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(Contraportada)

El P. Jesús M. Granero, SJ, doctor en Filosofía y Teología,


ha dictado cursos de Pastoral y de Teología Espiritual en tres
Facultades teológicas. Director, durante veinte años, de la revista
Manresa. Dentro del campo de la Espiritualidad ha actuado en
congresos, cursillos y conferencias y ha publicado casi trescientos
artículos. Entre sus libros destacan: Oración evangélica, San
Ignacio de Loyola, Sentir con la Iglesia, La aventura de hoy, Ma-
dre Maravillas de Jesús, Cristo y los pobres, Don Miguel
Manara, Credo. El Dogma católico y Elevaciones.
Estas páginas pretenden adentrarnos en lo que llamaríamos
Biografía espiritual del P. Francisco Tarín. A lo que parece, en
ningún momento de su vida se preocupó él de anotar sus propios
sentimientos espirituales. Cuando menos, no se conserva rastro
alguno de este género de memorias íntimas. En cambio, ha llega-
do a nosotros un Epistolario riquísimo, compuesto de casi tres mil
piezas. De ellas, varios centenares (unas setecientas) descubren su
doctrina espiritual.
Con esas cartas y con los testimonios inequívocos de
quienes convivieron con él hemos logrado, en lo posible, penetrar
en las entrañas de su espíritu. Si no hemos conseguido bucear en
lo más hondo de su conciencia, estamos muy cerca de haber
tocado fondo en la intimidad misteriosa de este misionero
extraordinario. Parece que se ha llegado así a captar el impulso in-
terior y trascendente que le fue empujando por su camino. A ese
impulso, que viene de arriba y que toca en la profundidad
sustancial del alma, es a lo que ahora llamamos misterio. Y este
misterio es lo que vamos buscando a lo largo de estas páginas.

1
EL MISTERIO DE UN APOSTOL
El P. Francisco Tarín, S.I.

POR

JESÚS M.a GRANERO

1983
MADRID

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PRESENTACIÓN

La Vicepostulación de la Causa del P.


Francisco Tarín, S. I., se complace en ofrecer al
Pueblo de Dios en España estas profundas e
interesantes páginas, que nos presentan, en relieve,
la «fisonomía espiritual» del que fuera sembrador
evangélico en toda la mitad sur de las tierras
españolas.
Agradece al autor, Jesús M.ª Granero, el
trabajo bien hecho y acabado. Era un complemento
necesario en la imagen de este inquieto hombre de
Dios, activo y contemplativo a la vez.
Al acercarse ya el 75 aniversario de aquella
muerte que conmovió a Sevilla entera el 12 de
diciembre de 1910, la Vicepostulación dedica
también fraternalmente este libro a la Compañía de
Jesús en la Provincia de Andalucía y, juntamente
con ella, pide a Dios la pronta glorificación de su
Siervo.
Sevilla, 10 de junio de 1983. En la fiesta del
Sagrado Corazón de Jesús.
JUAN MANUEL VALDÉS, S. I.
Vicepostulador de la Causa

4
INTRODUCCIÓN

Este ensayo pretende adentrarnos en lo que llamaríamos


biografía espiritual del P. Francisco Tarín. A lo que parece, en
ningún momento de su vida se preocupó él de anotar sus propios
sentimientos espirituales. Ni en sus años de noviciado, ni en sus
ejercicios anuales, ni siquiera en la que llamaremos después
escuela del afecto. Cuando menos, no se conserva rastro alguno
de este género de memorias íntimas. En cambio, nos ha llegado de
él un epistolario riquísimo, compuesto de casi 3.000 piezas. De
ellas, varios centenares (unas 700) descubren su doctrina
espiritual. Son cartas escritas a religiosas o a otras personas que se
habían puesto bajo su dirección en los caminos del espíritu. Aquí
es donde se revela lo que parece suficiente para descubrir cuáles
pudieron ser sus convicciones y experiencias espirituales.
A esas cartas cabe añadir los testimonios inequívocos de
quienes convivieron con él en mayor intimidad. Con esas cartas y
esos testimonios hemos logrado, en lo posible, penetrar en las
entrañas de su espíritu. Seguramente no habremos podido o no
habremos sabido bucear en lo más hondo de su conciencia. Pero
me aventuro a sospechar que, cuando menos, estamos muy cerca
de haber tocado fondo en la intimidad misteriosa de este
misionero extraordinario. Insisto, e insistiremos después, en que
no pretendemos trazar su sorprendente curriculum vitae con una
nueva biografía. No sé si más modesto o más arduo, nuestro
empeño se cifra ahora en captar el impulso interior y trascendente
que le fue empujando por su camino. A ese impulso que viene de
arriba, y que toca en la profundidad sustancial del alma, es a lo
que ahora llamamos misterio. Este misterio es lo que iremos
buscando a lo largo de estas páginas.

5
EL MISTERIO DE UN APÓSTOL
EL P. FRANCISCO TARIN

6
I. EL MISTERIO DE UN APÓSTOL

El apóstol cuya fisonomía espiritual queremos presentar en


estas páginas no es, seguramente, un desconocido para el lector.
El último decenio del siglo pasado y el primer decenio de nuestro
siglo, toda Andalucía, y aun toda la mitad de España, de centro a
sur, fue recibiendo la sementera evangélica de su palabra. Hace
ya quince lustros, o poco más, que se apagó su voz apostólica y se
detuvo definitivamente su mano de sembrador. Pero el eco de
aquella voz parece como si todavía siguiera resonando en nuestros
oídos. Aún sigue viva en la memoria y en la tradición de muchos
la figura del P. Francisco Tarín. Hoy mejor que ayer, podemos
contarlo entre los más grandes misioneros que han recorrido
nuestra ancha geografía peninsular. Ya en sus días hablaban
muchos de que era como un nuevo Beato Fr. Diego José de Cádiz,
y, aun apuntando más lejos en el espacio y en el tiempo, lo
consideraban como otro Francisco Javier. Aun sin lanzamos
nosotros a arriesgadas comparaciones, ya el mero hecho de que
entonces pudieran parangonarlo con figuras de tamaña categoría
hace que nos llenemos de largo asombro.
Es innegable que el P. Tarín ocupa una plaza de primer
orden entre los grandes evangelizadores del pueblo sencillo.
Quien conozca su vida y las circunstancias en que le tocó
desarrollarla, no vacilará en afirmarlo. No sé qué suerte de
parentesco espiritual aproxima entre sí a estos hombres
magníficos a lo largo de la historia. Se parecen unos a otros, como
si una misma sangre circulara por sus venas, como si un mismo
espíritu los fuera conduciendo. Por eso en los espacios de lo
teológico se ha hablado de la metahistoria, es decir, de esas
alturas y profundidades misteriosas de donde fluyen y adonde
confluyen los más diversos torrentes de lo histórico. Digo que se
parecen y como que emparentan esos grandes hombres, aunque
distanciados entre sí por centenares de leguas y de años en el
espacio y en el tiempo. Se parecen, y, sin embargo, cada uno de
ellos emite su propia luz (como las estrellas en el firmamento) y
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se distinguen de los demás por sus cualidades personalísimas.
Repito que coinciden extraña, pero indubitablemente, en el
misterio de un mismo espíritu, aunque sus itinerarios y su
andadura y hasta su lenguaje lleven el sello personal de cada uno.
Encontramos en cualquiera de ellos lo humano, lo sencillamente
humano y natural; encontramos lo que inmediatamente responde a
las coordenadas de tiempo y espacio en que vivieron. Pero
encontramos también algo común y misterioso, que tal vez no
sepamos explicar exactamente, pero que nos seduce sin remedio
como si estuviésemos ante una palpitación de lo divino.
Eso que ahora llamamos misterioso, lo descubrimos cier-
tamente en determinados momentos y peripecias de sus vidas;
pero lo descubrimos también, y mucho más, en la plenitud del
conjunto vital, es decir, en la semejanza plena y siempre acorde
del cómo desarrollan el curso total de su existencia. Dicho de otra
manera, se parecen todos ellos en el origen, y en la meta final, y
en el aliento que los va impulsando en su carrera, aunque en todo
lo demás tenga cada cual su nombre propio. Pues bien, eso miste-
rioso es lo que yo ahora quiero buscar en el P. Tarín y lo que
pretendo presentar al lector cuando le hablo del misterio de un
apóstol. Para eso será necesario que, al menos sumariamente,
recorramos su biografía, aunque deteniéndonos allí donde
percibamos con mayor intensidad las vibraciones especialísimas
de su espíritu. Del P. Tarín tenemos hasta una media docena de
biografías. La primera apareció a los cinco meses de su muerte y
va firmada por Juan Antonio Puerto Reyna. La última es de ayer
(1980), y en ella ha volcado José María Javierre sus dotes excep-
cionales de historiador y periodista. Por su documentación
riquísima y por la plenitud del desarrollo y hasta por sus diecisiete
mapas gráficos con los itinerarios apostólicos de Tarín, raya a
altura casi inalcanzable la obra póstuma de Pedro María Ayala,
que salió a la luz en 1951. Pero insisto ante el lector en que ahora
no quiero ofrecerle una nueva biografía. Ni ya es necesaria ni
podría basarse sobre documentos hasta ahora desconocidos. Mi
deseo, tal vez un tanto aventurado, es penetrar en el espíritu
mismo del gran misionero. Querría encontrar en él lo carismático,
a saber, lo que puede explicar la totalidad de su acción apostólica,
y sin lo cual resulta absolutamente incomprensible. ¿Se da en
Tarín eso superior y trascendente? ¿Hay en él algo que
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efectivamente nos explique el curso de su vida, y sin lo cual ésta
nos parecería (como ya entonces pareció a algunos), hasta cierto
punto, desquiciada y poco menos que inaceptable? Porque a los
hombres grandes, y mucho más a los santos, no podemos
mensurarlos con los criterios vulgares que empleamos en nuestras
valoraciones ordinarias. O admitimos que hay en ellos algo
supercategórico, aunque nos desconcierte, o renunciamos a las
metas superiores de la especie humana. Insistiendo en un término
que acabo de emplear, quiero ahora descubrir en Tarín lo
metahistórico. Sin eso, todos los datos meramente históricos que
lográramos acumular serían superficiales e irrelevantes y no
alcanzarían la profundidad de su sentido. Eso metahistórico es lo
que llamamos aquí el misterio del apóstol. Naturalmente, no es
que neguemos lo histórico cuando está rigurosamente com-
probado; ni siquiera que lo dejemos al margen. Es lo contrario: lo
admitimos en su realidad y lo asumimos como objeto de nuestro
análisis para descifrar sus entrañas o, si se quiere, para buscar la
perla escondida en la concha. Es decir, vamos más allá del puro
fenómeno que se presenta a nuestra vista. Por eso precisamente
hablamos de misterio, que quiere decir algo oculto y trascendente.
Es el espíritu que no se ve, pero que se adivina, y sin lo cual eso
realmente histórico quedaría sin explicación adecuada.

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II. LOS PRIMEROS LUSTROS

En la vida del P. Tarín, los cinco primeros lustros forman


una totalidad compacta. Veamos rápidamente cómo se va
desenvolviendo año tras año. Acá y allá encontraremos que el
dedo de Dios va dejando una huella especial, como si quisiera
llamar nuestra atención y ponemos alerta. Sobre la villa natal no
hay vacilación ninguna entre los biógrafos, ni puede haberla:
Godelleta, a veintitantos kilómetros de Valencia. La fecha de su
nacimiento también es segura, aunque a veces el mismo Padre se
desorientó al señalarla. En la partida de bautismo, lugar y fecha
constan sin contradicción posible: «En el lugar de Godelleta, día 7
de octubre [de 1847], yo D. Luis Hernán Saiz, cura de dicha
parroquia, bauticé solemnemente a un niño que nació en este día
de la fecha.» Era en la parroquia de San Pedro, la única del
pueblo. Al niño se le impuso el nombre de Francisco. La familia
tenía larga y cordial devoción a San Francisco de Paula. Por eso
adoptaron este nombre para el recién nacido. Era ya el noveno
hijo que sus padres traían al mundo. Miguel Tarín y Teresa Arnau,
su mujer, eran labradores acomodados y hacía ya dieciséis años
que vivían unidos en matrimonio. Para nuestro propósito
informativo no hace falta añadir más por ahora. Los biógrafos
tienen buen cuidado de hablarnos sobre el espíritu cristiano de la
familia y sobre sus costumbres, acendradamente religiosas.
También nos hablan de Godelleta, inmersa por entonces en sus
patriarcales tradiciones cristianas y en sus populares devociones.
Los vendavales políticos y las conmociones violentas de España
por aquellas calendas apenas si encontraban un eco apagado en la
humilde y escondida Godelleta. Es decir, que el pequeño
Francisco encontró en tomo suyo el ambiente de paz y de cálida
fe que Dios quiso respirase en los primeros años de su existencia.
Es importante recalcar este ambiente cristiano que caldeó la
primera infancia del pequeño. No siempre la fe sincerísima o la
apatía religiosa de los años posteriores son secuela de la
educación recibida en los años infantiles. Pero es indudable que

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esta educación primerísima deja, normalmente, sus huellas en la
conciencia y que es muy difícil eliminarlas nunca del todo. De ahí
la importancia de esas primeras experiencias de la vida aun
entonces, cuando todavía no se puede inclinar sobre ellas la
reflexión personal. Ni la observación más elemental ni la más
estudiada y sabia pedagogía nos dicen otra cosa. «Acostumbra al
joven a seguir su camino; no se apartará de él cuando viejo.» Así
lo asegura el libro de los Proverbios, y, como regla general, así ha
sucedido y sucederá siempre.

Muy pronto, el arzobispo de Valencia, D. Pablo García


Abella, con ocasión de la visita pastoral a Godelleta, le administró
el sacramento de la confirmación. El pequeño no había cumplido
todavía los tres años. Aunque él entonces no pudo, naturalmente,
comprender lo que en su espíritu se realizaba, pero lo sabía el
Señor. Y Dios quiso que la gracia de un nuevo sacramento viniera
tan pronto a robustecer las virtudes infundidas en el bautismo.
Para lo que era costumbre en aquellos tiempos anteriores a Pío X,
también recibió muy temprano la primera comunión. Cuando
apenas si tenía nueve años. Y más anormal fue que la recibiese
precisamente como viático. A diferencia de sus hermanos, que se
estaban criando robustos y macizos, Francisco era «morenito,

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delgado y de complexión endeble». Su salud experimentó un rudo
golpetazo con la desaparición de Vicente, su último hermano
pequeñín, que vino al mundo el 2 de abril de 1854, y en quien
Francisco tenía concentrado todo su cariño. A los quince meses
voló Vicente al cielo. Francisco no pudo resistir y enfermó de
pena. A punto estuvo de volar él también tras su hermanito. La
gravedad de la dolencia se hizo extrema y precipitó la primera
comunión, que se le administró como viático. El quería también
morir para irse al cielo con Vicente. Pero Dios quiso que se
recuperara y que se quedase en la tierra, donde, sin que él fuese
entonces capaz de conjeturarlo, le estaba reservada una misión
providencial.

Tras una rápida convalecencia, volvió a la escuela, a sus


juegos infantiles y a sus aficiones devotas de monaguillo en la
parroquia. El tiempo volaba, como es siempre su obligación.
Llegó la hora en que el niño pasase de la escuela al colegio de los
escolapios. Con estos religiosos completó su primera enseñanza y
con ellos cursó todos los años del bachillerato. «Piedra preciosa
Francisco Tarín.» Era la frase de uno de sus profesores,
sintetizando lo que todos entonces pensaban de él. A los dieciséis
años, el joven era ya bachiller, con notas sobresalientes. Los
maestros aconsejaron al padre que lo enviase a la Universidad. Su
despierta inteligencia y la madurez de su conducta hacían calcular

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las mejores esperanzas. Pero el médico dijo que no. La salud de
Francisco estaba seriamente resentida. Sería más prudente
proporcionarle, de momento, un prolongado descanso. Y,
efectivamente, se dispuso que descansase un par de años antes de
lanzarse a los estudios superiores. Unas temporadas en Godelleta
con su hermano Miguel en las labores del campo y otras tempo-
radas con sus padres en Valencia. Sería la mejor manera de evitar
que la tuberculosis incipiente se desarrollase. Fue una medida
prudente, pero que abrió la puerta a otra clase de peligros. En su
incipiente juventud, cuando despertaban curiosas y apetentes las
energías de la pubertad, lo sacaron del cerrado invernadero
calasancio y lo lanzaron al ancho campo de la libertad y del
mundo estrepitoso. La inexperiencia lo engañó. El brusco resurgir
de las pasiones lo llevó más lejos de lo que él mismo hubiera sos-
pechado. Sin duda, no tan lejos como alguien puede tal vez
deducir de posteriores afirmaciones suyas, hechas en el fervor
enardecido de su predicación misionera. La educación recibida y
aun la discreta vigilancia familiar lo frenaban para que no se
desmandase más de la cuenta.
Pero es cierto que su piedad se entibió, sus devociones
religiosas quedaron postergadas, su misma fe cristiana comenzó a
enfriarse. Fueron, indudablemente, dos años de crisis espiritual
desde los dieciséis a los dieciocho. Una misión que por entonces
se predicó en Godelleta removió su interior. La conciencia golpeó
bruscamente sobre su aturdimiento y se acercó al confesonario.
Por desgracia, el misionero tenía prisa, y no pudo atenderlo tan
despacio como hubiera sido oportuno. Francisco no quedó en paz,
y no se atrevió a acercarse al comulgatorio.
En aquel trance peligroso, la Virgen lo salvó. Su padre tuvo
que ir a Zaragoza, y se llevó consigo a Francisco. Insisto en que
éste no era, ni mucho menos, un libertino escandaloso. Pero la
materia y la carne se rebelaban en su interior contra el espíritu. La
aglomeración de fieles en el Pilar y las manifestaciones
exuberantes de aquella fe sencilla le hacían sonreír. ¿No lindaban
con el fanatismo? A pesar de todo, y siguiendo a su padre, se puso
en la cola de los innumerables devotos que desfilaban para besar
el pilar bendito. Cuando le llegó el tumo, también él se postró
reverente y depositó su beso a los pies de la Virgen. Entonces «me
entró un calor interior que todavía no se me ha quitado». Lo
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reconoció él mismo mucho después. Confesó humildemente y
comulgó en la basílica. Con aquel prodigio sobrenatural, la crisis
quedó superada. No olvidaría nunca la doble lección de la caída y
del resurgimiento. La experiencia personal le serviría a su tiempo
para entender y atender a los pecadores.
¿Sintió entonces alguno de esos aldabonazos con que la
gracia divina suele sacudir a la conciencia y encauzarla hacia
metas más altas? Quiero decir: ¿experimentó ya entonces alguno
de esos síntomas con que se preanuncia la vocación religiosa?
Porque, a mi entender, la vocación no es, de ordinario, algo así
como una voz que viene de improviso y que empuja al alma hacia
senderos antes imprevistos. No es como una piedra preciosa que
encuentra uno de repente en su camino, sin que jamás antes se
hubiera dedicado a buscarla. Es cierto que a veces se da, como en
San Pablo, alguna luz deslumbradora y que se oye una voz antes
desconocida. Repito que esto sucedió a San Pablo, y ha sucedido
también a criaturas privilegiadas en la historia de las almas. Pero
esta gracia que transforma de repente no entra, sin embargo, en el
curso normal de la Providencia. La vocación religiosa o sacer-
dotal no es, normalmente, una gracia aislada e indubitable y como
un relámpago misterioso. Es, más bien, una cadena o un rosario
de gracias que se engarzan una tras otra, empezando, tal vez,
desde la primera infancia y continuando, en momentos
privilegiados o en sacudidas inesperadas, a lo largo del curso de la
vida. Y esto es lo que parece sucedió al joven Tarín. Y uno de esos
momentos privilegiados, aunque no todavía definitivo, pudo ser la
visita a Zaragoza. Porque el hecho es que Francisco era ya otro
cuando retomó a Valencia.
Que era totalmente otro, pudo comprenderlo él mismo mejor
que nadie. Buscó en seguida la dirección espiritual en el fervoroso
sacerdote D. Miguel Botella, reanudó sus antiguas devociones,
confesión y comunión frecuentes, visita diaria al Santísimo
Sacramento dondequiera que estuviese el jubileo de las Cuarenta
Horas. Cuando se le ofrecía ocasión, gustaba de ayudar al
sacerdote en la santa misa, como había hecho de monaguillo
cuando niño. Solicitó ser admitido en la Orden tercera de Nuestra
Señora del Carmen. Sin duda, todo aquello ya no le parecía
fanatismo al joven semidescreído de poco antes. Había llegado
también la ocasión de empezar con la Universidad. Francisco se
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matriculó en Derecho. Al mismo tiempo se apuntó a Filosofía y
Letras. Tal vez pensó su confesor que la filosofía vendría mejor, si
Francisco terminaba (como se podía sospechar) en el seminario o
en el noviciado de alguna orden religiosa. Como si esto fuera
poco, el joven ayudaba, además, a su padre y a sus hermanos en
los negocios de la familia. Todo ello significó una sobrecarga. Su
salud, que nunca había sido firme, terminó por hacer bancarrota.
A fines del tercer curso universitario se presentó la tuberculosis
con sus toses hondas, sus esputos y vómitos de sangre. Los
médicos se declararon en quiebra. Había llegado el momento de
prepararse para el viaje definitivo. Otra vez como cuando tenía
sólo nueve años. Después de los últimos sacramentos se recuperó
un poco. Pero, entre avances y retrocesos, la crisis se prolongó
casi todo un año, hasta marzo del 70. Hubo que abandonar la
Universidad. Pero tampoco ahora quiso Dios que se le cumplieran
sus deseos de morir. Dos años duró la convalecencia hasta que los
médicos declararon que la enfermedad estaba definitivamente
curada. En realidad no lo estuvo nunca, y allá quedó latente en los
pulmones durante toda la vida de Francisco. A su tiempo veremos
que de cuando en cuando volverá a dar la cara. Como San Pablo,
tendrá siempre dentro este aguijón que lo atormentase en sus
trabajos de apóstol. Aunque, como veremos, tendrá también otro
aguijón que dificultase su apostolado. «Te basta mi gracia», oyó
San Pablo que le decía el Señor. También al P. Tarín tendría que
venir la gracia de Dios para fortalecerle.
Francisco no quiso ya volver por entonces a la Universidad.
Otros problemas embargaban su espíritu: los problemas que
atormentaban a España en aquellas horas difíciles y los problemas
personalísimos de la orientación que le tocaba dar a su propia
vida. A los biógrafos toca (y ya lo han hecho) el hablamos de las
circunstancias nacionales: las revoluciones y pronunciamientos, la
abdicación de Isabel II, el efímero reinado de D. Amadeo, la
implantación de la República, el cantonalismo y el desenfreno de
las banderías por las regiones, las provincias y aun por los
pueblos de España. Naturalmente, todo eso afectó también a
Valencia, y envolvió, como es obvio, a la familia Tarín y al joven
Francisco. Pero esto queda bastante al margen de lo que nosotros
nos proponemos descifrar en estas páginas. Es suficiente con que
hayamos aludido a ello. En ese universal terremoto de la nación,
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hace más a nuestro propósito la reanudada avalancha de las
guerras carlistas. Francisco no se interesaba por la cuestión
dinástica o por las formas de gobierno. A él le preocupaban los
problemas religiosos y los intereses supremos del catolicismo. Y
entonces era innegable que liberales y republicanos iban
sistemáticamente contra los valores religiosos de España. Lo cual
empujaba a los católicos convencidos hacia el bando carlista. Por
eso también Francisco estaba de todo corazón en favor de la santa
causa. Y se creyó obligado a tomar personalmente parte activa en
la contienda. ¿Cómo lograría llegar hasta las filas de D. Carlos?
El que lo pensara despacio, no podría ver en esto sino una pura
ilusión de su temple generoso. Porque con su salud medio
desbaratada, ¿qué podría él hacer en los frentes de combate?
A fines de 1872, dos jesuitas llegados de Murcia estaban en
Valencia predicando a la llamada Asociación de Católicos.
Francisco logró ponerse en contacto con el P. Pedro María Merlín
y le habló de su posible vocación religiosa. En su reciente
enfermedad, Dios le había salvado la vida, y él estaba dispuesto a
consagrarla del todo al servicio de Dios. El misionero le habló de
la Compañía de Jesús. Francisco tomó en serio la orientación del
P. Merlín. Quizás era Dios mismo quien le empujaba a seguir esa
ruta. Los dos problemas, el carlista y el vocacional, se
entremezclaron desde entonces en su corazón generoso. Y un
buen día se lanzó a la aventura un poco disparatada y quijotesca.
En 1873, el último día de agosto, desapareció de Valencia sin
decir una palabra a nadie, ni siquiera a su familia. No quería
encontrar el menor entorpecimiento a su resolución definitiva. A
pie, sin un papel y sin provisión alguna, se lanzó a la carretera
camino de Madrid, de Burgos, de Estella, donde estaba el Cuartel
General de D. Carlos. En Madrid buscaría al provincial de la
Compañía de Jesús para presentarse como futuro candidato a la
Orden. En Estella se proponía adherirse a los combatientes
carlistas. Lógicamente, aquello no tenía pies ni cabeza. Pero lo
que mucho se piensa termina por no hacerse nunca. ¿Lo
impulsaba el espíritu de Dios o cedía tan sólo a su personal
espíritu?
En Madrid no encontró al provincial. La inquietud que
seguramente atormentaba a su familia, lo conmovía también a él.
Para sosegarlos escribió a José Ramón: «Querido hermano: Está
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hecho, no tiene remedio. Sé que he faltado, y por ello te pido mil
perdones. Te ruego, sí, que participes a toda la familia que no les
preocupe mi futura suerte; ésta será la que Dios quiera depararme.
Procuraré escribir, cuando menos semanalmente, para participaros
el estado en que me encuentro, aunque no cesaré de repetiros que
la única pena que embarga mi corazón es la de que estoy
persuadido que la familia sufre por mí. Quisiera continuar, pero
no puedo; lo haré otro día, quizás mañana. Tuyo de corazón,
Francisco.» Naturalmente, ni podía fechar la carta ni dar más
detalles, porque la guerra hacía que los correos fueran inseguros y
peligrosos. En Estella, los jefes militares pronto vieron que aquel
audaz muchacho tenía fibra, pero no tenía salud para los frentes
de combate. A lo sumo, podría servir para las oficinas de
retaguardia. Esto, naturalmente, no seducía a Francisco. Fue
providencial que encontrase por allí a dos misioneros jesuitas, que
lograron orientarle. No estaba lejos la frontera francesa, y, tras
ella, un noviciado de exiliados jesuitas. Su pariente el cartujo Fr.
Bernardo Tarín escribió muchos años después: «El Espíritu del
Señor lo llevaba a donde El lo quería.» Efectivamente, a sólo
ochenta kilómetros de Irún estaba el castillo de Poyanne, una
finca del departamento de Landes. En Poyanne se había refugiado
el noviciado de la Provincia jesuítica de Castilla. El 9 de octubre
llamaba Francisco a las puertas de Poyanne. Habían pasado
cuarenta días desde que salió de Valencia. Había recorrido más de
1.200 kilómetros, a pie buena parte de ellos. Acababa de cumplir
los veintiséis años. Un par de semanas antes, estando todavía en
Estella, pero resuelto ya definitivamente su itinerario a Poyanne,
escribía a sus padres: «... Quería yo, al mismo tiempo que dar a
conocer a Vdes. mi estado, poder comunicarles alguna noticia
satisfactoria y capaz por sí sola de borrar todo triste resentimiento.
Lo digo y repito con orgullo, y quisiera que Vdes. participaran
también de tan grata satisfacción. Cuando vienen a mi
imaginación los nombres de Vicente Ferrer, Ignacio de Loyola,
Luis Gonzaga y Francisco Javier, siento que mi corazón se
ensancha, se dilata, porque yo también, aunque sin merecerlo,
tengo la dicha de haber vencido al mundo y a sus más halagüeños
atractivos, posponiéndolo todo a la cruz del Redentor. Mucho me
acuerdo de todos. Al fin y al cabo, hombres somos, y la naturaleza
humana, de suyo débil, siente el menor contratiempo; mas al
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momento la razón serena recobra su dominio más noble que
todos, y que todos también más elevado, y, separándonos de todas
estas pequeñas miserias de la tierra, nos arrebata, nos sublima, nos
inmortaliza... Padres, ¡que Dios nos ilumine! ¡Que Dios nos
proteja! ¡Que Dios nos salve! Fe, confianza y valor; pero, sobre
todo, fe... Fe... Fe... Francisco.» ¿No son expresiones de una
elevada temperatura espiritual?

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III. LA TIERRA DE PROMISIÓN

Después de tan largas y fatigosas jomadas, al día siguiente


de arribar escribía a sus padres: «Llegué ayer al monasterio de
Poyanne. Decir a Vdes. lo que sentí, no puedo. La satisfacción, la
alegría, el gozo que inundaba mi corazón, que saltaba de contento,
como magnetizado por cuanto veía. ¡Qué monasterio! ¡Qué
Padres! ¡Qué Compañía de Jesús! Loado sea Dios, que por fin ha
permitido que, tras tantas vueltas y revueltas, tras tanto rodeo,
haya yo venido a parar a mi centro verdadero... ¡Aquí de mi
felicidad, aquí de mi dicha, aquí de mi ventura! El bosque, el
jardín, el santuario, la celda, las campanas, el orden, el silencio, la
oración: todo absolutamente conspira a un fin... Aquí en suelo
extranjero, nótase ostensiblemente una tranquilidad inalterable,
una paz envidiable, una alegría indecible. Ya he llegado a la tierra
de promisión.» Son palabras de énfasis desbordante, a pique de
incidir en el amaneramiento retórico. Pero ¿quién era aquel joven
que se presentaba por las buenas, sin previo aviso y sin
documentación de ninguna clase? Es posible que llevara alguna
carta de los Padres que había encontrado en el campamento
carlista. ¿Bastaba eso para asegurarse? Porque los Padres tampoco
tenían de él otras noticias sino las que él mismo hubiera querido
comunicarles. En Poyanne, los superiores no podían ni debían
precipitarse. Era necesario aguardar hasta que viniese de Valencia
documentación fehaciente. Naturalmente, se escribió a Valencia.
La guerra dificultaba las comunicaciones. La respuesta no podía
venir al día siguiente. Mientras tanto, el joven Tarín no fue
admitido sino en condición de postulante. Por lo demás, un
postulantado más o menos largo era normal cuando alguien
llamaba a las puertas de la Compañía. Sino que, en esta ocasión,
las cosas tendrían que ir forzosamente más despacio.
A pesar de que ya no era un niño, y aun quizás precisamente
porque no lo era, Francisco estaba dispuesto a esperar con buen
ánimo lo que fuese necesario. Sabía perfectamente lo que
significaba aquella mudanza en su vida. «Me explicó cómo al
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pasar del estado mundano al estado religioso se experimenta una
emoción parecida a la que experimentaría el ciego de nacimiento
que recobrase repentinamente la vista.» Así se lo escribía a su
madre el 15 de octubre. Y continuaba: «... que soy otro, ente-
ramente otro, lo conocerá Vd. hasta por las mismas cartas. Tal vez
no haya escrito nunca carta de más de un pliego, y ahora en dos
enteros se me queda lo mejor por decir. Porque ha de saber Vd.,
querida madre, que los consuelos más gratos que la religión
concede son para sentidos, no para explicados; mayormente por
quien, como yo, se encuentra todavía en el atrio de tanta
grandiosidad.» No tuvo que esperar mucho tiempo en el atrio,
porque los informes de Valencia no se hicieron aguardar
demasiado. Antes de que terminase el mes, el 30 de octubre, Fran-
cisco fue admitido al noviciado y vistió la sotana de jesuita. Con
esta ocasión volvía a manifestar sus sentimientos en carta a su
hermano Gabriel: « ¡Si supieras, querido hermano, cuán
generosamente recompensa [el Señor] el menor sacrificio que se
le ofrece! De mí sé decirte que pasé de las tinieblas a la luz; de la
intranquilidad y continua zozobra, a la paz inalterable y segura
calma de quien nada teme ni por ninguna cosa se preocupa.
Paréceme imposible que en tantos años no haya vislumbrado lo
que en un solo instante con tanta claridad la misericordia de Dios
me descubrió.» Claro está que, más o menos, cosa análoga podría
escribir cualquier otro novicio en el entusiasmo de los primeros
fervores. Con la diferencia de que; el joven Tarín no era ya un
niño, y a su edad podía reflexionar más maduramente y podía con
mayor ponderación darse cuenta de los compromisos que
aceptaba. En el postulantado y a lo largo del noviciado, el
candidato, ha de leer repetidas veces el llamado Primero examen
y general, que se ha de proponer a todos los que pidieren ser
admitidos en la Compañía de Jesús. En el capítulo cuarto de dicho
Examen pudo leer Tarín las graves palabras de San Ignacio:
«Séales propuesto cómo la intención de los primeros que se
juntaron en esta Compañía fue que se recibiesen en ella personas
ya deshechas del mundo y que hubiesen determinado de servir a
Dios totalmente...» Y en el mismo capítulo, algo más adelante, se
advierte también al candidato: «Su comer, beber, calzar y dormir,
si a la Compañía le place seguir, será como cosa propia de pobre,
persuadiéndose que será lo peor de la casa, por 6U mayor
20
abnegación y provecho espiritual y por venir a una igualdad y
medida entre todos. Que donde los primeros de la Compañía han
pasado por estas necesidades y mayores penurias corporales, los
otros que vinieren para ella deben procurar por llegar cuanto
pudieren a donde los primeros llegaron, o más adelante, en el
Señor nuestro.» Francisco Tarín tenía ya los años suficientes para
entender y asimilar sin equívocos estas serias exigencias del
Examen. A su tiempo veremos que las tendrá presentes durante
toda su vida.
De momento escribe a su familia el 25 de febrero de 1875,
cuando ya llevaba largos meses en el noviciado: «Ruégoles, sí,
mucho, muchísimo, que no crean que nada de cuanto el mundo
puede ofrecer me hace la menor falta. Sólo les pido sus fervorosas
oraciones para que Dios se digne concederme la perseverancia en
mi vocación, que es el bien mayor que Vds. pueden desear para el
hijo que no les olvida, Francisco.» Para entonces, ya había hecho
el mes de ejercicios espirituales que suele hacerse, normalmente,
en los primeros meses de noviciado. Hemos de sentir que de esta
trascendental experiencia no haya llegado a nosotros información
ninguna. Es de presumir que durante ese mes, y aun a lo largo de
todo su noviciado, escribiera Tarín algunos apuntes espirituales
para recordatorio propio, y también para informar al maestro de
novicios y recibir de él las oportunas orientaciones. Es cosa que
suelen hacer muchos novicios. En todo caso, de esos posibles
apuntes nada sabemos. Una carta suya escrita muchos años
después, el 17 de julio de 1910 (meses antes de su propia muerte),
y dirigida a una religiosa, nos descubre lo que para él significa el
noviciado. Quizás tenía presente lo que sabía por experiencia
propia: «Van ya pasados dos meses de noviciado, y muy breves
pasarán también los dos años. Por tanto, como en toda la vida reli-
giosa no hay más que un noviciado, conviene no perder una
partecita de él y hacer gran caudal de virtudes ahora para el resto
de nuestra vida. Hay quien desde el primer día se propone hacerse
santo en el noviciado. Como sea el propósito firme, seguramente
que lo conseguirá quien lo hiciere.» Digo que, dada la sinceridad
y la seriedad de su carácter, escribía lo que él debía saber por su
personal experiencia.
Su maestro de novicios, el P. Vicente Gómez, murió en
Valladolid el 5 de octubre de 1914, cuatro años después de Tarín,
21
pero antes de que se iniciaran los procesos canónicos para la
eventual glorificación del gran misionero. Por tanto, en éstos no
encontramos su testimonio. Pero sí el de otros Padres que fueron
connovicios de Tarín y sus compañeros en Poyanne y después
durante sus estudios. El P. Ignacio María Aramburu, gran siervo
de Dios y hombre sincerísimo, llegó a escribir: «A mi juicio, su
humildad, su devoción y piedad, su obediencia y caridad, fueron
extraordinarias y no comunes.» El P. Lino Muri11o, sabio
escriturista, declaró también en los Procesos: «Fue muy ejemplar
y aun extraordinario en los ejercicios de la vida religiosa.» «Lo
conocí bien en el noviciado, dice el P. Pedro Castelló, y ya era un
santo.»
En Poyanne aprendió Tarín y se asimiló hondamente la
devoción al Corazón de Jesús, que no sabemos hubiera aprendido
antes, y que luego llegó a ser el gran resorte apostólico en su vida
de misionero. No sólo un resorte hacia afuera en su tarea de ganar
los pueblos para Cristo, sino también antes, y mucho más para
caldearse él mismo en los más hondos y más férvidos
sentimientos de su propio corazón. Conviene que subrayemos esto
desde ahora mismo, porque conjeturo que aquí estuvo, al menos
muy primariamente (ya lo veremos), el misterio que nos explica
su impresionante y extrañamente fecunda actividad apostólica. En
Poyanne, la devoción al Corazón de Jesucristo se expansionaba
con mil variadas y cálidas expresiones de culto sincerísimo. En el
amor de Jesucristo y a Jesucristo encontraban los jesuitas el más
jugoso consuelo en su destierro fuera de la Patria. Y en El ponían
la esperanza de una pronta restauración de la Compañía en
España. Como medio siglo antes, a principios del xix los jesuitas
de aquellas fechas habían cifrado también en el Corazón de Jesús
su confianza de que la Compañía, entonces suprimida, volvería a
renacer.
No es extraño que en Poyanne no estuvieran bien infor-
mados de las cosas de España. Allí esperaban con casi absoluta
seguridad la victoria rápida y total del pretendiente carlista. Por
eso creían que serían muy pronto llamados de nuevo a la Patria.
Pero la historia se lanzó por otros caminos. Cae fuera de nuestras
pretensiones el adentramos por aquellas peripecias bélicas y
políticas. A pesar de sus victorias iniciales y fulgurantes, la santa
causa término fracasando. Alfonso XII entró en Madrid en enero
22
de 1875. Don Carlos salió de España definitivamente un año más
tarde, el 28 de febrero de 1876. Los jesuitas no tardarían mucho
en ser llamados a la Patria. Pero antes, el 1 de noviembre de 1875,
Francisco Tarín se vinculó más estrechamente a la Compañía con
los votos religiosos. A su edad y con la seriedad de su carácter,
Francisco no pronunciaba una vana fórmula en cosa tan
importante y categórica. Delante del superior y de sus
connovicios, se arrodilló ante el altar: «Omnipotente y sempiterno
Dios: yo Francisco Tarín, aunque del todo muy indigno de parecer
ante vuestra divina presencia, pero confiando en vuestra piedad y
misericordia infinita y movido por el deseo de serviros, delante de
la Santísima Virgen María y de toda la corte celestial, hago voto a
vuestra divina Majestad de pobreza, castidad y obediencia
perpetua en la Compañía de Jesús y prometo entrar en la misma
Compañía para vivir en ella perpetuamente, entendiéndolo todo
según las Constituciones de la misma...» Como veremos a su
tiempo, este entrar en la Compañía significaba una vinculación
con ella más estrecha que la efectuada con estos primeros votos
tras el noviciado. Como es lo normal, pronunció estos votos con
piedad y los firmó de su mano en plena conciencia. Lo que había
pretendido desde el primer día de Poyanne, lo reiteró ahora con
formal juramento. La gracia de Dios no iba a faltarle, y él nunca
quiso luego retroceder ante las exigencias de la gracia. Todos los
religiosos, unos con más conciencia y decisión que otros,
pronuncian la misma clase de votos. Lo importante es el
mantenerse siempre y aun el avanzar en la fe y plenitud de fervor
de esos comienzos.
Cuál era su fervor y su decisión entonces, lo manifestaba el
joven Francisco en carta al que había sido su director espiritual en
Valencia: «¡Ay, mi querido D. Vicente, que cuanto mayores son
los beneficios, mayor es también el sacrificio que Dios exige de
nosotros! Y yo, lleno de confusión y de vergüenza, me reconozco
de fuerzas flaco, y de virtudes pobre, para ofrecerlo digna y
cumplidamente. Confío, sin embargo, en la misericordia divina,
que tan gratuitamente me ha concedido su gracia para perseverar
hasta el presente, que no me la negará para que pueda servirle en
adelante, sino cual El merece, de la manera, al menos, que mi
imperfección consienta.» Con los votos concluía la primera etapa
de su formación espiritual. Y comenzaba otra etapa, en que esta
23
formación se proseguía, pero conjugándola con la literaria y
científica, indispensable para la futura misión apostólica. La
finalidad de los próximos años tendría que ser el juntar virtud con
letras. Este es el propósito y como el lema de todos los
estudiantes de la Compañía.

