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BLANCHOT VARIOS 1

Cómo aceptar hablar de este amigo,


Maurice Blanchot
¿Cómo aceptar hablar de este amigo? Ni para alabanza ni en interés de alguna
verdad. Los rasgos de su carácter, las formas de su existencia, los episodios de
su vida, incluso de acuerdo con la búsqueda de la que se sintió responsable
hasta la irresponsabilidad, no pertenecen a nadie. No hay testigos. Los más
cercanos no dicen más que lo que les fue cercano, no lo lejano que se afirmó
en esa proximidad, y lo lejano cesa en el momento en que cesa la presencia.
En vano pretendemos mantener, con nuestras palabras, con nuestros escritos,
lo que se ausenta; en vano le ofrecemos el señuelo de nuestros recuerdos y una
cierta figura nueva, la dicha de permanecer en la luz, la vida prolongada con
una apariencia verídica. No pretendemos más que llenar un vacío, no
soportamos el dolor: la afirmación de ese vacío. ¿Quién consentiría en aceptar
su insignificancia, tan desmesurada que no tenemos memoria capaz de
contenerla y necesitaríamos deslizarnos en el olvido para llevarla, el tiempo de
ese deslizamiento, hasta el enigma que representa? Todo lo que decimos no
tiende sino a ocultar la única afirmación: que todo debe desaparecer y que no
podemos permanecer fieles más que velando por este movimiento que
desaparece, al que algo en nosotros, algo que rechaza todo recuerdo, pertenece
desde ahora.

Maurice Blanchot
La amistad

***

Pienso en esa carta escrita a Tolstoi por Turgueniev agonizante: “Le escribo
para decirle qué dichoso fui de ser su contemporáneo”. Me parece que, por la
muerte que ha derribado a Camus –y he de añadir ahora, tristemente: a Elio
Vittorini, a George Bataille–, esta muerte que nos ha envuelto, en una parte
profunda de nosotros mismos, ya moribundos, hemos sentido qué dichosos
éramos de ser sus contemporáneos y de qué manera alevosa esa dicha se
hallaba a la vez revelada y oscurecida, más aún: como si el poder de ser
contemporáneos de nosotros mismos, en ese tiempo al que con ellos
pertenecíamos, se viera de repente gravemente alterado.
Maurice Blanchot
El rodeo hacia la sencillez
La amistad

***

Desde hace algunos días y algunas noches, me pregunto en vano de dónde


sacaré fuerzas para hablar aquí, ahora.

Me gustaría pensar, y espero poder seguir pensándolo todavía, que esas


fuerzas, que de otro modo no tendría, me vienen del propio Maurice Blanchot.

¿Y cómo no estremecerse en el momento de pronunciar aquí mismo, en este


mismo instante, este nombre, Maurice Blanchot?

Sólo nos queda pensar interminablemente, prestar oídos para escuchar aquello
que continúa resonando, y no dejará de hacerlo, a través de su nombre, en su
nombre, no me atrevo a decir en “tu nombre”, pues me acuerdo todavía de lo
que Maurice Blanchot pensaba y había declarado públicamente sobre esa
excepción absoluta, ese privilegio insigne que la amistad confiere, a saber, el
de un tuteo del que él decía que era la suerte única de su amistad
con Emmanuel Lévinas.

Emmanuel Lévinas era el gran amigo que Maurice Blanchot, como me


confesó en una ocasión, lamentó tanto ver morir antes que él. Quiero honrar
aquí su memoria y asociarla en este momento de dolor a las
de Georges Bataille, René Char, Robert Antelme, Louis-René des
Forêts, Roger Laporte.

Cómo no estremecerse al pronunciar aquí y ahora este nombre, este nombre


más solo que nunca, Maurice Blanchot, cómo no estremecerse cuando,
invitado a hacerlo, debo hacerlo en nombre de todos aquellos y de todas
aquellas, que aquí mismo o en otros lugares, aman, admiran, leen, escuchan,
se han acercado a aquel a quien tantos en el mundo entero, desde hace dos o
tres generaciones, consideramos como uno de los mayores pensadores y
escritores de este tiempo, y no solamente de este país?
Jacques Derrida
Ceremonia de incineración de Maurice Blanchot
2 de febrero de 2003

Foto: Simone Hansel


Maurice Blanchot junto a su gran amigo Emmanuel Lévinas

Escribir es lo interminable, lo incesante.


