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^ RtSlOÍNCIA C

PRÜítSORfS

Semblanzas Espirituales
de los
Santos y Beatos de la
Compañía de Jesús
Texto preparado bajo la dirección de la Comisión
Litúrgica de la Compañía de Jesús

eapsa
Velázquez, 28
MADRID
Imprimí potest: P. Urbano Valero, S. J., Provincial de España de la
Compañía de Jesús.
Madrid, 22 de octubre de 1974.
Nihil obstat: D. Francisco Pinero Jiménez.
Imprímase: Dr. José María Martín Patino, Pro-Vicario General.
Madrid, 19 de noviembre de 1974.
ISBN: 84-213-0377-5.
Depósito Legal: M. 39.742 - 1974.

IMPRESO EN ESPAÑA - PRINTED IN SPAIN

Gráficas Nebrija, S. A. - Ibiza, 11 - Madrid


INTRODUCCIÓN

Estas «Semblanzas Espirituales» intentan ofrecer unos


textos breves que, facilitando la comprensión de los tiem-
pos y circunstancias en que vivieron y trabajaron nuestros
santos y beatos, nos lleven a una mejor apreciación del
espíritu con que cada uno de ellos, abriéndose a la llama-
da del Señor, participó dinámicamente del carisma igna-
ciano y vivió el ideal de la Compañía de Jesús. Por ello
estas «Semblanzas» intentan poner de relieve los rasgos
más importantes de la personalidad de nuestros hermanos
y procuran iluminar la más profunda aspiración de su
vida de jesuítas y la trascendencia de su misión.
Estos breves ensayos —que tratan de introducir a los
Nuestros en el espíritu de los santos jesuítas y ayudar a
intuir, en cuanto esto es posible, el secreto de su vida—
hacen comprender la actualidad de su testimonio, de su
mensaje espiritual-apostólico y el aspecto más caracte-
rístico de su ejemplo.
Han sido escritos por Padres de diversas naciones y
diferentes culturas. Somos conscientes de la falta de uni-
formidad. Creemos que esta falta más que un defecto
puede ser una ventaja: en la variedad resalta mejor la
vitalidad de la Compañía difundida por todo el mundo.
Por otra parte, las figuras mismas de nuestros Santos
y Beatos son diferentes no sólo por la diversidad de vida
sino también por la pluralidad de la acción de Dios en
ellos que desarrolla él tema común de la vocación a la
Compañía en nuevas tonalidades.
Hay que decir además, que son muy distintas las con-
diciones en las que se intenta abordar la vida de éste o
aquél de nuestros santos: mientras en algunos casos abun-

5
da el material e incluso los escritos personales del santo
mismo, en otros es muy poco lo que tenemos, o quizá
nada.
Por este motivo las diversas figuras son presentadas
de forma distinta, contando, además, con que en algunos
casos apenas se conoce lo más íntimo de sus vidas, si no
en ciertos datos escuetos como son el ingreso en la Com-
pañía, el envío a misiones y él martirio. Este es, por
ejemplo, el caso del Beato Mangin.
Esperamos que esta publicación sea de utilidad para
la vida de cada jesuíta; podría incluso contribuir a una
mejor preparación de las celebraciones litúrgicas comu-
nitarias y haría que, asociándonos a nuestros compañe-
ros unidos a Cristo en la Gloria, ofrezcamos a Dios ala-
banza más plena y reconozcamos al mismo tiempo vital-
mente, nuestro compromiso religioso-apostólico.
Podría servir como base para ciertas reuniones comu-
nitarias y hacer que la Compañía de hoy y de maña-
na, en contacto más profundo con los que nos precedie-
ron de forma ejemplar, responda incondicionalmente y
según él espíritu de S. Ignacio, a la voluntad de Dios en
él cumplimiento de la misión que le ha sido confiada para
el bien de los hombres.

P. Paolo Molinari, S.J.

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1. SOLEMNIDAD DE LA SANTA MADRE DE DIOS,
MARÍA E IMPOSICIÓN DEL NOMBRE
DE JESÚS, TITULAR DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS

Ocho días después de su nacimiento, el Niño fue agre-


gado al pueblo de Dios por la circuncisión y recibió, según
la voluntad divina, el nombre de Jesús. Tal es el misterio
que celebra la Iglesia el día uno de enero y que la Compa-
ñía ha escogido como fiesta principal de su calendario.
Elia es en efecto la más importante. Las otras fiestas
nos recuerdan cómo han vivido los santos la mística de su
orden, pero la fiesta del nombre de Jesús resume dicha
mística en sí misma: tener como único modelo y única
regla de vida, como único Señor, a Jesús hijo de María.

# * *

«Compañía de Jesús», la elección de este título señala


una etapa importante en la historia de los jesuítas. Viene
a ser la culminación de un largo período preparatorio (Pa-
rís, Venecia), anterior a la elaboración de un proyecto or-
gánico. Después de su consagración colectiva en Mont-
martre (1534) y tras su ordenación sacerdotal en Venecia
(1537), Ignacio y sus compañeros, en grupos de dos o tres,
prosiguen su apostolado o toman el camino de Roma .
El porvenir es muy impreciso. No saben todavía que
llegarán a ser una orden religiosa, pero sí que tienen con-
ciencia de ser, en el pleno sentido de la palabra, una comu-
nidad. Es entonces, en Vicenza, antes de dispersarse,
cuando escogen un nombre: se llamarán la Compañía
de Jesús. No pensaban, en efecto, ser el grupo de Ignacio
ni de nadie. Diez años más tarde, Polanco, al consignar

7
sus recuerdos, escribirá: «No había ningún jefe entre
ellos, ni ningún superior, más que Jesucristo. Y a El era
1
a quien querían servir» . Es por este fin, por el que van
a ponerse a disposición del Papa.
Esta primera decisión recibió en seguida una confir-
mación en la experiencia interior que vivió Ignacio al mar-
char hacia Roma, y particularmente en la iluminación
que a partir de entonces se situó en la Storta, muy cerca
de Roma. Según Laínez que con Fabro era su compañero
de viaje, Ignacio «dice que le parecía ver a Cristo con la
cruz a cuestas y muy cerca de El al Padre Eterno que le
decía «Quiero que tomes a éste como tu servidor». Y así
2
Jesús le tomaba y decía «Yo quiero que nos sirvas» .
De la Storta data, al parecer, la determinación de Ig-
nacio de guardar irrevocablemente el nombre que sus
compañeros escogieron en su deliberación de Vicenza.
Laínez concluye su relato: «Habiendo tomado gran de-
voción a este santísimo nombre, Ignacio quiso llamar al
3
grupo Compañía de Jesús» .
En Roma, vuelven a entablarse las deliberaciones de
los compañeros. Desembocan en la decisión de organi-
zarse como un instituto religioso. Y la «Formula Institu-
ti», desde su primera línea, pide al Papa que confirme
oficialmente el nombre elegido: «Compañía de Jesús».
* * *

Tales son los datos de la historia.


Pero ¿qué querían expresar aquellos hombres, al to-
mar, para designar a su grupo, el nombre de Jesús? A pri-
mera vista, no gran cosa. Todo cristiano reclama para sí
el pertenecer a Jesucristo.

1 Pohtes Narrativi, Mon. 7, núm. 86, Monumenta Ignatiana, se-


ries IV, t. I, Romae, 1943, pág., 204.
2 Fontes Narrativi II, Scriptum 25, Monumenta Ignatiana, se-
ries IV, t. II, Matriti, 1918, págs. 74-75.
J Ibídem.

8
Para ellos, sin embargo, y hoy para sus hermanos, este
título despierta ecos precisos. Traza un camino en el cual
se saben comprometidos.
Jesús, El es el que ha transformado después de Pe-
dro, Juan y Pablo, las vidas humanas más entusiastas:
4
Francisco y Domingo. ¿Por qué no también nosotros? se
dicen los compañeros de Ignacio que siguen las huellas
de los servidores apasionados por su maestro.
Jesús, designado por su nombre propio, más que por
el título de Cristo: el hombre verdadero, el Dios compa-
ñero de camino, de fatigas, el que comparte risas y lágri-
mas; al que es necesario contemplar, «conocer, amar y
6
servir» para entender los caminos del reino, para en-
contrar las palabras que hablan de Dios, las actitudes
que dan testimonio de El. Pobres, ya que El ha sido po-
bre. Dispuestos a las humillaciones, porque El fue hu-
6
milde . Jesús vivo, regla de vida.
Jesús es el maestro de la obra emprendida. No hay
que limitar de antemano ni las formas, ni los métodos, ni
los campos de apostolado. Estar con el corazón a la es-
cucha, los ojos levantados hacia el Señor para ver dónde
mira. «Que me halle como en medio de un peso para se-
guir aquello que sintiere ser más gloria y alabanza de
7
Dios nuestro Señor y salvación de mi ánima» .
Jesús seguido y servido a un tiempo, como compañe-
ros, en una comunidad de la que El es el alma; buscado,
no en la discusión turbulenta, sino en la deliberación co-
munitaria, con su querer manifestado —en último térmi-

« Recién convertido, Ignacio quiso rivalizar con el heroísmo de


los santos. (Relato del Peregrino, núm. 7). Sin duda que después
depuró su intención primera. Pero son numerosos los que, como
Ignacio, descubren en el testimonio de los santos cuánto merece Cris-
to ser servido.
5 E.S. 104.
6 E.S. 167.
i E.S. 179.

9
no— por el superior, para evitarnos el que en nombre suyo,
nos salgamos en realidad con la nuestra.
Jesús reconocido con alegría y certeza en su Iglesia,
servido personalmente en la disponibilidad al sucesor de
Pedro, gracias al cual ningún grupo hace su obra aparte,
independientemente del cuerpo total de la Iglesia.
* * *

Al ir hacia Roma, Ignacio pedía insistentemente a la


Señora «que le pusiese con su Hijo». Y tuvo la certeza
8
de ser acogido por Dios . Estar con Jesús Hijo de Dios
9
en el trabajo y después en la gloria , es imposible para
los hombres. Sólo el Espíritu de Dios puede llevar a cabo
esta asimilación. Ser compañero de Jesús es mucho más
que una designación jurídica, mucho más que un contra-
to en el que guardaríamos nuestro margen de indepen-
dencia y la perspectiva de triunfar personalmente en gran-
des cosas. Es una manera de vivir para el evangelio y en
la dependencia cotidiana del Espíritu de Jesús, nuestra
participación en el misterio de la Encarnación.
El honor y el servicio de Dios en la ñdelidad a Jesús,
he aquí lo que han vivido los santos de nuestro calen-
dario. Esta es la ruta que iluminan ante nosotros.

P. J. Feder, S.J.

8 Relato del Peregrino 96.


9 E.S. 95.

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2. BEATOS SANTIAGO SALES Y
GUILLERMO SALTAMOQUIO

Santiago Sales — Oración y sumisión a la voluntad


de Dios
El itinerario espiritual del P. Santiago Sales no encie-
rra ni cambios de ruta, ni conversión, ni sucesos místi-
cos conocidos, es de una lineal simplicidad.
Siendo niño, el Espíritu Santo le hizo el don de una
inclinación especial a la oración, una oración que llegaría
a ser continua. Su devoción a la Eucaristía, ya muy acu-
sada, le mereció de un sacerdote el favor de ayudar a
misa todos los días; durante las vacaciones, su culto por
la Santísima Virgen le infundía el valor sorprendente de
levantarse a las cuatro para rezar el Ofició Parvo; aun-
que personal, su piedad no era individualista: la irradia-
ba entre sus compañeros sin respeto humano.
Humilde por su condición social modesta, lo será tam-
bién por espíritu religioso, a pesar de sus éxitos como
profesor. Durante sus 19 años de vida religiosa, 8 de los
cuales fueron de sacerdocio, se muestra, hasta el extremo
de agotar su poca salud, disponible a los demás y a sus
superiores; éstos le cambian de sitio con frecuencia y le'
piden, para reemplazar a alguien, un destino inesperado
que retrasa tres años su ordenación sacerdotal.
Hay algunos otros rasgos notables en su vida espiritual:
olvidado de sí mismo a fuerza de ocuparse sólo de Dios,
se le hizo familiar desde hacía tiempo una oración: «Gra-
tias agimus tibi propter magnam gloriam tuam». La natu-
raleza y sus espectáculos, la botánica en particular, le sir-
ven mucho para elevarse hacia el Creador y elevar a los
otros, aspecto éste original y raro en su época.

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Eucaristía amada, estudiada, defendida hasta el martirio

Con los años, el amor por Jesús en la Eucaristía se hace


cada vez más dominante, inspira constantemente y con
resultados sorprendentes su predicación, sus conversa-
ciones. De aquí surge el deseo de martirio, avivado por
el presentimiento que Dios le da de ello. A menudo decía:
«el más excelente acto de amor a Dios es dar la propia
sangre». Cierto día confía a un amigo: «Padre, el género
de muerte que más me convendría sería recibir un tiro
de arcabuz mientras estuviese rezando».
Dos días antes de recibirlo efectivamente, tuvo oca-
sión de declarar: «hace quince años que pido a Dios mo-
rir mártir». Tal perspectiva no tenía nada de insólito en
aquel período de guerras de religión que para Francia se
sitúa entre 1562 (Vassy) y 1539 (Aubenas).
El sacrificio esperado de su vida estaba muy ligado al
Santo Sacrificio de la Misa, centro de todo para él; ha-
blaba de ello frecuentemente y apenas dejaba pasar una
hora sin ir a arrodillarse ante el tabernáculo. Profesor de
teología —y una teología oración— desarrolló con gusto
el tratado sobre la eucaristía según Sto. Tomás y el re-
ciente Concilio de Trento. Sobre este tema redactó un fo-
lleto en el que precisaba la doctrina católica, duramente
atacado entonces por los protestantes. Es el manuscrito
remitido por él a los ministros de Aubenas, que se lo
echaron en cara el día de su muerte, y es este punto del
dogma lo que constituyó el motivo explícito e indiscuti-
ble de su martirio.

Guillermo Saltamoquio — espíritu de fe y de sacrificio

De la Auvernia como el P. Sales y de la misma edad


que él, el hermano Saltamoquio era también un alma de
oración, cuya devoción se mostraba como algo fuera de
lo normal. Este gran humilde, este silencioso, desempeñó
principalmente el oficio de portero con tacto y discreción

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y llevó en este ámbito una vida oscura, muy mortifica-
da, por amor a Jesús crucificado, a la que le atraía la gra-
cia, predisponiéndole al sacrificio supremo. A veces se
le escapaba una palabra, palabra ruda y fuerte que mur-
muró incluso bajo los puñetazos de los hugonotes en
Aubenas, llegada la hora de morir: «aguanta, carne,
aguanta».
Compañero del Padre durante su último ministerio en
aquella zona y arrestado con él, el Hermano habría po-
dido salvar su vida con bastante facilidad; tomó con re-
solución la ocasión del martirio, pues decía que habría
creído pecar si faltase a ella. Haciendo alusión a las dis-
cusiones dogmáticas que acababa de ver sostener al Pa-
dre contra los ministros protestantes y cuyo tema esen-
cial había sido la Eucaristía, el Hermano Guillermo de-
claró: «Yo no os dejaré, Padre, sino que moriré con vos
por la verdad de los puntos que habéis discutido.»

P. A. Noche, S.J.

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3. BEATO JUAN OGILVIE

«En mi final está mi principio»

«En el final está mi principio»: el lema personal de


María Reina de Escocia, resume la actitud cristiana ante
la muerte. En los labios del mártir es un grito triunfal
de fe.
Cuando el mártir es un jesuíta, vemos en su martirio
la respuesta a su «Tomad Señor y recibid». La contem-
plación para alcanzar amor se ha cumplido. El mártir ha
hecho patente su amor en hechos y no solamente en pa-
labras. Ha compartido con Cristo todo lo que tiene, todo
lo que es.
Pero no podemos ser uno con Cristo en la gloria si
rechazamos ser uno con El en el sufrimiento. El mártir
ha de aceptar la invitación de Cristo para compartir con
El el «tercer grado de humildad».
Esa es la lección de los Ejercicios Espirituales. Es la
lección del Beato Ogilvie, como la de todos los mártires.
Vivió y murió según los Ejercicios.

Crisis espiritual

Su mundo era muy diferente del nuestro; sin embargo,


él nos habla a través de los siglos. Tenía seis o siete años
cuando María Reina de Escocia murió en el patíbulo.
Creció de niño en Escocia, la que había rechazado a su
reina, y con ella la vieja fe de sus padres.
A la edad de doce años pasó al continente buscando
su educación. Era un momento de crisis espiritual. Se
requería gran discernimiento espiritual para ver dónde

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estaba la verdad, cribar la renovación genuina de falsas
innovaciones. La Religión estaba muy frecuentemente
mezclada con la política, la ambición y la codicia. La
unidad de la Iglesia estaba en peligro.

La llamada al peligro

Después de una agonía de indecisión Juan Ogilvie des-


cubrió su verdadero hogar espiritual dentro de la Iglesia
Católica. Era joven, por lo que tenía toda la generosidad
e idealismo de la juventud. Habiéndosele despertado la
universalidad del amor de Dios, se determinó a respon-
der a la llamada de Cristo para servirle en la expansión
de su Reino.
Se hizo novicio en la provincia de Austria que en aquel
entonces incluía la Bohemia. Sus primeros años como je-
suíta, desde 1599 hasta su ordenación en París en 1610,
están recopilados en la historia de la provincia de Bo-
hemia: su influencia sobre la juventud como director de
una Congregación Mariana, su inspiración como líder en
obras de caridad y penitencia. Pero siempre está presen-
te la llamada al peligro, la repetida petición de que se le
permitiera trabajar como sacerdote tras el telón de acero
de sú tierra natal.

Mártir por él Papado

Después de un exilio de veintidós años, vuelve a Es-


cocia. Su apostolado es breve. Se le traiciona y es hecho
preso. Saborea la amargura de la Pasión de Cristo en
una forzada «vigilia» de ocho días y nueve noches. Se
le ajusta a pesados «cepos» de hierro, de tal manera
que no puede estar ni de pie ni tumbado. Sus pensa-
mientos se dirigen hacia otros: su mayor temor es la po-
sible traición a sus amigos, aun inconscientemente. Es-
cribe cartas que animen en la fe á sus compañeros de
prisión.

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Tenemos su propia historia de la prisión, sacada sub-
repticiamente de la misma. No se trata de un diario es-
piritual, sino un verídico y vivido informe sobre su cap-
tura y los debates a los que fue sometido a participar,
siempre con gran maestría y coraje. Nunca le faltó su
característico sentido escocés del humor.

Una visión renovada

Los tiempos cambian, pero los principios no. En tiem-


po de Juan Ogilvie el espíritu de la edad no dejó a la
Iglesia con otra alternativa que defender la fe por medio
de la controversia, y la más efectiva de todas por el mar-
tirio. Ahora por lo menos existe la oportunidad de un
diálogo constructivo con otros cristianos y con otros cre-
dos. Está también la conveniencia de salir al encuentro
del reto que nos lanzan aquellos que no tienen fe. El
mayor peligro para la Iglesia viene hoy día de la erosión
de la misma fe. Es la religión misma, no sólo la fe católi-
ca, la que está en peligro.
La Iglesia una vez más está en la agonía del cambio,
en medio de un mundo en evolución. Tiene que renovar
la visión de su vocación en el mundo de hoy. Hay una
urgente necesidad de discernir la moción del Espíritu
Santo entre los cambios del mundo que nos rodea. En
este proceso de discernimiento la Compañía de Jesús
tiene una parte providencial que jugar. Está llamada a
ser un instrumento de renovación y de unidad al ser-
vicio del Papado. Esta era la mente de S. Ignacio en el
tiempo de su formación: y ésta ha de ser la mente de sus
seguidores hoy.
Podemos ver a Juan Ogilvie como patrón de la unidad
cristiana: tenía un apasionado amor por su patria, y mu-
rió intentando traerla a una plena comunión con la Igle-
sia Católica. Reconoció el centro neurálgico de esa comu-
nión en el Papado, y murió, en palabras del Papa Pío XI,
como «nuestro mártir».

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El reto del futuro

También podemos verle como patrón de la Europa


de sus largos años de exilio, una Europa tan plenamente
diferente de la Europa que él conoció. Su propio país ya
no conoce la persecución; su vida dirige nuestros pensa-
mientos a la Iglesia del Silencio hoy. Nos señala la tenaz
vocación jesuítica: vivir en el mundo con Cristo; sensi-
ble a sus necesidades de cambio, pero siempre caminan-
do con Cristo como compañero a lo largo del camino
de la cruz, que conduce también a la gloria de la resu-
rrección.
Finalmente podemos ver a Juan Ogilvie como patrón
de un nuevo mundo esquivo que está naciendo en nues-
tro ambiente, y de los diálogos que se necesitan para
encarar sus retos, y especialmente el gran diálogo entre
la fe y la incredulidad.
Se nos recuerda que la Compañía está siempre llama-
da a discernir los espíritus de los tiempos, y puesta en
frente de un nuevo comienzo. La opción por este co-
mienzo, como en el caso de Juan Ogilvie, influirá en el
final al que conduce. En ese sentido también podemos
decir que «en mi comienzo está mi final».

P. J. Quinn, S.J.

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4. BEATOS MELCHOR GRODZIECKI E
IVAN PONGRACZ

El reino de Hungría y el catolicismo en este país fran-


quearon el umbral del siglo xvn bajo un cielo muy som-
brío. El país fue dividido en tres partes: el imperio oto-
mano ocupó un tercio, Transilvania se constituyó en prin-
cipado autónomo; y el reino propiamente dicho se redujo
a la franja occidental del país y a la actual Eslovaquia.
Los protestantes, que eran mayoría en el paso de siglo,
vieron con hostilidad el despertar de la Iglesia católica y
trataron de impedir por todos los medios su resurgimien-
to. Gabriel Bethlen, príncipe calvinista de Transilvania,
aprovechando complicaciones de la guerra de los treinta
años, conquistó, en 1619, gran parte del territorio del rei-
no. Fue en el curso de esta campaña cuando fueron mar-
tirizados tres sacerdotes católicos, en la ciudad de Kosice
(en la actual Eslovaquia).
No queda ningún escrito de los tres sacerdotes, que sea
auténtico con seguridad. Pertenecientes desde su juven-
tud a la Congregación Mariana; cuatro o cinco años de
ministerio sacerdotal; la muerte cruel sufrida a causa de
la fe católica: tales son los elementos principales de su
vida que pueden hacernos penetrar en su espiritualidad.
S. Pío X, en el Breve de su beatificación, la resume en
una frase de S. Pablo: «Pues a vosotros se os ha conce-
dido la gracia de que por Cristo, no sólo creáis en El,
sino que también padezcáis por El» (Fil. 1, 29).
El más joven de los tres, Marko Stjepan Krizevcanin,
de 30 ó 31 años de edad, originario de la diócesis de Za-
greb, no era jesuíta, sino canónigo de Esztergom; era un

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antiguo alumno de los jesuítas en Viena y Roma y amigo
íntimo de sus futuros compañeros en el martirio.
El Padre Melchor Grodziecki, nacido en Silesia de una
familia de origen polaco, tenía 35 ó 36 años en el mo-
mento del martirio. Alumno del colegio de Viena (como
también el futuro canónigo), entró a los 19 años de edad
en el noviciado de los jesuítas, donde conoció a Pongrácz.
Después de los estudios sacerdotales hechos en Praga, co-
menzó su ministerio en la misma ciudad. A la teología
especulativa, prefirió la controversia, la casuística, la mú-
sica; se ocupó en su ministerio de la educación de los
muchachos pobres y de la predicación. Las circunstan-
cias de la época no le permitieron hacer la tercera pro-
bación: después del mes de ejercicios, en diciembre de
1618, fue enviado a Kosice, como capellán de los católicos
bohemios y alemanes. Hizo sus últimos votos cuando fal-
taban menos de tres meses para su muerte.
El de más edad, el Padre Iván Pongrácz, proveniente
de la nobleza húngara, nació e hizo sus estudios clásicos
en el principado de Transilvania. El colegio de los jesuítas
en Cluj (actual Rumania), ciudad agitada por tensiones
confesionales, vivió años difíciles y fecundos al mismo tiem-
po. Iván, una vez terminados sus estudios, entró en el
noviciado de los jesuítas. Hizo los primeros años de for-
mación en Bohemia, y unos brillantes estudios sacerdo-
tales en Austria. Ordenado sacerdote, volvió a Hungría,
como prefecto de estudios en el colegio de Humenné (ac-
tual Eslovaquia) y sobre todo como predicador. El pas-
tor húngaro de los calvinistas en Kosice, célebre predi-
cador, se quejaba de él: mientras este jesuíta esté vivo,
la religión reformada no puede esperar días tranquilos.
Cuando el ejército del príncipe Bethlen se acercó a Ko-
sice, Pongrácz, abandonó el campo, se dirigió allí para
sostener, con los otros dos sacerdotes, a los católicos de
la ciudad.
El comandante Georges Rákóczi y sus haidouks lle-
garon a Kosice el 3 de septiembre. Después de haber en-

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trado en la ciudad, encerraron a los tres sacerdotes en la
casa del rey donde los tres tenían su residencia. Durante
tres días no les dieron nada de comer ni beber. El co-
mandante ofreció al canónigo un beneficio, con la con-
dición de que se hiciese calvinista, sin obtener resultado.
El día 6 por la tarde, los soldados pidieron a los tres un
rescate, exigencia que no pudo ser satisfecha. «Entonces,
disponeos a la muerte». «Pero, ¿por qué debemos morir?».
«Porque sois papistas». «Pues bien, por esta sagrada cau-
sa, estamos dispuestos a morir al momento». Pero los
soldados no tenían todavía la autorización para ejecutar-
los. Los tres sacerdotes se confesaron entre sí y rezaron
en alta voz. Al día siguiente, 7 de septiembre, poco des-
pués de medianoche, un capitán se presentó de nuevo con
unos haidouks y con el pastor calvinista Alvinczi. Pon-
grácz, que abrió la puerta, fue derribado y atado. Se exi-
gió de los dos jesuítas que se convirtiesen al calvinismo.
Colgaron a Pongrácz por las manos de las vigas de la
casa, le castraron, le apretaron la cabeza con una cuerda
y le quemaron con antorchas hasta que aparecieron las
visceras. Grodziecki fue atravesado con varios golpes. Al
canónigo se le propuso asociarse a los que, profesando
la «religión húngara», se oponían a la tiranía extranjera
(de los Habsburgo). «¡Que Dios me guarde de ser enemi-
go de los que trabajan por el bien de la patria!». Pon-
grácz, al oír aquello, tuvo miedo; pero los señores calvi-
nistas debieron comprender rápidamente que el canónigo
no era de sus adeptos. Furioso, le quemaron también con
antorchas y le decapitaron. Grodziecki terminó de mane-
ra parecida, siendo decapitado. Al llegar la aurora, los
señores se retiraron. Los soldados continuaron torturan-
do a Pongrácz; después, creyendo que también él estaba
ya muerto, arrojaron los tres cuerpos a un pozo. El Pa-
dre Pongrácz vivió todavía durante unas veinte horas; si-
guió rezando en alta voz como los tres lo habían hecho
durante las torturas.
Incluso los protestantes de la ciudad confesaron, cons-

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temados, que los tres sacerdotes, por su celo y su dulzura,
no habían merecido este bárbaro tratamiento. La noticia
del martirio se propagó rápidamente y conmovió a todo el
país. Pero el príncipe Bethlen prefirió ignorar todas las
peticiones que muchos católicos le dirigían, con vistas a
una sepultura conveniente de los mártires. Hasta el día en
que, seis meses más tarde, en el mismo palacio del mar-
tirio, en una comida que Bethlen dio en honor del pala-
tino del reino, la esposa del palatino, la condesa Katalin
Palffy, a la petición del príncipe para que danzase, aceptó
tan sólo con la condición de poder dar a los tres mártires
los honores supremos. El cardenal Pázmány, que había
nombrado algunos años antes al joven Krizevcanin canó-
nigo de Esztergom, hizo la requisitoria canónica y en
nombre del episcopado del reino, pidió a Urbano VIII el
permiso de culto público para los tres mártires.
En tina época diferente a la nuestra, y de una manera
propia del espíritu de su tiempo, los beatos mártires de
Kosice fueron campeones de lo que hoy se llama el ecu-
menismo. Trabajaron y se sacrificaron por la realización
de la paz entre las confesiones cristianas antagónicas y
entre los pueblos de la cuenca del Danubio.

P. F. Nagy, S. J.

22
5. BEATO IGNACIO DE ACEVEDO Y 39
COMPAÑEROS MÁRTIRES

Apostolado eclesial y discernimiento ignaciano


Ignacio de Acevedo nació en el período aúreo de los
descubrimientos portugueses. En el inmenso continente
brasileño se iniciaba la expansión organizada del Evange-
lio, desde la costa al interior. En una sociedad primitiva
de pueblos agrícolas y nómadas, entregados a la supers-
tición, a la guerra tribal y a la antropofagia, la evangeliza-
cien exigía la acción de sacerdotes fervorosos y abnegados
y la cooperación de laicos, cuyos núcleos familiares sirvie-
sen de polos orientadores y aglutinantes de promoción so-
cial, como auxiliares de la catequesis.
Era una forma de apostolado eclesial, prenuncio pro-
fético de la misionología moderna. La Providencia guía a
los precursores por caminos misteriosos.
Educado en la corte, con cierta instrucción humanísti-
ca, pero de temperamento altivo e impetuso, Ignacio de
Acevedo sería conquistado por la Cruz de Cristo para los
caminos de la humildad. Bajo la influencia de un conciu-
dadano piadoso, Enrique Nunes de Gouveia, asiste a la
predicación del jesuíta Francisco Estrada. Mide la insigni-
ficancia de la vanidad transitoria a la luz de la verdad
eterna y decide ir a Coimbra para conocer más profunda-
mente a los jesuítas. Tenía 22 años cuando resuelve entrar
en la Compañía. Pero esta resolución quería cimentarla en
bases de discernimiento sereno y fuerte. Para ello, hizo los
Ejercicios Espirituales durante 40 días. Cambió su mayo-
razgo de Barbosa por la modesta sotana ignaciana. Y, más
tarde, prosiguió los estudios de letras y los completó con
los de Filosofía y Teología.

23
El jefe nato al servicio de la gloria de Dios

Le atraían las noticias de las Misiones. Primero, An-


gola y el Congo. Después, la India y el Japón. Sin embar-
go, quiso que la obediencia dijese la última palabra: «No
me consolaría —escribe— si mi petición fuese causa de
la decisión de los Superiores. La mayor gloria de Dios
será la razón suprema». Las cualidades excepcionales de
liderazgo que pronto revela, se aprovecharon en los cole-
gios de Coimbra y Lisboa. Enviado a Braga, funda las
escuelas que el Arzobispo D. Fray Bartolomé de los Már-
tires había pedido a la Compañía. Alternaba el gobierno
con los ministerios rurales. Sus grandes armas apostóli-
cas fueron siempre la oración, la penitencia y las obras
de misericordia.
Mientras tanto, crecía su inclinación por las misiones.
En el Brasil, el P. Nóbrega pedía insistentemente refuer-
zos misioneros. Y sobre todo pedía un hombre capaz de
reorganizar sólidamente las cristiandadas nacientes. Pen-
saron en Ignacio de Acevedo, que era hombre activo, em-
prendedor y eficiente. Cuando fue a Roma como Procu-
rador de la India y del Brasil para la segunda Congrega-
ción General de 1565, el nuevo General le nombró Visita-
dor de las Tierras de Santa Cruz (Brasil). Acevedo recibe
el encargo con gran dinamismo y gobierna con acierto en
los territorios del Sur y de Bahía. El movimiento había
perdido empuje. Era necesaria una reestructuración para
continuar adelante, y tal empresa carecía de colaborado-
íes. En 1568, elegido de nuevo Procurador en Lisboa y
Roma, consigue en Portugal eficaz ayuda. La mejor ri-
queza son, sin embargo, los hombres. Recorre diversas
casas y colegios y con palabra persuasiva y apostólica
entusiasma a los jóvenes. En Roma, impresiona igual-
mente a Pío V y Francisco de Borja. El Papa le concede
amplias facultades pastorales.
El santo general de la Compañía sintió con tanta fuer-
za, la necesidad urgente de ayudar al Brasil que escribió

24
inmediatamente a los Provinciales de España para que
fuesen generosos en misiones y limosnas en favor de una
región tan necesitada. Esta recomendación ponía alas de
fuego en la boca ardiente de Acevedo.

Reclutador de Apóstoles para el Brasil

Acevedo vuelve a Portugal. Entre los muchos que se


le ofrecen para las misiones escoge tres en Valencia, cin-
co en Madrid, dos en Medina del Campo. El mayor con-
tingente, sin embargo, viene de los colegios y noviciados
de Coimbra y Evora. Reúne así un grupo de 73 padres y
hermanos que junto con los seglares forman en total una
expedición de casi cien personas. Grupo tan heterogéneo
sólo sería enciente gracias a una profunda unidad apos-
tólica.
Mientras esperaban el barco que ha de llevarles al
Brasil crece la epidemia de peste en Lisboa. Ignacio de
Acevedo concentra a los expedicionarios, principalmente
a los religiosos, en la Quinta de Val de Rosal que el co-
legio de San Antonio tiene a orillas del Tajo. En este am-
biente sano de campo y playa atlántica, prepara física
y espiritualmente a aquel batallón de misioneros para la
gran campaña evangelizadora en el interior del Brasil:
¡cuerpos de hierro y corazones de oro!

Bl forjador de almas misioneras

Van pasando los meses de espera entre prácticas co-


munitarias e individuales de devoción, lecturas piadosas,
conferencias espirituales, horas de estudio o trabajos ma-
nuales. Todo ello entreverado de ratos de descanso, mú-
sica vocal e instrumental, paseos por el campo o por
la orilla del mar, peregrinaciones a santuarios del lugar y
procesiones litúrgicas por los campos. Acevedo no es sólo
la voz caliente y entusiasta de la juventud, sino ejemplo
vivo de cuanto inculca. Para él es siempre el trabajo más

25
duro, la tarea más humilde, el servicio prestado con ale-
gría y generosidad. Difícilmente se encontrarán en la
hagiografía cristiana páginas de más ingenua piedad,
alegría jovial y caridad fraterna cimentadas en la auste-
ridad de vida.
El oinco de junio el pacífico ejército de 74 jesuítas
zarpa en tres barcos rumbo a la isla de Madeira. La vida
a bordo de seglares y religiosos tiene un matiz conventual.
Al romper la mañana y al caer la tarde se escuchan entre
las olas preces y cantos espirituales.
El 30 de junio a pesar de las dudas del gobernador del
Brasil don Luis de Vasconcelos, los mercaderes de la nave
Santiago insisten en dirigirse a Las Canarias. Ignacio reem-
barca con 39 compañeros. Presintiendo el peligro de los cor-
sarios y con ello el martirio, convoca antes del embarque a
su grupo. Quiere voluntarios al martirio, sin coacciones. Alr
gunos dudan y son sustituidos inmediatamente por candi-
datos de otros barcos. Cuando navegan de Taza-Corte a
Las Palmas, surge una flota de piratas hugonotes man-
dados por Jacques Sore. Como los defensores del «San-
tiago» son pocos, el capitán pide soldados a Acevedo. Pero
su condición eclesiástica y religiosa no les permite com-
batir. Asisten a los heridos y animan a los combatientes
con sus oraoiones. Una vez adueñados del barco, los he-
rejes acometen a los misioneros con las armas en ristre.
Acevedo les sale al encuentro con una imagen de Nues-
tra Señora en las manos y confiesa su condición de sacer-
dote: «sean todos testigos de que muero por la fe cató-
lica y por la santa iglesia romana». Un soldado le da un
culatazo en la cabeza, dejándolo bañado en sangre.

Un «Colegio» de mártires en el cielo

En torno a Acevedo los demás religiosos lo confortan


con sus oraciones y profesan a su vez la propia fe. La-
mentando tan sólo, el desamparo en que van a quedar
las misiones del Brasil.

26
«No lloréis, hijos. No llegamos al Brasil, pero vamos
a fundar hoy un Colegio en el cielo». Los hugonotes enfu-
recidos acaban con Acevedo, y con Andrade que intenta
cubrirle, y los arrojan al mar. Después arremeten contra
los demás jesuítas. Sólo se salvan dos: uno que reservan
para el día siguiente, otro al que hacen cocinero. Sus-
tituyó a este último un sobrino del capitán del barco, lla-
mado Juan, que deseaba entrar en la Compañía y se hizo
pasar por jesuíta, quedando así completo el número de
ios cuarenta mártires. Por eso le llamaron Adaucto.
Toda la cristiandad se sintió impresionada por la muer-
te simultánea de un grupo tan numeroso. Humanamente
era una catástrofe para la evangelización del Brasil. En
las disposiciones adorables de Dios surgía una verdadera
catedral de cuarenta piedras vivas, erigida como memo-
rial magnífico del Brasil cristiano bajo el signo promete-
dor de la Cruz del Sur.
Pero los mártires de Cristo son los mejores evangeli-
zadores. Una ola de entusiasmo se levantaría por toda la
cristiandad, y todo el Brasil, de la costa al interior, sería
más que nunca, tierra de bendición. Pío IX reconoció y
confirmó el culto de estos mártires el 11 de mayo de 1854.

P. D. Mauricio, S.J.

27
6. BEATOS SANTIAGO BONNAUD Y COMPAÑEROS
MÁRTIRES

¿Mártires de segundo orden?

Estos mártires, hay que confesarlo, podrían represen-


tar en la gloriosa galería de los mártires de la Compañía
el papel de los «parientes pobres», en cierto sentido.
Fueron asesinados sin gloria, por mano de sus pro-
pios compatriotas, en el fatal desarrollo de sucesos apa-
sionados; su muerte puede parecer un simple accidente
ocurrido de paso y los coloca, al parecer, muy lejos de-
trás de tantos hermanos suyos gloriosamente caídos en
el transcurso de epopeyas misioneras sobre las tierras
lejanas del Japón, de las Indias o del Canadá.
Figuras sin gran relieve también, si exceptuamos a al-
gunos; incluso su nombre obligaba a limitarse, para la
mayor parte, a los datos esenciales y a renunciar a toda
esperanza seria de destacar los rasgos particulares de sus
fisonomías.
En fin, una última dificultad: la supresión de la Com-
pañía por el Papa veinte años antes de su muerte parece
que permite suscitar la cuestión de su misma cualidad
de jesuítas.

Auténticos jesuítas

Recordemos, pues, en primer lugar, que a pesar del


apelativo de «ex-jesuitas», que se usaba con respecto a
ellos y que vuelve a usar el decreto de beatificación, se-
guían siendo en el momento de su sacrificio, miembros de
la Compañía.

29
El decreto del Parlamento de París, adoptado en segui-
da por la mayor parte de los departamentos provinciales,
resultado de una larga y poderosa ola antirreligiosa, les
había expulsado de sus domicilios en 1762 (doce de entre
ellos no eran aún más que escolares) y les había condena-
do a la miseria con ocasión de un juramento que les ha-
bría obligado a renegar de su pasado y cuyo rechazo entra-
ñaba la incapacidad para todo cargo y beneficio. Pero ni
este decreto, ni incluso, once años más tarde, el Breve de
disolución de su Orden dado por Clemente XIV, podían
desligarles de sus primeros compromisos: la validez de
este Breve dependía de su promulgación por los obispos
en las casas de la Compañía, pero aun en el caso de que
éstos hubiesen consentido, aquellas casas no existían ya
desde hacía largo tiempo.
Siempre miembros de la Orden, en consecuencia, per-
manecían en la medida de lo posible, fieles a sus compro-
misos. Eran por otra parte conocidos y reconocidos por
todos como antiguos jesuítas: por los poderes públicos,
ya que bajo este título cobraban regularmente la modes-
ta pensión que se había terminado por asignarles; por los
enemigos de la fe, que encontraban en algunos de entre
ellos, gracias a sus predicaciones y escritos, unos adver-
sarios temibles; por las comunidades religiosas, los en-
fermos y los prisioneros que visitaban; por el pueblo fiel,
en fin, que se agolpaba alrededor de sus cátedras y confe-
sionarios.
Porque seguía siendo el amor de Jesucristo y el espí-
ritu de S. Ignacio, extraído durante mucho tiempo de los
ejercicios, los que continuaban animando el apostolado y
alimentando la fidelidad de los miembros dispersados del
gran cuerpo. Fidelidad humilde que, llegado el momento,
se encontraría con toda naturalidad en la serenidad o in-
cluso en el entusiasmo, hasta la altura del sacrificio supre-
mo, siendo un martirio tan sólo el coronamiento de una
vida de confesor; espíritu de una vitalidad tal, que muerta
oficialmente en Francia desde hacía treinta años, la Com-

30
pañía iba a encontrar, entre sus hijos huérfanos, muchos
más mártires que cualquier otra familia religiosa mascu-
lina.

Auténticos mártires

Auténticos mártires, por añadidura, como sus otros


compañeros.
El primer motivo de su arresto y de su muerte fue en
efecto su carácter de «refractarios» a la Constitución civil
del clero. Al espíritu primitivo de legítima reforma social
le había sustituido muy pronto el designio explícito de
crear una Iglesia nacional enteramente sustraída a la auto-
ridad del Papa, a la espera —el curso de los acontecimien-
tos lo mostrará— de la total supresión del catolicismo y
de toda religión; y fue por fidelidad al Papa y por amor a
la Iglesia, por lo que afrontaron y aceptaron la muerte.
Los prejuicios de clase de sus verdugos, sus sospechas
calumniosas de incivismo y convivencia con los enemigos
del exterior, no pueden hacer olvidar esta realidad pri-
mera: murieron por su Fe, como bastaría para testimo-
niarlo las blasfemias de sus asesinos y por parte de los
responsables políticos, las medidas cargadas de odio y
antirreligiosas de las últimas semanas de agosto de 1792.
Mártires sin gloria, humildes mártires si se quiere,
pero participan de alguna manera del carácter de los
innumerables mártires de los tiempos actuales, acusados
de incivismo y tratados de enemigos del pueblo. Mártires
muy tradicionales también, si se les compara con la mul-
titud de los cristianos de los primeros tiempos de la Igle-
sia, estos «enemigos del Imperio», y muchos otros, tras
ellos, en todos los tiempos.

