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EL DILEMA DE ROBINSON
Y LAS TRIBULACIONES DE LOS
HISTORIADORES SOCIALES*
José A. Piqueras
A la vuelta de toda una época, la Historia que había pasado por más innovadora, específi-
camente la historia social, se nos ha hecho, en gran medida, historia cultural. La historia
de las sociedades, de las condiciones y las fuerzas sociales, por la que se interesó el mar-
xismo en sus diferentes versiones, la historia "de la gente común" que hunde sus raíces en
el siglo xix, la historia "desde abajo", la historia de los grupos humanos esencialmente
"causalista" auspiciada por Marc Bloch y alguno de sus discípulos directos, la perspectiva
socio-estructural y sociopolítica, ambas orientadas a proporcionar bases con las que objeti-
var el análisis histórico, las corrientes, en suma, que dominan la historiografía durante
unas cuatro décadas del siglo xx, ha cedido su lugar a la historia singular: el sujeto, el pe-
queño grupo, la comunidad local. Del mismo modo, el análisis y la explicación de los fe-
nómenos estudiados sucumben al esfuerzo comprensivo, la exploración de causas se incli-
na ante la indagación en las motivaciones, los hechos y las acciones se supeditan al
discurso y el discurso, a menudo, al lenguaje y, por qué no, al símbolo. El lenguaje, dirá la
corriente posmoderna, es a la postre la única realidad construida aprehensible mediante las
oportunas descodificaciones y, en consecuencia, la historia, cuando más cerca estaba de
ser admitida entre las ciencias sociales, acaba convertida en una suerte de semiótica.
Conocimos antes otras derivas, diversas objeciones, sin ir más lejos, a uno de los as-
pectos que desde su irrupción en el curso de las revoluciones liberal-burguesas de la mano
de los propios actores (del francés Joseph Barnave al español Martínez de la Rosa), acom-
pañó al programa de la historia social desde su formulación inicial, algo que podríamos
expresar con la ecuación siguiente: la sociedad está constituida por clases sociales y estas
hacen política. Como es conocido, el marxismo hizo de ello uno de sus principales argu-
mentos analíticos y teóricos auque el propio Marx reconocería que la tesis pertenecía a las
primeras generaciones de historiadores y escritores liberales (Thierry, Mignet, Guizot) y
* Una primera versión abreviada del presente texto fue presentada en el Congreso internacional en torno a
la figura de Eric Hobsbawm y los 25 años de Historia en la ENAH, celebrado en el Instituto Nacional de Antro-
pología e Historia (México), en octubre de 2005, y fue publicada en Gumersindo Vera y otros (coords.), Los I
historiadores y la historia para el siglo xxi: Homenaje a Eric J. Hobsbawm, ENAH, México, 2007, pp. 49-78. I
Proyecto HUM2006-0365 1/HIST. del MEC. I
Historia Social, n.° 60, 2008, pp. 59-89. I 59
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radicales (John Wade). Desde luego, era más que una tesis desde los tiempos del cartismo
y desde el momento en que llegó a condicionar las estrategias de los partidos de base elec-
toral en el siglo xix y buena parte del xx, incluso en un país con un sistema tan institucio-
nalizado como Gran Bretaña.1 Justo cuando se produce la irrupción de las masas en la po-
lítica, hacia 1900, cuando el sindicalismo estaba en alza, la vinculación entre la política y
la noción "clase social" comenzó a recibir las primeras objeciones teóricas con las tesis de
las élites (Gaetano Mosca -1896- y Wilfredo Pareto -1902-), que conocerían una gran di-
fusión a partir de la revolución rusa y volverían a ser revitalizadas por ciertos historiadores
para explicar la revolución francesa (Denis Richet), cuando apenas se habían apagado los
rescoldos de mayo del 68. No obstante, la sociología funcionalista ya venía sosteniendo
desde los años 1950 la improcedencia de combinar relaciones de raíz económica con la es-
fera del gobierno y lo político (desde Aron y Wright Mills, a Chalmers Johnson y Robert
Nisbert).2
Ahora la vieja asociación clase-política sería cuestionada en sus fundamentos desde
posiciones epistemológicas al considerarse que la clase es un enunciado antes que un as-
pecto de la realidad social, y como tal, no sólo es producto del lenguaje sino que la identi-
dad colectiva de sus eventuales integrantes es fruto de una relación que se basa en sistemas
de diferencias (lo que podemos admitir, con Marx y Bourdieu) pero se concreta en la ad-
hesión subjetiva a un imaginario construido por el discurso y otros aditamentos simbólicos
que, siendo esencialmente culturales, no dependen de constructos externos a los sujetos,
cualesquiera que sean estos y del grado de incidencia que pudiéramos admitir de cada uno
de ellos.
1 Eric J. Hobsbawm, "La 'middle class' inglesa de 1780 a 1920", en Josep Ma Fradera y Jesús Millán
(eds.), Las burguesías europeas del siglo xix. Sociedad civil, política y cultura, Biblioteca Nueva-Universitat de
Valencia, Madrid- Valencia, 2000, pp. 231-257 [originariamente en la compilación de Jürgen Kocka y Ute Fre-
vert (eds.), Bürgertum im 19 Jahrhundert. Deutschland im europäischen Vergleich, Munich, 1988, donde en el
proceso de "traducción" los verdaderos editores han quedado convertidos en una nota al Die de la námna 1 1 1
2 Raymond Aron, "Estructura social y estructura de élite" (1950), en Estudios sociológicos, Espasa-Calpe,
Madrid, 1989, pp. 141-184. C. Wright Mills, La élite del poder, Fondo de Cultura Económica, México, 1957,
I p. 260. Denis Richet y otros, Estudios sobre la Revolución Francesa y el final del Antiguo Régimen, Akal, Ma-
I drid, 1980 (en particular, "En torno a los orígenes ideológicos remotos de la revolución francesa: élite y despo-
I tismo", Annales ESC, enero-febrero, 1969). Véase nuestro ensayo "¿Hubo una revolución burguesa?", en Aula-
I historia social, 6 (otoño de 2000), pp. 75-87.
60 | 3 Keith Jenkins, ¿Por qué la historia?, Fondo de Cultura Económica, México, 2006, pp. 10-31.
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to en que la jornada del historiador queda orientada a desentrañar significados y motivacio-
nes singulares de los discursos contingentes construidos en el pasado. Los ensayos por ex-
plicar la construcción esencialmente cultural de la clase social, además de ofrecernos una
variante asimismo discursiva y no menos contingente, enajenan las acciones colectivas de
las condiciones materiales de producción y subsistencia y hasta el presente se han mostrado
incapaces de ofrecer una explicación razonable del conflicto, que de manera invariable se
reconduce a motivaciones exclusivamente políticas en la línea apuntada más arriba.
Historia cultural y "giro lingüístico" fiieron en origen dos opciones metodológicas per-
fectamente diferenciadas. Juntas o por separado se han disputado en los últimos tiempos el
favor de los medios académicos y de los jóvenes universitarios que inician sus estudios de
postgrado. La primera sensu stricto predomina en las historiografías más influidas por la
tradición francesa de Annales (comenzando por Georges Duby y Jacques Le Goff o, en
otro sentido, Roger Chartier, para llegar a Cario Ginzburg, Peter Burke, Robert Darton y
Natalie Z. Davis, los dos últimos fuertemente atraídos por la antropología).4 Pero también
opera entre aquellas historiografías donde el marxismo se desarrolló de manera más am-
plía o más tardía. Aquí, para muchos, la historia cultural es a la historia social anterior
algo parecido a lo que ha supuesto el nacionalismo respecto al comunismo soviético des-
pués de su hundimiento: una suerte de refugio identitario capaz de diluir y ocultar ideolo-
gías opuestas, viejas controversias, proyectos hegemónicos; posee la virtud, además, de
reducir el conflicto a términos inmateriales, excluyendo algunos de los aspectos más con-
trovertidos del análisis histórico, por ejemplo todo rastro de disputa originada en la desi-
gual distribución de la propiedad y de la riqueza, o el diferente acceso al control del poder
en función de la apropiación de recursos políticos, económicos y, por qué no, culturales.
La historia cultural ofrece, por último, dos consecuencias no necesariamente buscadas por
quienes hacen de ella objeto de dedicación -al menos no siempre, porque excluir de forma
tajante ciertas motivaciones iría contra la libertad de elección de los historiadores tomados
como agentes intelectuales-: en primer lugar, su aparente asepsia ideológica y política la
convierte en particularmente grata a las fundaciones y entidades privadas o semipúblicas
que ejercen el mecenazgo sobre las artes, las ciencias y las letras; en segundo término, si
la historia cultural permite ser abordada de maneras muy distintas, incluidas las específi-
camente empíricas, admite un tipo de estudio que puede prescindir del trabajo laborioso,
prolongado, paciente, de resultados a veces modestos, propio de la investigación en archi-
vos con fuentes primarias. Si bien podemos encontrar historia cultural de una sofisticación
asombrosa, es mucho más común la producción estandarizada de factura prêt à porter,
planificada y ejecutada en un tiempo récord a fin de atender las urgencias de la carrera cu-
rricular.
4 Véase Peter Burke, La revolución historiográfica francesa. La escuela de los Annales, 1929-1989, Gedi-
sa, Barcelona, 1994, pp. 80 y ss.; las conversaciones sostenidas por María Lúcia G. Pallares-Burke, La nueva
historia, PUV-Universidad de Granada, Valencia, 2005; y la brillante síntesis, deliberadamente "imperialista" o
I.
captura-lo-todo, de Peter Burke, ¿Qué es la historia cultural?, Paidós, Barcelona, 2005.
A proposito, véanse las reflexiones entre sugerentes, irónicas, a veces banales, de Guy Thuillier y Jean
Tulard, Le marché de l'histoire, Presses Universitaires de France, París, 1994.
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Debemos reconocer que cada vez resulta más difícil realizar aportaciones que impli-
quen una perspectiva metodológica original, al modo del surtido que durante años, perió-
dicamente, se prestaba a proveer la escuela de "Annales" antes de caer en la irrelevancia
auto-celebrada. Es verdad, como ha escrito Frank R. Ankersmith, que nunca se había pro-
ducido tanto conocimiento histórico en tan pocos años ni tantos investigadores se han
ocupado del pasado en tantos lugares al mismo tiempo. Pero a diferencia de lo que pueda
sostener este apóstol del posmodernismo, resulta discutible que la multiplicación de las
interpretaciones posibles originadas por la sobreproducción de conocimientos esté creando
obstáculos insalvables al establecimiento de la verdad, en el supuesto de que ese sea el co-
metido del documento; ni debemos concluir necesariamente que esa sobreproducción pon-
ga en cuestión la capacidad de la fuente original de actuar "como árbitro en el debate his-
tórico", proporcionando la interpretación más exacta sobre el pasado. "Resumiendo -dirá
Ankersmith-, ya no tenemos textos, ni pasado, sino sólo interpretaciones de textos." La
proliferación historiográfica y la multiplicación de interpretaciones, concluye, van ponien-
do fin a la posibilidad de ver el pasado.6
El argumento citado produciría nostalgia aplicado a cualquier otra ciencia por los
buenos viejos tiempos que no volverán, de las universidades selectivas y minoritarias, bas-
tante homogéneas por la extracción social (y étnica) de sus estudiantes, universidades pul-
cras donde los mandarines ejercían de oficiantes exclusivos del saber y se transmitían las
cátedras como los abades las mitras en la Edad Media. Apenas eso sucedió a la vuelta de
la esquina. La sociedad de masas trae consigo universidades masificadas y producción
masificada de conocimiento porque un incremento de profesores que las atiendan lleva
implícito mayor número de carreras académicas en marcha y en competencia. Si lo prime-
ro responde a un fenómeno de democratización de la educación y de supresión de barre-
ras, lo segundo viene acompañado de una diversidad de niveles formativos en los que en
cada país, además de graduados rutinarios y desmotivados, es posible advertir un estrato
superior mucho más amplio y mejor formado que en tiempos pretéritos. ¿Por qué los nue-
vos buenos historiadores deberían estar peor capacitados que sus maestros para abordar la
materia de estudio y discernir los objetivos y las fuentes de su especialidad?
