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Carlos Mayo, “Los estancieros”, en Estancia y sociedad en la pampa, 1740-1820,

Buenos Aires, Biblos, Cap. II, pp. 51-69

[51] En la mayoría de las regiones que han sido estudiadas de la América


española colonial, los hacendados han sido descriptos como adinerados y poderosos
miembros de la élite.1
La visión tradicional de las relaciones sociales en la pampa colonial, sostenida
hasta hace poco por la mayoría de los historiadores, también proclamaba la existencia
de una clase estanciera poderosa y rica en la Buenos Aires prerrevolucionaria. Miguel
Cárcano describía una estructura colonial agraria dominada por latifundios y una clase
adinerada de estancieros compuesta por burócratas, comerciantes y militares.2 Prudencio
C. Mendoza, a fines de la década de 1920, también nos habla de un campo donde
grandes poseedores de animales y poderosos hacendados eran la norma. Si bien
Mendoza reconocía la existencia de pequeñas estancias, consideraba el latifundio como
la forma predominante de explotación agraria. Así dividía a la sociedad rural en dos
estratos separados y, contrapuestos: en la cima los ricos estancieros, y los pobres, los
gauchos y los indios en la base.3 La misma visión del latifundio [52] colonial ronda en
el reciente estudio de Richard Slatta sobre el gaucho.4
¿Cómo se desarrollaron estas grandes estancias? Aparentemente por la
progresiva acumulación de suertes de estancias en unas pocas manos. Sólo un pequeño
grupo de propietarios influyentes, se afirmaba, tenía títulos legales sobre sus tierras.5
Así, una poderosa clase de estancieros, la mayoría de ellos ausentistas, había surgido al
final del periodo virreinal.6
Tulio Halperin Donghi fue el primer historiador de nota que desafió, al pasar, la
versión dominante. Advirtió, así, que el status del hacendado a fines del siglo XVIII no
era tan importante como lo sería en los años anteriores a la independencia; la era de oro
de los hacendados vino sólo después de 1820 con la expansión de la frontera del
ganado.7 Sin embargo no hay pruebas significativas para sostener esta visión menos
grandiosa del estanciero porteño colonial. La razón de la falta de base empírica es
evidente: los estancieros coloniales como grupo social todavía permanecen en las
sombras. Relativamente poco ha sido escrito sobre ellos y mucho de lo que ha sido
publicado trata solamente sobre la historia de su gremio, la Junta de Hacendados.8
Todavía nos falta un estudio comprensivo de sus actitudes y de la dinámica interna del
sector estanciero colonial en un nivel regional, una carencia que este capítulo apunta a
remediar. Al analizar a los estancieros abordaré sus orígenes regionales, el grado de
educación, sus pautas de casamiento, sus inversiones y patrones de residencia, sus
actividades cotidianas, sus estilos de vida, sus relaciones con la Iglesia, y finalmente la
extensión de su poder.
Este capítulo está basado en una muestra de 249 estancieros, tomada de
testamentos y sucesiones. Si bien tenemos información acerca de sus propiedades e
inversiones para todo el grupo, sólo pude [53] obtener datos seguros sobre las vidas
personales de 115 de ellos. También consulté censos coloniales, obras de viajeros y
diccionarios biográficos. Siguiendo el uso que prevalecía en el período colonial he
considerado como un estanciero a cualquiera que poseyera y explotara una estancia en
Buenos Aires.

PERFIL SOCIODEMOGRÁFICO
Durante las últimas décadas del período colonial, los estancieros de Buenos
Aires distaban de conformar una clase homogénea, por el contrario, conformaban un
sector bastante heterogéneo e internamente estratificado, debido en parte a los diferentes
grados de control que ejercían sobre los medios de producción, entre ellos, la tierra.
Algunos eran propietarios, otros arrendaban tierras ajenas u ocupaban predios de
poseedores desconocidos y no faltaban los que explotaban tierras fiscales. A pesar de
esa estratificación, las categorías de "estanciero", "criador" y, en menor medida
"hacendado" eran empleadas con una laxitud que no dejaba de irritar a los miembros
más acaudalados del grupo. El censo de la ciudad de Buenos Aires de 1778, por
ejemplo, incluye como estancieros a Nicolás Arriola y Matías Barragán, españoles, y a
Francisco Albarracín y Francisco Cortés, mestizos.9
¿Cuántos eran estos estancieros? El padrón de hacendados de 1789 arroja, para
los partidos de Areco, Pilar y Magdalena, un total de 577 criadores.10 Se ha estimado en
seiscientos el número de criadores que abastece, a través de los canales legales, el
mercado porteño hacia 1792.11 El censo de 1815 registra un total de 1.469 estancieros
para toda la campaña bonaerense, los de Magdalena solamente habrían aumentado de 63
a 146 entre 1789 y 1815. En general el sector de grandes propietarios habría crecido
entre 1744 y el último de los años mencionados, pues, de constituir el 5% de la
población rural censada en 1744 trepó al 13,8% en 1815.12 Esa expansión de los
productores agropecuarios más fuertes no debe hacernos creer que en la pampa
prerrevolucionaria dominaba el latifundio y existía una poderosa clase terrateniente,
como se creía hasta ayer no más y sigue sosteniendo, contra toda evidencia, [55]
Eduardo Azcuy Ameghino y su equipo. En efecto, según ya vimos al tratar la estancia
colonial, cómo de una muestra de 88 estancias sólo veinte tenían un frente mayor a
3.000 varas y ocupaban, probablemente, una superficie mayor a una suerte de estancia.
Los datos del censo de hacendados de 1789 confirman este panorama caracterizado por
un nítido predominio de la pequeña y la mediana propiedad rural.
Como se desprende claramente del cuadro 1, el 89% de los hacendados censados
en los tres partidos poseen menos de una suerte de estancia (1.875 hectáreas) y por ende
no pueden producir más de noventa cueros al año. Azcuy Ameghino insiste, a partir de
engañosos porcentajes, en asegurarnos que un 1,8% de los propietarios controla el
53,6% de la tierra, pero nos enteramos de que toda ésta no rebasa las 375.000 hectáreas,
es decir, la superficie de lo que podría considerarse un solo latifundio. A cada
propietario le correspondería una media de apenas 1.415 hectáreas.13 Pero es en la
observación de la distribución del ganado, que era la inversión más elevada de una
estancia colonial, donde comprobamos hasta qué punto el predominio de los pequeños
propietarios parece evidente: un 9,9% de los propietarios no controlaba más del 36,7%
de los vacunos registrados en el censo. Si a ese total le sumáramos el del ganado vacuno
de los hacendados no propietarios (unos 378) la proporción de reses en manos de los
supuestos latifundistas sería aún menor.
La tenencia de la tierra de estancia estaba, pues, bastante subdividida y las
grandes explotaciones tendían a ser la excepción. No sólo eso: también la propiedad de
la tierra estaba bastante más difundida de lo que se creía. Casi el 46% de todos los
hacendados registrados en el padrón de 1789 tenían algún derecho legal sobre la tierra
que explotaban. El grado de posesión legal, por supuesto, variaba de pago en pago.
Limitado al 30% en Areco, se elevó al 76% en Magdalena.14 En mi muestra, 88
estancieros sobre un total de 134 eran propietarios de las tierras donde tenían su
estancia. La propiedad de la tierra —por lo menos el derecho reconocido a venderla y
dejarla en herencia— no era, tampoco, un privilegio privativo de los hacendados más
acomodados, también los medianos y pequeños ganaderos tenían derechos jurídicos
sobre la que ocupaban sus rebaños. Tal el caso de Juana Aragón, quien dejó en herencia
una fracción de tierras de estancia de apenas 112 varas de frente en Escobar.15
[56]

