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PRÜítSORfS
Semblanzas Espirituales
de los
Santos y Beatos de la
Compañía de Jesús
Texto preparado bajo la dirección de la Comisión
Litúrgica de la Compañía de Jesús
eapsa
Velázquez, 28
MADRID
Imprimí potest: P. Urbano Valero, S. J., Provincial de España de la
Compañía de Jesús.
Madrid, 22 de octubre de 1974.
Nihil obstat: D. Francisco Pinero Jiménez.
Imprímase: Dr. José María Martín Patino, Pro-Vicario General.
Madrid, 19 de noviembre de 1974.
ISBN: 84-213-0377-5.
Depósito Legal: M. 39.742 - 1974.
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da el material e incluso los escritos personales del santo
mismo, en otros es muy poco lo que tenemos, o quizá
nada.
Por este motivo las diversas figuras son presentadas
de forma distinta, contando, además, con que en algunos
casos apenas se conoce lo más íntimo de sus vidas, si no
en ciertos datos escuetos como son el ingreso en la Com-
pañía, el envío a misiones y él martirio. Este es, por
ejemplo, el caso del Beato Mangin.
Esperamos que esta publicación sea de utilidad para
la vida de cada jesuíta; podría incluso contribuir a una
mejor preparación de las celebraciones litúrgicas comu-
nitarias y haría que, asociándonos a nuestros compañe-
ros unidos a Cristo en la Gloria, ofrezcamos a Dios ala-
banza más plena y reconozcamos al mismo tiempo vital-
mente, nuestro compromiso religioso-apostólico.
Podría servir como base para ciertas reuniones comu-
nitarias y hacer que la Compañía de hoy y de maña-
na, en contacto más profundo con los que nos precedie-
ron de forma ejemplar, responda incondicionalmente y
según él espíritu de S. Ignacio, a la voluntad de Dios en
él cumplimiento de la misión que le ha sido confiada para
el bien de los hombres.
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1. SOLEMNIDAD DE LA SANTA MADRE DE DIOS,
MARÍA E IMPOSICIÓN DEL NOMBRE
DE JESÚS, TITULAR DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS
# * *
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sus recuerdos, escribirá: «No había ningún jefe entre
ellos, ni ningún superior, más que Jesucristo. Y a El era
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a quien querían servir» . Es por este fin, por el que van
a ponerse a disposición del Papa.
Esta primera decisión recibió en seguida una confir-
mación en la experiencia interior que vivió Ignacio al mar-
char hacia Roma, y particularmente en la iluminación
que a partir de entonces se situó en la Storta, muy cerca
de Roma. Según Laínez que con Fabro era su compañero
de viaje, Ignacio «dice que le parecía ver a Cristo con la
cruz a cuestas y muy cerca de El al Padre Eterno que le
decía «Quiero que tomes a éste como tu servidor». Y así
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Jesús le tomaba y decía «Yo quiero que nos sirvas» .
De la Storta data, al parecer, la determinación de Ig-
nacio de guardar irrevocablemente el nombre que sus
compañeros escogieron en su deliberación de Vicenza.
Laínez concluye su relato: «Habiendo tomado gran de-
voción a este santísimo nombre, Ignacio quiso llamar al
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grupo Compañía de Jesús» .
En Roma, vuelven a entablarse las deliberaciones de
los compañeros. Desembocan en la decisión de organi-
zarse como un instituto religioso. Y la «Formula Institu-
ti», desde su primera línea, pide al Papa que confirme
oficialmente el nombre elegido: «Compañía de Jesús».
* * *
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Para ellos, sin embargo, y hoy para sus hermanos, este
título despierta ecos precisos. Traza un camino en el cual
se saben comprometidos.
Jesús, El es el que ha transformado después de Pe-
dro, Juan y Pablo, las vidas humanas más entusiastas:
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Francisco y Domingo. ¿Por qué no también nosotros? se
dicen los compañeros de Ignacio que siguen las huellas
de los servidores apasionados por su maestro.
Jesús, designado por su nombre propio, más que por
el título de Cristo: el hombre verdadero, el Dios compa-
ñero de camino, de fatigas, el que comparte risas y lágri-
mas; al que es necesario contemplar, «conocer, amar y
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servir» para entender los caminos del reino, para en-
contrar las palabras que hablan de Dios, las actitudes
que dan testimonio de El. Pobres, ya que El ha sido po-
bre. Dispuestos a las humillaciones, porque El fue hu-
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milde . Jesús vivo, regla de vida.
Jesús es el maestro de la obra emprendida. No hay
que limitar de antemano ni las formas, ni los métodos, ni
los campos de apostolado. Estar con el corazón a la es-
cucha, los ojos levantados hacia el Señor para ver dónde
mira. «Que me halle como en medio de un peso para se-
guir aquello que sintiere ser más gloria y alabanza de
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Dios nuestro Señor y salvación de mi ánima» .
Jesús seguido y servido a un tiempo, como compañe-
ros, en una comunidad de la que El es el alma; buscado,
no en la discusión turbulenta, sino en la deliberación co-
munitaria, con su querer manifestado —en último térmi-
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no— por el superior, para evitarnos el que en nombre suyo,
nos salgamos en realidad con la nuestra.
Jesús reconocido con alegría y certeza en su Iglesia,
servido personalmente en la disponibilidad al sucesor de
Pedro, gracias al cual ningún grupo hace su obra aparte,
independientemente del cuerpo total de la Iglesia.
* * *
P. J. Feder, S.J.
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2. BEATOS SANTIAGO SALES Y
GUILLERMO SALTAMOQUIO
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Eucaristía amada, estudiada, defendida hasta el martirio
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y llevó en este ámbito una vida oscura, muy mortifica-
da, por amor a Jesús crucificado, a la que le atraía la gra-
cia, predisponiéndole al sacrificio supremo. A veces se
le escapaba una palabra, palabra ruda y fuerte que mur-
muró incluso bajo los puñetazos de los hugonotes en
Aubenas, llegada la hora de morir: «aguanta, carne,
aguanta».
Compañero del Padre durante su último ministerio en
aquella zona y arrestado con él, el Hermano habría po-
dido salvar su vida con bastante facilidad; tomó con re-
solución la ocasión del martirio, pues decía que habría
creído pecar si faltase a ella. Haciendo alusión a las dis-
cusiones dogmáticas que acababa de ver sostener al Pa-
dre contra los ministros protestantes y cuyo tema esen-
cial había sido la Eucaristía, el Hermano Guillermo de-
claró: «Yo no os dejaré, Padre, sino que moriré con vos
por la verdad de los puntos que habéis discutido.»
P. A. Noche, S.J.
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3. BEATO JUAN OGILVIE
Crisis espiritual
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estaba la verdad, cribar la renovación genuina de falsas
innovaciones. La Religión estaba muy frecuentemente
mezclada con la política, la ambición y la codicia. La
unidad de la Iglesia estaba en peligro.
La llamada al peligro
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Tenemos su propia historia de la prisión, sacada sub-
repticiamente de la misma. No se trata de un diario es-
piritual, sino un verídico y vivido informe sobre su cap-
tura y los debates a los que fue sometido a participar,
siempre con gran maestría y coraje. Nunca le faltó su
característico sentido escocés del humor.
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El reto del futuro
P. J. Quinn, S.J.
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4. BEATOS MELCHOR GRODZIECKI E
IVAN PONGRACZ
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antiguo alumno de los jesuítas en Viena y Roma y amigo
íntimo de sus futuros compañeros en el martirio.
El Padre Melchor Grodziecki, nacido en Silesia de una
familia de origen polaco, tenía 35 ó 36 años en el mo-
mento del martirio. Alumno del colegio de Viena (como
también el futuro canónigo), entró a los 19 años de edad
en el noviciado de los jesuítas, donde conoció a Pongrácz.
Después de los estudios sacerdotales hechos en Praga, co-
menzó su ministerio en la misma ciudad. A la teología
especulativa, prefirió la controversia, la casuística, la mú-
sica; se ocupó en su ministerio de la educación de los
muchachos pobres y de la predicación. Las circunstan-
cias de la época no le permitieron hacer la tercera pro-
bación: después del mes de ejercicios, en diciembre de
1618, fue enviado a Kosice, como capellán de los católicos
bohemios y alemanes. Hizo sus últimos votos cuando fal-
taban menos de tres meses para su muerte.
El de más edad, el Padre Iván Pongrácz, proveniente
de la nobleza húngara, nació e hizo sus estudios clásicos
en el principado de Transilvania. El colegio de los jesuítas
en Cluj (actual Rumania), ciudad agitada por tensiones
confesionales, vivió años difíciles y fecundos al mismo tiem-
po. Iván, una vez terminados sus estudios, entró en el
noviciado de los jesuítas. Hizo los primeros años de for-
mación en Bohemia, y unos brillantes estudios sacerdo-
tales en Austria. Ordenado sacerdote, volvió a Hungría,
como prefecto de estudios en el colegio de Humenné (ac-
tual Eslovaquia) y sobre todo como predicador. El pas-
tor húngaro de los calvinistas en Kosice, célebre predi-
cador, se quejaba de él: mientras este jesuíta esté vivo,
la religión reformada no puede esperar días tranquilos.
Cuando el ejército del príncipe Bethlen se acercó a Ko-
sice, Pongrácz, abandonó el campo, se dirigió allí para
sostener, con los otros dos sacerdotes, a los católicos de
la ciudad.
El comandante Georges Rákóczi y sus haidouks lle-
garon a Kosice el 3 de septiembre. Después de haber en-
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trado en la ciudad, encerraron a los tres sacerdotes en la
casa del rey donde los tres tenían su residencia. Durante
tres días no les dieron nada de comer ni beber. El co-
mandante ofreció al canónigo un beneficio, con la con-
dición de que se hiciese calvinista, sin obtener resultado.
El día 6 por la tarde, los soldados pidieron a los tres un
rescate, exigencia que no pudo ser satisfecha. «Entonces,
disponeos a la muerte». «Pero, ¿por qué debemos morir?».
«Porque sois papistas». «Pues bien, por esta sagrada cau-
sa, estamos dispuestos a morir al momento». Pero los
soldados no tenían todavía la autorización para ejecutar-
los. Los tres sacerdotes se confesaron entre sí y rezaron
en alta voz. Al día siguiente, 7 de septiembre, poco des-
pués de medianoche, un capitán se presentó de nuevo con
unos haidouks y con el pastor calvinista Alvinczi. Pon-
grácz, que abrió la puerta, fue derribado y atado. Se exi-
gió de los dos jesuítas que se convirtiesen al calvinismo.
Colgaron a Pongrácz por las manos de las vigas de la
casa, le castraron, le apretaron la cabeza con una cuerda
y le quemaron con antorchas hasta que aparecieron las
visceras. Grodziecki fue atravesado con varios golpes. Al
canónigo se le propuso asociarse a los que, profesando
la «religión húngara», se oponían a la tiranía extranjera
(de los Habsburgo). «¡Que Dios me guarde de ser enemi-
go de los que trabajan por el bien de la patria!». Pon-
grácz, al oír aquello, tuvo miedo; pero los señores calvi-
nistas debieron comprender rápidamente que el canónigo
no era de sus adeptos. Furioso, le quemaron también con
antorchas y le decapitaron. Grodziecki terminó de mane-
ra parecida, siendo decapitado. Al llegar la aurora, los
señores se retiraron. Los soldados continuaron torturan-
do a Pongrácz; después, creyendo que también él estaba
ya muerto, arrojaron los tres cuerpos a un pozo. El Pa-
dre Pongrácz vivió todavía durante unas veinte horas; si-
guió rezando en alta voz como los tres lo habían hecho
durante las torturas.
Incluso los protestantes de la ciudad confesaron, cons-
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temados, que los tres sacerdotes, por su celo y su dulzura,
no habían merecido este bárbaro tratamiento. La noticia
del martirio se propagó rápidamente y conmovió a todo el
país. Pero el príncipe Bethlen prefirió ignorar todas las
peticiones que muchos católicos le dirigían, con vistas a
una sepultura conveniente de los mártires. Hasta el día en
que, seis meses más tarde, en el mismo palacio del mar-
tirio, en una comida que Bethlen dio en honor del pala-
tino del reino, la esposa del palatino, la condesa Katalin
Palffy, a la petición del príncipe para que danzase, aceptó
tan sólo con la condición de poder dar a los tres mártires
los honores supremos. El cardenal Pázmány, que había
nombrado algunos años antes al joven Krizevcanin canó-
nigo de Esztergom, hizo la requisitoria canónica y en
nombre del episcopado del reino, pidió a Urbano VIII el
permiso de culto público para los tres mártires.
En tina época diferente a la nuestra, y de una manera
propia del espíritu de su tiempo, los beatos mártires de
Kosice fueron campeones de lo que hoy se llama el ecu-
menismo. Trabajaron y se sacrificaron por la realización
de la paz entre las confesiones cristianas antagónicas y
entre los pueblos de la cuenca del Danubio.
P. F. Nagy, S. J.
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5. BEATO IGNACIO DE ACEVEDO Y 39
COMPAÑEROS MÁRTIRES
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El jefe nato al servicio de la gloria de Dios
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inmediatamente a los Provinciales de España para que
fuesen generosos en misiones y limosnas en favor de una
región tan necesitada. Esta recomendación ponía alas de
fuego en la boca ardiente de Acevedo.
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duro, la tarea más humilde, el servicio prestado con ale-
gría y generosidad. Difícilmente se encontrarán en la
hagiografía cristiana páginas de más ingenua piedad,
alegría jovial y caridad fraterna cimentadas en la auste-
ridad de vida.
El oinco de junio el pacífico ejército de 74 jesuítas
zarpa en tres barcos rumbo a la isla de Madeira. La vida
a bordo de seglares y religiosos tiene un matiz conventual.
Al romper la mañana y al caer la tarde se escuchan entre
las olas preces y cantos espirituales.
El 30 de junio a pesar de las dudas del gobernador del
Brasil don Luis de Vasconcelos, los mercaderes de la nave
Santiago insisten en dirigirse a Las Canarias. Ignacio reem-
barca con 39 compañeros. Presintiendo el peligro de los cor-
sarios y con ello el martirio, convoca antes del embarque a
su grupo. Quiere voluntarios al martirio, sin coacciones. Alr
gunos dudan y son sustituidos inmediatamente por candi-
datos de otros barcos. Cuando navegan de Taza-Corte a
Las Palmas, surge una flota de piratas hugonotes man-
dados por Jacques Sore. Como los defensores del «San-
tiago» son pocos, el capitán pide soldados a Acevedo. Pero
su condición eclesiástica y religiosa no les permite com-
batir. Asisten a los heridos y animan a los combatientes
con sus oraoiones. Una vez adueñados del barco, los he-
rejes acometen a los misioneros con las armas en ristre.
Acevedo les sale al encuentro con una imagen de Nues-
tra Señora en las manos y confiesa su condición de sacer-
dote: «sean todos testigos de que muero por la fe cató-
lica y por la santa iglesia romana». Un soldado le da un
culatazo en la cabeza, dejándolo bañado en sangre.
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«No lloréis, hijos. No llegamos al Brasil, pero vamos
a fundar hoy un Colegio en el cielo». Los hugonotes enfu-
recidos acaban con Acevedo, y con Andrade que intenta
cubrirle, y los arrojan al mar. Después arremeten contra
los demás jesuítas. Sólo se salvan dos: uno que reservan
para el día siguiente, otro al que hacen cocinero. Sus-
tituyó a este último un sobrino del capitán del barco, lla-
mado Juan, que deseaba entrar en la Compañía y se hizo
pasar por jesuíta, quedando así completo el número de
ios cuarenta mártires. Por eso le llamaron Adaucto.
Toda la cristiandad se sintió impresionada por la muer-
te simultánea de un grupo tan numeroso. Humanamente
era una catástrofe para la evangelización del Brasil. En
las disposiciones adorables de Dios surgía una verdadera
catedral de cuarenta piedras vivas, erigida como memo-
rial magnífico del Brasil cristiano bajo el signo promete-
dor de la Cruz del Sur.
Pero los mártires de Cristo son los mejores evangeli-
zadores. Una ola de entusiasmo se levantaría por toda la
cristiandad, y todo el Brasil, de la costa al interior, sería
más que nunca, tierra de bendición. Pío IX reconoció y
confirmó el culto de estos mártires el 11 de mayo de 1854.
P. D. Mauricio, S.J.
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6. BEATOS SANTIAGO BONNAUD Y COMPAÑEROS
MÁRTIRES
Auténticos jesuítas
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El decreto del Parlamento de París, adoptado en segui-
da por la mayor parte de los departamentos provinciales,
resultado de una larga y poderosa ola antirreligiosa, les
había expulsado de sus domicilios en 1762 (doce de entre
ellos no eran aún más que escolares) y les había condena-
do a la miseria con ocasión de un juramento que les ha-
bría obligado a renegar de su pasado y cuyo rechazo entra-
ñaba la incapacidad para todo cargo y beneficio. Pero ni
este decreto, ni incluso, once años más tarde, el Breve de
disolución de su Orden dado por Clemente XIV, podían
desligarles de sus primeros compromisos: la validez de
este Breve dependía de su promulgación por los obispos
en las casas de la Compañía, pero aun en el caso de que
éstos hubiesen consentido, aquellas casas no existían ya
desde hacía largo tiempo.
Siempre miembros de la Orden, en consecuencia, per-
manecían en la medida de lo posible, fieles a sus compro-
misos. Eran por otra parte conocidos y reconocidos por
todos como antiguos jesuítas: por los poderes públicos,
ya que bajo este título cobraban regularmente la modes-
ta pensión que se había terminado por asignarles; por los
enemigos de la fe, que encontraban en algunos de entre
ellos, gracias a sus predicaciones y escritos, unos adver-
sarios temibles; por las comunidades religiosas, los en-
fermos y los prisioneros que visitaban; por el pueblo fiel,
en fin, que se agolpaba alrededor de sus cátedras y confe-
sionarios.
Porque seguía siendo el amor de Jesucristo y el espí-
ritu de S. Ignacio, extraído durante mucho tiempo de los
ejercicios, los que continuaban animando el apostolado y
alimentando la fidelidad de los miembros dispersados del
gran cuerpo. Fidelidad humilde que, llegado el momento,
se encontraría con toda naturalidad en la serenidad o in-
cluso en el entusiasmo, hasta la altura del sacrificio supre-
mo, siendo un martirio tan sólo el coronamiento de una
vida de confesor; espíritu de una vitalidad tal, que muerta
oficialmente en Francia desde hacía treinta años, la Com-
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pañía iba a encontrar, entre sus hijos huérfanos, muchos
más mártires que cualquier otra familia religiosa mascu-
lina.
Auténticos mártires
P. R. Ravinel, S.J.
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7. SAN JUAN DE BRITO t %
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greso en el noviciado. Y, en la fiesta de Navidad, deposi-
ta a los pies del Niño Jesús una carta ingenua, pidiendo
al divino recién nacido la misión del Japón. Se trata,
ahora, de la vocación misionera que surge en el espíritu
de Juan.
Juan cursa Filosofía en la Universidad de Evora, una
vez realizados los votos religiosos pero, el clima le es
adverso. Se le traslada a Coimbra donde recupera la sa-
lud y hace maravillosos progresos en los estudios. Sus
deseos, sin embargo, están en el Oriente, siguiendo las
huellas de su maestro, protector y modelo. En 1668 pide
encarecidamente las misiones de la India. La respuesta
del General, Paulo Oliva, fue dilatoria. Juan de Brito debe
terminar sus estudios de Filosofía. Al finalizar el curso
se le envía como profesor, al colegio de San Antonio, don-
de estudiará Humanidades. Allí, en la fiesta de Francis-
co Javier, le encargaron el panegírico del santo. Juan, lo
hizo con tal fervor y entusiasmo que impresionó viva-
mente al auditorio.
En aquella ocasión, llega desde Maduré a Portugal el Pa-
dre Baltasar de Costa que encarecía las necesidades de la
misión y exhortaba a los jóvenes a asumir los duros traba-
jos que la evangelización imponía. El ejemplo del animoso
apóstol contagia a Juan. Entre tanto, comienza el curso de
Teología y recibe el sacerdocio en 1673.
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ñero. Y, hace voto de consagrarse a las misiones de Ma-
duré; por entonces, las misiones más duras de todo el
Oriente.
Para resolver el problema de las castas y acceder a la
evangelización universal, adopta un proceso de adapta-
ción, con el que su amigo y antecesor el P. Baltasar da
Costa, consiguiera los más espectaculares resultados. Se
hace pandará-suami, asceta penitente. Lograba así el pri-
vilegio de tratar con todas las clases sociales y convivir,
hasta con los propios parias.
