, a cuyo estatus aspiran. Son
luchas que cuestionan, esencialmente, el estatus de
exclusión, impugnando aquello que los oprime y los
fuerza a volver sobre sí mismos, atándolos a su propia
y repudiada identidad: habitantes de un asentamiento
ilegal. El objetivo no es atacar a un grupo, clase o ins-
titución en particular, sino a una práctica o forma de
poder que los margina y los excluye del orden social.
Así, desarrollan acciones por medio de las cuales tratan
de incidir en las acciones que se despliegan para cerrár-
seles las puertas de la ciudad o nicho en el que han
decidido asentarse. La apropiación ilícita de la electrici-
dad, la compra y venta en el mercado negro como una
cuestión de normalidad, el soborno a los agentes del
orden, son algunas de las acciones que les permiten
vivir y por medio de las cuales racionalizan su discurso
de victimización a través del cual fuerzan a una actitud
legitimadora por parte del Estado, que puede desem-
bocar en una estrategia ganadora.

125
Todo ello condiciona la creación de una ideología
sustentadora de esa identidad que funciona desde un
principio de oposición y resistencia:

1. Se conciben a sí mismos como víctimas de con-


ductas excluyentes, opresoras, las que pierden todo
sentido cuando son confrontadas con sus historias
precedentes pues «…nosotros somos revoluciona-
rios, fidelistas y estamos dispuestos a luchar por
el país porque somos gentes de Patria o Muerte…».
Se crea entonces una identidad positiva que re-
fuerza su autoestima y contradice toda conducta
oficial de coacción respecto de sus vidas.
2. Por tanto, deciden afirmarse y buscar reconoci-
miento a su realidad al compararse con los que
abandonan el país, ante lo cual la limitación de lo
que ellos perciben como sus derechos, aparece
como un contrasentido: «…Nosotros no buscamos
madera para hacer balsas e irnos del país, sino para
construir casas y quedarnos viviendo en Cuba. Y
somos ilegales en nuestro propio país…»
3. De esta forma, asumen la ideología y los métodos
de la lucha política de la Revolución para su autode-
fensa y su reafirmación, con lo que dejan el discur-
so político oficial de legitimación del sistema
cubano en un vacío ontológico. «¡La Revolución
acabó el desalojo!, ¡Viva Fidel, viva la Revolu-
ción!, ¡Nuestros hijos tienen los mismos derechos
que Elián!», son algunas de las frases que con
mayor intensidad hacen llegar a cualquier inter-
locutor. Si con estas consignas como desafío, como
postura contrahegemónica, las instancias de poder
del Estado deciden volverse contra los habitantes

126
del asentamiento, estarían volviéndose contra
estas, y esa incoherencia entre el discurso político
y el hecho en sí argumenta el contrasentido.
4. Así legitiman su situación a partir de la compa-
ración con las condiciones de vida en el pasado.
Su existencia en el «llega y pon» ha sido concebi-
da como una salida y solución a sus vidas, en las
que el posicionamiento estratégico en los espacios
preferenciales de la capital es la base de sus con-
ductas transgresoras.
5. Dentro de estas conductas, la actividad en el mer-
cado negro, como única salida de sobrevivencia, es
vista con toda normalidad ante la pérdida de la
connotación negativa de lo ilegal, por represen-
tar un imperativo de existencia. La actividad del
«rebusque» que permite un comercio del reci-
clamiento, la producción y venta de variados pro-
ductos, son algunas de las principales acciones que
se realizan para procurar un precario sustento en
el que la alimentación adquiere toda centralidad.
Por ello, fundamentalmente, se asume la vida como
una «lucha» atroz por la existencia, de la que no
escapan incluso aquellos que deben cuidar los in-
tereses del Estado y cuya situación de marginalidad
y exclusión matiza su moral, asentada en actitudes
normalizadoras y transgresoras de esas normas
sociales: los policías que viven en el «llega y pon».
6. Todo ello, unido a la precariedad de la vivienda y
a la imposibilidad de acceder a un trabajo de
forma legal, genera una autopercepción del co-
lectivo como pobres, aunque diferentes respecto
del pobre latinoamericano, cuya imagen les llega
a través de los medios masivos de comunicación

127
y del discurso político. Por tanto, la percepción
de pobreza se atenúa cuando se mira respecto
del nivel de enseñanza, que actúa como un capi-
tal simbólico a partir del cual se puede trazar
una estrategia de vida triunfadora en caso de
que se legitime su situación. El grado de ins-
trucción es visto como un potencial de compe-
titividad en aras de una actividad laboral que les
garantice su existencia. Ello obliga a relativizar
en nuestro contexto los procesos de pobreza y
marginalidad.
7. Possen una mentalidad que tiende al reconoci-
miento de lo mágico-religioso y de dominación
de lo sobrenatural como escape a la situación de
pobreza, lo que conduce inexorablemente a un
pensamiento religioso heterodoxo, que reconoce
la posibilidad de prácticas religiosas diversas y
utilitarias.

Todo lo anterior les provee de un poder comuni-


tario y les da una intensidad vívida a su identidad
colectiva, que deviene fuerza contrahegemónica ante
cualquier posibilidad de coacción que exceda su um-
bral de tolerancia.
De tal forma, entre los individuos del «llega y
pon» está funcionando una identidad social que se
expresa en la conciencia de mismidad (saberse margi-
nados, excluidos) a partir de la capacidad para mirarse
reflexivamente y establecer un discurso de continuidad
que da sentido a sus vidas (apreciar las condiciones
actuales de vida como superiores a las pasadas) y por
medio del cual han desarrollado un fuerte sentimiento
de pertenencia que se expresa en la concientización

128
de categorías que los identifican (palestinos, ilegales,
pobres, gente del «llega y pon») y que actúan como
ideales que pugnan contra los factores que están ma-
tizando su ser identitario como individuo y como co-
lectivo asentado en un «llega y pon».
Todo ello les permite adaptarse y resistirse a las
condiciones de privación y encauzar un proyecto de
legitimación por medio del cual transforman radical-
mente su estatus social.

129
Capítulo III
Algunas características
sociodemográficas

Las características sociodemográficas de la población


de la localidad van a reflejar en alguna medida las
condiciones de formación de este tipo de barriadas. De
aquí la importancia de dedicarle un acápite aparte.

El sexo y la edad14
de la población residente

La impronta de la emigración en la gestación del


barrio ha dejado una marca visible en la estructura
de edades y sexos de esta población, cuyas caracterís-
ticas se pueden apreciar en el gráfico 3.
En el grupo de edades de 15 a 22 años es mayor
el porcentaje de mujeres. En el de 23 a 30 sucede lo
contrario. Quizá esta desproporción tenga alguna
relación con algunas modalidades de estrategias
14
En términos estrictamente técnicos, los grupos de edades deben
ser simétricos entre sí. Sin embargo, en este caso optamos por
renunciar a este tecnicismo y agrupar las edades de modo que
reflejaran lo más aproximadamente posible etapas significativas
del ciclo vital y social de la gente. De este modo, por ejemplo, el
grupo entre 0 y 5 años corresponde a la etapa preescolar; el de 6
a 14 incluye a la población en edad escolar desde la primaria
hasta la enseñanza media básica, obligatoria en el país; el de 15
a 22 años refleja una etapa de la juventud temprana en la que se
conjuga la continuación de estudios con la inserción laboral,…

130
asumidas por algunos emigrantes para sobrevivir en
la nueva residencia. Entre estas estrategias la prosti-
tución no es un recurso descartado, y en este grupo
de edades es en el que más valorizadas están las mu-
chachas que se dedican a esos menesteres.
Durante el trabajo de terreno conocimos de mu-
chas referencias a las chupa-chupa, lo que indica que
gozan de cierta popularidad o por lo menos se tiene
referencia de su existencia en el entorno. Las chupa-
chupa son generalmente mujeres que salen a las Ocho
Vías u otros sitios de la ciudad a ejercer una prosti-
tución barata. El nombre les viene del tipo de sexo
que con más frecuencia realizan, el oral. En los luga-
res donde operan, es posible encontrarlas proponien-
do una mamada por entre 20 a 100 pesos, según esté
la oferta, la demanda y el apretón del zapato. En otras

131
palabras, son prostitutas ocasionales o sistemáticas,
de muy bajo costo.
Si en el grupo de edades de 16 a 30 años predo-
minan las mujeres, en el de 31 a 55 años la mayor
proporción de hombres es clara. El predominio de
mujeres en el grupo de edades más jóvenes no pue-
de verse solo asociado a la prostitución. Quizá esta
aparezca como una manifestación posterior. Puede
estar influido también por la mayor independen-
cia, calificación e información que adquieren las
muchachas en nuestro contexto, lo que las impulsa
a buscar alternativas de modo independiente. En las
edades de más de 30 años predominan dentro de
las motivaciones para emigrar las relacionadas con la
vida familiar.
En contraste con las características de la pobla-
ción cubana que marca una acentuada tendencia al
envejecimiento, la proporción de personas mayores
de 55 años desciende a cifras insignificantes. En este
grupo el predominio absoluto de las mujeres es evi-
dente. Se trata de las madres que quedaron atrás y,
una vez asentados los hijos, estos las traen consigo
para protegerlas, o ellas vienen detrás para simple-
mente estar cerca de ellos. Una anciana entrevistada
dejaba testimonio de esas motivaciones cuando
expresaba:

…Yo allá en Oriente estaba mejor que aquí. Yo


tenía mi apartamento de micro que me gané tra-
bajando. Pero lo vendí para venir para acá porque
aquí es donde están mis hijos y eso es lo más gran-
de que yo tengo. Quiero estar cerca de ellos…
(Notas de campo. Informante mestiza, 67 años.)

132
Los menores de 14 años constituyen aproxima-
damente 26 % de la población; de ellos, 42,9 % nació
en el barrio. Toda la población nacida en la localidad
tiene menos de catorce años. Esta es una caracterís-
tica que, como ninguna otra, acuña el carácter de
grupo humano que llegó y se asentó. Habla también
del tiempo en el que transcurrió ese proceso de for-
mación de la comunidad.

La escolaridad

Toda la población del asentamiento está escolarizada,


incluso aquellos que tienen problemas de retraso
mental reciben una educación especial. La incorpo-
ración de los menores a la escuela es un elemento de
negociación entre las autoridades estatales y los resi-
dentes de la localidad. Al respecto existe una especie de
acuerdo no escrito, pero sí interiorizado por las gen-
tes, de que la familia que no mande a sus hijos a la
escuela es expulsada del barrio. Ese acuerdo nunca
se ha llevado a efecto porque ese sentimiento de
hacer uso de la educación, de garantizar la instrucción
de los hijos, está profundamente arraigado en el sen-
tir popular. Ya ha pasado a ser un aspecto natural,
obvio, porque este es un servicio tan abundante y
tan al alcance de todos, que acceder a él es un acto tan
simple y necesario como respirar. Ello define un as-
pecto relevante del tipo antropológico del cubano de
hoy y deviene factor cualitativo que obliga a relativizar
los conceptos de pobreza, marginalidad y exclusión
social para el caso cubano respecto de América Latina,
principalmente. Según estimados de la Organización

133
Internacional del Trabajo (OIT), 22 millones de niños
menores de catorce años trabajaban en 2002 obligados
por la pobreza y la marginalidad en que se encontra-
ban, en muchos casos en condiciones que afectaban
su salud y a costa de su educación.
El alcance de la educación es apreciable cuando
se analizan los niveles de instrucción de la población
del «llega y pon» según grupos de edades, como se
muestra en la tabla siguiente.
Nivel de instrucción por grupos de edades de la población
residente en la localidad mayor de 5 años, en %
NIVEL DE INSTRUCCIÓN VENCIDO
GRUPOS Sin
Menos
DE Analfa- Con 6 Con 9 Con 12 Con Univer- infor- Total
de 6
EDADES beto grados grados grados ETP sidad mación
grados
6 a 14
0,0 57,5 36,3 6,3 0,0 0,0 0,0 0,0 100
años
15 a 30
0,0 1,0 18,4 46,8 26,9 5,5 0,0 1,5 100
años
31 a 55
1,2 1,7 10,8 36,9 40,7 3,7 2,5 2,5 100
años
Más de
21,7 21,7 21,7 30,4 0,0 0,0 0,0 4,3 100
55 años
Total 1,5 10,5 17,8 35,8 27,9 3,7 1,1 1,8 100
Fuente: Datos de la muestra de terreno.
ETP: Enseñanza técnico-profesional

En el grupo de edad entre 6 y 14 años, todos los


muchachos aparecen con niveles de instrucción de
primaria o secundaria básica. Ello no quiere decir que
no se produzcan casos de retraso escolar. Las condicio-
nes de vida y la movilidad a que se ha visto sometida
esta población, influyen en que algunos adolescentes
vean perder años de estudios o tengan un bajo ren-
dimiento académico, sobre todo en la secundaria y
los últimos años de la primaria.

134
En general, más de 63 % de la población tiene
entre nueve y doce grados de escolaridad. Este es quizás
un caso único en el mundo. Que una población que
se encuentra en situación de marginalidad, en condi-
ciones de vida precarias, cuya residencia es ilegal, lo
que los enfrenta a las autoridades, tenga como pro-
medio de escolaridad entre nueve y doce grados pare-
ce un contrasentido o algo insólito en cualquier otra
realidad que no sea la cubana.
Al correlacionar estos niveles de instrucción con
la edad, se descubre el mismo proceso mediante el
cual el hombre en Cuba, en la Revolución, se fue
dignificando a través de la instrucción y la cultura.
Toda esta población tiene un origen muy humilde.
Sus padres, abuelos, bisabuelos y hasta donde les
permite recordar su memoria genealógica, fueron
pobres y olvidados, como pobres son ellos, aunque
desde el Primero de Enero de 1959 para muchos el
olvido dejó de existir. Así, la población mayor de 55
años, que en esa fecha, ya había vivido más de los
primeros diez años de vida, es la que exhibe el por-
centaje más alto de analfabetismo en el área y no
tiene a nadie con doce grados. Sin embargo, 52,1 %
en este mismo grupo de edad, que tiene entre seis y
nueve grados, habla de un esfuerzo ya de adulto por
salir de la ignorancia total. El relato de muchas de
estas personas testifica el hecho.
Los grupos de edades de 15 a 30 y 31 a 55, dejan
ver cómo, en el primero, el mayor porcentaje se con-
centra en los que tienen nueve grados y, en el segundo,
en los que tienen doce grados. Ello es expresión de
dos momentos diferentes del proceso social e histó-
rico. El de 31 a 55 está expresando el momento en

135
que una gran parte del ascenso en la estructura social
estaba muy vinculado a la elevación del nivel de ins-
trucción, por lo que el esfuerzo que en esa dirección
realizaban las personas se refleja, incluso, en las que
derivaron hacia la marginalidad. El individuo que en
aquellas condiciones concentró sus esperanzas de
ascenso social en la elevación de su instrucción, al
derivar hacia la marginación en una movilidad social
descendente, incorporó a esta su condición de mar-
ginal ilustrado.
El grupo de 15 a 30 años está muy vinculado a la
crisis y la reforma económica en la que se legitiman
otras formas de acceso al consumo y ascenso social.
Aparecen otras alternativas y estrategias que restan
importancia a la instrucción como vía para elevar las
condiciones de vida material. El significado de esta
se minimiza por el efecto simbólico de lo que los
sociólogos han dado en llamar pirámide invertida. En
estas condiciones, los grupos más apremiados por la
subsistencia abandonan a más temprana edad los
canales formales de instrucción para buscar espa-
cios en esas alternativas menos exigentes. En con-
secuencia, este hecho también da la medida del tipo
de jóvenes que se mueve hacia el barrio, generalmen-
te personas que no terminaron su educación básica,
aunque también en este grupo de edad aparece la
mayor proporción de técnicos medios.
En la localidad residen menos graduados univer-
sitarios que analfabetos. Toda una rareza en Cuba. Las
proporciones de graduados universitarios del barrio
se pueden considerar entre ocho y diez veces más
bajas que la de cualquier barrio obrero de la Ciudad
de La Habana. Todos se concentran en el grupo de

136
edad de 31 a 55 años, lo que viene a reafirmar el ra-
zonamiento anterior. El analfabetismo, por su parte,
es apenas de 1,5 % y corresponde sobre todo a perso-
nas de más de 55 años. Los casos de analfabetos con
menos edad son personas con retraso mental.
La escolarización de la población tiene un sig-
nificado que trasciende el acto mismo de saber leer y
escribir, para penetrar de modo profundo en la au-
toestima de la persona y la confianza en sí misma.
Quizás ello tenga mucho que ver con las respuestas
más características que nos daban cuando se les pre-
guntaba lo que ellos pedían a Dios: «Salud para poder
seguir luchando» contestaban casi en su totalidad. O
también puede tener su reflejo en cierta inclinación
a embellecer su entorno con decorados sencillos de
plantas, pintando las casas, o en la forma de mirarte
de frente y enfrentar el diálogo, o en la relativa faci-
lidad con que aprenden una u otra técnica que em-
plean para obtener ingresos, lo cual los dota de un
capital intangible. En consecuencia, este solo hecho
marca la existencia de una marginalidad distinta. No
es el marginal latinoamericano cuya expresión más
acabada está en la figura del sicario, que se postra
ante la imagen de Dios a pedirle que su bala sea efec-
tiva a la hora de matar a su víctima.
A pesar de tales contradicciones, el sentimiento
más generalizado de las personas hacia la educación
de los niños es el de considerarla un derecho del cual
no los pueden privar. A pesar de la preocupación de
las autoridades por garantizar la asistencia de los
niños a la escuela, en ocasiones han utilizado el re-
curso de la matrícula, sobre todo en la enseñanza
secundaria, de los niños recién llegados para presionar

137
a sus padres. Lo más interesante de los casos que
tuvimos la oportunidad de observar, fue la indignación
con que reaccionó la comunidad y los vecinos ante el
hecho. Indignación que tenía un doble sentido: por
el derecho que se les escatima aun cuando se sienten
dueños de él, y por el sentimiento que provoca el acto
de rechazo en el ser que se sabe rechazado.

138
Capítulo IV
El «llega y pon» y sus condiciones
socioeconómicas

Ciudad de La Habana, con su histórico atractivo, ha


visto emerger escenarios de franca depauperación que
gravitan hacia la tristeza, la insalubridad, la malnu-
trición, la anomia y la consecuente apatía política,
situaciones que polarizan nuestras realidades en
términos de oposiciones binarias como: La Habana y
el resto de las provincias, ricos o «macetas» y pobres,
integrados y marginales, legales e ilegales. Tales di-
cotomías parecían superadas por la Revolución, pero
más bien se relativizaron y no desaparecieron.
En las áreas periféricas de la capital se han for-
mado conglomerados humanos de población inmi-
grante, cuyas cualidades son el carácter ilegal y el
infrahumanisno de los mismos, entre otras. Estos
asentamientos bien pudieran ser nuestras favelas,
nuestras villas miserias, nuestros cantegriles; mas
hemos preferido llamarles, metafóricamente, «llega y
pon», aunque el término ha sido la autodenominación
del colectivo humano, localizado en estos espacios
segregados de la capital y que funciona como un
rasgo de identidad que garantiza la solidez, por im-
poner una diferencia social que funciona desde la
pobreza y la marginalidad. Su existencia denota en-
tonces un proceso de desterritorialización y reterrito-
rialización que les permiten adaptarse y sobrevivir a
las nuevas condiciones de privación y negación de

139
ciertos derechos, creando así una contracultura,
transgresora y disidente pero necesaria, pues su exis-
tencia parte de la miseria material y espiritual, lo que
determina su indocilidad respecto de las normas
sociales establecidas.
Así son los «llega y pon» de San Miguel del Pa-
drón, verdaderos «infiernos de los pobres», tal y como
los catalogara Reinaldo Antonio Téfel (1976: 15),
refiriéndose al caso nicaragüense, aunque bien puede
ser nuestro caso.
Callejones sin pavimentar, sin aceras, sin cune-
tas, sin alcantarillado, muestran caminos polvorien-
tos y sucios bajo un intenso sol o verdaderos
lodazales después de una ligera llovizna, que impiden
el tránsito hacia la sobrevivencia a todos, y hacia las
escuelas a los niños. Caminos sin salidas y otros que
conducen al centro de la red caótica de trillos, cual
si fuera el laberinto de Cnosos, albergan casuchas
improvisadas de láminas de zinc, cartones, maderas
roídas, combinadas a veces con paredes de mampos-
tería que parecieran retar la mente de Gaudí. La
totalidad de las viviendas del barrio están confeccio-
nadas, fundamentalmente, de dichos materiales. Los
techos, básicamente de zinc o tejas de fibrocemento,
hacen de estas casuchas verdaderos crematorios
humanos, por ser piezas que absorben todo el calor
natural de nuestro clima, la mayoría de las veces
asfixiante. La sombra de un árbol, proyectada sobre
el techo de la casa, constituye entonces una bendi-
ción de Dios.
La adquisición de las materias primas para la
construcción de las casas, se logra a través de diversas
vías que garanticen el «tener lo mío» como espacio

140
vital para sobrevivir en condiciones de extrema pre-
cariedad. La compra en el mercado negro, la recolec-
ción en los basureros, la elaboración con medios
propios aprovechando alguna palma real derribada,
el ejercicio del robo o el obsequio a través del centro
de trabajo y la piadosa posibilidad de desmantelar
algún que otro guacal no reclamado en el puerto de
La Habana, son algunas de las alternativas reales que
hacen posible tener un lugar donde vivir, aunque en
constante desazón por la inopia característica de estas
personas.
La mayor parte de las casas poseen piso de tierra,
apisonado con el andar cotidiano o forrado con sacos
de nylon que eviten la polvareda. Los sacos son abier-
tos por tres de sus lados de modo que puedan ser
extendidos como una tela fina, después son dispuestos
con meticuloso cuidado sobre la superficie y sujetos
por sus extremos al «cocó» [tierra blanquecina] con
pequeñas estacas de un palo duro u oxidadas puntillas
a través de un pedazo de madera para evitar que las
puntas se deshilachen y se pierda la preciada cobertu-
ra. Otras poseen un piso enlozado con fragmentos de
mosaicos o mármoles, descoloridos y manchados, cuya
colocación parece un juego de rompecabezas.
La decoración interior de las viviendas es bien
sencilla y escasa, debido a los pocos recursos dispo-
nibles para ciertos lujos de embellecimiento del hogar.
Cuadros improvisados con la imagen de alguna modelo
desconocida, personalidades de la cultura comercial-
mente internacionalizada como Shakira o hermosos
paisajes tomados de un vetusto almanaque, macetas o
latas con plantas, cortinas teñidas de macilentos co-
lores o sábanas refuncionalizadas que garanticen la

141
intimidad de los cuartos dormitorios, paredes mal
pintadas y llenas de oquedades por el deterioro de la
madera y la disposición caprichosa de unas con res-
pecto a otras, constituyen el ornamento de las casas,
pues «…para qué preocuparnos por tanta belleza si
estamos en constante riesgo de ser desalojados y nues-
tras casas tumbadas…» (notas de campo).
El espejo, esa pieza tan valorada por la mujer y
que forma parte regular de todo ajuar, es casi inexis-
tente entre las familias contactadas, quizás para no
ver reflejadas en sus miradas la imagen de una per-
sona invadida por la miseria, la desesperanza y el
deterioro físico que genera tan estresante realidad, y
quizás también porque pocos pueden asumir en esas
condiciones el invertir esfuerzo o dinero en la bús-
queda de un objeto que pierde todo simbolismo en
el asentamiento. Además, este es un objeto poco
frecuente en la oferta del mercado cubano, incluso en
la década del ochenta.
El mobiliario es igualmente escaso y las pocas
piezas de que disponen son trastos desvencijados,
adquiridos en basureros o comprados a personas. Sillas
de varillas de acero, pupitres escolares en desuso,
butacas desencoladas de maderas, son utilizadas pa-
ra descansar después de un día de intensa «lucha»,
para jugar dominó y para sentarse a comer el sobrio
manjar, compuesto la mayoría de las veces por arroz,
frijoles negros, pescado o huevo. Hay casas cuyos
muebles lo forman sacos rellenos de recebo o latas
dispuestas alrededor, pues la gravosa vida del ilegal
los impele a concentrar las ganancias en la compra de
alimentos y no en artículos cuya inversión es una
prerrogativa que no pueden asumir sino de forma

142
traumática. La mesa, destinada al consumo de los
alimentos en los hogares, casi siempre en familia
como tradición en nuestra sociedad, como espacio
para fortalecer sus vínculos, es una cuestión ilu-
soria para los núcleos del barrio en su inmutable e
industriosa vida, pues «luchar día a día» y a toda hora
deviene una quimera para las reuniones familiares en
torno a esta, como ejercicio de sociabilidad. En los
dormitorios o espacios destinados a tal fin se deja ver,
la mayoría de las veces, una estructura de madera de
pino o plywood, forrada con sacos y sostenida en cua-
tro patas, sobre la que se coloca una especie de col-
chón relleno de paja o guata vieja reciclada, que hace
de cama, en la que pueden descansar hasta más de
dos personas.

El espacio habitacional y el hacinamiento

La cuestión del hacinamiento como categoría que


pretende aproximarse a la descripción de las condi-
ciones de vida material, tiene diferentes formas de
medirse y un conjunto de variables que la condicio-
nan: el tamaño del inmueble y el núcleo familiar, la
composición de este en cuanto a sexo y edad de sus
miembros, el plano interior de la vivienda y otras.
Un modo sencillo de aproximarse al problema es
mediante la correlación del número de personas
con la cantidad de cuartos dormitorios con que
cuenta la vivienda. Se impone, por tanto, partir de la
presencia del cuarto dormitorio en el diseño de las
viviendas del «llega y pon», como se expone en la
tabla siguiente.

143
Cantidad de cuartos dormitorios en el diseño interior
de las viviendas de la localidad, en %

NÚMERO DE CUARTOS DORMITORIOS EN LA VIVIENDA


Sin cuartos Con 1 cuarto Con 2 cuartos Con 3 cuartos Total
dormitorios dormitorio dormitorios dormitorios
22,4 38,5 34,8 4,5 100
Fuente: Datos de la muestra de terreno.

Al diseñar y construir sus viviendas, la inmensa


mayoría de los habitantes del «llega y pon» (77,6 %)
concibieron una habitación exclusiva para dormir. En
muchos sentidos los planos interiores y la forma de
distribución de los cuartos, relativamente estandari-
zados, reproducen en una especie de mezcla ecléctica
o parodia los del bohío campesino y la vivienda eco-
nómica, muy difundidas en el medio rural. Este plano
sufre adaptaciones caprichosas en función de las
disponibilidades de los materiales constructivos. Los
tabiques de la misma madera que se utilizó para
construir la casa, llevados hasta la altura de los horco-
nes que sirven de cerramiento, forman las divisiones
entre habitaciones; pero en ocasiones la madera no
alcanza y estos quedan a medias. La más de las veces,
la puerta que limita la intimidad del cuarto, no pasa
de ser una tela o saco de nylon extendido sobre una
cuerda o pedazo de alambre de electricidad tensado
entre los horcones que simulan el marco de la puerta.
No obstante, el ideal de vivienda adecuada lo han
proyectado en el plano de construcción de sus preca-
rias viviendas.
Un porcentaje significativo de las viviendas,
(22,4 %) está conformado por una habitación multi-
funcional. Ello denuncia las condiciones más precarias

144
de vida dentro del «llega y pon» y las limitaciones de
recursos de sus residentes que a duras penas lograron
parar, forrar y techar cuatro palos sobre el terreno.
En sentido general, en relación con el número de
cuartos dormitorios que tienen las viviendas, el ha-
cinamiento tiene el comportamiento siguiente.
Índice de hacinamiento según el número de cuartos
dormitorios que tienen las viviendas, en %

HACINAMIENTO: PERSONAS POR CUARTO


NÚMERO DE CUARTOS
EN LA VIVIENDA Hasta 1 De 1 a 2 De 2 a 3 Más de 3
Total
persona personas personas personas
Sin cuartos dormitorios 15,6 35,6 31,1 17,8 100
Con 1 cuarto dormitorio 9,1 24,7 31,2 35,1 100
Con 2 cuartos dormitorios 27,1 55,7 15,7 1,4 100
Con 3 cuartos dormitorios 44,4 55,6 0,0 0,0 100
Total 18,4 39,3 24,4 17,9 100
Fuente: Datos de la muestra de terreno.

En lo que respecta al uso de la vivienda, en la


localidad no existe un serio problema de hacinamien-
to. A más de 57,7 % de los núcleos familiares se les
puede considerar sin hacinamiento, con un promedio
de 1 a 2 personas por cuarto dormitorio. Con hacina-
miento bajo, entre 2 a 3 personas por cuarto, existe
24,4 % de familias. Varias son las circunstancias que
influyen en el relativo bajo hacinamiento de la comu-
nidad. Entre ellas es posible destacar el predominio
de familias poco numerosas y la relativa facilidad con
que se construyen nuevas viviendas en un espacio de
reciente colonización.
No todos tienen la misma situación. Del total de
familias que viven en viviendas de una sola habitación

145
multifuncional, 22,4 % de estas tienen una situación
de hacinamiento más crítica. Entre ellas, en más de
48 % comparten más de 2 personas esa única habita-
ción. En las viviendas que disponen de un solo cuar-
to dormitorio, la mayoría en la localidad, este
porcentaje se eleva a 66,3 % del total de este tipo de
viviendas. O sea, que aunque no existe un problema
agudo de hacinamiento, este se hace particularmente
visible en los tipos de viviendas más pequeñas, que
son las dominantes.
En resumen, el hacinamiento que se verifica
desde la perspectiva que se ha utilizado para medirlo,
es del tipo medio y medio alto, aunque su propor-
ción es menor que el de las viviendas sin hacinamien-
to. No obstante, las condiciones generales del espacio
habitacional dan una impresión diferente. La altura
de los puntales, la estrechez de las habitaciones, el
modo como están distribuidas, el abigarramiento de
trastos que hacen las funciones de muebles, el calor
sofocante que baja de sus techos, entre otros aspectos,
dejan una profunda sensación de hacinamiento y
promiscuidad.
El hacinamiento no es solo hacia el interior del
hogar, sino a nivel de todo el barrio por la especulación
incontrolable de la tierra y la disposición anárquica de
las casas, sin un diseño urbanístico. Una habitación
es cocina y cuarto a la vez, o cocina y sala; sala siempre
muy pequeña, pequeñísima, desfuncionalizada y huér-
fana de muebles, como para dejar sentado que la
vida social es hacia afuera. La rústica ventana de una
casa bien puede estar a solo dos metros de otra ven-
tana, puerta o baño de otra casa, que exporta a la
primera el olor característico de todos los residuos

146
humanos. Las casas se apelotonan, en ocasiones, di-
vididas entre sí por cercas improvisadas con láminas
de zinc, troncos de madera y sostenidas por alambres
oxidados; otras veces se levantan solas en amplios espa-
cios descubiertos o escondidas en las malezas.
El espacio físico destinado a la elaboración de los
alimentos no deja de estar presente en el diseño del
hogar por la importancia de estos en la reproducción
material y espiritual de la familia. En las cocinas, o
espacio reconocido como tal, se acumulan los dese-
chos de viejas comidas en cazuelas mugrientas y
agujereadas, que forman el soporte material destina-
do a este fin. Sobre semidestartaladas mesas escolares
que hacen de mesetas o en el mismo piso de tierra,
fogones de queroseno de las más disímiles tecnologías
marcan el lugar de preparación del cotidiano yantar
en muchas viviendas.
El combustible doméstico utilizado para la coc-
ción de los alimentos es, básicamente, el queroseno
obtenido por medio de la compra en el mercado negro,
que «…cuando la cosa está mala, una botella de refres-
co con luz brillante puede costar hasta diez pesos…».
En tal realidad, los habitantes del barrio viven en un
perenne desasosiego, sobre todo «…por ser este uno
de los “llega y pon” más atrasados, pues hay algunos,
como el de Las Piedras, que ya tienen gas…» (notas
de campo).
La carencia también obliga a muchas familias
a cocinar con leña recolectada en una zona con una
exuberante vegetación, como alternativa eficaz para
evadir el encarecimiento del combustible doméstico.
Gajos de aguacate, de mango y troncos de almendra
con frecuencia son utilizados en cocinas improvisadas

147
con piedras. Con ello se agrede el medio ambiente,
aun cuando es característico el cuidado de los árboles
frutales como propiedad privada que marca los lími-
tes, provee de sombra a muchos hogares y pueden
generar ingresos adicionales. Pero la conciencia social
de estas personas no puede ser verdaderamente eco-
lógica si antes no han podido resolver o no les han
resuelto sus necesidades vitales. Así, se echa mano a
las bondades de la naturaleza sin pensar en una inte-
racción coherente con el medio, lo que prueba que, como
dijera la señora Indira Gandhi en la Primera Confe-
rencia sobre Desarrollo y Medio Ambiente, celebrada
en Estocolmo en 1972: «…la peor contaminación es,
sin lugar a dudas, la miseria.»

El agua

El menoscabo existencial se ve acentuado por el


hecho de que esta población tampoco tiene acceso al
agua potable, como medio indispensable para la vida
de cualquier ser. La totalidad de las viviendas del
barrio no reciben los beneficios del sistema de redes
de acueducto y utilizan, básicamente, el agua extraí-
da de rudimentarios pozos. La confección de este
recurso alternativo es bien primitiva, pero resolutiva.
La tierra es horadada hasta que comienza a brotar el
preciado líquido del manto freático, y sobre la oque-
dad se coloca, la mayoría de las veces, una rústica
tapa. En su interior se superponen gomas de carros
para proteger las paredes y evitar un desprendimien-
to que embote el esfuerzo realizado, o simplemente
se deja al natural la apertura en la tierra sin más

148
aditamentos. La profundidad de los mismos es va-
riada, entre uno y cinco metros, en dependencia del
encumbramiento del lugar escogido. Sin embargo, la
mayor parte de los pozos tiene el brocal a ras de
tierra, lo que permite la posibilidad de que los perros
beban en estos o que alguna rana caprichosa desove
en los mismos cómodamente. Algunos pobladores
han preferido echar una jicotea a sus pozos como
estrategia para mantener el agua protegida de gusa-
rapos u otro tipo de animal invasor; sin embargo, ello
supone otras impurezas que aceptan con resignación.
En consecuencia, la mayor parte de las familias no
consumen el agua —mezclada con el lodo del fon-
do— extraída de esos huecos y la utilizan funda-
mentalmente para limpiar y lavar la ropa, ya
manchada y vieja por el uso excesivo en el hacer
cotidiano del «ilegal».
Así, se han generado variadas estrategias para
sobrevivir a la carencia de agua potable. Algunos po-
bladores, aquellos más cercanos a la frontera con la
zona legal, se abastecen por la benevolencia de algunos
vecinos que les permiten cargar agua en sus vasijas o
tanques. Otros —los que viven más hacia el cen-
tro— tienen que desandar entre cinco y diez cuadras
por entre los pedregosos, empinados y angostos ca-
minos para beneficiarse de ese favor. De hecho, el agua
que cotidianamente beben muchas familias la obtienen
de favor y por la caridad de los residentes legales de
las áreas colindantes. Ello genera tensiones y agrede la
autoestima del poblador del asentamiento, pues «…al-
gunas veces los vecinos se ponen bravos y te ponen
dificultades para coger el agua. Te dicen que ellos
están llenando sus vasijas; entonces uno espera o se

149
va a pedirle agua a otro vecino. A mí esto me molesta,
pero qué voy a hacer…» (notas de campo).
Para no vivir todos los días de favor o por ha-
berse cansado de andar y desandar los trillos para
poder calmar la sed con un agua segura, hay quien,
a costa de su salud, bebe el agua de los pozos sin
hervirla, porque la energía es cara y no se puede em-
plear en esos lujos.
Como tal, el abastecimiento de agua ha devenido
en una ocupación y un negocio para personas dentro
del asentamiento, asumido como un oficio extra en el
que se cobra el trabajo de acarrear el líquido y sacar
el agua del pozo por un valor de dos pesos el cubo,
como mínimo. Existen también quienes exigen el
pago por el uso del pozo particular. Otros de afuera,
sin ningún escrúpulo, se aprovechan de la indefensión
y las carencias «de los ilegales». Con cierta asiduidad
entra un furtivo chofer de pipa al barrio, que cobra
diez pesos por un tanque, «…pero por lo menos re-
solvemos y así tenemos agua para tomar y cocinar,
que es lo más importante…» (notas de campo).
La necesidad del diario acarreo de agua impone
al habitante del lugar la conservación y el uso de una
variada cacharrera que se debe acomodar al espacio
del hogar: cubos, tanques, viejas bañaderas que se
reciclan como recipiente para almacenar agua, palan-
ganas y otros.
Todo ello hace que la invasión del espacio público
no solo sea física, sino también simbólica, ya que,
conforma la identidad colectiva del habitante «ilegal»
del «llega y pon» como «…un recolector de los desper-
dicios del sistema urbano (…) se viste con ropa usada,
acarrea agua en tarros y botes vacíos, cubre sus techos

150
con materiales sobrantes» (Adler, 1975: 35). Empero,
es nuestra realidad, y su existencia está lacerando
constantemente nuestro proyecto social por tratarse
de personas «…que no cogimos maderas para hacer
balsas y largarnos del país como muchos, sino para
hacer nuestras casas, quedarnos aquí y defender esto
que llamamos Revolución…» (notas de campo).

El equipamiento electrodoméstico de la vivienda

El equipamiento material en los hogares demuestra


igualmente la carencia extrema en que perviven las
personas del asentamiento, cuya existencia está mar-
cada por la constante búsqueda de la sobrevivencia
en un nicho ecológico que les es alienante, aunque
les permite ciertas realizaciones de carácter económi-
co, fundamentalmente «…porque aunque no tenemos
las condiciones mínimas para vivir, podemos luchar
nuestro dinerito, comer y guardar algo por si esto
cambia algún día…» (notas de campo).
La base material está compuesta, básicamente,
por refrigeradores, televisores en blanco y negro,
radio-grabadoras, ventiladores, lavadoras y plan-
chas, de viejas producciones estadounidenses, rusas
o japonesas, que en la actualidad solo se podrían
encontrar en catálogos archivados. Estas piezas ya
han perdido su etiqueta de fabricación para conver-
tirse en «híbridos especímenes de la electrónica
criolla», por ser piezas de segunda mano que dejarían
impresionado al más talentoso de los ingenieros.
Empero, no todos los hogares disponen de todos
estos medios.

151
De los núcleos familiares, 68,2 % no tienen refri-
gerador, por solo 31,8 % que sí tienen, aunque 29,7 %
de estos no funcionan. En ese porcentaje se cuentan
cascos rescatados de algún lugar o comprados de se-
gunda mano, que han venido siendo completados y
esperan por la pieza necesaria para echarlo a andar,
inventos que no resistieron las modificaciones del
innovador y una alta tasa de roturas en las que se
conjugan las condiciones técnicas de estos aparatos y
las variaciones del voltaje. La mayoría de estos equipos
son viejos refrigeradores norteamericanos o rusos,
algunos General Electric, otros Inpud, que solo conser-
van la estructura externa, pues su interior constituye
un manicomio de piezas de diversos orígenes.
Si se considera la proporción que no funciona y
los que no tienen refrigeradores, resulta una dispo-
nibilidad en la comunidad de uno por cada 4,5 núcleos
familiares, lo que significa que 77,6 % de los nú-
cleos no disfrutan de este bien. Ello no solo es un
reflejo de las condiciones de precariedad existentes,
sino también constituye una carencia que afecta el
modo de vida, lo condiciona y contribuye a moldear-
lo. El agua fría, que en nuestro intenso calor tropical
deviene un imperativo del cuerpo para saciar la sed,
se hace escasa e inalcanzable para muchas familias.
En la casa no se pueden almacenar alimentos degra-
dables para consumirlos racional y escalonadamente
según determinados criterios de prioridad de consu-
mo, pues lo que se adquiere debe ser consumido el
mismo día. Ello afecta aun a aquellos que disponen
de libreta de abastecimientos. La carne, el huevo, el
pescado que se adquieren por esa vía, deben consu-
mirse deprisa para que no se eche a perder. No pueden

152
tampoco guardar restos aprovechables de las comidas
para ser consumidos al día siguiente, como se hace,
con el objetivo de optimizar los recursos, en la ma-
yoría de los hogares del país: «…Como no tienes frío
[o sea, refrigerador], si traes un poco de helado te lo
tienes que comer al momento; si consigues un peda-
zo de carne también te lo tienes que comer al mo-
mento. No puedes conservar nada, y eso hace que
tengas que vivir más al día y que gastes en comida
cuanto peso te entre…» (notas de campo).
La baja frecuencia de este equipo en la comunidad
hace casi imposible el ejercicio de la solidaridad para
cubrir estas necesidades, como hacen en otros lugares.
De este modo, tales condiciones contribuyen a refor-
zar la práctica y la mentalidad de vivir al día, de com-
prar cada día solo lo que se va a comer.
Esta práctica y esta mentalidad de adquirir lo del
día, se enfrenta, ante todo, a un mercado diseñado
para que se adquiera lo que te corresponde y cuando te
corresponde. Tal contradicción, por un lado, limita
las ventajas que se derivan de la subvención de los
productos que se ofertan a los escasos núcleos que
tienen acceso a este mercado; y por el otro, eleva la
significación en la vida cotidiana de otros segmentos
de mercado de libre oferta en los que sí se pueden
adquirir, siempre que se tenga con qué, lo que se
requiera en el momento en que se requiera. Por tan-
to, esta es una población que vive de cara al merca-
do de libre oferta, pero no a todos sus segmentos, solo
a aquellos que le son próximos y alcanzables: el agrope-
cuario y el mercado negro. El mercado en divisas es
algo lejano e inalcanzable, al que solo se acude en
ocasiones especiales.

153
La escasez de este recurso ha posibilitado que
muchas de las familias que tienen el privilegio de gozar
de los beneficios de un refrigerador, lo conviertan en
un medio de producción para captar ingresos comple-
mentarios. La venta de hielo o de agua fría resulta un
negocio con clientela asegurada y bien rentable en
estas condiciones, de ganancia neta, ya que en el asen-
tamiento no se paga ni el agua ni la electricidad.
La carencia de este bien en la comunidad no solo
es física y latente en el tiempo presente, sino también
en perspectiva, con muchas posibilidades de asentarse
como una carencia estructural. Las posibilidades de
acceder a las ofertas del mercado en divisas son casi
nulas para esta población, a causa de los altos precios.
En la red minorista, durante los años comprendi-
dos entre 1999 y 2002 apenas se realizaron unos 4 100
aparatos15 en moneda nacional en todo el país, lo que
lo hace toda una rareza en este segmento de mercado.
Inclusive, las formas de acceso al derecho a adquirir
este producto en el mercado en moneda nacional,
mediante premios por actitudes laborales destacadas,
se convierten en prohibitivas para una población que se
enfrenta a limitaciones para acceder al trabajo. Solo
les queda una vía abierta: aparatos de segunda mano
o desechados por otros que el ingenio pone a funcionar.
Ante estas circunstancias, no es de extrañar que, en la
construcción de las expectativas de mejoramiento
futuro de muchas familias en el barrio, obtener un
refrigerador no se plantee ni como un sueño.

15
Ver al respecto Cuba. Oficina Nacional de Estadísticas: Anuario
estadístico de Cuba 2002, La Habana, 2003, p. 271, tabla XIII.2,
«Circulación mercantil mayorista y la red minorista».

154
De los núcleos investigados, 60 % poseen televi-
sores en blanco y negro, que funcionan gracias a la
imaginación e inventiva que se activan ante las nece-
sidades de crear en absoluta carencia. La mayoría son
del modelo Caribe, del que muchos habaneros solo
conservan una difusa imagen en sus recuerdos. Ape-
nas 6 % poseen televisor en colores, adquirido a
través del centro laboral como estímulo o comprado
directamente en las shoppings de la ciudad. El res-
tante 34 % carece de este artículo, a través del cual
se satisface una parte importante de las necesidades
de acceso a la cultura y la creación humana, de recrea-
ción y de información que llega reforzada con la
imagen. Esto último contribuye a que se refuercen
las actitudes de vivir desentendidos de la realidad
nacional e internacional, ya condicionada por el duro
bregar por la subsistencia, que le resta significados a
lo que sucede más allá de esa lucha. Así, el hombre
o la mujer del asentamiento pocas veces se detendrá
a comprar un periódico que les brinde información.
La falta de televisores resulta particularmente
sensible para la población infantil, que se ve excluida
tanto de la recreación que este medio ofrece como de
los programas educativos que se difunden a través
de este. Así, muchos personajes de la televisión, fa-
miliares para la mayoría de los niños del país, se
tornan desconocidos y lejanos para ellos, con lo que
se sitúan en una relación de desventaja respecto a los
demás en sus relaciones mutuas y cotidianas. Tal si-
tuación tiene la potencialidad de generar limitaciones
en el proceso de socialización del niño del «llega y pon»,
que desde la escuela y en sus contactos con los otros
de afuera, conoce ya a esa edad temprana sus carencias

155
e inferioridades; sufren y sienten en su carne tierna
el doloroso significado de las diferencias.
El ventilador sí tiene una fuerte presencia, pues
su función se impone en un país con un clima tropi-
cal, húmedo y en casas con paredes de zinc y techos
de tejas como la mayoría del barrio. En 75,1 % de las
viviendas hay ventilador, y 22,5 % de estas disponen
de más de uno para aligerar el calor sofocante de
nuestra madre natura y espantar la insoportable pre-
sencia de mosquitos. Sin embargo, estos también son
piezas desvencijadas por el uso excesivo o por tratar-
se de objetos reconstruidos de partes desechadas o
viejos aparatos comprados ya de uso. Su alta presen-
cia en los hogares del barrio no resulta solo de la
necesidad del mismo, sino también de las mayores
posibilidades de adquirirlos tanto por los precios a
que se realizan como por el dinamismo que tiene el
mercado de este producto, que lo hace más abundan-
te en la circulación, e incluso en forma de partes
desechas, susceptibles de ser reconstruidas, en los
basureros. No obstante, la proporción de núcleos
familiares que no disponen de un ventilador (24,9 %)
resulta significativamente alta y da la medida del
nivel de precariedad existente en la comunidad.
El radio, la grabadora o ambas cosas a la vez,
igualmente predominan entre las familias del barrio
con 70,1 % de representatividad entre los núcleos.
Estos «tienen una poderosísima influencia en la po-
blación marginal, que no tiene diversiones sanas y que
convierte las cuatro paredes desvencijadas que limitan
su estrecho y miserable espacio vital, por medio del
sonido, en el eco de un mundo que no pueden alcan-
zar, pero que a la vez les lleva distracción y una evasión

156
del infierno de los pobres» (Téfel, 1976: 105). El hip-
hop y el reguetón son los gustos musicales que atenúan
las miserias, sobre todo de los jóvenes, impetuosos y
deseosos de evadir su fatal suerte de no ser ha-
baneros.
Existen otros artículos domésticos que forman
parte del equipamiento material, pero su existencia
es casi imperceptible pues no superan el 20 % en la
representación del instrumental casero disponible,
tales como reproductora de discos compactos (4,5 %),
horno eléctrico (1,0 %), reproductora de video
(2,5 %), batidora (5,0 %), bicicleta (4,0 %) y auto-
móvil o motocicleta en solo 0,5 % de los núcleos
estudiados.
Las familias con jefes de núcleos masculinos tie-
nen una mejor situación material que aquellas con
jefes de núcleos femeninos. Entre otros factores, este
hecho está condicionado porque las mujeres, históri-
camente, asumen de forma prioritaria la crianza y
educación de los hijos y se les imposibilita, en el asen-
tamiento, acceder a círculos infantiles que les permi-
tan insertarse en la sociedad no solo como madres.
Esta situación les resta tiempo para desarrollar una
actividad laboral que les garantice el sustento de las
personas que se encuentran bajo su abrigo y/o la po-
sibilidad de disponer de ingresos adicionales, además
de la existencia de una ley que les prohíbe acceder a
un trabajo como garante de las condiciones de vida.
Empero, hay equipos electrodomésticos cuya existen-
cia en las viviendas está en función del sexo del jefe
de núcleo y los históricos roles de géneros reconocidos
o cimentados por una sociedad machista como la
nuestra. En consecuencia, 58,8 % de los núcleos

157
gobernados por mujeres poseen planchas, por 41,2 %
de los núcleos gobernados por hombres; 58,1 % de
los núcleos gobernados por mujeres poseen lavadora,
por 41,9 % de los núcleos gobernados por hombres.
Ambas actividades (planchar y lavar) son dadas, so-
cialmente, como exclusivas a las mujeres y como tal
existe esta priorización de los medios que las garan-
ticen, ilativo con el sexo de quien manda en la casa.

El problema de la electricidad

El equipamiento electrodoméstico de los hogares,


además de misérrimo, se ve constantemente afectado
por las variaciones del voltaje, problema de varias
aristas. Los habitantes del «llega y pon» hacen uso del
servicio eléctrico de modo ilegal, como casi todo
en su existencia. Ante la imposibilidad de acceder a
este servicio vital para el hombre moderno, en un acto
de rebeldía y desacato impulsado por la necesidad,
sencillamente se subieron en un poste del alumbrado
público que tiene un transformador en el Mirador y
conectaron las redes que irían alimentando el barrio.
Con postes hechos con troncos y gajos de mango o
naranja, de no más de tres metros de largo, a los que
se les clava en la punta una cruceta de cualquier ma-
dera para evitar que los cables de polaridad diferente
se unan, utilizando los árboles que se encuentran en
el camino o algún poste de cerca en una elevación que
quedó más alto que otros, los conductores eléctricos
son llevados hasta un grupo de casas que se abastecen
directamente. Desde estas casas, otras se alimentan,
de modo que se tejen redes que en algunos casos

158
reproducen las de parentesco, de vínculos interfami-
liares y de amistad.
Con el crecimiento de la población y ese constan-
te aumento incontrolado de la demanda, la capacidad
del único transformador para estabilizar la potencia
se hizo insuficiente. En las horas de mayor demanda
la conexión de cualquier equipo medianamente consu-
midor puede lanzar el voltaje al piso. Las constantes
subidas y bajadas del mismo, acortan sensiblemente
la vida útil de los escasos equipos de que disponen.
Sobre todo, los refrigeradores se dañan, pues sus
motores no resisten el insuficiente flujo energético y
se queman. Ello explica por qué 96,4 % de los núcleos
que poseen este equipo, lo tienen roto. De estas in-
conveniencias sufren también los vecinos de los alre-
dedores, lo que hace que la situación se torne
conflictiva hacia adentro y hacia afuera de la comuni-
dad, así como en la relación entre los de adentro y
los de afuera. Estos últimos culpan a los primeros de
la mala calidad del servicio.
La relación de conflicto en torno a la electricidad
no es solo con los de afuera, sino también con el
Estado en dos aspectos o momentos: como propieta-
rio del bien usurpado y como agente regulador del
orden social. El acto de rebelarse, al tomar la electri-
cidad por su cuenta y riesgo, situó la cuestión en un
plano de máxima tensión con todas las condiciones
para perpetuarse; fue también el acto de desespero
de quien no tiene otra opción, porque «…si no lo
hacemos así no hay luz, porque el Estado prefiere
el gasto que le ocasionamos que legalizarnos y están
perdiendo mucho dinero con nosotros. Sin embargo,
aquí en el “llega y pon” todos estamos dispuestos

159
a pagar sin ningún problema, pero como dicen que
estamos ilegales, ni el delegado hace nada por el ba-
rrio…» (notas de campo).
De tal forma, la electricidad deviene uno de los
problemas más acuciantes que los habitantes del asen-
tamiento quisieran que se resolviera y en torno al cual
hilvanan un discurso de resistencia. El nivel de con-
flicto que envuelve y el grado de tensión con que se
muestra, lo sitúa en un lugar central dentro de su
proyecto de resistencia y lucha por alcanzar la legiti-
mación. Pagar la electricidad es un gran paso hacia el
reconocimiento como gente de la ciudad, una impor-
tante conquista en el camino a la tierra deseada.
Para los funcionarios del Estado, educados en una
filosofía y un discurso político que enaltece la solida-
ridad con los desposeídos, la cuestión se torna una
verdadera paradoja sin solución. De un lado está la
orientación ética de todo el quehacer económico y
social; del otro, la transgresión de toda una población.
Si actúa como representante de la compañía propieta-
ria y retira el servicio que no pagan, se verían negando
el sentido mismo de su labor. La decisión de cobrar-
les el servicio tampoco está en sus manos, porque es
una población que se ha asentado ilegalmente en el
lugar. El problema tiene así una historia de más de
quince años, en los que la proyección de una economía
ética, que se dirige al hombre y para el hombre, es-
pera por una solución integral.
La centralidad de la cuestión está muy relacionada
también con el hecho de que es un punto de confron-
tación directa en el que no se es muy fuerte. Se apropia
la electricidad con la conciencia de que es una apro-
piación ilícita, pero que se legitima en la aprehensión

160
de la negación del servicio por vías formales como
una injusticia que los convierte en víctimas. En torno
a esa percepción estructuran el discurso de defensa y
justificación y la razón de su proceder. Así, reciente-
mente los agentes de la Empresa Eléctrica, en una
madrugada del mes de julio de 2004, mientras todos
dormían, llegaron y cortaron los cables instalados
caóticamente por el barrio. Ello generó todo un mo-
vimiento de protesta. Como es usual en todo tipo de
conflicto que enfrentan, asumieron los términos del
discurso político oficial de legitimación de nuestro
sistema ante el mundo, incorporando elementos de
la experiencia adquirida en su propia participación
directa en la lucha política protagonizada por el pue-
blo en los últimos años. Consignas o argumentos
como ¡Nuestros niños tienen los mismos derechos
que Elián!, ¡Nosotros salimos a defender a Elián!,
¿Quién va a salir ahora a defender a nuestros hijos
que los quieren dejar sin electricidad?, ¿No son nues-
tros niños tan niños como Elián?, ¿Por qué entonces
les quitan la posibilidad de tener luz?, ¡La Revolución
acabó con el abuso de los pobres!, ¡Viva la Revolución!
¡Abajo el desalojo!, servían para legitimar una lucha
por el reclamo de un derecho que por disposición
jurídica no les es dado.
La cuestión quedó resuelta momentáneamente
en una solución de espera: ustedes vuelven a poner
los cables eléctricos y nosotros no hacemos nada más.
Entre los vecinos, por su parte, comenzaron a hacer-
se colectas para comprar los postes eléctricos y un
transformador que permita el abastecimiento del
barrio. La cuestión, a pesar de todo, quedó abierta y
sin solución.

161
Ante los métodos y consignas de lucha empleados,
si las instituciones estatales encargadas del orden
público deciden volverse contra estas personas, utili-
zando mecanismos de coacción, estarían volviéndose
contra ellas mismas y premiando el discurso revolu-
cionario con un vacío ontológico.

