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Capítulo I
Las últimas lluvias cayeron con suavidad sobre los campos rojos y parte de
los campos grises de Oklahoma, y no hendieron la tierra llena de cicatrices.
Los arados cruzaron una y otra vez por encima de las huellas dejadas por los
arroyos. Las últimas lluvias hicieron crecer rápidamente el maíz y salpicaron
las orillas de las carreteras de hierbas y maleza, hasta que el gris y el rojo
oscuro de los campos empezaron a desaparecer bajo una manta de color verde.
A finales de mayo el cielo palideció y las rachas de nubes altas que habían
estado colgando tanto tiempo durante la primavera se disiparon. El sol ardió
un día tras otro sobre el maíz que crecía hasta que una línea marrón tiñó el
borde de las bayonetas verdes. Las nubes aparecieron, luego se trasladaron y
después de un tiempo ya no volvieron a asomar. La maleza intentó protegerse
oscureciendo su color verde y cesó de extenderse. Una costra cubrió la
superficie de la tierra, una costra delgada y dura, y a medida que el cielo
palidecía, la tierra palideció también, rosa en el campo rojo y blanca en el
campo gris.
En los barrancos abiertos por las aguas, la tierra se deshizo en secos
riachuelos de polvo. Las ardillas de tierra y las hormigas león iniciaron
pequeñas avalanchas. Y mientras el fiero sol atacaba día tras día, las hojas del
maíz joven fueron perdiendo rigidez y tiesura; al principio se inclinaron
dibujando una curva, y luego, cuando la armadura central se debilitó, cada
hoja se agachó hacia el suelo. Entonces llegó junio y el sol brilló aún más
cruelmente. Los bordes marrones de las hojas del maíz se ensancharon y
alcanzaron la armadura central. La maleza se agostó y se encogió, volviendo
hacia sus raíces. El aire era tenue y el cielo más pálido; y la tierra palideció día
a día.
En las carreteras por donde se movían los troncos de animales, donde las
ruedas batían la tierra y los cascos de los caballos la removían, la costra se
rompió y se transformó en polvo. Cualquier cosa que se moviera levantaba
polvo en el aire; un hombre caminando levantaba una fina capa que le llegaba
a la cintura, un carro hacía subir el polvo a la altura de las cercas y un
automóvil dejaba una nube hirviendo detrás de él. El polvo tardaba mucho en
volver a asentarse.
A mediados de junio llegaron grandes nubes procedentes de Texas y del
Golfo, nubes altas y pesadas, cargadas de lluvia. En los campos, los hombres
alzaron los ojos hacia las nubes, olfatearon el aire y levantaron dedos húmedos
para sentir la dirección del viento. Y los caballos mostraron nerviosismo
mientras hubo nubes en el cielo. Las nubes de lluvia dejaron caer algunas
gotas y se apresuraron en dirección a otras tierras. Tras ellas el cielo volvió a
ser pálido y el sol llameó. En el polvo quedaron cráteres donde las gotas de
lluvia habían caído, y salpicaduras limpias en el maíz, y nada más.
Un viento suave siguió a las nubes de lluvia, empujándolas hacia el norte y
chocando blandamente contra el maíz, que empezaba a secarse. Pasó un día y
el viento aumentó, constante, sin ráfagas que lo interrumpieran. El polvo subió
de los caminos y se extendió: cayó sobre la maleza al lado de los campos e
invadió los campos mismos. Entonces el viento se hizo fuerte y duro y se
estrelló contra la costra que la lluvia había formado en los maizales. Poco a
poco el polvo se mezcló y oscureció el cielo, y el viento palpó la tierra, soltó el
polvo y se lo llevó, al tiempo que crecía en intensidad. La costra de la lluvia se
quebró y el polvo se elevó sobre los campos y formó en el aire penachos grises
como humo perezoso. El maíz trillaba el viento y hacía un ruido seco,
impetuoso. El polvo más fino ya no volvió a posarse en la tierra, sino que
desapareció en el oscuro cielo.
El viento creció, removió bajo las piedras, levantó paja y hojas viejas, e
incluso terrones pequeños, dejando una estela mientras navegaba sobre los
campos. El aire y el cielo se oscurecieron y el sol brilló rojizo a través de ellos,
y el aire se volvió áspero y picante. Por la noche el viento corrió más rápido
sobre el campo, cayó con astucia entre las raicillas del maíz y este luchó con
sus debilitadas hojas hasta que el viento entrometido liberó las raíces y,
entonces, los tallos se ladearon cansinos hacia la tierra apuntando en la
dirección del viento.
Llegó la aurora, pero no el día. En el cielo gris apareció un sol rojo, un
débil círculo que daba poca luz, como en el crepúsculo; y conforme avanzaba
el día, el anochecer se transformó en oscuridad y el viento silbó y lloriqueó
sobre el maíz caído.
Los hombres y las mujeres permanecieron acurrucados en sus casas y para
salir se tapaban la nariz con pañuelos y se protegían los ojos con gafas. La
noche que volvió era una noche negra, porque las estrellas no pudieron
atravesar el polvo para llegar abajo, y las luces de las ventanas no alumbraban
más allá de los mismos patios. El polvo estaba ahora mezclado uniformemente
con el aire, formando una emulsión equilibrada. Las casas estaban cerradas a
cal y canto, y las puertas y ventanas encajadas con trapos, pero el polvo que
entró era tan fino que no se podía ver en el aire, y se asentó como si fuera
polen en sillas y mesas, encima de los platos. La gente se lo sacudía de los
hombros. Pequeñas líneas de polvo eran visibles en los dinteles de las puertas.
A media noche el viento pasó y dejó la tierra en silencio. El aire lleno de
polvo amortiguaba el sonido mejor que la niebla. La gente, tumbada en la
cama, oyó cómo el viento paraba. Se despertaron cuando el impetuoso viento
desapareció. Tumbados en silencio escucharon intensamente la quietud. Luego
cantaron los gallos, un canto amortiguado y las personas se removieron
inquietas en sus camas deseando que llegara la mañana. Sabían que el polvo
tardaría mucho tiempo en dejar el aire y asentarse. Por la mañana el polvo
colgó como una niebla y el sol era de un rojo intenso, igual que sangre joven.
Durante todo ese día y el día siguiente el polvo se fue filtrando desde el cielo.
Una manta uniforme cubrió la tierra. Se asentó en el maíz, se apiló encima de
los postes de las cercas y sobre los alambres, se posó en los tejados y cubrió la
maleza y los árboles.
Las gentes salieron de sus casas y olfatearon el aire cálido y picante y se
cubrieron la nariz defendiéndose de esa atmósfera. Los niños salieron de las
casas, pero no corrieron ni gritaron como hubieran hecho después de la lluvia.
Los hombres, de pie junto a las cercas, contemplaron el maíz echado a perder,
muriendo deprisa ahora, solo un poco de verde visible tras la película de
polvo. Callaban y se movían apenas. Y las mujeres salieron de las casas para
ponerse junto a sus hombres, para sentir si esta vez ellos se irían abajo.
Observaron a hurtadillas sus semblantes, sabiendo que no tenía importancia
que el maíz se perdiera siempre que otra cosa persistiese. Los niños se
quedaron cerca, dibujando en el polvo con los dedos de los pies desnudos y
pusieron sus sentidos en acción para averiguar si los hombres y las mujeres se
vendrían abajo. Miraron furtivamente los rostros de los adultos, y luego, con
esmero, sus dedos dibujaron líneas en el polvo. Los caballos se acercaron a los
abrevaderos y agitaron el agua con los belfos para apartar el polvo de la
superficie. Pasado un rato, los rostros atentos de los hombres perdieron la
expresión de perplejidad y se tornaron duros y airados, dispuestos a resistir.
Entonces las mujeres supieron que estaban seguras y que sus hombres no se
derrumbarían. Luego preguntaron: ¿Qué vamos a hacer? Y los hombres
replicaron: No sé. Pero estaban en buen camino. Las mujeres supieron que la
situación tenía arreglo, y los niños lo supieron también. Unos y otros supieron
en lo más hondo que no había desgracia que no se pudiera soportar si los
hombres estaban enteros. Las mujeres entraron en las casas para comenzar a
trabajar y los niños empezaron a jugar, aunque cautelosos. A medida que el día
avanzaba, el sol fue perdiendo su color rojo. Resplandeció sobre la tierra
cubierta de polvo. Los hombres, sentados a la puerta de sus casas, juguetearon
con palitos y piedras pequeñas; permanecieron inmóviles sentados, pensando y
calculando.
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
En el cielo, gris entre las estrellas, brillaba una pálida luna tardía en cuarto
creciente, etérea y fina. Tom Joad y el predicador caminaban rápidamente por
un camino abierto por las huellas de ruedas y de tractores a través de un
campo de algodón. Solamente el desigual cielo mostraba la llegada de la
aurora, marcando el horizonte en el este con una línea inexistente en el oeste.
Los dos hombres avanzaron en silencio oliendo el polvo que sus pasos
levantaban en el aire.
—Espero que estés completamente seguro del camino —dijo Jim Casy—.
Me haría poca gracia que al amanecer nos encontráramos perdidos y yendo en
dirección equivocada.
El campo de algodón vibraba con la vida que despertaba, con el veloz
aleteo de pájaros mañaneros buscando alimento en la tierra y el correteo sobre
los terrones de conejos a los que alborotaban a su paso. El golpeteo sordo de
los pies de los hombres en el polvo, el crujido de la tierra bajo sus zapatos
resonaban entre los ruidos secretos del alba.
Tom dijo:
—Podría llegar con los ojos cerrados. La única forma de que me equivoque
es si me pongo a pensar demasiado en el camino. Deje de pensar en él y
llegaremos sin problemas. Hombre, por Dios, yo nací aquí y corrí por aquí de
pequeño. Allí hay un árbol, mire, ya se distingue. Una vez mi padre colgó de
ese árbol un coyote muerto. Estuvo colgando hasta que se fundió, o algo así, y
cayó al suelo. Se quedó como seco. Espero que Madre esté cocinando algo.
Tengo el estómago encogido.
—Yo también —afirmó Casy—. ¿Quieres mascar un poco de tabaco?
Ayuda a engañar algo el hambre. Habría sido mejor no salir tan temprano. Se
hace mejor si hay luz —se interrumpió para morder un trozo de tabaco—.
Estaba bien a gusto durmiendo.
—Ha sido culpa del chiflado de Muley —se disculpó Tom—. Me ha
puesto nervioso. Me despierta y me dice: «Adiós, Tom. Yo ya me voy. Tengo
que ir a varios sitios. Mejor será que vosotros os pongáis también en camino;
así estaréis lejos de esta tierra cuando amanezca.» Se está volviendo más loco
que una cabra, viviendo de esa manera. Cualquiera diría que le persiguieran
los indios. ¿Cree que está loco?
—La verdad es que no lo sé. Ya viste venir aquel coche cuando estábamos
en la hoguera, anoche, y lo destrozada que está la casa. Aquí está pasando algo
muy desagradable. Pero, desde luego, Muley está loco: arrastrándose por ahí
como un coyote es imposible que no le dé la chaladura. Seguro que dentro de
poco mata a alguien y le echan los perros. Lo estoy viendo igual que una
profecía. Cada vez va a estar peor. ¿Dices que no quiso acompañarnos?
—No —dijo Joad—. Creo que ahora le asusta ver gente. Me extraña que se
acercara a nosotros. Estaremos en casa del tío John a la salida del sol —
caminaron un rato en silencio mientras los últimos búhos rezagados volaban
hacia los graneros, los árboles huecos y los depósitos de agua para esconderse
de la luz del día. El cielo aclaró por el este y las plantas de algodón y la tierra
gris se hicieron visibles.
—No logro imaginarme cómo pueden estar todos durmiendo en casa del
tío John. No había más que una habitación, un cobertizo que hacía de cocina y
un granero diminuto. Ahora deben ser una multitud.
El predicador dijo:
—No recuerdo que John tuviera familia. Está solo, ¿no? No recuerdo gran
cosa de él.
—Es el hombre más solitario del mundo —respondió Joad—. También
está bastante chiflado, algo así como Muley, solo que en algunas cosas peor.
Se le veía por todas partes: en Shawnee, borracho, o visitando a una viuda que
vivía a veinte millas de distancia, o trabajando en su tierra a la luz de un farol.
Como una cabra. Todo el mundo pensaba que no viviría mucho tiempo. Un
hombre así, tan solo, no dura demasiado. Pero el tío John es mayor que Padre.
Lo único es que cada año está más flaco y es más retorcido. Es peor que el
abuelo.
—Mira qué luz sale —dijo el predicador—. Luz plateada. ¿John nunca ha
tenido familia?
—Sí, sí que tuvo. Lo que le pasó demuestra la clase de hombre que es:
convencido de que tiene razón e incapaz de escuchar a nadie. Padre suele
contarlo. El tío John llevaba cuatro meses casado. Su mujer era joven y estaba
embarazada. Una noche le dio un dolor en el estómago y le dijo: «Tienes que
ir a por un médico.» Pero John permaneció sentado y contestó: «No es más
que un dolor de estómago. Has comido demasiado. Toma un poco de medicina
calmante. A uno le duele el estómago cuando come en exceso», dijo. Al
mediodía siguiente ella empezó a delirar y hacia las cuatro de la tarde murió.
—¿De qué? —preguntó Casy—. ¿Comió algo en mal estado?
—No, algo se le reventó por dentro. Ap… apéndice o algo parecido.
Bueno, el caso es que el tío John siempre había sido una persona amable, de
buen trato y se lo tomó muy mal. Se creyó que era el castigo por algún pecado
suyo. Estuvo un montón de tiempo sin hablar con nadie. Iba por ahí como si
no viera nada a su alrededor y a veces rezaba. Tardó dos años en salir de
aquello y luego ya no fue el mismo. Se volvió algo estrafalario y se puso de lo
más pesado. Cada vez que uno de los niños teníamos lombrices o dolor de
tripa, el tío John iba a por un médico. Al final Padre le dijo que ya estaba bien.
Los niños tienen a menudo dolor de tripa. Cree que fue culpa suya que su
mujer muriera. Es un tipo curioso. Está siempre haciendo regalos, les da cosas
a los niños, deja una bolsa de comida en el porche de alguien. Da todo lo que
tiene y aun así no está demasiado contento. Algunas veces le da por vagar por
ahí, él solo. Sea como fuere, es un buen granjero. Cuida bien su tierra.
—Pobre hombre —dijo el predicador—. Pobre hombre solitario. ¿Fue a la
iglesia cuando su mujer murió?
—No. Nunca quiso acercarse demasiado a la gente. Prefería estar solo.
Todos los críos le adoran. A veces venía a casa por la noche y sabíamos que
había venido porque siempre dejaba un paquete de chicles en la cama junto a
cada uno de nosotros. Creíamos que era Jesucristo Todopoderoso.
El predicador siguió caminando con la cabeza gacha. No contestó. La luz
de la mañana naciente hacía brillar su frente, y las manos, balanceándose a los
lados, recibían intermitentemente la claridad.
Tom también callaba, como si hubiera dicho algo demasiado íntimo y
estuviera avergonzado. Aligeró el paso y el predicador se acomodó al nuevo
ritmo. Ahora veían un poco en la distancia gris frente a ellos. Una serpiente se
deslizó lentamente por la carretera tras salir de entre una hilera de algodón.
Tom se detuvo a poca distancia de ella y la observó.
—Una serpiente ardilla —dijo—. Déjela seguir.
Caminaron alrededor de la serpiente y continuaron. Por el este un poco de
color tiñó el cielo y casi inmediatamente la solitaria luz de la aurora se
extendió sobre la tierra. El verde apareció en el algodón y la tierra fue gris y
marrón. Los rostros de los hombres perdieron el brillo grisáceo. La cara de
Joad pareció oscurecerse bajo la luz creciente.
—Este es el mejor momento —dijo con suavidad—. Cuando era pequeño
solía levantarme y pasear, yo solo, a esta hora. ¿Qué es aquello de delante?
Un comité de perros se había reunido en la carretera en honor a una perra.
Cinco machos, pastores alemanes y collies escoceses mestizos, perros de raza
indefinida como resultado de la libertad de su vida social, se dedicaban a
requebrar a la perra. Pues cada perro olfateaba con delicadeza, luego caminaba
con paso majestuoso y las piernas rígidas hacia una planta de algodón,
levantaba una pata trasera ceremoniosamente, meaba y después volvía para
olfatear de nuevo. Joad y el predicador se detuvieron a mirar y de pronto Joad
se echó a reír alegremente.
—Cielo santo —dijo—. Cielo santo.
Los perros se reunieron y sus pelos se erizaron, todos ellos gruñendo, cada
uno esperando rígido que los demás empezaran la lucha. Uno de ellos montó a
la perra y, ahora que uno lo había conseguido, los demás se apartaron y
observaron con interés, las lenguas fuera y goteando. Los dos hombres
siguieron adelante.
—Cielo santo —dijo Joad—. Creo que el perro que la ha montado es
nuestro Flash. Pensé que ya estaría muerto. ¡Flash, ven, Flash! —volvió a reír
—. Qué demonios, si alguien me llamara, yo tampoco lo oiría. Me recuerda
una historia que se contaba de Willy Feeley cuando era un muchacho. Willy
era tímido, terriblemente tímido. Pues bien, un día llevó una vaquilla al toro de
Graves. Sólo estaba Elsie Graves, y Elsie no era tímida en absoluto. Willy se
quedó parado poniéndose colorado y sin poder hablar siquiera. Elsie le dijo:
«Ya sé a qué has venido; el toro está detrás del granero.» Llevaron allí la
novilla, y Willy y Elsie se sentaron en la cerca para mirar. Al poco rato Willy
estaba bastante agitado. Elsie le miró, como si no lo supiera: «¿Qué te pasa,
Willy?». Willy estaba tan cachondo, que apenas se podía quedar quieto.
«Dios», dijo, «¡Dios mío, cómo me gustaría estar haciendo eso!». Elsie
replicó: «¿Por qué no, Willy? La novilla es tuya.»
El predicador río suavemente.
—¿Sabes qué? —dijo—, está bien esto de haber dejado de ser predicador.
Antes nadie me contaba historias o, si me las contaban, no me podía reír. Y no
podía maldecir. Ahora maldigo todo lo que quiero, cada vez que me apetece; a
un hombre le hace bien maldecir cuando tiene gana.
Un resplandor rojo se elevó desde el horizonte, por el este, y en la tierra los
pájaros comenzaron a cantar con gorjeos agudos.
—¡Mire! —exclamó Joad—. Allí delante. Ese es el depósito del tío John.
Aún no se puede ver el molino, pero ese es su depósito. ¿Lo ve, contra el
cielo? —aceleró el paso—. Me pregunto si toda la familia estará aquí —el
bulto del depósito se destacaba en un alto. Joad, apresurándose, levantó una
nube de polvo a la altura de sus rodillas—. Me pregunto si Madre… —vieron
las patas del depósito y la casa, una cajita cuadrada, desnuda y sin pintar, y el
granero como arrinconado, con su tejado bajo. Salía humo de la chimenea de
hojalata de la casa. El patio estaba en desorden, con muebles amontonados, las
aspas y el motor del molino, armazones de camas, sillas, mesas.
—Santo cielo, están preparándose para marchar —dijo Joad.
Había en el patio un camión de lados altos, un camión extraño, porque
mientras la parte delantera era la de un coche, habían abierto un agujero en
medio del techo y habían enganchado dentro la caja del camión. Conforme se
acercaban, los hombres oyeron un golpeteo procedente del patio, y cuando el
cerco del sol cegador se elevó sobre el horizonte y cayó sobre el camión,
pudieron distinguir un hombre y el parpadeo del martillo al subir y bajar. El
sol destellaba en las ventanas de la casa. Las tablas pulidas por la intemperie
estaban brillantes. En el suelo, dos pollos rojos llamearon con el reflejo de la
luz.
—No grite —dijo Tom—. Vamos a sorprenderles —y echó a andar tan
deprisa que el polvo subió hasta su cintura. Llegó al límite del campo de
algodón. Se encontraron en lo que era el patio propiamente dicho, de tierra
batida, apelmazada hasta relucir, con unas cuantas matas polvorientas por el
suelo. Joad aminoró la marcha como si temiera seguir. El predicador,
observándole, redujo su paso hasta igualarlo al de Tom, que se acercó
lentamente al camión, furtivo y avergonzado. Era un Hudson super seis, cuyo
techo había sido cortado en dos con un cortafrío. El viejo Tom Joad estaba en
la caja del camión clavando las tablas de arriba de los lados. Su rostro, con la
barba canosa, se inclinaba sobre su trabajo y de su boca sobresalían un puñado
de clavos. Colocó uno de ellos y el martillo cayó sobre él con estruendo. De la
casa salió el ruido metálico de la tapadera del fogón al cerrarse, y el llanto de
un niño. Joad llegó hasta la caja del camión y se apoyó en ella. Su padre le
miró, pero no le vio. Puso otro clavo y lo empujó con el martillo. Una bandada
de palomas echó a volar desde el techo del depósito, dieron unas vueltas,
regresaron al mismo sitio y se asomaron desde el borde; palomas blancas,
azules y grises, de alas irisadas.
Joad enganchó los dedos en la tabla más baja del lado del camión. Miró al
hombre del camión, vio que se iba haciendo viejo y estaba canoso. Humedeció
sus gruesos labios con la lengua y dijo en voz baja: Padre.
—¿Qué quieres? —masculló el viejo Tom con la boca llena de clavos.
Llevaba un sombrero negro y sucio, echado hacia adelante y una camisa de
trabajo azul; sobre ella un chaleco sin botones; sujetaba los pantalones
vaqueros un cinturón ancho de cuero de arnés, con una gran hebilla cuadrada
de latón, cuero y metal pulidos por años de uso; los zapatos estaban
agrietados, las suelas hinchadas y deformadas por el sol, la lluvia y el polvo de
años. Las mangas de la camisa apretaban los antebrazos y se mantenían
tirantes sobre los músculos abultados y poderosos. El estómago y las caderas
eran planos y las piernas cortas, pesadas y fuertes. Su rostro, enmarcado por la
barba erizada y entrecana, acababa en la enérgica barbilla, resaltaba, dándole
firmeza y peso. La piel de los pómulos, sin pelo, estaba tostada, del color de
espuma de mar y arrugada alrededor de los ojos, de tanto entrecerrarlos. Los
ojos eran marrones, como el café, y cuando fijaba la vista en algo echaba toda
la cabeza hacia adelante porque los brillantes ojos marrones empezaban a
fallarle. Los labios, de los que sobresalían largos clavos, eran finos y rojos.
Mantuvo el martillo suspendido en el aire, a punto de golpear un clavo, y
miró por encima del lado del camión a Tom, con expresión de haberse
molestado por la interrupción. Entonces adelantó la barbilla y sus ojos se
fijaron en el rostro de Tom y, poco a poco, su cerebro empezó a registrar lo
que estaba viendo. El martillo bajó lentamente y, con la mano izquierda, sacó
los clavos de la boca. Como si se lo dijera a él mismo, musitó perplejo: Es
Tommy… Y luego, aún informándose a sí mismo: Es Tommy que ha vuelto a
casa.
Abrió la boca de nuevo y sus ojos mostraron miedo.
—Tommy —dijo quedamente—, ¿no te habrás escapado? ¿Te tienes que
esconder? —esperó tenso la respuesta.
—No —contestó Tom—. Tengo libertad bajo palabra, soy libre. Tengo los
papeles —asió con fuerza los listones más bajos del camión y levantó la vista.
Su padre puso con cuidado el martillo en el suelo y metió los clavos en el
bolsillo. Pasó la pierna por encima del camión y saltó ágilmente a tierra, pero
una vez al lado de su hijo se sintió avergonzado y extraño.
—Tommy —dijo—, nos vamos a California. Pero íbamos a escribirte una
carta para que lo supieras —dijo con acento de incredulidad—: Pero has
vuelto, puedes venir con nosotros. ¡Puedes venir!
En la casa la tapa de una cafetera se cerró con ruido. El viejo Tom miró por
encima de su hombro.
—Vamos a darles una sorpresa —dijo, con los ojos brillando de excitación
—. Tu madre tenía el presentimiento de que no te iba a volver a ver. Mostraba
la mirada tranquila que se le pone cuando alguien muere. Casi no quería ni ir a
California, por miedo a no volver a verte —la tapa del fogón volvió a resonar
dentro de la casa.
—Démosle una sorpresa —repitió—. Entremos como si nunca hubieras
estado fuera. Vamos a ver qué dice tu madre —por fin tocó a Tom, pero le tocó
en el hombro, tímidamente y retiró la mano con rapidez. Miró a Jim Casy.
—¿Recuerdas al predicador, Padre? —dijo Tom—. Ha venido conmigo.
—¿También ha estado en prisión?
—No, le he encontrado de camino. Ha estado fuera.
Padre le dio la mano con seriedad.
—Aquí es usted bienvenido.
Casy respondió:
—Me alegro de estar aquí. Vale la pena ver la llegada de un hijo a casa.
Vale la pena.
—A casa —dijo Padre.
—A su familia —se corrigió el predicador rápidamente—. Nosotros
estuvimos anoche en las otras tierras.
Padre adelantó la barbilla y volvió a mirar un momento el camino. Luego
se volvió hacia Tom.
—¿Cómo lo hacemos? —empezó excitado—. Podría entrar y decir: «Hay
aquí una gente que querría desayunar», o ¿Qué tal quedaría si entraras tú y te
quedaras ahí de pie hasta que ella te viera? ¿Qué te parece? —su rostro
brillaba de excitación.
—No vayamos a asustarla —dijo Tom—. No quiero que le demos un
susto.
Dos esbeltos perros pastores se acercaron trotando tranquilamente hasta
que percibieron el olor de gente extraña y, entonces, volvieron atrás, con
cautela, vigilantes, sus colas moviéndose en el aire lenta y tentativamente,
pero con los ojos y la nariz vivos para adivinar hostilidad o peligro. Uno de
ellos, con el cuello estirado, se movió con cautela, listo para echar a correr, y
poco a poco se acercó a las piernas de Tom y las olfateó ruidosamente. Luego
se apartó hacia detrás y miró a Padre esperando alguna señal. El otro cachorro
no se mostraba tan valiente. Miró a su alrededor buscando algo que le
permitiera desviar su atención con dignidad, vio un pollo rojo que pasaba con
andares remilgados y corrió hacia él. Se oyó el chillido indignado de una
gallina y esta salió corriendo con una explosión de plumas rojas, batiendo las
cortas alas para darse velocidad. El cachorro, orgulloso, volvió la vista a los
hombres y después se dejó caer sobre el polvo y golpeó el suelo con el rabo
con satisfacción.
—Venga —dijo Padre—, entra ya. Tiene que verte. Quiero ver su cara
cuando te vea. Venga. Dentro de un minuto nos llamará a desayunar. Oí hace
ya un buen rato cómo echaba el tocino en la sartén —echó a andar sobre la
tierra cubierta de polvo fino. Esta casa no tenía porche, solo un escalón
seguido de la puerta y junto a ella un tajo de cortar leña con la superficie
apelmazada y suave por años de uso. La fibra de la madera que formaba el
revestimiento de la casa sobresalía porque el polvo había ido desmenuzando la
madera más blanda. En el aire flotaba el olor a sauce quemado, al que se
añadieron, conforme los hombres se aproximaban a la puerta, los olores del
tocino frito, de galletas doradas y el aroma intenso del café hirviendo en la
cafetera. Padre se adelantó y cubrió el umbral de la puerta con su cuerpo
ancho y corto. Dijo:
—Madre, aquí hay dos personas que acaban de llegar y dicen si no habría
algo de comer que podamos darles.
Tom oyó la voz de su madre, ese hablar tranquilo, lento y calmoso que
recordaba, el tono amistoso y humilde.
—Que pasen —respondió—. Hay de sobra. Diles que han de lavarse las
manos. El pan está a punto. Ahora mismo voy a retirar el tocino —y el
chisporroteo airado de la grasa salió del fogón. Padre entró dejando libre la
puerta y Tom miró a su madre en el interior, mientras sacaba las lonchas
rizadas de tocino de la sartén. La puerta del horno estaba abierta y dejaba ver
una gran bandeja de galletas doradas. Ella miró hacia la puerta, pero el sol
estaba detrás de Tom y solo vio una figura oscura perfilada por la brillante luz
amarilla del sol. Saludó amablemente con la cabeza.
—Adelante —insistió—. Es una suerte que esta mañana haya hecho pan en
cantidad.
Tom permaneció de pie, mirando. Madre era pesada, pero no gorda; ancha
a fuerza de trabajo y de partos. Llevaba un vestido suelto, sin cinturón, de tela
gris, que en un tiempo tuvo un estampado de flores de colores. Ahora, el
estampado de flores, a fuerza de lavadas, era solo de un gris algo más claro
que el fondo. El vestido le llegaba a los tobillos y sus pies descalzos, anchos y
fuertes se movían por el suelo ágilmente y con rapidez. Llevaba el pelo, fino y
de color acero, recogido en un moño escaso y ralo en la nuca. Los brazos,
fuertes y pecosos, estaban desnudos hasta el codo y sus manos eran
rechonchas y delicadas, como las de una niña rolliza. Miró fuera a la luz del
sol. Su rostro lleno no era blando; era un rostro controlado, bondadoso. Sus
ojos de avellana parecían haber sufrido todas las tragedias posibles y haber
remontado el dolor y el sufrimiento como si se tratara de peldaños, hasta
alcanzar una calma superior y una comprensión sobrehumana. Parecía
conocer, aceptar y agradecer su posición, la ciudadela de la familia, el lugar
fuerte que no podría ser tomado. Y puesto que el viejo Tom y los niños no
sabían del dolor o el miedo a menos que ella los reconociese, había intentado
negar en ella misma el dolor y el miedo. Y ya que ellos la miraban, cuando
pasaba algo jubiloso, para ver si mostraba alegría, se había acostumbrado a
poder reír sin tener las condiciones adecuadas. Pero la calma era mejor que la
alegría. En la imperturbabilidad se podía confiar. Y desde su posición
importante y humilde en la familia había obtenido dignidad y una belleza clara
y serena. De su posición de sanadora sus manos habían adquirido seguridad,
firmeza y calma; desde su posición de árbitro, había llegado a ser tan remota e
infalible en sus decisiones como una diosa. Parecía ser consciente de que si
ella titubeara, la familia temblaría, y si ella alguna vez verdaderamente
vacilara o desesperara, la familia se vendría abajo, privada de la voluntad de
funcionar.
Miró hacia el patio soleado, a la oscura silueta de un hombre. Padre estaba
cerca, temblando de excitación.
—Pase —exclamó—. Adelante, entre —y Tom cruzó el umbral
tímidamente.
Ella levantó la vista de la sartén con expresión afable. Y entonces su mano
bajó despacio y el tenedor hizo ruido al caer al suelo de madera.
Sus ojos se abrieron al máximo y las pupilas se dilataron. Respiró con
esfuerzo con la boca abierta. Cerró los ojos.
—Gracias a Dios —dijo—. ¡Gracias a Dios!
De pronto la preocupación cubrió su rostro.
—Tommy, no te buscarán; no te escaparías.
—No, Madre. Libertad bajo palabra. Aquí tengo los papeles —se palpó el
pecho.
Se acercó a él ligera, sin hacer ruido con los pies descalzos, con la cara
llena de asombro. Con una mano pequeña le tocó el brazo, sintiendo la firmeza
de los músculos. Y después sus dedos subieron hasta las mejillas de su hijo
como lo harían los dedos de un ciego. Su alegría era casi dolorosa. Tom se
cogió el labio inferior con los dientes y mordió. Los ojos de la madre se fijaron
perplejos en el labio mordido y vieron la fina línea de sangre contra los dientes
y el hilo de sangre goteando por el labio. Entonces ella reaccionó, recuperó el
control y dejó caer la mano. Su respiración escapó con una explosión.
—¡Bueno! —exclamó—. Hemos estado a punto de irnos sin ti. Y nos
preguntábamos cómo nos podrías llegar a encontrar alguna vez —recogió el
tenedor, lo pasó como un rastrillo por la grasa hirviendo y sacó una loncha
oscura y rizada de tocino crujiente. Retiró la cafetera burbujeante y la puso en
la parte de atrás del fogón.
El viejo Tom se echó a reír:
—Te engañamos, ¿eh, Madre? Es lo que queríamos y lo hemos
conseguido. Te quedaste como un borrego acogotado. Ojalá hubiera estado
aquí el abuelo para verlo. Igual que si te hubieran pegado un mazazo entre los
ojos. El abuelo se hubiera reído tanto que la cadera se le habría desencajado,
como cuando vio a Al disparar a aquella enorme aeronave del ejército.
Tommy, llegó un día, tenía media milla de longitud, y Al cogió el rifle de
calibre 30 y le pegó unos cuantos tiros. El abuelo le gritó: «No dispares a los
pajaritos, Al, espera a que pase uno que ya esté crecido», y después se puso a
reír como loco y se desencajó la cadera.
Madre río entre dientes y cogió una pila de platos de hojalata de una leja.
Tom preguntó:
—Dónde está el abuelo? No le he visto, viejo diablo.
Madre apiló los platos en la mesa de la cocina y las tazas al lado. Dijo en
tono confidencial:
—Él y la abuela duermen en el granero. Se tienen que levantar muchas
veces por la noche. Se tropezaban con los pequeños.
Padre interrumpió:
—Sí, todas las noches el abuelo se enfadaba. Tropezaba con Winfield,
Winfield gritaba y el abuelo se ponía furioso y se meaba en los calzoncillos.
Eso le ponía aún más furioso, y al poco, todos chillaban como locos en la casa
—las palabras salían dando tumbos entre carcajadas—. Hemos tenido algunas
noches de lo más animadas. Una vez, cuanto todo el mundo estaba pegando
gritos y soltando juramentos, tu hermano Al, que está hecho un sabelotodo,
dijo: «Maldita sea, abuelo, ¿por qué no te largas y te haces pirata?» Bueno, el
abuelo se puso tan furibundo que fue a por el rifle. Al tuvo que dormir en el
campo aquella noche. Pero ahora el abuelo y la abuela duermen en el granero.
—Pueden levantarse y salir cuando les apetece —dijo Madre—. Padre, ve
corriendo y diles que Tommy está en casa. El abuelo es su favorito.
—Por supuesto —replicó Padre—. Debía haberlo hecho antes —salió y
cruzó el patio, balanceando las manos muy alto.
Tom le contempló mientras se iba, y luego la voz de su madre reclamó su
atención. Estaba sirviendo el café. No le miraba.
—Tommy —dijo vacilante, con timidez.
—¿Sí? —la timidez de su madre acentuaba la suya, una vergüenza extraña.
Los dos sabían que el otro era tímido, y ser conscientes de ello les hacía
mostrarse más tímidos.
—Tommy. Te lo tengo que preguntar… ¿no estás enfadado?
—¿Enfadado, Madre?
—¿No estás envenenado? ¿No odias a nadie? ¿No hicieron nada en esa
cárcel que te pudriera de rabia?
La miró con la cabeza ladeada, estudiándola y sus ojos parecieron
preguntar cómo ella podía saber semejantes cosas.
—No —respondió—. Lo estuve durante un tiempo. Pero no soy orgulloso
como algunos. Dejo que las cosas me resbalen. ¿Qué te pasa, Madre?
Ahora ella le miraba, con la boca abierta como para oír mejor, los ojos
penetrando para llegar a saber más. Su rostro buscaba la respuesta que siempre
se esconde entre las palabras. Dijo, confusa:
—Yo conocía a Floyd Niño Bonito. Conocía a su madre. Eran buena gente.
Él armaba bronca, desde luego, como cualquier chico normal —hizo una
pausa y luego sus palabras salieron a borbotones.
—Yo no lo sé todo, pero esto sí lo sé. Hizo una pequeña trastada y le
castigaron, le cogieron y le castigaron hasta que se enfureció; y cuando hizo
otra cosa mala estaba furioso y le volvieron a hacer daño. Muy pronto se
volvió rabioso. Le dispararon como a un bicho y él disparó también; entonces
le acosaron como si fuera un coyote y él mordió y gruñó, rabioso como un
lobo. Estaba furioso. Ya no era un chico ni un hombre, no era más que un
pedazo de rabia andante. Pero la gente que le conocía no le hizo daño. Él no
estaba enfadado con ellos. Al final le acorralaron y le mataron. Digan lo que
digan en el periódico, sobre lo mala persona que era, la cosa fue así —hizo
otra pausa y se humedeció los labios secos, y todo su rostro fue un dolorido
interrogante—. Tengo que saberlo, Tommy. ¿Te hicieron a ti tanto daño? ¿Han
logrado hacerte rabioso?
Los gruesos labios de Tom se estiraban tensos cubriendo los dientes. Bajó
la mirada a sus manos grandes y fuertes.
—No —dijo—. Yo no soy así —calló y estudió las uñas rotas, estriadas
como conchas de almeja—. Mientras estuve encerrado, todo el tiempo, aparté
esas ideas. No estoy tan furioso.
Ella suspiró.
—Gracias a Dios —dijo en voz baja.
Él levantó la vista con rapidez.
—Madre, cuando vi lo que han hecho con nuestra casa…
Ella se le acercó entonces, permaneció de pie junto a él y dijo
apasionadamente:
—Tommy, no vayas solo a luchar contra ellos. Te acosarán como a un
coyote. Tommy, a veces me da por pensar, soñar y preguntarme: dicen que
somos cien mil a los que nos han echado. Si todos sintiéramos la misma rabia,
Tommy, no podrían acorralar a ninguno… —se detuvo. Tommy la miró
cerrando poco a poco los párpados hasta que entre sus pestañas asomó
solamente un punto brillante.
—¿Hay mucha gente que siente lo mismo? —preguntó.
—No lo sé: Están como aturdidos. Van por ahí igual que si estuvieran
dormidos.
Desde fuera y a través del patio llegaba un antiguo lamento a voz en grito.
—¡Demos gracias a Dios por la victoria! ¡Demos gracias a Dios por la
victoria!
Tom volvió la cabeza y sonrió.
—La abuela ha oído al fin que estoy en casa. Madre —dijo—, antes tú no
eras así.
El rostro de la mujer se endureció y los ojos se volvieron fríos.