P. R. Ravinel, S.J.

31
7. SAN JUAN DE BRITO t %

Dos palabras polarizan y resumen la vida de Joan


Héctor de Brito: misionero y mártir. Desde muy: pronto
Dios le insinúa este doble destino. • * •• >

Paje de reyes y mártir de Cristo >* -

Juan pertenece a la ilustre casa de los Brito. A los 9


años entra en la corte de D. Juan IV, como paje del que
sería más tarde el rey D. Pedro II. Sobresale entre sus
compañeros del colegio de San Antonio de Lisboa por la
madurez de pensamiento, conducta irreprensible, pure-
za de sentimientos y cumplimiento de sus deberes. Juan,
soporta ya entonces con enorme paciencia las insolen-
cias de otros compañeros, lo que le valía —en el Palacio
Real— el apodo de «mártir», prenuncio de lo que mere-
cería unos años más tarde en la India.
Juan enferma gravemente y su madre recurre al pa-
trocinio de San Francisco Javier. Si el hijo llega a sanar,
vestiría durante un año la sotana de la Compañía de Je-
sús. Juan recuperó la salud; y, su nuevo vestuario, man-
tenido entre los pajes de la corte, le granjea el mote de
«Apostolito», alusión al que, por ese tiempo, se daba popu-
larmente a los jesuítas en Portugal.
Aquel mismo año, cuando la corte asiste a las cerenuv
nias de las «Cuarenta Horas» en S. Roque, Juan deja a
los compañeros del cortejo real y, con la vela en la mano,
se coloca, con sotana y capa, entre los novicios de la
Compañía de Jesús. Era una nueva señal de vocación ig-
naciana.
A los 16 años secunda la llamada de Dios con su in-

33
greso en el noviciado. Y, en la fiesta de Navidad, deposi-
ta a los pies del Niño Jesús una carta ingenua, pidiendo
al divino recién nacido la misión del Japón. Se trata,
ahora, de la vocación misionera que surge en el espíritu
de Juan.
Juan cursa Filosofía en la Universidad de Evora, una
vez realizados los votos religiosos pero, el clima le es
adverso. Se le traslada a Coimbra donde recupera la sa-
lud y hace maravillosos progresos en los estudios. Sus
deseos, sin embargo, están en el Oriente, siguiendo las
huellas de su maestro, protector y modelo. En 1668 pide
encarecidamente las misiones de la India. La respuesta
del General, Paulo Oliva, fue dilatoria. Juan de Brito debe
terminar sus estudios de Filosofía. Al finalizar el curso
se le envía como profesor, al colegio de San Antonio, don-
de estudiará Humanidades. Allí, en la fiesta de Francis-
co Javier, le encargaron el panegírico del santo. Juan, lo
hizo con tal fervor y entusiasmo que impresionó viva-
mente al auditorio.
En aquella ocasión, llega desde Maduré a Portugal el Pa-
dre Baltasar de Costa que encarecía las necesidades de la
misión y exhortaba a los jóvenes a asumir los duros traba-
jos que la evangelización imponía. El ejemplo del animoso
apóstol contagia a Juan. Entre tanto, comienza el curso de
Teología y recibe el sacerdocio en 1673.

Tras las huellas de Javier

Poco después, Juan se ve por fin destinado a las misio-


nes de la India. Debe vencer las mayores dificultades pero
logra embarcar hacia Goa, donde terminará sus estudios
teológicos. A ejemplo de Javier, predica en aquella región
tan frecuentemente contra el vicio, que resulta herido gra-
vemente por hombres libertinos.
Se le propone la dedicación a las ciencias eclesiásticas
para las que estaba excelentemente preparado. Juan se
niega: fue a la India no para ser catedrático sino misio-

34
ñero. Y, hace voto de consagrarse a las misiones de Ma-
duré; por entonces, las misiones más duras de todo el
Oriente.
Para resolver el problema de las castas y acceder a la
evangelización universal, adopta un proceso de adapta-
ción, con el que su amigo y antecesor el P. Baltasar da
Costa, consiguiera los más espectaculares resultados. Se
hace pandará-suami, asceta penitente. Lograba así el pri-
vilegio de tratar con todas las clases sociales y convivir,
hasta con los propios parias.

El secreto de la adaptación misionera

Aunque preso por una red de convenciones sociales lo-


calistas y sujeto a las mayores limitaciones de vestuario
y alimentación, Juan de Brito después de un año de pre-
paración pastoral para la vida misionera en Ambalacata,
se establece en Colei. Viste una simple túnica teñida de
almagre, una especie de turbante rojo en la cabeza, san-
dalias de madera en los pies, largo bambú de siete nudos
para las caminatas. Duerme sobre un simple paño o una
piel de tigre, extendidos en el suelo. Come un puñado de
arroz cocido y condimentado con pimienta, hierbas amar-
gas, algunas legumbres y un poco de leche y manteca.
Este era su nivel de vida: toda consagrada a la oración,
lecturas espirituales, y catequesis. Régimen de anacoreta
que le impulsa a escribir a su hermano Fernando de Bri-
to, el 2 de septiembre de 1692: «Vivo muy contento en
este destierro, con pocas nostalgias de la patria porque
siento las del cielo».

Triunfos de la gracia e iniciación al martirio

Su apostolado, favorecido por la condición de panda-


rá-suami, le prestigia muy rápidamente y crece el núme-
ro de catecúmenos. En 1676 la circunscripción de Colei
debe desmembrarse. El celo y la prudencia de Brito al-

35
canzan no sólo a multitud de parias para los que edifica
iglesia propia, sino también a los gobernantes, a pesar de
las perturbaciones políticas y guerras entre los diversos
estados: de Tanjaor a Ginja, de Sirucarambur a Tatuan-
cheri, en la selva impenetrable como en las fronteras es-
tériles de Maravá. Las conversiones se cuentan por cen-
tenares; las confesiones y comuniones por millares,
aunque la persecución obligara a los misioneros al aban-
dono de la región de Maravá. En 1686, nombrado ya supe-
rior de la misión, Brito determina transponer de nuevo
las fronteras del país, apenas escudado con las armas del
espíritu. Y, en menos de tres semanas bautiza a más de
tres mil gentiles.
Cuando lo llamaban al norte para administrar el bau-
tismo a numerosos catecúmenos, Brito es capturado con
sus catequistas en la región de Magalán. El primer mi-
nistro del rey de Maravá manda ponerles grillos en pies
y manos. Amarrados a troncos de árboles se les somete a
crueles tormentos, tanto en Maravá como en Manarcoilo
y Pagani, y se les condena a muerte. La sentencia no fue
ejecutada porque el soberano llama a los condenados a
la corte. Juan de Brito defiende elocuentemente la fe
cristiana y el soberano le devuelve la libertad de predicar
el evangelio y a los cristianos libertad para profesarla.
En el misionero mártir permanecerán, sin embargo, pro-
fundos estigmas por las torturas sufridas.

En Europa, al servicio de la catequesis

Tras las dificultades de Maravá, Juan de Brito vuelve


a la misión. Le llaman a la Costa de Pesquería y se le
encarga embarcarse hacia Europa para exponer, en Roma,
el estado de la cristiandad y sus necesidades más urgen-
tes. La fama del apóstol se esparcía por todas partes y
todos le miraban como verdadero confesor de la fe. En
compañía del Virrey de la India y conde de Albor, Don
Francisco de Távora, embarca en 1688 hacia Europa, ha-

36
ciendo escala en Brasil. Durante la larga travesía Brito
se comporta como modelo de caridad. Ya en Portugal, la
corte le venera como mártir de Cristo. Juan de Brito ex-
ponía con toda sencillez, vestido de pandará-suami, en
Lisboa, Evora, Coimbra y Oporto, los problemas más ur-
gentes de Maduré o de la Costa de Pesquería, invitando
con palabra cálida a la juventud a secundar la llamada
del Señor en el servicio de los gentiles. Y, al mismo tiem-
po, mostraba personalmente los nuevos métodos de adap-
tación misionera. Brito promueve la creación de un fondo
económico para el sustento de un grupo de indígenas a cu-
yos esfuerzos de organización catequética y promoción so-
cial se debían en gran parte los sorprendentes resultados de
la evangelización en los últimos años. Sus planes fueron
secundados con generosidad por los reyes y los grandes de
la corte, acompañados de piadosos y ricos burgueses.
El amor a la familia, aunque sacrificado a Dios, se
mantiene vivo en las almas consagradas, y, Juan de Brito
puede visitar a su madre y hermanas supervivientes,
mostrándoles toda su ternura. Como a los antiguos ami-
gos de su infancia. De todos obtiene preciosa ayuda y
ánimo.

Selvas de Maduré o Pazos de Portugal

Surge una serie de dificultades que le impiden diri-


girse a Roma. Brito piensa entonces volver a Oriente,
cuando los reyes lo escogen como preceptor de príncipes.
Al manifestársele este designio real, el misionero reacciona
vivamente y con una negativa formal: «prefiero el cielo
a la tierra y las selvas de Maduré al Palacio de Portugal»
escribía en abril de 1691. Le ofrecen, entonces, una mitra.
Pero, la negativa de Brito no fue menos inmediata. No
podía abandonar a sus catequistas y neófitos. Juan había
estado a las puertas del martirio consumado y, sería trai-
ción, cobardía, cambiarlo por las dulzuras de la corte o

37
el esplendor episcopal. Brito se despide de su madre y
de los amigos hasta el cielo.
Al despedirse del monarca, pretende éste, detenerlo
todavía con el pretexto de saludar a la reina y a los prín-
cipes. Brito se da cuenta de la estratagema y se retira
apresuradamente. Toma un batel y consigue alcanzar Tajo
abajo, la ultima nave de la flota que marchaba a la India.
El 3 de noviembre de 1690 llegaba a Goa. El 20 de
junio del mismo año escribía de Verugapati: «Estoy aquí,
hace 15 días, y ya confesé casi mil personas y bauticé a
400». El milagro apostólico se renovaba. ¿Cuál era el se-
creto del misionero como instrumento de la gracia divi-
na? La austeridad de vida unida a una dedicación sin lí-
mite y maravillosa sencillez catequética: «Más fructifican
las verdades de Fe puramente predicada, que los concep-
tos delicados y las palabras pulidas» escribía en 1692 a
su amigo P. Luis Pereira.
Se nombra a Brito Visitador de la Misión y la recorre
por completo. Saluda en Pondichery a su amigo Francis-
co Martín, gobernador de aquel territorio francés y regre-
sa definitivamente a Maravá. Los últimos meses de su
vida serían, proporcionalmente, los más fecundos. Los
Santos al presentir la eternidad son avaros del tiempo.
Evangeliza a los Colers y funda la estación de Muni,
bautizando a más de 8.000 personas, entre sobresaltos y
privaciones. «Los sustos son horrendos, dice, y yo ando
sin casa ni cabana, caminando por las selvas, para asistir
a los cristianos.»

La inmolación final

A la amenaza del martirio Brito respondía sonriente:


«Iremos más de prisa al cielo». La conversión de Ta-
riadevén y la fidelidad del príncipe a las leyes del matri-
monio cristiano reavivan la persecución.
Cuando Brito evangelizaba en las selvas de Muni, ro-
deado de catecúmenos, fue capturado por los esbirros de

38
Rauganadevén, el 8 de enero de 1693. Se le conduce a la
corte con las mayores crueldades y, allí es condenado a
muerte y remitido a Urgur donde espera la ejecución. De
aquella espera tenemos noticias por una sencilla comuni-
cación a su Provincial: «Fui llevado a juicio. Confesé la
Fe de Dios en largo examen. Me volvieron a meter en la
cárcel en la que espero el buen día». Y alboreó el «buen
día», la mañana siguiente, 4 de febrero de 1693. Brito fue
degollado y se le cortaron los pies y las manos. La voca-
ción misionera de Juan de Brito se consumaba con la del
martirio. Dos coronas entrelazadas, la del servicio de Dios
y del prójimo.
Al conocerse la trágica noticia, la emoción de todo
Maduré y Portugal fue enorme: En Maduré, como siem-
pre, la sangre del mártir floreció en nuevas cristiandades.
En Portugal, en numerosas vocaciones misioneras. En la
corte de Lisboa no hubo luto; se celebró con fiestas so-
lemnes la muerte gloriosa de su antiguo paje. La propia
madre del mártir, que tanto se opuso a la partida de su
hijo hacia el Oriente, bajó a la capital en traje de gala.
Y los reyes la recibieron honrosamente.
Beatificado por Pío IX el 21 de agosto de 1853, San
Juan de Brito fue solemnemente canonizado por Pío XII
el 22 de junio de 1947.

P. D. Mauricio, S.J.

39
8. BEATO RODOLFO ACQUAVIVA Y
SUS CUATRO COMPAÑEROS DE MARTIRIO

Al arribar Javier a Goa en 1542 tiene la impresión de vi-


sitar una ciudad católica. Y, sin embargo, fueron necesarios
todavía 15 años para que las aldeas muy numerosas que ro-
deaban la isla aceptasen la fe cristiana. Esta evangelización
se lleva a cabo especialmente durante el gobierno del celo-
so Virrey Constantino de Braganca. A pesar del esfuerzo
realizado, la amplia península sureña de Salsette contaba
en 1564 sólo con unos 1.500 católicos de entre sus cerca de
250.000 habitantes. Este territorio fue confiado a los misio-
neros jesuítas. La conversión de la población se preparaba
lentamente, pues las circunstancias ambientales dificul-
taban todo proceso pacífico. En 1567 el Virrey Antáo de
Norohna ordena una acción de castigo y centenares de
pagodas son destrozadas. A pesar de esta acción, la po-
blación, en su mayoría, continúa rebelde al gobierno y
aferrada al paganismo (Vishnuismus) y causa repetidas
guerras. Los brahamanes intentan conseguir por todos
los medios que las autoridades de Goa y de Lisboa per-
mitan el pleno ejercicio del hinduismo, a lo que se opo-
nía con éxito, sobre todo el P. Pacheco. El P. Rodolfo Ac-
quaviva en 1583 debe continuar el trabajo comenzado,
pues se le destina como superior del colegio y de los
puestos de misión de Salsette. Convoca a todos los pa-
dres y hermanos de la misión de Cortalim, situada al
norte, para una renovación de votos el 25 de julio «con
gran alegría y contento» después de confesiones genera-
les y de disciplinarse. En esta ocasión el P. Acquaviva
tiene unas palabras a sus subditos en las que les estimula
a la perfección. El 25 de julio marchan cuatro padres y

41
un hermano hacia Conculim (al sur de la península), para
buscar allí un lugar en el que se pudiera construir una
iglesia. Mas después de una serie de incidentes los cinco
jesuítas son asesinados por la multitud soliviantada por
un hechicero; y, sus cuerpos arrojados a un pozo de
modo ignominioso. Más tarde y solventadas muchas difi-
cultades pudieron recogerse sus restos que fueron trasla-
dados a Goa, donde reposan hasta hoy. Los mártires, que
tenían una edad de 28 a 33 años, fueron canonizados por
León XII en 1893. Junto con los jesuítas también fueron
asesinados algunos de sus ayudantes.

El beato Rodolfo Acquaviva

Rodolfo Acquaviva provenía de una distinguida fami-


lia del reino de Ñapóles; su padre era el duque de Atri.
Fue educado por su madre muy cristianamente, y entró
en la Compañía a la edad de 18 años en 1568 en Roma
habiendo recibido ya la tonsura y las órdenes menores,
después de haber vencido la oposición de su padre. Más
tarde fue repetidor en el colegio Germánico, al que que-
dó duego ligado de un modo especial. Poco antes de su
partida hacia la India fue ordenado sacerdote en Lisboa
en 1574, donde dijo también la primera misa. Al poco de
llegar a Goa pudo bautizar a 20 indígenas, pero enfermó
poco después, siendo profesor de Filosofía en el Colegio.
Cuando en el otoño de 1579 vino el enviado Akbars a Goa
y les pidió a los padres en nombre del emperador que les
explicasen la fe cristiana, fue elegido Rodolfo para esta
tarea y nombrado superior del pequeño grupo. Desde no-
viembre de 1579 hasta la primavera de 1583 trabajó en el
reino del Gran Mogol, con el que discutió abiertamente
en presencia del Mollas (teólogo mahometano) de las
verdades más importantes de la fe, pero hubo de cons-
tatar que el emperador no podía hacerse cristiano a pe-
sar de sus muchas buenas cualidades a causa de su modo
de vivir poco tranquilo, por la poligamia y por las gue-

42
rras que mantenía. El deseo del martirio de Rodolfo
era conocido hasta por sus hermanos de China. «Toda-
vía no hemos resistido hasta la sangre», escribía. En un
ambiente totalmente mahometano se sintió muy solo,
sobre todo dado que en el Islam antes veía lo que separa
del cristianismo que lo que une. Así ya se quejaba en
1580: «Casi nunca oimos el dulce nombre de Jesús, pues
los mahometanos sólo lo conocen como un profeta y nie-
gan que sea hijo de Dios, y yo digo: a ese Jesús no le co-
nozco yo, y yo no puedo decir otra cosa que Jesús Hijo
de Dios». También padeció Rodolfo el peso del cargo de
superior.
Desde Agrá, donde tenía su sede marchó al Indo, a
donde el emperador había ido y allí enseñó durante al-
gún tiempo a su joven hijo los conocimientos europeos.
Llamado por el provincial se volvió a Goa con permiso
del emperador y allí fue nombrado superior de la misión
de Salsette, a donde fue en julio de 1583 junto con Al-
fonso Pacheco para ser informado por éste de la situa-
ción local. Pero en vez de eso encontraron los dos,
pocos días más tarde la muerte del martirio, que fue sen-
tida profundamente incluso por el emperador Abkar, que
había llegado a apreciar mucho al P. Rodolfo por causa
de su carácter.

El beato Francisco Pacheco

Pacheco procedía también de una familia distinguida.


En 1567 se adhirió a la Orden en el famoso noviciado de
Villarejo de Fuentes (España), igualmente a la edad
de 18 años. Cuando el 1573 pasó Valignano por Alcalá bus-
cando misioneros para el Oriente, tuvo a bien elegir a un
hermano que por desgracia enfermó gravemente de un
modo repentino y no pudo emprender el viaje. Alfonso
fue tomado como sustituto, que entonces ya había estu-
diado filosofía y dos años de teología. Entonces se le
veía como un posible futuro superior y con grandes cua-

43
lidades de trato. En la India terminó la teología y fue
nombrado en primer lugar ministro del colegio de San
Pablo. También estaba encargado de traducir las cartas
de los compañeros al castellano. Pronto creció tanto su
prestigio ante el provincial que le envió a finales de 1579
a Europa para tratar cuestiones delicadas con el P. Ge-
neral, el cual murió sin embargo en 1580. Mientras tanto
había muerto en Portugal el último rey de la dinastía
Avis y Felipe II de España se había convertido también
en señor de ese reino. El P. Pacheco le hizo una visita y
le explicó la situación de la misión en la India; esto no
fue en vano, pues hasta entonces el monarca no se sentía
especialmente movido hacia los misioneros jesuítas por-
tugueses. Acompañado de un grupo de misioneros volvió
Pacheco a la India en 1581, en donde era esperado urgen-
temente por el provincial, pues era uno de los jesuítas
más fieles y seguros, y según la opinión de Valignano
capaz de ser provincial. Sentía una especial inclinación
hacia el trabajo de conversión como «padre de cristianos»
y por ello hubo de hacer de introductor del P. Acquaviva
en Salsette, después de haber sido socio del Provincial.
Se comportó enérgicamente frente al virrey portugués
contra el consentimiento de costumbres paganas.

El beato Antonio Francisco

Como tercer mártir hemos de citar al P. Antonio Fran-


cisco que provenía de Coimbra. Entró en la Compañía el
año 1571 movido por la noticia de la muerte de 40 már-
tires brasileños, cuyo superior había sido el beato Igna-
cio de Acevedo. Vino en 1581 con Pacheco a la India, y
ordenado de sacerdote, pedía siempre en la consagración
la gracia de morir mártir, gracia que le fue concedida
precisamente el mismo día que a Acevedo.

44
El beato Pietro Berno

El cuarto mártir se llamaba Pietro Berno, que prove-


nía de la aldea suiza de Ascona (Ticino), pero que pasó
su adolescencia en el colegio Germánico y estudió más
tarde en el colegio Romano. Entró en la Compañía el 2
de julio de 1577 en el noviciado romano de S. Andrés y
pocos meses después hizo un viaje con el P. Acquaviva a
Portugal para estudiar teología en Coimbra; poco des-
pués de su llegada a Goa hacia 1580 fue ordenado sa-
cerdote. Era un magnífico operario, celoso del trabajo
de conversión, y nunca tuvo miedo de los trabajos más
pesados. Así acostumbraba a repetir que mientras que
no corriese sangre en Conculim no habría ninguna con-
versión allí, y también tenía el presentimiento de que
había de morir por causa de la fe.

El beato Francisco Aranha

El último era el hermano Francisco Aranha, de Braga


(Portugal), que había entrado en la fiesta de todos los
santos a la edad de 20 años en Goa. Antes había vivido
tres años en el seminario de Goa, hasta que finalmente
fue admitido como hermano dado que no sabía latín.
Era pariente del primer Arzobispo de Goa. Como herma-
no cumplió fiel la tarea de «Marta». También sabía cons-
truir iglesias por lo que se atrajo de un modo especial la
antipatía de los indúes.

P. J. Wicki, S.J.

45
9. BEATO FRANCISCO PACHECO Y
COMPAÑEROS MÁRTIRES DEL JAPÓN

Carisma misionero
El P. Francisco Pacheco de la Compañía de Jesús es
un ejemplo típico de carisma misionero. Nace en una
ilustre familia, en Puente de Lima, en el arzobispado de
Braga, hacia 1566. Muy niño oye hablar de los mártires
de la iglesia primitiva y hace inocentemente voto de serlo
él igualmente. Los embarques de misioneros que todos
los años se realizaban en Lisboa con la mayor solemni-
dad, aumentaron los deseos de Francisco. El ejemplo de
su tío materno, heroico misionero del Japón, estimularía
la respuesta de Francisco a la llamada de la gracia. Para
imitarlo entra en el noviciado de la Compañía de Coim-
bra el 30 de diciembre de 1585. Allí estudia Filosofía. Du-
rante sus cursos filosóficos, en 1592, obtiene la misión
de la India.

El sueño del Japón

Sigue en Goa los estudios de Teología y se ordena


sacerdote. Por aquel tiempo las misiones del Japón eran
las más prometedoras, aunque no las menos trabajosas, de
todo el Oriente. Pacheco pide una y otra vez, participar
en la evangelización de esas cristiandades. Enviado a Ma-
cao, enseña algunos años las ciencias sagradas y profesa
solemnemente en la Compañía de Jesús, el año 1603. Al
año siguiente Francisco ve satisfechas sus aspiraciones.
Se le destina a Japón y se entrega con ahinco al estudio
de la lengua en Miyaku. Trabaja con gran fruto en Sakai,
desde donde regresa a Macao, en 1608, para ser rector

47
del colegio. En 1612 de nuevo marcha a Japón, donde el
Obispo Luis de Cerqueira, conociendo la prudencia y ca-
racterística afabilidad en el trato con toda clase de per-
sonas de Pacheco, le elige como su Vicario General. A la
muerte del prelado, en 1614 se levantó una terrible per-
secución y los misioneros fueron desterrados del país.
Francisco Pacheco era demasiado conocido, lo que le
impedía asegurar el gobierno diocesano que le había sido
confiado. Por ello debe recogerse en Macao y esperar al
año siguiente en el que de nuevo marcha a Japón vestido
de mercader, con otros jesuítas disfrazados de marine-
ros. Residía en Takakun y en las islas de Amakusa, pa-
sando en 1619 a Kami.
En 1621 se nombra a Pacheco Provincial de aquellas
regiones. Y, a pesar de sus cargos de gobierno, y de su
debilidad física y de su falta de vista, continúa trabajan-
do en la evangelización directa. Misionero de la iglesia
del silencio y de la pastoral de catacumbas, vive los últi-
mos años de su vida aislado, predicando y administrando
los sacramentos al anochecer. En un ambiente muy duro,
con peligro de delación y viajando a la intemperie.

Al servicio de la cooperación evangélica

Como Superior y Administrador apostólico, Pacheco,


se había granjeado universal estima, y no sólo de sus
subditos, sino de todos los misioneros de otros institu-
tos religiosos. A todos atendía con sencillez y recibía
humilde las reclamaciones que se le dirigían. Más que
consideraciones personales o de grupo, pretendía asegu-
rar entre todos la unión de la caridad que es siempre en
el Cuerpo Místico de Cristo la señal más cierta de efica-
cia y perseverancia apostólica. Con afabilidad y pacien-
cia conseguía vencer todas las dificultades y mantenía a
su alrededor la mejor armonía.
Preso en Kuchinotsu, en diciembre de 1625, con el
hermano Gaspar Sadamatsa y el catequista Pedro Rinsei,

48
se le conduce a Shimbara, donde detuvieron también al
P. Juan Bautista Zola, natural de Brescia, de 51 años de
edad y 33 de vida religiosa.

Vísperas de martirio: oración y penitencia

Se les impide celebrar la Eucaristía y rezar las horas


Canónicas. Los presos consumen el tiempo en oración y
ásperas penitencias. Catequizan a los propios carceleros,
admirados de tanta paciencia y alegría. Para los márti-
res, decía uno de ellos, en carta escrita con zumo de na-
ranja: «la prisión era un paraíso. Entregados en los bra-
zos de Jesucristo, padre de las misericordias, se sentían
expectantes beatam spem et adventum martyrii». A los
prisioneros se les añadió el P. Baltasar de Torres, natural
de Granada, donde nació en 1563 y que había sido deteni-
do en Oncura con el catequista Miguel Toso.
Antes de ser llevado a Nagasaki por orden del gober-
nador Kwachino-Kami Mizumo, Pacheco, como provin-
cial, recibe en la Compañía a Pedro Rinsei y Miguel Toso
y otros tres catequistas: Vicente Kacun, Pablo Shinzuke
y Juan Kisaku. A la entrada de la ciudad, salían los cris-
tianos a saludar a los confesores de la fe y encomendarse
a sus oraciones. Ellos pedían a su vez que Dios les diese
la perseverancia hasta el final.

En los escalones del altar del sacrificio

Llegados al lugar del martirio, Pacheco y sus compa-


ñeros se arrodillaron, venerando el altar de la inmolación
y dando gracias a Dios por el privilegio de dar testimo-
nio de Cristo con la propia vida. La leña comenzó a arder
pronto y las víctimas invocando los nombres de Jesús
y de María, consumaron en breve tiempo el esperado
martirio. Sus cuerpos quedaron reducidos a cenizas, re-
cogidas y esparcidas más tarde en alta mar. Era el 20 de
junio de 1626. Para Francisco Pacheco, aquel voto de la

49
infancia estaba satisfecho. El carisma misionero se desa-
rrolló en plenitud para él y sus compañeros.
De la misma corona participaron, el día 12 de julio,
Nancio Araki, su hermano Matías y otros siete cristia-
nos: Pedro Azakiyori, Juan Nagai y Juan Mino Tcnaka,
muertos a fuego lento; sus esposas Susana, Catalina y
Mónica, decapitadas, con el niño Luis, hijo de Mónica y
de Juan Nagai. Practicaban la hospitalidad cristiana y
habían recogido en sus casas a los predicadores del evan-
gelio. Mártires de la Fe, lo fueron también de la caridad.
Fueron conjuntamente beatificados por Pío IX en
1867 como ejemplo de que desde los inocentes a los jefes
y madres de familia, juntamente con almas consagradas
a Dios en la vida religiosa y sacerdotes del Señor, todos
pueden dar testimonio de Cristo, en la proclamación y
extensión del Reino.

P. D. Mauricio, S.J

50
10. BEATO CARLOS SPINOLA Y COMPAÑEROS

La misión del Japón fue desde antiguo un campo de


trabajo especialmente querido para la Compañía de Jesús.
Una razón para ello es naturalmente, el que esta misión
fuera fundada por el propio Francisco Javier, pero una
segunda razón son los numerosos mártires de la Orden
que han ofrecido allí su sangre y su vida durante la
persecución en el servicio de Cristo. Una de las figuras
típicas de aquel tiempo es él beato Carlos Spinola, en
el cual encontramos el espíritu de caballero de una vieja
familia noble sublimado en el ideal religioso y en la total
entrega a Cristo hasta el martirio. Ciertamente hubo
mártires en la misión japonesa que hubieron de padecer
tormentos mayores, pero ciertamente pocos que llevaran
desde su juventud un deseo tan grande del matirio en su
corazón. En el sentido más auténtico puede valer como
un símbolo de la «entrega total», que es descrita en los
ejercicios y en las constituciones como ideal de los je-
suítas.

La vocación

Nacido en el año 1564, pasó la mayor parte de su in-


fancia en España. Después de su vuelta a la tierra natal
fue confiada su educación a su tío, el cardenal Felipe
Spinola, obispo de Ñola, el cual le envió al colegio de
jesuitas que había allí.
Al oir un día hablar del martirio del beato Rodolfo
Acquaviva tomó esta determinación: él también iría a la
India (así se llamaba entonces a todo el Asia oriental)
para trabajar allí por Dios y morir como mártir. Al prin-

51
cipio este anhelo no era sino un sueño de juventud, pero
ya no le abandonó más a lo largo de su vida. Siempre
apareció este deseo de nuevo en todas sus oraciones, tra-
bajos y privaciones.
Cuando su familia supo su decisión de entrar en la
Compañía hubo una tormenta de indignación. Pero él
permaneció firme. Se dirigió a su tío el cardenal para
pedir ayuda:

«Si Vuestra Eminencia piensa que he de esperar


hasta que mi padre dé su aprobación, sólo quisiera
decir que no creo que su permiso sea necesario. El no
hará nunca que vacile mi decisión aunque no dé su
aprobación. Y si le he preguntado a Vuestra Eminen-
cia acerca de este asunto, no es porque crea que nece-
sito de vuestro permiso, sino únicamente porque
pienso que debía hacerlo por veneración hacia vos.
En realidad no necesito de ningún permiso. Si mi
ruego no es aceptado, usaré mi derecho... Espero que
un cardenal de la santa madre Iglesia no utilizará
su alta dignidad para arrebatar a su sobrino una
dicha tan grande. Y ¿con qué derecho me podría ne-
gar Vuestra Eminencia la ayuda para mi vocación si
habéis concedido apoyo y ayuda a tantos otros en su
vocación?».

Finalmente dio su padre el permiso deseado. En 1548


entró Carlos en el Noviciado de Ñola. Ya como novicio se
apuntó para la misión de la India, y de este modo perte-
neció al gran grupo de los «Indipetae», que libremente se
había ofrecido para la misión del Asia oriental al P. Ge-
neral. Por aquel tiempo escribió también su famosa «en-
trega» en cuyo final aparece de nuevo su deseo del mar-
tirio:

«Llena mi corazón con consuelo espiritual para que


te encuentre continuamente en todas las cosas, en

52
todo tiempo, en todo lugar, y para que al fin me pue-
da unir a Ti en el martirio».

En la misión

En el año 1594 fue ordenado Spinola, y un año más


tarde fue destinado a la misión del Japón. Su familia puso
de nuevo todos los resortes en movimiento para impedir
su viaje a la misión, y cuando el barco tropezó contra una
roca, y tuvo que regresar de nuevo a Genova, sus parien-
tes lo tomaron como un signo de la providencia de que
él debía de permanecer en Italia. Pero Carlos aprovechó
el tiempo para componer una letanía de los jesuítas már-
tires:

«Estos días», escribía el 6 de diciembre a un padre


de Milán, «me he ocupado en componer una letanía
de todos aquellos miembros de la Compañía que
han entregado su vida por Cristo. Durante la vida
del bienaventurado P. Francisco de Borja he encon-
trado el nombre de cuarenta mártires que fueron
arrojados por los herejes al mar, y además el nom-
bre de otros nueve que alcanzaron la palma del mar-
tirio en Florida. Se los envío para que pueda rogar
a estos santos testigos del martirio, que por medio
de su ruego me alcancen la gracia de que pueda
imitar sus virtudes... ¡Mi querido Padre!, ¿cuándo
va a llegar el momento en que se me conceda una
gracia semejante?»

En el año 1602 fue finalmente al Japón, país de sus


anhelos.
Después de aprender el idoma trabajó en la misión,
primero en Arima, después en la capital, el actual Kyóto.
En 1612 fue llamado a Nagasaki y nombrado procurador
de la Provincia.

53
Prisionero por Cristo

Con el comienzo de la persecución general de cristia-


nos en el año 1614 también se aproximó el martirio es-
perado desde hacía tiempo. El P. Spinola continuó tra-
bajando en Nagasaki como procurador y pastor de
almas. En la noche del 14 de septiembre de 1618 fue apre-
sado en Nagasaki junto con su acompañante, el herma-
no Ambrosio Fernandes, y después de un interrogatorio
fue conducido a la prisión de Suzuta (en Omura) junto
con dos dominicos y tres cristianos japoneses. Entonces
sintió que el anhelo del martirio que mantenía desde
hacía tiempo, pronto se iba a cumplir:

«Por fin he sido encarcelado, igual que un ladrón


he sido hecho prisionero por una gran multitud,
arrastrado a través de las calles y arrojado a la cár-
cel. Ahora vivo aquí dichoso y contento, y lleno de
gratitud hacia el Señor que se ha dignado conceder-
me una gracia tan grande.» (20.2.1619).

Esa misma alegría y orgullo de ser semejante en los


padecimientos a su Salvador llena todas las numerosas
cartas que escribió desde la cárcel, que siempre firmaba
con las palabras: Carolus incarceratus; o: Carolus pro
Christo captus.
Pero todavía hubo de esperar mucho tiempo la coro-
na del martirio. Cuatro años completos tuvieron que so-
portar él y sus compañeros las privaciones de la cárcel,
las cuales según el testimonio del P. Porro fueron un
martirio viviente, pero que fueron consideradas por el
mismo P. Spinola como una preparación para la plenitud
final.

«Lo que yo he padecido no es mucho, yo deseo


tormentos mucho mayores. El primer año de mi No-
viciado va a terminar, pero puesto que espero ser

54
admitido en el cielo a la profesión, quiero de buena
gana recibir otras muchas probaciones más difíciles».

De hecho pidieron más adelante ser recibidos en la


Compañía de Jesús muchos compañeros de prisión japo-
neses, la mayor parte de ellos antiguos discípulos del Se-
minario y catequistas; y con permiso del Provincial siete
de ellos pudieron, después de terminar el «Noviciado» en
la cárcel, hacer los votos.
En la estrecha prisión, a la que el P. Spinola llamaba
con humor «jaula de pájaros», fueron metidos como un
rebaño primero 17, después 24 y finalmente 33 prisione-
ros. El sitio era tan estrecho que ni durante la noche se
podía uno echar ni durante el día realizar el más peque-
ño movimiento. Dado que también tenían que hacer allí
sus necesidades además de que durante todo el tiempo
nunca se pudieron lavar ni cambiar de ropas, el ambien-
te era siempre pestilente a pesar de los agujeros que
había entre las vigas. «Cada sentido tiene su tormento»,
escribió el padre en una carta a su provincial.
A pesar de la estrecha vigilancia pudieron los cris-
tianos introducir todo lo necesario para la celebración
de la Santa Misa, de modo que cada día podía uno de los
sacerdotes celebrar el sacrificio de la Misa. El resto del
día estaba dividido según una distribución fija por su-
gestión del P. Spinola: Meditación, recitación de las ho-
ras menores, rosario, lectura espiritual, después de la
parca comida una «recreación», vísperas cantadas, exa-
men de conciencia, etc. De este modo no sólo se afrontó
el tormento de no hacer nada, sino que se utilizó todo
el tiempo en una religiosa profundización y un progre-
so interno.

Holocausto

El 28 de agosto de 1622 escribió el P. Spinola su carta


de despedida al Provincial:

55
«Ayer irrumpieron de un modo totalmente inespe-
rado los alguaciles con gran furor en nuestra prisión.
Nosotros creíamos, por los rumores, que nos había
llegado la hora, que nos iban a matar en seguida.
Pero sólo querían contar los prisioneros y escribir
sus nombres...»

La firma de la carta dice: Cario, condenado a muerte


por causa del nombre de Cristo.
El 9 de septiembre fueron llevados 25 prisioneros a
Nagasaki. A la mañana siguiente llegaron allí y fueron
conducidos a la «Montaña santa», el mismo lugar (Nishi-
zaka, lugar de la actual residencia jesuítica) donde mu-
rieron los santos mártires en 1597. Más tarde se les unió
otro grupo de 30 cristianos de Nagasaki, de modo que el
número total de mártires llegó a 55. Treinta de ellos fue-
ron decapitados y 25 fueron quemados. El P. Spinola fue
el primero en caer a las llamas y llevó a término su vida
en el sentido más auténtico como holocausto de Cristo.
El último en morir fue el P. Sebastián Kimura. Era
uno de los dos jesuítas japoneses que el Obispo de Cer-
queira había ordenado en 1601 en Nagasaki como los pri-
meros sacerdotes indígenas. Provenía de Hirado, donde
su abuelo había sido bautizado por S. Francisco Javier
en 1550.
Los otros jesuítas que murieron en el «gran martirio»,
eran aquellos siete japoneses, que habían sido recibidos
en la Compañía en la cárcel por el P. Spinola. Sus nom-
bres son Antonio Kyüni, Gonzalvo Fusai, Tomás Akaboshi,
Pedro Sampo, Miguel Saitó, Luis Kawara y Juan de Ya-
maguchi. Todos ellos fueron beatificados por el Papa
Pío IX en 1867.

P. H. Cieslik, S. J.

56
11. BEATO SANTIAGO BERTHIEU

Acaba de celebrarse el 75 aniversario de su muerte.


La Iglesia le proclamó mártir de la fe durante la-última
Sesión del Concilio, en 1965. Es un misionero del que se
había hablado poco, con una vida muy normal y unas
cualidades tan discretas que apenas se había caído en la
cuenta de ellas.

El sacerdote diocesano

Nacido en Polminhac, en la región de Cantal, cerca


de Aurillac, fue bautizado el mismo día de su nacimiento.
Pueden adivinarse a partir de este hecho, las convicciones
cristianas de esta familia de campesinos. Sigue la ense-
ñanza primaria en su pueblo, después en los Hermanos
de las Escuelas Cristianas de Aurillac. A los 15 años ob-
tiene de su padre autorización para entrar en el Semina-
rio Menor de Pléaux; sin ser brillante, llega al término
de sus estudios secundarios y pasa al Seminario Mayor
de Saint-Flour, donde es ordenado sacerdote el 21 de
mayo de 1863.
Su obispo le nombra vicario de la parroquia próxima
a Roannes-Saint-Mary. Fue allí donde se entregó con éxi-
to al ministerio durante nueve años, se gana la simpa-
tía de todo el mundo y madura su vocación religiosa.

El jesuíta

Abandona entonces la diócesis y a sus padres y ami-


gos para ir a vivir con los jóvenes novicios jesuítas de
Pau. Tiene 35 años; sus compañeros no llegan a los 20;

57
al año siguiente se sienta entre los teólogos de Vals cer-
ca de Puy, para recibir una especie de sólido recyclage.
Se entusiasma entonces con los cursos del P. Ramiére
que le comunica su ardor persuasivo para difundir la
devoción al Sagrado Corazón.

El misionero

Nueva etapa: las Misiones. El 26 de septiembre de


1875, el P. Berthieu se embarcó en Marsella, con destino
a Madagascar. Tuvo que decir adiós a su familia, pero se
siente feliz: su sueño se está realizando: mucho tiempo
antes había presentido la llamada de Dios.
El P. Berthieu es enviado en primer lugar a la Isla de
Santa María. Choca con la dificultad de la lengua, dado
además que su memoria no es ya muy ágil. Se entrega a
ello animosamente; deberá reemprender el estudio mu-
chas veces, pero llegará el día en que sus cristianos en-
contrarán su lengua verdaderamente clara.
Por fin, le acoge la gran Isla. Después de detenerse en
Tamatave y Tananarive, llega al país Betsiléo. También
como vicario, comenzó su trabajo en Ambohimandroso
que está lejos de conocer y de seguir en todo el ideal del
evangelio: La guerra de 1883 trae como consecuencia la
expulsión de los misioneros de esta ciudad. Las circuns-
tancias de las hostilidades le proporcionan la experiencia
de ser capellán militar en la costa Nordeste y hasta Die-
go Suárez.
Desde su primera toma de contacto con el ministerio,
una vez restablecida la paz, el P. Berthieu es promovido
a Arcipreste del distrito de Ambrositra. Saca provecho
de los roces inevitables con los paganos aún numerosos
y los protestantes que habían llegado en primer lugar.
En este momento está preparado para llevar a cabo la
direción de todo un distrito.
Su último puesto fue el distrito de Anjoforozady. En-
cuentra allí cristianos formados, pero también la falta

58
de una cristiandad joven. Se mete a fondo en la vida del
país; se acerca a todo el mundo, se interesa por los pro-
blemas de la economía regional, del trabajo, de la ayuda
de todo tipo, de la enseñanza. Nada le es indiferente;
vibra al unísono con los habitantes y se vuelca con pre-
dilección con los débiles, los enfermos, los leprosos en
particular. Se hizo todo a todos. Lo mismo que en Santa
María, la fama que de él corre es que es «bueno». Sopor-
ta todo con una paciencia excepcional y siempre se preo-
cupa por llevar a los hombres a la fe en Jesucristo. Su
distrito es considerado como «uno de los de más progre-
so y esperanza».
¿Qué necesidad hay de que la guerra con Francia pon-
ga por segunda vez a los misioneros en el mar? La Pro-
videncia conducía así al P. Berthieu hacia el sacrificio
supremo. Vuelve a ver la isla Reunión, a los compañeros
de infortunio y no deja de prepararse para los trabajos
del ministerio.

