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La Revolución francesa fue un conflicto social y político, con diversos periodos de violencia,

que convulsionó Francia y, por extensión de sus implicaciones, a otras naciones de Europa que
enfrentaban a partidarios y opositores del sistema conocido como el Antiguo Régimen. Se
inició con la autoproclamación del Tercer Estado como Asamblea Nacional en 1789 y finalizó
con el golpe de estado de Napoleón Bonaparte en 1799.

Si bien, después de que la Primera República cayera tras el golpe de Estado de Napoleón
Bonaparte, la organización política de Francia durante el siglo XIX osciló entre república,
imperio y monarquía constitucional, lo cierto es que la revolución marcó el final definitivo del
feudalismo y del absolutismo en ese país,1 y dio a luz a un nuevo régimen donde la burguesía,
apoyada en ocasiones por las masas populares, se convirtió en la fuerza política dominante en
el país. La revolución socavó las bases del sistema monárquico como tal, más allá de sus
estertores, en la medida en que lo derrocó con un discurso e iniciativas capaces de volverlo
ilegítimo.

Según la historiografía clásica, la Revolución francesa marca el inicio de la Edad


Contemporánea al sentar las bases de la democracia moderna, lo que la sitúa en el corazón del
siglo XIX. Abrió nuevos horizontes políticos basados en el principio de la soberanía popular,
que será el motor de las revoluciones de 1830, de 1Cuando finalmente los Estados Generales
de Francia se reunieron en Versalles el 5 de mayo de 1789 y se originaron las disputas respecto
al tema de las votaciones, los miembros del Tercer Estado debieron verificar sus propias
credenciales, comenzando a hacerlo el 28 de mayo y finalizando el 17 de junio, cuando los
miembros del Tercer Estado se declararon como únicos integrantes de la Asamblea Nacional:
ésta no representaría a las clases pudientes sino al pueblo en sí. La primera medida de la
Asamblea fue votar la «Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano». Si bien
invitaron a los miembros del Primer y Segundo Estado a participar en esta asamblea, dejaron
en claro sus intenciones de proceder incluso sin esta participación.

La monarquía, opuesta a la Asamblea, cerró las salas donde ésta se estaba reuniendo. Los
asambleístas se mudaron a un edificio cercano, donde la aristocracia acostumbraba a jugar el
juego de la pelota, conocido como Jeu de paume. Allí es donde procedieron con lo que se
conoce como el «Juramento del Juego de la Pelota» el 20 de junio de 1789, prometiendo no
separarse hasta tanto dieran a Francia una nueva constitución. La mayoría de los
representantes del bajo clero se unieron a la Asamblea, al igual que 47 miembros de la
nobleza. Ya el 27 de junio, los representantes de la monarquía se dieron por vencidos, y por
esa fecha el Rey mandó reunir grandes contingentes de tropas militares que comenzaron a
llegar a París y Versalles. Los mensajes de apoyo a la Asamblea llovieron desde París y otras
ciudades. El 9 de julio la Asamblea se nombró a sí misma «Asamblea N848 y de 1871.2El
carácter débil e indeciso de Luis XVI favoreció a los revolucionarios
De este modo, la Revolución Francesa creó una nueva sociedad cuya principal característica
sería la eliminación de los privilegios y la proclamación de la igualdad de todos los ciudadanos
ante la ley; sin embargo, este ideal de igualdad se quedaría en el plano de lo teórico, ya que la
nueva sociedad establecería un nuevo tipo de jerarquización entre los ciudadanos marcada no
por el origen o la sangre, como antes, sino por la posesión de riquezas. Se pasó así de una
sociedad estamental cerrada (se era noble por ser hijo de nobles, sin importar méritos o
riquezas) a una sociedad abierta pero clasista (la nuestra), en que el dinero y los bienes
materiales determinan la clase social. El resultado de la Revolución Francesa, en suma, sería la
universalización del ideario burgués y la ascensión al poder de la misma burguesía, que sería la
principal beneficiaria de los cambios.

