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Universidad Nacional de Quilmes

Escuela Universitaria de Artes

CPTA – Segundo Parcial de Producción: Ensayo

Maza Emanuel

22-06-2018

El público, ¿no sabe?

Entre algunos de mis colegas músicos, incluso figuras o compositores legitimados por
influyentes y dominantes círculos académicos, existe la costumbre de omitir al público
en sus obras: ellos ni siquiera dedican un minuto de su pensamiento en los
destinatarios de su música durante el proceso de composición, como si la partitura por
sí sola, contuviera su realidad última y su verdadera fisonomía. De todas formas,
¿quién es capaz de percibir esta música? ¿Acaso importa? ¿No es acaso mejor ser
aceptado por un pequeño grupo de intelectuales, un grupo de figuras líderes del
panorama artístico actual? Su pretensión es la de tener el visto bueno de la llamada
gente calificada. De aquellos monjes que digitan desde sus posiciones de poder, la
circulación de la producción artística contemporánea. Y las variadas excusas: la obra
tiene valor en la medida en que yo, creador, soy capaz de percibirla como tal. No
necesito de los demás y su poca comprensión. El público no sabe. Quieren rebajarme
a su nivel. Más o menos sutileza. Solo arte que se muerde la cola.
Ante esto me pregunto: ¿Qué valor puede tener mi obra musical si solamente la dirijo
hacia un grupo?
Respuesta: ninguno, solo cosifico mi producción musical. Ante todo mi música es un
acto, un hecho y por lo tanto un elección en la cual me constituyo como ser humano:
esa obra habla de mí, de mi pensamiento, de quién soy. Si mi pretensión es componer
para un grupo de gente que establece las normas de los que es música valiosa,
legítima, a ser considerada, no estoy siendo honesto. Resulta ser una concesión solo
para agradar. No es un acto propio.
Siento que desde hace algunos años, nos estamos encerrando. Que nuestro discurso
pierde eficacia política, pierde su poder transformador. Repetimos incesantemente
gestos, construcciones simbólicas que no interceden sobre la realidad, que hace oídos
sordos ante el avasallamiento de un poder hegemónico que, culturalmente, ha
conquistado a muchos sectores de la sociedad a través del mercado y sus medios de
comunicación.
La potencia política que el arte posee, pierde utilidad en la medida en que desprecia al
público. Sin el público, la acción transformadora del arte y el valor del artista terminan
por disolverse.
Digo público, no consumidor. Desde comienzos del romanticismo, durante el siglo XIX,
se tenía, por un lado, a los teóricos del arte por el arte, aquellos que utilizaron el arte
como instrumento de propaganda, de un grupo determinado de personas, para
reclamar una escala burguesa de valores, aliada a un grupo de gente, dirigida a ellas y
por lo tanto determinando la sustancia y las finalidades de un movimiento artístico:
simples consumidores finales. Pero, al mismo tiempo, comienza a desarrollarse un
arte popular, porque surge un nuevo público: trabajadores, dependientes y más
adelante con la tendencia naturalista, que vuelca su mirada sobre la realidad, un arte
que intenta identificarse con su público. La intención era romper el aislamiento de los
románticos y redimir a los artistas de su individualismo. Un nuevo descubrimiento: en
el arte también se representan, simbólicamente, los conflictos de la sociedad, la
representación de nuevos sujetos políticos. Hay un avance: el arte no puede
desentenderse de la realidad, es desde aquí donde encuentra nuevas energías, donde
alcanza una nueva legitimación. No vale más mirar adentro y encerrarse. Esta tensión
es la que prevalece sobre el arte a lo largo de la historia, incluso en la
contemporaneidad, y de aquí su importancia a ser discutida. Con el movimiento
impresionista, en especial la tendencia simbolista, otra vez se problematiza la tensión
mencionada, aislándose de las masas y reduciéndose a un círculo pequeño, lo más
pequeño posible. El siglo XX, las vanguardias que buscan hablar desde un nuevo
lenguaje, en disidencia absoluta con un sector burgués, crean nuevas formas, surgidas
de la interpretación de nuevo contexto, con la intención de expresar un nuevo
contenido. Desarrollan nuevas experiencias formales, que posteriormente se
autonomizaran y estarán disponibles para nuevas ideas, y gracias a esta
industrialización, son capaces de llegar a nuevos públicos, mucho más amplios y
heterogéneos que antes. El público de masas, establece una nueva situación para los
artistas del siglo XX: vuelve la figura del consumidor, porque a partir de ahora es el
público quién, pagando un precio por acceder a las obras, establece las condiciones
de existencia y los fundamentos de la producción artística.
Quizás esto nos obliga a limitarnos a este público para satisfacerlo. Incluso sabiendo
