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Para leer de boleto en el metro, 6

Por la colección: ISBN 968-5903-01-8


Por el presente volumen: ISBN 968-5903-06-9
Ilustración de portada: Javier Curiel

Cuidado de la edición: Concepción Byron Rico

TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS


Ninguna parte de esta publicación, incluido el dise-
ño de la cubierta, puede ser reproducida, almace-
nada o transmitida en manera alguna ni por ningún
medio ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico,
de grabación o de fotocopia sin permiso previo de
los editores.
Impreso en México, D.F. 2006
Presentación

El Metro es sin duda la red de transporte más utili-


zada por los habitantes de la ciudad de México. En
sus andenes y vagones concurren ciudadanos de
todos los puntos de la urbe, de diversos estratos
sociales y de distintas y particulares formas de
concebir su función en la sociedad.
Además de trasladarse a diversos destinos, la
población realiza numerosas actividades determi-
nadas por su edad, sexo, oficio, hábitos, etcétera.
La lectura evidentemente es uno de esos pasa-
tiempos y vocaciones que el pasajero ejerce en
su trayecto y en medio de circunstancias poco
cómodas.
“Para leer de boleto en el Metro” pretende, como
el Sistema de Transporte Colectivo, convertirse en
una inmensa red de lectores y en una gran biblio-
teca pública, donde el derecho a leer se base en la
confianza, en la credibilidad de la palabra.
Una vez que el libro ha transmitido sus conteni-
dos al lector, éste debe regresarlo para que cumpla
con su objetivo comunitario. Un libro y una biblio-
teca como medio de transporte del conocimiento.
Estimado lector, canjea este libro por otro.
Índice
Un ángel en la lluvia
Rolo Díez …………………………………… 9

Como explicárselo a mamá


Gerardo de la Torre …………………………23

Chapultepec 7 A.M. (Poemas)


Elsa Cross ……………………………………35

Los territorios de la tarde


Rafael Ramírez Heredia …………………… 45

Están aventando gente


Germán Dehesa …………………………… 63
Rolo Diez

Un ángel
en la lluvia
Como todas las tardes, llueve. Al mediodía se
puede cocinar sobre el asfalto. De noche refresca.
Por la mañana hay inversión térmica: Envuelto en
capas de ozono, plomo y otros tóxicos que han
reemplazado al viejo aire, Jack el destripador ace-
cha el paso de sus víctimas. Aunque, con menor
dramatismo pero igual efectividad, si alguien
sale a correr por el parque en horas tempranas,
no necesita topar con el destripador, igual caer
muerto en el estanque de los patos. A partir de las
siete A.M. irrumpen furiosas manadas de bestias
metálicas. La ciudad es prisionera del ruido y el
hollín de quinientos millones de automóviles.
Este expulsado de la pampa húmeda, natural de
un pueblo donde circulan doce automotores por
hora (sin contar caballos ni bicicletas) y el sonido
ambiente se relaciona con gallos cantores, pe-
leas de perros y madres que llaman a sus hijos,

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PARA LEER D E B O L E T O E N E L M E T RO 5

recuerda al Dante y se pregunta si acaso el ilustre


florentino habrá sido mexicano. Inmediatamente
piensa en los militares argentinos, decide que un
poco de lluvia no le hace –dos horas de uso– mal
a nadie y sospecha que el infierno debe hallarse
más al sur.
De donde yo vengo la lluvia es un asunto arbi-
trario, únicamente predecible por ciertos magos
campesinos. Llega cuando la luna “se hace” con
agua, cuando las articulaciones reumáticas de los
viejos crujen y cuando se le antoja, y, de a ratos
suave y luego torrencial, puede quedarse dos
horas o una semana. Sus golpes son tambores
sobre plásticos y chapas, y chorreadas cortinas
en los vidrios de las ventanas. Lejos de casa
hay ríos desbordados y familias trepadas a los
techos, mientras las aguas turbias se llevan sus
gallinas y sus camas. También, muy importante,
si su violencia coincide con el horario de ingreso
a clases, aporta fuertes motivos para faltar a la
escuela. A pesar de la existencia de una madre
dispuesta a sacrificar a sus hijos en el templo del
saber y en homenaje a la tranquilidad hogareña,
nuestros argumentos son poderosos. Ante todo,
los chavos de General Viamonte no tenemos pa-
raguas –práctica decisión de los adultos, ya que,
si los tuviéramos los usaríamos para inventar el
paracaídas y arrojarnos desde un techo, de poca
altura porque tampoco comemos vidrios, o los

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R O LO D I E Z

convertiríamos en espadas y lanzas de combates,


imaginarios primero y verdaderos después, al
calor de una puesta en escena realista, con lo que
es de imaginarse que el promedio de duración
de nuestros paraguas andaría por las dos horas
de uso–. Si a eso le sumamos la perspectiva de
pescarnos un resfrío, o peor todavía, una gripe
con su fiebre y su doctor y sus remedios... En
fin, que analizados pros y contras por nuestra
madre, no era raro que hasta soportarnos toda
la mañana en casa pudiera ser estimado un mal
menor. Nada de ello impedía que apenas los ríos
del cielo se convertían en arroyos saliéramos a
organizar carreras de botecitos en las aguas que,
rumbo a las rejillas del desagüe, corrían junto al
cordón de la vereda, o, en ocasiones apoteósicas,
cuando dejaba de llover después de hacerlo un
día entero, decidiéramos jugar en la esquina de la
estación de servicio, donde altas veredas y agua
estacionada formaban un lago a nuestra medida,
óptimo para pescadores de pantalones cortos. Así
es el mal tiempo en General Viamonte: Apocalipsis
y diluvio previo secuestro del sol. Una ópera que
empieza y termina en cualquier momento.
Aquí es distinto. La lluvia está programada. Me-
dio año llueve, no agua bendita sino lluvia ácida
–un destilado de los alquimistas encargados de
administrar plagas sobre el mundo, que deja cal-
vos a los hombres y los prepara para un futuro de

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PARA LEER D E B O L E T O E N E L M E T RO 5

mutantes–; en algunas orillas del Distrito Federal


hay gente sobre los techos mirando nadar sus
camas y gallinas. En la otra mitad del año se secan
los mares, los patos se van del lago de Texcoco,
más de cuatro colonias de la ciudad quedan sin
agua y los árboles resisten el humo de mil millones
de automóviles. En lo que me toca, debo admitir
que pasé un mes convencido de que en México
todavía no se inventaba la lluvia. Pero llegó mayo
y todo cambió; ahora llueve a diario, de dieciséis
a dieciocho horas toca chubasco tropical, menos
denso que en el sur, recio, cortito como patada
de chancho.
Mi reloj indicaba las cuatro y media, eso signifi-
caba que tendríamos agua por un rato. Me hallaba
en la puerta del supermercado, con la botella de
aceite, el kilo de harina y los huevos necesarios
para que mamá hiciera las tortas fritas que nues-
tra nostálgica relación con la lluvia llevaba una
semana de peticiones, programación y exigencias
de ya mero y para ya.
Un ángel apareció a mi lado y las tortas fritas
desaparecieron. Era un poco más alta que yo, algo
mayor que yo, de unos veinte o veinticinco años
(insignificantes puertos donde los barcos del cora-
zón no se detienen). Su boca era roja como el lápiz
labial que la cubría, sus cabellos, una majada de
cabritos (leí la imagen en El Cantar de los Cantares,
no es usual pero si la Biblia lo dice...), sus ojos eran

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R O LO D I E Z

a la vez tiernos y pícaros, su piel había nacido para


el beso, sus pechos –elásticos puñales– hirieron
el centro de mi pecho, sus labios se abrieron y el
ángel habló:
–¡Chín, cómo llueve!
–Sí, ¿no?... –respondí con mi maldita boca
seca.
–¿Y ahora cómo haré para llegar a mi casa? –sus
blanquísimos dientes me ofrecieron una sonrisa
de esas que pueden ablandar las piernas de un
corredor de maratón.
Bien. Llega la hora de unas aclaraciones. Un
pibe de General Viamonte no tiene paraguas ni
puede usar el de su madre so pena de ser lapidado
por escandalizar a la comunidad masculina, pero
a un joven del DF –catorce años bien cumplidos,
camino de los veinte–, esos problemas le hacen
los mandados. Puede usar tranquilamente el
paraguas materno sin que nadie le ofrezca una
mirada. Muy distinto es un pueblo donde todo
el mundo juzga y condena a todo el mundo, de
una megalópolis con tantos tipos raros que no hay
tiempo para fijarse en uno de ellos. Dicho de otra
manera: yo enarbolaba en mi mano izquierda el
–floreado, color turquesa– paraguas de mi madre.
Y como algo, también mucho, he aprendido de
la necesidad de interpretar los discursos femeni-
nos, sin el menor sonrojo en la piel, con voz firme
respondí:

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PARA LEER D E B O L E T O E N E L M E T RO 5

–Yo tengo un paraguas.


Ella pulsó el arpa de su risa.
–Ya lo vi –dijo y añadió–. ¿Para dónde vas?
–Para Atlixco, pasando Campeche.
–Qué, lástima –la mirada del ángel atravesó mis
pupilas y llegó al comando cerebral donde se to-
man las audaces decisiones–. Yo voy para la Roma.
Ahí nomás, después de Insurgentes –y añadió–. Si
fueras por ese rumbo, podríamos ir juntos.
–También voy por ahí –respondí.
–¿Tienes tu casa chica? –se divirtió ella.
Yo iba donde fuera su sonrisa, mi camino era
el de sus ojos pícaros, mis pasos peregrinarían
detrás de su perfume.
–Voy a visitar a mi tía, que vive por ese rumbo.
– ¿Ah, sí?, ¿dónde?
¿Dónde? ¿Dónde?
–Cerca de Centro Médico.
Ella rió más. Yo la hacía feliz. Eso era evidente.
–Pero eso está muy lejos.
–Me gusta caminar.
Sí, los milagros existen, especialmente cuan-
do alguien trabaja para producirlos. La lluvia
había cedido y ya era posible que una pareja de
enamorados, cobijada bajo un íntimo dosel, se
aventurara bajo su rumor acariciante. Turquesa,
de mujer, ¿qué, importaba? Abrí el paraguas. El
ángel me echó un chorro de perfume, mostró los
blanquísimos dientes.