Higiene, enfermedad, médico

El sistema de servicio sanitario que predomina es el


de letrina o excusado, ubicado dentro o fuera de la
casa. La técnica utilizada para la confección de los
baños es expresión del arcaísmo del asentamiento: se
perfora el suelo y sobre la oquedad se coloca una taza
o un cajón de madera, sin un sistema de fosas que
garantice que las aguas albañales no dañen la higiene
del barrio o no filtren hacia los pozos. El 48,3 % de los
hogares no poseen baño interior y fabrican fuera de la
casa un cuarto de madera o forrado de sacos que re-
presenta el mismo. El problema se exacerba por la
cantidad de núcleos familiares con varias personas
que se encuentran en esta situación. Así, 58,8 % de
los hogares con más de tres personas no poseen baño
interior, agravándose en los núcleos de tres y cuatro
personas, que representan 44,4 % de aquellos que
no poseen baño dentro de la casa. Sin embargo, el
olor característico del lugar, a fuerza de la costumbre,
no es percibido por los habitantes del asentamiento,
mas se hace perceptible para el que llega de afuera.
Los desperdicios son acumulados al borde de los
caminos o en patios, por la ausencia de los servi-
cios comunales. La estrategia más común para deshacerse

162
de estos incómodos acompañantes es la quema pe-
riódica de los mismos o arrojarlos en algún solar
yermo a la vera del camino. Su acumulación en estos
lugares abiertos facilita la reproducción de vectores,
tales como ratas, mosquitos y guasasas. Con ello, el
riesgo de proliferación de enfermedades contagiosas
es potencial. Varias personas han sufrido padecimien-
tos infecciosos, como la leptospirosis ocasionada por
la presencia de ratas, la conjuntivitis, el parasitismo, la
linfangitis o ulceraciones por heridas mal curadas o
no curadas, entre otros males evitables. El parasitis-
mo vaginal, por el uso reiterado del agua de pozos
para la limpieza personal, es casi endémico. Son,
precisamente, las enfermedades de transmisión hí-
drica las más frecuentes en el «llega y pon», según
criterios del médico.
La incidencia de las enfermedades en los grupos
familiares, vista desde la declaración de los propios
informantes, arroja que en 46,5 % de las familias no
se padece de ningún tipo de enfermedad, frente a
53,5 % que reportan algún padecimiento crónico en
el grupo corresidencial. La existencia de algún tipo
de padecimiento en la mayoría de las familias es una
cuestión que viene a agravar las condiciones de vida
en la comunidad. De los núcleos que reportan algún
tipo de padecimiento, 56,1 % sufren una sola enfer-
medad; 25,2 % dos; 7,5 % tres; y 11,2 % hasta cuatro
enfermedades diferentes. Esta situación se agudiza en
las familias de más bajos ingresos. Más de 68 % de las
familias con ingresos hasta ochenta pesos, padecen
algún tipo de enfermedad, y entre estas aparecen las
proporciones más altas de las que reportan dos o
más padecimientos crónicos en el núcleo. Ello obliga

163
a destinar una parte importante del precario presu-
puesto familiar a la compra de medicamentos, llega-
dos al asentamiento muchas veces de contrabando,
con precios que duplican el costo real que exhiben en
las farmacias.
Las patologías más frecuentes en el asentamiento
son las del primer grupo (asma e hipertensión ar-
terial), con una presencia en 44 % de los núcleos que
reportan el padecimiento de alguna enfermedad. La
diabetes, considerada la enfermedad de los pobres por
su relación con una mala alimentación, y las enfer-
medades cardiovasculares están presentes en 24,2 %
de los hogares. Con enfermedades psiquiátricas y
cerebrovasculares aparecen 15,9 % de viviendas; y con
enfermedades de transmisión sexual, discapacidades
genéticas y otras enfermedades, otro 15,9 %.
La primera contradicción que se deriva del alto
porcentaje de familias en las que se reporta el pade-
cimiento de algún tipo de enfermedad, tiene que ver
con la atención médica primaria. El servicio del mé-
dico de la familia no existe en la comunidad. Los
canales que utilizan los vecinos para atender sus
enfermedades, son varios. Una mayoría de los nece-
sitados acuden a los médicos de la familia de las áreas
colindantes, sobrecargando la labor de estos galenos.
Otros prefieren atenderse en los cuerpos de guardia
de los policlínicos y hospitales. Ninguno se queda sin
recibir atención médica, aunque existen personas que
por su buena salud nunca hacen uso de estos servicios.
Ello es resultado de una filosofía, un tipo humano
del personal asistencial que entiende su labor como
un servicio al que todos tienen derecho, con inde-
pendencia de su condición de legal o ilegal, incluso

164
a costa de prolongar su jornada y sobrecargar su res-
ponsabilidad. Tal actitud está asociada a las potencia-
lidades de nuestro sistema de salud, que tiene como
simiente su sentido humanista, asentado en el trato
equitativo y decente de nuestros médicos. Los mati-
ces los determinan la mayor o menor sensibilidad
humana del individuo específico que enfrenta la si-
tuación. Así, 53,7 % de las familias refieren recibir
una buena atención médica, por solo 19,9 % que la
evalúan de regular y 15,4 % se muestran insatisfechos
definiéndola como mala.
De todos modos, asistir a un médico de la fami-
lia que no les está asignado los enfrenta a una situa-
ción conflictiva y los hace experimentar su condición
de marginados. En la consulta, ellos se sitúan fren-
te a una población que reconocen en el médico a su
médico, quien les debe atender porque para eso está
allí. Perciben las protestas cuando se producen de-
moras, porque el especialista atiende a más de los
que tiene que atender. Llegan a hacerse hipersensi-
bles ante cualquier reacción del galeno, llevándose
consigo la certidumbre de que «…en la posta médi-
ca muchas veces no quieren atendernos porque es-
tamos ilegales y, cuando lo hacen, es como si
quisieran salir rápido de nosotros. Tal parece que no
somos humanos. Yo tengo cinco meses de embarazo
y todavía no he recibido una consulta prenatal y ya
perdí una barriga por hipertensión…» (notas de
campo). O a confundir un regaño con un desprecio:
«…Cuando el niño mío tenía tres meses volví a salir
embarazada. El médico me trató muy mal. Me dijo
que si yo estaba loca, que como yo iba a parir en las
condiciones en las que vivo, sin casa, estando ilegal

165
y mal alimentada. Me trató como si yo fuera una
muerta de hambre y que por eso no tenía derecho a
tener mis hijos. Aquí nosotros nos alimentamos
bien. Después, cuando ya tenía seis meses me ingre-
saron en un hogar materno para que terminara mi
embarazo bien cuidada y alimentada. A pesar de
todo, uno siente que lo tratan de modo distinto,
como de favor; uno ve que a las personas que llegan
bien vestidas, que aparentan vivir bien, las tratan
con más amabilidad, no como a nosotros, que somos
los palestinos…» (notas de campo).
El propio médico reconoce que sus posibilidades
de actuar sobre la población del «llega y pon» son muy
limitadas. El esfuerzo adicional que para él implica
asumir esa atención, lo ha llevado a priorizar el pro-
grama materno-infantil y, en lo demás, hacer lo que
pueda. En consecuencia, la atención médica que re-
cibe el habitante del asentamiento, es marginal.
El rasero para aquilatar el trato de los médicos lo
tienen en el recuerdo de algunos que se mostraron
particularmente sensibles. Perciben cómo las visitas
de terreno se hacen cada vez más escasas y recuerdan
con nostalgia que «…desde que nos atendía aquí el
médico camagüeyano…» nunca más se ha diseñado
un programa de atención médica diferenciada con
respecto al asentamiento.
Existen otras enfermedades o prácticas dañinas a
la salud que gravitan sobre el estado de miseria, agu-
dizando aun más su situación. El tabaquismo afecta
a 67,2 % de los núcleos familiares, los que se sumergen
en la nicotina cual escape de ese mundo al que no
pueden integrarse. Otras prácticas, igualmente disfun-
cionales, no gravitan con la misma intensidad en la

166
vida del barrio —según la percepción de las perso-
nas—, aunque estas sean determinantes en las vidas
de varias familias. El alcoholismo afecta únicamente
a 11,4 % de los hogares, pero con una mayor inciden-
cia sobre los núcleos encabezados por hombres con
73,9 % de consumo por solo 26,1 % en aquellas fami-
lias con mujeres como jefas, asociado al histórico
maternalismo de las damas con sus hijos y a cómo
planifican los gastos de la economía familiar en función
de estos. El consumo de bebidas igualmente se exa-
cerba en las familias con jefes de núcleos racialmente
negros, con 43,5 %, por solo 21,7 % de los hogares con
jefes blancos y 34,8 % en aquellos con jefes mestizos.
De hecho, el uso de alcohol —de fabricación casera o
comprado en los establecimientos estatales— en el
barrio es más difundido de lo percibido por las perso-
nas, constatado a través de las observaciones vivencia-
les. Llamado popularmente en el barrio también como
«bájate el blumer», sirve para acompañar las partidas
de dominó, típicas en la zona, o para amenizar las
conversaciones sobre quien tiene más dinero en el
barrio y otros temas, banales quizás ante la mirada
curiosa de los extraños, para relajar después de todo
un día de agotadora lucha y hasta para celebrar la es-
capada del día de los agentes de la policía por medio
del soborno o del escabullimiento perspicaz.
Esta realidad, que actúa sobre los «ilegales» con
punitiva fuerza, les provoca un estado depresivo
natural que lacera el desempeño social de los mismos,
aun cuando solo 17,9 % reconocen esta afección. Sin
embargo, todos tienen una gran preocupación o
paranoica obsesión respecto al futuro, tan incierto
como su presente, que les provoca una consternación

167
alienante, explícita a través de sus expresiones en tor-
no a la existencia, pues «…el barrio existe desde hace
más de diez años y en este tiempo las cosas no han
cambiado para nosotros; al contrario, han empeorado.
Por eso yo me pregunto si le importamos a alguien…».
Esta imagen de víctima —muy plausible en su contex-
to— genera una autopercepción basada en la falta de
reconocimiento de las autoridades e instituciones so-
ciales y condiciona una proyección discursiva desde la
marginalidad, ya que «…el hecho de que vivamos aquí
miles de personas desde hace más de diez años y que
nadie se preocupe por nosotros, nos hace sentir mar-
ginados, discriminados…». Así, como respuesta a esa
marginación que sienten, que les llega desde afuera, se
construyen una identidad positiva a partir de rasgos y
estereotipos que sustenten un posible reconocimiento
social por parte de las autoridades, porque «…nosotros
somos revolucionarios y muy trabajadores. Lo único
que queremos es que nos legalicen y poder vivir
como personas…» (notas de campo).

El empleo y la estructura socioclasista


en el asentamiento

El trabajo, como actividad exclusiva de los seres


humanos, deviene elemento esencial que marca la
dinámica social, pues no solo contribuye a la aportación
material de bienes necesarios, sino que brinda argu-
mentos de legitimación a la estructura social a partir
de aspectos simbólicos y representaciones ideológicas.
Que un ciudadano tenga acceso a un trabajo, implica
una fuente vital de ingreso en los hogares, lo que

168
permite la reproducción natural y cultural de la fami-
lia como primera institución social, además de ser
una forma de socialización y de desarrollo de las ca-
pacidades colectivas e individuales.
Sin embargo, la cuestión real del empleo16 en el
«llega y pon» está signada por la condición jurídica de
ilegalidad que caracteriza la vida en el mismo, creando
situaciones conflictivas que dicotomizan la existencia
del «ilegal», como un enfrentamiento entre un ente
malo que los margina (el Estado) y un ente bueno,
ellos mismos. A los empresarios de la ciudad les está
prohibido y penado incorporar a sus nóminas personas
que no tengan su residencia en la misma debidamente
legalizada. Con ello queda denegado el acceso al tra-
bajo formal para los habitantes del «llega y pon».
Esta disposición estatal que les impide realizarse
laboralmente, de forma sosegada, constituye el fun-
damento y la simiente generadores de una autoper-
cepción que define un oneroso estado de indefensión
enajenante, pues «…no nos quieren dar el cambio de
dirección, pero nos lo exigen cuando vamos a buscar
un trabajo…» (notas de campo). La cuestión se con-
vierte entonces en un hecho que asume una posi-
ción de centralidad, que matiza toda la vida del
poblador del asentamiento, pues, ya lo anunciaba José
Antonio Saco en su reconocido ensayo sobre la va-
gancia en Cuba: «…Trabaja el hombre por la utilidad
que reporta; pero si percibe que sus esfuerzos queda-
rán frustrados, o que no tendrá la debida recompensa,
16
Los criterios seguidos para definir la ocupación partieron de
considerar ocupada a toda persona mayor de diecisiete años que
desarrollara una actividad laboral en la economía formal, sec-
tores emergentes y/o actividad ilícita en el mercado negro.

169
muy pronto cae en el desmayo y el abandono…» (Saco,
1960: 42).
El fenómeno se refleja, ante todo, en la estructu-
ra y la calidad del empleo. Una primera aproximación
a la ocupación de los residentes en la localidad según
sexo, se muestra en el gráfico siguiente.

Como tal, 58,5 % del total de personas mayores


de diecisiete años residentes en el barrio, están ocupa-
das, y 41,5 % no lo están. A pesar de que en el concep-
to de ocupación que se asumió durante la investigación
se incluyó todo tipo de actividad, fuera legal o ilegal,
formal o informal, mediante la cual la persona se ga-
nara la vida, el nivel de ocupación en la localidad está
por debajo de la media del país, que es superior a 60 %
de la población económicamente activa.17 La alta tasa
de desocupación general de la población es, pues, una

17
Ver al respecto Anuario estadístico de Cuba 2002, nota 14, p. 104.

170
de las consecuencias y características que se derivan
directamente de la ilegalidad de la comunidad.
El acceso al empleo tiene una marcada diferencia
entre los sexos en la localidad. Entre las féminas 69,8 %
están sin empleo, mientras que entre los hombres este
porcentaje es solo de 13,7 %. O sea, en el barrio apenas
30,2 % de las mujeres declaran algún tipo de empleo,
proporción que está más de dieciséis puntos porcen-
tuales por debajo de la media nacional de empleo fe-
menino, que llega a ser de 46,5 % del total de la
población femenina en edad laboral. Un análisis trans-
versal del fenómeno hace más ilustrativa aún la cues-
tión de la desocupación femenina. Entre los
desocupados, las mujeres representan 83,3 %, por solo
16,7 % los hombres. En consecuencia, la comunidad
no solo se caracteriza por un bajo nivel de ocupación
de la población en general, sino también por una muy
baja tasa de incorporación femenina al trabajo. La
desocupación de la mujer es acentuadamente alta.
Esta desvinculación laboral de las mujeres está
matizada por la crianza de los hijos y la ausencia de
círculos infantiles que garanticen el cuidado y la edu-
cación de los niños mientras estas trabajan, por lo que
42,2 % son amas de casa, aunque muchas refieren que
desempeñan, desde el hogar, actividades casi econó-
micas que les permiten obtener ingresos adicionales.
La venta de coquitos, pirulís y cigarros son algunas
de las estrategias alternativas «…que no dan mucho
dinero, pero es algo que te entra y más para nosotros
que vivimos del diario…» (notas de campo).
Asimismo, en el asentamiento también funciona
lo que en el ámbito de las representaciones ideológicas
le reserva a la mujer la casa como lugar exclusivo,

171
obligada al trabajo doméstico que garantice no solo el
cuidado de los hijos, sino también la comida y la ropa
limpia del «hombre de la casa». No obstante, la miseria
neutraliza todo ejercicio del machismo, pues se hace ne-
cesario la colaboración de todos en el hogar para pro-
curar el sustento. Así, las redes primarias entretejidas
por la familia para garantizar el sustento se refamilia-
rizan, pues, a pesar de la evidente desocupación de la
mujer, esta ejerce una actividad complementaria en
el hogar de suma importancia por las características
del contexto, con la doble y no contrapuesta represen-
tación de ama de casa y vendedora, o de ama de casa
encargada de precisar las necesidades del hogar.
Entre los hombres, 86,3 % declararon algún tipo
de actividad remunerativa. Sin embargo, 13,7 % de
los varones desocupados resulta ofensivamente alto
en el contexto de una ciudad que ha declarado haber
logrado una situación de pleno empleo, menos de 2 %
de desocupación. En la diferencia de números está la
marca de las barreras que se levantan ante el ilegal
para conseguir trabajo. Es una de las expresiones más
claras de cómo las puertas de la ciudad se cierran a
los pobladores del barrio, al no reconocerlos como
residentes en la misma.
Las cifras de desempleo masculino se hacen más
dramáticas cuando se tiene en cuenta que estos casos
no han podido situarse ni en la economía estatal ni
en la formal, o han quedado fuera de estos vínculos.
En la primera situación, característica del emigrante
que trata de posesionarse en el nuevo lugar de resi-
dencia, aparecen aproximadamente 25 % de los deso-
cupados, cuyo tiempo de residencia en la localidad es
de menos de dos años. Entre los que han deshecho

172
sus vínculos y deben salvar todas las dificultades que
entraña rehacerlos en las condiciones que les han sido
reservadas, se encuentran los restantes, la inmensa
mayoría (75 %).
El proceso de incorporación a la actividad laboral
aparece también marcado por la edad, como puede
apreciarse en el gráfico siguiente.

Los mayores niveles de desocupación se concen-


tran en los grupos de edades extremos, o sea, entre
los que tienen más de 65 años y los que están compren-
didos en las edades de 17 a 22 años. Ello se corres-
ponde con dos procesos lógicos de la vida laboral: su
inicio o el momento en el que se busca empleo por
primera vez, y cuando esta concluye y la persona pasa
a retiro. El segundo momento es menos significativo
en la comunidad, ya que, por lo general, se trata de

173
un pequeño grupo de personas que llegaron acompa-
ñando a sus parientes ya jubilados. Como fue antes
visto, esta es una comunidad con una muy baja tasa
de personas de avanzada edad.
Dentro de la población en edad laboral, el grupo de
17 a 22 años es el que tiene el porcentaje más alto
de desocupados. En ello puede estar incidiendo la
conjunción de varios factores.

1. Quizá en estas personas pueda estar funcionando


un proceso de mayor selectividad y de mayores
expectativas por el empleo, formadas en torno a
los niveles de instrucción alcanzados y al hecho
de que la espera por un buen trabajo no se ve
amenazada por la presión de una familia que
mantener y el rol del jefe de núcleo, lo que no es
muy representativo, solo 31,1 % entre estos.
2. La falta de vínculos y relaciones que sufre la per-
sona que busca trabajo por primera vez en su vida.
Esta es una dificultad que se acrecienta en las
condiciones de ilegalidad de la localidad.
3. La falta de experiencia laboral de los que se in-
corporan por primera vez al mundo del trabajo,
lo que limita la competitividad de esta fuerza
laboral en cualquiera de los escenarios.
4. En este grupo de edades una proporción signifi-
cativa de los jóvenes continúa su preparación
profesional en estudios técnicos o universitarios.
En particular, en el barrio estos representan
29,3 % del total de las personas de este grupo de
edad sin ocupación. Estos estudiantes, mayores
de diecisiete años, se ubican fundamentalmente

174
en cursos de maestros emergentes, de trabajadores
sociales —o sea, en los nuevos programas relacio-
nados con la Batalla de Ideas, que les han abierto
un espacio y una oportunidad a algunos de
ellos— y en la enseñanza tecnológica. El acceso a
la universidad en la condición de ilegalidad en que
viven, es casi imposible.

La alta tasa de desempleo a esta temprana edad,


en una población marginada por su condición de
ilegales en la ciudad, es uno de los factores de ries-
gos más drásticos que se presenta ante el colectivo
humano. Ello no solo es expresión de un presente
gris, sino también apunta hacia tonalidades muchos
más oscuras en el futuro de las personas y la co-
munidad. La desocupación, el delito y la violencia
criminal andan juntos y de manos por el mundo.
Muchos estudios han aportado argumentos sobre
este nexo fatal. Así, las barreras que se levantan ante
el acceso al empleo formal de los jóvenes que arri-
ban a la edad laboral, las dificultades que encuentran
para continuar estudios por su condición de ilegales
y el aislamiento social en el que vive su comunidad,
son motivos suficientes para generar un estado de
frustración colectiva, de expectativas insatisfechas,
cuyos cauces más lógicos son la reproducción de
conductas anómicas, disfuncionales y violentas. La
reproducción de tales fenómenos a escalas que los
hagan visibles y molestos para la comunidad y el
resto de la sociedad, contribuiría a elevar los prejui-
cios respecto a la localidad y con ello el aislamiento
de la misma, con lo que se potenciarían aun más los

175
problemas. Podrían, incluso, crearse las condiciones
para que apareciera y se reprodujera la figura del
sicario, tan lejana de nuestra realidad social.
Tal reflexión no se basa en un simple deseo de
hacer ficción científica o premoniciones de adivino.
Las condiciones de empleo que tienen ante sí los
jóvenes de 17 a 22 años son muy descriptivas al res-
pecto. Si, por un lado, la tasa de los no ocupados en
este grupo de edades es de más de 60 %; por el otro,
entre los que han logrado empleo solo 32 % lo han
hecho en la economía formal. La desmesurada cifra
de 64 % se emplea de modo ilegal, o sea, dentro de
una informalidad no legalizada. Ante esta cifra no es
necesaria una gran imaginación, ni auxiliarse del
ékúele y el tablero de Ifá, para trazarse una idea de
cuál sería el derrotero que seguiría la comunidad y
sus gentes de preservarse el aislamiento en que se
encuentran.
En el grupo de edad de 23 a 30 años la desocu-
pación, aunque inferior a la del grupo anterior, sigue
siendo muy alta, pues se aproxima a 50 %. Luego
desciende significativamente en las personas de 31
a 45 años, entre las que alcanza la cota mínima, para
volver a aumentar, pero sin alcanzar los niveles que
tiene entre los jóvenes, en los grupos de 46 a 55 años
y de 56 a 65 años. Así, el alto nivel de desocupación
que caracteriza a la comunidad, se agudiza en las
mujeres y en los jóvenes.
La distinción racial, que históricamente ha mar-
cado en nuestro país una frontera social entre los
individuos, atenuada después de 1959, queda desdi-
bujada en el asentamiento respecto al empleo, como
se puede apreciar en la tabla siguiente.

176
Población ocupada y no ocupada,
según el color de la piel de las personas, en %

COLOR DE LA PIEL
OCUPACIÓN
Blanco Negro Mestizo Total
Ocupados 51,3 59,1 60,6 58,5
No ocupados 48,7 40,9 39,4 41,5
Total 100,0 100,0 100,0 100,0
Fuente: Datos de la muestra de terreno.

En la localidad el desempleo no tiene un color,


más bien la connotación de un fatalismo geográfico.
Tanto blancos, negros y mestizos se ven afectados por
una ley impasible que les prohíbe la posibilidad de
trabajar: 48,7 % de los blancos están sin empleo,
40,9 % de los negros y 39,4 % de los mestizos, lo que
denota una mayor desocupación entre los primeros.
Sin embargo, al estar la población mestiza más repre-
sentada demográficamente, las mayores cantidades de
ocupados (48,1 % del total de ocupados) y también
de desocupados (44,1 % del total de desocupados) se
ubican en este grupo racial. El hecho de que la pobla-
ción blanca tenga niveles más bajos de ocupación se
presenta como una particularidad de la comunidad.
Desde el punto de vista racial, la frontera de ex-
clusión queda desdibujada. Los negros y mestizos
están más representados en esa estructura, pues la
población es mayoritariamente de este color de piel.
Sin embargo, aun cuando los blancos no gozan de
mejores condiciones de vida que negros y mestizos y
no existe discriminación en el interior del asentamien-
to, pues todos conviven con la miseria material y es-
piritual, el barrio deviene un dilema social por ser una
especie de ghetto negro en constante transgresión,

177
como norma de supervivencia. Ello puede generar
un conflicto de carácter racial, pues como estas per-
sonas tienen que violentar lo establecido jurídica y
moralmente para poder vivir, hacen lo que esté a su
alcance, desde vender cualquier cosa en el mercado
negro hasta acudir a pequeños hurtos. De esta forma,
se pueden dimensionar los estereotipos que históri-
camente representan a los negros y mestizos, y mati-
zar una conducta desde afuera con relación al
asentamiento que esté influida por la cuestión racial,
lo que a su vez generaría una respuesta de los habi-
tantes del lugar, matizada también por la cuestión de
la raza como mecanismo de resistencia.
Aun cuando la vida de los habitantes del «llega y
pon» está signada por la marginalidad, que los exclu-
ye de la posibilidad de acceder legalmente a un tra-
bajo, un pequeño grupo de estos tiene un empleo con
el Estado; son aquellos que están en el registro de
dirección de la capital y, como tal, pueden trabajar sin
que la búsqueda de un oficio sea algo quimérico. De
hecho, el caos experimentado en los primeros años
de la crisis les facilitó a unos pocos, llegados a La
Habana, generar estrategias que le permitieran aden-
trarse en la compleja pero ventajosa estructura so-
cioeconómica de la misma. Anotarse en el registro
de dirección de un familiar asentado en la ciudad desde
antes, o en el registro de dirección de una persona
desconocida y pocas veces clemente, pues «…muchos
se aprovecharon de la situación nuestra para cobrar-
nos hasta mil pesos por inscribirnos y así tener el
censo [la libreta de abastecimientos] y un trabajo con
el que pudiéramos mantenernos…», devinieron meca-
nismos de incorporación al espacio urbano. Por tanto,

178
la correlación entre los ocupados en la economía es-
tatal y la informal constituye un momento importan-
te para caracterizar las condiciones del empleo en el
asentamiento, como se muestra en el gráfico.

En la mayoría absoluta de la población mayor de


diecisiete años con ocupación, 52 % se emplean en el
sector informal. Tal proporción es 3,5 veces mayor a
la que tiene el sector privado en el país y 13,7 más
alta que la de los trabajadores por cuenta propia en
la nación. Se trata de la respuesta lógica a las barreras
que le dificultan el acceso al empleo formal a esta
población. Es, a la vez, uno de los rasgos esenciales
que caracteriza a la comunidad: la informalidad en la
ocupación de sus pobladores.
Los trabajadores vinculados al sector estatal repre-
sentan 48 % de la población ocupada. En el año 2002,
de la fuerza laboral activa 76,6 % se ocupaban en el
sector estatal, cifra que excede en más de veintiocho
puntos porcentuales a la del barrio, con lo que se
muestra la otra cara de las consecuencias, en cuanto

179
al empleo, de la ilegalidad de sus pobladores. O sea,
el alto nivel de ocupación en la economía informal está
acompañado de un bajo acceso al empleo en el sector
estatal. Dentro de estos últimos, 34 % lo hace en la
economía estatal propiamente dicha, y 14 % en los
servicios especializados de protección: custodios, se-
renos, policías y militares.
La ocupación en estos sectores reproduce una
estructura socioclasista que permite caracterizar con
más detalles las condiciones de trabajo y de vida en el
interior del barrio. Permite, además, comprender cómo,
incluso en las condiciones que acostumbramos a defi-
nir como marginales, se configuran estructuras com-
plejas y variadas. La tabla siguiente muestra cuál es la
estructura sociolaboral de la población total del barrio.
Las cifras difieren de las anteriores por el hecho de que
el universo de análisis en este caso es la población
total del barrio y no la de más de diecisiete años.
Sexo y categoría ocupacional de la población
residente en el barrio, en %
SEXO
NO. CATEGORÍA OCUPACIONAL
Masculino Femenino Total
1 Obrero y trabajador de servicios 18,6 4,1 11,5
2 Trabajador intelectual 2,5 2,5 2,5
3 Custodios y cuerpo de protección 5,9 1,9 3,9
4 Policías y militares 4,0 0,0 2,0
5 Trabajadores por cuenta propia 3,1 0,6 1,9
6 Trabajador informal 26,7 13,0 21,8
7 Desocupados 7,1 1,6 4,4
8 Amas de casas y jubilados 0,6 44,8 22,4
9 Estudiantes 16,1 21,3 18,7
10 Otros sin ocupación 15,2 10,2 12,7
11 Total 100,0 100,0 100,0
Fuente: Datos de la muestra de terreno.

180
Los obreros y trabajadores de los servicios repre-
sentan aproximadamente 66,9 % de la fuerza laboral
activa en el país y aproximadamente 23 % de la po-
blación total; en la localidad, estos son apenas 11,5 %.
Se trata de personas que lograron colarse en la com-
pleja y privilegiada red laboral de la ciudad a través
de los contingentes de la construcción y otras vías
que ofrecieron posibilidades formales de empleo.
Como tal, el sector de la construcción es el espacio
laboral más característico de este grupo, respondien-
do a la tendencia manifiesta desde inicios de la déca-
da del noventa de una fuerte presencia de población
no habanera vinculada al mismo. Estos representan
más de 38 % de los obreros.
Otro núcleo importante, con más de 10 %, lo cons-
tituyen los trabajadores de comunales (recogedores de
basura), los que desde su trabajo contribuyen a confi-
gurar un sello característico y visible de la vida del barrio:
el de toda una industria y comercio de objetos que salen
de la basura. Zapatos rotos que pueden ser reparados,
piezas de ropas sucias pero aprovechables, las aspas de
un ventilador, trozos de metal, el casco de una lavadora
o los más inimaginables objetos, llenan el morral con
el que cada día después de la jornada laboral llegan al
barrio, para cambiarlos por dinero a los artesanos del
lugar que hacen de ellos objetos con valores de uso para
la gente del «llega y pon». También acumulan materias
primas para venderlas a las empresas del Estado, con
lo que obtienen ingresos complementarios. Por tales
motivos es una ocupación que se considera ventajosa.
Los auxiliares de limpieza, ayudantes de cocinas
en comedores obreros y pantristas en centros hospi-
talarios, constituyen aproximadamente 12 % en su

181
conjunto. Algo más de 5 % se emplean en las briga-
das epidemiológicas encargadas de controlar sobre
todo los mosquitos transmisores de enfermedades.
Además, aparecen otras ocupaciones en este grupo,
tales como obreros portuarios e industriales (8,8 %),
trabajadores agrícolas y choferes. En general, el
conjunto de ocupaciones en este grupo sociolaboral
descubre una de las características universales del
emigrante que llega de zonas menos luminosas a
otras más luminosas, la de inscribirse en aquellas
profesiones y oficios marginales que son rechazados
o poco valorados por los pobladores de las áreas
receptoras.
Los llamados «trabajadores intelectuales» consti-
tuyen 2,5 % de la población del barrio, 6 % de los
mayores de diecisiete años y 18 % del total de ocu-
pados en la economía estatal. Estas proporciones son
significativamente bajas ante 33 % que estos tienen
en la estructura ocupacional de la población laboral
activa del país. Ello, a la vez, es expresión de que en
la medida que el trabajo se hace más complejo, el
ilegal encuentra más dificultades para acceder a este.
Aunque también está condicionado por la calificación
de la fuerza de trabajo emigrante, en la que no abun-
dan los profesionales y técnicos.
Las ocupaciones más comunes en este grupo son
los maestros y profesores (25 %) y las enfermeras
(12,5 %). Incluyen, además, entre los profesionales
y técnicos a un técnico medio en economía, uno en
electromecánica y uno de la construcción. Entre los
dirigentes, se cuentan un jefe de un taller de mecáni-
ca, un jefe de un almacén del Ministerio del Interior
(MININT) y un administrador de la Oficina Nacional

182
de Administración Tributaria (ONAT); y entre los
administrativos, una secretaria y dos responsables de
almacenes. A ellos se resume la fuerza laboral ocupa-
da en la esfera técnica o de la organización de la
producción residente en la localidad.
De los obreros, 82,2 % son hombres, lo que res-
ponde a las exigencias y las representaciones sociales
en torno a las ocupaciones más adecuadas para los
sexos. Entre los trabajadores intelectuales, por el con-
trario, las mujeres tienen la misma representación que
los hombres (50 %). Ello es expresión de las po-
sibilidades reales que ofreció la Revolución a las fémi-
nas para superarse y ocupar puestos calificados, que
les permitieran romper las ataduras sociales de una
sociedad machista en la que eran un objeto decorativo
del hogar, además de ser expresión del relativo nivel de
instrucción que caracteriza al asentamiento, como caso
sui generis en el contexto latinoamericano.
Los custodios representan 3,9 %, con una sobre-
rrepresentación masculina de 76 %. Tal profesión es
muy valorada en el barrio por las prebendas que reciben
y porque el nivel de autoridad de que están investidos
les permite negociar ciertos lucros. Igual sucede con
los policías y militares, que representan 2,0 % en esa
estructura socioclasista, cuya presencia en el asenta-
miento demuestra esa dinámica social que tipifica a
nuestra sociedad después de la década del noventa, y
es un caso típico de ocupación rechazada por los habi-
tantes de la capital, que requirió movilizar fuerzas de
otras provincias. Ese hombre movilizado durante largos
períodos, sin una garantía de vivienda por parte de la
institución que lo movilizó, optó por buscar solución
personal a la lógica aspiración de unirse a su familia

183
y se asentó en el barrio ilegal, con lo que se hizo un
ilegal con la función social de velar por la observancia
de la legalidad y el orden público.
Visto así, el antagonismo matiza la vida de mu-
chos de estos trabajadores. Por un lado, se ven preci-
sados a mantener el orden en sus trabajos y en la
sociedad; por el otro, se ven igualmente precisados a
violar las normas jurídicas que los convierten en
«ilegales» y transgresores, pero que les permiten tener
donde vivir. Se desarrolla entonces un juego de legi-
timación que no hace sino sustanciar el conflicto con
la sociedad. Estas personas tienen un estatus social
difícil de definir: están integrados por medio de sus
trabajos a organizaciones de masas y políticas, pero
están marginados de ciertos beneficios sociales que
no llegan al barrio.
Sin embargo, son los policías quienes más se
encuentran en una constante disyuntiva que conflic-
tiviza sus relaciones con el barrio y con la sociedad
en su conjunto. Por unas horas se invisten de poder
y están obligados a garantizar la legalidad ciudadana,
el orden público; después, cuando representan la
identidad del poblador del asentamiento, deben, como
todos, permitir que sus compañeras vendan cualquier
baratija en el mercado negro, o ellos mismos, escabu-
lléndose de sus compatriotas, deben salir a procurar
un ingreso adicional en tan encarecida vida, o compran
al osado vendedor que llega al barrio los productos
que solo por esa vía pueden adquirir, desde alimen-
tos hasta materiales para construir las casas. Una
solución a esa contradicción existencial es hacerse el
de la vista gorda o incluso poner la cara de sus muje-
res o familiares en ese tipo de negocios turbios. Ella

184
es la que compra el medio litro de ron en la casa del que
lo vende clandestinamente, o la que se ocupa de la
compra de la medicina para el niño asmático que
«…no tiene el tarjetón, por lo que hay que comprarle
la medicina al que la vende por fuera, en contraban-
do…» (notas de campo).
Existe, entonces, para algunas personas (custo-
dios, policías y militares fundamentalmente) en el
asentamiento una especie de pluralismo jurídico que
se expresa en el acatamiento de normas emanadas del
poder jurídico de la nación y normas emanadas de un
derecho consuetudinario que posibilita contrarrestar
los efectos de la situación de ilegalidad y que cohe-
siona al grupo. De esta forma, sus experiencias coti-
dianas también están marcadas por la miseria y por
una relativa exclusión, que parecen fundir la vida del
barrio en un único molde: el de la pobreza y la mar-
ginalidad. Así, se desarrolla un ser cuya identidad
social está escindida y a la vez alienada, pues se
debate en un dilema ético, moral: lo que necesi-
to hacer como un imperativo existencial y lo que debo
hacer como un bien social.
De tal forma, es la marginalidad la que está de-
terminando su sistema de conocimientos y valores,
sus esquemas de percepción y producción simbólica,
sus modelos de comportamientos y todo el conjunto
de procesos de socialización a través de los cuales se
proyecta este grupo de personas.
La estructura ocupacional queda entonces matiza-
da por ese proceso de marginalización, que los impele
a convivir con la miseria. Así, 21,8 % de las personas
del asentamiento se encuentran ocupadas en el sector
no estatal, representando los trabajadores por cuenta

185
propia con licencia apenas 1,9 %. Trabajos de míni-
ma productividad con recursos residuales de pro-
ducción y servicios que generan exiguos o profusos
ingresos, en la esfera de la ilegalidad, constituyen la
base del empleo en el asentamiento, con 19,9 % de
presencia en dicha estructura, la misma cifra que iden-
tifica a aquellos que están vinculados al sector estatal,
lo que demuestra la segregación de los habitantes del
asentamiento. La albañilería, la carpintería, el arreglo
de planchas y ventiladores, la chapistería, la plomería,
la siembra de variados productos del agro, son algunas
de las actividades informales que se practican en la
esfera de lo que hemos llamado «productores infor-
males o ilegales», que representan 44,1 % de las acti-
vidades ilegales, en la estructura sociolaboral.
Los «vendedores informales o ilegales» representan
48,0 %, pues «…aquí la mayoría de la gente vende para
vivir, porque resolver un trabajo es imposible…» (notas
de campo). La venta de fideos, chancletas, escobas,
galletas, luz brillante, ropas recicladas, refrescos, vian-
das en el propio barrio o en un agromercado, entre
otras, constituye la amalgama de productos que cir-
culan en esa actividad denominada «lucha», expresión
que encarna todo el hastío existencial de los «ilegales»
del «llega y pon», ya que «…la lucha es la sobreviven-
cia; el que no lucha no come…» (notas de campo). La
vida constituye entonces un constante bregar contra
el hambre, la desnudez y las enfermedades que garan-
tice seguir luchando en un escenario donde se ama-
nece albañil y se puede acostar uno siendo carpintero.
Esta obligada trashumancia, esta intensa asunción
de roles o transmutación identitaria constituye en-
tonces toda la vida del poblador del asentamiento,

186
que le permite adaptarse a esas condiciones de po-
breza y marginalidad.
De esta manera, el mercado negro es el escenario
de participación económica donde se materializan las
acciones que garantizan la sobrevivencia y en torno
al cual se han generado redes de solidaridad. El con-
tacto con los proveedores de los artículos vendibles,
sobre todo para los que se inician en «la lucha», se
logra a través de los vendedores más veteranos que
conocen el dulce camino de los negocios subterráneos.
Esta cotidianidad va constituyendo en sujeto social
al habitante del asentamiento, «...cercado por los lí-
mites de su esfuerzo por la supervivencia» (Herrera,
2003: 125). Así, transgreden la legalidad para lograr
concertar acciones económicas encaminadas a la so-
brevivencia. En el mercado negro consiguen trabajo
y luego regresan a este para adquirir con las ganancias
los productos necesarios, alimentos fundamentalmen-
te: «…el mercado negro nos da la posibilidad de so-
brevivir; nosotros los del “llega y pon” dependemos
de él. El que no vende, compra en el mercado negro…»
(notas de campo). De esta forma, estamos en presen-
cia de una «economía del delito».18
Como consecuencia, sus relaciones con esa socie-
dad que los margina, los coloca en una estructura de
poder en la que pierden y ganan, pues sus vínculos con
aquellas instituciones encargadas de coactar las ilega-
lidades, suelen ser gravosos unas veces y negociables
otras. Multas que pueden llegar hasta los mil quinientos
18
Hemos tomado el término del historiador y ensayista cubano
Enrique Cirules y lo hemos resemantizado al objeto de inves-
tigación en cuestión, por adaptarse muy bien al contexto real
que define la vida de los pobladores del asentamiento.

187
pesos, decomiso de las mercancías, cortos encarcela-
mientos, el soborno —de hasta doscientos pesos— a
los agentes del orden, o la indulgencia de algún familiar,
amigo y hasta de algún exalumno, conforman las nor-
mas que median la existencia del «ilegal» en el mercado
negro, enajenante, desestabilizador, pero necesario. De
ahí que siempre «decidan salir con las de perder para
ganar» (Herrera, 2003: 118). De tal forma, el mercado
negro pierde toda connotación negativa como espacio
de ilegalidad, pues «…puesto en juego el discurso ofi-
cial normativo y los valores declarados frente a las
necesidades de supervivencias, se producen desliza-
mientos por los resquicios de la institucionalidad social
que son vivenciados como actos normales y hasta legí-
timos por amplias capas, sin distinción de ideologías y
militancias…» (D’Angelo, 2004: 98).
Todo ello conforma una autopercepción en el
imaginario colectivo, por medio de la cual se conciben
como personas marginadas o las más afectadas en la
estructura socioeconómica del país, «…porque no
tengo ni casa ni trabajo, las dos cosas más importantes
en la vida…» (notas de campo). De esta manera, la
conciencia política de los pobladores del barrio deri-
va en un escepticismo respecto de un Estado cuyas
bondades no acaban de llegar, mucho menos para los
que se han quedado en sus lugares de origen «…porque
aquello sí es pobreza. Allí no hay de dónde sacar un
peso, y la gente está muy mal. Por eso para atrás no
vuelvo…» (notas de campo). Surge así el discurso de
la diferencia que justifica la necesidad de estar aquí,
pues «…ser pobre en Cuba es vivir apartado de La
Habana…» (notas de campo).

188
Así se genera una identidad positiva que susten-
ta la solidaridad del grupo para poder enfrentar esa
situación de pobreza y potenciar la legitimación fren-
te a las instituciones encargadas de reconocerlos. Por
un lado, funciona esa imagen de víctima lacerada y,
por otro, la de sujetos revolucionarios, trabajadores,
abnegados. Se entreteje entonces una solidaridad
grupal que busca viabilizar los dos objetivos del
barrio: mantener de forma cómplice todas las estra-
tegias de supervivencias que les permiten vivir, y
mantener un orden y una disciplina que les faciliten
el reconocimiento deseado.
Para algunas mujeres jóvenes la vida se ha con-
vertido en una pesadilla casi placentera que no logran
hilvanar en el complejo tejido que constituye el asen-
tamiento. La prostitución ha devenido la fuente de
vida más fácil y también la más lucrativa. Son las
llamadas despectivamente «chupa-chupa», que se
trasladan hasta la cercana Ocho Vías para practicar el
sexo oral con cuanto camionero esté dispuesto a
pagar entre veinte y cien pesos por una «mamada».
Su imagen es muy reprobable en el barrio, sobre todo
entre las propias mujeres, porque «…por estas tipejas
nos miran igual a todas; además, lo mismo van para
las Ocho Vías a mamar que se meten con los esposos
de las que sí somos serias, y dan un mal ejemplo a
los niños…» (notas de campo). Empero, la aversión
respecto de las «chupa-chupa» es una cuestión gene-
ral porque, básicamente, afectan la imagen del barrio
y ello puede embotar la posibilidad de una actitud
constructiva de las autoridades. Por ello, las que se
dedican a este oficio, tratan de pasar inadvertidas

189
entre los pobladores del barrio y evitar los conflictos
derivados de su tan mala reputación.
Este sector no estatal también está dominado por
los hombres, pues representan 69,1 % de aquellas
personas vinculadas al mismo y 67,7 % de los traba-
jadores informales. Ello destaca no solo una mejor y
mayor integración del hombre emigrante en el espa-
cio urbano, sino que los oficios por medio de los
cuales han podido adentrarse en la estructura citadi-
na, son más afines a las cualidades físicas del hombre
y su posibilidad de realizarlos.
Como ya fue señalado, solamente 1,9 % de dicha
estructura la constituyen los trabajadores por cuenta
propia con licencias, cuyos años de residencia en la
capital —reconocidos en el registro de dirección— les
permitieron beneficiarse de esta variante emergente
de empleo, surgida como estrategia diseñada por el
Estado para superar la aguda crisis. El desempeño
gastronómico en una «paladar» y la venta en un agro-
mercado son algunos de los exiguos oficios del cuen-
tapropismo reconocidos en el asentamiento.
En general, el empleo, que es una necesidad im-
postergable, no depende del nivel educacional de los
pobladores del barrio. A diferencia de otros escenarios
de pobreza y marginalidad —sobre todo en América
Latina—, en el asentamiento las personas tienen un
relativamente elevado nivel educacional, que les per-
mitiría acceder a puestos calificados de no ser por las
restricciones impuestas como mecanismos para frenar
los flujos migratorios que tenían como destino la
capital. Así, 13,8 % de las personas en edad laboral-
mente activa poseen sexto grado; 39,7 % noveno
grado; 33,7 % duodécimo grado; 4,5 % enseñanza

190
técnica profesional; 1,3 % enseñanza universitaria y
solo 1,8 % son analfabetos. Estos últimos son perso-
nas de la tercera edad, cuya niñez, adolescencia y
juventud estuvieron privadas de la posibilidad de
estudios que formaran sus personalidades, por una
sociedad que funcionaba desde la desigualdad o con
discapacidades mentales. Esta realidad es una cuestión
sin precedentes en todo el mundo, las personas pobres
y marginales no pueden acceder de forma armónica
a los servicios educacionales que ofrece la sociedad
que los empobrece y excluye. Ante la educación bá-
sica, son marginales no marginados.
Sin embargo, este relativo elevado nivel de instruc-
ción no se traduce en una competitividad que favorez-
ca acceder a empleos en correspondencia con esos
niveles de preparación de cada una de las personas,
porque la posesión de un trabajo formal es casi apó-
crifa. Poco influye el nivel de instrucción en la posesión
de un empleo para los habitantes de asentamien-
to, debido a esa condición de marginalidad «legalizada».
Así, 78,6 % de los desocupados en el asentamiento
poseen más de noveno grado, al igual que 78,7 % de
los trabajadores informales, realidad que se mantiene
en los demás niveles de instrucción. Los desocupados,
las amas de casas y los trabajadores informales repre-
sentan 73,3 % de las personas con noveno grado, así
como 59,9 % con duodécimo grado; 55,5 % con ense-
ñanza técnico-profesional; y 50 % de los que poseen
nivel universitario. O sea, se trata de una informalidad
y una población no ocupada con un alto nivel de ins-
trucción, fenómeno que de alguna manera está en la
base de esa gran capacidad de transitar de un oficio
a otro, de aprender con facilidad técnicas que les

191
permiten sobrevivir. Ello se refleja en su autoestima y
confianza en la lucha. No están, por tanto, completa-
mente desarmados.
En la población no ocupada el núcleo fundamental
lo constituye las amas de casa con 21,5 % del total de
la población del barrio. La alta proporción de amas
de casa es el resultado de la conjugación de dos facto-
res: las dificultades de la mujer ilegal para conseguir
trabajo y la persistencia de cierta mentalidad patriarcal
que le asigna el rol principal de mantenida. Los estu-
diantes constituyen 18,7 %, cifra en franca correspon-
dencia con la de la población en edad escolar. Todos
los niños de la localidad, incluso los que requieren de
educación especial, asisten a la escuela. Los que apa-
recen categorizados como sin ocupación, incluyen a
aquella parte de la población que no tiene edad ni
para el estudio ni para el trabajo, fundamentalmente
los niños entre 0 y 5 años, que son 12,7 %. Por último,
la cifra de jubilados y pensionados es significativa-
mente baja, apenas 0,9 %, lo cual constituye una
expresión de la corta historia de la localidad y su
formación a partir de emigrantes.
En el panorama social cubano actual, uno de los
aspectos que define diferencias más marcadas relacio-
nadas con el empleo, es la ubicación de las personas
en lo que se ha dado en llamar sectores emergentes de
la economía y en los sectores no emergentes. En los
sectores emergentes trabajan personas vinculadas a la
economía del dólar, como el turismo, las corporaciones,
la red de tiendas en divisas y las firmas extranjeras;
mientras que en los otros sectores las personas desarro-
llan su actividad laboral en instituciones que operan
exclusivamente con moneda nacional. Los argumentos

192
en torno a las diferencias que generan los empleos en
unos u otros sectores sobran en gran cantidad de escri-
tos publicados o no. Esa diferencia tiene una expresión
clara en el barrio, que permite resumir el conjunto de
desventaja de esta población en su inserción laboral.
En el sector no emergente o en el informal, se ocupan
98,9 % de la población, contra solo 1,1 % que aparecen
insertados en los llamados sectores emergentes de la
economía. De estos últimos, 66,6 %, aunque conser-
vaban su casa, ya prácticamente no vivían en la locali-
dad, porque se habían logrado insertar en la ciudad
mediante matrimonios. Las cifras hablan y son conclu-
sivas por sí mismas.

La integración social desde la marginalidad

La situación de marginación en que vive la comunidad


le impone límites a la participación de los habitantes de
esta, cuya acción social se circunscribe, básicamente, al
ámbito familiar y a las relaciones monetario-mercan-
tiles que se desarrollan en el mercado negro. Así, estas
prácticas de socialización devienen modos de objeti-
vación y subjetivación de su realidad que les recalca su
otredad en un constante conflicto con un «otro», con
el que se realizan de manera contrapuesta, expresado
en: el ilegal y el legal; el oriental o palestino y el haba-
nero. Tales oposiciones van conformando una identidad
que actúa a través de una ideología de resistencia, y
busca confirmación y legitimidad en instancias oficial-
mente nominales para los ciudadanos legales.
La estructuración de sus saberes y discursos
queda, entonces, matizada por esa ansia movilizadora

193
de reconocimiento, de representación institucional de
sus necesidades materiales y espirituales que contribu-
yan a su reproducción social como sujetos, generan-
do diversas formas de asociación, cuyas expresiones
más visibles y sentidas reproducen las organizacio -
nes sociales de masas (CDR, FMC,…), a través de
las cuales pretenden integrarse y participar de esa
sociedad que los margina. Sin embargo, las formas y
contenidos de esas acciones que se desarrollan a
través de estas organizaciones, oficiosas más que
oficiales por estar reconocidos por las estructuras de
dirección de base y no por las instancias superiores,
quedan pautados por el estatus de exclusión social
en que se materializan.
Es el CDR la organización más representativa en
el «llega y pon», cuyo origen y presencia varía en corres-
pondencia con la ubicación de los conglomerados
humanos que conforman el asentamiento respecto
del área legal. Ello es un mecanismo consciente de
legitimación, que se expresa en la visibilización in-
tencional de un ansia y una práctica de participación
que anule la marginalidad en la que operan.
El surgimiento de los CDR en el «llega y pon» es
casi mitológico; ello forma parte de esa historia barrial
no escrita, pero sí interiorizada y vivenciada, como
reflujo inequívoco de la incertidumbre que moldea la
vida en la comunidad. Para algunas personas, la ini-
ciativa surgió de los propios habitantes como meca-
nismo de legitimación, de reconocimiento, de
oficialización de sus vidas ante las instancias de poder
encargadas de legalizarlos. Así, estructuran una serie
de normas de conductas que buscan conciliar con
los principios que rigen la función social de los CDR.

194
La donación de sangre, la celebración del 28 de sep-
tiembre y el día de los Niños y la cotización sistemáti-
ca, son algunas de las acciones que se desarrollan en
aras de una confirmación de legalidad por parte del
Estado, aunque «…muchas veces se pierde nuestra
cotización y ni el coordinador de los CDR sabe nada.
En ocasiones hemos tenido nosotros mismos que com-
prar las cosas para la actividad de los niños, porque se
ha perdido el dinero y, en otras, nada más nos han dado
una gaceñiga y un polvo de refresco de fresa…».
Quizá sea esta realidad la que determine la pér-
dida de todo simbolismo de los CDR en la comu-
nidad para algunas personas, que lo asumen, más
que como un mecanismo inteligente de legalización,
como un instrumento de control y manipulación por
parte del Estado: «…somos los que más donaciones
de sangre damos, participamos en las marchas de
protesta para las que nos ponen camiones, pero no
se dignan a acabar de resolvernos nuestros proble-
mas…». Ello explica, tal vez, por qué en zonas den-
tro del barrio no están constituidos los CDR, y sus
pobladores prefieren asumir la riesgosa transgresión
de las normas que los empobrecen y marginan, sin
sentir la necesidad de disfrazarse de una oficialidad
que poco les aporta en términos de condiciones
reales de vida.
De tal forma, solamente 58,5 % de los individuos
estudiados y con edad para ingresar, asumieron per-
tenecer al CDR, siendo las mujeres mayoría con
56,2 % por tan solo 44,8 % de hombres. Ello refiere,
quizá, un temor por parte de las féminas de ser obje-
to de prácticas coactivas que laceren no solo sus vidas,
sino la de sus descendientes, por lo que prefieren

195
disfrazar sus inevitables y transgresores mecanis-
mos de sobrevivencias con cierta oficialidad social a
través de los CDR. Los hombres, en cambio, han
decidido en su mayoría la riesgosa posibilidad de
actuar desde su posición social sin edulcoraciones
existenciales, lo que se expresa, incluso, en la propia
dinámica que dio origen al asentamiento y donde ellos
constituyen la avanzada.
La otra versión sobre el origen de los CDR en la
comunidad se refiere a una iniciativa desde afuera por
parte de las autoridades que más interactúan con esta,
a través del coordinador de los CDR y del delegado
del Poder Popular. Sin embargo, la convivencia du-
rante seis meses con los habitantes del asentamiento
y el conocimiento de su realidad a través de cierta
empatía lograda con los mismos, nos induce a pensar
como verídica la versión que presenta al CDR como
iniciativa desde los propios pobladores y aceptada
como mecanismo de control por parte de las instan-
cias de esta organización de masas.
Por el contrario, los niveles de sindicalización que
exhibe la comunidad son extremadamente bajos,
determinados por la marginación y la exclusión que
les impide a sus habitantes acceder legalmente a un
trabajo por el Estado. Solo aquellos que pudieron
colarse subrepticiamente en la compleja pero venta-
josa estructura de la ciudad y obtener por diferentes
vías la inscripción en el Registro de Dirección de
Ciudad de La Habana, y consecuentemente disponer
de un empleo formal por el Estado, están sindica-
lizados; representan 48 % de la población con posi-
bilidades para ello.

196
En lógica correspondencia con la dinámica del
empleo en la comunidad, es de suponer, objetivamen-
te, que son los hombres los que más representados
están en dicha organización con 79,6 % por tan solo
20,4 % las mujeres. El rol de ama de casa con el que,
básicamente, participan de la vida social a partir de
variadas circunstancias que les llegan como un onero-
so estado de participación, determina que sean las fé-
minas las que menos representadas estén en las
organizaciones sindicales.
Las organizaciones políticas, igualmente, están
poco representadas en el «llega y pon» con tan solo
2,7 % de la población con edad para ello. Son los po-
licías y militares los que en su mayoría integran las
filas del Partido Comunista de Cuba (PCC) o de la UJC
con 50 % de representación respecto de los sectores
que gravitan hacia estas organizaciones, seguidos por
los estudiantes y los trabajadores de los servicios con
16,7 % respectivamente. El resto lo representan algu-
nos profesionales y técnicos, así como algunos traba-
jadores por cuenta propia con licencias.
Todo ello le permite al poblador del asentamiento
generar un poder compensatorio frente a un poder
hegemónico que los excluye de participar sosegada-
mente. Así, la participación se dirige a la búsqueda de
un mecanismo de legitimación que fuerce un cambio
radical de las estructuras sociales que sustentan su
statu quo, y crear un estado de posibilidades reales
para acceder a los beneficios de la producción material
y espiritual de la sociedad, que garantice su reproduc-
ción cultural. Empero, ello coloca a dichos habitantes
en una disyuntiva moral, pues como miembros de

197
organizaciones políticas y de masas, deben conducir-
se por los caminos de una normalidad, moral y jurí-
dica, que les llega al barrio como reflujo inequívoco
de su exclusión. Por tanto, fuera del escenario trau-
mático que es el «llega y pon», estas personas inte-
gradas a través de estas organizaciones comparten las
normas del «buen hacer» social; sin embargo, cuando
sus vidas comienzan a desarrollarse en los límites del
asentamiento, la transgresión es la norma, a partir de
procesos psicológicos y sociales que jerarquizan las ne-
cesidades humanas como imperativos de existencia,
neutralizando el poder simbólico de las organizaciones
a través de las cuales participan socialmente. Esta
realidad determinará el contenido y la forma de la
integración y la participación social de los habitantes
de la comunidad, movidos por fuertes procesos de
marginación y empobrecimiento que impelen más a
la no integración y no participación, como ejercicio
social que permite el acceso al poder para distribuir
equitativamente los recursos y controlar la población
su propio destino, con el objetivo de mejorar sus
condiciones de vida.
De tal forma, «…la posibilidad de un ciudadano
para participar y hacerlo efectivamente, está en relación
directa con su grado de bienestar socioeconómico y
con la posibilidad de disponer de un tiempo flexible
para la política y un nivel mínimo para entender los
términos del debate político…» (Dilla, 1996: 45).
Visto así, no estaríamos corriendo el riesgo de con-
vertir al habitante del asentamiento en una persona
apolítica e incapaz de comprometerse con nuestro
proyecto, que solo le llega como marginación, y a su
vez, no estaríamos corriendo el riesgo de ponerlo en

198
manos de bandoleros y oportunistas que buscan lucrar
a costa de la Revolución y sus principios, convirtién-
dolo en una «prostituta de la guerra».19 Son estas
disyuntivas las que sobredimensionan el problema de
la integración y la participación de los habitantes del
«llega y pon», al colocar en una encrucijada a las au-
toridades encargadas de reconocerlos, para quienes
les será más fácil legalizarlos e integrarlos que com-
batirlos como disidentes. Todo ello hace de la margi-
nalidad un fenómeno impredecible desde el punto de
vista político, determinado no solo por sí misma, sino
también por la actitud que asume la sociedad que la
genera ante los propios marginales.

Raza y relaciones raciales

La cuestión de las razas y las relaciones raciales ocupa


un lugar central en el objeto de investigación, por tal
motivo no debe resultar extraño que se le dedique un
espacio distinguido en el estudio. El análisis de esta
problemática en este escenario es necesario realizarlo
en dos momentos que se presuponen: el de sus mani-
festaciones en el interior de la comunidad, en el tipo
de relaciones que se establecen dentro del barrio; y el
de sus posibles manifestaciones fuera del mismo,
respecto al resto de la ciudad.
Las relaciones raciales en la comunidad están
determinadas en gran medida por la estructura que
19
Calificativo tomado del libro Las prostitutas de la guerra.
Los mercenarios del imperialismo en África de los autores
W. Burchett y D. Roebuck (Editorial de Ciencias Sociales,
La Habana, 1983).

199
en este sentido tiene la población, la cual está mar-
cada por un amplio predominio de la población negra
y mestiza como se puede apreciar en esta tabla.
Sexo y color de la piel de la población residente
en el barrio, en %

SEXO
COLOR DE LA PIEL
Masculino Femenino Total
Blancos 17,6 15,9 16,7
Negros 31,0 31,8 31,4
Mestizos 51,4 52,3 51,9
Total 100,0 100,0 100,0
Fuente: Datos de la muestra de terreno.

Contrario a lo que sucede en el país y la Ciudad


de La Habana, en la localidad la población que se
autodefine como blanca es minoritaria. Incluso si
se compara con la de la región sur oriental, de donde
proviene la mayoría de la población, la proporción
de estos sigue siendo menor. En aquella región los
blancos son aproximadamente 30 % del total, cerca
del doble de los que residen en el barrio. Tales pro-
porciones es posible que denoten la existencia de
desigualdades raciales dentro de las desigualdades
regionales, que son las que se sitúan en la base de
los procesos migratorios, por cuyo efecto se formó
este tipo de comunidades.
La población negra y mestiza no solo es la más
numerosa, sino también en esta se concentran las
familias con mayores ingresos per cápita, contrario
a lo que sucede en el resto de la sociedad. Estas
circunstancias quizás influyan en el hecho de que en
las relaciones entre las personas en el interior de la

200
comunidad las determinaciones raciales tengan poco
o ningún significado. Ello no solo se pone de mani-
fiesto en las declaraciones de los informantes, sino
también en varios hechos.

1. El elevado número de familias interraciales.


2. La mayoría de las parejas matrimoniales de los
blancos residentes en el barrio es con personas
de otros grupos raciales. O sea, la endogamia
racial de este grupo es prácticamente inexistente,
—a diferencia de lo que sucede incluso en las
localidades más humildes, donde las relaciones
intrarraciales son muy intensas—, por lo que la
tendencia más acusada es a ser asimilados por el
mestizaje del barrio.
3. La situación de precariedad general y la proce-
dencia de la mayoría de los residentes de una
misma región crean mecanismos de solidaridad
que se sobreponen a las diferencias raciales en el
interior de la comunidad.
4. El hecho de que todos sean tratados con un mismo
prejuicio y etiquetamiento como «palestinos», le
resta significación a las diferencias raciales, identi-
ficándolos con independencia del color de la piel.
5. El proyecto de resistencia común y la sólida iden-
tidad barrial sobre el que se sostiene la comuni-
dad, influye también en la baja significación de
las diferencias raciales.

De este modo, en el interior de la comunidad


se reproduce un tipo de relaciones raciales en las
que ser blanco ha sido despojado de todos sus va-
lores históricamente conformados. Por el contrario,

201
el grupo de los negros y mestizos, más numerosos
y mejor situados en las estrategias de sobrevivencia,
tiende a asimilar a los otros. Este proceso, sin em-
bargo, tiene sus riesgos. Es de prever que a media-
no plazo casi la totalidad de la población sea negra
o mestiza, lo cual generaría las condiciones para que
en la medida que el prejuicio sobre el oriental se
amortigüe por la mayor proporción de nacidos en
el barrio entre los residentes, este se desplace hacia
el prejuicio hacia los negros. Ello crearía una pre-
misa que, al unirse con el aislamiento social a que
es sometida la localidad, puede dar lugar a la con-
figuración de una especie de ghetto negro en nues-
tras condiciones.

