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Dramaturgia y poética

Benito Escobar Vila

Los últimos años han significado en el ámbito de las artes escénicas la vuelta al primer

orden del texto como articulador de espectáculos. La dramaturgia vuelve a encontrase

con un espacio de difusión y estudio, amén de convertirse ella misma en el motor y

receptáculo de las motivaciones y obsesiones de nuestra época. Parece ser que

después de relegar a la palabra tras los gestos y los fastos de imagen, movimiento y

sonido, el texto reaparece para arrimarse a construir disquisiciones, metáforas y

alegatos. Un texto que vuelve sin complejos a pedir su espacio en el entrelazado de

los lenguajes que comparecen en el espectáculo teatral, en concordancia con una

nueva mirada de la escritura para la escena, más próxima a la sugerencia y a la

provocación, que a la imposición de un rígido entramado para la ficción representativa,

transformándose así en lo que José A. Sánchez denomina dramaturgias de la

complejidad.

Esta germinación de textos dramáticos ha traído aparejada la emergencia de algunos

meta-textos de los propios autores que reflexionan en clave de arte poética sobre los

deberes y obsesiones de su oficio, escritos que conforman un espacio aún poco

explorado en el entramado teórico sobre la actividad escénica. ¿Cómo se construyen

estos textos? ¿A quién interpelan? ¿Tienen el peso o el prestigio de textos similares

de otras disciplinas?

La reaparición de la escritura dramática en el centro de la actividad teatral ha permitido

la gestación de discursos programáticos por parte de los autores, quienes buscan así

diferenciarse y reestablecer el status de autor, perdido en medio de las firmas de la

multidisciplinariedad con que se viste la obra.

Estos ejercicios meta textuales se redactan sin perder de vista el afán estético de la

escritura, logrando arriesgar así una mirada subjetiva y arrebatada que busca
explicarnos cómo los artistas conciben su oficio. Es literatura que habla de la literatura.

Ejercicios que son también una toma de posición y una declaración de principios, que

muchas veces vienen acompañadas de revelaciones de diversa índole que aventuran

los agrados y desagrados de quien las rubrica.

Para aproximarnos, como se pretende, el análisis de las poéticas de dramaturgos

hispanoamericanos contemporáneos, este artículo utilizará como referencia la

definición del concepto planteada por Umberto Eco en su renombrado trabajo Obra

abierta, quien alude a la poética como: “el programa operativo que una y otra vez se

propone el artista, el proyecto de obra a hacer, tal como el artista explícita o

implícitamente lo entiende.”.1 Esta definición coincide en gran medida con la que la

propia RAE le otorga al concepto poética (“Conjunto de principios o de reglas,

explícitos o no, que observan un género literario o artístico, una escuela o un autor”)2 ,

con la diferencia de que en este caso se trata de la cuarta acepción presentada, lo que

habla de la relativa huerfanía en la que es dejado este término, frente a las acepciones

más académicas que aluden al tratado o ciencia y que ocupan innumerables páginas

de la historia de la literatura.

Retomando lo planteado por Eco, la formulación que hace el artista cobra vida a través

de un programa, un programa operativo, vale decir, un procedimiento riguroso que

establece un antes y un después, una organización del tiempo en función de los

objetivos presentes en ese programa; factores que se miden a través de la indicación

de la reiteración con la que éste es formulado. Ese proponérselo una y otra vez,

ratifica que hay en la escritura de una poética una ligazón no sólo con un proyecto

puntual en relación a una obra, sino que se trata de un compromiso mayor, un vínculo

vital entre autor y creación que se expresa únicamente en la reiteración, en la suma de

aquellos aspectos explícitos o implícitos que hacen de su obra un punto de referencia.

