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Religiosa y teóloga
Fuente: Croire Aujord-hui
n° 150. marzo de 2003.
Cuarenta días, cuarenta noches: la palabra Cuaresma se deriva de «cuarenta». En sí, esta palabra recuerda los
cuarenta años pasados por el pueblo hebreo en el desierto, entre la salida de Egipto opulento y la entrada a la
tierra prometida (cfr. libro del Éxodo); pero también los cuarenta días y cuarenta noches de la peregrinación
de Elías, hasta la montaña de Dios en el Horeb (I Reyes 19, 8); y los cuarenta días pasados por Jesús en el
desierto, a donde fue llevado por el Espíritu después de su bautismo, antes de emprender el camino de
predicar la Palabra de Dios (Mateo c. 4).
Pero son los textos del Evangelio quienes estructuran la liturgia de la Cuaresma: las tentaciones de Jesús en el
desierto, el ciego del nacimiento, el diálogo con la Samaritana y la resurrección de Lázaro señalan el recorrido
de iniciación cristiana propuesto a todos los que serán bautizados en Pascua, y también a todo bautizado en
memoria de su bautismo.
Darnos tiempo
La Cuaresma es, pues, considerada como un tiempo durante el cual los cristianos se ponen más intensamente
ante el misterio de su fe, para prepararse plenamente a la Pascua: vida, muerte y resurrección de Jesucristo.
Para que se acuerden de los cuarenta días de Jesús en el desierto y de las «tentaciones» que Él sufrió, los
cristianos dedican un tiempo a la oración, al ayuno y a la conversión. Es, pues, solamente, a la luz de la
Pascua que podemos comprender esta «cuarentena», que señala el tiempo de nuestra marcha hacia Dios.
Somos invitados a entrar en la Cuaresma con todo el empeño que se pone en la preparación de un
acontecimiento decisivo. Ante todo hay que darnos tiempo, porque no tenemos hoy los mismos ritmos que
antes, y el tiempo no está estructurado de la misma manera regular para todos. Aún el domingo ha perdido
mucho de su matiz y, excepto la interrupción de la vida profesional, apenas se distingue de los demás días.
Por tanto, sea cual sea la manera, busquemos comprender lo que queremos vivir. Darnos tiempo de recordar,
de prepararnos, de escucharnos a nosotros mismos, a los otros.
Cada quien ha de encontrar su desierto y su ayuno. Nada se detiene durante la Cuaresma: ni la vida familiar,
ni el trabajo, ni las preocupaciones, ni las relaciones felices o menos. Las tardes son agotadoras, los fines de
semana muy cortos. Hacer un alto, aunque sea en forma muy modesta, es ser llevado por el Espíritu, como lo
fue Jesús cuando se retiró al desierto.
Es el signo de una disponibilidad que abre sobre el trabajo de preparación de la que cada uno tiene necesidad
para entrar en la inteligencia de la Pascua.
El texto de los cuarenta días de Jesús en el desierto nos muestra cómo Él fue confrontado consigo mismo, a
todas las preocupaciones que surgen en el hombre cuando él trata de decidir su relación con Dios.
Lo mismo que para nosotros. Cuando aceptamos poner en nuestra vida un poco de reflexión, y de ayuno,
comenzamos a ver las cosas y a experimentarlas de otra manera. El desierto no es forzosamente un lugar de
silencio. Es también el lugar en donde se dejan oír murmullos interiores que son habitualmente inaudibles por
los ruidos exteriores ordinarios.
Durante esta «cuarentena» nos podemos preparar cultivando la confianza que nos viene de la fe y la
disponibilidad del discípulo que se deja instruir. En el fondo se trata de hacer que nuestra vida sea el lugar
mismo de escucha y de aprendizaje progresivo de la vida de fe.
La Cuaresma puede prepararnos activamente haciéndonos alcanzar el gran combate cuerpo a cuerpo con Dios
que tendrá su final en la mañana de Pascua.