Maurice Blanchot

Escribir es lo interminable, lo incesante.

Maurice Blanchot

La soledad que alcanza el escritor mediante la obra se revela en que ahora escribir es lo
interminable, lo incesante. El escritor ya no pertenece al dominio magistral donde expresarse
significa expresar la exactitud y la certeza de las cosas y de los valores según el sentido de sus
límites. Lo que se escribe entrega a quien debe escribir, a una afirmación sobre la que no tiene
autoridad, que es inconsistente, que no afirma nada, que no es el reposo, la dignidad del
silencio, porque lo que aún habla cuando todo ha sido dicho, lo que no precede a la palabra,
porque más bien le impide ser palabra que comienza, porque le retira el derecho y el poder de
interrumpirse. Escribir es romper el vinculo que une la palabra a mí mismo, romper la relación
que me hace hablar hacia "tí", porque me da la palabra con el sentido que esta palabra recibe
de ti porque te interpreta; es la interpelación que comienza en mí porque termina en ti.
Escribir es romper ese vínculo. Además, es retirar el lenguaje del curso del mundo, despojado
de lo que hace de él un poder por el cual, si hablo, es el mundo que se habla, es el día que se
edifica por el trabajo, la acción y el tiempo.

Escribir es lo interminable, lo incesante. Se dice que el escritor renuncia a decir "Yo". Kafka
señala con sorpresa, con un placer encantado, que se inició en la literatura cuando pudo
sustituir el "Él" por el "Yo". Es verdad, pero la transformación es mucho más profunda. El
escritor pertenece a un lenguaje que nadie habla, que no se dirije a nadie, que no tiene centro,
que no revela nada. Puede creer que se afirma en este lenguaje, pero lo que afirma está
completamente privado de sí. En la medida en que, como escritor, hace justicia a lo que
escribe, ya no puede expresarse nunca más, ni tampoco recurrir a ti, ni siquiera dar la palabra
a otro. Allí donde está, sólo habita el ser, lo que significa que la palabra ya no habla, pero es, se
consagra al a pura pasividad del ser.

Si escribir es entregarse a lo interminable, el escritor que acepta defender su esencia pierde el


poder de decir "Yo". Pierde entonces el poder de hacer decir "Yo" a otros distintos de él.
Tampoco puede dar vida a personajes a los que su fuerza creadora garantizaría su libertad. La
idea de personaje, así como la forma tradicional de la novela, no es sino uno de los
compromisos por los que el escritor -arrastrado fuera de sí por la literatura en busca de su
esencia- intenta salvar sus relaciones con el mundo y con él mismo.

Escribir es hacerse eco de lo que no puede dejar la hablar. Y por eso, para convertirme en eco,
de alguna manera debo imponerle silencio. A esa palabra incesante agrego la decisión, la
autoridad de mi propio silencio. Vuelvo sensible, por mi meditacion silenciosa, la afirmacion
ininterrumpida, el murmullo gigantesco sobre el cual, abriéndose, el lenguaje se hace imagen,
se hace imaginario, profundidad hablante, indistinta, plenitud que es vacío. Este silencio tiene
su fuente en la desaparición a la que está invitado aquel que escribe. O bien, es el recurso de
su dominio, ese derecho de intervenir que conserva la mano que no escribe, la parte de sí
mismo que siempre puede decir no y que cuando es necesario recurre al tiempo y restaura el
porvenir.

Entregarse a lo incesante.
Muchas razones impiden a Kafka
terminar la mayor parte de sus historias.
Lo llevan, apenas ha comenzado una
de ellas, a dejarla para intentar
apaciguarse en otra.

¿Qué queremos decir cuando en una obra admiramos el tono, cuando somos sensibles al tono
como a lo más auténtico que tiene? No hablamos del estilo, no del interés y la calidad del
lenguaje, sino precisamente ese silencio, esa fuerza viril por la cual, quien escribe, al haberse
privado de sí, al haber renunciado a sí, mantiene, sin embargo, en esa desaparicion, la
autoridad de un poder, la desición de callarse, para que en ese silencio tome forma,
coherencia y sentido lo que habla sin comienzo ni fin.

El tono no es la voz del escritor sino la intimidad del silencio que impone a la palabra, lo que
hace que ese silencio sea aun el suyo, lo que permance de sí mismo en la discreción que lo
aparta. El tono hace a los grandes escritores, pero quizá la obra no se preocupe por lo que los
hace grandes.