FAMILIA Y MATRIMONIO

Típicamente, en el proceso de convertirse en estancieros, la posesión de ganado


venía primero, y después la adquisición de tierras. En realidad, algunos estancieros
nunca lograron la propiedad de la tierra. Los padres legaban ganado a sus hijos cuando
se casaban, iniciándolos en los negocios. Antonio Romero, un ganadero de Magdalena,
le dio seiscientas cabezas de ganado a su hijo Lucas, y Félix Ramallo le cedió una
tropilla de ganado a su hijo Miguel.16 No se crea, empero, que esas transferencias de
ganado que los estancieros efectuaban a sus hijos eran el resultado poco menos que
automático de la fría previsión económica de un padre que pensaba en el futuro de sus
descendientes varones. Habilitar al hijo con ganado era también el resultado de una
preferencia afectiva por parte de un padre que además buscaba recompensar servicios
prestados por el vástago así como su fidelidad a la autoridad del jefe de la familia. No
todos los hijos varones recibían ese espaldarazo paterno.
El caso de los dos hijos del fuerte hacendado José Antonio Otarola, Felipe y José
Antonio, revela la suerte distinta que tendrían como herederos de aquél, fruto del lugar
bien contrapuesto que tenían en la estima y la confianza paternas. La correspondencia
cambiada entre Felipe y José Antonio Otarola con su padre, ya anciano y verdadero
patriarca de la familia, revela como pocas el entrelazamiento entre los negocios, los
afectos y las conductas en la vida privada de los estancieros porteños y no sólo de ellos,
por cierto.
Felipe era el hijo preferido de don José Antonio. Éste le había confiado la
administración de la estancia de Areco y no dejaba de expresarle su confianza y afecto.
En una misiva le escribe:

Mi amable Felipe, te ruego empeñes tu amor y tu honor en sacarme de las críticas


circunstancias en que me allo. Ya sabes que para progresar en mis obras he empeñado mi palabra
con Mariano de darle su livertad 425 pesos que debe pagar con su salario... cuyo único dinero
tenía separado y en las urgencias ya es menos. Es ese concepto te ruego otra vez me auxilies con
500 pesos ya sea sacrificando alguna hacienda o del modo que allares mejor a un pronto
remedio. Estas urgencias son hijas del amor pues yo me mantengo con la mayor economía.
Espero pues que el Señor que conoce mi intención te premiará en esta vida y en la futura a que
debemos aspirar por medio del cumplimiento de la ley santa. Remito los overos y con las
carretas te ruego me remitas dos bueyes gordos y sanos.
Tu padre que te ama de corazón.17

[57] "Te tengo conferidas ampliamente mis facultades", le recordaba en otra


18
carta. Estaba cada vez más claro para todos que don José Antonio había ungido a Felipe
como futuro patriarca y, por si cabe alguna duda, le escribe en otra misiva:

Te encargo mucho aproveches el tiempo que vive tu anciano padre pues as de serlo
después de mis días de toda ella dedicando toda tu atención y cuidado a tu madre... —La carta
termina en forma conmovedora—. Procura —le dice don Antonio a Felipe—venir en breve pues
estoy poseído de melancolía y desgano de comer. El señor todopoderoso te vendiga. Adiós mi
amado Felipe, tu padre José Antonio de Otarola.19

El otro hijo parecía el revés de Felipe, dispendioso, pedigüeño, improvisador;


había comprometido con su conducta indisciplinada el honor de los Otarola. Por las
pocas cartas que se conservan sabemos que José Antonio hijo vivía pidiendo auxilios
económicos a sus padres.
Mi muy venerado padre me ha sido muy sensible el no haber estado cuando V.M.
estuvo indispuesto pues de resulta de haberme robado unos caballos y unas muías (que es lo
único de que beo un real) me fui en seguimiento de ellos lo que hallé en los potreros de Candioti,
allí mismo los vendí y compré un poco de plata labrada la que mandé a Pepa con el Mozo, V.M.
las puede ber y servirse de lo que guste. Mando ber a Pepa y que venga Nicolás para traerla
porque en la ciudad erso no si es gastos y no tengo como soportarlos pues todo mi trigo se ha
perdido de suerte que en vestir la familia y los criados no sé dónde salga [el dinero] pues yo no
tengo más ingresos que mis muías. En este concepto suplico a V.M. me dé mil cabezas de
ganado para poner rodeo y no ser estanciero en el nombre que con el aviso de V.M. las tomaré de
donde V.M. le ordene a mi hermano Felipe. Yo estoy poco menos que en cueros y V.M. padre
mío sino ejercita su bondad en condescender a mi petición, no sé qué sería de mí.20