202
Capítulo V
Matrimonio, familia
e ingresos familiares

El matrimonio y la sexualidad

El matrimonio es un nudo básico en cualquier sistema


social. Él no solo une a dos personas con el propósito
de lograr la reproducción y satisfacer sus deseos sexua-
les, sino también genera verdaderas redes de grupos
familiares y de parentesco que funcionan como conglo-
merados solidarios. En torno a este se desarrolla una
gran cantidad de pautas culturales que marcan la conduc-
ta sexual de una época y una sociedad específicas.
Quizás por estas razones, en todas las sociedades estata-
les, ese impulso, ese deseo omnipresente que incorpora
al individuo a todo un movimiento por la vida, que se
realiza con y a través del otro, ha sido intervenido por
el poder al hacerlo objeto del derecho, para devolverlo
en forma de normas o costumbres enfiladas a regular y
controlar la conducta sexual como parte del ordena-
miento general de la vida social. No es de extrañar
entonces que en muchas de las tradiciones populares
más antiguas se le atribuya la invención del matrimonio,
como acto jurídico, a un legislador determinado: a
Menes entre los egipcios, a Fahi entre los chinos o a
Cécrapo entre los griegos (Giraud-Teulon, 1914). No
obstante, su existencia como institución pautada por
normas reguladoras se pierde en el tiempo. Todo
antropólogo que ha incursionado en pueblos carentes

203
de derecho escrito, se ha visto ante un conjunto de
normas, fórmulas sociales, rituales y costumbres que
legitiman el matrimonio a la vista de la comunidad.
En todo contexto, la unión marital se produce bajo
el influjo de las normas de la moral dominante, que se
expresa en las representaciones de lo adecuado y lo
inadecuado en las relaciones de pareja. Dicho influjo
también lo ejercen las percepciones estéticas que en-
filan el deseo hacia un tipo humano específico, expre-
sión de determinados ideales de lo bello que, a su vez,
contribuye a estimular la creación de un conjunto de
artificios —que entran y se asientan en la cultura ar-
tística de los pueblos—, tendientes a resaltar e imitar
ese modelo de belleza. Está, además, fuertemente
simbolizado, a la vez que marca y define relaciones
sociales específicas que conducen a que, en determi-
nadas sociedades, se prescriba con quién o dentro de
qué grupo de personas un individuo puede contraer
matrimonio. En consecuencia, el matrimonio como
institución desborda el acto jurídico de su reconoci-
miento legal, cuestión a la que muchos estudios sobre
el problema le asignan un lugar central, a pesar de que
esta no es la única vía de sancionarlo y reconocerlo.
La comunidad, el medio social en el que se desarro-
lla la pareja y los propios sujetos involucrados en la
relación marital, generan representaciones mediante
las cuales se legitima, reconoce y autorreconoce a la
pareja como tal. Para el estudio emprendido en la loca-
lidad, se consideró que existía una unión matrimonial
siempre que se verificara la unión libre y voluntaria de
dos personas que desarrollaban vida en común y se
autorreconocieran como miembros de una pareja, distin-
guiéndose dos situaciones diferentes: los matrimonios

204
legales, ya sea por la iglesia o por lo civil, y las uniones
consensuales, como se muestra en la tabla.
Características del matrimonio en la localidad
y su comparación con los promedios nacionales
y los de una barriada popular de Ciudad de La Habana
MATRIMONIOS UNIONES
LOCALIDAD LEGALES (%) CONSENSUALES (%) TOTAL

Alturas del Mirador 20,9 79,1 100

Barrio Chino 67,4 32,6 100

Cuba (1995)
20
74,8 25,2 100
Fuente: Datos de la muestra en Alturas del Mirador; María Elena Benítez:
La familia cubana en la segunda mitad del siglo XX, Editorial de Ciencias Sociales,
La Habana, 2003, cuadro 7, p. 81; y base de datos de un estudio de 230
parejas realizado en el Barrio Chino de La Habana en 1995.

El predominio de la consensualidad es absolu-


to. Sobrepasa en más de cincuenta puntos porcen-
tuales la media de la nación, y en cuarenta y cinco
puntos la que se reporta en una localidad popular
como la del Barrio Chino de La Habana. En la base
de este comportamiento se sitúan un conjunto de
circunstancias, entre las que es posible señalar las
siguientes.

20
Los datos sobre Cuba que aporta la autora María Elena Bení-
tez reflejan el porcentaje de uniones consensuales que se le-
galizaron mediante matrimonio. Por esa razón, no son
comparables en sentido estricto con los de la muestra, pero
brindan una idea aproximada perfectamente utilizable. De
modo alternativo, se utilizan los datos de una muestra en el
Barrio Chino de La Habana con instrumentos de terreno y
criterios metodológicos semejantes. La combinación de ambas
fuentes aporta fiabilidad a las conclusiones.

205
1. La condición misma de ilegalidad y marginación
en la que vive este grupo humano. Ser residente
ilegal de la ciudad crea una barrera para la lega-
lización de las uniones matrimoniales. En senti-
do estricto, las personas carecen de una especie
de ciudadanía de la urbe, de la que quedan ex-
cluidos por efecto de la ley de migraciones inter-
nas, que, si no les impide, al menos les dificulta
el proceso de legalización de los matrimonios.
Asimismo, saberse y asumirse como ilegales,
vivir como tales en todos o en una inmensa ma-
yoría de los actos de su vida, los condiciona como
individuos que deslegitiman, en la libertad del
amor, la ley que los excluye y los margina. En ese
incremento de la autonomía del erotismo —en el
que cada individuo proyecta su deseo en el otro
y en el reconocimiento del deseo sentido por
aquel—, en esa comunidad del placer experimen-
tado por el sujeto con y a través del placer del
otro, sin la preocupación por la ley o la norma
cultural que lo inhiba, hay mucho de no reconoci-
miento, de disenso social y de revelarse ante las
circunstancias que los oprimen, al manifestarse
como, al decir de Alain Touraine (1999: 69), «…un
llamamiento del individuo a sí mismo, a su libre
creación, a su placer, a su felicidad…», por encima
del pauperismo de su cotidianidad.
2. La configuración del grupo humano a partir de
emigrantes de las regiones orientales, muchos
de ellos de zonas suburbanas y rurales. En las
zonas rurales, la unión consensual siempre fue
más característica que en las urbanas. Los datos
que aporta María Elena Benítez (2003: 81), así lo

206
demuestran. En todos los períodos que esta au-
tora analiza, las uniones consensuales son mucho
más numerosas en las zonas rurales que en las
urbanas. La idea del rapto o de llevarse a la novia
está muy vinculada a la tradición campesina. Así
está representada en la plástica: a caballo, con
sombrero y guayabera, con lo que se fija el entor-
no campesino, los personajes masculinos de ese
excelente cuadro de Carlos Enríquez protagonizan
El rapto de las mulatas, magnífica imagen de todo
un imaginario que pervive en el campo cubano.
De este modo, el origen rural o suburbano de esta
población arrastra consigo ciertas premisas de
carácter cultural que condicionan y posibilitan que
prácticas como las de la consensualidad se inscri-
ban y acomoden en la comunidad.
3. Muy vinculada con la condición de emigrantes
aparece otra circunstancia que se sitúa en la base
de la alta proporción de uniones consensuales: el
predomino en la población de personas en edades
reproductivas. La inmensa mayoría de los miem-
bros de la comunidad aparecen como competido-
res sexuales en un mundo en el que las miserias
de la vida se sobrellevan mejor en compañía. Ante
las tensiones de la lucha por la subsistencia, la
falta de perspectivas y proyectos de futuro a largo
plazo, tener una compañera o un compañero con
quien compartir los sinsabores y en quien disfru-
tar los placeres que la vitalidad les propicia, es
toda una fortuna. Ello, por tanto, también se va
reflejar en el tipo de familia que predomina en el
barrio y en un cierto imaginario que sitúa la
sexualidad en un lugar privilegiado.

207
4. Esto, además, refleja, quizás de un modo incre-
mentado por las circunstancias anteriores, cierta
tendencia general que registra el matrimonio en
la sociedad cubana actual.

En resumen, el predominio de la consensualidad


encuentra su lógica en las propias condiciones del
barrio: en su ilegalidad, en la exclusión de sus perso-
nas, y en las pautas culturales que se ven en la nece-
sidad de recrear; pero sobre todo, en el impacto de la
migración. Algo más de 50 % de las parejas existentes
tienen más tiempo de constituidas como tales que el
que llevan viviendo en la localidad, lo que indica que
llegaron ya formadas al lugar, arrastrando consigo
algunas de las características ya descritas.
Marcado por el número de parejas que llegaron ya
formadas, pero expresado también en el porcentaje
significativo de las uniones que se configuraron en la
localidad, el matrimonio deja ver la reproducción de
cierta forma de endogamia en el barrio, que es ante todo
de tipo regional, como se puede apreciar al analizar el
lugar de nacimiento de los cónyuges en interacción.
Lugar de nacimiento y sexo de los cónyuges residentes
en la localidad
LUGAR LUGAR DE NACIMIENTO DEL CÓNYUGE FEMENINO
DE NACIMIENTO (EN %)
TOTAL
DEL CÓNYUGE Ciudad de Centro-
Occidente La
MASCULINO (EN %) Habana Camagüey Oriente
Occidente 0,0 0,7 0,0 2,7 3,4
Ciudad 0,0 2,0 0,0 10,1 12,2
de La Habana
Centro-Camagüey 0,0 0,7 1,4 3,4 5,4
Oriente 1,4 4,1 2,0 71,6 79,1
Total 1,4 7,4 3,4 87,8 100,0
Fuente: Datos de la muestra de terreno.

208
La característica de comunidad de emigrantes que
se encierra en sí misma y se reproduce como un sis-
tema completamente aislado del resto de la ciudad,
producto de la exclusión que se deriva de su ilega-
lidad y de la carga de estereotipos peyorativos que los
marginan, se pone en evidencia cuando se analiza el
lugar de nacimiento de los cónyuges comprometidos
en el sistema de intercambios matrimoniales. Apenas
21 % de los hombres y 12,2 % de las mujeres no son
orientales; el resto de las personas comprometidas en
uniones maritales provienen de aquellas provincias.
Los hombres que proceden de las provincias de
Pinar del Río, La Habana, Matanzas y del municipio
especial de Isla de la Juventud, agrupados en la cate-
goría «Occidente», en su inmensa mayoría (3,4 %)
—que representa 80 % en relación con el total de
hombres de esta región—, tienen mujeres que vienen
de las provincias orientales; el resto (20 %) está ca-
sado con mujeres de Ciudad de La Habana. Los com-
pañeros de las mujeres provenientes de esta misma
región (1,4 %) son todos orientales.
Los nativos de la capital (12,2 % de los hombres
y 7,4 % de las mujeres casadas del barrio) dejan ver
que es más común que un varón de la capital se
involucre con una hembra del barrio, que un hombre
oriental con residencia en la localidad contraiga
nupcias con una capitalina. La proporción de parejas
en las que el sexo masculino nacido en la ciudad
tiene por pareja a una oriental del barrio, es 2,4
veces más alta que su situación inversa (mujer de la
ciudad con hombre oriental del barrio). Consecuente-
mente, en la escasa competencia sexual que vincula
a la comunidad con la ciudad, los varones del barrio

209
aparecen con una franca desventaja, resultado del
etiquetamiento que les limita las posibilidades como
competidor cuando intenta salir de su medio.
En general, este comportamiento diferente de los
sexos en el intercambio matrimonial con personas de
otras regiones, refleja en alguna medida las condiciones
de desventaja social y estigmatización de la comu-
nidad, así como muchas de las situaciones anterior-
mente descritas. La propuesta de un oriental del
«llega y pon» a una mujer de la ciudad resulta descen-
dente. Por esta razón muchas de estas parejas son de
segunda o más nupcias y se formaron cuando la mu-
jer habanera vivía ya en el «llega y pon». El hombre
de la ciudad está en franca ventaja. Aun en su condi-
ción más empobrecida, puede brindarle a la mujer
oriental del «llega y pon» su estatus de ciudadano
legal. Por ello, no es raro que, aun cuando permanez-
can en el lugar, sea más común el matrimonio del
hombre de la ciudad con las mujeres del «llega y pon».
Lógicamente, esta es la explicación de la tendencia
más general del problema. Existen otras mediaciones
que en dicha tendencia no se tienen en cuenta.
Lo más característico es la existencia de parejas
matrimoniales conformadas por hombres y mujeres
nacidos en las provincias orientales (71,6 %), o sea,
la existencia de una cierta endogamia territorial que
se reproduce en la localidad. Las desventajas con que
se enfrenta el residente de estas barriadas al partici-
par en la competencia sexual fuera de estas, lo fuer-
za en cierto sentido a convertir dicha comunidad en
un nicho cerrado de intercambios sexuales. La otra
opción, que constituye una práctica bastante usual,

210
es la de ir a las provincias de origen a procurarse
parejas que luego traen consigo. De este modo, el
aislamiento, la exclusión que se deriva de su ilegali-
zación, deviene un factor que impulsa los procesos
migratorios hacia la ciudad. La situación de exclusión
es también exclusión de la competencia sexual que
se reproduce en la ciudad, por lo que el/la emigrante
vuelve a su tierra de origen, donde se puede presentar
con la imagen de éxito, a procurar mujeres u hombres
que luego convierte en emigrantes también.
En resumen, es posible afirmar que esta endoga-
mia que se proyecta sobre la localidad contribuye a
modelar su fisonomía de comunidad que, al cerrár-
sele las puertas, se encierra en sí misma. Las parejas
matrimoniales que viven en el «llega y pon», llegan
constituidas ya al barrio como emigrantes, o se for-
man dentro del barrio, o entre individuos de barrios
semejantes, pero pocas veces se logra el preciado
galardón de un matrimonio con personas que tienen
la residencia en la ciudad y un hogar que les permita
salir de su situación. Es menos común aún el matri-
monio que traiga su pareja de la ciudad al barrio. La
agudeza de los prejuicios contra el emigrante —que
se hace palpable en los significados peyorativos que
adopta el término «palestinos» con el que se le deno-
mina— contribuye a reforzar este aislamiento.
Tales procesos adquieren mayor visibilidad y
significación ante el predominio de una población en
edades reproductivas que lo sitúa en el centro mismo
de las expectativas y aspiraciones de los competidores
sexuales. La edad de los cónyuges asentados en el
barrio confirma la aseveración.

211
Grupo de edades y sexos de los cónyuges
residentes en la localidad
GRUPO DE EDAD DE LOS CÓNYUGES
RESIDENTES EN LA LOCALIDAD (EN
%)
SEXO DEL
CÓNYUGE
De 15 De 23 De 31 De 41 De 56 Más de
a 22 a 30 a 40 a 55 a 65 65 Total
años años años años años años
Masculino 2,7 23,0 45,9 23,0 4,1 1,4 100,0
Femenino 13,5 27,7 41,9 13,5 1,4 2,0 100,0
Fuente: Datos de la muestra de terreno.

Más de 70 % de las personas en ambos sexos


unidas maritalmente tienen menos de 40 años, mien-
tras que las parejas mayores de 55 años constituyen
apenas 5,5 % de los hombres y 3,4 % de las mujeres.
Estas mismas proporciones llegan a ser en cualquier
barriada entre tres o cuatro veces más altas o más
bajas. Así, por ejemplo, las parejas mayores de 55
años en el Barrio Chino de La Habana son algo más
de 19 % del total registradas, y las menores de 40
años llegan a 56 %. Se verifica, por tanto, la existen-
cia de un sistema de intercambio matrimonial que,
en esencia, compromete a personas en edades repro-
ductivas. Ello le impone un particular dinamismo a
dicho intercambio en la localidad y con ello a los
significados que giran a su alrededor.
Tienen parejas constituidas en el grupo de edad
de 15 a 22 años apenas unas 24 personas, 4 hombres
y 20 mujeres. Entre los primeros, 75 % están casados
o ajuntados con mujeres de su propio grupo de edad,
mientras que el restante 25 % lo está con mujeres del
grupo de edad inmediato, de 23 a 30 años. Las mu-
jeres, por su parte, muestran un mayor diapasón de
alternativas. Así, 15 % de sus cónyuges son personas

212
de su propio grupo etáreo, proporción muy inferior
a la de los varones; 45 % clasifican en el grupo com-
prendido entre 23 y 30 años; 35 % entre 31 y 40 años,
e incluso existe 5 % que tienen por parejas a hombres
cuya edad fluctúa entre los 41 y los 55 años.
Los datos en su conjunto develan una tendencia,
más acusada entre las mujeres, a constituirse en pa-
reja a edades tempranas. De este modo, las barreras
que imponen la ilegalidad y la marginación a la incor-
poración al trabajo, a la continuación de estudios
superiores y a otras formas de realización social, abre,
a la vez, inmensos portones a la sexualidad y el ma-
trimonio temprano de la mujer que, en su rol tradi-
cional de mantenida, hace de su frescura juvenil un
recurso de sobrevivencia. En consecuencia, no resul-
ta ilógico que junto a la tendencia anterior, aparezca
otra que sitúa a la mayoría absoluta de los compañe-
ros de estas muchachas en grupos de edades más
avanzados que los de ellas, que los definen como
hombres ya hechos en el sentido de seres proveedores.
En el conjunto de las parejas de las muchachas entre
15 y 22 años, predominan los varones que las sobre-
pasan en más de 15 años de edad. El papel de provee-
dor también se explica, en cierto sentido, porque los
varones prolongan más la edad para el matrimonio.
Todo lo anterior no contradice sino, por el contrario,
se conjuga con cierta tradición de fondo patriarcal que
reconoce la conveniencia de que, en la pareja, la edad
del hombre sea algo mayor.
Otro factor que puede estar influyendo en el com-
portamiento descrito, es el hecho de que, como térmi-
no medio, las muchachas en el barrio comienzan su
vida sexual a edades más tempranas que los varones,

213
fenómeno que se produce generalmente de forma ex-
tramatrimonial. En ello puede influir que las muchachas
en su desarrollo físico se hagan mucho más visibles
como atracción sexual a edades más tempranas.
El rol tradicional de mujer mantenida y hombre
proveedor tiene un fuerte arraigo en las condiciones
del intercambio sexual en la localidad. Una simple
mirada a los datos relativos a la ocupación de los
cónyuges, descubre esa característica del modo de
vida en el barrio. Más de 74 % de las mujeres que
forman matrimonios lo hacen desde la posición de
amas de casas; 10,8 % como trabajadoras informales
y solo 10,8 % aparecen ocupadas en la economía es-
tatal como obreras (5,4 %), trabajadoras intelectuales
(2,0 %) o custodios (3,4 %).
El nivel de ocupación más alto aparece entre las
esposas de los policías y los custodios (29,2 %), se-
guido por las compañeras de los trabajadores por
cuenta propia e informales (23,5 %). Sin embargo,
en este grupo, más de 75 % se ocupan como trabaja-
doras informales, acompañando a sus maridos en el
«rebusque» de cada día, mientras que entre los primeros
predominan los empleos formales. Dichos contrastes
expresan dos estrategias y dos posibilidades diferen-
tes de posicionamiento, condicionadas por el tipo de
vínculo que en cada grupo se desarrolla. Los trabaja-
dores ilegales e informales desarrollan vínculos ile-
gales e informales; policías y custodios en su posición
de poder están en condiciones de desarrollar más
vínculos formales.
De las obreras, 75 % tienen compañeros del mis-
mo grupo sociolaboral, mientras que las otras (25 %)
están unidas a trabajadores informales. Los obreros

214
con mujeres ocupadas alcanzan 19 %, mientras que
ninguna de las esposas de los pocos trabajadores
intelectuales que residen en la localidad trabaja.
En resumen, la posición predominante y más
característica de la mujer dentro del matrimonio en
la localidad es como mantenida, lo que contribuye a
acentuar la relación de poder y dominación del varón
y el patriarcalismo en la vida familiar.
La belleza y la frescura juveniles —valores que se
ponen en juego en el intercambio sexual—, como re-
cursos de la sobrevivencia, se insinúan con más claridad
cuando se comparan unos grupos de edades con otros.
En la medida que aumenta la edad, aumenta con ello
el número de parejas constituidas dentro de un mismo
grupo etáreo. Si en las muchachas entre 15 y 22 años
este porcentaje es de apenas 15 %, en las de edades
entre 23 y 30 años aumenta a 31,7 %; en las que tienen
entre 31 y 40 años se eleva a 58,1 %, para alcanzar
65 % en las que tienen entre 41 y 55 años. Asimismo,
en las parejas de las mujeres menores de 30 años,
existe un predominio absoluto de hombres de mayor
edad que la de ellas, mientras en las parejas de las
mujeres mayores de 30 años empieza a aparecer una
proporción cada vez mayor de varones menores que
ellas. En el grupo de mujeres entre 41 y 55 años el
número de esposos más jóvenes es más alto que el de
cónyuges cuya edad supera a la de sus mujeres (20 %
de maridos más jóvenes, contra 15 % más viejos que
ellas). En los hombres de los grupos de edades de 31
a 40 y de 41 a 55 años, el predominio de esposas más
jóvenes que ellos es absoluto.
Lo anterior viene a demostrar que la formación
de parejas asimétricas desde el punto de vista de la

215
edad de los cónyuges no se reproduce en una sola
dirección: hombre adulto con mujer joven. En la di-
rección opuesta, mujer adulta con hombre joven,
también se forman con alguna frecuencia. Mujeres ya
maduras, que han logrado cierto posicionamiento que
las sitúa dentro de la miseria generalizada en un es-
tatus ventajoso, encuentran compañía y desahogo en
los jóvenes mancebos.
En estas relaciones de jóvenes recién iniciados en
la vida sexual con mujeres experimentadas, en ocasiones
se llegan a confundir una amalgama de sentimientos,
significados instrumentales y jerarquía de valores que
las convierte en una experiencia tormentosa. En una
ocasión, durante el trabajo de terreno, llegamos a una
casa todavía sin terminar, pero ya habitable, con el
objetivo de entrevistar a su propietario. La decoración
interior, la escasez de muebles, el piso de tierra sin
apisonar por el cotidiano andar sobre él, entre otras
cuestiones, denotaban que la casa había sido muy poco
habitada. El que nos recibió, a quien pretendíamos
entrevistar, era un joven de diecinueve años, oriundo
de las provincias orientales. La entrevista, sin embargo,
no se pudo realizar, a pesar de lograrse el diálogo. Cual-
quier tema que se intentaba introducir, derivaba hacia
una única cuestión, el conflicto amoroso que sufría,
haciendo imposible su realización. Ante estas circuns-
tancias, guardamos el cuestionario y nos entregamos a
escuchar sus cuitas de amor. A simple vista, era apre-
ciable el sufrimiento y los sentimientos complejos y
contradictorios que lo embargaban cuando relataba:

—Esta es mi casa, pero ahora estoy solo. Hasta hace


poco yo tenía mi mujer y vivía en su casa, por eso

216
aquí no hay nada. Todo o casi todo está allá: el
equipo de música, el televisor. Todo está allá, pero
no por mucho tiempo porque no le voy a dejar ni
una silla donde sentarse. Esa mujer no tiene sen-
timientos. Aquí todos los vecinos te pueden decir
«lo elegante» [buena persona] que yo siempre fui
con ella. Te pueden dar fe de todo el sacrificio que
yo he hecho por ella, para que después me venga
a pagar así. Ella tiene un hijo de cuatro años que
es retrasado mental «de cajón» [o sea, no hay dudas
de su retraso] y otro de dieciséis años. A ese niño
retrasado mental cuando tenía dos años me lo eché
a cuestas yo solito, sin nadie que me diera una
mano. Los dos años que ella estuvo presa, él estu-
vo bajo mi custodia y cuidado y nunca le faltó de
nada. Yo me ocupaba de todo, de cuidarlo, bañarlo,
darle la comida. Muchas veces tuve que dejarlo con
un vecino para poder salir a luchar la vida y la jaba
que nunca le faltó [a ella] en ninguna visita, porque
yo se la llevaba. O sea, que fui elegante y diáfano
con ella; ella lo sabe (…). Ella es mayor que yo.
Tiene treinta y ocho años, pero se mantiene muy
bien. Fíjate si se mantiene, que tiene a un alemán
loquito por ella. El tipo viene dos o tres veces al
año a verla y le deja [dinero] para que viva. Con lo
que el «yuma» [extranjero] dejaba y algo más que
se luchaba, vivíamos bien y podíamos vacilar sin
mucha apretadera. Es verdad que nosotros vaci-
lábamos juntos la plata que el «pepe» [extranjero]
dejaba, pero eso no era lo principal; lo mío es
sentimiento de verdad. ¿Por qué tú crees que una
persona pudo haber estado firme, atendiendo su
chamaco retrasado mientras ella estuvo presa?

217
Eso nada más se hace por sentimientos. Nunca
le faltó nada, ni le faltó a ella una jaba. ¿Y con
qué me paga? Tratando de engañarme. Pegán-
dome los tarros con otro tipo (…).
—Y cuando estaba con el «pepe», ¿eso a ti no
te molestaba?
—Son dos cosas distintas. El «yuma» viene cada
cierto tiempo y yo andaba con ellos y todo. Ante
él, era su primo. Ella estaba con él porque era la
gente que le resolvía su vida, sus problemas, y
yo lo veía así, pero en realidad yo era el tipo de
ella. Pero si anda con otro cubano, que lo único
que le puede dar es lo que yo le doy, entonces
es distinto.

La figura de las relaciones con el extranjero,


conocida popularmente como «jineterismo», estra-
tegia marginal bastante visibilizada durante la crisis,
aunque poco frecuente en la localidad por su estado
de pauperismo, surge así del diálogo, para dejar ver
algunos de los dilemas que este tipo de relaciones
impone a los que en esta participan. El pobre aman-
te que se involucra en esos triángulos amorosos, en
una especie de derecho de pernada medieval, acepta
como natural su subordinación al poder de acceso
al bien que tiene el extranjero. Como compensación
obtiene el acceso a cosas que para otros en el medio
se tornan lejanas. Ante sí mismo, y ante el ambien-
te marginal, configura un sistema de valores de au-
tojustificación y sentido de orgullo que lo caracteriza
como una especie de gigolo a medias y caricatura de
proxeneta, que lo apuesta todo a su potencialidad

218
y vínculos de solidaridad y agradecimientos creados.
Todo lo cual se derrumba cuando aparece una figu-
ra de su propio talante, lo cual dejaba ver el propio
informante cuando continuaba diciendo:

—Yo llevo como tres días aquí solo, pensando y


pensando. Y por más que pienso, creo que lo
único que se merece es que la arrastren. Pienso
y miro esta casa que la levanté con mis manos, y
lo que me viene a la mente es venderla y con ese
dinero comprar una pistola y salirla a buscar y
meterle cuatro tiros para dejarla «postrá» en una
silla para toda la vida, y así aprenda lo que cues-
ta reírse de un hombre que se sacrificó por ella
(…). Ella me lo niega y me lo quiere ocultar. ¿Por
qué tú crees que no lo quiere reconocer? ¿Para
hacerse la decente? Pero yo no soy bobo y sé en
lo que anda. A mí me lo han dicho, que la han
visto de mano con el tipo, apretándose. Yo mismo
el otro día la vi saliendo de la casa de él, de lo más
melosa, con besitos de despedida y todo. Pero
cuando yo la preciso y la presiono para que me
confiese la verdad, me dice que no hay nada, que
es solo una amistad. Yo ya hablé con el hermano,
que sabe lo que yo me he sacrificado por ella, y
se lo dije, que si la cogía en algo la iba a reventar.
Creo que él la cogió aparte y le metió par de gaz-
natones, para que no se metiera en problemas
con los hombres. Después de eso me escribió una
carta que creo que en estos días la he leído más
de mil veces. Yo solo aquí la leo y la vuelvo a leer,

219
y hay cosas en ellas que no acabo de entender.
Mira, ¿qué tú crees que me quiso decir?

La carta —que tuvimos la oportunidad de leer por


la insistencia de nuestro interlocutor y que bien hu-
biera sido un excelente testimonio de relaciones
disfuncionales— era una clara declaración de ruptura
y una propuesta a conservar la amistad. Con una letra,
ortografía y redacción aceptables, su autora se refería
a ilusiones perdidas, incomprensiones, faltas de de-
talles, sexo mecanizado y en ocasiones forzado e
impuesto sin tener en cuenta su propio deseo, y vio-
lencia física sufrida; en fin, toda una lista de hechos
perdonados durante el desenfreno de la pasión y
luego sacados del tiempo para juntarlos en el instan-
te preciso de la justificación del acto y la proyección
de la culpa hacia el otro. A pesar de su claridad, él se
resistía a entenderla. De entrevistador pasamos a
consejero familiar, a hacer el papel de psicólogo.

—Esto es una clara ruptura. ¿Qué edad tú tienes,


muchacho? Tus diecinueve años son un tesoro.
¿Cuántas cosas, incluso buenas, tú puedes llegar
a hacer todavía? ¿Cómo vas a estar pensando en
matar a alguien por eso? Acepta que se acabó. Ya
vendrán otras mujeres, pero, si la matas, vas a
pasar los mejores años de tu vida cuidándote el
culo en la cárcel, porque allí no va a faltar quien
te lo quiera coger. Y cuando salgas, si sales con
él sano, vas a tener que seguir cuidándote de sus
parientes, además del peso en la conciencia de
haber matado a una persona. Eso no tiene senti-
do. ¿Tú no tienes familiares aquí?

220
—No, tengo a la vieja en Oriente.
—Pues pásate unos días con ella por allá hasta
que se te pase ese estado en que estás, porque te
vas a desgraciar.
(Notas de campo.)

Una semana después lo volvimos a encontrar. No


tenía el ceño fruncido, ni la mirada perdida, ni el
rostro contraído. Sonreía. De lejos nos saludamos y
cuando le pregunté: «¿Y tu problema qué?», me gritó
levantando la mano: «Sin lío, puro, sin lío.» O sea, el
problema se había solucionado.
Las condiciones de vida no solo influyen en la
formación de las parejas, sino también en su estabi-
lidad. Un análisis comparativo, como se aprecia en la
tabla siguiente, muestra que la unión matrimonial se
disuelve con mucha más facilidad que en las condi-
ciones medias del país y que en las parejas constitui-
das predominan las personas con más de una
experiencia marital anterior.
Sexo y orden de nupcias de los cónyuges residentes
en la localidad, el Barrio Chino de La Habana
y el promedio del país, en %
SEXO ORDEN DE NUPCIAS
SIN
LOCALIDAD DE LOS Tercera INFORMACIÓN TOTAL
Primera Segunda
CÓNYUGES y más
Alturas Hombres 28,4 34,5 33,1 4,1 100,0
del Mirador Mujeres 27,7 45,3 23,6 3,4 100,0
Hombres 61,3 32,6 6,9 0,9 100,0
Barrio Chino
Mujeres 57,4 37,0 4,8 0,9 100,0
Hombres 68,1 25,8 6,1 0,0 100,0
Cuba (1998)
Mujeres 69,3 26,1 4,6 0,0 100,0
Fuente: Elaborada por los autores a partir de los datos de la muestra en la
localidad y el Barrio Chino de La Habana, y los aportados por María Elena
Benítez: ob. cit., p. 84.

221
Mientras que en localidades urbanas y en el país
aproximadamente 60 % de hombres y mujeres que
constituyen pareja lo hacen por primera vez, en la
localidad sucede a la inversa, pues más de 65 % han
tenido alguna experiencia matrimonial anterior. So-
bresale, además, el alto porcentaje de los que han
hecho pareja tres o más veces. Este llega a ser unas
cinco veces más alto que en las muestras que se uti-
lizan para comparar.
Al correlacionar esta información con la edad de
los cónyuges, se descubre cómo a medida que aumen-
ta la edad, aumenta el número de los que han con-
traído más de un matrimonio y la cantidad de estos.
No obstante, en el grupo de edad comprendido entre
los 15 y los 22 años, 50 % de los varones y 55 % de
las muchachas tienen ya más de una experiencia
matrimonial. Estas proporciones se elevan a 58,8 %
de los varones y 63,4 % de las mujeres en el grupo de
edad de 23 a 30 años, y a 85 % y 75 % respectivamen-
te en el de 31 a 40. En este último grupo de edad la
proporción más alta la tienen los hombres, con tres
o más nupcias.
Tales características están muy vinculadas al
tiempo de duración de las uniones matrimoniales. La
mayoría de las parejas estudiadas (50,1 %) poseen
menos de cinco años de constituidas; 34,4 % tienen
entre seis y quince años de antigüedad; 10,9 % entre
dieciséis y veinticinco años, y solo 4,1 % más de
veinticinco años. En las parejas que llevan de vida en
común de uno a tres años, 85 % de los hombres y
82,5 % de las mujeres ya habían experimentado uno
o más fracasos amorosos anteriores, mientras que en

222
las que tienen más de quince años de antigüedad,
estos porcentajes se reducen a cerca de 30 %.
Tanto la edad como el tiempo de duración del
matrimonio dejan ver que la falta de perspectiva, lo
provisional de la vida, la inseguridad ante el futuro
que rodea la vida de estas gentes, se expresan hasta
en las esferas más íntimas de su vida. El deseo y el
amor hacia el otro, en quien realiza su propio deseo,
están tan marcados por ese sentido de «llega y pon»
—que es también en cierto sentido de «sale y qui-
ta»— como cualquier otro aspecto de su vida.

El matrimonio y la raza

El intercambio sexual entre individuos de diferentes


filiaciones raciales es una de las variables más signi-
ficativas para describir el estado de estas relaciones
en una comunidad específica. Cuando las barreras de
la sexualidad entre grupos raciales se rompen y los
matrimonios interraciales son mirados como un he-
cho normal de la vida, la racialidad está en franco
proceso de pérdida de muchos de los significados que
la caracteriza. Se trata de que la vida sexual es uno de
los reductos en los que se conserva con más fuerza
los límites entre grupos. De aquí la importancia de
dedicarle un acápite especial a este aspecto.
Una primera aproximación a la cuestión en la
localidad exige examinar cómo los diferentes grupos
raciales participan en el intercambio sexual a través
del matrimonio, de lo cual se brinda un testimonio
en la siguiente tabla.

223
Sexo y color de la piel de los cónyuges
residentes en la localidad

COLOR DE LA PIEL COLOR DE LA PIEL CÓNYUGE FEMENINO (EN %)


DEL CÓNYUGE MASCULINO Blancas Negras Mestizas Total
Blancos 4,7 3,4 8,8 18,9
Negros 3,4 21,6 14,9 39,9
Mestizos 8,1 9,5 25,7 43,2
Total 16,2 34,5 49,3 100,0
Fuente: Datos de la muestra de terreno.

El predominio de la población negra y mestiza


en la localidad se refleja en la presencia de esta en el
intercambio sexual. Más de 83 % de los hombres y
mujeres constituidos en parejas son de estos grupos
raciales. Los blancos representan apenas 16,2 % las
mujeres y 18,9 % los hombres. Entre ellos, la pre-
servación de la endogamia racial tiene un nivel muy
bajo. Apenas 4,7 % de los matrimonios residentes
en la localidad están formados por hombres y muje-
res blancas, proporción que es 2,4 veces inferior a la
que tienen los individuos de esta filiación involucra-
dos en relaciones de pareja con otros de apariencia
racial diferente. Este es un caso inédito y único en
Cuba, que quizás esté denotando que, en las condi-
ciones de existencia de la localidad, la blancura de la
piel ha perdido muchos de sus significados tradicio-
nales. La forma histórica de configuración del ser
blanco —asociado al dominante y detentor de los
poderes— encuentra su expresión en la preservación
de la endogamia racial, contrario a lo que sucede en
la localidad, con una tendencia a la intrarracialidad
matrimonial y familiar.
Tal tendencia se comprueba incluso en las locali-
dades en las que históricamente se han asentado las

224
llamadas clases bajas, entre las que el mestizaje siem-
pre ha sido más acentuado. Los intensos procesos de
mezcla racial no llegan a borrar ni en términos cuan-
titativos ni simbólicos la propensión de los blancos a
conservar su blancura, ni el blanqueamiento de otros
grupos, lo que condiciona la persistencia de una en-
dogamia racial. A lo largo de los censos de la Repú-
blica, la proporción de negros en la población cubana
ha girado en torno a 12 % de la población, porcenta-
je muy inferior al que tienen los blancos en esta lo-
calidad. Sin embargo, no existe ni ha existido nunca
una tendencia a su desaparición como grupo, produc-
to de procesos de mixigenación. Ambas tendencias,
la del mestizaje y la de preservar la endogamia, sub-
sisten como dos propensiones contrapuestas pero que
no llegan a borrarse completamente. En la localidad
objeto de estudio, por el contrario, el pequeño núme-
ro de blancos que contraen matrimonios entre sí,
tiende a desaparecer, con lo que el mestizaje anula la
endogamia grupal. Entre los negros y mestizos, por
el contrario, se hace mucho más acentuada. Es posi-
ble que en la base del comportamiento atípico del
fenómeno en el barrio, esté influyendo un conjunto
de circunstancias.

1. Los blancos constituyen un grupo minoritario


que comparte las condiciones de marginalidad y
pobreza del barrio. Como miembros de una co-
munidad que es excluida, se ven en la imposibi-
lidad de usufructuar las ventajas del color. De este
modo, los otros no son los que comparten con
ellos las zozobras de la vida en condiciones de
ilegalidad, con independencia del color de la piel

225
que tengan. Los otros son los que están afuera,
los legales que los miran con desconfianza desde
su posición privilegiada. En estas condiciones, la
identidad por el color es aplacada, subsumida,
acallada por la identidad del grupo en el que se
estructura el proyecto de autodefensa.
2. Las condiciones de pobreza y la estereotipación
desde afuera los igualan a todos y los identifican
mutuamente, porque «…la pobreza no sabe de
colores y todos participamos por igual de las
tensiones de vivir cada día…» (notas de campo).
Todos sufren en la misma medida las consecuen-
cias de la etiqueta de ser «palestinos».
3. Al ser los blancos un grupo favorecido por los
moldes de la cultura occidental y los estereoti-
pos sociales predominantes —que se mueven en
torno a las evaluaciones positivas y los sitúan
como paradigmas de belleza—, no es raro que
sobre este se proyecte con particular acento el
deseo y las aspiraciones sexuales de los otros.
Compartir el cuadro de desventajas completa las
condiciones para que se incorpore con más inten-
sidad a la interracialidad.

Estos procesos, de mantenerse las condiciones de


aislamiento de la comunidad, apuntan a la total desa-
parición de los blancos que en esta residen al mix-
turarse cada vez más con la población negra y
mestiza.
Contrario a lo que sucede con los blancos, entre
los negros y mestizos las proporciones de uniones
intrarraciales son mayores que las interraciales. Estos
constituyen la mayoría de la población en la comunidad,

226
lo que los hace dominantes no solo en cuanto a la
preservación de su grupo, sino también en la asimi-
lación de otros a través del intercambio sexual. Tal
circunstancia viene a demostrar que cuando al color
de la piel se le despoja del poder simbólico que lo
acompaña y grupos diferentes entran en interacción
en condiciones de igualdad, se produce una tendencia
natural de afirmación de los más numerosos.
En sentido general, 52 % de los matrimonios son
intrarraciales y 48 % interraciales. La escasa distancia
entre ambos tipos de uniones matrimoniales deja ver
que en el interior de la comunidad las fronteras ra-
ciales son muy difusas, prácticamente inexistentes.
Muchas de las significaciones que acompañan el color
de la piel y especifican el grupo, han sido acalladas
por las condiciones de existencia en el barrio.
Ante los matrimonios legales la relación anterior
se invierte: 51 % es interracial y 48 % está formado por
personas de un mismo color de la piel. Por tanto, la
consensualidad se hace mayor en las uniones matrimo-
niales que se forman dentro de un mismo grupo racial.
Esto insinúa que el color es un valor que se negocia o
entra en el rejuego de intercambios que se canalizan
alrededor del matrimonio, lo que denota la persistencia
de sutiles y agonizantes referencias raciales.
Un análisis más al detalle de los diferentes tipos
de uniones matrimoniales refuerza la idea anterior.
El porcentaje más alto de matrimonios legales se
reporta entre los blancos (42,9 %) del total de matri-
monios entre blancos. El más bajo lo tienen los mes-
tizos (7,8 %), lo que significa que entre ellos 92 %
de los matrimonios son uniones consensuales. En
las parejas mixtas formadas por blancos y negros las

227
uniones legales alcanzan 40 %, mientras que en las
formadas por hombres negros y mujeres mestizas este
desciende a 13,6 %, elevándose a 21,4 % en las consti-
tuidas por hombre mestizo y mujer negra. En los
matrimonios de hombre blanco con mujer mestiza,
se legalizan 28,6 %, y en los de hombre mestizo con
mujer blanca desciende a 18,2 %.
Si el conjunto de las cifras anteriores se organizan
en una especie de determinante matemático de cuatro
columnas, será fácil observar que cuando el color más
estigmatizado e históricamente subordinado coincide
con el sexo femenino, también subordinado (hombre
blanco-mujer mestiza y hombre mestizo-mujer ne-
gra), las proporciones de uniones matrimoniales
legalizadas aumentan, mientras que cuando en el sexo
femenino se localizan los colores a los que los este-
reotipos sociales dominantes le otorgan ventajas,
estas proporciones disminuyen. ¿Es ello expresión de
una mayor presión de las mujeres que sufren la doble
subordinación, la del sexo y el color, por compensar
estas desventajas mediante el matrimonio legal? Ello
descubre un pequeño reducto en el cual permanecen
ocultas las significaciones raciales, a pesar de la esca-
sa importancia que las mismas adquieren en el inte-
rior de la comunidad.

Las estructuras familiares

La significación del matrimonio está muy vinculada


al hecho de que este determina la formación de nue-
vas familias. Marca el momento de separación de la

228
familia de orientación y la familia de procreación,
imponiendo una dinámica al proceso de gestación
de las estructuras familiares como grupos básicos de
la configuración y la reproducción de la comunidad
territorial.
El grupo familiar refleja muchas de las condicio-
nes que se han venido describiendo. Este se ve atra-
pado en las circunstancias de su vida, entorno e
historia particular que reproduce de forma activa. El
empleo, el ingreso, las condiciones de la vivienda, la
posición socioclasista de sus miembros, la apropia-
ción del medio específico en el que están inscritos
son, entre otros, aspectos que dejan su impronta en
la familia haciendo de cada grupo familiar un caso
único y escasamente repetible en su totalidad. No
obstante, las mismas condiciones generan cierto
posicionamiento de estas que las hace comparables
entre sí. En particular, muchas de estas cuestiones se
van a ver expresadas en las estructuras familiares,
tema al que se le dedica un espacio.
El examen de las estructuras familiares se hace
posible desde diferentes ángulos y variables. Todo
estudio sociodemográfico presta particular atención
al tamaño del núcleo familiar, como se puede apreciar
en el cuadro siguiente.
Tamaño de los núcleos familiares existentes
en la localidad

TAMAÑO DE LAS FAMILIAS (EN %)


Total De 1 De 2 De 3 De 4 De 5
persona personas personas personas y más personas
100,0 9,5 24,4 29,9 23,4 13,0

229
La mayor proporción de núcleos familiares se
concentra en los formados por tres personas y, en
segundo lugar, los que tienen dos. Ambos, en su
conjunto, alcanzan 54,3 %, la mayoría absoluta. Si se
adiciona el porcentaje de los que están formados por
cuatro individuos, la cifra se eleva a 77,7 %. En con-
traposición, los hogares numerosos de cinco y más
miembros constituyen apenas 13 %. Se deduce, por
tanto, que se está en presencia de una comunidad
formada esencialmente por grupos familiares poco
numerosos, de dos a tres personas, reflejo de su ca-
rácter joven y del movimiento migratorio que deter-
minó su configuración.
El carácter de comunidad de reciente constitución
se expresa con particular claridad en las características
de los hogares unipersonales. La inmensa mayoría de
estos (63,1 %), contrario a lo que sucede en cualquier
otra comunidad con mayor tiempo de constitución,
están formados por personas menores de cuarenta años,
y solo una ínfima proporción (5,3 %) tiene más de
sesenta y cinco años. De este modo, la figura del ancia-
no que por los avatares de la vida se ha quedado solo,
frecuente en esta población, aparece sustituida en la
localidad por la del emigrante vital llegado para cambiar
su vida y su fortuna, actuando de hecho como un factor
de estímulo al crecimiento de la comunidad.
El tamaño del núcleo familiar encuentra cierta
correspondencia con la estructura que adopta el gru-
po, en función de las relaciones de parentesco que se
reproducen en su seno, o sea, con el tipo básico de
familia existente. En ello es posible descubrir diferen-
cias sustanciales de la comunidad con otras legaliza-
das, como se muestra en la tabla.

230
Comparación de las estructuras familiares
de la localidad ilegal con las de otras áreas legales
y los promedios de Ciudad de La Habana y la nación
ESTRUCTURAS FAMILIARES (EN %)
LOCALIDAD Otras
Unipersonales Nucleares Extendidas Total
estructuras
Alturas
9,5 68,7 20,4 1,5 100,0
del Mirador
Barrio Chino 16,1 45,0 33,3 5,6 100,0
Carraguao 11,1 52,6 32,1 4,3 100,0
Ciudad
10,9 41,7 40,5 6,9 100,0
de La Habana
Cuba 10,6 50,9 31,5 7,0 100,0
Fuente: Datos de la muestra en Alturas del Mirador, el Barrio Chino de La
Habana (1995) y Carraguao (1993), y María E. Benítez: ob. cit.

Una de las características estructurales más relevan-


tes en el asentamiento ilegal es el alto porcentaje de
familias nucleares. Estas sobrepasan en más de dieci-
siete puntos porcentuales a la media del país. Por ser
un lugar de llegar y poner, sin prohibiciones adminis-
trativas ni limitaciones de espacios —al menos duran-
te el proceso inicial de ocupación de la tierra, que fue
primero de nadie en la aprehensión del ocupante y
después sencillamente apropiada—, lo más usual ha
sido que, al constituirse o llegar una nueva familia, se
construyera una nueva casa, contribuyendo a la nu-
clearización familiar que exhibe la comunidad. De este
modo, la libertad para amar que denotaba el matrimo-
nio, se complementa con la libertad para construir, en
la que la aspiración que resume la frase popular de «el
que se casa, casa quiere», encontró plenitud de condi-
ciones para realizarse.
Sin embargo, en la medida que el proceso de ocupa-
ción del suelo se fue completando con el crecimiento

231
de la población, este se fue haciendo un bien esca-
so. La apropiación por unos que se identificaban como
dueños, empezó a limitar la ocupación por otros. Ello,
por un lado, lo convirtió en un bien intercambiable,
vendible, dando lugar a la formación de un comercio
del espacio y la vivienda que, aun en las condiciones de
escasez del bien, condiciona cierta flexibilidad de acce-
so al mismo y consecuentemente contribuye a preser-
var la tendencia a la nuclearización.
Este mercado no está carente de contradicciones,
pues, ante todo, es un mercado de bienes virtua-
les. Tanto el que compra como el que vende lo hace con
la conciencia clara de que se está ante una cosa cuya
propiedad no es legítima. El acto se realiza de palabra,
sin que medie documento o garantía legal alguna. Se
mueve por la pura fuerza de la necesidad, que impul-
sa a asumir los riesgos de comprar a otro lo que no es
de él, con lo que se adquiere el derecho provisional a
su usufructo más que el bien en sí mismo, porque se
compra sabiendo que en «…cualquier momento pue-
den venir y sacarnos de aquí…» (notas de campo).
Por otro lado, la escasez del bien y su mercanti-
lización imponen sus propias leyes de acceso al mis-
mo. De las familias extendidas existentes en la
comunidad, 43,6 % están ubicadas entre las que re-
ciben ingresos per cápita más bajos, hasta 124 pesos.
Ello hace pensar que, en alguna medida, el proceso
de extensión familiar en las condiciones concretas de
la localidad está condicionado por los límites de acceso
al espacio por su agotamiento y al mercado de este
por la falta de recursos financieros.
La proporción de familias extendidas es relativa-
mente baja (20,4 %), aproximadamente dos veces

232
inferior a la media en la Ciudad de La Habana. No
obstante, se reproducen formas de extensión familiar
que podríamos llamar territorial, no siempre posible
de registrarse desde el concepto que sitúa al grupo
corresidencial como centro para definir el tipo de fami-
lia. En determinadas áreas, se localizan grupos de
viviendas de personas emparentadas entre sí. Incluso
algunos de estos grupos llegan a compartir un baño
o excusado común para todos. Las personas residentes
en estos funcionan como redes solidarias, llegando
incluso a intercambiarse roles. Los hijos de unos se
quedan al cuidado de otros mientras los padres salen a
la lucha; de una casa puede salir en cualquier momento
un plato de comida humeante, que entra en otra en la
que alguna persona más desprotegida y vulnerable,
llámese niño, anciano o enfermo, hace uso de él; en la
muerte y en la enfermedad todos cierran filas, comple-
mentándose y apoyándose; ante los conflictos con
un miembro, el grupo reacciona de modo corporativo.
El conocimiento de las características estructura-
les de la familia no se agota con el de los tipos básicos
analizados. Es necesario analizar las variantes estruc-
turales que estas adoptan. De este modo, las familias
nucleares localizadas en la localidad se definen en 58,3 %
como completas21 y 41,7 % como incompletas.
21
Para este estudio se definió una familia nuclear completa como
aquella en la que es posible verificar la existencia, aun por
sustitución, de las relaciones esposo-esposa, padre-hijo y madre-
hijo. La incompleta es aquella en la que falta al menos una
de estas relaciones. La idea de completa e incompleta no con-
tiene ningún fondo peyorativo; refleja simplemente la no corres-
pondencia con un modelo preestablecido y su utilización tiene por
fin aproximarse desde el tipo estructural a la dinámica que
manifiestan los grupos corresidenciales.

233
Dentro de las familias completas, 53,7 % no
denotan haber sufrido algún tipo de reconstitución;
o sea, están formadas por la pareja matrimonial y los
hijos de ambos. El 46,3 % restante —proporción
relativamente alta que denota la dinámica del matri-
monio ya descrita— corresponde a familias recons-
tituidas en las que el rol del padre o la madre es
sustituido por el del padrastro o la madrastra. Entre
estas últimas, la figura del padrastro es 5,8 veces más
frecuente que la de la madrastra. En otras palabras,
en 82,9 % de las familias reconstituidas conviven los
hijos de la mujer con su anterior pareja, contra solo
14,3 % en los que aparecen los hijos de uniones
anteriores del hombre. Este es un comportamiento
muy característico de la cultura familiar cubana que
se comprueba en cualquier otra situación, lo que
viene a sugerir, entre otras cuestiones, que los már-
genes y las marginaciones se producen dentro de una
sociedad y una cultura específicas, manteniendo línea
de contacto e identificación con esa sociedad y esa
cultura.
De las familias nucleares incompletas, 60,3 %
corresponden a matrimonios sin hijos que ocupan
una vivienda. Esta resulta una proporción exagerada-
mente alta, al comparársele con las condiciones me-
dias de cualquier comunidad local. En muestras
semejantes22 en el Barrio Chino de La Habana y en
22
Al respecto puede consultarse a Pablo Rodríguez Ruiz: «Raza y
estructuras familiares en el escenario residencial popular de
Ciudad de La Habana», material mecanografiado, en edición por
el Centro de Investigación y Desarrollo de la Cultura Cubana
Juan Marinello.

234
Carraguao, una localidad obrera del municipio de Cerro,
las proporciones de este tipo de agregado familiar
eran de 26,9 % y 26,2 % respectivamente. Se com-
prende, por tanto, que aquí llega a ser dos veces más
frecuente.
La alta proporción de matrimonios sin hijos re-
fleja y expresa las condiciones de una comunidad
de reciente constitución, a partir de emigrantes que
ocupan un espacio virgen. En muchas ocasiones, el
emigrante que vive la aventura de moverse buscando
ventura, deja atrás a los hijos al cuidado de algún
familiar, para que no sufran los riesgos de su movi-
miento. Una vez establecido, los trae consigo. Es
posible que las cifras estén reflejando, en alguna
medida, tales comportamientos y prácticas observa-
dos en el terreno.
La proporción de madres solteras que residen
solas con sus hijos (27,6 %), es más baja que en otras
comunidades deprimidas, en las que llegan a alcan-
zar la mitad de las familias nucleares incompletas.
Ello nos enfrenta a una especie de resultado inver-
tido de la exclusión y la discriminación a las que se
ve sometido el habitante del «llega y pon». El de-
terioro de la imagen social del oriental asentado
ilegalmente, que le impone barreras y lo limita casi
hasta la exclusión de la competencia sexual que se
reproduce en la ciudad, condiciona que este limite
su espacio de competitividad al de situaciones muy
próximas a las suyas, al «llega y pon». En estas
circunstancias de limitación de posibilidades de
opciones, se atenúan las desventajas de las mujeres
solas con hijos para contraer nuevas nupcias. Así,

235
la exclusión de unos desde afuera aumenta las po-
sibilidades de otros adentro, dando lugar a una si-
tuación completamente atípica para un barrio
marginal: la baja frecuencia de madres solteras con
hijos. Lo anterior nos sugiere una tesis acerca del
monoparentalismo: cuando una comunidad se
encuentra inmersa en una situación de pobreza,
marginalidad y sometida a fuertes procesos de es-
tereotipación con contenidos peyorativos acerca de
los sujetos que la conforman, con ausencia de acti-
vidades alternativas que los atraigan, como fuerza
de trabajo barata, se produce entonces una endoga-
mia barrial que incide en la baja frecuencia del
monoparentalismo como estructura familiar. Por
tanto, no es posible considerar el monoparentalismo
como una constante universal de situaciones de
pobreza y marginalidad.
Resulta significativo, además, la alta proporción
de hermanos que conviven juntos (6,9 %). Se trata de
personas, unidas por nexos filiales, que salen juntas
a compartir los imponderables de la emigración. El
resto de las formas que adopta la familia incom-
pleta, no llega en su conjunto a alcanzar este por-
centaje.
En las familias extendidas predominan las que
se extienden por la presencia de algún pariente de
la mujer. Este es un rasgo característico de la exten-
sión familiar en nuestro país, que denota el poder
que ejercen las féminas en el hogar. Desde las res-
ponsabilidades que asumen en la vida familiar, se
apropian de un dominio de ese ámbito que se va a
reflejar en el modo particular de extensión de los

236
grupos corresidenciales. Se trata, por tanto, de una
forma de poder construida desde roles, generalmen-
te concebidos como de subordinación.
Las características estructurales de las familias
anteriormente explicadas encuentran cierta corres-
pondencia lógica con aquellas en las que están pre-
sentes los cónyuges de los jefes de núcleos y con el
universo de parientes que en estas conviven. En
este último aspecto, resalta el hecho de que 84,4 %
de las personas que comparten un mismo techo,
están emparentadas por tipos de relaciones que se
inscriben como nucleares. De estas, 31,8 % son
cónyuges de los jefes de núcleos; 45,1 % son hijos;
6,4 % hijastros y 2,1 % hermanos. Otros vínculos
de parentesco tienen una proporción relativamente
baja. Los nietos, con 6,2 %, son los de mayor pro-
porción. Nueras, yernos y cuñados constituyen 2,3 %
del universo total de parientes. Padres y madres de
los jefes de núcleos son apenas 1,1 %, y los sobrinos
1,6 %. El hecho de que los sobrinos tengan una
mayor presencia que padres y madres, refleja la
combinación de dos circunstancias: la significación
que tienen los vínculos avunculares en nuestra rea-
lidad y el privilegio que se le concede a la edad ante
el acto migratorio.
El segundo aspecto, relacionado con la presencia
del cónyuge del jefe de núcleo —como se puede apre-
ciar en la tabla siguiente en la que se correlaciona su
presencia o no en cada tipo de familia con los grupos
de edades de la población corresidencial—, denota
que son muy poco frecuentes las familias gobernadas
por personas solteras.

237
Presencia o no del cónyuge del jefe del núcleo
según el tipo de familia y los grupos de edades
de la población residente
TIPO ESTRUCTURAL DE LOS AGREGADOS FAMILIARES (EN %)
GRUPOS DE
Con el cónyuge Sin el cónyuge
EDADES DE LA
del jefe de la familia del jefe de la familia
POBLACIÓN Total
RESIDENTE Sub Sub
Nuclear Extensa Otras Nuclear Extensa Otras
total total
De 0 a 14 62,5 12,5 3,0 78,0 7,7 13,1 1,2 22,0 100,0
De 15 a 30 57,4 13,2 3,5 74,1 10,2 13,7 2,0 25,9 100,0
De 31 a 65 69,0 11,8 2,0 82,9 6,5 10,2 0,4 17,1 100,0
Más de 65 28,6 14,3 0,0 42,9 0,0 57,1 0,0 57,1 100,0
Total 63,0 12,5 2,8 78,3 7,9 12,6 1,1 21,7 100,0
Fuente: Datos de la muestra de terreno.

La mayoría absoluta de la población del barrio


(78,3 %) convive en agregados familiares cuyos jefes
de núcleos tienen cónyuges. De ellos, 63 % viven en
familias nucleares; 12,5 % en extendidas y 2,8 % en
otras estructuras familiares. En contraposición, solo
21,7 % de la población residen en familias cuyos jefes
no tienen esposos o esposas. Entre estas últimas, el
mayor porcentaje (12,6 %) se concentra en familias
extendidas. Esta estructura de distribución de la po-
blación por tipos de familias es muy semejante en casi
todos los grupos de edades. De este modo, los niños
y adolescentes hasta 14 años, en su inmensa mayoría,
se forman en familias en las que las figu-
ras masculinas y femeninas están presentes. De estas,
62,5 % son nucleares; 12,5 % extendidas y 3 % corres-
ponden a otras estructuras. La población infantil que
vive en familias sin la presencia del cónyuge del jefe
del grupo familiar, constituye 22 %, concentrándose la
mayoría (13,1 %) en familias extendidas en las que

238
muchos de los roles de la figura del varón o la hembra
se sustituyen por otros parientes. En consecuencia, las
estructuras familiares no denotan una seria desventa-
ja para la formación de la niñez en las condiciones de
la localidad.
El porcentaje más alto de la población mayor de
65 años (71,4 %) se concentra en familias extendidas
y en particular en familias extendidas cuyo jefe de
núcleo no tiene cónyuge (57,1 %). Ello denota que la
mayoría de los ancianos de la localidad viven al am-
paro del resto de los familiares.
En sentido general, la ausencia del cónyuge del
jefe de núcleo es más frecuente en las familias exten-
didas que en las nucleares. Por cada persona que re-
side en una familia nuclear cuyo jefe no tiene
cónyuge, existen ocho que lo hacen en grupos fami-
liares del mismo tipo, pero en los que sus cabezas de
familia están casados o unidos consensualmente. En
las familias extendidas, esta misma relación es de 0,99
por cada 1, o sea, que por cada uno que viven en una
familia gobernada por una persona soltera, hay otro
viviendo en otra cuyo jefe está casado. La despropor-
ción, por tanto, se hace evidente.
Todo lo anterior viene a demostrar que la mono-
parentalidad es muy poco frecuente en la localidad.
Ello entra en franca contradicción con la creencia
generalizada que la considera un rasgo, casi una
constante cultural, de las poblaciones en situación de
pobreza y marginalidad. Así, la realidad de los datos
de Alturas del Mirador viene a demostrar que esa
constante puede ser tan variable como cualquier otro
rasgo de la cultura y que, en sociedad, las conclusiones
sacadas en un contexto no pueden ser extrapoladas,

239
acrítica y mecánicamente, a otros, sin pasarlos por la
contrastación con las realidades.

Los jefes de núcleos familiares.


Algunas características sociodemográficas

Existe una serie de indicadores relacionados con los


jefes de núcleos que aportan argumentos a la carac-
terización socioestructural de la familia. Entre ellos
se cuentan el sexo y la edad, que en el barrio presen-
ta las características siguientes.