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R O LO D I E Z

–¿Se lo robaste a tu hermana?


Tentado estuve de salir a toda máquina para
Atlixco y dejarla a merced de la furia de los ele-
mentos. ¿Esa vieja me estaba cotorreando o qué
le pasaba?
–Es de mi mamá –mortalmente serio yo, a pun-
to de una ruptura de relaciones diplomáticas.
Debe haberse dado cuenta, algo le habrá avisa-
do del peligro de perderme para siempre, porque
me miró más tiernamente, dijo: «Es broma, no te
enojes», y, ¡se colgó de mi brazo!
–Vamos –dijo, y nos fuimos.
Al parecer multiplicadas por la lluvia, histéri-
cas por la urgencia de llegar a sus cavernas de
chatarra, las bestias metálicas atronaban con sus
claxons y apuntaban sus ruedas a los más grandes
charcos, decididas a empapar a los peatones. Pero
mi brazo iba en las alas del ángel. Con su cabello
acariciándome la cara, su voz erizándome la piel,
intoxicado por los perfumes del edén, caminé
o levité mientras deseaba una sola cosa: que el
tiempo se detuviera y la vida fuera siempre así,
que no llegáramos nunca a ninguna parte.
Pese a mis deseos, pronto estuvimos en su
casa: azul y blanca, de dos plantas, con un florido
jardín al frente, y –¡horror!–: envuelta en llamas.
Un rayo, probablemente. La mezcla de agua con
electricidad es letal y lo mismo calcina un ombú
pampeano que una torre de cien pisos en la

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PARA LEER D E B O L E T O E N E L M E T RO 5

mayor metrópolis del mundo. El ángel tembló


contra mi cuerpo, señaló hacia arriba y sollozó:
“¡Mi querida perrita!”. Asomada su cabeza por una
ventana, vi un indefenso animalito blanco. Entré,
tumbando las puertas que obstruían mi paso.
Eludiendo pavorosas lenguas de fuego cuyo calor
me achicharraba, tosiendo al borde de la asfixia
entre azufradas nubes de humo, y llegué hasta la
pequeña mascota. La cubrí con una toalla mojada
y, cargándola en brazos, me largué, por donde
vine, detrás mío los pisos se derrumbaban e in-
mensas vigas caían sobre los lugares que acababa
de dejar. A toda velocidad llegué, a la calle. Una
muchedumbre aplaudió mi heroísmo. La dueña
de la perrita se echó en mis brazos.
–¿Tú no eres de aquí, verdad? –investigó el
ángel al cruzar el Parque México.
–Soy argentino, ¿y tú? –si nuestros destinos iban
a unirse para siempre, lo mejor sería tutearla.
–Yo soy veracruzana, jarocha de hueso colo-
rado, pero llevo diez años en chilangolandia. ¿Te
gusta vivir acá?
Me gustás vos, quiero decir, me gustas tú, me
gustan tus piernas, tu cintura, tus pechos de pa-
loma, tu boca roja que si me la sigues poniendo
así de cerca me veré obligado a besar, me gustan
el brillo de tus ojos, las aceitunas de tu piel y tu
brazo tibio...
–Sí, me gusta –dije.

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R O LO D I E Z

–Argentina es muy linda. Río de Janeiro con su


carnaval, Viña del Mar y su festival de la canción.
Yo quisiera ir ahí –desvarió el ángel.
Conjeturé que en el cielo no debían preocupar-
se mucho por la geografía terrestre, sin embargo,
me pareció grave que tampoco conocieran la his-
toria. Y como hay cosas que deben saberse, hablé,
sobre los asesinos uniformados que masacraban
a mi patria, sobre las persecuciones sufridas por
creer en las elecciones y no apreciar la música
militar, y sobre cómo, milagrosamente, entre los
tanques y las balas que silbaban en mis oídos, ha-
bía salvado la vida. Todo ello sirvió para preocupar,
asustar y enternecer a mi acompañante. A mí me
sirvió para provocar lástima y recibir una caricia
cortés en la mejilla.
Cortés o no, era una caricia. Las manos del ángel
del amor terminaban en uñas tan rojas como su
boca. Arrimé mi brazo a su cuerpo; la compañera
de viaje arrimó su cuerpo a mi brazo.
–¿Vas bien? –preguntó.
–Demasiado –confesé.
A ella le dio otra vez la risa y llegamos a su casa.
Anaranjada, de tres plantas, con rojas y azules
buganvillas derramándose por los balcones, y,
cosa extraña: la puerta abierta. “¡Qué raro! ¿Habrá
pasado algo?” “¿Quieres que entre contigo?“ “Sí,
tengo miedo.“ ”Déjame ir adelante.” Subimos por
una escalera alfombrada y en la primera planta

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PARA LEER D E B O L E T O E N E L M E T RO 5

los vimos: mamá ángel y papá ángel atados y


amordazados en un sillón. Cerca de ellos un la-
drón, con antifaz y linterna y negra bolsa cargada
de objetos robados, revisaba los cajones de un
mueble. Eso pasa, las cortinas de la lluvia también
son aprovechadas por la delincuencia. Me abalan-
cé sobre el ladrón y le acomodé un botellazo de
aceite Gloria en la cabeza. La botella se partió, la
cabeza se abolló y quedó como si hubiera pasado
la noche en un barril de Glostora, y el facineroso
cayó desmayado. Chau, ladrón, chau, tortas fritas.
Antes de ocuparse de sus padres, el ángel se echó
en mis brazos.
Al llegar a Insurgentes había dejado de llover.
Alguien se ocupó de señalarlo: “Ya dejó de llo-
ver.” Como si yo no tuviera ojos ni fuera capaz de
darme cuenta.
–No. Todavía llueve.
–Ya paró.
Sin lluvia no habría paraguas abierto, ni brazos
enlazados, ni cabellos haciéndome cosquillas, ni
fabulosas promesas de cuerpos que se rozan. Las
pérdidas serían incalculables.
–Todavía llueve.
Estéril discusión ya que, oscura como la des-
gracia, a veinte pasos de distancia se alzaba su
morada: Un descascarado edificio de departa-
mentos a punto de convertirse en ruina histórica.
“Ya llegué, muchas gracias eres muy lindo.” Con

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R O LO D I E Z

el tranquilo desapego de las apariciones, el ángel


se marchaba. Hasta siempre o hasta nunca. Nos
vemos. Chau. Sayonara. Todo en orden. Com-
partimos diez minutos bajo la lluvia, caminamos
juntos unas cuadras, ella entraba en su casa, y
probablemente alguien se perdería para siempre.
Un soplo de tristeza habló de adioses sin remedio.
Mi cara debe haberlo demostrado. Ello puede
explicar que el ángel jarocho pusiera sus manos
en mis mejillas y me plantara un beso en la boca.
Un beso para no olvidar, para pasar en él cien años
y luego proponer: “¿Va de nuez?” Un vino suave y
tibio y maravilloso, pese a la pastosidad del lápiz
de labios. No era el beso de un ángel, por suerte,
sino el de una deliciosa veracruzana.
Cinco de la tarde. Dejó de llover. Arriba el cielo
azul y bajo los pies un tapete de flores de jacaran-
da. Mis pulmones se llenan con el aire húmedo
que mezcla olores de tierra mojada y de vegetales
que han tomado su merienda. En el parque, los
pájaros festejan el regreso del sol. La gente traba-
ja, va y viene, se ocupa de sus familias.
Como yo. Alguien ha puesto una flor en el caño
de escape de un automóvil. El horóscopo para
mañana promete “lluvia”, y agrega “tortas fritas”.

(Un ángel en la lluvia, inédito)

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Rolo Díez
Junín, Argentina, 1940

Exiliado en 1980, tras un periplo por diversos países


de Europa, logró escapar a la condena de muerte del
régimen militar argentino. Desde entonces reside en
México donde trabaja como escritor, periodista y guio-
nista. Prohibido durante años en su natal Argentina,
Díez goza de gran respeto en países de habla hispana.
Representante de la cultura argen-mex, ha publicado
novela policial negra y narraciones urbanas y subur-
banas, libros periodísticos y ensayos histórico-políticos
en México, Argentina, España, Italia, Francia, Inglaterra,
Grecia y Alemania. Obras suyas se encuentran traduci-
das al griego, italiano, francés y alemán.
El sueño eterno de reinventar la vida; la guerra sucia;
los sótanos del terrorismo de Estado; el destierro de
los sobrevivientes... la vida cotidiana, narradas sin
embargo con humor, ternura y una aguda reflexión
política, son las historias de Rolo Díez, donde sueño y
realidad, vida y literatura se invaden constantemente.
El reconocimiento a su obra cuenta con los premios:
Premio Internacional Dashiell Hammett, por Luna
de escarlata, (1995); Premio Nacional de Novela José
Rubén Romero, por La vida que me doy (1999); Premio
Umbriel Semana Negra, por Papel picado (2003), cuyo
jurado sentenció: “Es un texto de cuidadísima factura
literaria que repasa una etapa trágica, aportando una
serie de elementos que ensanchan la literatura de gé-
nero negro”; Premio Internacional Dashiell Hammett,
de novela negra, por Papel picado (2004); y el Gran
Angular, por La carabina de Zapata (2004).

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Gerardo de la Torre

Cómo explicárselo
a mamá
A Juan Trigos

La culpa fue mía, absolutamente mía. ¡Vamos y


vamos y vamos! Hasta que Saúl, con su manse-
dumbre habitual, se dejó conducir a la cantina. Es
difícil encontrar una manera gallarda, pero no, no
gallarda, sino suave, blanda, de decírselo a mamá.
Si dijera que Saúl me llevó, el más tranquilo reven-
taría de risa; pero si cuento que unos amigos nos
invitaron, van a preguntarse qué clase de amigos
pudimos conseguir Saúl y yo, si entre nosotros
mismos, hermanos queridos, jamás existió algo
parecido a la amistad. En realidad ni yo me ex-
plico cómo pude convencerlo de que esa tarde
saliéramos a caminar un poco y nos sentáramos
en la banca de un parque para conversar.
–¿Te gustan las tardes frías?
–Sí.