—Nunca habían destrozado mi casa —respondió—. Mi familia nunca se
quedó en la calle. Nunca había tenido que venderlo todo… Aquí vienen —
volvió a acercarse a la cocina y volcó la bandeja de galletas bulbosas en dos
platos de hojalata. Espolvoreó harina sobre la grasa para hacer salsa y sus
manos se quedaron blancas. Tom la miró un segundo y después se dirigió
hacia la puerta.
Por el patio venían cuatro personas. En cabeza llegaba el abuelo, un
hombre viejo, delgado, andrajoso y rápido que avanzaba a saltos con paso
rápido dando prioridad a la pierna derecha.
Iba abrochándose la bragueta mientras se acercaba, y sus viejas manos
buscaban los botones, cosa que le resultaba difícil porque había metido el
primer botón en el segundo ojal y eso le desbarataba toda la fila. Llevaba un
pantalón harapiento, oscuro, y una camisa azul descosida, abierta hasta abajo,
que dejaba ver la ropa interior gris, también desabrochada. Su pecho enjuto,
cubierto de vello blanco, se podía ver a través de la ropa interior abierta. Dejó
la bragueta por imposible, abierta, y manoseó a tientas los botones de la ropa
interior y luego desistió también y enganchó los tirantes. Tenía el rostro
delgado y excitable, con unos ojillos brillantes, malévolos como los de un
chiquillo frenético. Una cara arisca, protestona, traviesa y risueña. Él peleaba
y discutía, contaba historias verdes. Seguía tan lascivo como siempre.
Perverso, cruel e impaciente, como un crío furioso y todo ello cubierto de
regocijo. Bebía demasiado cuando tenía qué beber, comía en exceso cuando
había comida y hablaba demasiado en todo momento.
Tras él renqueaba la abuela, que había sobrevivido simplemente porque era
tan mal bicho como su marido. Había resistido con una religiosidad feroz y
estridente, tan lasciva y salvaje como cualquier cosa que el abuelo pudiera
ofrecer. En una ocasión, tras la celebración de un servicio y estando aún en
trance, descargó los dos cañones de una escopeta sobre su marido y le faltó
poco para arrancarle una nalga. Después de eso él la admiró y no intentó
torturarla más como los niños torturan a los bichos. Conforme caminaba se
remangó la bata hasta las rodillas y entonó su agudo y terrible grito de guerra:
—Demos gracias a Dios por la victoria.
El abuelo y la abuela hacían una carrera luchando por atravesar primero el
ancho patio. Peleaban por todo y les encantaba, y necesitaban las peleas.
Tras ellos, con paso lento y regular pero sostenido, venían Padre y Noah.
Éste era el primogénito, alto y extraño, que caminaba siempre con una
expresión de sorpresa en el rostro, de calma y perplejidad. No se había
enfadado en toda su vida. Miraba con extrañeza e inquietud a la gente
enfurecida, de la misma manera que la gente normal mira a los locos. Noah se
movía despacio, hablaba pocas veces y, cuando hablaba, lo hacía tan
lentamente que la gente que no le conocía pensaba con frecuencia que era
estúpido. No lo era, pero sí extraño. Tenía poco orgullo y ningún deseo sexual.
Trabajaba y dormía con un ritmo curioso que, sin embargo, le bastaba.
Apreciaba a su familia, pero nunca lo demostraba de ninguna forma. Aunque
un observador no habría podido decir por qué, Noah producía la impresión de
ser deforme, la cabeza o el cuerpo, las piernas o la mente; pero no se podía
recordar ningún miembro deforme. Padre creía saber la razón de que Noah
fuera raro, pero estaba avergonzado y nunca lo dijo. Pues la noche que Noah
nació, Padre, atemorizado frente a los muslos abiertos, solo en la casa y
horrorizado por el despojo estridente en que se había convertido su mujer, se
volvió loco de preocupación. Usando las manos, los fuertes dedos como
fórceps, había tirado del niño retorciéndolo. La comadrona, que llegaba tarde,
encontró al niño con la cabeza deformada, el cuello estirado y el cuerpo
torcido; ella había vuelto a colocar la cabeza en su lugar y había moldeado el
cuerpo con sus manos. Pero Padre siempre se acordó y avergonzó de ello. Y se
mostró más amable con Noah que con los demás. En la cara ancha de Noah,
con los ojos demasiado separados, y en su mandíbula larga y frágil, Padre
creía ver el cráneo torcido y deforme del bebé. Noah podía hacer todo lo que
se le pedía, podía leer y escribir, trabajar y pensar, pero parecía que nada le
importaba; no sentía más que indiferencia con respecto a cosas que la gente
deseaba y necesitaba. Vivía en una extraña casa silenciosa desde la que miraba
hacia afuera con ojos tranquilos. Era un extraño para el mundo, pero no se
sentía solo.
Los cuatro cruzaron el patio y el abuelo exigió:
—¿Dónde está? Maldita sea, ¿dónde está? —sus dedos buscaron el botón
del pantalón y luego lo olvidaron y se perdieron en el bolsillo. Entonces vio a
Tom de pie en la puerta. El abuelo se detuvo e hizo parar a los demás. Los
ojillos le brillaban con malicia.
—Mírale —dijo—. Un presidiario. Hacía mucho tiempo que no mandaban
a la cárcel a ningún Joad.
Cambió de tema:
—No tenían ningún derecho a encerrarle. Hizo solo lo que yo habría
hecho. Esos hijos de puta no tenían derecho.
Volvió a cambiar de tema.
—Y el viejo Turnbull, mofeta apestosa, fanfarroneando sobre cómo te iba a
disparar cuando salieras. Decía que tenía sangre Hatfield. Pues bien, yo le
mandé recado. Le dije: «No te metas con ningún Joad. Es posible que mi
sangre sea más auténtica que la tuya. Acércate siquiera a Tommy y yo te quito
la escopeta y te la meto por el culo», le dije. Y logré asustarle.
La abuela, que no seguía la conversación, soltó su balido:
—Demos gracias a Dios por la victoria.
El abuelo llegó junto a Tom y le palmeó el pecho, y sus ojos sonrieron con
afecto y orgullo.
—¿Cómo estás, Tommy?
—Bien —respondió Tom—. ¿Cómo estás, abuelo?
—Tan joven como siempre —dijo el abuelo. Persiguió otra idea—. Justo lo
que yo dije, no van a tener a un Joad mucho tiempo encerrado. Yo dije:
«Tommy saldrá disparado de la cárcel como un toro a través de la cerca de un
corral.» Y eso es lo que has hecho. Quita de en medio, tengo hambre —se
abrió paso, se sentó y llenó el plato con tocino y dos galletas grandes y vertió
la espesa salsa por encima de todo. Antes de que los demás pudieran entrar el
abuelo ya tenía la boca llena. Tom le sonrió con cariño—. Menudo bandido —
comentó.
El abuelo tenía la boca tan llena que no pudo ni farfullar, pero rio con sus
ojillos maliciosos y asintió con movimientos violentos de la cabeza.
La abuela dijo con orgullo:
—No ha vivido hombre más perverso ni que soltara más juramentos. Va a
ir derecho al infierno, alabado sea Dios. Quiere conducir el camión —añadió
con rencor—. Pero no lo hará.
El abuelo se atragantó, lo que tenía en la boca cayó como un surtidor sobre
su regazo. Tosió débilmente.
La abuela dedicó una sonrisa a Tom.
—Vaya un marrano, ¿eh? —observó alegremente.
Noah permaneció en el escalón, frente a Tom y sus ojos separados
parecieron mirar a su alrededor. Su rostro tenía poca expresión.
Tom dijo:
—¿Cómo estás, Noah?
—Bien —respondió—. ¿Cómo estás? —eso fue todo, pero fue algo
agradable.
Madre espantó las moscas del cuenco de salsa.
—No hay sitio para sentarse —dijo—. Cada uno que coja su plato y se
siente.
De pronto Tom recordó:
—¡Eh! ¿Dónde está el predicador? Estaba aquí mismo. ¿Dónde ha ido?
Padre contestó:
—Le he visto, pero se ha marchado.
La abuela elevó su voz aguda:
—¿Predicador? ¿Tenéis un predicador? Ve a buscarlo. Que nos dé una
bendición —señaló al abuelo—. Para él es demasiado tarde, ya ha comido. Ve
a buscar al predicador.
Tom salió al porche.
—Eh, Jim. ¡Jim Casy! —llamó a gritos. Salió hasta el patio—. Ah, Casy
—el predicador apareció por debajo del depósito, se sentó y luego se puso en
pie y se dirigió hacia la casa. Tom preguntó:
—¿Qué hacía, escondiéndose?
—No, no. Pero no se debe meter uno en medio cuando se trata de un
asunto de familia. Estaba allí sentado, pensando.
—Entre y coma —invitó Tom—. La abuela quiere una bendición.
—Pero si yo ya no soy predicador —protestó Casy.
—Venga, hombre. Dele una bendición. A usted no le hará daño y a ella le
gustan —entraron juntos a la cocina.
—Es usted bienvenido —dijo Madre en voz baja.
—Es usted bienvenido. Tome algo de desayunar —añadió Padre.
—Primero la bendición —reclamó la abuela—. Antes hay que dar gracias.
El abuelo enfocó los ojos con empeño hasta que reconoció a Casy.
—¡Ah!, este predicador —dijo—. Es un buen tipo. Siempre me ha caído
bien desde que le vi… —guiñó con expresión tan lujuriosa que la abuela creyó
que había hablado y le reconvino con aspereza:
—Cállate tú, pecador.
Casy, nervioso, se pasó los dedos por el pelo.
—He de decirles que ya no soy predicador. Si con estar contento de haber
venido y agradecido a una gente amable y generosa es suficiente, puedo dar
gracias de esa clase. Pero ya no soy predicador.
—Dígala —le animó la abuela—. Y diga alguna cosa especial para nuestro
viaje a California —el predicador inclinó la cabeza y los demás le imitaron.
Madre juntó sus manos sobre el estómago e inclinó la cabeza. La abuela se
inclinó tanto que casi metió la nariz en el plato de galletas y salsa. Tom,
apoyado contra la pared, con un plato en la mano, inclinó la cabeza con rigidez
y el abuelo la agachó ladeada para poder seguir fijando un ojo malicioso y
alegre en el predicador. La expresión que mostraba el rostro del predicador no
era de oración, sino de reflexión y el tono que empleó era como una conjetura,
no de súplica.
—He estado pensando —empezó—. He estado en las colinas, pensando,
casi se podría decir que del mismo modo que Jesús fue al desierto para pensar
una solución a todos los problemas.
—Alabado sea Dios —exclamó la abuela, y el predicador la miró
sorprendido.
—Parece que Jesús se encontró en medio de un montón de problemas, y no
veía ninguna solución, y llegó a preguntarse qué sentido tenía todo y para qué
sirve luchar y pensar. Estaba cansado, muy cansado y su espíritu todo gastado.
Estaba a punto de dejarlo todo y olvidarse. Y así, decidió marchar al desierto.
—Amén —baló la abuela. Durante muchos años había sincronizado sus
respuestas a las pausas. Y desde hacía muchos años ni escuchaba ni se
extrañaba de las palabras empleadas.
—No quiero decir que yo sea como Jesús —continuó el predicador—. Pero
yo me había cansado igual que Él, y estaba confuso como Él y como Él me
interné en el desierto, sin utensilios para acampar. Por la noche me tendía de
espaldas y miraba las estrellas; por la mañana contemplaba sentado la salida
del sol; al mediodía veía desde una colina el campo seco y ondulante; y al
anochecer admiraba la puesta de sol. Algunas veces rezaba como siempre lo
había hecho, pero no sabía a quién le rezaba ni por qué. Estaban las colinas y
estaba yo y no éramos cosas separadas. Éramos una sola unidad, y esa unidad
era sagrada.
—Aleluya —dijo la abuela, y se balanceó ligeramente para detrás y para
delante, intentando ponerse en trance.
—Y me puse a pensar, solo que no era pensar, sino algo más profundo.
Pensar en cómo éramos sagrados cuando éramos una unidad y en que la
humanidad era sagrada cuando era una. Y solo dejaba de serlo cuando un
tipejo miserable se impacientaba y dejaba la unidad para seguir su propio
camino, revolviéndose, arrastrando y peleando. Un tipo de esos deshacía la
santidad. Pero cuando todos trabajan juntos, no una persona por otra, sino cada
uno uncido al conjunto, eso es lo correcto y es sagrado. Y entonces pensé que
ni siquiera sabía lo que quería decir con la palabra sagrado —hizo una pausa
durante la que las cabezas permanecieron inclinadas porque las habían
acostumbrado como si fueran perros a levantarlas a la señal de Amén—. No
puedo bendecir como solía hacerlo. Me alegro de que el desayuno sea sagrado
y de que aquí haya amor. Eso es todo —las cabezas siguieron bajas. Él
predicador miró a su alrededor.
—He conseguido que se os enfríe el desayuno —dijo; y entonces se
acordó.
—Amén —dijo, y todas las cabezas se enderezaron.
—Amén —respondió la abuela y se puso a comer el desayuno desmigando
las blandas galletas con las viejas encías desdentadas y duras. Tom comía
deprisa y Padre con la boca atiborrada. No hubo conversación mientras quedó
comida y café, solo se oía el crujir de comida masticada y el ruido del café al
beberse. Madre miraba al predicador comer, y con los ojos inquisitivos y
comprensivos le sondeaba. Le miraba como si de repente se hubiera
transformado en un espíritu, una voz procedente de la tierra, y hubiera dejado
de ser humano.
Los hombres terminaron, dejaron los platos y bebieron hasta la última gota
de su café; después salieron, Padre y el predicador, Noah, el abuelo y Tom
fueron hacia el camión, evitando los muebles esparcidos, los armazones de
madera de las camas, la maquinaria del molino y el viejo arado. Fueron hacia
el camión y pararon junto a él. Tocaron las nuevas tablas de pino de los lados.
Tom abrió el capó y miró el gran motor grasiento. Padre se acercó a él.
—Tu hermano Al lo examinó bien antes de comprarlo —dijo—. Dice que
está en buenas condiciones.
—¿Y él qué sabrá? No es más que un chiquillo —dijo Tom.
—Estuvo trabajando para una compañía. El año pasado condujo un
camión. No creas que no sabe, es un sabihondo. Sabe lo que hace. Y puede
reparar un motor.
—¿Y dónde está ahora? —preguntó Tom.
—Anda por ahí —dijo Padre—, actuando como si fuera un semental.
Haciéndose el macho hasta caer rendido. Es un sabihondo con sus dieciséis
años y las bolas le dan pie. No piensa más que en chicas y motores. Es
simplemente un sabelotodo. Desde hace una semana pasa las noches fuera…
El abuelo, luchando con la ropa, había conseguido meter los botones de su
camisa azul en los ojales de la camiseta. Notó con los dedos que algo fallaba,
pero no se molestó en averiguar el qué. Sus dedos bajaron intentando descifrar
la complejidad que suponía abrocharse la bragueta.
—Yo solía ser peor —dijo alegremente—. Mucho peor. Se podría decir
que era endiablado. Una vez hubo una gran reunión en un campamento en
Sallisaw cuando yo era joven, un poco mayor que Al. Él no es más que un
mocoso y todavía está tierno. Pero yo era más mayor. Y estuvimos en aquella
reunión. Quinientas personas hubo y un número adecuado de vaquillas.
—Aún eres un diablo, abuelo —dijo Tom.
—Bueno, sí, una especie de diablo. Pero estoy lejos de ser lo que era.
Déjame llegar a California, y poder coger una naranja cada vez que quiera y
verás lo que es bueno. O uvas. Ahí tienes una cosa que no me cansa. Me
cogeré un gran racimo de uvas de un arbusto o de donde salgan, y me lo voy a
aplastar en la cara y que el zumo me caiga por la barbilla.
Tom preguntó:
—¿Dónde está el tío John? ¿Dónde está Rosasharn?, ¿y Ruthie y Winfield?
Nadie me ha dicho nada de ellos todavía.
—Nadie ha preguntado —respondió Padre—. John se fue a Sallisaw con
una carga para vender: la bomba, herramientas, pollos y todo lo que nosotros
trajimos. Se llevó a Ruthie y a Winfield con él. Salieron antes de que
amaneciera.
—Es curioso que no les haya visto —dijo Tom.
—Bueno, tú has venido por la carretera, ¿no? Él ha ido por el otro camino,
por Cowlington. Y Rosasharn vive con la familia de Connie. ¡Dios mío! Si ni
siquiera sabes que Rosasharn se casó con Connie Rivers. ¿Te acuerdas de
Connie? Es un joven muy agradable. Rosasharn está esperando para dentro de
tres o cuatro o cinco meses. Ahora está engordando. Tiene buen aspecto.
—¡Madre mía! —exclamó Tom—. Pero si Rosasharn era solo una cría. Y
ahora va a tener un hijo. Pasan muchísimas cosas en cuatro años si estás fuera.
¿Cuándo piensas que emprendamos viaje al oeste, Padre?
—Bueno, hay que llevar estas cosas para venderlas. Si Al vuelve de sus
correrías, calculo que puede cargar el camión y llevarlo todo y quizá
podríamos salir mañana o pasado. No tenemos demasiado dinero y uno me ha
dicho que hay cerca de dos mil millas de distancia a California. Cuanto antes
salgamos, más seguro es que logremos llegar. El dinero se va de las manos,
gota a gota, pero sin parar. ¿Tú tienes algo de dinero?
—Sólo un par de dólares. ¿De dónde sacáis el dinero?
—Bueno —dijo Padre—, vendimos todo lo que había en casa y todos
estuvimos recogiendo algodón, incluso el abuelo.
—Y tanto que recogí —afirmó el abuelo.
—Juntamos todo: doscientos dólares. El camión nos costó setenta y cinco,
y Al y yo lo cortamos en dos y montamos esto en la parte trasera. Al iba a
pulir las válvulas pero está demasiado ocupado tonteando para ponerse a ello.
Quizá podamos salir con ciento cincuenta dólares. Los malditos neumáticos
del camión están viejos y no van a ir muy lejos. Tenemos un par de ruedas de
repuesto gastadas. Luego supongo que tendremos que coger lo que
encontremos por la carretera.
El sol, alto en el cielo, disparaba sus rayos. Las sombras de la trasera del
camión eran franjas oscuras sobre la tierra, y el camión despedía un olor a
aceite recalentado, a hule y pintura. Las escasas gallinas habían abandonado el
patio para ir a refugiarse del sol bajo el cobertizo de las herramientas. Los
cerdos yacían jadeantes en la pocilga, junto a la cerca que proyectaba una fina
sombra, y de cuando en cuando, soltaban una queja estridente. Los dos perros
estaban estirados en el polvo rojo bajo el camión, jadeando, con las lenguas
babeantes cubiertas de polvo. Padre se caló el sombrero hasta las cejas y se
acuclilló. Y, como si esa fuera su postura natural de pensar y observar,
examinó con aire crítico a Tom, la gorra nueva, aunque ya ajada, el traje y los
zapatos nuevos.
—¿Te gastaste el dinero en esa ropa? —le preguntó—. Esas prendas no
van a ser más que un incordio para ti.
—Me las dieron —contestó Tom—. Cuando salí me las dieron —se quitó
la gorra y la contempló con algo de admiración, luego se enjugó la frente con
ella, se la puso un poco ladeada y tiró de la visera.
—Esos zapatos que te dieron tienen buena pinta —observó Padre.
—Sí —asintió Tom—. Son bonitos, pero no sirven para andar en un día
caluroso —se agachó en cuclillas junto a su padre.
Noah dijo lentamente:
—Quizá si acabarais de poner los listones laterales del todo podríamos
cargar todo esto, para que si viene Al…
—Yo puedo conducir si quieres —dijo Tom—. Conduje un camión cuando
estaba en McAlester.
—Estupendo —dijo Padre, y entonces fijó la vista en la carretera—. Si no
me equivoco, allí hay un sabelotodo que llega a casa arrastrando la cola —dijo
—. Y tiene aspecto de estar cansado.
Tom y el predicador miraron a la carretera. Y el ardiente Al, al ver que era
observado, echó los hombros hacia detrás y entró en el patio contoneándose
como un gallo listo para cantar. Siguió andando con arrogancia, y ya estaba
cerca cuando reconoció a Tom; y cuando lo reconoció, su rostro petulante
cambió, en los ojos brillaron admiración y respeto y de su paso se desprendió
el presuntuoso balanceo. Ni sus vaqueros rígidos, con los bajos remangados
veinte centímetros para mostrar las botas de tacón, ni el cinturón de ocho
centímetros de ancho con incrustaciones de cobre, ni tan siquiera las bandas
rojas de las mangas de su camisa azul y el ángulo ladeado del sombrero
Stetson de ala ancha le permitían alcanzar la estatura de su hermano; porque
su hermano había matado a un hombre y nadie iba a olvidarlo nunca. Al sabía
que había inspirado admiración entre los chicos de su misma edad porque su
hermano había matado a un hombre. Había oído decir en Sallisaw mientras le
señalaban: «Ése es Al Joad. Su hermano mató a uno con una pala.»
Y ahora Al, acercándose sumiso, vio que su hermano no se jactaba de lo
que había hecho como él pensaba que haría. Al vio los oscuros ojos pensativos
de su hermano, y la calma de la prisión, el rostro liso y duro entrenado para no
dejar ver nada al guarda de la cárcel, ni resistencia ni servilismo. Y al instante
Al cambió. Inconscientemente se asemejó a su hermano, su rostro atractivo
adquirió una expresión cavilosa y los hombros se relajaron. Tom no era como
él recordaba.
—Hola, Al —saludó Tom—. Dios, cómo has crecido. No te habría
reconocido —Al, con la mano preparada por si Tom quería estrecharla, sonrió
con timidez.
Tom alargó la mano y la de Al salió disparada para estrechársela. La
simpatía flotaba entre los dos.
—Me han dicho que tienes buena mano para los camiones —dijo Tom.
Y Al, notando que a su hermano no le gustaban los fanfarrones, contestó:
—No es que sepa gran cosa.
Padre dijo:
—Habrás estado presumiendo por ahí. Pareces estar agotado. Bueno, pues
tienes que llevar una carga para vender en Sallisaw.
Al miró a su hermano Tom:
—¿Te gustaría venir? —preguntó, aparentando tanta calma como le fue
posible.
—No, no puedo —respondió Tom—. Voy a echar una mano aquí. Ya
estaremos juntos en la carretera.
Al intentó controlar el tono de su voz al preguntarle:
—¿Te… has escapado? ¿De la cárcel?
—No —dijo Tom—. Estoy en libertad bajo palabra.
—Ah, ya. —Al sufrió una pequeña decepción.
Capítulo IX
Capítulo X
Capítulo XI
Las casas quedaron vacías en los campos y por ello también la tierra
parecía estar vacía. Sólo estaban vivos los cobertizos de hierro galvanizado de
los tractores, plateados y brillantes; estaban vivos con metal, gasolina y aceite,
los discos refulgentes de los arados. Los faros de los tractores relucían porque
para un tractor no existe ni el día ni la noche y los discos remueven la tierra en
la oscuridad y centelleaban a la luz del día. Cuando un caballo acaba su
trabajo y se retira al granero, queda allí energía y vitalidad, aliento y calor, y
los cascos se mueven entre la paja, las mandíbulas se cierran masticando el
heno y los oídos y los ojos están vivos. En el granero flota el calor de la vida,
la pasión y el aroma de la vida. Pero cuando el motor de un tractor se apaga, se
queda tan muerto como el mineral del que está hecho. El calor le abandona
igual que el calor de la vida abandona a un cadáver. Luego se cierran las
puertas de hierro galvanizado y el conductor se va a casa, a la ciudad, que
quizá esté a veinte millas de distancia, y no necesita volver en semanas o
meses, porque el tractor está muerto. Y esto resulta fácil y eficaz. Tan fácil que
el trabajo pierde interés, tan eficaz que la tierra y trabajar el campo dejan de
producir emoción y desaparecen también la comprensión profunda y la
relación del hombre con la tierra. Dentro del conductor del tractor crece el
desprecio que solo es capaz de sentir un extraño que posee escasa
comprensión y al que no une ninguna relación. Porque los nitratos no son la
tierra, ni tampoco lo son los fosfatos; y la longitud de la fibra del algodón no
es la tierra. El carbono no es un hombre, ni lo son la sal, el agua, el calcio. Él
es todo eso, pero también mucho más, mucho más; y la tierra es mucho más
que lo que revela su análisis. El hombre, que es más que sus reacciones
químicas, caminando sobre la tierra, torciendo la reja del arado para esquivar
una piedra, soltando la esteva para dejarse resbalar por una roca que sobresale,
arrodillándose en la tierra para almorzar; el hombre que es algo más que los
elementos que lo componen conoce la tierra que es más que un análisis de
componentes. Pero el hombre de la máquina, conduciendo un tractor muerto
por un campo que ni conoce ni ama, solo entiende la química; y siente
desprecio por la tierra y por sí mismo. Cuando las puertas de hierro
galvanizado se cierran él se va a su casa, y su casa no es el campo.
Las puertas de las casas vacías batían impulsadas por el viento. Bandas de
críos iban desde los pueblos a romper las ventanas y a escarbar ente los
despojos, buscando tesoros. Aquí hay un cuchillo con la hoja rota por la mitad.
Eso está bien. Y… aquí huele a rata muerta. Y mira lo que Whitey escribió en
la pared. Lo escribió también en los servicios de la escuela y el maestro le hizo
borrarlo.
Cuando la gente se acababa de marchar, y la noche del primer día llegó, los
gatos cazadores se acercaron perezosos desde los campos y maullaron en el
porche. Y cuando vieron que no salía nadie, se deslizaron entre las puertas
abiertas y caminaron maullando por las habitaciones vacías. Y después
volvieron a los campos convertidos desde ese momento en gatos silvestres,
que cazaban ardillas y ratones de campo y dormían durante el día en las
zanjas. Al llegar la noche, los murciélagos, detenidos ante las puertas por
miedo a la luz se precipitaron al interior de las casas y navegaron por las
habitaciones vacías, y al cabo de un tiempo se quedaron por el día en los
rincones oscuros de los cuartos, con las alas plegadas y colgando cabeza abajo
de las vigas, y el olor de sus excrementos invadió las casas vacías.
Los ratones se mudaron a las casas y almacenaron semillas en los rincones,
en cajas, detrás de los cajones de la cocina. Y las comadrejas entraron a cazar
ratones mientras los búhos de plumas marrones volaban chillando, entraban y
volvían a salir.
Luego cayó un pequeño chaparrón. Las hierbas brotaron ante la entrada,
donde la gente nunca había permitido que crecieran, y subieron también entre
las tablas del porche. Las casas estaban vacías, y una casa vacía se desmorona
rápidamente. Las grietas aparecieron en los tablones de la cubierta, a partir de
clavos roñosos. El polvo se posó en los suelos, una capa homogénea alterada
solo por las huellas de ratones, comadrejas y gatos.
Una noche el viento soltó una teja y la arrojó al suelo. El siguiente viento
curioseó en el agujero que la teja había dejado y arrancó otras tres tejas, y el
siguiente, una docena. El sol del mediodía ardió a través del agujero y dejó
una señal luminosa en el suelo. Los gatos montaraces se acercaban por la
noche desde los campos, pero ya no se conformaban con maullar a la puerta.
Se movían como sombras de una nube que pone un velo a la luna, entraban a
los cuartos a cazar ratones. Y en las noches ventosas las puertas golpeaban
contra los marcos y las cortinas en jirones aleteaban en las ventanas sin
cristales.
Capítulo XII
Capítulo XIII
Capítulo XIV
La tierra del oeste, nerviosa ante el cambio que se avecina. Los estados del
oeste, nerviosos igual que los caballos antes de la tormenta. Los grandes
propietarios, nerviosos, sintiendo el cambio, pero sin saber nada acerca de su
naturaleza. Los grandes propietarios, dirigiendo sus esfuerzos contra lo
inmediato, el gobierno en expansión, la creciente unidad de los trabajadores;
atacando los nuevos impuestos, los proyectos; sin darse cuenta de que estas
cosas son resultados y no causas. Resultados, no causas; resultados, no causas.
Las causas yacen en lo más hondo y son sencillas: las causas son el hambre en
un estómago, multiplicado por un millón; el hambre de una sola alma, hambre
de felicidad y un poco de seguridad, multiplicada por un millón; músculos y
mente pugnando por crecer, trabajar, crear, multiplicado por un millón. La
función última del hombre, clara y definitiva: músculos que buscan trabajar,
mentes que pugnan por crear algo más allá de la mera necesidad: esto es el
hombre. Levantar un muro, construir una casa, una presa y dejar en el muro, la
casa y la presa algo de la esencia misma del hombre y tomar para esta esencia
algo del muro, la casa, la presa: músculos endurecidos por el trabajo, mentes
ensanchadas por la asimilación de líneas nítidas y formas que fueron parte de
la concepción de la obra. Porque el hombre, a diferencia de cualquier otro ser
orgánico o inorgánico del universo, crece más allá de su trabajo, sube los
peldaños de sus conceptos, emerge por encima de sus logros. Se puede decir
que cuando las teorías cambian, se desmoronan, cuando las escuelas y las
filosofías, cuando oscuros callejones estrechos de pensamiento, nacional,
religioso, económico, crecen y se desintegran, el hombre extiende una mano,
avanza tambaleante, penosamente, a veces en dirección equivocada. Habiendo
dado un paso adelante, puede resbalar, pero solo medio paso, nunca dará el
paso entero hacia detrás. Esto se puede decir del hombre y se sabe. Es evidente
cuando las bombas caen de los negros aviones en medio de la plaza del
mercado, cuando se ensarta a los prisioneros como si se tratara de cerdos,
cuando los cuerpos aplastados se desangran entre la suciedad y el polvo. De
esta forma se puede uno dar cuenta. Si no se diera ese paso, si el dolor de
avanzar a trompicones no fuera algo vivo, las bombas dejarían de caer estando
vivos los que las arrojan, porque cada una de las bombas es la prueba de que el
espíritu no ha muerto. Y teme el momento en que las huelgas dejen de
producirse mientras los grandes propietarios siguen vivos, porque cada
pequeña huelga aplastada es la prueba de que se ha dado el paso. Puedes saber
esto: teme el momento en que el hombre deje de sufrir y morir por un
concepto, porque esta cualidad es la base de la esencia humana, esta cualidad
es el hombre mismo, y lo que le diferencia en el conjunto del universo.
Los estados del oeste, nerviosos ante el cambio que comienza. Tejas y
Oklahoma, Kansas y Arkansas, Nuevo Méjico, Arizona, California. Una
familia expulsada de su tierra. Padre pidió el dinero prestado al banco y ahora
el banco reclama la tierra. La compañía de tierras —es decir, el banco cuando
posee tierra— no quiere familias para trabajarlas, quiere tractores. ¿Es algo
malo un tractor? ¿No es buena la energía que abre los largos surcos? Si el
tractor fuera nuestro, sería algo bueno, no mío, sino nuestro. Si nuestro tractor
abriera los surcos de nuestra tierra, sería bueno. No de mi tierra, sino de
nuestra tierra. Entonces podríamos amar ese tractor igual que amamos esta
tierra cuando era nuestra. Pero el tractor hace dos cosas: remueve la tierra y
nos expulsa de ella. Apenas hay diferencia entre el tractor y un tanque. Los
dos empujan a la gente, la intimidan y la hieren. Hemos de pensar en esto.
Un hombre, una familia, obligados a abandonar su tierra; este coche
oxidado que cruje por la carretera hacia el oeste. Perdí mis tierras, me las quitó
un solo tractor. Estoy solo y perplejo. Y por la noche una familia acampa en
una vaguada y otra familia se acerca y aparecen las tiendas. Los dos hombres
conferencian en cuclillas y las mujeres y los niños escuchan. Este es el núcleo,
tú que odias el cambio y temes la revolución. Mantén separados a estos dos
hombres acuclillados; haz que se odien, se teman, recelen uno del otro. Aquí
está el principio vital de lo que más temes. Este es el cigoto. Porque aquí «he
perdido mi tierra» empieza a cambiar; una célula se divide y de esa división
crece el objeto de tu odio: «nosotros hemos perdido nuestra tierra». El peligro
está aquí, porque dos hombres no están tan solos ni tan perplejos como pueda
estarlo uno. Y de este primer «nosotros», surge algo aún más peligroso: «tengo
un poco de comida» más «yo no tengo ninguna». Si de este problema el
resultado es «nosotros tenemos algo de comida», entonces el proceso está en
marcha, el movimiento sigue una dirección. Ahora basta con una pequeña
multiplicación para que esta tierra, este tractor, sean nuestros. Los dos
hombres acuclillados en la vaguada, la pequeña fogata, la carne de cerdo
hirviendo en una sola olla, las mujeres silenciosas, de ojos pétreos; detrás, los
niños escuchando con el alma las palabras que sus mentes no entienden. La
noche cae. El pequeño está resfriado. Toma, coge esta manta. Es de lana. Era
la manta de mi madre, cógela para el bebé. Esto es lo que hay que bombardear.
Éste es el principio: del «yo» al «nosotros».
Si tú, que posees las cosas que la gente debe tener, pudieras entenderlo, te
podrías proteger. Si fueras capaz de separar causas de resultados, si pudieras
entender que Paine, Marx, Jefferson, Lenin, fueron resultados, no causas,
podrías sobrevivir. Pero no lo puedes saber. Porque el ser propietario te deja
congelado para siempre en el «yo» y te separa para siempre del «nosotros».
Los estados del oeste se muestran nerviosos ante el cambio inminente. La
necesidad sirve de estímulo al concepto, el concepto estimula la acción. Medio
millón de personas moviéndose ya por el país; un millón más impaciente,
dispuestas a partir; y otros diez millones de personas empezando a sentir el
nerviosismo.
Y los tractores abriendo múltiples surcos en la tierra vacía.
Capítulo XV
Capítulo XVI
Los Joad viajaron despacio hacia el oeste, por las montañas de Nuevo
Méjico, más allá de las cimas y las pirámides de la altiplanicie. Una vez en las
tierras altas de Arizona vieron abajo el desierto Pintado, a través de un
desfiladero. Un policía de fronteras les detuvo.
—¿A dónde se dirigen?
—A California —dijo Tom.
—¿Cuánto tiempo piensan estar en Arizona?
—El tiempo justo de cruzarla.
—¿Llevan plantas?
—No, ninguna.
—Debería registrar el equipaje.
—Le digo que no llevamos plantas.
El policía pegó una pequeña etiqueta en el parabrisas.
—De acuerdo. Continúen, pero más vale que no se paren.
—No se preocupe, no pensábamos hacerlo.
Subieron lentamente las pendientes cubiertas de árboles bajos y retorcidos.
Holbroock, Joseph City, Winslow. Luego aparecieron los árboles altos y los
coches arrojaron vapor y avanzaron trabajosamente por las cuestas. Llegaron a
Magstaff, el punto más alto, y de allí bajaron a las amplias mesetas, donde la
carretera se perdía en la distancia. El agua escaseaba, debía comprarse a cinco,
diez, quince centavos por galón. El sol secó la tierra árida y montañosa y
delante de ellos vieron los picos mellados de las montañas al oeste de Arizona.
Huyendo del sol y la sequía avanzaron durante toda la noche. Llegaron a las
montañas, atravesaron penosamente las murallas dentadas mientras sus débiles
luces parpadeaban en las paredes de piedra pálida de la carretera. Pasaron la
cumbre en la oscuridad y lentamente descendieron durante las últimas horas
de la noche, a través de las piedras quebradas de Datman. Y al amanecer
vieron el río Colorado a sus pies. Llegaron a Topock y aparcaron en el puente
mientras un policía quitaba la etiqueta del parabrisas. Tras cruzar el puente
siguieron por el desierto de rocas fracturadas. Y aunque estaban muertos de
cansancio y el calor de la mañana estaba aumentando, pararon.
Padre gritó:
—Estamos aquí, estamos en California —miraron aturdidos las rocas
fracturadas que relumbraban bajo el sol y las terribles murallas de Arizona al
otro lado del río.
—Aún nos queda el desierto —dijo Tom—. Tenemos que conseguir agua y
descansar.
La carretera es paralela al río y la mañana estaba bien entrada cuando los
motores ardientes llegaron a Needles, donde el río corre ligero entre las cañas.
Los Joad y los Wilson aparcaron junto al río, y sentados en los vehículos
contemplaron el fluir del agua deliciosa y las cañas verdes agitadas con
suavidad por la corriente. Había un pequeño campamento a la orilla del río,
once tiendas cerca del agua, y la hierba del suelo estaba anegada. Tom sacó la
cabeza por la ventana del camión:
—¿Le importa si paramos aquí un rato?
Una mujer corpulenta que restregaba ropas en un cubo levantó la vista.
—No es nuestro, oiga. Pare si quiere. Ahora bajará un policía para echarles
una ojeada —y volvió a restregar la ropa bajo el sol.
Los dos vehículos se estacionaron en un claro de la hierba anegada.
Sacaron las tiendas, montaron la de los Wilson, estiraron la lona encerada de
los Joad sobre la cuerda.
Winfield y Ruthie caminaron despacio entre los sauces hacia el cañaveral.
Ruthie dijo con suave vehemencia:
—California. Esto es California y nosotros estamos aquí.
Winfield rompió una espadaña, la retorció hasta arrancarla, se metió la
blanca pulpa en la boca y la mascó. Se metieron en el río y se quedaron de pie
en silencio, con el agua por las pantorrillas.
—Aún nos queda el desierto —dijo Ruthie.
—¿Cómo es el desierto?
—No lo sé. Una vez vi unas fotos de un desierto. Había huesos por todas
partes.
—¿Huesos de hombre?
—Supongo que algunos sí, pero la mayoría eran de vaca.
—¿Podremos ver los huesos?
—Puede. No sé. Vamos a cruzar el desierto de noche. Eso es lo que dijo
Tom. Tom dice que nos podemos abrasar vivos si lo atravesamos de día.
—¡Qué buena está, está fresquita! —dijo Winfield, mientras enterraba los
dedos de los pies en la arena del fondo.
Oyeron a Madre llamar:
—Ruthie, Winfield, venid para acá.
