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1.

Definición antropológica de la cultura

En este caso, el término designa el conjunto de los procedimientos


artificiales utilizados (e inventados) por los hombres, en oposición a
los procesos naturales de los cuales son objetos o a los cuales se ven
confrontados. A escala individual, la cultura tiende entonces a
confundirse con todo lo que se ha adquirido (frente a lo innato, los
determinismos, factores, predisposiciones biológicas) y, por lo tanto,
sería producida por las interacciones humanas. Más allá de los
individuos, el concepto de cultura se acerca bastante al de sociedad,
entendida no sólo como conjunto de individuos (o incluso conjunto
de grupos sociales, en un sentido más sociológico; cfr. Comte,
Durkheim) sino como “sujeto” de un proceso de reproducción, de una
dinámica de transmisión/ innovación de prácticas colectivas y
relaciones humanas.

Esta concepción de la cultura se basa sobre una antigua oposición


filosófica (modificada, desplazada en la historia de las
representaciones, pero siempre presente): la oposición entre la
naturaleza, lo natural y la convención, lo artificial (entre la “ physéi” y
la “théséi” - “lo que está puesto, lo que podría no ser”); entre lo que
los griegos llamaban lo físico y lo legal ( physis / nomos - “lo que es
del orden de la ley”). Esta oposición estructura el pensamiento y el
debate entre los sofistas, los socráticos, los cínicos y los cirenaicos,
que aportan tantas nuevas respuestas a la cuestión de cómo vivir, al
problema del surgimiento de la individualidad. La prehistoria del
concepto antropológico de la cultura se mueve precisamente en el
terreno del relativismo, de la crítica a las tradiciones, de lo que
parecía adquirido.

Se necesitan dos condiciones para la “desnaturalización” de la


existencia humana en el plano mental:
* La vida urbana, la ciudad comercial (que ha dejado de ser simple
plaza fuerte o lugar de culto), punto de convergencia para los griegos
y también punto de unión con otras civilizaciones no-griegas.

* La vida política más específicamente griega, elemento diferenciador


con respecto a los bárbaros, fuente de problemas, de conflictos,
ocasión de reflexión.

La ciudad, medio artificial, oikos típicamente humano, se tematiza


como tal, es decir, permite la toma de conciencia de la auto-
organización de la sociedad, de su “institución imaginaria” como diría
Castoriadis. No está demás recordar que este descubrimiento de la
cultura (antes de su conceptualización) para los sofistas y los
socráticos va de la mano con una profunda reflexión sobre el
lenguaje.

Esta distinción filosófica se retomará en la Ilustración como una


distinción antropológica, a partir de una nueva controversia sobre la
naturaleza humana, el hombre natural, el estado de la naturaleza, el
derecho natural como consecuencia de la descristianización, de la
laicización racionalista que busca sus fundamentos. Este
cuestionamiento hará, paradójicamente, descubrir la cultura.

Sin embargo, el culturalismo antropológico rompe también con esta


traducción filosófica. Esta ruptura se apoya en un estudio
presuntamente científico de las sociedades diferentes, a pesar de la
tentación (y de los intentos) permanente de las construcciones
teóricas, de las ficciones genéticas (de las cuales Freud no tiene la
exclusiva). También se rompe con los principales centros de interés
de la filosofía del siglo del nacimiento de las ciencias humanas, el
siglo XIX: la historia y la sociedad (en este caso, las sociedades
occidentales con su dinámica económica, política, “espiritual”, como
decían los alemanes).