La mayoría absoluta de los jefes de núcleos se


concentra en las edades entre 31 y 55 años (68,7 %).
En los grupos de edades extremos el porcentaje se
reduce a 6 % en el de 15 a 22 años, y a 6,5 % en los
mayores de 55 años. En general, se observa que en
la medida que aumenta la edad, aumenta la propor-
ción de jefes de núcleos, decayendo bruscamente

240
en el grupo de más avanzada edad, lo cual pone en
evidencia una característica consustancial a esta
población de emigrantes a la que ya se ha hecho
referencia: el predominio de personas en etapa re-
productiva. Resalta, además, el predominio de los
jefes de núcleos femeninos en el grupo de edad de
15 a 22 años, lo que induce a realizar un análisis
de la estructura por sexos de los diferentes grupos de
edades.
Sexo y grupos de edades de los jefes de núcleos
residentes en la localidad
GRUPOS DE EDADES SEXO DE LOS JEFES DE NÚCLEOS (%)
DE LOS JEFES DE NÚCLEOS Masculino Femenino Total
De 15 a 22 años 25,0 75,0 100,0
De 23 a 30 años 65,8 34,2 100,0
De 31 a 55 años 58,7 41,3 100,0
Más de 55 años 69,2 30,8 100,0
Total 58,7 41,3 100,0
Fuente: Datos de la muestra de terreno.

Observamos que 58,7 % de los hogares tienen


por jefe a un hombre, y 41,3 % a una mujer. Aunque
la mayoría de las cabezas de familias son varones, la
proporción de mujeres que ostentan esta condición
es alta para un contexto cultural que enfatiza los
valores patriarcales y un tipo de relaciones entre los
sexos en la familia que las sitúa esencialmente como
mantenidas. Tales actitudes, sin embargo, se enfren-
tan a la ilegalidad en la que viven los residentes del
barrio, ante la cual muchas familias hacen aparecer a
las mujeres como jefes de núcleos porque «…los
inspectores y la policía siempre son más condescen-
dientes con las mujeres…» (notas de campo).

241
Se comprende, por tanto, que tal actitud forma
parte del conjunto de estrategias de resistencia que
han venido elaborando, estrategias que persisten en
una franca tensión y oposición al sistema de valores
machistas prevalecientes. Esta cuestión se pone de ma-
nifiesto en el hecho de que el grupo de edades que
tiene una proporción mayor de mujeres al frente de los
hogares es el de 15 a 22 años, y el menor el de mayores
de 55. Además, es posible que tales proporciones estén
evidenciando cómo, ante las circunstancias de ilegali-
dad, el tipo de mentalidad se modula con la edad.
En muchos contextos la jefatura femenina del
núcleo familiar está vinculada al marido ausente. Sin
embargo, la relativa baja proporción de familias sin
la presencia del cónyuge del jefe del núcleo (33 %
incluyendo a los hogares unipersonales y 23,3 % des-
contando estos), hace pensar en la atenuación de este
factor en la comunidad. El gráfico anterior permite
una aproximación al problema.

242
Conforme a la tendencia universal y el tipo de
mentalidad patriarcal dominante, 62,7 % de los jefes
de núcleos que tienen cónyuges son hombres y 32,8 %
son mujeres. La proporción de señoras con esposos
que ostentan la jefatura del hogar, a pesar de ser in-
ferior a la de los varones, es relativamente alta. Detrás
de esta cifra se esconde una gran cantidad de núcleos
familiares que, sobreponiéndose al patriarcalismo,
reconocen la jefatura de la mujer para enfrentar la
ilegalidad.
Entre los jefes de núcleos sin cónyuges, como
es lógico suponer, predominan las mujeres, lo que
indica que, a pesar de expresarse de modo atenuado,
en las condiciones del barrio la ausencia del esposo
es un factor que contribuye a configurar la figura de
la mujer como jefa del hogar. Sin embargo, un aná-
lisis de la jefatura del núcleo por sexos y grupos de
edades como se muestra en la tabla siguiente, revela
detalles interesantes de este proceso.
Sexo y presencia o no del jefe del núcleo familiar
por grupos de edades

JEFES DE NÚCLEOS JEFES DE NÚCLEOS


GRUPOS DE EDADES MASCULINOS (%) FEMENINOS (%)
DE LOS JEFES
DE NÚCLEOS Con Sin Con Sin
Total Total
cónyuges cónyuges cónyuges cónyuges
De 15 a 22 años 33,3 66,7 100,0 100,0 0,0 100,0
De 23 a 30 años 60,0 40,0 100,0 76,9 23,1 100,0
De 31 a 55 años 84,0 16,0 100,0 43,9 56,1 100,0
Más de 55 años 66,7 33,3 100,0 0,0 100,0 100,0

Total 76,3 23,7 100,0 53,0 47,0 100,0


Fuente: Datos de la muestra de terreno.

243
La mayoría de las mujeres que gobiernan sus
casas (53,3 %), tienen compañeros. Este porcentaje
se hace más alto en el grupo de edad de 15 a 22, en
el que alcanza 100 %, y en el de 23 a 30 años que
llega a ser de 76,9 %. O sea, entre los jóvenes la jefa-
tura de la familia de mujeres casadas alcanza los
mayores porcentajes. En el grupo de 31 a 55 años este
desciende, para hacerse nulo en el de más de 55 años.
Es posible que todo ello no solo manifeste el modo
en el que el tipo de mentalidad se contrapone a las
estrategias de los ilegales, sino también el hecho de
que los jóvenes sienten con más intensidad la necesi-
dad de acudir a este tipo de alternativas de autode-
fensa por experimentar la acción de las autoridades
con más rigor que las personas maduras.
Entre los jefes de núcleos masculinos, las pro-
porciones más bajas de los que no tienen cónyuges,
se concentran en los grupos de más avanzada edad.
Ello es expresión del proceso lógico de construcción
familiar.
Otra característica significativa desde el punto de
vista estructural, es la pertenencia socioclasista de los
jefes de familias. En la localidad, 22,9 % de los jefes
de núcleos son obreros o trabajadores de los servi-
cios y 2,5 % se categorizan como intelectuales, o sea,
profesionales y técnicos, trabajadores administrativos
y dirigentes. Se ocupan como policías, militares y cus-
todios 7,5 %, para sumar un total de 35,4 % ocupados
en la economía estatal. El restante 64,7 % no tiene
ocupación o se ocupa en la economía informal. La
proporción de jefes de núcleos ocupados en la econo-
mía estatal es inferior a los que tienen empleos infor-
males (35,8 %), lo que, por un lado, es reflejo del nivel

244
de vulnerabilidad de las familias en la comunidad y,
por otro, deja ver que en el interior de las condiciones
de marginalidad y pobreza en las que viven estas per-
sonas, se expresan diferencias socioeconómicas.

Familia y vulnerabilidad.
«Entre los pobres, pobre soy»

El ingreso per cápita tiene protagonismo explicativo


en cualquier escenario social. Constituye un indicador
que permite delimitar diferencias de acceso al consu-
mo de los bienes y servicios de que dispone la socie-
dad. Tal es su significación que en muchos estudios
sobre la pobreza se le asume como una de las variables
principales para trazar líneas de distinción entre po-
bres y no pobres. Esta última razón, ante un estudio
de una comunidad que desarrolla su vida en condi-
ciones de marginalidad, obliga por sí mismo, a que
se le intente medir, y sopesar el conjunto de determi-
naciones que se derivan de este.
Para el análisis de las diferencias existentes en el
interior de la comunidad derivadas de los ingresos, se
determinó el ingreso per cápita de cada grupo familiar
y luego los resultados se dividieron en deciles. Se
precisaron así los siguientes deciles: el primero,
hasta sesenta pesos; el segundo, de sesenta y uno hasta
ochenta pesos; el tercero, de ochenta y uno hasta cien-
to veinticuatro pesos; el cuarto, de ciento veinticinco
hasta ciento cincuenta y siete pesos; el quinto, de
ciento cincuenta y ocho hasta ciento noventa y siete
pesos; el sexto, de doscientos hasta doscientos treinta y
tres pesos; el séptimo, de doscientos cuarenta hasta

245
doscientos noventa y siete pesos; el octavo, de doscien-
tos noventa y ocho hasta trescientos noventa y ocho
pesos; el noveno, de trescientos noventa y nueve hasta
seiscientos pesos; y el último, con más de seiscien-
tos pesos. Un grupo de familias no declaró sus ingresos,
porque no les fue posible precisarlos ante la inestabi-
lidad de los oficios que realizan, o simplemente por
ocultarlos. Ello obligó a que se tomaran otras variables
alternativas, además de los ingresos, para aproximarse
al conocimiento de las condiciones económicas de los
grupos familiares.
Los ingresos per cápita se expresan en términos
monetarios, lo que, en ocasiones, limita su valor des-
criptivo. Estos entran en las evaluaciones con toda la
frialdad e indiferencia de los números y las estadísticas,
dejándole a la imaginación el encargo de tratar de
descifrar lo que hay de humano detrás de estos. Pero,
además, el dinero no es más que una mercancía en la
que se va a expresar el resto de la masa de bienes co-
mercializables de una sociedad y un momento histó-
rico determinado. Decir que dispongo de cien o de mil
pesos mensuales para vivir, brinda una información de
la diferencia de la capacidad de acceso a la oferta social,
pero una información de la diferencia que se queda
encerrada en sí misma, porque se despoja de lo que
significa en esa sociedad y en ese preciso momento
histórico disponer de cien o mil pesos para vivir. En
tal sentido, para describir no solo las diferencias entre
grupos familiares, derivadas de su ubicación en un
rango de ingresos, sino también lo que significa en
cuanto a modo de vida y condiciones reales de exis-
tencia estar en uno u otro rango, se hace necesario
introducir algún tipo de mecanismo o variable que

246
permita comprender cuál es la capacidad adquisitiva
real de esos ingresos, a qué puede acceder y a qué no
el grupo familiar con tales ingresos.

Un modelo de canasta básica de alimentos como


premisa para significar los ingresos familiares

Una de las necesidades básicas a las que deben res-


ponder los ingresos familiares, es la alimentación. Sin
esta no hay reproducción del individuo humano, pero
además, el acceso limitado a la misma y el carácter
de tales limitaciones afectan directamente la calidad de
vida. Comer es una de las más elementales necesidades
humanas, por tal razón, al explorar en torno a las desi-
gualdades que se reproducen en el interior de la lo-
calidad, se parte de este imperativo simple.
El análisis de esta cuestión se enfrenta a una gran
cantidad de variables que enrarece su descripción.
Ante esta disyuntiva, se optó por crear un modelo de
canasta básica que se aproximara a los requerimientos
mínimos de alimentos del organismo, de modo que
se pudiera enfrentar a los ingresos per cápita y de este
modo trazar líneas de diferenciación que resultaran
descriptivas.
Para elaborar el modelo, de modo que se aproxi-
mara lo más posible a nuestras realidades económicas
y culturales, se evaluaron diferentes fuentes biblio-
gráficas y situaciones de mercados.

1. Cantidad de alimentos que se distribuyó por la


cuota para un adulto sano en Ciudad de La Haba-
na en el año 2000, tomado del registro estadístico

247
de una bodega de la capital. Se seleccionó solo una
bodega atendiendo al hecho de que la distribución
de alimentos normados por la cuota es una cues-
tión bastante estandarizada dentro de los territo-
rios provinciales y los precios son fijos para todo
el país, permaneciendo inamovibles durante
todo el período de tiempo en el que transcurre
la historia del barrio. Además, se tuvo en cuenta la
distribución en un municipio de Ciudad de La Ha-
bana, registrada por Lam (2003).
2. El análisis de varios modelos de canastas básicas
en Cuba y otras partes del mundo, entre los que
se cuentan el que aparece en Condiciones económi-
cas y sociales de la República de Cuba (Cuba, Minis-
terio del Trabajo, 1944). Ello permitió tener un
referente teórico-metodológico en cuanto al tipo
de alimentos y las cantidades que en determina-
dos contextos se incluyen en la canasta. En par-
ticular, la fuente citada permitió contar con un
antecedente construido en nuestro país, lo que
aportaba, además, cierta base comparativa.
3. Los aportes nutritivos del conjunto de alimentos
incorporados a la canasta se calcularon teniendo
en cuenta las medidas promedios de diferentes
fuentes, tales como Tabla de composición de alimen-
tos colombianos (Colombia. Ministerio de Salud
Pública, 1959), Manual sobre las necesidades nutri-
cionales del hombre (Food Agricultural Organiza-
tion-FAO, 1975), Handbook on human nutritional
requirements (Organización Mundial de la Sa-
lud-OMS, 1974) y Estudio del valor nutricional de al-
gunas variedades de alimentos cubanos de origen vegetal
(CIT, 1958). A cada tipo de alimento se le incluyó

248
su aporte en calorías, grasa y proteínas para cien
gramos de masa aprovechable. Ello permitió
calcular el aporte de la masa total de alimentos
incluidos que, al dividirla por los trescientos se-
senta y cinco días del año, resultó el promedio
diario que dicha masa garantizaba.
4. Establecer el mínimo óptimo generó dificultades.
No existe un criterio unificado en cuanto a los
requerimientos mínimos de alimentos del ser
humano, pues están sujetos a una gran cantidad
de variables, tales como la edad, el peso corporal,
el sexo, el tipo de actividad que desarrolla la
persona y las condiciones climáticas. Así, por
ejemplo, el profesor Gautier en 1940 resumió del
siguiente modo el gasto de energía de un hombre
de 65 kilos en un país templado: 1 536 calorías
por irradiación del cuerpo medianamente vestido
a 15 grados de temperatura; 661 calorías para el
calor latente de 1 100 gramos de agua; 80 calorías
para calentar el aire respirando; 53 calorías para
calentar el agua y los alimentos tomados fríos
hasta la temperatura del cuerpo y el calor de las
enzimas y las heces fecales; y 6 calorías para el
trabajo de respiración y otros órganos, lo que
suma unas 2 390 calorías sin hacer ningún tipo
de trabajo. En la bibliografía de la FAO, se calcu-
la la tasa metabólica basal de consumo calórico
en una caloría por minuto, lo que significa que
un hombre acostado a 15 grados de temperatura
y medianamente vestido necesita en veinticuatro
horas unas 1 440 calorías para que el organismo
no sufra deterioro. Este consumo se eleva en 50 %
si permanece sentado, y se incrementa aún más

249
cuando realiza algún tipo de actividad. Para un
tipo de trabajo definido como ligero, se calcula
en unas 2 700 las calorías necesarias. Atendiendo
a tales diferencias de criterios, se optó por cons-
truir una canasta básica que estuviera por debajo
de los requerimientos mínimos que fijaban las
fuentes consultadas, de modo que la nuestra prome-
dió unas 2 009 calorías; 56,87 gramos de proteínas
y 25,8 gramos de grasa diarios.
5. Se consideró, además, las posibilidades de acce-
so y precios de los diferentes segmentos de
mercado. Los precios del mercado libre se selec-
cionaron según las observaciones de terreno en
Ciudad de La Habana y la localidad, escogiéndo-
se las variantes más óptimas para el comprador.
De este modo, por ejemplo, la leche se puede
obtener en el mercado en divisas a 1,35 dólares
norteamericanos el litro (35,1 pesos); también
en los puntos de venta de leche, de modo sumer-
gido y por vínculos con el lechero, a 10 pesos el
litro; y por último, directamente a los producto-
res privados, entre 5 y 10 pesos el litro. De estas
dos últimas variantes, características del merca-
do negro, se escogieron para la canasta las de
precios más accesibles.
6. Por último, también se tuvieron en cuenta las
existencias de estos alimentos en el país en el
periodo analizado, de modo que respondiera a
ciertos per cápita alcanzables en nuestras condicio-
nes concretas.

La canasta de alimentación, elaborada sobre tales


premisas, es la siguiente.

250
Modelo de canasta básica de alimentos
de 2 009 calorías y su costo en el mercado normado
y de libre acceso

OBTENIDOS POR CUOTA


APORTE NUTRICIONAL SIN LA CUOTA
PRODUCTOS EN LIBRAS

CANTIDAD EN EL AÑO

Y COMPLEMENTO
O EQUIVALENTES

Costo de lo que

Costo en el año
Costo del año
Precio unidad

Precio unidad
resta (pesos)
Calorías/día

Costo total
Proteínas

(pesos)

(pesos)

(pesos)

(pesos)

(pesos)
(g/día)

(g/día)
Grasas
% útil
NO.

1 Arroz 86,00 100 381,30 8,35 0,42 0,25 18,00 49,00 67,00 3,50 301,00
2 Frijoles 42,50 100 169,40 10,79 0,63 0,32 5,44 127,50 132,90 5,00 212,50
Harina
3 60,30 100 267,30 7,36 3,38 0,00 0,00 90,40 90,40 1,50 90,40
de maíz
4 Pan 64,20 100 269,60 7,19 2,70 0,28 18,29 0,00 18,29 5,68 365,00
5 Azúcar 72,00 100 344,30 0,00 0,00 0,12 9,00 0,00 9,00 3,00 216,00
Carne
6 6,25 100 17,50 1,45 1,26 0,70 1,80 202,50 148,10 54,00 337,50
de res
Carne
7 6,25 100 18,75 1,33 1,45 0,00 0,00 125,00 125,00 20,00 125,00
de cerdo
Carne
8 6,25 100 18,50 1,38 1,39 0,00 0,00 125,00 125,00 20,00 125,00
de oveja
9 Pollo 10,00 85 26,70 1,76 0,89 0,70 4,55 80,50 85,05 23,00 230,00
10 Pescado 12,00 90 14,85 3,13 1,79 0,70 8,40 40,00 48,40 10,00 120,00
11 Huevos 180,00 90 80,38 5,68 5,10 0,15 18,80 72,00 91,80 1,50 270,00
12 Leche 37,50 100 61,64 3,40 3,39 0,25 0,00 187,50 187,50 5,00 187,50
13 Café 6,00 25 7,20 0,38 1,76 0,80 2,40 75,00 77,40 25,00 150,00
14 Aceite 12,00 100 132,10 0,00 1,49 0,40 1,00 86,30 87,30 20,00 240,00
15 Papas 60,00 90 62,80 1,04 0,00 0,35 21,00 0,00 21,00 1,00 60,00
16 Yuca 22,00 90 40,00 0,22 0,00 0,00 0,00 22,00 22,00 1,00 22,00
17 Cebollas 24,00 85 4,18 1,30 0,03 0,00 0,00 72,00 72,00 3,00 72,00
Pastas
18 8,00 100 34,90 1,07 0,04 0,47 2,88 20,00 22,88 10,00 80,00
alimenticias
19 Tomates 36,00 100 8,29 0,32 0,03 0,00 0,00 54,00 54,00 1,50 54,00
20 Pepinos 36,00 90 3,02 0,15 0,03 0,00 0,00 36,00 36,00 1,00 36,00
Plátanos
21 60,00 90 46,60 0,57 0,10 0,00 0,00 45,50 45,50 0,75 45,50
fruta
Total 2009,00 56,87 25,80 108,40 1454,00 1618,60 3339,40
Fuente: Elaborada por los autores sobre la base de las fuentes citadas.
En el análisis se presupone que en este modelo
existe un aprovechamiento total de cada alimento; o
sea, al elaborarse y consumirse durante todo el año, se
hace cada día en la proporción exacta y sin generar
ninguna pérdida durante su manipulación. En este,
cada gramo cuenta de modo milimétrico. Asimismo,
como modelo al fin, puede flexibilizarse, sustituirse
unos alimentos por otros o reducirse unas cantidades
en unos y ampliarlas en otros. Pero, a pesar de todo,
el mismo es deficitario.
Quizás las cantidades de carnes y pescados les
parezcan exageradas a algún entendido en la materia.
En su conjunto, suman unas 40,75 libras (18,52 kilo-
gramos) en el año para una persona. Si eso se divide
entre los doce meses del año, resultará un promedio
de 3,39 libras (1 543,56 gramos) en un mes, lo que
permitiría unas 14,7 raciones de 105 gramos, o lo
que es lo mismo, contar cada dos días y algo más con
una pequeña ración de cárnicos en una comida para
acompañar el arroz y los frijoles, y así dar satisfac-
ción a un hábito cultural relacionado con la alimen-
tación muy arraigado en nuestro país.
La inclusión de la carne no se realizó solo por su
capacidad de aporte de proteína de tipo animal nece-
saria al organismo, sino también porque esta se ha
simbolizado por muchos de los residentes emigrantes
como un elemento que marca diferencia y un motivo
que justifica su reterritoralización y su resistencia, pues
«…allá nada más se podía trabajar en la agricultura por
148 pesos y con eso tenías que vivir con lo que te daban
por la cuota y fongo; aquí, a pesar de todos los riesgos
de que te coja la policía y te pongan una multa de 1 500
pesos, al menos uno puede salir a luchar, a vender algo

252
o hacer cualquier trabajo y en el día te buscas veinte o
treinta pesos, con lo que te puedes comer de vez en
cuando un pedazo de carne…» (notas de campo).
A estos alimentos es posible acceder a través de los
diferentes segmentos de mercado que existen en el país.
La carne de cerdo y de carnero se oferta libremente en
los mercados agropecuarios a precios que fluctúan entre
veinte y veinticinco pesos la libra, por lo que no existe
una fuerte red de comercialización en el mercado negro.
El pescado (jurel, chicharro) se oferta por la libreta de
abastecimientos en las pescaderías del Estado, pero
también se le puede encontrar en la red de divisas, en
la red de pescaderías de libre oferta del Estado y en el
mercado negro mediante varios canales de ventas y
precios, que fluctúan según la calidad del producto. Así,
por ejemplo, el mismo pescado de la cuota se realiza de
modo subterráneo por los propios carniceros en las
mismas carnicerías de la red minorista. Los excedentes
del producto que desvían al mercado negro, los obtienen
mediante vínculos informales con los distribuidores o
por las diferencias de pesos que resulta del hielo y el
agua, esos grandes cómplices del mercader minorista
en nuestras condiciones.
Este pescado se compra en el mercado negro a 10
pesos la libra si se tiene el contacto directo y la relación
de confianza con el carnicero, y a 12 cuando es al in-
termediario que entra al barrio a venderlo. El precio
más común dentro del asentamiento es, por tanto, de
12 pesos. Otras variedades de peces también llegan a
la comunidad por medio de personas que se trasladan
a los pueblos costeros de la provincia de La Habana,
los compran allí a los pescadores y los revenden en el
barrio a mejor precio. Otros, incluso, hacen ellos mismos

253
de pescadores con medios rudimentarios, tales como
cámaras de ruedas de autos, para venir después a ven-
der los excedentes de su captura y captar ingresos que
le permitan seguir arrastrando su existencia en condi-
ciones de límite. El tiburón y el serrucho son algunas
de las especies condenadas al consumo de por vida
entre los pobres y marginales del asentamiento.
La carne de res se distribuyó en el año 2000 en
una pequeña cantidad (2,5 libras) por la cuota. En la
red minorista en moneda nacional se realizó entre doce
mil y nueve toneladas anuales en todo el país durante
el cuatrienio 1999–2002, lo suficiente para que algunas
libras se desviaran al mercado negro mediante procedi-
mientos parecidos a los ya explicados con el pescado
de la cuota. Forma parte además del picadillo extendi-
do que se oferta por la cuota. El Estado mantiene una
existencia anual, mediante la producción y la exporta-
ción, de unas treinta y ocho mil toneladas,23 lo que
representa un per cápita aproximado de 7,4 libras
anuales por habitantes, algo superior a lo incluido en
la canasta básica de alimentos propuesta.
La carne de res está presente, igualmente, en el
mercado en divisas, pero su precio es prácticamente
impagable, aun para muchas personas de altos ingresos.
Un campesino daba un testimonio del tipo de percep-
ción formada en torno a tales precios cuando relataba:

…Mira, chico, hace poco tiempo yo tenía un par


de añojos que estaban muy buenos. Con todas
23
Ver al respecto, en Oficina Nacional de Estadísticas (2003), las
tablas VI.13, «Importación de productos seleccionados según
secciones y capítulos de la clasificación…», p. 152, y VIII.4 «Pro-
ducción industrial total de productos seleccionados», p. 188.

254
las leyes que existen sobre el ganado, yo no podía
ni comérmelos, ni venderlos a una tercera perso-
na que no tuviera padrón. Los añojitos eran una
tentación para cualquiera. Si me lo robaban y me
lo comían, entonces tenía que pagar una multa
como de 800 pesos. Por eso me decidí a vendér-
selo al Estado. Vino por la finca el tasador y sin
pesarlos, a vista de ojos, me los valoró como de
tercera, a unas 450 libras cada uno. En mi criterio,
estaban por encima de las 550 libras. Me dieron
por los dos unos 580 pesos (…). El mismo día
que los cobré, la mujer cumplía años y me llega-
ron unas visitas del norte. Bueno, quise hacerles
una comida y me fui y cambié el dinero que me
pagaron por ellos en la CADECA: a 27 pesos por
dólar me dieron 21 dólares. Con ese dinero fui
a la shopping a comprar unas libras de bistec,
para que comieran cinco o seis personas que se
juntaron en la casa, más alguna otra que se pu-
diera pegar por el camino. Fueron tres libras y
algo más, a 8 dólares y pico, que me costaron
unos 25 dólares, o sea, algo más de 670 pesos.
Así, los dos añojos en los que empleé más de
dos años en criarlos y cuidarlos, no me alcanzaron
ni para comerme un bistec. Tuve que completar-
lo con unos cuantos cangres de yuca vendidos,
para que los dos añojos me dieran para una co-
mida. Así fue como cambié dos vacas, con unos
cuantos cangres de yuca de contra, por un bistec.
¿Tú crees que exista alguien interesado en criar
en estas condiciones, más allá de la vaquita, de
la leche de los muchachos y la yunta de buey?…
(Notas de campo.)

255
La carne de res se vende en el mercado negro
mediante estrategias muy parecidas a las del pesca-
do: desviando los fondos que se comercian por el
Estado. Otra vía por la cual entra en este mercado
es la que se deriva del hurto y el sacrificio de ganado
mayor, figura delictiva que, después de las modifi-
caciones del Código Penal en 1998, se sanciona
hasta con quince años de prisión. Aunque en los
años iniciales del endurecimiento de la sanción se
produjo cierta disminución de los hechos, esta re-
ducción no llegó al punto esperado de invisibilidad
y de hacer insignificante este tipo de delito. En la
comunidad circulan en ocasiones algunas cantidades,
expresión de lo cual es el hecho de que, durante el
trabajo de terreno, se conoció de una persona que
fue sorprendida in fraganti, por los propios propie-
tarios que siguieron el rastro, con una res ya des-
cuartizada dentro de su casa y otra en el patio, en la
lista de espera para seguir idénticos fines. El hecho
era comentado por los vecinos con todas las trazas
de asombro que provoca lo clandestino y oculto
cuando se hace público.
La marginalidad y la pobreza en ocasiones inhiben
el miedo de ser encarcelado, pues la inopia impone
una disyuntiva gravosa: hacer lo que sea para atenuar
la situación de privación o simplemente vivir aplas-
tado por esta. Sin embargo, hechos como el relatado
anteriormente no son expresión de una complicidad
colectiva. Cuando situaciones de esta naturaleza son
descubiertas, la propia comunidad de ilegales que
lucha por establecerse legalmente, impone la sanción
complementaria de la expulsión del trasgresor y el
derrumbe de su casa. Los delincuentes, en este caso,

256
se proyectaban más hacia un mercado exterior que
hacia la realización del producto de sus fechorías en
la propia comunidad. Los precios de la carne de res,
aun en el mercado negro, se hacen prohibitivos para
la inmensa mayoría de los vecinos del barrio. Su pre-
cio promedio es de cincuenta y cuatro pesos (dos
dólares norteamericanos), aunque también «de pri-
mera mano» y en lugares muy privilegiados se consi-
gue más barato, aunque asumiendo los riesgos de su
traslado.
La harina de maíz, a pesar de no ser muy exten-
dido su consumo en la ciudad, se incluyó en la canas-
ta atendiendo a un grupo de razones:

• la población de emigrantes arrastra hábitos ali-


mentarios que no necesariamente se correspon-
den, idénticamente, con los de la población
citadina;
• en el mercado de libre oferta, su precio es mucho
más ventajoso que el de otros cereales; así, por
ejemplo, una libra de harina de maíz se consigue
a 1,50 pesos, mientras que la de arroz fluctúa
entre 3,50 y 4 pesos,24 con lo que se hace posible
reducir los costos de alimentación calculados para
la canasta de alimentos;
• se trata de un cereal con contenidos calóricos y
proteicos más altos que los del arroz, por lo que
incluirlo favorece el balance nutricional.
24
En una intervención televisiva la Ministra de Comercio Interior
enfatizaba que el precio oficial del arroz liberado era de 3,50
pesos la libra. Una semana después en algunos mercados que
visitamos se vendía a 4 pesos. No obstante, conservamos en la
canasta el precio de 3,50.

257
En su conjunto, más de 57 % de los productos
incluidos en la canasta básica forman parte de los que
se distribuyen por la cuota, pero algunos de estos los
exceden en cantidad. El resto, fundamentalmente
productos del agro, están presentes en los diferentes
segmentos del mercado de libre oferta. Se trata, por
tanto, de un modelo de canasta de alimentos que hace
un balance de los egresos familiares en los diferentes
mercados a los que con más asiduidad concurre la
población.
De hecho, la ilegalidad, que margina y empobre-
ce a la comunidad, no solo se refleja en la inserción
al trabajo de las personas, sino también en las posibili-
dades de acceso a la alimentación, generando diferen-
cias en su interior. Los que han logrado mediante
diferentes estrategias legalizar su estatus y hacerse
de una canasta básica a través de la libreta de abasteci-
mientos —inscribiéndose en el núcleo de algún fami-
liar o amigo, o por haber comprado ese derecho a
alguien que le saca ventaja a la situación de anomia
del otro—, están en mejores condiciones que los que
carecen de esta posibilidad. Esa diferencia, quizás
intrascendente ante una persona de afuera del asen-
tamiento, tiene una gran carga simbólica que matiza
la propia existencia dentro del barrio.
El impacto de los diferentes segmentos de mercado
en la economía doméstica se refleja, además, en la
variedad de precios que tiene en cuenta dicha canas-
ta. De este modo, por ejemplo, los gastos anuales por
la compra de arroz se calculan teniendo en cuenta dos
situaciones. En la primera, representativa de los
que tienen libreta de abastecimientos, se incluye lo que
tiene que pagar una persona por lo que le toca por la

258
libreta al precio que se paga por este producto adqui-
rido de esta forma, más lo que debe pagar por el resto
que adquiere en otro mercado de libre oferta. La se-
gunda situación es la de los núcleos que no tienen li-
breta de abastecimientos, que deben pagar todo el arroz
a los precios del mercado liberado, a 3,50 pesos la libra.
Así se procedió con cada producto incluido en la lista,
lo que permitió formarse una idea de los ingresos
necesarios para tener acceso a una alimentación míni-
ma, en las condiciones del barrio.
La canasta incluye una lista de productos crudos.
Su preparación exige de un determinado gasto de
energía para la adquisición de la cual debe disponer-
se de ciertos recursos monetarios. El combustible más
utilizado en el barrio es el queroseno, que se compra
en el mercado negro a un precio promedio de cuatro
pesos la botella. En los momentos de escasez, cuando
los suministradores no lo pueden robar con facilidad
en los lugares de donde es extraído, puede llegarse a
vender una botella en diez o doce pesos. Como míni-
mo, una familia consume una botella diaria, lo que
representa un gasto promedio en el mes de unos
ciento veinte pesos. Teniendo en cuenta que el tama-
ño medio de las familias en el barrio es de 3,4 perso-
nas por núcleo, se hace bastante aceptable asignar un
per cápita de veintiocho a treinta pesos en gastos de
energía para la preparación de los alimentos. En ello
se está considerando la utilización de la leña como
combustible alternativo y complementario, práctica
que es bastante usual en la comunidad.
La elaboración de un estándar mínimo de alimenta-
ción, a pesar de constituir un modelo, tiene la intención
de utilizarlo como rasero para definir la existencia de

259
determinados estratos diferenciados en el interior de
la comunidad, así como contribuir a brindar una idea
de las condiciones existenciales de las líneas de ries-
go en la situación concreta en las que se desarrolla el
estudio.
La primera conclusión lógica que se deriva de su
análisis, es que los costos de alimentación son 2,1 veces
más altos para quienes no tienen libreta de abaste-
cimientos (la mayoría del barrio) que para los que la
tienen. Contrario a lo que sucede ya hoy en Cuba en
algunos grupos sociales, en esta realidad tener o no
tener libreta de abastecimientos adquiere una significa-
ción real y simbólica muy importante. Simbólica, porque
acceder a esta es como haber dado un paso hacia la
ciudadanía denegada y real, por el alivio a la amenaza
de hambre que pesa sobre el que cada día debe salir a
buscar el dinero para comprar el mendrugo que se lle-
vará a la boca. Por eso no es de extrañar que en sus
representaciones sociales y en los contenidos de sus
discursos, ese sea un tema recurrente, que aparece a
cada paso con una mezcla de frustración, pesadumbre
y certeza de que son personas diferentes, los otros en
la ciudad, pero también de acicate para la «lucha» de
todos los días, pues «…como no tenemos censo [libre-
ta de abastecimientos], todo para nosotros es más caro;
los vendedores lo saben y se aprovechan de eso. Vivien-
do así como vivimos, sin el censo, hay que salir todos
los días a luchar los cuatro pesos para comprar lo que
te vas a llevar a la boca…» (notas de campo).
Tener o no tener libreta de abastecimientos gene-
ra diferencias apreciables en el interior de la comuni-
dad. La posesión de la misma les garantiza, además,
cierta legitimidad a su «estar aquí». Tal aspiración, por

260
tanto, ha movilizado diferentes estrategias encamina-
das a su obtención. Algunos, los que llegaron primero
o los que provienen de la ciudad (10,3 %) se mantienen
inscritos en el registro de consumidores del último
núcleo familiar en que vivieron antes de asentarse en
el barrio, generalmente en la libreta de algún familiar
o amigo íntimo. Otros, con alguna suerte, llegan a
comprar este derecho a alguna persona de los alrede-
dores, con lo que obtienen también su carta de ciuda-
danía en La Habana. Sin embargo, este es un tipo de
transacción que requiere de una gran confianza mutua.
No toda persona se arriesga a poner a un extraño en
el registro de direcciones y en la libreta de abasteci-
mientos por el derecho de estancia y sobre la vivienda
que, según piensan muchas personas, puede llegar a
adquirir con el tiempo el que fue incluido. El precio al
que se realiza este acto de compra y venta de un dere-
cho, también regula las posibilidades de acceso al
mismo. De este modo, por ejemplo, existen núcleos
en los que solo una o dos personas tienen ese derecho
y otras no, porque «…no siempre se tiene el dinero
necesario para pagar mil doscientos pesos por cada uno
de los miembros de la familia para tener el censo…»
(notas de campo); pero, además, «…a veces, aunque
uno tenga el dinero para comprar el censo, no encuen-
tras a la persona con residencia legal que se arriesgue
a ponerte en el registro de direcciones y en su libreta.
Eso no es fácil…» (notas de campo).
Los hogares que no disponen de la libreta de abas-
tecimientos deben invertir no menos de 278,3 pesos
mensuales por persona para adquirir los alimen-
tos crudos indispensables para una dieta de unas 2 009
calorías diarias, con lo cual estarían en condiciones de

261
realizar actividades ligeras sin grandes desgastes para
el organismo. Si a ello se agregan unos veinte a treinta
pesos per cápita consumidos en energía para cocinar-
los, se podrá situar la línea de más de 298 pesos de
ingresos para satisfacer medianamente las necesidades
básicas de alimentación. O sea, las familias que no
tienen libreta de abastecimientos y cuyos ingresos se
sitúan por debajo o hasta el decil 7 (de 240 a 297
pesos), se encuentran en riesgo de no poder satisfacer
las necesidades mínimas de alimentación.
Los hogares que disponen de una libreta de abaste-
cimientos, requieren de un mínimo de 134,9 pesos
mensuales25 con el fin de cubrir la demanda de alimentos
crudos necesarios para alcanzar el nivel nutricional del
modelo de canasta propuesto. Si a estos gastos se les
adicionan los del combustible para preparar los alimentos,
resulta que la línea de riesgo de no poder satisfacer las
necesidades de alimentos se sitúa para los que tienen li-
breta de abastecimientos en el decil 4 (de 125 a 157 pesos
per cápita mensuales). Sin embargo, estos constituyen
una minoría, representados por aquellos que llegaron al
barrio procedentes de Ciudad de La Habana, por los que
ya tenían la residencia en la ciudad antes de asentarse en
la localidad y por los que han comprado ese derecho. En
su conjunto no sobrepasan 20 % de la población.

25
Este es un tema en el que no existe consenso. Una canasta
(Togores y García Álvarez, 2002) sitúa el cálculo per cápita
mínimo para acceder a esta en 156 pesos, muy próximo a nues-
tros resultados. Sin embargo, otra (Ferriol Maruaga, Ramos y
Añe, 2004) concentra el análisis de la población de riesgo en los
deciles uno y dos: el primero con ingresos per cápita medio de
41 pesos y el segundo de 46 pesos, aunque estas autoras no
elaboran una canasta básica.

262
Los hogares que disponen de libreta de abasteci-
mientos deben desembolsar 2,1 veces menos dinero
para alimentarse que los que no la tienen. Ello deter-
mina la existencia de un nivel de diferenciación social
palpable y susceptible de ser medido, a la vez que
condiciona la necesidad de definir dos escalones en la
cuota de riesgo: el primero, para los que no tienen
libreta, la mayoría de la población del barrio, en 297
pesos; y el segundo, en 157 pesos para los que tienen
libreta.
Las familias que no disponen de libreta de abaste-
cimientos y se encuentran en los deciles uno y dos
(hasta 80 pesos de ingresos per cápita mensuales), solo
tienen la posibilidad de alimentarse de arroz, frijoles,
harina de maíz y pan, sin hacer ningún gasto en ener-
gía para cocinarlos. En su conjunto, esos cuatro pro-
ductos, a los precios del mercado libre y en las
cantidades que se han calculado, exigen una erogación
anual de 968,9 pesos, equivalente a unos 80,7 pesos
mensuales. Con ello, las personas dispondrían de unas
1 087,6 calorías, 33 gramos de proteínas de origen
vegetal y unos 7,13 gramos de grasas diarias,26 muy
por debajo de la tasa metabólica basal, que se calcula
a razón de una caloría por minuto para un hombre
descansando en una cama. En consecuencia, ese hom-
bre acostado necesitaría unas 1 440 calorías diarias, o
sea 352,4 más de las que están en condiciones de ad-
quirir aquellas familias cuyos ingresos per cápita suman
26
Diferentes fuentes coinciden en señalar que los requerimientos
promedios mínimos del organismo son de unas 2 400 calorías,
72 gramos de proteínas y 75 de grasas. Así, por ejemplo, el lector
puede retomar los cálculos del profesor Gautier en 1940 que
aparecen en la página 249.

263
hasta 80 pesos mensuales. Se entiende, por tanto, que
la situación de este grupo de familias es de indigencia,
hambre27 latente y peligro de inanición.
Los que tienen libreta en estos mismos deciles,
y hacen uso de estrategias encaminadas a jerarquizar
determinados productos de alto valor calórico, pueden
aspirar a una dieta de hasta 1 800 o 1 900 calorías,
por debajo de las 2 400 que se requieren para realizar
actividades ligeras. En otras palabras, al contar con
la libreta de abastecimientos, los grupos familiares
que se encuentran en estos deciles de ingresos pueden
acceder a más de 70 % de la canasta básica que sirve
de modelo. Al disponer de esta fuente de suministros,
la amenaza de hambre aguda se atenúa considerable-
mente, aminorando las tensiones de las personas que
la poseen. Viven, por tanto, en una situación de ca-
rencia atenuada de alimentos.
En resumen, la elaboración del modelo de canas-
ta básica de alimentos ha servido para aproximar el
análisis a las condiciones de satisfacción de la nece-
sidad más elemental del ser humano: comer. El mis-
mo no puede asumirse para definir una línea de
pobreza, ya que deja de lado otras necesidades básicas
de las personas. El comer, como categoría analítica,
solo se puede contraponer al no comer, o sea, al ham-
bre, como categoría que expresa la insatisfacción de
esa necesidad fisiológica. En consecuencia, dicha
canasta sirve para marcar líneas del hambre dentro
de una situación de pobreza.
27
El concepto de hambre al que se hace referencia, enfatiza en los
desbalances entre los requerimientos y gastos por el organis-
mo del conjunto de nutrientes básicos y la posibilidad de sus-
tituirlos mediante la alimentación.

264
Contraponer los costos de la canasta de alimentos
a los ingresos de los grupos familiares, permitió di-
ferenciar al menos tres niveles de condiciones de vida.
El primero, que se puede considerar como de indi-
gencia, corresponde a las familias cuyos rangos de
ingresos per cápita son de hasta 80 pesos. El segundo
agrupa a las familias con ingresos entre 81 y 157
pesos y representa una situación de riesgo de no
poder satisfacer las necesidades básicas de alimentos,
a pesar de contar con la libreta de abastecimien-
tos. Los que se encuentran por encima de este rango
y poseen el derecho de acceder a los productos ali-
menticios subvencionados por el Estado, tienen
menos tensiones y riesgos en este sentido. Por último,
aparecen los que cuentan con ingresos entre 157 y
298 pesos per cápita mensuales. Este nivel marca el
límite de la situación de riesgo para todas aquellas
familias que no poseen la posibilidad de adquirir los
productos subvencionados. Para contrastar la infor-
mación, se definieron dos categorías más: la primera,
entre 298 y 600 pesos; y la segunda, con más de 600
pesos mensuales. La delimitación de estas diferencias
permitió agrupar los deciles en categorías significati-
vas para el análisis, a la vez que se reducía el número
de variables.

El ingreso familiar y sus determinaciones

En sentido general, 20,4 % de los núcleos familiares


de la localidad declararon ingresos que los sitúan en
un per cápita de hasta 80 pesos; 16 %, entre 81 y 157;
y 25 %, entre 158 y 297 pesos. Tales proporciones

265
indican que 60,4 % de las familias residentes en la
localidad enfrentan algún nivel de riesgo de no poder
satisfacer sus necesidades de alimentos. De ese porcen-
taje, más de la mitad (36,4 %) conserva ese riesgo
aun cuando contara con la libreta de abastecimientos.
Estos datos en su conjunto muestran que la precarie-
dad de ingresos es el rasgo más característico de la
comunidad.
Las familias que se encuentran por encima de las
líneas críticas fijadas, representan apenas 24,5 %: 16,5 %
con ingresos entre 298 y 600 pesos, y 8 % con más de
600 pesos per cápita mensuales. No declararon ingresos
14,4 % de las familias.
Esta estructura general de distribución de ingreso
se ve modificada por un grupo de variables. Atendien-
do al sexo del jefe del núcleo, presenta las caracterís-
ticas siguientes.
Distribución del ingreso per cápita mensual
según el sexo del jefe del núcleo familiar
SEXO DEL JEFE DEL NÚCLEO FAMILIAR (%)
INGRESOS PER CÁPITA MENSUALES
Masculinos Femeninos
No declarados 13,6 15,7
Hasta 80 pesos 19,5 21,7
De 81 a 157 pesos 17,0 14,4
De 158 a 297 pesos 23,8 26,4
De 298 a 600 pesos 17,8 14,4
Más de 600 pesos 8,5 7,2
Total 100,0 100,0
Fuente: Datos de la muestra de terreno.

Existe una mayor proporción de familias gober-


nadas por mujeres entre las que tienen ingresos
inferiores a 298 pesos mensuales. En particular, esta
desproporción es observable en los núcleos con

266
ingresos per cápita de hasta 80 pesos. Por el con-
trario, en aquellos con ingresos superiores a los 298
pesos predominan los gobernados por hombres. Se
deduce, por tanto, que aquellos agregados familiares
gobernados por mujeres son más vulnerables en las
condiciones de vida de la localidad. Sin embargo,
las diferencias, aunque apreciables, no son muy
altas, lo que está condicionado en gran medida por
la alta tasa de mujeres con cónyuge al frente de las
familias, o sea, por el conjunto de estrategias en
torno a la jefatura familiar y las características de
este fenómeno en la localidad ya descrita.
La presencia o no del cónyuge del jefe del núcleo,
como se puede apreciar en la tabla siguiente, influye
en la situación socioeconómica del grupo familiar.
Distribución del ingreso según sexo y presencia
o no del cónyuge del jefe del núcleo familiar

JEFE DE NÚCLEO JEFE DE NÚCLEO


MASCULINO (%) FEMENINO (%)
INGRESO PER CÁPITA MENSUAL
Con Sin Con Sin
cónyuge cónyuge cónyuge cónyuge
No declarados 14,4 10,7 15,9 15,4
Hasta 80 pesos 24,4 3,6 15,9 28,2
De 81 a 157 pesos 20,0 7,1 11,4 17,9
De 158 a 297 pesos 22,2 28,6 31,8 20,5
De 298 a 600 pesos 13,3 32,1 15,9 12,8
Más de 600 pesos 5,6 17,9 9,1 5,1
Total 100,0 100,0 100,0 100,0
Fuente: Datos de la muestra de terreno.

Los jefes de núcleos masculinos con cónyuges tie-


nen un mayor porcentaje en los rangos de ingresos
más bajos que los que no tienen compañeras. En los
grupos de ingresos superiores a los 298 pesos, por el

267
contrario, predominan los solteros. Entre las mujeres
sucede lo contrario, pues el porcentaje que se ubica en
la línea de la precariedad es significativamente mayor
entre las que tienen que enfrentar solas la vida y la
manutención del hogar. Un análisis transversal permi-
te observar este fenómeno con más claridad.
Distribución del ingreso según sexo
y presencia o no del cónyuge del jefe del núcleo familiar
en % respecto a los ingresos

JEFE DE NÚCLEO MASCULINO JEFE DE NÚCLEO FEMENINO


INGRESO PER CÁPITA
Con Sin Con Sin
MENSUAL Total Total
cónyuge cónyuge cónyuge cónyuge
No declarados 81,3 18,8 100,0 53,8 46,2 100,0
Hasta 80 pesos 95,7 4,3 100,0 38,9 61,1 100,0
De 81 a 157 pesos 90,0 10,0 100,0 41,7 58,3 100,0
De 158 a 297 pesos 71,4 28,6 100,0 63,6 36,4 100,0
De 298 a 600 pesos 57,1 42,9 100,0 58,3 41,7 100,0
Más de 600 pesos 50,0 50,0 100,0 66,7 33,3 100,0
Fuente: Datos de la muestra de terreno.

En general, se observa cómo disminuye la pro-


porción de mujeres solteras al frente del núcleo fami-
liar en la medida que aumentan los ingresos,
haciéndose el porcentaje de estas particularmente alto
entre las que deben sobrevivir con un per cápita
mensual de hasta 80 pesos. El marido ausente, por
tanto, es un elemento que lastra la vida económica
de la familia, agregando dificultad a las ya paupérrimas
condiciones de vida.
Atendiendo al color de la piel del jefe del núcleo
familiar, el ingreso se distribuye de la siguiente
forma.

268
Distribución del ingreso según el color de la piel
del jefe del núcleo familiar
COLOR DE LA PIEL DEL JEFE DE NÚCLEO
INGRESO PER CÁPITA MENSUAL (%)
Blancos Negros Mestizos
No declarados 8,6 22,7 9,9
Hasta 80 pesos 28,5 18,7 18,7
De 81 a 157 pesos 16,1 21,3 11,0
De 158 a 297 pesos 28,6 20,0 27,5
De 298 a 600 pesos 8,6 13,3 22,0
Más de 600 pesos 8,6 14,4 11,0
Total 100,0 100,0 100,0
Fuente: Datos de la muestra de terreno.

Las diferencias de ingresos por el color de la piel


del jefe del núcleo son mucho más significativas que
por el sexo. El cuadro muestra que, en las condicio-
nes del barrio, los núcleos familiares encabeza-
dos por blancos están en franca desventaja respecto
a los que encabezan negros y mestizos. En el rango
de ingresos de hasta 80 pesos, que marca la línea de
la precariedad, el porcentaje de blancos excede en
cerca de diez puntos al de negros y mestizos, mientras
que, en los que se encuentran por encima de la cota
de los 298 pesos, estos últimos sobrepasan en algo
más de dos veces a los blancos. Este franco nivel de
desventaja económica quizá esté en la base de los
procesos que han dado al traste con la endogamia
racial de los blancos en la localidad. En consecuencia,
el devenir de la pérdida de los significados de la
blancura en las condiciones del barrio, a lo que ya se
ha hecho referencia, viene acompañado de una situa-
ción de ventajas económicas de los grupos no blancos
y un mayor deterioro de las condiciones de vida de
estos últimos.

269
Este hecho tiene una significación trascendental.
De modo empírico se ha podido demostrar, palpar y
medir cómo, cuando cambian las condiciones económi-
cas en comunidades relativamente aisladas, cambian
los significados raciales. La vida en estas condiciones
ha despojado al ser blanco de muchos de sus atribu-
tos históricos y ha deshecho las fronteras raciales;
con ello, le ha quitado a la raza el ropaje fatal con que
nos llega vestida. Deja abierto, por tanto, un camino
de esperanzas y certidumbres de que el ser huma-
no puede despojarse de los atavismos raciales que lo
empequeñecen.
El ingreso familiar está relacionado, sobre todo,
con las condiciones de trabajo y empleo, que se pue-
den agrupar en tres grandes bloques: los ocupados en
el sector estatal, los ocupados en el sector informal y
los no ocupados. La ubicación del jefe de núcleo en
uno de estos grupos, como se muestra en la siguien-
te tabla, expresa diferencias en cuanto a los niveles
de ingresos.
Distribución del ingreso según el tipo de ocupación
del jefe del núcleo familiar
OCUPACIÓN DEL JEFE DE NÚCLEO
EN EL SECTOR DE LA ECONOMÍA
INGRESO PER CÁPITA MENSUAL (%)
Economía Economía No
Total
estatal informal ocupados
No declarados 1,5 16,9 25,9 14,4
Hasta 80 pesos 22,7 9,1 37,8 20,4
De 81 a 157 pesos 27,3 11,7 8,6 16,0
De 158 a 297 pesos 33,3 19,5 24,2 25,0
De 298 a 600 pesos 12,1 27,3 6,9 16,5
Más de 600 pesos 3,0 15,6 3,4 8,0
Total 100,0 100,0 100,0 100,0
Fuente: Datos de la muestra de terreno.

270
Más de 70 % de los hogares cuyos jefes de núcleos
no tienen ocupación, se sitúan por debajo de la línea de
riesgo de los que no disponen de libreta de abasteci-
mientos (297 pesos), concentrándose en las condi-
ciones de precariedad la mayor proporción de estos
(37,8 %). Con ingresos por encima de esa línea solo
se ubican 10,3 % de dichas familias. La carencia de
empleo, como es lógico suponer, constituye uno de los
aspectos que con más fuerza contribuye a la precari-
zación de las condiciones de vida.
La proporción de núcleos con jefes ocupados en
la economía estatal que se encuentran por debajo
de la línea de los 297 pesos per cápita, es muy su-
perior a la de los no empleados, que alcanza 83,3 %.
Aparentemente este grupo se encuentra en peores
condiciones que el anterior. Sin embargo, existe una
cuestión que modifica las circunstancias y obliga a
flexibilizar la comparación. Todos los jefes de nú-
cleos comprendidos en esta categoría han logrado
situarse en un empleo en la economía estatal, para
lo cual debieron contar con antelación con su lega-
lización en los registros de direcciones de la capital.
De hecho, lo anterior le da acceso a la libreta de
abastecimientos. En consecuencia, es lógico suponer
que entre ellos aparezca el mayor numero de nú-
cleos que poseen este derecho, con lo que la línea
de riesgo se corre entre ellos de 297 a 157 pesos per
cápita mensuales y el porcentaje de familias en
riesgo se reduce a 50 %, mucho menos que en el
grupo anterior.
Entre los jefes de núcleos ocupados en la eco-
nomía estatal, la mayor proporción se concentra en

271
el rango de ingresos entre 158 y 297 pesos men-
suales, contrario a lo que sucedía en los no ocupa-
dos. Ellos tienden a concentrarse en los ingresos
medios, digamos en los límites exteriores de la
línea de riesgo y no en sus profundidades, como
sucede con los no ocupados. Asimismo, los que
cuentan con ingresos superiores a los 298 pesos en
este grupo, casi duplican la proporción de familias
con jefes sin empleos que cuentan con estos ingre-
sos. La vivencia de estas circunstancias influye en
el hecho de que un empleo en la economía estatal
sea una expectativa fuertemente sentida y deseada
para muchos en la localidad, no solo por lo que
significa como mecanismo de legitimación, sino
también como medio para satisfacer necesidades
básicas elementales.
La situación es muy distinta cuando se comparan
los ingresos de estos grupos familiares con los de
aquellos que son encabezados por personas ocupadas
en la economía informal. Entre estos últimos aparece
el porcentaje más bajo de familias en condiciones
precarias (9,1 %), y el más alto, con ingresos superio-
res a los 298 pesos. De hecho, los mayores ingresos
per cápita se concentran en aquellas familias cuyos
jefes se mueven en el mercado negro bien como pro-
ductores ilegales, bien como vendedores ilegales,
contribuyendo de este modo a que el empleo formal
y las representaciones en torno a este subsistan bajo
ciertas tensiones y contradicciones.
Ante todo, tales condiciones influyen en el dete-
rioro moral del trabajo en la economía estatal. Al
obtener en estas mayores réditos, actúan como una

272
fuerza gravitacional que atrae a los que ya tienen
empleo, al sumarse a ese juego perenne en el que se
apuesta por la subsistencia. Salir, comprar, vender o
simplemente producir en condiciones de clandestini-
dad, hacen de la lucha por la vida un retorno cotidia-
no a las remembranzas de la infancia, en las que se
entregaban, con toda la fuerza de la pasión y hacien-
do derroche de imaginación, al juego de policías y
ladrones. Estando en el juego, cada día se siente la
sensación del riesgo, se tantea el peligro, se vive una
aventura protagonizada como héroe y se experimen-
ta además la libertad de hacer sin un reglamento que
regule cada acto, movimiento o tipo de conducta a
seguir. Hay en ello, por tanto, una espiritualidad o
una subjetividad que aspira a la independencia y que,
al faltarle cauces formales por donde conducirse, se
asume en la ilegalidad. De hecho, se constató en el
terreno que algunos individuos que tenían empleos
formales, lo abandonaron para sumarse al zangoloteo
de la actividad sumergida. Otros, los menos audaces,
se incorporan a esta de modo alternativo y comple-
mentario, sin abandonar sus trabajos.
A pesar de tales circunstancias, las perspectivas
de un empleo en la economía formal constituyen una
expectativa muy deseada para una gran mayoría de la
población del barrio. En contraposición al trabajo
informal, este brinda seguridad, estabilidad y, sobre
todo, garantiza un estatus: ser parte de la ciudad
anhelada.
Un análisis más al interior de la estructura socio-
laboral, como se muestra en la tabla siguiente, revela
detalles de las implicaciones de los ingresos.

273
Distribución del ingreso según la categoría ocupacional
del jefe del núcleo familiar

CATEGORÍA OCUPACIONAL DEL JEFE DE NÚCLEO

cuenta propia (TCP)

Trabajador informal
Obrero y trabajador
INGRESO PER CÁPITA

Policía, militar

Trabajador por

Ama de casa
de servicios

Desocupado
MENSUAL (%)

Trabajador
intelectual

y custodio
No declarados 2,2 0,0 0,0 20,0 16,7 62,5 20,0
Hasta 80 pesos 26,1 0,0 20,0 0,0 9,7 25,0 34,0
De 81 a 157 pesos 21,7 80,0 26,7 0,0 12,5 0,0 10,0
De 158 a 297 pesos 34,8 0,0 40,0 0,0 20,8 0,0 26,0
De 298 a 600 pesos 10,8 20,0 13,3 40,0 26,4 12,5 6,0
Más de 600 pesos 4,3 0,0 0,0 40,0 13,9 0,0 4,0
Total 100,0 100,0 100,0 100,0 100,0 100,0 100,0
Fuente: Datos de la muestra de terreno.