En la desaparición a la que está invitado, "el gran escritor" aún se retiene: lo que habla ya no
es él mismo, pero tampoco es el puro deslizamiento de la palabra de nadie. Del "Yo"
desaparecido, conserva la afirmación autoritaria aunque silenciosa. Del tiempo activo, del
instante, conserva el corte, la rapidez violenta. Así, se preserva en el interior de la obra, está
contenido allí donde no hay nada contenido. Pero por esto la obra también conserva un
contenido, no es toda interior a sí misma.

Si escribir es descubrir lo interminable, el escritor que penetra esa región no se adelanta hacia
lo universal. No va hacia un mundo más seguro, más hermoso, mejor justificado, donde todo
se ordenaría según la claridad de un día justo. No descubre el hermoso lenguaje que habla
honorablemente para todos. Lo que en él habla, es que de una u otra manera ya no es él
mismo, ya no es de nadie. El "Él" que se sustituye al "Yo", ésa es la soledad ue alcanza al
escritor por medio de la obra. "Él" no designa el desinteres objetivo, la indiferencia creadora.
"Él" no glorifica la conciencia en otro que no sea yo, vuelo de una vida humana que en el
espacio imaginario de la obra de arte conservaría la libertad de decir "Yo". "Él" es yo mismo
convertido en nadie, otro convertido en el otro, de manera que allí donde estoy no pueda
dirigirme a mí, y que quien a mí se dirija no diga "Yo", no sea él mismo.

Tomado de:
BLANCHOT, Maurice (2002): El espacio literario. Madrid, Editora Nacional, pp. 22-24.
LA TENTACIÓN FASCISTA:
EL CASO MAURICE
BLANCHOT
01-12-2016NotasColaboradores comentarios

Por Nicolás González Varela

Blanchot, el oscuro

Maurice Blanchot es indudablemente uno de los ensayistas y literatos más fascinantes


de la posguerra. Tanto como crítico literario en sus contribuciones a las más prestigiosas
revistas de lettres contemporáneas, ha ejercido una función canonizadora sobre la
literatura contemporánea. No sólo eso: la importancia de Blanchot ha excedido y
desbordado la mera teoría literaria: ya sea por su propio discurso literario o por la
naturaleza filosófica de sus reflexiones, Blanchot a generado –¿sin proponérselo?– una
corriente de pensamiento desde los años ’50 de larga influencia. Barthes, Bataille,
Derrida, De Man o Foucault no han ocultado el impacto blanchotienne en sus obras. El
filósofo Jacques Derrida, el día de la incineración de sus restos decía gravemente: “Un
hombre del que admiro tanto la fuerza de exposición, en el pensamiento y en la vida,
como la fuerza de retirarse, el pudor ejemplar, una discreción única en estos tiempos.
Que le mantuvo siempre lejos, deliberadamente, por principio ético y político, de todos
los rumores y de todas las escenas, de todas las tentaciones y de todas las seducciones
de la cultura, de todo lo que nos urge y precipita hacia la inmediatez de los medios de
comunicación, de la prensa, de la fotografía y de las pantallas.” Pero su importancia
teórica se contrapone a un hombre misterioso, un escritor invisible.

Aparentemente, según los hagiógrafos, es un caso de hombre invisible, que ha decidido


