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La partida

Teo García

Rocaeditorial
© Teo García, 2005

Primera edición: noviembre de 2005

© de esta edición: Roca Editorial de Libros, S.L.


Marquès de l'Argentera, 17. Pral. 1.a
08003 Barcelona.
correo@rocaeditorial.com
www.rocaeditorial.com

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Industria, 1
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ISBN: 84-96284-95-6
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A mis Ignacios
Capítulo I

Conforme la rutina se apodera de nuestras vidas, muchas veces acompañada


de mayores comodidades, tendemos a no valorar los pequeños placeres que nos
proporciona. Anselmo Pardo no caía en este error y su partida vespertina de
dominó de todos los viernes con sus mejores amigos, cerveza fría, boquerones
en vinagre y alcachofas rebozadas era uno de ellos.
Su trabajo, duro y desagradable, era un mal menor. Consideraba que tenía
todo lo que en esta vida un hombre puede desear: tranquilidad, paz interior,
una buena esposa, un hijo maravilloso y por encima de todo, una falta total y
absoluta de ambición. Sin embargo, no valoraba en su justa medida todo lo que
ello representaba.
El enérgico golpear de una ficha sobre el mármol de la mesa le hizo volver
a concentrarse en el juego.
—Pito, seis, y cierro, paisanos —anunció ufanamente Clavijo.
—Me cago en tu puta madre. Que seas maricón me da igual, pero que sepas
jugar y siempre ganes me jode mucho.
—Pijo, te agradezco el cumplido de buen jugador, Quique, pero lo de
maricón lo debes decir pensando en alguien de tu familia.
Anselmo rió. Era cierto que Clavijo era maricón y con pluma, pero le
gustaba tenerle de pareja de juego. Su amigo no se llamaba, en realidad, Clavijo.
Su nombre auténtico era Ramón, Ramonet para su madre, que utilizaba esa
fórmula catalana como forma de integración. Cuando se conocieron, a Anselmo
le resultó llamativo que siempre usara la expresión «pijo», que él desconocía,
como muletilla. Al adquirir confianza, le preguntó el sentido de la palabreja y la
procedencia de su acento. Ramón, o Clavijo, era de un pueblo murciano
llamado Cabezo de Torres. Sus padres se habían trasladado a Barcelona a
principios de siglo en busca de trabajo en las grandes obras públicas que se
desarrollaron por aquellas fechas —la construcción y ampliación de las líneas
de metro, así como las infraestructuras para la Exposición de 1929—, que
actuaron como un suculento reclamo para conseguir aquello que su tierra natal
les había negado: prosperidad. Naturalmente, junto con las ganas de mejorar su
nivel de vida y su ánimo de trabajar, también trajeron parte de su vocabulario y
costumbres. «Pijo», se aplicaba desde un nombre más a añadir a la lista para
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definir el pene, hasta la nadería más insulsa.


Ramón se crió, pues, en Barcelona y conforme se hizo mayor, lo que al
principio resultó ser una sospecha por su amaneramiento y forma de
comportarse, con el tiempo se volvió una realidad, para disgusto de su padre y
escándalo de no pocas vecinas. También se hizo amigo de Anselmo y del resto
de parroquianos de Casa Jaime. Como suele suceder entre todas las personas
que forman los asiduos de cualquier tugurio o tasca, siempre existe un
cachondo que en un momento dado manifiesta en voz alta lo que los demás
callan, pero piensan. Con el tiempo y la confianza, lo que al principio se dice
como una pulla se va perfeccionando hasta límites que rayan la crueldad; aun
cuando muchas veces el que lo emite, y luego el que lo repite, no sea consciente
de ello. Esto sucedió con Ramón: de «le gusta que le claven el pijo...» al
sobrenombre de Clavijo. Todo un poeta el autor de la chanza: había demostrado
que la urbanidad tabernaria siempre es la misma.
—Jaime, ¿cómo van esos boquerones? —preguntó Anselmo, apurando el
último trago de cerveza.
—Qué muchachos, ¿queréis recibir otra lección del noble arte del dominó?
—propuso Clavijo.
—Por mí que no quede. Seguro que la próxima ganamos —contestó
Quique, levantándose—. Pero antes deja que vaya a mear.
El cuarto jugador era Pedro, Perico para los amigos. Asiduo del bar, amigo
de infancia y vecino de Anselmo, ambos compartían otra afinidad: su afición
por el baloncesto. Asistían a los partidos que jugaba el C.F. Barcelona, equipo
del que era seguidor Anselmo, o bien el Laietano, el equipo de Perico. Él era el
más serio de todos. Aventajado en estatura, lucía un fino bigote y unas
ondulaciones en el pelo, que junto a sus ojos verdes, le hacían muy atractivo
para el género opuesto, aunque no era consciente de esa ventaja, ni la explotaba.
A ello se añadían unas facciones delgadas, suaves y unos modales corteses.
Desperezándose con disimulo en la silla, prestó especial atención a la
pregunta de Clavijo.
—¿Habéis oído los rumores que corren, pijo? Parece que el ejército de
África se ha sublevado contra la República.
—Estamos con la misma mierda de siempre: militares, curas y
monárquicos..., la carcunda. Imagino que un día u otro nos dejarán en paz de
una puta vez —exclamó Anselmo.
—Queridos —dijo Clavijo—. Ya sabéis que en esta vida hay dos tipos de
personas: las que dan, que suelen ser los tres grupos que has nombrado antes, y
los que toman, que somos todos los demás, pijo.
—Tiene gracia que seas tú precisamente el que hables de dar y tomar —dijo
Quique, que había regresado de los servicios oyendo la conversación—. Vaya
suerte para ti y tus amigos; toda una manada de moros que vienen hacia aquí.
Péinate y ponte más fijador que vas a tener trabajo.
—Qué grosero eres, Quique de mi corazón. Te sorprendería saber la de

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tipos que se la dan de muy machos, y luego les encanta bajarse a la fuente a
beber del caño. A lo mejor tú eres uno de ésos; un día lo probaremos —replicó
Clavijo.
—Ni se te ocurra, tita: antes te corto los huevos y se los regalo a tu madre
de pendientes.
—¡A mi madre ni nombrarla, cabrón!
—¡Queréis callar de una vez! —dijo Anselmo, alzando la voz. Cada partida
de los viernes iba aderezada con frases y conversaciones similares. A Anselmo
estas expresiones no le molestaban, le hacían gracia y hasta sonreía. Su adusta
parquedad a la hora de expresarse le venía impuesta por sus ascendientes. Sus
padres provenían de Villatoro, un pueblo burgalés, y a pesar de haber nacido él
en Barcelona, algo había heredado de ese carácter mesetario tan característico.
—Juguemos de una vez. Luego, si queréis os tiráis de los pelos —añadió
Perico.
Mientras las fichas eran mezcladas con su cantarín sonido, llegaron los
boquerones y otra ronda de cervezas que traía Jaime, el propietario del bar que
llevaba su nombre.

A nadie le hubiera sorprendido que el ejército se alzase en armas, en aquel


mes de julio de 1936. Hacía ya mucho tiempo que se sospechaba, e incluso
esperaba, algo parecido. Una asonada más en la convulsa historia española de
los últimos años. Después de lo recientemente acaecido —como el atentado
contra el teniente Castillo en Madrid, en el que resultó muerto; y con
posterioridad, el día 13, el secuestro y asesinato de Calvo Sotelo, líder de la
Confederación Española de Derechas Autónomas—, los presagios que se
cernían no eran nada optimistas. Se debía estar muy despistado o ser muy feliz,
para no darse cuenta de que España había iniciado el descenso a los infiernos
más lúgubres de su historia.
La gravedad de los hechos acontecidos provocó que el día 15 de julio de
1936 se reuniera la Diputación Permanente de las Cortes en Madrid. La sesión
se pudo calificar de trágica. En ella, los en un futuro muy próximo enemigos
intentaron dialogar. Pero si de algo sirvió, fue para que al finalizar todos los
presentes tuvieran la firme idea de que la convivencia se había hecho añicos
definitivamente; a partir de ese momento, cada bando actuaría en función de
sus ideologías o intereses. Los políticos moderados intentaron sin éxito un
apaciguamiento de la situación, pero cualquier esfuerzo resultaba estéril. La
división también era notoria y patente en la sociedad civil. Visto desde fuera,
parecía que los bandos buscaban con ahínco la confrontación, la pelea,
intentando buscar, si no inventar, todo tipo de provocaciones. Hacía años que
Karl von Clausewitz escribió, después de las contiendas napoleónicas, que la
guerra estaba compuesta de tres aspectos: la política del gobierno, las
actividades de los militares y las pasiones de los pueblos. En el caso de España

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durante el mes de julio de 1936, estos tres ingredientes estaban generando un


volcán cuya erupción iba a modificar no sólo la sociedad, sino la historia
española de los próximos años. Lo más triste era que ninguno de los
implicados, directamente o indirectamente, o siendo sujetos pasivos de esta
representación, era consciente de ello.

Los cuatro amigos continuaban concentrados en las fichas. Seguían con


atención los movimientos del contrario y los gestos de su pareja, pero vivían
ajenos a los sucesos de la vida política.
Anselmo miraba a Clavijo. Sabía que de un momento a otro pondría la ficha
en la mesa que le permitiría cerrar la mano y ganar el juego. Acariciaba
nerviosamente la pieza a la espera del momento. El dominó requería una
especial concentración, al contrario que su trabajo. Anselmo era guardia de
asalto. Había ingresado en la policía, denominada entonces Cuerpo de
Vigilancia, a principio de los años treinta. Durante un corto espacio de tiempo
se hartó de tratar con chorizos, mangantes y lumpen vario. Aprovechando una
reorganización de las fuerzas policiales en España producida en noviembre de
1930, cambió de destino siendo ubicado en unas nuevas unidades denominadas
Secciones de Gimnasia, con una finalidad más concreta: salvaguardar el orden
público. El cambio no le fue difícil; su complexión física —medía uno ochenta—,
su fortaleza innata, junto con su listeza e intuición, hicieron que sus superiores
le facilitaran de buen grado el pase a esta nueva unidad.
Las perspectivas iniciales se vieron defraudadas, una vez más, en un corto
espacio de tiempo. Aquí se trataba de reprimir, dar porrazos y actuar con
contundencia contra multitudes y manifestaciones. Él, que se consideraba un
trabajador más, no podía entender cómo una de las facetas de su ocupación era
moler a palos a otros trabajadores que, en muchos casos, lo único que hacían
eran reclamar mejoras para ellos y sus familias. Con la llegada de la República,
Miguel Maura, ministro de Gobernación, decidió una nueva reforma de los
cuerpos policiales. Aprovechando la infraestructura ya creada, formó la Sección
de Vanguardia o Asalto. Al pasar a depender de la Generalitat catalana, se
formó el Cos de Seguretat de Catalunya, a cuyo mando estaba el comandante
Arrando. Dependían de la Direcció General d'Ordre Públic de la Generalitat.
En este nuevo destino se sintió más tranquilo y realizado.
Mediante unos cursos que se convocaron para crear mandos intermedios,
logró el rango de sargento casi sin proponérselo. Sus superiores, todos
provenientes del estamento militar, se fijaron en sus cualidades de
organización, lealtad y su cada vez más notoria falta de escrúpulos; aunque
ellos preferían llamarlo «la virtud de no cuestionar las órdenes recibidas».
—¿Quién me liaría un cigarrillo? —pidió, como era habitual en él, Quique.
La costumbre le resultaba especialmente irritante a Perico. Fiel a su forma de

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ser, se limitaba a desaprobar con unos ligeros movimientos de cabeza la


atracción que sentía su amigo por el tabaco ajeno. No obstante, no dudó en
alcanzarle la petaca y el papel de liar. Quique era así: un despreocupado de la
vida. Ni siquiera se llamaba Enrique, como se esperaría teniendo dicho apodo,
sino Joaquín. Perico y él se conocían también desde tiempos infantiles y habían
creado un vínculo de estrecho afecto. Su madre ejerció de portera en el edificio
donde vivía Anselmo. Era, con diferencia, el más dicharachero de los cuatro
amigos. Ejercía de caradura oficial del grupo, y en ocasiones, compañero de
correrías puteriles con Anselmo, ya que Perico por sus creencias, y Clavijo, por
razones obvias, no estaban muy interesados en el género femenino. Trabajaba
muy cerca de su casa, en la fábrica de tornillería Campabadal. Vivía en la
confluencia de avenida de Roma con la calle Calàbria. En esa empresa
trabajaban, en la sección de embalaje, un gran número de mujeres. Esto situaba
a Quique en un pequeño paraíso. Raudo y presto a las calenturas mentales más
estrambóticas, se podía decir que tenía muchas fuentes de inspiración. Él, sin
tener el atractivo de Perico, paliaba su falta de recursos con una digna
polivalencia en el arte de lidiar con el sexo femenino y, según explicaba, no le
iba mal. No obstante, los que le conocían sabían que hacía de la exageración un
auténtico espectáculo.

La partida de dominó siguió discurriendo entre exclamaciones de júbilo,


quejas y reproches entre los compañeros de juego. Se decía alguna que otra
procacidad, sin más finalidad que escandalizar a Perico. Sobre las ocho y media
decidieron dar por finalizada la partida. Quique anunció que tenía un
compromiso, acompañando la noticia con un guiño de ojo, como intentando dar
a entender que no era un museo lo que iba a visitar. Por su parte, Clavijo
decidió tomar otra caña mientras hojeaba alguno de los periódicos, que siempre
estaban a disposición de los clientes ordenadamente colgados de una de las
paredes.
Anselmo y Perico dejaron el bar, y salieron a la cálida y húmeda noche del
verano barcelonés. El poder respirar aire sin olor a vino, cerveza, tabaco y sudor
rancio, hizo que Anselmo lanzara un suspiro de alivio.
—Este Jaime podría arreglar de una vez el ventilador. A mí me da hasta
dolor de cabeza —protestó Anselmo.
—Lo que da dolor de cabeza es la cháchara de Quique. Parece que coma
lengua, siempre está parloteando —le replicó Perico, hombre también parco en
palabras.
—Te acompaño hasta casa, Pedro; me irá bien despejarme un poco.
Vivían a dos manzanas el uno del otro. Cuando eran niños, este recorrido lo
hacían infinidad de veces. Siempre les había gustado compartir juegos,
travesuras, confidencias y objetos raros que rapiñaban por su deambular por las
calles. Al crecer, siguieron estimando la presencia del otro, pero sus caracteres

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cambiaron lentamente.
—¿Cómo están María y el pequeño? Hace días que no sé nada de ellos.
—Bien, como siempre. Ahora les veré.
Perico, aunque tenía una eterna novia que vivía en Agramunt, sentía una
sana envidia por la situación familiar de Anselmo. Esperaba poder casarse en
un futuro próximo, pero no demostraba excesiva celeridad por cambiar de
estado civil. Resultaba curioso que ninguno de sus amigos conociera a su
prometida. Sabían de su existencia por las explicaciones que les transmitía
Perico, pero nadie la había visto nunca; ni siquiera en fotografía.
—Escucha Anselmo: ya sé que igual no puedes responderme, pero estoy
intranquilo por la situación. ¿Es cierto que se está preparando una sublevación
de los militares? Tengo miedo de que la cosa se complique. Ya sabes que a mí
los cambios me gustan poco y últimamente tenemos muchos. He pensado que
por el puesto que ocupas igual estás más informado —preguntó Perico, en un
tono más interesado que preocupado.
—Joder, no me seas agonías. Hace ya meses que se viene diciendo que va a
ocurrir algo y las semanas van pasando sin que nada cambie. Además, ¿a
nosotros qué? Al menos, yo estoy más interesado en otras cosas.
—¿A qué te refieres? —preguntó Perico intrigado.
—La semana próxima se organizará un partido amistoso de baloncesto en
el campo del Patrie; si te parece, podríamos ir juntos.
—¿Contra quién juegan? —se interesó Perico.
—Contra un combinado de los que han llegado a Barcelona para las
Olimpíadas Populares. Ya procuraré enterarme y si puedo, pediré entradas.
Ventajas de ser policía y tú, amigo mío. Esto es lo que más me interesa.
No era extraño que los dos tuvieran ganas de ir a un partido internacional.
Últimamente se jugaban pocos.
—¿Cuándo fue la última vez que vimos un partido contra un equipo
extranjero? —Anselmo formulaba la pregunta sabiendo que su metódico,
ordenado y diligente amigo, conocería la respuesta.
—Fue el invierno del año pasado en el Gran Price. Jugaron la selección
catalana contra la selección de Ginebra; perdimos por 25 a 29.
—Es verdad; con aquel árbitro que no se enteraba de nada —dijo Anselmo
entornando los ojos como ayuda para recordar. Iban caminando con paso
tranquilo; no tenían prisa alguna. Hablaron de baloncesto, de la próxima
temporada y de temas intrascendentes. Sin darse cuenta llegaron a casa de
Perico. El tiempo había transcurrido muy rápidamente.
—Bueno muchacho, saluda a tus padres. Ya nos veremos —se despidió
Anselmo. Cuando éste se dio media vuelta para marcharse, Perico le llamó.
—¡Anselmo! Cuídate.
—Hasta la vista, agonías —fue la corta respuesta acompañada de una
risotada.
Había intentado tranquilizar a su amigo, sin grandes esfuerzos era cierto,

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pero no podía explicarle ni en lo que estaba metido ni lo que preveía iba a


ocurrir en breve plazo.

El hecho de que Anselmo no tuviera filiación política conocida, o no


hubiera manifestado nunca simpatía o antipatía por alguno de los partidos
políticos existentes, le había colocado en una situación algo incómoda ante sus
superiores durante el comienzo del año 1936. Los políticos y cualquier persona
que ostentase un cargo le generaban una desconfianza innata. Su padre siempre
le había dicho que procurase ser un hombre digno y honesto; pero que si no
tenía muchos escrúpulos se hiciera diputado. Creía que los políticos, de un lado
y del otro, hacían política para ellos mismos, utilizando al resto de los mortales
como comparsas en la representación teatral.
Lo cierto es que Anselmo ya había sospechado que algo se estaba
fraguando, durante el mes de abril, sobre todo cuando se produjo el traslado de
su jefe, el comandante Marzo, a Zaragoza. El Comandante era una persona que
sin ambages ni tapujos manifestaba su desacuerdo con la política que llevaba a
cabo el Frente Popular. Se podía adivinar de qué pie cojeaba sin ser un gran
observador. Conforme se acercó el verano, algunos otros mandos y compañeros
de Anselmo fueron trasladados, o bien adelantaron sus vacaciones de forma
forzada. Todos tenían la misma cojera que el comandante Marzo, ahora en
Zaragoza.
Sus sospechas se confirmaron cuando a principios del mes de junio fue
llamado al despacho del capitán Carreras, su superior inmediato y sustituto de
Marzo. Al llegar, se encontró con una pequeña reunión a la que asistían, a parte
del capitán, un comandante del Cuerpo de Asalto llamado Arrando y dos
civiles que no le fueron presentados.

—A sus órdenes, mi capitán —se presentó Anselmo.


—Pase y siéntese, Pardo. Esté tranquilo, sólo queremos tener un pequeño
intercambio de impresiones con usted. Le rogaría que fuera muy sincero a la
hora de responder a nuestras preguntas. Me imagino que está al corriente de los
últimos traslados que se han producido en varias unidades del cuerpo. Usted
ha estado bajo las órdenes de algunos de los mandos que han sido trasladados.
Coincidirá en que se trata de personas de gran valía profesional y sin tacha
alguna en su expediente. ¿No le preocupa o inquieta a qué se debe dicha
política de traslados?
—No creo que sea mi labor enjuiciar las órdenes internas respecto a los
miembros de este cuerpo, mi capitán. —Uno de los civiles hizo una pequeña
mueca con los labios mientras miraba al otro. Seguían sin hablar. Uno de ellos
sacó un paquete de cigarrillos, del que extrajo uno sin hacer el gesto de ofrecer

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tabaco a los allí presentes. Anselmo dedujo que esos dos tipos debían de tener
algún cargo o rango superior que les permitía comportarse de forma tan poco
cortés.
—Muy diplomático, Pardo; pero sigo pensando que alguna conclusión debe
usted sacar. No me defraude: todos los aquí presentes conocemos su
expediente, las calificaciones que ha obtenido en los diferentes cursos, su
rapidez en conseguir el grado de suboficial y los servicios que hasta la fecha ha
prestado de forma satisfactoria. ¿Pretende que me crea que no se ha molestado
en intentar..., no quisiera decir averiguar, pero sí comprender lo que está
ocurriendo? Usted está en contacto con la realidad de una forma mucho más
próxima que la mayoría de la gente. Doy por sentado que sigue la política de
este dichoso país, que está al corriente de lo que podríamos denominar
movimientos sociales, del fraccionamiento de la sociedad y del ambiente en que
vivimos.
—Sigo sin comprender lo que pretende que responda, mi capitán.
—Seré sincero. A usted no podemos..., ¿cómo le diría?, calificarle
políticamente. Nunca se le ha oído emitir juicio alguno. No tiene filiación
política ni afinidad conocida. Quiero saber exactamente ¿qué coño piensa? —
preguntó en un tono que no admitía muchas vacilaciones.
—Verá mi capitán; sigo considerando, y me permito interpretar las palabras
que antes ha referido sobre mí...
—No interprete, Pardo. He sido muy claro a la hora de expresar lo que
queremos saber.
—Si me permite continuar, capitán, quería decir que si hasta la fecha mi
trabajo se ha desarrollado de forma satisfactoria, ¿qué es lo que ahora les
preocupa que pueda cambiar en mi forma de trabajar o pensar?
—¡Joder, Pardo! Me está empezando a hinchar las pelotas. ¿Se ha vuelto
tonto de repente o se ha dado un golpe en la cabeza?
—Con su permiso, capitán Carreras —interrumpió el comandante Arrando
ante el cariz que estaba tomando la conversación—. Nadie está cuestionando su
trabajo pasado. Usted me conoce. Sabe quién soy, mi cargo y quién me ha
nombrado para el mismo. Lo que intentamos averiguar es qué piensa (y me
permito remarcar lo de «piensa») respecto a los rumores de un posible cambio
político debido a un movimiento involucionista por parte de militares no
afectos a la República.
—Mi comandante, yo sólo sé que soy un funcionario que se debe al
gobierno legalmente constituido de mi país. Sea el que sea quien mande, yo
obedeceré sin cuestionar las órdenes o instrucciones recibidas. Así lo he hecho
siempre.
—Bueno; algo vamos avanzando, Pardo. Debemos evitar malas
interpretaciones —continuó diciendo el comandante—. Creo entender que si el
gobierno de la nación o de la Generalitat fuera derrocado, usted acataría al
nuevo gobierno sin rechistar.

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Teo García La partida

—Mi comandante, siempre que fuera un gobierno para defender la


República y respetando el sentir popular, y hasta que yo no recibiera órdenes en
sentido contrario, continuaría pensando igual que en este preciso momento.
El capitán Carreras se estaba poniendo nervioso. Lo manifestaba con
continuos movimientos sobre su sillón de cuero; éste emitía unos crujidos que
disgustaban a los dos civiles, que de momento no habían hecho comentario
alguno.
—Usted puede cambiar su pensamiento como aquel que cambia de camisa.
O es muy simple o muy listo, Pardo.
—Quizá me he expresado mal, mi comandante. Quería decir que yo
continuaría actuando igual que hasta este momento —dijo Anselmo,
sintiéndose incómodo al no saber qué más responder.
—Bien, pero ahora lo que nos interesa no es saber la actuación, sino como
usted ha dicho, su pensamiento. Y ahora sí debe permitirme que sea mucho más
claro. Le rogaría que sea muy discreto en cuanto a la conversación que hemos
mantenido, y en particular, a la que ahora vamos a mantener. —Al escuchar
estas palabras, Anselmo hubiera agradecido que le ofrecieran un cigarro. El
comandante continuó—: Sabemos que existe un grupo de militares y miembros
de las fuerzas de seguridad que están involucrados en una intentona golpista
para derrocar al gobierno de la República. Tenemos la firme sospecha de que
también hay grupos civiles que están conspirando para ello. Hemos de tomar
las medidas necesarias y oportunas para que esto no suceda. Y, si ocurriera,
poder neutralizar a todos los elementos responsables. En este punto, me voy a
tomar la libertad de preguntarle de forma clara y concisa: en una situación de
golpe de Estado, ¿usted defendería a la República y al gobierno legalmente
constituido, o bien su actitud sería otra?
Anselmo sabía que estaba sobre un terreno resbaladizo. No controlaba la
situación. Se sentía intranquilo. Difícilmente perdía los nervios, pero en
situaciones como la que ahora estaba viviendo, era consciente de que el poco
control que podía ejercer se le estaba escapando de las manos.
—Con el debido respeto, comandante. Le rogaría que no interprete de
forma descortés mi pregunta. ¿Quién me asegura a mí que ustedes no están
involucrados en semejante actuación, y que simplemente quieren situarme en
un bando o en otro?
El capitán Carreras se puso de pie como si un muelle lo hubiera impulsado
de su sillón. Un gesto con la mano del comandante le hizo contener las palabras
que quedaron atascadas en su laringe. Mientras el comandante se tomaba una
ligera pausa meditando su respuesta, uno de los silenciosos civiles tomó la
palabra.
—Sargento Pardo, permítame que me presente. Soy el comandante Vicente
Guarner; aquí tiene mis credenciales —dijo mostrando su documentación, que
Anselmo, sorprendido de su propio atrevimiento, comprobó—. No sé si sabe
que soy el principal ayudante del director d'Ordre Públic de la Generalitat,

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señor Federico Escofet. Es lícita y lógica su pregunta, pero me va a permitir que


avancemos un poco más en esta conversación. Si nuestro ánimo fuera favorable
a un cambio traumático de situación política, su postura personal nos sería
completamente indiferente, ya que lo más seguro, y ante la posibilidad de
correr riesgos que pusieran en peligro un objetivo tan complejo, usted sería
neutralizado de inmediato. Le ruego que interprete mis palabras de la forma
que crea más oportuna. Lo que estamos intentando saber es si podemos contar
con usted para evitar que se produzca una nueva sanjurjada; y si ésta se
produjese, tener un plan alternativo para poder frenarla. En otras palabras,
queremos saber si podemos integrarle en una misión que creemos podría
desempeñar de forma fácil y favorable.
Si Anselmo ya estaba hecho un lío, la amenaza directa que recibió le
inquietó. Hubiera querido salir corriendo de aquel despacho. Pero Guarner
tenía razón: él era un simple sargento, y en caso de oponerse a una sublevación
militar, no sería ningún problema su eliminación. Era como un escupitajo en el
mar. Decidió, esperando no tener que arrepentirse, ser sincero.
—Comandante Guarner, en caso de un alzamiento armado para derrocar al
gobierno, consideren que estaré y permaneceré fiel a la República y a sus
gobernantes. —Cuando acabó de decir la frase pensó que había sonado fútil;
tendría que haber dicho algo más rimbombante, pero tenía la cabeza embotada
y mil ideas le fluían por su cerebro. Había hecho una declaración de principios,
pero le sonó a frase barata de novela por entregas.
—Me alegro. Veo que el capitán Carreras, a pesar de su nerviosismo actual,
hizo muy bien al proporcionarnos su nombre y recomendándole para la misión
que ahora deberá desempeñar.
El capitán Carreras se había vuelto a sentar en su sillón con un estentóreo
bufido. Con ese gesto, puso fin a la desazón que le habían producido los
términos en los cuales se había desarrollado la conversación.
—Ahora, mi ayudante el señor Martín Solans, también adscrito a la
Direcció General d'Ordre Públic, le hará una somera exposición de nuestra
actual misión. —El otro personaje sacó una serie de documentos de una cartera
y, sin más preámbulos, se dispuso a realizar una explicación.
—Sabemos, desde hace varios meses, que un grupo de militares destinados
en Catalunya, en conexión con otros del resto del estado y de grupos civiles
catalanes, están conspirando para derrocar a la República. También conocemos
que miembros del Cuerpo de Asalto están metidos en la aventura. A los
militares, en su totalidad, los tenemos identificados y sometidos a vigilancia.
Muchos son miembros de la Unión Militar Española. Se reúnen en una finca
propiedad del barón de Viver, en Argentona. Parece ser que están dirigidos por
el capitán Luis López Várela. Éste, a su vez, realiza funciones de enlace con
otros miembros pertenecientes a otras Divisiones Orgánicas. Se sienten tan
seguros que no han tomado medidas de contraespionaje suficientes para
detectar que están siendo investigados. Esto facilita mucho nuestra labor; pero

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Teo García La partida

seguimos teniendo una laguna en nuestros datos: la identidad del enlace de la


trama civil con la militar. Hasta la fecha sólo tenemos un nombre. Con toda
seguridad es un alias. Se llama Ricardo, pero desconocemos cualquier otra
información.
Anselmo iba asimilando la explicación proporcionada y palpando la
auténtica dimensión del tema. Esto no le parecía una sanjurjada, sino la bien
orquestada preparación de un golpe de Estado. Dada la situación política y la
atomización de las fuerzas sociales, no sabía si sería posible frenar un
movimiento de esas características de forma eficaz.
—Desconocemos fechas previstas de actuación; de momento, claro está —
continuó hablando Solans—. El gobierno central también está sobre aviso de
dichos movimientos. Por su parte están tomando, aunque me permito decir que
de una forma muy ingenua...
—Señor Solans, nuestro ámbito de actuación está muy claro; no creo
pertinente entrar en valoraciones —cortó contundentemente Guarner, ante el
deje irónico de su ayudante.
—No era mi intención —se disculpó—. En cuanto a los grupos civiles,
creemos que están involucrados carlistas, antiguos somatenes, miembros de las
Juventudes de Acción Popular y Juventudes Antimarxistas.
—¿Puedo hacer una pregunta? —dijo Anselmo dubitativamente.
Los presentes se miraron sorprendidos por el atrevimiento, pero también
sin saber quién debería responder. Después de unos segundos de embarazoso
silencio, fue el comandante Guarner quien, por ser el de mayor rango,
respondió.
—Puede preguntar lo que considere oportuno. Otra cuestión es que
podamos o queramos responderle.
—¿Y los miembros de Falange Española?
—No nos preocupan; son cuatro gatos y sin organización. Sus jefes locales
ya están bajo vigilancia.
Anselmo hizo esta pregunta conociendo que su amigo Perico había asistido
a varias reuniones convocadas por dicho partido. Perico y él, en raras ocasiones
hablaban de política. A pesar de su gran confianza, nunca creyó oportuno
preguntarle nada.
—Su misión, que en los próximos días le detallaremos, será el control de
sus compañeros de cuerpo: comentarios, intentos de captarle a usted o a otros
miembros y cualquier otra información que nos pueda aportar más datos.
A Anselmo se le pasó por la cabeza la palabra «chivato». Para pedirle algo
así no era necesaria tanta parafernalia. Tuvo presente que no se trataba de
delatar a un policía que aceptase un soborno, sino de un tema que ponía en
peligro la estabilidad de toda una nación.
—No hace falta que le indique la necesidad de una absoluta y total
discreción. Aún no conocemos a todos los actores de esta farsa —continuó
Solans—. De sus investigaciones reportará sólo al comandante Arrando en

16
Teo García La partida

persona. Sus actuales obligaciones quedarán modificadas aunque parecerán


necesidades del servicio. No queremos despertar sospecha alguna; pero
continuará con otras para dar sensación de normalidad. ¿Tiene alguna otra
pregunta que hacer?
Un lacónico no fue todo lo que acertó a responder Anselmo.
—Gracias, Pardo. Puede retirarse y volver a sus quehaceres habituales; ya
volveremos a hablar —dijo Carreras a modo de despedida.
Tras saludar, Anselmo dio media vuelta y se retiró. Ahora un trago de
coñac le vendría de perillas. También se lo había dicho su padre: más vale
parecer tonto y no destacar. Ahora le tocaba asimilar con más detenimiento
todo lo que le habían explicado. Lo que sí le produjo desazón fue comprobar
que España estaba paseando por el borde del embudo.

Tras abandonar Anselmo el despacho del capitán Carreras, los allí


presentes continuaron unos minutos más con la reunión.
—Creo que hizo una buena elección, Carreras; de momento también le
tendremos bajo la lupa. Luego le iremos involucrando, lentamente, en función
de su rendimiento.
—Guarner, ¿y de la Guardia Civil qué podemos esperar? —preguntó el
comandante Arrando.
—No tenemos una idea formada. A pesar de que dependen del conseller de
Governació de la Generalitat, todas las conversaciones que hemos mantenido
con el general Aranguren, a otros niveles, no nos han aportado nada. No sé si
sus posturas poco claras obedecen a una estrategia de despiste o a que se lo está
pensando. Ya me gustaría que todos fueran tan transparentes como Llano de la
Encomienda. Nos consta que está completamente en contra de cualquier
movimiento o rebelión contra la legalidad, pero el incauto desconoce o no
quiere conocer, que está rodeado de conspiradores. Es complicado, pero
nuestro actual papel consiste en esperar acontecimientos.

17
Capítulo II

Después de dejar a Perico en su casa, Anselmo se fue con paso ligero. Se había
hecho tarde, tenía ganas de cenar y de estar con su hijo antes de que se fuera a
dormir. Vivía en la avenida de Roma, en el número 69, en un sexto piso sin
ascensor, pero con entresuelo y principal. Aunque se mantenía en forma
subiendo las escaleras, y a pesar de sus treinta y dos años, últimamente se
sentía envejecido, pero hacía lo posible por achacarlo a sus manías.
El hecho de subir los ocho pisos, junto con el calor que hacía esa noche, le
habían pegado la camisa a la espalda. Esa sensación le incomodaba. Le
provocaba un malhumor repentino, que aquellos que no le conocían no sabían a
qué se podía deber.
Al abrir la puerta, la primera visión que tuvo fue a su esposa, junto a los
fogones, con su hijo pegado al delantal; infantilmente insistente. Cuando llegó a
la puerta del piso, antes de meter la llave en la cerradura, ya pudo oír por la
ventana, que daba al hueco de la escalera, las protestas de Juanito por algo
referente a la cena.
—¡Pero qué pasa aquí! —dijo Anselmo al entrar, a modo de saludo,
fingiendo estar enfadado.
—Hola, Anselmo. Ya era hora de que llegaras —comentó María—. Pensé
que tendría que ir a buscarte al bar. Te ha llamado tu compañero Paco. A las
doce de la noche pasará a recogerte en coche. Me ha dicho que era urgente.
A Anselmo le contrariaba cualquier alteración en sus planes, pero tenía que
admitir que después de empezar a expandirse los rumores de la sublevación del
ejército de África, algo así esperaba.
—¿Tienes tiempo de cenar algo? Tengo arenques y judías —ofreció María
con una sonrisa de complicidad. Sabía que a Anselmo le gustaba el pescado
salado con mucho pan.
—Yo también quiero —pidió el crío.
—Sí, hombrecito, y un chato de vino también. ¿Ya ha cenado? —se interesó
Anselmo, que recibió como respuesta una inclinación afirmativa de María.
Juanito era un buen niño; más parecido físicamente a su mujer que a
Anselmo. Éste creía que incluso en el carácter también había más similitudes
con su madre. Se solía mostrar tranquilo y cariñoso, con algún deje de mal
Teo García La partida

genio. Anselmo, sin embargo, era austero en sus muestras de afecto. Eso no
significaba que quisiera menos al niño, sino que le costaba manifestar sus
sentimientos. En tanto María preparaba la cena, recorrió el corto pasillo que
separaba la cocina del comedor, donde su hijo, fiel a su juego favorito, tenía
montada una batalla con sus soldados de plomo.
Le gustaba ver jugar a Juanito. La batalla se iba desarrollando mientras el
niño imitaba con su voz los ruidos característicos de cualquier escaramuza:
disparos, voces de mando, los lamentos de los heridos y cualquier otro sonido
que la mente infantil relaciona con la acción y la guerra. Juanito tenía ya siete
años y para Anselmo parecía que el tiempo había transcurrido a una anormal
velocidad. María y él no habían tenido más hijos. Desconocía el motivo; pero el
caso es que no habían conseguido un hermano para Juanito.
—Papá, ¿va a pasar algún tren?
El pequeño balcón de la vivienda daba a una avenida. Por ella, a un nivel
inferior de la calle, pasaban las vías del ferrocarril. Muchas veces, su hijo y él, se
ponían a esperar que pasaran los trenes.
—Supongo que sí. Pero puedo llamar para que pase uno muy largo para ti.
Juanito, como todos los hijos, creía que su padre, y más siendo policía, tenía
poder para eso, lo que enorgullecía a Anselmo.
—¡Joder que calor! —exclamó Anselmo en voz alta. Su hijo le miraba
sorprendido.
Antes de cenar, Anselmo había pensado lavarse un poco. El bochorno,
característico y típico de las ciudades costeras de clima mediterráneo, le
enervaba los ánimos. Le molestaba no poder descansar por las noches y más de
una se la pasaba en el balcón, sentado en una pequeña silla de esparto,
fumando, bebiendo un porrón de cerveza con limón y pensando en sus cosas.
Era incómodo, pero las dimensiones de la pequeña terraza no daban para más.
Cuando la noche cerrada daba paso al alba, atemperando el agobio y el calor
con su frescor vivificante, le entraba una modorra que anunciaba un sueño
inmediato.
El olor característico de los arenques le llegó, haciendo que se le abriera el
hambre. María era buena cocinera. Llevaban nueve años casados y hasta la
fecha su relación había sido normal, con los lógicos altibajos, pero queriéndose.
Anselmo respetaba a su mujer. Rara vez le había dirigido una palabra
inconveniente o un gesto despectivo. De todas formas, también era cierto que
alguna escapada realizaba con su amigo Quique a visitar prostitutas, que
llegaban después de una sesión en alguno de los locales de revista o variedades
con espectáculo picante.
María apareció con un mantel para poner la mesa. Como si fuera un
armisticio de paz repentino, la batalla que desarrollaban los soldaditos de
plomo llegó a su fin. Mientras el niño los guardaba en una caja de zapatos,
Anselmo ayudó a María a extender la mantelería y repartir los cubiertos. Al
inclinarse su esposa para alisar el mantel, Anselmo pudo percibir el inicio de

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Teo García La partida

sus senos y el encaje de la combinación que llevaba. Seguía encontrando


atractiva a su mujer y la deseaba más a menudo de lo que suele ser habitual
para un matrimonio de esa duración. Su pelo moreno, sus ojos oscuros, sus
piernas bien torneadas, con un culo proporcionado a unas caderas sumamente
sensuales y prometedoras, hacían que Anselmo siguiera mirando a María con
deseo. Ella, que le conocía «igual que si le hubiera parido», como a veces decía,
sabía cuando su marido estaba en disposición de una sesión de sexo. Todo
dependía de que su hijo estuviera ausente o bien dormido. A Anselmo no le
gustaba que María le conociera tan bien. Prefería que las personas que le
rodeaban, por muy próximas que fueran, no supieran con certeza absoluta cuál
sería su reacción o pensamientos. Por eso, cuando María se estaba desnudando
o vistiendo, la miraba de soslayo para no parecer un pedigüeño de sexo.
La pareja se había conocido en un entoldado durante las fiestas del barrio
de Sants. María había vivido toda su vida allí y Anselmo fue con Quique; de
hecho si no hubiera sido de esa manera difícilmente hubiera tomado él la
iniciativa de solicitarle un baile, porque era mal bailarín, un auténtico patoso.
Consciente de sus limitaciones prefería parecer un torpe a bailar y demostrarlo.
Sin embargo, Quique era todo lo contrario. Parecía que había nacido con el
sentido del ritmo y de la música en los pies. Siguiendo sus consejos, Anselmo se
limitaba a bailar pasodobles, aunque sabía que luego tendría que aguantar las
guasas de su amigo durante varios días. Cuando María y él empezaron a salir
juntos, ella le enseñó a bailar con más soltura. Su estilo se hizo más aceptable. A
su mujer siempre le había gustado mucho bailar, las fiestas populares y la
jarana, pero desde que nació Juanito pocas veces habían podido salir. Para las
fiestas de Gracia dejaban al niño al cuidado de un matrimonio vecino, gente de
toda confianza y de esa manera podían disfrutar durante una noche del
ambiente bullanguero de las fiestas de barrio.
—¿Cómo está Perico? —preguntó María—. El otro día, en el mercado del
Ninot, me encontré a su madre.
—Bien. Me ha dado recuerdos para ti.
—¿Se casa de una vez o aún se lo está pensando? —quiso saber María, que
siempre había pensado que Perico era un buen partido en todos los aspectos.
—Pues no tengo ni idea. Sólo hemos jugado. No teníamos ganas de hablar.
Cualquiera que conociera a los contertulios de las partidas, sabría que eso
era imposible. A ese cuarteto, una partida en silencio les pegaba tanto como a
un Santo Cristo dos pistolas al cinto.
—Y el trabajo de esta noche, ¿a qué se debe? ¿Ocurre algo raro? —quiso
averiguar María, a sabiendas de que su marido no sería muy generoso en la
explicación. Era muy reservado para los temas de trabajo: prefería mantener a
su esposa al margen del tipo de personas y mierda con la que solía tratar.
—No es nada importante. Un servicio rutinario que me olvidé de
comentarte.
—También dijo que no fueras de romano.

20
Teo García La partida

Anselmo sonrió. Era una forma de decir que no fuera con el uniforme
reglamentario, sino vestido de paisano. Desde que se vio involucrado en la
investigación de la sublevación, cada vez en menos ocasiones había vestido el
uniforme. Mejor así. Al llegar el calor le ponía nervioso el cuello alto, la gorra y
los correajes.
—Venga hijo a dormir —dijo María al pequeño, que seguía ocupado con los
soldados y la caja.
Anselmo se dedicó a traer los platos, pan y dos naranjas. Cayó en la cuenta
de que había olvidado traer vino del bar, pero no le importó: bebería cerveza si
quedaba.
Cuando el niño ya estaba acostado, siguió con la rutina de siempre: un beso
de buenas noches y un ligero mordisco en la mejilla, que el crío agradecía con
una sonrisa. En alguna ocasión le explicaba un cuento, pero esto ocurría pocas
veces.
Desde la habitación de Juanito oyó como en el pequeño reloj de pared del
comedor sonaban las diez. Debía aligerar. Odiaba las prisas; más aun, si tenía
que comer primero, asearse y cambiarse de ropa.
La cena se desarrolló como solía ser habitual: con el sonido de la radio de
fondo, el parloteo de María, que le explicaba chismes del barrio, alguna
cuestión doméstica y el eterno tictac del reloj con sus cuartos y horas.
Los arenques estaban buenos y los devoró con fruición, pero sabía que más
tarde debería pagar el tributo de la sed. Terminada la cena, ayudó a su mujer a
limpiar la mesa y los platos de restos. Después, ella, abanicándose, se sentó
cerca del quicio de la puerta que daba al balcón. Él fue al aseo para lavarse.
Abrió el grifo y se pasó las manos mojadas por el cuello, la cara y las axilas.
Luego, como le gustaba hacer en los días calurosos, dejó que el agua fresca
fluyera por sus muñecas. Dudó si volver a afeitarse. Decidió que estaba bien así.
Ya en el dormitorio se puso una camisa limpia, un traje mil rayas, que solía
utilizar en ocasiones, zapatos blancos de rejilla con un ribeteado negro en los
laterales y por último, se ciñó el reloj —que había pertenecido a su padre— a la
muñeca. Acabó de acicalarse con un pañuelo en el bolsillo derecho de su
pantalón. Cogió de la parte alta del armario, donde solía dejarla para hacerla
inaccesible a su hijo, su pistola Astra de 9 mm., un cargador de recambio y su
cartera. Siempre seguía la misma rutina a la hora de vestirse.
El dormitorio del matrimonio daba directamente al comedor, por lo que en
dos pasos estuvo al lado de María.
—Bueno; me marcho ya. Confío que no llegaré tarde —dijo mientras le
daba un beso en la mejilla, mesándole el pelo en un gesto cariñoso.
—Anselmo, ten cuidado —recomendó María. A Anselmo le pareció curioso:
era la segunda persona en el día que se lo decía.
Pasó por la puerta del dormitorio de su hijo y la entreabrió para darle un
vistazo. Dormía como suelen dormir los niños: profundamente y tranquilo.

21
Teo García La partida

Deshizo el camino hacia la calle por los 122 escalones. Aún faltaban diez
minutos para las doce. Esperaría fumando un cigarrillo. Seguro que lo de esta
noche tenía algo que ver con los acontecimientos que se habían producido.
Desde su entrevista en primavera, él y otros compañeros, considerados fieles a
la República, habían dedicado una gran parte de sus esfuerzos y tiempo en
averiguar la posible trama de sublevados dentro del cuerpo.
Las semanas de trabajo, las jornadas enteras de vigilancia y tener los oídos
bien abiertos habían dada sus frutos. Unos cuantos sospechosos habían sido
detectados. A pesar de comunicar a sus superiores el resultado de sus
investigaciones, no había ocurrido nada. Como mucho se habían producido
algunos traslados, pero nada llamativo. Sí que había que reconocer que fue muy
difícil llegar a conclusiones claras respecto a las posturas de muchas personas.
La ambigüedad era la tónica general, y excepto en aquellos casos en los que de
forma fehaciente se les había detectado con actitudes, compañías y contactos
raros, no se podía elaborar una lista clara de personas. Él y su compañero Paco
habían comentado algo. Sobre todo, el hecho de que con una cierta facilidad se
pudiera averiguar que tres oficiales del cuerpo de asalto y un homólogo de
Anselmo estaban metidos en el fregado. Sin embargo, a pesar de ser
conocedores los mandos de dichas actuaciones, no habían tomado medida
alguna.
Cuando faltaban dos minutos para la medianoche, apareció el coche
Peugeot que conducía Paco. Anselmo se acomodó en el asiento del
acompañante.
—Buenas noches, Paco.
—¿Qué tal Anselmo? ¿Cómo van esos ánimos?
—¿Sabes de qué coño va la mierda de esta noche?
—No tengo ni la más remota idea. Sólo sé que debemos presentarnos en el
parque móvil de Gobernación antes de las doce y media.
—Imagino que tiene algo que ver con los rumores de sublevación en
Marruecos —dijo Anselmo.
—De rumores nada, muchacho. Las guarniciones de Ceuta y Melilla ya se
han sublevado sin encontrar resistencia alguna. Sólo en Larache han tenido
alguna pequeña dificultad.
Anselmo escuchaba mientras miraba por la ventanilla.
—Nos conocemos desde hace tiempo. ¿Crees que estamos en el bando
correcto? —preguntó Paco.
—Que yo sepa no hay enfrentamiento alguno. Sólo existe un bando: el de
los buenos, que somos nosotros —dijo Anselmo con cierta sorna.
—No me vengas con bromas ahora. Tú no sé, pero yo estoy acojonado.
Tengo la impresión de que estos cabrones van a por todas.
El coche ya había girado por la calle Aribau. Llegarían a su destino en poco
tiempo. Anselmo no tenía miedo aunque sí que sentía cierta inquietud

22
Teo García La partida

mezclada con curiosidad.


Al llegar a la barrera que daba acceso al aparcamiento se encontraron con el
vigilante de turno. Le llamaban El Maño. Había nacido en Fraga y era un tipo
curioso. Su boca, siempre semiabierta, dejaba ver el principio de la lengua y
junto con una pequeña papada y ojos de curva caída, le daban un aire entre
alelado y bobalicón. La mirada, ausente y somnolienta, le proporcionaba a su
figura una apariencia de despiste que demostraba al emitir alguna opinión.
Ocupaba el puesto idóneo para alguien como él.
—Buenas noches, Maño. Nos están esperando.
—Hola, pareja —dijo con un acento que hacía más obvio la razón de su
mote—. Os están aguardando en el despacho de tránsitos de la segunda
planta... o quizás era la tercera... Bueno, os esperan —comunicó El Maño,
después de un evidente esfuerzo de memoria.
Dejaron el vehículo estacionado y se dirigieron hacia un montacargas que
también hacía las funciones de ascensor. Anselmo volvía a tener calor.
Al llegar a la puerta del despacho hicieron un ligero repique con los
nudillos. Estaban reunidos el capitán Carreras, Martín Solans; otro sargento de
Asalto y algunos policías a los que tenían vistos pero no conocían. Eran los
últimos en llegar a la reunión. El capitán Carreras les dio la bienvenida. El resto
emitieron sonidos y monosílabos a forma de saludo.
—Por favor, ¿pueden escucharme? —dijo Carreras captando la atención de
todos—. No voy a perder tiempo en explicaciones. Como deben haber oído, el
ejército de África se ha sublevado en su totalidad. No podemos precisar si es un
hecho aislado o bien el comienzo de una trama. Hemos de trabajar con la
hipótesis de que en los próximos días ocurra algo parecido en Barcelona o en el
resto de España. Acorde a las instrucciones recibidas desde la Conselleria de
Governació, esta noche vamos a proceder a la detención de varios elementos
que consideramos son piezas claves para un alzamiento en Barcelona. ¿Alguna
pregunta?
Nadie dijo nada. El silencio se rompió por el chasquido de un encendedor
al prender la mecha.
—Son nueve personas, cuatro de ellas, miembros del cuerpo de asalto. Un
capitán, dos tenientes y un suboficial. El resto son civiles. Deben encargarse de
detenerlos y trasladarlos a la Direcció General d'Ordre Públic. Aquí tienen las
direcciones de cada uno de ellos. Les ruego máxima celeridad en su actuación.
Informen de manera inmediata de cualquier imprevisto que surja. Dos de estos
traidores están actualmente de servicio. Su detención no tendrá mayores
complicaciones. Condúzcanse con discreción, pero con contundencia ante
cualquier tipo de resistencia o intento de huida. Tengan presente que dichos
elementos nos deben aportar información que para nosotros resulta vital y que
hasta la fecha desconocemos. ¿Dudas?
—Perdone, capitán. Sabemos que existen más personas involucradas,
muchas de ellas militares. ¿Sólo vamos a actuar contra nueve? —preguntó

23
Teo García La partida

Anselmo.
—Limítese a cumplir lo que se le ordena. Del resto ya se ocuparán otros; no
tenga la menor duda. ¿Alguna otra cuestión, señores?
Nadie dijo nada. Recogieron las fichas con las direcciones de los
sospechosos y se dispusieron a salir de nuevo. Bajaron por turnos en el mismo
montacargas.
—¿Qué palomo nos ha tocado? —quiso saber Paco.
—Un fulano que se llama... —Anselmo no atinaba a ver el dato dada la
poca luz que había dentro del coche—. Jorge Suñol. Según pone aquí, miembro
de Falange. Vive en la calle Aragón, número 253, en el piso tercero. Venga, tira
ya.
Paco iba conduciendo con nerviosismo. Anselmo volvió a ensimismarse
pensando que algo no le acababa de gustar de toda la historia.
El día 27 de junio, se habían vuelto a reunir en la finca de Argentona un
gran número de militares y civiles. Algunos de ellos estaban entre los que ahora
iban a detener. No entendía por qué no se había actuado entonces, en vez de
dejar pasar el tiempo y permitir que los conspiradores se organizasen mejor.
Concluyó sus reflexiones pensando que, en realidad, no era asunto suyo.

Dada la hora de la madrugada, el tráfico era casi nulo. Llegaron a la


dirección indicada en pocos minutos y dejaron el coche estacionado delante del
portal. La puerta estaba cerrada. No les sería fácil el acceso al interior. Paco vio
el botón del timbre de la portería. Con una mirada y un gesto indicó a Anselmo
cómo podían entrar.
Tras llamar de forma insistente, se encendió una luz en la portería.
Apareció un hombre con cara de pocos amigos que presagiaba una batería de
reproches o quejas. Anselmo no estaba de humor para aguantar tonterías y
antes de que el portero pudiera preguntar algo, se encontró con sus
identificaciones en las narices. El cancerbero cambió el semblante mostrándose
amable y servil.
—¿Vive aquí un tal Jorge Suñol? —inquirió Anselmo, en un tono que dejaba
claro que no se trataba de una visita de cortesía.
—La familia Suñol vive en el tercero derecha. Jorge Suñol hay dos: padre e
hijo. —Si le hubieran dado más tiempo, el portero hubiera mostrado sus
repentinas ansias de colaborar añadiendo algún dato más, pero sin mediar
palabra, Anselmo y Paco se dirigieron hacia el ascensor. Antes de apretar el
botón de llamada, decidieron subir por las escaleras. No deseaban romper la
monotonía acústica del edificio a esas horas de la madrugada. Anselmo tuvo
que enfrentarse a entresuelo, principal y tres pisos más.
Al llegar a la puerta indicada sacaron sus pistolas y las montaron. Luego,
las volvieron a enfundar en las cartucheras que llevaban, uno bajo su axila y el
otro, al cinto. Llamaron al timbre. Lo hicieron de una forma que indicaba a los

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Teo García La partida

moradores del piso que nada bueno iba a pasar. Tras esperar un breve espacio
de tiempo, oyeron pasos tras la puerta. La mirilla, grande, dorada y enrejillada,
se descorrió para saber quiénes eran los intrusos. Anselmo se limitó a decir la
frase de rigor en tono autoritario:
—Policía. Abran la puerta, por favor.
Se escuchó el sonido de los diferentes cerrojos al descorrerse. Apareció ante
ellos una mujer que, por su forma de vestir y físico, parecía la criada. Tras el
ritual de volver a mostrar sus credenciales, solicitaron hablar con los inquilinos.
Anselmo no quiso referirse a ellos como los señores de la casa. La criada, en su
simplicidad, respondió que estaban durmiendo.
—Ya me lo imagino, señora. Pero éste es un asunto oficial. Queremos ver a
Jorge Suñol.
La criada volvió a decir lo mismo que había avisado el portero:
—¿Cuál de ellos, padre o hijo?
—Los dos. Y también al Espíritu Santo, si se encuentra aquí —dijo Paco.
Para asombro de ellos, la criada se santiguó. La muchacha entró hacia el
interior de la vivienda donde se oyeron una serie de puertas que se abrían y
cerraban. Durante la espera, Anselmo se fijó en la decoración de la casa. A
simple vista era evidente que no se trataba de una familia modesta. El
mobiliario del recibidor algo recargado, junto con la amplitud de la estancia y la
presencia de una criada, indicaba una posición desahogada por parte de los
moradores de la vivienda. El suelo le gustó particularmente: era un llamativo
damero en diferentes colores. En su mente comparó éste con el del piso donde
vivía él con su familia. Justo entonces, apareció el que a todas luces era el padre.
—Buenas noches, agentes. ¿A qué debemos su visita?
Detrás, a una distancia entre prudente y respetuosa se situó la criada. Llegó
la esposa, que, pudorosa, estaba preocupada por mantener su bata cerrada.
—Buenas noches —contestaron al unísono, como hacen los payasos en el
circo—. Venimos a buscar a Jorge Suñol, hijo.
—Permítanme sus identificaciones —dijo el padre, intentando situarse en
una postura que transmitiera más autoridad. Cumplieron con el gesto.
—¿Por algún motivo en especial? —quiso saber el padre.
La paciencia de Anselmo que, por otro lado, nunca había sido una de sus
virtudes, estaba empezando a llegar al límite.
—Debe acompañarnos a comisaría para responder a unas preguntas. Es un
mero trámite. Enseguida lo tendrán de vuelta en casa.
—Tratándose de un trámite no tendrán inconveniente en que lo acompañe.
Esta vez el padre utilizó un tono que casi no admitía réplica, pero era
ridículo intentar mantener una posición autoritaria en pijama, batín y zapatillas.
—Lo siento, pero nuestras órdenes son que sólo nos acompañe su hijo. Le
repito que es un mero trámite. En cuanto esté cumplimentado regresará a casa.
Apareció una niña de unos doce años, lo que provocó que Anselmo
suavizara su reacción. Afortunadamente para todos entró en el recibidor un

25
Teo García La partida

joven.
—Buenas noches. Soy Jorge Suñol. Creo que preguntaban por mí.
—Tenemos órdenes de que nos acompañe a comisaría para cumplimentar
un trámite. Le rogaría que nos facilite las cosas, por favor.
—Por supuesto, agentes. ¿Me permiten que me vista? No me gustaría tener
que pasearme por Barcelona de esta guisa —dijo, mientras con los dedos índice
y pulgar de cada mano se cogía la chaqueta del pijama de seda que llevaba
puesto.
Los dos policías se miraron; tuvieron el mismo pensamiento: si acompañar
al joven mientras se cambiaba de atuendo. Sin pronunciar palabra, de forma
tácita, decidieron no poner inconveniente alguno.
—Lo entendemos perfectamente. Vístase, pero sea lo más rápido posible.
Anselmo no quería prolongar la presente situación más de lo estrictamente
necesario. No le gustaba protagonizar escenas así ante los familiares de los
detenidos.
La inquietud de la madre se evidenciaba por momentos. Con un ligero
temblor en la voz preguntó, en un ruego, si su hijo volvería pronto.
—Por supuesto, señora; ya le hemos dicho... —empezó a decir Paco, pero
fue interrumpido por el padre.
—Querida, no te preocupes. Va acompañado de la policía, nada malo le
puede ocurrir. ¿No es así, agentes?
Con la pregunta, el padre tranquilizaba a su esposa tanto como a sí mismo.
El joven, cumpliendo su palabra, fue rápido en vestirse. Apareció otra vez en el
recibidor de la casa ataviado con un traje de algodón color crudo —de
confección juzgó Anselmo, por la caída y exactitud de las medidas—, que le
confería un aire distinguido, a la vez que le hacía parecer más joven. Al pasar
junto al perchero, cogió un sombrero canotier. Anselmo se fijó en ese detalle.
—Cuando gusten —dijo el joven con un cierto aire despreocupado. Se
volvió para dar un beso en la mejilla a su hermana y otro a su madre—. No te
preocupes, mamá. Para el desayuno ya estaré de regreso.
El padre, intentando mantener su pose digna y erguida, se limitó a darle un
apretón de manos. Fue muy escueto en su despedida.
—Hasta pronto, Jorge.
Los tres bajaron las escaleras. Paco se situó delante y Anselmo detrás del
chico. Al llegar al coche, Paco volvió a conducir mientras Anselmo se sentó en el
asiento posterior acompañando al detenido.
—¿Les importa si fumo? —preguntó Jorge, extrayendo del bolsillo interior
de su americana una pitillera sobre la que golpeaba un cigarrillo para apretar
más el tabaco.
—Fume si quiere —fue la parca respuesta de Anselmo.
—Disculpen, ¿quieren un pitillo? —ofreció de forma educada el joven.
Anselmo respondió negativamente. Paco ni se molestó en abrir la boca.
Durante el trayecto hasta la Jefatura de Policía no volvieron a decir nada. El

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Teo García La partida

muchacho se limitó a mirar por la ventanilla. Anselmo, furtivamente, intentaba


controlar al joven de reojo. El silencio sólo era roto por el sonsonete del motor y
por Paco, que iba tarareando una canción, acompañándose del tamborilear de
sus dedos sobre el volante. A Anselmo los ruidos innecesarios le resultaban
irritantes. Cada vez más cosas le molestaban. Él mismo se sorprendía haciendo
sonidos que hasta la fecha le habían pasado desapercibidos: resoplidos al
sentarse o levantarse, chasquear de labios y el tararear de alguna canción. Creyó
que eran señales de que estaba empezando a envejecer. Recordaba que su
padre, conforme se fue haciendo mayor, incrementó su repertorio de ruidos
superfluos hasta convertirse en una onomatopeya ambulante. Se podía
averiguar qué estaba haciendo, sólo por el sonido que emitía. Anselmo se daba
cuenta, también, de que echaba de menos a su padre.
Su progenitor había llegado a Barcelona a finales del siglo pasado, a raíz de
una oferta de trabajo que un hermano suyo, llamado Restituto, le había
comunicado por carta. Su hermano Resti —como le llamaban en familia—
trabajaba de camarero en un casino situado en la plaza de Catalunya. Pensó,
acertadamente, que su hermano Modesto podría cubrir una vacante de portero
que se había producido. Ambos querían escapar del futuro que les aguardaba,
incierto y duro, en los campos de cultivo de la meseta burgalesa. Si a ello se
añadía un padre autoritario, que casi rozaba lo despótico, era evidente que por
mínima que fuera la posibilidad de escapar de todo ello marcharían de casa.
Restituto era un hombre bien parecido. Alto, atractivo y con un cierto aire
chulesco que a un tipo muy determinado de mujeres les encantaba. Su hermano
Modesto, el padre de Anselmo, compartía algunas similitudes físicas, pero muy
pocas en lo que al carácter se refería. A pesar de ello, y empujado por las
circunstancias, decidió recoger los pocos ahorros que tenía; lo justo para pagar
un billete de tren en tercera clase a Barcelona. Los comienzos fueron duros,
tanto que se llegó a plantear si había cambiado lo malo que tenía por algo peor.
Fueron tiempos de padecimientos. Alternó el trabajo de portero, que le
proporcionaba generosas propinas, con otros de talante más áspero como
estibador en el puerto y descargador en el mercado de abastos. Al mismo
tiempo que Resti iba ascendiendo en el escalafón, él también se vio beneficiado
por esa facilidad para medrar que demostró su hermano. Esto hizo que pasara a
ocupar el puesto de camarero que quedó vacante. Con el tiempo, su malvivir y
alguna ayuda económica por parte de su hermano, consiguió hacerse conductor
de un taxi. Así se estuvo ganando la vida y el sustento de su familia, hasta que
los años de esfuerzos y privaciones le pasaron factura en forma de un ataque de
corazón repentino y fulminante.
Tanto padre como hijo eran sobrios en el uso del lenguaje. Esto provocó que
Anselmo siempre tuviera la sensación de que le quedaban palabras no
pronunciadas, conversaciones a medias y el tintero muy lleno. Aún así, era
evidente que respetaba y quería a su padre. Lo más importante para Anselmo
fue que también percibía lo mismo por su parte. Por eso le seguía echando tanto

27
Teo García La partida

de menos.

El coche aminoró la velocidad. La desaceleración hizo que Anselmo dejara


de estar ensimismado. Habían llegado a la Direcció General d'Ordre Públic. En
una calle lateral, habilitada como aparcamiento para los vehículos oficiales,
dejaron el coche. Entraron en el edificio por una puerta que se utilizaba para el
traslado de detenidos. Ascendieron por las escaleras hasta el despacho del
capitán Carreras. Esta vez, para alivio de Anselmo, sólo fueron dos pisos. Al
llegar al descansillo, vieron que en unos bancos situados en una antesala ya
habían llegado otros policías con las presas que se les habían asignado. Dos
guardias de asalto uniformados se encargaban de la vigilancia de los detenidos.
Por las vestimentas que lucían se percibía que formaban un grupo heterogéneo;
al menos, en cuanto al gusto en el vestir. Indicaron a Jorge Suñol que tomara
asiento. Ellos entraron en el despacho.
—Buenas noches de nuevo, capitán.
—¿Habéis traído al pollo? —preguntó el capitán, mientras se levantaba del
sillón.
—Sí, capitán, no hemos tenido ningún problema. Está afuera con el resto de
detenidos —señaló Paco.
—No se encuentran detenidos. Simplemente les vamos a preguntar una
serie de cuestiones. Mientras tanto permanecerán... como le diría... controlados,
para evitar que influencias perniciosas les induzcan a tener mala conducta. De
todas formas, estoy a la espera de que me aclaren el camino a seguir en toda
esta mierda. Bájenlos a los calabozos para evitar que hablen entre ellos. Ya
recibirán nuevas instrucciones.
Anselmo pensó que a pesar de la insistencia en que eso no eran
detenciones, todo lo que estaba ocurriendo tenía visos de ser lo más parecido.
Acorde a su filosofía vital, actuó conforme lo ordenado. Tras pedir a Jorge
Suñol que les acompañara bajaron hacia los calabozos.
—¿Alguien me va explicar algo? —preguntó el joven, mientras ofrecía una
ligera resistencia al leve contacto que realizó Anselmo con su mano.
—Es muy sencillo —explicó Paco—. Aquí hace mucho calor y te vamos a
llevar a la zona más fresca del edificio.
El joven tuvo un viso de miedo en su mirada por primera vez o eso le
pareció a Anselmo. Antes de que llegaran a su destino, Jorge ya intuía donde
iban a trasladarlo. No volvió a decir nada más. Había vuelto a recuperar la
compostura. Se limitó a entrar en la celda, que no disponía de las comodidades
a las que el joven estaba acostumbrado, y se sentó en el catre.
Mientras subían, Paco propuso ir a tomar un café. En la esquina había un
establecimiento que permanecía abierto toda la noche. Anselmo hubiera
preferido tomar una cerveza fría, pero recordando el reglamento optó por un
café.

28
Teo García La partida

—Buenas noches, Vicente —saludaron al camarero—. Pon dos cafés, y a


uno un chorrito de coñac que este resfriado me va a matar —añadió Paco, con la
fórmula de una broma ya conocida.
—¿Y ahora qué? ¿A esperar toda la madrugada? —preguntó su compañero,
cogiendo un cigarrillo.
—Joder, Paco, no será la primera noche que nos pasamos en vela. Acábate
el café pronto. No quisiera que nos llamasen y no nos encontraran. Ya sabes que
Carreras, si no ha follado, tiene una mala hostia que no se la salta un torero.
—Pero si ese tío ni folla ni nada. Yo creo que duerme con uniforme y no se
lo quita ni para cagar. Según me han comentado, tiene unas almorranas que no
le dejan vivir tranquilo.
Era lo único que le faltaba a Anselmo para redondear la noche: una
conversación sobre el culo de su superior.
—Creo que hoy vamos a tener que asistir a un concierto —siguió diciendo
Paco, en alusión a las declaraciones que hacían los detenidos, no siempre de
forma voluntaria.
—Venga, termina el café y volvamos —insistió Anselmo, más por disciplina
que por convencimiento.

Mientras ellos apuraban sus cafés y cigarrillos, desde el Palau de la


Generalitat de Catalunya, se estaban manteniendo contactos con los militares
profesionales afiliados a la UMRA (Unión Militar Republicana Antifascista) y
con los dirigentes del Frente Popular para, en cierta forma, coordinar las
actuaciones a seguir en el caso de una sublevación militar en Barcelona. Los
miembros de los cuerpos de asalto que habían sido detenidos estaban en los
calabozos del castillo de Montjuïc. Alguna información ya habían aportado,
junto con documentos incautados en los registros. En cuanto a los civiles que
también habían sido detenidos, se consideró que poco podrían aclarar. Aún así,
y con el fin de efectuar un cruce de datos, se les iba a interrogar para poder
tener un conocimiento exacto de los planes previstos.
Conforme avanzaba la noche, la tela de araña tejida por los conspiradores
quedaba más a la vista. Las posiciones personales de miembros destacados de la
sociedad civil y militar también se iban evidenciando. Por otro lado, al margen
de las instituciones, las milicias del anarcosindicalismo barcelonés, formadas
principalmente por la FAI (Federación Anarquista Ibérica), habían llegado a un
pacto de colaboración, y de no agresión, con los miembros del POUM (Partido
Obrero Unificación Marxista), para en el caso de un alzamiento, impedir el
triunfo de las fuerzas rebeldes. Todos habían aprendido las diferentes lecciones,
y obtenido conclusiones de hechos parecidos, como los ocurridos durante el año
1934. Esta vez tenían claras sus reacciones y posturas a seguir. A ello ayudaba el
que personajes tomados como referencia estaban en franco desacuerdo con
intentonas militares. En Barcelona, la postura que había tomado el general de la

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Teo García La partida

Guardia Civil Aranguren —antagonista declarado del general Mola, auténtico


alma y director de la conspiración—, junto con la firme decisión de permanecer
fiel a la República del general jefe de la 4. a División Orgánica, Llano de la
Encomienda, habían servido como catalizador de una firme unión de fuerzas
para luchar contra los rebeldes. Era, pensaban ellos, la única forma de salir
airosos en semejante combate.

No pasó mucho tiempo antes de que Anselmo y Paco recibieran las


instrucciones prometidas. Debían acompañar al capitán Carreras para efectuar
un interrogatorio al joven detenido. Volvieron a bajar al calabozo donde se
encontraba Jorge Suñol. El ruido que hizo el cerrojo cuando la puerta se abrió,
hizo que el muchacho se pusiera en pie.
—Buenas noches —saludó el capitán. Anselmo cerró la puerta tras ellos.
Jorge demostró su educación devolviendo el saludo.
—Quisiera que me respondiera a una serie de preguntas. Espero que quiera
colaborar con nosotros —dijo Carreras.
—No puedo prestarme a colaborar en algo que desconozco.
—Entonces permítame que le ayude a recordar algunos datos. Usted es
miembro de Falange Española, ¿no es cierto?
—He asistido a alguna reunión, pero no estoy afiliado. Acompañé a un
amigo.
—¿Le importaría darnos el nombre de su amigo?
—No creo que tenga la menor importancia.
—Permítame que sea yo el que juzgue lo que tiene o no tiene importancia
—dijo secamente Carreras—. ¿Forma usted parte de una conspiración para
sublevarse en armas contra la República?
—No tengo la menor idea de lo que me está hablando. Curso estudios de
Derecho y vivo con mi familia. No estoy metido en temas políticos.
—Entonces nos podrá aclarar que hacía el pasado día 10 de julio, asistiendo
junto con otras personas a una reunión en la que se estuvieron trazando planes
para una sublevación armada.
El joven intuyó que el tema era más serio de lo que al principio le había
parecido. La pregunta evidenciaba que la policía conocía alguna de sus
actividades, así que optó por guardar silencio mirando la puntera de sus
zapatos.
—Tenemos bastantes datos de lo que están tramando y de las personas
implicadas —dijo Carreras.
—Entonces aún entiendo menos para que me necesitan a mí. Si ya lo
conocen, no pregunten, y si lo preguntan, es que aún no lo conocen. A eso se le
llama farolear.
Anselmo entendió, después de oír el desafío, que la tozudez del joven no se
quebrantaría con diálogos. Su cuerpo ya estaba recibiendo el mensaje de que en

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Teo García La partida

breve le ordenarían pasar a la acción. El movimiento bascular de sus piernas,


junto con los dedos entrelazados de sus manos, era el preludio de una reacción
más o menos violenta.
—Joven, me parece que no es usted consciente de su situación. No tenemos
demasiado tiempo y el poco que tenemos no pienso malgastarlo en
conversaciones con un niñato litri que se cree que está jugando.
—¿Niñato litri? —preguntó Suñol.
Carreras hizo un gesto con la cabeza mirando a Anselmo. Éste, sin mediar
palabra, se acercó al joven y le propinó un puñetazo en la boca del estómago
que hizo que se desplomase sobre el frío y sucio suelo del calabozo.
—¿Piensa colaborar ahora con nosotros?
Paco se acercó al joven. Le incorporó asiéndole por las axilas para sentarle
en el borde del catre. Todavía no se había repuesto cuando Anselmo le dio un
puñetazo que le alcanzó en un lateral de la cara. El muchacho empezó a sangrar
por la nariz manchando el traje y la camisa. Dado que no recibía orden de parar,
Anselmo siguió golpeando con una práctica adquirida durante años de
enfrentamientos, interrogatorios y peleas varias. El ejercicio físico hizo que
Anselmo sintiera la sensación de calor agobiante que le exasperaba. A las
manchas de sangre y mugre del traje del joven, se añadió ahora una de orina.
De un momento a otro Jorge iba a derrumbarse. Toda la prestancia y aplomo de
Suñol habían desaparecido como por arte de magia. Ante ellos tenían a un
muchacho aterrorizado, incapaz de articular palabra no sólo por el dolor
ocasionado por los golpes, sino también por la sorpresa.
Un gesto con la mano del capitán hizo que Anselmo parase con su sombrío
menester.
—¿Piensa colaborar con nosotros? Yo, igual que usted, tengo ganas de
acabar con esta desagradable situación. Ayúdenos y todo terminará.
El joven empezó a sollozar. Miraba al trío implorando algún tipo de
compasión. Paco, tomando la iniciativa, le increpó agarrándole por el pelo.
—Mira tocho, habla de una vez o me tocará a mí ayudarte a recordar —dijo
soltando un tremendo bofetón en la magullada cara del joven.
Éste, intentando contener una arcada, explicó balbuceando que conocía
vagamente la existencia de un plan de sublevación. Su papel se había limitado a
realizar funciones de correo entre diferentes personas, algunas de ellas
militares, con los que se citaba en casas particulares o bien establecimientos
públicos. Realizó una somera relación de las unidades implicadas así como de
los objetivos previstos. Finalizó su explicación con un vómito que acabó de
igualar el estado de su traje con el de sus zapatos.
—La memoria humana... que forma tan curiosa de funcionar —dijo
burlonamente el capitán antes de formular la siguiente pregunta—. Pero sus
funciones de correo o enlace, ¿eran entre las mismas personas de siempre o
recibía usted instrucciones de alguien en especial?
—Entre ellos. Creían que podrían estar siendo vigilados y era mejor no

31
Teo García La partida

dejarse ver en reuniones.


—¿Usted pretende que me crea que su trabajo era el de un pobre mancebo
que va y viene con mensajes, sin ninguna coordinación? Tipo «el rayo soy y
donde me llaman voy». Mira —dijo Carreras cambiando esta vez al tuteo—,
sabemos que existe un coordinador entre la trama militar, pero seguro que
también existe entre los grupos civiles. Eso es lo que queremos confirmar para
que puedas quedarte tranquilo. ¿Quién es? ¿Cómo se llama? O, al menos, dinos
dónde vive. Danos algún dato.
—Alguna vez me habían llamado por teléfono para que estuviera en un
determinado lugar a una hora. Un hombre me hacía entrega de unos
documentos que debía llevar a una dirección de la calle Muntaner, pero yo casi
no hablaba con él, sólo sé que le llamaban Ricardo; pero ése no es su nombre
auténtico.
—Muy bien, y ¿cuál es su verdadero nombre?
—De verdad le digo que no lo sé. Es alto y serio. Nunca decía más de dos
frases.
—¿Pero si le vieras le reconocerías? —insistió Carreras.
—Si dejan de golpearme en la cabeza, quizá me quede algo de cerebro para
conservar la memoria —dijo Jorge, con una mueca de dolor.
—¿Le identificarías? —volvió a preguntar Carreras. El joven asintió con la
cabeza—. Presta atención. Esa información la averiguaré por otras personas que
sí están dispuestas a colaborar. Como sospeche, y fíjate que he dicho sospeche,
que me engañas, te garantizo que vas a recibir tantas hostias en esa carita de
niño bonito que no la reconocerá ni la puta que te parió. ¿Te ha quedado claro?
—Le juro que le he dicho todo lo que sé.
Desde otra zona de los calabozos podían oírse unos ruidos característicos.
Este detalle hizo pensar a Anselmo que situaciones como las que él estaba
protagonizando también sucedían en otras dependencias.
—Bien, Jorge; ya para acabar: ¿sabe usted la fecha prevista?, ¿ha recibido
alguna instrucción al respecto?
El joven movió la cabeza, negando, pero también podía ser un reflejo de
impotencia. Ante la duda, el capitán Carreras continuó hablando:
—Puede que usted no sepa nada; pero a lo mejor su padre o su madre nos
pueden facilitar este dato.
En una partida de ajedrez, estas palabras equivaldrían al jaque mate. Jorge
lanzó un vistazo lleno de pánico imaginando a sus progenitores en una
situación similar.
—El día 18, a las tres y media de la madrugada está previsto que comience
todo. Yo debía incorporarme al 10.° Regimiento de Infantería. Allí recibiría
instrucciones —dijo el joven mientras su cuerpo se convulsionaba por el sollozo
—. Pero a última hora me habían comunicado un cambio de planes. Estaba a la
espera de otro mensaje.
—Bien —dijo Carreras, arrastrando la última letra—. Seguro que también

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Teo García La partida

sabe lo que le iban a decir en ese mensaje.


El muchacho, limpiándose con el dorso de la mano la sangre, babas y
vómitos, claudicó.
—Se mantenía el plan y horario previsto, pero para la madrugada del día
19. Por favor, les he dicho todo lo que sé —volvió a suplicar entre sollozos.
—Bueno, Jorge, ¿ve que fácil ha sido todo? Con lo sencillo que podríamos
haberlo hecho. Hala, muchacho, descansa un poco.
Como indicando que había pasado lo peor, el capitán dijo estas palabras,
paternalmente, mientras le daba un amistoso cachete en el hombro.
Dejaron al joven tranquilo, y abandonaron el calabozo.
—Bueno, señores, den por acabado el servicio de hoy. Hemos de estar
descansados para las próximas horas. Vuelvan a sus casas. Les espero a eso de
las siete de la tarde.
—¿Le importa si dispongo del vehículo, capitán? —preguntó Paco.
—No es necesario que lo devuelva al aparcamiento. Prefiero que en caso
necesario puedan presentarse inmediatamente.
—Vamos, Anselmo, te dejo en tu casa —ofreció Paco.
Si algo disgustaba a Anselmo era tener que volver a casa cuando tenía el
cuerpo lleno de adrenalina. Con la excitación le sería imposible conciliar el
sueño hasta pasadas varias horas. Tuvo la idea de irse de putas, porque en
situaciones tensas la libido de Anselmo aumentaba, pero era muy tarde.
Hicieron todo el camino de regreso en silencio. Un nuevo día despuntaba.
Las calles de Barcelona iban tomando la actividad típica de un estival sábado
del mes de julio.

El capitán Carreras volvió a su despacho para redactar un informe rápido y


conciso con todas las informaciones conseguidas durante esa noche. Cuando
estuvo listo, se trasladó a la Direcció General. Allí se estaban recopilando todos
los datos, planes y proyectos de los conspiradores.
Por parte del gobierno de la Generalitat se había conseguido un logro
importante. El hecho de conocer la trama y objetivos de los sublevados
permitiría trazar con la suficiente antelación las medidas oportunas para poder
abortar la desestabilización. La partida estaba a punto de comenzar. Era
cuestión de no esperar a que el azar diera buenas bazas, sino, dentro de lo
posible, jugar con cartas marcadas.

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Capítulo III

Con el informe ya redactado, y algunos planos toscamente trazados, el capitán


Carreras llegó a la Direcció General d'Ordre Públic de la Generalitat. El edificio
y sus dependencias mostraban una actividad más frenética de lo habitual. Sin
dilación alguna fue acompañado hasta el despacho del comandante Vicente
Guarner. Éste ya había recibido un adelanto telefónico de las informaciones
conseguidas durante aquella noche.
—A sus órdenes mi comandante.
—Buenos días, Carreras. ¿Una noche dura? —Su semblante denotaba un
cansancio manifiesto tras horas de trabajo y tensión.
—La verdad es que sí, pero todos han cumplido como esperábamos.
—Cierto. Hemos conseguido conocer los planes de la sublevación casi al
detalle, pero tengo la impresión de que nos quedarán personajes de los que no
hemos podido averiguar su papel e identidad.
—¿Se refiere a la trama civil, comandante?
—Exacto. Nos quedan algunas piezas. ¿Ha podido averiguar algo más de
ese tal Ricardo?
El capitán Carreras negó con la cabeza:
—Todos los detenidos han oído hablar de él, pero sólo dos lo han visto en
persona. Pocos datos han podido aportar.
Sin ganas de alargar más de lo necesario la conversación, el comandante
Guarner recogió los documentos que le entregó Carreras, junto con otros que ya
tenía sobre su mesa y, tras guardarlos en un maletín, se levantó del sillón.
—Debo marchar cuanto antes. He de asistir a una reunión en la Generalitat.
Ya hablaremos, Carreras.

Anselmo llegó a casa. Su mujer y su hijo dormían a pierna suelta. El


trayecto en coche había surtido un efecto relajante por el ronroneo del motor y
el balanceo del vehículo. Después de lavarse las manos y la cara se acostó junto
a María. Ella emitió un gemido que tanto podía significar un saludo como una
queja al ver perturbado su sueño. Anselmo adoptó su postura favorita, boca
Teo García La partida

abajo, y se durmió en el acto.

Cuando el comandante Guarner llegó al Palau de la Generalitat fue


trasladado hasta el despacho del presidente Lluís Companys. Al entrar, vio que
había otras personas: Josep Espanya, de la Conselleria de Governació; el general
Aranguren, jefe de la 5.a Zona de la Guardia Civil; su superior Federico Escofet,
director de la Direcció General d'Ordre Públic; y el general Llano de la
Encomienda, jefe de la 4.a División Orgánica. Tras saludar protocolariamente
entregó los informes a su superior. Éste realizó una rápida lectura, ya que
muchos de los datos le habían sido transmitidos con antelación.
—Bien, caballeros —comenzó diciendo Escofet—. Creo que esto nos
permite tener la mayoría de las piezas del rompecabezas. En principio, la fecha
prevista para la sublevación en Barcelona es el 19 de julio, mañana, aunque creo
que se producirá un adelanto de los acontecimientos.
—Disculpe, Federico —le interrumpió el presidente Companys—. No me
preocupa que usted me confirme lo que todos ya imaginamos, sino el que sea
posible tener preparada la respuesta adecuada en tan breve espacio de tiempo.
¿Contamos con efectivos suficientes? ¿A qué nos vamos a enfrentar?
—Según nuestros cálculos se sublevarán siete regimientos pero es de
esperar que no sea con el total de la tropa y oficialidad. Este dato no puedo
concretarlo. Hasta el último momento existirán personas dudando sobre qué
postura tomar. Para obtener una cifra aproximada yo contaría con todos los
soldados, ya que están sujetos a la disciplina de sus mandos. No creo que
puedan negarse a cumplir las órdenes que les den. Traducido a números,
estaríamos hablando de aproximadamente tres mil quinientos hombres, más los
civiles que puedan sumarse. Sobre esta última cifra siento no poder ser más
concreto. A ellos deberíamos añadir los elementos de las fuerzas de seguridad
que también decidan apoyar el alzamiento.
—Ya saben que la postura de la Guardia Civil es mantenerse fiel a la
República y acatar las órdenes que nos den —aseguró tomando la palabra el
general Aranguren.
—Agradezco su intención, Aranguren —respondió Companys—. Pero
usted tampoco puede garantizar con plena confianza que no se produzcan
adhesiones de última hora o bien, que elementos de su cuerpo que hasta la
fecha no hemos detectado estén involucrados en la intentona golpista.
—Es cierto, presidente, pero nosotros también hemos tomado nuestras
medidas para intentar alejar a los miembros del cuerpo con ciertas afinidades
políticas. Creo que se ha realizado una buena labor de criba.
Ninguno de los presentes tenía la certeza de que esto fuera así. Unos por
cortesía y otros por rango no quisieron manifestarse en sentido contrario.
—Es decir, Escofet —dijo Espanya—. Estaríamos hablando de unos cuatro
mil hombres entrenados, bien pertrechados, con armas ligeras, artillería y

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Teo García La partida

munición suficiente.
—Sí, ésa es una cifra posible. Sin embargo, vuelvo a repetir que no puedo
ser tan certero como ustedes me piden —contestó prudentemente Escofet—. En
cuanto a los planes, sí que están más claros.
Para hacer más comprensible su explicación sacó un plano de Barcelona.
Con un lápiz fue trazando los diferentes objetivos, los recorridos y los puntos
de reunión de las tropas que se rebelarían. Hasta siendo profano en operaciones
militares, era evidente que la sublevación en Barcelona perseguía el control de
los puntos céntricos de la ciudad, de las principales vías de acceso a la periferia
y al puerto. La exposición sobre el plano, junto con la claridad de la explicación,
hizo que todos los presentes pudieran comprender rápidamente cual era el
terreno de juego sobre el que se iba a desarrollar la partida.
—La intención de controlar el puerto y toda su zona colindante, creo que
nos puede indicar que los sublevados esperan refuerzos por mar —añadió el
general Llano de la Encomienda—. Pero... ¿desde dónde? —reflexionó en voz
alta.
—No debe olvidar un detalle general —contestó Companys—. En Baleares
está su compañero, el general Goded. De ese individuo sí podemos esperar que
se sume a la sublevación. No hace falta que le recuerde su historial
conspiratorio. Ha intrigado contra la dictadura, el gobierno Azaña y el gobierno
del Frente Popular. Estoy seguro de que en este intento volverá a estar
involucrado. Así agradecerá la magnanimidad con la que ha sido tratado en
otras ocasiones.
—Pero desde Baleares —continuó hablando Llano de la Encomienda sin
querer opinar sobre lo antes dicho por el presidente—, un traslado de tropas
llevaría casi un día entero, y eso contando que no hubiera disensiones entre los
soldados establecidos en las islas. Esto obligaría a los sublevados a dejar un
retén de fuerzas para asegurar su posición.
—Creo que nuestra postura debe ser el control absoluto de la situación
desde el primer momento. Hemos de actuar de forma contundente y rápida. En
el caso de que reciban refuerzos deberíamos tener nuestras posiciones
consolidadas —dijo Escofet.
—Estoy de acuerdo con usted, pero ¿con qué fuerzas podemos oponernos
nosotros? —preguntó Espanya.
—Entre guardias de asalto, carabineros, mossos d'Esquadra y guardias
civiles, estaríamos hablando de unos cinco mil doscientos hombres.
Todos los presentes en la reunión se dieron cuenta de que el número de
fuerzas estaba muy nivelado, pero que la mejor preparación y medios de los
sublevados haría decantarse el combate a su favor. Las caras de preocupación
así lo atestiguaban. Se produjo un silencio que nadie quería romper señalando
lo evidente.
Por parte de Companys, hombre de oratoria vibrante, se produjo un
mutismo más prolongado de lo deseable. Desconfiaba profundamente de la

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Teo García La partida

Guardia Civil. Sabía que entre los guardias de asalto no había sentado nada
bien que el cuerpo pasara a depender de la Generalitat. Para más preocupación,
aún tenía frescos en la memoria los sucesos del año 1934 —con su intento de
proclamar el Estat Català— que acabaron con su gobierno y él mismo en
prisión. También recordaba la nula resistencia que los mossos d'Esquadra
habían realizado contra las tropas del gobierno de España. Volvió a tener la
sensación de estar completamente solo y vendido de antemano.
—¿Existe la posibilidad de tomar medidas preventivas contra los dirigentes
de la sublevación? Y si lo hiciéramos, ¿se podría descabezar antes de su inicio?
—preguntó Companys, a sabiendas de la dificultad e inviabilidad de dicha
propuesta.
Nadie contestó. Unos arqueaban las cejas, otros fruncían los labios, pero
ninguno miraba directamente a Companys.
—Hay otro punto importante —dijo por fin Escofet—. Desconocemos cuál
será la reacción del gobierno central. Es posible que claudiquen. Entonces nos
volveríamos a encontrar metidos en una trampa y sin poder de reacción.
—¡Collons, Escofet! —dijo Companys alzando la voz—. Mejor que nos
sumemos todos a la sublevación y así nos evitamos problemas ¿Está intentando
insinuar algo que no alcanzo a entender?
—Presidente, sólo me limito a exponer los hechos actuales con datos. En
cuanto al futuro, me permito trabajar con alguna hipótesis, pero no valoro nada.
Hago evidente un problema de proporción de fuerzas, nada más.
—¿Y entonces qué? ¿No hay más alternativas? —El nerviosismo del
presidente aumentaba por momentos. Los demás seguían sin decir nada.
Un golpear de nudillos en la puerta del despacho rompió el silencio. Entró
un secretario e hizo entrega de un mensaje al presidente. Todos interpretaron
que una interrupción así conllevaba noticias importantes. Companys hizo una
lectura apresurada y ansiosa. Luego comunicó a los presentes:
—Franco ha proclamado el estado de guerra en las Canarias.
—¿Franco? —preguntó Llano de la Encomienda—. Yo creía que sería el
general Orgaz.
—Orgaz, Franco, ¿qué más da? El caso es que se les envía allí para
desterrarles y lo que se ha conseguido es reunir a todos los conspiradores más
conocidos del ejército español —dijo Companys, acabando la frase con un
bufido.
—De momento sólo son las guarniciones de África y Canarias. Los
sublevados se encuentran aislados y no hay movimientos en la Península —
indicó Aranguren, con un pequeño rayo de optimismo.
Escofet, que creía firmemente en la inmediatez de la sublevación armada,
intentó aportar algo más.
—Sigo pensando que esto es sólo el inicio. Ahora esas tropas están aisladas,
pero al igual que lo sabemos nosotros lo saben ellos. Creo que todo esto nos
debe indicar que durante el día de hoy se irán produciendo adhesiones al

37
Teo García La partida

alzamiento.
El sonido del timbre del teléfono acabó con las palabras de Escofet. El
comandante Guarner atendió la llamada y comunicó al general Llano de la
Encomienda que era para él. Uno de sus ayudantes le llamaba desde su
despacho de Capitanía General.
Tras una breve conversación en la que el militar sólo respondía con
monosílabos, colgó. Ante las miradas expectantes de los presentes explicó el
mensaje recibido.
—El general Franco ha proclamado su adhesión al alzamiento del ejército
de África. Ha remitido un telegrama a todas las cabeceras de División.
Parecía que la sucesión de hechos iba dando la razón al capitán Escofet,
pero el dilema seguía siendo qué hacer.
—Creo que lo más pertinente sería poner en estado de alerta a las
guarniciones de Barcelona —dijo Espanya.
—¿A las mismas que en las próximas horas también se sublevarán? —
preguntó con sorna Companys.
—En Madrid las tropas están acuarteladas por orden del ministro de la
Guerra desde ayer —señaló Llano de la Encomienda.
Escofet retomó la palabra. Quería avanzar en los preparativos ante la
cercanía de la sublevación. Explicó los planes previstos.
—Contando con las fuerzas que actualmente tenemos, creo que lo mejor
sería fijar puntos de resistencia en los objetivos que sabemos que los alzados
querrán tomar —dijo señalando en el plano extendido sobre la mesa. Luego,
posando su dedo índice en los lugares indicados, continuó hablando—: Plaza
de Catalunya, Cinc d'Oros, las emisoras de Ràdio Barcelona y Ràdio Assocciació
de Catalunya, Correos, Telefónica y accesos al puerto. No creo que lo mejor sea
impedir la salida de las tropas de los cuarteles. De hecho, debemos dejar que lo
hagan. Una vez desplazados por Barcelona acabaremos con los reductos
rebeldes. Quedarán aislados entre ellos. Creo que es la mejor forma de
mantenerles a raya con los medios que tenemos. Nosotros gozaremos de
libertad de movimientos para ir reforzando los puntos necesarios.
Trasladaremos nuestras fuerzas a aquellos lugares que requieran ayuda.
—¿Esto nos permitirá tener la seguridad de triunfar? —preguntó otra vez
Companys, buscando una respuesta afirmativa para tranquilizarse.
—Vuelvo a decirle, presidente, que la seguridad absoluta yo no se la puedo
dar. Seguimos contando con la incertidumbre en cuanto al número total de
sublevados y a su plan global de actuación, pero creo que dadas las
circunstancias, es lo mejor que podemos hacer.
—Estoy de acuerdo con usted. El único cabo suelto es que no podremos
impedir la llegada de refuerzos por mar. Nos resultará imposible evitar el
acceso al puerto —dijo Llano de la Encomienda.
—Es cierto. Si llegan refuerzos, estaremos en una situación que difícilmente
podremos reconducir, estaríamos sitiados. Y eso sin contar que puedan

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Teo García La partida

trasladar fuerzas desde otras ciudades de Catalunya.


Companys escuchaba, pero meditaba otras alternativas. Eran escasas, pero
algo se podía hacer.
—Si contásemos con más fuerzas, nuestra situación daría un vuelco
favorable. ¿No es así, Escofet? —preguntó el presidente.
—Por supuesto —respondió Escofet. El conocimiento que tenía del
presidente Companys le permitió suponer que algo estaba barruntando—. Si
tiene alguna sugerencia, le agradecería que la compartiera con nosotros —dijo
Escofet.
—¿Podríamos contar con las milicias de los sindicatos anarquistas? —lanzó
al aire Companys.
Semejante alternativa incomodaba a los presentes. Permanecieron callados
sin atreverse a responder.
—Creo que sería una solución extremadamente arriesgada, por no decir
suicida —respondió Escofet, convirtiendo en palabras lo que el resto pensaba. Si
la primera inquietud que tenía Escofet eran las intentonas golpistas por parte de
militares, su segunda preocupación era controlar las posibles reacciones que
pudieran tener los miembros de la FAI y de la CNT (Confederación Nacional
del Trabajo).
—Conozco sus preocupaciones, pero creo que estamos en una situación
verdaderamente delicada —aseveró Companys.
El resto de los asistentes continuaron en silencio. Algunos empezaron a
demostrar con gestos comedidos su desacuerdo con una solución de este tipo.
—¿Utilizar a los miembros anarcosindicalistas implicaría tener que
armarlos? —preguntó Espanya.
—Sí. A no ser, claro está, que pretenda usted que hagan frente a los
soldados armados con palos y piedras —contestó el presidente.
—El problema no es la entrega de armas —explicó Escofet—. Después no se
las podríamos quitar. Nos encontraríamos en una situación de franca
desventaja, incluso de sometimiento absoluto a un estado dentro del Estado.
Podríamos llegar a perder el poder de decisión, y creo que no exagero si digo
que hasta el de gobernar.
—Pero según sus informes las milicias ya han conseguido algunas armas,
¿no es así, Escofet? —preguntó Companys.
—Tengo que darle la razón. Ayer algunos grupos organizados lograron
hacerse con armamento almacenado en dos barcos del puerto —explicó Escofet
—. En concreto el Magallanes y el Marqués de Comillas. También sabemos que
desde hace tiempo están almacenando armas en depósitos clandestinos. Por
informaciones de última hora que no puedo confirmar, ha comenzado el
reparto de las mismas.
—Creo que antes de tomar una decisión de este calado deberíamos esperar
acontecimientos —señaló el general Aranguren—. Estoy de acuerdo con Escofet
en que proporcionar armas a elementos incontrolados nos podría causar más

39
Teo García La partida

perjuicio que beneficio.


—El problema no es que sean elementos incontrolados, sino que tenemos la
seguridad de que están controlados y organizados —apuntó Escofet—. La
cuestión es saber para qué están organizados, ¿para salvar la República o bien
para cambiar la República?
—Me parece correcta la postura que señala, Aranguren. Mejor esperar
acontecimientos del resto del Estado. Después siempre estaremos a tiempo de
reaccionar —dijo Espanya.
—De todas formas, señores, poner en práctica un plan defensivo como el
que les acabo de exponer también requiere su tiempo —avisó Escofet.
Companys tomó la palabra para zanjar la discusión y llegar a una
resolución consensuada.
—Soy consciente de los riesgos que deberemos correr, pero la situación en
la que nos encontramos exige de nosotros tomar una decisión. Sea ésta correcta
o incorrecta sólo el tiempo lo dirá. Lo único que les exijo es que sea la opción
que sea, se tome teniendo presente que el principal objetivo de la misma es
salvaguardar la integridad de la República, y por lo tanto, también la de
Catalunya. De momento nos daremos un margen de tiempo para esperar
acontecimientos en el resto de España. En función de lo que ocurra ya
actuaremos. Estaré en contacto con Madrid para tener noticias de primera
mano.

El corretear de su hijo despertó a Anselmo. Tenía la sensación de estar más


cansado que cuando se metió en la cama. No era hombre al que le gustara
holgazanear en el lecho. Tan pronto se notaba lo suficientemente espabilado se
levantaba. Su hijo agradeció la matutina aparición de su padre con gestos de
alegría incomprensibles para Anselmo. Por los ruidos que provenían de la
cocina supo que María estaría trajinando con platos o cacharros. Se dirigió a ver
a su esposa. Su hijo, como si de una visita inesperada se tratase, iba anunciando
a gritos la llegada de su padre.
—Buenos días, María.
—He procurado no hacer ruido para que pudieras dormir. Me parece que
ayer llegaste tarde.
—Sí, así fue.
—¿Quieres que te prepare el desayuno? —ofreció María—. Son las once y
no me gustaría ir a comprar muy tarde.
—No, deja. Ya me haré yo el café —dijo poniendo agua a hervir donde
vertería el café molido.
—Hoy haré bacalao con judías. Si encuentro te compraré esas butifarras
que tanto te gustan —anunció María.
Anselmo continuó mirando el agua a la espera de que hirviera. Le gustaba
que su mujer fuera buena cocinera. En ese aspecto consideraba que era un

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hombre con suerte. Todas las mujeres que habían pasado por su vida
dominaban el arte de los fogones: su abuela, su madre y ahora, su esposa. Él
como casi todos los hombres, añoraba la cocina materna. No la recordó con la
memoria sino con el estómago, pero el caso es que le vino a la mente la figura
de su madre. Hacía tiempo que no le escribía ni recibía carta. Su madre siempre
se había mostrado perezosa a la hora de escribir, aunque para ella manejar un
lápiz y un papel era algo complicado. A raíz de la muerte de su esposo, decidió
volver al pueblo. La vida en Barcelona le causaba un poco de cansancio y
agobio. Ya viuda, con un hijo con su familia formada, consideró que lo mejor
era regresar a sus orígenes. Allí le quedaban sus hermanas. Una de ellas,
también viuda y la más querida, Petra, le ofreció que se fuera a vivir a su casa.
No le costó mucho tiempo aceptar la propuesta. Anselmo sabía que cuando su
madre tomaba una decisión no cambiaba de idea. La ayudó cuanto pudo para
facilitarle el traslado. Cuando la acompañó a la estación de Francia para coger el
tren sólo llevaba dos maletas baratas, parco bagaje para tantos años de
esfuerzos. Había aceptado la muerte de su marido como algo inherente a la
vida, pero Anselmo sabía que los silencios de su madre significaban el gran
vacío que sentía por la ausencia de su compañero. Su marido y ella se
acoplaban como un guante a una mano. En situaciones de precariedad
económica ella siempre había hecho lo posible por mantener a su familia
atendida y con las necesidades básicas cubiertas. Perdieron a su primer hijo de
una poliomielitis. Esto también pudo superarlo su madre, con dolor, pero con la
resignación del que tiene el convencimiento de que se viene a esta vida a sufrir.
Anselmo había sido testigo de cómo sus padres se fueron queriendo conforme
pasaba el tiempo. La suya no había sido una boda concertada. Una vez que su
padre logró una cierta estabilidad económica en Barcelona, realizó un viaje a su
pueblo con la finalidad de volver con una esposa, cosa que cumplió. Su madre
no era guapa. Su cara redondeada en exceso, con pómulos pronunciados, una
nariz chata y una boca pequeña le daban un aire hosco. Sus ojos, tan azules que
muchas veces no transmitían emoción alguna, lo acentuaban. El conocimiento
mutuo era escaso en esos primeros momentos. Si el amor une a las personas,
afrontar una vida común dura y con adversidades crea un compromiso más
tenaz y resistente que el sentimiento más romántico. Lo cierto era que hubiera
hecho cualquier cosa por su marido y su hijo. Anselmo se hizo el propósito de
escribir a su madre cuanto antes aunque sospechaba que, como en anteriores
ocasiones, nunca lo haría.
El agua ya bullía. Añadió el café y después lo pasó por un colador de tela.
Mordisqueó un trozo de pan que fue untando en azúcar. Al terminar lió un
cigarrillo. Se lo fumaría mientras defecaba, para él, otro de los placeres de la
vida.
Después del afeitado y con ropa ligera, ya que la mañana era calurosa,
Anselmo decidió acercarse al bar de Jaime para leer algo de prensa. Si estaba
alguno de sus amigos, charlaría un rato.

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El día era precioso; aire limpio, cielo azul y despejado. Ver a algunas
mujeres con vestidos más livianos para aliviarse de la canícula también
ayudaba a enfocar la jornada con un renovado optimismo.
Tras saludar con su habitual despreocupación, vio que al fondo de la barra
estaba Quique. Sus gestos denotaban que alguna exageración estaba
explicando.
—Buenos días, artista —dijo Anselmo—. ¿Has dejado a alguna con vida?
—¿Qué tal? —replicó Quique—. No me puedo quejar. Cuando uno nace
para Tenorio...
—Valiente Tenorio estás tú hecho. Seguro que intentarías engatusar a
alguna pobre infeliz y acabarías yéndote de putas.
—¡Joder!, ni que lo hubiera publicado la prensa. ¿Quieres tomar algo o
vienes de miranda?
—Lo primero, ¿quién paga? —quiso saber Anselmo.
—Ya sabes que invito. —Quique comenzó a explicar sus andanzas por
lugares que no serían catalogados de selectos mientras Anselmo pedía una
caña.
—Primero fui a bailar un rato para ir lanzando el anzuelo...
—Ya. Aunque tú el anzuelo lo tiras a peces amaestrados —interrumpió
Anselmo.
—Pescar es pescar. Si dejas de dar por culo, te sigo explicando. Fui a la
Academia Charles para que me soplaran dos pesetas y diez céntimos por seis
bailes con una chica que era la viva imagen de la tisis; ya sabes que yo las
prefiero algo más llenitas.
—Ahora nos sale puntilloso el señor. ¡Joder, Quique, que nos conocemos!
Cuando estuviste saliendo con aquella dependienta de Casa Jorba, que no
estaba nada mal, como la pobre chica resultó ser más recatada de lo que tú te
pensabas, te acababas follando a otras más feas y además pagabas.
—Bueno, lo que tú quieras. El caso es que bailar con la tísica me cansó. En
ese tugurio cierran a la una. Tuve que plegar velas y decidí...
—Pasar por Cal Manco —dijo Anselmo acabando la frase de su amigo. Éste
no dijo nada y se limitó a reír.
—¿No quieres pelos y señales, Don Anselmo?
—Mira, las señales te las puedes ahorrar, pero los pelos te garantizo que se
quedaron en las sábanas. Cada vez que hemos desfilado por ese antro había
unos cuantos en la cama.
Antes de que Quique dijera alguna otra expresión chusca entró Perico.
—Seguro que ya estabais hablando de vuestros temas.
—Qué va, Perico. Le estaba proponiendo a Anselmo ir juntos a misa esta
tarde o bien mañana domingo.
Perico desaprobó la expresión con un movimiento de cabeza.
—¿Cómo fue la noche, Anselmo? —se interesó Perico.
—Pura rutina, nada importante —contestó Anselmo intentando poner tono

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cansino en la respuesta.
—Supuse que tendrías una noche movida —comentó Perico. Anselmo negó
con la cabeza. Dio un sorbo a la cerveza para no tener que responder.
—¿Sabéis algo más de los rumores de Marruecos? —se interesó Perico.
—¡Joder!, qué pesados con Marruecos. Ayer Clavijo y ahora tú. Ya nos
enteraremos si pasa cualquier cosa. Tómate algo y calla —propuso Quique.
Pasaron un rato parloteando, hojeando la prensa, fumando y quemando el
tiempo hasta la hora de la comida.
Cuando llegó la hora de marchar apareció Clavijo.
—Ahí llega el marimona —anunció Quique por si alguno de los presentes
no se había dado cuenta.
Clavijo, como era habitual, parecía recién salido de un salón de belleza
masculino. En su caso la masculinidad no quedaba en duda: era evidente su
condición.
—Joder, Clavijo, ¡cuanta brillantina te pones en la cabeza! Seguro que
cuando vas al peluquero le dices que te cambie el aceite.
Siempre era el locuaz Quique quien lanzaba la primera puya. Después se
reía de su propia gansada.
—¿Qué te pasa, Quique, ayer la puta con la que estuviste no logró que se te
levantara, pijo? —replicó Clavijo. Al ver que sus amigos se incorporaban,
preguntó—: ¿Os marcháis ya, queridos?
—Es hora de ir a comer —pretextó Perico, siempre cuidadoso con su rutina
y horarios.
—Por cierto, Perico ¿qué hacías ayer de madrugada por la calle? —
preguntó Clavijo, en un tono que demostraba más malicia que auténtica
curiosidad.
—¿Ayer de madrugada? Debes confundirte. Estuve en casa leyendo y luego
me fui a la cama.
—Que leyeras me lo creo, que fueras a la cama también,
pero no a la tuya, pillín.
El hecho de que alguien dijera que Perico se paseaba de madrugada por
Barcelona, sorprendió tanto al resto que todos prestaron atención.
—Irías borracho, Clavijo. Verías cosas que no suceden.
El tono de Perico sorprendió a Anselmo, no por las palabras sino por la
inflexión que dio a su voz.
—Pijo, no te digo que no fuera algo bebido, pero estoy seguro...
Era una situación demasiado tentadora para que un bocazas como Quique
no metiera baza.
—Vaya. Hoy debe de ser el día de las sorpresas. Clavijo y Perico
compartiendo lugares. No, si ya me parecía a mí que...
Era evidente que a Perico la conversación no le provocaba hilaridad alguna.
No estaba dispuesto a continuar con una charla de memos.
—Iros a la mierda, desgraciados —zanjó dispuesto a marcharse. Anselmo

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Teo García La partida

volvió a quedar sorprendido. Rara vez oía a su amigo decir alguna palabra
fuera de tono. Incluso en los partidos de baloncesto, cuando el arbitraje no
estaba a la altura de las circunstancias, su amigo se mostraba siempre educado.
Mientras el resto de los asistentes iniciaban un rosario de expresiones hacia la
madre del árbitro, que no podían considerarse muestras de cariño, Perico
desaprobaba el lenguaje grosero.
—Tú también marchabas, ¿no, Anselmo? Vámonos. Hoy te acompaño hasta
casa.
Anselmo intentó quitar hierro al asunto. Le parecía que no valía la pena
molestarse por algo tan tonto como una broma entre amigos.
—No les hagas caso. Ya les conoces.
—¿Esta noche trabajas, Anselmo?
Su amigo no sabía qué contestar. No le gustaba que le preguntaran
demasiado.
—Sí, tengo algún servicio... por las vacaciones de otros y esas cosas, ya
sabes.
—¿Y mañana? —insistió en su curiosidad Perico.
—Joder, Perico, el día que me quede sin madre ya te ofreceré a ti el puesto.
¿A qué viene tanta pregunta? —Ahora el que parecía incómodo era Anselmo.
—No, por nada, era por hablar de algo.
Estaba claro que no era el día de la curiosidad satisfecha. Optaron por
conversaciones banales hasta que llegaron.
—Bueno, Anselmo, me voy para casa que no quiero comer tarde. Te dejo
con tu ascensión a los cielos —dijo en referencia a los ocho pisos que debía subir
su amigo.
—¿Te puedes creer que últimamente tengo la sensación de que en mi vida
sólo hago que subir y bajar escaleras?
Perico soltó una carcajada ante la ocurrencia de Anselmo y su pereza a la
hora de subir escaleras, y se marchó.

A la misma hora, en la Direcció General d'Ordre Públic estaban reunidos


Escofet, su ayudante Guarner y el secretario Martín Solans. Continuaba la tensa
espera. Seguían con la certeza absoluta del inicio de la sublevación. Sonó el
teléfono interno anunciando una visita. Julián García, miembro destacado del
POUM en Barcelona y mano derecha de su dirigente Andreu Nin, quería
mantener una entrevista con Federico Escofet. Éste dio la instrucción de que
hicieran esperar a García con el pretexto de una reunión.
—Julián García, el perro de presa de Nin está aquí. Ha dicho que quiere
vernos —anunció Escofet.
—¿Qué querrá? —preguntó Solans. Dada la situación, la visita se antojaba
inoportuna y sospechosa.
—No tengo ni la más remota idea. Creo que lo mejor es que nos veamos —

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Teo García La partida

respondió Escofet.
Dejó pasar quince minutos. Después ordenó que acompañasen a García a
su despacho.
Unos toques en la puerta anunciaron que la visita había llegado. Julián
García era un viejo conocido de todos los presentes. Con un histórico en las
diferentes algaradas que últimamente se habían producido en Barcelona, se
podía considerar que actuaba como emisario del líder.
—Buenas tardes, García —saludó Escofet—. ¿A qué debemos su visita?
—¿Puedo hablar con total libertad? —quiso saber, lanzando una mirada a
los presentes.
—Por supuesto. Al comandante Guarner creo que ya lo conoce. El señor
Martín Solans es su secretario.
—Me van a permitir que no me ande por las ramas. —Todos asintieron ya
que conocían que García era hombre de actos más que de palabras—. Quiero
pensar que ustedes están al corriente de los hechos que se han producido en
Canarias y África. ¿No es cierto?
En un tono altivo, por la insinuación de desconocimiento que llevaba la
frase, Escofet le respondió rápidamente.
—Délo por hecho. No sé si se ha percatado de que se encuentra ante uno de
los máximos responsables del orden público en Barcelona.
García torció el gesto, sin quedar claro si se trataba de una sonrisa o bien de
un desprecio.
—Entonces he acudido al lugar y a la persona adecuada. ¿Piensan hacer
algo o bien esperarán a que las tropas rebeldes desfilen por Barcelona?
—En primer lugar, en Barcelona no ha ocurrido nada que nos indique...
—De momento —interrumpió García.
—Como le iba diciendo..., nada que nos indique que las tropas vayan a
sublevarse.
En esta ocasión, García sonrió abiertamente. Volvió a tomar la palabra.
—¿No conocen ustedes la existencia de una conspiración?
Esta vez fue Escofet el que utilizó la ironía para contestar:
—¿Conspiración? Desde el comienzo de la presente década todo el mundo
está conspirando: monárquicos, militares, comunistas, trostkistas y anarquistas.
¿A qué conspiración se refiere?
—Mire, Escofet, no he venido a participar en una comedia. Entiendo que no
me quieran explicar nada. La información ya la conocemos o al menos una gran
parte. Seguro que ustedes, si han hecho bien su trabajo, sabrán que solos no
podrán detener una sublevación militar.
—Ahora le empiezo a comprender. Viene a ofrecernos su ayuda. Corríjame
si me equivoco, por favor.
—Pues, en parte sí. Vengo a pedir armas para luego poder ayudarles.
—Armas, ¿que no tienen ya suficientes para andar matándose entre
ustedes, que aún pretenden que nosotros les hagamos entrega de más?

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Teo García La partida

—No pienso entrar al trapo. He venido yo, pero la petición es..., podríamos
denominarla oficial, en nombre de mi partido.
Tras un carraspeo, Escofet contestó sin meditar la respuesta:
—Comprenderá que no podemos ni considerar una petición de esas
características.
—Ya. Sin embargo, sí consienten que los miembros de la CNT y la FAI se
surtan de todo lo necesario sin hacer nada por evitarlo. Y a ello deberíamos
añadir que sabemos que tienen planes para armar a los miembros más...,
digamos decididos, de Esquerra Republicana; pero para nosotros nada. Para
unos la carne y para otros el hueso. Curiosa forma de actuar.
Se produjeron unos segundos de silencio. Escofet decidió zanjar la cuestión.
Sus dos ayudantes aún tenían la misma cara de asombro que intentaban
disimular con no muy buen resultado.
—Señor García, creo que debemos terminar esta reunión. Interprete la
negativa a la entrega de armamento como una postura oficial de la Generalitat.
Nuestro deber es salvaguardar el orden público, no el reparto incontrolado de
armas. Para su tranquilidad, le garantizo que estamos informados de todos los
sucesos. El presidente Companys tiene previsto reunir al Consell Executiu de la
Generalitat. En caso de sublevación, sabremos cómo reprimirla sin necesidad de
involucrar a personas que no pertenezcan a las fuerzas del orden.
Julián García se levantó. No le gustaba el papel de mendigo ni que le
despachasen de esa forma.
—Espero, señor Escofet, que no tenga que arrepentirse de su negativa.
Buenas tardes.
Un guardia había quedado esperando en la puerta. Acompañó al visitante
hasta la salida. Las negras intuiciones de Escofet iban tomando forma. Esta
visita le había resultado anormalmente sencilla de terminar. Esperaba más
vehemencia por parte de un elemento como Julián García. Algo tramaban unos
y otros; y ellos, de momento, seguían esperando. Decidió llamar a Companys
para darle cuenta de la entrevista que había mantenido. Durante la
conversación, el presidente continuó sosteniendo que por sí solos no podrían
frenar el alzamiento. Escofet mantuvo su postura.

La comida de Anselmo fue placentera y, aunque el bacalao estaba algo


salado, disfrutó de su sabor. María le explicó de sus andanzas por el mercado y
los conocidos que se había encontrado. Anselmo a veces no la escuchaba. María
hablaba con un tono muy suave, que le permitía escabullirse de sus
explicaciones. Él asentía de forma automática. Su hijo les distrajo con un
pequeño desfile de soldados de plomo; por suerte, éstos no hablaban. Su
intención era dormir una pequeña siesta hasta media tarde. El calor, que
siempre le molestaba, facilitaría que de forma rápida entrase en un estado de
duermevela, precediendo al sueño profundo, que en su caso se manifestaría con

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unos sonoros ronquidos.

Alrededor de las cuatro y media de la tarde, la noticia corrió como un


reguero de pólvora. El general Queipo de Llano, a través de Radio Sevilla, había
anunciado su adhesión a la sublevación. Esta declaración tenía que significar
que controlaba la ciudad a orillas del Guadalquivir. La nueva fue conocida en la
capital por mediación de Radio Madrid.
Esta información hizo que Escofet y Guarner marchasen hacia el Palau de la
Generalitat. Dejaron a Martín Solans para que les pudiera transmitir cualquier
otra incidencia.
Al entrar en el despacho de Companys, lo encontraron en un creciente
estado de inquietud.
—¿Qué, Escofet? ¿Ha cambiado de idea respecto a mi propuesta?
—Señor presidente, ahora ya no se trata de una acción aislada, pero sigo
pensando que los riesgos que asumiríamos son enormes.
El hecho de que la primera ciudad en la Península que se sumase al
alzamiento fuera Sevilla le producía una sensación muy negativa a Escofet.
Históricamente se consideraba a dicha ciudad como un reducto del Frente
Popular. Con una gran masa de afiliados a la CNT, aunque muchos,
últimamente, se habían pasado al Partido Comunista.
La idea de estar cometiendo un error garrafal y de consecuencias funestas
pasó por su cabeza.

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Capítulo IV

La sensación de humedad en la nuca despertó a Anselmo. El calor aún seguía


apretando, a pesar de que el día se encaminaba a su fin. Había dormido más de
lo previsto y eso le ocasionaba una modorra que le duraría más tiempo del
deseable.
El silencio que reinaba en la casa llamó su atención. Sólo se escuchaba el
reloj del salón. Pensó que María y su hijo estarían en el terrado jugando o
hablando con alguna vecina.
Aún con el sopor de la siesta, se dirigió a la cocina para ver si quedaba café
de la mañana que mezclaría con gaseosa fría. El bacalao estaba pasando su
factura en forma de sed.
En el techo se oían unos golpes sordos y rítmicos que le hicieron pensar que
su hijo estaría botando la pelota en el terrado del edificio. Eran las cinco y
media, se había hecho tarde. Decidió subir también a la azotea: sólo eran dos
tramos de escaleras. El resplandor del sol de media tarde le deslumbró al abrir
la puerta. Su hijo correteaba con una pelota mientras su mujer estaba en el único
lugar donde existía una sombra.
—¿Te ha sentado bien la siesta? —preguntó María. Sabía la respuesta. Los
ronquidos demostraban que su marido había descansado a placer.
—Me podrías haber despertado antes. No quería dormir tanto —dijo
Anselmo. Su hijo intentaba convencerle para que jugaran al fútbol.
En ocasiones, le asaltaba la idea de que no era un buen padre. No le
dedicaba mucho tiempo al niño. El cansancio del trabajo y su falta de paciencia
no le facilitaban la labor. Quería a Juanito, pero como otras tantas cosas en la
vida lo demostraba a su manera, con un rasgo muy acentuado de egoísmo.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó a su esposa.
—Nada en particular —dijo María, haciendo pantalla con su mano sobre
los ojos, protegiéndose de la reverberación solar.
Anselmo se sorprendía de que su mujer no se aburriera de la vida que
llevaba. Nada había en su quehacer cotidiano que le proporcionara la mínima
emoción. No entendía cómo alguien podía aguantar esa vida de monotonía y
tedio día tras día. A veces, al mirarla, sentía que cada vez se encontraban más
lejos el uno del otro.
Teo García La partida

—Bajo a vestirme. Ya te dije que hoy también trabajo —anunció Anselmo.


Aún quedaba tiempo para que Paco pasara a recogerle, pero prefería pasar
el rato tomando algo en el bar. Le incomodaba estar con su mujer sin saber qué
decir.
Tras un rutinario beso en la mejilla y una caricia rápida en la cabeza de su
hijo, volvió a casa para arreglarse un poco. Después de refrescarse la cara se
peinó. Las entradas de su cabeza hicieron que le viniera a la mente la imagen de
su padre. Él también iba por el camino de quedarse calvo; valiente herencia.
Al llegar al bar, Jaime se sorprendió de verle. El calor hacía que no fuese la
hora más adecuada para salir a la calle.
—¿Te han echado de casa o tienes complejo de chicharra? —preguntó
Jaime, de forma jovial.
—No, prefería ver un ventilador estropeado en el techo de un tugurio —
contestó Anselmo, bromeando.
—Pues ya sabes, agua fresca que aclara las ideas —replicó Jaime.
—El agua la bebo en casa. Pon una gaseosa con cerveza —pidió Anselmo,
acordándose del bacalao mientras miraba a su alrededor. Sus amigos no solían
acudir al bar hasta más tarde. Era mejor así porque no estaba para las simplezas
de Quique o la conversación de algún conocido. Las siestas prolongadas le
provocaban malhumor.

Las noticias iban llegando con cuentagotas a la Generalitat. Los periódicos


de la tarde ya estaban preparando ediciones con las noticias de la sublevación
en Canarias, Marruecos y Sevilla. Las últimas conversaciones con el gobierno de
Madrid seguían siendo optimistas, pero la credibilidad que tenían para los
dirigentes catalanes era nula. La sensación de impotencia y el desconocer el
alcance de lo que estaba sucediendo hacía que los reunidos tuvieran los nervios
en tensión.
Federico Escofet seguía recibiendo novedades. Conocía la existencia de
grupos de personas, ante diferentes oficinas gubernamentales, que exigían la
entrega de armas. Temía que en cualquier momento los hechos se le escaparan
de las manos. Durante las entrevistas que habían mantenido los miembros del
gobierno catalán, iba ganando adeptos la idea de contar con los miembros de
las milicias anarcosindicalistas. Escofet no podría mantener su negativa durante
mucho más tiempo. Los argumentos ya habían sido explicados y la idea de
armar a las masas prevalecía. Para él era evidente que deberían enfrentarse a
dos agresiones a la República: la de los militares sublevados y la de las fuerzas
anarcosindicalistas. El problema era que los demás no compartían sus ideas o
bien que él no sabía explicarlas con la suficiente claridad. Sospechó que el
auténtico temor de los miembros del gobierno catalán era la suerte que les
esperaba si triunfaba el alzamiento.
El presidente Companys había convocado otra reunión a la que asistían los

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Teo García La partida

máximos representantes de las fuerzas de seguridad. Las caras de los presentes


reflejaban preocupación. Companys explicó los últimos hechos sin preámbulos.
—He mantenido una conversación telefónica con el general Miaja. Me ha
transmitido las próximas disposiciones que el gobierno hará públicas. Con ellas
pretenden atajar la insurrección donde ya se ha producido. Quizá logren
impedirse futuras adhesiones, pero lo dudo. Las medidas son las siguientes:
proceder a la anulación del estado de guerra donde lo hayan proclamado los
sublevados; todos los generales, jefes y oficiales que hayan participado
quedarán destituidos; las tropas que han sido obligadas a levantarse en armas
contra la República quedarán licenciadas. También me ha comunicado que
existen negó..., mejor dicho, contactos, con las centrales sindicales para
proclamar una huelga general indefinida. Al igual que nosotros, están
esperando más acontecimientos. No puedo añadir nada más.
El conseller de la Conselleria de Governació, Josep María Espanya, añadió su
opinión:
—Queda patente que la postura del gobierno central es sólida y firme.
Companys, con una mueca expresiva, dio a entender que no compartía
dicho juicio. Escofet, percatándose del gesto, quiso alguna explicación.
—Señor presidente, ¿está usted convencido de la posición del gobierno?
—No me convencen ni las explicaciones de unos ni las promesas de otros.
Ése es el problema. ¿Cuántas veces nos han prometido cosas que luego no han
cumplido? ¿Por qué esta vez iba a ser diferente? —respondió Companys.
—Creo que el gobierno es consciente de que Catalunya es una de las bazas
importantes a ganar por parte de los rebeldes. Ello hará que nos presten toda la
ayuda necesaria —dijo Espanya.
—El problema principal es que ellos no saben si van a poder atajar la
sublevación. Entonces... ¿cómo van a ayudar a otros, con medidas legales?
¿Usted cree que aquellos que ya han vulnerado la ley van a acatar ahora nuevas
leyes de un gobierno que no consideran legítimo? No sea ingenuo, Espanya.
Sigo pensando que somos nosotros los que debemos organizar nuestra propia
defensa. ¿Quién gana una contienda? —Él mismo dio la respuesta sin esperar
que alguien lo hiciera—: El que disponga de más medios y mejores elementos.
Nosotros tenemos la capacidad de aumentar nuestros recursos; tomemos la
decisión y actuemos. Esta vez no deben pillarnos desprevenidos.
Rompiendo la indeterminación que hasta ese momento había flotado en el
ambiente, casi todos los presentes asintieron ante las palabras de Companys.
Escofet decidió hacer un último intento, pero estaba convencido que sería en
vano.
—Señores, creo que la decisión de...
—Ya nos ha dejado clara su postura, Escofet, pero es evidente que los
demás no comparten su opinión. Creo que peca usted de prudente.
Solucionemos primero un problema y luego ya nos entenderemos con el otro —
dijo Companys, interrumpiendo a Escofet.

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—Sólo una pregunta más, señor presidente, ¿cuál será nuestro próximo
paso? —quiso saber Escofet.
—Convoque a una reunión urgente a los señores Durruti y García Oliver.
—¿Contamos también con Domingo Ascaso? —preguntó Guarner.
Tras unos momentos de reflexión, Companys accedió. Escofet estaba
cansado y decidió claudicar. La primera mano de cartas ya había sido repartida.

Paco adelantó su llegada y tuvo que esperar a Anselmo unos minutos.


—¡Joder qué puntualidad, Paco! —exclamó Anselmo.
—Haber tenido un padre ferroviario de algo debe servir —pretextó Paco.
Se conocían desde hacía cuatro años. Era duro, tenaz, y esto hacía que
Anselmo confiase plenamente en su compañero. Nunca le había defraudado
cuando por motivos de trabajo habían actuado juntos. Paco no era muy dado a
las bromas, pero tenía sentido del humor. Él, al contrario que Anselmo,
profesaba una tendencia política muy definida hacia los partidos de izquierda,
pero sabía que el trabajo era una cosa y sus ideas otra. Igual que Anselmo,
cumplía siempre sin rechistar las órdenes recibidas como el profesional que se
creía. Paco era consciente de los momentos excepcionales que vivían, pero no le
gustaba ser protagonista de ellos. Hubiera preferido formar parte de los
espectadores.
—¿Qué te dije? De rumores nada. Supongo que estás al corriente de lo
último —dijo Paco, mostrando disposición a explicarlo.
—Sí. En el bar he oído los comentarios de la gente.
—Ya hay grupos en las calles pidiendo armas y apostándose cerca de algún
cuartel. Ya te avisé ayer que me estaba acojonando —dijo Paco.
—¿Acojonarte, tú? Te he visto en situaciones más difíciles y nunca te has
echado para atrás —dijo Anselmo.
—Era una manera de expresarme o... ¿prefieres que diga que me asusto?
Eso lo dejo para ese amigo tuyo sarasa con el que juegas al dominó —dijo Paco,
soltando una carcajada.
—Amigo, amigo, no es. Digamos conocido —replicó Anselmo.
La relación que tenía con Perico y Quique no se podía comparar con la que
mantenía con Clavijo, pero le manifestaba aprecio. Eso en Anselmo era poco
común. Su círculo de amistades era muy cerrado. Difícilmente se incorporaba
alguien nuevo, más que nada, por su nula predisposición a conocer nuevas
personas.
—Ahora nos enteraremos de algo más —dijo Paco.
Anselmo encogió los hombros. Barcelona era un hervidero de rumores y
chismes. Todo lo que se decía era de buena tinta.
Se percibía inquietud en la gente. Había grupos de personas por todos los
lados, hablando unos; chillando otros, y los más, esperando no se sabía qué,
pero llamaba la atención el gentío que circulaba por la calle.