24
IV. ANTE LOS LIBROS

La formación intelectual del joven jesuita está toda ella


encaminada a la misión que la Compañía ha de aceptar y cumplir
en los distintos campos del apostolado. Al candidato se le advierte
desde el primer momento: «El fin de esta Compañía es no
solamente atender a la salvación de las ánimas propias con la
gracia divina, mas con la misma intensamente procurar de ayudar
a la salvación y perfección de las de los prójimos.» Naturalmente,
si éste es el fin, habrá que buscar los medios necesarios para
lograrlo. Imprescindible para el caso es, por tanto, una suficiente
preparación en los estudios eclesiásticos. Francisco Tarín ya
sabemos que no era un analfabeto cuando entró en la Compañía.
En la Universidad de Valencia había llegado hasta el tercer curso
en derecho y en filosofía cuando una seria enfermedad le obligó a
interrumpir los estudios. Pero ahora, una vez hechos los votos, se
trataba de emprender por otros caminos la formación intelectual.
Esta formación en la Compañía abarcaba, una tras otra, tres
etapas: la de humanidades clásicas y retórica, la de filosofía
escolástica y la de teología en todas sus ramas, como corona del
edificio intelectual que se había de ir pacientemente
construyendo.
Es obvio que todo esto había de progresar, entonces lo
mismo que ahora, sin mengua del espíritu y de las virtudes
religiosas. Más aún, el mismo estudio debía ser encauzado de
manera que lo fundamental para el posterior trabajo apostólico
mantuviese la primacía. Francisco, de quien connovicios y
compañeros afirmaban que «no hacía las cosas a medias», se
entregó al estudio casi con pasión. «Tenga determinación firme —
prescribía San Ignacio— de ser muy de veras estudiante,
persuadiéndose no poder hacer cosa más grata al Señor en los
colegios que estudiar con la intención dicha.» Por lo demás, a
Francisco las humanidades y la retórica, primera etapa, le
seducían. Ya en Valencia gustaba de escuchar a cuantos oradores
y predicadores pasaban por la ciudad. Ahora le tocaba a él
25
prepararse para el ministerio de la palabra. A diferencia de las
cartas que escribirá más tarde, en las que escribe durante sus
estudios (casi todas ellas dirigidas a miembros de la familia)
advertimos una cierta vena retórica, en los linderos de un
rebuscado amaneramiento. Aunque férvidas y cariñosas, falta en
ellas la sencillez del estilo epistolar, propia de este género literario
y de esta comunicación entre familiares. Lo hemos indicado ya al
transcribir algunos párrafos de las cartas escritas en Poyanne. Sin
embargo, cuando en los ejercicios escolares le tocaba hablar ante
sus profesores y compañeros, cierta timidez o no sé qué humildad
mal entendida le hacían retraerse. No sabía o no se atrevía a
desplegar sus facultades. La declamación como ejercicio literario
y el perorar en público, como si le aterrasen. Cosa rara en quien
durante veinticinco años subirá a los pulpitos de media España.
Sin fuego y sin energía, apenas si lograba hilvanar un par de
párrafos. Su profesor lo animaba y le exigía más voz, más fuerza,
más ímpetu en su palabra. El intentaba sobreponerse, y conseguía,
por fin, el tono vibrante que todos esperaban. En cierta ocasión,
sin embargo, su fracaso fue estrepitoso. El Señor quiso darle una
lección que le sirviese para su humildad entonces, y mucho más
para siempre, cuando mil veces tuviese que lanzarse a su
ministerio de la palabra. El mismo lo comprendió así, y escribió a
su hermana Úrsula: «Rogad a Dios que me otorgue su gracia
divina, a la cual todos los demás dones se subordinan, y, si ésta
nos asiste, seguro es que ni la unción, ni el celo, ni ninguna de las
virtudes necesarias para hacer fruto en las almas nos faltará.» Era
en la festividad del Sagrado Corazón. El profesor de retórica le
encomendó el sermón que había de predicarse en el refectorio
delante de toda la comunidad. Dada su devoción ardentísima al
Corazón de Jesús, a Francisco le entusiasmó el tema. Preparó
largamente su disertación, la aprendió de memoria para mayor
seguridad, repitió los ensayos. No podía hacer más. Y, llegado el
momento, tras algunos párrafos bien enfocados, le falló la
memoria, y quedó mudo, sin poder avanzar un paso más. «En la
mitad del sermón —le escribía a Úrsula— me turbé, me perdí, fal-
táronme las fuerzas, y hube de bajarme del pulpito.» Así empezó
el futuro apóstol del Sagrado Corazón. Aleccionado con esta
experiencia amarga, tenía razón entonces cuando pedía a su
hermana que rogase a Dios para que nunca la faltara la gracia
26
divina. Y tendría razón más tarde cuando, una y otra vez, insistía
sin cansancio pidiendo oraciones para que su palabra no se
malograse en sus labios ni en los corazones de los oyentes.
En otoño del 77 le tocaba ya emprender el primer curso de
filosofía. Aunque los estudios comenzaron en Poyanne, pero ya a
principios del año siguiente se inició la repatriación de los
estudiantes. Vinieron primero los filósofos, que se instalaron en el
colegio de Camón de los Condes. En los primeros días de marzo
ya estaban todos en su nueva residencia. Francisco Tarín escribía
a Valencia: «Este colegio es muy capaz y lo hemos encontrado
muy bien ordenado. La población es como suelen serlo las de
Castilla, no tan bonita como las de ahí. La gente, sencillísima y
muy buena. En lo civil y eclesiástico pertenece a Palencia. Espero
nos ha de ir bien con la gracia de Dios.» Y les fue bien, pero un
percance imprevisto puso en serio peligro la mano de Tarín. Se
trataba de un experimento en el rudimentario laboratorio de
química. El profesor explicaba la naturaleza del fósforo blanco, y
quiso hacer una demostración elemental sobre su combustión. El
fósforo se inflamó e hizo estallar el frasco invertido que lo
recubría. Chirlas de cristal ardiendo y gotas del fósforo se
incrustaron en la palma derecha de Francisco, que sujetaba el
frasco, y en ella quedaron ardiendo hasta consumirse. Y, «aunque
el médico me decía que tendría para unos cuatro meses, pero
gracias a Dios se engañó, y a los quince días escribía
perfectamente». Sin embargo, las heridas fueron de malísima
catadura, y durante una semana o poco más el cirujano hubo de ir
cortando los pedacitos de carne que se pudrían. Mucho más tarde,
cuando ya muerto Tarín se estaban realizando los procesos
canónicos sobre sus virtudes, algunos testigos hablaron de la
«heroica paciencia» con que el herido supo soportar los dolores
de sus llagas y de sus difíciles curas. Quizás fue heroica o, cuando
menos, muy notable, puesto que de hecho impresionó a sus
compañeros.
De sus cursos de filosofía (octubre de 1877 a junio de 1880)
apenas si nos quedan otras noticias. Entregado a sus estudios con
ahínco, se excusaba con la familia de que su correspondencia
fuera tan breve y tan escasa. Más escasa aún, naturalmente,
cuando se aproximaban los exámenes. A pesar de esa entrega casi
apasionada a sus libros, el estudiante tenía muy en cuenta la
27
advertencia de San Ignacio: «Todos se den a las virtudes sólidas y
perfectas y a las cosas espirituales, y se haga de ellas más caudal
que de las letras y otros dones naturales y humanos. Porque
aquellos interiores son los que han de dar eficacia a estos
exteriores para el fin que se pretende.» Que Tarín tenía esto muy
en cuenta, lo demostraba ocasionalmente en sus cartas a la
familia. A su hermano Gabriel le escribía: «Di a las chicas de mi
parte que pidan a Dios que me haga muy santo, y además un poco
listo para conocer bien los ardides del infierno y de sus ministros;
a esto se dirigen nuestros estudios.» Con su propio padre se sin-
ceraba del poco tiempo que tenía para escribirle: «Parecerá
imposible que no tenga ni una hora; pero piense cuán poco valgo
yo, y, por consiguiente, aunque emplee todo el tiempo sin sesgar
un minuto, cuán poco es lo que puedo hacer para Dios, a quien
tanto debo; para la religión, que tanto me ayuda y a quien tan
deudor me reconozco.»
Los superiores quisieron que adelantara unos meses el
examen global de filosofía escolástica. Pretendían que completase
los estudios hechos en Valencia años atrás antes de entrar en la
Compañía y que convalidara las asignaturas pendientes para
obtener la licenciatura civil. Este fue el motivo de que en abril se
trasladase a Salamanca. Desde allí le escribía a su superior de
Carrión de Jos Condes: «Mis deseos los conoce V. R., son trabajar
cuanto pueda en todo tiempo y lugar; ya que llegué tarde a la
viña, sacar la parte proporcional del trabajo, porque todos
recibimos la misma paga.» Se refiere a que no había ingresado tan
temprano como otros en la vida religiosa. Por eso, pensando en su
futuro trabajo apostólico, quería poner mayor intensidad en la
labor de sus estudios. Sobre esta su ida a Salamanca le escribía a
su hermana Úrsula: «Para que no creas que es otra cosa, he venido
aquí a examinarme de algunas materias, para tener un grado
literario, porque luego en nuestros colegios nos hace falta.
Suplica, pues, a la Virgen que, pues es Madre de sabiduría, me
asista en los exámenes a fin de que no desdore yo el buen nombre
de la Compañía.» Efectivamente, sus esfuerzos, y también las
recomendaciones oportunas, arrancaron el sobresaliente en la
licenciatura de filosofía y letras. Poco iba a necesitarla después,
porque su apostolado se expansionó por otros campos.

28
Ya en Carrión empezó sus primeros modestos ensayos en la
actividad apostólica. El fue uno de los jóvenes estudiantes que se
ofrecieron para enseñar el catecismo a los niños pobres que
acudían los domingos a la iglesia. Y también a los fámulos o
criados que ayudaban en los oficios domésticos del colegio.
Estaba ya terminando sus cursos de filosofía y le escribía a su
padre ensalzando las virtudes de algunos jesuitas: «Pídale Vd.
mucho al Sagrado Corazón de Jesús, cuando va a hacerle la
guardia, que prenda en el mío una sola centella de su amor, para
que, siguiendo a tan buenos guías, consiga hacerme menos
indigno del nombre que llevo, de los hombres con quienes trato y
comunico y vivo y del hábito que visto.» En él, como lo
demostrará toda su vida, no eran palabras de rutina.

29
V. HACIA EL ALTAR DE DIOS

En la Compañía de Jesús no es normal que los cursos de


teología se comiencen de inmediato al finalizar los estudios
filosóficos. Suele haber un interregno de dos o tres años. Es la
llamada etapa del magisterio. A los jóvenes se les ofrece así un
tiempo de maduración antes de que definitivamente se decidan
por el sacerdocio. Y además se ponen a prueba sus cualidades y su
constancia en la vocación. Los superiores pensaron bien que esta
prueba no era necesaria para el H. Tarín. Dada su edad, no parecía
tampoco oportuno diferirle la preparación para el sacerdocio. Por
tanto, fue mandado a Oña, donde entonces mismo comenzaba a
funcionar el Colegio Máximo, con sus dos Facultades de Filosofía
y Teología. Oña, a pocos kilómetros de Briviesca y al norte de la
provincia de Burgos. En Oña se levantaba un viejo monasterio be-
nedictino, fundado a principios del siglo xi por D. Sancho García
y su mujer D. Urraca. En él vivieron los monjes hasta la
exclaustración de 1836. Y ahora el viejo edificio había venido a
manos de la Compañía, y a él tenía que trasladarse Tarín para
emprender sus estudios teológicos.
«Mirando lo que pretende con los estudios la Compañía, al
fin de ellos es bien comenzar a hacerse a las armas espirituales
que se han de ejercitar en ayudar a los prójimos; que, aunque esto
en las casas se haga más propiamente y más a la larga, en los
colegios puede comenzarse.» Estas palabras de San Ignacio en las
Constituciones vienen aquí muy al caso cuando vamos a ver lo
que Tarín hizo, y naturalmente lo que los superiores le
consintieron hiciese durante sus cursos de teología. De su
dedicación fundamental y primaria a los libros no hace falta que
hablemos mucho. El mismo comprendía tan bien como cualquiera
que la doctrina teológica, en todas sus ramas, era el bagaje
imprescindible para cualquier ministerio apostólico. De hecho,
sus profesores pudieron comprobar que el incipiente teólogo
ocupaba un puesto de honor en todas las asignaturas. Cuando
alguna vez se trató de una competición más arriesgada, fue Tarín
30
el llamado para salir al quite. Sería ingenuo decir e imposible de
probar que era el primero en todo. Pero nadie tenía dudas de que
ocupaba un puesto de vanguardia. Esto conviene recalcarlo,
porque vamos a ver que sus estudios en nada fallaron, aunque él
encauzase algo de sus energías y de su tiempo por otros caminos.
Es evidente que, cuando San Ignacio mismo exhorta a esa más
inmediata preparación apostólica, presume que ello está en
consonancia con los estudios.

Los inquilinos del monasterio se pudieron dar cuenta muy


pronto, si es que no lo sabían de antemano, que el pueblo de Oña
no estaba muy a gusto con ellos. Labradores del campo, gente
humilde y sencilla, allá en el fondo (pero muy en el fondo) era
honrada y noble. Tarín mismo lo comprendió sin mucho esfuerzo,
y se admiraba «que de una masa tan buena se hagan tortas malas».
Efectivamente, las tortas eran malísimas y el pueblo parecía per-
dido. La blasfemia, el baile procaz, la taberna, la maledicencia y,
consiguientemente, la falta absoluta de espíritu cristiano. Por allí
había pasado y repasado la soldadesca de los liberales en las
guerras carlistas, dejando su desenfreno, su impiedad y sus
costumbres desbaratadas. Casi nadie pisaba la iglesia y casi todos
miraban con encono a los frailes que acababan de llegar al
convento. Los frailes, naturalmente, lo sabían, pero ellos harto
tenían que hacer con preocuparse de sus libros. Todos o casi
todos, menos dos, y quizás, a ratos, alguno que otro más. Esos dos
eran los H. Juan Conde y Francisco Tarín. Juan era unos siete
años más joven que Francisco, pero había entrado en la Compañía
a mejor edad y le aventajaba un par de años en la carrera. Conde y
Tarín determinaron conquistarse al pueblo, y acabaron por
conseguirlo. Al principio trabajaban a una, pero Conde terminó
sus estudios y tuvo que marcharse. Tarín prosiguió la tarea.
Empezaron por bajar al pueblucho: visitas a las casas con
cualquier ocasión o sin ocasión ninguna, encuentros amistosos
con unos y con otros, principalmente con los mozalbetes cuando
volvían del campo o cuando vagaban por la plaza. Con manse-
dumbre amable fueron ampliando el contacto. La frialdad y el
recelo, poco a poco, se iban disipando. Se trataba de civilizarlos,
de instruirlos, de cristianizarlos. Abrieron en el colegio unas
clases nocturnas, a las que pomposamente bautizaron con el
31
nombre de Academia. En la Academia se enseñaba de todo: leer,
escribir, cuentas, ortografía, hasta reglas de urbanidad y,
naturalmente, el catecismo o la doctrina cristiana. Eso de la
Academia fue un éxito. No había nada semejante en los pueblos
del contorno. Oña estaba orgullosa de su Academia.
A las pocas semanas eran ya 51 los alumnos; prácticamente,
todos los mozos del pueblo. Indudablemente, San Ignacio hubiera
dado el visto bueno a esta manera de introducirse en los prójimos
para llevarlos al buen camino. Porque él aconsejó a los
estudiantes de teología: «Se ejercitarán en el predicar y leer en
modo conveniente para la edificación del pueblo, que es diverso
del escolástico, procurando tomar bien la lengua y tener vistas y a
la mano las cosas más útiles para este oficio y ayudarse de todos
modos convenientes para mejor hacerle y con más fruto de las
ánimas.» Ciertamente, ni Conde ni Tarín se parapetaban en su
escolástica sapiencia. Con los más aprovechados y mejor
dispuestos de la Academia establecieron una «congregación»
dedicada a la Virgen, con su reglamento oportuno, su Junta
directiva, comuniones mensuales y vísperas cantadas en las
festividades más solemnes. El final de todo puede el lector
conjeturarlo. Esta labor de muchas semanas y de muchos meses
tenía que dar su fruto. La regeneración del pueblo estaba en
marcha. Las blasfemias y juramentos fueron retrocediendo. Sobre
todo, el rosario de la aurora, tal como lo había aprendido Tarín de
niño en Godelleta, colmó el entusiasmo del vecindario, antes tan
montaraz y ahora tan piadoso. El pueblo venía padeciendo una
condenada sequía, que amenazaba con malograr absolutamente la
cosecha. Era necesario un milagro para que bebieran los campos
sedientos. En busca del milagro se organizó un solemnísimo
rosario de la aurora para el día de la Ascensión. Y el día de la
Ascensión quiso Dios que lloviese a mares. Seguramente no sería
un milagro, pero algo imprevisto sí que fue. Aun los más ciegos
creían ver en ello la mano de Dios. El P. Conde, en una plática
emocionante, aseguró sin titubeos que la lluvia vendría. Y el P.
Tarín se pasó la noche en oración, a ratos con los brazos en cruz.

Un buen día, Tarín escribió a su padre: «La gente de este


pueblo es de lo mejor que habrá en España, sin hacer agravio a

32
otras regiones: católicos rancios, pero rancios como el vino.» Es
decir, que se había conseguido despertar la fe dormida del pueblo.
¿De dónde sacaba Tarín fuerzas y, sobre todo, tiempo para esta
labor, sin alterar el ritmo de sus estudios? Los biógrafos, y, antes
que ellos, los testigos que convivieron con él, nos hablan de algo
asombroso y que parece sencillamente inverosímil y casi
increíble. Aunque no faltan ejemplos análogos en otros santos y
varones ilustres. En Tarín tendremos que admitirlo, porque los
testimonios son categóricos y múltiples. Se comprometió consigo
mismo a dos cosas parejamente difíciles: a no dormir sino lo que
fuera indispensable y a no hacerlo nunca acostado en la cama. ¿Y
cuál era para él ese sueño indispensable? Alrededor de unas tres
horas o menos aún. «De su abstención del lecho para descansar —
nos asegura un biógrafo—, baste decir con firme certeza que
durante los cuatro años que permaneció en Oña no se acostó ni
una sola noche. De lo cual poseemos providencialmente
testimonio auténtico del siervo de Dios.» Efectivamente, las
palabras del Padre en un par de ocasiones parecen confirmarlo,
aunque en su universalidad yo me resisto a admitirlas. Cuando
llegue la hora, traeremos algún que otro testimonio fehaciente.
Claro está que tal cosa no podría hacerla, ni la haría Tarín, sin
conocimiento y anuencia de sus superiores. El mismo, y ellos
también es de suponer, que habrían ponderado suficientemente la
posibilidad y consecuencias de este sueño brevísimo. ¿No sería en
perjuicio de su salud y con mengua del exacto cumplimiento de
sus obligaciones durante el día? Que el rector de Oña, P. Portes, lo
sabía, es cosa indudable. El mismo contaba con ello, si se trataba
de algún enfermo que necesitase cuidados y a quien en horas
determinadas de la noche fuera necesario suministrar alguna
medicina. En tales casos encomendaba el asunto a Tarín, que
acudía fijamente, por intempestiva que fuese la hora. Pero esto de
Oña se prolongó luego durante toda su vida, y tendremos ocasión
de volver sobre ello.
Por su edad, algo más avanzada que de ordinario, o tal vez
por alguna insinuación perdida de sus superiores, el H. Francisco
se había forjado la ilusión de que llegaría al sacerdocio antes de
terminar (como en la Compañía es costumbre) el tercer año de
teología. El 2 de noviembre de 1880, cuando sólo llevaba tres
meses en Oña, escribía a su hermana Úrsula: «Pensaba darte una
33
buena noticia con decirte que el año que viene cantaría misa; pero
no podrá ser, me parece, hasta dentro de dos años o quizás tres.
No es mucho esperar ni prepararse demasiadamente tratándose de
dignidad tan alta, para la cual con tan pocas fuerzas cuento.» Fue
a fines de julio de 1883 cuando, a una con sus compañeros de
curso, recibió las sagradas órdenes. Es lástima que no
encontremos ningún apunte suyo de estas fechas en que explayara
sus sentimientos espirituales. Ya hemos insinuado alguna vez que
Tarín fue siempre reservadísimo, y escondía pudorosamente su
intimidad. Por eso nos cuesta tanto trabajo penetrar en el misterio
de su espíritu. Llegó el día de su primera misa. El H. Abad nos
cuenta: «Persona de toda mi confianza y que residía entonces en
Oña, me dice que recuerda cómo asistieron todos los mozos y que
el P. Tarín estuvo llorando durante la misa... Después de consumir
dirigió la palabra al público y a los mozos en particular, diciendo:
‘No me creo digno de tan alto ministerio, pues soy un gran
pecador. Rogad a Dios por mí.’» Seguramente, se acordaba de
aquellos años de su primera juventud, cuando estuvo alejado de
Dios y a pique de perderse. No será la única ocasión en que
expresamente aluda a aquellos extravíos.
Su padre, D. Miguel, tuvo el consuelo inenarrable de asistir
a la primera misa de su hijo. Este ansiaba ejercitar cuanto antes
las primicias de su sacerdocio con una peregrinación misional.
Los superiores le concedieron para ello los dos meses de verano
antes de comenzar el nuevo curso. Apenas su padre se despidió de
Oña, salió él con otro compañero para sus correrías apostólicas, y
llegó, de pueblo en pueblo, hasta las tierras de Navarra. Mendi-
gando y predicando avanzaban en su apostolado evangélico. Era
lo que había soñado San Ignacio y sus primeros compañeros:
predicar en pobreza. Y era también lo que en grande y
definitivamente sería más tarde la ocupación de su vida. Ya de
vuelta en Oña escribía a su padre unas líneas, que son como el
pregusto de tantas como escribiría después a lo largo de su vida
misionera. «Padre mío: Ayer noche volví de una de estas
excursiones que sabe Vd. solemos hacer. Esta, sin embargo, no ha
sido como la de Navarra, sino más corta y sin andar pidiendo
limosnas, pero sí trabajando en bien de las almas cuanto se podía
con la ayuda de Dios. ¡Pobres gentes! ¡Si hubiera Vd. visto salir
pueblos en peso a recibirnos, arrodillándose para besarme la mano
34
o la sotana, no cansarse de oír nuestros sermones, confesarse con
todo dolor y con gozo inefable recibir el cuerpo y sangre de Jesús;
Vd. sí que hubiera dicho: ‘De verdad que Dios, por medio de
ruines instrumentos, sabe rematar obras grandiosas’!» Su espíritu
misionero se delata ya en estas primicias apostólicas.

Aún le quedaba el cuarto año de teología. Sus estudios, su


labor con los mozos de la famosa Academia y sus vigilias
nocturnas continuaron como antes. A principios de 1884 escribía
de nuevo a su padre: «Sea Dios por todo bendito. Mi salud,
inmejorable y a prueba de bomba, como solemos decir. Pues,
aunque haya en alguna ocasión salido de los términos del trabajo
ordinario y emprendido y rematado alguno extraordinario,
pidiéndolo así la gloria de Dios y disponiéndolo la santa
obediencia, estoy cada día más ágil y con más ánimos de
emprender nuevas obras, si Dios me pide que las emprenda.» Él
nunca se echaba para atrás y nunca decía: No puedo. Terminados
sus estudios, llegó el momento de partir. A su misa de despedida
acudieron todos los mozos del pueblo. El y ellos todos lloraban.
Este largo período de Oña lo sintetiza el P. Julián Curiel con pocas
palabras: «Generalmente, se le ha tenido por un hombre que iba
por caminos extraordinarios de santidad. Tuvo comienzo esta
fama estudiando en Oña, pues se le tenía por hombre extraordina-
rio.» Quizás por eso los superiores lo dejaban marchar ya a su
aire. Y tal vez también por eso no faltó quienes vieran en él algo
raro. Efectivamente, lo extraordinario parecerá siempre raro a
quienes por experiencia sólo conocen los caminos ordinarios y
normales de todo el mundo. En este sentido es cierto que Tarín no
era ya entonces, ni fue nunca, un hombre ordinario. Lo cual no
quiere decir que fuera adusto o ceñudo y antipático. Al contrario,
nos dicen que era cariñoso y jovial. De no serlo, nunca se hubiera
atraído a los mocetones de Oña. Ni más tarde, como veremos, se
hubieran agolpado las muchedumbres en torno suyo.
Precisamente porque era extraordinario tenían que reconocer en él
y respetar un espíritu superior; eso misterioso que no era posible
clasificar, pero que se imponía y atraía la atención aun de los más
distraídos.

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VI. UN INTERREGNO

Así podemos clasificar esa etapa de dos años que el P. Tarín


pasó en el Puerto de Santa María, a cincuenta kilómetros de
Cádiz. Los jesuitas tenían y tienen allí un espléndido colegio. Su
fachada, su escalinata y su soberbio patio central son un alarde de
arquitectura. En él encontró el recién llegado su primer destino
después de terminados los cursos de teología. Lo llamo interregno
porque fue un período fugaz entre los años de su formación y lo
que luego sería la permanente y definitiva labor de su vida. Pero
aunque sólo fue eso, una etapa transitoria, quiso Dios que allí
recibiese en su cuerpo una herida dolorosa, que ya pesaría sobre
él hasta su muerte. ¿Fue eso precisamente lo que Dios pretendía
de él en aquel colegio? Al menos eso fue lo que en adelante ya no
podría olvidársele nunca. ¿O lo puso Dios allí porque su
presencia, su celo infatigable y su abnegación inverosímil tenían
que derrocharse con extremos de caridad durante los dos largos
meses que la terrible epidemia del cólera iba a pesar sobre la
población? Veremos en seguida cómo sucedieron las cosas.
Porque nuestra primera impresión es de una larga extrañeza.
¿Qué iba a hacer Tarín en el Puerto? ¿Qué pretendían los
superiores cuando le señalaron aquel puesto? Quizás no buscaban,
en definitiva, otra cosa sino tapar un hueco abierto en el claustro
de profesores. Inspector de la primera división, es decir, de los
alumnos mayores entre los dieciséis y diecisiete años. Además,
director de la Congregación de San Estanislao, para las clases
inferiores de medianos y pequeños. ¿Era eso lo que las cualidades
de Tarín y sus orientaciones hasta entonces parecían postular? Es
cierto que en Oña su triunfo apostólico con la juventud del pueblo
había sido evidente y clamoroso. Pero aquellos mozalbetes rudos
y montaraces de Oña contrastaban innegablemente con la
juventud que iba a encontrar en el Puerto. Quizás la adaptación a
este nuevo medio ambiente no iba a serle muy fácil. Pero fácil o
no, es lo cierto que su rector, el P. Miguel Sánchez Prieto, tuvo
que reconocer: «De tal manera se entregó Tarín al desempeño de
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su cargo, que parecía haber nacido para él y ser la enseñanza su
destino sobre la tierra.» La enseñanza, sí, pero no en aquellos
ambientes; ni sólo la enseñanza, sino algo que iba mucho más allá
que la simple docencia.
Los alumnos, sobre todo los mayorcetes de la primera
división, se dieron muy pronto cuenta de que su nuevo inspector
tenía algo que no habían visto en otros. Ese algo los asombraba y,
como alguno de ellos dijo más tarde, hasta los asustaba. Los
asustaba porque aquello no era normal. Ciertamente, no era
necesaria una mirada de lince, como suele ser la de los niños en
esa edad. Por otra parte, el inspector convive casi todo el día con
sus muchachos, particularmente en las horas más bulliciosas: en
las comidas y en los recreos. Si el inspector vigila a sus chicos,
éstos lo vigilan a él. Muy pocas cosas pueden escapar a los
rapaces, sobre todo si ellos se han propuesto descubrir algún
secreto que les interese. En el dormitorio, para la vigilancia
nocturna y para cualquier contingencia, el inspector tenía también
su pequeña celda o camarilla. Era como las otras donde dormían
los alumnos; si acaso, un poco más amplia, y estaba situada en
uno de los extremos, cerca de la salida. ¿Por qué el P. Tarín tenía
siempre o casi siempre su pequeña luz encendida? ¿Era ello nece-
sario a esas horas, cuando todos descansan? En ocasiones, alguno
tenía que salir intempestivamente, pudo observarlo, y pronto se
corrió la alerta entre todos. Una y otra vez observaron con sigilo a
través de la mirilla, y comprobaron que era cierto. El inspector
pasaba horas leyendo o de rodillas en oración ante su pequeño
crucifijo de mesa. De oído a oído circuló el rumor: el P. Tarín no
duerme. En parte, al menos, era verdad. Más exacto hubiera sido:
el Padre pasa muchas horas en vela sin acostarse. Lo mismo que
había sucedido en Oña. Lo mismo que sucederá después en sus
misiones y siempre a lo largo de su vida. Ya veremos que hubo
excepciones, aunque no muchas y en especiales circunstancias.

Una vez que los chicos descubrieron este secreto, ampliaron


sus curiosas pesquisas. ¿Cuándo comía y qué comía? Porque la
comida de los Padres coincidía en el horario con la de los
alumnos. Es verdad que los inspectores comían antes, en lo que
llamaban mesa primerísima. Primerísima naturalmente por la hora

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y la precipitación, no por la mejor o especial calidad de los
alimentos. Los cocineros y los sirvientes del comedor sabían a
qué atenerse por lo que veían con sus propios ojos. El P. Tarín
venía con prisa, echaba mano de lo primero que veía y perdonaba
los postres u otras eventuales exquisiteces. Los cocineros lo
sabían. ¿Pero sabían también cerrar la boca y guardar silencio? En
cambio, el P. Tarín sabía también, y supo siempre, que el cuerpo
necesita bien poco para mantenerse en forma. Lo que importa es
saberlo educar y no hacer caso de otras exigencias. Porque es
cierto que el cuerpo y sus sentidos piden siempre más, y hay que
domarlos. El sueño, la comida. Los pequeños detectives
sospechaban algo más, y querían saberlo a ciencia cierta. ¿Sería
verdad que también llevaba el cuerpo cargado de cilicios, como
cuentan de los santos? No pudieron averiguarlo con exactitud, a
pesar de que en los recreos tropezaban casualmente con él y lo
palpaban un poco con disimulo. No pudieron averiguarlo del todo.
Pero el Padre era para ellos un santo. Bastaba verle decir misa y
cómo su rostro parecía iluminarse, y no siempre lograba contener
las lágrimas. ¿Se iluminaba de veras o se lo figuraban ellos ante
su fervor y recogimiento?

Lo que no sabían ni se figuraban es que ellos mismos iban a


ser, sin proponérselo, los causantes del perpetuo cilicio que
llevaría en adelante desde entonces hasta la hora de su muerte.
Atolondrados y locos corrían tras el balón, y uno de ellos falló el
golpe. El terrible punterazo destinado a la pelota dio de lleno en el
tobillo derecho del Padre. A éste se le descompuso la cara por el
martillazo terrible. El pobre chico no sabía cómo pedir excusas.
El inspector forzó la sonrisa; total, aquello no merecía la pena: un
golpe algo molesto y nada más. Ni siquiera se presentó al
enfermero para que le hiciera un vendaje. ¿Para qué? Tarín ni
sospechó que podía ser algo más serio. Como no se acostaba,
aquella noche ni se descalzó para examinar las consecuencias del
golpe. Las consecuencias iban a ser para él un cilicio permanente.
Cuando quiso darse cuenta, el tobillo estaba hinchado hasta re-
ventar en una llaga infecta y purulenta. ¿Entraba en los planes de
la Providencia el que aquella llaga quedara ya siempre en el
cuerpo de Tarín como el aguijón de que habla San Pablo?