Resalta la concentración de los ingresos de los


trabajadores por cuenta propia, o sea, aquellos que
cuentan con licencia y pagan impuestos. De las familias
gobernadas por los mismos, 80 % reciben ingresos per
cápita por encima de los 298 pesos, y el 20 % restante
no los declararon, quizás motivado por el temor que
ello suscita. Entre los trabajadores informales, por el
contrario, el ingreso es más distribuido y también la
proporción de familias en condiciones de riesgo es
mayor. O sea, aquellos que han logrado formalizar sus
ocupaciones, están en una situación más ventajosa que
quienes las realizan desde la clandestinidad.
El ingreso familiar de los núcleos con jefes traba-
jadores intelectuales también aparece muy concen-
trado: 80 % reciben ingresos de 81 a 157 pesos per
cápita mensuales, y el 20 % restante de 298 a 600
pesos. Entre estos, no existen familias en condiciones

274
de precariedad, pero la mayoría vive en los límites
exteriores de las condiciones de riesgo. En este sen-
tido, la situación de estas familias es peor que el de
la mayoría de las gobernadas por obreros y trabaja-
dores de los servicios, y también que las que encabe-
zan policías, militares y custodios: 49,9 % y 53,3 %,
respectivamente, viven con ingresos superiores a los
157 pesos mensuales. Ello viene a demostrar que aun
en las condiciones de pobreza y marginalidad en que
vive el barrio, la pirámide social se encuentra inver-
tida, tal y como sucede a nivel de toda la sociedad,
como lo han demostrado los diversos estudios.
En 62,5 % de los núcleos encabezados por desocu-
pados, no se declararon ingresos. En este caso, es de
suponer que tal actitud estuvo influenciada por la im-
posibilidad de hacer un cálculo promedio de los mismos
dado su inestabilidad. Entre estos el porcentaje de fa-
milias que se encuentran en situación precaria es alto,
aunque algo inferior al que tienen las gobernadas por
amas de casas, entre las que llega a alcanzar 34 %.
Forman parte de esta última proporción un grupo
en el que se resumen todos los riesgos: ser ilegal, mujer,
carente de empleo y sin un compañero que contribuya
a proveerla a ella y a sus hijos. La existencia en estas
condiciones se convierte en un acto de juegos malaba-
res en el que no hay lugar para escrúpulos o normas
éticas que frenen el impulso por la vida y la subsistencia.
Vivir así les ha dejado una sola opción: hacer lo que sea
por lograr el sustento, ya sea una mamada a un camio-
nero en las Ocho Vías, hurtar al descuido cualquier
objeto vendible, reciclar la basura o venderle el alma al
diablo. Los imperativos de la vida, de buscar la comida
de cada día, no les dejan mucho espacio para escoger

275
y menos aun para detenerse en elucubraciones y consi-
deraciones de filósofos, al no ser aquellas que se refieren
a una filosofía de la vida cotidiana.
Como tal, la informalidad laboral se presenta como
la alternativa más ventajosa para captar ingresos que
permitan el sustento familiar. Sin embargo, aun cuando
el estatus de ilegalidad crea cierta anomia que permite
moverse con cierta libertad por los lucrativos negocios
subterráneos, el valor social del trabajo formal para el
Estado no deja de estar presente en el imaginario de
los asentados en el barrio y como tal es muy recurren-
te en su discurso. Ello es una alternativa inteligente
para lograr el reconocimiento por parte de las institu-
ciones sociales encargadas de resolver su situación.
Con la excepción de los núcleos gobernados por los
trabajadores por cuenta propia con licencia y los traba-
jadores intelectuales, en todos los grupos ocupacionales
aparece una proporción significativa de familias con
ingresos precarios, hasta 80 pesos. Con independencia
de las condiciones de empleo, ello puede estar influen-
ciado por determinadas características sociodemográ-
ficas del grupo familiar, tal como el tamaño del mismo.
Distribución del ingreso según el tamaño
del núcleo familiar
TAMAÑO DEL NÚCLEO FAMILIAR
INGRESO PER CÁPITA MENSUAL (%) De 1 De 2 a 3 De 4 De 5 y más
persona personas personas personas
No declarados 15,8 13,8 19,1 7,7
Hasta 80 pesos 5,3 16,5 34,0 23,1
De 81 a 157 pesos 0,0 19,3 6,4 38,0
De 158 a 297 pesos 36,8 22,0 27,7 23,1
De 298 a 600 pesos 26,3 17,4 12,8 11,5
Más de 600 pesos 15,8 11,0 0,0 3,8
Total 100,0 100,0 100,0 100,0
Fuente: Datos de la muestra

276
En los hogares unipersonales se concentran las
mayores proporciones de los que cuentan con ingre-
sos por encima de los 298 pesos. Estas van disminu-
yendo en la medida en que aumenta el tamaño del
núcleo, elevándose algo en los núcleos de más de
cinco personas. Del mismo modo, aumentan las pro-
porciones de familias en condiciones de precariedad
en la medida que aumenta el número de personas que
las integran. Por tanto, el tamaño del grupo familiar
gravita sobre los ingresos, presionando a las familias
más numerosas hacia las peores condiciones de exis-
tencia.
Muy vinculado con el tamaño del núcleo aparece
otro factor que influye directamente en las disponi-
bilidades y distribución de los ingresos familiares: la
relación entre la cantidad de miembros de la familia
que carecen de todo tipo de ingresos (dependientes)
y los que aportan al presupuesto familiar. Esta relación
se analizó mediante la elaboración de una razón de
dependencia, que resulta de dividir la cantidad de per-
sonas del grupo familiar que no tienen empleo, ni
desarrollan actividades sistemáticas para la capta-
ción de ingresos, entre los que sí lo tienen y reportan
ingresos personales. La información resultante se
agrupó en cinco categorías.

1. Sin dependientes en la familia. Agrupa a todas


aquellas familias en las que todo el mundo tra-
baja o desarrolla algún tipo de actividad que le
permite captar ingresos.
2. Entre 0 y 1 dependiente. Se incluyeron aquí los
núcleos en los que la proporción entre los que

277
tienen empleo y no lo tienen es de uno a uno o
menos. Por ejemplo, una familia en la que dos
trabajan y uno no, tiene una razón de dependen-
cia de 0,5, por lo que queda incluida en la cate-
goría.
3. De 1 a 2 dependientes. Incorpora a todos aquellos
hogares en cuya composición existe más de una
persona sin ningún tipo de ingresos por cada
una que capta algún tipo de peculio, siempre que
esta relación no sobrepase la cifra de dos.
4. Más de 2 dependientes. Se trata de la misma re-
lación anterior, con la particularidad de que por
cada persona con ingresos en la familia, existen
más de dos dependiendo de esta. Ejemplo: un
núcleo de cinco personas en el que solo dos apor-
tan al presupuesto familiar.
5. Dependencia absoluta o indeterminada. Está
formada por aquellas familias en las que nadie
trabaja ni desarrolla algún tipo de actividad re-
munerativa sistemática. Nadie en estas declara
ingresos personales. Los escasos ingresos que
algunas de estas declararon, de modo general y
sin atribuirlo a una persona determinada dentro
del núcleo, se deben a actividades fortuitas: algo
que les cae en las manos para revender, el dine-
ro que les da por caridad algún familiar y alguna
que otra alternativa que por mal habida no se
especifica.

Atendiendo al sector de ocupación de los jefes de


núcleos, la razón de dependientes se comporta de la
siguiente forma.

278
Razón de dependientes en la familia según el sector
en que está ocupado el jefe del núcleo familiar
RAZÓN DE DEPENDENCIA (EN %)
SECTOR DE OCUPACIÓN
No Entre De Más
DEL JEFE DE NÚCLEO Todos Total
tienen 0 y 1 1 a 2 de 2
En la economía estatal 19,7 37,9 28,8 16,7 0,0 100,0
En la economía informal 27,3 28,6 29,9 14,3 0,0 100,0
No ocupados 0,0 13,6 31,0 24,1 31,0 100,0
Desocupados 0,0 0,0 12,5 12,5 75,0 100,0
Amas de casa 0,0 14,0 36,0 26,0 24,0 100,0
Total 16,9 27,4 28,9 17,9 8,1 100,0
Fuente: Datos de la muestra de terreno.

En general, predominan las familias en las que


existen entre más de una y dos personas que deben ser
mantenidas por los que trabajan y luchan cotidianamen-
te por la vida. Son niños, ancianos, mujeres sin empleo
y personas con discapacidades físicas o mentales, algunas
de ellas dependientes de medicamentos, lo que tensiona,
aun más, los precarios ingresos familiares. Otro porcen-
taje significativo es el de las familias que tienen hasta un
dependiente por cada persona que aporta ingresos. Entre
los jefes de núcleos ocupados en la economía estatal,
este es el tipo de familia más característica.
El patrón familiar que reproducen los núcleos
cuyos jefes reportan ocupación tanto en la economía
estatal como en la informal, tiende a enfatizar el bajo
número de dependientes, hasta uno o menos de uno.
Ello forma parte de una estrategia que tiende a sumar
cada vez más individuos a la captación de ingre-
sos, tratar de reducir el número de hijos y estimular
los matrimonios tempranos de las muchachas casade-
ras, como medios para enfrentar e ir sorteando las
penurias y escaseces de la vida cotidiana.

279
Entre los jefes de núcleos no ocupados, por el
contrario, existe un marcado predominio de las fami-
lias con altas tasas de dependientes, lo que contribuye
a depauperar aun más sus condiciones de existencia
ya paupérrimas. En este grupo aparecen familias en las
que ninguno de sus miembros hacen aportes sistemá-
ticos al presupuesto colectivo. Estas son 8,1 % del
total, pero alcanzan 75 % en las gobernadas por per-
sonas desocupadas y 24 % en las encabezadas por amas
de casa. Vivir en estas familias es encontrarse en el
fondo del foso, abandonados a sí mismos a la abulia y
a la buena de Dios. La relación entre dependientes e
ingresos familiares confirma esta idea.
Distribución del ingreso según razón
de dependientes en el núcleo familiar

RAZÓN DE DEPENDIENTES EN LA FAMILIA (EN %)


INGRESO PER CÁPITA Sin De 0 a 1 De 1 a 2 Más de 2 Todos son
MENSUAL
depen- depen- depen- depen- depen-
dientes diente dientes dientes dientes
No declarados 14,7 3,6 10,3 16,2 55,6
Hasta 80 pesos 0,0 7,3 22,4 44,4 44,4
De 81 a 157 pesos 0,0 34,5 13,8 13,9 0,0
De 158 a 297 pesos 32,3 23,7 3,6 19,5 0,0
De 298 a 600 pesos 29,4 20,0 17,2 5,6 0,0
Más de 600 pesos 23,5 10,9 3,4 0,0 0,0
Total 100,0 100,0 100,0 100,0 100,0
Fuente: Datos de la muestra de terreno.

Con más claridad que en cualquier otra variable


analizada, la tasa de dependientes se muestra aquí
como una fuerza que succiona a los grupos familiares,
en las condiciones del barrio, hacia la más profunda
miseria. En la medida que aumenta el número de depen-
dientes, aumenta la cantidad de familias que se ubican

280
en la línea de la precariedad, definida para los 80 pesos
per cápita, mientras que, por el contrario, el mayor
porcentaje de familias con ingresos mayores se encuen-
tra entre las que tienen menor número de dependientes.
Así, los dependientes, en estas condiciones, constitu-
yen una carga pesada que se arrastra con resignación
o se escapa de esta deshaciendo el lazo familiar. Quizá
el mayor número de dependientes entre las familias
gobernadas por amas de casa y personas no ocupa-
das sea una expresión de esto último.
Vivir en el «llega y pon», es una agonía de resis-
tencia por mantenerse a flote, en contra de un con-
junto de fuerzas que empujan hacia abajo. El empleo
formal les está denegado; su condición de ilegales los
aparta y los sumerge más en la informalidad. Dentro
de esta, una buena parte logra ingresos superiores a
los que obtienen los que se emplean en la economía
estatal, pero con ello contribuyen a cerrar y a alimen-
tar una especie de círculo vicioso en el cual quedan
atrapados y que los retrotrae cada vez más. Esas ven-
tas ilegales que les permiten existir, también se vuel-
ven en su contra por la especulación característica del
mercado negro y los altos precios de los productos
que circulan, costosos para todos, pero inaccesibles
para gran parte de los habitantes del asentamiento.
«¡Pescado, toma tu pescado aquí!», «¡Luz brillante!»:
así, las frases lanzadas al aire por los vendedores
ambulantes que se adentran en el barrio, van dejando
la estela sonora de su afán de lucrar con las necesi-
dades de sus habitantes, contribuyendo, a la vez, a
configurar parte de la imagen y el universo auditivo
de la comunidad. Imagen de zona franca para el co-
mercio sumergido que, a pesar de todo, le devuelve

281
a sus residentes, en ese mismo sonido, el reflujo de
la opresión por sus circunstancias y les recalca su
otredad. Su condición de ilegal hace que se les escape
de las manos, casi sin verlo, lo que en la ilegalidad y
en la informalidad obtuvieron. Es un círculo en el que
siguen perdiendo, pues «…muchas veces se aprove-
chan y nos cobran tremendos precios por las cosas
que traen. Ellos saben que, como no tenemos censo,
tenemos que morir con sus productos, pero si no es
de esta forma, no comemos…» (notas de campo).
En este círculo de circunstancias opresivas vive
la mayoría, por no decir la totalidad, de las familias
de la localidad, incluso las que tienen ingresos per
cápita superiores a los que marcan las líneas de riesgo
definidas en este capítulo. Aquellas cuyos ingresos
les permiten acceder a una alimentación más variada
y rica en nutrientes, que pueden contar con algunos
excedentes monetarios por encima de esa supervi-
vencia elemental, siguen encerradas en las condicio-
nes que les dicta la localidad. Son quizá menos pobres
y vulnerables en la pobreza y la vulnerabilidad.

282
Capítulo VI
El delito y las relaciones
con la justicia

En más de un estudio se ha destacado la existencia


de cierta correspondencia de la geografía del delito y
la violencia, con la de la pobreza y la marginación. Las
tasas más altas de criminalidad se registran en los
países del llamado tercer mundo. Dentro de los países,
las zonas más deprimidas sufren con mucha más
intensidad este problema. Un estudio de homicidios
en grandes ciudades de los Estados Unidos encontró
que las comunidades con las tasas de homicidios per
cápita más altas también tenían los mayores índices
de pobreza y de densidad de población (Williams y
Flewelling, 1998). En Brasil, diferentes diagnósticos
han evidenciado que las proporciones de delitos y
actos de violencia criminalizada son entre tres y ocho
veces superiores en los barrios pobres que en las loca-
lidades de las clases media y alta. Estudios recientes
en Cuba (Rodríguez Ruiz y otros, 2003) destacaron
que las comunidades o barrios violentos28 estaban
28
Comunidad o barrio violento se definió en ese estudio como
un espacio residencial de población concentrada, identificado
con una denominación, donde se preservan y reproducen con-
diciones socioeconómicas desventajosas y/o una herencia cul-
tural vinculada a la pobreza y la dominación, acentuadamente
impregnada de moldes de conductas agresivas y disfuncionales,
que marcan el estilo de vida, haciendo de la violencia un recur-
so de las relaciones interpersonales, que se aprende y transmi-
te en el hogar, el ambiente y la cotidianidad del barrio.

283
asociados también a condiciones socioeconómicas
deprimidas.
En el fondo de estas actitudes puede estar fun-
cionando un estado de frustración y resentimiento
perpetuo que acompaña la miseria. Es posible también
que el vínculo entre pobreza y violencia delictiva se
explique, al menos en parte, porque la vulnerabilidad
de los pobres aumenta la probabilidad de que sean
arrestados (Climent Sanjuán, 1999). Pero, además,
el conjunto de situaciones que los hacen más vulne-
rables, se asienta en una práctica y una experiencia
del grupo familiar y, por esa vía, en la comunidad.
Estar o haber estado preso deja un recuerdo en la
familia de la pena, el castigo y las representaciones
de la cárcel, sus historias y acontecimientos, que se
le hace cercano y común. Los miembros del grupo
que sufrieron en carne propia la experiencia, quedan
marcados por esta, proyectando hacia los otros mu-
chas pautas, hábitos y conductas adquiridos en la vida
carcelaria. Se configura, de este modo, un sutil patrón
de transmisión de valores muy difícil de constatar.
Indagar sobre la actividad delictiva en una comu-
nidad de ilegales —en la que tal condición tiene im-
plicaciones severas para el hombre, aun más cuando
a su alrededor, sus vecinos, sus semejantes, objeto-
sujeto de las interacciones, no están exentos de pe-
cado—, resulta siempre una tarea compleja. El rótu-
lo de lo ilegal, más allá de las causas y condiciones
que propician su presencia, más allá de la voluntarie-
dad imperante o la obligación irremediable erigida
como presión sobre los actores sociales que en la co-
munidad conviven, constituye un nudo en el que
coinciden múltiples acciones, permeadas todas por el

284
sentido de la transgresión. El tema, por tanto, se
presentaba con muchas potencialidades de mover
suspicacias y herir susceptibilidades. Estas se podían
convertir en verdaderas barreras para la comunica-
ción con el informante y, al difundirse por el barrio,
constituir el rechazo de la comunidad. Por tal motivo,
se optó por formular preguntas indirectas, en dos
momentos fundamentales:

• indagando sobre los parientes que tenían o habían


tenido en algún momento que cumplir sanción
en prisión;
• presentándoles una situación hipotética y alejada
de su realidad, a la cual ellos debían dar solución.

Los resultados de ambas técnicas se exponen a


continuación.

Las ovejas negras: los familiares presos

La pregunta con la que se exploró en el tema, fue si


tenía o había tenido en algún momento un pariente
preso y cuál era el tipo de parentesco que lo unía a
él. Planteada así, en general, sacaba al interlocutor
del centro de la atención de la cuestión y la despla-
zaba hacia el grupo de parientes. Asimismo, dejaba
a la elección del informante la extensión del paren-
tesco y las nociones de especialidad y tiempo en las
que se pudieran haber producido los encarcelamien-
tos. La ambigüedad de la pregunta la inhabilitaba
para una medición del número de presos y expresos
que residen en el barrio, pero permitía formarse una

285
idea del número de familias que en algún momento
de su historia habían sido impactadas por esta si-
tuación.
Independientemente de cualquier medición, ha-
ber tenido algún familiar preso en algún momento de
la vida, marca la historia del grupo familiar y a las
personas que lo conforman. Uno de nuestros infor-
mantes daba un testimonio muy gráfico de ello cuan-
do decía:

Para mí la mayor insatisfacción es el problema


del hijo mío; yo nunca pensé en tener un hijo
preso. Eso me… Aunque uno no quiera, cuando
se acuerda, sufre. Yo, como crié a mis hijos, no
pensé en estos momentos verme llevando jabas
a una prisión. Con eso, aunque usted tenga mucho
dinero en el bolsillo, no se está bien, porque el
cerebro no descansa, porque, aunque no quiera,
lo siente: si está acostado, si va a comer… ¡está
preso! Eso, a cualquier padre, a cualquier perso-
na que tenga un ser querido preso que le tenga
aprecio…, es una intranquilidad que uno tiene.
¿Cuándo me despreocupo un poco?, cuando estoy
trabajando, que me relajo…, pero cuando estoy en
la soledad me vienen los recuerdos malos.
Es hijo de uno y hay que reconocer la verdad. Yo
no tengo pena de decir que tengo un hijo preso,
porque lo hizo. Yo no quisiera…, y mire, yo estoy
aquí para ver si le conseguía un trabajo, por él,
para ver si no caía ahí…
(Notas de campo. Hombre mestizo, 54 años,
parcelario y albañil, noveno grado de escolaridad,
procedente de Guantánamo.)

286
A registrar ese momento de la vida familiar estu-
vo encaminado el análisis. Los parientes declarados
como presos, según el tipo de vínculos, fueron clasi-
ficados para su análisis en las categorías siguientes:

• parientes directos: en esta se agruparon todos


los términos de parentesco que se vinculan a
la familia nuclear o a una línea de descendencia
directa, o sea, padre, madre, hermano, cónyuge
e incluso nietos y abuelos;
• parientes colaterales y afines: incluye todos los
grados de parentesco, consanguíneo o por afi-
nidad, determinado colateralmente: tíos, sobri-
nos, primos, nueras, yernos, cuñados,…;
• en una tercera categoría se incluyeron a las fa-
milias que reportaron más de un familiar preso,
sin hacer distinción del tipo de parentesco.

En las respuestas predominó una representación


de familia que se circunscribía bastante a los grados de
parentescos más inmediatos y directos, los más próxi-
mos a la familia nuclear: padre, hijo, cónyuge o excón-
yuge y hermano. En estos grados de parentesco se
concentraba 76,7 % del total de parientes presos repor-
tados por los informantes. En contraposición, solo se
listó 16,7 % de parientes colaterales y afines, tales como
primos, tíos, sobrinos, yernos, nueras y cuñados. El
6,7 % restante corresponde a familias en las que se
reportó más de un pariente preso con independencia
de la combinación de estos. El número de términos de
parientes colaterales de un individuo tiende a ser mayor
que los aquí descritos como directos. Sin embargo, la
baja frecuencia con que estos aparecen, más que con

287
una noción estricta de familia que los excluye, tiene
que ver con el alejamiento de la patria chica que expe-
rimenta el emigrante y con su reterritorialización.
Del total de familias en las que se indagó sobre la
cuestión, 29,9 % tienen o han tenido en algún momen-
to algún familiar preso. Este representa un porcentaje
relativamente alto para cualquier comunidad. Consti-
tuye, por tanto, una expresión de esa lógica fatal que
incorpora las experiencias y representaciones de las
poblaciones empobrecidas: el sufrimiento de haber
padecido el peso de la justicia al traspasar la línea de las
transgresiones permisibles. El vínculo que tiene este
fenómeno con los procesos de empobrecimiento, se
aprecia con más claridad cuando se correlaciona con
los niveles de ingreso de los grupos familiares, como
se muestra en la siguiente tabla.
Familias que han tenido o tienen parientes presos
según tipo de parentesco y niveles de ingresos
PARIENTES PRESOS O NO Y SUS MODALIDADES (EN %)
INGRESOS Sin Con familiares presos
PER CÁPITA presos Familiares Familiares Más de un
en la Subtotal Total
FAMILIAR directos colaterales familiar
familia presos (a) presos (b) preso (c) (a+b+c)
No
reportaron 72,4 27,6 0,0 0,0 27,6 100,0
Hasta 80
pesos 58,5 29,3 7,3 4,9 41,5 100,0
De 81 a
157 pesos 81,3 9,4 9,4 0,0 18,8 100,0
De 158 a
297 pesos 72,0 22,0 4,0 2,0 28,0 100,0
De 298 a
600 pesos 75,8 15,2 6,1 3,0 24,2 100,0
Más de
600 pesos 56,3 43,8 0,0 0,0 43,8 100,0
Total 70,1 22,9 5,0 2,0 29,9 100,0
Fuente: Datos de la muestra de terreno.
Nota: Familiar directo: padre, hijo, cónyuge, hermanos.
Familiar colateral: tío, sobrino, primos,…

288
Las proporciones más altas de familias con algún
pariente preso se concentran en los grupos de ingre-
sos de más de 600 pesos y las que tienen hasta 80
pesos per cápita mensuales, o sea, en las condiciones
de mayor precariedad y en las de mayores ingresos.
Estos grupos son los únicos que tienen porcentajes por
encima de la media de la localidad. En el de menores
ingresos se confirma la correlación entre las condi-
ciones de máxima pobreza y la mayor vulnerabilidad
ante el delito; en el otro grupo ello aparece como un
aparente contrasentido, que exige un estudio más a
profundidad concentrado en este problema y en este
grupo de familias. No obstante, es posible adelantar
alguna hipótesis al respecto.
Como ya fue visto, en el grupo de ingresos de más
de 600 pesos existe un predominio de los trabajadores
informales. Es posible que el tiempo de pertenencia y
la cantidad de vínculos dentro de las redes ilegales los
sitúen en nodos claves. Es conocido que en las redes
ilegales el dilema de la confianza sobre la que deben
constituirse, se resuelve en muchas ocasiones por sus
interconexiones con los vínculos de parentesco.
El ciento por ciento de los parientes presos que
reportan las familias de mayores ingresos, quedan
comprendidos entre los que se han denominado como
directos. Sin embargo, entre los parientes presos de
las que están en una situación de precariedad, hasta
80 pesos de ingresos per cápita, la situación es más
variada. Entre estas últimas, incluso se presenta el
mayor porcentaje de las que tienen más de un familiar
en esta condición. Por tanto, en cierto sentido refleja
una de las consecuencias del empobrecimiento extre-
mo, el delito.

289
En el resto de los grupos de ingresos per cápita,
el número de familias con parientes presos se sitúa
por debajo de la media; o sea, este fenómeno se po-
lariza en las condiciones extremas. Ello no resta
significación al ingreso como una variable que per-
mite aproximarse a las premisas que subyacen en la
actividad delictiva. La ocupación del jefe del núcleo,
su sexo y la presencia o no del cónyuge, son otras
variables que pueden develar algunas características
del fenómeno.
Las proporciones de familias con parientes presos,
según la ocupación del jefe del núcleo, pueden apre-
ciarse en el cuadro siguiente.
Familias con parientes presos según categoría
ocupacional del jefe de núcleo

CATEGORÍA OCUPACIONAL DEL JEFE DEL NÚCLEO CON FAMILIAR PRESO (EN %)
Desocupados

No ocupados
trabajadores
de servicios

Trabajador

Trabajador
intelectual
Ocupados

militares

informal
Obreros

Policías
y

29,3 39,1 20,0 26,7 24,7 37,5 31,0

Fuente: Datos de la muestra de terreno.

Resulta llamativo que el porcentaje de familias


con familiares presos encabezadas por obreros y
trabajadores de los servicios, sea mayor que las que
tienen por jefes a trabajadores informales. Por un
lado, es posible que expresase el tipo de participa-
ción de las personas del «llega y pon» en las redes

290
informales, el cual se produce hacia el exterior de
las mismas, en donde el tipo de transgresión no
conduce a castigo penal. Por otro, también es posi-
ble que se relacione con el tipo de ocupaciones que
predominan en el barrio entre los obreros, general-
mente de muy baja calificación, y las trayectorias
familiares, que se asocian a la derivación de las
personas hacia ese tipo de proletarización en nues-
tras condiciones sociales.
En general, una mayor proporción de las familias
cuyos jefes de núcleos son desocupados reportan que
tienen algún pariente preso. Atendiendo al sexo del
jefe de núcleo, 32,5 % de las gobernadas por mujeres
presentan esta situación contra 27,9 % en las que es el
hombre el cabeza de familia.
Otra variable importante es la relacionada con
el color de la piel, como se muestra en la tabla
siguiente.
Familias con parientes presos o no,
según el color de la piel de sus jefes

COLOR DE LA PIEL DEL JEFE DE NÚCLEO (EN %)


PRESENCIA O NO
DE PARIENTES PRESOS
Blancos Negros Mestizos Total

Sin parientes presos 80,0 66,7 69,2 70,1

Parientes directos presos 17,1 25,3 22,0 22,4

Parientes colaterales presos 2,9 5,3 5,5 5,0

Más de un pariente preso 0,0 2,7 3,3 2,5

Total 100,0 100,0 100,0 100,0

Fuente: Datos de la muestra de terreno.

291
La menor proporción de parientes presos aparece
en las familias gobernadas por blancos, y la mayor
proporción en las que tienen por cabeza a un negro.
Este fenómeno se produce a pesar de que en las con-
diciones del barrio, como ya fue expuesto, los blancos
están en peores condiciones que los negros y mesti-
zos. En consecuencia, más que una situación interna
de la comunidad, dichas desproporciones reflejan un
fenómeno de base histórica y de manifestación en la
sociedad en su conjunto: las desventajas sociales de
los negros y su posición en la estructura social como
grupo subordinado que ha sido desde siempre obje-
to de los prejuicios, haciéndolos más vulnerables al
delito y su represión.

¿Lo denunciaría?, ¿sí o no?

Para profundizar en el tipo de representaciones que


persisten en torno al delito y su apreciación, se plan-
teó a los informantes una pregunta problema. Se les
presentaban dos situaciones: una era la de un traba-
jador de una fábrica que sustraía todos los días pe-
queñas cantidades de productos, por ejemplo, dos o
tres jabones de la producción; la otra incluía variantes
de la actividad delictiva de mayor gravedad, tales como
el robo en vivienda habitada o el asesinato. Se les
preguntaba si denunciarían estos casos. Siempre se
les preguntaba primero sobre las pequeñas sustrac-
ciones y si no opinaban sobre la situación más grave,
se introducía la segunda pregunta. Los resultados
generales de esta técnica son los siguientes.

292
Opción de denunciar diferentes modalidades
de delitos, según sexo y carácter de la transgresión legal

SEXO Y TIPO DE TRANSGRESIÓN LEGAL (EN %)


RESPUESTA A
Robos en viviendas,
LA PREGUNTA Sustracciones
asesinatos
DE SI LO en el centro de trabajo
y otros delitos graves
DENUNCIARÍA
Masculino Femenino Total Masculino Femenino Total
Sí 0,0 17,6 10,0 88,9 84,6 86,4
No 84,6 64,7 73,3 11,1 15,4 13,6
Depende 15,4 17,6 16,7 0,0 0,0 0,0
Total 100,0 100,0 100,0 100,0 100,0 100,0
Fuente: Datos de la muestra de terreno.

Las actitudes ante la gravedad del delito son con-


trastantes. Cuando se trata de robos en vivienda,
asesinatos u otros de máxima peligrosidad social, las
proporciones de los que optan por denunciarlos son
muy altas. En este sentido, prevalecen opiniones al
estilo de «…el asesinato sí lo denunciaría. El robo es
una cosa que también hay que denunciar. Imagínate
los sacrificios que uno hace para obtener las cosas y
que venga un ladrón a llevárselas para disfrutarlas…»
(informante masculino, desocupado). Otros circunscri-
ben el problema al propio escenario barrial, denotando
el sentido de identidad y solidaridad entre vecinos:
«…Yo solo denuncio el robo cuando es entre vecinos. Al
que coja robándole a un vecino en el asentamiento, lo
denuncio…» (informante femenino, ama de casa).
Esta idea de solidaridad e identidad barrial se
manifiesta incluso entre los que se niegan a denunciar
cualquier tipo de hecho delictivo por grave que sea:
«…yo no denuncio al que robe en su trabajo o en una

293
bodega o algo así; ¡que lo coja la policía que está para
eso! Yo sí denuncio al que robe a alguien aquí en el
asentamiento…» (informante masculino, trabajador
por cuenta propia). La identidad barrial y el proyecto
de resistencia colectiva se reflejan de este modo,
también, en un ideal que actúa como mecanismo de
autocontrol en el interior de la localidad.
Ante los pequeños robos en la producción existe
una actitud muy diferente. La inmensa mayoría
(73,3 %) opta por no denunciarlos, contra solo 10 %
que declaran que sí lo harían y 16,7 % que lo condi-
cionan. Entre estos últimos aparecen opiniones que
hacen depender la decisión de la propia experiencia:
«…Ahora, si alguien se lleva algo de su trabajo, lo
denunciaría o no según lo que se lleve. Si tú trabajas
en una fábrica y te llevas una caja de jabones, puede
afectarte a ti si te cogen. Pero, no sé, nunca he estado
en ese caso. Eso es según el momento y las cosas. Tú
nunca puedes decir si no te ha pasado» (informante
masculino, trabajador por cuenta propia). Otros lo
condicionan a la calidad y la cantidad de lo que se
sustrae: «…Yo solo denunciaría a una persona si se lleva
grandes cantidades, pero si es para sobrevivir, no…»
(informante femenina, ama de casa).
En las valoraciones de los que plantean que sí
denunciarían este tipo de hechos, se expresan moti-
vaciones del tipo ideopolíticas: «…Únicamente veo
bien trabajar para el Estado y servirle a la Revolución
(…) por eso yo sí denuncio a una persona que robe
en su trabajo…» (informante femenina, vendedora
ilegal). Otros asumen la respuesta desde una actitud
vacilante: «…Si veo a alguien llevándose algo de su
trabajo, no sé si lo denunciaría. No sé, con eso no hay

294
quien pueda. No debe ser, porque para eso, si lo
necesitas, lo pides y de seguro no te lo van a negar.
Si no es hoy, es mañana. Pero cogerlo, no. Ya eso es
otro problema, yo sí que en mi trabajo no cogí nada.
Si los veo, los denuncio; claro, eso no puede existir»
(informante femenina, vendedora ilegal).
La actitud más generalizada ante este tipo de hecho
es la de no denunciarlo ya que se vincula con la lucha
y la sobrevivencia: «…A veces uno tiene un problema y
lucha por enfrentar la vida, eso es la lucha, por eso yo
no denuncio a ese que se lleva un poquito de algo en
su trabajo. Él lo que está haciendo es luchando y allí
hay bastante…» (informante femenina, ama de casa).
El acto aparece aquí representado como respuesta a
una necesidad insatisfecha, el imperativo que esta le
plantea y la abundancia de algo. Otros vinculan más
explícitamente el problema a situaciones concretas:
«…Si un hombre trabaja en una fábrica de jabones y
saca dos todos los días, yo no lo denuncio porque eso
es su lucha. Imagínate lo que gana el que trabaja en la
fábrica de jabones. Si saca dos pastillas y las vende, ya
tiene su dinerito para darle de comer a sus hijos…»
(informante femenina, desocupada). De este modo se
legitima en la desproporción entre el salario, el costo
de la vida y la sobrevaloración de muchos productos:
«…una persona que se lleva de una fábrica una cosi-
ta yo no lo denuncio, por ejemplo, un par de jabones
para venderlos. ¿Tú sabes lo que cuesta un jabón en la
shopping y cuánto gana ese hombre? 148 pesos. Con
eso no se puede bañar…» (informante masculino,
trabajador por cuenta propia).
Otros agregan al imperativo de la necesidad las
posiciones de poder respecto a las cosas: «…Si una

295
persona lo que se está llevando es uno o dos jabones
todos los días de su trabajo, yo no lo denuncio. Eso
lo está haciendo para “escapar” [sobrevivir] (…). ¿A
quién vas a denunciar?, ¿al jefe que se los lleva por
camiones?…» (informante masculino, desocupado).
Para otros, es un mal inevitable, cuya denuncia puede
encerrar peligros personales: «…A una persona que
se lleva de su empresa uno o dos jabones yo no la
denunciaría; eso es un problema de la empresa y los
CVP [vigilantes]. Aquí no se puede estar en eso,
porque apareces con la boca llena de hormigas. Ade-
más, esto nunca se va a acabar, porque el que trabaja
con arroz se lleva un poquito, el cocinero se lleva un
pedazo de carne; eso nunca se va a acabar…» (infor-
mante masculino, trabajador de comunales).
En general, este tipo de acto no es visto como un
delito y en cierto sentido se legitima en la necesidad,
la escasez de un producto, su sobrevaloración, los
bajos salarios y una percepción respecto a los que
tienen poder sobre este para apropiárselos en mayores
proporciones. Tal tipo de mentalidad en una economía
social encierra peligros y hace recordar la sentencia de
Marx: «El valor creciente del mundo de las cosas deter-
mina la directa proporción de la devaluación del mun-
do de los hombres» (Marx, 1975a: 71).

296
Capítulo VII
El corazón de un mundo
que intenta recobrar su corazón

El consuelo y la esperanza que brinda la religión, la


hacen ser un aspecto ineludible en la caracterización
de la vida de la comunidad. Este fenómeno, ante
todo, aparece marcado por las características cultu-
rales que se fueron conformando en todo el proceso
formativo de la nación cubana. Así, en el mundo
religioso que nos rodea, descubrimos a cada paso la
influencia del legado africano que coexiste con las
formas del cristianismo impuestas por los grupos
dominantes. Se trata de un mundo diverso y lleno
de entrecruzamientos en el que subsisten, además,
otras expresiones vinculadas a sus portadores étni-
cos. Conocer cómo las diferentes variantes se inscriben
en la vida de la comunidad, constituyó un aspecto
importante de la investigación.

Prácticas y creencias religiosas

Para aproximarse al conocimiento de esa abigarrada


realidad en la comunidad objeto de estudio, se privi-
legió como unidad de análisis el grupo familiar. La
pesquisa se encaminó a conocer si en la familia exis-
tía algún tipo de práctica o creencia religiosa y qué
tipo de creencia era, con independencia de cuáles o
cuántos de sus miembros estuvieran involucrados. El

297
hecho de que en una familia determinada se reporta-
ra la presencia de alguna manifestación religiosa,
hacía presuponer algún tipo de relación de todos sus
miembros con dicha manifestación, estuviera o no
comprometido con su práctica.
Las raíces diversas de las creencias religiosas,
identificables con el color de la piel, condujeron a
correlacionar el tipo de creencia con la pertenencia
racial del jefe del núcleo, como se muestra en la si-
guiente tabla.
Presencia de prácticas religiosas en las familias
según el color de la piel del jefe del núcleo
COLOR DE ESTAS, SON PRÁCTICAS DE TIPO:
SIN CON
DE LA PIEL
CREENCIAS CREENCIAS
Origen Cris- Afro y Total
DEL JEFE
RELIGIOSAS RELIGIOSAS Otras
DE NÚCLEO africano tianas cristianas

Blancos 45,7 54,3 22,9 25,7 5,7 0,0 100,0


Negros 48,0 52,0 24,0 16,0 5,3 6,7 100,0
Mestizos 48,4 51,6 18,7 26,4 4,4 2,2 100,0
Total 47,8 52,2 21,4 22,4 5,0 3,5 100,0
Fuente: Datos de la muestra de terreno.

La mayoría de las familias del barrio (52,2 %)


reporta la práctica sistemática de alguna religión. El
47,8 % restante afirmó que no eran practicantes de
religión alguna; forman parte de un conglomerado de
personas para las que la lucha por la vida no deja
tiempo ni espacio que se pueda dedicar a la atención
del culto. Sin embargo, ello no quiere decir que sean
no creyentes radicales. Su aproximación a lo divino
se hace desde posiciones eclécticas y circunstanciales,
prueba de lo cual fue una situación muy curiosa que

298
se repitió mucho durante el trabajo de terreno. Mu-
chas de estas personas, que negaban su adscripción
a cualquier forma de religión, poseían en su casa
atributos religiosos diversos, ya fueran estatuillas
y/o estampillas de alguna virgen, vasos con agua,…
Constituyen, por tanto, una parte de esa masa de
personas comprendidas en el concepto de religiosidad
popular.
A pesar de que la población del barrio es mayo-
ritariamente negra y mestiza y que en la observación
se hacían más visibles las simbologías que permitían
identificar la influencia de las religiones de origen
africano, existe un predomino de las prácticas cristia-
nas. Este hecho pone en duda determinadas conclu-
siones, basadas en la observación, que atribuyen un
predominio de las religiones afro en las áreas margi-
nales y deprimidas, lo que indica que la observación
puede mover a engaño en el diagnóstico de este tipo
de problema en una comunidad específica, aunque en
este caso puede estar influida por el fuerte compo-
nente de población emigrante de la región oriental,
donde las prácticas de estas religiones tienen carac-
terísticas diferentes. Son menos espectaculares y
quizás están menos extendidas.
El contrapunteo entre las prácticas cristianas y
de origen africano adquiere diferentes matices al
correlacionarlo con el color de la piel de los jefes de
núcleos familiares. Así, en las familias encabezadas
por blancos o mestizos, predominan las creencias
cristianas, mientras que en las que gobiernan los
negros se acentúa el componente africano, aunque
este no es exclusivo de ellos. Tal acento reafirma la
persistencia de una raigambre que identifica a un

299
núcleo importante de sus practicantes con sus ances-
tros negros africanos. Se trata de la huella de un hilo
conductor que, desde lo cubano, mantiene atado es-
piritualmente a una parte de la población negra a su
origen. Un análisis transversal por cada tipo de creen-
cia deja ver que este hilo no es lineal, sino que se
entreteje en lo cubano e incorpora significativamente
otros componentes raciales.
Presencia de prácticas religiosas en las familias
según el color de la piel del jefe del núcleo
DE ESTAS, SON PRÁCTICAS
DE TIPO: (EN %)
COLOR
SIN CON
DE LA PIEL
Cristianas

CREENCIAS CREENCIAS cristianas TOTAL


africano
Origen

Afro y
DEL JEFE

Otras
RELIGIOSAS RELIGIOSAS
DE NÚCLEO

Blancos 16,7 18,1 18,6 20,0 20,0 0,0 17,4


Negros 37,5 37,1 41,9 26,7 40,0 71,4 37,3
Mestizos 45,8 44,8 39,5 53,3 40,0 28,6 45,3
Total 100,0 100,0 100,0 100,0 100,0 100,0 100,0
Fuente: Datos de la muestra de terreno.

Las creencias de origen africano están presentes


en familias gobernadas por personas de todos los
grupos raciales. Blancos y negros manifiestan estar
adscritos a estas religiones en un porcentaje superior
al que tienen ellos en la población de la localidad. Los
mestizos, aunque en una proporción menor que la
que tienen en la población, participan también signi-
ficativamente de la africanía religiosa. Es el hilo que
se ramifica a modo de raíz para afincarse en la cuba-
nidad e impedir que pueda ser arrancado.

300
Entre los mestizos, seguidos de los blancos, exis-
te la proporción mayor de familias cristianas que, del
mismo modo que en la anterior situación, no son
exclusivas de ningún grupo racial. La proporción de
familias con jefes de núcleos negros que reportan su
adscripción al cristianismo, también es significativa,
aunque está por debajo de la media de este tipo de
grupo doméstico en la comunidad.
Otro rasgo muy característico de la religiosidad
cubana y su carácter flexible, es el hecho de que al me-
nos en 5 % de las familias coexisten creencias cristianas
y de origen africano. Esto es más acentuado en los
grupos familiares gobernados por blancos y negros.
Atendiendo a las características raciales de las
familias que practican uno u otro tipo de manifesta-
ción religiosa, surge también una diferencia signifi-
cativa: 56,8 % de los grupos familiares en los que se
reporta la práctica de religiones de origen africano
están conformados por personas de un mismo grupo
racial, constituyendo el 43,2 % restante familias in-
terraciales, o sea, integradas por personas de diferen-
te apariencia racial. Entre las familias que se adscriben
al cristianismo sucede lo contrario: 60 % es interracial
y solo 40 % es intrarracial. Por tanto, se comprende
que el cristianismo en la comunidad está acompaña-
do de la interracialidad.
Llama la atención que entre las familias practican-
tes del cristianismo, 66,7 % de los jefes de núcleos son
hombres, mientras que, en las que se adscriben a las
creencias afro, 53,5 % están gobernadas por mujeres.
Entre otros aspectos, ello es posible interpretarlo como
un reflejo de la contraposición del patriarcalismo de
la cultura judeocristiana y la africana, fuertemente

301
matizada en una amplia región por la filiación matri-
lineal. De este modo, en su matriz estas últimas en-
cuentran las premisas para hacerse mucho más flexibles
en este sentido. Asimismo, las religiones cristianas
formaron siempre parte del proyecto de dominación.
Las de origen africano, por su lado, han subsistido y
se han conformado en la resistencia de los dominados,
en la que fueron adquiriendo una actitud más dúctil y
moldeable en la interpretación de muchos preceptos
sociales. Además, en un contexto como este, signado
por la ilegalidad y el «rebusque» informal, es posible
que las mujeres que están al frente del hogar sientan
con mucho más apremio —por su responsabilidad de
dar de comer cada día a los miembros de la familia, por
su vínculo con el fogón— las limitaciones de la vida
cotidiana y busquen, por tanto, con ese mismo apre-
mio, no tanto consuelo sino soluciones inmediatas a
las demandas de la vida, que la magia de las creencias
afro les promete.
El espiritismo y la masonería, registrados en la
variable «otras», tienen incidencia en la localidad en
alrededor de 3,5 % de las familias. De este tipo de
manifestaciones participan solamente negros y mes-
tizos. Entre los jefes de familias blancos, no apareció
ningún caso.
Dentro de las creencias cristianas, la inmensa
mayoría se define como protestantes de la Iglesia
Evangélica Pentecostés. La presencia del catolicismo
es prácticamente inexistente. Apenas 17 % de las fa-
milias cristianas se consideran católicas; el restante
83 % es protestante. La influencia del pentecostalis-
mo en el barrio no es solo el producto de la actividad
misionera de esta iglesia en el lugar, sino también

302
de una emigración procedente de la región sur orien-
tal, una de las más deprimidas del país, que llega ya
al lugar siendo miembro de la misma. Las caracterís-
ticas del culto de esta iglesia —con un fuerte conte-
nido carismático y que a la vez enfatiza en el milagro
vinculándolo a la cotidianidad de las personas— le
permiten actuar con cierto éxito entre las poblaciones
empobrecidas de nuestro contexto cultural, al estar
su culto muy a tono con ciertas tradiciones de estos
segmentos de población. Al parecer, la labor entre
poblaciones en desventaja social constituye una orien-
tación estratégica de su orientación misionera que le
ha permitido captar adeptos y desplazar el catolicismo
de estos contextos.
Asimismo, en las religiones de origen africano
no es muy frecuente la identificación de creyentes
del complejo Ocha Ifá, en su variante predominante
en la región centro-occidental del país. La figura del
babalao no es significativa en el imaginario y las re-
presentaciones de las personas. En la Santería que
se practica, se hace visible la influencia de la cultura
bantú. En general, predomina el modelo de Santería
oriental. Algunos de los practicantes se hacen llamar
gangueros, pero por lo que describen del contenido
de sus creencias, no se les puede identificar con el
culto del Palo Monte, ni con un tata enganga, tal como
lo conocemos en la región occidental y en la Ciudad
de La Habana. El proceso de iniciación, por ejemplo,
es descrito por algunos de los informantes como di-
ferente al que se realiza en el Palo Monte o en la regla
Ocha Ifá. Según estos, para su iniciación entregaron
un animal, chivo o carnero generalmente, recién na-
cido a su padrino, quien se encargó de cuidarlo hasta

303
que llegó a ser adulto, momento que se sacrificó para
bañar con su sangre al iniciado.
En la comunidad es posible encontrar una gran
variedad de las prácticas y creencias religiosas que
existen en el país. Sin embargo, ello no es motivo para
que se reproduzcan conflictos por motivos religiosos.
Sus practicantes conviven en la más perfecta armonía
en este sentido.

El ruego, la promesa y el milagro

En la relación del ser humano con lo divino se desa-


rrollan formas de comunicación en las que es posible
descubrir el mundo humano y sus anhelos, impera-
tivos y expectativas. Ese diálogo perenne y vivo tiene
su expresión más clara en el ruego, la promesa y el
milagro. A través de estos es posible descubrir, si se
les sitúa en las condiciones concretas en las que se
reproducen, hitos importantes de las relaciones hu-
manas de ese contexto, el tipo de individuo que en
este se forma, sus motivos más íntimos, las jerarquías
de sus valores y muchas de las representaciones más
significativas. Quizás por ello fue que Michel de Cer-
teau, refiriéndose al milagro, escribiera:

…los relatos de milagros son así mismo cantos,


pero graves, relativos no a levantamientos, sino a
la denuncia de su represión permanente. Pese
a todo, ofrecen la posibilidad de un lugar inexpug-
nable, pues se trata de un no lugar, de una uto-
pía. Crean un espacio diferente, que coexiste con
la experiencia sin ilusión. Expresan una verdad

304
(lo milagroso), irreductible a creencias particu-
lares que les sirven de metáforas o símbolos.
Sería junto al análisis de los hechos el equivalen-
te de lo que una ideología política produce… (De
Certeau, 2000: 21).

Sin embargo, más que el milagro por separado,


los tres elementos en su conjunto conforman un ciclo
más o menos completo de esa comunicación con lo
divino, en la que es posible descubrir lo humano. En
el ruego a la divinidad el individuo proyecta sus de-
seos, anhelos, la síntesis de sus percepciones de las
barreras y dificultades con que este choca, sus insa-
tisfacciones y el sentimiento de peligro y amenaza
que provocan las condiciones de vida. «…Le pido a
Dios que me ayude en los problemas que tengo, en
la ilegalidad que hay aquí que impide muchas cosas.
No puedo tener tarjeta, todo lo tengo que comprar
en la bolsa negra, la leche, todo. Tener el temor de
que si te para el policía y te pide el carné, te pueden
deportar para Oriente. A mi cuñado lo cogieron y lo
deportaron para Oriente, pero él regresó. Imagínate,
él tiene todas sus cosas aquí. Ya que la felicidad es un
pájaro que vuela muy alto y que muy raramente se
posa; ella está volando y es una rareza, por eso le pido
a Dios que me dé felicidad y para que no haya proble-
mas. Yo soy alérgica a los problemas…» (informante
femenina, 29 años, duodécimo grado, mestiza, nacida
en Santiago de Cuba y con dos años de residencia en
el barrio).
Por su parte, la promesa contiene tanto mucho de
dolor como de desespero y de miedo atroz a los impon-
derables de la vida, por lo que en su aspecto exterior

305
llega a expresarse como una negociación: yo te pido,
tú me concedes y a cambio devuelvo un sacrificio.
«…Sí, he hecho promesas a la Virgen de la Caridad.
Le pedí que se mejoraran las cosas en el matrimonio
y entonces le llevaría a Regla una vela; pero como no
se me concedió, no pagué nada…» (informante feme-
nina, 34 años, mestiza, undécimo grado, nacida en
Guantánamo).
El milagro es también en cierto sentido la res-
puesta de lo divino, la confirmación de la palabra
escuchada, la concesión anhelada y la reafirmación
de los deseos. «…En el milagro yo sí creo. Ahora
mismo estoy por ir a ver a un hombre que vive en Las
Tunas y le dicen el niño prodigio. Hubo un caso de
un niño que él operó sin abrirle el pecho, a base de
brujería. La gente dice que cuando al niño le hicieron
la autopsia, le encontraron los puntos adentro. Yo voy
a verlo a ver si la providencia divina le da fuerzas para
curarme…» (informante negra, 52 años, noveno gra-
do de escolaridad, nacida en Granma).
Durante la pesquisa de terreno, como parte de
las aproximaciones a las condiciones de vida concre-
ta y sus representaciones por las gentes, por todo lo
anterior se indagó sobre el contenido de ese diálogo
con lo divino mediante las preguntas siguientes:

• ¿qué le pide a Dios o a los santos?;


• ¿cree en los milagros?; reláteme alguno que co-
nozca o del que haya sido testigo;
• ¿usted o algún miembro de su familia ha realiza-
do alguna promesa en los últimos años?, ¿en qué
consistió?

306
A partir de las respuestas obtenidas se hizo posible
una aproximación de modo indirecto a las jerarquías
de motivos más íntimos, forjados en tales condiciones
de marginación, al mundo imaginado y deseado por
esas gentes. Por la intimidad que encierra el tipo de
preguntas, muchas personas no la contestaron o ne-
garon sencillamente que se dirigieran a Dios.

El ruego

Dentro del grupo de personas que manifestaron que


han pedido algo a Dios, no todos se identificaron
como creyentes o practicantes de alguna religión.
Manifestar que no se cree en Dios y, sin embargo,
dirigírsele, encomendársele o hacerle una petición,
resulta una contradicción, un ir y venir de la esperan-
za y de lo que se considera justamente merecido, para
ir a parar a lo cotidiano con toda su crudeza. Así,
declararse no creyente forma parte en ocasiones de
una experiencia frustrante en la relación con lo so-
brenatural: «Yo tengo hecho Elegguá, pero yo no creo
en nada de eso. A mí me dicen que Elegguá es para
abrir los caminos y, cuando coges por ahí [hace un
gesto con la mano señalando el camino de salida del
barrio], te encuentras a la policía.» Para otros la cues-
tión está cruzada por una relación de costo-beneficio:
«…Antes creía en los santeros; iba y me consultaba y
ya no. Estoy aquí tranquilita, ni pa’ aquí, ni pa’ allá.
Para mí nada de eso existe. Si existiera de verdad,
hubiera resuelto yo mil problemas económicos y de
salud. Cuando tú vas a ver a un santero, siempre

307
tienes que estar buscando muchas cosas para resolver
el problema, ¿y de dónde tú vas a sacar todo eso? Si
algún día fuera a creer, iría a una iglesia porque es
más bonito y uno se educa…» (informante negra, ama
de casa, 36 años, procedente de Santiago de Cuba,
residente en un núcleo familiar de ocho personas que
viven con 130 pesos como única entrada monetaria).
Aquí, no creer es idéntico a no practicar. Estos forman
un grupo de personas muy amplio que no se identi-
fican como creyentes, pero que se mueven y fluctúan
de un tipo de creencia a otra o simplemente las inte-
gran en un sistema que los sociólogos de la religión
han dado en llamar creencias populares.
Esa relación con lo divino genera también, en
ocasiones, actitudes de rebeldía y un deseo presente
de dominar las fuerzas sobrenaturales para hacerse
escuchar. En estos casos, apremiados por los sinsabo-
res de la vida, el ruego se trueca en mandato, y la su-
misión a Dios, en su dominación: «…¡Cómo voy a
estarle pagando promesa cuando me tira la casa abajo
y me tiene con esta pierna hinchá, con una linfangitis
que no me deja mover! Ya yo se lo dije, que si me
pongo bien, le doy el toque de santo, si no, nada de
eso. Por eso lo tengo como lo tengo. De castigo, tapao
y virao pa’ la pared, en un rincón bien oscuro. Si no
me da lo mío no va a ver nunca la luz del sol. De allí
no lo saco hasta que la casa no se vuelva a levantar y
yo no vuelva a caminar...» (informante mestiza, ama
de casa, nacida en Santiago de Cuba, 72 años, menos
de sexto grado de escolaridad).
Al descomponer el discurso sobre lo que le
piden las gentes a Dios en el «llega y pon», arrojó
lo siguiente:

308
Contenido del ruego, según la ocupación de la persona
que le pide a Dios (en % del total de juicios emitidos)
OCUPACIÓN DEL QUE EMITE EL JUICIO
NO. TEMA DEL RUEGO Trabajador Trabajador No
Total
formal informal ocupado
1 La salud 14,3 19,0 30,9 26,5
2 Desenvolvimiento,
28,6 14,3 14,5 15,7
mejoría, progreso
3 Por la familia, social
0,0 14,3 12,7 12,0
y ritual
4 Potencialidad y capacidad
0,0 9,5 10,9 9,6
personal
5 Condiciones materiales
14,3 9,5 7,3 8,4
de vida
6 Espiritualidad y devoción 0,0 19,0 3,6 7,2
7 Problemas globales 28,6 4,8 3,6 6,0
8 Problemas locales 0,0 0,0 7,3 4,8
9 Problemas sociopolíticos 0,0 9,5 3,6 4,8
10 Trabajo 0,0 0,0 3,6 2,4
11 Dinero 14,3 0,0 1,8 2,4
Total 100,0 100,0 100,0 100,0
Fuente: Datos de la muestra de terreno.

El bien por el que más se implora a Dios, es la


salud: 26,5 % del total de juicios contados. Así, las
preocupaciones por este aspecto de la vida aparecen
en el centro de las jerarquías de motivos de las per-
sonas. «…A Dios le pido salud. Sin salud no hay nada.
Y también que me ayude en el desenvolvimiento.
Dinerito. Con salud hay fuerza, y con la fuerza se sale
a buscar el dinerito. Por eso lo principal es la salud…»
(informante masculino, décimo grado, trabajador
informal).
En segundo lugar se sitúa el desenvolvimiento,
la mejoría, el progreso personal. La idea de desenvol-
vimiento se relaciona en ocasiones con el dinero, pero
por lo general es con un dinero muy específico: el que

309
se emplea directamente en el bienestar. Como mati-
zara el informante, no es un dinero en abstracto, sino
un dinerito, que lo vincula directamente a las cosas
consumibles. Por tal razón, se agrupó junto a las no-
ciones de mejoría y progreso personal, que les son
más próximas.
Un escalafón importante en el sistema de valores
que se proyectan a lo divino, lo ocupan aquellos re-
lacionados con la familia. Junto a los dos anteriores,
alcanzan la mayoría absoluta de los reclamos a Dios
en el «llega y pon».
La noción de familia que predominó, fue la social,
o sea, la que se refiere al grupo de parientes consan-
guíneos y afines de las personas, aunque también en
un número menor de casos se reportó, entre quienes
hicieron objeto del ruego, la existencia de la familia
ritual, la conformada por vínculos religiosos.
Cuando se le pide a Dios por la familia, el tema
central vuelve a ser el de la salud: «…que proteja a
mis hijos de las malas enfermedades…» En otros, se
muestra un claro temor a los imponderables que
pueden afectar la integridad física de los familiares:
«…que mis hijos no sufran un accidente…» O también
el deseo de prolongar la existencia de un ser querido:
«…que mi mamá me dure un poco más…» El tema
del estudio también parece vinculado a lo que se pide
por la familia: «…que le dé éxitos a mis hijos en los
estudios…»
Una parte significativa de las encomiendas que
se le hacen a Dios, se relaciona con lo que hemos
definido como potencialidades y capacidades perso-
nales (9,6 %). Entre estas se encuentran ideas tales
como «…fuerza de voluntad…», «…que me dé fuerza

310
para luchar…», o simplemente «…que me dé fuerza…».
Así, muchas de estas capacidades se asocian al senti-
do de lucha por la vida. Vinculada a esta temática,
también aparece la cuestión del estudio: «…que me
permita continuar los estudios…» De este modo, si
el estudio se procesara de modo independiente, podría
aparecer con una frecuencia superior a la que tienen
temas como el trabajo y el dinero. Por tanto, se trata
de un bien deseado.
En un medio en el que las condiciones de vida
material son tan hostiles, es de esperar que estas estén
en el ruego a lo divino. Así, los riesgos que la ilegali-
dad les impone al hacer de su lugar un «casi lugar»,
se proyectan al cielo: «…tener una casa mejor…», «…que
me permita tener lo mío…», «…que me permita luchar
por lo que quiero tener…» o «…lo más que le pido es
que provea de salud y de alimentos. La bendición es
que no tienes comida y un vecino te la trae…». Sin
embargo, cuando lo hacen, no solo están dejando ver
sus anhelos por mejorar la vida, sino también el re-
conocimiento de sus potencialidades y el espíritu de
seres que no están derrotados, por lo que al elevar la
plegaria sitúan «la lucha» como elemento mediador
de sus afanes por mejorar. El hecho de que en el rue-
go a Dios las nociones relacionadas, entre otras, con
las potencialidades personales y la voluntad para lu-
char aparezcan con una frecuencia mayor que el de
las condiciones de vida material, aporta argumentos
a este razonamiento.
Otra parte significativa de lo que se le pide a Dios
(7,2 %) se relaciona con estados del espíritu o con la
devoción misma a lo divino. Fe, esperanza, caridad,
felicidad, forman parte del conjunto de recursos que

311
cuentan para vivir y enfrentar la vida. Constituyen
parte de una experiencia cotidiana, que viven en la
taza de café que el vecino le brinda, en el apoyo del
otro que es su idéntico o de un sentido en el que se
sustenta su seguir andando: «…Lo que le pido a Dios
es que me dé salud, entendimiento, que me ayude en
todo, en lo económico. Lo único que tiene el pobre
es la fe, sin esperanzas y sin fe no se puede vivir…»
Sorprende que en el ruego a lo divino de estas
personas tengan visibilidad los problemas globales.
«…Que exista paz en el mundo…», «…que no hayan
guerras…», «…que el mundo sea unido…», llegan a ser
deseos tan íntimos, que se los encomiendan a Dios.
Salidos estos ruegos de donde salen, no dejan ver
ninguna otra variable que las condiciones de margi-
nación: no han logrado marginar la humanidad de
estas personas, pues se saben parte de un mundo
cuyas conmociones también les afectan. Es casi una
conciencia instintiva de que todas sus potencialidades
y posibilidades pudieran ser anuladas, de que ellos,
por la posición en que se encuentran, sufrirían más
que otros las consecuencias de tales conmociones.
Este sentimiento aparece con una frecuencia mayor
que el que tiene que ver con los problemas locales,
que son los que más directamente les afectan. Así, en
su ruego aparecen problemas como los del agua, la
electricidad, los caminos sin pavimentar: «…que nos
ayude en la ilegalidad que hay aquí…», «…que haga
algo aquí por nosotros…» o «…que se ponga en el
camino de nosotros…».
Las preocupaciones de carácter sociopolítico
aparecen entre las diez ideas más recurrentes del

312
ruego a lo divino. Entre estas, 75 % guardan relación
con la figura del jefe de la Revolución: «…que Fidel
no se muera, que dure mucho…», «…le pido para que
el bárbaro [Fidel] nunca se nos vaya, porque cuando
se vaya, ni los polvitos van a aguantar a los america-
nos…». Ninguno de estos juicios son negativos, y muy
vinculados a estos se refleja la percepción del diferen-
do histórico con los Estados Unidos, concebido como
una amenaza a la nación y al proyecto social que, al
incorporarlo en el contenido del ruego personal a
Dios, se asume como propio. Es la expresión del no
querer una confrontación que se les torna posible.
Por último, es un voto en la urna de Dios al reco-
nocimiento de la capacidad del líder para evitar lo no
deseado.
El trabajo y el dinero se sitúan con proporciones
semejantes en el último lugar de los temas que son
objeto del ruego. Las barreras que la ilegalidad impo-
ne al acceso a la actividad laboral formalizada, la
convierten en un bien deseado y, por tanto, suscepti-
ble de ser objeto de lo pedido a Dios. Sin embargo,
lo que resulta llamativo es que el dinero se sitúa en
el último lugar de las demandas de las personas. De
este modo, esta especie de Elegguá terrenal que domi-
na muchas relaciones sociales y abre los caminos que
conducen a la gran mayoría de los bienes en todas
partes del mundo, aparece aquí subordinada a otros
anhelos y deseos. Quizás ello sea expresión de una
sociedad en la que el acceso a bienes esenciales no
está dominado por el dinero. La salud, la educación
y la vivienda son esferas en las que el dinero no tiene
significación o la tiene muy limitada.