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Al pasar por la plaza de Catalunya, vieron una furgoneta en la que


circulaban cinco individuos, por su apariencia obreros, pero con fusiles y
escopetas.
—¿Has visto eso, Paco? —preguntó Anselmo, asombrado ante la exhibición
de armas sin pudor alguno.
—Serán sindicalistas que van a pasar alguna vieja cuenta —dijo Paco, con
poco convencimiento—. No nos incumbe. Lleguemos primero a la oficina y
después ya nos explicarán qué cojones pasa. Ya me veo otra vez metido en
hostias con obreros cabreados y falangistas de mala leche. Siempre estamos
como puta por rastrojo.
—Mejor eso, Paco, que con militares con ganas de jarana —sentenció
Anselmo.
Al llegar a la Direcció General d'Ordre Públic fueron al despacho del
capitán Carreras. Anselmo se apoyó en el pasamanos de la escalera para subir.
El capitán no había llegado aún. Decidieron hacer tiempo charlando un rato y
fumando con algunos compañeros. Así podrían enterarse de las últimas noticias
de forma fidedigna.

Por la rapidez con la que los líderes anarquistas acudieron a la reunión, se


podía pensar que estaban esperando la llamada convocándoles al encuentro. En
un gesto de prudencia o desconfianza, sólo se presentaron Buenaventura
Durruti y Juan García Oliver. Les acompañaban unos individuos que, por su
aspecto patibulario, debían ser sus guardaespaldas. Éstos tuvieron que esperar
en un patio de las dependencias de la Generalitat.
Dada la naturaleza de la entrevista y los temas delicados que iban a
tratarse, se decidió que sólo asistirían el presidente de la Generalitat, Josep M. a
Espanya, Federico Escofet y Guarner. Escofet seguía desconfiado ante la
obligación de tratar con individuos que en numerosos mítines se habían
autodefinido como un grupo de pistoleros.
La entrada que hicieron en el despacho, demostrando una total confianza y
seguridad en sí mismos, que podía confundirse con chulería, ya marcó desde el
inicio el tono y ritmo con el que se mantendrían las conversaciones.
—Buenas tardes, presidente Companys. Ha tardado demasiado en
llamarnos —dijo Durruti, con una amplia sonrisa que dejaba al descubierto sus
dientes. Éstos, separados entre sí, junto con unos labios gruesos, cejas pobladas,
barba cerrada y una frente estrecha, con un nacimiento de pelo demasiado
cercano a los ojos, le daban un cierto aire simiesco. Su compañero, al margen de
compartir ideas políticas, mostraba un físico completamente opuesto: más bajo,
con unas entradas que señalaban el comienzo de una incipiente calvicie, labios
finos, pómulos hundidos y una nariz ensanchada en su punta. Sin embargo, los
allí presentes no eran sólo representantes de las masas proletarias de Catalunya
sino de toda España.

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Teo García La partida

—Buenas tardes —dijo Companys, devolviendo el saludo—. Tomen


asiento, por favor.
Todos se conocían y no perdieron el tiempo en presentaciones. Se limitaron
a inclinaciones de cabeza y gestos formales. Cada grupo se acomodó en lados
opuestos de una mesa alargada. De forma inconsciente, se señalaba el
desacuerdo que cada parte tenía sobre la situación presente y futura.
—¿Tiene alguna nueva noticia sobre los movimientos de los sublevados? —
preguntó García Oliver, dando a entender que ya conocía los hechos sucedidos
anteriormente.
—Imagino que ustedes ya están al corriente. Se han sumado más plazas al
alzamiento. El gobierno de la República dictará unas medidas para atajar a los
sublevados —contestó Companys.
—Es evidente que usted interpreta que dichas medidas no serán suficientes
para frenar un movimiento similar en Barcelona. De ahí deduzco nuestra
presencia aquí, presidente —aseveró Durruti.
—Parece que usted ya lo sabe todo —intervino Escofet, que a cambio
recibió una mirada desaprobadora por parte de Companys.
—No es una cuestión de conocimiento, Escofet, sino de previsión,
información e intuición —respondió Durruti, ignorando el tono irónico de su
interlocutor.
Incapaz de contenerse, pero sin que se percibiera ningún tipo de despecho,
Escofet contestó.
—En parte debo darle la razón, sobre todo en lo que a previsión se refiere,
ya que ayer se procuraron armas de dos buques atracados en el puerto. En
cuanto a la información, también, porque conocemos que tienen bajo control los
principales acuartelamientos de Barcelona. Lo que usted ha denominado
intuición, creo que es más una manipulación de sus masas. Me consta que en
estos momentos están creando un ambiente favorable para sus intereses:
montando disturbios, con la petición de armas y el intento de asalto de algún
depósito.
—¿Nuestros intereses? —preguntó García Oliver—. Querrá decir los
intereses de los trabajadores y asalariados. De todos aquellos que ustedes
permiten que sean explotados por sus votantes burgueses.
Los presentes creyeron que iban a presenciar el rosario de expresiones,
provocadoras y desafiantes, que utilizaba García Oliver en sus mítines.
—Por favor, señores —dijo Companys, atajando la situación—. Es evidente
que como representantes de partidos políticos y fuerzas sindicales cada uno
tiene sus motivaciones particulares, pero ahora hemos de ser capaces de buscar
las comunes. Dada la presente situación, será fácil llegar al acuerdo de que lo
prioritario ahora es la República Española. No creo que en este punto haya
diferencia de criterios ¿No es así? —preguntó, sin tener muy clara cuál iba a ser
la respuesta.
—Mire, Companys —comenzó diciendo Durruti—, usted ya conoce nuestra

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Teo García La partida

posición respecto a la República. Somos representantes de los obreros y no de


los republicanos. Dentro de los republicanos deberían también incluir a los
derechistas, falangistas y fascistas. Como le será muy fácil de entender, nosotros
nunca representaremos a semejantes individuos. La República queda para
gente como ustedes, para nosotros queda una revolución social que deberá
cambiar la presente patochada que denominamos República y el sistema social
que representa.
El conseller Espanya intervino ante lo que consideraba una aberración
política.
—¿Y si triunfan los sublevados, cree usted que habrá lugar para
revoluciones sociales?
La respuesta la dio García Oliver, volviendo a demostrar, una vez más, su
desprecio por la clase política dirigente.
—Me sorprende que se den por vencidos tan pronto sin ni siquiera haber
hecho frente a la sublevación. ¿Ya tienen prevista su huida como en anteriores
ocasiones?
Escofet hubiera querido intervenir de forma contundente, pero su instinto
de prudencia y subordinación le hizo contenerse.
Companys decidió ignorar la velada acusación de cobardía y replicó
conciliatoriamente.
—Si como ustedes piensan nuestra intención fuera huir, no estaríamos
hablando en este preciso momento. Vuelvo a decirles que ha llegado la ocasión
de unir fuerzas por encima de diferencias ideológicas. Es necesario que
entiendan este punto. Les ruego que hagan un esfuerzo.
—Hay posturas que no entienden de unir esfuerzos. Es usted el que nos ha
llamado; no se ande por las ramas y diga de una vez qué quiere. Para discutir
diferencias políticas ya está el Parlamento, aunque en los bares se recoge con
más realidad y honestidad lo que piensan los trabajadores —replicó Durruti.
Había llegado el momento de mostrar las cartas. Escofet, incrédulo y
molesto, asistía a la negociación diabólica. No le costaba mucho imaginar las
consecuencias de semejante acción de cara al futuro.
—Todos los presentes sabemos que existe una sublevación lista para
desencadenarse en Barcelona. A pesar de tener un conocimiento bastante
aproximado de los planes y objetivos de los rebeldes, tenemos serias dudas en
cuanto a los efectivos que podríamos utilizar para frenar el alzamiento —
mientras Companys hablaba, García Oliver asentía y Durruti escuchaba sin que
el gesto de su cara demostrase sorpresa alguna—. Es nuestra voluntad
oponernos con todos nuestros medios, pero podría ser que éstos fuesen
insuficientes y nuestra capacidad de reacción ya estaría muy mermada...
—O mejor dicho —interrumpió García Oliver—: anulada.
—En el peor de los casos, sí —reconoció Companys.
—¿Y bien? —preguntó Durruti, esperando el momento en que los máximos
órganos de poder en Catalunya reconocieran, con su petición de ayuda, la

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Teo García La partida

supremacía de la FAI en las calles y en las masas.


—Si uniéramos nuestros efectivos a sus milicias anarquistas, la
superioridad sería abrumadora a nuestro favor. Ello nos permitiría tener la
certeza de controlar la sublevación —explicó Companys.
Durruti, con su intuición, observó que existía una diferencia de criterios
entre las personas que tenía ante sí. Supuso, acertadamente, que Federico
Escofet era el más disconforme con dicha componenda.
—¿Qué es lo que le preocupa, Escofet? —preguntó Durruti, mirando con
recelo.
Escofet no quiso dejar patente la disparidad de pensamientos. Se limitó a
responder mostrando una crítica implícita.
—¿Preocuparme? Ante los acontecimientos que se avecinan adivinará usted
que mis preocupaciones son muchas, pero la última que me ha pasado por la
cabeza es la adhesión de Sevilla a los rebeldes.
—¿No le acabo de entender? —dijo García Oliver.
—Es muy sencillo de explicar. Para ustedes Sevilla es, o a estas horas ha
sido, una plaza fuerte. Sin embargo, poco han podido hacer sus milicias para
frenar el control de la ciudad por las tropas de Queipo de Llano —aclaró
Escofet.
—Creo que sus informaciones, transmitidas desde Madrid, no son del todo
exactas. Oposición la ha habido y la sigue habiendo. Nuestras milicias,
concentradas en el barrio de Triana, han hecho frente a unidades del ejército —
replicó Durruti.
—¿Qué han conseguido? Yo diría que nada. El general Queipo de Llano
sigue hablando por Radio Sevilla como si estuviera haciendo una retransmisión
musical. Ustedes y sus fuerzas no han logrado acallarle —aseveró Escofet.
—Sevilla no es un tema exclusivo de anarquistas también están por medio
los comunistas —explicó García Oliver—. Digamos que existen ciertas
desavenencias.
Companys vio la ocasión para insistir con su petición de unidad.
—¿Entienden ahora como lo más importante es permanecer unidos? No
debemos tener diferencias. Hemos de luchar todos a una.
—Muy hábil, Companys, seguro que sobrevivirá a todo esto —vaticinó
Durruti, sonriendo mordazmente—. Entonces... ¿qué quiere que hagamos?
¿Qué nos propone y qué nos ofrece?
—¿Ofrecer? —preguntó Escofet, alzando la voz, sin poder esconder su
indignación y sorpresa.
—No entiendo lo que quiere, Buenaventura —dijo Companys, dirigiéndose
a Durruti por su nombre de pila.
—Dejémonos de retórica y seamos claros. Se lo voy a resumir de forma
fácil. Ustedes nos necesitan. Yo me atrevería a decir que desesperadamente.
Nosotros estamos dispuestos a ayudar, pero siempre que se tenga presente, y se
respete, lo que la FAI y la CNT representan. No queremos acabar sometidos a

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Teo García La partida

nadie, porque para eso preferimos que se derrumbe todo. Algo bueno resurgirá
de esa destrucción.
—Pero... ¿qué es lo que quiere de mí, Durruti? —quiso saber Companys.
—Una nueva forma de Estado en el que...
Companys le interrumpió de forma inmediata.
—Durruti, si va a pedir los postulados dictados en su último congreso de
abolir la propiedad privada, el principio de autoridad y el Estado, comprenda
que yo como parte de ese Estado no puedo permitirlo. Iría, incluso, contra mi
ética personal.
—Companys, creo que no es consciente de nuestro poder y de su situación.
Nosotros nos negamos a firmar el pacto del Frente Popular.
—Pero lo firmó Pestaña —añadió Espanya.
—Pestaña es un moderado que todavía no ha entendido el percal con el que
trata. Además, lo hizo en nombre del Partido Sindicalista. Sólo le siguen sus
familiares y vecinos —contestó García Oliver, en un tono despreciativo.
Durruti volvió a tomar la palabra para evitar que se dispersase el inicio de
negociación que percibía se iba a producir.
—A pesar de no firmarlo, está claro que con nuestra intervención en todo el
proceso electoral hemos facilitado que esa amalgama de partidos de izquierdas,
por llamarlos de alguna manera, ganaran las elecciones. Por si les queda alguna
duda lo aclararé más. Fuimos nosotros los que inclinamos la balanza, y eso sin
estar en el pacto. Hemos decretado una huelga indefinida en el sector de la
construcción desde el mes pasado. Se mantendrá así hasta que lo consideremos
oportuno. ¿Cree usted que se encuentra en situación de imponer algo?
Seguramente, por su sicario Escofet —éste hizo un gesto ante el término
ofensivo— sabrá cuáles son nuestros efectivos y poder de convocatoria.
Era evidente que llegado a ese punto de la reunión, Durruti estaba
apretando el acelerador. Lo demostraba endureciendo sus términos.
—Creo que debe decidir pronto qué papel quiere que juguemos en esto,
presidente —dijo remarcando el título con un tono burlesco.
—Durruti, vuelvo a decirle que no puedo ser el impulsor de una revolución
social —replicó Companys.
—Ahora no, es cierto, pero déjenos a nosotros. Después de eliminar de una
vez para siempre a todos los militares conspiradores, ya nos encargaremos de
hacerlo. Ustedes seguirán gobernando, pero nosotros marcaremos la pauta.
Escofet ya tenía su composición de los hechos expresados, de forma tosca,
por los líderes anarquistas. Los partidos anarcosindicalistas, en concreto la FAI,
y en segundo plano la CNT, quedarían como guardianes de los poderes
constituidos, y ellos, de alguna forma, serían sus rehenes.
—¿No le parece un precio muy alto lo que pide, Buenaventura? —preguntó
Companys.
—El precio lo marca el interés del comprador por el objeto. La alternativa
ya sabe cuál puede ser. A un político se le puede eliminar fácilmente, pero a

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Teo García La partida

toda una masa obrera es imposible —apuntó García Oliver.


Los segundos de silencio que se produjeron acentuaron la tensión del
momento. Los anarquistas estaban esperando que se aceptara su ofrecimiento, y
el resto, valorando las consecuencias de una claudicación. Con desagrado por el
tono mercantil que habían adoptado los anarquistas, Companys retomó la
palabra.
—Muy bien, acepto, pero con la confianza de que todos sus actos
posteriores tendrán como objetivo claro el bienestar común, sin lugar para
rencillas de diferentes facciones ni intereses bastardos.
Escofet pensó que esas últimas palabras del presidente habían sonado a
responso.
—Muy acertado, Companys. Creo que cuanto antes nos pongamos a
trabajar mejor será el resultado —sugirió Durruti—. Necesitamos que nos
proporcionen toda la información disponible sobre los planes de sublevación en
Barcelona, junto con su estrategia de contención y número de fuerzas. Si no le
importa, creo que llegado este punto a tratar me gustaría contar con la
presencia de otro compañero.
—¿Domingo Ascaso? —preguntó Escofet.
—Sí —contestó García Oliver—. Necesitaría hacer una llamada telefónica y
en breves momentos se podrá incorporar a la reunión.
Companys, pretextando un asunto que requería su presencia, hizo un gesto
a Escofet para que abandonase la sala.
—Escofet, ya sé que es contrario a tratar con semejantes elementos, pero en
esta situación no nos queda otra alternativa —explicó Companys, intentando
tranquilizar a su colaborador.
—Pero, señor presidente, ¿es usted consciente de que aceptando estaremos
en sus manos sin capacidad de cambiar nada? Seremos como un gobierno de
marionetas —dijo Escofet, con rotundidad.
—Ahora les necesitamos, Federico. Cuando la situación cambie ya
intentaremos quitarles de en medio. En un futuro podremos tener la fuerza
suficiente para ello.
—Señor presidente, ya sabe que tiene mi absoluta y firme lealtad. Siempre
respaldaré lo que usted decida, pero sigo pensando que nos equivocamos. Este
trato les servirá a ellos para fortalecerse y a nosotros nos debilitará de forma
irreversible —contestó Escofet.
—Ellos son más fuertes, pero su talón de Aquiles es que luchan en varios
frentes internos; no lo olvide. Conforme pase el tiempo, creo que las luchas
intestinas entre anarquistas, socialistas, comunistas y demás grupúsculos les
debilitarán. Entonces nosotros actuaremos.
Escofet, fiel a las palabras de lealtad que había pronunciado, y consciente
de que ahora no podían cambiarse los acuerdos, aceptó con desgana; pero
aceptó. Volvieron a la sala de reunión.
Tras una corta espera apareció el otro líder anarquista, Domingo Ascaso.

57
Teo García La partida

Sus compañeros le pusieron al corriente de forma somera y rápida. Semejaba


una representación ensayada de antemano.
Al fondo de la sala, Espanya mantenía una conversación telefónica. Escofet,
cumpliendo órdenes y con la ayuda del comandante Guarner, dispuso los
planos y notas necesarios para explicar los planes previstos. Antes de que
pudieran avanzar, el recién llegado, Ascaso, sacó a colación el tema más
delicado.
—¿Cuántas armas tienen previsto entregarnos y en qué puntos de
Barcelona? —preguntó, con la certeza de que iba a producirse la entrega del
armamento solicitado.
—No entraba en nuestros planes la entrega de armas —contestó Escofet.
—Comprendan que no vamos a luchar con las manos —replicó Ascaso.
—¿Y las armas con las que ustedes ya cuentan? —preguntó Escofet,
dispuesto a no oír otra vez las conocidas excusas—. Sé que han recibido,
incluso, armas de Bélgica y Checoslovaquia.
Durruti volvió a intervenir, ya harto de la hostilidad manifiesta de Escofet.
—Es cierto que hemos conseguido algún armamento, pero también
debemos contar con nuestros compañeros de otras ciudades. Algunas de esas
armas ya están en Madrid, Gerona y Valencia. Por otro lado, ¿por qué se niegan
a entregar armas cuando el ministro de la Guerra ha aceptado la entrega de dos
mil fusiles en Madrid? Le suponía al corriente de ello.
Escofet no sabía nada al respecto, pero al buscar una aclaración con la
mirada en el presidente Companys, éste hizo una señal afirmativa.
Durruti, como un astuto comerciante, volvió a enseñar la mercancía a
vender.
—Piense que podemos movilizar de forma inmediata quince mil milicianos.
Si van a bailar con tropa entrenada, necesitarán medios adecuados. Además,
debe interpretar nuestra petición como una cortesía. Cuando se produzca la
sublevación también podríamos aprovechar para asaltar los depósitos y coger
las que queramos. Ustedes no podrán impedirlo, estarán muy ocupados en
otros asuntos. Sinceramente, espero que uno de ellos no sea salvar sus propias
vidas.
—Muy bien. Primero les explicaremos nuestros planes. Luego ya fijaremos
los puntos de reparto de armas —dijo Companys, zanjando el asunto e
ignorando el ambiguo final de la frase de Durruti.

La noche sucedió a la tarde mientras la planificación de las operaciones


contra los sublevados iba tomando cuerpo. Se dio la orden para comenzar el
reparto del armamento. En algún caso se realizó desde camiones desplazados a
puntos concretos. La experiencia que los anarquistas tenían en lucha urbana
hizo que comprendieran perfectamente la táctica a seguir. Durruti se permitió
felicitar a Escofet por su trabajo, pero antes quiso hacer una recapitulación.

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Teo García La partida

—Nosotros nos encargaremos de la vigilancia de los cuarteles para saber el


momento en que las tropas salen a la calle. Estableceremos controles en las
cercanías para evitar que miembros civiles afectos a los sublevados se añadan a
las tropas. En los puntos ya convenidos estableceremos barricadas para frenar
su avance hacia los objetivos que tienen previstos. Hasta aquí todo conforme,
pero me da la sensación de que vamos a ser nosotros los que llevemos el peso
de la lucha. No quisiera pensar que nos van a utilizar como carne de cañón.
—La clase obrera siempre ha sido usada como carne de cañón —dijo
Companys, entre dientes.
Durruti permanecía callado, y sus compañeros con una mirada expectante,
ante semejante afirmación.
—Es cierto. Mejor no cambiar las viejas costumbres, presidente —sentenció
Durruti, con una cínica sonrisa.
La reunión había llegado a su fin. Los líderes anarcosindicalistas volvieron
a sus reductos y en la Generalitat se convocó al Consell Executiu. Todos
permanecerían esperando.

En vista de que ya eran las diez de la noche y el capitán Carreras no había


hecho acto de presencia, Anselmo y Paco decidieron ir a comer algo. Ya tenían
una información más concreta de lo que estaba ocurriendo. Con sólo asomarse a
la ventana podían comprobar como iban pasando coches, camionetas e incluso
transeúntes con armas al hombro. Algunos vehículos habían pintado en sus
carrocerías su afiliación a los diferentes grupos políticos.
—Esta noche pasa algo gordo, Anselmo, te lo digo yo —profetizó Paco.
—Sí, que el capitán Carreras estará follando —dijo Anselmo, ante la
hilaridad de su compañero.

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Capítulo V

La noche se abatió sobre Barcelona. La febril actividad en las calles permitía


adivinar que algo anormal estaba sucediendo. Acorde al plan pactado, los
miembros de las milicias anarcosindicalistas mantenían vigilados algunos
cuarteles y en sus proximidades se habían establecido controles para evitar que
los miembros civiles de la sublevación entrasen en las dependencias militares.
La arbitrariedad que conlleva el uso del poder en manos equivocadas hizo que
sólo se catalogase a las personas por su identificación. Aquellos que
demostraban su pertenencia a un partido o sindicato de izquierdas podían
traspasar las barreras sin mayores problemas. El reparto de armas se realizó de
forma rápida, aunque la inexperiencia de muchos en su manejo, provocaba
serías dudas en cuanto a su efectividad. En el Palau de la Generalitat, el Consell
Executiu seguía reunido a la espera de cualquier noticia o suceso que aportara
más datos sobre el alzamiento. A muchos de sus miembros la falta de sueño y
las horas de tensión les había mermado la capacidad cognitiva, ralentizado los
reflejos y entumecido los músculos. Pese a ello, ahora reinaba un ambiente de
expectación combinado con una mayor tranquilidad en cuanto a las
posibilidades de hacer frente al alzamiento.

Anselmo y Paco también estaban cansados. Intentaron solucionarlo con una


pequeña cabezada en los sillones del despacho del capitán Carreras, pero lo
único que consiguió Anselmo fue una aguda tortícolis. El dolor de su cuello
actuó como un despertador. Con movimientos circulares intentó colocar sus
vértebras cervicales en su sitio. Paco seguía dormitando. De hecho, podía
hacerlo en cualquier lugar que le garantizase un mínimo punto de apoyo, una
virtud que Anselmo envidiaba. Decidió despertarle dándole pequeños golpes
con su pie en la suela del zapato, pero ante la inutilidad del gesto, optó por
pronunciar su nombre aumentando cada vez el tono de voz. Cuando creyó que
tendría que llegar a desgañitarse, Paco abrió los ojos con una expresión
bobalicona en la cara.
—¿Qué ocurre? —fueron las únicas palabras que atinó a decir.
—Que me jode verte dormir y yo estar despierto —contestó Anselmo. Un
Teo García La partida

eructo fue la réplica que obtuvo de su compañero. Al mismo tiempo que sus
ideas volvían al mundo de los vivos, Paco preguntó qué hora era. Anselmo miró
su reloj y recordó que debía darle cuerda.
—Una de las horas más asquerosas: las tres y veinte de la madrugada.
—Joder —dijo Paco, frotándose los ojos y bostezando lentamente aunque
sabía que no le costaría mucho volver a dormirse.
—¿Qué pasa, si fueran las cuatro y veinte estarías más contento? —
preguntó Anselmo, con mala idea. Paco no dijo nada. Se levantó mientras
acomodaba sus genitales dentro de los pantalones. Un dolor en su espalda
sirvió para que comprendiera lo inadecuado de la butaca para otra actividad
que no fuera estar sentado.
Necesitaban despabilarse y creyeron que un poco de café les ayudaría a
ello. Cuando bajaban por las escaleras, cansinamente, se encontraron con el
capitán Carreras que subía acelerado.
—¿Adónde van? —quiso saber. Al decirle que habían decidido tomar un
café, les dio cinco minutos para ello.
—Regresen de inmediato. Nos vamos hacia la Generalitat. Han comenzado
a detectarse movimientos en los cuarteles —dijo Carreras.
Dudaban si prescindir del café, pero Anselmo pensó que nunca la historia
se había cambiado por una miserable infusión, y lo cierto era, que necesitaban
animarse un poco.
Por parte de los sublevados, los hechos se iban desarrollando con la
precisión de notas trazadas en el pentagrama. A la hora prevista, las diferentes
unidades formaron en los patios de sus acuartelamientos para iniciar la marcha
hacia sus objetivos. El primer cuartel donde comenzó a notarse la actividad fue
el situado en Pedralbes donde tenía su ubicación el 10.° Regimiento de
Infantería Badajoz. Alrededor de las tres de la madrugada, se habían iniciado
los toques reglamentarios para formar a los soldados en el patio. Pasada media
hora, un pequeño grupo de falangistas, que habían podido sortear los controles,
se incorporó a las fuerzas allí reunidas. Algunos de ellos se hicieron con
pertrechos militares: armas, cascos, trinchas y munición.
Los oficiales adheridos a la rebelión consultaban planos y hacían
comentarios en voz baja. Estaban repasando los recorridos a realizar por la
cuadrícula que forma la fisonomía de Barcelona. Entre la tropa se podía notar el
nerviosismo. La tensión del momento, junto con la hora temprana, hacía que los
hombres no estuvieran especialmente locuaces. Se podían percibir gestos de
nerviosismo: temblores en los dedos, pequeños mordiscos en los labios, frotar
de manos, consumo compulsivo de tabaco, miradas entrecruzadas sin
significado claro y bromas forzadas que tenían como objetivo disipar el miedo.
El murmullo general fue roto por la recia voz de un comandante que
arengó a las tropas: dejó patente que iban a defender a la República ante el
peligro de una sublevación por parte de grupos anarquistas y comunistas. A
muchos de los soldados las palabras honor, deber y lealtad, les sonaron huecas.

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Teo García La partida

Ellos no estaban allí por voluntad propia y no podían desobedecer.

Pasada una hora, las puertas del cuartel se abrieron y las tropas
comenzaron a salir a la calle enfilando la avenida Diagonal. Debían llegar a la
calle Urgell para luego descender hasta el centro de la ciudad que era uno de
sus objetivos.
Los ruidos característicos de una formación de ese tipo rompieron el
silencio de la madrugada: pasos, más o menos acompasados, tintineo de metal
contra metal, conversaciones en voz baja y, como siempre, alguna tos
inoportuna.
Ninguno de los que formaban la columna pasó por alto el hecho de que
grupos armados de obreros, a juzgar por su indumentaria, estaban controlando
los accesos al cuartel. No se produjo contacto alguno y la marcha prosiguió. Al
llegar a la confluencia con la calle Urgell, un escuadrón de otra unidad, el 10.°
Regimiento de Caballería de Montesa, se les unió. Continuaron su marcha con
más efectivos, pero igualmente inquietos.

A las cuatro de la madrugada, Joaquín Vila, jefe de Prensa de la Generalitat,


entró en el despacho del presidente Companys donde se encontraba reunido el
Consell Executiu. Comunicó la salida de las tropas a la calle. Para nadie fue una
sorpresa. A partir de ahora cada uno debía encomendarse a Dios, a la suerte o al
destino, confiando en una resolución favorable. Poco más se podía hacer que
seguir esperando, con la confianza de que las medidas tomadas fueran
efectivas.

Las tropas del Regimiento de Caballería de Montesa, situado en la calle


Tarragona, también habían iniciado su particular desfile. Con ellos iba un
pequeño grupo de requetés. Su objetivo se encontraba bastante más cercano, la
plaza de España. La proximidad hizo que en media hora estuvieran situados en
dicho emplazamiento. Su sorpresa, o la de sus mandos, fue que al llegar a la
plaza ya había sido ocupada por un grupo de guardias de asalto y obreros. De
forma espontánea, las tropas lanzaron vítores a la República. Entre el desorden
creado los guardias se unieron a la soldadesca. La situación era cada vez más
incomprensible. Eran dos equipos de fútbol jugando con la misma camiseta.
Ante este movimiento espontáneo e inesperado, los grupos de obreros abrieron
fuego contra la tropa. Ésta, aleccionada y acostumbrada a maniobras de
despliegue, reaccionó a una orden de sus oficiales como un sólo hombre. Se
produjo un intercambio de disparos desigual, no sólo por la cadencia de fuego,
sino también por la pericia de los tiradores. La confusión seguía siendo la tónica
general. Aprovechando este factor, los oficiales desplegaron a la tropa por todo

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Teo García La partida

el perímetro de la plaza. Ocuparon el inicio de la avenida Paralelo y la Gran Vía


en ambas direcciones.
Bajo fuego de cobertura pudo emplazarse un cañón que comenzó a
disparar contra una barricada ocupada por obreros. Rápidamente comenzó a
cobrarse sus aciertos en forma de muertos. El caos favorecía que muchos de los
protagonistas no tuvieran claro contra quién estaban luchando. El destacamento
de guardias de asalto, en un determinado momento, y ante la sospecha de que
el mando responsable estaba en clara connivencia con los militares, abandonó a
su capitán. Éste fue abatido por uno de sus ayudantes que luego se unió a los
grupos de obreros. Calificar lo que estaba sucediendo de una olla de grillos
sería otorgarle algún parecido al orden. Unos, por encontrarse en una situación
completamente nueva para ellos, y otros, por desconocimiento absoluto de lo
que estaba ocurriendo, reflejaban en sus caras un profundo y atenazante miedo.
Las primeras víctimas yacían en el suelo. La imagen obscena de la sangre
derramada sobre el asfalto, aumentada por el contraste de colores, hacía que
todos percibieran el tono trágico de la jornada. Árboles, portales, aceras y
coches, así como cualquier objeto cotidiano en el paisaje de una ciudad, era
utilizado como parapeto, en muchos casos, ficticio. La cadencia de fuego era
irregular. Tan pronto se entablaba un intercambio de tiros como se oían
disparos aislados. El único que, como un reloj indicando las horas, seguía con
su siniestro ritmo era el cañón. A todas luces aquello era una lucha desigual.
Desde las viviendas próximas, algún inconsciente lanzaba gritos contra los
soldados. Se mostraba así la impotencia ante la carencia de cosas u objetos que
arrojar.

Anselmo y Paco volvieron raudos tras consumir su café. Anselmo lo


encontró más amargo de lo habitual, como un presagio de los hechos que
debería protagonizar. Se dirigieron junto con su capitán al Palau de la
Generalitat, donde Carreras debía recibir órdenes. Durante el corto trayecto,
vieron cómo grupos de gente armada circulaba, a pie o en camiones, por las
calles de Barcelona. Algunos lanzaban gritos o consignas políticas, y otros
cantaban como forma de exorcismo contra el miedo que tenían.
Al llegar a la Generalitat, fueron directamente hacia el despacho del
presidente donde el comandante Guarner estaba esperando. Anselmo ya ni se lo
planteó: seguro que subirían por escaleras. Él y Paco quedaron en la antesala.
Los nervios se podían oler, pero otra vez se dispusieron a esperar sentados.
Cuando Carreras entró algo debía ocurrir. Los gritos de enfado eran
audibles a través de las puertas. Escofet había explicado las últimas noticias
sobre otras poblaciones que se habían sumado a la sublevación: Granada,
Córdoba, Cádiz, Burgos y Pamplona. Mientras comentaba la situación y los
primeros enfrentamientos en Barcelona, una llamada telefónica para el
presidente Companys hizo que todos callaran. A juzgar por su cara, sus gestos y

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Teo García La partida

algunos comentarios, algo malo estaba sucediendo. Al hablar en castellano,


supusieron que su interlocutor llamaba desde Madrid. Permanecieron a la
expectativa. Con un gesto violento, Companys colgó el teléfono y se dispuso a
explicar las nuevas recibidas.
—Algo así me esperaba —comenzó diciendo, más como una reflexión que
como una explicación—. Se ha nombrado un nuevo gobierno en España
presidido por Martínez Barrio.
Todos los allí congregados se miraron buscando la comprensión en el gesto
ajeno.
—Y lo peor no es eso —continuó diciendo Companys—. Se ha nombrado
con la finalidad de poner fin a la sublevación llegando a un acuerdo con el
general Mola.
—¿Acaba de ocurrir? —quiso saber Espanya.
—Ya les decía yo que no me fiaba de nadie. No, Espanya. La crisis
ministerial se ha producido a primeras horas de la noche. Han tardado más de
cuatro horas en informarnos, aunque creo que ya estaba preparada la dimisión
desde la tarde. Cabrons! —exclamó Companys.
Escofet se pasó la mano por la cara. Pretendía mitigar su cansancio, pero
también era un gesto de profunda preocupación. Si ahora se llegaba a un
acuerdo para frenar la sublevación, se encontraría en Barcelona con toda una
masa de anarquistas armados y dispuestos a todo. No quiso decir nada. Se
limitó a ver su imagen reflejada en el barniz de la mesa, dejándose caer sobre la
silla.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Escofet, que parecía haber encogido
de tamaño.
—¿Usted qué propone? Hable con claridad, por favor —pidió Companys.
Tras un momento de reflexión, y un hondo suspiro, Escofet opinó.
—En principio creo que hemos de ponernos en la peor de las situaciones, es
decir, que no se llegue a ningún pacto con Mola. Si ahora retiramos nuestros
efectivos podría ser que los sublevados continúen con sus planes. Entonces
nosotros ya habríamos perdido el tren. Por otro lado, no estoy seguro de poder
ejercer control alguno sobre las masas anarcosindicalistas. No estarán
dispuestos a replegarse y olvidarlo todo. Me parece que estamos ahora peor que
antes.
—¿Y entonces...? —preguntó Espanya.
—Yo continuaría con los planes previstos. Si con posterioridad debemos
retirar las tropas de la calle ya nos enfrentaremos con los anarquistas, pero
tengan por seguro que con unos o con otros deberemos luchar.
El capitán Carreras, testigo involuntario, escuchaba impertérrito las
palabras de Escofet. El comandante Guarner le apartó de la escena para darle
una somera explicación y transmitirle varias órdenes. Al salir se encontró con
Anselmo y Paco, que miraban a los techos y las paredes como el paleto que
entra, por primera vez, en un palacio ricamente decorado.

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Teo García La partida

—Venga, muchachos. Debemos trasladarnos al Cinc d'Oros para ver que


está ocurriendo. Hemos de aportar noticias de primera mano de la situación en
diferentes puntos de Barcelona. Así que a conducir rápido y dispuestos a todo.
Antes de salir, cada uno de ellos cogió un fusil del armero y varios peines
de munición. Se miraban nerviosamente. Paco hizo un comentario señalando el
fusil que tenía su compañero en la mano.
—Ves con cuidado, Anselmo, que estas cosas las carga el diablo.
—Sí, como la lengua de tu suegra —dijo Anselmo, con una media sonrisa.

En la plaza de España, así como en otros puntos de Barcelona, continuaban


las escaramuzas. La única diferencia era la intensidad del combate y el número
de bajas. Las tropas del 4.° Regimiento de Zapadores Minadores, que tenía su
sede en la Gran Vía, en el linde con el municipio de Hospitalet de Llobregat,
hicieron su aparición. Los batallones tenían como misión enlazar con las tropas
del Regimiento de Montesa. Con posterioridad bajarían por la avenida del
Paralelo y controlarían esa importante arteria de la ciudad. Era uno de los
accesos naturales al puerto de Barcelona.
La llegada inesperada de refuerzos, por parte de los sublevados, hizo que la
resistencia de los grupos obreros y guardias de asalto fuera menguando. Éstos
quedaron con pequeños reductos que no tenían importancia estratégica alguna.
Una vez conseguido el control de la zona, una compañía, junto con un coche
blindado en el que iba el general Burriel, pasó a toda velocidad en dirección a
Capitanía General, donde debía establecerse el Estado Mayor de los sublevados.
Para lograr esto, previamente debían destituir al general Llano de la
Encomienda, que ya se encontraba en una situación de aislamiento y retenido
por sus mismos oficiales.

Sorteando pequeñas barricadas y grupos de gente, Anselmo y Paco,


llegaron al punto previsto. Se esperaba la llegada de las tropas. A nivel de calle,
grupos de obreros se habían parapetado. En algunas azoteas y balcones,
guardias de asalto estaban apostados para frenar el avance. Bajaron del coche y
siguieron al capitán Carreras que fue a entrevistarse con el oficial al mando. El
hecho de que no fueran de uniforme, confundió a algunos milicianos que les
tomaban por camaradas. Fueron saludados con consignas políticas y diferentes
gestos. Anselmo se fijó en los miembros de las milicias. Era curioso: hacía sólo
unos meses se enfrentaba a ellos, y ahora compartían bando. No acababa de
entender la situación. Dudaba que dichos elementos fueran de gran ayuda ante
profesionales de las armas y, máxime, cuando en algunos reconocía que su
nivel cultural, y hasta se atrevió a pensar que moral, no estaban desarrollados lo
suficiente. Su conciencia le hizo plantearse también a él, si su moralidad le
permitía juzgar a otros. Sus mínimos conocimientos de historia le inclinaron a

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Teo García La partida

pensar que todas las revoluciones o ataques contra el Estado tienen esa
naturaleza, o al menos, las personas que las protagonizan.
Mientras Anselmo y Paco fumaban, se percataron de que algún desacuerdo
existía entre el mando responsable de los guardias de asalto y un grupo que
parecían los cabecillas de los milicianos.
—¿Qué te parece este montaje? —preguntó Paco. Anselmo se limitó a
encogerse de hombros mientras inspiraba profundamente una bocanada de su
cigarrillo de picadura. Paco continuó hablando.
—Creo que con estas alforjas duro se nos hará el viaje —dijo en referencia
al personal que había a su alrededor—. En cuanto oigan el primer tiro saldrán
corriendo. Ríete de los Sanfermines de Pamplona. Me parece que el Paseo de
Gracia será estrecho para la desbandada que va a producirse —sentenció.
—Muchacho, cuando se les permite pasearse como dueños de la ciudad, no
creo que hubiera otra opción. De todas maneras ya sabes que a mí me importa
un huevo, Paco.
Al terminar de responder, se dio cuenta de cómo la discusión entre los
milicianos, el capitán Carreras y el joven oficial al mando de los guardias, iba
subiendo de tono.
—Ven, Paco, creo que deberíamos ir a ver qué ocurre —dijo señalando al
grupo, que hacía grandes gestos con los brazos.
Al llegar, entendieron qué era lo que pasaba. Los milicianos querían
construir una barricada. Carreras y el joven oficial no estaban conformes.
—¿No entienden ustedes que si construimos una barricada los soldados
pueden tomar otro camino diferente a éste y nos sortearán? —explicaba
Carreras.
—Sí, pero si no hay barricada ¿cómo vamos a defendernos? ¿Quiere que a
medida que caigan mis milicianos me proteja con sus cuerpos? ¿Es eso lo que
pretende, mamarracho?
Tanto a Anselmo como a Paco, les sorprendió la forma de expresarse del
cabecilla. Carreras intentó poner un poco de sentido común, sobre todo para
evitar que la discusión fuera a más.
—Escuchen —dijo voceando, para que sus palabras pudiera sobresalir entre
el cúmulo de berridos e ideas que se expresaban a gritos—. Se trata de que los
soldados queden clavados en este punto. Con nuestras fuerzas les podemos
frenar. Al dominar nosotros las azoteas y balcones podremos hacer fuego de
cobertura para construir algún parapeto...
—¡Constrúyelo tú con los cuernos! —dijo alguien, amparado en el
anonimato que daba el grupo. Carreras prefirió ignorar el comentario para
continuar su explicación.
—Si construimos una barricada y luego somos desalojados, lo único que
habremos conseguido es crear una posición defensiva óptima para los soldados.
Seremos nosotros los que tendremos que asaltarla. ¿Me han entendido?
Paco y Anselmo no hacían más que intercambiar miradas. Uno de los

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Teo García La partida

líderes del grupo, el que parecía tener más criterio, dio la razón a Carreras y
luego convenció al resto.

Era evidente que, al margen de los objetivos establecidos, los rebeldes


pretendían ocupar la zona centro de Barcelona, así como las principales calles y
avenidas. Con esta finalidad, el Regimiento de Santiago, desde su cuartel en la
calle Lepanto, abandonó sus instalaciones, para, una vez llegados a la calle
Industria, bajar hasta el punto denominado coloquialmente Cinc d'Oros. Ya en
marcha se les unió un escuadrón de la Guardia Civil al mando de un
comandante. Este gesto hizo pensar a muchos soldados que las fuerzas del
orden estaban al corriente de la situación, y que, efectivamente, se trataba de
defender a la República. Durante todo el recorrido no tuvieron enfrentamiento
alguno. Pudieron marchar en perfecto orden bajo la mirada de algún que otro
curioso que se encontraban por el camino.

Mientras Carreras intentaba hablar con todos, se oyó un grito que


anunciaba la pronta llegada de las tropas. Cada persona intentó buscar una
situación más favorable, no sólo para protegerse, sino también para abrir fuego.
Aprovechando un camión de los que se habían utilizado para el reparto de
armamento, Anselmo y Paco se pusieron a cubierto preparando sus armas.
Comenzaron a hacerse visibles las tropas sublevadas. Desde las azoteas se abrió
fuego cerrado para evitar una mayor aproximación. Quedó claro que el factor
sorpresa no sería un punto clave a favor de los alzados. Durante un breve
espacio de tiempo, el intercambio de disparos fue durísimo por ambas partes.
Las tropas, hostigadas desde las alturas, intentaron protegerse aprovechando la
fisonomía de la ciudad. Abrieron fuego contra la parte alta de los edificios con
dos ametralladoras.
Anselmo y Paco, ya conocedores de otros enfrentamientos, a menor escala,
no disparaban de forma compulsiva. Esperaban a tener un blanco claro. Una de
las ametralladoras modificó su tiro lanzando una ráfaga hacia el camión donde
se encontraban.
—¡Joder, qué hijos de puta! —protestó Paco, como si de algo sirviera—. Me
parece que tendremos que echarle huevos para salir de ésta.
—Mejor que agaches la cabeza si no quieres quedarte sin ellos —dijo
Anselmo, mordisqueando un mondadientes que se había colocado en la boca,
pero algo de razón había en el comentario de su compañero.
Aquel camión debía llamar la atención, ya que otra descarga cerrada les
hizo temer por su integridad. En una pequeña pausa decidieron cambiar de
posición y, casi a gatas, recorrieron un pequeño tramo hasta una esquina que les
ofrecía más garantías de seguridad. Anselmo notó el silbido de una bala que
pasó muy cerca de su hombro. Una vez protegidos, vio que uno de los soldados

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Teo García La partida

ofrecía un blanco perfecto. No se lo pensó. Apuntó y disparó. El soldado cayó


desplomado.
—¡Buen tiro! —alabó Paco. Anselmo no disfrutaba especialmente haciendo
esto, pero era su trabajo. No se planteó las consecuencias de su acción. A su
alrededor, tanto los milicianos como los guardias de asalto sufrían numerosas
bajas. Estaba claro que existía una desproporción en cuanto a la calidad de los
combatientes. La situación quedó estabilizada de forma rápida. Los obreros y
milicianos, a cubierto por el fuego que desde las alturas realizaban las fuerzas
policiales, formaron barricadas. Los sublevados seguían ofreciendo una fuerte
resistencia que se traducía en un aumento de bajas. El objetivo inicial de Escofet
se había cumplido: estaban acorralados y sin posibilidad de escapatoria. No
muy lejos de allí se oían explosiones de bombas de mano y disparos de fusilería
variada. Anselmo y Paco miraron hacia la dirección de las detonaciones, pero
no acertaban a ver con claridad lo que ocurría. Todo lo rápido que la edad y la
barriga del capitán Carreras le permitían, hizo que apareciera en el lugar donde
estaba Anselmo.
—Pardo, vaya hasta el cruce con la calle Balmes para ver qué ocurre. Si
cedemos por allí, nos podemos encontrar en medio de un fuego cruzado. Coja
el coche y vuelva rápido.
En esas situaciones a Anselmo le hubiera gustado ser más bajo o bien que la
cabeza se pudiera ocultar entre los hombros. Corrió tanto como pudo hasta
llegar al vehículo. Algún tirador le tenía enfilado, ya que dos disparos le
pasaron muy cerca.

En el Palau de la Generalitat, los congregados seguían con dramático


interés el desarrollo de la jornada. Las informaciones no llegaban con la
suficiente rapidez y siempre sujetas a la interpretación del transmisor. Con
asomarse a cualquier balconada del edificio, podían oírse, amortiguados por la
distancia, los disparos y explosiones. Fiel a su forma nerviosa de actuar, e
incapaz de permanecer de brazos cruzados, Companys quiso saber algo más.
Escofet se encontraba en uno de los balcones. Quería atenuar el calor que sentía
y escuchar algo del fragor de los combates. Al oír que era llamado, entró otra
vez en la sala.
—Federico, ¿sabemos algo de Llano de la Encomienda? —inquirió el
presidente de la Generalitat.
—Hemos intentado hablar con él en varias ocasiones, pero siempre
comunica o no puede atender la llamada —contestó Escofet, que a cambio
recibió la orden de continuar insistiendo.
Lo cierto era que el responsable de la 4. a División Orgánica, Catalunya, ya
estaba aislado, retenido por un numeroso grupo de oficiales y por su homólogo,
el general Burriel, que logró llegar a la sede del Estado Mayor. Incluso gozando
de plena libertad de movimientos por varias dependencias, se encontraba atado

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Teo García La partida

de pies y manos.
Sabiendo que el Palau de la Generalitat era uno de los objetivos de los
rebeldes, Escofet propuso trasladar al presidente hasta la Direcció General
d'Ordre Públic. No tuvo que insistir mucho para que su propuesta fuera
aceptada. Algunos de los consellers quedaron en las dependencias del gobierno
catalán para seguir coordinando las informaciones que llegaban.

Anselmo pudo llegar hasta el cruce donde también se estaba librando un


cruento enfrentamiento. La ventaja era clara para el grupo de guardias de
asalto. Se batían con enconamiento con tropas del 7° Regimiento de Artillería
Ligera, con sede en Sant Andreu. Tras presentarse al oficial al mando, éste le
hizo una ligera explicación de los hechos pasados y de la situación actual. Se
notaba animoso y optimista. Anselmo le transmitió la preocupación de que
cedieran sus posiciones y sorprendieran por la espalda a los defensores del Cinc
d'Oros.
—No se preocupe. Transmita al capitán Carreras que aquí sólo estamos
guardias de asalto. Esta defensa no será superada, pero si los rebeldes reciben
refuerzos necesitaré ayuda —explicó con firme determinación.
Anselmo volvió para transmitir las noticias al capitán Carreras. Paco estaba
fumando un cigarro.
—¡Joder, que tío! —dijo Anselmo—. Seguro que aún tienes los santos
cojones de dormirte.
Paco hizo un gesto para que se acercara a su lado. Le alargó un paquete de
tabaco. La situación estaba controlada valoró Anselmo. Él también decidió
fumar un cigarrillo.

Episodios similares se estaban viviendo en otros puntos de Barcelona. La


lucha seguía siendo dura y encarnizada. Por ambos bandos se derrochaba valor
y hasta temeridad, pero todos sabían que una batalla de esas características no
puede acabar con dos vencedores. Cada uno se esforzaba en ser el ganador de
la contienda. Se producían ataques duros, defensas enconadas, combates cuerpo
a cuerpo, resueltos con golpes de culata, tiros a bocajarro, actos nobles y
valientes, así como otros de una iniquidad y mezquindad, como sólo el ser
humano protagoniza en momentos extremos. El denominador común era una
despreocupación en el morir que indicaba una férrea creencia en ideologías o
sentimientos de deber. En la zona portuaria, los obreros habían levantado
barricadas con balas de papel prensado que habían trasladado mediante
carretillas. Con ello habían logrado frenar el avance de las tropas del 1.°
Regimiento de Artillería de Montaña, que tenía su sede en los cuarteles
denominados «Los Docks».

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Teo García La partida

Aquí el escenario parecía más una tienda de despojos y casquería, ya que


los cañones eran transportados a lomos de mulos que también cayeron bajo el
fuego cruzado. Los animales, despanzurrados, exhibían sus entrañas mientras
agonizaban entre terribles sufrimientos.
La principal emisora de radio en Barcelona continuaba emitiendo. Ofrecía
los primeros datos sobre la lucha en las calles de la Ciudad Condal. El amanecer
fue dando paso a la luz cenital y ello contribuyó a evidenciar la magnitud del
combate.

En el Cinc d'Oros la situación era de igualdad. La ubicación de los


contendientes no había sufrido modificaciones. Algún disparo aislado rompía la
monotonía y todos esperaban un paso en falso del adversario. Anselmo estaba
cansado y hambriento, notaba sus miembros envarados. Varios coches iban
trasladando informaciones de una posición a otra. El capitán Carreras volvió a
encontrarse con ellos para indicarles que deberían trasladarse a otro punto de la
ciudad para conocer de primera mano la situación. Paco estaba sentado en el
suelo, y tal como Anselmo había imaginado, dormitando.
—¡Morfeo, despierta! —fue la fórmula necesaria para que Paco recobrara la
plenitud de sus facultades—. Deben trasladarse al cruce de Ronda San Pablo
con Paralelo. Delante del Moulin Rouge verán que existe una barricada; luego
vuelvan e informen —ordenó Carreras.
Anselmo hubiera deseado tener alas, ya que para llegar a dicho punto
tendrían que atravesar zonas donde los combates seguían siendo reñidos, o
bien, introducirse en un dédalo de callejuelas donde las emboscadas
encontraban un terreno abonado. El malhumor de Paco no facilitaba las cosas.
—Carreras es un cabrón, podría enviar a su puta madre, con su polla
molinera, a que le explique cómo están las cosas.
Anselmo contestó con sentido del humor.
—Carreras no tiene madre, lo parió la elefanta del zoo. Nació ya con
uniforme. Anda no seas tocacojones y vámonos ya.
Con el fin de acortar el itinerario, pasaron por zonas donde la situación era
similar a la que estaban viviendo. Al llegar a la plaza de Catalunya adivinaron
que en ese lugar se mantendría el último reducto de los sublevados. El número
de fuerzas era mayor por parte del ejército y seguían disparando aún con saña.
En la plaza Universidad, grupos de soldados cambiaban de bando
confraternizando con los milicianos. Tardaron más de lo previsto, pero llegaron
al punto de destino. Aquello sí era lucha de verdad. La barricada que habían
montado los obreros de la CNT, del sindicato de la madera, parecía
inexpugnable. Incluso habían colocado un toldo para protegerse del sol.
Tuvieron que dejar el coche unos metros atrás para llegar hasta la primera línea
de fuego. Los ánimos estaban muy enervados. Los sublevados habían colocado
tres ametralladoras que barrían el ancho de la avenida. Los servidores de las

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Teo García La partida

piezas conocían muy bien su oficio, ya que el sólo hecho de levantar la cabeza
era como un pasaporte al más allá. Por fortuna, aún quedaban zonas muertas
donde no llegaba el fuego de las ametralladoras. Anselmo y Paco observaban
los movimientos de los enemigos. Se sorprendieron al comprobar, por primera
vez a lo largo de toda la jornada, como entre los rebeldes también había
compañeros suyos vestidos de uniforme.
La práctica totalidad de los defensores eran milicianos anarquistas lo que
facilitaba la labor de los asaltantes. Al no encontrar a alguien cualificado al
mando, tuvieron que recoger la información de diferentes fuentes, muchas de
ellas poco fiables. Unos pocos metros detrás de la barricada existía un quiosco
de refrescos que anunciaba en una pizarra limonada y sodas. Al leerlo, Anselmo
recordó la sed que sentía.
—Paco, ¿por qué no me traes una limonada? —pidió en broma a su
compañero, señalando el quiosco.
—Porqué sería un refresco muy caro. Te costaría mis dos pelotas, cabrón. Si
quieres beber... —la frase de Paco quedó interrumpida por tres atronadoras
ráfagas de ametralladora que enmudecieron a todos los presentes. Alguien dio
gritando el aviso de que se producía un asalto. Al mirar por encima del
parapeto, Anselmo vio la rastrera táctica que los soldados utilizaban en su
avance hacia la barricada: empleaban a los prisioneros como escudos.
No se lo pensó dos veces. Volvió a correr el cerrojo de su fusil y disparó. Su
primer tiro hizo blanco en un desgraciado que usaban de parapeto, pero con el
siguiente derribó de un balazo en la cabeza al soldado que se valía de tal
artimaña. Otro soldado, el que estaba más próximo, quedó desconcertado. Esos
breves segundos, la diferencia entre la vida y la muerte, le dieron tiempo a
Anselmo a cargar, de nuevo, el fusil. El militar estaba confuso, no sabía dónde
resguardarse. Anselmo le enfiló en su punto de mira y disparó. Su puntería no
fue tan certera como hubiera deseado. El soldado se arrastraba intentando
ganar la seguridad de un coche aparcado a su izquierda. Anselmo volvió a
repetir la operación de introducir una bala en la recámara, y esta vez, con más
tiempo, acertó en la sien derecha.
El asalto parecía imparable. Los defensores, contagiándose el pánico,
salieron huyendo abandonando la barricada.
Anselmo había pensado que su compañero aún estaba junto a él. Al girarse,
vio a Paco que ya llevaba unos cuantos metros de ventaja en su huida. Algún
gracioso tenía ánimos suficientes para gritar «¡Maricón el último!».

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Capítulo VI

En la Direcció General d'Ordre Públic, se continuaba con un seguimiento


intensivo del desarrollo de los sucesos. La situación en las calles era inquietante,
pero todavía lo era más la posibilidad de que el gobierno llegara a un pacto con
el dirigente de los sublevados. Otra de las preocupaciones era la actitud que
tendría la Guardia Civil. De momento no habían intervenido, y los que sí lo
habían hecho se posicionaron del lado de los sublevados.
—Presidente, la Guardia Civil sigue sin dar muestras de adhesión, pero
estoy intranquilo, desearía que ya se hubieran definido —dijo Escofet,
mostrando su desasosiego.
—¿Tenemos noticias de movimientos en los cuarteles de Ausias March o de
Consejo de Ciento? —se interesó Companys.
—Sólo conocemos la salida de un escuadrón que en estos momentos se
encuentra en las proximidades del Cinc d'Oros. No pueden avanzar, y tal como
van las cosas, si no inician un repliegue, quedarán copados. Por otro lado,
Aranguren está en Gobernación. He ordenado que lo vigilen discretamente.
Companys, siempre insistente continuó, planteando cuestiones.
—¿Por qué no enviamos fuerzas para impedirles la salida de los
acuartelamientos? Así evitaríamos que se involucren, tanto si ésos son sus
planes, como si deciden continuar fieles a la República —propuso Companys,
que seguía sin comprender que la sublevación no era contra el régimen, sino
contra el gobierno. La sutileza no era uno de sus puntos fuertes.
Escofet entendió la propuesta, pero prefería que esas tropas, bien armadas
y experimentadas, pudieran utilizarse para reforzar puntos en los que la
tenacidad de los alzados requiriera un esfuerzo suplementario. Hasta ese
momento los sucesos se estaban desarrollando como había previsto, y decidió,
una vez más, seguir arriesgando.
—Presidente, creo que deberíamos esperar. Sus cuarteles están controlados,
y no podrán iniciar ningún movimiento sin que lo sepamos. Si enviamos
milicianos, estoy convencido de que el enfrentamiento será seguro, debemos ser
pacientes.
Companys continuaba dudando. No estaba de acuerdo, pero la confianza
que tenía en Escofet hizo que le diera la razón una vez más; eso sí, a
Teo García La partida

regañadientes.
—Esperar, esperar, siempre hemos de esperar —dijo Companys,
quejándose.
La invocación hizo su efecto. El timbre del teléfono sobresaltó a los
reunidos. Companys descolgó el auricular y escuchó con gesto adusto. La
conversación fue breve, concisa, y al finalizar, Companys explicó el resultado de
la misma.
—Era el ministro de la Guerra el general Miaja. Me ha informado de los
últimos sucesos en Madrid y de las dos conversaciones que ha mantenido con el
general Mola. Parece ser que el general no está dispuesto a llegar a ningún tipo
de pacto o solución. El presidente del gobierno también ha llamado a Mola,
pero no ha logrado nada.
Las noticias tranquilizaron más a Escofet. Podría resultar incomprensible
que prefiriera la continuidad de la lucha a una tregua, pero pensaba que, de
momento, seguir combatiendo era la mejor de las soluciones.
—Y respecto al resto de España ¿cuál es la situación? —preguntó Guarner.
—Siguen sumándose otras capitales al alzamiento, pero se ha conseguido
que Málaga retire la proclamación del estado de guerra. En Valencia las tropas
permanecen acuarteladas y todo indica que se mantendrán así —contestó
Escofet, con un cansado tono de voz. Era una magra victoria, pero más valía
eso.

Anselmo y Paco, tras una corta carrera, lograron refugiarse detrás de un


carro estacionado. No resultaba demasiado seguro, pero la alternativa era
quedar al descubierto. Los sublevados controlaban ahora la barricada, e incluso
habían colocado otra ametralladora frente al teatro Victoria para cubrir su
flanco. La mortífera cadencia de fuego de dichas armas, junto con la habilidad
de sus servidores, hacía inexpugnable la trinchera. Si alguno de los, ahora,
atacantes, pretendía moverse al descubierto, era barrido por la siniestra siega de
las balas. Las tornas habían cambiado.
Algunos individuos, actuando de enlaces, se desplazaban entre la zona de
enfrentamiento y el lugar donde se había instalado el cuartel general de los
anarquistas, que seguían sus propias directrices. Allí, repartidos entre el Arco
del Teatro y la Casa Cambó, estaban sus máximos dirigentes.
Debido al rápido movimiento de repliegue, Anselmo y Paco no podían
acceder al coche.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Paco.
—Por mi parte continuar con la cabeza bien escondida, no tengo vocación
de héroe, y tú deberías hacer lo mismo —contestó Anselmo, mordisqueando un
pequeño trozo de palillo que aún le quedaba. Mientras hablaba, permanecía
vigilante por si alguien se ponía a tiro. Intentó cazar al soldado que
amunicionaba una de las ametralladoras, pero erró el disparo.

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Teo García La partida

Agachándose, lanzó un escupitajo contra el asfalto; el cansancio comenzaba


a mellar sus fuerzas. Mirando por encima del parapeto, comprendió que con los
efectivos allí concentrados no podía variarse la situación. Necesitaban más
ayuda, pero sabía que desalojar el reducto supondría un auténtico baño de
sangre. Anselmo y Paco decidieron seguir a cubierto: era la decisión más
inteligente.

En la plaza Universidad, los soldados rompieron el cinturón de milicianos


y guardias de asalto para iniciar una marcha con la intención de llegar a las
Ramblas. Al entrar en la plaza de Catalunya, fueron recibidos con una auténtica
lluvia de plomo que rompió la formación. Las tropas, en estampida, optaron
por refugiarse en el hotel Colón, el Casino Militar y una cafetería llamada
Maison Doree. Desde el edificio de Telefónica, situado en el mismo enclave,
guardias de asalto hostigaban a las tropas. Éstas, siendo conscientes de su
vulnerabilidad, iniciaron una embestida para tomar el inmueble. Tras una corta
y salvaje refriega pudieron ocuparlo, pero dejando en el intento numerosos
muertos y heridos.
En el hotel Ritz se habían refugiado los supervivientes del Regimiento de
Infantería Alcántara. Este destacamento tenía como misión el control de Radio
Barcelona, en la calle Caspe. Debido a que un reducido número de oficiales y
tropa quiso participar en la aventura, solamente una compañía, con mucho
retraso, salió del acuartelamiento. Durante el trayecto tuvieron que librarse de
duras emboscadas, y esto ocasionó que muchos soldados resultaran heridos y
también que muchos optaran por desertar.

Companys y los reunidos hacían un seguimiento de los hechos sobre un


plano de la ciudad. En él se iba marcando cualquier avance, retroceso o
modificación de los frentes de lucha. Con una rápida ojeada se podía percibir
que el tanteo era favorable para los defensores de la República, y a no ser que
los sublevados recibieran refuerzos, la batalla estaba ganada. Ésta fue la
interpretación que Escofet transmitió al resto. Algunos mostraron su
tranquilidad con expresiones de júbilo, y otros, por las muecas que exhibían,
seguían sin estar convencidos.
La preocupación que persistía era saber si los sublevados recibirían ayuda
por vía marítima. Casi toda la zona portuaria estaba bajo control, excepto el
palacio de la División que, sitiado, no suponía ningún problema. Quedó claro
que los últimos reductos de cierta importancia, en cuanto al número de
efectivos por parte de los rebeldes, serían la plaza de Catalunya, el Cinc d'Oros
y la barricada de la avenida del Paralelo.

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Teo García La partida

Paco se había quedado sin tabaco y Anselmo no tenía el pulso suficiente


para liar cigarrillos. Las horas de lucha, el cansancio acumulado y la tensión
sufrida, habían hecho que la expresión de Anselmo se volviera algo torva. Sus
músculos comenzaban a entumecerse y los ojos, inyectados en sangre, le
escocían. En sus ropas podía verse el resultado de las horas de combate. Su
camisa había adquirido una tonalidad amarillenta, no sólo por el sudor y la
suciedad, sino también por la pólvora; en el ambiente flotaba un claro olor a
cordita. Algo se estaba fraguando, ya que vieron cómo desde una de las
bocacalles que desembocaban en la avenida del Paralelo, se incorporaban
nuevos milicianos. Paco captó la atención de su compañero con un silbido. Con
la punta del fusil señaló a una de las calles que provenían del Barrio Chino.
Anselmo reconoció a algunos de los dirigentes de las milicias.
—Paco, me parece que aquél es Ascaso. Seguro que va a producirse un
asalto. Estos tíos tienen cojones y no nuestros jefes —dijo pensando en el
capitán Carreras, que con toda seguridad se encontraría en una situación muy
diferente a la suya. Al acabar la frase, desde otra calle adyacente a la gran
avenida, hizo su irrupción un numeroso grupo de milicianos que salían como
toros a la plaza: ciegos de ira y ansiosos por desquitarse. En segundos la
situación dio un vuelco inesperado, ahora los rebeldes tenían a su espalda una
masa humana que avanzaba hacia ellos disparando y gritando. El otro grupo,
hasta el momento anclado por la acción del fuego de los soldados, también
decidió lanzarse a la carga.
—¡Ahora o nunca, Paco! —gritó Anselmo, lanzándose a otra carrera
frenética.
Las ametralladoras seguían tableteando y tirando con acierto, así lo
atestiguaban los huecos que se producían en las filas de los asaltantes. Paco y
Anselmo avanzaban inclinados, buscando algún tipo de resguardo e intentando
ofrecer un blanco menor. En breves instantes llegaron a un lateral de la
barricada. Algunos defensores intentaron salir huyendo, pero eran cazados
como conejos. Anselmo y Paco no tenían intención de llegar hasta el parapeto,
su finalidad era alcanzar el vehículo, que algún impacto de bala había recibido.
En el frenesí, vieron a dos soldados que tenían el mismo propósito. Anselmo
disparó al primero y Paco al otro, dejando, ambos, constatación de su habilidad
con las armas. Uno de los soldados heridos pugnaba desde el suelo, en un gesto
desesperado, por extraer una pistola del bolsillo de su guerrera. Anselmo tuvo
tiempo de llegar hasta él y propinarle una patada en el brazo. El hombre
reconoció su derrota y hastío, abandonándose a la suerte que le reservara el
vencedor. Anselmo siempre había tenido por norma no dejar el trabajo
inacabado, así que le apuntó con su fusil y le descerrajó un tiro en la cabeza.
Paco puso cara de desagrado ante tal acción, pero la tensión del momento hacía
que Anselmo estuviera desquiciado.
—¿Qué te pasa, gilipollas? Si fuera al revés, no se lo hubiera pensado —dijo
Anselmo, ofuscado y confundido.

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Teo García La partida

En la mirada de Paco había un aire reprobador, pero conocedor del carácter


de su compañero, sabía que en momentos similares lo mejor era callarse y
esperar a que se tranquilizara. Paco, colgándose el fusil al hombro, miraba cómo
la turba enfurecida desalojaba y mataba allí mismo a los defensores de la
barricada. Algunos intentaban confraternizar con los milicianos, pero la
multitud, tras horas de lucha y presenciar la muerte de sus camaradas, no
estaba para trabar nuevas amistades. Disipó su malestar pensando que le
habían hecho un último favor al soldado anónimo.

La caída del reducto se recibió en la Direcció General d'Ordre Públic con


satisfacción. Nuevas marcas en el plano de la ciudad evidenciaban la próxima
victoria. Companys estaba más animado, aunque en un estado de gran
excitación, y aquellos que hasta el momento dudaban de la victoria empezaron
a tranquilizarse.
La euforia del instante se truncó al recibirse dos noticias: la primera era que
tropas de la Guardia Civil, al mando de un coronel, habían iniciado su marcha
hacia el lugar donde estaban reunidos. La segunda era que cinco hidroaviones
habían amerizado en la zona militar del puerto de Barcelona.
Ni la una ni la otra tenían, a priori, un significado claro. La inquietud,
siempre molesta, volvió a aparecer.

Anselmo y Paco abandonaron el lugar con toda la rapidez que el motor del
coche les permitía. Con la finalidad de acortar el camino de regreso, se
arriesgaron a pasar por lugares donde la lucha continuaba con menor
intensidad, pero no exentos de peligros.
Anselmo bajó el cristal de la ventanilla para aliviar su calor y tensión. El
frescor proporcionado por la velocidad del vehículo le repuso ligeramente. En
algún punto les obligaron a detenerse con el fin de trasladar heridos, pero con
exhibir sus credenciales podían continuar la marcha sin mayores
complicaciones. Al llegar al Cinc d'Oros, no pudieron localizar al capitán
Carreras. A saltos, agazapados, e incluso arrastrándose, recorrieron las
diferentes posiciones hasta dar con él. Como imaginaban, estaba bien
parapetado tras una furgoneta cargada con balas de paja.
—¡Hombre, la llegada de los hijos pródigos! Pensé que les habían matado o
algo peor —dijo alzando la voz, pero sin levantarse.
Anselmo no comprendió el significado de la última frase del capitán
Carreras, pero le hizo pensar en la posibilidad de morir. Sabía que uno de los
componentes de su trabajo era el riesgo, y ahora, al palparlo, se incomodó. Alejó
sus negros presagios escupiendo otra vez.
Tras explicar de forma pormenorizada lo que les había sucedido, pensaron
que disfrutarían de un merecido descanso, pero estaban equivocados. Carreras

76
Teo García La partida

les ordenó volver al coche y esperar, debían acompañarle a la plaza de


Catalunya. Mientras se dirigían al vehículo, Anselmo, aún con la duda,
necesitaba una aclaración.
—Paco, ¿tú entendiste a qué se refería Carreras con lo de que nos hubieran
matado o algo peor?
Paco, esbozando una velada sonrisa, porque el cansancio no le permitía
más, contestó.
—Sí: a sufrir almorranas.

Las tropas de la Guardia Civil continuaban su avance hacia la Direcció


General d'Ordre Públic. Al llegar a la entrada principal, el coronel al mando
solicitó ver al presidente Companys. Su petición fue transmitida al instante,
pero, aconsejados por Escofet, Companys y algún otro cargo salieron a la
balconada en lugar de bajar. Dentro del edificio, y en sus alrededores, existía un
destacamento de guardias de asalto manteniéndose a la expectativa. Al hacer su
aparición los dirigentes catalanes, el coronel gritó la orden de firmes, para acto
seguido, dar las novedades y ponerse a disposición del presidente de la
Generalitat. Todos los presentes rezumaban, aliviados, satisfacción. Con gestos
agradecieron el acto y luego indicaron al coronel que subiera.
Escofet estaba más tranquilo, pero su sorpresa fue mayúscula cuando
Companys habló.
—Valiente cabrón ese Aranguren. Pensará que no me he dado cuenta de
que hasta el último momento ha estado esperando para saber de qué lado
decantarse. Pasará a la historia como el salvador de Barcelona, ¡qué vergüenza!
Nadie replicó a semejante exclamación; lo importante era que ahora ya se
sabía de qué lado estaba la Guardia Civil. Al llegar el coronel, todo fueron
agradecimientos y estrechar de manos. Hasta podía pensarse que el momento
tenía cierta emotividad: sólo faltaba un fotógrafo o pintor para plasmar el acto.
Escofet puso al corriente de la situación al coronel. A través del conseller
Espanya, le pidió que trasladase sus fuerzas a la plaza de Catalunya, donde con
toda seguridad se vivirían los últimos momentos de la trágica representación.
En cuanto a la llegada de los hidroaviones, se enteraron de que eran el
transporte del general Goded, que se trasladó desde las Baleares para hacerse
cargo de la sublevación. Companys quiso saber la importancia del hecho.
Escofet, cumpliendo su norma de claridad al dar sus opiniones, expresó su
parecer.
—No tiene ningún sentido que Goded venga a Barcelona en este preciso
momento. O ese hombre no está en su sano juicio, o no es consciente de que se
mete en una ratonera. Sigo pensando que podemos lanzar las campanas al
vuelo: conforme pasan las horas la situación es más favorable para nosotros.
—¿Existe la posibilidad de que lleguen refuerzos de otras ciudades? —
preguntó Espanya. Escofet se limitó a negar con la cabeza. Las comunicaciones

77
Teo García La partida

habían sido cortadas hacía varias horas y los sublevados sólo podían
comunicarse por radio.
El general Goded había dado su palabra de que se haría cargo del
alzamiento en Barcelona, y fiel a ella, quiso cumplirla hasta las últimas
consecuencias. En la sede de la División Orgánica, se vivieron momentos de
auténtica tensión entre el general Llano de la Encomienda, cesado por la fuerza,
los oficiales que le retenían y Goded con su pequeño séquito. La llegada del
general no iba a cambiar el destino.

Bajando por el Paseo de Gracia llegaron a la plaza de Catalunya. Durante el


corto trayecto, el capitán Carreras, eufórico, les puso al corriente de los últimos
acontecimientos. Paco, que conducía, tenía de vez en cuando que asentir con la
cabeza; pero Anselmo, al ir en el asiento posterior, se vio libre de tal servitud.
Anselmo estaba agotado, al límite de sus fuerzas, sólo le faltaba ahora que
alguien le propusiera subir escaleras.
Con muchas dificultades y serio esfuerzo, se consiguió que las tropas
sublevadas acabaran encerradas en varios reductos. La primera mano de la
partida estaba a punto de finalizar y los triunfos en poder de un solo jugador.
Algunos de los cuarteles militares habían sido tomados por las masas, y esto
ocasionó que el acceso a las armas allí guardadas fuera generalizado. Se
produjeron desmanes contra los defensores de las guarniciones militares, hecho
este que produjo que muchas veces la voluntad de resistir de los mismos fuera
hasta la muerte, y eso fue lo que recibieron.
En la plaza de Catalunya aún existían focos resistentes. Anselmo y Paco así
lo pudieron comprobar con un simple vistazo a su alrededor. La verticalidad de
los árboles y edificios que conforman el perfil de dicho enclave barcelonés,
contrastaba con la lastimosa horizontalidad de los cuerpos caídos. Hombres,
animales y vehículos destrozados, hacían patente la brutalidad y dureza de los
enfrentamientos. Eran mudos testigos de la barbarie que desde hacía horas se
estaba viviendo no sólo en Barcelona, sino en toda España.
Mientras Anselmo recorría con su mirada el horrible espectáculo, un grupo
de guardias civiles, al mando de un coronel, hizo su entrada en la plaza. Los
milicianos, recelosos y hostiles, creyeron, erróneamente, que se trataba de
tropas rebeldes. Los guardias, para evitar malentendidos, se colocaron al cuello
pañuelos multicolores y mostraban en sus uniformes, y hasta en sus maneras,
una dejadez que rayaba la indisciplina. Trataban de salvar la vida
diferenciándose del enemigo. Anselmo, hasta ese momento, no tomó
consciencia de la magnitud de lo que había sucedido, pero como contrapartida
a tanto dolor y miseria, le asaltaron recuerdos cálidos de su familia. Su mente,
abotargada por la violencia vivida, necesitaba recuperar un equilibrio más
humano. Pensó en María, preocupada por la suerte de su marido, y en su hijo.

78
Teo García La partida

Les echaba de menos, pero sabía que cuando se encontrase con ellos una mezcla
de vergüenza y remordimiento atenazaría sus reacciones.

En la Direcció General d'Ordre Públic, se llevaban a cabo los preparativos


para el asalto final a los reductos rebeldes. Las instrucciones eran transmitidas
telefónicamente o mediante enlaces. La única preocupación que aún tenían los
dirigentes catalanes era la presencia del general Goded en la sede de la División
Orgánica. El hecho de que lograra llegar al palacio ocasionó algún breve
momento de tensión, pero conforme la victoria se percibía más cercana los
ánimos se apaciguaban. Esa misma cercanía también creaba mayor impaciencia.
Companys quería acabar de una vez por todas con la sublevación.
—Escofet, ¿qué podemos hacer ahora para lograr una rendición? —
preguntó.
El director de la Direcció General d'Ordre Públic se tomó su tiempo antes
de contestar. Durante las últimas horas había estado más meditabundo.
—Creo, señor presidente, que con el ánimo de no malgastar más vidas en
un asalto podríamos jugar la baza de una rendición —sugirió Escofet.
—¿Goded, rendirse? —preguntó Tarradellas, otro de los allí reunidos, con
un tono incrédulo.
—No tenemos nada que perder. Siempre estamos a tiempo de lanzar un
asalto final, pero creo que valdría la pena intentarlo —replicó Escofet.
—¿Quiere que hable yo con él, Federico? —preguntó Companys.
Escofet sabía que ahora diría algo que molestaría a muchos de los
presentes, pero no por ello se acobardó.
—A un militar de carrera y distinguido, no creo que hablar con políticos le
haga ninguna gracia, y más si es para tratar los términos de una rendición.
—Creo que empieza a estar cansado, Escofet —dijo el conseller Espanya.
—No menos que usted, Josep —replicó en el acto.
Antes de continuar hablando, hizo una pausa mirando a sus compañeros
para captar las reacciones a sus palabras.
—Les recuerdo que el objetivo de la sublevación no es la República, sino el
gobierno y todo aquello que representa; en consecuencia, la clase política en
general —concluyó Escofet.
—Bien, y entonces, ¿quién considera usted que tendrá el beneplácito de
Goded para tratar dicho asunto? —preguntó Companys, en un tono ácido que
transmitía desaire.
—Creo que primero deberíamos probar con el general Aranguren, ambos
son militares, y en función del resultado ya tomaríamos otras decisiones.
—Aranguren es un tibio —dijo Tarradellas.
Companys, en silencio, valoraba las opiniones expresadas.
—Conforme, Escofet, pero que también perciba la presión de los cañones:
así se convencerá de su situación. Fijaremos un plazo de tiempo, y una vez

79
Teo García La partida

transcurrido debe comenzar el bombardeo del edificio mediante la artillería.


Ahora, el tono de nuestra voz debe ser autoritario y sin contemplaciones —
ordenó Companys.
—Muy bien, señor presidente, hablaré con Aranguren para transmitirle sus
órdenes —dijo Escofet.

Anselmo volvía a estar bajo fuego enemigo. Él y Paco, cumpliendo las


órdenes del capitán Carreras que permaneció agazapado y resguardado, se
habían aproximado peligrosamente hasta la primera línea de fuego; si es que en
una lucha de esas características existe una primera línea.
—Ese cabrón otra vez se queda a cubierto —dijo Anselmo, en referencia a
su capitán.
—Ya te digo que es como los cojones de los galgos: siempre va detrás —
replicó Paco.
El peso del fusil comenzaba a hacer mella en los brazos de Anselmo. Su
hombro, dolorido, le molestaba por el retroceso del arma. Se sorprendió al ver
cómo algunos de los personajes que le rodeaban cargaban con más de dos
fusiles.
El asalto al hotel Colón sería complicado. Todas las entradas estaban
cubiertas, pero esa misma ventaja era una trampa para los emboscados, ya que
dificultaba su escapatoria. De vez en cuando, alguno de los allí atrincherados
salía enarbolando un trapo o pañuelo blanco, pero era muerto en el acto o con
posterioridad en cualquier esquina. Después de un período de calma, se decidió
iniciar el asalto sin más dilación. Los milicianos, una vez más, junto con algunos
guardias civiles, fueron los arietes del ataque.
Anselmo y Paco se habían acercado tanto que fueron arrastrados por el
empuje de la masa.
—¡Joder! —exclamó Paco—. Pero ¿qué regalan ahí?
Anselmo, a cubierto, y dudando seriamente si salir, respondió.
—Billetes para el barrio de los callados. No te muevas, Paco.
Al mirar hacia atrás, vieron que el capitán Carreras, pistola en mano,
también estaba decidido a entrar en pelea. Quería llevarse su porción de gloria.
Sin proponérselo se vieron en el vestíbulo del lujoso hotel. Anselmo
siempre había deseado estar en un establecimiento de similares características,
pero en otras circunstancias. Tal era la multitud, que el fusil desapareció de sus
manos sin darse cuenta. El enfrentamiento era cuerpo a cuerpo, se sucedían
carreras, tropezones, balazos de uno y otro bando que impactaban
indistintamente en cualquier persona u objeto que se encontrase en su
trayectoria. Aquello era el paraíso del caos, la Capilla Sixtina de la confusión.
Anselmo desenfundó su pistola y, de forma intuitiva, disparaba a cualquier
forma que le supusiera una amenaza. Sus instintos primarios prevalecían sobre
su racionalidad. Algunos soldados pretendían rendirse alzando las manos, pero

80
Teo García La partida

Anselmo no tenía contemplaciones y disparaba a corta distancia. Era imposible


errar el tiro: hasta un ciego disparando de oído hubiera acertado.

La conversación entre los generales Goded y Aranguren acabó con un


intercambio de reproches, pero sin intención de ceder.
Cuando en la Direcció General d'Ordre Públic se recibieron las noticias,
volvió a reinar la inquietud. Dado que lo más fácil es buscar culpables, Escofet
se vio de nuevo obligado a dar explicaciones o proponer otras alternativas.
—Ya le decía yo, Federico, que Aranguren es un tibio —recordó Tarradellas.
—¿Qué término se la ha dado antes de iniciar el bombardeo? —preguntó
Companys.
—Hasta las cuatro y media de la tarde —respondió Escofet.
—Siempre he pensado que la puntualidad es una virtud —sentenció
Companys—. Que comience el cañoneo a la hora prevista. Después hablaré con
Goded. Esta vez nos debe tomar en serio.
En compensación, se recibió la noticia de la caída del reducto del hotel
Colón y del Casino Militar. Sobre el plano de la ciudad, se producía una
monocromía que indicaba el, cada vez más cercano, fin de la sublevación.

Dentro del hotel Colón se procedía a la separación de los elementos


militares y de los civiles. De todas maneras, ninguno se libraba de las
represalias por parte de los exaltados. Varias personas fueron ajusticiadas allí
mismo; sin preámbulo alguno. Anselmo se sorprendió de la juventud de
algunos de los soldados que habían muerto en el interior. Una vez más, la
cadena se rompía por el eslabón más débil. Paco apareció con una brecha en la
cabeza de la que manaba sangre profusamente.
—¿Te has caído o te han dado, compañero? —preguntó Anselmo.
—Creo que las dos cosas —contestó Paco, intentando contener la
hemorragia con un trapo. Iniciaron el camino hacia la salida cuando una voz
familiar que no reconocieron, llamó a Anselmo por su apellido. Al girarse,
vieron a unos milicianos y a un guardia civil que, bajando por unas escaleras,
llevaban a un compañero de Anselmo detenido. Era evidente que éste había
equivocado el bando en el que luchar.
—Pardo, por favor, diles quién soy. Estoy aquí porque me han engañado,
por lo que más quieras, ayúdame —dijo implorando, mientras agarraba a
Anselmo de uno de sus brazos.
Antes de que Anselmo pudiera recuperarse de la sorpresa para decir algo,
uno de los milicianos tomó la palabra con la finalidad de evitar componenda
alguna.
—Este perillán ha matado a dos de los nuestros. Aunque sea amigo tuyo no
va a salirse de rositas, ¿te queda claro?

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Teo García La partida

Anselmo optó por no decir nada. Poco podía hacerse ya por aquel infeliz,
pero la presión que éste ejercía sobre su brazo le causó una sensación de
engorro. Se deshizo del gesto de su compañero con un giro brusco. Paco y
Anselmo reanudaron su marcha. La vehemencia del detenido, en forma de
gritos, fue acallada con un disparo que sonó a sus espaldas.
—¿No crees que podríamos haber hecho algo? —preguntó Paco.
—Mira, samaritano de pacotilla, hace ya años que nos afeitamos. Además,
yo ni recuerdo su nombre —contestó Anselmo, secamente.
La mirada de Paco reflejaba estupefacción. Anselmo no sabía si era por el
golpe recibido o por la situación que había presenciado.
—Velasco. Francisco Velasco —dijo Paco, a modo de recordatorio e
indisimulado reproche.
A la salida del hotel, el espectáculo era esperpéntico. La masa, en el sentido
más peyorativo del término, estaba allí reunida. Unos exhibían el botín
conseguido tras un rápido saqueo, y otros prodigaban todo tipo de
humillaciones a algunos de los prisioneros. El conjunto de imágenes que los
ojos de Anselmo percibían le resultaron patéticas: un paticojo que empujaba a
golpe de culata a un oficial detenido, dos milicianos disputando la posesión de
una bandeja de plata, y un guardia civil, con pañuelo al cuello de vivos colores,
sentado en una silla despreocupadamente, en una pose más digna de un tablao
flamenco. Anselmo se cuestionó su capacidad para juzgar a un semejante
después de cómo se había comportado él. Todavía le quedaba algún rasgo de
humanidad dentro de su embrutecido comportamiento.

En los reductos rebeldes, la situación de los sublevados, sin electricidad e


incomunicados, se complicaba por momentos. Al cansancio producido por las
horas de lucha debían añadirse las penalidades por la privación de los
elementos más necesarios: comida y bebida. El general Goded, bajo el
bombardeo del palacio, agotaba las pocas opciones que le quedaban.
Después de media hora de cañoneo ininterrumpido, Escofet, ansioso por
una victoria, pero no a cualquier precio, recomendó a Companys que entablara
una conversación con el jefe de los sublevados. Companys, dubitativo, quería
esquivar algo así.
De forma imprevista, llegó la noticia de que las puertas de la sede de la
División Orgánica habían cedido. Se había capturado a Goded y al resto de los
sublevados.
Era un golpe de suerte inesperado que produjo en los allí reunidos un
efecto euforizante. Escofet supuso que los detenidos serían linchados sin
ningún tipo de miramiento, por lo que, sin consultar a Companys, cursó la
orden de que debía salvaguardarse la integridad física del general Goded a
cualquier precio. Algunos de los testigos consideraron que era un gesto muy
magnánimo, pero la realidad era otra: Escofet quería terminar con la lucha sin

82
Teo García La partida

causar más muertes innecesarias.


—¿Y ahora qué pretende, Federico? —quiso saber, Companys.
—Señor presidente, debe conseguir que Goded hable por radio para
ordenar el fin de cualquier resistencia. Es la única forma de terminar con este
asunto de forma rápida.
—¿Cree usted que funcionará? —preguntó Companys, escépticamente.
—Con todos mis respetos, usted lo hizo en octubre de 1934; es innecesario
que le recuerde el resultado. ¿Por qué ahora no iba a funcionar? —dijo Escofet,
en clara y dura alusión a la rendición de Companys en su proclamación del
Estat Català.
El presidente encajó el golpe con un pestañeo de asombro, pero debía
reconocer la valía de su subordinado.
—Muy bien. Ordene que lo trasladen al Palau de la Generalitat con las
debidas garantías para su integridad física. Al resto de detenidos se los envían a
Aranguren, ya estoy harto de tratar con militares. Ese sapo que se lo coma él.

Anselmo tenía la garganta seca, y su lengua parecía un trozo de cuero


áspero dentro de su boca. En algunos de los establecimientos que se
encontraban alrededor se despachaba bebida gratis. Se dirigió a uno de ellos
para saciar su sed. Paco estaba dolorido y atontado por el golpe en su cabeza,
caminaba tambaleante, pero creyente convencido de las virtudes terapéuticas
del alcohol, no se hizo mucho de rogar para acompañar a Anselmo a beber algo.
Antes de llegar a un bar que dispensaba bebida, Anselmo acomodó a su
compañero en el bordillo de la acera.
—¿Te apetece limonada o algo? —preguntó Anselmo.
—Al menos que sea para ti y quieras hacer gárgaras con ella, yo prefiero un
coñac triple —pidió Paco.
Anselmo tuvo trabajo para llegar a la barra y conseguir las tan ansiadas
bebidas: un coñac y una caña. Antes de volver con Paco, e incapaz de resistir la
sed, bebió el primer sorbo de su cerveza. Fue largo, satisfactorio y sabroso,
como suele ser el primer trago de una caña en verano.
—Toma, Paco, pero no creo que sea lo que más te conviene —opinó
Anselmo, mientras se limpiaba con el dorso de la mano la espuma de sus labios.
—Qué sabrás tú lo que me conviene ahora. ¿Te encuentras bien, amigo? —
quiso saber Paco.
—He estado mejor, la verdad sea dicha —contestó Anselmo, sentándose,
con un largo soplido, junto a su compañero en el suelo.
—De todas formas, Anselmo, en peores garitas hemos hecho guardia,
¿verdad?
Anselmo miraba a su alrededor contemplando el resultado de las largas
horas de lucha. Su tensión iba rebajándose por momentos. Tras un largo
silencio, contestó a su compañero.

83
Teo García La partida

—No sé qué decirte, Paco.

Companys y Escofet, junto con algunos de los reunidos en la Direcció


General d'Ordre Públic, llegaron al Palau de la Generalitat tras un rápido
traslado en automóvil por cuestiones de seguridad. El cuerpo de guardia realizó
los honores correspondientes, pero la pequeña comitiva no estaba para
protocolos. Sin más dilación, se trasladaron al despacho del presidente de la
Generalitat para esperar la llegada del vencido general Goded. Diez minutos
más tarde, Goded, escoltado por mossos d'esquadra, entró en el despacho. Si
algún artista necesitara una imagen para representar el ánimo del vencido,
hubiera encontrado su inspiración en la persona del general: parecía más
anciano y encogido, su cara, desencajada, mostraba las señales de abatimiento y
pena que comporta una rendición de esas características, y el estado de su
uniforme acentuaba la patética estampa que daba el cabecilla de los sublevados.
Nadie sabía a ciencia cierta cómo actuar. El dialogo que debía mantenerse
era entre personas de igual o semejante talante y rango, por lo que Escofet, así
como el resto de los presentes, optaron por guardar un prudente mutismo. El
corto y tenso silencio fue roto por Companys.
—Buenas tardes, general Goded. —El saludo fue correspondido con una
inclinación de cabeza por parte del militar—. Me imagino que es usted
conocedor de la suerte que ha sufrido su intento de alzamiento. Sólo quedan
tres reductos de los soldados que aún le son fieles y no es posible una
resolución favorable para ustedes. Creo que lo mejor para evitar un
derramamiento de sangre inútil es que acepten rendirse sin condición alguna.
Quizás usted estaría dispuesto a lanzar un mensaje radiofónico para poner fin a
esta carnicería.
—Yo no me he rendido, he caído prisionero —le contestó Goded.
—Bien, sea como sea, es evidente que usted ya no puede hacer nada para
que su insurrección triunfe. Acepte las consecuencias, pero considere que no es
necesario derramar más sangre de forma estéril —dijo Companys.
—No creo que sirva de mucho el que unos patriotas oigan mi voz para que
decidan claudicar ante una masa incontrolada —replicó Goded.
—¿Patriotas? Un grupo de fascistas es lo que son ustedes. Para mí, patriotas
son los que han defendido la República con su vida —contestó Companys,
acaloradamente.
—La República... ¿la misma contra la que usted se sublevó también,
presidente? —preguntó Goded. Si le quedaba alguna fuerza era evidente que la
estaba gastando en esos momentos.
Companys no quiso entrar en diatriba alguna, su intención era poner fin a
la lucha de la forma más rápida posible.
—General, ya que lo ha mencionado, yo ya me vi en la misma situación que
usted ahora. Precisamente para que la sangre no corriera de forma inútil decidí

84
Teo García La partida

dirigirme a los míos para que finalizara la lucha. Le ruego que acepte su suerte
y haga lo mismo que yo me vi obligado a hacer. Le garantizo que puedo
entender cómo se siente usted ahora.
El militar hizo un pequeño mohín, señalando que tal esfuerzo de empatía le
resultaba poco creíble.
—General Goded, percibo claramente su incredulidad, pero yo también me
sentí solo y abandonado. Los balcones de esta plaza donde nos encontramos,
unos días antes estaban abarrotados aclamándome. Luego, cuando fui detenido,
lo único que podía verse en ellos era la cobardía de unos y el desinterés de
otros; estaban vacíos —explicó Companys, con la frustración de los recuerdos
de los sucesos del año 1934.
Goded mantenía un terco silencio. Junto a él, también había sido trasladado
uno de sus ayudantes que en ningún momento abrió la boca. Escofet,
apesadumbrado, miraba la escena. Él también había participado en los hechos
de 1934. El regusto agrio de la derrota volvió a su mente con ácida intensidad.
Había estado en la cárcel y fue condenado a muerte. El triunfo del Frente
Popular en las elecciones provocó su indulto, pero los recuerdos de aquellos
días, con la ignominia del vencido y el miedo por su futuro, hacían que se
mostrara compasivo con el general. Consciente de la importancia del momento,
Escofet intervino.
—General Goded, ¿aceptaría usted hablar por radio, si sus tropas se
rindieran a la Guardia Civil y no a grupos civiles de milicianos? —preguntó.
Hasta ese momento la mirada del general se mantenía fija en un punto,
pero al oír la propuesta giró su cabeza hacia su interlocutor. A pesar de su
estado, sus ojos volvieron a brillar. Conocía a Escofet, sabía que también era un
militar condecorado por sus gestas en varias campañas africanas. Reconoció el
gesto que, entre militares y con su particular código de honor, Escofet estaba
realizando.
—Gracias, Escofet. ¿Aceptarían una instrucción que fuera leída en los
cuarteles? —propuso Goded.
Companys comenzó a responder de forma airada e impaciente.
—General, la opción...
Fue interrumpido por la vocecilla del general que, al borde de la
extenuación, claudicó.
—Está bien. Me dirigiré por radio a mis tropas para liberarles de todo
compromiso. Preparen lo necesario, pero sólo acepto que la rendición se lleve a
cabo ante la Guardia Civil.
Los triunfos que cada jugador llevaba se habían mostrado. La partida, al
menos en esa primera mano, había llegado a su fin.

Paco y Anselmo volvían a conducir el coche acompañados por el capitán


Carreras. Tras dejarle en la Direcció General d'Ordre Públic, volvieron hacia sus

85
Teo García La partida

casas. Durante el camino no hablaron, los duros momentos que habían


compartido no favorecían un ánimo locuaz entre ellos. Anselmo estaba
exhausto, y lo peor era que aún le quedaban los ciento veintidós escalones hacia
su casa.
Tras salir del vehículo, se giró hacia Paco.
—Parece que vayas a cantar jotas con ese pañuelo que te han colocado en la
cabeza —dijo Anselmo.
—Este trabajo es así, amigo —replicó Paco.
De forma espontánea habían entrelazado sus manos en un fuerte apretón.
No era necesario que las palabras acompañasen tal acción, ya que el silencio y
mensaje que transmitía era suficiente.
La escalera se le hizo interminable, fue arrastrando sus pies por cada uno
de los escalones. Finalmente, se encontró ante la puerta de su vivienda. Había
perdido las llaves y tuvo que llamar al timbre. Unos pasos apresurados le
indicaron el nerviosismo que había acompañado a su mujer durante esas horas.
La puerta se abrió y María, con cara de sorpresa y a la vez de alivio, se
abrazó a él. Los sollozos convulsionaban su cuerpo estrechado contra el de su
marido. Juanito apareció corriendo, como siempre hacía cuando el timbre
sonaba. Anselmo se agachó y le abrazó besándole. El olor de su hijo le hizo
comprender que todo había acabado. Mientras abrazaba con más fuerza el
menudo cuerpo de Juanito, las lágrimas iban trazando surcos por la suciedad
de su cara.

La insurrección había fracasado en un principio. Sus objetivos de


globalidad no se habían cumplido, y España quedó dividida en dos zonas.
Algunas ciudades, en las cuales los sublevados habían conseguido el control,
quedaron como islas en un mar hostil. Durante los próximos meses, el empuje
de unos y la tenacidad de otros, modificarían la situación que durante el mes de
julio de 1936, se había producido en una España convulsa y herida.

86
Capítulo VII

Burgos, enero de 1937

La actividad que durante esos días reinaba en Burgos no se correspondía con


el tamaño de la provinciana ciudad. Un aluvión de personajes, de lo más
variopinto, había trasladado su residencia a la población castellana. La
amalgama de uniformes que podía verse, sin tener grandes dotes de
observador, era la señal más evidente de que los sublevados habían creado su
peculiar corte y capital a orillas del Arlanzón. No era extraño ver legionarios,
regulares y tropas moras, desfilando o paseando por las principales calles de la
otrora importante ciudad medieval.
Como es habitual, el mes de enero suele ser especialmente frío. Al final del
Paseo del Espolón, una figura alta y distinguida intentaba resguardarse del
gélido ambiente subiendo el cuello de su largo gabán, que acentuaba más su
estatura. Sus guantes, de un bonito cuero marrón claro, sostenían entre los
dedos un cigarrillo que estaba fumando para acortar y hacer más llevadera la
espera.
Un coche negro, un Buick, sin distintivo alguno y con las cortinas traseras
cerradas, para dar mayor intimidad a sus ocupantes, se fue aproximando
lentamente. Con un ligero toque en el respaldo del conductor, el pasajero indicó
que parase.
El vehículo detuvo su pesada andadura y la puerta trasera se abrió. El
hombre, antes de entrar, tiró la colilla del cigarrillo. Al arrellanarse en el asiento
posterior, entró en calor.
—Buenos días, general —saludó.
Acto seguido estrechó la mano de su interlocutor, el general Mola,
auténtico artífice y planificador de la sublevación militar.
—¿Cómo se encuentra? —se interesó Mola.
—Bien, pero la verdad es que cuesta acostumbrarse al frío burgalés,
general.
El comentario fue celebrado con una comedida sonrisa por parte del
militar. Mola dio instrucciones al chófer para que enfilara la carretera de
Teo García La partida

Logroño. Durante el recorrido por el centro de la ciudad, podía percibirse que


las diferentes ideologías vinculadas a los alzados tenían también su
representación: camisas azules, boinas rojas y uniformes militares con algún
añadido.
Antes de llegar a Ibeas de Juarros, un pequeño pueblo situado en las
cercanías de Burgos, Mola hizo otra señal al conductor para que detuviera el
coche en un recodo de la carretera. Esto lo hacía prácticamente invisible a
cualquier otra persona que circulase por allí. Con toda seguridad, el chófer ya
había protagonizado alguna entrevista de similares características, ya que sin
recibir ninguna orden, bajó del vehículo y se alejó unos cuantos metros. Ahora
podían hablar con total libertad. El primero en tomar la palabra fue Mola.
—Ante todo tenía ganas de verle de nuevo. Quería felicitarle por el
desarrollo del alzamiento en Barcelona. Todo funcionó como habíamos
previsto.
—Gracias, general, pero yo simplemente me limité a seguir sus
instrucciones. Considero que todo el mérito es suyo —contestó.
—No sea modesto. Uno puede diseñar estrategias y planes, pero si luego no
son desarrollados de forma correcta, no sirve de nada la planificación ni existe
táctica que valga. ¿Le costó mucho llevarlo a cabo? —preguntó Mola.
—La verdad es que no, general. Si me permite la expresión, se tragaron el
anzuelo, el plomo y hasta la caña. Haber llevado a cabo todas las reuniones y
contactos sin medidas de seguridad hizo que se nos detectara de forma
inmediata. Los responsables fueron identificados rápidamente, y de ahí, tirando
de la madeja, pudieron conseguir la desarticulación de la trama.
—Que es lo que nos interesaba —añadió Mola. El desconocido asintió en
silencio.
—Lamento que tuviéramos que sacrificar algunas vidas de esa manera,
pero era necesario e imprescindible para lograr un objetivo final más
importante —aseveró Mola.
—¿Se refiere al fusilamiento de Goded, general?
Mola, a través de sus gafas de montura redonda, endureció la mirada antes
de responder.
—Goded era necesario para dar credibilidad a nuestra farsa, pero era un
individuo del que a posteriori no nos podíamos fiar. Nunca estaba conforme,
era demasiado crítico. Para que un alzamiento como el actual triunfe, lo que
necesitamos es unidad de acción, no personas díscolas que causen problemas.
Con su muerte nos ha sido más útil que si continuase vivo. Se trataba, y usted lo
sabe bien, de que la Generalitat estuviera entretenida con una sublevación en
Barcelona. Eso permitió que las tropas que podían haber marchado hacia
Zaragoza tuvieran que quedarse en la ciudad para sofocar una rebelión.
Necesitábamos que se tragaran la patraña de que para nosotros Cataluña era un
factor clave, por eso tuve que enviar allí a un primer espada. La verdad es que
desde el principio no conté con Barcelona para nada, era una plaza muy dura

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Teo García La partida

de ganar, pero así y todo, le pudimos buscar otra utilidad. Más tarde, cuando
decidieron enviar tropas hacia el frente de Aragón —continuó diciendo Mola,
exhibiendo una sonrisa torcida—, nos enviaron milicianos, prostitutas y algún
despistado, que recibieron su merecido. Sigo pensando que fue un éxito
rotundo. Ésa es la mejor prueba de que nuestra estrategia, basada en la unión
sin reservas entre todos nosotros, es correcta. Ya sé que cada uno puede tener
sus ideas propias, pero ahora el objetivo debe ser el mismo: ganar la guerra.
Después ya veremos qué pasa. ¿Del resto se sabe algo? —preguntó Mola.
—Toda la trama fue desmantelada. Unos siguen detenidos y otros fueron
asesinados en los días posteriores. De los demás no tengo noticias, general.
—Ya sé que es una frase muy manida, pero todos sabemos que para hacer
una buena tortilla hay que romper varios huevos. Lo importante es que usted
quedó al margen y a salvo —dijo Mola.
—Es cierto, general, pero en dos ocasiones tuve que arriesgar más de lo
necesario.
—¿Y eso? —se interesó Mola.
—Cambios de última hora —explicó el desconocido—. No tuve tiempo de
localizar a los enlaces habituales y tuve que ir yo personalmente. Algunos de los
contactos que me recomendaron fallaron.
—Es el riesgo de trabajar con aficionados —dijo Mola, con cierto pesar.
El general era un hombre meticuloso, con grandes dotes organizativas y
poco amigo de dejar cosas al azar. Solía ser muy selectivo a la hora de escoger
sus colaboradores, hecho este que halagaba más a su interlocutor pues, en cierta
forma, le estaba reconociendo su confianza y valía.
—¿Su posición sigue siendo segura en Barcelona? —inquirió Mola.
—Por eso no se preocupe, general, nadie me ha visto nunca en compañía
de... —dudó si utilizar la expresión— conspiradores. Solamente me podrían
identificar dos personas: uno murió, y el otro, después de su detención, está en
paradero desconocido.
—Me alegra oír eso. Tenemos para usted otra misión tan importante como
la anterior, o incluso más; de ahí la necesidad de vernos. Por cierto, ¿el viaje
hasta Burgos ha sido complicado? —quiso saber Mola.
—No, general. Pasé a Andorra y luego, vía Francia, llegué a la España
Nacional —contestó utilizando la terminología en boga—. El regreso lo haré de
la misma forma, aun cuando, en esta época, las carreteras de los Pirineos son
algo complicadas.
—Me hago cargo, pero era necesario que nos viéramos —dijo Mola.
Mola se quitó sus gafas, para limpiarlas con un pañuelo, mirando al
hombre con sus ojos de miope.
—La otra célula, ¿sigue intacta o ha sufrido algún daño? —preguntó el
militar.
—No, general, según lo previsto no intervinieron en ninguno de los
preparativos del alzamiento. Se mantienen a la espera de recibir instrucciones.

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Teo García La partida

Son, con diferencia, los mejores elementos que tenemos en Barcelona.


—Lo sé y me consta —sentenció Mola.
Seguía limpiando sus gafas metódicamente y con pulcritud militar.
—Debo comunicarle algo que le desagradará —anunció Mola.
El desconocido puso sus sentidos en alerta. El general no era una persona
que admitiera discusiones sobre las decisiones que tomaba.
—En su próxima tarea deberá trabajar con Julián García —antes de que el
desconocido pudiera abrir la boca, Mola se adelantó en su comentario—.
Conozco que usted prefiere trabajar solo y sin contactos directos, pero cuando
le explique nuestros planes comprenderá la pertinencia de mi decisión.
—Pero, general, Julián García es el lugarteniente de Andreu Nin, como bien
sabe líder del POUM. ¿Qué confianza nos puede merecer a largo plazo ese
individuo? Una cosa es que se aviniera a colaborar de forma puntual y sin
poder verme, y otra muy distinta, que tengamos que trabajar y vernos.
—No exagere. Un personaje de esas características es más de fiar que un
firme creyente en ideologías. Con García sabemos que mientras sigan fluyendo
las transferencias en libras esterlinas al banco de Perpignan que él nos indicó,
gozaremos de su fidelidad. Por el dinero no se preocupe: se continuarán
realizando los envíos. Deje que le explique lo que esperamos de usted, seguro
que lo entenderá mejor.
—¿Le importa si fumo, general? —preguntó cortésmente, cediendo al
impulso del tabaco. Se estaba enervando por momentos.
—No, pero abra un poco la ventanilla —contestó Mola.
Arrugando la nariz, por el olor del cigarrillo, el militar comenzó a
transmitir sus planes.
—Próximamente comenzará la batalla por el frente Norte. Necesitamos
tomar Bilbao, Guipúzcoa y Asturias. Después, para mediados del presente año,
hacia el mes de mayo o junio, si todo sigue la previsión inicial, comenzaremos
una ofensiva en el frente de Aragón. Para nosotros es muy importante dividir la
zona de Levante en dos. Cuando se inicie el ataque sobre Aragón, es necesario
que usted haya provocado un caos total y absoluto en Barcelona. Debemos
conseguir, no sólo que no puedan recibir refuerzos, sino, y esto es aun más
importante, que tropas del frente tengan que ser enviadas a retaguardia.
El desconocido, de forma involuntaria, dejó que sus facciones mostraran
sorpresa e incredulidad. Se preguntaba cómo esperaban que consiguiera tal
objetivo. Este gesto no pasó desapercibido para Mola, que antes de continuar
adoptó un tono de voz tranquilizador.
—Creemos firmemente que podemos explotar, con garantías de éxito, la
desunión que existe en Cataluña entre los diferentes partidos y sindicatos:
comunistas, trostkistas, anarquistas y gente del más variado pelaje. Debe
provocar, o favorecer, un enfrentamiento entre ellos; a más tardar sobre
mediados de mayo. No creo que le sea difícil. Utilice los argumentos y
estratagemas que considere más oportunos, pero vuelvo a remarcarle que a

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Teo García La partida

mediados de mayo aquello debe ser una caldera en explosión. Si su misión no


tuviera el éxito, que estamos seguros lo obtendrá, nos lo deberá comunicar
como muy tarde el día 10 de mayo. Lógicamente podremos enterarnos por
otros medios, pero si recibimos su mensaje comunicando el fracaso de sus
gestiones, paralizaremos la ofensiva. No se detenga ante nada ni nadie, piense
que puede desarrollar esta tarea con la tranquilidad de que no se le pedirá que
rinda cuentas. Lo importante es el objetivo final, no los medios ni el camino a
recorrer. ¿Le ha quedado claro?
Antes de responder, el desconocido se giró levemente para tirar el cigarro
por la ventanilla, y también para que Mola no percibiera rasgo alguno en su
mirada. Intentó recobrar la compostura.
—Sí, general, lo he comprendido. Supongo que para lograr eso deberé
valerme de Julián García, ¿no es así?
—Exacto. En una primera fase usted no entrará en contacto personal con él.
A través de un agregado de la embajada alemana en París, le transmitiremos a
García nuestras peticiones, a grandes rasgos, eso sí. Le mostraremos algunas
piezas, pero no el rompecabezas completo. En el momento de su aceptación, se
le entregará un primer pago en metálico. Antes de que usted pregunte el
porqué de París —el desconocido se sorprendió de que Mola hubiera acertado
— le diré que García, por su situación en el partido, viaja de forma periódica a
Francia. Tanto para él como para nosotros es un terreno en el que estamos más
seguros; así fue como le captamos la primera vez. De todas formas, no se
preocupe por estos detalles y céntrese en su objetivo.
A priori le puede parecer una empresa harto difícil, pero piense que
conforme Rusia se vaya involucrando más en el conflicto, también intentará
ganar mayor poder político mediante sus partidos afines. Estoy seguro que no
consentirá disensiones ni secesiones, Stalin ya se encargará personalmente de
eso. Quieren una España sometida a Rusia, convertida en un país satélite, y
mientras yo viva, eso no lo voy a consentir, cueste lo que cueste —dijo Mola,
con una dureza y convencimiento que dejaban traslucir algo del férreo carácter
del militar.
—Bien. Y si García acepta, ¿cómo establecerá contacto conmigo? —
preguntó el desconocido, con el fin de tener la seguridad de salvaguardar su
anonimato. Sabía que era la única forma de no correr riesgos y continuar vivo.
—Todos los viernes, entre las cinco, y cinco y cuarto de la tarde, deberá
acudir a esta dirección. —Le hizo entrega de un papel y de una pequeña llave—.
En el buzón de correspondencia de la vivienda de los porteros siempre
encontrará un sobre, aunque sea vacío. En el momento en que no encuentre
sobre alguno, se olvida del buzón y lo comunica por radio. Este proceso se
iniciará con la primera respuesta de García, antes de eso, no encontrará nada en
el buzón. Los mensajes que recibirá irán cifrados en un código que sólo usted, y
la persona que se los envíe, conocerá. Todos los que intervienen en la operación
son de total confianza. Creo que en estos casos, cuantos menos intermediarios

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Teo García La partida

mejor. Piense que durante los meses que quedan de guerra se producirán
detenciones o incluso deserciones, y por ahí podríamos tener una fuga de
información que nos perjudicaría gravemente. Cuando García acepte, enviará
una carta o mensaje que le será trasladado al buzón para que usted lo recoja.
¿Lo ha entendido?
—Sí, general, ¿algo más? —quiso saber.
—Hay algo más. En Barcelona existe otra célula formada por falangistas
básicamente. Cumplirán funciones más... como decirle, sencillas: información
sobre fábricas de armamento, objetivos para bombardeos, depósitos de comida
y combustibles. Tanto si usted logra su objetivo como si fracasa, deberá facilitar
a los rojos la identificación y neutralización de dichos elementos. Cómo lo
consiga es asunto suyo, pero la célula debe quedar al descubierto. También le
sugiero que la utilice por si sus actividades se ven comprometidas; es preferible
que detengan a ese grupo que a usted. Es un comodín que le entregamos,
aunque debo reconocer que no nos interesa que dentro de nuestra débil alianza
existan grupos con mayor fuerza y presencia.
Mola había marcado el destino de varias personas. Introdujo la mano en un
bolsillo de la guerrera y le entregó un papel con la sugerencia de que
memorizase los datos. Era una lista con los nombres, direcciones y teléfonos de
los falangistas sacrificables. Al dárselo, miró por la ventanilla hacia otro lado;
parecía incómodo. El desconocido pensó en la posibilidad de que también él
hubiera sido ofrecido como comodín, pero alejó la sospecha de su pensamiento:
confiaba ciegamente en el general. Mola había creado todas las redes de
información vinculadas al alzamiento. Dirigía la compleja trama de espías
encargada de proporcionar datos y actuar en la retaguardia del enemigo. Hasta
la fecha todo había funcionado perfectamente y no había motivo alguno para
pensar que esto iba a cambiar. El general hizo, una vez más, gala de sus
virtudes organizativas cuando siguió explicando los planes trazados.
—Le harán entrega del código de cifra «Lucy». Es el que utilizamos para
comunicar con el cuartel general de Franco. Sabemos que los rojos lo han
descifrado, pero esto nos puede ser muy útil en tácticas de desinformación. No
lo utilice bajo ningún pretexto para comunicarse con nosotros, pero le resultará
práctico para involucrar o incriminar a algún miembro del otro bando, o bien
para despistar sobre usted y sus actividades. Si recibimos algún mensaje con su
indicativo, y cifrado con «Lucy», lo ignoraremos. Para nosotros será la señal de
que ha caído prisionero.
El general siguió explicando todos los preparativos, mientras el
desconocido miraba a Mola con una admiración no disimulada.
—En Barcelona, tendrá a su disposición dos pisos clandestinos. Mañana le
entregarán las direcciones y llaves. En la segunda vivienda, oculto en el doble
fondo de una maleta, encontrará un aparato de radio y los códigos de
transmisión: debe emplearlo para comunicar incidencias vitales. Antes de
cualquier mensaje deberá anteponer su nombre en clave; esto le dará prioridad

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Teo García La partida

absoluta al descifrarlo y darle difusión.


Mola le hizo entrega de un sobre en cuyo interior estaba más detallada la
operación a realizar.
—Léalo y memorice los detalles. Antes de volver a Barcelona se lo devuelve
a mi ayudante. Él le entregará un cinturón con mil libras esterlinas ocultas en su
interior; disponga de ellas como convenga. También se le entregarán varios
carnés en blanco del POUM, la CNT y la UGT; para que sean válidos sólo
deberá escribir los nombres y añadir la fotografía pertinente.
—General, si necesito ponerme en contacto con ustedes de forma urgente,
¿qué cauce sigo?
—Usted y yo no nos volveremos a ver más. —Mola no era consciente del
significado premonitorio de tal frase, ya que moriría cinco meses más tarde en
un accidente de aviación—. Si fuera necesario comunicarle algo, uno de
nuestros agentes iría personalmente a Barcelona. De todas formas, si todos los
sistemas anteriores fallasen siempre le queda el recurso del Bar Iberia; su
propietario es adicto a nuestra causa. Cualquier mensaje que le entregue llegará
a nuestro poder, más tarde, pero llegará. Es vital que la información fluya de
manera constante, pero tampoco se obsesione con eso. Imagínese el peor de los
escenarios, que una vez que regrese a Barcelona dejemos de recibir noticias
suyas. Estamos capacitados y tenemos medios para valorar la situación en la
zona republicana. Si no recibimos ningún mensaje suyo, realizaríamos una
labor de análisis y tomaríamos nosotros la decisión más pertinente. Céntrese en
su tarea y considere las otras obligaciones como algo circunstancial a la misma,
no disperse sus múltiples virtudes.
El general Mola hizo una señal a su conductor para que volviera al coche e
iniciar el viaje de regreso a Burgos. Durante el trayecto comentaron la marcha
de la guerra, algunos de los reveses sufridos y las victorias conseguidas.
Después se produjo un prolongado silencio que Mola rompió con un ligero
carraspeo, presagio de que algo embarazoso iba a decir.
—Comprenderá la inoportunidad de que usted cayera prisionero. Con toda
seguridad le harían hablar y no es conveniente que nuestros planes pasados y
futuros se conozcan: eso podría ser contraproducente para la moral y unidad de
nuestro movimiento. Doy por sentado que en una situación comprometida
sabrá cómo actuar.
Un silencioso asentimiento, ante lo que era una invitación más que evidente
al suicidio, fue la respuesta que obtuvo el general.
Le iban a dejar en el mismo punto de recogida, pero antes de bajar del
vehículo Mola se acercó buscando más confidencialidad.
—Por cierto, ¿seguirá usando el mismo nombre en clave que hasta la fecha?
—Sí, general, le tengo cariño y hasta me gusta —dijo en un tono más
distendido.
—Bien, pues entonces que tenga buena suerte, Ricardo.

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Teo García La partida

Habían transcurrido ya seis meses desde el comienzo de la guerra. En


Barcelona era evidente, no sólo por los cambios en la fisonomía de la ciudad,
sino, de forma más palpable, en la de sus habitantes. La vestimenta fue lo
primero que sufrió una variación radical: era difícil ver corbatas o sombreros, y
en contrapartida, abundaban las boinas, gorras cuarteleras y monos de trabajo.
Desde el obrero más insignificante hasta el político más destacado, utilizaba
tales prendas como forma de acentuar su compromiso con la victoria de la
República y, en algún caso, también servían para olvidar actuaciones anteriores.
Lógicamente, el primero en notar un cambio semejante fue Clavijo. Cuando
Anselmo apareció por el bar Jaime, se estaba quejando de eso.
—Hombre, Clavijo, ¿cómo va todo? —preguntó.
—Lo de hombre es un decir, no te vayas a pensar... —apostilló Quique,
dirigiéndose a Clavijo.
—Hola, Anselmo. A menudo me pregunto cómo puedes soportar a un
individuo que siempre va suelto de lengua —contestó Clavijo, para luego,
mirando despechadamente a Quique, añadir—: A ti te iba a enviar a tomar por
culo, pero estoy seguro de que ya lo has probado y te gusta. No mereces que te
haga ningún favor ni en forma de sugerencia, pijo.
Quique era amigo de lanzar puyas, pero también las aceptaba, y en este
caso, con una carcajada.
—Pijo, Anselmo. Le estaba comentando al memo, aquí presente, que esta
nueva moda de ir disfrazado de mecánico todo el santo día me parece un
auténtico tostón —dijo Clavijo, pasando su mano, con coquetería, por el cuello
de su camisa con fular.
—Circunstancias de la guerra —opinó Anselmo.
—Pijo. Se puede ser muy revolucionario llevando traje y corbata. Mira las
fotos de ese tal Lenin. No aparece con mono ni hecho un Adán.
Quique, una vez más, no resistió la tentación de demostrar lo bocazas que
era.
—No, lo cierto es que parece un mono, que es diferente.
—Quique, deberías ser más cuidadoso con según qué comentarios haces en
voz alta —aconsejó Anselmo, mirando a su alrededor.
—¿Aún no ha llegado Perico? —se interesó Anselmo. Sus dos amigos
contestaron encogiendo los hombros.
—Tendrá trabajo en la farmacia de sus padres, ya que últimamente no se le
ve mucho —añadió Quique.
La familia de Perico tenía una farmacia que había pertenecido al abuelo.
Cuando su padre sufría algún achaque, propio de la edad, Perico siempre
intentaba ayudar en lo que podía. Los padres moraban en una vivienda anexa
al negocio; él, en un piso donde habían vivido sus abuelos, situado sobre la
farmacia.
—Vamos calentando las fichas, ya llegará. Hoy me tomaré un coñac —

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Teo García La partida

anunció Anselmo. Pidió la consumición a Jaime, el dueño. Éste, solícito,


escanció una medida menos generosa de lo habitual. Ante la mirada de
extrañeza por parte de Anselmo, consideró que debía dar una explicación.
—Os podéis ir acostumbrando, ya me cuesta encontrar algún producto —
dijo guiñando un ojo.
Aun no siendo la situación tan difícil como en otras ciudades de la España
republicana, algunos alimentos y víveres comenzaban a escasear. Esto provocó
que, desde octubre de 1936, existiera la tarjeta de racionamiento familiar.
Anselmo, práctico una vez más, zanjó la cuestión.
—No me llores y pónmelo doble.
Quique volvió a dejar patente su marchamo de deslenguado.
—Pero a ver, Jaime, ¿no habían llegado barcos rusos que nos traen
alimentos?, ¿pues dónde están esas viandas, espabilado? —preguntó con cierta
coña.
—Los barcos vienen, es cierto, pero traen trigo, carne y otras cosas más
necesarias. Seguro que por no tener coñac nadie muere —contestó Jaime.
—¿Y si me baja la tensión qué me ofreceréis? El coñac es necesario, pijo —
sentenció Clavijo.

Desde julio de 1936, la situación no había mejorado para la República


Española ni para Catalunya. A los continuos reveses sufridos en el campo de
batalla, debía añadirse un poder concentrado en partidos y sindicatos de
tendencia extremista. Sin un mando único, las decisiones más básicas sobre el
desarrollo de la contienda debían tomarse de forma asamblearia. Mientras los
sublevados actuaban bajo una misma cadena de mando, la República debía
coordinar diferentes posturas y actuaciones, muchas veces, divergentes entre sí.
Como contrapartida a la ayuda prestada para sofocar la rebelión en Barcelona,
Companys accedió a la creación del Comité Central de Milicias Antifascistas.
Este órgano estaba, fiel a la promesa hecha, controlado por miembros de la CNT
y FAI que actuaban como señores de la guerra. El descontrol se adueñó de
Barcelona, y en la ciudad, todavía convulsionada por los sucesos vividos,
empezaron a producirse desmanes y ajustes de cuentas ajenos a la guerra civil.
Conforme dichas actuaciones fueron generalizándose, se intentó eliminar el
ambiente de dura y arbitraria represalia que reinaba. Finalmente, se frenó el
poder de los anarquistas, basado en la presión de las armas, convenciendo a sus
dirigentes para que accedieran a la disolución de dicho comité. En
contrapartida, entraron a formar parte en el nuevo gobierno catalán y,
posteriormente, también en el gobierno central presidido por Largo Caballero.
Ante el asedio al que estaba sometida Madrid, se trasladó la sede
gubernamental a Valencia. Los diferentes decretos promulgados por la
Generalitat sólo eran acatados si los dirigentes anarquistas daban su visto
bueno. Tal como previno Escofet a Companys, se trataba de un gobierno rehén

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Teo García La partida

de las decisiones de otras fuerzas, y lo peor era que se hacía alarde de ello.

Antes de que Anselmo pudiera terminar el coñac, hizo su entrada Perico. El


enrojecimiento de sus orejas era una muestra de lo mal que toleraba los
ambientes fríos. Frotándose las manos, para entrar en calor, saludó al resto de
amigos.
—Buenas y heladas tardes.
—¡Joder, Perico, pensábamos que ya no vendrías! —dijo Anselmo, con un
velado reproche.
—Lo siento, pero con la llegada del frío mi padre se resiente de los
pulmones. No quería dejar a mi madre sola en la farmacia con todo el papeleo
de las medicinas —pretextó Perico.
Miró lo que estaban consumiendo sus amigos para decidirse a pedir, y se
decantó por un café muy caliente.
—De café sólo tiene el nombre. Yo ya te he avisado, Perico —dijo Quique.
—Añadiremos un poco de coñac para disfrazar el gusto —contestó Perico,
quitándose el abrigo y la bufanda. Las fichas de dominó comenzaron a ser
mezcladas. Cuando tomó asiento llegó el café, y a pesar de no compartir el
sentido del humor de Quique, ni su forma de expresarlo, tuvo que darle la
razón; de café solo tenía el nombre.

Tras su vuelta de Burgos, larga y cansada, Ricardo comenzó a planificar su


estrategia para conseguir los objetivos fijados por el general Mola en su
entrevista. El primer paso era reactivar la célula que, inactiva, esperaba la
llegada de instrucciones para comenzar su trabajo. A pesar de la vigilancia que
existía en las calles de Barcelona, y las restricciones horarias para la libre
circulación de personas por las calles, pudo comprobar que los individuos que
la integraban permanecían vivos y no habían sido detenidos. Nadie conocía a
nadie, y ésa era una gran ventaja, ya que si alguno de sus integrantes era
descubierto, no podría facilitar información que condujera a la detención de
otro de sus componentes. Ricardo tenía que esperar, eso sí, a recibir noticias
sobre la postura de Julián García. Cada viernes, en la franja horaria acordada, se
desplazaba a la dirección indicada para comprobar el buzón. Hasta la fecha no
había recibido noticia alguna, y decidió no intranquilizarse, solamente habían
pasado quince días. La señal convenida de antemano para que los miembros
integrantes de la célula se pusieran en funcionamiento era un anuncio con un
determinado texto que debía publicar en la sección correspondiente del
periódico La Vanguardia. Una vez que el anuncio fuera publicado, los
componentes de la célula se irían movilizando siguiendo una rutina planificada
de antemano, en cuanto a días, horas y lugares, para recoger las instrucciones

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Teo García La partida

pertinentes. Mientras permanecía a la espera de recibir noticias en el buzón,


siguió trazando planes. Siempre le había gustado la anticipación.

La partida de dominó llegó a su fin con el resultado consabido: ganaron


Anselmo y Clavijo. Debido al oscurecimiento de la ciudad, todos los locales y
viviendas debían tener unas tupidas cortinas que impidieran la salida de la luz
al exterior. Las instrucciones eran comunicadas por el Servicio de Defensa
Pasiva Antiaérea mediante folletos, pasquines y en prensa. Los responsables de
su cumplimiento eran las patrullas de milicianos que, si detectaban alguna
irregularidad en este sentido, disparaban directamente a la luz de la ventana
acusadora. Por este motivo, cuando Jaime advirtió que sus clientes
abandonarían el local les pidió celeridad en hacerlo.
—Cuando abra la puerta salid rápidamente —dijo suplicando.
—De aquí se ha de salir rápido, pero por el efecto laxante que tiene ese
magnífico café que nos das, ladrón —dijo, como no, Quique. Ya en la calle,
charlaron un rato reprochándose los fallos en diferentes jugadas, hasta que el
frío de la noche les incitó a terminar la conversación. Perico se prestó para
acompañar a Anselmo, pero antes de iniciar la andadura hizo una pregunta a
Quique.
—Qué, Quique, ¿ya no te vas de putas los viernes?
—Si me acompañas —contestó éste. La expresión de Perico fue harto
expresiva.
—Anselmo alguna vez se apuntaba, pero ahora ni eso —explicó Quique.
La mención tan directa no le agradó a Anselmo. Todos los presentes sabían
que alguna escapada hacía, pero no le gustaba que se airease de forma tan
evidente. Antes de que pudiera realizar algún comentario al respecto, Clavijo
también intervino.
—Putas, pero si ahora ya no queda de eso, pijo.
Quique soltó una risotada, no sólo por la ingenuidad de su amigo sino por
el tono.
—Mira, Clavijo, putas toda la vida las ha habido, y las seguirá habiendo; lo
que ocurre es que ahora son putas revolucionarias. Además, en las entradas de
los burdeles, han colocado unos carteles que indican que debes respetarlas
como si fueran tu madre o tu hermana —explicaba Quique, como gran
conocedor del tema—. Imaginaros el mal fario que da ver algo así antes de ir a
follar. Al menos a mí, se me representa mi madre y me quita las ganas de fiesta.
En fin, cosas de la revolución —zanjó Quique.
Pasó un brazo por los hombros de Clavijo y, dando media vuelta,
marcharon. Por los gestos, y algunas expresiones que oían, Quique seguía
impartiendo a su amigo una docta lección sobre rameras, busconas y geografía
de los lupanares menos recomendables de Barcelona.
—Quique nunca cambiará —aventuró Anselmo, caminando junto a Perico.