6 F.R. Ankersmith, "Historiografía y postmodernismo" [original en History and Theory, vol. 28, n° 2
(Mayo 1989)]. Aunque la desintegración de la clase en el lenguaje y la reducción de la identidad de clase a fac-
tores estrictamente culturales forman parte del cuerpo conceptual del postmodernismo y sería difícil atribuirle la
paternidad a un autor concreto, sigo la explicación que ofrece Patrick Joyce, "¿El final de la historia social?" I
[original en Social History, vol. 20, n° 1 (Enero 1995)]. Ambos artículos han sido traducidos al español en His-
toria Social, num. 50 (2004), pp. 7-23 y 25-45. Una respuesta a este último en Geoff Eley y Keith Nield, "Vol-
ver a empezar: el presente, lo postmoderno y el momento de la historia social" [original en Social History, vol. 20,
n° 3 (Octubre 1995)], en la misma revista y número, pp. 47-58. | | 63
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2.1. La disputa de los historicismos. O cómo puede revivirse una polémica cien años después
7 Charles-Olivier Carbonell, La historiografía, Fondo de Cultura Económica, México, 1986, pp. 1 13-125.
Charles Langlois y Charles Seignobos, Introducción a los estudios históricos (1898), traducida por Domingo
Vaca, Daniel Jorro Editor, Madrid, 1913. Gabriel Monod, "La Historia", en Lavisse y otros, La enseñanza de la
historia, Espasa-Calpe, Madrid, 1934 (3a ed.), p. 8. Guy Bourdé y Hervé Martin, Las escuelas históricas, Akal,
Madrid, 1992, pp. 127-148.
8 J.J. Carreras Ares, "El historicismo alemán", en Santiago Castillo y otros (coords.), Estudios sobre His-
toria de España (Homenaje a Tuñón de Lara), Ministerio de Universidades e Investigación, Madrid, 1981, II
pp. 627-641.
9 Roque Barcia, Diccionario general etimológico de la Lengua Española, Seix Editor, Barcelona 1902
vol. IV, p. 362.
El desconocimiento de estas analogías semánticas y diferencias conceptuales llevó a afirmar a Santos
Julia, "La historia social y la historiografía española", Ayer, 10 (1993), p. 42, que en España "incluso los histo-
riadores preocupados por cuestiones teóricas incurren en errores de bulto que indican, sobre todo, los límites de
sus conocimientos en campos ajenos a su especialidad". Por eso consideraba un despropósito que se opusiera la
.1
perspectiva del historiador guiado por una teoría de las sociedades y el común positivismo, "como si el positi-
vismo no fuera una teoría y [. . .] para mayor inconsecuencia, [. . .] la teoría que convierte a la sociedad en objeto
de una ciencia que pretende establecer leyes universales".
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El campo de controversia de la "ciencia histórica" positivista/metódica (o histoire
historisant, como la denomina Henri Berr en referencia a que su objeto de estudio -sin en-
trar en el método- era la historia política y episódica) sería la historia romántica, no profe-
sional, la historia filosófica y, sobre todo, el idealismo neokantiano auspiciado por Droy-
sen y Rickert, denominado asimismo historicismo, que negaba a la historia la capacidad de
conocer y explicar, tareas específicas del método filosófico y científico; este nuevo histo-
ricismo, heredero del individualismo y el método de Ranke -cuyo objetivismo, sin embar-
go, rechazaba-, reservaba a la historia el objetivo de "comprender investigando". Wilhelm
Dilthey dará un formidable impulso al relativismo del conocimiento histórico al sostener
que el pasado sólo podía ser accesible desde la subjetividad del historiador, por necesidad
teñida de ideología y de la visión de su tiempo; el historiador selecciona rasgos distintos y
singulares respecto a los que se tienen por comunes a todas las épocas, que no dejan de ser
contenidos parciales de la vida real. Los nexos de interacción de los que son portadores los
individuos -representantes de contenidos parciales y simultáneos de la realidad- se imbri-
can e interfieren en la medida que cada individuo encierra varias personas, dirá Dilthey
para referirse a las dimensiones diferentes de una personalidad, que encuentran unidad y
continuidad mediante la autorreflexión, sin que la conciencia de conexión recíproca de los
individuos interfiera la configuración de la vida social. La realidad de ese todo social, sin
embargo, sólo existía sin deformación en el mundo del espíritu humano. Las ciencias del
espíritu, en consecuencia, se ocupan de todo aquello en que el espíritu se ha objetivado (el
lenguaje, la economía, el Estado, las leyes, etc.) y complementan de forma autónoma a la
historia universal mediante la comprensión y la interpretación.11 Resulta patente que mien-
tras predomina el idealismo subjetivo diltheyliano podría fructificar el ensayo cultural, la
biografía y la historia psicológica, y era más difícil que prosperara la historia social y eco-
nómica.
11 Wilhelm Dilthey, Crítica de la razón histórica, Península, Barcelona, 1986. Véanse pp. 60 y 78-88 para
lo citado y pp. 221 y ss. para su metodología.
* Erlebnis debiera traducirse por "vivencia" o, con más exactitud en el contexto del método de Dilthey, I
por "experiencia". I
12 Geoffrey Barraclough, "Hist
Corrientes de la investigación en
Madrid, 1981, pp. 299-300. .
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mológica idealista-historicista, dominantes del panorama de la primera mitad del siglo.
Hasta que la segunda guerra mundial y la posguerra borraron el escepticismo gnoseológi-
co.13 El idealismo relativista quedó arrinconado por el neorracionalismo, las explicaciones
causales, la construcción de modelos, la vigencia de los análisis teóricos, la convicción en
la posibilidad de establecer un cuadro de los principales problemas del pasado en perspec-
tiva comparada, lo que únicamente podía efectuarse buscando las regularidades negadas
por el historicismo idealista con los restantes postulados de raigambre científica. Desde fi-
nales de los años veinte y los años treinta, la corriente impulsada por Marc Bloch, entre
otros, propugnó la inmersión de la historia en las ciencias sociales.14
En la historia intelectual del siglo xx, el marxismo ha supuesto uno de los ejes políti-
cos, ideológicos y culturales más extensos y prolíficos. Tanto, que otras propuestas han
sido construidas como su alternativa. Entre 1847 y 1867 -nos recuerda Vilar- Marx y En-
gels recuperan algunas de las preocupaciones del siglo xvm y proponen "una teoría gene-
ral de las sociedades en movimiento, cuya originalidad consiste en aunar, mediante la ob-
servación y el razonamiento, 1) el análisis económico, 2) el análisis sociológico, 3) el
análisis [...] de las formas ideológicas". En ese cuadro inicial, el análisis de las condi-
ciones económicas debía proporcionar un conocimiento objetivo, esto es, ajeno a la con-
ciencia de los hombres que viven las experiencias aunque sus versiones nos ayuden a com-
prender las consecuencias de las realidades materiales.15 Partiendo de las contribuciones
teóricas y conceptuales de la economía clásica a la economía política, que entonces com-
prende también el embrión de lo que será la historia social, Marx avanza un paso decisivo
en la pretensión de constituir la Historia en ciencia cuando propone objetivar lo subjetivo,
esto es, precisar la determinación de una necesidad global a partir de la libertad individual
de elección (cuya limitación en la práctica obliga a indagar en los factores que intervie-
nen), de lo cual se podían obtener regularidades económicas y, en un proceso más comple-
jo, descubrir una correlación entre modificaciones operadas en las estructuras y los acon-
tecimientos políticos.16 En ese sentido, el marxismo contextualiza la economía política,
hasta entonces dominada por categorías intemporales; hace más: acepta de la economía
clásica que la sociedad se organiza de acuerdo con las condiciones materiales de los hom-
bres para establecer, a continuación, que lo fundamental de esas condiciones no es el
"modo de subsistencia" como el modo de producción, y que éste se configura a partir de
las relaciones sociales, "necesarias e independientes de su voluntad", que los seres huma-
13 Todavía en 1940, José Ortega y Gasset, en las conferencias que impartió en Buenos Aires mientras Eu-
ropa se hallaba en llamas, y que reuniría en Sobre la razón histórica, Revista de Occidente-Alianza Editorial,
Madrid, 1983 (3a ed.), sostenía una visión diltheyliana que hubiera entusiasmado a la historia cultural medio si-
glo después: "si las creencias son para nosotros la realidad misma -pues creer de verdad una cosa y sernos ese
algo realidad, son una misma cosa- quiere decirse que el plano de nuestra vida en que las creencias funcionan y
que a ellas obedece, es el plano realmente serio de nuestra vida; en comparación con el cual, todos los demás
son sólo vida imaginaria, por tanto no seria" (p. 24).
14 Véase François Dosse, La historia en migajas, Edicions Alfons el Magnànim, Valencia, 1988, pp. 57-
97. Hartmut Atsma y André Burguière (eds.), Marc Bloch aujourd'hui. Histoire comparée et Sciences sociales,
I EHESC, Paris, 1990; y Carole Fink, Marc Bloch. Una vida para la historia, Publicacions de la Universität de
I Valencia-Universidad de Granada, Valencia, 2004.
I 15 Pierre Vilar, Iniciación al vocabulario del análisis histórico, Crítica, Barcelona, 1980, p. 40.
16 Pierre Vilar, "Historia social y «filosofía de la historia»" (1964), pp. 141-160 de Economía, Derecho,
66 I Historia. Conceptos y realidades, p. 145.
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nos establecen en el proceso de producción de bienes materiales, esto último conforme a
las relaciones de propiedad y a las consecuencias que de ellas se derivan.17
Como sabemos, hasta la década de 1930 el marxismo ejerció una reducidísima influen-
cia en la historiografía internacional. Proscrito por la ciencia académica, confinado al te-
rreno de la teoría y la praxis política, apenas consiguió franquear el campo de la historia.