Habrá que esperar los inicios del siglo XX con el descentramiento


etnológico -relacionado con la colonización, con la primeras
exploraciones, los primeros etnocidios, sobre todo en Estados
Unidos- para la construcción de este concepto general de cultura.
Para ello, se tuvo que pasar por el estudio positivista (meticuloso y
puntilloso de la etnografía) de las sociedades “primitivas”, que ya no
se considerarán como “salvajes” sino como “radicalmente otras”
respecto a las sociedades occidentales. Dicho de otra manera, dichas
sociedades primitivas, objeto de la naciente etnología (Boas, Spencer,
Malinowski) no son estudiadas sólo como retrasadas, “feudales”,
subdesarrolladas al igual que algunas sociedades contemporáneas
(árabe, china, india, turca, persa, etc.), detenidas en una de sus fases
de evolución, sino que se considera que siguen su propia lógica (es
“su” cultura).

Esta alteridad de sociedades es real en un cierto sentido, incluso si


no fue realmente la antropología la que la conceptualizó, ya que se
encontraba perdida en la descripción de los detalles y en la
generalización funcionalista (y más adelante, estructuralista). Esta
alteridad es la de las sociedades comunitarias, marcadas por la
ausencia de clases, de Estado, de escritura, por lo que algunos han
pensado que suponía una ausencia de historia, de historicidad. Así,
Lévi-Strauss opone las sociedades frías a las sociedades cálidas. El
sociólogo alemán Tönnies ha conceptualizado esta oposición con los
términos Gemeinschaft / Gesellschaft. Yo prefiero hablar de
comunidad / colectividad, o sociedad comunitaria / sociedad
colectiva, utilizando dos especies del mismo género [2]. Es
importante constatar que cuando los antropólogos hablan de cultura,
cuando asimilan la cultura y la sociedad, se refieren a las sociedades
comunitarias, aunque lo que se proponen es generalizar y comparar.
Lo mismo que les sucedió a aquellos que intentaban verificar en la
práctica la universalidad de las tesis de Freud, ya fueran etnólogos
(Malinowski) o psicoanalistas (Rohein, Devereux): se referían a las
sociedades comunitarias.

El último objetivo de esta verificación era una “historia general de la


cultura”, retomando la expresión de Malinowski. En esta concepción,
justamente denominada “culturalista” o funcionalista, la cultura, cada
cultura singular de una sociedad determinada cumple, de un modo
particular y original, un cierto número de funciones (necesarias,
generales...). Más aún, satisface un cierto número de necesidades
vitales.

La cultura se concibe como una respuesta a la naturaleza, respuesta


legítima en su diversidad, legitimada por su eficiencia. Ya no se
considera una oposición, una objeción, como lo hacían los griegos.
En efecto, bajo esta concepción el hombre experimenta los
“estímulos naturales” (necesidades corporales) y las presiones
naturales (las propias de su entorno: clima, vegetación, animales,
fenómenos físicos), le responde con un conjunto de prácticas
inventadas y aprendidas (trabajo, organización, magia, religión...), a
través de los cuales utiliza un conjunto de objetos artificiales (medios
de producción, de comunicación, objetos sagrados, etc.). Estas
prácticas se transmiten de generación en generación en la medida en
que están codificadas, es decir, fijadas por reglas y unidas a ciertos
símbolos. La cultura de un pueblo se forma por el conjunto de estas
prácticas, objetos utilizados y códigos que la reproducen: artes,
técnicas, instituciones, lenguajes, comportamiento en la mesa,
técnicas del cuerpo, deportes, etc. De este modo, se enfatiza la
coherencia y la cohesión de este conjunto cultural, sobre la
interrelación de las partes, su interacción y su interdependencia. Así,
se refleja lo que sucede en las sociedades comunitarias, lo que no
deja de tener efectos sobre el modo de estructuración de las
individualidades.

Al contrario, las sociedades colectivistas, como lo hemos visto, se


caracterizan más o menos por la fragmentación, por la
autonomización de las actividades, de los sectores, de los niveles, lo
cual se pone de relieve al estudiarlas. En estas sociedades más
complejas, objeto privilegiado de las ciencias históricas y sociales, la
cultura se concibe sólo como un nivel de prácticas colectivas, como
lo veremos a continuación.