1
Umberto Eco, Obra abierta, pág. 345
2
www.rae.es
¿Cómo leer esta suerte de réplica que nos puede llevar al epicentro de la génesis

creativa? Probablemente observando con claridad los signos que el propio artista deja

en el terreno de la obra. Cabe hacer en todo caso una puntualización en referencia al

carácter explícito/implícito de esta manifestación. Sin duda, el afán de Eco, en

particular al elaborar esa definición de poética, es armarse de una herramienta que le

permitiese analizar el conjunto de la obra de un artista en tanto producto u obra

abierta. Para tal efecto el mismo Eco puntualiza las siguientes consideraciones:

Explícita o implícitamente: en efecto, una investigación sobre los


distintos tipos de poética, (y una historia de los distintos tipos de
poética, y por lo tanto una historia de la cultura desde el punto de
vista de los distintos tipos de poética) se basa o en las
declaraciones expresas de los artistas (un ejemplo, l "Art
poétique de Verlaine o el prefacio a Pierre et Jean de
Maupassant) o en un análisis de las estructuras de las obras, de
modo que, por cómo está hecha la obra, pueda deducirse cómo
se la quería hacer.3

Esta diferenciación planteada por el teórico italiano permite esclarecer el sentido y la

utilidad del término poética que se quiere presentar en estas líneas. Es decir,

asumiendo que la existencia de una poética se da tanto en forma explícita como

implícita, nos referiremos entonces con este término a aquellos materiales de índole

explícita que los dramaturgos hayan producido. Esta opción supone un corpus más

acotado y definido a partir del cual será posible plantear lecturas críticas. Abrir el

análisis acogiendo las dos acepciones del concepto poética, esto es, considerando la

poética en tanto texto explícito y además como ideas implícitas dentro de la obra o

conjunto de obras, plantea una dificultad metodológica a la vez que vuelve la labor al

terreno subjetivo de toda hermenéutica. Si se asume inferir una poética a partir de la

lectura de las obras se corre el riesgo de querer hacer calzar el material estético con

algún modelo teórico determinado. Así, finalmente, lo que se obtiene más que una

poética del autor es una estética del crítico.

Ciertamente pretender revisar las poéticas de los dramaturgos y partir de ahí extraer

conclusiones, implica un riesgo, riesgo que está directamente emparentado con la

3
Umberto Eco, op. cit., pág. 346
fragilidad o inasibilidad del género que se intenta abordar. Derechamente debemos

conceder que al no haber una nutrida disponibilidad de estudios en esta línea,

debemos deducir de ello que las poéticas, al menos en el caso del teatro, no han

suscitado todavía el entusiasmo crítico. Es más, algunos teóricos rebajan el impacto o

la incidencia de la voz autoral dentro del contexto del afán interpretativo de una obra.

Señala a este respecto Anne Ubersfeld en su libro Semiótica teatral:

Quizás fuese más interesante el análisis, necesariamente


intuitivo y “salvaje” que intentase precisamente desvelar, en el
discurso total de un texto teatral, el discurso del autor, la
expresión de sus “intenciones” creadoras. Metodológicamente
inseguros, semejantes análisis totales se exponen – por limitarse
al texto, sin su referencia escénica – no sólo a errar el sentido
sino a perderse por completo.4

Pero es justamente el rasgo salvaje o subjetivo de la redacción de una poética lo que

se intenta rescatar. Y al fijar nuestra mirada sobre esa producción textual también

estamos desarrollando una estrategia arrojada, sui generis, un mirada en escorzo

sobre el hacer teatral, y en particular sobre la dramaturgia y una de sus evidencias: la

poética que la precede o que la sucede; ensayo y error, idea lúcida o equivocada

lectura.

Este rasgo humanizador de la poética, en tanto manifestación de la voz del autor,

faculta a los creadores para aproximarse a su ejercicio sin necesidad de elaborados

raciocinios, documentadas búsquedas o rigurosas deducciones; más bien el interés

radica, justamente, en la precariedad del arrebato subjetivo, en la perspectiva que

otorga la mirada de reojo, en la fragilidad de la intuición sujeta a muestra.