Don José Antonio no se deja engañar, "en todo falta a la verdad", anota al pie de
la misiva, "no hay tal robo... A la ciudad no baja porque es llamado de los jueces en esta
casa y sus acreedores de ventas de cueros cuyas obligaciones me han mostrado y
reconvenido".21 "Tomaré las medidas que él habrá de sentir y llorar sin remedio", le
confiaba a Felipe, "haciéndole ver la potestad de padre que la(s) ley(es) de la naturaleza
y humanas me conceden."22
Así, pues, cuando llegó la hora de disponer de sus bienes don José Antonio
tendría reservado un lugar bien distinto a los dos hermanos. A Felipe le cedió la
propiedad de la estancia de Areco "en consideración del [58] mérito de mi hijo Felipe
[demostrado] en la administración que puse a su cuidado la estancia..." y lo premió
además con la mejora del tercio de sus bienes. A José Antonio le correspondió en
cambio una propiedad —la quinta— de mucho menor valor.23
Muchos estancieros se casaron sin otra posesión personal que ganado en pie.
Éste fue, por ejemplo, el caso de Andrés Lozano, quien trajo consigo al casarse cien
cabezas de ganado, cien caballos y algunas yeguas. Fermín Peña tenía sólo diez cabezas
de ganado cuando casó con María Isidora Solomón.24
Las dotes, cuando existían, eran limitadas a unos pocos items —algo de ganado,
unas pocas prendas, otras posesiones personales, y quizá algunas tierras o un esclavo—.
Ninfa Lagos y Felipa Gonzales de Saravia aportaron solamente ganado a su matrimonio.
La dote de Felipa consistía en siete cabezas de ganado, siete terneros y cincuenta ovejas.
La dote de María Margarita Giménez era un poco más sustanciosa: consistía en
cuatrocientas cabezas de ganado, mil varas de tierra, un esclavo y enseres domésticos.25
Sólo algunos estancieros podían hacerse de capitales y dotes comparables a aquellas de
los grandes comerciantes. Uno de estos casos era el de Juan de San Martín y Gerónima
Avellaneda: él trajo 24.000 pesos a su matrimonio, y ella, una dote valuada en 8.000
pesos.26 En su testamento, Juan de San Martín, uno de los más ricos estancieros de
Buenos Aires a comienzos de la década de 1750, dejó una casa en la ciudad, dos chacras
y cuatro estancias.27 Otro caso excepcional era el de Josefa Alvarado, la viuda de un
adinerado comerciante y hacendado, Miguel Riglos. La dote de Josefa valía 24.000
pesos.28 Estos casos, sin embargo, eran extremadamente raros. Los humildes orígenes
de muchos estancieros aparecen claramente evidenciados en las biografías de aquellos
que se casaron sin propiedades, aquellos que trajeron a sus casamientos solamente "la
decencia de sus personas". En 32 de 115 casos uno o ambos de los contrayentes no
tenían propiedades.
La cría de ganado representaba para estos desconocidos recién casados un valor
potencial para su ascenso social. Hijo ilegítimo de Alejo Pessoa y Figueroa y de Juana
Gómez, Fermín Pessoa casó con Gregoria Navarro, y después de la muerte de ésta casó
con Juana Chaleco. Ninguno de ellos tenía propiedades. Pero cuando Pessoa murió, dejó
tres estancias, una chacra, tres propiedades urbanas y nueve esclavos.29 No [59] menos
espectacular fue el ascenso de Manuel Pinazo. Comenzó como pulpero en Pilar y entró
en la milicia rural. Su carrera militar fue extremadamente exitosa: ascendió de cabo de
escuadra a maestre de campo. Como tal, se convirtió en una personalidad líder en la
frontera; sus opiniones en relación con problemas sobre la política a seguir con los
indios eran siempre escuchadas por las autoridades. También elaboró diferentes planes
para avanzar la frontera y comandó varias expediciones a los depósitos de sal. En 1748
fue nombrado alguacil mayor de la hermandad, y más tarde sirvió como alcalde
ordinario del Cabildo de Luján, donde su influencia era decisiva. Cuando casó con
Polonia Amarilla ninguno tenía propiedades, pero cuando hizo su testamento en 1794
Pinazo dejó dos casas, dos lotes urbanos, 22.000 varas en Escobar, una estancia en
Luján, un granero y doce esclavos.30
La mayoría de los estancieros estudiados eran casados; sólo nueve de los 115
ganaderos permanecieron solteros toda su vida. Aunque sus casamientos merecen un
mayor análisis, la evidencia que tenemos reveía que ellos tendían a casarse con mujeres
del mismo estrato social, preferentemente hijas de otros estancieros. El caso de Tomás
Arroyo no es, sin lugar a dudas, excepcional. Arroyo casó con Ignacia Giménez de Paz,
la hija de un renombrado hacendado. Sus hijas, Bartola y Martina, casaron
respectivamente con los estancieros Pedro Días de Chávez y Clemente López Osornio,
el abuelo de Juan Manuel de Rosas.31 El hijo de Arroyo casó con Mercedes López
Camelo, un miembro de una familia tradicional de ganaderos. En Luján, los Peñalvas y
los Aparicios se unieron por sucesivos casamientos. El estanciero José Burgos casó con
Francisca Jimena Gutiérrez, siendo ella misma ganadera.32
El propósito de este comportamiento endogámico es claro. Casándose dentro del
mismo grupo, los estancieros trataron de esquivar los efectos pulverizantes de sus
propias prácticas hereditarias. Ninguno de ellos estableció mayorazgos, y entonces con
cada nueva generación sus tierras tendían a volverse más fragmentadas. La endogamia
también ampliaba el círculo de familiares y familiares políticos influyentes. Esto no
significa que el grupo estanciero se mantuvo completamente cerrado. Victoria Antonia
Pessoa, la hija de Fermín Pessoa, y María Nieves Estela, se casaron con comerciantes.
Agustina López Osornio casó con León Ortiz de Rozas, un militar oficial.33