Esta situación comenzó a variar después de la publicación en 1932 de La ideología ale-
mana, y en 1939-41 de los Grundrisse, obras que permanecían inéditas y que, junto a
determinados capítulos de El capital, Las luchas de clases en Francia y El dieciocho bru-
mário de Luis Bonaparte, resultan fundamentales en la concepción del materialismo histó-
rico. No fue sin embargo la difusión de unos libros lo que llamó la atención sobre un de-
terminado pensamiento, sino una coyuntura histórica concreta: la crisis social de los
treinta, el desarrollo de la historia económica y el compromiso político familiarizaron a
unos pocos jóvenes académicos de distintos países con el marxismo, por lo común al mar-
gen de la evolución que comenzaba a adoptar en la Unión Soviética, donde a pesar de la
rigidez doctrinal se desarrollaría con los años una fructífera escuela medievalista y moder-
nista. La magnitud de la catástrofe de la guerra, la derrota del fascismo y la posguerra die-
ron carta de naturaleza a la cultura marxista en Occidente.18 Toda una suerte de preguntas
y estudios comenzaron a encadenarse: los debates sobre El Capital relacionados con el na-
cimiento del capitalismo y los problemas del desarrollo industrial, la naturaleza de clase
de las revoluciones nacional-liberales, la formación de la burguesía y de la clase obrera, el
papel político de las clases populares, los niveles de vida de los trabajadores, las raíces de
la acción colectiva de los asalariados, los problemas de la explotación agraria en la trans-
formación de las comunidades rurales en unidades económicas campesinas o empresaria-
les, la caracterización de las relaciones feudo-señoriales en Europa y Japón y el análisis de
su correspondiente en la América colonizada, la relación entre capitalismo y esclavitud o
entre régimen colonial y subdesarrollo, etc. etc. A diferencia de lo que afirmaría Louis
Althusser, el marxismo no daba lugar a una ciencia, el materialismo histórico, que de ma-
nera contradictoria concibe esencialmente teórica, y a una filosofía, el materialismo dia-
léctico, que enuncia la cientificidad del anterior; antes bien, siguiendo a Vilar en su con-
troversia con aquél, el marxismo contribuía a constituir una ciencia histórica -siempre en
construcción- en la que es posible establecer rupturas y continuidades con una disciplina
anterior y vigente.19
El marxismo gozó en el terreno historiográfico de ascendiente más o menos desigual
entre los años cuarenta y ochenta, para declinar a partir de entonces y experimentar un
profundo retroceso después del hundimiento del comunismo y el final de la confrontación
este-oeste, que de paso se llevó por delante el movimiento sur/tercermundista. Sin duda se
ha exagerado el predominio marxista, sobre todo en términos de poder en el medio acadé-
mico, del mismo modo que tiene razón Georges Duby cuando se sorprende de la propen-
sión a infravalorar su importancia en la llamada 'escuela francesa', como si se hubiera tra-
tado de una presencia episódica y accidental.20 Es cierto que el marxismo logró posiciones
de prestigio -nunca a salvo del fuego de fusilería de sus adversarios- y durante un tiempo
17 Karl Marx, "Prólogo" de la Contribución a la crítica de la economía política, en Obras escogidas, Fun-
damentos, Madrid, 1975, 1, p. 373.
18 Hemos dedicado un texto a tradición historiográfíca, tiempo histórico y compromiso profesional y polí-
tico en "Eric Hobsbawm y la edad de oro de la historia social", en Gumersindo Vera y otros (coords.), Los his-
toriadores y la historia para el siglo xxi, pp. 49-78. I
19 Pierre Vilar, Historia marxista, historia en construcción. Ensayo
Barcelona, 1975 (2a ed.). I
Georges Duby, Dialogos sobre la Histor
p. 102. I 67
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influyó en la agenda de la historia social hasta el punto de fijar una serie de temas que me-
recen amplia consideración aun desde la discrepancia en la interpretación. Su terminología
impregnó, además, el lenguaje de la historia más aséptica y neopositivista, así como parce-
las del lenguaje económico, del político y del administrativo. No conocemos, sin embargo,
focos duraderos o irreductibles de irradiación marxista -historiográfica, se entiende- en
las universidades occidentales, conservadas a buen recaudo por las escuelas tradicionales;
los historiadores marxistas casi nunca dejaron de ser una activa y en ocasiones influyente
minoría, por más que contribuyeran a renovar de manera profunda las preocupaciones cen-
trales del quehacer historiográfico. Su poder académico en Francia, a pesar de Georges
Lefebvre, Albert Soboul, Pierre Vilar, Jean Bouvier o Guy Bois, queda a años luz del de-
tentado por la braudeliana escuela de Annales y de sus epígonos de la nouvelle histoire, al-
gunos de los cuales -Le Goff, Duby- nunca ocultaron su influencia (más perceptible en la
obra inicial del segundo que en el trabajo del primero), mientras una mayoría la repudiaba
en su obra mayor, en ocasiones después de haberla recibido (Furet, Richet, Le Roy Ladu-
rie).21 En Inglaterra, la historiografía del siglo xx no se entendería sin Maurice Dobb,
Christopher Hill, Rodney Hilton, E.P. Thompson, Raymond Williams, Eric Hobsbawm,
ese agregado que es George Rude y otros menos renombrados autores de valiosas contri-
buciones, también de la siguiente o siguientes generaciones. Varios de ellos ocuparon
puestos significativos en la universidad mientras otros mantuvieron una posición marginal
en la misma.22 ¿Alguien en su sano juicio podría sostener que ejercieron un control que
asegurara su reproducción y el ejercicio de una hegemonía intelectual en el medio? Italia,
¿fue una excepción? El grupo nucleado en torno de Studi Storici, en el que destacan Rosa-
rio Villari, Emilio Sereni y Giuliano Procacci, no parece mucho más amplio que el de Past
and Present y resultó menos influyente a pesar de la hegemonía cultural ejercida durante
décadas por la izquierda marxista en ese país. Si observamos el panorama académico ger-
mano occidental o el norteamericano de los años cincuenta a setenta tendremos dificultad
para encontrar historiadores marxistas de prestigio en número apreciable y, todavía más di-
fícil, hallarlos en universidades y cátedras importantes. El cuadro, tan incompleto, sería
además intolerablemente parcial si no mencionáramos, por ejemplo, a Eric Williams y a
Manuel Moreno Fraginals, por citar dos clásicos caribeños.
En España apenas irrumpió el marxismo en la historiografía a finales de los sesenta,
confundida la opción metodológica con el compromiso político contra la dictadura y con
la reacción contra una universidad bastante anquilosada. Después de la transición a la de-
mocracia y el afianzamiento de un sistema de partidos parecido al de la Europa atlántica,
con una izquierda socialdemócrata bastante moderada, se desinfló el boom de la historio-
grafía marxista, que en los años setenta produjera cierto número de investigaciones. Mi
experiencia de estudiante universitario entre 1973 y 1978, en una universidad cuya sección
de Historia pasaba por avanzada, me permite afirmar que de los más de veinte profesores
que escuché en el aula, únicamente dos podían ser considerados marxistas, y concederé un
tercero si incluyo a un althusseriano (al poco, chaianovista) que cambiaba de perspectiva
según el último libro leído. Bien es verdad que muchos profesores progresistas utilizaban
un lenguaje marxistizado, pero un vocabulario no comporta en sí mismo univocidad y co-
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herencia conceptual, ni tampoco supone el método analítico en el que ha sido concebido
para operar. En las universidades españolas se denomina hoy 'fuerza docente' a la capaci-
dad reglamentada de dedicación lectiva de un profesor, lo que refleja con una pequeña va-
riante la fuerza de trabajo disponible por parte de los gestores administrativos para planifi-
car la docencia; sólo alguien muy enajenado de la realidad se atrevería a calificar de
marxista nuestro sistema educativo.
Una cosa es que en los sesenta y hasta mediados de los setenta pareciera que la historia
quedaba ganada por el marxismo a tenor de las publicaciones que aparecían, de los temas
en los que se iniciaban los jóvenes investigadores y del sello cientificista que parecía otor-
gar a los estudios, y otra es que esa corriente llegara a institucionalizarse. Y esa observa-
ción me parece que es válida en París y en Barcelona, en México, São Paulo, Turin, Bue-
nos Aires u otras ciudades. "Todos hemos sido marxistas alguna vez", hemos escuchado
en ocasiones, como si hablar de capitalismo y revolución burguesa, escribir sobre el movi-
miento obrero y las luchas campesinas, citar a los teóricos clásicos y después del 68 a los
modernos de París, como Althusser (artífice de un sistema teoricista y antihistórico), en
fin, emplear un determinado lenguaje o recurrir a citas de citas, apelar al gesto y a la vo-
luntad hicieran de un diletante un historiador, o de éste un marxista.
El auge del marxismo vino a coincidir grosso modo con el de la historia social. En
buena medida la historia social se nutrió de una serie de ingredientes en proporción y
combinación variable, desde la ortodoxia marxista-leninista más estricta, a un marxismo
manifiestamente vulgar, y sobre todo de un marxismo que se reclamaba creativo, imposi-
ble de reducir al británico, como con frecuencia se hace; donde la escuela de Annales de
segunda generación disputaba la primacía, a menudo con preocupaciones similares a las
del grupo británico, como Hobsbawm nos ha recordado,23 y con respuestas manifiesta-
mente diferentes; con un estructuralismo en pugna por ordenar y jerarquizar las instancias
sociales a la vez que sostenía la autonomía relativa de la ideología y tendía puentes hacia
un estudio de las mentalidades libre de determinaciones materiales; con una aproximación
a la antropología estructural y cultural, mal digeridas al principio y que tan prolíficas se
mostrarían después, en especial la última; incluso con una perspectiva política de lo social,
o viceversa, en el caso alemán, algo más tardío, del grupo de Bielefeld; con la tradición de
historia popular del radicalismo norteamericano que tiene sus antecedentes en algunos au-
tores de la New History, en fin, con una inmersión en la sociología hasta encontrarnos en
su extremo con la denominada sociología histórica.24
El resultado es que denominamos historia social a cosas y tendencias dispares en las
que en su época dorada es posible establecer algunas matrices comunes: en cuanto a sus
preocupaciones, la historia social se interesaba por explicar la sociedad del pasado en mo-
vimiento; comprende la sociedad como una totalidad interrelacionada -bien que este fue
uno de los primeros consensos en resquebrajarse-; concede un lugar preferente a los co-
lectivos humanos y a las fuerzas sociales, dedicando una atención destacada a las clases; y
entiende la existencia de una realidad material inseparable (subyacente, determinante o
coadyuvante) de la acción social. La historia social se interesaba por cuestiones relaciona-
das con las estructuras y los cambios, con la demografía en su sentido más amplio -pobla-
ción, familia, migraciones-, con el dominio y la explotación, el control social y la resisten-
cia a cada uno de esos aspectos. En su vertiente marxista, es además una historia política o
23 Eric Hobsbawm, Años interesantes. Una vida en el sielo ax Crítica, Barcelona. 2003. dd. 262ss. I
24 Véanse, entre otros, Julián Casanova, La historia social y los historiadores, Crítica, Barcelona, 1991.
Georg G. Iggers, La ciencia histórica en el siglo xx. Las tendencias actuales, Labor, Barcelona, 1995. Jürgen
Kocka, Historia social y conciencia histórica, Marcial Pons, Madrid, 2002. Theda Skocpol, "Temas emergentes y
estrategias recurrentes en sociología histórica", Historia Social, 10 (1991), pp. 101-104 (y esquemas de la p. 66). .