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PARA LEER D E B O L E T O E N E L M E T RO 5

–¿Estás contento?
–Sí.
–¿Quieres comer algo, tomar un refresco, una
cerveza?
- No.
Conversación con una máquina disparadora de
monosílabos. ¿Cómo pude convencerlo, enton-
ces, de que me acompañara a la cantina...? ¡Claro!,
el hermano buenalma aceptando por bondad,
regocijándose con la vieja imagen del ángel de
la guarda. Pero eso nadie lo creerá, y menos mi
madre... ¿Cómo explicárselo a mamá?
Seguramente nuestra madre ya se habrá en-
terado del accidente por los periódicos. Ahora se
estará preguntando qué hacía Saúl (el bueno, el
santo, el reflexivo) en un lugar de ésos. Con segu-
ridad, dirán los vecinos, la influencia perniciosa
del hermano, sí, ocho años mayor y (aquí la voz
muy baja) los cinco años que pasó en la cárcel
y las malas compañías y la envidia, ese diablo
amarillo e irascible que todo el tiempo lo estaría
incitando contra Saúl. La gente calentándole la
cabeza a mamá. Todos rodeando la mesa donde
ella tiene extendido el periódico y todos santi-
guándose y tenía que ser y un sorbo a la taza de
café y una lágrima enjugada discretamente. Mi
madre muy seria, con los ojos enrojecidos, pero
sin lágrimas, escuchando serena las patrañas de
aquellos imbéciles.

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G E R A R D O D E L A T O R R E

En realidad, quise mucho a mi hermano. Nunca


congeniamos, quizá por los ocho años, o porque
él era tímido y cobarde y eso presta tintes de
santidad. A mí, en cambio, nunca me importó lo
que pudieran pensar (o decir) de mis actos... Pero
eso no podré decírselo a mamá. Ella espera una
explicación clara de los hechos, un relato objetivo
y sincero de lo que sucedió... ¿Se le puede contar
a una madre toda la verdad? ¿Podré decirle todo?
Aprovecharé la noche, ese momento inevitable
de todos los velorios en que parece que nada ha
sucedido. El tiempo se detiene y todo es como la
truculenta pesadilla de un enfermo.
La verdad, mamá, la pura verdad... Saúl no
quería ir a la cantina, se negó en redondo, argu-
mentaba que eso te molestaría, pero le toqué
la cuerda sensible. “Ven conmigo, sólo para que
me cuides, para que me impidas beber de más.”
Aceptó, pero: “No me obligues a tomar una copa,
ni una.” Le prometí todo lo que quiso y entramos
en una cantina donde me conocen muy bien.
Quiero decir que los meseros y el propietario me
conocen; si los clientes me conocieran desapare-
cerían en cuanto me viesen cruzar la puerta. Tú
lo sabes, me temen por aquello, pero también
saben que lo hice por ti... y en cierto modo por
mi padre. Pero lo que importa es que Saúl entró
conmigo y nos escurrimos hasta un rincón oculto,
oscuro y solitario, porque tengo la costumbre de

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PARA LEER D E B O L E T O E N E L M E T RO 5

hacerlo así para evitar las miradas de agentes y


policías. La marca en mi mejilla es muy notoria,
y por eso, aunque ya estoy en paz con la justicia,
siempre me siento con mi lado derecho hacia la
pared. Por eso y porque me molesta que la gente
mire mi cicatriz. En cuanto alguien le pone la vista
encima siento que arde, que se extiende. Esto
debes entenderlo muy bien.
Me senté con la cabeza gacha y el sombrero
bajado hasta media frente. Saúl, el pobre, tan
sano y tan sin culpa, miraba para todos lados con
sus ojos ingenuotes y limpios, y mostraba clara
inclinación a abandonar aquel rincón tenebroso
para ir a un lugar soleado y brillante. Eso segura-
mente lo heredó de mi padre, hombre de paseos
al campo y vacaciones en las playas. En una playa,
si no me equivoco, conoció a Herlinda, la perra,
dieciséis años y toda una prostituta y mi papá un
viejo tonto que siempre creyó que la niña estaba
enamorada de él. En fin, lugares claros... y yo tenía
a Saúl aburriéndose en ese rincón lúgubre.
Él bebía, para acompañarme, vasos alternados
de limonada y agua mineral. Y yo, a la tercera o
cuarta copa me sentí, como siempre, un poco ma-
reado, muy alegre y con inmensas ganas de beber
sin interrupciones. Pero Saúl estaba allí conmigo,
con su cara inexpresiva y buena, cara de santo de
iglesia, de Cristo de yeso. Y yo bebiendo rones.
Le ofrecí, pero rechazó la copa y me recordó mi

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G E R A R D O D E L A T O R R E

promesa. Entonces me levanté con el pretexto de


telefonear y le dije a un mesero que la próxima vez
le sirviera limonada con un poco, un poquitín de
vodka. Saúl no sospechaba, no sospechó, y creo
que ni siquiera se dio cuenta de que después de
la cuarta limonada ya estaba borracho a medias.
Por lo menos había perdido la expresión de hoja
en blanco y eso me tenía contento.
Seguimos bebiendo. Yo rones y él limonadas
con su pizca de vodka. En el momento en que juz-
gué que Saúl estaba listo para correrse su primera
parranda, pagué la cuenta y nos levantamos. En la
calle le pedí que me acompañara a un cabaret. Al
principio se negaba terminantemente, pero ya los
vodkas habían ablandado sus defensas y con dos
o tres razones absurdas lo hice entrar conmigo al
club. Allí hablé con un mesero para arreglar lo de
las limonadas y después de la tercera convencí
a mi hermano de que bailara con una mujercita
que no apartaba la mirada de nuestra mesa. “¿Y
si no quiere?” “Estoy seguro de que quiere.” “Me
da vergüenza.” “No seas tonto, la tienes muerta,
mira qué ojos te echa.” Se levantó, bailó y volvió
a la mesa completamente trastornado. Me dijo
que había descubierto un don Juan bajo su piel,
el pobre, y nunca supo, ni sabrá, que en un viaje
al mingitorio le pedí a mi antigua amante que
bailara con Saúl, que se dejara enamorar.
A eso de las diez de la noche (y juro que me sen-

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PARA LEER D E B O L E T O E N E L M E T RO 5

tía bastante torpe y atontado) salimos del cabaret.


Se me había metido en la cabeza la idea de visitar
un burdel (el peor del mundo) que frecuenté en
mis parrandas juveniles. Se me ocurrió que a Saúl
le gustaría conocerlo, y Saúl ya no estaba para
negarse. Tomamos un taxi y en el camino Saúl
parecía muy divertido, riendo de todo, hablando
como un merolico. Yo le hacía segunda, pero, en
realidad, tras mi máscara de alegría se ocultaban
reflexiones muy amargas: los años de cárcel, la
juventud desperdiciada, mi parasitaria vida ac-
tual... Ahora volvía al prostíbulo al cual dejé de ir
a raíz de la muerte de mi padre. Y por poca cosa:
dos tiros a mi padre y cuatro a ella, en la cama de
un hotel. Por entonces Saúl tenía trece años y ya
apuntaba su carácter retraído y dulce.
El burdel estaba casi vacío. Un par de sillones
era ocupado por clientes al borde de la embria-
guez total. Cinco o seis prostitutas se apiñaban en
torno a una mesa desnuda. Llamé a un mesero y
le ordené que llevara copas a las mujeres; ellas
me enviaron miradas perrunas de agradecimien-
to. Para nosotros pedí lo mismo, ya sin el recato
de disfrazar los vodkas de limonadas. Hasta ese
punto todo estaba muy bien; aun nuestra em-
briaguez era normal. Pero entonces, mamá, no
sé, la música, el ron, los pecados de un hombre
y de toda la humanidad se confundieron. Quiero
decir que... Ya vas a verlo.

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G E R A R D O D E L A T O R R E

La banda, la vieja banda de la casa estaba allí,


seguía tocando las viejas melodías con los vie-
jos instrumentos abollados y carcomidos por el
tiempo. El violinista era un anciano de cara larga
y bigotes caídos. Tocaba con los ojos cerrados y
no cabeceaba gracias a que tenía el violín bajo la
barbilla, pero a veces el brazo se detenía a la mitad
de una nota, como si el viejo durmiera. Y en una
de tantas el brazo se detuvo para siempre. Sí, de
pronto el anciano del violín cayó al suelo sin vida,
aparentemente a causa de un síncope cardiaco. El
mesero corrió por el cadáver y lo arrastró fuera del
salón; los otros músicos continuaron la melodía. A
mi hermano esto le hizo mucha gracia. Comenzó
a reír cuando el viejo cayó muerto y seguía rien-
do cuando lo arrastraban fuera del salón. Para
mí, una muerte más, una muerte menos, poco
significaban: en la cárcel se aprende bastante.
Allí me hicieron la cicatriz en la mejilla derecha,
pero no me quejo: muchos cayeron muertos por
razones tan nimias como las que me condujeron
a aquel pleito.
Pero no es todo, mamá, tengo que hablarte
del clarinetista. Éste era un hombre encorvado,
de nariz inclinada y hombros caídos. Daba en
todo momento la impresión de que se iba para
abajo. Y de repente, cuando trataba de alcanzar
una nota muy alta, sus viejos y fatigados pulmo-
nes no resistieron y el viejo se fue efectivamente

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PARA LEER D E B O L E T O E N E L M E T RO 5

para abajo. Se desplomó sobre sí mismo, enco-


giéndose, mientras de su clarinete escapaba un
zumbido muy tenue, apenas audible. El hombre
de la trompeta dejó de tocar y puso su oreja en el
pecho del clarinetista. Después levantó la cabeza,
paseó la mirada por los rostros atentos de clientes
y prostitutas, alzó los ojos al cielo y se santiguó. El
mesero estaba por allí, listo, y pronto se encargó
de sacar a rastras el cuerpecito que cada vez se
encogía más.
Para mi hermano, el inusitado espectáculo
resultaba el mejor acto cómico del mundo. Reía
y golpeaba la mesa con el puño y se apretaba el
estómago para contener el espasmo. Los otros
clientes ni se volvieron a mirarnos, pues la embria-
guez retenía sus barbillas pegadas al esternón. Y
las prostitutas continuaban observándonos con
ojos amorosos y tristes, sin reproches.
Pedí nuevas copas para nosotros y para las
mujeres, mientras el dúo de piano y trompeta
interpretaba una pieza sin sentido (el piano iba
para un lado y la trompeta para otro). Cuando
el mesero nos sirvió las copas le ordené que
llevara una a los músicos. Así lo hizo. Los viejos
terminaron la melodía y con un movimiento de
la cabeza me agradecieron la invitación. Después
bebieron, pero al instante el viejo de la trompeta
se llevó las manos a la garganta, pegó tres saltos
descomunales y cayó de bruces en el piso lleno de