La escritura de una poética debe entenderse como parte de la estrategia de los

dramaturgos en orden a consolidar y perfilar el llamado campo literario; concepto

acuñado por Pierre Bourdieu, en La reglas del arte. La aplicabilidad del ítem poética

tradicionalmente reduce su concreción textual a algunas manifestaciones, dejando

4
Anne Ubersfeld, Semiótica teatral, pág. 184
fuera a otras textualidades que, no obstante, igualmente dan cuenta del ideario de un

autor. Así, el concepto de campo literario nos permite instrumentalizar el término

poética, dándole un sentido que trasciende el mero ejercicio estético, llegando de esta

forma a convertirse en un gesto sociocultural.

El campo literario así visto se transforma en el espacio simbólico y efectivo de

posicionamiento de un autor en su contexto de producción, y en el caso de los

dramaturgos, en el contexto multidisciplinario que se establece entre dramaturgo,

director, actor, escenógrafo, etc. De esta manera, la redacción de una poética por

parte del dramaturgo supondrá una toma de conciencia de la pertenencia a dicho

campo y/o la manifestación de la necesidad de inclusión o ratificación de dicha

pertenencia. Vale decir, la poética aludirá más que a un género en particular, a una

función textual determinada y que se expresará en tanto configura un gesto de

pertenencia a un campo literario.

¿Qué es la escritura de una poética sino el deseo de establecer un campo de ejercicio

exclusivo para el dramaturgo? A medio camino entre el teatro y la literatura, el espacio

de escritura de una poética dramática le permite acotar un terreno que sólo el autor

dramático puede ejercer. Nadie lo intimida o subordina en ese feudo. De esta forma, la

escritura dramática y su validación o sublimación a partir de la defensa que de ella se

hace en una poética ad hoc, supone la construcción de un espacio fronterizo, un

nuevo territorio en el que la potestad radica exclusivamente en el dramaturgo.

El carácter polivalente del texto dramático en cuanto recurso subsidiario, como

consecuencia de la creación colectiva; el uso de la imagen y el peso del director de

escena; dejaron en un terreno contaminado a la dramaturgia textual. El dramaturgo ya

no era un especialista imprescindible en el hecho escénico. Otros usufructuaban del

rótulo a partir de la inclusión de dramaturgias gestuales, visuales, etc. Ante esta

amenaza en el “ejercicio de la profesión” el autor dramático se refugia produciendo


aún más textos, radicalizando en ocasiones sus propuestas estéticas y, como en el

caso de los autores estudiados, generando textos que reflexionen sobre su propio

hacer escritural. Dicho de otra forma sólo un dramaturgo y nadie más que él puede

abocarse a la tarea de escribir una poética sobre la escritura teatral. No hay riesgo de

que al menos en este ejercicio otros profesionales aborden semejante tarea. Esto dice

relación con lo que Bourdieu llama el grado de autonomía dentro de un campo de

producción cultural. En tal sentido una mayor autonomía decanta la existencia de

subcampos dentro de este campo artístico; un subcampo de producción restringida y

un subcampo de gran producción. Señala Bourdieu:

El grado de autonomía de un campo de producción cultural se


manifiesta en el grado en que el principio de jerarquización
externa está subordinado dentro de él al principio de
jerarquización interna: cuanto mayor es la autonomía, más
favorable es la relación de fuerzas simbólicas para los
productores más independientes de la demanda y más tiende a
quedar marcada la división entre los dos polos del campo, es
decir, entre el subcampo de producción restringida, cuyos
productores tienen como únicos clientes a los demás
productores, que también son sus competidores directos, y el
subcampo de gran producción, que se encuentra simbólicamente
excluido y desacreditado.5

Si entendemos a la dramaturgia como una zona límite entre el teatro y la literatura, es

natural que sus cultores se esfuercen permanentemente por establecer su radio de

acción, por delimitar su campo de influencias; con mayor razón ahora cuando el

ejercicio de la escritura teatral vuelve por sus fueros. Entonces si la dramaturgia como

actividad creadora es cuestionada en tanto perteneciente o no a determinado espacio

cultural, con mayor razón deberá el dramaturgo hacer ver el terreno que pisa. Así,

siguiendo a Bourdieu, el autor dramático en tanto principal promotor del sub campo de

producción restringida (teatro de autor, de texto, de arte, etc.) intentará validar su

producción, la especificidad de su función, a través no sólo de la particularidad de su

firma en la autoría de los textos dramáticos, sino también a partir de la construcción y

divulgación de la poética de su obra. En contraposición aparece el sub campo de gran

5
Pierre Bourdieu, op. cit., pág. 322
producción que acoge a lo que se denominaría teatro comercial, en donde el texto,

pese a su relevancia frente a los otros lenguajes escénicos, no opera sino como

ejecución de fórmulas añejas, vale decir, sin el prestigio cultural del sub campo de

producción restringida.