de su heterogeneidad, de sus diversas reacciones, nos parecería que la tendencia es
la de normalizarlo. Sin embargo esto constituye una concesión: nuestra cosificación
como individuos creadores. Algunos opinan que hay que extender el horizonte del
público tanto como sea posible. Nuestra responsabilidad como artistas reside en
nuestra honestidad. Porque esto liquida completamente cualquier pretensión por
consentir y satisfacer al público. Evita el reduccionismo de considerar al público como
una masa homogénea. Porque así el artista, en su intento de lucirse, no se pone por
encima de ellos. En definitiva establece una relación horizontal. Como dije al principio,
mi arte es el resultado de unas elecciones propias, es un acto propio. Al constituirse en
elecciones, tiene valor como obra de arte, porque mis elecciones tienen valor en tanto
tales. Se constituyen como modelos valederos para todos. La comunicación con el
público se establece genuinamente en la medida en que yo así me lo proponga, y no
me encierre en mi mismo, ni me consagre a un grupo selecto (quizás porque es más
seguro: la actitud burguesa en el siglo XXI), ni quisiera ser condescendiente (Mala fe).
Considero que esta es la clave para extender y aumentar la participación del público.
Mi obra musical tiene valor, porque es el resultado de mis elecciones, pero completa
su legitimación en el momento en que se comunica con la realidad, con un público. Si,
luego, algún sector de ese público reacciona de manera negativamente hacia mi obra
no interesa, incluso es lo deseado: la reacción. Afectar, no esconderse.
Ahora, es momento de recordar la potencia transformadora, por lo tanto política, del
arte. Se la puede considerar así, porque intercede sobre el espacio y el orden, en
plano simbólico, de la realidad. Y aquí se evidencia la principal cualidad de todo arte:
el acto donde se hace visible aquello que antes no era visible: porque surge algo que
antes no existía por naturaleza, o quizás esta describiendo la participación del
destinatario, de un sujeto político que no tiene voz y está imposibilitado para hacerse
oír. Porque sino ¿Cómo puede el arte mesurar su poder transformador, sino es partir
de su recepción por el público? Es este el que puede legitimar nuestro arte frente al
cada vez más dominante y globalizador poder mediático y mercantilista que el
capitalismo, con su concepción posmoderna, que expande la concepción a-política del
arte, al reducirla a un efecto superficial, que tiende a igualarlo todo, a eliminar la
diferencias, y a darle el mismo valor a todo, cuando sabemos que no todo vale lo
mismo, no todo es igual. Para el artista y su obra, no todo es igual, porque nuestras
elecciones no dan lo mismo. Porque sabemos que el pensamiento posmoderno está
favoreciendo a un status quo, que impide el crecimiento intelectual del público, un
status quo que favorece la desigualdad y pretende reducir el arte a esa función ya
antigua que conocimos bajo el nombre de “arte por el arte”.
Entonces: haciendo un arte honesto, sin concesiones, nos comunicamos con el
público, realmente intercedemos a él, nos enriquecemos intelectualmente de él,
ampliamos los horizontes y beneficiamos su educación y nuestra educación.
Podremos constituirnos, en un plano intelectual y simbólico, sujetos críticos con
nuestro entorno, críticos con un sistema que se enriquece de la desigualdad. Hacer
visible a esta población es la tarea que debemos emprender. Quizás esta lucha entre
las distintas fuerzas es desproporcionada. Es evidente que nos enfrentamos a un
poder mediático, de intereses ávidos, que nos lleva mucha ventaja, pero también es
cierto que la situación global y económica, en los últimos años, está cambiando y la
supuesta globalización está siendo cuestionada, lo cual claramente es una
oportunidad para actuar. En esta situación cabria preguntarse cuál es el papel del
Estado, cual es su política respecto a lo cultural, ya que, sin ninguna duda, es nuestro
aliado en esta contienda y, en tiempos anteriores, tuvo una mayor actividad y se
empeño en visibilizar a aquellos que queríamos participar. Este puede ser un tema
para un próximo ensayo.
El sentido se debe completar: no vamos a menospreciar a nuestros receptores,
justifican nuestro mensaje. Preferimos equivocarnos con ellos a tener que acertar con
una aristocracia de cotillón. Nos rebajaremos al público como los pseudo-
vanguardistas dicen: nuestro origen, nuestra formación, nuestra emoción está atada a
ellos, venimos de ahí, estamos en deuda con ellos. Nosotros somos parte de ese
público, nos comunicamos, en particular, con cada uno de ellos, y con todos a través
de nuestra poética. Podemos hablar de un arte con función social y política; en el
contrato, siempre horizontal, entre artista y público.

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