llevar una existencia anónima, en un retiro de soledad essentielle. Su obra es como su
vida: externa, silenciosa, no coincide con ninguno de los movimientos de la posguerra,
ni con el existencialismo, ni con el estructuralismo, ni con el postestructuralismo. La
lectura de su obra conocida y publicada contribuye todavía más a este halo misterioso:
un lector corriente la encontrará aparentemente simple pero oscura, con un style denso,
opaco, casi inaccesible (incluso para los estándares de la industria filosófica parisina).
Deliberadamente Blanchot provoca en el lector falsos pasos, hacia atrás o hacia delante,
en busca de una comprensión que no existe. Su lenguaje intenta independizarse de las
cosas, ser lenguaje desnudo, extraño a toda matriz o a todo servicio. Muchos intento de
comprender su obra (repetimos: su obra literaria más o menos consagrada), han
terminado en fracaso debido a esta evanescencia perfectamente buscada y lograda.
Resulta imposible relacionar obra y mundo histórico, una obra que parece estar ausente
de lo contemporáneo. Pero que sucede si intentamos lo contrario, interrogar a Blanchot,
no ya desde su consagración sino desde sus inicios e invertir la fórmula. Si la literatura
en términos de Blanchot es el lugar de la experiencia original, busquemos los orígenes
de la obra. Situar a Blanchot en sus inicios, en sus dudas, en sus elecciones teóricas, en
su lento transformarse, para intentar descubrir las bases en que reposa la arquitectura de
su ouvre. La reflexión ya no es un programa mitológico para comprobar el origen de la
obra como experiencia imposible, sino más bien la más modesta tarea de cómo aparece
y se elabora una reflexión política sobre la literatura. O cómo se elabora literatura desde
el compromiso político. Silencio y neutralidad de la palabra literaria como problemática
ideológica. Uno de los peligros que nos acechan es el llamado Vichy Syndrome. ¿De qué
se trata? Su nombre se debe al gobierno de Vichy, establecido en 1940 en la parte de
Francia ocupada, y que no sólo colaboró ampliamente con el esfuerzo nazi, sino intentó
un fascismo a la francesa, autóctono y bien galo. Como nos lo recuerda el autor del
mejor libro sobre el régimen de Vichy, Rousso, el síndrome de Vichy consiste en un
sistema heterogéneo de síntomas, de manifestaciones, en particular en la vida política,
social y cultural de Francia, que revelan la existencia de un enorme traumatismo
generado por la Ocupación nazi entre 1940 y 1945, particularmente ligado a las
divisiones internas, a los alineamientos políticos con respecto al invasor, traumatismo
que se ha mantenido, e incluso se ha desarrollado y perfeccionado, mucho después del
fin de la guerra. Como Rousso argumenta, este síndrome colectivo, en algunos casos
promovido y generado desde el estado (la Vª república gaullista), ha producido que los
conflictos abiertos en esos años continúen sin conclusión y que los propios franceses no
se hayan reconciliado con su propia historia. Ha sido una política estatal “desconstruir”
la colaboración francesa con el nacionalsocialismo… El caso Blanchot es uno de los
mejores ejemplos del síndrome de Vichy, quizá paradigmático. Como señala un
estudioso de Blanchot “es simplemente deshonesto adular piadosamente la dimensión
de lo heterogéneo en los escritos de uno de los más grandes escritores del siglo…
borrando totalmente el fragmento más indigerible de su obra”.
“Maurice Blanchot: Le sujet de l’engagement” (Biografía) de Pierre Mesnard.

Revolución de la derecha

Durante los años ’30 en Francia Maurice Blanchot fue, antes que nada, un intelectual
comprometido, radicalmente engagé. Inimaginable si uno considera sus posiciones
teórico-prácticas o sus discusiones contra Sartre de la posguerra. Impensable para la
mayoría de sus admiradores de la escritura “pura”, ausente, de los márgenes. Un
contraste cegador entre el esteta del silencio, el littératteur construido después de 1945
que pocos pueden imaginar. A modo de ejemplo, daré dos, un reciente biógrafo de
Blanchot,

define al escritor como “novelista y crítico, nacido en 1907, su vida fue devotamente
entregada a la literatura”, y según el autor si bien coqueteó con la extrema derecha en
1938 ingresó en la literatura pura; en español, en especial el año de su muerte,
aparecieron diversos homenajes autóctonos en el mundo español, la mayoría pequeñas
páginas miserables de hagiografía, “copy&paste” y culto al teórico de la decepción,
textos cercanos al extravío, como cuando un comentarista poco avispado nos previene
que “al revés de sus ensayos, su obra narrativa es prácticamente desconocida en nuestra
lengua”. Justamente lo poco conocido de Blanchot son sus ensayos, en especial aquellos
que escribió entre 1930 y 1945, eminentemente políticos, y que suman la impresionante
cifra de doscientos, muchos nunca republicados o traducidos al español. Otro
comentarista lo llama el “maldito ilustrado” y aunque menciona sus artículos en la
prensa chauvinista, todo queda como un accidente en la gran ruta del ser literario.
Retrospectivamente podemos decir que si Blanchot estaba comprometido con su
tiempo, lo estaba del lado equivocado: su escritura y su talento se pusieron al servicio
de un arco rocambolesco de revistas y diarios de la extrema droite francesa. Blanchot
era, sin lugar a dudas, un activista de la nueva derecha y violento ideólogo
antirrepublicano. Participaba personalmente como militante en los grupos de disidentes
maurrasianos (discípulos críticos de Charles Maurras, el fundador de la Action
Française). Y su pluma se puso al servicio de un variopinto número de revistas y
órganos protofascistas. Todas estas publicaciones pertenecían a la corriente conocida
como Jeune Droite, que critican a los maurrasianos su inmovilismo, su aceptación del
marco de lucha política liberal, su legalismo y falta de acción concreta. Es la deriva
fascista de la Action Française, con una mezcla ideológica de neotradicionalismo,
antimaterialismo y personalismo católico integrista. Se pueden distinguir dos grandes
agrupaciones de los jeunesses: 1) Las cobijadas bajo el liderazgo de Jean-Pierre
Maxence, que editaban revistas como “Les Cahiers”, “La Revue Française” y la
furibunda antijudía “L’Insurgé”; 2) Y la troika de Robert Brasillach, Thierry
Maulnier, Jean de Fabrègues, que editaban “Je suis partout”, “La Revue universelle”,
“Réaction”, “1933” (luego “1934”), “Combat” (con Pierre Drieu la Rochelle), “La
Revue du siècle”, “Civilisation” y “A l’assaut”, entre otras.