El mártir

Vuelto a Anjoforozady, se agota en restaurar el or-


den, en socorrer a las víctimas de la guerra. En seguida
la insurrección de los Menalamba amenaza al jefe lo-
cal del Distrito: hay que replegarse y ponerse bajo la
protección del ejército. A pesar de las crisis de fiebre,
se gasta día y noche para proteger a sus cristianos y ate-
nuar los sufrimientos de estos campamentos improvisa-
dos. Las tropas junto con los habitantes, deben alcanzar
Tananarive. Una larga caravana avanza lentamente en la
carretera. El P. Berthieu, a caballo, vigila la columna.
Llega un momento en que un enfermo no puede seguir
ya a sus compañeros. Nadie es capaz de ayudarle. El Pa-
dre, sin dudar, se para, monta al joven sobre su caballo
y continúa a pie. Un poco más lejos, los Menalamba cor-
tan en dos la columna. Las tropas están delante y la ma-
yor parte del convoy se encuentra sin protección. Muchas

59
familias se dispersan en el campo. El P. Berthieu está a
merced de los insurrectos. Con algunos cristianos se re­
fugia en el pueblo de Anbohibemasoandro. Al día siguien­
te, los Menalamba se apoderan de él, le maltratan, le hie­
ren en la cabeza y le arrastran hacia el bosque. A la caí­
da de la noche, no sabiendo cómo desembarazarse de su
prisionero, proponen algunos al P. Berthieu salvar la vida,
a cambio de renunciar a predicar el evangelio. La res­
puesta es digna de los primeros mártires de la Iglesia:
«Prefiero morir». En el pueblo de Ambiatibe, a 60 Km.
de Tananarive, los Menalamba disparan varias veces so­
bre el prisionero y al fin lo rematan a bastonazos. Como
Cristo, como San Esteban, el padre reza en voz alta, du­
rante un momento, con los brazos en cruz, por sus cris­
tianos y por los que van a matarle. Era el 8 de junio de
1896.
Los feligreses de Polminhac, en este 75 aniversario,
han llevado tierra de Auvernia, recogida cerca de la casa
del P. Berthieu, para mezclarla con la tierra Malgache:
gesto que simboliza la unión profunda del mártir y de sus
cristianos. El P. Berthieu ha unido su suerte a la de sus
fieles de Madagascar. Sigue vigilando desde el cielo sobre
Anjoforozady, Ambiatibe y la Gran Isla entera.

t V. Sartre, S.J.
(Arzobispo, en otro tiempo, de Tananarive)

60
12. BEATO LEON-IGNACIO MANGIN

En la vigilia de su pasión, Jesús reunió alrededor suyo


a sus discípulos; después de haber tomado con ellos la
última cena, los encomendó al Padre, rogándole no que
los separara del mundo sino que los preservara del mal.
Los misioneros, que siguen las huellas de los apóstoles
corren la misma suerte. Ellos están sujetos a las vicisitu­
des de la historia y deben guardarse del mal de este
mundo. El martirio del Padre León-Ignacio Mangin nos
recuerda tristemente esta verdad.

Circunstancias del martirio

El P. Mangin cayó víctima de un levantamiento popu­


lar. Semejantes incidentes son numerosos en la historia
de China y están casi siempre motivados por la carestía.
La rebelión de 1900 no fue una excepción. De hecho el
río Amarillo había inundado la provincia de Shangtung y
toda la China Septentrional sufría la sequía; en aquella
ocasión sin embargo la causa de la calamidad se impu­
tó —por instigación de una secta religiosa— a los trata­
dos que el Gobierno Chino se vio obligado a firmar y a
la penetración consiguiente del cristianismo en el territo­
rio chino. Por tanto la insurrección tuvo el carácter de
un movimiento nacionalista y anticristiano.
El primer tratado fue firmado en Nanking en 1842,
después de la guerra del opio. En virtud de tal tratado
China cedió Hong-Kong a Inglaterra y abrió cinco puertos
a la residencia y al comercio inglés. Por otra parte, una
indemnización de 21 millones de dólares mejicanos fue
pagada a los ingleses para compensar las deudas contraí-

61
das por los mercaderes chinos, resarcir el opio confiscado
y reembolsar al gobierno inglés los gastos de la guerra. A
pesar de que las autoridades chinas negaron la legaliza-
ción del tráfico del opio, este tráfico aumentó. En los
diez años posteriores al tratado, la importación de aque-
lla mercancía subió hasta 60.000 cajas por año duplicando
la cifra de los años anteriores a la guerra.
El tratado de Nanking no fue más que el primer paso.
Otros tres tratados se firmaron inmediatamente: el tra-
tado complementario inglés de Bogue (1843), el america-
no de Wang-hsia (1844), y el francés de Whampoa (1844).
Este último incluyó una cláusula que permitió la cons-
trucción de iglesias y escuelas cristianas en los cinco
puertos comerciales.
La aplicación de los tratados infligía al pueblo chino
humillaciones y daños materiales y era causa de frecuen-
tes conflictos entre las poblaciones y las autoridades lo-
cales en varias regiones de China. La presencia de misio-
neros extranjeros y sus interferencias con litigios entre
los chinos agravaron interiormente la situación. En el
1846 un guardia chino ultrajó una bandera inglesa sobre
una nave china registrada en Hong-Kong. El mismo año
un misionero francés fue muerto por un grupo de chinos
rebeldes. Viendo en todo esto un «casus belli» Inglaterra
y Francia declararon la guerra a China y le impusieron
de esta forma dos tratados ulteriores: uno firmado en
T'ien-Chin en 1858 y el otro en Peking en 1860. Fue en
aquella ocasión cuando la iglesia católica en China fue
puesta oficialmente bajo la protección del gobierno
francés.
Sin erftbargo tal disposición no agradó al gobierno
alemán que en 1891 anunció su intención de considerar
bajo su propia protección a todos los misioneros cató-
licos de nacionalidad alemana. El ministro alemán en
Peking declaró: «Ahora nosotros nos encargaremos de
nuestros propios misioneros y en el caso de un conflicto
con China, presentaremos nuestra factura y asegurare-

62
mos el pago completo». El momento de presentar la cuen­
ta llegó en 1897 cuando dos misioneros alemanes fueron
muertos en una aldea de la provincia de Shangtung. El
asesinato fue cometido por bandidos que saqueaban la
aldea. Las autoridades chinas actuaron rápidamente: el
juez provincial se apresuró a presentarse en el lugar del
delito y aplicar la justicia. A pesar de esto los alemanes
invadieron la provincia de Shangtung y presentaron su
cuenta: la cesión del Golfo de Chiao-Chou y la concesión
a los alemanes del derecho exclusivo para construir el
ferrocarril y extraer el mineral de las minas en la provin­
cia de Shangtung. La acción decidida del gobierno alemán
asombró al gobierno de las otras potencias y precipitó los
acontecimientos políticos de China. En esta ocasión el
P. León Wiegér, un misionero veterano de China hizo la
siguiente observación en su «Historia política de China»;
«1899: negociaciones entre las diversas potencias, sobre
sus esferas de influencia respectiva. Estas actuaciones
explican los rumores de la inminente división de China y
exasperan a los chinos. Comienzan los «boxer».

Autores del martirio

Los «boxer» autores del martirio del P. Mangin esta­


ban afiliados a una secta religiosa vagamente unida al
budismo. Se entregaban al ejercicio y al arte de la lucha
y se enorgullecían de la protección de seres sobrenatu­
rales. Conocidos por su propósito antidinástico fueron
perseguidos rigurosamente en todo el imperio. A fines
del siglo XIX, cuando las repetidas invasiones de los ejér­
citos extranjeros habían debilitado al gobierno imperial
y aumentado las miserias del pueblo, las insurrecciones
de los «boxer» llegaron a ser irresistibles. En algunas re­
giones las autoridades locales para salvarles de su estado
de ilegalidad, los inscribieron en las milicias civiles, de
donde les viene el nombre de I-Ho-T'uan es decir, «la
milicia de la justicia y de la paz». La misma maniobra dio

63
al movimiento de los «boxer» una nueva dirección que se
revela después en sus cantos de propaganda: «los espí-
ritus han salido de sus cavernas; los santos descienden
de sus montes. Ellos nos enseñan el arte de la lucha. Con
su ayuda no nos será difícil echar a los diablos foraste-
ros». «He aquí por qué los espíritus nos enseñan el arte
de la lucha. He aquí por qué nosotros nos inscribimos
en la milicia de la justicia y de la paz: los diablos foras-
teros han invadido nuestro país; quieren convertir nues-
tro pueblo a su reügión e inducirlo a ofender a Dios, des-
preciar a Buda y olvidar a los antepasados.»
En 1890 la insurrección se había extendido hasta Pe-
king. Ya en la primavera de aquel año grupos de «boxer»
se veían circular por las calles de aquella ciudad, y en los
muros de las iglesias aparecían manifiestos anticristia-
nos. En el mes de mayo la ciudad imperial se encontraba
ya bajo el control de los rebeldes. Mientras tanto las di-
versas Embajadas, alarmadas, habían solicitado refuer-
zos a sus respectivos gobiernos y no dejaban de presio-
nar al gobierno de China para que actuase enérgicamen-
te contra los insurrectos; pero el gobierno chino era im-
potente. El 13 de junio, una banda de «boxer» fue agre-
dida por soldados americanos, colocados para la defensa
de una iglesia protestante. Enfurecidos los «boxer» pren-
dieron fuego a varias iglesias cristianas de la ciudad. De
esta forma estalló el conflicto. Al día siguiente un alto
funcionario de la corte imperial apuntó en su diario:
«sobre las calles apenas se ven coches de los funcionarios
públicos. Las órdenes del gobierno han dejado de obser-
varse. Es triste. La ciudad imperial se ha quedado de-
sierta como un puesto de vanguardia en la frontera del
Imperio». El 21 del mismo mes la corte imperial decidió
inesperadamente aliarse con las fuerzas rebeldes y de-
claró la guerra a las fuerzas extranjeras en Peking. La
noticia conmovió a la nación. En la China Septentrional,
donde las fuerzas rebeldes eran mayoría, se desencadenó
súbitamente un gran movimiento anticristiano. El Padre

64
Mangin se refugió en Chou-Chia-Ho, una aldea cristiana
fortificada. Los «boxer» les alcanzaron el 14 de julio. Des­
pués de una semana de lucha el 20 de julio la defensa se
vino abajo. El Padre y un millar de cristianos se refu­
giaron en la iglesia donde fueron asesinados.

Gracia del martirio

El P. Mangin ejerció su apostolado en China en un pe­


ríodo turbulento de su historia. Dios no lo ha separado
del mundo sino que lo ha guardado del mal. Víctima del
imperialismo o de la xenofobia, murió junto a sus neófi­
tos a cuya salvación eterna había dedicado sinceramente
su vida.

P. J. Shih, S.J.

65
13. SAN PABLO MIKI Y SUS COMPAÑEROS

Época de cambio en el Japón


Los años en los que S. Pablo Miki y sus compañeros
entregaron su vida por la fe cristiana eran una época de
cambio en la historia del Japón.
Como consecuencia de la caída del régimen central
del Ashikaga-Shogunates se convirtió Japón durante cien
años en un escenario de interminables combates entre
los numerosos daimyo (señores feudales); durante la se-
gunda mitad del siglo XVI los jefes multares, es decir Oda
Nobunaga y Toyotomi Hideyosbi, colocaron poco a poco
los fundamentos de la paz y la unidad nacional, la cual
fue llevada a cabo definitivamente al comienzo del siglo
xvii por el Shogunat de Tokugawa.
Una continua inseguridad y muchas clases de peligros
amenazaban por entonces la vida de los individuos y el
orden social; lo más influyente era la habilidad militar
y la actitud caballeresca (bushido), los jefes militares
fuertes buscaban asegurar el poder en su manos y de su
voluntad dependía la nueva configuración del orden so-
cial y el destino de muchos hombres.
Al mismo tiempo se fomentó la cultura nacional, de
un modo especial en el terreno de la construcción, de la
pintura y de otras formas de arte como la literatura; el
contacto con el oeste, que había empezado en el siglo
xvi, mediante el comercio de los portugueses, enriqueció
en muchos aspectos la vida de amplios círculos. El deseo
de una concentración y una profundización interna en-
contró su expresión en la ceremonia del té; precisamente
entonces vivió su máximo maestro (Sen no rikyu) y fue
cultivada por amplias capas de la población.

67
Esperanzador crecimiento de la Iglesia

La predicación de la fe comenzada por S. Feo. Javier


en 1549 tropezó, después de un éxito inicial, con numero-
sas dificultades. Algunos señores feudales veían su valor
demasiado entremezclado con los intereses del comercio
extranjero; las religiones indígenas, íntimamente unidas
con la historia y la cultura del Japón opusieron una fuer-
te resistencia y las florecientes comunidades cristianas
fueron destruidas por repentinos y belicosos trastornos,
como por ejemplo en Yamaguchi. Pero poco a poco pudo
el cristianismo pisar con pie firme tanto en la isla del sur
Kyushu como también en el Japón central, e influyentes
personalidades, como Omura Sumitada, Otomo Sorin y Ta-
kayama Hida-no-Kami y su hijo Takayama Ukon, se adhi-
rieron a él y apoyaron con fuerza el trabajo misional. La
Iglesia se extendió ahora más rápidamente en diversos
estratos de la población y en el año 1582 ya se podían
contar 150.000 bautizados.
Dado que durante más de 40 años la Compañía de
Jesús realizó sola en el Japón el trabajo de misión, la
piedad de los cristianos japoneses estaba muy influen-
ciada por la espiritualidad de la Compañía, especialmen-
te por los ejercicios de S. Ignacio. El visitador, P. Ales-
sandro Valignano, que visitó el Japón en los años 1579-82
por primera vez, estaba profundamente impresionado por
la fe de los cristianos japoneses, y manifestó una gran
esperanza por el futuro de la Iglesia en el Japón. Tam-
bién fijó amplios planes para la construcción de obras
misionales, la acomodación a los sentimientos y costum-
bres del país, y la formación de misioneros japoneses.

Perseverancia en la tormenta de la persecución

Los poderosos militares que por aquel entonces de-


terminaban el destino del Japón, se manifestaron al prin-
cipio bien inclinados con respecto al cristianismo. Pero

68
en el año 1587 cambió Toyotomi Hideyoshi repentina-
mente su actitud, prohibió la predicación de la religión
cristiana y dispuso la expulsión de todos los misioneros
del Japón. Las razones de esta medida puede ser que
fueran el recelo de que la religión cristiana, con influjo
creciente, pudiese ser impedimento a sus pretensiones de
poder total, como también los temores a causa de las re-
laciones de los misioneros con el extranjero. Desde en-
tonces se le quitó la libertad a la Iglesia en el Japón y
estuvo expuesta a continuas amenazas de toda clase. Bien
es verdad que el decreto de Hideyoshi fue llevado a cabo
de un modo no radical y en muchos lugares pudo con-
tinuar el trabajo misionero. Todavía llegó en 1593 un
grupo de franciscanos enviados desde las Filipinas; éstos
pudieron permanecer en el Japón, y dieron un testimo-
nio del Evangelio lleno de frutos, de un modo especial
mediante su caritativa actividad en los hospitales para
pobres y leprosos que levantaron en muchos lugares.
Pero la situación de la Iglesia en el Japón permaneció
amenazada y además unas catástrofes naturales y una des-
afortunada guerra con Corea pesaron sobre el país. Cuan-
do en el otoño de 1596 el barco español San Felipe, yen-
do de camino de Manila a Méjico, paró en el Japón, co-
menzó una nueva crisis, pues su rica carga fue tomada
por asalto y por unas desafortunadas manifestaciones de
su piloto se levantó la acusación de intenciones bélicas
contra el Japón. En relación con ello condenó Hideyoshi
a muerte de cruz a 6 franciscanos (entre ellos 3 sacerdo-
tes) y 15 japoneses laicos ayudantes suyos. Pablo Miki,
escolar de la Compañía de Jesús, los dos ayudantes se-
glares de los jesuítas, Juan Soan (de Goto) y Diego Kasai
(los tres vivían entonces en la residencia jesuítica de Osa-
ka), fueron inscritos en la lista de los condenados. Tam-
bién fueron condenados a muerte otros dos cristianos
japoneses que acogieron a los condenados en el camino
hacia Nagasaki, donde tuvo lugar la ejecución. Así el 5
de febrero de 1597 murieron en total 26 mártires.

69
Como fundamento de la condena adujo Hideyoshi que
los condenados habían predicado las enseñanzas cristia-
nas contra una rigurosa prohibición, y renovó su prohibi-
ción y el decreto de expulsión de todos los misioneros.
Con esta muerte, en los años siguientes, empezó una épo-
ca de facilidades para la Iglesia, hasta que en el año 1614
Yokugawa Ieyasu y su sucesor en el Shogunat comenza-
ron la total represión y extinción del Cristianismo, con
lo que padecieron el martirio numerosos misioneros y
varios millares de cristianos japoneses.

Los primeros mártires de la Compañía en el Japón

Los primeros mártires de la Compañía en el Japón


participaron íntimamente en el cambiante destino de la
Iglesia de su tiempo.
Pablo Miki había recibido el bautismo a la edad de
5 años junto con sus padres, y había sido confiado por su
padre a los jesuítas para su formación. El Seminario de
Azuchi, donde él estudiaba, tuvo que ser pronto trasla-
dado a Takatsuki por causa de la guerra. En 1586 entró
en el noviciado de la Compañía a la edad de 22 años,
También tuvo que ser trasladado éste y fue a parar a
Arie, donde hizo Pablo Miki sus primeros votos en 1588.
Siguieron años de estudios en Arie, Amakusa y Nagasaki.
El latín era muy difícil para él. Pronto comenzó Pablo
Miki una actividad llena de éxitos como catequista y
predicador y se destacó en el diálogo con los miembros
de religiones no cristianas. Después de una actividad llena
de frutos en Kyushu fue llamado para el apostolado al
Japón central, donde trabajó de un modo especialmente
fructuoso bajo el gran Samurai. Allí fue hecho prisionero
en diciembre de 1596.
Su vida fue un continuo crecimiento en el seguimien-
to de Cristo y en el servicio del Evangelio. Testimonio de
ello son sus cartas desde la prisión y su último acto de
fe a Cristo en la Cruz antes de morir.

70
Los compañeros de Pablo Miki, Juan Soan (llamado
«de Goto» por su isla de nacimiento) y Diego Kasai, eran
ciertamente distintos en edad y tipo de vida, pero ínti-
mamente unidos en la fidelidad a Cristo y en el deseo del
martirio.
Juan Soan, de 19 años e hijo de padres cristianos, era
desde su juventud alumno de los padres y colaborador
en el trabajo de la misión. '
Diego Kasai, de 64 años, se había consagrado total-
mente al servicio de la Iglesia después de una vida llena
de incidentes y gustaba de permanecer meditando los
misterios de la Pasión del Salvador.
Ambos desearon con vehemencia morir con Pablo Miki
como mártires. Poco antes del martirio pudieron hacer los
votos de la Compañía.
De este modo cumplieron los primeros mártires de la
Compañía en el Japón de un modo impresionante la exi-
gencia del Señor de seguirle hasta la cruz (cf. Mt. 16,
24-25) realizaron el ideal de la vocación jesuítica oblado
maioris momenti.

P. P. Pfister, SJ.

71
14. BEATO CLAUDIO DE LA COLOMBIERE

Visto por un testigo


El P. Claudio de la Colombiére nos es conocido prin-
cipalmente por sus obras y por los testigos de los últimos
años de su vida. He aquí, en resumen, el retrato que de
él hace el P. Nicolás La Pesse, encargado de editar sus
sermones (Lyon, 1684, Prefacio del Vol. I, reproducido en
el vol, I de sus obras, edición Charrier): carácter vivo,
juicio sólido, fino y penetrante; alma noble y dotado de
gracia y facilidad de trato; se distinguía sobre todo por
su manera de pensar y por la elegancia y precisión de su
expresión. Cuando trataba con la gente, su distinción y
delicadeza le ganaba los corazones. Su unión con Dios se
traslucía en su rostro y en sus palabras. La oración le
ocupaba siempre. Gracias a su alma recta e iluminada,
su juicio era muy acertado sobre cualquier asuntó que
tuviese que tratar.

Visto por sí mismo

Aunque pertenecía a una familia muy cristiana, decla-


ró mucho más tarde: «Tenía una horrible aversión a la
vida a la que me comprometí cuando me hice religioso»
(Obras, edición Charrier, Carta 70). Después de 16 años
de vida religiosa, cuando se preparaba para la profesión
solemne, escribirá: «Me he sentido inclinado a imitar la
simplicidad de Dios en mis sentimientos, no amando
más que sólo a Dios... Pero mis amigos me aman, yo les
amo; Tú te das cuenta, y lo presiento... este sacrificio me
costará más que el primero que hice al abandonar padre
y madre» (Diario espiritual, Ed. CHRISTUS, núm. 117).

73
Hombre honrado y perfecto religioso

Dotado de afectividad intensa, un corazón noble, una


inteligencia penetrante, Claudio, que descendía de una fa-
milia de notarios, caía en la cuenta vivamente del sen-
tido de los compromisos jurídicos y en particular de los
votos ofrecidos a Dios. El P. La Pesse en el prólogo ya
citado, dice a este respecto: «Para comprender una vida
totalmente santa en pocas palabras, no tengo más que
recordar el voto que hizo, con permiso de su director.
Este voto es capaz de espantar a los más espirituales y
que yo sepa jamás ha sido hecho tal voto, al menos entre
los jesuítas, que compromete a un religioso a una perfec-
ción más eminente. Los que tienen algún conocimiento
de sus Constituciones tendrán, si no me equivoco, el mis-
mo pensamiento que yo y los otros no dejarán de admi-
rar lo que no comprenderán tal vez más que a medias».
Este voto de observar «nuestras Constituciones, nuestras
reglas comunes, nuestras reglas de modestia y las de los
sacerdotes», llevaba meditándolo Claudio «desde hacía
tres o cuatro años.» Fue la elección de su mes de ejerci-
cios, hecho a los 33 años, después de 16 de vida religiosa.
Contrariamente a lo que se hubiera podido temer, esto
contribuyó a hacer de él el hombre más amable del mun-
do: «su silencio, su trato, su compostura, su acción, todo
su exterior se mostraba tan poco forzado y tan armonio-
so que en cualquier encuentro con él aparecía como un
hombre bueno y un perfecto religioso» (P. La Pesse ibid.).

Con Cristo

Este voto no consistía, pues, en practicar minucias,


sino en reproducir el ideal del sacerdote vivido y descri-
to por S. Ignacio. Si Claudio desciende con él a los últi-
mos detalles del comportamiento exterior, atribuye tam-
bién como Ignacio mucha más importancia a la actitud
interior, la del mismo Cristo, contemplada en los Ejerci-

74
cios y traducida por S. Ignacio para sus religiosos en las
Constituciones. Porque le parecía excelente retrato, el Pa-
dre La Colombiére lo adopta como programa de san-
tidad, como el mismo misterio de Cristo, abismo de
grandeza y de humildad, de obediencia y de libertad. El
sentimiento de liberación que Claudio anota varias ve-
ces en su Diario Espiritual después de haber adoptado
este ideal, hace suponer que había respondido realmen-
te a la llamada de Cristo. Por otra parte, esto contribu-
yó poderosamente al desarrollo de su apostolado. Dos
años más tarde, en Londres, en 1677, observará: «me
encuentro en el momento presente en una situación to-
talmente opuesta a la que tenía hace dos años. El temor
me llenaba totalmente y no me sentía inclinado en nin-
gún modo a acciones de apostolado, por la aprensión que
tenía de no poder salvarme de las trampas de la vida
activa, en la que veía que mi vocación iba a comprome-
terme. Hoy este temor se ha disipado, y todo lo que hay
en mí me impulsa a trabajar por la salvación y la santifi-
cación de las almas. Me parece que amo la vida sólo para
esto y que deseo la santificación tan sólo porque es un
medio admirable para ganar muchos corazones para Je-
sucristo» (Escritos Espirituales, edición CHRISTUS, nú-
mero 123). Y algunos días más tarde: «Me siento siem-
pre con un deseo mayor de obligarme a la observancia
de las reglas; siento un gran placer al practicarlas; cuan-
to más exacto me vuelvo en este punto, más me parece
entrar en una libertad perfecta; es verdad que esto no
me molesta en absoluto; por el contrario, este yugo me
hace, por así decirlo, más ligero. Yo miro esto como la
mayor gracia que jamás he recibido en mi vida» (Ibi-
dem 144).

En el corazón de Cristo

El discernimiento espiritual del que Claudio había


dado muestra en su propio caso, lo manifestó igualmente

75
en el de Margarita María de Alacoque. El la ayudó a lle-
gar a la pureza del amor a Dios en el perfecto olvido de
sí misma: «Es necesario recordaros que Dios pide todo
de vos y que no pide nada». Participando de la Pasión re-
dentora de Cristo y solidario de la humanidad pecadora,
se esforzó por penetrar siempre más en el corazón de
Cristo y por introducir en El a los demás por su direc-
ción y sus escritos. La misión que recibió en seguida de
predicar en Londres a la duquesa de York, futura reina
de Inglaterra, le proporcionó la ocasión de ejercer valero-
samente un ministerio peligroso, sufrir una prisión en la
que contrajo la tuberculosis de la que murió tres años
más tarde, y ofrecer a los cuarenta años el sacrificio de
su vida.
La fidelidad de Claudio de la Colombiére al amor de
Cristo lleva los rasgos de su tiempo y de su carácter. Es
austera y afectiva, llena de dulzura y firmeza, lúcida y
valiente a pesar de una viva sensibilidad. En la práctica
atenta de los Ejercicios y de las Reglas de S. Ignacio de-
sarrolló dones admirables de sensibilidad y corazón, has-
ta el punto de llegar a una verdadera elegancia en el
heroísmo.

P. G. Bottereau, S.J.

76
15, MARÍA MADRE DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS

«Mater Dei mater mea est»: esta expresión de San


Estanislao de Kostka traduce la experiencia y la convic-
ción de todos los miembros de la Compañía de Jesús.
«Omnes de Societate singularem habuerunt et habere
debent devotionem erga Mariam matrem nostram... Nulla
mater fecundior, felicior, fídelior..., nulla enim tam sancta,
pulchra, speciosa, ornata et plena donis Spiritus Sancti.
Nulla mater magis amavit filium suum... Mater viven-
tium, inventrix gratiae, genitrix vitae, Mater Dei, mater
nostra, quae ergo amat nos et amando pro nobis orat et
1
impetrat...» . María es verdaderamente la Madre de la
Compañía.

La B. Virgen María y San Ignacio

María intervino en la conversión y en la formación de


Ignacio: «estando una noche despierto, vio claramente
una imagen de nuestra Señora con el santo Niño Jesús,
con cuya vista por espacio notable recibió consolación
muy excesiva y quedó con tanto asco de toda la vida pa-
sada, y especialmente de cosas de carne, que le parecía
habérsele quitado del ánima todas las especies que antes
2
tenía en ella pintadas» . Ella tuvo parte en la composi-

1 S. Petrus Canisius, De cultu Beatae Virginis, Exhortationes


domesticae (ed. G. Schlosser, S. I.), Buremundae, 1876, págs. 230,
234, 235-236.
2 s. Ignacio de Loyola, Autobiografía, núm. 10, Pontes Narrativi
de S. Ignacio de Loyola et de Societatis Iesu initiis, vol. 1. Monu-
menta Histórica Societatis Iesu, vol. 66, Manumenta Ignatiana, se-
ries IV, t. 1, Romae, 1943, pág. 374.

77
3 4
ción de los Ejercicios y de las Constituciones . La Com-
pañía naciente considera a María como «Virginem Dei
Matrem, quae Societatis universae patrocinium suscepit
5
universale» .
6
La devoción de Ignacio «non secundum scientiam» ,
se ve purificando poco a poco: desde cuando quiso «ven-
7
gar el honor de la maternidad de María a puñaladas»
contra el musulmán que la injuriaba, y dejó su puñal y
8
su espada en el altar de Nuestra Señora , y entregó sus
vestidos a un pobre «en la víspera de Nuestra Señora de
9
marzo, en la noche» , hasta que llegó a las cumbres de la
plenitud mística, cuando la «Madre» «le ayudaba cerca
10
de su Hijo y del Padre» . Su vida toda está marcada por
la presencia de aquella «a quien veía con sus ojos inte-
11
riores» .
La petición constante de Ignacio «a la Madre» fue
«que le pusiese con el Hijo»: gracia que le fue otorgada,
«sintiendo un cambio tal en su alma, que él vio clara-
mente que el Padre le ponía con su Hijo de modo que no
la
podía dudar» .
María aparece siempre junto al Hijo, tanto en la obla-

3 A. Codina, S. I., Los orígenes de los Ejercicios Espirituales de


S. Ignacio de Layóla, Barcelona, 1926, págs. 85-93; P. Dudon, S. I.,
•Son Ignacio de Leyóla, México, 1945, págs. 73-75.
i S. Ignacio de Loyola, Autobiografía, núm. 100, op. cit., pág. 506.
5 H. Nadal, S. J., Scholia in quartum caput quartae partís Cons-
titutionum, Scholia in Constitutiones et Declaratiqnes S. P. Ignatii,
Prati in Etruria, 1883, pág. 79.
6 Epístola Patris Lainii ad P. Ioannem de Pólanco data, d.d. 16
iunii 1547, núm. 5, Fontes Narrativi de S. Ignatio de Loyola et de
Societatis Iesu initiis, vol. 1, op. cit., pág. 76.
i S. Ignacio de Loyola, Autobiografía, núm. 15, op. cit., pág. 384.
8 Ibídem, núm. 17, pág. 386.
9 Ibídem, núm. 18, pág. 386.
io S. Ignacio de Loyola, Diario Espiritual, núm. 7 (8 febrero 1544).
S Ignatii de Loyola, Constitutiones Societatis Iesu, t. 1, Monumenta
Constitutionum praevia, Monumenta Histórica Societatis Iesu, vol. 63,
Monumenta Ignatiana, series III, t.l, Romae, 1934, pág. 88.
il. S. Ignacio de Loyola, Autobiografía, núm. 29, op. cit., pág. 404.
12 Ibídem, núm. 96, op. cit., pág. 496.

78
ción del Reino, como en la profesión de San Pablo extra
muros. Mientras delibera Ignacio sobre la pobreza de las
casas profesas, el 14 de febrero de 1544, celebra la Misa
de Nuestra Señora que ofrece su hijo al Padre. Y al día
siguiente anota en su Diario Espiritual que «al consagrar
suyo, no podía que a ella no sintiese o viese, como quien
es parte o puerta de tanta gracia, que en su espíritu sen-
tía. (Al consagrar mostrando ser su carne en la de su
13
Hijo)» .
La figura de María aparece siempre destacada, espe-
cialmente mientras escribía los Ejercicios y las Consti-
tuciones, apareciéndóle repetidamente, tanto en Manresa
como en Roma. María contribuyó eficacísimamente a la
génesis de estos dos documentos, que son base de la
Compañía.

La presencia de María en la historia de la Compañía y


en la vida de cada jesuíta
M
María aparece siempre a la luz de la obra de su Hijo .
Madre e Hijo pertenecen al mismo misterio de la Reden-
ción, en el que fuimos engendrados hijos de Dios. Entre
la concepción inmaculada de María y la Virgen gloriosa
aparece el sacrificio de la Cruz, para el cual María ha
recibido y entrega su Hijo. «Esta maternidad de María
15
perdura sin cesar en la economía de la gracia» . La Vir-
gen Madre aparece indisolublemente ligada a la obra
para la cual Cristo quiso nacer de ella. Por eso, en la
relación con los «compañeros de Jesús», el papel de Ma-
ría es también el de Madre, engendrándolos a Cristo y
poniéndolos con él bajo su bandera.

13 s. Ignacio de Loyola, Diario Espiritual, núm. 14 (15 febrero


1544), op. cit., pág. 94.
14 Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Lumen Gentium,
numero 61.
15 Ibidem, núm. 62.

79
La historia de la Compañía estuvo así ligada a María,
tanto individual como corporativamente. Los votos del
jesuíta se hacen al Hijo de María, Jesús, Dios omnipoten-
te, «Eterno Señor de todas las cosas», en presencia de su
16
Madre . Siempre se ha considerado a María como me-
dianera de todas las gracias, y la Compañía la ha amado
unas veces como a su Señora, otras como a su Reina,
otras como a su Madre. De todo jesuíta se puede decir:
«tenerrimo affectu ferebatur in Beatissimam Virginem
17
tamquam in Matrem suam» . Pero, al estilo mismo de
Ignacio, sin demasiadas expresiones afectivas. No hay
Santo o Beato de la Compañía del que no pueda decirse
que ha cultivado de modo especial el amor y la devoción
a María con afecto filial. «Numquam quiescam doñee ob-
tineam amorem tenerum erga dulcissimam matrem Ma-
18
riam» .
La Compañía ha defendido siempre las glorias de Ma-
ría en las formas más diversas: con estudios teológicos,
con la predicación, con la catequesis, con el arte y la ar-
quitectura, con sus misiones, con sus Congregaciones Ma-
rianas, y sobre todo con su vida. En todos estos aspectos,
la actividad apostólica de la Compañía ha sido tal, que
los jansenistas llegaron a decir que el cristianismo, por
influjo de los jesuítas, había degenerado en «marianis-
19
mo» : interpretación falsa de la máxima «ad Iesum per
Mariam», que la Compañía ha hecho suya, constituyendo

16 constituciones Societatis Iesu, P. V. c. 3, núm. 6 [532].


i' E. Villaret, S.I., Marte et la Compagnie de Jésus, in: María.
Etudes sous la direction d'Hubert Du Manoir, S. I., t. 2, París, 1952,
pág. 946, note 11 sext.
is V. Cepari, S.I., Vita di S. Giovanni Berchmans della Compagnia
di Gesú, Nuova edizione corredata di brevi note e appendice, Roma,
1921, pág. 211.
i« Litterae a nonnullis protestantibus theologis Groninganis ad
S. Patrem Pium IX datae, d.d. 1 dec. 1868, 7, in: Acta et Decreta
Sacrosancti Oecumenici Concüii Vaticani... auctorjbus presbyteris
S. I. e domo B.V.M. sine labe conceptae ad Lacum, t. 7, Appendix,
B, III, 169 (CXVIII), Friburgi Brisgoviae, 1892, c. 1127.

80
a María como Madre, como camino («strada»), como
20
«abogada, auxiliadora, socorro, mediadora» , e inspira-
dora del verdadero cristocentrismo, nota esencial igna-
21
ciana .

Notas de la devoción a María

Entre las características de la devoción que la Com-


pañía profesa a María sobresale la de una peculiar con-
22 M
fianza filial , como a Madre, que ha sabido humillarse
para prestar a su Hijo un «servicia» maternal, haciéndo-
se «esclava del Señor» (ancilla): lo que para Ignacio fue
24
siempre expresión del fin último del hombre .
Por un lado los teólogos nos presentan a María como
la Inmaculada, la creatura más excelsa, que supera a los
ángeles y santos juntos (PP. Suárez, Bellarmino, Cani-
sio), pues Jesucristo ha sido el único hombre que no so-
lamente ha podido escoger su propia Madre, sino que la ha
podido crear, según su omnisciencia y su omnipotencia,
como la creatura más perfecta, «enaltecida por el Señor
25
como Reina del universo» .
María ha sido el efecto de la Omnipotencia puesta al
servicio del amor infinito. Por eso ella, hija del Padre,
madre del Hijo y esposa del Espíritu Santo, «después de
su Hijo, fue exaltada sobre todos los ángeles y los hom-

20 Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Lumen Gentium,


número 62.
21 P. Hieronymi Nadal Adhortatio in Collegio Romano die 4
ianuarii Í557 [23-25], Pontes Narrativi de S. Ignatio de Loyola et
de Societatis Iesu initiis, vol. 2, Monumenta Histórica Societatis
Iesu, vol. 73, Monumenta Ignatiana, series IV, t. 2, Romae, 1951, pa-
gina 9-10.
22 s . Ignacio de Loyola, Diario Espiritual, núm. 1 (2 febrero
1544), núm. 3 (4 febrero 1544), núm. 4 (5 febrero 1544), op. cit., pá-
ginas 86-87.
23 s . Ignacio de Loyola, Ejercicios Sipirituales, núm. 108.
24 Ibídem. núm. 23.
as Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Lumen Gen-
tium, núm. 59.

81
26
bres» y está más cerca de la Trinidad, de modo que
podemos repetir con palabras de León XIII, que cita a
San Juan Damasceno, que «eius in manibus sunt the-
27
sauri miserationum Domini» .
Por otro lado, sabemos por la Escritura que María ha
sido la creatura que ha estado más cerca del misterio de
Cristo, dándole ella sola toda su humanidad y participan-
do más profundamente de su Cruz. Es María la Madre
dolorosa, que ha sufrido como ninguna otra en el mundo,
28
haciéndose así «Madre nuestra en el orden de la gracia» ,
inspirándonos compasión y animándonos al mismo tiem-
po a que la sintamos muy cerca de nosotros. Al verla su-
29
frir tanto, «sin vacilación al pie de la cruz» , al sentir
que Jesús nos la entrega: «Mujer, he ahí a tu hijo. Hijo,
30
he ahí a tu madre» , al considerar «la soledad de Nues-
31
tra Señora con tanto dolor y fatiga» , nos convencemos
de que la Reina del cielo, tan excelsa, de tanto poder,
sabe de nuestros sufrimientos, pues nos ha engrendrado
en el dolor con un amor sólo superado por el de Dios
mismo. Es una Virgen «que fue ejemplo de aquel amor
32
maternal» , con que puede y quiere ayudarnos. «Cuida
con amor maternal de los hermanos de su Hijo que to-
davía peregrinan y se debaten entre peligros y angus-
33
tias» . Es, por tanto, signo de esperanza y de consuelo:
y por eso, en nuestras dificultades, se escapa de nuestros
34
labios aquella súplica: «Monstra te esse matrem» .

28 Ibídem, n ú m . 66.
27 Leo XIII, Epístola Encyclica «Diuiurni temporis» de Rosario
Mariali, d.d. 5 septiembre 1898, ASS 31 (1898-1899), págs. 146-147.
28 Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Lumen Gentium,
número 61.
29 Ibídem, núm. 62.
30 Jn. 19, 26-27.
31 S. Ignacio de Loyola, Ejercicios Espirituales, núm. 208.
32 Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Lumen Gentium,
número 65.
33 Ibidem, núm. 62.
34 Himno Ave Maris Stella.

82
Este espíritu filial, como de un niño con su madre, es
una característica ignaciana. Es este espíritu el que le
hacía sentirse «esclavito indigno» de María en Belén, el
que le hacía experimentar, cuando en algo faltaba, «una
cierta vergüenza o no sé qué de la Madre», como lo dice
varias veces en el Diario Espiritual: «representarme a
Nuestra Señora y cuánto había faltado el día pasado, y
no sin moción interna y de lágrimas, pareciendo que echa-
ba en vergüenza a Nuestra Señora en rogar por mí tantas
veces, con mi tanto faltar, y tanto que se me escondía nues-
tra Señora, y no hallaba devoción ni en Ella ni más arri-
ba». «Orando al Hijo me ayudara con el Padre en com-
pañía de la Madre sentí en mí un ir o llevarme delante
del Padre y en ese andar un levantárseme de los cabellos,
moción como ardor notabilísimo en todo el cuerpo, y
consecuente a esto lágrimas y devoción en la santa
35
Misa» .
Y de María, como de Madre, sigue esperando el jesuí-
ta ayuda y protección, como la esperaba y deseaba el mis-
mo Ignacio: «Plegué a Nuestra Señora que entre nosotros
pecadores y su Hijo y Señor nos interceda y nos alcance
la gracia con nuestra labor y trabajo, nuestros espíritus
flacos y tristes nos los convierta en fuertes y gozosos en
36
su alabanza» .

P. Pedro Arrape
Prepósito General de la Compañía de Jesús

35 s. Ignacio de Loyola, Diario Espiritual, núm. 14 (15 febrero


1544), núm. 7 (8 febrero 1544), op. cit., págs. 94, 87.
36 Epístola S. Ignatii de Loyola Agneti Pascual data, d.d. 6 di-
ciembre 1524, S. Ignatii de Loyola Epistolae et Instructiones, Monu-
menta Ignatiana, Series Prima, t. 1, Matriti, 1903, pág. 72.

83
16. SAN PEDRO CANISIO

La vida de Canisio discurrió en un tiempo enorme­


mente revuelto y en un ambiente profundamente con­
movido que estuvo determinado por la catástrofe de la
unidad de Occidente que provocó la división en la fe de
la Reforma.
Pero toda esta cadena de acontecimientos no parece
haber afectado a su interior, al desarrollo y realización
de su personalidad. Su personalidad espiritual está con­
figurada según una modelada totalidad, que ha conserva­
do sin rotura aparente en medio de unos acontecimientos
históricos que tanto han afectado a sus contemporáneos.
Canisio poseía un fundamento de convencimiento religio­
so y seguridad en sí mismo que le dejaban inmune frente
a los influjos que provenían de fuera. Donde parecía que
todo era puesto en cuestión, donde la tormenta de las
nuevas ideas y de las frases hechas amenazaba con arran­
carlo todo de raíz, él permanecía incontaminado, él per­
maneció en la Iglesia, en la forma tradicional de vida, fir­
me en sí mismo, y supo colocar tan profundo el funda­
mento de su propia vida que todo esto no tuvo nada que
ver con él.

Modelada totalidad

Esto es en cierto sentido parcial. En vano podemos


buscar en sus cartas y en sus escritos personales un eco
de los problemas que movían a su tiempo y todavía me­
nos un enfrentamiento personal con ellos. La Unidad del
sentido eclesial y de la religiosidad cristiana no fueron
nunca cuestionados por él, y por lo tanto no pudo nunca
S5
estar enfrentado con la necesidad de una decisión entre
ambos. Ciertamente conocía las debilidades de la vida
eclesial de su tiempo, y lo proclamó con una publicidad
casi única. Pero todas estas experiencias no hicieron nun-
ca que la misma Iglesia o determinadas formas de ésta
fuesen un problema para él, incluso cuando eran desfi-
guradas la veneración de las reliquias, la doctrina de las
indulgencias, las peregrinaciones y el culto de los santos
por toda clase de abusos. El conocimiento de estos abu-
sos era más bien para él un nuevo impulso, para tener
cuidado de que estas deformaciones desapareciesen.