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canzan no sólo a multitud de parias para los que edifica
iglesia propia, sino también a los gobernantes, a pesar de
las perturbaciones políticas y guerras entre los diversos
estados: de Tanjaor a Ginja, de Sirucarambur a Tatuan-
cheri, en la selva impenetrable como en las fronteras es-
tériles de Maravá. Las conversiones se cuentan por cen-
tenares; las confesiones y comuniones por millares,
aunque la persecución obligara a los misioneros al aban-
dono de la región de Maravá. En 1686, nombrado ya supe-
rior de la misión, Brito determina transponer de nuevo
las fronteras del país, apenas escudado con las armas del
espíritu. Y, en menos de tres semanas bautiza a más de
tres mil gentiles.
Cuando lo llamaban al norte para administrar el bau-
tismo a numerosos catecúmenos, Brito es capturado con
sus catequistas en la región de Magalán. El primer mi-
nistro del rey de Maravá manda ponerles grillos en pies
y manos. Amarrados a troncos de árboles se les somete a
crueles tormentos, tanto en Maravá como en Manarcoilo
y Pagani, y se les condena a muerte. La sentencia no fue
ejecutada porque el soberano llama a los condenados a
la corte. Juan de Brito defiende elocuentemente la fe
cristiana y el soberano le devuelve la libertad de predicar
el evangelio y a los cristianos libertad para profesarla.
En el misionero mártir permanecerán, sin embargo, pro-
fundos estigmas por las torturas sufridas.
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ciendo escala en Brasil. Durante la larga travesía Brito
se comporta como modelo de caridad. Ya en Portugal, la
corte le venera como mártir de Cristo. Juan de Brito ex-
ponía con toda sencillez, vestido de pandará-suami, en
Lisboa, Evora, Coimbra y Oporto, los problemas más ur-
gentes de Maduré o de la Costa de Pesquería, invitando
con palabra cálida a la juventud a secundar la llamada
del Señor en el servicio de los gentiles. Y, al mismo tiem-
po, mostraba personalmente los nuevos métodos de adap-
tación misionera. Brito promueve la creación de un fondo
económico para el sustento de un grupo de indígenas a cu-
yos esfuerzos de organización catequética y promoción so-
cial se debían en gran parte los sorprendentes resultados de
la evangelización en los últimos años. Sus planes fueron
secundados con generosidad por los reyes y los grandes de
la corte, acompañados de piadosos y ricos burgueses.
El amor a la familia, aunque sacrificado a Dios, se
mantiene vivo en las almas consagradas, y, Juan de Brito
puede visitar a su madre y hermanas supervivientes,
mostrándoles toda su ternura. Como a los antiguos ami-
gos de su infancia. De todos obtiene preciosa ayuda y
ánimo.
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el esplendor episcopal. Brito se despide de su madre y
de los amigos hasta el cielo.
Al despedirse del monarca, pretende éste, detenerlo
todavía con el pretexto de saludar a la reina y a los prín-
cipes. Brito se da cuenta de la estratagema y se retira
apresuradamente. Toma un batel y consigue alcanzar Tajo
abajo, la ultima nave de la flota que marchaba a la India.
El 3 de noviembre de 1690 llegaba a Goa. El 20 de
junio del mismo año escribía de Verugapati: «Estoy aquí,
hace 15 días, y ya confesé casi mil personas y bauticé a
400». El milagro apostólico se renovaba. ¿Cuál era el se-
creto del misionero como instrumento de la gracia divi-
na? La austeridad de vida unida a una dedicación sin lí-
mite y maravillosa sencillez catequética: «Más fructifican
las verdades de Fe puramente predicada, que los concep-
tos delicados y las palabras pulidas» escribía en 1692 a
su amigo P. Luis Pereira.
Se nombra a Brito Visitador de la Misión y la recorre
por completo. Saluda en Pondichery a su amigo Francis-
co Martín, gobernador de aquel territorio francés y regre-
sa definitivamente a Maravá. Los últimos meses de su
vida serían, proporcionalmente, los más fecundos. Los
Santos al presentir la eternidad son avaros del tiempo.
Evangeliza a los Colers y funda la estación de Muni,
bautizando a más de 8.000 personas, entre sobresaltos y
privaciones. «Los sustos son horrendos, dice, y yo ando
sin casa ni cabana, caminando por las selvas, para asistir
a los cristianos.»
La inmolación final
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Rauganadevén, el 8 de enero de 1693. Se le conduce a la
corte con las mayores crueldades y, allí es condenado a
muerte y remitido a Urgur donde espera la ejecución. De
aquella espera tenemos noticias por una sencilla comuni-
cación a su Provincial: «Fui llevado a juicio. Confesé la
Fe de Dios en largo examen. Me volvieron a meter en la
cárcel en la que espero el buen día». Y alboreó el «buen
día», la mañana siguiente, 4 de febrero de 1693. Brito fue
degollado y se le cortaron los pies y las manos. La voca-
ción misionera de Juan de Brito se consumaba con la del
martirio. Dos coronas entrelazadas, la del servicio de Dios
y del prójimo.
Al conocerse la trágica noticia, la emoción de todo
Maduré y Portugal fue enorme: En Maduré, como siem-
pre, la sangre del mártir floreció en nuevas cristiandades.
En Portugal, en numerosas vocaciones misioneras. En la
corte de Lisboa no hubo luto; se celebró con fiestas so-
lemnes la muerte gloriosa de su antiguo paje. La propia
madre del mártir, que tanto se opuso a la partida de su
hijo hacia el Oriente, bajó a la capital en traje de gala.
Y los reyes la recibieron honrosamente.
Beatificado por Pío IX el 21 de agosto de 1853, San
Juan de Brito fue solemnemente canonizado por Pío XII
el 22 de junio de 1947.
P. D. Mauricio, S.J.
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8. BEATO RODOLFO ACQUAVIVA Y
SUS CUATRO COMPAÑEROS DE MARTIRIO
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un hermano hacia Conculim (al sur de la península), para
buscar allí un lugar en el que se pudiera construir una
iglesia. Mas después de una serie de incidentes los cinco
jesuítas son asesinados por la multitud soliviantada por
un hechicero; y, sus cuerpos arrojados a un pozo de
modo ignominioso. Más tarde y solventadas muchas difi-
cultades pudieron recogerse sus restos que fueron trasla-
dados a Goa, donde reposan hasta hoy. Los mártires, que
tenían una edad de 28 a 33 años, fueron canonizados por
León XII en 1893. Junto con los jesuítas también fueron
asesinados algunos de sus ayudantes.
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rras que mantenía. El deseo del martirio de Rodolfo
era conocido hasta por sus hermanos de China. «Toda-
vía no hemos resistido hasta la sangre», escribía. En un
ambiente totalmente mahometano se sintió muy solo,
sobre todo dado que en el Islam antes veía lo que separa
del cristianismo que lo que une. Así ya se quejaba en
1580: «Casi nunca oimos el dulce nombre de Jesús, pues
los mahometanos sólo lo conocen como un profeta y nie-
gan que sea hijo de Dios, y yo digo: a ese Jesús no le co-
nozco yo, y yo no puedo decir otra cosa que Jesús Hijo
de Dios». También padeció Rodolfo el peso del cargo de
superior.
Desde Agrá, donde tenía su sede marchó al Indo, a
donde el emperador había ido y allí enseñó durante al-
gún tiempo a su joven hijo los conocimientos europeos.
Llamado por el provincial se volvió a Goa con permiso
del emperador y allí fue nombrado superior de la misión
de Salsette, a donde fue en julio de 1583 junto con Al-
fonso Pacheco para ser informado por éste de la situa-
ción local. Pero en vez de eso encontraron los dos,
pocos días más tarde la muerte del martirio, que fue sen-
tida profundamente incluso por el emperador Abkar, que
había llegado a apreciar mucho al P. Rodolfo por causa
de su carácter.
43
lidades de trato. En la India terminó la teología y fue
nombrado en primer lugar ministro del colegio de San
Pablo. También estaba encargado de traducir las cartas
de los compañeros al castellano. Pronto creció tanto su
prestigio ante el provincial que le envió a finales de 1579
a Europa para tratar cuestiones delicadas con el P. Ge-
neral, el cual murió sin embargo en 1580. Mientras tanto
había muerto en Portugal el último rey de la dinastía
Avis y Felipe II de España se había convertido también
en señor de ese reino. El P. Pacheco le hizo una visita y
le explicó la situación de la misión en la India; esto no
fue en vano, pues hasta entonces el monarca no se sentía
especialmente movido hacia los misioneros jesuítas por-
tugueses. Acompañado de un grupo de misioneros volvió
Pacheco a la India en 1581, en donde era esperado urgen-
temente por el provincial, pues era uno de los jesuítas
más fieles y seguros, y según la opinión de Valignano
capaz de ser provincial. Sentía una especial inclinación
hacia el trabajo de conversión como «padre de cristianos»
y por ello hubo de hacer de introductor del P. Acquaviva
en Salsette, después de haber sido socio del Provincial.
Se comportó enérgicamente frente al virrey portugués
contra el consentimiento de costumbres paganas.
44
El beato Pietro Berno
P. J. Wicki, S.J.
45
9. BEATO FRANCISCO PACHECO Y
COMPAÑEROS MÁRTIRES DEL JAPÓN
Carisma misionero
El P. Francisco Pacheco de la Compañía de Jesús es
un ejemplo típico de carisma misionero. Nace en una
ilustre familia, en Puente de Lima, en el arzobispado de
Braga, hacia 1566. Muy niño oye hablar de los mártires
de la iglesia primitiva y hace inocentemente voto de serlo
él igualmente. Los embarques de misioneros que todos
los años se realizaban en Lisboa con la mayor solemni-
dad, aumentaron los deseos de Francisco. El ejemplo de
su tío materno, heroico misionero del Japón, estimularía
la respuesta de Francisco a la llamada de la gracia. Para
imitarlo entra en el noviciado de la Compañía de Coim-
bra el 30 de diciembre de 1585. Allí estudia Filosofía. Du-
rante sus cursos filosóficos, en 1592, obtiene la misión
de la India.
47
del colegio. En 1612 de nuevo marcha a Japón, donde el
Obispo Luis de Cerqueira, conociendo la prudencia y ca-
racterística afabilidad en el trato con toda clase de per-
sonas de Pacheco, le elige como su Vicario General. A la
muerte del prelado, en 1614 se levantó una terrible per-
secución y los misioneros fueron desterrados del país.
Francisco Pacheco era demasiado conocido, lo que le
impedía asegurar el gobierno diocesano que le había sido
confiado. Por ello debe recogerse en Macao y esperar al
año siguiente en el que de nuevo marcha a Japón vestido
de mercader, con otros jesuítas disfrazados de marine-
ros. Residía en Takakun y en las islas de Amakusa, pa-
sando en 1619 a Kami.
En 1621 se nombra a Pacheco Provincial de aquellas
regiones. Y, a pesar de sus cargos de gobierno, y de su
debilidad física y de su falta de vista, continúa trabajan-
do en la evangelización directa. Misionero de la iglesia
del silencio y de la pastoral de catacumbas, vive los últi-
mos años de su vida aislado, predicando y administrando
los sacramentos al anochecer. En un ambiente muy duro,
con peligro de delación y viajando a la intemperie.
48
se le conduce a Shimbara, donde detuvieron también al
P. Juan Bautista Zola, natural de Brescia, de 51 años de
edad y 33 de vida religiosa.
49
infancia estaba satisfecho. El carisma misionero se desa-
rrolló en plenitud para él y sus compañeros.
De la misma corona participaron, el día 12 de julio,
Nancio Araki, su hermano Matías y otros siete cristia-
nos: Pedro Azakiyori, Juan Nagai y Juan Mino Tcnaka,
muertos a fuego lento; sus esposas Susana, Catalina y
Mónica, decapitadas, con el niño Luis, hijo de Mónica y
de Juan Nagai. Practicaban la hospitalidad cristiana y
habían recogido en sus casas a los predicadores del evan-
gelio. Mártires de la Fe, lo fueron también de la caridad.
Fueron conjuntamente beatificados por Pío IX en
1867 como ejemplo de que desde los inocentes a los jefes
y madres de familia, juntamente con almas consagradas
a Dios en la vida religiosa y sacerdotes del Señor, todos
pueden dar testimonio de Cristo, en la proclamación y
extensión del Reino.
P. D. Mauricio, S.J
50
10. BEATO CARLOS SPINOLA Y COMPAÑEROS
La vocación
51
cipio este anhelo no era sino un sueño de juventud, pero
ya no le abandonó más a lo largo de su vida. Siempre
apareció este deseo de nuevo en todas sus oraciones, tra-
bajos y privaciones.
Cuando su familia supo su decisión de entrar en la
Compañía hubo una tormenta de indignación. Pero él
permaneció firme. Se dirigió a su tío el cardenal para
pedir ayuda:
52
todo tiempo, en todo lugar, y para que al fin me pue-
da unir a Ti en el martirio».
En la misión
53
Prisionero por Cristo
54
admitido en el cielo a la profesión, quiero de buena
gana recibir otras muchas probaciones más difíciles».
Holocausto
55
«Ayer irrumpieron de un modo totalmente inespe-
rado los alguaciles con gran furor en nuestra prisión.
Nosotros creíamos, por los rumores, que nos había
llegado la hora, que nos iban a matar en seguida.
Pero sólo querían contar los prisioneros y escribir
sus nombres...»
P. H. Cieslik, S. J.
56
11. BEATO SANTIAGO BERTHIEU
El sacerdote diocesano
El jesuíta
57
al año siguiente se sienta entre los teólogos de Vals cer-
ca de Puy, para recibir una especie de sólido recyclage.
Se entusiasma entonces con los cursos del P. Ramiére
que le comunica su ardor persuasivo para difundir la
devoción al Sagrado Corazón.
El misionero
58
de una cristiandad joven. Se mete a fondo en la vida del
país; se acerca a todo el mundo, se interesa por los pro-
blemas de la economía regional, del trabajo, de la ayuda
de todo tipo, de la enseñanza. Nada le es indiferente;
vibra al unísono con los habitantes y se vuelca con pre-
dilección con los débiles, los enfermos, los leprosos en
particular. Se hizo todo a todos. Lo mismo que en Santa
María, la fama que de él corre es que es «bueno». Sopor-
ta todo con una paciencia excepcional y siempre se preo-
cupa por llevar a los hombres a la fe en Jesucristo. Su
distrito es considerado como «uno de los de más progre-
so y esperanza».
¿Qué necesidad hay de que la guerra con Francia pon-
ga por segunda vez a los misioneros en el mar? La Pro-
videncia conducía así al P. Berthieu hacia el sacrificio
supremo. Vuelve a ver la isla Reunión, a los compañeros
de infortunio y no deja de prepararse para los trabajos
del ministerio.
El mártir
59
familias se dispersan en el campo. El P. Berthieu está a
merced de los insurrectos. Con algunos cristianos se re
fugia en el pueblo de Anbohibemasoandro. Al día siguien
te, los Menalamba se apoderan de él, le maltratan, le hie
ren en la cabeza y le arrastran hacia el bosque. A la caí
da de la noche, no sabiendo cómo desembarazarse de su
prisionero, proponen algunos al P. Berthieu salvar la vida,
a cambio de renunciar a predicar el evangelio. La res
puesta es digna de los primeros mártires de la Iglesia:
«Prefiero morir». En el pueblo de Ambiatibe, a 60 Km.
de Tananarive, los Menalamba disparan varias veces so
bre el prisionero y al fin lo rematan a bastonazos. Como
Cristo, como San Esteban, el padre reza en voz alta, du
rante un momento, con los brazos en cruz, por sus cris
tianos y por los que van a matarle. Era el 8 de junio de
1896.
Los feligreses de Polminhac, en este 75 aniversario,
han llevado tierra de Auvernia, recogida cerca de la casa
del P. Berthieu, para mezclarla con la tierra Malgache:
gesto que simboliza la unión profunda del mártir y de sus
cristianos. El P. Berthieu ha unido su suerte a la de sus
fieles de Madagascar. Sigue vigilando desde el cielo sobre
Anjoforozady, Ambiatibe y la Gran Isla entera.
t V. Sartre, S.J.
(Arzobispo, en otro tiempo, de Tananarive)
60
12. BEATO LEON-IGNACIO MANGIN
61
das por los mercaderes chinos, resarcir el opio confiscado
y reembolsar al gobierno inglés los gastos de la guerra. A
pesar de que las autoridades chinas negaron la legaliza-
ción del tráfico del opio, este tráfico aumentó. En los
diez años posteriores al tratado, la importación de aque-
lla mercancía subió hasta 60.000 cajas por año duplicando
la cifra de los años anteriores a la guerra.
El tratado de Nanking no fue más que el primer paso.
Otros tres tratados se firmaron inmediatamente: el tra-
tado complementario inglés de Bogue (1843), el america-
no de Wang-hsia (1844), y el francés de Whampoa (1844).
Este último incluyó una cláusula que permitió la cons-
trucción de iglesias y escuelas cristianas en los cinco
puertos comerciales.
La aplicación de los tratados infligía al pueblo chino
humillaciones y daños materiales y era causa de frecuen-
tes conflictos entre las poblaciones y las autoridades lo-
cales en varias regiones de China. La presencia de misio-
neros extranjeros y sus interferencias con litigios entre
los chinos agravaron interiormente la situación. En el
1846 un guardia chino ultrajó una bandera inglesa sobre
una nave china registrada en Hong-Kong. El mismo año
un misionero francés fue muerto por un grupo de chinos
rebeldes. Viendo en todo esto un «casus belli» Inglaterra
y Francia declararon la guerra a China y le impusieron
de esta forma dos tratados ulteriores: uno firmado en
T'ien-Chin en 1858 y el otro en Peking en 1860. Fue en
aquella ocasión cuando la iglesia católica en China fue
puesta oficialmente bajo la protección del gobierno
francés.
Sin erftbargo tal disposición no agradó al gobierno
alemán que en 1891 anunció su intención de considerar
bajo su propia protección a todos los misioneros cató-
licos de nacionalidad alemana. El ministro alemán en
Peking declaró: «Ahora nosotros nos encargaremos de
nuestros propios misioneros y en el caso de un conflicto
con China, presentaremos nuestra factura y asegurare-
62
mos el pago completo». El momento de presentar la cuen
ta llegó en 1897 cuando dos misioneros alemanes fueron
muertos en una aldea de la provincia de Shangtung. El
asesinato fue cometido por bandidos que saqueaban la
aldea. Las autoridades chinas actuaron rápidamente: el
juez provincial se apresuró a presentarse en el lugar del
delito y aplicar la justicia. A pesar de esto los alemanes
invadieron la provincia de Shangtung y presentaron su
cuenta: la cesión del Golfo de Chiao-Chou y la concesión
a los alemanes del derecho exclusivo para construir el
ferrocarril y extraer el mineral de las minas en la provin
cia de Shangtung. La acción decidida del gobierno alemán
asombró al gobierno de las otras potencias y precipitó los
acontecimientos políticos de China. En esta ocasión el
P. León Wiegér, un misionero veterano de China hizo la
siguiente observación en su «Historia política de China»;
«1899: negociaciones entre las diversas potencias, sobre
sus esferas de influencia respectiva. Estas actuaciones
explican los rumores de la inminente división de China y
exasperan a los chinos. Comienzan los «boxer».
63
al movimiento de los «boxer» una nueva dirección que se
revela después en sus cantos de propaganda: «los espí-
ritus han salido de sus cavernas; los santos descienden
de sus montes. Ellos nos enseñan el arte de la lucha. Con
su ayuda no nos será difícil echar a los diablos foraste-
ros». «He aquí por qué los espíritus nos enseñan el arte
de la lucha. He aquí por qué nosotros nos inscribimos
en la milicia de la justicia y de la paz: los diablos foras-
teros han invadido nuestro país; quieren convertir nues-
tro pueblo a su reügión e inducirlo a ofender a Dios, des-
preciar a Buda y olvidar a los antepasados.»