La ideología y la importancia de estos grupos y revistas es difícil de calibrar, pero todos


tenían algunos denominadores en común con el amplio espectro del “modernismo
reaccionario”: anti-democracia, anti-igualitarismo, anticomunismo, corporativismo
neomedieval, crítica de los derechos del hombre y de las libertades civiles, anti-
universalismo, racismo. A los ojos de estos círculos por más de un siglo las “ideas de
1789” habían sido responsables de la decadencia de la nación francesa, de su integridad,
honor y virilidad. A la crisis económica de 1929, se le sumó el ascenso del
nacionalsocialismo, la consolidación de Mussolini y la ascensión de las izquierdas en
España y Francia con los frentes populares. Francia se dividió, y el polo de la extrema
derecha se movió hacia el golpe militar y la insurrección. Paradójicamente, mientras la
izquierda institucional representaba la defensa de la legalidad democrática burguesa, la
derecha protofascista se hacía insurreccional y antisistema. Como Blanchot escribía
en Le Rempart en el artículo “Quand l’Etat est revolutionnaire” (24 de abril de 1934), en
el contexto de un intento de golpe de estado derechista fallido: “Hoy los signos de crisis
política general están en todas partes. Después de haber vivido por muchos años con el
sentimiento de orden y seguridad… nos encontramos enfrentados con una delegación de
los intereses privados guardados celosamente por sus representantes: no hay estado a la
izquierda”.

Blanchot y Emmanuel Lévinas.


Derivas fascistas

“No es fácil escribir sobre Maurice Blanchot”, recordaba su amigo el


filósofo Emmanuel Lévinas, y sabía por qué. ¿Lévinas conocía el viaje sin retorno de
Blanchot al fascismo? Los primeros artículos del joven Blanchot datan de 1931,
aparentemente son literarios. Mahatma Gandhi, el primero, fue publicado en el último
número de una revista marginal, Cahiers de littérature et de philosophie, editada por
estudiantes católicos reaccionarios, aunque se reclamaban “cristianos revolucionarios”.
La idea blanchotiana es que la renovación espiritual europea, comparándola con la de la
India en rebelión, sólo puede realizarse como una empresa de “purification nationale”.
El editor de la revista es un seminarista apasionado y fanático de Maurras, ya lo
nombramos, Jean-Pierre Maxence (por cierto: reciclado en la industria editorial francesa
omitiendo su pasado); la ideología tiene mucho de la teología de Maritain y en ella se
mezclan artículos literarios con conclusiones bien políticas. Se pueden leer artículos de
Maritain, Bernanos, Chesterton, Marcel, Eliot, Jacob, Supervielle, incluso un
monográfico dedicado a antimoderno Charles Péguy (una de las fuentes del fascismo,
según palabras del mismo Mussolini). Al inicio de los años ’30 el discurso blanchotiano
es una crítica literaria y cultural que se transforma progresivamente en pensamiento
político y en llamada a la acción, a tal punto que lo literario queda eclipsado por lo
político. Blanchot cree que la crítica literaria debe tener siempre un juicio de valor,
esencialmente antimarxista y nationaliste. Todos los biógrafos y hagiógrafos coinciden
en que existe un punto de ruptura entre los años 1931 y 1933: si en los primeros años de
la década se mezclan artículos de crítica literaria con corolarios políticos más o menos
solapados, ya en 1933 Blanchot se transforma en un escritor político puro y duro. Se
trata de una radicalización y politización extrema de toda Francia, se diría epocal, los
prolegómenos de una verdadera guerra civil encubierta, pero la de Blanchot en especial
refleja casi sismográficamente la evolución de la “Jeune Droite” en particular. El
cambio radical fue la coyuntura histórica de 1932, año fatal en lo económico (llegan los
efectos del crack del ’29 a toda Europa) y político (las izquierdas se unifican en un Bloc
des gauches, un experimento político inédito y están al borde de conquistar el poder por
medios pacíficos). Blanchot declama contra la perspectiva demoníaca, no sólo del
liberalismo, sino del previsible triunfo del Front Populaire liderado por el judío
bolchevique Leon Blum.