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El segundo año que el Padre estuvo en el Puerto, el curso no
empezó a su hora. Desde comienzos del verano o algo antes, la
epidemia del cólera azotaba a la mitad de España. Empezó por
Levante. Desde Alicante se corrió a Valencia y, avanzando por la
costa, penetró en el interior de la Península. Las noticias que
llegaban de Valencia eran en extremo alarmantes. Se cuenta que
en el cementerio tuvo que actuar una cuadrilla de hasta noventa
enterradores. Y no bastaban para atender a su fúnebre trabajo.
Naturalmente, el P. Tarín pedía noticias a su familia: «No poco
cuidado me dan las noticias que por aquí corren de epidemia en
esa ciudad; aunque el no decirme vosotros nada me consuela,
juzgando por ello que ninguno de la familia ha tenido novedad
hasta el presente.» Más todavía le preocupaba el que se pudiese
extender el azote por las tierras andaluzas, «donde la fe está tan
muerta. Tengo para mí que habían de morir sin sacramentos en su
mayor parte». En este caso, «si tuviera aguante el espíritu mío
como lo tiene mi cuerpo, ¡cuánto podría yo hacer por la gloria de
Dios!» Y efectivamente lo hizo. Comenzado septiembre, el cólera
llegó al Puerto. Algunos días pudo ocultarse la noticia, para que
no cundiese el pánico. Pero al fin hubo que dar la cara a la
innegable realidad. Se abrió un lazareto en la ermita de San
Sebastián. Con anuencia del rector, el P. Tarín se trasladó al
lazareto. Allí y por las calles, de casa en casa, dondequiera que la
enfermedad cazaba a algún desgraciado, trajinaba sin descanso y
sin miedo a ser él mismo la víctima. Iba por todas partes con las
ambulancias y, dado el caso, él mismo cargaba con los enfermos
hasta conducirlos al refugio.
Como es obvio, su ministerio era principalmente espiritual.
El iba buscando la salvación de las almas. Acudía a los
moribundos para prepararlos a morir como cristianos. Pero el
ministerio espiritual era difícil y casi imposible separarlo de los
cuidados indispensables en cada caso. Pero además es que él no
pretendía ni quería ceñirse a lo estrictamente espiritual. Se
entregaba con toda su alma a toda clase de auxilios. Procuraba no
aparecer por el colegio para evitar, en lo posible, que la epidemia
avanzase hasta allí. Fueron dos meses de tribulación, de trabajo
infatigable y de caridad desbordante. Por fin, a principios de

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noviembre pareció que el mal estaba vencido. Podía ya abrirse el
colegio y comenzar el curso.

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VII. NUEVOS HORIZONTES

En carta del 27 de septiembre de 1886, Tarín escribía a su


padre: «El 11 del comente salí ya del Puerto y, después de
predicar en Sevilla y luego en Ciudad Real, donde Dios se ha
dignado dar eficacia a mis palabras para que hayan producido no
pequeño fruto en muchas almas, hoy he llegado a esta corte, y
mañana salgo para la vecina ciudad de Talavera de la Reina,
donde voy a residir por ahora. Allí no me dedicaré, como en el
Puerto, a la enseñanza en colegio, sino a la predicación y
ministerios sacerdotales.» Quizás se extrañe el lector si le
decimos que el Padre aún no estaba definitivamente incorporado a
la Compañía. Aún continuaba, como diríamos, en rodaje, es decir,
en período de probación. Así lo exigían las ordenanzas de la
Compañía, como muy pronto explicaremos. Las decisiones de los
superiores sobre él eran, pues, forzosamente provisionales. Un par
de años había pasado en el Puerto y en esa labor de los colegios.
Ahora se le abrían otros horizontes. ¿Qué cualidades mostraría en
este otro género de vida? Quizás fuera esto lo que pretendían
comprobar los superiores al señalarle este nuevo destino
provisional. O quizás la cosa era más sencilla y más prosaica:
había que mover los peones para atender mejor, en lo posible, al
conjunto de trabajos y necesidades de la Provincia. Para ello los
jesuitas han de estar siempre disponibles.
Lo cierto es que el P. Tarín va a pasar un año en Talavera de
la Reina. Es un nuevo campo de operaciones, que no se reducirán
tan sólo a la población, aunque en ella tendrá harto que hacer.
Pero además Talavera será como el centro de una más amplia
estrategia. De allí partirá y allí volverá tras sus correrías
apostólicas en varias direcciones hacia afuera. No le seguiremos
en todas sus andanzas, porque ya sabe el lector que mi propósito
no es repetir una biografía que ya está hecha en otros libros. Yo
pretendo recoger tan sólo aquello que pueda ponemos en la pista
para descubrir su espíritu interior, eso que hemos llamado el
misterio de su actividad apostólica. Eso es lo que vamos buscando
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y en lo que queremos profundizar. En Talavera tuvo ocasión de
repetir sus primeras experiencias de Oña. También aquí se dedicó
a reunir a los chicos y a los mozos, que golfeaban más o menos,
sin que nadie se preocupase de ellos. La residencia de jesuitas
tenía ya sus escuelas suficientemente atendidas. Pero, a pesar de
ellas y de las otras escuelas públicas y oficiales, multitud de niños
seguían abandonados, sin recibir instrucción y, sobre todo, sin
tener quien los formase cristianamente. El Padre los buscaba por
las calles y por las afueras de la ciudad, por dondequiera que
vagasen con sus juegos, con sus carreras y griterío y con sus
pequeñas picardías. Sin cansarse, un día y otro, a fuerza de cariño
y de atenciones y menudas golosinas, los fue ganando. Ellos
terminaron por apegarse a él, y lo acompañaban en bandadas por
dondequiera que apareciese. Y los domingos él sabía llevarlos a
misa y a la explicación del catecismo.

Más difícil fue el atraerse a los mozos, a la gente más


grandullona. Eran, naturalmente, más cerriles, estaban más
enviciados y carecían del más elemental sentido religioso. Como
había hecho en Oña, abrió para ellos unas clases nocturnas en los
locales mismos de la residencia. Y también, como en Oña, en esas
clases se enseñaba de todo: a leer y escribir, a hacer cuentas y las
rudimentarias operaciones de la aritmética, su poquito de
geografía e historia, cánticos populares y religiosos. Y, a vuelta de
todo eso, los principios más sencillos de la vida cristiana. Como
podía esperarse, en todo ello colaboraban otros Padres de la
residencia y algunos seglares de macizas convicciones religiosas.
Al cabo de pocas semanas eran ya 200 zagalones los que venían
cada noche a las clases. Hasta se logró formar con ellos una banda
de música. La obra estaba en marcha, y el P. Tarín escribía a su
hermana: «Esta ciudad se hallaba muy perdida, mucho; y como yo
desde el primer día me di a buscar muchachos y pobres, ya,
gracias a Dios, va tomando otro tinte religioso el pueblo.»
A los pobres los buscaba apoyándose en su cargo de director
de las Conferencias de San Vicente. A solas o con los socios de
las Conferencias, acudía a las viviendas más humildes para
llevarles el consuelo, la limosna y las palabras ardorosas de su fe.
Con frecuencia se arrodillaba para besar los pies a los

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desgraciados que venían a la residencia en busca de la comida que
allí se les repartía. Un hombre serio, ¿hace esto por mero alarde
de humildad farisaica? Más a escondidas, besó también el tumor
ulceroso de un pobre muchacho a quien atendían las Conferencias
de San Vicente. Como Javier en el hospital de incurables de
Venecia, quizás sintió también Tarín un primer impulso de asco
que lo hacía retroceder. Y como Javier hizo entonces, también
ahora él venció la natural repugnancia con una heroica expresión
de su misericordia. Necesariamente, un interior espíritu lo
impulsaba a eso que nosotros, hombres vulgares y ordinarios, no
sabemos hacer. Pero ¿de dónde sacaba él los medios y los
recursos necesarios para atender a tantos infelices como iban a su
encuentro? Porque toda la pobretería de Talavera sabía muy bien
dónde podría encontrar algún remedio. El mismo escribía a su
hermana la víspera de Navidad de aquel 1886: «Sucede que, como
aparento no hacer mucho caso de la gente principal ni de sus
etiquetas y pespuntes de cortesías, los mismos ricos me estiman
más. Sea todo para gloria de Dios y salvación de los pecadores,
con la sangre de Jesús redimidos.» Es decir, que de las bolsas de
los ricos sacaba lo que necesitaban los pobres. Lo cual podía
contribuir a la salvación de unos y de otros. A él tal vez no se le
podía ocurrir por aquellas fechas la manera de poner remedio a lo
que hoy tanto nos preocupa sobre ese problema pavoroso de la
cuestión social. Ni entonces en Talavera ni más tarde (como
veremos) en su incesante peregrinar de misionero por media
España. No se le podía ocurrir eso o no era eso lo que Dios in-
mediatamente le pedía. El buscaba algo más hondo y más
directamente evangélico. Buscaba encender los corazones con el
fuego de que habló Jesucristo. Esta era su misión. Y aquí estaba y
está, en definitiva, la única solución auténtica de todos los
problemas sociales.

Su labor en Talavera estaba ya encauzada e iba marchando.


A partir de la cuaresma de 1887 siguió siendo Talavera su
residencia oficial, pero como centro de operaciones, es decir,
como punto de partida para sus correrías apostólicas por los
pueblos del contorno y aún mucho más allá. De esas correrías
hablan con suficiente ponderación sus biógrafos. Desde Talavera
escribe a su hermana el 6 de septiembre de 1887: «Pide a la
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Virgen que me conserve la garganta y, sobre todo, que dirija mi
lengua e inflame mi corazón en caridad y celo de las almas.»
Ciertamente necesitaba que su garganta se mantuviese en forma.
Y de hecho durante años se mantuvo lo suficiente para que
pudiera seguir en la siembra de la palabra, aunque poco a poco
fue enronqueciendo. En cambio, su corazón se fue inflamando
cada día más, y el celo de las almas sólo se apagó con su vida. En
Talavera apenas se había detenido sino los cinco primeros meses
del curso: desde septiembre hasta marzo. El resto del año hasta
octubre fue para él un incesante peregrinar con ejercicios,
misiones y novenas: Cuenca, Madrid, Coria, Torrijos, Marchena,
Lucena, Málaga, Moguer, Sevilla, Riotinto, Valencia, Murcia y,
finalmente, Cáceres. Esta casi jadeante fiebre apostólica lo irá
consumiendo hasta el final de sus días. Ya hacía poco más de un
mes que su provincial le había señalado un nuevo destino. Años
más tarde, el P. Julián Curiel, que había sido su superior en
Talavera, pudo escribir de él: «Desde que lo conocí, lo miré como
varón apostólico, dotado de celo encendidísimo y de exquisita
prudencia, que son las dos cosas que siempre admiré en él. Y por
eso aprobaba cuanto me proponía conducente a la gloria de Dios y
salvación de las almas.» O sea que, desde los comienzos de su
ministerio, el Padre contó siempre con el beneplácito de sus
superiores. Es conveniente tenerlo en cuenta, para que no nos
despiste lo que algunos podrán pensar y decir más tarde. Como
sucedió con Jesucristo y como ha sucedido tantas veces con los
santos, también Tarín llegará a convertirse en «signo de
contradicción». Como veremos a su tiempo, no le faltaron a Tarín
los que se enfrentaron con él y vieron con escasa simpatía sus
andanzas misionales. No es que dudaran de su buen celo, pero
encontraban que, con ese pretexto del apostolado, se movía fuera
de los cauces de la disciplina religiosa. Sobre esto tendremos que
decir después cuál fue, efectivamente, la orientación de sus misio-
nes y de su obediencia.

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VIII. EN LA ESCUELA DEL AFECTO

Ya hemos prevenido al lector para que no se asombre si le


decimos que el P. Tarín no era todavía un jesuita plenamente
incorporado a la Compañía. Es como si le dijésemos que aún era
un jesuita a medias. Se trata de una organización jurídica de la
Orden. Según la institución ignaciana, aprobada por las bulas
pontificias, se dan en la Compañía diversas formas o grados de
incorporación a la misma. En la quinta parte de las Constituciones
se expone sucintamente esta diversidad de grados. «La Compañía,
en un modo universalísimo hablando, comprende todos los que
viven debajo de la obediencia del prepósito general de ella, con
los novicios y personas... que están en probación. En el segundo y
menos universal modo contiene la Compañía... los escolares
aprobados. En el tercer modo y más propio contiene los
coadjutores formados... El cuarto y proprísimo modo de este
nombre de la Compañía contiene los profesos solamente. No
porque el cuerpo de ella no tenga otros miembros, sino por ser
éstos los principales, y de los cuales algunos, como adelante se
dirá, tienen voz activa y pasiva en la elección del prepósito
general, etc.»
Pues bien, para este tiempo, el P. Tarín había hecho tan sólo
los votos religiosos, con los cuales se termina el noviciado.
Estaba, pues, en el segundo de los escalones o grados que
acabamos de enumerar. Para una promoción ulterior a cualquiera
de los dos grados superiores, la Compañía exigía y exige un
tiempo mucho más dilatado. Exige diez años de permanencia en
la Orden, sin computar en ellos los que se dedican a los estudios
superiores. Al joven Tarín, precisamente por su edad algo
avanzada, se le había dispensado un año de los estudios
humanísticos y los dos o tres años de actividad en un colegio, que
se tienen recién completada la filosofía y antes de entregarse a los
estudios teológicos. Esto le acortaba ciertamente la distancia al
sacerdocio, pero no a la promoción definitiva en la Orden. Aun
siendo sacerdote, jurídicamente era un escolar aprobado. Con los
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dos años pasados en el Puerto y otro tercero en Talavera de la
Reina, se iba acercando la hora (aunque todavía no era inmediata)
de ser llamado a la incorporación definitiva en la Compañía.
Tendría que ser promovido a uno de los dos grados que coronan el
período de formación. Es decir, tendría que pasar al grado de
coadjutor espiritual o al más vinculante de la profesión solemne.
Por sus estudios, cumplidos con toda regularidad y éxito, era
precisamente el grado de profeso el destinado para él. Esta
profesión significa, como acabamos de decir, el modo más
estrecho y más absoluto de incardinarse al Instituto.
Hasta llegar a ello parece como si las probaciones y las
prórrogas no hubieran de terminarse nunca. San Ignacio fue en
esto exigentísimo. Él no tenía prisa alguna, y se empeñaba en
aguardar todo el tiempo necesario hasta subir al último peldaño.
No escatimaba experimentos y pruebas que pudieran conducir a la
más completa formación de los que habían de constituir el núcleo
fundamentalísimo de la Orden. Tras esos prolongados estudios y
antes de dar por plenamente acabada la formación, el santo
Fundador introdujo un nuevo año como de tardío noviciado. De
este tiempo hablan las Constituciones con ponderadas palabras:
«Ayudará a los que han sido enviados al estudio, en el tiempo de
la última probación, acabada la diligencia y cuidado de instruir el
entendimiento, insistir en la escuela del afecto, ejercitándose en
cosas espirituales y corporales que más humildad y abnegación de
todo amor sensual y voluntad y juicio propio y mayor
conocimiento y amor de Dios nuestro Señor puedan causarle. Para
que, habiéndose aprovechado en sí mismos, mejor puedan
aprovechar a otros, a gloria de Dios nuestro Señor.» A esta
escuela del afecto fue ahora enviado el P. Tarín. Como era una
tercera probación, los que estaban en ella recibían el nombre
familiar y expeditivo de tercerones. Y, por tanto, la tal escuela se
apellidaba, simplemente, terceronado. Con sus cuarenta años
recién cumplidos, con sus estudios eclesiásticos en plenitud,
acabada también la carrera estatal, con la experiencia de sus dos
años de colegio y además con otro año de ejercicio en los
ministerios apostólicos, Tarín parecía estar en la plenitud de
madurez humana y espiritual. Es decir, posiblemente estaba en la
mejor coyuntura para captar qué significaba en la mente de San
Ignacio esa escuela del afecto.
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Con esas palabras, el Santo apuntaba, sin duda alguna, al
corazón. Para la obra apostólica, que es el fin de la Compañía y
del jesuita, de poco sirve por sí sola la más sabia formación
intelectual. Hay que llegar al corazón, que es algo más profundo y
más penetrante que la inteligencia. Hay que lograr que el corazón
propio se conforme, en sus sentimientos e inclinaciones, con el de
Jesucristo. Como decía San Pablo: «Sentid en vosotros los
mismos sentimientos que había en Cristo Jesús.» Para esto fue
enviado a Murcia el P. Tarín. ¿Por qué a Murcia? La casa
dedicada a la tercera probación funcionaba en Manresa, donde
San Ignacio había puesto los cimientos de su vida espiritual y
donde había sido enriquecido por Dios con la famosísima
ilustración del Cardoner. En Murcia estaba el noviciado de la
Provincia de Toledo. Era en el antiguo monasterio de monjes
jerónimos, que, tras mil peripecias (que ahora no hacen a nuestro
propósito), había venido a manos de la Compañía de Jesús. Por
eso precisamente llevaba el nombre de San Jerónimo. Cuando
hacía falta, no era raro que alguno de los tercerones cumpliera en
él su probación, al mismo tiempo que ayudaba al maestro de
novicios en su delicado ministerio. Para ello se escogía,
naturalmente, a alguno de los Padres más selectos, en quien los
jóvenes novicios pudieran contemplar algo así como la estampa
ideal del jesuita. Indicio cierto de cómo estimaban los superiores a
Tarín fue el que lo escogieran precisamente a él para este cargo.
Como el noviciado, también la tercera probación solía comenzar
con el mes de ejercicios. «Voy a hacer todo un mes, treinta y un
días de ejercicios», escribía el Padre a su hermana Úrsula. «Pídele
al P. Alegre [el confesor de su hermana] oraciones para mí, y a las
Ursulinas, si fueras por allá. Di a Rosica que tenga ésta por suya.
La enseñas esta oración: ¡Señor, que mi hermano Francisco sea
como Javier! » O sea, que en aquel momento, de importancia
capital para su vida, Tarín aspiraba a ser como un otro Javier, el
gran apóstol. Si en aquellos ejercicios escribió, como suele
hacerse, algunas de sus reflexiones o luces y propósitos, no lo
sabemos. Nada de ello ha llegado hasta nosotros. Nos queda tan
sólo el ejemplo de cómo encauzó definitivamente su vida. Nos
quedan también algunas de sus confidencias posteriores. Y nos
quedan, como veremos, las enseñanzas y consejos que derramó en
su correspondencia epistolar.
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El último de los biógrafos del Padre habla de lo que él llama
«el plan Tarín para la huerta de Murcia». Lo maduró
sosegadamente durante el mes de ejercicios, cuando estaba
zambullido (por así decirlo) en la contemplación de la vida de
Cristo y en el discernimiento espiritual de su vocación misionera.
Porque, efectivamente, toda auténtica experiencia de Cristo lleva,
de una forma o de otra, al apostolado; y toda auténticamente
dimensión apostólica proviene, antes o después, de la experiencia
íntima de Cristo. Pues bien, digo que durante el mes de ejercicios
debió de darle vueltas a su vocación misionera y debió (a lo que
parece) de comprometerse a los primeros experimentos
misionales en la misma huerta murciana. Lo cierto es que, apenas
terminados los ejercicios, se lanzó a la tarea. Se trataba de la
conquista espiritual de todos aquellos pueblecitos y caseríos
desparramados por la campiña, y que rodean, a mayor o menor
distancia, el monasterio de San Jerónimo: Molina, la Raya,
Lañora, el Rincón de Beniscomia, Ceutí, Nonduermas, y hasta
unas dos docenas de pueblecitos entraban en el plan de regenera-
ción cristiana de la Huerta. A todos ellos tenía que extenderse una
larga actuación catequista y misionera, prolongada durante el
curso. Tarín se lanzó a la empresa auxiliado por los sacerdotes
novicios y júniores que completaban en San Jerónimo su
formación religiosa. Como final de todas esas catequesis y
misiones, se proyectaba organizar una multitudinaria romería de
huertanos, que en mayo debería concentrarse en los santuarios de
la Luz y de la Fuensanta.
Como años atrás en Poyanne, así ahora en el noviciado se
respiraba una atmósfera caldeada con la devoción al Corazón de
Jesús. En ella encontraba Tarín el oxígeno depuradísimo que
ensanchaba sus pulmones. En carta a un Padre del colegio del
Puerto escribía: «Para la próxima semana le pido muchas,
muchísimas súplicas al Corazón divino, para que se digne aceptar
la oblación que vamos a hacerle en devota peregrinación a los
santuarios de más devoción que hay por acá. Mire, Padre, que
sospecho que lo hemos de glorificar mucho. ¿Aplicará la segunda
intención de la misa? ¿Me buscará más oraciones, y
suplicaciones, y hacimientos de gracia? ¡Reinará en España!...
Pues como yo le pido que reine en ese colegio, pídale V. R. que
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asiente sus reales en esta Huerta y en el pecho mezquino del
mínimo siervo de V. R. in Corde Jesu, Francisco Tarín.» La
grandiosa romería se celebró efectivamente el 21 de mayo de
1888. Tres meses después terminaba Tarín su probación en la
escuela del afecto. La devoción al Corazón de Jesús que empezó a
saborear en Poyanne cuando entró en la Compañía, había logrado
las calorías más subidas en su propio corazón.
Esas calorías iban a provocar muy pronto algo así como el
bramido de un volcán en plena erupción de fuego. Terminada su
probación, el Padre fue destinado a Madrid con el oficio de
misionero en campaña. Así podemos traducir lo de missionarius
discurrens, que es el término técnico que aparece en el catálogo
de la Provincia. El 9 de septiembre de 1888 llegó a la residencia
madrileña, sita en la calle de Isabel la Católica, número 12. Pero
salió de San Jerónimo meditando un asombroso proyecto para el
año siguiente. Para realizarlo volverá a Murcia en su momento, y
Dios bendecirá largamente sus planes apostólicos. La grandiosa
romería de mayo de 1888 quería que se repitiese en junio de 1889,
pero en proporciones colosales. Se trataba de ofrecer al Corazón
de Jesús un homenaje de amor y de adoración, el más grandioso
que fuera posible a las fuerzas humanas. Homenaje que además
serviría para demostrar la reciedumbre del catolicismo español
frente a las propagandas sectarias, que entonces atacaban con más
furia a la Iglesia. A principios del año fue Tarín a Murcia para
tratar con los Padres de San Jerónimo y con los párrocos de la
Huerta sobre la organización del proyecto. En la capital de la
provincia no encontró el apoyo decidido y fervoroso que
necesitaba. Pero la Huerta y los huertanos se entusiasmaron hasta
el delirio. Había que ir preparándolo todo con tiempo y cuida-
dosamente. Aprovechando la cuaresma, los Padres y novicios de
San Jerónimo se desparramaron, en son de propaganda, por todos
los rincones de la Huerta. Y lo mismo más tarde, en mayo,
aprovechando los cultos del mes de María. Ya estaba próxima la
concentración proyectada y era increíble la expectación de todos.
Diez días antes, a principios de junio, el P. Tarín estaba de nuevo
en Murcia. Su labor durante aquellos días fue impresionante. Uno
de los testigos más inmediatos, el Hno. Antonio Ruiz, que fue su
compañero constante durante todas aquellas jomadas, lo asegura
sin vacilaciones: «El Padre no paró, ni de día ni de noche, en toda
50
aquella semana larga, ni se retiró nunca a descansar... Porque de
día predicaba en uno o dos pueblos. Por la tarde caminaba a otro.
Convocaba a la Adoración Nocturna y acudía todo el vecindario.
Predicaba y confesaba. El resto de la noche se lo pasaba en el
presbiterio, arrodillado e inmóvil, en la presencia de Cristo
sacramentado, allí donde estaba el secreto de su energía.
Celebraba misa del alba, se despedía, y, acompañado de todo el
pueblo, entre cánticos y aclamaciones, se trasladaba a otro pueblo
para emprender la misma tarea.»

Llegó, por fin, el domingo de Pentecostés, 9 de junio de


1889. Al mediodía comenzaron los repiques de campanas por
todos los pueblos de la Huerta. Anunciaban la salida para la
noche. Término de confluencia iba a ser el santuario de Nuestra
Señora de la Luz. La aglomeración superó todos los cálculos.
Comulgaron unas 25.000 personas y por falta de formas no
pudieron hacerlo otras 7.000 El obispo celebró misa de campaña
en un altar colocado ante la fachada del templo. Sobre el altar, la
imagen del Sagrado Corazón. El sol caía a plomo sobre aquella
muchedumbre de 40.000 personas. El calor era asfixiante. Desde
el pulpito, el Padre se dirigió a la Virgen: « ¡Virgen Santísima!
Estos pobrecitos han venido de lejos para obsequiaros y tienen
mucho calor; haced que se corran un poco las cortinas.» No había
terminado apenas de decirlo, cuando comenzó a nublarse por la
parte de levante. Con aire y fresco se fue cubriendo el cielo, «y
nos quitó todo el calor que sentíamos», y así continuó todo el día.
¿Fue aquello una simple coincidencia o fue un portento casi
milagroso? Para los huertanos, no cabía duda alguna: allí estaba la
mano de Dios. La magnífica concentración se prolongó con una
marcha triunfal de los huertanos sobre Murcia. A la caída de la
tarde, la capital se vio invadida por aquella turba innumerable que
venía de la Huerta. Por curiosidad o por entusiasmo contagioso,
Murcia entera se conmovió. Al torrente de los que iban llegando,
se sumaron las multitudes que confluían por todas las calles
adyacentes. El triunfo del Corazón de Jesús había superado a
todas las ilusiones del P. Tarín. Aquello no fue tan sólo el
entusiasmo de un momento triunfal. Durante muchos años
después, el espíritu cristiano y la devoción al Corazón de Jesús
han reinado en los pueblos de la huerta de Murcia como en muy
51
pocos rincones de España. Ha sido el calor que el fuego del P.
Tarín consiguió comunicar a los huertanos. El fuego del P. Tarín
encendido en el Corazón de Jesucristo.

52
IX. TRES CONSIGNAS

En el verano de 1888 terminaba Tarín su curso en la escuela


del afecto. De apuntes espirituales suyos en aquella etapa no
tenemos nada. Pero en ella ha tomado una triple decisión, que
mantendrá heroicamente toda su vida. No son decisiones o
consignas que puedan deberse a un frío cálculo de la inteligencia,
porque la verdad es que, pensando serenamente, no parecen
razonables. Ante ellas retrocede con espanto la prudencia humana.
Brotan misteriosamente del corazón. Sí, «el corazón tiene sus
razones que la razón no entiende». ¿Será el Corazón de Jesucristo
el que ha hecho como enloquecer al corazón de Tarín? Porque
efectivamente se trata de esas locuras que sólo comprenden y sólo
saben hacer los santos. Su primera consigna es muy simple, pero
parece muy aventurada y poco menos que imposible: «No decir
nunca no puedo.» Se refiere, naturalmente, a lo que exija la gloria
de Dios y la salvación de las almas. Otro apóstol, el más grande
de todos, San Pablo, había dicho lo mismo, aunque de otra forma:
«Todo lo puedo en Aquel que me da fuerzas.» Del mismo modo,
Tarín confía en la fuerza del Omnipotente. Sabe que cuenta con
ella, porque es un Espíritu superior quien lo impulsa. Sin duda,
una consigna como ésa puede proponerse en un momento de
incandescente fervor, pero no puede mantenerse con firmeza
inquebrantable durante veintidós años.
Esta decisión de no retroceder nunca o brota de un impulso
misterioso (porque humanamente es cosa imposible), o sería una
cabezonada orgullosa, y en este caso impensable. Podemos
sospechar, y es cierto, que el Padre tuvo también sus horas de
negro desaliento. El 27 de agosto de 1897 escribía: «Estoy
ahogado de trabajo y casi desmayado de espíritu. Luchar contra
todos... pueblo, autoridades clero, y lo más horrible es la falsa
piedad, hoy triunfante y dominante por doquiera. Hay momentos,
y éste es uno, en que no sé qué hacer: si resistir más o dejar correr
la ola, y sálvese el que pueda.» Una hora negra, como tantas otras
que tuvo que pasar en su vida. No decir nunca no puedo. Y él
53
seguía en la brecha, intentando que se salvasen todos. Y siguió
resistiendo siempre hasta que le venció la muerte. El misterio de
un apóstol, porque hasta ahí no llega la simple capacidad humana.

Era a principios de 1889. Meses antes había terminado su


tercera probación y estaba de nuevo en San Jerónimo. Recorría
los pueblecitos de la Huerta, preparando la romería al santuario de
la Luz. Acabamos de hablar de ella. El día 15 de enero, tras sus
andanzas por la Huerta, volvió a San Jerónimo. Venía extenuado.
Bastaba verle para comprender que no se encontraba bien.
Alertado el enfermero, fue a buscarle a su cuarto. «Le puse el
termómetro, porque observé que tenía calentura alta.»
Efectivamente, la fiebre se remontaba a más de 39 grados.
«Cuando estaba mirando a la luz el grado que marcaba el
termómetro, me llamó el Padre con mucha prisa pidiendo la
palangana. Se la puse, y el Padre arrojó bocanadas de sangre en
cantidad. Él se quedó muy tranquilo, diciendo que no era nada...
Me dijo que al día siguiente tenía que salir para Alcázar de San
Juan, a reunirse con el P. Cadenas, y juntos marchar a Almagro,
donde iban a dar una misión.» Inquieto el enfermero, acudió al P.
Castelló, que era entonces el Rector de la casa. Pero el P. Castelló
conoce bien al P. Tarín. «Hermano, con un sujeto como éste yo no
me atrevo a meterme; que venga el médico, que lo vea, y lo que él
diga se hace.» Así sucedió. «Vino el médico, le conté lo que había
pasado, vio la sangre que había echado, vio la temperatura y, al
salir de la habitación, le pregunté: ‘¿Qué dice Vd. de eso del viaje
que se propone hacer mañana el Padre?’» El médico no estaba
ciego, pero conocía a Tarín, lo mismo que lo conocía el P. Rector.
«Que sí, que vaya.» El enfermero quedó estupefacto. El rector
confirmó: «Bueno, pues que vaya.» El Hno. Serrano creyó que
allí había algo que no era natural. ¿Estaría allí el dedo de Dios?
Lo que ciertamente estaba era la consigna del P. Tarín: «No decir
nunca no puedo.»
«Al día siguiente, a las dos de la tarde, le ayudé a levantarse;
y, apoyándose sobre mi hombro, bajó la escalera y salimos fuera
del edificio hasta donde estaba la tartana que le había de llevar a
la próxima estación del ferrocarril, distante una legua larga,
llamada Alcantarillas.» Desde Alcantarillas, el tren le llevó a

54
Alcázar de San Juan. El del P. Cadenas venía de Madrid y, como
de costumbre, traía mucho retraso. Para esperarlo, Tarín se tumbó
calenturiento en un banco del andén. Al verle en aquel estado, el
P. Cadenas le preguntó: «Padre, ¿pero Vd. cree que puede venir a
la misión?» «Sí, sí que puedo; esto pasará.» Se hizo la misión. En
ella y después de ella, Tarín estuvo restablecido y en plena forma.
No fue, ni mucho menos, la única vez que el Padre se atuvo a su
implacable consigna. Más que una reflexión fría, repito que era
una corazonada. Llegado el momento, su corazón se lanzaba
como tocado por un superior impulso. El 25 de mayo de 1890, él
mismo escribía a una de sus predilectas auxiliares en el
apostolado: «No hay ninguna empresa santa que no sea combatida
por mil enemigos. Y cuanto mayor sea la gloria que en la tal
empresa se pueda tributar a Dios, mayor será la porfía que haya
de sostenerse. Nuestra labor consistirá, pues, en no cejar un pun-
to..., siempre adelante. No temas nunca extender las velas de tu
confianza en Jesucristo; y a trabajar con denuedo y valentía,
constancia y abnegación. Lo demás lo suplirá la gracia que nos
mereció Jesucristo muriendo por nosotros en la cruz.» Es cierto
que algunos se permitieron censurar lo que ellos juzgaban
obstinación e imprudente osadía. ¿Estaban en lo cierto? Si a Tarín
y a su celo sin retrocesos e infatigable queremos mensurarlo con
las categorías de la simple razón natural, entonces los prudentes
de este mundo nunca comprenderán las extrañas motivaciones y
resoluciones de los santos.
Eso de no puedo se refería ciertamente a la salud y a las
fuerzas corporales. Pero se refería además a todas esas peripecias
o situaciones exteriores en las cuales la obra de Dios puede
encontrar especial obstáculo y cuando se hace particularmente
difícil el emprenderla o el seguir adelante. El sol implacable del
verano, la lluvia y las inclemencias del tiempo, los caminos
intransitables o lo penoso de largos viajes, las contradicciones y
aun los peligros que en ocasiones extremas plantean los
enemigos. Es el espíritu de arriba el que entonces enseñará qué
resoluciones deben tomarse: ni tentar a Dios lanzándose a lo
imposible, ni desconfiar de El por respetos humanos o por miedos
cobardes. Misionaba en Torreperogil y debió de ser en 1897.
Cuenta D. Luis Muñoz Cobo: «Corrieron la voz de que
preparaban una bomba para lanzarla en la iglesia en medio del
55
sermón. Lo supo el Padre, y para enardecer al auditorio dijo que
no temiesen nada, que él era quien iba a arrojar la bomba contra
sus enemigos... En el sermón de despedida, ponderando el Padre
la grandeza del Corazón de Jesús, cuando el pueblo estaba
enardecido, rompió a cantar el Corazón santo, y todo el pueblo
con él. Al terminar dijo estas palabras: «Esta es mi bomba. Esta es
la bomba que yo he arrojado.»
Las sectas y los fermentos sociales habían desatado la
violencia por muchas ciudades y pueblos de España. Alborotos,
tumultos, asaltos de iglesias, gritos y amenazas de muerte contra
los curas y los frailes. Tarín sigue impertérrito en su trabajo y no
se arredra. No se vuelve atrás. Tampoco estos peligros le hacen
decir: no puedo. El 10 de octubre de 1895 escribía desde Cádiz:
«También aquí hay locos y temerarios, por no decir valientes. Los
masones y librepensadores parten clavos. Me han puesto en cari-
catura. Me cantan el tararín, tararín... Gracias a Dios. Señal que
aún pincha y corta nuestra espada.» Medio año después, el 19 de
febrero de 1896 escribía también: «Voy a Loja, centro de
impiedad, espiritismo y masonería, el más terrible quizás de
España.» Las cosas se calmaban quizás un rato, pero pronto las
algaradas y tumultos arreciaban con más furia. El 25 de marzo de
1899 volvía a escribir: «... dices que ahí no hay temores de
revueltas, pues por aquí sí se tienen. Estos días se habla de
tumultos en Barcelona y anoche mismo se dijo que en Badajoz
había sido acometido el P. Valencina. Esto no me arredra, antes
me da deseos de trabajar más, pues se ve la necesidad que tiene el
pueblo de doctrina cristiana y la que tienen los demás de
aprenderla y enseñarla hasta para su propia conservación...
Dichosos los que muriesen durante esa contienda y ofreciendo sus
vidas por obra tan meritoria a los ojos de Dios y aun de los
hombres.» La necesidad de las almas y el celo de la honra de Dios
lo estimulaba. El 7 de agosto de 1899 insistía: «...más vale mirar
hacia adelante después de contemplar la multitud de almas que
cada día se están precipitando en el abismo del pecado hasta
hundirse por fin en el infierno, y que muchas se pudieran salvar si
se les tendiese mano caritativa y bienhechora... Al contemplar a
San Ignacio sumergido en estanque de agua helada, que nos
hierva la sangre en las venas con el deseo de derramarla toda por
la salvación de un alma sola.»
56
A veces, su corazón sangraba, y necesitaba desahogarse. A
pesar de todo, no se echaba atrás: «Imposible urdir una trama más
horrenda que la del demonio en estos días. No puedo detenerme a
explicarlo, sino sólo a pedirte en caridad que niegues mucho a
Dios... para que dé yo salida al millón de casos gravísimos que se
han conjurado contra la paz de mi espíritu.» Así pedía socorro a
las oraciones de Dolores Sopeña el 21 de julio de 1902.