Eclesialidad

Canisio estaba inmune contra el no pequeño peligro


de su tiempo de querer abandonar algunos puntos de la
doctrina cristiana o de su práctica dado que los oponen-
tes de la Iglesia utilizaban su abuso como argumento
contra la Iglesia. La timidez de muchos círculos de la
Iglesia alemana, que pensaban poder detener la progre-
siva división mediante concesiones y consideraciones en
dichas cuestiones, no encontró en él nunca un partidario.
Canisio era el portavoz de aquellos grupos que cuanto
más difícil estaba la situación tanto más acentuaban las
exigencias de la Iglesia y acometían medidas enérgicas.
Esta acentuada eclesialidad, que al mismo tiempo que
una continua disposición para el servicio de la Iglesia in-
cluía un firme convencimiento de su divinidad que no
desaparece a pesar de los fallos humanos, es el más claro
rasgo fundamental que atraviesa toda la personalidad de
Canisio. Pero esta decidida actitud eclesial estaba muy
lejos del fanatismo. Se ha señalado con derecho como
digno de atención su comportamiento con los de otra fe
como de una gran humanidad y acentuadamente reconci-
liadora, lo cual resalta fuertemente frente al comporta-
miento que guarda consigo mismo. El modo de hablar de
Canisio es señaladamente humilde en comparación con

86
las polémicas de entonces, e intentó moderar, incluso en
sus amigos, el rudo tono que era el estilo de aquellos
tiempos. No se trataba únicamente de guardar las for-
mas externas. Más importante es la distinción, que en-
tonces no era de ningún modo evidente, entre la cons-
ciente, y por lo tanto culpable, separación de la Iglesia, y
el estar separado de ella simplemente de hecho y por lo
tanto sin culpa. Esta actitud reconciliadora-pacificadora
de Canisio hay que atribuírsela sobre todo a Pedro Fa-
bro, a cuya imagen permaneció estrechamente ligado du-
rante el tiempo de su vida.

Fidelidad en el trabajo

Cuando se trata de sí mismo, Canisio es siempre ce-


rrado y parco en palabras. Aquello que llenó toda su vida,
la plenitud y la abundancia religiosa de su corazón, per-
maneció sin manifestarse. A ello pudieron contribuir una
cierta timidez y una pequeña dificultad de expresión.
Pero, la auténtica razón de su silencio hay que buscarla
en aquello que le movía en su interior, sobre todo en el
consciente dejar atrás a su propia persona y en la corres-
pondiente preponderancia del trabajo. La fidelidad al tra-
bajo, que no conocía ningún deseo egoísta y no buscaba
el desarrollo de la personalidad, marcó todas sus relacio-
nes con Dios y su oración. Los textos que hemos conser-
vado manifiestan una fuerte conexión con la tradición;
están entretejidos de un gran número de pasajes de la
Escritura. Canisio no apareció nunca como original o
creador, por ello las oraciones que poseemos de él son
impersonales y vagas, de tal modo que pueden ser repe-
tidas por cualquiera. Precisamente en su «Oración uni-
versal», ha conseguido dar una tal forma a la expresión
de los pensamientos, las necesidades, y los deseos que
abundan en su tiempo, que los fieles podían rezar con sus
palabras de todo corazón sin preocuparse de quién era
su autor. Su sentido de lo esencial y no simplemente por

87
lo pasajero ha posibilitado que captase aquellos motivos
que todavía hoy son válidos siglos después, y que dan a
su texto una actualidad que está fuera del tiempo.

Su programa de trabajo

Canisio veía como la herencia de mayor valor la acti-


tud fundamentalmente católica que él había recibido de
sus padres, y por consiguiente todo el esfuerzo de su vida
fue conservar esta herencia también para el pueblo
alemán. Aquí sí que se puede hablar de una auténtica pa-
sión en él que por lo demás aparecía tan parco y retraído.
Estaba despierto y atento a los motivos y las amenazas
de su tiempo. No fue nunca con un programa rígido para
llevar a cabo su tarea, sino que actuó siempre según las
exigencias del momento. Esto aclara la complejidad de
sus empresas, que abarcó una gran gama de actividades
sacerdotales, desde la enseñanza del catecismo hasta la
investigación teológica. Extraordinariamente dotado y
con una gran facilidad de trabajo, era al mismo tiempo
un genio de la aplicación. Clases, publicaciones, predica-
ción, trabajo de administración, educación de la juven-
tud, política eclesial: todos estos terrenos se cambian y
se entrecruzan en su vida. Siempre cumplió Canisio con
su deber y trabajó bien. Pero los trabajos que le imponía
la necesidad de su tiempo eran propiamente sólo solu-
ciones de emergencia.

Confianza contra desánimo

En la época de la reforma parecía que las fuerzas más


capaces, los mayores entusiasmos y los compromisos más
fuertes estaban de la otra parte. Por el contrario tuvo
que conformarse Canisio con medios insuficientes, con
fuerzas más pequeñas, y frecuentemente con personas
menos significadas. «¡Pedro duerme y Judas está des-
pierto!» es el resumen de sus experiencias y de sus juicios

88
sobre la situación de hecho. Pero a pesar de la diferen-
cia de fuerzas tomó la tarea desesperante. Y esto sin que
pudiese apreciar y apuntar a rotundos éxitos inmediatos.
Sin embargo no se encontraron en él señales de des-
ánimo. Por el contrario era él el que daba nuevo ánimo
a los angustiados y perplejos. Aquí se manifiesta la au-
téntica magnitud de Canisio: ser consciente de que te-
nía que trabajar aparentemente en vano y en el vacío, y
a pesar de ello haber permanecido durante toda una
vida fiel e infatigable en este trabajo, de tal modo que
pareció haber derrochado toda su vida en él. «Hay po-
cos ejemplos como éste, en los que toda la persona
humana se entrega al trabajo de un modo tan comple-
to. Pedro Canisio es el trabajo de su vida» (Peter Lip-
pert S.I.).

P. B. Schneider, SJ.

89
17. SAN ANDRÉS BOBOLA

Contexto histórico
En la pléyade de los grandes jesuítas polacos del si­
glo XVII: predicadores como Pedro Skarga (f 1612), poe­
tas como Mathias Sarbiewski (f 1640), escritores espiri­
tuales como Nicolás Lancicius (f 1653) y Gaspar Druz-
bicki (f 1662), no podía faltar un humilde misionero rural,
cuyo nombre fue salvado del olvido por su prodigioso
destino postumo.
En el curso de la sangrienta revuelta de los cosacos
(1648-1654), que degeneró en una guerra entre Polonia y
Moscovia, miles de fíeles y decenas de sacerdotes, en las
marcas orientales del Reino de Polonia, pagaron con su
vida su fidelidad a la fe romana. La invasión sueca (1655),
justamente llamada «el diluvio», ilustrada por los asedios
de Czestochowa y de Varsovia (1657), después de la pérdi­
da de la soberanía sobre el Ducado de Prusia (1657), debi­
litaron la autoridad real de Jean-Casimir (148-1688), que
murió siendo abad comanditario de St. Germain des Prés
en París.
Los destacamentos de Cosacos, cuya República libre
había pasado al servicio de Moscú, organizaron incursio­
nes en los distritos fronterizos, para favorecer estas re­
vueltas. Una vez acabada la guerra política, se constitu­
yeron en defensores de la ortodoxia rusa frente a los
cristianos orientales ligados a Roma desde el Acta de unión
de Brest-Litvosk (1596).

Apóstol de los humildes

Andrés Bobola, por su parte, misionaba desde hacía

91
veinte años, en medio de todas las tempestades, en es-
tos distritos abandonados, para despertar o mantener la
fe romana. Desde 1636 hasta su muerte (1657) recorrió
centenares de kilómetros en los arenales y marismas del
valle del Pripet. Pero es todavía más lejos, en la fértil lla-
nura de Janov, donde encontró una muerte excepcional-
mente cruel.
Nada parecía destinarle al martirio: sacerdote piado-
so ciertamente, predicador en Vilna y consiliario de Con-
gregaciones Marianas de 1622 a 1634, llevaba una vida de
apostolado urbano sin especial relieve. Pero sus tranqui-
las ocupaciones ocultaban un temperamento fogoso, una
entrega inagotable al servicio de sus hermanos desde el
momento en que sus necesidades se hacían sentir. Pudo
verse bien esto, cuando, siendo superior de Bobruisk, se
gastó noche y día a la cabecera de los apestados en el
curso de la epidemia que se abatió sobre la ciudad como
consecuencia de la miseria subsiguiente a la segunda gue-
rra con Moscú (1632-1634).
Concuerdan los testimonios en presentárnoslo como
un compañero agradable, que le gustaba incluso vivir bien
llegada la ocasión, y dispuesto sin embargo a entregar
toda su persona. Sensible a la miseria moral de las po-
blaciones abandonadas de la región del Pripet, les con-
sagró los mejores años de su edad madura. Muy pronto
vio que le ponían el sobrenombre de «el seductor de al-
mas», los que eran hostiles a su acción apostólica.
Muchas veces se encontró enfrentado a bandas de mu-
chachos que excitaban contra él y que le perseguían a
pedradas. Esto mismo le confirmaba en su voluntad de
dar testimonio de bondad, de implantar una religión de
misericordia allí donde reinaba el odio y la división.

Renombre tras la muerte y signo de esperanza

Símbolo de unión entre los cristianos de dos mundos


que se desconocían, Andrés Bobola ha seguido siéndolo

92
después de su muerte. Enterrado primero piadosamente
por los habitantes de Janov, devuelto en seguida a los je-
suítas de Pinsk, se encontró su cuerpo intacto, por el
azar de un traslado de cementerio en 1808. Transportado
a Polotsk, donde residía el general de los jesuítas de «la
Rusia Blanca», quedó allí, venerado en un féretro de cris-
tal, hasta 1922. Los soldados del ejército rojo se apodera-
ron entonces de él para confiar al Museo de Ciencias Na-
turales de Moscú este cadáver momificado desde hacía
más de dos siglos, tras treinta años de permanencia en
un terreno empapado de agua. De Moscú a Roma por
Odessa, el cuerpo de Andrés Bobola dio la vuelta a Euro-
pa (1924), para volver después de las ceremonias de la
canonización (1938) a su tierra natal. La presencia de esta
preciosa reliquia en Varsovía, durante los años sombríos
de la guerra 1939-1945, fue fuente de consuelo y esperan-
za para los habitantes de la capital. Transportado de un
barrio a otro durante la insurrección de Varsovia, bajo
los tiros de artillería o por los alcantarillados de la ciu-
dad, el cuerpo de S. Andrés no dejó de ser un símbolo de
resurrección, como lo habían sido unas palabras de alien-
to, recibidas en sueños de parte de S. Andrés, por un jo-
ven dominico a principios de siglo, antes de la guerra
de 1914-1918.
Este maravilloso destino postumo, explicable sin duda
por causas naturales, si bien poco ordinarias, puede muy
bien ser un símbolo de la bendición concedida a los hu-
mildes que quisieron ser fieles a las llamadas interiores
de un evangelio tomado en serio.

P. J.-M. Szymusiak, SJ.

93
18. SAN LUIS GONZAGA

Para comprender la auténtica riqueza y la poderosa


fuerza de la persona de Luis Gonzaga es necesario librar-
se al menos por algunos instantes de ciertas ideas falsas
y es igualmente necesario reconstruir el cuadro históri-
co en el cual vive Luis, conocer algo de la grandeza y mi-
seria de la conocida casa de los Gonzaga, saber leer los
documentos que nos hablan de este primogénito del mar-
qués Ferrante. Se entiende ahora su contestación evangé-
lica a la sociedad que lo rodea.

El muchacho Luis y su destino

Luis fue un muchacho de inteligencia viva y abierta,


de carácter fogoso domo todos los Gonzaga, obligado a
vivir desde la adolescencia entre los grandes de entonces,
porque estaba destinado a llegar a ser uno de ellos:
Marqués Imperial de Castiglione de la Stiviere. De esta
manera estaba sujeto al protocolo de la corte no sólo de
Castiglione sino también de Florencia —junto a los Me-
did (1576-1578)— de Mantua (1579-1580), hasta de la de
Felipe II (1581-1583) en España. Es en este mundo vacío,
en el que la vanidad y las intrigas eran para muchos el
criterio dominante, y en esta sociedad frecuentemente
alegre y corrompida, donde Crece Luis: pero es contra
ella contra la que se rebela conscientemente. Bajo el cui-
dado de su madre a quien ama profundamente y de la
cual, con íntimo sufrimiento ha sido muchas veces aleja-
do forzosamente, acoge y responde a la voz íntima del
Señor que lo quiere para sí: se ofrece muy joven —en la
iglesia de la Annuziata en Florencia— para ser todo de

95
Dios. Poco a poco se va haciendo cada vez más intole-
rante respecto a aquel mundo sutil y se enfrenta con él.
No es simple anticonformismo; es la rebelión de quien,
teniendo como ideal el seguir a Cristo incondicionalmente
desea y escoge más la pobreza con Cristo pobre que la
riqueza, las ofensas con Cristo cargado de ofensas que
los honores (cf. EE. núm. 167).

Su respuesta a la formación impartida a él por Dios

Por consiguiente, deliberadamente manifiesta su pen-


samiento y su intención a su madre (1583); después
aguanta la oposición de su padre y de cuantos se unen a él,
y afronta públicamente, casi burlándose —aunque de un
modo para él humillante— este mundo contra el cual se
rebela; como cuando participa en Milán en cortejo de
gala, cabalgando un asno y no el caballo de raza que
corresponde a su rango principesco. Los hombres y las
damas de la Corte se rien de él... pero, qué importa? Lo
que él quiere es estar con Cristo que primeramente ha
sido tratado como loco, más que ser considerado sabio
y prudente por el mundo (cf. E.E. núm. 167). Y también
que el mundo lo admire por su coraje cristiano, coraje
que él no tiene.
Todo lo dicho bastaría para hacer comprender que
Luis no es un pusilánime ni un tímido que huye de la
vida y del mundo; pero se puede y se debe penetrar más
a fondo en su vida.
En la edad precoz y en los años de la adolescencia y
de la juventud, había dado indiscutible prueba de tener
éxito brillante no sólo en el estudio de las lenguas y las
matemáticas (más tarde será también en filosofía y en
Teología) sino también en la difícil práctica de la diplo-
macia. Por esto su padre estaba orgulloso de él y repelía
vivamente su vocación: veía en él un gran heredero. Luis
era consciente de esto y sabía que su hermano menor,
Rodolfo, no tenía las mismas cualidades— lo que la his-

96
toria comprobará, exigiendo nuevas intervenciones del
hábil primogénito.

La difícil decisión

Mientras por una parte sentía la llamada de Cristo a


seguirlo en la vida religiosa, se presentaba en su mente
otra alternativa, es decir, lo que como Marqués de Casti-
glione delle Stiviere, habría podido hacer, no sólo en su
feudo y por sus subditos, sino en la alta sociedad de la
cual dependía la suerte de tantos y tantos hombres.
El problema no era fácil de resolver; requería una
agudeza intelectual y espiritual no común, una capacidad
de verdadero discernimiento, en concreto cuando perso-
nas cualificadas y de Iglesia, razonando con él, buscaban
hacerle ir hacia la solución que, humanamente hablando,
parecía la más razonable y habría asimismo supuesto bien
real a los otros.
Pero el criterio último para Luis es lo que Dios quiere
y, una vez aclarado esto, nada le hará desviarse: ni la ira
de su padre, ni el pensamiento de tener que abandonar a
su madre... cuánto menos los honores y las riquezas. Jus-
tamente por esto escoge la Compañía de Jesús; y entra
en ella en 1587. Habiendo captado el amor que impulsa
a Dios a hacerse hombre para dar a los hombres la vida,
él que está enamorado de Cristo crucificado, tiene por
ello sed de salir de sí para darse enteramente a los otros
en esta Orden religioso-apostólica.

La donación total: el servicio por amor

Por esto su espiritualidad está llena del ideal de un


servicio prestado —por amor— a los hombres, a los po-
bres, a los sufrientes. Pero este servicio de Dios por el
bien de los otros no se identifica para Luis con una pura
actividad exterior. Ha comprendido que en la vida del
religioso y del sacerdote este servicio se realiza también

97
y aun primariamente, en la oblación de sí mismo, en la
transformación con la que, bajo el impulso de la gracia,
el hombre aprende a hacer suyos los sentimientos del Se-
ñor, vive de su vida y de esta forma llega a ser autén-
tico apóstol.
En los años del Noviciado y en el Colegio Romano,
durante los cuales Luis se prepara para su futura activi-
dad sacerdotal, bajo la guía de San Roberto Bellarmino,
su amor se hace más profundo y lo impele siempre con
mayor insistencia a abandonarse completamente en la
voluntad del Señor que continúa llamándolo a sí. De esta
manera Luis progresa rápidamente hacia la madurez cris-
tiana y la sabiduría de quien ha comprendido que el gra-
no de trigo debe morir para llevar mucho fruto.
Animado por esta fe, nutrida con la oración, e ilumi-
nado por la gracia mística, Luis se ofrece con viril forta-
leza y con caridad sin límites al servicio de los enfermos
cuando, en la primavera de 1591, l a peste estalla en
Roma, donde se encuentra como estudiante de Teología.
Aunque él se prodiga incansablemente con los pobres
apestados y nada lo detiene en acercárseles, curarlos, lle-
varlos entre sus brazos, Luis no contrae, por lo que nos
consta, la terrible enfermedad contagiosa. Pero muere,
después de un período de rápido y creciente debilita-
miento orgánico, el 21 de junio de 1591. Muere pues a
causa de su entrega, de su caridad, que lo ha empujado a
responder a los gritos de dolor que le llegan de los su-
frientes, es decir, a la invitación del mismo Cristo que
tiene necesidad de consuelo y cuidados en tantos y tantos
enfermos: «Aquello que habéis hecho al más pequeño de
mis hermanos, lo habréis hecho conmigo» (Mt. 25, 40).

P. P. Molinari, S.J.

98
19. SAN BERNARDINO REALINO

Bernardino Realino pertenece a lo que los historiado-


res suelen definir con el nombre de «segunda generación
jesuítica»: constituida por hombres agregados a la Com-
pañía de Jesús en el período que sigue inmediatamente
a la muerte de San Ignacio, fue plasmada por aquellos
que lo trataron íntimamente y que de tal comunión de
vida revelaron siempre una huella profunda. Pertenecen
a esta segunda generación hombres notables por dotes
humanas, los cuales consiguieron insertarse armoniosa-
mente en una institución nueva, en fase de rapidísima
expansión, con una legislación todavía en su primeros
pasos, y en un clima —por usar las mismas palabras de
Bernardino Realino— de «primitiva Iglesia Apostólica».
En Italia, hombres como Roberto Bellarmino, Antonio
Possevino, Claudio Acquaviva, Matteo Ricci, ejercieron
un indudable influjo en la formación del «estilo» de vida
de los miembros de la nueva orden religiosa.
B. Realino entrado en la orden bajo el generalato de
Diego Laínez, formaba parte de quienes, dotados de una
notable experiencia de vida, eran tenidos por este último
como los más aptos para convertirse en elementos váli-
dos para la Compañía. «Dadme personas que tengan ex-
periencia del mundo —era la cerrada convicción del com-
pañero de San Ignacio— porque tales son buenos para
nosotros».
De 34 años, en el momento de su admisión en el no-
viciado anexo al Colegio de Ñapóles, Bernardino Realino
había ejercido por un decenio, poco más o menos, la ca-
rrera administrativo-judicial, como magistrado al servi-
cio de algunos municipios situados en Italia septentrio-

99
nal. A la sólida competencia jurídica unía una no común
cultura humanística adquirida en las Universidades de
Módena, de Bolonia y de Ferrara, capital del estado al
cual pertenecía Carpi, su ciudad natal. En el ámbito de la
Corte de Este él había podido integrar en su personali-
dad todos los ideales de la cultura humanístico-renacen-
tista italiana.
En un temperamento naturalmente optimista, alegre,
serenamente dulce, respetuoso de los otros e inclinado a
la beneficencia —como él mismo se dibuja en una pági-
na autobiográfica—, se insertan ágilmente los ideales del
período más maduro del renacimiento; que están conte-
nidos en la «dignidad del hombre», síntesis antropológi-
ca de matriz cristiana, fundamentalmente optimista, que
intenta valorizar, sublimándola, todas las dimensiones de
la naturaleza humana: la dimensión de la 'virtud' que
vence a la 'fortuna'; de la 'nobleza' que es conquista y
mérito personal; del 'saber' en función del 'hacer' y por
consiguiente, de la 'vida activa' que prevalece sobre la
'vida contemplativa' con vista a la construcción de la 'so-
ciedad civil'; del valor del 'trabajo humano'; de la 'gloria',
premio natural de la 'virtud'; del 'amor' que es esencial-
mente don de sí.
Tales características, que constituyen «la humana dig-
nidad» del humanista italiano de los siglos xv y xvi, las
encontramos en la producción literaria de B. Realino y
sobre todo en la selección hecha por él en favor de un
servicio de carácter social, como es el incremento y tute-
la del 'bien común', por medio de la magistratura.
A lo largo de su carrera, la realidad, hecha también de
fracasos profesionales y de dolor, como fue la pérdida de
la mujer amada, lo madura afectivamente, en el sentido
de una siempre más consciente opción cristiana. Y cuan-
do fortuitamente, conoce en Ñapóles la nueva institución,
fundada un cuarto de siglo antes por Ignacio de Loyola
y representada en la ciudad napolitana por Alfonso Sal-

100
merón, es capaz de encontrar realizados en ella, de modo
pleno, los ideales que le habían sostenido hasta entonces.
El servicio insigne y discreto, en la Compañía de Je-
sús, del Dios Trinidad, con Cristo, en la Iglesia, a través
de las almas redimidas por la sangre de El, se presentará
a B. Realino como llamada cristiana personal que asumi-
rá los caracteres de certeza, de urgencia, de sobrenatu-
ral necesidad y de positividad.
Renunciará sin lamentos a su profesión y también a
su «cultura humanística» de la cual conservará la parte
mejor de los contenidos ideales y escogerá definitivamen-
te la «ciencia de la cruz» de Cristo. Negándose completa-
mente a sí mismo y su propia voluntad y tomando su
cruz —por usar sus palabras— correrá «a gran paso hacia
aquella sangrienta pero vencedora Insignia del Capitán y
Señor nuestro Cristo Jesús». Y «para servir a Dios con
ánimo íntegro» escogerá la Compañía de Jesús que des-
cribe a su padre en los siguientes términos: «Vida buena,
sana doctrina, pobreza de vestidos y riqueza de espíritu,
ardor de caridad hacia Dios y el prójimo»; éstas son las
características que para él, constituyen un «verdadero re-
trato de la primitiva iglesia apostólica». Junto a tales
compañeros que, de ahora en adelante serán su «paraíso
terrestre» vivirá «con tanta alegría de espíritu», feliz de
poder honrar más y «servir al otro, dirigiendo todas las
cosas para gloria de Dios».
El tema de la alegría y consolación espiritual, conse-
cuencia de la acción del Espíritu, cuyos frutos son la
«alegría, paz, longanimidad, benignidad, bondad, fide-
lidad, mansedumbre» (Gal. 5, 22), será una constante en
su vida, verificable por su epistolario, y en el recuerdo
de aquellos que convivieron con él. Será su «servicio del
espíritu» (2 Cor. 3, 8).
Por 10 años en Ñapóles y durante más de 40 en Lecce,
iniciador y principal artífice del colegio de aquella ciu-
dad, será consejero espiritual de un gran número de per-
sonas. Y ello mediante la práctica, muy viva en el primer

101
cincuentenario de vida de la Compañía, del coloquio es-
piritual, de la actividad epistolar, del sacramento de la
penitencia, de los ejercicios espirituales de San Ignacio.
Un mínimo de eficiencia organizativa, pero un máximo
de contactos interpersonales, a través de los cuales la
vida de fe, esperanza y caridad cristiana de B. Realino
podía ser propuesta y transmitida a aquellos que se le
acercaban.
Largos períodos de enfermedad y mezquinas incom-
prensiones de parte de algunos hermanos, sobre todo du-
rante los primeros años de la estancia en Lecce, lo pu-
rifican afinando su afán cristiano de «consolador», hasta
el límite de su vida, cuando —según su último supe-
rior— «por la extrema vejez, no podrá ejercitar más los
ministerios propios de la Compañía, pero continuará ayu-
dando a todos con la oración, con el consejo y con el
ejemplo de una vida transparente». Y entonces, no obs-
tante la pena de no poder hacer más, que lo inducirá a
firmar su última correspondencia con un desolado: «el
viejo inútil Bernardino Realino», a los ojos de Dios y de
los hombres habrá cumplido enteramente su servicio,
«siervo» de aquellos que llamaba «los siervos de Dios o
mejor los hijos de Dios».

P. M. Gioia, SJ.

102
20. SAN JUAN-FRANCISCO REGÍS

Un tiempo en que floreció la santidad

Las primeras décadas del siglo xvn fueron en Francia


una primavera de la Iglesia. Vida mística, ardor misio-
nero, entrega caritativa se conjugan en una explosión de
santidad.
Contemporáneo de San Vicente de Paul, San Juan Eu-
des, Olier, y muchos otros, San Juan-Francisco Régis vivió
en esta primavera. Mientras Alejandro de Rhodes evan-
geliza el Extremo Oriente, él pide, sin éxito, ser enviado
al Canadá. Habría ido allí poco antes que María de la
Encarnación, y habría sido sin duda compañero de mar-
tirio de Juan de Brébeuf, Isaac logues y compañeros.
Cuando muere prematuramente, Julián Maunoir comien-
za las extraordinarias misiones bretonas, y en seguida el
P. Vicente Huby dará vida a los ejercicios populares de
Vannes. Su tiempo es el de la «Escuela francesa», así
como el de nuestros grandes maestros espirituales jesuí-
tas. De la misma edad de Rigoleuc y Surin, habría podido
ser discípulo de Lallemant.

Místico y apóstol

Sus noches de oración, su fervor eucarístico, su in-


creíble mortificación, su extrema pureza de alma, así
como el clima de milagro que le acompaña distinguen al
hombre que vive bajo la acción del Espíritu Santo. Una
llama anima su fe. Hace de él un «vidente». Ella brota
sin ninguna duda de su oración contemplativa. Escuche-
mos los testigos: «Cada uno sentía la impresión del Es-

103
píritu Santo del que estaba animado».—«Hablaba de los
misterios como si los viese con sus ojos».—«Veía a Cris-
to en los pobres».—En el altar, «la alegría de su rostro
manifestaba la íntima comunicación de su alma con Cris-
to».—«Yo le vi en oración, y pensé que estaba en el éx-
tasis del espíritu».—«Se diría que respiraba tan sólo a
Dios, que no veía más que a Dios. Parecía tenerlo siem-
pre en el corazón y en los ojos.»
De ese mismo hontanar de su espiritualidad brotaba su
entrega a los demás. «Habría dado mil vidas por la salva-
ción del prójimo».—«Yo le vi enlazar las noches con los
días hablando de Dios. Escuchando confesiones le he vis-
to olvidarse de comer, beber, dormir».—«Estaba lleno de
amor a Dios. Cuando veía a Dios ofendido, este hombre
tan dulce, se indignaba por momentos.»

Un hombre de acción

Místico, apóstol, Régis es un realista. Ve los problemas


de los hombres de su tiempo: pobreza, ignorancia reli-
giosa, condición miserable de los campos. Los ve y los
hace frente. Este contemplativo se revela como hom-
bre de temperamento activo. Todo el Puy le llama «el
padre de los pobres». Se le ve en las chozas, las prisiones,
los hospitales. Cuida con sus manos a los enfermos. En-
cuentra trabajo para las personas en paro, se indigna
contra el mercado negro, organiza un servicio de bene-
ficencia. Abre una casa para acoger a las prostitutas.
Todo esto además de su inmensa labor de evangeliza-
ción popular: «grandes catecismos» en el Puy, misiones
rurales en el Velay y el Vivarais.
Hombre de su tiempo, Régis lo fue sin embargo con
su sello personal. Su alma era fuerte como su tierra, no-
ble como su raza. Si más tarde, sus compañeros jesuítas
le conocen como persona «de rostro franco, trato alegre,
riente, abierto y familiar», se podría apostar a que su vir-
tud no hizo más que desarrollar lo que recibió de su Lan-

104
guedoc. Ignacio quería al servicio de Cristo almas bien
templadas. Régis podía ofrecer en conjunto un tempera-
mento animoso y plenamente viril.

Un verdadero hijo de Ignacio

Este capital humano confiado por entero a la Com-


pañía no fue desperdiciado. Cuando, por medio de los
Ejercicios, rehizo por su cuenta la experiencia espiritual
de San Ignacio, extrajo de ahí con perseverancia la tra-
ma de su vida.
Sus largos años de formación y de magisterio fue-
ron «clásicos», diríamos. Como su contemporáneo Juan
Berchmans, con un temperamento totalmente distinto,
supo poner mucho amor en las humildes fidelidades co-
tidianas. Se adivina, a través de sus demasiado escasos
testimonios, que el extraordinario dominio de sí, que
más tarde se le reconoció, fue una gracia concedida a un
perseverante dominio afectivo.
Pedro Régis fue esencialmente el hombre del «Reino»,
de «las dos banderas», «del tercer grado de humildad».
No pudo contentarse con ofrecerse a tomar parte en los
trabajos de Cristo. Habiéndolos compartido, —¡y con qué
generosidad!—, quiere seguirle todavía en el misterio de
la entrega de sí en el que se realiza la salvación de los
hombres. Enteramente vacío de sí mismo por amor a
Cristo, Régis, «para hacerse más semejante a El», aceptó
«ser tenido y estimado por loco».
Siendo sacerdote joven, una calumnia le quita duran-
te un tiempo la confianza de sus superiores y le impide
su comienzo apostólico: él no se defiende. Más tarde, al
oponérsele dificultades a su preocupación por las pros-
titutas por parte de un superior de difícil carácter, se
somete, y abandona en Dios los cuidados que sólo por
Dios había tomado».—«También le quitaron de en medio
de grandes destinos en la enseñanza y en las misiones,
para dedicarle a las clases más elementales de gramáti-

105
ca». Nunca se quejó. Su preocupación por los demás es
desinteresada, limpia de toda voluntad de poder. Dios le
distingue con su muerte prematura. Régis no ve más que
la voluntad de su Maestro. Trabaja hasta el fin de sus
fuerzas, y cae con las armas en la mano en la entrega
confiada de sí mismo a Dios.
Seis semanas más tarde, el P. Vitelleschi escribía a su
rector: «Lo que me causa, a pesar de todo, una alegría
singular, es que ha muerto de una manera que conviene
perfectamente a un verdadero hijo de la Compañía dedi-
cado a santos trabajos y en pleno combate por las almas
contra el pecado y el demonio.»
Este «verdadero hijo de la Compañía» ha sido nom-
brado patrono principal de los jesuítas de Francia por
las Cartas Apostólicas del 15 de octubre de 1603.

P. J.-M. Lacroix, SJ.

106
21. SAN FRANCISCO DE JERÓNIMO

Al dar comienzo a la Compañía de Jesús, San Ignacio


y los primeros compañeros decidieron condensar en po-
cas notas características su género de vida al servicio de
Dios y de los hombres, en la Iglesia.
Un servicio del espíritu, para realizarlo con los me-
dios propios del sacerdocio ministerial. Un servicio lleno
de notas evangélicas del mandato de Cristo, de la «mi-
sión apostólica» encomendada al cuerpo de la Compañía
por su Vicario en la tierra. Un servicio de la oración y de
la palabra (Act. 6, 4), que la «fórmula» explicitará y en-
riquecerá.
La vida de S. Francisco de Jerónimo encarna, en el
espíritu y en la letra, el programa vivido por San Ignacio
y sus primeros compañeros y por ellos propuesto a los
otros como una «vía quaedam» a Dios. Se desarrolla en el
período más maduro de la historia de la Compañía de
Jesús y se concluye cuando comienzan a manifestarse las
circunstancias históricas internas y externas a la vida de
la Orden que, después de un cincuentenio llevarán a la su-
presión (1773).
Nace de una familia de la burguesía media de Grot-
taglie, en el extremo meridional de la península italiana.
La predisposición a una vocación sacerdotal que, cre-
ciendo con él, acompaña la pubertad y la adolescencia, lo
conduce sucesivamente a Tarento y a Ñapóles, capital del
virreinato español. Después de la ordenación sacerdotal,
recibida en 1666, complementados los estudios jurídicos
y algunos parciales de Teología, pide ser admitido en la
Compañía de Jesús, conocida en Tarento y frecuentada,
por relaciones de escuela y de vida, también en Ñapóles.

107
Entrado en el noviciado en julio de 1670, al año si-
guiente es enviado a tomar parte en la misión rural de la
región de Salento que los jesuitas desarrollan en aquella
parte de la Puglia que constituye el 'talón' de la península
italiana. Un noviciado duro pero útil para lo que será
su definitiva «misión»: la evangelización del pueblo napo-
litano. Llamado a la capital, durante el verano de 1674
para terminar el curso de Teología, quedará allí hasta su
muerte, en el servicio de aquello que gustará llamar su
«India doméstica».
La situación socio-religiosa de la más grande ciudad
del mediodía italiano, en la segunda mitad del 600 era ex-
tremadamente seria. Cerca de 200 mil habitantes se apre-
taban en un estrecho perímetro urbano; poblaban una
decena de «arrabales» periféricos, acampaban como po-
dían a lo largo de las «playas» del bellísimo golfo. Como
todas las ciudades europeas contemporáneas, Ñapóles era
el lugar de las más estridentes contradicciones. Por una
parte, el esplendor medieval, renacentista y barroco de
su vida, de los palacios y de las iglesias; de otra, las mo-
lestias insanas de las callejas y de los «bajos», de los
tenduchos, toperas sin luz, donde en penosa promiscui-
dad vivía la mayor parte de la población. Por una parte
el alto nivel de vida de una nobleza ociosa y pendenciera;
de otra, las fatigas de un grupo numeroso de pequeños
artesanos, comerciantes y pescadores que constituían el
tejido productivo de la ciudad. A ellos se unía, atraída
por el incipiente urbanismo, una multitud de emigrantes
y desheredados en busca de fortuna, de pobres aldeanos
atraídos por el espejismo de la ganacia, de ociosos y faci-
nerosos, de charlatanes con milagreras invenciones, de
soldados mercenarios, marinos y galeotes que poblaban
la zona portuaria, de ladrones, asesinos, alcahuetes y
prostitutas. Una masa fluctuante empeñada en una lucha
continua por la supervivencia, y en la cual la degrada-
ción humana y cristiana era lo normal.
La elección apostólica de Francisco de Jerónimo, cayó

108
justamente sobre esta parte de Ñapóles que tenía como
las otras partes de la ciudad una cierta juvenil y genuina
franqueza, una índole risueña e indolente, un enorme
deseo de vivir. Esa zona fue el objeto de su atención
sacerdotal durante más de 40 años. La amó con el amor
de Cristo y participó de su vida casi exclusivamente, en
la vía pública. Este vino a ser su campo ordinario de
trabajo apostólico. Si se exceptúan las pocas horas de
sueño y las que dedicaba a la oración, el resto de su vida
transcurre con 'los alejados', exactamente donde ellos vi-
ven, por las calles y plazas de la parte con peor fama de
la ciudad napolitana. Encargado de la «misión urbana
permanente», por medio del ministerio de la palabra y
del sacramento de la penitencia y de la Eucaristía y me-
diante una catequesis popular continua, realizó una obra
de saneamiento moral, humano y cristiano que le sobre-
vivió durante mucho tiempo.
Ayudado permanentemente por cerca de 200 laicos re-
clutados entre la categoría de los pequeños artesanos y
de sus mismos «convertidos», iba al encuentro de los pe-
cadores y de las prostitutas, los «últimos» del evangelio,
sus predilectos. Se aproximó a millares —nos dicen dig-
nas estadísticas— y para millares de ellos fue la ayuda
por la que encontraron definitivamente a Dios en el ros-
tro del Redentor crucificado. Fue para ellos la voz del
«hoy» de Dios, de su juicio sobre la historia del hombre;
el pacificador, el consolador del pobre, del afligido, del
enfermo, del encarcelado, del esclavo.
Y en su sepulcro en la Iglesia del Gesü, el dominio si-
guiente a su muerte, 42.000 personas participaron de la
eucaristía, centro animador y meta de toda su actividad,
vital después de la misma muerte.

P. M. Gioia, S.J.

109
22, BEATO JULIÁN MAUNOIR

Durante 43 años, el Beato Julián Maunoir marchó por


los caminos de Bretaña, predicando misiones de parro-
quia en parrouia: Había soñado con ir al Canadá, como
su compañero de estudios, Isaac logues. De hecho, su
campo de acción estará reducido a su provincia natal, y
más especialmente a la región de habla bretona.
Cuando era rector en el colegio de Quimper aprendió
el bretón, para poder enseñar el catecismo a los pequeños
aldeanos de alrededor; encontró una facilidad que él mis-
mo juzgó milagrosa. ¿No era esto una señal del cielo? Y
Dom Michel Le Nobletz, el sacerdote itinerante que rehu-
saba los beneficios y evangelizaba a los pobres, reconoció
en él el sucesor que le destinaba la Providencia. Sin em-
bargo, dudó largo tiempo; hasta el día en que, alcanza-
do por una enfermedad que no le dejaba ya esperanza
de salvación, prometió a Dios consagrarse a las misiones
bretonas.
Múltiples dificultades se alzan al principio ante él: la
oposición del obispo de Quimper, desconfianza de una
parte del clero, escepticismo de sus hermanos en religión,
falta total de recursos. Pero seguro de la voluntad de
Dios, teniendo como único compañero al P. Pierre Ber-
nard que es 20 años mayor que él y que no habla bretón,
se lanza a la aventura. En seguida las multitudes respon-
den a su llamada. Por decenas de millares acuden a oirle
y a recibir los sacramentos.
Son aldeanos y pescadores en la mayor parte. Pobres
y trabajadores, no son los salvajes que han descrito al-
gunos historiadores, confundiendo el conjunto de los ha-
bitantes con las tropas de bandidos que, a favor de las

111
confusiones de la Liga, saquearon la región. La provin-
cia, en otro tiempo opulenta, ha salido arruinada de la
guerra civil: la miseria es grande. La población sigue
siendo cristiana, pero su fe duerme, en la proporción en
que su instrucción religiosa ha sido descuidada. Los sa-
cerdotes son muy numerosos, mucho más de lo que exige
el servicio parroquial. No pueden vivir todos de lo que
venga o de las fundaciones: trabajan con sus manos y el
sacerdote - artesano, jardinero, tejedor y trabajador de
mimbre para fabricar cestas y otros objetos, es una fi-
gura habitual de las aldeas bretonas. No han conocido
los seminarios y, salvo alguna excepción, su bagaje teoló-
gico es ligero.
La obra original del Beato Maunoir consistió en adap-
tar a esta situación las fórmulas que había recibido de
Michel Le Nobletz. La misión comporta una parte esen-
cial de enseñanza catequética, sin la cual la vida cristiana
no puede tener fundamento sólido. Poco a poco llega a
ser también una sesión de formación sacerdotal, pues
pertenece a los sacerdotes continuar en las parroquias la
acción de los misioneros.
El P. Maunoir convoca a los que han aceptado ayu-
darle; llegan a veinte, treinta, a veces más. Durante un
mes, hace que compartan su vida: levantarse a las cua-
tro, recitación en común de las horas menores, medita-
ción. Todos se dirigen en procesión a la Iglesia donde está
reunida la multitud. Celebran la misa y comienzan las
confesiones. El P. Maunoir o uno de sus compañeros en-
tabla una conversación con la asamblea, pregunta, res-
ponde a las cuestiones; está así seguro de captar la aten-
ción y de ponerse al alcance del auditorio. Sigue la repe-
tición de cantos en otro local, o al aire libre: se apren-
den los cantos compuestos por el Beato: son las leccio-
nes de catecismo puestas en verso con tonadas conocidas.
Se vuelve a la Iglesia para una segunda instrucción. Des-
pués de la comida, tiene lugar una conferencia para los
sacerdotes: a Maunoir le gustaba poder confiarla a hom-

112
bres tales como los PP. Rigoleuc o Huby. Durante este
tiempo, volvía junto a los fieles para la lección de cate-
cismo. Consideraba este ejercicio como uno de los más
importantes de la misión. Allí era donde utilizaba las cé-
lebres pinturas simbólicas legadas por Michel Le Nobletz.
La tarde se dedicaba a las confesiones y a la oración co-
mún, rosario, cantos entremezclados con instrucciones.
El último sermón era seguido por la bendición del San-
tísimo. Después los misioneros recitan en coro maitines
y laudes; después de la cena participan en una nueva con-
ferencia. La misión se clausura con una procesión que
tiende a hacer revivir las etapas principales de la historia
de la salvación de la humanidad. Incluso aquí el cuidado
del Beato es instruir más que conmover.
Tales fueron, durante su larga carrera apostólica, las
jornadas del que fue principal artífice de la renovación
religiosa de Bretaña. Dejaba tras de sí parroquias forta-
lecidas en su fe y pastores aptos para proseguir su acción.
Las multitudes venían a él, atraídas sin duda por las ma-
ravillas que el hombre de Dios extendía con profusión,
pero sobre todo por su arte de comunicar a las almas
más sencillas las verdades que eran su vida. Ellas han re-
tenido la iluminación de aquel que, al hacerse uno de los
suyos, les mostró el camino que conduce a Dios. Para el
pueblo bretón, el P. Maunoir era —y sigue siéndolo— el
Tad Mad, el buen padre.