Negativamente habla de la necesidad de un renaissance político, contra el


individualismo burgués, contra la decadencia democrática, “fille du nombre et de la
quantité”, denuncia el estatismo y la lucha de clases. A su vez defiende la soberanía
monárquica (el principo de gobierno decisionista de una sola cabeza), la sumisión de
nuestra vida a un “bien común” corporativo (el orden católico integrista y su utopía
comunitaria). Si Maurras y la vieja guardia se basaban en la filosofía política del
neotomismo, la “Jeune Droite” se basa en la fenomenología existencial de Martin
Heidegger y en las conclusiones políticas derivadas de su libro de 1927, “Ser y
Tiempo” (Sein und Zeit). Ya en aquellos años la mentalidad protofascista francesa
sacaba las conclusiones más reaccionarias de la filosofía heideggeriana sin problemas.
El discurso revolucionario de Blanchot tendrá una estructura paralela a la forma de las
críticas literarias que luego se condesaran en su obra “Faux Pas” (1943), netamente
antimodernista (como por ejemplo, al rechazar la claridad como cualidad adecuada para
evaluar la perfección de la literatura francesa) y nacionalista (como por ejemplo, en un
artículo sobre el crítico alemán Curtius, al defender la especificidad francesa en los
temas psicológicos del hombre y al defender una idea de hombre, no isolé et abstrait,
sino la personne vivante, el hombre-en-el-mundo, en su relación más ontológica con la
sangre y la tierra). Ya en esos años aparece una de las ideas fundamentales de la
concepción literaria blanchotiana: la creación literaria exige la transformación de lo
accidental en un orden y armonía necesarios. La literatura verdadera realiza l´harmonie
concrète, entre lo puro y lo esencial y una acción real que cumple el destino de una
persona existente.

En sus artículos en Le Rempart, Blanchot polemiza agriamente contra la “inhumana


Declaración de los Derechos del Hombre”, contra la “Idée 1789”, es decir, todos los
ideales de la revolución francesa, que desde su punto de vista habría redefinido
desastrosamente el concepto de libertad, descontextualizada de sus antecedentes
históricos, liberada de las relaciones naturales (no es otra cosa que la crítica de Burke y
De Maestre reciclada). La única solución al desencantado y disfuncional republicanismo
decadente, observa Blanchot, es una insurrección de nuevo tipo, tal como lo
demuestran las exitosas aventuras de Italia y Alemania: “cuando el estado es incapaz de
trabajar para el estado y a favor de la nación, el bien público sólo puede ser defendido
por la resistencia contra los poderes políticos… las aventuras de Italia y Alemania son,
en este aspecto, plenas de promesas…” El 6 de febrero de 1934, en el contexto
internacional del fortalecimiento de Hitler y la remilitarización de Alemania, y en el de
una crisis gubernamental por el Affaire Stavisky, se produce un intento de golpe de
estado de las organizaciones de la extrema derecha francesa en la Place de la Concorde.
Los disturbios callejeros y represión policial dejen 15 muertos y 3000 heridos. El golpe
falla al dudar el ejército y levantarse una oposición de la izquierda y los sindicatos. En
un artículo en Combat, “Le Fin du 6 Février, 1934”, Blanchot recordará esta magna
fecha y calificara al intento de putsch como “magnifico por la virtud de su ardor, por su
devoción y sus acciones sublimes”. Otra vertiente ideológica de la Jeune Droite será,
por supuesto, Nietzsche, aunque mucho de sus escritos no se han traducido al francés, el
recurso ideológico vendrá de segunda mano. Las profecías neonietzscheanas
concernientes a la declinación de las naciones blancas, la aristocracia de los mejores y
más fuertes, al advenimiento de una nueva Edad Media, abundan entre Blanchot y sus
compañeros de ruta. Thierry Maulnier (Jacques Talagrand), el editor de Combat y
amigo de Blanchot, escribirá uno de los primeros estudios franceses importantes:
“Nietzsche” (1933) y Drieu La Rochelle escribirá el mismo año “Nietzsche contre
Marx”. Maulnier, dicho sea de paso, ha escrito la introducción exultante de la
traducción al francés del libro protofascista del jungkonservative alemán Arthur Moeller
van den Bruck Das Dritte Reich, “El Tercer Reich”.