Dieron la vuelta y regresaron caminando lentamente a través de las cañas y
los sauces.
Las otras tiendas estaban en silencio. Por un momento, al llegar los coches,
algunas cabezas se habían asomado entre las lonas y luego se habían retirado.
Ahora las tiendas de las familias estaban levantadas y los hombres reunidos.
Tom dijo:
—Voy a bajar a bañarme. Eso es lo que voy a hacer, antes de irme a
dormir.
—¿Cómo está la abuela desde que la instalamos en la tienda?
—No lo sé —respondió Padre—. No conseguí despertarla —ladeó la
cabeza hacia la tienda. Un balbuceo quejoso salía de la lona. Madre entró
rápida en la tienda.
—Pues ahora ya lo creo que se ha despertado —dijo Noah— Se pasó casi
toda la noche refunfuñando en el camión. Se ha vuelto loca.
—Maldita sea —dijo Tom—. Está agotada. Si no consigue descansar
pronto no va a durar mucho. Sólo está agotada. ¿Viene alguien conmigo? Me
voy a lavar y voy a dormir a la sombra todo el día —se alejó, los demás
hombres le siguieron. Se desnudaron en los sauces y después se metieron en el
agua y se sentaron. Permanecieron así mucho rato, abrazándose las piernas,
con los talones clavados en la arena y solo la cabeza sobresaliendo por encima
del agua.
—¡Dios!, cómo lo necesitaba —exclamó Al. Tomó un puñado de arena del
fondo y se frotó con ella. Desde el agua miraron los agudos picos llamados
Needles y las montañas de roca blanca de Arizona.
—Las hemos cruzado —dijo Padre asombrado.
El tío John metió la cabeza bajo el agua.
—Bueno, hemos llegado. Esto es California; y no tiene un aspecto tan
próspero.
—Aún hay que cruzar el desierto —dijo Tom—. He oído que es una
putada.
Noah preguntó:
—¿Lo intentamos esta noche?
—¿Tú qué piensas, Padre? —inquirió Tom.
—No sé. Nos vendría bien un poco de descanso, sobre todo a la abuela.
Pero, por otro lado, querría estar ya al otro lado y empezar a trabajar. Sólo nos
quedan unos cuarenta dólares. Estaré más tranquilo cuando todos trabajemos y
ganemos algo de dinero.
Los hombres sentados sintieron la fuerza de la corriente. El predicador
dejó que sus brazos y manos flotaran en la superficie. Los cuerpos estaban
blancos hasta el cuello y las muñecas, y morenos, de color marrón oscuro, la
cabeza y las manos y una uve entre las clavículas. Se restregaron con arena.
Noah dijo, perezoso:
—Me gustaría quedarme aquí eternamente. No volver a tener hambre ni
tristeza. Dentro del agua toda la vida, emperezado como las crías de una cerda
en el fango.
Y Tom, mientras miraba los picos mellados al otro lado del río y los de
Needles río abajo:
—Nunca he visto montañas tan duras. Esta es una región asesina. Esto es
el esqueleto de un país. Me pregunto si alguna vez llegaremos a un sitio donde
la gente pueda vivir sin tener que pelearse con las rocas. He visto fotografías
de una tierra llana, verde, con casitas, como dice Madre, blancas. Madre desea
sobre todo una casa blanca. A veces dudo que exista una tierra semejante. He
visto fotos así.
Padre dijo:
—Espera que lleguemos a California. Entonces verás una tierra hermosa.
—¡Pero, por Dios, Padre, si esto ya es California!
Dos hombres vestidos con vaqueros y sudadas camisas azules llegaron por
los sauces y miraron a los hombres desnudos. Les saludaron:
—¿Se nada bien?
—No sé —dijo Tom—. No lo hemos intentado. Pero da gusto estar aquí
sentado.
—¿Les importa si vamos a sentarnos?
—El río no es nuestro. Les prestaremos una parte pequeña.
Los hombres se desprendieron de los pantalones y se despegaron las
camisas y entraron en el río por un vado. El polvo cubría sus piernas hasta la
rodilla; tenían los pies pálidos y blandos de sudor. Se acomodaron
perezosamente dentro del agua y se lavaron con languidez los flancos. Estaban
quemados por el sol los dos, el chico y su padre. Gruñeron y bufaron con el
placer de sentir el agua.
Padre preguntó cortésmente:
—¿Van hacia el oeste?
—No. Venimos de allí. Regresamos a casa. No hay forma de ganarse la
vida en el oeste.
—¿De dónde son? —preguntó Tom.
—De Panhandle, somos de cerca de Pampa.
—¿Y allí pueden ganarse la vida? —quiso saber Padre.
—No. Pero por lo menos podemos morirnos con la gente que conocemos.
No nos moriremos con una panda de tipos que nos odian.
—¿Sabe?, es usted la segunda persona que nos ha dicho tal cosa. ¿Por qué
les odian? —preguntó Padre.
—No lo sé —dijo el hombre. Cogió agua en las manos y se lavó la cara,
bufando y haciendo burbujas. Agua llena de polvo salió de su cabello y le
manchó el cuello.
—Cuénteme más cosas —pidió Padre.
—Yo también quiero enterarme —añadió Tom—. ¿Por qué les odia esa
gente del oeste?
El hombre miró a Tom con viveza.
—¿Van ahora al oeste?
—Sí, vamos de camino.
—¿Nunca han estado en California?
—Nunca.
—Bueno, no me hagan caso. Vayan a ver ustedes mismos.
—Sí —replicó Tom—, pero a uno le gusta saber dónde se mete.
—Bueno, si de verdad les interesa, yo me he planteado algunas cuestiones
y he reflexionado sobre ellas. California es una tierra hermosa. Pero la robaron
hace mucho tiempo. Después de cruzar el desierto se llega a Bakersfield. Es
una tierra preciosa, con huertas y vides, la tierra más hermosa que nunca
hayan visto. Pasarán luego tierra llana y fértil, con agua a diez metros bajo la
superficie, tierra que está en barbecho. Pero no podrán comprarla, es de la
Compañía de Tierras y Ganado. Y si ellos no quieren que se trabaje, pues no
se trabaja. Si coge una parcela para plantar un poco de maíz le meten en la
cárcel.
—¿Dice que es buena tierra y está sin trabajar?
—Sí, señor. Buena tierra sin trabajar. Bueno, pues eso le cabreará un poco,
pero aún no ha visto nada. La gente tiene una mirada en los ojos, le miran y
sus rostros dicen: «No me gustas, hijo de puta.» Hay ayudantes del sheriff que
le avasallan a uno. Si acampas al borde de la carretera te dicen que sigas
adelante. Se ve en las caras de la gente el odio que nos tienen. Déjenme que
les diga, nos odian porque nos tienen miedo. Saben que un hombre hambriento
va a conseguir comida aunque la tenga que robar. Saben que una tierra en
barbecho es un pecado y que alguien la va a coger. ¡Qué diablos! A ustedes
nadie les ha llamado todavía okie.
—¿Okie? —preguntó Tom—. ¿Qué es eso?
—Antes significaba que eras de Oklahoma. Ahora quiere decir que eres un
cerdo hijo de perra, que eres una mierda. En sí no significa nada, es el tono
con que lo dicen. Pero yo no les puedo explicar nada, tienen que ir allí. He
oído que hay trescientas mil personas como nosotros, que viven como cerdos
porque en California todo tiene propietario. No queda nada libre. Y los
propietarios se van a agarrar a sus posesiones aunque tengan que matar hasta
el último hombre para conservarlas. Tienen miedo y eso les pone furiosos. Ya
lo verán. Ya lo oirán. Es la puñetera tierra más hermosa que hayan visto, pero
su gente no les tratará bien. Tienen tanto miedo y están tan preocupados que ni
siquiera se tratan bien entre ellos.
Tom bajó la vista al agua y clavó los talones en la arena.
—Si uno trabajara y ahorrara algo de dinero, ¿no podría comprar un poco
de tierra?
El hombre se echó a reír y miró a su hijo, y el silencioso chico sonrió con
expresión casi triunfante. Y el hombre respondió:
—No van a conseguir trabajo fijo. Van a tener que rascar cada día para
poder cenar. Con gente que les mira con malicia. Si recogen algodón, estarán
seguros de que los pesos estarán amañados. Algunos lo están y otros no, pero
ustedes pensarán que todos les engañan, y no sabrán cuáles lo hacen. En
cualquier caso, no podrán hacer nada.
Padre preguntó lentamente:
—¿No hay… no hay allí nada bueno?
—Sí, es bonito de ver, pero usted no podrá comprar nada. Si ve un naranjal
de naranjas amarillas, verá un tío con una escopeta que tiene derecho a matarle
si toca una sola. Hay uno, dueño de un periódico, cerca de la costa, que tiene
un millón de acres…
Casy levantó la mirada con presteza.
—¿Un millón de acres? ¿Qué rayos puede hacer con un millón de acres?
—No lo sé. Simplemente son suyos. Cría algo de ganado. Hay guardas por
todas partes para que la gente no entre. Viaja en un coche blindado. He visto
fotografías suyas. Es un tipo gordo y blando, con ojos perversos y la boca
igual que el agujero del culo. Tiene miedo de morir. Posee un millón de acres
y tiene miedo a morirse.
—¿Qué demonios puede hacer con un millón de acres? —exigió Casy—.
¿Para qué los quiere?
El hombre sacó del agua las manos, que se le estaban quedando blancas y
arrugadas, y las extendió, estiró el labio inferior e inclinó la cabeza sobre uno
de los hombros.
—No sé —respondió—. Debe de estar loco. Tiene que estar loco. Vi una
foto suya y tiene pinta de loco, de estar loco y de ser un mal bicho.
—¿Dice usted que tiene miedo a morir? —preguntó Casy.
—Es lo que he oído.
—¿Tiene miedo de que Dios le atrape?
—No sé. Miedo, simplemente.
—¿Qué más le da? —dijo Padre—. No parece pasarlo muy bien.
—El abuelo no tenía miedo —dijo Tom—. Cuanto mejor se lo pasaba más
cerca estaba de la muerte. Aquella vez que el abuelo y otro tropezaron con una
banda de navajos, por la noche, se lo pasaron como nunca, y al mismo tiempo
cualquiera habría dicho que estaban perdidos, que no tenían la menor
posibilidad.
—Parece que así es la cosa —dijo Casy—. A uno que se lo está pasando
bien le importa un comino; pero un tipo retorcido, solitario y viejo y
decepcionado… ese sí que tiene miedo de morir.
—¿Qué es lo que le decepciona teniendo un millón de acres? —preguntó
Padre.
El predicador sonrió y pareció confuso. Empujó salpicando con la mano un
insecto de agua que iba flotando.
—Si necesita un millón de acres para sentirse rico, me parece que es
porque en su interior se encuentra muy pobre, y si es pobre en sí mismo, no
hay acres suficientes que le vayan a hacer sentirse rico, y quizá esté
decepcionado de que no hay nada que él pueda hacer que le haga sentirse
rico… rico como lo fue la señora Wilson al ofrecer su tienda cuando murió el
abuelo. No estoy intentando predicar un sermón, pero nunca he visto a nadie
que se dedicara a juntar cosas, tan ocupado como un perro de la pradera, que
no estuviera desilusionado —sonrió con picardía—. Parece un sermón,
¿verdad?
El sol llameaba con furia. Padre dijo:
—Más vale meterse bien bajo el agua. Nos va a achicharrar vivos —y se
reclinó y dejó que el agua fluyera suavemente alrededor de su cuello—. Si uno
está dispuesto a trabajar duro, ¿tiene alguna posibilidad? —preguntó.
El hombre se sentó derecho y le miró de frente.
—Mire, yo no lo sé todo. Puede que llegue usted y encuentre un trabajo
fijo, y yo sería un mentiroso. O puede que nunca encuentre nada y tampoco
sería lo que yo le advertí. Lo único que le puedo decir es que la mayoría de la
gente vive en condiciones desastrosas —se reclinó de nuevo en el agua—.
Uno no puede saberlo todo —sentenció.
Padre volvió la cabeza y miró al tío John.
—Nunca has sido de muchas palabras —dijo—, pero que me parta un rayo
si has abierto la boca dos veces desde que partimos. ¿Qué opinas de esto?
El tío John respondió ceñudo.
—Yo no opino nada. Vamos a ir hasta allá, ¿no? No vamos a dejar de ir por
más que hablemos. Cuando lleguemos, habremos llegado. Cuando
encontremos un trabajo, trabajaremos y cuando no lo encontremos, nos
quedaremos sentados. Esta charla no va a servir de nada en ningún caso.
Tom se echó para atrás, se llenó la boca de agua, que lanzó al aire y rompió
a reír.
—El tío John no habla mucho, pero nunca dice tonterías. Sí, señor, sabe lo
que dice. ¿Seguiremos viaje esta noche, Padre?
—¿Por qué no? A ver si acabamos de una vez.
—Bueno, entonces me iré para arriba a dormir un rato en la hierba.
Tom se puso en pie y vadeó el río hasta la orilla arenosa. Se puso la ropa
sobre el cuerpo mojado y se estremeció por lo caliente que estaba la ropa. Los
demás le siguieron.
En el agua, el hombre y su hijo vieron desaparecer a los Joad. Y el chico
dijo:
—Me gustaría verles dentro de seis meses. ¡Dios Santo!
El hombre se limpió los ojos con el dedo índice.
—No debí haber hecho eso —dijo—. Uno siempre quiere hacerse el listo,
decirles las cosas a la gente.
—Bueno, Padre, ellos preguntaron.
—Si, ya lo sé. Pero, como dijo ese otro, van a ir en cualquier caso. Lo que
yo les dije no va a cambiar nada, excepto que van a empezar a pasarlo mal
antes de tiempo.
Tom caminó entre los sauces y se acomodó en una cueva de sombra para
dormir. Noah le siguió.
—Voy a dormir aquí —dijo Tom.
—Tom.
—¿Sí?
—Tom, yo no sigo.
Tom se incorporó.
—¿Qué quieres decir?
—Tom, no pienso abandonar este río. Voy a caminar río abajo.
—Estás loco —dijo Tom.
—Buscaré un sedal y cogeré peces. Uno no se muere de hambre estando
cerca de un buen río.
Tom dijo:
—¿Y qué pasa con la familia? ¿Qué pasa con Madre?
—No lo puedo evitar. No puedo abandonar esta agua— Noah tenía los
ojos, muy separados el uno del otro, medio cerrados—. Tú sabes lo que pasa,
Tom. La familia me trata bien, pero en realidad no les importo.
—Estás loco.
—No, no estoy loco. Yo sé cómo soy. Sé que me tienen lástima. Pero…
bueno, yo no voy. Díselo tú a Madre, Tom.
—Atiende un momento —empezó Tom.
—No. No servirá de nada. He estado metido en esa agua y no pienso
alejarme de ella. Ahora me voy, Tom… río abajo. Cogeré peces y cosas, pero
no lo puedo abandonar. No puedo —se arrastró fuera de la cueva de los sauces
—. Díselo a Madre, Tom —echó a andar alejándose.
Tom le siguió hasta la orilla del río.
—Escucha, maldito idiota…
—No hay nada que hacer —dijo Noah—. Estoy triste, pero no puedo hacer
otra cosa. He de irme —se volvió bruscamente y echó a andar por la ribera
siguiendo la corriente. Tom empezó a seguirle, pero luego se detuvo. Vio a
Noah desaparecer entre la maleza y volver a aparecer después, siguiendo la
orilla del río, haciéndose cada vez más pequeño hasta desaparecer finalmente
entre los sauces. Y Tom se quitó la gorra y se rascó la cabeza. Regresó a la
cueva formada por sauces y se tumbó a dormir.
Bajo la lona estirada la abuela yacía en un colchón, y Madre estaba sentada
a su lado. El aire era sofocante y las moscas zumbaban en la sombra de la
lona. La abuela estaba desnuda, tapada con una cortina rosa. Movía la vieja
cabeza incesantemente a un lado y al otro, murmuraba y se ahogaba. Madre,
sentada en el suelo a su lado, espantaba las moscas con un trozo de cartón y al
mismo tiempo provocaba una corriente de aire cálido que se movía sobre el
viejo rostro en tensión. Rose of Sharon, sentada al otro lado, observaba a su
madre.
La abuela llamó imperiosamente:
—¡Will, Will! Ven aquí, Will —sus ojos se abrieron y miraron a su
alrededor amenazantes—. Le dije que viniera aquí —dijo—. Ya le pillaré y le
voy a arrancar el pelo —cerró los ojos, volvió a mover la cabeza a un lado y a
otro y murmuró algo incomprensible. Madre la abanicó con el cartón.
Rose of Sharon miró desamparada a la anciana. Dijo quedamente:
—Está terriblemente enferma.
Madre dirigió la mirada al rostro de la muchacha. Los ojos de Madre eran
pacientes, pero en su frente estaban las arrugas de la tensión. Madre abanicaba
sin cesar y mantenía a las moscas alejadas con el cartón.
—Cuando eres joven, Rosasharn, todo lo que pasa es una cosa en sí
misma. Es un hecho aislado. Lo sé, lo recuerdo, Rosasharn —su boca
pronunció con amor el nombre de su hija—. Vas a tener un hijo, Rosasharn, y
para ti es algo aislado y lejano, te dolerá y el dolor será un dolor aislado y esta
tienda está sola en el mundo, Rosasharn —golpeó un momento el aire para
impulsar un moscardón zumbante, y la gran mosca brillante dibujó dos
círculos alrededor de la tienda y salió zumbando a la luz cegadora del sol.
Madre continuó—: Hay un tiempo de cambio, y cuando llega, una muerte se
convierte en un trozo del morir, y un parto en un trozo de todos los
nacimientos, y dar a luz y morir son dos partes de la misma cosa. Entonces los
hechos dejan de estar aislados. Entonces un dolor ya no duele tanto, porque ya
no es un dolor aislado, Rosasharn. Ojalá pudiera explicártelo para que lo
supieras, pero no puedo —y su voz era tan suave, estaba tan llena de amor,
que los ojos de Rose of Sharon se inundaron de lágrimas que fluyeron y la
cegaron.
—Toma esto y abanica a la abuela —dijo Madre mientras le daba el cartón
a su hija—. Hacer esto es bueno. Ojalá pudiera explicártelo para que lo
entendieras.
La abuela, frunciendo el ceño sobre sus ojos cerrados, berreó:
—¡Will! Estás sucio. Nunca vas a llegar a estar limpio —sus pequeñas
zarpas arrugadas subieron y arañaron sus mejillas. Una hormiga roja corrió por
la tela de la cortina y escaló entre los pliegues de piel floja del cuello de la
anciana. Madre alargó la mano con rapidez, la cogió y la aplastó entre el
pulgar y el índice y se sacudió los dedos en el vestido.
Rose of Sharon meneó el abanico de cartón. Levantó la vista hacia Madre.
—¿Se va a…? —y las palabras se le secaron en la garganta.
—¡Sacúdete los pies, Will…, que eres un cerdo asqueroso! —gritó la
abuela.
Madre respondió:
—No lo sé. Quizá si podemos llevarla a un sitio donde no haga tanto
calor… pero no lo sé. No te preocupes, Rosasharn. Toma aire cuando lo
necesites y expúlsalo cuando sea necesario.
Una enorme mujer con un vestido negro destrozado se asomó a la tienda.
Tenía ojos legañosos y desenfocados y la piel le pendía desde las mejillas en
pequeños colgajos. Sus labios eran blandos, el superior le colgaba como una
cortina sobre los dientes, y el inferior se doblaba hacia fuera por su propio
peso, mostrando la encía inferior.
—Buenos días, señora —dijo—. Buenos días y demos gracias a Dios por
la victoria.
Madre se volvió.
—Buenos días —dijo.
La mujer se inclinó dentro de la tienda y bajó la cabeza encima de la
abuela.
—Hemos oído que tiene usted aquí un alma lista para reunirse con Jesús.
¡Alabado sea Dios!
El rostro de Madre se tensó y sus ojos se agudizaron.
—Está cansada, no es más que eso —explicó—. Está agotada por la
carretera y el calor. Está agotada simplemente. Se pondrá bien en cuanto
descanse un poco.
La mujer se inclinó sobre el rostro de la abuela, y casi pareció olfatearlo.
Luego se volvió hacia Madre y asintió rápidamente, y sus labios oscilaron y
sus mejillas temblaron.
—Un alma querida que se va a reunir con Jesús —dijo.
Madre gritó:
—¡No es verdad!
La mujer asintió, despacio esta vez y puso una mano hinchada en la frente
de la abuela. Madre alargó la mano para apartar la de la señora, y rápidamente
se contuvo.
—Sí que es verdad, hermana —dijo la mujer—. En nuestra tienda tenemos
seis en estado de gracia. Iré a por ellos y celebraremos un servicio… con
oraciones y la bendición.
Somos todos jehovitas. Seis, contándome a mí. Voy a buscarles.
Madre se puso rígida.
—No… no —dijo—. No, la abuela está cansada. No podría aguantar un
servicio.
La mujer dijo:
—¿No puede aguantar la gracia? ¿No puede aguantar el dulce aliento de
Jesús? ¿Qué estás diciendo, hermana?
—No, aquí no —dijo Madre—. Está demasiado cansada.
—¿No son creyentes, señora? —la mujer miró con reproche a Madre.
—Siempre hemos sido fieles —respondió Madre—, pero la abuela está
cansada y hemos estado de viaje toda la noche. No se molesten.
—No es molestia, y aunque lo fuera, nos gustaría hacerlo por un alma que
sube en busca del Cordero.
Madre se enderezó de rodillas.
—Les damos las gracias —dijo con frialdad—. En esta tienda no se va a
celebrar ningún servicio.
La mujer la miró durante largo rato.
—Bueno, no vamos a dejar que una hermana se vaya sin decir unas
oraciones. Celebraremos el servicio en nuestra tienda, señora. Y le
perdonaremos a usted por su corazón de piedra.
Madre se sentó de nuevo y volvió el rostro hacia la abuela, un rostro aún
duro y resuelto.
—Está cansada —dijo Madre—. Sólo está cansada —la abuela movió la
cabeza y murmuró en voz baja apenas audible.
La mujer salió muy estirada de la tienda. Madre siguió contemplando el
rostro de la anciana.
Rose of Sharon abanicó con el cartón y movió una corriente de aire
caliente. Exclamó:
—¡Madre!
—¿Sí?
—¿Por qué no les has dejado celebrar el servicio?
—No sé —contestó Madre—. Los jehovitas son buena gente. Aúllan y
saltan. No lo sé. Tuve una impresión extraña. Pensé que no podría soportarlo,
que me vendría abajo.
Llegó de no muy lejos el sonido del inicio de un servicio, el canto
monótono de la exhortación. Las palabras no se distinguían, pero el tono era
claro. La voz subía y bajaba y a cada subida alcanzaba un tono más agudo.
Ahora la respuesta llenaba la pausa y la exhortación se elevó triunfal y la
reverberación del poder inundó la voz. Se hinchó e hizo una pausa y un
bramido llegó en respuesta. Entonces, gradualmente, las frases de la
exhortación se acortaron y adquirieron presteza, como órdenes; y en las
respuestas apareció una nota de queja. El ritmo se aceleró. Las voces
masculinas y femeninas habían estado todas en el mismo tono, pero ahora, en
el medio de una respuesta, la voz de una mujer se elevó en un grito
quejumbroso, salvaje y fiero, como el grito de una bestia; y una voz más grave
de mujer se elevó al lado de la otra, como un ladrido, mientras una voz de
hombre trepaba una escala con un aullido de lobo. La exhortación llegó a su
fin y de la tienda salió solo el aullido salvaje acompañado de un golpeteo
sobre la tierra. Madre se estremeció. La respiración de Rose of Sharon era
corta y jadeante, y el coro de aullidos se prolongó tanto que pareció que los
pulmones fueran a estallar.
Madre dijo:
—Me pone nerviosa. Me ha pasado algo.
Ahora la voz aguda alcanzó el histerismo, los gritos atropellados de una
hiena, y el golpeteo en intensidad. Las voces se quebraban y cascaban y
entonces todo el coro se disolvió en su sonido suave rezongón y sollozante, y
la carne golpeada y el golpeteo en la tierra; los sollozos se transformaron en un
gimoteo como el de una camada de cachorros frente a un plato de comida.
Rose of Sharon lloraba quedamente de nerviosismo. La abuela se destapó
las piernas que parecían palos grises y nudosos. Y la abuela gimió con el
lamento lejano. Madre la volvió a tapar. Entonces la abuela suspiró
profundamente y su respiración se hizo regular y tranquila, y sus párpados
cerrados dejaron de agitarse. Cayó en un sueño hondo, roncando a través de la
boca medio abierta. El lamento se fue haciendo cada vez más suave hasta que
no fue posible percibirlo.
Rose of Sharon miró a Madre con ojos inexpresivos por las lágrimas.
—Le ha hecho bien —dijo Rose of Sharon—. A la abuela le ha hecho bien.
Está dormida.
Madre mantuvo la cabeza baja, avergonzada.
—Quizá me haya portado mal con esa gente. La abuela se ha dormido.
—¿Por qué no le preguntas a nuestro predicador si has pecado? —sugirió
la muchacha.
—Lo haré… pero es un hombre extraño. Tal vez haya sido él el que me
hizo decirles a esa gente que no podían venir. Ese predicador está llegando a la
conclusión de que lo que la gente hace, está bien hecho —Madre se contempló
las manos y luego dijo—: Rosasharn, tenemos que dormir. Si vamos a salir
esta noche, necesitamos dormir —se estiró en el suelo, al lado del colchón.
—¿No abanico a la abuela? —preguntó Rose of Sharon.
—Ahora está dormida. Échate y descansa.
—¿Dónde estará Connie? —protestó la joven—. Hace un buen rato que no
le veo.
—Sí —dijo Madre—. Duerme un poco.
—Madre, Connie va a estudiar por las noches para llegar a ser alguien.
—Sí, ya me lo has contado. Ahora descansa.
La muchacha se tumbó en el borde del colchón de la abuela.
—Connie tiene un plan nuevo. Está siempre pensando. Cuando sea un
experto en electricidad pondrá su propia tienda, y entonces, adivina lo que
vamos a tener.
—¿Qué?
—Hielo… todo el hielo que queramos. Tendremos una caja de hielo. Llena
de cosas. Con hielo no se echa a perder nada.
—Connie no para de pensar —Madre río entre dientes—. Ahora más vale
que descanses.
Rose of Sharon cerró los ojos. Madre se dio la vuelta hasta quedar tumbada
de espaldas y cruzó las manos debajo de la cabeza. Escuchó la respiración de
la abuela y la de su hija. Movió una mano para quitarse una mosca de la frente.
El campamento permanecía silencioso bajo el calor cegador, pero los sonidos
de la hierba caliente, de grillos, el zumbido de las moscas, estaban próximos al
silencio. Madre suspiró profundamente y después bostezó y cerró los ojos.
Oyó en su duermevela pasos que se aproximaban, pero fue una voz de hombre
la que la despertó con un sobresalto.
—¿Quién hay aquí?
Madre se sentó con presteza. Un hombre de rostro moreno se inclinó y
miró en el interior. Llevaba botas, pantalones caqui y una camisa del mismo
color con charreteras. Una funda de pistola colgaba del cinturón y en el lado
izquierdo de la camisa había prendida una estrella plateada. Una gorra militar
flexible descansaba sobre el cogote. Golpeó con la mano la lona y la tensa
lona vibró como un tambor.
—¿Quién está aquí? —repitió.
—¿Qué es lo que desea usted? —preguntó Madre.
—¿Y usted qué cree? Quiero saber quién está aquí.
—Pues nosotras tres. Yo y la abuela y mi hija.
—¿Dónde están los hombres?
—Bajaron a lavarse. Estuvimos de viaje toda la noche.
—¿De dónde vienen?
—De cerca de Sallisaw, en Oklahoma.
—Bueno, pues aquí no se pueden quedar.
—Pensamos salir esta noche y cruzar el desierto.
—Más vale. Si mañana a esta hora siguen aquí los meto en la cárcel. No
queremos que gente como ustedes se establezca por aquí.
El rostro de Madre se oscureció de cólera. Se puso lentamente en pie. Se
inclinó y sacó de la caja de cacharros la sartén de hierro.
—Oiga usted —dijo—, tiene una chapa de hojalata y un revólver. En mi
tierra, usted no levantaría la voz —fue avanzando hacia él con la sartén. Él
aflojó el revólver en su funda—. Adelante —dijo Madre—. Asustando
mujeres… Doy gracias de que los hombres no estén aquí. Lo dejarían hecho
pedazos. En mi tierra uno tiene cuidado con lo que dice.
El hombre dio dos pasos hacia atrás.
—Pues ahora no está usted en su tierra. Está en California y no queremos
que se establezcan aquí, malditos okies.
Madre interrumpió su avance y mostró una expresión perpleja.
—¿Okies? —dijo quedamente—. Okies.
—¡Sí, okies! Si cuando venga mañana están aquí, los meteré presos —el
hombre dio media vuelta, se dirigió a la siguiente tienda y golpeó en la lona
con la mano.
—¿Quién hay aquí? —preguntó.
Madre entró en la tienda con calma. Dejó la sartén en la caja de los
cacharros. Se sentó lentamente. Rose of Sharon la observó a hurtadillas. Y
cuando vio el rostro en lucha de su madre, cerró los ojos y simuló estar
dormida.
El sol fue descendiendo a lo largo de la tarde, pero el calor no pareció
disminuir. Tom despertó bajo su sauce; tenía la boca seca y el cuerpo húmedo
de sudor. Su cabeza parecía no haber descansado lo suficiente. Se puso en pie
titubeante y se encaminó al agua. Se desprendió de sus ropas y entró vadeando
la corriente. En cuanto estuvo rodeado de agua, su sed desapareció. Se acostó
donde el agua era poco profunda y dejó su cuerpo flotar. Clavó los codos en la
arena para que no lo arrastrara la corriente y contempló los dedos de sus pies,
meneándose suavemente sobre la superficie.
Un niño pálido y flaco se arrastró como un animal por entre las cañas y se
quitó la ropa. Se metió en el agua serpenteando como una rata almizclera y se
impulsó igual que una rata almizclera, solo que con los ojos y la nariz fuera
del agua. De pronto vio la cabeza de Tom y a este que le observaba.
Interrumpió su juego y se sentó.
Tom dijo:
—Hola.
—Hola.
—Jugabas a ser una rata almizclera, ¿no?
—Sí, a eso —se fue acercando poco a poco a la orilla; se movía como por
casualidad, y entonces, salió de un salto, recogió su ropa con un movimiento
del brazo y desapareció entre los sauces.
Tom se echó a reír silenciosamente. Y entonces oyó una voz estridente que
gritaba su nombre.
—¡Tom, eh, Tom!
Se sentó dentro del agua y dio un silbido por entre los dientes, un silbido
penetrante con un rizo al final. Los sauces temblaron y apareció Ruthie,
mirándole.
—Madre te llama —dijo—. Quiere que vayas enseguida.
—De acuerdo —se puso en pie y se dirigió hacia la orilla; y Ruthie
contempló con interés y asombro su cuerpo desnudo.
Tom, viendo la dirección en que miraban sus ojos, dijo:
—Vete corriendo. ¡Pero ya! —y Ruthie salió corriendo. Mientras se alejaba
la oyó llamar a Winfield con excitación. Se puso las ardientes ropas sobre el
cuerpo fresco y húmedo y subió con calma entre los sauces hacia la tienda.
Madre había encendido una fogata con ramitas secas de sauce y tenía una
olla de agua puesta a calentar. Pareció aliviada al verle.
—¿Qué sucede, Madre? —preguntó él.
—Tenía miedo —contestó ella—. Vino un policía a decir que no podíamos
quedarnos. Temía que hubiera hablado contigo, que le pegaras si se dirigía a ti.
Tom dijo:
—¿Para qué iba yo a pegarle a un policía?
—Bueno —sonrió Madre—, tenía muy malos modos; yo misma estuve a
punto de pegarle…
Tom la agarró del brazo y la sacudió con fuerza, como a un pelele,
mientras se reía. Se sentó en el suelo, riendo todavía.
—Por Dios, Madre. Yo te conocía como una persona apacible. ¿Qué es lo
que te ha pasado?
La expresión de ella se tornó seria.
—No lo sé, Tom.
—Primero nos mantienes a raya, con una barra de hierro y ahora intentas
atizarle a un poli —él se río por lo bajo y alargó una mano y palmeó con
ternura los pies descalzos de su madre—. Menudo genio sacas —dijo.
—Tom.
—¿Sí?
Ella vaciló largamente.
—Tom, ese policía que vino… nos llamó… okies. Dijo: «No queremos que
os quedéis aquí, malditos okies.»
Tom la observó con atención, con la mano descansando aún suavemente
sobre el pie desnudo de ella.
—Uno nos habló de eso —dijo—, de cómo lo dicen. Madre, ¿dirías que
soy un mal hombre? ¿Que debería estar encerrado?
—No —respondió ella—. Has sido juzgado… No. ¿Por qué me lo
preguntas?
—Vaya, no sé, le habría atizado con gusto a ese poli.
Madre sonrió divertida.
—Quizá yo debería hacerte la misma pregunta, porque estuve a punto de
pegarle con la sartén de hierro.
—Madre, ¿por qué dijo que no podíamos parar aquí?
—Sólo dijo que no quería que los okies se establecieran. Que nos iba a
encerrar a todos si mañana seguíamos aquí.
—Pero no estamos acostumbrados a que ningún poli nos avasalle.
—Eso le dije —replicó Madre—. Me contestó que ahora no estamos en
nuestra tierra. Estamos en California y ellos pueden hacer lo que quieran.
Tom dijo, incómodo:
—Madre, tengo que decirte una cosa. Noah… se ha ido río abajo. No
quiere seguir.
Madre necesitó un momento para entenderlo.
—¿Por qué? —preguntó suavemente.
—No sé. Dijo que tenía que quedarse, que te lo dijera.
—¿Qué comerá? —preguntó ella.
—No lo sé. Dice que lo que pesque.
Madre estuvo callada un buen rato.
—La familia se está deshaciendo —dijo—. No sé, parece que ya no puedo
pensar. Simplemente no puedo. Hay demasiadas cosas.
—No le pasará nada, Madre —dijo Tom sin convicción—. Es una persona
curiosa.
Madre volvió sus ojos anonadados hacia el río.
—Parece que simplemente ya no puedo pensar.
Tom siguió la hilera de tiendas con la mirada y vio a Ruthie y Winfield de
pie a la puerta de una tienda manteniendo una seria conversación con alguien
que estaba dentro. Ruthie se retorcía la falda en las manos, mientras que
Winfield hacía un agujero en el suelo con el pie. Tom les llamó—: ¡Eh,
Ruthie! —ella levantó los ojos, le vio y corrió hacia él con Winfield en sus
talones. Cuando llegó a su lado, Tom dijo:
—Tú ve a por tu padre y los otros. Están abajo, durmiendo en los sauces.
Diles que vengan. Y tú, Winfield, di a los Wilson que vamos a marcharnos
cuanto antes —los niños dieron media vuelta y salieron a la carrera.
—Madre, ¿cómo está ahora la abuela? —preguntó Tom.
—Hoy ha dormido. Quizá esté mejor. Aún está durmiendo.
—Eso es bueno. ¿Cuánta carne nos queda?
—No mucha. Un cuarto de cerdo.
—Bueno, habrá que llenar de agua ese otro barril. Tenemos que llevar agua
—podían oír los agudos gritos de Ruthie llamando a los hombres, en los
sauces.
Madre empujó palos de sauce dentro de la hoguera e hizo crepitar el fuego
alrededor de la olla negra. Dijo:
—Ruego a Dios que alguna vez podamos descansar, que vayamos a parar a
un lugar hermoso.
El sol descendió hacia las colinas abrasadas y melladas al oeste. La olla
que había al fuego borboteó con furia. Madre entró en la tienda y salió con el
delantal lleno de patatas, que dejó caer dentro del agua hirviendo.
—Ruego a Dios que podamos lavar algo de ropa. Nunca hemos ido tan
sucios. Ni siquiera lavamos las patatas antes de cocerlas. ¿Por qué será?
Parece que nos han quitado el ánimo.
Los hombres venían de los sauces en tropel, con los ojos llenos de sueño y
los semblantes rojos e hinchados de dormir durante el día.
—¿Qué ocurre? —preguntó Padre.
—Nos vamos —respondió Tom—. Un poli ha dicho que hemos de irnos.
Cuanto antes lo hagamos, antes llegaremos. Si salimos con tiempo, quizá
podamos hacer lo que nos queda de un tirón. Nos faltan cerca de trescientas
millas hasta nuestro destino.
Padre dijo:
—Pensé que íbamos a tomarnos un descanso.
—Pues no. Tenemos que irnos. Padre —dijo Tom, Noah no viene. Se fue
andando río abajo.
—¿Que no viene? ¿Qué diablos pasa con él? —y entonces se rectificó—.
Es culpa mía —dijo tristemente—. Todo lo que le pasa a ese chico es culpa
mía.
—No.
—No quiero hablar más de ello —dijo Padre—. No puedo… yo tengo la
culpa.
—Bueno, tenemos que irnos —insistió Tom.
Wilson, que se acercaba, llegó a tiempo de oír las últimas palabras.
—Nosotros no podemos ir —dijo—. Sairy está exhausta. Necesita
descansar. No va a sobrevivir al cruce del desierto.
Ante sus palabras quedaron silenciosos; luego Tom dijo:
—El policía dijo que si mañana estábamos aquí, nos encerraría.
Wilson meneó la cabeza. Sus ojos estaban vidriosos de preocupación y a
través de su piel oscura se podía ver la palidez.
—Pues entonces tendrá que hacerlo. Sairy no puede seguir. Si nos
encierran, pues a la cárcel. Ella necesita descansar y reponer fuerzas.
Padre dijo:
—Quizá sea mejor que esperemos y vayamos todos juntos.
—No —dijo Wilson—. Ustedes se han portado bien con nosotros; son muy
amables, pero no pueden quedarse aquí. Deben seguir y encontrar empleos y
trabajar. No permitiremos que se queden.
—Pero ustedes no tienen nada —se acaloró Padre.
