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El siglo pasado nos dejó la idea de que público es lo publicado en la prensa. Los
medios masivos adquirieron esa preponderancia en la medida en que la visibilidad
mediática fue una condición para expresarse en el espacio público. Parecía una buena
idea, si no fuera porque la opinión pública se achicó al tamaño de la agenda publicada,
y mientras que las elites siguieron viviendo en ese mundo estrecho de lo mediático, las
audiencias empezaron a buscar otros horizontes. Algunos analistas entendieron que la
alienación teóricamente presagiada había llegado a su punto máximo y denunciaron
infoentretenimiento y formatos pasatistas, porque, ya se sabía, la gente sólo quería
divertirse. Muy pocos entendieron que la propia mediatización había traído cambios en
el lenguaje, y que los medios y las elites que hablaban en ellos usaban un idioma en
extinción: el de la masividad. Tan ocupados estaban en hacer uso del potencial
comunicativo de los medios que no se percataron que estaba cambiando el sistema de
medios mucho más rápido del lado de los destinatarios que desde los emisores. Éstos
seguían hablando para receptores indiscriminados mientras estos encontraban
recursos para hacer los medios cada vez más a su medida. Las grandes masas eran
una especie en extinción hasta en los sistemas políticos, pero los medios y sus
favorecedores no quieren abandonar la prehistoria.
Hace unos veinte años, Umberto Eco escribió un artículo que se convirtió en un clásico
de las escuelas de comunicación en el que dividía la historia de la televisión en dos
épocas. El semiólogo advirtió entonces que por los ochenta la televisión no era la
misma que en sus inicios. A la primera la llamó paleotelevisión porque daba cuenta del
sueño fundacional de los medios audiovisuales: llevar el mundo a la casa de los
televidentes como un servicio público en el que alguien que sabía más que sus
audiencias la miraba a los ojos y le presentaba un mundo al que no hubieran accedido
a no ser por la generosidad de la televisión de llevárselo a su casa. Esa época estaba
llena de buenas intenciones y de promesas de cultura y ciudadanía vehiculizada en los
medios. Pero bueno, la televisión se convirtió en algo tan importante en la vida social
que con los años empezó a ocuparse de sí misma y sus celebridades no venían del
mundo exterior sino que se habían criado ahí mismo. Los estudios eran lugares donde
había que estar, entonces se dejaron los atriles para llenarse de sillones donde se
juntaba la gente que quería existir. La discusión pública empezaba cuando se
encendían los micrófonos y los políticos entendieron que la comunicación con sus
votantes dependía de que hubiera una cámara encendida. Los televidentes fueron
invitados a espiar cómo la televisión ya no necesitaba transmitir el mundo, porque ella
era el mundo. La neotelevisión se miraba a sí misma y encantaba a por igual a sus
invitados y sus telespectadores. Así como el noticiero era el género de la primera
época, el panel era la modalidad de la segunda. El poder se fascinó con las
posibilidades que la videopolítica le trajo y no dudó en reducir al ciudadano a su
función de televidente al que no hacía falta informar, porque era más interesante
seducirlo con las mismos recursos con que se les vendía tanto un desodorante como
un programa de gobierno. El mundo eran los medios y sus dueños, aquellos con
dinero para comprarlos. Pero no contaban con que las audiencias, aburridas de ver
siempre a los mismos, empezaron abandonar este formato, como habían declarado la
obsolecencia del anterior.