En 1890 la insurrección se había extendido hasta Pe-
king. Ya en la primavera de aquel año grupos de «boxer»
se veían circular por las calles de aquella ciudad, y en los
muros de las iglesias aparecían manifiestos anticristia-
nos. En el mes de mayo la ciudad imperial se encontraba
ya bajo el control de los rebeldes. Mientras tanto las di-
versas Embajadas, alarmadas, habían solicitado refuer-
zos a sus respectivos gobiernos y no dejaban de presio-
nar al gobierno de China para que actuase enérgicamen-
te contra los insurrectos; pero el gobierno chino era im-
potente. El 13 de junio, una banda de «boxer» fue agre-
dida por soldados americanos, colocados para la defensa
de una iglesia protestante. Enfurecidos los «boxer» pren-
dieron fuego a varias iglesias cristianas de la ciudad. De
esta forma estalló el conflicto. Al día siguiente un alto
funcionario de la corte imperial apuntó en su diario:
«sobre las calles apenas se ven coches de los funcionarios
públicos. Las órdenes del gobierno han dejado de obser-
varse. Es triste. La ciudad imperial se ha quedado de-
sierta como un puesto de vanguardia en la frontera del
Imperio». El 21 del mismo mes la corte imperial decidió
inesperadamente aliarse con las fuerzas rebeldes y de-
claró la guerra a las fuerzas extranjeras en Peking. La
noticia conmovió a la nación. En la China Septentrional,
donde las fuerzas rebeldes eran mayoría, se desencadenó
súbitamente un gran movimiento anticristiano. El Padre
64
Mangin se refugió en Chou-Chia-Ho, una aldea cristiana
fortificada. Los «boxer» les alcanzaron el 14 de julio. Des
pués de una semana de lucha el 20 de julio la defensa se
vino abajo. El Padre y un millar de cristianos se refu
giaron en la iglesia donde fueron asesinados.
P. J. Shih, S.J.
65
13. SAN PABLO MIKI Y SUS COMPAÑEROS
67
Esperanzador crecimiento de la Iglesia
68
en el año 1587 cambió Toyotomi Hideyoshi repentina-
mente su actitud, prohibió la predicación de la religión
cristiana y dispuso la expulsión de todos los misioneros
del Japón. Las razones de esta medida puede ser que
fueran el recelo de que la religión cristiana, con influjo
creciente, pudiese ser impedimento a sus pretensiones de
poder total, como también los temores a causa de las re-
laciones de los misioneros con el extranjero. Desde en-
tonces se le quitó la libertad a la Iglesia en el Japón y
estuvo expuesta a continuas amenazas de toda clase. Bien
es verdad que el decreto de Hideyoshi fue llevado a cabo
de un modo no radical y en muchos lugares pudo con-
tinuar el trabajo misionero. Todavía llegó en 1593 un
grupo de franciscanos enviados desde las Filipinas; éstos
pudieron permanecer en el Japón, y dieron un testimo-
nio del Evangelio lleno de frutos, de un modo especial
mediante su caritativa actividad en los hospitales para
pobres y leprosos que levantaron en muchos lugares.
Pero la situación de la Iglesia en el Japón permaneció
amenazada y además unas catástrofes naturales y una des-
afortunada guerra con Corea pesaron sobre el país. Cuan-
do en el otoño de 1596 el barco español San Felipe, yen-
do de camino de Manila a Méjico, paró en el Japón, co-
menzó una nueva crisis, pues su rica carga fue tomada
por asalto y por unas desafortunadas manifestaciones de
su piloto se levantó la acusación de intenciones bélicas
contra el Japón. En relación con ello condenó Hideyoshi
a muerte de cruz a 6 franciscanos (entre ellos 3 sacerdo-
tes) y 15 japoneses laicos ayudantes suyos. Pablo Miki,
escolar de la Compañía de Jesús, los dos ayudantes se-
glares de los jesuítas, Juan Soan (de Goto) y Diego Kasai
(los tres vivían entonces en la residencia jesuítica de Osa-
ka), fueron inscritos en la lista de los condenados. Tam-
bién fueron condenados a muerte otros dos cristianos
japoneses que acogieron a los condenados en el camino
hacia Nagasaki, donde tuvo lugar la ejecución. Así el 5
de febrero de 1597 murieron en total 26 mártires.
69
Como fundamento de la condena adujo Hideyoshi que
los condenados habían predicado las enseñanzas cristia-
nas contra una rigurosa prohibición, y renovó su prohibi-
ción y el decreto de expulsión de todos los misioneros.
Con esta muerte, en los años siguientes, empezó una épo-
ca de facilidades para la Iglesia, hasta que en el año 1614
Yokugawa Ieyasu y su sucesor en el Shogunat comenza-
ron la total represión y extinción del Cristianismo, con
lo que padecieron el martirio numerosos misioneros y
varios millares de cristianos japoneses.
70
Los compañeros de Pablo Miki, Juan Soan (llamado
«de Goto» por su isla de nacimiento) y Diego Kasai, eran
ciertamente distintos en edad y tipo de vida, pero ínti-
mamente unidos en la fidelidad a Cristo y en el deseo del
martirio.
Juan Soan, de 19 años e hijo de padres cristianos, era
desde su juventud alumno de los padres y colaborador
en el trabajo de la misión. '
Diego Kasai, de 64 años, se había consagrado total-
mente al servicio de la Iglesia después de una vida llena
de incidentes y gustaba de permanecer meditando los
misterios de la Pasión del Salvador.
Ambos desearon con vehemencia morir con Pablo Miki
como mártires. Poco antes del martirio pudieron hacer los
votos de la Compañía.
De este modo cumplieron los primeros mártires de la
Compañía en el Japón de un modo impresionante la exi-
gencia del Señor de seguirle hasta la cruz (cf. Mt. 16,
24-25) realizaron el ideal de la vocación jesuítica oblado
maioris momenti.
P. P. Pfister, SJ.
71
14. BEATO CLAUDIO DE LA COLOMBIERE
73
Hombre honrado y perfecto religioso
Con Cristo
74
cios y traducida por S. Ignacio para sus religiosos en las
Constituciones. Porque le parecía excelente retrato, el Pa-
dre La Colombiére lo adopta como programa de san-
tidad, como el mismo misterio de Cristo, abismo de
grandeza y de humildad, de obediencia y de libertad. El
sentimiento de liberación que Claudio anota varias ve-
ces en su Diario Espiritual después de haber adoptado
este ideal, hace suponer que había respondido realmen-
te a la llamada de Cristo. Por otra parte, esto contribu-
yó poderosamente al desarrollo de su apostolado. Dos
años más tarde, en Londres, en 1677, observará: «me
encuentro en el momento presente en una situación to-
talmente opuesta a la que tenía hace dos años. El temor
me llenaba totalmente y no me sentía inclinado en nin-
gún modo a acciones de apostolado, por la aprensión que
tenía de no poder salvarme de las trampas de la vida
activa, en la que veía que mi vocación iba a comprome-
terme. Hoy este temor se ha disipado, y todo lo que hay
en mí me impulsa a trabajar por la salvación y la santifi-
cación de las almas. Me parece que amo la vida sólo para
esto y que deseo la santificación tan sólo porque es un
medio admirable para ganar muchos corazones para Je-
sucristo» (Escritos Espirituales, edición CHRISTUS, nú-
mero 123). Y algunos días más tarde: «Me siento siem-
pre con un deseo mayor de obligarme a la observancia
de las reglas; siento un gran placer al practicarlas; cuan-
to más exacto me vuelvo en este punto, más me parece
entrar en una libertad perfecta; es verdad que esto no
me molesta en absoluto; por el contrario, este yugo me
hace, por así decirlo, más ligero. Yo miro esto como la
mayor gracia que jamás he recibido en mi vida» (Ibi-
dem 144).
En el corazón de Cristo
75
en el de Margarita María de Alacoque. El la ayudó a lle-
gar a la pureza del amor a Dios en el perfecto olvido de
sí misma: «Es necesario recordaros que Dios pide todo
de vos y que no pide nada». Participando de la Pasión re-
dentora de Cristo y solidario de la humanidad pecadora,
se esforzó por penetrar siempre más en el corazón de
Cristo y por introducir en El a los demás por su direc-
ción y sus escritos. La misión que recibió en seguida de
predicar en Londres a la duquesa de York, futura reina
de Inglaterra, le proporcionó la ocasión de ejercer valero-
samente un ministerio peligroso, sufrir una prisión en la
que contrajo la tuberculosis de la que murió tres años
más tarde, y ofrecer a los cuarenta años el sacrificio de
su vida.
La fidelidad de Claudio de la Colombiére al amor de
Cristo lleva los rasgos de su tiempo y de su carácter. Es
austera y afectiva, llena de dulzura y firmeza, lúcida y
valiente a pesar de una viva sensibilidad. En la práctica
atenta de los Ejercicios y de las Reglas de S. Ignacio de-
sarrolló dones admirables de sensibilidad y corazón, has-
ta el punto de llegar a una verdadera elegancia en el
heroísmo.
P. G. Bottereau, S.J.
76
15, MARÍA MADRE DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS
77
3 4
ción de los Ejercicios y de las Constituciones . La Com-
pañía naciente considera a María como «Virginem Dei
Matrem, quae Societatis universae patrocinium suscepit
5
universale» .
6
La devoción de Ignacio «non secundum scientiam» ,
se ve purificando poco a poco: desde cuando quiso «ven-
7
gar el honor de la maternidad de María a puñaladas»
contra el musulmán que la injuriaba, y dejó su puñal y
8
su espada en el altar de Nuestra Señora , y entregó sus
vestidos a un pobre «en la víspera de Nuestra Señora de
9
marzo, en la noche» , hasta que llegó a las cumbres de la
plenitud mística, cuando la «Madre» «le ayudaba cerca
10
de su Hijo y del Padre» . Su vida toda está marcada por
la presencia de aquella «a quien veía con sus ojos inte-
11
riores» .
La petición constante de Ignacio «a la Madre» fue
«que le pusiese con el Hijo»: gracia que le fue otorgada,
«sintiendo un cambio tal en su alma, que él vio clara-
mente que el Padre le ponía con su Hijo de modo que no
la
podía dudar» .
María aparece siempre junto al Hijo, tanto en la obla-
78
ción del Reino, como en la profesión de San Pablo extra
muros. Mientras delibera Ignacio sobre la pobreza de las
casas profesas, el 14 de febrero de 1544, celebra la Misa
de Nuestra Señora que ofrece su hijo al Padre. Y al día
siguiente anota en su Diario Espiritual que «al consagrar
suyo, no podía que a ella no sintiese o viese, como quien
es parte o puerta de tanta gracia, que en su espíritu sen-
tía. (Al consagrar mostrando ser su carne en la de su
13
Hijo)» .
La figura de María aparece siempre destacada, espe-
cialmente mientras escribía los Ejercicios y las Consti-
tuciones, apareciéndóle repetidamente, tanto en Manresa
como en Roma. María contribuyó eficacísimamente a la
génesis de estos dos documentos, que son base de la
Compañía.
79
La historia de la Compañía estuvo así ligada a María,
tanto individual como corporativamente. Los votos del
jesuíta se hacen al Hijo de María, Jesús, Dios omnipoten-
te, «Eterno Señor de todas las cosas», en presencia de su
16
Madre . Siempre se ha considerado a María como me-
dianera de todas las gracias, y la Compañía la ha amado
unas veces como a su Señora, otras como a su Reina,
otras como a su Madre. De todo jesuíta se puede decir:
«tenerrimo affectu ferebatur in Beatissimam Virginem
17
tamquam in Matrem suam» . Pero, al estilo mismo de
Ignacio, sin demasiadas expresiones afectivas. No hay
Santo o Beato de la Compañía del que no pueda decirse
que ha cultivado de modo especial el amor y la devoción
a María con afecto filial. «Numquam quiescam doñee ob-
tineam amorem tenerum erga dulcissimam matrem Ma-
18
riam» .
La Compañía ha defendido siempre las glorias de Ma-
ría en las formas más diversas: con estudios teológicos,
con la predicación, con la catequesis, con el arte y la ar-
quitectura, con sus misiones, con sus Congregaciones Ma-
rianas, y sobre todo con su vida. En todos estos aspectos,
la actividad apostólica de la Compañía ha sido tal, que
los jansenistas llegaron a decir que el cristianismo, por
influjo de los jesuítas, había degenerado en «marianis-
19
mo» : interpretación falsa de la máxima «ad Iesum per
Mariam», que la Compañía ha hecho suya, constituyendo
80
a María como Madre, como camino («strada»), como
20
«abogada, auxiliadora, socorro, mediadora» , e inspira-
dora del verdadero cristocentrismo, nota esencial igna-
21
ciana .
81
26
bres» y está más cerca de la Trinidad, de modo que
podemos repetir con palabras de León XIII, que cita a
San Juan Damasceno, que «eius in manibus sunt the-
27
sauri miserationum Domini» .
Por otro lado, sabemos por la Escritura que María ha
sido la creatura que ha estado más cerca del misterio de
Cristo, dándole ella sola toda su humanidad y participan-
do más profundamente de su Cruz. Es María la Madre
dolorosa, que ha sufrido como ninguna otra en el mundo,
28
haciéndose así «Madre nuestra en el orden de la gracia» ,
inspirándonos compasión y animándonos al mismo tiem-
po a que la sintamos muy cerca de nosotros. Al verla su-
29
frir tanto, «sin vacilación al pie de la cruz» , al sentir
que Jesús nos la entrega: «Mujer, he ahí a tu hijo. Hijo,
30
he ahí a tu madre» , al considerar «la soledad de Nues-
31
tra Señora con tanto dolor y fatiga» , nos convencemos
de que la Reina del cielo, tan excelsa, de tanto poder,
sabe de nuestros sufrimientos, pues nos ha engrendrado
en el dolor con un amor sólo superado por el de Dios
mismo. Es una Virgen «que fue ejemplo de aquel amor
32
maternal» , con que puede y quiere ayudarnos. «Cuida
con amor maternal de los hermanos de su Hijo que to-
davía peregrinan y se debaten entre peligros y angus-
33
tias» . Es, por tanto, signo de esperanza y de consuelo:
y por eso, en nuestras dificultades, se escapa de nuestros
34
labios aquella súplica: «Monstra te esse matrem» .
28 Ibídem, n ú m . 66.
27 Leo XIII, Epístola Encyclica «Diuiurni temporis» de Rosario
Mariali, d.d. 5 septiembre 1898, ASS 31 (1898-1899), págs. 146-147.
28 Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Lumen Gentium,
número 61.
29 Ibídem, núm. 62.
30 Jn. 19, 26-27.
31 S. Ignacio de Loyola, Ejercicios Espirituales, núm. 208.
32 Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Lumen Gentium,
número 65.
33 Ibidem, núm. 62.
34 Himno Ave Maris Stella.
82
Este espíritu filial, como de un niño con su madre, es
una característica ignaciana. Es este espíritu el que le
hacía sentirse «esclavito indigno» de María en Belén, el
que le hacía experimentar, cuando en algo faltaba, «una
cierta vergüenza o no sé qué de la Madre», como lo dice
varias veces en el Diario Espiritual: «representarme a
Nuestra Señora y cuánto había faltado el día pasado, y
no sin moción interna y de lágrimas, pareciendo que echa-
ba en vergüenza a Nuestra Señora en rogar por mí tantas
veces, con mi tanto faltar, y tanto que se me escondía nues-
tra Señora, y no hallaba devoción ni en Ella ni más arri-
ba». «Orando al Hijo me ayudara con el Padre en com-
pañía de la Madre sentí en mí un ir o llevarme delante
del Padre y en ese andar un levantárseme de los cabellos,
moción como ardor notabilísimo en todo el cuerpo, y
consecuente a esto lágrimas y devoción en la santa
35
Misa» .
Y de María, como de Madre, sigue esperando el jesuí-
ta ayuda y protección, como la esperaba y deseaba el mis-
mo Ignacio: «Plegué a Nuestra Señora que entre nosotros
pecadores y su Hijo y Señor nos interceda y nos alcance
la gracia con nuestra labor y trabajo, nuestros espíritus
flacos y tristes nos los convierta en fuertes y gozosos en
36
su alabanza» .
P. Pedro Arrape
Prepósito General de la Compañía de Jesús
83
16. SAN PEDRO CANISIO
Modelada totalidad
Eclesialidad
86
las polémicas de entonces, e intentó moderar, incluso en
sus amigos, el rudo tono que era el estilo de aquellos
tiempos. No se trataba únicamente de guardar las for-
mas externas. Más importante es la distinción, que en-
tonces no era de ningún modo evidente, entre la cons-
ciente, y por lo tanto culpable, separación de la Iglesia, y
el estar separado de ella simplemente de hecho y por lo
tanto sin culpa. Esta actitud reconciliadora-pacificadora
de Canisio hay que atribuírsela sobre todo a Pedro Fa-
bro, a cuya imagen permaneció estrechamente ligado du-
rante el tiempo de su vida.
Fidelidad en el trabajo
87
lo pasajero ha posibilitado que captase aquellos motivos
que todavía hoy son válidos siglos después, y que dan a
su texto una actualidad que está fuera del tiempo.
Su programa de trabajo
88
sobre la situación de hecho. Pero a pesar de la diferen-
cia de fuerzas tomó la tarea desesperante. Y esto sin que
pudiese apreciar y apuntar a rotundos éxitos inmediatos.
Sin embargo no se encontraron en él señales de des-
ánimo. Por el contrario era él el que daba nuevo ánimo
a los angustiados y perplejos. Aquí se manifiesta la au-
téntica magnitud de Canisio: ser consciente de que te-
nía que trabajar aparentemente en vano y en el vacío, y
a pesar de ello haber permanecido durante toda una
vida fiel e infatigable en este trabajo, de tal modo que
pareció haber derrochado toda su vida en él. «Hay po-
cos ejemplos como éste, en los que toda la persona
humana se entrega al trabajo de un modo tan comple-
to. Pedro Canisio es el trabajo de su vida» (Peter Lip-
pert S.I.).
P. B. Schneider, SJ.
89
17. SAN ANDRÉS BOBOLA
Contexto histórico
En la pléyade de los grandes jesuítas polacos del si
glo XVII: predicadores como Pedro Skarga (f 1612), poe
tas como Mathias Sarbiewski (f 1640), escritores espiri
tuales como Nicolás Lancicius (f 1653) y Gaspar Druz-
bicki (f 1662), no podía faltar un humilde misionero rural,
cuyo nombre fue salvado del olvido por su prodigioso
destino postumo.
En el curso de la sangrienta revuelta de los cosacos
(1648-1654), que degeneró en una guerra entre Polonia y
Moscovia, miles de fíeles y decenas de sacerdotes, en las
marcas orientales del Reino de Polonia, pagaron con su
vida su fidelidad a la fe romana. La invasión sueca (1655),
justamente llamada «el diluvio», ilustrada por los asedios
de Czestochowa y de Varsovia (1657), después de la pérdi
da de la soberanía sobre el Ducado de Prusia (1657), debi
litaron la autoridad real de Jean-Casimir (148-1688), que
murió siendo abad comanditario de St. Germain des Prés
en París.
Los destacamentos de Cosacos, cuya República libre
había pasado al servicio de Moscú, organizaron incursio
nes en los distritos fronterizos, para favorecer estas re
vueltas. Una vez acabada la guerra política, se constitu
yeron en defensores de la ortodoxia rusa frente a los
cristianos orientales ligados a Roma desde el Acta de unión
de Brest-Litvosk (1596).
91
veinte años, en medio de todas las tempestades, en es-
tos distritos abandonados, para despertar o mantener la
fe romana. Desde 1636 hasta su muerte (1657) recorrió
centenares de kilómetros en los arenales y marismas del
valle del Pripet. Pero es todavía más lejos, en la fértil lla-
nura de Janov, donde encontró una muerte excepcional-
mente cruel.
Nada parecía destinarle al martirio: sacerdote piado-
so ciertamente, predicador en Vilna y consiliario de Con-
gregaciones Marianas de 1622 a 1634, llevaba una vida de
apostolado urbano sin especial relieve. Pero sus tranqui-
las ocupaciones ocultaban un temperamento fogoso, una
entrega inagotable al servicio de sus hermanos desde el
momento en que sus necesidades se hacían sentir. Pudo
verse bien esto, cuando, siendo superior de Bobruisk, se
gastó noche y día a la cabecera de los apestados en el
curso de la epidemia que se abatió sobre la ciudad como
consecuencia de la miseria subsiguiente a la segunda gue-
rra con Moscú (1632-1634).
Concuerdan los testimonios en presentárnoslo como
un compañero agradable, que le gustaba incluso vivir bien
llegada la ocasión, y dispuesto sin embargo a entregar
toda su persona. Sensible a la miseria moral de las po-
blaciones abandonadas de la región del Pripet, les con-
sagró los mejores años de su edad madura. Muy pronto
vio que le ponían el sobrenombre de «el seductor de al-
mas», los que eran hostiles a su acción apostólica.