La Revolución afectó a otros países además de Francia. Los gobernantes y la aristocracia de los
países vecinos se convirtieron en sus mayores enemigos, y diversas monarquías europeas
formaron coaliciones antifrancesas que tenían como objetivo acabar con el proceso
revolucionario y restaurar el absolutismo. Pero la Revolución encontró apoyo en los
campesinos, en los trabajadores de las ciudades y en las clases medias, y sus ideas penetraron
en los estamentos no privilegiados de los restantes países europeos, que, en procesos
revolucionarios o reformistas, acabarían por adoptar muchos de sus principios a lo largo del
siglo XIX, quedando sus sociedades y sus gobiernos configurados de forma similar. En este
sentido, la Revolución Francesa fue un acontecimiento de alcance universal. En el terreno
político, la Revolución Francesa acabó con el sistema de monarquías absolutas que había
prevalecido durante siglos en muchos países europeos. Dicho sistema político se basaba en el
principio de que todos los poderes (el de promulgar las leyes -legislativo-, el de aplicarlas -
ejecutivo-, y el de determinar si las leyes habían sido o no cumplidas -judicial-) residían en el
rey. El monarca era fuente de todo poder por derecho divino; tal derecho era la base jurídica y
filosófica de su soberanía.

La Revolución Francesa establecería la separación de estos poderes, de tal manera que el


legislativo correspondería a una Asamblea o Parlamento; el poder ejecutivo seguiría residiendo
en el rey y sus ministros, o en un gobierno en las repúblicas; y el judicial recaería en los
tribunales de justicia, como poder técnico e independiente. En definitiva, la monarquía dejaría
de existir o de ser absoluta para convertirse en un sistema político en que los distintos poderes
servirían de contrapesos y se controlarían mutuamente. Se entendía, además, que la soberanía
no procedía sino del pueblo, el cual delegaba el ejercicio del poder en gobernantes libremente
elegidos en procesos electorales periódicos.

En el plano social, las consecuencias de la Revolución Francesa serían igualmente


trascendentes. El Antiguo Régimen se había caracterizado por consolidar un tipo de
organización social rígido y de carácter marcadamente estamental, en la que se habían
consagrado dos grupos o estamentos inamovibles: el clero y la nobleza. Estos estamentos
gozaban de una jurisdicción especial que les eximía de pagar impuestos, entre otros privilegios.
El tercer estamento lo integraban los campesinos, que estaban obligados a sostener los gastos
del Estado con el pago de tributos.

Pero no solamente campesinos, artesanos o siervos componían el tercer estamento; una


nueva clase social dinámica y próspera, enriquecida mediante los negocios, el comercio y la
industria, también pertenecía jurídicamente a aquel «tercer estado» carente de privilegios: la
burguesía. Esta clase emergente aspiraba a que su ascenso y su poderío económico se reflejase
en el ordenamiento político. De hecho, la Revolución Francesa y su más inmediato precedente,
la independencia de los Estados Unidos, constituyen los primeros ejemplos de lo que los
historiadores han llamado «revoluciones burguesas». En ambas, el triunfo de la burguesía
sobre la aristocracia anquilosada determinó una configuración social en concordancia con la
mentalidad y los valores burgueses. De este modo, la Revolución Francesa creó una nueva
sociedad cuya principal característica sería la eliminación de los privilegios y la proclamación
de la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley; sin embargo, este ideal de igualdad se
quedaría en el plano de lo teórico, ya que la nueva sociedad establecería un nuevo tipo de
jerarquización entre los ciudadanos marcada no por el origen o la sangre, como antes, sino por
la posesión de riquezas. Se pasó así de una sociedad estamental cerrada (se era noble por ser
hijo de nobles, sin importar méritos o riquezas) a una sociedad abierta pero clasista (la
nuestra), en que el dinero y los bienes materiales determinan la clase social. El resultado de la
Revolución Francesa, en suma, sería la universalización del ideario burgués y la ascensión al
poder de la misma burguesía, que sería la principal beneficiaria de los cambios.

La Revolución afectó a otros países además de Francia. Los gobernantes y la aristocracia de los
países vecinos se convirtieron en sus mayores enemigos, y diversas monarquías europeas
formaron coaliciones antifrancesas que tenían como objetivo acabar con el proceso
revolucionario y restaurar el absolutismo. Pero la Revolución encontró apoyo en los
campesinos, en los trabajadores de las ciudades y en las clases medias, y sus ideas penetraron
en los estamentos no privilegiados de los restantes países europeos, que, en procesos
revolucionarios o reformistas, acabarían por adoptar muchos de sus principios a lo largo del
siglo XIX, quedando sus sociedades y sus gobiernos configurados de forma similar. En este
sentido, la Revolución Francesa fue un acontecimiento de alcance universal.