30
G E R A R D O D E L A T O R R E

polvo. Nadie se preocupó por atenderlo, porque


todos sabíamos que estaba muerto, total y defi-
nitivamente difunto. El mesero lo arrastró como
a los anteriores músicos y asunto concluido. El
viejo pianista de cabellera larga y casposa siguió
aporreando su instrumento con auténtico entu-
siasmo, como si la muerte inesperada y extraña
de sus compañeros no lo afectara, como si esas
muertes fueran números rutinarios de la banda. Y
mi hermano no cesaba de reír. Y reía no con la risa
serena, rítmica y experta del hombre acostumbra-
do a reír, sino con la risa desbocada, hipante, del
que apenas la ha descubierto y quiere repetirla,
realizarse en ella. Saúl dejaba atrás años de serie-
dad y retraimiento y recuperaba la risa perdida,
extrayéndose hasta la última carcajada.
Las mujeres, prostitutas viejas, desdentadas,
maduras para la jubilación, permanecían aga-
zapadas tras de sus copas, clavándonos miradas
soñolientas, ajenas, que parecían salir de ojos muy
profundos o de la ausencia de ojos. Me levanté y
fui a su mesa (tienes que comprenderlo, madre,
todo era una broma). Hablé con la más vieja y las
demás escucharon con atención. Sí, entendieron
que una copa después habrían de levantarse,
cercarían a mi hermano y lo secuestrarían. En el
piso de arriba, entre todas, utilizando sus artes
más refinadas, obligarían al bueno (Saúl), al tonto
(Saúl), a sacrificar su castidad.

31
PARA LEER D E B O L E T O E N E L M E T RO 5

Pedí copas para todos, incluyendo a los clientes


que dormían en los sillones. El mesero nos atendió
con presteza. El viejo pianista bebió su copa de un
trago y levantó los brazos y los dejó caer con fuer-
za sobre el teclado. Principió a tocar un concierto.
Música aprendida por el niño destinado a ser un
gran artista y olvidada más tarde, en los días de
prostíbulo y miseria. Tocaba como nunca, como
el artista que tenía dentro y que ahora crecía,
rompiendo la cáscara que durante tantos años lo
había ocultado tras las canciones de barrio bajo
y borrachera. Todos (los que podíamos) observá-
bamos y escuchábamos embebidos, y entonces
una tecla, una pieza blanca en un tiempo y por
el momento amarillenta, saltó impulsada por un
golpe de índice o pulgar. Después se desprendie-
ron varias teclas más, amarillentas y negras. Más
tarde volaron por la habitación todas las teclas del
instrumento, saltó la tapa, cayeron los pedales,
una pata se desmoronó, los alambres reventaron
uno a uno y el piano entero se desintegró. El viejo,
con los brazos en alto, pareció resquebrajarse,
como una vasija, y cayó en pequeños trozos
secos y crujientes que se confundieron con los
restos del piano. Mi hermano terminó de reír. Se
hizo un silencio magnífico. En ese momento las
prostitutas se levantaron y se arrojaron como
arpías hambrientas sobre mi hermano. Gritaban,
arañaban y forcejeaban, pero Saúl, mansamente,

32
G E R A R D O D E L A T O R R E

se dejó conducir.
Pedí la última copa, pero sin intenciones de
beberla. Con el rostro entre las manos y los co-
dos apoyados en la mesa, pensé en mi hermano
Saúl, arrojado a la misma pendiente por la que
años antes comencé a resbalar. En aquel absurdo
silencio que ni siquiera fue turbado por lamentos,
gemidos o cualquier tipo de ruidos eróticos pro-
cedentes del piso superior, reflexioné largamente.
De pronto un estruendo terrible y un relámpago
y el burdel en llamas. Sin pensarlo corrí hacia la
calle, alejándome del fuego. Después, muy lejos,
a decenas de metros, recordé a mi hermano. Volví
a la carrera a la casa. Intenté entrar, pero una masa
de vigas y escombros ardientes me impidió el
paso. Demasiado tarde. Pensé en Saúl, en las seis
prostitutas saltando desnudas entre el humo y las
chispas. Demasiado tarde...
¿Cómo explicárselo a mamá?

(Cómo explicárselo a mamá, fue tomado de El vengador,


Joaquín Mortiz, 1973)

33
Gerardo De la Torre
Oaxaca, 1938

Nada puede ignorarse en Gerardo de la Torre, mucho


menos su obra, hecha a pulso y con una rectitud admi-
rable. Con un ingenio ciertamente amargo, extrae la
sonrisa del lector al dar en el blanco limpiamente; leer
una novela o un cuento de este escritor es adentrarse en
una ciudad con todo lo que la habita, donde justamente
la realidad se desborda de sí:“…las historias que buscan
ser contadas están en todas partes, están en el aire, en el
infierno de la cárcel, se pueden encontrar en las calles,
en las escuelas, en las cantinas, en la vida cotidiana o en
los matrimonios, pero son como los chistes, se deben
saber contar…” Para Gerardo de la torre, el artificio
de la palabra cobra vida en el margen discutible de la
verdad, que aunque no es absoluta por su condición
ficticia, tampoco resulta hiriente o destructiva como la
mentira. Ha practicado el periodismo y la traducción, y
elaborado abundantes guiones para historieta, cine y
televisión. Trabajador petrolero en su juventud, partici-
pó en el taller literario de Juan José Arreola y fue becario
del Centro Mexicano de Escritores. En 1988 obtuvo el
premio de Novela Pemex 50 años de la Expropiación por
Hijos del Águila, y en 1992, el Premio Nacional de Novela
José Rubén Romero, por Los muchachos locos de aquel
verano. Ha publicado una veintena de libros, es maestro
de varias generaciones de literatos y miembro del Siste-
ma Nacional de Creadores de Arte, desde 1994.
Elsa Cross

CHAPULTEPEC
7:00 A. M.
Poemas
Estos poemas están dedicados
a todos los corredores y caminantes
del Bosque de Chapultepec

EL LAGO

La luz se mece.
Sobre el lago amanece.
El agua es oro.

En la calzada,
puntitos de colores:
los corredores.

35
PARA LEER D E B O L E T O E N E L M E T RO 5

LOS ÁRBOLES

Dejan los truenos


galaxias amarillas
en el sendero.

Un gran sabino
rojas capas despliega
entre los pinos.

Los eucaliptos
su envoltura desechan
¡qué piel tan blanca!

Los viejos troenos


van trenzando raíces
sobre del suelo.

Alrededor
zancadillas le tienden
al corredor.

LA LLUVIA

Desde un ciprés
se escuchan ya los truenos:
uno, dos, tres.

36
E L S A C R O S S

Sobre el abeto
sopla el viento con furia:
¡llueven agujas!

Las hojas tumba


y también los zanates
tiran sus plumas.

¡Rayos y truenos!
Llueven los troenos hojas
y agua el cielo.

La lluvia forma
en sauces y eucaliptos
nidos de aromas.

Todo mojado.
Se aventuran lombrices
fuera del prado.

En las baldosas
teje verdes alfombras
¡qué resbalosas!

¡Un pie mojado!


Están los viejos tenis
agujerados.

37
PARA LEER D E B O L E T O E N E L M E T RO 5

LUNES

El día se eriza
en vuelos y graznidos.
Escaramuzas.

Restos de pic-nic:
banquete de gorriones
y de ratones.

Tórtolas bajan,
entre tanto desorden
buscan migajas.

Piar extraño.
A la rama me vuelvo
¡es una ardilla!

Corre feliz:
un dorito se lleva
a la nariz.

CASA DEL LAGO

Altas se erizan
las palomas en celo
por las cornisas.

38
E L S A C R O S S

¡Gran alharaca!
Dos palomos que riñen
por la muchacha.

¡Qué pavoneos
entre picos tan pardos!
¡qué contoneos!

Golas hinchadas,
alevosos ataques,
crestas picadas.

Súbito vuelo.
La paloma desdeña
tanto revuelo.

Vivo color,
en sus alas se enciende
el sol que asciende.

LA URRACA

Sobre la cerca,
pincelada exquisita,
la urraca negra.

Trazo sutil
el vuelo que la lleva
hasta el pretil.

39
PARA LEER D E B O L E T O E N E L M E T RO 5

Sobre una rama


se queda quieta y forma
un hexagrama.

Al vuelo pasa
con su rojo abalorio
que guarda en casa.

LA LUNA

En viva plata
la luna se derrama
sobre las ramas

Entre la niebla
los árboles desnudos:
almas en pena.

La sombra cubre
con sus manos de frío
el mes de octubre.

Luna perdida.
Por mucho que la busques
sigue escondida.

40
E L S A C R O S S

La ves, y oculta
detrás de los manteles
sus cascabeles.

Sale a pasear,
asoma y se detiene
del barandal.

Lleva en su prisa
un cascabel de plata
y otro de risa.

Su vuelo cruza
callada y comedida
una lechuza.