[60] EDUCACIÓN Y ESTILO DE VIDA

Una indicación clara de que la mayoría de los estancieros del período colonial
tardío no pertenecían a la élite era su extremadamente limitada educación. De 75
estancieros cuyo grado de educación puede ser determinado, 35 eran iletrados. Más aún,
67% de los ganaderos del distrito de Magdalena eran incapaces de firmar sus nombres
en el certificado que registraba sus marcas. Por lo mismo, 78% de los criadores de La
Matanza no podía firmar.34
No es sorprendente entonces que la mayoría de los estancieros no leyeran libros.
Solamente dos o tres de los 101 tenían libros entre sus posesiones personales. Una de
estas excepciones, Francisco Álvarez, tenía once libros en su estancia. Las otras
bibliotecas eran aún más pequeñas. El contraste con los hacendados peruanos de Saña
en la segunda mitad del siglo XVII es ciertamente asombroso: en Saña casi todos los
propietarios de tierras eran funcionalmente letrados, y un cuarto de ellos tenían título de
estudios.35 Dado el bajo nivel educacional de la mayoría de los estancieros porteños, no
es sorprendente descubrir que sólo unos pocos de ellos llevaban registros sistemáticos
de sus ingresos y gastos.
El estilo de vida de los hacendados porteños no era tan sofisticado ni tan pródigo
como el de los comerciantes importadores y exportadores. Mientras que el valor
promedio de las casas de los comerciantes en la ciudad era de 16.220 pesos, la de un
estanciero urbano era de sólo 2.261 pesos.
El guardarropa de los estancieros reflejaba su vida rural. Ponchos, chupas y un
tipo especial de pantalones llamados calzones eran de lejos la ropa más popular entre los
ganaderos. Las medias y los zapatos eran poco comunes. Con pocas excepciones, los
pobres estancieros carecían de tenedores y cucharas, aunque poseían mates y asadores.
El inventario de las posesiones de algunos criadores incluía una guitarra.
La posesión de esclavos entre los grandes y medianos estancieros era frecuente,
pero no tan común como entre los ricos comerciantes de la ciudad. Todos los
anteriormente mencionados poseían esclavos, mientras que el 62% de los estancieros
estudiados aquí los tenían.
La mayoría de los estancieros tenía entre uno y seis esclavos. Los más ricos
poseían más de diez negros, y José de Andújar dejó veintidós cuando murió. Los
miembros pobres del grupo ganadero no poseían esclavos, y ellos predominaban
claramente. En San Vicente hacia 1815 sólo 20% de los criadores los poseían.36
[61] El estilo de vida de los hacendados varió en gran medida según sus
ingresos. Los ricos trataron de imitar el estilo de vida de la élite mientras el resto
mantenía sus vidas austeras, privados de lujo y aun de confort. Tal vez la mejor manera
de visualizar este espectro es examinar en algunos detalles las posesiones personales y
propiedades de tres estancieros: el rico Januario Fernández, el modesto Santos Basualdo
y el pobre Fausto Gómez.
Januario Fernández, quien murió en 1795, dejó un legado valuado en 52.788
pesos con cinco reales y medio. Poseía un confortable hogar en la ciudad valuado en
7.083 pesos y una casa de piedra valuada en más de mil pesos en una de sus dos
estancias. Sus propiedades urbanas incluían dos lotes baldíos y dos quintas. Las dos
estancias de Fernández abarcaban un total de ocho leguas a lo largo del río
Samborombón. Poseía 4.969 cabezas de ganado y dieciséis esclavos. El mobiliario de su
residencia urbana incluía seis mesas, treinta sillas, dos escritorios y otros items. Su
guardarropa era impresionante para un estanciero: seis chaquetas cortas, cinco trajes
(completos), tres chalecos, una capa corta, una capa, dos sombreros, cinco camisetas,
cuatro paires de pantalones, dos ponchos, un par de botas, un par de zapatos, cuatro
pares de medias y un pañuelo. El valor total de su guardarropa era de 192 pesos con dos
reales. Para agregar, dejó un coche que valía trescientos pesos y objetos de plata que
totalizaban 266 pesos.37
Santos Basualdo, en cambio, dejó una herencia valuada sólo en 710 pesos con
seis reales. Vivía en un rancho de adobe valuado en cuatro pesos, poseía dos sillas y
ningún esclavo. Su pequeña estancia contenía un total de 150 vacas, 24 potros, 225
yeguas, seis mulas y seis carneros. No poseía tierra. Aparte de la ropa de su esposa,
Basualdo dejó solamente un sombrero, dos ponchos, dos calzones y una manta.38
La situación de Fausto Goméz bordeaba lo paupérrimo. Su herencia fue valuada
sólo en 192 pesos con cinco reales. Su rancho fue descartado cuando murió. No dejó
otras ropas que aquellas con las que fue enterrado y poseía 146 cabezas de ganado,
nueve potros, 26 yeguas y veintiún corderos. Obviamente no poseía ni tierra ni
esclavos.39
Al igual que los comerciantes de Buenos Aires, los estancieros eran
profundamente religiosos. También participaban en las terceras órdenes y en las
distintas cofradías que había en la ciudad. Aproximadamente cincuenta sobre una
cantidad de 115 hacendados estudiados eran activos dentro de esas instituciones
eclesiásticas. Predominaban los afiliados a la tercera orden de los franciscanos, seguidos
por los de Santo Domingo y finalmente los de la Merced. En general, parece haber [62]
existido una real correlación entre la riqueza de los hacendados y su afiliación a una
tercera orden religiosa. Entre las cofradías, la del Santísimo Rosario y la de la Catedral
eran las más populares.
La posibilidad de unirse a una orden terciaria o a una cofradía quedaba limitada
a aquellos estancieros que tenían una residencia permanente o casi permanente en la
ciudad. El resto, confinados a formas más limitadas de devoción religiosa, practicaban
su piedad aun en las más desoladas y distantes áreas rurales. La capillas eran excepción
en las estancias pero los estancieros poseían estatuas o imágenes de sus santos favoritos
(especialmente San Antonio, San José y San Francisco). Los crucifijos y el culto de la
Virgen María estaban muy extendidos. A la hora de su muerte, los estancieros
mostraban una preferencia por ser enterrados en la capilla del monasterio franciscano
(sólo raramente los miembros de una orden terciaria pedían ser enterrados en otra
iglesia que no fuera la de su propia orden).
Aun cuando los estancieros fundaron capellanías y algunas veces eligieron
carreras sacerdotales para sus hijos, no sirvieron a la Iglesia en puestos administrativos
con la misma frecuencia con que lo hicieron los comerciantes que se dedicaron a la
exportación y a la importación. Solamente Francisco Rodríguez de Vida, un
comerciante-hacendado, se convirtió en síndico de una orden religiosa.