313
Esta estructura general que tiene el ruego, varía
en función de la ocupación de las personas. La salud
es núcleo de estas encomiendas a lo divino. Sin em-
bargo, para los trabajadores ocupados en la economía
estatal, este se desplaza hacia el desenvolvimiento y
los problemas globales. Quizás el lugar que estos
ocupan entre estos problemas, se deba a un mayor
nivel de participación social por sus vínculos a un
centro de trabajo, un sindicato, otras institucio -
nes sociopolíticas y, consecuentemente, unas relaciones
sociales más amplias.

Otra variable que influye en la estructura del fe-


nómeno es el sexo de las personas, como se puede
apreciar en el gráfico anterior.

314
La promesa y el milagro

La promesa y el milagro aparecen referidos con menos


frecuencia que el ruego. No obstante, a través de
estos es posible aproximarse también al tipo humano
de este medio social. Para su análisis se siguió un
procedimiento semejante al anterior. Se clasificaron
las promesas por los motivos que las impulsaron, y
los milagros por los aspectos de la vida en los que se
manifestaron.
Del total de individuos que manifestaron pedirle
a Dios, solo una fracción, como se muestra en la tabla
siguiente, manifestó que había realizado alguna pro-
mesa en algún momento de su vida.
Promesas realizadas o no (en % del total
de individuos que expresaron pedirle a Dios)
REALIZA PROMESAS
SEXO TOTAL
Sí No
F 33,33 37,04 70,37
M 7,41 22,22 29,63
Total 40,74 59,26 100,00

En general, las mujeres no solo son más propensas


al diálogo con lo divino, sino que este es más dramá-
tico. Acuden con mayor frecuencia a la promesa. Al
analizar los motivos que las impulsaron, fue posible
delimitar como los más frecuentes los siguientes:

• salud
• matrimonio
• progreso

315
El acápite de la salud, que se ha mantenido lide-
rando como factor fundamental de la relación de los
habitantes del «llega y pon» con lo divino, aparece
expresado en tres categorías o motivos específicos:
las preocupaciones generales por la salud (36,36 %);
problemas con los embarazos (27,27 %); y problemas
por situaciones concretas de operaciones, en vísperas
o con posterioridad (18,18 %). Por su parte, las pro-
mesas realizadas por motivos relacionados con con-
flictos matrimoniales, progreso en la vida y con la
busca de ayuda para que ello fructifique, se corres-
ponden con una representatividad de 9,09 %.
En los relatos de milagros recolectados sobresale
un conjunto de circunstancias o temas fundamentales
que los estructuran. En algunos de estos, el vínculo
entre el ruego y el milagro es presentado como res-
puesta divina al primero. En otros, se entreteje el
tema central con circunstancias propias de las condi-
ciones de vida. En general, los temas más recurrentes
fueron los siguientes.

• Relacionados con la salud. Del total de los re-


latos analizados, 47,6 % están conectados con
curas milagrosas u otros problemas de salud.
De una buena parte de estos dan fe las propias
personas por haberlos experimentado ellas
mismas o algún conocido. Otros son el resulta-
do de historias escuchadas e incorporadas a sus
creencias. Así, por ejemplo, una ama de casa,
negra, de cuarenta y nueve años de edad, duo-
décimo grado de escolaridad, procedente de
Guantánamo, afirmaba: «…sí, mi marido es
santero y todos nosotros en la familia creemos

316
en los orishas (…) sí, le pido a Dios y a todos
los santos que nos den salud y prosperidad, pero
sobre todo salud, porque eso es lo que garanti-
za todo lo demás (…) uno pide y, si se le da, eso
es un milagro. Mira, la salud de nosotros, a
pesar de vivir en estas condiciones, es un mila-
gro…» El milagro aquí aparece representado
como el ruego concedido, que se materializa en
el acto milagroso de conservar el cuerpo sano
en las condiciones de precariedad en las que se
vive. Así concebido, el milagro se enfila a una
especie de protesta.
• Relacionados con las condiciones de vida y los
actos de sobrevivencia. De tales historias, 17,6 %
tienen por centro este tipo de situación. De esta
manera plantea un hombre de treinta años, mes-
tizo casi blanco, con duodécimo grado de escola-
ridad, procedente de Guantánamo, con diez años
viviendo en el barrio, cuyo oficio es trabajador por
cuenta propia: «…No creo en milagros aunque una
vez me pasó uno. Fue en el 93, cuando no había
nada que comer. En aquellas condiciones salí de
la casa con cincuenta pesos a buscar algo que co-
mer, un par de libras de arroz, porque cuando
aquello el arroz estaba a veinticinco o treinta pesos.
Por el camino me cogió un tipo de esos que juga-
ba a la chapita y me dejó sin un centavo. Yo estaba
desesperado, no sabía cómo regresar a la casa.
Venía por la avenida del Puerto, y en eso se cayó
un saco de arroz de un camión. Yo pude recoger
veinticinco libras, mucho más de lo que hubiera
podido comprar con el dinero que me estafaron.»
En este caso, la historia adquiere la estructura

317
clásica del hecho milagroso. Se trata de una si-
tuación insoluble con un alto contenido dramá-
tico, que se resuelve satisfactoriamente sin que
la solución tenga una explicación racional. En
este caso, el dinero perdido adquiría una signi-
ficación dramática por su finalidad: la comida
familiar. La solución convierte la provisión en un
acto milagroso.
• Para otro grupo de personas, sobre todo los más
vinculados a las religiones de origen africano, lo
milagroso aparece vinculado a la capacidad de
manipular lo sobrenatural por medio de la magia:
17,6 % hacen referencia a este tipo de hechos
milagrosos. En este caso, una inmensa mayoría
de estos hechos aparecen conectados con situacio-
nes de salud, ya sea curas, extraer objetos extra-
ños del organismo humano, hacer caminar a
paralíticos, curar a ciegos. «...Claro que creo en
los milagros, y los he visto. Sí, ¿qué es hacer ca-
minar a una persona que llevaba años en silla de
ruedas o curar a personas desahuciadas por los
médicos si no un milagro?…»
• Para otro grupo el milagro puede aparecer vincu-
lado a acontecimientos nacionales: «…Sí creo en
los milagros. Lo de Elián fue un milagro…»

En el diálogo con lo divino visto en su conjunto


(ruego, promesa, milagro), la salud aparece como el
núcleo en torno al cual gira este. Ello evidencia cuán
sensible se muestra el ser empobrecido ante este bien.
Se trata de que el cuerpo es el capital primario, la
riqueza fundamental con que se cuenta. Es el recurso
que tiene para utilizar y, por tanto, a través de este se

318
apodera y experimenta el apoderamiento. Es, además,
el objeto y el sujeto de los placeres y sufrimientos
fundamentales a su alcance.
Tener un cuerpo sano constituye una premisa para
abrirse paso hacia lo deseado. La enfermedad es
siempre una limitación que se teme, ya que gravita
hacia la pobreza de actividad y recursos. Ello quizás
explique por qué se le teme, aun cuando se tenga
acceso al médico y a la medicina. No obstante, en el
propio temor por la salud se ponen de manifies-
to potencialidades significativas de un tipo distinto
de riqueza que se llega a estimar: la riqueza de acti-
vidad. Ello se hace presente cuando se pide a Dios
«…salud para seguir luchando…».
Asimismo, la centralidad que tiene la salud en el
diálogo, siempre íntimo, del individuo con lo divino,
deja ver la capacidad deconstructora del núcleo so-
ciopsicológico de la pobreza que tiene acceso ilimita-
do a este tipo de servicios. Así, desde la encomienda
a la divinidad es posible comprender el efecto terrenal
dignificante que tiene para el ser humano tener ga-
rantizado el cuidado de su cuerpo.
Muchos de estos significados resultan de una
experiencia vivida, en la que se integran contradic-
ciones de naturaleza diversa. Esa subjetividad con-
tradictoria denota además cómo se van apropiando
de una conciencia de sus desventajas, desde las cua-
les miran el mundo. En unos aspectos estas personas
participan de los bienes comunes (educación, salud
pública); en otros se ven olvidadas y relegadas por
un aparato burocrático que cuenta con pocos recursos
legales y materiales para atender su situación, y que
se desempeña bajo las presiones de una gran cantidad

319
de necesidades de la población, acumuladas durante
una crisis de más de diez años; y se ven también que
han quedado apresadas en una especie de terreno de
nadie, configurado por el dilema entre la gobernabi-
lidad y una filosofía de sustentación en las capas
populares, que la existencia de este tipo de asenta-
mientos humanos genera. La solución a dicha parado-
ja —al haber perdido las esperanzas en las instituciones
y también por cierta conciencia de que estar allí las
enfrenta a estas— la proyecta hacia la figura que perci-
ben como síntesis de esa filosofía de significación del
hombre humilde:

Sí, creo en Dios. Lo que le pido a Dios es salud,


que mi mamá me dure un poco más, que mis
hijos no sufran un accidente. Tú no me creerás,
pero todos los días le pido a Dios que Fidel no
se muera. Pienso que, si Fidel se muere, algo
malo va a suceder, y yo no quiero que mis hijos
pasen por nada de eso. No sé, es que hay tanta
gente con cargos por todas partes que solo están
para ellos que uno llega a pensar que él es el
único que es capaz de pensar en gente como
nosotros. Sí, le pido a Dios que dure mucho,
porque creo que cuando él se muera, con él se
mueren mis esperanzas.

320
Capítulo VIII
Un acercamiento a la pobreza,
la marginalidad y la lucha,
desde el propio decir de pobres,
marginales y luchadores

La evaluación del discurso permite un acercamiento al


modo en que las condiciones de vida y relaciones son
aprehendidas, representadas e integradas en una sub-
jetividad que aporta significados y humanidad a dichas
condiciones. En este discurso se van a reflejar de forma
particular las experiencias vividas, las circunstancias
que más afectan e impresionan a las personas, sus do-
lores y desesperanzas. Desde esta lógica y considerando
la centralidad que tienen las ideas de pobreza y margi-
nalidad, y la de la lucha en la vida y la configuración de
la subjetividad de este grupo humano, se seleccionaron
estos conceptos como objeto particular de estudio.
Para el análisis del discurso, se siguieron los si-
guientes pasos:

• una mirada reflexiva desde dos variables estruc-


turantes y diferenciadoras del mismo: nivel de
instrucción y sexo del sujeto;
• una evaluación integral del mismo, que permitie-
ra develar su contenido, los temas centrales y sus
contradicciones;
• la determinación de las diez ideas que más se
repiten en todos los discursos analizados;

321
• un procedimiento particular, ya utilizado en los
análisis de las percepciones del mercado negro y
en la de los diferentes grupos raciales, que con-
siste en descomponer el discurso en el conjunto
de frases predicadas que contiene, para de esta
forma someterlo a un procedimiento estadístico
convencional.

Mediación del nivel de instrucción y el sexo


en la autopercepción de la pobreza

Lo más común entre los teóricos que estudian la rela-


ción entre pobreza y educación, es asumir el supuesto
de que el hecho de «estar educado» contribuye a dis-
minuir la pobreza, sin explicar en detalles cómo se
produce esa contribución, que así explicitada aparece
como milagrosa. Ello implica un tácito desconocimien-
to de los procesos de inclusión y exclusión que matizan
las relaciones sociales de poder entre los individuos
por raza, etnia, género, clase, en correspondencia con
la posición social que se tenga desde una matriz iden-
titaria, más allá de los niveles de instrucción.
El otro de los supuestos teóricos en los estudios
sobre la relación entre pobreza y educación es el que
presenta a los pobres como expuestos a una enseñan-
za de mala calidad, cual fatalismo que deben asumir
con resignación.
Sin embargo, estas tesis adolecen de un enfoque
universalista sobre tal relación (pobreza-educación) al
juzgar desde el pensamiento occidental, racionalizante
y tecnologizado, el valor de la educación, además de

322
carecer de un enfoque contextual acerca de la misma
relación y de un análisis desde el mismo sujeto que
se reconoce como pobre y para el que la educación
tiene un sentido que puede atenuar o no la autoper-
cepción de la pobreza. De cualquier forma, estos pre-
supuestos presentan la pobreza como un fenómeno
que ocurre porque las personas no han adquirido ha-
bilidades cognitivas que les permitan ser exitosos.
De lo que se trata, fundamentalmente, es identi-
ficar el valor que le dan los pobres a la educación, y
descubrir qué lugar ocupa esta en su psicología social,
matizada por procesos de marginación y exclusión y
en la que la educación puede ser un bien deseado por
ser a su vez negado, o sencillamente puede ser un
bien practicado desde esa misma posición de margi-
nación y aprehendido desde la subjetividad como un
potencial de superación de la pobreza.
De tal forma, nos propusimos indagar qué valor
ocupa el nivel de instrucción en la percepción de la
pobreza entre los individuos estudiados del «llega
y pon». Así, pudimos constatar, como se muestra en
la tabla siguiente, que saberse instruido y portador
de un nivel educacional atenúa la autopercepción de
la pobreza ya que actúa como un capital simbólico
que provee al individuo de ciertas habilidades y
conocimientos que pueden ayudar a sobrevivir en con-
diciones de pobreza o pueden contribuir a superar-
la. Ello se asume, entonces, como una condición más
de posibilidad para enfrentar la pobreza y, por tanto,
para reconocerse como un pobre que no lo es tanto
«…porque al menos mi mujer y yo hemos estudiado
y tenemos un título…».

323
Autodefinición de las personas como pobres o no pobres
según nivel de instrucción
SE AUTODEFINEN COMO: SE AUTODEFINEN COMO:
NIVEL ESCOLAR (% POR NIVEL ESCOLAR) (% POR AUTOPERCEPCIÓN)
DE LOS SUJETOS
Pobre No pobre Total Pobre No pobre
Menos de 6 grados 100,0 0,0 100,0 11,0 0,0
Con 6 grados 63,0 37,0 100,0 11,0 12,5
Con 8 grados 77,0 23,0 100,0 22,0 12,5
Con 9 grados 60,0 40,0 100,0 26,0 33,3
Con 12 grados 62,0 38,0 100,0 26,0 29,1
Universidad 50,0 50,0 100,0 2,0 4,1
Sin información 33,0 67,0 100,0 2,0 8,3
Total 65,7 34,3 100,0 100,0 100,0
Fuente: Datos de la muestra de terreno.

Los individuos que se autopercibieron como «no


pobres» (66,6 %), poseen niveles entre noveno grado
y enseñanza superior, lo que puede estar hablando de
un imaginario que asume la educación como un ca-
pital simbólico y real de inserción social y de acción
resolutiva para enfrentar la pobreza y reconocerse,
por tanto, «dentro» o «fuera» de esta. En cambio,
solamente 54 % de las personas que se reconocen
como pobres poseen estos niveles de instrucción y no
ven en la educación un medio potencial que les ga-
rantice superar su situación, pues «…la pobreza es la
última carta de la baraja…». De tal forma, esa pe-
sadumbre que les llega como reflejo cotidiano de sus
propias vidas, empobrecidas y marginadas, deviene
fatalismo para algunos que, autopercibiéndose como
pobres, desvalorizan la educación como un capital a
invertir socialmente cuando desaparezcan las condi-
ciones que matizan su existencia.

324
Esta tendencia se mantiene, incluso, dentro de
los propios niveles de instrucción, pues a medida que
se avanza en estos se observa una mayor representa-
tividad de las personas que se autoperciben como «no
pobres», hasta llegar a 50 % entre los universitarios.
Todo ello es la expresión particular de cómo la
subjetividad del cubano actual está inexorablemente
matizada por el acceso a la educación y el valor de
esta como mecanismo de inserción y participación
social, que la Revolución ha sabido poner en manos
del pueblo y este a su vez lo devuelve aprehendido,
consciente de sus carencias materiales pero también
de sus potencialidades reivindicativas o transforma-
tivas, por dotar de habilidades que pueden desembo-
car en estrategias de vida triunfadoras.
De igual forma, la representación subjetiva o
autopercepción de la pobreza es bien diferente entre
los hombres y las mujeres del asentamiento, matiza-
da por los históricos roles de género cimentados en
una sociedad patriarcal y machista como la nuestra.
La normalización real y objetiva, mas no jurídica, de
esas relaciones de género ha colocado a la mujer al
frente de las labores domésticas, no solo como hace-
dora de estas, sino también como administradora, y
al hombre solo como suministrador. De tal forma, la
mujer percibe con mayor crudeza cualquier situación
de empobrecimiento en el hogar y la familia, como
reflejo directo de su vida cotidiana, expresado en la
calidad de la ropa que tiene que lavar y con lo que
lava, pero sobre todo expresado en la calidad de lo
que tiene para cocinar, con qué lo va a cocinar y dón-
de lo va a cocinar, como reflejo inequívoco de que
«…la crisis primero entra por la cocina…».

325
El otro elemento causal de esta autopercepción
sexuada de la pobreza radica en el hecho de que la
mujer del asentamiento participa socialmente de
la vida cotidiana sobre todo como ama de casa, pues
sobre ella descansan no solo las labores domésticas,
sino también el cuidado de los niños más pequeños
que no tienen el privilegio de acceder a un círculo
infantil por el estatus de ilegalidad en que se encuen-
tra la mayor parte de las familias. Todo ello determi-
na que la mujer en el asentamiento tenga muy
limitadas posibilidades de acceder a un empleo, for-
mal o informal, lo que matiza su subjetividad a la hora
de percibir la pobreza y la marginalidad como fenó-
menos que le llegan de forma más descarnada que a
los hombres. Incluso, el trabajo, como valor social
que posibilita un ingreso y una determinada inserción,
es uno de los referentes que con recurrencia aparece
en las definiciones que se dan de «pobre» entre los
habitantes del «llega y pon». No es extraño, entonces,
que sean las mujeres las que, al estar en una situación
de desventaja respecto de este, se autoperciban como
inmersas en una situación a la que llaman pobreza.
Autodefinición de las personas
como pobres o no pobres según el sexo
SE AUTODEFINEN COMO: SE AUTODEFINEN COMO:
SEXO DE LOS SUJETOS (% POR EL SEXO) (% POR AUTOPERCEPCIÓN)
Pobre No pobre Total Pobre No pobre
Masculino 55,5 44,5 100,0 42,0 57,0
Femenino 70,0 30,0 100,0 58,0 43,0
Total 63,1 46,9 100,0 100,0 100,0
Fuente: Datos de la muestra de terreno.

326
Así, 58 % de las personas que se autoperciben
como «pobres» son mujeres, por tan solo 42 % que
representa a hombres, cifra que habla por sí misma
de ese hastío existencial en que se encuentran las
mujeres, determinado por una situación extrema de
escasez de bienes y servicios. En cambio, entre
quienes se autoperciben como «no pobres» solamen-
te 43 % son mujeres, por 57 % de hombres. Esta
tendencia se mantiene dentro del grupo de género,
pues 70 % de las mujeres se catalogan como pobres
por tan solo 55,5 % de los hombres.
Lo anterior impone una dinámica a la vida coti-
diana de las familias en el barrio, que en aras de
mayores ingresos para enfrentar el empobrecimien-
to, son capaces de desarrollar estrategias cuyas
consecuencias resulten peligrosas para sus propias
vidas. Así, las mujeres, al percibir las carencias con
desespero e impotencia, presionan al hombre que
tienen a su lado para que genere más ingresos, y
este, a su vez en una situación también de impoten-
cia, echa mano de lo primero que le provea de tales
exigencias, desde la posibilidad de un robo hasta el
comercio con productos nocivos para la sociedad.
Igualmente, como estrategia peligrosa, las mujeres,
al temer a su situación cada vez con mayor trauma,
se aventuran a «la lucha» dejando solos a sus hijos o
al amparo de un fogón de luz brillante, de paredes
que se sostienen en un reto milagroso a la gravedad
o de otros aliados de la muerte.
Quizá aquí radique la autopercepción de la mujer
respecto de la pobreza y su descarnado discurso,
acompañado muchas veces de lágrimas.

327
La pobreza y la marginación
en el diálogo con los actores

En el discurso de los habitantes del «llega y pon» sobre


la pobreza, vista como un todo, se agolpan las experien-
cias de una vida marcada por las carencias y la lucha
cotidiana por lograr lo indispensable, con las limitacio-
nes que imponen las condiciones de ilegalidad.

…ser pobre es no tener medios para resolver los


problemas, sobre todo la comida (…) nosotros no
nos consideramos pobres a pesar de vivir en estas
condiciones porque, dentro de lo que cabe, mi
marido tiene un gran trabajo y no estoy en la
calle. (...) aquí sí hay ricos. Personas que no les
falta nada, más bien les sobra. Incluso tienen
gentes que les trabajan (…) con lo que gana mi
marido y mi hijo chapisteando, por lo menos la
comida la tenemos y a veces podemos darnos al-
gunos gustos. (…) solo tenemos dólares cuando
a mi marido le pagan con él. (…) yo pienso que
sí estamos marginados, claro que sí. No te dan el
cambio de dirección, pero te lo exigen cuando vas
a buscar trabajo, entonces te quedas como dicien-
do: ¿a dónde voy? Incluso a mi casa vino un po-
licía y me puso una multa de trescientos pesos
por estar ilegal. Eso no se puede creer. Yo quiero
legalizarme, no me dejan y encima me ponen una
multa. Los turistas son los que tienen todos los
privilegios porque se pasean por toda Cuba, y yo
en mi país soy ilegal, nosotros los orientales que
siempre hemos sido de Patria o Muerte. Cuba es
de los extranjeros y de los habaneros. Yo te digo,

328
no sé si la Revolución nos va a resolver nuestro
problema. Con el delegado [del Poder Popular]
solo hemos resuelto que nos pongan un teléfono.
Mira, mi nieta tiene un año y medio y no tiene
ningún documento que la reconozca, no recibe
leche, nada. (…) lo que más me preocupa es el
porvenir de mis hijos. Mi hija está en duodécimo
grado, ha estudiado mucho y ahora no sabe qué
hacer, porque para coger carrera le exigen el cam-
bio de dirección y no se lo dan, y cómo va a ir a
estudiar a Oriente si nosotros estamos aquí…
(Notas de campo. Informante femenina, negra,
49 años, duodécimo grado de escolaridad, proce-
dente de Guantánamo, ama de casa.)

La autopercepción como no pobre se construye


desde el gran trabajo que tiene el marido, que le per-
mite comer y en ocasiones darse algún gusto. Sin
embargo, siente a la vez las barreras que le impone la
ilegalidad al acceso al trabajo. Se percibe como una
carencia de derechos que se manifiesta en su nieto, no
persona jurídica, o en su hija, que no podrá continuar
los estudios superiores. La formación de esta última
expectativa, su reclamo y la frustración que se deriva,
testimonian por sí mismos sobre la calidad de la socie-
dad que la produce, brinda una descripción del contex-
to que envuelve el estado de pobreza y, por tanto, una
premisa para comprender las contradicciones del dis-
curso y sus derivaciones. Por ello, al mirarse en los
otros que comparten su propia situación, se ve no
pobre, porque al menos en ocasiones se puede dar un
gusto, pero al virarse hacia el resto de la sociedad con
expectativas mayores, se levantan ante ella las barreras

329
de su ilegalidad, que le devuelven la imagen de la
marginación. De este modo, el sentimiento de margi-
nado llega a delinearse más nítidamente en la medida
que crecen las expectativas y son identificadas las
barreras que estas encuentran. La frustración y el re-
sentimiento que de ello se genera, conducen a la
construcción de otro opuesto, los extranjeros y los
habaneros, que son los que disfrutan de los derechos
casi impracticables para ella, y también de un chivo
expiatorio sobre quien proyectarlos. El resultado de
todo ese proceso de formación de expectativas, espe-
ranzas y frustraciones en un contexto que las condi-
ciona y envuelve, a pesar de hacerse inexplicable se
expresa en forma de duda en torno al propio contexto
sobre el cual se levantaron muchas de estas: «No sé si
la Revolución nos va a resolver nuestro problema.»
Las figuras del habanero y el extranjero como
detentores de los derechos que perciben escatimados y
sujetos de su exclusión, reaparecen en discursos como
el siguiente:

…ser pobre es lo más duro que hay en la vida de


un ser humano, es la última carta de la baraja; es
tener todo tipo de necesidades como nosotros, que
no tenemos ni casa, ni trabajo y muchas veces ni
comida. (…) en Cuba no hay ricos pero sí adine-
rados (…) con los 400 pesos que entran aquí en la
casa vivimos más o menos. Hay que inventar
mucho. Mi marido tiene que arreglar planchas,
ventiladores, zapatos y hacer trabajos de plomería.
(…) el dólar lo compramos y cuando lo hacemos
es para comprar lo más necesario. (…) hasta cierto
punto nos sentimos marginados, como si el

330
gobierno no nos atendiera; incluso el delegado nos
dice muchas mentiras y él es el representante del
gobierno. No han sido capaces de resolvernos
el problema del agua y la electricidad, aunque
tengamos que pagarlas. Aquí todos estamos
dispuestos a pagar lo que consumamos. El gobierno
está perdiendo mucho dinero con nosotros;
prefieren el gasto que legalizarnos. El propio
habanero nos reprime, pero al que viene de afuera
lo trata bien. En cambio, a nosotros nos llaman
palestinos y nos culpan de muchos problemas sin
saber cómo vivimos en nuestras provincias y cómo
vivimos aquí. (…) el que no lucha aquí no come,
luchar es la sobrevivencia (…) no toda la lucha es
buena. Robar o vender droga es muy malo, pero
hacer lo que nosotros hacemos no es malo. (…) el
mercado negro es la única forma que tenemos de
resolver las cosas porque no tenemos ni trabajo ni
libreta y tenemos que vivir…
(Notas de campo. Informante femenina, negra,
36 años, cuarto grado de escolaridad, nacida en
Santiago de Cuba, ama de casa.)

Aquí el sentimiento de marginado no aparece como


resultado de un aumento de expectativas ante la satis-
facción de necesidades más elementales; resulta de una
experiencia sufrida, de un etiquetamiento experimen-
tado y del desespero de concebirse olvidado y no teni-
do en cuenta por quien es concebido con la obligación
de atenderlos: «…como si el gobierno no nos atendie-
ra.» Hay, por tanto, un fondo de frustración que nace
de expectativas forjadas en un devenir de participación
y ser parte, que chocan con la realidad de su ilegalidad.

331
Se comprende, por consiguiente, que el aspecto con-
textual, visto como circunstancias históricas en las que
se ha desenvuelto la vida del individuo, es medular en
la percepción de la pobreza y la marginación en nues-
tras condiciones. Otro informante lo dejaba ver clara-
mente cuando expresaba:

No sé cómo contestar; aquí no existen ni pobres


ni ricos. Algunos tienen más que otros, pero en
otros países se ven cosas que aquí no se ven. Yo no
soy rica, pero tampoco soy pobre. Anteriormente
se veía más pobreza. Si no tenías dinero, no podías
atenderte con el médico, ni podías estudiar. Ahora
el médico te ve tengas dinero o no. Mis hijos estu-
diaron; no cogieron carrera porque no quisieron.
Yo trabajé con los militares. Yo no me puedo que-
jar del gobierno, porque mi casa, la de Oriente, me
la gané en el trabajo. Mi frío me lo gané también.
Fui vanguardia y servicio distinguido de las FAR
[Fuerzas Armadas Revolucionarias]. En otro tiem-
po, no hubiera tenido un apartamento ni nada de
eso. Soy pobre pero no me quejo. El dinero no
alcanza, pero uno se va bandeando poco a poco. A
veces hay que luchar algo, algunas cositas que
vendo; aquí en este lugar la gente lucha mucho.
(Notas de campo. Informante femenina, mesti-
za, 58 años, y uno en la comunidad, nacida en
Santiago de Cuba, noveno grado de escolaridad,
jubilada.)

Participar, ser reconocido, formar parte de algo,


son palabras claves que, en sentido positivo o nega-
tivo, afloran del discurso, dejando ver una experiencia

332
vivida anteriormente por los habitantes del «llega y
pon» y desde las cuales construyen sus expectativas,
moldean sus representaciones y experimentan sus
frustraciones. Estas palabras envuelven y condicionan
el sentimiento de marginación y pobreza; lo mediati-
zan y lo despojan de una parte sustancial de la gran
carga humillante que contiene. De este modo, el hecho
de no haber ricos ni pobres actúa como una premisa
para convertir en verdadera pobreza la presentada en
el discurso de los medios de difusión masiva, la existen-
te en otros países. Pero, además, esa experiencia ante-
rior resignifica la educación y la salud públicas como
bienes que hacen relativo su estado de pobreza: «An-
teriormente se veía más pobreza. Si no tenías dinero,
no podías atenderte con el médico, ni podías estudiar.
Ahora el médico te ve tengas dinero o no. Mis hijos
estudiaron; no cogieron carrera porque no quisieron.»
En este caso, el factor de la edad desempeña un papel
importante en la diferenciación de las percepciones,
desde un antes y un después de la Revolución.
Los referentes contextuales desde los cuales se
construye la noción de pobreza, no son solo tempo-
rales, sino también espaciales, lo cual se aprecia en
opiniones como la siguiente:

…ser pobre es vivir como estamos aquí y también


es vivir apartado de La Habana (…) aunque por
ahí los hay más pobres que nosotros, por ejemplo
los vagabundos y también en otros países los hay
más pobres que nosotros. (…) sí, creo que en
Cuba hay ricos, que tienen muy buen negocio.
(…) las necesidades las satisfacemos haciendo
lo que aparezca. Yo después de dejar la bicicleta,

333
si tengo tiempo, salgo a vender fideos igual que
mi mujer. (…) solo tenemos el dólar cuando me
lo paga un cliente (…) la vida aquí es muy difícil.
Solo la merienda de la niña nos cuesta siete pesos
diarios. (…) luchar es salir para la calle a hacer di-
nero (…) no toda la lucha es legítima, pero hay
que vivir de algo y hay personas que no les queda
otra alternativa que jugarse en serio el pellejo.
(…) esas gentes (las jineteras y los pingueros)
[es decir, prostitución femenina y masculina] lo
hacen por necesidad; tienen que darles de comer
a sus familiares. ¡Ojalá yo me encontrara una
vieja yuma con dinero, que yo te iba a ser un
cuento a ti de verdad como es la cosa! (…).
(Notas de campo. Informante masculino, mesti-
zo, 29 años, noveno grado de escolaridad, proce-
dente de Granma, bicitaxista.)

La perspectiva comparativa desde la que conforman


las nociones de pobre, los impulsa a reafirmar su situa-
ción como una situación ventajosa respecto a sus
condiciones anteriores: «Ser pobre es vivir como yo vivo
ahora, pero aun así no quiero regresar para Santiago;
aquello está en candela [con una mala situación].»

Hay gentes de dinero y hay gentes que malamen-


te tienen para comer. Aunque aquí en Cuba no
hay ricos. Cuando se descubre que tienen mucho,
los mandan para una «beca» [la cárcel]. No exis-
te la pobreza. Aquí, el que más y el que menos
se come un pedazo de pan. Un pobre es el que
come comida de los latones, el que no tiene familia,

334
que no tiene donde dormir. Tener familia te saca
de la pobreza, porque ahora mismo la vecina me
estaba brindando café. En otros países si no tienes
dinero no eres nadie. Aquí en Cuba, el que más y
el que menos vive sin ser rico, pero sobrevives.
Yo no me considero pobre, jamás en la vida. No
vivo como rico, pero vivo. Yo como todos los días
y me doy mi «guafarinazo» [ingerir bebida alco-
hólica barata] todos los días.
Con el salario, lo que uno puede hacer es ir tiran-
do con él. Pero siempre me busco algo por encima.
En la basura, lo único que no vale son los papeles
cagaos. Fíjate si es así, que va a venir un francés
que la va a comprar. Uno va recogiendo el alumi-
nio, el hierro y otros metales, cuando tienes cier-
ta cantidad, vas a [la tienda de compra de] materia
prima y lo vendes. Un par de zapatos rotos pero
que tiene arreglo, lo recoges, lo traes para el «llega
y pon» y aquí hay quien te lo compra para reven-
derlo más para adelante. Con los equipos electro-
domésticos sucede algo parecido. O sea, que uno
siempre tiene su «búsqueda».
(Notas de campo. Informante masculino, negro,
noveno grado de instrucción, 44 años y nueve en
el barrio, trabajador de comunales, soltero.)

Se descubre, además, un fondo peyorativo en la


representación de las personas ricas o la riqueza que
se concibe mal habida, en correspondencia con ciertas
experiencias. A pesar de todo, la pobreza es represen-
tada como carencia de bienes materiales y marcada
por un bajo nivel de expectativas.

335
—Ser pobre es no tener los medios con que vivir
o no tener con que alimentarse. No tener ropa con
que vestirte. No tener medios de nada con que
vivir. Todo el que vive aquí, es pobre. Cuando las
personas tienen recursos, aseguran su vida.
La esposa entra con un plato de aluminio, man-
chado y golpeado, lo muestra y dice:
—Esto es la pobreza. Es lo único que tenemos
para comer. Mi vida era humilde y siempre tuve
plato, cuchara, cuchillo y tenedor.
—Con lo que ganamos [continúa el esposo] no
da nada más que para comer; no se puede estar
invirtiendo en platos y cucharas u otras cosas. La
vida nos ha llevado a este nivel. Aquí en Cuba,
ricos, ricos tal vez no existan, pero gentes con
posibilidades las hay. A nosotros lo que ganamos
no nos alcanza ni para comer. A veces tengo que
hacer coquitos y ella los vende aquí mismo en el
área. En ocasiones nos vemos apretados. Se hace
una sola comida, la de la tarde. En la mañana un
poco de café y ya. Tenemos que vivir como el
indio Hatuey: quemados en la hoguera.
(Notas de campo. Informante blanco, 56 años,
octavo grado de escolaridad, obrero soldador,
nacido en Bejucal, provincia de La Habana.)

El diálogo es expresión, además, de cómo la pobre-


za se percibe con mucha más agudeza entre las muje-
res, conforme a lo expuesto anteriormente, e insinúa
una de las prácticas fundamentales que caracterizan
toda situación de escasez: la necesidad de jerarqui-
zar las necesidades, situando a unas subordinadas

336
respecto a otras. Otro informante dejaba verlo de
forma más clara cuando apuntaba:

En Cuba sí hay pobres y ricos. Nosotros somos


los pobres. Aquí hay gentes que viven como les da
la gana. Hay gentes que le mandan dinero; otros
que se han enriquecido porque han metido la
mano. Esos son los ricos, los que lo tienen todo:
casa buena de mampostería, carro y mucho dine-
ro para gastar. Muchas gentes que utilizan los
recursos del Estado y guardan su dinero. Nosotros
los pobres no podemos darnos ese lujo de tomar-
nos una cerveza en un rápido [cafetería de comi-
da ligera]. Todo se va en comida. Salir de este
estado en que uno se encuentra en que no tienes
nada, no es posible o es casi imposible. Los fríos
los venden ahora en la shopping a quinientos dó-
lares. ¿Tú crees que yo lo pueda adquirir? Esos
son como trece mil pesos. ¿Cuándo y cómo yo me
puedo hacer de ese dinero? El televisor es un lujo,
una batidora también. El alimento es lo primor-
dial, con hambre no se puede ver televisor. Como
no tienes un frío, si traes un poco de helado te lo
tienes que comer al momento; si consigues un
pedazo de carne, también. No los puedes conser-
var y eso hace que tengas que vivir más al día y
que gastes en comida cuanto peso te entre.
(Notas de campo. Informante masculino, mesti-
zo, duodécimo grado de escolaridad, nacido en
Santiago de Cuba, nueve años de residencia en el
barrio y 41 de edad, trabajador informal, repara-
dor de equipos.)

337
Tal estado de carencia material tiene un fondo de
impotencia que aceptan e idealizan en una ideología
de las jerarquías: «el televisor es un lujo, el alimento
es lo primordial» . Todo ello se sintetiza en la represen-
tación de sus propias condiciones de vida. Por eso,
ser pobre, es vivir en sus propias condiciones.

Ser pobre es vivir de la forma como vivimos no-


sotros. Ese es el verdadero pobre, el que no tiene
casa, trabajo, ropa. (…) en Cuba sí hay pobres y
ricos. Nosotros somos los pobres y los ricos son
los que tienen casa, carro y mucho dinero o un
negocio fuerte. Aunque comparado con otros
países, no somos tan pobres porque por lo menos
no nos morimos de hambre (…) aunque solo
logramos satisfacer nuestras necesidades alargan-
do el poco dinero que entra de algunos trabajos
que yo hago, de fideos que vende mi mujer y otras
cosas que hacemos. (…) únicamente podemos
tener los dólares comprándolos; mis trabajos son
tan sencillos que no cobro en divisa. (…) en oca-
siones sí me he sentido marginado por todo eso
que te he dicho. (…) solo desearía que nos dieran
trabajo aunque fuera en la agricultura…
(Notas de campo. Informante masculino, mestizo,
39 años, noveno grado de escolaridad, de Santiago
de Cuba, carpintero, trabajador por cuenta propia.)

El vivir «como nosotros», el ser y estar en el «lle-


ga y pon», sintetizan el núcleo representacional de la
pobreza entre estas gentes, como es posible develar
en los niveles de análisis siguientes.

338
Los diez juicios que más se repiten
en el discurso sobre la pobreza

Una aproximación posible a la representación de la


pobreza es mediante la selección de los juicios que
más se repiten en el discurso, como se muestra en el
cuadro siguiente.
FRECUENCIA
NO. DIEZ JUICIOS EN TORNO A LA POBREZA QUE MÁS SE REPITEN
(EN %)
1 Es vivir como nosotros 8,8
2 Es no tener casa 5,3
3 Solo tenemos el dólar comprándolo 4,4
4 Es el que no tiene trabajo 4,4
5 En Cuba hay pobres y ricos 4,4
6 En Cuba no hay pobres ni ricos 3,9
7 Es no tener comida 3,5
8 Es no tener ropas 3,5
9 Los ricos son los que tienen familias en el extranjero 2,2
10 Todo lo que ganamos se va en comida 2,2

La idea que más se reitera es «vivir como noso-


tros». En esta la pobreza es concebida como parte
integrante de la propia vida, que le sirve de modelo
para representarla. Sin embargo, en el resto de los
juicios analizados, vistos en su conjunto, la noción
más recurrente es «no tener». No tener casa, dólares,
trabajo, comida, ropas ni familiares en el extranjero,
acuña la percepción de ser pobre, para estructurarse
en la subjetividad del poblador del «llega y pon»
como un estado de carencia que envuelve a su propia
vida. Por tanto, la propia situación configura el núcleo
de la idea de pobreza, que se reafirma en no tener.

339
Un análisis más detallado de la cuestión se presenta
a continuación, al evaluar la totalidad de los juicios
formulados en torno a la cuestión.

La pobreza en las representaciones de los pobres

En la medida que los discursos son descompuestos


en sus predicados, empiezan a aparecer juicios que
se repiten con mayor o menor frecuencia. El conjun-
to de estos, a su vez, es posible clasificarlo por líneas
temáticas, que posteriormente pueden reducirse a
palabras o conceptos claves. Este proceso no se desarro-
lla a partir de categorías preestablecidas por el inves-
tigador, sino que las mismas emanan del propio
contenido del diálogo con el interlocutor, por lo que
las categorías de la clasificación no las impone el in-
vestigador, sino que este las selecciona de lo que las
propias gentes dijeron.
Para el análisis de la forma en que las gentes del
«llega y pon» se representan la pobreza, se descompu-
so el discurso en sus unidades lógicas de estructura-
ción, los juicios predicados, o sea, todos aquellos que
calificaban o se referían al sujeto «pobreza». Con estos
se formó una lista inicial de más de noventa juicios
diferentes, cuya frecuencia de repetición varió entre
una y diecinueve veces. Ello permitió agruparlos en
un total de once temas o ideas fundamentales.

1. El conjunto de juicios que vinculaban la pobre-


za con su propia situación, en la que tales cir-
cunstancias aparecen como un parámetro de
aprehensión, como un referente del ser pobre

340
o que simplemente apuntara al contexto de vida
específico. Como palabra clave, fue identificado
con el término «situacionales», contándose entre
estas ideas: «la pobreza es vivir como nosotros»;
«las necesidades las satisfacemos alargando el
dinero»; «es andar por la calle recogiendo basu-
ra para sobrevivir».
2. Los que al referirse a la pobreza la relacionan con
la posesión o no de bienes y servicios tangibles.
O sea, en este tipo de juicios la pobreza aparece
representada como carencia de bienes. Entre
estos se contaron juicios del tipo «no tener casa;
no tener ropa; no tener donde dormir». Fueron
identificados como de «posesión».
3. Juicios en los que la comida, la libreta de abaste-
cimientos o el hambre aparecen como un núcleo
estructurador de la idea de pobreza, relacionados
con esta o su contrario, la riqueza. Así, se agru-
paron en esta categoría afirmaciones tales como
«todo lo que gano se me va en comida»; «no somos
tan pobres porque no nos morimos de hambre».
Se relacionó en el gráfico con las palabras «comi-
da, hambre».
4. El cuarto grupo de juicios es el que hace referencia
al trabajo, cualquiera que sea el significado con
que es tratado. El hecho mismo de que en un
discurso en el que se habla de la pobreza aparezca
la idea del trabajo, deja ver cierto nivel de repre-
sentación de este como un aspecto que influye en
la estructuración o destructuración de la pobreza.
Entre estos se cuentan ideas al estilo de «pobre es
el que no tiene trabajo»; «sin trabajo nadie vive».
Aparece identificado como «trabajo».

341
5. Otro grupo de ideas es el que se refiere al dólar,
su tenencia y maneras de acceso al mismo. La
lógica para incluirla como una categoría de clasi-
ficación es, en cierto sentido, la misma seguida
con el trabajo. Partimos del criterio de que si
aparece en el discurso de gentes empobrecidas
de forma tan frecuente, es porque la representa-
ción simbólica y la existencia real de este se
siente como un fenómeno que afecta sus vidas.
Entre estos contamos juicios tales como «solo
obtenemos el dólar comprándolo»; «no tenemos
cómo obtener el dólar».
6. Otro grupo de juicios es el que refiere capacida-
des, habilidades y potencialidades sociales y
culturales con las cuales se asocia la condición de
pobre o no pobre. Entre estos se cuentan «los
ricos son los que tienen familias en el extranjero»;
«pobre es el que no tenga en quien refugiarse».
7. Dentro del conjunto de ideas sobre la pobreza
aparecen con bastante frecuencia determinadas
representaciones sobre los ricos o la riqueza, que
se contraponen a esta. Estos fueron agrupados
en la categoría «los ricos», y comprende ideas del
tipo «los ricos son los que tienen casas»; «los que
tienen negocios»; «son los diplomáticos».
8. Otro grupo de juicios hace referencia a situaciones
que se podrían denominar como extremas, de
máxima precariedad o estigmatizantes y con
fuerte carga de negatividad. Entre estos se conta-
ron nociones tales como «es lo más duro que hay
en la vida»; «es la última carta de la baraja».
9. El último grupo de juicios aglutinan los que se
refieren a los precios, los salarios y el costo de la

342
vida. Este pudo haber sido clasificado como un
subgrupo dentro de la categoría «comida» ya que
muchos relacionan estos problemas con el acceso
a la alimentación. No obstante, se procesó como
un indicador independiente en el que aparecen
ideas del tipo «los precios en los mercados son
muy altos»; «a veces nos cobran tremendos pre-
cios por los productos».

Al organizar la información de esta manera, una


de las cuestiones que apareció con determinada fre-
cuencia era el hecho de que una misma idea podía ser
encasillada en varias categorías por los matices que
contenía. Sin embargo, para atenernos al principio
de clasificación que plantea que las clases deben ser
excluyentes entre sí y que, por tanto, un mismo ob-
jeto no debe ser clasificado en dos clases diferentes,
se optó por incluir el juicio en aquel grupo en el que
el matiz se hacía más acentuado. Así, por ejemplo, el
juicio «Todo lo que ganamos se nos va en comida»,
que hace referencia tanto a los ingresos como al acto
de comer, fue incluido en este último grupo ya que la
comida acentúa la determinación.
Los juicios clasificados de esta forma son some-
tidos a un análisis estadístico convencional como se
muestra en el gráfico siguiente.
En este gráfico, el objeto central son las ideas
expresadas por las gentes, que se evalúan como un
todo. El sujeto, por su parte, aparece como una va-
riable dependiente; en este caso se distingue entre el
total de juicios y los expresados por personas que se
autodefinen como pobres y como no pobres. En otras
palabras, los porcentajes reflejan el número de veces

343
que se repiten las ideas, y no la cantidad de sujetos que
las expresan.

Es evidente que el núcleo de la representación


de la pobreza entre los habitantes del «llega y pon»
gira en torno a ideas que hacen de su propia situación
un referente para definirla. En este sentido, la idea
que más se repite es «la pobreza es vivir como noso-
tros», que dentro del grupo en la que fue incluida
alcanza 62,5 %, separada por más de cincuenta y ocho
puntos porcentuales del resto que la acompaña den-
tro de este clasificador. Respecto al total de juicios
de la muestra, también se sitúa en primer lugar. De
este modo, las condiciones de existencia de estas

344
personas —caracterizada por la ilegalidad y las incer-
tidumbres que esta genera, las barreras legales e institu-
cionales que la ciudad levanta cuando intentan
insertarse, la estigmatización de que son objeto pro-
ducto de los prejuicios y un entorno urbano en el que
predominan las viviendas improvisadas, la ausencia
total de calles pavimentadas y aceras, de agua y alum-
brado público— se vuelcan sobre la subjetividad del
residente que hace de estas condiciones su idea de
pobreza. Una idea que en algunos casos (3,86 %)
aparece como una condena fatal: «solo trato de sobre-
vivir» o «salir de este estado es casi imposible». En otros
casos (3,86 %), tal fatalismo se acompaña de cierto
complejo de culpa e inferioridad que tiene su base en
la conciencia de la transgresión colectiva: «Tenemos
que conformarnos con poco porque somos ilegales.»
Se comprende, por tanto, que el núcleo de la re-
presentación de la pobreza entre estas gentes está
configurado por la idealización de condiciones situa-
cionales; es, ante todo, ser y estar en el «llega y pon».
Ese núcleo, por tanto, es posible removerlo actuando
sobre tales condiciones. Sin embargo, separadas por
apenas 1,09 puntos porcentuales de esas ideas nu-
cleares, se sitúan dos grupos de juicios: los que rela-
cionan la pobreza con la posesión o no de bienes
tangibles o el acceso a determinados servicios, y los
que de algún modo se refieren a la comida, la libreta
de abastecimientos y el hambre. Entre estos últimos y
los primeros existen nexos muy estrechos, ya que con-
tribuyen a complementar, en alguna medida, ese
contexto que moldea la vida de la comunidad. Tales
circunstancias, unido a la significativa distancia que

345
los separa del resto de los grupos de juicios, sitúan
estos dos últimos grupos también dentro del núcleo
de representación de la pobreza.
En el grupo de ideas que relacionan la pobreza
con la posesión de bienes materiales, la mayoría
(49,9 %) hace referencia a la vivienda de alguna for-
ma: «pobre es el que no tiene vivienda» (40 %); «por
lo menos tengo este cuartito» (3,33 %); «al menos
tengo un techo donde dormir» (6,6 %). Otro porcen-
taje importante se relaciona con las ropas: «pobre es
el que no tiene ropas» (30 %). Se mencionan además
las carencias de agua y electricidad como cuestiones que
condicionan el estado de pobreza. Todos estos proble-
mas afectan directamente la vida cotidiana de estas
personas y se hacen muy agudos y latentes en toda su
existencia, por ello no es raro que aparezcan con esa
significación en sus ideales de la pobreza. De este
modo, el carácter improvisado y provisional de la vi-
vienda, tanto por su construcción como por su asen-
tamiento en un no lugar o en un lugar no reconocido,
llena de amenazas la relación con este bien y hace de
su posesión algo inseguro y lleno de tensiones, lo
que van a proyectar en la subjetividad y la noción de
ser pobre.
El otro grupo de ideas que se mueven en el núcleo
de la representación de la pobreza o muy cerca, es el
que tiene que ver con la comida, la libreta de abaste-
cimientos y el hambre. Entre estas la más significati-
va es la que define la pobreza por la falta de comida:
«pobre es no tener que comer» (36,7 %). El hecho de
que la comida se sitúe en el núcleo representacional
de este fenómeno, deja ver, por un lado, hasta qué
punto la cuestión llega a afectar a estas gentes y, por

346
otro, la existencia de un bajo nivel de expectativas:
«pobre es recoger basura para comer».
Sin embargo, en este grupo de juicios aparecen
ideas en ocasiones contrarias que de alguna forma re-
flejan las condiciones generales de existencia. Ante
todo, la noción de hambre tiene una baja frecuencia,
apenas en 3,3 % del total de juicios de este grupo, y en
todos los casos aparece en un contexto que niega o
matiza la pobreza: «no somos tan pobres porque no nos
morimos de hambre». Se entiende, por tanto, que las
tensiones que imponen las circunstancias al acto de
comer, a pesar de afectar centralmente la subjetividad,
no llegan a percibirse como una amenaza de hambre.
De cierto modo ello refleja la política de protección de
la población en el tema de la alimentación, aun en los
momentos más agudos de la crisis, que evitó que el
hambre crónica y la inanición impactaran, como suce-
de en otras realidades, a los grupos más vulnerables:
«con lo que hacemos y la cuota nos da para vivir»
(3,3 %); «en esos mercaditos podemos comprar lo que
no nos dan por la cuota» (3,3 %); «cuando se acaban
las cosas del censo [libreta de abastecimientos], em-
piezan los problemas» (3,3 %). Así, el problema es
vivenciado, en esencia, como carencia o limitación y no
como hambre crónica: «todo lo que gano se va en co-
mida» (16,7 %); «si comemos no nos vestimos» (6,6 %);
«solo compramos frijoles, huevos y arroz» (3,3 %);
«nosotros hacemos una sola comida» (3,3 %).
El conjunto de ideas analizadas hasta el momen-
to tiene un comportamiento distinto en función de
la autopercepción que tiene el sujeto de su propia
situación. De este modo, los que se autodefinen
como pobres tienden a integrar más el conjunto de

347
circunstancias de la vida, para devolver una noción
en la que la pobreza aparece representada en la imagen
de sí mismo y en la totalidad de sus condiciones de
existencia. Así, los juicios que incluimos en la deno-
minación «situacionales» aparecen en los labios de las
personas que se califican como pobres en una propor-
ción ligeramente superior a la media de la muestra; y
en los que se dicen no pobres, en una inferior. Entre
estos últimos, asimismo, las ideas que se refieren a la
posesión de bienes materiales, la comida y el hambre,
llegan a tener proporciones significativamente más
altas. Tienden, por tanto, a ser más selectivas y a deri-
var hacia aspectos muy determinados.
Las ideas vinculadas al trabajo se separan signifi-
cativamente de las anteriores por más de seis puntos
porcentuales. Entre estas, la mayoría deja ver una vi-
sión en la que el mismo es concebido como una po-
tencialidad y una posibilidad de contrarrestar el efecto
empobrecedor de las circunstancias: «el que no tiene
trabajo es pobre» (52,9 %); «sin trabajo nadie vive»
(5,3 %); «los ricos son los que tienen trabajo» (5,3 %).
El conjunto de valoraciones positivas sobre el trabajo
asciende a más de 63 % de las sugestiones que abordan
este tópico. La persistencia de este tipo de representa-
ción en el mundo subjetivo de personas que viven
marginadas, constituye, sin lugar a dudas, una forta-
leza. Pero tal valoración, a la vez, contribuye a que las
barreras que encuentran en sus intentos de inserción
laboral se tornen en amargura y desesperanza que se
adelantan a los peligros que se vislumbran en una
mirada hacia el futuro: «al que no lo dejan trabajar va
a robar para alimentar a sus hijos» (5,3 %); «las nece-
sidades las satisfago haciendo lo que pueda» (15,9 %).

348
También proyectan un fondo de subestimación o franca
negación de las posibilidades que tiene el trabajo para
sacarlos de su estado de pauperismo: «un trabajador
normal no puede tener más que el que tiene un negocio»
(5,3 %); «yo gano ciento cincuenta pesos con mi traba-
jo y más de tres mil como mecánico por fuera y no me
alcanza» (5,3 %); «con lo que gana uno en el trabajo no
vive» (5,3 %). Resulta curioso el hecho de que todas
las personas que introdujeron el tema del trabajo en las
valoraciones de la cuestión, se definen como pobres.
Los que se autodefinen como no pobres, posiblemente
mejor posicionados ante determinadas estrategias de
captación de ingresos, obviaron el tema.
Con las ideas que se refieren al dólar sucede algo
parecido. Solo aparecen en el discurso de los que se
califican como pobres. Aunque, contrario a lo que
sucede con el trabajo, aquí la mayoría de las ideas
aparecen con un fondo de negatividad, frustración,
impotencia o de limitación: «solo tenemos el dólar
comprándolo» (58,8 %); «no tenemos cómo obte-
ner dólares» (17,6 %); «difícilmente podremos ganar
dólares» (5,9 %).
La cuestión de las capacidades es exteriorizada en
el decir de las gentes sobre la pobreza. Llama la aten-
ción que la mayoría absoluta de estas ideas (53,3 %)
se refiere a capacidades o potencialidades sociales que
dejan traslucir la importancia que las personas les
conceden a las redes de solidaridad, que se manifies-
ta en juicios tales como «los ricos son los que tienen
familias en el extranjero» (33,3 %) y «la pobreza es no
tener en quien refugiarse» (20 %). Otro grupo se re-
fiere a las habilidades de las personas para enfrentar-
se a la vida: «pobre es no saber hacer nada» (6,6 %);

349
«es tener dificultad para adquirir lo necesario» (6,6 %).
Un tercer grupo traslada la cuestión al terreno de lo
espiritual al considerar el empobrecimiento como li-
mitación de las capacidades subjetivas o de la nobleza
de espíritu: «la pobreza está en la mente y no en lo
material» (6,6 %); «es mejor vivir así y tener buen co-
razón» (6,6 %). Entre estos últimos es posible incluir
a quienes relacionan la pobreza con la idea del sacrifi-
cio. Por último, están los que relacionan la cuestión
con el estado del cuerpo: «la pobreza es enfermedad,
estar enfermo» (13,3 %). Entre las personas que se
definen como no pobres, las valoraciones que hacen
referencia a las capacidades alcanzan un porcentaje muy
por encima de la media. Sucede lo mismo con los juicios
que se refieren a condiciones extremas. El fondo peyo-
rativo del fenómeno y la valoración de las capacidades
adquieren para ellos mayor significación, lo que con-
tribuye quizás a modular su propia autodefinición.
Los juicios que expresan situaciones extremas,
en cierto sentido reproducen las categorías anterior-
mente analizadas, pero llevadas a su condición extre-
ma. De este modo, las ideas que se refieren a las
necesidades las colocan en una situación extrema: «es
tener todo tipo de necesidades» (25 %); «es no tener
las condiciones mínimas de vida» (8,3 %); «es vivir
en la calle» (8,3 %). Otros, por el contrario, dan una
visión de la pobreza como algo terrorífico y profun-
damente deprimente: «es la última carta de la baraja»;
«es lo más negro que existe».
Llama la atención que la cuestión de los precios,
los salarios y el costo de la vida se sitúe en el último
lugar en cuanto a frecuencia de aparición en el discur-
so, a pesar de ser este uno de los problemas que más

350
afectan la vida de las gentes. Quizás en ello estén influ-
yendo dos cuestiones: la baja tasa de ocupación en el
sector formal de la economía, lo que hace a esta pobla-
ción poco dependiente del trabajo, y la concentración
de la atención en el acto mismo de comer, en el que se
integran muchas de estas representaciones. Es posible
que también influya el modo particular de clasificación
de las ideas. Pero si se suman los juicios que de algún
modo se refieren a los ingresos que quedaron encasi-
llados en otras categorías el tema seguiría estando en
uno de los últimos lugares. Por tal motivo considera-
mos que es lógico aceptar las dos primeras razones.
Las ideas sobre los ricos como contraparte de los
pobres también aparecen con alguna frecuencia en el
discurso. En general, la idea de la riqueza que predo-
mina, está muy vinculada a la posesión de bienes
materiales o dinero; solo un juicio hace referencia a
la tenencia de capital: «son los que tienen negocios».
El resto de las ideas apuntan a situaciones tales como
«son los que tienen casas»; «es el que tiene dinero»; «son
los que compran en la shopping»; «son los que tiene
carros»; «son los que tienen aire acondicionado»; «son
los diplomáticos». O sea, la representación de los
ricos en alguna medida expresa uno de los rasgos esen-
ciales que marcan las desigualdades en Cuba en la
etapa actual, en cuanto a capacidad de acceso al con-
sumo. Existen además otros juicios que estigmatizan
las condiciones de acceso a esa riqueza: «los ricos son
los que han metido la mano y tienen dinero».
Vinculado al conjunto de ideas analizadas apare-
ce un tipo de representación que las contextualiza,
las matiza en su totalidad y aporta el elemento de
contraste en el que la pobreza encuentra su mayor

351
agudeza subjetiva y carga humillante. Se trata, como
se puede apreciar en el gráfico siguiente, de la noción
de la existencia o no de ricos y pobres en la sociedad
cubana en su conjunto.
Este tipo de representación forma parte de la
herencia cultural formada por una revolución que
eliminó la propiedad privada sobre los medios y los
resultados de la producción, generando con ello un
proceso de acercamiento de las distancias sociales de
los diferentes actores al suprimir del panorama na-
cional a las élites históricas y promover una profunda
movilidad social. Esta representación, tal como apa-
rece reflejada en el gráfico, en que la mayoría absolu-
ta reconoce que no existen ricos ni pobres, encierra
en sí misma una gran capacidad para deconstruir el
núcleo sociopsicológico de la pobreza. El individuo
situado en una perspectiva de esta naturaleza, se
concibe a sí mismo en el interior de un espacio de
igualdad con otros hombres, y desde ese espacio
llega a pensarse como un ser menos limitado, más
universal y digno. Este quizás sea uno de los rasgos
más evidentes que hacen distinguir la situación de
pobreza en Cuba de la de otros contextos. El pobre
en Cuba siente los rigores de las carencias y el sufri-
miento del no poder que estas producen —quizás con
mucha más fuerza que en otras partes del mundo, por
ser, en general, consciente e instruido—, pero es el
rigor de una carencia desnuda, sin la compañía hu-
millante del lujo, la ostentación y el derroche que se
forja a costa de su pauperización. Ello le proporciona
consuelo, esperanza y aliento para resistir y encontrar
asideros a su dignificación.