—Tampoco lo teníamos cuando nos unimos a ustedes —Wilson sonrió—.
Eso no es asunto suyo. No me hagan enfadar. Si no se van me voy a enfadar, y
mucho.
Madre le hizo un gesto a Padre para que se acercara, a cubierto bajo la
lona, y le habló en voz baja.
Wilson se volvió hacia Casy.
—Sairy querría que fuera usted a verla.
—Por supuesto —dijo el predicador. Caminó hasta la tienda de los Wilson,
diminuta y gris, apartó la lona a los lados y entró. Dentro hacía calor y estaba
oscuro. El colchón estaba en el suelo y había diversos utensilios esparcidos, tal
y como habían quedado tras descargarlos por la mañana. Sairy yacía en el
colchón, con los ojos bien abiertos y brillantes. Él la miró, con la gran cabeza
inclinada y los marcados músculos del cuello tensos a los lados. Y se quitó el
sombrero, que sostuvo en la mano.
Ella dijo:
—¿Les ha dicho mi marido que no podemos seguir?
—Eso es lo que dijo.
Prosiguió con voz hermosa y tenue:
—Yo querría que siguiéramos. Sabía que no habría llegado viva al otro
lado, pero al menos él habría cruzado. Pero no quiere. No se da cuenta. Cree
que me voy a poner bien. No se da cuenta.
—Dice que no se va.
—Ya lo sé —dijo ella—. Y es obstinado. Le pedí que viniera para que
rezara una oración.
—No soy predicador —dijo él suavemente—. Mis oraciones no sirven para
nada.
Ella se humedeció los labios.
—Yo estaba presente cuando murió el anciano. Entonces dijo usted una
plegaria.
—No fue una plegaria.
—Sí que lo fue —replicó ella.
—No fue una oración de predicador.
—Pero fue una buena oración. Me gustaría que dijese una por mí.
—No sé qué decir.
Ella cerró los ojos un minuto y luego los volvió a abrir.
—Entonces diga una para sí mismo. No diga las palabras. Con eso bastaría.
—Yo no tengo Dios —dijo él.
—Usted tiene un Dios. Da lo mismo que no sepa usted qué aspecto tiene
—el predicador agachó la cabeza. Ella le contempló con aprensión. Cuando
alzó la cabeza de nuevo ella respiró aliviada—. Muy bien —dijo—. Es lo que
necesitaba. Alguien que se sintiera tan cerca de mí como… para rezar.
Él agitó la cabeza como para despertar.
—No lo entiendo —dijo.
—Sí, sí que lo sabe, ¿no es verdad? —replicó ella.
—Lo sé, lo sé, pero no lo entiendo. Quizá puedan seguir después de unos
días de descanso.
Ella negó lentamente con la cabeza.
—No soy más que un dolor cubierto de piel. Yo sé lo que es, pero no se lo
voy a decir a él. Se apenaría demasiado. De todas formas, no sabría qué hacer.
Tal vez por la noche, mientras duerma… cuando despierte, no será tan duro
para él.
—¿Quiere que me quede con ustedes y no siga?
—No —dijo ella—. No. Cuando era pequeña solía cantar. Los vecinos
solían decir que cantaba tan bien como Jenny Lind. Venían a oírme cuando
cantaba. Y, cuando venían, y yo cantaba, nos sentíamos más juntos de lo que
usted pueda imaginar. Yo estaba agradecida. No hay mucha gente que se
pueda sentir tan llena, tan cercana, como aquellos allí de pie y yo cantando.
Alguna vez pensé en cantar en teatros, pero nunca lo hice. Y me alegro. No
habría habido ningún lazo entre ellos y yo. Y… por eso le pedí que rezara.
Quería sentirme cerca de alguien, una vez más. Cantar y rezar es lo mismo,
exactamente lo mismo. Me gustaría que me hubiera oído usted cantar.
Él la miró a los ojos.
—Adiós —dijo.
Ella movió la cabeza despacio a un lado y a otro y cerró con fuerza los
labios. Y el predicador salió de la penumbra de la tienda y a la luz
deslumbrante.
Los hombres estaban cargando el camión, el tío John arriba y los demás
pasándole los bultos. Él colocaba todo con cuidado, manteniendo la superficie
nivelada. Madre pasó el cuarto de carne salada de un barril a una fuente, y
Tom y Al llevaron ambos barrilitos al río y los lavaron. Los ataron a los
estribos y acarrearon cubos de agua para llenarlos. Luego los taparon con
lonas para que el agua no se derramara. Sólo quedaban por cargar la lona de la
tienda y el colchón de la abuela.
Tom dijo:
—Con la carga que llevamos, este cacharro va a hervir como loco.
Tenemos que llevar agua en abundancia.
Madre pasó las patatas cocidas y sacó el medio saco de la tienda y lo puso
con la bandeja de carne. La familia comió de pie, moviendo los pies y
bailando las patatas calientes entre las manos hasta enfriarlas.
Madre se llegó a la tienda de los Wilson, estuvo dentro diez minutos y
después salió silenciosamente.
—Es hora de marchar —dijo.
Los hombres entraron en la tienda. La abuela seguía durmiendo con la
boca abierta. Levantaron con cuidado el colchón entero y lo subieron al
camión. La abuela recogió sus delgadas piernas y frunció el ceño dormida,
pero no despertó.
El tío John y Padre ataron la lona sobre la viga, haciendo una pequeña
tienda encima de la carga. La amarraron a los listones laterales. Entonces
estuvieron listos. Padre sacó su monedero y extrajo dos arrugados billetes. Se
acercó a Wilson y se los ofreció.
—Nos gustaría que aceptara esto y aquello otro —dijo, señalando la carne
y las patatas. Wilson bajó la cabeza y negó con decisión.
—No lo voy a coger —dijo—. A ustedes no les queda mucho.
—Suficiente para llegar —replicó Padre—. No lo hemos dejado todo.
Encontraremos trabajo de inmediato.
—No voy a aceptarlo —dijo Wilson—. Me enfadaré si lo intentan.
Madre cogió los dos billetes de la mano de su marido. Los dobló
pulcramente, los dejó en el suelo y puso encima la bandeja de carne.
—Ahí se van a quedar —dijo—. Si no lo coge usted, algún otro lo hará —
Wilson, todavía con la cabeza gacha, dio media vuelta y se fue a su tienda;
entró y la lona cayó detrás de él.
La familia esperó unos minutos, y luego:
—Tenemos que irnos —decidió Tom—. Seguro que ya son cerca de las
cuatro.
Fueron trepando al camión, Madre arriba, junto a la abuela, Tom, Al y
Padre en el asiento y Winfield en las rodillas de Padre. Connie y Rose of
Sharon se hicieron un nido contra la cabina. El predicador y el tío John y
Ruthie se acomodaron entre el laberinto de la carga.
Padre llamó:
—¡Adiós, señores Wilson! —no hubo respuesta de la tienda. Tom encendió
el motor y el camión comenzó a alejarse pesadamente. Mientras reptaban por
la dura carretera hacia Needles y la carretera principal, Madre miró atrás.
Wilson estaba delante de la tienda, mirándoles con fijeza y con el sombrero en
la mano. El sol caía sobre su rostro. Madre le saludó con la mano, pero él no
respondió.
Tom llevó el camión en segunda por la carretera tan mala, para proteger las
ballestas. Al llegar a Needles paró en una estación de servicio, comprobó el
aire de las gastadas ruedas y los neumáticos de repuesto atados en la trasera.
Hizo que le llenaran el depósito de gasolina y compró dos latas de cinco
galones de gasolina y una de dos galones de aceite. Llenó el radiador, pidió un
mapa y lo estudió.
El chico de la estación de servicio, de uniforme blanco, pareció inquieto
hasta que pagaron lo que debían. Dijo:
—Ustedes sí que tienen valor.
Tom levantó la vista del mapa.
—¿Qué quieres decir?
—Vaya, atreverse a cruzar en semejante cafetera.
—¿Tú has atravesado el desierto alguna vez?
—Claro, muchas veces, pero nunca en una ruina como esta.
Tom dijo:
—Si tenemos avería, quizá alguien nos eche una mano.
—Bueno, a lo mejor. Pero la gente tiene miedo de parar por la noche. A mí
no me gustaría nada. Hace falta más valor del que yo tengo.
Tom hizo una mueca.
—No se necesita valor para hacer una cosa cuando es lo único que puedes
hacer. Bueno, gracias. Seguimos adelante —subió al camión y se alejó.
El chico de blanco entró en el edificio de hierro donde su ayudante se
afanaba sobre un fajo de billetes.
—¡Dios! Esa pandilla tenía pinta de ser bien dura.
—¿Esos okies? Todos tienen ese aspecto.
—No me gustaría nada tener que viajar en un cacharro como ese.
—Bueno, tú y yo somos sensatos. Esos condenados okies no tienen
sensatez ni sentimiento. No son humanos. Un ser humano no podría vivir
como viven ellos. Un ser humano no resistiría tanta suciedad y miseria. No
son mucho mejores que gorilas.
—Pues yo sigo alegrándome de no tener que atravesar el desierto en un
Hudson super seis. Hace el mismo ruido que una trilladora.
El otro muchacho miró su fajo de billetes. Y un goterón de sudor rodó por
su dedo y cayó en los billetes rosados.
—Mira, no tienen gran problema. Son tan estúpidos que no saben que es
peligroso. Y, Dios Todopoderoso, no han conocido nada mejor de lo que
tienen. ¿Para qué te vas a preocupar?
—No me preocupa. Sólo pensé que si estuviera en su lugar, no me gustaría
nada.
—Eso es porque tú has conocido algo mejor. Ellos no —y secó con la
manga el sudor que había caído en el billete rosa.
El camión cogió la carretera y subió la larga colina, a través de roca
quebrada y podrida. El motor hirvió al poco rato y Tom disminuyó la
velocidad y condujo con calma. Cuesta arriba, serpenteando y retorciéndose en
medio de una tierra muerta, quemada, blanca y gris, en la que no había ni el
más ligero rastro de vida. En una ocasión Tom se detuvo durante unos minutos
para que el motor se enfriara, y luego continuó. Coronaron el paso mientras el
sol aún estaba alto y contemplaron el desierto al pie… montañas de ceniza
negra en la lejanía y el amarillo sol reflejándose en el desierto gris. Los
arbustos pequeños y raquíticos, salvia y tomillo, proyectaban sombras osadas
sobre la arena y pedazos de roca. El deslumbrante sol estaba enfrente. Tom
hizo una visera con la mano para poder ver. Pasaron la cima y bajaron en
punto muerto para que el motor se enfriara. Se deslizaron por la larga cuesta
hasta llegar al suelo del desierto y el ventilador giró para enfriar el agua del
radiador. En el asiento del conductor, Tom, Al, Padre, y Winfield en sus
rodillas, contemplaron el luminoso sol poniente, con ojos pétreos, y los
semblantes morenos estaban húmedos de transpiración. La tierra abrasada y
las colinas negras y cenicientas interrumpían la distancia uniforme, haciéndola
parecer terrible a la luz rojiza del sol que se ocultaba.
Al exclamó:
—¡Dios, menudo sitio! ¿Y si tuvieras que cruzarlo a pie?
—Hay gente que lo ha hecho —replicó Tom—. Mucha gente lo ha hecho;
y si ellos pudieron, nosotros también.
—Han debido morir muchos —dijo Al.
—Bueno, nosotros no hemos salido precisamente indemnes.
Al permaneció en silencio un rato y el desierto iba enrojeciendo mientras
avanzaban.
—¿Crees que volveremos a ver a los Wilson? —preguntó Al.
Tom bajó los ojos y miró el indicador del aceite.
—Tengo la corazonada de que dentro de nada a la señora Wilson no la va a
volver a ver nadie. Es solo una corazonada que tengo.
Winfield dijo:
—Padre, quiero salir.
Tom dirigió la vista hacia él.
—Es un buen momento para que salgan todos antes de que nos
acomodemos para viajar toda la noche —fue frenando hasta detener el camión.
Winfield salió a toda prisa y orinó al borde de la carretera. Tom se asomó—.
¿Alguien más?
—Aquí arriba aguantamos bien —gritó el tío John.
Padre dijo:
—Winfield, súbete a la carga. Se me duermen las piernas si te llevo
encima.
El chiquillo se abrochó el mono y trepó obedientemente por la parte
trasera, pasó a cuatro patas por el colchón de la abuela y avanzó hacia Ruthie.
El camión siguió adelante en el atardecer, y el filo del sol hirió el árido
horizonte y tiñó de rojo el desierto.
—No te han dejado ir delante, ¿eh? —dijo Ruthie.
—No he querido. No se está tan bien como aquí. No podía tumbarme.
—Bueno, pues no me molestes, chillando y hablando —dijo Ruthie—,
porque yo pienso dormirme, y cuando despierte, habremos llegado. ¡Porque lo
ha dicho Tom! Va a resultar extraño ver una tierra bonita.
El sol desapareció y dejó un gran halo en el cielo. Bajo la lona la oscuridad
creció, una larga cueva con luz en ambos extremos… un triángulo plano de
luz. Connie y Rose of Sharon iban apoyados contra la cabina y el aire caliente
que rodaba por la tienda les golpeaba en la nuca, y la lona encerada se agitaba
y tamborileaba encima de ellos. Hablaban juntos en tonos bajos, afinados con
la lona tamborileante de manera que nadie pudiera oírles. Cuando Connie
hablaba, torcía la cabeza para hablarle al oído, y ella hacía lo mismo. Rose of
Sharon dijo:
—Parece que no vamos a hacer en la vida otra cosa que movernos. Estoy
tan cansada…
Él volvió la cabeza hacia su oído.
—Tal vez por la mañana. ¿Te gustaría que estuviéramos solos ahora? —en
la penumbra, su mano se separó y le acarició la cadera.
Ella dijo:
—No hagas eso. Me volverás loca. No lo hagas —y volvió la cabeza para
oír su respuesta.
—Tal vez… cuando todos estén dormidos.
—Quizá —dijo ella—. Pero espera a que se duerman. Me vas a poner loca
y a lo mejor ni siquiera se duermen.
—Apenas puedo contenerme —dijo Connie.
—Ya lo sé. Tampoco yo. Hablemos de cuando lleguemos; y apártate antes
de que me vuelva loca.
Él se apartó un poco.
—Bien. Empezaré a estudiar por las noches inmediatamente —dijo. Ella
suspiró profundamente—. Voy a comprar uno de los libros donde lo anuncian
y a mandar el cupón de inmediato.
—¿Cuánto tiempo crees que será necesario? —preguntó ella.
—¿Necesario para qué?
—Para que empieces a ganar mucho dinero y podamos tener hielo.
—No te sabría decir —dijo él, dándose importancia—. Realmente no
sabría decirte. Seguro que antes de Navidad ya he estudiado un montón.
—En cuanto hayas estudiado todo, supongo que podremos comprar hielo y
otras cosas.
Él río entre dientes.
—Es este calor —dijo—. ¿Para qué quieres hielo en Navidad?
Ella soltó unas risitas.
—Es verdad. Pero yo quiero tener hielo en cualquier época. Estate quieto.
¡Me volverás loca!
El crepúsculo se transformó en oscuridad y las estrellas del desierto
aparecieron en el cielo suave, estrellas penetrantes y luminosas, con pocos
puntos y rayos, en un cielo aterciopelado. Y el calor cambió. Mientras el sol
estuvo fuera, fue un calor que golpeaba y azotaba, pero ahora el calor surgía
de debajo, de la tierra misma, y era denso y asfixiante. Los faros del camión se
encendieron, e iluminaron una pequeña mancha en la carretera y una franja de
desierto a cada lado. Algunas veces unos ojos relucían en las luces, delante y a
lo lejos, pero ningún animal se dejó ver a las luces. Bajo la lona la oscuridad
era ya intensa, el tío John y el predicador estaban encogidos en el centro del
camión, con los codos apoyados y mirando por el triángulo trasero. Podían ver
los dos bultos que eran Madre y la abuela recortados contra el exterior. Podían
ver a Madre moviéndose de vez en cuando y el movimiento de su brazo era
visible perfilado ante el exterior.
El tío John hablaba con el predicador.
—Casy —dijo—, usted debería saber qué hacer.
—¿Qué hacer con respecto a qué?
—No lo sé —respondió el tío John.
—Bueno, eso me facilita mucho las cosas —dijo Casy.
—Pero usted ha sido predicador.
—Mire, John, todo el mundo se ríe de mí porque he sido predicador. Un
predicador no es más que un hombre.
—Sí, pero… es… de una clase de hombres, o si no, no sería un predicador.
Quiero preguntarle… bueno, ¿usted cree que alguien puede traer mala suerte?
—No lo sé —contestó Casy—. No lo sé.
—Es que mire… yo estuve casado con una buena chica. Una noche le dio
un dolor en el estómago. Y dijo: «Es mejor que me traigas un médico.» Y yo
le contesté: «Qué dices, es que has comido demasiado» —el tío John puso una
mano en la rodilla de Casy y le miró en la oscuridad—. Me miró de una
manera… Estuvo gimiendo toda la noche y murió a la tarde siguiente —el
predicador musitó algo—. Entiende —continuó John—, yo la maté. Desde
entonces intento compensarlo, con los niños más que nada. Y he intentado
portarme bien, pero no puedo. Me emborracho y me descontrolo.
—Todo el mundo se descontrola —dijo Casy—. Yo también lo hago.
—Sí, pero usted no lleva un pecado en su alma como yo.
Casy replicó afablemente:
—Claro que llevo pecados. Todo el mundo los lleva. Un pecado es algo de
lo que no estás seguro. Esas personas que están seguras de todo y no tienen
ningún pecado… vaya, con esos hijos de puta, si yo fuera Dios los echaba del
cielo de una patada en el culo. No los aguantaría.
El tío John dijo:
—Tengo el presentimiento de que estoy trayendo mala suerte a mi propia
familia. Tengo el presentimiento que debería largarme y dejarlos tranquilos.
No estoy cómodo en esta situación.
Casy dijo rápidamente:
—Yo sé que un hombre debe hacer lo que tenga que hacer. Yo no le puedo
responder, no puedo. No creo que haya buena suerte o mala suerte. De lo
único que estoy seguro en este mundo es de que nadie tiene derecho a
inmiscuirse en la vida de otro. Cada uno tiene que decidir por sí mismo. Se le
puede ayudar, quizá, pero no decirle lo que debe hacer.
—Entonces, ¿no lo sabe? —preguntó el tío John decepcionado.
—No lo sé.
—¿Cree que fue un pecado dejar morir de aquella forma a mi mujer?
—Bueno —consideró Casy—, para los demás fue un error, pero si usted
piensa que fue un pecado… entonces es un pecado. Cada uno levanta sus
propios pecados desde la misma tierra.
—He de pensar despacio en eso —replicó el tío John, y rodó para ponerse
de espaldas con las rodillas encogidas.
El camión siguió avanzando sobre la tierra caliente y las horas pasaron.
Ruthie y Winfield se durmieron. Connie desató una manta de la carpa y él y
Rose of Sharon se taparon con ella, y lucharon juntos en el calor conteniendo
el aliento. Después de un rato Connie apartó la manta y sintieron el cálido
viento que corría por el túnel formado por la lona, como un aire fresco sobre
sus cuerpos húmedos.
Al fondo del camión, Madre yacía en el colchón al lado de la abuela, y no
podía ver con los ojos, pero sentía la pugna del cuerpo y del corazón; y la
respiración sollozante pegada a su oído. Y Madre repetía una y otra vez:
Tranquila. Te pondrás bien. Y decía con voz ronca: Sabes que es necesario…
la familia tiene que cruzar el desierto. Lo sabes.
El tío John preguntó:
—¿Estás bien?
Ella tardó un poco en contestar.
—Sí. He debido quedarme dormida —un poco después la abuela se quedó
inmóvil y Madre permaneció tumbada, rígida, junto a ella.
Las horas nocturnas fueron pasando, con la oscuridad pegada al camión. A
veces algún coche que iba hacia el oeste les adelantaba; y otras veces se
cruzaban con camiones que venían del oeste y se alejaban rugiendo en
dirección contraria. Las estrellas fluían como una lenta cascada sobre el
horizonte, por el oeste. Era cerca de medianoche cuando se aproximaron a
Dagget, donde estaba la estación de inspección. La carretera estaba anegada de
luz y un letrero iluminado decía: deténgase a la derecha. Los oficiales
ganduleaban en la oficina, pero salieron y esperaron bajo el largo cobertizo
cubierto cuando Tom paró allí. Un oficial anotó la matrícula y levantó el capó.
—¿Qué es eso? —preguntó Tom.
—Inspección agrícola. Tenemos que registrar el equipaje. ¿Llevan
verduras o semillas?
—No —respondió Tom.
—Bueno, hay que registrar el equipaje. Tienen que descargar.
Entonces Madre bajó pesadamente del camión. Tenía el rostro hinchado y
una expresión de dureza en los ojos.
—Oiga, tenemos una anciana enferma. Hay que llevarla al médico. No
podemos esperar —pareció luchar contra la histeria—. No pueden hacernos
esperar.
—Ah ¿sí? Pues hay que hacer el registro.
—Le juro que no llevamos nada —gritó Madre—. Se lo juro. Y la abuela
está muy enferma.
—Usted tampoco tiene muy buen aspecto —dijo el oficial.
Madre se encaramó por la trasera del camión, alzándose con una fuerza
tremenda.
—Mire —dijo.
El oficial enfocó la luz de la linterna en el viejo rostro consumido.
—Sí que está enferma —dijo—. ¿Jura que no llevan semillas, fruta,
verduras, maíz ni naranjas?
—No, no ¡Se lo juro!
—Entonces continúen. Pueden encontrar un médico en Barstow. Está solo
a ocho millas. Sigan adelante.
Tom montó y siguió conduciendo.
El oficial se volvió a su compañero.
—No podía retenerlos.
—Quizá se hayan tirado un farol —dijo el otro.
—De eso nada. Deberías haber visto la cara de esa anciana. Aquello no era
ningún farol.
Tom aceleró hasta Barstow y una vez en el pueblo, se detuvo, bajó y fue
hacia la parte trasera del camión. Madre se asomó.
—No pasa nada —dijo ella—. No quería parar allí por si no podíamos
cruzar.
—Ya. Pero, ¿cómo está la abuela?
—Está bien… bien. Sigue adelante. Tenemos que acabar de cruzar —Tom
meneó la cabeza y regresó a la cabina.
—Al —dijo—, voy a llenarlo y después conduces tú un rato —llevó el
camión hasta una gasolinera abierta toda la noche y llenó el depósito y el
radiador y también el hueco de la manivela. Entonces Al se sentó al volante y
Tom en la ventana, con Padre en el centro. Se alejaron en la oscuridad y
dejaron atrás las pequeñas colinas cercanas a Barstow.
Tom comentó:
—No sé qué le pasa a Madre. Está tan desasosegada como un perro con
una pulga en la oreja. Tampoco habrían tardado tanto en echarle un vistazo al
equipaje. Primero dice que la abuela está enferma y ahora que está bien. No la
entiendo. No está bien. ¿Se le habrá ablandado el cerebro en el viaje?
Padre dijo:
—Madre está casi igual que cuando era joven. Era una chica de lo más
indómito. No le tenía miedo a nada. Pensé que los hijos y el trabajo la
domarían, pero parece que no ha sido así. ¡Dios! Te aseguro que cuando
agarró aquella barra de hierro, no me habría gustado ser el que se la tuviera
que quitar.
—No sé qué mosca le ha picado —insistió Tom—. Quizá solo esté
extenuada.
Al intervino:
—No me voy a poner a llorar y a gimotear para llegar al otro lado. Llevo
este maldito coche sobre la conciencia.
—Bueno, hiciste bien eligiéndolo —dijo Tom—. Apenas nos ha dado
ningún problema.
Avanzaron toda la noche en medio de la cálida oscuridad, y las liebres se
escabullían entre las luces y se alejaban a toda prisa con brincos largos. La
aurora surgió por detrás de ellos cuando tenían delante las luces de Mojave. Y
la aurora mostró las altas montañas al oeste. En Mojave pusieron agua y
aceite, y luego penetraron con esfuerzo en las montañas y el alba lo inundaba
todo a su alrededor.
Tom exclamó:
—¡Dios, hemos cruzado el desierto! ¡Padre, Al, por el amor de Dios! El
desierto ha quedado atrás.
—Me da igual. Estoy demasiado cansado —dijo Al.
—¿Quieres que conduzca yo?
—No, espera un rato más.
Pasaron por Techachapi a la luz viva de la mañana y el sol subió a sus
espaldas, y luego… de pronto, vieron el gran valle a sus pies. Al pisó el freno
y se detuvo en mitad de la carretera y —¡Cielo santo! ¡Mirad! —exclamó—.
Los viñedos, las huertas, el extenso valle llano, verde y hermoso, los árboles
dispuestos en hileras y las casas de las granjas.
—¡Dios Todopoderoso! —dijo Padre. Las ciudades distantes, los pueblos
en la tierra de las huertas y el sol matutino, dorado sobre el valle. Tras ellos
pitó un coche. Al llevó el camión hasta un lado de la carretera y aparcó—.
Quiero contemplarlo —los campos de trigo, dorados en la mañana, y las filas
de sauces, las hileras de eucaliptos.
Padre suspiró:
—Nunca imaginé que hubiera nada parecido —los melocotoneros y las
nogueras y los parches verde oscuro de la naranja. Y entre los árboles, tejados
rojos, y graneros… graneros ricos. Al se apeó y estiró las piernas. Llamó:
—Madre, ven a ver. Hemos llegado.
Ruthie y Winfield salieron deprisa del coche y luego se quedaron parados,
en silencio y anonadados, avergonzados ante el gran valle. La distancia se
adelgazaba en la calina y la tierra adquiría suavidad con la distancia. Un
molino relució bajo el sol y sus aspas giratorias eran como un pequeño
heliógrafo, a lo lejos. Ruthie y Winfield lo miraron y aquella musitó:
—Es California.
Winfield movía los labios silenciosamente formando las sílabas.
—Hay fruta —dijo en voz alta.
Casy y el tío John, Connie y Rose of Sharon fueron bajando y quedándose
callados. Rose of Sharon había empezado a cepillarse el pelo cuando su vista
cayó sobre el valle, y su mano descendió lentamente hasta quedar colgando
junto a su costado.
Tom dijo:
—¿Dónde está Madre? Quiero que vea esto. ¡Mira, Madre! Ven aquí —
Madre bajaba despacio, con rigidez, por la tabla trasera. Tom se quedó
mirándola—. Por Dios, Madre ¿estás enferma? —ella tenía el rostro tenso y
gris como la masilla y sus ojos parecían haberse hundido más en la cabeza, y
los bordes estaban rojos de cansancio. Sus pies tocaron el suelo y se sujetó
agarrándose al costado del camión.
Su voz sonó como un graznido.
—¿Dices que lo hemos atravesado?
Tom señaló al gran valle.
—¡Mira!
Ella movió la cabeza hacia donde él indicaba y su boca se abrió
ligeramente. Sus dedos volaron hacia su cuello y agarraron un pellizco de piel
y lo retorcieron con suavidad.
—¡Gracias a Dios! —exclamó—. La familia está aquí —le fallaron las
rodillas y se sentó en el estribo.
—¿Estás enferma, Madre?
—No, cansada solamente.
—¿No dormiste nada?
—No.
—¿Estaba mal la abuela?
Madre se contempló las manos, abandonadas juntas en el regazo como
amantes cansados.
—Ojalá pudiera esperar y no tuviera que decíroslo. Ojalá todo pudiera
ser… hermoso, la felicidad pudiera ser completa.
Padre dijo:
—Entonces es que la abuela está mal.
Madre levantó la vista y contempló el valle.
—La abuela está muerta.
Todos la miraron, y Padre preguntó:
—¿Cuándo?
—Antes de que nos hicieran parar anoche.
—Así que por eso no querías que registraran.
—Temía que no pudiéramos llegar al otro lado —dijo ella—. Le dije a la
abuela que no podíamos hacer nada por ella, que la familia tenía que atravesar
el desierto. Se lo dije, se lo dije cuando se moría. No podíamos detenernos en
el desierto. Estaban los pequeños… y el hijo de Rosasharn. Se lo dije —se
tapó la cara con las manos un momento—. Podemos enterrarla en algún sitio
hermoso y verde —dijo Madre quedamente—. Un lugar bonito con árboles
alrededor. Tiene que descansar en California.
La familia miró a Madre, un poco asustados de su fuerza.
Tom dijo:
—¡Cielo santo! Y tú allí tumbada con ella toda la noche.
—La familia tenía que cruzar el desierto —dijo Madre, sobrecogida por la
pena.
Tom se aproximó y fue a ponerle una mano en el hombro.
—No me toques —pidió ella—. Resistiré si no me tocas. Eso podría
conmigo.
Padre dijo:
—Ahora hemos de continuar. Hay que seguir hasta abajo.
Madre levantó los ojos hacia él.
—¿Puedo sentarme delante? No quiero volver ahí detrás… estoy cansada.
Estoy terriblemente cansada.
Volvieron a trepar a la carga evitando la larga figura rígida cubierta y
arropada con un edredón, la cabeza tapada también. Se fueron a sus sitios
intentando mantener los ojos alejados de allí, del pequeño bulto marcado en el
edredón que debía ser la nariz, y de la loma empinada en que sobresalía la
barbilla. Intentaron mantener la vista apartada, pero no podían. Ruthie y
Winfield, amontonados en uno de los rincones delanteros tan lejos del cuerpo
como podían, miraban fijo la figura amortajada.
Y Ruthie murmuró:
—Esa es la abuela y está muerta.
Winfield asintió solemnemente.
—No respira en absoluto. Está muerta del todo.
Y Rose of Sharon le dijo a Connie en voz baja: —Se estaba muriendo justo
cuando nosotros… —¿Y cómo íbamos a saberlo? —la tranquilizó él.
Al se encaramó encima de la carga para dejar sitio a Madre en el asiento. Y
titubeó un poco porque se sentía triste. Se dejó caer pesadamente junto a Casy
y el tío John.
—Bueno, era ya vieja. Supongo que le llegó la hora —dijo Al—. Todo el
mundo tiene que morir.
Casy y el tío John le miraron con ojos inexpresivos, como si fuera un
curioso arbusto parlante.
—¿No es verdad? —exigió Al.
Y los ojos se apartaron de él, dejándole hosco y estremecido.
Casy dijo con asombro:
—La noche entera y ella estaba sola —y continuó—: John, esa mujer está
tan llena de amor… que me asusta. Me asusta y me hace sentirme vil.
—¿Fue un pecado? —preguntó John—. ¿Hay alguna parte de todo ello que
pudiera considerar un pecado?
Casy se volvió hacia él estupefacto.
—¿Un pecado? No, ninguna parte fue pecado.
—Yo nunca he hecho nada que no tuviera alguna parte de pecado —dijo
John, y miró el largo cuerpo envuelto.
Tom y sus padres subieron al asiento delantero. Tom dejó rodar el camión
y empezó en compresión. Y el pesado camión se movió colina abajo, a
sacudidas, bufando y haciendo sonar pequeñas detonaciones. Tenían el sol a la
espalda y enfrente el valle dorado y verde. Madre movió la cabeza lentamente
a un lado y a otro.
—Es hermoso —dijo—. Ojalá lo hubieran podido ver.
—Ojalá —dijo Padre.
Tom palmeó con la mano el volante.
—Eran demasiado viejos —dijo—. No habrían visto lo que hay. El abuelo
habría visto indios y la tierra de las praderas de cuando era joven. Y la abuela
habría recordado y visto la primera casa en la que vivió. Eran demasiado
viejos. Los que de verdad lo están viendo son Ruthie y Winfield.
Padre dijo:
—Aquí está Tommy hablando como un hombre adulto, casi como un
predicador.
—Es cierto —y Madre sonrió con tristeza—. Tommy ha crecido tanto, está
tan alto que a veces no acierto a entenderle.
Descendían rápidamente por la montaña, por un camino que serpenteaba
lleno de curvas, perdiendo de vista el valle y volviéndolo a encontrar luego. Y
el aliento cálido del valle subió hasta ellos, con aromas verdes y cálidos, con
olor a salvia resinosa. El cri-cri de los grillos les acompañaba a lo largo de la
carretera. Una serpiente de cascabel salió reptando y Tom la atropelló, la
quebró y la dejó retorciéndose.
Tom dijo:
—Creo que tenemos que ir al forense, esté donde esté. Tenemos que darle
un entierro decente. ¿Cuánto dinero queda, Padre?
—Unos cuarenta dólares —respondió Padre.
Tom rompió a reír.
—¡Dios, vamos a empezar como llegamos al mundo! No se puede decir
que hayamos traído mucho con nosotros —río entre dientes un momento y
luego su rostro se volvió serio con rapidez. Se bajó la visera de la gorra sobre
los ojos. Y el camión rodó montaña abajo hacia el gran valle.
Capítulo XIX
Hubo un tiempo en que California perteneció a Méjico y su tierra a los
mejicanos; y una horda de americanos harapientos la invadieron. Y su hambre
de tierra era tanta, que se la apropiaron: se robaron la tierra de Sutter, la de
Guerrero, se quedaron las concesiones y las dividieron y rugieron y se
pelearon por ellas, aquellos hambrientos frenéticos; y protegieron con rifles la
tierra que habían robado. Levantaron casas y graneros, araron la tierra y
sembraron cosechas. Estos actos significaban la posesión y posesión equivalía
a propiedad. Los mejicanos estaban débiles y hartos. No pudieron resistir,
porque no tenían en el mundo ningún deseo tan salvaje como el que los
americanos tenían de tierra. Luego, con el tiempo, los invasores dejaron de ser
tales para convertirse en propietarios; y sus hijos crecieron y tuvieron sus hijos
en esa tierra.
Y el hambre, aquella hambre salvaje, que les corroía y les desgarraba, el
hambre de tierra, de agua y campo y buen cielo cubriendo todo, acabó por
dejarles, hambre de hierba verde en continuo empuje hacia arriba, de raíces
engrosadas. Poseían estas cosas tan completamente, que ya no pensaban en
ellas. Ya no tenían ese deseo vehemente, que les desgarraba el estómago, de
tener un acre fértil y una reja brillante para ararlo, simiente y un molino
agitando sus aspas en el aire. Ya no se levantaban en la oscuridad para oír el
primer piar de los pajarillos adormilados, y el viento de la mañana alrededor
de la casa, a la espera de la llegada de la primera luz que cayera sobre los
preciosos acres. Estas cosas se perdieron, las cosechas se calcularon en dólares
y la tierra se valoraba en capital más interés, las cosechas eran compradas y
vendidas antes de estar plantadas. Entonces, la pérdida de la cosecha, la sequía
y la inundación dejaron de ser pequeñas muertes en vida y se convirtieron
sencillamente en pérdidas monetarias. El dinero fue mermando el amor de
aquellas gentes y su carácter indómito se disolvió gota a gota en los intereses
hasta que de ser granjeros pasaron a ser pequeños tenderos de cosechas,
pequeños fabricantes que debían vender antes de hacer. Entonces los
agricultores que no eran buenos comerciantes perdieron su tierra, que fue a
parar a manos de comerciantes competentes. Por más inteligente que fuera un
hombre, por más ternura que sintiera por la tierra y los cultivos, si además no
era buen comerciante, no podía sobrevivir. Y conforme pasó el tiempo, los
hombres de negocios se fueron quedando las fincas y estas se hicieron más
extensas, pero al propio tiempo hubo un menor número de ellas.
La explotación de una finca pasó a ser industrial y los propietarios imitaron
a Roma, aunque sin ser conscientes. Importaron esclavos, aunque no les dieron
ese nombre: chinos, japoneses, mejicanos, filipinos. Se alimentan de arroz y
judías, dijeron los hombres de negocios. No necesitan demasiado. No sabrían
qué hacer cobrando buenos salarios. Si no hay más que ver cómo viven, lo que
comen. Y si empiezan a espabilar, se les deporta.
Las fincas se hicieron cada vez más extensas y el número de propietarios
disminuyó. Y los granjeros eran tan pocos que daba lástima. Y los siervos de
importación fueron golpeados, amedrentados y muertos de hambre hasta que
algunos regresaron a sus lugares de origen y otros se volvieron feroces y les
mataron o les expulsaron de la región. Las fincas siguieron extendiéndose y
los propietarios fueron cada vez menos.
Los cultivos cambiaron. Los árboles frutales ocuparon el lugar de los
campos de gramíneas y el cultivo de verduras y hortalizas que habían de
alimentar al mundo proliferó en las vaguadas: lechuga, coliflor, alcachofas,
patatas… cultivos para encorvarse. Un hombre puede estar derecho manejando
una guadaña, un arado o una horca: pero debe arrastrarse como un insecto
entre las hileras de lechugas, debe doblar la espalda y arrastrar el saco largo
entre las hileras de algodón, debe arrodillarse como un penitente en un bancal
de coliflores.
Y llegó el día en que los propietarios dejaron de trabajar sus fincas;
cultivaron sobre el papel, olvidaron la tierra, su olor y su tacto, y solo
recordaron que era de su propiedad, solo recordaron lo que les suponía en
ganancias y pérdidas. Algunas de las fincas llegaron a ser tan extensas que no
cabían en la imaginación, tan enormes que se hizo necesaria una compañía de
contables para poder llevar la cuenta de intereses, ganancias y pérdidas;
químicos que analizaran el suelo, que repusieran las sustancias que se habían
agotado; jefes de paja para asegurar que los hombres encorvados se movieran
a lo largo de las hileras tan rápidamente como la materia de sus cuerpos
pudiera resistir. Entonces, un granjero tal se convertía en tendero y se ocupaba
de una tienda. Pagaba a los hombres y les vendía comida y recuperaba el
dinero. Y después dejó de pagarles en absoluto y se ahorró contabilidad. En las
fincas se daba la comida a crédito. Un hombre podía trabajar y alimentarse; y
se daba el caso de que, al acabar el trabajo, este hombre debía dinero a la
compañía. Y los propietarios no solo no trabajaban las fincas, sino que muchos
de ellos ni siquiera las habían visto.