Causas de la Revolución Francesa

Antes de entrar en el análisis del proceso revolucionario francés hay que señalar las causas que
lo desencadenaron, dando por sentado la dificultad que supone establecer un orden de
importancia en las mismas. Debe destacarse, en primer lugar, que el impacto de la filosofía
ilustrada en el proceso revolucionario es una realidad incuestionable. Las ideas que difundió la
Enciclopedia de Diderot y D'Alembert (1751-1772), y las doctrinas políticas y sociales de
Montesquieu, Rousseau y Voltaire dinamitaron los fundamentos teóricos de la monarquía
absoluta y pusieron en manos del elemento burgués el ensamblaje teórico con el que justificar
la destrucción del Antiguo Régimen. El barón de Montesquieu desarrolló la teoría de la división
de poderes en El espíritu de las leyes (1748); Voltaire censuró el poder y fanatismo de la Iglesia
y defendió la tolerancia y la libertad de cultos; Jean-Jacques Rousseau planteó en El contrato
social (1762) el principio de la soberanía popular, que el pueblo ejerce a través de
representantes libremente elegidos.

Durante el siglo XVIII, Francia vivió una serie de desajustes sociales propios de unas estructuras
anquilosadas incapaces de adaptarse a la dinámica de los tiempos. El desarrollo de la
economía, con importantes avances en sectores como la industria y el comercio, había
favorecido el protagonismo de la burguesía, cuyo creciente poder económico no se veía
correspondido con la función que le era asignada en la sociedad del Antiguo Régimen. A la
eclosión de la burguesía como nueva realidad social cada vez más reacia a tolerar las
prerrogativas y prebendas de los estamentos superiores, había que añadir la insoportable
situación del campesinado francés, sujeto a un sistema de explotación señorial que, lejos de
suavizarse a lo largo del siglo XVIII, tendía a hacerse aún más oneroso.

En la década de 1780, una sucesión de malas cosechas y graves crisis agrícolas


desencadenaron la casi paralización de los restantes sectores económicos, íntimamente
dependientes del sector primario. La prolongada depresión se dejó sentir con notable
intensidad en el campo y en la ciudad, sucediéndose, en los años que precedieron a la
Revolución, una serie de motines y levantamientos populares provocados por la carestía y la
escasez de los productos de primera necesidad.

La crisis financiera como desencadenante inmediato

Si las causas mencionadas contribuyeron a preparar el clima para el estallido de la Revolución


Francesa, el factor que lo precipitó fue la crisis política surgida cuando Luis XVI intentó hacer
frente a la caótica situación financiera por la que pasaba el erario público. El déficit crónico de
la monarquía se había convertido en el problema más acuciante para los últimos gobiernos del
despotismo ilustrado. Los gastos provocados por el apoyo a la independencia de las colonias
británicas en América y por los dispendios de la corte de Versalles hacían inaplazable la toma
de medidas urgentes en unos momentos en los que el Estado carecía de crédito ante los
banqueros y ya no podía recurrir al clásico expediente de incrementar la presión fiscal a los
que siempre la habían soportado.
En estas circunstancias, los responsables de finanzas de los gabinetes de Luis XVI, Robert
Jacques Turgot (1774-1776) y Jacques Necker (1778-1781), sugirieron al monarca algunas
medidas encaminadas a equilibrar el presupuesto, aunque no lograron su objetivo al ser
destituidos de sus cargos por la presión de los sectores más conservadores de la nobleza y del
clero. Jacques Necker llegó a publicar en 1781 un presupuesto de la nación (Compte rendu au
roi) que supuso su inmediato cese: por primera vez la opinión pública conoció las elevadas
partidas destinadas a sufragar los gastos de la corte. Tal ejercicio de transparencia le reportó
un gran prestigio entre el pueblo y la burguesía.

En 1783, Charles Alexandre de Calonne, nuevo ministro de finanzas, intentó poner en práctica
un plan de reforma fiscal basado en las ideas de sus antecesores, que, en síntesis, suponía la
desaparición de los privilegios fiscales de la nobleza y el clero. La frontal oposición de los
poderosos provocó su caída en abril de 1787; le sustituyó Loménie de Brienne, arzobispo de
Toulouse y uno de los más acérrimos enemigos de las reformas.

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