INVERSIONES

Nada revela mejor la estratificación interna del grupo estanciero que sus
diferentes patrones de inversión. Como ya se dijo, los niveles de inversión requeridos
con la situación de hacendado eran generalmente modestos. Por añadidura, una minoría
de los estancieros ricos, como la élite mercantil y la Iglesia, diversificaron sus fuentes
de ingreso involucrándose en diferentes sectores de economía local. Las inversiones en
propiedades urbanas no eran raras entre los criadores ricos. Adquirían casa, lotes y
quintas. Una gran cantidad de estancieros compraba casas en la ciudad para obtener un
ingreso por renta. Un ejemplo de esto fue Nicolás de la Cruz, quien poseía diez
habitaciones para alquilar en Buenos Aires.40
Catorce estancieros entre 249 poseían más de una casa en la ciudad. Veintidós
poseían chacras, además de sus estancias. Un pequeño grupo de estancieros, al igual que
muchas órdenes religiosas masculinas, poseían hornos de ladrillos en las afueras de la
ciudad o en sus posesiones rurales. Treinta y un estancieros poseían atahonas. Ser [63]
el poseedor de una atahona significaba una inversión por encima de los cuatrocientos
pesos y era un intento de parte del estanciero de controlar simultáneamente la
producción y el procesamiento de trigo.
Los más ricos propietarios de tierras poseían más de una estancia, pero sólo unos
pocos tenían tres o cuatro y estaban, de esta manera, vinculados con más de un distrito
rural. La mayoría concentraba sólo propiedades en un distrito.
La gran mayoría de los estancieros, especialmente los medianos y pequeños,
carecía del capital para diversificar sus propiedades y vivía de los ingresos que
provenían de sus posesiones rurales. En otras palabras, cuanto más bajo se estaba en la
jerarquía interna del grupo hacendado, más alto era el grado de especialización
ocupacional. El procurador de la ciudad tenía razón cuando decía que los hacendados de
este distrito, con la excepción de aquellos que poseían otros giros, eran pobres hombres,
que no tenían ninguna otra forma o posibilidad de vida que no fueran aquellas que
derivaban de sus haciendas.41
RESIDENCIA Y ROL SOCIAL

Los patrones de residencia revelan también el status social de la gran mayoría de


los hacendados. Es bien conocido que las élites coloniales de la América hispana tenían
basamento urbano. Sin embargo, la mayoría de los hacendados de Buenos Aires,
especialmente de los pequeños y medianos, vivían permanente o casi permanentemente
en las estancias, al contrario de lo que se suponía tradicionalmente. Algunos
observadores contemporáneos parecen advertir esto. Francisco de Aguirre, por ejemplo,
declara en 1783 que la gran mayoría de los estancieros reside en sus establecimientos
rurales debido al bajo ingreso que sus estancias producen. Sólo aquellos pocos
estancieros que tienen otro negocio u otra ocupación viven en la ciudad.42
El censo ciudadano de 1778 registra sólo diecinueve estancieros en Buenos
43
Aires. De hecho, 91 de 134 hacendados residen permanentemente en sus estancias.
Algunos, como Francisco Sierra de Arrecifes, viven parte de su tiempo en el campo y
parte en la ciudad, mientras otros son propietarios ausentes que dejan sus tierras en
manos de mayordomos.
Los hacendados eran el más multifacético grupo de la sociedad [64] colonial
hispanoamericana, puesto que ejercían múltiples roles sociales. Pero, en Buenos Aires,
sólo los más prominentes criadores jugaban simultáneamente otros roles. Siete de entre
115 cumplían otras funciones: eran militares oficiales con rango de capitán o más alto.
De ahí que el número de militares fuera mayor entre los hacendados.
También la mayoría de las órdenes religiosas masculinas poseían estancias en la
campaña bonaerense,44 pero sólo tres estancieros eran religiosos. Dos de ellos, Miguel
de Riglos y José de Andújar, eran miembros de la élite, y Andújar era uno de los más
ricos hombres de la ciudad. Una vez más el contraste con Saña es contundente. En esa
región la mitad de los eclesiásticos eran hacendados.45 Aún más evidente es la casi total
ausencia de burócratas de alta jerarquía en nuestra muestra. Uno fue notario y dos o tres,
miembros del Cabildo de Lujan. Los comerciantes que poseían estancias eran un sector
especial dentro del grupo estanciero; comerciantes-hacendados como Antonio Obligado,
Antonio Romero, Felipe Argivel, Juan Lezica, Joaquín Cabot y otros eran diferentes del
grupo de estancieros; eran moradores urbanos, miembros de la élite, activos en el
Cabildo, el Consulado y el Gremio de Hacendados.46 La vida y carrera de Antonio
Obligado epitomiza la vida de un comerciante-estanciero en Buenos Aires. Hijo de
Pedro Obligado y María de la Cruz Rosa y Pinedo, Antonio nació en el arzobispado de
Sevilla. Se casó, tuvo seis hijos y sirvió en el Cabildo y en el Consulado; fue dirigente
de la Gremio de Hacendados y se convirtió en su apoderado. Fue miembro activo de la
orden franciscana terciaria. Compró dos estancias a lo largo del río Paraná y del Rincón
del Espinillo. La más extensa, que medía una legua por cinco, fue valuada en 5.100
pesos y la chacra adjunta, que era de una legua cuadrada, en 2.000 pesos. Además de
sus posesiones rurales, Obligado dejó tres casas en la ciudad y fue el fundador de una
dinastía rural que aún posee fracciones de los terrenos originales. Si llegaban a ser
miembros de la élite porteña, esto ocurría porque eran comerciantes y no porque
poseyeran tierras en la campaña.47
El típico comerciante extranjero, entonces, primero hizo su capital a través del
comercio y más tarde compró una estancia. De cualquier manera los comerciantes-
estancieros fueron una pequeña minoría constituyendo solamente ocho entre 115
hacendados porteños estudiados. Aunque, en la muestra, la cantidad de estancieros que
poblaban el [65] sector comercial de la economía puede haber sido en algunos casos
más alto, el estudio de Susan Socolow acerca de los comerciantes porteños confirma
que el capital comercial era reacio a invertir en el campo.48