Entonces el oeste atrajo a los desposeídos, de Kansas, Oklahoma, Tejas,
Nuevo Méjico; de Nevada y Arkansas, familias, tribus, expulsadas por el
polvo y los tractores. Cargas, remolques, gentes hambrientas sin hogar; veinte
mil, cincuenta mil y cien mil y doscientos mil. Fluyeron por las montañas,
hambrientos e inquietos… inquietos igual que hormigas, buscando a toda prisa
trabajo: levantar, empujar, arrastrar, recolectar, cortar, cualquier cosa,
cualquier peso que aguantar, por comida. Los niños tienen hambre. No
tenemos dónde vivir. Como hormigas corriendo a por trabajo, a por comida y
sobre todo a por tierra.
No somos extranjeros. Siete generaciones americanas y antes de eso
irlandeses, escoceses, ingleses, alemanes. Uno de nuestros antepasados luchó
en la Revolución y muchos de ellos en la Guerra Civil, en ambos bandos.
Americanos.
Tenían hambre y eran fieros. Esperaban encontrar un hogar y solo
encontraron odio. Okies… los propietarios los detestaban porque sabían que
ellos eran débiles y los okies fuertes, que ellos estaban tan satisfechos como
los okies hambrientos; y tal vez los propietarios habían oído contar a sus
abuelos lo fácil que es robarle la tierra a un hombre débil si posees fiereza, y
estás hambriento y armado. Los propietarios los detestaban. Los tenderos de
las ciudades no los podían ver porque no tenían dinero que gastar. No hay
camino más corto para encontrarse con el desprecio de un comerciante, al
tiempo que su admiración se dirige exactamente en dirección contraria. Los
hombres importantes de los pueblos, pequeños banqueros, no resistían a los
okies porque de ellos no podían sacar ganancia alguna. No tenían nada. Y los
trabajadores detestaban a los okies porque un hombre hambriento debe
trabajar, y si debe trabajar, si tiene que trabajar, automáticamente se le paga un
salario más bajo; y entonces nadie puede ganar más.
Y los desposeídos, los emigrantes, se dirigieron a California, doscientos
cincuenta mil, trescientos mil. Detrás de ellos, los tractores invadían más
tierras y echaban a los arrendatarios. Y nuevas olas se ponían en camino, olas
de desposeídos y de gentes sin hogar, endurecidos, resueltos y peligrosos.
Y mientras que los californianos querían muchas cosas, acumulación, éxito
social, entretenimiento, lujo y una curiosa seguridad bancaria, los nuevos
bárbaros no tenían más que dos deseos: tierra y comida; y para ellos, los dos
eran solo uno. Y mientras que los deseos de los californianos eran nebulosos y
poco definidos, los de los okies estaban al lado de las carreteras, allí quietos,
visibles y codiciados: los campos fértiles con agua que se podía sacar de la
tierra, los campos verdes y feraces, tierra para desmigar experimentalmente en
la mano, hierba para oler, tallos de avena que mascar hasta que el dulzor
penetrante llenara la garganta. Un hombre miraba un campo en barbecho y
podía ver con la imaginación cómo su propia espalda doblada y sus brazos
fuertes hacían crecer los repollos, el maíz dorado, los nabos y las zanahorias.
Y un hombre hambriento y sin hogar, recorriendo las carreteras con su
mujer a su lado y los delgados hijos en el asiento trasero, miraba los campos
en barbecho que podían producir comida, pero no beneficios, y ese hombre
sabía que un campo en barbecho es un pecado y la tierra sin explotar un
crimen contra esos niños flacos. Y un hombre tal avanzaba por las carreteras y
sentía la tentación en cada campo, y el deseo vehemente de apropiarse de los
campos y hacerlos producir energía para sus hijos y algunas comodidades para
su mujer. La tentación estaba siempre delante de él. Los campos le
aguijoneaban y las acequias de la compañía llenas de buen agua fluyente eran
una provocación para él.
Al sur veía las naranjas doradas colgando de los árboles, pequeñas naranjas
como oro en los árboles verde oscuro; y guardas con rifles patrullando los
bancales para evitar que un hombre cogiera una naranja para un niño flaco,
naranjas que tirarían a la basura si el precio era bajo.
El hombre llegaba hasta un pueblo con su viejo coche. Recorría todas las
granjas en busca de trabajo. ¿Dónde podemos dormir esta noche?
Bueno, hay un Hooverville a la orilla del río. [Los Hoovervilles,
poblaciones de chabolas de la época de la Depresión que proliferaron en los
Estados Unidos. Herbert Hoover fue trigésimo primer Presidente de los
Estados Unidos y durante su mandato le cupo en suerte el crac del 29. Vivió en
la Casa Blanca de 1928 a 1932. En su honor se bautizaron estos poblados
hechos de hacinamiento, pobreza, miseria y desesperación.] Allí hay un
montón de okies. Conducía hasta el Hooverville. No volvía a preguntar nunca,
porque había un Hooverville a las afueras de todos los pueblos.
La aldea de andrajosos se levantaba cerca del agua; las casas eran tiendas
de campaña y recintos con techado de maleza, casas de papel, un enorme
montón de basura. El hombre entraba con su familia y se convertía en un
ciudadano de Hooverville… siempre se llamaban Hoovervilles. El hombre
montaba su propia tienda tan cerca del agua como le era posible; y si no tenía
tienda, hacía una incursión al basurero de la ciudad y regresaba con cartones y
construía una casa de papel ondulado. Y al llegar las lluvias, la casa se fundía
y se deshacía. Él se establecía en el Hooverville y recorría la comarca
buscando trabajo, y el poco dinero que tenía se iba en gasolina con que seguir
buscando trabajo. A la caída de la tarde, los hombres se reunían y hablaban
juntos. Agachados en cuclillas hablaban de la tierra que habían visto.
Saliendo de aquí hacia el oeste hay treinta mil acres. Ahí tirados. Dios, y lo
que yo podría hacer con eso, con cinco acres de esa tierra. ¡Mierda!, y vaya si
no tendría de todo para comer.
¿Lo habéis notado? En las granjas no hay hortalizas, ni pollos, ni cerdos.
Sólo tienen un cultivo: o algodón, por ejemplo, o melocotones o lechugas. A lo
mejor en otra no hay más que gallinas. Compran cosas que podrían cultivar en
el patio. Dios, lo que yo podría hacer con un par de cerdos.
Bueno, pues ni son tuyos ni lo van a ser.
¿Qué vamos a hacer? Los niños no pueden crecer de esta forma.
A los campamentos llegaba el rumor. Hay trabajo en Shafter. Cargaban los
coches por la noche y se amontonaban en las carreteras: una fiebre del oro,
solo que por trabajo. En Shafter se acumulaba la gente, cinco veces más
personas de las necesarias para el trabajo. La fiebre del oro por trabajar. Se
escabullían por la noche, como locos por trabajar. Y junto a las carreteras
yacían las tentaciones, los campos capaces de dar comida.
Es propiedad de alguien. No es nuestro.
Bueno, quizá pudiéramos comprar una parcela pequeña. Tal vez… una
pequeña. Justo allí abajo… un bancal. Ahora está invadido de estramonio.
¡Dios!, podría obtener de ese pequeño bancal patatas suficientes para dar de
comer a toda mi familia.
No es nuestro. Debe tener estramonio.
De vez en cuando un hombre lo intentaba; entraba furtivamente en la tierra
y abría un pequeño claro, tratando como un ladrón de robar algo de riqueza de
la tierra. Jardines secretos ocultos entre la maleza. Un paquete de simiente de
zanahorias y unos cuantos nabos. Plantaba pieles de patata, se deslizaba en
secreto al anochecer para trabajar con la azada la tierra robada.
Deja la maleza alrededor… así nadie podrá ver lo que estamos haciendo.
Deja algunas hierbas, altas y grandes, en el medio. Cuidando un jardín secreto
al anochecer, y acarreando agua en una lata herrumbrosa.
Y luego, un día, un ayudante del sheriff: Vaya, ¿qué está usted haciendo?
No hago daño a nadie.
Ya le tenía yo el ojo echado a usted. Esta tierra no es suya. No tiene
derecho a entrar aquí.
La tierra no está arada y yo no la estoy perjudicando.
Malditos intrusos. Dentro de nada estarían convencidos de que era suya. Se
enfadarían de mala manera. Se creería que es de su propiedad. Ahora largo de
aquí.
Y las pequeñas zanahorias verdes eran arrancadas a patadas y las hojas de
los nabos aplastadas a pisotones. El estramonio se volvió a instalar. Pero la
policía tenía razón. Cultivar una cosecha da la propiedad. Tierra abierta con la
azada y las zanahorias comidas… un hombre puede luchar por la tierra de la
que ha sacado alimento. Hay que echarle con rapidez o se creerá que es suya.
Podría llegar a morir luchando por su pequeño claro entre el estramonio.
¿Viste su cara cuando arrancamos los nabos? Esa mirada era de las que
matan. Hay que mantener a esta gente a raya o se apoderarán de la tierra. Se
harán dueños de la región.
Forasteros, extraños.
Sí, claro que hablan el mismo idioma, pero son distintos. Mira qué forma
de vivir. ¿Te imaginas a alguno de nosotros viviendo así? ¡Ni hablar!
Al final de la tarde, los hombres se acuclillaban y hablaban. Y un hombre
excitado proponía: ¿Por qué no nos cogemos un trozo de tierra entre veinte?
Tenemos armas. Vamos a empuñarlas y a decir: «Líbrense de nosotros si
pueden.» ¿Por qué no lo hacemos?
Nos dispararían como a las ratas.
Bueno, ¿qué prefieres?, ¿estar muerto o estar aquí? ¿Bajo tierra o en una
casa hecha de sacos de arpillera? ¿Qué prefieres, que tus hijos se mueran ahora
o dentro de dos años, de eso que llaman desnutrición? ¿Sabes lo que hemos
comido toda la semana? ¡Ortigas cocidas y masa frita! ¿Sabes de dónde
sacamos la harina para hacer la masa? De barrer el suelo de un camión.
Conversaciones en los campamentos, y los ayudantes del sheriff, hombres
fondones con revólveres colgando de gordas caderas, contoneándose por ahí:
Hay que darles algo en qué pensar; tenerlos a raya; si no, solo Dios sabe de lo
que serán capaces. ¡Pero si son tan peligrosos como los negros en el sur! Si
alguna vez llegan a juntarse, nada podrá detenerlos.
Cita: En Lawrenceviile un ayudante del sheriff desahució a un emigrante,
este se resistió, obligando al oficial a hacer uso de la fuerza. El hijo de once
años del emigrante disparó contra el ayudante con un rifle calibre 22 y lo
mató.
¡Serpientes de cascabel! No te arriesgues; si discuten, dispara primero. Si
un chiquillo mata a un policía, ¿qué no harán los hombres? Lo que hay que
hacer es ponerse más duro que ellos. Tratarlos sin contemplaciones. Tenerlos
asustados.
¿Y qué pasa si no se amedrentan? ¿Qué si plantan cara y disparan a su vez?
Estos hombres han estado armados desde que eran niños. Un revólver es una
extensión de ellos mismos. ¿Qué hacemos si no se amilanan? ¿Qué si en algún
momento marchan como un ejército igual que los lombardos lo hicieron sobre
Italia, los germanos sobre la Galia y los turcos en Bizancio? Aquéllas también
eran hordas mal armadas y ansiosas de territorio, y las legiones no pudieron
detenerlas. Ni las matanzas ni el terror pusieron fin a su avance. ¿Cómo se
puede asustar a un hombre que carga con el hambre de los vientres estragados
de sus hijos además de la que siente en su propio estómago acalambrado? No
se le puede atemorizar, porque este hombre ha conocido un miedo superior a
cualquier otro.
En el Hooverville hablaban los hombres: el abuelo cogió su tierra de los
indios.
No, no está bien esto que hablamos. Tú estás hablando de robar. Yo no soy
un ladrón.
Ah, ¿no? Anteanoche robaste una botella de leche de un porche.
Y tú robaste alambre de cobre y lo vendiste por un poco de carne.
Sí, pero mis hijos tenían hambre.
Sigue siendo robar.
¿Sabéis cómo se fundó el rancho Fairfield? Os lo voy a decir… Eran
tierras del gobierno, cualquiera podía quedárselas. El viejo Fairfield se fue a
San Francisco, recorrió los bares y se llevó trescientos vagabundos borrachos.
Los vagabundos ocuparon las tierras del gobierno. Fairfield les proveyó de
comida y whisky, y luego, una vez que hubo pasado el tiempo establecido por
el gobierno para la tierra, Fairfield se la quitó. Solía decir que la tierra le había
costado una pinta de licor barato por acre. ¿Dirías que aquello fue robar?
Bueno, no estuvo bien, pero él nunca fue a la cárcel.
No, no fue a la cárcel. Y aquel que colocó una barca en una carreta e hizo
el informe como si todo estuviera cubierto de agua porque él iba en barca, ese
tampoco fue a la cárcel. Y los que sobornaron a los congresistas y legisladores
tampoco fueron nunca a la cárcel.
De un extremo al otro del estado se oían estas charlas atropelladas en los
Hoovervilles. Y luego las redadas, las incursiones súbitas de oficiales armados
en los campamentos de emigrantes. Fuera. Órdenes del Departamento de
Sanidad. Este campamento es una amenaza para la salud.
¿Dónde vamos a ir?
Eso no es asunto nuestro. Tenemos órdenes de sacarles de aquí. Dentro de
media hora vamos a prender fuego al campamento.
Un poco más abajo hay casos de tifus. ¿Quiere que se propague por todas
partes?
Tenemos órdenes de sacarles de aquí. ¡Largo! El campamento estará
ardiendo dentro de media hora.
Al cabo de media hora el humo de casas de papel, de cabañas con
techumbre de maleza, se elevaba hacia el cielo y la gente se alejaba en sus
coches por las carreteras, buscando otro Hooverville.
Y en Kansas y Arkansas, en Oklahoma y en Tejas y Nuevo Méjico, los
tractores invadían más tierras y echaban a los arrendatarios.
Trescientos mil en California y más en camino. En California, carreteras
repletas de gente frenética que corría como hormigas a arrastrar, empujar,
levantar, trabajar. Por cada carga que pudiera levantar un hombre surgían cinco
pares de brazos para levantarla; ante cada ración de comida que se podía
conseguir se abrían cinco bocas.
Y los grandes propietarios, los que deben ser desposeídos de su tierra por
un cataclismo, los grandes propietarios con acceso a la historia, con ojos para
leer la historia y conocer el gran hecho: cuando la propiedad se acumula en
unas pocas manos, acaba por serles arrebatada. Y el hecho que siempre
acompaña: cuando hay una mayoría de gente que tiene hambre y frío, tomará
por la fuerza lo que necesita. Y el pequeño hecho evidente que se repite a lo
largo de la historia: el único resultado de la represión es el fortalecimiento y la
unión de los reprimidos. Los grandes propietarios hicieron caso omiso de los
tres gritos de la historia. La tierra fue quedando en menos manos, aumentó el
número de los desposeídos y los propietarios dirigieron todos sus esfuerzos a
la represión. El dinero se gastó en armas, y en gasolina para mantener la
vigilancia en las enormes propiedades y se enviaron espías que recogieran las
instrucciones susurradas para la revuelta, de forma que esta pudiera ser
sofocada. La economía en proceso de cambio fue ignorada, al igual que los
planes del cambio; y solo se consideraron los medios para extinguir la
revuelta, mientras persistían las causas de la misma.
Se incrementó el número de tractores que dejan a la gente sin trabajo, de
líneas de transporte que acarrean las cargas, de máquinas que producen; más y
más familias corrieron por las carreteras, buscando las migajas de las grandes
propiedades, ansiando las tierras a los lados de los caminos. Los grandes
propietarios formaron asociaciones para protegerse y celebraron reuniones en
las que discutían formas de intimidación, de asesinato, de gasearles. Y siempre
temerosos de que surgiera un jefe… trescientos mil… si alguna vez se unen
bajo un líder… el fin. Trescientas mil personas, hambrientas y abatidas; si
alguna vez llegan a tomar conciencia de ellos mismos, la tierra será suya. Y no
habrá gas ni rifles suficientes para detenerlos. Y los grandes propietarios, que
eran al mismo tiempo más o menos que hombres por causa de sus
propiedades, se precipitaron hacia su propia destrucción y utilizaron todos los
medios que a largo plazo se volverían contra ellos. Toda pequeña medida, todo
acto de violencia, cada una de las redadas en los Hoovervilles, cada ayudante
que se contoneaba por un campamento miserable, retrasaba un poco el día y
consolidaba la inevitabilidad de ese día.
Los hombres se acuclillaban, hombres de rostros afilados, delgados y
endurecidos por la continua resistencia contra el hambre, de ojos torvos y
mandíbulas duras. Y la tierra fértil se extendía alrededor de ellos.
¿Has oído lo del niño ese de la cuarta tienda hacia abajo?
No, acabo de llegar.
Bueno, ese crío ha estado llorando y retorciéndose en el sueño. Sus padres
pensaron que tenía lombrices, así que le dieron un purgante y se murió. El crío
tenía eso que llaman lengua negra. Viene de no comer cosas alimenticias.
Pobre criatura.
Sí. Y su familia no lo puede enterrar. Tendrá que ir al cementerio del
condado.
No, señor.
Las manos buscaron en los bolsillos y sacaron monedas pequeñas. Delante
de la tienda creció un pequeño montón de monedas de plata. Y la familia lo
encontró allí.
Nuestra gente es buena; nuestra gente es compasiva. Ruego a Dios que
algún día las gentes bondadosas no sean todas pobres. Ruego a Dios que algún
día un niño pueda comer.
Y las asociaciones de propietarios supieron que algún día las oraciones se
acabarían.
Y eso sería el fin.
Capítulo XX
Los que iban montados en la carga, los niños y Connie y Rose of Sharon y
el predicador sentían los miembros rígidos y acalambrados. Habían estado
sentados bajo el sol delante de la oficina del forense de Bakersfield, mientras
los padres y el tío John estaban dentro. Luego alguien sacó una cesta y bajaron
del camión el largo fardo. Y permanecieron al sol mientras proseguía el
examen, se averiguó la causa de la muerte y se firmó el certificado.
Al y Tom pasearon por la calle, mirando escaparates y observando la
extraña gente que caminaba por las aceras.
Y al final Padre, Madre y el tío John salieron abatidos y callados. El tío
John se subió en la carga, Padre y Madre montaron en el asiento. Tom y Al
regresaron con calma y Tom se sentó al volante. Permaneció en silencio,
esperando instrucciones. Padre miraba al frente, con el sombrero bien calado.
Madre se frotaba los lados de la boca con los dedos y sus ojos parecían estar
muy lejos y perdidos, muertos por el cansancio.
Padre suspiró hondamente.
—Era lo único que podíamos hacer —dijo.
—Lo sé —replicó Madre—. Pero a ella le hubiera gustado tener un buen
funeral. Siempre lo quiso.
Tom les miró de soslayo.
—¿Del condado? —preguntó.
—Sí —padre movió la cabeza rápidamente, como para volver a la realidad
en alguna medida—. No teníamos suficiente. No podríamos haberlo pagado —
se volvió hacia Madre—. No debes sentirte mal. No podíamos por más que
hubiéramos intentado, por más que hubiéramos hecho. Simplemente, no nos
llegaba; el embalsamamiento, y un ataúd y un pastor y una tumba en el
cementerio. Habría costado diez veces lo que tenemos. Hemos hecho todo lo
que hemos podido.
—Lo sé —dijo Madre—. Pero no puedo quitarme de la cabeza la ilusión
que tenía por un buen funeral. Tengo que olvidarlo —dejó escapar un suspiro
y se frotó a un lado de la boca—. Era muy buena persona ese que estaba
dentro. Muy mandón, pero la mar de amable.
—Sí —reconoció Padre—. Y nos dijo las cosas tal como son.
Madre se echó el pelo hacia atrás con la mano y apretó la mandíbula.
—Tenemos que seguir —dijo—. Hay que encontrar un sitio donde
quedarnos, conseguir trabajo e instalarnos. No tiene sentido dejar que los
pequeños pasen hambre. Ésa nunca fue la filosofía de la abuela. Ella siempre
se ponía bien de comer en un funeral.
—¿A dónde vamos? —preguntó Tom.
Padre se apartó el sombrero y se rascó entre el cabello.
—Vamos a acampar —decidió—. No vamos a gastar lo poco que nos
queda hasta que no encontremos trabajo. Sal hacia el campo.
Tom puso en marcha el coche y salieron dejando atrás las calles hacia el
campo. Cerca del puente vieron un grupo de tiendas y chabolas. Tom dijo:
—Este es un sitio tan bueno como cualquiera. Podremos averiguar cómo
va la cosa y dónde hay trabajo —bajó por un declive muy empinado de tierra y
aparcó al borde del campamento.
No se había seguido ningún orden a la hora de acampar; pequeñas tiendas
grises, chabolas, coches, estaban desparramados al azar. La primera casa era
indescriptible. La pared sur estaba formada por tres láminas de hierro
galvanizado, herrumbroso; la del este era un cuadrado de alfombra mohosa
enganchada entre dos tablas; la fachada norte la formaban una tira de papel de
techar y otra de lona hecha jirones, y la que daba a poniente era seis trozos de
tela de saco. Sobre el marco cuadrado, encima de ramas de sauce sin
desbastar, habían amontonado hierba formando un montículo bajo, pero sin
haber intentado construir un techado. La entrada, en el lado de arpillera, estaba
atestada de utensilios en desorden. Una lata de queroseno de cinco galones
hacía las veces de fogón. Estaba apoyada en uno de sus lados, con una sección
oxidada de tubo de estufa metida por un extremo. Un caldero de lavar
descansaba sobre un lateral, apoyado en la pared; había también una colección
de cajas desparramadas, cajas para sentarse, cajas para comer. Había un Ford
modelo T y un remolque de dos ruedas aparcados al lado de la chabola, y
sobre el campamento flotaba un aire de descuidada desesperación.
Después de la chabola venía una tienda pequeña, que la intemperie había
pintado de gris, pero que estaba montada correctamente y con pulcritud; las
cajas que había delante estaban pegadas a la pared de la tienda. El tubo de una
estufa sobresalía por la puerta de lona y la tierra de delante de la tienda estaba
barrida y salpicada con agua. Encima de una caja había un cubo lleno de ropa
chorreante. Este campamento tenía un aire ordenado y vigoroso. Junto a la
tienda había un turismo modelo A y un remolque pequeño de fabricación
casera. Y junto a él había una tienda enorme, andrajosa, hecha jirones, con los
desgarrones remendados con trozos de alambre. Las solapas estaban abiertas y
en el interior eran visibles cuatro colchones anchos tirados en el suelo. De un
tendedero instalado en uno de los lados colgaban vestidos rosa de algodón y
varios pares de monos. Había cuarenta entre tiendas y chabolas, y alguna clase
de vehículo junto a cada uno. Un poco más allá unos cuantos niños
contemplaron el camión recién llegado y se acercaron, críos pequeños vestidos
con petos y descalzos, con el pelo gris de polvo.
Tom se detuvo y miró a Padre.
—No es demasiado bonito —dijo—. ¿Vamos a otro sitio?
—No podemos ir a ningún otro sitio hasta no saber dónde estamos —
replicó Padre—. Tenemos que preguntar lo del trabajo.
Tom abrió la puerta y se apeó. Los otros bajaron del camión y observaron
el campamento con curiosidad. Ruthie y Winfield, con el hábito de la
carretera, bajaron el cubo y se dirigieron hacia los sauces en busca de agua; la
fila de chiquillos se abrió para que pasaran y se cerró tras ellos. Las solapas de
la primera chabola se separaron y se asomó una mujer. Llevaba trenzado el
cabello gris, y vestía una bata suelta, sucia, de flores. Tenía el rostro
apergaminado y mortecino, grandes bolsas bajo ojos inexpresivos y una boca
floja e insegura.
Padre preguntó:
—¿Podemos parar y acampar en cualquier lado?
La cabeza se retiró al interior de la chabola. Después de un momento de
silencio las solapas se abrieron a los lados y salió un hombre con barba en
mangas de camisa. La mujer volvió a mirar afuera detrás de él, pero no llegó a
salir.
El hombre barbudo les saludó:
—¿Cómo están? —y sus inquietos ojos oscuros saltaron de un miembro a
otro de la familia y de ellos al camión y los bártulos.
—Le acababa de preguntar a su mujer si podemos instalarnos en cualquier
parte —dijo Padre.
El hombre miró a Padre atentamente, como si hubiera dicho algo muy
inteligente que exigiera reflexión.
—¿Instalarse en cualquier lado, aquí, en este sitio? —inquirió.
—Sí. ¿Hay alguien que sea el dueño, a quien haya que ver antes de
acampar?
El hombre guiñó un ojo hasta casi cerrarlo y examinó a Padre.
—¿Quiere acampar aquí?
La irritación de Padre afloró. La mujer gris se asomó desde la chabola de
arpillera.
—¿No es lo que estoy diciendo? —preguntó Padre.
—Bueno, pues si quiere acampar aquí, ¿por qué no se pone a ello? Yo no
pienso impedírselo.
—Ya se ha enterado —se echó a reír Tom.
Padre recuperó la calma.
—Sólo quería saber si es propiedad de alguien, si hay que pagar.
El hombre de la barba adelantó la mandíbula.
—¿De quién es? —exigió saber.
Padre dio media vuelta.
—Al cuerno —dijo—. La cabeza de la mujer desapareció una vez más en
el interior de la tienda.
El hombre avanzó unos pasos con aire amenazador.
—¿De quién es? —volvió a preguntar—. ¿Quién va a echarnos de aquí a
patadas? Dígamelo usted.
Tom se puso delante de Padre.
—Será mejor que vaya usted a dormir un buen rato —aconsejó. El barbudo
abrió la boca y apretó un dedo sucio contra las encías inferiores. Continuó un
momento más mirando a Tom con prudencia, como especulando, y luego giró
sobre los talones y se metió en la chabola detrás de la mujer gris.
Tom se volvió hacia Padre.
—¿Qué coño ha sido eso? —preguntó.
Padre se encogió de hombros. Estaba mirando enfrente, al otro lado del
campamento. Delante de una tienda estaba estacionado un viejo Buick con el
capó quitado. Un hombre joven limaba las válvulas y mientras se torcía a un
lado y a otro sobre la herramienta, levantó la vista al camión de los Joad. Éstos
pudieron ver cómo el hombre se reía para sí. Cuando el barbudo hubo
desaparecido, el joven dejó su trabajo y se acercó con tranquilidad.
—¿Cómo están? —dijo, y sus ojos azules brillaban divertidos—. He visto
que ya han conocido al alcalde.
—¿Qué rayos pasa con él? —exigió Tom.
El joven se río entre dientes.
—Sólo que está chiflado, como usted y como yo. Quizá esté un poco más
chiflado que yo, no lo sé.
—Sólo le pregunté si podíamos acampar aquí —explicó Padre.
El hombre joven se limpió las manos grasientas en los pantalones.
—Claro que pueden. ¿Por qué no? ¿Acaban ustedes de atravesar el
desierto?
—Sí —contestó Tom—. Esta misma mañana.
—¿Nunca han estado antes en un Hooverville?
—¿Dónde está el Hooverville?
—Esto es un Hooverville.
—¡Ah! —dijo Tom—. Acabamos de llegar.
Winfield y Ruthie regresaron, acarreando un cubo de agua entre los dos.
Madre sugirió:
—Vamos a montar el campamento. Estoy agotada. A ver si podemos
descansar todos —Padre y el tío John subieron al camión para descargar la
lona y las camas.
Tom caminó con calma hacia el joven y fueron juntos hacia el coche en el
que había estado trabajando. El tirante de esmerilar válvulas yacía sobre el
bloque descubierto y una latita amarilla de compuesto de esmeril estaba
enganchada en la parte superior del depósito. Tom preguntó:
—¿Qué rayos le pasa al viejo de la barba?
El joven cogió el tirante y se puso a trabajar, retorciendo a uno y otro lado,
limando la válvula contra la base de la misma.
—¿Al alcalde? Sabe Dios. Supongo que simplemente está sonado.
—¿Qué es eso?
—Creo que los policías le han ido echando de tantos sitios que ya no se
aclara.
Tom preguntó:
—¿Qué sentido tiene perseguir así a la gente?
El joven interrumpió su trabajo y miró a Tom a los ojos.
—Dios sabrá —dijo—. Tú acabas de llegar. Quizá puedas descubrir la
razón. Unos dicen una cosa y otros dicen otra. Pero si acampas en un sitio
durante un tiempo ya verás lo pronto que aparece un ayudante del sheriff y te
obliga a trasladarte —levantó una válvula y extendió el compuesto en la base.
—Pero, ¿para qué coño lo hacen?
—Ya te digo que no lo sé. Algunos dicen que no quieren que votemos; que
nos obligan a movernos continuamente para que no podamos votar. Otros
dicen que es para que no podamos reclamar los subsidios ni las ayudas. Y
otros que si nos estableciéramos en un sitio llegaríamos a organizamos. Yo no
lo sé, lo único que sé es que hay que estar siempre en movimiento. Espera un
poco y ya lo verás.
—No somos vagabundos —insistió Tom—. Buscamos trabajo y
cogeremos cualquier cosa que haya.
El hombre interrumpió su actividad de ajustar el tirante a la ranura de la
válvula. Miró con asombro a Tom.
—¿Buscáis trabajo? —repitió—. De modo que buscáis trabajo. ¿Qué te
crees que buscamos todos los demás? ¿Diamantes? ¿Qué te crees que buscaba
yo mientras me dejaba el culo? —movió el tirante arriba y abajo. Tom echó
una ojeada a su alrededor, a las tiendas mugrientas, los utensilios que eran
pura chatarra, los viejos coches, los colchones abultados tendidos al sol, las
latas ennegrecidas sobre agujeros ennegrecidos por el fuego donde la gente
cocinaba. Preguntó suavemente:
—¿No hay trabajo?
—No sé. Debe de haber. Aquí no hay ninguna cosecha en este momento.
Hay uva y algodón, pero se recogen más adelante. Nosotros nos vamos tan
pronto como tenga las válvulas esmeriladas. Yo, mi mujer y mis hijos. Hemos
oído que al norte hay trabajo. Nos vamos hacia el norte, para la zona de
Salinas.
Tom vio cómo el tío John, Padre y el predicador alzaban la lona sobre los
palos de la tienda, y Madre, arrodillada en el interior, sacudía los colchones
puestos en el suelo. Un círculo de chiquillos silenciosos observaba cómo se
instalaba la nueva familia, críos callados, descalzos y con la cara sucia. Tom
dijo:
—En nuestro pueblo distribuyeron unos papeles… de color naranja, que
decían que hacía falta mucha gente para trabajar en la cosecha.
El joven se echó a reír.
—Dicen que estamos aquí trescientos mil y apuesto a que todas las
familias han visto esos papeles.
—Sí, pero si no necesitaran gente, ¿para qué se iban a molestar en
distribuirlos?
—¿Por qué no usas la cabeza?
—Sí, pero quiero saberlo.
—Mira —dijo el joven—. Suponte que tú ofreces un empleo y solo hay un
tío que quiera trabajar. Tienes que pagarle lo que pida. Pero pon que haya cien
hombres —dejó descansar la herramienta. Sus ojos se endurecieron y su voz
se volvió más penetrante—. Supón que haya cien hombres interesados en el
empleo; que tengan hijos y estén hambrientos. Que por diez miserables
centavos se pueda comprar una caja de gachas para los niños. Imagínate que
con cinco centavos, al menos, se pueda comprar algo para los críos. Y tienes
cien hombres. Ofréceles cinco centavos y se matarán unos a otros por el
trabajo. ¿Sabes lo que pagaban en el último empleo que tuve? Quince centavos
la hora. Diez horas por un dólar y medio y no puedes quedarte allí. Tienes que
quemar gasolina para llegar —jadeaba de furia y sus ojos llameaban llenos de
odio—. Por eso repartieron los papeles. Se pueden imprimir una burrada de
papeles con lo que se ahorra pagando quince centavos a la hora por trabajo en
el campo.
—Es asqueroso, apesta —dijo Tom.
—Quédate un tiempo y si hueles alguna vez rosas, avísame para que pueda
olerlas yo también —el hombre se rio ásperamente.
—Pero tiene que haber trabajo —insistió Tom—. Santo Cielo, con la
cantidad de cultivos que hay: huertos, uvas, hortalizas… lo he visto.
Necesitarán hombres. Yo he visto todos esos cultivos.
Un niño lloró dentro de la tienda que había al lado del coche. El hombre
entró en la tienda y se oyó su voz quedamente a través de la lona. Tom cogió
el tirante, lo metió en la ranura de la válvula y empezó a esmerilarla,
moviendo la mano de arriba abajo. El llanto del niño cesó. El joven salió y
contempló a Tom.
—Lo haces muy bien —dijo—. Es buena cosa. Te hará falta.
—¿Qué hay de lo que dije? —insistió Tom—. Hay cantidad de cultivos.
El otro se acomodó en cuclillas.
—Te lo voy a explicar —dijo con calma—. Yo he trabajado en una huerta
de melocotones, una gigantesca putada. Allí trabajan nueve hombres todo el
año —hizo una pausa para crear tensión—. Pero cuando los melocotones están
maduros hacen falta tres mil hombres durante dos semanas. Son necesarios
para evitar que se pudran los melocotones. Entonces, ¿qué hacen? Mandan
esos papeles hasta al infierno. Necesitan tres mil hombres y se presentan seis
mil. Contratan a los hombres por lo que quieran pagarles. Si no te interesa el
salario, maldita sea, hay mil hombres que quieren tu empleo. Así que recoges
y recoges y entonces se acaba. Toda la zona es de melocotón y todo madura al
mismo tiempo. Cuando acabas de recoger, ya no queda ni uno. Y no hay
ninguna otra cosa que hacer en esa puñetera zona. Y entonces los propietarios
ya no te quieren allí y estáis tres mil. El trabajo está acabado. Podríais robar,
emborracharos, simplemente montar bronca. Y además, no tenéis buena pinta,
viviendo en tiendas viejas; es una bonita región, pero vosotros la apestáis. No
os quieren por allí. Os echan a patadas, os obligan a marchar. Así funciona la
cosa.
Tom, que miraba hacia la tienda de su familia, vio a su madre, pesada y
lenta por el cansancio, hacer una pequeña fogata de hojarasca y poner al fuego
las ollas. El círculo de niños se acercó más y los ojos abiertos y en calma de
los niños controlaron todos los movimientos de las manos de Madre. Un
hombre muy viejo, encorvado, salió como un tejón de una tienda y se puso a
fisgar, husmeando el aire conforme se acercaba. Con los brazos a la espalda se
unió al círculo de niños para observar a Madre. Ruthie y Winfield, cerca de su
madre, dirigían miradas beligerantes a los extraños.
Tom preguntó airado:
—Hay que recoger los melocotones rápidamente, ¿verdad? Justo cuando
están maduros.
—Por supuesto.
—Bueno, supón que esa gente se une y dice «Que se pudran». Seguro que
los salarios subían enseguida.
El hombre joven levantó la mirada de las válvulas y miró a Tom con
expresión de sarcasmo.
—Vaya, qué idea has tenido. ¿La has pensado tú solito?
—Estoy cansado —dijo Tom—. Estuve conduciendo toda la noche. No
quiero empezar una discusión. Y estoy tan cansado que podría empezar una
fácilmente. No te hagas el gracioso conmigo. Te estoy preguntando.
—Era una broma —sonrió el otro—. Tú no has estado aquí. A alguno ya se
le ocurrió lo mismo. Y a los de la huerta de melocotones también. Están
atentos a ver si los hombres se reúnen, a ver si surge el líder, tiene que haber
uno, el que hable. Pues bien, en cuanto a este se le ocurre abrir la boca, lo
agarran y lo encierran. Y si aparece otro líder, pues también lo meten en la
cárcel.
—Bueno, en la cárcel uno come por lo menos —dijo Tom.
—Pero los hijos no. Imagínate que estuvieras dentro y tus hijos se
estuvieran muriendo de hambre.
—Sí —dijo Tom lentamente—. Ya.
—Y otra cosa. ¿Has oído hablar de la lista negra?
—¿Y eso qué es?
—Que se te ocurra abrir la boca para hablar de unión y ya verás. Cogen tu
fotografía y la mandan a todas partes. Entonces no te dan trabajo en ningún
lado. Y si tienes hijos…
Tom se quitó la gorra y la retorció entre las manos.
—Así que cogemos lo que hay, ¿no?, o a morirse de hambre; si se nos
ocurre gritar también morimos de hambre.
El hombre describió un círculo con la mano que incluía las tiendas
mugrientas y los coches herrumbrosos.
Tom volvió a mirar a su madre, que estaba sentada pelando patatas. Los
niños estaban cada vez más cerca. Él dijo:
—No pienso resignarme. Maldita sea, mi familia y yo no somos borregos.
Voy a matar a palos a alguien.
—¿Un policía, por ejemplo?
—Cualquiera.
—Estás como una cabra —dijo su interlocutor—. Te pillarán
inmediatamente. No tienes nombre ni ninguna propiedad. Te encontrarán en
una zanja con sangre seca en la boca y la nariz. Saldrá en el periódico una
breve línea… ¿Sabes qué pondrá? «Vagabundo encontrado muerto.» Nada
más. Se ven muchas notas de esas, de «Vagabundo encontrado muerto».
Tom dijo:
—Justo al lado de este vagabundo encontrarán muerto a alguien más.
—Estás chalado —replicó el joven—. No servirá de nada.
—Bueno, ¿pues tú qué piensas hacer? —miró al rostro manchado de grasa.
Los ojos del hombre joven se cubrieron con un velo.
—Nada. ¿De dónde sois?
—¿Nosotros? De cerca de Sallisaw, de Oklahoma.
—¿Acabáis de llegar?
—Hoy mismo.
—¿Pensáis quedaros por aquí mucho tiempo?
—No lo sé. Nos quedaremos en donde encontremos trabajo. ¿Por qué?
—Por nada —el velo volvió a caer.
—He de recuperar sueño —dijo Tom—. Mañana saldremos a buscar
trabajo.
—Podéis probar.
Tom dio media vuelta y se encaminó hacia la tienda.
El otro cogió la lata de compuesto para válvulas y hundió el dedo dentro.
