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Alejandro Serrano
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PONGAMOS QUE HABLO
Madrid
11 de marzo de 2004
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PONGAMOS QUE HABLO
Primera parte
Mañana
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“Son las ocho de la mañana, las siete en Canarias. Muy buenos días,
señoras y señores. Eh… jueves, 11 de marzo, y mucha agitación en este
momento”.
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Vías del tren a su paso por la calle Téllez. Madrid. 8:04 horas.
Jermaine camina por las vías del tren, acercándose a trompicones hacia el humo y la
algarabía de sonidos que inundan la calle. Al final ha conseguido vencer el miedo y ha
dejado la obra donde se supone que iba a trabajar para correr hacia lo que ahora sabe
que fue una explosión.
Tropieza con un pedazo de metal ennegrecido y recupera el equilibrio justo a
tiempo para alcanzar a ver, entre el humo, los primeros restos de lo que parece un vagón
de tren, de esos que él mismo toma para llegar a trabajar a Madrid todas las mañanas.
La imagen le trae recuerdos.
Él mismo, caminando por una calle en que el asfalto no es más que un sueño. La
arena que trae el viento metiéndosele en los ojos y haciéndole llorar. Ni siquiera las
manos le duelen, ya se han insensibilizado. El sol arde sobre él, pero no suda. Claro
está, no ha bebido suficiente agua a lo largo del día como para sudar ahora, al atardecer,
pero eso él no lo sabe.
Abre la portezuela de la casucha donde vive él, sus padres y sus cinco hermanas.
Lo primero que hace es ir a ver su madre. Ya está mayor, no puede levantarse de la
cama, así que él se ocupa de ver si necesita algo. Sus hermanas, todas, están fuera.
Prefiere no imaginarse qué estarán haciendo, aunque lo sabe perfectamente. Su padre
tampoco está, y en su caso, Jermaine no puede siquiera suponer en qué estará metido el
hombre. Cada día, desde hace varios años, trabaja en muchos sitios a lo largo del día.
Con un poco de suerte, piensa esperanzado, ese día está en la playa, trabajando con los
pescadores, y traiga un pescado o dos para cenar. Sin embargo, prefiere no hacerse
ilusiones. Hace mucho que no come pescado.
Su madre está bien, sólo tiene calor. Jermaine le abanica con un cartón viejo
pero limpio que reservan para tal uso, y piensa. La oferta que le hicieron en la plaza…
es arriesgada, pero también es la única oportunidad de salir de allí. Odia la simple idea
de dejar a toda su familia, sobre todo cuando los ingresos que dependen de su padre son
tan variables. Pero tampoco puede quedarse ahí. Tiene que ser egoísta. Además, si todo
va bien podrá enviarles dinero.
Dos semanas más tarde, llegaba a las costas españolas.
Y ahora, cuando comienza a distinguir de dónde provienen los gritos, piensa que
no todo es tan diferente a Dakar.
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Mientras corre de nuevo hacia las escaleras, piensa que, por desgracia, un poco
de sangre en los manteles blancos no se notará en apenas unos minutos.
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-Ha habido un atentado en los trenes de cercanías hace cosa de una hora. No se
sabe nada, aunque ya habéis oído que esto parece serio. Limitémonos a escuchar la
radio.
Se sienta en su silla y vuelve a subir el volumen de la radio. Bea se acerca a su
compañera, y Marcos, sentado a apenas un par de mesas de distancia, escucha con
claridad cómo le cuenta a su amiga que tiene unos familiares viviendo en la calle Téllez.
El rostro de la chica rezuma miedo y preocupación. En medio del silencio, Marcos
escucha claramente el sonido de varias manos adolescentes que vuelan rápidas sobre los
teclados de los teléfonos móviles, pidiendo información a sus padres. Bea aprovecha su
espeso cabello rizado para taparse el rostro y poder bajar la mirada hacia el teléfono que
tiene escondido debajo de la mesa.
Marcos se revuelve incómodo en su silla. Escucha la radio, pero no le presta
atención. En lugar de eso, aparta la mirada de Bea, aunque es lo único que quiere mirar
en ese momento, y observa la ciudad que se extiende más allá de la ventana. Apenas hay
nadie por las aceras, y los pocos que caminan por ellas lo hacen apresuradamente,
arrebujados en los abrigos y las gabardinas, pero el joven cree que el frío que sienten
tiene poco que ver con la temperatura.
Una ambulancia recorre, veloz, la calle.
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-¿Ibas en los trenes? –pregunta Sara. Sus grandes ojos azules le reconfortaron,
porque en ellos no había miedo, dolor o preocupación, sino simple tranquilidad.