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que contempla la política, pues conforme a esta metodología las cuestiones del poder re-
sultan inseparables de las sociales y las acciones exteriorizan las contradicciones, las lu-
chas y los anhelos colectivos.
En cuanto al método, era una historia analítica antes que descriptiva (sin entrar en su
mayor o menor narrativismo, que es una cuestión diferente); era una historia hipotético-
deductiva; era una historia teórica, explícita en mayor o menor medida, en el sentido de
inscribir el método analítico del que se sirve en un conocimiento general teórico de las so-
ciedades, o porque cree posible construir modelos de explicación sobre las sociedades his-
tóricas. La historia social era, por último, una historia de corte empírico. En opinión de sus
detractores teoricistas, resultaba demasiado empírica en el caso de la escuela marxista bri-
tánica, hasta el punto de atribuirle una suerte de neopositivismo.
En cuanto a las técnicas, la historia social se servía de la interdisciplinariedad, muchas
veces hasta la completa promiscuidad. Actuaba así más por pragmatismo a la hora de re-
solver problemas o de abrir perspectivas, que buscando reintegrar la unidad perdida de la
ciencia social. Se entregó durante una etapa a la cuantificación serial, económica o social,
para abandonar más adelante ese terreno. La ruptura del dúo que formaba con la historia
económica no supuso el abandono inmediato de la economía en las explicaciones sociales
pero cada vez, entre los más jóvenes, hubo menos autores dispuestos a integrarla.
Hablo en pasado de las características de la historia social porque en el curso de las
dos últimas décadas muchos de esos supuestos han sido modificados o abandonados. ¿Po-
demos considerar, entones, que la historia social ha concluido su agenda?
3. El dilema de Robinson
,i
25 "Introduction", Past and Present, 1 (1952), pp. I-IV. Véase también Christopher Hill, R.H. Hilton y EJ.
Hobsbawm, "Origins and early years", Past and Present, 100 (1983), pp. 3-14.
Me baso en la edición Robinson Crusoe, traducción de Martha Eguía, Altaya, Barcelona, 1993.
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Desde su aparición a comienzos del siglo xviii la obra ha gozado de gran popularidad
en especial entre el público joven, y ha sido destacada como portadora de valores relacio-
nados con la formación del carácter y la importancia de la educación. Rousseau contribu-
yó a su enorme difusión al incluirla entre las lecturas recomendadas en su Emile. Tampoco
ha faltado quien pondere el compendio de conocimientos utilitarios que despliega el prota-
gonista para sobrevivir en una isla que durante muchas páginas se mantiene desierta, y
más adelante se convierte en destino de viajeros rituales, amotinados, aspirantes a colonos
y toda suerte de visitantes.
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no tan escasos para un hombre solo. Paulatinamente va adentrándose en el territorio, acon-
diciona un refugio en roca y dispone de un segundo campamento, amaestra animales y
hace de la dura existencia un pasar casi confortable: después de todo, piensa tras superar
una fase melancólica, ha conseguido sobrevivir al naufragio y ha logrado el dominio del
medio, la adaptación de la naturaleza y hasta una serenidad interior desconocida en su an-
terior e inquieta vida. Después, fabrica casi cuanto necesita y de manera fortuita siembra
grano y cosecha cebada y arroz, en un redescubrimiento de la agricultura. La experimenta-
ción y la observación son sus métodos; la filosofía nacional de su país en sus tiempos ya
se denomina empirismo.
Robinson, antes un hombre escéptico en materia religiosa, y hasta acomodaticio, como
lo prueba que abrazara el catolicismo cuando lo exigió naturalizarse en Brasil, se reconfor-
ta en la lectura de la Biblia protestante. Sin embargo, alguien de quien no conocemos ami-
gos ni amores en su existencia anterior, parece echar en falta cierta vida social. Explora en
su interior y da cuenta de los progresos que su voluntad realiza llevando un diario mientras
dispone de papel y tinta; exorciza de este modo sus pensamientos como haría cualquier es-
critor, variante de una comunicación sin destinatario. Pero también ejercita una apariencia
de habla adiestrando loros, a los que enseña a saludarle por su nombre, mientras lamenta
que no le responda el fiel perro de compañía que también salva de ese bazar y arca de
Noé que había sido el navio siniestrado. He aquí, viene a decirnos el autor, una muestra
evidente de la superioridad de la cultura: en condiciones totalmente adversas, un hombre
civilizado, reconfortado con la religión, era capaz de sortear con éxito los mayores retos
reproduciendo con sentido común y utilitario los valores de los que era portador, e incluso
haciendo de él un hombre mejor. He aquí también la creación de un universo vicario de in-
teracción social, el simulacro de habla con seres desprovistos del don de la comunicación
humana.
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caso, que guarde relación con la historia social clásica? Al parecer, en el mejor de los ca-
sos los elementos disponibles dejan el camino expedito a la autoproclamada 'nueva histo-
ria social' y lleva de ventaja una perspectiva de historia cultural. Pensemos en ello.
Por ejemplo, el historiador aficionado a la lectura de los Annales de comienzos de los
noventa se hubiera preguntado por la esencia del acto de leer y escribir, nexo entre el saber
formalizado de la época en el mundo que Robinson había dejado atrás -"Mi padre [. . .] me
había asegurado una instrucción esmerada [. . .] y me destinaba a las leyes"- y una realidad
que solo podía ser dominada oponiendo conocimientos útiles. En la cultura posterior ha
quedado la cuestión de qué libro llevar consigo a una isla desierta. En realidad, Crusoe no
presenta las cosas de ese modo. Además de la Biblia, el náufrago consigue salvar otras
obras. Cita una colección de devocionarios papistas y, dice, muchos otros volúmenes cu-
yos títulos omite. Era temprano para que incluyera algún manual de bricolaje, así que po-
demos deducir que eran obras literarias y quizá de pensamiento. ¡Ah, la biblioteca oculta
del solitario Robinson! Al final, no eres lo que comes sino lo que lees. Pero es obvio que
el sentido utilitario que despliega para salir adelante no podía dárselo sólo la educación re-
cibida en el ambiente familiar y en la escuela rural -que tampoco estaba al alcance de
cualquier rudo campesino de la campiña inglesa- sino algo o mucho debía a la experiencia
de su cautiverio, donde trabajó para su dueño, y de la hacienda brasileña que había puesto
en pie, además del ingenio nato del que parece dotado. Pero esto último es historia social
"clásica", que se nos ha introducido de contrabando cuando menos lo esperábamos.
Si la lectura ocupa un lugar impreciso en la vida del náufrago, más allá del contacto
con la Biblia, convertida en consuelo y maestra, el joven superviviente precisa escribir
para ordenar sus pensamientos. Conservamos el diario del primer año, bastante descripti-
vo. El acto de escribir debiera proporcionarnos su estructura psicológica, la estructura del
pensamiento, hubiera dicho Foucault, ese filósofo y psicoanalista de la cultura metido a
historiador, que tantas barreras rompió; pero el autor que por un momento simula que cede
la palabra a la voz interior del protagonista frente a los hechos que acontecen, mantiene la
primera persona a lo largo de la mayor parte del libro, así que por lo conocido, poco pode-
mos deducir. ¿Y qué podemos inferir de lo que ignoramos, de lo que oculta y sin embargo
nos hubiera dado la diferencia del caso respecto a otras situaciones, como hubiera inquiri-
do Georges Duby? El principio indiciario entra en acción. ¿Y si los diarios perdidos de
Robinson Crusoe fueran diferentes de la versión del narrador, que a su vez se hace eco del
relato que presumiblemente hace aquél de regreso a casa? Pudieron existir otras versiones,
no sabemos si apócrifas o ciertas, o apócrifa tal vez sea la que ha quedado, convertida por
acción de la supervivencia en canónica. Hemos aprendido a desconfiar de las fuentes y de
las versiones, recordémoslo. ¿Y si contáramos con testimonios orales complementarios?
Al menos en dos ocasiones el náufrago relata sus vivencias: a su compañero Viernes, en
cuanto éste ha aprendido los rudimentos del inglés, y al capitán que arriba más tarde. La
urgencia narrativa de Robinson por relatar su historia no parece llevada por la finalidad de
perpetuar la memoria sino que se ofrece como necesidad de proclamar una odisea personal
que precisa ser hecha pública para que se comprenda su periplo. En verdad parece frágil el
conocimiento sobre el pasado desconocido. O quizá las preguntas que se han formulado,
que acabamos de entrelazar, no sean del todo pertinentes, excepto para cuestionar las limi-
taciones de nuestro conocimiento y las oportunidades que despierta, en modo alguno para
negar su posibilidad. Tal vez debamos reformular nuestras hipótesis porque la diferencia
entre la especulación y ésta reside en que la hipótesis en historia es una posibilidad de va-
lor instrumental construida a partir de indicios pero también de conocimientos parciales,
que adquiere valor precisamente en el cuadro de una teoría, siquiera provisional, de las so-
ciedades estudiadas o en las que operan los sujetos que son materia de nuestro análisis.
La subjetividad del individuo está servida en la parte central de su historia. Cuando se
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proclama que las cosas importan según suceden a personas concretas, conforme las perci-
ben éstas, y según el curso de sus existencias las confirman o modifican, ¿qué se nos está
diciendo? ¿Es Viernes un hombre sin historia en la medida en que su vida anterior al en-
cuentro con Robinson ha carecido del significado que descubre a su lado? Eric Wolf, con
sus aciertos y sus errores, ilustró con profusión que no hay pueblos sin historia y que nin-
guna comunidad está lo bastante aislada como para no participar de conexiones externas.
En la segunda parte de la novela la trama se enriquece con nuevos personajes, y si en
términos literarios y psicológicos pierde intensidad, no deja de tener interés la recreación
del orden social. Debieron transcurrir dieciocho años para que nuestro habilidoso pero no
muy perspicaz amigo descubriera que su isla no le pertenecía en exclusiva. La parte más
occidental era utilizada por indígenas de tierra firme cuyas canoas llevaban prisioneros
destinados a ser sacrificados, mutilados y devorados. Ese trágico descubrimiento mantuvo
a Robinson abatido y apartado en sus dominios nada menos que durante dos años. Había
desarrollado una gran capacidad para sobreponerse a la adversidad, pero al parecer muy
poca para admitir la contrariedad de un mundo que no era como estaba dispuesto a acep-
tar. Ignoro si esta cuestión debería ocupar un puesto más destacado en la reflexión "histo-
ricista" que propongo, de la lectura del clásico a los ojos de la historia social y cultural.
Echamos de menos la descripción densa que desde la antropología cultural nos reclama
Clifford Geertz. Es un momento quizá crucial en el reencuentro con la humanidad.
Admitida la idea de la existencia del otro, materializado en un adversario potencial y
temible, se dispuso a aprovechar la situación cuando andaba ya por el vigésimo quinto año
del naufragio: si conseguía capturar algunos salvajes y someterlos a esclavitud, pensó, los
pondría a trabajar en su liberación. En esto se apropió de uno. "Le hice saber que su nom-
bre sería Viernes", confiesa Robinson, atribuyéndose la potestad de dar nombre a las cosas
y lograr que el denominado acate su designio. He aquí una relación de poder en su sentido
genuino: capacidad de mando y de hacerse obedecer. En el ritual de iniciación social, Ro-
binson añade: "le enseñé a decir amo, y le hice saber que ése sería mi nombre".