(Chapultepec 7:00 A.M., poemas inéditos)

41
ELSA CROSS
Ciudad de México, 1946

Elsa Cross escribe versos desde los 15 años. Poeta,


traductora y ensayista, hace algún tiempo declaró que
su poesía “es el vínculo de lo interno con lo externo. En
una dirección o en otra, para mí la poesía siempre se
extiende entre lo de adentro y lo de afuera, es el camino
que va de uno a otro de estos espacios, pero que los
une. Lo interno sólo puede expresarse cuando se ve
reflejado en lo de afuera —necesita ese lazo—, lo de
afuera puede ser un espejo o al revés.” Gran parte de su
obra está reunida en Espirales. Poemas escogidos 1965-
1999 (2000). Ha explorado diversos climas geográficos
y espirituales, en busca de sus vasos comunicantes,
sus espejos y sus transmutaciones, y en su recorrido,
ha enriquecido notablemente el ámbito de la lírica
actual, obteniendo por ello una considerable cantidad
de reconocimientos a su obra literaria, entre ellos: El
diván de Antar obtuvo el Premio Nacional de Poesía
Aguascalientes (1989), y Moira el Premio Internacional
Jaime Sabines (1992). Se han publicado libros suyos
en Bélgica, España, Canadá y Estados Unidos. Tradu-
cidos a doce idiomas, sus poemas han sido incluidos
en diversas revistas y sesenta antologías de América
y Europa.
Rafael Ramírez Heredia

Los territorios
de la tarde
… la nostalgia es una tristeza
que no se cansa nunca…

Así, desde su sitio, la ventana era marco de luz a la


figura y si bien no podía detallar cada fragmento
de un cuerpo demasiado conocido, sí podía definir
el perfil y quizá, porque él no se sabía observado,
relajaba el abdomen y el perfil en el estómago se
abultaba como si todo el pasado se le estuviera
amacizando en esos músculos aún vibrantes, pero
sin la dureza de los años anteriores.
Si se hubiese levantado, hecho siquiera el
primer movimiento para intentarlo, de seguro él
hubiera metido el estómago y tensado el tórax,
los brazos, pero como ella seguía recostada en la
cama, el hombre continuaba con la vista perdida
en la plaza donde a esa hora de la tarde los turistas
se sentaban a tomar café a las mesitas con parasol,

43
PARA LEER D E B O L E T O E N E L M E T RO 5

y los romanos buscaban sitios tranquilos donde


terminar la jornada.
Ella, de tanto observarlo, de tantos años de be-
berle el aliento, sabía de la obsesión que le marcaba
las arrugas de la frente, el crepitar de las venas en
el cuello, las manos anchas, velludas, aferradas
al pretil de la ventana y si pudiera oír sus pensa-
mientos quizá hasta escucharía los tambores y las
trompetas y las bandas de guerra y los murmullos,
el chocar de los espadines y el ruido claveteado
de las botas de la tropa. Porque ella estaba segura
de que dentro de la casa, dentro de ese espacio
reducido en comparación a los salones por donde
alguna vez los dos pasaron, los recuerdos eran
bastidores eternos, sostenes acuñantes de una
memoria vívida y que nadie, ni siquiera ella misma,
ni siquiera su cuerpo joven, de curvas encendidas a
los vellos del tórax de él, podían detener ese rumor
de olas, ese tic tac eterno, esa cantaleta no dicha,
pero sí mascullada en la cabeza y mirada por ella
a través de los silencios, de las tantas veces que
él se quedaba con el bocado en la cuchara, y los
ojos, aún sin lentes, entrecerrados, con las líneas
arrugadas hasta la calvicie, las patillas subiendo y
bajando al ritmo de la sangre en las sienes, ocultas
por el cabello blanco.
Esa luz de la calle que lenta se iba como si de-
seara formar parte del pensamiento de la mujer,
como si la luminosidad de afuera pudiera dar pie

44
R A FA E L R A M Í R E Z H E R E D I A

a los días, a los muchos días que ya han vivido


solos, sin el retimbar de los guardias, sin esperar
telefonemas, los susurros dichos detrás de la
oreja, las miradas de un extremo a otro de la mesa
en las sesiones largas de trabajo, cuando él, ro-
deado de sonrisas y caravanas, dejaba oír su
timbre de voz, su esgrima verbal, abombaba el
pecho, endurecía los músculos y le decía desde
lejos, con ese códice de miradas que más de un
periodista observador pudo notar, que esperaba
el término de todo eso para que al subir al heli-
cóptero, al mirar desde arriba las manos despi-
diéndolos, él prendiera la pipa, se carcajeara y le
acariciara los muslos haciendo que los ojos de los
colaboradores buscaran sitios en las nubes, o
fingieran que aún miraban a los que lejos, puntos
casi, seguían agitando las manos, que esperaba
dejar el acto, el ruido de las notas del himno que
siempre le enchinaba el cuerpo, y perderse en el
aire, el ser emplumado que se escapa, con la
complicidad de sus custodios, a la playa lejana y
dejar de pensar en el trabajo, en las sesiones de-
claratorias, en que debe de hablar al sur, o al
oriente y se metan al mar verdoso del caribe y
juntos, como se lo dijo siempre estaremos juntos
pésele a quien le pese, se enroscan en las olas y
ella siente el tórax y el miembro de él aplastarse
contra su cintura, contra sus piernas que alguna
vez fueron delgadas, a su maternidad olvidada, a

45
PARA LEER D E B O L E T O E N E L M E T RO 5

su cargo dentro del equipo de él que ahora es su


él, sin compartirlo con los que lo abrazan, lo ha-
lagan, lo estimulan, lo siguen, repiten sus frases,
sus chistes, sus movimientos, su manera de vestir,
sus florituras de palabras, ahí son ellos, sólo ellos
dos clavados en lo tibio del agua, con los guardias
suficientemente lejos para no delinearlos y lo
cerca para correr si algo sucede, aunque nada
puede suceder porque el tiempo se ha detenido,
se ha roto en el hechizo del regreso del dios, se
ha totalizado en ese hombre, en ese mismo que
se carcajea escurridos los cabellos de agua salada,
el mismo que está estatuado frente a la ventana
que da a la plaza Trastévere y que ella, con el sudor
en las axilas, mira desde su sitio queriéndose in-
fundir el ánimo necesario para cerrar la película,
apagar las luces, estrellar los vidrios de la concien-
cia que se hace tan gris como la misma luz de la
tarde y él, su él desde que la miró a los ojos antes
de la campaña, desde que el otro le dijo quién iba
a sucederlo, desde entonces, porque no en vano
se había sabido mirada, revisada con los ojillos de
risa, cercada con frases en apariencia de afecto,
pero no en vano ella había sabido del halago, del
regodeo de las miradas cachondas, del deseo que
vibraba desde que salió de la escuela y los mu-
chachos decían frases en doble sentido, frases que
ella sentía treparse sobre los mismos dichos, sobre
la curva del estómago, por las rodillas, sobre la

46
R A FA E L R A M Í R E Z H E R E D I A

nariz respingada y así siempre, desde los años de


las manifestaciones, de las pancartas, de los gritos
estudiantiles que corearon sus vaivenes hasta esa
boda silenciada años más tarde como si nada
hubiera pasado, como si sus dudas y terrores no
hubieran sido tangibles con la misma configura-
ción real de la presencia de él quien la incorporó
a la gira, a ese recorrido por etapas donde él bus-
caba conocer la realidad de un país, a ese bam-
bolear en carreteras y aviones, a esa gira por
donde una vez, sin siquiera pedirlo, el ayudante
vestido con un trajecito apretado y el cabello
corto, anunció la presencia del señor y ella lo miró
entrar, sonriente, con las cejas bien arqueadas,
golpeándose un poco el abdomen con la mano
izquierda adornada del Rolex de oro, el anillo
matrimonial y sin más, como si reiniciara una
charla recién cortada por algún ayudante moles-
to, le explicó los planes del día siguiente, le dijo
de sus ideas sobre determinado aspecto, usó su
voz llena de matices, de metáforas literarias, le
hizo preguntas y terminó diciendo de lo aburridas
que a veces resultaban las intervenciones de al-
gunos lidercillos locales y ella, juntando las pier-
nas, con el vestido arriba de las rodillas, le dijo que
sí, que así era, y dio también sus razones porque
no era sólo dejarlo hablar, era la oportunidad
deseada, la buscada a través de cargos menores,
de largas discusiones, juntas de trabajo y desve-

47
PARA LEER D E B O L E T O E N E L M E T RO 5

ladas, requerida desde la facultad de ciencias, dijo


que la mujer no era un objeto de uso o de abuso
y que más había en el cerebro que en la vagina,
bueno así no habló, pero ella sabía que sus pala-
bras de alguna manera reflejaban eso, así que
siguió con las piernas cerradas, un tanto brillantes
por el sudor, sin medias, y él hablando, paseando
por la habitación, ancha y adornada, no como ésta
a donde ella huele el humor de la pipa y apenas
mueve el pie y piensa que todo puede cambiar,
que nunca le harán mella los gritos, ni los insultos,
ni los reclamos, ni todo lo que allá dicen, que su
silencio no le hará contrastante a las antiguas
caravanas untuosas y que ella estará junto a su él
aunque escuche de nuevo la voz rasposa y tumul-
tuaria de la señora que ya sin careta, sin los afeites,
sin la mueca del mando, los ojos verdes toman el
color amargo y reclama, grita por el teléfono,
suplica y señala que no habrá nunca paz y la in-
felicidad será permanente en la casa de Roma
pues un hombre como él no es de los que se casan
para llegar a la quietud y menos si lo hace, como
lo hizo, con la escuincla torpe, hecha genio por
simple decreto del amante y ella sólo tapaba la
bocina y le pedía a él que hablara con la exmujer
y él que no, que nada había que decir, que nada
había que hablar, que el diálogo fue roto desde
que dejaron la casa en la Colonia del Valle, que lo
demás fueron poses necesarias y quizá recordaba

48
R A FA E L R A M Í R E Z H E R E D I A

los viajes de su exmujer y cuando mandó a subir


un piano de cola al edificio de 15 pisos, sólo para
que tocara una noche, y ni siquiera completa, ni
siquiera completa, le repitió a ella cuando acos-
tados miraban el sol que humoso se levantaba
en el lomerío, y que no iba a tomar la bocina,
mientras encendía la pipa y entonces ella tolera-
ba los reclamos hasta que la otra, de seguro fati-
gada, colgaba, como si el sermón ya hubiera
terminado las palabras, que se hicieron cada vez
menos frecuentes cuando decidió divorciarse y
casarse con ella, sin importar las burlas y recorda-
ba la canción que le tocaban en todas partes, esa
que los cancioneros creían de su preferencia y la
echaban hasta el cansancio, porque como una
vez él se lo dijo, pese a todo traía la muerte en el
alma, traía todos los pesares de lo que él mismo
se dio en llamar la injusticia, en lo que él decía de
la historia, y que al tiempo regresaría la verdad y
la mención de cómo le llegaban los deseos de
regresar todo, de caminar de nuevo por la misma
vía pero sin hacer eso y lo otro y lo de más allá, de
todo lo que ahora, sin ella oírlo, se arrepiente y lo
hace traer, como la canción, un extraño piloto
conductor de un barco sin vela y sin ancla, y ella
callada, con los ojos hacia abajo, igual que lo
hacía en los actos públicos para que supieran que
era de él y que nadie debía de faltarle al respeto,
no a la persona de la funcionaria, sino a la hembra