Ese mundo del espectáculo dejó de ser atractivo cuanto más se distanciaba de los
espectadores, que prestaban más atención cuando la televisión los dejaba participar
en algún concurso, opinar en algún panel armado con gente como ellos, o dejar su voz
en los contestadores de la radio. En el 2006 alguien de afuera de los medios inauguró
la nueva y más rentable modalidad del negocio mediático del siglo XXI: Jon de Mol
sacó licencia de un formato que tenía como protagonista al televidente, o alguien que
se le parecía. Podía ser para encerrarlos en una casa, para bailar por un sueño o para
pasar semanas perdidos en una isla, siempre y cuando el protagonista sintiera lo
mismo que el que lo veía por televisión. Los noticieros entendieron que si querían la
misma atención tenían que cubrir piquetes, reclamos de semáforos o vecinos
clamando por la seguridad vecinal, sino difundir el video anodino que alguien hubiera
colgado en YouTube. Por alguna razón desconocida, cualquiera de esas tonterías
resultaba más atractiva que las importantes noticias del poder. Fue Eliseo Verón el que
señaló que estos nuevos lenguajes ya no correspondían a ninguna de las etapas de
Eco, con el factor adicional de que los medios ya no tendían a la homogeneización tan
temida, sino a una fragmentación de la oferta en señales de baja potencia y múltiples
canales en internet, abiertos cuando el espectador lo solicitara. Estábamos en el
mundo de la postelevisión.
Las audiencias están hastiadas de publicidad y noticias de ese poder egocéntrico que
se cree importante. Pero ya no importa que los noticieros no se ocupen del ciudadano,
o que las empresas sólo le hablen para venderle algo. Hay formas al alcance de todos
para revertir esta injusticia. No sólo los privilegiados que arman un blog para publicar
lo que el noticiario no admitiría, sino que cualquiera sabe que es relativamente fácil
atraer las cámaras a su problema. No en vano, los actores sociales piensan hoy su
acción como un hecho mediático con impacto político, antes que a la inversa, como
planteaba la lógica tradicional. Los espectadores descubrieron, antes que los políticos,
que los medios ya no son una cuestión de representaciones de cosas que pasan en
otro lado, sino que son espacios de presentación de los sucesos, el lugar donde se
realizan.
La transformación más asombrosa del sistema de los medios es que la forma en que,
en menos de un siglo, cambiaron sustancialmente sus interpretantes. Aunque los
lenguajes emergentes no desplazaron a los anteriores, sí derribaron los mitos de la
época anterior. La pretensión de verdad de la paleo-televisión se derrumbó cuando la
cámara dejó de salir al mundo a buscar el suceso, porque es dentro del estudio donde
se produjo el acontecimiento. En ese momento, los medios dejaron de ser espejos
para transformarse en el lugar donde ocurren los hechos. El ejemplo más acabado son
los debates preelectorales que solo existen por y para los medios, aunque ello no los
hace menos auténticos. La construcción del acontecimiento no es la mentira y el
artificio, como algunos acusan. El sociólogo Scott Lash lo explica contundentemente
en su obra Crítica de la información. Hacia el fin del siglo XX, dice Lash, “Los
noticiosos televisivos son menos una representación de la política que su continuación
en otra parte”.
“televisión realidad”, con el añadido que los clásicos medios de oferta en el que el
emisor marca los tiempos empezaron a convivir con los medios de demanda, en los
que es el destinatario el que decide cuándo y cómo desea ver una película, escuchar
música o consultar el diario, incluso sin pagar por ello. En la nueva era el rey es el
destinatario/interpretante. No sólo porque los protagonistas de los programas más
populares se parecen cada vez más al televidente, sino porque los nuevos formatos
interpelan al público al que se dirigen de distintas formas. La más común es a través
de votaciones telefónicas que deciden la suerte de lo que pasa en el estudio, o de la
participación en castings para sumarse como protagonistas de reality contests, talk
shows para compartir o resolver sus problemas personales con la audiencia, o para
formar parte de reality shows. La variante de la TV realidad también alcanza los
formatos informativos, con el periodismo que investiga a instancia de sus audiencias, o
que los invita a preguntar al invitado, o simplemente aumentando el espacio que les da
en comentarios en los contestadores o en internet. Pero también es la cadena de 24
horas de noticias que deja librada su programación a las coyunturas que organizan los
ciudadanos, que con sus protestas y manifestaciones marcan la agenda de los móviles
de noticias. Sociedad y medios se condicionan recíprocamente, pero lo hacen mucho
más en la época en que la atención es el bien social más escaso, al decir de Bauman.