Muchas veces se encontró enfrentado a bandas de mu-
chachos que excitaban contra él y que le perseguían a
pedradas. Esto mismo le confirmaba en su voluntad de
dar testimonio de bondad, de implantar una religión de
misericordia allí donde reinaba el odio y la división.
92
después de su muerte. Enterrado primero piadosamente
por los habitantes de Janov, devuelto en seguida a los je-
suítas de Pinsk, se encontró su cuerpo intacto, por el
azar de un traslado de cementerio en 1808. Transportado
a Polotsk, donde residía el general de los jesuítas de «la
Rusia Blanca», quedó allí, venerado en un féretro de cris-
tal, hasta 1922. Los soldados del ejército rojo se apodera-
ron entonces de él para confiar al Museo de Ciencias Na-
turales de Moscú este cadáver momificado desde hacía
más de dos siglos, tras treinta años de permanencia en
un terreno empapado de agua. De Moscú a Roma por
Odessa, el cuerpo de Andrés Bobola dio la vuelta a Euro-
pa (1924), para volver después de las ceremonias de la
canonización (1938) a su tierra natal. La presencia de esta
preciosa reliquia en Varsovía, durante los años sombríos
de la guerra 1939-1945, fue fuente de consuelo y esperan-
za para los habitantes de la capital. Transportado de un
barrio a otro durante la insurrección de Varsovia, bajo
los tiros de artillería o por los alcantarillados de la ciu-
dad, el cuerpo de S. Andrés no dejó de ser un símbolo de
resurrección, como lo habían sido unas palabras de alien-
to, recibidas en sueños de parte de S. Andrés, por un jo-
ven dominico a principios de siglo, antes de la guerra
de 1914-1918.
Este maravilloso destino postumo, explicable sin duda
por causas naturales, si bien poco ordinarias, puede muy
bien ser un símbolo de la bendición concedida a los hu-
mildes que quisieron ser fieles a las llamadas interiores
de un evangelio tomado en serio.
93
18. SAN LUIS GONZAGA
95
Dios. Poco a poco se va haciendo cada vez más intole-
rante respecto a aquel mundo sutil y se enfrenta con él.
No es simple anticonformismo; es la rebelión de quien,
teniendo como ideal el seguir a Cristo incondicionalmente
desea y escoge más la pobreza con Cristo pobre que la
riqueza, las ofensas con Cristo cargado de ofensas que
los honores (cf. EE. núm. 167).
96
toria comprobará, exigiendo nuevas intervenciones del
hábil primogénito.
La difícil decisión
97
y aun primariamente, en la oblación de sí mismo, en la
transformación con la que, bajo el impulso de la gracia,
el hombre aprende a hacer suyos los sentimientos del Se-
ñor, vive de su vida y de esta forma llega a ser autén-
tico apóstol.
En los años del Noviciado y en el Colegio Romano,
durante los cuales Luis se prepara para su futura activi-
dad sacerdotal, bajo la guía de San Roberto Bellarmino,
su amor se hace más profundo y lo impele siempre con
mayor insistencia a abandonarse completamente en la
voluntad del Señor que continúa llamándolo a sí. De esta
manera Luis progresa rápidamente hacia la madurez cris-
tiana y la sabiduría de quien ha comprendido que el gra-
no de trigo debe morir para llevar mucho fruto.
Animado por esta fe, nutrida con la oración, e ilumi-
nado por la gracia mística, Luis se ofrece con viril forta-
leza y con caridad sin límites al servicio de los enfermos
cuando, en la primavera de 1591, l a peste estalla en
Roma, donde se encuentra como estudiante de Teología.
Aunque él se prodiga incansablemente con los pobres
apestados y nada lo detiene en acercárseles, curarlos, lle-
varlos entre sus brazos, Luis no contrae, por lo que nos
consta, la terrible enfermedad contagiosa. Pero muere,
después de un período de rápido y creciente debilita-
miento orgánico, el 21 de junio de 1591. Muere pues a
causa de su entrega, de su caridad, que lo ha empujado a
responder a los gritos de dolor que le llegan de los su-
frientes, es decir, a la invitación del mismo Cristo que
tiene necesidad de consuelo y cuidados en tantos y tantos
enfermos: «Aquello que habéis hecho al más pequeño de
mis hermanos, lo habréis hecho conmigo» (Mt. 25, 40).
P. P. Molinari, S.J.
98
19. SAN BERNARDINO REALINO
99
nal. A la sólida competencia jurídica unía una no común
cultura humanística adquirida en las Universidades de
Módena, de Bolonia y de Ferrara, capital del estado al
cual pertenecía Carpi, su ciudad natal. En el ámbito de la
Corte de Este él había podido integrar en su personali-
dad todos los ideales de la cultura humanístico-renacen-
tista italiana.
En un temperamento naturalmente optimista, alegre,
serenamente dulce, respetuoso de los otros e inclinado a
la beneficencia —como él mismo se dibuja en una pági-
na autobiográfica—, se insertan ágilmente los ideales del
período más maduro del renacimiento; que están conte-
nidos en la «dignidad del hombre», síntesis antropológi-
ca de matriz cristiana, fundamentalmente optimista, que
intenta valorizar, sublimándola, todas las dimensiones de
la naturaleza humana: la dimensión de la 'virtud' que
vence a la 'fortuna'; de la 'nobleza' que es conquista y
mérito personal; del 'saber' en función del 'hacer' y por
consiguiente, de la 'vida activa' que prevalece sobre la
'vida contemplativa' con vista a la construcción de la 'so-
ciedad civil'; del valor del 'trabajo humano'; de la 'gloria',
premio natural de la 'virtud'; del 'amor' que es esencial-
mente don de sí.
Tales características, que constituyen «la humana dig-
nidad» del humanista italiano de los siglos xv y xvi, las
encontramos en la producción literaria de B. Realino y
sobre todo en la selección hecha por él en favor de un
servicio de carácter social, como es el incremento y tute-
la del 'bien común', por medio de la magistratura.
A lo largo de su carrera, la realidad, hecha también de
fracasos profesionales y de dolor, como fue la pérdida de
la mujer amada, lo madura afectivamente, en el sentido
de una siempre más consciente opción cristiana. Y cuan-
do fortuitamente, conoce en Ñapóles la nueva institución,
fundada un cuarto de siglo antes por Ignacio de Loyola
y representada en la ciudad napolitana por Alfonso Sal-
100
merón, es capaz de encontrar realizados en ella, de modo
pleno, los ideales que le habían sostenido hasta entonces.
El servicio insigne y discreto, en la Compañía de Je-
sús, del Dios Trinidad, con Cristo, en la Iglesia, a través
de las almas redimidas por la sangre de El, se presentará
a B. Realino como llamada cristiana personal que asumi-
rá los caracteres de certeza, de urgencia, de sobrenatu-
ral necesidad y de positividad.
Renunciará sin lamentos a su profesión y también a
su «cultura humanística» de la cual conservará la parte
mejor de los contenidos ideales y escogerá definitivamen-
te la «ciencia de la cruz» de Cristo. Negándose completa-
mente a sí mismo y su propia voluntad y tomando su
cruz —por usar sus palabras— correrá «a gran paso hacia
aquella sangrienta pero vencedora Insignia del Capitán y
Señor nuestro Cristo Jesús». Y «para servir a Dios con
ánimo íntegro» escogerá la Compañía de Jesús que des-
cribe a su padre en los siguientes términos: «Vida buena,
sana doctrina, pobreza de vestidos y riqueza de espíritu,
ardor de caridad hacia Dios y el prójimo»; éstas son las
características que para él, constituyen un «verdadero re-
trato de la primitiva iglesia apostólica». Junto a tales
compañeros que, de ahora en adelante serán su «paraíso
terrestre» vivirá «con tanta alegría de espíritu», feliz de
poder honrar más y «servir al otro, dirigiendo todas las
cosas para gloria de Dios».
El tema de la alegría y consolación espiritual, conse-
cuencia de la acción del Espíritu, cuyos frutos son la
«alegría, paz, longanimidad, benignidad, bondad, fide-
lidad, mansedumbre» (Gal. 5, 22), será una constante en
su vida, verificable por su epistolario, y en el recuerdo
de aquellos que convivieron con él. Será su «servicio del
espíritu» (2 Cor. 3, 8).
Por 10 años en Ñapóles y durante más de 40 en Lecce,
iniciador y principal artífice del colegio de aquella ciu-
dad, será consejero espiritual de un gran número de per-
sonas. Y ello mediante la práctica, muy viva en el primer
101
cincuentenario de vida de la Compañía, del coloquio es-
piritual, de la actividad epistolar, del sacramento de la
penitencia, de los ejercicios espirituales de San Ignacio.
Un mínimo de eficiencia organizativa, pero un máximo
de contactos interpersonales, a través de los cuales la
vida de fe, esperanza y caridad cristiana de B. Realino
podía ser propuesta y transmitida a aquellos que se le
acercaban.
Largos períodos de enfermedad y mezquinas incom-
prensiones de parte de algunos hermanos, sobre todo du-
rante los primeros años de la estancia en Lecce, lo pu-
rifican afinando su afán cristiano de «consolador», hasta
el límite de su vida, cuando —según su último supe-
rior— «por la extrema vejez, no podrá ejercitar más los
ministerios propios de la Compañía, pero continuará ayu-
dando a todos con la oración, con el consejo y con el
ejemplo de una vida transparente». Y entonces, no obs-
tante la pena de no poder hacer más, que lo inducirá a
firmar su última correspondencia con un desolado: «el
viejo inútil Bernardino Realino», a los ojos de Dios y de
los hombres habrá cumplido enteramente su servicio,
«siervo» de aquellos que llamaba «los siervos de Dios o
mejor los hijos de Dios».
P. M. Gioia, SJ.
102
20. SAN JUAN-FRANCISCO REGÍS
Místico y apóstol
103
píritu Santo del que estaba animado».—«Hablaba de los
misterios como si los viese con sus ojos».—«Veía a Cris-
to en los pobres».—En el altar, «la alegría de su rostro
manifestaba la íntima comunicación de su alma con Cris-
to».—«Yo le vi en oración, y pensé que estaba en el éx-
tasis del espíritu».—«Se diría que respiraba tan sólo a
Dios, que no veía más que a Dios. Parecía tenerlo siem-
pre en el corazón y en los ojos.»
De ese mismo hontanar de su espiritualidad brotaba su
entrega a los demás. «Habría dado mil vidas por la salva-
ción del prójimo».—«Yo le vi enlazar las noches con los
días hablando de Dios. Escuchando confesiones le he vis-
to olvidarse de comer, beber, dormir».—«Estaba lleno de
amor a Dios. Cuando veía a Dios ofendido, este hombre
tan dulce, se indignaba por momentos.»
Un hombre de acción
104
guedoc. Ignacio quería al servicio de Cristo almas bien
templadas. Régis podía ofrecer en conjunto un tempera-
mento animoso y plenamente viril.
105
ca». Nunca se quejó. Su preocupación por los demás es
desinteresada, limpia de toda voluntad de poder. Dios le
distingue con su muerte prematura. Régis no ve más que
la voluntad de su Maestro. Trabaja hasta el fin de sus
fuerzas, y cae con las armas en la mano en la entrega
confiada de sí mismo a Dios.
Seis semanas más tarde, el P. Vitelleschi escribía a su
rector: «Lo que me causa, a pesar de todo, una alegría
singular, es que ha muerto de una manera que conviene
perfectamente a un verdadero hijo de la Compañía dedi-
cado a santos trabajos y en pleno combate por las almas
contra el pecado y el demonio.»
Este «verdadero hijo de la Compañía» ha sido nom-
brado patrono principal de los jesuítas de Francia por
las Cartas Apostólicas del 15 de octubre de 1603.
106
21. SAN FRANCISCO DE JERÓNIMO
107
Entrado en el noviciado en julio de 1670, al año si-
guiente es enviado a tomar parte en la misión rural de la
región de Salento que los jesuitas desarrollan en aquella
parte de la Puglia que constituye el 'talón' de la península
italiana. Un noviciado duro pero útil para lo que será
su definitiva «misión»: la evangelización del pueblo napo-
litano. Llamado a la capital, durante el verano de 1674
para terminar el curso de Teología, quedará allí hasta su
muerte, en el servicio de aquello que gustará llamar su
«India doméstica».
La situación socio-religiosa de la más grande ciudad
del mediodía italiano, en la segunda mitad del 600 era ex-
tremadamente seria. Cerca de 200 mil habitantes se apre-
taban en un estrecho perímetro urbano; poblaban una
decena de «arrabales» periféricos, acampaban como po-
dían a lo largo de las «playas» del bellísimo golfo. Como
todas las ciudades europeas contemporáneas, Ñapóles era
el lugar de las más estridentes contradicciones. Por una
parte, el esplendor medieval, renacentista y barroco de
su vida, de los palacios y de las iglesias; de otra, las mo-
lestias insanas de las callejas y de los «bajos», de los
tenduchos, toperas sin luz, donde en penosa promiscui-
dad vivía la mayor parte de la población. Por una parte
el alto nivel de vida de una nobleza ociosa y pendenciera;
de otra, las fatigas de un grupo numeroso de pequeños
artesanos, comerciantes y pescadores que constituían el
tejido productivo de la ciudad. A ellos se unía, atraída
por el incipiente urbanismo, una multitud de emigrantes
y desheredados en busca de fortuna, de pobres aldeanos
atraídos por el espejismo de la ganacia, de ociosos y faci-
nerosos, de charlatanes con milagreras invenciones, de
soldados mercenarios, marinos y galeotes que poblaban
la zona portuaria, de ladrones, asesinos, alcahuetes y
prostitutas. Una masa fluctuante empeñada en una lucha
continua por la supervivencia, y en la cual la degrada-
ción humana y cristiana era lo normal.
La elección apostólica de Francisco de Jerónimo, cayó
108
justamente sobre esta parte de Ñapóles que tenía como
las otras partes de la ciudad una cierta juvenil y genuina
franqueza, una índole risueña e indolente, un enorme
deseo de vivir. Esa zona fue el objeto de su atención
sacerdotal durante más de 40 años. La amó con el amor
de Cristo y participó de su vida casi exclusivamente, en
la vía pública. Este vino a ser su campo ordinario de
trabajo apostólico. Si se exceptúan las pocas horas de
sueño y las que dedicaba a la oración, el resto de su vida
transcurre con 'los alejados', exactamente donde ellos vi-
ven, por las calles y plazas de la parte con peor fama de
la ciudad napolitana. Encargado de la «misión urbana
permanente», por medio del ministerio de la palabra y
del sacramento de la penitencia y de la Eucaristía y me-
diante una catequesis popular continua, realizó una obra
de saneamiento moral, humano y cristiano que le sobre-
vivió durante mucho tiempo.
Ayudado permanentemente por cerca de 200 laicos re-
clutados entre la categoría de los pequeños artesanos y
de sus mismos «convertidos», iba al encuentro de los pe-
cadores y de las prostitutas, los «últimos» del evangelio,
sus predilectos. Se aproximó a millares —nos dicen dig-
nas estadísticas— y para millares de ellos fue la ayuda
por la que encontraron definitivamente a Dios en el ros-
tro del Redentor crucificado. Fue para ellos la voz del
«hoy» de Dios, de su juicio sobre la historia del hombre;
el pacificador, el consolador del pobre, del afligido, del
enfermo, del encarcelado, del esclavo.
Y en su sepulcro en la Iglesia del Gesü, el dominio si-
guiente a su muerte, 42.000 personas participaron de la
eucaristía, centro animador y meta de toda su actividad,
vital después de la misma muerte.
P. M. Gioia, S.J.
109
22, BEATO JULIÁN MAUNOIR
111
confusiones de la Liga, saquearon la región. La provin-
cia, en otro tiempo opulenta, ha salido arruinada de la
guerra civil: la miseria es grande. La población sigue
siendo cristiana, pero su fe duerme, en la proporción en
que su instrucción religiosa ha sido descuidada. Los sa-
cerdotes son muy numerosos, mucho más de lo que exige
el servicio parroquial. No pueden vivir todos de lo que
venga o de las fundaciones: trabajan con sus manos y el
sacerdote - artesano, jardinero, tejedor y trabajador de
mimbre para fabricar cestas y otros objetos, es una fi-
gura habitual de las aldeas bretonas. No han conocido
los seminarios y, salvo alguna excepción, su bagaje teoló-
gico es ligero.
La obra original del Beato Maunoir consistió en adap-
tar a esta situación las fórmulas que había recibido de
Michel Le Nobletz. La misión comporta una parte esen-
cial de enseñanza catequética, sin la cual la vida cristiana
no puede tener fundamento sólido. Poco a poco llega a
ser también una sesión de formación sacerdotal, pues
pertenece a los sacerdotes continuar en las parroquias la
acción de los misioneros.
El P. Maunoir convoca a los que han aceptado ayu-
darle; llegan a veinte, treinta, a veces más. Durante un
mes, hace que compartan su vida: levantarse a las cua-
tro, recitación en común de las horas menores, medita-
ción. Todos se dirigen en procesión a la Iglesia donde está
reunida la multitud. Celebran la misa y comienzan las
confesiones. El P. Maunoir o uno de sus compañeros en-
tabla una conversación con la asamblea, pregunta, res-
ponde a las cuestiones; está así seguro de captar la aten-
ción y de ponerse al alcance del auditorio. Sigue la repe-
tición de cantos en otro local, o al aire libre: se apren-
den los cantos compuestos por el Beato: son las leccio-
nes de catecismo puestas en verso con tonadas conocidas.
Se vuelve a la Iglesia para una segunda instrucción. Des-
pués de la comida, tiene lugar una conferencia para los
sacerdotes: a Maunoir le gustaba poder confiarla a hom-
112
bres tales como los PP. Rigoleuc o Huby. Durante este
tiempo, volvía junto a los fieles para la lección de cate-
cismo. Consideraba este ejercicio como uno de los más
importantes de la misión. Allí era donde utilizaba las cé-
lebres pinturas simbólicas legadas por Michel Le Nobletz.
La tarde se dedicaba a las confesiones y a la oración co-
mún, rosario, cantos entremezclados con instrucciones.
El último sermón era seguido por la bendición del San-
tísimo. Después los misioneros recitan en coro maitines
y laudes; después de la cena participan en una nueva con-
ferencia. La misión se clausura con una procesión que
tiende a hacer revivir las etapas principales de la historia
de la salvación de la humanidad. Incluso aquí el cuidado
del Beato es instruir más que conmover.
Tales fueron, durante su larga carrera apostólica, las
jornadas del que fue principal artífice de la renovación
religiosa de Bretaña. Dejaba tras de sí parroquias forta-
lecidas en su fe y pastores aptos para proseguir su acción.
Las multitudes venían a él, atraídas sin duda por las ma-
ravillas que el hombre de Dios extendía con profusión,
pero sobre todo por su arte de comunicar a las almas
más sencillas las verdades que eran su vida. Ellas han re-
tenido la iluminación de aquel que, al hacerse uno de los
suyos, les mostró el camino que conduce a Dios. Para el
pueblo bretón, el P. Maunoir era —y sigue siéndolo— el
Tad Mad, el buen padre.
P. H. Marsille, S.J.
113
23. BEATO ANTONIO BALDINUCCI
115
Filippo, al cual estaba muy ligado afectivamente, entró
en el noviciado de los padres dominicos. Este pensamien-
to se transformó bien pronto para Antonio en el deseo
de seguir al hermano y llegar a ser miembro de la orden
de Santo Domingo. La inesperada oposición paterna, que
no se dejó jamás doblegar, y la experiencia de los ejerci-
cios ignacianos le harán sin embargo comprender su ver-
dadera vocación, que al margen de condicionamientos ex-
ternos, era para la Compañía. De esta forma entró en el
noviciado de San Andrés en Roma el 21 de abril de 1681:
tenía entonces 16 años.
Comienza de esta forma un período muy importante
para su vida, porque tras dificultades de salud, en el dis-
cernimiento de sus aspiraciones más verdaderas en los
diversos contactos con la Compañía que trabajaba en los
colegios y en la predicación, maduró, junto con los su-
periores, la elección de su campo de trabajo. Su sueño
era imitar el ejemplo típico del apostolado misionero,
San Francisco Javier, y repetidamente pide ser enviado
a la India, o a China o a Japón, pero en vano. Debiendo
descartar un trabajo de enseñanza, imposible por su sa-
lud, le quedará entonces como alternativa predicar la
Cuaresma y el Adviento en los pulpitos de Italia, siguien-
do las huellas de bien conocidos oradores de su tiempo.