49
PARA LEER D E B O L E T O E N E L M E T RO 5

[de él], por eso guardaba el girar de los ojos, como


ahora lo hace, como siempre lo hizo, como si es-
tuviera de nuevo representando al país en ¿Chi-
cago?, como se siente cuando él jala el aire y habla
de traiciones, y ella sin voz, unida a ese corpachón
flojo, menos rudo, y sabiendo que en esa habita-
ción de la plaza Trastévere quedarían guardadas
sus ambiciones, que en vano fueron los estudios,
sus estudios, sus desvelos, su lucha por colocar a
la mujer, así genéricamente, a la mujer, no a ella
como ser solitario, sino a todas, en el sitio que les
correspondía y no en el que los machos les han
señalado como una defensa a su impotencia y así
seguía, murmurando, buscando escuchar las
palabras de él en el silencio, sin siquiera rascarse
el lóbulo de la oreja, mirando al hombre hecho
una sola línea contra la cortina como si nada im-
portara y menos que a ella, esa misma mañana le
hubiera bajado la regla para que sin decir nada él
respingara, trabara las quijadas, dejara escapar
esa mirada tan temida antes, tan buscada antes,
levantara la cabeza y mostrara también el levan-
tón de cejas hirsutas, buscadoras de regiones de
la frente, una frente que no se movió, solo se
arrugó, se hizo de ofrendas idas y contraria al
vaivén de toda la cara. Algo quiso decir, quizá dar
pautas, espacio, buscar el siguiente mes o el otro,
pero ella sabía que le desagradaba no probar ahí
mismo, y con ella el valor de su simiente, como si

50
R A FA E L R A M Í R E Z H E R E D I A

el hombre negara su edad, su abuelez, de que no


era lo mismo estar en el piso en Roma que en las
giras de trabajo, allá, antes de haber terminado
su ciclo, en esas giras donde él era el esperado, el
jefe, el guía, el dios alado, en esas giras de trabajo
cuando asustaba hasta a sus ayudantes al brincar
bardas, o trepar de un solo salto a la camioneta,
o correr 300, 500 metros y sentir la euforia en el
pecho al ver que los demás trataban de seguirle
el paso a él que siempre domó yeguas, que tiró
esgrima, que hacía karate, sí, hacía eso, y una vez
se lo demostró contra un soldado deportista y
también le dijo, dos o tres días antes, antes tam-
bién que supiera lo de la menstruación, se lo dijo
así, a media noche, cuando los dos sabían, sin
decirlo, que no dormían, cuando acompasaban
la respiración para ajustarla a un sueño ido, se lo
dijo, escuchó su voz ronca, igual casi que siempre,
sólo que medio destimbrada por la duermevela,
que el día que lo fueron a visitar todas las comi-
siones a la secretaría, la tarde del 22 de septiem-
bre, él apenas podía caminar porque en la
práctica de karate había recibido un golpe, un
golpe muy fuerte, le repitió varias veces, en el
muslo y ella no quiso saber de ese 22 de septiem-
bre lejano en más de 12 años atrás, sino que se
situó ahí mismo, con la voz que la forzaba, o por
lo menos intentaba, irse al revolvedero de los
recuerdos, y pensó que junto al suyo tenía ese

51
PARA LEER D E B O L E T O E N E L M E T RO 5

mismo muslo, ese mismo que los años respeta-


ban, el mismo trozo del cuerpo y deseó olvidar
12 años porque era el mismo hombre, y lo acarició
con fuerza como si con ello buscara que los re-
cuerdos se acostaran en su sitio.
Tuvo entonces que hacer un leve movimiento,
milímetro a milímetro porque la pierna izquierda
recibía un adormecimiento y si no lo enfrentaba
antes podía llegar a meterse hasta lo hondo de
la carne, así que se arriesgó y como si todo fuera
en cámara lenta, friccionó con la punta de los de-
dos el músculo sin dejar de mirar al hombre que
mostraba la barba crecida, ese cabello rebelde
que aun rasurado dos o tres veces diarias siempre
asoma su testarudez y hace rasposas, blancuzcas
las mejillas, y se pierde en el cuello ancho, un
cuello donde se ataron sus brazos y que él dis-
frazaba con suéteres de tortuga para que no se le
mirara tan agresiva la papada batida a fuego de
ejercicios, de forzamientos de quijada, de ángulos
contraídos como si deseara continuar una especie
de rito mágico, de juventud frenada, igualada a los
años de ella que nunca se opuso a sus caprichos
demostrativos de su poder de hombre, porque en
última instancia soy un hombre igual a los demás,
le explicó con ademanes la noche que dejaron la
suite cerca del pacífico y los dos, con la escolta
a varios metros atrás, caminaron abrazados del
talle hasta el helicóptero que los aguardaba en

52
R A FA E L R A M Í R E Z H E R E D I A

la explanada de la mansión. No era entonces


el mismo olor de la tierra, ni el mismo paso del
hombre, era una conjunción extraña porque su
sudor se perdía con el vuelo del aire y sus manos
no acariciaban dudas, sino se metían valientes en
los huecos de su cuerpo y la apretaban al caminar,
lentos, aspirando el humor de los tulipanes y ellos
trataban de retener el tiempo, de atraparlo, antes
de subir al aparato y devolver el reloj a los horarios
y los compromisos.
Y ya para entonces no importaba nada por-
que ella, desde su sitio de trabajo, con la red de
comunicación interna como cordón umbilical
atado a los nervios de él, ése su hombre al que a
veces le pierde la huella y ni sus cercanos guardias
quieren decir dónde se encuentra, y disimulan su
ausencia con acuerdos importantes, o con citas
de alta política, conferencias impostergables, ese
mismo que uno o dos días después se reportaba
por la línea directa y la zalamereaba, le fingía
sorpresas, le hablaba de ciertos factores que se
interpusieron para no poder verse, ese mismo que
está detenido en el sol de la tarde, ése que alzaba
los hombros y mascullaba palabrotas cuando ella
mencionaba el hecho de que lo suyo, lo de él y
ella, lo de los dos, estaba ya en boca de mucha
gente, de gente ajena a su círculo, de gente que
caminaba en las calles, de gente que en los actos
públicos la miraba tratando de descubrir los ojos

53
PARA LEER D E B O L E T O E N E L M E T RO 5

de la noche pasada, o el rubor que debe aflorar


aunque ella sólo sienta el cansancio de soportar
vaivenes, y clavadas de ojos, y manos que al sa-
ludarla buscan un entendimiento de valores y a
ella le enrabia no eso sino el no poder mandar al
diablo a todos, abrazarlo ahí mismo, echarle su
propio cabello sobre los ojos y acariciarlo.
Y de eso, como de otras muchas cosas no
quería tratar. Lo aceptó así, no hubo engaños de
su parte, él nunca habló de nada que no fuera
amarse sin importar lo que dijeran, además, le
dijo una mañana durante el acuerdo de trabajo,
¿quién se atrevería a pronunciar una sola palabra
en contra tuya? Y ella intentó, olvidándose que se
encontraban en su despacho, en ese lugar lleno
de banderas y de estatuas de los héroes del país,
justificar sus temores diciendo que se trataba de
quitarle golpes a él, no a ella, y entonces el hom-
bre, su hombre, se echó de carcajadas y dijo que
aquí no se movía nada si no lo ordenaba su voz y
que mientras se amaran como se amaban nadie
podía contra su palabra, contra la mía, le dijo al
tiempo que le alzaba y la untaba contra su cuerpo
y le decía que era hora de que se marchara pues
la agenda estaba llena de compromisos y que ya
en la noche la buscaría donde siempre. Un donde
siempre lleno de guardias, un donde siempre
repetido en boca de muchos colaboradores que
sabían sin duda quién ocupaba el sitio, qué días

54
R A FA E L R A M Í R E Z H E R E D I A

y las horas que los dos permanecían allá adentro,


un allá adentro distinto, tan distinto y distante de
esta casa frente a la plaza de Trastévere donde
el pequeño dolor de la pierna izquierda no cesa
aunque las yemas de los dedos, animadas por la
ausencia de él que sigue frente al hilo de luz de la
ventana, aprietan el músculo y tratan de retener
en las falanges el instante porque pudiera ser que
no se repitiera y de pronto él se diera a charlar,
a recordar, a justificar, a pedir, a mencionar, sin
hacerlo, la menstruación pasada y a ella le entrará
la abulia, sentirá que todo está tan lejos, que el
hombre se nota más viejo, que por muchos años
no podrá estar en los sitios de su país y mejor se
detuviera el calambre que terco, como si fuera
parte de los que gritan su inconformidad, se ex-
tiende cada vez más alrededor de esa pierna mu-
chas veces atrapada en los brazos de él y besada
hasta dejar su olor pegado a los poros.
Y cierra los ojos, busca entre el tumulto de re-
cuerdos sus días felices, que claro, no fueron aque-
llos cuando plantada en su amplia oficina daba
la cara a problemas que tuvo que ir entendiendo
porque en el momento que le dijeron que se iba
a hacer cargo de esa tarea ella pensó que estaba
bien como una aceptable tercera o segunda, pero
ser la cabeza en un ramo corría más rápido que sus
años de universitaria, cuando aceptó noviar con el
líder del movimiento estudiantil, o se casó después

55
PARA LEER D E B O L E T O E N E L M E T RO 5

con ese joven de sonrisa triste, o se divorció pese a


los consejos de su suegra, o de sus hermanos que
ahora, ya a lo lejos, le parecen extraños, como si
apenas hubieran sido unos peones de un ajedrez
donde ella era la reina siempre sacrificada al jaque,
que olvidaba esos tiempos felices cuando él le
señalaba el vuelo de las gaviotas, y se mecían al
amparo de los barcos de guerra que custodiaban
las andanzas de su él, que servía de refugio a los
dos tendidos en la cabina dispuesta, con sonrisas
semiocultas por los marinos que la saludaban con
respeto no carente de miradas que ella aprendió a
soslayar porque valía la pena, se dijo tantas veces,
vale la pena estar cerca del poder porque sus años
de estudiante le enseñaron que para hacer algo
hay que manejar el poder y ahora se queda en el
silencio de la tarde sin esperar que ese bien se alar-
gue porque ya no es posible hacer nada, menos el
bien, cuando él fue arrollado después de que dejó
sus funciones y el nuevo jefe ocupó su sitio, un
sitio que parecía eterno, que el tiempo rasgó para
dejarlos carentes de ese vuelo de gaviotas en un
país ajeno, con un hombre que se deslava apenas
por el sol de la tarde más débil a cada momento y
que hace perder el contorno de la figura de él que
respira fatigado, esparce el olor de su pipa en un
revuelo de fatigas mientras ella sostiene la batalla
frontal contra el calambre que se ensancha hasta
los muslos y busca rebasar sus fronteras.