2. La definición socio-histórica de la cultura.

La sociología tiende a dar cuenta de los “mecanismos”, estructuras y


elementos generales de la reproducción social a partir del estudio de
las sociedades presentes, o mejor dicho “actuales”. En este sentido,
se opone a las ciencias históricas que más bien buscan las variantes y
variaciones, las distinciones y diferencias, desde una perspectiva que
fue durante mucho tiempo evolucionista, aunque también a partir de
la investigación sobre las discontinuidades, de las rupturas.

Por otro lado, la sociología entra en conflicto, lidiando con otras


ciencias “humanas”, en primer lugar con las ciencias económicas y
políticas. En segundo término, con las denominadas ciencias de las
“producciones del espíritu” como diría Hegel: la filología, la
epistemología, la semiología, etc.

Esta situación en parte es hipostasiada en la concepción marxista de


la sociedad en términos de base económica, de estructuras sociales y
de superestructuras políticas e ideológicas, concebidas como
elementos (relativamente) autónomos y articulados que constituyen
“la” sociedad [3]. Pero, incluso si en sí misma no es marxista, la
sociología conserva de este esquema (e incluso postula) una cierta
autonomía de lo social, de la cual la cultura sólo sería un aspecto.

Además, se puede decir que esta segunda concepción de la cultura


nace de la tensión y de la complementariedad entre el enfoque
sociológico y el histórico. En este último, la cultura es la forma de
diferenciación de una sociedad respecto a otra. En este caso, el
concepto se aproxima al concepto de civilización: la cultura es lo que
permite distinguir la sociedad francesa de la alemana, italiana, árabe
o europea. Con ese objetivo, hace abstracción de lo que las
sociedades puedan tener en común: la organización económica (y las
técnicas de producción), el sistema político (el Estado) y las
instituciones...

Este último aspecto es cada vez más importante con la


mundialización de las tecnologías, de la organización capitalista de la
producción, de las formas y de las instituciones estatales y jurídicas,
del modelo urbano... Lo que, por contraste, pone aún más de relieve
el hecho que la cultura tiende a devenir una forma de diferenciación,
lo que puede dar lugar a crispaciones identitarias, en particular en las
sociedades “mestizadas”, donde la fragmentación social se combina
con la confrontación multicultural. Este hecho eventualmente puede
sostener algunas ilusiones de las cuales podemos constatar los
efectos, quizás hasta en las psicoterapias.

¿Cuáles son entonces los ámbitos donde se pueden observar estas


diferencias entre dos sociedades (y también entre dos etnias,
pueblos, o incluso grupos sociales)?
La cultura, concebida en este sentido más restringido, se compone
de dos grupos de elementos en interacción:

A.La cultura de lo cotidiano, es decir, un modo de vida particular.


Se define por:

A.A Los hábitos, los usos que son soluciones a los problemas
inmediatos de la existencia. Ejemplos: tipos de ropa, higiene,
comportamiento en la mesa, actitudes sexuales, educación, etc.

A.B. Las mentalidades, es decir, las actitudes mentales comunes, los


rasgos psicológicos compartidos, las creencias colectivas, las ideas
recibidas, los prejuicios.

A.C. Las costumbres, esto es: las reglas sociales de conducta frente a
los demás (buena educación, fiestas, regalos...) en cuanto escapan a
una codificación jurídica y al poder político.

A.D. Las normas, es decir, los tipos ideales de comportamientos


valorados por el grupo. Ejemplos: el éxito, la carrera, la paternidad, la
maternidad, el heroísmo.