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Teo García La partida

Las calles oscurecidas y huérfanas de transeúntes daban a la ciudad un aire


funesto. El silencio era roto por algún vehículo de vigilancia.
—¿Cómo marcha todo, Anselmo? —preguntó Perico.
—Una auténtica mierda, Perico. Con todo este follón es difícil ser policía y
ver impasible los hechos que ocurren, pero ahora todo el mundo está
obsesionado con cazar espías, fascistas, curas y demás morralla.
—¿Tú te encargas de eso? —se interesó Perico.
—No exactamente. Desde que legalizaron las patrullas de control, nuestro
trabajo habitual ha pasado a un segundo lugar. Lo importante ahora es vigilar a
los anarquistas y gente del POUM —respondió Anselmo, dudando sobre si
estaba hablando demasiado.
—Chico, nunca entenderé cómo funciona esto. Yo pensé que estaban en el
mismo bando —reflexionó Perico, con sorpresa.
—Y lo están, pero nadie se fía y todo el mundo se vigila. Lo importante es
que gracias a mi trabajo, de momento, no me han movilizado. Prefiero estar
aquí, que no en el frente recibiendo hostias todo el santo día —explicó Anselmo.
—Pues tienes razón, por lo menos podemos seguir jugando al dominó —
dijo Perico, con su encantadora sonrisa.
—Si sólo fuera eso. Por cierto, Perico, ¿no se celebra ya ningún partido de
baloncesto?
—Qué va. Está todo abandonado, pero si me entero de algo ya te avisaré.
Ahora que recuerdo —continuó diciendo Perico—, el otro día, moviendo unos
papeles, me encontré una foto que nos hicieron, hace un año y medio, en las
gradas de Les Corts. ¿Lo recuerdas?
—Cómo iba a olvidarlo. Fue un buen partido, difícil y duro, pero al final
ganamos. Jugamos contra... el Calella. ¿Qué, me acordaba o no? —desafió
Anselmo, que por una vez recordaba los detalles.
—Exacto. Hoy te he traído la foto. Suerte que has comentado lo del
baloncesto, si no me la vuelvo a llevar a casa.
Al mismo tiempo que hablaba, Perico sacó su cartera y entregó la
fotografía. Anselmo no podía verla con claridad por la oscuridad que reinaba.
En ella aparecían ambos sonrientes, disfrutando del momento.
—Sólo hace un año y medio, y me veo tan joven —dijo Anselmo, con cierto
pesar.
—Nos toca vivir momentos complicados y eso siempre envejece más a las
personas, sobre todo a tu cabeza y corazón —dijo Perico.
—Sí, pero es que yo me noto viejo hasta en mi forma de sentir, Pedro.
Anselmo utilizaba el nombre de pila de su amigo cuando estaba enfadado
con él o en momentos de máxima complicidad y confidencia.
—Ánimo bajo, ¿verdad? Si quieres, te traigo Cerebrino Mandri de la
farmacia —ofreció Perico.
—Déjate de potingues. ¿Y a vosotros cómo os va por casa? Me preocupo un
poco por ti, como tu familia siempre ha sido muy de misa y... esas cosas.

98
Teo García La partida

—Pues la verdad, Anselmo, estamos un poco intranquilos. Ya sabes que


nosotros nunca nos hemos metido en nada. Lo de ir a misa es cierto, pero
tampoco perjudicas a nadie. Mi madre es la que está más nerviosa. Hay días
que está obsesionada con que alguien nos va a denunciar y nos detendrán. Se ha
vuelto muy desconfiada, pero es que con los tiempos que corren...
Se produjo un silencio que les incomodaba.
—Anselmo, ya que hablamos de esto, quería pedirte un favor, pero lo cierto
es que no me atrevía.
—¡Coño, Perico!, una cosa es ser bueno o prudente, y otra ser tonto. Soy tu
mejor amigo. ¿Qué quieres?
—Pues verás —dijo Perico, azorado—. Últimamente, por la historia del
refugio que quieren emplazar aquí —explicó señalando con el dedo una
intersección de calles—, tengo que desplazarme más por Barcelona.
—¿El refugio? ¿De qué va eso? —preguntó Anselmo.
—Van a construir un refugio antiaéreo para la gente, y como somos la
farmacia más cercana debemos estar coordinados con el vigilante. No lo acabo
de entender, pero son las instrucciones. El caso es que una vez por semana voy
a unos cursillos que nos imparten a los farmacéuticos. El ambiente por el centro
de Barcelona me pone nervioso. Mi documentación está en regla, pero tengo
miedo de que un día, a un descerebrado de ésos, no le guste mi cara o aspecto, y
me lleven detenido... —la explicación la interrumpió Anselmo.
—Ya te entiendo. Quieres que te aconseje qué modelo de mono comprarte,
¿no es eso?
—Me alegro que tengas ánimos de guasa —dijo Perico—. Quería pedirte un
aval, algo sencillo que indique que soy buena persona y no me meto en
problemas.
Anselmo rió ante la candidez de su buen amigo.
—No te preocupes, te conseguiré dos avales: uno certificado por mi
superior, que no es moco de pavo, y el otro se lo pediré a un compañero que
conoces, uno que vino un día al bar a buscarme.
—Paco —contestó Perico.
Anselmo siempre se sorprendía de la capacidad de retentiva que tenía
Perico.
—Paco, sí. Está afiliado a la UGT y le pediré que te consiga otro emitido por
el sindicato. Ahora, eso sí, si te paran en un control, fíjate antes de enseñar uno
u otro. A los anarquistas la UGT no les hace gracia, y viceversa. Por cierto,
Perico, ya que hablamos de política...
—Pedirle un favor a un amigo, ¿es hablar de política? —dijo Perico,
interrumpiendo. Anselmo quedaba desconcertado ante las salidas que a veces
tenía su amigo, sabía cómo cortar un tema de forma tajante.
—No lo digo por lo del aval, pero como hemos hablado de anarquistas,
sindicatos y todo eso... es lo que quería decir cuando te he hecho el comentario.
—Perdona, Anselmo. Ya sé que a veces tiendo a parecer arisco con las

99
Teo García La partida

personas que más aprecio. Discúlpame. ¿Qué querías decir?


—Tú y yo pocas veces hemos hablado de política. ¿Te has dado cuenta? —
dijo Anselmo.
—Porque somos amigos y debemos estar por encima de esas cosas. Si no lo
estuviéramos, nuestra amistad sería diferente —contestó Perico.
Anselmo enarcó las cejas sin saber qué decir, parecía que hoy les costaba
hilvanar una conversación. Al llegar al portal, Anselmo buscó las llaves para
abrir.
—Ahora viene lo mejor, Anselmo: 122 escalones para ti solo —dijo Perico.
—En invierno es diferente. Por lo menos llego caliente a casa, aunque estoy
de subir escaleras hasta los mismísimos. Si un día tengo dinero no volveré a
subir un escalón más en mi vida, te lo prometo.
Se despidieron con saludos recíprocos para las respectivas familias y un
cálido apretón de manos.

Anselmo llegó, por fin, al rellano de su piso. Tal como había explicado, el
ejercicio le ayudó a quitarse el frío que había calado en su cuerpo. Al abrir la
puerta, vio que todo el piso estaba a oscuras, señal de que estarían ya
durmiendo. Luego percibió como una pequeña luz permanecía encendida en su
dormitorio. Al pasar por la habitación de su hijo, abrió la puerta. A pesar de no
ver nada, la respiración acompasada de Juan le indicó que dormía
profundamente.
En su dormitorio encontró a María que se desnudaba para ponerse el
camisón.
—Hola, Anselmo —saludó ella, mientras continuaba quitándose la ropa.
Anselmo miraba discretamente el cuerpo de María. La imagen de su esposa
hizo que se excitara demostrándolo con una erección repentina. No había
cenado y algo de hambre tenía, pero mañana podría desayunar, ahora prefería
hacer el amor con su mujer. La vida sexual del matrimonio era escasa. María
nunca se había caracterizado por una especial actividad en el tálamo. Durante el
primer año de casados su esposa estuvo más activa, mezclada la curiosidad con
los deberes conyugales, pero luego su actitud cambió. Al nacer el pequeño, su
esposa asumió el papel de madre en detrimento del de compañera. Después,
con el devenir del tiempo y la convivencia, ambos dejaron aletargar su pasión.
Anselmo encontraba lo que quería fuera de su relación, y María, agradecía
verse libre de obligaciones engorrosas.
En un santiamén, él también estuvo desnudo. Se metió en la cama, pero por
la mirada que le lanzó María, estaba seguro que ya había intuido sus
intenciones. Ella le deseó buenas noches de una manera que no le dejó claro a
Anselmo si rehuía sus deseos, pero Anselmo decidió comprobarlo y,
pretextando frío, se acercó más. Le acarició los senos por encima del camisón,
para luego ir bajando lentamente hacia su vagina. Deslizó sus manos por los

100
Teo García La partida

muslos de María, acariciándolos por su parte interna. Le pareció percibir que la


respiración de su mujer comenzaba a acelerarse mínimamente, señal de
excitación en ella. Los muslos de María se abrieron, como una invitación a
continuar con sus caricias. Comenzaron a besarse, mientras Anselmo subía el
camisón de su esposa. Al percibir la sensación de lubricación en su vagina, optó
por penetrarla ante un gemido apagado que emitió María. En un breve espacio
de tiempo, y tras unos pocos impulsos pélvicos, Anselmo llegó al clímax.
Después, mientras su esposa se dirigía al lavabo, Anselmo se situó boca arriba,
satisfecho. La sensación de hambre se le había acentuado y decidió que no era
necesario esperar al desayuno.

101
Capítulo VIII

Ricardo siguió con su rutina habitual con el fin de no despertar sospechas.


Siempre por las noches, intentaba montar un rompecabezas coherente con las
piezas que el general Mola le había entregado durante su encuentro. Era difícil
que cayera en el desánimo, pero la falta de noticias le preocupaba un poco.
Tenía una sensación extraña, de trabajo inútil pero, como si de una acémila se
tratara, siguió preparando y planificando sin importarle si algún día se llevarían
a cabo sus planes. No era asunto suyo cuestionar nada: él, simplemente,
cumplía órdenes. Hoy era viernes y debía revisar el buzón. Siempre llegaba con
media hora de antelación, que gastaba paseando por los alrededores para
detectar movimientos que le indicasen si el lugar o su persona estaban siendo
vigilados. Nunca iba armado, ya que últimamente se había puesto de moda, en
Barcelona, cortar tramos enteros de una calle y registrar a todos los viandantes
atrapados en el cepo. Si debía acudir a un lugar, que él intuía arriesgado, solía
llevar una navaja automática que le habían regalado hacía varios años. La sola
visión de la hoja, larga, afilada y puntiaguda, ejercía un poder paralizante. Se la
colocaba en la zona lumbar, con una cierta inclinación, lo cual le permitía
esgrimirla con la rapidez que las muchas horas de práctica le otorgaban.
Afortunadamente, en muy contadas ocasiones el acero había reflejado la luz del
sol, pero siempre que lo hacía era para beber sangre.
Decidió que hoy acudiría a la cita con el buzón dando un pequeño paseo.
Seguía haciendo frío, pero era lo justo para tener una sensación vivificante en el
rostro. Hacía sólo seis días que Barcelona había sufrido su primer bombardeo,
en este caso, a cargo de un barco de guerra italiano. Los periódicos habían
hecho amplio eco de la noticia, informando que la incursión causó diecisiete
muertos. Esto provocó que algunos de los habitantes de la ciudad caminasen
con paso más apresurado, en algún caso, buscando de forma disimulada el
resguardo de fachadas o paredes.
Ricardo ya estaba próximo al portal correspondiente al número 412 de la
calle Muntaner. No había detectado movimiento anormal alguno. Entró con
aplomo y decisión, como si hubiera vivido allí toda su vida. Era una bonita
escalera, con una pequeña escalinata de mármol, la garita del portero a la
derecha, ahora vacía, y a la izquierda, dos ascensores. Un poco escondidos
Teo García La partida

quedaban los buzones, y justo a su lado, una puerta que daba a un cuarto
donde se guardaban los útiles de limpieza de la escalera. Su carácter y frío
temple hicieron que su pulso no se acelerase cuando, antes de introducir la llave
en el buzón, percibió que algo había en su interior. Recogió un sobre de tamaño
mediano y, sin mirarlo, lo guardó en el bolsillo interno de su americana.
Cuando iba a salir, un aumento anormal de voces, que provenían de la calle,
hizo que se parase. Asomando un poco la cabeza, y quedando oculto por los
ascensores que estaban parados en la planta baja, pudo ver cómo un grupo de
ocho milicianos bajaban de una furgoneta dirigiéndose hacia el portal. Con un
rápido movimiento, volvió a esconderse mientras dos pensamientos le
rondaban por su mente: había caído en una trampa, y esperaba que nadie
llamase a los ascensores. Si estos se movían, quedaría a la vista. Se percató
entonces de que la puerta que guardaba el utillaje de limpieza no estaba
cerrada. Como si una orquesta hubiera acometido un allegro, todo se puso en
movimiento a la vez: Ricardo abrió la puerta, se introdujo en el cuarto, los
ascensores comenzaron a subir, los milicianos se aproximaron y cuando podían
haberle detectado, la puerta ya se estaba cerrando sigilosamente. Ahora sí se le
había acelerado el pulso, parecía que la carótida iba a estallarle, mientras su
mano ya palpaba el mango de la navaja. Su pensamiento, traicioneramente, le
recordó el pasaje de la conversación con Mola en la que le habló de comodines.
Los milicianos no habían visto la puerta. Algo comentaban entre ellos, cuando
el que parecía llevar la voz cantante los repartió en dos grupos. El más
numeroso comenzó a subir por las escaleras y tres individuos se quedaron
cubriendo la salida. En un rápido análisis de la situación, Ricardo concluyó que
no iban a por él, sino, que se encontraba en el momento más inoportuno en el
lugar más inapropiado. Decidió esperar en silencio entre el olor a lejía,
desinfectante y trapos húmedos.

Lluís Companys seguía siendo presidente de la Generalitat. Después del


triunfal sofocamiento de la sublevación militar en Barcelona, tuvo que cumplir
su parte del trato con los anarquistas y darles entrada en el gobierno catalán.
Siempre recordó las palabras proféticas de su subordinado Escofet, ahora en
Francia. La situación llegó a un extremo tal de descontrol, que Companys tuvo
que orquestar una hábil maniobra política para debilitar el poder que los
anarquistas estaban ejerciendo, pero como todo en política, y también en la
vida, esta operación tuvo su precio: debió aproximarse peligrosamente a los
comunistas que, conforme iba transcurriendo la guerra, gozaban de mayor
poder y protagonismo. De ellos se valió para liquidar el Comité de Milicias
Antifascistas. Los comunistas —conscientes de la importancia que tenía
Catalunya para sus planes— enviaron como cónsul general en Barcelona a uno
de sus hombres más importantes: Vladimir Antonov Ovseienko. Él se encargaba
de controlar la llegada de suministros, material de socorro y ayuda para la

103
Teo García La partida

población, así como de la coordinación de los primeros voluntarios rusos. Se


trataba de un histórico del comunismo, ya que había participado en el asalto al
Palacio de Invierno durante la Revolución Rusa de 1917. Los planes comunistas
para hacerse con el poder constaban de tres frentes: ayuda material, tan
necesaria para la República y el desarrollo de la guerra; asesoramiento militar,
con el fin de poder optimizar mejor las fuerzas importantes, pero muy
dispersas, tanto en el plano geográfico como en el ideológico; y una ofensiva
política para conseguir la desaparición de sus enemigos.
Los barcos de suministros llegaban con periodicidad y sin contratiempos.
El tráfico marítimo entre los puertos de Odessa y Barcelona era constante. Dicha
situación era aireada con gran profusión en la prensa, los noticiarios de cine y la
radio, pero no era un regalo que hacía el camarada Stalin ni la Madre Rusia, ya
que los pertrechos eran cobrados a precio de oro literalmente. El día 25 de
octubre de 1936, 510 toneladas de oro, en diferentes formas, monedas, recortes y
lingotes, fueron trasladados a Rusia. Este depósito constituía la garantía para el
pago de los suministros enviados a la República Española ya que era notorio
que, sin ayuda, la República difícilmente hubiera mantenido la lucha contra los
fascistas durante mucho tiempo.
En el campo del asesoramiento, también se enviaron para torear, en una
plaza tan importante como la península Ibérica, a los diestros más duchos. Uno
de los más relevantes, pero no con notoriedad pública, era Leva Lazarevitx
Feldvind, conocido con el seudónimo de general Alexander Orlov. Era el
principal asesor del gobierno en materia de espionaje y contraespionaje,
pertenecía a la NKVD (Norodnyi Kommisariat Vnutrennykh Del) y estaba
involucrado en los temas más turbios y oscuros de la época.
En Catalunya, en el terreno político, se formó una coalición de partidos bajo
las siglas PSUC (Partit Socialista Unificat de Catalunya) que englobaba a una
serie de grupos izquierdistas. Este partido tenía una marcada tendencia
comunista-estalinista, era claramente ortodoxo y estaba afiliado a la III
Internacional. Uno de sus objetivos era la eliminación de los anarcosindicalistas
y del POUM, catalogado de trotskista, como máximos representantes del
comunismo denominado libertario, enemigo acérrimo del comunismo
autoritario y estatal. Esta vez para Companys, su abogado del diablo era uno de
sus consellers, Josep Tarradellas. Éste mantenía cierta reticencia a buscar aliados
tan peligrosos, todavía recordaba el resultado de las negociaciones durante el
mes de julio del año pasado. En más de una ocasión, durante sus
conversaciones con Companys, así lo había manifestado. Durante la charla que
estaban manteniendo, el tema volvió a surgir de nuevo.

—Considero, señor presidente, que no es pertinente provocar una nueva


crisis de gobierno para acabar de echar a los anarquistas. No siempre se
mostrarán tan sumisos a pactos y componendas, además, siguen manteniendo

104
Teo García La partida

mucho poder en las calles y una gran parte de las masas escucha sus postulados
—opinó Tarradellas.
—Mire, Josep, ya tuve conversaciones parecidas con Escofet. Él siempre era
contrario a cualquier acuerdo con los anarquistas, pero luego el tiempo me ha
ido dando la razón —contestó Companys.
Tarradellas no compartía el mismo parecer; era consciente de la existencia
de dos poderes, uno subordinado al otro, y esta situación le incomodaba.
—Acercarnos a los comunistas puede librarnos de un problema, pero hará
que más tarde tengamos otro —insistió Tarradellas.
—Me costó un poco que Escofet lo entendiera, pero al final tuvo que
acceder —no quiso recordar Companys que fue obligado por las circunstancias
y con desgana—. Yo le dije que primero nos aliaríamos con los anarquistas para
luego quitárnoslos de en medio, y en ello estamos. Ahora creo que debemos ser
transigentes con los comunistas; más tarde también los eliminaremos. Nos ha
tocado ir capeando el temporal. ¿Lo entiende, Tarradellas? —preguntó
Companys.
—Sí, señor presidente, pero piense que para poder librarnos de unos,
hemos de contar con los otros, y cuando queramos eliminar a los comunistas no
quedará nadie que nos ayude a ello, excepto los fascistas, claro está —respondió
Tarradellas.
Por no decir una obviedad, Companys se calló. Sus ojos y expresión
transmitieron su parecer a dicho comentario.
—Josep, son momentos muy complicados para Catalunya. Todos quieren
obtener algo, pero no están dispuestos a dar nada. Intentan aprovecharse de
nosotros en función de sus intereses, pero no escuchan nuestras peticiones. Sólo
pretendo que, de una vez por todas, Catalunya tenga un gobierno autónomo.
Como mal menor estoy dispuesto a aceptar que sea dentro de una república
federal, pero también mi intención es ir modificando eso, y para lograrlo, haré
lo que considere mejor por mi nación, que también es la suya, Tarradellas.
—Comparto su opinión, señor presidente. Todos sabemos que la pretensión
del gobierno central es ir quitando poder a nuestro gobierno. En la última
conversación que tuve con Azaña, volvió a plantear la cuestión de centralizar
las cuestiones de defensa y orden público en el ministerio español, eliminando
nuestras dos consejerías —dijo Tarradellas.
—Sí, recuerdo que me lo comentó. Alegaba para ello que nuestro trabajo en
esos campos dejaba mucho que desear —recordó Companys.
—No me lo transmitió con esas palabras —rectificó Tarradellas.
—Es igual, lo importante es el mensaje. Las palabras pudieron ser más
corteses, pero la idea era la misma. A pesar de las diferencias, hemos de
reconocer que estamos más próximos a las opiniones de los partidos de
tendencia comunista que no con anarquistas. Por lo menos unos quieren
mantener la República, al menos, de la forma que nosotros entendemos. Si fuera
por los otros, todo el poder estaría en manos de comités de obreros, y mire el

105
Teo García La partida

resultado que ha dado colectivizar empresas: suben los salarios y baja en picado
la productividad. En la situación de precariedad que vivimos, lo que
necesitamos es un esfuerzo industrial sin precedentes, no peones jugando a
directores de fábricas —dijo Companys.
—Tengo que darle la razón otra vez. Nos ha costado muchos esfuerzos
reconducir la situación en las fábricas y en la industria... —explicó Tarradellas,
que se vio interrumpido por una reflexión en voz alta del presidente.
—Y no quiero ni pensar lo que puede ocurrir el día que los ejércitos de
Mola ocupen la zona industrial del País Vasco: para nosotros puede ser una
debacle.
—¿Es usted pesimista al respecto? —quiso saber Tarradellas.
—No es pesimismo, Josep, es que tal como van las cosas... —respondió
Companys.

En el trabajo de Anselmo se habían producido muchos cambios: sus jefes,


algunos compañeros, pero sobre todo, cambió la forma de actuar de los cuerpos
policiales y sus funciones. Existía entre los miembros de la policía una cierta
desmotivación y malestar, que trascendía en su trabajo diario.
En días tan turbulentos como ésos, cualquier analfabeto con una placa en el
pecho, en compañía de varios amigos, podía pasearse montando controles y
registros sin orden alguna; en situaciones así, poco papel podía hacer la policía.
Tal como le había comentado a Perico, todo el mundo se dedicaba a la caza de
fascistas, término que englobaba todo aquello considerado opuesto a la
República. Existía la psicosis de que Barcelona estaba llena de espías. Se acuñó
el término quintacolumnistas en referencia a las cuatro columnas que Falange
tenía en el frente, y la quinta, en retaguardia, con funciones de información.
Hasta la fecha, Anselmo había detenido a varias personas acusadas de
participar en tales actividades, pero su instinto le indicaba que en muchos casos
se trataba de venganzas personales que nada tenían que ver con el complejo
mundo del espionaje. Bastaba una simple denuncia, en muchos casos anónima,
para que se actuase contra el acusado. Anselmo pensaba que si esos eran los
espías más peligrosos de los que los fascistas podían disponer, la victoria estaba
asegurada.
Sin embargo, algún cambio notó Anselmo cuando se nombraron nuevos
cargos en la cúpula directiva: Artemio Aiguadé, nuevo conseller de Governació
de la Generalitat y Eusebio Rodríguez Sala, perteneciente al PSUC, como jefe de
policía.
Desde hacía varias semanas, todos estaban interesados en las actividades
del POUM y de los anarcosindicalistas. Este aspecto le resultaba a Anselmo
incomprensible, ya que formaban parte no sólo del gobierno de la Generalitat,
sino también del de la República. Algunos infiltrados que tenía la policía,
pasaban informes respecto a los movimientos y estrategias de los líderes de

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Teo García La partida

dichas formaciones políticas. Tanto él como Paco repartían sus esfuerzos en


vigilar anarquistas y detener fascistas.
Anselmo pensaba que, en su modesta opinión, ésa era una forma muy
extravagante de ganar una guerra.

La espera de Ricardo, en el pequeño cuarto de limpieza, duró más de lo


previsto. El paso del tiempo le ayudó a tranquilizarse y la lógica volvió a
sobreponerse en su pensamiento. Los milicianos bajaron llevándose a tres
personas y algunos objetos, todos ellos de valor, que constituían su requisa.
Para tener más seguridad, esperó media hora más antes de abandonar su
escondite. Al hacerlo, nadie le vio. Caminaba más deprisa, ya que no quería que
se le hiciera muy tarde andando por las calles. Tras recorrer dos manzanas,
decidió detenerse para encender un cigarrillo.
Al llegar a casa, abrió el sobre para saber qué mensaje contenía. En su
interior, sólo encontró un papel con un número de teléfono, un día 24/2/37, una
hora y una pequeña instrucción: «Llamar para felicitar a Modesto». En caso de
que dicho papel cayese en manos ajenas no incriminaría a nadie, ya que parecía
una nota recordatoria sin ningún otro significado. Tras memorizar los escuetos
datos lo quemó en el cenicero. Supuso que era una aceptación de Julián García,
pero debería esperar unos días para tener la certeza.

La partida de dominó no se celebró de forma habitual, ya que Quique no


hizo acto de presencia. Todos estaban jugando, individualmente, pero ninguno
con los sentidos puestos en el juego. Era raro que Quique hubiera fallado, pero
los tiempos que vivían no eran los más idóneos para ser optimista. La diferencia
entre una detención y la desaparición física dependía, muy a menudo, del
criterio subjetivo de los peligrosos elementos que se movían con total y absoluta
impunidad por las calles barcelonesas. Nadie quiso hacer comentario alguno,
pero Clavijo fue el primero en no poder seguir ocultando la preocupación que a
todos causaba la no comparecencia de su compañero.
—¿Creéis que le habrá pasado algo? —preguntó.
—¿Qué te pasa, Clavijo, echas de menos que alguien se meta contigo? —
respondió Anselmo.
—La verdad es que un poco sí, y además estoy preocupado, pijo.
—Anda, no pienses más y juega. Seguro que ahora estará encamado con
alguna fulana y se habrá olvidado de la partida —opinó Anselmo.
—¿Y si le han detenido? —insistió Clavijo.
Anselmo intentaba ocultar su preocupación, pero el reiterado interés le
estaba poniendo nervioso. Perico, que conocía muchos de los gestos que
denotaban el estado anímico de Anselmo, intentó rebajar la tensión.
—¿Por qué hemos de pensar siempre que ha ocurrido lo peor? Seguro que,

107
Teo García La partida

como ha dicho Anselmo, estará dándose un colchonazo con algún guayabo —


dijo Perico, utilizando una de las genuinas expresiones de Quique. El
comentario no provocó risa alguna.
—Bueno, si queréis nos ponemos todos dramáticos. No os preocupéis,
Quique tiene mucha lengua y sabe salir de todo —insistió Perico.
—Por eso nos preocupamos, Perico, porque nuestro amigo es un bocazas —
dijo Anselmo.

Esa misma noche, en el consulado ruso situado en la avenida del Tibidabo


número 15, mantenían una reunión Ovseienko y Orlov para estudiar la
situación política en Barcelona. Aquellos que no conocían personalmente a
Ovseienko, y habían oído sus hazañas durante la Revolución Rusa, quedaban
sorprendidos cuando le veían por primera vez. Era delgado, fibroso, con
barbilla prominente y dos carrillos destacados. Sus gafas redondas, de generosa
graduación, se sujetaban sobre una nariz aguileña. Un fino y simétrico bigote
ayudaba a dar a su rostro un cierto aire intelectual. Costaba imaginárselo
lanzándose al ataque de su escuadrón contra los rusos blancos, pero todo lo que
se explicaba de él era verdad. Con su nombramiento como cónsul, la Unión
Soviética quiso dejar patente la importancia que daba a España y a su guerra.
—¿Cuándo está previsto que lleguen nuestros hombres? —quiso saber
Orlov.
—La próxima semana. Isidoro y Benjamín llegarán en el próximo barco.
Klaus tardará un poco más, todavía tiene trabajo en Valencia —contestó el
cónsul.
—¿Debemos enviar un mensaje a Moscú confirmando la llegada? —
preguntó Orlov que, meticuloso en su forma de trabajar, quería tener a su
equipo listo cuanto antes.
—No te preocupes, camarada; de esos temas ya me encargaré yo
personalmente —dijo Ovseienko, estrujando entre sus dedos la gran boquilla de
cartón de un cigarrillo ruso.
—La próxima semana estaré en Valencia, pero sólo un día —explicó Orlov.
Ambos personajes eran conscientes de la importancia de su misión en
Barcelona. Sabían que se encontraban bajo la mirada directa de Stalin y no
querían fallar. Eran hombres curtidos en la lucha revolucionaria y estaban
acostumbrados a desarrollar sus funciones, oficiales y extraoficiales, bajo
presiones de todo tipo. No estaban nerviosos.
—¿Y tú, cuándo te verás con Aiguadé, camarada? —preguntó Orlov.
—También la próxima semana, el martes. Nos esperan días de mucho
trabajo —dijo Ovseienko.
—Me preocupa que nos envíen al cínico de Gerö. ¿Crees que puede ser una
señal de desconfianza hacia nosotros? —se interesó Orlov.
—Yo también me lo he preguntado, pero creo que es más una cuestión de

108
Teo García La partida

jugar sobre seguro. Stalin no quiere que las cosas sigan como hasta ahora en
España. Estos comunistas de pacotilla no son conscientes de que están
perdiendo la guerra. De seguir así, el próximo año tendremos que hacer las
maletas a toda prisa —dijo Ovseienko.
—No será la primera vez, camarada —dijo Orlov.
—Cierto, pero yo me estoy cansando de tanto viajar. No he hecho una
revolución en mi país para luego estar paseándome por el mundo. Últimamente
me planteo muchas cosas —dijo Ovseienko, en un alarde de sinceridad poco
recomendable.
—Ya sabes que nuestra misión no sólo es la Revolución Rusa, sino la
expansión del comunismo, y eso requiere muchos esfuerzos y renuncias.
Volviendo a Gerö, ¿bajo qué nombre actuará? —quiso saber Orlov, como forma
de evitar que la conversación entrara en un plano más personal.
—En París se le entregará un pasaporte español a nombre de Pedro
Rodríguez Sanz. Su clave de comunicación será Pedro. Él traerá las últimas
instrucciones de Moscú —contestó Ovseienko.
—Ya que mencionas a Moscú, ¿has recibido contestación al mensaje que
envié solicitando autorización para reclutar algún miembro en España? —
preguntó Orlov.
—Sí, disculpa, me olvidé comentarlo. Dan el visto bueno, pero ya sabes que
debes ser cuidadoso a la hora de escoger compañeros de juegos —aconsejó
Ovseienko.
—Por supuesto, camarada, yo no trabajo con cualquiera —dijo Orlov.
—Te agradezco la parte de cumplido que lleva tu afirmación, Leva
Lazarevitx —dijo Ovseienko.
Orlov, levantándose del sillón en el que estaba acomodado, apuró un
último trago de vodka antes de irse a dormir.
—Bueno, Vladimir, si nos espera trabajo lo mejor es estar descansado.
Buenas noches, camarada.

Después de alargar la partida, más de lo habitual, los tres amigos se estaban


colocando los abrigos. Ninguno de ellos había disfrutado del juego. Jaime, tras
la barra del bar y disimuladamente, vigilaba el momento de la salida para evitar
cualquier resplandor hacia el exterior. Mientras pagaban sus consumiciones, la
puerta del local se abrió violentamente e hizo su aparición Quique.
—¡La luz, la luz! —fue lo único que atinó a gritar Jaime, sobresaltado por la
inesperada irrupción.
—Me han llamado muchas cosas en la vida, pero ni siquiera ninguna de
mis novias me había dicho nunca que yo era... la luz —dijo Quique, a modo de
saludo, mirando al grupo que le observaba.
Una vez recuperados de la sorpresa, Clavijo se acercó a Quique con ánimo
de reproche.

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Teo García La partida

—Pijo, eres un despreocupado. Hemos estado pensando en ti todo el rato.


—Eso también me lo dicen ellas —contestó Quique, con su desvergonzada
sonrisa.
Anselmo se mantenía callado; era mejor no hablar ahora.
—Pensábamos que te había pasado cualquier cosa. Podrías avisar, ¿no te
parece? —dijo Perico.
—No os preocupéis. El próximo día que no pueda venir os enviaré una
carta explicando el motivo, así no tendréis que sufrir por mí —respondió
Quique, fijando su mirada en Anselmo. Éste no pudo contenerse más y mostró
su indignación.
—¡Vete a hacer puñetas, cabrón!, te estamos hablando en serio. ¿No eres
capaz de entender que tus amigos se preocupen por ti?
Quique, conocedor del serio carácter de Anselmo, comprendió que no era el
momento de hacer bromas simples e intentó disculparse.
—Lo siento, chicos. Es que en la fábrica están cambiando algunas de las
máquinas para poder fabricar munición —explicaba, haciendo un gesto a Jaime
para que le pusiera algo de beber—. Ahora tenemos una especie de comisario
político que no nos ha permitido salir hasta que todo estuviera terminado.
Por las miradas que le lanzaban sus amigos, estaba claro que no le
acababan de creer.
—Os digo la verdad, no me podía marchar. Venga, nos tomamos una ronda
y aquí no ha pasado nada —insistió Quique.
Como si un golpe de viento amistoso hubiera soplado por el lugar, el
malestar del momento se difuminó. Anselmo le dio un cariñoso pellizco en la
mejilla a Quique.
—Oye, Anselmo, ¿cómo era aquello que decía tu padre de los zapatos y los
amigos? —preguntó Quique.
Anselmo sonrió anticipadamente recordando la frase.
—Mi padre decía que se puede conocer el carácter de un hombre por tres
cosas: los zapatos que lleva, la mujer que le acompaña y los amigos que tiene —
respondió Anselmo.
Jaime había servido las bebidas sobre la barra y Quique propuso un
brindis.
—Como podéis ver, mis zapatos están algo gastados, las mujeres que me
acompañan mejor que no las veáis, pero en cuanto a mis amigos, puedo estar
orgulloso. ¡Por nosotros!
Todos hicieron chocar sus vasos antes de beber. Era imposible enfadarse
con alguien con el carácter de Quique.
—¡Que zalamero eres, Quique! Pero también, vaya hijo de puta —dijo
Anselmo.

110
Capítulo IX

El día señalado en el mensaje recibido por Ricardo había llegado. Estaba


esperando que fuera la hora acordada para realizar la llamada telefónica y a tal
fin, se había trasladado a un bar cercano a su domicilio. En el interior del
establecimiento, dentro de una pequeña cabina de madera, había un teléfono
público. Aún faltaban cinco minutos, pero para evitar que alguien ocupase el
aparato simulaba mantener una conversación.
A falta de la entrevista con Julián García, ya tenía todo su plan de actuación
detallado. Había invertido muchos días y horas intentando comprender la
mentalidad e idiosincrasia de las personas a las cuales debía enfrentar. Asistió a
mítines políticos, leyó las publicaciones que cada grupo editaba, detectó gentes,
de lo más variopinto, que se movían en los círculos de uno y otro grupo.
Cuando tuvo su composición de la situación, reconoció el acierto del general
Mola: iba a ser más sencillo de lo que en un principio había supuesto. Lo más
duro fue tener que soportar, en algún ateneo libertario, unas sesiones de poesía
a cargo de rapsodas de un ínfimo nivel, que encumbrados por la situación, casi
tenían la categoría de guías culturales de la revolución: le resultaba soporífero.
Su reloj señalaba ya la hora indicada, introdujo una ficha en el teléfono y
marcó el número. Al segundo tono alguien descolgó, lo que indicó a Ricardo
que su interlocutor debía estar esperando la llamada, y contestó con un escueto
«Diga».
—Llamo para felicitar a Modesto —explicó sin que su voz señalara
alteración alguna.
—Ahora no está, pero yo le transmitiré la felicitación. Seguro que esta tarde
querrá verte para celebrarlo.
—De acuerdo. ¿Dónde nos encontraremos?
—¿Conoces un tugurio que se llama La Criolla? —preguntó la voz.
—Cómo no —contestó Ricardo, conocedor, como otra mucha gente en
Barcelona, de que La Criolla era uno de los más famosos burdeles de la ciudad,
aunque también funcionaba como sala de fiestas y espectáculos varios.
—Bien, pues a las nueve pásate por allí. Le dices a la encargada que quieres
ver a Charito, la Sevillana. No te preocupes de más y sé puntual. Adiós.
La comunicación se cortó sin que Ricardo pudiera añadir nada. Alguna
Teo García La partida

duda se le presentó sobre la idoneidad del lugar para mantener una entrevista
de esas características, pero luego llegó a la conclusión de que era perfecto. Las
habitaciones de un burdel suelen contemplar pasiones y deseos ocultos, pero
también son lugares de confidencias y sinceridad, aderezado todo ello con la
intimidad y privacidad necesarias. La sutil línea entre el desfogue sexual y la
necesidad de comunicación del ser humano se traspasaba con facilidad.
Decidió volver a casa, quería estar tranquilo y relajado, ya que ignoraba qué
derroteros iba a tomar la situación. Mientras caminaba, recordó que tenía un
pequeño trabajo pendiente: debía ocultar en el forro de algunos libros un
sistema de códigos que le había entregado el ayudante del general Mola. Se
trataba de unas pequeñas hojas de papel agujereadas, que de por sí no tenían
significado alguno. Una vez que, vía el misterioso buzón, recibiera un mensaje,
se encontraría con bloques de letras sin ninguna relación ni secuencia lógica,
pero que al aplicar la correspondiente hoja agujereada irían tomando
significado. Aunque no le gustaba maltratar libros, debería desgarrar las tapas
de varios.

Anselmo estaba en su mesa de trabajo cuando oyó a Paco gritar. Sólo


distinguió algún taco, pero no podía entender el significado de las frases y se
levantó para averiguar qué ocurría. Al abrir la puerta, se encontró a Paco
discutiendo con un miliciano que parecía el jefe de alguna de las patrullas de
control. La escena era contemplada por un hombre y una mujer que, a juzgar
por sus caras, estaban muertos de miedo y que, sentados en un banco de
madera, habían entrelazado sus manos con tanto ímpetu, que estaban pálidas.
Resultaba grotesco el contraste entre la desafortunada pareja y la grosera
imagen que ofrecía el miliciano.
Anselmo se acercó y preguntó a su compañero el motivo de la discusión.
Paco, cogiéndole por un brazo, lo apartó de la escena, pero antes de marchar se
giró hacia el individuo, vestido con su correspondiente mono, para decirle algo.
—Recuerda que aquí los que mandamos somos nosotros, y se hace lo que
decimos. ¿Te queda claro?
El miliciano se limitó a lanzar una torva mirada que no presagiaba ningún
buen augurio. Anselmo imaginó que en otras circunstancias las pistolas ya
habrían salido de sus cartucheras.
—Ese par de idiotas tenían escondidos en su casa a tres curas. Alguien nos
pasó el chivatazo, y para hacer el registro me acompañaron cuatro milicianos. Si
me descuido, les hubieran dado el paseo acto seguido —explicó Paco, aclarando
el motivo de la disputa.
—¿Y los curas? —preguntó Anselmo.
—Ya están en el convento —respondió Paco, en alusión a la sexta galería de
la cárcel Modelo de Barcelona que había comenzado a denominarse así porque,
en esa época, la totalidad de sus inquilinos eran religiosos.

112
Teo García La partida

—¿Y cuál es el problema, Paco? Paseos dan todos los días y nadie dice nada
—dijo Anselmo, utilizando la expresión coloquial que significaba el asesinato
arbitrario.
—Ya lo sé, pero yo tengo órdenes de Carreras de que en estos casos
interroguemos a los detenidos para ver si existe detrás alguna red u
organización que los coordine. ¡Joder!, estoy harto de que nunca me dé tiempo a
nada. A la que me descuido ya les han dado el pasaporte al otro barrio —
explicó Paco, ofendido.
—Pásale la pelota a Carreras y que sea él quien discuta con esas bestias —
aconsejó Anselmo.
—Tienes razón, no sé para qué me preocupo. Esto parece una casa de putas,
con perdón para las putas, pero si los jefes creen que ya está bien así, pues que
les den... estoy hasta las bolas —añadió Paco.
—Venga, deshazte de los muertos —dijo Anselmo, aludiendo, de forma
algo macabra, al poco halagüeño futuro que esperaba a los dos infelices—.
Vamos a tomar un café.
—Eso quisiera yo, tomar café y no las mezclas raras que nos dan —explicó
Paco.

Tal como habían acordado, la reunión entre Ovseienko y el conseller


Aiguadé se iba a celebrar, aunque la habían pospuesto un día. Como forma de
demostrar la tradicional hospitalidad rusa, el conseller había sido invitado a
comer en el consulado. Era un día soleado, y eso acentuaba la luminosidad de la
estancia que se utilizaba como comedor en el bonito edificio donde estaba
situada la legación diplomática. Los grandes ventanales permitían una amplia
visión del jardín que se encontraba en la parte posterior. En él, un jardinero
estaba proporcionando los cuidados necesarios a las plantas. Una larga mesa,
sobre una alfombra que aún resaltaba más la suntuosidad de la estancia, tenía
los servicios dispuestos para la celebración del ágape. Un camarero se
preocupaba de dar los últimos toques para que todo estuviera en su lugar.
Ovseienko hizo su entrada con Aiguadé, ya que como muestra de deferencia le
fue a esperar a los escalones de la puerta principal. Éste, agradecido,
correspondía a las muestras de cortesía alabando la decoración del lugar. Al
llegar al comedor, Aiguadé notó que la mesa estaba dispuesta para tres
comensales, y este detalle le extrañó un poco.
—Supuse que sería una comida sólo entre nosotros dos, ¿espera a alguien
más, Vladimir? —preguntó Aiguadé, intentando salir de dudas.
—Quizá debería haberle avisado, pero he creído más oportuno esperar para
explicárselo ahora. Dados los temas que quiero tratar con usted, me ha parecido
mejor invitar también a Eusebio Rodríguez, su jefe de policía. Creo que
debemos hablar de asuntos que nos incumben a todos. ¿Le supone algún
problema, Artemio? —explicó el ruso, exhibiendo una agradable sonrisa.

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Teo García La partida

Aún dudando de la auténtica finalidad de dicho encuentro tripartito,


Aiguadé intentó no mostrar desconfianza alguna ante lo que consideraba una
pequeña encerrona.
—De momento, no, Vladimir —respondió Aiguadé.
Mientras permanecían a la espera del tercer invitado, estuvieron hablando
de temas varios, pero Ovseienko no entraba al meollo del asunto, se mostraba
escurridizo y reservado, pero inquietantemente cordial. Un camarero sirvió
unas copas de un delicioso vino blanco.
—Bien frío, como a usted le gusta, Artemio —explicó Ovseienko.
Aiguadé agradeció el detalle con una sonrisa y una ligera inclinación de
cabeza. Antes de probarlo, estuvo disfrutando de los ambarinos reflejos que, a
través de la copa, producían los rayos del sol al filtrarse sobre el líquido.
—Exquisito, Vladimir. ¿Riesling o Mosela? —preguntó Aiguadé, intentando
confirmar sus sospechas respecto a la procedencia del vino.
—Buen paladar, Artemio. Es alemán, de la región de Mittelrhein, allí
producen el mejor Riesling —contestó Ovseienko.
Aiguadé sabía que la conversación banal sobre el vino era el pretexto para
evitar explicaciones. Ya empezaba a incomodarle la espera, cuando la puerta se
abrió e hizo su entrada Eusebio Rodríguez. Su apariencia física desentonaba con
el elegante ambiente que recreaba la habitación: era manco del brazo izquierdo,
con un rostro tosco y aire muy engreído, lucía una americana estrecha, que
provocaba la sensación de vestir ropa prestada, y cuando hablaba, demostraba
una sensibilidad similar a la del papel de lija.
En cuanto a sus ideas políticas, había sufrido una metamorfosis que le llevó
a convertirse en un ferviente estalinista, tanto que rozaba el fanatismo. Al
contrario que Aiguadé, no se sorprendió de que éste ya estuviera allí. Esto hizo
pensar al conseller de Governació que Ovseienko sí había tenido el detalle de
avisarle de quiénes iban a ser los invitados a la comida. La sombra de la duda
volvió a pasar por su cabeza, pero sin más dilación, Ovseienko, haciendo un
gesto amable con su mano, indicó que podían sentarse a la mesa. Unos mudos
camareros procedieron a servir la comida. El ágape transcurrió sin tratar temas
importantes, y esto le hizo pensar a Aiguadé que seguramente sólo se trataba de
una forma de agasajo.
Al finalizar, los camareros trajeron un servicio de café, que expandía su
aroma por toda la habitación, y un pequeño carrito auxiliar con diferentes
bebidas. Mientras otros ayudantes retiraban prestos los platos y demás vajilla,
los reunidos pasaron a una mesita rodeada por un sofá color burdeos, y tres
sillones de similares características. Sin decir nada, los camareros
desaparecieron cerrando la puerta tras ellos.
—Muy bueno el café, Vladimir —alabó Aiguadé.
—Ventajas de la valija diplomática —contestó Ovseienko, esbozando una
sonrisa pícara. Luego continuó hablando—. Espero que hayan disfrutado de la
comida, pero ahora quisiera hablar con ustedes de algunos temas... de manera

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Teo García La partida

informal, lógicamente; y si me permiten la expresión, entre amigos.


Aiguadé supo en ese momento que iba a descubrir la verdadera finalidad
de la invitación. Ovseienko no quiso perder el tiempo en introducciones
innecesarias, y eligiendo cuidadosamente los términos fue directo al asunto.
—Verán, no estamos muy satisfechos con la forma en que se está llevando
la dirección de la guerra. Los continuos reveses nos indican que nuestras
sospechas de..., no quisiera decir inoperancia, pero sí ineficacia, están fundadas.
Por otro lado...
—Madrid ha resistido, no ha sido tomado —interrumpió Aiguadé.
—Es cierto, Artemio —reconoció Ovseienko—, pero como usted bien ha
señalado, ha resistido, y no es lo mismo una guerra de resistencia que una
guerra de iniciativa. No interpreten mis palabras como una crítica, pero nos
preocupa que no reparen ustedes en que nuestra posición en Catalunya es de
asesoramiento y ayuda, deberían aceptarla de buen grado, sin reticencias ni
desconfianzas. La historia reciente de mi país nos ha obligado a tener más
experiencia en determinados temas.
—Se olvida, Vladimir, de un detalle. La Generalitat tiene cierta
independencia sobre temas de defensa y de orden interno, pero dependemos
también de Madrid —pretextó Aiguadé.
Eusebio Rodríguez seguía callado. No podía saberse si era por el placer
evidente que le producía el enorme Habano que estaba fumando, o bien,
porque ya sabía de antemano el discurrir de la conversación.
—Es cierto y somos conscientes, por ese motivo nuestro embajador en
Madrid, Rosenberg, también tiene prevista una conversación con Largo
Caballero. El tema que nos preocupa en Barcelona es más evidente que en otras
zonas de España —dijo Ovseienko.
—¿Qué otro tema es ése, Vladimir? —quiso saber Aiguadé, pellizcándose
suavemente la nariz.
—La desunión que existe en el bloque antifascista. Aquí hay fuerzas
políticas que dificultan el empleo de todos los recursos que tenemos contra el
enemigo —contestó el cónsul.
—No le acabo de entender del todo. ¿A qué se refiere? —preguntó Aiguadé,
azorado, y con un fin aclaratorio.
—En concreto a los miembros del POUM y a toda la masa que arrastran.
Quizás un observador ajeno, como yo, pueda valorar más objetivamente dicha
situación —contestó Ovseienko.
Aiguadé sabía, por sus conversaciones con Companys, que tanto los
anarquistas como los miembros del POUM resultaban cada vez más incómodos
a un mayor número de personas, y entre ellos, también al gobierno catalán.
—Algo de razón tiene en su comentario, pero como recordará ya logramos
desembarazarnos de su líder, Andreu Nin, del gobierno —recordó Aiguadé.
—Así ocurrió, pero recuerde también que fue por la ayuda, o mejor dicho,
por la no intervención de los anarquistas de la CNT. Simplemente, quiero

115
Teo García La partida

indicar que no se puede considerar una iniciativa directa del gobierno...


—Quizá no lo pareciese, pero le garantizo que la decisión estaba tomada en
el seno de la Generalitat. Otra cosa es que necesitásemos algún tipo de respaldo,
pero vuelvo a decirle que la intención existía y era clara —dijo Aiguadé,
interrumpiendo el monólogo.
—Sí, Artemio, pero ustedes no son conscientes de que dichos elementos
tienen otra finalidad muy diferente a la nuestra. Para nosotros lo primero es
ganar la guerra, no aprovechar la situación para mangonear a nuestro antojo. Es
incomprensible que el POUM tenga más armas en la retaguardia que las tropas
en el frente, y eso nos indica que algún plan secreto tienen para hacerse con el
poder en Catalunya —aventuró el cónsul.
Ovseienko hizo una pausa para encender uno de sus cigarrillos rusos, y
como siempre, con el ritual de aplastar la larga boquilla de cartón. Este
intervalo lo aprovechó Rodríguez para dar su opinión, que nadie había
solicitado.
—Yo, si quieren saber lo que pienso, les digo que son locos revolucionarios.
Más pronto o más tarde intentarán controlar todo el poder. Después del 18 de
julio han salido muy fortalecidos, son numerosos en las calles, en las fábricas y
en los talleres, y eso nos puede crear algún problema. Son como las ratas,
siempre están ocultas, pero todos sabemos que existen.
Mientras expiraba el humo de su cigarrillo, Ovseienko ignoró la burda
intervención y siguió hablando.
—Me alegro de que usted, Eusebio, se haya dado cuenta. Es importante que
no permitamos enemigos dentro de nuestras filas, porque eso sería una señal de
debilidad que podrían aprovechar nuestros adversarios. Piensen por un
momento en situaciones parecidas en el bando contrario. Allí también tienen
diferentes ideologías, pero todos aceptan el objetivo supremo, que es la victoria
final. Estoy seguro de que si algún grupo, por ejemplo la Falange, quisiera hacer
algo por su cuenta, sería cortado de raíz y sin ningún tipo de miramiento. Sin
embargo, aquí pactamos con ellos y les damos entrada en el gobierno, y...
¿cómo nos lo pagan? —sin esperar respuesta, Ovseienko se contestó—:
Conspirando para sus propios fines. No me extrañaría que estuvieran, incluso,
en contacto con los fascistas.
Aiguadé, paladeando una enorme copa globo de coñac Hennessy, miró por
encima del cristal al ruso.
—Me parece, Vladimir, que está exagerando las cosas —dijo el conseller.
—Si me permite, querido amigo, sabemos que durante los primeros días
del alzamiento, su presidente tuvo que vencer cierta resistencia que había por
parte de los miembros del gobierno catalán a pactar con anarquistas y POUM.
También conocemos que su intención era librarse de ellos en cuanto fuera
posible, y es, quizás, es en este punto, donde nosotros podríamos ayudarles —
replicó Ovseienko.
Para Aiguadé, el sólo hecho de que esta información hubiera llegado a

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Teo García La partida

oídos de los rusos, ya le creaba malestar e inquietud. Era evidente que el


protagonismo y la infiltración de hombres sujetos a los dictámenes de Rusia,
aumentaba conforme pasaban los días. Se encontraba en una de esas situaciones
en las que uno no sabe bien qué decir. Él formaba parte de un gobierno, y no
quería que sus opiniones personales se interpretaran como una postura oficial.
Aiguadé conocía a los rusos, y sabía la habilidad que tenían para manipular y
tergiversar. Eran capaces de convertir a la monja más beata en una de las
prostitutas más troneras de un lupanar. Aiguadé continuó en silencio.
Ovseienko le dio unos breves momentos de tregua y luego siguió hablando.
—Escuche, Artemio, no estoy exagerando mis sospechas, le garantizo que
no es así. Piense en el resto de partidos políticos y su postura ante nuestra
ayuda y colaboración, ¿cuál es?, sencillamente de gratitud y comprensión ante
nuestro esfuerzo por ayudar a la República Española, pero si sigue pensando,
encontrará que la única voz discordante es la del POUM. Son los únicos que nos
critican abiertamente, nos acusan de intentar controlar al gobierno, y esto no
son sospechas. Si lee el periódico que editan, La Batalla, tendrá una clara
muestra de cuáles son sus verdaderas intenciones. Nos consideran sus
enemigos, cuando en realidad los auténticos enemigos son ellos. Así se han
calificado, y hasta podríamos decir que han hecho una declaración de guerra, y
en la guerra, al enemigo, ya sabe cómo debemos tratarle —dijo Ovseienko.
—Sigo pensando que está llevando las cosas muy lejos, Vladimir —dijo
Aiguadé, sin mucho convencimiento. Rodríguez, que poco había intervenido,
volvió a abrir la boca.
—Son peligrosos. ¿Sabía usted, Aiguadé, que están almacenando armas en
secreto? Sino es para otra guerra diferente a la que se libra en los frentes de
batalla, ya me dirá para qué las quieren.
—Eso quizá nos lo debería decir usted, que para algo es el jefe de policía,
¿no le parece? —replicó Aiguadé.
—Sí, pero subordinado a usted y a su conselleria. Yo tengo muy claro cuál es
el enemigo interno al que debemos combatir, pero... ¿me dejarán hacer mi
trabajo o si la situación se tuerce volverán a pactar con ellos?
Ahora era Rodríguez quien había devuelto el golpe. Al darse cuenta de su
acierto en la réplica, decidió continuar explotando esa ventaja momentánea.
—Creo que por nuestra parte las cosas están muy claras: debemos
eliminarlos, pero si vuelven a salir las armas a la calle espero que por su parte
no nos dejen en la estacada. ¿Lo ha entendido, Aiguadé? —dijo Rodríguez.
La mirada que el conseller le lanzó, junto con la réplica que no tardó en
llegar, era una muestra del malestar que existía entre ambos personajes.
—Por la forma de expresarse, Eusebio, parece que estemos en bandos
opuestos. Si como usted a dicho se encuentra subordinado al gobierno de la
Generalitat, no puede hacer nada sin contar con nuestro respaldo, por muy
claras que tenga las cosas.
Ovseienko decidió intervenir para que la pequeña confrontación no fuera a

117
Teo García La partida

mayores.
—Por favor, caballeros, es evidente que existe una diferencia de criterios,
pero creo que las posturas están más cercanas de lo que piensan. Si hablamos
con más claridad, creo que nos podremos entender mejor. Aplique, Aiguadé, la
filosofía a la política, y reflexione sobre la incapacidad del individuo para poder
satisfacer sus necesidades sin estar sujeto a la disciplina de las leyes. Ahí es
donde entra la capacidad del Estado para garantizar las necesidades del ser
humano... o de su sistema político —dijo el cónsul.
Eusebio Rodríguez estaba pensando dónde se encontraba la claridad en la
forma de hablar de Ovseienko; al menos él, no entendía absolutamente nada.
Optó por seguir fumado y asintiendo, como si fueran unas palabras de uso
cotidiano para él. Aiguadé advirtió el nulo entendimiento de su jefe de policía,
pero prefirió no decir nada al respecto.
—Muy bien, Vladimir, le ruego que me corrija si le he interpretado mal. El
POUM necesita que le mostremos su incapacidad para, de forma individual,
conseguir sus fines; y mi gobierno, del que ahora soy representante, debe
garantizar el actual sistema político, pero sin ellos. Ahí es donde ustedes están
dispuestos a ayudarnos. ¿No es así? —preguntó Aiguadé.
—Ya se lo he dicho antes, podemos ayudarles a ustedes para que los
eliminen —respondió Ovseienko.
—Entiendo, Vladimir, que cuando menciona la palabra eliminarles está
hablando en términos políticos —quiso aclarar Aiguadé.
—Mire, querido Artemio, la política es una cosa, y almacenar armas para
preparar una sublevación, es otra; estas dos cuestiones se me antojan
incompatibles con nuestro sentido político. Creo que lo mejor sería, ya que
podemos dar un paso de relevancia tal, que fuéramos más ambiciosos en
nuestra meta. Los podemos eliminar política y físicamente, ya que si no,
dejaríamos el trabajo a medias. Si los excluimos de la política, les quedará su
fuerza para recuperar el poder perdido. Sin embargo, si los eliminamos
físicamente, sólo les quedará su política que podrán utilizar, simplemente,
para... escribir libros, ¿lo ha entendido ahora? —dijo Ovseienko.
—Me lo ha explicado con una claridad que, al menos a mí, me asusta,
Vladimir. ¿Se percata de que proceder de esa manera equivale a una lucha
armada? No entiendo dónde está la unidad contra los fascistas, que antes
hemos mencionado, provocando un conflicto interno —dijo Aiguadé.
—Existen muchas formas de acometer dicho asunto. No crea que dudo de
su capacidad, pero quizá sería interesante que se dejara aconsejar por alguno de
nuestros expertos en... —Ovseienko dudaba qué término utilizar, y finalmente
lo encontró— política interna.
—Muy bien, Vladimir, recojo su ofrecimiento. Tenga la certeza de que será
transmitido al presidente Companys; es él quien tiene la última palabra en
asuntos de tal envergadura —dijo Aiguadé, para luego disculparse—. Y ahora,
si me permiten, tengo otras obligaciones que me impiden prolongar tan

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Teo García La partida

agradable encuentro. Gracias por su hospitalidad, Vladimir.


Aiguadé se levantó y Ovseienko se ofreció a acompañarle hasta la salida.
Eusebio Rodríguez no hizo ni el gesto de incorporarse, se limitó a despedirse
desde el butacón en el que estaba cómodamente sentado. Al llegar a la puerta
principal, Ovseienko hizo un último intento.
—Piense, Artemio, que muchas veces, por los puestos de importancia que
ocupamos, nos vemos en tesituras muy desagradables. Tenemos que decidir
nosotros mismos en cuestiones que son de importancia vital para los intereses
de nuestra nación, pero que nuestros superiores no comprenden, y de forma
involuntaria se pueden crear graves perjuicios. Piense en lo más conveniente
ahora para la República Española y Catalunya. Ya hablaremos, Artemio, gracias
por venir.
Estrecharon sus manos y Aiguadé se introdujo en el coche que le
aguardaba. Al regresar al salón donde Rodríguez seguía sentado, Ovseienko
quiso saber su opinión sobre el desarrollo de la conversación. Intentando
recuperarse de la modorra que la suculenta y abundante comida, junto con el
consumo de coñac y el cigarro puro le habían producido, Rodríguez dijo lo que
pensaba:
—Ya le dije, Vladimir, que con este elemento no sacaríamos nada en claro,
al menos, en un primer momento. Tengo mis dudas sobre si comentará algo con
su presidente, pero de todas maneras nosotros podríamos seguir preparando
nuestro plan. Por cierto, ¿cuándo llegará Gerö?
—Pasado mañana, Eusebio —contestó Ovseienko.

Con una hora de antelación, Ricardo comenzó su marcha hacia el encuentro


con Julián García. Decidió cambiar su aspecto físico en cuanto a la vestimenta,
ya que quería estar más acorde con el ambiente que estaba seguro se
encontraría en el lugar de la entrevista. Cogió un tranvía que le acercó hasta la
plaza de Catalunya, y desde allí, inició el descenso por las Ramblas hacia el
corazón del Barrio Chino. Por el camino se encontró un numeroso grupo de
personas que, portando grandes retratos de diferentes líderes políticos, se
paseaban gritando diferentes consignas. Una sobre todas las demás le llamó la
atención: «¡Viva Rusia, muera España!». Había rasgos en la mentalidad de los
comunistas que no acababa de entender, pero a lo mejor, ahí radicaba su
atractivo. Intentó comprobar si existían movimientos sospechosos, pero era
inútil. Toda la zona estaba llena de milicianos, con sus monos, gorros
cuarteleros y todo tipo de armas al hombro o al cinto. Optó por entrar sin más
preámbulo en el lugar indicado. Se esperaba un local de dimensiones más
grandes, pero no era así. Dominándolo todo con su presencia, existía un
escenario coronado con una bandera republicana y otra del POUM. Las mesas y
sillas colocadas ante él constituían una cutre y sencilla platea. En un nivel más
elevado, unos pequeños palcos amueblados con mesas de mármol hacían las

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Teo García La partida

funciones de anfiteatro. La suciedad y mugre que se acumulaba en los grandes


espejos de las paredes indicaba el éxito que el local tenía, o había tenido.
Tras sortear una de las muchas columnas de metal, vio a una mujer que al
final de una larga barra, también de mármol, estaba fumando y bebiendo.
Decidió que ésa debía ser la encargada. Tras esquivar a dos borrachos, llegó
hasta ella.
—Por favor, quisiera ver a Charito, La Sevillana —dijo Ricardo, pensando
que quizá debiera haberse ahorrado la educada fórmula de petición.
La mujer, sin levantar la cabeza de un panfleto que estaba leyendo, le indicó
que esperase un momento, para luego, con andar cansino, introducirse en una
puerta oculta por unas cortinas de aspecto andrajoso. Mientras Ricardo
esperaba, un camarero, tuerto y con un parche en su ojo derecho, le preguntó si
quería tomar algo. Detrás de la barra, en anaqueles, había un sinfín de botellas
bien dispuestas. Ricardo, tras lanzar una ojeada, consideró que lo mejor era
pedir un chato de vino. Dio el primer sorbo y lo encontró aun más asqueroso
que el estado de limpieza del vaso. Al poco tiempo regresó la encargada para
pedirle que la siguiera. Por unas escaleras, estrechas y malolientes, le llevó al
piso superior, donde al llegar a una puerta, la abrió con un gesto desganado.
—Pase y espere un momento —dijo la mujer.
Ricardo, al entrar, comprendió el uso que se daba a la habitación. Un
camastro, un taburete y un bidé, era todo el mobiliario que exhibía la estancia.
Decidió esperar de pie. Transcurridos diez minutos, entró un individuo con
aspecto alegre. Era de estatura mediana, pero con una complexión fuerte que
podía significar años de trabajo físico. Sus dedos, excesivamente gordos para el
tamaño de las manos, intentaban colocar en su sitio los tirantes de los
pantalones, de los que colgaba una gran pistola.
—¿Eres Ricardo? —preguntó, ahorrándose el saludo.
—Sí, y supongo que tú eres Charito —contestó. Julián García rió la gracia.
—¿Te sorprende que te haya citado aquí, Ricardo?
—En peores plazas he toreado —contestó secamente.
Sin que nadie le pidiera explicación alguna, Julián parecía interesado en
explicar el motivo del lugar de la entrevista.
—Es el único sitio donde mis guardaespaldas me dejan tranquilo. Aquí
nadie se conoce y podemos hablar con total libertad. Además, lo hemos
colectivizado, y ninguno que no sea de los nuestros se atreve a venir. Puedes
estar tranquilo.
—Y bien, Julián, si hoy nos vemos interpreto que estás de nuestro lado ¿no?
—preguntó Ricardo.
—¿De vuestro lado? ¿Te has caído de un guindo o qué? —preguntó Julián,
soltando una carcajada.
—Entonces, ¿para qué me has dicho que viniera? ¿Para ver el elegante
ambiente que reina en este antro? —preguntó Ricardo.
—No te confundas. Una cosa es que a mí me interese el dinero, y otra que

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Teo García La partida

esté de vuestro lado, que es muy diferente —contestó Julián.


—Perdona mi falta de sutileza. Ya sé que lo que pretendéis vosotros es la
anarquía —dijo Ricardo.
—¿Pretender?, si anarquía es lo que tenemos ya ahora. Un gobierno que no
gobierna, gente armada por las calles que hace lo que le viene en gana, puedo
disponer de los bienes ajenos como me plazca, ¿aún quieres más anarquía? —
preguntó Julián.
Ricardo decidió que no era conveniente alargar la conversación más de lo
necesario.
—Escucha, Julián, te doy por enterado de algunos de nuestros planes. Lo
primero que hemos de hacer es fijar un medio seguro de comunicación entre
nosotros. Había pensado seguir con el teléfono que hemos empleado para esta
entrevista —explicó Ricardo.
—Olvídalo. ¿Por qué te crees que el POUM y la CNT ocupamos el edificio
de Telefónica en la plaza de Catalunya? —Antes de que Ricardo pudiera decir
algo, siguió hablando—: Porque nos permite controlar todas las
comunicaciones. No vuelvas a usar ese teléfono. ¿Lo has entendido? —preguntó
Julián.
—Bien, pues dame una alternativa válida.
Julián estaba pensando en qué podía ofrecer. Ricardo estaba tranquilo,
sabía que en este caso los dos necesitaban ser discretos y pasar desapercibidos
en sus actividades. Tras sentarse en la cama, para poder pensar mejor, Julián
tuvo al fin una propuesta que ofrecer.
—¿Conoces los puestos de libros de viejo que están en la Rambla de Santa
Mónica? —Ricardo asintió—. Conforme subes desde la estatua de Colón, el
cuarto puesto a la izquierda. ¿Lo has entendido? El cuarto —repitió Julián, para
estar seguro de que estaba todo claro.
—No te preocupes, en el colegio siempre aprobaba las matemáticas. Sé cuál
es el cuarto —respondió Ricardo.
—Y seguro que era de curas, ¿a qué sí? —dijo Julián, sarcásticamente.
—Las matemáticas siempre son iguales, te las enseñe un profesor
anarquista o un cura. Ahora el que se confunde eres tú.
—Me parece que vamos a disfrutar trabajando juntos —aventuró Julián.
Ricardo no quiso replicar. Tenía claro cuáles eran sus objetivos y la forma
de llevarlos a cabo. Para él, Julián García era un medio; nada más. Decidió atajar
los derroteros que estaba tomando la conversación.
—Me vas a decir cómo nos comunicaremos, o ahora me explicarás tu
infancia y lo explotado que te has sentido por el gran capital.
Julián volvió a reír, parecía un tipo jovial. Luego ofreció un cigarrillo a
Ricardo, que éste rehusó. Julián le miró desairado por el rechazo. Ricardo lo
advirtió, pero no quiso que por un detalle tan nimio la relación comenzase con
mal pie.
—Es que no fumo —pretextó.

121
Teo García La partida

—Como te iba diciendo, en el cuarto puesto de libros siempre está un viejo.


Es un antiguo anarquista que ya ha conocido todas las putadas que los de tu
bando nos han hecho: luchó contra los pistoleros de la patronal, casi fue
fusilado por la Guardia Civil...
—Seguramente, tu amigo ha tenido una juventud muy activa, pero a mí no
me interesa —dijo Ricardo, interrumpiendo, ya que no estaba dispuesto a
soportar una biografía del susodicho individuo.
Julián le miró, reprobando el comentario, pero luego continuó hablando.
—Cuando necesites que nos veamos, párate a ojear libros en su puesto.
Disimuladamente introduce una nota en cualquier ejemplar y se lo devuelves.
Deberás decir que es para Vasili. Luego no te preocupes, yo ya me pondré en
contacto contigo mediante la dirección que me entregaron.
—¿Y si es urgente? —preguntó Ricardo. La respuesta fue casi inmediata.
—Pues te jodes. Comprende que yo no puedo disponer de mi tiempo como
quisiera. Tú te limitas a indicarme que quieres que nos veamos, y yo ya te diré
dónde y cuándo. ¿Lo has comprendido?
No le convencía mucho a Ricardo la fórmula, pero razón tenía. Los líderes
anarquistas, al igual que los otros de los demás partidos, estaban
constantemente desplazándose por el frente, en las ciudades, dando mítines y
en actos públicos de muy diversa índole. Para zanjar ya el engorroso tema,
Ricardo hizo otra pregunta.
—¿Qué debo poner en la nota?
—Lo que tú quieras. Mientras termines diciendo que mis padres se
encuentran bien y que me envían recuerdos, yo ya sabré que es tuya —
respondió Julián.
Ricardo pensaba que era una curiosa forma de establecer contacto, pero
decidió no preguntar nada.
—Y ahora, Ricardo, que ya sabemos cómo localizarnos, ¿qué más puedo
hacer por ti?
—Dos cosas.
Julián García hizo un movimiento con sus manos demostrando una fingida
impaciencia.
—La primera es que debes proporcionarme un aval emitido por el POUM,
a nombre de este individuo y firmado por ti —dijo Ricardo, mientras alargaba
un trozo de papel en el que estaba escrito el nombre de uno de los miembros de
la célula de apoyo con la que debía trabajar en Barcelona. Julián García miró el
papel intentando averiguar si para él tenía algún significado, pero no conocía a
esa persona, y llegó a la conclusión de que eran los turbios asuntos que
manejaba ese peculiar agente fascista. Se interesó por la segunda petición.
—¿Conoces a Marc Rhein, el periodista? —preguntó Ricardo.
—Sí, claro. Me ha entrevistado en varias ocasiones. Es fiel a nuestra causa,
pero cuando escribe para el extranjero no deja que sea tan evidente, incluso
aquí intenta disimularlo. Su padre es un antiguo jefe del Soviet de Petrogrado,

122
Teo García La partida

que se encuentra exiliado en París. Si mal no recuerdo...


—No me interesa su vida. Sólo quiero que le cites para un encuentro
contigo dentro de quince días —dijo Ricardo, interrumpiendo.
—Es decir, el 11 de marzo —dijo Julián.
—Veo que tú también aprobabas las matemáticas —dijo Ricardo.
—Y a ese encuentro, ¿deberé acudir yo? —quiso saber Julián.
—Mejor que no. Cuando hables con él, dile que es mejor que venga solo.
Prométele pruebas sobre la vinculación de los agentes comunistas con
destacados miembros del gobierno catalán, pero no digas nada más, es un
señuelo. ¿Sabes que se aloja en el hotel Continental, no? —preguntó Ricardo.
—Por supuesto. ¿Puedo saber lo que pretendes? —inquirió Julián.
—¿Te pregunto yo en qué te gastas el dinero que se te ingresa en el banco
de Perpignan? —contestó Ricardo.
—Como quieras, ya sabrás tú lo que haces. ¿Dónde debo citarle?
—¿Conoces la factoría Ford, cerca de la avenida Icaria? —preguntó Ricardo.
Julián asintió—. Cerca de la entrada principal, existe un aparcamiento que se
utiliza para dejar camiones y otros vehículos. El día 11 a las nueve de la noche
debe estar allí, solo y puntual, de eso te encargas tú.
—No te preocupes, sé cómo convencerle —se ufanó Julián.
—No me cabe la menor duda. Me han dicho que tu representación del
mendigo de armas ante Escofet fue sublime —dijo Ricardo.
—Gracias. La paga era buena y el riesgo poco. Siempre me han dicho que
tengo una cierta vena artística —justificó Julián.
—Supongo que la política, al ser un poco espectáculo, acentúa nuestros
talentos ocultos —dijo Ricardo.
—No, que va, es por vía materna. Según me dijeron, mi madre había sido
actriz.
—¿Conocida? —quiso saber Ricardo.
—Al menos para mí no. Yo nunca conocí a mis padres. Me crié en un
orfanato —contestó Julián, sin ningún tipo de aflicción.
Ricardo comprendió, ahora, por qué debía acabar las notas de contacto con
recuerdos de sus padres.

123
Capítulo X

Anselmo acabó pronto su trabajo y se fue directo a casa sin pasar por el bar.
De camino, decidió darle una pequeña sorpresa a su hijo. Paró en un quiosco y
le compró un tebeo con las aventuras de Dick Turpin, el héroe favorito del niño.
A Anselmo, como policía, le llamaba la atención que un bandolero pudiera
resultar un personaje interesante para Juan. El niño algo leía, pero prestaba más
atención a los dibujos. Anselmo no solía tener esos gestos con su hijo, pero
como forma de paliar las estrecheces que la guerra comenzaba a causar, decidió
hacerle ese regalo.
Según la contienda avanzaba, era más patente la futura derrota de la
República, y Anselmo se preocupaba, en ocasiones, de que pudieran llegar a
movilizarle. Él no era hombre de trinchera y, aunque no se consideraba un
cobarde, una cosa era dormir en su propia cama, con sábanas limpias y comida
caliente, más o menos abundante, y otra muy diferente estar todo el día
rodeado de privaciones, y con el riesgo, más que seguro, de que una bala le
quitara de este mundo. A veces se preguntaba cómo debía ser la sensación de
morir, o mejor dicho, la seguridad en la muerte inminente. Le asaltaba la duda
sobre cuál sería su reacción, los pensamientos que una persona puede sufrir en
una situación así. De todas formas, no tenía ninguna prisa por salir de la
incertidumbre, y con más ánimo de lo habitual, acometió el enfrentamiento con
los ocho pisos. Al entrar en casa, su hijo, con la velocidad que produce la
curiosidad infantil, ya estaba en mitad del pasillo para recibirle. Le alegró
mucho la sorpresa del tebeo. Anselmo no se había quitado aún el abrigo y Juan
ya le estaba exigiendo que le leyera cada viñeta.
María estaba oyendo la radio, y al verle ofreció su mejilla para el beso
habitual. Hacía frío en el piso, pero Anselmo comprendía que los tres kilos de
carbón por semana que imponía el racionamiento, obligaban a su esposa a
realizar un auténtico ejercicio de economía para poder mantener un cierto
grado de confort en casa. Ambos tenían muy claro que los escasos recursos de
que disponían tenían que ser, principalmente, para su hijo. En alguna ocasión,
si el frío apretaba más de lo habitual, o los alimentos no cundían tanto, María
podía conseguir, con el lógico sobreprecio, una cantidad extra de cualquier cosa
en el mercado negro.
Teo García La partida

Mientras Juan porfiaba en que su padre comenzara a leerle el tebeo, María


encendió el brasero. Anselmo, casi siempre, se mostraba ciego ante esas
muestras de cariño que su mujer tenía, pero si hubiera sido un poco más
perspicaz, entendería que durante el día no lo encendía para ahorrar
combustible. María esperaba la llegada de su marido para que todos pudieran
disfrutar de un poco de calor.
El gesto de su esposa no le pasó desapercibido ese día. Se lo agradeció con
un escueto «gracias» y una sonrisa. María le miró sospechando que alguien
había ocupado el cuerpo de su marido. Anselmo comenzó a leer el tebeo para
su hijo. Éste le pedía aclaraciones sobre algunos de los dibujos, y Anselmo se
sorprendió al comprobar que estaba disfrutando de ese momento de placidez
hogareña. Fiel a su visión simplista de la vida, pensó que estaba envejeciendo.

Tras la entrevista con Julián García, Ricardo no perdió el tiempo. Se dirigió


al periódico La Vanguardia para publicar el anuncio acordado. Con ello activaría
la célula durmiente que existía en Barcelona. En esos días, las páginas de
anuncios estaban llenas de las más diversas peticiones o búsquedas. A nadie le
resultaría extraño el texto del anuncio: «Compro máquina escribir Underwood,
modelo 3167 o 6038. Máximo 26 meses antigüedad».
Después de dicho trámite, decidió pasear un poco por el centro; palpar el
ambiente de la ciudad le relajaría un poco, lo necesitaba. Ahora su trabajo era
esperar, y su principal virtud, la paciencia, le ayudaría a dar tiempo al tiempo.
Lo más importante ya estaba hecho y los planes trazados, ahora entraría en la
parte que más le disgustaba, tener que trabajar con otros, y en cierta forma,
confiar en ellos. Recordó la frase del general Mola sobre el trabajo con
aficionados, pero confiaba en que las personas encargadas de darle soporte
estuvieran a la altura de las circunstancias. Tomó la determinación de no
preocuparse y se fue hasta la plaza de Catalunya. Tras sentarse en un banco,
estuvo mirando a su alrededor.

Antonov Ovseienko estaba leyendo un ejemplar de Pravda, cuando por la


línea interna le avisaron que tenía una visita. En un primer momento no
reconoció el nombre que le transmitieron, Pedro, pero en décimas de segundo
rectificó su desliz y se levantó del sillón. Antes de que pudiera llegar a la puerta
de su despacho, ésta se abrió para dar paso al aplomo hecho carne. Ovseienko y
el recién llegado se habían visto en anteriores ocasiones, por lo que se saludaron
con un apretón de manos protocolario. Su nombre auténtico era Ernst
Moritsovitx Gere, y aunque solía usar el seudónimo de Erno Gerö, en España
actuaría bajo la identidad de Pedro.
Había nacido en Hungría, dominaba varios idiomas y hablaba ruso con un
peculiar acento. Elegante en sus modales, y forma de comportarse, tenía un

125
Teo García La partida

aspecto físico agradable. Su pelo negro, en el cual asomaba alguna cana,


peinado sin raya y con tendencia a alborotarse en su lado izquierdo, le daba un
aspecto de científico despistado. Unas pequeñas bolsas bajo sus ojos y unas
marcadas arrugas de expresión, que partiendo de su nariz terminaban en la
comisura de sus labios, eran una señal de su comedimiento a la hora de
expresar lo que anidaba en su interior. El mentón, algo corto, le daba una
apariencia seria, como si siempre mostrase un rostro algo enfadado.
Ovseienko conocía algunos de los trabajos que Pedro había desarrollado en
otros países: Dinamarca, Suecia y Francia, su último destino. Sabía que gozaba
de la entera confianza de Stalin, y Pedro, en buena reciprocidad, mantenía una
fidelidad perruna hacia las órdenes transmitidas desde Moscú. Nunca nadie le
había oído expresar la menor duda o vacilación más nimia hacia sus dirigentes.
Esas características, junto con un carácter despiadado y resoluto, hacían que sus
posibles adversarios, y hasta sus conocidos, más que miedo le tuvieran pavor.
—¿Cómo ha ido el viaje desde París? —preguntó Ovseienko, mostrándose
obsequioso y cortés.
—Sin problemas —fue la escueta respuesta de Pedro, que acto seguido
quiso conocer la situación en Barcelona.
—¿Y por aquí cómo van las cosas? ¿Tuviste la reunión con Aiguadé?
A Ovseienko le hubiera gustado explicar que por parte del representante de
la Generalitat la reunión había terminado con una decisión firme, pero vacilaba
por si las explicaciones pertinentes no generarían en Pedro alguna reacción
negativa hacia su gestión. Decidió ser sincero y transmitir fielmente el resultado
de la entrevista.
—Sí, mantuvimos una comida. También asistió Eusebio Rodríguez, pensé
que nos serviría de ayuda para convencer a Aiguadé.
—¿Ese patán servir de ayuda? Sólo serviría si tuviéramos que trasladar
muebles, Vladimir, y así y todo, no le confiaría mi armario favorito.
Al decir esas palabras, sus ojos no reflejaban emoción alguna. Ovseienko
dudó si continuar por ese camino, pero tomó la iniciativa de seguir siendo claro.
—Posiblemente, camarada, me haya equivocado, pero valía la pena
intentarlo —justificó el cónsul.
—Creo que puedes ahorrarte el «posiblemente, camarada» —replicó Pedro.
La frase sonó como un aldabonazo en la puerta de una prisión. Ovseienko
notó esa sensación de levedad en las piernas que suele producirse en momentos
de miedo o de gran felicidad. Tragando saliva para sobreponerse, hizo un
esfuerzo aclaratorio.
—No hemos perdido nada. Sabemos, con certeza, que por parte del
gobierno de la Generalitat quieren eliminar a los miembros del POUM, pero
también intuimos que Companys sería reticente a una acción armada contra
ellos.
—Y entonces... ¿cómo quiere eliminarlos, dando palmadas para que se
asusten y se marchen? —preguntó Pedro, sarcásticamente.

126
Teo García La partida

—Sólo en el plano político —respondió Ovseienko.


La carcajada que soltó Gerö debió oírse hasta en las dependencias del
servicio.
—Mira, Ovseienko, nuestra misión aquí y ahora es eliminar a esos
disidentes, y nosotros sabemos lo que Moscú entiende por eliminar. No he
recorrido más de dos mil kilómetros para ser un educado personaje de Tolstoi,
¿me comprendes? Para nosotros sería más conveniente que alguien nos hiciera
el trabajo sucio, pero si no encontramos a ese alguien, lo tendremos que hacer
por nuestra cuenta y riesgo, ¿entiendes, camarada? Esperaremos un tiempo
prudencial, pero tu trabajo es convencer a Aiguadé para que logre el
acatamiento del gobierno catalán de la situación de indeseables que tienen los
trostkistas aquí. También nos serviría que mirasen a otro lado si lo hemos de
hacer nosotros, pero lo mejor es que sean ellos los que resuelvan nuestro
problema, ¿comprendido, camarada?
La constante repetición de la pregunta llevaba implícito un mensaje de
menosprecio. Durante el cortante silencio, ambos aprovecharon para encender
sendos cigarrillos.
—Y Orlov, ¿dónde está? —preguntó Pedro.
—Esta noche estará aquí, ya ha regresado de Valencia —explicó Ovseienko.
—En cuanto llegue hemos de hablar, no quiero perder más tiempo.

Artemio Aiguadé estuvo dudando sobre la transmisión al presidente


Companys del ofrecimiento que recibió por parte del cónsul ruso. Sabía que
uno de los riesgos que corría, si lo planteaba abiertamente, era que podrían
pensar que estaba siendo influenciado, sino manipulado, por los rusos. Conocía
el interés del presidente por deshacerse de los anarquistas y seguidores del
POUM, pero también intuía que no sería a cualquier precio ni de cualquier
manera. Debería ser muy prudente en su planteamiento. Quizá lo mejor sería
no explicar claramente los objetivos que sabía tenían los comunistas, dejaría
entrever alguna posibilidad o idea, y luego esperaría a que fueran otros los que
tomaran la decisión. Se encontraba en una situación laberíntica, y cuando creía
haber hallado la salida, volvía a topar con un muro.
El posicionamiento de Eusebio Rodríguez le había quedado muy claro.
Aquí no tenía la menor duda de que su subordinado actuaba claramente
influenciado por los preceptos del partido político al cual pertenecía, el PSUC.
También adivinó que Rodríguez estaba en clara sintonía con los intereses rusos.
Desde la celebración de la comida, su cabeza no había parado ni un sólo
momento de cavilar las implicaciones y consecuencias de lo que claramente le
había propuesto Ovseienko.
Decidió no precipitarse y ser cauteloso. El primer paso sería comentarlo con
el conseller Tarradellas, seguro que de algo le serviría, sino en cuanto al futuro
del POUM, sí para su tranquilidad personal. Llamó al despacho del conseller

127
Teo García La partida

para concertar una entrevista, y a pesar de lo ajetreado que estaba todo el


mundo por aquellas fechas, no hubo problema en que pudieran verse al día
siguiente. Artemio Aiguadé empezó a respirar un poco más tranquilo.

Cualquier persona que hubiera leído el anuncio publicado por Ricardo, no


hubiera adivinado el significado que escondían las cifras en él expresadas.
Tomando todos los números, y usando la letra «o», como una coma decimal, si
se elevaba dicho número al cuadrado daba como resultado una fecha y una
hora. El lugar del encuentro ya había sido predeterminado con muchos meses
de antelación, y los destinatarios del mensaje sabían que con una diferencia de
tres días desde la fecha indicada, debían acudir a unos lugares señalados. Los
modelos de máquina de escribir solicitados no existían, y en el anuncio tampoco
se indicaba dónde debían dirigirse los posibles interesados. Se evitaba así que
alguien que quisiera vender una máquina de escribir, aunque no fueran los
modelos indicados, entorpeciera la comunicación que se intentaba establecer
mediante dicho anuncio.
Al contrario de lo que se suele pensar, Ricardo consideraba que muchas
veces era mejor actuar a plena luz del día en lugares públicos y concurridos. En
medio de una multitud, nadie sospecha de dos personas que están hablando, en
contrapartida, una conversación en un callejón oscuro y solitario, tiende a crear
malos pensamientos en un testigo ocasional.
La frontera que existe en Barcelona entre las dos partes del Eixample,
izquierda y derecha, denominada Paseo de Gracia, era el lugar propicio para el
primero de los encuentros con uno de los tres miembros que formaban la célula
durmiente. El habitual bullicio que goza dicha avenida estaba por esas fechas
acentuado. La totalidad de los edificios emblemáticos construidos se
encontraban en poder de diferentes organizaciones políticas o sindicales. Éstas,
como forma de mostrar su propiedad, no siempre legal, sobre los inmuebles,
hacían ondear sus respectivas banderas e insignias. Asimismo, sus militantes
organizaban diferentes marchas y actos, con pretextos fatuos, que provocaban
una gran algarabía en el centro de Barcelona.
En el Paseo de Gracia, al pie de sus farolas modernistas, existían unos
bancos de piedra que permitían que dos personas sentadas dándose la espalda,
con un leve giro, pudieran hablar disimuladamente. Rutinario hasta la
extenuación en sus medidas de seguridad, Ricardo acudió antes de lo previsto.
Estuvo observando con discreción los alrededores y el banco donde tendría
lugar la entrevista, ya que para él era un momento complicado. Otra vez más, y
ahora no de forma imprevista, alguien vería su cara. Esto le preocupaba de
forma relativa, pocos documentos gráficos existían sobre su persona, pero a
veces, la casualidad, en forma de mezcla de elementos que no se pueden prever
ni evitar, tiene consecuencias nefastas. La actual situación imponía tener que
romper una de sus principales normas: el anonimato.

128
Teo García La partida

Después de cerciorarse de la ausencia de cualquier síntoma que pudiera


inducirle a pensar que algo no marchaba como estaba previsto, compró un
periódico cualquiera y se sentó a esperar; todavía faltaban cinco minutos para la
hora acordada. El margen de seguridad era muy estrecho, y si pasados diez
minutos el contacto no hacía acto de presencia, debía abandonar la escena y
olvidarse de la persona en cuestión. Si esto se producía, trastocaría sus planes,
pero en la vida no siempre las situaciones, y más si van vinculadas a
comportamientos humanos, se resuelven como uno espera, tanto sea aplicando
la lógica como la casuística.
Afortunadamente, hoy no era uno de esos días aciagos. A la hora prevista,
puntual como la llegada de los Reyes Magos, un hombre, al que él había
seguido discretamente unas semanas antes para comprobar si era vigilado, se
acercó.
—¿Tiene fuego? —preguntó el recién llegado.
Ricardo asintió mientras buscaba su encendedor.
—Me interesa vender una máquina Underwood —dijo el hombre.
Ricardo protegió la llama del mechero con su mano izquierda. Para un
observador ajeno a la escena, ésta parecía de lo más cotidiano y normal. Sin
decir nada más, cada uno se sentó en el banco opuesto al otro. Ricardo, como si
necesitara más espacio para leer el periódico que sujetaba entre sus manos, viró
un poco hacia su derecha.
—¿Ha comprobado si le han seguido? —preguntó Ricardo, meticuloso.
—Esté tranquilo. Llevo más de dos horas dando vueltas por Barcelona y
realizando transbordos en el metro. Nadie me ha seguido.
—Mañana a las ocho de la tarde le estaré esperando en la puerta de El
Molino —indicó Ricardo—. Sea puntual y venga armado. Por cierto, ¿tiene el
coche listo? —El desconocido respondió afirmativamente.
—¿Lo tiene escondido en el garaje que se le dijo? —preguntó Ricardo,
obteniendo otra afirmación como respuesta—. Cuando venga a recogerme,
deberá haber pintado los emblemas y anagramas de la UGT. A todos los efectos
debe parecer un vehículo del sindicato. Fíjese en otros coches decorados de
forma similar y no cometa equivocaciones. También debe conseguir un pico,
una pala y un hacha, que deberá poner en el maletero. Cuando se marche, coja
mi periódico. En su interior encontrará documentación que le identificará como
si fuera un miembro más del sindicato. ¿Se hizo las fotos que le indicaron? —
volvió a requerir Ricardo.
—¡Quiere dejar de dudar! He seguido hasta la fecha las instrucciones que
me dieron, ¡no se preocupe! —dijo su interlocutor, molesto por la desconfianza
que tanta pregunta le creaba.
Ricardo consideró que ya estaba todo comunicado. No debía hablar más de
lo que su prudencia le indicaba, y sin mediar palabra alguna, se levantó
abandonando el lugar del breve encuentro. Cuando se fue, el contacto cogió
disimuladamente el periódico. En su interior, encontró un aval, al que debería

129
Teo García La partida

incorporar su fotografía, a nombre de un desconocido. Tras un breve vistazo,


consideró que era una falsificación de primera categoría.

Ernst Gerö, alias Pedro, estaba esperando desde hacía rato la llegada de
Orlov. Se entretuvo leyendo un sinfín de periódicos extranjeros, su auténtica
pasión, y fumando un cigarrillo tras otro. Cuando por fin llegó Orlov, se
saludaron de forma artificialmente efusiva, con una cordialidad afectada.
Llevaban tiempo trabajando juntos, y las características tan peculiares de su
trabajo habían provocado uno de los principales síntomas que entre los colegas
de su misma profesión se origina, la desconfianza. Tras un breve recordatorio
de actuaciones anteriores y mostrar interés por conocidos comunes, Pedro le
puso al corriente de las últimas instrucciones recibidas. Luego hicieron un
somero repaso a la situación en Barcelona, deteniéndose en la entrevista que el
cónsul ruso había mantenido con Artemio Aiguadé.
—Esta mañana he estado hablando con Ovseienko al respecto, y no estoy
conforme con la forma de llevar este tema. Creo que debemos ser más incisivos
—opinó Pedro.
—En cierta manera comparto tu opinión, pero también creo que debemos
ser un poco más pacientes —replicó Orlov.
—Hablas tú con Stalin y se lo explicas. La situación que los disidentes
mantienen aquí debe ser cortada de raíz —explicó Pedro, de forma tajante.
—Vuelvo a decirte que estoy de acuerdo contigo, pero aún tenemos tiempo
para ver cómo reaccionan desde la Generalitat. Demos un pequeño margen, y si
no ya actuaremos nosotros. El otro día estuve hablando con Rosenberg y Largo
Caballero. Por parte del gobierno español no existirá problema alguno en que
liquidemos cuentas pendientes aquí. Se mostraron muy receptivos a nuestras
sospechas de los planes ocultos que tiene el POUM. Coincidimos plenamente en
que la actual situación no debe mantenerse. El gobierno español es consciente
de la importancia de nuestra ayuda, y no pondrán en peligro la llegada de
suministros por cuatro locos sin importancia. Si hubiera llevado una jofaina a la
entrevista, allí mismo se hubieran lavado las manos. Tenemos más de la mitad
del camino recorrido —dijo Orlov.
Su compañero le miraba con incertidumbre, pero al final claudicó.
—Bien, dejaremos pasar quince días, pero luego, si no hay cambios,
actuaremos nosotros.
Orlov sonreía desconcertando un poco a Pedro. El húngaro hacía gala de
un inexistente sentido del humor, y se sentía molesto ante personas de risa fácil.
—¿Me habéis buscado un despacho para trabajar? —preguntó Pedro.
—Sí, camarada. Tendrás uno a tu disposición en la última planta de un
edificio muy curioso que existe aquí: La Pedrera.
—¿Y para otro tipo de trabajo, de qué medios dispongo? —volvió a
preguntar Pedro, haciendo referencia a la parte más sórdida de su trabajo.

130
Teo García La partida

—En un caserón de la calle Muntaner, y en otra casa llamada La Tamarita,


muy cerca de aquí, podrás instalar a tu equipo.
Pedro estaba inquieto, aunque también era impaciencia por comenzar a
actuar.
—Siempre tan preocupado, Ernst, relájate. Piensa que desde Madrid
también van a presionar a los catalanes, y tarde o temprano deberán ceder.
Pásatelo bien y disfruta —aconsejó Orlov.
—Espero que sea temprano, de lo contrario creo que ninguno de nosotros
disfrutará —dijo Pedro, con una velada amenaza.

Aiguadé se dirigió hacia su entrevista con Josep Tarradellas con la


esperanza de que una vez finalizada se hubiera deshecho del prurito que le
causaba su conversación con el cónsul ruso. Los últimos informes que sus
fuerzas de seguridad habían elaborado, le indicaban que algo se estaba
tramando por unos y por otros. La certeza necesaria que le hubiera ayudado a
tomar una decisión no aparecía por ningún sitio. Decidió mantener su idea
inicial de limitarse a transmitir datos y hechos. Luego, llegado el caso, que fuera
otro el que tomara la decisión.
Su llegada al despacho del conseller estuvo precedida de un breve encuentro
con su jefe de policía, Eusebio Rodríguez. Éste, según le explicó, había acudido
a una reunión sin importancia: se trataba de la presentación en sociedad de un
nuevo modelo de fusil que iban a incorporar las tropas y la policía. Aiguadé
también había sido invitado, pero lo olvidó por completo.
—Artemio, ha sido un placer verle de nuevo —dijo Rodríguez. Aiguadé,
que aún tenía la sensación de que Rodríguez había actuado con cierta mala fe
en su reunión anterior, quedó un poco sorprendido por la cordialidad y efusión
que pudo percibir en la actitud de su subordinado, pero decidió corresponder y
dejarse de suspicacias.
—Muchas gracias, Eusebio, yo también me alegro de verle —contestó,
exhibiendo una sonrisa.
—Casualmente tenía previsto llamarle para ver si nos podíamos encontrar.
—Bien, pues ahora podemos hablar al respecto —replicó Aiguadé.
—No, supongo que usted tiene prisa, y no quisiera molestarle. Si le viene
bien, pasado mañana iré a verle a la consejería, ¿le parece? —propuso
Rodríguez, que obtuvo su respuesta en forma de inclinación de cabeza. Al
despedirse, la desconfianza de Aiguadé asomó, otra vez, a su mente, pero
prefirió ignorarla y dirigirse hacia el despacho de su superior.
—Buenos días, Tarradellas, ¿cómo se encuentra? —dijo Aiguadé.
—Hola, Artemio. Cansado, pero por lo demás todo bien. Siéntese, por
favor, y explíqueme qué es eso tan importante que quería comentar.
Antes de comenzar a hablar, Aiguadé dudó sobre la forma de explicar los
hechos. Quería ser sincero, pero no deseaba que se pudiera entrever que tenía

131
Teo García La partida

algún tipo de interés. Decidió explicar la conversación de forma aséptica, y


luego esperaría la reacción de Tarradellas. En función de ella, él también podría
variar sus planteamientos. Entró en una detallada explicación de los temas
tratados durante la comida con Ovseienko, y al final de su minuciosa
exposición, dejó caer el ofrecimiento hecho por el cónsul ruso.
Tarradellas, pragmático, no cayó en la tentación de valorar en el momento
la descripción del encuentro. En un papel iba tomando algunas notas, y
mientras tanto pedía a Aiguadé alguna aclaración, que parecían un pretexto
para mantenerle hablando. Era evidente que se estaba tomando un tiempo para
ordenar sus ideas y obtener sus propias conclusiones. Después de haber
repasado toda la explicación que hizo Aiguadé, creyó que había llegado el
momento de tratar el tema con las ideas claras y ordenadas.
—¿Está usted seguro que ésas fueron sus palabras? —preguntó Tarradellas.
—Tal y como se lo he explicado, conseller. Recuerde que también estaba
presente Eusebio Rodríguez. Él oyó lo mismo.
—Ya, pero la opinión de Rodríguez no me sirve. Siempre subordinará sus
actos a los intereses de su partido, y no creo que por ese lado pudiéramos
obtener nada claro al respecto —replicó Tarradellas.
La pregunta más temida por Aiguadé, se formuló inmediatamente.
—¿Y usted qué opina, Artemio? —se interesó Tarradellas.
—No tengo una idea clara al respecto. Conozco que el presidente está algo
incómodo con la actuación de los anarquistas, pero ignoro hasta dónde estaría
dispuesto a llegar para deshacerse de ellos. Por otro lado, creo que Ovseienko
exagera cuando explica las posibles conexiones con los fascistas; ahora bien, es
cierto que siguen acumulando armas, y aquí llegaríamos al núcleo de la
cuestión, ¿para qué quieren tantas armas? —respondió Aiguadé, de forma
evasiva.
—Gracias por su colaboración, Artemio, ha hecho un esfuerzo notable en
no decir nada —contestó Tarradellas.
Aiguadé, obviando el reproche, se mantuvo en silencio: no estaba dispuesto
a ir más allá. Tarradellas sabía cuál era la pauta de comportamiento de su
conseller, pero tendría que hacerle cambiar su grado de implicación.
Enfundando su estilográfica en el capuchón, Tarradellas tomó la palabra.
—Mire, Aiguadé, creo que una cuestión de este calado no es necesario que
se la planteemos al presidente. Me consta, y así me lo ha transmitido, que
desearía verse libre de cualquier influencia de los grupos anarquistas. Sin
embargo, ambos sabemos que existe una preocupación clara en el presidente:
fomentar una política de concentración, entre las diferentes fuerzas políticas,
ante el esfuerzo titánico que supone una guerra de estas características.
También somos conscientes de la influencia, cada vez mayor, que tienen los
comunistas; no sólo a nivel de calle, sino en el gabinete ministerial español. Si
no somos receptivos a las quejas de los comunistas ante la actitud de los
anarquistas, podríamos encontrarnos nosotros en medio del fuego cruzado de

132
Teo García La partida

estos dos elementos, y estoy seguro que eso no nos beneficiaría, al contrario, nos
volvería a debilitar. Si se diera esa situación, sería cuestión de tiempo que
alguien considere que un gobierno catalán con determinadas funciones es algo
superficial e innecesario, y quedaríamos como meros objetos decorativos. Eso sí
le puedo asegurar que no se aceptaría por el presidente, ni por varios de sus
consellers, entre los que me incluyo. Creo que este asunto deberíamos manejarlo
entre nosotros dos. Ya me encargaré yo personalmente de transmitir a
Companys los pormenores de la situación. Creo que a lo mejor, en otra
conversación con Rodríguez, podría aclararle cuáles son sus pretensiones —
propuso Tarradellas.
Aiguadé hizo mención del encuentro que se había producido breves
momentos antes.
Tarradellas escuchó atentamente y luego emitió su parecer.
—Bien, pues antes de que avancemos más mantenga esa reunión. Después
ya volveremos a hablar.
Aiguadé comenzó a respirar más aliviado. Pensó que todo se iba a resolver
más fácilmente de lo que en un primer momento había sospechado. Comenzó a
levantarse del sillón, cuando Tarradellas retomó la palabra.
—Escuche una cosa, Artemio, no me venga con evasivas o intentos de
pasarme la patata caliente, ¿lo ha entendido? Las decisiones difíciles son
inherentes a nuestros cargos de responsabilidad, no quiera esquivar la parte que
le toca.

Ricardo se encontraba ante la puerta de El Molino. El lugar bullía de


personas que iban o venían de los diferentes espectáculos que se exhibían en la
avenida del Paralelo. Por este motivo, no resultaba nada extraño ver a una
persona esperando a la puerta de uno de esos locales. El Molino seguía en su
línea de funciones con cierto aire tunante y desvergonzado. Al principio de la
guerra, todos los locales pasaron a manos del Sindicato del Espectáculo de la
CNT, que decidió cerrar todos los teatros de variedades. Con posterioridad, los
mismos trabajadores pidieron su reapertura, ya que de lo contrario no tenían
forma de ganarse la vida. Tras arduas negociaciones, se llegó a una decisión
salomónica: volverían a levantar el telón, pero se habían colocado grandes
carteles en la taquilla en los cuales se pedía un respeto para el artista, y sobre
todo, para las artistas.
A la hora acordada, hizo su llegada el contacto con el coche decorado según
las instrucciones recibidas el día anterior. Se introdujo en el vehículo, un
pequeño Citroën, para encaminarse hacia el lugar previsto, el aparcamiento de
la factoría Ford.
Llegaron sin contratiempo alguno y, aparcados entre dos camiones, se
dispusieron a esperar tranquilamente. Ricardo confiaba en que no hubiera
problema alguno en la cita que debía acordar Julián García. No quería, una vez

133
Teo García La partida

activada toda la célula, volver a comenzar. El contacto hizo ademán de sacar un


cigarrillo, pero Ricardo, con la mirada, le hizo comprender lo erróneo de tal
acto. La oscuridad comenzaba a reinar en el recinto, y la brasa de un cigarrillo, o
el resplandor de una cerilla, delataría su posición.
Ricardo conocía dónde vivía su acompañante y su nombre verdadero, pero
quiso saber el que usaba en los mensajes para el mundo clandestino en el que se
movía: la respuesta fue Nicolás.
El hecho de que el único que conocía a todos los integrantes de la célula
fuese Ricardo, hacía que no pudiera caer en manos de sus adversarios con vida.
Por muy firme que sea la voluntad de un hombre, sabía que bajo determinados
estímulos o torturas no podría mantener su silencio. Si llegaba esa situación, ya
había decidido cómo actuaría. Mientras seguían esperando, Ricardo explicó su
plan de actuación a Nicolás. Era sencillo, y, si no surgían imprevistos de última
hora, todo iría bien.
Con tres minutos de adelanto, apareció un vehículo que, por su marcha
muy lenta, evidenciaba su esfuerzo por encontrar algo. La oscuridad del lugar
no favorecía el resultado de la búsqueda. Ricardo había indicado a Nicolás que
aparcara el coche en la zona más alejada de la carretera, casi al final de las
instalaciones. Siguieron esperando pacientemente, viendo cómo el coche cada
vez se iba acercando más. Con la suficiente antelación para seguir siendo
invisible, Nicolás bajó del vehículo. Con sigilo, se situó en un punto muerto que
le permitiría, una vez que el coche del periodista estuviera parado, controlar la
situación desde la parte posterior. Ricardo también bajó, pero se quedó de pie
en la parte delantera del coche. Esto le hacía un poco más visible, a la vez que
transmitía una sensación de tranquilidad hacia el recién llegado.
Cuando el vehículo del periodista se encontraba a unos veinticinco metros,
y era evidente que ya le habían localizado, un pequeño resplandor en el asiento
delantero del acompañante le indicó que no había venido solo. Durante una
décima de segundo, se cuestionó si en los asientos traseros también irían más
personas. De ser así, esto complicaría de forma grave el desarrollo de la
operación, pero decidió apurar el tiempo y su suerte. El coche detuvo su andar,
y del asiento delantero bajó Marc Rhein. Ricardo pudo comprobar que el
conductor del vehículo era una mujer, que quedó al volante con el motor en
marcha. La fosca visión hizo que Rhein se mostrara algo desconfiado, pero un
gesto muy elocuente que hizo Ricardo con su brazo provocó en el joven un
movimiento de confianza. Rhein acortó la distancia que existía entre ellos; de un
momento a otro se percataría de la superchería. Nicolás había vuelto a ser
visible en la parte posterior del automóvil, pero no podía ser visto por Rhein,
que le daba la espalda, ni por la conductora, que había parado el motor, ya que
quedaba en una zona invisible del retrovisor. Nicolás, desde su posición, tenía a
tiro a todos los presentes, y por si era necesario, ya tenía la pistola
desenfundada en su mano derecha.
Rhein, al aproximarse, observó que no era Julián García quien estaba allí

134
Teo García La partida

situado, y se detuvo. Al ver las señales, que indicaban que el vehículo


pertenecía a la UGT, aún se mostró más cauto.
—Salud, camarada, creo que nos hemos perdido —dijo Rhein, en un tono
harto convincente. Ricardo dio tres pasos para acercarse más.
—No es ésa mi impresión. Parecía que andaban buscando algo —dijo
Ricardo.
El joven había adoptado una postura de perfil. Ahora, al mirar hacia su
compañera, comprobó que había otro individuo situado a sus espaldas. La
sensación de peligro difuso que percibió Rhein hizo que cambiara sus
argumentos, adoptando un tono amigable y buscando una cierta complicidad.
—Bueno, verá camarada. Lo cierto es que estábamos buscando un lugar
discreto, ya sabe... —dijo el joven.
La risa que emitió Ricardo hizo que la tensión del momento se redujera.
Rhein estaba pensando que se había tragado su cuento, cuando Ricardo,
acercándose, extrajo la navaja con un rápido movimiento de su mano derecha.
El ruido del mecanismo, liberando la hoja, pudo escucharse con claridad.
Ricardo, sin pausa alguna, se la clavó en el vientre a Rhein con una violenta
embestida. Ante la sensación del frío acero entrando en sus entrañas, el joven
inclinó el cuerpo hacia delante. Ricardo hundió un poco más la hoja, y luego,
con un brutal movimiento vertical, dejó a Rhein herido de muerte, con sus
entrañas reventadas.
La muchacha, en la oscuridad del lugar, miraba lo raro que era lo que
estaba presenciando. Hizo ademán de poner en marcha el motor del coche, pero
Nicolás apareció, a su lado, por la ventanilla. Apoyando el cañón de la pistola
en la cabeza de la chica, se limitó a decir una corta frase que la hizo desistir de
su intento.
—Ni se te ocurra.
Ricardo se inclinó para ver el resultado de su acción, y aprovechó para
limpiar la hoja del cuchillo en la chaqueta del joven. Rhein estaba agonizando, e
intentando contener, con sus manos, sus intestinos que pugnaban por salir.
Nicolás abrió la puerta del vehículo, obligando a descender a la joven que
temblaba de pánico. Ricardo, husmeando en el interior del coche, encontró el
bolso de la chica. La ordenada desorganización que reina en el bolso de
cualquier mujer, junto con la oscuridad del lugar, hizo que Ricardo tardase en
encontrar algún documento que pudiera identificar a la muchacha. Muda de
espanto, ésta se limitaba a sollozar. Ricardo halló un pasaporte inglés a nombre
de Karen Michaels.
—¿Eres inglesa? —preguntó, acercándose a la chica. Ésta, al responder,
evidenció que hablaba muy poco español—. ¿Qué hacías con Marc Rhein? —
insistió Ricardo, buscando más aclaraciones.
Haciendo un gran esfuerzo, la muchacha respondió que era una colega del
joven, y que actualmente estaba cubriendo el conflicto español para un
periódico inglés. Rhein le había prometido una información vital para

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Teo García La partida

demostrar el poder de los agentes comunistas de la NKVD en Barcelona.


Tras un breve repaso mental a la situación, Ricardo decidió que debería
modificar su plan inicial. Se dirigió hacia el maletero del coche de Rhein, y tal
como había supuesto, encontró una manta de viaje. Volvió al lado de la chica y,
cuando se encontraba a la distancia adecuada, propinó un tremendo golpe en la
cara de Karen, que se desplomó. La muchacha seguía sollozando entre
temblores. Ricardo, a pesar de que quedaban a cubierto de cualquier persona
que pasara por la calle, no quiso hacer más ruido del necesario. Se agachó, y con
la prenda encontrada en el maletero tapó la cabeza de la chica. Luego cogió la
pistola de Nicolás, y apretando el cañón contra la manta, disparó un único tiro,
que fue suficiente para que cesaran los sollozos. Nicolás no dijo nada;
contemplaba la escena impasible.
—Era necesario —dijo Ricardo, incorporándose.
Nicolás miró a los ojos de su despiadado compañero, y Ricardo creyó
percibir una sombra de desconfianza en la mirada. Al hacer el gesto de
devolverle la pistola, Nicolás empezó a recobrar la tranquilidad, pero cuando
quiso asirla por la culata encontró cierta resistencia, y vio que Ricardo había
interpuesto un dedo en el martillo del percutor. Al levantar los ojos para mirarle
a la cara, percibió brevemente una hoja de cuchillo que se clavó en el centro de
su garganta. Quería decir algo, pero era incapaz. Estaba tragándose su propia
sangre; en segundos moriría. Ricardo lo cogió por los brazos para estirarle en el
suelo. Los movimientos convulsos, que anunciaban una muerte inmediata, era
lo único que aún quedaba de vida en el cuerpo de Nicolás.
Ricardo, contrariado, pensó que ahora tendría que hacer él solo todo el
trabajo restante. Cargó con el cuerpo de Marc Rhein para introducirlo entre los
asientos del coche, y después lo tapó con la agujereada manta. Comprobó si en
el maletero estaban las herramientas solicitadas, y dentro de un saco de
arpillera estaba todo: un pico, una pala y un hacha. Se inclinó sobre el cadáver
de Nicolás, buscando su cartera. Comprobó que entre su documentación no
existiera algún dato que pudiera comprometerle. No encontró nada excepto el
aval que en su día le había entregado, y una fotografía de una mujer mayor.
Cogió un lápiz y, por la parte posterior de la foto de la mujer, escribió: Ricardo.
14251. Era el número de teléfono de uno de los miembros de la otra célula,
formada por falangistas, que Mola le había ordenado desmantelar. Ricardo
consideró que podían ser más útiles ahora que después.
Subió en el coche y se alejó de la macabra escena, abandonando los cuerpos
de Nicolás y Karen. Era ya un poco tarde, pero confiaba en que la seguridad que
daban las marcas del vehículo le evitaría tener algún otro percance imprevisto.
Condujo hacia la parte alta de Barcelona para llegar a la carretera de la
Arrabasada. A la mitad del camino que lleva hacia el Tibidabo, se desvió por un
pequeño sendero forestal que se introducía en el frondoso bosque; allí debería
terminar su tarea. Con desgana, acometió el monótono trabajo de cavar una
fosa. El sonido de la pala, hoyando la tierra, y el ulular de una lechuza eran

136
Teo García La partida

todos los sonidos que podían escucharse. Cuando Ricardo terminó de cavar,
sudoroso y jadeante, extrajo el cuerpo de Rhein del coche para introducirlo en el
hoyo. Al hacerlo, entendió que las prisas y el cansancio le habían provocado un
error de cálculo en la longitud de la anónima sepultura: el cadáver no cabía.
Ahora debería rectificar su equivocación, pero no le apetecía volver a utilizar la
pala. Sus ansias por acabar la jornada, y sus manos, que le escocían llagadas por
el esfuerzo, le hicieron llegar a una tétrica conclusión: era más sencillo acortar el
cuerpo que alargar la fosa. Ricardo volvió al coche en busca del hacha. No
quería mancharse de sangre, tenía que regresar a la ciudad, y para no acabar
pareciendo un matarife se entretuvo en machacar las rodillas del difunto con la
parte roma de la herramienta. El ruido sordo de los golpes, y el sonido de los
huesos al ser quebrados, rompieron el silencio. Cuando las piernas del muerto
quedaron colgando, descoyuntadas, como dos pingajos de carne, las dobló
cuidadosamente sobre el abdomen del cadáver. Mientras rellenaba la sepultura
con tierra, la rapaz nocturna cesó en su canto. Cuando el cuerpo de Rhein
desapareció de este mundo, para siempre, Ricardo se apoyó sobre la pala para
descansar.
—Polvo al polvo —dijo, entre dientes, mientras encendía un cigarrillo.
Mirando su reloj, confirmó la hora tardía, y consideró que no era seguro
conducir por las calles: dormiría en el coche. Le gustaba la tranquilidad que
había en ese claro del bosque. La lechuza comenzó, de nuevo, a ulular, y su
canto, como si fuera una repetitiva nana, provocó que Ricardo se durmiera en el
acto.
Al día siguiente, las primeras luces del alba le despertaron. Ricardo tenía
hambre y frío. Arrancó el vehículo para dirigirse de vuelta a la ciudad, aunque
debía abandonarlo y hacer el regreso a pie. Ahora podría pasar desapercibido
entre la actividad normal de una gran ciudad y los numerosos obreros que se
dirigían a las fábricas. Al bajar por la carretera, vio un ensanchamiento del
arcén en el cual abandonó el vehículo. Antes de irse, arrancó las placas de la
matrícula y comprobó que la numeración del motor, y del bastidor, habían sido
limadas. Eran demasiadas precauciones, pero se quedó más tranquilo después
de la inspección. A pesar de la sensación de vacío en el estomago, decidió
disfrutar del paseo y de las vistas que desde la montaña se tienen de Barcelona:
Era una bonita ciudad.

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Capítulo XI

Anselmo entró en su despacho cansado y de malhumor. El estómago le


molestaba y había pasado una mala noche. Creía que se debía al pan oscuro y
con textura de serrín que comía, pero no se podía comprar otra cosa. Le hubiera
gustado quedarse en casa, pero todo trabajo tiene su parte de obligación. Sobre
la mesa de Paco había unos cuantos papeles desparramados, y su pistola
colgaba del perchero, indicándole a Anselmo que su compañero ya había
llegado.
—Siempre tan puntual —dijo Anselmo, mascullando. Le apetecía fumar,
pero el tabaco también escaseaba. Cada vez todo era más complicado, más
difícil, más lento, y hoy no tenía un buen día.
La puerta de la oficina se abrió, y entró Paco alegre, jovial y descansado. Sin
reparar en el poco ánimo de Anselmo, comenzó a explicarle el hallazgo en el
aparcamiento de la factoría Ford.
—¿Qué tiene de raro, hoy en día, encontrar dos muertos? —preguntó, con
desgana Anselmo.
Paco seguía con sus explicaciones cuando apareció Carreras, ahora
comandante por méritos propios. Su ascenso había provocado muchos
comentarios malintencionados, pero durante esos días los rangos y títulos eran
repartidos de forma generosa, o bien el interesado se arrogaba en ellos.
—Vaya cara que trae hoy, Pardo. Un poco de movimiento le irá bien.
Recojan sus cosas, tenemos que ir a inspeccionar lo que ha ocurrido con esos
dos muertos —dijo Carreras.
Cuando iban a marchar, Anselmo tuvo la imperiosa necesidad de ir al
lavabo. Sus intestinos protestaban en forma de diarrea, y tardó más de lo que el
comandante Carreras consideraba necesario. Cuando regresó, y ante el reproche
de su superior, Anselmo explicó los síntomas de su malestar.
—¿Y ha de ser precisamente diarrea lo que tiene? —preguntó Carreras, con
cara de desagrado.
Paco miraba sin entender el morboso interés del mando.
—Comandante, si quiere voy explicando que tengo jaqueca —replicó
Anselmo.
Carreras zanjó la cuestión encogiendo los hombros. Una conversación como
Teo García La partida

ésa no era lo más conveniente para Anselmo, en un día con mal comienzo.
Durante el trayecto hacia el lugar de los crímenes tuvo retortijones. No le
gustaba la idea de pedir que se detuvieran a medio camino, prefería aguantar a
escuchar los comentarios de Carreras.
Al llegar, un numeroso grupo de personas estaban contemplando la escena
con malsano interés. Carreras reconoció al sargento que estaba al mando del
pequeño destacamento, y fue a enterarse de los pormenores del crimen
mientras Paco y Anselmo se limitaban a mirar todo el panorama. Aquello
parecía un ajuste de cuentas entre bandos rivales, pero la presencia de la
muchacha confería al asunto un especial interés. Un gran charco de sangre, ya
coagulada, señalaba que allí había yacido otro muerto. Unas marcas en el suelo
indicaban que el propietario de la sangre había sido arrastrado hasta un
vehículo. Todo apuntaba a la presencia de, al menos, cuatro personas. Otro de
los policías ya había procedido al desagradable registro de los cuerpos en busca
de documentación y objetos personales. Fieles cumplidores de las leyes, los dos
muertos iban documentados, y ello permitió su identificación de forma
inmediata. Paco y Anselmo seguían husmeando por los alrededores cuando
llegó una ambulancia para trasladar los cadáveres al Hospital Clínico.
Allí poco más se podía hacer, y a una orden de Carreras se fueron también
hacia el hospital para esperar la llegada de las víctimas. Llegaron con un
pequeño adelanto y esto permitió a Anselmo tomarse una manzanilla en un bar
cercano. Carreras y Paco optaron por ese brebaje de indefinido color y sabor
que ahora se llamaba café. Los tres elaboraban conjeturas, pero el tema no
estaba claro: una inglesa muerta de un tiro en la cabeza; un español degollado;
otro muerto, o herido, que no aparecía; y una o más personas que habían
ejecutado la acción cerca de un cuartel donde nadie había oído ni visto nada.
Carreras se encargaría de hablar con el consulado inglés para comunicar la
noticia e intentar averiguar las actividades de la chica.
Al acabar, entraron en el depósito de cadáveres. Las víctimas que el último
bombardeo había causado seguían allí. Alineados, también se encontraban los
cuerpos desconocidos que, cada amanecer, eran recogidos de las cunetas o
tapias de los cementerios. Aquí la identificación dependía de que los familiares
tomaran la iniciativa de ir a reconocer a los difuntos, para ver si tenían la
desgracia o, según se mire, fortuna, de encontrar a su pariente desaparecido.
Al entrar en la sala habilitada a tal efecto, se encontraron con el forense.
Éste, despachando un puro, miraba la operación que realizaba un ayudante de
desnudar a la pareja asesinada. El aroma del habano provocó que los demás
tuvieran un arranque de envidia y se preguntaran cómo lo habría conseguido.
Por la forma de hablar con el forense, era evidente que Carreras y él se
conocían. Conforme fue avanzando la conversación se aclaró cuál era el vínculo
que los unía: su afición a las corridas de toros. Cuando los cuerpos mostraron
toda su pálida y cérea desnudez, el forense se acercó y realizó una rápida
inspección. Todos los allí congregados esperaban un docto dictamen, cuando

139
Teo García La partida

sólo oyeron lo obvio y evidente.


—Sí, el hombre murió de una puñalada en el cuello y la chica de un disparo
en la cabeza. —Anselmo y Paco intercambiaron una mirada pensando que para
decir tal perogrullada no era necesario ser ni médico ni forense.
—Firmaré el certificado de defunción cuando me confirmen las
identidades. En la causa de la muerte señalaré hemorragia masiva, ¿conforme?
—dijo el galeno.
Carreras, estupefacto, quiso que fuera más preciso, pero el forense no
estaba dispuesto a dar su brazo a torcer.
—Mire, Carreras, ¿qué quiere que le ponga?, que la chica no es virgen. Con
sólo ver lo buena que está, seguro que alguien ya se la ha beneficiado. No me
toque los cojones y haga su trabajo. ¿Sabe usted que entre los muertos por
bombardeos, los que aparecen en los caminos y tapias, y los que mueren porque
les toca morirse, no doy abasto? No perderé tiempo en este asunto. Cuando
sepa seguro quiénes son, me llama y yo le enviaré los certificados. Ahora que el
fotógrafo haga las tomas que quiera; seguro que no le salen movidas, y si me
disculpan, buenos días.
Ante esos términos, que difícilmente se podían rebatir, optaron por
marchar. Durante el camino de regreso a la oficina, Carreras estuvo todo el
tiempo maldiciendo al forense y a su madre. No había tenido el valor suficiente
para decírselo a él en persona, y ahora eran Paco y Anselmo los que debían oír
el rosario de epítetos e improperios, que con gran generosidad estaba
dedicando.
No hicieron más conjeturas, ya que el asunto era tan poco claro y sujeto a
tantas interpretaciones que no merecía la pena realizar esfuerzo alguno hasta no
tener más datos. Las pertenencias personales de los muertos se las llevaron en
una caja.
Al llegar a la comisaría, comenzaron a extenderlos sobre una mesa. La
exposición de objetos fue menguando conforme aquellos que por su
cotidianidad, y al no tener importancia alguna en los hechos, eran considerados
superficiales. Al finalizar la criba, sólo quedaron los documentos personales,
una pequeña agenda de la mujer, la pistola hallada en el lugar y una fotografía
encontrada en la cartera del hombre, con una anotación en su parte posterior. Se
trataba de un teléfono, y Paco salió para averiguar el titular del número.
Mientras Carreras fue a llamar al consulado inglés, la curiosidad de Anselmo
pudo más que esperar a conocer el resultado de las pesquisas que realizaba su
compañero. Descolgó el auricular y marcó el número. Al cuarto tono, una voz
femenina respondió. Anselmo preguntó por Ricardo, pero la respuesta fue que
allí era desconocido. Insistió, buscando aclaraciones, pero obtuvo el mismo
resultado, y tras disculparse, colgó.
Mientras seguía con sus cavilaciones regresó Carreras, y en el mismo
momento Paco. Por jerarquía, fue primero Carreras quien comunicó el resultado
de la llamada a la legación inglesa.

140
Teo García La partida

—Efectivamente, esa muchacha era británica. Era una periodista, que se


alojaba en el hotel Continental, desplazada aquí para cubrir la marcha de la
guerra, pero no han podido proporcionarme más datos. En lo que sí han sido
muy claros, es en explicarme que el periódico para el que trabajaba es
anarquista.
Paco, por su parte, comunicó que el número de teléfono correspondía a
Ramón Barnola. Anselmo escuchaba sin decir nada de su llamada al número.
Carreras quería avanzar rápido, y les ordenó que primero fueran al hotel
Continental a investigar. En cuanto tuvieran las fotografías del hombre muerto,
irían a ver al titular del teléfono. Anselmo quiso saber qué hacer con la pistola.
—Guárdela. No creo que nos sirva de mucho. Es una FN, y como ésa en
cualquier cacheo por sorpresa que haga encontrará cientos. Las calles están
llenas —dijo Carreras.
—Comandante, ¿y si se trata de una ejecución más? —preguntó Anselmo.
Carreras, antes de responder, cerró la puerta como medida de precaución.
—Escuche, Pardo, aquí no hay ejecuciones, ¿comprende?, o al menos no las
hay de esa manera. Primero se juzga a la gente y luego se cumple la sentencia.
De todas formas no creo que sea algo así, porque esas bestias no se atreverían
con una inglesa. Ya he recibido un mensaje claro del cónsul inglés: quiere que
investiguemos para dar una explicación lógica de lo ocurrido, y no aceptarán
una mierda de excusa. O sea que en marcha, mientras tanto hablaré con Eusebio
Rodríguez para explicarle de qué va este asunto.
Anselmo y Paco marcharon hacia el hotel Continental. Muchos de los
extranjeros alojados trabajaban para periódicos y revistas, algunos como
independientes, a la caza del reportaje que luego venderían.
En el hotel, la primera persona que consideraron podría aportar
información fue el conserje. Tras identificarse, enseñaron el pasaporte de la
muchacha.
—Sí, es miss Michaels. Una mujer tan agradable no se olvida fácilmente. Es
muy educada y simpática. Casi no habla español, pero se le entiende todo. ¿Le
ha ocurrido algo? —quiso saber el conserje, que no obtuvo respuesta alguna a
su pregunta.
—¿Recuerda cuándo fue la última vez que la vio? —preguntó Paco.
—Ayer hacia el mediodía. Estuvo sentada en esas butacas con otro huésped
—respondió el conserje, tras una reflexión y señalando los muebles.
—¿Cómo se llama el otro huésped? —quiso saber Anselmo.
—Rhein, el nombre es... —explicó, mirando el libro de registro para dar el
nombre—. Marc, también es extranjero —añadió como información adicional.
—Ya nos lo imaginamos, con ese nombre no nace nadie en Antequera —
dijo Paco, que luego siguió preguntando—. ¿Está el señor Rhein ahora en el
hotel?
La respuesta del conserje fue que durante todo el día no le había visto,
aunque era una persona que solía desplazarse mucho, pero el hecho de que su

141
Teo García La partida

llave estuviera en el casillero significaba que la habitación estaba vacía.