56
R A FA E L R A M Í R E Z H E R E D I A

Sabe, siente, casi palpa el deseo de él para mo-


verse, lo siente no sólo por reconocer la respiración
sino porque la intuición es el producto de la expe-
riencia, le dijo al subir al avión rumbo a sudamérica.
Ella, parte de la comitiva ya estaba dentro del avión
y él solitario cruzó los espacios del aeropuerto, con
ese paso erguido, con ese despeinar de cabellos
que le daba un toque de héroe del siglo pasado,
así lo miró desde la ventanilla y después recono-
ció su manera peculiar de saludar a la bandera y
cruzar el resto del terreno con las largas trancadas
hasta la escalerilla del Boing 727 y aunque ya ella
no miró el resto pudo adivinar su llegada hasta el
final de la escalerilla y desde allá arriba, pegado casi
al fuselaje del avión, levantar la mano derecha sin
importarle que el saco gris perla quedara un tanto
arrugado por el movimiento de la mano. Entonces
ella puso su cara al frente del aparato hasta verlo
entrar sonriente y dirigir su vista a ella sin importar-
le el resto y caminar hacia la mujer que bajó los ojos
y sintió el aliento un tanto agrio untarle los oídos
y escuchar, sin saber el porqué y el sentido, eso
de la intuición y la experiencia. Después, aunque
él no viajó a su lado todo el tiempo porque tuvo
que atender asuntos plantados en la mesa frente
a su butaca, ella sabía por intuición que él pensa-
ba en las horas siguientes cuando en silencio, un
relativo silencio, entraría a su cuarto, cercano por
las instrucciones siempre recibidas de los oficiales

57
PARA LEER D E B O L E T O E N E L M E T RO 5

de servicio, y le relatara, quitándose con lentitud


la ropa, de lo que había dicho tal o cual persona, o
preguntando su opinión sobre las palabras de tal
o cual funcionario extranjero.
No era igual cuando la esposa iba porque enton-
ces el disimulo era cubierto de sonrisas y saludos
fríos, como si de verdad le importara a la esposa
que escudada en los afeites daba órdenes para
demostrar que mientras estuvieran casados no
habría nadie que le quitara el cetro y ella no intentó,
sabiendo en lo que podía meterse, disputar abier-
tamente la supremacía aunque en la soledad de la
cama, cuando él se quitaba la ropa y manejaba el
cuerpo para lucirlo, ella tenía por territorios vastos
los velámenes de las sábanas y él, como queriendo
quitar dudas, decía que practicaba el ejercicio por-
que era vergonzoso mostrar un cuerpo fofo a los
ojos de la mujer que se quiere, a la que se quiere,
le dijo, no a la que se soporta.
Y entonces no pudo más, estiró la pierna sabien-
do que la intuición le decía que con ese movimien-
to él saldría de su abandono pero no fue así aunque
ella flexionó el cuerpo, se incorporó; fue entonces
cuando vio que el hombre nunca iba a abandonar
la ventana, que la luz y ella misma ya no existían,
como nadie, ni siquiera los recuerdos estaban en
esa casa, lejos de todo un ruideral de seis años.

(Los territorios de la tarde, fue tomado de Los territorios de la


tarde, Joaquín Mortiz, 1988)

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Rafael Ramírez Heredia
Tampico, Tamaulipas, 1942-2006

A lo largo de 40 años, se dedicó a cultivar un tipo de escri-


tura que se preocupara por contar historias que tuvieran
un peso equivalente al de la realidad, a crear personajes
y entornos con elementos verosímiles, que evitaran los
artificios o las tramas rebuscadas. Ramírez Heredia se
autodefinió como un ratero de imágenes: “…en la litera-
tura, lo más fuerte es el lenguaje, que hace sentir el olor,
el sabor y el ruido del lugar del que se habla”, afirmó este
viajero incansable que recorrió casi todos los rincones del
país impartiendo talleres literarios, que utilizó como uno
de los elementos principales en su literatura el recurso
de la palabra oral para crear personajes, para rescatar el
lenguaje de arrabales marginales y céntricos de la vida
urbana o la provincia.
Autor de cerca de 45 libros, incursionó en la novela, el
cuento, la crónica, el reportaje y el periodismo. Merece-
dor de más de una veintena de premios literarios tanto
en México como en el extranjero. Traducido o publicado
en diferentes países, fue también reconocido director de
talleres literarios impartidos en innumerables ciudades
del país y en otros como Guatemala, Honduras, Colombia,
Argentina, Chile, España, por mencionar unos cuantos.
Algunas de sus novelas o cuentos han sido llevados al
cine. Con Del trópico, El Rayo Macoy y La Mara, inició una
trilogía que aborda la sordidez del México moderno, que
continúa en 2006 con la aparición de La esquina de los
PARA LEER D E B O L E T O E N E L M E T RO 5

ojos rojos, novela ambientada en los barrios bravos de la


ciudad de México.
Como tributo a su pasión por la Fiesta Brava en 2000
se publicó el libro titulado Tauromagias, compilación de
recuerdos taurinos y crónicas. Para este escritor, habitante
de distintas geografías, al toro, como a la literatura o la vida,
sólo hay una manera de hacerles frente: “Frente al toro
es donde me siento más yo que nunca, antes de torear
me estoy muriendo de miedo, pero ya adentro, cuando
sé que antes me mata el animal de un pitonazo a que yo
me haga a un lado, es entonces cuando me siento lleno
de vitalidad. La vida es como el toreo, estar dispuesto a la
muerte y así entregarse a la vida”.

60
Germán Dehesa

Están
aventando gente
I

La realidad es, además de inverosímil, molestísima.


Yo llevo 45 años tratando de evitarla, pero no hay
manera. Terca, tenaz y emperrada me alcanza esté
yo donde esté. Ahí tienen, por ejemplo, el lunes
26 de febrero; salvo el inusual y pelado frío que
reinaba, esa fiera que es la realidad parecía dormi-
tar en calma. El día lo consumí en mis habituales
faenas y ya hacia la noche, y faltándome todavía
una junta de trabajo, me comuniqué a la humilde
casa de ustedes nada más porque soy decente y
para que se vea que estoy atento a lo que ocurre
en el hogar. Lo que ni yo ni nadie podía prever
era que en ese exacto momento se estuviera
desencadenando en mi hogar una tragedia que,
según un rápido análisis, tiene elementos de Las
troyanas, La Celestina, Romeo y Julieta y todo esto

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PARA LEER D E B O L E T O E N E L M E T RO 5

en versión de José Alfredo Jiménez. La heroína


(to say the least) se llama Lola (nombre pasional y
sospechosísimo) y trabaja, en calidad de auxiliar
doméstica, en la casa que está junto a la mía. Se-
gún se desprende de las primeras averiguaciones,
la arrebatada Lola tenía hasta el momento una
foja de servicios intachable: cumplida, ordenada
y “muy acomedida” es lo que declara de ella su
patrona. Todo esto fue así hasta el domingo 25,
fecha en la cual la feroz Lola recibió la infausta
nueva (el cochino chisme) de que un jovencito
con el que ella cultivaba una incipiente pero tó-
rrida pasión y con el cual ya había tenido, como
diría mi abuela, sus dares y sus tomares, le era
ostensible y bellacamente infiel con otra jovencita
cuyo nombre no ha podido obtener este cronista.
Pongamos que se llama Enedina. Saber esto y caer
en el negro y profundo pozo de la melancolía fue
todo uno para la hipersensible Lola. Las primeras
luces del día lunes la sorprendieron ojerosa y en
calidad de quelite hervido. Todavía, en un últi-
mo y heroico alarde de servicio, bajó a servir el
desayuno, tender las camas, darle “una alzadita”
a la casa (todo esto fue tomado de la pintoresca
declaración de la patrona) y preparar y servir
la comida. Al término del refrigerio, y mientras
acumulaba los trastos en el fregadero, anunció
su decisión de retirarse a sus habitaciones y ya
no bajar a servir la cena (“por rotura de sonaja me

62
G E R M Á N D E H E S A

retiro de la danza”, como diría Sonia Amelio). Su


enigmática explicación para tan extraña conducta
fue: “es que me siento muy triste”. Los patrones,
que son más bien poco inquisitivos, aceptaron
tal declaración y se olvidaron del asunto. Lola no.
Lola se trepó a la azotea, se atrinchiló en su cuarto
y de su buró extrajo una novísima botella de Ba-
cardí que procedió a ingerir entera con la calma,
la atención y la concentración que un menester
así requiere. Entre vaso y vaso tarareaba aquello
de que nos entierren juntos y en la misma tumba.
Ya con la uva totalmente a su favor (en este caso
la caña y la química) la ferocísima Lola decidió
hacer la prueba. No la del añejo, no la del viento,
sino la de la resistencia del piso en directa colisión
con su muy extraño cuerpo. Ejecutiva como es, la
gran Lola se trepó a la barda de la azotea. Desde
allí se contemplan dos posibilidades: caer al patio
común, que es de durísimo adoquín, o caer en el
jardín de los Dehesa, cubierto por un fino y cos-
tosísimo pasto inglés amorosamente cuidado por
la Tatcher. Dejemos a Lola en el pretil. Si ustedes
quieren saber dónde azotó Lola y todo lo que de
ahí siguió, no se pierdan el próximo capítulo de
esta desgarradora serie.