352
A pesar de estas circunstancias que envuelven la
situación de pobreza en nuestra realidad, esta no debe
considerarse libre de riesgos. Toda la situación descri-
ta es posible resumirla con la frase de una informante
que nos dijo: «la pobreza es querer y no poder». Esta
encierra un núcleo básico de ese estado de caren-
cia en el que se develan los riesgos que entraña y que
las definiciones objetivantes, preocupadas sobre todo
en contar a los pobres, pasan por alto o reducen a
categorías frías e impersonales como «línea de pobre-
za» o «necesidades básicas insatisfechas». Apunta, por
tanto, a una contradicción esencial entre deseo y
poder, que se resuelve sistemáticamente en la nega-
ción del deseo por el no poder. Es la situación del
hombre que se ha quedado sin capacidad y potencia-
lidad de amar, situado ante la amante ardiente que lo
requiere, llevada a cada momento y cada instante de
la vida. Es un estado de impotencia y frustración
sistemáticas que deriva hacia la violencia o la abulia,

353
el conformismo y la indiferencia, incluso ante la pro-
pia vida humana.
El estado de querer, de desear, que se nos presen-
ta en toda su subjetividad, ante todo da lugar al
elemento de enlace entre la cosa o el bien y el impe-
rativo humano por este, haciéndolo una necesidad
humana y, por tanto, un objeto humanizado. El obje-
to que la propia reproducción o sustentación del or-
ganismo biológico y la cultura y el desarrollo humano
sitúan ante el hombre deviene condición de su huma-
nidad, haciendo que «cada una de sus relaciones hu-
manas con el mundo (…), estén en su orientación
objetiva o en orientación hacia el objeto, la apropiación
de ese objeto, la apropiación del mundo humano; su
orientación hacia el objeto es la manifestación del
mundo humano, es su eficacia humana y el sufrimien-
to humano (…)» (Marx, 1975b: 111). De este modo,
el tipo de objetos sobre los que se proyectan las ex-
pectativas y los deseos humanos, da cuenta también
del estado en que se encuentra esa humanidad. Por
tanto, el discurso no solo da información por lo que
se dice, sino también por lo que no se dice.
En el caso del «llega y pon», como ya fue analiza-
do, la mirada se concentra en bienes elementales tales
como comida, agua y vivienda, quedando fuera de las
expectativas que más preocupan cuestiones como la
recreación, el esparcimiento y otras necesidades su-
periores, lo que en cierto sentido deja ver que:

El sentido circunscrito a las necesidades prácti-


cas groseras tiene solo un sentido restringido.
Para el hombre que perece de hambre, no es la
forma humana del alimento la que existe, sino

354
solo su ser abstracto como alimento; bien pudie-
ra estar allí en su más grosera forma, y sería
imposible decir si su actividad alimenticia difie-
re de la de otros animales. El hombre abrumado
de preocupaciones, urgido, no tiene sentidos para
la más hermosa obra de teatro; (…). Así, la ob-
jetivación de la esencia humana, tanto en su
aspecto práctico como teórico, es necesaria para
que forme el sentido humano del hombre, al
igual que para crear el sentido humano corres-
pondiente a toda la riqueza de la sustancia hu-
mana y natural [ibíd.: 114].

La reducción de las expectativas resume en sí un


estado de empobrecimiento que se enfrenta a un no
poder que las limita y reduce aun más, con lo que, al
imponer «…el más bajo posible nivel de vida [exis-
tencia] como norma, como norma general en realidad
convierte al [individuo] en un ser insensible que
carece de toda necesidad (…). Por tanto (…) todo
lujo (…) parece reprensible y todo lo que vaya más
allá de la necesidad más abstracta, (…) parece un lujo»
(ibíd.: 124). Ello determina que este empobrecimien-
to se apropie de todas las condiciones de vida de las
gentes hasta el punto de llegar a borrar el efecto neu-
tralizador de la pobreza provocado por el acto revo-
lucionario de eliminación de la propiedad privada
sobre los medios de producción, reproduciendo una
pobreza que se identifica a sí misma y empieza a
mirarse en la cara opuesta de los ricos. Quizás esa
dinámica y esa lógica estén subyaciendo en 46 % de
los juicios que reconocen que en Cuba existen los
ricos y los pobres.

355
La lucha pensada por los luchadores

Una idea central en la ideología de las personas que


viven en estas condiciones, es la de la lucha. En torno
a esta se articulan los afanes que imponen sobrellevar
la pobreza, la ilegalidad de su vida y las condiciones
de marginación con los sistemas de valores que la
sociedad impone como modelo y su readaptación o
reconfiguración en el medio. El problema de la lucha
surge en ocasiones muy vinculado al de la pobreza,
como una condición de la misma. Así lo dejaba ver
una informante cuando decía:

El pobre es el que tiene que luchar la comida


diaria. Yo misma. Para eso yo compro y vendo
cualquier cosa y así ayudo a mi marido que solo
gana doscientos veinticinco pesos. Para mí luchar
es trabajar para tener lo que te haga falta. Hay
que trabajar. No todas las formas de lucha son
buenas. Un ejemplo, el que vende drogas obtie-
ne dinero, pero perjudica; el que roba perjudica.
Esas son formas de lucha muy malas. Las jinete-
ras luchan su dinero con su cuerpo; eso no le hace
daño a nadie, solo a ellas mismas. Denunciar a
una persona que en su trabajo se lleve todos los
días un jabón u otro pequeño objeto, no, yo no
lo haría, porque él lo hace por necesidad.
(Notas de campo. Informante femenina, blanca, 19
años, ama de casa, décimo grado de escolaridad.)

Otro informante expresaba: «Para mí luchar es


cubrir las necesidades de uno de la forma más hon-
rada posible.»

356
A continuación, este hombre explicaba sus pala-
bras con varios ejemplos:

Es buscarte la comida de la forma más honrada.


Es hacer lo que uno considera verdadero. Cual-
quier forma de lucha no es correcta. Drogas, robar
a un vecino, eso no justifica un medio de lucha.
Comprar una cosa a un precio y venderlo a otro,
es otra cosa. Pero legal. Por lo menos eso fue lo
que me enseñaron mis padres. A mí me enseña-
ron a sudar como un burro para buscarme una
peseta con que comer, pero honradamente.
(Notas de campo. Informante masculino, blanco,
56 años, obrero, octavo grado de escolaridad)

En ambos discursos la lucha aparece relacionada


con el trabajo como eje central de la misma y envuelta
en cierta intención de honradez que se debate en el
rechazo de las formas más graves de la actividad delic-
tiva y la aceptación de otras estrategias que, aunque
contrarias a la ley, son aceptadas por ellos mismos como
legítimas y normales. Así, se rechaza la droga, el robo
a un vecino es rechazado, no es aceptado como forma
de lucha, pero comprar y revender, sin tener en cuenta
el origen o callarse ante pequeñas sustracciones en el
ámbito laboral, es normal. Ello forma parte del «rebus-
que» a que se ven forzados a entregarse cada día. La
idea de la lucha está, por tanto, fuertemente matizada
y determinada por la sobrevivencia. Un tercer infor-
mante lo dejaba ver de forma clara cuando apuntaba:

Luchar es buscar el dinero para poder sobrevivir.


Vender una mata, un palo, buscarse los cinco

357
o diez pesos para seguir sobreviviendo. Cualquier
forma de lucha es normal. Se lucha por que los
cinco héroes regresen, ¿por qué no va ser normal
que uno luche para sobrevivir? Las jineteras y los
pingueros son unos parásitos de la sociedad. Para
ellos es una forma de lucha sin moral. No creo
que sea necesario entregar el cuerpo para luchar.
El carnicero que me lleva la onza de carne, esa es
su lucha; prefiero eso que el de la jinetera. Todo
el mundo te tumba una onza en esta sociedad. La
jinetera trasmite enfermedades sexuales.
(Notas de campo. Informante femenina, mestiza,
34 años, desocupada, universitaria.)

La sobrevivencia como valor que mueve a la lucha,


encuentra su justificación y su razón en el discurso y
las prácticas de la política nacional. Ahora bien, esa
experiencia de actuar por lo indispensable desde las
formas y estrategias más diversas, los conduce a con-
siderar normal, incluso, ser objetos ellos mismos de
pequeñas sustracciones por «el carnicero». Esa con-
tradicción entre lo que impone la vida y lo que se
valora, se parecía claramente a las opiniones de otro
informante cuando decía:

Luchar es levantarse y tratar de lograr los objetivos


de uno en la vida. Es lograr la subsistencia, es
seguir viviendo. No creo que cualquier forma de
lucha sea legítima. En ocasiones la vida te obliga
a hacer cualquier cosa, pero bueno. No creo que
sea normal la actitud o la lucha de las jineteras y
los pingueros. Aunque yo creo que eso va con la

358
personalidad de cada cual y el valor que se dé cada
cual. Pero hoy un tipo y mañana otro, así llega el
momento que no sientes con nadie; es como ma-
tarte en vida. El mercado negro es algo ilegal, pero
la mayoría de las cosas en la bolsa negra son más
baratas. Creo que, si se acabara, yo saldría perju-
dicado. Si las cosas estuvieran asequibles a la
población, no existiera. Si el arroz está a cinco
pesos y alguien te lo vende a tres, tú no lo pien-
sas para comprarlo. Yo creo que cada vez que
hacen una ley complican más las cosas. Si an-
tes hacía falta un cuño y después un cuño y una
firma, entonces son dos los que se buscan. Una
persona que se lleva de una fábrica una cosita, yo
no la denunciaría. Por ejemplo, un par de jabones
para venderlos. ¿Tú sabes lo que cuesta un jabón
en la shopping y cuánto gana ese hombre? 148
pesos. Con eso no se puede bañar.
(Notas de campo. Informante masculino, mesti-
zo, 35 años, trabajador por cuenta propia, duo-
décimo grado de escolaridad.)

Otra señalaba:

Luchar, no sé ni cómo decirte. Es la persona que


se traza un propósito y trata de alcanzarlo de
diferentes formas. Ahora, no todas las formas
de lucha se pueden considerar normal. Uno no debe
hacer cualquier cosa que no deba. Robar, pros-
tituirse, para obtener algo, es luchar de forma
equivocada. Las jineteras dicen que están lu-
chando, pero eso lo hacen a un precio muy alto.

359
Pagan mucho por lo que obtienen, moral y en
riesgos personales. ¡Con la cantidad de enfer-
medades que existen! ¡Qué va!, esa no es una
forma de lucha normal.
(Notas de campo. Informante femenina, mestiza, 39
años, ama de casa, onceno grado de escolaridad.)

En las dos últimas opiniones, aunque también


marcadas por la sobrevivencia, la lucha se orienta a
objetivos predeterminados. Puede considerarse en-
tonces que la misma tiene mayores potencialidades
de generar estrategias de movilidad y no de simple
adaptación como sucede en la mayoría.
En la idea de la lucha, en fin, se resumen las expe-
riencias de una vida que no se puede detener, que se
resiste a ser derrotada. Es un reto a los sinsabores y
percances, y una rebelión contra las propias frustracio-
nes. Es el fanatismo de y por la existencia y una adicción
a la apuesta a las propias potencialidades. Es medirse
y confirmarse todos los días. Es la razón y el sentido
que las circunstancias le han dictado a su naturaleza.
Es su objetivación como ser viviente, y es, en resumen,
como lo manifiesta un informante, vivir.

Luchar es buscar el dinero para poder vivir. Es


vivir. El que lucha vence. El que lucha siempre
tiene su triunfo. El que no lucha es que no tiene
deseo de vivir. Hay que luchar, hay que trabajar,
hay que estudiar. Luchar para, si la policía te coge
y te pone una multa, pagarla y seguir luchando.
Yo quisiera tener un trabajo estable con el Estado,
pero ¿qué haría yo con un trabajo de doscientos

360
pesos? No puedo mantener a la familia. Es ver-
dad que ellos vinieron por necesidad, porque
allá lo único que pueden hacer es agricultura y
pasar hambre. Aquí lo tenemos que comprar
todo en contrabando. Todo es muy caro. Por eso
hay que luchar todos los días para tener algo
que comer. Yo diera la vida para que dejaran
legalizar todo esto.
Yo he echado toda mi vida anterior luchando por
el comunismo; durante muchos años fui militan-
te del Partido, y nada; pero, ¿hasta cuándo? No
podemos echar la vida trabajando para nada.
Olvídate, aquí el que tiene es el que lo tenía todo,
el que puede disponer de las cosas, pero el que
no tenía y tiene que comprarlo todo, esos somos
los que estamos jodidos.
(Notas de campo. Informante masculino, mestizo,
duodécimo grado de escolaridad, nacido en San-
tiago de Cuba, nueve años de residencia en el barrio
y 41 años de edad, trabajador informal, reparador
y revendedor de equipos electrodomésticos.)

Sin embargo, para comprender mejor cómo se


comporta esta cuestión, es necesario pasar a un
modelo de análisis que permita evaluar el discurso
en su totalidad, a pesar de perder en algo su riqueza
de matices.
El procedimiento seguido es el mismo que se
utilizó para la valoración de la pobreza: se separaron
los juicios predicados y se contabilizaron para so-
meterlos a un procedimiento estadístico convencio-
nal. El resultado se muestra en el gráfico.

361
La idea que más se reitera por todas las categorías
de informantes al hablar de la lucha, es vender o re-
vender. La misma alcanza su cota máxima en el dis-
curso de las personas que no tienen ocupación, y la
mínima entre los trabajadores formales. En conse-
cuencia, es posible concluir que la noción sobre la
lucha que predomina en el ambiente del barrio, se
estructura en torno al acto de vender o revender que,
de hecho, es una de las ocupaciones informales más
comunes en este lugar.

362
Junto a esta idea nuclear sobresalen otras que se
enfatizan en la sobrevivencia: sustraer pequeñas can-
tidades de productos en el trabajo, buscarse la comi-
da de cada día. Todas enfatizan la existencia de
estrategias de adaptación. Las mismas no dejan ver
que se piense en un proyecto de salida de la situación
de modo sostenible. Reflejan, por tanto, las valoracio-
nes de un individuo que ha sido atrapado por las
circunstancias, no avizora salida y simplemente se
adapta a estas. Ello encierra una gran carga de frus-
tración que a mediano plazo puede generar verdade-
ros focos de violencia. Se comprende mejor cuando
se le compara con otras nociones que apuntan a es-
trategias de movilidad, tales como estudiar, mejorar
la casa o abrazar un proyecto, cuyas frecuencias se
tornan insignificantes ante las primeras.
Los juicios que hacen referencia a la sobreviven-
cia y a la sustracción de pequeñas cantidades de
productos en los centros de trabajo, tienen su cota
máxima entre los trabajadores informales, y la mí-
nima entre los no ocupados. Por el contrario, en los
que se puntualiza como una de las formas de procu-
rar la subsistencia en la comida, fueron más frecuen-
temente expresados por trabajadores del sector
formal y en menor medida por los informales. Qui-
zás ello exprese dos modos diferentes de vivenciar
la lucha. Para unos, los informales, es salir cada día
a vender, o hacer lo que se pueda para regresar con
la subsistencia. El acto primero es salir a buscar qué
hacer para sobrevivir. En el otro caso, el trabajador
formal, tiene ya marcado qué hacer y dónde hacerlo.
El dilema que se presenta ante él es cómo administrar

363
lo que recibe como salario para acceder a los ali-
mentos.
Los juicios que identifican la lucha con el trabajo,
aparecen con una mayor frecuencia entre los trabaja-
dores del sector formal de la economía, y una menor
entre los informales. En cierta medida, ello puede
considerarse como resultado de una experiencia de una
práctica laboral que se devuelve en forma de ideales.
La idea del sacrificio vinculada a la lucha aparece
con muy baja frecuencia, por debajo incluso de prácti-
cas anómicas como la del jineterismo. Aunque res-
pecto a esta última, la actitud más generalizada es
de rechazo o negación como forma de lucha legítima.
Entre estas formas de luchas negativas rechazadas
por las gentes, aparecen las drogas, el robo a los
vecinos, los pingueros y los actos de sabotaje o con-
trarrevolución.
Un grupo de juicio, al referirse a este tema, tra-
taba de contextualizarlo en las condiciones del país,
utilizando como paradigma la actividad del Coman-
dante en Jefe.
Atendiendo al sexo, los hombres enfatizan más
en ideas tales como (re)vender, sobrevivir, sustraer en
el trabajo, jinetear y abrazar proyectos personales,
mientras en el discurso de las mujeres los juicios que
aparecen en mayor proporción que los de los hombres,
tocan temas como trabajar, buscar la comida, y los que
la relacionan con el país y la figura del Comandante en
Jefe, con el sacrificio y la mejoría de la casa.

364
Capítulo IX
Efectos de las condiciones de mercado sobre
los ingresos y los consecuentes procesos de
empobrecimiento. Procedimientos de cálculo,
sus tablas y algunas reflexiones finales

Introducción29
Dentro de las fuentes bibliográficas consultadas en
esta investigación se encuentra el informe «Reforma
económica y población en riesgo en Ciudad de La
Habana» (2004) de los autores Ángela Ferriol, Mari-
bel Ramos y Lia Añe, vinculado al programa «Efectos
sociales de las medidas de ajuste económico sobre la
ciudad. Diagnósticos y perspectivas», premiado por
la Academia de Ciencias de Cuba. En este informe, la
idea de que el mercado subvencionado aporta un
ingreso complementario a las personas, y en particular
a las de menos ingresos, es bastante recurrente, contra-
rio a una percepción, en cierto sentido generalizada,
de insatisfacción con los precios y las condiciones de
mercado, claramente evidenciada en la investigación
sobre mercado negro y otras que, desde el estudio de
las relaciones raciales, hemos venido realizando en
centros de trabajo y localidades. Acostumbrados a
operar dentro de la antropología con nociones que
29
Nota aclaratoria, antes de comenzar a leer: Todos los razona-
mientos que se hacen en este documento son acompañados,
paso a paso, por los cálculos realizados y las tablas correspon-
dientes, de modo que un lector crítico tenga el resultado y
también cómo se fueron desarrollando las ideas.

365
atienden la objetividad de lo subjetivo, que sitúan los
fenómenos en su contexto concreto, privilegian el
método comparativo y se enfilan a desentrañar signi-
ficados, tal contradicción se nos presentó como una
dificultad para situarnos en una posición clara ante
una problemática que encierra significados importan-
tes para entender los procesos de empobrecimiento
y que pueden llegar a tener otras derivaciones socia-
les importantes.
Las autoras del mencionado informe basan la
afirmación sobre los ingresos complementarios que
reciben las personas de las subvenciones, en una
formulación que considera la diferencia de precios
entre diferentes segmentos de mercado y los de im-
portación y/o costos de producción. Tal razonamien-
to no tiene en cuenta que lo que suma, también
resta. Los precios de los que deriva la diferencia que
aporta ingresos, no son de otro mundo, sino de este,
del mundo concreto al que se enfrenta el individuo
todos los días. O sea, es una fórmula que incluye,
pero a la vez hace abstracción de lo que ocurre en
otros segmentos de mercado, o por lo menos deja sin
explicar el significado real que adquieren los llamados
ingresos ante las necesidades reales de las gentes, que
en su vida cotidiana se mueven en todos los segmentos
de mercado. Las siguientes reflexiones están encami-
nadas, entre otras cuestiones, a tratar de desentrañar
en alguna medida lo que significan tales ingresos ante
las dinámicas de vida cotidiana y los consecuentes
procesos de empobrecimiento.
Una de las premisas fundamentales sobre las que
se levantan las incertidumbres en torno a la capacidad

366
que tiene la subvención en la etapa actual de aportar
ingresos, tiene que ver con la tasa de cambio informal
(25 pesos por un dólar), definida unilateralmente,
desde la oferta y lo que se oferta, sin tener en cuenta
las condiciones de configuración de la demanda. En
otras palabras, se trata de una tasa de cambio que se
valida y funciona para los bienes y servicios, pero no
para la fuerza de trabajo —lo cual complica cualquier
análisis que se quiera realizar en torno a las subven-
ciones y enrarece las conclusiones acerca de su im-
pacto social—, y deja ocultos aspectos medulares.
Otro de los ángulos del problema a que se enfila el
análisis, es a intentar considerar el otro término de
la ecuación: el trabajo.
Atendiendo a lo anterior, se consideró necesario
correlacionar los precios de los diferentes segmentos
de mercado y el trabajo como un elemento más que
interviene en el sistema de intercambio. El trabajo,
a la vez, permite expresar el valor o el precio de las
mercancías al considerar las horas de trabajo que por
cada una de estas pagan las personas. El objetivo del
análisis es intentar aproximar una idea de hasta qué
punto, en las condiciones actuales de acceso a bienes
y servicios, las subvenciones aportan ingresos capa-
ces de frenar el empobrecimiento de determinados
sectores de la población y determinar cuáles son sus
límites.
Toda la información estadística que se maneja
proviene de datos oficiales del gobierno, publicados en
los anuarios estadísticos, fundamentalmente el Anua-
rio estadístico de Cuba 2002 (Oficina Nacional de Esta-
dísticas, 2003). Solo se evalúan los bienes derivados

367
de la importación por varias razones, entre las que es
posible destacar que en la importación de bienes de
consumo de la población se muestra con más énfasis el
efecto enrarecedor de la tasa de cambio sobre las sub-
venciones a) por no contar con datos acerca de los
costos de producción de otros productos que, de incluir-
los, conducirían a una búsqueda de información que se
aparta de los objetivos del trabajo, y b) por el carácter
abierto de la economía cubana, que le da un peso im-
portante a este aspecto en la configuración de la canas-
ta de alimentos disponibles. Como ya fue planteado, el
objetivo no se encamina a hacer una medición de esta
problemática, pues ello le corresponde a los economis-
tas, sino aproximarnos a una idea de su funcionalidad
para, desde allí, tratar de desentrañar significados.
Como el análisis se mueve, si es que se le puede
llamar así, en la microeconomía —o en una economía
desde abajo en dos sentidos, porque es la de las gen-
tes y porque no parte de las categorías económicas
para explicar la vida, sino que procede de la vida para
llegar a un grupo de representaciones más o menos
generales—, las unidades de medida que se asumen
son el kilogramo o la unidad, por ejemplo un par de
zapatos. Así, el costo de importación se convierte a
dólares estadounidenses por kilogramo para funcionar
en una dimensión cercana a las personas y no a la
macroeconomía.
El análisis tiene en cuenta los diferentes sistemas
de precios a que se enfrentan las personas y los lími-
tes de cantidades que le imponen determinadas con-
diciones de mercado. Los precios de los productos
que se ofertan por la cuota o canasta subvencionada
por el Estado, los cuales han permanecido estables

368
y estandarizados durante todo el período, se obtuvie-
ron del listado de la red minorista. Además de tales
precios, se incluyen como otra variable importante
las cantidades a las que puede acceder un individuo
por este concepto. Para ello se utilizaron los datos
que brinda Lam (2003), relacionados con la distri-
bución en un municipio de Ciudad de La Habana, y
los recolectados por nosotros en una bodega en otro
municipio de la ciudad en un año promedio del pe-
riodo. Ambas fuentes coinciden en lo fundamental,
pues no encuentran entre los mismos diferencias
sustanciales en cuanto a lo que recibe un adulto sano.
De la multiplicación del precio por la cantidad resul-
ta el costo para un mes que paga una persona.
El otro indicador sobre el cual se va a desarrollar
nuestro análisis, son los precios en el mercado de libre
oferta. En su determinación se trató de utilizar la va-
riante menos costosa para el comprador. Así, por
ejemplo, el precio de la carne de res se fijó por debajo
de 2 dólares, que es el que tiene en el mercado negro.
Para la carne de cerdo se tomó el que tiene en los
mercados del Ejército Juvenil del Trabajo (EJT), que es
el que más barato la vende (20 pesos la libra). El otro
grupo de precios incluye los fijados por el Estado para
determinado grupo de productos que se ofertan de
forma liberada, como el pollo a 23 pesos la libra (50,60
pesos el kilogramo) y el arroz a 3,50 pesos la libra. Por
lo general, no se consideraron los de las tiendas que
ofertan en divisas atendiendo a que este es un segmen-
to de mercado de acceso muy limitado desde las con-
diciones de remuneración de la fuerza de trabajo.
Los precios en las condiciones de segmentación de
mercados en las que tienen lugar, no solo van a expresar

369
la medida del intercambio de unos productos por
otros, sino también se van a presentar encerrando un
discurso social que se hace más evidente y claro
cuando los fija el Estado, ya que es el empleador y el
vendedor principal. Este discurso actúa cada día sobre
la conciencia de las gentes, modulando actividades y
prácticas, muchas veces no deseadas.
En medio de la crisis y el ajuste económico, las
condiciones de intercambio de bienes de consumo se
han enrarecido tanto que resulta difícil determinar la
verdadera medida de las cosas. Por lo general, se
opera con una tasa de cambio en cierta medida arbi-
traria: en unas ocasiones se calcula a uno por uno, y
en otras a la no oficial de veinticinco por uno. En los
diferentes segmentos de mercado funcionan sistemas
de precios diferentes; algunos de los cuales se apartan
considerablemente de las condiciones medias de re-
muneración del trabajo, y otros están por debajo. Pero
como en todo este proceso entran en juego diferentes
sistemas de valores, es muy difícil determinar hasta
qué punto tales condiciones están por encima o por
debajo, y lo que aportan realmente a las personas.
Por tales razones, para tratar de aproximar una idea
de lo que sucede y de lo que nos cuesta el conjun-
to de alimentos importados en su proyección hacia
los diferentes segmentos de mercados (el normado o
de la libreta de abastecimientos, y el de libre oferta),
se intentará examinarlo en los momentos o niveles
de análisis siguientes:

I. Según el índice de conversión que tiene el dólar


invertido en la adquisición de cada mercancía o
producto, en pesos cubanos al entrar estos en los

370
diferentes segmentos de mercado. O sea, en cuán-
tos pesos cubanos se convierte cada dólar inverti-
do en la adquisición del producto que resulta de
dividir los precios de realización en pesos en el
mercado interno entre los de importación en dó-
lares estadounidenses.
II. Asumiendo su costo de importación con una tasa
de cambio de 26 pesos por un dólar en su movi-
miento por los diferentes segmentos de mercado.
III. Asumiendo sus costos de importación a partir de
una tasa de cambio ideal que esté en plena corres-
pondencia con la masa de salarios pagados (3,15
pesos por dólar).
IV. Considerando la expresión de estos valores y las
de los precios en el mercado de consumo en
tiempo de trabajo.

El conjunto de datos de partida permite el análisis


en los niveles anteriormente esbozados, que es la línea
de exposición que se seguirá. Ello permitirá aproxi-
marnos a una idea de cómo tales sistemas de valores
influyen en los procesos de empobrecimiento. Para el
análisis se utiliza un grupo de productos alimenticios,
de los cuales 90 % están presentes en la canasta que
se oferta por la libreta de abastecimientos.

Primer nivel. Comparación de los precios e índices


de conversión de los pesos en dólares
en los mercados normados y de libre oferta

La primera aproximación a la interrogante de si los


productos subvencionados aportan ingresos o no,

371
es posible hacerla mediante la comparación de los
índices de conversión de los pesos en dólares en cada
segmento de mercado. Esta refleja cuántos pesos esta-
mos pagando por cada dólar invertido en la producción
o importación de cada producto. De este modo, por
ejemplo, si se pagan 0,55 pesos por cada kilogramo de
arroz de la cuota que se importó a un precio de 0,23
dólares el kilogramo, cada dólar invertido en arroz se
convirtió en el mercado normado en 2,39 pesos, y en el
de libre oferta en 33,48 pesos. Esto es como si, al com-
prar una libra de arroz importado en el mercado de libre
oferta estatal, el trabajador adquierese un dólar por el
valor de 33 pesos. En la tabla siguiente se muestra esta
relación para un grupo de productos alimenticios.
Índice de conversión del dólar en pesos
en el mercado normado y el de libre oferta

PRECIO MERCADO MERCADO


PRODUCTOS IMPOR- NORMADO LIBRE OFERTA
NO.
SELECCIONADOS TACIÓN Precio Conversión Precio Conversión
USD CUP CUP/USD CUP CUP/USD
1 Arroz consumo 0,23 0,55 2,39 7,70 33,48
2 Legumbres (frijoles) 0,70 0,53 0,76 12,10 17,29
3 Papas 0,31 0,77 2,48 1,98 6,39
4 Leche en polvo 1,88 2,00 1,06 44,00 23,40
5 Pollo 0,63 1,54 2,44 50,60 80,32
6 Pescado congelado 1,29 2,05 1,59 22,00 17,05
7 Carne de bovinos 2,75 1,65 0,60 100,10 36,40
8 Aceite de soja 0,64 0,88 1,38 40,00 62,50
Fuente: Elaborado por el autor a partir de los datos del Anuario estadístico
de Cuba, 2002. Lista de precios de la canasta normados y estimados en
diferentes segmentos de mercado de libre oferta.
CUP = Cuban Pesos (pesos cubanos)
USD = United States Dollars (dólares estadounidenses)

372
En la columna correspondiente aparecen produc-
tos que, al entrar en el mercado de la cuota, tienen
índices de conversión por debajo de uno, tales como
la carne de res y las legumbres. Ante estos, el dólar
se cambia a 0,60 y 0,76 pesos respectivamente. En
otros, como la leche en polvo (1,06) y el aceite (entre
1,02 y 1,38), está muy cerca de uno. En estos, el peso
y el dólar prácticamente se equiparan. En unos terceros,
la relación de cambio es superior a dos, por ejemplo
el pollo (2,44) y el arroz (2,39). De este modo, en el
mercado normado peso y dólar mantienen una rela-
ción muy equilibrada que, en el promedio de los
alimentos importados y seleccionados para el análisis,
es de 1,59 pesos por dólar.
No sucede lo mismo en el mercado de libre
oferta, en el que tales índices son entre sesenta y
ocho veces respectivamente más altos que en el
mercado de la cuota. Así, en el pollo de 23 pesos la
libra, cada dólar se cambia por 80 pesos; y en el arroz
de 3,50 pesos, en unos 37. La distancia entre los
índices de conversión en un segmento de mercado
y otro es bastante grande, lo que es posible apreciar,
además, al restar los que tienen en la cuota los del
mercado libre.
¿Qué significación tienen estos datos ante las
realidades que tratamos de desentrañar? Antes de
hacer cualquier tipo de inferencia, es necesario intro-
ducir como premisa otra de las variables o momentos
de análisis propuestos anteriormente: acercarnos al
contenido en trabajo que tiene cada dólar que se ob-
tiene en la economía interna y con los cuales se impor-
tan dichos productos.

373
Relación entre precios de importación
y masa de salario pagado en la economía interna

Para tener una idea aproximada del contenido en tra-


bajo que pueda contener el dólar con que se importan
dichas mercancías, se dividió la masa de salarios paga-
dos entre los dólares ingresados en la economía nacio-
nal por concepto de exportación de bienes y turismo,
en tres momentos distintos.

1. Salarios pagados en la esfera de producción de


bienes dividido entre los ingresos en la exportación
de mercancías, cuya correlación para un año medio
es de 1,95 pesos pagados en salarios por cada dólar
ingresado en el país.
2. Salarios pagados a los trabajadores del comercio,
la hotelería y el turismo entre los ingresos brutos
del turismo, que fue de 0,47 pesos por cada dólar.
3. Masa total de salarios entre ingresos totales por
exportación de bienes y el turismo, que es 3,15
pesos por cada dólar.

Esta relación permite obtener una idea aproxi-


mada del contenido en trabajo que tiene cada dólar
ingresado al país y se utiliza como una relación de
cambio prospectiva y alternativa a la de 26 por uno;
o sea, un tipo de cambio ideal en el que todo el tra-
bajo social que se invierte para obtener la mercancía
dólar, es devuelto íntegramente en forma de bienes y
servicios. En el análisis que desarrollamos solo utili-
zaremos la tercera variante, la de 3,15 pesos en sala-
rios por cada dólar.

374
Diferencia entre los precios respecto a la relación
entre masa de salario total y de dólares ingresados
en la economía nacional (3,15 pesos),
considerada como tasa de cambio ideal
en el mercado normado y el de libre oferta
MERCADO MERCADO
PRECIO NORMADO LIBRE OFERTA
PRODUCTOS IMPOR- Conver- Diferencia Conver- Diferencia
NO.
SELECCIONADOS TACIÓN sión con tasa sión con tasa
USD CUP/ ideal CUP/ ideal
USD de $3,15 USD de $3,15
1 Arroz consumo 0,23 2,39 – 0,76 33,48 30,33
Legumbres
0,70 0,76 – 2,39 17,29 14,14
2 (frijoles)
3 Papas 0,31 2,48 – 0,67 6,39 3,24
4 Leche en polvo 1,88 1,06 – 2,09 23,40 20,25
5 Pollo 0,63 2,44 – 0,71 80,32 77,12
6 Pescado congelado 1,29 1,59 – 1,56 17,05 13,90
7 Carne de bovinos 2,75 0,60 – 2,55 36,40 33,25
8 Aceite de soja 0,64 1,38 – 1,78 62,50 59,35
Fuente: Elaborado por el autor a partir de los datos del Anuario estadístico
de Cuba, 2002. Lista de precios de la canasta normados y estimados en
diferentes segmentos de mercado de libre oferta.

La comparación de los precios en los dos escena-


rios mercantiles atendiendo a la tasa de cambio ideal
—resultado de dividir los ingresos en divisas del país
entre la masa total de salarios pagados—, nos mues-
tra dos escenarios contrastantes: uno en el que la
mayoría de los productos se ofertan por debajo de esa
tasa de cambio, y otro en el que se alejan demasiado.
O sea, en un segmento de mercado se obtiene una
cantidad de bienes de alimentación por debajo del
trabajo social invertido para su importación, en un
rango que varía entre 5,2 y 1,3 veces. Es decir, para

375
la mayoría de los productos que se ofertan por la
cuota se cumple la idea de la subvención, aunque se
calcule su costo de importación a partir de una tasa
de cambio fijada sobre la base de la cantidad de sala-
rios pagados en moneda nacional para adquirir un
dólar. Tal situación, en condiciones de una oferta li-
mitada en cuanto a las posibilidades de ampliar el
consumo, se hace sencillamente insostenible para
cualquier economía o sencillamente tiende a compen-
sarse en otros segmentos de mercado, lo que trae
como resultado una gran cantidad de tensiones sobre
determinados segmentos de la población.
Lo anterior hace pensar que, al actuar el individuo
en varios segmentos de mercado, la posibilidad de
obtener algún ingreso suplementario por diferencias
de precios depende de la cantidad de productos que
tenga la posibilidad de adquirir en cada segmento y no
de la existencia misma de un mercado subvencionado.
De este modo, el efecto de las subvenciones está me-
diatizado por la cantidad y el tipo de producto que se
obtiene por este concepto. Ambos aspectos apuntan a
la satisfacción de los requerimientos nutricionales,
aunque la cantidad enfatiza en la cobertura, mientras
que el tipo de producto y su calidad se inclinan más a
los deseos, gustos y hábitos culturales de consumo.
Haciendo abstracción de todo lo que tiene que
ver con deseos y gustos, la cuestión que surge enton-
ces antes de plantearse cualquier hipótesis respecto
a los ingresos complementarios recibidos por este
concepto, es si lo que se recibe por la cuota alcanza
para satisfacer las necesidades nutricionales mínimas.
Ello, además, deja abierta otras preguntas marginales

376
para el análisis que estamos realizando, pero que
merecen dejarlas planteadas, aunque no se les de-
dique ningún espacio: si el acceso al consumo bási-
co de alimentos de toda la población se produjera por
debajo de la inversión de trabajo que conduce a su
adquisición, ¿no generaría desequilibrios que tendría
que pagar la propia población y en especial la masa de
trabajadores, en otros rubros o aspectos de la vida?,
¿no crearía un sistema de intercambio en el que el
trabajo subvenciona ciertas formas de vagancia y no
estimula el esfuerzo, aunque genere y facilite formas
de dependencia y control de la población?
Según Lam (2003), los alimentos presentes en la
cuota exceden las necesidades nutricionales de la po-
blación entre 0 y 6 años de edad, aproximadamente
1 020 000 niños. El acceso a la alimentación necesaria
en estas edades, a precios que están por debajo de lo
que la sociedad pagó en salarios para obtener el dólar
con el que fueron obtenidos los alimentos en el mer-
cado mundial o producidos en el país, evita que las
diferencias de ingresos que los límites del desarrollo
y la división social del trabajo imponen, se traduzcan
en desnutriciones devastadoras de las potencialidades
con las que llegan al mundo. Constituye, por tanto,
un principio de redistribución cuya justicia nadie
puede poner en dudas; pero además, representa una
inversión en potencialidades humanas y, consecuen-
temente, de gestación de riquezas intangibles que
incluso la economía más apegada a los tecnicismos
de la disciplina se ve obligada a reconocer. Forma un
verdadero tesoro —que en una prueba de civilidad
única se preservó durante los momentos de mayores

377
penurias de la crisis— imposible de contar o medir
en los pesos y centavos que resulten de la técnica
económica más depurada.
Asimismo, se trata de un hecho reconocido por
todos los que han incursionado en estos temas, in-
cluso por las propias autoridades del Estado, que lo
que aporta la canasta básica de alimentos no satisfa-
ce los requerimientos del resto de la población,
cerca de 90 %. Tal déficit convierte los otros segmen-
tos mercantiles en una necesidad y no en una opción.
En consecuencia, lo que significa la canasta básica
de la cuota, en términos de ingresos para las familias
y su funcionalidad cotidiana, no puede medirse de-
jando de lado estos segmentos. Ello, sin embargo,
choca con las ambigüedades que resultan de la tasa
de cambio informal y otros factores aparecidos du-
rante la crisis, tales como la contracción de la oferta
en cantidad y surtido. Por tales razones, para aproxi-
marnos a lo que puede estar significando el acceso a
la alimentación en términos de ingresos para la po-
blación y consecuentemente como factor que contri-
buye al empobrecimiento o no de las familias, es
necesario pasar a otro nivel o momento de análisis
del problema, aceptando la tasa de cambio de 26
pesos por un dólar.

Segundo nivel. Aceptando la tasa de cambio


de 26 pesos por un dólar

En este nivel, el más cercano a la cotidianidad de


las personas, el coste de importación de la canasta

378
presente en la oferta se calcula al cambio de 26 por
uno. A este coste se le resta el precio que tiene en el
mercado de la cuota y se multiplica por la cantidad
asignada a cada persona, obteniendo así que, por
diferencia entre costos de importación y precios de
los productos normados, las personas acceden a un
ingreso que es considerable. El conjunto de los pro-
ductos seleccionados suman unos 39,75 pesos. Entre
estos, por ejemplo, el arroz, que llega a toda la pobla-
ción en una proporción muy semejante, aporta 14,93
pesos; los frijoles 10,07 pesos; el pescado congelado
unos 8,50 pesos; y el pollo unos 4,45 pesos por de-
bajo de lo que costó al cambio de 1 por 26. Ahora
bien, esa es solo una cara de la relación: la de un
«ingreso» que proviene de un grupo de productos que
se ofertan por debajo del costo en trabajo social in-
vertido en su adquisición o, en este caso, de una tasa
de cambio que nada tiene que ver con el trabajo, pero
que opera en el mercado de consumo.
Según Lam (2003: 15), las coberturas de las
recomendaciones nutricionales que ofrecía el mer-
cado de la cuota para 2002 era de 43,1 % de las ca-
lorías; 32,1 % de las proteínas y 12,9 % de las grasas
necesarias para la población entre 14 y 64 años. Se
comprende que la concurrencia a otros segmentos
de mercado es una cuestión de sobrevivencia para
la mayoría de la población. Por tanto, los ingresos
mencionados no pueden verse separados de los
gastos en otros segmentos de mercado. El problema
que se plantea, es cómo correlacionar condiciones
tan diferentes en cuanto a precios y cantidades a las
que es posible acceder.

379
Ya anteriormente se había inducido que una varia-
ble significativa en este rejuego de circunstancias es la
cantidad. De este modo, para establecer esta corre-
lación es posible plantear una ecuación básica que
trata de dar respuesta a la pregunta: ¿qué cantidad
de productos de cada tipo es necesario adquirir en el
mercado de libre oferta para que se neutralice el efec-
to compensador del mercado normado? La misma
puede ser planteada en los términos siguientes.
La cantidad total de un tipo de mercancía asigna-
da en la cuota (Ac), multiplicada por la diferencia entre
el valor o costo de producción o importación (Ci) y el
precio en el mercado normado (Pmn), menos el pro-
ducto de la cantidad de mercancías que se adquieren
en el mercado de libre oferta con los ingresos prove-
nientes de la subvención (Xml), por su precio (Pml) es
igual a cero. Ello nos indica qué cantidad del mismo
producto es necesario comprar en el mercado de libre
oferta para que los ingresos virtuales de la cuota se
hagan cero, se esfumen. Así:

Ac (Ci – Pmn) – Xml * Pml = 0

donde:
Ac = cantidad en kilogramos de cada producto asignado
por la cuota
Ci = precio de importación o costo de producción del
producto
Pmn = precio del producto específico en el mercado
normado
Xml = cantidad de productos a adquirir en el mercado de
libre oferta con el valor de la subvención
Pml = precio del producto específico en el mercado de
libre oferta

380
Al aplicar esta fórmula, los ingresos complemen-
tarios que obtienen las personas por la diferencia entre
los precios de este mercado y los costos de importación
calculados al cambio de 26 por 1, se diluyen en canti-
dades mínimas del mismo producto comprado en el
mercado de libre oferta. En los productos seleccionados
esta relación tiene las expresiones siguientes.
Cantidades de productos en los que se enajenan
los ingresos complementarios obtenidos
de la subvención de la canasta básica al entrar
las personas en los segmentos de libre oferta

MERCADO
NORMADO.
CAPACIDAD
PRECIO VALOR
DE COMPRA
PRODUCTOS IMPORTACIÓN DE LO QUE SE
NO. DE LOS INGRESOS
SELECCIONADOS AL CAMBIO OBTIENE EN LA
COMPLEMENTARIOS
26 POR 1 CUOTA POR
EN KILOGRAMOS
DIFERENCIA
DE PRECIOS

1 Arroz consumo $ 5,98 $14,93 1,939


2 Legumbres (frijoles) $18,20 $10,07 0,832
3 Papas $ 8,06 $ 4,96 2,504
4 Leche en polvo $48,88 $46,88 1,065
5 Pollo $16,38 $ 4,45 0,088
6 Pescado congelado $33,54 $ 8,50 0,275
7 Carne de bovinos $71,50 $ 4,19 0,042
8 Aceite de soja $16,64 $ 3,62 0,091
Fuente: Elaborado por el autor a partir de los datos del Anuario estadístico
de Cuba, 2002. Lista de precios de la canasta normados y estimados en
diferentes segmentos de mercado de libre oferta.

De este modo, al comprar 42 gramos de carne


de res en el mercado negro —mucho menos si es en
las tiendas que operan con divisas— lo que esta

381
persona recibió de más al comprarla por la cuota
queda reducido a 0; en el pollo se produce lo mismo
con solo comprar 88 gramos a los precios del Estado
en el mercado de libre oferta; el pescado, con 275
gramos; las 6 libras de arroz quedan neutralizadas
al comprar 1,94 kilogramos de arroz de 3,50 pesos
la libra; y los frijoles, con 832 gramos. Tales canti-
dades hablan, pero no lo dicen todo.
Obtenidas esas cantidades, es posible buscar un
parámetro de comparación que permita brindar una
idea aproximada de lo que significa el efecto neu-
tralizador en términos de sobrevivencia de las per-
sonas. En tal sentido, es factible asumir —a pesar
de las controversias que pueda suscitar por la can-
tidad de variables que los condicionan—, los re-
querimientos nutricionales de un individuo adulto
tipo. En nuestra aproximación seguimos los crite-
rios de la FAO (Food Agricultural Organization,
1975: 78) que definen que las calorías necesarias
para un individuo tipo que realiza actividades lige-
ras son unas 2 350, como promedio para el hombre
y la mujer.
Utilizando una tabla de conversión de alimen-
tos, es posible calcular cuánto aportan en nutrien-
tes las cantidades de productos que se pueden
comprar con los ingresos virtuales que resultan de
las diferencias de precios. Los resultados se dividen
entre 30 días, que es la unidad temporal de análisis,
para calcular el promedio diario. La sumatoria de
estos promedios se adiciona a lo que sabemos que
aporta la cuota, con lo cual es posible establecer dos
inecuaciones.

382
1. Si el aporte de la cuota más (+) lo que se
puede adquirir con los valores que resultan de
las diferencias de precios es mayor o igual (≥)
que el requerimiento mínimo de un adulto
tipo, entonces es posible afirmar que la sub-
vención tiene algún efecto en términos de in-
gresos para las personas.
2. Si el aporte de la cuota más (+) lo que se
puede adquirir con los valores que resultan de
las diferencias de precios es menor (<) que el
requerimiento mínimo de un adulto tipo, enton-
ces la situación que se reproduce es de dependen-
cia respecto a las condiciones de intercambio
en esos otros segmentos de mercado. Por tan-
to, lo que suceda allí es lo que va a determinar
el estado de los ingresos.

En teoría, ambas situaciones pueden ser modifi-


cadas sin que se refleje en la vida de las personas por
el absurdo económico de que se produzca un aumen-
to desmesurado de los costos de importación o de
producción, a la vez que todas las demás variables
permanecen constantes.
Después de realizada esta operación, las calorías
adquiridas por la cuota aumentan de 43,1 % a
53,64 %, quedando a una distancia de más de cuaren-
ta y seis puntos porcentuales de las necesarias; las
proteínas de 32,1 % a 45,6 %, separadas por más cin-
cuenta y cuatro puntos porcentuales de las que nece-
sita el organismo, y las grasas, de 12,9 % a 18,3 %.
Se puede concluir, por tanto, que a pesar de que los
costos de las subvenciones sean calculados a la tasa

383
de cambio de 26 pesos por un dólar, la cual no se
aplica al pago de la fuerza de trabajo, los ingresos que
se derivan de las mismas se neutralizan con canti-
dades ínfimas de alimentos adquiridos en los seg-
mentos de mercado de libre oferta, sin que ello cubra
los requerimientos mínimos de nutrientes indispen-
sables para las funciones del organismo, por lo que
para aproximarse a estos mínimos las personas deben
entrar necesaria e imperativamente en relaciones
de intercambio muy desproporcionadas respecto a los
ingresos medios derivados del trabajo. Si se agrega
además el costo de otros gastos, tales como los de
ropas y zapatos, que solo se pueden satisfacer en un
mercado marcado por tales desproporciones, es
posible comprender que el mercado normado y la
subvención de productos atenúa, pero no puede neu-
tralizar, el efecto empobrecedor y reductor al mínimo
de los ingresos que generan las condiciones de inter-
cambio de bienes de consumo en la actualidad. Ello
tiene, además, un efecto empobrecedor sobre el tra-
bajo, cuyas consecuencias sociales son totalmente
desintegradoras.

Tercer nivel. Expresando los precios


en horas de trabajo

La representación de los precios de las mercancías en


horas de trabajo tiene un valor metodológico impor-
tante para un contexto definido por una economía
asentada en la propiedad social sobre los medios de
producción, economía sin propietarios privados, por

384
lo que el acceso a bienes y servicios debe centrarse y
tener como contraparte principal el trabajo. Pero,
además, al reducir los precios a la noción «tiempo
de trabajo», se empieza a operar con un parámetro de
medición que es universal y constante en cualquier
circunstancia. Una hora de trabajo fue, es y será
una hora de trabajo. Es siempre una hora de vida
de una persona dedicada a esta actividad, que se ha
vivido realizándola y, por tanto, no se puede volver
a vivir. Del mismo modo, los bienes que se enfren-
tan a esta como valores de uso, no cambian su cuali-
dad al moverlos de circunstancias de tiempo y lugar.
Una libra de arroz, con independencia de que se use
en la mesa o para el vino, no deja de ser tal porque
se le sitúe cien años atrás en el tiempo o en un país
remoto, a miles de millas del que nos encontramos.
Tampoco cambia porque se le pague en dólares, en
pesos, en bolívares o en kwanzas. Así, la utilización
de la dimensión «tiempo de trabajo» para analizar el
sistema de intercambio de bienes y servicios, abre
una perspectiva comparativa que se puede olvidar de
las fluctuaciones y variedad de denominaciones de la
moneda, así como de muchos aspectos contextuales
que enrarecen y dificultan las comparaciones. Desde
esta perspectiva comparativa, es posible apreciar las
condiciones concretas de acceso al bienestar que
tiene el trabajo y la propia capacidad que este tiene
de valorarse en dichas posibilidades de acceso a
bienes. Se entiende, por tanto, que en una reflexión
que apunte a la relación de los ingresos con la pobre-
za, tal dimensión de análisis promete posibilidades
heurísticas.

385
Para determinar el precio de los productos en
horas de trabajo, solo es necesario dividir dicho pre-
cio entre el valor nominal de la hora de trabajo para
rangos determinados. Una vez convertido a horas de
trabajo, en el caso que analizamos, es posible pregun-
tar: ¿qué cantidad de cada tipo de productos es posi-
ble adquirir en el mercado con el tiempo de trabajo
en determinadas condiciones de remuneración? Hace
posible comparar los diferentes segmentos de mer-
cado y con otros contextos.
Con el tiempo de trabajo que se empleó para
adquirir lo de la cuota, solo es posible obtener
cantidades ínfimas en el de libre oferta. La despro-
porción entre los precios se muestra exagerada, con
lo que:

• se requiere una gran cantidad de tiempo de tra-


bajo para ampliar el consumo acotado por las
normas preestablecidas por la cuota, lo que obliga
a la reducción de este consumo, que en de-
terminados límites puede conducir al empobre-
cimiento;
• se reduce el diapasón de posibilidades de acceso
desde el trabajo a la variedad de bienes de con-
sumo: el tiempo es uno, y mientras más tiempo
de trabajo tengo que emplear para acceder a un
producto, menos posibilidades tengo para alcan-
zar otro;
• permite manejar el sistema de intercambio de
bienes y servicios con una canasta de oferta muy
limitada en cantidad y variedad, lo cual resulta
muy cómodo para su administración, pero a la

386
vez genera procesos de empobrecimiento y de
acumulación de necesidades insatisfechas.

Sin embargo, el análisis desarrollado hasta este


punto queda dentro del propio sistema. Aunque el
mismo revela ciertas desproporciones, estas no se
manifiestan en toda su significación. Para formar un
juicio más completo de las implicaciones, es necesario
situarlas frente a otra situación, de modo que esta le
devuelva su propia imagen. Las categorías empleadas
en este nivel como constantes universales, permiten
cierta comparabilidad. De este modo, es posible tomar
algunos datos relativos a los precios y los salarios
mínimos en determinada etapa de la historia de Cuba,
convertirlos en horas de trabajo y compararlos con la
etapa actual.
Para hacer esta comparación se seleccionó una
lista de veinte productos alimenticios, de los cuales
trece (65 %) tienen presencia en la canasta básica
normada. También, como datos alternativos, se tomó
una canasta básica de unas 2 700 calorías diarias,
propuesta en el «Informe sobre la nueva Cuba» de la
Foreign Policy Association (1935: 88), que Reggiageo
(Cuba. Ministerio del Trabajo, 1944: 124) retoma
para el año 1943. Los datos de esta última canasta
son readaptados en cantidades y dimensión temporal
al reducirlas a un mes. Las cantidades de los produc-
tos se reajustaron de modo que se aproximaran a los
patrones de consumo actuales y formas de distribución.
De este modo, la harina de maíz, que no se oferta por
la cuota, se redujo de 15 libras mensuales que apare-
cen en la propuesta original, a 5 libras; el pan de trigo

387
se amplió de 3,33 libras a 5,3 libras para quedar cu-
bierto totalmente por la cuota. Con el azúcar se siguió
el mismo procedimiento, ampliándose hasta 6 libras
que es lo que recibe una persona por la cuota. Al
readaptar la canasta, 77 % de los productos aparecen
en la cuota, de los cuales 33 % son cubiertos comple-
tamente por este segmento de mercado, y solo 22 %
(la leche y la harina de maíz) se obtienen exclusiva-
mente en el mercado de libre oferta.
Trabajar con dos grupos de productos, uno cuya
selección es arbitraria en cierto sentido y otro que
responde a criterios relacionados con sus aportes
nutricionales, aporta cierto nivel de certidumbre en
la comparación. Incluso, en la tabla que aparece
en el Anexo 2 de este libro, algunos productos refle-
jan precios por encima de los que aparecen en las
fuentes, previendo ciertos niveles de especulación
en un contexto en el que la oferta se contrajo, pro-
ducto de los efectos de la Segunda Guerra Mundial.
Del mismo modo, el valor de la hora de trabajo
mínimo se fijó por debajo del que se puede deducir
de los datos que brindan José Luis Rodríguez y
George Carriazo (1983).
La comparación con la lista de veinte productos,
a pesar de las imprecisiones que pueda tener, resul-
ta muy ilustrativa de hasta qué punto las diferencias
de precios entre los diferentes segmentos de merca-
do no solo contribuyen a deteriorar los ingresos de
la población, sino también a restarle significación al
valor «trabajo». Mientras que en 1943 un salario
mínimo adquiría la cantidad de alimentos que apa-
recen en la comparación con apenas 14 % de su

388
jornada mensual, en la actualidad un salario de 150
pesos —representativo de aproximadamente 23,75 %
de la fuerza laboral en 2002, unos 955 724 trabajado-
res— necesita 111,3 % de su jornada mensual para
adquirir la misma cantidad de alimentos, consumien-
do 6,8 % de ese tiempo en los productos del mercado
normado y 104,5 % en el de libre oferta. Tales propor-
ciones, por la irreductibilidad del tiempo, realmen-
te indican que para esa masa de trabajadores la
única opción que le queda es reducir su consumo de
alimentación o sumarse a la cultura del «rebusque»,
utilizando métodos que muchas veces no solo se
tornan antieconómicos, sino también degradantes
para la integridad moral del trabajador. Es un empo-
brecimiento que desborda los estimados de 20 %, para
calar en toda la sociedad.
Un salario medio de 261 pesos necesita 64,2 %
de su jornada mensual, o sea 4,5 veces más de lo que
necesitaba un sueldo mínimo para acceder a los mis-
mos bienes en 1943, mientras que uno de 350 pesos
requiere 3,3 veces más tiempo de trabajo para alcan-
zarlos.
Las cantidades de horas de trabajo que se pagan
de más actualmente por las mismas mercancías (184,7
horas para un salario de 150 pesos; 95 horas para uno
de 261 pesos; y 63,8 para uno de $350 pesos, pueden
ser convertidas nuevamente en valores con solo mul-
tiplicarlas por el valor de la unidad de tiempo, la hora.
Así,
184,7 * 0,79 = 145,90 pesos
95,0 * 1,37 = 130,15 pesos
63,8 * 1,84 = 117,40 pesos

389
Cualquiera de esos tres valores —que expresan
la diferencia respecto a 1943 en horas de trabajo que
debe pagar un trabajador para adquirir los mismos
productos en un mes— supera en su conjunto los
gastos mensuales per cápita del Estado en educa-
ción, salud, defensa y orden interior, seguridad y
asistencia social, y cultura, deporte y recreación en
su conjunto. El valor de las horas de trabajo que un
salario de 150 pesos paga de más, respecto a 1943,
por ese grupo de productos, está muy cerca de un
salario de esta naturaleza, o sea con 1,02 trabajado-
res que adquieran esas mercancías, se paga el salario
de un tercero.
Un obrero que gana 150 pesos necesita trabajar
más de 190,4 horas, que es el tiempo de la jornada
mensual, para poder alcanzarlos. Si la canasta, como
definen los autores, se elaboró considerando los reque-
rimientos necesarios para realizar actividades media-
namente intensas, entonces ello aporta una nueva
hipótesis, según la cual se hace posible considerar que,
en las condiciones actuales, un salario de 150 pesos
no suple las energías que se consumen en el propio
acto de producir. Independientemente que se demuestre
o no dicha hipótesis, los datos hablan de límites crí-
ticos de empobrecimiento de los ingresos para deter-
minados rangos salariales, lo cual exigiría un análisis
más riguroso y detallado que incluya una canasta más
amplia y la comparación con otros contextos de modo
sincrónico.
Las dos variantes confirman lo que ya se había
concluido en los niveles de análisis anteriores: las di-
ferencias de precios entre los distintos segmentos de
mercado, el acotamiento de los productos de la cuota

390
y los rangos de los salarios, reproducen condiciones
en las que el tiempo invertido en trabajo se enajena
ante cantidades y variedades exiguas de productos, que
en ocasiones no llegan a cubrir las necesidades más
elementales y groseras de las personas, las de la simple
alimentación. En tales condiciones, para que un salario
alcance o se acerque a la capacidad que tenía un sala-
rio mínimo para enfrentarse a los productos seleccio-
nados, debe estar en el rango de los 1 450 pesos.
Estas condiciones de intercambio, que afectan a
todos los trabajadores, se tornan particularmente pe-
ligrosas en una economía social en la que los recursos
no están en manos de dueños que velan por intereses
personales muy bien identificados, sino en manos de
los propios trabajadores. La cadena de consecuencias
sociales e ideovalorativas que ello tiene, no es necesa-
rio describirla, pues quizás esa actitud bastante exten-
dida de apreciar más el trabajo por lo que pueda
reportar en búsqueda, que por lo que pueda ganarse
en salario, esté muy vinculada al fenómeno. En conse-
cuencia, las condiciones de mercado no solo contribu-
yen al empobrecimiento, sino también contienen en sí
un potencial desintegrativo muy fuerte en todos los
órdenes.