—¿Sabe si se marcharon juntos? —quiso saber Anselmo.
El conserje respondió que lo ignoraba, ya que su turno de trabajo terminaba
a mediodía.
—¿Está aquí el conserje que estuvo ayer por la tarde? —preguntó Paco.
Incluso formulando una pregunta cada uno, era evidente que las
conclusiones a las que llegaban eran las mismas. El empleado, algo abrumado
por tanta cuestión y el tono seco utilizado, explicó que ya había abandonado el
hotel, pero que vivía cerca. Anselmo no lo dudó ni un momento.
—Llámele y que venga ahora.
El conserje pretextó que no tenía teléfono y que estaría durmiendo.
—Bien, pues envíe a alguien a buscarle —replicó Anselmo, haciendo caso
omiso de tal posibilidad.
El conserje no quiso contrariar más a los dos policías, y llamando a uno de
los botones le dio la instrucción de que fuera a casa del empleado nocturno con
la mayor rapidez. Antes de partir, le sugirió que dijera que era un asunto
importante. Anselmo y Paco se sentaron a esperar en los dos amplios butacones
donde, según les habían explicado, había estado sentada Karen Michaels.
Para hacer más entretenida la espera, Anselmo se dedicó a contemplar la
variada fauna que discurría por el vestíbulo y comedor del establecimiento. A
juzgar por su aspecto, la mayoría eran extranjeros. Por sus modos y forma de
comportarse parecía que intentaban evidenciarlo.
Al rato, apareció el botones con un hombre de mediana edad, que
efectivamente debía de haber estado durmiendo. Se dirigió hacia el mostrador
de recepción donde su compañero le hizo un pormenorizado resumen,
señalando al finalizar a Anselmo y a Paco. Éstos se levantaron para ir al
encuentro del conserje, y de forma correcta, pero firme, le apartaron de sus
compañeros. Le hicieron similares preguntas, obteniendo parecidas respuestas.
—¿Recuerda usted si se fueron juntos la señorita Michaels y el señor Rhein?
—preguntó Anselmo, llegando al tema que más le interesaba.
El conserje no dudó en responder afirmativamente, ya que estaba seguro.
Recordaba que habían estado discutiendo en voz baja, pero, por los gestos, de
forma acalorada. Dijo la hora en la que habían abandonado el hotel: las ocho y
cuarto de la tarde.
Volvieron al mostrador de recepción para pedir las llaves de las
habitaciones. El conserje sugirió que primero deberían hablar con el director.
Anselmo y Paco aceptaron y pidieron verle. Llegó un hombre que sin duda
alguna había empezado en el escalafón más bajo del negocio de la hostelería, ya
que realizaba un sinfín de gestos inútiles, como sólo hacen los maîtres,
camareros y peluqueros. Al principio se mostró reticente, pero ante la
insinuación de que el tema era importante y grave, accedió. Puso como
condición estar presente en la visita. El hotel contaba con ascensor y Anselmo
no tuvo que subir escaleras.

142
Teo García La partida

La primera habitación que visitaron fue la de Marc Rhein. Sin un criterio


establecido, se amontonaban libros, revistas, panfletos y una máquina de
escribir. Al abrir el armario, comprobaron que la maleta seguía en su sitio, junto
con los útiles normales de aseo y la ropa del joven. Ello les indicó que había
salido con el propósito de volver. La confirmación la obtuvieron al encontrar un
pasaporte francés expedido a su nombre.
En la habitación de Karen Michaels, la conclusión fue la misma. La única
diferencia era que sus objetos estaban más ordenados, pero no encontraron
nada digno de mención. Cuando regresaron al vestíbulo, aún estaba esperando
el conserje del turno de tarde. Le hicieron un gesto para que se acercase, aún
tenían que hacerle una última pregunta.
—¿Sabe usted si entre la señorita Michaels y el señor Rhein había algún
asunto amoroso? —preguntó Anselmo, pensando que la pregunta era algo
cursi, pero no quería ser grosero.
El conserje dudó antes de responder:
—Yo creo que sí. Muchas veces entraban y salían juntos. Una de las
camareras me dijo que en la cama de miss Michaels dormía alguien más.
Ante la mirada incrédula de Paco, el conserje añadió:
—Eso siempre se nota.
Anselmo pensó, ante la aclaración, qué oscuros secretos del oficio se
pueden adquirir trabajando en un hotel.
Al regresar al coche, tuvieron la idea de dejar a alguien vigilando por si
aparecía el joven, pero los dos tenían el mismo pensamiento.
—Yo creo que el tercero que falta es Rhein, supongo que también lo
mataron y luego se llevaron el cuerpo —aventuró Anselmo.
—¿Y para qué van a matar a tres y sólo llevarse a uno? —dijo Paco, en tono
interrogante, pero siendo una reflexión en voz alta.
—No tengo ni puta idea, Paco, quizá sea una costumbre de extranjeros —
replicó Anselmo.
Decidieron volver a comisaría para explicar al comandante Carreras sus
pesquisas. Por el camino, el estómago de Anselmo inició una batería de
retortijones y ruidos que le incomodaron. Intentó aliviar su malestar cambiando
de postura.
—Feo asunto —dijo a media voz.
—Sí, a mí también me parece raro lo del tercer muerto —opinó Paco.
—No, Paco, me refería a mi diarrea.

Ricardo llegó sin problemas hasta su casa. El trayecto se le hizo largo, pero
lo más importante se había hecho. Comería algo y dormiría para recuperar
fuerzas, mañana debía verse con otro de los miembros de la célula. Según los
planes previstos, al día siguiente de la publicación del anuncio se vería con el
primero, Nicolás. Después, en intervalos de tres días, con el resto. Los lugares

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Teo García La partida

estaban prefijados y la hora siempre sería la misma que indicaba el anuncio.


Hasta entonces, decidió que lo mejor era esperar y descansar. Conectó la radio y
giró el dial hasta encontrar una emisora que le pareció interesante. Ahora
disfrutaría de un pequeño placer, dormir con música.

Orlov y Pedro fueron hasta la Direcció General d'Ordre Públic para


entrevistarse con Eusebio Rodríguez. Éste les había llamado para explicarles
que, al día siguiente, mantendría una entrevista con el conseller de Governació.
A pesar de considerarlo un fiel adicto al comunismo, tanto uno como otro eran
conscientes de las serias carencias que su camarada tenía en cuanto al dominio
del lenguaje sutil. Para tratar temas delicados, y más con personas como
Artemio Aiguadé, debían escogerse las palabras minuciosamente, y si era
posible, hasta los silencios; ya que en muchas ocasiones son tan elocuentes
como un discurso de varias horas.
El paseo en coche sirvió para que Pedro viera, con agrado, como la
propaganda soviética había calado en el tejido social. El estilo de las pancartas y
el diseño de los miles de carteles que se colocaban por doquier, señalaban
claramente las influencias que los técnicos, que hacía ya varios meses estaban
trabajando con el gobierno, habían logrado imponer en esas muestras de
comunicación. Si la lengua fuera otra, podrían verse los mismos rótulos en
cualquier otro país donde Rusia tuviera intereses políticos.
Al llegar fueron directamente trasladados ante Rodríguez. Éste se
encontraba a punto de realizar una llamada telefónica, pero en cuanto les vio
entrar colgó el auricular. Campechano, como era habitual en él, se levantó para
saludar con el único brazo que le quedaba. Conocía a Pedro, se habían visto con
ocasión de una reunión de la Internacional Socialista en París, aunque en esa
ocasión le fue presentado con uno de sus seudónimos, pero luego alguien se
encargó de explicarle su verdadera función. Acorde a los sentimientos que
despertaba Pedro, también Rodríguez decidió que era un hombre con el que
convenía mantener buenas relaciones.
En una primera parte de la entrevista, Pedro explicó la necesidad de iniciar
una campaña contra los anarquistas y miembros del POUM. Intentó remarcar
que el comienzo no podía esperar eternamente. Luego, en un tono más
conciliador y amable, se dedicó a ensalzar la tarea que actualmente
desempeñaba Rodríguez y las muchas esperanzas que estaban depositadas en
su gestión. Esta maniobra pilló desprevenido a Rodríguez, que se sintió
sobrepasado por todas las expresiones que dedicaron hacia su persona. Pedro
había conseguido, hábilmente y sólo con el uso de la palabra, que ahora
estuviera más receptivo a sus sugerencias, que en realidad eran órdenes bien
vestidas.
—Piense, camarada, que la única forma de convencer a Aiguadé de la
necesidad de actuar contra el POUM es que comprenda el peligro de una

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Teo García La partida

revolución social en plena guerra, así como los posibles contactos que puedan
mantener los trostkistas con los fascistas —dijo Pedro.
—Está claro, pero en ese punto es un hombre muy escéptico y no creerá
semejante patraña —replicó Rodríguez.
—Lo comprendo, pero si usted es el primero que califica de patraña la
operación que tenemos prevista, entiendo que también duda de su credibilidad.
Entonces, ¿cómo va a ser capaz de convencer a otro? —dijo Pedro.
—Eusebio, en la entrevista de mañana, deberá convencer a Aiguadé de la
necesidad de cortar la influencia que tiene Nin en las calles. Socave su
credibilidad e imagen. Repita la misma mentira mil veces y acabará
convirtiéndose en una verdad, aunque nosotros sabremos que continuará
siendo una mentira —intervino Orlov.
—Si pudieran proporcionarme algún argumento o prueba, me sería de
mucha utilidad —pidió Rodríguez.
Pedro era consciente de que iba a ser más difícil de lo previsto en un primer
momento. No comprendía como semejante tonto ocupaba uno de los puestos
más importantes en la seguridad en Barcelona. Antes de venir, su contacto en
Moscú ya le había transmitido la desconfianza que generaban los políticos
españoles en la gestión de la guerra. De ahí, que considerasen la necesidad de
un cambio radical.
—Tenemos prevista una alternativa, pero no podemos utilizarla sin que
nosotros quedemos en una incómoda situación de evidencia. Es mejor que
logremos nuestros medios de una manera más encubierta —explicó Pedro.
—Bien, ya pensaré algún argumento con el que convencer a Aiguadé, no se
preocupen —dijo Rodríguez.
Solo la posibilidad de imaginarse a Rodríguez planificando algo, ya le
producía a Pedro nerviosismo.
—Estamos seguros, pero antes de tomar cualquier iniciativa le ruego que
nos lo comunique, camarada —pidió Pedro.
—Por supuesto —respondió de forma automática Rodríguez, al que sólo le
faltaba haberse cuadrado.

Cuando Anselmo y Paco llegaron a comisaría, el comandante Carreras tenía


novedades. La primera era que las fotografías de los cadáveres estarían en tres
horas. La segunda, que causó más sorpresa, era que Ramón Barnola tenía una
ficha policial por antiguos desordenes causados en algaradas falangistas. En vez
de aclararse la situación se volvía a complicar: ¿qué hacía una periodista
anarquista con un antiguo miembro de Falange? ¿Qué papel jugaba en todo ello
Marc Rhein? ¿Quién les había matado y por qué?
Los tres se hacían las mismas preguntas, pero no obtenían respuesta
alguna. Carreras decidió que lo más importante ahora era visitar a Ramón
Barnola.

145
Teo García La partida

—Comandante, ¿no cree que si Ramón está involucrado en algo, en cuanto


reciba nuestra visita puede decidir levantar el vuelo? —opinó Anselmo.
—Si no lo ha hecho ya —dijo Paco.
—Quizás es lo que nos interesa. Si le detenemos ahora, quedará marcado y
no sabremos si detrás de él existe una red más amplia. Vayan a verle, deben
lograr que se intranquilice, pero luego le daremos cuerda para ver adónde nos
lleva. Mientras ustedes están con él se montará un dispositivo de vigilancia. Le
tendremos controlado —dijo Carreras.
Había acabado la frase cuando su teléfono sonó; era el jefe de policía,
Eusebio Rodríguez. Durante la conversación entendió el motivo de la llamada, e
hizo gestos a los dos policías para que esperasen antes de salir de su despacho.
Carreras hablaba y tomaba notas. Se despidió con el compromiso de mantener
informado a su superior ante cualquier novedad.
—Era Rodríguez. Cuando esta mañana he hablado con él y le explicado la
mierda que nos ha caído encima, no estaba muy interesado. Cuando ustedes
han regresado de su visita al hotel, he vuelto a hablar con él para explicarle las
sospechas que tenemos sobre Marc Rhein. Si hasta ahora esta historia nos ha
parecido más rara que cagar para arriba, cuando les explique lo que me ha
dicho todavía la encontrarán más extraña. Me ha explicado que Marc Rhein es
otro periodista con una ideología muy próxima al POUM. Intenta disimular en
sus artículos y parecer un moderado, pero todo el mundo sabe hacia dónde se
dirigen sus preferencias. Es decir, que ahora tenemos a un trotskista junto con
los otros dos. Vaya mezcla, no sé que, pensar. Si por lo menos la muchacha
hubiera aparecido con las bragas bajadas, podríamos imaginar que algo de tipo
jodienda estaba detrás de todo esto y sería el fin de la historia, pero ahora... —
dijo Carreras, dejando la frase inacabada.
El fotógrafo hizo su aparición con un sobre, dentro del cual estaban las
fotografías de los muertos.
Anselmo y Paco decidieron visitar a Ramón Barnola, pero comunicaron al
comandante que antes pasarían por el comedor del edificio para comer algo.
Éste asintió mientras marcaba, otra vez, el teléfono de Rodríguez. Quería hablar
con él para explicarle las últimas novedades referentes al pasado negro y
granate de Barnola.
Después de varios tonos sin que nadie atendiera la llamada, pensó que
estaría ausente, pero en el último momento Rodríguez contestó con voz de
fastidio. Carreras le explicó el pasado falangista de Barnola, la visita que iban a
realizar y el seguimiento que con posterioridad le harían para llegar a la posible
red. El tono con el que contestó al teléfono, cambió radicalmente cuando le
fueron transmitidas las sospechas de que Barnola podría ser un miembro
fascista. Interrumpiendo las palabras que en ese momento estaba pronunciando
Carreras, Rodríguez le ordenó, gritando, la detención inmediata de Barnola.
Carreras, con cierta vehemencia, intentó que su superior comprendiera que era
mejor dejarle un margen de maniobra para poder pescar peces más gordos,

146
Teo García La partida

pero Rodríguez se mostró inflexible.


—No me ha oído, deténganle inmediatamente. Le quiero a él en los
calabozos antes de una hora, y en treinta minutos su expediente sobre mi mesa.
—Si alguna duda tenía el comandante sobre el interés de su jefe quedó
despejada con sus últimas palabras—. Carreras, como algo no salga bien se
juega usted el puesto, ¿lo ha entendido?
Rodríguez, dentro de su simpleza, había comprendido la oportunidad que
el destino había puesto en sus manos. Era la prueba que necesitaba para su
entrevista con Aiguadé. Recordando el compromiso que tenía con Orlov y
Pedro, volvió a descolgar el teléfono y explicó al primero los hechos sucedidos.
Resultó evidente que ellos también daban la misma importancia al tema, ya que
le dijeron que en una hora estarían en su despacho.
Carreras, sin recuperarse de la amenaza, salió rápidamente en busca de
Anselmo y Paco. Tal como le habían dicho, se disponían a comer. Ya que la
cadena de mando siempre va en sentido declinante, él empleó con ellos el
mismo tono y amenazas que hacía sólo unos minutos habían empleado con su
persona. Causó el mismo efecto, y los dos policías salieron escopeteados a la
caza y captura de Ramón Barnola.
Como si alguien hubiera dado el aviso de fuego dentro de un cine, Orlov y
Pedro marcharon hacia la Direcció General d'Ordre Públic. Se mostraban
eufóricos, ésta era una baza que bien jugada les podría proporcionar la victoria
en su particular partida.

147
Capítulo XII

Con la misma velocidad con la que sucedían los hechos, Anselmo y Paco
llegaron a la dirección señalada como el domicilio de Ramón Barnola. No
tuvieron problema alguno en franquear el portal de entrada, y Anselmo, con
fastidio, se percató de que debería subir cinco pisos por las escaleras. Tenían
presente el tono de la orden dada por el comandante Carreras, y se lanzaron a
una frenética ascensión hasta el quinto piso. Al llegar a la puerta
correspondiente, pararon un breve momento para recobrar algo de aliento y
disponer las armas. Paco fue el encargado de pulsar el botón del timbre. Desde
una ventana lateral, que daba al hueco de la escalera, se asomó una mujer. Su
edad podía corresponder perfectamente con la voz que oyó Anselmo cuando
llamó por teléfono.
—¿Qué quieren? —preguntó la mujer.
—Policía. Abran la puerta —contestó Paco, jadeante.
La mujer desapareció del alféizar de la ventana, dejándola abierta. Los dos
policías se miraban con instinto de depredadores, y su experiencia les señalaba
que algo anormal ocurriría. Al pasar más tiempo de lo necesario franqueándoles
la entrada, Anselmo empezó a aporrear la puerta, mientras Paco seguía
crispándose.
—Éstos no abren, Paco —dijo Anselmo.
Su compañero vio que la ventana quedaba cerca de la barandilla de la
escalera, y se dispuso a saltar para entrar en la vivienda. Anselmo, poco amigo
de las alturas, le miró con cara de espanto, pero no tuvo tiempo de decir nada y,
sorprendido, vio cómo Paco volaba hacia el interior del piso. Anselmo dudaba,
debatiéndose entre el miedo y su compañerismo, sobre cuál debía ser el paso
siguiente. Consideraba que la acción de Paco no había sido buena idea, ya que
ahora habían dividido sus fuerzas, pero no podía dejar a su compañero solo.
Anselmo escuchó algunos ruidos violentos en el interior de la vivienda, y,
armándose de valor, también saltó. Cayó sobre una pequeña mesa auxiliar, pero
al incorporarse, doloridas sus costillas por el golpe, ya empuñaba su pistola.
Los sonidos y voces de lucha que escuchaba le orientaron hacia dónde debía ir.
A trompicones, arrasando a su paso con la normal disposición de los muebles,
fue atravesando puertas y otras habitaciones. Al llegar al salón, se encontró a
Teo García La partida

Paco tumbado en el suelo, y a la mujer, que antes había visto en la ventana,


intentando coger algo de un cajón. Un hombre, que supuso debía ser Ramón,
estaba a horcajadas sobre el marco de otra ventana que daba a un patio interior.
Anselmo, ágilmente, valoró la situación: no tendría tiempo de llegar hasta el
huido. Con su pistola apuntó a la cabeza de la mujer, que quedó petrificada, y
Anselmo aprovechó esos segundos de duda para situarse a su espalda,
rodeándola el cuello con su brazo.
—No te muevas, cabrón, o le vuelo la cabeza a la puta —dijo Anselmo,
mirando al sospechoso.
El hombre seguía en su posición sobre la ventana, no esperaba una reacción
de ese tipo. Sus continuas miradas hacia el patio significaban que estaba
sopesando sus posibilidades de éxito si saltaba. Paco, desde el suelo, emitió un
gemido, pero Anselmo no le miró, tenía los ojos fijamente clavados en Ramón:
al menor movimiento dispararía. Los segundos se eternizaban, y el dedo de
Anselmo ceñía el gatillo de la pistola cuando el hombre volvió a introducirse en
el salón. Anselmo propinó a la mujer un fuerte empujón, que hizo que se
estrellase contra unos sillones, para luego dirigirse hacia el hombre y golpearle
en la cara con la culata de su arma. Anselmo, sin perder de vista a la pareja, se
agachó para comprobar el estado de su compañero. Paco sólo había sufrido un
golpe en la cabeza, e incorporándose, estaba volviendo en sí preguntando qué
había pasado. Cuando Anselmo iba a responder, oyó unos golpes que
amenazaban con derribar la puerta. No podía dejar a Paco, en ese estado
alelado, junto a la mujer y al hombre, que también se dolía del golpe recibido.
Anselmo prestaba atención a las airadas voces que pedían la apertura de la
entrada, pero sin dejar de apuntar con su pistola a la pareja. Cuando la puerta
cedió, con un gran estruendo, llegaron dos policías más que Anselmo conocía.
El comandante Carreras, con buen criterio y mucho miedo a fallar ante su
superior, había decidido enviar ayuda por si era necesaria.
—¿Qué jaleo estáis organizando? —preguntó uno de los recién llegados.
Paco, ya en pie, estaba mirando el objeto con el que le habían golpeado: una
cachiporra, corta pero muy pesada, que por fuerza le dejó fuera de combate.
—¿Han venido más refuerzos? —preguntó Anselmo.
—En el portal de entrada hay dos más para cubrir la huida —respondió
uno de los policías.
—Diles que suban, aquí hay poco más a rascar —dijo Anselmo.
El policía salió a la escalera, y con un peculiar silbido llamó a los otros.
Mientras esposaban a la pareja, Anselmo llamó por teléfono a Carreras para
informarle del éxito de la detención. Después, al registrar, no les fue
complicado dar con documentación comprometida, ya que la mujer, en su
intento de fuga, había abierto un doble fondo en uno de los cajones de la
cómoda. La pareja, en silencio, miraba cómo los policías revisaban el resto de
habitaciones y muebles. Paco presionaba su cabeza con un trapo húmedo, a
modo de comprensa, cuando se dirigió hacia el detenido.

149
Teo García La partida

—¿Eres Ramón Barnola? —preguntó.


Éste, guardando un total mutismo, tenía los ojos clavados en el suelo.
Anselmo, cogiendo la porra, se acercó a la mujer para propinarle un fuerte
golpe en su clavícula derecha. El hombre evidenció que su punto débil era su
esposa, ya que al instante reconoció que él era la persona que buscaban.
Los otros policías depositaban sobre una mesa la documentación
encontrada. Anselmo se acercó a curiosear, y halló entre los papeles varias
cédulas de identificación con las mismas fotografías del hombre y su mujer,
pero diferentes identidades.
Siguiendo las instrucciones recibidas de Carreras, en la conversación
telefónica, decidieron llevárselos a comisaría. Uno de los policías se quedó
registrando, tenía la sospecha de que algo más encontraría. El otro agente se
situó delante de la comitiva, mientras Paco se hizo cargo de la mujer, que se
dolía del golpe recibido, y Anselmo de Ramón. Al llegar al primer rellano,
Anselmo no tuvo contemplación alguna y le lanzó escaleras abajo. Mientras
veía el cuerpo rodar, pensó que no había sido un gesto muy inteligente, ya que
sólo le faltaba ahora que el desgraciado acabara con la nuca rota. Anselmo no le
volvió a facilitar la bajada por los escalones, pero algún que otro golpe le siguió
propinando.
Dentro del vehículo, esposaron a la pareja a una barra que existía sobre los
asientos posteriores. Seguidos por el otro coche, con un policía, llegaron a la
Direcció General d'Ordre Públic, donde se encontraron a Carreras alborozado:
había salvado su cargo y su cabeza.
En el despacho del comandante, sentaron a cada uno de ellos en una silla
con las manos esposadas a la espalda. Rodríguez hizo su aparición: quería ver a
las presas conseguidas, y se entretuvo mirándoles con desprecio. Algunos de
los papeles encontrados en el registro también llamaron su atención: planos de
Barcelona con anotaciones sobre instalaciones militares, baterías antiaéreas y
fábricas de armamento. El hecho de que dispusieran de diferentes cédulas con
varias personalidades, ya le indicó que no se trataba de aficionados que
dedicaban su tiempo libre a curiosear más de lo que la prudencia aconseja, pero
de averiguar más datos ya se encargarían Carreras y su equipo, ahora lo
importante era conocer la posible vinculación entre ellos y los muertos hallados
en el aparcamiento.
—¿Han hablado? —preguntó Rodríguez. —Todavía no hemos comenzado
con el interrogatorio —contestó Carreras.
Rodríguez, cogiéndole con un gesto amistoso que contrastaba con el tono
usado anteriormente para transmitir órdenes, le llevó fuera del despacho.
—Carreras, es muy importante que ese par digan todo lo que saben, pero lo
han de decir durante esta tarde, ¿entendido? En cuanto hablen me explica los
datos que han aportado.
Después, no queriendo presenciar los detalles del interrogatorio, volvió a
su despacho.

150
Teo García La partida

Carreras, al regresar, cogió las fotografías realizadas en el depósito de


cadáveres y se situó ante la mujer. Anselmo, expectante, se mantenía al lado de
la detenida.
—¿Conoces a este hombre? —preguntó Carreras, mostrando la foto de
Nicolás.
Al no obtener respuesta, procedió de igual manera con la fotografía de la
inglesa, consiguiendo el mismo resultado. La mujer no miraba las fotos,
mantenía desviados sus ojos. Un gesto del comandante con las cejas provocó
que Anselmo soltara un bofetón, con el reverso de su mano, en la cara de la
mujer. Ésta gimió por el dolor que le causaba el hombro y el golpe, pero dejó la
cabeza caída. Anselmo la ayudó a recuperar su verticalidad con otro golpe en el
lado contrario de la cara. Ramón, mientras tanto, seguía sin decir nada,
concentrado en algo invisible para no ser consciente de lo que ocurría junto a él.
Carreras, esta vez, decidió probar fortuna con Ramón. Éste tampoco quiso mirar
las fotos e inclinó su cabeza hacia el suelo. Paco, estirándole por los pelos, logró
que mantuviera la cara recta. El comandante volvió a enseñar las fotografías,
pero Ramón, obstinadamente, no abría la boca.
—Igual es mudo y por eso no dice nada —dijo Carreras.
—En el piso nos ha dicho que era Ramón Barnola, y no lo hizo por escrito
—contestó Paco. Anselmo seguía a la espera de continuar con su trabajo.
—¿Tú eres Ricardo? —preguntó Carreras.
Cuando Anselmo escuchó el nombre en voz alta, una repentina asociación
de ideas fluyó a su cabeza y recordó el interrogatorio a Jorge Suñol, durante los
días previos al alzamiento militar. En aquel momento también buscaban a
alguien con el mismo nombre. Miró a Carreras y le hizo un gesto con la cabeza
para que salieran del despacho.
—¿Qué le pasa, Pardo, otra vez su diarrea? —preguntó el comandante, en
tono de fastidio.
—No. ¿Usted recuerda que en vísperas de la sublevación interrogamos a
varios de los conspiradores? —Carreras, tras unos momentos de vacilación,
empezó a notar cómo el pasado volvía a su cabeza—. ¿Recuerda el nombre que
nos dieron del enlace de la trama civil? —preguntó Anselmo.
Carreras parecía que se esforzaba en mantener una imagen de torpe, a
juzgar por las caras que ponía mientras realizaba un esfuerzo de memoria, y al
final cayó en la cuenta.
—Ricardo —dijo lentamente—. Muy bien, Pardo, igual hoy la fortuna nos
ha sonreído y hemos tenido la suerte de cazar a un pez gordo; cojonudo.
—Quizá sea una casualidad, comandante —avisó Anselmo.
—No sea canelo, Pardo, en estos temas las casualidades no existen.
Haberlo recordado alegró a Carreras, supuso que si era capaz de resolver la
situación algún otro ascenso le estaría esperando. Frotándose las manos
volvieron al despacho.

151
Teo García La partida

Pedro y Orlov, impacientes, llegaron más tarde de lo que hubieran deseado


porque una manifestación mantenía interrumpida la circulación por algunas de
las calles. Sin decir nada ni identificarse, llegaron al despacho de Eusebio
Rodríguez. A ojos vista se notaba que el talante del jefe de policía había
cambiado desde la última entrevista que mantuvieron. Les explicó los últimos
sucesos y el tipo de documentación encontrada en el primer registro. Sus
palabras y gesticulación demostraban lo entusiasmado que estaba con la
posibilidad de la desarticulación de una gran red de quintacolumnistas. Orlov
le felicitó por su actuación, pero fue Pedro quien volvió a reconducir el tema.
—Yo también me sumo a los elogios de mi camarada, pero creo, Rodríguez,
que sigue teniendo el objetivo algo difuso. Mañana, cuando se encuentre con
Aiguadé, deberá aportar pruebas suficientes para poder convencerle de la
peligrosidad de los miembros del POUM. Debe persuadirle de que, sintiéndose
amenazados, están conspirando con los fascistas para ayudarles a ganar la
guerra. Esta explicación, Eusebio, es un medio, pero el objetivo es otro: la
eliminación de los trostkistas. ¿Lo ha entendido? Olvídese de la red de
espionaje, la podremos desmontar mañana, pasado o cuando nos convenga.
Ahora lo prioritario es la reunión. Obtenga de los detenidos cuantos más datos
mejor, pero valore los que pueden servirle para convencer a Aiguadé. Cambie
su visión global por otra más particular, ¿comprende, camarada?
Rodríguez asintió, quería decir algo, pero se adelantó Orlov.
—¿Qué han averiguado hasta ahora?
—Nada en absoluto. Están siendo interrogados, pero no quieren colaborar
—contestó Rodríguez, azorado.
—¿Después de dos horas... nada de nada? —preguntó Pedro, mirando a
Orlov.
—Son muy obstinados, demuestran tener voluntad —se excusó Rodríguez.
—¿Y para qué se cree que sirven los interrogatorios? —volvió a preguntar
Pedro.
—Para obtener información... —contestó Rodríguez, dudando.
—Para quebrar la voluntad de las personas, camarada. Es más útil eso que
no quedarnos sólo con la información —replicó Pedro.
Orlov, buen conocedor de la personalidad de Rodríguez, sabía que si se
sentía muy presionado fallaría, y decidió intervenir.
—Eusebio, no dudamos de su capacidad, ni de la de sus hombres, pero
nosotros tenemos especialistas, técnicos en obtener información que le podrían
servir de ayuda.
El ofrecimiento incomodó al jefe de policía. Le gustaría aceptarlo, pero no le
agradaba la idea de ver a extraños trabajando en su oficina.
—Se lo agradezco, Orlov, pero no sería conveniente que personas ajenas a
nuestro trabajo realizaran tareas de esas características aquí. De todas formas
valoro mucho su ofrecimiento —contestó Rodríguez, intentando encontrar las

152
Teo García La partida

palabras más adecuadas para no parecer descortés.


Parecía que Orlov iba a tirar la toalla, y Pedro decidió ser más insistente.
—¿Por qué no traslada a nuestras dependencias a los espías?
—No creo que fuera conveniente entregar a dos detenidos españoles a unos
extranjeros —pretextó Rodríguez.
Pedro consideró que era una posibilidad que debía explotar más.
—¿Y si dos de sus hombres nos acompañan? Ya sabe usted, que a pesar de
habernos llamado extraños, no lo somos. Tanto aquí como en el gobierno de
Madrid nos conocen y aceptan nuestra ayuda y sugerencias.
Rodríguez meditó un momento. Era una forma de complacer a los dos
personajes y de quitarse de encima tanto engorro para obtener información.
—Bien, si es así no veo mayor inconveniente. Discúlpenme un momento,
voy a hablar con el responsable de esta operación. —Cuando iba a abandonar el
despacho, recordó que tenía una pregunta pendiente—. Por cierto, ¿han
averiguado algo sobre el periodista desaparecido o muerto, ese Marc Rhein?
—No sabemos nada, lo mismo que ustedes. Era un periodista con
tendencias anarquistas, pero no tenemos ningún dato más, lo siento, camarada
—contestó Pedro.
Tras agradecer la información, Rodríguez abandonó el despacho para ir al
encuentro de Carreras. Cuando la puerta se cerró, Orlov esperó un intervalo de
tiempo, por seguridad, antes de hablar con Pedro.
—¿Piensas decirle la verdad, o mejor que sigan perdidos?
Pedro se limitó a enarcar sus cejas mientras comenzaba con el ritual de
fumar un cigarrillo ruso. Después de la primera bocanada, contestó a la
pregunta.
—Creo que hemos de ser prácticos. Alguien ha tenido la gentileza de
ahorrarnos un trabajo, y el resultado es lo que importa. Si hubiéramos tenido
más tiempo, nosotros nos habríamos encargado del joven Rhein, pero parece
que alguien tiene más prisa. No digamos nada y que sean ellos los que
averigüen algo —dijo Pedro, sonriendo.
Orlov, sorprendido por el rasgo de humor, le preguntó cuál era el motivo
de su hilaridad.
—Me estaba imaginando a Rodríguez intentando averiguar algo —contestó
Pedro.
—Ya que hablamos sobre esto, debemos transmitir a Moscú la desaparición
de Rhein —sugirió Orlov.
Ambos sabían que para Stalin era prioritaria la eliminación, como venganza
sobre un rival político, del hijo de Rafael Abramovitch, un menchevique,
antiguo luchador de la democracia soviética, disconforme con la concentración
de poder en el Estado comunista, encarnado por Stalin, y antagonista declarado
de la política de purgas.
—¿Quién quieres que se encargue del interrogatorio de los espías fascistas?
—preguntó Orlov.

153
Teo García La partida

—Ya tenemos a Klaus en Barcelona. Si nos interesa obtener resultados creo


que es nuestro hombre y, como siempre, actuaremos los dos juntos —contestó
Pedro.
—¿Adónde quieres llevarlos: a La Tamarita o bien a la calle Muntaner? —se
interesó Orlov.
—Prefiero la casa de Muntaner, no quiero que Ovseienko esté cerca de esto
—respondió Pedro, de forma enigmática.

Rodríguez entró en el despacho de Carreras, donde los tres policías habían


hecho esfuerzos por conseguir información, a tenor de los magullados rostros
de la pareja, pero el resultado había sido nimio.
El jefe de policía habló con Carreras sin importarle la presencia de los
detenidos.
—Ya veo que la cosa va lenta, comandante —recriminó Rodríguez,
solapadamente.
—Sí, está costando más de lo previsto.
—Seamos pacientes, parece que hemos dado con algo importante. No
interpreten lo que les voy a decir como una desautorización o falta de confianza
en sus posibilidades, pero, por fortuna, tenemos como asesores a dos rusos que
se han ofrecido a ayudarnos en este delicado asunto. Van a trasladar a los
detenidos a otro lugar para seguir interrogándolos más tranquilamente. Dos de
ustedes podrán acompañarles. Creo que lo más pertinente es que sean Carreras
y... —dijo Rodríguez, dejando la frase inacabada, y mirando al comandante
para que le sacara de dudas.
—Pardo —dijo Carreras, sin pensarlo mucho.
Ninguno de los tres policías entendía lo que estaba pasando, pero no
consideraban prudente pedir explicaciones a tan raro comportamiento.

Orlov y Pedro, después de indicar la dirección, partieron; querían llegar


con antelación. Los detenidos, resignados a su destino, fueron introducidos en
un coche para trasladarlos a la casa de la calle Muntaner, esquina con Madrazo.
Para mayor seguridad, Paco iba en otro vehículo haciendo las funciones de
escolta. Anselmo, conduciendo, tenía dudas sobre la forma tan inhabitual de
actuar.
—¿Esto le parece normal, comandante? —preguntó —Limítese a conducir.
¿Cree que en los tiempos que vivimos hay algo normal, Pardo? Si quiere
conservar su puesto, y la vida, no haga preguntas y obedezca. Es lo mejor —
contestó Carreras.
Anselmo no dejaba de vigilar por el retrovisor a la pareja, otra vez esposada
a la barra del coche.
Al llegar a la dirección indicada, vieron que era una mansión de medianas

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Teo García La partida

dimensiones. El caserón estaba rodeado de un pequeño jardín, que en su parte


posterior se ampliaba. La frondosidad de las plantas y un pequeño muro hacía
invisible lo que ocurría en su interior. Al enfilar el vehículo hacia la entrada,
una puerta de madera, de un vivo color verde, impedía el paso. Anselmo bajó y
pulsó un botón de timbre que estaba situado a la derecha del portón. Un
hombre con porte militar, pero vistiendo ropas civiles, les franqueó el paso, y
con un gesto señaló la parte final de un corto sendero cubierto de gravilla.
Cuando Anselmo detuvo el coche, aparecieron otros dos que eran
innegablemente rusos, a juzgar por el fuerte acento con el que se expresaban en
castellano. Paco se quedó aguardando en el segundo coche, mientras leía un
periódico. Todos sabían a lo que iban, por lo que en ese primer momento no
hubo presentaciones. Otros hombres trasladaron a Ramón a la parte superior
del edificio, y su mujer fue llevada al sótano. Ninguno de los detenidos habló ni
opuso resistencia.
Cuando el comandante y Anselmo quedaron a solas con los rusos, pasaron
a una pequeña, pero acogedora, sala de estar; estaban ganando tiempo. Había
llegado el momento de las presentaciones, y Orlov lo hizo anteponiendo su
título de general, al contrario de Pedro, que se limitó a decir su nombre.
Carreras, ante la sola mención del rango, se cuadró, pero Anselmo decidió
que, al no ir nadie uniformado, podía prescindir de tal deferencia. Les
ofrecieron unos cigarrillos de una caja de cedro situada sobre la repisa de la
chimenea. Anselmo quedó sorprendido por la original forma que tenía el tabaco
ruso, pero cuando iba a encenderlo le indicaron que primero debía aplastar la
larga boquilla. La falta de costumbre hizo que se mostrara torpe, y Pedro,
amablemente, se ofreció a dejar el cigarrillo en condiciones. A Anselmo, así y
todo, le pareció un tabaco terriblemente fuerte y hediondo, pero por cortesía
siguió fumando.
Orlov explicó algunos detalles de la conversación con Rodríguez y su papel
en esta historia. Los rusos parecían interesados en mostrarse cordiales. Carreras
correspondió explicando, de forma algo farragosa, los sucesos acontecidos. Un
teléfono situado sobre una librería sonó, y Orlov descolgó el auricular
manteniendo una breve conversación, que no pudo ser entendida por Anselmo
ni Carreras ya que se desarrolló en ruso. Cuando Orlov colgó, les indicó que le
acompañasen. Por una escalera algo estrecha, pero con una mampostería
elaborada, subieron los tres pisos de la casa hasta las habitaciones
correspondientes al servicio. Anselmo volvía a estar contrariado por el número
de escalones. Al entrar en una de ellas, se encontraron a Ramón sentado en una
especie de taburete. La forma del asiento sorprendió a Anselmo, ya que era
anormalmente elevado, con unas patas altas que impedían que los pies del
detenido reposaran sobre el suelo, y una estaca en su parte posterior, que
sobrepasaba la cabeza de Ramón. Éste se encontraba esposado por la espalda, y
un pequeño trozo de cuerda, que no estaba ceñido, rodeaba su cuello hasta el
palo trasero. La imagen de Ramón, sentado de esa guisa, le daba mayor

155
Teo García La partida

sensación de desamparo e indignidad. Junto a él, había un hombre que hasta


ese momento no habían visto. Completaban el parco mobiliario de la estancia
otra silla, ésta normal, y una mesa sobre la que reposaba un teléfono. Encima de
la mesa, una lámpara enfocaba directamente la cara de Ramón, que seguía con
la cabeza inclinada, pero sólo hasta donde el collar de cáñamo le permitía.
Orlov, con un gesto, señaló a los dos policías que no debían moverse de su
emplazamiento, así continuarían a espaldas e invisibles para Ramón.
Pedro tomó la iniciativa y se sentó, de forma distendida y amigable, en la
mesa ante el detenido. Extrajo otro cigarrillo de su pitillera, alargando más de lo
normal toda la parafernalia que exigía fumar tabaco ruso. Tras encender el
cigarro, expulsó el humo directamente a la cara de Ramón, pero lo hizo de una
forma casual, sin que pudiera interpretarse el gesto como algo agresivo.
Anselmo se fijó en la curiosa forma que tenía de sujetar el cigarrillo: rodeándolo
con su dedo índice por la boquilla.
—¿Cómo se encuentra, Ramón? —preguntó Pedro, expeliendo más humo
—. Verá, estamos en una situación muy desagradable. A mí no me interesa
causarle el menor daño, sólo quiero que responda a alguna pregunta. De usted
depende que esto se alargue más de lo necesario. Piense que yo quiero algo que
usted tiene; basta que me lo dé, y podrá descansar para ver a su esposa.
La mención de la mujer hizo que Ramón levantara la cabeza.
—¿Dónde está ella? —preguntó, siendo éstas las primeras palabras que
pronunciaba desde que le habían detenido.
Antes de responder, Pedro se tomó su tiempo en dar otra bocanada a su
cigarrillo.
—Está aquí también, usted ya lo sabe, pero en otro lugar. ¿No cree que si
estuvieran juntos, ella le suplicaría que pusiera fin a esta pesadilla?
Ramón comprendió el mensaje subliminal que comportaba la respuesta de
su educado interlocutor.
—¿Qué le están haciendo, cabrones? —preguntó.
Sin que mediara señal alguna, el otro hombre golpeó a Ramón con un
fuerte puñetazo en uno de sus riñones. Para sorpresa de Anselmo, Pedro le
increpó con fuertes gritos. Anselmo no entendió nada, pero ahora no hablaban
en ruso; le pareció alemán.
—Le pido que disculpe a este animal. No todos los austriacos bailan valses
y escuchan a Mozart —dijo Pedro.
Anselmo tuvo la confirmación a su sospecha sobre la nacionalidad del
desconocido.
—¿Sabe que le admiro? —preguntó Pedro—. Creo que ha llevado su
ideología demasiado lejos y esto, mereciendo un respeto, deberá reconocerme
que es algo... incómodo. Usted, Ramón, ya ha cumplido, no sobrevalore su
resistencia. Todos tenemos un límite, pero la inteligencia se demuestra no
llegando a ese límite. Si me permite una sugerencia, no malgaste las fuerzas de
su esposa en ocultar algo que, más tarde o más temprano, conseguiremos.

156
Teo García La partida

Cualquier referencia a su esposa causaba en Ramón intranquilidad. Volvió


a hablar, pero sólo para insultar a su interrogador. Pedro no dijo nada, se limitó
a levantarse y todos abandonaron la habitación, excepto el austriaco. Tras
cerrarse la puerta, comenzó a escucharse el típico y tan característico sonido que
se produce al golpear carne. Durante la espera nadie dijo nada y pasados cinco
minutos volvieron a entrar. Por el estado en que se encontraba Ramón, era
evidente que el austriaco conocía su oficio. Volvió a producirse entre Pedro y su
ayudante una conversación algo acalorada.
—Ramón, Ramón, ¿qué vamos a hacer con usted? Sólo le pido que mire
unas fotografías y nos responda a unas cuantas preguntas. Su respuesta no va a
comprometer al resto de su grupo —dijo Pedro.
Mientras hablaba, Pedro le pasaba su mano lentamente por el cuello, sin
producir la menor presión. En algún momento, se aproximaba a la cara del
detenido para hablarle casi en susurros, pero a Ramón le era difícil expresarse:
tenía la nariz rota, la mandíbula desencajada y la tumefacción de uno de sus
ojos le impedía una correcta visión. Pedro no dijo nada más y volvió a sentarse,
pero ahora en la otra silla. Mientras miraba fijamente a Ramón, se limitó a
cruzar sus piernas y apoyar su barbilla sobre el dorso de su mano izquierda.
Orlov encendió un cigarrillo y el sonido del encendedor hizo que el detenido se
percatara de que había alguien más a su espalda. Su intento de girar la cabeza
para comprobarlo fue atajado de raíz mediante un nuevo puñetazo que propinó
el austriaco; después, pasando un pequeño trozo de madera por la cuerda que
sujetaba el cuello de Ramón, elaboró un rústico torniquete que iba apretando
lentamente.
—¿Quiere que nos pongamos nerviosos con su actitud? ¿Se imagina lo que
puede ocurrir si Klaus se irrita, Ramón? —preguntó Pedro.
Klaus continuaba apretando, con mucha calma, la cuerda. A cada giro del
torniquete, Ramón tenía más dificultades para respirar.
Anselmo conocía ahora el nombre del sicario y mientras le miraba, observó
un leve gesto, casi imperceptible, que Pedro dedicó a Klaus.
El austriaco cogió una bolsa de tela negra que colocó en la cabeza de
Ramón. Luego le levantó, en volandas, para dirigirse hacia las escaleras. El resto
del grupo, a una señal de Orlov, les siguió. Anselmo comenzaba a estar harto de
toda esta representación, y para mayor fastidio tenía que estar subiendo y
bajando escaleras. Atravesaron el vestíbulo para llegar al sótano.
Klaus, que iba en cabeza, abrió una puerta y empujó a Ramón. Sus pocas
fuerzas le impidieron resistir el ímpetu del empellón y cayó al suelo. Como si
de una procesión religiosa se tratase, todos entraron detrás.
Anselmo, siendo un hombre curtido en peleas e interrogatorios, se
sorprendió de la escena que allí encontró, y por el gesto en la cara de Carreras,
era evidente que a él le había sucedido algo parecido.
La sala del sótano era lóbrega, toda recubierta de un basto y húmedo
cemento. En una de sus paredes, la mujer, desnuda, se encontraba colgada por

157
Teo García La partida

la cadena de las esposas a un gancho de carnicero. Las puntas de los pies casi
rozaban el suelo, pero todo el peso de su cuerpo recaía sobre las muñecas. A su
lado había otros dos hombres, con las camisas arremangadas y una expresión
acalorada en sus rostros, que era el testimonio de la frenética actividad que
estaban realizando con la esposa. Uno de ellos se secaba el sudor con una toalla,
como si todo aquello no tuviera nada que ver con él, mientras el otro
aprovechaba la pausa para fumar. A una señal de asentimiento por parte de
Pedro, Klaus le quitó la capucha. La visión del estado de su mujer hizo que
Ramón quedara petrificado, mirando horrorizado el cuerpo que con
anterioridad había deseado.
—¿Está muerta? —preguntó Ramón, con un temblor en sus extremidades.
Los interrogadores actuaban con la coordinación de un siniestro ballet, ya
que sin que nadie hiciera señal ni gesto alguno, uno de los hombres, el que
fumaba, acercó el cigarrillo a uno de los pezones de la mujer. Al contacto con la
brasa, ésta reaccionó con un ligero recobrar de la consciencia, en forma de
movimiento convulsivo, y emitió un débil gemido. El otro hombre entregó a
Pedro un papel. Klaus volvió a colocar la capucha a Ramón para regresar al
piso. Una vez allí, parecía que todo volvía a comenzar. Pedro se sentó en la silla,
leyendo el papel entregado.
—Bueno, Ramón, parece que su mujer sí estaba más dispuesta a hablar.
Seguramente lo ha hecho para evitarle sufrimientos innecesarios, y fíjese cómo
ha correspondido usted a semejante acto de amor y valentía —dijo Pedro, en un
tono pausado y tranquilo, sin demostrar emoción alguna. Anselmo pensó que
era una curiosa forma de actuar, sólo había alzado la voz para reprochar algo a
Klaus, pero debía reconocer que sus extravagantes métodos habían hecho mella
en Ramón, que ahora estaba más predispuesto a explicar detalles.
Pedro siguió con su táctica de no parecer ansioso en conseguir la
locuacidad del espía, actuaba con un ritmo lento, sugerente, y al formular cada
pregunta ya tenía en su esquema mental la forma de reaccionar del detenido;
sabía anticiparse. Luego comenzó una detallada lectura de los datos que había
aportado la mujer: nombres, claves, contraseñas, objetivos, escondites de armas
y la dirección del encargado de falsificar documentos.
—Creo que poco nos debe quedar por conocer. ¿Quiere complementar la
información con algún dato más? —preguntó Pedro.
—Tú ya lo sabes todo, y yo no sé nada más —contestó Ramón.
Pedro le escrutaba con su mirada, parecía creíble la explicación, y, por la
experiencia que tenía en el funcionamiento de redes clandestinas, sería lógico
que no supiera nada más. Para Pedro éste era un asunto sencillo, sería fácil
desarticular la red al completo, pero ahora quedaba el tema que más le
interesaba a él.
—Bien, Ramón, ahora nos queda el asunto de Ricardo, ¿qué nos puede
explicar al respecto? —preguntó Pedro.
Por un momento, parecía que Ramón había vuelto a la situación de enroque

158
Teo García La partida

en forma de mutismo, pero ya no tenía fuerzas para ello.


—No tengo ni idea de lo que me estás preguntando. No conozco a ningún
Ricardo.
—En un mundo como el actual, ¿quién conoce a alguien? —reflexionó
Pedro—. Haga memoria, ¿nunca ha tenido contacto alguno con Ricardo, bien de
forma personal, en algún mensaje o de cualquier otra forma?
Ramón negó con la cabeza y Klaus volvió a colocarse a una distancia del
detenido que le permitiría volver a golpearle. Este gesto hizo que, de forma
inconsciente, Ramón tuviera que dividir su atención entre las preguntas que
formulaba Pedro y vigilar a Klaus por si volvía a actuar.
—¿No será usted Ricardo, verdad? Comprenda que me muestre algo
desconfiado, pero piense que no tiene mucha lógica encontrar en poder de otra
persona su número de teléfono con ese nombre escrito al lado. Me imagino que
usted se hará cargo de la situación. El hombre que tenía esos datos ha cometido
actos horrorosos, y debe entender que para nosotros es muy importante conocer
a alguien que nos pueda indicar quién es Ricardo. ¿A lo mejor su esposa sí tiene
algún detalle más sobre su amigo? —preguntó Pedro, descolgando el auricular
del teléfono y diciendo algo en ruso.
Anselmo pensó que estaría hablando con los dos hombres del sótano y, sin
entender el idioma, podía imaginarse lo que estaría ordenando.
—Hagan lo que quieran, pero no les podrá decir nada. Vuelvo a decirles
que no conocemos a ningún Ricardo ni la historia en la que está metido —dijo
Ramón, demostrando que había tenido el mismo pensamiento que Anselmo.
Cuando Ramón dejó de hablar, comenzó a llorar en silencio. Pedro dijo una
palabra más y colgó, después, señalando la puerta, indicó a Orlov que debían
abandonar la habitación, en cuyo interior volvió a quedar Klaus.
Anselmo creyó que ahora volvería a golpear al detenido, pero esta vez no
se oía nada.
—Está diciendo la verdad, no sabe nada más —dijo Pedro.
El comandante Carreras indicó la importancia de conocer todo lo posible
respecto al punto pendiente. Recordaba la premura que tenía Rodríguez al
respecto, pero Orlov y Pedro también tenían su propio interés en proporcionar
al jefe de policía más argumentos para la entrevista del día siguiente con
Aiguadé. Ellos consideraban que con los datos que ahora conocían, también se
podía mostrar un panorama creíble para que Aiguadé tragase con la mentira de
la colaboración entre el POUM y los fascistas. Era cuestión de escoger bien el
envoltorio del regalo.
—La fuente se ha secado, comandante Carreras, podemos seguir
interrogándoles hasta que mueran, pero no dirán nada más —sentenció Pedro.
—Y ahora ¿qué hacemos con ellos? En la situación de la mujer no creo que
la pudiéramos mover —dijo Carreras.
—Se sorprendería de la fuerza del ser humano. Yo he visto personas en
peor estado que han caminado solas hacia el paredón —dijo Orlov, con un

159
Teo García La partida

humor que nadie compartió—. Mejor que se los lleven, aquí no pueden
quedarse. Si necesitan algo más, se lo dicen a Rodríguez, él ya nos avisará.
—¿Y el resto de la red? —preguntó Anselmo.
—Eso ya es cosa suya —contestó Pedro—. Si me permiten una sugerencia,
es mejor que los mantengan separados. Mientras Ramón mantenga
incertidumbre sobre el estado de su mujer, estará en sus manos. Como muchas
cosas en esta vida, es cuestión de dosificar.
—Los llevaremos a la Direcció General d'Ordre Públic, mañana ya
resolveremos qué hacer con ellos y con la red de espionaje —dijo Carreras.
Los sacaron de la casa hasta los coches. Paco sabía lo que había ocurrido
por el aspecto de la pareja. Ramón podía caminar con dificultad, y a la mujer le
habían inyectado un potente tranquilizante que la mantenía dormida.
El viaje de regreso fue rápido y en silencio: no era una situación que se
prestase al comentario. Después de encerrarlos, Carreras tenía que despachar
con Rodríguez, así que le dijo a Anselmo que le explicara a Paco toda la
información conseguida.
Anselmo no estaba para mucha conversación, por lo que acortó los detalles
y fue conciso en la explicación. Su estómago le seguía ocasionando molestias y
decidió marchar sin esperar a Carreras. Paco se ofreció a llevarle hasta su casa,
pero declinó el ofrecimiento; le iría bien caminar un poco.
Caminando por las calles, sus piernas se movían de forma automática, tenía
en la cabeza los sucesos del denso día, y una sensación de malestar
generalizado le rondaba el cuerpo. No era por la violencia que había
presenciado, ni por el sufrimiento ajeno: era una percepción abstracta, algo que
no podía describir ni entender. Le asaltó un pensamiento hacia su mujer e hijo,
y se imaginó durante un breve momento que fueran ellos los que se
encontrasen en una situación similar. La idea fue fugaz, pero notó como por la
espina dorsal un escalofrío le recorría el cuerpo y el bello se le erizaba. Todavía
oía el particular tono de voz usado por Pedro, sus pausas, y ese acento tan
característico que le confería un aire siniestro. Le inquietaba una persona así.

160
Capítulo XIII

La noticia de la desaparición de Marc Rhein corrió como un reguero de


gasolina entre los miembros y seguidores del POUM. Éstos —conocedores de
las antipatías que despertaban entre los comunistas, que habían expresado de
forma sutil— creyeron que el asesinato había sido obra de ellos. En algunos
círculos los ánimos se exaltaron, y se llegó, incluso, a plantear la conveniencia
de realizar alguna acción de venganza contra, en teoría, sus compañeros de
bando. Sus líderes, así como los miembros más destacados, pidieron sensatez y
cordura. Nada se podía demostrar, y hasta el momento todo eran conjeturas.
Por otro lado, creían que las autoridades se esforzarían en encontrar una
explicación plausible a lo sucedido, así como de localizar a los culpables.
En el lado comunista nadie dio importancia a lo ocurrido. Pensaban que
sería el resultado de algún asunto turbio en el que estaría metido el periodista.
No faltó, desde luego, alguna opinión que planteaba la hipótesis de que había
sido obra de los propios trostkistas, para poder culparles a ellos de lo sucedido
y pedir venganza. Todos decidieron estar a la expectativa, pero manteniéndose
vigilantes. La cuerda se iba tensando y el interés radicaba en saber por dónde se
rompería.

Para Eusebio Rodríguez el día parecía más luminoso de lo habitual. Orlov y


Pedro le habían transmitido sus sugerencias sobre cómo enfocar la entrevista
que en breves minutos debería mantener con el conseller Aiguadé. El
conocimiento de los detalles de la detención de Ramón y su compañera
permitía elaborar una añagaza muy bien planificada y con visos de
credibilidad. Estaba seguro que hoy sería su gran día. Como un niño al que se
envía a la compra y va recordando todo el rato los encargos recibidos,
Rodríguez iba haciendo un repaso mental de las argumentaciones que debía
utilizar. Orlov, con sus consejos y ánimo, le impelió a enfrentarse a la reunión
con seguridad y confianza.
Al entrar en el despacho de Aiguadé, comprobó que también estaba allí
Josep Tarradellas. Rodríguez se cuestionó si éste también asistiría a la reunión,
y, si en cierta forma, Aiguadé le estaba devolviendo la jugada de la comida con
Teo García La partida

Ovseienko. Los saludos fueron breves y formales, pero afectuosos.


—A usted le estaba esperando, Rodríguez —dijo Tarradellas.
—¿De qué se trata? —preguntó el jefe de policía, algo inquieto.
—Esta mañana, el presidente Companys ha recibido una llamada de Largo
Caballero interesándose por la desaparición del periodista Marc Rhein.
Rodríguez hacía evidente su incapacidad de comprensión con un ligero
sobresalir de su mandíbula.
—Parece que el padre del muchacho tiene cierto prestigio y amistades
dentro de la Internacional Socialista. Dadas las noticias que corren al respecto,
ha decidido tomar cartas en el asunto. La próxima semana llegará a Madrid
para después venir a Barcelona. ¿Hay algún nuevo dato? —preguntó
Tarradellas.
—No. De todas formas creo que es un poco precipitado. No hemos tenido
el suficiente tiempo y seguimos con nuestras investigaciones, pero el tema es
algo complicado.
—¿En qué sentido es complicado, Rodríguez?
—Para empezar no tenemos constancia fehaciente de su muerte. Sin
embargo, por los documentos hallados en su habitación, sabemos que no ha
dejado el país. Por otro lado, la persona que le acompañaba cuando abandonó
el hotel ha aparecido muerta en unas circunstancias algo... turbias.
—¿También se trataba de una periodista, no? —preguntó Tarradellas.
—Efectivamente. No descartamos que fuera él quien matara a la chica por
alguna cuestión amorosa, y que en vez de una desaparición se trate de una
huida. Seguimos estudiando todas las hipótesis y alternativas. Supongo que en
los próximos días tendremos más datos —mintió Rodríguez.
—Y el otro asesinado, ¿qué pinta en todo este asunto?
El conocimiento que Tarradellas tenía de la materia desconcertó a
Rodríguez, aunque sabía la dificultad de mantener un secreto en las actuales
circunstancias.
—Lo estamos investigando. Éste era uno de los temas que quería comentar
hoy con Artemio —explicó Rodríguez.
—Deberán disculparme, pero tengo otra reunión a la que debo asistir —dijo
Tarradellas, a modo de despedida, y para alivio del jefe de policía.
—¿Cómo se ha enterado de los detalles? —preguntó Rodríguez, ya a solas
con Aiguadé.
—Piense Eusebio, que yo como superior suyo y máximo representante del
orden, debería estar al corriente de cosas tan importantes como ésas, en vez de
enterarme por terceros. Póngase en mi lugar y comprenderá que no es nada
agradable que se te quede cara de bobo —reprochó Aiguadé.
—Lamento si con mi excesivo celo en la investigación no le he comentado
todo, pero ya que hoy teníamos previsto vernos, consideré que era más
adecuado hablar del tema con más conocimiento de causa. No interprete que
existe otro interés detrás de mi tardanza en informarle —volvió a mentir

162
Teo García La partida

Rodríguez, dándose cuenta de que Aiguadé no le había explicado la forma de


enterarse.
—Entonces, ¿qué quiere contarme? —preguntó Aiguadé.
—¿Recuerda nuestra última entrevista sobre la peligrosidad del POUM?
Esto es, digamos, una continuación a nuestra charla, pero con algunos datos
que le darán a entender el fundamento de nuestras sospechas. Lo que le voy a
explicar también tiene relación con la desaparición de Marc Rhein.
El que mostraba ahora curiosidad era el conseller de Governació. Rodríguez
comenzó a desgranar toda la sucesión de hechos: el descubrimiento de los
cadáveres y sus tendencias políticas; la identidad del segundo fallecido, y su
más que clara vinculación con la red de espionaje de Ramón Bartola, el nombre
de Ricardo y su actuación durante el prólogo de la sublevación en Barcelona en
el año 1936.
Aiguadé no decía nada, asimilaba toda la información que le proporcionaba
el jefe de policía. Rodríguez obvió los flecos que le impedirían mantener toda la
coherencia de la presunta colaboración de los trostkistas con los fascistas, pero
magnificó aquellos que servían a sus propósitos. Cuando terminó, tal como
esperaba, Aiguadé pidió aclaraciones.
—Sigo sin verlo tan claro como usted, Eusebio. Tengo la sensación de que
me oculta algo, no sé si con intención o bien por olvido.
—Todo lo que hasta este momento hemos averiguado se lo he explicado.
Comprendo que usted, primando más su lado político, vea ciertas carencias en
todo el asunto. Pero bajo un punto de vista estrictamente policial, creo que está
muy claro. Tal como le he dicho, tanto la chica como Rhein tenían marcadas
tendencias hacia el POUM. Es evidente que algo estaban tramando con los
fascistas, y ahí es donde interviene el otro muerto, que hemos vinculado de
forma clara a una red de quintacolumnistas. Se les ha intervenido planos,
mapas, objetivos y armamento. No entiendo ahora sus reticencias.
—Bien, aceptando que fuera así, ¿quién los mató y por qué? —preguntó
Aiguadé.
—Eso es lo que no sabemos. Algo estarían urdiendo o pactando, y por lo
que fuera, se decidió que eran personas molestas. Lamento no poder ser más
concreto en mi respuesta.
—¿Ha reconocido ese tal Barnola alguna vinculación con la trama, con
Rhein, la chica o el otro muerto? —se interesó Aiguadé.
—No, pero eso creo que favorece nuestras sospechas de que detrás de todo
esto existe un objetivo más complejo. Todos los miembros de la red debían
actuar de forma coordinada, pero sin conocerse. A lo mejor, por eso mataron a
los dos, para proteger el resultado de la operación.
Aiguadé seguía sin verlo claro, pero temía que no fuera lo suficientemente
objetivo en sus valoraciones. Lo que le transmitía Rodríguez tenía sentido, y era
cierto que quedaban zonas oscuras, pero creyó que había fundamento para
comenzar a mal pensar de los trostkistas. Éstos habían dado muestras de que no

163
Teo García La partida

se iban a conformar con el papel de comparsas en la actual situación política, y


podría ser que hubieran decidido tomar el poder, hasta ahora vetado, por la
fuerza de las armas. En ese campo estaban muy seguros de su fortaleza.
—¿Se han planteado la posibilidad de que fueran los comunistas quienes
intervinieran en el asunto, quitando de la circulación a sus enemigos? —
preguntó Rodríguez.
—Eso está descartado. Piense que si así fuera, serían más útiles vivos, ya
que podrían explicar toda la mierda que se esconde detrás del asunto.
Convénzase, Aiguadé, tenemos razón, no cierre los ojos a lo evidente. Olvídese
de sus reticencias políticas y acepte que detrás de nuestra investigación no hay
ningún otro interés que no sea salvaguardar la unión del frente antifascista que
hemos formado todas las fuerzas. Los únicos que aún siguen cubriendo el
expediente son los anarquistas y trostkistas, es decir, el POUM. Ellos siguen con
sus propios planes, que huelga decir, son contrarios a los nuestros, al menos, en
este preciso momento de la guerra.
Al igual que una piedra cuando comienza su descenso por un barranco
lleva poca velocidad, y luego la aumenta, las ideas de Aiguadé también
comenzaron a cambiar rápidamente. No quería cerrarse a lo que empezó a
considerar obvio. Los resultados de una equivocación semejante podrían ser
catastróficos, no sólo para él, sino para el resultado final de la guerra.
—El tema está un poco más claro, pero no me ha convencido del todo. Lo
comentaré con Tarradellas y después... ya veremos.
—¿También lo comentará con el presidente Companys? —preguntó
Rodríguez.
—De eso se encarga Tarradellas —contestó Aiguadé.
Éste se levantó indicando que la reunión había llegado a su fin. Rodríguez
captó el significado e hizo lo propio. Mientras se estrechaban las manos,
Aiguadé planteó una última pregunta.
—¿Y de ese tal Ricardo, qué se sabe?
—Por desgracia nada. No hemos encontrado ninguna evidencia que nos
pueda indicar de quién se trata. Hemos comenzado a desarticular el resto de la
red, y podría ser que alguno de sus miembros nos aportara información para
ayudar a detenerle o identificarle. Ya veremos.
—Recuerde, Rodríguez, que debe mantenerme informado de cualquier
novedad, máxime, si en cierta forma, Companys va a tener que dar
explicaciones de la desaparición de Rhein.
Rodríguez asintió de forma sospechosamente excesiva, pero asintió.

Anselmo seguía con la investigación de los asesinatos. La auténtica


identidad del segundo muerto, Nicolás, no aportó nada. No tenía ningún tipo
de antecedente policial ni filiación política conocida. La dirección señalada en

164
Teo García La partida

su cédula era real, y hacia allí se dirigían Anselmo y Paco. Por la zona en la que
estaba situado el domicilio, el barrio gótico, Anselmo supuso que sería un
inmueble antiguo; eso significaba escaleras largas, estrechas, y al llegar tuvo su
confirmación. En el buzón constaba sólo el nombre del muerto. Subieron por los
escalones, de ladrillo con reborde de madera antigua, y llamaron al timbre, pero
sin respuesta alguna. Habían llevado un llavero encontrado entre los efectos
personales del difunto, y fueron probando varias llaves hasta que una encajó
haciendo girar el bombín de la cerradura. Antes de entrar, entreabrieron la
puerta con sus armas prestas. La vivienda estaba a oscuras y un olor, a cerrado
y viejo, impregnaba todo el ambiente. Anselmo, a tientas, hizo girar el
interruptor del recibidor. Con cautela y desconfianza, fueron entrando hacia el
interior hasta confirmar que el piso estaba deshabitado. Los indicios señalaban
que sólo vivía una persona, aunque en uno de los armarios encontraron ropas
de una mujer mayor. Todo estaba ordenado, nada desentonaba: plantas
cuidadas, cocina recogida y camas hechas. Registraron todos los rincones de la
vivienda, y después de quebrantar la meticulosidad de la vida cotidiana del
antiguo morador, no obtuvieron ningún resultado. Nada indicaba que el
inquilino tuviera alguna actividad fuera de lo normal. Interpretaron que le
gustaba la filatelia, a juzgar por la colección de sellos, y también leer la prensa,
ya que amontonados en una estantería había un gran número de periódicos,
todos ejemplares de La Vanguardia. Se disponían a marchar, pero Anselmo tenía
esa sensación, que todas las personas sienten al partir de viaje, de que algo
queda olvidado. Le costaba darse por vencido, no podía cerrar el círculo. La
aparición del cadáver del hombre, junto con el de la inglesa, le indicaba que
algo les pasaba por alto, pero no sabía qué. Paco no era de gran ayuda, más que
registrar, ahora estaba fisgando. Anselmo volvió a recorrer todas las
habitaciones del piso, una por una, fijándose en cualquier detalle que le pudiera
indicar un escondite. No fue capaz de encontrar nada y decidió finalizar. El
hombre tendría otro escondrijo, o bien, no tenía nada que esconder. Aunque
sólo fuera para satisfacer su curiosidad, le hubiera gustado preguntárselo al
cadáver, pero por desgracia, o fortuna, los muertos no hablan.

Ricardo estaba preparando su encuentro con el segundo miembro de apoyo


que tenía en Barcelona. Esta vez el contacto se produciría en la estación de
metro de la plaza de Catalunya. Era el lugar perfecto: aglomeración, prisas y
constante movimiento de trenes. Si había algún problema, el número de salidas
que la estación tiene le permitiría poder escapar con facilidad. Quería precipitar
los hechos, y por este motivo su próxima actuación sería al día siguiente. A
veces era impaciente en la consecución de resultados, pero no creía en la
máxima de que las prisas son malas consejeras, porque muchas veces es
conveniente utilizar un catalizador para acelerar la reacción química, y
consideraba que éste era uno de esos momentos.

165
Teo García La partida

Estuvo entrando y saliendo de la estación durante una hora. La ventaja que


para él tenía un lugar de esas características también se convertía en
inconveniente: sería difícil controlarle, pero aun más ser el controlador.
Conforme el tiempo pasó se convenció de la seguridad del sitio. Para ese
encuentro la puntualidad era primordial, no podía quedarse en un andén
dejando pasar los trenes. La fórmula de encuentro sería la conversación sobre la
máquina Underwood. Con la antelación precisa, vio cómo su contacto bajaba
las escaleras que daban paso a los andenes. Según el plan acordado, ambos
tenían que entrar en el convoy, bajar por la puerta contraria y entrar en el otro
tren, que si todo seguía su horario corriente, estaría estacionado. La
configuración de la estación favorecía tal maniobra, y a la menor sospecha,
Ricardo abortaría la operación. Era importante comprobar si una vez realizado
el intercambio de trenes alguien imitaba el movimiento.
Su tren estaba ya presto a salir, pero el otro iniciaba la maniobra de llegada.
El tiempo sería un poco justo, pero Ricardo entró. A dos vagones de distancia,
observó como el otro le imitaba. Ricardo fue hacia la puerta contraria, apurando
al máximo antes de volver a bajar, y cuando la señal de cierre de puertas sonó,
bajó. Algunas personas se fijaron en su gesto, ya que uno de sus brazos casi
quedó atrapado. Como si hubiera cometido un error, fue hacia el otro tren. Al
mirar por encima de su hombro, comprobó que sólo otra persona había hecho
lo mismo; hasta el momento todo se desarrollaba según lo previsto. No tomó
asiento, se mantenía expectante controlando el andén; pero cuando el ferrocarril
empezó a moverse, se relajó: todo iba, y nunca mejor dicho, sobre raíles.
Hasta llegar a Vallvidrera disponían de suficiente tiempo para hablar. El
contacto tuvo la perspicacia de buscar una zona del vagón poco concurrida.
Ricardo esperó hasta la siguiente estación para, confundido con el bajar y subir
de los pasajeros, aproximarse.
—¿Es usted el de la máquina Underwood? —preguntó Ricardo.
—Sí —respondió la otra persona, algo tensa.
Durante un corto espacio de tiempo hablaron de máquinas de escribir, pero
fue Ricardo quien dio un giro a la conversación.
—En la próxima estación bájese y sígame la corriente.
Para cualquier observador eran dos conocidos hablando de temas
intrascendentes. Al llegar a la estación siguiente bajaron y escenificaron una
despedida.
—De aquí a un cuarto de hora, nos encontramos en el andén con dirección
a Barcelona —dijo Ricardo, aprovechando el estrechar de manos para
comunicar instrucciones.
Hablaba, sonriente, sin que sus palabras tuvieran concordancia alguna con
sus gestos. Abandonaron el lugar para volver a encontrarse a los quince
minutos. Ahora Ricardo tenía la completa seguridad de que nadie los vigilaba.
Se sentaron en uno de los bancos de madera que tenía la estación, y en el
espacio que había entre ellos, Ricardo depositó el periódico que había

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Teo García La partida

comprado. Ricardo fue directo en sus instrucciones, no hubo presentaciones ni


preámbulos.
—Mañana, a las doce del mediodía, nos encontraremos en la puerta
principal de la estación de Francia. Yo llevaré una maleta y usted sea puntual. A
la una y cuarto debemos estar en el cruce de Vía Layetana con la calle Ferran. Es
necesario que traiga usted las pistolas y cuatro granadas de mano. Deje su
documentación en casa, pero por si tiene algún problema, dentro del periódico
hay un aval que le puede servir como salvoconducto.
El hombre lanzó un vistazo a su alrededor antes de coger la prensa; todo
seguía tranquilo. Al mirar el aval, se sorprendió que estuviera expedido a su
auténtico nombre, pero no hizo preguntas, sabía que no le serían respondidas.
Ricardo no adelantó ningún detalle de la operación a desarrollar al día
siguiente, creía que era mejor así. Durante el trayecto desde la estación de
Francia, ya tendría tiempo de explicar los pormenores de la acción.
Un pitido anunció que un tren llegaba y se levantaron para subir en él. El
contacto creía que regresarían juntos, pero un segundo antes de partir, Ricardo
repitió la operación y salió precipitadamente. La otra persona le miraba
sorprendido mientras se alejaba, pero sabía que en su oficio toda precaución es
poca.

Después de abandonar el despacho de Aiguadé, Josep Tarradellas acudió a


una entrevista protocolaria, la recepción de un grupo de periodistas extranjeros,
a la que también asistiría Lluís Companys. Ambos se habían percatado de la
importancia que podía tener, para los intereses del bando republicano, una
correcta propaganda en el resto de Europa. En este punto, los sublevados
también les estaban ganando la partida por la mano, ya que los actos de
indisciplina y matanzas ilegales eran magnificados hasta extremos increíbles, y
esto provocaba que desde otros países se tuviera una imagen de la zona
republicana nefasta, sumida en el caos y el desorden. Los asesinatos de
sacerdotes y católicos tuvieron como consecuencia directa que el propio
Vaticano diera su visto bueno a las fuerzas alzadas como representantes y
guardianes del catolicismo a ultranza. Algunos de los corresponsales allí
presentes, sobre todo los ingleses y americanos, hicieron varias preguntas sobre
dicho tema. Para Companys y Tarradellas les era difícil esconder lo evidente.
Como estrategia decidieron aceptar los actos vandálicos ocurridos, pero con
una seria promesa de investigar y depurar responsabilidades.
—Por desgracia, todos sabemos que se han producido actos y hechos
reprobables. Ahora es tarde para reparar los daños sufridos en bienes y
personas, pero es nuestra firme intención investigar y castigar a los culpables.
La República española es un régimen democrático, sujeto al orden legal
establecido, y no consentiremos que incontrolados y asesinos menoscaben
nuestra imagen de gobierno de orden. Les anuncio que el pasado día 4 de

167
Teo García La partida

marzo, publicamos un decreto por el que todas las fuerzas del orden quedan
unificadas bajo un mando único de la Generalitat. En el mes de abril, se ha
nombrado una comisión específica para aclarar los sucesos ocurridos. Presidirá
la comisión el juez Bertrán de Quintana, con reconocido prestigio como letrado
y miembro de la Judicatura. Tiene poder total y absoluto. Las conclusiones a las
que llegue serán vinculantes para este gobierno que tengo el honor de presidir.
Con posterioridad, se aplicará la ley y caerá con todo su peso sobre aquellos que
no la hayan respetado. ¿Tienen alguna pregunta más que hacer, caballeros? —
dijo Companys, intentando resultar creíble.
Los enviados tomaban notas de lo escuchado, mientras algunos disparaban
sus máquinas fotográficas.
—Señor presidente, ¿cree usted que los miembros anarquistas y trostkistas
acatarán ese decreto y pondrán fin a sus actividades? Y, por otro lado, si no
fuera así, ¿qué actuaciones tiene previstas la Generalitat al respecto? —preguntó
uno de los asistentes.
—Deben tener claro que todas las fuerzas políticas involucradas en la lucha
contra los fascistas persiguen un mismo objetivo: la derrota de esos enemigos
de la democracia. No existen fisuras ni grietas en nuestro pacto, por ello
acatarán las leyes que dicte este gobierno. No nos hemos de plantear hipótesis
que resultan descabelladas.
—¿Qué nos puede decir sobre la desaparición de nuestro compañero Marc
Rhein, presidente? —preguntó, otro de los articulistas convocado a la reunión.
—Las investigaciones siguen su curso normal, y estamos convencidos de
que en los próximos días tendremos novedades. Comprendan que por la
especial naturaleza de esas investigaciones, y para salvaguardar la discreción
necesaria, no pueda darles más datos —respondió Companys.
Los periodistas hubieran continuado haciendo más preguntas, pero había
llegado el momento de poner fin a la reunión, y más, si se entraba en temas tan
concretos. Tarradellas pretextó otro compromiso del presidente Companys para
finalizar. Antes de marchar, todos los presentes se hicieron la fotografía de
rigor.
Al quedarse solos, Companys y Tarradellas estuvieron comentando el
transcurrir de la rueda de prensa. Todo lo explicado había sido muy creíble,
pero no siempre sujeto a la verdad más estricta. La verbigracia de Companys se
manifestaba en actos como el anterior.
—¿Está usted convencido que los anarquistas acatarán nuestro decreto,
señor presidente? —preguntó Tarradellas.
—Por supuesto que no. Sé que nos plantearán serios problemas. Además,
en todos esos asuntos no sólo están los anarquistas y compañía, sino también
miembros del PSUC y de la UGT, y para agravar la situación, tienen
representación en el gobierno, con lo que nos costará mucho contrarrestar su
poder. Lo que más temo, es que, si los comunistas ganan terreno, nos podemos
encontrar en la situación de que, desde Madrid, nos hagan poner el freno, con

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Teo García La partida

lo que quedaríamos, una vez más, como los tontos del barrio; pero ya veremos.
Es lo que hablamos el otro día, Josep. Con anarquistas y trostkistas siempre
vamos a tener graves diferencias, y eso se traduce en una desunión que nos
debilita. Por desgracia, no todo el mundo tiene una idea tan clara al respecto.
—Señor presidente, ya que ha hecho mención a nuestra conversación, creo
que debemos tratar un tema que desde hace varios días colea, por decirlo
llanamente, sobre mi mesa —explicó Tarradellas.
—¿De qué se trata, Josep?
—Aiguadé mantuvo una reunión con Eusebio Rodríguez y Vladimir
Ovseienko. Le propusieron la posibilidad de eliminar a los elementos
trostkistas.
—¿Eliminar? —preguntó Companys, siendo consciente de la ambigüedad
del término.
—Ésa fue la palabra utilizada. No obstante, creo que, dada la natural
tendencia a exagerar que demuestran los rusos, podían referirse a quitar de la
escena política.
Tarradellas comenzó una explicación más detallada de las reuniones que
habían tenido Aiguadé y Rodríguez, así como de las sospechas de colaboración
con los fascistas. Companys, en este punto, se mostró desconcertado.
—¿Colaborar con los fascistas? Tal como he dicho, esa gente tiene especial
querencia a la dramatización, a ver enemigos en todos los lugares y personas.
No puedo dar crédito a esa suspicacia. Además, debe usted pensar que si detrás
de todo está Rodríguez, actuará más en función de sus intereses de partido y
directrices que al sentido común; si es que alguna vez lo ha tenido.
—Entonces, ¿qué instrucciones debo dar a Aiguadé? Es un tema que, me
consta, le tiene muy preocupado. Parece ser que Rodríguez le está presionando
para que tome una decisión al respecto —dijo Tarradellas.
—Pues que aguante las presiones, que para eso ocupa el cargo —contestó
Companys, algo molesto—. Aun así, hemos de tener presente que a nosotros
nos interesa que los anarquistas y trostkistas pierdan algo de poder. No todo,
pero sí lo suficiente para no tener que vernos en la situación actual de ser sus
siervos. Estará de acuerdo conmigo en que el gobierno no puede verse
involucrado en historias de ese tipo. Imagínese que se decide actuar contra ellos
y la cosa sale mal. Nosotros mismos nos habríamos situado en una posición
muy incómoda, con poca credibilidad, mientras ellos volverían a salir
fortalecidos y siendo nosotros ahora el objetivo a derribar.
Companys, al finalizar, guardó silencio sopesando las diferentes
posibilidades que existían. Seguía siendo un firme defensor de la unidad de
acción por parte de las diferentes fuerzas políticas, pero consideraba que el
cisma que podían provocar los dos grupos acarrearía graves problemas.
También existía otra opción, y era que los comunistas hicieran el trabajo de zapa
eliminando de la escena política a los disidentes. Esto le brindaría a Companys
la oportunidad de cumplir su objetivo.

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Teo García La partida

—Vamos a hacer una cosa, Tarradellas. Oficialmente, nosotros no hemos


hablado de esta cuestión. Le comunica a Aiguadé que el gobierno de la
Generalitat no se involucrará en maniobras de ese estilo; debe ser él quien
actúe. Yo confío en nuestro conseller de Governació, pero respecto a sus tratos
con Rodríguez debe actuar como freno de cualquier movimiento que pretenda
hacer de forma unilateral. Ahora bien, Aiguadé también conoce las dificultades
que nos causan anarquistas y trostkistas. Si ve una opción clara de dejarles en
situación de vulnerabilidad, para luego poder actuar más claramente contra
ellos, que la aproveche. Disculpe si vuelvo a repetirlo, pero es con ánimo de
enfatizar; nosotros no sabemos nada, deberá ser él quien asuma las
consecuencias y responsabilidades. ¿Qué piensa usted? —se interesó
Companys.
—Ya sabe que nunca he sido partidario de colaborar con comunistas, pero
si es factible una maniobra de esas características, y el resultado es positivo,
creo que nos habremos quitado un serio problema de encima. Antes de
marcharme debo ver a Aiguadé, que hoy tenía otra reunión con Rodríguez y
supongo que tendrá novedades al respecto. Aprovecharé para transmitirle sus
instrucciones.
—No, Tarradellas. Yo no he dado instrucciones. Usted tiene que enfocarlo
como meras sugerencias, y así debe entenderlo él. Aiguadé debe comprender
que nosotros ni sabemos nada, ni queremos saber algo.
Tarradellas miró en silencio a Companys. Intuía que una acción de ese tipo,
en un ambiente tan crispado y con el mosaico de intereses políticos tan
presente, era como entrar en el barro de una ciénaga; pero no dijo nada.
—Otra cosa, Josep, insístale en que nos transmita al momento cualquier
información novedosa respecto a la desaparición de Rhein. Temo que me van a
estar agobiando con preguntas sobre ese desdichado asunto. Ya ve, Josep, como
va esto. Cada día mueren cientos de personas y nadie pide explicaciones; sin
embargo, desaparece un periodista que, con toda seguridad, metió sus narices
donde no debía, y todos debemos movilizarnos. En fin, cosas de la vida —dijo
Companys, marchando.

Anselmo estaba inquieto en la oficina, seguía pensando en el registro


efectuado. Cuando llegó Carreras, le explicaron su visita al piso. El comandante
hizo varias preguntas para tener la certeza de que no habían pasado nada por
alto. Ahora todos estaban a la espera de que llegara Eusebio Rodríguez para
comentar con él los pocos resultados y planear la desarticulación del resto del
grupo. Si los datos proporcionados el día anterior eran ciertos, sería cosa
sencilla. Anselmo tenía ganas de irse a casa y olvidar su trabajo y las
preocupaciones que le ocasionaba. Antes no era así, una vez que salía por la
puerta, todo quedaba olvidado en el acto, pero últimamente le costaba un poco
más desconectar su mente y pensamientos de las situaciones que vivía o

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Teo García La partida

presenciaba.
Un cigarrillo le ayudaría a relajarse, le apetecía fumar, pero el tabaco
escaseaba y sólo tenía para tres cigarros. Él y Paco compraban una aromática
mezcla, a 0,35 pesetas, que luego compartían. En los pasillos del metro, y otros
lugares, podían encontrarse chiquillos que vendían cigarrillos ya liados, pero
con un sensible sobreprecio. Anselmo decidió que fumaría ahora, ya intentaría
conseguir de camino a casa más picadura. Mientras liaba el cigarrillo llegó
Rodríguez, y, pisándole los talones, Paco. Éste último lanzó una mirada
codiciosa hacia el pitillo escuálido de Anselmo. Dadas las penurias a las que
tenían que enfrentarse los fumadores, la antes tan común costumbre de ofrecer
tabaco quedó olvidada. Ahora primaban las propias necesidades en detrimento
de la cortesía, pero no le pasó desapercibido el vistazo de Paco, y una vez liado
el cigarrillo, le dio la mitad.
Rodríguez no se contrarió por las noticias que le transmitió Carreras,
quedaban muchos elementos por detener, que algo nuevo aportarían, y no era
necesario ser pesimista. La única duda que se les planteó fue si arrestar a todos,
o bien, contemplar la posibilidad de usarlos para sus propios intereses como
fuente de desinformación. El jefe de policía no estaba muy conforme con
tácticas que, si fueran empleadas, dejarían fuera de su control cualquier
operación vinculada a la red que acababan de descubrir. Rodríguez prefería
detener a todo el mundo para luego comprobar si podían dar más información.
—Déjese de experimentos, Carreras. Lo mejor es tenerlos a todos en el saco
—dijo Rodríguez.
—Algunos no han sido localizados todavía, pero la mayoría ya están siendo
vigilados —explicó, el comandante.
—Esta noche detengan a todos los que puedan —ordenó Rodríguez.
Anselmo y Paco escuchaban, sabían que esa jornada sería ajetreada, pero
ellos libraban esa noche y no tendrían que trabajar. Anselmo deseaba descansar,
y con disimulo le hizo una señal a Paco para marchar.
—¿Te llevo a casa, Anselmo? —ofreció Paco.
—Gracias, pero déjame en el bar Jaime, quiero tomar algo.
Anselmo pensó que le convenía relajarse charlando con algún amigo.
Consideraba que pasar por el bar era un paso previo, y necesario, antes de ver a
su esposa e hijo. Era como la ducha que se da el minero antes de llegar a su
hogar, para no ensuciar con la carbonilla a sus objetos y seres queridos. De
todas formas, se hizo la promesa de no alargar mucho su estancia en el bar.
Al entrar, vio en una mesa a Clavijo que estaba solo. Anselmo le hizo un
gesto con la mano, pero antes de sentarse fue hacia la barra.
—Buenas tardes, Jaime, ponme una cerveza —pidió Anselmo.
La risa que exhibió el dueño le hizo sospechar que no bebería, y por su
pregunta lo entendió.
—¿Y eso qué es? —preguntó Jaime, irónicamente.
—Vale, pues un coñac —pidió Anselmo, provocando nuevas risas.

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Teo García La partida

—Si lo traes tú, me lo das y te lo sirvo en un vaso —fue la jocosa respuesta


de Jaime.
—Joder, pues vaya mierda de bar, ¿qué se puede tomar entonces? —
preguntó.
—Anís, vino y ginebra, aunque ya sé que eso es bebida de putas, pero no
dirás que no hay oferta —contestó el propietario.
Anselmo, poco amante de las bebidas dulces, que consideraba más del
gusto de su amigo Clavijo, se decantó por un vaso de vino.
—¿Qué, Clavijo, cómo estás? —preguntó Anselmo.
—Leyendo la prensa, poco más puedo hacer.
Nadie conocía con exactitud cuáles eran las actividades de Clavijo. No se le
conocía trabajo estable alguno, pero Anselmo sabía que algunas pesetas se
ganaba haciendo prendas de ropa y arreglos que su madre le proporcionaba de
vecinas y conocidas. Clavijo tenía grandes dotes para el manejo de aguja e hilo.
Algunas malas lenguas, que siempre habían abundado, expandían el bulo de
que tenía un amigo rico que le mantenía. Con un simple vistazo, era evidente
que Clavijo también estaba sujeto a las restricciones que la guerra había
impuesto. Si existiera tal amigo, el presumido Clavijo no luciría en una de sus
solapas, como si de una condecoración se tratase, un remiendo en la tela.
—Anselmo, ¿puedo pedirte un favor?
—¿Qué quieres? Mientras no sea dinero o comida, puedes darlo por hecho.
—No tendrás algo de tabaco, ¿verdad?
Anselmo lució una cara de circunstancias, sólo le quedaba picadura para
dos finos cigarrillos, pero no quería ser mezquino con su amigo.
—Es «Flor de Andamio» —avisó Anselmo, haciendo mención del nombre
coloquial que se daba a un tabaco basto, resultado de aprovechar colillas.
—Pijo, me da igual. Me sobra papel de fumar, pero no tengo con qué
llenarlo. Así es la vida, cuando te dan pan no tienes dientes —sentenció Clavijo.
Anselmo lió los pitillos delicadamente para no derramar ninguna de las
preciadas hebras, y luego se los fumaron deleitándose con las volutas de humo
que iban ascendiendo hacia el techo del local. Éste mostraba un color
amarillento, señal de que con anterioridad el consumo de tabaco había sido más
extenso.
Anselmo preguntó por el resto de sus amigos, a los que hacía varios días
que no veía por el barrio o en el bar, pero Clavijo no pudo dar más referencias.
Estuvieron hablando de temas intrascendentes, y cuando Anselmo notó
que la conversación decaía decidió marcharse. La calidad del vino tampoco
invitaba a repetir la consumición. Clavijo seguiría distraído un rato más con los
periódicos.
Más despejado de sus pensamientos, Anselmo se encaminaba hacia casa
cuando empezó a sonar el ulular de las sirenas, que indicaban el próximo inicio
de un bombardeo. Corrió todo lo que sus piernas le permitían, su intención era
encontrarse con su familia y dirigirse al refugio. Algunas personas ya se

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Teo García La partida

encaminaban raudas hacia el amparo que proporcionaba la instalación recién


inaugurada. Al llegar a su portal, tuvo que iniciar el ascenso luchando contra
los vecinos que pugnaban por salir del edificio; esto era complicado, ya que
algunos incluso bajaban enseres. La estrechez de la escalera hacía el cruce
difícil, y los gritos de la gente, mezclados con el pánico y el continuo sonido de
las sirenas, hacían que la escena tuviera tintes dramáticos. Allí sólo servía la
fuerza y el instinto de supervivencia que tuviera cada uno. Algún anciano que
demostraba dificultad para bajar era rebasado sin miramientos, aquello era un
microcosmos en el que se reflejaban las teorías evolutivas basadas en el más
fuerte y capaz. Por suerte, María con su hijo ya se dirigía también hacia la calle,
y Anselmo no tuvo que llegar hasta el final de la escalera. Cogió a Juan en sus
brazos y los tres corrieron buscando la protección. Al llegar a la puerta del
refugio, un encargado intentaba ordenar la entrada de personas para que no
hubiera heridos, pero la tarea se le hacía harto difícil por la estrechez de las
escaleras de bajada. Mientras Anselmo descendía, una sensación de agobio le
iba invadiendo. Al finalizar el tramo de escalones, tuvo ante sí un largo pasillo,
iluminado con una mortecina luz, que daba a las caras y expresiones unos
rasgos y colores peculiares. Unos bancos alineados junto a la pared servían para
acomodar a las personas, con preferencia para mujeres, niños y ancianos. Al
final del largo tubo, existía un retrete y una pequeña sala habilitada como
botiquín. Juan, un poco inquieto, volvió a encontrarse con compañeros de
juegos del barrio, y esto hizo que se distrajera, ajeno al drama que en la
superficie comenzaría a vivirse. La presencia de tantos seres humanos produjo
que la humedad y el calor comenzaran a ser más evidentes. El olor típico de las
aglomeraciones humanas en sitios cerrados se expandía velozmente. Era un
tufo mezcla de sudor, cuerpos, pies, alientos, ropas no demasiado limpias y
orina; en definitiva, el olor del miedo. El claustrofóbico ambiente iba haciendo
mella en los nervios de Anselmo. María reparó en ello, y en un intento para
tranquilizarle, cogió la mano de su marido. Éste respiraba profundamente y con
más velocidad de lo normal. Anselmo notaba su cabeza embotada, le gustaría
salir corriendo del lugar. Un sordo rumor comenzó a oírse con más claridad: era
el ruido de los motores de los aviones, que como un siniestro prólogo
anunciaba el inicio de las explosiones. Anselmo intentó buscar alguna
distracción, y situó su atención en el interior del refugio: el techo era curvo y
recubierto de baldosas, en las que se iba acumulando el vapor desprendido por
la respiración, y las paredes, hechas mediante un encofrado de hormigón, no
tenían revestimiento alguno. Para su sorpresa, había personas que hablaban de
temas cotidianos como si de una sala de espera se tratase, pero él no estaba
hecho para estos ambientes. Comenzaron a oírse las explosiones, que quedaban
amortiguadas por la distancia. Muchas personas elevaban su mirada al techo,
como si estuvieran dotadas de poderes sobrenaturales que les permitieran una
visión del exterior. Otras detonaciones, con más fuerza, también eran
perceptibles. Alguien aclaró que se trataba de los cañones antiaéreos. El inicio

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Teo García La partida

de su tronar fue recibido con aplausos y gritos de ánimo. Anselmo notaba como
le molestaba el cuello de su camisa y su cinturón; parecía que su ropa había
encogido varias tallas. No podía soportarlo más y se puso de pie. María le
volvió a coger de la mano, y con su pulgar le prodigaba unas caricias, que en
condiciones normales desagradaban a Anselmo, pero que en esa situación
agradeció. Volvió a tomar asiento para esforzarse en estar más tranquilo y
relajado. Anselmo se sorprendió por su reacción. Él había estado bajo las balas,
en peleas y tumultos, en situaciones en las que sabía con certeza que su vida
corría peligro, pero nunca había notado la sensación de estar enterrado en vida
que ahora percibía. Por el desconocimiento de esa emoción, su nerviosismo
seguía aumentando, aproximándose peligrosamente al pánico.
Dos explosiones seguidas, y con una especial intensidad, indicaron que las
bombas estaban próximas. Anselmo, como el resto de los mortales, sabía que un
día u otro debería morir, pero si algo le causaba auténtico pavor era morir
asfixiado. El miedo, que muchas veces dispara la imaginación, hizo que
Anselmo tuviera la imagen del techo del refugio derrumbándose sobre los allí
concentrados. Notaba su corazón latiendo a un ritmo frenético, parecía que iba
a estallarle el pecho. Continuaba mirando a su alrededor para intentar
tranquilizarse, pero la apreciación de la realidad quedaba distorsionada por el
miedo. Por su cabeza le pasaban imágenes olvidadas: recuerdos de sus padres,
de su infancia y juventud. Una gran detonación le devolvió a su actual
existencia, y algunas personas, que momentos antes estaban distraídas,
emitieron algún chillido. Todos pensaban que la siguiente explosión sería más
cercana, pero no se produjo. Poco a poco, las detonaciones se fueron alejando.
Incluso sabiendo que la ventilación estaba asegurada, Anselmo notó que le
faltaba el aire. Tras unos minutos, que se hicieron eternos, el sonido de las
sirenas indicó que el ataque aéreo había finalizado. Anselmo no se lo pensó dos
veces y se dirigió rápidamente hacia la salida, que el encargado estaba abriendo
en ese momento. Nunca le había gustado subir escaleras; pero, quizá, fue la
única vez en su vida que sintió una emoción incontenible cuando, de dos en
dos, ascendió hacia la superficie otra vez. Flotaba un polvillo molesto en el aire,
pero le era indiferente, y aspiró a grandes bocanadas el aire del exterior. Se
agachó en cuclillas mientras su estado se iba normalizando. El contacto de una
mano sobre su cabeza hizo que al girarse, se encontrase con su hijo, que le
miraba algo asustado. Detrás estaba María, también le miraba, pero no dijo
nada. Anselmo se incorporó algo ofuscado. De camino a casa, vieron el
resultado de la explosión cercana que habían notado. Una bomba había
impactado en una parte de la fábrica Campabadal, que se había convertido en
un objetivo, ya que se dedicaba a la fabricación de munición. Anselmo cogió a
Juan en sus brazos y se mantuvo callado durante el camino de regreso.
Al llegar, miró directamente a los ojos de María.
—No pienso volver a bajar nunca más —dijo Anselmo.

174
Capítulo XIV

La entrevista que Rodríguez mantuvo con Aiguadé sirvió para que el jefe de
policía tuviera la certeza de que su superior no sería un hueso fácil de roer.
Rodríguez intentó transmitirle tranquilidad, dando una imagen de
transparencia y ánimo colaborador. Creía que lo había conseguido, pero
después ya aumentaría la presión para conducirle hacia sus postulados. Sin
embargo, para Aiguadé, el tema que más inquietud le producía no se había
resuelto. En la reunión que iba a mantener con Tarradellas esperaba zanjar de
una vez el asunto. Buscaba afirmaciones y concreción, ya que le gustaba saber el
terreno que pisaba. Tarradellas era un hombre muy estricto en cuanto a tiempo
se refería, no sólo con el suyo, sino también con el de los demás, y Aiguadé fue
puntual.
En cuanto se hubieron instalado en dos sillones, sin mesas de por medio,
Tarradellas comenzó a tratar el delicado asunto.
—Ayer estuve hablando con el presidente sobre el ofrecimiento que le hizo
Rodríguez. Puedo adelantarle que le causó tanta sorpresa como a mí, pero la
verdad es que no debemos tomarlo muy al pie de la letra, Aiguadé.
Éste guardaba un mutismo absoluto, intentando comprender lo que sin
duda sería una conversación en tonos muy sutiles y abundancia de mensajes
inquietantemente ambiguos. Su actitud hoy volvería a ser pasiva e intentaría
que, pretextando poca claridad, el conseller tuviera que ir descubriendo sus
verdaderas intenciones de una forma más clara. Aiguadé conocía lo habilidoso
que podía ser Tarradellas.
—Es notable y espero que para usted también, que el presidente siempre ha
sido públicamente un firme defensor de la unidad de las fuerzas políticas en
esta lucha que nos ha tocado librar contra el fascismo. Por ello, él no puede
verse comprometido en actuaciones que con posterioridad, y en función de un
resultado adverso, pusieran en peligro su situación personal al frente del
gobierno de la Generalitat. Valore lo que ocurriría si el puesto fuera ocupado
por una persona vinculada a un partido menos moderado o con intereses
diferentes a los nuestros. Con toda seguridad, esa situación nos llevaría en un
primer momento a nuestra propia destrucción y en un segundo, a una seria
pérdida de identidad política para Catalunya. Como le será fácil comprender,
Teo García La partida

eso no podemos consentirlo —explicó Tarradellas.


—Está claro, pero hasta el momento no me ha dicho nada que yo no
supiera antes de entrar aquí —dijo Aiguadé, aplicando su táctica.
—Tampoco espere grandes resultados de nuestra conversación. Ya le he
dicho que el presidente le ha dado una importancia relativa al ofrecimiento.
Otra cosa es lo que yo interpreto que debería ser nuestra forma de actuar al
respecto, Aiguadé.
—Cuando dice nuestra, ¿se refiere a nosotros dos o al conjunto del gobierno
de la Generalitat? —intentó aclarar Aiguadé.
—Creía que estaba claro que esta conversación es entre usted y yo. Ya le
dije que de estos temas me encargaría yo personalmente de hablarlos con
Companys. Volviendo a nuestro pequeño conflicto —dijo Tarradellas,
acompañando la expresión de una sutil sonrisa—, me alegra comprobar que
también percibe los múltiples riesgos que comportarían aventuras de esa
índole. Sin embargo, ambos sabemos lo vital que resultaría para nuestros
propios intereses poder desembarazarnos de... compañeros de viaje tan...
incómodos. Usted ha sido testigo en numerosas ocasiones de la oposición que
nos encontramos al desarrollar una labor de gobierno responsable, y no creo
que exagere si digo que se boicotean nuestras iniciativas de forma sistemática.
—No le acabo de entender del todo, Tarradellas.
Éste comenzó a tomar conciencia de que su subordinado, o bien hoy estaba
especialmente espeso en comprender, o que había adoptado dicha pose. El
ritmo de la conversación era lento, y esto provocaba largos silencios en los
cuales ambos se miraban con recelo. Tarradellas quería seguir hablando, pero su
cuidado a la hora de escoger los términos hacía que sus respuestas fueran
tardías.
—Doy por sentado, Aiguadé, que a pesar de su manifiesta incapacidad para
entenderme, o de mi dificultad para explicarme, los dos estamos de acuerdo en
lo que hasta ahora hemos hablado.
El conseller de Governació asintió con la cabeza.
—A pesar de todo, seríamos necios si no aprovechásemos alguna
oportunidad que se nos presente para librarnos de ellos. No a cualquier coste ni
de la manera más impropia, al menos en un sentido estético del término —dijo
Tarradellas.
—Disculpe, Tarradellas, no es que yo esté incapacitado para entenderle, es
que usted está empleando un lenguaje excesivamente... barroco. Creo que en un
tema como el que estamos tratando, sería más pertinente uno más directo y
conciso. A fin de cuentas, yo me debo a las órdenes que se me den.
—Mire, Aiguadé, no estamos en un cuartel ni somos militares. Ojalá la
política fuera tan sencilla como dar órdenes y cumplirlas. Lo que intento
transmitirle es que para nosotros, y Catalunya, sería conveniente vernos libres
del yugo tan pesado que soportan nuestros cuellos. Usted cuenta con todo
nuestro apoyo y confianza en su capacidad, y en el trabajo que hasta la fecha ha

176
Teo García La partida

desarrollado. Tanto el presidente como yo somos conocedores de las


dificultades y presiones que soporta, pero piense que a nuestro nivel esos
mismos condicionantes se ven multiplicados. Espero que haya comprendido, e
intuya, qué es lo mejor para los intereses del gobierno. Nuestra labor es
gobernar, no distraernos en disputas y rencillas tribales que lo único que causan
es un menoscabo de la unidad que ahora todos deberíamos demostrar.
Identifique quiénes son los perturbadores, y hasta me atrevería a decir rebeldes,
y luego actué de la forma más pertinente y oportuna; eso lo dejamos a su buen
criterio. Respecto a Rodríguez, intente conducir la situación de forma que sus
intereses y los de su partido, el PSUC, sean coincidentes con los nuestros en la
mayor proporción posible. A estas alturas, creo que todos nos conocemos lo
suficiente para poder entender la verdadera intencionalidad en según qué
temas nos propongan. Para su tranquilidad, le diré que no me gustaría que se
fuera de aquí, sin tener claro, que lo único que hacemos es transmitirle nuestra
plena confianza. El presidente y yo creemos que es mejor que sea usted quien
capitalice esta parte de la gestión de gobierno. Mentalícese de que su obligación
es salvaguardar los intereses de su nación y de su gobierno, del que forma
parte. No voy a remarcarle las muchas posibilidades de aplicación que tiene la
palabra... salvaguardar. Usted debe saber ponderar mis palabras y las
decisiones que decida tomar. ¿Lo ha comprendido, Aiguadé? —concluyó
Tarradellas.
Aiguadé hubiera querido responder que lo único que le había quedado
claro era que toda la responsabilidad de la decisión de poder eliminar a los
trostkistas recaía sobre él. También había entendido que en caso de que
cualquier maniobra no obtuviera los resultados deseados, o se torciese en su
desarrollo, no podría considerarse como una decisión o instrucción del
gobierno de la Generalitat. Él sería, entonces, un chivo expiatorio y una cabeza
de turco a la que clavar en una pica. En algo sí estaba de acuerdo con
Tarradellas; ojalá la política fuera más sencilla.

Ricardo había madrugado, se sentía descansado y en plenitud de


facultades. Todo se desarrollaba acorde al patrón establecido. Algún cambio
había realizado sobre la marcha, pero en ocasiones de la improvisación nacen
las mejores obras. Últimamente no cuidaba tanto su aspecto físico, la situación
lo requería así, pero no por ello dejaba de sentir una sensación de desaliño que
le incomodaba. Junto con el desarrollo de su plan, seguía con la rutina de visitar
el buzón, por si algún mensaje le transmitían, aunque hasta la fecha no había
recibido nada nuevo. A otras personas, su situación de aislamiento les podría
causar desasosiego, pero él prefería trabajar en esas condiciones. Su
meticulosidad y nivel de exigencia consigo mismo le hacían poco propenso al
trabajo en equipo. Ayuda necesitaba, y la aceptaba, pero con el mínimo contacto
posible con sus colaboradores. Siempre quería ser él quien manejara las riendas,

177
Teo García La partida

esto le hacía sentirse más tranquilo y seguro.


En poco tiempo debía encontrarse con el otro miembro de la red. No le
había convencido del todo, parecía un hombre titubeante, y esperaba que ello
no comportase un carácter irresoluto. Mientras pensaba en él, cayó en la cuenta
de que no le había preguntado su nombre en clave. Ricardo conocía todos los
nombres y direcciones de los cuatro miembros durmientes, pero ellos
desconocían esta situación, ya que se consideró que les aportaría seguridad y
confianza en su delicada labor. Esa forma de distanciamiento emotivo era lo
que le producía una ventaja sustancial respecto a otros jefes de grupo. Su
finalidad principal era la consecución del objetivo, y para eso trabajaba sin
importarle ni los medios ni la forma de aplicarlos. Ricardo se consideraba un
hombre práctico. Una vez que toda esta historia hubiera terminado, ya tendría
tiempo de volver a recuperar su equilibrio, y si era posible, también su vida
anterior: tranquila, sin sobresaltos y llena de pequeños placeres que ahora le
eran muy difíciles conseguir. Al igual que un torero antes de ir hacia la plaza
inicia el ritual de vestirse con el traje de luces, Ricardo repasó mentalmente todo
lo necesario para ese día, así como las posibles dificultades y formas de
solventarlas. A la hora prevista cogió la maleta. En ella había introducido un
traje negro, una camisa y una corbata también negra. Luego se dirigió hacia la
estación de Francia, donde se encontraría con su segundo contacto. Seguía
teniendo reservas hacia ese hombre.

Anselmo, al llegar a la Direcció General d'Ordre Públic, se encontró con el


trabajo que sus compañeros habían realizado. Los policías habían practicado
más detenciones, durante la redada nocturna, sobre la red de quintacolumnistas
que Ramón Barnola y su esposa habían delatado. A Anselmo le parecía un tema
sencillo, demasiado, pero, por el contrario, la desaparición de Marc Rhein
seguía envuelta en el misterio más absoluto. Ahora intentaban averiguar si
alguno de los detenidos sabía algo al respecto, aunque nadie creía que éstos
estuvieran involucrados, pero era mejor dar palos de ciego que no estar
completamente atascados. Uno de los detenidos era el propietario de un
pequeño taller de impresión que, al margen de realizar los hagiográficos
carteles políticos que se colgaban con gran profusión, también diversificaba su
trabajo con la fabricación de documentación falsa de muy buena calidad. Su
competencia con las tintas y sellos de goma era una muestra de talento mal
enfocado.
De su interrogatorio debían encargarse Anselmo y Paco. Su interés radicaba
en saber si poseía un registro o agenda con los datos de las personas a las que
había destinado las obras de su fraudulenta ocupación, pero hoy Paco se estaba
retrasando. Anselmo decidió ir adelantando su tarea con la comprobación de
los datos aportados por el hombre. Éste era algo mayor, y no se había mostrado
inquieto ni nervioso: hacía bueno el estereotipo de una persona que tiene

178
Teo García La partida

grandes facultades para el trabajo manual, minucioso y delicado. Por la


evidencia de su implicación, no había puesto dificultad alguna en proporcionar
los primeros datos que le fueron solicitados. Mientras Anselmo escuchaba, le
vino a la mente la imagen de Pedro, y un escalofrío volvió a recorrer su cuerpo.
Por un comentario que realizó Carreras, algunos de los detenidos pasarían por
las manos del avieso grupo de extranjeros. De momento intentaban aclarar los
cometidos que cumplían cada uno de ellos en la red. Los más decididos
reconocían sus ideales falangistas, y alguno hasta se mostraba bravucón,
aunque esto iba en función de la juventud del apresado. Ya llegaría el momento
en que le bajarían los humos.
Mientras Anselmo estaba con el impresor, llegó Paco. Carreras también
debió percatarse de la llegada, ya que hizo acto de presencia en el despacho.
—Ya era hora, Paco —fueron sus palabras a modo de saludo. Luego repitió
las instrucciones que con anterioridad había transmitido a Anselmo—.
Dedíquense a realizar ligeros interrogatorios para detectar a aquellos que están
dispuestos a colaborar sin dificultad. Los otros los dejan para el final: ya se
encargarán de ellos.
—¿Nosotros? —preguntó Paco.
—Ya veremos quién se encarga de apretar tuercas —respondió Carreras.
Paco se puso al trabajo con apatía y malhumor, algo raro en él. Era evidente
que hoy no era su mejor día. Anselmo pensó que habría pasado una mala
noche, algo que cada vez con más frecuencia también le ocurría a él.

Ricardo llegó a la puerta principal de la estación de ferrocarril. Dejó la


maleta en el suelo y se dispuso a esperar con la indolencia del viajero. Vio con
desagrado que había más actividad de lo normal, y que grupos de milicianos
controlaban a las personas que llegaban en los trenes. Esperó que su contacto
fuera puntual, ya que no quería estar en esa situación de descubierto más de lo
razonable. Miraba furtivamente a su alrededor, cuando cayó en la cuenta de
que dos milicianos se dirigían hacia él. Si iniciaba algún movimiento para
alejarse, hubiera resultado sospechoso, por lo que decidió afrontar la situación.
—Salud, camarada. ¿Nos permites tus papeles? —solicitó uno de los
milicianos.
—Salud —contestó Ricardo, simulando que buscaba su documentación,
aunque sabía dónde la llevaba.
—¿Vas o vienes? —preguntó el otro miliciano.
—Acabo de llegar de Tarragona; he ido al entierro de un familiar —mintió
Ricardo.
—Abre la maleta —ordenaron.
Ricardo dejó de buscar sus papeles y abrió el equipaje. Mientras los
milicianos husmeaban en el interior, Ricardo observó que eran del PSUC.
El contenido de la maleta hizo convincente la explicación que había dado.

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Teo García La partida

Así y todo, le volvieron a pedir los papeles. En ese momento vio que se dirigía
hacia él su contacto. Las dudas sobre su capacidad volvieron a surgir en la
mente, pero actuó de forma correcta. El hombre pasó por su lado y, sin mirarle,
se introdujo en el vestíbulo de la estación.
—No llevo la cédula, pero tengo este aval —dijo Ricardo, entregando un
documento que según constaba estaba expedido por la UGT.
—Muy bien, compañero, te acompañamos en el sentimiento —dijo uno de
los milicianos, devolviendo el documento. Ricardo, para redondear su
actuación y sabiendo que debería esperar, dio más explicaciones.
—Estoy aguardando a mi hermano, que viene a buscarme.
No recibió respuesta alguna y los milicianos se alejaron, para alivio de él.
Ricardo siguió con su representación de la espera hasta que pasados cinco
minutos regresó el contacto. Escenificaron el encuentro, y sin apresuramientos,
pero de forma ágil, dejaron la estación.
—¿Problemas? —preguntó el contacto.
—Ninguno que no pueda resolver.
Durante su camino hacia Vía Layetana, Ricardo fue explicando los planes
de ese día, pero también quiso asegurarse de que sus instrucciones se habían
cumplido.
—¿Has traído las pistolas y las granadas de mano? —preguntó Ricardo,
obteniendo una respuesta afirmativa.
—¿No tienes curiosidad por saber qué vamos a hacer hoy?
—¿Debería? —preguntó el contacto, como forma de respuesta.
—Pareces gallego, ¿siempre vas a contestar con otra pregunta?
No hubo más palabras, entre ambos existía desconfianza, pero los intereses
comunes se sobreponían a las propias suspicacias. Ricardo percibía la inquietud
en su acompañante, y decidió hablar para que se tranquilizase.
—Ahora saldrás de dudas. Cuando lleguemos al cruce de la calle Ferran,
nos quedaremos apostados en un lugar que ya te indicaré. Hoy, como es
habitual, Roldán Cortada, uno de la UGT, pero conocido por sus tendencias
comunistas, debe acudir a una reunión en el Palacio de la Generalitat. Siempre
hace el mismo recorrido, lo he comprobado. Cuando gire para entrar en la calle
Ferran, su coche reducirá la velocidad. En ese momento, tú y yo le
acribillaremos. Como la sede de la UGT y el Palacio de la Generalitat están muy
próximos, sólo lleva dos guardaespaldas: uno es el conductor, y el otro va en el
otro asiento delantero. De ésos te encargarás tú; de Cortada, que irá en el
asiento posterior, me encargaré yo. Tú dispara desde delante, yo estaré en el
lateral. En esa zona siempre hay policía y milicianos, por lo que debemos ser
rápidos y no dudar. Una vez terminado el trabajo desaparece, y si te necesito ya
volveré a contactar contigo, ¿cómo?, es asunto mío. No te pongas nervioso y
procura no darme a mí. ¿Comprendido?
—Soy buen tirador —contestó despechadamente el hombre.
—Ya me lo imagino, pero es mejor dejar las cosas claras. Cuando huyas, en

180
Teo García La partida

la primera ocasión que tengas tiras la pistola. Por cierto, ¿llevas el aval que te
di? —preguntó Ricardo.
—¿No confías en mí?
—Si sigues respondiendo con preguntas, empezaré a desconfiar.
—Claro que lo llevo —aseguró el contacto.
—El primer disparo lo haré yo. Hasta ese momento no hagas nada, sólo
debes estar listo, pero luego vacía el cargador.
Ricardo estaba molesto por cargar con la maleta, nunca le había gustado
llevar cosas en las manos. Se detuvo para encender un cigarrillo, mientras
miraba a su compañero que se movía nerviosamente.
—Vamos bien de tiempo, puedes estar tranquilo. En la plaza Palacio hay un
quiosco de prensa, allí compraremos periódicos para disimular mientras
esperamos. También tomaremos un café, o lo que nos den, y me entregarás mi
pistola y las tres granadas —dijo Ricardo.
—Y si Cortada hoy no viene ¿qué hacemos? —preguntó el hombre.
—Pues nos vamos cada uno por nuestra cuenta, y pasado mañana nos
encontramos al mediodía en la puerta de los almacenes El Barato, ¿los conoces?
—Sí, hace poco estuvieron de rebajas y me compré unos zapatos.
—Pues me alegro mucho, pero nosotros no iremos a comprar nada.
Recuerda que hasta que yo no dispare tú no debes hacer ningún movimiento,
sólo situarte y cubrirme.
—Ya me lo has dicho —replicó, molesto por la insistencia.
Al llegar al lugar indicado, entraron en un café situado delante del cruce de
calles. Estaba claro que Ricardo había hecho un detallado estudio de los
alrededores. Se sentaron en una mesa, al fondo del local. Su posición les
permitió que con total discreción el contacto entregara a Ricardo la pistola y las
granadas de mano.
—Una quédatela tú, puedes necesitarla para huir —dijo Ricardo,
rechazando uno de los explosivos.
Pidieron dos cafés, y en cuanto fueron servidos, Ricardo pagó el importe
por si tenían que abandonar el bar apresuradamente. Siempre se sentaba de
cara a la puerta de entrada, ya que ello le permitía observar los movimientos en
todo el local. El contacto quedó sorprendido de la frialdad con la que Ricardo
daba cuenta del sucedáneo de café. Él, al contrario, tenía el estómago encogido
y le costó trabajo y ayuda tomárselo. El hombre apuró la taza, no por la
exquisitez del contenido, sino por un claro afán de imitación y disimulo.
Ricardo, que se había sentado en un banco adosado a la pared del local,
aprovechó el hueco que quedaba debajo para ocultar la maleta; ahora ya no la
necesitaba. Metódico hasta la exasperación, volvió a realizar un repaso de la
forma de actuar. Estaba dibujando un croquis sobre uno de los periódicos,
cuando un grupo de escolares, acompañados de dos mujeres, entraron en el
establecimiento. Ricardo, contrariado, no podía concentrarse, la algarabía
provocada por los niños le irritaba. Con una mínima antelación, abandonaron el

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Teo García La partida

bar por separado. En los lugares indicados, se apostaron a la espera de su


víctima. Ricardo escrutaba los alrededores con más interés, había muchos
transeúntes, pero este factor no le sorprendió, ya lo esperaba. Cuando planificó
la operación, decidió que el riesgo estaba dentro de los límites razonables.
Intentaba dar apariencia de normalidad, mientras vigilaba la llegada del
coche, a su contacto y al entorno. Cortada ya tenía que haber llegado. Ricardo
miraba las manecillas de su reloj, decidió esperar diez minutos más, y si no
ocurría nada, abandonaría el lugar. Le apetecía fumar, pero no quería
distraerse. Súbitamente, vio cómo el automóvil de Cortada aparecía por Vía
Layetana. Inició su movimiento de colocación cuando un hombre le paró para
pedirle fuego.
—Lárguese —dijo Ricardo, con su atención ya puesta en el vehículo. El
pedigüeño se alejó molesto por la forma de despacharle, y Ricardo pudo llegar
a su posición. El coche, conducido a poca velocidad para tomar la cerrada
curva, iba reduciendo la distancia lentamente. Ricardo introdujo la mano en el
bolsillo de su abrigo notando el frío acero de la pistola, que empuñó sin sacarla
de su escondite. La cercanía del automóvil era la indicada para iniciar los
últimos pasos: miró a su contacto, y con una señal de cabeza le indicó que
estuviera preparado. El coche ya estaba casi a su altura, cuando un movimiento
disconforme para la escena que tenía grabada en su cerebro captó su atención:
un guardia de asalto, uniformado y armado, caminaba por la acera contraria
por lo que, al iniciar el tiroteo, Ricardo tendría que enfrentarse a otra persona.
Sabía que su primer disparo era la señal para que su contacto comenzara a abrir
fuego contra el coche y sus ocupantes, por lo que se decidió en una fracción de
segundo. Sacó su pistola cuando el automóvil estaba ya a su altura, pero
primero disparó contra el policía. La estrechez de la calle le permitió hacer
blanco con un solo tiro. El conductor, al oír la detonación, aceleró para huir del
lugar, pero se encontró con el otro pistolero que abrió fuego de frente. A esa
distancia era imposible errar el tiro, y estuvo disparando hasta vaciar el
cargador; había cumplido, con buen pulso, con las instrucciones recibidas, y los
dos guardaespaldas habían quedado eliminados. Ricardo tuvo que recorrer
diez metros hasta llegar a la altura del coche ya detenido. Algunos transeúntes
se habían arrojado al suelo y otros huían despavoridos, y el hombre que le
había pedido fuego miraba la escena anonadado. Ya a la altura de la puerta
posterior del vehículo, Ricardo vio en su interior a dos personas agazapadas y,
apuntando, comenzó a disparar hasta agotar la munición de su pistola. El ruido
del mecanismo del arma le indicó que había finalizado la ración de balas. A
simple vista parecía que había cumplido su objetivo, ninguno de los ocupantes
del automóvil se movía. Con el fin de asegurar el trabajo, sacó una de las
granadas de su bolsillo, y quitando el seguro, la introdujo en el asiento de los
pasajeros. Sin esperar más tiempo comenzó su huida del lugar, pero nuevos
disparos le hicieron girarse. Pudo ver cómo su contacto entablaba un
intercambio de tiros con unos milicianos que bajaban de una furgoneta. Se

182
Teo García La partida

detuvo durante un corto tiempo dudando si volver atrás, o seguir el plan inicial
de marchar cada uno por una ruta de escape diferente. Su preocupación, ahora,
era que el contacto pudiera caer vivo en manos enemigas. En su rápido
discurrir, tuvo tiempo de cambiar el cargador de la pistola. Optó por marcharse,
pero antes vio como su compañero caía abatido por los disparos. Dos policías,
que también estaban por el lugar, se habían percatado de su presencia alertados
por el hombre que le había pedido fuego. Se dirigían hacia él, pero la ventaja
que llevaba le permitiría escapar sin problemas. Decidió que lo más seguro era
introducirse por las mil callejas que formaban el barrio gótico de Barcelona. Al
pasar por el bar, donde hacía sólo unos minutos habían estado tomando café,
arrojó otra de las granadas al interior, pensando que entre la confusión que se
organizaría sería más sencillo escapar.
Vio como el explosivo rodaba por el suelo, hasta detenerse junto al grupo
de escolares que seguía en el interior. Su cerebro, de forma incómoda, había
ralentizado esa imagen, pero recuperándose con rapidez, corrió tanto como
pudo sin saber qué dirección llevaba.
Sin proponérselo llegó a las Ramblas, que eran un auténtico hervidero de
personas. Ralentizó su paso, ya más seguro de haber escapado, con el fin de
pasar desapercibido, y decidió tomar la dirección hacia la plaza de Catalunya.
Sudoroso y jadeante, por la frenética carrera, volvía a ordenar sus
pensamientos. Desconocía cuál era la suerte de su contacto, pero le había visto
caer cosido a balazos, y consideró que seguramente estaría muerto. Cuando la
policía le registrase, vincularían el aval que portaba con los miembros del
POUM, ya que le había hecho entrega de uno de los que pidió a Julián García.
En el caso de que estuviera vivo podría ser un poco más complicado, pero creyó
que no había motivo para el pánico; habría muerto. No todo salió como había
proyectado, ya que su intención inicial era matar al contacto durante el
atentado, para provocar la sospecha de que los miembros del POUM estaban
detrás del asesinato, pero pensó que esta modificación de su plan, debida al
azar, había logrado mejorar el resultado previsto.

Paco y Anselmo, desde su despacho situado no muy lejos de donde había


ocurrido el atentado, pudieron escuchar los disparos y las dos explosiones de
las bombas de mano. Se extrañaron, pero por otro lado, con tantas personas
armadas por las calles era hasta cierto punto normal que algún que otro
incidente se produjera. Desde una de las ventanas superiores, veían una
pequeña columna de humo y una gran aglomeración de personas. Algunos
vehículos circulaban a toda velocidad por la Vía Layetana.
—Algo ha pasado —adelantó Paco.
—Habrá sido otro bombardeo desde el mar —aventuró Anselmo.
Siguieron con su quehacer normal referente a los miembros de la célula.
Buscaban antecedentes, números de teléfono, nombres de familiares, amigos y

183
Teo García La partida

en definitiva, todo aquello que les permitiera ampliar su radio de acción. Ambos
estaban cansados, eran hombres que preferían algún tipo de acción física a estar
metidos en un despacho moviendo papeles. Anselmo decidió que era hora de ir
al comedor, y Paco secundó la iniciativa de buen grado. Cuando estaban a
punto de marchar, una vez más inoportuno, hizo su aparición Carreras a una
velocidad que hacía gala al apellido que ostentaba.
—Menos mal que os pillo. Han asesinado a uno de los líderes de la UGT
aquí al lado. Rodríguez viene con nosotros para ver qué ha pasado.
Los dos policías pusieron caras de resignación ante la forzada renuncia a su
comida. La distancia era corta, pero decidieron ir en coche. La congestión
causada por la multitud hizo imposible que pudieran avanzar más deprisa;
hubieran tardado menos a pie. Al llegar, lo primero que vieron fue el coche
acribillado y con su interior destrozado por la deflagración. Los muertos y
heridos en la explosión del café ayudaban a dar una imagen de auténtica
carnicería a la escena. Rodríguez y Carreras fueron puestos en antecedentes de
lo sucedido por otros policías. Algunos testigos daban sus explicaciones, pero
como suele ocurrir, había tantas versiones como personas habían presenciado el
crimen. Conforme se fue hablando con ellos, se evidenciaron puntos comunes
que permitieron tener una idea más concreta de lo que allí había sucedido. Uno
de los pistoleros había caído muerto por los disparos de milicianos, pero el otro
consiguió huir. Las descripciones poco pudieron aportar, ya que nadie
recordaba ningún rasgo característico. El que había muerto, a simple vista,
tampoco serviría de mucha ayuda. Uno de los policías ya le había registrado y
lo único que encontró fue un aval emitido por el POUM, a nombre de Alejandro
Poveda Soler. No llevaba encima ninguna otra pertenencia ni documentación,
sólo una granada de mano. Al comunicar a Rodríguez el hallazgo, rápidamente
hizo su análisis.
—Esto es obra de trostkistas o anarquistas, sólo ellos actúan con tanta
brutalidad.
Este comentario, hecho en voz alta, fue oído por varias personas, y éstas, a
su vez, caldearon el ambiente con otras expresiones. Los camilleros de las
ambulancias estaban retirando los restos de los muertos. Estaba claro que había
sido una emboscada premeditada y muy bien ejecutada. Lo único que
desentonaba con una acción de ese tipo era el explosivo lanzado al interior del
café. No podían comprender la finalidad de la acción, y Anselmo, acordándose
de su hijo, notó que el estómago le daba un vuelco. Rodríguez decidió que poco
podían hacer allí. Para ellos, todo el interés radicaba en el aval y en su titular;
por ahí podrían investigar algo, pero no eran optimistas.
De regreso a la Direcció General d'Ordre Públic, Rodríguez, animado por
Carreras, seguía acusando a los trostkistas y anarquistas. Anselmo no podía
comprender qué hacía la autoría del hecho tan evidente, ya que los comunistas
no les iban a la zaga a la hora de ajustar cuentas, ni en su forma de hacerlo.
Carreras también empezó a sacar sus propias conclusiones. Para él también

184
Teo García La partida

era obra de los mismos que acusaba su superior, pero creía que era la réplica a
la desaparición de Marc Rhein y al asesinato de la periodista inglesa.
—Ya sabemos cómo las gastan: acción y reacción —dijo Carreras.
—Redacten un informe rápidamente. Éste es un hecho muy grave, y creo
que debo informar al conseller Aiguadé de lo sucedido.
En cuanto llegó a su despacho, Rodríguez le telefoneó para ponerle al
corriente de la situación. También aprovechó para transmitir sus sospechas
sobre los autores. Aiguadé, esta vez, fue más crédulo a lo que explicaba el jefe
de policía. Tenía lógica y coherencia, y en anteriores ocasiones ambos grupos
habían actuado de forma similar para castigar a sus rivales, o bien para
amedrentarlos.
—Supongo, Aiguadé, que compartirá plenamente conmigo que si no
atajamos esto de raíz, se nos puede ir de las manos —dijo Rodríguez.
—Ése es mi temor, Eusebio, que Barcelona vuelva a convertirse en una mala
copia del Chicago de los años 20, pero tampoco tenemos pruebas concluyentes
de quién está detrás de ello.
—Por favor, Aiguadé, ¿qué más quiere? ¿Una orden firmada por Nin en
persona autorizando la ejecución de Cortada? No sea obtuso.
Esta última frase de su subordinado sorprendió a Aiguadé, tanto por el
tono, como por el calificativo utilizado, pero decidió pasarla por alto.
—Creo que debe intervenir Companys en esto, y pedir explicaciones a los
jefes del POUM —opinó el jefe de policía.
—Rodríguez, ahora el que peca de obtuso es usted. No entiende que nunca
lo reconocerán. Y... ¿por qué el POUM y no los anarquistas? No creo que
debamos mezclar al presidente en estos temas.
—Entonces, ¿qué quiere que hagamos? —preguntó Rodríguez.
—Me parece que lo más prudente es investigar la identidad del pistolero
muerto. Veamos qué se puede se averiguar, siempre estamos a tiempo de pasar
a la acción.
—Eso si no hay más muertos mañana o pasado, Aiguadé.
—Seamos prudentes, Rodríguez.
—Muy bien, ya le mantendré informado de lo que ocurra.
Rodríguez colgó el teléfono disgustado, y en voz alta, sin importarle si
alguien le oía, sugirió un lugar donde Aiguadé podía meterse su prudencia.
Esperó unos instantes para tranquilizar su cólera, y llamó a Orlov para
informarle de lo ocurrido. Al principio le dijeron que estaba ocupado, pero
cuando insistió y mencionó la urgencia del tema, y de quién era, pudo oír la voz
de Ovseienko al otro lado del auricular. Éste le explicó que Orlov estaría
ausente dos días.
Tras escuchar con detenimiento todo lo que el jefe de policía le explicaba,
Ovseienko agradeció el detalle de mantenerle informado, y volvió a la pequeña
reunión que mantenía antes de la interrupción. Pedro, que estaba presente,
sabía de quién se trataba por la forma y expresiones usadas por Ovseienko.