B.Los sistemas de símbolos que dan sentido a un modo de vida y


expresan la imagen que la sociedad tiene de sí misma, imagen en la
que cada miembro se reconoce relativamente. Constituyen lo que se
ha denominado «cimiento social» (Gurvitch), la “ Weltanschauung”
(Dilthey). El símbolo se presenta como la asociación social particular
de un soporte concreto (objeto, imagen, palabra) con una
significación abstracta que posee una carga afectiva, emocional, más
aún, un “potencial de algo sagrado” (Ej.: una bandera), y que alude a
muchas otras significaciones. Esto implica que no se puede
aislar un símbolo sino que es necesario estudiar sistemas simbólicos.
Estos símbolos están en estrecha interacción con las
representaciones de una sociedad. Sin embargo, se distinguen de
ellas por su carácter más “material”, más identificable, en oposición a
las representaciones que son más fluidas, más “mentales”
(identificadas, sobre todo, por sus efectos sobre el discurso). En
relación al discurso social común, los sistemas simbólicos son
cristalizaciones mientras que los conjuntos de representaciones
funcionan más bien como campos de fuerza, no-“visibles”, no-
conscientes pero se pueden detectar por sus efectos de polarización.
Estas representaciones muestran los núcleos de ideas comunes
recibidas (lugares comunes) colectivas, en torno a las cuales se
forman discursos individuales (obviamente en lo que tienen de
menos objetivo) que hacen posible una cierta comprensión mutua,
una cierta comunicación que va más allá de las significaciones
lingüísticas, actuando como un prisma que deforma y que hace “ver
el mundo” de una cierta manera (otra vez la Weltanschauung).

Se pueden estudiar los sistemas simbólicos en función de su


producción social. En la sociedad actual, se pueden distinguir tres
grandes factores de producción simbólica:

B.A. El lenguaje. En toda sociedad, también en la nuestra, una parte


de los símbolos nace del discurso social común, que representa la
forma fundamental de utilización del lenguaje en una sociedad.
Además, el lenguaje de una sociedad es, ante todo, una creación
colectiva, constantemente renovada a partir de múltiples formas
cotidianas de hablar. Por ello, se puede decir que el idioma de un
pueblo refleja inmediatamente su modo de vida, sus aspiraciones,
sus ideas y que está en relación estrecha y compleja con las
representaciones que circulan en esta sociedad. Del mismo modo,
ningun idioma es realmente homogéneo. Todos los idiomas padecen
de distorsiones, fragmentaciones que corresponden a la
diferenciación de los grupos sociales que componen dicha sociedad.
Además de las múltiples terminologías técnicas (propias a un grupo
social especializado en una función y que pueden convertirse en
jergas, en verdaderos idiomas), nos encontramos con diferencias más
arbitrarias que corresponden a hábitos, necesidades de expresión
propias a un grupo, y a una búsqueda de identidad (las formas de
hablar, los argot. Ej.: el “lenguaje de los jóvenes”).

Se pueden distinguir los discursos individuales, los discursos sociales


particulares y el discurso social común al que recurren
constantemente los múltiples actos de palabra individuales. De este
discurso social común y de los discursos particulares nacen y se
mantienen los sistemas simbólicos, a veces junto a arcaísmos (por
ejemplo, el simbolismo astrológico). En este caso, los soportes
simbólicos son palabras que no se encuentran en el circuito
lingüístico “normal” (que no funcionan únicamente como signos). Por
ejemplo, la palabra “Francia” en el discurso “político” cotidiano por
oposición al empleo de la misma palabra en un manual de geografía.
En efecto, más allá de su significación inmediata, estas palabras
tienen una eficacia mental, afectiva y social debida a lo que evocan, a
lo que expresan. Esta evocación no puede reducirse a una definición,
sino que implica siempre una interpretación, una participación activa
de cada uno en la creación del sentido común (en la medida en que
este no está jamás acabado, definido), es decir, una inserción en la
vida colectiva, una inclusión en un grupo social y un reconocimiento
de sus leyes.

La eficacia social de estas constelaciones simbólicas es especialmente


importante en las sociedades que viven sobre el modo de la tradición
y de la comunicación oral, de la comunión, de la presencia de la
fusión (fiesta), de la manifestación inmediata de la afectividad y del
imaginario. Es por esto que aparece como la matriz de las artes y de
las religiones que utilizan dichos símbolos como su materia prima.