Al subcampo de producción restringida pertenecerán, entonces, las creaciones de

índole más vanguardistas y que han sido legitimadas dentro de los participantes del

campo artístico teatral: dramaturgos, directores, críticos, etc. Pero además participa de

este subcampo y ya en relación de mayor riesgo, la propia poética explicitada a través

de manifiestos o textos similares. Ello ocurre ya que el propio hecho de redacción de

un texto semejante supone la confirmación y la validación de la pertenencia a este

subcampo de producción restringida; o mejor dicho, es justamente porque se escribe

una poética que se puede pertenecer a este subcampo.

Cabría preguntarse igualmente por la relación que hay entre la calidad de una poética

y la calidad de la producción artística que la sustenta; pues en tanto que discurso

provocador, en tanto que instalación y demarcación de un campo, en muchas

ocasiones la voz autoral de un manifiesto o proclama puede generar falsas

expectativas respecto de la envergadura estética de la obra que documenta. Hay en

esta afirmación, no obstante, una contradicción con algunas ideas ya esbozadas y es

que la práctica teórica lleva a ello pues inconscientemente hemos separado al

manifiesto o carta en tanto poética, de la propia obra del artista, situación que no se

condice con nuestro objetivo; esto es, considerar la reflexión poética como parte del

corpus del artista. Habría, por tanto, que corregir el aserto: hay que evaluar la calidad

de una poética en sí misma y en relación con las demás partes del corpus del artista.

¿Y qué ocurre si hay una diferencia notoria entre estos dos espacios de expresión?

¿Qué ocurre si la voz autoral presente en una poética es mayor o menor que la que se
expresa en el resto de la obra, diríamos más canónica? ¿Hablaríamos de un

desequilibrio? ¿O simplemente pensaríamos que se trata de un nivel disparejo de

ejecución? Probablemente la respuesta sea más simple y la podemos encontrar

revisando cualquier antología literaria. Hay autores que sin perjuicio de declararse

poetas, novelistas, etc., quizás sean más conocidos por sus cuentos o ensayos. Lo

mismo ocurre en el caso de las poéticas aunque quizás en menor medida dado

también la menor frecuencia con la que este ejercicio es realizado. Muchos tratados de

esta índole son hasta el día de hoy piezas literarias de unánime calidad. El Arte

poética de Horacio, así lo atestigua. También lo corroboran las Cartas a un joven

poeta de Goethe, El Arte poética de Huidobro, El manifiesto Surrealista de Breton, El

Decálogo del perfecto cuentista de Horacio Quiroga, etc.; vale decir, poéticas que

resuenan con igual o mayor fuerza dentro del conjunto de la obra de sus creadores.

Los mecanismos de gestación de una poética están en directa relación con el grado de

profesionalización y autoconciencia de los cultores de esa actividad en un momento

sociocultural determinado. El ganado prestigio que adquiere un escritor lo faculta para,

con el permiso del ambiente literario en el que desenvuelve, pontificar sobre la validez

y oportunidad de los hallazgos estéticos a los que ha llegado. La propia figura cuasi

mítica del artista como sujeto excepcional, tan cara al romanticismo y las vanguardias,

prepara la aparición y divulgación de diversas poéticas, fundamentalmente a través de

manifiestos y proclamas. Es la hora de escuchar la voz de los artistas. El ejercicio de

escritura de una poética supone, de esta manera, un acto de reflexión del artista para

con su obra que lo obliga a dimensionar no sólo la validez de sus propuestas formales