-No… no. No –responde, más seguro. Comienza a sentir cómo el velo que le
aislaba del mundo se desvanece, y poco a poco los sonidos de su alrededor se
intensifican. Lo primero que le llama la atención son las sirenas-. Estaba en casa y he
bajado para intentar ayudar… pero cuando han llegado los del SAMUR me han tirado
fuera.
-Bien, tranquilo. Ahora tienes que quedarte aquí…
-¿Vais a entrar?
La pregunta les coge desprevenidas. Miguel las mira alternativamente, con
expectación, sabiendo que cada segundo que pierden hablando en la acera es tiempo en
que no pueden ayudar a nadie.
-Sí, pero podemos quedarnos contigo si quieres…
Él no se da cuenta de que María ha ruborizado ligeramente. Sara sí, y frunce el
ceño, censurándola.
- No, no. Quiero… ¿puedo entrar con vosotras?
La pregunta las pilla de sorpresa. Por un instante no dicen nada, mirándole
fijamente. El joven parece estar bien, pero no saben cómo puede reaccionar dentro.
Igual es un pervertido morboso… y esa es la idea que pasa por la cabeza de Sara. Se
levanta de un salto y se aleja apenas un metro. María va con ella. Miguel las ve discutir,
pero no escucha lo que dicen. Quizá es que no le interesa, o quizá es que en realidad no
podría escucharlas, con todo el lío que hay a las afueras de la estación, ni aunque
hubiera querido. Cuando ellas vuelven, Sara tiene cara de pocos amigos, pero María le
sonríe, las mejillas arreboladas. Le tiende un peto amarillo.
-Pero antes de entrar tienes que saber unas cuantas cosas.
Sara se adelanta, abriéndose paso entre los periodistas y los curiosos. No quiere
escuchar a su amiga intentando resumir casi cinco años de carrera en un par de minutos.
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Vías del tren a su paso por la calle Téllez, Madrid. 9:04 horas.
Jermaine ha conseguido esquivar a los servicios de emergencia que evacúan las vías.
Siente que tiene que hacer algo, lo que sea, y se camina tambaleante entre los hierros y
el humo, con el aroma metálico de la sangre metido para siempre en su cabeza. Ha
resbalado varias veces, haciéndose un par de cortes en la mano, pero lo suficiente para
que pase por una víctima más. Se aprovecha de ello y, como en un trance, rodea una
gran pieza de metal ennegrecida por el fuego.
A sus pies, descubre una pequeña rubia. Es de una niña de apenas seis o siete
años, que mira al cielo con ojos vidriosos.
Sigue viva.
Jermaine respira hondo y se agacha rápidamente a su lado. La niña, que en otro
momento podría haber rechazado el contacto de un desconocido, ahora simplemente le
mira, en silencio. El joven levanta la cabeza, intentando pedir ayuda, pero no hay nadie
cerca, y los médicos están ocupados atendiendo a otros pacientes.
Aparta una punzante barra de hierro y se acuclilla al lado de la niña. Alarga la
mano y agarra con fuerza la de la pequeña. Ella abre la boca.
Pregunta por su mamá.
Ahora sí, Jermaine no sabe qué hacer. No cree que su madre esté cerca, o
siquiera que esté viva. De hecho, no esperaba encontrar a nadie con vida, así que hallar
a la niña en un paisaje desolado por la muerte y el fuego ha sido casi un regalo de Dios.
El joven considera incluso herético esperar otro que permita que su madre esté viva.
Sin embargo, no se lo dice.
-Está bien. Ahora venir.
La niña no parece creérselo, pero no llora. No muestra su dolor, aunque debe
sentirlo, no se queja de nada.
-Soy… -hace una pequeña pausa, como si le costara recordar su nombre- soy
Alba.
-Yo Jermaine.
-Es un nombre raro.
Él simplemente asiente.
-Voy… ayuda. Yo… ayuda.
Alba aprieta su mano, y ahora todo su pequeño y desmadejado cuerpo desprende
miedo.
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-No. No te vayas.
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-Escucha, retrasado –repite Íker, volviendo sobre sus pasos. Aunque es más bajo
que el otro chico, ahora mismo parece más alto-. Mi padre era profesor de universidad
en la Universidad del País Vasco. Sus padres nunca le enseñaron euskera, porque veían
más importante que supiera castellano, así que la clase la daba en ese idioma. ¿Pues
sabes lo que pasó? Los alumnos se negaban a entrar a sus clases. Un día, apenas tenía
dos en un aula donde caben más de cien. Al salir, encontró por todo el pasillo pasquines
con su cara en el centro de una diana y una frase: “José Luis kampora”.