Sin embargo, esta importancia es menos relevante en nuestra


sociedad donde dominan las mediaciones (productos audiovisuales,
señales, escritos) que favorecen la producción simbólica mediatizada
y a su vez manipulan los aparatos de información y la publicidad, los
cuales reelaboran y usan los antiguos sistemas simbólicos.

De esta instrumentalización de la producción simbólica o, mejor


dicho, de algunos de sus efectos, podemos encontrar una definición
en las Mitologías de Roland Barthes que además ilustran el concepto
sociológico de “representación” ya evocado, que Aristóteles
consideraba a su manera como “lugar común”. Por ello, debemos
también considerar, para nuestra cultura:
B.B. Los medios de comunicación social, es decir, prensa, radio,
televisión, cine, audiovisual... que son, de hecho, los medios de
información y de formación de la mente. En este caso, los soportes
simbólicos son palabras e imágenes. A este nivel, se trata de
transformar los “hechos en bruto” en “acontecimientos interesantes”
que capten la atención y otorguen a la gente una concepción del
mundo: la utilización de símbolos constituye verdaderos «mitos»
modernos (la actualidad, la felicidad, la catástrofe, el destino, la
infamia, la humanidad, lo moderno, la juventud, el poder, el
deporte...) que desembocan a menudo en una mistificación colectiva
(cfr.: Barthes, Lefèvre).
B.C. La publicidad, es decir, el conjunto de procedimientos que
permiten poner de relieve de modo imaginario ciertas mercancías en
concreto, así como el acto de comprar y consumir en general. En este
caso, los soportes simbólicos son principalmente los objetos (o
servicios) en venta, asociados a imágenes y palabras (Ej.: coche, casa,
cadena de música, etc.). En el periodo de crecimiento económico de
1945-1975, antes de la crisis actual, el consumo se presenta como el
acto social más interesante, aquel que proporcionaba la clave de la
felicidad. El discurso sobre el consumo era entonces (y de algún
modo lo sigue siendo) el principal productor de símbolos.
Si los medios de comunicación producen una concepción del mundo
en general (indican lo que hay que pensar), la publicidad produce
sobre todo una moral individual (indica lo que hay que hacer).
Produce una imagen de la mujer, del hombre, del niño feliz, es decir,
una norma social, un modelo de la felicidad, de la comodidad, del
ocio, de la apariencia e incluso del trabajo.
B.D. Los residuos. Aún quedan, en la periferia de la sociedad por
supuesto, restos de los antiguos sistemas simbólicos, vehiculados
por creencias, supersticiones, pero también por actividades en
desuso, las llamadas “artes populares” o folclóricas (bailes,
artesanado, juegos...). En otras sociedades, este tipo de actividades,
junto a los cuentos, la magia, los ritos de iniciación, las
conmemoraciones son factores de producción (y de reproducción) de
los sistemas simbólicos.