Blanchot
Terrorismo de derecha y antisemitismo

De 1936 a 1939 Blanchot será un colaborador regular de dos revistas de la extreme


droite: L’Insurgé y, como vimos, Combat. L’Insurge tenía un curioso lema: “Contre les
oligarchies, au service du Peuple et de la Patrie” y poseía vínculos con una de las
principales organizaciones terroristas de la extrema derecha activas durante la década de
los ’30, la “Organisation secrète d’action révolutionnaire nationale”, conocida como La
Cagoule de Eugène Deloncle. La revista funcionará en las mismas oficinas de La
Cagoule en la calle Caumartin. Brevemente la organización intentaba a través del terror
desestabilizar la república (con asesinatos, uno muy famoso como la ejecución por
orden de Mussolini de los hermanos Rosselli, dos intelectuales antifascistas exiliados en
Francia; con atentados a la izquierda, contra aviones comprados por la República
Española, o contra la derecha, contra la sede de la patronal francesa, para acusar a la
izquierda). Con apoyo financiero de Mussolini y Franco (quien incluso le envía
armas), La Cagoule intenta otro coûp de main en noviembre de 1937. Fracasa y unos
120 miembros son arrestados a lo largo del año 1938. La mayoría de sus integrantes y
sus cuadros dirigentes luego de 1940 participarán en el gobierno fascista y
colaboracionista de Vichy o en la zona ocupada por los alemanes. Se rumoreaba que en
la organización paramilitar participaba incluso De Gaulle y otros generales en actividad.