P. H. Marsille, S.J.

113
23. BEATO ANTONIO BALDINUCCI

La figura de Antonio Baldinucci, se inserta en un pe-


ríodo de decadencia en la vida política, civil y artística de
toda Italia. Nace el 13 de junio de 1665 de una familia
noble florentina caída desde una economía floreciente a
condiciones de vida bastante en contraste con el lujo ex-
cesivo de la corte ducal, que era todavía una de las más
ricas de Europa.
Florencia tenía todavía la estructura de sus mejores
tiempos, encerrada en la muralla de Arnolfo de Cambio
y dividida en los cuatro barrios de San Juan, Santa María
Novella, Santa Cruz y Santo Espíritu. Sobre el trono de
Toscana reinaba Cósimo III. Durante su gobierno, que
duró más de medio siglo, las condiciones materiales y
morales de los ciudadanos ciertamente no mejoraron,
por el contrario el excesivo lujo de la corte y los intere-
ses de unas pocas familias patricias, aumentaron nota-
blemente el mal humor de la mayoría del pueblo que se
encontraba en condiciones de vida bastante míseras.
La presencia de los padres jesuítas en Florencia era
bastante significativa y databa de las opciones apostólicas
hechas por Ignacio y por Lainez en los primeros tiempos
de la Compañía. Existía de hecho el colegio de San Gio-
vannino, para la educación de la juventud y dos casas
para ejercicios espirituales, una, que hospedaba también
a los padres de Tercera Probación, en Borgo Pinti, llama-
da de San Salvador, la otra junto a la antigua basílica de
San Miniato.
El primer pensamiento de dar su vida a Dios en una
Orden religiosa se le ocurrió a Antonio Baldinucci a la
edad de 13 años, cuando el mayor de sus hermanos, Gian

115
Filippo, al cual estaba muy ligado afectivamente, entró
en el noviciado de los padres dominicos. Este pensamien-
to se transformó bien pronto para Antonio en el deseo
de seguir al hermano y llegar a ser miembro de la orden
de Santo Domingo. La inesperada oposición paterna, que
no se dejó jamás doblegar, y la experiencia de los ejerci-
cios ignacianos le harán sin embargo comprender su ver-
dadera vocación, que al margen de condicionamientos ex-
ternos, era para la Compañía. De esta forma entró en el
noviciado de San Andrés en Roma el 21 de abril de 1681:
tenía entonces 16 años.
Comienza de esta forma un período muy importante
para su vida, porque tras dificultades de salud, en el dis-
cernimiento de sus aspiraciones más verdaderas en los
diversos contactos con la Compañía que trabajaba en los
colegios y en la predicación, maduró, junto con los su-
periores, la elección de su campo de trabajo. Su sueño
era imitar el ejemplo típico del apostolado misionero,
San Francisco Javier, y repetidamente pide ser enviado
a la India, o a China o a Japón, pero en vano. Debiendo
descartar un trabajo de enseñanza, imposible por su sa-
lud, le quedará entonces como alternativa predicar la
Cuaresma y el Adviento en los pulpitos de Italia, siguien-
do las huellas de bien conocidos oradores de su tiempo.
Pero él experimentaba una profunda repugnancia por
aquel género de oratoria, más bien teatral, típica de la
época. Sobre todo no sabía resignarse a los grandes cum-
plimientos que se hacían a los oradores famosos.
Durante el cuarto año de Teología, va poco a poco cre-
ciendo el recuerdo de tanta gente encontrada en el cam-
po, donde había estado para restablecerse durante las in-
terrupciones de sus estudios. Eran pastores, aldeanos y
toda la gente de las aldeítas del Agro Romano, de la Sa-
bina y del Alto Lacio, de quienes sabía estaban necesita-
dos de todo, en concreto porque nadie pensaba llevarles
la palabra de Dios y el mensaje de la reconciliación.

116
Aquello podía realmente constituir su campo de trabajo
y su misión.
A este tipo de misión estaba dedicada la Compañía
desde los tiempos de San Ignacio, que había hecho indi-
car explícitamente en la fórmula del Instituto «la ense-
ñanza de la verdad cristiana a los niños y a los rudos, la
reconciliación de los discordes, el socorro a los encarce-
lados y a los enfermos y el cumplimiento de toda obra
de caridad...»
Hombres como el P. Landini ( | 1554) y San Francisco
Régis (f 1640) habían dedicado su vida a este ministerio
considerado «propio de la Compañía». El P. Claudio Ac-
a
quaviva, a continuación de la Congregación General 5. ,
en el 1599 había impartido directrices precisas insistien-
do que todo sacerdote, especialmente los profesos, die-
ran cada año misiones populares; que en toda casa al
menos dos padres se consagraran a ello de lleno; que se
tomaran «residencias provisionales como campos móviles
para este trabajo» y que «cambiaran de vez en cuando
su sede para no limitar la acción a pocas ciudades o re-
giones». En Italia el período de oro de las misiones po-
pulares va de 1681 a 1730 y entre los nombres más signi-
ficativos tenemos al P. Pablo Segneri Sénior, que du-
rante 26 años residió en San Giovannino de Florencia y
muere en 1694; al P. Piamonti (f 1703), P. Centofiorini
(t 1712), al P. Pablo Segneri Júnior (t 1713), todos com-
prometidos en la Italia central y San Francisco de Jeró-
nimo (t 1716) en los arrabales de Ñapóles.
A este tipo de ministerio dirigieron los superiores
también al P. Antonio Baldinucci, enviándolo primero a
Viterbo en 1697 y después, al año siguiente, a Frascati
donde permaneció hasta su muerte, acaecida durante una
misión en Pofi en 1717. Fueron 20 años de encarnación
de la palabra del Evangelio, anunciada hasta al más pe-
queño centro habitado y vivida en la asistencia escrupu-
losa a los pobres y a los moribundos, en el llevar la re-
conciliación a las conciencias, en el hacer superar las

117
diferencias personales y familiares, en la disponibilidad
continua a cualquier llamada o necesidad.
Con esta dedicación total a un trabajo extenuante,
daba prueba de estar «despojado de su propia voluntad
y de la propia inclinación, para revestirse de Cristo...» y
de ser como aquellos hombres queridos por Ignacio, los
cuales «en las fatigas, en las vigilias, en las privaciones;
en pureza y en ciencia, con paciencia y bondad, en el Es­
píritu Santo; en caridad no fingida... a través de los ho­
nores y la ignominia... la felicidad y la adversidad, van
a paso rápido y forzado hacia la patria celeste y llevan
consigo a los otros, por todos los medios, con todos los
esfuerzos, únicamente mirando a la mayor gloria de Dios».

P. A. Ceccarelli, SJ.

118
24. SAN IGNACIO DE LOYOLA

«Entregado a las vanidades del mundo»

Iñigo de Loyola que, por una devoción muy particu-


lar al obispo mártir de Antioquía, tomará hacia 1540 el
nombre de Ignacio, es un convertido que, después de ha-
ber descubierto la voluntad divina en la disposición de
su vida, no dejará ya de buscarla en toda circunstancia
para cumplirla enteramente. Este hijo segundón de una
familia numerosa de la nobleza vasca, en la que no han
faltado ni la resistencia a los poderosos, ni el gusto por
la aventura, ni el pecado, entregado asimismo hasta los
23 años a las vanidades del mundo, descubre durante su
convalecencia de Loyola la vida según el Espíritu. Dos
obras de piedad le ponen en contacto con Cristo por
quien querrá señalarse y con los santos con quienes sue-
ña igualarse. Se interroga sobre los espíritus que siente
obrar en sí para turbarle o para consolarle y aprende a
discernirlos. Esta experiencia del discernimiento conti-
nuará durante toda su vida. Renunciando a hacerse un
gran nombre entre los hombres, abandona el mundo de
la gloria humana y se va a Manresa donde llevará una
vida de grandes austeridades y de largas oraciones, atra-
vesada por escrúpulos y tentaciones. Este duro aprendi-
zaje donde Dios le trataba como un maestro de escuela
trata a un niño, le ayuda a purificarse de sus excesos y
malas acciones.

«¿Qué debo hacer por Cristo?»

Deplorando sus pecados y el desorden de su existen-

119
cia, pide la gracia de aborrecer el mundo, pero esta in-
trospección espiritual no es desalentadora; Ignacio la
realiza ante Cristo crucificado, muerto por sus pecados.
La admiración de verse perdonado y salvado se abre en
una gratitud activa llena de familiaridad respetuosa. «¿Qué
he hecho, qué debo hacer por Cristo?» Estos coloquios
del siervo a su señor, del amigo a su amigo, sobrepasan
la persona de Ignacio, cuyos pecados entran, con los pe-
cados del género humano, en el universo de la Encarna-
ción redentora, obra de la Trinidad Santa. Sus medita-
ciones y los favores místicos que Dios le concede van a
hacer de él un apóstol decidido, por amor a Cristo, a ayu-
dar a las almas buscando su salvación y perfección. Más
tarde, unos compañeros compartirán su ideal y propaga-
rán y defenderán la fe por la predicación y el servicio de
la Palabra, los sacramentos y por toda clase de ministe-
rio de caridad. Ignacio no cesará de estimularles al puro
amor de Jesucristo, al deseo de su gloria y a la salvación
de las almas que El ha rescatado, señalándose en el ser-
vicio y en el amor de Dios. El dinamismo humano del
convertido ha encontrado su orientación definitiva.

Un pobre peregrino instruido por Dios

Este convertido escogió ser un peregrino, un hombre


que se siente y se quiere extraño en el mundo. Su con-
fianza reposa sólo en Dios. Durante dieciséis años va a
marchar por España, Francia, Italia, Flandes e Inglate-
rra; hará la travesía de peregrinación a Jerusalén, donde
tendría tan gran deseo de quedarse. Su experiencia de lá
diversidad de estados interiores personales se enriquece
con la experiencia de la diversidad de los hombres. La
iluminación recibida a orillas del Cardoner le hizo com-
prender muchas cosas, tanto de orden espiritual como
del dominio de la fe y las letras. Todo le apareció bajo
una luz tan nueva y tan sobrecogedora que se referirá a
menudo a esta experiencia: vio cómo todos los bienes y

120
los dones descienden de arriba, de Dios, sabio y poderoso
y cómo a El se remontan y es necesario que el hombre
los haga dirigirse a El.
Es verdad que esta manera nueva de ver las cosas no
le cambia totalmente. Multiplicando los contactos huma-
nos con más o menos éxito, encontrando lentamente a
través de diversas experiencias, el justo medio, sigue
aprendiendo la discrección de espíritus, se ejercita en la
discreta caridad, indispensable en una vida en la que hay
que tomar tantas decisiones.

Compañeros enviados a través del mundo


Llega un día en el que unos compañeros decididos for-
man un grupo con él. Y cuando se haya formado la Com-
pañía, a la que quieren ver honrada con el nombre de Je-
sús, el peregrino, el estudiante viajero, no volverá ya a
cambiar de lugar. Desde su pequeña habitación de Roma,
obedece a los destinos decididos por el Papa, o envía él
mismo entre los Turcos o los infieles de las Indias, entre
los herejes o cismáticos, así como entre los fieles, a los
miembros de la Compañía; los hará peregrinar como após-
toles pobres recordándoles que toda su confianza está en
el Señor por el cual trabajan. En el momento de su muer-
te, estarán en África, en Asia, en numerosos países de
Europa, dirigidos por instrucciones, animados por cartas
que mantendrán la conciencia de su unión en cualquier
lugar del mundo en el que estén dispersos.

«Servir al único Señor y a la Iglesia su Esposa»


Ignacio ha sido atrapado por Cristo, eterno Señor de
todas las cosas, a quien quiere servir e imitar soportando
toda injusticia y toda pobreza efectiva o espiritual. Imi-
tándole materialmente, o favorecido a menudo con su
presencia, ha querido estar con Cristo, tanto en la pena
como en la gloria. En el momento de entrar en Roma, la
visión recibida en la Storta le confirmará en la convic-

121
ción de que ha sido «puesto con el Hijo», que militará
por Dios bajo el estandarte de la Cruz sirviendo al único
Señor y a su vicario en la tierra, el Papa, pues el combate
de Cristo no ha terminado para los hombres. Siempre
hay algo más que hacer, un servicio mayor que cumplir.
El Espíritu Santo hizo sentir a Ignacio y a sus compañe-
ros que entre Cristo que es el Esposo y la Iglesia su es-
posa, hay un mismo Espíritu que nos gobierna y nos di-
rige para el bien de nuestras almas. Como hombre rea-
lista, Ignacio conocía el rostro de esta Iglesia militante
del siglo xvi, que no estaba libre de manchas y arrugas;
la ve caminar lentamente por el camino de su reforma,
sufre sus desgarramientos, siente que ella es lo bastante
generosa como para evangelizar las tierras lejanas. El
servicio que prometía a Cristo se concreta en la disponi-
bilidad efectiva de todo un grupo de hombres con res-
pecto al vicario de Cristo. Seguro de que si el Espíritu le
habla en lo interior, también lo hace en y por la Iglesia
jerárquica, en la que Cristo realiza cada día su misterio
redentor, Ignacio ve su carisma reconocido por la auto-
ridad de la Iglesia visible.

«Ayudar a las almas»

Incluso cuando quiso vivir en el mundo sólo con Dios,


Ignacio ha manifestado siempre una necesidad de contac-
to con el prójimo. Para recibir y para dar. Es la línea en la
que Dios quería que avanzara. Pero comprendió que no
podría hacer verdadero apostolado con el prójimo, si no
era virtuoso y sabio a la vez, como lo dirán las Constitucio-
nes. Durante sus estudios, encuentros diversos con varias
autoridades de la Iglesia: confesores, profesores, inquisi-
dores, religiosos y obispos, y también con laicos, hombres
y mujeres, le ayudarán a precisar y a especificar la afi-
ción que siente por ayudar a los demás. Oración, aposto-
lado y vida de estudios tenderán hacia una armonía me-

122
jor. La solicitud por la perfección personal será insepa-
rable de la solicitud por la perfección de los demás.
El estudiante de Alcalá, de Salamanca y París no po-
día imaginar que habría de ser el fundador de una orden
religiosa. Le era necesario madurar, progresar, sacar pro-
vecho y ser ayudado por todos los que el Señor pondría
en su camino, antes de unirse a estos «amigos en el Se-
ñor» que decidirán no separarse jamás y que formarán un
grupo religioso en obediencia.

«Esta Compañía que deseamos ver designada con el


nombre de Jesús»

La Compañía de Jesús, hasta entonces informal, en-


trará en las estructuras de la Iglesia para vivir en ellas
la originalidad de su carisma. Se dará un cuadro jurídico
que será al mismo tiempo un estímulo para ayudar a sus
miembros a avanzar mejor en la vía del servicio de Dios.
La ley del amor y de la caridad del Espíritu Santo que
puede concretarse según las circunstancias de lugar, per-
sonas y tiempo, es el impulso que anima las Constitucio-
nes escritas. Ignacio no las ha clausurado: nacidas del
discernimiento, reflejando la vida de la orden cuyo ideal
definen, fruto de una experiencia vivida por todos, pro-
vocan siempre al discernimiento, individual o comunitario.

Un Cuerpo apostólico activo y obediente

Ignacio fundó una orden de sacerdotes que serán ayu-


dados por otros religiosos. Su voluntad apostólica se
concretó en el sacerdocio, reconocido en su época como
el mejor medio para ayudar a las almas. Quiere sacerdo-
tes que se distingan por la pureza de su vida cristiana y
por su ciencia. Si la misa es para este apóstol de la co-
munión frecuente el Santo Sacrificio que ruega al Señor
acepte por sus bienhechores, es también como lo mues-
tra su Diario Espiritual el momento en el que su súplica

123
pasa por Jesucristo mediador, para obtener del Padre de
las luces las gracias de las que tiene continuamente nece-
sidad para llevar a feliz término su tarea. La Compañía
es también un cuerpo con funciones diferenciadas, un
conjunto de hombres que comparten una misma voca-
ción, íntimamente unidos entre sí por la caridad, por un
mismo espíritu y ligados a Dios por la obediencia, obe-
diencia que nace del envío, de la misión. Fruto del voto
de Montmartre, es obediencia al Papa; resultado de una
deliberación llevada a cabo por los primeros compañeros,
es obediencia al superior. Pero es sobre todo obediencia
a Cristo, enviado obediente del Padre. Es por lo que Ig-
nacio quiere que sea vigorosa, disponible, gozosa, rápida,
a veces ciega y que se borra ante la Luz eterna; inteligen-
te también, por respeto al Espíritu Santo que vive en
todo cristiano y en todo religioso.

«Amando a su Creador en todas las cosas y a todas las


criaturas en El»

Sus familiares dicen que Ignacio tenía una gran faci-


lidad en encontrar a Dios en todas las cosas y una devo-
ción muy fuerte a la Santísima Trinidad. Este hombre
que ruega al Padre a la vez que imita al Hijo en la docili-
dad del Espíritu, desea que los miembros de la Compañía
encuentren a Dios nuestro Señor en el proyecto general
de su vida y en los detalles de su existencia, amando a
su Creador en todas las cosas y a todas las creaturas en
El, conforme a su santísima voluntad. ¿Acaso Dios no
está en todos y en todas partes? Ignacio vive y quiere
ver vivir a los suyos este doble movimiento que aparta
durante cierto tiempo al apóstol de un mundo cuya va-
nidad conoce, que sabe está agitado por el enemigo de la
naturaleza humana, para poder enviarle en seguida a cual-
quier lugar, a cualquier hombre, a los que verá en Dios
con una mirada purificada. El mundo con sus grandes y
sus pequeños, sus ricos y sus pobres, sus pecadores y sus

124
justos, sus hombres y sus mujeres, sus paganos y sus
cristianos, el mundo al que se trata de ganar y de llevar a
Jesucristo por todos los medios sobrenaturales, la cari-
dad, la oración, la pobreza evangélica, y con los medios
naturales, cultura, influencia, dinero, relaciones humanas
que harán del apóstol un instrumento eficaz del Reino de
Dios, siguiendo el designio de su Providencia que quiere
ser glorificado con todo lo que da como Creador y con lo
que da como autor de la gracia.

Autorretrato de un santo

Hombre de deseos, siempre dirigido hacia algo nuevo


para realizar la gloria y el servicio del Señor, de deseos
pacientemente realizados. Místico acostumbrado a las lá-
grimas, que no desprecia el humilde esfuerzo de la asee-
sis. Hombre que quiere vivir entregado a Dios al servicio
de los intereses superiores del hombre. Religioso en quien
la obediencia no impide ni la iniciativa ni la representa-
ción. Gobernante capaz de planes universalistas y que se
preocupa por los detalles, todo esto es Ignacio de Loyola.
Pero tiene todavía otros perfiles que hay que subrayar.
De trato familiar con Dios en la oración y en todas sus
acciones; resplandeciente de caridad por el prójimo y
por la Compañía; amable a Dios y a los hombres por su
caridad; libre de pasiones a las que ha sometido y mor-
tificado para poder edificar; uniendo la rectitud y la se-
veridad a la mansedumbre y a la benignidad que le hacen
ser tierno con sus hijos; magnánimo para soportar las
debilidades de muchos y para emprender grandes cosas,
para perseverar en ellas sin perder el ánimo, dominando
los acontecimientos sin dejarse exaltar ni abatir, e in-
cluso dispuesto a morir; dotado de inteligencia, de juicio,
de prudencia, de experiencia espiritual y de discernimien-
to; vigilante y activo para emprender los asuntos y enér-
gico para llevarlos a cabo; fuerte físicamente; gozaba de
un crédito y de una reputación que le daban autoridad;

125
entre los más eminentes en todas las virtudes y entre los
más meritorios de la Compañía: ¿acaso pensaba Ignacio
al trazar las cualidades que debe tener el General que se
estaba dibujando a sí mismo? Puede haber sido así, sin
pretenderlo. El se había puesto en sus Ejercicios, se po-
nía en las Constituciones del mismo modo que se había
puesto en cuanto hacía. Es ahí donde hay que contem-
plarle para comprenderle y para hacer fructificar su he-
rencia.

P. G. Dumeige, S.J.

126
25. BEATO PEDRO FABRO

Breve vida, largos caminos

El que fue el primero y muy querido compañero de


Ignacio de Loyola, el amigo de Francisco Javier, vivió so-
lamente cuarenta años (1506-1546), en lugares y en am-
bientes que llaman la atención por su diversidad.
Pasó la primera mitad de su vida, los años de Saboya,
en el país natal, en un alto valle alpino, en el seno de una
familia campesina, muy cristiana, después en la modesta
escuela junto a un maestro inteligente y de fe profunda
que le comunicó el gusto por las letras; en pocas pala-
bras, en un medio de costumbres regulares y de sólidas
tradiciones religiosas.
Llegaron los años de París, a donde le condujo su sed
de aprender; el conjunto duró diez años. Se vio sumergi-
do en un ambiente universitario donde los estudiantes
afluían de diversos países, donde chocaban las corrientes
ideológicas, en una época de tensiones y cambios seme-
jante en muchos aspectos a la nuestra. Pues bien, encon-
tró en la misma habitación a Javier primero, que tenía
diecinueve años como él, después a Iñigo, de quien llegó
a ser repetidor. Se siguió en seguida, nos dice, «una vida
en común, en la que temamos, entre los dos, la misma
habitación, la misma mesa y la misma bolsa. Terminó por
ser mi maestro en materia espiritual...». Así Fabro llegó
a ser no sólo maestro en artes, sino también sacerdote, el
primero entre los siete compañeros; así es como cono-
ció esta vida de un grupo de amigos, que en el seno de
una masa confusa, se descubren, estrechan sus lazos, re-

127
zan juntos, buscan juntos su camino, hacen los Ejercicios,
encuentran poco a poco, a través de los signos normales,
lo que Dios espera de ellos.
Los diez últimos años fueron de un intenso servicio
apostólico, los años «itinerantes», en una cristiandad con
inmensas necesidades: en la Italia central y del norte, en
Alemania, en provincias situadas en las fronteras del ca-
tolicismo y del protestantismo naciente, después en Espa-
ña, de nuevo en Alemania, en Bélgica, en Portugal, en
España (una vez más)... En este mundo agitado, en el que
se vio cada vez más comprometido, cada vez más pere-
grino, Fabro, a lo largo de todo su camino, ejerció una
acción en profundidad sobre gran número de hombres
de toda condición, a veces muy influyentes. ¿Dónde radi-
ca su secreto?

Atento a las mociones del Espíritu

Leyendo este Memorial en el que anotaba, durante sus


cuatro últimos años, las gracias recibidas en el transcur-
so de los días, se discierne rápidamente que uno de los
rasgos más claros de su comportamiento interior, y por
el que puede guiar el nuestro, fue una atención extrema
a las mociones del Espíritu de Dios.
A los doce años, mientras guardaba su rebaño, había
sido como agraciado por él. «¡Oh, Espíritu Santo, tú me
invitabas, tú me prevenías con tales bendiciones!... Tú
me has cogido, y marcado con el sello imborrable de tu
temor...». En seguida, lo que durará toda su vida, debía
experimentar la distensión a veces muy dolorosa de un
alma atrapada entre las mociones divinas y las que la
arrastran a caer o que la encierran sobre sí misma. La
paciente y pacificante acción del Espíritu, que Ignacio
le enseñó a discernir iba a liberar y a «abrir» siempre,
como él lo señaló a menudo.
128
Ante todo, se abre en el interior. «¡Ojalá pueda lo ín-
timo de mí mismo, y sobre todo el corazón, entregarse a
Cristo que hace su entrada en mí, y dejarle ocupar el
centro del corazón» (M 68). «¡Que mi alma se recuerde
a sí misma por lo que de más íntimo hay en ella, si viene
a apartarse de su paz!» (M 188). «En los días en que se
celebra la Concepción de la amadísima Virgen María, sen-
tí una firmeza y una estabilidad totalmente nuevas en mi
corazón y en lo más íntimo de mí mismo (M 191).

La apertura a todos

Pero al mismo tiempo, ese Espíritu Santo abría a Fa-


bro hacia afuera, a los demás. Un día que sentía «estre-
charse su corazón» con respecto a gentes cuyos defectos
veía, y se inquietaba por ello, oyó como una respuesta in-
terior: «Teme más bien que el Señor te cierre el corazón
a su alegría... Si conservas un corazón generoso con Dios,
te mostrará en seguida que todo lo demás se te abre y que
puedes acogerlo todo» (M 143). Si Cristo se comunicaba
cada día a él en la eucaristía, ¿no debía también él comu-
nicarse con Cristo, y no sólo con El, sino por El a todos,
buenos o malos, al conversar, al trabajar, al abrirse por
entero a todos?» (M 225). El Espíritu «le abría al trabajo»,
y hacían también que el trabajo «se le abriera a él», siendo
preparada la tarea por su gracia (M 141). ¡Qué contrarias
son al buen espíritu «estas frialdades y estas presiones
diabólicas que cierran nuestros corazones los unos a los
otros!» (M 199); ¡qué nocivos, este espíritu de desconfian-
za que muestra sobre todo los obstáculos y bloquea el
camino (M 254), este «celo amargo y glaciar» que, al que-
rer reformar, agrava el mal (M 427)! Lúcido respecto a
las miserias de los hombres de su tiempo, Fabro es im-
pulsado por la gracia a mirar también «con ojo sencillo,
y no con ojo malicioso», los bienes que Dios ha puesto en

129
ellos: «Si entonces se parte de lo que se descubre, para
desarrollarlo, se tendrá frutos más abundantes» (M 330).
Esta acción del Espíritu, que utiliza los recursos del
temperamento, ¿no es el secreto del bien llevado a cabo
por Fabro, sobre todo por las conversaciones particula-
res, las confesiones, y los Ejercicios? «Era, dice un testi-
go, maravillosamente atrayente, y en la manera de com-
portarse era sencillo y serio al mismo tiempo; era elo-
cuente y muy docto». Y Simón Rodríguez, uno de los
primeros compañeros: «tenía una alegre dulzura y una
cordialidad que yo jamás he encontrado en nadie. Entra-
ba, no sé cómo en amistad con los demás, influía poco a
poco sobre su corazón, de tal manera que por su manera
de obrar y el encanto de su palabra, les arrastraba a amar
a Dios». A estos dones del corazón hay que añadir una
ciencia sólida, en particular, el conocimiento de las Es-
crituras, en cuyo comentario y lectura, se nos dice, sobre-
salía ante sus oyentes.

El sentido de la comunión de cuanto existe

Si sabemos romper la corteza de las palabras y hacer


las transposiciones necesarias, si distinguimos lo que es
contingente y hace relación a su educación primera y a su
época, plasmado en las prácticas y en las formas de ex-
presión de su fe profunda, veremos que Fabro tuvo una
intuición penetrante y siempre valiosa de la complejidad
de nuestro ser, lugar de tan diversos movimientos, sujeto
a tantas influencias; de nuestra inserción en un universo
de objetos y de personas en el que todo está en relación;
de la acción soberana del Espíritu de Dios que, partiendo
del interior, renueva todo lo que somos, toda nuestra
sensibilidad, toda nuestra actividad corporal, penetra las
cosas materiales para que nos resulten beneficiosas, y
establece la inmensa Comunión de los Santos. Su corazón
se abrió ampliamente a este universo fraternal. «Siento

130
que es una inmensa gracia tener el favor de aquel (el Es­
píritu Santo) que es para todos los seres, tan poderosa
y tan íntimamente, el principio, el medio y el fin» (M 315),
que los abre los unos a los otros (M 35, 141), «que viene
a todos a través de todas las cosas» (M 307).

P. C. Morel, S.J.

NOTA : Las referencias están hechas según los números del Memo­
rial (M). Ver Memorial del Beato Pedro Fabro, traducido y comen­
tado por M. de Certeau, col. Christus, 4, París, 1960.

131
26. SAN PEDRO CLAVER

En el galeón San Pedro llegó a Cartagena de Indias,


hoy ciudad de Colombia, un estudiante jesuíta catalán
nacido en Verdú. Había partido de Sevilla con otros mi-
sioneros el 15 de abril de 1610.

Un santo en su camino

No era aún sacerdote. Tenía 30 años. Se llamaba Pedro


Claver. Siguió su vocación misionera hacia el nuevo mun-
do impulsado por la voz de un santo: San Alonso Rodrí-
guez, portero del colegio de los jesuítas de Montesión, en
Palma de Mallorca.
Le dijo un día: «Tu misión está en las Indias. Gran
cosa, gran cosa... ¡Ah! Pedro amadísimo. ¿Por qué no vas
tú también a recoger allí la sangre de Jesucristo?». Y
Claver se fue al nuevo mundo. De su raza había heredado
la sobriedad, la austeridad y el realismo. Fue también un
místico en la acción. Su espiritualidad se centró en el
apostolado de los esclavos. Recogió de su maestro Alonso
sus enseñanzas en un cuaderno que llevó toda la vida.
Murió con él puesto sobre el pecho.
El carisma misional de Pedro Claver está enmarcado
en la espiritualidad profundamente cristocéntrica y ma-
ñana de San Alonso Rodríguez y en la estrategia apos-
tólica siguió los pasos de otro jesuíta que encontró en Car-
tagena: el P. Alonso de Sandoval, su predecesor.
Su libro acerca de «la salvación de los negros» será su
código catequístico, la línea de su pastoral original.
En 1616 se ordenó de sacerdote en Cartagena.
En esa ciudad, puerto negrero, vivirá hasta su muer-

133
te en 1654. Treinta y seis años consagrados al trabajo
con los más miserables de su época: los esclavos negros.
Bautizó y catequizó a más de 300.000 de ellos, utilizando
métodos que hoy son modernos: intérpretes nativos, for-
mación por grupos tribales, recurso a la imagen gráfica.

El esclavo de los esclavos

El día de su profesión religiosa escribió con su sangre


unas palabras que serán el lema de su vida: «Pedro Cla-
ver, esclavo de los esclavos negros para siempre». Y lo
cumplió con plenitud.
A Claver le tocó vivir en una época difícil y paradójica.

Tres preguntas claves

Pedro Claver era de pocas palabras. Cuando llegaban


viajeros de ultramar, los cronistas nos refieren que les
preguntaba: «¿Hay paz en Europa? ¿Qué hay del Papa?
¿Cómo trabaja la Compañía de Jesús?». Es una síntesis de
sus preocupaciones íntimas y también reflejo de su época:
Paz, Pontificado, Compañía de Jesús.
La vida de Claver está enmarcada en estas fechas
(1580-1654). Época final del brillante siglo xvi, llamado de
oro para su país, brillante en arte, literatura y grandes
espíritus, y la mitad del siglo xvii de acentuada decaden-
cia en todos los órdenes, de desgaste, de contrastes de
rigidez, jansenismo y hedonismo.
El siglo xvii del Claver maduro tiene graves lacras
morales, cierto cansancio de la fe, sed de oro y esclavitud,
rivalidades nacionales, nuevos mundos llenos de aventu-
ras y de enriquecimientos fáciles.
¿Hay paz?: Guerra de los 30 años, guerra en su patria
chica Cataluña, rivalidades entre los príncipes cristianos.
¿Qué hay del Papa?: Pasado el Renacimiento y Tren-
to, el Pontificado se organiza en la línea espiritual. Si-
glo XVII de grandes almas para Francia: Vicente de Paúl,

134
Juan Eudes, Francisco de Régis y también del Jansenis-
mo rígido. Hombres contemporáneos como San Carlos
Borromeo, el santo de la reforma eclesiástica y Pedro
Canisio, apóstol del norte, dos aspectos de la renovación.
Pontífices como Gregorio XV con la creación de la
Congregación de Propaganda Fidei, florecimiento misio-
nal en Asía y América.
Desaparición de figuras como Santa Teresa y vitali-
dad de su obra.
Santos de la caridad como San Juan de Dios y San
Camilo de Lelis.
El Papa Gregorio XV, Urbano VIII, Inocencio X, de-
jan huellas profundas. Dentro de la Compañía de Jesús
por la que preguntaba Claver: Canonización de San Ig-
nacio. Muerte de San Roberto Belarmino y de dos hom-
bres que influyeron en Claver: Suárez y Ripalda, el teó-
logo y el catequista. Fue coetáneo de grandes misioneros:
Reducciones del Paraguay, Nobili en Asia, Francisco de
Régis en Europa. Segunda generación ignaciana.
El espíritu de Ignacio aún vivía pujante especialmente
en pueblos de misión. La intercomunicación fraterna epis-
tolar lo hacía conocer en el mundo. Claver era uno de
esos grandes misioneros en América: «El mayor del si-
glo xvii», se ha escrito. El no fue un protagonista impor-
tante de la historia política profana. Su labor se desarro-
lló en el ámbito de los marginados espirituales, pero con
repercusión profunda en lo social.

Un místico dinámico

En Claver aparece un carisma central: su entrega sin


reservas al prójimo, con preferencia, no con exclusividad,
a los más miserables. Su vida interior fue intensa. «Fue
un místico dinámico».
Unas sentencias suyas recogidas por testigos: «Hablar
poco con los hombres y mucho con Dios» — «Mira a Dios

135
en todos los hombres y sírvelos como imagen suya» —
«Buscar a Dios en todas las cosas y le hallaremos al lado».
Su misticismo era muy realista y de gran übertad de
espíritu. Sobre su reclinatorio el libro del P. Ricci: «Vita
D. Nostri J. Christi», el recientemente aparecido del Pa-
dre La Puente y las obras de Santa Teresa.
Fue un gran orante: «La gran oración... la preciosa,
la dichosa», solía decir.
Fue incomprendido muchas veces aun entre los su-
yos. Tuvo horas de profundo desamparo. Tuvo Superio-
res difíciles. He aquí un informe que enviaron a Roma
poco antes de morir. Cartas anuas. 1651. «Pedro Claver.
Ingenio bueno. Juicio mediocre. Prudencia exigua. Expe-
riencia de la vida y de las cosas mediocre. Aprovecha-
miento bueno. Carácter melancólico. Ministerios, insigne
con los etíopes (negros). Adelantamiento espiritual ópti-
mo». Qué contrastes y qué juicio tan paradójico.
«Todo el tiempo libre de confesar, catequizar e ins-
truir a los negros, lo dedicaba a la oración. Muchas horas
de oración nocturna». Anota su compañero de labor: Se
le oía repetir: «Señor, yo os amo mucho... mucho».

Su gran carisma: entrega total al prójimo

Este amor no fue de palabras. Sobrecoge la austeri-


dad de su vida: otra nota distintiva de su santidad «La
locura de la cruz». Esta se encuentra en su vida en todas
las formas, desde aquella física que llevaba como rema-
te de su bastón y al cuello, una cruz «rosada de madera,
llamada cruz de los milagros», hasta la cruz hecha sacri-
ficio y entrega personal; dolor compartido con sus po-
bres. La tragedia de sus esclavos era su idea obsesionan-
te. «Veía, lloraba con sus ojos la gran tragedia de los
barracones atestados de esclavos, que moraban tristes
como bestias sin esperanza». Se sentía liberador de una
raza oprimida «iba a los enfermos y vi, dice su compañe-
ro, cómo ellos no querían comer y deseaban morir. En-

136
tonces se les acercaba, les acariciaba». Esta es la gran
nota distintiva de su carisma apostólico: Su gran amor.
«Se le iba el corazón tras los que sufrían» que eran mu-
chos: Presos, herejes, esclavos, leprosos; éste era su am-
biente habitual.
Su carácter, naturalmente melancólico, era de mucha
afabilidad por los pobres, en especial con sus catequis-
tas: «No hay madre que se desvele por sus hijos tanto
como Pedro Claver por sus catequistas». Eran, nos dice,
«mi brazo derecho». «Sus amigos».
«Tenía una gran compasión por estas negras esclavas
que no tenían a nadie. El las daba la preferencia en sus
cuidados y hacía esperar largas horas a las grandes seño-
ras dentro de las filas de esclavas que venían a confe-
sarse».
Aparece un sentido claro de la integración racial y
humana realizada a base de amor y de sacrificio perso-
nal, éste fue su gran carisma que hizo de él un héroe, un
santo de hoy.
Su mejor semblanza está en el grito de los esclavos
al conocer su muerte «Murió nuestro mejor amigo».
San Pedro Claver fue proclamado en 1896 patrono uni-
versal de las misiones entre negros por León XIII, el
Papa que dijo: «Después de la vida de Cristo ninguna
vida ha conmovido tan profundamente mi alma como la
del gran apóstol San Pedro Claver.»

P. A. Valtierra, S.J.

137
27. SAN ROBERTO BELARMINO

San Roberto Belarmino posee un sentido de sencillez


y naturalidad que dan un encanto singular a su figura.
Se adapta espontáneamente a las ocupaciones más varias
y situaciones más diversas. Fue predicador, profesor, es-
critor, controversista, subdito y superior, consultor de
las principales Congregaciones romanas, obispo, carde-
nal. Se entregó a cada una de estas ocupaciones, como si
cada una fuese su especialidad. Su tiempo no era para él,
sino para los demás, para la Iglesia y la Compañía de
Jesús.
En todos los campos conservó su innata sencillez.
Enseñó mucho, pero fue más que profesor, maestro. Go-
bernó muchos años, pero por encima del oficio del su-
perior se descubría su faceta de padre. Escribió libros
científicos, como las «Controversias» y la «Explanación
de los Salmos», pero siempre con un carácter eminente-
mente pastoral. Y supo desleír en el catecismo las gran-
des verdades teológicas poniéndolas al alcance del pueblo.
Dotado de una innata sencillez y bondad se compe-
netró, como pocos, con los problemas de los hombres. A
la vez vivió una vida de unión íntima y afectuosa con
Dios. Sus seis obras espirituales, entre las que descuella
De Ascensione mentís ad Deum, escritas durante los ejer-
cicios, que formaban la quintaesencia de su espirituali-
dad, son un constante coloquio con el Señor. Se movió en
esa límpida zona sobrenatural en la que descubría a Dios
en los hombres y a los hombres en Dios. Por ello pudo
ser el gran confidente de Dios y de los hombres.
Se ve esto de modo particular en los tres años de ar-
zobispo de Capua, en que pudo dedicarse más de lleno al

139
ministerio pastoral. Se le veía siempre con los sacerdo-
tes y con los pobres. Repartía todo lo que tenía entre los
más necesitados. Oraba junto con su clero en la catedral,
enseñaba personalmente el catecismo, recorría los pue-
blos, atendía uno por uno a los que acudían donde él. No
es extraño que él mismo se atreva a escribir sin reparo
alguno con su sencillez connatural al hablar de este pe-
riodo de Capua: «Era amado del pueblo al que él amaba
a su vez. Los ministros del rey nunca le ocasionaron mo-
lestia alguna. Le veneraron siempre por la persuasión que
tenían de que era siervo de Dios».
Se transparentaba del íntimo de su ser el amor de
Dios que le invadía. Pero no se dejó seducir por el en-
canto del amor. Con su gran realismo percibió los peli-
gros del momento. Fundió el amor con el santo temor,
pero no «un temor servil, sino un temor casto y filial
como conviene a los santos y perfectos. Es un temor que
incluye la perfecta caridad, porque el que ama muy ve-
hementemente, tiene miedo de ofender a su amado» (Ex-
plan, in Psalm. 33).
Era un amor que se apoyaba no en sentimientos va-
nos, sino en Dios. Era estar contento con lo que Dios le
daba. «Porque el que entiende qué es ser hijo de Dios y
del Rey de los Reyes, se adhiere a El con filial amor, está
contento con lo que tiene mucho o poco, porque no duda
que su amantísimo Padre le concederá en cada momento
lo que necesita». (De gemitu columb., lib. 2, cap. 2).
Este amor de Dios dio a Belarmino, tan sensible a
todo amor, la fuerza para renunciar a todo lo que no po-
día amar. «Si alguno empieza, inspirándolo Dios, a amar
a Dios en verdad por sí mismo y al prójimo por Dios,
comenzará a salir del mundo y a decrecer el amor a la
concupiscencia. Lo que le parecía imposible cuando do-
minaba la concupiscencia, que un hombre viva en el
mundo como si no fuese del mundo, se hace muy fácil
cuando crece la caridad» (De arte bene moriendi, lib. I,
cap. 2).

140
El santo, para mostrar la fuerza del amor de Dios que
llenaba su ser recurre al ejemplo del amor de un amigo.
Dios era su amigo y él era el amigo de Dios. «Ninguno
sabe mejor las cosas de un amigo que su amigo... Así su­
cede con uno que ama a Dios. Siempre piensa en Dios,
busca saber noticias de Dios, está contemplando día y
noche la Escritura, que es como una serie de cartas man­
dadas desde el paraíso y así viene a saber muchas cosas
altísimas e incluso conoce frecuentemente secretos de
Dios, las cosas futuras y los corazones de los hombres,
porque Dios se revela a los que le buscan» (Exhort. pá­
gina 140).
Fue el amor de Dios el que llevó a Belarmino a amar
de modo especial el oficio divino y los salmos. Leerlos es
«como leer una carta enviada por Dios a mí, carta con la
que Dios me consuela, increpa, instruye» (Exhort. p. 20).
A servirse de la Escritura como base de discusión con los
luteranos ya que «todos los herejes sin excepción admi­
ten la palabra de Dios como regla de la fe» (Controver­
sias. Prólogo).
El amor de Dios le llevó a amar a la Iglesia como a la
verdadera esposa de Cristo (Explan, in Psalm. 44) y al
Sumo Pontífice como a su Vicario. Los ataques de los lu­
teranos contra el Papa repercutían hondamente en su
corazón y fueron la ocasión de que se transformase en el
paladín del Pontificado. El primer libro de las Controver­
sias explana sus tres grandes amores. Trata «de la Pala­
bra de Dios, de Cristo cabeza de la Iglesia y del Sumo
Pontífice».
El amor de Dios y de la Iglesia y la percepción de los
peligros que corría en aquel momento el Primado le con­
virtió en el adalid del Pontificado. En el prefacio de sus
Controversias nos descubre la razón de por qué centró
su teología en la defensa del Pontífice romano. Es «Sum-
ma rei christianae», como la quinta esencia del cristia­
nismo. Era el «fundamenten», el fundamento de la uni­
dad de la fe.