Fija su mirada en la del compañero de clase, que parece entender que se ha
metido en terreno complicado.
-“José Luis fuera”. Lo peor es que aquello fue sólo el principio. Tuvimos que
dejarlo todo para venirnos aquí. Y yo tenía mis amigos y mi vida allí. Así que no me
vengas con generalizaciones estúpidas y sin ningún tipo de fundamento. ¿Vamos, Toni?
–repite.
Su amigo se apresura a seguirle hacia el interior del parque. Nada más atravesar
las puertas, se olvidan de la importancia de lo que está pasando, a esa hora, en Madrid.
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policías corren llevando mantas, medicinas o vendas- de esa manera? ¿No te han
enseñado nada en la universidad?
Tiene razón, obviamente. Pero Rebeca no tiene tiempo para ser ética. Es la
única, o eso cree, que ha conseguido entrar en la estación, y tiene que sobreponerse al
horror de lo que ve.
-Ya… bueno. No, claro que no. Quiero decir, sí. Yo… lo siento.
Él le mira fijamente y luego parece sonreír bajo la capa de mugre y cansancio
que le cubre.
-Bueno, chiquilla, no te preocupes. Yo te cuento lo que quieras saber. Me llamo
Raúl, por cierto.
-Encantado.
Se alejan del anciano, del que Raúl se despide educadamente, aunque el hombre
no parece tener consciencia de nada de lo que está pasando a su alrededor, y mientras
caminan rápidamente, dejando atrás los quejidos y las exclamaciones de dolor, Rebeca
se da cuenta de que Raúl tiene un agradable y musical acento andaluz.
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-No, no. No venimos a ver a nadie –Bea parece haber recuperado el control y
vuelve a parecer resuelta y segura de sí misma-. Venimos a donar sangre.
-¡Ah! Bien, ha venido ya mucha gente… Esperad, un momento –la mujer se
acerca a la entrada y las puerta automáticas se abren. Llama a una compañera a gritos y
una joven enfermera sale del hospital, arreglándose el pelo rubio oscuro y peinándolo en
un moño alto para tener el cuello y los hombros despejados-. Llévalos a donar. Me
temo, eso sí, que tendréis que esperar un rato. Ya ha venido mucha gente. Nos vendrá
bien también si sabéis ya qué grupo sanguíneo sois.
Bea y Marcos niegan, sintiéndose inútiles. La enfermera mayor ya ha atravesado
el aparcamiento y se abre paso entre las ambulancias y los pacientes comunes. Muchos
de ellos, con cortes, constipados y lesiones comunes ajenas al atentado, abandonan el
hospital. Saben que necesitarán espacio y camas disponibles durante todo el día.
-Venid, por favor.
La enfermera les guía por dentro del edificio, perdiéndose por pasillos más o
menos vacíos. Tras varios minutos recorriendo las entrañas del hospital, un recorrido
que Marcos y Bea hacen corriendo, intentando seguir el paso apresurado de la joven,
llegan a una sala abarrotada de gente pero donde reina un silencio sepulcral.
Ambos esperan de pie, cerca de la puerta.
No se atreven a mirarse.
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Segunda parte
Tarde
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Madrid, Pereza.
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distinguir en ella alguno de los giros musicales que hacen especiales a los argentinos.
De hecho, se da cuenta de la manera en que ha pronunciado “allá”, y entonces piensa
que igual no era tan pequeña.
Pero no es sólo ese rasgo insignificante el que cambia la manera en que Marcos
ve a Bea. Por una vez, ve más allá de los ojos verde azulados de la chica, y de sus rizos
morenos, y de su cuerpo estilizado. De repente, parece haber entendido que detrás de
esa fachada de la que él se enamoró hay mucho más: una historia dramática que él no
conocía hasta ese día.
Es normal, piensa. Apenas han hablado durante estos años, más que nada porque
Marcos no se atrevía a hacerlo. Veía a Bea inalcanzable, como una estatua de un museo
sobre la cual estuviera colgado el cartel de “no tocar”. Pero esa mañana, cuando tomó la
resolución de irse con ella a donar sangre, en parte por el egoísta deseo de pasar más
tiempo con ella, algo ha cambiado.
Cuando se quiere dar cuenta, ya están bajo la sombra de los antiguos árboles del
Parque del Retiro.
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-Es aquí.
Raúl se encoge de hombros y la sigue al interior del patio, que huele a viejo y a
humedad.