PODER POLÍTICO
¿Y qué acerca del poder político del estanciero? Con la posible excepción del
cabildo de la pequeña ciudad de Lujan, que estaba dominado por hacendados, su poder
raramente iba más allá del pago en el que ellos vivían. Allí, en el pago, solían
desempeñar el cargo de alcaldes de la hermandad, ejercían pues la justicia rural
representando al Cabildo, del cual dependían. Como jueces, los estancieros-alcaldes no
se caracterizaban por la ecuanimidad y la benevolencia. Pocos magistrados rurales
cumplían con el modelo de conducta que, según el alcalde Eulogio del Pardo, debía
caracterizar a aquéllos. Para el estanciero Del Pardo un alcalde de la hermandad debía
"obrar con prudencia, urbanidad y sano corazón".49 En vano buscaríamos en muchos de
aquellos alcaldes la prudencia, urbanidad y buen corazón que recomendaba su colega.
El recurso a la violencia era frecuente en los jueces de la campaña, pero esa violencia no
se ejercía indiscriminadamente; generalmente las víctimas se reclutaban entre los
sectores bajos, especialmente aquellos que estaban fuera de las redes clientelares y
carecían de valedores influyentes. Rara vez veremos caer a un agregado en las mallas de
la justicia rural, por ejemplo. Castigos corporales infamantes, ranchos quemados,
ganados confiscados, hijos repartidos como sirvientes en las estancias de los amigos, no
eran medidas raras en el repertorio de recursos represivos de los alcaldes de la
hermandad. El rigor no sólo era selectivo sino que, a veces, venía seguido de una
solapada tolerancia de transgresiones que podían beneficiar al juez o sus relaciones.
Pero esa laxitud y barbarie de la justicia rural rara vez encontraba eco en las instancias
más altas del aparato judicial colonial. La Audiencia, como veremos, solía revisar los
fallos de los magistrados rurales y a veces devolvía sumarias por hallarlas defectuosas e
irregulares. Sin embargo, ser alcalde de la hermandad era para algunos estancieros un
dudoso honor y no era raro que fueran renuentes a aceptar el cargo y se valieran de todo
tipo de excusas y ardides para eludirlo. Así, por ejemplo, Gerónimo Morales llegó al
extremo de alegar "no tener inteligencia, así, en leer como menos en escribir" para
rechazar el cargo. Morales no vacilaba en pasar por analfabeto —para ser alcalde de la
hermandad [66] había que saber leer y escribir— con tal de esquivar el bulto. Lamenta-
blemente para aquél, el cabildo porteño tuvo noticias de que Morales no era iletrado y le
exigió que se hiciera cargo de la magistratura. Pero el atribulado estanciero no se
amilanó y se apresuró a aclarar que sólo sabía escribir su nombre, "yo soy un hombre
cargado de muchos años", agregaba, "de mucha familia y de muy cortas facultades".50
Nada de eso conmovió a los cabildantes, que lo conminaron a comparecer y
ocupar el puesto o pagar una multa de doscientos pesos. Es que el cargo de alcalde
comportaba ciertas obligaciones, riesgos y compromisos que lo hacían poco atractivo
para muchos estancieros. Nadie describió mejor los inconvenientes que el oficio traía
aparejados que Hermenegildo Basualdo. Basualdo, alcalde saliente, no quería seguir en
el cargo y buscaba afanosa e infructuosamente un sucesor. No quería seguir en el puesto
"por estar sumamente pobre y no poder trabajar... y además que cada instante se ofrece
que todo, lo he de hacer a mi costa, y andar en un continuo movimiento sin poder
atender a mi familia, ni haber medios para poder soportar un escribiente, papel,
acompañados y demás pensiones del cargo, que todas las ha de sufrir el juez, porque los
derechos son pocos o ningunos, y los que justamente deben pagarse se retardan con
cualquier frivolo recurso a esa capital ya porque hoy deben ser tasados y ya porque
procediendo de comisión, deben pagar las tiras, se excusan y tal vez no las tasa el
tasador general, aunque agregan que el juez ha de mandar a hacer prisiones, y mantener
los presos a su costa, ínterin se forman las sumarias... Yo señores", concluía Basualdo
con un toque de dramatismo, "no tengo más bienes temporales que mi trabajo personal,
que es el arado en una mano, la azada en la otra, y la hoz y de aquí dependen la
subsistencia mía y de mi familia". "En el año que corre, no tengo con qué alimentar a mi
mujer e hijos, si dejo el arado, hoz y azada, por atender a lo que los señores excusados
deben sufrir como yo y otros hemos sufrido..."51
Si bien las alcaldías de la hermandad estaban, por lo común, en manos de los
estancieros, éstos no controlaban el Cabildo de Buenos Aires, donde, por el contrario,
abundaban los comerciantes.
La ausencia casi total de burócratas prominentes entre sus filas limitaba
severamente su influencia más allá del nivel local. Si las autoridades municipales
prestaban alguna atención a sus demandas, era porque como abastecedores del mercado
urbano tenían su impacto sobre el abasto, uno de los asuntos más importantes del
Cabildo.
Es verdad que los grandes estancieros tuvieron poder para crear un gremio
propio, la Junta de Hacendados, pero consiguieron un limitado éxito en el logro de sus
principales objetivos. Establecida en la década [67] de 1770 y funcionando
intermitentemente hasta el final de la centuria, la junta tuvo dos centros de interés
principales. Al principio los hacendados estaban particularmente interesados en
controlar el abastecimiento de ganados hacia el mercado urbano, pero durante los años
90 presionaron grupalmente para obtener una posición favorable en el mercado de
cueros; aunque la cofradía podría haber estado gobernada por una selección de diez
miembros, la mayor parte de sus negocios eran realizados por su apoderado. Asimismo
la junta no logró establecer por sí misma bases autónomas y permanentes de manera
estatutaria. Bajo estas circunstancias, es poco sorprendente que también estuviera
inhabilitada para ejercer una gran influencia en el Consulado.52
Entre 1736 y 1785 la frontera experimentó un largo e intermitente período de
guerra con los indios. Las incursiones indígenas fueron particularmente severas entre los
30 y los tempranos 50. Estos malones obtuvieron un gran botín en ganados y cautivos.
La frontera tuvo entonces que ser militarizada; una milicia rural fue organizada y se
estableció una cadena de fuertes. Los estancieros formaron parte de esta milicia rural.
Algunos de ellos (como José Vague, Diego Trillo y Clemente López, para nombrar sólo
unos pocos) fueron comandantes de fuerte de frontera. Su poder sobre la milicia era más
nominal que real. La sociedad rural resistió efectivamente la militarización, y las
rebeliones y deserciones fueron comunes en los 60. Clemente López, en una típica
protesta, informa que la milicia se divierte a costa de los oficiales y que no desea ni
servir ni participar de los ejercicios.53 José Vague considera inútil convocarlos a las
armas, porque no responden, particularmente en los tiempos más difíciles.54 Algunos
hacendados aceptaban la deficiente disciplina de la soldadesca rural porque los
necesitaban para trabajar en sus propias estancias. En una región en donde la mano de
obra era escasa, los estancieros tenían que hacer algunas concesiones al pobrerío rural,
aun cuando, como alcaldes de la hermandad, podían tratarlos brutalmente.55 Algunos
historiadores han discutido recientemente el concepto de que el trabajo era escaso, pero
sus estimaciones de la demanda y la oferta de trabajo rural son pasibles de serias
críticas.56 Diferentes disposiciones y la legislación creciente en contra de [68] la
vagancia prueban que los trabajadores eran escasos, por lo menos en ciertos distritos del
Buenos Aires prerrevolucionario.
Tal vez la más importante limitación del poder de los hacendados fue que aun
durante el tardío siglo XVIII el acceso a la tierra y a formas de subsistencia no estaba
completamente cerrado a la clase inferior de la pampa, como ya vimos. Los grandes
hacendados tenían demasiados competidores en la campaña y sus intentos de eliminar a
los pequeños y medianos criadores a través de medidas legales habían fallado
miserablemente. En 1775, al requerimiento del gremio de los hacendados se había
establecido que nadie con menos de una suerte de estancia podía poseer una estancia y/o
ser considerado un estanciero; aquellos que no poseían las tierras requeridas debían
venderlas a aquellos que desearan comprárselas. Sin embargo, no existe evidencia de
que esta medida fuera alguna vez seriamente implementada.57
En el período posrevolucionarío la demanda de cueros en el mercado
internacional, la ruina de regiones rurales rivales, el efecto de la libre importación, la
decisión del capital comercial de invertir decididamente en tierras rurales y el acceso de
la nueva clase terrateniente a la influencia política, todo esto reacomoda las relaciones
de poder en la campaña bonaerense especialmente en los años siguientes a 1820. Aun
entonces los estancieros y sus políticos aliados tenían que recurrir a medidas de
coerción legales para disciplinar una escasa y desreglada fuerza laboral.