Pero él experimentaba una profunda repugnancia por
aquel género de oratoria, más bien teatral, típica de la
época. Sobre todo no sabía resignarse a los grandes cum-
plimientos que se hacían a los oradores famosos.
Durante el cuarto año de Teología, va poco a poco cre-
ciendo el recuerdo de tanta gente encontrada en el cam-
po, donde había estado para restablecerse durante las in-
terrupciones de sus estudios. Eran pastores, aldeanos y
toda la gente de las aldeítas del Agro Romano, de la Sa-
bina y del Alto Lacio, de quienes sabía estaban necesita-
dos de todo, en concreto porque nadie pensaba llevarles
la palabra de Dios y el mensaje de la reconciliación.
116
Aquello podía realmente constituir su campo de trabajo
y su misión.
A este tipo de misión estaba dedicada la Compañía
desde los tiempos de San Ignacio, que había hecho indi-
car explícitamente en la fórmula del Instituto «la ense-
ñanza de la verdad cristiana a los niños y a los rudos, la
reconciliación de los discordes, el socorro a los encarce-
lados y a los enfermos y el cumplimiento de toda obra
de caridad...»
Hombres como el P. Landini ( | 1554) y San Francisco
Régis (f 1640) habían dedicado su vida a este ministerio
considerado «propio de la Compañía». El P. Claudio Ac-
a
quaviva, a continuación de la Congregación General 5. ,
en el 1599 había impartido directrices precisas insistien-
do que todo sacerdote, especialmente los profesos, die-
ran cada año misiones populares; que en toda casa al
menos dos padres se consagraran a ello de lleno; que se
tomaran «residencias provisionales como campos móviles
para este trabajo» y que «cambiaran de vez en cuando
su sede para no limitar la acción a pocas ciudades o re-
giones». En Italia el período de oro de las misiones po-
pulares va de 1681 a 1730 y entre los nombres más signi-
ficativos tenemos al P. Pablo Segneri Sénior, que du-
rante 26 años residió en San Giovannino de Florencia y
muere en 1694; al P. Piamonti (f 1703), P. Centofiorini
(t 1712), al P. Pablo Segneri Júnior (t 1713), todos com-
prometidos en la Italia central y San Francisco de Jeró-
nimo (t 1716) en los arrabales de Ñapóles.
A este tipo de ministerio dirigieron los superiores
también al P. Antonio Baldinucci, enviándolo primero a
Viterbo en 1697 y después, al año siguiente, a Frascati
donde permaneció hasta su muerte, acaecida durante una
misión en Pofi en 1717. Fueron 20 años de encarnación
de la palabra del Evangelio, anunciada hasta al más pe-
queño centro habitado y vivida en la asistencia escrupu-
losa a los pobres y a los moribundos, en el llevar la re-
conciliación a las conciencias, en el hacer superar las
117
diferencias personales y familiares, en la disponibilidad
continua a cualquier llamada o necesidad.
Con esta dedicación total a un trabajo extenuante,
daba prueba de estar «despojado de su propia voluntad
y de la propia inclinación, para revestirse de Cristo...» y
de ser como aquellos hombres queridos por Ignacio, los
cuales «en las fatigas, en las vigilias, en las privaciones;
en pureza y en ciencia, con paciencia y bondad, en el Es
píritu Santo; en caridad no fingida... a través de los ho
nores y la ignominia... la felicidad y la adversidad, van
a paso rápido y forzado hacia la patria celeste y llevan
consigo a los otros, por todos los medios, con todos los
esfuerzos, únicamente mirando a la mayor gloria de Dios».
P. A. Ceccarelli, SJ.
118
24. SAN IGNACIO DE LOYOLA
119
cia, pide la gracia de aborrecer el mundo, pero esta in-
trospección espiritual no es desalentadora; Ignacio la
realiza ante Cristo crucificado, muerto por sus pecados.
La admiración de verse perdonado y salvado se abre en
una gratitud activa llena de familiaridad respetuosa. «¿Qué
he hecho, qué debo hacer por Cristo?» Estos coloquios
del siervo a su señor, del amigo a su amigo, sobrepasan
la persona de Ignacio, cuyos pecados entran, con los pe-
cados del género humano, en el universo de la Encarna-
ción redentora, obra de la Trinidad Santa. Sus medita-
ciones y los favores místicos que Dios le concede van a
hacer de él un apóstol decidido, por amor a Cristo, a ayu-
dar a las almas buscando su salvación y perfección. Más
tarde, unos compañeros compartirán su ideal y propaga-
rán y defenderán la fe por la predicación y el servicio de
la Palabra, los sacramentos y por toda clase de ministe-
rio de caridad. Ignacio no cesará de estimularles al puro
amor de Jesucristo, al deseo de su gloria y a la salvación
de las almas que El ha rescatado, señalándose en el ser-
vicio y en el amor de Dios. El dinamismo humano del
convertido ha encontrado su orientación definitiva.
120
los dones descienden de arriba, de Dios, sabio y poderoso
y cómo a El se remontan y es necesario que el hombre
los haga dirigirse a El.
Es verdad que esta manera nueva de ver las cosas no
le cambia totalmente. Multiplicando los contactos huma-
nos con más o menos éxito, encontrando lentamente a
través de diversas experiencias, el justo medio, sigue
aprendiendo la discrección de espíritus, se ejercita en la
discreta caridad, indispensable en una vida en la que hay
que tomar tantas decisiones.
121
ción de que ha sido «puesto con el Hijo», que militará
por Dios bajo el estandarte de la Cruz sirviendo al único
Señor y a su vicario en la tierra, el Papa, pues el combate
de Cristo no ha terminado para los hombres. Siempre
hay algo más que hacer, un servicio mayor que cumplir.
El Espíritu Santo hizo sentir a Ignacio y a sus compañe-
ros que entre Cristo que es el Esposo y la Iglesia su es-
posa, hay un mismo Espíritu que nos gobierna y nos di-
rige para el bien de nuestras almas. Como hombre rea-
lista, Ignacio conocía el rostro de esta Iglesia militante
del siglo xvi, que no estaba libre de manchas y arrugas;
la ve caminar lentamente por el camino de su reforma,
sufre sus desgarramientos, siente que ella es lo bastante
generosa como para evangelizar las tierras lejanas. El
servicio que prometía a Cristo se concreta en la disponi-
bilidad efectiva de todo un grupo de hombres con res-
pecto al vicario de Cristo. Seguro de que si el Espíritu le
habla en lo interior, también lo hace en y por la Iglesia
jerárquica, en la que Cristo realiza cada día su misterio
redentor, Ignacio ve su carisma reconocido por la auto-
ridad de la Iglesia visible.
122
jor. La solicitud por la perfección personal será insepa-
rable de la solicitud por la perfección de los demás.
El estudiante de Alcalá, de Salamanca y París no po-
día imaginar que habría de ser el fundador de una orden
religiosa. Le era necesario madurar, progresar, sacar pro-
vecho y ser ayudado por todos los que el Señor pondría
en su camino, antes de unirse a estos «amigos en el Se-
ñor» que decidirán no separarse jamás y que formarán un
grupo religioso en obediencia.
123
pasa por Jesucristo mediador, para obtener del Padre de
las luces las gracias de las que tiene continuamente nece-
sidad para llevar a feliz término su tarea. La Compañía
es también un cuerpo con funciones diferenciadas, un
conjunto de hombres que comparten una misma voca-
ción, íntimamente unidos entre sí por la caridad, por un
mismo espíritu y ligados a Dios por la obediencia, obe-
diencia que nace del envío, de la misión. Fruto del voto
de Montmartre, es obediencia al Papa; resultado de una
deliberación llevada a cabo por los primeros compañeros,
es obediencia al superior. Pero es sobre todo obediencia
a Cristo, enviado obediente del Padre. Es por lo que Ig-
nacio quiere que sea vigorosa, disponible, gozosa, rápida,
a veces ciega y que se borra ante la Luz eterna; inteligen-
te también, por respeto al Espíritu Santo que vive en
todo cristiano y en todo religioso.
124
justos, sus hombres y sus mujeres, sus paganos y sus
cristianos, el mundo al que se trata de ganar y de llevar a
Jesucristo por todos los medios sobrenaturales, la cari-
dad, la oración, la pobreza evangélica, y con los medios
naturales, cultura, influencia, dinero, relaciones humanas
que harán del apóstol un instrumento eficaz del Reino de
Dios, siguiendo el designio de su Providencia que quiere
ser glorificado con todo lo que da como Creador y con lo
que da como autor de la gracia.
Autorretrato de un santo
125
entre los más eminentes en todas las virtudes y entre los
más meritorios de la Compañía: ¿acaso pensaba Ignacio
al trazar las cualidades que debe tener el General que se
estaba dibujando a sí mismo? Puede haber sido así, sin
pretenderlo. El se había puesto en sus Ejercicios, se po-
nía en las Constituciones del mismo modo que se había
puesto en cuanto hacía. Es ahí donde hay que contem-
plarle para comprenderle y para hacer fructificar su he-
rencia.
P. G. Dumeige, S.J.
126
25. BEATO PEDRO FABRO
127
zan juntos, buscan juntos su camino, hacen los Ejercicios,
encuentran poco a poco, a través de los signos normales,
lo que Dios espera de ellos.
Los diez últimos años fueron de un intenso servicio
apostólico, los años «itinerantes», en una cristiandad con
inmensas necesidades: en la Italia central y del norte, en
Alemania, en provincias situadas en las fronteras del ca-
tolicismo y del protestantismo naciente, después en Espa-
ña, de nuevo en Alemania, en Bélgica, en Portugal, en
España (una vez más)... En este mundo agitado, en el que
se vio cada vez más comprometido, cada vez más pere-
grino, Fabro, a lo largo de todo su camino, ejerció una
acción en profundidad sobre gran número de hombres
de toda condición, a veces muy influyentes. ¿Dónde radi-
ca su secreto?
La apertura a todos
129
ellos: «Si entonces se parte de lo que se descubre, para
desarrollarlo, se tendrá frutos más abundantes» (M 330).
Esta acción del Espíritu, que utiliza los recursos del
temperamento, ¿no es el secreto del bien llevado a cabo
por Fabro, sobre todo por las conversaciones particula-
res, las confesiones, y los Ejercicios? «Era, dice un testi-
go, maravillosamente atrayente, y en la manera de com-
portarse era sencillo y serio al mismo tiempo; era elo-
cuente y muy docto». Y Simón Rodríguez, uno de los
primeros compañeros: «tenía una alegre dulzura y una
cordialidad que yo jamás he encontrado en nadie. Entra-
ba, no sé cómo en amistad con los demás, influía poco a
poco sobre su corazón, de tal manera que por su manera
de obrar y el encanto de su palabra, les arrastraba a amar
a Dios». A estos dones del corazón hay que añadir una
ciencia sólida, en particular, el conocimiento de las Es-
crituras, en cuyo comentario y lectura, se nos dice, sobre-
salía ante sus oyentes.
130
que es una inmensa gracia tener el favor de aquel (el Es
píritu Santo) que es para todos los seres, tan poderosa
y tan íntimamente, el principio, el medio y el fin» (M 315),
que los abre los unos a los otros (M 35, 141), «que viene
a todos a través de todas las cosas» (M 307).
P. C. Morel, S.J.
NOTA : Las referencias están hechas según los números del Memo
rial (M). Ver Memorial del Beato Pedro Fabro, traducido y comen
tado por M. de Certeau, col. Christus, 4, París, 1960.
131
26. SAN PEDRO CLAVER
Un santo en su camino
133
te en 1654. Treinta y seis años consagrados al trabajo
con los más miserables de su época: los esclavos negros.
Bautizó y catequizó a más de 300.000 de ellos, utilizando
métodos que hoy son modernos: intérpretes nativos, for-
mación por grupos tribales, recurso a la imagen gráfica.
134
Juan Eudes, Francisco de Régis y también del Jansenis-
mo rígido. Hombres contemporáneos como San Carlos
Borromeo, el santo de la reforma eclesiástica y Pedro
Canisio, apóstol del norte, dos aspectos de la renovación.
Pontífices como Gregorio XV con la creación de la
Congregación de Propaganda Fidei, florecimiento misio-
nal en Asía y América.
Desaparición de figuras como Santa Teresa y vitali-
dad de su obra.
Santos de la caridad como San Juan de Dios y San
Camilo de Lelis.
El Papa Gregorio XV, Urbano VIII, Inocencio X, de-
jan huellas profundas. Dentro de la Compañía de Jesús
por la que preguntaba Claver: Canonización de San Ig-
nacio. Muerte de San Roberto Belarmino y de dos hom-
bres que influyeron en Claver: Suárez y Ripalda, el teó-
logo y el catequista. Fue coetáneo de grandes misioneros:
Reducciones del Paraguay, Nobili en Asia, Francisco de
Régis en Europa. Segunda generación ignaciana.
El espíritu de Ignacio aún vivía pujante especialmente
en pueblos de misión. La intercomunicación fraterna epis-
tolar lo hacía conocer en el mundo. Claver era uno de
esos grandes misioneros en América: «El mayor del si-
glo xvii», se ha escrito. El no fue un protagonista impor-
tante de la historia política profana. Su labor se desarro-
lló en el ámbito de los marginados espirituales, pero con
repercusión profunda en lo social.
Un místico dinámico
135
en todos los hombres y sírvelos como imagen suya» —
«Buscar a Dios en todas las cosas y le hallaremos al lado».
Su misticismo era muy realista y de gran übertad de
espíritu. Sobre su reclinatorio el libro del P. Ricci: «Vita
D. Nostri J. Christi», el recientemente aparecido del Pa-
dre La Puente y las obras de Santa Teresa.
Fue un gran orante: «La gran oración... la preciosa,
la dichosa», solía decir.
Fue incomprendido muchas veces aun entre los su-
yos. Tuvo horas de profundo desamparo. Tuvo Superio-
res difíciles. He aquí un informe que enviaron a Roma
poco antes de morir. Cartas anuas. 1651. «Pedro Claver.
Ingenio bueno. Juicio mediocre. Prudencia exigua. Expe-
riencia de la vida y de las cosas mediocre. Aprovecha-
miento bueno. Carácter melancólico. Ministerios, insigne
con los etíopes (negros). Adelantamiento espiritual ópti-
mo». Qué contrastes y qué juicio tan paradójico.
«Todo el tiempo libre de confesar, catequizar e ins-
truir a los negros, lo dedicaba a la oración. Muchas horas
de oración nocturna». Anota su compañero de labor: Se
le oía repetir: «Señor, yo os amo mucho... mucho».
136
tonces se les acercaba, les acariciaba». Esta es la gran
nota distintiva de su carisma apostólico: Su gran amor.
«Se le iba el corazón tras los que sufrían» que eran mu-
chos: Presos, herejes, esclavos, leprosos; éste era su am-
biente habitual.
Su carácter, naturalmente melancólico, era de mucha
afabilidad por los pobres, en especial con sus catequis-
tas: «No hay madre que se desvele por sus hijos tanto
como Pedro Claver por sus catequistas». Eran, nos dice,
«mi brazo derecho». «Sus amigos».
«Tenía una gran compasión por estas negras esclavas
que no tenían a nadie. El las daba la preferencia en sus
cuidados y hacía esperar largas horas a las grandes seño-
ras dentro de las filas de esclavas que venían a confe-
sarse».
Aparece un sentido claro de la integración racial y
humana realizada a base de amor y de sacrificio perso-
nal, éste fue su gran carisma que hizo de él un héroe, un
santo de hoy.
Su mejor semblanza está en el grito de los esclavos
al conocer su muerte «Murió nuestro mejor amigo».
San Pedro Claver fue proclamado en 1896 patrono uni-
versal de las misiones entre negros por León XIII, el
Papa que dijo: «Después de la vida de Cristo ninguna
vida ha conmovido tan profundamente mi alma como la
del gran apóstol San Pedro Claver.»
P. A. Valtierra, S.J.
137
27. SAN ROBERTO BELARMINO
139
ministerio pastoral. Se le veía siempre con los sacerdo-
tes y con los pobres. Repartía todo lo que tenía entre los
más necesitados. Oraba junto con su clero en la catedral,
enseñaba personalmente el catecismo, recorría los pue-
blos, atendía uno por uno a los que acudían donde él. No
es extraño que él mismo se atreva a escribir sin reparo
alguno con su sencillez connatural al hablar de este pe-
riodo de Capua: «Era amado del pueblo al que él amaba
a su vez. Los ministros del rey nunca le ocasionaron mo-
lestia alguna. Le veneraron siempre por la persuasión que
tenían de que era siervo de Dios».
Se transparentaba del íntimo de su ser el amor de
Dios que le invadía. Pero no se dejó seducir por el en-
canto del amor. Con su gran realismo percibió los peli-
gros del momento. Fundió el amor con el santo temor,
pero no «un temor servil, sino un temor casto y filial
como conviene a los santos y perfectos. Es un temor que
incluye la perfecta caridad, porque el que ama muy ve-
hementemente, tiene miedo de ofender a su amado» (Ex-
plan, in Psalm. 33).
Era un amor que se apoyaba no en sentimientos va-
nos, sino en Dios. Era estar contento con lo que Dios le
daba. «Porque el que entiende qué es ser hijo de Dios y
del Rey de los Reyes, se adhiere a El con filial amor, está
contento con lo que tiene mucho o poco, porque no duda
que su amantísimo Padre le concederá en cada momento
lo que necesita». (De gemitu columb., lib. 2, cap. 2).
Este amor de Dios dio a Belarmino, tan sensible a
todo amor, la fuerza para renunciar a todo lo que no po-
día amar. «Si alguno empieza, inspirándolo Dios, a amar
a Dios en verdad por sí mismo y al prójimo por Dios,
comenzará a salir del mundo y a decrecer el amor a la
concupiscencia. Lo que le parecía imposible cuando do-
minaba la concupiscencia, que un hombre viva en el
mundo como si no fuese del mundo, se hace muy fácil
cuando crece la caridad» (De arte bene moriendi, lib. I,
cap. 2).
140
El santo, para mostrar la fuerza del amor de Dios que
llenaba su ser recurre al ejemplo del amor de un amigo.
Dios era su amigo y él era el amigo de Dios. «Ninguno
sabe mejor las cosas de un amigo que su amigo... Así su
cede con uno que ama a Dios. Siempre piensa en Dios,
busca saber noticias de Dios, está contemplando día y
noche la Escritura, que es como una serie de cartas man
dadas desde el paraíso y así viene a saber muchas cosas
altísimas e incluso conoce frecuentemente secretos de
Dios, las cosas futuras y los corazones de los hombres,
porque Dios se revela a los que le buscan» (Exhort. pá
gina 140).
Fue el amor de Dios el que llevó a Belarmino a amar
de modo especial el oficio divino y los salmos. Leerlos es
«como leer una carta enviada por Dios a mí, carta con la
que Dios me consuela, increpa, instruye» (Exhort. p. 20).
A servirse de la Escritura como base de discusión con los
luteranos ya que «todos los herejes sin excepción admi
ten la palabra de Dios como regla de la fe» (Controver
sias. Prólogo).
El amor de Dios le llevó a amar a la Iglesia como a la
verdadera esposa de Cristo (Explan, in Psalm. 44) y al
Sumo Pontífice como a su Vicario. Los ataques de los lu
teranos contra el Papa repercutían hondamente en su
corazón y fueron la ocasión de que se transformase en el
paladín del Pontificado. El primer libro de las Controver
sias explana sus tres grandes amores. Trata «de la Pala
bra de Dios, de Cristo cabeza de la Iglesia y del Sumo
Pontífice».
El amor de Dios y de la Iglesia y la percepción de los
peligros que corría en aquel momento el Primado le con
virtió en el adalid del Pontificado. En el prefacio de sus
Controversias nos descubre la razón de por qué centró
su teología en la defensa del Pontífice romano. Es «Sum-
ma rei christianae», como la quinta esencia del cristia
nismo. Era el «fundamenten», el fundamento de la uni
dad de la fe.
141
Pero no se contentó con defender al Pontificado de
los ataques de fuera. Luchó porque se desarraigasen los
abusos que ofrecían ocasión a los novadores para sus crí-
ticas. Con libertad profética presentó a Clemente VIH
un Memorial en el que delataba los seis grandes abusos
que se daban en la Corte romana y se dedicó en la me-
dida de sus fuerzas a extirparlos.