—¡Eh! —llamó.
Tom se volvió.
—¿Qué quieres?
—Quiero decirte una cosa —le hizo una señal con el dedo cubierto de
sustancia—. Sólo quiero advertirte. No vayas buscando bronca. ¿Recuerdas el
aspecto del tío ese que está sonado?
—¿El de la tienda de allí?
—Sí. Parecía tonto, ¿no?, ¿como si estuviera gilipollas?
—¿Qué pasa con él?
—Bueno, cuando vengan policías, y vienen continuamente, más te vale
simular que eres así. Lelo… tú no sabes nada. No entiendes nada. Así les gusta
a los policías que seamos. No le pegues a un policía. Eso es igual que
suicidarse. Hazte el loco.
—¿Dejar que esos policías desgraciados me atropellen sin hacer nada?
—No, atiende. Iré a buscarte esta noche. Quizá me equivoque. Hay
chivatos por todas partes. Voy a correr el riesgo; y eso que también tengo un
hijo. Pero vendré a por ti. Y si ves a un policía, eres un okie imbécil,
¿entiendes?
—Si hacemos algo, de acuerdo —dijo Tom.
—No te preocupes. Estamos haciendo algo, pero sin jugarnos el cuello. Un
niño se muere de hambre muy deprisa. En dos o tres días —volvió a su
trabajo, extendió la pasta por la base de la válvula y movió con rapidez la
mano por el tirante, y su rostro se volvió apagado y estúpido.
Tom regresó con calma a su campamento.
—Sonado —dijo para sus adentros.
Padre y el tío John se acercaban al campamento cargados con palos de
sauce que dejaron al lado del fuego. Luego se acuclillaron.
—Recogimos toda la leña que había —dijo Padre—. Hemos tenido que ir
bastante lejos para encontrarla —levantó los ojos al círculo de niños que
miraban fijamente—. ¡Dios Todopoderoso! —exclamó—. ¿De dónde salís
vosotros? —los niños se miraron los pies con timidez.
—Habrán olido la comida —dijo Madre—. Winfield, quítate de en medio
—le empujó fuera de su camino—. Tengo que guisar un poco de estofado —
dijo—. No hemos comido un buen guiso desde que salimos de casa. Padre, ve
a la tienda aquella y compra algo de carne de pescuezo. Vamos a hacer un
estofado sabroso —Padre se puso en pie y se alejó tranquilamente.
Al había levantado el capó y miraba el motor grasiento. Levantó la mirada
al acercarse Tom.
—Pareces tan feliz como un buitre —comentó Al.
—Estoy tan contento como un sapo bajo la lluvia de primavera —replicó
Tom.
—Échale un vistazo al motor —señaló Al—. Tiene buen aspecto ¿eh?
Tom lo miró de cerca.
—No está mal.
—¿Que no está mal? ¡Dios, si está perfecto! No se ha salido ni aceite ni
nada —desenroscó una bujía y metió el índice en el agujero—. Está un poco
sucio, pero está seco.
—Lo escogiste bien —dijo Tom—. ¿Es eso lo que quieres que te diga?
—Bueno, te aseguro que he venido todo el camino asustado, pensando que
iba a estallar y yo tendría la culpa.
—No, lo has hecho bien. Vamos a dejarlo a punto, porque mañana
saldremos a buscar trabajo.
—Tirará —aseguró Al—. No te preocupes por eso —sacó una navaja y
rascó las puntas de la bujía.
Tom rodeó la tienda y encontró a Casy sentado en el suelo,
contemplándose un pie descalzo como un erudito en la materia. Tom se sentó
pesadamente a su lado.
—¿Cree que funcionarán?
—¿El qué? —preguntó Casy.
—Esos dedos suyos del pie.
—¿Ah? Sólo estoy pensando.
—Siempre se pone usted cómodo para pensar —dijo Tom.
Casy agitó el dedo gordo y lo levantó y bajó el segundo dedo y sonrió
silenciosamente.
—Ya es bastante difícil pensar. Más vale enroscarse y ponerse cómodo.
—Hace días que no le oigo ni una palabra —siguió Tom—. ¿Ha estado
pensando todo el tiempo?
—Sí, he estado pensante todo el tiempo.
Tom se quitó la gorra de tela, que ya estaba sucia, hecha una ruina, con la
visera curvada como el pico de un pájaro. Volvió del revés la tira que recogía
el sudor y metió una tira larga de papel de periódico doblado.
—Sudo tanto que se ha encogido —dijo. Miró los dedos en movimiento
del pie de Casy—. ¿Podría dejar de pensar un momento y escucharme?
Casy giró la cabeza sobre su cuello que semejaba una caña.
—Yo escucho continuamente. Por eso he estado pensando. Oigo hablar a la
gente y al poco puedo oír lo que sienten. Incesantemente. Los oigo y los
siento; y están aleteando como un pájaro en un desván. Se van a quebrar las
alas contra una ventana polvorienta intentando salir.
Tom le miró con los ojos muy abiertos y luego se volvió a mirar la tienda
gris, unos siete metros más allá. Los vaqueros y camisas y un vestido lavados
colgaban secándose de las cuerdas de la tienda. Dijo quedamente:
—De eso era de lo que quería hablar con usted. Y usted ya lo ha visto.
—Lo he visto —asintió Casy—. Somos un ejército sin mandos —inclinó la
cabeza y se pasó la mano extendida por la frente y el pelo, lentamente—. Lo
llevo viendo desde el principio —dijo—. En cada lugar en que hemos hecho
un alto. Gente con hambre de tocino, y luego, cuando se lo comen, no se
quedan satisfechos. Y cuando tenían tanta hambre que no lo podían soportar,
me pedían que rezara por ellos y alguna vez lo he hecho —juntó las manos
alrededor de las rodillas encogidas y recogió las piernas—. Yo solía pensar
que así arreglaba algo —continuó—. Yo soltaba una plegaria y los problemas
se pegaban a ella como las moscas al papel pringoso. La plegaria se iba
navegando y se llevaba con ella las preocupaciones. Pero ya no funciona.
Tom dijo:
—Las oraciones nunca han traído tocino. Hace falta un puerco para tener
carne de cerdo.
—Sí —dijo Casy—. Y Dios todopoderoso nunca sube los salarios. Esta
gente quiere vivir y criar a sus hijos con decencia. Y cuando son viejos, poder
sentarse a la puerta a contemplar la puesta de sol. Y si son jóvenes quieren
bailar y cantar y acostarse juntos. Quieren comer, emborracharse y trabajar.
No hay más que eso, solo quieren ejercitar sus puñeteros músculos y cansarse.
¡Por Dios! ¿Qué estoy diciendo?
—No lo sé —respondió Tom—. Suena bonito. ¿Cuándo cree que puede
ponerse a trabajar y dejar de pensar una temporada? Tenemos que trabajar.
Prácticamente no queda dinero. Padre dio cinco dólares para que pusieran una
lápida a la abuela, una simple tabla pintada. No nos queda casi nada.
Un flaco perro mestizo de color marrón se acercó olfateando por el costado
de la tienda. Estaba nervioso y preparado para echar a correr. Se dio cuenta de
que estaban los hombres cuando ya estaba muy cerca, y entonces al levantar
los ojos los vio, saltó hacia un lado y huyó con las orejas hacia detrás y la
huesuda cola recogida en ademán protector. Casy le vio irse esquivando una
tienda para perderse de vista. Casy suspiró.
—No le estoy haciendo a nadie ningún bien —dijo—. Ni a mí ni a nadie
más. Estaba pensando en seguir mi camino solo. Estoy comiéndome vuestra
comida y ocupando espacio, sin dar nada a cambio. Quizá pudiera encontrar
un trabajo fijo y devolveros parte de lo que me habéis dado.
Tom abrió la boca y adelantó la mandíbula inferior y se dio unos golpecitos
en los dientes de abajo con un trozo seco de caña de mostaza. Sus ojos
recorrieron el campamento, las tiendas grises y las chabolas de maleza,
hojalata y papel.
—Daría cualquier cosa por tener una bolsa de tabaco Durham —dijo—.
Hace una barbaridad de tiempo que no me fumo un cigarrillo. En McAlester
nos daban tabaco. Casi desearía estar allí —se golpeó de nuevo los dientes y
se volvió hacia el predicador súbitamente—. ¿Ha estado alguna vez en la
cárcel?
—No —dijo Casy—. Nunca.
—No se vaya todavía —dijo Tom—. No se vaya ahora mismo.
—Cuanto antes me ponga a buscar trabajo, antes lo encontraré.
Tom le observó con los ojos entornados y se volvió a poner la gorra.
—Mire —dijo—, esto no es la tierra de leche y miel, como dicen los
predicadores. Aquí hay algo maligno. La gente de aquí tiene miedo de los que
venimos; así que sueltan policías para que nos amedrenten y nos demos la
vuelta.
—Sí —dijo Casy—. Ya lo sé. ¿Para qué me has preguntado si he estado en
la cárcel?
Tom replicó lentamente:
—Estando en prisión… llegas a sentir las cosas. A los presos no se les
permite hablar demasiado, ni con mucha gente… dos quizá, pero no una
multitud. Así que te vuelves como más sensitivo. Si algo se está cociendo… si
por ejemplo a uno le da la chaladura y va a atizarle a un guarda con el palo de
la fregona, pues lo sabes antes de que ocurra. Y si va a haber una fuga o una
revuelta, nadie te lo tiene que decir. Lo sientes. Lo sabes.
—¿Sí?
—Quédese —dijo Tom—. De todas formas quédese hasta mañana. Aquí
va a suceder alguna cosa. Estuve hablando con un chico un poco más allá.
Estuvo tan escurridizo y precavido como un coyote, pero demasiado
reservado. Cuando un coyote está a lo suyo, inocente, dulce, pasándolo bien
sin hacer daño a nadie, es que hay un gallinero cerca.
Casy le miró atentamente, empezó a hacer una pregunta y entonces cerró la
boca con decisión. Agitó lentamente los dedos y, dejando libre la rodilla, estiró
la pierna para poder ver el pie.
—Si —dijo—. No me iré inmediatamente.
Tom dijo:
—Cuando un montón de gente, de gente tranquila y amable, no sabe nada
acerca de nada, es que se está cociendo algo.
—Me quedaré —dijo Casy.
—Y mañana saldremos con el camión en busca de trabajo.
—Si —dijo Casy, movió los dedos arriba y abajo y los examinó con
seriedad. Tom se recostó de nuevo apoyado en el codo y cerró los ojos. De la
tienda salía el murmullo de Rose of Sharon y la voz de Connie contestando.
La lona encerada dibujaba una silueta oscura y por los dos extremos
entraba una luz dura e intensa en forma de cuña. Rose of Sharon yacía en un
colchón y Connie estaba acuclillado junto a ella.
—Debería ayudar a Madre —dijo Rose of Sharon—. Lo he intentado, pero
cada vez que me movía empezaba a vomitar.
Los ojos de Connie mostraban una expresión malhumorada.
—Si llego a saber que iba a ser así, no hubiera venido. Habría estudiado
por las noches, tractores, sin salir de casa y me habría conseguido un empleo
de tres dólares por día. Con ese sueldo se puede vivir muy bien e incluso ir al
cine todas las noches.
Rose of Sharon le miró aprensiva.
—Vas a estudiar radio por las noches —dijo. Él tardaba en responder—.
¿No es eso? —exigió ella.
—Pues claro. Tengo que organizarme. Ganar algo de dinero. Tal vez habría
sido mejor quedarnos en casa y estudiar tractores. Ganan tres dólares al día y
también se saca algo de dinero extra —Rose of Sharon reflejó en los ojos sus
cálculos. Al mirarla él, vio cómo sus ojos lo calibraban y hacían cálculos sobre
él.
—Pero voy a estudiar —añadió—. En cuanto me organice.
Ella dijo amenazadora:
—Hemos de tener una casa antes de que llegue el niño. No pienso tener
este hijo en ninguna tienda de campaña.
—Claro —dijo él—. En cuanto me organice —salió de la tienda y bajó la
vista hacia Madre, agachada sobre la hoguera de maleza. Rose of Sharon se
tumbó de espaldas y clavó la mirada en el techo de la tienda. Y entonces se
metió el pulgar en la boca para ahogar el sonido y se echó a llorar
silenciosamente.
Madre estaba arrodillada al lado del fuego, partiendo leña menuda para
mantener la llama alta bajo la olla de estofado. El fuego llameaba y decaía,
una y otra vez. Los niños, que eran quince, permanecían de pie callados y
expectantes. Cuando el olor del estofado hirviendo llegó hasta ellos, sus
narices se arrugaron levemente. La luz del sol relucía en los cabellos con
mechas de polvo. Los niños estaban avergonzados de estar allí, pero no se
iban. Madre se dirigió con voz suave a una niña que estaba en el interior del
ansioso círculo. Era mayor que los demás. Estaba a la pata coja, acariciándose
la pantorrilla con el empeine desnudo. Tenía los brazos enlazados a la espalda.
Miró a Madre con sus firmes ojillos grises. Sugirió:
—Podría traerle alguna leña si quiere.
Madre levantó la vista de su trabajo.
—Quieres que te invite a comer, ¿verdad?
—Sí, señora —respondió, imperturbable, la niña.
Madre empujó las ramitas bajo la olla y la llama chisporroteó.
—¿No has desayunado?
—No, señora. Por aquí alrededor no hay trabajo. Padre está intentando
vender algunas cosas para comprar gasolina y poder seguir.
Madre les miró.
—¿Ninguno de estos ha podido desayunar?
Los chiquillos en círculo se removieron nerviosos y apartaron los ojos de
la olla burbujeante. Un niño pequeño dijo con acento jactancioso:
—Yo sí, y mi hermano, y esos dos también, que les he visto yo. Nosotros
comimos bien. Esta noche nos vamos hacia el sur.
Madre sonrió.
—Entonces no tienes hambre. Aquí no hay bastante para todos.
El niñito sacó el morro.
—Comimos bien —dijo, y dio media vuelta, echó a correr y desapareció
dentro de una tienda. Madre se quedó mirando detrás de él tanto rato que la
niña mayor le recordó:
—La llama está baja, señora. Si quiere yo se la vigilo para que esté alta.
Ruthie y Winfield estaban dentro del círculo, comportándose con la
frialdad y dignidad adecuadas. Se mostraban reservados y al propio tiempo
posesivos. Ruthie fijó sus ojos fríos y airados en la niña y se puso en cuclillas
para partir las ramitas para Madre.
Madre levantó la tapa de la olla y revolvió el estofado con un palo.
—Me alegro mucho de que algunos no tengáis hambre. Ese pequeño no
tenía, al menos.
La niña hizo una mueca de burla.
—Ése, ¡qué va!, ese es un fardero. De marca mayor. Si no tiene cena…
¿Sabe lo que hizo? Anoche salió y dijo que tenían pollo para cenar. Pues yo
me asomé mientras comían y no tenían más que masa frita como todo el
mundo.
—¡Vaya! —y Madre miró hacia la tienda en la que había entrado el crío.
Miró de nuevo a la niña—. ¿Cuánto tiempo llevas en California? —le
preguntó.
—Unos seis meses. Vivimos un tiempo en un campamento del gobierno,
luego nos fuimos hacia el norte y cuando volvimos estaba lleno. Ése es un
sitio majo para vivir, se lo aseguro.
—¿Dónde queda? —preguntó Madre. Cogió los palitos de la mano de
Ruthie y alimentó el fuego. Ruthie miró con odio a la otra niña.
—Cerca de Weedpatch. Hay aseos y baños, se puede lavar la ropa en pilas
y hay agua al alcance de la mano, agua potable muy buena; por las noches la
gente toca música y el sábado por la noche hay baile. Es el sitio más bonito
que haya visto. Hay una parte para que jueguen los niños, y papel en los
servicios. Se tira de un chismito y el agua cae directamente al wáter, y los
policías no pueden venir a curiosear a la tienda cuando les apetece, y el tipo
que dirige el campamento es muy educado, va a visitar a la gente, a hablar con
ella y no va por ahí creyéndose un dios. Ojalá pudiéramos volver a vivir allí.
Madre dijo:
—Nunca había oído hablar de ese sitio. Me vendría pero que muy bien una
pila para lavar ropa, te lo aseguro.
La niña continuó excitada:
—Pero si hay hasta agua caliente en las cañerías, y te puedes dar una ducha
con el agua que sale caliente. Seguro que nunca ha visto un sitio tan bonito.
—¿Y dices que ahora está lleno? —dijo Madre.
—Sí. La última vez que preguntamos estaba lleno.
—Debe de ser muy caro —siguió Madre.
—Bueno, sí que cuesta, pero si no tienes dinero, te dejan que lo pagues con
trabajo, un par de horas por semana, limpiando, ocupándose de la basura y
cosas así. Por la noche hay música y la gente se reúne a hablar y el agua
caliente corre por las cañerías. Seguro que nunca ha visto un sitio tan bonito.
—Me encantaría poder ir allí —dijo Madre.
Ruthie no pudo aguantar más. Estalló agresivamente:
—La abuela murió en el mismo camión —la niña la miró con expresión
interrogante—. Sí, se murió —dijo Ruthie—. Y el forense se la quedó —
apretó los labios y se puso a partir los palos con los que había formado un
pequeño montón.
Winfield parpadeó ante la osadía del ataque.
—En el camión mismo —repitió como un eco—. El forense la metió en
una cesta grande.
Madre avisó:
—Callaos los dos ahora mismo si no queréis que os obligue a iros —y
empujó más ramitas dentro del fuego.
Al se alejó paseando hacia el campamento del hombre que esmerilaba las
válvulas.
—Ya casi has terminado —comentó.
—Dos más.
—¿Hay alguna chica en este campamento?
—Yo tengo mujer —dijo el hombre joven—. No tengo tiempo para chicas.
—Yo siempre tengo tiempo para chicas —dijo Al. Es para lo único que
tengo tiempo.
—Espera a tener hambre y verás cómo cambias.
Al se echó a reír.
—Puede ser. Pero todavía no he cambiado nunca ese principio.
—Ese con el que hablé hace un rato está con vosotros, ¿verdad?
—Sí. Es mi hermano Tom. Más vale no tontear con él. Mató a un tipo.
—¿Ah, sí? ¿Por qué?
—En una pelea. El tío le sacó una navaja. Tom se lo cargó con una pala.
—Vaya, eso hizo, ¿eh? ¿Y la justicia qué hizo?
—Le dejaron libre porque había sido una pelea —dijo Al.
—No tiene pinta de pendenciero.
—No, si no lo es. Pero Tom no deja que nadie le avasalle —la voz de Al
reflejaba un timbre de orgullo—. Tom es muy tranquilo. Pero, ¡ándate con ojo!
—Estuve hablando con él. No me pareció mala persona.
—No es mala persona. Es suave como un gato hasta que se excita, y
entonces ya puedes llevar cuidado —el hombre esmeriló la última válvula—.
¿Quieres que te ayude a colocar las válvulas y poner la cabeza?
—Claro… si no tienes ninguna otra cosa que hacer.
—Debería dormir un poco —dijo Al—. Pero, mierda, es que no puedo
apartar las manos de un cohe medio destripado. Simplemente tengo que meter
las manos.
—Te lo agradecería mucho —dijo el hombre—. Me llamo Floyd Knowles.
—Yo soy Al Joad.
—Encantado de conocerte.
—Igualmente —dijo Al—. ¿Vas a usar la misma junta?
—No me queda más remedio —respondió Floyd.
Al sacó su navaja y raspó el bloque del motor.
—¡Dios! —exclamó—. No hay nada que me guste tanto como las tripas de
un motor.
—¿Qué hay de las chicas?
—Sí, las chicas también. Me encantaría deshacer un Rolls y volverlo a
montar. Una vez vi el motor de un Cadillac 16; ¡Dios Todopoderoso!, era lo
más dulce que he visto en mi vida. Fue en Sallisaw, allí estaba el Cadillac 16
estacionado delante de un restaurante, y yo fui y levanté el capó. Enseguida
salió uno y me dijo: «¿Qué diablos haces?» Y yo le dije: «Sólo estoy mirando.
Es magnífico, ¿verdad?» Y el otro se quedó ahí parado. No creo que nunca
hubiera mirado el motor antes. Era un tío rico con un sombrero de paja y una
camisa de rayas, y llevaba gafas. No decíamos nada, solo mirábamos. Al poco
va y me dice: «¿Quieres conducir un poco?»
—¡La leche! —dijo Floyd.
—Pues sí… «¿Quieres conducir un poco?» Yo llevaba los vaqueros,
bastante sucios. Le dije: «Se lo mancharía.» «Venga ya», dijo. «Date una
vuelta a la manzana.» Sí, señor, me senté al volante y di ocho vueltas a la
manzana, y ¡qué maravilla!
—¿Te gustó? —preguntó Floyd.
—¡Dios! —exclamó Al—. Habría dado cualquier cosa por poder
desmontarlo.
Floyd aflojó el ritmo de los movimientos de su brazo.
Levantó la última válvula de su base y la examinó.
—Más te vale acostumbrarte a estos cacharros —dijo—, porque no vas a
conducir ningún Cadillac 16 —dejó el tirante en el estribo y cogió un cincel
para rascar la costra del bloque del motor. Dos mujeres robustas, con la cabeza
descubierta y descalzas, pasaron acarreando un cubo de agua lechosa entre las
dos. Cojeaban por el peso del cubo y ninguna de las dos levantó los ojos del
suelo. El sol estaba a medio camino en el cielo.
Al dijo:
—No te entusiasmas por nada, tú.
Floyd rascó con más energía con el cincel.
—Llevo aquí seis meses —dijo—. He recorrido este estado de arriba a
abajo tratando de trabajar lo suficiente y de moverme con la rapidez necesaria
para conseguir carne y patatas para mí, mi mujer y mis hijos. He corrido como
una liebre y… no lo he logrado. Nunca tenemos bastante de comer haga lo que
haga. Me estoy cansando, eso es todo. He sobrepasado el punto del cansancio
cuando el sueño aún te descansa. Sencillamente no sé qué hacer.
—¿No hay manera de que uno encuentre trabajo fijo? —preguntó Al.
—No, no hay trabajo fijo —separó con el cincel la costra del bloque y
frotó el metal apagado con un trapo grasiento.
Un turismo herrumbroso entró en el campamento. En él iban cuatro
hombres de rostros morenos y duros. El coche disminuyó mientras cruzaba por
el campamento.
Floyd les llamó:
—¿Habéis tenido suerte?
El coche se detuvo. El conductor dijo:
—Hemos cubierto una buena cantidad de terreno. No hay trabajo ni para
un alma en estas tierras. Hay que marchar.
—¿A dónde? —preguntó Al.
—Dios sabe. Pero aquí ya no queda nada por hacer —soltó el embrague y
se alejó lentamente.
Al miró cómo se alejaban.
—¿No sería mejor que fuera cada uno por su lado? Si hay para uno, uno
trabajaría.
Floyd dejó de mover el cincel y sonrió agriamente.
—No entiendes el asunto —explicó—. Para recorrer la zona hace falta
gasolina, que cuesta quince centavos por galón. Esos cuatro no pueden ir en
cuatro coches. Cada uno pone diez centavos y compran gasolina. Tienes que
aprender.
—¡Al!
Al bajó la mirada hacia Winfield, que se había puesto a su lado dándose
importancia.
—Al, Madre está sirviendo el estofado. Dice que vengas a por él.
Al se limpió las manos en los pantalones.
—Hoy no hemos comido —le dijo a Floyd—. Cuando coma vengo a
echarte una mano.
—Si no te apetece, no es necesario.
—Claro que me apetece —siguió a Winfield camino del campamento de
los Joad. Había mucha gente allí. Estaban aquellos niños extraños cerca de la
olla del estofado, tan cerca que Madre les rozaba con los codos mientras
trajinaba. Tom y el tío John estaban a su lado.
Madre dijo indecisa:
—No sé qué hacer. Tengo que dar de comer a la familia. ¿Qué voy a hacer
con todos estos? —los niños seguían mirándola, rígidos, con rostros
inexpresivos y tiesos, mientras sus ojos iban mecánicamente de la olla al plato
de hojalata que ella sujetaba. Seguían con los ojos a la cuchara de la olla al
plato y cuando ella le pasó el plato humeante al tío John, los ojos subieron tras
él. El tío John hundió la cuchara en el estofado y los ojos en bloque subieron
con la cuchara. John se llevó un trozo de patata a la boca, y los ojos, todos
juntos, se clavaron en su rostro, esperando su reacción. ¿Estaría rico? ¿Le
gustaría?
Entonces el tío John pareció verles por primera vez. Masticó despacio.
—Toma tú este plato —le dijo a Tom—. Yo no tengo hambre.
—No has comido nada hoy —dijo Tom.
—Ya, pero me duele el estómago. No tengo hambre.
—Llévate el plato a la tienda y cómetelo allí —dijo Tom en voz baja.
—No tengo hambre —insistió John—. Aunque entre en la tienda, los
seguiré viendo.
Tom se volvió hacia los chiquillos.
—Largo —dijo—. Venga, marchaos —la fila de ojos dejó el estofado y
descansó en Tom con expresión de perplejidad—. Venga, largo. No os va a
servir de nada. No hay bastante para vosotros.
Madre sirvió el estofado en platos de hojalata, en pequeñas cantidades, y
puso los platos en el suelo.
—No puedo echarles —dijo—. No sé qué hacer. Coged los platos y meteos
en la tienda. Les daré lo que queda. Toma, llévale un plato a Rosasharn —
sonrió desde el suelo a los niños—. Mirad, pequeños —dijo—, id a por un
palo plano cada uno y os daré lo que queda. Pero no quiero ninguna pelea —el
grupo se deshizo con una rapidez mortal y en silencio. Los niños corrieron a
buscar palos o a sus propias tiendas a por cucharas. Antes de que Madre
hubiera acabado de servir los platos ya estaban de regreso, callados y con
expresión lobuna. Madre meneó la cabeza—. No sé qué hacer. No puedo
robarle a la familia. Primero tengo que alimentar a mi propia familia. Ruthie,
Winfield, Al —gritó fieramente—, coged vuestros platos. Deprisa. Meteos
rápido en la tienda —miró a los niños que aguardaban como pidiéndoles
disculpas—. No hay suficiente —dijo con humildad—. Voy a dejaros aquí
fuera la olla para que todos lo probéis, pero no os va a servir de nada —vaciló
— No puedo remediarlo. No os puedo privar de lo poco que haya —levantó la
olla y la dejó en el suelo—. Esperad un poco. Está demasiado caliente —dijo,
y entró rápidamente en la tienda para no ver. Su familia estaba sentada en el
suelo, cada uno con su plato; podían oír a los niños metiendo en la olla sus
palos, cucharas y trozos de hojalata oxidada. Un montón de niños ocultaba la
olla de la vista. No hablaban, no peleaban ni discutían; pero todos ellos tenían
una callada resolución, una fiereza inflexible. Madre les dio la espalda para no
ver—. No podemos volver a hacer eso —decidió—. Tenemos que comer solos
—se oyó cómo rebañaban la olla y luego el montón de críos se disolvió y los
niños se fueron, dejando la olla rebañada en el suelo. Madre miró los platos
vacíos—. Ninguno de vosotros ha comido bastante.
Padre se puso en pie y salió de la tienda sin contestar. El predicador sonrió
para sí y se tumbó en el suelo con las manos juntas debajo de la cabeza. Al se
levantó.
—Tengo que echarle una mano a uno con el coche.
Madre recogió los platos y los sacó para lavarlos.
—Ruthie —llamó—, Winfield. Id a llenarme un cubo de agua ahora
mismo —les alcanzó el cubo y ellos se encaminaron hacia el río.
Una mujer fuerte y ancha se aproximó. Llevaba el vestido lleno de polvo y
con manchas de aceite de coche. Mantenía la barbilla alta en un gesto
orgulloso. Se detuvo a corta distancia y midió beligerante a Madre. Al final se
acercó.
—Buenas tardes —saludó con frialdad.
—Buenas tardes —contestó Madre, y se puso en pie y le ofreció una caja
—. ¿Quiere sentarse?
La mujer se llegó junto a Madre.
—No, no quiero sentarme.
Madre le dirigió una mirada interrogante.
—¿Le puedo ayudar en alguna cosa?
La mujer se colocó las manos en las caderas.
—Me puede ayudar ocupándose de sus propios hijos y dejando en paz a
los míos.
Madre abrió unos ojos como platos.
—Yo no he hecho nada… —empezó.
La mujer la miró con el ceño fruncido.
—Mi pequeño ha vuelto oliendo a estofado. Usted se lo dio, me lo ha
dicho. No vaya usted jactándose y presumiendo de tener estofado. No se le
ocurra. Ya tengo bastantes problemas para que usted me cause más. Me viene
y dice: ¿Por qué no tenemos estofado nosotros? —su voz temblaba de furia.
Madre se le acercó.
—Siéntese —dijo—. Siéntese y hablemos un poco.
—No pienso sentarme. Estoy intentando dar de comer a mi familia y va y
aparece usted con su estofado…
—Siéntese —dijo Madre—. Ése era el último estofado que vamos a comer
hasta que encontremos trabajo. Imagínese que está usted guisando y aparecen
un puñado de chiquillos dando vueltas a su alrededor. ¿Qué haría usted?
Nosotros no comimos lo suficiente, pero no puedes dejar de darles un poco
cuando te están mirando así —las manos de la mujer dejaron las caderas y
quedaron colgando. Sus ojos se clavaron inquisitivos en Madre, un momento,
y después la mujer se volvió y se alejó presurosa, entró en una tienda y cerró
la lona detrás de ella. Madre se quedó mirándola y luego volvió a arrodillarse
junto a la pila de platos de hojalata.
Al llegó presuroso.
—Tom —llamó—, ¿Tom está dentro?
Tom sacó la cabeza.
—¿Qué quieres?
—Ven conmigo —le conminó Al excitado.
Se alejaron caminando juntos.
—¿Qué es lo que te pasa? —le preguntó Tom.
—Ya te enterarás. Espera un momento —precedió a Tom en dirección al
coche destripado—. Este es Floyd Knowles —dijo.
—Sí, ya he hablado con él. ¿Cómo estás?
—Poniéndolo a punto —replicó Floyd.
Tom pasó el dedo por encima del bloque del motor.
—¿Qué clase de mosca te ha picado, Al?
—Floyd me acaba de decir algo. Díselo, Floyd.
Floyd dijo:
—No sé si debería, pero… sí, te lo voy a decir. Ha venido uno que dice que
va a haber trabajo más al norte.
—¿Al norte?
—Sí, un lugar llamado el valle de Santa Clara, en el quinto pino y todo
hacia el norte.
—¿Sí? ¿Qué tipo de trabajo?
—Recogida de ciruelas y peras y trabajo para las conserveras. Dice que
está casi a punto.
—¿A qué distancia? —preguntó Tom.
—Dios sabrá. Tal vez unas doscientas millas.
—Eso son muchas millas —dijo Tom—. ¿Cómo sabemos que vamos a
tener trabajo cuando lleguemos?
—La verdad es que no lo sabemos —replicó Floyd—. Pero aquí sí que no
hay nada y este tío dice que se lo dice su hermano en una carta y él se ha
puesto en marcha. Me dijo que no se lo dijera a nadie o habrá demasiada
gente. Hemos de salir por la noche. Hay que llegar allí y conseguir algo de
trabajo.
Tom le miró con suspicacia.
—¿Por qué tenemos que irnos a escondidas?
—Porque si todo el mundo va para allá no va a haber trabajo para nadie.
—Está muy lejos —dijo Tom.
Floyd pareció dolido.
—Yo me limito a darte la información. Haz con ella lo que quieras. Tu
hermano Al me ha ayudado y yo te digo esa información.
—¿Estás seguro de que aquí no hay trabajo?
—Mira, llevo tres semanas recorriendo los alrededores hasta bien lejos y
no he encontrado ni una muestra de trabajo, ni lo más mínimo. Si quieres
echar una ojeada por aquí y quemar gasolina mientras tanto, adelante. No te
estoy suplicando. Cuantos más vayan, menos posibilidades tengo yo.
Tom dijo:
—No me estoy quejando. Es solo que se trata de mucha distancia. Y
teníamos la esperanza de encontrar trabajo por aquí y alquilar una casa.
—Ya sé que acabáis de llegar —dijo Floyd con paciencia—. Hay cosas que
tenéis que aprender. Si me dejaras decírtelas, te ahorrarías disgustos. Si no me
dejas, tendrás que aprenderlas por la fuerza. No os vais a instalar
definitivamente porque no hay trabajo que os lo permita. Y el estómago
tampoco os va a dejar. Eso es lo que hay.
—Me gustaría poder echar un vistazo primero —dijo Tom incómodo.
Un coche atravesó el campamento y se detuvo en la tienda de al lado. Se
apeó un hombre vestido con un mono y una camisa azul. Floyd se dirigió a él:
—¿Has tenido suerte?
—En toda la maldita región no hay trabajo en absoluto hasta la recogida
del algodón —y se metió en la andrajosa tienda.
—¿Lo ves? —dijo Floyd.
—Sí, ya lo veo. Pero, por Dios, doscientas millas.
—Bueno, podéis contar con que no os vais a instalar en ningún sitio en una
temporada. Más valdría que os fuerais haciendo a la idea.
—Deberíamos irnos —dijo Al.
—¿Cuándo habrá trabajo por esta zona? —preguntó Tom.
—Dentro de un mes empieza el algodón. Si andáis bien de dinero podéis
esperar al algodón.
—Madre no querrá que volvamos a marcharnos —dijo Tom—. Está muy
cansada.
Floyd se encogió de hombros.
—Yo no intento obligaros a ir al norte. Haced lo que os parezca. Yo solo te
he dicho lo que he oído —cogió la junta grasienta del estribo, la ajustó
cuidadosamente sobre el bloque y apretó hacia abajo.
—Si quieres —le dijo a Al—, me puedes ayudar ahora con la cabeza del
motor.
Tom los contempló mientras colocaban la pesada cabeza suavemente sobre
los tornillos y la dejaban caer de una vez.
—Tendremos que hablarlo —dijo.
—No quiero que se entere nadie más que vosotros —dijo Floyd—. Sólo
vosotros. Y no os lo habría contado si tu hermano no me hubiera ayudado.
—Bueno, te agradezco mucho que nos lo hayas dicho —dijo Tom—.
Tenemos que pensarlo. Quizá vayamos.
—Dios mío, yo creo que iré tanto si van los demás como si no. Iré a dedo.
—¿Dejarías a la familia? —preguntó Tom.
—Desde luego. Y volvería con los vaqueros repletos de pasta. ¿Por qué
no?
—A Madre no le gustaría semejante cosa —replicó Tom—. Y a Padre
tampoco.
Floyd metió las tuercas y las apretó todo lo que pudo con los dedos.
—Yo y mi mujer salimos con unos parientes —dijo—. Antes nunca
hubiéramos pensado en separarnos. Ni pensarlo siquiera. Pero, ya ves,
estuvimos todos una temporada más al norte, y yo me vine para acá y ellos
siguieron y Dios sabe por dónde andarán. Desde entonces estamos
buscándoles y preguntando por ellos —ajustó la llave inglesa a los tornillos de
la cabeza del motor y la fue apretando a la vez, un giro a cada tuerca, siempre
en el mismo orden.
Tom se acuclilló junto al coche y levantó los ojos entornados a la hilera de
tiendas. Un poco de hierba latía en la tierra entre las tiendas.
—No, señor —dijo—. A Madre no le va a gustar que te largues.
—Bueno, a mí me parece que uno solo tiene más posibilidades de
encontrar trabajo.
—Quizá sí, pero a Madre no le gustará nada.
Llegaron al campamento dos coches cargados con hombres desconsolados.
Floyd levantó la mirada, pero no les preguntó cómo les había ido. Sus
semblantes polvorientos mostraban tristeza y disposición a resistir. El sol
empezaba a hundirse y su luz amarilla cayó sobre el Hooverville y los sauces
que había detrás. Los niños comenzaron a salir de las tiendas, a vagabundear
por el campamento. Y de las tiendas emergieron las mujeres para encender
pequeñas hogueras. Los hombres se reunieron en grupos y hablaron entre
ellos, en cuclillas todos. Un Chevrolet coupé nuevo dejó la carretera y se
dirigió al campamento. Se detuvo en el mismo centro. Tom dijo:
—¿Quiénes son estos? No son de aquí.
—No sé —replicó Floyd—, policías, a lo mejor.
La puerta del coche se abrió y de él salió un hombre que se quedó de pie,
quieto al lado del coche. Su acompañante permaneció sentado. Los hombres
acuclillados observaron a los recién llegados y la conversación se interrumpió.
Las mujeres, que encendían hogueras, miraron a hurtadillas el coche
reluciente. Los niños se fueron acercando siguiendo elaborados circuitos,
avanzando hacia el centro describiendo largas curvas.
Floyd dejó descansar su llave inglesa. Tom se puso en pie. Al se limpió las
manos en los pantalones. Los tres se acercaron calmosos al Chevrolet. El
hombre que había salido del coche llevaba unos pantalones de color caqui y
una camisa de franela. Se cubría la cabeza con un sombrero Stetson de ala
plana. Una pequeña cerca formada por plumas y lápices amarillos contenía un
fajo de papeles en el bolsillo de su camisa; y del bolsillo del pantalón
sobresalía una libreta con tapas de metal. Se movió hacia uno de los grupos de
hombres acuclillados, que levantaron los ojos hacia él, suspicaces y tranquilos.
Le miraron sin moverse, sin levantar la cabeza y el blanco de los ojos era
visible debajo del iris. Tom, y Al y Floyd se acercaron con aire distraído.
El hombre dijo:
—¿Quieren trabajar? —siguieron mirándole en silencio, con suspicacia. Y
los hombres se fueron aproximando desde todos los puntos del campamento.
Uno de los hombres agachados se decidió por fin a hablar.
—Pues claro que queremos trabajar. ¿Dónde hay trabajo?
—En el condado de Tulare. La fruta está madurando. Hacen falta muchas
manos para recogerla.
—¿Usted se encarga de contratar personal? —dijo Floyd.
—Bueno, yo tengo el contrato del terreno.