La segunda consigna del P. Tarín tiene estrecho parentesco


con esta del no puedo. Podemos formularla así: «No guardarle al
cuerpo consideraciones.» El sabía muy bien que su cuerpo no era
de acero. Desde joven, la tuberculosis estaba agazapada en sus
pulmones. Además, desde que en el Puerto recibió en el tobillo
aquel terrible punterazo, arrastraba, más o menos mal curada, la
herida de su pierna. Una hepatitis crónica descargaba también, de
cuando en cuando, sobre él sus ataques tormentosos. Ciertamente,
aunque pudiera parecerlo, no era un hombre de hierro. Pero, aun
si prescindimos de estos achaques permanentes, él se había
propuesto reducir al mínimo imprescindible las necesidades
naturales del organismo: el sueño, el alimento, el reposo y
relajamiento ocasionales... Sin eso, la vida o es imposible o se
convierte en un martirio insoportable. El Padre no era tan necio
como para no comprenderlo. Pero él sabía también que hay
valores trascendentales, en comparación con los cuales todo lo
demás tiene que retroceder hasta donde sea sencillamente posible.
Sabía además, y su propia experiencia se lo fue confirmando,
hasta qué punto son elásticas esas que llamamos necesidades
naturales. Nadie duda de que el hombre puede resistir mucho más
de lo que él mismo se cree.
Es necesario que lo entendamos. No es que el P. Tarín
estuviera ciego o fuera un insensato cuando pretendía domesticar
su cuerpo y reducirlo a sus exigencias elementales. Su ascética en
este punto no era la negación del cuerpo, sino la afirmación y la
elevación del espíritu. El decía que no a su cuerpo cuando la
gloria de Dios o la salvación de las almas entraban en el campo de
sus perspectivas. Aun entonces comprendía que estos valores hay
que conjugarlos con esas otras necesidades a las que hemos de
atender según el ordenamiento natural de la Providencia. Aunque

57
además sabía que, en casos extremos, la caridad ha de triunfar
sobre cualquier seguro de vida. Muchas veces se engañan los que
quieren ser muy sensatos y pretenden regularlo todo con las
normas del sentido común. Porque es indiscutible que a veces el
sentido común está reñido con la santidad. Sobre ello basta pre-
guntar a los santos. «El hombre natural no percibe lo que viene
del Espíritu de Dios.»
En este punto del dominio sobre el cuerpo y sobre sus
naturales exigencias, a mi entender, lo más sorprendente es lo del
sueño. Lo redujo hasta extremos que parecen inhumanos y, por lo
mismo, inverosímiles. Cierto que algo semejante hizo San Pedro
de Alcántara e hicieron algunos otros de quienes habla la historia.
No se trata de casos aislados y esporádicos que ocurren y pueden
ocurrir a cualquiera. Lo llamativo es la continuidad. En él fue una
costumbre permanente desde muy pronto hasta los últimos días de
su vida. Por lo visto, para él todo era cuestión de acostumbrarse.
El 29 de septiembre de 1895 le escribía a D.a Dolores Sopeña, la
fundadora de las Damas Catequistas: «De seis horas de sueño,
tampoco podrás quitar nada, a no ser que hayas adquirido hábito
de dormir menos.» Los que convivieron con él más o menos
tiempo o lo acompañaron o lo hospedaron en sus misiones, están
todos de acuerdo en lo mismo. «Dormía apenas tres horas cada
día, sentado en una silla», atestigua el P. Lara. El P. Sola lo
confirma: «Dormía dos horas o tres, y nunca en la cama, sino
sentado en una silla, reclinada la cabeza en el respaldo.» Más
fácilmente, eso de prescindir de la cama puede ser cosa de
costumbre. Más difícil es que lo sea la posición del cuerpo
durante el sueño. Los testimonios sobre su tiempo y forma de
dormir son tan numerosos y tan concordes, que del hecho en
general no puede caber duda razonable. Digo que en general
porque pudieron darse excepciones, y él mismo confiesa que se
dieron. Por lo mismo que eran excepciones, se deduce cuál era en
este punto su norma habitual.
En 1895, el 20 de noviembre escribía desde Daimiel: «No
tengo un minuto; para confesar a las monjas, que hacen ejercicios,
he tenido que hacer noche en el confesonario.» En 1896, el 1 de
octubre escribía también a una religiosa reparadora: «Dan las tres.
Esta es la carta que completa la docena que he tenido que escribir
desde la una; y a las cuatro tengo que celebrar el santo sacrificio.»
58
El 20 de febrero, en carta a un amigo, le decía: «La silla me sirve
de lecho y el reclinar la cabeza es junto al breviario.» Un
testimonio más, del 16 de abril de 1902: «Por la noche me rinde el
sueño y quedo sentado en la mesa; pero al despertar se me
ocurren todas las pobrezas de los pobres, que son muchas.» Doña
Manuela Pérez Palacio lo confirma todo con estas palabras:
«Según me dijo, hacía veintidós años que no se acostaba en la
cama, durmiendo a ratos sentado en una silla. En otra ocasión me
dijo que había podido dominar su cuerpo en cuanto a otras
necesidades, como las de comer y beber, pero en cuanto a la de
dormir no.» En las misiones, lo normal era que no se retirase de la
iglesia hasta las doce o más tarde de la noche, mientras quedara
alguien para confesar, y a las dos de la mañana o poco después
volvía para preparar el rosario de la aurora. Sin discusión posible,
su sueño (como cosa ordinaria) nunca llegaba a las tres horas. Y,
desde luego, nunca o casi nunca en la cama. A lo que parece, esta
costumbre empezó a imponérsela muy pronto; como hemos visto,
al menos ya desde Oña, cuando estaba metido en sus estudios
teológicos. Luego siguió con ella en el Puerto, durante sus años de
colegio. Por consiguiente, no se trataba de algo a que le forzara su
ajetreo de misionero. Sin duda que muchas veces ese mismo
ajetreo le imponía restringir más el tiempo dedicado al sueño.
Esto es lo que todos podían comprobar y lo que nadie sabía
explicarse. Nosotros vemos en ello una penitencia, que Dios le
exigía.

Acabamos de decir que hubo excepciones. El 26 de febrero


de 1895, en carta a una religiosa, él mismo reconocía: «No sé qué
pereza me ha tomado en esta temporada, que casi todos los días
me levanto a las cuatro, cuando mi costumbre es que no me den
nunca las tres en la cama. Este tiempo me falta luego para la
correspondencia, porque los quehaceres van en aumento cada
día.» Después en otra ocasión, escribiendo el 18 de noviembre de
1897 desde Alcázar de San Juan, se explaya con más detenimiento
y hasta con desolación de su espíritu: «Pensaba yo, pecador, que
ahora en invierno tendría más tiempo para escribir. Pero, como
hice los ejercicios y me acostumbré a descansar cinco o seis
horas, ésta es la fecha en que así que cojo algún rato o pretexto de
que, si no descanso, no tengo buena la voz y no puedo predicar,
59
me recojo lo más pronto posible; y lo mismo, por la mañana,
prolongo cuanto puedo el descanso... Ahora debía trabajar más, y
ahora es cuando más pereza siento. Y ¡ay si fuera sólo para
escribir! Pero es que la tengo para estudiar, para trabajar, para
todo. No te maravilles de mi tardanza en escribir, pero pide a Dios
nuestro Señor que me dé una buena sacudida que me haga salir de
este letargo. Lo peor de todo es la buena opinión en que estoy
tanto con los seglares como con los religiosos, superiores y no
superiores; lo cual me hace temblar, no sea que el día menos
pensado dé una caída y estallido proporcional a la altura a que, sin
méritos, me han levantado.» Unos años después pasaba por otra
etapa análoga de desaliento; escribía desde Espejo el 14 de julio
de 1898: «Tampoco sé yo explicarme la pereza que de mí se ha
apoderado en estas últimas semanas. Atribúyola, en parte, al gran
disgusto que causan en mi ánima los públicos sucesos, y aún más
el ver que no hay quien tenga valor para esperar la muerte y sufrir
el martirio.»
De nuevo en mayo de 1906 escribía desde Almería:
«Contaba escribir más extensamente, pero no tengo tiempo para
nada. Como voy para viejo, los achaques menudean. Ya me
acuesto, me entra pereza, etc. Y como en lo exterior he de ser el
mismo de antes, no me resta tiempo para escribir. A esto se añade
que para concertar las misiones, pedir los encargos de libros,
estampas, etc., necesitaría un secretario. Y cada vez hay menos
aliento, no por los pobrecitos fieles, que, a la verdad, merecen eso
y mucho más, y daría yo por ellos mil vidas como les doy el
corazón; pero, pero...» Es emocionante comprobar cómo el varón
de Dios se culpa a sí mismo por esa pretendida pereza y amargo
desaliento que a ratos lo deprime. Aunque al mismo tiempo tiene
que reconocer que le falta tiempo y que daría mil veces la vida
por la salvación de las almas. Es que en ocasiones llega al límite
de lo humanamente posible y que sus fuerzas no están a la altura
de su celo y de sus afanes apostólicos. Es cierto que durante sus
ejercicios espirituales, al mismo tiempo que entonaba su corazón
para su absoluta entrega a Dios, daba un poco más de reposo a su
cuerpo fatigado. Aún conservamos el horario de uno de sus
ejercicios, aunque no consta la fecha. En ese horario se señala:
tres de la madrugada, levantarse; diez de la noche, acostarse.
Son, pues, cinco horas de sueño, si bien nada se dice
60
expresamente de la cama. Por las palabras que se emplean de
«acostarse» y «levantarse», quizás podríamos deducir que se
alude a ella. El mismo horario apunta una hora de descanso
después de la comida. Para completar lo que podemos decir sobre
este tema, recojamos unas palabras que el 12 de febrero de 1896
escribió a la Madre María Magdalena: «Estos últimos días han
sido verdaderamente días llenos, sin tener más tiempo que el de la
noche, y, como aún me duraba el constipadillo cogido en Madrid,
tenía que meterme algunas horas en la cama para cocerlo.» Meses
más tarde, el 24 de julio del mismo año escribía a Dolores
Sopeña: «Me levanto antes de las tres, pero ni por ésas [tengo
tiempo para nada]. Porque estas dos horas son, las más, de rezo y
de oración, pues de otra suerte no las tendría. Voy a la iglesia, y
ya el recogerme es sólo cuando (como ahora) he dejado a los que
rodeaban el confesonario y me he subido al púlpito, y al bajar no
he vuelto al confesonario.» Vea, pues, el lector cómo los
testimonios sobre el sueño del Padre dan en el clavo. Y cómo las
excepciones que hemos apuntado no hacen sino confirmarlos. El
debía velen esto una personal exigencia de Dios.

Hay quienes pueden preguntarse, y quienes de hecho se han


preguntado, si el proceder del P. Tarín en este punto es
recomendable. Sabemos de algunos casos en que él no se lo
consintió a otros. ¿No va directamente contra la salud, que Dios
nos manda conservar en cuanto esté de nuestra parte? ¿No
perjudica al desarrollo normal de nuestro trabajo u ocupaciones
profesionales? Ya que parece obvio que la falta de sueño mermará
nuestra actividad, porque no se atiende lo suficiente al desgaste
nervioso y funcional de nuestro organismo. Claro está que el
Padre sabía todo esto, y lo sabían también los superiores, que
conocían su género de vida, y estaban en conciencia obligados a
velar por su salud y por el buen ritmo de su trabajo. Cuando, a
pesar de todo, él mantuvo durante tantos años esa conducta y
cuando los diversos superiores a cuya obediencia estuvo se lo
consintieron, es de suponer que él y ellos habían seriamente
pesado el problema y sus consecuencias. Todos sabían, como
también nosotros sabemos, que la providencia de Dios puede
tener sus exigencias, a veces harto extrañas. Y sabemos que, si

61
Dios exige algo de sus criaturas, sabe mejor que nosotros que «no
de sólo pan vive el hombre».
Ciertamente, el P. Tarín era el primer responsable en
discernir cuáles eran las exigencias divinas sobre él y con qué
auxilios superiores contaba para atenerse a ellas. Ese sueño
escasísimo, dado que se prolongó tantos años, no hacía mella en
su salud ni mermaba su actividad increíble, que parecía milagrosa.
Pocos hombres había, si es que hubo alguno, con capacidad para
seguirle mucho tiempo en aquella actividad arrolladora de sus
misiones. En este punto, el testimonio del P. Arcos es definitivo:
«El P. Muruzábal, provincial, cuando me envió con el P. Tarín a
misionar, me dijo que él trabaje lo que quiera y Vd. lo que pueda;
es decir, que ni le cohibiera ni le siguiera.» Parece, sin embargo,
que el Padre se dormía algunas veces en el confesonario. ¿Se
dormía o daba alguna que otra cabezada? «Padre, ¿me ha
entendido Vd.?», le preguntó cierto día un penitente escrupuloso.
«Hijo, me has dicho esto, esto y esto.» El escrúpulo se convirtió
en pasmo. Aun dormido se había enterado de todo. ¿No era un
prodigio sobrenatural? O digo yo que, quizás, el Padre no estaba
dormido, aunque lo pareciese. «Cuando el Padre duerme, su
corazón vela», cuentan que dijo un día el cardenal Spínola a una
monja que le contaba un caso semejante. Algún que otro caso
aislado pudo, tal vez, darse. Pero yo pienso que el P. Tarín sabía
muy bien cuál era su oficio y su obligación en el confesonario. Y
que, por tanto, hubiera puesto inmediato remedio en caso de no
oír cabalmente las confesiones. A mi entender, ni se dormía ni
escuchaba durmiendo al penitente. No es necesario apelar al
milagro. Lo cual no se opone a que, de vez en cuando, diera
alguna cabezada. Aun durmiendo razonablemente, a todos nos
puede pasar y nos ha pasado alguna vez lo mismo.

Comparado con lo del sueño, apenas si tiene ya mayor


interés lo que muchos testigos nos cuentan de sus comidas y de la
calidad de sus alimentos: que si no comía a veces, que si se
contentaba con las sobras o los restos que otros dejaban, que si
pasaba tantas horas sin desayunarse o no desayunaba en absoluto.
Todo es creíble y todo seguramente es cierto. Pero, dada la índole
de su trabajo, nada de eso tiene excepcional importancia. Aunque

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no tuviéramos testimonio alguno, hubiéramos podido sospecharlo.
Aquí lo singular puede estar en que no se trataba de casos ais-
lados, sino que ésa era su manera ordinaria de comportarse. Las
misiones le imponían casi siempre un trabajo al margen de
cualquier horario regularizado. Por tanto, no podía someterse a
normas fijas y regulares. Esto sin contar con que la comida y el
sueño son dos formidables enemigos, contra los cuales ha de
luchar quien pretenda ser santo.
Los biógrafos nos hablan también de sus penitencias
corporales: cilicios sofisticados que le cubrían pecho y espaldas o
disciplinas violentas y prolongadas hasta hacer que saltara la
sangre. No sé si, cuando estaba misionando o fuera de casa,
podría echar mano de esas ruidosas disciplinas, que lo hubieran
puesto en evidencia irremediablemente. La herida de su pierna,
nunca bien curada, él mismo confesó al P. Luis Gonzaga Navarro
que era para él un cilicio permanente. La herida se abría de nuevo,
y los dolores se recrudecían cuando, con ocasión de sus continuos
viajes, tropezaba con algún obstáculo o recibía casualmente algún
golpe. Menos de un mes antes de su muerte, escribía él mismo al
Dr. Escasi, médico de El Coronil: «Ahora me tiene Vd. con una
pierna en alto. Al volver de San Femando el 21, entró uno en el
coche y me dio tal golpe con su rodilla en mi pierna herida, que
no sé si la cornada de un miura hubiera sido más fatal. Se me
abrió un boquete que cabía el puño.» Ciertamente, el Padre no
exageraba. Murió poco después, y el Hno. Cánovas nos cuenta:
«Antes de amortajar el cadáver con ropas limpias, pude
contemplar la citada llaga de la pierna derecha, que le llegaba
desde la rodilla al tobillo por la parte anterior, dejando ver por
algunas de sus úlceras el hueso de la pierna.» Este cilicio, más o
menos mal cerrado, lo vino arrastrando veinticinco años arreo
desde que recibió aquel puntapié violentísimo en el colegio del
Puerto.

También hemos aludido a su abstinencia en las comidas y a


lo frecuente que era en él dejar pasar las horas sin preocuparse de
tomar alimento alguno. Las tareas de sus misiones se empalmaban
unas con otras, y apenas si le quedaba tiempo para atender a sus
necesidades, aun las más indispensables. Claro está que esa

63
urgencia en el trabajo no explica suficientemente este punto.
Había, además, su explícita intención de sacrificarse. Alguna vez
hubo quien le advirtió que era necesario alimentarse bien para
poder continuar en el trabajo con fuerzas suficientes. Él se limitó
a contestar: «Sí, y luego, ¿cómo se van a convertir las almas?» El
sabía muy bien que Jesús en el Evangelio une la oración con el
ayuno para combatir contra las fuerzas del mal. Es decir, que
también en esto andaba de por medio una preocupación
apostólica. En su dirección espiritual era, sin embargo, exigente y
moderado en este punto de las penitencias. No a todos pide Dios
el mismo género de sacrificios, aunque el vencimiento propio y la
lucha contra los caprichos de la naturaleza exige un incesante
renunciamiento. «Alguna penitencia corporal sí conviene, siempre
que no haya riesgo de mayores quebrantos. Recuerde la teoría de
las penitencias mixtas, es decir, las que son parte interna y parte
externa...» Y en otra ocasión escribía: «Todo o nada importa, con
tal de servir a Dios. ¿Qué más importa morir en Salamanca que
morir en Cádiz? Muramos ya ahora para siempre; muramos a
todos, incluso a nosotros mismos; y sea en frío o en caliente, por
calentura lenta o enfermedad aguda, o contagiosa, o crónica, que
la voluntad de Dios en mí se cumpla.» Total, lo que a él le mueve
no es la penitencia por sí misma, sino la voluntad de Dios. «Bien
se puede adquirir el hábito de la mortificación ejercitando esta
virtud en mil cosillas interiores y exteriores que a cada momento
están ocurriendo. Este deseo se ha de hermanar con el propósito
de gastar toda la vida y todas las gotas de nuestro sudor y sangre
por Dios. Pero si con excesivas penitencias de esas que llamo yo
de mano gruesa te extremas, ¿qué se puede ya hacer? Por esto es
más conveniente lo de la penitencia menuda: el calor, la sed, el
mal olor de las chozas, la vista asquerosa del interior de algunos
albergues, una palabra de tal señor, el mal gesto de la otra, etc.,
etc. Ahí, ahí, ahí tienes buena mina.» O sea, la penitencia del
trabajo ordinario en el apostolado. Más que la penitencia corporal,
lo que él aconseja es el vencimiento propio. «Toda la perfección
está en vencerse. Aquel que se vence, adelanta tanto cuanto se
venza, por amor de Dios se entiende. Sólo esta regla nos debería
bastar para ser santos.»

64
Y ya podemos entrar en el tema de su tercera consigna.
Porque recuerde el lector que estamos hablando de esas tres
consignas que se comprometió a mantener de por vida. Ya hemos
hablado de las dos primeras: aquella de nunca decir no puedo y
aquella otra de no tener consideraciones con su cuerpo. La tercera
consigna, de que ahora vamos a hablar, explica mejor el porqué
de las otras dos. Ya estando en Salamanca para sus exámenes en
la Universidad civil había escrito (como vimos) a su rector de
Camón de los Condes: «Mis deseos los conoce V. R. Son trabajar
cuanto pueda en todo tiempo y lugar. Ya que llegué tarde a la
viña, sacar la parte proporcional del trabajo, porque todos
recibimos la misma paga.» Él se daba cuenta de lo relativamente
tardío de su vocación. Y quería compensar con un trabajo doblado
lo que hubiera podido haber hecho en caso de que hubiera entrado
antes en la Compañía. Más tarde, en San Jerónimo, en la escuela
del afecto se planteó de nuevo el problema en la presencia de
Dios. Cuál había de ser su trabajo competía a sus superiores el
decidirlo. El estaba cordialmente en manos de la obediencia. Pero
la calidad y cantidad de su trabajo, lo que llamaríamos el cómo y
el cuánto tiempo, es cosa que no pueden, normalmente, regular
los superiores y queda reservado a los planes de la Providencia.
Tarín en su oración consultó a Dios y se entregó a El sin reservas.
Le pareció que el Señor le impulsaba a una especie de pacto filial
con El. Si en su beneplácito entraba concederle diez años de vida,
él por su parte y con el auxilio divino procuraría hacer en esos
años la labor que en curso normal exigiría veinte. Y aquí estaba la
consigna: un trabajo de veinte años realizarlo en diez. Claro está
que una cosa así no podía proponérsela si un interior impulso de
arriba no le inducía a ello. Con las reglas ignacianas del
discernimiento de espíritus, pudo averiguar que era Dios mismo
quien le movía y quien le prometía su gracia para seguir adelante.
No era una precipitación suya o impulso ciego. El fervor de una
hora no podía confundirse con una moción espiritual. Allí estaba,
y él no podía dudarlo, el espíritu de Dios. Esa moción que él
sentía pudo y debió de consultarla con el director de ejercicios.
Este era el P. Antonio González, un hombre de Dios que estaba al
frente de la escuela del afecto. El director, por lo visto, tampoco
debió de dudar. Nosotros ahora, tras la lectura de la historia
posterior, podemos saber que ni el director ni el ejercitante se
65
engañaban. Sino que la providencia de Dios iba a concederle no
diez, sino veintidós años de vida. Pero esto Tarín entonces no
podía preverlo.
Años después de ese su propósito reiterado en la escuela del
afecto, predicaba en Sevilla un triduo con ocasión de la fiesta de
San Estanislao de Kostka. A propósito de la juventud del Santo y
de su aprovechamiento espiritual en tan pocos años, reflexionaba
sobre sus propios deseos de emplear bien el tiempo que nuestro
Señor quisiera concederle de vida. «¡Qué diez meses de
noviciado! ¡Y qué dieciocho años de vida! ¡Qué confusión y qué
vergüenza para el que frisa en los cincuenta años y casi la mitad
de ellos ha pasado en la religión! Plegue al benjamín de la
Compañía alcanzarnos de la que en el pecho, abrasado en vivas
llamas, y los ojos, abrasado en ardientes lágrimas, llamaba mi
Madre, un amor a la vocación como el suyo, para correr en poco
tiempo la carrera de muchos años, y así, en los que nos restan,
restemos las deudas atrasadas.»
Repito que esta tercera consigna nos explica cabalmente las
otras dos que ya conocemos: la famosa de no decir nunca no
puedo y la otra de no hacer jamás concesiones a su cuerpo. Así
comprendemos mejor esa actividad infatigable en su trabajo
misionero; ese empalmar una misión con otra sin admitir apenas
reposo alguno; esa carrera vertiginosa contra reloj que ningún otro
era capaz de resistir. Varios prodigios se cuentan de él, y
seguramente no todos eran pura invención de la gente, electrizada
con su presencia. Pero, a lo que yo entiendo, el mayor prodigio y
el absolutamente innegable era su propio tenor de vida, que nadie,
ni entonces ni ahora, podría sostener si una gracia preternatural no
viene a confortarlo. Ese mantenerse en tensión (como veremos)
durante toda una jornada agotadora desde las tres de la madrugada
hasta la medianoche; ese esfuerzo cuotidiano siempre el mismo,
conservando la paz y la serenidad aun en los trances más difíciles;
ese dominio sostenido sobre sus nervios y ese no conceder a su
cuerpo las exigencias más razonables..., digo que esto es lo que yo
pienso milagroso o prodigioso en su vida. Tanto más prodigioso
cuanto que no está interrumpido al día sino por dos horas de
sueño, o algo menos, y está prolongado, sin desfallecer, durante
largos años. Prodigioso o milagroso también, porque Tarín no era
un hombre robusto y de salud a toda prueba. Ya sabemos lo de su
66
tuberculosis, lo de su hepatitis crónica y lo de su pierna
seriamente resentida. En estas condiciones físicas, un hombre
tiene, de ordinario, una actividad muy restringida, y ha de andar
siempre con precaución vigilante. Por todo eso, digo que el
esfuerzo sostenido del P. Tarín es punto menos que milagroso y
que desde luego exige una virtud muy por encima de lo que suele
ser ordinario en un buen religioso.
Algunos de sus biógrafos acumulan los epítetos cuando
intentan resumir los esfuerzos del misionero que nunca decía
«basta» en las tareas de su celo apostólico. Porque efectivamente
era un celo activo, sin descansar un momento en sus misiones y
empalmándolas unas con otras sin pausa alguna. Celo insaciable,
que jamás decía basta, y mientras trajinaba en una misión estaba
ya preparando las siguientes. Celo incansable, que no se rendía
nunca, y, cuando ya parecía agotado, empezaba otra vez con nue-
vos bríos. Celo industrioso en idear modos y maneras hasta llegar
al fin que se había propuesto. Celo universal, que se extendía a
todos, y especialmente a los niños y a los más pobres y
abandonados. Celo, además, sacrificado, dispuesto siempre a
perderlo y consumirlo todo por la gloria de Jesucristo y la
salvación de las almas. Continuar en esta tarea durante veinte
años sin hacer alto en ella, parece, sin duda, algo que excede las
fuerzas humanas y que exige una especial protección de lo alto.
Uno de sus compañeros de misión no tiene reparo en afirmar: «Lo
más extraordinario que vi en él fue la continuidad de su
ministerio. Para él no había ni invierno ni verano, ni tomar una
temporada de descanso, como lo hacían un Segneri, un Calatayud,
un Jerónimo López.» Y frases suyas son estas dos, que trans-
cribimos una tras otra: «Aunque el año tuviese trece meses y el
mes cuarenta días, no cumplía yo mis deudas.» «A hora por día de
sueño y de descanso había que computar muchas de estas
temporadas.» Ninguno de sus compañeros de misión, ni aun de
los más robustos y fervorosos, era capaz de seguirle en su
desbordante actividad. Incluso algún médico consideró que era
sobrenatural esta resistencia del Padre en sus trabajos. Una de sus
colaboradoras remachaba: «Tanto trabajo tenía y tanto trabajo nos
daba, que decía que no habiendo pared entre día y noche, hay que
trabajar sin parar.» Quizás por esto mismo, es decir, por este su
infatigable trabajo, algunos consideraban excesiva e imprudente
67
su tarea. El no ignoraba lo que éstos decían, pero no se echaba
atrás. En tomo a la actividad apostólica tenía criterios personales,
y pensaba que no a todos pide Dios el mismo esfuerzo. A D. a
Dolores Sopeña le escribió una vez: «Puede que sea tenacidad
tuya y mía y no voluntad de Dios que se trabaje en San Roque.
Pero mientras no se nos demuestra con evidencia, adelante con la
obra comenzada.»

68
X. EL BUEN SOLDADO DE CRISTO

Las palabras que encabezan este capítulo son de San Pablo.


El Apóstol las escribió a su buen discípulo Timoteo, que estaba al
frente de la comunidad de Efeso: «Soporta conmigo las fatigas
como buen soldado de Cristo Jesús.» En los ejercicios y en la
meditación del Reino de Cristo, también Tarín se había sentido
interpelado por «Cristo nuestro Señor, Rey eterno». También él
había ofrecido toda su persona al trabajo y se había querido
«afectar y señalar en todo servicio de su Rey eterno y Señor
universal». Esta meditación, que había hecho en los ejercicios a
su entrada en la Compañía, volvió a repetirla en la escuela del
afecto cuando ya era sacerdote y sabía por sus primeras
experiencias qué significa y qué exige esta milicia bajo la bandera
de Cristo. Fue entonces cuando, con más plena conciencia, hizo o
repitió la oblación de sí mismo. Entonces se propuso esa triple
consigna de que hemos hablado en el capítulo anterior. Por las
peripecias y por las enfermedades de su vida juvenil, había
escuchado algo tarde, según él, la llamada de Cristo. Cuando
había pretendido enrolarse en las milicias de D. Carlos, su entu-
siasmo se vio defraudado. Recién superada a medias su grave
crisis pulmonar, es lógico que los jefes carlistas comprendieran y
que él mismo aceptara su incapacidad para las vanguardias del
combate. La salud le cerraba la carrera de las armas, como antes
le había hecho fracasar a la mitad de sus estudios universitarios.
¿Serviría ahora para militar bajo la bandera de Cristo? ¿Le
esperaba ahora un nuevo fracaso en la nueva orientación de su
vida? Así comprendemos mejor que, en los ejercicios de la tercera
probación, Dios le inspirara y él aceptara esa resolución
magnánima, que cuajó en la triple consigna a que hemos aludido.
Y efectivamente, terminada su formación espiritual y científica, lo
vamos a encontrar siempre en los puestos más avanzados de la
lucha por el Evangelio.

69
Con el fin de la tercera probación, en la Compañía se da
prácticamente por terminada la formación del jesuita. Si los años
reglamentarios lo permiten, se llega, sin más demora, a la
incorporación definitiva a la Orden por los últimos votos. No fue
éste el caso de Tarín, que tuvo que aguardar todavía casi tres años
para hacer su profesión. A pesar de todo, los superiores lo
destinaron ya a lo que iba a ser definitivamente la ocupación de su
vida: a las misiones populares. Desde una residencia como de
centro fijo, se le encomendaba la tarea de lanzarse en todas di-
recciones, según las circunstancias, para lo que llamaríamos un
apostolado itinerante. De hecho, ésta había sido la primera
concepción ignaciana en los comienzos mismos de la Orden.
«Nuestra vocación es para discurrir y hacer vida en cualquiera
parte del mundo donde se espera más servicio de Dios y ayuda de
las ánimas.» ¿Estaba el P. Tarín capacitado para esto? Su
formación intelectual era buena, y aun podríamos añadir que muy
buena. Naturalmente, en el terreno de sus estudios eclesiásticos. Y
también en esa cultura general y universitaria que proporciona la
carrera de Filosofía y Letras. Aparte de esto, sus lecturas
personales no pudieron nunca ser muchas, dada la permanente
ocupación que absorbía todo su tiempo. Ellas le proporcionaron, a
lo sumo, esos conocimientos generales que adquiere un lector
atento e inteligente en materias que no son de su específica
competencia. Algún biógrafo pondera, quizás candorosamente, la
admiración de los especialistas en física, astronomía, medicina o
matemáticas cuando lo oían disertar sobre estas materias en
conferencias eventuales. Si no pretendemos que el Padre gozara
del don preternatural de ciencia infusa (cosa nada probable),
tendremos que recortar mucho en tales ponderaciones
admirativas.
Que suscitaba, efectivamente, el entusiasmo de la gente
sencilla y poco cultivada de los pueblos, era cosa que se
confirmaba y repetía en todas partes. Y sucede que, cuando
alguien llega a remontar esa popularidad más que extraordinaria
como fue la suya, se construya yo no sé qué clase de mito, al que
luego se le atribuyen hazañas fabulosas. Así, en este caso de Tarín
se vino a decir que sabía de todo y que poseía una ciencia más
que vulgar en todos los campos de la cultura. Sí, dondequiera que
se presentaba, antes o después se apoderaba del pueblo y electri-
70
zaba a las muchedumbres. No siempre todos, pero siempre casi
todos terminaban por rendirse al poder mágico de su presencia y
de su palabra. Pero esto no se debía a la universal sabiduría de sus
conocimientos y al relumbrón fastuoso de una ciencia inverosímil.
Subyugaba a todos el convencimiento profundo con que hablaba,
su celo impetuoso y sincerísimo, su conocimiento indudable del
corazón humano, la entrega total de su propio corazón y de su
vida. Recalcando unas palabras oportunas de San Juan de la Cruz,
subyugaba el hecho de que hablaba de las entrañas del espíritu
con espíritu entrañable. Sin que nadie supiera tal vez explicárselo,
atraía, y removía, y conmovía a los pueblos la comprobación de
que su conducta estaba absolutamente de acuerdo con su doctrina.
La gracia de Dios estaba con él, y todos terminaban por admitir
que era un santo. Y se rendían magnetizados por su santidad. Era
ciertamente su fama de santidad y no su sabiduría o erudición lo
que ponía en movimiento a las muchedumbres. Ni siquiera su
figura exterior podía sorprender a nadie. Mediano de cuerpo,
antes bajo que alto: enflaquecido notablemente por sus
enfermedades y su trabajo, rostro demacrado y tez morena, nada
se descubría en su porte exterior que de manera especial atrajera a
sus oyentes. Su frente era amplia, y su mirada vivaz y penetrante,
aunque, de ordinario, llevaba medio entornados los ojos, y la ca-
beza levemente inclinada sobre el pecho. En sus facciones podría
tal vez advertirse como cierta nota de severa austeridad, que
pronto se desvanecía con el bondadoso atractivo de su
conversación. La voz era al principio clara, potente y bien
timbrada. Pero no tardó en resentírsele la garganta, incapaz de
responder al violento y continuado esfuerzo. La predicación,
tantas veces al aire libre; los rosarios de la aurora en los tiempos
de riguroso invierno, terminaron por enronquecerlo y muchas
veces por dejarlo completamente afónico. Su remedio entonces
era vulgar: agua caliente que le suavizase la garganta. Confiaba,
sobre todo, en una camáldula o rosario del Beato Fr. Diego José
de Cádiz. Se lo aplicaba al cuello, y, puesto que él lo afirmo con
frecuencia y con toda seriedad, habremos de admitir que la
reliquia del Beato le devolvía prodigiosamente la voz.

Preguntábamos si el Padre estaba capacitado para el oficio


de misionero que los superiores le habían encomendado. El éxito
71
de sus misiones es una respuesta definitiva. ¿Queremos
explicamos ese éxito asombroso? Entonces no podemos poner en
primer plano sus cualidades humanas, porque éstas no eran tan
sobresalientes como para aventajar sin disputa a los demás. Si no
apelamos a la santidad de su vida, ninguna otra cosa llega a
convencernos. De esa santidad brotaba su unción apostólica, esa
vibración del Espíritu que se transmitía al corazón de los oyentes.
¿Sería pura ilusión óptica o sería auténtica realidad ese nimbo y
como aureola de luz que muchos pretendían haber visto en tomo a
la cabeza del Padre cuando predicaba o celebraba la santa misa?
Algo semejante se cuenta de San Felipe Neri y de San Ignacio de
Loyola. De todas maneras, es cierto que todas las ilusiones son
posibles cuando pública y repetidamente se ha propalado la fama
de santidad en tomo a un hombre de Dios. Con aureola o sin ella,
lo que todos reconocían es lo que alguien supo condensar en eso
de «la atracción misteriosa de su ser».
Terminada la tercera probación en San Jerónimo, el P.
Provincial lo destinó a Madrid. Y en Madrid estuvo siete años:
desde octubre de 1888 hasta fines del curso de 1895. Los seis
primeros años, en la residencia de Isabel la Católica, que más
tarde fue elevada a la categoría de casa profesa. En 1894 pasó a la
residencia de la calle de Valverde. En realidad, muy poco tiempo
y en días sueltos pasó en Madrid. Lo que se pretendía era hacer de
la capital el centro de sus correrías apostólicas. Lo mismo que
luego le sucedió en Córdoba, donde oficialmente estuvo destinado
a residir desde fines de 1895. Oficialmente, porque también
Córdoba fue tan sólo el punto de arranque para sus
desplazamientos por Andalucía y aún más allá. De todas partes lo
llamaban y a todas partes acudía una o repetidas veces cuando le
era posible hacer un hueco en su apretadísimo programa. El lector
tendrá lo suficiente para asombrarse si le decimos que en esa
década, de 1888 a 1898, sólo en viajes, idas y venidas, vueltas y
revueltas, recorrió más de 100.000 kilómetros. Recordemos que
los caminos y las vías de comunicación de aquellos finales e
inicios de siglo no podían, ni mucho menos, compararse con los
que hoy tenemos a nuestro alcance. Desde Salamanca hacia abajo,
toda la mitad meridional de España, con incursiones hacia
Burgos, Santiago y La Coruña, hacia Zaragoza y Barcelona, hacia
Levante y Valencia y toda aquella costa. Los biógrafos nos citan
72
con sus nombres propios más de 300 ciudades, pueblos y núcleos
urbanos de mayor o menor cuantía.