185
Teo García La partida

Cuando colgó, el cónsul le informó de lo sucedido. Ovseienko llegó a las


mismas conclusiones que Rodríguez y Carreras, para él también era evidente
quién podía estar detrás de lo sucedido.
—Esto no puede continuar así. Hemos de eliminar a Nin y a sus secuaces
de forma inmediata —dijo Ovseienko.
—Tampoco tenemos claro que hayan sido ellos, Vladimir —replicó Pedro.
—¿Cuándo nos ha importado eso, Gerö? Una de nuestras misiones aquí es
hacer desaparecer del mapa al POUM, a sus dirigentes y seguidores, debemos
aprovechar la ocasión. Si con maniobras más sutiles esos idiotas no son capaces
de reaccionar, seremos nosotros quienes tengamos que sacarles las castañas del
fuego.
Pedro miraba en silencio a su compañero; escuchaba, pero también
discurría. Cuando creyó que la discusión entraría en un bucle bizantino, decidió
intervenir.
—No sé de qué te preocupas, camarada. Estamos haciendo nuestro trabajo,
es cierto que con un ritmo algo lento, pero los resultados son visibles. Teníamos
como objetivo la eliminación de Rhein, y se ha cumplido. Ahora, con sus actos,
los trostkistas van a provocar la reacción de nuestros camaradas españoles. No
creo que tarde mucho en reaccionar el gobierno Catalán, y en todo caso,
nosotros les espolearemos un poco. Sin levantarnos del sillón, nos
encontraremos con el trabajo hecho. Creo que nunca he tenido un destino tan
pacífico como éste.
—¿Qué pasa con Cortada? —quiso saber Ovseienko.
—Cortada, Cortada, ¿quién es Cortada?, uno más. Como él podemos
encontrar tantos comunistas como queramos. No hemos de dejar que esto se
convierta en algo personal. Además, según las últimas conversaciones con
Rodríguez, parece ser que Aiguadé es más receptivo a las argumentaciones que
éste le presenta, ¿no es así, Vladimir?
—Sí, es cierto, pero todo es demasiado lento, y desde Moscú me siguen
presionando —se quejó Ovseienko.
—Tendrás que esperar, nosotros hemos de permanecer en segundo plano.
Si necesitan ayuda, ya nos la pedirán, y por la urgencia que tendrá dicha
petición, no habrá más remedio que no discutir ninguna de nuestras
sugerencias Todavía no ha llegado nuestro momento —dijo Pedro.
El cónsul no compartía todas las opiniones de Pedro, pero sabía que estaba
en una situación de inferioridad ante él a la hora de intentar imponer sus
criterios. Se levantó, dejando solo al húngaro en el despacho. Pedro miraba a
Ovseienko mientras salía. Luego se acomodó de una manera más informal, en
el sillón donde estaba sentado, poniendo sus manos cruzadas sobre la nuca.
Debía reconocer que, efectivamente, alguien estaba haciendo parte de su
trabajo. Mirando el techo de la habitación, esbozó una ligera sonrisa.
—Te has equivocado de equipo, Ricardo —dijo, cambiando la sonrisa por
una carcajada.

186
Capítulo XV

El último homicidio cometido volvió a tener el mismo efecto que una piedra
arrojada sobre la remansada agua de un estanque. Las conjeturas y rumores
produjeron un aumento palpable de la tensión en la situación política. El cruce
de reproches empleaba cada vez términos más duros, y las bases de cada
partido eran las más proclives a tomar iniciativas drásticas. Cada fuerza política
quería seguir manteniendo su zona de poder e influencia, y los diferentes
medios de comunicación con los que contaban, se utilizaron como catapultas
para arrojar, con reiterado énfasis, instrucciones y proclamas. Esto permitió que
las noticias también llegaran a las tropas destacadas en los frentes de batalla.
Todos se miraban con recelo, y hasta los camaradas en las armas, hermanados
en el derramamiento de la sangre, desconfiaban los unos de los otros. Algún
conato de desobediencia se había producido ya entre los soldados combatientes.
En esas condiciones, era imposible mantener disciplina alguna de combate.
Desde el gobierno central también se seguía con preocupación los hechos que, a
priori, indicaban que la venganza volvía a utilizarse como moneda de cambio y
forma de zanjar diferencias ideológicas. Largo Caballero, presidente del
gobierno español, telefoneó a Tarradellas para intentar convencerle de la
conveniencia de traspasar las competencias de orden público y defensa al
gobierno del Estado español. El primer ministro sabía que era un tema de
especial sensibilidad para el gobierno de la Generalitat, y por eso no se
sorprendió al encontrar una clara oposición durante la conversación que
mantenían.
—Comprenda, Tarradellas, que no podemos dejar que la situación se
degrade más. Ya se han producido los primeros problemas en el frente de
Aragón con columnas anarquistas y del POUM. Las campañas de prensa no
ayudan precisamente a aplacar los ánimos, y si ustedes no son capaces de atajar
lo que está a punto de suceder allí, es mejor que nos dejen actuar a nosotros —
dijo Largo Caballero.
—Es comprensible su inquietud, presidente, pero ya sabe por otras
conversaciones parecidas que hemos mantenido que no podemos ceder
nuestras competencias sólo por una simple sospecha —replicó Tarradellas.
—¿Sospecha, dice usted? No se dan cuenta de que esto es una escalada que
Teo García La partida

no sabemos cómo acabará. No quisiera presenciar el triste espectáculo de ver a


nuestras tropas en el frente peleándose entre ellas, para regocijo y disfrute de
los fascistas.
—Señor presidente, seamos sinceros. Siempre ha sido complicado mantener
la cohesión entre los grupos que luchan. No hace falta que le recuerde los
esfuerzos que el presidente Companys ha dedicado a salvaguardar la unión de
fuerzas. A nivel político ya hemos tomado las medidas oportunas para guardar
un cierto equilibrio, y siempre de forma cíclica se han producido roces y
diferencias que...
—¿Llama roces y diferencias a que se cometan atentados contra adversarios
políticos en las calles de Barcelona? Me parece una forma muy curiosa de
denominarlos. Es usted demasiado optimista, Tarradellas. Por otro lado,
tampoco ayuda el hecho de que no se produzcan detenciones ni las
investigaciones avancen. Visto desde fuera, da la sensación de que es un tema
que no les preocupa lo más mínimo —dijo Largo Caballero, interrumpiendo a
Tarradellas.
—Ya sabe usted que las apreciaciones siempre tienen un carácter subjetivo.
Tiene mi plena garantía de que estamos haciendo todo lo humanamente posible
para identificar a los responsables, pero también debe comprender que en la
actual situación es más complicado de lo que parece —dijo Tarradellas.
—Estaba intranquilo antes de hablar con usted, pero ahora sigo estando
incluso más nervioso. Existen miembros del gobierno que desearían actuar de
forma inmediata, y debo reconocer que la presión es cada vez mayor —explicó
Largo Caballero, reflejando una sutil advertencia.
—Señor presidente, si queremos reconducir la situación a unos niveles
soportables de tensión, primero debe conseguir que los ministros anarquistas y
trostkistas, que forman parte de su gobierno, hagan un llamamiento al orden y
a la serenidad. Deben cesar las campañas de prensa, los titulares que lanzan
soflamas y las declaraciones poco conciliadoras; ése debe ser el primer paso.
Presionen ustedes en este sentido, y nosotros, desde aquí, haremos lo mismo.
No nos intimiden con asumir tareas que nos corresponden, porque sabe que
nuestra oposición es firme, y eso sería abrir otro frente de pelea —dijo
Tarradellas, planteando un ambiguo reto.
—¿Me está usted amenazando, Tarradellas? —preguntó Largo Caballero,
en un tono que podía significar la aceptación del desafío. Este detalle no le pasó
desapercibido al conseller de la Generalitat.
—Por supuesto que no, señor presidente. Sólo me he limitado a expresar
nuestras intenciones en base a una hipótesis.
—Pues a mí me sigue pareciendo una amenaza... —insistió Largo
Caballero, que fue interrumpido por Tarradellas.
—Le ruego que me disculpe si es ésa su apreciación, pero amenazar no es
mi forma habitual de actuar ni de expresarme.
Se produjo un silencio en la línea telefónica, y Tarradellas tuvo la sensación

188
Teo García La partida

de que Largo Caballero hablaba en voz baja con el auricular del teléfono
tapado.
—¿Sigue ahí, señor presidente? —preguntó Tarradellas.
—Sí, sí... Le ruego que me disculpe, me había distraído un momento —
contestó en un tono poco creíble.
Tanto Companys como varios miembros de su gobierno sentían
desconfianza hacia Largo Caballero, ya que era cada vez más notoria la
influencia que tenían los comunistas sobre el gobierno español.
—Volviendo al núcleo de nuestra conversación —continuó hablando
Tarradellas—. Ustedes tienen cuatro ministros próximos a las ideas de la CNT y
del POUM: hablen con ellos. Creo que la llave para cerrar este asunto está en su
poder, y nosotros desde aquí haremos lo propio. Si me permite la sugerencia,
deben presionar a sus ministros y no al gobierno de la Generalitat.
—Le agradezco la sugerencia, Tarradellas, pero acepten también las
nuestras. Le reitero, de nuevo, que seguimos los hechos de Barcelona con
mucha atención. No permitiremos secesiones ni escisiones partidistas, ¿lo ha
comprendido? En la situación en la que nos encontramos, no quisiera tener que
enviar tropas a Barcelona para imponer el orden necesario —explicó Largo
Caballero, ya sin amago alguno.
—Ahora el que parece que esté amenazando es usted, si me permite que se
lo diga, señor presidente —dijo Tarradellas, a modo de queja.
—No, seguramente me ha malinterpretado. Empleando sus mismos
términos, sólo le he expresado nuestras intenciones.
—¿Es eso lo que quiere que comunique al presidente Companys? —
preguntó Tarradellas, molesto por el incómodo recordatorio de su frase.
—Le agradecería que, si es posible, le transmita de la forma más exacta los
términos y el tono de nuestra conversación.
Ambos se despidieron, y tras colgar el auricular, Largo Caballero confirmó
la sospecha que tuvo Tarradellas. Efectivamente, tenía un acompañante que
también escuchaba mediante un supletorio. Tras cruzar sus miradas, el
presidente del gobierno explicó sus impresiones.
—Tenía usted toda la razón: Cataluña y su gobierno pueden convertirse en
un serio problema para la República. Hemos de conseguir que abandonen en
nuestras manos la dirección de la guerra. No son conscientes del daño que nos
pueden causar con su templada manera de actuar contra los enemigos internos,
y con su odiosa táctica de utilizar la guerra para sus propios fines. Más que
ayudar, son una pesada rémora que debemos soportar. Me temo que más tarde
o más temprano deberemos actuar, y cuando lo hagamos, no tendremos ni
miramientos ni deferencia alguna. Tienen razón, Orlov: aunque Companys vaya
alardeando de ser el paladín de la unión antifascista, lo cierto es que hace una
interpretación muy personal de lo que él llama unidad. Estos catalanes y su
eterno doble juego —dijo lamentándose.
El ruso no dijo nada, limitándose a exhibir las palmas de sus manos

189
Teo García La partida

mientras asentía.
—Me congratula comprobar que nuestros puntos de vista de la situación en
Cataluña son coincidentes —dijo Largo Caballero.
—A mí también, señor presidente, pero ya que también usted es consciente
de la importancia de unificar esfuerzos, tenemos un tema pendiente de
respuesta —dijo Orlov.
—Si va a hablarme sobre la unificación de mi partido con el PCE, sigo
manteniendo mi postura: nunca se producirá semejante fusión. Ya he hablado
en varias ocasiones con su embajador, Rosenberg, al respecto, y creía que le
habían quedado las cosas claras. Mi decisión está tomada y es firme. De igual
manera, Orlov, ahorre sus esfuerzos para presionarme a través de miembros de
mi gobierno porque no les va a servir de nada —concluyó Largo Caballero.
Orlov consideró conveniente callar. Miraba fijamente a su interlocutor,
sopesando las posibilidades y fuerza política para mantener semejante actitud,
y llegó a la conclusión de que los días del político estaban contados.

Tarradellas tenía, otra vez, la sensación de encontrarse entre dos fuegos. Si


nadar con un pesado lastre ya es complicado, tener, además, que guardar la
ropa, se le antojaba una empresa harto difícil. Decidió transmitir a Companys la
conversación que había mantenido con el jefe del gobierno español.
Después de la explicación, y tal como supuso, Companys estaba ofendido
por las veladas amenazas que se habían transmitido al gobierno Catalán.
Ambos eran conscientes de que si se lanzaba la ofensiva política, poca fuerza
podrían oponer. Decidieron hablar con Andreu Nin, líder del POUM, para
apaciguar los ánimos. Las investigaciones sobre los asesinatos marchaban a un
ritmo muy lento, y tampoco confiaban mucho en las pesquisas. Nadie iba a
realizar un ejercicio de autoinculpación, y en esa tesitura, difícilmente se podía
llegar a una tregua. Existía, incluso, otra dificultad: si se lograban pruebas claras
de la implicación de algunas de las fuerzas antagonistas, estaban seguros que
entonces sí tendrían fuertes presiones para no actuar contra ellas. Volverían a
estar en la misma situación que al principio, pero con un inconveniente
añadido: un mayor grado de desprestigio y una nula credibilidad.

Anselmo nada pudo averiguar sobre el pistolero muerto en el atentado


contra Roldán Cortada. No tenía domicilio conocido, ningún antecedente ni
reseña policial alguna. El aval encontrado en su poder tenía una importancia
relativa, ya que, por esas fechas, todos los partidos y sindicatos entregaban
dichos documentos con una alegría y profusión, que a pesar de ser aceptados
como forma de identificación, no tenían la solvencia adecuada.
Tanto a él como a Paco les rondaba por la cabeza la idea de que sus

190
Teo García La partida

superiores, sobre todo Rodríguez, tenían un especial empeño en señalar a los


trostkistas como los máximos responsables de todo lo sucedido en los últimos
días.
Los interrogatorios a los quintacolumnistas tampoco arrojaban luz a la
oscuridad en la que estaban sumidos. Anselmo pensó que estaban malgastando
sus fuerzas en una investigación que no ocultaba nada. Era un red de espionaje
que había sido detectada y desarticulada sin mayor problema, pero sus
esfuerzos se estaban malbaratando en la indagación de lo evidente.
El asunto de la desaparición de Marc Rhein tampoco avanzaba. No habían
encontrado el cuerpo, ni a nadie que pudiera aportar dato alguno relevante.
Habían llegado a un túnel sin salida, un inmenso muro les hacía infranqueable
el camino, y por más que volvieran sobre sus pasos, no encontraban nada por el
recorrido que les diera una nueva dirección en la que husmear. Parecían las
maniobras que haría alguien que tuviera la intención de despistar a un sabueso:
iría dejando un rastro falso, para que el olfato del animal no pudiera reconocer
el auténtico.
Si hicieran caso de Rodríguez, y del nulo criterio de Carreras, se cerraría la
investigación en falso. Se limitarían a acusar, sin ninguna prueba, a los
trostkistas como instigadores, y se daría carpetazo al asunto. Anselmo tenía la
tentación de hacerlo así. A fin de cuentas, no eran asuntos suyos los tejemanejes
y tapujos que se llevaban entre manos los altos mandos. Él estaba ya un poco
harto de tanta falsedad, mentira y falacia. Dentro de su simplicidad, su
intuición le indicaba que detrás de todo esto existían otros intereses oscuros.
Realizando una exégesis completa, no era capaz de entender qué podía ser.
Decidió ser práctico y no preocuparse. Como decía su padre: «Cada perro que
se lama sus cojones».

Ricardo pudo llegar sin contratiempo alguno a su casa. Decidió que se


daría un baño para relajarse y asearse, después, un buen afeitado y un masaje
vigoroso en la cara, le darían el tono vital que necesitaba para seguir
elucubrando su próximo paso. Debía redactar una carta para provocar una
entrevista con Julián García, y esto le preocupaba un poco: no sabía a ciencia
cierta qué escribir. Ricardo sabía cómo matar, manipular y engañar a las
personas, pero algo tan sencillo como plasmar en papel sentimientos, aunque
fueran ajenos y fingidos, le desconcertaba. Se dirigió hacia el pequeño balcón de
su vivienda y, apoyado en la barandilla, contempló la vida discurrir ante él.
Algún pensamiento fugaz sobre alguna de sus víctimas acudía a su memoria,
pero no le causaba el menor atisbo de duda; ahí era donde radicaba su fortaleza,
en poder vivir sin remordimiento o prejuicio personal sobre sus actos. Lo que
para otros semejantes se antojaba una misión ardua, era para él algo
circunstancial, hechos que ocurrían en su vida de forma tangencial, pero que
una vez superados quedarían escondidos en lo más íntimo y oculto de sus

191
Teo García La partida

recuerdos. Él no era así, pero sabía que la vida, en múltiples ocasiones, nos pone
en situaciones y tesituras en las cuales no tenemos la opción de escoger. Se
trataba, llegado el caso, de actuar sin sentimientos, demostrar una absoluta
orfandad de escrúpulos y un desprecio sublime por los valores morales que
otorgan a los humanos su categoría de seres superiores o, al menos, de
inteligentes. Eso no significaba que Ricardo fuera un amoral, tenía su propia
ética, eso consideraba él, pero sus actividades se basaban en la realización de un
fin, que tanto él como sus planificadores, consideraban correcto, deseable y
supremo. Las pocas veces que cuestionaba sus actuaciones lo hacía desde una
óptica racional. Él vivía y actuaba de acuerdo a la razón, con su razón, y esto le
permitía ser hasta feliz. Con sólo analizar la situación política en la que estaba
inmerso en Barcelona, llegaba a la conclusión de que no era el mejor estado para
las personas. El actual régimen necesitaba un ajuste y adaptación a la naturaleza
humana, y ahí era donde Ricardo aportaba su pequeño, pero funesto grano de
arena. Sin embargo, no era capaz de redactar una simple carta que terminase
con mención de unos padres que Julián García no había conocido nunca. Podía
inspirarse en la figura de sus propios progenitores, pero ese interés en mantener
una asepsia entre su propia persona y las otras a las que debía tratar le
resultaba un obstáculo difícil de rodear. También tenía que preparar su
siguiente encuentro con el otro miembro de la célula de apoyo. Ricardo no era
perezoso, pero la sensación de acumulación de trabajo le ocasionaba una febril
actividad mental que le impedía descansar y olvidar. Esa molesta percepción
sólo podía aplacarla actuando, pero a su debido tiempo. Decidió darse el baño y
después ya pensaría alguna cosa.

Andreu Nin, máximo dirigente del POUM, acudió diligentemente a la


llamada de Companys y Tarradellas. Era consciente de que su partido, y hasta
su misma persona, eran objetivo prioritario para los comunistas. No hacía falta
ser un lince para entender que su grupo político y todo lo que representaba,
eran una piedra en el zapato para muchos de sus compañeros de la arena
política. Su destitución como conseller de Justicia fue una muestra, más que
evidente, de esta percepción. Se les estaba aplicando una maniobra de tenaza
que, lenta, pero inexorablemente, iba dando sus resultados. Desde los primeros
días de la guerra habían moderado sus posturas. Siguieron el ejemplo de los
anarquistas, que habían cambiado su piel de lobo por una apariencia más
pacífica, pero sólo fue una pequeña simulación. En su momento, consideró que
esta maniobra era conveniente para la cohesión del Frente Popular, y lógica
para su conservación como ideología. La contrapartida era que los anarquistas
imponían con más fuerza sus criterios de actuación, pero demostraban una
absoluta falta de visión futura, ya que si se lograba eliminar al POUM, el
próximo objetivo para los comunistas serían los anarcosindicalistas.
En cuanto al hecho de que fuera convocado a una reunión urgente, le hizo

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Teo García La partida

palpable su percepción de que la hábil infiltración de los adversarios estaba


dando más frutos. No hacía falta que nadie le explicase el motivo para la
entrevista, ya se lo imaginaba.
En un principio iba a ser el conseller jefe quien se encargase de la gestión
ante Nin, pero luego se consideró que, para dar mayor credibilidad a la
advertencia, era conveniente que estuviera también el presidente de la
Generalitat. Todos se jugaban mucho en el siguiente envite de la partida. Lo que
se podía perder tenía una importancia sustancial, pero la ganancia sería
paupérrima.
Al encontrarse, tanto Companys como Nin obviaron las diferencias que
hasta hacía pocos meses parecían insalvables. Después de los saludos y
comentarios pertinentes, Nin se aprestó a escuchar como si de un aplicado
colegial se tratase. Parecía más joven de la edad que tenía. Se presentó a la
reunión correctamente vestido: con un traje gris, a juego con su correspondiente
chaleco. La acumulación de rizos sobre su frente le daba un aire travieso, a la
vez que resultaba llamativa. Una velada sonrisa y un arqueo de cejas muy
elocuente, le hacían parecer un maestro de escuela afable y preocupado por la
formación de sus pupilos. Hacía gala de una mirada lánguida y melancólica,
pero todos aquellos que le conocían sabían que no se correspondía con su firme
y decidido carácter. Era una muestra más de la descoordinación que muchas
veces la naturaleza causa entre el físico y el talante de las personas.
Companys comenzó haciendo una descripción de los últimos hechos
ocurridos. Utilizando unos términos y tono muy formales, pero ausentes de
cualquier ánimo belicoso, manifestó sus sospechas de que se trataban de
maniobras orquestadas por el POUM para conseguir, otra vez, la posición de
fuerza que habían gozado los llamados trostkistas.
La situación era la misma que se viviría en un garito de juego, donde los
reunidos alrededor de un juego de naipes conocían que su contrincante estaba
haciendo trampas; pero al ser también ellos unos tramposos, no podían
denunciar las tramoyas que se empleaban. Tanto a uno como al otro, les
convenía la eliminación política de su interlocutor. A Nin le interesaba
aumentar su poder dentro del gobierno catalán, pero sabía que mientras
estuviera al frente Companys, tendría la puerta de entrada cerrada a cal y canto.
Estaba dispuesto a volver a una situación en la que, desde la sombra, pudiera
seguir marcando la pauta de actuación. Por otro lado, un cambio en la
Presidencia de la Generalitat no le convenía, ya que sabía que otros partidos
políticos estaban en mejor situación para ejercer más energía a la hora de
hacerse con el cargo, pero no descartaba en absoluto que una vez recuperadas
sus fuerzas pudiera proceder al relevo. Para él, tanto la República como el
gobierno catalán, representaban el poder encubierto de la burguesía. Ésta, hasta
la fecha, se había esmerado en ir eliminando, lentamente, pero eliminando al fin
y al cabo, las consecuciones que para las masas proletarias se habían
conseguido en un primer momento tras el fracaso del alzamiento rebelde en

193
Teo García La partida

Barcelona. Estaba dispuesto a ser flexible, pero hasta el junco más cimbreante
tiene su límite, y consideraba que el suyo estaba ya muy próximo.
—Entienda que no les estoy acusando de nada, ya que no existen pruebas,
pero todo les señala como los actores, o inductores, de los desgraciados hechos
que han pasado en Barcelona de unos días a esta parte —dijo Companys.
—Imagino, señor presidente, que al igual que se me ha citado a mí, con
posterioridad también hablará con los responsables del PSUC, ¿no es así? —
replicó Nin.
—Por supuesto, Andreu. No existe pelea sin dos contendientes.
—Ya, pero usted da por descontado que estamos involucrados en esas
sucias falsedades que se vierten contra nosotros. Usted las califica de sospechas,
pero más parecen acusaciones en firme que auténticas conjeturas, y mi
presencia aquí así lo ratifica.
—Mire, somos conocedores de las diferencias importantes que mantienen
ustedes y otras fuerzas políticas, pero...
—Querrá decir con los comunistas —interrumpió Nin.
—Bien, con quien sea. Debe comprender que no es conveniente, en estos
momentos, entregarse a zanjar disputas mientras luchamos contra los fascistas,
que cada vez nos están apretando más.
—Usted sigue pensando que estamos detrás de la desaparición de Marc
Rhein y del asesinato de Cortada. Tengo la sensación de que por más que yo le
asegure que no sabemos nada, pero absolutamente nada de esos temas, no va a
creerme; y ello me coloca en una situación difícil para seguir manteniendo esta
conversación —dijo Nin.
—¿Toda su argumentación va a ser amenazar con marcharse? —preguntó
Tarradellas.
—En primer lugar, me gustaría que les quedase claro que yo no tengo que
argumentar nada, y en segundo lugar, creo que deberían preocuparse de
controlar mejor a los miembros del PSUC y de la UGT, quizás ellos les podrían
dar más respuestas que yo a lo sucedido. Todo el mundo puede percibir que
nuestra antigua influencia se ve ahora ejercida por los comunistas, y para que
esto se produjese tenían que estar ustedes conformes —replicó Nin.
—Mire, Nin, nosotros como gobierno de Catalunya no entendemos de
comunistas ni de trostkistas, nuestra...
—A nosotros el calificativo de trostkistas no nos corresponde, señor
presidente. Ése es el principal argumento que utilizan nuestros enemigos para
desacreditarnos —volvió a interrumpir Nin.
—Quizá si me deja terminar alguna de mis frases pueda entenderme mejor
—dijo Companys, irritado.
Nin se disculpó con un gesto, y Companys siguió hablando.
—Como le iba diciendo, para nosotros como gobierno lo importante es la
labor que debemos desarrollar como gobernantes. Al ser un pequeño crisol de
la representación de la sociedad, hemos de contemplar a todos los grupos

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Teo García La partida

políticos que persigan un fin honesto y fructífero para nuestros representados y


nuestro país. En este momento, ese fin es poder combatir a los fascistas de
forma eficaz y ordenada. Peleas y disputas partidistas sólo conseguirán
favorecer a nuestros enemigos. Simplemente, éste es el mensaje que quería
transmitirle.
—A grandes rasgos estamos de acuerdo, pero ustedes siempre han tenido
la intención de culpar de todos los males de la República a nosotros y a los
anarcosindicalistas, bien sea la CNT o la FAI —Companys realizó una mueca de
desaprobación, que Nin decidió ignorar—. Sin embargo, el verdadero enemigo,
o el que tiene otros intereses diferentes a los nuestros, son los comunistas y la
UGT, que para el caso es lo mismo; y aquí ustedes no dicen nada —explicó Nin.
—Pero el POUM también está en la UGT, ¿no es así, Nin? —preguntó
Tarradellas.
—No les voy a explicar nada que ustedes no sepan ya. Efectivamente,
mantenemos una postura importante dentro del sindicato, pero los dirigentes
del PSUC están haciendo todo lo que está en su mano para echarnos. Es algo
tan sencillo como una lucha encubierta por el control de los sindicatos. Los
comunistas en este punto nos llevan ventaja, ya que lo han aplicado en otros
países, y normalmente con la aquiescencia de los gobernantes de turno.
—¿Nos acusa de colaborar con los comunistas? —preguntó Companys.
—No me refería a ustedes, pero si se dan por aludidos deberían
preguntarse el motivo —replicó Nin.
—Yo le pediría, Andreu, que no vea nada contra su persona detrás de esto.
Comprendo que aún puede estar molesto por su abandono del cargo de
conseller de Justicia, pero le recuerdo que nadie se opuso a ello —dijo
Companys.
—Ahí tiene una muestra más de mis acusaciones sobre los comunistas.
Ellos fueron los que crearon la situación adecuada para la remodelación del
gobierno. Es cierto que la CNT no hizo nada en contra, pero fue precisamente
para salvaguardar esa unión de fuerzas que usted tanto propugna. En ese caso,
la cabeza que se perseguía era la mía, pero después ya comprobarán como serán
otras. Abran los ojos, y verán que detrás de todo esto existen instrucciones
claras del PCE y de la Komintern. Son nuestros enemigos declarados.
—Vuelvo a decirle que nuestra misión no es mediar en disputas. Si
logramos probar que alguno de ustedes está detrás de los hechos sucedidos,
tomaremos las medidas oportunas. No sólo existe nuestro interés, sino también
el del gobierno central, en que se atajen de raíz, y de la forma más oportuna,
cualquier intento de desbaratar la coalición antifascista. Esto debe quedarle
muy claro, Andreu —avisó Companys.
—El gobierno de Madrid, que ni siquiera está en Madrid, es el más
manipulado por los comunistas. Ya verán, y recuerden mis palabras, como
durante este año, o a más tardar el que viene, serán ellos los que mandarán en
todo. Entonces intentarán aplicar en España lo mismo que en otros países:

195
Teo García La partida

purgas, eliminación de enemigos, cambio de régimen, políticos títeres...


—¿No cree que lo está planteando de forma demasiado pesimista? —
preguntó Tarradellas, interrumpiendo la letanía de desgraciadas profecías que
hacía Nin.
—Al contrario, en todo caso de forma harto realista. Ya les he dicho que en
otros países situaciones así se están viviendo, Rusia es el mejor ejemplo.
Nosotros lo hemos denunciado en nuestro periódico, y Marc Rhein era uno de
los más activos en este sentido. Por eso no entiendo cómo se les ha podido
ocurrir que nosotros mismos hemos decidido su desaparición. Tienen el punto
de mira algo desviado, señor presidente. Somos conscientes de que el POUM es
su próxima presa, y en este apartado, les quiero transmitir que no nos vamos a
dejar eliminar tan fácilmente. Las medidas con las que me amenaza se las
podemos dificultar de forma importante, y no estoy pensando en una lucha
armada —dijo Nin, de forma enigmática.
—Puedo preguntarle, ¿qué otras alternativas le quedan? —quiso saber
Tarradellas.
—Supongo que una huelga general no es lo que más les interesa en estos
momentos —amenazó veladamente Nin.
—No me venga con bravatas, Andreu. Sabemos que ustedes ahora no
tienen poder suficiente para convocar un paro general sin el apoyo de la CNT.
Estoy seguro de no equivocarme si le digo que los anarquistas no estarían por la
labor —replicó Companys, enojado por la bravuconería exhibida.
—No quiera probarlo, señor presidente —dijo Nin.
Éste lanzó el desafío consciente de que su poder se había visto mermado de
forma sustancial, y por ello decidió no seguir con esos términos. La amenaza
había sido lanzada, pero sabía que tanto si se decidían por un enfrentamiento
armado, o por una huelga de resultado más que incierto, su situación se vería
seriamente comprometida, ya que con toda seguridad, después tendrían que
hacer frente a una ofensiva en toda regla. Si el objetivo era su eliminación, o
convertirlos en fieras domadas que poder exhibir en el circo político, creyó
oportuno dejar patente que se encontrarían con una seria oposición.
Nin no creía que Companys ni Tarradellas desconocieran las maniobras que
los comunistas más ortodoxos estaban realizando. Ello le indicaba que si todo el
mundo pasaba por alto este hecho, era porque esperaban sacar su tajada de la
neutralización del POUM.
A Nin no le gustaba Companys; le consideraba un hombre con múltiples
caras y demasiados dobleces, presto a cambiar de parecer mientras no se
perjudicara los intereses de Catalunya, pero le creía de poco fiar. Se iría de la
reunión sin tener claro si también estaba influenciado por los comunistas hasta
el extremo de haberse vuelto tan ciego como la inmensa mayoría, pero no
perdía nada realizando un nuevo amago de coacción.
—No voy a molestarme en dejar patente nuestra más absoluta inocencia en
todos los hechos que se nos atribuyen. Sigo pensando que ustedes, y todos los

196
Teo García La partida

que comparten su opinión, están demostrando una ignorancia supina al


considerar que somos nosotros y los anarquistas los que pretendemos romper la
baraja en nuestro propio beneficio. Su soberbia de políticos burgueses les
impide darse cuenta de que entre las masas obreras existe un gran descontento,
ya que se sienten muy defraudados, aunque sería más exacto decir... estafados.
El día que dichas masas decidan acabar con todos aquellos que son como
ustedes y con lo que representan, no podrán detenerles —dijo Nin.
—Se olvida de que las fuerzas del orden están bajo nuestro mando, Andreu
—replicó Tarradellas.
—No lo he olvidado, pero ahí tienen otra prueba de que ustedes
simplemente son un gobierno consentido. Si de alguno de sus sicarios
dependiera, y me estoy refiriendo a su jefe de policía, ya se hubieran empleado
medidas de coacción contra los trabajadores, pero saben tan bien como yo, que
ni la CNT ni la FAI se lo permitirían. Sé que mi posición es algo... complicada,
pero les garantizo que no envidio para nada la suya. Algún día recordarán esta
amena charla que hemos tenido, y estoy seguro que lamentarán no haberme
escuchado lo suficiente —vaticinó Nin.
Companys y Tarradellas consideraron que no tenían nada más que decir ni
replicar. Por un breve espacio de tiempo, los adversarios, que no enemigos, se
habían acercado para intercambiar sus puntos de vista, pero era evidente que
cada uno volvería a sus trincheras para esperar el siguiente ataque.
Andreu Nin abandonó el despacho con desánimo ante la confirmación de
sus sospechas. Le hubiera gustado que estuviera presente su hombre de
confianza y lugarteniente, Julián García, al cual consideraba extremadamente
fiel, pero algo temperamental. Nin sabía que Julián estaba hecho para funciones
en las que la brega tuviera que ser más dura y áspera, pero para una partida con
políticos experimentados y taimados, no era conveniente utilizarle. Ya llegaría
el día en que tuviera que soltar a las fieras, y en ese caso, sabía que Julián García
no le defraudaría. Nin se consideraba un hombre con suerte, contaba con la
absoluta fidelidad de algunos de sus subordinados, y por ellos hubiera dado
hasta la vida.
Al quedarse a solas, Companys y Tarradellas recapitularon sobre la
entrevista mantenida. Ninguno de ellos se mostró sorprendido por el resultado.
—¿Qué le ha parecido, Tarradellas?¿Cree que ha entendido el mensaje? —
quiso saber el presidente.
—Seguramente, pero otra cuestión es que se lo haya creído. Nin no es tonto,
y también sabe que nosotros pendemos de un hilo. De todas formas, esperaba
algo más —contestó Tarradellas.
—¿Qué esperaba, que realizase un acto de contrición ante nuestros ojos, y
luego hiciera un propósito de enmienda? —preguntó Companys, con sarcasmo.
—Lógicamente, no —contestó Tarradellas, algo molesto.
—Seamos prácticos, Josep. Hasta estando nosotros en el centro de sus
disputas, nos puede favorecer el hecho de que se vayan debilitando unos a

197
Teo García La partida

otros. La actual situación, si son discretos en sus desquites, es soportable para


nuestro gobierno —aventuró Companys.
—Recuerde la conversación que mantuve con Largo Caballero, presidente
—dijo Tarradellas, prudentemente.
—Me preocuparía más si el que llamase fuese Azaña. Creo que nosotros
también podemos beneficiarnos del enrarecido ambiente que nuestros
compañeros de gobierno están fomentado.
—¿De qué manera? —preguntó Tarradellas.
—Podemos alegar que con este clima de crispación la unidad del frente
antifascista peligra. Si dejamos intuir a los comunistas que subyace en nosotros
el ánimo de darles el empujón definitivo a los anarquistas, seguramente nos
ayudarían, y así remataríamos el trabajo ya comenzado. Poniendo mi cargo a su
disposición, se creerían que para nosotros resulta muy difícil seguir
gobernando, y entonces podríamos eliminar a los anarcosindicalistas de
organismo esenciales. Tendríamos que aceptar a gente del PSUC o de la UGT,
pero de ésos ya nos encargaremos luego —dijo Companys.
—¿Está pensando en algo concreto, señor presidente? —preguntó
Tarradellas.
—Creo que sería un buen comienzo quitarles el Departamento de Abastos:
su labor deja mucho que desear.
—¿Y si se acepta su dimisión, qué ocurría con nosotros? —quiso saber
Tarradellas.
—Eso no pasará. Son conscientes de que no están llevando correctamente la
marcha de la guerra, y necesitan a alguien a quién poder culpar, y ése... soy yo.
Esté tranquilo, Tarradellas; esperemos que todos se den por aludidos y las
aguas vuelvan a su cauce. Si surgen nuevos contratiempos ya los iremos
capeando como hasta la fecha. En eso, nosotros tenemos gran experiencia.

198
Capítulo XVI

En el consulado ruso reinaba el pesimismo. La tenacidad y terco


comportamiento de los políticos españoles causaba un profundo malestar en las
altas instancias de Moscú. Los rusos no esperaban esos rasgos tan
carpetovetónicos de los dirigentes de la República. La eliminación de algunos
disidentes se estaba llevando a cabo sin problema alguno, y en cierta forma, con
el asentimiento pasivo del gobierno, pero España y su guerra civil no eran sólo
un callejón oscuro donde entablar reyertas por diferencias ideológicas; los
consejeros soviéticos tenían otras miras más elevadas y complejas, ya que un
tema es eliminar personas y otro, muy diferente y espinoso, cambiar a todo un
gobierno y su orientación, con la dificultad añadida de quedar al margen de
cualquier sospecha. La carta de la ayuda material ya estaba dando sus frutos, y
cada vez era mayor el agradecimiento hacia Rusia. Sin embargo, con esa actitud
se hipotecaba la libertad e independencia, ya que la capacidad de crítica era
nula hacia los soviéticos, y la posibilidad de causarles un desaire pesaba en gran
manera sobre los miembros del gobierno central. Éstos, a su vez, presionaban
sobre el jefe del gobierno o incluso el presidente de la República, Manuel
Azaña.
Orlov, conocedor del éxito de sus gestiones, estaba explicando el resultado
de su último viaje a Valencia.
—Largo Caballero fue muy tajante en su respuesta: No quiere oír hablar de
una unión entre el Partido Comunista y el PSOE. Me atrevo a vaticinar que será
imposible hacerle cambiar de parecer.
—¿Hablaste de ello con Rosenberg y con su sucesor en el cargo de
embajador? —preguntó Ovseienko.
—Sí, lo hice. Rosenberg coincide plenamente conmigo, así lo ha transmitido
a Moscú, y por ese motivo se ha decidido un cambio en la embajada y ha
llegado Gaikis.
—¿Con nuevas instrucciones? —preguntó Ovseienko.
—La nueva estrategia será atacar por los flancos, utilizando un término
militar.
—¿Y en qué consiste ese ataque lateral? —preguntó Pedro.
—En el gobierno central, cada vez es mayor la presencia de adeptos a un
Teo García La partida

giro hacia el comunismo, expresándolo sintéticamente, claro está. Creemos que


en un momento u otro Largo Caballero se verá en la necesidad y obligación de
dimitir, ya que no contará entre sus propios ministros con nadie que comparta
sus opiniones.
—Eso es lo deseable por nosotros, pero... ¿quién le sustituiría? ¿Quién es
merecedor de nuestra confianza? —preguntó Ovseienko.
—Se ha considerado que el hombre ideal para ocupar ese puesto, y que
además ya cuenta con algunos valedores, es Juan Negrín —respondió Orlov.
—Su esposa es rusa ¿no es así? —preguntó Ovseienko, pero antes de que
Orlov pudiera responder, Pedro intervino.
—¿Y eso es garantía suficiente de algo, Vladimir? Me parece que estás
simplificando mucho las cosas. No me preocupa con quién se acuesta, sino que
luego, encumbrado en el poder, no haga de su capa un sayo.
—Tenía esa información y quería confirmarla —contestó el cónsul a modo
de disculpa.
—Sí, es cierto, está casado con una rusa, pero eso es algo accesorio. Lo
importante es que en algunas conversaciones que ya ha mantenido Rosenberg
con él, su ideario político estaría muy próximo a nuestras intenciones. Según
nos ha comunicado Rosenberg, la intención de Negrín es crear un sistema de
izquierdas de índole totalitario, con todo lo que ello comporta: nacionalización
de la industria, eliminación de partidos políticos y concentración del poder en
el Estado. No voy a explicar nada que nosotros no conozcamos ya —dijo Orlov,
mientras sonreía.
—Y si están las cosas tan claras hacia Negrín, y el obstáculo es Largo
Caballero, ¿no podemos eliminarle? —preguntó Ovseienko, mirando a Pedro,
que en asuntos de esa naturaleza era el especialista.
Pedro se molestó por la interpelación implícita en la mirada del cónsul.
Antes de responder, abrió su pitillera para fumar un cigarrillo. Cada vez más
veces, consideraba que Ovseienko se estaba volviendo un viejo curioso y
entrometido.
—No creo que la respuesta debamos comentarla, Vladimir. Sólo te puedo
decir que nosotros siempre tenemos un plan alternativo, pero es como el
símbolo musical que indica un silencio en un pentagrama: a su debido tiempo,
ni antes ni después, camarada. ¿Recuerdas la muerte de Guido Pacelli? En un
primer momento se intentó convencerle de que sus opiniones contrarias al
comunismo no eran útiles ni convenientes en España. Desgraciadamente para
él, se consideraba a salvo en Barcelona, y ya ves lo que le pasó: desapareció de
la ciudad para ser encontrado muerto en el frente de Madrid, y eso que todavía
no teníamos la infraestructura creada como ahora. Es lo que les suele ocurrir a
los curiosos —explicó Pedro, incomodando a Ovseienko con su respuesta.
—Ya que mencionas a Barcelona, debo decirte que nuestra preocupación
ahora es el peligroso e incómodo acercamiento que se está produciendo entre la
CNT y el POUM —explicó Orlov, cambiando de tema, al ser consciente de la

200
Teo García La partida

tensión que generaban en el cónsul las respuestas de Pedro.


—De ese punto ya me encargaré yo en persona. Sé que debemos atajar esta
nueva amistad. La próxima semana tengo prevista una reunión con los
responsables anarquistas para hacerles entender que, si siguen por ese camino,
no les prestaremos ayuda alguna. No tendrán armas ni apoyo político. Creo que
será fácil —replicó Ovseienko.
—¿Tan fácil cómo indisponer al gobierno catalán contra los trostkistas,
Vladimir? —preguntó Pedro, con un ácido tono de reproche que el cónsul ruso
prefirió ignorar. Orlov, conocedor de la exasperante facilidad que tenía Pedro
para enturbiar asuntos y relaciones, intervino reconduciendo el tema.
—El tema de los trostkistas va algo lento, pero creo que bien encaminado.
En cuanto al gobierno central, Gaikis, con la ayuda de Rosenberg, que seguirá
una temporada en España, continuará presionando para que se produzca el
relevo de Largo Caballero. Confío en que antes del otoño tengamos noticias al
respecto. Pude hablar con Álvarez del Vayo, el ministro de Asuntos Exteriores,
y éste se expresó de manera muy sincera conmigo. Hará todo lo que esté en su
mano para satisfacernos, bien favoreciendo el cambio de presidente del
gobierno, bien intentando facilitar la unión del Partido Comunista y del PSOE.
Os puedo explicar, como anécdota, que el traductor que utiliza Rosenberg es
Álvarez del Vayo.
Los tres dejaron escapar una carcajada que sirvió para aliviar la tensión que
se flotaba en el ambiente.
—Desde luego, lo que ocurre aquí nunca lo había visto antes —dijo Orlov,
carcajeándose.

Ricardo, con la dificultad prevista, pudo al fin escribir una carta con los
condicionantes que fijó Julián García. Ahora debería desplazarse hasta los
puestos de libros de segunda mano de la Rambla de Santa Mónica, y proceder a
la entrega para forzar un nuevo encuentro. Al no tener una hora fijada decidió
ir a pie. Se sentía seguro, y caminar por Barcelona siempre le había gustado. Las
estaciones del año no entienden de guerras, penurias ni de miserias humanas
que siempre acompañan esos estados extremos en las relaciones humanas, por
eso, en los plataneros que bordean muchas de las calles de la Ciudad Condal,
las hojas adquirían esa tonalidad verde tan viva y llamativa de la primavera. En
las macetas de algún balcón, las flores iniciaban su salida pletóricas de fuerza y
color. A Ricardo le satisfacía pasear, mirar sin ver, oír sin escuchar los sonidos
de las personas y la ciudad. Para cualquiera que le observase, semejaba una
persona que ostentaba una despreocupación máxima por los sucesos que se
desarrollaban a su alrededor. Parecía que la historia no iba con él, sin embargo,
esa facilidad para abstraerse en determinados momentos le era muy útil para
conservar una fría lucidez en sus ideas. Ese mismo día debía encontrarse con el
tercer miembro de apoyo de su célula, y después comprobaría si había algún

201
Teo García La partida

mensaje en el buzón, aunque esta última tarea se había convertido en pura


rutina. No había recibido ninguna novedad desde hacía semanas, y creía que
era mejor así, ya que siempre había considerado la ausencia de noticias como
algo positivo. A Ricardo, en su niñez, le gustaba abrir los armarios y mirar en su
interior, incluso sabiendo de antemano lo que iba a encontrar, pero ahora,
siendo un adulto, le ocurría lo mismo con los escaparates de las tiendas, fuera lo
que fuese lo que estuviera a la venta, y cedía a la tentación de observar ante el
cristal. En algunos colmados y tiendas de ultramarinos, los aparadores, antaño
repletos de las mercancías más llamativas y suculentas, ofrecían ahora una
parvedad en los productos que significaba las estrecheces que la contienda
había impuesto a la población. En algunos comercios, se anunciaba con grandes
pizarras el reparto de aquellos alimentos que hacía días que no se obtenían. Los
productos considerados esenciales para la salud, sobre todo en las épocas más
vulnerables del ser humano, la infancia y la vejez, debían despacharse en
farmacias con la correspondiente receta médica, como era el caso del azúcar y la
leche. Las colas que se formaban ante las tiendas eran una muestra más de la
dificultad que tenían los habitantes de la ciudad.
Al llegar a la plaza de Catalunya, Ricardo orientó sus pasos hacia las
Ramblas. Aquello sí era una arteria de la ciudad, no en sentido de circulación
viaria, sino en que por su trazado corría la vida de la población, la sangre que
los cuerpos humanos llevan en su interior, muchas veces sinónimo de pasiones,
se reflejaba sobre sus baldosas: cada grupo político se manifestaba, los
vendedores intentaban captar la atención del transeúnte con gritos y exposición
de sus mercancías, y algún sosias de los antiguos oradores griegos lanzaban
discursos con contenidos que la inmensa mayoría de los que escuchaban no
entendían, y entre tal mezcolanza, la gente cotidiana iba y venía con sus
quehaceres normales.
Ricardo llegó a los puestos de libros, y para simular estuvo mirando en
varios hasta que encontró el que le había indicado Julián García. Detrás, sentado
en un taburete, estaba un viejo leyendo un ejemplar del libro Anarquía de
Malatesta. Soslayadamente, el anciano miró a la persona que se interesaba por
los ejemplares colocados, de forma burda y desordenada, en su expositor de
madera. Ricardo también miró al hombre. La curvatura de su espalda parecía
indicar, no sólo una edad avanzada, sino una actitud de derrocamiento ante la
vida. Sin duda alguna, ese cuerpo había vivido días de mayor gloria y fuerza,
pero el escoplo de la vida, muchas veces en forma de adversidades externas y
conflictos internos, le había moldeado hasta su actual apariencia. Cada una de
las arrugas que surcaban su rostro eran fiel reflejo del desengaño que cualquier
idealista sufre con el paso del tiempo. Ricardo vio que la práctica totalidad de
los libros a la venta tenían como ideario el anarquismo, o doctrinas similares.
Muchos estaban muy gastados, señal de que habían sido releídos una y otra
vez, de que se habían prestado y vendido varias veces. Ricardo se entretuvo
ojeando un ejemplar de Dios y el Estado de Bakunin. Se iba a decidir por ése,

202
Teo García La partida

cuando en un rincón del improvisado mostrador vio un volumen de La Sagrada


familia, escrito por Marx y Engels. Como si de un pequeño guiño se tratase hacia
el huérfano de Julián García, se decantó por ése. Introdujo disimuladamente el
sobre en las páginas intermedias y se lo entregó al anciano.
—Es un regalo para Vasili. Hágaselo llegar, por favor —pidió Ricardo.
Con un gesto de cabeza y un pesado movimiento de su brazo, que reflejaba
la senectud del miembro, lo cogió para guardarlo en un pequeño morrión que
colgaba de un clavo, pero no dijo absolutamente nada. A Ricardo, la apariencia
del hombre le despertó curiosidad. Le hubiera gustado preguntarle qué opinaba
ahora de la libertad del ser humano, de su capacidad de discernir y de aplicar el
libre albedrío, pero recordó que la curiosidad fue lo que mató al gato, y Ricardo
no tenía siete vidas.

Eusebio Rodríguez juzgó oportuno volver a entrevistarse con Artemio


Aiguadé. Quería seguir presionándole con el fin de actuar de una vez por todas
contra los trostkistas, pero esta vez decidió que su planteamiento sería más
moderado y comedido.
A pesar de recomendar prudencia, Aiguadé, paulatinamente, iba
acercándose a las posturas de su jefe de policía. Las sospechas iban tomando
cuerpo, pero con posterioridad y analizando de forma racional los hechos,
quedaban desmontadas, o al menos, en una nube difusa que le impedía tomar
una decisión clara y tajante. Su conversación con Tarradellas, y el
convencimiento de que sus actuaciones podrían perjudicar al gobierno catalán,
le hacían más precavido; no olvidaba, por eso, que de seguir así la situación en
un momento u otro debería actuar, o bien, permitir que lo hiciese Rodríguez.
Aiguadé estuvo valorando la posibilidad de dejar la iniciativa al jefe de policía,
pero un mal uso de dicha atribución le implicaría a él de forma evidente y clara.
En su cabeza aún escuchaba las advertencias que le hizo el conseller jefe. Debía
encauzar o guiar, si esto era posible, las iniciativas que pudiera tomar
Rodríguez. Conocedor del carácter bravucón de éste, consideraba más acertado
no apostar por esta opción. Utilizando el mismo tono de voz, que seguramente
usó Judas en su saludo a Jesucristo el día de la última cena, Eusebio Rodríguez
cumplimentó al conseller de Governació.
—Amigo, Aiguadé, me alegro mucho de volver a verle.
Aiguadé, planteándose qué sentido tendría para el jefe de policía la palabra
«amigo», fue mucho más comedido en su respuesta. Esto ocasionó que
Rodríguez tuviera esa sensación tan incómoda que se ocasiona cuando alguien,
intentando aparentar aquello que no es, se ve descubierto en la superchería.
—Quería comentarle las últimas novedades referentes a los temas que,
desde hace varios días, no nos permiten estar tranquilos —anunció Rodríguez,
decidiendo no ser tan almibarado.
Tras acabar la frase, volvió a pensar que se estaba comportando como un

203
Teo García La partida

patán. Para intentar disimular, utilizó ese recurso tan usual de buscar un
cigarrillo y encenderlo.
—¿Es que hay alguna novedad, Rodríguez? —le preguntó Aiguadé.
—En cuanto a la desaparición de Marc Rhein nada en absoluto, pero
seguimos investigando en círculos anarquistas y trostkistas. En cuanto al
asesinato de Roldán Cortada nuestras sospechas también nos señalan en la
misma dirección.
—Seguro que no me equivoco si le digo que esa dirección se llama POUM,
¿verdad, Eusebio?
—Me alegra comprobar que cada vez estamos más próximos en nuestras
conclusiones —aventuró Rodríguez.
—Más cercanos sí, pero la distancia aún es considerable —replicó Aiguadé,
con sequedad.
—Tal como le comenté por teléfono, el pistolero muerto en el atentando
contra Cortada no nos ha aportado ningún dato relevante. No llevaba
documentación, y el único documento que portaba tampoco nos ha indicado
nada. Ahora bien, sí considero importante que fuera un aval expedido por
Julián García, con todos los sellos y demás zarandajas del POUM —dijo
Rodríguez.
—Documentos de ese tipo corren por Barcelona a raudales. No existe
control ni registro alguno de su reparto, no considero que sea relevante.
—Aiguadé, con el debido respeto, debo comunicarle que su actitud puede
parecer sospechosa en cuanto a un posible interés en desviar la atención, o bien,
proteger a los trostkistas —dijo Rodríguez, mordiendo su labio inferior como
señal inequívoca de que quizá se había precipitado.
—¿Qué insinúa? —preguntó Aiguadé.
—Nada en particular. Sólo le digo que en determinados círculos parece que
su prudencia esconda alguna utilidad malévola.
Aiguadé miró detenidamente a su interlocutor, consideró que sus palabras
podrían ser un farol, pero en la maraña de intereses políticos que había en ese
momento tenía visos de credibilidad lo que le estaba transmitiendo Rodríguez.
Decidió averiguar algo más, pero sin demostrar preocupación.
—Sería más comprensible por mi parte si me dijera qué círculos son ésos.
Por curiosidad malsana, Eusebio.
—Comprenda que debo ser discreto en este punto, Aiguadé. Yo tengo muy
clara cuál es su postura, pero para mí resulta sencillo. Nosotros trabajamos
estrechamente, y esto nos permite tener un conocimiento exacto el uno del otro.
Por desgracia, vivimos tiempos en los que un comentario hecho a destiempo, o
bien en el lugar inapropiado, puede interpretarse, o incluso tergiversarse, hasta
que adquiere visos de realidad. Más de una reputación ha caído por tonterías
menos importantes —explicó Rodríguez, con mala intención.
—Como comprenderá, no puedo fijar mi criterio de actuación en función de
los comentarios que algún ocioso deslenguado propaga en los cenáculos de

204
Teo García La partida

rigor. No me preocupa lo más mínimo, pero de todas formas agradezco su


buena intención, Eusebio.
Rodríguez no se creyó la actuación de su superior, sabía que había hecho
mella, y que conforme pasara el tiempo la brecha se iría ampliando; por ello,
siguió llevando la iniciativa.
—¿Puede decirme si el presidente Companys ha decidido algo al respecto?
—preguntó Rodríguez.
—Si no recuerdo mal, la última vez que me lo preguntó le dije que lo más
conveniente era dejar al presidente al margen de estas historias. Para estas
menudencias, estamos usted y yo.
—Estoy de acuerdo. Pero... ¿se ha planteado que con sus directrices
también me está situando a mí en una posición delicada? Usted no actúa ni me
deja actuar. Piense por un momento que tenga razón en mis sospechas de que el
POUM está preparando algo, bien de motu propio, bien en connivencia con los
fascistas, y si esto explota usted y yo nos veremos en un serio aprieto. Yo tengo
la salvaguarda de que me debo a las órdenes recibidas, pero usted quedaría en
una posición muy comprometida, y ya sabe cómo son los políticos: querrán una
cabeza para poder exhibirla colgada —dijo Rodríguez.
Aiguadé recordó la última conversación con Tarradellas, y esta pieza que le
mostraba Rodríguez encajaba en el rompecabezas. Quizás era el momento de
variar un poco su postura.
—Le voy a ser sincero, Rodríguez. Comparto muchos de sus recelos, pero
no quisiera que el tema se nos fuera de las manos.
—Puede ser que su suspicacia se deba a una mala explicación de lo que
pretendo. Creo que lo más conveniente sería dar un ejemplo de fuerza ante los
trostkistas y anarquistas. Estoy seguro que enseñando los dientes sería
suficiente para que comprendieran que no estamos en julio de 1936. Mi
intención no es proceder a una depuración física de los que hasta ahora son
nuestros aliados, con alguna puntualización, pero aliados al fin y al cabo, pero
sería conveniente que se percataran de con quién se están jugando los cuartos, si
me permite la expresión —dijo Rodríguez.
—Mi temor es que una actuación se confunda con una provocación —
apuntó Aiguadé.
—Para evitar eso, nosotros podemos encontrar una fórmula que consiga
nuestros objetivos, y no dé lugar a ningún equívoco.
—Estoy seguro que ya ha pensado algo, ¿a qué sí, Rodríguez?
—A grandes rasgos, pero sí, algo he pensado.
Aiguadé, con un gesto conjunto de su cabeza y manos, comunicó su interés
en conocer la propuesta.
—Lo más indicado sería actuar con la precisión de un cirujano, cortar sólo
el tejido enfermo —dijo Rodríguez, metafóricamente.
Aiguadé, un tanto sorprendido por la forma críptica de hablar del jefe de
policía, pidió más concreción.

205
Teo García La partida

—Me refería a que debemos escoger muy bien el lugar de actuación. No


puede ser la totalidad de la ciudad, ya que estaríamos en una desventaja
manifiesta, pero sabemos que los trostkistas y anarquistas ocupan algunos
edificios vitales para el municipio, y simplemente deberíamos proceder a su
desalojo. Estoy convencido que mostrando una orden firmada por usted los
abandonarían sin oponer ninguna resistencia. Luego, nosotros, y sobre todo los
políticos, ya nos encargaríamos de obtener rédito a tal gesto, todo depende de
cómo se explique, aunque debería mostrarse como un sometimiento al orden y
ley establecidos. De esta forma, los trostkistas y anarquistas quedarían
desacreditados ante sus bases, y lentamente irían perdiendo poder y presencia.
Se trata de eso, Aiguadé —dijo Rodríguez.
—Creo que peca de optimista o de desconocimiento del personal con el que
trata. No me imagino a los anarquistas y trostkistas abandonando nada que ya
esté en su poder, pero, ahora, recordando aquella comida en el consulado ruso
hay algo que no me cuadra, ¿qué pinta Ovseienko en todo esto? —preguntó
Aiguadé.
El jefe de policía se vio incómodamente sorprendido por el recordatorio,
pero supo encontrar, de forma rápida, un argumento.
—Aquella charla estuvo plagada de malas interpretaciones, motivadas por
el desconocimiento total de nuestro lenguaje. Si ahora hablase con Ovseienko, le
expondría lo mismo que yo.
—Pero, Rodríguez, ¿qué interés puede tener Ovseienko en todo este tema?
Esto es lo que me causa un prurito incómodo.
—Vuelvo a pensar que fue una mala interpretación por su parte, Aiguadé.
Ovseienko sólo quiere ayudar y asesorar, nada más. Es un diplomático algo
caduco y con el paso cambiado, no le dé más importancia.
Aiguadé, mientras la inquietud anidaba en su pensamiento, reflejaba en su
rostro el estado de duda en el que se encontraba. Todo lo expresado por
Rodríguez se precipitaba como una salvaje cascada en su mente. Necesitaba
más tiempo para meditar, e intentar que otro tomase la decisión.
—Está bien. Prepare un gesto de fuerza, pero sólo prepare, ¿lo ha
entendido? Si las cosas se tuercen, ya veremos cómo lo aplicamos —ordenó el
conseller de Governació.
—No guarde el mínimo recelo, Artemio. Yo para actuar necesito una orden
firmada por usted, y no haría nada a sus espaldas que le pudiera comprometer
—dijo Rodríguez.
—Conforme. Mientras la sinceridad sea recíproca no existirá el menor
problema, Rodríguez —asintió Aiguadé.
Tras acabar la reunión, el jefe de policía abandonó el despacho de su
superior. Sentía la misma satisfacción que una araña debe tener al contemplar
su tela ya tejida, presta a atrapar a la presa. Consideraba que, en esta ocasión,
había salido bien librado de su conversación con el ladino Aiguadé, y deseaba
informar a Orlov cuanto antes, ya que, muy a menudo, el éxito tiene mejor

206
Teo García La partida

sabor si es compartido.

Ricardo se sentía relajado; el paseo le había provocado un efecto de laxitud


en su estado de ánimo, pero ahora debía encontrarse con el tercer miembro de
su célula de apoyo. El encuentro estaba fijado en el cine Coliseum, y nada
presagiaba que hubiera problemas. Ricardo debía comprar su entrada, de
platea, y cuando penetrase en el recinto, su contacto estaría situado en el primer
descansillo de la escalera que sube hacia el anfiteatro. Una vez más, la frase de
contacto haría referencia a la máquina de escribir. Ricardo conocía a todos los
miembros, pero ellos nunca le habían visto a él. Intentó ponerse en su lugar, y
reconoció que situaciones así deben crear una profunda intranquilidad en las
personas. Hoy su enlace era una mujer a la cual estuvo siguiendo y vigilando
durante varios días. Sabía que vivía en Gracia y que trabajaba en una
perfumería. Por lo que él había observado, llevaba una vida austera y
monótona.
Ese día estaba previsto exhibir una película mexicana titulada Confesiones de
una monja. Debajo del epígrafe se había añadido un subtítulo, con algún fin
aclaratorio, que rezaba: VIRGEN Y MÁRTIR. Era toda una tentación para algún
guasón, que siempre lo hay, colocar un cartel con esas expresiones, ya que
algún alma aburrida añadió, con una letra muy tosca, unas palabras que con
seguridad desvirtuaban el guión y mensaje de la película, pero que causaban
grandes risotadas en la cola que había para comprar las entradas. Ahora se
podía leer: VIRGEN POR DELANTE, Y MÁRTIR POR DETRÁS.
Ricardo estaba entre las personas que esperaban para entrar. Por los
comentarios que podía escuchar entre la concurrida fila, los espectadores
esperaban un drama de tintes sicalípticos, con situaciones y expresiones erótico-
festivas, que harían las delicias del arrabalero ambiente que se palpaba entre los
asistentes. Ricardo pensó que si el cine en sus inicios fue creado como
entretenimiento de masas analfabetas, era evidente que ese día haría honor a
sus destinatarios; se encontraba incómodo entre personas zafias que hacían un
derroche de vulgaridad. Después de comprar la entrada, entró en el vestíbulo.
Mientras ascendía por las escaleras, hacia el anfiteatro, pudo ver como una
media melena con rizos, de un moreno azabache, asomaba por la barandilla.
Conforme subía fue descubriendo más rasgos de la fisonomía de la chica, y su
cuidado maquillaje y aspecto pulcro le gustaron. Alrededor de la mujer, otras
personas estaban charlando o fumando, esperando el inicio de la sesión, pero
ninguna despertó sospechas en Ricardo. Cuando se acercaba a la muchacha, sus
miradas se cruzaron fijamente, pero con desconfianza. Ella cambió su postura
por otra más rígida, más alerta. Ricardo llegó hasta ella y la besó en los labios, a
modo de saludo, mientras la cogía por los brazos. La muchacha, sorprendida,
no opuso resistencia, pero tenía todos sus músculos en tensión.
—Soy el de la Underwood —dijo Ricardo, como presentación y a media

207
Teo García La partida

voz.
—Y yo Esperanza —contestó la chica, diciendo su verdadero nombre.
Un timbrazo anunció que la película iba a comenzar, y ambos se dirigieron
a sus localidades. Ricardo, por su falta de costumbre, se sentó en la butaca sin
saber que antes del comienzo deberían cantarse diferentes himnos, con la
finalidad de contentar a todas las opciones políticas allí presentes. Al comenzar
a sonar las notas del Himno de Riego, Ricardo se incorporó y comenzó a cantar,
sintiéndose ridículo por la situación. Al finalizar, tuvieron que interpretar dos
más: La internacional e Hijos del Pueblo. Una vez que la popular sesión musical
hubo terminado, pudieron sentarse a disfrutar de unos noticiarios que eran el
preludio de la película. Ahora, Ricardo, se sentía más cómodo para hablar con
total libertad, ya que era durante la exhibición de los reportajes cuando los
espectadores emitían opiniones o expresiones, en voz alta, sobre las imágenes
que se mostraban en la pantalla. El principal problema que Ricardo tenía ahora
era que no había definido del todo cuál sería su siguiente actuación. Poco podía
comunicar a la muchacha, pero, sin embargo, debía cumplir y respetar
escrupulosamente la pauta de citas y encuentros que la publicación del anuncio
en el periódico había iniciado. Necesitaba abrir un nuevo canal de
comunicación con Esperanza para utilizarlo durante los próximos días. La
primera parte del noticiario basaba sobre la firme resistencia del pueblo de
Madrid, y los gritos de «¡No pasarán!» inundaron la sala con atronadores
berridos.
—Necesito que fijemos un nuevo sistema de contacto —dijo Ricardo,
exhibiendo una sonrisa, y pasando su brazo izquierdo sobre los hombros de la
muchacha.
—¿Cuál es tu nombre? —preguntó Esperanza, antes de decir nada más.
—Ricardo. Si también te interesa mi apellido, te diré que es Underwood —
contestó con cierta sorna.
—Tú dirás. Mis instrucciones son seguir al pie de la letra tus órdenes.
—Ahora tengo un pequeño problema que no viene al caso, pero que no
afectará a nuestros planes. Tú trabajas en una perfumería, ¿no es cierto? —
preguntó Ricardo, a pesar de conocer los domicilios y trabajos de los tres
miembros. La muchacha respondió afirmativamente.
—En cuanto tenga las cosas más claras apareceré un día por allí. Procura
atenderme tú personalmente, y ya te comunicaré nuevas instrucciones. Sigue
con tu vida normal y no te preocupes de nada más —dijo Ricardo.
Al acabar la frase, dio un beso en la mejilla de la chica para dar visos de
credibilidad a la escena, pero a Ricardo el acercamiento le resultó gratificante, y
en especial, el olor del cabello de Esperanza. Ella también desempeñaba su
papel con gran realismo, y cogió la mano de Ricardo. Ahora fue él quien se
sobresaltó por el gesto, pero decidió disfrutar del momento, aunque fuera por el
buen fin de la misión encomendada. Cuando terminaron los noticiarios, se
dispusieron a ver el tostón de película, que no pasaría a los anales de la

208
Teo García La partida

cinematografía mundial. Durante la proyección, se prodigaron algún arrumaco


e hicieron varios comentarios. Al finalizar la misma, Ricardo se ofreció a
acompañarla. Sabía que estaba quebrantando algunos de sus rígidos
procedimientos, pero se encontraba a gusto. Ricardo conocía con antelación que
uno de los componentes de la célula era una mujer, pero en su momento no le
dio importancia alguna, actuó con profesionalidad, y ahora, mientras
acompañaba a Esperanza a la estación de metro, se percató que para él era más
fácil tratar con hombres que estar entre mujeres. El trayecto era corto y pocas
palabras cruzaron, no sabían qué decirse, aunque Ricardo disfrutó de ese
momento de plácido olvido de sus obligaciones.
Antes de llegar a la boca de metro, Ricardo se detuvo para encender un
cigarrillo. Educadamente le ofreció uno a Esperanza, y cuando ella se lo puso en
los labios, esperando que él le diera lumbre, Ricardo se fijó en el carmín que
dejaba señalado el papel del cigarro. Sorprendiéndose a sí mismo, notó cómo
una ola de sensualidad recorría todo su cuerpo y cuando Esperanza tocó su
mano, protegiendo la llama del encendedor, un impulso brutalmente sexual
sacudió sus entrañas.
—Debo marchar —anunció la chica.
—Recuerda mis instrucciones —dijo Ricardo, sobreponiéndose a sus
instintos más primarios.
Esperanza no dijo nada más, y dando media vuelta, de una manera grácil,
desapareció por las escaleras de la estación de metro. Ricardo, confundido y
molesto por sus propias emociones, comenzó a caminar mientras analizaba su
comportamiento. Sus pensamientos le resultaron curiosos: no tuvo dilema
alguno en eliminar a la periodista inglesa, le costaba escribir una carta a Julián
García con sentimientos ficticios y mantener un encuentro insulso con una chica
atractiva, le resultaba desconcertante. Algo le estaba pasando. Decidió acelerar
el paso, tenía otras cosas que hacer.

Anselmo entró en el bar Jaime con pocas esperanzas de encontrarse a


alguno de sus amigos. En las últimas semanas se veían poco, excepto los viernes
que seguían su sagrada tradición de la partida de dominó. Por eso se
sorprendió cuando lo primero que vio al entrar en el local fue la sonrisa de
Quique, al bueno de Clavijo y a Perico escuchando, por cortesía, el desatino que
con toda seguridad habría dicho el risueño Quique. Todos se alegraron del
casual encuentro.
—Anselmo, corazón, eres caro de ver últimamente, pijo.
Quique no dejó pasar la oportunidad de hacer patente su presencia.
—Te ha llamado corazón, por si no lo habías oído.
Anselmo sonrió y no dijo nada. Perico le estrechó la mano mientras decía
un escueto y amistoso saludo. Para aquellas personas —como era el caso de
Anselmo, que dan a la amistad un valor que va mucho más allá del mero afecto

209
Teo García La partida

que se fortalece con el trato—, reencontrar a sus amigos le producía la misma


sensación que el marinero tiene al regresar al puerto después de una
prolongada singladura. La sola presencia de cada uno de ellos, con sus virtudes
y defectos, le hacía notar una cálida sensación de aprecio y tranquilidad. No
tenía nada que ver con sus otras facetas como persona: familia, trabajo y sus
compañeros. Era sencillamente el estar entre amigos, el poder ser él mismo, el
desinterés en sus actos, y la nula capacidad de ofender y sentirse ofendido. Le
hubiera gustado poder expresarlo con palabras, pero su limitada locuacidad no
se lo permitía, aunque tampoco le preocupaba, ya que cuando uno está entre
amigos, no hace falta hablar para que todos sepan lo que se siente o piensa. En
esos momentos, las caretas y poses quedaban fuera de lugar. Anselmo se sentía
alegre, y Quique propuso, al estar todos, jugar una partida de dominó. Perico,
disciplinado y ordenado en sus costumbres, anunció, como si los demás no lo
supieran ya, que ese día no era viernes.
—Joder, ¿y qué pasa, que las fichas sólo se mueven los viernes? —dijo
Anselmo.
—Sabía que algo así dirías, pero quería escucharte —dijo Perico, sonriendo.
—No me seas maricón, Perico —replicó Anselmo.
—Pijo, por ahí sí que no paso. Ese papel ya está asignado —se quejó
Clavijo.
Tras unos segundos de silencio, todos rompieron a reír con unas carcajadas
que podían oírse hasta en la calle. Ciertamente, era un grupo de amigos.

210
Capítulo XVII

Las semanas transcurrían sin que la esperada eclosión de sucesos se produjera.


De forma aislada, y sin secuencia lógica alguna, ocurrían hechos que
exasperaban a todos los partidos políticos: el alcalde anarquista de Puigcerdà
fue asesinado junto a tres compañeros de su partido y los cadáveres de dos
jóvenes comunistas fueron lanzados, desde un coche en marcha, en los aledaños
del Palau de la Generalitat. Los esfuerzos que los diferentes líderes políticos
iban realizando daban sus frutos, y todos ellos se aplicaron en transmitir una
sensación de tranquilidad y calma, ficticia, pero calma a fin de cuentas. La
celebración del primero de mayo estaba próxima, y las diferentes fuerzas
políticas entablaban conversaciones, en algún caso negociaciones, para poder
manifestarse de forma conjunta y con mensajes de significado similar, pero el
resultado era más que incierto. La marcha de la guerra no ayudaba a que los
ánimos fueran optimistas, y en algunos sectores, el derrotismo prematuro,
expresado de forma encubierta, comenzaba a calar en las mentes. De cara a la
galería, los políticos republicanos exhibían un triunfalismo, y esperanza en la
victoria, que los más realistas vislumbraban con mayor lejanía. El fracaso de los
sublevados en la batalla por Guadalajara dio un pequeño respiro al gobierno
republicano, pero las tropas del general Mola realizaban un impetuoso avance
en la zona norte. Las noticias que llegaban a Barcelona, de bombardeos sobre
población civil, también ayudaron a crear desasosiego.
En el gobierno catalán, tal como propuso Companys a Tarradellas, se
produjo una pequeña crisis. Ésta se saldó con mayor presencia de comunistas
en los órganos directivos y la pérdida del Departamento de Abastos por parte
de la CNT, que fue asumido por la UGT; a todos los efectos, los comunistas. Sin
embargo, en la presidencia de la Generalitat no hubo cambio alguno.

Pedro ya estaba cansado de tanta espera y dilación. Debía comunicar


resultados fehacientes a Moscú, y de no producirse algún suceso inesperado, el
silencio no sería interpretado como un éxito de sus singulares gestiones. Sus
poderes en Barcelona eran ilimitados, y aunque por jerarquía su posición era
inferior a la de Ovseienko y Orlov, en la práctica no debía reportar ni consultar
Teo García La partida

decisiones con ellos; en todo caso, sus actos tenían que ser asumidos por los
otros, que debían subordinar sus actuaciones al proceder de Pedro. Por las
informaciones que recibía el húngaro de algunos infiltrados, conocía el nivel de
tensión que se vivía, y Pedro consideró conveniente incrementar la tirantez para
provocar una reacción. El escenario estaba montado, los actores conocían sus
papeles, y era cuestión de no hacer esperar al público para dar comienzo a la
representación.
Pedro se encontraba en la pequeña sala de estar de la mansión de la calle
Muntaner, esperando la llegada de Klaus y dos de sus secuaces, llamados
Benjamín e Isidoro. Pedro confiaba plenamente en ese grupo: no discutían
órdenes, no valoraban actuaciones, no cuestionaban resultados, simplemente
acataban y actuaban; eran los hombres perfectos, sin fisura alguna en sus ideas
y con una claridad meridiana en sus objetivos. Excepto Klaus, que era austriaco,
los otros dos eran rusos, descendientes de judíos sefardíes, hecho este que les
permitía tener un cierto dominio del idioma español.
Klaus, fiel al tópico de la puntualidad, llegó a la hora acordada. Los otros
empezaban a retrasarse, pero Pedro sabía que estaban realizando un
interrogatorio, al igual que hicieron con la esposa de Ramón Barnola. Klaus era
el más polivalente, dominaba cualquier técnica que significara la imposición del
terror y el miedo en sus semejantes. Su mandíbula en exceso cuadrada,
acompañada de unos ojos sin sentimiento, una nariz algo desviada, recuerdo de
alguna discrepancia tabernaria, y su cuello bovino, le dotaban de un aspecto
que dejaba traslucir una bestialidad carente de cualquier rasgo que le hiciera
parecer humano. Su apariencia era más cercana a la de un estibador portuario
que a la de un bibliotecario. Klaus había nacido en Viena, en el barrio de
Simmering, y desde una temprana edad demostró sus especiales aptitudes para
encontrarse inmerso en los más variados problemas. Las malas compañías, que
parecía buscaba con ahínco, y su predisposición, le convirtieron en un discípulo
aventajado en toda clase de malas artes. Realizaba un movimiento repetitivo
que Pedro no soportaba: se rascaba su rapada cabeza de forma lenta y suave. Se
podría interpretar que era un gesto de ayuda para pensar, pero Klaus y el acto
de razonar eran completamente antagónicos. Pedro valoraba su fidelidad
canina, y esto hacía que le tratase con cierta deferencia. Klaus, al entrar en la
habitación donde ya se encontraba su superior, tanto en el plano jerárquico
como en el intelectual, emitió un saludo y se quedó de pie. Pedro no iba a
invitarle a tomar asiento, le consideraba una fiera, y debía demostrarle el trabajo
de doma realizado con él, desde que le rescató de una cárcel vienesa, no
dándole ninguna muestra que se pudiera interpretar como un gesto de
confianza, ya que siempre es el león más querido por el domador el que le
ataca.
Pedro siguió leyendo impertérrito un tratado de anatomía patológica. En su
juventud había sido estudiante de medicina y este tema le seguía atrayendo. Le
fascinaba el funcionamiento del cuerpo humano, con su delicado equilibrio

212
Teo García La partida

bioquímico, que permite a los hombres realizar desde las acciones más simples,
a otras tan complejas como razonar o memorizar.
Tras una corta espera llegaron los otros dos individuos. Isidoro y Benjamín
eran hermanos, y este parentesco, en un primer momento, no fue del agrado de
Pedro. Él hacía años que no tenía vinculación alguna con su familia, y
consideraba que personas desarraigadas, sin ningún tipo de lazo afectivo o
familiar, eran las más convenientes para mantener un grupo cohesionado y
unido.
El día anterior, siguiendo las órdenes de Pedro, Klaus, junto con los otros
dos, secuestraron a cuatro miembros del POUM a la salida del local de las
Juventudes Libertarias donde habían mantenido una reunión. A punta de
pistola los trasladaron a La Tamarita, donde fueron interrogados con la tétrica
efectividad del equipo habitual. Pedro decidió no explicar nada a Ovseienko y
Orlov, ya que si tenían que continuar mintiendo, era mejor que lo hicieran
convencidos de que los embustes que explicaban eran ciertos. Si todo salía
como Pedro había previsto, obtendría resultados casi de forma inmediata.
—¿Cómo ha ido el interrogatorio? —preguntó Pedro.
—Bien, poco más han podido explicar. Uno de ellos ha muerto —respondió
Benjamín, que normalmente era el que hablaba en nombre de los dos hermanos.
—Estáis perdiendo práctica —opinó Pedro, dejando su libro de medicina
sobre una pila de periódicos extranjeros.
Klaus explicó las informaciones recogidas de los trostkistas retenidos, que
no aportaban nada nuevo: no existían planes, tramas, ni nada para eliminar
rivales.
—En cuanto anochezca los lleváis al cementerio de Cerdanyola y los dejáis
junto a la tapia.
—¿Vivos? —preguntó el vienés.
—Klaus, si dejases de rascar tu cabeza, no te arrancarías tantas neuronas, y
entenderías que tu pregunta es de lo más estúpida.

Ricardo había decidido cuál sería su siguiente paso, también a él se le


echaba el tiempo encima y necesitaba resultados de forma perentoria. En la
última visita efectuada al buzón, ya había recibido respuesta de Julián García.
Esta vez la entrevista no sería en La Criolla, sino en un almacén de la zona
portuaria. En cuanto recibió el mensaje, se encargó de realizar un estudio del
sitio. Al principio le pareció extraño, pero confiaba en la necesidad de
discreción de Julián García, y Ricardo era consciente de que algún riesgo debía
correr, aceptando ese condicionante como parte de su trabajo. Tras meditarlo, le
pareció un buen lugar: oscuro, silencioso, discreto y con múltiples escapatorias.
Unos días antes, Ricardo se había vuelto a poner en contacto con la
muchacha que debía servirle de apoyo, Esperanza. Le hubiera gustado contar
con un miembro más fiable, pero si la chica había sido escogida debía

213
Teo García La partida

presuponerle valía. El día que fue a visitarla a la perfumería donde trabajaba,


pudo hacerle entrega de las direcciones y las llaves de los pisos francos de los
que disponía en Barcelona. Ricardo había citado a la chica para esa noche en la
vivienda, con la instrucción de que esperase hasta que él llegara. Ella no debía
preocuparse de si tardaba, lo importante era que en un momento u otro llegaría,
y mientras tanto, ella debía esperar.
Ricardo estaba ultimando los preparativos para la entrevista de esa noche
con Julián García: se introdujo en un bolsillo interior las mil libras esterlinas,
divididas en dos fajos de billetes, y dos planos de Barcelona, en los cuales había
escrito, utilizando el código secreto del cuartel de Franco que le había
proporcionado Mola, una serie de instrucciones referentes a los asesinatos
cometidos contra Rhein y Cortada, así como el detalle de otras acciones futuras
y ficticias. Tal como le habían explicado en Burgos, sabía que para los servicios
de información republicanos no supondría problema alguno descifrar el código.
Los planos eran idénticos, la única diferencia radicaba en que en uno de ellos
había escrito la fecha de ese día, una hora, la dirección del piso franco y su
nombre, Ricardo.
Aún tenía tiempo suficiente para acudir a la cita con Julián García, pero
antes debía pasar por el piso y mantener una pequeña entrevista con Esperanza.
Esta vez también fue caminando, aunque en esta ocasión no se trataba de un
paseo. Su andar era rápido, pero no tanto como para levantar sospecha alguna.
El clandestino piso al que se dirigía era un lugar discreto y pequeño, situado en
un pasaje que unía dos calles de la derecha del Eixample, pero para el uso que
se le daba era más que suficiente. Ricardo subió los dos tramos de escaleras
hasta que se encontró delante de la puerta. Antes de abrir estuvo escuchando,
pero no pudo percibir ruido alguno que le despertara sospechas. Introdujo la
llave en la cerradura y entró. Al final de un corto pasillo, estaba Esperanza
sentada en un sillón junto a una mesa camilla.
—Hola, Esperanza. ¿Has tenido algún contratiempo? —preguntó Ricardo.
—Ninguno, todo está tranquilo —respondió la muchacha.
Ricardo se volvió a fijar en ella y la encontró más atractiva que en anteriores
ocasiones. La ventaja de trabajar en una perfumería era que, Esperanza, tenía a
su alcance todos los medios de maquillaje que suelen utilizar las mujeres. Por
esas paradojas de la guerra, en Barcelona escaseaba la comida, pero no los
cosméticos, ya que desde antes de la contienda civil, la inmensa producción de
artículos de belleza estaba arraigada en la ciudad, y esto hizo que al estallar el
conflicto, las mujeres pudieran seguir disponiendo de los útiles necesarios para
su cuidado.
—Sólo he pasado para explicarte lo que vamos a hacer esta noche.
Aproximadamente de aquí a dos horas, vendré con otra persona. Se trata de
Julián García, uno de los hombres de confianza del POUM, que trabaja para
nosotros desde comienzos de la guerra. Esta noche debemos explicarle unas
cuantas cosas y pagarle sus servicios —dijo Ricardo, causando una gran

214
Teo García La partida

sorpresa en Esperanza.
Después de decir esto, sacó uno de los fajos de libras esterlinas y se lo
entregó a la chica para su custodia. También le hizo entrega de uno de los
planos de Barcelona, pretextando que para él era más seguro no llevar
semejante carga encima.
—Es mejor que nos encontremos aquí, ya que se tratará de una entrevista
algo larga. Julián nos ha de pasar una información que luego tú deberás
transmitir, por eso me interesa que la conozcas de primera mano. Está al
corriente de tu presencia y sabe que eres de total confianza; no debes
preocuparte por nada. Luego ya te explicaré más detalladamente todo lo demás.
Si yo no volviera, o bien tuvieras noticias de mi detención o muerte, deberás ir
al segundo piso y, mediante el transmisor, comunicar a Burgos dicha
incidencia. Ahora relájate, luego nos volveremos a ver, estoy seguro —dijo
Ricardo.
—Muy bien, aquí estaré esperando —respondió la muchacha, que no se
había recuperado del estupor causado por las novedades. Ricardo se dio media
vuelta para enfilar el pasillo, pero al llegar a la puerta se volvió y le dirigió una
mirada, acompañada de una sonrisa tranquilizadora, mientras volvía a pensar
que hoy estaba especialmente guapa.

La Tamarita es una finca con una gran mansión, rodeada de unos jardines
frondosos, situada en la plaza de la Rotonda. Por orden de Pedro, los cuatro
trostkistas secuestrados habían sido trasladados allí, pero ahora debían librarse
de ellos. Una de las puertas traseras de la casa, que da a la parte más oculta del
jardín, se abrió con un chirriar metálico. Klaus salió para acercar una pequeña
furgoneta, en la que él y sus compañeros hicieron subir a los tres trostkistas
vivos. Después, como si de un fardo se tratase, Klaus apareció cargado con el
cadáver del cuarto. Los tres supervivientes adivinaban cuál era su futuro, pero
el estado lamentable en que habían quedado después de las largas sesiones de
interrogatorio, no les permitía oponer resistencia alguna, y sólo tenían la
posibilidad de insultar o lanzar alguna exclamación, que era acallada con unos
contundentes golpes. Klaus y Benjamín se situaron en la parte trasera del
vehículo, con los tres prisioneros maniatados. La furgoneta inició su marcha
descendiendo por la calle Balmes, y después salieron de Barcelona por la
carretera que lleva hacia el Valles.
—¿Dónde nos vais a matar, cerdos? —preguntó uno de los detenidos.
Klaus, molesto por el atrevimiento, propinó un puñetazo en la ya castigada
cara del joven. Los otros dos optaron por no abrir la boca ante la contundencia
de la réplica.
El resto del camino lo hicieron en silencio, mirando al suelo de la furgoneta
donde el cadáver del otro anarquista se bamboleaba, por el traqueteo del viaje,
ajeno ya a la desgracia futura. Tardaron una hora en llegar a su destino y al

215
Teo García La partida

hacerlo Klaus abrió las portezuelas traseras para hacer descender a los tres
infelices. Sin el menor miramiento, los dos hermanos bajaron el cadáver del
cuarto y lo lanzaron contra la tapia del cementerio. Uno de los detenidos
empezó a gimotear, balbuceando frases inconexas y suplicando por su vida;
después tuvo un repentino vómito. A golpes, hicieron arrodillar a las tres
personas, y uno de ellos se resistió a morir de esa manera, consiguiendo
únicamente otra tanda de puñetazos que hizo más patente su figura de hombre
roto.
Las luces del vehículo permanecían encendidas proyectando sobre el muro
unas trágicas sombras chinescas de los tres hombres, que sentían la certeza del
final de sus días. Los altos cipreses del cementerio se cimbreaban lentamente
debido a una ligera brisa, dando al cuadro un patetismo extremo. Klaus y sus
compañeros actuaban sin precipitación, como aquel que contempla los cuadros
colgados en una galería de arte. El austriaco sacó su pistola, y uno a uno, en un
macabro reparto, les descerrajó un tiro en la cabeza. Los dos hermanos miraban
como lo que antes había sido una persona se convertía en un guiñapo, ya que
los cuerpos adoptaban las posturas grotescas que la muerte confiere a las
personas fallecidas de forma súbita y violenta. Era evidente que para ellos éste
no era un espectáculo nuevo. Después del trío de disparos, Isidoro llamó la
atención de Klaus para indicarle que uno se movía. Eran los movimientos
convulsos que preceden a la muerte, pero Klaus lo interpretó como una forma
de cuestionar su eficacia, y acercándose le disparó, de nuevo, en la sien hasta
agotar el cargador. Luego, mediante una patada en la cabeza, comprobó el
resultado de su trabajo, y cuando tuvieron la certeza de que todos estaban
muertos abandonaron el lugar.

Ricardo caminó con celeridad, su jadeante respiración así lo indicaba, para


poder estar en el lugar indicado por Julián García con la suficiente antelación
para detectar movimientos sospechosos. Aquello estaba muy oscuro, pero sus
ojos se habían acostumbrado a la ausencia de luz, y ahora percibía las sombras
del lugar con más nitidez. El puerto de Barcelona había sufrido duros
bombardeos, y sobre el reflejo del agua, Ricardo podía distinguir los perfiles de
varios barcos semihundidos. De vez en cuando oía algún ruido que le ponía en
estado de alerta, pero se trataba de los sonidos característicos de una zona
portuaria. Estaba agazapado detrás de unas cajas de madera, y con grandes
deseos de fumar, pero no quería que la lumbre del cigarrillo delatara su
presencia. Julián García había escogido un lugar espectral, Ricardo estaba
nervioso. Como forma de tranquilizarse palpó su pistola en el bolsillo, y el
contacto del pavonado metal le resultó gratificante. Con el fin de evitar
sorpresas, decidió empuñarla. Ricardo pensó que Julián se retrasaría, cuando
oyó el ruido del motor de un coche que se acercaba. Asomando la cabeza entre
las cajas, vio que llevaba los faros tapados. A unos pocos metros de él, se detuvo

216
Teo García La partida

el vehículo. Ricardo, con sigilo, se acercó, pero no manifestó su presencia,


quería comprobar cuántos ocupantes iban en el auto. El motor del coche se
paró, y Ricardo se acercó un poco más a resguardo de la oscuridad. Ahora,
alargando su mano, podía tocar el maletero; fue entonces cuando oyó la familiar
voz de Julián, que ya había detectado su presencia.
—No seas acojonado y sal ya.
Ricardo, al incorporarse, vio que había venido solo.
—¿Dónde están tus guardaespaldas? ¿Libran hoy? —preguntó Ricardo.
Julián descendió del coche y se fijó en la pistola que llevaba Ricardo.
—¿Para qué llevas eso, vas a cazar ratas? —preguntó Julián, con burla.
—Nunca se sabe. ¿Y tus guardaespaldas? —insistió Ricardo.
—Tal y como están las cosas, era más seguro venir yo solo. Les he dado
esquinazo, se piensan que estoy follando en La Criolla. Sabemos que existen
infiltrados en nuestras filas, y ahora me fío de muy poca gente —explicó Julián.
—Pues lo tenéis todo: infiltrados, mentirosos, vendidos y traidores —dijo
Ricardo.
—Sí, de ésos también hay alguno —dijo Julián, sonriendo cínicamente—.
Tú dirás para qué querías que nos viéramos.
—¿Te importa si fumo? —preguntó Ricardo.
—La última vez que nos vimos no fumabas —afirmó Julián, sorprendiendo
a Ricardo por su memoria—, pero si ahora te has dado al vicio, es mejor que
uses esto como encendedor —dijo, extrayendo un chisquero de su bolsillo.
Ricardo sacó un cigarrillo, mientras Julián hacía chasquear la rosca sobre la
piedra. Cuando prendió la mecha, se acercó un poco más a Ricardo para que
pudiera encender el pitillo. Ricardo hizo el gesto característico de proteger con
su mano el cigarro, pero en realidad lo que consiguió fue sujetar las manos de
Julián. Éste algo intuyó por la excesiva presión, pero cuando quiso reaccionar se
encontró con un rodillazo en sus genitales, que le cortó el aliento. El dolor
provocado le hizo acuclillarse, y entonces recibió un fuerte golpe en la cabeza
con la culata de la pistola. Julián estaba perdiendo la consciencia por momentos,
pero notaba cómo le estaban atando de pies y manos. Cuando parecía que
estaba volviendo en sí, Ricardo le propinó otro golpe que le sumió en una
negritud absoluta.

Anselmo estaba preocupado: su hijo tenía fiebre desde hacía dos días. Todo
parecía indicar que se trataba de una gripe primaveral, pero el temor a alguna
complicación inesperada le causaba desazón. Las condiciones de la atención
sanitaria en Barcelona tampoco eran óptimas. A esto se debía añadir la
dificultad para encontrar algunos medicamentos, pero él tenía la ventaja de la
farmacia de Perico. El dolor humano, sobre todo el ajeno, le era indiferente,
pero no podía soportar el mínimo trastorno en su hijo. Después de cenar estuvo
un buen rato junto a Juan, en la cabecera de su cama. El niño, en parte por la

217
Teo García La partida

hora, y también por los grados de fiebre, se encontraba en un estado de


somnolencia. Anselmo le estuvo colocando compresas de agua fría para intentar
aliviar la sensación de calentura de su retoño. De vez en cuando, Juan abría los
ojos y le miraba para luego sonreírle. La muerte del hermano mayor de
Anselmo siempre había pesado como una losa sobre su casa. No tenía presente
el menor comentario por parte de sus padres al respecto, pero ese silencio
resultaba más elocuente que si hubiera sido tema de conversación habitual. Se
guardaba la figura del ausente, y Anselmo siempre recordaba los bastones que
tuvo que usar su hermano debido a la debilidad de sus piernas. Tras la puerta
de entrada, dentro de un paragüero, permanecieron allí hasta el día que su
madre abandonó la casa: eran mudos y tristes recordatorios de las penalidades
que el muchacho y sus padres vivieron. Anselmo espantó con un ligero sacudir
de cabeza esos recuerdos. Volvió a mirar a Juan y decidió que le leería un
cuento. Anselmo era incapaz de inventar uno, su realismo se lo impedía, por
eso, siempre que se veía en tal situación, tenía que consultar un pequeño libro
de cuentos infantiles que alguien le regaló a su hijo. Anselmo estuvo ojeando las
páginas hasta que encontró uno que hablaba de un niño llamado Patufet.
Empezó la lectura con una atonía en su voz, que ayudaría a Juan a conciliar el
sueño. De vez en cuando el pequeño tosía, y Anselmo, sin parar de leer, le
miraba con preocupación. Un gracioso y desgastado oso de peluche yacía junto
a su hijo como fiel compañero de sueños. Anselmo cogió el muñeco y lo puso
entre los brazos del niño; sabía que el contacto con el juguete le resultaba
gratificante. Anselmo le acarició la cabeza a Juan, dejando que sus dedos se
ensortijasen con los cabellos del pequeño. Luego prosiguió con las desventuras
del pobre Patufet, pero antes de reanudar la lectura, tuvo que secarse unas
lágrimas que comenzaban a invadir sus ojos.

Julián García recobró el conocimiento de forma lenta y paulatina. De forma


instintiva, intentó llevarse una mano a la cabeza, que le dolía de forma
espantosa, pero lo único que consiguió fue comprobar que se encontraba atado
a una silla. Con una enturbiada mirada, producto del golpe recibido, pudo ver
delante de él a una muchacha. Sospechaba que alguien más estaba con ellos, y
las palabras de la chica lo confirmaron.
—¡Ya se ha despertado! —dijo Esperanza, alzando la voz.
Julián, a sus espaldas, pudo oír los pasos de alguien que se acercaba. Una
mano se posó sobre su hombro, y al levantar la cabeza distinguió a Ricardo.
—¿Cómo te encuentras, Julián? —preguntó Ricardo, con una mirada
curiosa.
—Después de los golpes que me has dado, no estoy en mi mejor momento,
cabrón —dijo Julián, comenzando a recordar.
Ricardo sonrió ante el insulto lanzado.
—¿Qué vas a hacer, matarme? —preguntó Julián.

218
Teo García La partida

El interrogante llamó la atención de la muchacha, y este detalle no pasó


desapercibido para Ricardo. Julián intuyó que algo raro pasaba, al margen de
encontrarse atado a la silla, y supuso que su contacto con los fascistas había
tramado algo que también involucraba a la atractiva muchacha, que
contemplaba la escena sin decir nada.
—Y este hijo de puta, ¿qué te ha explicado? —preguntó Julián, mirando a
Esperanza.
Ricardo, con sus ojos, señaló a Esperanza que no respondiera.
—Sólo le he explicado los tratos que has mantenido con nosotros desde
hace varios meses, ¿crees que debo explicarle algo más? —dijo Ricardo.
—No sé lo que te ha dicho, pero te garantizo que si yo muero, tú serás la
siguiente. Si quisiera matarme, ya lo habría hecho en vez de traerme hasta aquí
—dijo Julián.
Este pronóstico intranquilizó más a la chica, que miraba inquisitoriamente a
Ricardo, como esperando un desmentido a semejantes afirmaciones, pero
Ricardo no hablaba.
—No te das cuenta... —empezó a decir Julián, cuando Ricardo le propinó
un puñetazo en su cara, que al menos de forma visible, sólo le ocasionó un
ligero ladear del rostro. Julián encajó el golpe, escupiendo una mezcla de saliva
y sangre.
—Seguramente, mientras tú aún te meabas encima, yo ya tenía los cojones
pelados de dar y recibir hostias. Si quieres que me calle, tendrás que darme más
fuerte, hijo puta —dijo Julián, de forma desafiante.
Ricardo volvió a sonreír mientras se desplazaba hasta quedar detrás de
Julián. Éste intentó con un giro de cabeza seguir la dirección del movimiento,
pero antes de que pudiera acabar, la mano izquierda de Ricardo le asió por
debajo de su barbilla, mientras hacía fuerza para que levantara el cuello. Julián
intentaba farfullar algo, pero en esa posición le era difícil. Ricardo sacó su
navaja, y con un rápido movimiento transversal le degolló. Los ojos de Julián
pugnaban por abandonar sus cuencas, y con movimientos violentos intentaba
deshacerse de las ligaduras, pero lo único que conseguía era que la vida le fuera
abandonando, más rápido, en forma de hemorragia abundante.
Esperanza asistía a la escena con una mirada atónita: eso no era lo que
Ricardo le había explicado que iba a pasar. Los comentarios que realizó, el
ahora agónico Julián, le vinieron a la mente como una llamada de precaución.
Aprovechando la nula atención que prestaba Ricardo, Esperanza cogió de su
bolso una pequeña pistola que ocultó en su mano derecha, detrás de su espalda.
Los sonidos que emitía Julián, junto con la copiosa cantidad de sangre y su olor
ferruginoso, hicieron que notara un vuelco en su estómago. Por fin, la caída de
la cabeza de Julián sobre su pecho indicó que había muerto. Ricardo cortó las
cuerdas y puso el cuerpo extendido en el suelo. Luego extrajo el plano y los
billetes, para introducirlos en el chaquetón del muerto. Esperanza percibió la
similitud entre los mapas, y empezó a tener la sensación de estar metida en una

219
Teo García La partida

trampa, pero no estaba decidida a actuar.


Cuando Ricardo se levantó, dirigiéndose hacia ella, Esperanza vio que no
había guardado la navaja, esgrimiéndola todavía en su mano. La chica no quiso
arriesgarse más y mostró el arma que blandía. Ella misma se sorprendió con su
reacción, pero no tanto como Ricardo ante el cariz que estaba tomando la
situación.
—Pero... ¿qué haces? —preguntó Ricardo.
—Eso debes explicármelo tú —replicó Esperanza.
—¿No te habrás creído lo que este mamarracho ha dicho?
—Algo sí, pero ha habido un cambio de planes y no me has dicho nada.
—Recibí órdenes de última hora, y creí que era mejor que no lo supieras
para que estuvieras tranquila —mintió Ricardo.
—Acaso notas que me tiemble el pulso —replicó Esperanza, moviendo la
pistola.
Ricardo valoraba las posibilidades de triunfo que tendría si intentaba
desarmar a la muchacha, pero sabía que a la distancia a la que se encontraba era
seguro que recibiría dos disparos antes de lograr alcanzarla.
—Tira el cuchillo —ordenó la chica.
Ricardo así lo hizo, pero lanzó el arma a media distancia. Esperanza
percibió el gesto y volvió a amenazar.
—No juegues conmigo, conozco todos los trucos.
—No es ningún truco, Esperanza. Si no me crees, en mi bolsillo llevo el
mensaje que he recibido. Te lo entrego y lo lees —dijo Ricardo, entreabriendo su
chaqueta.
—Está bien, pero ponte de rodillas. Tu mano derecha sobre la cabeza, y
utiliza sólo la izquierda. Si haces algo raro, dispararé —avisó Esperanza.
Ricardo sabía que cumpliría su amenaza sin vacilar, y obedeció. Tras
extraer un papel de su bolsillo interno, alargó la mano. Si la chica quería
cogerlo, debería acercarse, y ésa sería la única opción que tendría Ricardo para
modificar la situación. Esperanza acortó la distancia con lentitud, mirando
fijamente a los ojos de Ricardo.
—Ni pestañees —ordenó la chica.
De forma imperceptible, Ricardo atrajo el falso mensaje hacia sí. En el
momento en que Esperanza cogió el papel, notó que Ricardo hacía presión para
que no se lo pudiera arrebatar, pero ella estaba más pendiente de su brazo
derecho, y en un rápido movimiento, Ricardo se hizo con la mano que la chica
había alargado para coger el mensaje. La atrajo hacia él con un fuerte tirón, y
esto hizo que Esperanza no tuviera ángulo para disparar correctamente.
Sonaron varios disparos, pero las balas se perdieron contra el parco mobiliario
de la estancia. Con su mayor fuerza y corpulencia, Ricardo logró que rodasen
por el suelo del salón, debatiéndose entre la espesa sangre de Julián García.
Aunque Esperanza se debatía con la fuerza de la desesperación, Ricardo
consiguió apresar la mano derecha de la chica, con lo que ahora ya no podría

220
Teo García La partida

maniobrar con la destreza necesaria para apuntarle. Fueron sonando otros


disparos, y Ricardo, en el fragor de la lucha, temió que el ruido alertara a los
vecinos. La apariencia menuda de la muchacha no se correspondía con la fuerza
que ejercía. Llamadas en la puerta, y voces preguntando qué pasaba, alertaron a
Ricardo.
Con su cabeza dio un fuerte golpe en la cara de la chica, y en esos breves
segundos que ella aflojó la resistencia, Ricardo pudo doblar su muñeca hasta
que la pistola apuntó a Esperanza a la altura del pecho, y apretó el gatillo. Sonó
otro tiro que impactó en el cuerpo de Esperanza. Por la repentina laxitud en los
miembros de la muchacha, Ricardo supo que había conseguido terminar la
lucha. Los golpes en la puerta se habían intensificado, y el ruido que provenía
del descansillo indicaba que, agolpadas, un número importante de personas
querían entrar. Ricardo se incorporó respirando con pesadez, por el esfuerzo y
los nervios. La entrada amenazaba con ceder, y Ricardo cogió la pistola para
rematar a la chica, pero cuando apretó el gatillo, lo único que oyó fue el sonido
del percutor golpeando en vacío: se había quedado sin balas. Buscaba con su
mirada el cuchillo, que se había desplazado por el movimiento de los cuerpos
en la pelea, y cuando pudo cogerlo para matar a Esperanza, que aún se movía,
la puerta se abrió. Ricardo dudaba sobre qué hacer, no disponía de mucho
tiempo, y mirando el cuerpo de la muchacha, rígido e inmóvil, supuso que
habría muerto. Se dirigió hacia la ventana de la cocina, y tras abrirla, saltó sobre
la terraza inferior. La caída provocó que uno de sus tobillos se resintiera
dolorosamente; le costaba levantarse, y temía haberse fracturado el pie.
Reclinado en el suelo, pudo ver como desde la ventana asomaba una cabeza que
algo chillaba, pero Ricardo no se quedó a averiguarlo, y cojeando, abandonó el
lugar. Una vez más, su previsión le había permitido escapar, ya que con
antelación había visitado los dos pisos francos y comprobado todas las
posibilidades de huida que ofrecían.
Renqueando y dolorido, intentaba poner tierra de por medio. Su estado de
agitación le hizo buscar refugio en el portal de un edificio; allí intentaría
calmarse. Estaba preocupado por el estado de Esperanza: le hubiera gustado
tener la certeza de su muerte, pero ahora también debía preocuparse por la hora
tardía que era, ya que moverse por las calles en su estado podría levantar
sospechas. El sonido de unas sirenas le sobresaltó, hasta que, transcurridos
unos segundos, comprendió que era el aviso de una nueva incursión aérea.
Ricardo respiró más tranquilo, para él era un golpe de suerte; ahora, entre la
confusión de personas acudiendo a los refugios, le sería más sencillo pasar
desapercibido. Oculto por la oscuridad del portal, sonrió aliviado: a lo mejor sí
tenía siete vidas.

El ulular de las sirenas de alarma despertó a Anselmo, que se había


dormido junto a su hijo en la cama. Antes de que se hubiera incorporado del

221
Teo García La partida

todo, apareció María. Entre ambos envolvieron al niño, que gimoteaba, en una
manta, y se dirigieron hacia la calle. A grandes zancadas fueron al refugio, pero
al llegar a la entrada Anselmo se detuvo. Entregó a Juan a su esposa, y sin decir
nada más volvió a su casa. María no hizo el menor intento de convencerle, ya
que conocía de antemano cuál sería el resultado de sus súplicas.
Anselmo volvió a subir los 122 escalones, pero cuando estaba a punto de
entrar en su piso decidió subir al terrado: si una bomba caía sobre el edificio,
daba lo mismo estar en el salón que en la azotea. Anselmo abrió la endeble
puerta que daba acceso a la terraza, dispuesto a disfrutar del espectáculo.
Encendió un cigarrillo apoyado sobre la baranda, mirando los proyectores
antiaéreos, que lanzaban hacia el cielo unos haces de luz que penetraban la
negrura. El zumbido característico de los motores de aviación ya era
perceptible, cuando los chorros de luz comenzaron un particular baile para
intentar localizar alguno de los aparatos que se disponían a lanzar sobre
Barcelona, y la población, su mortífera carga de bombas. Unas explosiones, a
sus espaldas, hicieron que Anselmo se girase para mirar los cañones antiaéreos
del Carmel y Montjüic, que empezaron a escupir fuego. Uno de los focos
localizó un avión, y el fuselaje plateado se le mostró a Anselmo durante breves
instantes. El fuego de los cañones se concentró sobre el aparato, pero no era
efectivo. Parecía que hoy el objetivo era, otra vez, el puerto y sus instalaciones, y
Anselmo pensó que era lo más conveniente: eso significaba que dejarían
tranquilas a las personas. El sonido de las bombas al explotar, a pesar de la
distancia, le resultaba inquietante. No quería ni imaginarse lo que podía ocurrir
si uno de esos artefactos alcanzaba un edificio. Al pensar que pudiera ser su
casa y su familia, notó cómo las piernas le flaqueaban. Se imaginó a María y
Juan sentados en los bancos del refugio, como si fueran los desvalidos pasajeros
de un sencillo vagón de tren, cuyo destino podía ser la muerte. Con manos
temblorosas, acercó el cigarrillo a sus labios y dio una profunda bocanada, para
luego seguir contemplando el bombardeo.

222
Capítulo XVIII

Cuando Anselmo llegó a la Direcció General d'Ordre Públic, intuyó que algo
pasaba al no encontrar a ninguno de sus compañeros en el bar de la esquina, y
ver el coche del conseller de Governació, a una hora tan temprana, aparcado en
la puerta. Todo ello le hizo suponer que el día comenzaría con problemas, y el
primero lo tuvo al comprobar que el ascensor no funcionaba de nuevo. Subió
las escaleras a pie, con el fastidio habitual y el cansancio tras el ajetreo de la
noche pasada.
Al entrar Anselmo en el despacho, su compañero Paco estaba trajinando
papeles como forma de disimulo; siempre hacía lo mismo cuando sus jefes
estaban por las cercanías. Tras un saludo, Anselmo le interrogó con la mirada.
—Vaya cara traes esta mañana, me imagino que tú tampoco has podido
dormir —dijo Paco, haciendo un gesto para que Anselmo se acercase más.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Anselmo.
—Ayer encontraron el cadáver de Julián García, junto a una mujer
malherida, en un piso del Eixample —explicó Paco, bajando el tono de voz.
—¿El segundo del POUM? —susurró Anselmo.
Paco, sin decir nada, asintió con la cabeza, pero Anselmo no dio su
curiosidad por satisfecha y, encogiendo los hombros, pidió más explicaciones.
—Nos llamaron los vecinos, y cuando llegamos estaba el tío degollado —
dijo Paco, pasando su dedo índice por el cuello para expresar más gráficamente
la escena—. A su lado, también estaba una mujer con un disparo. En los
bolsillos de García encontramos un plano de Barcelona, con mensajes en clave,
y un fajo de billetes ingleses. La chica también tenía otro plano igual y más
dinero.
—Y aparte de que le hicieran una segunda sonrisa en el cuello, ¿qué
justifica tanta historia? —insistió Anselmo.
Paco, antes de responder, miró a la puerta que daba al despacho del
comandante Carreras, donde en ese momento Eusebio Rodríguez y Artemio
Aiguadé estaban reunidos.
—Nadie nos ha explicado nada, pero parece que la clave con la que están
escritos los mensajes es un código que usan los fascistas. También, en el plano
de García, estaba escrito el nombre de Ricardo, y el día y hora de la entrevista,
Teo García La partida

que era el de ayer —explicó Paco, haciendo un gesto para que Anselmo le diera
un cigarrillo.
—¿Y la chica? —se interesó Anselmo, alargando un paquete de basto
tabaco. Anselmo andaba escaso de picadura, pero le interesaba favorecer la
locuacidad de Paco cediendo al chantaje gorrón.
—Está grave, pero vive. De momento no hemos podido hablar con ella,
estamos esperando que nos llamen desde el Hospital Clínico.
—¿Y por qué no me avisasteis? —quiso saber Anselmo.
—Fui yo el que dije que no te molestaran. Sabía que tenías al pequeño
enfermo y no quise sacarte de la cama. Por cierto, ¿cómo está Juan? —preguntó
Paco.
—Tiene algo de fiebre, pero un amigo que tiene una farmacia me pasará un
medicamento que nos ha recomendado el médico. No creo que sea nada
importante —explicó Anselmo.
—¿Tú tienes un amigo con una farmacia?
—Sí, Perico. Te lo presenté aquel día que viniste al bar —intentó aclarar
Anselmo, pero ante la falta de memoria de Paco, Anselmo recordó que llevaba
en la cartera la fotografía que se hicieron juntos en el partido de baloncesto, y
sacando la instantánea, se la mostró a su compañero.
—Sí, ahora lo recuerdo, aquel tan educado —dijo Paco.
—Exacto, es buena persona y mejor amigo —explicó Anselmo, mirando la
fotografía.
—En estos tiempos es conveniente tener amigos hasta en el infierno —
sentenció Paco.
Anselmo volvió su cara hacia el despacho de Carreras, donde se oían
veladamente unas voces.
—Y ésos, ¿qué hacen reunidos? —preguntó.
—En cuanto hemos llegado, el comandante ha llamado a Rodríguez y luego
a Aiguadé, pero no tengo ni puta idea de lo que están tramando —aclaró Paco.
—Veo que habéis tenido una noche movida —dijo Anselmo, aliviado por
no haber tenido que intervenir en el asunto.
—Y eso no es todo. Han encontrado a cuatro más del POUM, muertos de
un tiro en la cabeza y torturados, en el cementerio de Cerdanyola —siguió
explicando Paco, con cara de preocupación.
—Como si eso fuera una novedad, Paco.
—Yo no sé de qué va esta historia, pero algo raro está pasando, y encima
con ese Ricardo que no para de dar por el culo —se quejó Paco.
Cuando Anselmo iba a opinar, se abrió la puerta del despacho de Carreras,
y Rodríguez y Aiguadé salieron. Con los años de práctica en el arte del
escaqueo y disimulo oficinista, cambiaron de conversación con una rapidez
asombrosa.
Al observar la presencia de Paco y Anselmo, los mandos decidieron subir al
despacho del jefe de policía para hablar con más tranquilidad. Sus caras

224
Teo García La partida

demostraban la preocupación por el sesgo de los acontecimientos.


—Creo que esto es la gota que colma el vaso, Artemio. La evidencia que
usted necesitaba se la acaban de entregar mis hombres en bandeja. El POUM
está conspirando con los fascistas, y no sabemos lo que son capaces de hacer.
Hemos de actuar sin más dilación —dijo Rodríguez.
—Sí, eso está cada vez más claro, pero... ¿y la chica? —preguntó Aiguadé.
—¿Qué pasa con la chica? Sigue sin poder hablar, pero también tenía los
planos que usted mismo ha podido ver hace un momento. Lo único que nos
interesa es que ayer por la noche hubo una reunión de conspiradores fascistas y
que algo se torció, pero eso no es asunto nuestro. Lo importante es que ahora
tenemos pruebas de que uno de los dirigentes del POUM estaba involucrado en
un asunto que huele a mierda. Venga, Aiguadé, si no puede tomar una decisión
creo que lo más pertinente es que transmita al presidente Companys mi
intención de mantener una reunión urgente con él —dijo Rodríguez.
—No se trata de eso, Rodríguez. Usted sabe que en asuntos de esta
naturaleza soy el que tiene la última palabra —dijo Aiguadé, exagerando sus
atribuciones.
—Piense que mañana es Primero de Mayo, y posiblemente ésa sea la fecha
escogida para hacer algo. Además, el presidente de la República también está en
Barcelona, ¿cree en las casualidades, Aiguadé? —preguntó Rodríguez.
El conseller de Governació estaba preocupado, le costaba tomar una
decisión, pero no podía permitirse no actuar. Se le estaban acabando las
argumentaciones para seguir defendiendo su inmovilidad, pero el aviso
lanzado por Rodríguez, de obviar su jerarquía y tratar directamente el tema con
Companys, también requería su atención.
—Comprendo su intranquilidad, Rodríguez, pero sigo pensando que la
chica nos podría aportar algo sustancial al tema. Le propongo lo siguiente:
mañana sábado, uno de mayo, estarán todas nuestras fuerzas en estado de
máxima alerta, y al menor indicio de alguna actuación irregular por parte de los
trostkistas actuaremos contra ellos —dijo Aiguadé, en un último y desesperado
intento.
Rodríguez hizo un gesto que significaba que no era suficiente para él, y
Aiguadé decidió ser más claro y arriesgado.
—Le entregaré una orden firmada por mí para que usted pueda tomar la
decisión que considere más oportuna —propuso Aiguadé.
—Eso ya es otra manera de hablar, Artemio —dijo Rodríguez, satisfecho
por la claudicación de su superior.
—¿Ha pensado algo al respecto, Rodríguez? —preguntó Aiguadé,
alarmado por su anterior ofrecimiento.
—Tal como le dije en otra de nuestras conversaciones, creo que debemos
actuar mediante el desalojo de una de sus sedes o edificios.
—¿Alguno en concreto? —preguntó Aiguadé.
—Desalojarles del edificio de Telefónica —respondió Rodríguez, con una

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Teo García La partida

seguridad que no dejaba lugar a la réplica.


Aiguadé sabía que sus pies se estaban deslizando por una peligrosa
pendiente, y sospechaba que su jefe de policía escondía en la manga su mejor
triunfo. Con la temeridad que causa el cansancio y hartazgo, quemó sus últimas
posibilidades.
—Lo más adecuado es que le entregue una orden para que usted tenga un
respaldo legal. Daré instrucciones para que se curse a la mayor brevedad —
explicó Aiguadé.
Al escuchar la frase de su superior, Rodríguez sonrió con la risa del
mediocre al que la suerte ha favorecido, y Aiguadé supo en ese momento que
había perdido el juego.
—Pero la orden que menciona debe entregármela hoy, con fecha del día
tres de mayo, lunes, y haciendo mención expresa de que se les ordena evacuar
el edificio. Con el fin de ahorrarle trabajo a usted, y a mí esperas inoportunas,
me he tomado la libertad de redactar yo mismo la orden. Usted sólo debe
proceder a su firma. Supongo que el presidente Companys entendería mi
justificada petición —dijo Rodríguez, recordándole taimadamente la
posibilidad de acudir al máximo representante del orden en Catalunya.
—Muy bien, usted gana. Déme esa orden y ahora mismo la firmaré. Confío
en que sabrá hacer uso adecuado de la misma —respondió Aiguadé,
reconociendo que le habían pasado la mano por la cara, pero ahora no estaba en
situación de desdecirse.
—No le quepa la menor duda, Aiguadé, haré el mejor uso posible de su
orden —respondió Rodríguez, en un tono que a su interlocutor le sonó como un
velado aviso—. De todas maneras, seguiremos a la espera de ver qué nos puede
explicar la muchacha y si averiguamos algo más sobre el código escrito en los
planos.
—¿Se ha vuelto experto en criptografía, Rodríguez? —preguntó Aiguadé,
en un barato desquite a la presión que había sufrido de su subordinado.
—No, pero pienso pedir ayuda a Orlov. En esta situación, él es nuestro
hombre, y nos puede facilitar mucho las cosas —replicó Rodríguez.
La proposición que había transmitido Rodríguez no era del agrado de
Aiguadé, pero sabía que no podía negarse, y optó por volver a pedir, aunque
parecía una súplica, prudencia.
—Conforme, pero que sea de forma discreta, por favor. Actúe con
prudencia, Rodríguez.

Ricardo tenía su pie derecho sumergido en una palangana con agua


caliente y abundante sal. A pesar de la hinchazón que lucía en su tobillo, no
tenía fractura alguna. Su plan no había salido acorde a lo previsto, pero
tampoco le preocupaba. En un principio había pensado matar a Esperanza y
dejar los dos cadáveres juntos, con pruebas de la pertenencia de ella a una red

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Teo García La partida

de espionaje, pero mientras pensaba en ello, la incertidumbre sobre el estado de


la muchacha rondaba su cabeza. Si había muerto, como él deseaba, las cosas
habrían seguido su cauce; pero si hubiera sobrevivido, todo sería diferente. De
todas formas, Esperanza pocos datos podría aportar: la forma de contacto, una
descripción física y, lo más preocupante, la ubicación del segundo piso. Ricardo
seguía sopesando las ventajas e inconvenientes de los hechos sucedidos la
noche anterior. Él no podía realizar actuaciones más contundentes, y si no se
producía una reacción por parte de sus adversarios, debería asumir su fracaso,
pero su seguridad en sí mismo le impedía plantearse haber cometido error
alguno. Ricardo pensó que su plan era perfecto, pero trabajar con personas
siempre tiene el riesgo de lo imprevisible del comportamiento humano.
Mientras Ricardo movía su maltrecho pie dentro del agua salada, decidió
esperar hasta el próximo lunes, 3 de mayo, para ver si existía alguna respuesta a
sus acciones; de lo contrario, y ya sin elementos de apoyo, debería comunicar
con Mola, mediante el transmisor de radio del segundo piso franco, y quedar a
la espera de nuevas instrucciones. Esta opción le causaba un fastidio manifiesto,
ya que haría patente su incapacidad de cumplir las órdenes recibidas, y por otro
lado, también existía un riesgo elevado en ir a la vivienda. Si Esperanza estaba
viva, los rojos ya conocerían la dirección y le estarían esperando. Ricardo, con
terquedad, no quería darse por vencido. Recordó la imagen del cuerpo de la
muchacha estirado en el suelo, rodeado de sangre. Apretando los labios,
intentaba recordar algún detalle que le hubiera pasado desapercibido, pero al
final consideró que la chica había muerto: no tenía nada de lo que preocuparse
y acudiría al piso. Respiró profundamente para intentar tranquilizarse, y tomó
la decisión de añadir más agua caliente a la palangana donde tenía su pie:
comenzaba a sentir frío.

Eusebio Rodríguez, tras recibir la orden firmada por Aiguadé, llamó por
teléfono para hablar con Alexander Orlov.
Por precaución, no quiso explicarle todos los detalles, pero el ruso le invitó
a acercarse al consulado. Rodríguez aceptó con la promesa de que antes de
media hora estaría en la avenida del Tibidabo. En el mismo momento en que
colgaba el teléfono y se disponía a partir, Carreras hizo irrupción en su
despacho con la noticia de que Esperanza había recobrado el conocimiento.
—Se encuentra débil, debatiéndose entre la vida y la muerte, pero alguna
palabra puede articular —explicó Carreras.
—Ahora tengo una reunión muy importante. Vaya usted al Hospital
Clínico, y si hay alguna novedad destacable me llama al consulado ruso.
Carreras aceptó con desagrado, ya que no le gustaba la implicación que
estaban tomando los rusos en toda esta historia, pero recordó que las órdenes se
formulan para ser cumplidas. El comandante, al regresar a su despacho,
comunicó a Anselmo que debía prepararse para acompañarle, pero antes de

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Teo García La partida

partir, cogió las fotografías de los detenidos de la red falangista, los planos
encontrados y los fajos de libras esterlinas, y luego, los dos se dirigieron al
encuentro de la persona que pensaban podía arrojar alguna luz sobre tan
sombrío asunto.

El jefe de policía, con la celeridad que el deseo de comunicar buenas


noticias otorga, llegó al consulado ruso. Allí ya le estaban esperando Orlov,
Ovseienko y la inquietante figura de Pedro, con su pétrea faz. Todos los
presentes estaban satisfechos por las noticias adelantadas telefónicamente, y al
igual que el jugador de póquer exhibe los cuatro ases, lo primero que mostró
Rodríguez, de la cartera de mano que llevaba, fue la orden firmada por
Aiguadé.
—Enhorabuena, Eusebio —felicitó Orlov.
Ovseienko también se sumó a la congratulación, pero Pedro no dijo nada.
—Ahora sólo nos queda definir nuestra actuación... bueno... me refería a su
actuación, para el próximo día 3 de mayo —dijo Orlov, azorado por su desliz.
—Tengo previsto... —empezó diciendo Rodríguez, que se vio interrumpido
por Orlov.
—No dudamos de que ya tenga un esbozo de sus planes trazado, pero creo
que es mejor que se deje guiar por nuestra experiencia y conocimientos,
Eusebio.
—Bien, en ese caso ustedes dirán qué les parece más conveniente —dijo el
jefe de policía, suponiendo que algo tendrían pensado los rusos, y no queriendo
contrariar a sus camaradas.
—Todos conocemos la molesta tenacidad que tienen los anarquistas y
trostkistas en defender sus equivocadas posturas. Según me ha comentado
usted, la intención es desalojarlos del edificio de la Telefónica, pero ambos
sabemos que mostrando un papel no lograremos nada. Seguramente se
encontrará con una dura oposición, y por eso creemos que es mejor que vaya
preparado, acompañado de fuerzas suficientes, para que comprendan que su
decisión es firme e irrevocable. Piense, Eusebio, que si se niegan a abandonar el
edificio, y usted se retira, quedará en una posición vergonzosa. Nadie le tendrá
en cuenta de cara al futuro. ¿Quién le respetaría? —razonó Orlov, mientras
Ovseienko asentía en silencio con la cabeza.
Rodríguez, escuchando, ya se imaginaba teniendo que abandonar el
edificio entre las burlas y risas de sus ocupantes.
—Además, Eusebio, está ese desagradable asunto de los miembros del
POUM que han aparecido muertos en el cementerio de Cerdanyola. Creo que
eso exaltará más los ánimos, y un acto ejercido, amparado por la ley, se puede
interpretar como una provocación. Mañana es Primero de Mayo, hay varias
manifestaciones y mítines previstos, ¿cree usted que no harán referencia a lo
ocurrido? Es evidente que sí. Los líderes pretenderán exacerbar a las masas para

228
Teo García La partida

que ocurra algo. Háganos caso: vaya muy preparado. Póngase en la peor de las
situaciones y siempre acertará en la medida a tomar —explicó Orlov.
—Está claro —dijo Rodríguez, intimidado, pero luego recordó el otro tema
que podía resultar interesante.
—Tenemos otra cuestión en la que también me permito solicitar su ayuda
—explicó el jefe de policía, mirando al silencioso Pedro, con desconfianza.
—¿De qué se trata? —preguntó Ovseienko.
—La chica aparecida junto a Julián García creemos que nos puede aportar
información para la detención de más quintacolumnistas, sobre todo de ese tal
Ricardo. Esto es una copia del mensaje escrito en uno de los planos
encontrados. Sabemos que es un código...
—Muy perspicaz, Rodríguez, me deja asombrado —interrumpió Pedro,
mordazmente.
Un ligero carraspeo, y una mirada brusca por parte de Orlov, acallaron el
comentario irónico. Ovseienko alargó la mano para coger el mensaje cifrado y
se lo entregó a Orlov. Éste, levantándose, pidió disculpas por ausentarse, pero
debía hacer una comprobación.
—Creo que ustedes, con su práctica, nos podrían ayudar a obtener más
información de la muchacha —explicó Rodríguez, justificando su petición de
ayuda.
El cónsul ruso asintió de buena gana, pero fue Pedro quien se arrogó el
asunto en su intervención.
—Ya me encargaré yo personalmente de ese tema —dijo el húngaro, sin
encontrar oposición.
—Dos de mis hombres se encuentran en este preciso momento en el
hospital. La chica está grave, pero parece que puede hablar —explicó
Rodríguez.
—Hoy es mejor no intentar nada. Cuando esté más recuperada, ya nos
ocuparemos de ella. ¿No me creerá tan miserable de actuar contra moribundos,
verdad? —dijo Pedro.
—Por supuesto, no quisiera interferir en sus planes —se disculpó
Rodríguez. En ese momento, hizo su entrada Orlov confirmando las sospechas.
—Es el mismo código que se ha detectado en alguna otra célula de espías
fascistas. Este sistema se usa como forma de comunicación directa con el
general Franco. Hace ya tiempo que lo tenemos descifrado, incluso pensábamos
que lo habían cambiado, porque no se había vuelto a utilizar, pero que lo esté
usando alguien en Barcelona, nos puede indicar la importancia que tiene para
Mola y su cuartel general. Los mensajes que contiene el plano que llevaba Julián
García hacen referencia a órdenes para la preparación de los atentados contra
Cortada y la desaparición de Marc Rhein. Creo, Rodríguez, que ésta es la
confirmación de que el POUM está en clara conspiración con los fascistas contra
la República. Es una lástima que sus superiores hayan necesitado varias
muertes antes de tomar la decisión de intervenir —dijo Orlov.