El amor al Papa no le hizo un servil adulador. Por lo
mismo creyó deber suyo defender la teoría del poder in-
directo de los Papas sobre los Estados, y no el directo,
como quería Sixto V. No tuvo miedo en hacerlo aunque
su decisión le iba a costar el que pusiesen en el índice
«hasta que se corrija» el libro escrito para defensa del
Pontificado, las Controversias. Se creyó también en el
deber de recordar al Papa que no era dueño, sino admi-
nistrador de la Iglesia y de manifestar el carácter abusi-
vo de algunas prácticas pontificias, aunque esto le llevó
a caer en desgracia de Clemente VIII. Pero siempre el
amor inspiraba todos sus actos. Hizo lo posible para
«salvar el honor de Sixto V» como dice en su autobiogra-
fía, cuando en la Biblia editada por este Pontífice «se ha-
bían mudado sin razón muchas cosas y no faltaban hom-
bres de autoridad que juzgaban que aquella Biblia debía
ser prohibida públicamente». Consiguió que se quitasen
los pasajes mal cambiados y que se añadiese un prólogo
«en que se diese a entender que en la primera edición por
excesivas prisas se habían introducido algunas erratas.
Y así, confiesa, volvió él [Belarmino] al Papa Sixto bien
por mal» (Autobiogr. XV).
Este amor lo alimentaba con una oración reposada,
frecuente a pesar de sus múltiples ocupaciones. Y el
Señor le concedió en cambio lo que podíamos llamar «la
mística del servicio de Dios». Su espíritu se mantuvo,
como en los grandes místicos, sereno espiritualmente en
medio de una vida de intenso trabajo y preocupaciones.
Nada le quita la paz, ni el peligro de ser nombrado Papa,
como reconoce candidamente en su Autobiografía. En vir-
142
tud de esta fuerza él, dulce y bondadoso por naturaleza,
se mezcla en las disputas teológicas más importantes de
la época. Encarnó los problemas de la Iglesia, los afanes
del Pontificado, se sintió cercano a todos los que tenían
algún problema. Fue el modo como transparentó el amor
de Dios. Como quería San Ignacio, vivía con Dios en
medio del trabajo y de la vida.
P. I. Iparraguirre, SJ.
143
28. SAN FRANCISCO DE BORJA
145
celona dejó en el santo una huella que descubrimos en
sus tratados espirituales del primer período.
Superior a este influjo fue el ejercitado en el ánimo
de Borja por los primeros jesuítas llegados a España,,
principalmente por los Padres Antonio de Araoz y beato
Padre Fabro. Primer fruto de esta espiritual amistad fue
la fundación del colegio de Gandía, el primero de los
abiertos a estudiantes seglares. Y cuando, tras la muerte
de su esposa (1546) hizo los Ejercicios bajo la dirección
del P. Andrés de Oviedo, su decisión fue la de renunciar
a todo y entrar en la Compañía.
San Ignacio se dio cuenta de la importancia de aque-
lla vocación, no sólo por la autoridad del candidato, sino
por la profunda espiritualidad que descubrió en el duque
de Gandía. De temperamento diferente, Ignacio y Borja
armonizaron perfectamente en una relación de maestro
a discípulo. Impresiona el tacto y la delicadeza con que
Ignacio trató a Borja. Este a su vez fue dócil a las insi-
nuaciones de su maestro y padre. Cuando más adelante
fue llamado a sucederle, su petición constante al Señor
fue conseguir el espíritu del fundador.
Dentro de la fidelidad al espíritu ignaciano, plasmado
en los Ejercicios y en las Constituciones, la espirituali-
dad de Borja revistió características propias.
El punto central hay que buscarlo en su viva fe en
la grandeza suprema de Dios, en contraste con el íntimo
conocimiento de su propia miseria. «Quis es Tu et quis
sum ego?» Esta era la pregunta que se dirigía a sí mismo.
La contraposición de la majestad de Dios con su peque-
nez, de los beneficios divinos con su mala corresponden-
cia desembocaba en el sentimiento que él llamaba «con-
fusión». A la vista de Dios se sentía pecador y digno de
los mayores castigos. Pero este sentimiento, mezcla de
vergüenza y temor, no se reducía a un estéril abatimien-
to, menos aún a una morbosa concentración en sí mismo,
sino que le abría el paso a un ardiente amor a Dios. Cuan-
do todas sus miserias quedaron consumidas en el fuego
146
del arrepentimiento, su alma se abrió a la contempla-
ción de los beneficios divinos y sus ojos se concentraron
en Jesucristo, su pasión, sus llagas, su sangre, su alma. Si
antes le aterraba la confrontación con la majestad divina,
ahora le confunde el enfrentamiento con Cristo paciente.
Viendo a Jesús llagado y puesto en cruz, prorrumpe en
esta exclamación que vemos repetida varias veces en su
Diario Espiritual: «Christus pro me vulneribus confec-
tus, et ego sine vulnere!». De aquí que sufriese con pa-
ciencia las enfermedades del cuerpo y las tribulaciones
del espíritu, que amase ardientemente la cruz y que an-
helase dar su vida por Jesucristo.
Dotado de un temperamento sensible, dirigió su mente
hacia Dios, en un afán unitivo. No le bastaba conocerlo
intelectualmente, porque «entender sin amar poco vale».
Deseaba llegar a un amor de Dios sin medida. El camino
era la oración. La idea de fijar en Dios su morada le hacía
detenerse en la llaga del costado de Cristo. Todo en él
debía transformarse: sus sentidos y potencias, su cuerpo
y su alma. Procuraba santificar todas las acciones de su
jornada, siguiendo varias prácticas que él hacía y reco-
mendaba a los otros. Rogaba por las intenciones de la
Compañía y de la Iglesia, repartiéndolas por los días y las
horas. Su amor a Dios tuvo su manifestación más sensi-
ble allí donde Cristo nos aparece más cercano a nosotros:
en la Eucaristía. No sin razón los artistas suelen repre-
sentarle revestido de los ornamentos sacerdotales y en
oración ante Jesús sacramentado.
Su carácter afectuoso, aunque aparentemente austero,
transformado por la acción de la gracia, hizo que sus rela-
ciones con los demás especialmente con sus subditos, se
revistiesen de sencillez, delicadeza y fina caridad. Conser-
vó siempre la dignidad aprendida en la corte. Nunca se le
vio enojado ni áspero, ni siquiera con aquellos que le hi-
cieron sufrir o mostraron opiniones distintas de las suyas.
El que había renunciado a las dignidades del mundo, se
vio destinado durante casi toda su vida religiosa a los car-
147
gos de gobierno. No le faltaban cualidades para ello, como
Jo demostró, aun siendo seglar, desempeñando con pru-
dencia y acierto el cargo de lugarteniente general de Ca-
taluña (1539-1542). Solía llamar al día de su elección al ge-
neralato: «dies meae crucis». Y su petición al Señor era:
«o me lleve, o me quite el oficio, o me rija y gobierne a su
beneplácito». Se propuso como modelos a sus dos prede-.
cesores, San Ignacio y el P. Laínez. Pedía al Señor «la
suavidad del P. Laínez y la prudencia y lumbre de N.P. Ig-
nacio». Como norma de gobierno se inspiró en los decre-
tos de la segunda Congregación general, que le había ele-
gido por 31 votos sobre 39. Se preocupó ante todo por la
buena formación de los novicios y escolares. Sus prefe-
rencias se dirigían al noviciado de San Andrés del Quiri-
nal, en Roma, donde había tenido el consuelo de ver a no-
vicios como San Estanislao de Kostka. Vigiló celosamente
por la conservación del espíritu de la Compañía, señalan-
do los medios para ello en una carta memorable (1569).
Autorizado por la Congregación general, reglamentó el
tiempo destinado a la oración, pero de una manera flexible
y acomodada a cada Provincia. Buscó en el Evangelio las
raíces del espíritu de la Compañía. Estudió y comentó las
Constituciones, de las que hizo una edición en 1570. Revisó
las reglas generales y completó las de los oficios, hacien-
do de ellas una edición en 1567.
En su acción de gobierno fundó muchos colegios pero
rechazó más que los que fundó. Para el régimen de los
estudios preparó una primera Ratio studiorum. Fuera de
Europa, fue el fundador de las misiones en los países de
América sometidos a la corona española. Los primeros
jesuítas fueron enviados a la Florida. Cuando aquella mi-
sión, tras dolorosas experiencias, no pudo continuarse, los
esfuerzos se dirigieron hacia México, para donde salió
en 1571 una primera expedición de jesuítas. Tres fueron
las destinadas al Perú durante su generalato.
En su vida tuvo Borja que hacer dos actos de obe-
diencia al Papa, que bien pueden calificarse de heroicos.
148
El primero cuando en 1561, para cumplir una orden de
Pío IV, a la que él se consideró obligado en virtud del
cuarto voto, se trasladó de Portugal a Roma, para evitar
los conflictos con la Inquisición española, consecuencia
de la inclusión de sus obras en el Catálogo de libros pro-
hibidos publicado en 1559. El segundo cuando el Papa
San Pío V le encargó que acompañase al cardenal Michele
Bonelli en su visita a varias cortes europeas para aunar los
esfuerzos en la lucha contra el turco. Este viaje fue fatal
para su salud quebrantada. A los dos días de su regreso
a Roma moría en los mismos aposentos de la casa del
Gesü en los que 16 años antes San Ignacio había exhalado
el último suspiro.
P. C. de Dalmases, SJ.
149
29. SANTOS JUAN DE BREBEUF, ISAAC IOGUES
Y COMPAÑEROS MÁRTIRES
Condiciones de la evarígelización
La misión huraña, dónde se ejerció principalmente el
apostolado de Brébeuf, de logues y de sus compañeros,
puede Considerarse como una de las más difíciles de to-
dos los tiempos. Estos hombres, en efecto, conocieron
condiciones espantosas de clima, de alimentación y de
alojamiento. A través de un país de gigantes proporcio-
nes, franquearon distancias de varios centenares de ki-
lómetros en frágiles canoas de corteza. Viajes que se ha-
cían agotadores por los numerosos fardos que había que
llevar, por el paso de un río a otro, por la marcha en los
bosques, la plaga de los mosquitos, las dificultades de
avituallamiento, la ausencia de higiene de los indios. En
el invierno, después de largas marchas en la nieve, con
raquetas en los pies, encontraban por todo alojamiento,
o bien una choza construida con abeto, donde el viento
circula con tanta libertad como afuera, o miserables ca-
banas sin ventanas, donde se amontonan personas y ani-
males, mientras que el aire se carga con el olor tenaz a
pescado y el humo se agarrra a la garganta, la nariz y los
ojos. Después, durante años, venía el duro aprendizaje
de una lengua nueva, sin lazo de parentesco con las len-
guas europeas, para componer, al precio de esfuerzos inu-
sitados, una gramática y un diccionario, que permiten
balbucir en hurón los rudimentos de la religión cristiana.
A estas pruebas, vino a sumarse el espectro, más temible
todavía, del fracaso. En efecto, tras una fase bastante re-
confortante de amistad, los misioneros encontraron entre
aquellos a quienes venían a evangelizar, una resistencia
151
creciente y obstinada. Resistencia atribuible, según Bré-
beuf, a tres factores: la inmoralidad de los hurones, el
apego a sus costumbres, y epidemias sucesivas de las
cuales eran hechos responsables los misioneros, y que en
algunos años, hicieron caer a 12.000 de entre una pobla-
ción de 30.000 almas. De 1636 a 1641, la misión vivió en
un constante clima de amenazas, persecuciones y tenta-
tivas de martirio. El ritmo de las conversiones, como con-
secuencia, fue desesperadamente lento. Sólo en 1637, tras
seis años de un trabajo encarnizado, pudo por fin Bré-
beuf bautizar a un adulto en estado de salud. En 1641,
la misión no contaba todavía más que con 60 cristianos.
A partir de 1642, las bandas de iraqueses rodean con una
inmensa red todos los países de los hurones. Comienzan
entonces los grandes desastres que van a sucederse hasta
1649: ataque a los convoyes, correspondencia de los mi-
sioneros capturada o destruida, hurones y franceses cap-
turados, torturados y asesinados, pueblos saqueados e
incendiados. Tantas desgracias tuvieron como trágico des-
enlace el aplastamiento de los hurones y el martirio de
los que habían dado su vida para anunciar el evangelio.
Fuentes espirituales
152
fectible a Cristo. Cristo es para ellos una presencia viva:
compañero de ruta, de soledad, de apostolado, de sufri-
miento, de martirio. En sus escritos, la presencia de Cris-
to aflora en todas las líneas. Como S. Pablo, han sido al-
canzados por Cristo y no viven más que para él. Su amor
se dirige sobre todo a Cristo crucificado. Varios pidieron
la misión del Canadá, porque se encontraban en ella más
cosas que sufrir por Cristo. En algunos de ellos, como
Brébeuf y logues, esta preferencia está acompañada por
una verdadera vocación a la cruz.
Entre las influencias que han marcado la vida espi-
ritual de los mártires, hay que mencionar igualmente la
del P. Luis Lallemant, cuya fuerte personalidad domina
toda esta generación de jesuítas. Directa o indirectamen-
te, esta influencia alcanzó a la mayor parte de los jesuítas
de la misión hurona: especialmente a logues, Daniel y
Ragueneau, novicios suyos; y Brébeuf, de quien fue direc-
tor espiritual. Esta influencia de Lallemant se difundió
en seguida, como por osmosis, en el círculo restringido de
los misioneros, por medio de conversaciones, exhortacio-
nes espirituales y retiros. De hecho, se encuentra fácil-
mente en los escritos de los mártires, la mayor parte de
los principios espirituales del P. Lallemant: pureza y do-
minio del corazón, recogimiento continuo, unión con Dios,
amor a Cristo, docilidad al Espíritu.
153
que le consume. «Jesucristo es nuestra verdadera grande-
za», escribe en 1635; «es sólo El y su cruz lo que hay que
buscar corriendo tras estos pueblos». En el curso de un
período de persecuciones, mientras era insultado, ridicu-
lizado, abatido y asediado por los poderes infernales,
Cristo le confirma en su vocación a la cruz: «Vuélvete ha-
cia Jesucristo crucificado y que El sea en adelante la
base y el fundamento de tus contemplaciones» (retiro de
1640). Marcha, en adelante, como una víctima consagrada
a la muerte. «No veo nada más frecuente en sus Memo-
rias, observa Regueneau, que los sentimientos que tenía
de morir por la gloria de Jesucristo..., deseos que le
durarban ocho o diez días seguidos». El martirio, al tér-
mino de tal vida, no es más que su recapitulación y su
última ofrenda. En Brébeuf, dos extremos se encuentran
y armonizan: por una parte, el hombre realista, amigo
de la tradición, que aparece en el ecónomo de colegio, el
organizador de la misión, el religioso humilde; y por otra
parte, el apóstol ofrecido a todas las locuras de la cruz.
Al lado de Brébeuf, contrasta la personalidad de logues.
No ha nacido ni fundador, ni superior de misión. Siempre
ha sido hombre de segunda fila. Si no hubiera sido por el
incidente de su captura, todo su apostolado se habría
desarrollado sin duda en la oscuridad. Es un alma deli-
cada, de una sensibilidad exquisita y siempre dispuesto a
emocionarse; un alma de humanista, cuidadoso de expre-
sarse bien; un hombre desconfiado de sí mismo, de su
juicio propio, de sus iniciativas personales. Y sin embar-
go, la gracia ha hecho de este hombre un santo. La con-
ciencia de sus debilidades le hace admirar y ser magná-
nimo con respecto a sus compañeros. Su obediencia le
anima con un valor silencioso. Su sensibilidad le inspira
por los salvajes, sus verdugos, gestos de una ternura de
madre. Su corazón, nacido para las grandes amistades y
siempre dispuesto a vibrar, a compadecerse, hace de él un
apasionado de amor por Cristo, sobre todo por el Cristo
sufriente. Como Brébeuf, ha conocido, en la acción, las
154
noches purificadoras del fracaso y del sufrimiento. Como
él, ha recibido una vocación especial para la cruz. Y como
él, ha sido favorecido con gracias místicas, dominadas to-
das ellas por la presencia del martirio.
Semilla de cristianos
P. R. Latourelle, S.J.
155
30. SAN ALONSO RODRÍGUEZ
157
do y todavía novicio, en agosto de ese mismo año, fue
destinado al Colegio de Montesión, en Palma de Mallor-
ca, en el que permanecería los restantes 46 años de su
vida, hasta que Dios lo llamó a sí el 31 de octubre de 1617.
Nos es familiar la imagen de Alonso, ejercitando por lar-
go tiempo el oficio de portero y prestando otros servicios
sencillos.
Al exterior, la vida de Alonso parece reflejar la plácida
tranquilidad de la hermosa isla, en que vive. Sin mayo-
res preocupaciones, con escasa responsabilidad, dentro
de un marco de monótona rutina, pon pocas oportunida-
des para el heroísmo que hace santos. Aparentemente, es
un buen Hermano entre los otros Hermanos. El Catálogo
de 1574 dice de él lacónicamente que es «muy ejemplar»,
y 20 años más tarde otro informe sobre él subraya: «sa-
lud pobre, ha tenido varias ocupaciones, es un buen reli-
3
gioso» . Pero otro es el Alonso que se nos manifiesta en
sus escritos y sobre todo en su Memorial o Cuentas de
conciencia, que son como una Autobiografía suya. No es
fácil tarea rehacer en pocas líneas el denso itinerario es-
piritual del Alonso interior, que se refleja en sus múlti-
ples escritos.
En una infatigable fidelidad a la gracia, Alonso vivió
intensamente la espiritualidad del momento histórico en
que le tocó vivir, con todos sus valores y sus limitaciones.
158
4
ti y conózcame a mí» ; y muchas de sus páginas respon-
den al profundo realismo de aquel «mirar quién soy yo,
5
disminuyéndome por ejemplos» , «considerar quién es
6
Dios, contra quien he pecado» de la meditación de los
pecados en los Ejercicios de S. Ignacio.
Se diría que éste es como el eje, como el «leit-motiv»
de la intensa actividad espiritual dé Alonso.
El conocimiento propio purifica cada vez más su alma,
lo consolida en profundísima humildad, en una humildad
activa que lo lleva a vivir de Dios y a querer en todo
contentar a Dios, en una humildad que Alonso llama «hu-
mildad de corazón», contradistinguiéndola de la «humil-
7
dad de entendimiento» . Sus culpas, sus limitaciones hu-
manas, sus enfermedades físicas o las pruebas por que
atraviesa su espíritu: todo ayuda a Alonso a cimentarse
en ese conocimiento propio, todo le lleva a querer supe-
rar y mortificar cuanto en sí mismo pueda ser estorbo al
perfecto encuentro con Dios: «Haz, Señor, que anden las
cuentas entre los dos claras, es a saber, que estés tú con-
tento de mí; porque si yo supiese y pudiese, yo te amaría y
8
serviría como todos los ángeles del cielo» .
Desde que, por favor del cielo, pudo Alonso compren-
der «quién es Dios», al menos imperfectamente, no quiere
otra cosa sino que su vida toda pertenezca a Dios: «mi-
rándose a sí, y mirando a tan gran Majestad, como la de
su Dios, contra el cual ha sido desleal, malo y traidor,
aborrece cosa tan mala como se ve; y esto sale del gran
amor que tiene a Dios y del pesar que tiene de haberle
159
ofendido; porque el amor despierta al alma que caiga en
la cuenta del mal que ha hecho en haber ofendido a tan
B
buen Dios» .
160
ve siempre presente en la persona del que le manda: «le
comunicó Dios después una tan grande luz de la obedien-
cia, que se hallaba delante de Dios sin discurso alguno, y
veía clara y abiertamente cómo la obediencia era voz
13
de Dios, y que él lo ordenaba y no el hombre» .
El mismo Alonso nos cuenta que no faltaban quienes
tachaban su obediencia de literalidad y exageración: «por
obedecer con rectitud y prontitud, tuvo con los de casa
de contrario parecer hartos encuentros, y él rompía en
1
favor de la obediencia» *. Nunca quiso condescender en
este punto ni consigo mismo ni con los criterios que le
parecían ajenos del ideal ignaciano de la obediencia: «Es
tan alta esta obediencia que nos pide nuestro beato Pa-
dre que son muy pocos los que llegan a penetrarla y co-
nocer su grandeza, y muchos menos los que la tienen
15
plantada en su corazón como nuestro beato Padre» .