Nuestro propósito no es seguirle por todas esas correrías


apostólicas. No tratamos de repetir lo que ya está escrito con todo
lujo de pormenores y a base de toda la documentación asequible.
Veremos, más bien, cómo él mismo enfocaba sus misiones y qué
pretendía con ellas. Pero antes recordemos al lector que Tarín no
estaba aún definitivamente incorporado a la Compañía por los
últimos votos. El momento le llegó a principios de 1891, cuando,
según las ordenanzas de la Compañía, se habían cumplido ya sus
años de permanencia en ella. «Reputaránse [idóneos] para ser
admitidos a profesión las personas cuya vida, con luengas y
diligentes probaciones, sea muy conocida y aprobada...»
Efectivamente, esta profesión solemne de cuatro votos es el
vínculo más fuerte que liga a un jesuita con su Instituto. De entre
Jos profesos, se han de escoger, normalmente, los religiosos a
quienes se les confíen las más delicadas misiones de la Santa Sede
y los cargos más importantes para la conservación y el gobierno
de la Orden. Tarín hizo su profesión el 2 de febrero de 1891 en el
colegio de Chamartín de la Rosa. E inmediatamente se entregó de
nuevo a su trabajo misionero. Para él, la misión significaba el
asedio espiritual de un pueblo, que debía prolongarse más o
menos tiempo según la importancia del poblado y según el fruto
espiritual que se fuera cosechando. Es decir, él quería la misión
total, o sea, una sacudida moral y religiosa de todas las capas
sociales y de todos los habitantes del pueblo. De ahí que no
tuviera libre ni un minuto a lo largo del día. Daba especial
importancia a la apertura de la misión. Una entrada multitudinaria
y solemne de los misioneros en el pueblo «vale —decía él mismo
— por cuatro días de trabajo». En ella veía la esperanza de la
buena marcha y consolidación de lo que se iba buscando. Si era
posible, procuraba de antemano que el pueblo en masa, con el
clero y las autoridades, estuvieran en la estación o en las afueras
del pueblo para dar la bienvenida al misionero o misioneros que
venían en son de paz con la buena nueva de la salvación. La
misma noche de la llegada, el misionero explicaba, en una
vibrante exhortación, la importancia de aquellos días para
remover las conciencias en la presencia de Dios.
73
Ya desde el día siguiente muy de mañanita, antes de romper
el alba, a las tres o las cuatro de la madrugada, el rosario de la
aurora, como él lo había vivido desde niño en su pueblo de
Godelleta. Sabía muy bien el efecto que causa en un pueblo
aquella procesión, al mismo tiempo dulce y vibrante, con sus
cantos ingenuos y populares, i sus farolillos y su imagen de la
Virgen a la luz misteriosa 1 del amanecer. Era una plegaria
matutina a la Virgen para | que protegiera la misión, y era también
un aviso temprano i para que todos los vecinos se percataran de la
importancia de aquellos días misionales. El rosario de la aurora
terminaba cada día con una misa en la iglesia y plática del
misionero. Según el P. Curiel, uno de sus frecuentes compañeros,
el rosario y la plática pronosticaban cuál sería el éxito de la
misión. Por la noche, día tras día, cuando ya estaban todos libres
de sus ocupaciones diarias, se tenían los dos actos principales de
la misión: una instrucción o conferencia sobre los temas capitales
de la moral cristiana y el sermón largo de batalla sobre las
grandes verdades de nuestra fe. El rosario de madrugada y el gran
sermón a la anochecida eran los dos puntos-clave o las bisagras
sobre las cuales giraba la misión. Pero ésta se extendía por todo el
día y abarcaba, como hemos dicho, a toda la comunidad. Las
horas centrales de la mañana y las de la tarde, mientras los
hombres trabajaban en el campo o en sus oficios y las mujeres
trajinaban en la casa, el misionero se dedicaba a la chiquillería de
la población: a los niños de las escuelas y a los que por calles y
plazas vagabundeaban a su albedrío. Platicaba a los conventos,
visitaba a los enfermos en el hospital o en sus mismas casas,
acudía también a los presos, si había cárcel en la ciudad. No
olvidaba a nadie. Las cartas del Padre son el más auténtico
testimonio de lo que él vivía, sentía, sufría o gozaba en la misión.
Algunos retazos de esas cartas, de diversos años y de diversos
sitios, nos comunicarán el impulso íntimo de su espíritu.

Era en 1889. Una carta suya del 14 de agosto nos habla de la


misión de Gata, en el obispado de Coria: «Mañana, Dios
mediante, terminaremos esta misión con felicísimo éxito. Oyen
estos pobrecitos serranos con suma docilidad la palabra de Dios y
siguen las inspiraciones de la gracia. Han recibido como llovida
del cielo la devoción al Corazón de Jesús. Ha sido notable el fruto
74
obtenido por el ejercicio del perdón. Se tuvo el domingo, a las
cuatro de la tarde. Al salir de la iglesia, en la plaza, ante todo el
pueblo, se abrazaron dos que pocos días antes se habían buscado
para matarse y se habían disparado tiros. Se hizo al anochecer
señal con la campana para que fueran a buscarse los enemistados,
y apenas había casa donde no se repitieran escenas como la de la
plaza...» Hablando ya en general de las misiones en los pueblos
de aquella serranía de Gata, vuelve a escribir: «¡Aquí sí que
gozamos entre estas sencillas gentes! ¡Qué fe la suya! ¡Qué amor
nos cobran! Se vienen tras de nosotros los pueblos en peso. A
Dios la gloria de todo.» Y, terminada la gira por toda aquella
serranía, volvía a escribir: «No creí que se podía gozar en espíritu
tanto cuanto he gozado. ¡Qué ver cuál descendía a torrentes la
gracia del cielo y renovaba los corazones, y los transformaba, y
los abrasaba en purísimo amor a Jesús! ¡Si hubieras visto la
función del rosario! ¡De allí al cielo! Cuando no morí de gozo
aquel día, no sé para qué reservará Dios en la tierra al más ingrato
de sus hijos. Ruégale por mí, pecador.»
Ya en noviembre, pasada la festividad de Todos los Santos,
estaba en Andújar. Aquí las cosas no eran como en la sierra de
Gata. «Desde el sábado venimos trabajando en esta indiferente
ciudad para despertarla del profundo letargo en que yace. No
desmayamos, porque, aparte de la confianza en Dios y en las
oraciones de los buenos, en general son gentes dóciles y sencillas,
aunque muy ignorantes y atrasadas. De los ricos esperamos
poco.» Pasados unos días, el panorama cambió. «Hasta los más
optimistas nos hemos engañado. ¡Bendito sea Dios! No tenemos
tiempo para nada: se ofrecen ocasiones tan favorables, que no se
pueden desperdiciar. Estaba esto perdidísimo: amancebamientos
sin cuento, y entre las personas más principales; alejamiento de la
Iglesia, que rayaba en estúpido menosprecio; pueblo ignorante y
de más a más enredado en la cooperativa masónica, escuela laica
nocturna, etc., etc. Pues bien, sólo en la parroquia de San Miguel,
donde se hace la misión, han confesado y comulgado obra de
4.000. Añadiendo la de las otras iglesias, no se aventura quien
afirma que frisan en 8.000 las comuniones de estos días. Se han
roto mil cadenas y deshecho mil lazos. Hoy, sobre todo, ha caído
cada pez, que bastaba él solo para hundir la navecilla. ¡Gloria al
Corazón divino!...»
75
En 1890, a fines de enero, estaba en Villanueva de la Reina,
y escribía alborozado: «No me parece que se pueda hacer misión
más fructuosa que la de esta villa. Es, sin género de duda, la
mejor que he visto, aunque entren en la cuenta las incomparables
de sierra de Gata... No se ha podido hacer más ni han podido
corresponder mejor... ¡Qué gozo trabajar de esta suerte! Mientras
que las corrompidas capitales... ¡Ay! En Málaga, en cambio, las
cosas no fueron tan agradables, aunque los misioneros se
deshacían.» El 3 de noviembre de 1890 escribía el P. Tarín a su
hermana: «Ahora estamos empeñados en esta populosa y poco
religiosa ciudad. En las misiones hay días de descanso, pero éstos
son pocos; los más son de una labor tan intensa y prolija que no le
dejan a uno ni el tiempo preciso para el rezo del oficio divino.»
Para estos y para todos sus trabajos, el misionero pedía, una y otra
vez, oraciones, y confiaba en ellas para que Dios quisiese
bendecir sus esfuerzos. Uno de sus biógrafos nos asegura que en
más de 700 cartas pide oraciones y que en otras tantas o en más
atribuye a esas oraciones de las almas buenas el fruto conseguido.
Para él, no se trataba de su propio trabajo, sino de la obra de Dios.
Una vez dice, por ejemplo: «Mucho deben de rogar por esta
misión algunas almas muy santas, según es el fruto que está
dando. Sea toda la gloria para quien es fuente y manantial de
todos estos bienes, el adorable Corazón de nuestro Dios y Señor
Jesucristo.» Lo mismo en otra ocasión dice que no sabe explicarse
«cómo instrumento tan ruin y gastado haya podido llevarlos a
término [esos ministerios realizados]. Dios nuestro Señor os
pagará tanta caridad, cuyos efectos siento yo en los auxilios que
me presta su divina Majestad...» Confiando en esos auxilios
divinos, no retrocedía, y aconsejaba a otros no retroceder ante las
dificultades. «No temas nunca extender las velas de tu confianza
en Jesucristo; y a trabajar con denuedo y valentía, constancia y
abnegación. Lo demás lo suplirá la gracia que nos mereció
Jesucristo muriendo por nosotros en la cruz.»
Su mayor preocupación la cifraba en el después de las
misiones. ¿Dónde iría a parar, dentro de pocos meses, el fruto
conseguido? ¿Quién aseguraría la perseverancia? De esta
preocupación nacían las asociaciones u organismos que durante la
misión iba formando, si no existían, o que renovaba y
enfervorizaba para que siguiesen funcionando con mayor eficacia.
76
La Adoración Nocturna, el rosario de la aurora con su misa los
días festivos, la hermandad de la Patrona, las Conferencias de San
Vicente, el ropero de los pobres, la Buena Prensa, la enseñanza
del catecismo regularizada, los centros obreros... Sobre todo, el
Apostolado de la Oración y la Congregación de Hijas de María.
Es decir, que procuraba prolongar lo más posible el fruto de sus
misiones. Por eso exultaba de gozo cuando ya en los últimos años
de su vida, a fines de 1907, podía escribir sobre una de sus visitas
a Pozoblanco: «Este pueblo es de lo que no hay en el mundo. En
la novena [de la Inmaculada] no habrán bajado de 8.000 las
comuniones, y la asistencia a todos los actos, maravillosa. Ayer
prediqué siete veces, y en una de ellas dos horas en el pulpito, y
todo les parece poco. Hay 700 Hijas de María y 700 de la Guardia
de Honor, y más de 1.000 del Apostolado, y más de 200 luises,
etc.»
A pesar de las maravillas que por todas partes iba realizando
y de las alabanzas continuas que por todas partes tenía que oír, era
consciente de su propia indignidad y de que la obra se debía
sencillamente a Dios. A fines de 1895 escribía a las Esclavas de
Cádiz: «Cuando reciba ésta, estaré en ejercicios. Ruégole, por las
entrañas de Cristo, que me encomiende a todas esas hermanas que
me alcancen fruto del Niño Jesús. Dios nuestro Señor recompense
lo que por mí hagan en estos ocho días. ¡Ay de mí, que sé guiar,
pero no guiarme! » Y en otros ejercicios que hizo, no sabemos
exactamente cuándo, quizás en Manresa o en Loyola, pero ya en
los últimos años de su vida, escribía en un brevísimo apunte
personal: «Tiempo perdido. Tanto trabajo. ¿Cuántos se habrán
salvado? Y me acusan desde el cielo. ¿Cuántos se habrán perdido?
Y me reclaman en el infierno. Dios se ha excedido en derramar
gracias. ¡Qué aceptación en todas partes! ¡Cuánto me han
distinguido los superiores! Yo mismo fui superior. Me han
atribuido milagros. Conversiones, vocaciones, curaciones. ¡Dios
mío, Dios mío, si vieran mi alma!» Y añadía al final de la página:
«Resolución: a) pedir por todas las vías ir a América; b) de no
conseguirlo, trabajar desesperadamente noche y día.»
Lo de ir a América es cosa que venía pensando desde tiempo
atrás. Al ser exonerado de su cargo de superior en Sevilla, donde
había estado seis años, le escribía a su provincial: «Doy gracias a
V. R. por haberme descargado del peso que mis ruines hombros
77
tan malamente llevaban. La enfermedad quedó vencida por
completo. Tres días llevo libre de calenturas y mejorando
notablemente. No decide el médico aún por ningunas aguas. Yo,
para mí, tengo que las mejores aguas serían las del Atlántico, y
aires los que se orean en la flora de los Andes.» Estas dos
alusiones a América son innegables y terminantes. Constan de
puño y letra del mismo Padre, aunque los biógrafos poco dicen
sobre el asunto. Ni yo encuentro por ninguna parte otra referencia
al tema. ¿Qué pudo impulsar a que el P. Tarín tomara esta
resolución? ¿Por qué no encontramos después ninguna otra
mención del mismo? Un historiador no puede jugar a las
adivinanzas. Pero puede proponer conjeturas, que no serán
temerarias si se basan en hechos ciertos. Y el hecho cierto es que
dentro de la Compañía encontró el Padre a quienes no estaban de
acuerdo con sus misiones y con el estilo de las mismas. Y
encontró también a algunos que no miraban con buenos ojos otras
orientaciones de su actuación apostólica. Es también cierto que su
provincial se dejó impresionar por las quejas que hasta él
llegaban. Ya hablaremos de todo ello en su lugar oportuno.
Entonces encontraremos que las objeciones contra Tarín no tenían
base ninguna razonable. De todos modos, él pudo pensar en
quitarse de en medio y en buscar otro campo donde su celo
pudiera explayarse quizás con más provecho que en España. De
ahí aquel «pedir por todas las vías ir a América». Digo que ésta es
una conjetura válida a falta de otras informaciones. El P. Luis
Gonzaga Navarro, muchas veces su compañero en diversas misio-
nes, alude a estos proyectos americanos, pero los explica con más
benevolencia. «Esta idea de irse a América la tenía muy grabada
en el corazón y a mí me lo repelía muchas veces, pareciéndole
que allí haría más fruto que en España, donde el P. Provincial
quería reprimir su ardoroso celo después de la enfermedad que
había padecido en Sevilla.» Digo que es una explicación benévola
porque el provincial no miraba tan sólo a la salud del Padre, sino
que tenía también otras razones (que ya veremos) para poner
límites a la actividad misionera de Tarín. ¿Influyó también en
aumentar estos deseos de América el desencanto del misionero?
Porque hemos de hablar luego de que al Padre le aguardaban días
difíciles y dolorosos en la última etapa de sus correrías
misionales. Iba a comprender que los pueblos no eran ya aquí tan
78
dóciles corno antes y que su palabra apostólica no recogía los
mismos frutos. Quizás entonces insistiera en pensar que otros
campos podrían ser más fecundos.

A su edad, ya con cincuenta y ocho años, estos proyectos


americanos no debieron de parecer la mejor solución a los
superiores. O quizás pensaron también que no había motivos
serios para una resolución tan extremosa. Lo cierto es que no
encontramos ningún otro dato que nos esclarezca el problema. Ni
hubo después ninguna otra referencia al mismo. Pocos días antes
de morir, hizo otra vez los ejercicios. No pensaba,
indudablemente, en que su fin estaba tan próximo, pero quiso
aprovechar los días de forzada quietud a que su enfermedad le
obligaba. En un sobre de cartas ya usado escribió sus propósitos
de reforma. Nada hay en ellos que aluda a sus sueños de América.
El problema estaba definitivamente zanjado. Pero el lector puede
ver en ellos su delicada conciencia. Y quizás pueda leer entre
líneas alguna alusión velada a lo que había sido su cruz en los
últimos años. La reforma se descompone en los siguientes
propósitos:

Superiores ……… Pedirles me digan las faltas.


Hermanos ……… Vencerme y tratar más con los menos afines.
Meditación ……… Guardar las adiciones.
Misa y oficio ……. Preparación y acción de gracias.
Aprovechar el tiempo ……. Estudiar todos los días, como esté en
casa, una hora de moral.
Ministerios …….. Niños. Presos, escuelas de adultos.
Pobreza ………… Pedir muchos permisos.
Obediencia …….. No censurar.
Castidad ……….. Reglas do la modestia.
Prelados ……….. Un candado como el de San Ramón.

El día 22 de noviembre dijo misa en la capilla doméstica con


gran trabajo. Se resignó a renunciar a la novena de Villacarrillo,
que ya tenía apalabrada. Y para aprovechar la forzada inacción
79
entró el día 23 en ejercicios. A estos ejercicios corresponde la
reforma que acabamos de transcribir. Todos los días siguió
celebrando con grandísimo trabajo, apoyándose en el altar.
Andaba con dificultad. A pesar de todo, no se acostó ninguna
noche ni procuró alivio alguno. Hasta el último momento
mantuvo, pues, su consigna de no tener contemplaciones con su
cuerpo.

80
XI. SUPERIOR EN SEVILLA

Desde abril de 1898 sabía el P. Tarín que se estaba


gestionando su nombramiento como superior de la residencia de
Sevilla. Se lo había comunicado el P. Provincial para que fuera
liquidando todos los compromisos pendientes y para que en
adelante no aceptara ningún otro ministerio incompatible con el
cargo que iba a asumir. Sin duda era una demostración de la
confianza que los superiores ponían en él. Pero aquella confianza,
¿estaba limpia de polvo y paja? ¿No era, quizás, algo sospechosa?
Porque alguien pudo pensar, y de hecho pensó, que en el fondo lo
que se pretendía era apartar al Padre de sus correrías misionales.
Con todos los honores, pero se trataba de su confinamiento. El P.
General consentía en su nombramiento, «aunque los trabajos
apostólicos que por todas partes emprende me son a mí
gratísimos, valde cara». Por lo menos, en las altas esferas no
parecía que se desconfiase de lo que venía realizando. Pero el
hecho mismo de que algunos mirasen esa promoción como una
manera honrosa de confinarlo, demuestra que no todos estaban de
acuerdo con sus procedimientos misionales. De esto tendremos
ocasión de hablar más tarde.
Por el momento, parece que se trataba, pura y lisamente, de
dar un empujón eficaz a la residencia de Sevilla. El P. Tarín, que
andaba al tanto de todo, sabía sin dudarlo quiénes no estaban de
acuerdo con sus andanzas apostólicas. Y es él mismo quien
escribía a una persona amiga: «No iré, en efecto, a misiones en
algún tiempo. Y no es porque esté enfermo ni porque me hayan
acusado ante los superiores, sino porque quieren éstos que haya
en la residencia de Sevilla gente del bronce para acometer toda
obra de propaganda con niños, hospitales, cárceles, cuarteles, de
lo cual tanto hay en aquella hermosa, grande y opulenta ciudad.»
Que ya para entonces se habían formulado algunas quejas contra
él, parece indudable. Repito que de eso hablaremos después. Pero
en esta ocasión es también evidente que la residencia de Sevilla
necesitaba de hombres con empuje que la levantasen. En ella los
81
sacerdotes eran pocos, y, entre ellos, varios achacosos y ancianos,
cuyo relevo se hacía imprescindible. Algo más de un año, D.
Marcelo Spínola venía rigiendo la diócesis de Sevilla. En mayo de
1897 fue a Roma para la normal visita ad limina. Parece que con
esta ocasión tuvo oportunidad de cambiar impresiones con el
general de la Compañía. No sin razón sospechan algunos que el
prelado pudo aprovechar el momento para hablarle al general del
poco apoyo que para sus planes podía esperar de los ya viejos y
cansados Padres de la residencia. Una renovación de la misma
parecía necesaria. ¿Propuso entonces nominalmente al P. Tarín?
Por lo menos, Tarín, conocido ya por el arzobispo y en las
mejores relaciones con él, estaba como pintado para el caso.
Quizás no hubo otro misterio para su nombramiento como
superior. Con él llegarían otros dos o tres Padres en buena forma,
y la residencia quedaría fundamentalmente renovada. Ya no sería,
como hasta entonces, un refugio de venerables ancianos.

El P. Tarín pudo, quizás, sentirse halagado con aquella


prueba de confianza y estimación que le daban los superiores. Y
pudo también, al mismo tiempo, sentirse como desconcertado y
perplejo por aquel dorado confinamiento en Sevilla y su periferia.
De la ciudad y de sus contornos no debería salir mientras
estuviese sujeto a su cargo de superior. Lo suyo había sido hasta
entonces, durante casi doce años, el ancho campo geográfico de
media España. También él podía decir con Jesús: «Es preciso que
anuncie el Reino de Dios en otras ciudades, porque para esto he
sido enviado.» Por grande que fuese Sevilla y por muy
necesitados que estuviesen sus arrabales, ¿no eran algo estrecho
para su celo sin fronteras? Fuera de los superiores, a los que él
pudo hablar confidencialmente, nadie supo nada de lo que él
mismo pensaba o sentía en este caso. Estaba cordialmente
disponible a la menor indicación de la obediencia. Y en Sevilla se
recluyó, según la voluntad de sus superiores, sin aceptar ningún
otro ministerio que le ofrecieran fuera de la ciudad. Su programa
en el nuevo oficio lo redujo a tres propósitos definitivos: con los
de casa sería el servidor de todos más que el superior; como Jesús,
«yo estoy entre vosotros como el que sirve». Con los de fuera
seguiría desviviéndose por la salvación y santificación de las
almas con el mismo celo e intensidad que cuando trabajaba en las
82
misiones. Con relación a las obligaciones de su cargo, se
entregaría a la labor dentro de Sevilla, por mucho que tuviera que
reprimir sus ansias misioneras. Sus inclinaciones de misionero
itinerante quedaron paralizadas. Es verdad que en Sevilla sus
ocupaciones eran tantas que el horario lo tenía tan recargado
como en cualquiera de las grandes misiones anteriores. A D.a Do-
lores Sopeña le escribía el 19 de diciembre de 1901: «Ayer salí de
ejercicios; por eso no he contestado antes a tu carta. Estos días y
los que precedieron a los ejercicios han sido de prueba. Lo que
nunca me sucede, me sucedió anoche, y es que me dolían las
sienes de tanto como había bregado en el día.» Sin más
especificar, también en otra ocasión se desahogaba con la misma
D.a Dolores: «No puedes imaginarte lo cansado que me
encontraba estos días.»
Y es que él no sabía o no quería moderar su celo y tomar las
cosas con más calma. Según su antigua consigna, tenía que
quemar etapas. «El espacio que recorre un móvil cualquiera —
decía en otra ocasión—, tanto depende del movimiento como de
la velocidad.» Y la suya era de vértigo. Por eso no había quien
lograra alcanzarlo. «¡Con los santos no se puede vivir!», solía
decir el anciano y ciego P. Niutta, que lo amaba y respetaba
profundamente. «¿Cómo? ¿No puedo más? Y el santo Apóstol
dice: ¡Todo lo puedo! ’» Con estas palabras animaba a la misma
Sopeña, en sus horas difíciles, el 2 de julio de 1900. La animaba a
ella, y un mes más tarde se ofrecía él para ayudarle en todo,
«menos salir de aquí mientras tenga el cargo de esta casa, iglesia
y ministerios de esta ciudad, porque veo que no se puede faltar un
momento, si se ha de hacer algún fruto en las ánimas». La
residencia de Sevilla era, sin duda, la cruz que la obediencia ponía
sobre sus hombros. Primero la obediencia, pero también el celo
apostólico. Comprendía, para decirlo vulgarmente, que no se
puede desnudar a un santo para vestir a otro. No podía desatender
su apostolado en Sevilla para ejercitarlo en otra parte. Con su
chispa de ingenioso humor, respondía a D. Pedro Menchén, que le
instaba para que fuese a predicar a Ciudad Real: «Don Pedro
amadísimo en el Corazón divino: ¿Necesitaría un borracho de
profesión quien le estimulara mucho al presentarle chispeante
vinillo de la Mancha en rica copa de transparente vidrio? Pues
menos estímulo, bien lo sabe Vd., necesita este manchego de
83
afición para ir a Ciudad Real. Pero no se puede, no se puede, no
se puede dejar esta Babel de Sevilla por ahora.»

Como en otras ocasiones, su celo hacía que a veces se


lanzase sin miramientos, sin hacer concesiones a su cuerpo: «Hoy
he quedado algo quebrantado a consecuencia de una gran
indiscreción mía. Canté, peroré a todas las del Valle, religiosas,
colegialas, muchachas y niñas de la escuela con sus madres y
convidados; y luego me puse en el patio llovido y con viento
huracanado, estando yo empapado en sudor, a repartir allí bollos y
pasteles. Dios nuestro Señor no sé cómo me ha librado de una
pulmonía. Esta noche me abrigaré bien y no madrugaré.» Esto
sucedía el 26 de noviembre de 1903. Si tratásemos de recomponer
la biografía de Tarín, serían necesarios muchos folios para tratar
de su apostolado en Sevilla. Tendríamos que hablar de infinitas
cosas que ahora desbordan la intención de estas páginas. Todo lo
movía y removía su celo insaciable, que en las tristes
circunstancias de entonces se inflamaba más. «Poco y sombrío es
lo que hoy se ofrece. En Barcelona, torrentes de sangre de
infelices obreros, seducidos, engañados y lanzados a pelear con
sus hermanos y patronos por fanáticos sectarios, enemigos más
aún del obrero que de los jesuitas. Aquí, temores de que ocurra
otro tanto. Hombres no vienen al templo, y menos a confesar. Las
damas pensando en danzas y en majaderías. El clero no sale de
sus tiendas de campaña o, diré mejor, de su invernadero. Por Dios
y por el pobrecito pueblo español, que os santifiquéis mucho, os
preparéis bien para repartir pronto por todas partes la buena nueva
de salvación que está en la doctrina de Cristo nuestro Señor.» Así
le escribía el 20 de febrero de 1902 a la citada Dolores Sopeña, la
que fue fundadora de las Damas Catequistas, y cuya obra de las
doctrinas el P. Tarín promovía por todas partes y con todas sus
fuerzas.
Ya lo había pronosticado él cuando interpretaba la voluntad
de los superiores al enviarlo a Sevilla: allí hacía falta «gente del
bronce para acometer toda obra de propaganda con niños,
hospitales, cárceles, cuarteles...». Es decir, allí se necesitaban
apóstoles para los más humildes y necesitados de la gran urbe. No
llevaba todavía un mes en su cargo, y ya podía escribir: «Estoy

84
agobiado de trabajo. No me sirve estirar el día cuanto puede dar
de sí, porque esta ciudad es inmensa, y los operarios pocos, y el
suelo movedizo, que lo que se marca hoy, se borra mañana...»
Comparándolo con su apostolado anterior, decía a un amigo: «...
aunque es trabajo más ligero esto que el de las misiones, pero se
gasta más tiempo en naderías». El personalmente no tenía mucha
ocasión para tales naderías, aunque no faltarían importunos que
ven sus pequeñeces y se preocupan como si fueran catástrofes. En
tomo suyo podía observar y lamentaba que se «prodigan las
atenciones a quienes menos las necesitan, porque tienen medios
sobrados de formación espiritual, y se sustraen a los más
necesitados, que, sumidos en la ignorancia y envenenados con la
lectura de los periódicos impíos y liberales, desconocen y aun
aborrecen la ley de Dios y no encuentran quien se la enseñe».
Lo que hemos dicho de su cansancio y de su trabajo
agotador, nos demuestra que sus primeras impresiones en Sevilla
lo engañaron. Se las prometía mejores: «Bien veo lo mucho que
se me vendrá encima; pero como, gracias a Dios, no me acosa el
sueño, encontraré tiempo suficiente para todo.» Se equivocó. Más
tarde tuvo que confesar que no le bastaba con estirar el día, como
en los tiempos más atareados de sus misiones. Podríamos afirmar
que los seis años sevillanos fueron algo así como una misión
nunca interrumpida. Y es que la cosa no estaba ni aquí ni allí; ni
en las misiones, ni en Sevilla. La cosa estaba inexcusablemente en
él, en la tercera de sus tres consignas que ya conocemos. Con San
Pablo podía decir: «Yo con sumo gusto gastaré y me gastaré por
vuestras almas.» Este entregarse absolutamente por las almas era
la obsesión y como la idea fija del P. Tarín. Ahora, en vez de ir de
pueblo en pueblo, como antes, iba de barrio en barrio, recorriendo
toda Sevilla y su periferia y aun los pueblos del inmediato
contorno: Omnium Sanctorum, San Nicolás, San Antonio, San
Jacinto de Triana, San Roque, San Román, San Juan de
Aznalfarache y hasta Dos Hermanas y Alcalá de Guadaira. A los
pueblecitos o a los barrios más apartados iba por la tarde, a última
hora, y volvía al amanecer, para no faltar a sus trabajos de la
residencia. Entre plática doctrinal, sermón de calibre y
confesonario se le pasaba la noche. Cualquier silla en cualquier
rincón era suficiente para descabezar un brevísimo sueño. ¿Las
misiones? «Nosotros las tenemos constantes en los anchos barrios
85
de esta ciudad bulliciosa. Y ¿dónde vamos a parar, dado que
paremos?» Así se lo escribía a un amigo el 20 de septiembre de
1899, cuando apenas llevaba un año en Sevilla. El ser superior
tenía para él una ventaja, que «le permite a uno darse de lleno al
trabajo, sin más trabas ni más ligaduras que las de nuestra flaca y
ruin naturaleza.»
Los enfermos, sobre todo si eran pobres, y los niños
abandonados y sin escuela eran su obsesión. Los enfermos,
porque tienen más necesidad de consuelo y, tal vez, de una más
urgente ayuda espiritual. Como él apenas si daba al sueño un
tiempo inverosímilmente corto, estaba siempre alerta cuando por
la noche venían a pedir socorro. ¿Y los niños? Son los hombres
del mañana. Y esos hombres serán, de ordinario, lo que hayan
aprendido a ser desde pequeños. Por eso su interminable
preocupación por las escuelas. Las que fundó o sostuvo en Sevilla
y en sus barrios nos lo cuentan sus biógrafos. Por lo demás, él
sabía que las escuelas serán lo que sean los maestros que las
regentan. De ahí su afán de «formar al maestro para formar al
niño». De este afán surgió la Asociación de San Casiano. El
nombre completo es más largo, y, por lo mismo, explica mejor su
sentido: «Asociación de Maestros de Primera Enseñanza de San
Casiano». La Asociación pretendía atraerse y agrupar a todos los
maestros católicos y formar con ellos una red que fuera
acaparando los puestos directivos en las escuelas de Sevilla y de
su provincia. Había que darles, naturalmente, una sólida for-
mación católica y mantenerlos unidos para que unos a otros se
ayudasen y la labor del conjunto fuera más eficiente. El año
mismo de la muerte del Padre pudo decir el cardenal Almaraz:
«Este solo pensamiento del P. Tarín bastaría para que mereciera
eterna gratitud por parte de los amadores de la verdad y de la
Iglesia católica.» El insigne pedagogo D. Manuel Siurot insistió:
«El P. Tarín pensaba, como no tienen más remedio que pensar los
que quieren ver claro, que la propaganda por medio de la escuela
es la característica de nuestro tiempo.» Lo era entonces, a
principios de siglo, y lo fue antes y lo sigue siendo ahora tanto o
más que en cualquier otro tiempo. La educación católica es el
fundamento y la coronación de cualquier otro apostolado. La
escuela neutra o aconfesional no existe. Cualquier tipo de
neutralismo, y mucho más en la escuela, es fatal y conduce a la
86
negación de lo religioso en la vida. Por eso podemos afirmar que
una asociación como la de San Casiano sería cristianamente más
eficaz y duradera en sus frutos que las correrías misionales que
antes y después podía emprender el P. Tarín.
Lo que un maestro es para una escuela, algo así es un cura
para el pueblo donde ejercita su ministerio. De ahí la necesidad y
la importancia de infundir en los sacerdotes un profundo espíritu
religioso. En los tiempos de Tarín, muchos seminaristas no vivían
en régimen de internado. Seguían con sus familiares o en
pensiones y casas de huéspedes, sin más obligación que la de
asistir a las clases del seminario y a los actos generales de piedad
que obligaban a todos. Por tanto, tampoco podían recibir una for-
mación profundamente religiosa y sacerdotal. En pleno acuerdo
con el arzobispo Spínola, el P. Tarín formó para los seminaristas
la Congregación de San Juan Berchmans. Se inauguró en la
misma iglesia de los jesuitisa el 12 de agosto de 1899. El sermón
estuvo a cargo del arzobispo. Ya se entiende que la finalidad de la
Congregación no era otra sino la de procurar una formación más
espiritual y más intensa de los futuros sacerdotes. Con ello, el
Padre miraba a lo lejos en el espacio y en el tiempo. No miraba
tan sólo a lo que aquellos seminaristas podían ser en el tiempo de
su formación, sino mucho más a lo que serían mañana en los
pueblos donde ejercitasen su ministerio apostólico.

Otra preocupación suya fue la cuestión obrera. Este


problema no podía ser enfocado entonces con toda la complejidad
que en sí tiene, y que hoy podemos apreciar mucho mejor que a
principios de siglo. Entonces, sin embargo, quizás más que ahora,
iban a la raíz de las cosas y pretendían sanearla. Porque todas las
soluciones que se
planeen quedarán siempre cortas y en definitiva terminarán
por cuartearse si no se apoyan en la roca del espíritu religioso. Es
cierto que este espíritu cristiano no basta por sí solo para resolver
toda la problemática técnica de la cuestión social; pero sin él no
hay solución ninguna completa y él basta para que todo pueda ser
encauzado por un camino de paz y de concorde justicia. Aquí
estuvo el acierto de los que entonces buscaban la cristianización
de los estamentos sociales. Esto es también lo que pretendían las
87
misiones de Tarín y las doctrinas de Dolores Sopeña. Por eso, el
Padre alentó y aconsejó a la fundadora de las Damas Catequistas
y fomentó con todo entusiasmo su obra cristianizadora. Es verdad
que la obra no comenzó en Sevilla y que ya desde sus primeros
pasos, dificilísimos, el Padre venía animando a la Madre Dolores.
Pero, recorriendo los barrios de Sevilla y trabajando
infatigablemente en ellos, pudo calibrar mejor la importancia y la
finalidad de las doctrinas. Porque éstas no servían únicamente
como preparación preliminar para las misiones, ni eran sólo una
prolongación del trabajo misional, sino que además (con misiones
o sin ellas) tenían una perspectiva más específica: la de
cristianizar y promover socialmente al mundo obrero. Desde su
puesto más responsable y más influyente de Sevilla, el P. Tarín
insistía en que la obra siguiera adelante: «Dios nuestro Señor
conoce mis deseos en orden a la obra y cómo por ella estoy
dispuesto a todo.» Así escribía el 22 de septiembre de 1899 a la
misma Dolores. Y antes, el 8 de marzo, había insistido con D.
José Sandoica: «No hay, Pepe, obra como ésa en el momento
histórico en que nos encontramos. Inmenso es el bien que hacen
las Conferencias [de San Vicente]; mas el de las doctrinas es
doblado, tres y cien veces doblado. Si aquéllas producen como
uno, éstas como ciento. Cada día se están palpando sus
admirables resultados. Claro está por qué tuvieron tanto afán los
malos por sembrar mala doctrina.» Su entusiasmo se desbordaba
meses más tarde con motivo de la fiesta de San Francisco Javier.
«Tuvimos ayer la junta [escribía el día 4]... El sermón fue: San
Francisco Javier fue gran apóstol, mas no se agotó la fuente ni se
rompió el molde. Hay, por la gracia divina y por la protección del
mismo apóstol de las Indias, entre nosotros no un apóstol, sino un
apostolado, la doctrina. Y no son varones, sino débiles mujeres;
pero por su ministerio obra su divina Majestad milagros... tan
admirables, porque hacen resucitar las almas, levantar los
pueblos, y, si Dios nuestro Señor continúa dispensándonos su
gracia, renovaremos los tiempos de Constantino.»
A pesar de sus insistentes esfuerzos, la obra no acababa de
cuajar en Sevilla. A ratos, el Padre parecía desfallecer. «Aquí
estoy cada vez más descontento. No tienen las señoras entusiasmo
por la obra; no tienen entre sí amor, ni lo pueden tener a los
pobres... Todas están llenas de enviduelas, de respetos humanos,
88
de miserias humanas; y yo pecador, alicaído, desalentado, sin
constancia para nada. Ruega por este centro.» Sin embargo, tras
mucha paciencia, antes de terminar su cargo en Sevilla, pudo
dejar la obra inaugurada, así como en construcción el edificio para
el centro. La invitación para los actos rezaba así: «Inauguración
de las obras del edificio que, bajo la advocación de San Ildefonso,
se ha de levantar, destinado a centro del Apostolado de señoras,
para el mejoramiento moral y social de la clase obrera en el barrio
de San Roque, Círculo católico y Caja de Ahorros de Obreros.
Costeado a expensas de la Excma. Sra. Condesa Viuda de Casa
Galindo, marquesa de Cubas, y cuya primera piedra se dignará
poner S. M. el Rey D. Alfonso XIII (q. D. g.) el día 9 de mayo de
1904.» La obra tropezó todavía con muchas dificultades, que no
hacen a nuestro propósito, porque no tratamos de hacer su
historia. Pero aquí debía quedar constancia del celo infatigable del
Padre y del auxilio que hasta el último momento prestó a D.ª
Dolores.