y estéticas sino que también la realidad diversa de las opciones escriturales que le son

contemporáneas. Un autor de una poética deberá, por lo mismo y ante todo, ser un

lector ávido y atento de su propia obra, además de un inquieto y curioso merodeador

de los discursos poéticos adyacentes. En ese sentido, la construcción de una poética

se opone radicalmente a cierta actitud desaprensiva e indolente en la que incurren


algunos escritores que aluden a una suerte de inspiración momentánea al momento de

crear o a una ignorancia respecto de su materia y objeto textual. Es sintomático

constatar que la mayoría de los autores que serán analizados tienen un nexo

permanente con la actividad pedagógica, en particular con la dictación de talleres de

dramaturgia; esto es, se han acostumbrado a reflexionar sobre el proceso de escritura

en general y sobre su método de creación en particular. Tal ejercicio, es plausible

aventurar, ha facilitado la redacción de sus propuestas. Retomando la definición de

Eco, una poética supone un programa operativo, un proyecto de obra a realizar; estas

características de estructuración y orden son un requisito básico en la configuración de

un programa de un curso o de un taller de dramaturgia. Será entonces lógico suponer

que la armazón de una oferta pedagógica por parte de los dramaturgos facilite con

posterioridad o en paralelo la escritura de sus ideas estéticas. Cfr: casos Sanchis

Sinisterra, De la Parra.6

La etimología de la palabra nos ayuda a comprender el sentido demiúrgico que está a

la base de su concepción. El término poética viene del verbo griego poiéo que significa

hacer, crear, fabricar;7 lo creado, lo fabricado será una obra, una realización, el

resultado de un proceso. Las acepciones van incluso más allá pues el verbo también

aludía al acto de dar a luz, es decir, de crear vida. Poética será entonces en una

primera lectura, y que es la que prima en el texto aristotélico, la reflexión sobre la

creación, sobre el poiéo; un estudio que trata sobre el hecho de hacer. Queda fundado

para la posteridad que esta reflexión se elabora a partir de la obra de otros, del estudio

de la creación de otros, y que es formulada por alguien que a partir de las constantes y

predominantes del arte de su tiempo, estructura una normativa, un cuerpo canónico

que mide la calidad de la producción cultural de su época. Así, la poética, en tanto

concepto, pasa a entenderse en su acepción regulatoria antes que en su mirada

6
José Sanchis Sinisterra, La escena sin límites; Marco A. De la Parra, Cartas a un joven dramaturgo
7
Diccionario Griego-español
metarreflexiva. Tendrá que pasar el tiempo para que, como el propio Horacio, los

artistas se permitan abordar el sinónimo en sus creaciones, mutándolo en adjetivo, no

sin antes añadirle otro concepto: arte. Tenemos ahora la construcción arte poética,

que aclara y acota el tenor de lo que podrá encontrar un lector al acercarse a este tipo

de textos.

Es sintomática esta metamorfosis del concepto y su posterior devaluación gramatical,

si se me permite la figura, que va del sustantivo a la frase; del sustantivo al adjetivo

adosado a otro concepto de mayor prestigio. Parece ser como si esta accesoriedad de

la reflexión que puede acometer el artista sobre su obra, es una labor menor que no

merece constituirse en sinónimo encabezado de mayúsculas letras. La adjetivación,

como bien nos indica la gramática, nos permite dar cualidades o características de una

persona, cosa u objeto; características que son acumulables y que no agotan ni

cuestionan la propia existencia del ente referido; características que se ejecutan en la

medida en que existe el objeto adjetivado, vale decir, que no son preexistentes a él. Lo

poético, de esta forma, es sólo una de las condiciones del arte, por así decirlo. No es

lo único, no es lo más importante; se trata de un evento, una condición, un comentario

adjuntado a la cosa. Al bifurcarse el concepto poética en dos realidades, una con

mayúscula y solitaria en su sustantividad y la otra adjetivada y fraseada, se concreta

una operación jerárquica que sepulta al rincón del anecdotario la palabras que sobre

su propio arte han redactado los escritores. Sólo se apelará a ellas en la medida en

que aporten datos, ideas, tejido que condimenten lecturas históricas y aproximaciones

documentales, esto es, que sean documento, como las casas, el vestuario o los

cementerios en los que yacen los restos de los artistas. En estos registros bucea el

investigador para dar con las claves que le permitan corroborar sus puntos de vista

sobre la obra o quien que las ideó; obviando el propio carácter de obra que posee uno

de esos documentos: el arte poética.