Este amor concreto, con que quiere Alonso amar a
Dios, le lleva a querer también y pedir que no sólo él sino
todos los hombres, la creación entera ame a Dios y no se
aparte del servicio de Dios: «Así esta persona movida de
la salvación de todo el mundo, con grande afecto se ofre-
cía a Dios a que escribiría avisos a todas las personas
18
del mundo para ayudarle al mayor servicio de Dios» .
Con un corazón dilatado como el mundo, Alonso resu-
me así en 1608 los deseos de su alma sedienta de amor:
«La oración que tiene esta persona es una petición a Dios
y a la Virgen de cuatro amores, que son: el amor de Dios;
el segundo, el amor de Jesucristo nuestro Señor; el ter-
cero, el amor de la Virgen nuestra Señora; el cuarto, el
amor de unos con otros, hasta que se acabe el mundo,
y que cuantos hay y habrá en el mundo hasta que se aca-
161
be, te suplico nos concedas estos cuatro como infinitos
amores, para que te sirvamos con ellos. También, con el
grande amor que esta persona tiene a su Dios y a la sal-
vación de las almas, suplica a Dios y a la Virgen con ins-
tancia a menudo, diciendo: Yo, Señor, te suplico que an-
tes padezca yo con tu gracia todas las penas del infierno,
porque tú, Dios mío, no seas ofendido de ninguno, ni nin-
guno sea condenado, sino que todos gocemos de tu gloria
y te sirvamos con infinito amor y servicio y agradeci-
11
miento infinito» .
162
esta persona en nuestra Señora, que un día hablando con
ella le dijo estas palabras: 'Que más la ama él a ella, que
no ella a él, y nuestra Señora le respondió: 'Eso no, que
23
más te amo yo a ti'» .
Se ve cómo Alonso conserva de los Ejercicios de San
Ignacio la costumbre de acudir a Dios tomando por inter-
cesores a Cristo y a su Madre: «También tiene esta per-
sona sumo deseo, y lo pide a Dios y a la Virgen con fer-
vorosos ruegos, que si su Majestad sabe que le ha de
ofender, aunque no sea sino venialmente, que súbitamen-
te se caiga muerto, antes que ofenda a quien tanto ama;
y pide con instancia a la Virgen María que ella se lo al-
cance de su Hijo: porque no hay cosa en esta vida que le
pudiese dar mayor gozo que caerse muerto antes que
24
ofender a su Dios, aun en pecado venial» .
Con los años este trato con María y su amor a ella se
hace cada vez más espontáneo e íntimo: «La cual Señora
se le mostraba en palabras y obras amarle mucho, con
dulzura de palabras; el cual la amaba a ella en sumo gra-
25
do tiernamente» .
Contemplativo en la acción
163
chos fueron a él en busca de consejo y de luz espiritual;
a muchos alentó en la generosidad para con Dios; con
muchos sostuvo una fiel correspondencia epistolar, satu-
rada de sensatez espiritual y de deseo de comunicar lo
que él sentía de Dios y de hacer el bien a todos.
Su más famoso hijo espiritual fue Pedro Claver. Bajo
la influencia de Alonso, Claver concibió el deseo y llegó
a la decisión de hacerse apóstol de los esclavos en la
América meridional, realizando lo que Alonso anhelaba
realizar. El heroísmo de Claver, su desprendimiento total,
su compasión con los abandonados y doloridos esclavos
son un reflejo de toda la grandeza del alma de Alonso.
Ya en posesión del gozo de su Señor, Alonso ha pro-
seguido en el mundo su acción apostólica con el ejemplo
de su admirable vida.
Todos los jesuítas, pero de modo especial los Herma-
nos, tanto de la Compañía como de otros institutos reli-
giosos, han recibido de Alonso ánimo y estímulo en su vo-
cación de contemplativos en la acción, y han aprendido
de él aquella su disponibilidad gozosa a cualquier ma-
nifestación de la divina voluntad. Siendo portero en Mon-
tesión, nos cuenta él: «cuando tocaban, hacía interior-
mente actos de alegría en el camino como que iba a abrir
a su Dios, y que la campana como si la tocara él, y en
28
el camino iba diciéndole: 'Ya voy, Señor'» .
P. C. Gavina, SJ.
26 ibídem, p á g . 155.
164
31. FIESTA DE TODOS LOS DE LA COMPAÑÍA
DE JESÚS QUE ESTÁN CON CRISTO
EN LA GLORIA
165
mente humana y vital con nosotros, porque nosotros vi-
vimos, mientras ellos han muerto...
La fiesta de «todos los miembros de la Compañía que
están con Cristo, en la gloria» pretende ayudarnos a su-
perar, en la luz de la fe, tales comportamientos y llevar-
nos a comprender y por lo tanto a vivir, nuestras relacio-
nes con aquellos nuestros hermanos: aquellos que de
hecho viven en el Cielo con el Señor Resucitado, están
por, con y en él, unidos a cada uno de nosotros de un
modo vivo y vital.
Es significativo el hecho que justamente la Teología
moderna, profundizando en el concepto de pueblo de
Dios y ofreciendo una comprensión más adecuada del
Cuerpo Místico de Cristo, ha contribuido sensiblemente
a una inteligencia más viva, ya de la dimensión comuni-
taria de la Iglesia y de los vínculos existentes entre sus
miembros, ya de la naturaleza escatológica de la Iglesia
peregrinante; pero, por esto mismo, ha puesto bajo una
luz más clara su íntima unión con la Iglesia celeste.
El capítulo VII de la Constitución dogmática «Lumen
Gentium» —en el cual se ha inspirado la idea y los textos
litúrgicos de esta fiesta— ha expuesto limpiamente las
líneas esenciales de esta visión teológica y de sus impli-
caciones. Si éstas se meditan, se hace fácil comprender
que estas enseñanzas tienen una importancia particular
por lo que se refiere a la actuación existencial de nues-
tras relaciones con aquellos hermanos que, ya en la vi-
sión beatífica, gozan de la más íntima unión con el Se-
ñor y viven plenamente inmersos en aquella vida trinita-
ria de la cual también nosotros participamos.
Como la unión entre la Iglesia peregrinante y la Igle-
sia celeste, es una realidad, y no sólo en el orden ontoló-
gico, sino también, y sobre todo, en orden de los inter-
cambios vitales, de la misma forma sucede con aquella
parte de la Compañía que está compuesta por nosotros,
todavía sobre la tierra, y aquella parte de la Compañía
que está ya en el Cielo.
166
San Ignacio, San Francisco Javier, todos nuestros san-
tos y beatos no sólo están vivos en Cristo, sino que conti-
núan y de modo aún más intenso y eficaz que antes, su
obra en favor de la Iglesia y de la Compañía que en esta
vida han amado tan intensamente: unidos a Cristo, único
mediador, interceden constantemente junto al Padre por
nosotros. Lo mismo vale sin embargo para todos aquellos
de los Nuestros que han llegado a la meta de su vida te-
rrestre y están ahora en la gloria del Señor, aunque no
han sido y no serán jamás oficialmente canonizados o bea-
tificados. No conocemos su nombre ni su número: sabe-
mos, sin embargo, que ellos son todos «socii Iesu»; que
su número es enorme; que ellos son de toda raza, pueblo
y nación, de todo grado y de toda edad, y que han vivido
y trabajado en las más variadas circunstancias y activi-
dades apostólicas de la Compañía.
¿Quién de nosotros no ha conocido, venerado, amado
algún padre o hermano en cuya persona se transparenta-
ba la presencia de Dios? Cuántos jesuítas, ya difuntos,
que han sido guía en nuestro camino hacia el Señor, con-
sejeros en el discernimiento de nuestra vocación, maes-
tros en el tiempo de nuestra formación, superiores o com-
pañeros en el apostolado, amigos —más aún— verdade-
ros hermanos en la vida comunitaria. Cuántos otros he-
mos conocido y amado, a lo largo de los años, en contac-
to más o menos duradero e intenso en las diversas fases
de nuestra vida en la Compañía. Y aunque a este respecto,
a causa de nuestra humana fragilidad, mientras perma-
necieron con nosotros, nuestra atención se haya fijado en
ocasiones —y aún frecuentemente— sobre sus limitacio-
nes y defectos con menoscabo de nuestro positivo apre-
cio de ellos.
Justamente por esto el pensamiento de estos nuestros
hermanos, y de tantos otros, que ahora están en la gloria
del Señor, nos ayuda a superar todo esto: de hecho la
realidad en la cual ellos viven ahora ayuda a apreciar me-
167
jor el secreto íntimo de su existencia, esto es, el hecho
de que ellos fueron llamados por Dios a su servicio en
la Compañía e hicieron un sincero esfuerzo por respon-
der generosamente, no obstante nuestra humana debili-
dad. Si, con la ayuda de Dios, también nosotros seremos,
en un futuro próximo o lejano admitidos a la claridad y
simplicidad de la visión beatifica y en ella veremos todo
como El lo ve en su infinita sabiduría y bondad, este mis-
terio de su gracia y potencia, que se manifiesta sobre todo
en nuestra debilidad (Cfr. 2 Cor. 12, 9), será para nosotros
un motivo de admiración y de gran alegría. Entonces ve-
remos cómo cada uno —en su manera del todo personal
y única— ha tratado de responder a la llamada de nues-
tro Rey, ha balbuceado y vivido su 'suscipe', ha intentado
encontrar a Dios en todas las cosas, también y sobre todo
en los sufrimientos, sacrificios e incomprensiones, en la
soledad y en la oscuridad. Solamente entonces compren-
deremos la auténtica grandeza, la fidelidad y el heroísmo
de tantos hermanos nuestros frecuentemente olvidados,
y con ello se nos revelará el verdadero rostro de esta mí-
nima Compañía de Jesús. Ya ahora, sin embargo, es gran-
de consuelo para nosotros saber de esta Compañía celes-
te que hace corona al Señor, que en cada uno de sus
miembros El ha obrado el milagro de su gracia y conti-
núa ahora de forma preminente siendo el centro de su
vida, incluso su vida misma.
No nos alegramos sólo porque nos damos cuenta de la
fertilidad del carisma ignaciano, del cual participamos, y
de la ejemplaridad y felicidad de tantos hermanos nues-
tros; sino todavía más porque nuestra unión con ellos
está consolidada por una caridad tanto más operativa y
efectiva. De hecho, como la comunión cristiana entre los
peregrinantes nos aproxima a Cristo, así nuestro estar en
comunión con nuestros hermanos que están ya en la glo-
ria del Señor, nos une a El, del cual como fuente y cabeza
mana toda gracia y vitalidad de la Compañía.
Es sumamente justo que amemos a estos nuestros
168
hermanos y amigos en el Señor y que por ellos rindamos
las debidas gracias a El, dirijamos a ellos nuestras ora-
ciones y recurramos a su potente ayuda para impetrar
gracia de Dios mediante su Hijo Jesucristo, Señor y Sal-
vador nuestro.
Esta unión con la Compañía celeste debe ser conscien-
temente actualizada por nosotros de manera muy parti-
cular en la Sagrada Liturgia, cuando celebramos las ala-
banzas de la divina majestad y junto con nuestros her-
manos de todos los tiempos y de todos los lugares, glo-
rificamos a Dios uno y trino y vivimos de la manera más
profunda posible nuestra pertenencia a la Compañía de
amor en la cual somos todos hermanos y amigos en el
Señor (cfr. Lumen Gentium, 50).
Además es enormemente confortante el recuerdo vivo,
en la oración, de estos hermanos que nos han precedido:
ellos de hecho, antes de ser admitidos a la presencia del
Señor, han vivido nuestra misma suerte, nuestras mis-
mas aspiraciones y desilusiones, éxitos y fracasos, ale-
grías y sufrimientos; han conocido como nosotros la de-
bilidad y la dificultad y han encontrado en El, que es
siempre fiel, la fuerza no sólo para continuar y superar
los obstáculos sino también para vivir en la vida de cada
día y de un modo más intenso, la oblación de su existen-
cia que habían hecho un día a Cristo, como nosotros lo
hemos hecho.
Precisamente por esto, sabiéndolos cercanos a noso-
tros y unidos en El, nos es más espontáneo dirigirnos a
ellos, recurrir a su ayuda: no se trata de personas en-
grandecidas como los Santos Canonizados; son todos
nuestros hermanos, a los cuales en nuestra pobreza sen-
timos poder dirigirnos sencillamente sin vergüenza. Ellos
saben, por experiencia, cuáles son nuestros altos y bajos
en la vida, no obstante los cuales existe profundo en el
corazón, el deseo de corresponder y ser más generosos:
por esto, ellos unidos ya a Cristo y en virtud de esta unión
a El, pueden ayudarnos: movidos por el amor de Cristo
169
11
s$ interesa solícitamente por nosotros, tanto más si se
lo. pedimos-
Este vínculo fraterno, ayudado por este espíritu de fe
y de oración, abre el corazón y da a nuestra vida comuni-
taria un impulso y una dimensión nueva. Y esto no sólo
porque ello extiende y alarga el radio de nuestro amor;
sino porque también estimula una caridad más viva ha-
cia los hermanos con los cuales hoy vivimos aquí en la
tierra, en la misma Compañía.
El contacto —en la fe— con aquellos que nos han
precedido; el sabernos comprendidos y ayudados por
ellos, nos hace captar de una manera más profunda cuán-
ta necesidad tenemos los unos de los otros; ellos nos em-
pujan a abrir el corazón hacia los hermanos con un calor
más vivo y con un interés más sincero. Sobre todo nos
ayuda a comprender que la comunión en Cristo, y por lo
tanto la consciente participación de su pensamiento y de
su amor, es el verdadero y sólido fundamento de una co-
munidad, el único auténtico vínculo, que une a aquellos
que Cristo ha llamado a seguirle como miembros de su
Compañía.
P. P. Molinari. S.J.
170
32. SAN ESTANISLAO DE KOSTKA
171
efectos: llevado por su amor, liberado de los lazos fami-
liares y sociales siendo precozmente él mismo, Estanis-
lao recorre miles de kilómetros a pie para realizar su des-
tino propio.
Encuéntrate a ti mismo
172
33. SAN JOSÉ PIGNATELLI
173
viere en Francia y las sociedades religiosas por él directa
o indirectamente fundadas en Francia y en Bélgica; la
persistencia de antiguos jesuítas en Inglaterra y en Ma-
rilandia, pronto relacionados con la Compañía conserva-
da en Rusia.
En su obra de restauración de la Compañía, Pignatelli
no siguió a los que querían alcanzar ese fin por medio
de otras sociedades intermedias y transitorias, ni a los
que se resistían a adscribirse a la Compañía restaurada
por Pío VII en Rusia (1801), en las Dos Sicilias (1804), y
aun en toda la Iglesia (1814), muerto ya Pignatelli, por
creer que esa nueva Compañía, mermada en sus antiguos
privilegios, no era enteramente la misma que había supri-
mido Clemente XIV en 1773. Pignatelli prefirió fiarse de
la Providencia, y ver el dedo de Dios en cada uno de
aquellos pasos del sumo pontífice en el camino de la res-
tauración.
No estuvo nunca al lado de los intransigentes que ne-
gaban la validez del breve de supresión de 1773, ni de los
que resistían a entrar de nuevo en la Compañía mientras
ésta no fuese restaurada con gloria y majestad, en com-
pensación de la ignominia con que había sido suprimida.
174
creyesen «engolfado, al parecer, en cosas secularescas y
de mundo», y establecido «algo señorialmente en su per-
sona y en las cosas pertenecientes al trato con la noble-
za». Pero aun éstos tenían que reconocer que, a pesar de
las apariencias, «conservaba, por decirlo así, el corazón
y espíritu de jesuíta».
Quien le conocía más a fondo, como el ábate Juan
Andrés, el historiador de la literatura universal, que bajo
su dirección había entrado de nuevo en la Compañía de
Jesús y había palpado sus desvelos como provincial de
Ñapóles y conocido sus trabajos por la restauración de la
Compañía en Roma, en el Lacio y en la Umbría, podía es-
cribir a raíz de la muerte del santo: «Humildad y caridad
son sus distintivos, pero mucho habrá que decir de su
confianza en Dios.»
Sólo podría añadirse que fue también distintivo suyo
el saber realzar esa humildad, esa caridad y esa confian-
za con una tan innata y connatural distinción, que no se
sabe dónde acaba la modesta elegancia de su gesto y co-
mienza la humildad como virtud; dónde se deslindan la
cortesía y la caridad; dónde la confianza en Dios y la fi-
bra acerada de su temple. Y todo con una tan perfecta
acomodación a la época y al ambiente que le tocó vivir,
que ha de quedar como uno de los santos más represen-
tativos del siglo xviii.
175
antigua amistad con la consciente autoridad, siempre y
en todo con un espíritu sobrenatural que infundía en
todos la persuasión de que el Provincial de Ñapóles y de
Italia era un santo.
En todas parte restauró colegios, fomentó las misiones
populares y la ayuda a los enfermos y los encarcelados,
procuró y formó nuevas vocaciones, y dio a todos —a los
ancianos ex jesuítas y a los jóvenes recién entrados, al
papa y a los cardenales y obispos, a los reyes y a los po-
líticos— la sensación de que la nueva Compañía que re-
nacía era la misma antigua, salvada misteriosamente en
Rusia y rediviva en Italia con un estremecimiento de re-
surrección universal.
Si hubiera vivido algunos años más, no hay duda de
que su influjo personal hubiera sido mayor en la Compa-
ñía restaurada, la hubiera ayudado a superar los prime-
ros conflictos internos, y la hubiera orientado más aún
hacia aquel equilibrio entre lo sobrenatural y lo natural,
entre la tradición y la renovación, que había caracteriza-
do toda su vida.
Aun así, y con haber vivido sólo hasta 1811, José Pig-
natelli quedará en el desenvolvimiento histórico de la
Compañía como el santo de la restauración.
P. M. Batllori, S.J.
176
34. BEATO ROQUE GONZÁLEZ DE SANTA CRUZ
Y COMPAÑEROS MÁRTIRES
Al servicio de la fe
Al servicio de la justicia
l
El Padre Roque bautizaba y construía, predicaba y or-
177
ganizaba socialmente al pueblo. En todos los aspectos lu-
chaba por liberar a los hombres de las consecuencias del
pecado.
Eso le obligó a enfrentarse valientemente contra dos
categorías de opresores, que intentaban esclavizar a los
indios: los hechiceros y los encomenderos.
Estos segundos en distintas ocasiones pretendieron
que los jesuítas, ya en aquellos primeros tiempos de la
misión entre los guaraníes, fueran expulsados. Con ese
motivo Roque escribió una famosa carta: «No es de ayer,
sino muy antiguo a esos señores encomendadores y sol-
dados, quejarse contra la Compañía (de Jesús) por volver
por los indios y por la justicia que tienen de ser libres».
Y más adelante: «No está lejos el día en que se castiga-
rán agravios, particularmente hechos contra pobres. En-
tonces verá V.m. cómo le han informado mal los enco-
menderos (quizá engañados de su pasión) diciendo que
no tienen los indios con qué pagarles muchos años de
tributo que les deben. Lo cual no ha causado en mí pe-
queña admiración, porque sé que con cuanto tienen, aun-
que se queden en camisa, no pudieran pagar lo mucho
que deben a los indios. Y el estar en esta ceguedad tan
grande los encomenderos es la causa de que no les quie-
re confesar gente que sabe; y de mí digo que no confesa-
ré a ninguno, porque han hecho el mal y aun reconocerlo
no quieren, cuánto más restituir y enmendarse. Allá lo
verán, si no se enmiendan y componen antes con los in-
dios, delante del que, por ser infinitamente sabio, no hay
caso de echarle dado falso».
178
(origen de Posadas y Encarnación), Concepción, en el NE.
de Corrientes.
A más del hambre, asolaban la región epidemias y a
veces la noticia de soldados españoles en una batida con-
tra los indios. Sus angustias interiores podemos adivinar-
las por esta carta a su superior provincial: «No tengo
otro consuelo ni gusto que hacer el de V.R., porque ha-
ciéndolo hago el de Dios. Vivo muriendo aquí... pero dis-
ponga de mi voluntad y gusto a mayor gloria de Dios.»
El resultado de esta heroica entrega fue maravilloso-
Muchos indios vinieron a recibir el agua del bautismo y
comenzar una vida digna de seres humanos. El goberna-
dor de Buenos Aires lo recibió con salvas de artillería,
cuando lo mandó llamar para confiarle la civilización de
los indios de la provincia del Uruguay. Más tarde, junto
con su Provincial, fundó Yapeyú, para que sirviera de
puente entre las Misiones y Buenos Aires.