Los hombres habían formado un grupo compacto. Un hombre vestido con
un mono se quitó el sombrero negro y echó hacia atrás su largo cabello negro
con los dedos.
—¿Cuánto van a pagar? —preguntó.
—Pues aún no lo sé exactamente. Supongo que unos treinta centavos.
—¿Por qué no lo sabe? Usted tiene el contrato, ¿no es eso?
—Es cierto —dijo el hombre de caqui—. Pero está ligado al precio. Podría
ser algo más o algo menos.
Floyd dio un paso adelante. Dijo quedamente:
—Yo voy. Usted es contratista y tiene licencia. No tiene más que enseñar
su licencia y luego nos hace una oferta de trabajo que diga dónde, cuándo y
cuánto cobramos, lo firma e iremos todos.
El contratista se volvió, frunciendo el ceño.
—¿Intenta decirme cómo debo llevar mis asuntos?
—Si vamos a trabajar para usted, también es asunto nuestro —replicó
Floyd.
—Bueno, pues no me va usted a decir cómo lo tengo que hacer. Ya le he
dicho que necesito hombres.
—No ha dicho cuántos hombres —dijo Floyd colérico—, ni cuánto va a
pagar.
—Maldita sea, aún no lo sé.
—Si no lo sabe no tiene derecho a contratar a los hombres.
—Tengo derecho a llevar mis asuntos como me plazca. Si quieren
quedarse aquí sentados, muy bien, me voy a buscar hombres que quieran ir al
condado de Tulare. Van a hacer falta muchos hombres.
Floyd se volvió hacia los hombres. Estaban ya de pie, mirando en silencio
de un interlocutor al otro. Floyd dijo:
—Dos veces he caído ya en lo mismo. Quizá este hombre necesite mil
hombres. Reunirá allí a cinco mil y pagará a quince centavos la hora. Y
vosotros, pobres desgraciados, lo tendréis que tomar porque tenéis hambre. Si
quiere contratarnos, que lo haga por escrito y diga lo que va a pagar. Que nos
muestre su licencia. No está permitido contratar personal sin tener licencia.
El contratista se volvió hacia el Chevrolet y gritó:
—¡Joe! —su acompañante miró hacia afuera y luego abrió la puerta y
salió. Llevaba pantalones de montar y botas de cordones. Una funda pesada de
revólver colgaba de una cartuchera abrochada a su cintura. Sobre su camisa
marrón había prendida una estrella de ayudante del sheriff. Caminó hacia la
multitud pesadamente. Su rostro llevaba impresa una sonrisa desteñida.
—¿Qué quieres? —la funda se balanceaba adelante y atrás sobre la cadera.
—¿Has visto alguna vez a este tipo, Joe?
—¿Cuál de ellos? —preguntó el ayudante.
—Ése —el contratista señaló a Floyd.
—¿Qué ha hecho? —el ayudante del sheriff sonrió a Floyd.
—Habla como un rojo, causando agitación.
—Mmm —el ayudante se dio la vuelta despacio para ver el perfil de
Floyd, y al rostro de este afloró el color lentamente.
—¿Veis? —gritó Floyd—. Si este tío fuera honrado, ¿vendría acompañado
de un policía?
—¿Le has visto alguna vez? —insistió el contratista.
—Mmm, me parece que sí. La semana pasada, cuando dieron aquel golpe
en el almacén de coches de segunda mano. Me parece haber visto a este
hombre por allí dando vueltas. Sí. Juraría que es el mismo —la sonrisa
abandonó su rostro abruptamente—. Sube al coche —dijo, y desenganchó la
tira que cubría la culata de la pistola automática.
Tom dijo:
—No tienen ningún motivo para llevárselo.
El ayudante se dio la vuelta y se encaró con él.
—Si quieres acompañarle no tienes más que abrir el pico una vez más.
Había dos tipos merodeando por aquel almacén.
—La semana pasada ni siquiera estaba en este estado —dijo Tom.
—Bueno, puede que estés reclamado en algún otro sitio. Mantén la boca
cerrada.
El contratista se volvió hacia los hombres.
—No les conviene a ustedes hacer caso de estos rojos de mierda. Son unos
agitadores y les meterán en líos. Hay trabajo para todos ustedes en el condado
de Tulare.
Los hombres no contestaron.
El ayudante los miró.
—Podría ser una buena idea que fuerais —dijo. La sonrisa desteñida se
dibujaba una vez más en su cara—. La Junta de Sanidad dice que hay que
despejar este campamento. Y si se corre la voz de que tenéis rojos entre
vosotros… alguien podría resultar herido. Sería una buena idea que fuerais
hacia Tulare. Por aquí no hay absolutamente nada que hacer. Esto es una
forma amistosa de informaros. Si no os vais vendrán unos cuantos hombres
por aquí, con picos a lo mejor.
—Os he dicho que necesito hombres —insistió el contratista—. Si no
queréis trabajar, bueno, eso es asunto vuestro.
El ayudante sonrió.
—Si no quieren trabajar, no hay lugar para ellos en esta región. Nos
libraremos de ellos rápidamente.
Floyd permaneció rígido junto al ayudante del sheriff, con los pulgares
enganchados en el cinturón. Tom le echó una mirada furtiva y luego miró al
suelo fijamente.
—Eso es todo —dijo el contratista—. Hacen falta hombres en el condado
de Tulare; hay trabajo en abundancia.
Tom levantó la vista poco a poco hasta encontrar las manos de Floyd y vio
los nervios en las muñecas, marcándose bajo la piel. Tom subió sus manos y
enganchó los pulgares en el cinturón.
—Sí, eso es todo. No quiero que mañana por la mañana quede ni uno solo
de vosotros.
El contratista subió al Chevrolet.
—Tú —el ayudante se dirigió a Floyd—, sube al coche —alargó una mano
grande y agarró el brazo izquierdo de Floyd. Este se retorció y asestó el golpe
en un solo movimiento. Su puño se aplastó contra el rostro ancho del otro y sin
detenerse ni un segundo echó a correr esquivando las tiendas en fila. El
ayudante se tambaleó y Tom adelantó el pie y le puso la zancadilla. El otro
cayó pesadamente y rodó intentando sacar el revólver. Floyd aparecía y
desaparecía continuamente mientras seguía la hilera de tiendas. El ayudante
disparó desde el suelo. Una mujer que estaba delante de una tienda gritó y
luego se miró una mano que ya no tenía nudillos. Los dedos colgaban de los
nervios contra la palma de la mano y la carne estaba blanca y sin sangre.
Bastante más abajo Floyd se hizo visible, corriendo a toda velocidad hacia los
sauces. El ayudante, sentado en el suelo, levantó de nuevo el revólver y
entonces el reverendo Casy se adelantó súbitamente saliendo del grupo de
hombres. Le dio una patada en el cuello al ayudante y luego se retiró hacia
detrás mientras el pesado hombre se derrumbaba inconsciente.
El motor del Chevrolet rugió y partió como un rayo revolviendo el polvo.
Llegó a la carretera y siguió a toda velocidad. Delante de la tienda la mujer
continuaba mirando su mano destrozada. Pequeñas gotas de sangre
comenzaron a manar de la herida. Y una risa histérica empezó a formarse en
su garganta, una risa como un lamento que crecía en intensidad y altura con
cada inspiración.
El ayudante yacía de lado, con la boca abierta encima del polvo.
Tom recogió la automática, sacó el cargador y lo arrojó a los arbustos, y
sacó los cartuchos cargados de la recámara.
—Semejante tipejo no tiene derecho a llevar un revólver —dijo; y dejó
caer la automática al suelo.
Una multitud se había congregado alrededor de la mujer de la mano rota, y
su histeria se agudizó, y la risa adquirió un timbre de chillido.
Casy se aproximó a Tom.
—Tienes que irte —dijo—. Vete a los sauces y espera. No me vio pegarle
la patada, pero a ti sí te ha visto ponerle la zancadilla.
—No quiero irme —dijo Tom.
Casy juntó la cabeza y susurró:
—Te van a tomar las huellas digitales. Has violado la libertad bajo palabra.
Te meterán de nuevo en la prisión.
Tom aspiró aire lentamente.
—¡Dios mío! Lo había olvidado.
—Lárgate deprisa —aconsejó Casy—. Antes de que vuelva en sí.
—Me gustaría llevarme su revólver —dijo Tom.
—No. Si puedes regresar sin peligro, te llamaré con cuatro silbidos agudos.
Tom se fue alejando como si tal cosa, pero en cuanto estuvo fuera del
grupo apresuró sus pasos y desapareció entre los sauces que flanqueaban el
río.
Al se acercó al ayudante caído.
—¡Dios! —dijo admirativamente—, lo ha dejado usted bien tieso.
Los hombres habían seguido mirando al hombre inconsciente. De muy
lejos llegaba ahora el sonido de una sirena recorriendo la escala de arriba
abajo, cada vez más cercana. Al momento los hombres se pusieron nerviosos,
se balancearon sobre los pies un instante y luego se fueron apartando, cada
uno hacia su propia tienda. Sólo se quedaron Al y el predicador.
Casy se volvió hacia Al.
—Fuera —dijo—. Vamos, vete a la tienda. Tú no sabes nada.
—¿Sí? ¿Y qué pasa con usted?
Casy le hizo una mueca.
—Alguien tiene que cargar con la culpa. Yo no tengo hijos. Se limitarán a
meterme en la cárcel, y de todas formas no hago nada más que estar sentado
por ahí…
—Esa no es ninguna razón —dijo Al.
—Vete ya —dijo Casy ásperamente—. No te metas en esto.
Al se encrespó.
—A mí nadie me da órdenes.
Casy dijo suavemente:
—Si te metes en esto toda tu familia va a estar metida en el lío. Tú no me
preocupas, pero tu madre y tu padre van a tener problemas. Y quizá manden a
Tom de nuevo a McAlester.
Al lo pensó durante un momento.
—De acuerdo —dijo—. Sin embargo, creo que es usted un estúpido.
—Bueno —replicó Casy—, ¿por qué no?
La sirena chilló una vez más, y otra, cada vez más cerca. Casy se arrodilló
junto al ayudante del sheriff y le dio la vuelta. El hombre gruñó y parpadeó y
trató de enfocar la vista. Casy le limpió el polvo de los labios. Las familias se
habían recogido en las tiendas y las solapas de la lona estaban bajadas; el sol
poniente tiñó el aire de rojo y las tiendas grises parecieron de bronce.
Unos neumáticos chirriaron en la carretera y un coche descubierto llegó
veloz al campamento. Cuatro hombres salieron presurosos, armados con rifles.
Casy se puso en pie y caminó hacia ellos.
—¿Qué diablos pasa aquí?
—Dejé k.o. a ese hombre —explicó Casy.
Uno de los hombres armados fue hasta el ayudante del sheriff, que ya
estaba consciente e intentaba débilmente sentarse.
—¿Qué es lo que ha pasado?
—Mire —dijo Casy—, se puso chulo y le di un golpe y él empezó a
disparar… le dio a una mujer un poco más allá. Así que le volví a atizar.
—Bueno, y ¿qué había hecho usted en primer lugar?
—Le contesté —dijo Casy.
—Suba al coche.
—No faltaba más —replicó Casy, y se sentó en el asiento trasero. Dos
hombres ayudaron al herido a ponerse en pie. Él se palpó con prevención.
Casy dijo:
—Un poco más allá hay una mujer que puede desangrarse por culpa de su
mala puntería.
—Ya nos ocuparemos luego. Mike, ¿es este el que te pegó?
El aludido, aturdido y con cara de encontrarse mal, miró a Casy con fijeza.
—No me parece que sea él.
—Pues claro que fui yo —le contradijo Casy—. A mí no se me pone chulo
nadie.
Mike movió despacio la cabeza.
—No me parece que seas el mismo. ¡Dios!, creo que voy a vomitar.
—No voy a resistirme —dijo Casy—. Deberían ir a ver si es grave la
herida de la mujer.
—¿Dónde está?
—En aquella tienda de allí.
El jefe de los ayudantes caminó hacia la tienda rifle en mano. Habló desde
fuera y luego entró. Al cabo de un momento salió y regresó. Y aseguró, con un
deje de orgullo:
—¡Menudas carnicerías hace un 45! Le han puesto un torniquete.
Mandaremos a un médico.
Dos ayudantes flanquearon a Casy en el asiento. El jefe tocó el claxon. No
había en el campamento la menor actividad. Las tiendas estaban bien cerradas
y la gente permanecía en su interior. El motor encendió y el coche dio la vuelta
y salió del campamento. Casy se sentaba orgulloso entre sus guardianes, con la
cabeza alta, y los músculos del cuello se marcaban visiblemente. En sus labios
había una vaga sonrisa y en su rostro un curioso aire de victoria.
Cuando los ayudantes del sheriff se hubieron ido, la gente fue saliendo de
las tiendas. El sol estaba bajo y la suave luz azul del atardecer cubría el
campamento. Hacia el este las montañas seguían aún bañadas por la luz
amarilla. Las mujeres volvieron a las fogatas que habían dejado morir. Los
hombres se reunieron a hablar en voz baja.
Al salió reptando de la tienda y se dirigió hacia los sauces para avisar a
Tom. Madre dejó también la tienda y encendió la hoguera de ramitas.
—Padre —dijo—, no vamos a comer gran cosa. Ya comimos bastante
tarde.
Padre y el tío John se quedaron cerca viendo cómo Madre pelaba patatas,
las cortaba y las metía en la sartén llena de grasa. Padre dijo:
—¿Para qué diablos habrá hecho eso el predicador?
Ruthie y Winfield se acercaron y se agacharon a oír la conversación.
El tío John escarbó en la tierra con un largo clavo oxidado.
—Él sabía lo que es el pecado. Yo se lo pregunté y me lo explicó: pero no
sé si está en lo cierto. Dice que uno ha pecado si él cree que ha pecado —los
ojos del tío John mostraban cansancio y tristeza—. Toda la vida he tenido
secretos —dijo—. He hecho cosas que nunca he contado.
Madre se volvió desde el fuego.
—Pues no empieces ahora, John —pidió Madre—. Díselas a Dios. No
abrumes a los demás con tus pecados. No es decente.
—Me están corroyendo —dijo John.
—Bueno, no nos los digas. Vete al río, mete la cabeza bajo el agua y
murmúraselos a la corriente.
Padre asintió tras las palabras de Madre.
—Tiene razón —dijo—. A uno le alivia hablar, pero eso simplemente es
esparcir los propios pecados.
El tío John contempló las montañas doradas, que se reflejaron en sus ojos.
—Me gustaría poder expulsarlos —dijo—, pero no puedo. Me están
mordiendo las entrañas.
A su espalda Rose of Sharon salió de la tienda con aspecto de estar
mareada.
—¿Dónde está Connie? —preguntó irritada—. Hace mucho rato que no le
veo. ¿Dónde ha ido?
—Yo no le he visto —dijo Madre—. Si le veo le diré que le andas
buscando.
—No me encuentro bien —se quejó Rose of Sharon—. Connie no debería
haberme dejado sola.
Madre observó el rostro hinchado de la joven.
—Has estado llorando —dijo.
Las lágrimas surgieron de nuevo de los ojos de Rose of Sharon.
Madre continuó hablando con firmeza:
—Haz el favor de controlarte. Aquí estamos muchos. Contrólate. Ven acá a
pelar patatas. Sientes lástima de ti misma.
La muchacha empezó a volver a la tienda. Trató de evitar los ojos severos
de Madre, pero se sintió atrapada por ellos y fue lentamente hacia la hoguera.
—No debería haberse ido —dijo, pero ya sin llanto.
—Debes trabajar —opinó Madre—. Sentada todo el día en la tienda te da
por compadecerte de ti misma. No he tenido tiempo de cogerte por mi cuenta,
pero ahora voy a empezar. Toma este cuchillo y ponte con las patatas.
La muchacha se puso de rodillas y obedeció. Dijo amenazadora:
—Espera a que le eche la vista encima. Se va a enterar.
Madre sonrió despacio.
—Quizá te zurre. Te lo estás buscando, gimoteando todo el día y
mimándote a ti misma. Si te mete algo de cordura a base de cachetes, le voy a
dar mi bendición —los ojos de Rose of Sharon brillaron de resentimiento, pero
permaneció en silencio.
El tío John hundió el clavo oxidado en la tierra empujándolo con su ancho
pulgar.
—Necesito hablar —dijo.
—Bueno, pues habla ya, maldita sea —estalló Padre—. ¿A quién has
matado?
El tío John rebuscó con el pulgar en el bolsillo pequeño de los vaqueros y
sacó un sucio billete doblado. Lo extendió y se lo mostró.
—Cinco dólares —dijo.
—¿Lo has robado? —preguntó Padre.
—No, era mío. Lo tenía guardado.
—Era tu dinero, ¿no es eso?
—Sí, pero no tenía ningún derecho a guardármelo.
—No veo que sea un pecado —dijo Madre—. Es tuyo.
—No es solo que me lo guardara —siguió John hablando lentamente—.
Me lo guardé para emborracharme. Sabía que llegaría un momento en que
necesitaría pillar una curda para calmar el dolor de mis entrañas. Necesito
emborracharme. Pensaba que aún no había llegado el momento y entonces…
va el predicador y se entrega para salvar a Tom.
Padre asintió y ladeó la cabeza para oír mejor. Ruthie se aproximó como
un cachorrillo, arrastrándose con los codos y Winfield la siguió. Rose of
Sharon sacó un ojo profundo de una patata con la punta del cuchillo. La luz
del atardecer se oscureció y tomó una tonalidad más azul.
Madre dijo en un tono que no admitía discusión:
—No veo que porque él le haya salvado, tú tengas que emborracharte.
—No puedo explicarlo —dijo John con tristeza—. Me siento fatal. Lo ha
hecho con esa tranquilidad; da un paso adelante y dice: «He sido yo.» Y se lo
han llevado. Y yo voy a emborracharme.
Padre volvió a asentir.
—No veo por qué lo tienes que pregonar —dijo—. Si yo fuera tú,
simplemente me iría a emborracharme si lo necesitara.
—Llega el momento en que yo podría haber hecho algo y librar a mi alma
del gran pecado —dijo el tío John apesadumbrado—. Y se me escapó. No
estuve vivo y pasó. ¡Oye! —exclamó—. Tú tienes el dinero. Dame dos
dólares.
Padre rebuscó reacio en su bolsillo y sacó el monedero de cuero.
—No vas a necesitar siete dólares para emborracharte. No hay necesidad
de que bebas champán.
El tío John le ofreció su billete.
—Coge esto y dame dos dólares. Puedo cogerme una buena curda con dos
dólares. No quiero añadir el pecado de derroche. Me gastaré lo que tenga.
Como siempre.
Padre cogió el sucio billete y le dio al tío John dos dólares de plata.
—Aquí tienes —dijo—. Cada uno tiene que hacer lo que tiene que hacer.
Nadie sabe lo suficiente para decirle lo que debe hacer a otro.
El tío John se guardó las monedas.
—¿No te vas a enfadar? Sabes que he de hacerlo, ¿verdad?
—Sí, por Dios —dijo Padre—. Tú sabrás lo que tienes que hacer.
—No podría pasar esta noche de ninguna otra forma —dijo. Se volvió
hacia Madre—. ¿No me vas a recriminar?
Madre no levantó la mirada.
—No —respondió quedamente—. No… vete tranquilo.
Él se puso en pie y se alejó con aire desamparado en el atardecer. Llegó a
la carretera de asfalto y cruzó el piso hasta la tienda de comestibles. Delante
de la puerta de tela metálica se quitó el sombrero, lo dejó caer en el polvo y lo
pisoteó con el tacón en señal de autodegradación. Dejó allí el sombrero negro,
roto y manchado. Entró en la tienda y se dirigió a los estantes donde estaban
las botellas de whisky colocadas tras un enrejado de alambre.
Padre, Madre y los niños contemplaron al tío John mientras se alejaba. Los
ojos llenos de resentimiento de Rose of Sharon permanecieron fijos en las
patatas.
—Pobre John —dijo Madre—. Me pregunto si hubiera servido de algo…
no… supongo que no. Nunca he visto un hombre tan empeñado.
Ruthie se giró de lado en el polvo. Puso la cabeza junto a la de Winfield y
tiró de la oreja de su hermano para acercarla a su boca. Susurró:
—Voy a emborracharme —Winfield resopló y cerró la boca con decisión.
Los dos chiquillos se alejaron reptando, conteniendo la respiración, con los
rostros morados de aguantar la risa. Se arrastraron hasta la parte trasera de la
tienda, se pusieron en pie de un salto y echaron a correr chillando. Corriendo
hacia los sauces y una vez a cubierto, rieron con grandes carcajadas. Ruthie
cruzó los ojos y aflojó las articulaciones; se tambaleó, tropezando como si
fuera de goma, con la lengua colgando—. Estoy borracha —anunció.
—Mira —gritó Winfield—. Mírame, aquí estoy, soy el tío John —aleteó
con los brazos resoplando y dio vueltas hasta estar mareado.
—No —dijo Ruthie—. Es así. Es así. Yo soy el tío John. Estoy borracho
perdido.
Al y Tom, que caminaban tranquilamente entre los sauces, tropezaron con
los niños tambaleándose por ahí como locos. Habían conseguido levantar un
polvo denso. Tom se detuvo y escudriñó.
—¿No son esos Ruthie y Winfield? ¿Qué diablos les pasa? —siguieron
acercándose—. ¿Estáis locos? —preguntó Tom.
Los niños se interrumpieron avergonzados.
—Estábamos… jugando —contestó Ruthie.
—Vaya tontería de juego —dijo Al.
—No es más tonto que muchas otras cosas —replicó Ruthie con descaro.
Al siguió caminando. Le dijo a Tom:
—Ruthie está ganándose a pulso una patada en el culo. Lleva ya tiempo
pidiéndola. Está casi a punto para ganársela.
Ruthie le hizo una mueca a la espalda, se estiró la boca con los dedos
índices, le sacó la lengua, le insultó de todas las formas que conocía, pero Al
no se volvió a mirarla. Ella miró a Winfield para recomenzar el juego, pero ya
se había echado a perder. Ambos lo sabían.
—Vamos al agua a meter la cabeza dentro —sugirió Winfield. Caminaron
entre los sauces; estaban furiosos con Al.
Al y Tom avanzaron en silencio en el crepúsculo. Tom dijo:
—Casy no debía haber hecho eso. Aunque yo podría habérmelo
imaginado. Me estuvo hablando de que no había hecho nada por nosotros. Es
un tipo curioso, Al. Se pasa todo el tiempo pensando.
—Es por haber sido predicador —opinó Al—. Se acaban liando con todas
esas cosas.
—¿A dónde crees que iba Connie?
—Supongo que iría a cagar.
—Pues sí que se iba lejos.
Anduvieron entre las tiendas, manteniéndose cerca de las paredes. Al pasar
por la tienda de Floyd les detuvo un saludo en voz baja. Se acercaron a la
solapa de la tienda y se pusieron en cuclillas. Floyd levantó ligeramente la
lona.
—¿Os vais?
—No lo sé —dijo Tom—. ¿Crees que deberíamos?
Floyd dejó escapar una risa agria.
—Ya oísteis lo que dijo ese policía. Si no os marcháis vais a arder. Estás
loco si crees que ese tío no va a volver después de la paliza que recibió. Los
tíos de los billares vendrán esta noche a prendernos fuego.
—Entonces lo mejor va a ser largarse —se mostró de acuerdo Tom—. ¿A
dónde vas a ir tú?
—Pues hacia el norte, como ya te dije.
—Oye, uno me ha hablado de un campamento del gobierno que hay cerca
de aquí —dijo Al—. ¿Dónde está?
—Ah, creo que está completo.
—Bueno, pero ¿dónde está?
—Hacia el sur por la 99, unas doce o catorce millas y luego giras hacia el
este hasta Weedpatch. Está muy cerca de allí. Pero creo que está completo.
—Lo que no puedo entender es por qué ese policía tenía tan mala leche —
dijo Tom—. Parecía estar buscando bronca, como si estuviera pinchándonos
para que se liara la cosa.
Floyd replicó:
—No sé aquí, pero cuando estaba más al norte conocí a uno, era buena
gente. Me dijo que allí los ayudantes tienen que encerrar a gente. El sheriff
recibe setenta y cinco centavos al día por cada prisionero y les da de comer
por veinticinco centavos. Si no tienen presos, no saca beneficio. Aquel hombre
me dijo que no había encarcelado a nadie en una semana y el sheriff le había
advertido que o arrestaba a unos cuantos o tendría que devolver la placa. Este
tío que ha venido hoy venía con la intención de llevarse a alguno como fuera.
—Tenemos que irnos —dijo Tom—. Hasta otra, Floyd.
—Hasta otra. Seguramente nos veremos. Eso espero al menos.
—Adiós —dijo Al. Recorrieron el campamento gris oscuro hasta la tienda.
La sartén de patatas friéndose silbaba y salpicaba sobre el fuego. Madre
movía las gruesas rodajas con una cuchara. Padre estaba cerca, sentado y
abrazándose las rodillas. Rose of Sharon estaba sentada bajo la lona encerada.
—Aquí está Tom —exclamó Madre—. Gracias a Dios.
—Tenemos que marcharnos de aquí —dijo Tom.
—¿Qué es lo que pasa ahora?
—Pues que Floyd dice que esta noche van a pegar fuego al campamento.
—¿Por qué diablos van a hacer eso? —preguntó Padre—. No hemos hecho
nada.
—Nada excepto darle una paliza a un policía —replicó Tom.
—Bueno, no hemos sido nosotros.
—Por lo que dijo ese policía, quieren echarnos de aquí.
Rose of Sharon quiso saber:
—¿Habéis visto a Connie?
—Si —respondió Al—. En el quinto pino río arriba. Iba hacia el sur.
—¿Se marchaba?
—No lo sé.
Madre se volvió hacia la muchacha.
—Rosasharn, has estado diciendo cosas raras y comportándote de forma
curiosa. ¿Qué te dijo Connie?
Rose of Sharon respondió torvamente:
—Me dijo que habría hecho mejor quedándose en casa y estudiando
tractores.
Todos permanecieron sumidos en profundo silencio. Rose of Sharon
contempló el fuego, y sus ojos brillaron a la luz de la fogata. Las patatas
chisporrotearon con intensidad en la sartén. La joven sorbió y se limpió la
nariz con el dorso de la mano.
Padre dijo:
—Connie no servía para nada. Lo sé desde hace tiempo. No tenía lo que
hay que tener, simplemente se lo creía.
Rose of Sharon se puso en pie y entró en la tienda. Se tumbó en el colchón
boca abajo y escondió la cabeza entre sus brazos cruzados.
—Supongo que no serviría de nada ir a por él —dijo Al.
—No —replicó Padre—. Si no sirve para esto, más vale que no venga.
Madre se asomó a la tienda donde Rose of Sharon yacía en su colchón.
—Sh. No digas eso.
—Bueno, no servía para nada —insistió Padre—. No hacía más que decir
todo el tiempo lo que iba a hacer y nunca hacía nada. No quise decir nada
mientras estuvo aquí. Pero ahora que ha huido…
—Sh —dijo Madre suavemente.
—¿Por qué, por el amor de Dios? ¿Por qué tengo que callarme? Ha huido
¿no es eso?
Madre dio la vuelta a las patatas con la cuchara y la grasa hirvió y salpicó.
Alimentó el fuego con ramitas y las llamas se elevaron e iluminaron la tienda.
Madre dijo:
—Rosasharn va a tener una criatura y la mitad de ella es Connie. No está
bien que un bebé crezca oyendo a su familia decir que su padre era un inútil.
—Es mejor decir eso que mentirle —dijo Padre.
—No, no es mejor —le interrumpió Madre—. Hazte a la idea de que ha
muerto. No hablarías mal de Connie si estuviera muerto.
Tom intervino:
—Pero bueno, ¿qué es esto? No estamos seguros de que Connie se haya
ido definitivamente. No hay tiempo para charlar. Tenemos que comer y
ponernos en camino.
—¿En camino? Si acabamos de llegar aquí —Madre le miró a través de la
oscuridad herida por la luz de la hoguera.
Él explicó con detenimiento:
—Madre, esta noche van a incendiar el campamento. Tú sabes que yo no
soy capaz de quedarme mirando cómo se queman nuestras cosas, ni Padre lo
es, ni el tío John. La pelea sería inevitable y, sencillamente, no puedo
permitirme el lujo de que me detengan y me fotografíen para identificarme.
Hoy me libré por los pelos, porque el predicador intervino.
Madre había estado dando vueltas a las patatas fritas en la grasa caliente.
Ahora tomó una decisión.
—Venga —gritó—. Vamos a comer esto. Hemos de marchar con rapidez
—sacó los platos de hojalata.
Padre dijo:
—¿Y qué hay de John?
—¿Dónde está el tío John? —preguntó Tom.
Padre y Madre callaron un momento y luego Padre respondió:
—Se fue a emborracharse.
—Dios —exclamó Tom—. Vaya un momento que ha ido a escoger. ¿A
dónde fue?
—No lo sé —contestó Padre.
Tom se levantó.
—Mira —dijo—, vosotros comed y cargad todo. Yo voy a buscar al tío
John. Debe de haber ido a la tienda al otro lado de la carretera.
Tom echó a andar con rapidez. Los pequeños fuegos donde se cocinaba
ardían delante de las tiendas y las chabolas, y la luz caía sobre los semblantes
de hombres y mujeres harapientos, de niños acurrucados. A través de la lona
de unas pocas tiendas brillaba la luz de las lámparas de queroseno y mostraba
a las gentes como enormes sombras en la tela.
Tom recorrió el camino polvoriento y cruzó la carretera asfaltada para
llegar a la tiendecita. Se detuvo ante la puerta enrejada y miró al interior. El
propietario, un hombrecillo gris con un bigote descuidado y ojos acuosos, se
apoyaba en el mostrador mientras leía un periódico. Sus brazos delgados
estaban desnudos y llevaba un largo delantal blanco. Amontonados a su
alrededor y a su espalda había montones, pirámides, muros de productos
enlatados. Levantó la vista al entrar Tom y entornó los ojos como si apuntara
con una escopeta.
—Buenas tardes —dijo—. ¿Qué se le ofrece?
—Mi tío —respondió Tom—. Ha huido o algo así.
El hombre gris mostró una expresión confusa y preocupada al tiempo. Se
tocó la punta de la nariz con delicadeza y la movió en círculos para mitigar un
picor.
—Ustedes siempre están perdiendo a alguien —dijo—. Cada día diez o
más veces entra alguien y dice: «Si ve usted a un hombre llamado fulano de tal
con un aspecto así o asá, por favor dígale que nos hemos ido hacia el norte.»
Siempre dicen algo parecido.
Tom se echó a reír.
—Bueno, si ve usted a un mocoso que se llama Connie y tiene un poco
cara de coyote, dígale que se vaya a la mierda. Que nos hemos ido al sur. Pero
ese no es a quien busco. ¿Ha venido por aquí un hombre de unos sesenta años,
con pantalones negros, pelo medio canoso, a por algo de whisky?
Los ojos del hombre gris se encendieron.
—Desde luego que sí. Nunca he visto nada igual. Se paró ahí fuera, tiró el
sombrero y lo pisoteó. Mire, aquí tengo el sombrero —sacó el sombrero sucio
y destrozado de debajo del mostrador.
Tom lo cogió.
—Es él, no hay duda.
—Bueno, pues compró un par de pintas de whisky y no dijo ni una palabra.
Le quitó el corcho y empinó la botella. Aquí no se puede beber, yo no tengo
licencia, así que voy y le digo: «Oiga, no puede beber aquí. Tiene que salir
afuera.» Pues bien, salió, se quedó justo al lado de la puerta y juraría que no
empinó esa pinta más de cuatro veces antes de que estuviera vacía. Arrojó la
botella y se apoyó en la puerta. Con los ojos como ausentes. Me dijo:
«Gracias, señor», y se marchó. Nunca he visto a nadie beber de esa manera en
toda mi vida.
—¿Se marchó? ¿En qué dirección? Tengo que encontrarle.
—Pues resulta que sí se lo puedo decir. Nunca había visto a nadie beber
así, de modo que me quedé mirándole. Fue hacia el norte; y entonces pasó un
coche, lo iluminó y él cayó a la cuneta. Las piernas se le empezaban a doblar
un poco. Ya tenía la otra pinta abierta. No debe andar muy lejos, tal como iba.
—Gracias —dijo Tom—. Tengo que encontrarle.
—¿Quiere llevarse el sombrero?
—Sí, sí, le hará falta. Bueno, pues gracias.
—¿Qué le pasa? —inquirió el hombre gris—. No obtenía ningún placer
bebiendo así.
—Es un poco… depresivo. Bien, buenas noches. Y si ve a ese fantasma de
Connie, dígale que nos hemos ido al sur.
—Tengo que localizar y dar recados a tanta gente que ni siquiera me
acuerdo de todos.
—No se esfuerce demasiado —aconsejó Tom. Salió por la puerta de tela
metálica con el polvoriento sombrero negro del tío John. Cruzó la carretera
asfaltada y caminó por el borde de la misma. A sus pies, en una depresión,
yacía el Hooverville; y las pequeñas hogueras parpadeaban y faroles relucían a
través de las tiendas. En algún lugar del campamento sonaba una guitarra,
acordes lentos, tocados sin una secuencia, como practicando. Tom se detuvo y
escuchó y luego caminó lentamente por el borde de la carretera, parándose
cada pocos pasos para volver a escuchar. Había avanzado un cuarto de milla
antes de oír lo que estaba esperando. Desde el fondo del terraplén el sonido de
una voz desafinada, espesa, cantando monótona. Tom ladeó la cabeza para oír
mejor.
Y la apagada voz cantaba: «He dado mi corazón a Jesús; Jesús llévame
contigo. He dado mi alma a Jesús, Jesús es mi hogar.» La canción fue
desvaneciéndose hasta convertirse en un murmullo y desaparecer. Tom bajó
presuroso por el terraplén, buscando el lugar del que provenía la canción. Al
poco se detuvo y volvió a escuchar. Esta vez la voz era más cercana, la misma
cantinela lenta y desafinada: «Oh, la noche que murió Maggie, ella me llamó a
su lado y me dio aquellos calzones de franela roja que usaba. En las rodillas
había bolsas…» Tom se movió hacia adelante con cautela. Vio la forma negra
sentada en el suelo y se aproximó furtivamente y se sentó. El tío John empinó
la pinta y el licor gorgoteó al pasar por el cuello de la botella.
Tom dijo en voz baja.
—¡Eh!, espera, ¿qué pasa contigo?
—¿Quién eres? —el tío John volvió la cabeza.
—¿Ya te has olvidado de mí? Te has bebido cuatro tragos por uno mío.
—No, Tom. No me vas a engañar. Estoy completamente solo. Tú no has
estado aquí.
—Bueno, pues te aseguro que ahora sí que estoy. ¿Qué tal si me das un
trago?
El tío John volvió a levantar la pinta y se oyó el glu-glu del whisky. Agitó
la botella. Estaba vacía.
—No hay más —dijo—. Deseo tanto morir, tengo tantas ganas de morir, de
morir un poquito. Lo necesito. Como estar dormido. Morir un poco. Tan
cansado. Cansado. Tal vez… no volver a despertar —su voz canturreó como a
lo lejos. «Llevaré una corona… una corona de oro.»
Tom dijo:
—Escúchame, tío John. Vamos a seguir camino. Ven conmigo y puedes ir a
dormir directamente encima de la carga.
John meneó la cabeza.
—No. Seguid adelante. Yo no voy. Voy a descansar aquí. Es inútil que
vuelva. No sería bueno para nadie… arrastrando mis pecados como
calzoncillos sucios entre gente decente. Yo no voy.
—Venga. No podemos irnos si no vienes.
—Marchaos. Yo no sirvo para nada, para nada. Lo único que hago es ir
arrastrando mis pecados, manchando a todos a mi alrededor.
—No tienes más pecados que cualquier otro.
John acercó la cabeza y le guiñó un ojo sabiamente. Tom pudo ver
débilmente su rostro a la luz de las estrellas.
—Nadie conoce mis pecados, excepto Jesús. Él sabe.
Tom se puso de rodillas. Colocó su mano en la frente del tío John y la notó
caliente y seca. John le apartó la mano torpemente.
—Venga —suplicó Tom—. Vámonos ahora, tío John.
—Yo no pienso ir. Estoy cansado. Voy a descansar aquí mismo. Aquí
mismo.
Tom estaba muy próximo. Puso su puño contra la barbilla del tío John.
Trazó un par de veces un arco de prueba, para calcular la distancia; y entonces,
haciendo un balanceo desde el hombro, dio en la barbilla un puñetazo limpio y
perfecto. La barbilla de John se fue hacia arriba con un golpe seco y él cayó
hacia detrás e intentó volver a sentarse. Pero Tom, que estaba arrodillado junto
a él, le volvió a golpear mientras John levantaba un codo. El tío John
permaneció inmóvil en la tierra.
Tom se levantó e, inclinándose, recogió el cuerpo relajado y flojo y lo
impulsó hacia arriba hasta colocárselo sobre el hombro. Se tambaleó bajo el
peso muerto. Las manos de John le palmeaban la espalda al andar, lentamente,
resoplando mientras ascendía por el terraplén hasta la carretera. Una vez pasó
un coche y le iluminó con el hombre desmayado sobre el hombro. El coche
disminuyó la velocidad un instante y luego se alejó rugiendo.
Tom jadeaba cuando llegó al Hooverville, bajó por el camino y alcanzó el
camión de su familia. John estaba volviendo en sí; se resistió débilmente. Tom
lo dejó con cuidado en el suelo.
El campamento había sido levantado en su ausencia. Al pasaba los bultos
al camión. La lona encerada esperaba lista para cubrir la carga.
Al dijo:
—No cabe duda de que decidió hacerlo por la vía rápida.
Tom se disculpó.
—Le tuve que dar un par de golpes para conseguir que viniera. Pobre
hombre.
—¿No le habrás hecho daño? —preguntó Madre.
—No creo. Ya se está recuperando.
El tío John se encontraba débil y mareado, en el suelo. Tenía espasmos de
vómitos en pequeños jadeos.
—Te guardé un plato de patatas, Tom —dijo Madre.
—En este momento no estoy precisamente de humor —río Tom entre
dientes.