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El paseo les lleva hasta un viejo kiosco donde antes se celebraban conciertos, y
Bea sube a él. Desde allí, acodada en la barandilla, mira el parque que se extiende
silencioso ante ella. En las profundidades de la zona verde más grande del centro de
Madrid, las sirenas apenas se oyen. Además, son más de la tres de la tarde. Ha pasado
mucho tiempo desde los atentados.
-¿Tú… tú entiendes algo? –pregunta Marcos, acodado también a su lado.
-No mucho –murmura Bea. La chica agacha la mirada, y el rostro desaparece
detrás de sus rizos oscuros-. Pero no creo que hoy nadie entienda nada. No es un día
para entender, sino para aceptar y lamerse las heridas.
-Sí, supongo que tienes razón.
-¿Y tú? ¿Entiendes algo?
-Entiendo que lo que ha pasado hoy no puede ser entendido nunca. Y eso me
consuela, me hace sentir menos tonto.
Bea suelta una carcajada, y el sonido de su risa alivia, durante un instante, el
espíritu de una ciudad que sangra.
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La Nieta”
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-Le duele.
-Claro que le duele, lo que le hemos hecho no es algo que se cure con un par de
horas de reposo –responde el doctor. Mira fríamente a Jermaine, como si no pudiera
entender que alguien cuide tanto de una niña a la que ha conocido esa misma mañana, ni
siquiera aunque esa mañana sea tan diferente de cualquier otra.
-Mire, si le duele es buena señal. Eso significa que se está curando. Mire…
Y el doctor González se arranca en una rápida explicación de las heridas de la
niña y la operación a la que le han intervenido, pero Jermaine no entiende la mitad de lo
que dicen, y la otra mitad es demasiado horrible como para entenderlo, así que se limita
a mirar inexpresivamente al doctor, recitando en su cabeza todas las canciones en
francés que se le ocurre para bloquear las palabras que, en castellano, dispara hacia él el
médico.
Por fin, ambos parecen darse por satisfechos. Tras despedirse de Alba
cariñosamente, los dos doctores salen de la habitación, lanzando una última e
indescifrable mirada a Jermaine.
La niña llama a su amigo en voz baja.
-Sí. Cantar.
Y Jermaine vuelve a cantar, en voz muy baja, acariciando la mano de Alba, que
pronto vuelve a dormir. Esperanzado, se da cuenta de que la niña no ha necesitado de
calmantes para conciliar el sueño por primera vez en todo el día.
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sí misma, responde al abrazo y pronto se deja llevar por la suave cadencia del llanto de
su amigo.
Ella también llora.
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-Sí, sí, nada importante –dice ella, cuando Miguel le alcanza. Su mirada huidiza
y la palidez de su rostro, repentinamente acuciada, parecen decir lo contrario-. Es que
simplemente… el lago… de repente no me ha gustado nada. No sé.
-Ya. Te entiendo –miente el joven.
-Hazme un favor. Abrázame.
Del susto casi se le cae la punta del bocadillo, lo único que le quedaba. Miguel le
mira de hito en hito, como si le acabara de pedir que matara a toda su familia con un
hacha y arrojara sus cuerpos al Manzanares.
-Por favor. Sé que no hay confianza, pero….
El abrazo del chico acalla las protestas de Bea. Se deja envolver por el cuerpo
del joven, delgado y fibroso, y hunde la nariz en su abrigo, que huele a tela mojada.
Ajeno al abrazo de los dos amigos, a apenas unos metros, pasea un hombre
joven, que arrastra los pies sobre la gravilla de las veredas.
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-¿Todo bien?
Él asiente.
-Sí, me han llamado. Está… está bien.
-Supongo que estará más relajado.
El anciano mira a Eduardo.
Sonríe.
En su rostro, el taxista lee esperanza.
-Por supuesto.
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-Ah sí. Claro. Miguel, escucha –María mira fijamente a los ojos a su amigo. Está
cansado, sí, pero también determinado a ayudar hasta que el cuerpo no dé más de sí. Y
un cuerpo acostumbrado a caminar durante horas por todo Madrid repartiendo cartas
puede aguantar mucho tiempo-. Ahora toca la labor más complicada. Tendremos que
decir a muchas de esas familias que sus seres queridos… bueno, que están aquí. No será
plato de buen gusto.