La Asociación de San Casiano, para los maestros; la


Congregación de San Juan Berchmans, para los futuros
sacerdotes; las doctrinas, para la promoción religiosa y social del
mundo obrero, eran tres obras de amplias perspectivas que Tarín o
puso en pie o supo patrocinar y fomentar con su apostólica visión
de futuro. Al mismo tiempo se preocupaba de lo que podríamos
llamar el pan nuestro de cada día. O sea que llevaba adelante con
empuje los ministerios cuotidianos del apostolado sedentario,
como antes se había entregado a las fatigas del apostolado itine-
rante. Entre esos ministerios de la residencia había dos que eran
para él de primerísima importancia. Sin duda porque respondían
más inmediatamente a la apertura sobrenatural de su espíritu. Me
refiero a la Adoración Nocturna y al Apostolado de la Oración.
También en su época de misionero, cuando se le ofrecía buena
oportunidad, había fomentado ambas instituciones para consolidar
el fruto de la misión. El Apostolado de la Oración ya estaba
instituido en la residencia cuando llegó de superior el P. Tarín.
Había conocido épocas de gran florecimiento, aunque después
había decaído algo. Ahora empezó de nuevo una etapa de gran
esplendor. En un informe para el P. Provincial se le decía
¡«Consta de 5,868 asociados; es tal el concurso [los primeros
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viernes y los primeros domingos de mes], que durante toda la
mañana se está viendo el templo casi lleno; los confesonarios,
continuamente rodeados de una multitud de penitentes ya desde
las primeras horas. Aunque, de ordinario, eran siete u ocho los
confesores, no bastaban para atender a todos los que acudían. La
solemnísima novena para la festividad del Sagrado Corazón se
cerraba con la procesión, comparable en su esplendor y asistencia,
a las que organizaban en Semana Santa las más florecientes
cofradías.»
De más enjundiosa piedad era la Adoración Nocturna, por la
cual el P. Tarín sentía una especialísima predilección. Ya
funcionaba en Sevilla, aunque no estaba radicada fijamente en
ninguna iglesia y arrastraba una vida lánguida. Los adoradores,
pocos y ya mayores, apenas si bastaban para formar un solo turno.
El Padre se ofreció a ellos y asistía a las vigilias con asiduidad.
Tiempo tardó en lograr que la obra creciese en fervor de espíritu y
en número de adoradores. Además del turno ya existente, sur-
gieron otros tres, y cada semana funcionaba uno de ellos, llenando
así las cuatro semanas del mes. «Ha querido el amorosísimo
Jesús, sin pretenderlo nosotros, entrársenos por las puertas. La
Adoración Nocturna se ha trasladado a nuestra iglesia.» Esto era a
comienzos de 1902. El Padre se constituyó en capellán
permanente de los cuatro turnos. «Todos los sábados por la noche
tengo, gracias a Dios, que ir a la iglesia y estar allí hasta las once
del domingo, cuando celebro misa y echo a correr para predicar a
los obreros del barrio de San Roque en la misa de doce.»
Confesando, platicando a los adoradores o en recogida oración
ante el Santísimo, se pasaba la noche entera de la vigilia.

El oficio de superior agotaría su plazo en el otoño de 1904.


Pero las cosas se precipitaron. La salud del Padre se vino abajo.
El día 10 de julio, el ministro de la residencia escribía al
provincial: «Nuestro P. Tarín no adelanta cosa en su enfermedad:
los dolores, la inflamación en brazos y manos, la calentura y,
sobre todo, la postración siguen sin mejorar. La mayor parte del
día lo pasa sentado en una butaca, en la cual se mueve con suma
dificultad.» Dos días después la cosa iba a peor: «Ha amanecido
con los pies más hinchados, frecuentes esputos de sangre y

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muchos ratos de modorra.» Pareció conveniente celebrar consulta
médica. «Resulta de la opinión de los señores consultores que el
Padre tiene los pulmones congestionados y aun lesionados; que el
humor reumático que produce las inflamaciones y dolores puede
muy bien comunicarse al corazón, y que en esto está el mayor
peligro que corre la salud del Padre.» Aunque lentamente comen-
zó a mejorar, el P. Provincial creyó indispensable exonerarle de su
oficio un par de meses antes de que cumpliese el plazo. Aquellos
casi seis años de increíble labor en Sevilla habían agotado sus
fuerzas. Afortunadamente, se restableció pronto en el colegio de
Chamartín. Aún le quedaban seis años de intensa vida apostólica.

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XII. LA CRUZ DEL MISIONERO

«El que no toma su cruz y me sigue, no puede ser mi


discípulo». Como Jesús cargó con su cruz, así ha de cargar con la
suya todo el que quiera ir en pos de Él. La cruz significa el
sacrificio, que ha de aceptarse a imitación de Cristo y por amor a
Cristo. En este sentido, no todo sacrificio puede llamarse cruz.
Será cruz si va ungido y santificado por el amor. Es decir, si se
acepta con buena voluntad, precisamente para seguir a Cristo.
Este es el significado ascético y evangélico de la cruz. En el
lenguaje corriente puede abusarse, y de hecho se abusa de la pala-
bra cuando se llama cruz a cualquier penalidad que a uno le
sobreviene. Hablando así vulgarmente, son muchas las cruces que
uno ha de aguantar a lo largo de la vida: una enfermedad, un
fracaso, una contrariedad que dificulta o tuerce nuestros planes.
Pero Jesús hablaba de lo que uno ha de soportar precisamente por
seguirle. Este es, propiamente, el significado cristiano de la cruz.
Cuando uno sigue el llamamiento de Cristo con todo su corazón,
se somete a todas las renuncias que ese llamamiento impone y
acepta todos los sacrificios que por eso le pueden sobrevenir.
Tales renuncias y tales sacrificios constituyen la cruz con que ha
de cargar el discípulo de Cristo. Suele decirse que el trabajo
cuotidiano es la cruz que normalmente ha de soportar cada uno.
De hecho es así, si ese trabajo es conforme a la voluntad de Dios e
implica algún género de sacrificio. En una palabra, la cruz es
cualquier clase de penalidad que se busca o se acepta para
someterse a la voluntad de Dios.
La cruz del misionero se cifra, por tanto, en todos esos
trabajos que ha de emprender y en todos los sufrimientos que ha
de sobrellevar para cumplir su tarea evangelizadora. Es una cruz
permanente, puesto que se trata de una tarea que se ha de realizar
día tras día. La cruz será mayor y más difícil de soportar si las
contrariedades son más penosas y si son más chocantes los
obstáculos a vencer. Las misiones del P. Tarín respondían de lleno
a su vocación apostólica. Exigían de él, como de cualquier otro
92
misionero en idénticas circunstancias, un esfuerzo normalmente
mayor que el de otras ocupaciones humanas. Un esfuerzo que
además no se ve estimulado por otras compensaciones puramente
materiales, como son esas que hacen más agradable la vida. Más
aún, es un esfuerzo que se opone de frente a las tendencias y
concupiscencias de un mundo descristianizado. El Evangelio que
el misionero ha de predicar está en abierta contradicción con el
código de máximas y de valores que circulan hoy como
indispensables para el bienestar del hombre y para el progreso
humano. La voz del misionero, como la del profeta, ha de «anun-
ciar al pueblo sus pecados, y a la casa de Jacob sus delitos». En el
fondo, aquí está la auténtica cruz del misionero, en este ir contra
corriente de un mundo pecador. El «Convertíos y creed al
Evangelio» era la predicación de Jesús, y ha de ser también la del
misionero. Digo que es predicación siempre difícil porque va
contra los criterios y preocupaciones ordinarias de los oyentes.
Mucho más difícil cuando no hay despreocupación, sino sorda o
abierta hostilidad. Y éste fue de hecho, en muchas ocasiones, el
ambiente en que tuvo que moverse el P. Tarín. Por ejemplo, en las
misiones de Linares, de Cádiz o de Loja.

Su fe, su confianza en Dios y su fortaleza le mantuvieron


para perseverar en su empeño, en lo que él juzgaba como
voluntad divina. «Voy a Loja, centro de impiedad, espiritismo y
masonería, el más terrible, quizás, de España.» También en
Sevilla, cuando era superior, se aventuró a una misión en Triana,
precisamente cuando los disturbios y revueltas callejeras
aumentaban el peligro. «No te apures; Dios nos salvará.» O Dios
podía también permitir que cayesen en la contienda. «Tú no
tengas miedo. Si nos matan, mejor; de la tierra al cielo.» Y con
buen temple y humor añadía: «Nos quitamos de que los médicos
nos maten a fuerza de inyecciones.» Meses antes, el 14 de julio de
1898, había escrito: «Si hay hermanos que corren el mismo riesgo
que yo, muramos nosotros si ellos mueren; si tenemos aliento para
auxiliarlos en el último trance, lo haremos; si en nuestros cuerpos
se ceba el plomo enemigo, mejor. Si nuestra sangre vertida
aplacase la justa cólera del cielo, ¡ay!, tendremos la dicha de
poder decir a Jesús: te acompañamos en afecto y en efecto...» Y
un mes más tarde, el 19 de agosto, insistía: «Y a fe que lo que
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envidiamos todos es la gloria del martirio.» Por aquellos días
parece como si estuviera obsesionado con el pensamiento de dar
la vida por Cristo y por la salvación de las almas. «Don Pedro
amadísimo en el Corazón divino: que adquiera el suyo temple de
mártir pido en estos días a su divina Majestad, pues lo que falta en
el mundo son testigos fieles de Jesucristo.» Y de nuevo: «Dios
dará alientos a todos y para todo. ¿Que podrá ser que muramos en
la demanda? ¡Pero qué mayor dicha!» Aceptaba con fortaleza la
cruz y aun la muerte que pudieran traerle los enemigos. De ahí su
valor y su atrevimiento para atacar desde el púlpito los errores del
liberalismo que entonces circulaban y la mala prensa que los
defendía. Aun sin hacer nunca alusión a personas concretas, no
tenía inconveniente en citar los nombres de los periódicos y
publicaciones que con sus campañas engañaban a los ignorantes o
ingenuos lectores. Contra la propaganda del mal levantaba sin
miedos su voz y promovía cuanto estaba a su alcance la
propaganda del bien.
Aceptaba también la cruz que de hecho le venía por el
cansancio agotador de su trabajo y por las debilidades de su
organismo, ya tan martirizado. Aceptaba todo cuanto pudiera
sobrevenirle de cualquier forma que fuera, con tal de lograr la
salvación de las almas. Conservamos el breve texto de un sermón
suyo que debió de pronunciar no sabemos cuándo ni dónde: «Yo
no tengo palabras para expresar mis deseos de la salvación de
todos.» «Si me fuera dado arrancarme este pobre corazón y
dároslo en prenda de la sinceridad de mis deseos; si yo pudiera
dar mi sangre, mi vida, mi último aliento para que ninguno,
absolutamente ninguno perezca, ánimo tengo y valor para ello.»
Es indudable que estos sentimientos explican aquel su tenor de
vida, imposible de soportar mucho tiempo sin un especial auxilio
de la gracia. En esos sentimientos vemos reflejarse el misterio de
su apostolado. Pero ¿de dónde le venía que tuviese y mantuviese
siempre vivos esos sentimientos? A una dirigida suya le escribía
el 5 de mayo de 1895: «Lo que más deseo es que me alcancen del
Corazón divino una centella de aquel amor inefable con que se
abrasa para que lo dé a conocer a tantas almas como yacen en el
abismo de la más completa ignorancia.»

94
Precisamente de esos sentimientos brotaban su entusiasmo y
su expansiva alegría cuando en las misiones atraía a los pies de
Jesucristo a millares y millares de almas en una especie de pesca
milagrosa. Hablando de la misión de Torredonjimeno que acababa
de dar, escribía: « ¡Cuánto hubiera Vd. gozado si con un catalejo
hubiera visto lo que yo he visto en estos cuatro días y cuatro
noches últimas!... Bien se conoció que algunas almas muy santas
pedían por ella. Porque lo sucedido allí es del orden de los
milagros que acontecían a San Vicente Ferrer, al Beato Fr. Diego
de Cádiz y a otros. No es para dicho en pocas palabras.» La cruz
del misionero, por lo mismo que es tan penosa, produce frutos de
salvación más abundantes. Estos frutos eran para el P. Tarín la
prueba más clara de que Dios estaba con él y aceptaba el
holocausto que él quería ofrecerle, como San Pablo, «para
completar en su carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo por
el bien de su cuerpo que es la Iglesia» (Col 1,24).
Tenemos una carta del Padre fechada en Córdoba el 5 de
enero de 1897: «¡Qué tribulación tan horrorosa! Recibo un
telegrama de Toledo en que me dicen que no tengo allí licencias.»
Se refiere a que no se le concedía el permiso del prelado para
ejercer en aquella diócesis los sagrados ministerios. «Mira cómo
Dios sabe cobrarse todos los consuelos de Tarifa, de Montefrío,
etc., etc. Hoy, por un lado, recibía un acta de los caballeros prin-
cipales de esta última población nombrándome presidente
honorario, etc., etc. Por otro lado, el telegrama de Toledo. Para
que veas tú y otros, que me creéis valgo para una cosa, que soy el
más miserable pecador, por quien has de rogar mucho...» Esa
tribulación de Toledo la atribuía el Padre directamente a Dios y no
se fijaba en las personas que la producían. Pensaba que sus
propios pecados la merecían. Era otro género de cruz que Dios
quería cargar sobre los hombros del misionero. Una cruz era la de
las misiones y era precisamente otra cruz la de no poder misionar.
Porque en Toledo tenía apalabradas varias misiones, y ahora le
cerraban las puertas para que no pudiese darlas. Pero ¿qué había
sucedido en Toledo?

Los biógrafos se detienen muy despacio en explicarlo todo.


Arzobispo de Toledo era entonces el anciano cardenal D. Antolín

95
Monescillo. El cardenal era, ciertamente, una persona benemérita,
pero de carácter un tanto arrebatado. No andaba en muy cordiales
relaciones con la Compañía y ya había tenido en Valencia serios
altercados con algún jesuita. Sus ideas políticas chocaban frontal-
mente con las que él atribuía a la Compañía de Jesús. Claro está
que dentro de la Orden se daban opiniones y conductas para todos
los gustos. Se trataba en concreto de la actitud política que debían
adoptar los católicos en aquellos tiempos difíciles. En este punto,
los pareceres se dividían y discordaban, como suele suceder en
tales casos. Pues bien, decimos que en el fondo aquí estaba la raíz
de los disgustos del cardenal. Y esto fue, en último término, lo
que ahora le había tocado al P. Tarín. Es cierto que el Padre estaba
totalmente en contra de los errores que entonces profesaba el
liberalismo. Pero él nunca descendía a la arena política, porque no
era ésta su misión. Se mantenía siempre en el terreno de los
principios tal como estaban formulados por el Magisterio
pontificio. El caso es que el cardenal o los que le rodeaban
creyeron ver en el P. Tarín tendencias políticas que no estaban de
acuerdo con Jos criterios del prelado. Para nosotros, no hace
ahora al caso el disculpar al Emmo. Monescillo y excusarlo por su
avanzada edad y por el ataque cerebral que le sobrevino. No fue
él, dicen, sino la camarilla de intrigantes que le rodeaba. ¿Era el
arzobispo total y absolutamente responsable de sus decisiones?
En su alcoba de enfermo, ¿no vivía engañado y prácticamente
secuestrado por sus familiares? Para nuestro caso, no quita ni
pone el averiguarlo. El hecho es que al Padre se le retiraron las
licencias ministeriales. Para éste, como es obvio, fue un golpe
doloroso. Se ponía en entredicho su buen nombre. Y esto podía
dañar gravemente a su trabajo misional. No sólo se le cerraban las
puertas de la amplísima diócesis de Toledo, sino que además en
otras diócesis se daba pie para sospechar de su doctrina o de su
conducta. Es decir, toda su actividad misionera podía venirse
abajo. Aquí estaba la preocupación del P. Tarín, y no en cualquier
otro provecho o ventaja personal. Por lo demás, él no sabía
explicarse en qué hubiera podido ofender a la autoridad
diocesana. Su conducta —y esto es lo que a nosotros nos importa
— había sido limpia y transparente aun en los momentos más
difíciles.

96
Desde 1890, por explícito deseo del cardenal Payá, entonces
arzobispo toledano, daba en agosto los ejercicios a todos los
conventos de clausura de la ciudad imperial. En 1893, el nuevo
arzobispo Monescillo le prohibió continuar su tarea. Y él la
interrumpió en el momento mismo en que se le comunicó la orden
de retirarse. Dos años más tarde, en abril de 1895, predicó una
grandiosa misión en el pueblo toledano de Villamuelas. Con
anuencia del párroco, lo había invitado su gran amigo D. Ramón
Alvarez. Don Ramón tuvo el inexplicable desacierto de ocultar al
párroco y al misionero que la intervención de Tarín en la misión
había sido explícitamente prohibida por la suprema autoridad
diocesana. Muy ajeno de ello, el Padre escribía el 22 de abril: «La
conversión del pueblo de Villamuelas, por todo extremo
maravillosa...» El campanazo vino a última hora, cuando ya la
misión había concluido y sólo quedaba por celebrar la
solemnísima procesión de la tarde. Entonces fue cuando D.
Ramón, como quien triunfa, descubrió su hazaña: «Todo este bien
espiritual y toda esta gloria al Corazón de Jesús se hubiera defrau-
dado si yo hubiera seguido las indicaciones aquí señaladas.» Y
enseñó al párroco y al misionero el oficio de palacio. Tarín quedó
estupefacto. Al punto se levantó y, contra las instancias de todos,
sin aguardar siquiera a que la procesión se celebrase, abandonó el
pueblo. Don Ramón y el Sr. Cura prometieron dar toda clase de
explicaciones en el palacio arzobispal. Para el misionero, todo
había concluido en aquel momento. Desde la misma estación de
Villamuelas escribió a D.a Dolores Sopeña: «Aquí estoy
devorando amarguras que vienen de parte de la Cámara de
Toledo. ¡Ay! Que dijo el amantísimo Jesús a la Beata Margarita:
‘Lo que más siento es que almas que me están consagradas...’»

Nunca más supo qué sucedió después hasta que casi dos
años más tarde recibió de Toledo el famoso telegrama de las
licencias. Entonces fue cuando solicitó audiencia para sincerarse
con el irritado arzobispo. El 25 de enero de 1897, el Emmo.
Monescillo lo recibió en la cama. El Padre se puso de rodillas y le
suplicó humildemente tuviese a bien decirle en qué podía haberle
faltado, dispuesto siempre a corregir sus yerros. El anciano enfer-
mo, de queja en queja, llegó hasta acusar en globo a toda la
Compañía de Jesús. Ante esto, el Padre, que proseguía de rodillas,
97
se levantó: «Señor, contra mí todo lo que diga es poco, porque soy
un pecador, pero mi madre la Compañía es inocente y nada tiene
que ver en este asunto.» Y se despidió humildemente, sin que el
enfermo se aplacase. En la antesala se encontró con el secretario
de Cámara, quien le dijo en son de queja: « ¡Qué disgusto ha
sufrido el Sr. Cardenal!» El P. Tarín sabía muy bien a qué atenerse
y respondió con firmeza: «Al Sr. Cardenal lo escucho de rodillas;
a Vd. no le tolero ninguna recriminación.» Y salió de palacio
humillado, firme y sin licencias. En agosto siguiente murió el
arzobispo. Al vicario capitular le faltó tiempo para llamar al P.
Tarín c invitarle a misionar en Toledo. Ni entonces ni después,
nunca pudo nadie oírle reproche alguno contra el difunto
cardenal. Seguramente se aplicaba a sí mismo la doctrina que dos
meses más tarde recomendaba a D.ª Dolores Sopeña, que estaba
también en la cruz de sus tribulaciones: «Haya en nosotros
humildad, estemos preparados para ahogar en nuestro interior
todas las sabandijas de pasioncillas que enturbian el fondo de
nuestro corazón, y verás cómo después de la tormenta viene la
calma. Paciencia, paciencia y humildad...»
Más dolorosa debió de ser la cruz que cayó sobre sus
hombros al terminar los seis años de superior en Sevilla. Más
dolorosa porque le venía de quien menos podía esperarla y porque
iba más directamente contra su actividad misionera, El Padre
sabía, sin duda, que hasta dentro de la Compañía no todos estaban
de acuerdo ni con sus métodos misionales ni con la intransigencia
que tenía o parecía tener sobre cuál debía ser en aquellos tiempos
la actitud de los católicos. Digo que esto lo sabía muy bien el
Padre, y sabía que los superiores nunca habían reprochado ni su
conducta ni sus ideas. Diez años, de 1888 a 1898, llevaba ya
misionando por media España con éxito sorprendente. El fruto
nadie podía negarlo y nadie lo negaba. Obispos, curas y pueblos
lo llamaban a porfía desde todas partes. Las muchedumbres
estaban absolutamente con él, lo aclamaban con delirio. ¿Por qué?
¿Qué veían en él? Un alto cargo catedralicio bahía llegado a decir:
«El P. Tarín todo lo que toca lo santifica.» Los superiores le
demostraban su confianza nombrándolo superior de Sevilla.

98
¿Era, efectivamente, una muestra de confianza ese nom-
bramiento? Porque ya entonces hubo quienes sospecharon que
aquella confianza era una delicada manera de confinarlo. El P.
Tarín ni estaba sordo ni era ciego. Pero desde luego estaba mudo.
Él no sabía, o como si no supiese nada. Ni dentro ni fuera pudo
nadie escuchar de sus labios una mínima palabra da
resentimiento. El callaba, obedecía y dejaba que lloviese o que
escampase. «Hablemos poco, oremos mucho, no estemos asidos a
nada..., encerrémonos dentro del Corazón de Jesús... Dejemos
pasar lo que pasa unidos con Dios, que es el solo cierno y
perdurable. La bienaventuranza del cielo esté en gozar; la
bienaventuranza de la tierra está en padecer.» El sabía practicar lo
que aconsejaba a oíros. En los últimos días de su cargo en Sevilla,
una grave enfermedad puso su vida en peligro. Como ya dijimos,
fue necesario adelantar su relevo y enviarlo a Chamartín pura que
se repusiese. Lo acompañaba el P. Oliver Copons. Un el diario de
la residencia leemos: «A despedirlos en la estación fue un gentío
grande de amigos y gente escogida. La despedida en la estación
fue verdadera expresión del cariño a ambos Padres.» Era el 12 de
agosto de 1904.

Su recuperación en Chamartín fue rápida. A los pocos días,


ya pudo ser enviado a la residencia de Ciudad Real, liste sí pudo
ser considerado como un auténtico confinamiento, pero sin los
honores del superiorato. El pensaba «haber recobrado mi antigua
libertad. Hasta que no la he dejado, no he conocido cuán pesada
es la carga del superior». Para él había sido pesada precisamente
por eso, porque le quitaba la libertad de moverse para misionar en
todas partes. Y es cabalmente esta libertad misionera la que ahora
venía a restringírsele. Muy pronto pudo darse cítenla de los
designios del provincial. Provincial era el P. José María
Pagasartundúa. Y el provincial dijo que no. No estaba de acuerdo
con las incesantes correrías del misionero, que prácticamente lo
sustraían a la sujeción y obediencia propia do los religiosos. No es
que Tarín hubiera pretendido nunca sustraerse al control de los
superiores, a quienes daba cuenta siempre de sus andanzas. Pero
aprovechaba la confianza que en él depositaban para que pudiera
escoger por su cuenta los ministerios más oportunos. El nuevo
provincial, que había comenzado a ejercitar su cargo en el otoño
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de 1904, tenía sus personales puntos de vista. Seguramente no
comprendía que la vida de un misionero necesita por fuerza un
campo de acción mucho más amplio que el de un operario
estacionado en una residencia. Ese moverse continuamente de la
Ceca a la Meca, propio de un misionero itinerante, depende, en
gran parte, de circunstancias y ofrecimientos imprevistos, sobre
los cuales no es posible consultar en cada caso. O los superiores
confían en la prudencia y en el espíritu del misionero, o muchas
ocasiones se pierden mientras van y vienen cartas y consultas con
los superiores.
En las Constituciones de la Compañía ya previó y aceptó
San Ignacio esta libertad de movimientos. El habla «del moverse
por sí a una parte o a otra». Y dice: «Quien fuese enviado a una
región grande (como son las Indias u otras provincias), si no le es
limitada alguna parte especialmente, puede detenerse más o
menos en un lugar o en otro y discurrir por donde, miradas unas
cosas y otras, hallándose indiferente cuanto a su voluntad y hecha
oración, juzgare ser más expediente a gloria de Dios nuestro
Señor.» Precisamente por eso se llaman misioneros itinerantes.
Esa cierta libertad de movimientos es más indispensable cuando
el misionero tiene, como el P. Tarín, una capacidad desbordante y
un auténtico agobio de peticiones que no es prudente desperdiciar.
En la táctica misionera, a los pueblos hay que asaltarlos como al
momento, en la mejor oportunidad, antes de que 6e pase la
ocasión. Por fin, el P. provincial lo comprendió, aunque tardó un
año en comprenderlo. Para el celo del P. Tarín, ese año fue un
penoso calvario. Claro es que para él la obediencia estaba por
encima de todo. Ya hacía años que había escrito lo que ahora tenía
que revivir: «Lo de la obediencia no es secreto ninguno, sino que
para nosotros es la obediencia lo que para el navegante la estrella
Norte. Cuando se nos ofrece la menor duda sobre cualquier punto,
nos debe bastar ver lo que la obediencia ordena o a lo que se
inclina, y a ciegas proceder.» En esta misma doctrina se mantenía
ahora, por mucho que sus personales sentimientos pudieran
oponerse. «No te preocupe lo que pueda disponer la santa
obediencia... Si nos manda, como al otro, regar un palo seco, el
palo reverdecerá; si traer la leona, la traeremos; si caminar sobre
las aguas, caminaremos. No temas, pues. Lo que más siente

100
nuestro Rey y Señor es que no le tratemos como al mejor de
nuestros amigos.»

Las misiones del P. Tarín tenían otros dos inconvenientes a


juicio de los que no estaban de acuerdo con su método. Aquella
predicación incansable y recargada, ¿no era una exageración
desmedida y en desacuerdo con la práctica tradicional en la
Compañía? Sobre todo, porque a ese ritmo vertiginoso y a esa
actividad galopante no podían acomodarse otros misioneros, que,
en comparación con él, quizás tenían que pasar por menos celosos
o menos mortificados. En consecuencia, el Padre tenía que ir mu-
chas veces a sus misiones en solitario y sin compañero. Lo cual
parecía también ajeno al sistema tradicional y aun al hecho
evangélico de que Jesús enviase a sus discípulos de dos en dos
para predicar el Evangelio. Todo esto debió de impresionar al
provincial, si bien podían oponerse respuestas rápidas y claras a
estos inconvenientes aun en el caso de admitirlos como tales. Lo
menos que podría responderse a quejas de este tipo es que
tendríamos que suprimir de un plumazo las hazañas heroicas y
extraordinarias de los santos, caso de exigirles que se acomoden
al paso rutinario y facilón de los que van más despacio.
¿Cuáles eran, en definitiva, las instrucciones que el pro-
vincial dio al P. Tarín? Este escribe: «Estoy libre para ir donde
quiera; pero al provincial no le gusta que, sin su permiso, vaya
donde hay Padres nuestros, si no es que éstos se lo pidan a él.»
Así en carta del 3 de septiembre de 1904. Y en otra de ocho días
después: «Yo, pecador, estoy bien; pero los médicos de Madrid no
quieren que vuelva a Sevilla por ahora, como no sea de paso.» El
5 de mayo de 1905 la cosa se concreta más: «Creo inútil insistir,
pues sería ir contra la obediencia. El P. Pagasartundúa, provincial,
me ha prohibido ir a Andalucía...» El 16 de junio escribe de
nuevo: «Ya dije que sólo cuento con la voluntad: y, por tanto, no
puedo ir, según la orden terminante del P. provincial de que no
vaya a Andalucía, sino al centro de España.» A la misma
prohibición aluden otras cartas de estos meses. Aunque él
obedecía y se sometía cordialmente, pero naturalmente tenía que
sufrir con esta desconfianza del superior. En esos turbios ratos de
depresión pensaba que su muerte no podía tardar. «Pienso que mi

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carrera terminará pronto; ahora siento más no haberme muerto en
el pasado julio», cuando su grave enfermedad en los últimos días
del superiorato. El 22 de julio de 1905 parece como si le rebosara
la amargura: «Por caridad, que la tengas muy grande con el pobre
misionero que, en otros tiempos más venturosos, la tuvo con
muchos; ahora, ya con un pie en la sepultura y tan agobiado de
flaquezas, sólo confía en la oración de las almas privilegiadas.»
Sabe sufrir, pero, a pesar de todo, sabe obedecer. El P. Herrera,
superior de Ciudad Real, no estaba de acuerdo con las medidas
que el provincial había tomado. Le escribió sobre el asunto y
aconsejó al P. Tarín que, aprovechando el paso por Madrid, se
entrevistase con el provincial y le expusiese con toda sinceridad
sus puntos de vista. Tarín aceptó el consejo. El 18 de septiembre
habló con el provincial, «a quien di explicaciones que
satisfacieron. Así que ya no tengo trabas para arreglar mis
trabajos». Al Padre le dolía que su celo y sus ansias misioneras no
contaran con la bendición de la obediencia. Si sus misiones, como
él sinceramente creía, eran voluntad de Dios, es obvio que no
podían ir contra el deseo de los superiores.

Al Padre le aguardaba todavía otra cruz, la última y la más


penosa de todas. La que iba más directa y más definitivamente
contra su vocación misionera. Arregladas las cuentas y en santa
paz con su provincial, el 20 de septiembre de 1905 emprendió en
León una de las grandes misiones de su vida. Iba con él el P.
Eustaquio Miqueleiz, otro gran misionero de la Provincia de
Castilla. Tarín estaba asombrado de la piedad de los leoneses y del
fervor con que respondían a los afanes de los misioneros. A eso de
la una de la noche solía retirarse a su habitación del palacio
epicospal y a las dos ya estaba listo para organizar el rosario de la
aurora. Era increíble la energía y la fortaleza de aquel hombre
enfermizo y ya nada joven. Muchos miles de personas se
congregaron para la peregrinación al santuario de la Patrona,
Nuestra Señora del Camino. Al aire libre, en la inmensa
explanada ante el santuario, el Sr. Obispo celebró la misa
pontifical. El sol otoñal de aquel mediodía derramaba fuego sobre
el gentío. Como defensa empezaron a abrirse muchas sombrillas.
Desde un pulpito improvisado, el P. Tarín arengaba a la multitud.
«Cierren las sombrillas, porque la Virgen Santísima va a abrir la
102
suya.» ¿Fue una intuición y predicción prodigiosa? Porque al
instante, como obedeciendo a una orden superior, se extendió
sobre el gentío una nube protectora. El entusiasmo fue delirante
como ante un milagro inexplicable. Al bajar del pulpito, un
inesperado tropezón vino a dar de lleno sobre la pierna maltratada
del misionero. Para éste fue como la paga de aquella magnífica
misión. «Desde el 15 del pasado [octubre] vengo arrastrando la
pierna, sujeto a doble curación diaria; y, aunque ya están casi
cerradas las llagas, aún no me da el alta el médico. Los dos meses
mejores del año para misiones, por mi culpa, los he perdido. Pues
si cuando me di el golpe o en aquellos primeros días me hubiera
puesto un paño con árnica o cosa semejante, no hubiera sucedido
nada, y por mi pereza ha sucedido esto.» ¿Por su pereza o por no
tener miramientos con su cuerpo?
Aún no estaba repuesto del todo, pero el superior cedió a sus
instancias y le permitió embarcarse otra vez en nuevas misiones.
El 29 de noviembre escribía: «Ya estoy mejor. Predico sentado en
un sillón. Así he dado unos ejercicios en Almería y están haciendo
aquí una novena por la tarde... y por la noche ejercicios. Ya estoy
de mis llagas mejor; sólo me quedan dos abiertas...» Los años
1906 y 1907 forman un rosario nunca interrumpido de ejercicios,
novenas y misiones. A mediados de agosto de 1906 escribe desde
Almería: «Lo que sucede, de ordinario, en todas las misiones es
que, en cuanto aparecen o la imagen o los escudos del Sagrado
Corazón y de la Virgen del Carmen, los ciegos ven, los sordos
oyen, los dormidos en el espíritu despiertan, con tan crecido fer-
vor, a veces, en estos neófitos, que avergüenzan a los antiguos
creyentes...» ¿Y su pierna? ¿Y su salud? El 19 de octubre volvía a
escribir: «... desde primeros de septiembre estoy en misiones...,
así que no he tenido un momento por mío, pues en estas cuatro
últimas, el día que concluía una empezaba otra; viendo y
sintiendo la mano de Dios, pues en lo humano es imposible que
tal cosa se verifique. Y estoy mejor que cuando salí de casa.» Del
año 1907 hace él mismo un resumen en cuatro líneas: «Dios
nuestro Señor os pagará tanta caridad, cuyos efectos siento yo en
los auxilios que me presta su divina Majestad para continuar los
ministerios que la obediencia me tiene encomendados. No me
explico de otro modo cómo instrumento tan ruin y gastado
pudiera llevar a término en este año 18 misiones, 15 novenas-
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misión, 11 tandas de ejercicios y cinco triduos solemnes.» A los
sesenta años, con la pierna gangrenada y con un recorrido
aproximado de 13.000 kilómetros. Todavía tiene fuerzas un año
más. El poder del espíritu se sobrepone a las debilidades y fatigas
del cuerpo. En 1908 recorre más de 10.000 kilómetros entre idas y
venidas, con su preocupación y predicación apostólica de
siempre.

Pero la hora del calvario y de la cruz está ya encima y se va


a prolongar dolorosamente. Su presencia exterior era ya triste y
resquebrajada. Su rostro estaba por extremo demacrado, y, más
que demacrado, teñido de cierto color verdoso moreno, efecto de
los soles, de las nieves, del aire, de los insomnios y, sobre todo, de
su padecimiento del hígado. La voz, cascadísima y gangosa, salía
de la garganta con sumo trabajo, a duras penas, y con un sonido
especial agudo que la afeaba. El desarrollo de sus sermones
seguía, naturalmente, siendo sólido, pero la forma de la elocución
era ya muy deficiente. Más que predicar, era el repetir fatigoso de
los últimos consejos del padre de familia a sus hijos. Según el
decir de sus más íntimos, el Padre llevaba el alma destrozada de
pena y desengaños. Se sentía viejo, más viejo aún de lo que era, y
esto llevaba a su ánimo la persuasión de que ya sus trabajos y
predicaciones, sin aquellos atractivos con que actúa el ardor y la
virilidad, no gustaban y no conseguían el fruto deseado. Terminó
el año de 1908 misionando en la provincia de Jaén. Sin emplear ni
tren, ni coche, ni cabalgadura, recorriendo a pie los pueblecitos de
la región llamada del Condado. El fruto fue consolador y
reconfortó su espíritu. El 23 de febrero de 1909 comenzó la
misión de Villacerrillo, también en la provincia de Jaén. Desde
aquí escribe con preocupación: «Estoy muy apuradillo, y es que
no tengo aquellos bríos que tenía, y mi labor no da el fruto que
daba. Así que se alargan las tareas, y, aun así, lo que antes hacía
en ocho días, me cuesta los diez o doce, y lo hago peor.» Como se
ve, es un grito de alarma. El 26 de junio fue trasladado de Ciudad
Real a la residencia de Sevilla, pero hasta octubre no se fijó de
asiento en ella. El Padre que ahora venía de nuevo a Sevilla no era
el mismo que, diez años atrás, había venido para levantar la
decaída residencia. Sus presentimientos y desengaños parecen
oprimirlo. «Corren los días, corremos nosotros hacia el momento
104
crítico y decisivo. Si no nos preparamos con actos meritorios,
¿qué será?» Así escribía el 24 de septiembre. No parece saber que
él estaba cargado de merecimientos. Otra vez su pluma se mueve
inquieta: «Aquí enclavados en este maremágnum de Sevilla, con
el desenfreno reinante, el abatimiento de los buenos, el cansancio
de los que pelean, mis años, que son ya muchos y se agravan más
por momentos, etc., etc., todo me obliga a pensar mucho en la
cuenta, y me envuelve con un manto de tristeza, que sólo
encuentra leninitivo en la confianza de que Vd. pide por mí.»