Roque inició a los indios en el canto, la danza, la pin-
tura, no menos que en la agricultura, las industrias y el
comercio.
Al servicio de la verdad
179
cero llamado Nezú, quien tramó la conjuración que aca-
baría con la vida de los tres misioneros.
180
35. SAN JUAN BERCHMANS
Juventud jubilosa
Santidad metódica
181
Veneración temprana
Desolación y paz
En un momento de intolerancia
182
tas como capellán en la misión castrense, carrera que su
hermano más joven, jesuita, de hecho eligió.
Pero sus éxitos no fueron más allá de los aplausos
de los niños de la catequesis de los alrededores y del amor
abierto de sus profesores, superiores y compañeros, aun-
que Dios fuera el punto central de su conversación.
Si la imagen naturalmente atractiva de este alegre her-
mano Juan de veintidós años necesita iluminación hoy,
solamente tendríamos que reproducir un poquito de su
respeto convencido por los demás sin infantilismo, su ge-
nerosidad basada en la contemplación, su prontitud para
cualquier trabajo desinteresado en la Iglesia militante.
P. J. Windey, S.J.
183
36. SANTOS EDMUNDO CAMPION, ROBERTO
SOUTHWELL Y COMPAÑEROS
185
de ejecución), o ser atormentados con vuestros tor-
mentos o consumido en vuestra prisiones. El precio
está calculado, la empresa ha comenzado; es de Dios,
no se le puede resistir. Así se plantó la fe; así ha de
restaurarse.
186
berto Persons por última vez (había dado cuenta de con-
ciencia y había hecho la renovación de los votos) pidió a
Persons que hiciera de superior suyo el Hermano Rafael
Emerson durante su viaje a Norfolk. (La acquiescencia
forzada de Emerson a los requerimientos de la familia, en
Lyford Grange, para que él y Campion prorrogaran su
estancia en la casa, tuvo como resultado la captura de
Campion). Nada se permitía que interfiriera con las reu-
niones periódicas cada seis meses —un tiempo de retiro
para la oración y la contemplación, confesión general y
cuenta de conciencia, para planear juntos la estrategia
y las tácticas del apostolado— ni siquiera las terribles
«cacerías de sacerdotes» subsecuentes a la Armada In-
vencible (1588) y a la Conspiración de la pólvora (no-
viembre 1605).
Algunas veces estas reuniones de comunidad se tenían
aun en la prisión, como en la ocasión en que S. Enrique
Morse hizo sus últimos votos en el Newgate de Londres.
Sería difícil de concebir que cualquiera de ellos perseve-
rase en la misión inglesa sin un acrecentado sentido de
la propia conservación y de iniciativa personal; y más aún,
como Juan Gerard (compañero misionero de Roberto
Southwell, Tomás Garnet, Enrique Walpole y Nicolás
Üwen) testifica:
Regularmente, dos veces al año todos nosotros
nos juntábamos para darle (al superior) nuestra
cuenta de conciencia de seis meses y ofrecer a nues-
tro Señor Jesús la renovación de nuestros votos.
Como puedo testificar, esta buena costumbre de la
Compañía de Jesús era una gran ayuda para los
otros... Nunca he encontrado nada que me hiciera
mayor bien. Vigorizaba mi alma para arrostrar to-
das las obligaciones de mi vida como jesuíta y todas
las exigencias hechas a un sacerdote en misión.
Roberto Southwell escribe por su parte en una línea
similar:
187
Todos juntos, con mucho confortamiento, hemos
renovado los votos de la Compañía según nuestra
costumbre, dedicando algunos días a exhortaciones y
coloquios espirituales.
Aperuimus ora et attraximus spiritum.
La Schola affectus
188
Compañía, como en el reino de los cielos. Allí fue donde
estos diez, uno tras otro, llegaron a hacerse discípulos
aptos en la Schola affectus, donde recibieron sus más in-
tensas consolaciones y alcanzaron esa unión personal con
Cristo Nuestro Señor de la que el martirio es el signo
supremo. Así Alejandro Briant, que sufrió y murió de no-
vicio, torturado quizá más violentamente que cualquier
otro mártir, aprendió en la prisión el significado del lema
sub vexillo crucis Deo militare. Después de su tortura y
durante largos días de confinamiento solitario, se hizo
una pequeña cruz de madera y trazó en ella con carbón
la imagen de su Señor crucificado. Cuando se le exigió
durante su juicio que la apartara, replicó: «Nunca haré
tal cosa, porque yo soy un soldado de la cruz, y por tanto
jamás desertaré de este estandarte hasta la muerte.»
189
Oh Jesús, mi vida y mi gloria, entusiasmado te
devuelvo la vida que he recibido de vos, y si no fuera
regalo vuestro, no la tendría para devolverla. Siempre
he deseado, oh Dios de mi alma, entregar mi vida a
vos y por vos. La pérdida de la vida por vuestra cau-
sa, confieso mi ganancia... Muero por vuestro amor.
Contemplación y Acción
190
El ardor apostólico unido a la contemplación afectiva
(Cf. Perfectae Caritatis, 5) debe ser para el jesuíta un
amor que sabe discernir. La ascesis de la celda de prisión
fue el verdadero acercamiento a este discernimiento. Así
Tomás Garnet escribió a su superior desde la cárcel, pi-
diéndole que disuadiera a un grupo de amigos que pla-
neaban asegurarle su escapada. Tomás se había hecho a
la idea en un primer momento —había tanto que hacer
por Dios y por la salvación de los hombres. Pero parecía
haber una voz más interior urgiéndole a lo contrario:
«no, continúa, persevera, no consientas en un cambio tan
infructuoso. En una hora, muriendo, se logrará más para
el bien común que en muchos años de trabajo». De este
anhelante amor fluye la hilaritas tan querida por el cora-
zón de Ignacio. Los mártires de la Reforma Inglesa son
famosos por su alegría y humor. Ninguno ejemplifica me-
jor este espíritu que el jesuíta gales S. Felipe Evans, el
cual, al oír la noticia de su ejecución, se sentó al arpa que
el carcelero le había prestado para expresar su alegría
en una canción. Una inmensa muchedumbre se reunió
para verle colgado y él dijo alegremente que la horca era
el mejor pulpito desde el que un hombre podía predicar.
Estos diez santos jesuítas fueron canonizados, junto
con un grupo de cuarenta mártires ingleses y galeses, por
el Papa Pablo VI el 25 de octubre de 1970. En su homi-
lía el Santo Padre dijo:
La Iglesia y el mundo de hoy tienen suma necesi-
dad de hombres y mujeres como estos en cada uno
de los estados y maneras de vida: sacerdotes, religio-
sos y laicos. Solamente personas de este calibre, de
esta santidad, son los que serán capaces de transfor-
mar nuestro atormentado mundo, de darle esa paz,
esa verdadera dirección espiritual y cristiana, que
todo hombre tanto anhela en su corazón, aun cuando
no se dé cuenta de ello: la paz y la verdadera direc-
ción que todos nosotros deseamos tanto.
P. J. Walsh, S.J.
191
37. SAN FRANCISCO JAVIER
Lo caduco y lo durable
193
Javier es su relación con el poder político. Francisco es
nuncio apostólico, pero también es delegado del rey de
Portugal; no teme, según los usos de su tiempo, afrontar
el recurso al brazo secular, no para convertir a los indios,
sino para poner en razón a los europeos que se aprove-
chaban de la situación. Así su obra, auténticamente evan-
gélica, parece ampararse en una empresa colonial. Un
segundo condicionamiento reside en su lenguaje y en su
concepción teológica. Francisco piensa que va a librar las
almas del infierno; bautiza en masa, condena sin reserva
a las otras religiones, llegando difícilmente a ver en ellas
piedras de espera y la secreta verdad. Reconocer estos
condicionamientos, es disponerse a encontrar el punto
de inserción de esta vida en su propia existencia y ex-
traer de ella un efecto saludable: en diversos grados, en
capas más o menos profundas y según las diversas situa-
ciones de cada uno, este itinerario es el de todo misione-
ro y el de todo cristiano. El diálogo entre el santo y mi
persona se instaura en el momento en que comprendo
que el misterio de su existencia no se agota en la aventu-
ra exterior de los trabajos y de los viajes; pero aún se re-
quiere más, es necesario tener la preocupación no sólo
de reconocer los elementos espirituales de su existencia,
sino de adivinar a cada instante su presencia secreta bajo
el desarrollo visible.
194
nía de Jesús, el verdadero rostro de la Iglesia. El ideal,
así determinado y practicado como en laboratorio, se
convierte en exigencia real en el curso de la segunda eta-
pa, a partir de 1541: Cristo, por medio de su Vicario, le
envía en misión oficial como nuncio apostólico para las
tierras de Oriente. El apóstol de Cristo vive desde enton-
ces a imagen del Redentor que de rico que era se hizo
pobre; que se humilló al hacerse servidor de todos; que
sufrió por la salvación de todos los hombres, revelándole
así la misericordia infinita de Dios por los pecadores, es-
tos «libros santos» en los que aprende a leer. En fin, la
última etapa, en 1545, impulsado por el Espíritu, Francis-
co se decide a abandonar las Indias, donde el trabajo no
está más que empezado, hacia tierras mal conocidas y a
una distancia inmensa para aquella época. Aunque un
mismo movimiento anima a Javier desde Lisboa hasta
las Molucas y el Extremo Oriente, es allí donde se da el
corte esencial. La confianza despertada en un medio fra-
ternal, puesta después a prueba, debe ser profundizada
todavía: en la soledad absoluta, el hombre del Espíritu
debe hacer frente al Adversario, al mismo Misterio de
iniquidad, antes de sufrir la prueba suprema de la con-
fianza, la muerte.
Estas etapas, claramente caracterizadas, están sin em-
bargo profundamente unidas entre sí. El Señor, en efec-
to, hace irrupción en momentos sucesivos de la existen-
cia. Ahora bien, estos momentos de Dios jamás son ol-
vidados, invalidados a lo largo del camino, suplantados
por las nuevas revelaciones: siendo asumidos en el cur-
so de nuevas experiencias, continúan siendo presentes y
activos. El hombre cargado de deseos, nacido en el tiem-
po de la conversión, crece bajo los cielos inmensos y se
transforma en hombre del Espíritu; el hombre de cora-
zón tierno y afectuoso descubre impresa en su alma la
presencia continua de la comunidad fraternal en una re-
gión más allá de la sensibilidad, allí donde palpita el mis-
mo corazón de Cristo Jesús; el hombre de oración, en
195
pugna con el Maligno, desciende siempre más hondo en
el abismo de su miseria y se apoya siempre con más fir-
meza sobre la roca de Dios; el hombre se mide con obs-
táculos cada vez más formidables. El Señor siempre obra
para que la simiente depositada madure su fruto.
196
ne el apóstol pecador, Cristo resucitado que obra ya? Un
poco del amor de Cristo vivo habría pasado a través de su
corazón y alcanzado al prójimo en la raíz última en la
que amaba, sin saberlo, a Cristo.
197
Actividad y pasividad
P. X. Léon-Dufour, S.J.
198
RELACIÓN
P. P. Molinari, S.J.
I
Día de la
Día de la canoni- Día de
Nombre de los santos* muerte zación la fiesta
Mártires de Japón:
S. Pablo Miki 5. 2.1597 8. 6.1862 6. 2
S. Juan Soan (de Gotó). 5. 2.1597 8. 6.1862 6. 2
C. Santiago Kisai 5. 2.1597 8. 6.1862 6. 2
P. Pieter Canisius 21.12.1597 2 1 . 5.1925 27. 4
P. Andrzej Bobola, M 16. 5.1657 1 7 . 4.1938 16. 5
s. Luigi Gonzaga 21. 6.1591 31.12.1726 21. 6
p. Bernardino Realino 2. 7.1530 22. 6.1947 2. 7
p. Jean-Francois Régis 31.12.1640 16. 6.1737 2. 7
p. Francesco de Gerónimo ... 1 1 . 5.1716 26. 5.1839 2. 7
p. Ignacio de Loyola 31. 7.1556 12. 3.1622 31. 7
p. 8. 9.1654 15. 1.1888 9. 9
E. Roberto Bellarmino 1 7 . 9.1621 29. 6.1930 17. 9
P. Francisco de Borja 30. 9.1572 12. 4.1671 3.10
201
Día de la
Nombre de los Santos Día de la canoni- Día de
muerte zación la fiesta
202
BEATOS DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS
(Según el orden del Calendario General de la Compañía de Jesús)
Día de la
Nombre de los Beatos Día de la beatifi- Día de
muerte cación la fiesta
Mártires de Aubenas:
P. Jacques Sales 7 . 2.1593 6. 6.1926 19. 1
C Guillau. Saultemouche. 7 . 2.1593 6. 6.1926 19. 1
P. John Ogilvie, M 1 0 . 3.1615 22.12.1929 19. 1
Mártires de Kosice-Checoslovaquia:
P. Melchior Grodziecki ... 7 . 9.1619 15. 1.1905 19. 1
P. István Pongrácz 8. 9.1619 15. 1.1905 19. 1
Mártires de Brasil:
p. Inácio de Azevedo ... 15. 7.1570 11. 5.1854 19. 1
p. Diego de Andrade ... 15. 7.1570 11. 5.1854 19. 1
c. Francisco Alvares ... 15. 7.1570 11. 5.1854 19. 1
c. Gaspar Alvares 15. 7.1570 11. 5.1854 19. 1
c. Manuel Alvares 15. 7.1570 11. 5.1854 19. 1
c. Alonso de Baena 15. 7.1570 11. 5.1854 19. 1
S. Marcos Caldeira * ... 15. 7.1570 11. 5.1854 19. 1
s. Bento de Castro 15. 7.1570 11. 5.1854 19. 1
s. Antonio Correia * ... 15. 7.1570 11. 5.1854 19. 1
s. Luís Correia 15. 7.1570 11. 5.1854 19. 1
s. Aleixo Delgado * 15. 7.1570 11. 5.1854 19. 1
s. Nicolau Dinis * 15. 7.1570 11. 5.1854 19. 1
c. Gregorio Escrivano ... 15. 7.1570 11. 5.1854 19. 1
c. Antonio Fernandes *. 15. 7.1570 11. 5.1854 19. 1
c. Domingo Fernandes ... 15. 7.1570 11. 5.1854 19. 1
s. JoSo Fernandes I 15. 7.1570 11. 5.1854 19. 1
s. Joáo Fernandes II ... 15. 7.1570 11. 5.1854 19. 1
s. Manuel Fernandes ... 15. 7.1570 11. 5.1854 19. 1
(*) Se señalan con un asterisco los nombres de los Beatos que cierta-
mente eran novicios; de bastantes otros no se puede saber con cer-
teza histórica si habían terminado el noviciado o no.
203
Día de la
Nombre de los Beatos Día de la beatifi- Día de
muerte cación la fiesta
204
Día de la
Nombre de los Beatos Día de la beatifi- Día de
muerte cación la fiesta
Mártires de Salsette:
írtires de Japón:
205
Día de la
Nombre de los Beatos Día de la beatifi- Día de
muerte cación la fiesta
Mártires de China:
206
Día de la
Nombre de los Beatos Día de la beatifi- Día de
muerte cación la fiesta
207
II
Día
Nombre de los Santos de la Cualidad
fiesta
208
Día
Nombre de los Santos de la Cualidad
fiesta
209
BEATOS DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS
(según orden alfabético)
Día
Nombre de los Beatos de la Cualidad
fiesta
210
Día
Nombre de los Beatos de la Calificación
fiesta
211
Día
Nombre de los Beatos de la Cualidad
fiesta
213
Día
Nombre de los Beatos de la Cualidad
fiesta
LE ROUSSEAU, Vincent-Jo-
seph 19. 1 Sacerdote, Mártir (v. MM. de
la Revolución Francesa).
LOPES, SimSo 19. 1 Escolar, Mártir (v. MM. de
Brasil).
MACIADO, Joao Baptista ... 4. 2 Sacerdote, Mártir (v. MM. de
Japón).
MAGALHÁES, Francisco de 19. 1 Escolar, Mártir (v. MM. de
Brasil).
MANGIN, Léon-Ignace ... 4. 2 Sacerdote, Mártir (v. MM. de
China).
MAUNOIR, Julien 2. 7 Sacerdote.
MAYORGA, Juan de 19. 1 Coadjutor, Mártir (v. MM. de
Brasil).
MENDES, Alvaro, ... 19. 1 Escolar, Mártir (v. MM. de
Brasil).
NACASCIMA, Miguel 4. 2 Coadjutor, Mártir (v. MM. de
Japón).
NAVARRA, Pietro Paolo ... 4. 2 Sacerdote, Mártir (v. MM. de
Japón).
NELSON, John 1.12 Sacerdote, Mártir (v. MM. de
Inglaterra y Gales).
NUNES, Pedro 19. 1 Escolar, Mártir (v. MM. de
Brasil).
OGILVIE, John 19. 1 Sacerdote, Mártir.
OLDCORNE, Edward 1.12 Sacerdote, Mártir (v. MM. de
Inglaterra y Gales).
ONIZZUCA SANDAJU, Pe
dro 4. 2 Coadjutor, Mártir (v. MM. de
Japón).
OTA, Augustín 4. 2 Coadjutor, Mártir (•. MM. de
Japón).
PACHECO, Alonso 4. 2 Sacerdote, Mártir (v. MM. de
Salsette)
PACHECO, Francisco 4. 2 Sacerdote, Mártir (v. MM. le
Japón).
PACHECO, Manuel 19. 1 Escolar, Mártir (v. MM. de
Brasil).
PAGE, Francis 1.12 Sacerdote, Mártir (v. MM. de
Inglaterra y Gales).
PÉREZ, GODOY, Francisco. 19. 1 Escolar, Mártir (v. MM. de
Brasil).
PIRES, Diego 19. 1 Escolar, Mártir (v. MM. de
Brasil).
214
Día
Nombre de los Santos de ta Cualidad
fiesta
216
III
217
ÍNDICE
Págs.
INTRODUCCIÓN 5
1. Solemnidad de la Santa Madre de Dios, María e
Imposición del Nombre de Jesús, Titular de la Com-
pañía de Jesús (P. J. Feder, S. J.) 7
2. Beatos Santiago Sales y Guillermo Saltamoquio
(P. A. Noche, S. J.) 11
3. Beato Juan Ogilvie (P. J. Quinn, S. J.) 15
4. Beatos Melchor Grodziecki e I«rán Pongrácz
(P. F. Nagy, S. J.) ... 19
5. Beato Ignacio de Acevedo y treinta y nueve compañe-
ros Mártires (P. D. Mauricio, S. J.) 23
6. Beatos Santiago Bonnaud y compañeros Mártires
(P. R. Ravinel, S. J.) 29
7. San Juan de Brito (P. D. Mauricio, S. J.) 33
8. Beato Rodolfo Acquaviva y sus cuatro compañeros
de martirio (P. J. Wicki, S. J.) 41
9. Beato Francisco Pacheco y compañeros Mártires del
Japón (P. D. Mauricio, S. J.) 47
10. Beato Carlos Spinola y compañeros (P. H. Cieslik, S. J.) 51
11. Beato Santiago Berthieu (Mons. V. Sartre, S. J.) ... 57
12. Beato León-Ignacio Mangin (P. J. Shih, S. J.) 61
13. San Pablo Miki y sus compañeros (P. P. Pfister, S. J.) 67
14. Beato Claudio de la Colombiére (P. G. Bottereau, S. J.) 73
15. María, Madre de la Compañía de Jesús (P. P. Arra-
pe, S. J.) 77
16. San Pedro Canisio (P. B. Schneider, S. J.) 85
17. San Andrés Bobola (P. J.-M. Szymusiak, S. J.) 91
18 San Luis Gonzaga (P. P. Molinari, S. J.) 95
19. San Bernardino Realino (P. M. Gioia, S. J.) 99
20. San Juan-Francisco Régis (P. J.-M. Lacroix, S. J.) ... 103
21. San Francisco de Jerónimo (P. M. Gioia, S. J.) 107
22. Beato Julián Maunoir (P. H. Marsille, S. J.) 111
23. Beato Antonio Baldinucci (P. A. Ceccarelli, S. J.) ... 115
24. San Ignacio de Loyola (P. G. Dumeige, S. J.) 119
25. Beato Pedro Fabro (P. C. Morel, S. J.) 127
26. San Pedro Claver (P. A. Valtierra, S. J.) 133
27. San Roberto Belarmino (P. I. Iparraguirre, S. J.) ... 139
219
Págs.
220