"Te llamaré Viernes", pudo haber dicho Robinson, imperativo, haciendo valer su auto-
ridad, en primera y última instancia respaldada por su arma de fuego. Pero cuando añadió
algo así como "Llámame amo", Robinson imponía una relación jerárquica, esta vez en el
terreno de las relaciones sociales: implicaba servidumbre, sometimiento; es más, encerra-
ba también, por qué no, la obligación de trabajar y obedecer. Viernes entra en la categoría
de siervo, figura indefinida entre criado y esclavo, o ambas cosas. O esclavo en la isla y
criado cuando vuelvan un día a Europa.
El nuevo orden social se parece demasiado al viejo orden social, el inglés de su moce-
dad y el colonial de su juventud. La apropiación del suelo y de las personas revela con me-
ridiana claridad la esencia del colonialismo del que está imbuido nuestro personaje, y la
utilidad de los prejuicios raciales para justificar la desigualdad, el dominio y la explota-
ción de sus semejantes.
Tenemos un atisbo de relaciones sociales. En realidad, la historia del náufrago solitario
en una isla desierta, la historia de la existencia en una "no sociedad", encierra una falsedad
monumental. No sólo porque la supervivencia del protagonista está asegurada por la supe-
rioridad que le confieren los instrumentos que salva del navio, armas con las que defen-
derse y proporcionarse caza, utensilios, herramientas, semillas, etc.; Robinson lleva consi-
go una cultura y un conjunto de habilidades creadas o propiciadas por una existencia en
sociedad, tanto en un país avanzado en el terreno de la ciencia y la técnica como de una
próspera tierra colonial conquistada para su explotación económica. Y esa particular "cui- I
tura", de la que es fiel exponente, es también una especificidad de determinadas categorías I
sociales de su país de origen, en donde a una concreta estructura de clases corresponde I
una formación igualmente jerarquizada. | 75
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Al dejar Robinson de ser el único ser humano en la isla, renuncia a hacer de su hallaz-
go un igual y opta por disponer de un inferior. Después de todo, él es un ser civilizado y el
otro era un salvaje que debe civilizarse, comenzando por desprenderse de esa fea costum-
bre que consiste en ingerir a los enemigos. La educación de Viernes no se limitará a la re-
presión del impulso a la antropofagia, sin la cual era imposible la convivencia y la civiliza-
ción, que hubiera señalado la escuela psicoanalítica; comprenderá también un aprendizaje
de la religión y la moral. Obviamente en el relato hay una despersonalización de la propie-
dad sobre otro ser humano, muy al uso de las prósperas sociedades esclavistas. Robinson,
que había sido cautivo en Marruecos, se había hecho acompañar a la fuerza en su fuga de
un joven morisco, finalmente cedido al marino que les rescata. En aquella ocasión hubo de
vencer alguna prevención, pues había prometido la libertad a su compañero; todo se re-
suelve cuando el nuevo propietario se compromete a dejar al muchacho libre al cabo de
diez años si éste abrazaba el cristianismo. Para completar el cuadro de la dialéctica civili-
zatoria, Defoe hace que el chico exprese su conformidad con un trato que le anuncia una
vida mejor después de satisfacer un tributo de expiación. De otra parte, la conformidad de
los dominados a lo largo de la narración evita al autor capítulos incómodos sobre resisten-
cias, negociaciones y luchas, que hubieran desafiado la armonía del relato y del orden de-
sigual que se justifica por origen, procedencia y hasta género, pero que a diferencia de la
sociedad feudal-estamental, posibilita mediante la educación -integradora en sociedad- la
adquisición de la libertad personal en términos jurídicos más o menos igualitarios.
Llegado un momento, esa sociedad de dos se duplica con la llegada casi simultánea del
padre de Viernes y de un náufrago español. Con una isla por dominio y tres súbditos, Ro-
binson experimenta el vértigo del poder. Se siente, dice, "señor absoluto y legislador".
Más tarde otros marinos le reconocen por gobernador. Mas legislar, legisla poco: la única
medida que decreta se refiere a la libertad de conciencia, ya que cada uno profesa una
creencia y los avatares personales del autor le han enseñado que la tolerancia en materia
religiosa es una necesidad en comunidades diferenciadas. La antítesis la representaba la
colonización española, cuyas crueldades, dice, eran conocidas en toda América, siendo te-
rribles sus tribunales de Inquisición. Más adelante, al final del periplo, cuando decida re-
gresar de visita a la isla, mucho después de haber quedado a salvo del confinamiento, se
limitará a escuchar las desdichas de los colonos que había dejado y a repartir la isla entre
ellos, dejando claro que él quedaba como propietario de su totalidad, detentando una suer-
te de dominio eminente similar a la del realengo hispano. También les enviaría desde Bra-
sil mujeres para que las tuvieran de criadas o de esposas, como decidieran, a fin de perpe-
tuar la colonia, reconociendo a los demás unas necesidades de las que él parecía estar
exento. La mujer nos aparece en la narración siempre, y muy pocas veces, como un sujeto
pasivo a disposición de otros.
Por fin, a los veintiocho años de haber pisado las playas de su isla, Robinson podrá
regresar a Lisboa y Londres. Si el último episodio vivido en el Caribe, con la llegada de un
barco amotinado le devuelve una pequeña parcela de sociedad en conflicto, el retorno a la
civilización le descubre que la Sociedad, con mayúsculas, tan despreciada por él cuando se
hizo a su situación, había seguido desarrollándose. Gracias a ello y a la probidad de sus
socios y administradores, que durante cuarenta años habían gestionado sus intereses con
una rectitud más inverosímil que las pericias conocidas por el protagonista en su isla de-
sierta, Robinson era un hombre inmensamente rico. La plantación colonial había crecido,
en sus tierras brasileñas se había construido un ingenio azucarero y durante décadas se ha-
bían comprado numerosos esclavos que las trabajaran. Nada se dice de las condiciones del
tráfico de seres humanos ni del discurrir de los cautivos en los campos o en los barraco-
nes. Las referencias a la esclavitud en la narración suelen ir acompañadas de alguna consi-
deración temporal sobre esa situación, como si el destino habitual de los cautivos fuera la
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libertad después de un aprendizaje laboral y piadoso. Comparar la antropofagia ritual de
los bárbaros nativos con la antropofagia económica de los seres civilizados todavía hoy se
consideraría una exageración de mal gusto.
Las rentas de la plantación eran cuantiosas, muy superiores a las que podía proporcio-
narle una propiedad agraria en Inglaterra, apunta Defoe, que alguna experiencia tuvo en
negocios y dispuso de amplia información sobre su época, como acreditan sus empresas
periodísticas. La historia económica y social elaborada en el siglo xx ha documentado am-
pliamente estos extremos. Robinson se halla entonces ante un nuevo dilema: debe escoger
entre establecerse en Brasil y disfrutar de sus propiedades o instalarse en su patria natal.
La primera opción, razonable en un hombre emprendedor, ofrecía el inconveniente de re-
tornar a la religión papista, cuando piensa que la católica romana no era la mejor religión
"para bien morir". Finalmente, Robinson decide vender la plantación y quedarse en Ingla-
terra, donde contrae matrimonio, tiene hijos y enviuda, confirmación de la misoginia que
planea sobre el personaje a lo largo de la obra y condición para recobrar la libertad de mo-
vimientos que le conducirá a nuevas aventuras.27
27 Las referencias metodológicas aludidas en este apartado proceden de Roger Chartier, El mundo como
representación. Estudios sobre historia cultural, Gedisa, Barcelona, 1992; y R. Chartier y D. Roche, "El libro.
Un cambio de perspectiva", en Jacques Le Goff y Pierre Nora (dirs.), Hacer la historia, Laia, Barcelona, 1980,
III, pp. 1 19-140 [lectura y lector]. Michel Foucault, La arqueología del saber, Siglo XXI, México, 1970 {pas-
sim: reglas discursivas y afirmaciones de verdad; pp. 322-323: episteme y estructura de pensamiento] y Las pa-
labras y las cosas, Siglo XXI, México, 1968, pp. 102-1 15 [el poder de nombrar y la representación de la pala-
bra]. Georges Duby, Diálogos sobre la Historia, pp. 44-62 [inferir de lo oculto en las fuentes]. Cario Ginzburg,
"Indicios. Raíces de un paradigma indiciado", id., Mitos, emblemas, indicios. Morfología e historia, Gedisa,
I.
Barcelona, 1989, pp. 138-175. Eric R. Wolf, Europa y la gente sin historia, Fondo de Cultura Económica, Mé-
xico, 1987. Clifford Geertz, La interpretación de las culturas, Gedisa, Barcelona, 2005 (13a reimpr.), pp. 19-40
[el método de la descripción densa en etnografía].
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sucedido un príncipe de la Casa de Orange. La unidad con Escocia era un hecho, o faltaba
muy poco para que lo fuera, mediando en ello la labor secreta de Daniel Defoe, libelista y
escritor muy conocido en el país. Aunque Robinson hubiera aprendido a ignorar la exis-
tencia de la compleja sociedad en su conjunto y le resultara inimaginable concebirla como
un todo extrañado en su peripecia, la vida había continuado. En esa existencia social a pe-
queña escala había individuos como él, su criado caribeño, la viuda de un capitán mercan-
te, sus sobrinos, su nueva familia, desde luego. Había también otras realidades -sociedad a
gran escala- de las que fue consciente: redes establecidas sobre vínculos impersonales en
la medida en que no dependían de la voluntad individual ni del conocimiento mutuo, sino
del rango, de la posición que se ocupaba en la vida económica y social.
Al retornar a Inglaterra, Robinson, desde la individualidad sometida a aislamiento
durante más de tres décadas, pudo muy bien recordar la conversación que había sostenido
con su padre poco antes de abandonar el hogar familiar. Su progenitor, incrédulo, hubiera
sacudido la cabeza si alguien le hubiera dicho que la sensación de pertenencia a un deter-
minado "rango" o situación social era creación del lenguaje o de una proyección ideal
compartida, de un "imaginario". Su experiencia era la de un inmigrante alemán de Bre-
men, casado y establecido como comerciante en Hull, primero, y en York, después, que
había escalado cierta prosperidad material. El padre le había instruido en que la condición
intermedia era el mejor estado del mundo, el más adecuado a la felicidad humana pues no
estaba sometido a las privaciones y penurias propias del trabajador manual ni al lujo, la
ambición y la envidia que corrían a la parte alta de la humanidad. El elogio del rango me-
dio y la combinación de consideraciones materiales y juicios morales al calificar las diver-
sas situaciones sociales es muy propio de quien, como Defoe, poseía un origen humilde
que le llevó al seminario presbiteriano de Stoke Newington, del que salió para dedicarse a
los negocios y contraer un matrimonio de provecho. El ascenso social que experimentó fue
posible en gran medida gracias a los cambios originados por la revolución inglesa, aquella
que Christopher Hill calificaba de revolución burguesa. La vida intermedia ofrecía toda
suerte de virtudes y placeres, muy lejos -decía- de "la obligación de venderse como escla-
vos para obtener su pan cotidiano y del agobio de inciertas circunstancias" específicas de
los trabajos "manuales o mentales".