229
Teo García La partida

—¿Dice algo referente a los muertos del POUM hallados en el cementerio?


—preguntó Rodríguez.
—Nada en absoluto. Posiblemente sea una nueva venganza, pero no lo sé.
Pedro, ¿has oído algo referente a este tema? —preguntó Orlov.
Pedro no respondió, negando con la cabeza mientras aplastaba la boquilla
de un cigarrillo. Rodríguez tuvo la incómoda sensación de que su presencia
comenzaba a resultar molesta, y, pretextando una demora en un compromiso,
abandonó el consulado.
Cuando el jefe de policía salió, los tres se miraron complacidos.
—¿Crees que será suficiente provocación para que los trostkistas
contraataquen? —preguntó Ovseienko, a Orlov.
—Por supuesto. En cuanto vean aparecer a la policía, y a ese cateto con la
orden firmada, estoy seguro que sonarán los primeros disparos. Con un poco de
suerte replicarán, y en cuanto haya los primeros muertos, tendremos la excusa
perfecta para actuar contra ellos —respondió Orlov, fijándose en Pedro, que
permanecía meditabundo.
—¿Qué es lo que te ronda por la cabeza, camarada? —preguntó Orlov.
—Nada, reflexionaba en el papel que ese Ricardo juega en esta historia:
estando en polos opuestos nos facilita nuestro trabajo —respondió Pedro.
—Ya suele ocurrir, puntos divergentes que conforme se acercan cierran un
círculo —replicó Orlov.
—Sí, pero en este caso no me parece que haya divergencia, sino una partida
desde el mismo punto, aunque cada uno ha dado un rodeo en sentido contrario
—dijo el húngaro.
—¿Ahora te interesa la geometría, Pedro? —insistió Orlov.
—En absoluto, sólo pensaba en voz alta. Cuando la chica se recupere, me
llevaré a Klaus para que nos ayude con ella —anunció Pedro, cambiando de
tema.
—Yo voy a enviar un mensaje a Gaikis, informando de los acontecimientos,
para que hable con Largo Caballero. Creo que hoy hemos tenido un día de
suerte —opinó Ovseienko.
—Me parece, camarada, que hay alguien que tiene más suerte que nosotros
—sentenció Pedro, de forma enigmática.

Carreras y Anselmo entraron al Hospital Clínico por una puerta donde se


había habilitado una inmensa sala como depósito de cadáveres. Allí, en triste
hilera, se encontraban los cuerpos de los fallecidos en el bombardeo de la noche
anterior, y algún otro muerto que encontraban en las cunetas o tapias.
Desfilando entre sollozos y lamentos, los familiares intentaban reconocer a
algunos de sus seres queridos. El bombardeo de la noche anterior había
afectado, tal como Anselmo supuso, a la zona portuaria, pero también al

230
Teo García La partida

cercano barrio de la Barceloneta, densamente poblado.


Por una estrecha escalera, llegaron al ala del edificio donde se encontraba
aislada en una habitación, y esposada a la cama, Esperanza. Estaba vigilada por
dos policías, pero al reconocer al comandante Carreras y a Anselmo, les
franquearon el paso sin mediar palabra. Un simple vistazo servía para
comprobar que el estado de la chica y su nombre, no guardaban relación
alguna. La persona que comunicó su ligera recuperación había pecado de
optimista. Esperanza alguna palabra decía, pero se encontraba en un estado de
desvanecimiento pasajero, más cercano al delirio, que impedía dar crédito
alguno a sus frases. Con sólo mirarla, era evidente que por su confusa mente
algo que le resultaba inquietante y tormentoso estaba pasando.
En el bolso que encontraron junto a ella hallaron su documentación, con lo
que una vez comprobada, vieron que la identidad era cierta. Carreras y
Anselmo cruzaron una mirada: sabían que era inútil cualquier esfuerzo por
intentar que la mujer dijera algo. A pesar de ello, Anselmo se acercó hasta el
oído de la chica para conseguir que ésta recobrase algo de lucidez.
—Esperanza, ¿me oyes?, ¿sabes dónde estás? —preguntó Anselmo,
obteniendo un gemido y unas palabras ininteligibles. La muchacha entreabrió
los ojos, en los cuáles podía percibirse la cercanía de la muerte.
—Creo que hoy perdemos el tiempo, comandante. No vale la pena enseñar
fotografías ni formular preguntas —opinó Anselmo.
Carreras, como última opción, le dio unos pequeños cachetes en las mejillas
para intentar conseguir que espabilara. La puerta de la habitación se abrió, y el
médico responsable de los cuidados que se le estaban prodigando a Esperanza
entró. Su gesto, contrariado, daba a entender la desaprobación ante la
insistencia de los dos hombres en hablar con la muchacha.
—Pero... ¿qué hacen? ¿No se dan cuenta de que está gravemente herida? —
preguntó el médico.
—¿Cuándo estará en condiciones de hablar o entender? —preguntó
Carreras, sabiendo que no tenía por qué dar explicaciones.
—Hoy desde luego que no, ha perdido mucha sangre y se encuentra muy
débil; su estado es crítico. Este fin de semana será básico para poder hacer un
mejor pronóstico de su estado y de la evolución que tendrá. ¿Por qué no la
dejan descansar?
—Usted haga su trabajo, doctor, que yo también tengo que hacer el mío. No
sabe lo que esta mujer ha hecho —dijo Carreras.
—Ni lo sé, ni me importa. Aquí se cura a las personas, no se las juzga.
—Me alegra encontrar un médico que tenga las ideas tan claras —dijo
Carreras, abandonando la habitación seguido por Anselmo.
Carreras estaba malhumorado por la pérdida de tiempo en la visita al
hospital.
—Mañana volveremos. Es necesario que esa zorra nos diga todo lo que
sabe, si es que sabe algo. Voy a ver si puedo telefonear a Rodríguez, espéreme

231
Teo García La partida

en el coche —dijo Carreras.


Anselmo fue hacia el exterior aliviado: el ambiente de los hospitales no le
gustaba, ni el olor, ni la acumulación de personas que allí acudían con la
esperanza de ser curados. Era consciente de la existencia de un submundo de
dolor y enfermedad, pero su aprensión le provocaba una creciente desazón
cada vez que debía aproximarse a él.
Cuando llegó al coche, se apoyó en el capó encendiendo un cigarrillo para
quitarse el olor y gusto a desinfectante que se habían fijado en su nariz y
garganta. Apoyado con indolencia en el vehículo, vio una figura conocida que
circulaba por la acera de enfrente. Conforme se fue aproximando, se percató de
que era Quique. Anselmo se sorprendió de la ligera cojera que su amigo
manifestaba, a cada paso que daba, en su pie izquierdo. Con una familiar
fórmula de silbido, Anselmo consiguió que Quique reparase en él.
—¿Qué te ha pasado? —preguntó Anselmo.
—El mal de los pobres —respondió Quique que, ante la mirada de
incomprensión de su amigo, le mostró la suela de su zapato. Ésta exhibía un
agujero que había intentado tapar con un trozo de cartón grueso.
—Joder, Quique, cómo nos hemos de ver.
—En el almacén me han dicho que la semana que viene recibirán zapatos,
pero mientras tanto parezco el Cojo de Málaga haciendo una penitencia de
Semana Santa —bromeó Quique.
—Bueno, ya va bien que purgues tus pecados —dijo Anselmo, con sorna.
—Qué quieres que te diga. La mayoría de mis pecados no los he cometido
con el pie —dijo Quique, mirando a su entrepierna.
—¿Qué prefieres, que te salga un agujero en la polla? Por lo menos el del
pie lo puedes arreglar con cartón.
Estuvieron un rato charlando, pero Quique no estaba especialmente
elocuente y marchó enseguida. Anselmo miró alejarse a su amigo y la imagen
que ofrecía. La actitud de Quique había sido muy diferente a otras ocasiones,
parecía preocupado. Anselmo pensó que un agujero en la suela del zapato no
causa la muerte de nadie, pero sí puede dañar la dignidad o la propia estima de
una persona; sería eso lo que le ocurría a Quique. Sin darle más importancia,
siguió fumando: hoy tenía tabaco de sobra.

232
Capítulo XIX

La jornada del Primero de Mayo transcurrió sin incidentes destacables, ni


intentona alguna por parte de los considerados enemigos internos de la
República. La celebración no se hizo a gran escala, ni conjuntamente entre las
fuerzas sindicales y políticas, por miedo a que se provocasen enfrentamientos
entre los asistentes. Los anarquistas, y especialmente los trostkistas, no hicieron
más que reiterar su inocencia en lo sucedido. Los llamamientos a no caer en las
provocaciones, que consideraban estaban sufriendo, no acabaron de convencer
a sus masas. El clima político entre las fuerzas antifascistas en Catalunya estaba
llegando a límites inaguantables, ya que en una vorágine como la ocasionada
por una guerra civil, el ardor y las pasiones alcanzan niveles supremos, que las
simples palabras no pueden atemperar. El final de todo ello ya se intuía. La
mezcla de intereses, falsedades, odios y mezquindades, sólo podían abocar a los
integrantes de las diferentes fuerzas políticas a otra confrontación de tintes más
dolorosos: aquella que se produce entre los antiguos amigos o aliados. Se estaba
llegando a ese punto de no retorno donde nadie es capaz de ceder, y el
instigador empuja con más fuerza vislumbrando su triunfo.
La esperanza, a la que siempre se otorga el privilegio de ser perdida en
último lugar, hacía ya tiempo que se encontraba extraviada. A los miembros del
POUM, la desaparición de Julián García, y las peculiaridades de su asesinato,
les había sumido en un estado letárgico, del que sólo saldrían realizando una
liturgia de sangre y lucha. Todos esperaban que algo pasara.
Tras la visita rutinaria para comprobar el estado de Esperanza, que no
había sufrido cambios sustanciales, Anselmo llegó a la oficina con mejor talante.
Su hijo se había recuperado, y esto le hacía estar más animado, tanto, que hasta
encontró bueno el sucedáneo de café elaborado con garbanzos tostados que
tomó en la cafetería. Anselmo pensó, mientras lo bebía, que a todo se
acostumbra el ser humano. El primer fastidio del día lo tuvo al comprobar que
el ascensor seguía sin funcionar, pero esta vez no iba a permitir que algo tan
fútil —aunque odiaba subir escaleras— le estropease las buenas perspectivas.
De ello se encargó el comandante Carreras, como por otra parte solía ser
habitual. Ese día, alrededor de las tres de la tarde, debería acompañarle a él, y a
Eusebio Rodríguez, junto con cuatro camiones llenos de policías, para desalojar
Teo García La partida

a los ocupantes del edificio de la Telefónica. No le hizo falta hablar con Paco
para comprender que habría, otra vez, una tómbola de disparos y golpes.
Anselmo sabía que ése era su trabajo y no protestó, de lo contrario se habría
buscado ocupación en una fábrica, o se dedicaría a vender artículos varios para
cualquier empresa.
Durante el resto de la mañana estuvieron reunidos repasando la forma de
actuación y realizando los últimos preparativos. Media hora antes de las tres de
la tarde, los camiones cargados de guardias de asalto ya estaban esperando en
la puerta principal. Rodríguez y Carreras subieron en el coche, junto con Paco y
Anselmo, para dirigirse hacia la plaza de Catalunya. Durante el trayecto, las
conversaciones que pudieron oír de boca de sus superiores les parecieron
exageradamente optimistas, pero no podían decir nada. Al llegar a las
inmediaciones del céntrico enclave, los ocupantes de uno de los camiones
descendieron para cerrar los accesos a la plaza. Al llegar a la puerta del edificio,
todos se apearon de sus vehículos. Unos quedaron apostados en las puertas y
los demás entraron como una tromba. Rodríguez, exhibiendo la orden firmada
por Aiguadé, exigió el desalojo inmediato y sin oposición alguna del edificio.
Anselmo y sus compañeros exhibían sus armas en actitud amenazadora. Un
hombre, que parecía tener alguna autoridad, se negó al desalojo.
—Mire, señor Rodríguez: esta orden puede decir que se la redacten en
papel más fino, y seguro que le encontrará otra utilidad. Este edificio está
ocupado en virtud del Decreto de Colectivización del 24 de octubre de 1936,
usted debería conocerlo mejor que yo, y eso implica que no nos moveremos de
aquí. Ni usted, ni ese grupo de matones que le acompaña, nos hará cambiar de
opinión, ¿le ha quedado claro? —dijo el cabecilla.
Todos los presentes se mantenían a la expectativa, y por la cabeza del jefe
de policía pasó por un momento la imagen de la retirada entre burlas y chanzas,
pero se hizo el firme propósito de que eso no ocurriría.
—Vaya lo que nos encontramos aquí. En todas las familias hay un memo
que se cree que entiende de leyes y medicina. Supongo que ese papel aquí se lo
han otorgado a usted ¿no es así? —dijo Rodríguez, en un tono altanero.
—Piense y diga lo que quiera, pero no nos iremos —aseveró el anarquista.
—Deténganle —ordenó Rodríguez.
Cuando Anselmo y Paco se adelantaron para coger al cabecilla, se oyó un
disparo, proveniente de la primera planta del edificio, que pasó muy cerca de
Rodríguez, y éste, alarmado, replicó con su pistola. Era cuestión de segundos
que algo así sucediera en una situación en la que abundaban las personas
armadas. Anselmo pudo agarrar del cuello al miliciano que hasta el momento
había hablado, y lo puso ante él, como un escudo, mientras le apuntaba a la
cabeza y se resguardaba detrás de una de las columnas de la entrada. Durante
breves momentos se intercambiaron disparos furiosos, pero los ocupantes
habían emplazado una ametralladora en las escaleras de acceso a los pisos
superiores, y esta precaución hizo comprender a Rodríguez que no podrían

234
Teo García La partida

pasar de la planta baja. Los primeros heridos yacían por el suelo. Carreras,
parapetado tras un mostrador, miraba a Rodríguez esperando recibir
instrucciones. El jefe de policía sabía que la situación podía perpetuarse, y ante
el riesgo de perder más hombres, ordenó una retirada. Un pequeño grupo de
policías se quedó apostado en el vestíbulo, y el resto abandonó el edificio para
rodearlo. Anselmo caminaba hacia atrás, sujetando por el cuello a su rehén, y no
lo soltó hasta estar a salvo en el exterior. Una vez afuera, Rodríguez decidió un
pequeño desquite contra la bravuconada que le lanzó con anterioridad el
anarquista.
—¿Y ahora qué? ¿Ya no estás tan gallito, cabrón? —preguntó Rodríguez,
haciendo un gesto a Anselmo, que sirvió para que el anarquista recibiera dos
puñetazos encadenados: uno en el estómago y el otro en la cara. Por aquello de
que no hay dos sin tres, Anselmo, como propia iniciativa, se despidió de él,
antes de que se lo llevaran, con una patada en los genitales.
—Si le seguís dando, ese mierda no necesitará manta para pasar el invierno
—apuntilló Paco.
La escena fue presenciada por algunos de los ocupantes del edificio, que
reaccionaron lanzando una descarga cerrada de fusilería. Esto provocó que los
policías situados en los alrededores corrieran en busca de resguardo. Con
posterioridad, y ya parapetados, respondieron al fuego concentrando sus
disparos en las ventanas.
Anselmo y Paco volvían a encontrarse bajo fuego en el mismo lugar que
hacía casi un año.
—¿Te recuerda esto algo, Anselmo?
—¡Joder y tanto!, pero entonces los que nos disparaban eran fascistas, y
ahora son anarquistas.
—¡Qué más da! Me parece que todos son la misma mierda —opinó Paco,
mientras Anselmo reía sardónicamente.

La noticia del intento de desalojo, y posterior tiroteo con la policía, corrió


por la ciudad con la rapidez habitual de las malas noticias. Algunos de los
miembros más exaltados de la CNT y la FAI, junto con los trostkistas, acudieron
en tropel hacia la plaza de Catalunya para ayudar a defender el edificio. La
previsión de Rodríguez, al situar más fuerzas policiales que impidieran el
acceso, evitó que lograran su objetivo; pero ello causó nuevos enfrentamientos
en los alrededores que se saldaron con heridos y muertos entre los bandos. Las
armas escondidas hicieron su aparición, junto con nuevas barricadas y
renovados ánimos revanchistas. Artemio Aiguadé se encontraba en su despacho
cuando le notificaron lo que estaba sucediendo. La lividez de su cara era fiel
reflejo de la contrariedad que le producían las nuevas recibidas. Estaba
derrumbado en su sillón, y una llamada telefónica, esta vez del conseller jefe
Tarradellas, le despertó de su colérico letargo. La conversación fue breve, y

235
Teo García La partida

Tarradellas le emplazó para que de forma inmediata acudiera a su despacho. El


trayecto era corto, pero a Aiguadé se le antojó una dura ascensión a su Gólgota
particular.
Al llegar, Tarradellas ya le estaba esperando con una cara que no auguraba
buenos presagios.
—Bien, Aiguadé, ¿qué me puede explicar de lo que está sucediendo en la
plaza de Catalunya? —preguntó Tarradellas.
—Se ha ordenado el desalojo del edificio de Telefónica y los ocupantes se
han opuesto —respondió Aiguadé, sintéticamente.
—¿Se ha ordenado? Alguien lo habrá ordenado, pienso yo —dijo
Tarradellas, en tono evidente de reproche—. La orden que han exhibido lleva su
firma, Aiguadé.
—Pensé que era lo más conveniente —replicó.
—¿Conveniente? ¿Para quién, Artemio? ¿Para Rodríguez y los comunistas
del PSUC? No sé si logra entender que nos puede colocar en una situación muy
comprometida. De su ligereza a la hora de emitir órdenes tendremos que ser
nosotros los que demos explicaciones.
Aiguadé, percatándose del rumbo que estaba tomando la conversación,
decidió pasar a la ofensiva.
—¿Y de la entrevista que mantuvimos al respecto, no recuerda nada,
Tarradellas?
—Lo que sí recuerdo es que yo no le di ninguna orden, sólo le expliqué las
necesidades de su gobierno y de su nación, pero nada más. No intente
involucrarnos en esta equivocación porque le garantizo que saldrá muy mal
parado, Artemio.
El tono amenazante hizo que el pusilánime Aiguadé optara por cambiar de
registro.
—Posiblemente, yo malinterpreté el mensaje que se quería transmitir —dijo
a modo de excusa.
—Puede ahorrarse el condicional, con toda seguridad lo interpretó de
forma errónea. A los hechos me remito —remarcó Tarradellas.
Aiguadé comenzó a notar la presión del lazo que se cernía sobre su cuello y
las pocas posibilidades de escapatoria que se le ofrecían. Como una forma de
evasión, estuvo mirando la lámpara con flecos, algo recargada, que estaba
situada a la izquierda de la mesa de Tarradellas. Se encontraba en una situación
difícil, pero la tensión acumulada le produjo una sensación de hartazgo que le
impulsó a decir lo que pensaba.
—Es más fácil juzgar los errores de los demás que tomar decisiones. Si tan
en desacuerdo está con mi forma de proceder, le agradecería que me
comunicase, ¿cuál es su solución? —preguntó Aiguadé.
Tarradellas lanzó una mirada de significado ambiguo: por un lado estaba
sorprendido del atrevimiento de su conseller, y por otro, desconocía qué decir.
Sabía el rédito político que podían obtener de la situación, pero los riesgos

236
Teo García La partida

continuaban siendo muy elevados. Tarradellas sabía que los anarquistas y


trostkistas, demostrando una perfecta coordinación, habían puesto a sus
comités de defensa en alerta, y sospechaba que de no producirse cambios en el
actual ambiente, la sangre volvería a teñir de rojo las calles de Barcelona.
El conseller jefe seguía pensando en el próximo movimiento a realizar. El
detonante había sido algo brusco, eso era irrefutable, pero con un mínimo de
habilidad, y suerte, se podía reconducir la situación, consiguiendo un cambio
sustancial en la actitud de los partidos anarquistas. Ahora lo principal, y su
mayor preocupación, era dejar al margen al gobierno de la Generalitat y a la
figura del presidente.
—El daño ya está hecho, Aiguadé, pero si actuamos correctamente algo
podremos salvar. Lo más importante ahora es que no se pueda vincular la
actuación de Rodríguez con nosotros.
—¿Estoy incluido en ese nosotros, Tarradellas?
—Evidentemente, no. Usted ha firmado una orden que puede ser utilizada
contra nosotros en cualquier momento, y deberá asumir sus propias
responsabilidades, Artemio.
—Ya le entiendo. Voy a ser lanzado a los leones para que éstos me
despedacen y se contenten con mis despojos.
—Si quiere verlo desde ese punto de vista...
—¿Es que existe otro? —preguntó Aiguadé—. Si ésa es su intención, debe
saber que no le resultará tan sencillo. Posiblemente, usted tenga una
interpretación de la charla que mantuvimos, pero yo tengo otra muy distinta, y
de igual manera que a ustedes les interesa deshacerse de los anarquistas y
trostkistas, a ellos también les gustaría eliminarles. Si yo comenzase a explicar
según qué cosas, a lo mejor los leones querrían otro tipo de carne que
despedazar.
—Parece que me quiera chantajear, Aiguadé. Me sorprende y defrauda algo
así.
—Usted mismo me lo dijo. La política no es sencilla ni fácil, y cuando uno
juega a dos barajas, más tarde o más temprano, se le descubre. Yo no le estoy
pidiendo que solvente la papeleta por mí, pero no estoy dispuesto a ser pasto
de bestias. Formo parte de un gobierno que en estos momentos debe apoyarme.
—¿A cualquier coste, Artemio?
—Permítame que sea yo el que decida cuándo el precio puede ser
demasiado alto, y llegado ese punto, no tenga la menor duda de que yo mismo
subiré los escalones del cadalso.
—No sea melodramático, Aiguadé, aquí nadie habla de ejecuciones.
Tarradellas seguía meditando la forma de salir airosos de semejante trance.
No quería enfrentarse públicamente a su conseller, al menos de momento, pero
tampoco quería desaprovechar las oportunidades que le brindaba la actual
coyuntura. Decidió comprobar cuál era su límite de tolerancia a la presión que
debería soportar en los próximos días.

237
Teo García La partida

—Bien, vamos a hacer lo siguiente. Usted, oficialmente, no sabe nada de


este asunto. Asimismo, el gobierno de la Generalitat también alegará
desconocimiento sobre la iniciativa del desalojo. De momento, y sea consciente
de lo que acabo de decir, de momento, le brindaremos nuestro apoyo. Si en los
próximos tres días la situación degenera, o intuimos que puede escapar a
nuestro control, acepto su compromiso de que actuará conforme a lo que en este
mismo momento pactamos, y pondrá su cargo a disposición del presidente
Companys. Esto que le acabo de decir es innegociable. Si está conforme, bien, y
si prefiere jugar otra partida más complicada, allá usted, pero deberá jugarla
solo, y se encontrará jugando contra todos los demás, Generalitat incluida. ¿He
sido lo suficientemente claro? —dijo Tarradellas.
Aiguadé no estaba convencido de que se fuera a cumplir lo que le estaban
ofreciendo, pero pocas salidas le quedaban y aceptó, a la espera de poder
comprobar, a la primera embestida, cuál sería el comportamiento del gobierno
catalán, pero, incluso antes de abandonar el despacho del conseller jefe, ya tuvo
la ocasión que quería. Por la línea interna comunicaron a Tarradellas que el
secretario del Comité Regional de la CNT, junto con otros miembros, quería ser
recibido de inmediato. Tarradellas consintió a la inesperada visita, y le dijo a
Aiguadé que se quedase a la reunión.
Cuando los anarquistas entraron en el despacho de Tarradellas, era
evidente el enojo que les había causado el burdo intento de desalojo. La
desconfianza acumulada hacía inevitable la poca credibilidad que les causaban
las palabras de Tarradellas y Aiguadé. Su portavoz, Valerio Mas, fue conciso y
claro en su explicación.
—¿Pretende que nos creamos que se ha actuado, otra vez, contra los
anarquistas sin conocimiento del gobierno de la Generalitat? No me haga reír,
Tarradellas. Me ofende que me tome por un iluso, por no decir cretino.
—Comprendo sus recelos, pero le garantizo que es cierto. Rodríguez ha
actuado de propia iniciativa, y nosotros no sabíamos que algo así iba a ocurrir,
ni siquiera lo podíamos imaginar —explicó Tarradellas.
—Tienen una forma muy particular de gobernar, Tarradellas. No se enteran
de lo que ocurre ni de lo que ordenan otros miembros de su gobierno —replicó
Mas.
—Me ratifico en lo que le he explicado con anterioridad, no sabíamos nada.
Aiguadé, más tranquilo ante la reacción de su superior, decidió intervenir.
Hasta ese momento había permanecido en silencio, y consideró que podría
interpretarse su mutismo como una tácita aceptación de su responsabilidad.
—Comparto la explicación que les ha dado el conseller jefe: no teníamos
conocimiento alguno. De haberlo sabido, hubiéramos empleado todos los
medios a nuestro alcance para que un hecho como el sucedido no se llevara a
cabo. Nuestra única argumentación es la sinceridad, Mas. No les hemos
explicado ninguna patraña, ni tampoco hemos querido disimular como haría un
delincuente pillado en flagrante delito —mintió Aiguadé.

238
Teo García La partida

—Sin duda alguna, y desconociendo sus motivaciones, me permito señalar


que Rodríguez ha actuado precipitadamente, pero por otro lado, ustedes no han
esperado ni siquiera a que hablásemos entre nosotros, como ahora estamos
haciendo, para actuar también de forma irreflexiva —acusó Tarradellas.
—¿A qué se refiere ahora? —preguntó Mas.
—Han comenzado a repartir armas y montar barricadas, ¿qué me puede
decir a eso?
—No intente pasarme la patata caliente, Tarradellas, que ya nos conocemos.
Nuestros actos han sido posteriores, y como una acción de defensa. Lo otro es
una provocación, y no tengo claro cuál ha sido su papel en todo este embrollo.
—Poco más le puedo explicar. Como muestra de buena voluntad le
propongo que entre todos los aquí reunidos busquemos una solución para
evitar que el tema se nos vaya de las manos —ofreció Tarradellas.
—Eso no será muy difícil: bastará que la policía abandone el edificio de
Telefónica y los alrededores de la plaza de Catalunya para que todo vuelva a la
normalidad —propuso Mas.
—Si es así de sencillo, cuente con nuestro esfuerzo en lograrlo —respondió
Tarradellas, sonriendo, con la intención de rebajar la tensión del momento.
—No, no es tan sencillo. Lo que le propongo es la primera parte. La
segunda es que Eusebio Rodríguez y Artemio Aiguadé deberán cesar en sus
cargos de forma inmediata.
—Y ustedes, ¿qué ofrecen a cambio? —preguntó Tarradellas.
Esta cuestión hizo sobresaltar a Aiguadé, ya que tuvo la sospecha de que se
iba a aceptar un trato a cargo de su cabeza, y no pudo evitar que su cara
reflejase la inquietud que le produjo.
—¿Acaso estamos negociando, Tarradellas? —quiso aclarar Mas.
—No lo interpreto yo así, pero ustedes están muy acostumbrados a exigir
sin ofrecer contrapartida alguna, y deberían saber que en política no siempre se
come carne tierna: de vez en cuando toca un hueso.
—Mire, Tarradellas, como bien conoce, nuestros militantes están a la
expectativa de lo que pueda suceder. Obedecerán sin rechistar, como en otras
ocasiones, pero si no salimos de aquí con el firme compromiso por su parte de
que todo volverá a la normalidad más absoluta, mañana mismo comenzará una
huelga general. Si sus palabras nos convencen, estamos dispuestos a realizar un
llamamiento por la radio para que se mantengan a la espera, y no caigan en
trampas y triquiñuelas, que sabemos nos están tendiendo. Usted tiene la última
palabra.
—Comprendan nuestra situación. Todavía no hemos podido hablar con
Rodríguez, pero tienen mi palabra de que haremos todo aquello que esté en
nuestras manos para convencerle de que deponga su actitud. En cuanto a las
dimisiones, deben entender que no permitiremos que se nos impongan políticas
de gobierno mediante coacciones y amenazas. Cuando todo vuelva a la
normalidad, como usted ha dicho antes, ya se depurarán las responsabilidades

239
Teo García La partida

pertinentes. Sólo le pido un voto de confianza —dijo Tarradellas.


Al igual que el jugador valora un posible farol, Mas estuvo mirando con
taladradora intensidad al conseller jefe.
—Hoy haremos el llamamiento por la radio y luego ustedes tendrán un
plazo de veinticuatro horas, Tarradellas. Estaremos a la espera, pero no quiero
que me pueda acusar de no ser sincero: si se producen nuevos intentos contra
nosotros, actuaremos de la forma que consideremos más oportuna —amenazó
Mas.
—Les agradezco su comprensión, y estoy seguro que todo acabará sin
mayores problemas —dijo Tarradellas.
Cuando los anarquistas abandonaron el despacho, Aiguadé no acababa de
entender lo que allí había presenciado. O bien era cierto que le iban a apoyar, o
lo que más inquietud le provocaba, se quería sacar partido de una situación
muy difícil de reconducir.

Ricardo se encontraba redactando el mensaje, que esa noche iba a enviar


mediante el transmisor de radio del segundo piso franco, cuando oyó las
noticias referentes a los altercados que se habían producido en diferentes
puntos de la ciudad. En un primer momento pensó que sería la típica
escaramuza entre bandos rivales, pero la posterior alocución por parte del
Comité Regional de la CNT, le hizo comprender el verdadero alcance de lo que
estaba sucediendo: era el primer paso en la reacción que había intentado
provocar. Decidió esperar y no mandar mensaje alguno, pero permanecería
expectante a la evolución de los hechos. Aún le quedaban siete días para radiar
el aviso de su fracaso, y al comprobar cómo, una vez más, había resuelto
correctamente una misión, le llenó de satisfacción y tranquilidad. Ahora debería
esperar, y eso se le daba bien.

En el edificio de Telefónica no se habían producido cambios notables. Sus


ocupantes, hostigados por disparos, se encontraban en una situación de sitio
que les impedía entrar o salir. Rodríguez se estaba planteando la posibilidad de
lanzar un asalto en toda regla, pero el comedimiento de Carreras y su opinión,
hicieron cambiar de idea al jefe de policía: era una opción que costaría un
auténtico baño de sangre. Un mensajero motorizado le hizo llegar un mensaje
de Aiguadé: de forma urgente debía ponerse en contacto con él. Supuso, con el
conocimiento que tenía del conseller de Governació, que su supuesta firmeza
estaba comenzando a desmoronarse, y después de breves cavilaciones, no sólo
decidió no contestar al requerimiento y continuar con su postura monolítica,
sino dictar otra orden comunicando que debía procederse al desarme y
detención de cualquier miembro anarquista que fuera armado. Rodríguez
supuso que si las llamas habían comenzado a convertirse en rescoldos, lanzar

240
Teo García La partida

un cubo de gasolina las ayudaría a reavivarse. Ahora no podía cambiar su


dinámica, y un paso atrás, o una simple vacilación, tirarían por tierra todos los
esfuerzos que había realizado para llegar a la presente situación. Era consciente
de que su forma de actuar le costaría el cargo, pero para entonces confiaba en
haber logrado su objetivo, y si su cabeza caía, pocas cosas cambiarían.
Rodríguez sabía que la infiltración de los partidos comunistas en los cuerpos
policiales era más importante, y que todos aquellos considerados enemigos
serían irremisiblemente eliminados. Creía que ganar esta mano de la partida
valía el sacrificio para luego resurgir.

Tarradellas decidió hablar con Companys de las entrevistas que había


tenido, ya que la actual crisis requería una forma unificada y conjunta de
actuación. El presidente de la Generalitat volvía a estar inquieto ante la sucesión
de hechos, pero también tuvo la intención de intentar sacar provecho del
descontrol actual. Bien manejado, este controlado caos podía satisfacer una de
sus principales ambiciones: verse libre de los anarquistas y trostkistas, que
seguían imponiendo sus criterios por la mera amenaza de sus fuerzas.
Companys estaba impaciente por conocer el resultado de las conversaciones de
su conseller jefe.
—¿Cómo le ha ido con Aiguadé, Tarradellas?
Éste, antes de contestar, estuvo dudando de qué palabras serían las más
adecuadas para no dar una falsa sensación de optimismo.
—Mejor de lo que esperaba: ha aceptado asumir su responsabilidad en la
precipitación cometida. Al principio se ha mostrado algo desafiante, pero luego
ha comprendido que su postura de fuerza se sustenta sobre un lecho de fango.
Nosotros negaremos todo conocimiento, y si vemos que las cosas se tuercen o
toman un giro inesperado, fácilmente le convenceremos para que se haga
responsable. Me he comprometido con él a respetar un plazo de tres días, ahora
bien, nosotros seguiremos alegando ignorancia. No he querido ser muy claro,
pero nuestro apoyo será limitado —explicó Tarradellas.
—¿Cree que debemos respetar el plazo? —preguntó Companys.
—Esa respuesta irá en función del devenir de los acontecimientos, pero si
somos capaces de aguantar la presión, y damos tiempo para que los comunistas
eliminen a los anarquistas, no tendremos mayores problemas. Nuestro principal
riesgo es que el tema se alargue o que decida intervenir el gobierno español.
Una conjunción de esas dos situaciones nos dejaría en una franca posición de
desventaja.
—¿Cómo debo interpretar ese término de franca posición de desventaja? —
quiso saber Companys.
—En el peor de los casos, nos pedirían responsabilidades a nosotros, y eso
se solventaría mediante un cambio en su puesto, señor presidente. Otra opción

241
Teo García La partida

sería que nos viéramos obligados a aceptar nuestro fracaso en la dirección de las
atribuciones que tenemos sobre el ejército y orden público, y entonces
tendríamos que aceptar que dichas facultades pasasen a manos de Largo
Caballero y del gobierno de España. No soy capaz de adivinar qué otras
alternativas existen —dijo Tarradellas.
—Y la reunión con el Comité Regional de la CNT, ¿cómo le ha ido?
—Son transparentes como el agua. Han venido exigiendo y amenazando,
como por otro lado siempre han hecho, pero creo que se han marchado
convencidos de que nosotros estamos al margen de este turbio asunto. Nos han
dado un plazo de veinticuatro horas para que todo vuelva a la normalidad.
—Normalidad —dijo Companys, pronunciando esta palabra con desprecio
—. Me gustaría saber qué entienden ellos por normalidad. Deben pensar que
hacer siempre lo que les viene en gana y sin contar con el resto de partidos es
normal. Son chusma, Tarradellas, se lo digo yo.
—En ese punto, señor presidente, soy más optimista. Estoy convencido de
que harán otro intento de negociar una salida, y eso me indica que son
conscientes de su debilidad, a pesar de intentar demostrar lo contrario.
—¿Y si quieren negociar, cómo lo haremos para que no parezca que
nosotros nos negamos a ello? —preguntó Companys.
—Si esperamos un día, a lo sumo dos, creo que seguirán matándose por las
calles. Nosotros siempre podemos pretextar que en un ambiente de descontrol
semejante no podemos sentarnos a negociar nada mientras no vuelva la
tranquilidad a la ciudad. En cierta manera, les estamos devolviendo la manzana
envenenada, ya que por sí mismos no son capaces de comprometerse a ejercer
un control de la situación, y nosotros seguiremos quedando como los valedores
de una postura conciliadora, aunque usted y yo sabemos que no es así.
—No sea ingenuo, Tarradellas, ¿cree que ellos no lo saben también?
—Por supuesto, pero no es suficiente conocer la verdad, hay que poder
demostrarla, y ellos son incapaces de hacerlo.
Companys estaba complacido, todo parecía bien conducido, con riesgos,
pero siempre salía airoso de las situaciones comprometidas. Un carraspeo de
Tarradellas, llamó su atención.
—Si me permite, señor presidente, sí que hay un tema que me preocupa
especialmente, y sería oportuno que realizásemos un ejercicio de anticipación...
por decirlo de alguna manera —propuso Tarradellas.
—Siempre tan previsor, Josep, ¿de qué se trata? —preguntó Companys.
—De una posible actuación del gobierno central que le obligue a usted a
dimitir, disculpe mi sinceridad. Si algo así ocurre, con toda seguridad su cargo
sería ocupado por algún comunista sujeto a los dictados de Madrid, bueno,
ahora de Valencia, y eso nos impediría seguir luchando por conseguir una
Catalunya más independiente.
Tras oír la claridad con que su conseller jefe se había manifestado,
Companys estuvo un rato pensando. Se movía con lentitud, realizando cortos

242
Teo García La partida

paseos por su amplio despacho. En un determinado momento, se detuvo ante


una biblioteca repasando los libros allí colocados. Este gesto desconcertó un
poco a Tarradellas, pero se mantuvo en silencio. Conocía a Companys, y sabía
que su mente estaba sopesando todas las posibilidades.
Desde el otro extremo de la estancia, Companys comenzó a hablar mientras
se aproximaba.
—No creo que eso deba preocuparle en exceso. En peores situaciones me he
tenido que ver, como bien sabe, pero creo que tengo la baza adecuada para esa
situación. Si vislumbramos que ésa será la forma de actuar de Largo Caballero,
nos adelantaríamos provocando una crisis en el gobierno de la Generalitat.
Podemos obligar a todos los miembros, usted incluido, Tarradellas, a dimitir,
basándonos en la dificultad de gobernar que una situación como la que puede
ocurrir crearía. Acto seguido, yo podría formar un gobierno provisional, con
participación de todas las fuerzas, también anarquistas, y con eso lograríamos
trasladar la nula sintonía que existe en las calles a la sede misma del gobierno.
Nadie nos podría reprochar nada a futuro, ya que todas las partes involucradas
habrían tenido su opción de gobierno, y con toda seguridad, le garantizo que
demostrarán de forma patente su ineptitud para corregir la confusión general.
De esa forma, una vez más, yo quedaría al margen de cualquier suspicacia, y
seguiría con mi papel de defensor a ultranza de la unión del frente antifascista,
sin ánimo partidista alguno, claro está. Y por usted no se preocupe, dejaríamos
pasar un tiempo prudencial, y después, en el nuevo gobierno, le daríamos otro
cargo, por ejemplo, finanzas —explicó Companys.
Tarradellas tuvo que aceptar la genialidad de la proposición, era tan
evidente, y a la vez tan sencilla, que le había pasado por alto tal posibilidad. No
dejaba de ser, por eso, una opción arriesgada, y por ello su semblante reflejaba
preocupación. Companys se percató de este detalle.
—¿Le preocupa algo más, Josep?
Tarradellas, con ánimo de disimulo, no quiso mencionar los riesgos que
comportaba una acción política semejante, y decidió desviar la conversación.
—No, nada. Estaba pensando en Aiguadé y en Rodríguez.
—Por Rodríguez no se preocupe, estoy seguro que su partido le apoyará
hasta el final, y si decidimos actuar contra él, recibiremos presiones por parte
del PSUC y la UGT. En cuanto a Aiguadé, hemos de ser prácticos: nos beneficia
tener a alguien a quien culpar de lo sucedido.
Tarradellas, estando convencido de la afirmación, mostraba desagrado por
utilizar a alguien de chivo expiatorio, pero sabía que era lo mejor. Companys
intentó ahuyentar los posibles escrúpulos que pudiera tener su subordinado.
—Mire, Josep, equivocarse es inherente a la conducta del hombre, pero
cargar a otro con las culpas, es hasta más humano. Nosotros desempeñamos
cargos en momentos delicados, difíciles, y eso nos exige tomar decisiones que
deben contemplar un objetivo final más amplio, pero no debemos olvidar que
seguimos siendo hombres, personas sujetas a todas las virtudes, defectos,

243
Teo García La partida

ambiciones y pasiones, de lo contrario, la política sería muy aburrida,


Tarradellas.

244
Capítulo XX

Al contrario de lo que se suponía, la noche fue tranquila, pero esa misma


quietud era la calma que precede al estallido de la tormenta, y como si los rayos
solares hubieran prodigado renovados ánimos en los bandos enfrentados, al
clarear el día volvieron a producirse disparos y luchas. En el edificio de
Telefónica, detonante o excusa para el inicio de las hostilidades, la situación se
mantenía sin cambio alguno. Rodríguez no atendía a ningún tipo de
requerimiento: estaba seguro de su posición y del respaldo que la directiva de
su partido político le había transmitido. Llevado por la inercia de los hechos,
Rodríguez no dudó en seguir aplicando las medidas más contundentes contra
los anarquistas y trostkistas, que ahora habían formado una unión de
conveniencia. El paso siguiente fue la ocupación y desalojo por la fuerza del
Palacio de Justicia. Este hecho provocó nuevos y graves disturbios que se
saldaron con varios muertos, heridos y un sinfín de detenidos.
Los habitantes de Barcelona decidieron recluirse en sus casas, dejando las
calles libres, para que los contendientes pudieran eliminarse sin interferencias
ajenas. Desde el consulado ruso, los acontecimientos se seguían con máximo
interés y expectación. Ovseienko y Orlov se mostraban satisfechos del
desarrollo de las jornadas.
—Ha costado, pero la espera ha merecido la pena. De una vez por todas
podremos eliminar a los disidentes, y aquellos que queden, aprenderán la
lección —opinó Ovseienko.
—No seas tan optimista, camarada. Creo que aún es pronto para festejar
nada —dijo Orlov.
—Eres un aguafiestas, Alexander. Lo difícil ha sido arrancar, pero ahora
nadie puede parar lo que va a suceder. Estoy convencido de que antes de una
semana nos veremos libres de esos indeseables. Más tarde los trostkistas
conocerán nuestra forma de tratarles y tendrán que aceptar nuestros
planteamientos, les guste o no. ¿Has hablado con Rodríguez últimamente?
—Sí, me ha llamado en diferentes ocasiones, y si debo serte sincero, me ha
sorprendido su grado de implicación en todo este asunto. Tenía mis dudas
sobre su forma de actuar, pero debo reconocer mi error: está soportando todo
tipo de presiones sin mostrar debilidad alguna.
Teo García La partida

—Y por parte del gobierno catalán, ¿conoces algo sobre sus posturas? —
quiso saber el cónsul ruso.
Antes de responder, Orlov sonrió como señal de desprecio hacia los
dirigentes catalanes.
—No creo equivocarme si digo que a estas alturas deben estar más
preocupados por su propio futuro que por lo que está sucediendo, ellos llevan
su propia lucha, y seguro que están planteándose cómo entregar la cabeza de
Aiguadé, sin que se note que han tenido algo que ver en todo este asunto. Tú,
camarada, conoces tan bien como yo a ese... como te diría... resbaladizo
Companys y sus acólitos; son de admirar por esa capacidad que han tenido
para nadar siempre entre dos aguas, pero muy equivocado he de estar para no
adivinar que hemos conseguido la jugada maestra: eliminar a los anarquistas y
trostkistas, lograr que la Generalitat deje su control sobre el ejército y la policía,
y que Largo Caballero se encuentre en la tesitura de tener que dimitir. De todas
formas, también estoy seguro que algún movimiento de última hora intentarán
desde la Generalitat, pero no creo que logren nada: esta vez se les terminó la
suerte. Estuve hablando con Negrín, que ya tiene definido su programa, y en el
momento en que Companys tenga que ceder el control del ejército de Cataluña,
éste pasará a manos que nos son afines y fieles. Lo demás será, como dicen por
aquí, coser y cantar —remató Orlov.
—Serías un buen jugador de ajedrez —opinó Ovseienko.
—Nunca me ha interesado —respondió Orlov, halagado.
—Es raro, para ser ruso.
Orlov volvió a demostrar la vertiente risueña de su carácter.
—Tampoco me gusta el caviar, ni sé tocar la balalaica, camarada.
Ambos sonrieron, tenían motivos para ser optimistas.
—¿Y no te preocupa que si la situación se torna desesperada todos lleguen
a un acuerdo, por malo que éste sea? —preguntó Ovseienko.
—No creo que puedan rebajar la tensión que se va a producir, y si ésta
mengua, ya se encargará Pedro de volver a elevarla. Es su especialidad, ¿no,
camarada?

Nadie tenía que realizar esfuerzo alguno en aumentar la presión, ya que los
diferentes bandos enfrentados se estaban ocupando de ello. El último suceso
que crisparía los ánimos se iba a producir en plena Vía Layetana. La policía
había dispuesto diferentes controles en las principales calles de Barcelona para
dificultar los movimientos de los anarquistas. Se pretendía que quedasen
recluidos en sus sedes y reductos ocultos. Ese día, Anselmo, junto con Paco y el
comandante Carreras, estaban comprobando algunos de los puntos
considerados estratégicos.
Paco, vinculado políticamente a la UGT, algo le había comentado a
Anselmo sobre la especial inquina que producían los anarquistas en un gran

246
Teo García La partida

número de policías afiliados también a dicho sindicato. Semanas antes, se había


dictado un decreto por el que se prohibía a los miembros de la policía estar
afiliados a cualquier partido o sindicato, pero era evidente que nadie tomó en
serio dicha medida. Algunos policías, incluso manifestaban su pertenencia a
grupos políticos luciendo brazaletes e insignias que no dejaban lugar a duda.
Anselmo estaba narrando, a uno de sus compañeros, los sucesos del día
anterior, cuando Paco llamó la atención sobre un coche que se aproximaba.
Llevaba pintadas en sus laterales, como era habitual, las siglas de la CNT. El
comandante Carreras fijó su vista sobre el vehículo que comenzaba a reducir la
velocidad, aunque nada hacía entender que su actitud fuera violenta o
desafiante. Carreras ordenó a los policías que detuvieran el vehículo a una
determinada distancia, no quería dejar que se acercara más de lo necesario, y
luego dio la instrucción de que tuvieran sus armas dispuestas. Anselmo
interpretó esto como una mera precaución: no eran los mejores momentos para
excederse en la confianza. El coche detuvo su marcha, y del vehículo bajó el
conductor y un miliciano, que se acercaron a la barricada policial con el puño
elevado y cerrado, a modo de revolucionario saludo. Dentro del auto quedaron
dos personas más.
—¡Salud compañeros! Esto es una lucha sin sentido, debemos... —gritó el
miliciano.
Ninguno de los policías correspondió al saludo, y todos se mostraban
expectantes ante la situación.
—¡Fuego! —ordenó Carreras, para sorpresa de Anselmo.
De forma inmediata, varios policías comenzaron a disparar sobre los
milicianos y el coche con frenesí, cargando los fusiles una y otra vez, a un ritmo
endiablado.
Anselmo, al principio, no logró relacionar la orden recibida con la situación,
hecho este que provocó que empezara a disparar algo más tarde. El tronar de
los disparos, junto con el ruido de la plancha metálica del vehículo al ser
agujereada y los gritos de sus ocupantes, atronó el aire durante unos segundos,
pero cuando cesaron las detonaciones, el silencio que se produjo resultó más
ofensivo que el ruido de los disparos realizados. Anselmo, algo incrédulo por lo
que acababa de presenciar y realizar, miraba como un espectador ajeno a la
situación. El coche y sus ocupantes, cosidos a balazos, yacían como muñecos
inmóviles. Cuando los policías se acercaron a comprobar el resultado de su
acción, uno de los muertos movió un brazo como resultado de la laxitud del
cuerpo ya sin vida. Paco y él intercambiaron una mirada de significado
abstracto: no iban a cuestionar nada, habían recibido una orden y se habían
limitado a cumplirla, pero sentían una difusa apreciación de haber cometido
algo incorrecto, o al menos, no plenamente justificado.
—¡Qué alguien avise a una ambulancia para que retiren esta basura de
aquí! —gritó Carreras, haciéndoles volver a la dura realidad.
Oír en voz alta el despreciativo término, aplicado a seres humanos de

247
Teo García La partida

forma tan gratuita, hizo que Anselmo se sintiera molesto. Los milicianos habían
muerto como perros, pero todos eran hijos de madre, esposos, padres o
simplemente amigos de alguien, y no le gustó, por primera vez, lo que había
hecho. Le apetecía lanzar lejos la pistola humeante que aún tenía en su mano,
pero sabía que no podía hacer tal gesto delante de sus compañeros. Durante
breves momentos dudó de muchas cosas, pero luego, su personalidad de
siempre en el trabajo, se sobrepuso a ese sentimiento tan humano que había
percibido, causándole sorpresa. Anselmo se giró para no seguir presenciando la
siniestra escena, mientras guardaba su arma en la cartuchera de sus pantalones,
y encendió un cigarrillo, pero no porque le apeteciera fumar, sino para ocupar
su mente en algo de forma inmediata.

Ante la dimensión que los acontecimientos estaban tomando, y el


empecinamiento de los implicados en continuar liquidando sus querellas
intestinas, dos de los ministros del gobierno español se trasladaron desde
Valencia. Federica Montseny y García Oliver, viejo conocido de Companys,
pertenecían ambos a partidos anarquistas, y eran conscientes de que se estaba
librando una lucha por el futuro de sus postulados. La importancia de tal hecho
les impulsó a viajar a Barcelona pensando que su presencia ayudaría a calmar
los ánimos. Era un gran golpe de efecto, pero olvidaron que cuando dos
personas o grupos quieren saldar las cuentas pendientes, la interposición de un
tercero suele acarrear las peores consecuencias para el intermediario. Como
primera medida, decidieron lanzar mensajes por la radio para conseguir el cese
de la lucha, y aunque la calidad de la alocución fue excelente, no tuvo la menor
incidencia sobre los contendientes. Éstos, al oír que los asesinatos y
persecuciones que se estaban produciendo quedaban reducidos a la expresión
de incidentes o provocaciones, decidieron ignorar por completo las peticiones
recibidas y seguir en su lucha con mayor perseverancia.
La CNT creó un comité especial para negociar con el gobierno catalán el
cese de la violencia que imperaba, pero no lograron ni convocar una reunión, ya
que Companys puso como primera condición, y de forma categórica, el cese
inmediato de los altercados, a sabiendas de la imposibilidad de conseguir esto.
Cada bando intentaba obtener más armas con las que seguir matando, y los
anarquistas, utilizando diferentes tretas y engaños, lograron hacerse con varios
vehículos blindados que fueron incorporados a la dura brega que se
desarrollaba en esa trágica primavera barcelonesa.
Con la premura temida por Tarradellas, el presidente del gobierno de
España volvió a llamarle. Para el conseller jefe no hubiera sido necesario
mantener la conversación: sabía sobradamente lo que iba a transmitirle, pero la
única incógnita que aún le quedaba, era conocer el tono y talante de las
palabras.
—Bien, Tarradellas, no pienso pedirle explicaciones de lo que está

248
Teo García La partida

sucediendo, porque estoy harto de oír mentiras y justificaciones. Tampoco le


voy a sugerir nada en absoluto, sencillamente le ordeno que ponga fin al
espectáculo que están dando en Barcelona. Son ustedes la vergüenza más
humillante para este gobierno y esta nación, ¿me ha comprendido? —dijo Largo
Caballero.
Ante tal alarde de claridad, poco podía alegar Tarradellas, a no ser que
quisiera exaltar más al interlocutor.
—Señor presidente, nos está responsabilizando de unos hechos en los que
la Generalitat no ha tenido nada que ver. Estamos haciendo todo aquello que
está en nuestras manos para poner fin a esta lucha fratricida. Tiene mi más
completa garantía... —replicó Tarradellas, que no pudo terminar la frase.
—¿Todavía se cree que su garantía tiene algún valor, Tarradellas? No voy a
ser tan cruel de recordarle nuestra última conversación al respecto, en la que
usted también daba garantías y seguridades. Lo único que ha demostrado es
una ceguera supina de la realidad que le rodea, y por otro lado, me molesta en
sobremanera que me siga tomando por un memo. Todas las fuerzas políticas
implicadas en ese circo que han montado allí han hecho llamamientos por la
radio. ¿A que no adivina quiénes son los únicos que a estas alturas no han dicho
nada?
Tarradellas interpretó la velada acusación y buscó una forma de justificarse.
—De momento el presidente Companys ha decido no hablar, pero está
previsto que lo haga hoy mismo. Ahora se encuentra reunido con líderes
anarquistas para llegar a un acuerdo que permita poner fin a los
enfrentamientos.
Tarradellas pudo oír por el auricular una profunda respiración, señal
inequívoca de que el presidente del gobierno estaba intentando atemperar el
significado de las palabras, que de forma impulsiva hubiera pronunciado.
—Tarradellas, tengo la sensación, muy molesta, de que ustedes siempre
llegan tarde a donde nunca pasa nada, y eso me inclina a pensar que o bien son
unos incapaces redomados, o hacen gala de una sagacidad que escapa a mi
modesto entender. Sé que algo traman a mis espaldas, pero voy a poner fin a
esta representación: se acabó tanta contemplación y tibieza. Transmítale al
presidente Companys dos cosas: en primer lugar, que considero una descortesía
no atender personalmente mi llamada, y en segundo, que mañana publicaremos
un decreto desposeyendo a la Generalitat de sus funciones en cuanto al control
del ejército del noroeste y de sus atribuciones de orden público.
—Señor presidente, creo que se está precipitando en la toma de decisiones.
Me permito sugerirle... —dijo Tarradellas, que de nuevo se vio interrumpido en
su frase.
—Usted no puede ni debe sugerirme nada. Ya sabe lo que ocurrirá mañana,
y cuando se lo explique a Companys, él deberá decidir qué lugar quiere ocupar
en la historia de España, y asumir su responsabilidad de los hechos que estamos
viviendo. Yo sí le aconsejo, Tarradellas, que no malgaste sus palabras conmigo,

249
Teo García La partida

porque la decisión está tomada y es irrevocable. No le voy a preguntar si me ha


entendido; lo sé positivamente. Si su presidente —dijo remarcando el posesivo
de forma irónica — tiene alguna duda, o quiere dignarse a mantener una
conversación conmigo, ya sabe dónde encontrarme. Y ahora, no quiero
entretenerle de las muchas ocupaciones que sin duda alguna debe tener en estos
momentos —dijo Largo Caballero, colgando el teléfono sin esperar la réplica.
La última frase, dicha a modo de despedida, no tuvo tono irónico alguno,
sino que rozó el sarcasmo.

En los jardines que rodean La Tamarita se percibe de forma diferente el


cambio estacional y la llegada de la primavera. Pedro, acostumbrado a climas
más fríos y extremos, disfrutaba de la plácida sensación de dejar que el sol
incidiera sobre su cara. Le gustaba estar solo, y ya desde niño manifestó una
marcada tendencia a la soledad. No era ni mucho menos un asocial, pero
pensaba que la solitud, en determinados momentos, es necesaria y conveniente;
por eso en España se encontraba algo incómodo, consideraba que era un pueblo
de seres gregarios y ruidosos por naturaleza, aunque esa característica, para él,
significaba un profundo vacío interior y un sinfín de complejos.
Pedro también había seguido el desarrollo de los acontecimientos, y estaba
satisfecho, pero esto sólo era la primera etapa de su trabajo. Le desagradaba esa
especial virtud que tenían los españoles para hacer brotar la paz donde antes se
había combatido con saña. Aunque luego volvieran a pelearse, por un
determinado período se considerarían los camaradas más fieles y agradecidos.
Pedro no podía permitir que algo tan esperpéntico sucediese en esos momentos
y arruinase su trabajo. En su particular lista de prioridades, estaban situados
dos ex comunistas italianos, y ahora próximos a la ideología anarquista: Camilo
Berneri y su ayudante Barbieri. Pedro sabía que actuando contra ellos lograría
un dúo de objetivos: seguir crispando la situación y deshacerse de dos
indeseables para Moscú. Para él, y su siniestro equipo de colaboradores, una
tarea semejante era algo tan sencillo que incluso resultaba ofensivo recibir el
encargo de su ejecución. Pedro estuvo meditando, y decidió que mediante
Orlov y sus contactos con Rodríguez, fuera la policía la que se encargase de la
detención de los italianos y posterior traslado a La Tamarita. Pedro sabía que
nadie le pediría explicaciones a su petición, ya que Orlov y él eran como los
músicos de una orquesta, a los cuáles el conocimiento exhaustivo del repertorio
les permite tocar sin, muchas veces, la molesta presencia del director. Luego
hablaría con Orlov, pero ahora quería seguir disfrutando de la plácida caricia
solar y del frondoso follaje que le rodeaba. Él también tenía sus prioridades.

Después de su conversación con Largo Caballero, y con la sombra de la


incertidumbre que se abatía sobre el futuro, Tarradellas habló con Companys.

250
Teo García La partida

Las hipótesis sobre las posibles situaciones a las que deberían enfrentarse se
habían convertido en una profecía. Companys consideraba que era mejor no
esperar más, ante el riesgo ya manifestado de que se vieran relegados a meros
comparsas de la escena política. Esta aceleración de los acontecimientos en algo
variaría sus planes, pero no debían dejar que el pánico les invadiera.
—No ha ocurrido nada que no esperásemos ya. Estoy convencido de que
Largo Caballero actúa presionado por los comunistas, de lo contrario hubiera
tenido un poco más de paciencia —dijo Companys.
—Creo que lo más perentorio en estos momentos es su alocución por radio
—dijo Tarradellas, a modo de recordatorio.
—Eso está claro, Josep. Lanzaré un mensaje en un tono parecido al que han
utilizado García Oliver y el resto, pero la única novedad será que pienso
desautorizar públicamente la actuación de Aiguadé y Rodríguez. No podemos
correr el riesgo de que se nos acuse de complicidad en los hechos, basándose en
una omisión de señalar a los culpables. Usted se encargará de hablar con
Aiguadé, que mañana, a lo sumo, deberá presentar su dimisión irrevocable, que
ya le anuncio, será aceptada con la mayor celeridad y hecha pública —anunció
el presidente de la Generalitat.
—¿Qué podemos hacer con Rodríguez? —preguntó Tarradellas.
—Caerá por su propio peso. Mañana, tal como hemos comentado, disolveré
el gobierno. —Ante el gesto de contrariedad de su conseller jefe, Companys
añadió—: Lo siento, Josep, pero piense que es una medida temporal. Usted y yo
ya hemos pasado por situaciones no tan complicadas, pero con dimisiones que
se presentan y se aceptan, nuevos cargos, ratificaciones y todas esas
menudencias que forman parte de nuestro trabajo, son gajes del oficio.
Tarradellas pensó que era una forma muy curiosa y simplista de describir la
multitud de preocupaciones y sinsabores que un cargo público comporta.
—¿Piensa hablar con Largo Caballero? —preguntó Tarradellas.
—No, al menos de momento. No quiero que parezca que, ante sus
amenazas y bravatas, todos corremos asustados.
—Me temo, señor presidente, que no son amenazas —señaló Tarradellas.
—Eso ya lo sé, Josep, es una forma de hablar, pero antes de comunicarme
con él provocaremos la crisis de gobierno; puede que sea la única forma de
ganar algo más de tiempo, y ya veremos cómo reacciona él ante ese gesto
inesperado. De momento, encárguese de convocar a todos los miembros del
gobierno para explicarles nuestra postura. Yo acabaré de redactar mi mensaje
radiofónico, y luego veremos qué pasa... si es que pasa algo —dijo Companys,
de forma pesimista.

Anselmo agradeció el encargo de volver al Hospital Clínico, junto a Paco,


para comprobar el estado de Esperanza. Verse lejos de Carreras y tomar
distancia con los hechos que había presenciado, le resultaría saludable. El

251
Teo García La partida

camino hacia el centro sanitario le sirvió para tener una visión exacta de la
dimensión de los sucesos. El acoso continuado y sin tregua que la policía
llevaba a cabo contra los anarquistas, provocaba continuos e inesperados
combates en cualquier zona de la ciudad, por eso les pareció más peligroso
moverse por Barcelona durante esos días que durante las jornadas de la
sublevación militar de julio del año pasado. Al llegar al hospital, el goteo
constante de personas heridas les indicó el severo grado de dureza de la
contienda. Con el fin de acortar el camino hasta la habitación donde la
muchacha se encontraba internada y vigilada, volvieron a tomar las escaleras de
atajo, a pesar de conocer que deberían pasar por la exhibición de muertos
pendientes de identificación. Ellos ya veían demasiados cuerpos por las calles
para que el macabro despliegue les causara impresión alguna, pero los llantos y
lamentos de las familias allí congregadas, sí les resultaban molestos, llegando
incluso, a irritarles. Anselmo aceleró el paso con el fin de dejarlos atrás, pero
entre un hueco que dejaban dos personas le pareció percibir por el rabillo del
ojo una figura familiar. No le dio más importancia y se encaminaron hacia la
habitación de la chica. Al entrar, vieron que en Esperanza no se había
producido cambio alguno: seguía debatiéndose entre la vida y la muerte. En
alguna ocasión, parecía que afloraba una mínima consciencia, que servía para
que dijera palabras entrecortadas o algún nombre. Según dijo uno de los
policías, Ricardo era el que de forma machacona repetía como si del rezo de un
rosario se tratase. Anselmo no pudo hablar con el médico, ya que éste tenía
otros pacientes con mayores perspectivas de supervivencia. En vista del poco
resultado obtenido decidieron marcharse de nuevo, pero al ir a buscar la salida
por el mismo camino, Anselmo recordó la visión vagamente conocida de uno de
los muertos. Ello provocó que se parase a mirar con atención los restos que
yacían entre una asquerosa mezcla de serrín y sangre coagulada, pero no tuvo
que realizar esfuerzo alguno de reconocimiento, ya que bajo un letrero escrito
burdamente, que indicaba DESCONOCIDO, se encontraba el cuerpo de su amigo
Clavijo, en el cuál todavía podía percibir el remiendo en su americana. La
ausencia de zapatos le daba al cadáver una mayor sensación de desamparo.
Anselmo notó en su cabeza una brusca oleada de sensaciones y sentimientos, y
su garganta quedó atenazada como si alguien le hubiera colocado un ajustado
dogal. Intentó tragar saliva para aliviar algo esa molesta opresión. Paco, que se
había adelantado, rehizo el camino al darse cuenta de que su compañero se
había rezagado. Al llegar a su altura, y ver el interés de Anselmo, le hizo una
sencilla pregunta.
—¿Le conoces?
Anselmo sólo fue capaz de mover la cabeza afirmativamente sin articular
palabra alguna, y esto hizo que Paco también mirase con atención hasta que
recordó de quién se trataba, pero no quiso emplear término alguno que hiciese
alusión al carácter homosexual del amigo de su compañero. Anselmo pensó que
era inútil preguntarse en qué situación se habría visto envuelto Clavijo, para

252
Teo García La partida

acabar de esa manera. Era evidente que le habían fusilado, y con toda seguridad
se trataría de una confusión, como otras muchas que se producían a diario en
Barcelona. Haber reconocido a su amigo impediría que fuera enterrado como
una persona anónima, ya que morir de esa manera especialmente trágica era
atroz, pero añadir a ello un entierro incógnito, resultaría como una forma de
muerte doble que el pobre Clavijo no se merecía.
Anselmo, apartando a dos personas ante él, se acercó al cadáver. Se
arrodilló a su lado cogiéndole una mano, que estaba fría y rígida. Los ojos y la
boca semiabiertos acentuaban la expresión de sufrimiento del cuerpo de su
amigo. Al mirar sus pupilas vidriosas, ausentes de toda vida y emoción,
Anselmo reconoció la visión de la muerte. Recordaba esos ojos llenos de alegría,
y los gestos que le realizaban, como un pequeño código, cuando jugaban al
dominó. Anselmo notó cómo un escalofrío le recorría la espalda, y se sintió
rabioso. Sabía que su amigo nunca salía de casa sin un pañuelo de algodón en el
bolsillo, y buscándolo, lo encontró en los pantalones de Clavijo. Desplegó la
blanca tela, que como siempre estaba limpia y bien planchada, y le tapó el
rostro. Anselmo intuía que para alguien tan coqueto como Clavijo, ese gesto era
muy importante. Paco también se había acercado, y apoyó su mano sobre el
hombro de Anselmo.
—¿Tienes un lápiz? —preguntó Anselmo.
Su compañero rebuscó en su chaqueta y le alargó uno ya muy gastado.
Anselmo, cogiéndolo, escribió sobre un pedazo de papel el nombre y apellidos
de Clavijo, como forma de restituirle algo de la dignidad que ahora no tenía,
para después depositarlo sobre el pecho del cadáver, pensando que ése era el
último servicio que un amigo puede hacer por otro. Luego decidió que su
postrer favor sería no olvidarle nunca.

253
Capítulo XXI

La noche cayó sobre Barcelona, aunque nadie iba a dormir tranquilo. Haciendo
cierto aquel axioma de que todo aquello susceptible de empeorar, empeora sin
remisión alguna, la situación se complicó por momentos. La excitación que
fomenta en algunos depredadores el olor de la sangre se había contagiado a los
beligerantes, y todos ellos agotaban sus fuerzas en la eliminación física del
adversario. La alocución radiofónica de Companys no surtió efecto alguno,
quedando como un estéril esfuerzo en solucionar lo imposible, y el anuncio de
la dimisión de Rodríguez y Aiguadé, tuvo la misma consecuencia que mantener
una conversación con el eco de la montaña.
La crisis en el gobierno catalán se produjo, y todos sus miembros
presentaron la dimisión, como particular sacrificio en aras de conseguir un cese
de las hostilidades, pero según la estrategia preparada, se dio entrada en un
nuevo gobierno provisional a todos los partidos y sindicatos, aunque el
lanzamiento de reproches y acusaciones provocó que la capacidad de
entendimiento quedase eliminada a las primeras de cambio, ya que nadie
estaba dispuesto a cesión alguna o acercamiento amistoso. Hipócritamente se
lanzaban mensajes apaciguadores, pero en su fuero interno cada uno deseaba,
en función de sus intereses particulares, que se continuase con la sinrazón. El
remolino de sucesos provocó que todos traspasasen esa invisible frontera, que
hace que los hombres dejen de ser dueños de sus actos y se conviertan en
instrumentos de sus instintos más primarios. Companys vislumbraba el fracaso
absoluto, y decidió que era el momento adecuado para mantener una
conversación con Largo Caballero. El presidente de la Generalitat no quería
arriesgarse a posponer una entrevista, que tenía la certeza sería vital para sus
intereses, y hasta para su propia persona. A pesar de que oficialmente
Tarradellas ya no tenía cargo alguno, Companys quiso que estuviera presente
durante el diálogo que iba a mantener con el jefe de gobierno español, ya que
valoraba el parecer y opinión de su anterior conseller jefe.
—Buenas noches, Companys. Me alegra oír su voz —dijo Largo Caballero.
—Lo mismo digo, señor presidente —replicó Companys.
—Si llama para informarme de los últimos movimientos que ha realizado
en su gobierno, debo anunciarle que alguien ya ha tenido la gentileza de hacerlo
Teo García La partida

—explicó Largo Caballero, de una manera directa y taxativa, que indicó a


Companys que los prólogos eran inadecuados.
—No dudo de que ya estará informado de ello, pero quería ser yo
personalmente quien lo hiciera para evitar interpretaciones maliciosas —dijo
Companys, situándose en una postura defensiva.
Después de un prolongado y violento silencio, Companys empezó un
pormenorizado relato de las dimisiones e incorporaciones que se habían
producido en el gobierno catalán, así como de los últimos acontecimientos, y
cuando terminó, Largo Caballero dejó escapar una sonrisa malévola, que
Companys pudo percibir perfectamente y que le resultó algo molesta.
—No difiere en nada de lo que ya me habían transmitido, Companys, pero
me resulta más interesante saber... ¿qué pretende usted con ello? —preguntó
Largo Caballero.
—¿Pretender? Nada que no sea mantener la unidad de fuerzas contra los
fascistas y terminar con esta lucha intestina, señor presidente —respondió
Companys.
—Mire, Luis, nosotros hace ya tiempo que nos conocemos, y por aquello
que nos hemos dicho, y también por lo que nos hemos callado, sabemos cómo
piensa cada uno de nosotros. Sé que usted persigue algún otro fin, que no me va
a decir, pero tampoco me interesa mucho. Los dos somos gatos viejos,
Companys, y sabemos que en política siempre queda algo oculto —dijo Largo
Caballero, de forma enigmática.
Companys escuchaba, pero estaba incómodo por el tono paternalista que
empleaba el jefe del gobierno, y también sabía que la posición de su interlocutor
en la vida política pendía de un fino hilo, manejado por otros. Companys tuvo
la impresión de que sus palabras, ese día, no tendrían validez alguna.
—Si Tarradellas le ha explicado nuestra última conversación, sabrá que mi
decisión de eliminar el control que ejercen sobre el ejército del noroeste y sus
funciones de orden público, es firme e inamovible. No se esfuerce, Luis, porque
no conseguirá que cambie de parecer. La decisión está tomada, y además con el
apoyo y consejo de otros miembros del gobierno. Por aquí abunda la sensación
de que mientras nosotros luchamos, ustedes hacen política... su propia política
—acusó Largo Caballero.
—Creo que se está precipitando, señor presidente —dijo Companys.
—No es precipitación, es precaución. De todas maneras, escucho su
opinión, que por supuesto debo respetar, pero lamentablemente los hechos
apuntan en otra dirección que me ayuda a ratificarme. Usted, Luis, se encuentra
en una situación en la que no puede comprometerse a mantener en orden sus
propios asuntos, que por otro lado también son los asuntos de la República, ya
que inciden en ella, y en una posición como la nuestra, imbuidos en una guerra
civil, luchando contra un enemigo más fuerte, y hasta diría que más capacitado
que nosotros, usted no podrá, bajo ninguna circunstancia, mantener unido el
frente antifascista, tan necesario para lograr una victoria. Si de verdad le

255
Teo García La partida

preocupa la unión de todos nosotros, el mejor servicio que puede hacer ahora es
retirarse con dignidad, y dejar que otros se ocupen de sus funciones, que todo
sea dicho, no han sido llevadas con la diligencia o el acierto que se esperaba.
Por desgracia, no puedo dilatar mi actuación en el tiempo, ya que esto nos
podría dañar gravemente y, con toda seguridad, de forma irreparable. Usted
también ocupa un cargo de responsabilidad: debe entender mejor que nadie mi
firmeza —explicó Largo Caballero.
Tarradellas se mantenía a la espera de algún gesto que le pudiera indicar el
desarrollo de la conversación, pero Companys mantenía una cara severa.
—No me supone esfuerzo alguno comprender sus motivaciones, señor
presidente, pero creo que no sería arriesgado por su parte concedernos un
margen de tiempo —dijo Companys.
—¿Tiempo? En esta guerra nos faltan muchas cosas: armas, suministros,
hombres, pero si de algo adolecemos de forma importante es de tiempo. ¿Sabe
usted que las noticias de lo que está ocurriendo en Barcelona ya han llegado al
frente? ¿Se imagina lo que esto puede provocar no sólo en la moral de las
tropas, sino en la dirección de las mismas? —sin esperar respuesta, siguió
hablando—. La primera consecuencia ha sido que la 26.ª División, formada por
tropas de la CNT, y la 29.ª División, ésta con miembros del POUM, han
abandonado sus posiciones de lucha en el frente de Aragón, y desde Barbastro
se han encaminado hacia Barcelona. No le costará mucho imaginar lo que
puede ocurrir allí, si estas tropas llegan a la ciudad en plena efervescencia de
luchas y peleas. Sigo pensando que usted, por sí solo, no puede comprometerse
a que cese la batalla antes de la llegada de las tropas, y no pienso correr un
riesgo semejante, Companys. Podemos seguir hablando tanto como usted
considere necesario, pero será una conversación inútil —avisó Largo Caballero.
El presidente de la Generalitat no estaba acostumbrado a términos y
condiciones tan estrictas, y eso mismo le hacía estar desconcertado. No era
capaz de encontrar argumentaciones con las que contrarrestar la postura del
presidente de gobierno español.
—Antes de hablar con usted, Luis, ya sabía que me costaría convencerle,
pero como ayuda a que cambie su punto de vista, también le comunico que he
enviado una columna de cinco mil hombres, desde el frente del Jarama, hacia
Barcelona —anunció Largo Caballero.
—Considero que eso es una forma de coacción, señor presidente —protestó
Companys.
—No seamos tan sensibles, Luis; no debe sentirse coaccionado, pero sí debe
pensar en lo que supone para el desarrollo de la dirección de la guerra que las
tropas decidan, sin encomendarse ni a Dios ni al diablo, abandonar la lucha por
su cuenta y riesgo. Ello ha ocasionado que nuestras posiciones allí se vean muy
debilitadas, y no quiero ni pensar lo que puede ocurrir si los fascistas deciden
lanzar una ofensiva en este preciso momento. Antes me ha pedido tiempo, Luis,
y ahora le puedo decir que el plazo que tiene es el que tarden las tropas que he

256
Teo García La partida

enviado en llegar a Barcelona; ahora bien, si nosotros nos ponemos de acuerdo


en la forma de articular el traspaso de poderes, simplemente se limitarán a
quedarse en la periferia de Barcelona, para que los anarquistas y trostkistas no
lleguen a la ciudad, pero si no somos capaces de encontrar una posición que nos
favorezca a todos, sus órdenes son llegar hasta la sede de su gobierno y tomar el
poder sin que usted pueda oponerse: ahí tiene el tiempo que me pedía antes —
dijo Largo Caballero.
Companys comprendió que había cometido un error de bulto en la
valoración de las posturas del gobierno central, pero no por ello consideraba
que estaba en una situación desesperada. Conocía a Largo Caballero, y sabía
que en su planteamiento algún resquicio habría dejado. Decidió comprobarlo
para intentar sacar partido.
—¿Ha pensado en cuál será mi situación personal en todo este asunto? —
preguntó Companys.
—No sólo en su posición, sino también en la mía, Luis. Ambos sabemos que
nos encontramos en el centro de una serie de maquinaciones, que pretenden
provocar nuestros relevos, pero, de momento, yo estoy en una posición que me
permite obrar de esta manera, aunque, por desgracia, usted no se encuentra en
la misma tesitura; por ello, creo que lo más pertinente sería que acepte el
traspaso de competencias en favor del gobierno central, y luego lo venderemos
como un acuerdo que hemos tomado teniendo presente lo más adecuado para
la República y la victoria final. Usted seguirá siendo el paladín de la unión
antifascista y también el presidente de la Generalitat, pero creo que no me
equivoco si le digo que los dos habremos conseguido lo que queríamos.
Otro largo silencio se produjo en la conversación, señal de que uno y otro
estaban realizando una rápida valoración sobre las posturas de su interlocutor.
—Muy bien, acepto las condiciones, pero quiero dejar patente que esta
decisión no está regida, en forma alguna, por mis intereses particulares o de
partido, señor presidente —dijo Companys, aceptando su derrota.
—Por supuesto, Luis, no me atrevería siquiera ni a pensarlo —dijo Largo
Caballero, utilizando otra vez ese exasperante tono irónico.
Tarradellas supo cuál había sido el final, sólo por la forma de colgar el
teléfono y las primeras palabras que dijo Companys.
—Fills de puta! Piensan que siempre podrán hacer con nosotros lo que
quieran.

El entierro de Clavijo fue como cualquier otro sepelio de un buen amigo: se


lloró su ausencia y muerte, pero al final se recordaron los buenos momentos y
las particularidades de su forma de ser. Todos los presentes, haciendo ese
ejercicio que la despedida definitiva de cualquier persona produce, sólo
recordaban sus buenas acciones y virtudes, obviando sus defectos y errores. La
imagen más triste y patética la ofrecía la madre de Clavijo. Conocía a su hijo

257
Teo García La partida

como ninguno de los presentes, le amaba con ternura, y sabía de la especial


sensibilidad y sentimiento que Clavijo sentía hacia ella. Tal era el dolor que
sentía la pobre mujer, que no pudo derramar ni lágrimas. Los sordos sollozos
que emitía rompían el silencio de los allí congregados. Quique lloraba en
silencio, arrepintiéndose de las mil y una bromas y comentarios, que había
dicho sobre su ahora difunto amigo. Anselmo intentaba consolarle, pero cuando
alguien quiere sumergirse en el dolor y reproche de sus propias acciones, las
palabras ajenas suenan baldías y vacías de sentido: sólo el tiempo conseguiría
que Quique pudiera ponerse en paz consigo mismo. Cuando el operario del
cementerio selló la lápida, los tres amigos tuvieron la certeza de que algo había
cambiado en sus propias vidas, ya que su relación no volvería a ser nunca más
igual que antes, y de que durante el resto de sus días, recordarían el gracejo y
espontánea forma de ser del querido Clavijo.
Quique, como primer paso en su propósito de enmienda, se refirió a él
como Ramón, el verdadero nombre de Clavijo, y fue para decir que le echaría
de menos. Anselmo le pasó un brazo sobre sus hombros y le dio una pequeña
sacudida cariñosa. Perico no decía nada, pero por el movimiento de sus labios
era evidente que estaba rezando. Quique se percató de ello y se acercó para
formularle una pregunta.
—Perico, tú que entiendes más de estas cosas ¿crees que Ramón irá al cielo?
Anselmo sonrió ante la infantil reacción de su amigo, y Perico, tras hacer un
gesto de ignorancia, decidió responder.
—Yo creo que le dejarán escoger, y tal como era Clavijo, escogerá el cielo
por el clima y el infierno por la compañía, pijo.

Antes de presentar su dimisión, Rodríguez ordenó la detención de los dos


comunistas italianos, Berneri y Barbieri, que fueron arrestados en su domicilio y
trasladados a La Tamarita. Éste era un favor personal que le había pedido Orlov
a Rodríguez, y el jefe de policía, consciente de su delicada situación y de la
próxima finalización de su cargo, no quiso inmiscuirse en los asuntos que los
rusos se llevaban entre manos. Cuando los italianos llegaron a la finca, fueron
recluidos en uno de los sótanos, que hacían las funciones de celdas de
aislamiento. Nadie les dio explicación alguna sobre los motivos que justificaban
su detención, pero tampoco era necesario: se habían posicionado de forma clara
y pública contra el comunismo estalinista, y conocían los riesgos que dicha
postura ocasionaba.
Ya que su arresto había sido llevado a cabo por la policía, Carreras y
Anselmo, éste después del entierro de su amigo, se personaron en la mansión
con el fin de formalizar el papeleo que diera trazas de legalidad a la detención.
El trámite era sencillo, se trataba de recopilar información sobre sus nombres,
números de pasaporte, y de paso, comprobar si sabían algo de las actividades
de Ricardo o sobre su persona. Allí, Anselmo, se encontró de nuevo con la

258
Teo García La partida

inquietante figura de Pedro y Klaus. Según explicó Pedro, podrían tener


información sobre la trama de los sucesos que se seguían desarrollando en las
calles de Barcelona. Anselmo, que aún tenía presente el interrogatorio a la
esposa de Ramón Barnola, pensó que era una burda acusación sin fundamento
alguno, pero ellos aún tenían pendiente el tema de Ricardo, y si la conexión que
se explicaba era cierta, tampoco debía despreciarse cualquier indicio que
pudieran aportar. Carreras se mostró encantado con la posibilidad de ser él
quien descubriera al enigmático espía fascista. Klaus les hizo pasar a una sala
que se utilizaba para realizar interrogatorios, y los cuatro se dispusieron a
esperar. El austriaco no abrió la boca en ningún momento, y dejó su mirada fija
en una de las paredes de la habitación, hasta que la puerta se abrió, para dar
entrada a los dos italianos, atados por sus muñecas, y conducidos por Isidoro y
Benjamín, que también fueron reconocidos al momento por Anselmo. No hubo
tantos prolegómenos ni sutilezas como la anterior vez que Anselmo les había
visto en acción. Era evidente que los detenidos ya habían recibido su tanda de
sevicias.
—Ciao, de nuevo —dijo Pedro, de forma despreocupada, a los italianos—.
Estos caballeros os quieren hacer unas preguntas. Ahora veremos cómo os
comportáis, y si habéis aprendido modales.
Carreras, intimidado ante la presencia de testigos que sabía compararían
sus métodos de actuación, se mostraba algo dubitativo. Después de formular
unas cuantas preguntas a los italianos, éstos no habían respondido a nada, y
miraban al comandante con un acentuado desprecio. Pedro se había colocado
en una esquina de la habitación, junto con Klaus, y contemplaba la escena con
fingido interés, mientras fumaba uno de sus apestosos cigarrillos rusos. En un
determinado momento, y ante la tenacidad de los italianos y las risueñas
miradas que le lanzaban Isidoro y Benjamín, Carreras intentó asumir un papel
algo más intimidatorio, pero lo único que consiguió fue que uno de los
detenidos dijera algo en su idioma que Anselmo y Carreras no entendieron.
Pedro sí lo comprendió, ya que emitió una carcajada que incluso
desconcertó más a Carreras.
—Acaba de mencionar a su madre, comandante, pero en unos términos
nada elogiosos, a no ser que fuera una prostituta —tradujo Pedro, libremente.
Anselmo volvía a estar harto de tantas situaciones incómodas. Después del
entierro de Clavijo, sus ánimos estaban especialmente agresivos, y los últimos
días en Barcelona, con todo lo que estaba pasando, contribuyeron a su reacción.
Anselmo no iba a consentir que dos extranjeros se rieran de Carreras y de él,
delante de otros extraños. Sin que nadie le ordenase nada, y aprovechando su
estatura y la posición sentada de los italianos, Anselmo lanzó una contundente
patada a la cara del detenido deslenguado, que acertó en su lateral con toda la
planta del pie; la fuerza del impacto hizo que cayera de la silla. Anselmo se
acercó y comenzó a golpearle con una contundencia excesiva, llena de rabia.
Uno de los rusos, Isidoro, hizo ademán de acercarse para separarle del italiano,

259
Teo García La partida

pero un gesto de Pedro le detuvo. El húngaro se dedicó a mirar la escena con


verdadero interés profesional. Anselmo siguió golpeando con su práctica
habitual, y cuando hacía ya un instante que su víctima había perdido el
conocimiento, sacó su pistola encañonando al otro italiano.
—¿Tú también vas a ser tan gracioso como ese hijo puta? —dijo Anselmo,
que por la furia lanzaba pequeños salivazos que golpeaban la cara del detenido.
El italiano no se atrevía a responder, mirándole con ojos que reflejaban un
pánico cerval.
—¡Basta! —gritó Carreras, decidiendo intervenir. Esa sencilla palabra fue
suficiente para que Anselmo volviera a calmarse. Pedro aprobó con un gesto de
cabeza la actuación que había tenido Anselmo.
—Vaya, Carreras, cuanto talento oculto tiene su hombre. En unos segundos
ha demostrado iniciativa propia y acatamiento de las órdenes: le felicito —dijo
Pedro.
Después del incidente, los italianos se mostraron más animosos a la hora de
responder a las preguntas, pero no sabían nada.
—Estarán dos días más aquí, comandante. Nosotros nos encargaremos de
averiguar si su ignorancia es cierta o fingida —anunció Pedro, que miraba a
Anselmo interesado.
—Estoy seguro que con sus métodos lo conseguirán —dijo Carreras.
Anselmo y el comandante se disponían a marchar, molestos por su
incapacidad, cuando Pedro les detuvo.
—¿No le importará si hablo un instante con su hombre, verdad,
comandante? —preguntó Pedro, desconcertándoles.
Carreras no puso impedimento alguno, y Klaus, fiel guardián y conocedor
de los deseos de su amo, indicó a Carreras que le acompañase hacia la salida,
mientras los otros dos rusos se llevaron a los italianos otra vez hacia el sótano.
Pedro tomó asiento, y con un gesto indicó a Anselmo que hiciera lo mismo. En
alguien tan intuitivo como él, Pedro percibía cuando su persona levantaba
recelos. Sacó el paquete de tabaco y le ofreció un cigarrillo a Anselmo,
mostrando una disposición cordial y amigable.
—Anselmo, se llama usted. ¿Estoy en lo cierto? —preguntó Pedro.
—Así es, desde que nací atiendo por ese nombre.
—Yo me llamo Gerö, Erno.
Anselmo puso cara de extrañeza ante el nombre tan poco habitual para él.
—Poco común en España ¿verdad? De todas formas Gerö es mi apellido,
los húngaros tenemos la costumbre de presentarnos así —aclaró Pedro—, pero
es mejor que utilicemos el nombre por el que se me conoce aquí, será todo más
sencillo.
Anselmo interpretó ese alarde de sinceridad como un segundo gesto de
aproximación entre ellos, pero no dijo nada, limitándose a escuchar y asentir.
—Me ha gustado su forma de actuar con esos dos traidores. Alguna otra
cosa he oído sobre usted, siempre elogiosa claro. ¿Le gusta trabajar para

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Teo García La partida

Carreras? —preguntó Pedro.


—No trabajo para el comandante, trabajo con él —replicó Anselmo, a la
defensiva.
—Por supuesto. Debe disculpar mis fallos idiomáticos, pero es que no
tengo el dominio adecuado de su lengua —mintió Pedro.
—¿Está satisfecho con su trabajo? —insistió el húngaro.
—¿Me está interrogando? Porque si es así, de un momento a otro me
imagino que regresará Klaus —contestó Anselmo.
Pedro apreció el pequeño rasgo de humor contenido en el comentario de
Anselmo, y sonrió expeliendo el humo de su pitillo.
—Por supuesto que no, simplemente quería satisfacer mi curiosidad. Soy
muy curioso, ¿sabe?, quizá sea una forma de deformación profesional, pero yo
prefiero decir de amor a mi trabajo. Le pregunto estas cosas porque tengo la
sensación de que está usted un poco cansado de gente como Carreras, de la
tremenda mediocridad de sus superiores, de esa sensación que a veces debe
tener de ser una marioneta manejada por otras personas y de no comprender
todo lo que está pasando aquí. Si me he equivocado, le ruego que me corrija —
aclaró Pedro.
Anselmo escuchaba calladamente, pero se sorprendió de que Pedro, con
haberle visto en un par de ocasiones, se hubiera formado una idea tan exacta de
su estado de ánimo.
—¿Puede ayudarme a cambiar todo eso, Pedro?
—Yo no puedo ayudarle a cambiar nada, pero sí le puedo indicar la forma
de variar su percepción de las cosas y personas. Lo otro viene luego, por sí sólo,
es como la geología, cuestión de presión y tiempo.
Anselmo no acababa de entender los derroteros que tomaba la
conversación, y su primario instinto le seguía indicando que fuera prudente
ante alguien tan escurridizo y falaz como Pedro; optó por permanecer en
silencio mientras miraba a los ojos de su interlocutor.
—No se esfuerce por intentar adivinar lo que pienso mirándome a los ojos,
Anselmo. No son la ventana de nada, y como cualquier otro órgano humano es
susceptible de ser manejado a nuestro antojo. No sea desconfiado conmigo, sólo
estamos manteniendo una charla informal, un mero cambio de impresiones
entre colegas del mismo ramo.
—No es desconfianza —mintió Anselmo—. Es que no acabo de entender
qué pretende. Yo soy un simple policía que hace su trabajo y cumple lo que se le
ordena.
—Cierto, pero uno puede ser médico, y dedicarse a curar enfermedades, o
bien ejercer de una forma... como le diría... vocacional, y disfrutar de lo que no
es, bajo mi punto de vista, un trabajo más.
Anselmo decidió poner fin a tanta retórica y llegar al meollo de la cuestión
que rondaba por la cabeza de Pedro.
—¿Qué es lo que quiere de mí?

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Teo García La partida

—Así me gusta, Anselmo, que no se deje intimidar por nadie. ¿Le


interesaría trabajar con nosotros? —espetó Pedro.
La cara de sorpresa que puso Anselmo, desconcertado ante el ofrecimiento,
sirvió para que su interlocutor siguiera hablando con renovado énfasis en
convencerle.
—Por los detalles burocráticos y el papeleo no se preocupe: nos podemos
encargar nosotros mismos. Le voy a adelantar algunos acontecimientos que creo
le pueden ayudar a decidirse. Después de todo lo que está pasando durante
estos días en Barcelona, es evidente que se van a producir muchos cambios en la
policía, y le puedo profetizar que su comandante tiene los días contados. A
partir de ahora, es más necesaria gente con un determinado perfil, y no nos
sirven aficionados que están más pendientes de mantener sus cargos, dejando
de lado su criterio por su propio interés. Antes del otoño, se habrá producido
una renovación total del personal, sobre todo de mandos; es lo que podríamos
llamar una purga. Tampoco hace falta que le diga que muchos de esos parásitos
irán destinados al frente. Allí, posiblemente, sepan apreciar lo que han tenido
hasta la fecha y analicen su forma de comportarse y actuar desde el comienzo
de la guerra. Anselmo, con toda sinceridad, no le veo metido en una trinchera,
lleno de piojos, recibiendo órdenes de milicianos que están muy por debajo de
nuestro nivel, y con el riesgo de que una bala de los fascistas, o a veces del
mismo bando, ponga fin a sus días; sería algo muy triste, ¿no le parece?
—Pero yo no comparto su ideología —pretextó Anselmo.
—¿Ideología? No sea simple. Las ideologías sólo sirven para las masas de
borregos que, al no tener suficiente entendimiento, necesitan que alguien les
indique el camino. Es más sencillo para los hombres que les marquen su forma
de actuar, que cuestionarse y seguir sus propias directrices. En eso las religiones
nos han dado una docta lección que de momento ningún sistema político ha
conseguido igualar. ¿Cree que yo tengo ideología? Nosotros estamos en un
nivel más elevado, somos los que creamos las ideologías para los demás, y por
eso, luego podemos manipular a nuestro antojo todo aquello que consideramos
vital para nuestros intereses, pero nuestra conveniencia ahora es otra.
—¿Ganar la guerra? —preguntó Anselmo, sabiendo que no era capaz de
mantener un diálogo con términos tan complejos, y hasta filosóficos. Pedro,
antes de responder, volvió a sonreír de una manera que en otra situación lo
señalaría como una persona afable.
—Ganar, perder, son términos relativos, Anselmo. A veces se puede
conseguir un triunfo simplemente consiguiendo que el adversario pierda, sin
que ello comporte una victoria real para nosotros, pero en cierta forma, el
objetivo se ha cumplido. En nuestro mundo las cosas no son blancas o negras,
eso queda para los idiotas. Nuestro entorno es más un abanico de grises, con
multitud de tonalidades, y ello nos impide muchas veces distinguir con
claridad el color adecuado, y es aquí donde personas como nosotros hemos de
jugar nuestro papel. Piense en Ricardo, al que están persiguiendo desde hace

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Teo García La partida

tiempo; seguro que si estuviera aquí sentado, departiendo con nosotros, nos
daríamos cuenta de que compartimos muchos puntos de vista, y hasta nos
pondríamos de acuerdo en aquellos en los que discrepamos. Él y nosotros
estamos en diferentes bandos, pero somos de la misma especie.
—¿Klaus distingue esas matizaciones en los colores, Pedro?
—Me gusta su sentido del humor, Anselmo, pero Klaus es un caso aparte.
Él es el gris hecho carne, pero personas así son necesarias para nosotros. Es
cuestión de averiguar sus virtudes y aplicarlas a nuestro trabajo. No debe ser
tan crítico con él, es un buen compañero.
Anselmo no compartía la opinión, pero no quiso decir nada al respecto.
—Quizá le sirva de ayuda saber que su compañero Paco ha aceptado
nuestro ofrecimiento. Él supo entender donde estaba su auténtico futuro. No
me encargué yo de la gestión, pero me han explicado que fue sencillo. No se
sienta molesto por el silencio que habrá mantenido su compañero hacia este
tema, también sabemos valorar la discreción —explicó Pedro, hablando con su
tono pausado y tranquilo.
Anselmo, una vez más, se sintió desconcertado ante el nuevo acierto que se
había marcado Pedro al saber con exactitud lo que estaba pensando en ese
preciso momento.
—Medítelo, Anselmo. Dentro de unos días nos volveremos a ver, y cuando
esa muchacha recobre algo de cordura y conocimiento —dijo en alusión a
Esperanza— ya me comunicará entonces su decisión. Ahora creo que lo más
conveniente es que vaya en busca de su comandante, que estará muy intrigado
con esta pequeña charla que hemos mantenido usted y yo; pero no le diga nada,
piense que antes de tres meses su comandante estará con toda seguridad en el
frente de Aragón. Deje que pase sus últimos días de confort y seguridad
tranquilamente.
Cuando Anselmo se encontró de nuevo con Carreras, no pasaron muchos
minutos antes de que éste le preguntara el motivo de la conversación. Anselmo
no quiso explicarle nada, y mediante un subterfugio cambió de tema, pero se
notaba que Carreras estaba ansioso por conocer algo sobre el aparte que
Anselmo había mantenido con Pedro.
—Ándese con cuidado, Anselmo. Esos tipos son bestias de la peor calaña,
que venderían a su madre en un burdel con tal de ganar algo —dijo Carreras,
sabiendo que nunca se enteraría del contenido de la conversación.

Ricardo, como un oso en hibernación, continuaba en su forzado retiro.


Seguía la marcha de los acontecimientos, saboreando el éxito conseguido. Por
las noticias que aparecían en los periódicos de los sindicatos y partidos, supo
que más tropas habían dejado sus posiciones en el frente de batalla y se dirigían
también hacia Barcelona. A la acción de abandono de sus posiciones, el
gobierno reaccionaba con el desvío de más efectivos, pero de continuar con esa

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Teo García La partida

tónica, la ofensiva que Mola le había adelantado iba a producirse sería un paseo
campestre para los nacionales. La única preocupación que rondaba por la
cabeza de Ricardo era la información que hubiera podido dar Esperanza, si es
que había sobrevivido, pero no tenía forma de conocer cuál era su estado,
aunque seguía pensando que lo más probable es que hubiera muerto; por otro
lado, si hubiera conseguido sobrevivir, Ricardo no dudaba de que habría
proporcionado toda la información a los republicanos. Él necesitaba el
transmisor de radio imperiosamente, tenía que abrir una nueva forma de
comunicación, pero sabía que si Esperanza le había delatado, el piso estaría bajo
vigilancia, como una trampa tendida para él. Agobiado por su encierro, siguió
sopesando todas las alternativas. No le gustaba la incertidumbre en cuanto a
sus próximos pasos, y con el fin de zanjar todas sus dudas, decidió, algo pagado
de sus propias capacidades, acudir al piso para comprobar si podía hacerse con
el transmisor. La última vez que estuvo en la vivienda había dejado un pequeño
trozo de tela negra sujeto al quicio de la puerta, en su parte inferior. Sólo él y
Esperanza tenían las llaves, y ninguno de los dos había vuelto a acudir, por lo
que si la señal dejada no estaba en su lugar, significaría que alguna visita
inesperada, y peligrosa, había entrado. Ricardo conocía los riesgos que iba a
correr, pero en parte por necesidad, y también para volver a sentir esa sensación
algo adictiva, que le creaba la cercanía del peligro, acudiría. Cierto era que
podía utilizar alguno de los sistemas de comunicación que tenían otras redes, y
que él conocía, pero no se fiaba de la seguridad que le ofrecían. Sabía que cada
vez más redes de espionaje habían sido infiltradas por los agentes
gubernamentales, y la capacidad de algunos de sus miembros, más
voluntariosos que efectivos, no le seducía en absoluto. Ricardo no quería,
después de haber llegado hasta casi el final, dejarse atrapar por la negligencia
de cualquier inepto idealista. Se acercó al pequeño aparato de radio del salón
para escuchar algo de música, y decidió esperar unos días más hasta que la
calma volviera a las calles de Barcelona.

Los sucesos de ese mes de mayo estaban llegando a su clímax, y los bandos
rivales se encontraban en una situación de empate, pero la llegada de las tropas,
enviadas por Largo Caballero, logró frenar la embestida final que unos y otros
tenían pensada; a pesar de ello, las venganzas personales siguieron su curso, y
esto se tradujo en el asesinato del Secretario de la UGT en Barcelona, Antonio
Sesé, y de la aparición de los cadáveres de Camilo Berneri y su adjunto sin que
nadie se responsabilizase de tales acciones. El edificio de Telefónica seguía
sitiado y todos los esfuerzos se encaminaban a finalizar con dicha situación.
Como muestra de buena voluntad, el gobierno central autorizó la entrega de
alimentos, pero en algún otro punto estratégico, como la Estación de Francia, se
recrudecieron los combates. La Generalitat, ante la enajenación sufrida sobre
sus atribuciones, optó por un papel de dejación absoluta. Si el gobierno de

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Teo García La partida

Largo Caballero quería llevar las riendas, que fueran ellos los que domasen al
potro. Con el fin de seguir manteniendo su postura monolítica de unión, al
menos en apariencia, Companys siguió celebrando reuniones y encuentros para
poner fin a la situación, pero con el inconveniente de que sus compromisos
debían ser autorizados, previamente, por el presidente del gobierno. El
presidente de la Generalitat se había convertido en un mero intermediario, en
un gestor del desorden que seguía imperando en las calles de Barcelona, y ese
papel no le gustaba, aunque lo positivo era que continuaba estando en el
reparto de actores de la representación que se estaba llevando a cabo.
Finalmente, se llegó a un acuerdo para que los trabajadores y milicianos
ocupantes del edificio de Telefónica abandonaran las instalaciones. Sus puestos
fueron reemplazados por Guardias de Asalto, que introdujeron a miembros de
la UGT en el inmueble, con el fin de salvaguardar su correcto funcionamiento.
Este gesto fue considerado hostil por los líderes anarquistas, pero percatándose
de cuál podría ser su final si continuaban con su tozudez en el mantenimiento
de sus premisas, decidieron adoptar una postura de sumisión y aceptación de
los hechos ya consumados. Esa misma madrugada se logró un armisticio entre
todas las partes implicadas, que significaba el fin de la lucha callejera y la vuelta
a la normalidad, si es que ello era posible. Comenzaron a retirarse las
barricadas, excepto en zonas del centro de Barcelona que se resistieron a tal
acción. Algunos de los miembros más recalcitrantes del anarquismo se sintieron
traicionados, y hasta vendidos, por sus líderes, lo que ocasionó un intento de
atentado contra la ministra Federica Montseny. La calma se había restablecido,
pero no así la paz, y los muertos de cada bando clamaban, en silencio, una
venganza que en algún caso era llevada a cabo. La gente volvió a salir a la calle
y a sus quehaceres habituales, y éste fue el síntoma que demostró, con más
claridad, que la vida volvía a sus cauces normales.

Anselmo agradeció los días tranquilos que sucedieron a la locura colectiva


que se había vivido en Barcelona. Desde su mesa de trabajo miraba a Paco, con
la curiosidad contenida de saber el motivo por el que su compañero le había
ocultado su próximo destino. Anselmo siempre había pensado que se lo
explicaban casi todo, pero era evidente, si Pedro no había mentido, que al
menos Paco algo se callaba. Una llamada telefónica desde el hospital donde
seguía ingresada Esperanza, les comunicó que se habían producido novedades
en el estado de la chica. Anselmo fue hasta el despacho de Carreras para
transmitirle la noticia.
—Comandante, han llamado desde el Clínico para decirnos que la mujer se
encuentra más recuperada y puede hablar —anunció, esperando la reacción de
su superior, que últimamente tenía un malhumor insoportable.
—Muy bien, Pardo, ahora llamaré a Pedro para que se encuentre allí con
usted y Paco. Ya sabe cómo funciona esto ahora: sin el permiso de nuestros

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Teo García La partida

nuevos amos, no podemos hacer nada. Antes teníamos que esconderlo, pero
hoy podemos publicarlo en la prensa —dijo el comandante, con amargura.
Carreras, en los últimos días, hacía ostentación de una desmotivación
supina, fruto del protagonismo que habían adquirido los rusos en detrimento
del personal local, y por ese motivo no quiso acompañarles. Los cambios que
intuía se iban a producir, y la sospecha sobre cuál sería su próximo destino,
hacía que se inhibiera en muchas de sus obligaciones. Esto dio ocasión a que
Anselmo y Paco fueran solos hasta el hospital. Mientras su compañero
conducía, Anselmo se mostraba taciturno, pensando en la confidencialidad que
Paco había mantenido sobre su futuro, y decidió que era el momento oportuno
para salir de dudas, pero en vez de preguntar, optó por ser él quien explicara la
entrevista que había mantenido con Pedro, obviando cualquier referencia a
Paco. Éste escuchaba sin desviar la atención del tráfico, no mostrando signo
alguno de sorpresa.
—Ya lo sabía —dijo Paco, cuando Anselmo terminó—. Cuando hablaron
conmigo, me preguntaron la opinión que tenía sobre ti: sabía que el siguiente
serías tú.
Anselmo permanecía callado, algo dolido y defraudado por la actitud de su
compañero.
—¿Ya lo has decidido? Piensa que con esa gente no se puede actuar como
en el cine: ahora entro, ahora salgo, y luego vuelvo a entrar. Debes estar
convencido del todo, Anselmo, nosotros ya hemos visto cómo las gastan esos
cabrones —dijo Paco.
—Eso es lo que me preocupa, Paco, que son unos cabrones —contestó
Anselmo.
—No creas que nosotros somos muy diferentes a ellos, y si quieres, te
recuerdo cuál puede ser la alternativa: cartas tuyas desde el frente
explicándome lo bien que se vive allí rodeado de garrulos, buenos camaradas,
aire puro, comida asquerosa y una cama dura. A mí no me seduce la idea, y
cuando han hablado con nosotros es porque nos dan un cierto valor —dijo Paco.
Anselmo, durante varios días, estuvo pensando qué contestar al
ofrecimiento de Pedro. No comentó el tema con nadie, ni siquiera con su
esposa, y ello le impidió, incluso, dormir alguna noche, pero las palabras de
Paco le sirvieron como un repentino alivio, ya que tomó la decisión en ese
momento: aceptaría y no le daría más vueltas al tema.
Al llegar a la habitación de Esperanza, pudieron notar cómo la amenaza de
la muerte había abandonado su rostro. Ahora, la chica podía hablar y entender,
pero parecía que no quería utilizar ese privilegio. Anselmo tomó la iniciativa, y
tras explicar a la muchacha los detalles que envolvieron su localización,
comenzó a formular varias preguntas.
—¿Nos puede explicar cuál era el motivo del encuentro con Julián García?
Esperanza ladeó la cabeza sobre un lado de la almohada, indicando que no
le interesaban lo más mínimo las cuestiones que le planteaban, pero Anselmo

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Teo García La partida

ignoró el gesto y siguió preguntando.


—Sabemos que debía encontrarse esa noche con un tal Ricardo. ¿Nos puede
aportar algún dato más? ¿Podría identificarle entre estas fotografías? —dijo,
mientras desplegaba una serie de retratos tomados a varios miembros fascistas
detenidos. El resultado que obtuvo Anselmo fue el mismo, y miró a Paco
intercambiando una mirada de enojo ante la repetición de la escena que habían
presenciado en otras situaciones parecidas. Si el lugar fuera otro, con toda
seguridad la chica ya habría recibido un sonoro bofetón, pero Anselmo dudaba
sobre su forma de actuar con una persona herida.
Sus escrúpulos se disiparon cuando la puerta se abrió y entraron Pedro y
Klaus. Nadie tuvo que explicar al húngaro lo que estaba sucediendo, le bastaba
mirar las fotografías desparramadas sobre la cama, la actitud de la muchacha y
la cara de Anselmo. Klaus se quedó detrás de la puerta, impidiendo el acceso.
Pedro se acercó al lecho y comenzó a ojear de forma distraída los retratos.
—¿Se encuentra mejor, señorita? Nos ha tenido preocupados por su estado
de salud —dijo Pedro—. No hay nada más decepcionante que ver un cuerpo
joven y hermoso debatiéndose entre la vida y la muerte. Me alegro que haya
decidido quedarse entre nosotros, al menos, de momento.
Fueron las últimas palabras, las que hicieron que Esperanza volviera el
rostro para ver a la persona que le hablaba con ese peculiar acento, pero en el
mismo instante, tuvo que desviar sus ojos hacia la figura inmóvil y tiesa de
Klaus, y Pedro percibió una mueca de miedo en la cara de la chica.
—Lamento que no nos hayan presentado, pero en estas circunstancias no es
necesario. No es médico, como por su aspecto habrá imaginado —dijo Pedro,
señalando a Klaus con la mano—, pero le garantizo que conoce el cuerpo
humano mejor que muchos doctores que desfilan por aquí, aunque su
especialidad es... como lo podría explicar... algo compleja y diferente.
Después de hablar, hizo una pausa para fumar uno de sus cigarrillos, y al
querer encenderlo, observó que no llevaba mechero. Klaus, sin necesidad de
que se lo pidiera, le alargó una caja de cerillas. Pedro, con parsimonia, encendió
el pitillo, y, cuando el nauseabundo olor del tabaco comenzaba a invadir la
habitación, Pedro continuó con su monólogo, mientras sacudía el fósforo para
apagarlo.
—Creo que estos caballeros le estaban haciendo algunas preguntas que,
intuyo, usted no quiere contestar, ¿me equivoco? Conocemos a qué se dedica,
los planes que tenía con Julián García, su conexión con Ricardo, en definitiva,
casi todo, pero sólo nos queda algún detalle suelto que nos ayude a identificar a
su contacto. Debe comprender que oponer resistencia en esta situación es algo
improductivo. Colabore con nosotros y luego recupérese de sus heridas:
sabemos ser agradecidos.
Anselmo pensó que Esperanza iba a hablar, pero ésta se lo debió pensar
mejor y continuó callada. Pedro, tras esperar un breve instante, hizo un gesto a
Klaus, que se limitó a abrir la puerta. Allí, en el umbral, y sujetada por cada

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Teo García La partida

brazo por Isidoro y Benjamín, se encontraba una mujer mayor, que al ver a la
chica comenzó a llorar. La escena se reprodujo durante unos breves segundos,
hasta que Pedro, con otro movimiento de su cabeza, decidió poner fin a la
misma.
—Su madre estaba algo preocupada por usted, y nos hemos tomado la
libertad de acompañarla para que pudiera comprobar que estaba bien atendida.
Sabemos que viven juntas, y para que su ausencia no le produzca alteración
alguna, le hemos ofrecido nuestra hospitalidad de forma temporal —dijo Pedro.
La visión de su madre había producido en Esperanza el efecto deseado, y
comenzó a llorar en silencio.
—Me permito aconsejarle que nos ayude y colabore con nosotros, si quiere
reconocer a su madre, con un simple vistazo, la próxima vez que la vea.
Libérese de la tensión que ahora atenaza su cuerpo, no le conviene en su estado.
Sea sensata, Esperanza, y explíquenos lo que sabe —dijo Pedro, en un tono
desalmado.
—¿Qué quieren saber? —preguntó Esperanza, indicando su total
disposición a explicar todo aquello que sabía, y mortificada por la traición que
iba a cometer.
—Todo, Esperanza, todo. Lo que conoce, lo que intuye y hasta lo que
supone. Usted hable, y yo me encargaré de todo lo demás, pero si nota que su
memoria flaquea, o lo noto yo, recuerde a su madre —explicó Pedro.
Esperanza comenzó un detallado relato de sus encuentros con Ricardo, su
forma de reclutamiento, meses atrás, en una reunión de la CEDA, los diferentes
enlaces que había tenido y los hechos ocurridos el día que resultó herida.
Después tuvo que examinar todas las fotografías, esperando reconocer en
alguna a Ricardo, pero la búsqueda resultó infructuosa. En la descripción física
que aportó Esperanza, tampoco había grandes rasgos ni novedades, ya que se
trataba de un hombre corriente, atractivo, pero sin señal ni gesto particular. Lo
único que les pareció importante fue la mención del segundo piso franco y la
existencia del transmisor de radio, así como el código y las horas nocturnas de
comunicación. Se notaba en Pedro una cierta excitación, pero Anselmo sospechó
que no era del todo natural tanto autocontrol, y que el húngaro conocía, y
ocultaba, más datos sobre la historia.
—Descanse un rato, Esperanza, se lo merece —dijo Pedro, cuando la
muchacha terminó su extenso relato.
Anselmo presenciaba con atención todo lo que sucedía, pero se encontraba
incómodo entre los rusos, inquieto, y esto provocaba que las palmas de sus
manos sudasen. Con disimulo, Anselmo se secaba el sudor frotándose con su
pantalón.
—Vamos afuera —dijo Pedro.
Todos salieron al pasillo exterior, pero Klaus, como siempre, se quedó en el
interior de la habitación.
—Parece que están cambiando las tornas y que la suerte ahora está de

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nuestro lado —dijo Pedro, sin mucho convencimiento.


—¿Por lo del piso y el aparato de radio? —preguntó Anselmo.
—Es un gran avance, qué duda cabe. Esta noche estableceremos una
vigilancia para detenerle cuando vaya al piso, y así estaremos hasta que haga
acto de presencia. En un momento u otro, deberá acudir a utilizar la radio —
explicó Pedro.
—¿Y si ya lo ha hecho? Él conoce que la chica está en nuestras manos, y lo
más prudente sería no aparecer por allí —opinó Anselmo.
—Una parte de razón tiene en lo que dice, pero él no sabe en qué estado se
encuentra la muchacha. Seguramente piensa que está muerta, y eso es lo que le
dará tranquilidad para ir al piso a recoger el aparato de radio, pero por la forma
en la que se produjeron los hechos, y su huida precipitada, no creo que tenga
las cosas tan claras. Lo primero que harán ustedes es ir al piso, y comprobar si
todavía se encuentra en el escondite que ha dicho la chica el transmisor con el
libro de códigos. Si lo encuentran allí no hagan nada más, se esconden en el
interior y esperan a ver lo que ocurre. Klaus les acompañará, es un experto en
abrir puertas con los instrumentos más insospechados. A través de él estaremos
en contacto —explicó Pedro.
—Y si conseguimos el código, ¿no sería mejor utilizarlo nosotros para
enviar mensajes falsos? —preguntó Paco.
Pedro sonreía ante la idea aportada por el policía, le complacían las
personas inquietas.
—Aprende rápido, Paco, pero en este caso no serviría de nada. Con toda
seguridad deben haber establecido un indicativo de contacto, y nosotros no
conocemos la forma de transmitir de Ricardo ni su cadencia de pulsación. Para
la persona que reciba sus mensajes, sería muy sencillo descubrir el engaño, y la
chica no puede ayudarnos, ya que sólo conoce el suyo. Si tuviéramos a ese espía
en nuestro poder, todo sería diferente, pero hasta la fecha nos ha demostrado
que sabe hacer bien su trabajo; es mejor vigilar el cebo por si pica.
—¿Cuántos agentes vamos a intervenir en esto? —preguntó Anselmo.
—Sólo cinco —contestó Pedro, que ante la cara de extrañeza de Anselmo, le
aclaró el motivo—. Esto es como una pequeña familia, prefiero pocos hombres
bien adiestrados y dispuestos a todo, a un ejército de incapaces.
Anselmo no quedó convencido por una explicación tan simple. Si tan
importante era detener a Ricardo, lo lógico hubiera sido preparar una trampa
de la que le resultara imposible escapar, pero no quiso insistir en la cuestión.
—¿Qué le sigue preocupando, Anselmo? —le preguntó Pedro.
—Nos queda un tema pendiente —respondió.
—¿De qué se trata? —quiso saber el húngaro, enarcando una de sus
pobladas cejas.
—Alguien debe hablar con Carreras de todo esto —contestó Anselmo, algo
azorado.
—No se preocupe por el comandante, ya me encargaré de que reciba una

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Teo García La partida

llamada de teléfono. Ahora nuestra prioridad es otra. Por cierto, Anselmo,


interpreto que trabajará con nosotros, ¿no es así? —preguntó Pedro.
Anselmo respondió afirmativamente, mientras que Pedro sonreía.
—Ya lo sabía —anunció Pedro.
—Vaya, parece que usted lo sabe todo —contestó Anselmo, molesto por las
habilidades perceptivas de su nuevo jefe.
—Usted mismo lo ha dicho, Anselmo, lo parece —dijo Pedro, burlón,
marchando sin dar más explicaciones.
Durante el trayecto hasta el piso que Esperanza había indicado, ninguno de
los tres abrió la boca. Paco estaba más desenvuelto, pero también se le notaba
incómodo por la presencia de Klaus en el asiento posterior del coche. Cuando
llegaron a la dirección señalada, el austriaco demostró, tal como Pedro había
anunciado, una facilidad asombrosa para abrir la cerradura. Los tres entraron
con sus armas prestas a escupir su ración de plomo, pero la vivienda estaba
vacía, y su estado indicaba que no se había utilizado en varios días. Anselmo se
acercó hasta la chimenea, y al introducir una mano por el hueco del tiro, notó el
duro y frío tacto de una caja de metal, que con alguna dificultad, por el peso y
tamaño, pudo extraer para examinar su interior. Las manchas de hollín
indicaban que no se había tocado ni abierto en varios meses, y esto era una
buena señal, ya que todos interpretaron que Ricardo no había utilizado el
transmisor en los días inmediatamente posteriores a su precipitada huida del
encuentro con Julián García. Al abrir la caja, para examinar su interior,
encontraron un aparato de radio, que por su marca y diales supieron que era
alemán, así como el libro de códigos. El austriaco registraba y husmeaba por el
piso como un perro adiestrado, pero Anselmo sabía que no encontraría rastro
alguno.
—Me voy. Debo encontrarme con Pedro —anunció Klaus, de forma
concisa.
Anselmo y Paco, ya solos, se dispusieron a esperar; poco más podían hacer
de momento.
—¿Te das cuenta de que hemos hecho bien? Esto es vida, y no la mierda de
tener que aguantar a Carreras y su mala hostia. Si ocurre algo, ya me
despertarás —dijo Paco, quitándose los zapatos, mientras se acomodaba en un
sofá que prometía un sueño reparador.

Ricardo ya había redactado el mensaje que esa noche enviaría mediante el


transmisor. Las dudas de última hora le asaltaron de nuevo, y se planteó
utilizar la alternativa del bar Iberia, pero al igual que el pintor cuando finaliza
su obra firma en el lienzo, para Ricardo, remitir el mensaje era una forma de
rubricar su éxito. Quería hacerlo así por una mezcla de vanidad y seguridad, ya
que no quería dejar en manos de terceros la parte final de su misión. Hasta
ahora todo había funcionado acorde a sus planes, excepto el asunto de

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Teo García La partida

Esperanza, pero no percibía que hubiera cambiado su racha de jugador, y no


tenía por qué levantarse de la mesa por una mala mano de cartas: la siguiente
podía ser mejor, y Ricardo estaba dispuesto a jugarla.

El aburrimiento, la inactividad y el tedio, hicieron que las horas en el piso le


pasaran a Anselmo con una lentitud inquietante. Estaba oscureciendo, y la
imposibilidad de encender alguna luz presagiaba una larga y pesada noche.
Unos pasos en el descansillo de la escalera alertaron a Anselmo, que de un
golpe despertó a Paco. Éste, de un salto, se aprestó a esconderse al igual que su
compañero. Anselmo notaba cómo su corazón se aceleraba segundo a segundo.
La puerta de entrada se abrió, y unos pasos se dirigieron hacia el salón, pero
antes de llegar se detuvieron.
—Soy yo —dijo Klaus, como aviso, para no ser recibido de manera violenta.
A pesar de la tenue luz que entraba por las ventanas, Anselmo vio la
reprobadora mirada del austriaco, que señalaba la inconveniencia de la
compostura de Paco: descalzo, con el cinturón desabrochado, y con su chaqueta,
que había utilizado para taparse, sobre el sofá.
—Esta noche nos vamos a quedar nosotros. En la calle está Benjamín, y tú
—dijo Klaus, señalando a Paco— esperarás con él abajo. Yo me quedaré aquí
contigo —explicó mirando a Anselmo, mientras dejaba sobre la mesa su pistola
y una pequeña petaca con licor.
Anselmo le miró sorprendido; era la primera vez que le veía encadenar más
de una frase seguida. Si la espera nocturna ya se le antojaba pesada, la presencia
del vienés no hacía más que incrementar su fastidio. Paco, arreglando su
desaliñado aspecto, se disponía a bajar a la calle, donde Benjamín ya le estaba
esperando, pero antes de marchar, Klaus hizo otra demostración de locuacidad.
—Me gustaría dejaros una cosa clara: Pedro consiente un celo o
contundencia excesiva en nuestras actuaciones, pero no tolera de forma alguna
la dejadez y negligencia, ¿comprendido? Los que estáis abajo si veis algo raro
cubrid la salida —ordenó Klaus.
Cuando terminó de hablar, el austriaco cogió una silla de duro y recto
respaldo para sentarse; era un mensaje indirecto hacia Anselmo, que éste
comprendió, para evitar que se acomodase de nuevo en el sofá. Klaus, con su
espalda inhiesta en el asiento, sabía que en esa posición era imposible dormirse.
Paco bajó las escaleras maldiciendo, en voz baja, la perturbación de su
descanso, y al llegar a la calle se encontró con el otro individuo. Ambos se
apostaron en el interior del portal del edificio que estaba delante del piso
franco. La oscuridad del vestíbulo, unida a la de calle, les convertía en
invisibles. Benjamín, como medida de precaución, aflojó las bombillas de las
luces para que ningún vecino al bajar delatara su presencia.
Las horas fueron pasando, y todos ellos entraron en la parte más soporífera
de la noche: aquélla en la que el sueño y cansancio hacen mella en el cuerpo y el

271
Teo García La partida

espíritu.

Ricardo estaba siguiendo su rutina de costumbre para asegurarse de que


nadie le seguía, y al llegar a las cercanías del piso sus sentidos aumentaron la
atención, pero no detectó nada sospechoso. Los portales próximos estaban a
oscuras, y esto era lo único que no le convencía del todo, ya que no podía ver en
su interior. Tampoco quería estar mirando dentro de cada uno de ellos para no
despertar las sospechas de algún vecino que estuviera asomado en un balcón, o
de un transeúnte que le hubiera pasado desapercibido. No obstante, se
consideró seguro, y tras una última vuelta a la manzana, abrió el portal de la
calle y entró. Comenzó a subir los escalones despacio y en silencio. Se
aproximaba a la puerta, pero no sacaría la llave hasta el momento preciso de
utilizarla; en ese espeso silencio, cualquier sonido se ve aumentado, o al menos,
ésa es la impresión que tiene el que lo causa.

Paco y Benjamín miraban como una figura, que les pareció haber visto
antes deambulando por la calle, se paraba ante el portal y entraba. A Paco, en
particular, la silueta le resultó algo familiar, pero envueltos en ese opaco
ambiente, no podía fijar bien su visión. Entornando sus ojos intentaba percibir
más detalles, cuando un codazo de Benjamín le indicó que también ellos debían
dirigirse hacia el portal. Cuando llegaron, abrieron sin hacer ruido, aunque la
puerta emitió un ligero chirrido. Ambos contuvieron el aliento, y esperaron
antes de seguir adelante.

A Ricardo sólo le faltaba un tramo de escaleras para llegar a la puerta del


piso, cuando le pareció percibir un ruido que provenía de la puerta de la calle.
Se quedó inmóvil, pegado a la pared, mientras sus oídos prestaban toda la
atención al menor sonido que se produjera, pero no oía nada: sólo su
respiración y su laringe tragando saliva. Intentó recuperar la calma, pensando
que habría sido un ruido proveniente de la calle, o bien de otro piso inferior, y
siguió subiendo las escaleras. Al llegar a la entrada, se agachó y comenzó a
pasar lentamente la mano por el quicio, buscando el trozo de tela que debía
asomar, pero volvió a inquietarse: no lo encontraba.

Klaus permanecía inmóvil envuelto en la penumbra, y su acompasada


respiración era lo único que permitía adivinar que había vida en su cuerpo. Un
ligero movimiento en su cabeza señaló que algo estaba escuchando: le había
parecido oír un roce en la puerta. De forma felina y en silencio, a pesar de llevar
zapatos, se acercó a la entrada mientras le hacía un gesto a Anselmo para que

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Teo García La partida

permaneciera quieto. Éste le miraba estupefacto, parecía que en vez de caminar


se moviera flotando sobre el ambiente. El vienés podía situarse a la espalda de
cualquier persona sin que ésta detectase su presencia hasta el último, y muy a
menudo mortífero, momento. Klaus se limitó a pegar su oreja a la madera de la
entrada, ya que no podía mirar por la mirilla, que haría ruido al abrirse.

Ricardo se convenció de que la señal dejada no estaba en su lugar, alguien


había entrado en el piso y estaría en su interior esperándole, pero no se quedó a
comprobarlo. Con sigilo, retrocedió hacia los escalones para salir de allí cuanto
antes. Su cabeza ya estaba sopesando las posibles situaciones que podrían
ocurrir. Si había caído en una trampa, en la calle o en el vestíbulo, habría
alguien esperándole. Ya estaba llegando al final de las escaleras, cuando a través
de las rejas que protegían el hueco del ascensor pudo percibir a dos sombras
que se mantenían agazapadas y ocultas. Ricardo se detuvo: estaba en clara
desventaja. Si intentaba enfrentarse a ellos en el vestíbulo no tenía muchas
posibilidades de salir airoso, ya que la amplitud del mismo le impediría
concentrar el fuego de su pistola en un solo punto. El sudor perlaba su frente, y
con el dorso de la mano se limpió. Ricardo sentía la boca seca, y la saliva se
acumulaba en la comisura de sus labios. Necesitaba provocar que esas dos
figuras comenzaran a subir por las escaleras, que por su estrechez, obligarían a
sus cazadores a hacerlo en fila, y él podría enfrentarse a ellos de uno en uno.
Ricardo temía que en la calle hubiera más personas apostadas, pero priorizando
la situación, decidió que lo primordial era conseguir salir de allí, y luego en el
exterior, ya descubriría qué le esperaba. A tientas, sacó su pistola del bolsillo y
envolvió el cañón con un pañuelo para anular el fogonazo, y luego, apuntando
hacia arriba, disparó. La detonación, aumentada por la sonoridad de la escalera,
se asemejó a un trueno en un día de furiosa tormenta, pero tal como había
previsto, las dos figuras se lanzaron a una carrera por las escaleras: Benjamín
iba en cabeza, y Paco le seguía, pisándole los talones.