El arte poética, entonces, no sólo debe expresar las ideas pertinentes al género, sino

que además debe hacer valer su condición de tal; hacer visible su interpelación;

legitimar su espacio de interacción con el posible-futuro lector. Para tal cometido la

operación básica es dejar en evidencia desde un comienzo el tipo de texto al cual se

enfrentará el destinatario, no dejando dudas del sentido interactivo de la propuesta, a

modo de la clásica función conativa del lenguaje. Esto se logra evidentemente, por

ejemplo, titulando de forma categórica el trabajo en cuestión, condicionando así la

posterior reacción del público lector. El grado de explicitación –elemento al que

también aludía Eco- se da por cierto no sólo en la escritura de una poética, separada

de la obra, sino también en la nomenclatura y posterior esfuerzo de difusión de ese

texto. El bautizo de un producto con vocación de poética autoral se verá coronado con

la ratificación de la pertenencia de ese texto a un universo de textos similares, esto es,

con la inscripción a partir del título en la gama de los géneros discursivos del

manifiesto, la carta, el decálogo, los mandamientos, etc. En algunos casos la

utilización de cierta terminología que difiera de estos nombres se hace a expensas de

una intención irónica o humorística, como con el título Automandamientos del

argentino Daniel Veronese, recurso que no opaca, es más, ratifica el contundente

deseo del autor de decirnos algo, incluso desde el guiño de la pseudo instrucción

autorreferida. Ocurre algo parecido con el texto El manual falso de dramaturgia, del

chileno Benjamín Galemiri, quien relativiza la seriedad académica del concepto

manual, desvirtuándolo con el adjetivo falso, que le quita la carga de seriedad a su

tentativa, anticipándonos así algo del tono general de su poética.

Siguiendo el razonamiento antes expresado, se han acogido como poéticas explícitas

y por lo tanto válidas para este estudio, todas aquellas formas textuales que

manifiesten una reflexión libre del dramaturgo sobre su obra y su oficio y que aludan

en su título a conceptos como: manifiesto, carta, declaración, decálogo, etc.; y también

aquellas que estén construidas en su denominación a partir de palabras o frases que


sugieran la entrega de un mensaje, el acto de dialogar o interpelar, la promesa de una

comunicación con un destinatario, un lector, etc.

Un tercer factor que ha ayudado a esclarecer el carácter de poética de los textos

estudiados dice relación con las propias condiciones de producción de esos textos.

Nos referimos puntualmente a los encargos que muchas veces motivan la génesis de

esas reflexiones: solicitudes de parte de editores, directores de revistas, coordinadores

de congresos y mesas redondas, etc. La mención, a veces dentro del mismo texto de

esas condiciones, despeja el camino para la determinación y el perfil del material que

se va a leer. Esta suerte de sub género de poética por encargo está relacionada con

las propias estructuras de funcionamiento del campo literario, como apunta Bourdieu,

en tanto que los componentes de un sub campo (editores, programadores, gestores,

etc.) intentan legitimar su actividad productora y para ello convocan cada cierto tiempo

a los autores dramáticos a debatir, mirar su oficio, proponer salidas y criticar incluso al

verdadero poder, el central, omnímodo; aquella jerarquía política que trasciende al

campo artístico-literario por completo. La operación resulta del todo rentable, pues a la

vez que se ofrece una tribuna a la voz autoral, tribuna aséptica que queda pronto

olvidada en el registro de un cuaderno o separata; al mismo tiempo no se aborda el

problema central: la representación de las obras, la difusión del texto teatral a través

de los montajes y no sólo por medio de ideas o proclamas. Esta operación de entrega

de un espacio para la discusión, por parte de los entes gubernamentales o gestores

privados, altera muchas veces la propia condición y carácter de los textos que para

ese fin se producen. Se solicita un determinado número de páginas a fin de calzar en

una publicación, o se exige un margen de tiempo para la exposición o discusión oral.