3. La definición filosófica de la cultura.

El título es completamente impropio. No se trata de proponer una


única definición de la filosofía (que no existe) sino simplemente una
muestra de lo que piensan la mayor parte de los filósofos a partir del
siglo XIX cuando hablan del término “cultura”, hasta el punto que
algunos hablan de la necesidad de una Kulturphilosophie, o aún más,
de una Geisteswissenschaft.
El interés por la cultura, o por el aspecto de la cultura que vamos a
considerar, no es nuevo en el mundo filosófico, a pesar de la
transformación histórica de la concepción que la filosofía ha
realizado sobre sí misma, sobre su objeto y su campo. En efecto, la
evolución histórica de la filosofía está marcada por la reducción del
campo de sus investigaciones a medida que las ciencias avanzan. De
un conocimiento de la totalidad de la realidad, se ha restringido a un
conocimiento del hombre, dejando la naturaleza a las ciencias.
Mientras que los fenómenos humanos pasan a ser, a su vez, objeto
de los conocimientos científicos, la filosofía tiene dos opciones : o
bien toma como objeto el conocimiento en sí (pero ¡ojo! porque las
ciencias cognitivas avanzan), o bien se convierte en poesía, poesía
del Ser o de la Palabra (pero la poesía ya existe), o bien la filosofía
reivindica ser una reflexión, y no un conocimiento, sobre los
discursos, los actos y las obras de los hombres, sobre todo si estos
comprometen el sentido y los valores, las elecciones, lo deseable y lo
preferible, es decir, lo que escapa al dominio de la ciencia, pero no al
de la palabra, lo que no es implícito en las preguntas, las
afirmaciones y las aspiraciones espirituales, lo que estas llegan a ser
por y en la palabra. Así, se puede afirmar que para la filosofía, la
cultura es el discurso en cuanto este último se funda en sí mismo
(para nosotros, hombres de nuestro tiempo, no está claro en qué otra
cosa se podría fundar pero no fue siempre así).

De manera más empírica, se puede definir la cultura como el sistema


de los sistemas de representaciones intelectuales de una sociedad. El
término «intelectuales» pone el acento sobre un modo de producción
distinto al de las representaciones que se encuentran en el discurso
social común. En efecto, el lenguaje y las ideas formadas a partir de
este discurso, las imágenes, los sistemas simbólicos y las nociones
abstractas que surgen de él, pueden dar lugar a una elaboración
autónoma, separada del modo de vida y de la vida cotidiana e
incluso, en cierto modo, de la propia praxis social, efectuada por
«especialistas» y organizada en una concepción del mundo
(representación del cosmos, de lo divino, de la naturaleza, del
hombre, de la psiquis, etc.) y/o en una moral (ideas, esquemas de la
acción fundados sobre valores). El concepto de cultura se relaciona
en este caso con el de ideología. En este sentido, las diferentes
formas culturales no existen en las sociedades primitivas, a pesar de
que se pueda reconocer a posteriori este aspecto de la cultura en
estas dos formas primordiales de afirmación de la palabra que son
los mitos y las fábulas, así como en lo que se llama, sin duda
impropiamente, sus artes. Y a pesar de que, sin duda, son también
vehiculadas por individuos “eminentes”.
Estas formas culturales van a constituirse y conservarse (es decir,
hacerse relativamente autónomas en el tiempo, como tradición y
como obras) en las sociedades históricas, en todas o, para algunas de
estas formas, sólo parcialmente. No se trata aquí de hacer una
revisión de todas estas formas culturales, sino simplemente dar una
idea del modo en que se constituyen como cultura, en articulación
con los elementos antropológicos y socio-históricos. Esto no agota
para nada su realidad pero quizás evite la tendencia que la filosofía
tiene a barnizarlas con metafísica [4]. De ese modo, se puede
detectar :
A. Las religiones fundadas por la irrupción de la palabra de un
profeta (real o imaginario), sobre la simple predicación o sobre los
adornos piadosos de los discípulos, o segregadas lentamente de los
mitos de una sociedad, organizadas en mitología. Las grandes
religiones están ante todo instituidas por un grupo social localizable
que mantiene relaciones hegemónicas con los demás grupos, que
desarrolla prácticas que le son propias en espacios reservados
(rituales, cultos) y que suscitan prácticas colectivas (liturgia,
ceremonias, celebraciones). Estos grupos, una vez que poseen el
monopolio de la “gestión” de lo sagrado, operan sobre todo
reelaborando el fondo simbólico común a una sociedad y captando
su carga afectiva para formular lo sagrado, esclarecer los enigmas y
los misterios del mundo y de la vida, afirmar sentidos y valores bajo
la forma de creencias.

Sólo la ilusión asociada a su alejamiento en el tiempo o a su pérdida


de vitalidad en la actualidad podría asimilarlos a un simple discurso,
a una dogmática o a una teología. Sin embargo, los filósofos caen
fácilmente en este tipo de ilusión.