141
Pero no se contentó con defender al Pontificado de
los ataques de fuera. Luchó porque se desarraigasen los
abusos que ofrecían ocasión a los novadores para sus crí-
ticas. Con libertad profética presentó a Clemente VIH
un Memorial en el que delataba los seis grandes abusos
que se daban en la Corte romana y se dedicó en la me-
dida de sus fuerzas a extirparlos.
El amor al Papa no le hizo un servil adulador. Por lo
mismo creyó deber suyo defender la teoría del poder in-
directo de los Papas sobre los Estados, y no el directo,
como quería Sixto V. No tuvo miedo en hacerlo aunque
su decisión le iba a costar el que pusiesen en el índice
«hasta que se corrija» el libro escrito para defensa del
Pontificado, las Controversias. Se creyó también en el
deber de recordar al Papa que no era dueño, sino admi-
nistrador de la Iglesia y de manifestar el carácter abusi-
vo de algunas prácticas pontificias, aunque esto le llevó
a caer en desgracia de Clemente VIII. Pero siempre el
amor inspiraba todos sus actos. Hizo lo posible para
«salvar el honor de Sixto V» como dice en su autobiogra-
fía, cuando en la Biblia editada por este Pontífice «se ha-
bían mudado sin razón muchas cosas y no faltaban hom-
bres de autoridad que juzgaban que aquella Biblia debía
ser prohibida públicamente». Consiguió que se quitasen
los pasajes mal cambiados y que se añadiese un prólogo
«en que se diese a entender que en la primera edición por
excesivas prisas se habían introducido algunas erratas.
Y así, confiesa, volvió él [Belarmino] al Papa Sixto bien
por mal» (Autobiogr. XV).
Este amor lo alimentaba con una oración reposada,
frecuente a pesar de sus múltiples ocupaciones. Y el
Señor le concedió en cambio lo que podíamos llamar «la
mística del servicio de Dios». Su espíritu se mantuvo,
como en los grandes místicos, sereno espiritualmente en
medio de una vida de intenso trabajo y preocupaciones.
Nada le quita la paz, ni el peligro de ser nombrado Papa,
como reconoce candidamente en su Autobiografía. En vir-

142
tud de esta fuerza él, dulce y bondadoso por naturaleza,
se mezcla en las disputas teológicas más importantes de
la época. Encarnó los problemas de la Iglesia, los afanes
del Pontificado, se sintió cercano a todos los que tenían
algún problema. Fue el modo como transparentó el amor
de Dios. Como quería San Ignacio, vivía con Dios en
medio del trabajo y de la vida.

P. I. Iparraguirre, SJ.

143
28. SAN FRANCISCO DE BORJA

Nacido en el seno de una de las más nobles familias


de España, distinguido con la estima y la confianza del
emperador Carlos V y del Papa Paulo III, San Francisco
de Borja fue uno de aquellos hombres que, teniendo de-
lante una brillante carrera en el mundo, han renunciado
a todo para seguir á Cristo pobre en el estado religioso.
Sus nombres de-Borja y Aragón evocan el recuerdo
de los dos Papas de su familia, Calixto III y Alejandro VI,
y el del rey Fernando el Católico, del que descendía por
línea materna. Se ha apuntado" la idea de que la conver-
sión del santo a una vida de austeridad y penitencia tuvo
el carácter de una expiación por los desordenes de sus
antepasados. No sabemos si tuvo este propósito; lo cier-
to es que uno de los rasgos característicos de su espiri-
tualidad es el profundo sentido del pecado. Durante un
breve período firmó sus cartas llamándose «Francisco
pecador». Era una manifestación espontánea y sincera de
humildad, fruto del propio conocimiento. En la Compa-
ñía será llamado simplemente «el Padre Francisco».
Este nombre le fue impuesto en el bautismo por la
veneración de sus familiares al santo pobre de Asís. La
adhesión de la familia Borja a la orden franciscana tuvo
su manifestación más palpable en sus relaciones con el
convento de clarisas reformadas existente en Gandía. En
él había entrado la abuela del santo, María Enríquez, tras
el trágico asesinato de su marido Juan de Borja, segundo
duque de Gandía. Allí profesó también una tía del santo,
Isabel, que en religión tomó el nombre de María Francis-
ca, muy afín espiritualmente a su santo sobrino. El trato
con las clarisas de Gandía y con los franciscanos de Bar-

145
celona dejó en el santo una huella que descubrimos en
sus tratados espirituales del primer período.
Superior a este influjo fue el ejercitado en el ánimo
de Borja por los primeros jesuítas llegados a España,,
principalmente por los Padres Antonio de Araoz y beato
Padre Fabro. Primer fruto de esta espiritual amistad fue
la fundación del colegio de Gandía, el primero de los
abiertos a estudiantes seglares. Y cuando, tras la muerte
de su esposa (1546) hizo los Ejercicios bajo la dirección
del P. Andrés de Oviedo, su decisión fue la de renunciar
a todo y entrar en la Compañía.
San Ignacio se dio cuenta de la importancia de aque-
lla vocación, no sólo por la autoridad del candidato, sino
por la profunda espiritualidad que descubrió en el duque
de Gandía. De temperamento diferente, Ignacio y Borja
armonizaron perfectamente en una relación de maestro
a discípulo. Impresiona el tacto y la delicadeza con que
Ignacio trató a Borja. Este a su vez fue dócil a las insi-
nuaciones de su maestro y padre. Cuando más adelante
fue llamado a sucederle, su petición constante al Señor
fue conseguir el espíritu del fundador.
Dentro de la fidelidad al espíritu ignaciano, plasmado
en los Ejercicios y en las Constituciones, la espirituali-
dad de Borja revistió características propias.
El punto central hay que buscarlo en su viva fe en
la grandeza suprema de Dios, en contraste con el íntimo
conocimiento de su propia miseria. «Quis es Tu et quis
sum ego?» Esta era la pregunta que se dirigía a sí mismo.
La contraposición de la majestad de Dios con su peque-
nez, de los beneficios divinos con su mala corresponden-
cia desembocaba en el sentimiento que él llamaba «con-
fusión». A la vista de Dios se sentía pecador y digno de
los mayores castigos. Pero este sentimiento, mezcla de
vergüenza y temor, no se reducía a un estéril abatimien-
to, menos aún a una morbosa concentración en sí mismo,
sino que le abría el paso a un ardiente amor a Dios. Cuan-
do todas sus miserias quedaron consumidas en el fuego

146
del arrepentimiento, su alma se abrió a la contempla-
ción de los beneficios divinos y sus ojos se concentraron
en Jesucristo, su pasión, sus llagas, su sangre, su alma. Si
antes le aterraba la confrontación con la majestad divina,
ahora le confunde el enfrentamiento con Cristo paciente.
Viendo a Jesús llagado y puesto en cruz, prorrumpe en
esta exclamación que vemos repetida varias veces en su
Diario Espiritual: «Christus pro me vulneribus confec-
tus, et ego sine vulnere!». De aquí que sufriese con pa-
ciencia las enfermedades del cuerpo y las tribulaciones
del espíritu, que amase ardientemente la cruz y que an-
helase dar su vida por Jesucristo.
Dotado de un temperamento sensible, dirigió su mente
hacia Dios, en un afán unitivo. No le bastaba conocerlo
intelectualmente, porque «entender sin amar poco vale».
Deseaba llegar a un amor de Dios sin medida. El camino
era la oración. La idea de fijar en Dios su morada le hacía
detenerse en la llaga del costado de Cristo. Todo en él
debía transformarse: sus sentidos y potencias, su cuerpo
y su alma. Procuraba santificar todas las acciones de su
jornada, siguiendo varias prácticas que él hacía y reco-
mendaba a los otros. Rogaba por las intenciones de la
Compañía y de la Iglesia, repartiéndolas por los días y las
horas. Su amor a Dios tuvo su manifestación más sensi-
ble allí donde Cristo nos aparece más cercano a nosotros:
en la Eucaristía. No sin razón los artistas suelen repre-
sentarle revestido de los ornamentos sacerdotales y en
oración ante Jesús sacramentado.
Su carácter afectuoso, aunque aparentemente austero,
transformado por la acción de la gracia, hizo que sus rela-
ciones con los demás especialmente con sus subditos, se
revistiesen de sencillez, delicadeza y fina caridad. Conser-
vó siempre la dignidad aprendida en la corte. Nunca se le
vio enojado ni áspero, ni siquiera con aquellos que le hi-
cieron sufrir o mostraron opiniones distintas de las suyas.
El que había renunciado a las dignidades del mundo, se
vio destinado durante casi toda su vida religiosa a los car-

147
gos de gobierno. No le faltaban cualidades para ello, como
Jo demostró, aun siendo seglar, desempeñando con pru-
dencia y acierto el cargo de lugarteniente general de Ca-
taluña (1539-1542). Solía llamar al día de su elección al ge-
neralato: «dies meae crucis». Y su petición al Señor era:
«o me lleve, o me quite el oficio, o me rija y gobierne a su
beneplácito». Se propuso como modelos a sus dos prede-.
cesores, San Ignacio y el P. Laínez. Pedía al Señor «la
suavidad del P. Laínez y la prudencia y lumbre de N.P. Ig-
nacio». Como norma de gobierno se inspiró en los decre-
tos de la segunda Congregación general, que le había ele-
gido por 31 votos sobre 39. Se preocupó ante todo por la
buena formación de los novicios y escolares. Sus prefe-
rencias se dirigían al noviciado de San Andrés del Quiri-
nal, en Roma, donde había tenido el consuelo de ver a no-
vicios como San Estanislao de Kostka. Vigiló celosamente
por la conservación del espíritu de la Compañía, señalan-
do los medios para ello en una carta memorable (1569).
Autorizado por la Congregación general, reglamentó el
tiempo destinado a la oración, pero de una manera flexible
y acomodada a cada Provincia. Buscó en el Evangelio las
raíces del espíritu de la Compañía. Estudió y comentó las
Constituciones, de las que hizo una edición en 1570. Revisó
las reglas generales y completó las de los oficios, hacien-
do de ellas una edición en 1567.
En su acción de gobierno fundó muchos colegios pero
rechazó más que los que fundó. Para el régimen de los
estudios preparó una primera Ratio studiorum. Fuera de
Europa, fue el fundador de las misiones en los países de
América sometidos a la corona española. Los primeros
jesuítas fueron enviados a la Florida. Cuando aquella mi-
sión, tras dolorosas experiencias, no pudo continuarse, los
esfuerzos se dirigieron hacia México, para donde salió
en 1571 una primera expedición de jesuítas. Tres fueron
las destinadas al Perú durante su generalato.
En su vida tuvo Borja que hacer dos actos de obe-
diencia al Papa, que bien pueden calificarse de heroicos.

148
El primero cuando en 1561, para cumplir una orden de
Pío IV, a la que él se consideró obligado en virtud del
cuarto voto, se trasladó de Portugal a Roma, para evitar
los conflictos con la Inquisición española, consecuencia
de la inclusión de sus obras en el Catálogo de libros pro-
hibidos publicado en 1559. El segundo cuando el Papa
San Pío V le encargó que acompañase al cardenal Michele
Bonelli en su visita a varias cortes europeas para aunar los
esfuerzos en la lucha contra el turco. Este viaje fue fatal
para su salud quebrantada. A los dos días de su regreso
a Roma moría en los mismos aposentos de la casa del
Gesü en los que 16 años antes San Ignacio había exhalado
el último suspiro.

P. C. de Dalmases, SJ.

149
29. SANTOS JUAN DE BREBEUF, ISAAC IOGUES
Y COMPAÑEROS MÁRTIRES

Condiciones de la evarígelización
La misión huraña, dónde se ejerció principalmente el
apostolado de Brébeuf, de logues y de sus compañeros,
puede Considerarse como una de las más difíciles de to-
dos los tiempos. Estos hombres, en efecto, conocieron
condiciones espantosas de clima, de alimentación y de
alojamiento. A través de un país de gigantes proporcio-
nes, franquearon distancias de varios centenares de ki-
lómetros en frágiles canoas de corteza. Viajes que se ha-
cían agotadores por los numerosos fardos que había que
llevar, por el paso de un río a otro, por la marcha en los
bosques, la plaga de los mosquitos, las dificultades de
avituallamiento, la ausencia de higiene de los indios. En
el invierno, después de largas marchas en la nieve, con
raquetas en los pies, encontraban por todo alojamiento,
o bien una choza construida con abeto, donde el viento
circula con tanta libertad como afuera, o miserables ca-
banas sin ventanas, donde se amontonan personas y ani-
males, mientras que el aire se carga con el olor tenaz a
pescado y el humo se agarrra a la garganta, la nariz y los
ojos. Después, durante años, venía el duro aprendizaje
de una lengua nueva, sin lazo de parentesco con las len-
guas europeas, para componer, al precio de esfuerzos inu-
sitados, una gramática y un diccionario, que permiten
balbucir en hurón los rudimentos de la religión cristiana.
A estas pruebas, vino a sumarse el espectro, más temible
todavía, del fracaso. En efecto, tras una fase bastante re-
confortante de amistad, los misioneros encontraron entre
aquellos a quienes venían a evangelizar, una resistencia

151
creciente y obstinada. Resistencia atribuible, según Bré-
beuf, a tres factores: la inmoralidad de los hurones, el
apego a sus costumbres, y epidemias sucesivas de las
cuales eran hechos responsables los misioneros, y que en
algunos años, hicieron caer a 12.000 de entre una pobla-
ción de 30.000 almas. De 1636 a 1641, la misión vivió en
un constante clima de amenazas, persecuciones y tenta-
tivas de martirio. El ritmo de las conversiones, como con-
secuencia, fue desesperadamente lento. Sólo en 1637, tras
seis años de un trabajo encarnizado, pudo por fin Bré-
beuf bautizar a un adulto en estado de salud. En 1641,
la misión no contaba todavía más que con 60 cristianos.
A partir de 1642, las bandas de iraqueses rodean con una
inmensa red todos los países de los hurones. Comienzan
entonces los grandes desastres que van a sucederse hasta
1649: ataque a los convoyes, correspondencia de los mi-
sioneros capturada o destruida, hurones y franceses cap-
turados, torturados y asesinados, pueblos saqueados e
incendiados. Tantas desgracias tuvieron como trágico des-
enlace el aplastamiento de los hurones y el martirio de
los que habían dado su vida para anunciar el evangelio.

Fuentes espirituales

En un contexto tal, no quedaba lugar para la medio-


cridad. Había que optar por el heroísmo, o abandonar la
misión. De hecho, los misioneros de los hurones han sido
todos hombres de una vida religiosa excepcional. Varios
de los que no recibieron la gracia del martirio, eran dig-
nos de ella; y los que fueron martirizados eran ya autén-
ticos santos. Todos estos hombres fueron formados por
los Ejercicios Espirituales de S. Ignacio, que siguen sien-
do para ellos la experiencia determinante de su vida. Tan-
to más, cuanto que algunos de entre ellos (como Brébeuf,
logues, Garnier) no habían hecho su tercer año de novi-
ciado. Todos viven del espíritu de los Ejercicios. Lo que
de ellos han sacado es ante todo un amor ardiente e inde-

152
fectible a Cristo. Cristo es para ellos una presencia viva:
compañero de ruta, de soledad, de apostolado, de sufri-
miento, de martirio. En sus escritos, la presencia de Cris-
to aflora en todas las líneas. Como S. Pablo, han sido al-
canzados por Cristo y no viven más que para él. Su amor
se dirige sobre todo a Cristo crucificado. Varios pidieron
la misión del Canadá, porque se encontraban en ella más
cosas que sufrir por Cristo. En algunos de ellos, como
Brébeuf y logues, esta preferencia está acompañada por
una verdadera vocación a la cruz.
Entre las influencias que han marcado la vida espi-
ritual de los mártires, hay que mencionar igualmente la
del P. Luis Lallemant, cuya fuerte personalidad domina
toda esta generación de jesuítas. Directa o indirectamen-
te, esta influencia alcanzó a la mayor parte de los jesuítas
de la misión hurona: especialmente a logues, Daniel y
Ragueneau, novicios suyos; y Brébeuf, de quien fue direc-
tor espiritual. Esta influencia de Lallemant se difundió
en seguida, como por osmosis, en el círculo restringido de
los misioneros, por medio de conversaciones, exhortacio-
nes espirituales y retiros. De hecho, se encuentra fácil-
mente en los escritos de los mártires, la mayor parte de
los principios espirituales del P. Lallemant: pureza y do-
minio del corazón, recogimiento continuo, unión con Dios,
amor a Cristo, docilidad al Espíritu.

Figuras dominantes: Brébeuf y logues

Las dos figuras señeras del grupo siguen siendo Bré-


beuf y logues. Tres textos amplios subrayan la evolución
espiritual del primero: en 1631, una promesa de servir a
Cristo hasta el martirio; entre 1637 y 1639, el voto de no
rechazar jamás la gracia del martirio; en 1645, el voto de
lo más perfecto. La vida de Brébeuf aparece así inscrita
por completo bajo el signo de la cruz y atravesada por la
gracia del martirio que surge en los primeros días de su
vida religiosa y se agranda hasta convertirse en el fuego

153
que le consume. «Jesucristo es nuestra verdadera grande-
za», escribe en 1635; «es sólo El y su cruz lo que hay que
buscar corriendo tras estos pueblos». En el curso de un
período de persecuciones, mientras era insultado, ridicu-
lizado, abatido y asediado por los poderes infernales,
Cristo le confirma en su vocación a la cruz: «Vuélvete ha-
cia Jesucristo crucificado y que El sea en adelante la
base y el fundamento de tus contemplaciones» (retiro de
1640). Marcha, en adelante, como una víctima consagrada
a la muerte. «No veo nada más frecuente en sus Memo-
rias, observa Regueneau, que los sentimientos que tenía
de morir por la gloria de Jesucristo..., deseos que le
durarban ocho o diez días seguidos». El martirio, al tér-
mino de tal vida, no es más que su recapitulación y su
última ofrenda. En Brébeuf, dos extremos se encuentran
y armonizan: por una parte, el hombre realista, amigo
de la tradición, que aparece en el ecónomo de colegio, el
organizador de la misión, el religioso humilde; y por otra
parte, el apóstol ofrecido a todas las locuras de la cruz.
Al lado de Brébeuf, contrasta la personalidad de logues.
No ha nacido ni fundador, ni superior de misión. Siempre
ha sido hombre de segunda fila. Si no hubiera sido por el
incidente de su captura, todo su apostolado se habría
desarrollado sin duda en la oscuridad. Es un alma deli-
cada, de una sensibilidad exquisita y siempre dispuesto a
emocionarse; un alma de humanista, cuidadoso de expre-
sarse bien; un hombre desconfiado de sí mismo, de su
juicio propio, de sus iniciativas personales. Y sin embar-
go, la gracia ha hecho de este hombre un santo. La con-
ciencia de sus debilidades le hace admirar y ser magná-
nimo con respecto a sus compañeros. Su obediencia le
anima con un valor silencioso. Su sensibilidad le inspira
por los salvajes, sus verdugos, gestos de una ternura de
madre. Su corazón, nacido para las grandes amistades y
siempre dispuesto a vibrar, a compadecerse, hace de él un
apasionado de amor por Cristo, sobre todo por el Cristo
sufriente. Como Brébeuf, ha conocido, en la acción, las

154
noches purificadoras del fracaso y del sufrimiento. Como
él, ha recibido una vocación especial para la cruz. Y como
él, ha sido favorecido con gracias místicas, dominadas to-
das ellas por la presencia del martirio.

Semilla de cristianos

La misión hurona desapareció con el martirio de los


que la habían fundado. De la nación misma, no quedaban
en 1650 más que algunos centenares de supervivientes.
La dispersión de los hurones tuvo por efecto la expan-
sión de la fe entre las naciones de la cuenca de los Gran-
des Lagos del Canadá y en las orillas del río Hudson. Es-
tos convertidos formaron el núcleo de las cristiandadas
que los jesuítas irán a fundar entre los iraqueses y las
naciones del Oeste. Por un designio misterioso de Dios, la
salvación llevada a los hurones en la sangre de los már-
tires germinó y se propagó en toda la América del Norte.
Por ellos, la luz ha brillado en las tinieblas.
En cada época la Iglesia redescubre a Cristo y este re-
descubrimiento está marcado por un nuevo ímpetu mi-
sionero. Los jesuítas misioneros de la Francia del si-
glo xvn, formados por los Ejercicios de S. Ignacio, re-
descubrieron a Cristo en la señal de su suprema llamada
a la caridad: la cruz. Sólo un amor apasionado por Cristo
que se dio, que se entregó por los hombres hasta la señal
mayor del amor, puede explicar la presencia en América
del Norte de este grupo de jóvenes misioneros de un celo
incandescente.

P. R. Latourelle, S.J.

155
30. SAN ALONSO RODRÍGUEZ

Dos etapas de una vida

En julio de 1533, mientras Ignacio de Loyola en la


Universidad de París se aplicaba a los estudios de artes
y animaba a algunos de sus compañeros a compartir sus
ideales apostólicos, nacía en la ciudad española de Se-
govia, segundo en una familia cristiana de 7 hijos y 4 hi-
jas, Alonso Rodríguez.
Sólo 38 años más tarde se hará jesuíta. El mismo Alon-
so nos contará en su Memorial cómo se convirtió a Dios.
«Estando engolfado en las cosas del mundo, escribe, le
tocó Dios con algunos trabajos, despertándole con ellos
al gran conocimiento de su mala vida y al menosprecio
del mundo..., acompañando a este su propio conocimien-
l
to el conocimiento de Dios» . Penas familiares hondas, la
muerte de su esposa y de sus dos hijos, el quebranto de
sus intereses económicos, prepararon el camino a la gra-
cia divina. El conocimiento propio y el conocimiento de
Dios le llevaron a un «grandísimo dolor y pesar de haber
ofendido a su Dios, gastando con grande sentimiento no-
ches y días con grande abundancia de lágrimas de pesar
de haber ofendido a su Dios ya conocido... Aquesto todo
sucedió en Segovia, donde estuvo como tres años, des-
2
pués que Dios le dio aquesta luz tan particular» .
La conversión de Alonso fue honda y definitiva. En el
mes de enero de 1571, a los 38 años, comenzó su novicia-

1 S. Alonso Rodríguez, Autobiografía o sea Memorial o Cuentas


de la conciencia, escritas por el mismo santo por mandato de sus
superiores (ed. V. Segarra, S.I.), Barcelona, 1956, pág. 15.
2 Ibídem, pág. 15.

157
do y todavía novicio, en agosto de ese mismo año, fue
destinado al Colegio de Montesión, en Palma de Mallor-
ca, en el que permanecería los restantes 46 años de su
vida, hasta que Dios lo llamó a sí el 31 de octubre de 1617.
Nos es familiar la imagen de Alonso, ejercitando por lar-
go tiempo el oficio de portero y prestando otros servicios
sencillos.
Al exterior, la vida de Alonso parece reflejar la plácida
tranquilidad de la hermosa isla, en que vive. Sin mayo-
res preocupaciones, con escasa responsabilidad, dentro
de un marco de monótona rutina, pon pocas oportunida-
des para el heroísmo que hace santos. Aparentemente, es
un buen Hermano entre los otros Hermanos. El Catálogo
de 1574 dice de él lacónicamente que es «muy ejemplar»,
y 20 años más tarde otro informe sobre él subraya: «sa-
lud pobre, ha tenido varias ocupaciones, es un buen reli-
3
gioso» . Pero otro es el Alonso que se nos manifiesta en
sus escritos y sobre todo en su Memorial o Cuentas de
conciencia, que son como una Autobiografía suya. No es
fácil tarea rehacer en pocas líneas el denso itinerario es-
piritual del Alonso interior, que se refleja en sus múlti-
ples escritos.
En una infatigable fidelidad a la gracia, Alonso vivió
intensamente la espiritualidad del momento histórico en
que le tocó vivir, con todos sus valores y sus limitaciones.

Conocimiento propio y conocimiento de Dios

Aquella «luz tan particular» del tiempo de su conver-


sión se fue intensificando siempre más a lo largo de su
vida en la Compañía. Alonso siguió ahondando en la mina
inagotable de santificación que es el conocimiento propio
y el conocimiento de Dios. En sus escritos vuelve insis-
tentemente la palabra de S. Agustín: «Señor, conózcate a

3 St. Alphonsus Rodríguez, Auttibiography (transí, by W. Yeo-


mans, S.I.), London, 1964, Introductíon, pág. 9.

158
4
ti y conózcame a mí» ; y muchas de sus páginas respon-
den al profundo realismo de aquel «mirar quién soy yo,
5
disminuyéndome por ejemplos» , «considerar quién es
6
Dios, contra quien he pecado» de la meditación de los
pecados en los Ejercicios de S. Ignacio.
Se diría que éste es como el eje, como el «leit-motiv»
de la intensa actividad espiritual dé Alonso.
El conocimiento propio purifica cada vez más su alma,
lo consolida en profundísima humildad, en una humildad
activa que lo lleva a vivir de Dios y a querer en todo
contentar a Dios, en una humildad que Alonso llama «hu-
mildad de corazón», contradistinguiéndola de la «humil-
7
dad de entendimiento» . Sus culpas, sus limitaciones hu-
manas, sus enfermedades físicas o las pruebas por que
atraviesa su espíritu: todo ayuda a Alonso a cimentarse
en ese conocimiento propio, todo le lleva a querer supe-
rar y mortificar cuanto en sí mismo pueda ser estorbo al
perfecto encuentro con Dios: «Haz, Señor, que anden las
cuentas entre los dos claras, es a saber, que estés tú con-
tento de mí; porque si yo supiese y pudiese, yo te amaría y
8
serviría como todos los ángeles del cielo» .
Desde que, por favor del cielo, pudo Alonso compren-
der «quién es Dios», al menos imperfectamente, no quiere
otra cosa sino que su vida toda pertenezca a Dios: «mi-
rándose a sí, y mirando a tan gran Majestad, como la de
su Dios, contra el cual ha sido desleal, malo y traidor,
aborrece cosa tan mala como se ve; y esto sale del gran
amor que tiene a Dios y del pesar que tiene de haberle

4 S. Alonso Rodríguez, Autobiografía (ed. V. Segarra, S.I.), op. cit.,


pág. 23; Cartas espirituales y pláticas (ed. I. Quiles, S. I.), Buenos
Aires, 1944, pág. 67.
5 S. Ignacio de Loyola, Ejercicios espirituales, núm. 58.
6 Ibídem, núm. 59.
7 S. Alonso Rodríguez, Cartas espirituales y Pláticas (ed. I. Qui-
les, S.I.), op. cit., pág. 68.
8 S. Alonso Rodríguez, Autobiografía (ed. V. Segarra, S.I.), op. cit.,
página 67.

159
ofendido; porque el amor despierta al alma que caiga en
la cuenta del mal que ha hecho en haber ofendido a tan
B
buen Dios» .

En continuo acercamiento al Señor

«Tras la limpidez y la humildad y el amor de Dios vie-


ne el entregamiento de toda el alma a su Dios. Esto todo
es lo seguro, y todo lo demás tiene por sospechoso y lo
teme, como son visiones, revelaciones, hablas interiores
10
o exteriores y regalos espirituales» . Los continuos fa-
vores de oración y contemplación que Dios le va conce-
diendo señalan nuevas etapas en la ascensión espiritual
de Alonso, sin alterar la claridad de su visión ascética ni
apartarlo del criterio ignaciano: «que el amor se debe
u
poner más en las obras que en las palabras» .
Si, como se ha escrito con razón, «Alonso Rodríguez
12
es un alma eminentemente carismática» , se puede afir-
mar también que su sensatez espiritual y su prudente
equilibrio sobrenatural lo llevan siempre a examinar con
atención y a discernir cuidadosamente los diversos espí-
ritus que se agitan en su alma.
En oración continua con Dios, no descuida Alonso el
hacer lo más perfectamente posible, con la ayuda de la
gracia, la voluntad divina. Toda su actividad diaria, por
largos años repetida y monótona, viene a ser para él oca-
sión de una siempre mayor y mayor fidelidad a Dios. Ello
explica su característico, acendrado amor a la obediencia,
entendida ésta como la quiso entender él, y como la des-
cribe en sus escritos: ejecución fiel y plena de las indica-
ciones o mandatos del Superior, por amor de Dios a quien

9 Ibídem, págs. 129-130.


10 Ibídem, pág. 130.
11 S. Ignacio de Loyola, Ejercicios espirituales, núm. 230.
12 N . Coll. S.I., La ascensión mística en el alma de S. Alonso Ro-
dríguez, S. I., Barcelona, 1944, pág. 6.

160
ve siempre presente en la persona del que le manda: «le
comunicó Dios después una tan grande luz de la obedien-
cia, que se hallaba delante de Dios sin discurso alguno, y
veía clara y abiertamente cómo la obediencia era voz
13
de Dios, y que él lo ordenaba y no el hombre» .
El mismo Alonso nos cuenta que no faltaban quienes
tachaban su obediencia de literalidad y exageración: «por
obedecer con rectitud y prontitud, tuvo con los de casa
de contrario parecer hartos encuentros, y él rompía en
1
favor de la obediencia» *. Nunca quiso condescender en
este punto ni consigo mismo ni con los criterios que le
parecían ajenos del ideal ignaciano de la obediencia: «Es
tan alta esta obediencia que nos pide nuestro beato Pa-
dre que son muy pocos los que llegan a penetrarla y co-
nocer su grandeza, y muchos menos los que la tienen
15
plantada en su corazón como nuestro beato Padre» .
Este amor concreto, con que quiere Alonso amar a
Dios, le lleva a querer también y pedir que no sólo él sino
todos los hombres, la creación entera ame a Dios y no se
aparte del servicio de Dios: «Así esta persona movida de
la salvación de todo el mundo, con grande afecto se ofre-
cía a Dios a que escribiría avisos a todas las personas
18
del mundo para ayudarle al mayor servicio de Dios» .
Con un corazón dilatado como el mundo, Alonso resu-
me así en 1608 los deseos de su alma sedienta de amor:
«La oración que tiene esta persona es una petición a Dios
y a la Virgen de cuatro amores, que son: el amor de Dios;
el segundo, el amor de Jesucristo nuestro Señor; el ter-
cero, el amor de la Virgen nuestra Señora; el cuarto, el
amor de unos con otros, hasta que se acabe el mundo,
y que cuantos hay y habrá en el mundo hasta que se aca-

13 S. Alonso Rodríguez, Autobiografía (ed. V. Segarra, S. L), op.


cit., pág. 154.
14 Ibídem, pág. 154.
IB ibídem, pág. 63.
ie Ibídem, págs. 175-176.

161
be, te suplico nos concedas estos cuatro como infinitos
amores, para que te sirvamos con ellos. También, con el
grande amor que esta persona tiene a su Dios y a la sal-
vación de las almas, suplica a Dios y a la Virgen con ins-
tancia a menudo, diciendo: Yo, Señor, te suplico que an-
tes padezca yo con tu gracia todas las penas del infierno,
porque tú, Dios mío, no seas ofendido de ninguno, ni nin-
guno sea condenado, sino que todos gocemos de tu gloria
y te sirvamos con infinito amor y servicio y agradeci-
11
miento infinito» .

La Virgen María y Alonso

En la íntima relación de Alonso con Dios estuvo siem-


18
pre muy presente María: «mi señora la Virgen María» ,
19 20
«mi dulce María» , «mi María» , como la llama él. En
un grave momento de sufrimiento físico y de abandono
interior, siente Alonso que hasta el demonio de mofa de
21
él diciéndole: «Adonde está tu María?» . Pero en seme-
jantes ocasiones viene invariablemente en su ayuda Ma-
ría, diciéndole: «Donde yo estoy no hay que temer», ase-
22
gurándole como madre a su hijo .
Esta devoción mariana tiene hondas raíces en Alonso:
arraigó en su misma infancia, nos lo confiesa él mismo,
en el seno de su familia y de aquella su ciudad natal, Se-
govia, tan amante de María. «Andando el tiempo y pa-
sando años, escribe Alonso cuando contaba 75 años, creció
en él tanto el amor y devoción con la Virgen nuestra Se-
ñora, que tratando diversas veces con ella, la rogaba que
rogase a su bendito Hijo que le hiciese muy devoto e imi-
tador de entrambos. Vino a crecer tanto este amor de

" Ibídem, pág. 116.


18
Ibídem, pág. 67.
i» Ibídem, pág. 180.
20 Ibídem, pág. 85.
21 Ibídem, pág. 85.
22 ibídem, pág. 95.

162
esta persona en nuestra Señora, que un día hablando con
ella le dijo estas palabras: 'Que más la ama él a ella, que
no ella a él, y nuestra Señora le respondió: 'Eso no, que
23
más te amo yo a ti'» .
Se ve cómo Alonso conserva de los Ejercicios de San
Ignacio la costumbre de acudir a Dios tomando por inter-
cesores a Cristo y a su Madre: «También tiene esta per-
sona sumo deseo, y lo pide a Dios y a la Virgen con fer-
vorosos ruegos, que si su Majestad sabe que le ha de
ofender, aunque no sea sino venialmente, que súbitamen-
te se caiga muerto, antes que ofenda a quien tanto ama;
y pide con instancia a la Virgen María que ella se lo al-
cance de su Hijo: porque no hay cosa en esta vida que le
pudiese dar mayor gozo que caerse muerto antes que
24
ofender a su Dios, aun en pecado venial» .
Con los años este trato con María y su amor a ella se
hace cada vez más espontáneo e íntimo: «La cual Señora
se le mostraba en palabras y obras amarle mucho, con
dulzura de palabras; el cual la amaba a ella en sumo gra-
25
do tiernamente» .

Contemplativo en la acción

Vivir para Dios y llevar todo el mundo a Dios: fueron


las dos aspiraciones de Alonso. Como Hermano de la
Compañía de Jesús, su vida fue una espléndida realiza-
ción de la vocación del jesuíta según las Constituciones.
Fiel a su misión concreta en el Colegio de Montesión y
tratando de realizarla con creciente perfección, dio a su
existencia, como fruto espontáneo de su hondo amor a
Dios, un sentido y un alcance apostólico ilimitados.
Al verle tan unido con el Señor, tan lleno de Dios, mu-

23 ibídem, pág. 112.


24 Ibídem, págs. 115-116.
25 Ibídem, pág. 95.

163
chos fueron a él en busca de consejo y de luz espiritual;
a muchos alentó en la generosidad para con Dios; con
muchos sostuvo una fiel correspondencia epistolar, satu-
rada de sensatez espiritual y de deseo de comunicar lo
que él sentía de Dios y de hacer el bien a todos.
Su más famoso hijo espiritual fue Pedro Claver. Bajo
la influencia de Alonso, Claver concibió el deseo y llegó
a la decisión de hacerse apóstol de los esclavos en la
América meridional, realizando lo que Alonso anhelaba
realizar. El heroísmo de Claver, su desprendimiento total,
su compasión con los abandonados y doloridos esclavos
son un reflejo de toda la grandeza del alma de Alonso.
Ya en posesión del gozo de su Señor, Alonso ha pro-
seguido en el mundo su acción apostólica con el ejemplo
de su admirable vida.
Todos los jesuítas, pero de modo especial los Herma-
nos, tanto de la Compañía como de otros institutos reli-
giosos, han recibido de Alonso ánimo y estímulo en su vo-
cación de contemplativos en la acción, y han aprendido
de él aquella su disponibilidad gozosa a cualquier ma-
nifestación de la divina voluntad. Siendo portero en Mon-
tesión, nos cuenta él: «cuando tocaban, hacía interior-
mente actos de alegría en el camino como que iba a abrir
a su Dios, y que la campana como si la tocara él, y en
28
el camino iba diciéndole: 'Ya voy, Señor'» .

P. C. Gavina, SJ.

26 ibídem, p á g . 155.

164
31. FIESTA DE TODOS LOS DE LA COMPAÑÍA
DE JESÚS QUE ESTÁN CON CRISTO
EN LA GLORIA

Cuando hablamos de la Compañía de Jesús, nuestra


atención se dirige espontáneamente, y con frecuencia
casi únicamente, al conjunto de los jesuítas que hoy vi-
ven en todas las partes del mundo. Nos sentimos unidos
a ellos, participamos de su alegría y sufrimientos; traba-
jamos con ellos, trabajamos por ellos; vivimos unidos,
animados por el mismo deseo y unidos en la misma ora-
ción: que la Compañía cumpla la misión que el Señor le
ha confiado en el seno de la Iglesia.
Conocemos, por lo menos en grandes líneas, la larga
y trabajada historia de nuestra orden, sus orígenes igna-
cianos y las características de su carisma; conocemos, al
menos un poco, cuál fue la vida de los primeros compa-
ñeros de Ignacio, cuan rápido fue el crecimiento de la
Compañía; conocemos sus éxitos y fracasos, la fortaleza
de sus mártires, las empresas audaces de tantos de sus
misioneros; los descubrimientos de sus numerosos hom-
bres de ciencia.
Pero si meditamos sobre esta historia tan rica, tan
movida y llena de enseñanzas, puede fácilmente suceder
que todo esto nos parezca, hoy, formar parte de un pasa-
do lejano. Los protagonistas de muchos acontecimientos
que han marcado su impronta en la vida de la familia
ignaciana y lo mismo debe decirse de la lista, todavía más
grande, compuesta por aquellos cuyos nombres no figu-
ran en ningún texto de historia —pueden parecer remo-
tos y distantes, incapaces de tener relación verdadera-

165
mente humana y vital con nosotros, porque nosotros vi-
vimos, mientras ellos han muerto...
La fiesta de «todos los miembros de la Compañía que
están con Cristo, en la gloria» pretende ayudarnos a su-
perar, en la luz de la fe, tales comportamientos y llevar-
nos a comprender y por lo tanto a vivir, nuestras relacio-
nes con aquellos nuestros hermanos: aquellos que de
hecho viven en el Cielo con el Señor Resucitado, están
por, con y en él, unidos a cada uno de nosotros de un
modo vivo y vital.
Es significativo el hecho que justamente la Teología
moderna, profundizando en el concepto de pueblo de
Dios y ofreciendo una comprensión más adecuada del
Cuerpo Místico de Cristo, ha contribuido sensiblemente
a una inteligencia más viva, ya de la dimensión comuni-
taria de la Iglesia y de los vínculos existentes entre sus
miembros, ya de la naturaleza escatológica de la Iglesia
peregrinante; pero, por esto mismo, ha puesto bajo una
luz más clara su íntima unión con la Iglesia celeste.
El capítulo VII de la Constitución dogmática «Lumen
Gentium» —en el cual se ha inspirado la idea y los textos
litúrgicos de esta fiesta— ha expuesto limpiamente las
líneas esenciales de esta visión teológica y de sus impli-
caciones. Si éstas se meditan, se hace fácil comprender
que estas enseñanzas tienen una importancia particular
por lo que se refiere a la actuación existencial de nues-
tras relaciones con aquellos hermanos que, ya en la vi-
sión beatífica, gozan de la más íntima unión con el Se-
ñor y viven plenamente inmersos en aquella vida trinita-
ria de la cual también nosotros participamos.
Como la unión entre la Iglesia peregrinante y la Igle-
sia celeste, es una realidad, y no sólo en el orden ontoló-
gico, sino también, y sobre todo, en orden de los inter-
cambios vitales, de la misma forma sucede con aquella
parte de la Compañía que está compuesta por nosotros,
todavía sobre la tierra, y aquella parte de la Compañía
que está ya en el Cielo.

166
San Ignacio, San Francisco Javier, todos nuestros san-
tos y beatos no sólo están vivos en Cristo, sino que conti-
núan y de modo aún más intenso y eficaz que antes, su
obra en favor de la Iglesia y de la Compañía que en esta
vida han amado tan intensamente: unidos a Cristo, único
mediador, interceden constantemente junto al Padre por
nosotros. Lo mismo vale sin embargo para todos aquellos
de los Nuestros que han llegado a la meta de su vida te-
rrestre y están ahora en la gloria del Señor, aunque no
han sido y no serán jamás oficialmente canonizados o bea-
tificados. No conocemos su nombre ni su número: sabe-
mos, sin embargo, que ellos son todos «socii Iesu»; que
su número es enorme; que ellos son de toda raza, pueblo
y nación, de todo grado y de toda edad, y que han vivido
y trabajado en las más variadas circunstancias y activi-
dades apostólicas de la Compañía.
¿Quién de nosotros no ha conocido, venerado, amado
algún padre o hermano en cuya persona se transparenta-
ba la presencia de Dios? Cuántos jesuítas, ya difuntos,
que han sido guía en nuestro camino hacia el Señor, con-
sejeros en el discernimiento de nuestra vocación, maes-
tros en el tiempo de nuestra formación, superiores o com-
pañeros en el apostolado, amigos —más aún— verdade-
ros hermanos en la vida comunitaria. Cuántos otros he-
mos conocido y amado, a lo largo de los años, en contac-
to más o menos duradero e intenso en las diversas fases
de nuestra vida en la Compañía. Y aunque a este respecto,
a causa de nuestra humana fragilidad, mientras perma-
necieron con nosotros, nuestra atención se haya fijado en
ocasiones —y aún frecuentemente— sobre sus limitacio-
nes y defectos con menoscabo de nuestro positivo apre-
cio de ellos.
Justamente por esto el pensamiento de estos nuestros
hermanos, y de tantos otros, que ahora están en la gloria
del Señor, nos ayuda a superar todo esto: de hecho la
realidad en la cual ellos viven ahora ayuda a apreciar me-

167
jor el secreto íntimo de su existencia, esto es, el hecho
de que ellos fueron llamados por Dios a su servicio en
la Compañía e hicieron un sincero esfuerzo por respon-
der generosamente, no obstante nuestra humana debili-
dad. Si, con la ayuda de Dios, también nosotros seremos,
en un futuro próximo o lejano admitidos a la claridad y
simplicidad de la visión beatifica y en ella veremos todo
como El lo ve en su infinita sabiduría y bondad, este mis-
terio de su gracia y potencia, que se manifiesta sobre todo
en nuestra debilidad (Cfr. 2 Cor. 12, 9), será para nosotros
un motivo de admiración y de gran alegría. Entonces ve-
remos cómo cada uno —en su manera del todo personal
y única— ha tratado de responder a la llamada de nues-
tro Rey, ha balbuceado y vivido su 'suscipe', ha intentado
encontrar a Dios en todas las cosas, también y sobre todo
en los sufrimientos, sacrificios e incomprensiones, en la
soledad y en la oscuridad. Solamente entonces compren-
deremos la auténtica grandeza, la fidelidad y el heroísmo
de tantos hermanos nuestros frecuentemente olvidados,
y con ello se nos revelará el verdadero rostro de esta mí-
nima Compañía de Jesús. Ya ahora, sin embargo, es gran-
de consuelo para nosotros saber de esta Compañía celes-
te que hace corona al Señor, que en cada uno de sus
miembros El ha obrado el milagro de su gracia y conti-
núa ahora de forma preminente siendo el centro de su
vida, incluso su vida misma.
No nos alegramos sólo porque nos damos cuenta de la
fertilidad del carisma ignaciano, del cual participamos, y
de la ejemplaridad y felicidad de tantos hermanos nues-
tros; sino todavía más porque nuestra unión con ellos
está consolidada por una caridad tanto más operativa y
efectiva. De hecho, como la comunión cristiana entre los
peregrinantes nos aproxima a Cristo, así nuestro estar en
comunión con nuestros hermanos que están ya en la glo-
ria del Señor, nos une a El, del cual como fuente y cabeza
mana toda gracia y vitalidad de la Compañía.
Es sumamente justo que amemos a estos nuestros

168
hermanos y amigos en el Señor y que por ellos rindamos
las debidas gracias a El, dirijamos a ellos nuestras ora-
ciones y recurramos a su potente ayuda para impetrar
gracia de Dios mediante su Hijo Jesucristo, Señor y Sal-
vador nuestro.
Esta unión con la Compañía celeste debe ser conscien-
temente actualizada por nosotros de manera muy parti-
cular en la Sagrada Liturgia, cuando celebramos las ala-
banzas de la divina majestad y junto con nuestros her-
manos de todos los tiempos y de todos los lugares, glo-
rificamos a Dios uno y trino y vivimos de la manera más
profunda posible nuestra pertenencia a la Compañía de
amor en la cual somos todos hermanos y amigos en el
Señor (cfr. Lumen Gentium, 50).
Además es enormemente confortante el recuerdo vivo,
en la oración, de estos hermanos que nos han precedido:
ellos de hecho, antes de ser admitidos a la presencia del
Señor, han vivido nuestra misma suerte, nuestras mis-
mas aspiraciones y desilusiones, éxitos y fracasos, ale-
grías y sufrimientos; han conocido como nosotros la de-
bilidad y la dificultad y han encontrado en El, que es
siempre fiel, la fuerza no sólo para continuar y superar
los obstáculos sino también para vivir en la vida de cada
día y de un modo más intenso, la oblación de su existen-
cia que habían hecho un día a Cristo, como nosotros lo
hemos hecho.
Precisamente por esto, sabiéndolos cercanos a noso-
tros y unidos en El, nos es más espontáneo dirigirnos a
ellos, recurrir a su ayuda: no se trata de personas en-
grandecidas como los Santos Canonizados; son todos
nuestros hermanos, a los cuales en nuestra pobreza sen-
timos poder dirigirnos sencillamente sin vergüenza. Ellos
saben, por experiencia, cuáles son nuestros altos y bajos
en la vida, no obstante los cuales existe profundo en el
corazón, el deseo de corresponder y ser más generosos:
por esto, ellos unidos ya a Cristo y en virtud de esta unión
a El, pueden ayudarnos: movidos por el amor de Cristo

169
11
s$ interesa solícitamente por nosotros, tanto más si se
lo. pedimos-
Este vínculo fraterno, ayudado por este espíritu de fe
y de oración, abre el corazón y da a nuestra vida comuni-
taria un impulso y una dimensión nueva. Y esto no sólo
porque ello extiende y alarga el radio de nuestro amor;
sino porque también estimula una caridad más viva ha-
cia los hermanos con los cuales hoy vivimos aquí en la
tierra, en la misma Compañía.
El contacto —en la fe— con aquellos que nos han
precedido; el sabernos comprendidos y ayudados por
ellos, nos hace captar de una manera más profunda cuán-
ta necesidad tenemos los unos de los otros; ellos nos em-
pujan a abrir el corazón hacia los hermanos con un calor
más vivo y con un interés más sincero. Sobre todo nos
ayuda a comprender que la comunión en Cristo, y por lo
tanto la consciente participación de su pensamiento y de
su amor, es el verdadero y sólido fundamento de una co-
munidad, el único auténtico vínculo, que une a aquellos
que Cristo ha llamado a seguirle como miembros de su
Compañía.
P. P. Molinari. S.J.