¿Qué sale de ello? Textos con la marca de producción en su envoltorio, reflexiones de

autor que dejan ver su génesis. ¿Incide esto en la validez o legitimidad de las artes

poéticas así elaboradas? Probablemente no. Cabría hacer, siguiendo esta lógica, la

misma acusación a todo el arte universal que ha nacido del encargo de cientos de
mecenas, gobiernos, o la propia convicción de los artistas de autoexigirse a crear

determinadas obras; sin embargo, el deber de este análisis es constatar este rasgo

que aparece con bastante frecuencia en las condiciones de producción de las poéticas

sobre dramaturgia hispanoamericana. Una vez detectada esta característica la misión

será ver que impacto tienen en la propia reflexión autoral y si modifican

sustantivamente el perfil crítico respecto de aquellas poéticas, diríamos, más

espontáneas. A este respecto es pertinente revisar las reflexiones que sobre el tema

realiza Iria Sobrino en su estudio:

Otro aspecto también interesante pero difícil de determinar en


términos objetivos es el que atañe al grado de intencionalidad
que subyace al acto de hacer público un producto de esta índole.
En principio, si bien es conocida la práctica de revistas y
editoriales que, sobre todo en los últimos años, solicitan la
redacción de autopoéticas por parte de los autores que
colaboran con ellas, no tenemos noticia de que exista en el
mercado cultural una demanda de manifiestos. Es decir, que
mientras la autopoética (o, al menos, un número considerable de
los ejemplares de esta clase) se puede interpretar como una
toma de posición de algún modo inducida, el hecho de dar a
conocer un manifiesto responde únicamente a un ejercicio de
voluntad. 8

En rigor, la demanda a la que alude la autora no existe si quiera para muchas de las

creaciones literarias que promueven esas misma poéticas o manifiestos. Como hemos

argumentado previamente, se trata más bien de operaciones de gestión cultural, antes

que de verdadera necesidad estética del medio o del entorno. Por lo demás, la

operación de Sobrino intenta poner en entredicho únicamente la espontaneidad de la

redacción de las poéticas, separándolas de la condición de voluntariedad de los

manifiestos. Sin embargo, como advertíamos anteriormente, conviene dar cuenta de la

natural confusión que se produce entre ambos conceptos. Existen poéticas que se

expresan a través de manifiestos, aunque no necesariamente sea ese el único medio

de expresión válido para el género. De la misma manera, existen manifiestos artísticos

que por su condición de piezas grupales no pueden considerarse como poéticas y sin

embargo siguen siendo textos discursivos que expresan una reflexión sobre el hecho

8
Íbidem
artístico. En ambos casos el problema de la motivación o inducción a la escritura

parece ser el mismo, al menos en lo que respecta a los dramaturgos. ¿Efectivamente,

existe una necesidad de los autores de generar poéticas? ¿No es también acaso, una

voluntad inducida por el contexto sociocultural la que lleva a un autor o a un grupo de

autores a elaborar manifiestos? Finalmente, ¿Se puede hablar de un género inducido

o sujeto a la voluntad de sus creadores, cuando en rigor toda creación literaria supone

una voluntad artística? La diferencia, a nuestro modo de ver, no está en si existe o no

la reflexión metapoética, particularmente en los dramaturgos, sino en si existe la

voluntad del medio cultural de escucharlos, no sólo como fabricantes de ficciones

escénicas sino también como sujetos cuestionadores de ese oficio y sus

consecuencias sociales.

Las poéticas, manifiestos y proclamas, en tanto signo subjetivo del artista, gesto

textual que se instala en el universo cultural, pasan a ser por sí mismas obras de arte.

