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El fin de la posmodernidad
Marcelo Pisarro
Las ciudades son cosas. Los ecos teóricos retumban en Las reglas del método
sociológico, piedra fundacional de la sociología, el libro publicado por Emile Durkheim
en 1895, aunque el sonido se pierda antes de llegar a las reversiones de Marcel Mauss
o de Claude Lévi-Strauss. El tono es simétrico e inverso: los hechos sociales no deben
ser tratados como cosas, sino que las cosas son hechos sociales. Entonces, si las
ciudades son cosas, y si las cosas son hechos sociales, una definición ajustada de
“ciudad” surge al parafrasear la expresión que Pierre Bourdieu parafraseó, a su vez,
de un pasaje de Las formas elementales de la vida religiosa, el libro de 1912 de
Durkheim: “Artefacto histórico bien fundado”. Durkheim se refería a la religión;
Bourdieu, a la clase obrera. La ciudad podría definirse como un artefacto cultural bien
fundado. ¿Pero fundado por quién? ¿O para qué?
Si los edificios son signos de otra cosa, si la forma y el lugar que ocupan en la
ciudad están indicando una función, ¿signo de qué era el Pruitt-Igoe? ¿Qué quería
decir que lo echaran abajo? ¿O que alguien celebrara el acontecimiento?
Arquitectura y símbolos
Los problemas habían aparecido desde el principio. Para mantenerse en
presupuesto se improvisaron toda clase de recortes arbitrarios; el tamaño de los
departamentos se redujo al máximo y conceptos lecorbusianos como “celdas” o
“máquinas para la vida” dejaron de ser meras metáforas; las cerraduras y bisagras
de las puertas se estropearon antes de usarse; los cristales se quebraron; un
ascensor se averió el día de la inauguración. No pasó mucho tiempo antes de que las
cañerías se desbarataran, los elevadores dejaran de funcionar, una tubería de gas
explotara; se acumulaban vidrios rotos, escombros, basura y alimañas viviendo en
esa basura. Las luces desaparecieron, los pasillos olían a orina, los grafitis
sustituyeron el color gris oficial de las paredes y en los estacionamientos se
amontonaban automóviles a medio desarmar.
Las torres de vidrio, los bloques de concreto y las planchas de acero fundaron
ciudades para el Hombre con mayúsculas, el hombre como proyecto histórico y social,
pero no para las personas. Los resultados de la excesiva preocupación en el diseño
total y en el buen gusto —podía leerse en Aprendiendo de Las Vegas— fueron
mortecinos. A diferencia de lo que habían conjeturado los arquitectos modernos, las
personas no querían vivir en celdas, ni en el Pruitt-Igoe, ni en máquinas que
encarnaran su proyecto histórico y social; las personas querían vivir en Disneylandia.
Marcelo Pisarro, “El fin de la posmodernidad”, Revista Ñ, 459, Clarín, Buenos Aires, sábado 14
de julio de 2012, p. 6-9.