Klaus, al oír el tiro, abrió la puerta e inició un frenético descenso junto con
Anselmo.
Ricardo se incorporó, antes de que la primera figura llegara a su altura, y
abrió fuego alcanzando de lleno a Benjamín, el cuerpo del cual, al caer hacia
atrás, dificultó a Paco poder reaccionar con agilidad. Ricardo seguía disparando
de forma desalmada, y Paco pudo ver, por los siniestros destellos que
acompañaban a cada disparo, la cara del individuo que con toda certeza le iba a
matar: la última idea que pasó por su cabeza, antes de que una bala hiciera lo
mismo, fue que conocía a esa persona.
Klaus y Anselmo tenían como acompañamiento en su vertiginosa carrera
una sucesión de tiros que demostraban la lucha que se estaba produciendo,

273
Teo García La partida

pero cuando llegaron al vestíbulo, lo único que encontraron fueron los dos
cuerpos caídos sobre la escalera y cosidos a balazos; sobraba cualquier
comprobación, estaban muertos. La sangre de ambos se deslizaba hacia la calle
siguiendo la recta silueta de los escalones, persiguiendo al implacable asesino.
Como una última burla de éste, la puerta de la calle se estaba cerrando
lentamente y, ahora, sin rechinar. Anselmo se asomó al exterior, pero lo único
que pudo percibir fueron unos apresurados pasos que se perdían entre la
oscura noche de Barcelona, y tuvo la impresión de estar persiguiendo a un
fantasma, a un siniestro espectro que siempre dejaba como testimonio de su
presencia muertos tras de sí. Anselmo volvió junto al cadáver de Paco y le cerró
los ojos, que incluso después de muerto, tenían una mirada de sorpresa; Klaus,
a su lado, maldecía en alemán.

274
Capítulo XXII

Los primeros meses de 1938 estaban resultando especialmente duros. Un


invierno riguroso, con nevadas incluso en Barcelona, suponían a los ya
castigados habitantes de la ciudad una nueva prueba proveniente del cielo. Los
bombardeos se incrementaron conforme los sublevados disponían de campos
de aviación más cercanos, y su crudeza afligía a la ya famélica población. Con la
caída de Bilbao, en junio del año anterior, y las posteriores de Gijón y Avilés,
todo el frente Norte desapareció, y ello significaba que la ofensiva sobre
Catalunya y Levante se estaba fraguando. Desde el mes de octubre de 1937, el
gobierno central se había trasladado a Barcelona, fijando su sede de forma
definitiva. Poco después de los sucesos de mayo del año anterior, Largo
Caballero presentó su dimisión, siendo sustituido por Juan Negrín, que formó
un nuevo gobierno sin presencia de anarquistas. Una de las primeras medidas
que tomó fue la ilegalización del POUM, y la encarcelación y juicio de sus
principales dirigentes y miembros. Andreu Nin, líder del partido, fue
secuestrado en Barcelona y trasladado a Madrid para ser asesinado en las
cercanías de Alcalá de Henares. Todas las tropas vinculadas a los trostkistas
fueron disueltas, y sus jefes sufrieron el rigor de la arbitraria justicia
republicana. Como por un efecto dominó, la CNT quedó mermada en cuanto a
su representación y poder, pero sus huestes no tuvieron que pasar por juicio ni
encarcelamiento alguno.

Con la presencia en Barcelona del gobierno central, y el visible interés del


presidente de la República, Manuel Azaña, y de su presidente de gobierno, Juan
Negrín, la Generalitat de Catalunya quedó relegada a un molesto segundo
plano, al menos para su presidente, Lluís Companys; pero se había conseguido
una centralización del poder, y la finalización del entremetimiento constante de
los dirigentes catalanes en la marcha de la guerra. Si las relaciones entre
Companys y Largo Caballero habían sido tensas, con Juan Negrín iban a
resultar duras y extremadamente ásperas, ya que éste no estaba dispuesto a
consentir movimientos nacionalistas, que podrían implicar una desmembración
del ya frágil frente antifascista.
Teo García La partida

A raíz de los sucesos de mayo de 1937, el gobierno creó el SIM (Servicio de


Investigación Militar) controlado por agentes comunistas. Su misión principal
era la lucha contra los movimientos subversivos contrarios al régimen
republicano, siendo su objetivo prioritario los elementos fascistas y
quintacolumnistas que seguían operando en Barcelona. En la peculiar partida
que se estaba desarrollando en una España agónica, los rusos eran los que,
hasta el momento, habían cumplido todas sus expectativas de éxito. Ello les
permitía regodearse en un triunfo, al menos temporal, que consideraban era
fruto de su trabajo y taimada labor, pero no por ello cerraban sus ojos a la
comprometida situación en la cual se encontraba la República. En el consulado
ruso, seguía habiendo una gran actividad. Orlov y Ovseienko mantenían una
charla, tomando unas tazas de té.
—¿No vas a irte a pescar a Banyoles este fin de semana, Vladimir? —
preguntó Orlov.
—Con este tiempo, no creo que ni los peces tengan ganas de salir del agua
—replicó el cónsul ruso, que desde hacía unos meses se había aficionado a ese
pasatiempo. Orlov escuchaba, mientras rellenaba las tazas con un aromático té
Darjeeling—. Además, después de la pérdida de Teruel, creo que antes de dos
meses los fascistas ya habrán alcanzado un paso hasta el Mediterráneo —
aventuró Ovseienko, mientras añadía azúcar y limón a su infusión, costumbre
esta que desagradaba a Orlov.
—Mal asunto, camarada. El día que eso ocurra, ya podemos pensar que la
guerra española tiene los días contados: habrá llegado el momento de preparar
las maletas —opinó Orlov.
—¿Tan pesimista eres, Alexander?
—No es pesimismo, es realismo. El gobierno español poco más puede
aportar al esfuerzo de la guerra, y los suministros que hasta el momento hemos
enviado, que tú bien conoces, empezarán a menguar de forma importante. No
es que no queramos enviar más ayuda, pero tanto Londres como París también
intuyen que dentro de poco deberán entenderse con Franco, y con toda
seguridad se decretará un embargo de armas para los contendientes. Moscú
empieza a no mostrar tanto interés por España, y dan por perdido este genuino
país para nuestra doctrina. Ahora parece ser que priman las buenas relaciones
con Alemania. Ya conoces aquello que se dice: no hay amigos ni enemigos
permanentes, sino intereses permanentes. De todas formas, mis instrucciones
son seguir eliminando disidentes y controlar al gobierno —dijo Orlov.
—Curiosa forma de resumirlo, pero es bien cierto. ¿Son conscientes en el
gobierno español de su situación y futuro? — preguntó Ovseienko.
—No. Son personas con ideas que se mueven de un lado para el otro, como
el viento. Aún siguen soñando con metas ya inalcanzables. El otro día coincidí
con el general Rojo, y me adelantó que están preparando una ofensiva sobre el

276
Teo García La partida

frente del Ebro para el mes de julio —contestó Orlov, en un tono


apesadumbrado.
—¿Una ofensiva a estas alturas?
—Será el último esfuerzo. No te digo que en un principio no logren avanzar
posiciones, pero cuando los fascistas contraataquen, recuperarán el terreno
perdido, y los pocos recursos que le quedaban a la República se habrán
esfumado como el humo. Si esto ocurre, el siguiente paso será Catalunya; estoy
convencido. Si te interesa seguir pescando, Vladimir, te sugiero que te des prisa,
porque no creo que esto dure más de un año —vaticinó Orlov.
—No es la pesca lo que más me preocupa en estos momentos.
Orlov miró a su interlocutor, con la incómoda sospecha de que iba a entrar
en alguna explicación de índole personal.
—¿Qué ocurre, Alexander?
—He recibido un mensaje y debo partir hacia Moscú.
—¿Debo darte la enhorabuena? —preguntó Orlov, palpando la congoja que
invadía al cónsul.
—Te ocurre igual que a mí: no sabemos para qué me llaman a Moscú, y
después de lo que ha ocurrido con otros, estoy muy preocupado.
—¿Qué quieres decir?
—Nadie conoce el paradero de Rosenberg. Desde que se produjo el cambio
de embajador en España y regresó a Moscú, parece que se lo haya tragado la
tierra.
Orlov había oído comentarios y rumores, pero no quería prestar atención a
informaciones que nunca podría contrastar. Acercó su taza a los labios para no
tener que decir nada, pero el cónsul insistió en seguir siendo agorero.
—¿Y qué me dices de lo sucedido con tu superior? —añadió Ovseienko.
—¿Slutski? Según tengo entendido sufrió una embolia mientras se
encontraba en su despacho —contestó Orlov.
—Pues lo has entendido mal, camarada, las noticias que corren apuntan a
que fue envenenado.
Esta última afirmación sí que inquietó seriamente a Orlov y provocó que
sus pensamientos comenzaran a entrelazar ideas con una difusa sospecha. Él
sabía cómo Stalin zanjaba las diferencias o negligencias, y cómo la acusación de
enemigo del pueblo podía acabar de forma repentina con cualquier persona o
carrera política en Rusia. Por otro lado, era evidente que su trabajo en España
estaba encarrilado y en otras manos, ya que desde la creación del SIM, estaba a
su frente Santiago Garcés, un fiel comunista reclutado por la NKVD, que
acaparaba, cada día que pasaba, mayor poder. Orlov decidió no alarmarse, pero
sí mantenerse a la expectativa. Si las sospechas de Ovseienko estaban fundadas,
había llegado el momento de distanciarse del cónsul ruso por un motivo: la
desgracia en política es como una enfermedad venérea, siempre se contagia.
—No seas tan pesimista, Vladimir. Seguro que te ascienden y luego nos
reiremos juntos de nuestras pequeñas tribulaciones, pero por si acaso no nos

277
Teo García La partida

vemos, te deseo un buen viaje —dijo Orlov, levantándose y estrechando su


mano con la del cónsul, y mientras lo hacía, se imaginaba a Ovseienko frente a
un pelotón de ejecución en algún lugar perdido de Siberia.

Anselmo ya llevaba siete meses integrado en el SIM. Sus funciones seguían


siendo muy parecidas a las que desarrollaba con anterioridad, y el trato con
Pedro le resultaba más satisfactorio, aunque lo encontraba un hombre algo
peculiar, que se tomaba su trabajo con un celo e interés que rallaba lo
patológico. Durante un tiempo, estuvieron tras los pasos de Ricardo, pero era
difícil seguir el rastro de alguien que no deja huellas. El recuerdo de la muerte
de Paco y Benjamín seguía presente entre ellos, así como el fracaso que habían
cosechado estando tan próximos al triunfo. Las últimas detenciones que habían
efectuado entre espías fascistas no aportaban nada, ya que nadie le conocía y
ninguna persona podía aportar datos concluyentes que facilitasen su
identificación o detención. Existía, también, la posibilidad de que ya no
estuviera en Barcelona, y hubiera logrado huir, a pesar de que el SIM había
desarticulado la totalidad de las redes encargadas de pasar espías fascistas a
Francia por los Pirineos; pero hasta ese momento, Ricardo había demostrado ser
una persona meticulosa y con recursos, y esto le podía haber facilitado
desaparecer sin dejar evidencia alguna de su presencia. Anselmo recordó a
Esperanza, la persona que más estrechamente había tratado a Ricardo, y que
una vez recuperada, fue sometida a duros interrogatorios que no aportaron
nada nuevo. Desde un primer momento la muchacha había sido sincera, y como
recompensa, tanto ella como su madre se encontraban recluidas en el barco
prisión Villa de Madrid, que estaba anclado de forma permanente en el puerto de
Barcelona. Anselmo tampoco entendía la actitud de Pedro, que no había vuelto
a mencionar el tema, y le parecía anormal la aceptación del fracaso que el
húngaro manifestaba, pero Klaus y Anselmo sentían flotar sobre sus cabezas,
con ánimo de revancha, la fantasmagórica imagen del espía fascista.

Ricardo comenzaba a notar el desgaste que su arriesgada, y clandestina,


vida le provocaba. A pesar de no poder utilizar el aparato de radio para
transmitir el mensaje, pudo remitirlo mediante la entrega del mismo al
propietario del bar Iberia. El día que se dedicó a dicho asunto, no le gustó el
ambiente de aficionados que pudo percibir. Aquel establecimiento era, de forma
ostentosa, un lugar de encuentro de gentes adictas al régimen de Burgos, y él no
se sintió tranquilo, por eso, tras entregar la misiva cifrada, decidió no volver a
aparecer por allí. Por otro lado, desde la creación del SIM, numerosas redes
habían sido descubiertas, y sus miembros encarcelados o bien eliminados.
Ricardo sospechaba que tras un aumento tan significativo de la efectividad del

278
Teo García La partida

nuevo cuerpo se escondían numerosas delaciones y un gran número de


infiltrados. Por fortuna, desde los sucesos de mayo no había vuelto a recibir
ningún mensaje o misión. Cada viernes continuaba con la ya pesada rutina de ir
a comprobar el buzón, pero ahora intentaba tomar más precauciones, si es que
esto era posible, por su creciente desconfianza.

La muerte del general Mola también le causó pesar e inquietud. Confiaba


ciegamente en la persona del militar y en sus cualidades organizativas, pero
ahora desconocía quién era el responsable de los servicios de información en el
bando sublevado, aunque esto le importaba de manera relativa, ya que él no
había rendido vasallaje, y perseguía una meta más elevada, que estaba por
encima de personalidades y figuras. Quizá por el cansancio, se había vuelto más
crítico con las noticias que podía escuchar captando Radio Sevilla. Ricardo tenía
un receptor de radio que había ocultado por si algún día se producía un registro
aleatorio en su casa, y cada noche, a un volumen muy bajo para que sus vecinos
no pudieran percibir sonido alguno, sintonizaba la emisora considerada la voz
oficial de los rebeldes. Cuando se enteró de la ascensión a la jefatura máxima
del alzamiento de Francisco Franco, no pudo evitar tener un pensamiento de
desagrado. Sabía que fue uno de los últimos generales en incorporarse a la
sublevación de julio de 1936, y su carácter indeciso, con esa forma tan meliflua
de hablar, no le convencía en absoluto. Ricardo no se consideraba falangista,
pero le molestaba la evidente manipulación y apropiación ideológica que el
nuevo régimen había hecho de la doctrina y figura de José Antonio Primo de
Rivera. Ricardo se acordó de que, en 1933, asistió, lleno de curiosidad y vacío de
ideales, a una de las primeras reuniones que convocó el nuevo partido creado,
Falange Española, y su fundador le pareció un hombre carismático, de ideas
consolidadas, con oratoria magnética y comportamiento ejemplar.

Dos años después, tuvo un encuentro con el general Mola, y éste supo
apreciar las cualidades que Ricardo atesoraba en su interior, y que le eran
desconocidas para él mismo. A través de las nuevas amistades que trabó
entonces, se vio inmerso en la preparación de la sublevación militar. En los
primeros instantes, sus convicciones políticas se forjaron con duro temple, pero
ahora, con el desgaste del tiempo, Ricardo sufría las mismas dudas que tiene un
sacerdote sobre la fe, al encontrarse con las injusticias o placeres de la vida, y
Ricardo tomó consciencia de que se estaba cuestionando, no sus actuaciones,
pero sí la categoría y calidad de sus anónimos superiores. Intentó ahuyentar los
críticos pensamientos, y prestar más atención a su alrededor, ya que se
encontraba en los aledaños del edificio donde estaba el buzón. Al abrirlo,
encontró como siempre un sobre, pero esta vez, por el tacto, ya percibió que
algo contenía. Esa simple sensación le produjo un cambio de humor, y supo que

279
Teo García La partida

era debido a la nueva actividad que intuía iba a tener, ya que no se puede tener
a un pura sangre encerrado en su cuadra, porque aceptan la disciplina y el
rigor, pero no la falta de acción.

Regresó a su casa con la mayor celeridad que pudo, mientras una mezcla de
curiosidad e impaciencia le roía la cabeza. Al llegar, abrió el sobre y vio que
contenía varios papeles con diferentes agujeros redondos. Fue a la estantería
donde guardaba el libro con la otra parte del código, que era necesario para
poder interpretar el mensaje, y rasgó el lomo para extraer la matriz que,
superpuesta al papel recibido, comenzó a dar significado a los desordenados
bloques de letras allí expresados. En un papel iba escribiendo las palabras ya
descifradas, y cuando terminó, pudo leer que le comunicaban un nuevo
encuentro a mantener en el bar Iberia, el día, la hora, y una contraseña:
Termidus. Si sospechaba que su desconocido oficial de control era un cretino, al
volver a convocarle en un sitio tan arriesgado y descubierto, tuvo la certeza más
absoluta. Si algo le molestaba era trabajar con y para necios. Su carácter se había
vuelto a agriar, y despedazó el papel en trozos para luego prenderle fuego.
Mientras contemplaba como el escrito se consumía, con esa especial atracción
que las danzarinas llamas tienen para los humanos, pensó que los que debían
quemarse allí eran todos los cretinos del universo; pero entonces sería un
mundo perfecto, y gentes como él no tendrían cabida.

Las partidas de dominó de los viernes ya no eran lo mismo desde la


desaparición de Clavijo. Los demás seguían reuniéndose y jugando, pero lo que
antes era un pasatiempo entretenido, se había convertido casi en una
obligación. Cuando se reunían los tres, se hacía más evidente el hueco que
había dejado la muerte de su amigo. En el bar Jaime ya era imposible encontrar
cerveza, pero como propia iniciativa, su propietario realizaba viajes hasta un
pueblo de la comarca del Priorato, llamado Torroja, para poder comprar y
proporcionar a sus parroquianos un vino digno y algo de coñac, pero, así y
todo, la austeridad se imponía a la hora de beber y de comer.
Quique estaba algo intranquilo, corrían rumores de que si la marcha de la
guerra continuaba con la misma tónica, se movilizaría a todos los varones con
una edad de hasta cuarenta y cuatro años. Desde hacía ya varios días, ése era su
machacón tema de conversación.
—Poneros en mi lugar. Yo ya no soy un chaval, tengo mis achaques, ¿qué
pinto yo pegando tiros por las montañas?
—Cuando te llamen, te haces pasar por tonto; eso no te costará mucho —
dijo Anselmo, entre risas.
—Ya, pero si se lo creen, entonces me pueden hacer ministro —replicó
Quique.

280
Teo García La partida

—No es mala solución, siempre he querido tener un amigo con un cargo


importante —opinó Perico.
—Ahora que lo dices, sí que estaría bien. Buena comida, mujeres, buen
vino, ¡y no esta mierda que nos dan en vaso! —dijo Quique, elevando la voz en
las últimas palabras para que las oyera el propietario del bar. Éste, mientras
pasaba un trapo por un vaso, le miró sonriendo; ya le conocía desde hacía años.
—De desagradecidos está el mundo lleno —sentenció Jaime, desde el fondo
de la barra, ejerciendo su derecho a la réplica.
—Sí, y todos son propietarios de tascas —afirmó Quique.
—Venga joder, juega ya de una vez y calla —propuso Anselmo.
—Pero ¿cómo voy a jugar concentrado? Os estoy explicando que igual me
envían a la guerra y parece que os importe un huevo —dijo simulando un
enfado.
—Pero que tío más plomo —añadió Perico.
—¿A que hace tiempo que no te vas de putas? —preguntó Anselmo, con
sorna.
—Eso también os lo quería comentar. Ahora tengo un problema: con los
precios que tienen los alimentos en el mercado negro, cuando estoy follando,
me viene a la cabeza el dinero que he pagado, y sin querer, empiezo a traducirlo
en comida, y ya me ves encima de una tía pensando: con esto tendría para una
docena de huevos o un cuarto de azúcar, 100 gramos de café, así todo el rato, y
claro, no disfruto.
—Escoge: o follas o comes —propuso Perico.
Quique hizo un gesto que mostraba la difícil elección que tendría que
realizar ante un dilema semejante.
—Lo mejor es, si te llaman a filas, que cuando te hagan el examen médico
les expliques eso mismo, y verás como te envían a casa, aunque en la cartilla
militar te pondrán IPB —explicó Anselmo, con gran seriedad.
Quique, que prestaba atención pensando que su amigo le estaba dando una
posibilidad de librarse de la incorporación al ejército, quiso saber el significado
de las siglas.
—Pero eso... ¿es una enfermedad grave? —preguntó.
—Sí, de las peores. Incapaz Por Berzotas —contestó Anselmo.
—O por Besugo —añadió Perico, entre grandes risotadas.
—Os pensaréis que tenéis gracia. ¡Pobres hombres! —exclamó Quique, que
lo único que consiguió fue que las carcajadas de sus amigos se incrementasen
hasta el punto de que se les saltaran las lágrimas.
—Me gustaría saber qué diría Clavijo si estuviera aquí —dijo Perico,
recuperando la seriedad y provocando un largo silencio. Quique comenzó a reír
de nuevo, de una forma que se contagió a sus dos amigos, y antes de decir algo,
los tres se miraron, pero al unísono gritaron: ¡pijo!

281
Teo García La partida

Cuando Anselmo llegó a su casa, después de finalizar la partida, aún se reía


de las tonterías pronunciadas. Juan, como siempre, apareció corriendo y se
abrazó a sus piernas. Últimamente disfrutaba más del contacto con su hijo, pero
Anselmo tenía la molesta apreciación de que le había estafado tiempo al
pequeño para estar juntos. La mayor comunicación con Juan le hacía percibir
que conservaba determinados sentimientos, aunque también era la única
solución para que su arduo trabajo no acabara por embrutecerle del todo.
Anselmo notaba como cada día quería más a su hijo, pero ese sentimiento no le
tranquilizaba del todo, ya que en una falsa y egoísta interpretación de su amor
paterno, sabía que para él era necesario absorber parte del cariño de su hijo para
sentirse mejor. El incondicional amor infantil de Juan, le permitía no tener que
esforzarse en demasía para conservarlo. Anselmo prefería establecer un ligero
vínculo de compromiso, que en función de su ánimo y necesidades cortaría
para luego retomar a su conveniencia. Mientras acariciaba las orejas del niño, se
sintió incómodo y algo avergonzado de su propia forma de ser, pero esa tarde
le apetecía sentirse a resguardo del hogar, y no dejaría que sus reflexiones le
incomodasen: para eso siempre habría tiempo.

Pedro estaba contemplando, ensimismado, el pequeño jardín de la parte


posterior de la mansión de la calle Muntaner. Le gustaba el clima de España,
tan diferente al de su Budapest natal. Pedro esperaba regresar allí algún día y
ejercer de médico, su auténtica vocación. Presuponía que sus días en Barcelona
estaban llegando a su fin, ya que la conquista de una parte de Lérida por los
fascistas indicaba que su ímpetu arrollador difícilmente podía ser
contrarrestado, pero hasta que no recibiera nuevas instrucciones, seguiría
desarrollando su trabajo con aplicación e interés, cosechando los éxitos que eran
una muestra palpable de su buen hacer. Unos respetuosos golpes en la puerta le
sacaron de sus reflexiones. Sin esperar respuesta, entró Klaus con un
hombrecillo de curioso aspecto: era bajo, con pobladas cejas, barba cerrada, y
unas pequeñas gafas redondas, para corregir su miopía, que le daban a su
cabeza forma de huevo. Lucía una calva que intentaba disimular peinando sus
escasos cabellos hacia uno de los lados, gesto este que a Pedro le resultaba
ridículo, ya que consideraba que era una muestra de falta de carácter y
seguridad en sí mismo. El endeble sujeto, llamado José Munt, había sido
reclutado para que informara de las actividades de los espías fascistas en
Barcelona. Tanto él como su hermano, que por fortuna no guardaba grandes
similitudes físicas, habían sido detenidos meses atrás, pero bajo la promesa de
que la vida de ambos sería respetada, José debía seguir encuadrado en su célula
de espionaje como infiltrado; su hermano, por eso, permanecía detenido en uno
de los barcos prisión, como particular garantía del trueque acordado. Para
Pedro ésta era la parte más desagradable de su trabajo, ya que no le gustaba
tratar con traidores, pero eran necesarios para su labor, aunque le despertaban

282
Teo García La partida

el mayor desprecio. Uno de los logros que el húngaro había conseguido era
terminar con las ejecuciones sistemáticas e indiscriminadas, lo cual le permitía
poder interrogar a todos los detenidos y valorar la información de la que
dispusieran aunque luego todos salieran a «pasear».

El hombrecillo se adelantó unos pasos hacia Pedro, y se detuvo a una


distancia respetuosamente adecuada. Klaus, como hacía siempre, se quedó
detrás por si eran necesarios algunos de sus múltiples y variados servicios.
—Y bien, José, ¿de qué se trata hoy? —preguntó Pedro.
—Tengo información sobre una imprenta clandestina que se dedica...
—Escucha, si crees que vas a poder salvar la vida de tu hermano
diciéndome dónde cuatro desgraciados idealistas de Falange se dedican a
imprimir folletos con esos famosos veintisiete puntos, que por otro lado, a nadie
le importan, estás muy mal encaminado, camarada. Esas cosas no me interesan
—dijo Pedro, interrumpiendo la balbuceante explicación.
El hombre se frotaba las manos, que rezumaban un frío sudor, y con un
gesto de su dedo, en forma de gancho, intentaba aliviar la presión del cuello de
su camisa.
—También sé que el portero nocturno de la fábrica química de Badalona
está pasando informes, sobre producción y almacenamiento, para que puedan
bombardear los días más adecuados. Obtiene la información de comentarios
que escucha, y de los papeles que se arrojan a la basura.
—Ves, Juan, eso ya va mejorando. Ese tema sí que me interesa, y justifica
que pierda el tiempo hablando contigo. Si sigues así, creo que tu hermano y tú
moriréis de viejos en vuestras camas. ¿Sabes a quién le pasa la información?
El hombre negó con un gesto que evidenciaba más su nerviosismo, girando
de tanto en tanto su cabeza para mirar a Klaus.
—Bueno, eso tampoco es tan importante, ya le vigilaremos —dijo Pedro.
—También me han asignado una nueva tarea, pero todavía no he
comenzado.
—Te felicito por el ascenso; es una señal de que valoran tus apreciados
servicios. ¿En qué consiste ese nuevo trabajo? —preguntó Pedro, mirando su
uñas.
—Todos los viernes debo pasar, antes de las cuatro, por una dirección de la
calle Muntaner y dejar un sobre en un buzón del edificio. No sé lo que contiene
ni de lo que se trata. La próxima semana comenzaré, pero según pude oír,
parece ser que tiene algo que ver con la reactivación de un espía que lleva
operando en Barcelona desde el comienzo de la guerra. Ahora lleva un tiempo
inactivo; poco más pude averiguar.
—Desde el inicio de la guerra... y ahora está inactivo —dijo Pedro,
extrañado—. ¿Sabes algún nombre, dirección, algún dato que nos pueda ayudar
a identificarle?

283
Teo García La partida

De forma apocada, el hombre volvió a negar con la cabeza.


—Y a ti, ¿cómo te harán llegar los sobres con mensajes? —se interesó Pedro.
—Cada viernes por la mañana, después de las once, debo pasar por el bar
Iberia, que está en la esquina de la Gran Vía con la calle Borrell, y detrás de la
cisterna del aseo de caballeros encontraré el sobre.
—¿Antes quién se ocupaba de hacer ese trabajo? —preguntó Pedro.
—Una mujer, pero no sé quien es. Me explicaron que murió en un
bombardeo la semana pasada.
—Mi más sentido pésame, José —dijo Pedro, con cruel ironía—. ¿Te das
cuenta de las paradojas del destino? Te matan los mismos que estás ayudando.
¡Qué injusta es la vida! Muy bien, creo que has logrado alargar la vida de tu
hermano unos días más, pero ahora debes aplicarte en proporcionarme el final
de la historia. No hace falta que abras el sobre, pero como tú lo recogerás por la
mañana, y tienes tiempo hasta las cuatro, nos lo traes aquí para que miremos lo
que contiene. Ya sabes que somos muy curiosos. ¿Algo más, José?
—No —contestó el hombre, azorado.
—Así me gusta: escueto y preciso —dijo Pedro, que con una mirada indicó
a Klaus que la entrevista había llegado a su fin. Cuando volvió a quedarse a
solas, estuvo contemplando otra vez por el ventanal el cuidado jardín, mientras
sopesaba las diferentes posibilidades que se le ofrecían. Sospechaba que podía
tratarse, de nuevo, de Ricardo, y ello le indicaba que fuera lo que fuese lo que
estaba tramando, tenía una cierta importancia, ya que alguien que coordinó a
los diferentes implicados en julio de 1936, trató con Julián García, y aquello que
era más evidente, tramó con él una traición, no era un simple fisgón. La imagen
de Esperanza volvió a su mente, compactando sus pensamientos. Pedro
comprendió que la verdadera intención de Ricardo era matarla, y un agente así
suele trabajar fuera de toda organización, aislado, pero consideró que la
muchacha podía ser útil para sus fines. Más tarde pensaría algo, y luego
hablaría con la chica. Pedro sabía que sus prolíficas dotes, demostradas varias
veces, algo elucubrarían, y sonrió ante lo que se imaginaba era una nueva
oportunidad de encontrarse con ese escurridizo elemento, pero no se
impacientó: hasta el próximo viernes tenía tiempo.

Ricardo, a pesar de su hastío, seguía aplicando todas las medidas de


seguridad que le habían permitido pasar desapercibido y seguir con vida. En su
deambular por los alrededores del bar Iberia no detectó nada anormal. A través
de los amplios ventanales del local, pudo ver a los clientes sentados en
pequeñas mesas redondas, y a otros acodados en la barra, pero no veía al
propietario, al que con anterioridad ya había entregado un mensaje. En el
exterior del establecimiento, una terraza invitaba a disfrutar de los rayos del sol.
La cercanía del peligro provocaba que el cerebro de Ricardo buscase cualquier
movimiento o situación que le sirviera de aviso. Se encontraba intranquilo,

284
Teo García La partida

alterado en sus percepciones, por la actitud pasiva que debía tomar. El nuevo
mensajero debía reconocerle a él, y eso le indicaba que alguna descripción o
rasgo típico le habrían facilitado, perturbando su cómoda tranquilidad basada
en el incógnito. Decidió entrar para sentarse en una de las mesas situadas en el
fondo del bar, desde donde podía controlar el exterior y todo el interior del
local. Al traspasar el umbral de la puerta, varias caras se giraron para
comprobar al nuevo personaje que osaba cometer el sacrilegio de aparecer por
allí. Todas las conversaciones que se estaban manteniendo cesaron de
improviso, y este detalle hizo que Ricardo se ratificase en su opinión de que
aquello era una convención de aficionados: sólo faltaba una fotografía de
Franco colgada en la pared, y que todos los clientes vistieran camisa azul y
boina roja. Al sentarse, cruzó sobre sus piernas la gabardina que lucía al brazo,
con el fin de que el bolsillo, en cuyo interior llevaba la pistola, quedase a su
alcance. Ricardo no dudaría en abrirse paso a tiros a la menor señal de peligro.
El camarero abandonó su cómodo refugio, detrás de la barra, para acercarse a
él.
—¿Desea tomar algo, señor? —preguntó con un cierto fastidio.
—Un café y un vaso de agua, por favor —pidió Ricardo, a sabiendas de que
no sería el preciado líquido negro lo que le servirían, pero era importante
mantener un pequeño grado de ilusión en las costumbres antaño cotidianas y
reconfortantes.
Las conversaciones se reanudaron a su alrededor a media voz, y Ricardo
intentó mantener una apariencia de hombre despreocupado ojeando un
periódico, controlando, no obstante, cualquier movimiento. Con un ligero giro
de su muñeca miró su reloj, y vio que pasaban dos minutos de la hora
acordada: consentiría cinco minutos de retraso y luego abandonaría el local. Al
girar su cabeza, la figura de un hombre que atravesaba la Gran Vía de forma
apresurada hizo que, por instinto, lo relacionase con la persona que estaba
esperando. Al entrar el recién llegado en el bar, su forma de saludar evidenció
un cierto conocimiento de los presentes. El hombre, tras coger otro periódico
del final de la barra, se sentó en la mesa que estaba a la derecha de Ricardo, y
cuando el camarero se acercó con una minúscula copa de anís, tuvo la certeza
de que en el bar conocían al hombre, ya que le servían lo que, con toda
seguridad, era su consumición habitual. Ricardo, mojando el dedo en su lengua
para pasar las páginas del diario, miraba de soslayo a su compañero de mesa, y
vio cómo sacaba un paquete de cigarros, para luego buscar el encendedor entre
todos sus bolsillos.
—Disculpe, ¿tiene fuego? —preguntó, con cara contrariada, mientras
Ricardo mantenía su mano derecha en el bolsillo, empuñando la pistola y
apuntando al hombre de forma imperceptible, pero con su mano izquierda sacó
un encendedor que tendió al apurado fumador.
—Gracias, Termidus —dijo entre dientes mirando a Ricardo, que por sus
movimientos mostraba su inquietud. El hombre lo percibió, intentando

285
Teo García La partida

tranquilizarle.
—No te preocupes, aquí todos son de confianza y conocidos. Podemos
hablar tranquilos.
—Eso es lo preocupante, que todos son conocidos. ¿Cuáles son las
instrucciones? —preguntó Ricardo, sonriendo con desdén.
—Me han pedido que te transmita los temas que para nosotros son ahora
importantes. En primer lugar, debes obtener información sobre una próxima
ofensiva que se sospecha lanzarán los rojos contra uno de nuestros frentes.
Luego...
—¿Se puede saber qué coño se creen que puedo hacer yo en ese tema? No
tengo medios, estoy sin célula de apoyo, y mi infraestructura está desguazada
—exclamó Ricardo, interrumpiendo de forma brusca.
—Yo me limito a explicarte las nuevas órdenes. No las dicto yo, no lo
pagues conmigo. De todas maneras, esto no es lo más importante —pretextó el
hombre.
—Bien, sigue hablando.
—Tenemos serias sospechas de que nuestras redes están siendo infiltradas
por el SIM y esa asquerosa pandilla de comunistas. Debes volver a trabajar solo,
sin apoyo, no te fíes de nadie.
—Veo que ahora en Burgos hay gente muy capaz al frente de esto. Nunca
hubiera imaginado lo que me estás contando —dijo Ricardo.
El hombre no hizo caso alguno de la ironía y siguió hablando.
—Tu tarea esencial es la que te comunico ahora. Está en marcha un
proyecto para asesinar a Negrín, y debes preparar un plan para eliminarle:
lugares que frecuenta, la dirección de su querida y cosas por el estilo.
—¿Tan importante es esa persona? —preguntó Ricardo.
—Parece ser que los rojos están dispuestos a entablar negociaciones para
acabar con la guerra, y debemos impedirlo a toda costa: no nos interesa. La
contienda debe continuar hasta el final.
Ricardo miraba asombrado a su interlocutor, sin comprender cómo
teniendo la posibilidad de acabar con tanta muerte y sufrimiento, se optaba por
continuar la lucha. El hombre también reparó en el la incredulidad de Ricardo,
y quiso aclararle los motivos.
—Entiendo que puede resultar difícil de comprender, pero es lo mejor. En
la actualidad, sabemos que el setenta por ciento de la población nos apoya, pero
queda otro treinta por ciento del que nos ocuparemos una vez finalizada la
guerra. Si ahora se llegase a un acuerdo de paz, los porcentajes se verían
alterados, y con toda seguridad, de aquí a quince años estaríamos otra vez
matándonos. Ya que hemos comenzado, es mejor terminar del todo. No
debemos dejar nada a medias y, por otro lado, tú sabes que a los comunistas la
única forma de quitarles del medio es eliminarles del todo, y si es posible, hasta
sus tumbas deberán desaparecer.
—¿Qué plazo de tiempo tengo y cómo comunicaré el resultado de mi

286
Teo García La partida

trabajo? —preguntó Ricardo, todavía pasmado.


—Céntrate en el asunto Negrín. En el tema de la ofensiva roja ya hay más
gente trabajando. De aquí a dos meses, alguien se pondrá en contacto contigo
para fijar un nuevo encuentro, y cuando se produzca, deberás entregar tu plan
con los datos necesarios. Hay un equipo en preparación que estará a punto para
trabajar. Esperaremos tus noticias. También me han pedido que te diga que
tienes total libertad de acción.
—Muy considerados por su parte, pero... ¿con qué medios quieren que
prepare todo eso?
—No es asunto mío. Simplemente me limito a hacer de mensajero. Yo
recibo las noticias y te las explico a ti; ni sé quién las envía, ni tengo forma de
contestar. Eso es tu problema.
Ricardo se dio por vencido, estaba hablando con la pared de un frontón,
con un soberano cretino que no variaría ni un ápice su forma de actuar. Decidió
levantarse y marchar, ya que no era conveniente ni seguro seguir prolongando
una conversación que no le aportaría novedad alguna. Cuando abandonaba el
bar, cedió el paso a un individuo que le llamó la atención por su peinado, y por
el curioso conjunto que formaban sus cejas, gafas y cabeza en forma de huevo.

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Capítulo XXIII

Los bombardeos de la aviación fascista se producían cada vez con mayor


frecuencia, y ello podía considerarse como uno de los síntomas de la cada vez
menor oposición que se encontraban hacia su victoria final. Algunas bombas
habían sido arrojadas sobre el centro de la ciudad, causando una gran
conmoción entre la población civil. El puerto seguía siendo uno de los objetivos
prioritarios, y por este motivo, Anselmo no se alegró cuando Pedro le comunicó
que debía dirigirse, junto a Klaus, al barco prisión Villa de Madrid en busca de
Esperanza. A Anselmo el agua no le gustaba ni en vaso, y el ligero zarandeo del
pequeño bote que les iba acercando al barco, sumado a la negritud del líquido
elemento del puerto, le producía una angustia muy particular. Cuando llegaron
a la amura de estribor del buque, tuvo la idea de que todas sus fobias se habían
conjurado para hacer acto de presencia, ya que una larga y estrecha escalera era
la única posibilidad de subir hacia la cubierta. A pesar de su esfuerzo en
disimular, era patente que no estaba en su lugar favorito. Al llegar a bordo, notó
como su estomago se revolvía por el olor a hacinamiento humano, pero la
travesía por mar también ayudó a ello. Un sordo murmullo, que envolvía toda
la escena, era la señal inequívoca del gran número de personas allí
concentradas. Uno de los oficiales encargados de la custodia de los prisioneros
estudió con detenimiento la documentación que presentó Anselmo, y luego les
invitó a esperar mientras iban en busca de la muchacha. Anselmo nunca había
tenido ese panorama de la ciudad desde el puerto; siempre le había gustado
Barcelona, pero con esa visión la encontró más atractiva. Mirando alrededor,
eran visibles los daños que los reiterados bombardeos habían causado: barcos
hundidos, almacenes destrozados e instalaciones inservibles eran el testimonio
del acierto de los aviadores italianos. Unos pasos, que resonaban con especial
sonido en la madera de la cubierta, hicieron que Anselmo se girase,
encontrándose, de nuevo, con Esperanza. Los meses de cautiverio, en unas
condiciones sin duda alguna muy duras, habían hecho su efecto en el físico de
la chica. Tras firmar el acuse de recibo, descendieron otra vez hacia el bote, y la
perspectiva de las escaleras desde lo alto del barco le resultó a Anselmo más
desalentadora. Esperanza no dijo nada durante todo el trayecto, ni demostró el
menor interés en conocer su destino, y Anselmo creyó que la chica no le había
Teo García La partida

reconocido. Cuando llegaron a la casa de la calle Muntaner, Pedro ya les estaba


esperando.
—Buenos días. ¿Ha disfrutado de la pequeña travesía marítima? —dijo el
húngaro, como si se tratase de la visita de un antiguo conocido.
Klaus había ocupado su lugar habitual, junto la puerta, mientras Esperanza
miraba sin decir nada.
—Se preguntará ¿qué hacemos juntos de nuevo, verdad? —dijo Pedro, que
al no obtener respuesta siguió hablando—. Creo que nos puede ayudar en un
antiguo tema que tenemos pendiente. ¿Recuerda al hombre que intentó
asesinarla? Ricardo, se llama. Tengo la certeza de que usted, ahora, puede
desquitarse de la sucia jugada que le hizo.
La frase provocó que Esperanza pusiera algo más de atención a las palabras
de Pedro, pero continuó muda. Anselmo presenciaba la escena, para él ya
conocida, del juego, mezcla de intimidación y seducción, que Pedro
desarrollaba, y también sabía cómo acabaría la representación.
—Sospecho que Ricardo está en Barcelona, y que vuelve a tramar turbios
negocios, por decirlo de alguna manera. Usted, Esperanza, ya ha comprobado
que he cumplido mi parte del trato que hicimos: he respetado tanto su vida,
como la de su madre, agradeciendo su colaboración, pero sé que están
pendientes de ser juzgadas por el Tribunal de Espionaje y Alta Traición, y eso es
un feo asunto, créame. Allí dictan sentencias de muerte con una velocidad
asombrosa, aunque también es cierto que muchos veredictos ya están tomados
de antemano —explicó Pedro, mientras se acercaba a la repisa de la chimenea
en busca de un cigarrillo de la caja de cedro.
—¿Puedo hacerle una pregunta? —dijo Esperanza.
—Por supuesto, con total libertad —respondió Pedro, irónicamente.
—¿Por qué mi madre?
—¿Tiene alguna importancia eso? Lo evidente es que las dos están
detenidas y con un futuro más que incierto. Le guste o no, yo soy la única
posibilidad de salir con vida de la situación.
—Ya les dije todo lo que sabía: no puedo añadir nada nuevo.
—Esperanza, me consta que fue usted muy sincera, pero la necesitamos de
nuevo para que nos ayude a identificar a ese criminal. Su madre lo entendería,
créame.
—¿De qué se trata esta vez? —preguntó la muchacha.
—En los próximos días, creo que estaremos en una situación que nos
permitirá tener a Ricardo a la vista de todos nosotros, y usted sólo tendrá que
indicarnos quién es. Así de sencillo.
—¿Y a cambio? —preguntó Esperanza, provocando una risa en Pedro ante
la firmeza de la chica.
—Me gustaría tener a mujeres como usted en nuestro bando. Hace bien en
hablar del precio; eso siempre ayuda a cerrar un trato. A Judas le pagaron con
treinta monedas de plata, y yo le propongo que tanto su madre como usted no

289
Teo García La partida

cobren cada una doce balas de plomo. Me parece un trato razonable el que le
ofrezco, pero no le voy a dejar mucho tiempo para que se lo piense por la
premura de este tema.
—¿Y ahora qué pasará con nosotras? —preguntó Esperanza.
—De momento usted se quedará aquí, y respecto a su madre, la dejaremos
en el barco hasta que todo esto acabe. El aire marino es beneficioso para las
personas de una cierta edad, por aquello del yodo y la sal.
La mirada de profundo desprecio que lanzó la chica, no dejaba lugar a
dudas sobre su sentimiento de repugnancia hacia el sarcástico individuo, pero
sus vidas estaban en sus manos y no tuvo otra opción que aceptar. Klaus, sin
esperar orden alguna, cogió a Esperanza por uno de sus brazos y la llevó hacia
el sótano.
—Prefiero que las cosas se resuelvan así —dijo Pedro a Anselmo, quien se
tomó la libertad de coger un pitillo de la tabaquera.
—¿Qué habéis averiguado sobre el portero nocturno de la fábrica química?
—preguntó Pedro, que a raíz de las informaciones transmitidas por José Munt,
había encargado una investigación. La industria de Badalona había sufrido
duros bombardeos en los últimos días, ya que eran las principales instalaciones
para la fabricación de pólvora y explosivos en la zona republicana.
Anselmo, antes de responder, extrajo una pequeña libreta con algunas
notas escritas.
—Hace ya días que le estamos siguiendo, pero no hemos podido
comprobar lo que hace en la fábrica. Un día a la semana, eso sí, se encuentra con
otro individuo en el apeadero del ferrocarril en Badalona, y le hace entrega de
un paquete. Suponemos que son documentos e información, pero hasta que no
les detengamos no tendremos la certeza —explicó Anselmo.
—¿Y el otro sujeto?
—También le hemos seguido: vive cerca del Paralelo, y hasta el momento
no ha entablado contacto con nadie sospechoso. Rara vez sale de casa, sólo para
comprar y cosas parecidas, excepto los viernes, cuando cada mañana, sobre las
diez, acude a un bar situado en la Gran Vía, llamado... —mientras Anselmo
consultaba unas notas, Pedro le dio el dato que buscaba.
—Iberia, bar Iberia.
—Exacto, en la confluencia con la calle Borrell —añadió Anselmo,
sorprendido del conocimiento que había demostrado Pedro.
—No parece una red muy amplia. ¿Para qué querrá la información si luego
no se la entrega a nadie? ¿Recibe visitas?
—Nunca. No hemos investigado entre los vecinos para no despertar
sospechas, pero tiene unas costumbres poco normales.
—Quizá tenga un transmisor de radio y por eso no necesita pasar la
información, pero no correremos riesgos. ¿Cuándo debe encontrarse con su
contacto? —preguntó Pedro.
—Esta tarde, si no han cambiado la rutina.

290
Teo García La partida

—Bien, en Badalona os encargáis tú, Klaus, y dos más de la detención. Al


piso del Paralelo enviaré a cuatro para que lo registren; luego nos veremos en
La Tamarita —ordenó Pedro, cogiendo un periódico del montón de prensa
extrajera que siempre tenía a su alcance, como forma de dar por finalizado el
escueto informe.

Ricardo seguía pensando en las instrucciones recibidas, y no les encontraba


lógica ni coherencia alguna. En su actual situación, era casi imposible cumplir el
encargo. Volvió a pasar por su cabeza la idea de que ahora el utilizado sería él,
pero su aislamiento le impedía poder transmitir sus impresiones, y la idea de
acudir al bar Iberia, en busca de apoyo, le pareció impropia y temeraria. En su
despecho también subyacía un cierto desaire hacia su propia vanidad, ya que
una misión tan simple y sencilla como controlar los movimientos del presidente
del gobierno, podía realizarla cualquier tonto con un mínimo de retentiva, o
bien, con un lápiz y papel. Ricardo sabía que existían otras redes encargadas, en
exclusiva, de enviar a la zona nacional la prensa que se publicaba en la España
republicana, y aunque por cuestiones de seguridad algunas noticias eran hechas
públicas con posterioridad, era una buena base para conocer los movimientos
de personalidades. En cuanto a la posible ofensiva a realizar por los rojos, aún
le resultaba más difícil llevar a cabo averiguación alguna. No tenía medio de
transporte, y desplazarse por las carreteras sin salvoconducto era muy
peligroso. De hecho, ya lo era por Barcelona después de las últimas medidas
dictadas encaminadas al cierre de locales y espectáculos a las nueve de la noche.
Se le antojaba una misión harto difícil, estéril y con poco sentido. Él siempre
había tratado con Mola, y su lealtad hacia el general, basada en el respeto
mutuo, no guardaba reserva alguna, pero ahora, después de su muerte, Ricardo
estaba seguro que los destinos de la nación, y del final de la guerra, estaban en
manos de un grupo de conspiradores, monárquicos, falangistas, requetés y
aprovechados, que siempre los ha habido, que intentarían obtener cada uno el
mayor provecho de la situación. Por este motivo, el encargo de entorpecer
cualquier negociación le pareció lo más adecuado al tipo de gente que ahora
estaba llevando las riendas. Lo más lógico sería poner fin a esta sangrante
contienda, pero los intereses bastardos de unos cuantos inclinarían la balanza
hacia el lado de la lucha enconada y el continuo goteo de pérdidas humanas.
No le gustaba la actual situación, pero él no tenía voz ni voto, esperaban de él
que actuase, y empezó a planificar las posibles actuaciones a realizar. Su rutina
de trabajo siempre era la misma: desparramar todas las piezas del figurado
rompecabezas en su mente, y luego, poco a poco, la figura iría tomando forma.
Estaba convencido de que su cerebro confabularía las ideas más efectivas, pero
también despiadadas.

291
Teo García La partida

Anselmo, Klaus, y dos agentes más, ya estaban apostados en diferentes


emplazamientos del apeadero de Badalona. El reducido tamaño de las
instalaciones ferroviarias dificultaba una correcta vigilancia, pero necesitaban
obtener resultados, y para ello deberían correr algunos riesgos. Anselmo
disimulaba leyendo un periódico, y Klaus se había apostado en el andén
contrario, con una curiosa vestimenta que le daba la apariencia de un obrero
metalúrgico. Otro de los miembros del equipo estaba dentro de los aseos, que
había cerrado, y a través de una pequeña ventana podía controlar los
movimientos que se producían en el andén. El cuarto hombre se encontraba en
el exterior de la diminuta estación, estudiando el motor del coche, fingiendo
una avería. A la hora de costumbre, el portero de la fábrica hizo su aparición.
Sus miradas señalaban que actuaba de forma recelosa y con cautela, pero
las personas allí congregadas no le despertaron desconfianza alguna. Todo
parecía estar en su sitio, y tomó asiento en uno de los bancos de la estación, con
el gesto característico de dejar sus manos descansar sobre sus muslos. Entre sus
pies, dejó un pequeño paquete envuelto en un basto papel de estraza y atado
con un cordel. Anselmo, pasando las páginas, continuaba mirando al individuo
cuando el portero fijó su vista en Klaus; algo le había resultado llamativo, y el
austriaco también debió advertirlo, porque comenzó a buscar algo en una bolsa
que complementaba su disfraz, y luego anduvo de un lado para el otro del
andén, como el viajero impaciente que espera. El instinto del portero le indicó
que todo estaba en orden, porque otra vez desvió su mirada hacia otro punto.
Un chirriar metálico anunció que el tren estaba próximo a entrar en la
estación, y el hombre se levantó para dirigirse al borde de la vía. El gesto
intranquilizó a Anselmo, había un cambio en la forma de actuar respecto a otras
ocasiones, pero por si acaso era un movimiento de despiste, permaneció
sentado hasta el último momento; no quería arriesgarse a quedar al descubierto,
si el portero no cogía el tren. El convoy hizo su entrada aminorando la
velocidad, y al detenerse en el andén, impedía que Anselmo pudiera ver a
Klaus. Al abrirse las puertas de los vagones, una anciana descendió, dando
tiempo a Anselmo para seguir vigilando los movimientos del portero, que
llevaba el paquete en su mano derecha. Todo parecía la habitual escena en una
estación ferroviaria. Una pequeña aglomeración se produjo entre los pasajeros
que pugnaban por subir en el atestado vagón y los que querían bajar. Anselmo
seguía vigilando con dificultad, pero los apresurados pasos de una mujer que se
alejaba del tren desviaron su atención hacia ella, viendo que llevaba el paquete
oculto entre sus brazos: la entrega se había producido. Anselmo, con un grito,
avisó al policía oculto en los aseos, mientras señalaba a la chica. Ésta también
pudo oír el chillido, y al volverse para comprobar de qué se trataba, vio a
Anselmo que la miraba con fijación. La mujer comenzó a correr perseguida por
el policía antes oculto, y el portero de la fábrica dudaba sobre su reacción, pero
cuando quiso hacer algo, ya tenía la pistola de Anselmo apuntándole a la

292
Teo García La partida

cabeza, mientras una voz le sugería que no se moviese.


La muchacha había conseguido alguna ventaja en su fuga, cuando apareció
Klaus, que había cruzado las vías por debajo de las ruedas del tren, y puso fin a
la frenética carrera de la mujer con un contundente golpe en su cabeza.
Tras un rápido y violento cacheo, comprobaron que ninguno portaba
armas, pero al abrir el paquete, encontraron en su interior listas de embarque de
mercancías, estadísticas de producción y planos rudimentarios con la situación
de los almacenes.
Otros transeúntes pasaban por su lado mirando la escena de reojo, pero sin
detenerse. Klaus y Anselmo se miraron, satisfechos con el trabajo realizado.
Subieron a los detenidos en el coche para iniciar el camino de retorno a La
Tamarita. Anselmo, durante el trayecto, pensaba en Paco y le echaba de menos,
pero aunque ahora se había acostumbrado a estar rodeado de extraños, esto le
generaba una incómoda sensación de inseguridad. Cuando estaban próximos a
la entrada de Barcelona, un nuevo aviso de ataque aéreo les sorprendió.
Durante las últimas semanas se producían dos bombardeos diarios, alterando la
vida cotidiana de las personas. Por precaución y seguridad, estacionaron el
vehículo, dedicándose a mirar la dirección de los plateados aviones.
—Van, otra vez, hacia el centro de la ciudad —anunció Anselmo, pero
Klaus no le respondió.
Al cabo de unos instantes, el sordo rumor de las explosiones comenzó a
llegar a sus oídos, y algunas columnas de humo, que se elevaban sobre el
horizonte de la ciudad, les ayudaron a situar la zona de bombardeo. Anselmo,
sin saber el motivo, sintió un escalofrío recorrer su cuerpo, pero lo que más le
sorprendió, fue que Klaus emitiera su opinión por propia iniciativa.
—Son gajes de la guerra.

Orlov se mostraba inquieto. Después de la marcha de Ovseienko hacia


Moscú, estuvo realizando discretas averiguaciones sobre lo que habían
comentado en su última entrevista, y todos los indicios apuntaban a que el
camarada Stalin estaba llevando a cabo una de sus numerosas purgas. Él
pensaba que había actuado con rígida disciplina a las órdenes recibidas, pero
eso tampoco era motivo suficiente para verse a salvo de una llamada del
Kremlin, y sabía que ese tipo de mensajes no eran para transmitir felicitaciones.
Por otro lado, tener que trabajar junto a Pedro tampoco era de su agrado.
La fidelidad del húngaro al comunismo ortodoxo, la independencia en sus
actuaciones y su pertenencia a la NKVD, generaban en Orlov una sensación
similar a la que tiene un domador de serpientes con una cobra: la hace bailar,
pero sabe que con su mortífera picadura le puede matar. No quería considerar a
Pedro un enemigo, pero sí un serio adversario a tener en cuenta. Sin conocer
con exactitud el motivo, Orlov comenzó a guardar algunos documentos
comprometedores. Abrió la caja de caudales, y decidió que solicitaría un nuevo

293
Teo García La partida

envío de dinero en dólares americanos. En ausencia del cónsul, él era el máximo


responsable, pero sabía que con su actitud, en caso de ser descubierto, tenía más
que asegurado un billete para el pelotón de ejecución. Intentó hacer un esfuerzo
de raciocinio, para llegar a la conclusión de que no tenía motivos para
preocuparse, pero cuando la semilla de la desconfianza ya está sembrada es
cuestión de tiempo que comience a germinar. Hizo un repaso mental de las
personas que podían perjudicarle, y entendió que por la especial idiosincrasia
de su trabajo no se había granjeado muchas amistades. Dejó de meditar, y
siguió guardando algunos documentos en su cartera: en un futuro podrían ser
su salvaguarda.

Cuando llegaron a La Tamarita, trasladaron a los dos detenidos a una de las


salas de interrogatorio. Sobre una mesa, fueron esparciendo todos los
documentos intervenidos, y Anselmo, que ya había asimilado los nuevos
métodos para obtener información, les ordenó que se desnudasen.
—Si quieres, te ayudo —dijo Klaus, venciendo la reticencia de la mujer.
Ésta, con miedo y avergonzada, iba desprendiéndose de sus prendas mientras
el austriaco miraba la escena mordiendo ligeramente su labio inferior con un
pensamiento lascivo en su cabeza.
Anselmo examinaba los documentos encontrados, cuando entró Pedro con
dos policías y el tercer detenido, que era el contacto habitual para la recogida de
los informes del portero.
—También hemos tenido suerte. Este montón de mierda era el encargado
de transmitir los datos que sacaba el portero de la fábrica —anunció Pedro,
mientras uno de los policías depositaba sobre la mesa un aparato de
transmisión alemán, así como un montón de papeles y un libro de códigos
indescifrables.
—¿Y a qué se ha debido el cambio de planes de hoy? —preguntó Anselmo.
—El pobre sufre de asma. Hoy no se encontraba bien, y como no podía
acudir, ha enviado a su hermana. ¡Qué nefasta casualidad! —dijo Pedro,
mirando al hombre.
—Ella no tiene nada que ver, se lo pedí como un favor, déjenla tranquila, se
lo suplico —imploró el hombre, realizando profundas inspiraciones para
compensar la falta de aire que la tensión le provocaba. Cuando calló, su boca se
movía con el mismo frenesí que la de un pez fuera del agua.
—No dramaticemos la situación, para todo habrá tiempo. Lo primero es
que nos expliques el funcionamiento del libro de códigos —dijo Pedro,
empujando al jadeante asmático sobre una silla. El hombre luchaba contra su
evidente falta de aire y el remordimiento a cometer una delación. Anselmo se
acercó hasta él, y le propinó una bofetada con el reverso de su mano.
—No nos hagas perder la paciencia, cabrón, y di lo que queremos saber. Lo
harás, te guste o no —espetó Pedro, en el rostro del hombre.

294
Teo García La partida

Anselmo volvió a golpearle, mientras la mujer miraba horrorizada la


escena. La puerta de la habitación se abrió, y entró un individuo con bata blanca
que le confería aspecto de médico. Por un momento, la hermana pensó que iban
a proporcionar atención sanitaria al asmático, para paliar los efectos del
ahogamiento, pero el presunto galeno abrió un pequeño maletín del que extrajo
una serie de botellines y pinceles. Ninguno de los detenidos imaginaba a qué se
debía tal despliegue. Anselmo y Klaus agarraron a la muchacha, mientras el
hombre con bata blanca mojaba con diferentes sustancias el cuerpo de la mujer.
El contacto con el frío líquido hizo que sus pezones se endurecieran, para
deleite del vienés, que seguía con ojos libidinosos toda la operación. Desde
hacía ya varios meses, todos los detenidos pasaban por el trámite epidérmico,
ya que en una de las redes desmanteladas descubrieron que algunos mensajes
iban escritos con tinta invisible en la piel del portador. Pasados unos minutos,
que sirvieron para que la respiración del asmático se normalizara, la acción de
los reactivos señaló la ausencia de mensaje alguno.
—¿Nos vas a explicar el funcionamiento de los códigos? —insistió Pedro.
Anselmo cogió al portero de la fábrica y lo sentó junto al hombre, en otra
silla.
—Yo sólo me limitaba a recibir los mensajes ya cifrados, y luego los
entregaba en el bar Iberia: desconozco el significado del libro de códigos —
pretextó el asmático.
—Ya, y supongo que por eso la información de la fábrica te la entregaba a ti
directamente, ¿verdad?, pero como tú no sabes nada de nada, por eso tienes el
libro de códigos. ¿Nos tomas por imbéciles? —preguntó Pedro, haciendo un
gesto a Klaus, que sacó de su bolsillo un artilugio casero, pero de letales
consecuencias. Entre dos palos de madera, el austriaco había anudado una
cuerda de piano, que en un rápido movimiento ciñó al cuello del portero de la
fábrica, mientras Anselmo lo sujetaba para evitar movimientos por parte del
hombre. La delgadez del hilo, y la profundidad a la que mordía la carne, hacía
inútil cualquier esfuerzo por intentar deshacerse de ella. El portero se asfixiaba,
la tonalidad azul que contraía su rostro, sus ojos desorbitados y la pérdida del
control de sus esfínteres, así lo señalaban.
—Tú sufres de asma, ya sabes lo que se siente, no debes mirar tan
sorprendido. ¿Nos explicas los códigos, o quieres que también tu hermana sepa
lo que ocurre cuando los bronquios no funcionan? —preguntó Pedro.
Klaus no cedía la presión ni un milímetro, y Anselmo tenía que emplearse a
fondo para que los bruscos movimientos del hombre no les hicieran caer a los
tres. La muchacha estaba aterrorizada, y demostró su miedo orinándose.
Después de unos eternos minutos, el hombre dejó de debatirse: había muerto.
—¡Venga, explícanos ya los códigos! —gritó Pedro, al asmático, que, con
terquedad, insistía en sus falsos argumentos.
—No sé cómo funcionan. Yo sólo soy un... —explicó el hombre, que fue
interrumpido por un puñetazo de Anselmo.

295
Teo García La partida

—Ya has visto que Klaus es un virtuoso del piano, no quieras averiguar su
faceta de jardinero. Hazme caso, es por el bien de los dedos de tu hermana —
amenazó Pedro.
Las palabras del húngaro sirvieron para que el vienés extrajera de un cajón
unas cortantes y curvadas tijeras de podar. El simple hecho de relacionar dedos
con esas tijeras, en sanguinaria asociación, provocó que la mujer quedase
colapsada. Anselmo cogió una de las manos de la muchacha, y la apoyó sobre la
mesa, mientras Klaus colocaba uno de los dedos entre los filos, esperando la
señal.
—Tenemos veintiocho falanges en las manos, ¿te imaginas el tiempo que
nos da algo así? —dijo Pedro.
La inhumana tensión le provocó un nuevo acceso de asma, y el hombre,
entre bocanadas entrecortadas, seguía implorando piedad y compasión, pero
por toda respuesta obtuvo un siniestro crujido de huesos: su hermana había
perdido una parte de su dedo meñique. El alarido que emitió la chica no cabía
humanidad alguna.
—Ya sólo quedan veintisiete —dijo Pedro, en tétrico recordatorio.
—Por favor, no sigan, ella no sabe nada, ya se lo he dicho antes —volvió a
suplicar entre sollozos.
—Ya sé que tu hermana no sabe nada, pero tú sí. Dime todo lo que quiero
saber y acabaremos con esta sesión de manicura. Tú eres el que mandas aquí —
replicó Pedro, haciendo una señal que significó que la mujer perdiera otro de
sus dedos, el cual, cercenado en su totalidad, cayó al suelo con un siniestro
rodar.
El hombre, mirando la ensangrentada mano, decidió acabar con el suplicio,
ya que no podía soportar los aullidos que emitía su hermana.
—Yo sólo sé una parte; no puedo explicarles todo.
—Tú habla: ya decidiré yo si es una parte o lo es todo, pero piensa que por
aquí han pasado más compañeros tuyos, que también han aportado
información; alguno ha llegado hasta el tercer dedo —dijo Pedro.
El hombre explicó el funcionamiento del código, y cómo las transmisiones
de radio, tanto las emitidas como las recibidas, eran cifradas para luego ser
enviadas en Morse, excepto aquellos mensajes que contenían el encabezamiento
TERMIDUS a Ricardo, en cuyo caso era vueltas a codificar mediante unas
plantillas de letras y números. Cuando explicó que era necesaria una segunda
matriz agujereada para poder entender los mensajes, Pedro prestó especial
atención.
—Soy un poco lento a la hora de entender, pero si he comprendido bien, tú
recibes los mensajes y luego los codificas para Ricardo. Una vez que los tienes
pasados a la plantilla, los llevas personalmente al bar Iberia, y allí alguien se lo
hace llegar ¿he acertado? —recapituló Pedro.
—No sé si se los hacen llegar o los recoge él. Te juro que te digo la verdad.
Pedro le miraba, valorando la sinceridad en la explicación.

296
Teo García La partida

—Te creo, pero ahora voy a pedirte un último favor. Deberás escribir el
mensaje que yo te diga, pero no intentes poner una marca de aviso o variar el
tono habitual de comunicación, porque será ella quien pagará las consecuencias
—avisó Pedro, mientras comenzaba a fumar.
El hombre miró otra vez a su hermana, que seguía retorciéndose de dolor
junto a él, y luego asintió con la cabeza.
El húngaro abandonó la escena del interrogatorio con desinterés: ya había
conseguido lo que quería. Ahora debía meditar, y aquel lugar no le parecía el
más conveniente. Se dirigió a la casa de la calle Muntaner; le gustaba más aquel
sitio que su otro despacho, situado en La Pedrera, al que raras veces acudía. En
la pequeña sala de estar se entretuvo ojeando, distraídamente, algunos
periódicos. Estaba satisfecho, la cadena se estaba completando, y todos los
eslabones se mostraban ante sí, permitiéndole una visión del conjunto. Una
duda se le planteaban con machacona insistencia: ¿recogía personalmente los
mensajes Ricardo, o bien lo hacía alguien por él para luego entregárselos? Pedro
notaba la cercanía de la presa, pero no por ello quería cometer algún error. Le
interesaba que el espía fascista siguiera sintiendo el acecho al que estaba
sometido, que incluso víctima de su miedo abandonase la escena, y después,
pasado un tiempo, que volviera algo más confiado pagado de sus propias
posibilidades, pero con recelo. De momento no quería atraparle, era más útil
para sus fines que siguiera con libertad de movimientos. Pedro pensó que desde
su llegada a España había tratado con simples, con personas poco inteligentes
que él consideraba no estaban al nivel de su talento. Sabía que lo más
conveniente para que una mente siga progresando es proporcionarle los
estímulos adecuados, y ese particular juego que se llevaba entre manos, sin
conocimiento de nadie, le obligaba a pensar, razonar y, por encima de todo, a
realizar un continuo esfuerzo de empatía con su adversario. Pedro se dirigió a
su pequeño gabinete de trabajo para buscar entre uno de sus cajones una
carpeta, y rebuscando entre su contenido encontró lo que le interesaba: una
fotografía, algo borrosa, le mostraba la cara de Ricardo. Pedro la estuvo
mirando con penetrante fijación, intentando averiguar qué tipo de persona era
la que tenía ante sí, qué reacciones tendría, y lo que más le interesaba, su
estructura y génesis de razonamiento. Pedro sabía cómo actuaría en una
situación similar, y también intuía que Ricardo no pasaba por alto los detalles,
pero de una forma inteligente y disimulada, era él quien estaba consiguiendo
marcar la pauta del espía. Pedro decidió que en el sobre del próximo viernes
introduciría un mensaje citando a Ricardo en un lugar. Ese mismo día,
vigilarían el buzón y seguirían a la persona que hiciera acto de presencia por
allí. Encargaría la gestión a Klaus y otro agente, y si Ricardo era tan hábil como
Pedro se juzgaba a él mismo, no tendría el menor problema en detectar que le
estaban siguiendo y deshacerse de sus perseguidores. Tras continuar un rato
más ensimismado, Pedro pudo despejar la duda; con certeza sería Ricardo
quien fuera a recoger el mensaje, ya que si él estuviera en esa situación, es lo

297
Teo García La partida

que haría: no fiarse de intermediarios.

Anselmo se dirigía hacia su casa hastiado, una vez más, de la violencia que
invadía su existencia, aunque ello no le causaba prejuicio moral, estaba
convencido de la peligrosidad de los elementos fascistas que detenían. Él sabía
cuál era su bando y por lo que luchaba, pero últimamente tenía esa idea algo
más difusa. Quizás, es que de lo que ya estaba harto era de la guerra y sus
consecuencias: privaciones, muertes, crímenes y sufrimientos, tanto propios
como ajenos, a los que no se vislumbraba un final próximo. Anselmo creía que
los gobernantes estaban sometiendo a la población a una larga y lenta agonía,
ya que la derrota de la República era evidente, y no se esperaban grandes
cambios. Los fascistas ya habían alcanzado el Mediterráneo, y ahora la zona
republicana quedaba dividida en dos sectores. Nunca se lo había planteado,
pero una cierta preocupación por su futuro y el de su familia caló en él. Las
noticias que llegaban, referentes a la represión que ejercían los sublevados sobre
los comisarios políticos, tropas extranjeras y determinados miembros de la
policía, le hicieron vislumbrar un futuro más que incierto. Sabía que algunos
miembros del gobierno habían enviado a sus familiares al extranjero, y
Anselmo consideraba esto una curiosa forma de mostrar solidaridad ante el
resto de la población que se quedaría en España, a merced del ganador. Ese tipo
de noticias eran cada vez más de dominio público, y socavaban la moral de la
gente, así como proporcionaban argumentos a los derrotistas y
quintacolumnistas encargados de expandir rumores. Anselmo decidió no
preocuparse más de lo debido: cuando llegara el momento, ya tomaría una
decisión. Ensimismado en sus pensamientos, llegó a las cercanías de su casa, y
observó que algo había ocurrido por la zona, ya que un elevado número de
ambulancias y bomberos estaban estacionados a una manzana de su hogar.
Relacionó el bombardeo de la mañana con la situación, y tuvo un negro
presentimiento. Anselmo comenzó a correr hacia su vivienda, y al doblar la
esquina, pudo ver como su edificio se mantenía en pie, pero la vivienda
colindante, en cuyos bajos se había instalado un colmado para el reparto de
víveres de racionamiento, había recibido el impacto directo de una bomba.
Entre las montañas de ruinas, algunos hombres se afanaban en retirar
escombros, mientras otros pedían silencio para escuchar algún sonido que les
permitiera detectar a los supervivientes; si es que los había. Anselmo estaba
dudando sobre si subir a su piso o bien acercarse a averiguar, cuando en voz
alta oyó pronunciar su nombre, y al girarse vio como Quique se dirigía hacia él
cubierto de polvo. Lo que antes había sido un presentimiento, se convirtió en
una certeza sólo por la cara desencajada que exhibía su amigo, que sin poder
articular palabra y llorando, sólo era capaz de pronunciar los nombres de la
mujer e hijo de Anselmo.
—¿Qué ha pasado, Quique? Habla, por lo que más quieras —suplicó.

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Teo García La partida

—Juanito y María están ahí debajo —dijo Quique, señalando el montón de


ruinas con una temblorosa mano.
Anselmo no era capaz de asimilar la información que le estaba
proporcionando, y en una triste letanía, repetía una y otra vez el nombre de sus
seres queridos. Quique le abrazó con fuerza desgarradora, mientras le explicaba
lo sucedido.
—Estaban haciendo cola para comprar patatas... hoy habían anunciado el
reparto. Yo pasé un minuto antes y los vi, tu hijo me saludó con la mano... —
dijo Quique, con la voz quebrada por un sollozo.
Anselmo se deshizo del abrazo de su amigo, y se lanzó hacia la montaña de
escombros, donde comenzó a escarbar con furia y pena, insensible al dolor que
le producía arrancarse las uñas intentando horadar las ruinas.
Algunos cadáveres fueron apareciendo, y eran recibidos con llantos y
muestras de dolor por parte de los familiares allí concentrados. A cada cuerpo
que se localizaba, todas las personas querían comprobar si se trataba de un ser
querido o conocido. Anselmo, ajeno a todo lo demás, seguía con su rabioso
escarbar de enajenado, hasta que una voz anunció que se había encontrado el
cuerpo de un niño. Anselmo quería mirar, pero el miedo lo paralizó. Haciendo
un esfuerzo, se giró, y entre su mirada nublada por las lágrimas, pudo ver a su
hijo Juan transportado en brazos de un bombero. Le costó reconocerle, ya que
una espesa capa de polvo y yeso le daban un aspecto de estatua de piedra. El
colgar inerte de su cabeza y la laxitud de sus miembros le hirieron en lo más
hondo y recóndito de su alma; nunca antes, como ahora, le había parecido tan
frágil. Se acercó al bombero para abrazar el cuerpo de su hijo, ya sin vida, y lo
que nunca había hecho con anterioridad, hizo en ese momento: mecer
suavemente el espigado y pequeño cuerpo, mientras lo apretaba contra su
pecho.
Una furiosa rabia, que no sabía contra qué dirigir, se sobreponía a su
tristeza. Se apartó del montón de escombros y se sentó en el suelo a llorar,
manteniendo en sus brazos a Juanito. Quique, también a su lado, miraba
compungido sin saber qué decir, si es que en momentos así, hay algo que se
pueda decir. Al poco rato apareció también el cuerpo de María, y Quique lo
cogió en sus brazos para depositarlo junto a Anselmo; éste, con una de sus
manos, acariciaba con dulzura el rostro de su mujer, mientras seguía llorando
con un sentimiento de desespero, tejido sobre su egoísmo e indiferencia, que
nadie parecía capaz de atajar. Anselmo, entre lágrimas y babas, entendió de una
manera atroz que su pequeño mundo familiar, que había empezado a valorar
más, se había esfumado en un segundo, y lo que era peor, por nada y para
siempre.
Curiosamente, las palabras que pronunció Klaus retumbaron en sus oídos:
«Son gajes de la guerra».

299
Capítulo XXIV

La sensación de sequedad en la boca y una atormentadora sed fue lo que


despertó a Anselmo. La liberadora sensación de haber vivido una terrible
pesadilla se esfumó cuando la visión de su traje negro, a los pies de la cama, le
devolvió a la más cruda realidad. Su mente, obnubilada por el consumo
excesivo de un coñac peleón, recordó en triste sucesión las escenas del entierro
de su mujer e hijo. La dislocación psicológica que sufría sólo le permitía evocar
una mezcolanza de recuerdos lejanos, junto con otros más próximos, que le
sumían en un estado cercano a la desesperación. En la lenta cadencia del
despertar alcohólico, su cerebro regurgitaba una sucesión de imágenes que le
provocaban un sentimiento de soledad, que ceñía su corazón. La memoria de
las palmadas en la espalda, los apretones de manos, los abrazos y las frases de
pésame pronunciadas, casi susurrando, le ayudaban a notarse vacío y ausente
de su propia persona. Anselmo, a pesar de querer incorporarse, sentía como su
cuerpo era incapaz de obedecer a su voluntad. Un tenue rayo de luz penetraba
por las persianas, distorsionando el mobiliario y las paredes. El techo de la
habitación parecía haber sufrido un abombamiento, formando una cúpula, bajo
la que Anselmo sentía sus lacerantes sentimientos. No sabía cuánto tiempo
había permanecido en ese estado, pero por el agarrotamiento de su cuello y
miembros, debió ser un prolongado período. Una pequeña nausea le señaló que
lo más indicado sería levantarse. A tientas, como un ciego en un escenario
desconocido, Anselmo pudo llegar hasta la cocina. Beber un largo trago de agua
y remojar su cabeza bajo el grifo le ayudaron a recuperar algo de su
compostura, pero se sentía como un cadáver andante, sin capacidad de razonar
y sí de moverse. Al volver al salón, vio el lugar donde solía guardar su pistola, y
un siniestro pensamiento pasó por su cabeza. Todo hombre tiene su límite, y en
ese momento, Anselmo intuyó que estaba próximo al suyo. No estaba
preparado para algo semejante, se encontraba perdido como un ternero que
abandona el rebaño, y no sabía qué hacer. El incisivo sonido del timbre de la
puerta acabó por devolverle a su alicaída existencia pero pensó que sería algún
vecino inoportuno y decidió no abrir. Le hubiera gustado ser un caracol y poder
meterse en su concha, pero el timbre seguía sonando, y la insistente visita se
ayudó con un golpear de nudillos en la puerta. Anselmo, ahora, volvió a
Teo García La partida

recordar su pistola, pero esta vez para utilizarla contra la persona que se
permitía profanar su dolor. La rabia volvió a invadirle, y alguien debía ser el
destinatario de su ira. Una voz que pronunciaba su nombre le indicó que era
Quique quien estaba golpeando la entrada. Anselmo dudó sobre si acudir, pero
sabía que ante la incertidumbre por su estado, Quique era capaz de echar la
puerta abajo. Al abrir, se encontró la figura de su amigo, que apesadumbrado
no era capaz de hablar: algo bien raro en él. Quique entró cautelosamente, como
quien es consciente de hacerlo en un santuario sagrado.
—Estaba preocupado por ti —dijo Quique, a modo de excusa.
—Bien, pues ya me has visto. Ahora puedes marcharte.
—No, ahora es cuando no puedo irme.
Anselmo, de forma brusca, se adelantó hacia su amigo y le agarró por las
solapas de la chaqueta con furia contenida. Quique no ofreció resistencia alguna
ante lo que sabía era el desplome final del temple de su amigo, o la posibilidad
de empezar a remontar la situación. La fuerza que seguía ejerciendo Anselmo
sobre él empezó a aflojar lentamente, dando paso a un abrazo que acompañó un
lastimoso llanto sobre su hombro.
—Ves, Anselmo, cómo no me podía ir —dijo Quique, mientras mesaba
cariñosamente el cabello de su amigo.

Pedro estaba contemplando el mensaje que había preparado como cebo


para Ricardo. Tras sostenerlo unos segundos entre sus dedos, lo introdujo en un
sobre. Después, con primor, como si de un beso de despedida entre
enamorados se tratase, pasó su lengua por la banda encolada para cerrarlo.
Ahora tenía que esperar y trazar un plan con las dosis exactas de credibilidad y
coacción; no quería ahuyentar a Ricardo definitivamente. Cuando Pedro
considerase que lo mejor para sus fines, o para su reputación, fuera finalizar con
las actividades del espía, actuaría con la efectividad habitual en él, pero no
podía ignorar que tras las actividades del agente fascista existía una red más
amplia. Pedro necesitaba organizar una jugada que justificase la dedicación que
comportaba su trabajo, y que a la vez, satisficiera su elevado egocentrismo. Si
todo sucedía según sus planes, seguiría contando con la inestimable ayuda de
un fascista para sus propios intereses, y conseguiría la desarticulación de una
trama clandestina. Mientras Pedro seguía concentrado en la elucubración de sus
planes, sonreía imaginando su propia imagen el día que fuera nombrado
director de la NKVD. El húngaro conocía que sus superiores habían depositado
sus máximas expectativas en el trabajo que debía desarrollar en España, y que
seguían con celo e interés los éxitos y logros conseguidos. Para él, este destino
era un escalón más a subir en la ascensión hacia lo más elevado. Abriendo un
cajón de su escritorio, Pedro sacó un paquete de cigarrillos americanos. Antes
de encender un pitillo, lo estuvo olisqueando. De vez en cuando le gustaba
cambiar, y acostumbrado al rudo sabor y olor de las labores rusas, encontró el

301
Teo García La partida

aroma del cigarrillo suave y fino. Pedro estuvo meditando sobre el lugar donde
citar a Ricardo. Él había actuado muchas veces en la clandestinidad, y sabía que
el lugar más apreciado, y que ofrecía más seguridad para una entrevista, era un
sitio público y concurrido. Tenía que ser un lugar transitado, animado, que
ofreciera la posibilidad de convertirse en una ratonera, pero a la vez, dejando
una oportunidad de huida. Pedro conocía las habilidades, varias veces
demostradas, de Ricardo, y en esta nueva ocasión sabía que no le defraudaría.
La habilidad para escabullirse que hasta la fecha había lucido ese indeseable
elemento le hizo barajar varias posibilidades. Mientras Pedro observaba la
ascensión de las volutas de humo, consideró que un encuentro en un vagón de
metro era lo más adecuado, ya que una vez que Ricardo oliera el cebo y entrase
en él, ya no podría bajar, al menos, fácilmente. Un agente controlaría la apertura
de las puertas, y la velocidad del convoy impediría que Ricardo pudiera
descender. Esperanza subiría tres estaciones antes, y luego recorrería los
diferentes vagones para poder señalar a la presa. A Pedro le interesaba tanto
que Esperanza identificara al espía, como que él también reconociera a la chica.
En cada vagón, cuatro agentes se encargarían de actuar y detener a Ricardo, si
ello era posible, aunque no era deseable para Pedro. Nunca le habían interesado
los juegos de azar y las apuestas, pero en este caso jugaría su dinero a favor del
agente enemigo; sabía que era una apuesta sencilla. A Pedro no le gustaba la
sensación de dejar algo al azar, y estuvo repasando una y otra vez los detalles
del plan, y aunque sabía que no hay nada insuperable en la vida, su idea le
pareció lo más cercano a la perfección. Volvió a sonreír imaginando su futuro
ascenso, y las represalias que ejecutaría sobre algunos de sus compañeros. Unos
golpes en la puerta anunciaron la llegada de Klaus, acompañado de José Munt.
Pedro cogió el sobre con el mensaje y se lo entregó, haciéndole una advertencia.
—No nos falles, José, tu hermana te lo agradecerá.

Orlov estaba en su despacho del consulado cuando una llamada por la


línea interna le avisó de que un criptograma con doble cifrado acababa de
llegar. Ese tipo de mensajes sólo podían ser interpretados por él en persona, y
juzgó que no era el momento más adecuado para recibir uno de esas
características. Un poco por pereza, pero más por miedo, pidió que se lo bajasen
a su dependencia. Mientras llegaba el papel, abrió la caja fuerte para coger su
libro de códigos, lanzando una codiciosa mirada a los 90.000 dólares que le
habían enviado. Sabía que la ofensiva que iba a lanzar el ejército republicano,
considerada final, estaba a punto de comenzar. Unas semanas antes, Francia
había cerrado la frontera con España, y la sensación de aislamiento de la
República era cada vez más evidente, y Orlov también la sentía sobre su
persona. Un empleado de la sala de comunicaciones le entregó el mensaje, que
el ruso comenzó a descifrar. Conforme las palabras iban tomando sentido más
inquietud le producían. Cuando acabó de dar significado al último bloque de

302
Teo García La partida

números y letras, el pulso le temblaba. Le ordenaban viajar urgentemente a la


embajada rusa en París, y desde allí, en coche, le trasladarían a Amberes para
mantener una entrevista en un barco. Si hasta ese momento se mostraba
indeciso, la recepción de las nuevas instrucciones le sirvió para acelerar su
decisión. Parecía que Moscú daba por finalizados sus servicios en España, pero
sospechaba que no obtendría la recompensa esperada. Orlov siempre había
pensado que cuando es la propia vida lo que está en juego, es mejor no realizar
apuestas o correr demasiados riesgos, no obstante notaba en su estómago una
angustiosa conmoción que le ayudó a tomar una arriesgada medida: recogería
algún otro documento, y luego prepararía varios pasaportes, con diferentes
identidades, para viajar a cualquier sitio menos a Moscú. Antes de cerrar la caja
fuerte, volvió a mirar los fajos de dólares allí depositados; sería un fugitivo,
pero con dinero, y eso cambiaba mucho las cosas.

Ricardo, esta vez con algo de fastidio, se dirigió a recoger el mensaje que
podría haber en el buzón. Él, trabajando en solitario, percibía la presión, cada
vez mayor, que ejercía el SIM y la policía. En los periódicos aparecían noticias
que hablaban de la desarticulación de más redes, y aunque algo de propaganda
había en ello, Ricardo debía reconocer que sabían hacer su labor, o bien, como le
dijo el general Mola, ése era uno de los peligros del trabajo con aficionados. En
los días anteriores, Ricardo estuvo planificando sus movimientos para cumplir
con el encargo recibido. Seguía pensando que era una tarea difícil, pero algún
progreso había realizado, ya que, a pesar de estar Barcelona llena de carteles
que solicitaban discreción y reserva con las palabras pronunciadas en público,
con prestar atención a las conversaciones que se mantenían en los cafés o bares,
algo había averiguado. Sabía que se estaba preparando una ofensiva, y que más
tropas, del cada vez más reducido frente de batalla, se trasladaban hacia la zona
del Ebro. Para Ricardo no era un mal punto de partida, pero no podía elaborar
un informe basándose sólo en conversaciones de taberna. Lo que sí palpó con
claridad era el anhelo de la gente de que la contienda finalizase, sin importarles
quién fuera el vencedor; se conformaban con que se terminaran los
sufrimientos, privaciones y muertes. Mientras se aproximaba al edificio, sus
vigilantes ojos escrutaban a su alrededor, pero como si de un decorado se
tratase, todo parecía estar en el mismo orden que la última vez; nada
desentonaba. Entró en el portal y abrió el buzón para sacar el sobre, que por su
peso algo contenía. Al salir, encendió un cigarrillo para observar con disimulo y
detenimiento a su alrededor. En la acera de enfrente algo llamó su atención: un
individuo, con aspecto extranjero y corpulento, aguardaba algo, pero sus
esfuerzos por pasar desapercibido rompieron la monotonía ambiental. Durante
un breve segundo sus miradas se cruzaron, y Ricardo apreció la desconfianza
en los ojos del hombre, hecho este que le generó la sospecha de que estaba
siendo vigilado. Ricardo comenzó a caminar calle abajo con parsimonia. Sabía

303
Teo García La partida

que si su idea era acertada el hombre no estaría solo. El peso de su pistola en el


bolsillo le tranquilizó, aunque su respiración se había acelerado. No quería
mirar hacia atrás; le interesaba más que su presunto perseguidor actuara
convencido de que no habían sido detectadas sus intenciones. Ricardo cruzó la
calle y se detuvo frente al escaparate de una tienda de telas. El gigantesco cristal
le sirvió como un espejo retrovisor, en el cual pudo percibir que seguían sus
pasos. Su mente empezó a sopesar las posibilidades que existían para salir
airoso del trance. Pensó en enfrentarse con el individuo, pero sabía que otra
persona estaría cubriendo sus movimientos, y ése debía ser el más listo, ya que
hasta el momento no había detectado su presencia. Al reiniciar la andadura y
mirar hacia el frente, Ricardo descubrió lo que estaba pasando: su otro
perseguidor estaba por delante de él, a varios metros de anticipación; estaba
ahorquillado, y en función de sus movimientos centrarían el fuego, como en un
ejercicio de artillería. En ese lugar no tenía callejones oscuros donde poder
ocultarse, ni estaciones de metro donde despistar a sus perseguidores, pero algo
debía hacer, no podía estar paseando eternamente por las calles. El chirrido de
las ruedas de un tranvía sobre los raíles sirvió como estímulo para que una idea
aflorase a su cabeza. Ricardo sabía que el vehículo había pasado la parada, lo
que indicaba que, por lo menos, hasta tres o cuatro travesías más no se
detendría de nuevo. En un instante, el tranvía se encontraría a su altura, y ése
sería el momento de abordarlo. Sin dudar, como si se tratase de alguien que ha
perdido su medio de transporte, Ricardo comenzó a correr hasta alcanzar el
estribo del vehículo, sin que la escena resultase extraña, ya que otras personas
también hacían lo mismo. Unos soldados, que iban en la parte posterior, le
animaron con diferentes expresiones al observar sus esfuerzos por asirse a la
barandilla, y una vez que logró subirse, uno de ellos le felicitó por su velocidad.
Jadeante y sudoroso, Ricardo miró hacia atrás con la seguridad de que su
perseguidor había quedado demasiado lejos para poder alcanzarle de nuevo,
sin embargo, por el gesto que hizo con los dedos sobre su boca, Ricardo supo
que había silbado para que su compañero, que estaba más adelantado, subiera
también al tranvía. Ricardo, desde el estribo delantero, vio como el hombre
subía sin esfuerzo alguno, pero ello no le preocupó; ahora sí tenía la confianza
de que debería enfrentarse sólo a una persona. Su perseguidor avanzó por el
interior hasta situarse en la zona trasera, donde se apoyó contra la madera que
forraba el interior del vehículo, como forma de poder controlar mejor la
totalidad del tranvía. Al llegar a la parada siguiente, subió un numeroso grupo
de personas, lo que provocó que todos tuvieran que apiñarse un poco. Ricardo,
sin demostrar si iba a descender o a cambiar de posición, se movió hasta
situarse muy cerca de él, pero el hombre no se inmutó, y permaneció con la
misma actitud. El tranvía continuaba con su marcha cuando efectuó un frenazo
más violento de lo habitual, y todo el pasaje se vio sometido a un ligero vaivén.
Ricardo, aprovechando la inercia del movimiento, se acercó más al hombre con
su navaja ya en la mano. En una asesina secuencia de sonidos, un nuevo chirriar

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Teo García La partida

de las ruedas disimuló el ruido del mecanismo al liberar la hoja, y Ricardo, con
una nueva sacudida del vehículo, la hundió hasta la empuñadura en el costado
derecho del hombre, que no pudo articular palabra alguna, mirándole
sorprendido y confuso. Ricardo le agarraba por un hombro, simulando un gesto
amistoso, y emitía sonoras carcajadas, pero cada impulso de la risa de Ricardo
significaba un aumento de la presión sobre el cuchillo en las entrañas del
hombre, que mostrando un extraño rictus, que podía confundirse con una
sonrisa, iba muriendo lentamente. Si alguno de los otros pasajeros hubiera
mirado, pensaría que eran dos amigos compartiendo algún chiste o anécdota
graciosa. Por la fuerza que Ricardo debía hacer para mantenerle en pie,
comprendió que no tardaría mucho en derrumbarse, y mientras continuaba
riendo, miró por encima de su hombro para ver que la próxima parada estaba
cercana. El tacto cálido de la sangre que manaba sobre su mano le resultó
desagradable y pegajoso. El hombre seguía con su mirada estupefacta, pero la
vidriosidad que sus ojos comenzaron a adquirir señalaba que para él la estación
término se estaba aproximando. Al llegar el tranvía a la parada, Ricardo actuó
con rapidez, y extrayendo el cuchillo del costado del hombre, salió por la puerta
posterior, propinando varios empujones a las personas que pugnaban por
entrar. Mientras se alejaba en una alocada carrera del lugar, un chillido agudo
de mujer le señaló que ya habían descubierto al desgraciado muerto en el
tranvía, pero aunque mirasen a su alrededor él ya habría escapado. Conforme la
distancia aumentaba se sintió más tranquilo, y continuó caminando a grandes
zancadas con la mano ensangrentada metida en uno de sus bolsillos para
esconderla. Al llegar a su domicilio, lo primero que hizo fue lavarse las manos
repetidamente, en parte para limpiar la sangre ya seca, y también como intento
de procurarse claridad en su análisis de los hechos sucedidos. Después, más
calmado y recuperado, abrió el sobre en cuyo interior halló la característica hoja
agujereada, que al ser superpuesta sobre la matriz empezó a tomar significado.
No le gustó el resultado: le citaban para el día siguiente en la línea 1 del metro,
con la contraseña habitual, Termidus, y tenía que encontrarse con una persona
que debía transmitirle algo. Nada de ello le agradó: primero por la premura y
luego porque su nuevo contacto conocería su cara, y Ricardo pensó que no era
el mejor momento para romper las rígidas normas establecidas que tan buenos
resultados le habían proporcionado hasta ese momento. El incidente de esa
tarde le inquietaba. Quizá le habían seguido de una forma casual, pero él no
creía en las casualidades de la vida, al menos, de la vida que los humanos
conocemos y que va íntimamente ligada a nuestra condición de seres terrenales.
Se planteó la posibilidad de que algún miembro de otra célula desmantelada
algo supiera, y al confesar hubiera proporcionado información sobre el método
de comunicar. A Ricardo todo se le antojaba rocambolesco, pero lo que para él
había sido una ventaja, trabajar de forma aislada, se había convertido en un
inconveniente, ya que no conocía el funcionamiento de otras tramas de
espionaje, y a pesar de que en algunos momentos sus actividades se

305
Teo García La partida

entremezclaban, ahora no tenía forma de comprobar nada. Para aderezar el


cúmulo de dudas que su desconfianza generaba, su discurrir añadió el
pensamiento de que el mensaje fuera falso y el encuentro una trampa. Al igual
que el jugador de ajedrez intenta adivinar los movimientos del adversario,
Ricardo estuvo analizando toda la información de la que disponía. El código era
correcto, la contraseña la adecuada y el lugar de la entrevista habitual. Sin
embargo, parecía que no habían querido atraparle. Si aquello hubiera sido una
trampa, habrían cerrado el cepo; la ocasión era perfecta. Encendió un cigarrillo
que se fue consumiendo entre sus dedos, mientras valoraba la pertinencia de la
nueva cita. Se planteó que quizás era la manera de proveerle de fondos y
medios para la misión encargada: eso también era lógico, pero la persecución de
la tarde pesaba mucho en su análisis de la situación, y la inquietud anidaba en
su pensamiento. Cada vez estaba menos dispuesto a asumir riesgos, ya que la
guerra se estaba acabando, y él no quería ser uno de esos que mueren por nada,
que se sacrifican conscientes de la inutilidad de sus esfuerzos; pero en el
supuesto de que la entrevista fuera cierta, no acudir significaría que su
controlador en Burgos interpretaría que algo le había sucedido, y,
automáticamente, quedaría excluido de cualquier operación o soporte. En
alguna ocasión, le gustaba regodearse pensando que estaba participando en una
partida, y hasta ahora con buenos resultados. Ningún jugador abandona la
mesa cuando está en racha, y Ricardo decidió que acudiría a la entrevista, sería
la única forma posible de comprobar si estaba en lo cierto, o bien su suerte
había llegado al final.

Cuando Pedro recibió las noticias del resultado de la persecución sobre la


persona que había cogido el mensaje falso, tuvo un acceso de ira. Maldijo la
inoperancia de los agentes encargados, la lentitud de Klaus y la ceguera de los
pasajeros del tranvía que no se percataron de que en sus propias narices estaban
matando a un hombre, pero aquellos que le conocían bien, que eran muy pocos,
hubieran podido observar que algo de fingimiento había en su enfado. Klaus,
fiel cumplidor del compromiso de lealtad con Pedro, nunca hubiera osado
emitir alguna opinión crítica hacia las directrices de su superior. Los dos habían
participado en operaciones similares, y cuando la importancia del tema era
vital, como ahora era el caso, Pedro, personalmente, supervisaba todo el
desarrollo. El austriaco tenía la idea, fijada en su cabeza, de que con Ricardo
siempre se dejaba algún fleco suelto o alguna salida abierta, y aunque él no se
consideraba digno de cuestionarse nada, sí podía permitirse la licencia de
pensar en estas cosas, mientras se rascaba la cabeza. De puertas afuera, parecía
que Pedro había cosechado un nuevo fracaso en el intento de atrapar al
resbaladizo espía fascista, pero el húngaro sabía que no era así. Tenía la certeza
de que el mensaje había sido recibido, y una vez que fuera descifrado, quedaría
a la propia decisión de Ricardo si considerarlo válido y acudir al encuentro, o

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Teo García La partida

bien pensar que todo formaba parte de un ardid tramado para atraparle. Pedro
mantendría el plan previsto, y a pesar de entenderlo sólo él, se estaban
cumpliendo todas sus expectativas; por ese motivo, sus ojos tenían un especial
brillo alegre. Con la agilidad que da la alegría, se levantó de su sillón para
llamar a Klaus. Quería repasar con Esperanza la forma de actuar y comportarse.
Cuando el austriaco llegó, se dirigieron hacia el sótano para buscar a la
muchacha, pero al pasar por delante del despacho de Orlov, un ruido llamó su
atención. Agarrando con su mano el pomo de la puerta, estuvo escuchando
durante unos segundos antes de entrar.
—Quédate aquí y no entres —ordenó Pedro, penetrando en la habitación
sigilosamente, donde se encontró a Orlov, arrodillado delante de la caja fuerte,
y de espaldas a la entrada.
—¿Qué, Alexander, preparando el equipaje? —preguntó Pedro, mirando el
maletín con documentos y fajos de billetes.
La inesperada voz sobresaltó a Orlov, que no se incorporó, limitándose a
dar un giro para ver quien le hablaba, aun cuando no era necesario. Si en ese
momento cualquier visita era inoportuna, la de Pedro le pareció inquietante.
—Estaba haciendo números y guardando documentos —pretexto Orlov,
que tenía entre sus manos un abultado sobre lleno de dinero.
—Pues no sé el porqué, pero no es ésa mi impresión, camarada —dijo
Pedro.
Orlov se sentía ridículo hablando en cuclillas, pero no sabía cómo
reaccionar.
—Ya sabes que no tengo que darte explicaciones sobre mis actividades —
contestó el ruso, levantándose y cogiendo el maletín que estaba depositado en
el suelo.
—Cierto, el problema es que yo sí tengo que hacerlo, pero no sobre mis
movimientos, sino sobre los tuyos, y según cómo lo haga, en Moscú
interpretarán las cosas de una forma u otra. Ya les conoces: son tan susceptibles
y desconfiados... —dijo Pedro, en una sutil amenaza.
—Supongo que eso hiciste con Ovseienko ¿verdad?, y por eso ahora no
sabemos dónde se encuentra.
—Debería responder afirmativamente a tu pregunta, pero también debo
añadir que yo sí sé dónde se encuentra, pero no creo que te gustase oírlo —
explicó el húngaro, sin dejar de mirar a los ojos de Orlov, que, distraídamente,
metió el sobre en el maletín, aprovechando para asir una pistola Macarov que
había en su interior.
—Yo no haría tonterías, Alexander. Ya sabes que voy desarmado, y aunque
saques el arma, que con toda seguridad tienes en el maletín, no podrás salirte
con la tuya. Klaus está en la puerta, y ya sabes cómo actúan los perros
adiestrados cuando intuyen que su amo se encuentra en peligro: muerden, y lo
hacen con mucha furia; te lo aseguro.
—¿Por qué nos has denunciado? Pensaba que confiaban en nosotros —dijo

307
Teo García La partida

Orlov.
—Alexander, ya deberías saber como piensan nuestros jefes; les gusta dar
confianza, pero piensan que controlar es mejor; por otro lado, yo no he
denunciado a nadie, sólo pedían mi opinión y yo la daba, es mi obligación. No
pienses que es nada personal. Nosotros siempre hemos mantenido una buena
relación. ¿Cómo iba a hacerte yo algo así? Pero ahora lo imprescindible es un
cambio de actores. Personas como Ovseienko o como tú ya no sois tan
necesarios. Nuestros asuntos en España están a punto de finalizar, y en los
próximos meses el mundo sufrirá una transformación radical como hasta la
fecha no se ha producido. ¿Dónde encajáis en todo esto vosotros? Creo que ha
llegado el momento de jubilarse —explicó Pedro.
Orlov se mostraba nervioso; sabía que se encontraba en un punto del que
no había vuelta atrás.
—A lo mejor es que no me parecen atractivas las condiciones de mi retiro,
camarada. Me sorprende que tú si te consideres necesario —replicó el ruso.
—Las personas como yo siempre somos, y seremos necesarios. Toda la vida
ha sido igual, Alexander.
—En eso tienes razón, delatores y chivatos siempre son muy útiles —dijo
Orlov, con desprecio, mostrando la pistola.
El gesto no impresionó a Pedro, que se limitó a sacar uno de sus cigarrillos
para encenderlo, pero la sonrisa burlona que exhibía en su cara, al expeler
humo, le resultó más intranquilizadora a Orlov.
—No te preocupes, camarada, creo que podemos arreglar esto de otra
forma más civilizada —indicó Pedro.
—Ya me conozco tus embustes y manipulaciones —replicó Orlov, que de
reojo vigilaba la puerta por si entraba Klaus.
—Mira, Alexander, en la vida de todo hombre siempre hay un instante en
el cual se debe escoger. Para ti, ese momento ha llegado aquí y ahora. Yo te
quiero proponer un trato, pero si no atiendes a razones deberás hablar con
Klaus, aunque ya conoces que no es la diplomacia en persona.
—Te escucho —respondió Orlov, sin dejar de apuntarle con el arma.
—Sé que ahí tienes 90.000 dólares: un buen principio para una nueva vida
en algún lugar recóndito, pero ya sabes que si queremos siempre te
encontraremos. No nos gusta que nuestros antiguos camaradas nos dejen de esa
forma tan grosera. Me entregas 30.000 dólares y ponemos fin a esta pequeña
discrepancia. Tú te largas en paz, y yo no te echaré de menos hasta dentro de
dos días; tendrás tiempo más que suficiente para esfumarte. Tú decides.
—¿Y cómo puedo fiarme de que lo harás así?
—Creo que no tienes muchas más opciones. Si estoy equivocado y
consideras que existen otras alternativas, me las puedes explicar para
estudiarlas juntos.
Orlov no quería que Pedro notase el temblor que tenía en la mano que
sujetaba la pistola, y la agarró con más fuerza, notando cómo el sudor mojaba

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Teo García La partida

las cachas nacaradas.


—Muy bien, aquí tienes tu parte —dijo el ruso, dejando un montón de
billetes sobre la mesa.
—Voy a cogerlos. Si no te importa baja el arma, ya sabes que son peligrosas
—dijo Pedro, despreocupadamente, pero sin perder de vista el cañón de la
pistola.
Mientras Orlov miraba como Pedro contaba el dinero, y luego lo introducía
en los bolsillos de su americana, le asaltó una duda sobre su compañero.
—La verdad es que me has sorprendido con tu actitud —dijo Orlov.
—Suele pasar, pero... ¿qué sería la vida sin sorpresas?
—Un perfecto régimen comunista, camarada —respondió Orlov.
—Tienes razón, pero no creas que los del otro lado son mejores, Alexander.
Somos como una moneda, con cara y cruz, pero la misma moneda al fin y al
cabo.
—¿Cumplirás con tu parte del trato, no? —quiso asegurarse Orlov.
—Por supuesto, para mí es un negocio redondo. Al desaparecer tú, todos te
culparán del robo de los dólares y de los documentos, pero yo quedaré libre, y
con mis bolsillos algo más llenos. Que tengas suerte, Alexander, ha sido un
auténtico placer trabajar contigo tan estrechamente —dijo Pedro, en una irónica
despedida.
—Eres un bastardo, Erno Gerö, o como cojones te quieras llamar —le espetó
Orlov—. Intuyo alguno de los sucios asuntos que llevas entre manos con toda
esa historia del espía fascista. Me parece muy sospechoso que aún no hayas
logrado atraparle ¿A que es porque todavía no te interesa hacerlo? No me
subestimes, camarada, si quisiera también podría perjudicarte.
Pedro hizo un gesto burlón, simulando miedo, mientras volvía a sonreír de
una manera cínica, pero encantadora.
—Alexander, cuando alguien actúa como lo hago yo, significa que está
convenientemente respaldado. Tú nunca podrás perjudicarme, en cambio yo
podría matarte aquí mismo y luego simular un suicidio, o bien pensado, creo
que me podría ahorrar toda la escenificación y matarte para luego hacerte
desaparecer: ya sabes que es mi especialidad, nadie pediría explicaciones. No
sigas por ese camino porque lo único que consigues es que me entren ganas de
hacerlo, y además, conseguiría los noventa mil dólares para mí solo. Me duele
que no valores mi generosidad.
—Sigo pensando que eres un auténtico puerco —replicó Orlov.
—Me sorprende tu nivel de imaginación a la hora de pretender ofenderme.
Sé cuidadoso, camarada, gente como yo hay en todos los lugares. Seguro que
un día u otro nos volveremos a encontrar —dijo Pedro, abriendo la puerta del
despacho para salir.

La entrada de Quique y Anselmo en el bar Jaime hizo que todos los

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Teo García La partida

presentes callaran de forma súbita y artificial. Con antelación ya se había


pasado la instrucción de que nadie mencionase a Anselmo nada de lo sucedido,
pero siempre existía el riesgo de la aparición de algún despistado, que sin tener
casi vínculo alguno con Anselmo, insistiera en dar su pésame.
Perico también hizo acto de presencia en el bar, y se sentó en la mesa con
sus dos amigos.
—No te voy a preguntar cómo estás, porque me lo puedo imaginar —dijo
Perico.
—No, no te lo puedes ni imaginar —contestó Anselmo, enfadado.
—Venga, muchachos, tomemos algo y estemos juntos —propuso Quique.
—Anselmo, procura animarte un poco. ¿Necesitas algo? —preguntó Perico.
—Lo que yo necesito, tú no me lo puedes dar.
—Eso es cierto, Anselmo, pero debes sobreponerte. Ellos no volverán: debes
vivir tus recuerdos de forma agradable y sin mortificarte.
—¿Mis recuerdos? Si te los explicase, te horrorizarían, es mejor no tener
nada que recordar —contestó Anselmo, lleno de amargura.
Jaime se acercó para dejar sobre la mesa tres copas de un coñac que solía
ocultar para momentos especiales. Anselmo, tal como era de esperar, se bebió la
suya de un trago. Quique quiso decir algo, pero un gesto de Perico le hizo
desistir.
—¿Os vais a beber las vuestras? —preguntó Anselmo.
—Claro que sí, pero no de esa manera. No te reportará nada bueno seguir
actuando así. Si quieres emborracharte otra vez hazlo, pero si lo que quieres es
morirte tienes medios más fáciles para hacerlo, no hace falta que vayas dando el
espectáculo de hombre roto por el dolor que se alivia con el alcohol. No va con
tu forma de ser —dijo Perico.
—¿Y qué quieres que haga? Dímelo, sabelotodo. Qué sabrás tú, que te estás
pasando la guerra en una farmacia despachando azúcar y potingues. Eres un
pintamonas —dijo Anselmo, escupiendo las palabras.
—Bien, como tú quieras, nos emborrachamos los tres y así estaremos todos
al mismo nivel —contestó Perico, que bajó su mirada para que Anselmo no
notara la pena que reflejaban sus ojos.
Quique, con un chasquido de dedos, llamó a Jaime para que sirviera una
nueva ronda de bebidas.
—Sólo queda coñac para una copa más. Hasta final de mes no volveré a
Vilafranca a por más vino y licores. Lo siento —avisó el propietario del bar, que
se alejó de la mesa incómodo por la situación.
—¡Vaya mierda! Todo está contra mí —exclamó Anselmo.
—No te compadezcas de ti mismo. Te guste o no debes pasar por este mal
trago, y debes hacerlo solo, porque ninguno de nosotros podemos aliviarte lo
suficiente; pero piensa que por negro que lo veas todo ahora, más tarde o más
temprano, eso dependerá de ti, notarás una luz que te indicará el final del túnel.
Haz un esfuerzo y reacciona —dijo Perico, siendo consciente de la dificultad de

310
Teo García La partida

transmitir sus ideas por el obstinado carácter de su amigo.


—¿Eso pone la Biblia, meapilas?
—La Biblia no dice nada de esto: son tus amigos los que te lo dicen. Debes
echarle un par de huevos, afrontarlo y ser fuerte, Anselmo, no te queda otra
opción. La vida nos pone en estas situaciones para las que muchas veces no
estamos preparados, ni nadie nos ha educado, pero no podemos escoger. Tú lo
único que puedes elegir es si te quedas hundido para siempre o si intentas
remontar la situación. Con nosotros ya sabes que puedes contar para lo que
necesites, pero muchas cosas deberás digerirlas solo. No voy a engañarte con las
frases que todo el mundo te habrá dicho, ni voy a explicarte aquello de que el
paso del tiempo es la solución, porque no es así. Acostúmbrate, deberás
convivir con ello el resto de tu vida. Todo depende de ti, y ahora, si quieres, nos
vamos y te dejamos aquí —dijo Perico, levantándose con Quique para marchar.
Anselmo hundió su cara entre sus manos para evitar tener que mirar a sus
amigos. Su pudor le impedía mostrar su dolor y desesperación por la
desaparición de su familia, pero las palabras de Perico habían calado en su ser.
Con la cabeza inclinada ante la mesa del bar, Anselmo les cogió por las manos y
les pidió que se quedasen.
—No os vayáis, por favor. Noto que me falta el aire y me agobia tener gente
alrededor. Podríamos dar un paseo —propuso Anselmo, cogiéndoles por las
manos, y con la cabeza inclinada ante la mesa del bar.
Los tres salieron a la calle y caminaron en silencio. Quique estaba algo
inquieto: las palabras de Perico le habían parecido algo duras, pero habían
causado efecto.
—Anselmo, me gustaría decir algo, pero es que no encuentro las palabras
—dijo Quique, que al final se decidió a hablar.
—No te preocupes, aunque las busques no las encontrarás. Sigamos
caminando —dijo Anselmo, comenzando a llorar.

311
Capítulo XXV

Ricardo estaba presto para acudir a la entrevista en el metro. Conforme se


acercaba el momento sus suspicacias aumentaban, pero no era un hombre que
cambiara de parecer tras tomar una decisión. Como último preparativo, estuvo
rellenando de balas el cargador de su pistola, haciéndolo de una manera
pausada, concienzuda, contemplando su imagen reflejada en el latón dorado de
cada proyectil. Una vez terminada la tarea, montó el arma y la guardó en su
bolsillo. Al pasar ante el espejo del recibidor de su casa, se detuvo a contemplar
su propia imagen. No sentía miedo ni temor, pero notaba una molesta
percepción al ser consciente de que no controlaba todos los acontecimientos, y
esto no le satisfacía en absoluto. Por otro lado, conocía que en un trabajo como
el suyo siempre existe una parte que queda en manos de los demás o del azar, y
esta vertiente era la que le resultaba más enojosa, ya que a pesar de no costarle
aceptar jerarquías, el trabajo en equipo no era de su agrado, y ello se debía a
que su obsesiva meticulosidad y crítica hacia él, también la revertía en los
demás en forma de máxima exigencia en los métodos y resultados. Años atrás,
Ricardo había sido un gran aficionado al mundo de los toros, y siempre tenía la
misma idea en la cabeza antes del comienzo de la corrida: saber qué sentirían
los diestros antes de enfrentarse a un destino más que incierto. En ese
momento, él tenía una sensación parecida: su instinto le indicaba que hoy había
algo diferente, no podía ser más concreto en sus pensamientos, pero lo olía.
Desde que era un niño, su padre siempre le había dicho que no era inteligente,
pero sí muy listo, y con el paso de los años pudo comprobar que dicha
afirmación era bien cierta. Por eso confiaba tanto en sus intuiciones y
percepciones, muchas de las cuales escapaban a la razón más absoluta. Cuando
los acontecimientos y resultados conseguidos le daban la certeza de que su
forma de actuar y pensar era la más conveniente, aunque no la más correcta, su
instinto le señalaba que era la mejor manera para seguir vivo y desempeñando
su labor.
De camino a la estación de metro más próxima, compró un periódico, como
era habitual, que le serviría de herramienta para disimular. Su paseo por ese
microcosmos que es cualquier línea de metro le ayudó a distraerse durante un
momento de sus temores. La luz, los olores y los sonidos que podía percibir en
Teo García La partida

la estación, provocaban que las mismas personas que antes estaban en la


superficie tuvieran un aspecto diferente. Sus caras parecían macilentas y
envejecidas, con unos tonos azulados que remarcaban más las penurias que
soportaban desde hacía meses. Las conversaciones a media voz demostraban la
desconfianza que reinaba entre la población. Muchas de las posturas que
adoptaban los viajeros eran fiel reflejo del estado de cansancio y abatimiento
que padecían. Nadie se atrevía a decirlo en voz alta, pero todos querían que
acabase la guerra. El resultado sólo importaba a los políticos y dirigentes, pero
la población llana, y tan sufrida, deseaba el fin de la contienda, el reencuentro
con los familiares y amigos, retomar los placeres más sencillos de la vida
cotidiana y, sobretodo, no sentir esa angustiosa apreciación de tener una vida
prestada que en cualquier momento podía ser eliminada. Ricardo estaba
absorto en estos pensamientos cuando percibió que a él también le estaba
pasando lo mismo. Seguía creyendo en sus ideales, pero estaba cansado, harto
de toda esta tensión, que demostraba con una postura en la que contraía sus
hombros de forma involuntaria. Una vez más, ahogó sus pensamientos con la
racionalidad que le caracterizaba. A pesar de que una parte de él se había
embrutecido, conservaba un atisbo de humanidad que utilizaba como válvula
de escape a sus dicotomías morales, que cada vez eran más escasas.
Al llegar a la estación determinada, se sentó en uno de los bancos a esperar
el convoy correspondiente. Ahora debía hacer tiempo hasta que pasasen dos
trenes y, luego, subirse en el tercero, donde aguardaría hasta que estableciesen
contacto con él. Con sus sentidos en máxima alerta, estuvo ojeando el diario;
pero no por estar centrado en la lectura dejaba de vigilar cualquier movimiento
que le pudiera resultar sospechoso. Los artículos que contenía el periódico no
ayudaban a distraerle de su entorno; eran pesados, repetitivos, llenos de tópicos
y frases hechas, que también demostraban lo alejados que estaban de la
realidad. Lo que más interés le despertó eran los anuncios por palabras; en ellos
sí se podía percibir la auténtica marcha de la guerra y la forma en que ésta
afectaba a la población. Se entretuvo en leer la gran cantidad de anuncios en los
que las familias separadas por los avatares de la contienda intentaban contactar
de nuevo con sus allegados, y a Ricardo le pareció muy triste confiar la
posibilidad de encontrar a un padre, hijo o marido, a un anuncio de prensa;
posiblemente no existía otra opción, pero pensar en ello le produjo un cierto
abatimiento, y deseó que la guerra acabase cuanto antes, aunque a él sí le
importara quién la ganaría.

Todo el dispositivo montado para la caza del hombre estaba listo. Pedro
decidió aguardar en la mansión de la calle Muntaner, aunque el resultado que
él esperaba distaba mucho del interés que habían mostrado sus hombres
durante la preparación de la trampa. Había puesto a Klaus al mando de toda la
operación, con la instrucción de controlar en todo momento a Esperanza. Ese

313
Teo García La partida

gesto sorprendió al vienés, no sólo por la confianza, sino por lo novedoso.


Pedro, por su parte, se sentó a leer otro libro de medicina mientras fumaba y
esperaba acontecimientos. Sabía que esta vez se lo había puesto más difícil a
Ricardo, pero confiaba en las capacidades de su adversario. Aun estando en
bandos contrarios, Pedro no dejaba de valorar el talento ajeno. Alargó su mano
para coger un cigarrillo, y el reflejo de la esfera de oro de su reloj Eberhard,
atrapó su mirada.

Klaus, como si de un gesto reflejo se tratase, también estaba pendiente de la


hora. En el próximo tren subirían todos los miembros del equipo, que se
repartirían por los diferentes vagones acorde a las instrucciones recibidas.
Esperanza se mostraba intranquila, sabía que iba a actuar de delatora, pero
recordaba a Ricardo y el desprecio que manifestó hacia ella, y ello le ayudó a
acallar su conciencia. La entrada del tren en la estación hizo que todos se
acercasen al borde del andén sin dificultades. Cuando Pedro planificó la
operación, escogió esa hora porque habría la suficiente gente para pasar
desapercibidos, pero no la masificación de una hora punta, que hubiera
dificultado el control de las personas. Al detener el tren su marcha, las puertas
se abrieron con su cansino bufido, y Klaus cogió disimuladamente a la
muchacha por su brazo para entrar en el último vagón. Ahora deberían esperar
hasta la siguiente parada, y si Ricardo seguía las instrucciones recibidas, subiría
en ese momento. Esperanza hizo ademán de ocupar un asiento vacío, pero el
austriaco, con un ligero tirón de su mano, la hizo desistir. El trayecto hasta la
siguiente estación fue muy corto, y después de producirse el trasiego habitual
de subidas y bajadas, Klaus notó que la trampa se había cerrado. A lo largo del
tren debía estar el asesino fascista que querían capturar, y esa sensación de
proximidad a la presa hizo que Klaus se pusiera en tensión; parecía un
depredador nato a la espera de detectar entre el rebaño la pieza más débil o
despistada. Haciendo un gesto con su cabeza, indicó a Esperanza que
comenzase a recorrer los diferentes vagones. Él se mantendría unos pasos por
detrás, pero no por ello dejaría de tener a la chica a su alcance en todo
momento. Siguiendo una sugerencia de Pedro, la muchacha lucía un pañuelo en
la cabeza para intentar retrasar su identificación en el caso de que fuera Ricardo
quien les viera primero. Comenzaron a pasar de un vagón a otro,
distraídamente, como quien busca un mejor acomodo, pero Esperanza lanzaba
miradas escrutadoras a las personas allí concentradas. Klaus no miraba a los
viajeros, sino que tenía la vista fija en la chica. Conocedor como era del carácter
y reacciones de las personas, sabía que cuando Esperanza reconociera a Ricardo
algún gesto la delataría, y que él se percataría adelantadamente. La particular
procesión siguió su trayecto sin novedad. Sólo quedaban dos vagones, y Klaus
se impacientaba. Si de él dependiese, haría parar el tren y cerraría todas las
salidas: si Ricardo estaba en su interior, cosa que Klaus ya dudaba, no tendría

314
Teo García La partida

escapatoria. Por un momento Klaus se sobresaltó, algo le debió parecer familiar


a la muchacha, ya que se detuvo mirando a un hombre. Klaus ya empuñaba su
pistola en el bolsillo, presto a apartar de un manotazo a Esperanza, cuando ésta
siguió caminando. Llegaron a la puerta que daba acceso al vagón de cabeza, y
se dispusieron a entrar.

Ricardo se estaba entreteniendo dejando vagar sus ojos por los anuncios
que adornaban el interior del vagón. El traqueteo del tren siempre le había
producido un efecto sedante en sus ideas, y la oscuridad que se veía por las
ventanillas también le ayudaba a no tener que fijar su atención en ningún
estímulo exterior. En el asiento frente al suyo, una madre acompañada por su
hijo mantenía una conversación llena de los tópicos y curiosidades que los niños
manifiestan cuando viajan. La visión del crío, cogido de la mano de la mujer, le
hizo sonreír levemente. Recordó, cuando siendo él un niño, el contacto con la
mano de su madre le transmitía tranquilidad y seguridad, pero como otras
muchas cosas en la vida, al crecer lo había perdido. Nunca se había planteado la
posibilidad de tener hijos, pero algún día debería hacerlo. Al imaginarse la
posibilidad de ser él quien en un futuro fuera padre, se sintió incómodo y
avergonzado, ya que después de todo lo que había hecho, no podía
considerarse digno de educar a nadie.
Al abrirse, el sonido de la puerta que comunicaba los diferentes vagones le
hizo volver a la realidad más cercana. En un gesto automático, miró para ver
quién entraba; era una mujer con un pañuelo en la cabeza, con un aspecto algo
demacrado, nada llamativo en esos días, pero que le pareció atractiva, y al
fijarse mejor, comprobó que su cara le resultaba familiar. La muchacha
caminaba mirando a las personas que estaban a su alrededor, con disimulo,
pero algo buscaba, y detrás de ella, a pocos pasos, un tipo con apariencia de
matón, y con un físico vagamente conocido, se mantenía expectante. Ricardo
volvió a mirar al niño con su madre cuando su cerebro le envió una imagen
escondida en lo más recóndito de su mente: reconoció a Esperanza y al
individuo que le había seguido el día anterior. El corazón de Ricardo comenzó a
palpitar desbocado; ahora sus ideas no eran tan fluidas y claras. El hombre que
seguía a Esperanza también buscaba algo, sus ademanes y actitud así lo
manifestaban. Durante una décima de segundo, el alto y brusco acompañante
fijó sus ojos en él, pero luego siguió barriendo con la mirada el interior del
vagón, y Ricardo comprendió que le estaban buscando a él. Esperanza podría
identificarle, y después de cómo se comportó con ella, estaba claro que no
tendría ningún escrúpulo a la hora de hacerlo. Sabía que estaba metido en una
trampa, y debía pensar algo rápidamente si no quería acabar sus correrías de la
peor manera. Al fijarse con más atención en el resto de los ocupantes del tren, se
dio cuenta que había otro detalle que le pasó por alto: sentados en extremos
opuestos, también viajaban dos hombres que no se habían molestado ni en

315
Teo García La partida

mirar las paradas que iban transcurriendo; tenían muy claro su destino, o bien
no existía una finalidad para su viaje. Esperanza seguía acercándose y, en el
próximo vistazo, le descubriría. Aún faltaba algo de tiempo para la próxima
parada, pero no el suficiente para intentar salir en estampida: estaba acorralado
y desechó cualquier forma de intentar disimular; era imposible pasar
desapercibido. Ricardo introdujo su mano en el bolsillo para sacar la pistola,
que pudo ocultar bajo el periódico. Esperanza le miró y se detuvo a unos
metros de él. La cara de la chica, lívida y con gesto de enfado, tuvo el mismo
efecto que un perro cazador marcando la presa. El gigante rapado, que se había
mantenido detrás de ella, sacó una pistola con su mano derecha, mientras con el
brazo izquierdo la apartaba del campo de tiro. A pesar de la rapidez con la que
se estaban sucediendo los hechos, a Ricardo le pareció que el tiempo había
cobrado un pulso más lento. Uno de los hombres, que le había resultado
sospechoso, también se puso en pie.
—Es él, él es Ricardo —dijo Esperanza, mientras le señalaba con un gesto
inútil, ya que aunque no hubiera pronunciado palabra alguna, Klaus se había
percatado de ese detalle.
Ricardo, con la pistola oculta, efectuó varios disparos desde su asiento.
Klaus replicó, pero no logró hacer blanco, ya que Ricardo se había levantado
para cambiar de posición, y aprovechando un balanceo del tren en una curva,
volvió a disparar matando a uno de los policías que iban en el vagón. Klaus se
había agazapado y contestaba también con más disparos. Los gritos de la gente,
y su afán por protegerse, hacían que Ricardo no mostrara un blanco claro, pero
en un gesto instintivo y repentino, cogió al niño que ahora tenía a su lado, y lo
puso ante sí como si de un escudo se tratara. La criatura lloraba asustada, y la
madre intentó arrebatárselo de los brazos, siendo despedida con un golpe de
pistola en la cara. Klaus, aprovechando ese momento, intentó acercarse, pero
fue repelido por tres certeros disparos, y el vienés, en su réplica, hirió a otros
pasajeros; estaba claro que ninguno de los adversarios repararía en daños
ajenos con tal de conseguir sus objetivos. Ricardo, en su complicada situación,
intentaba pensar algo. Dudaba si en la siguiente estación subirían al tren más
policías, pero si ello ocurría lo mejor era saber renunciar y no dejarse atrapar
vivo: sabía lo que le esperaba si caía en manos de sus enemigos con vida, y no
estaba dispuesto a ello. La gente seguía gritando, y alguno de los pasajeros
debió accionar el freno de emergencia, ya que todo el tren se vio sometido a una
deceleración brusca. Klaus se había parapetado detrás de Esperanza, pero el
frenazo, imprevisto y violento, hizo que ambos perdieran el equilibrio
rondando por el suelo. En su caída, el austriaco perdió su pistola, y Ricardo
comprendió que era la única oportunidad que tendría para escapar.
Levantándose, con el niño en sus brazos, apuntó a la ventanilla a la que disparó
varias veces hasta que el vidrio, hecho añicos, desapareció. Klaus, braceando en
el suelo, pugnaba por recoger su pistola. Ricardo le propinó una patada en la
cabeza, y cuando iba a dispararle, notó que había agotado su munición. En un

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Teo García La partida

rápido movimiento, sacó su navaja lanzando una certera puñalada al cuello del
vienés, que éste pudo esquivar, demostrando su familiaridad con ese tipo de
reyerta callejera. El otro policía, un hombre con más escrúpulos que ellos dos,
intentaba disparar, pero la presencia del niño se lo impedía, y Ricardo, al intuir
sus intenciones, lanzó al crío contra él, para después saltar al exterior
aprovechando la poca velocidad que llevaba el tren. La caída fue algo brusca,
pero no se lo pensó dos veces, y comenzó a correr por las vías, como si de un
ascenso por una escalera con peldaños muy bajos se tratase. Mientras pasaba
junto al convoy, ahora detenido, desde algunas de las ventanas abrieron fuego
contra él, y supuso que debía haber más policías en los otros vagones, pero
siguió con su alocada carrera dejando atrás gritos de pánico y otros que daban
órdenes. Ahora Ricardo estaba en un medio que le resultaba desconocido, no
sabía si existían salidas intermedias antes de llegar a la estación anterior, y
mientras sus piernas le alejaban de la trampa que le habían tendido, estuvo
sopesando la posibilidad de que ya le estuvieran esperando. Conforme sus ojos
se fueron acostumbrando a la oscuridad que reinaba dentro del túnel, no pudo
percibir ninguna salida ni escapatoria posible. Por la forma de los raíles,
interpretó que estaba en medio de una ligera curva. Se detuvo un instante para
cargar de nuevo su pistola, y luego siguió corriendo con mayor velocidad. Tenía
que llegar a la estación antes de que pudieran avisar. Trastabillando en los
raíles, pudo oír pasos apresurados que seguían su misma dirección, y en las
paredes del túnel veía los resplandores de las linternas. Con el fin de que sus
perseguidores no actuasen con demasiada confianza, disparó varias veces sin
apuntar. Las detonaciones, distorsionadas por el lugar y la distancia,
impidieron a los policías situarle correctamente. Se agazapó y estuvo
escuchando unos breves instantes. Los pasos habían cesado, y ahora percibía
pisadas cautelosas y murmullos. Al reemprender su carrera, con el sonido de
los guijarros al ser pisados, reparó en una luminosidad que le señalaba la
ubicación de la estación de metro. Antes de llegar, repitió la maniobra de
disparar para confundir a sus perseguidores, y después corrió con todas sus
fuerzas para llegar a su destino. Cuando apareció por la boca del túnel en la
estación de metro, un numeroso grupo de personas estaban agolpadas con gran
inquietud y curiosidad por los disparos que habían escuchado. A simple vista,
parecía que no había más policías esperándole, y un empleado del ferrocarril se
acercó solícito para ayudarle a subir al andén.
—¿Qué está ocurriendo? —preguntó el hombre, con cara alarmada.
—Unos fascistas han querido colocar una bomba en el tren, pero lo hemos
podido impedir —contestó Ricardo, jadeando por el esfuerzo realizado y
guardando su pistola.
—¿Hay heridos? —se interesó el empleado.
—Heridos y muertos. Necesito un teléfono con urgencia —pidió Ricardo.
El hombre le indicó que le siguiera, y mientras comenzaban a salir del
andén, por la otra entrada hicieron su aparición, en tropel, un grupo de policías

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Teo García La partida

que bajaron a las vías para, iluminados con linternas, introducirse en el túnel.
Cuando el empleado llegó a una pequeña puerta que daba acceso a un
despacho, algo le hizo caer en la cuenta de que se había precipitado al
presuponer que el hombre que le seguía era policía.
—¿Usted es policía, verdad? —preguntó con desconfianza.
—Por supuesto, aquí tiene mis credenciales.
Mientras acababa la frase, Ricardo simuló que buscaba en su bolsillo
posterior, pero lo único que mostró fue una pistola que acabó mediante un
golpe contundente con las suspicacias y conciencia del empleado. Introdujo el
cuerpo del hombre en la habitación, y después cerró la puerta con las llaves que
colgaban de la cerradura. Era cuestión de minutos que averiguasen que ya no se
encontraba en el túnel, y procedieran al cierre de todas las salidas y entradas de
la estación, por lo que salió sin perder más tiempo. Ya en el exterior, vio como
otro grupo de policías se dirigían hacia ese acceso. Con calma, pero con una
medida rapidez, Ricardo abandonó el lugar. En cuanto consideró que ya había
de por medio una distancia segura, se detuvo para tomar aire; ahora podía
considerarse a salvo, pero esta vez había estado muy cerca de ser atrapado, y
había obtenido la constatación de que su red estaba infiltrada. A partir de ese
momento ya no tenía forma alguna de establecer contacto con nadie ni de
enviar mensajes; poco más podía hacer, aunque lo cierto era que no quería
hacer nada más. Cualquier movimiento que intentase en el futuro sería muy
arriesgado, y no quería acabar sus días como algunas de sus víctimas. Siguió
respirando profundamente mientras observaba a su alrededor.
—¡Hasta aquí hemos llegado! —dijo Ricardo, para sí mismo, mientras
elevaba su vista al cielo y encendía un cigarrillo.