UN CASO INUSUAL

La gran mayoría de los estancieros coloniales no pertenecían a la élite y a lo


sumo formaban un sector intermedio en la sociedad local. No eran ni tan poderosos ni
tan ricos como sus sucesores en el período posindependentista. Los estancieros se
ubicaban debajo de los grandes exportadores e importadores de Buenos Aires en la
estructura social virreinal. Su poder, prestigio y riqueza era menor que los de los
hacendados de las áreas centrales de la América española.
Los estancieros porteños no formaban un grupo homogéneo; por el contrario,
pertenecían a un sector internamente estratificado dentro de la sociedad colonial local.
Ambos, el gran hacendado poseedor de grandes estancias, propiedades urbanas, una o
dos chacras y una [69] docena de esclavos, y el pobre mulato que poseía unas pocas
vacas y carecía de tierra de su propiedad, eran llamados estancieros. Esta estratificación
revela dos características que los hacendados compartían con otros grupos: cuando se
descendía dentro de la jerarquía interna, aumentaban tanto el grado de especialización
ocupacional como el de la residencia rural. Una relativa minoría de criadores, los más
ricos, poseían varias fuentes de ingreso y, al igual que la Iglesia y los comerciantes
importantes, habían diversificado sus inversiones. La mayoría, sin embargo, vivía del
ingreso derivado de sus actividades agropecuarias. El marcado grado de especialización
de los estancieros es también un elemento clave. Si hay algo contrario a lo que siempre
se ha sugerido es que comerciantes y estancieros formaron con escasas excepciones
sectores diferentes y separados en la sociedad local. En este sentido los estancieros
porteños permanecieron como un caso desviado en la historia de la Hispanoamérica
colonial. Los historiadores de los hacendados generalmente han tenido dificultades en
caracterizarlos como una clase única y separada porque los capitales del comercio
frecuentemente mezclados con los de la propiedad de la tierra produjeron tipos mixtos
que resisten un simple etiquetamiento ocupacional.
Los hacendados de Buenos Aires difieren del modelo de gran hacendado
recientemente retratado por Susan Ramírez.58 Si quisiéramos encontrar un caso similar
deberíamos buscarlo en la Antioquía colonial, Colombia, donde los terratenientes eran
una clase subordinada y donde la tierra no constituía una inversión atractiva para la elite
local. A diferencia del campesino de Antioquía, el estanciero porteño tenía acceso al
mercado externo, pero la tierra no era una fuente de poder y prestigio.59 Una razón era la
baratura y la facilidad para la obtención de tierras rurales.
La propiedad legal de la tierra estaba mucho más diseminada de lo que algunos
estudios anteriores han sugerido y el acceso a su usufructo era aún más amplio y abierto
a las clases rurales bajas.
Aunque este estudio permite establecer el status secundario de los hacendados
porteños, otros temas permanecen aún para ser estudiados, entre otros, cómo el grupo
hacendado se origina y desarrolla, de qué manera los hacendados lograron perpetuarse a
pesar de la universal aceptación de la herencia divisible y cómo operaban dentro del
mercado. Lo que queda claro es que la poderosa clase estanciera que emerge en el siglo
XIX no es un legado del período colonial.