170
32. SAN ESTANISLAO DE KOSTKA

Antes incluso de la fundación del primer colegio de


los jesuítas en Polonia (en los confines de la Prusia Ducal,
en Warmie, bajo la protección del cardenal Estanislao Ho-
sius, 1564), muchos candidatos polacos habían pedido su
admisión a la Compañía, en Roma, en Austria, en Ale-
mania.

Jesuíta de la primera hora

Estanislao (1550-1568) pertenece prácticamente a esta


primera generación de voluntarios, ya que vivía en Viena
desde 1564. Recibido por Pedro Canisio, provincial de Ger-
mania, en Augsburgo (10 de agosto de 1567), admitido en
la Compañía por Francisco de Borja (25 de octubre de
1567), muere en Roma el mismo año en que nace S. Luis
Gonzaga en Castiglione (15 de agosto de 1568).
Estuvo sumergido en la corriente humanista de su
tiempo; anotó con su propia mano las obras de Erasmo
(f 1536). Fue un muchacho de la época brillante del rey
Segismundo-Augusto (1548-1572) de Polonia (éxitos políti-
cos y militares, florecimiento de las artes y de las letras).
Apasionado por la gloria de Dios, cuyo resplandor ve
amenazado por todas partes en las querellas y luchas de
la Reforma, se aparta de la carrera diplomática, que
le ofrecía amplias perspectivas debido a su origen prin-
cipesco; así apunta hacia lo que ha descubierto como
esencial en el hombre: el desarrollo interior por medio
de la inmersión en Dios. Los caminos profundos de esta
gracia mística quedan desconocidos para nosotros, pero
a cuatro siglos de distancia, podemos aún analizar sus

171
efectos: llevado por su amor, liberado de los lazos fami-
liares y sociales siendo precozmente él mismo, Estanis-
lao recorre miles de kilómetros a pie para realizar su des-
tino propio.

Encuéntrate a ti mismo

Es probable que su salud física se quebrantase por esta


odisea a través de Europa. Sin embargo no hay nada pro-
pio de un exaltado, como lo prueban las escasas notas
personales que nos han llegado. Pero sabiéndose «nacido
para un gran destino», como debería descubrirlo todo ser,
comprometido a pesar suyo en la apasionada aventura
de la vida, asume su amor incondicional, que le lleva
rápidamente a las cimas de la vida interior y al término
de su peregrinaje terrestre, a la edad de dieciocho años.
Quemando etapas se encontró a sí mismo, buscando a Dios.
El camino inverso hubiera sido también legítimo. ¿No
dijo Clemente de Alejandría: «conócete a tí mismo, cono-
cerás así la imagen de Dios que te conducirá a El?»

P. J.-M. Szymusiak, SJ.

172
33. SAN JOSÉ PIGNATELLI

Las dos mascarillas de San Francisco de Borja y de


San José Pignatelli, en los aposentos de San Ignacio jun-
to al Gesü de Roma, parecen escrutar, impasibles, un
tiempo actualizado, sin pasado ni futuro. Ambas reflejan
una misma distinción señoril, un mismo repliegue hacia
lo interior, una coexistencia natural de lo humano y lo
divino, de la vida íntima y de la acción externa.
Cuando los jesuítas españoles dispersos por Italia
querían expresar quién era José Pignatelli, decían senci-
llamente: «Un nuevo San Francisco de Borja.»
Entrambos trenzaban en su sangre hilos de España y
de Italia,entronques —no siempre puros, pero ya purifi-
cados— con la casa real de Aragón, parentescos con las
más linajudas familias de ambas penínsulas.

Entre ta antigua y la nueva Compañía

Durante el destierro de Italia, sus compañeros espa-


ñoles habían reconocido en Pignatelli su centro de cohe-
sión, a pesar de no haber desempeñado altos cargos de
gobierno. Los italianos, una persona con quien había que
contar si un día se llegaba a la restauración de la Com-
pañía de Jesús.
Pignatelli no fue el único anillo de unión entre la anti-
gua y la nueva Compañía, pero sí uno de los más firmes,
y, por haber actuado en Italia y en Roma, uno de los más
eficaces.
Otros anillos fueron los jesuítas de la Rusia Blanca,
con quien Pignatelli se unió al renovar su profesión en
Bolonia, el 6 de julio de 1797; el padre Joseph de Clori-

173
viere en Francia y las sociedades religiosas por él directa
o indirectamente fundadas en Francia y en Bélgica; la
persistencia de antiguos jesuítas en Inglaterra y en Ma-
rilandia, pronto relacionados con la Compañía conserva-
da en Rusia.
En su obra de restauración de la Compañía, Pignatelli
no siguió a los que querían alcanzar ese fin por medio
de otras sociedades intermedias y transitorias, ni a los
que se resistían a adscribirse a la Compañía restaurada
por Pío VII en Rusia (1801), en las Dos Sicilias (1804), y
aun en toda la Iglesia (1814), muerto ya Pignatelli, por
creer que esa nueva Compañía, mermada en sus antiguos
privilegios, no era enteramente la misma que había supri-
mido Clemente XIV en 1773. Pignatelli prefirió fiarse de
la Providencia, y ver el dedo de Dios en cada uno de
aquellos pasos del sumo pontífice en el camino de la res-
tauración.
No estuvo nunca al lado de los intransigentes que ne-
gaban la validez del breve de supresión de 1773, ni de los
que resistían a entrar de nuevo en la Compañía mientras
ésta no fuese restaurada con gloria y majestad, en com-
pensación de la ignominia con que había sido suprimida.

Vida oculta: espiritualidad y cultura

Mientras la Providencia no le señalase nuevos cami-


nos, prefirió vivir en Bolonia como un honesto abate,
siempre dispuesto a ayudar a sus compañeros de destie-
rro en sus necesidades materiales y en sus aspiraciones
intelectuales, a socorrer a los emigrados franceses que
huían de la gran Revolución, a iluminar con la verdade-
ra luz a los que se habían dejado deslumhrar demasiado
por la nueva Ilustración.
Sin ser un verdadero intelectual como tantos otros
jesuítas del tiempo de la supresión, siguió siempre leyen-
do y estudiando, formó una rica biblioteca y una selecta
colección de obras de arte, aun a costa de que otros le

174
creyesen «engolfado, al parecer, en cosas secularescas y
de mundo», y establecido «algo señorialmente en su per-
sona y en las cosas pertenecientes al trato con la noble-
za». Pero aun éstos tenían que reconocer que, a pesar de
las apariencias, «conservaba, por decirlo así, el corazón
y espíritu de jesuíta».
Quien le conocía más a fondo, como el ábate Juan
Andrés, el historiador de la literatura universal, que bajo
su dirección había entrado de nuevo en la Compañía de
Jesús y había palpado sus desvelos como provincial de
Ñapóles y conocido sus trabajos por la restauración de la
Compañía en Roma, en el Lacio y en la Umbría, podía es-
cribir a raíz de la muerte del santo: «Humildad y caridad
son sus distintivos, pero mucho habrá que decir de su
confianza en Dios.»
Sólo podría añadirse que fue también distintivo suyo
el saber realzar esa humildad, esa caridad y esa confian-
za con una tan innata y connatural distinción, que no se
sabe dónde acaba la modesta elegancia de su gesto y co-
mienza la humildad como virtud; dónde se deslindan la
cortesía y la caridad; dónde la confianza en Dios y la fi-
bra acerada de su temple. Y todo con una tan perfecta
acomodación a la época y al ambiente que le tocó vivir,
que ha de quedar como uno de los santos más represen-
tativos del siglo xviii.

El Santo de la restauración de la Compañía

Cuando se habla de la caridad de San José Pignatelli


se piensa en las sumas de dinero que distribuía a los po-
bres y galeotes, a los emigrantes, a sus compañeros más
menesterosos, al mismo papa en los años de la ocupación
napoleónica. Pero a veces no se atiende lo bastante a ese
afecto sincero y sobrenatural que sentía hacia sus súb-
ditosja mayor parte de ellos viejos achacosos que volvían
a emprender la vida religiosa ya en su ancianidad, a los
que había que alentar constantemente, entreverando la

175
antigua amistad con la consciente autoridad, siempre y
en todo con un espíritu sobrenatural que infundía en
todos la persuasión de que el Provincial de Ñapóles y de
Italia era un santo.
En todas parte restauró colegios, fomentó las misiones
populares y la ayuda a los enfermos y los encarcelados,
procuró y formó nuevas vocaciones, y dio a todos —a los
ancianos ex jesuítas y a los jóvenes recién entrados, al
papa y a los cardenales y obispos, a los reyes y a los po-
líticos— la sensación de que la nueva Compañía que re-
nacía era la misma antigua, salvada misteriosamente en
Rusia y rediviva en Italia con un estremecimiento de re-
surrección universal.
Si hubiera vivido algunos años más, no hay duda de
que su influjo personal hubiera sido mayor en la Compa-
ñía restaurada, la hubiera ayudado a superar los prime-
ros conflictos internos, y la hubiera orientado más aún
hacia aquel equilibrio entre lo sobrenatural y lo natural,
entre la tradición y la renovación, que había caracteriza-
do toda su vida.
Aun así, y con haber vivido sólo hasta 1811, José Pig-
natelli quedará en el desenvolvimiento histórico de la
Compañía como el santo de la restauración.

P. M. Batllori, S.J.

176
34. BEATO ROQUE GONZÁLEZ DE SANTA CRUZ
Y COMPAÑEROS MÁRTIRES

Al servicio de la fe

Roque González de Santa Cruz nació en año 1576, en


Asunción, que por aquel entonces era capital de toda la
inmensa gobernación del Río de la Plata. Fue ordenado
sacerdote a los 22 años. Unos diez años después entró en
la Compañía de Jesús y desde entonces pasó su vida «bus-
cando indios, reduciéndolos, doctrinándolos y asentándo-
los en poblaciones, en que padeció muchos trabajos, des-
nudez, necesidades y hambre», como Fray Luis de Bola-
ños certificó después del martirio.
En San Ignacio, pueblo que había sido iniciado unos
años antes, el Padre Roque fue el verdadero organizador
y constructor. El mismo describe su actividad: «Fue ne-
cesario construir este pueblo desde sus fundamentos. Para
cortar la acostumbrada ocasión de pecado, me resolví a
construirlo a la manera de los pueblos españoles, para
que cada uno tenga su casa con sus límites determinados.
Para nuestro servicio se construye la habitación y el
templo. Mucho hemos trabajado en el arreglo de todo
esto, pero con mucho más entusiasmo y aplicación y con
todas nuestras fuerzas, en construir a Dios Nuestro Se-
ñor templos, no hechos a mano, sino espirituales, cuales
son las almas de estos indígenas. Los domingos y en las
fiestas se predica durante la misa, precediendo a ella la
explicación del catecismo».

Al servicio de la justicia
l
El Padre Roque bautizaba y construía, predicaba y or-
177
ganizaba socialmente al pueblo. En todos los aspectos lu-
chaba por liberar a los hombres de las consecuencias del
pecado.
Eso le obligó a enfrentarse valientemente contra dos
categorías de opresores, que intentaban esclavizar a los
indios: los hechiceros y los encomenderos.
Estos segundos en distintas ocasiones pretendieron
que los jesuítas, ya en aquellos primeros tiempos de la
misión entre los guaraníes, fueran expulsados. Con ese
motivo Roque escribió una famosa carta: «No es de ayer,
sino muy antiguo a esos señores encomendadores y sol-
dados, quejarse contra la Compañía (de Jesús) por volver
por los indios y por la justicia que tienen de ser libres».
Y más adelante: «No está lejos el día en que se castiga-
rán agravios, particularmente hechos contra pobres. En-
tonces verá V.m. cómo le han informado mal los enco-
menderos (quizá engañados de su pasión) diciendo que
no tienen los indios con qué pagarles muchos años de
tributo que les deben. Lo cual no ha causado en mí pe-
queña admiración, porque sé que con cuanto tienen, aun-
que se queden en camisa, no pudieran pagar lo mucho
que deben a los indios. Y el estar en esta ceguedad tan
grande los encomenderos es la causa de que no les quie-
re confesar gente que sabe; y de mí digo que no confesa-
ré a ninguno, porque han hecho el mal y aun reconocerlo
no quieren, cuánto más restituir y enmendarse. Allá lo
verán, si no se enmiendan y componen antes con los in-
dios, delante del que, por ser infinitamente sabio, no hay
caso de echarle dado falso».

Al servicio de los pueblos

Desde San Ignacio el P. Roque continuó su trabajo


apostólico hacia el Paraná. Durante diez años su activi-
dad de explorador fue extraordinaria. Los primeros pue-
blos que fundó en territorio que hoy es la Argentina, fue-
ron Santa Ana de Ibera (origen de la actual Itatí), Itapúa

178
(origen de Posadas y Encarnación), Concepción, en el NE.
de Corrientes.
A más del hambre, asolaban la región epidemias y a
veces la noticia de soldados españoles en una batida con-
tra los indios. Sus angustias interiores podemos adivinar-
las por esta carta a su superior provincial: «No tengo
otro consuelo ni gusto que hacer el de V.R., porque ha-
ciéndolo hago el de Dios. Vivo muriendo aquí... pero dis-
ponga de mi voluntad y gusto a mayor gloria de Dios.»
El resultado de esta heroica entrega fue maravilloso-
Muchos indios vinieron a recibir el agua del bautismo y
comenzar una vida digna de seres humanos. El goberna-
dor de Buenos Aires lo recibió con salvas de artillería,
cuando lo mandó llamar para confiarle la civilización de
los indios de la provincia del Uruguay. Más tarde, junto
con su Provincial, fundó Yapeyú, para que sirviera de
puente entre las Misiones y Buenos Aires.
Roque inició a los indios en el canto, la danza, la pin-
tura, no menos que en la agricultura, las industrias y el
comercio.

Al servicio de la verdad

En la última etapa de su vida, este gran misionero


contó con la colaboración de dos jóvenes: Alonso Rodrí-
guez y Juan del Castillo. Pasaron por Buenos Aires pro-
cedentes de España y llegaron a Córdoba en 1617. Como
alumnos de la que pronto llegaría a ser la primera Uni-
versidad en territorio argentino, se graduaron en filosofía
y teología. En la misma docta ciudad celebraron su pri-
mera misa.
Juan del Castillo pasó a Concepción en Chile, para dic-
tar literatura por dos años.
Llegó el año 1628. Con uno y otro de estos jóvenes
sacerdotes, Roque González extendió un poco más hacia
el SE. el fulgor de la verdad evangélica, fundando dos
nuevos pueblos. Junto a uno de ellos vivía un indio hechi-

179
cero llamado Nezú, quien tramó la conjuración que aca-
baría con la vida de los tres misioneros.

Al servicio del amor

Era el 15 de noviembre. El P. Roque acababa de decir


misa y salió para colocar una campana nueva en un palo,
que Alonso, con gran cantidad de indios, había traído del
monte. Se inclinó para atarle el badajo, y en esta posición
uno de los conjurados le descargó tal golpe con un hacha
de piedra, que lo dejó muerto al instante.
Al P. Alonso, que se preparaba para decir misa, tam-
bién lo atropellaron y le deshicieron el cráneo a golpes.
Ambos cuerpos destrozados fueron quemados.
Al P. Juan del Castillo, que se encontraba en la locali-
dad vecina, lo prendieron y mataron con torturas terri-
bles el 17 de noviembre.
Estos mártires quedan como expresión de un sacer-
docio puesto al servicio de los hombres, en una evange-
lización profunda, que llevaba consigo, para el indio, nue-
va organización social y una verdadera liberación de toda
clase de opresiones.

P. A. Ibáñez Padilla, S.J.

180
35. SAN JUAN BERCHMANS

Juventud jubilosa

En su país, predominantemente católico, Juan Berch-


mans es el único en compartir el honor de la canonización
con seis mártires de la Reforma. Al joven hijo del curtidor
se le propone todavía a los cientos de miles de jóvenes que
asisten a las escuelas católicas, como su distinguido santo
patrón, por sus virtudes de seriedad en el deber, devoción
a María y castidad, apertura intelectual y, sobre todo, por
su contagiosa alegría: «Ex persona Christi laetitiam di-
dici(t)» (anotación suya del 9 de enero de 1621).

Santidad metódica

Dentro de la Compañía vino a ser el estudiante modelo


de fidelidad, ajustándose tanto a las reglas fundamenta-
les como a los detalles de las mismas —un seguro «mé-
todo» de alcanzar la santidad, en conformidad con los
padres espirituales y superiores. Su experiencia de vida
«común» permanece limitada al Noviciado en Flandes y
al filosofado del Colegio Romano.
Dedicado a las ciencias y también a las lenguas, Juan
siempre estaba dispuesto para cualquier servicio adicio-
nal y «humilde» en favor de miembros de la comunidad,
primero de los enfermos, y acompañante de predicado-
res de Domingos en las calles de Roma. Sus sueños de
anunciar la fe en China o luchar con los todavía poderosos
herejes de su propio país, terminaron de un modo más
bien abrupto con la fiebre e infección intestinal de un
caluroso verano romano el 13 de agosto de 1621.

181
Veneración temprana

En Roma sus compañeros religiosos y personas pías


le veneraron inmediatamente como Santo y su rector reu-
nió sin tardanza información para su biografía. En Flan-
des el escolasticado celebró el aniversario de su muerte
con discursos, poesías y música, al tiempo que miles de
imágenes impresas bellamente anunciaban el rostro ra-
diante del joven de Diest (hoy en la provincia de Braban-
te belga) que había alcanzado la perfección en la Compa-
ñía, después de rechazar propuestas de un cargo ecle-
siástico y una cátedra universitaria, que casi pudo estar
preparado para llegar a ser superior general.

Desolación y paz

Sin embargo este joven flamenco de condición afecti-


va que parecía ser un ángel (este «Fiaminghetto que pare
un angelo») era de una manera casi mística un peregri-
no hacia Cristo, que le conducía de un amor apasionado
a sus hermanos, a través de la «acedía» [esto es, hastío
de una oración otro tiempo familiar, con no pocos escrú-
pulos], a un dominio de la discreción de espíritus y a
un humilde sentido de paz, que le llevaba a confesar con
su «natural» sonrisa: «En tu Compañía, oh Señor, soy
una rama estéril: no me cortes de la vida, sino por tu
misericordia, deja que la savia de tu gracia fluya dentro
de mí».

En un momento de intolerancia

En un tiempo de frecuentes atrocidades cometidas en


nombre de la religión, Juan, al igual que muchos otros
estudiantes jesuítas, estaba familiarizado con las narra-
ciones de los mártires, y él mismo representó tal papel
cuando estaba como sirviente de un canónigo en Flandes.
Había deseado enrolarse en los ejércitos antirreformis-

182
tas como capellán en la misión castrense, carrera que su
hermano más joven, jesuita, de hecho eligió.
Pero sus éxitos no fueron más allá de los aplausos
de los niños de la catequesis de los alrededores y del amor
abierto de sus profesores, superiores y compañeros, aun-
que Dios fuera el punto central de su conversación.
Si la imagen naturalmente atractiva de este alegre her-
mano Juan de veintidós años necesita iluminación hoy,
solamente tendríamos que reproducir un poquito de su
respeto convencido por los demás sin infantilismo, su ge-
nerosidad basada en la contemplación, su prontitud para
cualquier trabajo desinteresado en la Iglesia militante.

P. J. Windey, S.J.

NOTA: Tanto el fervor como la decisión de Juan se expresan


en sus cartas a sus maldispuestos padres (dadas en extensión en
la lección para la Liturgia de las Horas),

183
36. SANTOS EDMUNDO CAMPION, ROBERTO
SOUTHWELL Y COMPAÑEROS

De los diez santos mártires cuya fiesta se celebra en


este día, los ocho primeros son ingleses, los otros dos ga-
leses. Todos ellos fueron ahorcados y descuartizados, ex-
cepto el Hermano Nicolás Owen, que murió bajo tortura.
Todos excepto los PP. Campion y Briant fueron condena-
dos por la Statutory Act, firmada por Isabel I en 1585,
que declaraba delito de alta traición para todo sacerdote
(y específicamente para los jesuítas) el estar dentro de
los dominios de la reina. Campion y Briant murieron bajo
el peso del Act of Persuasión de 1581, que declaraba alta
traición (siempre penada con la muerte) el acto de recon-
ciliar o ser reconciliado con la Fe Católica.

El fin de nuestra vocación

La misión jesuítica en Inglaterra comenzó con la lle-


gada de Edmundo Campion y Roberto Persons en 1580;
y fue Campion, en su famosa proclama o manifiesto al
Consejo Privado de la Reina, distribuido al mes de su
llegada, quien describe sucintamente «el fin de nuestra
vocación» en términos de misión inglesa:

Y en lo tocante a nuestra Compañía, de todos es


conocido que hemos hecho una liga —todos los jesuí-
tas del mundo cuya sucesión y multitud debe sobre-
pasar todas las prácticas de Inglaterra— para sobre-
llevar alegremente la cruz que nos impongáis, y para
nunca desesperar de recobraros mientras tengamos
un hombre listo para gozar de vuestro Tyburn (lugar

185
de ejecución), o ser atormentados con vuestros tor-
mentos o consumido en vuestra prisiones. El precio
está calculado, la empresa ha comenzado; es de Dios,
no se le puede resistir. Así se plantó la fe; así ha de
restaurarse.

Casi un centenar de años separa los martirios de Ed-


mundo Campion (1581) y de David Lewis (1679), el pri-
mero y el último de los jesuítas ejecutados durante la
larga persecución conocida como la Reforma Inglesa.
(Otros seis jesuítas hechos presos por su sacerdocio, mu-
rieron por malos tratos entre 1679 y 1692). Lo que les une
además de su vocación común es la causa y constancia de
ser testimonio hasta la sangre. Dejemos a David Lewis
hablar desde el patíbulo:

Católico Romano soy; sacerdote católico romano;


soy sacerdote católico de esa orden religiosa llamada
Compañía de Jesús; y bendigo la hora en que fui lla-
mado a la fe y a mi función religiosa. Obsérvese por
favor ahora que fui condenado por decir Misa, oír
confesiones y administrar los sacramentos.

La realidad de la comunidad apostólica

Estaban unidos también por su profundo conocimien-


to de la vida religiosa apostólica. Aunque dotado cada uno
de ellos de marcadas cualidades de liderazgo —tal era la
influencia del Hermano Nicolás Owen sobre los laicos ca-
tólicos que su entrada en la Compañía hubo de guardarse
en secreto para que el provincial no se viera inundado de
entusiastas pero no aptas peticiones de admisión en la
Compañía como hermanos— su alto sentido de responsa-
bilidad personal y su iniciativa dependía de sus relacio-
nes de obediencia, para darle su verdadera definición.
Cuando Edmundo Campion se separó de su superior Ro-

186
berto Persons por última vez (había dado cuenta de con-
ciencia y había hecho la renovación de los votos) pidió a
Persons que hiciera de superior suyo el Hermano Rafael
Emerson durante su viaje a Norfolk. (La acquiescencia
forzada de Emerson a los requerimientos de la familia, en
Lyford Grange, para que él y Campion prorrogaran su
estancia en la casa, tuvo como resultado la captura de
Campion). Nada se permitía que interfiriera con las reu-
niones periódicas cada seis meses —un tiempo de retiro
para la oración y la contemplación, confesión general y
cuenta de conciencia, para planear juntos la estrategia
y las tácticas del apostolado— ni siquiera las terribles
«cacerías de sacerdotes» subsecuentes a la Armada In-
vencible (1588) y a la Conspiración de la pólvora (no-
viembre 1605).
Algunas veces estas reuniones de comunidad se tenían
aun en la prisión, como en la ocasión en que S. Enrique
Morse hizo sus últimos votos en el Newgate de Londres.
Sería difícil de concebir que cualquiera de ellos perseve-
rase en la misión inglesa sin un acrecentado sentido de
la propia conservación y de iniciativa personal; y más aún,
como Juan Gerard (compañero misionero de Roberto
Southwell, Tomás Garnet, Enrique Walpole y Nicolás
Üwen) testifica:
Regularmente, dos veces al año todos nosotros
nos juntábamos para darle (al superior) nuestra
cuenta de conciencia de seis meses y ofrecer a nues-
tro Señor Jesús la renovación de nuestros votos.
Como puedo testificar, esta buena costumbre de la
Compañía de Jesús era una gran ayuda para los
otros... Nunca he encontrado nada que me hiciera
mayor bien. Vigorizaba mi alma para arrostrar to-
das las obligaciones de mi vida como jesuíta y todas
las exigencias hechas a un sacerdote en misión.
Roberto Southwell escribe por su parte en una línea
similar:

187
Todos juntos, con mucho confortamiento, hemos
renovado los votos de la Compañía según nuestra
costumbre, dedicando algunos días a exhortaciones y
coloquios espirituales.
Aperuimus ora et attraximus spiritum.

La formación del apóstol jesuíta

Southwell vio en estas reuniones de comunidad «los


principios de una vida religiosa asentada en Inglaterra».
Y por supuesto, hombres como Enrique Morse, David
Lewis y Felipe Evans tenían experiencia de esta vida en su
madurez. Aunque Felipe Evans tenía sólo treinta y cinco
años cuando fue martirizado, había sido jesuíta durante
quince años. David Lewis trabajó en la misión de Gales
durante treinta y un años, y durante los últimos diez fue
el superior de una comunidad de doce sacerdotes jesuí-
tas. S. Enrique Morse vivió durante veintiún años como
jesuíta. Su noviciado parece haber sido la combinación
ideal entre períodos de retiro y «actividad formativa». Ya
sacerdote con experiencia de misión, pasó los primeros
meses en una casa de Ejercicios de Newcastle, organizada
para los jesuítas por los católicos del distrito: estudio y
retiro se intercalaban aquí con el ministerio entre los cató-
licos de la vecindad. Entonces su superior decidió que
debería terminar su noviciado en el extranjero —un pe-
ríodo de completo retiro. El mandato del superior fue
obedecido, pero no de la forma que se pretendía. Al prin-
cipio del viaje, Enrique Morse fue capturado, y terminó
su noviciado recluido en la prisión de Newcastle —con
un compañero de prisión jesuíta señalado como su maes-
tro de novicios.

La Schola affectus

La sucias prisiones inglesas de los siglos xvi y xvn vi-


nieron a ser noviciados ideales, tanto para entrar en la

188
Compañía, como en el reino de los cielos. Allí fue donde
estos diez, uno tras otro, llegaron a hacerse discípulos
aptos en la Schola affectus, donde recibieron sus más in-
tensas consolaciones y alcanzaron esa unión personal con
Cristo Nuestro Señor de la que el martirio es el signo
supremo. Así Alejandro Briant, que sufrió y murió de no-
vicio, torturado quizá más violentamente que cualquier
otro mártir, aprendió en la prisión el significado del lema
sub vexillo crucis Deo militare. Después de su tortura y
durante largos días de confinamiento solitario, se hizo
una pequeña cruz de madera y trazó en ella con carbón
la imagen de su Señor crucificado. Cuando se le exigió
durante su juicio que la apartara, replicó: «Nunca haré
tal cosa, porque yo soy un soldado de la cruz, y por tanto
jamás desertaré de este estandarte hasta la muerte.»

El Espíritu de los Ejercicios: el ofrecimiento de


caridad perfecta

La prisión era el lugar adecuado para hacer y dirigir


los Ejercicios Espirituales, como Juan Gerard testifica
frecuentemente en su autobiografía. Briant contemplaba
en el potro la Pasión de su Maestro y tan poderosa era la
dulzura y consolación del Espíritu que su cuerpo por
algún tiempo cesaba de sentir el dolor. Edmundo Arrow-
smith también entró en la Compañía en prisión; y su
primer biógrafo, escribiendo dos años después de su
muerte, dice de él en este contexto: «Estaba decidido a
hacer un pleno sacrificio de sí mismo, determinado a no
reservarse nada para sí, ni siquiera su propia voluntad,
ofreciéndose a Dios por los votos religiosos, haciendo de
la negación de sí mismo, que la perfección del estado re-
ligioso requería, una preparación para su futuro marti-
rio». Es Arrowsmith también (tomó el nombre de Ed-
mundo en su confirmación por devoción y amor hacia
Edmundo Campion), quien ofreció su propia paráfrasis
del «Tomad Señor y recibid» en el patíbulo:

189
Oh Jesús, mi vida y mi gloria, entusiasmado te
devuelvo la vida que he recibido de vos, y si no fuera
regalo vuestro, no la tendría para devolverla. Siempre
he deseado, oh Dios de mi alma, entregar mi vida a
vos y por vos. La pérdida de la vida por vuestra cau-
sa, confieso mi ganancia... Muero por vuestro amor.

Juan Gerard, encarcelado en la Torre de Londres en


1597, habla de este mismo duradero amor en el corazón
de Enrique Walpole, el cual había ocupado con dos años
de anterioridad la misma celda y trabajosamente había
inscrito en la pared los nombres de Jesús, María y los
nueve coros angélicos: Walpole, el cortesano, cazador y
poeta, había escrito:

El alconero busca ver una bandada


el cazador busca ver su presa.
Anhela tú, alma mía ver esa visión
y trabaja por gozar de la misma.

Contemplación y Acción

Este amor de Dios, este anhelar deshacerse totalmen-


te por El, es la característica especial de todos estos már-
tires jesuítas. Es, quizá, la única explicación satisfactoria
de cómo el ideal jesuítico aparentemente imposible
—contemplativus usque ad actionem— puede ser vivido
en la práctica. Encuentra su más sensible expresión en
estas líneas del poema de Roberto Southwell sobre La
Natividad:

Mejor regalo que él mismo, Dios no conoce;


Mejor regalo que su Dios, ningún hombre puede ver;
En este regalo se juntan el dador y k) dado;
Deja que cada receptor sea recibido:
Dios es mi don, él mismo libremente se me dio,
Yo soy el regalo de Dios y nadie excepto Dios me tendrá.

190
El ardor apostólico unido a la contemplación afectiva
(Cf. Perfectae Caritatis, 5) debe ser para el jesuíta un
amor que sabe discernir. La ascesis de la celda de prisión
fue el verdadero acercamiento a este discernimiento. Así
Tomás Garnet escribió a su superior desde la cárcel, pi-
diéndole que disuadiera a un grupo de amigos que pla-
neaban asegurarle su escapada. Tomás se había hecho a
la idea en un primer momento —había tanto que hacer
por Dios y por la salvación de los hombres. Pero parecía
haber una voz más interior urgiéndole a lo contrario:
«no, continúa, persevera, no consientas en un cambio tan
infructuoso. En una hora, muriendo, se logrará más para
el bien común que en muchos años de trabajo». De este
anhelante amor fluye la hilaritas tan querida por el cora-
zón de Ignacio. Los mártires de la Reforma Inglesa son
famosos por su alegría y humor. Ninguno ejemplifica me-
jor este espíritu que el jesuíta gales S. Felipe Evans, el
cual, al oír la noticia de su ejecución, se sentó al arpa que
el carcelero le había prestado para expresar su alegría
en una canción. Una inmensa muchedumbre se reunió
para verle colgado y él dijo alegremente que la horca era
el mejor pulpito desde el que un hombre podía predicar.
Estos diez santos jesuítas fueron canonizados, junto
con un grupo de cuarenta mártires ingleses y galeses, por
el Papa Pablo VI el 25 de octubre de 1970. En su homi-
lía el Santo Padre dijo:
La Iglesia y el mundo de hoy tienen suma necesi-
dad de hombres y mujeres como estos en cada uno
de los estados y maneras de vida: sacerdotes, religio-
sos y laicos. Solamente personas de este calibre, de
esta santidad, son los que serán capaces de transfor-
mar nuestro atormentado mundo, de darle esa paz,
esa verdadera dirección espiritual y cristiana, que
todo hombre tanto anhela en su corazón, aun cuando
no se dé cuenta de ello: la paz y la verdadera direc-
ción que todos nosotros deseamos tanto.
P. J. Walsh, S.J.

191
37. SAN FRANCISCO JAVIER

Francisco Javier (1506-1552), vasco de origen, encuen-


tra a Iñigo de Loyola en 1530, se convirtió a la edad de
27 años, fue ordenado sacerdote cuatro años después; en
1541 se embarcó para la India a donde llegó trece meses
más tarde. Estos diez años de vida intensa se reparten
entre dos períodos de organización y tres misiones pro-
piamente dichas que duran cada una alrededor de dos
años: En la India (1542-1544), en las Molucas (1545-1547),
en el Japón (1549-1551). Muere miserablemente, solo so-
bre la roca de Sancián, frente a China donde soñaba
entrar.
Esta época admirable ha hecho de Javier el prototipo
de misionero. Nos concierne todavía hoy, a condición de
reconocer que, si Francisco plantó la cruz en lejanas tie-
rras, es porque ella había sido plantada en su corazón de
carne; por la fuerza de la resurrección de Jesús, sobre-
pasa la contingencia de su obra y su existencia sigue sien-
do típica de la de todo hombre entregado al Espíritu; ella
manifiesta en el combate interior que Javier mantuvo, el
verdadero sentido y la naturaleza del apostolado. La ba-
rrera que separa las civilizaciones se abre solamente ante
hombres espirituales en quienes la gracia triunfa del
pecado.

Lo caduco y lo durable

Para permitir el encuentro con el santo, es importan-


te recordar antes dos presupuestos que han condicio-
nado su existencia y que podrían hoy extrañar al hombre
del siglo xx. Un primer condicionamiento de la vida de

193
Javier es su relación con el poder político. Francisco es
nuncio apostólico, pero también es delegado del rey de
Portugal; no teme, según los usos de su tiempo, afrontar
el recurso al brazo secular, no para convertir a los indios,
sino para poner en razón a los europeos que se aprove-
chaban de la situación. Así su obra, auténticamente evan-
gélica, parece ampararse en una empresa colonial. Un
segundo condicionamiento reside en su lenguaje y en su
concepción teológica. Francisco piensa que va a librar las
almas del infierno; bautiza en masa, condena sin reserva
a las otras religiones, llegando difícilmente a ver en ellas
piedras de espera y la secreta verdad. Reconocer estos
condicionamientos, es disponerse a encontrar el punto
de inserción de esta vida en su propia existencia y ex-
traer de ella un efecto saludable: en diversos grados, en
capas más o menos profundas y según las diversas situa-
ciones de cada uno, este itinerario es el de todo misione-
ro y el de todo cristiano. El diálogo entre el santo y mi
persona se instaura en el momento en que comprendo
que el misterio de su existencia no se agota en la aventu-
ra exterior de los trabajos y de los viajes; pero aún se re-
quiere más, es necesario tener la preocupación no sólo
de reconocer los elementos espirituales de su existencia,
sino de adivinar a cada instante su presencia secreta bajo
el desarrollo visible.

Las etapas de la confianza

La primera etapa está marcada por el despertar a la


vida apostólica. En 1533 Dios arranca a su elegido de una
existencia demasiado humana; no le envía en seguida a
otros continentes, sino que en el secreto de la oración, le
revela y le comunica su amor apasionado por las almas.
Durante siete años, le enseña, por pruebas escalonadas,
a reconocer su rostro de padre en toda circunstancia, a
darse sin reserva a los que se le acercan; le manifiesta,
en una comunidad privilegiada que llega a ser la Compa-

194
nía de Jesús, el verdadero rostro de la Iglesia. El ideal,
así determinado y practicado como en laboratorio, se
convierte en exigencia real en el curso de la segunda eta-
pa, a partir de 1541: Cristo, por medio de su Vicario, le
envía en misión oficial como nuncio apostólico para las
tierras de Oriente. El apóstol de Cristo vive desde enton-
ces a imagen del Redentor que de rico que era se hizo
pobre; que se humilló al hacerse servidor de todos; que
sufrió por la salvación de todos los hombres, revelándole
así la misericordia infinita de Dios por los pecadores, es-
tos «libros santos» en los que aprende a leer. En fin, la
última etapa, en 1545, impulsado por el Espíritu, Francis-
co se decide a abandonar las Indias, donde el trabajo no
está más que empezado, hacia tierras mal conocidas y a
una distancia inmensa para aquella época. Aunque un
mismo movimiento anima a Javier desde Lisboa hasta
las Molucas y el Extremo Oriente, es allí donde se da el
corte esencial. La confianza despertada en un medio fra-
ternal, puesta después a prueba, debe ser profundizada
todavía: en la soledad absoluta, el hombre del Espíritu
debe hacer frente al Adversario, al mismo Misterio de
iniquidad, antes de sufrir la prueba suprema de la con-
fianza, la muerte.
Estas etapas, claramente caracterizadas, están sin em-
bargo profundamente unidas entre sí. El Señor, en efec-
to, hace irrupción en momentos sucesivos de la existen-
cia. Ahora bien, estos momentos de Dios jamás son ol-
vidados, invalidados a lo largo del camino, suplantados
por las nuevas revelaciones: siendo asumidos en el cur-
so de nuevas experiencias, continúan siendo presentes y
activos. El hombre cargado de deseos, nacido en el tiem-
po de la conversión, crece bajo los cielos inmensos y se
transforma en hombre del Espíritu; el hombre de cora-
zón tierno y afectuoso descubre impresa en su alma la
presencia continua de la comunidad fraternal en una re-
gión más allá de la sensibilidad, allí donde palpita el mis-
mo corazón de Cristo Jesús; el hombre de oración, en

195
pugna con el Maligno, desciende siempre más hondo en
el abismo de su miseria y se apoya siempre con más fir-
meza sobre la roca de Dios; el hombre se mide con obs-
táculos cada vez más formidables. El Señor siempre obra
para que la simiente depositada madure su fruto.

Sólo Dios obra a través del pecador

Intentemos captar una u otra de las características


del temperamento de Javier, la más ruda pasta que Igna-
cio tuviera que manejar . En primer lugar, observamos
que sus reacciones profundas manifiestan una época de
pensamiento que precede a las controversias entre Ba-
ñez y Molina; también se le oye subrayar sin tregua que
de nosotros no procede más que el mal, que todo bien
viene de Dios, que todo es gracia; y por tanto, que la vir-
tud esencial del apóstol es la humildad por la que se
mantiene en su lugar: Javier ha cogido lo mejor de la
tradición agustiniana; verdaderamente celoso de la glo-
ria de Dios, no concede alcance a la libertad humana;
para captar íntimamente que sólo Dios es autor de todo
bien, el apóstol debe dejarse descender por el Señor has-
ta el fondo de su nada; de este abismo brotará el grito de
confianza absoluta y el cuidado de la vigilancia continua.
He aquí por qué también el apóstol debe asimilarse poco
a poco a la imagen del mismo Cristo, cargar sobre sí los
pecados de los hombres; en la aventura que le lleva al co-
razón de su prójimo, encuentra el apóstol una región pe-
cadora; él no entra en ella, pero no puede abordarla sin
quemarse. En tanto en cuanto no haya sufrido a causa
de su amor, de un amor que no puede menos de existir,
y que sobrevive a toda ingratitud, puede decirse que no
ha entrado en el secreto del amor. Así Javier no quiere
saber de sus colaboradores si aman a los otros, sino si
son amados por ellos; ahora bien, este amor no puede
ser una respuesta de amor hacia el apóstol pecador
como es. ¿Sería, pues, a pesar de la pantalla que opo-

196
ne el apóstol pecador, Cristo resucitado que obra ya? Un
poco del amor de Cristo vivo habría pasado a través de su
corazón y alcanzado al prójimo en la raíz última en la
que amaba, sin saberlo, a Cristo.