La "obligación de venderse como esclavos para obtener su pan cotidiano", ejerciendo
trabajos manuales, sin asegurarse siquiera con ello una existencia libre de incertidumbres,
aparece como una maldición en la recomendación del padre. La esclavitud como metáfora
o comparación del trabajo asalariado estuvo muy difundida en la sociedad inglesa de los
siglos xvii y xviii, donde la trata de africanos y su empleo en las plantaciones americanas
y del Caribe estaba plenamente asumida. Pero por poco que se pensara en el asunto, no de-
jaba de reconocerse que la suerte del esclavo era la última de la escala social y de la condi-
ción humana. Sólo los argumentistas sobre la licitud de la misma distinguían un peldaño
inferior: el de la barbarie de la existencia salvaje, asimilada a la vida animal, que justifica-
ba el sometimiento de esos seres. La expresión "venderse como esclavos" hace un uso re-
flexivo del verbo que implica libertad o cierta libertad del individuo que se pone en venta,
amplia o relativa en razón de las alternativas que se le ofrezcan para subsistir, que vende
temporalmente su trabajo a cambio de dinero para atender sus necesidades cotidianas, o
para ser más precisos, como lo hubiera sido Marx, que vende su fuerza de trabajo, su capa-
cidad de producir, por un salario deducido de la ganancia que obtiene el empleador. Para el
padre de Robinson no existe duda respecto a las escasas alternativas al trabajo manual o
intelectual cuando no se disponía de patrimonio o medios de producción y cambio: al tra-
bajador, en la Inglaterra de la época, le quedaba únicamente "la obligación de venderse".
De alguna manera, de todo eso supo también Daniel Defoe, entregado a la intriga y a
las campañas de prensa más variadas para ganarse el pan una vez quebró su negocio, opo-
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niéndose a los tories pero a sueldo de éstos a partir de un momento, cuando se hubo cansa-
do de pasar penalidades sin más amparo ni protección que la de su público, con el que
mantenía ocasionales discrepancias. De las penalidades del trabajo manual supo Robinson
en su isla cuando las circunstancias le obligaron a conformarse con una economía natural
cuyos frutos pronto hizo crecer por encima de sus necesidades, muestra de la inteligencia
aplicada a la producción. Pero Robinson trabaja para sí mismo, primero en su hacienda
brasileña y después en la isla. Era una diferencia esencial que le libra de la maldición del
asalariado: no precisa venderse, es dueño de sus decisiones, de su tiempo y de su esfuerzo,
ideal compartido por el productor independiente y por el "rango medio", la clase media a
la que alude el padre -la más próspera y menos oprimida, "la clase mediana y más mez-
quina", en opinión de Cromwell-, la incipiente burguesía, ya no tan incipiente en la Ingla-
terra posrevolucionaria de la Restauración y la Revolución Gloriosa, que una vez dueña de
los mares y con su acumulación originaria de capital casi consumada se dispone a empren-
der la revolución industrial. Y en el contexto de las relaciones sociales que se derivan de
los futuros acontecimientos económicos y sociales, el ideal de un trabajo independiente se-
ría compartido por los artesanos y los asalariados que habían caído en la "esclavitud" de
las campiñas, y cuyo concepto de la "emancipación", cuando se defina, consistirá en libe-
rarse de las obligaciones antes aludidas y acceder a la condición de productor indepen-
diente.
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I
debido al sistema de asientos, uno de los monopolios del Antiguo Régimen. Un analista
marxista ortodoxo y atento hubiera ilustrado el caso con una cita bastante oportuna: el
asiento era un ejemplo de cómo las relaciones de producción y su expresión jurídica -la
propiedad, el régimen de comercio- frenaban el desarrollo de las fuerzas productivas, en
este caso la adquisición de la mano de obra "que tanto requería Brasil", o sus plantadores,
para ser precisos.28
Por lo que llevamos visto, Robinson contrae unas relaciones de producción determina-
das por la propiedad de la tierra, la utilización de mano de obra esclava, el manejo del cré-
dito y el provecho del comercio. Se integra en un colectivo reducido de sujetos con carac-
terísticas similares, que comparten una forma de vida y unos intereses comunes, todavía
limitados al terreno económico, pero apunta a la formación de una clase social. Aquí ad-
vertimos un "grado de clase", como proponía Hobsbawm, conforme al incipiente nivel de
relación y de conciencia en formación.
Robinson Crusoe no existió ni fueron reales sus aventuras. Al menos no tuvo la exis-
tencia fuera de la ficción que concedemos, por ejemplo, a Daniel Defoe. Si no somos ca-
paces de discernir la diferencia quizá debiéramos dedicarnos a otra profesión. Sin embar-
go el libro al que hemos prestado atención contiene un entramado social específico de una
época histórica realmente existente. En el relato hay salvajes americanos, africanos servi-
ciales y una ausencia casi absoluta de bribones ingleses o portugueses, que si incurren en
28 Recor
vas entie
sometido
80 I lita la pro
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rebelión acaban siendo reintegrados con benevolencia: es la visión subjetiva de Crusoe/
Defoe. A la vez, hay menciones en la obra a regímenes económicos diferenciados: el mer-
cantil europeo, el colonial brasileño, el natural de la isla desierta, el primitivo que se atisba
entre los indios caribes. Nos remite a clases sociales e intereses de clase, si somos capaces
de advertirlo, desprendiéndonos de prejuicios y exageraciones. El autor, extremadamente
receptivo, nos desgrana situaciones extrañas sobre una base verosímil que nos informa de
condiciones verificables. Así, era perfectamente factible encontrar en un barco negrero
una caja completa de herramientas, pues las precisaba cualquier labor de mantenimiento
en alta mar pero también la exigía el acondicionamiento de la carga en África después que
fuera adquirida. Las referencias históricas verosímiles y verificables no acaban aquí. La
feracidad del suelo del noroeste brasileño apenas servía sin mano de obra que la hiciera
productiva. Los comerciantes ingleses comenzaban a inundar los mercados americanos de
sus manufacturas con un provecho extraordinario. El trabajo asalariado era de todos el
peor en la Inglaterra que venía destruyendo el orden agrario tradicional, y amenazaba la
cohesión de la comunidad campesina, empujando al excedente de población a las ciuda-
des, a la marina y a la manufactura.29
La tradición de estudios marxistas tendió a establecer una relación directa entre con-
diciones materiales de existencia y clase social, descuidando la atención hacia intereses,
modo de vida y cultura, o limitando la observación al primero de estos factores.30 En la
tradición de estudios weberianos la atención se centraba en la cultura y los hábitos socia-
les, y en menor medida en los intereses, pero unos y otros elementos se escinden de las
condiciones materiales de existencia, de las relaciones de producción, para incidir en los
mecanismos no económicos de la dominación (autoridad, status), caso de llegar a recono-
cerse esta última. Talcott Parsons escribió en El sistema social, en 1951, las siguientes pa-
labras: "un sistema social consiste (...) en una pluralidad de actores individuales que in-
teractúan entre sí en una situación que tiene, al menos, un aspecto físico o de medio
ambiente, actores motivados por una tendencia a 'obtener un óptimo de gratificación' y
29 Las alusiones de este apartado proceden de Karl Marx, El Capital, Siglo XXI, Madrid, 1978 (2a ed.), 1,
pp. 179-214. De la amplia obra de Christopher Hill sobre el siglo xvn, remitimos a De la Reforma a la Revolu-
ción industrial, 1530, 1780, Ariel, Barcelona, 1980, en particular a las pp. 256-271, sobre comercio marítimo
británico, que se abre con una cita de Defoe. La obra preparada por Geoff Eley y William Hunt (eds.), Reviving
the English Revolution. Reflections and Elaborations on the Work of Christopher Hill, Verso, Londres, 1988,
glosa, revisa y discute sus propuestas; en relación a las contribuciones de Hill sobre la cultura del xvii, Margot
Heinemann, "How the Words Got on to the Page: Christopher Hill and Seventeenth-Century Literary Studies",
pp. 73-97, asocia la aparición de una novela realista mundana, de la que Defoe sería su exponente, con el senti-
do de control de la vida que posee la clase media victoriosa después de la Revolución (p. 81). La mención de
Eric J. Hobsbawm, en "De la historia social a la historia de la sociedad", Historia Social, 10 (1991), p. 19 [ori-
ginal en Daedalus, 100 (1971)]. Sobre el autor, véase John Richetti, The Life of Daniel Defoe. A Critical Bio-
graphy, Blackwell, Londres, 2005. La "maldición" del trabajo asalariado en la etapa inmediata posterior, en E.P.
Thompson, La formación histórica de la clase obrera inglesa. Inglaterra, 1780-1832, Laia, Barcelona, 1977, II,
pp. 9-73; y del mismo autor, Costumbres en común, Crítica, Barcelona, 1995, pp. 29-115 ("Patricios y plebe-
yos") para el mundo de los plebeyos, precisamente a partir de algunas consideraciones descritas por Defoe.
De eso hace algún tiempo, antes de los estudios de influencia gramsciana, entre otros, de George Rude o
de Raymond Williams, fallecidos, respectivamente, en 1993 y 1988. Véanse del primero sus textos sobre cons-
trucción de la ideología en Revuelta popular y conciencia de clase, Crítica, Barcelona, 1981, y El rostro de la
I.
multitud. Ideología y protesta popular, Biblioteca de Historia Social, Valencia, 2000. De Williams, Marxismo y
literatura, Península, Barcelona, 1980 y Palabras clave. Un vocabulario de la cultura y la sociedad, Nueva Vi-
sión, Buenos Aires, 2000.