En sus sesenta y siete artículos en L’Insurge, Blanchot profundizará sobre la tercera vía
entre la democracia liberal y las ideas colectivistas del socialismo y el comunismo, y
llamando al uso de la fuerza contra el régimen, hasta que en marzo de 1937 las
autoridades lo detengan (hecho poco conocido entre sus admiradores), junto con cinco
miembros del comité editorial, por incitación al asesinato. Desde la revista los
articulistas pedían venganza a sus lectores y militantes por la reciente muerte de dos
activistas de extrema derecha a manos de la policía, y la venganza debía recaer en las
muertes de León Blum y el líder del PCF, Maurice Thorez. Blanchot razonaba que si la
democracia no es capaz de proteger a sus ciudadanos, si su justicia es sectaria, es tiempo
que los ciudadanos más conscientes tomen el asunto en sus manos. El periodismo
literario-político de Blanchot será un ejemplo paradigmático de este ethos protofascista,
insurrecionalista de derechas, sediciosamente extraparlamentario, donde el climax será
el artículo “Le Terrorisme, méthode de Salut Publique” de 1936. A un poder injusto, a
un parlamento que erosiona la economía nacional, tiránico, arbitrario, que anuncia “la
ruine” de Francia, un ruina en la que confluyen la democracia liberal, el socialismo de
los profesores y el marxismo, se opone un “juste révolte”, la promesa de una magnifica
revolución “nécessaire et nationale”, que salvará a Francia y fundará un Orden
verdadero. La democracia liberal, en ese momento gobernada por El Frente Popular,
difama a la verdadera fuerza nacional y produce sólo desorden. La ideología
republicana, basada en “l’absurde philosophie pacifiste” ignora o pretende subestimar la
superioridad de la violencia. ¿Y el marxismo? No es ni un partido revolucionario, ni un
ideal, ni puede pretender inspirar ninguna fuerza verdaderamente revolucionaria… el
marxismo es sobre todo extraño a la idea, a la acción, a la fe revolucionaria, porque,
como el socialismo, ignora la verdadera fuerza subversiva: la pulsión Nationale. Si
localmente el acceso al poder de las izquierdas en junio de 1936 se vivió como una
catástrofe en la nueva derecha francesa, en el preludio de la bolchevización de Francia,
el golpe de estado de Franco en julio de 1936 en la España republicana despertó sus
esperanzas. Blanchot se transforma en un entusiasta de la causa nacional de la Falange,
argumentando fervientemente a favor de que Francia interviniera, al lado de la
Alemania nazi y la Italia fascista, del lado de Franco. El artículo, Les deux trahison? Le
Front Populaire a ruiné l’internationalisme et ‘turquifié’ la France, reclama que
Francia apoye la lucha antirrepublicana del fascismo español para poder re-establecer
sus credenciales de potencia en el juego de la geopolítica mundial; además, Blanchot
daba la voz de alarma que como Hitler era el aliado más confiable de Franco, los
franceses estaban perdiendo un esfera de influencia históricamente francesa. El
antisemitismo y xenofobia normal de la extrema derecha de la época no se hace esperar:
en un artículo sobre León Blum, titulado irónicamente “Blum, notre chance du salut”, se
lo califica como “el representante de lo más despreciable de nuestra Nación… una
ideología atrasada, una mentalidad senil, una raza extranjera”. En ese número en
especial, para que calibremos el contexto de la diatriba, en la cubierta de la revista
aparece una caricatura antisemita de Blum: el líder socialista aparece con los típicos
rasgos judíos exagerados (nariz ganchuda, protuberancia craneal, ojos saltones, labios
libidinosos) blandiendo un Menorah apoyado en una pila de ataúdes (una alusión a
cinco trabajadores muertos por la Guardia Nacional en el curso de una marcha
antifascista de la izquierda). Es la misma época en que Céline inicia su propia deriva
antisemita con su pamphlet “Bagatelles pour un massacre”. Como bien señalan dos
estudiosos de la cuestión judía en Francia, Pastón y Marrus, “el antisemitismo jugó un
importante rol en la derecha francesa para oponerse violentamente al gobierno del
Frente Popular de Blum. La sensibilidad antijudía del francés medio es remodelada
desde una visión del mundo que engloba lo económico, lo social y lo político,
transformándose en un arma combativa, el cri de coeur de un movimiento opositor que
se presentaba como defendiendo a Francia de un cambio revolucionario”. La ensayística
de Blanchot se encuadra perfectamente en estas coordenadas. Cuando Hitler reocupa
militarmente la zona industrial y minera del Rhin en abril de 1936 (violando todos los
tratados) y la guerra parece inminente, Blanchot escribe “Après le coup de force
allemande” que “nada es tan pernicioso como la propaganda del ‘honor nacional’
promovida por sospechosos oficiales extranjeros [judíos] en las oficinas del Quai
d’Orsay [Ministro de Relaciones Exteriores] que intentan forzar a jóvenes franceses a
entrar en una guerra en nombre de Moscú o Israel”. En otro artículo de 1936 sobre el
terror como método de salud pública, “Terrorismo comme méthode du salud publique”,
Blanchot distingue un antisemitismo razonable en tanto anticapitalismo (recordemos
que una de las fuentes del fascismo francés es la izquierda) del vulgar antisemitismo
basado en la biología de los nazis. Vuelve sobre los temas trillados (antirepublicanismo,
antiliberalismo, heroicidad y uso de la violencia sin límites) para calificar al gobierno de
Blum de detestable, “eso que con solemnidad se ha llamado el experimento Blum…
una espléndida unión, una alianza sagrada… de soviéticos, judíos e intereses
capitalistas”. Allí está la paranoica conspiración de comunistas, judíos y plutócratas, un
clásico de la demonología fascista y parte indisoluble de la imaginación paranoica de la
extrema derecha. El 1º de septiembre de 1939 Alemania invade Polonia y estalla la
Segunda Guerra Mundial; poco tiempo después, entre mayo y junio de 1940, Francia es
derrotada ignominiosamente en seis semanas por la Blitzkrieg alemana. Pero para los
jóvenes turcos de la Jeune Droite la derrota es la oportunidad de un nuevo inicio y la
demostración que la era de la indecisión y de la democracia liberal fue la causante de la
humillación más grande vivida por los franceses. Como dijo el maestro, Charles
Maurras, el triunfo extraño de Alemania fue una “sorpresa divina”. Blanchot también se
comprometerá con este Nuevo Orden, y es quizá la parte de su vida más oscura pero
más literaria.

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