B.Las artes. Estas creencias religiosas trabadas en torno a símbolos y


ficciones, dan a menudo lugar a representaciones sensibles
(representación de representaciones mentales) que las comunican,
las difunden y las sostienen en diferentes artes. Más tarde, dichas
artes se separan de su origen religioso para convertirse en un trabajo
autónomo sobre los sistemas simbólicos, con fines expresivos,
estéticos, que prolongan las miradas más originales de apropiación
de la materia, de la naturaleza, del cuerpo. Esta autonomización no
les permite, sin embargo, escapar siempre a las relaciones
privilegiadas con los Estados, las clases dominantes y, hoy día, con el
espectáculo mediático y publicitario. Este hecho forma parte de la
actividad artística, que es también una búsqueda de sí mismo (es
decir, una pérdida de sí mismo). Pero tampoco todos los creyentes
son místicos...
C.Las filosofías. Donde sea que existen, se elaboran a menudo
contra las religiones, apoyando al poder político o a fuerzas políticas.
Proponen nuevas concepciones del mundo (teorías) y nuevas morales
(éticas) operando únicamente sobre y con el lenguaje. Los sistemas
simbólicos son abandonados en la medida de lo posible, o al menos
reducidos al mínimo. El discurso filosófico intenta fundarse sobre sus
propios procedimientos y procesos (abstracción, lógica). Se trata de
un intento desesperado, cuya complejidad no le permite más que una
difusión cultural restringida (a pesar de que existe una institución
filosófica o un eco político). D.Las literaturas. Se limitan de igual
modo a un trabajo sobre el lenguaje escrito o hablado (con algunas
incursiones en las artes plásticas). E incluso si en algún momento
tienen que constituir una memoria, una incitación a pensar o un
medio auxiliar para difundir otros sistemas de representación,
siempre conservan ese aspecto primero de juego con las palabras y
sus significados, con la parte de sagrado que es inmanente al
lenguaje (como se revela en la oración, las fórmulas mágicas, el
mandamiento, la sugestión...) y que se pone en marcha por los
simbolismos. Como juego, evitan la densidad filosófica admitiendo
que el discurso no se puede fundar en otra cosa sino en el “decir
bien”.
En el polo opuesto de lo serio -y de lo instituido-, en relación a lo
cual incluso las filosofías parecen un amable Witz, encontramos...
Las ciencias, que pretenden representar de modo abstracto la
realidad de la manera más exacta posible de varios modos:

1) Abandonando todo simbolismo social y creando su propio


“simbolismo” (pseudo).

2) Renunciando a todo juicio de valor, remplazando la moral por la


aplicación técnica.

3) Utilizando el instrumento matemático más aún que la lógica.

4) Dividiéndose en numerosas especialidades, utilizando métodos


diversos que dependen del objeto estudiado.
El pensamiento científico domina la cultura occidental actual. El
propio Estado lo promueve, en cuanto juega un papel económico
importante (innovaciones técnicas) y puede ser también un
instrumento de dominio político y social. Sobre este punto, hay una
diferencia entre las ciencias de la naturaleza y las ciencias sociales
(así como un diferente desarrollo) y existen conflictos dentro de las
ciencias sociales que dependen de las distintas tendencias.