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cuyas relaciones con sus situaciones -incluyendo a los demás actores- están mediadas y
definidas por un sistema de símbolos culturalmente estructurados y compartidos".31 En su
modelo de sociología estructural-funcionalista, Parsons se pronunciaba por un antideter-
minismo de la acción del individuo, tomado siempre de manera aislada; sostenía además
que los sistemas sociales son comprendidos por sus propiedades de integrar valores comu-
nes, indistintamente de la amplitud del tamaño del colectivo estudiado, se trate de dos in-
dividuos o de una nación.32
La síntesis que Parsons sella entre ideas procedentes de las ciencias de la conducta,
teorías de la economía clásica y pensamiento weberiano ha ejercido una considerable in-
fluencia en la historiografía del último tercio del siglo xx, y ello a pesar de que descansa
en categorías no históricas. Muchos de los historiadores que utilizan nociones weberianas
ignoran que, apenas esbozadas por Max Weber, proceden de su intensa reelaboración por
Parsons. Conforme al principio del individualismo metodológico, la noción de actor social
sustituye a la de clase: las propiedades de los sistemas de acción -había escrito en La es-
tructura de la acción social (1937)- se infieren mediante la generalización de las propie-
dades de los "actos unidad" aislados -pues Parsons los considera atomizados-, en un ejer-
cicio intelectual que recuerda la condición pluridimensional del individuo concebido por
Dilthey y los nexos de interacción que definen las múltiples modalidades de integración
del sujeto, según manifieste una u otra propiedad del carácter. En segundo lugar, se intro-
duce la siguiente secuencia lógica: un "acto" implica lógicamente un agente, un "actor";
del mismo modo, todo acto por definición debe tener "un fin" y se inicia en una situación
sobre la que parcialmente el actor tiene control y en parte no la tiene.33 La acción social o
-más adelante, para otros-34 la acción colectiva, nociones que reemplazan las de moviliza-
ción y lucha, las relaciones que definen al grupo o la clase, asimiladas a sistemas de códi-
gos compartidos, dotados de significación y organizados mediante la cultura, por citar dos
"innovaciones", pueden ser instrumentos operativos en el plano abstracto y suponen una
variante terminológica suficientemente extendida como para rechazarlas. Esas expresiones
introducen connotaciones lo bastante pertinentes en ocasiones como para ser tenidas en
consideración, pero en la práctica del análisis concreto no resuelven ninguno de los pro-
blemas que se pretende atajar si son tomadas como alternativas a las nociones teóricas lla-
madas a sustituir. La afirmación sobre el móvil individual, guiado por la "optimization de
la gratificación", en la participación en una determinada acción colectiva resulta vaga, e
indemostrable en el mejor de los casos, en el peor, es histórica y sociológicamente falsa,
con sus agregaciones y desagregaciones a la carta, que llevadas a sus últimas consecuen-
cias no permitiría distinguir una clase social de una sociedad esotérica o un club de juga-
dores de bridge. Al final, con el pretexto de una sociedad inaprehensible, buscamos en
cada individuo las claves de la relación social, del sistema que lo relaciona con el exte-
rior: cada individuo se nos ofrece como un compendio, en definitiva, de la estructura so-
cial en la que se inscribe, lo que resulta un contrasentido, pues se espera del individuo que
desentrañe un haz de interacciones que por definición implica a un número de ellos tan
amplio como compleja llegue a ser esa estructura.
Sin duda, los patrones ideológicos de relación desempeñan un papel importante en la
trama social, pero cuesta ver reducida la historia a la tarea de desentrañar significados
ocultos en estructuras que en última instancia organiza la cultura, sea en la versión de la
31 Talcott Parsons, El sistema social Revista de Occidente, Madrid, 1966, dd. 82-91.
I 32 Nicole Laurin-Frenette, Las teorías funcionalistas de las clases sociales. Sociología e ideología bur-
I guesa, Siglo XXI, Madrid, 1 989 (3a ed.), pp. 1 1 8- 1 62.
■ Talcott Parsons, La estructura de la acción social, Guadarrama, Madrid, 1968, pp. 82-91.
34 Neil J. Smelser, Teoría del comportamiento colectivo, Fondo de Cultura Económica, México, 1989
82 I [edición original de 1963].
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sociología, sea en la más próxima de la antropología de Clifford Geertz, a quien debemos
ideas muy sugerentes junto a planteamientos derivados de las teorías de Parsons, de quien
fue alumno y a cuyo Departamento de Relaciones Sociales en la Universidad de Harvard
perteneció en los años cincuenta, cuando la unidad estaba dirigida por el célebre sociólo-
go.35 Como indicaba Peter Burke en un interesante libro, el secular desencuentro entre his-
toria y teoría social ha conducido a ignorar el aprovechamiento recíproco que podía des-
prenderse de un encuentro entre ambas, pero también ha llevado a los historiadores a
prestar atención a modelos y conceptos cuando la ciencia que venía empleándolos los so-
metía a crítica y comenzaba a desprenderse de ellos.36
El análisis de clases efectuado por Edward P. Thompson pretendía salir al paso del eco-
nomicismo mediante dos propuestas: de una parte recuperaba la cultura de clase como ele-
mento esencial de la propia clase; de otra, comprendía en la noción "cultura" la experien-
cia social -de manera destacada, la lucha de clases- como factor determinante en la
formación de una clase social: "las clases surgen porque los hombres y las mujeres, bajo
determinadas relaciones de producción, identifican sus intereses antagónicos y son lleva-
dos a luchar, a pensar y a valorar en términos clasistas: de modo que el proceso de forma-
ción de clase consiste en un hacerse a sí mismo, si bien bajo condiciones que vienen 'da-
das'".37 Identificarse y actuar "bajo determinadas relaciones de producción" implica la
existencia de una acción potencial a partir de ciertas relaciones de producción contraídas
previamente al proceso de reconocimiento de unos intereses que nacen de las condiciones
creadas por dichas relaciones y que el autor precisa como antagónicas. La consideración
de la experiencia social dentro de la "cultura de clase" y las premisas indicadas por el au-
tor obligan a revisar la imputación de "culturalista", tan frecuente hacia Thompson, en la
medida en que la experiencia remite -no sólo pero también- a condiciones materiales y a
relaciones de producción.
Es posible que Thompson se mostrara sensible a algunas objeciones weberianas, como
también tuvo presente -aunque no suela señalarse, ni tampoco él aludiera a ello- el texto
de La ideología alemana en el que Marx afirma: "Los diferentes individuos sólo forman
una clase en cuanto se ven obligados a sostener una lucha común contra otra clase, pues
por lo demás ellos mismos se enfrentan unos a otros, hostilmente, en el plano de la compe-
tencia".38 Göran Therborn nos recordó que el concepto "relaciones de producción" es el
más importante del materialismo histórico y fue acuñado por Marx -a diferencia del con-
cepto "fuerzas productivas"- para subrayar que los fenómenos económicos "designan rela-
ciones sociales entre hombres".39 En contra de lo que en ocasiones se afirma, y propaló el
marxismo vulgar y el estructuralista, no existe en Marx un determinismo económico si por
ello entendemos una relación causal invariable, directa y exclusiva. Sobre la formación de
la clase, noción central en su sistema de análisis y pensamiento, afirma: "En la medida en
que millones de familias viven bajo condiciones económicas de existencia que las distin-
guen por su modo de vivir, por sus intereses y por su cultura de otras clases y las oponen a
éstas de un modo hostil, aquéllas forman una clase".40 Esto es, las condiciones materiales
de existencia estarían en la base de la clase y propician un modo de vida, unos intereses y
35 Silvia M. Hirsch y Pablo G. Wright, "De Bali al posmodernismo: una entrevista con Clifford Geertz",
Alteridades, 5 (1993), UAM-Iztapalapa, México, pp. 119-126, donde Geertz, sin embargo, se distancia de Par-
sons.
36 Peter Burke, Historia y teoría social, Instituto Mora, México, 1997, p. 32.
37 E.P. Thompson, Miseria de la teoría, Crítica, Barcelona, 1981, p. 167. I
38 K. Marx y F. Engels, La ideología alemana, Pueblos Unidos/Grijalbo, Barcelona, 1974 (5a ed.), pp. 60-61.
uoran inerporn, ciencia, clase y sociedad, òobre lajormacion de la sociología y del materialismo his- 1
tórico, Siglo XXI, Madrid, 1980, pp. 365 y ss. I
I 83
40 Karl Marx, El dieciocho brumário de Luis Bonaparte, Espasa-Calpe, Mad
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una cultura que vienen a estar conformes con aquellas condiciones materiales; son estas
condiciones materiales de existencia y las distinciones consiguientes en el modo de vida,
intereses y mentalidad -todo ello interrelacionado- lo que otorga identidad interna y ca-
rácter diferencial a la clase al oponerla a otras clases.
Marx sigue su exposición con un caso bastante diáfano, que permite introducir otro
factor de determinación e identificación social: "Por cuanto existe entre los campesinos
parcelarios una articulación puramente local y la identidad de sus intereses no engendra
entre ellos ninguna comunidad, ninguna unión nacional y ninguna organización política,
no forman una clase". El interés de clase -que no excluye la rivalidad de "intereses" entre
los individuos que la integran- proporciona la base de la oposición y la lucha. Conjunta-
mente con un modo de vivir y una cultura sería lo que auna a una clase, pues para Marx es
inconcebible hablar de clase cuando se encuentra aislada, sin relación con otras y ajena al
conflicto que se deriva de esa relación. Del mismo modo, el interés de clase viene dado
por la interdependencia de los sujetos que intervienen en el proceso de producción y cam-
bio, consecuencia de la división social del trabajo. La inexistencia de esa interdependen-
cia, supuesta en el campesino parcelario, que es un productor de mercancías autosufi-
ciente, hace que aunque llegue a compartir una situación social no consiga definir un
interés de clase, a pesar de que en términos económicos y sociológicos lo sea, y en conse-
cuencia, actúe de manera subalterna respecto a otras clases en cuestiones culturales y polí-
ticas.
Cuando Thompson expuso sus primeras ideas, según podemos contrastar en ambos
escritos, no añadía nada nuevo a Marx en cuanto a la relevancia de la cultura sino en cues-
tión de énfasis; la discrepancia se producía al considerar Thompson que sin conciencia ni
acción conforme a dicha conciencia no podía hablarse de clase social y que, por lo tanto,
era inadecuado hablar de clase (en sí) a partir de las relaciones objetivas de producción.
Para Thompson clase y conciencia de clase no son entidades separadas o consecutivas y,
dado que la clase es devenir, tampoco puede deducirse de un corte estático ni como fun-
ción de un modo de producción: "las formaciones de clase y la conciencia de clase [...] se
desarrollan en un proceso abierto de relaciones -de lucha con otras clases- a lo largo del
tiempo", y en consecuencia, "la clase no precede a la lucha de clases sino que surge de
ella",41 lo que por otra parte le reconcilia con el fragmento del Dieciocho brumário al que
hemos aludido. Una lectura atenta de la historia social de los años 1970-1990 nos demues-
tra que buena parte de los historiadores que se servían en sus estudios de la noción de cla-
se, fuera para referirse a la burguesía o a la clase obrera, incluso aquella que de modo ri-
tual citaba a Thompson en sus prefacios, estaba muy lejos de asumir esos planteamientos,
tanto los del historiador social inglés como los del teórico alemán del siglo xix, y por el
contrario se servían en sus investigaciones y comparaciones de estructuras cosificadas y
codificadas.
Una historia social de la sociedad y de las fuerzas sociales, también del poder político,
que aspire a explicar el pasado y el cambio histórico tiene muy difícil prescindir de estas
preocupaciones. En historia, los temas, los métodos y los objetivos no son viejos o nuevos,
sino relevantes o irrelevantes, útiles o banales. Todos estos debates y otros muchos que no
merece la pena mencionar, hace tiempo que sucedieron. Fue antes de que los historiadores
debatiéramos de semiótica y hermenéutica, y sucumbiéramos a las reflexiones de una plé-
yade de filósofos y teóricos de la historia (Keith Jenkins, Alun Munslow, Frank Anker-
smith), teólogos especialistas en misticismo (Michel de Certeau) o expertos en literatura
I comparada (Hayden White), todos ellos excelentes, es muy probable, en sus respectivos
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campos, pero con un conocimiento del trabajo del historiador social bastante inexacto. El
lector familiarizado con las Vidas imaginarias de Marcel Schwob o con la obra de Jorge
Luis Borges, ya sabía del juego de espejos que aquellos nos proponen.