Mantener las tensiones apostólicas

Otro aspecto de la vida de Javier, es el mantener ten-


siones que caracterizan toda vida apostólica. Tensión en-
tre el sueño y lo real, que empuja sin cesar al apóstol
más allá de sí mismo y de lo que él ha comenzado a abra-
zar y a fundar, pero que le conserva fiel para desarrollar
todavía lo que ha sido adquirido. Tensión entre «el mun-
do y mi casa», que expresa concretamente la tensión pre-
cedente y obliga a revisar sin cesar los resultados obte-
nidos. Tensión entre la comunidad y la soledad, por la
que se purifica la presencia ante los demás, aunque, por
ejemplo, debiera esperar pacientemente el correo de Eu-
ropa durante 32 meses, después 24, después 21, y en fin
50 meses ¡cinco correos en diez años! Tensión entre la
obediencia cómoda, cuando uno está en contacto con su
superior, pero que se convierte en muda desde el momen-
to en que la distancia material separa a Javier de todos
y cede el lugar a la interrogación del Espíritu Santo. Ten-
sión entre la acción y las pasividades, es decir, las contra-
riedades debidas a los elementos (el mar de la tranqui-
lidad, el calor o el frío...), a los hombres (los políticos,
los colonos, los explotadores), a la lengua, a la enferme-
dad, a los repetidos fracasos. Tensión que se refleja en
la que une y separa la acción cotidiana y la oración en el
secreto de la noche, sin la que ningún hombre puede en-
contrarse fiel a la misión recibida de Dios. Tensión, en
fin, entre la firmeza y la delicadeza, la única que man-
tiene la relación entre el cielo y la tierra. Sin el valor
para mantener vivas y opuestas estas diversas tensiones,
¿habría podido abrir Javier el Extremo Oriente a la Bue-
na Noticia?

197
Actividad y pasividad

El abandono humano oprime a Javier, pero también le


empuja igualmente el amor de Cristo. ¡Qué peligro, para
el que no pone acordes estos dos amores, de entregarse
a una actividad que desconoce en definitiva su origen
propiamente divino! Francisco luchó contra la fiebre de
conquistador que tiende a hacer perder el sentido de lo
gratuito, y con ello, el sentido de la Redención en la cruz.
Sus contemporáneos lo han observado a menudo; las no-
ches de silencio y de combate místico están tal vez más
cargadas de sentido que la plena luz de la actividad. El
apóstol es un hombre que actúa en Dios, esto es evidente
a los ojos de Javier; pero su mensaje propio es que sólo
Dios obra en el apóstol. Entonces sobreviene la libertad
radical que da al hombre atento al Espíritu y a su soplo
la capacidad de inventar lo que el acontecimiento requie-
re de él. Así, el itinerario seguido no es tanto la conquis-
ta del mundo por el apóstol cuanto a través de ella, la
conquista del apóstol por Dios. Tras el hombre de acción,
está el que supo soportar la actividad divina. Francisco
recorre el mundo, pero cada día en su interior se ahonda
una soledad, o más bien brota la confianza absoluta. Sin
duda, «¿de qué le sirve al hombre ganar todo el mundo
si al final pierde su alma?»; pero al seguir a Cristo hasta
el final, llega a descubrir en una alegría continua, la Tri-
nidad que actúa en su vida y en el universo transfigura-
do por el Amor. El grano muere en la tierra y la cose-
cha está a punto.

P. X. Léon-Dufour, S.J.

198
RELACIÓN

DE SANTOS Y BEATOS DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS

L SANTOS — Según el orden del Calendario.


BEATOS — Según el orden del Calendario.

II. SANTOS — Según orden alfabético.


BEATOS — Según orden alfabético.

III. Breve cuadro estadístico.

P. P. Molinari, S.J.
I

SANTOS DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS


(Según el orden del Calendario General de la Compañía de Jesús)

Día de la
Día de la canoni- Día de
Nombre de los santos* muerte zación la fiesta

P. Joao de Brito, M. ** 4. 2.1693 22. 6.1947 4. 2

Mártires de Japón:
S. Pablo Miki 5. 2.1597 8. 6.1862 6. 2
S. Juan Soan (de Gotó). 5. 2.1597 8. 6.1862 6. 2
C. Santiago Kisai 5. 2.1597 8. 6.1862 6. 2
P. Pieter Canisius 21.12.1597 2 1 . 5.1925 27. 4
P. Andrzej Bobola, M 16. 5.1657 1 7 . 4.1938 16. 5
s. Luigi Gonzaga 21. 6.1591 31.12.1726 21. 6
p. Bernardino Realino 2. 7.1530 22. 6.1947 2. 7
p. Jean-Francois Régis 31.12.1640 16. 6.1737 2. 7
p. Francesco de Gerónimo ... 1 1 . 5.1716 26. 5.1839 2. 7
p. Ignacio de Loyola 31. 7.1556 12. 3.1622 31. 7
p. 8. 9.1654 15. 1.1888 9. 9
E. Roberto Bellarmino 1 7 . 9.1621 29. 6.1930 17. 9
P. Francisco de Borja 30. 9.1572 12. 4.1671 3.10

• Abreviaturas:M. = Mártir E . = Obispo P. = Sacerdote


S. = Escolar C. = Coadjutor.
** Los nombres propios de los Santos y Beatos se conservan en
su lengua original; esto, que puede causar estrañeza en algunos ca-
sos muy conocidos, como Pedro Canisio o los tres santos Jóvenes, tiene
la ventaja de señalar intuitivamente la universalidad de la Compa-
ñía y de sus ejemplos de santidad (sólo el nombre propio de los santos
y beatos Japoneses se pone en castellano, por aparecer en latín en
las historias).

201
Día de la
Nombre de los Santos Día de la canoni- Día de
muerte zación la fiesta

Mártires de América del Norte:


P. Jean de Brébeuf 16. 3.1649 29. 6.1930 19.10
P. Isaac logues 18.10.1646 29. 6.1930 19.10
C. Réné Goupil 29. 9.1642 29. 6.1930 19.10
C. Jean de La Lande ... 19.10.1646 29. 6.1930 19.10
P. Antoine Daniel 4. 7.1648 29. 6.1930 19.10
P. Gabriel Lalemant ... 17. 3.1649 29. 6.1930 19.10
P. Charles Garnier 7.12.1649 29. 6.1930 19.10
P. Noel Chabanel 8.12.1649 29. 6.1930 19.10
C. Alonso Rodríguez 31.10.1617 15. 1.1888 31.10
S. Stanislaw Kostka 15. 8.1568 31.12.1626 13.11
P Tose Pisnatelli 15.11.1811 12. 6.1954 14.11
S." Jan ffimans ... 13. 8.1621 15. 1.1888 26.11

Mártires de Inglaterra y Gales:

p. Edmund Campion ... 1.12.1581 25.10.1970 1.12


p. Robert Southwell ... 21. 2.1595 25.10.1970 1.12
p. Alexander Briant ... 1.12.1581 25.10.1970 1.12
p. Henry Walpole 7. 4.1595 25.10.1970 1.12
p. Nicholas Owen 2. 3.1606 25.10.1970 1.12
p. Thomas Garnet 23. 6.1608 25.10.1970 1.12
p. Edmund Arrowsmith ... 28. 8.1628 25.10.1970 1.12
p. Henry Morse 1. 2.1645 25.10.1970 1.12
p. Philip Evans 22. 7.1679 25.10.1970 1.12
p. David Lewis 27. 8.1679 25.10.1970 1.12
Francisco Javier 3.12.1552 12. 3.1622 3.12

202
BEATOS DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS
(Según el orden del Calendario General de la Compañía de Jesús)

Día de la
Nombre de los Beatos Día de la beatifi- Día de
muerte cación la fiesta

Mártires de Aubenas:
P. Jacques Sales 7 . 2.1593 6. 6.1926 19. 1
C Guillau. Saultemouche. 7 . 2.1593 6. 6.1926 19. 1
P. John Ogilvie, M 1 0 . 3.1615 22.12.1929 19. 1

Mártires de Kosice-Checoslovaquia:
P. Melchior Grodziecki ... 7 . 9.1619 15. 1.1905 19. 1
P. István Pongrácz 8. 9.1619 15. 1.1905 19. 1

Mártires de Brasil:
p. Inácio de Azevedo ... 15. 7.1570 11. 5.1854 19. 1
p. Diego de Andrade ... 15. 7.1570 11. 5.1854 19. 1
c. Francisco Alvares ... 15. 7.1570 11. 5.1854 19. 1
c. Gaspar Alvares 15. 7.1570 11. 5.1854 19. 1
c. Manuel Alvares 15. 7.1570 11. 5.1854 19. 1
c. Alonso de Baena 15. 7.1570 11. 5.1854 19. 1
S. Marcos Caldeira * ... 15. 7.1570 11. 5.1854 19. 1
s. Bento de Castro 15. 7.1570 11. 5.1854 19. 1
s. Antonio Correia * ... 15. 7.1570 11. 5.1854 19. 1
s. Luís Correia 15. 7.1570 11. 5.1854 19. 1
s. Aleixo Delgado * 15. 7.1570 11. 5.1854 19. 1
s. Nicolau Dinis * 15. 7.1570 11. 5.1854 19. 1
c. Gregorio Escrivano ... 15. 7.1570 11. 5.1854 19. 1
c. Antonio Fernandes *. 15. 7.1570 11. 5.1854 19. 1
c. Domingo Fernandes ... 15. 7.1570 11. 5.1854 19. 1
s. JoSo Fernandes I 15. 7.1570 11. 5.1854 19. 1
s. Joáo Fernandes II ... 15. 7.1570 11. 5.1854 19. 1
s. Manuel Fernandes ... 15. 7.1570 11. 5.1854 19. 1

(*) Se señalan con un asterisco los nombres de los Beatos que cierta-
mente eran novicios; de bastantes otros no se puede saber con cer-
teza histórica si habían terminado el noviciado o no.

203
Día de la
Nombre de los Beatos Día de la beatifi- Día de
muerte cación la fiesta

S. Pedro de Fontoura ... 15. 7.1570 11. 5.1854 19. 1


S. Artdré Goncalves 15. 7.1570 11. 5.1854 19. 1
S. Goncalo Henriques ... 15. 7.1570 11. 5.1854 19. 1
S. Simio Lopes 15. 7.1570 11. 5.1854 19. 1
S. Feo. de Magalháes* 15. 7.1570 11. 5.1854 19, 1
C. Juan de Mayorga 15. 7.1570 11. 5.1854 19. 1
S. Alvaro Mendes 15. 7.1570 11. 5.1854 19. 1
S. Pedro Nunes 15. 7.1570 11. 5.1854 19. 1
S. Manuel Pacheco 15. 7.1570 11. 5.1854 19. 1
S. Feo. Pérez Godoy * ... 15. 7.1570 11. 5.1854 19. 1
S. Diego Pires 15. 7.1570 11. 5.1854 19. 1
C. Brás Ribeiro * 15. 7.1570 11. 5.1854 19. 1
S. Manuel Rodrigues ... 15. 7.1570 11. 5.1854 19. 1
S. Fernando Sánchez ... 15. 7.1570 11. 5.1854 19. 1
S. Juan de San Martín *. 15. 7.1570 11. 5.1854 19. 1
S. Antonio Soares 15. 7.1570 11. 5.1854 19. 1
C. Amaro Vaz * 15. 7.1570 11. 5.1854 19. 1
C. Juan de Zafra * 15. 7.1570 11. 5.1854 19. 1
C. Esteban Zuraire [aut:
Zudaire] 15. 7.1570 11. 5.1854 19. 1
Cand. Ioao «Adauctus» ... 15. 7.1570 11. 5.1854 19. 1
S. Luís Rodrigues * ( + ) . 15. 7.1570 11. 5.1854 19. 1
C. Simao da Costa* ... 16. 7.1570 11. 5.1854 19. 1

Mártires de la Revolución Francesa:

p. Jacques-Jules Bonnaud. 2. 9.1792 17.10.1926 19. 1


p. Francois Balmain 2. 9.1792 17.10.1926 19. 1
p. Charles-Iérémie Béraul
2. 9.1792 17.10.1926 19. 1
p. Claude Cayx-Dumas ... 2. 9.1792 17.10.1926 19. 1
p. Jean Charton de Millou 2. 9.1792 17.10.1926 19. 1
p. Guillaume Delfaud ... 2. 9.1792 17.10.1926 19. 1
p. Jacques Friteyre-Durvé 2. 9.1792 17.10.1926 19. 1
p. Claude-Francois Gagnié-
res des Granges 2. 9.1792 17.10.1926 19. 1
p. Claude - Antoine-Raoul
2. 9.1792 17.10.1926 19. 1
p. Mathurin-Nicolas de La
Ville-Crohain 2. 9.1792 17.10.1926 19. 1

(*) El Novicio Escolar Luis Rodríguez murió ciertamente por la


re Junto con los demás. S u nombre fue omitido, por error, en algunas
listas antiguas enviadas a Roma desde Portugal.

204
Día de la
Nombre de los Beatos Día de la beatifi- Día de
muerte cación la fiesta

p. Charles-Franc. Le Gué 2. 9.1792 17.10.1926 19. 1


p. Vincent-Joseph Le Rous­
seau 2. 9.1792 17.10.1926 19. 1
p. Louis Thomas-Bonnote. 2. 9.1792 17.10.1926 19. 1
p. Francois Vareilhe - Du-
teil 2. 9.1792 17.10.1926 19. 1
p. Réné-Marie Andrieux 3. 9.1792 17.10.1926 19. 1
p. Jean - Francois - M. Be-
noit-Vourlat 3. 9.1792 17.10.1926 19. 1
p. Pierre Guérin du Ro-
3. 9.1792 17.10.1926 19. 1
p. Robert-Francois Guérin
du Rocher 3. 9.1792 17.10.1926 19. 1
p. Eloi Herque du Roule. 3. 9.1792 17.10.1926 19. 1
p. Jean-Antoine Seconds. 3. 9.1792 17.10.1926 19. 1
p. Nicolas-Marie Verrón. 3. 9.1792 17.10.1926 19. 1
p. Francois-Hyacinthe Le
4. 9.1792 17.10.1926 19. 1
p. Alexandre-Charles- Ma-
rie Lanfant 5. 9.1792 17.10.1926 19. 1

Mártires de Salsette:

p. Rodolfo Acquaviva ... 25. 7.1583 30. 4.1893 4. 2


c . Francisco Aranha ... 25. 7.1583 30. 4.1893 4. 2
p. Pietro Berno 25. 7.1583 30. 4.1893 4. 2
p. Antonio Francisco ... 25. 7.1583 30. 4.1893 4. 2
p. Alonso Pacheco 25. 7.1583 30. 4.1893 4. 2

írtires de Japón:

P. Francisco Pacheco ... 20. 6.1626 7. 7.1867 4. 2


P. 10. 9.1622 7. 7.1867 4. 2
P. Joáo Baptista Maciado. 22. 5.1617 7. 7.1867 4. 2
C. Leonardo Kimura ... 18.11.1619 7. 7.1867 4. 2
C. Ambrosio Fernandes ... 7. 1.1620 7. 7.1867 4. 2
C. Augustín Ota 10. 8.1622 7. 7.1867 4. 2
s. Tomás Akaboshi 10. 9.1622 7. 7.1867 4. 2
s . Ludovico Kawara 10. 9.1622 7. 7.1867 4. 2
s. 10. 9.1622 7. 7.1867 4. 2
P. Sebastián Kimura ... 10. 9.1622 7. 7.1867 4. 2
s. Juan Kingocu 10. 9.1622 7. 7.1867 4. 2
s . Antonio Kyúni 10. 9.1622 7. 7.1867 4. 2

205
Día de la
Nombre de los Beatos Día de la beatifi- Día de
muerte cación la fiesta

S. Pedro Sampo 10. 9.1622 7. 7.1867 4. 2


S. Miguel Saitó 10. 9.1622 7. 7.1867 4. 2
P. Camillo Costanzo 15. 9.1622 7. 7.1867 4. 2
C. Dionisio Fugiscima ... 1.11.1622 7. 7.1867 4. 2
P. Pietro Paolo Navarra ... 1.11.1622 7. 7.1867 4. 2
C. Pedro Onizzuca San-
1.11.1622 7. 7.1867 4. 2
P. Girolamo De Angelis ... 4.12.1623 7. 7.1867 4. 2
C. Simón Yempo 4.12.1623 7. 7.1867 4. 2
P, Diego Carvalho 22. 2.1624 7. 7.1867 4. 2
P. Miguel Carvalho 25. 8.1624 7. 7.1867 4. 2
C. Vicente Caun 20. 6.1626 7. 7.1867 4. 2
P. Baltasar De Torres ... 20. 6.1626 7. 7.1867 4. 2
20. 6.1626 7. 7.1867 4. 2
C. Pedro Rinscei 20. 6.1626 7. 7.1867 4. 2
C. Gaspar Sadamatzu ... 20. 6.1626 7. 7.1867 4. 2
C. Miguel Tozó 20. 6.1626 7. 7.1867 4. 2
C. Pablo Xinsuki 20. 6.1626 7. 7.1867 4. 2
P. Giambattista Zola ... 20. 6.1626 7. 7.1867 4. 2
P. Tomás Tzuji 7. 9.1627 7. 7.1867 4. 2
C. Miguel Nacascima ... 25.12.1628 7. 7.1867 4. 2
P. Antonio Ixida 3. 9.1632 7. 7.1867 4. 2

p. Jacques Berthieu, M 8. 6.1896 17.10.1965 4. 2

Mártires de China:

P. Léon-Ignacio Mangin... 20. 7.1900 17. 4.1955 4. 2


P. Modeste Andlauer ... 19. 6.1900 17. 4.1955 4. 2
P. Rémy Isoré 19. 6.1900 17. 4.1955 4. 2
P. Paul Denn 20. 7.1900 17. 4.1955 4. 2
P. Claude La Colombiére ... 15. 2.1682 16. 6.1929 15. 2
P. Julien Maunoir 28. 1.1683 20. 5.1951 2. 7
P Antonio Baldinucci 7.11.1717 16. 4.1893 2. 7
P. Pierre Favre 1. 8.1546 5. 9.1872 2. 8

Mártires de Río de la Plata:


P. Roque González de San-
15.11.1628 28. 1.1934 16.11
P. Alonso Rodríguez ... 15.11.1628 28. 1.1934 16.11
P. Juan del Castillo 17.11.1628 28. 1.1934 16.11

206
Día de la
Nombre de los Beatos Día de la beatifi- Día de
muerte cación la fiesta

Mártires de Inglaterra y Gales:

p. Thomas Woodhouse ... 19. 6.1573 29.12.1886 1.12


P. John Nelson 3. 2.1578 29.12.1886 1.12
p. Thomas Cottam 30. 5.1582 29.12.1886 1.12
p. John Cornelius 4. 7.1594 15.12.1929 1.12
p. Francis Page 20. 4.1602 15.12.1929 1.12
c. Ralph Ashley 7. 4.1606 15.12.1929 1.12
p. Edward Oldcorne ... 7. 4.1606 15.12.1929 1.12
p. Thomas Holland 12.12.1642 15.12.1929 1.12
p. Ralph Corby (veré Cor-
bington) 7. 9.1644 15.12.1929 1.12
p. Peter Wright 19. 5.1651 15.12.1929 1.12
p. William Ireland (veré
Iremonger) 24. 1.1679 15.12.1929 1.12
P. John Fenwisk {veré Cald-
well) 20. 6.1679 15.12.1929 1.12
P. John Gavan 20. 6.1679 15.12.1929 1.12
P. William Harcourt (veré
Barrow) 20. 6.1679 15.12.1929 1.12
P. Thomas Whitbread ... 20. 6.1679 15.12.1929 1.12
P. Anthony Turner 30. 6.1679 15.12.1929 1.12

207
II

SANTOS DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS


(según orden alfabético)

Día
Nombre de los Santos de la Cualidad
fiesta

ARROWSMITH, Edmund ... 1.12 Sacerdote, Mártir (v. MM. de


Inglaterra y Gales).
BELLARMINO, Roberto ... 17. 9 Obispo.
BERCHMANS, Jan 26.11 Escolar.
BOBOLA, Andrzej 16. 5 Sacerdote, Mártir.
BORJA, Francisco de 3.10 Sacerdote.
BRÉBEUF, Jean de 19.10 Sacerdote Mártir (v. MM. de
América del Norte).
BRIANT, Alexander 1.12 Sacerdote, Mártir (v. MM. de
Inglaterra y Gales).
BRITO, Joao de 4. 2 Sacerdote, Mártir.
CAMPION, Edmund 1.12 Sacerdote, Mártir (v. MM. de
Inglaterra y Gales).
CANISIUS, Pieter 27. 4 Sacerdote.
CHABANEL, Noel 19.10 Sacerdote, Mártir (v. MM. de
América del Norte).
CLAVER, Pedro 9. 9 Sacerdote.
DANIEL, Antoine 19.10 Sacerdote, Mártir (v. MM. de
América del Norte).
EVANS, Philip 1.12 Sacerdote, Mártir (v. MM. de
Inglaterra y Gales).
GARNET, Thomas 1.12 Sacerdote, Mártir (v. MM. de
Inglaterra y Gales).
GARNIER, Charles 19.10 Sacerdote, Mártir (v. MM. de
América del Norte.
GERÓNIMO, Francesco de .. 2. 7 Sacerdote.
GONZAGA, Luigi 21. 6 Escolar.
GOUPIL, Réné 19.10 Coadjutor, Mártir (v. MM. de
América del Norte).

208
Día
Nombre de los Santos de la Cualidad
fiesta

JAVIER, Francisco 3.12 Sacerdote.


19.10 Sacerdote, Mártir (v. MM. de
JOGUES, Isaac América del Norte).
6. 2 Coadjutor, Mártir (•. MM. de
KISAI, Santiago Japón).
13.11 Escolar.
KOSTKA, Stanislaw 19.10 Sacerdote, Mártir (v. MM. de
América del Norte).
LALEMANT, Gabriel 19.10 Coadjutor, Mártir (v. MM. de
América del Norte).
LA LANDE, Jean de 1.12 Sacerdote, Mártir (T. MM. de
Inglaterra y Gales).
LEWIS, David 31. 7 Sacerdote.
6. 2 Escolar, Mártir (v. MM. de
LOYOLA, Ignacio de ... ... Japón).
1.12 Sacerdote, Mártir (v. MM. de
MIKI, Pablo Inglaterra y Gales).
1.12 Coadjutor, Mártir (v. MM. de
MORSE, Henry Inglaterra y Gales).
14.11 Sacerdote.
OWEN, Nicholas 2. 7 Sacerdote.
2. 7 Sacerdote.
PIGNATELLI, José 31.10 Coadjutor.
REALINO, Bernardino 6. 2 Escolar, Mártir (v. MM. de
REGÍS, Jean-Prancois Japón).
RODRÍGUEZ, Alonso 1.12 Sacerdote, Mártir (T. MM. de
SOAN, Juan (de Gotó) Inglaterra y Gales).
SOUTHWELL, Robert 1.12 Sacerdote, Mártir (v. MM. de
WALPOLE, Henry Inglaterra y Gales).

209
BEATOS DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS
(según orden alfabético)

Día
Nombre de los Beatos de la Cualidad
fiesta

ACQUAVIVA, Rodolfo ... 4. 2 Sacerdote, Mártir (v. MM. de


Salsette).
AKABOSI, Tomás 4. 2 Escolar, Mártir (v. MM. de
Japón).
ALVARES, Francisco 19. 1 Coadjutor, Mártir (v. MM. de
Brasil.
ALVARES, Gaspar 19. I Coadjutor, Mártir (v. MM. de
Brasil).
ALVARES, Manuel 19. 1 Coadjutor, Mártir (v. MM, de
Brasil).
ANDLAUER, Modeste 4. 1 Sacerdote, Mártir (v. MM. de
China).
ANDRADE, Diego de 19. 1 Sacerdote, Mártir (v. MM. de
Brasil).
ANDRIEUX, Réné - Marie ... 19. 1 Sacerdote, Mártir (v. MM. de
la Revolución Francesa).
ARANHA, Francisco 4. 2 Coadjutor, Mártir (v. MM. de
Salsette).
ASHLEY, Ralph ... 1.12 Coadjutor, Mártir (v. MM. de
Inglaterra y Gales).
AZEVEDÓ, Inácio de 19. 1 Sacerdote, Mártir (v. MM. de
Brasil).
BAENA, Alonso de 19. I Coadjutor, Mártir (v. MM. de
Brasil).
BALDINUCCI, Antonio ... 2. 7 Sacerdote.
BALMAIN, Francois 19. 1 Sacerdote, Mártir (v. MM. de
la Revolución Francesa).
BENOIT - VOURLAT, Jean-
Francois-Marie 19. 1 Sacerdote, Mártir (v. MM. de
la Revolución Francesa).
BERAULD DU P E R O U ,
Charles-Jérémie 19. 1 Sacerdote, Mártir (v. MM. de
la Revolución Francesa).
BERNO, Pietro 4. 2 Sacerdote, Mártir (v. MM. de
Salsette).
BERTHIEU, Jacques 4. 2 Sacerdote, Mártir.
BONNAUD, Jacques-Jules ... 4. 2 Sacerdote, Mártir (v. MM. de
la Revolución Francesa).

210
Día
Nombre de los Beatos de la Calificación
fiesta

CALDEIRA, Marcos 19. 1 Escolar, Mártir (v. MM. de


Brasil).
CARVALHO, Diego 4. 2 Sacerdote, Mártir (v. MM. de
Japón).
CARVALHO, Miguel 4. 2 Sacerdote, Mártir (v. MM. de
Japón).
CASTILLO, Juan del 16.11 Sacerdote, Mártir (v. MM. de
Río de la Plata).
19. 1 Escolar, Mártir (v. MM. de
Brasil).
CAUN, Vincente 4. 2 Coadjutor, Mártir (v. MM. de
Japón).
CAYX-DUMAS, Claude ... 19. 1 Sacerdote, Mártir (v. MM. de
la Revolución Francesa).
CHARTON D E MILLOU,
19. 1 Sacerdote, Mártir (v. MM. de
la Revolución Francesa).
CORBY (veré CORBING-
TON), Ralph 1.12 Sacerdote, Mártir (v. MM. de
Inglaterra y Gales).
CORNELIUS, John 1.12 Sacerdote, Mártir (v. MM. de
Inglaterra y Gales);
CORREIA, Antonio 19. 1 Escolar, Mártir (v. MM. de
Brasil).
19. 1 Escolar, Mártir (v. MM. de
Brasil).
COSTA, Simao da 19. 1 Coadjutor, Mártir (v. MM. de
Brasil).
COSTANZO, Camillo 4. 2 Sacerdote, Mártir (v. MM. de
Japón).
COTTAM, Thomas 1.12 Sacerdote, Mártir (v. MM. de
Inglaterra y Gales).
DE ANGELIS, Girolamo ... 4. 2 Sacerdote, Mártir (v. MM. 4e
Japón).
DELFAUD, Guillaume 19. 1 Sacerdote, Mártir (v. MM. de
la Revolución Francesa).
DELGADO, Aleixo ... 19. 1 Escolar, Mártir (v. MM. de
Brasil).
DENN, Paul 4. 2 Sacerdote, Mártir (v. MM. de
China).
DE TORRES, Baltasar 4. 2 Sacerdote, Mártir (v. MM. de
Japón).
DINIS, Nicolau 19. 1 Escolar, Mártir (v. MM. de
Brasil).

211
Día
Nombre de los Beatos de la Cualidad
fiesta

ESCRIVANO, Gregorio ... 19. 1 Coadjutor» Mártir (v. MM. de


Brasil).
FAVRE, Pierre 2. 8 Sacerdote.
FENWIC (veré CALD
WELL), John 1.12 Sacerdote, Mártir (v. MM. de
Inglaterra y Gales).
FERNANDES, Ambrosio ... 4. 2 Coadjutor, Mártir (v. MM. de
Japón).
FERNANDES, Antonio ... 19. 1 Coadjutor, Mártir (v. MM. de
Brasil).
FERNANDES, Domingo ... 19. 1 Coadjutor, Mártir (v. MM. de
Brasil).
FERNANDES, Ioáo I 19. 1 Escolar, Mártir (v. MM. de
Brasil).
FERNANDES, Ioáo II 19. 1 Escolar, Mártir (v. MM. de
Brasil).
FERNANDES, Manuel 19. 1 Escolar, Mártir (•. MM. de
Brasil).
FONTOURA, Pedro de ... 19. 1 Escolar, Mártir (v. MM. de
Brasil).
FRANCISCO, Antonio 4. 2 Sacerdote, Mártir (v. MM. de
Salsette).
FRITEYRE-DURVE, Jacques 19. 1 Sacerdote, Mártir (v. MM. de
la Revolución Francesa).
FUGISCIMA, Dionisio 4. 2 Coadjutor, Mártir (v. MM. de
Japón).
FUSAI, Gonzalo 4. 2 Escolar, Mártir (v. MM. de
Japón).
GAGNIERES DES GRAN-
Sacerdote, Mártir (v. MM. de
GES, Claude-Francois ... 19. 1 la Revolución Francesa).
Sacerdote, Mártir (v. MM. de
GAVAN, John 1.12 Inglaterra y Gales).
Escolar, Mártir (v. MM. de
GONCALVES, André 19. 1 Brasil).

GONZÁLEZ DE SANTA Sacerdote, Mártir (v. MM. de


Río de la Plata).
CRUZ, Roque 16.11 Sacerdote, Mártir (v. MM. de
Kosice).
GRODZIECKI, Melchjor ... 19. 1
Sacerdote, Mártir (v. MM. de
GUERIN DE R O C H E R , la Revolución Francesa).
Pierre 19. 1 Sacerdote, Mártir (v. MM. de
GUERIN DU R O C H E R , la Revolución Francesa).
Robert-Francois 19. 1
212
Día
Nombre de los Santos de la Cualidad
fiesta

HARCOURT (veré BA-


RROW), William 1.12 Sacerdote, Mártir (v. MM. de
Inglaterra y Gales).
HENRIQUES, Goncalo 19. 1 Escolar, Mártir (v. MM. de
Brasil).
HERQUE DU ROULE, Eloi. 19. 1 Sacerdote, Mártir (v. MM. de
la Revolución Francesa).
HOLLAND, Thomas 1.12 Sacerdote, Mártir (v. MM. de
Inglaterra y Gales).
IOAO «ADAUCTUS» 19. 1 Candidato, Mártir (v. MM. de
Brasil).
IRELAND (veré IREMON-
GER), William 1.12 Sacerdote, Mártir (v. MM. de
Inglaterra y Gales).
ISORE, Rémy 4. 2 Sacerdote, Mártir (v. MM. de
China).
IXIDA, Antonio 4. 2 Sacerdote, Mártir (v. MM. de
Japón).
KAWARA, Ludovico 4. 2 Escolar, Mártir (v. MM. de
Japón).
KIMURA, Leonardo 4. 2 Coadjutor, Mártir (v. MM. de
Japón).
KIMURA, Sebastián 4. 2 Sacerdote, Mártir (v. MM. de
Japón).
KINGOCU, Juan 4. 2 Escolar, Mártir (v. MM. de
Japón).
KINSACO, Juan 4. 2 Coadjutor, Mártir (v. MM. de
Japón).
KYUNI, Antonio 4. 2 Escolar, Mártir (v. MM. de
Japón).
LA COLOMBIERE, Claude. 15. 2 Sacerdote.
LANFANT, Alexandre-Char-
les-Marie 19. 1 Sacerdote, Mártir (v. MM. de
la Revolución Francesa).
LAPORTE, Claude-Antoine-
Raoul 19. 1 Sacerdote, Mártir (v. MM. de
la Revolución Francesa).
LA VTLLE - CROHAIN, Ma-
thuria-Nicolas de 19. 1 Sacerdote, Mártir (v. MM. de
la Revolución Francesa).
LE GUE, Charles-Francois ... 19. 1 Sacerdote, Mártir (v. MM. de
la Revolución Francesa).
LE LIVEC, Francois-Hyacin-
the 19. 1 Sacerdote, Mártir (v. MM. de
la Revolución Francesa).

213
Día
Nombre de los Beatos de la Cualidad
fiesta

LE ROUSSEAU, Vincent-Jo-
seph 19. 1 Sacerdote, Mártir (v. MM. de
la Revolución Francesa).
LOPES, SimSo 19. 1 Escolar, Mártir (v. MM. de
Brasil).
MACIADO, Joao Baptista ... 4. 2 Sacerdote, Mártir (v. MM. de
Japón).
MAGALHÁES, Francisco de 19. 1 Escolar, Mártir (v. MM. de
Brasil).
MANGIN, Léon-Ignace ... 4. 2 Sacerdote, Mártir (v. MM. de
China).
MAUNOIR, Julien 2. 7 Sacerdote.
MAYORGA, Juan de 19. 1 Coadjutor, Mártir (v. MM. de
Brasil).
MENDES, Alvaro, ... 19. 1 Escolar, Mártir (v. MM. de
Brasil).
NACASCIMA, Miguel 4. 2 Coadjutor, Mártir (v. MM. de
Japón).
NAVARRA, Pietro Paolo ... 4. 2 Sacerdote, Mártir (v. MM. de
Japón).
NELSON, John 1.12 Sacerdote, Mártir (v. MM. de
Inglaterra y Gales).
NUNES, Pedro 19. 1 Escolar, Mártir (v. MM. de
Brasil).
OGILVIE, John 19. 1 Sacerdote, Mártir.
OLDCORNE, Edward 1.12 Sacerdote, Mártir (v. MM. de
Inglaterra y Gales).
ONIZZUCA SANDAJU, Pe­
dro 4. 2 Coadjutor, Mártir (v. MM. de
Japón).
OTA, Augustín 4. 2 Coadjutor, Mártir (•. MM. de
Japón).
PACHECO, Alonso 4. 2 Sacerdote, Mártir (v. MM. de
Salsette)
PACHECO, Francisco 4. 2 Sacerdote, Mártir (v. MM. le
Japón).
PACHECO, Manuel 19. 1 Escolar, Mártir (v. MM. de
Brasil).
PAGE, Francis 1.12 Sacerdote, Mártir (v. MM. de
Inglaterra y Gales).
PÉREZ, GODOY, Francisco. 19. 1 Escolar, Mártir (v. MM. de
Brasil).
PIRES, Diego 19. 1 Escolar, Mártir (v. MM. de
Brasil).

214
Día
Nombre de los Santos de ta Cualidad
fiesta

PONGRÁCZ, István 19. 1 Sacerdote, Mártir (v. MM. de


Kosice).
RIBEIRO, Brás 19. 1 Coadjutor, Mártir (v. MM. de
Brasil).
RINSCEI, Petrus 4. 2 Coadjutor, Mártir (v. MM. de
Japón).
RODRIGUES, Luis 19. 1 Escolar, Mártir (v. MM. de
Brasil).
RODRIGUES, Manuel 19, 1 Escolar, Mártir (v. MM. de
Brasil).
RODRÍGUEZ, Alonso 16.11 Sacerdote, Mártir (v. MM. de
Río de la Plata).
SADAMATZU, Gaspar 4. 2 Coadjutor, Mártir (v. MM. de
Japón).
SAITÓ, Miguel 4. 2 Escolar, Mártir (v. MM. de
Japón).
SALES, Jacques 19. 1 Sacerdote, Mártir (v. MM. de
Aubenas).
SAMPO, Pedro 4. 2 Escolar, Mártir (v. MM. de
Japón).
SÁNCHEZ, Fernando 19. 1 Escolar, Mártir (v. MM. de
Brasil).
SAN MARTIN, Juan de ... 19. 1 Escolar, Mártir (v. MM. de
Brasil).
S A U L T E M O U C H E , Gul
llaume 19. 1 Coadjutor, Mártir (v. MM. de
Aubenas).
SECONDS, Jean-Antoine ... 19. 1 Sacerdote, Mártir (v. MM. de
la Revolución Francesa).
SOARES, Antonio 19. 1 Escolar, Mártir (v. MM. de
Brasil).
SPINOLA, Cario 4. 2 Sacerdote, Mártir (v. MM. de
Japón).
THOMAS - B O N N O T T E ,
Louis 19. 1 Sacerdote, Mártir MM. de
la Revolución Francesa).
TOZO, Miguel 4. 2 Coadjutor, Mártir (v. MM. de
Japón).
TURNER, Anthony 1.12 Sacerdote, Mártir (T. MM. de
Inglaterra y Gales).
TZUJI, Tomás 4. 2 Sacerdote, Mártir (v. MM. de
Japón).
VAREILHE-DUTEIL, Fran-
cois 19. 1 Sacerdote, Mártir (v. MM. de
la Revolución Francesa).
215
Nombre de los Beatos Día de Cualidad
la fiesta

VAZ, Amaro 19. 1 Coadjutor, Mártir (v. MM. de


Brasil).
VERRÓN, Nicolas-Marie ... 19. 1 Sacerdote, Mártir (v. MM. de
la Revolución Francesa).
WHITBREAD, Thomas ... 1.12 Sacerdote, Mártir (v. MM. de
Inglaterra y Gales).
WOODHOUSE, Thomas ... 1.12 Sacerdote, Mártir (v. MM. de
Inglaterra y Gales).
WRIGHT, Peter 1.12 Sacerdote, Mártir (v. MM. de
Inglaterra y Gales).
XINSUKI, Pablo 4. 2 Coadjutor, Mártir (v. MM. de
Japón).
YEMPO, Simón 4. 2 Coadjutor, Mártir (v. MM. de
Japón).
ZAFRA, Juan de 19. 1 Coadjutor, Mártir (v. MM. de
Brasil).
ZOLA, Giambattista 4. 2 Sacerdote, Mártir (v. MM. de
Japón).
ZURAIRE ( o u t: Zudaire),
Esteban 19. 1 Coadjutor, Mártir (v. MM. de
Brasil).

216
III

BREVE CUADRO ESTADÍSTICO DE LOS SANTOS Y BEATOS


DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS

de los cuales fueron


Santos Mártires
Obispo 1 —
Sacerdotes . . 2 6 17
Escolares ... 5 2
Coadjutores. 5 4
37 23

de los cuales fueron


Beatos Mártires
Sacerdotes .. 73 69
Escolares ... 31 31
Coadjutores. 29 29
Candidato ... 1 1
134 130

217
ÍNDICE

Págs.

INTRODUCCIÓN 5
1. Solemnidad de la Santa Madre de Dios, María e
Imposición del Nombre de Jesús, Titular de la Com-
pañía de Jesús (P. J. Feder, S. J.) 7
2. Beatos Santiago Sales y Guillermo Saltamoquio
(P. A. Noche, S. J.) 11
3. Beato Juan Ogilvie (P. J. Quinn, S. J.) 15
4. Beatos Melchor Grodziecki e I«rán Pongrácz
(P. F. Nagy, S. J.) ... 19
5. Beato Ignacio de Acevedo y treinta y nueve compañe-
ros Mártires (P. D. Mauricio, S. J.) 23
6. Beatos Santiago Bonnaud y compañeros Mártires
(P. R. Ravinel, S. J.) 29
7. San Juan de Brito (P. D. Mauricio, S. J.) 33
8. Beato Rodolfo Acquaviva y sus cuatro compañeros
de martirio (P. J. Wicki, S. J.) 41
9. Beato Francisco Pacheco y compañeros Mártires del
Japón (P. D. Mauricio, S. J.) 47
10. Beato Carlos Spinola y compañeros (P. H. Cieslik, S. J.) 51
11. Beato Santiago Berthieu (Mons. V. Sartre, S. J.) ... 57
12. Beato León-Ignacio Mangin (P. J. Shih, S. J.) 61
13. San Pablo Miki y sus compañeros (P. P. Pfister, S. J.) 67
14. Beato Claudio de la Colombiére (P. G. Bottereau, S. J.) 73
15. María, Madre de la Compañía de Jesús (P. P. Arra-
pe, S. J.) 77
16. San Pedro Canisio (P. B. Schneider, S. J.) 85
17. San Andrés Bobola (P. J.-M. Szymusiak, S. J.) 91
18 San Luis Gonzaga (P. P. Molinari, S. J.) 95
19. San Bernardino Realino (P. M. Gioia, S. J.) 99
20. San Juan-Francisco Régis (P. J.-M. Lacroix, S. J.) ... 103
21. San Francisco de Jerónimo (P. M. Gioia, S. J.) 107
22. Beato Julián Maunoir (P. H. Marsille, S. J.) 111
23. Beato Antonio Baldinucci (P. A. Ceccarelli, S. J.) ... 115
24. San Ignacio de Loyola (P. G. Dumeige, S. J.) 119
25. Beato Pedro Fabro (P. C. Morel, S. J.) 127
26. San Pedro Claver (P. A. Valtierra, S. J.) 133
27. San Roberto Belarmino (P. I. Iparraguirre, S. J.) ... 139

219
Págs.

28. San Francisco de Borja (P. C. de Dalmases, S. J.) ... 145


29. Santos Juan de Brébeuf, Isaac logues y compañeros
Mártires (P. R. Latourelle, S. J.) 151
30. San Alonso Rodríguez (P. C. Gavina, S. J.) 157
31. Fiesta de todos los de la Compañía de Jesús que están
con Cristo en la gloria (P. P. Molinari, S. J.) 165
32. San Estanislao de Kostka (P. J.-M. Szymusiak, S. J.) 171
33. San José Pignatelli (P. M. Batllori, S. J.) 173
34. Beato Roque González de Santa Cruz y compañeros
Mártires (P. A. Ibáñez Padilla, S. J.) 177
35. San Juan Berchmans (P. J. Windey, S. J.) 181
36. Santos Edmundo Campion, Roberto Southwell y com-
pañeros (P. J. Walsh, S. J.) 185
37. San Francisco Javier (P. X. León-Dufour, S. J.) 193
Relación de Santos y Beatos de la Compañía de Jesús:
I. Según el orden del Calendario General de la Compa-
ñía de Jesús 201
II. Según orden alfabético 208
III. Breve cuadro estadístico 217

220

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