Anselmo supo que algo pasaba, cuando al entrar en el caserón de la calle


Muntaner pudo oír unos gritos desaforados que provenían del pequeño estudio
de la planta baja. La voz era la de Pedro, que hablaba en alemán, y hasta ese
momento nunca le había visto en un estado tan colérico. Con buen criterio,
Anselmo decidió quedarse en uno de los despachos hasta encontrar un
momento más oportuno para hacer su presentación.
No tenía ninguna gana de volver al trabajo, pero la ociosidad y el dolor por
su pérdida no eran una buena combinación en alguien como él. Los días habían
cobrado una nueva dimensión, el tiempo transcurría más lentamente, con una
monotonía dura y cruel, que le resultaba un triste recordatorio de sus carencias
como marido y padre. En sus momentos de soledad no podía escabullirse de
ninguno de sus pensamientos, y encadenaba un reproche con otro,
consiguiendo hundirse cada vez más en el lodazal de su sufrimiento. Su piso,
que siempre había querido cambiar por uno más amplio, le resultaba ahora
demasiado grande y vacío; pero por otro lado estaba lleno de recuerdos,
muchos de los cuales había vivido de manera superficial, y este sentimiento le

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Teo García La partida

provocaba una gran frustración. Lo que antes había sido su hogar, o al menos
su vivienda, ahora le resultaba una dura prisión de la que dudaba si podría salir
alguna vez. Esa mañana, antes de salir de casa, los pensamientos más
tenebrosos y oscuros le iban asaltando a cada momento. Su pistola y el hueco de
la escalera parecía que le llamaban con pesada insistencia. Anselmo notaba, por
primera vez en su vida, una sensación de miedo que superaba al temor
meramente físico: era algo peor, un pánico de sí mismo, un pavor visceral que
emanaba de sus más oscuros instintos, mezclado con la dura realidad de tener
que enfrentarse a sus actitudes pasadas hacia los miembros de su familia. Esa
situación no era dura, como muchas personas le habían pronosticado, sino
insoportable. Por momentos se encontraba al borde de la desesperación más
sobrehumana, para acto seguido, ser alumbrado por un tenue rayo de
racionalidad y consuelo. Si es cierto que todas las personas tienen un límite de
sufrimiento, el de Anselmo estaba muy próximo; por eso no se lo pensó dos
veces y decidió salir a la calle. Anduvo al principio sin rumbo fijo, vagando,
para luego decidir presentarse en su trabajo. Seguramente no era lo que más le
convenía, pero, de forma instintiva y vil, supuso que allí podría descargar toda
la rabia contenida contra el mundo, su destino y lo que le había ocurrido. Su
egoísmo sentimental, sufrido por varias personas muy próximas a él, ahora le
servía de apoyo. El estar sentado en un sillón, oyendo los gritos de Pedro y
fumando un cigarrillo, le hizo ir recobrando poco a poco un cierto equilibrio
mental, pero no quiso seguir manteniendo una actitud pasiva y se encaminó
hacia la salita, en la que seguían escuchándose voces y reproches. Anselmo
abrió la puerta, sin llamar, y allí se encontró a Pedro. Sin articular palabra, supo
quien era el destinatario de la ira: Klaus, que impertérrito, pero con un
tremendo moratón en un lateral de su cara y un rasguño en el cuello, estaba
soportando un auténtico diluvio de acusaciones. Las palabras cambian de un
idioma a otro, pero los tonos que demuestran estado de ánimo son
internacionales, y coinciden en todas las lenguas. Su aparición hizo que Pedro
parase de gritar, y demostrando otra vez ese sorprendente autodominio, que
hasta ahora no estaba aplicando, cambió de registro.
—Vaya sorpresa, Anselmo. Me temo que no llegas en buen momento —dijo
Pedro, mientras le daba la espalda buscando un cigarro, ganando tiempo para
recomponer su frialdad habitual. Anselmo no respondió, limitándose a mover
su cabeza en un gesto de indiferencia mientras miraba a Klaus.
—Lamento lo de tu familia, son cosas que pasan. Siempre pensamos que
nunca nos tocará a nosotros, pero desgraciadamente un día u otro tomamos
duro contacto con la realidad que nos rodea —dijo el húngaro, ante el mutismo
de Anselmo, que sabía que en alguien con la personalidad de Pedro, esas
palabras serían la máxima muestra de pésame. Klaus no intentó decir nada: era
incapaz. Anselmo miraba al curioso dúo: un psicópata envuelto en un halo de
intelectualidad, y su secuaz, carne de presidio, que formaban una pareja de lo
más nauseabunda, a la que nadie podría considerar nunca camaradas ni

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amigos.
—Siéntate y tómate un coñac —dijo Pedro, vertiendo una pequeña cantidad
de licor en un vaso—. Te pondré al corriente de los últimos acontecimientos
protagonizados por este idiota.
Anselmo escuchaba sin interés, ya que ahora todo le resultaba resbaladizo,
lejano, como si estuviera en otra dimensión. La guerra, Pedro, Ricardo, fascistas
y comunistas, le parecían la misma porquería, que formaba una mezcla de lo
más asqueroso y repulsivo. Se arrepintió de haber venido, pero tampoco tenía
muchos más sitios donde acudir.
—¿Me estás escuchando? —quiso saber Pedro.
—Sí, estaba asimilando la explicación —mintió Anselmo.
—Entonces habrás observado que estamos peor que antes. Ahora ese
cabrón sabe que le hemos tendido una trampa. No se fiará de nadie, y no creo
que se nos presente una ocasión como la que hemos tenido. Hemos quemado
nuestros cartuchos para nada: ya nos podemos olvidar del buzón, del bar Iberia
y de todo lo demás.
—Por lo menos Klaus le ha visto la cara, podrá identificarle —dijo
Anselmo.
—¿También tú te has golpeado en la cabeza? ¿No te das cuenta de que
ahora Ricardo permanecerá escondido o pasará a la zona nacional? Gente con
su valía y categoría no son utilizados como recaderos. Sólo un golpe de suerte
nos puede llevar a dar con él, y la fortuna, cuando se está rodeado de ineptos,
no llega —dijo Pedro, mirando al vienés.
—¿Y la chica? —preguntó Anselmo.
—Abajo, pero ahora ya no nos sirve para nada, a no ser que quieras estar
paseándote por Barcelona con ella hasta que deis con Ricardo, pero,
sinceramente, no me parece una buena idea, a pesar de la belleza indudable que
tiene la ciudad —dijo Pedro, con ironía.
Anselmo bebió de su vaso para no tener que responder.
—Igual debemos aceptar que en este tema nos han vencido, también eso es
una muestra de inteligencia —dijo Pedro, reflexionando en voz alta—. De todas
maneras llevad a Esperanza a La Tamarita. La mantendremos un par de días
allí, mientras pienso lo que debemos hacer.
Anselmo quedó sorprendido de la tremenda facilidad con la que Pedro
renunciaba a seguir persiguiendo a Ricardo, pero pensó que esa novedosa
actitud podía ser fruto de la desmotivación, o bien del excéntrico carácter de su
superior.
La orden de tener que ir a La Tamarita supuso para Anselmo un auténtico
alivio. Necesitaba salir de ese lugar; se estaba agobiando por momentos, e
incluso con el inconveniente de que le acompañaría Klaus, prefería marchar;
sabía que el austriaco no hablaría demasiado. Ambos bajaron al sótano en busca
de la chica, que reconoció a Anselmo, pero continuó muda. Durante unos
segundos sus miradas se cruzaron, y en los ojos de Anselmo existía un reproche

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de culpabilidad hacia ella por la muerte de su familia. Cuando estaban en la


puerta trasera de la mansión, ya listos para introducirse en un vehículo, Pedro
hizo su aparición y llamó a Klaus. Los dos estuvieron unos instantes hablando
en alemán, pero las pocas palabras que Anselmo podía escuchar le resultaban
incomprensibles, aunque creyó que le estaba transmitiendo alguna instrucción.
Anselmo sintió desagrado por el gesto, pero era consciente de que la forma en
que Pedro le trataba a él era muy diferente a como trataba al resto de sus
compañeros, sin embargo, sabía que la confianza que Pedro tenía en el
austriaco, y en su lealtad, estaba basada en un principio de sumisión sin
reservas. Cuando Klaus montó en el automóvil su cara había cambiado, de
forma casi imperceptible, pero ahora lucía la expresión que un perro tiene
después de haber recibido una reprimenda de su amo, y acto seguido ser
premiado con una golosina.
El corto trayecto en coche fue, como era de esperar, silencioso. Ese día no
habían tenido alarma aérea; parecía que la aviación italiana prefería
bombardear otras poblaciones de las cercanías de Barcelona con la misma
intensidad y crueldad que antes había empleado sobre la gran urbe.
Al llegar a La Tamarita, Anselmo se dirigía con Esperanza hacia los sótanos
cuando Klaus le indicó que la llevase a otra parte del edificio, que se utilizaba
para los interrogatorios más duros. Anselmo sospechó que el cambio algo
tendría que ver con las últimas instrucciones recibidas antes de partir. La
muchacha, sabiendo que su destino hacía ya tiempo que no le pertenecía, no
mostraba curiosidad ni oposición alguna, y al llegar a la dependencia, fue el
propio Klaus quien hizo que se sentara en una silla, para luego atarla con las
manos a la espalda.
—¿Vamos a interrogarla otra vez? —preguntó Anselmo.
—Vigílala. Ahora regreso —ordenó Klaus, abandonando la habitación.
En un lugar como ése y en la situación en la que se encontraba Esperanza,
no era muy necesaria vigilancia alguna. Anselmo estaba acalorado, y sabiendo
el agobio que le causaba una temperatura alta, se quitó la americana. Antes de
colgarla en un perchero de pared, recordó que hacía ya un buen rato que le
apetecía fumar, y manteniendo su chaqueta doblada sobre su brazo izquierdo,
hurgó en los bolsillos, buscando el paquete de tabaco; pero no pudo
encontrarlo, parecía que hoy estaba especialmente torpe, o que su americana
tenía más bolsillos de los necesarios. Con gesto de malhumor y contrariedad,
Anselmo sacudió la chaqueta para comprobar si olvidaba algún recoveco donde
hubiera guardado los cigarrillos, pero lo único que consiguió fue que algunos
objetos salieran disparados en todas direcciones. Inclinó su cabeza, exasperado
por algo tan nimio, pero respirando pausadamente para impedir que un enfado
repentino le asaltase. Comenzó a recoger los objetos dispersos, sorprendido de
la cantidad de cosas que llevaba encima. Su paquete de cigarrillos había
quedado bajo la mesa, y dando la espalda a Esperanza se agachó para poder
cogerlo. Un sonido que emitió la chica, mezcla de ahogo y sorpresa, le hizo

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girarse hacia ella.


—¿Qué te ocurre, a ti nunca se te cae nada? —pregunto Anselmo, con
desprecio.
La muchacha no respondió, y con cara espantada miraba algo que había
quedado en el suelo, junto a ella. Anselmo, al fijarse, vio que su cartera, de la
que había salido parte de su contenido, estaba a los pies de la muchacha, y ésta
mantenía su mirada clavada en la fotografía en la cuál podía verse a Perico y a
él mismo, disfrutando del partido de baloncesto. En su interior, Anselmo sentía
que algo anormal ocurría, y que el rostro de Esperanza, sorprendido y
desconcertado, significaba más que miedo por su situación. Desconfiado y
cauteloso, Anselmo se acercó a recoger su cartera, preguntándose por qué
llevaba esa fotografía siempre con él. Ese día estaba algo lento en sus reflejos y
razonamientos, pero cuando escuchó la voz de Esperanza, su mente quedó
ofuscada por completo.
—Ése es Ricardo —dijo la chica, con una voz entrecortada y trémula.
—¿Qué dices? —preguntó Anselmo, a pesar de haber oído con nitidez las
palabras.
—Ése es Ricardo —repitió asustada.
Anselmo dejó caer los objetos que había recogido y buscó la fotografía para
mirarla con atención. Allí seguían estando ellos dos sonrientes, felices, pero a su
alrededor también había mas personas que le resultaban desconocidas, y pasó
sus ojos de forma rápida y frenética por cada una de las caras. Cuando iba a
pedir más concreción a Esperanza, ésta volvió a hablar.
—Es el que está contigo. Tú también estás metido en esto, eres uno de ellos,
y por eso quieres matarme —acusó la chica, embargada por el miedo.
Anselmo trataba de asimilar la información recibida, cuando se sorprendió
a sí mismo propinando una bofetada, con el reverso de su mano, que impactó
en el rostro de la muchacha.
—¿Uno de ellos? Querrás decir uno de los tuyos, hija de puta —espetó en la
cara de Esperanza, mientras la volvía a golpear con más furia—. ¿Estás segura
de lo que dices? —siguió preguntando, con la secreta confianza de que la
muchacha se hubiera equivocado, pero ésta, apabullada por los golpes
recibidos, se limitó a asentir con la cabeza, mientras un fino hilo de sangre
manaba de su nariz. Anselmo, perdido y muy desconcertado, se alejó de
Esperanza para evitar caer en la tentación de volver a golpearla, y también
porque necesitaba apoyarse en algo para no caer. Notaba cómo sus piernas
comenzaban a flaquear, no era capaz de encadenar ideas concretas y todo
flotaba en su cabeza como globos liberados al aire. Su dolor y confusión le
generaron un torbellino de ideas que giraban en torno a la imagen de su amigo
Perico, tan formal, correcto y atento. Una honda y repugnante sensación de
hartazgo volvió a repetirse, desquiciando su pensamiento. De forma repentina
cogió su pistola, y se giró hacia la chica para, con un golpe brusco, introducirle
el cañón en la boca. La violencia del gesto provocó que algún diente de la

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muchacha se rompiera, y Anselmo, muy cerca de ella, captaba el olor de su


aliento. Los ojos de Esperanza miraban directamente a los suyos con un espanto
animal, ante lo que suponía era la inminencia de su muerte. Anselmo estaba
fuera de sí, sabía que podía perder el control de un momento a otro. Su dedo
ceñía el gatillo de la pistola con un ligero temblor.
—No juegues conmigo, ya sabes que puedo volarte los sesos sin que nadie
me pida explicaciones. Te lo vuelvo a preguntar, y como sospeche que me estás
enredando, tendrán que recoger tu cabeza de la pared, ¿lo has entendido, puta?
¿Estás segura que él es Ricardo?
La desquiciada mirada de Anselmo provocaba en Esperanza un bloqueo
mental, y el frío metal introducido en su boca le impedía articular palabra
alguna. Una basca hizo convulsionar su cabeza, pero Anselmo, sin inmutarse
ante la nausea, mantuvo la presión esperando una respuesta. Silenciosas
lágrimas caían por las mejillas de la chica, cuando con un movimiento
afirmativo de la cabeza confirmó lo antes dicho. Anselmo, con un temblor cada
vez más notorio en su mano, aceptó que estaba siendo sincera, y aflojó la
presión. Sacó de la boca el cañón de la pistola, lo que permitió a Esperanza
poder inspirar una bocanada de aire. A la vez que la muchacha intentaba
recuperar su ritmo de respiración, Anselmo se sentó en otra silla con la cabeza
hundida entre sus manos. En ese momento sus pensamientos eran otros, y
comenzó a notar la visita del miedo, ya que sabía que si esta historia llegaba a
oídos de Pedro, o de Klaus, el que correría un serio peligro sería él. La
desconfianza patológica que manifestaban los comunistas les haría pensar que
Anselmo era un topo que había estado trabajando para los fascistas. No tuvo
que esforzarse mucho para imaginar cuál sería su futuro, pero no sabía qué
hacer; la incertidumbre corroía sus confusas ideas, y la voz de Esperanza puso
fin a sus elucubraciones.
—Le vi en varias ocasiones, cara a cara, como tú y yo ahora. Recuerdo su
voz, su olor y la mirada que tenía cuando quiso matarme. Esas cosas no se
olvidan, te estoy diciendo la verdad, debes creerme, por favor —suplicó la
muchacha, en un intento de salvar su vida y también la de su madre.
La ratificación de Esperanza sonó como una burla cruel a los oídos de
Anselmo, y tuvo un nuevo acceso de cólera, que demostró con otra tanda de
golpes sobre el cuerpo de la indefensa muchacha, mientras a gritos le ordenaba
que se callase.
Tan embriagado estaba Anselmo con la violencia ejercida que no advirtió la
entrada de Klaus en la habitación.
—¿Callarse? Aquí la gente viene a hablar —dijo el vienés, en un alarde de
locuacidad.
Anselmo cesó en su castigo corporal a la muchacha, y miró con sus ojos,
inyectados en sangre e ira, al austriaco; seguía dudando sobre cómo actuar. Su
mirada se desvió hacia Esperanza, con miedo a que ésta pudiera explicar algo,
pero su cuerpo yacía casi inerte, al borde de que su consciencia se hundiera en

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la negritud del infinito. Sonidos ininteligibles salían de la boca de la chica en un


particular revoltijo, mezclados con gemidos de dolor. Klaus miraba la escena
sin cuestionarse el motivo de la misma, ya que para él era algo normal y
habitual propinar palizas y golpes sin mediar motivo alguno.
—Parece que le has cogido gusto a esto —dijo Klaus, con socarronería.
Anselmo continuaba mudo y paralizado, tenía la fugaz imagen de ser él
quien estaría en un futuro muy próximo sentado en una silla, respondiendo
ante Pedro y Klaus de su vinculación con Perico. Sabía que si llegaba esa
situación, todos sus argumentos y explicaciones no serían creídos. Anselmo
había dejado su pistola sobre la mesa, y decidió empuñarla para eliminar a
Klaus y salir huyendo de todo aquello; posiblemente era su única posibilidad.
Esperanza estaba volviendo en sí, y pronunciaba el nombre de Ricardo como
una lenta y penosa oración. Anselmo se acercó hasta la mesa y cogió su pistola,
pero al darse la vuelta, vio que Klaus se había colocado detrás de la chica, y con
el ya conocido gesto circular, ciñó la cuerda de piano sobre el cuello de
Esperanza. Anselmo miraba la escena, con la pistola aún en su mano, sin
comprender nada de lo que estaba presenciando, mientras Klaus, con lentitud,
pero con una siniestra seguridad, apretaba el lazo. La imposibilidad de que el
aire entrase en sus pulmones hizo que la chica recuperase su capacidad de
discernir.
—Pero... ¿qué haces? —fue lo único que acertó a decir Anselmo.
Klaus seguía ejerciendo toda la fuerza que sus brazos eran capaces de
transmitir, y sus dientes, apretados con fuerza, eran el síntoma claro de que no
obedecería a ningún ruego ni súplica. El rostro de Esperanza se amorataba por
momentos, y en sus ojos, minúsculas hemorragias señalaban el fin de su
existencia. Cuando la cabeza de la muchacha quedó colgando sin fuerza alguna,
y una porción de su lengua, de un color azulado, asomó entre sus dientes
blancos, Klaus tuvo la constatación de haber terminado su trabajo; entonces, sin
prisa alguna, fue aflojando la presión mientras resoplaba por el esfuerzo
sostenido que había realizado.
—Habla con Pedro, yo sólo cumplo sus órdenes —dijo el vienés,
limpiándose con el dorso de la mano el sudor que perlaba su frente.
Anselmo, todavía alucinado, pensó que las últimas frases que habían
intercambiado en alemán eran las instrucciones para acabar con la vida de
Esperanza; pero no sintió pena por la chica, ya que en ese tipo de juego, todos
los que participan ya saben a qué final se arriesgan. Anselmo sabía que como en
tantas vertientes de la vida siempre hay unos que ganan y otros que pierden,
aunque lo más injusto es que no siempre obtiene la victoria quien más la
merece, pero la arbitrariedad y la ausencia de justicia es algo íntimamente
ligado a la vida humana. Él había tenido suerte, la única persona que podía
vincularle con Perico, o Ricardo, no podría acusarle.
Perplejo y turbado, pero sobretodo con la vergüenza de la humillación y el
abatimiento, Anselmo decidió que esa misma noche se presentaría en casa de

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Teo García La partida

Perico. Se sentía traicionado, engañado, y esa percepción tan molesta de ser el


protagonista de la burla sabía que sólo podría eliminarla de una manera:
matando al burlador.

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Capítulo XXVI

Tras ayudar a Klaus a deshacerse del cadáver de Esperanza, que fue arrojado a
una cuneta, Anselmo tenía sus ideas en plena efervescencia. Si las acusaciones
de la chica eran ciertas, y ello era descubierto, sabía que tendría que dar
explicaciones que resultarían inverosímiles. Su amistad con Perico le supondría
un corto paseo hasta el paredón más próximo, y por ello consideró que lo más
conveniente era zanjar el tema de una forma oculta y clandestina: sin la menor
estridencia. Confuso, pero firme en su decisión, Anselmo se dirigía hacia casa
de su amigo, mientras mil dudas le asaltaban durante su andar por las calles.
No entendía cómo era posible que Perico llevara esa doble vida sin que nadie se
hubiera percatado, pero lo que más le costaba comprender era que los crímenes
y acciones que se atribuían a Ricardo, correspondían a alguien con una
personalidad opuesta a la de Perico. La lucha entre su lado racional y su
vertiente de amigo se desarrollaba con desigual resultado. Su mirada fija
denotaba que en momentos se encontraba ausente, enajenado, y tropezó con
varias personas sin que él percibiera los gestos de reproche que le dirigieron.
No quería sentirse traicionado ni engañado, porque Perico siempre se había
portado como un hermano, pero Anselmo no quería que el juicio sobre su
amigo se viera enturbiado por sus motivaciones personales. Al mismo ritmo
que sus pies recorrían las baldosas de las aceras, Anselmo era víctima de un
derrumbamiento en sus ideas que le hacía sentirse vulnerable, indeciso, como
un fuerte tronco al que los golpes del hacha provocan un tambaleo, preludio del
desplome final; pero Anselmo, como en anteriores ocasiones, sabía que podía
encontrar fuerzas en su egoísmo para modificar sus posturas hasta hacerlas
cambiar a un estado más cómodo para él. De manera fugaz, sus pensamientos
le llevaron a sentirse víctima de un engaño atroz por parte de alguien muy
querido por él, y el escozor que sintió por la traición le provocó un estado
colérico, que se alternaba con la frustración y el miedo por el futuro inmediato.
De forma involuntaria, su paso era cada vez más acelerado, y su mente
desbocada vomitaba todo tipo de pensamientos. Anselmo pensaba que desde la
muerte de Clavijo todo se había desmoronado: había perdido a su familia, sus
amigos y a una parte sustancial de su vida que nunca más recobraría. Las
referencias que para él habían sido un pilar de su existencia se mostraban ahora
Teo García La partida

falsas, con una debilidad oculta que antes no había percibido. Si en su trabajo ya
convivía con la mentira, la crueldad y la traición, lo último que hubiera deseado
era que esas características estuvieran infiltradas en su vida personal y
cotidiana; pero por desgracia, así era.
Sus reflexiones, que no dejaban de sorprenderle, fluían por su cabeza sin
poder encontrar las respuestas más convenientes. Su mente se esforzaba en
hallar algún elemento que le permitiera dudar de la veracidad de las últimas
palabras de Esperanza. Anselmo tenía momentos en los cuáles la
responsabilidad de Perico en todos los hechos de los que se le acusaba se
mostraba diáfana, pero luego, acto seguido, dudaba, o quería dudar, de todo
ello. Intentaba convencerse de que todo era un burdo intento de la chica para
salvar la piel. Anselmo siguió caminando mecánicamente, absorto en su
discernir, y en un estado tal de ambivalencia, que no se percató de que había
llegado al portal de la casa de Perico. Cuando empezó a subir las escaleras, esta
vez sin fastidio alguno, se sorprendió con su gesto maquinal de comprobar su
pistola. Mientras miraba su arma, un sentimiento de vergüenza y pudor
apaciguó su ira, pero Anselmo sabía que esta vez la visita que iba a realizar no
era de cortesía. Ante él no tendría a su compañero de juego, vinos, charlas y
confidencias, sino a un profesional despiadado que no tendría ninguna
vacilación a la hora de seguir vivo. Con la congoja agarrotando su cuello,
sacudió su cabeza para eliminar los pocos escrúpulos que sabía le quedaban.
Montó la pistola para introducir una bala en la recámara, pero ese día el
particular chasquido, que siempre le reportaba seguridad, tuvo otro sonido.

Ricardo se encontraba ordenando algunos papeles. Se deshizo de aquellos


que le comprometían, y ocultó otros que podría necesitar. Después del
incidente del metro no podía continuar en Barcelona: era evidente que le
estaban buscando. Su red había sido infiltrada, y esto, al margen de dejarle sin
ningún apoyo, también le señalaba que ahora no podría fiarse de nadie. Lo más
seguro y adecuado sería recoger lo mínimo imprescindible e intentar pasar a la
zona nacional. Conocía algunos de los pasos fronterizos con Francia, y a pesar
de que las redes de transporte habían sido eliminadas, creía que no le sería muy
dificultoso alcanzar el otro lado de la frontera. En los primeros momentos
sopesó la posibilidad de quedarse oculto en Barcelona hasta la finalización de la
contienda, pero sabía que, tarde o temprano, alguien cometería un desliz que
implicaría su detención, y no quería arriesgar lo más mínimo: ya lo había hecho
con anterioridad. Unos meses atrás su decisión hubiera sido muy diferente,
pero en las actuales circunstancias, poco o nada podría aportar para la
consecución de la victoria final. Ya se habían sacrificado muchas vidas de forma
inútil, él mismo había sido el encargado de hacerlo en varias ocasiones, pero si
sus superiores conocieran su actual situación, no dudarían en utilizarle de cebo

327
Teo García La partida

o comodín, como dijo en su día el general Mola. Ambas opciones no eran del
agrado de Ricardo, y no estaba dispuesto a permitir que todos los esfuerzos y
sacrificios que había realizado tuvieran como recompensa una muerte heroica
en el altar de la patria. Recordó los versos de Horacio que casi le hicieron llorar
de emoción cuando los leyó siendo un joven patriota e idealista: Dulce et
decorum est pro patria mori.
Después, con el transcurrir del tiempo y el poder comprobar de primera
mano la auténtica naturaleza de los hombres que muchas veces rigen nuestros
destinos, encontró esa frase hueca y vacía. Siempre mueren por la patria los
mismos, y él, ahora, no iba a ser uno de ellos.
Un pequeño macuto, un par de mapas y algunas provisiones eran la
muestra de que tenía todo listo y preparado. Al día siguiente, al alba, empezaría
su viaje para poder llegar a una zona segura. Aún tenía algunos documentos de
identificación, todos falsificados, que le serían muy útiles para alcanzar su
objetivo. Sus padres y amigos le echarían de menos, pero era mejor no
despedirse. Estaba quemando los últimos papeles, cuando alguien llamó a la
puerta. Al principio se sobresaltó un poco, pero conocía los métodos del SIM, y
sabía que las llamadas educadas no se solían producir. Mientras se acercaba a la
puerta, preguntó quién era; pero al oír la voz de Anselmo se tranquilizó,
aunque hubiera preferido no ver a nadie. Sospechó que su amigo tendría algún
mal momento y que necesitaba hablar. Antes de franquear la entrada, respiró
profundamente como preparando una aparición en escena. Al abrir, creyó que
había acertado en los motivos para la visita de su amigo, ya que Anselmo lucía
una cara grave y adusta, pero algo le hizo desconfiar.
—Hombre, Anselmo, vaya sorpresa me das. No te esperaba —dijo Perico,
de forma afable.
—Ya me lo imagino, pero pasaba por aquí y he pensado que podríamos
hablar —contestó Anselmo, que sin esperar invitación alguna entró en la
vivienda.
A pesar del gran conocimiento que tenía sobre la personalidad de Anselmo,
su tono, sus gestos y una pequeña sonrisa torcida, le indicaron a Perico que algo
raro estaba pasando, y puso sus sentidos en alerta.
—Veo que has estado quemando papeles —dijo Anselmo, señalando un
cubo metálico lleno de cenizas.
—Sí, ya sabes que siempre he tenido la manía de guardarlo todo. En un
momento u otro debo hacer limpieza, sino acabaría lleno de basura.
Anselmo se movía por el salón de la casa con gestos inquietos, husmeando
con sus ojos y buscando algún indicio.
—¿Y ese macuto? —preguntó Anselmo, señalando la rústica bolsa de tela.
—Tengo pensando marchar unos días a Agramunt, a ver a la novia,
alejarme una temporada de Barcelona, ya sabes... —contestó Perico,
mordiéndose el labio inferior, como muestra de contrariedad ante su olvido de
esconder la bolsa.

328
Teo García La partida

—¿Y precisamente te has de ir ahora? —insistió Anselmo.


—Anselmo, tengo la sensación de que me estás interrogando, ¿qué ocurre?
—Nada, sólo me intereso por un amigo, por mi mejor amigo —respondió
Anselmo, entonando las últimas palabras con un especial énfasis, mezcla de
reproche y dolor.
Un incómodo silencio se produjo, que conforme se prolongaba intensificó la
abstracta tensión contenida en ambos. Anselmo se quitó la chaqueta, dejando al
descubierto la pistola que llevaba al cinto. Perico se fijó en el arma, y luego
elevó sus ojos hasta que sus miradas se entrecruzaron. Ninguno hablaba, pero
los dos estaban valorando la situación, la certeza en sus sospechas y la reacción
del otro. Anselmo descubrió una nueva faceta en su amigo que hasta ese
momento desconocía, ya que los ojos que le observaban mostraban un brillo y
dureza poco comunes. Para Anselmo el pensamiento fue efímero, pero le
recordó la expresión que en ocasiones tenía Pedro cuando estudiaba o planeaba
alguna de sus actuaciones. Ninguno tenía nada claro cómo actuar, aunque para
Anselmo todo sería diferente si entre ellos no existiera ningún vínculo.
—Mañana podríamos jugar una partida de dominó —propuso Perico.
La propuesta le resultó absurda e inconveniente a Anselmo. Estaba seguro
que Perico ya le estaba adivinando el pensamiento, y si alargaba más la
situación, perdería toda la ventaja que la sorpresa confiere.
—No es mala idea, además, mañana podríamos ser cuatro. Tú jugarías con
otra pareja —anunció Anselmo, que ante la cara de ignorancia que exhibió
Perico, le aclaró la identidad de los jugadores.
—Quique y yo podríamos jugar contra ti y... Ricardo. ¿A que te parece una
buena idea? —preguntó Anselmo, mientras su mano se deslizaba
cuidadosamente hasta tener la pistola a su alcance, pero sin desenfundarla.
—¿Ricardo? No le conozco —dijo, con poco convencimiento, señal de que
había acusado el golpe.
—Pues yo creo que sí. Le conoces muy bien; sois diferentes, pero la misma
persona. Déjate de tapujos, Perico, lo sé todo, por eso estoy aquí —dijo
Anselmo, exhibiendo su pistola en la mano, pero sin apuntar a su amigo; dejaba
que el brazo colgase a lo largo de su cuerpo.
Perico sonrió de una manera tan dulce como cínica, se sabía descubierto,
pero conocía bien a Anselmo y sabía que aún tenía posibilidades de escapar.
—No, Anselmo, no estás aquí por eso. No tengo ni idea de cómo lo has
descubierto, pero tú y yo sabemos que si los nuevos compañeros de trabajo que
tienes se enterasen de nuestra amistad, no lo ibas a pasar bien. Supongo que con
ese extraño, hipócrita y particular sentimiento del deber que tienes, has venido
para... ¿hacer justicia? Debo anunciarte que llegas tarde, mi trabajo aquí ya ha
terminado; por eso estoy a punto de marcharme.
—Estabas a punto —corrigió Anselmo.
—¡Qué sorpresa! Eso suena algo amenazador, amigo mío —contestó Perico,
realizando un movimiento que podía interpretarse como preludio de una

329
Teo García La partida

reacción. El gesto no le pasó desapercibido a Anselmo, que sin el menor atisbo


de duda le apuntó con la pistola.
—No intentes nada. Sólo te voy a dar una opción: la de escoger que nombre
quieres que figure sobre tu lápida —avisó Anselmo, que ahora había recobrado,
por un breve instante, su talante de policía.
—Esto es más sorpresivo, Anselmo, nunca me lo hubiera imaginado de ti —
dijo Perico, asombrado, que ante el cañón de la pistola empezó a tomar dura
consciencia de la situación. Ahora, ante él, ya no tenía a gente inexperta a la que
era fácil sorprender, sino a un policía sin muchos escrúpulos y hambriento de
apretar el gatillo para acallar su mala conciencia.
—Ni yo que tú fueras un asesino y un espía que ha tramado todo tipo de
intrigas ¿quieres que comience con tu particular lista de hazañas? —preguntó
Anselmo, mientras se ponía un cigarrillo en los labios.
—Anselmo, tan bruto como noble e ingenuo. No tienes ni la menor idea de
los temas en los que he estado metido. Te sorprendería conocer toda la historia.
—No me interesa. Por más que hables no te servirá de nada —avisó
Anselmo, con la secreta esperanza de que su amigo no percibiera el miedo e
inquietud que regresaba otra vez a su estado de ánimo.
Perico le contemplaba con una imagen segura y desafiante, que fue
mellando la seguridad de Anselmo.
—¿Dudas, verdad? No es tan fácil como te imaginabas al principio, ¿a qué
sí? Has venido sin saber qué hacer —dijo Perico, intentando aproximarse un
poco más.
Anselmo comenzaba a temer que no fuera capaz de matar a Perico. Intentó
recordar algunas de las fechorías que se le atribuían, con el ánimo de tomar
valor, pero su vertiente afectiva le enviaba continuos mensajes sobre la persona
que tenía delante, y en vez de conseguir el coraje necesario, lo único que logró
fue encontrarse más ofuscado y confundido.
—¡Quieres cerrar tu puta boca de una vez! —gritó Anselmo, agitando
amenazadoramente la pistola.
—No te pongas nervioso. Te entiendo muy bien, siempre es difícil
reconocer nuestra propia cobardía. Una cosa es ejercer de matón, que es tu
papel actual, y otra bien diferente enfrentarse a esos momentos en los que un
verdadero hombre no duda sobre cómo debe comportarse. Plantéate qué has
hecho bien en la vida, Anselmo. Policía que ahora barre la mierda para sus
amos rusos, casi como un mono amaestrado, sin ideales, sin valores, sin ideas
propias. Debe ser muy duro mirarse cada día al espejo y verte. Con tu padre
poco hablabas, ¿era por él o bien por tu actitud egoísta y mezquina? Como
marido qué voy a decir de ti, una auténtica pena, siempre listo a irte de putas en
vez de valorar a la persona que tenías a tu lado. Seguro que María estaría de
acuerdo conmigo en que le arruinaste la vida, o al menos no quisiste hacerla
feliz. Prefieres estar en un bar en lugar de disfrutar de tu familia, y en tu papel
de padre...

330
Teo García La partida

Las últimas, e inacabadas palabras, fueron las que provocaron que Anselmo
saltase sobre Perico como impulsado por un resorte. Éste, conocedor del
carácter impulsivo de su amigo, ya estaba preparado para una reacción
semejante, y con una hábil finta pudo esquivar la embestida ciega que tenía
como destino su estómago. Anselmo se revolvió como un toro que ha
descubierto el engaño y, al girarse, notó cómo su cara era el destino final de dos
certeros puñetazos. No fue la intensidad de los golpes recibidos, sino la
sorpresa de comprobar que su amigo golpease con semejante dureza, lo que
provocó unos segundos de retraso en la reacción de Anselmo, que
aprovechando su mayor corpulencia y peso físico arremetió de nuevo, logrando
su objetivo de derribar a Perico. Ambos rodaron por el suelo, arrasando a su
paso con el mobiliario de la habitación. Era un enfrentamiento entre la fuerza
bruta y salvaje contra la astucia. Anselmo golpeaba sin orden ni concierto, con
rabia contenida y saña salvaje, mientras Perico se limitaba a capear el temporal
de trompazos y golpes desordenados, replicando con otros más duros y
concretos, que fueron minando las fuerzas de Anselmo.
En plena refriega, Perico notó cómo las manos de su contendiente lograban
hacer presa sobre su cuello. Como una dura e inflexible tenaza, la presión fue
aumentando paulatinamente. Ni la postura, ni el ahogo que sentía, permitían a
Perico dar toda la intensidad necesaria a sus golpes para derribar a su rival.
Anselmo seguía apretando, mientras hilos de baba caían de su boca. Perico
sujetó con sus manos el collar que formaban alrededor de su garganta los dedos
de su amigo, pero era imposible deshacerse de semejante alzacuello. Su tráquea,
oprimida y ya dolorida, era incapaz de permitir el paso del aire tan necesario
para mantener las fuerzas, y como última posibilidad, Perico comenzó a bracear
a su alrededor con la intención de coger algún objeto contundente para golpear
a Anselmo. Las puntas de sus dedos tocaron algo metálico, frío y duro, que
resultó ser la pistola caída en el suelo, y con las últimas fuerzas que le
quedaban, logró desplazarse lo suficiente para asirla. Anselmo, cegado en su
objetivo, no reparó en lo que estaba sucediendo, y cuando notó un golpe seco y
contundente en el lateral de su cabeza, supo que ahora sería él quien llevaría la
peor parte. La nebulosa que comenzó a formase ante sus ojos, le hizo aflojar la
presión sobre el cuello de su amigo. Perico repitió el golpe con más fuerza y
determinación, logrando que la mirada de Anselmo comenzara a tener un aire
extraviado, pero su rival demostraba la tenacidad de la desesperación, y Perico
tuvo que volver a golpearle con la culata en la boca para quitárselo de encima.
Después, mientras una violenta tos sacudía todo su cuerpo y tragaba bocanadas
de aire con un ansia incontrolada, apoyó el cañón en uno de los ojos de
Anselmo.
—No te muevas, si no quieres pasearte por el infierno tuerto —amenazó
Perico, amartillando el arma como señal de la seriedad de su aviso.
Anselmo, con la mirada turbia y aturdida, comprendió que las tornas
habían cambiado. Tuvo un sentimiento de vergüenza por no haber sido capaz

331
Teo García La partida

de liquidar a Perico sin mayores complicaciones, pero como un triste consuelo,


se limitó a sujetarle con fuerza por las mangas de su camisa.
—Ahora eres tú quien debe demostrar cómo se comportan los hombres. Al
menos los que son como tú —desafió Anselmo, deslizando su mano sobre su
magullada cabeza.
Perico se levantó sin perder de vista a su amigo, que yacía en el suelo
recostado sobre uno de sus codos.
—Siéntate, pero no intentes nada porque te garantizo que yo sí disparo. Ya
me conoces —avisó Perico, acercando una de las sillas derribadas.
Anselmo tuvo que hacer serios esfuerzos para incorporarse sin perder el
equilibrio de nuevo. Una vez sentado, Perico le ató de pies y manos de forma
rápida y hábil.
—¿Y ahora qué, vamos a esperar los dos juntos que llegue el fin de la
guerra? —preguntó Anselmo, con cierta burla.
Ricardo, con el cuello dolorido, no podía hablar con la suficiente
intensidad. Tragaba saliva continuamente para aliviar la aspereza de su laringe.
—No puedo esperar tanto, Anselmo. Es cuestión de poco tiempo que todo
esto se acabe. Para principios de año habrá terminado. No voy a matarte, al
menos que tú me obligues.
Anselmo, señalando con su cabeza los pies y las manos atados, intentó
demostrar que poco podía hacer en una situación similar.
—Ahora voy a escapar, o mejor dicho, marchar. En pocos días estaré en la
otra zona, aquí ya no me necesitan. Podría proponerte que vinieras conmigo,
pero sé que nunca aceptarás algo parecido. Ya sabes a lo que te arriesgas
quedándote aquí —dijo Perico.
—Sí: a que bien los míos, o cuando lleguen los tuyos, me eliminen —
contestó Anselmo.
—El resumen me parece correcto. ¿Debo proponértelo? —preguntó Perico.
—No, no quiero saber nada de vosotros ni de lo que representáis, sois
escoria humana.
—No te lo voy a negar, Anselmo, pero no creas que tu bando es mucho
mejor. Toda la mierda huele, sea de un culo o de otro: nunca deja de ser mierda.
—Muy poético, Perico, siempre he alabado tu sensibilidad y buenos
modales —dijo Anselmo, provocando una ligera sonrisa en su amigo.
Las expresiones de sus caras se habían suavizado y sus ojos mostraban un
fulgor amistoso, carente de intenciones asesinas, pero lleno de una voluntad
beligerante, que de manera forzada les impelía a realizar una tregua de respeto
con el contrario.
—Ahora debo marcharme, Anselmo. Junto a la puerta te dejaré un cuchillo
para que puedas cortar las cuerdas. Mientras llegas y logras deshacerte de los
nudos, yo tendré el tiempo suficiente para escapar. Después no me busques
porque no podrás encontrarme. Creo que aquí se separan nuestros caminos, al
menos, de momento, pero antes de partir quisiera pedirte un favor —dijo

332
Teo García La partida

Perico.
—Si crees oportuno hacerlo, adelante, aunque no creo que sea la mejor
ocasión —replicó Anselmo.
—No seas tan terco y escúchame. Yo ya te estoy haciendo un favor: podría
matarte —recordó Perico.
Anselmo, sin decir nada, le miró intensamente, sabía que, a pesar de la
situación, ahora volverían a hablar como amigos, para luego regresar cada uno
a sus trincheras ideológicas desde las que intentarían aniquilar al otro; su
enfrentamiento era tamizado por sus recuerdos comunes.
—Mis padres no saben nada ni están metidos en el tema. Sólo te pido que
no se tomen represalias contra ellos; son mayores y no se merecen pagar por
algo que no han hecho. ¿Tengo tu compromiso? —preguntó Perico, con una
preocupación palpable en sus palabras.
—No te preocupes, nadie sabe quién eres excepto yo. A tus padres no les
pasará nada —respondió Anselmo, que para su sorpresa notó como una
emoción desconocida le embargaba.
Perico agradeció las palabras inclinando su cabeza y con una sonrisa de
alivio. Cuando ya se disponía a partir, Anselmo le llamó.
—Perico, cuando nos volvamos a ver, si puedo, te mataré.
—Lo sé, pero si es posible intentaré matarte yo primero. La próxima vez no
habrá dudas por ninguna de las partes. No nos deberemos nada el uno al otro:
tenlo presente.
Anselmo iba a añadir algo más cuando, para su sorpresa, recibió otro golpe
en la cabeza que le hizo perder el sentido; era evidente que su amigo quería
ganar el mayor tiempo posible.
Perico abandonó su domicilio sin prisas y sin mostrar nada que pudiera
delatarle. Su primer paso sería llegar hasta la estación de Francia, desde donde
tenía pensado coger un tren que le acercase a la frontera francesa. Su interés era
llegar hasta Puigcerdà o alguna de las poblaciones vecinas. Sabía que no era una
tarea fácil, pero tenía documentación falsa y algo de dinero que le podían
facilitar las cosas. No tenía más opción donde escoger, ya que Barcelona se
había convertido en un territorio lleno de peligros y amenazas. Consideró que
tendría mayores posibilidades de seguir viviendo si arriesgaba más de lo que la
razón le indicaba. Era consciente de los peligros a los que debía enfrentarse
ahora, pero una sensación de descanso, de haber dejado atrás un pesado lastre,
le satisfacía plenamente. Pasar páginas en el libro de la vida comporta dudas o
heridas, pero en su caso, le gustaría cerrar para siempre ese libro, aunque algo
le decía en su interior que aún no era posible cerrarlo del todo.

Anselmo, de forma paulatina, fue volviendo en sí. Una mezcla de dolor


esponjoso junto con imágenes de lo ocurrido se aglutinaba en su cabeza. Notaba
una rara sensación en la boca que le hizo comprender que el meticuloso Perico

333
Teo García La partida

no había dejado nada al azar, amordazándole. Decidió esperar unos instantes


para recobrar las fuerzas e ideas. Con la mirada buscó el cuchillo que le había
dejado, y comprobó que Perico había cumplido lo anunciado: nunca cambiaría.
Para poder llegar a la puerta tendría que ir reptando, pero en su estado
dolorido y magullado tardaría mucho tiempo en lograr desasirse de las cuerdas
que mordían sus muñecas. Haciendo un acopio de fuerzas, comenzó a
balancear la silla para provocar su caída, pero al lograrlo, el impacto contra el
suelo hizo que brotara de su cabeza un nuevo espasmo de dolor, que le
inmovilizó. Con penosa lentitud, ayudándose con las puntas de sus pies y un
peculiar movimiento de hombros, fue ganando terreno hacia el cuchillo. Para
cuando Anselmo se viera libre, su amigo, y ahora adversario, estaría perdido
entre la gente en cualquier lugar; pero el pensamiento no desanimó a Anselmo,
ya que tenía la certeza de que en un momento u otro de su vida, sus caminos
volverían a cruzarse.

334
Capítulo XXVII

Para todos resultaba evidente que la guerra había entrado en su recta final.
Próximo estaba el fin de la contienda y, por añadidura, el final de la República
Española. El último y desesperado intento de variar algo las tornas, de retrasar
lo inevitable, se produjo durante los últimos días del mes de julio de 1938. Los
ejércitos republicanos lanzaron una ofensiva en el Ebro, que pilló por sorpresa a
los mandos y tropas fascistas. En un primer momento se logró un rápido
avance, las líneas nacionales fueron rotas en varios puntos del frente y una
cierta alarma cundió entre los alzados. Durante los siguientes cuatro meses se
produjeron duros combates en los que ambos ejércitos derrocharon arrojo y
valor. Había llegado la hora final, el último intento donde se debía ganar o
morir, obtener la victoria o el fracaso, gozar de la gloria del triunfador o del
olvido del derrotado. Para muchos soldados aquello fue el final de sus vidas. El
sentimiento de esterilidad en el esfuerzo hizo que la moral de las tropas
mermara, al mismo ritmo que los fascistas reconquistaban territorios antes
perdidos. Los hombres se encontraron en situaciones límite, donde no existe
lugar para la duda, la tibieza, el remordimiento o los escrúpulos. Se derramó
sangre, tanto propia como ajena, los sentimientos se subordinaron a los
instintos, y al final, imperó ese despiadado caos, que no es más que el afán por
sobrevivir para no morir en la etapa final. Durante varios meses, el duro,
agreste, rocoso e inhóspito paisaje de la Terra Alta de Catalunya, se convirtió en
tierra de regadío que fue humedecida por la sangre de los combatientes, en un
inútil esfuerzo del que pelea en el bando de la debacle.
Por parte del gobierno, todavía presidido por Juan Negrín, se realizaron
vanos esfuerzos para encontrar una solución negociada. Hacía ya tres años que
las armas habían tomado el lugar de las palabras, y este maléfico intercambio
rara vez se reproduce a la inversa, ya que para los hombres es más sencillo
matarse que dialogar.
La situación de aislamiento internacional de la República creaba una
imagen patética y penosa. Los antes aliados, ahora se habían vuelto
indiferentes: nadie quería apostar por un caballo perdedor. Las Brigadas
Internacionales, antes orgullo y muestra de propaganda, también abandonaron
la Península. La derrota en la batalla del Ebro ocasionó que durante los últimos
Teo García La partida

días del mes de diciembre, comenzase la ofensiva sobre Catalunya. El avance de


las tropas nacionales hizo que un cinturón, cada vez más ajustado, se cerniera
sobre Barcelona. Día a día, las huestes del general Franco acortaban la distancia
hasta la capital catalana. La ocupación de Barcelona era ya no una cuestión de
días, sino de horas.
El desgaste ocasionado por la lucha y las penalidades sufridas también se
evidenciaba de una forma clara y patente entre la población civil. El cansancio
era la tónica general, y a pesar de los reiterados intentos de los políticos para
elevar la moral, la gente ya no tenía fuerzas para realizar más sacrificios, ni
interés en seguir creyendo falsos y vacíos mensajes. El desánimo era la actitud
universal, y las ganas de ver terminada aquella contienda, con indiferencia
hacia el ganador, el sentir común. Al igual que un púgil noqueado espera el
golpe final que dé con sus huesos en la lona y ponga fin al castigo, la población
anhelaba con vehemencia el final de la larga y fatigosa agonía.
En esos pequeños crisoles de los sentimientos y emociones humanas que
son los bares, se evidenciaba más claramente el flaquear de los cuerpos y
espíritus. La actitud de Quique era un ejemplo claro: apoyado indolentemente
en la barra, con una espalda que parecía haber incrementado su peso, algo más
encorvado, una mirada cansina y desanimada, junto a un envejecimiento
prematuro y repentino, era el vivo reflejo de la próxima derrota personificada.
Desde la brusca desaparición de Perico, su humor se había agriado. Ya no era la
misma persona vitalista, alegre y despreocupada. Al igual que él, muchas otras
personas se sentían estafadas por la vida. Habían sido víctimas de un expolio de
varios años en sus existencias, y esa sensación no les abandonaría nunca más.
Al abrirse la puerta del bar Jaime y hacer su aparición Anselmo, algo de su
anterior y jocoso carácter volvió a cobrar vida en Quique.
—Jaime, este vino es una puta mierda. Ni los moros cuando lleguen se lo
van a querer beber. Van a pensarse que los rojos tomamos meados de camello
—dijo, provocando al propietario.
—Qué sabrás tú de moros y camellos. Aunque últimamente si estás más
jorobado —replicó Jaime.
Anselmo, que en ese momento se acercó a la barra, también quiso opinar.
—No, Jaime, estar jorobado es una cosa, y estar jodido, que es lo que le
pasa, otra.
Quique, haciendo un gesto muy expresivo con la cara, como queriendo
dejar patente un fingido sentimiento de incomprensión, no tardó en dar la
réplica oportuna.
—Ya llegó el pisaverde del barrio. No seremos machos, pero seremos
muchas. ¿No tienes dónde ir, Anselmo? —preguntó Quique, que acto seguido
se arrepintió de su comentario por lo inadecuado, ya que desde la muerte de la
mujer e hijo de Anselmo, éste evidenciaba, por comentarios y actitudes, un claro
agobio por permanecer en su casa más de lo necesario. Jaime también oyó el
ligero desliz, y se mantuvo callado mientras torcía su boca, pero no se produjo

336
Teo García La partida

reacción alguna, y por toda respuesta Anselmo indicó, con su pulgar hacia
abajo, que le pusiera un trago de vino.
—¿Qué haces por aquí? —se interesó Quique.
—Tengo trabajo, pero antes me apetecía regar el coleto —respondió
Anselmo, mirando su reloj. Estaba algo inquieto, antes de una hora debía
presentarse en la casa de la calle Muntaner, donde Pedro le estaba esperando
para un asunto desconocido.
—Si quieres te acompaño un rato caminando, así podemos charlar
tranquilamente —sugirió Quique. En ese momento, Jaime dejó un pequeño
vaso con el vino pedido por Anselmo. Éste se lo bebió de un sólo trago, como
una muestra tácita de la aceptación de la oferta de su amigo.
—A ver si aprendes, Quique, tu amigo no se ha quejado del vino —dijo
Jaime.
—Es una cuestión de paladar, enfermedad, que eso es lo que eres, una
enfermedad —dijo Quique, mientras ambos abandonaban el local.
Anduvieron un rato en silencio, soportando el frío. Varios meses habían
transcurrido ya desde la huida de Perico. Muy pocas veces habían hecho
mención de algo relacionado con el tema, pero Quique, al igual que muchas
personas del barrio, intuía algo siniestro y macabro. No era la primera persona
que se volatilizaba sin dejar rastro, y a veces, se imaginaba que su amigo estaría
yaciendo en una fosa anónima, sin nombre ni dato alguno. Cuando intentaba
sacar el tema a colación con Anselmo, éste se mostraba muy poco receptivo;
contestando con monosílabos, frases inacabadas o bien con gestos de dudosa
interpretación. Quique suponía que la especial amistad que les había unido le
impedía expresarse sin un sentimiento doloroso. Anselmo, por su parte, no
había cejado en su empeño de localizar a Perico. Cualquier detenido era
interrogado al respecto, miraba los informes que llegaban a sus manos,
intentando encontrar cualquier pista o señal que le indicase el paradero de su
antiguo amigo. Parecía que, una vez más, se había esfumado como las cenizas
lanzadas al viento. Anselmo siguió guardando el secreto con el celo de saber
que estaba protegiendo su propia vida. Un día fue a visitar a los padres de
Perico, y le resultó evidente que ellos no sabían nada. La pareja de ancianos, con
una congoja difícilmente disimulada, también se imaginaba que su hijo había
sido víctima de algún elemento descontrolado o de una acción arbitraria. La
madre, con esa especial querencia a lo trágico que demuestran ante alguna
incertidumbre que amenace a un hijo, también se lo imaginaba tirado en
cualquier lugar del monte o del campo pudriéndose al sol, y esa imagen tétrica
atormentaba a la pobre mujer con una intensidad descarnada. En cuanto a
Pedro, nunca más había hecho referencia alguna. Se continuó investigando,
pero de una manera muy superficial, aunque también era cierto que la ausencia
de pistas, rastros y datos, dificultaba la consecución de algo positivo. Anselmo
no comprendía la reacción de Pedro ante este tema. Exhibía una actitud
conformista, demasiado, y a veces, hasta parecía que estaba satisfecho con el

337
Teo García La partida

resultado. Pedro, en público, nunca se cuestionó nada sobre su propia su forma


de actuar, y Anselmo sabía que en privado mantenía la misma postura. Desde la
desaparición de Orlov, que fue sustituido por Leonid Eitingon, alias Kotov,
Pedro actuó como amo y señor de su particular territorio de caza. No rendía
cuentas a nadie, ni subordinaba sus decisiones a jefe alguno. Sus vasallos, con el
fiel Klaus a la cabeza, nunca ponían en tela de juicio nada que emanase de su
superior. Anselmo, con anterioridad, también había sido así, pero como una
parte de su particular evolución, ahora sí ponía en duda muchas cosas. Intuía
que en el asunto de Ricardo se ocultaba una parte del paisaje que impedía tener
una más clara visión del mismo, pero práctico, una vez más, decidió que con las
tropas nacionales a las puertas de Barcelona no era momento para reflexiones.
Los dos amigos se despidieron antes de llegar a la mansión; poco habían
hablado por el camino, pero ya nada era igual que antes. Anselmo aceleró el
paso: no quería llegar con retraso. Al entrar en los jardines, llamó su atención la
frenética actividad que reinaba; todo le indicó que o bien un cambio radical de
la decoración de la casa se estaba produciendo, o que una mudanza precipitada
se estaba llevando a cabo.
Anselmo se dirigió hacia la salita donde sabía encontraría a Pedro, y al
entrar, éste estaba mirando por una ventana, que daba a la parte posterior de la
casa, mientras que Klaus, arrodillado ante la chimenea, se ocupaba en quemar
algunos documentos y papeles. Al escuchar el saludo de Anselmo, Pedro se giró
lentamente.
—Me alegro de verte, Anselmo. Llegas en el momento preciso. Como
puedes ver estamos cerrando temas —dijo el húngaro, mientras hacía un
amplio ademán con su mano, en la que lucía su sempiterno cigarrillo. Anselmo
entendió el eufemismo de Pedro: aquello era una huida en toda regla.
Klaus, como si de un pirómano se tratase, seguía introduciendo papeles en
la chimenea a un ritmo acelerado. De vez en cuando, se detenía para mirar
fijamente cómo los documentos se convertían en cenizas. Por la puerta abierta,
que daba al vestíbulo, Anselmo también percibía el trajín de cajas y objetos que
varios empleados cargaban en coches. Todos los diálogos eran en ruso, por lo
que Anselmo no alcanzaba a entender gran cosa.
—Nos queda pendiente un último encargo, Anselmo. Ya sabes que no me
gusta dejar nada inacabado. Ahora, cuando Klaus termine, nos iremos a visitar
a varios antiguos amigos. Habrás adivinado que nos vamos de viaje, y por eso
antes hemos de despedirnos. No sería correcto marchar sin hacerlo, por encima
de todo deben mantenerse las buenas costumbres.
El tono que utilizó Pedro, entre cáustico y mordaz, le hizo presuponer a
Anselmo que esa noche volvería a ser testigo, sino protagonista, de algún acto
trágico. No acababa de entender la mentalidad de Pedro, todo estaba perdido y,
sin embargo, él seguía actuando como si nada pasase. Con toda seguridad, la
orden de desalojo la habría recibido a instancias de sus superiores, pero hasta el
último momento que su prudencia le aconsejase, Pedro seguiría con su

338
Teo García La partida

metódica labor de la eliminación de sus adversarios.


Klaus, incorporándose, indicó que había finalizado su tarea.
—Podemos marchar —dijo Pedro, que antes de salir del pequeño salón
abrió un cajón para coger una pistola. Anselmo nunca le había visto armado, y
ese gesto le causó una cierta inquietud. Al salir a la gélida noche, Anselmo notó
como el contraste de temperatura, con el caldeado ambiente del interior,
golpeaba su cara. Un breve ramalazo de miedo le recorrió el cuerpo, y esperó
que esa noche lo único que le golpeara fuera el frío. En el exterior, cuatro
individuos más, dentro de un coche, les estaban esperando. Al llegar al vehículo
que los llevaría con destino desconocido, al menos para Anselmo, Klaus le
indicó que condujera él. Esto también sirvió para intranquilizar más a Anselmo,
ya que tendría sus manos ocupadas, y si algo estaban tramando no podría
defenderse.
—Bien, ¿adónde vamos? —preguntó Anselmo, sin dejar entrever el
nerviosismo que sentía.
—Ve hacia el puerto. Hoy hace una noche perfecta para un pequeño paseo
en barca. Nos están esperando en el barco Villa de Madrid —respondió Pedro.
La mención del barco prisión no le fue muy útil a Anselmo para adivinar lo
que iba a pasar. Las calles de Barcelona permanecían solitarias y desiertas.
Todos sus habitantes se habían recluido en sus casas, a la espera de los
acontecimientos que ya intuían muy próximos. El gobierno de la nación, así
como el resto de políticos regionales, también había abandonado la ciudad, en
algún caso con tanta antelación, que los ciudadanos se sintieron engañados.
Anselmo intentaba fijarse en los detalles del paisaje urbano, pero le costaba
concentrarse.
—Me gusta esta ciudad: tan lineal, ordenada, abierta al mar, con un clima
magnífico, cosmopolita, pero también tan típica. Eres afortunado de vivir aquí
—dijo Pedro.
—Eso creo. —Fue la escueta respuesta de Anselmo, que mientras conducía
intentaba vigilar a Pedro por el espejo retrovisor.
—Yo he viajado mucho, creo que demasiado, pero también es el tipo de
vida que yo mismo he escogido. Como habrás adivinado, hoy nos tocará viajar
otra vez. Mañana ya estaremos en Francia, y luego, quién sabe. Eres un hombre
con posibilidades, ¿no te gustaría venirte con nosotros? —preguntó Pedro.
La pregunta, tan directa, pilló por sorpresa a Anselmo, que nunca se
hubiera planteado algo así. Lo más lejos que había estado de Barcelona fue en
Burgos, durante su corta luna de miel, ya entonces, el viaje le había parecido
largo, las diferencias entre un lugar y otro, abismales, pero no supo qué
responder, y optó por seguir callado.
—Comprendo que dudes, es normal. Tú has nacido aquí, te has criado,
pero piensa que ahora no tienes nada que te ate a esta ciudad. Sólo un montón
de recuerdos, que estoy seguro te apesadumbran, en vez de mitigar tu dolor. El
mundo va a resultar muy interesante dentro de poco, pero me temo que tu

339
Teo García La partida

España va a volver a la época de la Inquisición. Entre vuestra forma de ser y la


nula inteligencia que siempre han tenido los políticos españoles, vais a necesitar
más de dos siglos para poder hablar de todo lo sucedido. Es curioso que lo diga
yo, pero lo mejor que os podía pasar es que viváis bajo una dictadura. Siempre
habéis demostrado que es un estado al que os acostumbráis con una rapidez
asombrosa. Los españoles presumís de vuestro individualismo, pero en
realidad sois como borregos, que como más a gusto y seguros se sienten es en
un rebaño y con un pastor —dijo Pedro.
Anselmo escuchaba en silencio, compartiendo parte del claro mensaje del
húngaro.
—No tengo miedo a quedarme, ni a lo que me pueda pasar —respondió.
—Me alegro, Anselmo, ésa es la principal señal de que un hombre se ha
convertido en libre: no tener miedo a nada. No quisiera alarmarte, pero no creo
que te resulte seguro ni conveniente quedarte aquí. Recuerda que hemos hecho
cosas que muchas personas no entenderán. Ahora ha llegado la hora del ajuste
de cuentas para los ganadores, y cuando eso ocurre, y te lo digo por
experiencia, no existen muchos miramientos ni ganas de escuchar explicaciones.
Si viajas con nosotros, mañana, no tendrás ningún problema en atravesar la
frontera. Llevamos preparados pasaportes diplomáticos, y tengo unos cuantos
en blanco. Nadie hará preguntas ni querrá saber. Parece mentira lo que un
simple papel puede conseguir. Piénsatelo, aún tienes algunas horas por delante,
pero si decides quedarte será por tu cuenta y riesgo —avisó Pedro.
Anselmo no dijo nada: sabía a lo que se enfrentaría quedándose en
Barcelona; sería detenido, y como agente del SIM, no podía esperar muchas
delicadezas. Después de la charla con Pedro, y algo más tranquilo, siguió
conduciendo el coche hasta la Puerta de la Paz, ante la estatua de Colón.
Cuando llegaron, bajaron de los vehículos, pero en la pequeña embarcación que
les estaba esperando sólo subirían ellos tres; quedándose el resto justo a los
coches y un camión que también había llegado. Klaus, antes de partir, abrió el
maletero del que extrajo un fusil ametrallador. Al subir a bordo del esquife, el
peso de sus ocupantes generó una pequeña oscilación que incomodó a
Anselmo. La baja temperatura hacía que el agua del mar permaneciera
especialmente tranquila, parecía que iban navegando sobre una balsa de aceite.
El monótono ronroneo del motor del bote, pilotado por un marinero, era el
único sonido que podía percibirse. Anselmo, ahora, ya volvió a preocuparse.
Sabía que le estaba esperando, una vez más, la larga y estrecha escalera colgada
en la amura del barco prisión, y cuando comenzó a subir cada peldaño,
cuidadosamente, sin mirar ni a los lados ni hacia abajo, sintió el cosquilleo del
vértigo, que no le impidió seguir ascendiendo. Al llegar a la cubierta, uno de los
responsables saludó, parecía que ya estaba al corriente de la visita que se iba a
producir, y Pedro, entregándole lo que resultó ser una lista, se limitó a indicar
que venían a buscar a las personas allí señaladas.
Al cabo de unos minutos, comenzaron a traer a algunos de los detenidos.

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Teo García La partida

Desde las cubiertas inferiores, un murmullo, que aumentaba por momentos,


señalaba la indignación que entre el resto de los presos despertaba ese tipo de
acciones, y alguno, más atrevido, tenía el arrojo de gritar consignas religiosas o
políticas, o lo que era peor, una mezcla de ambas, que en la negrura de la noche
sonaban a desesperación y tragedia. Conforme fueron llegando las personas
solicitadas, Anselmo vio que alguna cara le resultaba familiar. Empezó a prestar
más atención, reconociendo a la madre de Esperanza, así como a alguna otra
persona a la que había interrogado. Por lo que él conocía, varias de ellas se
habían avenido a colaborar con Pedro, y en varios casos, su colaboración se
había traducido en éxitos en la represión contra las redes de espionaje fascistas.
Anselmo pensó, por un momento, que iban a ser liberadas como premio por su
ayuda y predisposición, pero este pensamiento se difuminó rápidamente. Uno
de los detenidos, al llegar a la altura de Pedro, se plantó ante él y le estuvo
mirando con insistencia.
—Usted me prometió que si colaboraba no me iba a pasar nada a mí ni a mi
hermano. Recuérdelo, por favor —imploró el hombre.
Pedro le escuchó, y luego hizo un gesto dirigido a Klaus, con el que el
austriaco entendió cuál debía ser su cometido. Soltó un brutal culatazo en la
cara del individuo, que le hizo caer sobre la madera de la cubierta, aturdido, y
con uno de sus pómulos hundido.
—Es cierto, tu hermano, me olvidaba de tu hermano. Añada a la lista a otro
preso de apellido Munt, el nombre se lo dirá él —dijo Pedro, al responsable del
barco, con la misma despreocupación que alguien demuestra ante un olvido a la
hora de realizar la compra. Siguieron llegando las personas reclamadas, hasta
que otra también hizo que Anselmo recordase tiempos anteriores. Un joven,
atado de manos, con un aspecto sucio y ropas casi andrajosas, que sin duda
alguna estarían llenas de piojos, mantenía una cierta altivez que le permitía
destacar sobre el grupo. Se trataba de Jorge Suñol, aquel chico que detuvo, con
su compañero Paco, en las vísperas del alzamiento. Habían pasado sólo tres
años, pero el aspecto físico del joven denotaba una diferente forma de mesurar
el tiempo en lugares como aquél. Cuando el último prisionero llegó, Anselmo
pudo contar su número. Allí, concentradas, había 21 personas con un negro
futuro por delante. Pedro dio instrucciones para que fueran trasladados a tierra
en el menor tiempo posible. Para dichos menesteres, siempre se empleaba una
barca algo más grande, que permanecía atracada en uno de los costados del
barco. Pedro y el resto descendieron por las empinadas escaleras hasta llegar al
bote, dirigiéndose de nuevo al puerto. Ya en tierra firme, todos intentaron
acortar la espera fumando. Dentro del camión, que había llegado, aguardaban
cuatro hombres más.
—Qué, Anselmo, ¿has pensado algo sobre lo que te he comentado? —
preguntó Pedro.
—A mí me cuesta mucho adaptarme a nuevos lugares —dijo Anselmo, a
modo de excusa.

341
Teo García La partida

—No te creas eso que explican sobre los trenes y la vida. Los trenes siempre
pasan por nuestras vidas, no sólo hay uno, pasan varios, lo que ocurre es que
unos vale la pena cogerlos y otros no; pero está bien, no te insistiré más. Sé que
cuando tomas una decisión es difícil que la cambies. En cierta forma, me das
envidia, Anselmo, estás demostrando que eres el único dueño de tu destino, o
lo serás, hasta que lleguen los otros.
Las charlas con Pedro casi siempre le resultaban algo pesadas, por eso
agradeció que la llegada de los prisioneros acabase con ésta. Los detenidos
fueron descendiendo de la barca para, sin más preámbulos, subir en el camión.
En varios de ellos se podía percibir el miedo visceral que emanaba de la
ignorancia o incerteza más absoluta al respecto de la propia existencia. Cuando
todos ellos hubieron subido, se cerró la portezuela posterior del camión, y un
toldo acabó de ocultar a sus asustados pasajeros al resto de la gente.
Anselmo sentía curiosidad por saber cuál sería el próximo destino, y en
cuanto ocupó su puesto al volante del coche, tuvo la respuesta.
—Ve delante del camión. Vamos al Garraf. Klaus te indicará el punto exacto
—dijo Pedro.
Anselmo enfiló la Gran Vía, para poco a poco ir dejando atrás las calles de
Barcelona. En esa ocasión, y para su propia sorpresa, fue Anselmo quien
comenzó a hablar.
—¿Estos son los amigos de los que debemos despedirnos? —preguntó,
utilizando la misma expresión que Pedro.
—Sí, pero no tengo muy claro quién se despide de quién. Si ellos de
nosotros, o nosotros de ellos. El caso es que se trata de una despedida, y estas
cosas siempre son tristes —dijo Pedro, finalizando la frase con un chasquear de
sus labios.
—¿Van a morir? —preguntó de nuevo Anselmo. Klaus le miró, algo
incómodo por la insistencia de su compañero.
—Eso seguro. Un día u otro todos moriremos. Lo que ocurre es que para
ellos ese día ya ha llegado. ¿Escrúpulos de última hora, Anselmo? —quiso saber
Pedro.
—No. Lo triste es que cada vez me quedan menos remilgos.
—Eso es bueno. Estás demostrando una de las mayores virtudes del ser
humano: la capacidad de adaptación al medio y a las circunstancias. Sigo
pensando que tienes muchas posibilidades.
Anselmo decidió finalizar sus preguntas, ya que la tenue luz que emitían
los focos del coche, parcialmente tapados, le obligaba a una concentración
suplementaria en la sinuosa carretera de las costas del Garraf. De vez en
cuando, se cruzaban con algún vehículo que transportaba tropas o pertrechos
en dirección a Barcelona. Con la suficiente antelación, Klaus indicó un camino
de tierra que conducía hacia una pequeña cala. Lentamente, los tres vehículos
iniciaron un descenso algo complicado. La pendiente, los baches y el estado
general del firme, obligaban a los ocupantes a cogerse a unos pequeños asideros

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Teo García La partida

que colgaban del techo. Al doblar una curva, después de un pequeño bosque, ya
pudo verse el mar. Klaus señaló a Anselmo un lugar donde debía parar el
coche. Cuando bajaron, de los otros vehículos también descendieron sus
ocupantes. Klaus volvió a coger la ametralladora, pero esta vez también le
entregó una a Anselmo. La patética cadena de presos fue obligada a caminar
hasta la arena de la escondida playa. El reflejo de la luna sobre el agua del mar
era toda la iluminación del lugar. Anselmo volvió a fijarse en Jorge Suñol.
Seguía ofreciendo una imagen digna y serena, que resultaba llamativa en
alguien con su juventud. Sintió un repentino impulso de tranquilizar al joven,
pero era evidente que no lo necesitaba.
—Tú y yo nos conocemos —dijo, a modo de introducción. El joven miró a
Anselmo con la ignorancia reflejada en su rostro.
—En julio del 36, fui yo quien te detuvo en casa de tus padres, ¿lo
recuerdas?
Tras prestar más atención a la cara de Anselmo, asintió.
—Ahora sí te recuerdo. Luego tú y tu compañero me medisteis las costillas
con mucho interés.
Anselmo no pudo reprimir una ligera sonrisa, ante la expresión utilizada
como sinónimo de las palizas que recibió el muchacho. Siguieron caminando,
pero Anselmo quiso mostrarse agradable.
—¿Y dónde has estado todo este tiempo?
—Primero en la cárcel Modelo, luego en un barco, después en un campo de
concentración, cerca de Gratallops, otra vez en el barco, y ahora vengo a morir
aquí —explicó el muchacho, con una frialdad que consternaba—. Y ahora, si me
disculpas, no tengo muchas ganas de cháchara.
Anselmo se quedó quieto, viendo como el grupo era conducido hasta el
borde del mar. Allí los detenidos fueron agrupados para poder concentrar
mejor los disparos que iban a terminar con todos ellos. Klaus ponía especial
énfasis en la colocación, como si en vez de una ejecución masiva fuera a realizar
una fotografía conmemorativa. Pedro se quedó en un segundo plano,
contemplando la escena. No demostraba sentimiento alguno, ni de agrado ni de
repulsión, simplemente miraba. Anselmo ya había llegado también a su lugar e
imitó al resto de sus compañeros. Comprobó el cargador del arma, accionó la
palanca para que la primera bala fuera introducida en la recámara y esperó. En
el grupo de prisioneros comenzaron a producirse todo tipo de reacciones. Unos
estaban llorando, con mayor o menor disimulo, otros decidieron colocarse de
rodillas, seguramente porque sus piernas flaqueaban, aunque entre ellos
también había varios que buscaban sus últimas fuerzas en las oraciones. El
joven Suñol y tres más se mantuvieron firmes, tiesos, desafiantes, mirando a sus
verdugos con una insolencia digna de admiración, que intentaba decir que
acabarían con sus vidas, en algún caso cortas vidas, pero no con su dignidad.
Varios se pusieron de espaldas al pelotón de fusilamiento mirando al mar,
porque ésa era la última visión que querían tener de este mundo, o bien al

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Teo García La partida

adolecer del valor suficiente para encarar la muerte próxima de frente. Pedro
seguía mirando como si estudiara los diferentes comportamientos del ser
humano ante una situación tan extrema. Klaus y dos de sus compañeros
dejaron al grupo más o menos cohesionado, y junto con los demás se pusieron
frente a ellos. Anselmo levantó su arma apuntando al bulto. Su dedo índice ya
estaba en contacto con el gatillo, y sabía que bastaba un ligero aumento de la
presión para que el fusil comenzara su fatídica melodía. Anselmo dudaba sobre
si cerrar los ojos, pero el grupo de figuras negras y desdibujadas captaba su
atención. Klaus se volvió ligeramente, esperando la señal de Pedro, que se
produjo con un leve gesto de su mano. Justo antes de que las detonaciones
rompieran el sonido de la noche, y acallaran el batir de las olas, varios de los
prisioneros comenzaron a cantar y lanzar vivas a España, gesto este que
Anselmo no entendió, ya que todos los allí reunidos estaban defendiendo a la
misma España, pero con diferentes ideales. El primer disparo sirvió para que el
resto de armas comenzaran su tableteo mortífero. Anselmo disparaba
mecánicamente, moviendo su arma en abanico y balanceándose por el retroceso
de la culata. Los cuerpos se derrumbaban sobre la arena con bruscos
aspavientos, mientras los gritos patrióticos se convertían en chillidos, y la
dignidad de las personas en cadáveres caídos que, en algún caso, seguían
recibiendo impactos de bala. Los fogonazos de las armas iluminaban el
horripilante cuadro creando una imagen espectral y cruel. Uno a uno, los fusiles
agotaron su munición, y cuando el silencio de las armas se produjo, el rumor de
las olas continuaba con su monótono sonido, mientras el olor a pólvora
impregnaba el ambiente. Algún gemido, o respiración dificultosa, podía
percibirse con nitidez. Movimientos convulsos sobresalían del grupo de
cuerpos caídos. Nadie esperó orden alguna, sabían perfectamente cuál era su
próximo cometido. Anselmo desenfundó su pistola, y junto a Klaus, estuvieron
paseando entre esa particular cosecha de muerte rematando a los moribundos.
Anselmo reconoció de nuevo al joven Suñol, que estaba cosido a balazos, pero
en el cuál la vida porfiaba por no abandonar su cuerpo. Una respiración honda,
pausada, junto a un ligero movimiento de su cabeza, y sus ojos parcialmente
abiertos, con un leve brillo de vida en sus pupilas, indicaba que aún tardaría en
morir. Anselmo le apuntó a la cabeza, pero antes de disparar miró fijamente el
cuerpo caído, vislumbrando en los labios del muchacho una sonrisa todavía
desafiante. Efectuó dos disparos que acabaron con la vida y la agraciada
fisonomía del joven. Anselmo, mientras enfundaba su pistola, se dio cuenta de
que era el único que permanecía entre los cadáveres. El resto de sus
compañeros le estaban mirando expectantes. Anselmo regresó junto a ellos, con
sus pies hundiéndose en la arena, con un caminar dificultoso que le hacía sentir
ridículo. Un cansancio plomizo atenazaba su mente.
—¿Has terminado ya? —preguntó Pedro.
Anselmo no quiso contestar, encaminándose al coche, pero al pasar junto a
Klaus, éste, en un gesto nada habitual de simpatía, le ofreció una petaca.

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Teo García La partida

Anselmo no dudó, y bebió un largo trago de lo que resultó ser vodka. La


graduación del líquido le resultó reconfortante.
Cuando se sentó en el coche, notó como la mano de Pedro se posaba sobre
su hombro.
—Son cosas que hay que hacer, Anselmo, alguien tiene que ocuparse de
este tipo de trabajo. Por desgracia, nos ha tocado a nosotros.
El chasquido del encendedor de Pedro indicó que comenzaría a fumar en
silencio durante un prolongado tiempo. La velocidad de regreso a Barcelona fue
mayor, en parte por la hora, pero también para alejarse de aquel lugar con la
mayor celeridad.
Al llegar a la casa de la calle Muntaner, el lugar evidenciaba ya un estado
de abandono. Quedaba gran parte del mobiliario, con los cajones abiertos, y un
desorden nada habitual en aquella mansión. Algunos de los cuadros habían
desaparecido, junto con otros elementos ornamentales de cierto valor. Pedro,
seguido por Klaus y Anselmo, entró en lo que antes había sido su despacho. Se
dirigió hacia una caja fuerte, disimulada detrás de unos libros falsos, y comenzó
a sacar su contenido para introducirlo en una cartera de mano. Anselmo miraba
sin mucho interés, pero observó que gran parte del contenido de la caja de
caudales eran fajos de billetes. Lo último que extrajo Pedro fue una carpeta de
color sepia, que dudó si introducir en la cartera. La estuvo mirando un buen
rato, sin abrirla, sopesando su contenido. Con voz enérgica y autoritaria
pronunció el nombre de Klaus, añadiendo una pequeña frase en alemán, que
significaba que abandonase la habitación. El austriaco, con su espíritu de
lacayo, no dudó ni un ápice en cumplir la orden. Pedro, con un amable gesto de
su mano, indicó a Anselmo que se acercara a la mesa.
—Sé que hay un tema que te ronda por la cabeza, me consta que has
seguido haciendo preguntas, conozco que en los interrogatorios has sido muy
insistente sobre eso, y que yo recuerde, no he dado ninguna instrucción
específica; es más, no creo haber vuelto a tratar ese tema. Posiblemente esto te
ayude a entender mejor, y el entendimiento suele traer la tranquilidad —dijo
Pedro, lanzando la carpeta sobre la mesa.
Anselmo, dubitativamente, alargó su mano para coger el cartapacio, pero
con una mirada interrogó a Pedro sobre la conveniencia de proceder a su
apertura. Éste se limitó a sonreír y a inclinar su cabeza. Cuando Anselmo abrió
la portada, su cara fue el vivo reflejo de la estupefacción hecha expresión. No
acertó a decir nada, alternaba miradas entre la carpeta y la cara de Pedro, que
de forma despreocupada, procedía a encender uno de sus cigarrillos. Anselmo,
anonadado, miraba con sus ojos clavados en el contenido. Lo primero que pudo
ver fue una fotografía de Perico, que le contemplaba con ese porte innato y su
autoridad natural. Después, conforme fue pasando las páginas, se encontró con
una relación de encuentros, citas, visitas, contactos, informes varios y así en una
larga lista, que demostraba un conocimiento y control exhaustivo de la persona.
—Es lo mejor de la vida, las sorpresas —dijo Pedro, que consciente de ser el

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Teo García La partida

centro de atención siguió hablando—. Lo más interesante está al final, apareces


tú.
Hizo una pausa para aumentar el desconcierto de Anselmo. Pedro seguía
siendo una persona que disfrutaba con el dolor y el poder sobre sus semejantes,
manifestado en cualquiera de sus vertientes.
—No debes preocuparte, sabemos que tú no tienes nada que ver con las
historias de tu amigo —dijo Pedro, para tranquilizarle—. Pero... ¿a qué has
sentido miedo, Anselmo? Tal como hemos hablado antes, es difícil que un
hombre lo pierda del todo. Yo todavía actúo, en muchas ocasiones, preso de mis
temores más íntimos; pero sé que eso algún día cambiará. Por este motivo no te
he creído antes cuando me has dicho que ya no tienes miedo a nada.
—Siempre lo habéis sabido, ¿no es cierto? —dijo Anselmo.
—No. Al principio estábamos perdidos, pero luego, conforme fuimos
investigando, llegamos a la conclusión, aunque parezca increíble, de que sus
intereses y los nuestros convergían. Entenderás que no puedo explicarte todos
los detalles, eso son cosas que deben permanecer ocultas, al menos, durante
muchos años, pero si vives lo suficiente, ya verás como algún día un historiador
metomentodo saca a la luz esta paradoja. Sí puedo decirte que al igual que los
fascistas tienen aquí topos y espías, nosotros también los tenemos allí. Este
trabajo no consiste sólo en averiguar, sino también en engañar, disimular y
camuflar.
—Y las persecuciones, trampas y todo lo que hemos hecho para intentar
atraparle, ¿qué han sido? ¿Una patraña?
—Al principio no, ya te lo he dicho. Pero era conveniente que Ricardo, o
Perico, como tú quieras llamarle, estuviera convencido de que estaba siendo
vigilado, seguido, que no podía moverse libremente. El exceso de facilidades
desconcierta a un espía, no lo olvides. Ocurre algo parecido con las mujeres,
cuanto más difícil te lo ponen más interés te generan. Si se acuesta contigo el
primer día que la conoces pensarás que es una puta, que actúa siempre igual
con todos los hombres, y acabarás menospreciándola y desconfiando. Las
informaciones que Ricardo podía obtener eran muy limitadas, no ocupaba
ningún cargo de responsabilidad. Su misión era otra muy distinta y,
casualmente, también era la nuestra. Créeme si te digo que nos ha facilitado
mucho el trabajo que teníamos que hacer en España. No creo que un agente
nuestro lo hubiera hecho mejor. Estoy por proponerle para recibir una
condecoración rusa —dijo Pedro, en un nuevo rasgo de su peculiar sentido del
humor.
—¿Y para eso ha sido necesario tanto interrogatorio, muerte y dolor?
—Anselmo, tú no tienes talento suficiente para entender estas cosas. No por
incapacidad, sino por inexperiencia. Cuando nosotros eliminamos, detenemos o
interrogamos a alguien, sabemos que lo que ocurre siempre llega a oídos del
contrario, y debemos hacerlo de forma que sea creíble. Cualquier organización
formada por hombres está sujeta a las virtudes y defectos de los humanos, a sus

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Teo García La partida

creencias o ideologías. No podemos impedirlo, pero sí aprovecharlo. Ellos


actúan igual con nosotros, esto es una partida con cartas marcadas, todos
hacemos trampas. ¿Lo entiendes?
—¿Y lo de esta noche, qué ha sido? —preguntó Anselmo.
—Son lances del juego, avisos que nos enviamos. Ellos nos lo devolverán en
otro sitio. No te quepa la menor duda. Hasta en las situaciones más dramáticas
de la humanidad existe un equilibrio universal que nunca debe ser
quebrantado, podemos hacer nuestros más y menos, pero ese equilibrio es algo
sagrado que debe preservarse por el bien de todos.
—Creo que lo entendería mejor si supiera toda la historia —dijo Anselmo.
—Estoy convencido de ello, pero nadie tiene el conocimiento pleno. A mí
sólo me explican la parte que consideran necesaria para motivarme. Cuando
alguien lo sabe todo en este negocio, lo más fácil es que acabe siendo una
persona incómoda, que cualquiera de los dos bandos pugnará por eliminar, y
me parece que tú, quedándote aquí, ya lo tienes bastante difícil. En el otro lado
piensan de la misma forma. ¿Por qué crees que murió el general Mola en aquel
accidente de aviación?, sencillamente por saberlo todo. Dentro de nuestra
rivalidad, son favores que nos hacemos los unos a los otros, y al equilibrio del
que antes te he hablado.
Anselmo no se había recuperado de la sorpresa, parecía que todos
formaban parte de una compañía de marionetas, cuyos hilos eran movidos por
unos escogidos. Esa sensación de asco hacia el poder, los políticos, los intereses
que defendían y todo lo que representaban, le volvió a la boca con un regusto
agrio.
—Escuece enfrentarse a la verdad. Nunca te había visto tan sorprendido.
Me alegra que no hayas perdido esa capacidad —dijo Pedro.
Anselmo seguía realizando un esfuerzo de entendimiento, pero no lo
conseguía.
—Aquí está todo sobre Ricardo. ¿Por qué no lo hemos detenido?
—¿Para qué, Anselmo? Vuelvo a decirte que nos ha sido muy útil. Si no
hubiera escapado en el último momento, ahora estaría tirado en una playa del
Garraf, pero no me incomoda en absoluto que se haya largado. Él tenía que
llevar a cabo una misión que también era la nuestra, por eso nos hemos limitado
a montarle el decorado para que tuviera credibilidad para sí mismo. Ricardo ha
sido un medio que nos ha permitido alcanzar nuestros objetivos: hemos
ganado, el juego terminó.
Anselmo escuchaba las palabras con atención, pero no acaba de entender
todo su significado, y en su rostro se adivinaba la necesidad de obtener más
respuestas.
—No me gusta verte tan perdido —dijo Pedro, acercándose un poco más—.
El vivir es una continua lucha, debes tenerlo presente. Luchamos contra otros,
contra nosotros mismos, contra nuestros miedos, aciertos y fracasos. La vida no
se rige por un principio de humanidad, ni de bondad o maldad siquiera, sino

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Teo García La partida

por el de victoria y derrota. Sencillo y complicado a la vez, pero así es, Anselmo.
Si te diera todas las respuestas que tú quieres, seguirías sin entenderlo. Muy a
menudo, las certidumbres que buscamos están en nuestras propias preguntas y
en aquello que nos genera dudas.
Anselmo necesitaba sentarse, pero la ausencia de mobiliario hizo que
tuviera que apoyarse contra la chimenea.
—Entonces, ¿para qué hemos luchado?, ¿qué hemos defendido? Necesito la
verdad —suplicó Anselmo.
Pedro le miraba con ojos compasivos, ya que le había tomado un cierto
aprecio, algo muy raro en él, y sabía lo que estaba pasando por la cabeza de
Anselmo. Él, hacía ya muchos años, también tuvo dudas que requerían una
respuesta, pero luego, con el transcurrir del tiempo, se dio cuenta de que lo más
fácil era adoptar una postura agnóstica ante la vida, y no empeñarse en buscar
explicaciones a todo lo que sucedía.
—Anselmo, lo más práctico es pensar que hemos luchado porque nos ha
tocado vivir esta época, no busques aclaraciones inútiles. Debes pensar que a los
hombres sólo se nos concede el poder de buscar la verdad, y siempre la
buscaremos en función de nuestros intereses y ansias, pero, más tarde, si
tenemos la suerte de encontrar algo parecido a la verdad, lo que haremos será
convertirla en una de las putas más tiradas y utilizadas, con lo cual lo único que
habremos conseguido es que se convierta en mentira. Hay cosas que nunca
cambiarán. Nosotros ya hará años que estaremos muertos y podridos, y nadie
nos recordará, pero esta inmensa balsa de mierda que es el mundo no habrá
cambiado, y si lo hiciera, siempre será a peor. Es cuestión de amoldarse y seguir
viviendo.
Anselmo no lograba captar el significado de las palabras que escuchaba.
Sus recuerdos acudieron de forma brusca a su mente, hiriendo su estado de
ánimo.
—¿Me permites? —preguntó Pedro, alargando su brazo, como forma de
reclamar la posesión de la carpeta. Anselmo se la entregó, viendo como el
húngaro se dirigía hacia la chimenea. Pedro, con su mechero, prendió fuego al
expediente, y con ligeros movimientos avivó las llamas que fueron
consumiendo los papeles. Anselmo contemplaba, con cara incrédula, como la
carpeta con su historia se quemaba por segundos. Pedro se incorporó,
limpiándose con un pañuelo unas pequeñas manchas de ceniza.
—Anselmo, para lograr entenderlo debes cambiar la óptica de observación.
Lo que ha pasado en tu país no es una vulgar guerra como siempre ha habido y
siempre habrá. Tampoco es una lucha de ideologías, eso queda para los simples.
Ha sido una partida por el poder, por la influencia, un prólogo de lo
verdaderamente importante, que es el reparto del mundo. Dentro de pocos
meses lo entenderás, y entonces te acordarás de mí y de lo que hemos hablado.
Todo lo que nosotros hemos tenido que hacer es tangencial, accesorio en esta
historia que nos ha tocado vivir. No te culpes por nada. Tú y yo somos meros

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Teo García La partida

instrumentos, tan sencillo como eso. Sé que por medio ha habido muertos,
demasiados, pero debes olvidarlos. Ellos siempre permanecen en nuestros
recuerdos, o en la conciencia de aquellos que la tienen, pero la vida cotidiana
nos pertenece a los vivos.
Anselmo, al escuchar las últimas palabras, notó un lacerante dolor en lo
más íntimo de su ser. Recordó a su familia perdida, y la simplista opinión de
Pedro le pareció abominable.
Unos prudentes golpes en la puerta sirvieron de recordatorio a Pedro de
que debía marchar, pero antes se aseguró de que todos los papeles habían sido
destruidos y resultaban irreconocibles. Satisfecho con el resultado de su
comprobación, cerró la cartera y la asió con fuerza.
—En fin, Anselmo, no voy a insistirte. Creo que sería mejor que vinieras
con nosotros, pero sé cómo sois los españoles de orgullosos y obstinados. En el
garaje te dejo un coche, haz con él lo que consideres oportuno. Que tengas
suerte, la necesitarás —deseó Pedro.
Después de la breve despedida, el húngaro abandonó la salita para subir en
el vehículo donde Klaus ya estaba situado al volante, pero no miró hacia atrás.
Anselmo le siguió hasta el exterior de la puerta principal, y al fijarse en su
presencia, el austriaco estuvo observando a Anselmo fijamente. Ese gesto
quedaba muy lejos de la famosa cortesía y educación vienesas, pero era lo
máximo que Klaus podría demostrar. El vehículo arrancó, perdiéndose de vista
en la noche barcelonesa. Anselmo sintió, de forma brusca, un terrible cansancio.
Había sido una noche larga y llena de contenido. Un profundo sopor comenzó a
hacer mella en él, y consideró que debería irse de allí; sería lo más seguro. Si las
tropas fascistas entraban en Barcelona en las próximas horas, como estaba
previsto, ese lugar sería uno de los primeros en ser visitados. Volvió al interior
de la casa buscando algo de bebida, y tal como supuso, encontró una botella de
coñac en el despacho de Pedro. El cansancio cada vez le pesaba más. Recordó
que llevaba su pistola al cinto, pero ahora ya no la iba a necesitar, por lo que la
arrojó a un rincón de la estancia junto con las esposas. Decidió que lo mejor
sería ir al garaje del Parque Móvil, donde, con un poco de suerte, encontraría a
alguno de sus antiguos compañeros, que llegado el caso le podrían ayudar.
Subió en el coche que había quedado, y en un corto trayecto llegó a su destino.
Comenzaba a amanecer, y algunas personas se habían atrevido a salir a las
calles. Circulaban tímidamente, con miedo y respeto, pero se palpaba que todos
esperaban que algo ocurriese. Anselmo, al llegar al aparcamiento, vio que
aquello también estaba desierto; o sus compañeros habían huido, o bien
estarían escondidos. Anselmo recordó algunos de los sofás que había en los
pisos superiores, y pensó que serían el lugar adecuado para conciliar un sueño
reparador que necesitaba: estaba al borde del agotamiento.
Cuando intentó llamar al ascensor, después de repetidos intentos pulsando
el botón de llamada, tuvo que reconocer que no funcionaba. Lo que menos
necesitaba ahora eran cuatro pisos subidos por las escaleras, por lo que regresó

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Teo García La partida

al coche y, tras beber dos generosos tragos de licor, se arrellanó en el asiento


posterior donde, casi en el acto, se quedó dormido.
Anselmo tuvo un sueño agitado, nada placentero; su subconsciente le
creaba imágenes fantasmagóricas de los muertos de la playa, de su familia, de
su padre, el cadáver de Clavijo, que le hablaba sin entender él lo que le decía, y
así en una larga sucesión de personajes espectrales; al despertarse sintió alivio.
Unos golpes sordos, que hacía rato percibía, y que creía formaban parte de su
sueño, continuaron repitiéndose con insistencia, a pesar de tener los ojos
abiertos.
Al girarse, lo primero que sintió fue el cegador contraste de la luz que
entraba por la amplia puerta de acceso, y luego la visión de tres siluetas que
golpeaban el cristal de la ventanilla, entre bromas y risas, con el cañón de un
fusil. Anselmo, al fijarse, descubrió que sus uniformes no eran los habituales:
los nacionales ya habían entrado en Barcelona.
Uno de los soldados le hizo señales para que bajara del coche. Las bromas
seguían, pero uno de ellos mantenía cogido el fusil, presto a evitar cualquier
sorpresa desagradable. Al bajar Anselmo, y ver los soldados la botella vacía, las
chanzas aumentaron.
—Así que durmiendo la mona —dijo uno de los soldados, mientras
apuraba el contenido. Anselmo dedujo, por sus uniformes e insignias, que se
trataba de tropas de las columnas de Navarra, dirigidas por el general Yagüe.
Anselmo no dijo nada, pero al mirar su reloj vio que pasaban varios minutos de
las dos de la tarde. Los soldados no manifestaban hostilidad ni agresividad
alguna, y Anselmo se sorprendió de la juventud de algunos, en contraste con las
condecoraciones e insignias de heridas sufridas que lucían. Había sido una
guerra dura para todos.
—¿Y tú quién eres? —preguntó el soldado más joven.
—Soy Anselmo Pardo, policía.
—Hombre, te llamas como mi abuelo —exclamó el joven campechanamente
—. Pues esto ya ha terminado para ti, Anselmo. Nosotros seguiremos hasta la
frontera, pero vosotros ya estáis liberados.
—¿Liberados de qué? —preguntó Anselmo.
—Pues de los rojos, hombre, de los rojos.
Otro de los soldados se acercó y le ofreció un cigarrillo.
—Fuma, rojo, seguro que hace tiempo que no catas uno como éste, es
canario.
Cuando Anselmo inspiró la primera bocanada de humo, sintió un gran
placer. Recordó los pestilentes cigarrillos rusos de Pedro y su aroma hediondo,
pero el que ahora tenía entre sus labios le supo a gloria. Fueron entrando más
soldados que se dedicaban a curiosear por el lugar. La llegada de un
comandante hizo que todos se cuadrasen. Uno de los soldados, que lucía
galones de cabo, dio la novedad.
—A sus órdenes, mi comandante. Hemos ocupado este depósito de

350
Teo García La partida

vehículos y estamos interrogando a este policía.


—¿Policía? —dijo el comandante, mirando con desconfianza a Anselmo—.
Supongo que ya le habéis registrado.
El silencio que se produjo, fue lo bastante gráfico como para que los
soldados se ganasen una pequeña reprimenda.
—¿Siempre os vais a comportar como paletos? La guerra aún no ha
terminado. Registradle y mirar si lleva armas o documentación.
El soldado que antes había ofrecido el cigarrillo se ocupó del cacheo, pero
se comportó más enérgicamente, intentando impresionar a su superior.
Anselmo, como un pelele despojado de su relleno, no opuso ninguna
resistencia.
—No lleva armas, y ésta es su cartera —dijo el cabo, entregándosela al
comandante, que inspeccionó la documentación de Anselmo con mucho
detenimiento.
—Según lo que consta aquí, no parece usted un simple policía —dijo el
militar, de forma inquisitiva.
Anselmo permanecía callado, no sabía qué decir y estaba preparado para
todo. Pensaba que de un momento a otro podían comenzar a maltratarle, o
incluso a matarle.
—Queda usted detenido. Siéntese allí, y no se mueva ni intente nada —dijo
el comandante, señalando el bordillo que daba a la puerta de acceso al
aparcamiento, donde uno de los soldados se situó muy cerca de Anselmo con el
arma a punto.
Anselmo se sentía ridículo en esa pose. Su aspecto, cansado y sucio, no le
permitían poder mantener una apariencia más digna. Seguía estando agotado y
exhausto. Recordó las palabras de Pedro y el ofrecimiento que le hizo de viajar
con ellos, pero ahora no era momento para arrepentimientos, ya que poco se
podía hacer para variar su destino. Anselmo miraba a su alrededor, recordando
tiempos pasados y personas ausentes, buenos, malos y peores momentos,
alegrías y tristezas. Le gustaría volver a dormirse, sabía que el sueño puede ser
una buena forma de evasión. Cerró los ojos y apoyó la cabeza en sus rodillas;
con un poco de suerte conseguiría dormir. En ese estado somnoliento, los
pensamientos seguían fluyendo a su cabeza con terca intensidad, y tuvo la
sensación, de que una vez más en su vida había vuelto a llegar tarde.

351
Capítulo XXVIII

Castillo de Montjuïc, Barcelona / noviembre de 1940

No era el frío lo que provocaba que Anselmo estuviera destemplado, sino la


humedad reinante en su celda, que le calaba hasta los huesos, causándole una
constante sensación de malestar, que a veces confundía con algo de fiebre. El
exceso de tiempo libre favorecía que estuviera pendiente de cualquier mínimo
síntoma que pudiera señalar alguna afección. Le parecía gracioso, que ahora
que faltaban pocas horas para su ejecución, comenzase a vigilar el estado de su
cuerpo. Anselmo nunca se preocupó en exceso por su salud, pero como la
mayoría de los hombres, cuando había estado enfermo se mostró como el peor
de los pacientes.
El tiempo le pasaba con una lentitud exasperante, vacío de contenido y
ausente de estímulos. Los últimos meses de su vida habían seguido una tónica
muy parecida. Durante esa temporada, los únicos momentos en los cuales se
rompía el tedio era cuando le interrogaban, le trasladaban de cárcel o centro de
concentración. Cuando fue detenido por los militares, le dispensaron un trato
duro y firme, pero correcto. Otro tema muy diferente, fue el tratamiento que le
prodigaron los interrogadores falangistas; pero Anselmo no aprendió nada que
él no supiera, ya que el conocimiento de las maldades que el ser humano es
capaz de producir es universal. Las palizas que recibió le habían provocado un
derrame en su ojo derecho, que le ocasionó una pequeña pérdida de visión, y la
rotura de su tabique nasal le dificultaba respirar con normalidad. Sin embargo,
este detalle le resultaba hasta gracioso. Ahora, cuando fumaba y expelía el
humo por la nariz, sólo salía por una de las fosas nasales. A la hora de comer, la
ausencia de algunos de sus dientes, que habían desaparecido a fuerza de
golpes, había convertido lo antes placentero es una pequeña tortura.
Hasta que llegó el momento de su juicio, le estuvieron paseando por
parajes que él conocía muy bien: la casa de la calle Muntaner, La Tamarita, la
playa del Garraf, cuyo recuerdo tenía muy fresco en su memoria, y a otros
lugares similares que él desconocía. Las preguntas siempre solían tener el
mismo objetivo: conocer métodos de actuación, el paradero de alguna otra
Teo García La partida

persona, cómo se desarticularon varias de las redes de espionaje, infiltrados,


topos, y así hasta una relación interminable de temas, muchos de los cuales, él
ignoraba por completo. De todo aquello que guardaba conocimiento, decidió
explicarlo con profusión de detalles y datos. No lo hizo esperando compasión ni
clemencia, ya que conocía que dichos sentimientos son administrados
tacañamente por el vencedor sobre el derrotado. Tampoco escondió, ni quiso
ocultar, su participación en determinados actos de los que fue acusado.
Aquellos que le observaban, quedaron sorprendidos, y también desconcertados,
ante su derroche de sinceridad, ya que no alcanzaban a entender una actitud
semejante. Anselmo consideró que había llegado el momento de quedarse
tranquilo, olvidar las antiguas preocupaciones y dejarse llevar por el cauce de la
propia existencia. Estaba harto de vivir, no de la vida, pero sí de existir. Cuando
el tribunal que le juzgó leyó su sentencia a muerte, los presentes interpretaron
su frialdad como una muestra de valentía. A veces, Anselmo, recordaba ese
preciso momento. El militar que presidía el consejo de guerra estuvo recto,
envarado, leyendo un papel por el que se articulaba de forma legal la
eliminación física de alguien. Sin embargo, Anselmo se entretuvo contando las
filas de baldosas que cubrían el suelo, y le pareció curioso que en un momento
lleno de dramatismo en su vida, él estuviera fijándose en un detalle tan banal y
nimio como ése; aunque, posiblemente, fuera una reacción de su subconsciente,
como forma de mantener un cierto equilibrio mental. Su abogado, un joven
teniente de artillería, se limitó a cubrir el expediente. Según le explicó, el peso
de las pruebas era terminante, y los testimonios prestados concluyentes. Por
más explicaciones y justificaciones legales que el teniente le quisiera aportar,
Anselmo tuvo la impresión de que la sentencia ya era conocida de antemano,
pero le era indiferente: su tren había llegado al final del recorrido, y no deseaba
seguir viajando.
Ahora estaba sentado en el incómodo camastro, donde consumía sus
últimas horas mirando el techo y fumando. Había cenado, y lo hizo con
hambre. Uno de los platos había sido un arenque salado, fuerte, con un chorro
de limón, como a él le gustaba. Sabía que después no tendría que preocuparse
por la sed. Momentos después, le visitó un médico militar para comprobar su
estado de salud, y Anselmo pensó que era una broma de mal gusto, pero lo
cierto fue que le examinó con detenimiento. Le propuso recibir algún
tranquilizante, que Anselmo rechazó, pidiendo a cambio un poco de coñac,
pero la respuesta fue que estaba prohibido el consumo de alcohol en
dependencias militares. De todas formas, en un descuido del carcelero, le alargó
una pequeña petaca que llevaba en su maletín redondeado. Anselmo bebió todo
su contenido con un largo trago, agradeciendo el gesto, y la calidad del licor,
con un chasquear de su lengua. Cuando el galeno abandonó su celda, volvió a
tumbarse en la cama. No quería pensar en su próxima muerte ni en cómo sería,
lo había presenciado en múltiples ocasiones y conocía todos los detalles. Se
esforzó en mantenerse abstraído, ausente de aquel lugar y de los sonidos que le

353
Teo García La partida

rodeaban. El ruido de la llave al ser introducida en la cerradura hizo que


Anselmo mirarse su reloj; aún faltaban varias horas. Asomó uno de sus
guardianes y le hizo un anuncio.
—Pardo, tienes una visita —dijo, con una voz átona, que utilizaba para ese
tipo de avisos.
Al apartarse, hizo su entrada una figura que Anselmo conocía muy bien.
Hacía varios meses que no se veían, pero su imagen era la misma, aunque había
ganado algo de peso.
—Hola, Perico —dijo Anselmo, sin ningún atisbo de sorpresa en su saludo
—. Intuía que si habías logrado sobrevivir, vendrías.
—¿Y eso? —preguntó Perico.
—Siempre eres tan cumplidor, correcto y educado, que das asco —dijo
Anselmo, burlonamente, mientras se sentaba en el borde de la cama. Perico
reconoció la broma implícita en el comentario y sonrió. Estuvo mirando a su
amigo, y pudo reconocer las secuelas que habían dejado en su físico los duros
interrogatorios. No dejó que se percibiera, pero le dolió. Adivinaba por lo que
había pasado Anselmo.
—¿Cómo estás? —preguntó Perico.
—La comida es buena y la cama algo dura. No está mal este hotel.
Perico conocía la tendencia de Anselmo a mostrarse sardónico cuando
estaba incómodo o molesto. Antes de hablar, escogió las palabras con cuidado.
No quería que se pudiera interpretar su visita como un regodeo ante el
derrotado, ni tampoco como un intento de reconciliación. Las posturas de cada
uno de ellos estaban claras y alejadas. Nada ni nadie las podría modificar, y en
su ánimo subyacía la intención de que así fuera.
—¿A qué has venido, a despedirte de un viejo amigo? —preguntó Anselmo.
—No. Como amigos tú y yo hace tiempo que nos dijimos adiós. He venido
por si necesitabas algo.
Las palabras que pronunció Perico fueron como un golpe dado en una
herida todavía sin cicatrizar, ya que Anselmo se sintió dolido por la rapidez con
la había prescindido de su amistad.
—Curioso momento para preocupaciones, ¿no te parece? —dijo Anselmo.
Perico creyó percibir un cierto reproche en esas palabras, pero no quiso
replicar ni enzarzarse en una diatriba entre ellos. Desconocía con exactitud qué
sentimiento le había llevado a presentarse allí, aunque, tal vez, su impulso vino
motivado por su propio egoísmo. Necesitaba cerrar esa parte de su vida, y sabía
que no podría hacerlo sin haber visto de nuevo a Anselmo. De forma
inconsciente, quizás buscaba algún perdón o forma desconocida de remisión,
pero, en cambio, no se sentía culpable ni responsable de sus actos, y seguía
pensando que estaban justificados. Perico miró a Anselmo sin que las palabras
complementasen a sus pensamientos, y un repentino impulso de marchar le
sobrevino.
—¿Ahora tienes miedo? —preguntó Anselmo, adivinando su ánimo.

354
Teo García La partida

—No, no tengo miedo, pero es una situación... extraña.


Anselmo miraba a Perico sin acabar de comprender. Se conocían bien, o al
menos, eso pensaba, a tenor de como habían transcurrido los últimos años.
—La última vez que nos vimos dijiste que me matarías primero —recordó
Anselmo.
—Cierto, pero creo que ahora no es necesario.
—Es evidente, lo harán los tuyos por ti —dijo Anselmo, con un gesto
torcido.
—He intentado ayudarte. He hecho todo lo que estaba en mi mano para
que la pena fuera conmutada por otra, pero las acusaciones eran muy graves,
Anselmo. Nadie podía hacer nada por ti.
Las desnudas paredes de la celda sirvieron como caja de resonancia a la
carcajada que emitió Anselmo.
—Acusaciones, eso son bobadas, Perico, y tú lo sabes. ¿Acaso crees que lo
que has hecho tú es diferente? La única diferencia está en que vosotros habéis
ganado. Los tuyos y los míos, son lo mismo. Tú sabes qué tipo de personajes
son los que dominan toda esta mierda. A ellos, nosotros les importamos un
huevo, somos como un escupitajo en la acera de una calle, y a mí, encima, me
van a pisar. Fíjate bien, lo que tienes delante es un espejo, y estás viendo tu
propia imagen. Cada uno de nosotros intentará justificarse de diferentes formas,
pero estamos hechos de la misma pasta. Vosotros habéis ganado, pero eso no os
otorga la razón. Cada mañana me despierto con los disparos de los
fusilamientos, y sé que ahora nos os vais a detener ante nada. Hace dos
semanas, también fusilasteis a Companys, y luego vendrán muchos más.
Nosotros también hicimos lo mismo aquí con los de tu bando, ¿te das cuenta de
que no somos diferentes?
—Veo que no has entendido nada de lo que ha pasado durante estos años
—dijo Perico.
Anselmo volvió a reír. El mayor conocimiento que tenía sobre lo ocurrido le
hacía sentirse superior y más seguro que su amigo. Dudaba si explicarle la
verdadera esencia de lo sucedido. La última conversación que tuvo con Pedro
volvió a su cabeza, y mientras miraba a Perico, sentía curiosidad por saber la
reacción que tendría al conocer toda la historia. Anselmo seguía sopesando si
debía hablar, cuando tomó la decisión de callar. No entendía qué motivación le
empujó a ello, pero consideró que era mejor así. Ahora poca importancia tenía
relatar unos hechos que ya no podían modificarse, y que lo único que
provocarían sería una reacción de incredulidad en su amigo. Tampoco tenía
muchas ganas de hacerlo, se sentía cansado y harto de las mentiras y falsedades
que le habían rodeado. Anselmo comprendió la existencia de cosas que es mejor
que permanezcan para siempre rodeadas del halo de manipulación y embustes
que las han creado, ya que, por paradójico que resulte, son las más aceptadas y
creídas.
—No, Perico, el que no ha entendido nada eres tú. Sigues pensando en un

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Teo García La partida

mundo de buenos y malos, correcto e incorrecto, justo e injusto, pero cuando


hablamos de hombres, de personas con responsabilidades políticas, sólo hay
dos clases: malos y peores. Me temo, amigo, que nosotros estamos en la
segunda categoría. Ahora, a ti y a mí, sólo nos queda asumir nuestras
responsabilidades, todas; no podemos rechazar unas y aceptar otras,
quedaríamos como mentirosos y sin credibilidad alguna. Dentro de un tiempo
lo verás todo muy diferente, y lo comprenderás, pero entonces te repugnarás a
ti mismo. Mi ventaja es que yo ya he llegado a ese extremo, por eso estoy tan
tranquilo. En cierta forma, me vais a hacer un favor.
Perico siguió con su postura silenciosa, mirando la desafiante cara de
Anselmo, que ladeaba la cabeza para proporcionar una mejor visión a su
maltrecho ojo.
—No he venido aquí para discutir contigo —dijo Perico.
—Tampoco tendrías mucho tiempo. Nunca he entendido esa costumbre de
fusilar al amanecer. Parece que hasta el último día de tu vida te quieran joder, y
por eso te hacen madrugar.
La simple mención de que el tiempo iba pasando, y la hora de cumplir la
sentencia se acercaba, incomodó de forma ostensible a Perico.
—¿Necesitas algo, Anselmo? —preguntó, con fingida despreocupación.
—No. Hace ya tiempo que tengo el equipaje listo. Gracias.
—Siempre es conveniente antes de un viaje, y más si no se sabe cuánto va a
durar.
Anselmo pensó que su amigo iba a lanzarle un mensaje lleno de esperanza
y perdón, basado en sus profundas creencias religiosas.
—Si vas a empezar con sus monsergas de beato hipócrita, santurrón y
meapilas, te las puedes ahorrar. Antes ya ha pasado el cura, y le he dicho lo
mismo —dijo Anselmo, escupiendo cada una de las palabras.
—Todos merecemos ser reconfortados en nuestra hora final —opinó Perico.
—¿Merecer?, ¿quién te has creído que eres para saber lo que yo merezco? Si
tu dios levantara la cabeza, vomitaría viendo lo que hacéis en su nombre —
replicó Anselmo, despechado—. Tú aún piensas que Dios castiga a los malos y
premia a los buenos, ¿a qué sí? Debes empezar a comprender que esto no
funciona de esa manera. Cuanto más hijo de puta y menos escrúpulos tienes,
más tranquilo vives. El mundo puede ser un lugar despiadado para un hombre
recto y bondadoso.
Perico creyó que había llegado el momento de poner punto final a la visita,
no quedaba más tiempo, ni mucho más que decir.
—Quique no ha podido entrar. Al no ser familiar tuyo no le han autorizado
a visitarte, pero está esperando afuera —explicó Perico, que con sus palabras
hizo comprender a Anselmo que moriría solo.
La mención de su otro amigo causó en ambos una especie de sortilegio que
les hizo recordar la estrecha y profunda amistad que les había unido. Parecía
que querían decirse más cosas, pero el carácter y la determinación de cada uno

356
Teo García La partida

de ellos, hacía imposible añadir nada nuevo. Durante toda su conversación no


se habían tocado. Se habían aproximado, pero no hubo ningún contacto físico,
ni siquiera el más leve. Su charla estaba llena de silencios y pausas, que
acentuaban su tensión e incomodidad, pero al contrario que en otras ocasiones,
les resultaba difícil hilvanar sus ideas con sus palabras.
—¿Puedo pedirte un favor? —dijo Anselmo, rompiendo el silencio.
—A eso he venido.
—No quiero acabar en una fosa común, ya sabes que odio las multitudes,
me agobian.
Perico estaba realizando un auténtico ejercicio de autocontrol. Los
músculos de su cara, y la forma de tragar saliva, así lo demostraban.
—No te preocupes por eso, ya lo he arreglado todo: estarás con tu familia.
La última frase de su amigo provocó que Anselmo tuviera una oleada de
recuerdos y sentimientos hacia su mujer e hijo. No creía que estuvieran juntos
en ningún sitio, pero sintió la necesidad de pensar por breves segundos que así
fuera. Por primera vez, notó como su firmeza, basada en su asqueamiento,
flaqueaba. Sintió un escalofrío, pero su preocupación fue que Perico no pensara
que estaba motivado por el miedo. Ninguno quería mirar el reloj para no
demostrar preocupación por el cercano y negro futuro. Ambos continuaban
haciendo gala de un temple y fuste, más forzado que genuino, pero que en su
particular código de comportamiento era obligado. Unos pasos firmes
resonaron en el exterior de la celda, indicando que la hora prevista se acercaba
inexorable. La puerta se abrió, y Anselmo vio como un sargento con cuatro
soldados le estaban esperando en el pasillo.
—Ya nos veremos —dijo Anselmo, como una escueta despedida.
—¿Eso significa que has comenzado a pensar que existe otra vida? —
preguntó Perico.
Anselmo, antes de responder, encendió un cigarrillo, exhibiendo una triste
sonrisa.
—Es sólo una forma de despedirse, pero si existiera, tú y yo nos
quemaríamos juntos en el mismo sitio, no lo dudes.
Un ligero carraspeo, a modo de recordatorio, sirvió para que Anselmo se
dirigiera hacia la puerta de la celda. Ambos amigos se miraban con la certeza de
que estarían un largo tiempo sin volver a verse, pero antes de salir, Anselmo se
giró de nuevo hacia Perico.
—¿Tan mala persona he sido? —preguntó Anselmo.
—Yo sólo puedo opinar como amigo, y eres uno de los mejores que un
hombre puede encontrar en este mundo tan peculiar. Del resto de tus actos, eres
tú mismo quien debe responderse.
—Siempre tan diplomático y correcto. Sigo pensando que das asco —dijo
Anselmo, partiendo hacia la muerte.
Al salir al pasillo, Anselmo se colocó entre los cuatro soldados de escolta,
para iniciar el recorrido que les llevaría hasta uno de los fosos donde se

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Teo García La partida

ajusticiaba a los condenados. El estrecho pasadizo, más frío y húmedo que las
celdas, le volvió a provocar otro escalofrío, pero esta vez, sabía que estaba
motivado por el miedo, ya que no hay hombre que no tiemble ante la muerte, y
Anselmo no era una excepción. Las botas de los militares retumbaban sobre las
paredes y el suelo de piedra. Al llegar al final del pasillo, y franquear una
pequeña puerta, una de las más indeseables visiones para Anselmo se produjo:
un largo y empinado trecho de escalones, que llevaban hasta la superficie, se
mostró ante sus ojos. Tras resoplar anticipadamente por el cansancio y desgana
que le producía subir escaleras, Anselmo pensó que hoy no era su mejor día.
Perico se quedó en la celda fumando un cigarrillo, y mirando los pocos
objetos personales de su amigo. Cuando todo hubiera acabado, podría disponer
de ellos. Posó su mirada en una pequeña estantería, donde se encontraban los
útiles de aseo, algún papel y tres fotografías superpuestas. La curiosidad hizo
que las cogiera para observarlas de cerca. En la primera estaba Anselmo, junto a
su mujer e hijo, en una playa. En otra, los padres de Anselmo miraban
ceñudamente al frente, y al pasar ésta, se sorprendió de encontrarse a él mismo.
Era la fotografía que se habían hecho el día del partido de baloncesto. Allí
seguían, atrapados en el tiempo y sonrientes. Perico se extrañó de encontrar la
fotografía en ese lugar. Mucho habían cambiado las cosas desde entonces, y
más iban a cambiar en los próximos minutos.
Perico siguió mirando la imagen, concentrado en sus caras y sonrisas. La
especial estima que había entre ellos fue aflorando, en una lenta ascensión, con
cálidos y gratos recuerdos.
El estruendo provocado por la sonora, y concentrada descarga de los fusiles
del pelotón de ejecución, sobresaltó a Perico, que volvió a tomar dura
conciencia de la situación. Unas sentidas y calladas lágrimas comenzaron a
deslizarse sobre su cara. Se tapó los oídos, porque no quería oír el único disparo
que significaría el tiro de gracia para su amigo, su mejor amigo, pero por más
que apretó sus manos sobre sus orejas, no pudo evitar escuchar el tétrico
sonido. Incluso no presenciando la escena, su imaginación se encargó de
proporcionarle todo lujo de detalles. La imagen de Anselmo, ya muerto, caído
en el suelo, con las manos atadas a su espalda y una postura muy forzada, ya le
resultaba repugnante, pero saber que después de todo ello, aún le esperaba un
tiro, descerrajado a la cabeza, que entre otras cosas provocaría un movimiento
violento y convulso del cuerpo, le hizo venir una nausea que no pudo reprimir.
Perico supo que ese único disparo resonaría en su mente con perpetua
intensidad, como recordatorio del amigo perdido.
La conversación que había mantenido con Anselmo llenaba su cabeza.
Perico nunca le hubiera dado la razón, ni reconocido sus propias dudas sobre su
ideología o motivación, pero sabía que esas palabras, pronunciadas con la
lucidez que otorga la cercanía de la muerte, estaban llenas de verdades
categóricas. Él mismo había utilizado a inocentes para sus propios fines, y
recordó la entrevista con Mola, en la que le dejó bien patente la necesidad de

358
Teo García La partida

sacrificar vidas, en aras de un objetivo supremo y colectivo. Esa remembranza


le ayudó a comprender, de forma prematura, que lo único que había hecho era
ser una simple carta o ficha en una partida de una magnitud admirable.
Ricardo, el maestro en manipular, mentir, engañar y falsear, se sentía ahora
manipulado y engañado. Le habían deslumbrado unas llamativas luces que, al
aproximarse le habían quemado, ya que existen cosas que siempre es mejor
mirar de lejos. Perico sabía que el escozor que sentía ahora pasaría, pero
necesitaría tiempo, tanto o más como dedicó a jugar en una competición, que lo
único que había reportado era muerte, sacrificios, sufrimientos y tristeza.
Encendió otro cigarrillo, pero esta vez se sentó en el camastro a fumar
mientras dejaba vagar su mente. Uno de los guardianes vino para avisarle de
que podía hacerse cargo del cuerpo de Anselmo, pero, inmerso en sus
cavilaciones, no prestó mucha atención. Las categorías que había asignado
Anselmo a los hombres, malos y peores, se encendían y apagaban como un
poste de señales. Anselmo había llegado a una conclusión semejante, empujado
por la simplicidad de sus ideas. Perico se esforzó en convencerse de que algo así
no podía ser verdad. Siempre hay un lado bueno, y en lógica oposición, un lado
malo. Lo verdaderamente importante, es saber, cuando comienza el juego, el
equipo del que se formará parte. Lo que ocurra durante el transcurso de la
partida o del encuentro son lances lógicos del mismo. Perico cogió la fotografía
en la que aparecían los dos juntos, y estuvo contemplándola un buen rato. Pasó
sus dedos por la cara de su amigo, mientras movía su cabeza en un gesto de
ligera negación. Dejó que su pensamiento se expresara en voz alta, y oyó sus
propias palabras como si estuvieran pronunciadas por un tercero.
—Pobre Anselmo, nunca ha entendido nada.

359
Banda sonora

Escribir un libro es un trabajo individual y solitario, pero, en mi caso,


puedo decir que mientras escribí La partida estuve rodeado de los personajes
creados, de sus avatares, de mis recuerdos y experiencias —algunas de las
cuales quedan reflejadas en algún momento de la trama, en forma de actitudes
personales— y por encima de todo ello, de música, ya que para evitar que mi
imaginación quedase atrapada en la tela de araña de la historia que recreo,
siempre debo escribir con música. No es algo que rompa mi concentración o
distraiga mis esfuerzos, sino, más bien, un cauce que les permite aflorar de una
manera ordenada y rítmica. Las notas que flotaron hacia mis oídos mientras
plasmaba en papel aquello que quería contar, no robaron nada de mi atención;
fueron un particular y escogido ruido de fondo, que me permitió entrelazar
situaciones y escenas. Durante los nueve meses que dediqué a trabajar en la
redacción de La partida, me acompañaron, básicamente, los siguientes músicos y
sus obras:

DAVE BRUBECK Durante interminables noches, su tema Take five, compuesto


por Paul Desmond, sonó como un particular mantra durante mi trabajo.

THE SHADOWS Este grupo musical inglés de la década de los sesenta, con su
magnífico guitarrista Hank B. Marvin y sus temas esmeradamente
arreglados, permitió que mi mente vagara, en una curiosa e íntima
dicotomía, mientras avanzaba en la trama de la novela.

LIGHTHOUSE FAMILY El dúo británico formado en Newcastle en 1993,


referente obligatorio del pop-soul de los años noventa y sus claras
reminiscencias de jazz, junto a la voz de su cantante, Tunde Baiyewu, dio
alas a mis pensamientos cuando en algún momento no fui capaz de
entrelazar los personajes ni de continuar hilvanando el relato.

MAX RAABE & THE PALAST ORCHESTER Las canciones de su solista, Max
Raabe, con su inimitable y elegante estilo, recrean a la perfección los años
que transcurren durante la década comprendida entre 1920 y 1930. En otros
Teo García La partida

temas contemporáneos podemos apreciar, gracias a su voz, una nueva


dimensión de los mismos. Sus interpretaciones en alemán, llenas de un fino
humor e ironía, permiten la posibilidad de contemplar el idioma germano
desde otra perspectiva muy alejada de los tópicos.

J. S. BACH Con sus portentosas facultades, su perfección y su música


inteligente, a la vez que intrincada, el mejor compositor del barroco, y quizá
de la historia, me ayudó a atemperar mi frenesí en aquellos momentos en
los cuales los dedos no podían seguir el ritmo del cerebro.

JOHANN STRAUSS El rey por excelencia en la composición de valses, con más


de cuatrocientos en su haber, sirvió como un magnífico estimulante o
acicate, cuando el cansancio mermó mis facultades. Su música encierra la
sutil trampa del gran poder de distracción de sus obras, que algún
momento interfirió en la concentración de mis pensamientos.

No sólo las películas tienen banda sonora. Muchas de nuestras vivencias


están vinculadas a una determinada melodía o canción, y ello hace que se fijen
en nuestra memoria de una manera atrozmente perpetua. Este heterogéneo
grupo de músicos y géneros es, quizá, la banda sonora de La partida o, al menos,
de su autor durante la escritura.

TEO GARCÍA
Vierta, marzo de 2005

361
LA PARTIDA SE ACABÓ DE IMPRIMIR EN
UN DÍA DE OTOÑO DE 2005, EN LOS
TALLERES DE INDUSTRIA GRÁFICA
DOMINGO, CALLE INDUSTRIA, 1
SANT JOAN DESPÍ
(BARCELONA)

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