4. Definición popular de la cultura.

Nos queda aún por evocar rápidamente un último sentido del término
“cultura”. Lo denomino popular por dos razones: en primer lugar,
porque es muy común dentro de la concepción individualista de la
sociedad, muy extendido como elemento de la ideología dominante y
en segundo lugar, porque el “pueblo” lo atribuye en gran proporción
a las élites, que se distinguen precisamente por dicha cultura, ya sea
por admirarla, para burlarse de ella, o incluso para menospreciarla
abiertamente (de ahí la inquietante fórmula populista de Goebbels:
“cuando oigo el término cultura, saco mi revólver”).
La cultura es concebida en este caso como conocimiento de estos
sistemas de representación intelectuales, como capacidad de
manejarlos y de poder pasar de una a otra sin dificultad. La noción de
cultura evoca la noción de instrucción (tener cultura), o aquella
de Bildung. Esta “formación” que en esta concepción alemana asocia
el saber y el saber-vivir, hace del individuo un representante de la
civilización y es, ella misma, un elemento de urbanidad. Lo es en
cuanto que una vasta cultura general tiene la ventaja de otorgar al
que la posee un sentido de la relatividad de las culturas, un espíritu
crítico frente a las prejuicios culturales de su época y de su clase
social.
Si los sistemas simbólicos son conocidos de manera difusa y confusa
por todos los miembros del grupo social, los sistemas de
representaciones intelectuales se adquieren de modo relativamente
preciso a través de la enseñanza, lo que representa la función
principal de la institución escolar. Estas adquisiciones se completan
por otros medios: museos, viajes, documentación, biblioteca,
espectáculos, exposiciones, periódicos, cuyo uso permite evaluar el
“nivel cultural” de un individuo.

En la noción de Bildung, hay un matiz añadido: se pasa de una


adquisición objetiva, instrumental -una aptitud combinatoria que es
resultado de la instrucción- a una subjetivación, una incorporación
de una parte de la cultura legada, una formación de sí. Es el sentido
del término alemán Bildungsromane que nos recuerda, si es
necesario, que la adquisición cultural no puede llevarse
verdaderamente a cabo más que en una relación dialéctica con las
experiencias efectuadas por el sujeto en relación con su deseo. “Lo
que tus padres te han dado, tienes que conquistarlo”, me parece que
dice Freud.
Nota añadida en el momento de la redacción :
Este último resumen acerca de la cultura como adquisición individual,
conquista subjetiva, ha encontrado para mí un eco en un texto de
D.W. Winnicott que puede abrir algunas perspectivas para la
continuación de nuestro trabajo. Se trata del capítulo VII de “ Jeu et
réalité” [“Juego y realidad”] que se titula: “ La localisation de
l’expérience culturelle” [“La localización de la experiencia cultural”].
En este texto, Winnicott argumenta la siguiente idea: la relación
activa del ser humano con la cultura -asimilación, transmisión,
creación- se efectúa en una tercera área que se distingue tanto de la
realidad psíquica «interior» como de la realidad objetiva (social) del
“mundo” en el que vive y actúa el individuo. Esta tercera área que es
el de la separación / relación mantenida con la madre, se elabora
para el niño en primer lugar a través del juego ( playing). Se podría
decir que para el autor cultivarse, adquirir, conquistar una Bildung es
la continuación del juego por otro medios. Yo añadiría que
la Bildung, concebida de este modo, sería lo opuesto de una
captación por la imagen (Bild) o incluso de una identificación,
distinguiéndose igualmente de la sublimación.
Esta tercera área es fundamentalmente la experiencia: experiencia de
“estar solo” [5], experiencia del cuerpo (distinta en el Juego de la
experiencia de la realidad pulsional -Winnicott insiste sobre la
ausencia de acmé, de apogeo, de esplendor- y de la experiencia del
funcionamiento fisiológico del cuerpo), experiencia de la relación con
los objetos, experiencia de la confianza, experiencia de la seguridad.

Estas experiencias que han tenido lugar (o no) condicionan la


posibilidad de la experiencia cultural propiamente dicha. Esto
explicaría las diferentes potencialidades de los individuos para
convertirse en sujetos de la experiencia cultural, para desarrollarla
por cuenta propia. La experiencia cultural se efectúa a través de una
dialéctica entre la inscripción en una tradición y la capacidad de
invención, de innovación, de creación que, según Winnicott, retoma
“el juego recíproco entre la separación afectiva y la unión”.

La exploración de esta hipótesis me parece una de las más


interesantes para continuar nuestras investigaciones.

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