Lo son desde el momento en que se declaman, lo son justamente porque se lee o se

difunden ante un público. Son textos que interpelan, que acusan, que llaman a la

acción y que permiten medir el impacto de sus propuestas tanto en la concreción como

en la frustración de sus ideas. Sí, porque también una poética supone una derrota, el

saber que muchos de sus postulados no podrán ver la luz. Quizás sea ese el gesto

más apasionante que se advierte en los manifiestos, decálogos, etc.: la envergadura

de los sueños que se promueven, la altura de las pretensiones del que las redacta.

¿Qué es, sino entonces, un manifiesto más que la suma de utopías y ciertas

concesiones realistas? ¿Se puede concebir, acaso, un manifiesto, un decálogo en el

que sólo se adviertan cuestiones prudentes, plausibles y realizables? ¿No sería acaso

esto, más bien, un memorándum, un plan de acción digno de una oficina o de un

funcionario más que de un literato? Según este criterio que acabamos de explicitar

cabría, por lo mismo, reevaluar el impacto de los textos que promueven una poética -

textos desiderativos-; reevaluarlos, digo, a partir no sólo del impacto de sus propuestas
en un momento determinado, sino también desde el nivel de frustración y de derrota

en el que cayeron sus expectativas.

La opción menos ostentosa pasa por camuflar las reflexiones bajo el humilde rótulo de

notas o apuntes, o bien tras el socrático techo del sustantivo preguntas. El dramaturgo

se sabe en un esfuerzo titánico y nunca acabado y por ende asume la futilidad de su

labor, acorralando el título en el discreto y nada pretencioso nombre de una operación

simple y cotidiana: tomar notas, apuntes antes de abordar un trabajo mayor. Como los

bosquejos que luego darán lugar a la obra acabada, sometidos al riesgo con la piedra

o el mármol, más que con la moldeable arcilla. Tras esos nombres se escuda también

la premura en que muchas veces son redactadas esas líneas, al amparo de editores o

conferencistas que apremian por los tiempos.

Las preguntas, de igual forma, liberan al autor de las certezas en las que deben estar

sus contrapartes: las respuestas. Quien pregunta elabora la mitad del trabajo, deja a

su interlocutor el desafío de la fabricación de esa parte del diálogo que le convoca:

responder. Poseer interrogantes parece ser una inversión para algunos de los

dramaturgos estudiados. De allí emanan sus escarceos, sus tentativas por dar con el

quid del oficio, con mayor razón aún cuando los límites de la actividad parecen estar

en perpetuo movimiento, o cuando ya derechamente dicha práctica se anuncia al

borde de la extinción.

Todos estos procedimientos de demarcación, de bautizo, aún escabullendo la real

cuantía de su intento, buscan hacer ver al autor detrás; al dramaturgo y su dedo

levantado en espera de que se le otorgue el turno para opinar, para dar cuenta de sus

metas.

Los espacios de difusión de las poéticas - entiéndase revistas, libros, internet, etc. -

surgen como mecanismos de legitimación de la voz autoral del dramaturgo. Mención


especial cobra aquí el uso de páginas web y revistas electrónicas. En un contexto en

que la página impresa se torna cada día más escasa como método de difusión

cultural, el uso de los medios digitales resulta ser una herramienta de valor innegable

en la tarea de construcción y divulgación de las poéticas. Se dan en este medio

características de interactividad, lectura rápida, vínculo directo en muchos casos con la

propia obra dramática vía descarga, búsqueda de información bibliográfica si es que

fuera necesario, etc. En el caso de los medios impresos se advierte la indolencia,

muchas veces de los editores, al no procurar la gestación de estas poéticas por parte

de los autores. Difícilmente un dramaturgo se podría negar a entregar sus pareceres

sobre su proceso escritural, aunque sea para que éste quede como registro de interés

meramente académico.

La aparición de una poética, en el caso de un autor particular, supone también una

consolidación de su proceso de escritura, una suerte de prueba de madurez que lo

faculta para decir a sus pares: esto es en lo que creo. Significa también un proceso de

toma de consciencia doble: por una parte de su condición de dramaturgo (en el caso

que nos ocupa) y por otra lado, de las características formales y de contenido de su

producción textual.

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