Miguel permanece en silencio, librando lo que parece una silenciosa pero
cruenta batalla consigo mismo. Puede huir, y de hecho es lo que le pide el poco sentido
común que tiene, pero por otra parte, no quiere hacerlo. Dejará el trabajo a mitad,
aunque cree que lo que hará a partir de ahora no tendrá ningún tipo de utilidad. Además,
no sabe si podrá hacerlo. Quizá se derrumbe… una cosa es decirle a alguien que su
familiar puede seguir vivo, que tenga esperanzas… y otra muy distinta informarle de
que le espera en una fría sala adyacente. No es lo mismo.
Por eso, le parece que su propia voz llega de muy lejos cuando dice, con
seguridad:
-Dime qué hay que hacer.
Empieza a llover. Otra vez.
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Le pone una mano en el hombro, pero la aparta casi al instante. Da un paso atrás,
mirándose la palma de la mano.
Una tenue marca rojiza ensucia la piel de la chica.
Sangre.
Marcos se fija entonces en el desconocido. Tiene la ropa rasgada, raída, rota por
varios sitios, y sucia de polvo y sangre seca. En el fondo de sus ojos hay… no hay nada.
Parece estar… vacío.
-Tenemos que llevarlo a un hospital –asegura Bea, aunque no se acerca a él.
-¿Cómo? Míralo cómo está. Podría estar herido. Además, no parece que esté en
muy buenas condiciones… ya sabes. Mentales.
-¿Y? Tenemos que hacer algo.
Pero no se atreven a acercarse a él. Lo siguen a una distancia prudencial,
cuidando que no tropiece con una piedra o un tronco. Bea saca el teléfono móvil del
bolsillo interior de la chaqueta y rápidamente marca el 112. A los pocos segundos,
cuelga.
-Estarán aquí en unos minutos. Me han dicho que lo vigilemos, que no se haga
daño.
Y eso hacen. Vigilarlo.
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Tercera parte
Noche
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“Tristes guerras
si no es amor la empresa.
Tristes, tristes.
Tristes armas
si no son las palabras.
Tristes, tristes.
Tristes hombres
si no mueren de amores.
Tristes, tristes.”
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Y Marcos se aleja del portal sin volverse. Es lo que más desea, pero si lo hace es
posible que Bea crea que es un pervertido o algo parecido. Así que simplemente se mete
las manos en los bolsillos de la chaqueta y camina, con la barbilla escondida bajo el
cuello del abrigo, hacia la parada de metro.
Mientras espera a que llegue el tren juguetea con el móvil, toqueteando las teclas
sin más interés que ver cómo la pantalla se ilumina y se apaga a intervalos. Ese extraño
parpadeo le recuerda, sin saber por qué (hoy es un día de recuerdos que nadie sabe de
dónde vienen), a las ambulancias y coches de policía que tanto ha escuchado esa
mañana.
Sube al tren por inercia. El andén está casi vacío, y también el vagón, tanto es así
que consigue sentarse, aún con el móvil entre los dedos. Piensa en Bea, pero también
piensa en el lago del Retiro, en el chico del atentado, en el bocadillo de jamón, en la
radio en clase, en la cola del hospital para donar sangre.
Apoya la cabeza en la ventanilla, viendo su propio reflejo en el cristal.
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-No sabía que era tan gratificante. Ayudar, quiero decir. No…
María hace un gesto con la mano, dándole a entender que ha comprendido.
-Es el secreto de la psicología, o al menos yo lo veo así. A veces, simplemente
una sonrisa o una palabra bienintencionada puede hacer más efecto que casi cualquier
otra cosa en el mundo.
La joven piensa que es un poco paradójico que venda tan bien algo en lo que no
cree. Esboza una sonrisa irónica que a Miguel, pendiente como está de cada uno de los
movimientos de María, no se le escapa.
-No te creo –ella le mira fijamente-. Te lo noto. A ti te pasa algo.
-Sí –concede María-, pero no quiero hablar de ello. Esta noche no.
Miguel salta de alegría, o lo habría hecho si no hubiera quedado tan fuera de
lugar. Ese inocente “esta noche no” le da esperanzas de que pueden haber otras noches,
otras tardes, otras citas.
-Qué silencio, eh.
-Sí. Es verdad.
Mientras caminan a coger el taxi, María se ha dado cuenta de que no se escuchan
los motores de los coches, las bocinas… ni siquiera las sirenas. Parece que la ciudad ha
decidido descansar, replegándose para poder lamer sus heridas en paz.
Y es esa noche la que les engulle, perdiéndose bajo las luces anaranjadas de las
farolas. De nuevo, el miedo a quedarse solos.
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“Hoy ha sido un día raro. Pero creo que tú a mí también me gustas. Mañana
nos vemos. Un beso”
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EPÍLOGO
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