A pesar de todo, no se rinde. Comienza una misión en la


parroquia de Omnium Sanctorum. Un mes más tarde participa en
la misión general de Sevilla con su predicación en Santa Marina.
A las cuatro y media o cinco de la mañana sale cada día para
proponer en diversos conventos los puntos para la meditación
matutina. Así va entreteniendo su celo infatigable, aunque
reconoce que «puedo ya poco, porque ya estoy caminando para
los setenta años, y a esta edad podrá un hombre ser valiente, mas
difícilmente será fuerte». Lo de los setenta años es puro
pesimismo, pues estaba tan sólo en los sesenta y dos. En la
primera semana de agosto misiona en San Fernando. La
concurrencia a los sermones es muy escasa. La gente prefiere el
105
cine público en la plaza Mayor del Rey. «Ya lo ha visto Vd. —le
dice el Padre a su compañero—, en la iglesia cuatro personas;
aquí todo el pueblo.» Esta es la prueba difícil que aguarda al
misionero en sus últimas misiones: la frialdad; la indiferencia que
sentía crecer en los pueblos; el fracaso de su trabajo; la voz, ya
gangosa y débil para arrastrar muchedumbre; su cuerpo
destrozado, que ya le es penoso mover y acomodar. Sin duda, es
una de las más terribles purificaciones para un apóstol. A fines de
agosto se inauguraba la iglesia de Porcuna, cuya construcción
había promovido él mismo. El Sr. Obispo lo invita para la misión
que con este motivo iba a tenerse. La misión fue totalmente un
fracaso. Lo mismo que después la de Alcaudete y la de El
Coronil. Aquí, en El Coronil, la pierna maltratada y herida desde
tanto tiempo atrás se lesionó nuevamente con el tropezón contra
un banco. Ya de vuelta a San Fernando, un nuevo golpe, «que no
sé si la cornada de un miura hubiera sido más fatal». El día 21 de
noviembre llegó a la residencia. Era ya la última jomada de su vía
crucis. El Hno. Mcndizábal, portero de la casa lo vio cómo venía
arrastrando materialmente la pierna. Ni una palabra de queja.
«Hubo que subirlo en una silla y se acostó.» No volvería a salir de
casa. El «siervo bueno y fiel» había sabido cumplir la misión
encomendada por su Señor. Y había sabido también cargar con la
cruz de su apostolado.

106
XIII. PARA MÍ, EL VIVIR ES CRISTO

La vida del P. Tarín fue extraordinaria. Él no sabía


entregarse a medias. En esto estaban de acuerdo todos los que
tuvieron algún contacto con él. No todos miraron siempre sus
cosas con los mismos ojos. Para ser sinceros, habremos de admitir
que algunos no estaban plenamente de acuerdo ni con sus ideas ni
con su conducta. Pero todos admitían sin vacilar que estaba muy
por encima del término medio. Era como un volcán en
permanente efervescencia. Era el hombre de una idea fija, siempre
en tensión. Esa idea fija era sencillamente... ¡las almas! Para
algunos era un imprudente, un exagerado, un exaltado que sacaba
las cosas de quicio. El cardenal Spínola, que también parece fue
un santo, se permitió decir: «Al P. Tarín no lo canonizarán los
Padres de la Compañía, lo canonizarán los pueblos.» Citando unas
palabras del profeta Miqueas, había dicho Jesús: «Enemigos del
hombre serán los de su propia casa.» En su casa y familia de la
Compañía, el P. Tarín no encontró enemigos, pero sí ciertamente
incrédulos. En él se cumplió también, hasta cierto punto, aquello
que dijo Jesús: «Un profeta sólo en su tierra y entre los de su casa
queda sin honor.»
El P. San Vicente, recién llegado de América, no había
tenido oportunidad de conocer al P. Tarín, a quien sucedió durante
pocos meses en el superiorato de Sevilla. Apenas había tomado
posesión de su cargo, escribió al P. Provincial: «La resignación
del P. Tarín me edificó. Tenía razón V. R. al calificarlo de varón
ilustre a pesar de aquellos lunares. Mucho pierde la residencia de
Sevilla con su ida.» A pesar de aquellos lunares. ¿Qué lunares?
Sería inepcia pensar que el Padre no los tuviese. El tenerlos es
algo inherente a nuestra frágil condición humana. Aunque a veces
los lunares están mucho más en los ojos que miran. De todos
modos, será injusto fijarse precisamente en los lunares cuando se
trata de calibrar a una persona. De los lunares, ciertos o presuntos,
que el Padre podía tener, ya hemos dicho lo bastante. Y quizás
diremos algo todavía. A pesar de todo, el juicio del provincial es
107
categórico: un varón ilustre. Y no olvidemos que el provincial de
entonces, P. José María Pagasartundúa, no miraba a Tarín con
exceso de benevolencia. A mi entender, y conociendo a fondo la
vida del misionero, eso de ilustre es un epíteto harto desvaído y
pobre. Hablo de quien conozca a fondo su vida. Porque la cosa no
está en estas o en aquellas peripecias de la misma, sino en el
conjunto de ella. Lo importante no es que nos fijemos en unas o
en otras de sus empresas, aun las de superior categoría. Digo que
hemos de fijamos en el conjunto de su vida. Del P. Tarín se
contaban, y él lo sabía, hechos portentosos. «Me han atribuido
milagros, conversiones, vocaciones, curaciones.» Sí, todo eso es
verdad que lo hubo o que, al menos, se lo atribuían. Y, aunque
todo eso fuese cierto y tal como la gente lo pensaba, nada de eso
es para mí lo verdaderamente excepcional. Lo que cae fuera de
toda ponderación es lo que él formuló en el propósito de sus
ejercicios de 1905, y que ya venía de hecho practicando desde
1888. ¿Qué propósitos? «Trabajar desesperadamente noche y
día.» Es decir, lo excepcional no es el propósito mismo, sino el
que de hecho lo puso en práctica durante más de veinte años.

Pues bien, digo que él sabía todas esas cosas prodigiosas que
se contaban de él, y añadía: « ¡Dios mío, si vieran mi alma!» Sino
que él miraba su propia alma con los ojos espantados del varón
humildísimo a quien ilumina la luz de la Majestad infinita. «Si no
tuviera tantos motivos | como tengo para estar confundido y
anonadado y avergonzado delante de Dios, de los ángeles, de los
mismos hombres y aun de los demonios, pudiera ser que me ofre-
ciera algún peligro el que personas dignísimas de autoridad,
santas y santísimas, me mostraran benevolencia y estima. Mas
como ni un momento me olvido de lo que sería sin la gran
misericordia del divino Jesús para conmigo, ya pueden hacer
éstas, que no me sacarán, espero en Dios, de mi nada y miseria.»
Conforme avanzaba en su vida, crecía en humildad y crecía, por
tanto, su confusión. «Ya tengo cumplidos los sesenta años; pronto
me llamará Dios; y la cuenta no me satisface a mí; luego menos
satisfará al Juez que la ha de tomar. Pido, pues, como el más
necesitado, que me apliques y me busques, aparte de los propios,
de otras buenas almas, algunos socorros para reforzar mi data del
libro mayor.» Pensaba que nadie, a poco que le conociese, podría
108
echar cuenta de él. «De lo que yo me espanto, y mucho, mucho,
es de que haya quien me mire, quien se acuerde, quien me haga
caso, quien no me pisotee y desprecie. ¡Ah, si me conocieran!»
¿Podremos nosotros mirar en su alma y conocer en ella la verdad?
Él no nos ha dejado apuntes íntimos de su propia conciencia,
como han hecho otros, y también muchos santos. Si, como por
rendijas, queremos penetrar de algún modo en su alma, tenemos
que recurrir a su epistolario y a los testimonios de quienes lo
observaron cuidadosamente y hablan de lo que ellos mismos, de
visu y no de oídas, pudieron comprobar. Claro es que esos
testimonios, aun sellados con juramento, pueden llevar una carga
mayor o menor de subjetivismo. El epistolario es riquísimo y
abarca hasta unas 3.000 cartas. En ellas sintetiza muy rápidamente
sus correrías y experiencias misioneras. En otras se extiende, a
veces relativamente despacio, en consejos y observaciones de
vida espiritual. A través de esas cartas es como de alguna manera
podemos penetrar en sus sentimientos personales. Por deducción
y como en un espejo, llegaremos a su vida interior, a su propia
alma.
No hace falta pensar mucho y calar muy hondo para que nos
deje atónitos su incansable peregrinar misionero y el fruto
fabuloso de su apostolado. Los biógrafos lo ponderan sin
tacañerías. Uno de ellos cuenta los kilómetros que recorrió en sus
viajes, y se remonta a casi 200.000. Cuando ni la aviación existía
ni los ferrocarriles se aproximaban a las velocidades de hoy. Otro
biógrafo enumera, por orden alfabético, las ciudades, pueblos y
pueblecillos adonde llevó su palabra evangélica por media Es-
paña. Cuenta hasta 305. Y como en muchos de ellos estuvo en
varias ocasiones, resulta que en su galopar incesante se detuvo
más de 800 veces para sembrar la semilla del Evangelio. A fines
de septiembre de 1898 escribía desde Palma del Río: «Desde el 5
de enero que salí de Córdoba hasta el presente momento, no he
tenido uno para dedicarlo al espíritu y a las cosas que son más de
mi agrado, con todo lo perteneciente a ejercicios, vida interior,
soledad, trato con personas santas, ya que no lo sea yo. ¡Si vieras
qué ganas me dan de pegarme a las paredes como lapa cuando
entro en una casa religiosa, hallándome casi continuamente en las
de los pecadores! Pero sé que hay muchas almas que ruegan por
mí; si no, a la hora presente, ¿qué sería de este ruin pecador?»
109
Efectivamente, muchas veces tuvo que pasar temporadas, más o
menos largas, de misión en misión, sin tener la oportunidad de
recogerse unos días en la casa donde tenía su residencia oficial.
Aunque si quisiéramos entender esa carta estrictamente a la letra,
no acertaríamos tampoco con lo que él quiere decir. No pretende
sino contraponer su vida agitada de misionero con la quietud de
una casa religiosa, donde los ejercicios de oración y de piedad
están santamente regulados.
Por eso mismo, lo que a él le faltaba de quietud y de
recogimiento exterior tenía que compensarlo con una dosis mucho
mayor de vida interior. «Yo no sé más lección que la de mi
bendito Padre San Ignacio en la contemplación para alcanzar
amor... Después que hubiéramos purificado y rectificado nuestra
intención, olvidados de nosotros y de nuestro amor propio y del
amor camal y mundano, nos lancemos a trabajar sin descanso por
la gloria de Dios y el bien de las almas. ¡Ay, almas, almas,
almas..., que vemos cómo trabajan los malos, cómo se afanan, se
desviven, se desplazan..., y nosotros! Nosotros a quienes no
corruptible corona, sino incorruptible, nos aguarda... ¿Que
moriremos pronto? Y bien, ¿no es vergüenza vivir sin dar gloria a
Dios?» Así escribía el 12 de enero de 1902 y así explicaba aquella
su actividad desesperada. «La gloria de Dios..., el bien de las
almas.» Pero esto no es posible sin una profunda vida interior. El
mismo lo dice así: «La vida interior está claro que ha de ser alma
y fuerza de la exterior. Por eso es necesario se sature bien nuestro
espíritu de la oración y trato con Dios para que después
derramemos sobre nuestros prójimos lo que antes hubiéramos
recibido nosotros.» Esa vida interior no es, en definitiva, otra cosa
que la unión continua con Cristo. «Tal pudiera ser esta unión que,
sin desatender en nada a los prójimos, se pudiera escuchar a los
domésticos y tener trato directo y estar siempre al habla con el
Dueño interior de nuestra alma. Paréceme que su divina Majestad
hará el gasto si por su amor se pone en contacto con los prójimos
y sufre cuando éstos den a sufrir por sólo el afán de ganar las
almas de ellos.» El lector no encontrará muy correcta y expedita
la elocución del Padre, que escribía a vuela pluma y a ratos
perdidos, pero podrá entender muy bien lo que él piensa. Piensa
que se pueden conjugar simultáneamente ambas vidas: la exterior
y la interior. O sea que las ocupaciones exteriores con los
110
prójimos y el trato íntimo con Dios pueden y deben ir a una en el
camino espiritual. Por eso, en otra ocasión insiste: «La vida
interior no ha de ser la del caracol, metido en la concha o
cascarón, sino la del pez, que está en el mar; la del águila, que
está en el aire y sobre el aire: en Jesús, con Jesús y por Jesús.» Es
una amplificación de aquello de San Pablo: «Para mí, el vivir es
Cristo.»

Cuando el P. Tarín habla de esta vida interior, se refiere muy


explícitamente a la que debe tener un apóstol: «Desgraciados de
nosotros si la vida interior no pudiera asociarse a la actividad
externa y si el trato con los pecadores fuera incompatible con la
divina comunicación.» Porque, como él mismo insiste, «de los
prójimos no podemos apartarnos; aquí está la dificultad suprema
de nuestro género de vida». El mismo, que estaba tan entregado a
las ocupaciones exteriores y a la conversación con los demás,
escribía una vez: «Es toda conversación peligrosa, y por eso nos
dice Santiago que quien en las palabras no tropieza es varón
perfecto. Kempis afirma: cuantas veces estuve entre los hombres,
volví menos hombre. Pero como nuestra vocación es para tratar
con todos, debemos ejercitamos para ser, entre los seglares, como
sal de la tierra y luz del mundo. En las Reglas algo nos dice el
santo Padre, y también en los Ejercicios. El apóstol San Pablo nos
dice que nuestra conversación sea en el cielo.» Esta dificultad que
proviene del trato continuo con los hombres, el P. Tarín debió de
aprender a superarla muy desde el principio. Si no, su vida de
misionero hubiera sido infecunda y hasta imposible. «Mucho hay
que estudiar el modo de tratar a los prójimos, pero no se les puede
dejar.» Y, ciertamente, él no los dejaba casi ni un momento.
Alguna vez nos asegura «que vivo, y, gracias a Dios, sin
tiempo para el oficio divino». Algo semejante y aún más duro
confesaba de sí mismo San Francisco Javier, que en ocasiones se
veía obligado a omitir aun la santa misa. La actividad exterior es
muchas veces más intensa entonces, cuando dentro de sí mismo se
encuentra uno vacío. Con el ruido de fuera se pretende compensar
el silencio de dentro. No es así la actividad del apóstol. Este va
empujado desde dentro. Es una plenitud de vida íntima la que se
desborda hacia afuera. Cabalmente a esta plenitud interior se

111
debía el que la vida del P. Tarín fuese siempre la misma. Como la
respuesta idéntica a una siempre idéntica pregunta. Y esta misma
actitud recomendaba a una religiosa que también andaba
necesariamente enredada en mil ocupaciones exteriores: «Durante
el día tener continua conversación interior con Jesús, sin que sean
obstáculos para ello las conversaciones exteriores. Si caminamos
así en la presencia de Dios, no necesitamos más para ser
perfectos, porque las mismas faltas nuestras quedarán subsanadas
por la luz que nos comunicará este celestial Maestro y Señor de
nuestras almas.»
Uno de los testigos que le conoció a fondo fue el después
obispo Mons. Eijo y Garay. Él nos habla de su continuo
recogimiento: «Me edificaba mucho ver que su mirada, su
sonrisa, sus palabras, sus ademanes, eran siempre los de un
hombre que vive recogido interiormente y, aunque se comunique
con el exterior, la mayor parte de su atención la concentra en lo
interior de su espíritu. Podía decirse que vivía siempre
actuadísimo en la presencia de Dios.» Esta presencia de Dios la
explicaba él con la comparación de una esponja en un estanque de
agua, «y arriba, y abajo, y adentro, etc., no vea sino agua. Así, yo
no veo ni entiendo más que Dios, Dios, Dios... Todo en Cristo y
para Cristo...» Esa comparación de la esponja pudo haberla leído,
quizás, en Santa Teresa. La gran Doctora mística escribió en su
Vida: «Una vez entendí cómo estaba el Señor en todas las cosas y
cómo en el alma, y púsome comparación en una esponja, que
embebe el agua en sí.» En apariencia, la ocupación exterior
parecía absorberle totalmente, pero su comunicación interna con
el Dios presentísimo continuaba inalterable. De ahí su inclinación
a la soledad y al retiro, tan en el polo opuesto de su desbordante
actividad y de su incansable trato con los prójimos. En agosto de
1908, dos años antes de su muerte, escribía: «Ahora estoy en el
noviciado de Granada haciendo los ejercicios del año, y he tenido
la suerte de que me tocase hacerlos aquí entre novicios, que es
estar entre ángeles. ¡Ay, si pudiera yo, sin faltar a la obediencia,
no salir de este verdadero paraíso! Pero es preciso volver a luchar
con el mundo para ver cuántas almas le podemos arrancar de las
que tiene tan amarradas con redes y cadenas que no las deja
respirar. En verdad te digo que, si algo hay que puede darme
envidia en esta vida, es la que se vive en casas como esta en que
112
estoy...» Repasando sus cartas, se llega al convencimiento de que
sabe pasar de los actos más levantados de amor de Dios a las
cosas más triviales de sus ministerios, como si todo fuese la
misma tarea, lo cual quiere decir que en él todos sus
pensamientos, afectos y operaciones estaban dirigidos por el
mismo principio de la caridad y por la misma búsqueda de Dios y
de las almas.
Para llegar a esta casi nunca interrumpida comunicación con
Dios se había preparado y seguía preparándose con largos ratos de
oración solitaria, alejado de sus ordinarias ocupaciones. Y a la
oración volvía cuando encontraba algunos momentos de quietud.
Don José Sebastián y Barandiarán, uno de los testigos que más de
cerca estuvo largas temporadas a su lado, nos asegura que, «en
medio de sus mayores trabajos apostólicos, nutría su espíritu con
el ejercicio de la oración mental; ordinariamente, por la
madrugada, antes de comenzar su tarea diaria. En las noches de
Adoración Nocturna, en la residencia de Sevilla, puesto de
rodillas delante del Santísimo Sacramento, pasaba gran parte de la
noche en este santo ejercicio de la oración. Y decía que le era de
todo punto necesario para conseguir del Señor luces y gracias en
su trabajo por la salvación de las almas.» Por eso mismo
aconsejaba a una religiosa lo que él había aprendido por propia
experiencia: «Muy bien hace, en los momentos que pueda librarse
de cuidados humanos, en acudir a la presencia de Jesús
Sacramentado, y allí, con la frente y con el corazón en el suelo,
derramarse toda en el divino acatamiento. Si el dulcísimo
compañero y amorosísimo Padre en tal caso quiere consolarla,
fuera ingratitud y hasta descortesía no recibir las mercedes que su
Majestad le otorga, si bien no querrá el Señor nunca que falte a lo
que su oficio le pide.» El aconsejaba eso de ir de la oración al
trabajo, para volver luego del trabajo a la oración. «Estar siempre
alerta para responder como San Alfonso Rodríguez: Voy, Jesús
mío, cuando me llamen de casa o algunos de mis prójimos; pero
estudiando el modo de dar término, y pronto, a todos los asuntos,
para volver a nuestro centro.»

¿Llegó el Padre a ese grado de contemplación infusa y


mística de que hablan los maestros del espíritu? Es decir, ¿llegó a

113
ese grado de afección y sentimiento de lo divino en todas sus
acciones o en momentos privilegiados de su vida? O lo
preguntaremos también de otro modo: ¿Llegó a sumergirse
vitalmente en el misterio de Dios? La respuesta tiene que ser
conjetural, porque él nunca nos ha hablado de la experiencia de su
vida interior. Sobre esos momentos privilegiados nada podemos
afirmar resueltamente, aunque sí podemos sospecharlos con harta
probabilidad. Y de esto diremos algo cuando abordemos el tema
de su profunda y misteriosa devoción al Corazón de Jesús. Lo que
sí podemos ya desde ahora aceptar sin vacilaciones es que llegó a
un constante encontrar a Dios en todas las cosas. Contemplativo
en la acción. Esta es la expresión técnica que ya hace tiempo
suele emplearse cuando se habla de esas almas que saben unir sus
ocupaciones exteriores con la normal y casi continua atención a
Dios. Atención que es una tendencia afectiva del corazón mucho
más que una elevación luminosa de la mente. Que esto se dio
efectivamente en el P. Tarín, parece deducirse de los testimonios
que aquí hemos recogido y de otros muchos que van en la misma
orientación, y que fácilmente podrían multiplicarse. No es que no
pueda darse y no se dé esa elevación de la mente que es como luz,
sino que la tendencia afectiva y cálida se sigue manteniendo
aunque el entendimiento se distraiga con las ocupaciones
exteriores.
En el Padre, lo importante no es su audacia apostólica,
aunque fue tan extraordinaria, sino esa alianza entre la acción y la
contemplación. Entre ambas cosas se da una especie de simbiosis,
según la cual la acción es contemplativa y la contemplación es
actuosa. Esto es lo que santifica al hombre apostólico y lo que, al
mismo tiempo, lo lanza a la acción para la salvación de las almas.
Buscar la gloria de Dios, ese ayudar al prójimo y trabajar en la
perfección propia, significan una misma realidad, aunque se
presente con expresiones diversas. Si el lector tiene esto ante la
vista, comprenderá la doctrina sencilla y profunda de Tarín en su
epistolario. Para él, su vida es Cristo, y es también la salvación de
las almas. Es un contemplativo en su acción apostólica. Como
fácilmente se comprende, la misma índole de sus ocupaciones (el
apostolado) le obligaba a moverse continuamente en el plano de
la fe y de las verdades sobrenaturales. Lo que decía a los demás,
se lo estaba diciendo a sí mismo. El convencer y conmover a otros
114
es, a la larga, hasta psicológicamente imposible si uno
personalmente no está convencido y conmovido, Aun sin contar
con que la gracia de Dios no avala las palabras de los falsos
profetas. O por gracia infusa y especial de Dios o por un
desarrollo continuo de la gracia santificante, el P. Tarín había
llegado a ese grado de oración contemplativa en que se mueven
los espíritus selectos. Esa oración se derramaba en todas sus obras
y palabras y al mismo tiempo se alimentaba con ellas. Repito que
esto y no otra cosa significa lo de contemplativo en la acción. «No
te pese tener muchas cosas exteriores en que entender, porque lo
que Dios quiere es que todo lo terreno convirtamos en celestial.
La intención, el alma de la obra, el fin que nos proponemos, el
que toda la obra esté saturada de amor de Dios y del prójimo, que
lo convirtamos todo en acto purísimo de amor...» «Otro tanto digo
del punto que tanto te preocupa. Aplícate la regla, y está
averiguada la incógnita: A El en todas amando, que dice San
Ignacio. Siendo así, ¿qué temores te pueden asaltar? Nunca el
añadir leña al fuego ha extinguido el fuego. Y quien trata de traer
almas a Jesucristo, va añadiendo leña al fuego...» El P. Curiel, uno
de sus compañeros de misión, afirma sin atenuantes: «Yo creo
que, generalmente, se le ha tenido por un hombre que iba por
caminos extraordinarios de santidad.»

A pesar de que su vida estaba en continuo movimiento,


siempre en busca de las almas, «cada vez me persuado más —
decía— de que se adelanta más camino orando que corriendo. Si
bien hay que hacer esto y no omitir aquello». Es una manera de
insistir en que la oración no debe dejarse por el apostolado, ni
tampoco debe dejarse el apostolado por la oración. O bien cada
cosa requiere su tiempo, o, mejor, ambas cosas se vienen a reducir
a lo mismo. Son las dos caras de la misma moneda. El aconsejaba
«que te des a la vida interior no para olvidar a los prójimos, sí
para olvidarte de ti misma y de tu estimación, así de lo que es de
tu parte como lo que toca a lo que de ti sientan otros». Es lo
mismo que dice en otra parte: «Si nos conformamos con la cruz
del Señor, si buscamos en todo, lo pequeño y lo grande, la mayor
abnegación y continua mortificación; si en las pláticas con
nuestros prójimos procuramos sembrar semilla de fervor al
Corazón de Jesús y amor grande a la pureza de costumbres, horror
115
a la impiedad, devoción a la Virgen María, no se quejará de
nosotros nuestro amorosísimo Señor.» Ciertamente sería
sospechosa una oración que nos apartase de nuestras obligaciones.
El mismo San Ignacio encontró alguna vez que los consuelos y
gustos espirituales lo apartaban de sus estudios. El P. Tarín aduce
precisamente este ejemplo para preguntar: «¿No habrá algo
parecido si nosotros nos sentimos atraídos a otra cosa distinta de
las obligaciones que tenemos? Si esas ilustraciones nos ayudan a
ser más diligentes y más activos, más humildes y mansos, más
pacíficos y mortificados en el mismo acto y no nos distrajesen de
nuestro intento, sería señal clara de que eran cosas de Dios, y, por
tanto, no se deben esquivar, sino abrazar.» También Santa Teresa
sabía de esta fusión de la vida activa con la contemplación de
Cristo. Más aún, las acciones más triviales le enseñó Jesús a
realizarlas como viviéndolas en El. «Piensa, hija, cómo, después
de acabada, no me puedes servir en lo que ahora, y come por mí,
y duerme por mí, y todo lo que hicieres sea por mí, como si no lo
vivieses tú ya, sino yo, que esto es lo que decía San Pablo.»

Apostolado, vida interior, presencia de Dios, salvación de


las almas, gloria de Dios, parece que para el Padre todo viene a
reducirse a lo mismo. Lo uno lleva a lo otro, como que son cosas
inseparables dentro de la vocación apostólica. «En el ejercicio de
la presencia de Dios cabe muchísima perfección. El serafín de
Asís, la extática Santa Teresa, el endiosado Francisco Javier, ¿qué
hacían más que ejercitarse en la presencia de Dios? Y su divina
Majestad los iluminaba con los inefables resplandores de su
gracia e inundaba sus corazones de ellos con los raudales de la
más pura satisfacción.» De una forma o de otra, da el Padre
siempre la misma doctrina en sus cartas espirituales. Valga un
ejemplo más: «Me has oído mil veces que nuestro particular
estudio ha de ser la vida interior. San Ignacio siempre pide
conocimiento interno, pena interna, etc., y una de las señales de
tener algo interior es parecemos poco todo lo que sobreviene,
como cuando San Francisco Javier decía: 'Señor, más, más’. Más
tribulación, más penas, Y nuestro divino Modelo en la cruz: 'Sitio,
tengo sed’. Mientras juzguemos que hacemos mucho, que pade-
cemos mucho, que nos tiene que agradecer el Señor mucho, no
hacemos nada.»
116
A mi parecer, todos esos párrafos de sus cartas podemos
considerarlos como extractos de un diario de su propia alma.
Entiendo que él no se atrevería a aconsejar con tanta insistencia lo
que él no intentase personalmente llevar a la práctica y no supiese
por experiencia propia. Lo que todos admiraban en lo exterior de
su conducta no era, por tanto, sino una expresión torrencial de su
espíritu interior.

117
XIV. EL MISTERIO DEL CORAZÓN

Y estamos ya definitivamente en lo que íbamos buscando


desde la primera línea de este ensayo. Ya estamos en lo que
podríamos Humar el misterio de su apostolado. Hablo de misterio
porque, como ha podido ver el lector, el tipo de vida que llevó el
P. Tarín es casi imposible mensurarlo con parámetros puramente
humanos. En ella se nos ofrecen muchas cosas que llevan, como
marca de fábrica, el timbre inconfundible de lo providencial. Ya la
primera comunión, recibida tun temprano como viático, parece, y
de hecho lo es, cuando menos, no normal. En cambio, es normal y
humano, demasiado humano, el pronto extravío de su juventud,
que maculó algún tiempo su conciencia y lo llevó hasta los
linderos mismos allá donde puede esfumarse el espíritu religioso
y hasta donde puede naufragar la fe. A tiempo estuvo la visita a la
Virgen del Pilar y la conmoción radical de su espíritu. ¿No es
justo ver aquí la mano bendita de la Virgen, que detuvo los pies
que iban ya resbalando cuesta abajo? Una tuberculosis primero
incipiente y después más estrepitosa lo obligó a retrasar y luego a
interrumpir sus estudios universitarios. Que en plena juventud vea
derrumbarse sus ilusiones y que haya de recibir de nuevo los
últimos sacramentos, debió de ser para él un aldabonazo de la
Providencia. ¿Qué quería Dios con este brusco parón en la carrera
de su vida? El tuvo que pensarlo, y de entonces datan las primeras
intuiciones, aún algo borrosas, de su posible vocación. Para
encauzarla y confirmarla advino luego una insospechada
manipulación de lo alto. La pretensión de alistarse en la santa
causa carlista desemboca en el noviciado de Poyanne. Y en
Poyanne va a encontrar, desde el primer minuto, lo que más tarde
será la clave, desde luego providencial, de su vocación apostólica:
el misterio del Corazón de Jesucristo.
Desde entonces empieza a zambullirse en el misterio. Y,
como si fuese una tentación del Maligno, fracasa en su primer
ensayo literario. Cuando intenta predicar en la fiesta del Corazón
de Jesús, tiene que bajarse del pulpito porque le fallan
118
inexplicablemente la imaginación y la memoria. «En la mitad del
sermón me turbé, me perdí, faltáronme las fuerzas, y hube de
bajarme del pulpito.» A su hora no sabrá bajarse nunca sin haber
derramado plenamente su corazón. «Rogad a Dios que me
otorgue su gracia divina, a la cual todas las demás cosas se subor-
dinan. Y si ésta nos asiste, seguro es que ni la unción, ni el celo, ni
ninguna de las virtudes necesarias para hacer bien en las almas me
faltará.» Cuando llegue el momento de hablar a las
muchedumbres, no se tratará de un ejercicio retórico, sino de una
auténtica sacudida a los corazones. Lo que a él ya desde sus
estudios le interesa, no es la literatura, sino el amor. «Pídale Vd.
mucho —le dice a su padre— al sagrado Corazón de Jesús que
prenda en el mío una sola centella de su amor...» Por aquí hay que
buscar, como veremos, el misterio de su futuro apostolado.
Pero es interesante advertir que, desde que está en los primeros
años de su vida religiosa, se da cuenta de «que
llegué tarde a la viña» y de que tiene que multiplicar sus
esfuerzos para «sacar la parte proporcional del trabajo». Tal como
yo veo las cosas, fue también providencial que la tercera
probación, o la que hemos llamado, con San Ignacio, la escuela
del afecto, la tuviese excepcionalmente en Murcia y no en
Manresa, como todos los demás de su promoción. Eso
providencial 1o encuentro en el hecho de que en el noviciado de
Murcia se respiraba también ese cálido ambiente de la devoción al
Corazón de Jesús, que ya antes había encontrado en el noviciado
de Poyanne. Además, con la oportunidad que ahora se le ofreció
de fundamentar sobre ella la intensidad de su apostolado entre los
huertanos de Murcia. Entonces comenzó en 1888 los veintidós
años de su férvida actividad misionera.
Claro está que no hubiera podido y no hubiera sabido
centrar todo el trabajo y la fecundidad de sus misiones en esta
devoción si su propio corazón no hubiera estado íntimamente
unido al Corazón de Jesucristo. Lo que él personalmente sentía es
lo que brota a borbotones de innumerables páginas de su extenso
epistolario. No encuentro otra manera mejor para ponerlo de
relieve que citar, una tras otra, las frases más encendidas que
salieron de su pluma. Es un método algo largo y quizás poco ori-
ginal, pero que proporciona una convicción absoluta. Un hombre

119
no puede hablar como él habla si lo que dice no sale de las
entrañas de su espíritu. Con un leve comentario, cuando haga
falta, subrayaré sus propias palabras. En cierta ocasión se
excusaba de haber tenido que omitir algunas pláticas en los
ejercicios de las Esclavas, y continuaba así: «Un consuelo me
queda, y es que, en cuanto en mí ha estado, he procurado que se
penetrasen bien del mérito de la vida interior y de los actos
internos, de la pureza y rectitud de intención y la unión íntima con
el Corazón adorable de nuestro divino Salvador.» En otra carta
hablaba del Espíritu Santo y de las virtudes y dones que infunde
en el alma, y añadía: «Ya que sabemos la piedra
de donde mana ese óleo santo y sagrado, rico y suavísimo
que es el divino Corazón, no nos separemos de su presencia.
¡Corazón de Jesús, en Vos confío!, sea nuestra constante
aspiración, pues gracias a su caridad infinita no habrá nunca
estado de nuestra alma que no tenga su correspondiente estado en
el adorable Corazón. Haz la prueba y compárate con El en el
huerto de las Olivas o en casa de Caifás, etc.» Con íntima
ponderación recomendaba: «Metámonos, y no para luego salir,
mas para morar siempre en la llaga del costado; que allí, en su
Corazón partido, nos cabrá el nuestro y se calentará con la
grandeza del amor de Jesús. Porque ¿quién, estando en el fuego,
no se calentará siquiera un poquito? ¡Oh, si allí morásemos, qué
bien nos iría! » Por eso repetía con énfasis en otra ocasión:
«Celda amada, buscada, abrazada, nunca, nunca abandonada: el
amoroso, el dulce Corazón de Jesús.»
Sintetizando la esencia más íntima de esta devoción,
propuso a una religiosa que hiciese el siguiente ofrecimiento:
«Omnipotente y eterno Dios y Señor mío; aunque indignísima de
comparecer en vuestra presencia soberana, yo formo la intención
de consagrar a vuestro Corazón agonizante todas mis potencias y
sentidos, de tal suerte que mi vida en adelante sea un continuo
acto de expiación, de reparación, de acción de gracias, de adora-
ción, de súplica y, sobre todo, de purísimo amor. Es mi voluntad
deliberada y firme tener por renovada esta consagración cuantas
veces latiera mi corazón o respirase, y aun tantas cuantos átomos
hay en el aire. Todo a honra y gloria vuestra, ¡oh amantísimo, oh
adorable, oh divino Corazón!» ¿Cómo es posible que propusiese
una entrega tan total si él mismo no la hubiera hecho y procurase
120
vivirla sinceramente? A este pacto u ofrecimiento parece que se
alude en la carta que el 6 de septiembre de 1896 escribió a la
Madre Magdalena: «...como ya lo va notando, el mayor y mejor
sacrificio es el de la voluntad. Será, pues, preciso que por unos
días tenga examen particular de una presencia de Jesús que
encierre su corazón pequeño y ruin en el grande e inmenso de
Jesús; y que de éste reciba sus latidos, etc. Renueve el pacto
muchas veces al día. Entienda que se prolongan las espinas del
Corazón divino y que, si el nuestro es pequeño, le alcanzan poco;
pero, si grande, lo cogen de parte a parte así... [y el Padre hace un
mal dibujo de dos corazones concéntricos, con las espinas que
pasan del corazón exterior al que va dentro]. Acuérdese de su gran
amigo el Apóstol de las Indias y no diga nunca ‘Basta’ cuando vea
que esas rayitas se prolongan. ¡Pluguiese a Dios que se dilatara
tanto el corazón interior que se igualara con el exterior y todas las
espinas que tiene éste alcanzaran a aquél! » Es una expresión
gráfica para indicar cómo el corazón del alma devota ha de
encerrarse en el Corazón de Jesucristo y ensancharse, si fuera
posible, hasta igualarse con El y participar de todas sus amarguras
y dolores.