Notas

1. Véase, por ejemplo, D. A. Brading, Haciendas and Ranchos in the Mexican


Bajio, Cambridge University Press, 1978, para el Bajío mexicano. Michael P.
McKinley, Pre-revolutionary Caracas: Politics Economy and Society, Cambridge
University Press, 1987, para Venezuela; Keith A. Davies, Landowners of Colonial
Perú, Austin, University of Texas Press, 1984, y Susan Ramírez, Provincial Patriarchs,
Land Tenure and the economics of power in Colonial Perú, Albuquerque, University of
New México Press, 1986, para Perú; Herbert S. Klein, "The structure of the Hacendado
Class in Late Eighteenth Century Alto Perú", Hispanic American Review, IX, 2,1980,
para Bolivia, y Mario Góngora, Encomenderos y estancieros, 1580-1600, Universidad
de Chile, 1980, para Chile, entre otros trabajos que podrían citarse.
2. Miguel Ángel Cárcano, Evolución histórica del régimen de la tierra pública,
Buenos Aires, Eudeba, 1972, pp. 7-8.
3. Prudencio C. Mendoza, Historia de la ganadería argentina, Buenos Aires,
1928, pp. 95-98.
4. Richard W. Slatta, Los gauchos y el ocaso de la frontera, Buenos Aires,
Sudamericana, 1985, p. 161.
5. Horacio Giberti, Historia económica de la ganadería argentina, Buenos
Aires, Hachette, 1970, pp. 4-48.
6. Véase H. Giberti, ob. cit, y B. Assadourian y J. C. Chiaramonte, ob. cit, p.
321.
7. T. Halperin Donghi, "La expansión ganadera de la campaña de Buenos
Aires", en Torcuato Di Tella y Tulio Halperin Donghi, Los fragmentos del poder de la
oligarquía a la oligarquía argentina, Buenos Aires, Jorge Álvarez, 1969, pp. 41-45.
8. Sobre el Gremio de Hacendados véase el incisivo estudio de Raúl O.
Fradkin, "E1 Gremio de Hacendados en Buenos Aires durante la segunda mitad del
siglo XVIII", en Cuadernos de Historia Regional 3, abril de 1987, y Eduardo Azcuy
Ameghino y Gabriela Gresores, "Problemática y organización de los hacendados
bonaerenses", mimeo, 1988. Véase, además, el excelente libro de Dedier N.
Marquiegui, Estancia y poder político en un partido de la campaña bonaerense (Lujan,
1756-1821), Buenos Aires, Biblos, 1990, y el pionero trabajo, de carácter más general,
de María Sáenz Quesada, Los estancieros, Buenos Aires, De Belgrano, 1980.
9. Facultad de Filosofía y Letras, Documentos para la historia argentina,
Buenos Aires, 1913, t. XI. Hacia comienzos del siglo XIX el término hacendado parece
distanciarse un tanto del estanciero en algunos pagos.
10. Cf. AGN, IX, 9, 7, 7 y el trabajo que sobre el mismo padrón realizaron E.
Azcuy Ameghino y G. Martínez Dougnac, Tierray ganado en la campaña de Buenos
Aires, Buenos Aires, IHES, 1989.
11. Raúl Osvaldo Franklin, "¿Estancieros, hacendados o terratenientes?",
mimeo, 1992, p. 11.
12. Ibídem, p. 13.
13. Si dividimos las 365.000 hectáreas por los 265 propietarios.
14. Véase n. 10.
15. AGN, Sucesiones, N9 3.687.
16. AGN, Protocolos Notariales; AGN, Registro 2, 1778, y Registro 3, 1790/93,
fs. 120.
17. AGN, Sucesiores, Ns 7274.
18. Ibídem.
19. Ibídem.
20. Ibídem.
21. Ibídem.
22. Ibídem.
23. Ibídem.
24. AGN, Registro 6, 1754, fs. 323v.
25. AGN, Registro 3, 1775/76, fs. 356.
26. AGN, Registro 1, 1744, IX, 49, 2, 8.
27. Ibídem.
28. AGN, Registro 1, 1770.
29. AGN, Registro 4, 1759/60, fs. 47r.
30. AGN, Registro 3, 1794/95, D. N. Marquiegui, ob. cit.
31. Véase R. O. Fradkin, "El gremio...", cit., p. 90.
32. D. N. Marquiegui, ob. cit., pp. 28-31.
33. Podrían citarse otros casos como éstos.
34. J. C. Garavaglia. "¿Existieron los gauchos?", Anuario IHES, 2, Tandil, p. 48.
35. S. Ramírez, ob. cit., p. 176.
36. AGN, X, 8, 10, 4, padrón de 1815.

37. AGN, Sucesiornes, Nº 5.873.


38. AGN, Sucesiores, Nº 4.303.
39. AGN, Sucesiones, Nº 5.901.
40. AGN, Protocolos, Registro 4, 1770/71, fs. 97.
41. Cit. por C. García Belsunce y equipo, Buenos Aires, sugente, 1800-1830,
Buenos Aires, Banco Internacional y Banco Unido del Interior, 1976, p. 218.
42. "Diario de Aguirre", en Anales de la Biblioteca 4, 1904, p. 173.
43. Véase n. 9.
44. Véase Carlos A. Mayo, Los betlernitas en Buenos Aires. Convento,
economía y sociedad, 1748-1822, Excelentísima Diputación Provincial de Sevilla, 1991.
45. S. Ramírez, ob. cit, p. 29.
46. Véase R. O. Fradkin, "El gremio...", cit.
47. AGN, Protocolos, Registro2,1789, fs. 265b, y Susan Socolow, The
Merchants of Buenos Aires, Cambridge University Press, 1978, p. 65, y M. Saénz
Quesada, ob. cit., p. 301.
48. S. Socolow, ob. cit., p. 65.
49. AGN, IX, 19, 5, 4, Archivo del Cabildo.
50. AGN, IX, 19, 5, 4, Archivo del Cabildo.
51. AGN, IX, 19, 5, 4, Archivo del Cabildo.
52. R. O. Fradkin, "El gremio...", cit., pp. 74-87, y E. Azcuy Ameghino y G.
Gressores, ob. cit., p. 14.
53. AGN, IX, 1,4, 5, Clemente López al gobernador, Comandancia de Fronteras.
54. AGN, IX, 1,6, 1, Comandancia de Fronteras, Vague al gobernador de
Buenos Aires.
55. Véase sobre este tema y el de la militarización C. A. Mayo, "Sociedad rural
y militarización de la frontera", en Jahrbuchfür Geschichte, Wistschqft und Gesselschaft
Lateinamerikas, XXIV, 1987.
56. Véase Jorge Gelman, "New Perspectives on an Old Problem and the Same
Source: The Gaucho and the Rural History of the Colonial Rio de la Plata", en Hispanic
American Historical Review, LXIX, 4, noviembre de 1989, pp. 727-728, y las críticas a
este trabajo de Ricardo Salvatore y Jonathan C. Brown, en la misma revista, pp. 735-
737.
57. E. Azcuy Ameghino y G. Gressores, ob cit, p. 8.
58. Susan Ramírez, "Large Landowners", en Susan Socolow y Louise Schell
Hoberman, Cities and Society in Colonial Latín America, Albuquerque, University of
New México Press, 1986, pp. 19-40.
59. Ann Twinam, Miners, Merchants and Farmers in Colonial
Colombia,Austin, University of Texas Press, 1982, p. 109.

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