Unas reflexiones o ideas finales

El camino seguido en el análisis nos ha traído ante


datos que resultan realmente alarmantes. Como
personas, sentiríamos placer en estar equivocados;
como investigadores comprometidos con el objeto
que enfrenta evidencias que se tornan complejas,

391
no nos queda otro camino que seguir avanzando. La
cuestión entonces es preguntarse: ¿cómo se ha lle-
gado hasta este punto?, ¿cuáles son sus consecuen-
cias?, ¿qué posibles soluciones tendría? Algunas de
estas preguntas son tangenciales a nuestro objeto,
pues nos inducen a otro tipo de pesquisa y a la bús-
queda y manejo de una información con la que no
contamos. Por tal motivo, nos limitaremos a exponer
un grupo de juicios generales, algunos de los cuales
se apartan de la base factual en la que hemos apo-
yado el razonamiento anterior, para entrar en el
terreno de lo especulativo.
La primera idea que nos sugiere todo lo anterior,
es que dicha situación es uno de los lastres que
impuso la crisis de la década del noventa a la socie-
dad, durante la cual se configuraron las premisas
siguientes:

1. Las circunstancias en las que se desencadena la


crisis —bancarrota del llamado socialismo real,
agudización del bloqueo de los Estados Unidos,
interrupción de los vínculos comerciales y fuentes
de abastecimientos de materias primas, tecnolo-
gías y recursos energéticos—, colocaron en una
situación de sobrevivencia a todos los actores
sociales, incluyendo al Estado, cuyos recursos
financieros en algunos momentos no pasaron de
unos cientos de millones de dólares para enfren-
tar todas las necesidades de la nación.
2. Contrario a lo que sucede en las crisis de super-
producción capitalistas, la nuestra se presentó
como una crisis de contracción de la oferta.

392
3. A pesar de la contracción de la oferta de bienes y
de la producción, las medidas de protección de
los trabajadores siguieron lanzando una masa
considerable de dinero a la circulación. Ello creó
una situación de mucho dinero y pocos productos,
con lo que, al mirarse uno en el otro, los últimos
se elevaron sobre el dinero para reducirlo a su
propia dimensión de escasez, deprimiendo hasta
límites como los anteriormente explicados los
salarios que se pagan con ese dinero.
4. Las circunstancias de sobrevivencia no dejaron
otra opción que tratar de obtener los recursos de
donde aparecieran o, por el contrario, dejar-
se derrotar y perecer. Surgen así medidas como
la despenalización del dólar y la creación de la red
de tiendas que operan con divisas, con el obje-
tivo de recaudar de modo diferenciado las divisas
que circulaban, y la aprobación de las reme-
sas para facilitar su entrada. La adopción de estas
medidas fue una cuestión de vida o muerte que
el más elemental de los sentidos puede entender.
De este modo, forzado por las circunstancias, se
introduce el dólar en el escenario social para in-
teractuar con el peso y la oferta en un escenario
que puede ser representado en síntesis mediante
el cuadro siguiente.

DINERO Y SIGNIFICADO
OFERTA DEFINIDA CON EL QUE ENTRA EN CADA ESCENARIO
POR SU FINALIDAD En USD
En pesos cubanos
o peso convertible
Oferta en divisas 1,00 0,04
Oferta en moneda nacional 26,00 1,00

393
Como se puede deducir del cuadro anterior, el
dólar entra restando, o mejor dividiendo, al más
puro y limpio de todos los dineros, el que se
utiliza para pagar el esfuerzo del trabajo, que ya
venía soportando el martirio que le imponían la
situación de crisis y la limitación de la oferta. Tal
división se produce en dos sentidos: reduciendo
hasta 4 centavos el peso cuando intenta penetrar
en sus dominios, y multiplicando por 26 la pre-
sión sobre la oferta que a este le queda reservada,
para reducirlo y atarlo a su subestimación en sus
propios predios. Entra también generando exclu-
siones, tanto por el espacio que se le reserva como
por las limitaciones de acceso que le impone al
dinero del trabajo para entrar en ese espacio.
En el mundo del dólar se imponen también reglas
de juegos y prácticas, tales como un alto impues-
to de circulación, cuya necesidad contextual es
evidente. Sin embargo, esa práctica de comprar
mercancías, muchas veces baratas y de baja cali-
dad, para luego venderlas gravadas con impuestos
de circulación que pueden llegar a ser superiores
a 270 %, con lo que se recoge con cierta facilidad
un dinero que no resulta en su inmensa mayoría
del trabajo creador, a la vez que deja de lado o
reduce hasta las centésimas el dinero que paga el
trabajo; como toda práctica, encierra la posibilidad
de gestar una mentalidad. En este caso, se trata
de una mentalidad peligrosa que se inclina a
subestimar el trabajo —por lo que puede ser
definida en términos de «mercachiflista»— y, por
tanto, tiende a intentar hacer perdurar, enraizar

394
e institucionalizar estrategias de sobrevivencia
que, si bien contribuyeron a sortear una comple-
ja situación, también fueron dejando sus efectos
negativos en la sociedad.
5. En este escenario de escasez, de segmentación y
regulación de mercados, y de contracción de la ca-
pacidad de compra del salario, el mercado negro y
sus parientes cercanos (el robo, el desvío de recur-
sos y la corrupción) encontraron condiciones para
desarrollarse y moverse por todo el cuerpo social,
movilizando una cantidad de recursos considera-
bles. De esta forma, a la oferta general de bienes se
le enfrenta también otro dinero que le resta también
posibilidades al que proviene del trabajo.
Así, a la masa total de bienes de la oferta se le
enfrenta una masa de dinero que por sus fuentes
es posible definirlo como:

a) dinero limpio, que es el que se relaciona con


el trabajo y la producción;
b) dinero sucio o parásito, que es el que provie-
ne del mercado negro, los robos, las remesas30
y su contubernio con todas las formas de
30
En sentido estricto, las remesas se contabilizan como formas de
transferencias y, en una economía relativamente equilibrada, no
desempeñan una función de esta naturaleza, pero dentro de un
sistema de intercambio, cuando estas ejercen más influencias en
la determinación de los precios que los ingresos derivados del
trabajo, llegan a configurar una situación de opresión de estos.
Además de ese efecto empobrecedor sobre el trabajo, en el caso
cubano con la segmentación de mercados, se tiñe de gris al con-
fundirse y muchas veces servir para ocultar otras fuentes de in-
gresos en divisas que provienen de actividades parasitarias.

395
sustracciones que se producen en el sector
que opera con divisas.

¿Cómo influyen estos dineros en los precios y las


tasas de cambio?
No se cuenta con información para dar una res-
puesta apoyada en un cálculo matemático más o
menos exacto, o sustentada en ciertas cifras, por lo que
al respecto solo adelantaremos algunas ideas basadas
en presuposiciones y, por tanto, especulativas hasta
cierto punto.
Ya anteriormente se había calculado una tasa de
cambio ideal en la que se correlacionó la masa total
de salarios pagados en la economía, con los ingresos
en divisas derivados de las exportaciones de bienes y el
turismo, cuya proporción era de 3,15 pesos en sala-
rios por cada dólar ingresado al país. Siguiendo el
mismo procedimiento es posible formarse una idea
aproximada de la influencia de estos otros dineros
sobre los mecanismos de formación de precios y la
tasa de cambio informal. De este modo:

a) Presuponiendo que el mercado negro mueva


unos 11 000 millones de pesos al año, al divi-
dirlo por el promedio de ingresos en divisas en
el período 1999-2002, que fue la misma can-
tidad utilizada para definir la tasa ideal deriva-
da del trabajo, resulta que puede definir una
tasa de cambio de 3,30 pesos por cada dólar,
superior a la de 3,15. Así es posible comprender
que la presión que ejerce el dinero proveniente
del mercado negro sobre la oferta es mayor que
la que se deriva del trabajo.

396
b) Considerando en unos 750 millones de dólares
estadounidenses el dinero en divisas que se
mueve en el país proveniente de las remesas,
los robos y otras estrategias disfuncionales,
ello daría unos 19 500 millones de pesos al
cambio de 26 por uno. Al dividir esta cifra por
los ingresos anteriormente mencionados, da
lugar a una tasa de cambio de 5,90 pesos por
cada dólar ingresado en el país por conceptos
de exportación de bienes o el turismo, casi el
doble de lo que puede estar influyendo el tra-
bajo en la tasa de cambio.
c) Al sumar estas dos tasas, el resultado es 9,05
pesos por cada dólar, casi tres veces más alta
que la que se deriva del pago de la fuerza de
trabajo. Si se divide entre dos para reducir a
unos 375 millones de dólares y unos 5 500
millones de pesos las cifras iniciales del cálcu-
lo, todavía la tasa de cambio resultante seguiría
siendo mayor. Es posible, por tanto, conside-
rar que el que está influyendo con más deter-
minación en la formación de los precios en
el mercado de libre oferta, que es donde los
salarios se deprimen con más acento, es el
dinero sucio proveniente de actividades ilíci-
tas y las divisas que por diferentes vías llegan
a manos de la población, divisas que en su
inmensa mayoría no provienen de algún tipo
de actividad económica o servicios, sino que
llegan por «transferencias».

De tal modo es posible pensar, sin mucho temor


a equivocarse, que el que está poniendo las reglas

397
del juego en el mercado de libre oferta es ese dinero
que hemos definido como sucio o parásito, ya que
no proviene directamente del trabajo creador. No es
raro entonces que en el mundo del trabajo se re-
produzcan estrategias y prácticas de respuesta
semejantes. En consecuencia, el discurso y los
significados que nos devuelven esos precios, no son
los del trabajo, sino los del que está poniendo las
reglas del juego que, de forma silenciosa y solapada,
aprovechando y aprovechándose de las carencias,
deja deslizar su mensaje por todo el cuerpo social.
Es un discurso que no requiere de aplausos, que
alcanza la plenitud del disfrute cuando otros se
apropian de él. Empero, como discurso al fin,
trasmite códigos que, aunque no sean comprendidos
en todos sus significados, son captados por las gentes
que hacen de estos sus propias interpretaciones. En
el mismo informe que motivó estas reflexiones
(Ferriol Maruaga, Ramos y Añe, 2004: 77-78),
aparecen testimonios que son muy ilustrativos de la
cuestión. Así, por ejemplo, una informante citada
por estas autoras expresaba:

…lo que nos hace falta para cubrir nuestras nece-


sidades existe, está en la shopping, está en los
mercados y está adonde quiera. Pero sin embargo
no podemos llegar (…). ¡Y yo creo que eso es
pobreza! ¡Eso es pobreza! Porque pasar por una
shopping y no poderme comprar un par de zapatos
que me haga falta para trabajar, ¿qué cosa es eso?;
cuando yo paso por la shopping y veo esos pa-
quetes de carnes, de hígado, de pollo, y la gente

398
tomando cerveza, los que tienen posibilidades,
que su familia les manda dinero, que, bueno, esos
son siempre parásitos, y yo como trabajadora,
como persona preparada e integrada a la Revolu-
ción que soy, no lo puedo hacer. ¡Yo soy pobre!,
y el cubano que no se considere así, la verdad que
está mintiendo…
(Mujer, no pobre, 29 años.)

Otra, por su parte, apuntaba:

…no somos pobres, pero vivimos nada más que


para comer, porque los salarios son muy bajos.
Estamos locos por tener un televisor a color y no
podemos porque todo se nos va en comida, ¿me
entiendes? Y tenemos bastantes situaciones ma-
lísimas. Mira, el frigidaire [refrigerador] roto; las
ventanas no me sirven para nada, son para botar.
Tengo que arreglar el baño. Quisiera dar una
pintura, pero para dar una pintura ¿cuánto me
sale? El juego de comedor ya se está yendo. [Se
ríe] (…) y todo es así: la cama está coja, los col-
chones no sirven, ¿entiendes?…
(Mujer, técnico medio, no pobre, 36 años.)

Estas circunstancias generan verdaderos círculos


viciosos. El deterioro de la capacidad de compra del
salario en los límites explicados impulsa, legitima
y sirve de justificación moral al «rebusque» y a la par-
ticipación de las personas en el mercado negro y otras
prácticas antieconómicas, tales como la sustracción de
cuanta cosa de la producción sea vendible o utilizable.

399
De este modo, el mercado negro y la corrupción —y
en especial la de los individuos que sitúan dentro de
las redes informales— se ceban en el deterioro de las
condiciones de ingresos de los trabajadores, devol-
viéndoles más deterioro material y moral. Como
respuesta administrativa, se apuesta cada vez más por
el control. A más control, más recursos financieros
para pagar a los controladores, lo que hace más esca-
sa la oferta, y mayor la competencia y la tentación por
la cosa. Así, el controlador, situado en condiciones
de apropiarse de la cosa o utilizar su cuota de poder,
debe ser también controlado, gestando nuevos gastos
para controlar al que controla. Y luego, al que con-
trola al que controla. Por su parte, mientras más se
deterioran las condiciones de los ingresos del contro-
lado, más ve crecer el valor de la cosa, cuya posesión,
en ocasiones, puede representar más que su propio
trabajo, sumando nuevas tácticas y encontrando nue-
vos cómplices en la lucha por su obtención. «¿Los
inspectores? Ellos también necesitan aceite y com-
prarles un par de zapatos a sus “chamas” [hijos]. Aquí
solo había uno que no entraba en eso, que le pusimos
cuarto de pollo porque le faltaba un brazo; donde ese
te viera en algo, te rayaba, pero lo teníamos siempre
bien localizado; donde se parara, enseguida, hasta por
la planta, todo el mundo lo circulaba. Lo teníamos
controladito, controladito, y no podía hacer nada. El
tipo se tuvo que ir» (notas de campo). La cadena de
control así diseñada —que deja y confirma a determi-
nados grupos por encima y fuera del alcance de
esta— puede llegar a ser controlada de forma dis-
funcional, pudiendo en determinado momento llegar

400
a hacerse mucho más disfuncional en los grupos que
se sitúan más encima de la cadena. De este modo, la
lógica de los procesos deja ver lo acertado de la ob-
servación de Marx, que ya expusimos en otra parte
de este libro: «El valor creciente del mundo de las
cosas determina la directa proporción de la devalua-
ción del mundo de los hombres» (Marx, 1975a: 71).
Se entiende, por tanto, que una oferta restringida o
acotada por criterios, por científicamente argumen-
tados que estén, genera siempre tensiones, pérdidas
económicas y disfunciones sistémicas.
Ante circunstancias como estas, el único camino
de salida posible es apostando por el trabajo. Ello
significa, ante todo, trabajar por acercar paulatinamen-
te la tasa de cambio y los precios a las condiciones
medias del trabajo y ampliar la oferta en cantidad,
calidad y diversidad, con lo que el interés y las moti-
vaciones se desplazarían paulatinamente también del
«rebusque» al trabajo. La verdadera disminución de
tales prácticas disfuncionales solo se logrará con me-
didas económicas, convirtiendo el trabajo en un bien
más valioso que el objeto más tentador con que se
funcione en la producción o los servicios. Por tanto,
para hacer sostenible esta tendencia es necesario
darle el justo lugar a la producción de bienes de con-
sumo, sin subestimar ningún tipo de posibilidades, ni
ninguna de las múltiples necesidades que configuran
la demanda. Las potencialidades que brinda la pro-
piedad socialista sobre los medios fundamentales
de producción, la red de distribución, las infraestruc-
turas y las finanzas permiten utilizar las propias leyes
y mecanismos de mercado para ir equiparando los

401
precios y el trabajo, y subordinar a los actores que
trabajan por cuenta propia de modo que contribuyan
a la creación de la riqueza social, la acumulación so-
cialista y al mejoramiento de la calidad de vida de la
población desde su propia actividad y para incentivar
la producción. Tal proceso conduciría a que la red de
tiendas que operan con divisas pierda su razón y su
necesidad de ser, con los que las remesas y otras
transferencias en divisas que llegan a la población
quizás serían recogidas con menos intensidad, pero
tendrían también un efecto menos desintegrador y
menos capacidad de excluir, sumándose como una
fuente más de riqueza de la nación.
Sin embargo, en un proyecto socialista, la valo-
ración del trabajo mediante la ampliación de posibi-
lidades de acceso a bienes y servicios, es una cuestión
estratégica. Toca la esencia misma del sistema. Su
empobrecimiento, por el contrario, corrompe la base
social que lo sostiene. Sin embargo, esta es una par-
te de la cuestión, pues no la abarca toda. Requiere,
además, despojar el trabajo de la condición enajenan-
te de formaciones anteriores. Un diálogo con un
camionero —que por su riqueza conceptual escoge-
mos para concluir—, nos ayudó mucho a completar
estos criterios. Decía nuestro interlocutor:

—Ahora yo prácticamente soy el dueño del ca-


mión. Yo estoy aquí para un viaje de pollo, de una
empresa de campismo, que yo mismo contraté.
Ellos me fueron a ver y yo les dije que por menos
de 5 000 yo no le hacía el trabajo, porque son
como tres días por aquí por La Habana. Ellos

402
fueron, sacaron sus cuentas y dijeron que estaban
de acuerdo. Fuimos a la empresa, firmamos el
contrato y aquí estoy. De ese dinero, 3 000 son
limpios para la empresa, 700 son para los gastos
del camión y del viaje, y los restantes 1 200 son
míos. Con ese dinerito, cuando lo cobre, puedo
decirle a la vieja: Coge, ve y date un tinte para
que te veas mejor. Y comprarme mis libritas de
macho [carne de puerco] para comer un poquito
mejor. Pero, además, yo siempre guardo algo para
el camión, porque ese es el que me está dando
vida. La pieza que más se le rompe a este tipo de
equipos es (…), yo todos los meses o cada cua-
renta y cinco días, dedico un domingo a llevarle
el camión a un particular, al que le pago 300 pesos
porque me la baje, me la desarme y me la limpie
a conciencia delante de mí. No sé qué tiempo hace
que el camión no se pone de baja por esa pieza.
Eso a mí no me conviene.
—¿Y antes, cuando solo te pagaban en salario?
—Antes tú lo que ganabas eran los 200 o los 300
pesos que te fijaban por plantilla, más algún que
otro sobrecumplimiento. Si el camión se paraba,
ganabas más o menos lo mismo, y uno lo que
estaba siempre buscando la forma de inventar.
Vendiendo el petróleo resolvías más que con lo
que ganaba, y los jefes tenían que estar siempre
corriendo detrás de las gentes porque le cambia-
ban una pieza o un par de gomas en cualquier
oportunidad que tuvieran. Y con tanta carretera
por delante, ¿quién controlaba eso? Los acumu-
ladores que vienen de fábrica para dos años se

403
cambiaban cada ocho o nueve meses, o porque
los vendían o porque no los cuidaban; las gomas
no llegaban tampoco al tiempo para el que esta-
ban diseñadas. Desde que implantaron este sis-
tema, todo eso se acabó. Mira, las gomas que yo
traigo están pasadas en más de diecinueve mil
kilómetros y todavía están enteritas; la batería
hace más de cinco años que no la cambio. Yo
siempre estoy arriba de esas cosas: midiéndo -
le el agua, cambiando las gomas de lugar para
que se desgasten menos. Ahora mucho más,
porque este camión aunque es del Estado, es mío.
Yo puedo incluso negociar y decidir sobre un
viaje. Y el petróleo, ¿a quien se le va ocurrir ven-
der el petróleo, si con él tú puedes dar un viaje y
ganarte el doble o el triple de lo que te puedes
buscar vendiéndolo? ¿Para sacarle un poqui-
to para cocinar en la casa? Tiene que ser que ya
no tengas con qué ablandar los frijoles. Yo pre-
fiero darle el dinero a la vieja para que busque la
balita de gas o el queroseno por fuera.
—Pero, ¿y el objeto social no se perjudica con
eso?
—La tarea nuestra es distribuir el azúcar en la
provincia. En eso es en lo que menos se gana,
pero esa no puede fallar. Por eso, yo trato de
hacerla en el menor tiempo posible. Cuando estoy
en esa, trabajo diez y doce horas diarias para
terminar rápido y que me quede tiempo para otros
viajes que sí dejan dinero.
—Y los jefes, ¿cómo es el problema con ellos
ahora?

404
—Esos en sus oficinas, llevando papeles y engor-
dando. Ya no tienen que estar persiguiendo a
nadie y te ayudan, porque te llevan la cuenta de
cuando te toca el mantenimiento. En ocasiones
las solicitudes de servicios llegan a ellos y las
negocian con nosotros. Ellos también han ganado
con esto.
—Y si ahora viene Bush con el cuentecito ese, o
un capitalista con que te va a pagar más o en fula
[dólares], o alguien con que con un dueño esto
va a funcionar mejor y te vas a beneficiar, ¿que tú
harías?
—Mire, compadre, ¡qué fula o qué ocho cuartos! Si
ahora ese camión es mío y a él yo le saco sin andar
en trapicheo [negocio ilegal], en buena ley, todo lo
que yo sea capaz de trabajar y veo como mejora mi
vida, ¿quién me va a venir a hacer un cuento? El
que me venga a quitarme esto, lo mato.

La valoración del trabajo es un momento impor-


tante sin el cual no se puede avanzar, pero en un
proyecto socialista incluye el apoderamiento de los
productores de sus condiciones de trabajo. Ello en-
cierra unas posibilidades de creación de riquezas
infinitas, espirituales y materiales. Potencia las po-
sibilidades del control desde abajo y engendra fuerzas
sociales capaces de oponerse a los grupos cuya acu-
mulación de riquezas y posiciones los lleven a estar
interesados en subvertir el sistema. Un productor
empobrecido, por el contrario, puede llegar a con-
fundir con mucha más facilidad dónde están sus
intereses. El tema de los ingresos, las subvenciones

405
y el empobrecimiento, por tanto, no es tan simple
como para resolverlo con una fórmula matemática
que más que describir la realidad en toda su crudeza
y riesgos, tiende a edulcorarla. Detrás de estos fenó-
menos aparentemente simples, se esconden procesos
y situaciones realmente desintegradoras. De aquí, el
paréntesis, quizás demasiado amplio o exagerado, que
se ha dedicado a la cuestión.

406
A manera de epílogo

En los sistemas conceptuales con los que operan las


ciencias sociales subsiste cierto hiato con las reali-
dades que tratan de aprehender. Ellos encierran una
pretensión universalista, pero, a la vez, son el resul-
tado de la generalización en realidades específicas
que, por mecanismos de difusión —algunos de los
cuales esconden relaciones de poder—, llegan a ad-
quirir cierta connotación global. Entran, elaborados
y definidos ya, a describir realidades en algunos as-
pectos semejantes, pero en otros muy diferentes a los
que le sirvieron de base a su gestación. Por ello el
replanteamiento de su definición operacional ante
el objeto específico, surge como una necesidad del
proceso de investigación.
En ocasiones, determinados conceptos se tornan
ambiguos e imprecisos cuando se les enfrenta con la
realidad cubana. Sucede, por ejemplo, con las nocio-
nes de pobreza, marginalidad y exclusión social que
se han utilizado para aproximarse a la descripción del
fenómeno objeto de estudio. La eliminación de la
propiedad privada sobre los medios y los resultados
de la producción, la inexistencia de élites explotado-
ras que se apropian del trabajo ajeno, el desarrollo de
una profunda obra social y la incorporación de las
masas populares como sujetos de esa historia de trans-
formaciones, configuran un escenario difícil de
aprehender con conceptos y categorías elaborados en
realidades diferentes y para estas.

407
Estos tres conceptos se relacionan de alguna
manera en el tipo de circunstancias que intentan
describir. Tienen áreas comunes y otras diferentes.
Tienen historia y escenarios de aparición distintos.
La marginalidad y la marginación se desarrollan como
idea en el continente americano, fundamentalmente
en una historia que se inicia a mediados de la década
del veinte. La idea de exclusión social deriva de la
sociología francesa de la del setenta, para entrar a
principios de la del noventa en las políticas sociales
de la Comunidad Europea. La marginalidad y la ex-
clusión enfatizan en variables de tipo sociológico; la
pobreza, de tipo socioeconómico. Decimos enfatiza,
porque ninguna excluye las determinaciones de ca-
rácter sociocultural.
Ante estas circunstancias, una idea integradora
que se ha utilizado en el trabajo es la marginación
en la pobreza, que en las condiciones concretas de
nuestra sociedad se refiere a procesos de marginación
en poblaciones que se encuentran en situación de
riesgo socioeconómico. Hace referencia a una situa-
ción en la que se combina el empobrecimiento y la
marginación. En este sentido sostenemos el criterio
de que la pobreza lleva implícito siempre un deter-
minado contenido de marginación, de no acceso a
oportunidades. La marginalidad no necesariamente
coincide con la pobreza. La lucha de clases y el derro-
camiento y expropiación de las élites económicas las
sitúan en un momento determinado al margen del
proceso social e histórico; la riqueza o el bienestar
adquirido por medio de actos de corrupción o de
actividades económicas ilícitas configuran también

408
un tipo de marginalidad que no tiene nada que ver
con la pobreza.
La eliminación de la propiedad privada sobre los
medios de producción, la formación de una economía
social, la apertura de amplios escenarios de partici-
pación popular y el acceso universal a bienes y servi-
cios esenciales, no solo han contribuido a deconstruir
el núcleo sociopsicológico de la pobreza en nuestra
realidad, sino también a hacerla disfuncional al sis-
tema de producción y distribución. De este modo,
respecto a los fines de la organización social es posi-
ble hablar también de una pobreza marginal, que no
surge de la apropiación del trabajo de unos por otros y
de la consecuente acumulación de grandes fortunas
que excluyen del acceso al bienestar a las grandes
mayorías, sino de la disponibilidad de bienes y servi-
cios, de la escasez de la cosa.
En muchos estudios, la pobreza es vista como
resultado de las desigualdades. Ello resulta un eufe-
mismo que pone en una relación de determinación
a fenómenos de niveles lógicos y taxonómicos seme-
jantes. La desigualdad y la pobreza son resultado de
determinados sistemas de distribución, en cuya base
histórica se sitúa la distribución primaria de la pro-
piedad de los medios de producción, que es la que
determina la apropiación y distribución posterio -
res. Desigualdad y pobreza no necesariamente son
coincidentes. En determinadas condiciones de pro-
ducción-distribución, es posible que se reproduzcan
apreciables desigualdades sin que la pobreza aumen-
te. Del mismo modo, en condiciones deprimidas de
producción la pobreza puede extenderse sin que

409
aumenten sensiblemente las desigualdades. Así, la
pobreza como fenómeno sociohistórico, se sitúa des-
de esta perspectiva conceptual sobre dos ejes bási-
cos: el de las condiciones de apropiación y distribución,
y el de la disponibilidad de recursos. Uno marca el
carácter estructural de la misma; el otro, el con-
textual.
No obstante, al concepto así definido como po-
breza marginal se le puede atribuir una connotación
eminentemente ideológica. Encierra la posibilidad de
ser ideológicamente hiperbolizado, con lo que se le
limitaría su capacidad descriptiva. Por tanto, desde el
punto de vista operacional, es necesario plantearse las
siguientes preguntas: ¿en qué aspecto se es pobre?,
¿cuáles son las circunstancias en las que ese empo-
brecimiento se produce?, ¿cómo se es pobre en dichas
circunstancias? Tales preguntas no solo apuntan al
sujeto pobre, sino también a las circunstancias socia-
les en las que ese tipo específico de pobreza se repro-
duce. A la vez, ello evita hablar de la pobreza en
general situando la cuestión en los procesos específi-
cos de empobrecimiento, sus manifestaciones, fac-
tores de reproducción y consecuencias sociales. Así, es
posible orientarse en situaciones tan llenas de media-
ciones e indeterminaciones del problema como las que
se reproducen en Cuba, donde un individuo que se
define como pobre tiene acceso a servicios que en otros
contextos solo están al alcance de las clases superiores.
Es un pobre con posibilidades de acceso a la educación
en todos sus niveles, incluso la superior y de postgra-
dos, y tiene la posibilidad de que le realicen la opera-
ción quirúrgica más costosa que exista en el planeta.

410
Conforme al criterio definido, fue posible deter-
minar que durante la crisis de la década del noventa
se produce un empobrecimiento general de la ofer-
ta de bienes, que afectó a toda la población. De este
modo, en la canasta que se ofertó en moneda nacional
entre 1999 y 2002, a más de cinco años de recupera-
ción económica, el alcohol y el tabaco superaba en
valores en más de 1 400 veces a los juguetes; en 609
a los muebles y colchones; 413 a la ropa interior; 176 a
la ferretería del hogar; 61 a los bienes duraderos; 41
a la ropa exterior; 26 a los zapatos; 24 a los artícu-
los de higiene del hogar; 8 a los combustibles; y 132
a los libros y revistas. Si se parte de la premisa de que
«La producción crea, no solo un objeto para el sujeto,
sino también un sujeto para el objeto…» (Marx,
1970: 31), es posible comprender que —por la natu-
raleza de los productos en los que se concentra la
oferta—, en las condiciones de la crisis, el empobre-
cimiento que se deriva de la estructura de oferta de
bienes constituye un fenómeno que afecta a toda o a
la gran mayoría de la población, y que el mismo está
en condiciones de desbordar las simples carencias
materiales. Quizás, la expansión del alcoholismo y
las disfunciones sociales a este asociadas, tengan
mucho que ver con esta realidad. De todos modos,
resulta paradójico que una sociedad que aspira a ser
una de las más cultas del mundo y a gestar a un in-
dividuo humano que se mueva por resortes superio-
res, gaste 132,1 veces más en alcohol y tabaco que en
libros y revistas.
Paralelamente a esta situación, como parte de
las medidas para enfrentar la crisis, se crea otro

411
segmento de mercado al que se accede con divisas,
las cuales funcionan con una tasa de cambio que
nada tiene que ver con lo que se paga por la fuerza
de trabajo, por lo que el acceso a los bienes que en
este se realizan divide hasta las centésimas el dine-
ro proveniente de la actividad laboral. Asimismo, la
escasez y la influencia de la tasa de cambio sobre los
precios de libre oferta —segmento al que necesaria-
mente se debe recurrir para complementar lo más
elemental de subsistencia—, generan una situación
de empobrecimiento de los ingresos cuyo alcance
rebasa con creces 20 % de la población. Este se re-
fleja a su vez en una depauperación del trabajo como
valor simbólico y real, pues:

1. Contribuye a situar el «rebusque» en una posición


ideovalorativa y práctica de franca competencia
con el trabajo, lo cual constituye parte de un
proceso de empobrecimiento que puede llegar a
afectar a la sociedad en su conjunto. La cantidad
de pequeños hurtos en la producción y los servi-
cios y otras tácticas encaminadas a captar ingresos
complementarios desde la propia actividad labo-
ral, así como lo que gasta el país en servicios de
protección, pueden ser dos variables que permiten
aproximarse a una idea del impacto que ello ha
tenido sobre la clase obrera, sostén y garantía del
sistema social.
2. Los ingresos no monetarios derivados de un
conjunto de fórmulas, algunas de las cuales re-
producen mecanismos de caridad, dependencia y
subordinación, según se deduce de las fuentes

412
consultadas, están en condiciones de producir
ingresos per cápita superiores a los provenientes
del trabajo.
3. Un salario medio en 2002 para acceder a un
conjunto básico de alimentos, que incluyen las
cantidades que se le asignan a un adulto mayor
sano por la cuota, debe emplear 4,5 veces más
tiempo de trabajo que el que utilizaba uno míni-
mo en 1943. Uno de 350 pesos emplea 3,3 veces
más y uno de 150 pesos debe pagar 221,9 horas
de trabajo, mucho más de la jornada mensual,
para obtener una canasta semejante.
4. Con la escasez de la cosa aumenta su valor y la com-
petencia por esta. La situación que se crea de
pocos productos y relativamente mucho dinero
se refleja en los precios, lo que deprime el salario
real y las condiciones de vida, sobre todo de los
grupos de menores ingresos.
5. La correlación entre masa de dinero, oferta de
bienes, dinero proveniente del trabajo y precios,
insinúa que estos últimos han venido siendo do-
minados, tanto en el mercado privado como en el
estatal, por el dinero que proviene del exterior en
forma de remesas o por el que resulta del «rebus-
que» y el mercado negro, lo que genera una situa-
ción francamente desintegradora en la que el
propio Estado de los trabajadores se ve sometido
y obligado a imponer condiciones de intercambio
opresivas para el trabajo. Esta depresión del sala-
rio por la vía de los precios en una sociedad de
trabajadores, refleja la imposición de condiciones
de intercambio dominadas por factores externos.

413
Si un obrero que gana 150 pesos debe laborar
durante 29,2 horas para obtener una libra de
pollo y 4,4 horas para la misma cantidad de arroz,
o 16,7 y 2,5 horas si tiene un salario medio, re-
sulta evidente que el significado de su trabajo va
a descender en razón inversa al aumento exage-
rado del valor de las cosas. Ello tiene implicaciones
no solo en cuanto a los procesos de empobreci-
miento, sino también ideológicas en general.
6. A pesar de la protección alimentaria que se deri-
va de la subvención de un grupo de alimentos
básicos, lo que ha evitado el hambre crónica y sus
consecuencias políticas durante la crisis, las con-
diciones de precios en los diferentes segmentos
de mercados sitúan el acceso a la alimentación
como un factor de depresión de los ingresos y, con-
secuentemente, de empobrecimiento de los gru-
pos más vulnerables.

La escasez de la cosa determina que se asuman


dos alternativas de actitudes ante la situación: o bien
se permite la libre competencia por esta y la repro-
ducción de una ley de la selva en la que solo se
salvan los más aptos, que se erigirán en un poder;
o bien se la convierte en objeto del poder, regulando
su distribución. Ambas situaciones sitúan los pro-
cesos de marginación y exclusión social sobre un
nuevo eje (el del poder) ya que en cualquier caso
conducen a reproducir formas de exclusión. Nadie
puede poner en dudas el principio de justicia social
que encierran las regulaciones de la distribución de la
leche para los niños en nuestra sociedad; sin embargo,

414
este principio excluye de su consumo al resto de la
población. Otro ejemplo puede resultar del diseño
de políticas inversionistas. Según María de los Án-
geles Arias (1993), más de 75 % del costo total de
las inversiones realizadas con anterioridad al perío-
do especial se concentraron en la región occidental
del país, correspondiendo a la Ciudad de La Habana
una proporción significativa. A ello se une el hecho
de que los escasos recursos disponibles durante la
crisis de la década del noventa se debieron invertir
en aquellas áreas que prometieran una más rápida
amortización, lo que contribuyó a que zonas ante-
riormente luminosas se hicieran más luminosas, y
otras anteriormente deprimidas y marginales más
marginales, configurándose con ello circunstancias
propicias de situaciones semejantes a las que han
sido objeto de estudio. Ello, además, deja planteado
que todo lo que implique aumento de la producción
sin renunciar al principio de propiedad social, contri-
buye a la reducción de los límites de la sociedad
socialista en todos sus aspectos: social, cultural y
humano.
Las diferencias regionales agudizadas durante la
crisis de la década del noventa, impulsaron los movi-
mientos migratorios hacia la ciudad. Tales movimien-
tos migratorios se vieron además estimulados por
diversas circunstancias.

1. El modelo centralizado y concentrador de la eco-


nomía condujo a privilegiar las inversiones en los
centros de mayor concentración de población, a
la vez que se fueron eliminando varias pequeñas

415
industrias que existían en poblados de menos ha-
bitantes, en función de favorecer los modelos
administrativos. Los residentes de estos pobla-
dos, en muchos casos, debieron moverse diaria-
mente hacia zonas distantes para emplearse en
industrias más concentradas. Con ello se desha-
cía un factor de identidad y arraigo local.
2. Las transformaciones estructurales producidas
en el campo cubano aumentaron las expectati-
vas de progreso de las poblaciones rurales, una
de cuyas expresiones es la disminución cons-
tante y acelerada de la población rural dispersa.
Este proceso estuvo acompañado por situacio-
nes tales como:

a) eliminación del analfabetismo y universaliza-


ción de la instrucción, incluso en las poblacio-
nes del campo;
b) muchos hijos de campesinos se convirtieron
en profesionales;
c) electrificación de más de 95 % del país, lo que
junto a la situación anterior contribuyó a elevar
el nivel de información de tales poblaciones;
d) modificación de muchas estructuras agrarias
y pautas culturales en las áreas rurales.

3. La movilización a inicios de la Revolución de


muchos profesionales hacia las regiones orienta-
les y centrales del país. Muchos de ellos después
regresaron con familias constituidas que actua-
rían como base de las redes de las inmigraciones
internas.

416
4. Sobre la base de los procesos anteriores, se pro-
duce una elevación de las expectativas de las
poblaciones que no encuentran respuestas en
las limitaciones de la crisis y el nivel de desarro-
llo de las regiones menos favorecidas.

De este modo, en medio de la crisis de la década


del noventa se producen fuertes corrientes migratorias
hacia la capital que, en las condiciones de depresión
económica existente, se veía imposibilitada de asimi-
larlas y garantizarles la cobertura necesaria. Se creó
una situación muy semejante a la que enfrenta el
mundo desarrollado ante el problema migratorio.
Las migraciones masivas hacia la capital fueron per-
cibidas por las autoridades como una amenaza real
que ponía en peligro de colapsar a todo el sistema
urbano, ya de por sí profundamente afectado por la
crisis. Se abrían, por tanto, varias posibilidades:

• aceptar el reto de las migraciones internas a la


capital con todos sus riesgos y consecuencias
sociales;
• cerrar totalmente las fronteras de esta;
• desarrollar una dinámica política de desarrollo
económico y social en las áreas más deprimidas,
de modo que se fueran atenuando las causas que
impulsan a la emigración.

En las condiciones de profunda crisis que vivía


el país, tales opciones se redujeron a una sola: cerrar
las fronteras. En este contexto se aprueba el decre-
to ley sobre las regulaciones de las migraciones

417
internas hacia la capital. Los emigrantes internos,
como respuesta, se insertaron en los intersticios pe-
riféricos y zonas no urbanizadas, dando lugar a la
formación de barrios de emigrantes ilegales como
el estudiado, verdaderas villas miserias de nueva
generación.
La emigración aparece de este modo como otro
de los ejes sobre los que descansan los procesos de
empobrecimiento y marginación. En condiciones
de carencias y depresión de la oferta de bienes, estas
poblaciones se reterritorializan en condiciones en
las que su instrumental material es prácticamente
cero. Todos o la inmensa mayoría de los bienes deben
ser adquiridos, lo que presiona sensiblemente sobre
los ingresos precarios. El instrumental de la vivienda
revela esta condición.
La formación de estos barrios a partir de pobla-
ciones de reciente migración es, a la vez, uno de los
rasgos que marcan diferencias con las antiguas villas
miserias al estilo de Las Yaguas, con las que se en-
contró la Revolución. Aquellos eran los expulsados
de la ciudad, que carentes de toda posibilidad de
empleo, no podían acceder a un mercado de la vivien-
da perfectamente jerarquizado. Caer allí, configuraba
una especie de agujero negro que engullía a las per-
sonas, para situarlas en una posición de la que prác-
ticamente era imposible salir y que las marcaba para
toda la vida. Ese era uno de los rasgos esenciales de
aquellas villas miserias que encontraron en la Revo-
lución la posibilidad de romper el nudo de degrada-
ción en el que permanecían atadas y de dignificarse
en el espacio de participación que se les abrió a sus

418
pobladores, así como en la transformación de las
condiciones de vidas de muchos de ellos. En tal sen-
tido, el estudio del curso que siguió la vida de los
pobladores de aquellos barrios cuarenta años después,
es una asignatura pendiente para las ciencias sociales
cubanas que promete algunas enseñanzas. Estos, por
su parte, son emigrantes de zonas históricamente
menos desarrolladas que se mueven hacia áreas más
luminosas en medio de una profunda crisis, buscan-
do mejorar sus vidas. No obstante, entre aquellos y
estos es posible encontrar rasgos comunes y diferen-
tes. Entre los rasgos comunes es posible destacar:

• la formación de ambas realidades en medio de


crisis económicas;
• la ocupación de espacios marginales y carentes de
toda estructura urbana;
• la construcción de viviendas improvisadas, caren-
tes de servicio de agua, drenaje e incluso de elec-
tricidad;
• muy bajo nivel de empleo formal y consecuen-
te extensión de la informalidad como fórmula
alternativa;
• utilización del reciclaje de la basura como estra-
tegia para captar ingresos;
• extensión de la prostitución de bajo costo como
estrategia de vida;
• predominio de la población negra y mestiza entre
sus residentes;
• existencia de un clima de violencia en las relacio-
nes interpersonales y los patrones de conducta
de sus residentes;

419
• escasa influencia de los mecanismos e institucio-
nes de control, prevención social y de garantías
de la tranquilidad ciudadana;
• etiquetamiento y estigmatización de sus pobla-
dores;
• rechazo e intento de su invisibilización.

Existen, además, otros rasgos que marcan dife-


rencias sustanciales no solamente con aquellas co-
munidades, sino también con muchas de las que se
reproducen en países de América Latina, entre las que
es posible destacar:

1. La existencia de este tipo de comunidades de


ilegales con sus problemas sociales constituye un
contrasentido y un fenómeno extraño a la orien-
tación social del sistema, contrario a las que
existieron o existen en Latinoamérica, que se
hacen estructurales y funcionales al sistema,
como basurero humano al que son arrojadas las
personas devaluadas por el mercado.
2. Nivel cultural promedio de la población, entre
noveno y duodécimo grados, y la concentración
de los pocos casos de analfabetismo declarado en
la población mayor de sesenta años, a diferencia
de las altas tasas de analfabetismo y escasa ins-
trucción de la mayoría de la población de aquellas
comunidades.
3. Gran capacidad para asimilar tecnologías y
aprender rápidamente diversos oficios como
modo de enfrentar la informalidad, contrario a
la baja calificación y capacidad para imbricarse

420
en la economía formal que tienen muchos de
los pobladores de este tipo de comunidades en
el área.
4. Pleno acceso e incorporación a los canales forma-
les de escolarización de la población infantil,
incluyendo la especial, e inexistencia de casos de
abandono escolar en la educación primaria, con-
trario al panorama que exhibieron aquellas co-
munidades caracterizadas por la baja incorporación
al estudio y las altas tasas de abandono escolar a
las edades más tempranas.
5. Acceso gratuito a la atención médica, incluso a
los servicios especializados a través de los dife-
rentes escalones del sistema asistencial cubano,
que no exige la legalización de esta población para
acceder al mismo, contrario a la situación anterior
en la que este era marginal y limitado.
6. Gestación de mecanismos de autocontrol en la
comunidad, que ha permitido mantener bajas
tasas de criminalidad y violencia criminal entre
sus habitantes, contrario al clima general de este
tipo de asentamientos humanos.
7. Bajas proporciones de familias monoparentales del
tipo matrifocal, madres solteras al frente del hogar,
contrario al panorama social de la mayoría de estos
asentamientos en otras partes del mundo.
8. Configuración de un proyecto de resistencia que
asume las consignas y la filosofía revolucionaria
y que busca su integración y reconocimiento
sociales.
9. Conflictividad con las autoridades y el poder,
marcada por el tipo de economía ética existente.

421
Una de sus expresiones más claras aparece en el
dilema que enfrentan las autoridades en relación
con el acceso al uso de la electricidad. Los pobla-
dores sencillamente se la apropian, pero las im-
plicaciones sociales que acarrea el retiro del
servicio ha dejado el problema durante muchos
años en terreno de nadie.

En general, las diferencias más significativas están


marcadas por el tipo de sociedad en la que existe el
fenómeno. Así, la sociedad puede ser entendida tam-
bién por el modelo de marginación que reproduce, ya
que esta forma parte de la misma y refleja las condi-
ciones que se le han impuesto.
Las condiciones de precariedad en la que viven
estas personas, se ven reforzadas por los prejuicios,
el etiquetamiento y el rechazo. En este caso, una de
sus expresiones es la categorización peyorativa que
de ellos hacen como «palestinos», cuestión que en el
plano local alcanza mayor significado que las catego-
rías de tipo racial. En el plano funcional, la cuestión
tiene sus manifestaciones en los sistemas de matri-
monios que se desarrollan en la localidad, la inmensa
mayoría de los cuales se producen entre residentes
de los «llega y pon» o con personas de sus provincias de
origen. Las prevenciones contra el oriental empobre-
cido asentado en este tipo de comunidad, han contri-
buido a que la ciudad, como parte del proceso de
aislamiento, le cierre las puertas del intercambio
sexual. Ello sitúa los procesos de empobrecimiento,
marginación y exclusión social sobre otro eje signifi-
cativo: el de los factores subjetivos.

422
Estos procesos de aislamiento y de igualación de
las condiciones de vida, han dado lugar a la configu-
ración de un principio de oposición: nosotros, los de
adentro, y ellos, los de afuera. Ello ha contribuido a
reforzar los procesos identitarios de modo intenso en
un corto tiempo, los que a su vez se concretan y re-
fuerzan en el proyecto de resistencia colectiva enca-
minado a lograr su reconocimiento y legalización. Así,
la construcción de identidades desde la marginación
y la exclusión constituye otro de los ejes sobre los
que se forman y refuerzan estos procesos.
La estructuración de este proyecto de resistencia
se produce desde la ética y la filosofía de la Revolución,
por lo que el mismo se ha canalizado construyendo
Comités de Defensa de la Revolución oficiosos, que
participan de las tareas de la organización procurando
el apoyo y el reconocimiento del delegado del Poder
Popular de las áreas colindantes, generando normas
de autocontrol tendientes, entre otros aspectos, a
evitar que se reproduzcan hechos que sumen argu-
mentos a las etiquetas de que se saben objeto. Pero,
además, dicho proyecto refleja las condiciones de una
población que no ha sido completamente asimilada por
la anomia, lo que se expresa en los sistemas de valores
que ponen en juego en el ruego, la promesa y el mila-
gro, así como las evaluaciones que hacen de la pobre-
za y la lucha.
Independientemente del elemento de conflictivi-
dad y disenso social que representa la aparición de este
tipo de comunidades, su formación refleja en alguna
medida los efectos de determinadas prácticas institu-
cionales. Ello se pone de manifiesto en el relativo alto

423
porcentaje de policías y expolicías que residen en la
localidad, y en el de personas cuya última residencia
antes de asentarse en el lugar era un albergue relacio-
nado con alguna actividad productiva o de servicios.
La historia de estos barrios en condiciones de
ilegalidad —con más de quince años de existencia,
en el que ya han nacido 11 % de sus pobladores—,
enfrentando barreras legales para la inserción laboral
de sus residentes, excluidos del ejercicio del poder
y de los órganos representativos de la democracia
socialista, se convierte en un gran peligro potencial
y es expresión de una situación que el socialismo
como sistema social no se puede permitir. El curso
lógico por el que derivaría el problema si perma-
nece la indecisión y el limbo institucional en el que
se desarrolla su existencia, es el de la reproducción
de conflictos, actitudes delincuenciales y el de la
posibilidad de ser manipulados políticamente en
contra de la Revolución.
En resumen, el análisis nos sitúa ante el mismo
dilema de otras aproximaciones que, desde conceptos
generales, resultantes de síntesis teóricas de realida-
des estructurales configuradas por modelos de pro-
ducción y apropiación diferentes, han tratado de
aprehender problemáticas de esta naturaleza. Ellos
nos llevan ante un marginado que participa, una
marginación que integra, un pobre que accede a
bienes, en ocasiones prohibitivos, inclusos para las
capas medias, y de un excluido incorporado. Tales
paradojas nos conducen a concentrar la atención en
el tipo de marcador que determina el fenómeno para,
desde este, poderlo estudiar y comprender en todas
sus determinaciones. En las condiciones históricas

424
concretas en las que se reproduce el fenómeno, la
cuestión esencial no está en la marginación o la mar-
ginalidad en general, sino en qué tipo de márgenes
son los que deslindan a las personas y los grupos; no
está en la exclusión en abstracto, sino plantearse de
qué se está excluido; y no está en la pobreza, sino en
qué se es pobre. Ello pone en la mira de las ciencias
sociales con mucha fuerza, junto al sujeto pobre,
marginado o excluido, las condiciones sociales que
dan lugar a tales procesos, lo que apunta sobre todo
a un perfeccionamiento de la propia sociedad y la
erradicación del problema, y no a la reproducción de
mecanismos asistencialistas u otros que buscan, más
que la eliminación de los mismos, su administración
o neutralización de efectos perturbadores de un sis-
tema que los reproduce y requiere.

425
Anexo 1
Material gráfico

Ser pobre es «querer y no poder» (Miladi).


Hágase la luz con la conexión furtiva
y la distribución de casa a casa dentro del barrio.
«…pido a Dios que Fidel nos dure, porque es el único
capaz de pensar en nosotros» (Yolanda).

La legitimidad se gana con la participación


en las organizaciones de la Revolución.
Callejón Leticia. El topónimo fija en el espacio el nombre
de la trabajadora social que entró cinco veces al barrio,
como una leyenda que reafirma la esperanza.
La precariedad reflejada en las construcciones.
Para el ocio y el disfrute, dominó y una botella de ron.
A pesar de la precariedad,
una flor y un intento de jardín alegran la vida.

El hacinamiento está en la colindancia, no en la vivienda.


La compraventa informal
abarca la cotidianidad y la noción de «luchar».
A «luchar» se aprende luchando desde temprano.
Anexo 2
Canasta de un grupo de alimentos, sus costos en dinero y en horas de trabajo
en el contexto de 1943 y en el actual para dos rangos salariales
CONDICIONES DE EN EL MERCADO SUBVENCIONADO, 2002 EN EL MERCADO DE LIBRE OFERTA, 2002 TOTAL,
CANTIDAD
OBTENCIÓN En horas de En horas de CUOTA + LIBRE
NECESARIA
EN C UBA EN 1943 trabajo, salarios Cantidad trabajo, salarios OFERTA, SALARIOS
PARA LAS
NO. PRODUCTO del
2 700 En horas Cantidad Precio Costo $261 a $350 a Precio Costo $261 a $350 a $261 a $350 a
CALORÍAS, Precio Costo de trabajo
asignada comple-
$1,37 $1,84 mento $1,37 $1,84 $1,37 $1,84
EN LIBRAS total a $0,19
la hora la hora la hora la hora la hora la hora la hora
1 Arroz 8,00 0,12 0,960 5,05 6,00 0,25 1,50 1,09 0,82 2,00 3,50 7,00 5,11 3,80 6,20 4,62
Harina de
2 2,00 0,06 0,120 0,63 0,00 0,00 0,00 0,00 0,00 2,00 2,00 4,00 2,92 2,17 2,92 2,17
maíz
3 Pan 6,35 0,10 0,635 3,34 5,20 0,28 1,46 1,06 0,79 1,15 10,00 11,50 8,39 6,25 9,46 7,04
4 Azúcar 6,33 0,06 0,380 2,00 6,00 0,37 2,22 1,62 1,21 0,33 2,50 0,83 0,60 0,45 2,22 1,65
5 Carne de res 1,00 0,16 0,160 0,84 0,79 0,70 0,55 0,40 0,30 0,21 52,00 10,92 7,97 5,93 8,37 6,24
6 Carne salada 0,33 0,21 0,069 0,36 0,00 0,00 0,00 0,00 0,00 0,33 50,00 16,50 12,04 8,97 12,04 8,97
7 Frijoles 4,00 0,06 0,240 1,26 1,25 0,32 0,40 0,29 0,22 2,75 5,00 13,75 10,04 7,47 10,33 7,69
8 Aceite 1,00 0,11 0,110 0,58 0,50 0,40 0,20 0,15 0,11 0,50 20,00 10,00 7,30 5,43 7,45 5,54
9 Manteca 1,00 0,26 0,260 1,37 0,00 0,00 0,00 0,00 0,00 1,00 13,00 13,00 9,49 7,07 9,49 7,07
10 Pollo 1,50 0,21 0,315 1,66 0,90 0,70 0,63 0,46 0,34 0,60 23,00 13,80 10,07 7,50 10,53 7,84
11 Pescado 1,00 0,16 0,160 0,84 0,60 0,55 0,33 0,24 0,18 0,40 12,00 4,80 3,50 2,61 3,74 2,79
Pescado en
12 0,50 0,22 0,110 0,58 0,25 1,75 0,44 0,32 0,24 0,25 15,00 3,75 2,74 2,04 3,06 2,28
conserva
13 Huevos 14,33 0,04 0,573 3,02 12,00 0,15 1,80 1,31 0,98 2,33 1,50 3,50 2,55 1,90 3,86 2,88
Pasta
14 1,00 0,14 0,140 0,74 1,00 0,47 0,47 0,34 0,26 0,00 0,00 0,00 0,00 0,00 0,34 0,26
alimenticia
15 Fideos 0,50 0,11 0,055 0,29 0,10 0,47 0,05 0,03 0,03 0,40 5,00 2,00 1,46 1,09 1,49 1,11
16 Café 0,57 0,37 0,211 1,11 0,25 0,80 0,20 0,15 0,11 0,32 25,00 8,00 5,84 4,35 5,99 4,46
17 Leche 2,08 0,12 0,250 1,31 0,00 0,00 0,00 0,00 0,00 2,08 5,00 10,40 7,59 5,65 7,59 5,65
18 Mantequilla 0,17 0,45 0,077 0,40 0,00 0,00 0,00 0,00 0,00 0,17 20,00 3,40 2,48 1,85 2,48 1,85
Carne de
19 0,67 0,16 0,107 0,56 0,00 0,00 0,00 0,00 0,00 0,67 20,00 13,40 9,78 7,28 9,78 7,28
cerdo
Carne de
20 0,33 0,17 0,056 0,30 0,00 0,00 0,00 0,00 0,00 0,33 20,00 6,60 4,82 3,59 4,82 3,59
carnero
Total 4,988 26,25 34,84 10,20 7,48 5,57 17,80 157,10 114,70 85,40 122,20 91,00
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450
Del autor

Pablo Rodríguez Ruiz (Mayajigua, Sancti Spíritus, 1953),


graduado de Filosofía y Máster en Antropología Sociocultu-
ral, es investigador y jefe del departamento de Etnología del
Instituto Cubano de Antropología. Participó en la investi-
gación compleja y multidisciplinaria acerca de la cuestión
nacional en Angola, que a solicitud de las autoridades esta-
tales cubanas y angolanas desarrolló un grupo de especia-
listas de ambos países. Resultado de esta experiencia poco
común —la de realizar investigaciones antropológicas en
medio de un país enfrascado en una guerra que comprome-
tía a los cubanos—, son sus monografías Los nhanecas-humbi
de Angola. Procesos etnosociales (premio Pinos Nuevos, La
Habana, 1992) y Los nhaneca-humbi. Economía y sociedad. Fue
responsable del grupo de investigación que se ocupó del
estudio de las determinantes socioeconómicas y socioes-
tructurales de la cuestión racial en el Proyecto Nacional de
Ciencia y Técnica «Relaciones raciales y etnicidad en Cuba».
Dentro de esta temática, es autor de varias monografías
colectivas, en las que se abordan aspectos relacionados con
el problema racial en la Cuba de finales del siglo XX y prin-
cipios del XXI, y de artículos en diversas revistas nacionales
e internacionales, así como profesor en las tres ediciones de
la Maestría en Antropología Sociocultural de la Universidad
de La Habana con el curso «Raza, racismo y discriminación
racial». Ha participado, dirigido y coordinado proyectos y
grupos de proyectos de carácter nacional e internacional
relacionados con problemáticas tales como mercado negro
y economía informal; violencia criminal; prevención social;
procesos de empobrecimiento, marginalización y exclusión
social (del cual esta monografía es un resultado); culturas
del trabajo en las empresas españolas del sector turístico en
Cuba y en las cadenas agroalimentarias; y la cuestión del
agua en comunidades con cobertura precaria.
Índice

Introducción/ 7
Capítulo I. Algunas reflexiones en torno a los conceptos
de pobreza, marginalidad y exclusión social. Fuentes
y contexto/ 13
Una visión desde las fuentes bibliográficas de los
momentos pasados y presentes de la pobreza
y la marginación en Cuba revolucionaria/ 53
El contexto/ 80
Capítulo II. Formación de la comunidad de Alturas
del Mirador. Identidad y procesos de resistencia/ 95
La emigración como factor formador
de la comunidad/ 100
Otras versiones en la formación del barrio.
La aparición de la oposición/ 108
De la oposición a la resistencia, como principio
de una identidad escindida/ 123
Capítulo III. Algunas características
sociodemográficas/ 130
El sexo y la edad de la población residente/ 130
La escolaridad/ 133
Capítulo IV. El «llega y pon» y sus condiciones
socioeconómicas/ 139
El espacio habitacional y el hacinamiento/ 143
El agua/ 148
El equipamiento electrodoméstico
de la vivienda/ 151
El problema de la electricidad/ 158
Higiene, enfermedad, médico/ 162
El empleo y la estructura socioclasista
en el asentamiento/ 168
La integración social desde la marginalidad/ 193
Raza y relaciones raciales/ 199
Capítulo V. Matrimonio, familia e ingresos familiares/ 203
El matrimonio y la sexualidad/ 203
El matrimonio y la raza/ 223
Las estructuras familiares/ 228
Los jefes de núcleos familiares. Algunas
características sociodemográficas/ 240
Familia y vulnerabilidad. «Entre los pobres,
pobre soy»/ 245
Un modelo de canasta básica de alimentos
como premisa para significar los ingresos
familiares/ 247
El ingreso familiar y sus determinaciones/ 265
Capítulo VI. El delito y las relaciones con la justicia/ 283
Las ovejas negras: los familiares presos/ 285
¿Lo denunciaría?, ¿sí o no?/ 292
Capítulo VII. El corazón de un mundo que intenta
recobrar su corazón/ 297
Prácticas y creencias religiosas/ 297
El ruego, la promesa y el milagro/ 304
El ruego/ 307
La promesa y el milagro/ 315
Capítulo VIII. Un acercamiento a la pobreza,
la marginalidad y la lucha, desde el propio decir
de pobres, marginales y luchadores/ 321
Mediación del nivel de instrucción y el sexo
en la autopercepción de la pobreza/ 322
La pobreza y la marginación en el diálogo
con los actores/ 328
Los diez juicios que más se repiten en el discurso
sobre la pobreza/ 339
La pobreza en las representaciones de los pobres/ 340
La lucha pensada por los luchadores/ 356
Capítulo IX. Efectos de las condiciones de mercado sobre
los ingresos y los consecuentes procesos
de empobrecimiento. Procedimientos de cálculo,
sus tablas y algunas reflexiones finales/ 365
Introducción/ 365
Primer nivel. Comparación de los precios e índices
de conversión de los pesos en dólares
en los mercados normados y de libre oferta/ 371
Relación entre precios de importación y masa
de salario pagado en la economía interna/ 374
Segundo nivel. Aceptando la tasa de cambio
de 26 pesos por un dólar/ 378
Tercer nivel. Expresando los precios en horas
de trabajo/ 384
Unas reflexiones o ideas finales/ 391
A manera de epílogo/ 407
Anexo 1. Material gráfico/ 427
Anexo 2. Tabla/ 435
Bibliografía/ 437
Del autor/ 451
Índice/ 453

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