Marzo 7, 1990

63
PARA LEER D E B O L E T O E N E L M E T RO 5

II

Lola está en el pretil. Pasión y ron doméstico. Si


su intención era arrojarse contra el patio y que-
dar ahí estampada en calidad de calcomanía de
verificación, su fracaso fue absoluto. Ahora bien,
si su intención fue, desde un principio, caer en el
jardín de los Dehesa con un extraño sonido como
de aguayón cuando lo ablandan, su éxito fue
total. La pequeña Carlos, que ya ha presenciado
aguaceros, granizadas y un eclipse parcial de luna,
tuvo ahora oportunidad de ampliar su reperto-
rio de experiencias viendo el nada majestuoso
vuelo de Lola, que surcó los aires cual meteorito
mazahua y se incrustó toda ella unos veinte cen-
tímetros en nuestro cuidadísimo césped. Todavía
hoy la pequeña sigue mirando insistentemente
hacia los cielos en previsión de que, en cualquier
momento, caiga alguna de sus abuelas o su tía
Maruca. La pequeñísima veía a Lola incrustada en
el pasto como bajorrelieve maya, volteaba hacia
arriba y algo intuía de que las cosas no estaban
marchando normalmente. No tuvo tiempo de
elaborar más. En tromba aparecieron Josefina,
Juana Inés y la Tatcher que –esto me lo explicó
después– providencialmente se le había hecho
tarde (sólo se le hace tarde 300 días hábiles al
año). Josefina quería llevarse a la pequeña Carlos
para que no viera el espectáculo y para darle un

64
G E R M Á N D E H E S A

migajón que le recogiera la bilis. Juana Inés estaba


petrificada y, víctima del síndrome de Ferriz, no
sabía si reír o llorar. La Tatcher se disponía a ha-
blarle a la Cruz Roja y las cuatro féminas estaban
realmente descontroladas.
La única tranquila, con esa serena catatonia
que sólo las bebidas nacionales proporcionan, era
Lola. Se levantó no sin cierto tambaleo, apreció
el horizonte no sin algún desconcierto y acto se-
guido emprendió el camino escaleras arriba. “¡Se
va a tirar otra vez!”, gritó Josefina, que siempre ha
tenido la oculta vocación de Casandra. La Tatcher
soltó el teléfono (y miren que se necesita), la pú-
ber reaccionó de su marasmo, la pequeña Carlos
palmoteaba presintiendo el bis y todas corrían
detrás de Lola en una maniobra que en el futbol
americano es conocida como “tacleo pandilla”.
Mientras esto sucedía en la casa 6, en la casa 4 el
patrón de Lola, el único responsable ante dios,
ante el estado y ante la sociedad civil del destino
de Lola, estaba en su camita enfundado en una
bata azul de seda que compró a plazos disponién-
dose a ver en la tele El hombre del brazo de oro.

Brazo de oro fue el que necesitó la robusta


Tatcher para, más o menos, reducir al orden a la
enloquecida Lola, que se retorcía como almeja
con limón y gritaba lo mejor del hit parade de
las leperadas nacionales. Llegó la Cruz Roja. La

65
PARA LEER D E B O L E T O E N E L M E T RO 5

Tatcher dejó a Lola en manos de los ambulantes


y se retiró discretamente a “darse una arregladi-
ta”. No era cosa de que los ambulantes la vieran
“de cara lavada”. El panorama cada vez era más
sombrío. Los ambulantes se negaban a llevarse a
Lola porque no tenía ninguna herida. A destiempo
comenté que si la hubieran dejado tirarse otra
vez, ese impedimento hubiera sido superado. Lo
malo es que yo no estaba ahí y en mi ausencia
(sin mi freno moral) la Tatcher discurre puras
insensateces.
En vista de que los ambulantes no querían
recibir la mercancía, la Tatcher no halló mejor so-
lución que acomodar a la frustrada suicida en una
recámara y que ahí los ambulantes la amarraran a
la cama, mientras Lola canturreaba vagarosamen-
te las obras completas de José Alfredo y citaba
párrafos enteros de Picardía mexicana. Los am-
bulantes se retiraron. Treinta segundos después,
llegué yo. De las tremendas e inesperadas cosas
que sucedieron a partir de mi llegada se enterará
el paciente y avisado lector que lea el tercer y final
capítulo de este drama doméstico.

Marzo 10, 1990

66
G E R M Á N D E H E S A

III

Todavía no termino de narrar la increíble y triste


historia de Lola la voladora y ya los parientes y
vecinos, azuzados por la Tatcher, se han dedica-
do a desautorizar mi versión. Que no, que no fue
así; que no fue a esa hora; que sí tomo Bacardí,
pero no alcanzó a terminarse la botella. Minucias.
Para efectos de la inteligibilidad de la crónica, los
hechos, tal como los cuento, son esencialmente
verdaderos. Estábamos con Lola amarrada y
vociferante en una recámara de la humilde casa
de ustedes. Yo vengo llegando, la Tatcher está
en la cocina preparando dos hectolitros de té de
tila, mis hijas parecen anuncio de Beetlejuice con
los pelos erizados y la mirada extraviada. Desde
la parte superior se oyen unos aullidos terribles
como de señora que acaba de leer el recibo del
agua. Es Lola, la tengo amarrada en la recámara
de Ángel, comenta la Tatcher con esa serenidad
que le envidiaría el almirante Nelson. Instintiva-
mente yo busco mi frasco de Frisium, que es un
estupefaciente legal que mi cardiólogo me ha
recetado para cuando me ponga muy locochón.
Quiero tomarme una pastilla (o quizás un puñito)
y, acto seguido, comentarle a la canciller de hie-
rro mi total desacuerdo con la conducción que
hasta ese momento se le ha dado al affaire Lola.
De nada me da tiempo. En el umbral de mi casa

67
PARA LEER D E B O L E T O E N E L M E T RO 5

se ha materializado el doctor Evadyne, afamado


neurólogo que había sido convocado telefónica-
mente por la Tatcher. Dentro de la mejor tradición
médica mexicana, el doctor Evadyne lo primero
que hace es regañarnos: todo lo hemos hecho mal
(yo acababa de llegar); se trata de un caso extremo
de angustia y, en esos casos, lo menos indicado es
amarrar al paciente. Yo por mí –pensé– también
amarraba al doctor Evadyne, pero no dije nada. Él
iba a hacerse cargo de la situación. Profesional y
resuelto subió la escalera seguido por la familia y
por un representante oficioso de cada una de las
familias que pueblan esta unidad habitacional. En
mi libro de Historia sagrada recuerdo que había
una ilustración titulada: “Daniel entrando a la
cueva de los leones”. Hagan de cuenta. El doctor
Evadyne se enfrentó a Lola y, poco a poco, los
gritos fueron cediendo hasta llegar al punto en
el que sólo se oía la voz del doctor Evadyne, que
era como la de esos señores que hipnotizan tigres
en los centros nocturnos. Después, el silencio.
Con gran majestad, el doctor Evadyne abandonó
el cuarto y miró a la boquiabierta multitud. Ya
está –dijo con su voz de mago–, ya la desamarré
y se quedó dormida; mañana va a despertar
sintiéndose muy mal. Yo quería gritar ¡to-re-ro! y
concederle una oreja de Lola, pero preferí callar.
En silencio bajamos la escalera y en silencio le
dimos nuestro emocionado y agradecido adiós al

68
G E R M Á N D E H E S A

doctor Evadyne. Treinta segundos después se oyó


el horrísono alarido de Lola: ahí te vamos hechos
la mocha escaleras arriba. Cuando llegamos, Lola
ya se había trepado otra vez al pretil (alféizar sería
la palabra) de la ventana. Apenas alcanzamos
a pepenarla. Comenzó un forcejeo horrible: yo
jalaba a Lola, la Tatcher me jalaba a mí al grito
de “tú no, mi rey, a ti te va a dar algo”. Yo no soy
tu rey, esto es una república, alcancé a decir en
el momento mismo en que sentí que Lola se me
iba a zafar. Ese fue el instante de la gran decisión.
Yo nunca le había pegado a una mujer (y no por
falta de ganas, sino por tara educativa). No creo
que ni siquiera Julio César Chávez logre superar
esa combinación de gancho de izquierda y recto
de derecha con el que envié a la lona a la terrible
Lola. Ahí quedó, hecha una seda y lista para ser
entregada a su legítimo patrón, cosa que hice de
inmediato. Hace unos días vino Lola por su ropa
y traía un pómulo tipo volcán. Dice que recuerda
que alguien la golpeó, pero no se acuerda quién.
Yo ya le hice jurar a Josefina que ese secreto nos
lo llevaremos a la tumba.

Marzo 14, 1990

(Estan aventando gente, fue tomado de La familia y otras


demoliciones, Planeta, México, 2002)

69
Germán Dehesa
Ciudad de México, 1944.

Destacado periodista, escritor y promotor cultural.


Ingeniero químico por profesión y escritor por voca-
ción, Dehesa reconoce: “No opto ni por literatura ni
por la vida sino trato de ir y venir de la literatura a la
vida, de hacerme mejor lector en la medida en que
vivo mejor y vivo más, y de hacerme mejor vividor en
la medida en que la lectura ilumina mi vida”. Lejos de
todo encasillamiento, ha incursionado con éxito en
muy diversas actividades literarias, es autor de obras
de cuento, ensayo y novela; como dramaturgo es
autor y director de más de 50 espectáculos teatrales y
de revista, tiene varias obras publicadas y más de 25
inéditas, todas representadas, llegando a participar él
mismo como actor en muchas de ellas. Maestro con
más de 25 años de experiencia docente en la UNAM y
profesor invitado en la Universidad de Texas. En 1998,
la Asamblea Legislativa del Distrito Federal le otorgó El
Premio Anual de Periodismo Parlamentario, en la cate-
goría de Mejor comentario editorial. Ha desempeñado,
además, múltiples actividades en la radio y televisión
mexicana, desde la creación de guiones hasta la con-
ducción; y de un trabajo periodístico ingenioso, crítico
y humorístico. Por ello, su columna “Gaceta del Ángel”,
publicada en más de 300 periódicos en México y el
extranjero es hoy por hoy una de las más leídas.
Para Leer de Boleto en el Metro 6,
se terminó de imprimir en noviembre de 2006,
en Corporación Mexicana de Impresión, S.A de C.V.

49,000 ejemplares

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