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En una ocasión, a la pregunta de qué esperaba de sus lectores, Federico Campbell contestó:
“Tolerancia, paciencia y respeto y, si se puede, un poco de cariño”. Estas últimas palabras
me hicieron recordar aquella respuesta que dio Gabriel García Márquez a la interrogante de
por qué escribía, cuando dijo: “Escribo para que me quieran mis amigos”. Otro
sudamericano, Adolfo Bioy Casares, expresó: “Yo escribí para que me quisieran: en parte,
para sobornar, y, también en parte, para ser víctima de un modo interesante. Para levantar
un monumento a mi dolor y convertirlo, por medio de la escritura, en un reclamo
persuasivo."
Pero el escritor necesita sacar la cara al mundo, regresar al origen, a la materia prima de la
que partió para construir su obra. El escritor necesita colocarse de nuevo en los círculos
concéntricos de la humanidad y el amor, de donde provino la energía para recomponer el
caos en forma de escritura.
El escritor ama a sus personajes por que los conoce, porque los ha creado, y el hecho de
tramarlos, construirlos y de alguna manera abandonarlos al entregarlos al lector, le provoca
vacíos que pueden ser subsanados con el amor filial de sus lectores, que finalmente también
son personajes.
Un homenaje es como un abrazo a la generosidad del autor, a su vida, a sus libros, a sus
realizaciones y a sus frustraciones, a lo que escribió y también a lo que no logró
transformar en palabras.
Eso es lo que ahora le estamos brindando a Federico Campbell. Ese abrazo es el que él está
ahora recibiendo.
Seguramente nunca olvidará este homenaje porque él es un hombre atrapado en las redes
ilimitadas y mágicas de la memoria. Le obsesiona la memoria como canon de la nostalgia,
pero él mismo es un hombre memorioso, de esos que viven rehaciendo el pasado,
reconstruyendo y transformando con la palabra oral y escrita eventos tan trascendentes
como el significado del color de las hojas de un árbol, la perfidia que hay detrás de un
suceso político, la resonancia milagrosa de un verso escrito hace varios siglos, o la vida y la
muerte del padre que se resiste dolorosamente a ser reinventado.
Por eso, por ese convenio incondicional con la memoria, Campbell venera tanto a Rulfo,
porque el autor de Pedro Páramo no podía escribir de las cosas que veía, sino de las que
imaginaba, es decir, de las que rememoraba o retrotraía de un pasado real o también
imaginario. Para Federico, “la literatura tiene como intención preservar la memoria y
hacerle justicia a las historias olvidadas”, por eso fácilmente podría hacer suya la noción de
la memoria como “humus que salva del olvido lo que merece perpetuarse en la escritura”.
Además de percibirse en sus escritos, esa virtud del asombro la descubre uno en la
inmediatez de su conversación, siempre espléndida e inagotable, apabulladora y contagiosa.
No creo ser la única que lo ha amena zado con grabar sus conversaciones para después
intentar convertirlas en fábulas o cuentos parecidos a los de las Mil y Una Noches, para que
nunca se detenga y el hilo de Penélope sea interminable.
Hay que decir también que su palabra oral no sólo es de la misma estirpe que su palabra
escrita, sino que ambas se confunden, forman parte de la misma sucesión estética y verbal,
sólo que a veces él no se da cuenta e ingenuamente cree que cuando deja de anotar en su
libreta o de teclear en la máquina, está dejando de escribir. Y es curioso, porque la
explicación que él da sobre la aparente esterilidad de otros autores, como el mismo Rulfo,
no la aplica a su propio caso, un caso que él ha inventado como una bella fábula más, con
sus más de 15 libros y quién sabe cuántos miles de artículos y millones de conversaciones.
En su libro inédito La ficción de la memoria, una antología de textos críticos sobre la obra
de Juan Rulfo, Federico Campbell ha dicho que el imperativo de algunos autores como el
jalisciense, o como Rimbaud y como muchos otros, ha sido el silencio, aunque de muchas
maneras sigan hablando, en una suerte de estética de la memoria.
Hay memoria y asombro en Campbell pero también melancolía. Hay quienes escriben para
escapar de la locura (como Graham Green), y otros como Campbell para quienes la
melancolía irrumpe al revés, es decir, después del acto de escribir, o durante episodios
prolongados de infecundidad literaria, que en él, como hemos comprobado, nunca lo han
sido. En Pos scriptum triste, ese diario literario de íntimas confesiones anímicas y estéticas,
en donde rescribe, directa e indirectamente, el pasado y presente de su condición
melancólica, ha dicho que la fase última de la melancolía es la muerte en vida, la bestia que
todos llevamos dentro, cuando se va el alma al suelo y se pierde la voluntad, y por eso no se
resiste a citar al Styron de Esa visible oscuridad y los primeros versos de la Divina
Comedia, “A la mitad del camino de la vida, me vi de pronto en una selva oscura”, con lo
que pudo ya decirlo todo.
Claro, cómo ser el mejor en descubrir que en este país no hay policías honestos, no hay
jueces honestos, no hay políticos honestos, ni siquiera democracia honesta. “Nuestra
democracia es muy cara y muy chafa -ha dicho. Se indignan por eso y se indignan porque la
gente no lee, pero ése –dice- no es un problema mío sino de la Secretaría de Educación”.
Federico, el autor de libros de entrevistas como Infame Turba, de libros de ensayos como
La memoria de Sciascia, La invención del poder y Máscara negra, de libros de cuentos
como Tijuanenses, de novelas como Transpeninsular y La clave Morse, de series de
artículos como “La Hora del Lobo” y de inusitadas traducciones de dramas de Harold
Pinter, ha venido a Hermosillo a rec ibir el abrazo de sus amigos.
Por el pudor que puede provocarles la solemnidad de ser “homenajeados”, a los escritores
deberíamos hacerles fiestas, simplemente fiestas. “Invitamos a todos a la fiesta que le
brindaremos al escritor fulano de tal”, rezaría la invitación. Porque ésa sería una manera de
continuar en la vida con el sentido lúdico de la literatura. Y porque la felicidad humana
tiene forma y contenido de fiesta, sentido de fiesta, sudor de fiesta.
Para expresar con humor su arraigo y su amor a Sonora, Federico ha dicho que si fuera
coreano sería sonorense, y es que nació en Tijuana pero fue concebido en Sonora, y para
cierta corriente de la cultura coreana uno es del lugar donde fue concebido, y no de donde
nació. Pero nosotros le decimos que es sonorense aunque no sea coreano, es sonorense
simplemente porque es nuestro.
Convirtamos, pues, este homenaje en una fiesta, y esta fiesta en una danza de palabras.