121
Ese morar en el Corazón de Cristo es una necesidad para el
alma espiritual, pero es, además, una delicia y también un
sufrimiento. Lo que decía San Pablo cuando exhortaba a los
filipenses: «Tened en vosotros los mismos sentimientos que había
en Cristo Jesús.» En consonancia con esto, escribe el P. Tarín:
«Muy bien me parece lo de sufrir, orar y callar. ¿Para qué buscar
otro medio práctico de permanecer unido al Corazón divino? Sí,
todos los que sufren con resignación es preciso que busquen en
aquella piedra y vértice de ángulo firmeza y fijeza para continuar
sufriendo. Si orar es levantar el corazón a Dios, luego si esto
hacemos, lo unimos al suyo. Y allí, en el silencio, apartado de
todo comercio y trato con las criaturas, a solas sin testigo, es
cuando se complace el adorable Corazón en hablar al nuestro...»
Lo importante es no perder esta intimidad de corazones. «Ahí, en
lo más íntimo de este adorable Corazón, santuario de la
Divinidad, ahí estemos ahora y siempre. Y de El vivamos, para
que con El muramos y resucitemos a la perdurable vida.» «Plu-
guiera a su divina Majestad que nuestro corazón y el divino se
pudieran medir con la misma medida de extensión, de peso, de
calidad... y que no fuera ni aun posible la separación. Cuando en
el nuestro, diría San Juan de la Cruz, no quede nada ni de sangre,
ni de tierra, ni de humo, ni de temor..., sino sólo, sólo la cruz,
entonces se verifica lo dicho.» Pero esto exige de nosotros,
previamente, una vida de abnegación perfecta. «Quiere Jesús que
estemos muertos aun a nosotros mismos; que no estemos asidos a
nada; que de su amor y por su amor vivamos. Quiere y nos pide
Jesús que lo tengamos a Él por modelo; que, recogiendo el
corazón y mortificando los sentidos, le sigamos por sus huellas
ensangrentadas, dándole sacrificio por sacrificio, obediencia por
obediencia, muerte por muerte. Quiere, en fin, que nos
persuadamos que si la bienaventuranza del cielo consiste en
gozar, la bienaventuranza de la tierra está en padecer.»
En otra carta insiste en lo de los corazones concéntricos. Se
ve que esta imagen explicaba bien lo que él mismo sentía y lo que
quería persuadir a otros. «Que el corazón pequeñito esté siempre
dentro del grande, del inmenso, del infinito... y, una vez dentro, el
pequeñito que comience a dilatarse, a ensancharse con el amplius,
amplius, más, Señor, más, de San Francisco Javier, hasta, si fuera
posible, igualarse con el grande, y entonces las espinas de éste,
122
todas totalmente estarían hincadas en el de dentro, en el nuestro...
Que en el centro de esa mansión de dicha que es el Corazón
adorado viva siempre y siempre permanezca nuestra pobrecita
alma; que tiene espinas por todos lados; que no te quieras salir,
alma mía, de Él.» El Padre lo deseaba con todas sus ansias: «
¡Qué bueno es no ver, ni oír, ni saber nada más que lo que hay en
el Corazón de Jesús!» El no admite que esto sea una especie de
fanatismo pseudomístico. «¿No parte de allí, de esa Entraña
amorosísima, todo lo que es vida, virtud y santidad? San Pablo
decía: No me glorío en saber nada más que a Jesucristo, y nadie
llamó fanático a San Pablo. No lo seremos, por tanto, nosotros si
decimos: No quiero saber más que a Jesús, vivir en su Corazón,
latir con su sangre, respirar con su espíritu.» Por eso
efectivamente el Padre se movía y actuaba, no empujado por las
circunstancias exteriores o por los impulsos de fuera, sino por el
empujón de dentro, «como la maquinaria que está sujeta al
manubrio y sigue a éste sin darse razón de cómo ni del porqué; ni
en el sueño o descanso, ni en el ocio espiritual, ni en nada hay
iniciativas. ¡Ay! ¡Ay! ¿Quién sabrá amar? ¿Quién podrá imitaros,
amor de los amores? ¿Quién subir al Calvario y a la cruz?» Digo
que en esto, precisamente en esto y sólo en esto, encontramos el
misterio del apóstol. En esto está el misterio del P. Tarín y de su
vida extraordinaria. Sin esto, todo queda sin explicación
adecuada.

Uno de sus biógrafos ha señalado, muy oportunamente, que


la vida de Tarín tiene una trabazón maravillosa, y añade que,
mirada desde el término de la misma, parece una misma cosa toda
homogénea, a pesar de ser tan accidentada. Esa homogeneidad,
piensa él, y yo también con él, que se debe a un elemento superior
de elevación que todo lo penetra, a una misma forma que todo lo
envuelve, a saber, la devoción y el amor al Corazón de Jesucristo.
Ese amor se comunicaba luego al corazón de sus oyentes. Este
lenguaje depuradísimo, de resonancias místicas, que empleaba en
sus cartas de dirección espiritual, no era, naturalmente, el mismo
que usaba en las misiones por los pueblos. El sabía adaptarse a la
capacidad de cada uno. Tampoco San Pablo daba a todos el
mismo manjar. A los no iniciados y a los párvulos en la fe se
contentaba con darles la leche de los pequeños. Las multitudes
123
rudas y de ordinario ignorantísimas que acudían a las misiones del
P. Tarín, no hubieran podido, de buenas a primeras, adentrarse en
las entrañas del misterio. Necesitaban de algo que se les metiese
por los sentidos antes de que penetrase hasta la inteligencia y el
corazón. El Padre enronquecía cantando con chicos y grandes el
Corazón santo y Corazón de Jesús adorado, himnos ordinarios en
sus misiones populares; repartía miles y miles de escuditos,
estampas, detentes, placas de cartón o de metal para colocarlas en
las puertas de las casas. «Plega al Corazón divino que, según
toman posesión de las casas [esas placas], ilumine los corazones
de todos los que habitan en ellas y destierren para siempre el
pecado.» A los ignorantes era necesario instruirlos primero en las
verdades elementales de nuestra fe; a los pecadores había que
arrojarlos a los pies de la misericordia divina. Y, simultáneamente,
había que hablarles del amor. Porque el amor es luz para los que
no ven y es gracia de conversión para los que están lejos. El amor
brota, aunque ellos no lo supieran, del amor de Jesucristo y pone
en contacto con El. Ellos ciertamente no lo sabían, pero el P. Tarín
había penetrado en las entrañas del misterio. «¡Ay, que no
sabemos lo que podemos! ¡Si pudiéramos decir con San Pablo: mi
vida está escondida en Cristo, Señor nuestro! Vamos, pues, que la
puerta del Corazón de Cristo no se cierra...» «Ahí, en lo más
íntimo de este adorable Corazón, santuario de la Divinidad, ahí
estemos ahora y siempre y de El vivamos, para que con El
muramos y resucitemos a la perdurable vida.» E insistiendo en la
misma idea, dice en otra ocasión: «Que en el centro de esa
mansión de dicha que es el Corazón adorado viva siempre y
siempre permanezca nuestra pobrecita alma; que tiene espinas por
todos lados; que no te quieras salir, alma mía, de El...» «¡Qué
bueno es no ver, ni oír, ni saber nada más que lo que hay en el
Corazón de Jesús!» De ahí quería él que procediera toda la ciencia
de la santidad y todo el estímulo para el espíritu: «Él nos guía; ni
más maestro, ni amigo, ni confidente, ni dueño, ni señor sino
Jesús. El hablará, El guiará, y reprenderá, y llamará...»

De una forma o de otra, vuelve siempre con la misma


insistencia: «Ahora me parece que Dios nuestro Señor quiere aún
más silencio, y más recogimiento, y más abandono de nosotros
mismos a su paternal y maternal providencia [dentro de la celda
124
de su Corazón]. Preguntas, amorosas quejas, generosos
ofrecimientos, descargos sincerísimos..., todo a Él, todo cabe en
El. Nada quiera el mío, nada solicite, nada guste, nada sino lo que
agrada y complace al Corazón de Jesús.» «Aún le queda más
cercano el Pozo santo, que no tiene fondo, del divino y tiernísimo
Corazón.» El iba como hipnotizado por esta luz interior y
caldeado por el homo misterioso. Más todavía que sus palabras
era la unción de su santidad lo que terminaba por contagiar y
rendir aun a los más endurecidos. «El Corazón divino ha querido
triunfar. ¡Gloria al divino Corazón!» El sabía de dónde llegaban
los prodigios de la gracia: «¡Bendito, bendito sea el Corazón que
los realiza!» Un enjambre de conventos, colegios, asilos y
personas devotas le proveían, en cantidades ingentes, el material
de propaganda. Luego, sus sermones, pláticas, conferencias y aun
conversaciones particulares metían en la mente atónita y en el
corazón ya preparado de sus oyentes el sentido de esos símbolos
del amor de Jesucristo y a Jesucristo. Y entonces se producía la
esperada conmoción, a la que ya hemos aludido con palabras del
mismo Padre: «Lo que sucede, de ordinario, en todas las misiones
es que, cuando aparecen la imagen o los escudos del Sagrado
Corazón y de la Virgen del Carmen, los ciegos ven, los sordos
oyen, los dormidos en el espíritu despiertan con tan crecido
fervor, a veces, en estos neófitos, que avergüenzan a los antiguos
creyentes.» Porque con la devoción al Corazón de Jesús iba
siempre, como introduciéndola y confirmándola, la devoción a la
Virgen. También las estampas, rosarios y escapularios de Nuestra
Señora se repartían por millares. Cada día de la misión
comenzaba con el rosario de la aurora y la misión toda se cerraba
con la peregrinación a algún santuario o ermita de Nuestra
Señora. Hablando, por ejemplo, de la misión de Almería, dice él
mismo: «Aunque no hubiera sacado más fruto que ver a aquellos
hombres, descubiertos en medio de la plaza, saludando a la
Santísima Virgen, hubiera dado por bien empleados todos los
trabajos del camino.» Con los ánimos así caldeados, ya le era fácil
organizar coros del Apostolado de la Oración y secciones de la
Adoración Nocturna, como también Congregaciones Marianas
para jóvenes e Hijas de María. Con ello pretendía prolongar el
fruto de las misiones. La Virgen, que guardaba y meditaba en su

125
corazón los misterios del Hijo, nos enseñará a nosotros la unión
con el Corazón de Jesucristo.

Siguiendo las tendencias piadosas de aquel entonces, el P.


Tarín fomentaba la devoción al Corazón de Jesucristo con el
simbolismo y con las prácticas devotas entonces en uso. Pero él
conocía muy a fondo lo que esas prácticas y ese simbolismo
querían expresar. Hablaba del amor misterioso del Hijo de Dios y
de su entrega hasta la muerte por nosotros. Y cómo en el pacto, de
que hemos hablado antes, con el Corazón divino se trataba
esencialmente de una expiación, de una reparación y acción de
gracias, de una súplica y de un amor definitivo a Jesucristo, que
nos amó y se entregó a la muerte por nosotros. Este era el misterio
que tenía guardado en su propio corazón y el que le impulsaba
definitivamente en su acción apostólica.
Cuando yo ponía como epígrafe de este capítulo «El
misterio del Corazón», intentaba referirme a un misterio doble.
Porque como son dos los corazones (el de Jesús y el del apóstol),
así son también dos los misterios. El Misterio, con mayúscula,
absoluto es el del Hijo de Dios, «que me amó y se entregó a sí
mismo por mí», como dice San Pablo en la carta a los Gálatas.
Habla San Pablo del amor supremo de Cristo, es decir, del
Corazón amante, entregado y muerto para redimimos. Dentro de
este Corazón está la vida escondida y misteriosa del corazón del
apóstol. Por eso continúa San Pablo: «No soy yo quien vive, sino
que es Cristo quien vive en mí.» Cuando hay esta conjunción de
corazones, se verifica lo que el P. Tarín escribía el 8 de abril de
1897: «Viniendo a nuestro interior, no hay duda que su Majestad
tiene magisterio privativo y se complace en tomar por su cuenta a
un alma y guiarla por senderos que sólo El conoce o para los
cuales es El solo luz y norte.» Si admitimos, pues, este misterio
del corazón del apóstol escondido en el Corazón de Cristo,
podemos explicarnos la vida desbordante del P. Tarín en su
actividad misionera. Pero si nada sabemos de esta misteriosa
unión, que pertenece ya al plano de lo místico, entonces la vida
apostólica del P. Tarín nos resulta incomprensible. El mismo
escribió: «La vida interior, claro está, ha de ser un principio de
muerte, y, por tanto, esta muerte interior es principio de vida

126
verdadera. Consiste en la abnegación perfecta, en el
desprendimiento absoluto y despojo total de sí mismo. Morir a
todo para revivir sólo a Dios. Dios por testigo y juez, Jesús por
modelo, María Santísima por abogada. Y después nada, nada.
Sólo amor y sacrificio. El serafín de Asís decía: ‘Dios en mi
espíritu para ilustrarlo; Dios solo en mi corazón para poseerlo;
Dios en mis acciones para santificarlas. Mi Dios en mí todo.’
Habla poco, ora mucho, no estés asida a nada. Deja lo vano a los
vanos, las necedades para los necios. Enciérrate en el santuario de
tu corazón y pregúntate mil veces de quién te dejas guiar, si del
amor propio o del divino amor. Esto hará lo demás.»

127
XV. “PARA MÍ, EL MORIR ES LUCRO”

El P. Tarín ejerció el cargo de superior en la residencia de


Sevilla durante seis años. Exactamente desde el 21 de noviembre
de 1898 hasta el 4 de agosto de 1904. Como ya hemos visto, una
grave enfermedad hizo urgente el relevo antes de que completara
el sexenio. Era imprescindible descargarlo de aquellas funciones y
proporcionarle una temporada de descanso. Ya dijimos que el P.
Provincial pensó, acertadamente, que el colegio de Chamartín, en
Madrid, sería sitio adecuado para la convalecencia, que podía
preverse larga. El cambio fue, sin embargo, tan beneficioso que
bastaron apenas dos semanas para que otra vez se encontrase en
forma. El día 17 de agosto escribía él mismo al médico con su
pizca de buen humor: «Lo mismo fue poner los pies en esta
bendita casa, que los duendes de las articulaciones se declararon
en vergonzosa huida. Sólo alguna vez que otra las muñecas y
algunos nudillos de los dedos me molestan un poco. No sé cuánto
durará mi permanencia aquí ni dónde iré después.» La mejoría era
cierta. ¿Pero estaba otra vez plenamente en forma? ¿No andaría,
quizás, de por medio su bendita impaciencia para incorporarse de
nuevo a la tarea de sus misiones?
Tal vez se encontraba en una alternativa parecida a la de San
Pablo cuando el apóstol juzgaba que su ministerio era todavía
necesario a la comunidad de Filipos. «Para mí, el vivir es Cristo y
la muerte es lucro. Y, aunque el vivir en la carne es para mí
trabajo fructuoso, todavía no sé qué elegir. Por ambas partes me
siento apretado, pues de un lado deseo morir para estar con Cristo,
que es mucho mejor; por otro lado, quisiera permanecer en la
carne, que es más necesario para vosotros.» Digo que al Padre se
le presentaba una alternativa análoga, y se veía constreñido por
ambas partes entre la quietud silenciosa de la obediencia y la
necesidad urgente de su libertad apostólica en bien de las almas.
El provincial iba más despacio. Se interesaba ciertamente
por la salud del Padre, pero tenía demás otras preocupaciones. Ya
hemos dicho que el P. Pagasartundúa no era precisamente uno de
128
los admiradores incondicionales del misionero, aunque no tenía
más remedio que reconocer su valía. «Varón ilustre», había escrito
de él. Sin embargo, como ya hemos indicado, sus métodos mi-
sionales no acababan de agradarle. Tampoco estaba muy de
acuerdo con el decisivo influjo que Tarín ejercía sobre Dolores
Sopeña y sobre sus doctrinas y métodos catequísticos. Algunas
señoras de Madrid que seguían la dirección espiritual del
provincial estaban resentidas contra Dolores por razones que no
hacen al caso. Y querían valerse del provincial para alejar a Tarín.
Lo cierto es que el provincial, una vez confirmada la mejoría del
Padre, lo destinó a Ciudad Real. Con lo cual hacía el juego a los
que, por un motivo o por otro, no estaban de acuerdo con la
actuación del misionero. Sin duda, la pequeña residencia de
Ciudad Real podía ser muy oportuna para la salud del Padre,
porque limitaría el exceso de sus trabajos. Pero el P. Tarín y todos,
dentro y fuera, pudieron darse cuenta de que había otros móviles
que nada tenían que ver con la salud. ¿Cuáles eran los planes de
Dios? Tarín pensó que a él sólo le tocaba obedecer, y lo hizo con
absoluto rendimiento. Cierto que para él debía de ser dolorosa
aquella decisión del provincial. «Orar, callar y sufrir» había sido
la consigna que él daba en su dirección espiritual, y la que ahora
quiso aplicar decididamente a su propia situación. Nunca se le
oyó una palabra de queja, aunque tenía plena conciencia de todo
lo que se estaba tejiendo entre bastidores. Desde mucho tiempo
atrás, su doctrina era santa, y él procuraba ahora ejercitarla.
«Claro es que tenemos que ser muy pacientes... Si hay camino
seguro en la vida espiritual, es el que pisan los humildes y mansos
de corazón. Algo tendrás que reparar en esta segunda cualidad,
porque no es de todos poseer la mansedumbre de corazón siquiera
sea en el mínimo grado...» En otra ocasión insistía en lo mismo:
«Está muy bien el propósito de mansedumbre y humildad, porque
esto precisamente desea de nosotros el adorable Corazón de Jesús.
Mansedumbre que se adquiere con sólo tener fija en nuestro
corazón la del divino Corazón sacrificado por nosotros en el
altar.»

Pasado un tiempo prudencial y secundando los deseos del P.


Pedro Herrera, su inmediato superior, Tarín expuso con toda
sinceridad al provincial sus personales puntos de vista y los
129
fundamentos en que se apoyaba. Esta representación estaba
plenamente de acuerdo con lo que San Ignacio enseña sobre la
obediencia. El P. Provincial debió de convencerse, y dejó que el P.
Tarín siguiese como antes en sus misiones, según las
inspiraciones del Señor. Las cosas quedaron, pues, esclarecidas
por arriba y por abajo. El Padre recuperaba la libertad de
movimientos. Uno de sus compañeros de misión, el P. Julián
Curiel, dijo sin atenuantes: «A los hombres extraordinarios no hay
que sujetarlos a andar al paso de los ordinarios. Sigan éstos su
paso ejercitando su celo, pero no censuren lo que es digno de
alabanza en otro.» Con Dolores Sopeña, la actitud del P. Tarín
siguió siendo la del máximo apoyo. La experiencia y la
aprobación de Roma vinieron a darles la razón a ella y a él. Por lo
demás, en este punto que atañe al santuario de la dirección
espiritual, la autoridad de los superiores no puede interponer sus
personales puntos de vista. El provincial obró discretamente en no
tocar este tema, reservado a la intimidad de las conciencias. Las
convicciones del P. Pagasartundúa, ¿no tropezaban además con
algún otro obstáculo? El tenía, ciertamente, sus ideas sobre aquel
momento político y social de España y sobre la actitud que
convenía adoptasen los católicos. Se trataba de aquellas
situaciones límites entre lo político y lo religioso. En este terreno,
el provincial, como otros muchos, era lo que llamaríamos un
minimalista. En estos casos es siempre difícil separar lo político
de lo que es simple y estrictamente religioso. Por el contrario, el
P. Tarín no se andaba con contemplaciones. Y había quienes lo
tachaban de conciencia rígida y estrecha. A él lo político, en
cuanto tal, no le interesaba. Lo consideraba ajeno a su misión
apostólica. Pero es el caso que allá en el fondo de todo problema
político se esconde siempre o casi siempre un problema religioso.
Aquéllos eran los tiempos en que el Syllabus de Pío IX, estaba
aún sobre el tapete (1864) y en que acababan de aparecer las
encíclicas, de León XIII, Immortale Dei (1885) y Libertas (1888),
que tocaban en la médula del problema de la libertad, de la
independencia y de la constitución de los Estados. Tarín llevaba
hasta el límite su fe religiosa, y con ella intentaba iluminar las
preocupaciones del momento. Ante los derechos de Dios sobre los
pueblos, sobre la familia y sobre los individuos, no podía y no
quería callar. La masonería, el espiritismo, el protestantismo, el
130
socialismo, la libertad de conciencia y del pensamiento, eran los
males contra los cuales estuvo en lucha siempre y hasta el último
momento. Incluso a sabiendas de que se jugaba su prestigio, su
tranquilidad y aun su vida. Creía, con acierto, que éstos eran los
virus que descristianizaban al pueblo. Él se lanzó a la brecha para
contrarrestar con su predicación y con su ejemplo la propaganda
impía.

Y precisamente aquí estuvo, ya sabemos, la amargura de sus


últimos años. Veía que los pueblos se estaban perdiendo y que él
ya no contaba con la salud y con las fuerzas para intentar sanarlos
y salvarlos. Esta era la cruz pesadísima que cargaba ahora sobre
sus hombros de apóstol. Se trataba del misterio del mal enfrentado
con el misterio del Corazón de Jesucristo. Y, cabalmente por esto,
él tenía ahora más ansias que nunca de sembrar la palabra de la
verdad. Poco más de una semana antes de morir escribía la última
carta de su vida. Le remordía la conciencia, porque «por culpa
mía tengo una llaga en la pierna, que me tiene amarrado a la silla
y a la cama. Ya he perdido dos novenas de la Inmaculada y una
misión. Y Dios sabe lo que esto va a durar. Pide para que se cure,
si es voluntad de Dios, y que yo escarmiente de una vez y que se
cumpla el deseo de morir... al pie del pulpito.» No murió en El
Coronil al pie del pulpito, aunque cayó desvanecido en el
presbiterio cuando se disponía a predicar en la misa de comunión
de los niños. Trasladado de inmediato a la sacristía, se le
improvisó algo así como una cama, donde estuvo una hora entera
sin dar señales de vida, del todo inconsciente y cadavérico. El
coadjutor de la parroquia, D. Juan de Dios Iglesias, le dio la
absolución, pensando estaba para morir de un momento a otro. Al
cabo de una hora se recuperó y se obstinó en predicar y continuar
la misión. De El Coronil, como ya hemos dicho, pasó a San
Femando, camino de Sevilla. Su misión apostólica había
terminado y la muerte le sobrevendría pocos días después.
Prácticamente, como si hubiera sido «al pie del pulpito». Sino que
él no supo entonces que la hora final era inminente. Quizás pensó
que aquella debilidad y extenuación eran, sobre poco más o
menos, lo que ya le había sobrevenido en otras ocasiones. Y
creyó, tal vez, que también ahora terminaría por recuperarse.

131
Soñaba todavía, como acabamos de ver por su carta, con otras
novenas y otras misiones. Los sueños de un apóstol.
El 21 de noviembre de 1910, el P. Tarín, agotado y mal
herido en la pierna, entraba por última vez en la residencia de
Sevilla. Todos debieron de imaginar que no se trataba sino de la
pierna y de las llagas, abiertas y recrudecidas a causa de los
últimos golpes. En realidad, la cosa era mucho más seria, como
pudo comprobar el médico cuando por fin se decidieron a
llamarlo. Aprovechando aquellos días de forzosa inactividad en la
quietud de su aposento, el Padre comenzó ya al día siguiente los
ejercicios espirituales de año. ¿Cuál fue, en aquella última
ocasión, la disposición de su espíritu? Repito una vez más que es
gran lástima que Tarín nunca escribiera sus íntimos sentimientos
espirituales. Nos gustaría, sobre todo, acercarnos a su alma en
estos últimos ejercicios de su vida y conocer qué se dignaba Dios
comunicarle en circunstancias tan trascendentales. A falta de otra
cosa, nos quedan dos o tres consejos espirituales, arrancados de su
epistolario, sobre momentos de alta comunicación divina. Con
razón, a lo que creo, podemos aplicarle a él mismo lo que
recomienda a otros. «Quiere el amorosísimo Dueño de tu alma
que te veas bien sola, que no confíes en criatura alguna de la
tierra, para que a Él te entregues totalmente. No te apures si, antes
de la composición de lugar [el comienzo ignaciano de una
meditación o contemplación], te ves embargada y no aciertas a
discurrir. No temas llorar y desahogarte con su Majestad. ¿Que
cómo se hace esta entrega? Sintiendo en el fondo del alma lo
mismo que significan las palabras de San Ignacio: 'Tomad, Señor,
y recibid toda...’» ¿Es muy aventurado pensar que el mismo Tarín
sintió también en el fondo de su alma esta entrega de que habla?
Y en otra carta insinuó rápidamente: «Si en el curso de la
meditación o en la oración nos sentimos como embargados por
algo que no es nuestro, pero que tiene buen sabor y buen dejo, con
lo cual sentimos más ánimo para lo bueno, mayor fruto, etc.,
como éstas son señales de proceder aquello del buen espíritu,
dejémonos llevar por él.» Cuando habla de «algo que no es
nuestro», ¿alude, quizás, a la consolación sin causa precedente de
que habla San Ignacio, y que es ya una comunicación mística de
lo divino? A este mismo género de consolación se refiere
seguramente en otra carta, aunque sin dar ninguna mayor
132
explicación: «Si su Majestad se quiere comunicar después de la
comunión, ¿por qué darle con la puerta en los ojos? No, recibirle
y recibir sus dones. En la regla de discreción de espíritus para la
segunda semana [Ejercicios] se advierte lo único que se puede
temer para este caso.» Y lo que se puede temer es el no discernir
el tiempo de la actual consolación del tiempo siguiente, cuando la
consolación divina ya pasó, aunque queden aún sus reliquias o
fervores en el alma. Para que el alma esté siempre vigilante, el P.
Tarín insiste: «En la oración no se debe rechazar el magisterio de
Dios, pero hemos de disponemos como si tal no ocurriese, y de tal
manera confiar como si todo fuera de Dios.» La frase parece
oscura y enigmática. A mi entender, se refiere a esa disposición
del espíritu que junta la humildad con la confianza. Confiar en el
magisterio divino, pero sin la pretensión de contar con él siempre
y en todo instante. Cierto es que un maestro puede conocer de
algún modo y transmitir la doctrina del plano superior de la
mística aun sin haberlo vivido personalmente. Pero todo lo que
hemos dicho hasta ahora del espíritu del P. Tarín, nos impulsa a
admitir que, de algún modo, él había sentido más o menos las
comunicaciones de Dios.

Acabamos de decir que en esta ocasión no se trataba


solamente de su pierna herida. Cuando el Dr. Robles se la curó y
vendó, «estaba negra y con unas bocas grandes; se le veía hasta el
hueso». El día 4 apareció la fiebre. El médico diagnosticó que
tenía afectados los pulmones y que el fin no tardaría. El día 8, a
las cuatro de la tarde, recibió el santo viático y la última unción de
los enfermos. Estaba con plena lucidez. Ante todos los presentes
pidió perdón de sus faltas, de sus malos ejemplos, de no haber
aprovechado bien la vida religiosa. Palabras de humildad como
antes y después han pronunciado muchos en este trance. «Estoy
frío, muy frío; debería yo ahora estar ardiendo y consumiéndome
en amor divino..., y soy tan tibio que no sé arder en este fuego.»
Pedía que en la santa misa pidiesen por él para que el Señor le
concediese «inflamarlo en el fuego de su Corazón amantísimo».
Con entereza y sin queja alguna resistía los botones de fuego
(remedios de entonces) que en pecho y espaldas le aplicaban los
médicos. Aunque ya habían perdido toda esperanza. A ratos, el
enfermo parecía traspuesto y como absorto en su recogimiento
133
interior. « ¡Cuánto siento que me hayan distraído! Estaba yo ahora
tan lejos de aquí... En verdad que ni el ojo vio, ni el oído escuchó,
ni cabe al entendimiento humano comprender lo que nuestro Se-
ñor tiene reservado a aquellos que le sirven. ¡Oh, qué belleza tan
admirable, qué dulzura tan deleitable, qué órdenes magníficas de
jerarquías, cercando y rodeando el trono del Señor clarísimo y
refulgente! » ¿Eran delirios de su fiebre o era alguna iluminación
del más allá? A ratos, por el contrario, parecía acongojado y
temeroso: «¡Ahí está el astuto!» Y miraba con terror hacia un
ángulo del aposento, y pedía que con agua bendita se rociara todo
el cuarto. «Mi alma, mi alma; cuida de ella.» Presentía,
naturalmente, su cercana muerte. «Mañana celebra la Iglesia la
fiesta de la Virgen inmaculada de Guadalupe. ¡Qué buen día para
morir!» Y, efectivamente, a la una en punto de ese día entregó su
alma a Dios.
Dos días antes hizo que viniera su gran amigo D. Joaquín
Morales. «Morales, el de los tísicos», como todo el mundo lo
llamaba en Sevilla. ¡Cuántas veces Morales y el Padre se habían
encontrado a la cabecera de los moribundos! El mismo Morales
nos cuenta: «El día 8 de diciembre de 1910, día de la Inmaculada
Concepción, de once a doce del día, me llamó para que le rezara
los tres padrenuestros de costumbre que teníamos él y yo de rezar
a todos los enfermos que se encontraban con todos los síntomas
de muerte. Se los recé y me dijo: ‘¿En qué número de los muertos
se encuentra Vd.?’ Y le dije: ‘En el número 1.324.’ Y me contestó:
‘Dentro de pocos días pondrá Vd., en su libro mayor, número
1.325’.» Y así, efectivamente, quedó anotado en el libro de
Morales.
«Si vivimos, vivimos para el Señor; si morimos, morimos
para el Señor. Porque, vivamos o muramos, somos del Señor.»
«Para mí, el vivir es Cristo, y el morir lucro.» «Bien, siervo bueno
y fiel. Entra en el gozo de tu Señor.» Una muerte tan humilde
cierra una vida extraordinaria. El Sr. Obispo de Jaén, D. Juan
Manuel Laguarda, lo resume todo así: «No me ha extrañado la
noticia de que por delante del cadáver del R. P. Francisco de Paula
Tarín haya desfilado Sevilla entera. La santidad tiene un atractivo
tan arrebatador que se impone a través de las vicisitudes de los
tiempos... y el P. Tarín vivió como santo y ha muerto en olor de
santidad. Sacerdote fiel, supo obrar en todo según el corazón y el
134
alma de Dios... Fiel siempre a la vocación divina, aprendió en la
escuela del sagrado Corazón la ciencia de la santidad... El nombre
del P. Tarín acude a nuestra mente asociado a la idea de la
austeridad y mortificación. No se explica, sin una especial
asistencia de la gracia, que su cuerpo, tan maltratado según la
naturaleza, conservase la resistencia y energías necesarias para un
trabajo tan laborioso, tan constante y tan abrumador como el que,
sin dar muestras de cansancio, ha venido sosteniendo durante su
vida sacerdotal.» Esa especial asistencia de la gracia es el
misterio del apóstol.

135
XVI. DE CORAZÓN A CORAZÓN

El P. Tarín es uno de esos hombres que pasa por la tierra


como un iluminado. Va siempre adelante y el motor de su corazón
no hace pausas. Supera todos los obstáculos que se le presentan
en el camino. Se ha propuesto conquistar a las almas para
Jesucristo, y cumple su propósito. Los que se encuentran con él,
antes o después tienen que rendirse. Es, con palabras del
Evangelio, como la ciudad edificada sobre el monte. Es imposible
no verla, porque está allá en lo alto. O es, también con el Evan-
gelio, como una luz sobre el candelero, que ilumina a todos los de
la casa. Es la voz profética, que va preparando los caminos del
Señor. En su presencia no es posible quedar indiferente. El último
decenio del siglo pasado y el primer decenio de nuestro siglo
repito que le vieron avanzar como una estrella por el firmamento
de media España. Ante él tenían que descubrirse con respeto aun
los que no participaban de sus convicciones. Aunque, si llegaban
a escucharlo, es casi imposible que no creyeran en su palabra.
¿Qué tenía este hombre? Y nos detenemos ante él como ante un
enigma que tratamos de descifrar. Pero antes de que intentemos
analizarlo, ya ha seducido nuestro corazón. Y el corazón sólo
queda seducido si entra en la órbita de otro corazón. Es el corazón
de Tarín lo que nos arrastra, si nos acercamos a él, como arrastrara
en su vida a los que se ponían en contacto con su persona. Aunque
no es, si bien lo observamos, su propio corazón, sino otro
inconmensurable Corazón, que se ha apoderado primero del
corazón de Tarín. El misterio de este misionero está propiamente
en el Corazón de Jesucristo. Antes de que el corazón de Tarín
llegue a desbordarse, se ha llenado con la sangre y el agua que
brotan del Corazón de Jesucristo. «El que bebiere de esta agua
que yo le daré..., el agua se hará en él una fuente que salta hasta la
vida eterna.»
Cuando hablo del corazón (en Jesús, en Tarín y en nosotros),
lo entiendo siempre en el sentido bíblico de esta palabra. Me
refiero a la interioridad o intimidad de la persona, es decir, a todo
136
eso que es el centro escondido en cada uno y que sale fuera en las
actuaciones exteriores. Con palabras de Jesús: «De la abundancia
del corazón habla la boca.» Nuestras palabras y nuestras acciones
todas, nuestra conducta y nuestro modo de proceder, va todo
impulsado por ese espíritu o motor interno al que podemos llamar
corazón. En este sentido, nuestra mentalidad, nuestras ideas y
convicciones, nuestras tendencias volitivas y hasta los afectos y
sentimientos de nuestro psiquismo, todo eso lo englobamos en la
única palabra de corazón. Pero el corazón es un misterio. Quiero
decir que es algo escondido en el relicario más intrínseco de
nuestro yo. Sólo se descubre en las expresiones espontáneas y en
las voluntariamente explícitas que brotan al exterior. Lo
impresionante no son esas acciones de fuera, sino a través de ellas
el llegar al corazón. Decidme cómo será de sorprendente y aun de
milagroso el que un corazón, si ello es posible, se comunique a
otro sin necesidad de símbolos o de signos exteriores. Aquí está el
misterio de esas comunicaciones secretas que el Corazón de Jesús
hace directamente al corazón de una criatura. El misterio de mise-
ricordia de que habla el profeta, cuando Dios conduce a Israel
hasta el desierto para hablarle al corazón.
Pues bien, cuando se presenta un hombre a cuyo corazón ha
hablado sin intermedios el de Jesucristo, entonces es posible (y
solamente entonces) una vida como la del P. Tarín. Si el lector
conoce ya su vida o si, cuando menos, reflexiona un poco sobre
esta síntesis concentradísima que aquí hemos hecho, tendrá que
aceptar eso anómalo y casi inverosímil que en ella encontramos.
¿Es que bastan explicaciones puramente humanas que nos sean
satisfactorias? En cambio, lo vemos como obsesionado por el
misterio que ha seducido su corazón. Es como una manía que
encontramos en sus cartas, en su dirección espiritual, en lo
extenso y en lo intenso de su actividad misionera. Uno no puede
estar fingiendo permanentemente durante veinte años. Si fuera
una mera anomalía del psiquismo, no sería posible recolectar los
frutos impresionantes que producían sus palabras. A un iluso los
pueblos no lo aclaman como a un santo. ¿Era él o era algo supe-
rior a él mismo lo que encandilaba a todos? Si admitimos que el
Corazón de Jesucristo lo impulsaba, entonces hemos descubierto
el misterio de un apóstol.

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ÍNDICE

PRESENTACIÓN...................................................................................................4

INTRODUCCIÓN...................................................................................................5

I. EL MISTERIO DE UN APOSTOL.....................................................................7

II. LOS PRIMEROS LUSTROS...........................................................................10

III. LA TIERRA DE PROMISION........................................................................19

IV. ANTE LOS LIBROS.......................................................................................25

V. HACIA EL ALTAR DE DIOS...........................................................................30

VI. UN INTERREGNO.........................................................................................36

VII. NUEVOS HORIZONTES.............................................................................41

VIII. EN LA ESCUELA DEL AFECTO...............................................................45

IX. TRES CONSIGNAS.......................................................................................52

X. EL BUEN SOLDADO DE CRISTO................................................................67

XI. SUPERIOR EN SEVILLA..............................................................................79

XII. LA CRUZ DEL MISIONERO.......................................................................90

XIII. PARA MÍ, EL VIVIR ES CRISTO.............................................................105

XIV. EL MISTERIO DEL CORAZÓN...............................................................116

XV. “PARA MÍ, EL MORIR ES LUCRO”.........................................................126

XVI. DE CORAZÓN A CORAZÓN...................................................................134

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