42 En dos momentos de los años noventa hice un seguimiento de tendencias, publicadas como "El abuso
del método, un asalto a la teoría", en S. Castillo (coord.), Situación y perspectivas de la historia social en Espa-
ña, Siglo XXI, Madrid, 1991, pp. 87-110; e "Historia social y comprensión histórica de las sociedades", en
C. Barros (ed.), La Historia a Debate, II, HaD, Santiago de Compostela, 2000, 1, pp. 121-128. .
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ocurrirá algo parecido: somos el mismo quien cada mañana o al anochecer recibe informa-
ción de los medios escritos y audiovisuales y quien procura abordar un conocimiento del pa-
sado con la finalidad de comprenderlo y explicarlo. Muchas de las categorías operativas que
académicos respetables e influyentes de la disciplina a la que nos dedicamos consideran ob-
soletas para analizar la sociedad del pasado y discuten la misma noción de 'sociedad', nos
son devueltas a diario en un mundo que nos nutre de acontecimientos y situaciones extrema-
damente ricas y complejas que se refieren a gente concreta. Desde el observatorio europeo
escuchamos, por ejemplo, el problema de la deslocalización industrial como consecuencia
de la globalización, que no es algo distinto de la internacionalización propia del capitalismo,
elevada a otra potencia, y comprendemos las consecuencias: el surgimiento o incremento de
una clase trabajadora en países subdesarrollados o atrasados, o con bajo nivel de vida y po-
cas oportunidades laborales, como sucede también en los países del este europeo; y a la vez
el incremento del desempleo en el país donde la industria se deslocaliza, o lo que es más co-
mún, la desestructuración de la clase trabajadora industrial, que pierde la continuidad en el
empleo, se ve obligada a aceptar contratos de una temporalidad menguante, dejan de ser em-
pleados de la empresa donde laboran y lo son de una empresa de servicios que subcontrata
el trabajo y el empleo, pierden la noción de derechos adquiridos (vacaciones pagadas, pluses
de antigüedad sustituidos en su caso por los de productividad, etc.). Alguien debería explicar
a los historiadores culturalistas que sigue existiendo una economía, realidad material y no
sólo material, concedamos a William H. Sewell, y que esa condición social resulta influyen-
te en el modo de ver y valorar las cosas, y que esa experiencia social contribuye a definir
comportamientos colectivos e individuales. Es muy posible que el campesino europeo, un
privilegiado respecto a cualquier agricultor del mundo con excepción del norteamericano,
haya perdido hace tiempo la noción de formar un grupo social específico, la clase que algu-
na vez pudo haber sido. Pero si los agricultores representaban en torno al 4% de la pobla-
ción activa de la Unión Europea antes de su reciente ampliación hasta 27 países, las autori-
dades dedicaron en 2004 el 47% del presupuesto comunitario a subvencionar sus
producciones, unos 45.000 millones de euros (por encima de 56.000 millones de dólares al
cambio de entonces), en términos aproximados el equivalente ese año al PIB de Perú y un
poco menos del sumado por Guatemala, Honduras, El Salvador, Nicaragua y Costa Rica. En
conjunto, los países de la OCDE -el club de las naciones más industrializadas- dedicaron
279.000 millones de dólares a subsidios agrícolas, lo que representaba el 30% de los ingre-
sos de los agricultores. La Unión Europea consideraba que en otro caso la diferencia de ren-
ta haría desaparecer en poco tiempo este sector social y ello contribuiría a despoblar regio-
nes enteras de la mayoría de nuestros países. Nos abstendremos de calificar en términos de
equidad o moralidad este hecho, que es denunciado por las organizaciones que reclaman un
"comercio justo" y por países productores de bienes agrícolas de África y América Latina.
Nos limitamos a exponer unos hechos. Pero de estos se deriva que alguna relación debe
existir entre trabajo, ingresos regulares, habitat, modo de vida, territorio, modo de pensar,
entre actividad laboral, mercado y mentalidad, por no hablar de la orientación política.
En su isla desierta, Robinson sólo alcanza cierta serenidad después de haber resuelto
sus necesidades de subsistencia y protección. Su modo de pensar comienza a adecuarse a
partir de ese momento a las condiciones que le ha correspondido vivir. Con anterioridad,
en su ingenio azucarero de Brasil, comienza a frecuentar las relaciones con otros propieta-
rios y a compartir el modo de vida y las ideas de éstos, cuando ha empleado el número su-
ficiente de siervos como para disponer de hacienda y puede prescindir de su trabajo direc-
factores identificativos de una condición social, o de una posición social y hasta del
habitus o conjunto de disposiciones sociales, en la categorización de Bourdieu.43
86 I 43 Pierre Bourdieu, La distinción, Taurus, Madrid, 1998, Segunda parte, pp. 97 y ss.
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En una época como la actual, que ha proclamado la transversalidad social gracias a
una disolución de los perfiles de clase en la sociedad llamada post-industrial, es corriente
escuchar en Europa, por ejemplo, que los congresos socialistas se ganan por la izquierda,
con concesiones políticas a las demandas de sus bases tradicionales formadas por asalaria-
dos, mientras que las elecciones se ganan y gobiernan con las clases medias. En las elec-
ciones presidenciales norteamericanas, los candidatos demócratas cortejan siempre a los
sindicatos y a los trabajadores industriales, uno de los pilares básicos del partido y votos
decisivos en los estados del norte y el este del país. ¿Clases económicas, clases sociales o
un imaginario colectivo autoidentificativo? ¿Quién podría afirmar que el capitalismo es la
representación que nos hacemos de él? La desigualdad y la pobreza, ¿son fruto de accio-
nes personales o productos de estructuras? ¿Por qué negamos a la realidad material su re-
levancia en los comportamientos del pasado, y nuestro país amanece cada día informando
del cierre de la bolsa en Tokio y se despide con el cierre de las cotizaciones en Nueva
York, mientras el mercado de las expectativas bursátiles oscila conforme a previsiones de
producción y la evolución de la demanda, de la publicación de los resultados empresaria-
les y de los informes sobre desempleo o la decisión de la Reserva Federal sobre el tipo de
interés.
44 Josef L. Altholz, "Lord Acton and the Plan of the Cambridge Modern History", The Historical Journal ' I
vol. 39, n° 3 (1996), pp. 723-736. ' I
^ uric Hobsbawm, Anos interesantes, p. 264. ■
46 François Dosse, La historia en migajas, pp. 17
historia.
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sión".47 En 1990 Natalie Zemon Davis hablaba como si tal cosa de "vieja y nueva historia
social", signo de un cambio de sensibilidad.48 El pasado se nos hace viejo antes de haberlo
conocido. La nueva ha incorporado, es verdad, un importante aspecto ignorado por la ante-
rior, la cuestión del género, pero la mirada que reclama en el centro de la historia quizá se
debía menos a una reacción de la historiografía que a la valoración distinta que la mujer ha
merecido a partir de los años sesenta en la sociedad y en las ciencias que se ocupan de es-
tudiar sus tendencias.
La sacudida posmoderna ha consumido debates y congresos, y ha proclamado -una
vez más- el final de la pretensión científica de la historia, reducida a una rama del saber
erudito, una disciplina cultural de calidad estética. La fusión entre la naturaleza de la his-
toria-conocimiento y la naturaleza del conocimiento de la historia parece cerrar el círculo.
Sin embargo, podemos repetir con un autor tan ligado a la nueva historia cultural como
Cario Ginzburg lo que afirmaba en 1991 al referirse a "la exagerada fortuna que ha alcan-
zado a ambos lados del Atlántico, en Francia y en los Estados Unidos, el término 'repre-
sentación'. El uso que del mismo se hace -añadía- acaba creando [...] alrededor del histo-
riador un muro infranqueable. La fuente histórica tiende a ser examinada exclusivamente
en tanto que fuente en sí misma (según el modo en que ha sido construida), y no de aque-
llo de lo que habla. [...] se analizan las fuentes (escritas, en imágenes, etc.) en tanto que
testimonios de 'representaciones' sociales: pero al mismo tiempo se rechaza, como una
imperdonable ingenuidad positivista, la posibilidad de analizar las relaciones existentes
entre estos testimonios y la realidad por ellos designada o representada". La incognoscibi-
lidad de la realidad acaba siendo, según Ginzburg, una forma de "escepticismo perezosa-
mente radical" que es contradictoria desde el punto de vista lógico pues "la elección fun-
damental del escéptico no es sometida a la duda metódica que declara profesar".49 La
cognoscibilidad o incognoscibilidad de la realidad era antes, en los tiempos de la escolásti-
ca, materia de la metafísica. Hace doscientos años la razón -cualquiera que haya sido el
uso que después se diera a esa cualidad- expulsó esas elucubraciones de las inquietudes
intelectuales de un mundo que buscaba explicaciones firmes, lógicas y verificables sobre
la naturaleza, los seres humanos y la sociedad.
La actividad del historiador, en suma, ha quedado convertida en un problema. Por
idéntica razón y por motivos particulares, el futuro de la historia social es puesto en entre-
dicho. Los agoreros se encaraman a las modernas cátedras y las usan como si fueran púlpi-
tos, con sus admoniciones, su verborrea críptica, sus excomuniones. La verdad histórica es
inaccesible, nos dicen considerándose portadores de certezas epistemológicas. A pesar de
ello, las aulas siguen acogiendo estudiantes de historia, y siguen haciéndose tesis nuevas e
investigaciones que se reclaman 'sociales' y parten de la premisa de que el estudio de la
sociedad, en el pasado o en el presente, corresponde a las ciencias de la sociedad, entre las
que ocupa un lugar de privilegio la más compleja de todas, la historia.
No creo que exista un reto intelectual más apasionante que comprender y explicar la
sociedad y su evolución, tanto mayor cuanto sus últimas consecuencias alcanzan a los pro-
blemas de nuestros días. Por eso tengo el convencimiento de la próspera vida que le resta a
la historia social, obligada a hacerse más precisa, más técnica, más comparativa, más uni-
versal, mejor relatada, a un tiempo teórica y necesariamente empírica; y como otros histo-
riadores, mantengo la confianza en los resultados que me sigue ofreciendo un uso racional
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del método de análisis que en definitiva es inseparable de la larga y accidentada construc-
ción de la ciencia histórica a lo largo del siglo xx, un método que está, asimismo, asociado
a la formalización de la historia social en su acepción más ambiciosa de historia de la so-
ciedad y en su perspectiva segmentada de estudio de las fuerzas, condiciones e interaccio-
nes sociales. Sigan otros su ruta pero no repitan con la Reina Roja de Alicia a través del
espejo eso de qué pretendemos cuando hablamos de transitar por nuestro camino, por
aquello de que todos los caminos del conocimiento histórico les pertenecen. Y si llegara el
día en que la historia volviera a ser crónica y narración amena, puro arte literario sobre
existencias probables o una extensión de las dudas y las respuestas que origina el subcons-
ciente del ser humano, surgirá otra ciencia social sobre el pasado porque su agenda apenas
si ha comenzado a desarrollarse y cada día se enriquece con nuevas preguntas.
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