Estos formatos son más atractivos para las audiencias, porque les son mucho más
cercanos: el show es la vida misma. Los medios no son reflejos de un real lejano, sino
que son espacios de realización de lo real. La antropóloga Paula Sibilia, en su libro “La
intimidad como espectáculo”, explica el creciente uso de los espacios mediáticos como
blogs y YouTube para exhibir mensajes personalísimos en lugar de los institucionales
que inundaban los medios tradicionales. Al punto que las quejas de los consumidores
pesan tanto como la propaganda de la gran empresa. Durante el siglo XX, los grandes
emisores hicieron uso para sí de estos mecanismos. Las tecnologías de la
comunicación del siglo XXI incluyen a las personas en su intimidad. Y al parecer eso
nos resulta más interesante que lo que el poder tiene para decirnos.
Del espacio público al show de la realidad. Hacia fines del siglo XX, en el campo de la
comunicación política irrumpieron ideas tales como la “videopolítica” que postulaba
que si la escena pública estaba delimitada por los medios, la discusión política debía
ajustarse a las reglas del espectáculo. Con esa idea, los procesos eleccionarios
exacerbaron su campaña mediática, aplicando recursos de la publicidad de marketing
a la comunicación con el ciudadano. De la compulsa electoral, la comunicación
profesionalizada se extendió a la gestión de gobierno, que incorporó la aplicación
extendida de recursos gráficos a la comunicación, la pauta publicitaria para circular los
mensajes, y la presencia permanente en los medios de prensa mediante campañas
organizadas con fines de difusión. En Latinoamérica las condiciones de pobreza de la
mayor parte de la población no fueron un obstáculo para que sus dirigentes políticos
eligieran el formato glamoroso de los medios masivos para procurar el apoyo de sus
votantes. Sin embargo, algo más de dos décadas de videopolítica intensiva no ha
traído mayor participación democrática ni mayor cercanía de la política con la opinión
pública. Antes bien, la comunicación política marketinizada quedó en manos de
quienes pueden pagar sus altos costos de difusión y asesoramiento, propiciando una
concentración en los que contaban con grandes presupuestos. Paradójicamente, el
escenario que conformó la videopolítica demuestra que el concepto de “espacio
público” habermasiano no necesariamente funciona en el sentido propuesto por los
autores en las sociedades mediatizadas. La súbita irrupción de actores que habían
estado invisibilizados, como los desocupados, los homosexuales, los ecologistas, los
grupos antiglobalización, mostró que “espacio público” no es equivalente a “espacio
mediatizado”.
La historia oficial o la banalidad de la vida. También dice Baudrillard que sólo los
intelectuales siguen creyendo en el imperio de los sentidos, porque las audiencias sólo
creen en el imperio de los signos. Esto nos llevaría a pensar que los nuevos
fenómenos comunicacionales no podrían describirse con las lógicas de la
“construcción de sentido”, tan afectas a la investigación académica del siglo pasado,
sino que demandarían una descripción detallada de la circulación y consumo de
signos antes que de sus significados. Si los programas de TV realidad tienen hoy tanto
éxito es porque “la banalidad de la imagen viene a coincidir con la banalidad de la
vida”, como explica Baudrillard en la misma línea que postula Bauman.
La pregunta que queda por responder es si esta clara atracción que los formatos de la
TV realidad se deben a una manipulación de los medios, que imponen este tipo de
géneros gracias a la alienación de las masas y su derivada afición a las distracciones,
o se trata de formatos que se adecuan a los nuevos lenguajes de las audiencias. En la
perspectiva de “la supuesta realidad” que deben transmitir fidedignamente los medios,
propia de la paleotelevisión, se supone que la legitimidad está dada fuera de los
medios, y que estos deben limitarse a reflejarla objetivamente. Cosa que reclaman
muy intensamente muchos líderes políticos latinoamericanos, sin saber que pretenden
un imposible.
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[...] Amado Adriana (2010), “El show de la realidad”, en revista Noticias, Clases
magistrales, 18/09/2010, ed. 1760. [ir a la nota] [...]