—Venga, Al —llamó Padre—. Coloca la lona por la cuerda.
El camión estaba cargado y listo. El tío John se había quedado dormido.
Tom y Al lo izaron y lo subieron encima de la carga mientras Winfield imitaba
el sonido de arcadas detrás del camión y Ruthie se metía la mano en la boca
para no soltar la carcajada.
—Todo listo —anunció Padre.
—¿Dónde está Rosasharn? —preguntó Tom.
—Allí —respondió Madre—. Vamos, Rosasharn. Es hora de irnos.
La muchacha estaba sentada, inmóvil, con la barbilla hundida en el pecho.
Tom se acercó a ella.
—Venga —le dijo.
—Yo no voy —dijo, sin levantar la cabeza.
—Tienes que venir.
—Quiero que venga Connie. No pienso irme hasta que regrese.
Tres coches salieron del campamento, camino adelante hacia la carretera,
coches viejos cargados con los enseres de acampar y la gente. Llegaron con
estruendo hasta la carretera y se alejaron, sus débiles luces alumbrando la ruta.
Tom dijo:
—Connie nos encontrará. Le dejé recado en la tienda de dónde estaríamos.
Él nos encontrará.
Madre se llegó junto a ellos y se detuvo al lado de su hijo.
—Venga, Rosasharn. Vamos, cariño —dijo con dulzura.
—Quiero esperar.
—No podemos esperar —Madre se inclinó, tomó a su hija del brazo y la
ayudó a ponerse de pie.
—Él nos encontrará —repitió Tom—. No te preocupes. Ya nos encontrará.
Caminaron flanqueando a la joven.
—Quizá haya ido a comprar los libros para estudiar —dijo Rose of Sharon
—. Quizá quería darnos una sorpresa.
—Puede que eso sea justo lo que haya hecho —dijo Madre. La condujeron
hasta el camión y la ayudaron a encaramarse en la carga y ella se arrastró bajo
la lona y desapareció en la oscura cueva.
Entonces el barbudo de la chabola de maleza se acercó tímidamente al
camión. Se quedó allí con las manos unidas detrás de la espalda.
—¿Van a dejar alguna cosa que uno pueda aprovechar? —preguntó al fin.
—No se me ocurre nada —replicó Padre—. No tenemos nada que
podamos dejar.
—¿Es que no se van a ir? —preguntó Tom.
Durante largo rato el barbudo le miró fijamente.
—No —dijo por último.
—Pero si van a quemar el campamento.
Sus ojos huidizos se clavaron en la tierra.
—Ya lo sé. Ya lo han hecho otras veces.
—Bueno, y ¿por qué rayos no se largan?
Los ojos aturdidos miraron arriba un momento y luego volvieron a bajar y
la luz agonizante de la hoguera tenía un resplandor rojizo.
—No lo sé. Se tarda mucho en volver a acumular cosas.
—No le quedará nada si todo arde.
—Lo sé. ¿No van a dejar nada aprovechable?
—Estamos limpios, pelados —dijo Padre. El hombre se alejó como
ausente—. ¿Qué es lo que le pasa? —exigió Padre.
—Demasiada policía —explicó Tom—. Como me dijo uno, este está
sonado. Le han dado demasiados golpes en la cabeza.
Una segunda caravana en miniatura atravesó el campamento, trepó a la
carretera y se alejó.
—Venga, Padre. Vámonos. Mira, tú, yo y Al vamos en el asiento. Madre
puede viajar en la carga. No. Madre, tú siéntate en el medio. Al —Tom buscó
debajo del asiento y sacó una gran llave inglesa—. Al, tú ve detrás. Llévate
esto por si acaso. Si alguno intenta subir… dale fuerte.
Al cogió la llave inglesa, trepó por el tablón trasero y se acomodó con las
piernas cruzadas, llave inglesa en mano. Tom sacó la barra de hierro de debajo
del asiento y la dejó en el suelo, bajo el pedal del freno.
—Bien —dijo—. Siéntate en el medio, Madre.
—Yo no tengo nada en la mano —dijo Padre.
—Puedes estirarte y alcanzar la barra de hierro —dijo Tom—. Espero, por
Dios, que no haga falta —apretó el estárter y el ruidoso volante giró, el motor
encendió y se quedó muerto y volvió a encenderse. Tom encendió las luces y
salió del campamento en primera. Las débiles luces palpaban nerviosamente la
carretera. Subieron a la carretera y enfilaron en dirección sur. Tom dijo:
—Llega un momento en que uno se pone furioso.
Madre le interrumpió:
—Tom… me dijiste… me prometiste que no te habías vuelto así. Me lo
prometiste.
—Ya lo sé, Madre. Lo estoy intentando. Pero esos ayudantes del sheriff…
¿Has visto uno alguna vez que no tuviera el culo gordo? Y menean el culo y
muestran su revólver por ahí. Madre —dijo—, si ellos estuvieran trabajando
con la ley, lo podríamos soportar. Pero no es eso. Su trabajo es minarnos la
moral. Intentan que estemos encogidos, arrastrándonos como una perra
apaleada. Tratan de destrozarnos. Por Dios, Madre, llega un momento en que
lo único que uno puede hacer para conservar la dignidad es atizarle a un
policía. Nos están comiendo la dignidad.
—Me lo prometiste, Tom —insistió Madre—. Eso que dices es lo que hizo
Floyd Niño Bonito. Yo conocía a su madre. A su hijo le hicieron daño.
—Lo estoy intentando, Madre. Te juro por Dios que lo intento. Pero no
querrás que me arrastre como una perra apaleada, con el vientre por el suelo,
¿verdad?
—Estoy rezando. No puedes meterte en líos, Tom. La familia se viene
abajo. Tienes que portarte bien.
—Lo intentaré, Madre. pero cuando uno de esos culones se mete conmigo
es que me cuesta un esfuerzo tremendo. Sería distinto si se tratara de la ley.
Pero pegar fuego al campamento no es la ley.
El camión traqueteó avanzando. Al frente, una pequeña línea de faroles
rojos se extendía a través de la carretera.
—Creo que hay una desviación —dijo Tom. Frenó y el camión se detuvo e
inmediatamente un montón de hombres rodearon el vehículo. Iban armados
con mangos de picos y escopetas. Llevaban cascos de trinchera y algunos
gorros de la Legión Americana. Un hombre se asomó a la ventana; le precedía
el aroma cálido del whisky.
—¿A dónde tienen intención de ir? —acercó su rostro rojo junto al de
Tom.
Tom se puso rígido. Su mano se movió furtivamente hacia el suelo
buscando la barra de hierro. Madre le agarró el brazo y lo sujetó con fuerza.
Tom dijo:
—Pues… —y entonces su voz adoptó un tono de servilismo lastimero—.
Somos forasteros —dijo—. Oímos que había trabajo en un lugar llamado
Tulare.
—Maldita sea, pues van en dirección contraria. No queremos ningún okie
desgraciado en este pueblo.
Los hombros y los brazos de Tom estaban tensos y le recorrió un
escalofrío. Madre se aferró a su brazo. Por delante el camión estaba rodeado
de hombres armados. Algunos de ellos, para sugerir una apariencia militar,
llevaban guerreras y cartucheras.
Tom preguntó plañidero:
—¿Por dónde se va, señor?
—Da la vuelta y dirígete al norte. Y no volváis hasta que el algodón esté a
punto.
Tom se estremeció de la cabeza a los pies.
—Sí, señor —dijo. Metió la marcha atrás y giró. Volvió a conducir por
donde había venido. Madre le soltó el brazo y le palmeó suavemente. Y Tom
intentó contener los sollozos violentos y ahogados.
—No hagas caso —dijo Madre—. No hagas caso.
Tom se sonó la nariz por la ventana y se secó los ojos con la manga.
—Hijos de la gran puta…
—Has hecho bien —dijo Madre con ternura—. Lo que tenías que hacer.
Tom se desvió por un camino de tierra, avanzó cien metros y apagó las
luces y el motor. Se apeó del coche con la barra de hierro.
—¿Dónde vas? —exigió Madre.
—Sólo voy a echar una ojeada. No vamos a ir hacia el norte —los faroles
rojos se movían carretera delante. Tom los vio pasar por la entrada al camino
de tierra y seguir avanzando. En unos instantes se oyó el sonido de gritos y
chillidos y luego la luz de las llamas se elevó en la dirección del Hooverville.
La luz creció y se extendió, y de la distancia llegó el crepitar del fuego. Tom
volvió a subir al camión. Dio la vuelta y recorrió el camino sin poner las luces.
Una vez en la carretera giró de nuevo hacia el sur y encendió los faros.
Madre preguntó con timidez:
—¿A dónde vamos, Tom?
—Al sur —respondió él—. No permito que esos desgraciados nos digan a
dónde tenemos que ir. No podemos permitirlo. Vamos a intentar pasar por
fuera de la ciudad, sin tener que atravesarla.
—Sí, pero ¿dónde vamos? —habló Padre por primera vez—. Eso es lo que
yo quisiera saber.
—Vamos a buscar ese campamento del gobierno —reveló Tom—. Un tipo
me dijo que allí no dejan entrar a los ayudantes del sheriff. Madre… tengo que
alejarme de ellos. Tengo miedo de acabar matando a alguno.
—Tranquilo, Tom —le calmó Madre—. Tranquilo, Tommy. Ya has hecho
lo que debías una vez. Puedes volver a hacerlo.
—Sí, y después de un tiempo no me va a quedar ni una pizca de dignidad.
—Tranquilo —dijo ella—. Debes tener paciencia. Mira, Tom… nosotros,
nuestra gente, seguirá viviendo cuando estos otros hayan desaparecido.
Escucha, Tom, nosotros somos la gente que vive. No nos pueden borrar del
mapa. Nosotros somos la gente, nosotros seguimos adelante.
—Nos apalean continuamente.
—Ya lo sé —Madre río entre dientes—. Quizá es lo que nos hace fuertes.
Los ricos van y se mueren y sus hijos no sirven para nada y van
desapareciendo. Sin embargo, Tom, nosotros seguimos surgiendo. No te
inquietes, Tom. Llegan nuevos tiempos, distintos.
—¿Cómo lo sabes?
—No sé cómo.
Entraron en el pueblo y Tom torció por una calle lateral para evitar el
centro. A la luz de la calle contempló a su madre; su rostro estaba en calma y
sus ojos tenían una extraña mirada, como los ojos intemporales de una estatua.
Tom alargó la mano derecha y tocó el hombro de su madre. Tuvo que hacerlo.
Y después retiró la mano.
—En mi vida te había oído hablar tanto —le dijo.
—Antes nunca hubo ninguna razón —replicó ella.
Tom condujo por las calles laterales, dejó el pueblo y volvió a la carretera.
En un cruce vio la indicación de la carretera 99. Siguió por ella en dirección
sur.
—Bueno, en cualquier caso no han conseguido echarnos hacia el norte —
dijo—. Aún vamos a donde queremos, aunque para ello tengamos que
arrastrarnos.
Las débiles luces caían a lo largo de la ancha y negra carretera que tenían
por delante.
Capítulo XXI
Ahora las personas que estaban en movimiento, que iban en busca de algo,
eran emigrantes. Las familias que habían vivido en una pequeña parcela de
terreno, que habían vivido y habían muerto en un espacio de cuarenta acres,
que habían comido o pasado hambre con lo que producían esos cuarenta acres,
tenían ahora todo el oeste para recorrerlo a sus anchas. Y se extendían
presurosas, buscando trabajo; las carreteras eran ríos de gentes y las cunetas a
los bordes eran también hileras de gente. Tras estas gentes venían otras. Las
grandes carreteras bullían de gente en movimiento. Allá en el medio oeste y el
suroeste había vivido una población sencilla y campesina a la que no había
afectado el cambio de la industria, que no había trabajado la tierra con
maquinaria, ni conocido la fuerza y el peligro que las máquinas podían
adquirir estando en manos privadas. No habían crecido en las paradojas de la
industria. Sus sentidos todavía percibían con claridad lo ridículo de la vida
industrial.
Y entonces, de pronto, las máquinas los expulsaron y ellos invadieron las
carreteras. El movimiento les hizo cambiar; las carreteras, los campamentos a
orillas de los caminos, el temor al hambre, y la misma hambre, les
transformaron. Cambiaron porque los niños debían pasarse sin cenar y por
estar en constante e incesante movimiento. Eran emigrantes. Y la hostilidad les
hizo diferentes, los fundió, los unió: la hostilidad que hacía que en los
pequeños pueblos la gente se agrupara y tomara las armas como para rechazar
a un invasor, brigadas con mangos de picos, dependientes y tenderos con
escopetas, protegiendo el mundo contra su propia gente.
En el oeste cundió el pánico cuando los emigrantes se multiplicaron en las
carreteras. Los que tenían propiedades temieron por ellas. Hombres que nunca
habían tenido hambre vieron los ojos de los hambrientos. Otros que nunca
habían deseado nada con vehemencia, pudieron ver la llama del deseo en los
ojos de los emigrantes. Y los hombres de los pueblos y de las suaves zonas
rurales adyacentes se reunieron para defenderse; y se convencieron a sí
mismos de que ellos eran buenos y los invasores malos, tal como debe hacer
un hombre cuando se dispone a luchar. Dijeron: estos malditos okies son
sucios e ignorantes. Son unos degenerados, maníacos sexuales. Estos
condenados okies son ladrones. Roban todo lo que tienen por delante. No
tienen el sentido del derecho a la propiedad.
Y esto último era cierto, porque ¿cómo puede un hombre que no posee
nada conocer la preocupación de la propiedad? Y gentes a la defensiva
dijeron: Traen enfermedades, son inmundos. No podemos dejar que vayan a
las escuelas. Son forasteros. ¿Acaso te gustaría que tu hermana saliera con uno
de ellos?
Los oriundos se autoflagelaron hasta convertirse en hombres de temple
cruel. Entonces formaron unidades, brigadas, y las armaron… las armaron con
porras, con gases, con revólveres. Ésta es nuestra tierra. No podemos permitir
que estos okies se nos suban a las barbas. Y los hombres que iban armados no
poseían la tierra, pero ellos creían que sí. Y los dependientes que hacían
guardia por las noches no tenían nada y los pequeños comerciantes solo
poseían un cajón lleno de facturas sin pagar. Pero incluso una factura es algo,
incluso un empleo es algo. El dependiente pensaba: yo gano quince dólares
por semana. ¿Y si un okie de mierda estuviera dispuesto a trabajar por doce? Y
el pequeño tendero pensaba: ¿Cómo podría yo competir con un hombre que no
tenga deudas?
Y los emigrantes bullían por las carreteras, el hambre y la necesidad
reflejadas en sus ojos. No tenían ningún argumento, ningún sistema, nada
excepto su número y sus necesidades. Cuando había trabajo para un hombre,
diez hombres luchaban por él… luchaban por un salario bajo. Si ese está
dispuesto a trabajar por treinta centavos, yo trabajaré por veinticinco.
Si ese se conforma con veinticinco, yo me conformo con veinte.
No, yo, estoy hambriento. Yo trabajaré por quince centavos, por un poco
de comida. Los niños. Deberías verles. Les salen como pequeños diviesos y no
pueden correr por ahí. Les di una fruta que se había caído y se hincharon. Yo
trabajaré por un trozo pequeño de carne.
Y esto era bueno porque los salarios seguían cayendo y los precios
permanecían fijos. Los grandes propietarios estaban satisfechos y enviaron
más anuncios para atraer todavía a más gente. Y los salarios disminuyeron y
los precios se mantuvieron. Y dentro de muy poco tendremos siervos otra vez.
Y entonces los grandes propietarios y las compañías inventaron un método
nuevo. Un gran propietario compró una fábrica de conservas. Y cuando los
melocotoneros y las peras estuvieron maduros puso el precio de la fruta más
bajo del coste de cultivo. Y como propietario de la conserva se pagó a sí
mismo un precio bajo por la fruta y mantuvo alto el precio de los productos
envasados y recogió sus beneficios. Los pequeños agricultores que no poseían
industrias conserveras perdieron sus fincas, que pasaron a manos de los
grandes propietarios, los bancos y las compañías que al propio tiempo eran los
dueños de las fábricas de conservas. Con el paso del tiempo, el número de las
fincas disminuyó. Los pequeños agricultores se trasladaron a la ciudad y
estuvieron allí un tiempo mientras les duró el crédito, los amigos, los
parientes. Y después ellos también se echaron a las carreteras. Y los caminos
hirvieron con hombres ansiosos de trabajo, dispuestos incluso a asesinar por
conseguir trabajo.
Y las compañías, los bancos fueron forjando su propia perdición sin
saberlo. Los campos eran fértiles y los hombres muertos de hambre avanzaban
por los caminos. Los graneros estaban repletos y los niños de los pobres
crecían raquíticos, mientras en sus costados se hinchaban las pústulas de la
pelagra. Las compañías poderosas no sabían que la línea entre el hambre y la
ira es muy delgada. Y el dinero que podía haberse empleado en jornales se
destinó a gases venenosos, armas, agentes y espías, a listas negras e
instrucción militar. En las carreteras la gente se movía como hormigas en
busca de trabajo, de comida. Y la ira comenzó a fermentar.
Capítulo XXII
Ya era tarde cuando Tom Joad condujo por una carretera vecinal buscando
el campamento de Weedpatch. Se veían pocas luces en el campo. Tan solo una
luminosidad en el cielo a sus espaldas mostraba la situación de Bakersfield. El
camión botaba lentamente en su avance y los gatos cazadores dejaban el
camino delante de él. En un cruce de caminos había un pequeño grupo de
edificios blancos de madera.
Madre dormía en el asiento y Padre había estado en silencio y encerrado en
sí mismo durante largo tiempo. Tom dijo:
—No sé dónde estará. Quizá debamos esperar hasta que amanezca y
preguntar a alguien —se detuvo junto al letrero de una avenida y otro coche
frenó en el cruce. Tom se inclinó hacia afuera—. Eh, oiga, ¿sabe dónde está el
campamento grande?
—Todo recto.
Tom volvió a arrancar y siguió por la carretera de enfrente, unos cuantos
centenares de metros y entonces se paró. Delante de la carretera había una alta
verja de alambre y a través de una entrada ancha aparecía la curva de una
avenida. Un poco más allá de la entrada había una casita de cuya ventana salía
luz. Tom siguió adelante. El camión entero saltó en el aire y volvió a caer con
estruendo.
—¡Dios! —exclamó Tom—. Ni siquiera vi esa joroba de la carretera.
Un vigilante se levantó desde el porche y caminó hacia el coche. Se apoyó
en el costado.
—Ibas demasiado deprisa —dijo—. La próxima vez entrarás más despacio.
—¿Qué es eso, por el amor de Dios?
El vigilante se echó a reír.
—Bueno, por aquí juegan muchos chiquillos. Si le dices a la gente que
conduzca despacio, es probable que lo olvide. Pero si se dan contra esa joroba
una vez no se vuelven a olvidar.
—Ah, sí. Espero no haber roto nada. Dígame… ¿tendrían algún espacio
aquí para nosotros?
—Hay una plaza para acampar. ¿Cuántos son?
Tom fue contando con los dedos.
—Yo, Padre, Madre, Al, Rosasharn, el tío John, Ruthie y Winfield. Los
últimos son críos.
—Bueno, creo que les podré acomodar. ¿Tienen material para acampar?
—Tenemos una lona grande y camas.
El vigilante se montó en el estribo.
—Sigue hasta el final de esa línea y gira a la derecha. Estarán en la Unidad
Sanitaria número cuatro.
—¿Qué es eso?
—Servicios y duchas y pilas de lavar.
Madre quiso saber:
—¿Hay pilas de lavar… agua corriente?
—Claro que sí.
—¡Ay! Alabado sea Dios —dijo Madre.
Tom condujo siguiendo la larga y oscura hilera de tiendas. En el edificio de
los servicios ardía una luz baja.
—Pare aquí —indicó el vigilante—. Es una buena plaza. Los que la
ocupaban acababan de marcharse.
Tom detuvo el coche.
—¿Aquí mismo?
—Sí. Ahora, mientras los demás descargan, ven conmigo a que te inscriba.
Luego a dormir. El comité del campamento les visitará por la mañana y les
dejarán organizados.
Tom bajó los ojos.
—¿Policías? —preguntó.
El vigilante se echó a reír.
—Nada de policías. Aquí tenemos nuestra propia policía, elegida por la
misma gente. Ven conmigo.
Al saltó del camión y fue hacia la parte delantera.
—¿Vamos a quedarnos aquí?
—Sí —dijo Tom—. Tú y Padre podéis ir descargando mientras yo voy a la
oficina.
—Procuren no hacer ruido —dijo el vigilante—. Hay mucha gente
durmiendo.
Tom le siguió a través de la oscuridad y subió los peldaños de la oficina y
entró en una habitación diminuta amueblada con un viejo escritorio y una silla.
El guarda se sentó a la mesa y sacó un formulario.
—¿Nombre?
—Tom Joad.
—¿Ése era tu padre?
—Sí.
—¿Cómo se llama?
—Tom Joad también.
Las preguntas se sucedieron. De dónde venían, cuánto tiempo llevaban en
el estado, qué trabajo habían conseguido. El vigilante levantó la mirada.
—No soy un entrometido. Tenemos que tener esta información.
—Sí, claro —dijo Tom.
—Sigamos… ¿tienen dinero?
—Un poco.
—¿No están en la miseria?
—Tenemos un poco. ¿Por qué?
—Bueno, la plaza para acampar cuesta un dólar por semana, pero se puede
pagar con trabajo, recogiendo la basura, manteniendo limpio el campamento…
cosas así.
—Pagaremos con trabajo —respondió Tom.
—Verán al comité mañana. Les enseñarán cómo usar el campamento y les
informarán de las normas.
—Oiga… ¿qué es esto? —dijo Tom—. ¿Qué es eso de comité?
El vigilante se echó hacia detrás.
—Funciona muy bien. Hay cinco unidades sanitarias. Cada una elige un
hombre para que forme parte del Comité Central. Y ese comité hace las leyes.
Lo que ellos dicen debe acatarse.
—¿Y si se ponen puñeteros? —dijo Tom.
—Bueno, se les puede echar igual que se les elige, por votación. Han
hecho un buen trabajo. Te diré lo que hicieron… conocéis a los predicadores
que llaman Santos Rodantes, que van siguiendo a la gente, predicando y
haciendo colectas. Bueno, pues quisieron predicar en este campamento. Y
entre la gente mayor muchos querían que lo hiciesen. Era cuestión de que
decidiera el Comité Central, que se reunió y llegó a esta conclusión: dijeron
«Cualquier predicador puede predicar en este campamento. Nadie puede hacer
una colecta en este campamento». Y fue un poco triste para los ancianos,
porque, desde entonces no ha parado por aquí ni un solo predicador.
Tom se rio y después preguntó:
—¿Me está diciendo que los que dirigen el campamento son simples
personas que están aquí acampadas?
—Exacto. Y da resultado.
—Habló usted de policías…
—El Comité Central mantiene el orden y elabora las normas. Luego están
las señoras. Le harán una visita a tu madre. Cuidan de los niños y se ocupan de
las unidades sanitarias. Si tu madre no está trabajando, cuidará a los niños de
las que trabajan, y cuando tenga un empleo… bueno, ya habrá otras. Ellas
cosen y hay una enfermera que viene a enseñarles. Toda clase de cosas así.
—¿Quiere decir que no hay policías?
—No, señor. Aquí no puede entrar ningún policía sin una orden judicial.
—Bueno, imagínese que hay algún tipo que sea una mala persona, o un
borracho buscando bronca. ¿Qué pasa entonces?
El vigilante dejó caer varias veces el lápiz sobre el papel secante.
—Pues la primera vez el Comité Central le da un aviso. La segunda le
advierten seriamente. A la tercera le expulsan del campamento.
—¡Dios Todopoderoso!, apenas puedo creerlo. Esta noche los ayudantes
del sheriff y los otros tíos de las gorritas hicieron arder el campamento que
había a la orilla del río.
—Aquí no pueden entrar —le informó el vigilante. Algunas noches los
muchachos montan guardia por las verjas, sobre todo las noches que hay baile.
—¿Noches de baile? ¡Cielo Santo!
—Tenemos los mejores bailes de todo el condado los sábados por la noche.
—¡Por el amor de Dios! ¿Por qué no hay más lugares como este?
La expresión del vigilante se tornó sombría.
—Tendrás que averiguarlo tú mismo. Vete ahora a dormir.
—Buenas noches —dijo Tom—. A Madre le va a gustar esto. Hace mucho
que no se la trata con decencia.
—Buenas noches —dijo el vigilante—. Vayan a dormir. El campamento
despierta temprano.
Tom recorrió la calle entre las filas de tiendas. Sus ojos se acostumbraron a
la luz de las estrellas y pudo ver que las hileras eran rectas y que no había
basura entre las tiendas. La tierra de la calle había sido barrida y regada. De
las tiendas surgían los ronquidos de la gente dormida. El campamento entero
zumbaba y resoplaba. Tom caminó lentamente. Al aproximarse a la Unidad
Sanitaria número cuatro la contempló con curiosidad, un edificio sin pintar,
bajo y tosco. Bajo techado, pero abiertas a los lados, las filas de lavaderos. Vio
su camión allí cerca y se dirigió silenciosamente hacia él. La tienda estaba
montada y el campamento en silencio. Al acercarse, una figura salió de la
sombra del camión y caminó hacia él.
—¿Eres tú, Tom? —preguntó Madre quedamente.
—Sí.
—¡Sh! —dijo—. Están todos durmiendo. Estaban agotados.
—Tú también deberías estar durmiendo —dijo Tom.
—Ya, pero quería verte. ¿Está todo bien?
—Muy bien —replicó Tom—. No te lo voy a contar ahora. Te lo dirán por
la mañana. Te va a gustar.
—He oído que hay agua caliente —susurró Madre.
—Sí. Ahora ve a dormir. No sé cuándo fue la última vez que dormiste.
—¿Por qué no me lo cuentas? —suplicó Madre.
—No. Vete a dormir.
De pronto pareció una niña.
—¿Cómo puedo dormir si tengo que pensar en lo que no me quieres decir?
—No —dijo Tom—. Mañana a primera hora te pones el otro vestido y
entonces te enterarás de todo.
—No puedo dormir estando pendiente de eso.
—Tendrás que hacerlo —rio Tom alegremente—. Has de conformarte.
—Buenas noches —dijo ella en voz baja; y se agachó y se deslizó bajo la
oscura lona.
Tom trepó por la trasera del camión. Se tumbó de espaldas en el suelo de
madera y apoyó la cabeza sobre sus manos cruzadas, sus antebrazos apretados
contra las orejas. La noche iba refrescando. Tom se abotonó la chaqueta y
volvió a echarse. Las estrellas brillaban nítidamente sobre su cabeza.
Aún era oscuro cuando despertó. Un leve ruido metálico le sacó del sueño.
Tom escuchó y volvió a oír el chirriar del hierro contra hierro. Se movió rígido
y tembló en el aire de la mañana. El campamento aún dormía. Tom se
incorporó y se asomó por un lado del camión. Las montañas del este tenían un
color negro azulado, y mientras las contemplaba, la luz emergió débilmente
tras ellas, coloreó el filo de las montañas de un rojo desvaído, volviéndose más
fría, gris y oscura conforme se acercaba a él hasta que en un punto cercano al
horizonte en el oeste se fundió con la pura noche. Abajo, en el valle, la tierra
tenía el color gris-lavanda de la aurora.
El ruido de hierro volvió a oírse. Tom miró la hilera de tiendas, de un gris
apenas más claro que la tierra. Al lado de una tienda vio el parpadeo del fuego
anaranjado que se filtraba a través de las grietas de un viejo fogón de hierro.
Un humo gris ascendía por una chimenea achatada.
Tom se encaramó por el lado del camión y saltó al suelo. Se acercó
despacio al fogón. Vio a una muchacha trajinando por allí, vio que sostenía en
el brazo doblado un bebé que mamaba, su cabeza debajo de la blusa de la
chica. Y esta se movía, atizando el fuego, ajustando las oxidadas tapas del
fogón para conseguir que tirara mejor al abrir la puerta del horno; mientras
tanto el bebé mamaba sin cesar y la madre lo cambiaba hábilmente de un
brazo al otro. El bebé no dificultaba su trabajo ni entorpecía sus movimientos
rápidos y airosos. Y el fuego anaranjado sacaba sus lenguas por las grietas del
fogón y arrojaba reflejos intermitentes sobre la tienda.
Tom se acercó un poco más. Percibió el olor de tocino frito y pan
cociéndose. La luz creció rápida por el este. Tom se llegó hasta el fogón y
alargó las manos hacia él. La muchacha le miró, le saludó con la cabeza y sus
dos trenzas se agitaron.
—Buenos días —dijo, y dio la vuelta al tocino en la sartén.
La solapa de la tienda se apartó y salió un hombre joven seguido de otro
mayor. Llevaban monos azules, nuevos y chaquetas de la misma tela, tiesos de
almidón, con los botones de latón brillantes. Eran hombres de rostro afilado y
se parecían mucho. El joven tenía una sombra de barba oscura y el hombre
mayor una sombra blanca. Sus cabezas y caras estaban húmedas, el pelo les
chorreaba, había gotas de agua en los pelos hirsutos de la barba. Sus mejillas
brillaban de humedad. Contemplaron juntos y en silencio la luz naciente del
este. Bostezaron al mismo tiempo mirando la luz en los bordes de las colinas.
Y luego se volvieron y vieron a Tom.
—Buenos días —dijo el hombre mayor, y su rostro no mostraba
cordialidad ni antipatía.
—Buenos días —contestó Tom.
Y «Buenos días», dijo el más joven.
El agua de sus semblantes se secaba lentamente. Se acercaron al fogón a
calentarse las manos. La joven seguía con su trabajo. En una ocasión dejó al
bebé y se ató las dos trenzas juntas a su espalda con una cuerda y las dos
trenzas saltaban y oscilaban mientras trabajaba. Luego puso unas tazas de
hojalata sobre una caja grande de embalar, platos, cuchillos y tenedores.
Después sacó el tocino de la sartén y lo puso en una fuente de hojalata, y el
tocino chirrió y susurró mientras se ponía crujiente. Abrió la puerta del horno
y sacó una fuente cuadrada llena de galletas grandes.
Cuando el aroma de las galletas inundó el aire los dos hombres inhalaron
profundamente. El más joven dijo:
—Cristo —quedamente.
Entonces el otro se dirigió a Tom:
—¿Has desayunado?
—Pues no, aún no. Pero mi familia está allí. No se han levantado.
Necesitaban dormir.
—Bueno, entonces siéntate con nosotros. Tenemos de sobra… gracias a
Dios.
—Vaya, muchas gracias —dijo Tom—. Huele tan bien que no podría decir
que no.
—¿Verdad que sí? —preguntó el hombre joven—. ¿Has olido algo tan rico
en tu vida? —fueron hacia la caja de embalar y se acuclillaron alrededor.
—¿Estáis trabajando por aquí? —preguntó el joven.
—Es lo que pretendemos —respondió Tom—. Llegamos anoche. Aún no
hemos tenido ocasión de echar un vistazo por los alrededores.
—Nosotros hemos trabajado doce días —dijo el joven.
La chica, trabajando al lado del fogón, dijo:
—Incluso se han comprado ropa nueva.
Los dos hombres se miraron las tiesas ropas azules y sonrieron ligeramente
con timidez. Ella colocó la fuente de tocino, las galletas doradas, un cuenco de
salsa y una cafetera y luego se acuclilló también junto a la caja. El bebé seguía
mamando, con la cabeza asomando bajo la blusa de la muchacha.
Se sirvieron en los platos, echaron salsa del tocino por encima de las
galletas y azúcar en el café.
El hombre mayor se llenó la boca, masticó un par de veces y tragó.
—¡Por Dios, sí que está bueno! —exclamó y volvió a llenarse la boca.
El más joven dijo:
—Llevamos ya doce días comiendo bien. Doce días sin tener que pasar sin
una comida… ninguno de nosotros. Trabajando, cobrando el salario y
comiendo.
Atacó de nuevo, casi frenéticamente y volvió a llenarse el plato. Bebieron
el café hirviendo, arrojaron los posos al suelo y rellenaron las tazas.
La luz ya mostraba color, un destello rojizo. El padre y el hijo dejaron de
comer. Miraban hacia el este y el alba iluminaba sus semblantes. La imagen de
la montaña y de la luz que la iba cubriendo se reflejaba en sus ojos. Y entonces
tiraron los posos de las tazas a la tierra y se pusieron en pie a la vez.
—Hay que ponerse en camino —dijo el mayor.
El joven se volvió hacia Tom.
—Oye —le dijo—. Estamos colocando algunas tuberías. Si quieres
acercarte con nosotros quizá te podamos ayudar para que te den trabajo.
Tom dijo:
—Muy amable por tu parte. Y muchas gracias por el desayuno.
—Es un placer —dijo el mayor—. Intentaremos que te den trabajo si
quieres.
—Esté seguro de que sí quiero —dijo Tom—. Es solo un minuto. Voy a
decírselo a mi familia —se alejó presuroso hacia la tienda de los Joad, se
inclinó y se asomó al interior. En la penumbra bajo la lona vio los bultos de
figuras dormidas. Pero un leve movimiento comenzó a notarse bajo las ropas
de cama. Ruthie salió retorciéndose como una serpiente, con el pelo encima de
los ojos y el vestido arrugado y torcido. Se arrastró con cuidado y se puso en
pie. Sus ojos grises estaban límpidos y en calma después del sueño y no había
en ellos expresión traviesa. Tom se apartó de la tienda y le hizo una seña para
que le siguiera, y cuando se volvió ella levantó hacia él la mirada.
—Dios mío, te estás haciendo mayor —dijo él.
Ella apartó la vista súbitamente avergonzada.
—Escucha —dijo Tom—. No despiertes a nadie, pero cuando se levanten,
diles que tengo una oportunidad de trabajar y voy a ver si lo consigo. Dile a
Madre que desayuné con unos vecinos. ¿Has oído?
Ruthie asintió y miró hacia otro lado y sus ojos eran los de una niña
pequeña.
—No les despiertes —advirtió Tom. Volvió con rapidez junto a sus nuevos
amigos. Y Ruthie se aproximó cautelosa a la unidad sanitaria y curioseó por la
entrada abierta.
Los hombres esperaban cuando Tom regresó. La joven había arrastrado
afuera un colchón y puesto al niño en él mientras fregaba los platos.
Tom explicó:
—Quería decirle a mi familia dónde estaba. No estaban despiertos —los
tres echaron a andar por la calle entre las tiendas.
El campamento había comenzado a volver a la vida. Las mujeres
trabajaban junto a los fuegos recientes, cortando carne en lonchas, haciendo la
masa para el pan de la mañana. Y los hombres hormigueaban entre las tiendas
y los automóviles. El cielo estaba rosado ahora. Delante de la oficina un
anciano enjuto rastrillaba la tierra cuidadosamente. Arrastraba el rastrillo de
tal forma que dejaba pequeñas marcas rectas y profundas.
—Has madrugado, abuelo —dijo el hombre joven al pasar.
—Pues sí, sí. Tengo que pagarme el alquiler.
—¡Un cuerno el alquiler! —dijo el joven—. El sábado pasado se
emborrachó y se pasó toda la noche cantando en su tienda. El comité le castigó
a trabajar.
Caminaron por el borde de la carretera asfaltada; junto al camino crecía
una hilera de nogales. El sol empezaba a asomar sobre las montañas.
Tom dijo:
—Es curioso. He estado comiendo con vosotros y no os he dicho mi
nombre… ni vosotros a mí. Me llamo Tom Joad.
El hombre mayor le miró y luego se sonrió levemente.
—¿No llevas mucho tiempo por aquí?
—No, qué va. Nada más que un par de días.
—Me lo imaginaba. Es curioso, pierde uno el hábito de mencionar su
nombre. Hay tantísimos… al final solo son gente. Bien, señor… yo soy
Timothy Wallace y este es mi hijo Wilkie.
—Encantado —Dijo Tom—. ¿Lleváis mucho tiempo por aquí?
—Diez meses —contestó Wilkie—. Llegamos aquí justo después de las
inundaciones del año pasado ¡Dios mío! ¡Menuda temporada pasamos!
Estuvimos a punto de morirnos de hambre —sus pasos crujían en el camino
asfaltado. Pasó un camión lleno de hombres, todos ellos embebidos en sí
mismos. Se abrazaban a sí mismos en la trasera del camión y miraban hacia
abajo con el ceño fruncido.
—Trabajan para la Compañía del Gas —dijo Timothy—. Es un buen
empleo.
—Podría haber cogido nuestro camión —sugirió Tom.
—No —Timothy se agachó y cogió una nuez verde. La palpó con el pulgar
y luego se la tiró a un mirlo posado en el alambre de una cerca. El pájaro echó
a volar hacia arriba, dejó pasar la nuez por debajo de él y volvió a posarse en
el alambre y se alisó las relucientes plumas negras con el pico.
Tom preguntó:
—¿No tenéis coche?
Los dos Wallace se quedaron callados, y Tom, mirándoles a la cara, vio
que estaban avergonzados.
Wilkie dijo:
—El sitio donde trabajamos está solo a una milla.
Timothy habló malhumorado:
—No, no tenemos coche. Lo vendimos, no hubo más remedio. No nos
quedaba comida, no nos quedaba nada. No encontrábamos trabajo. Todas las
semanas venían unos a comprar coches. Si tenías hambre, pues nada, te
compraban el coche. Y si estabas suficientemente hambriento, lo compraban
por nada. Nosotros lo estábamos y nos dieron diez dólares por él —escupió en
la carretera.
Wilkie dijo suavemente:
—Estuve en Bakersfield la semana pasada. Lo vi en un almacén de coches
usados, allí mismo, con un letrero que ponía setenta y cinco dólares.
—Tuvimos que venderlo —dijo Timothy—. Se trataba de dejar que nos
robaran el coche o de robarles nosotros. Aún no hemos tenido que robar, pero,
¡maldita sea!, nos ha faltado muy poco.
Tom dijo:
—Ya ves, antes de dejar nuestro hogar oímos que aquí había trabajo en
abundancia. Vimos anuncios que pedían gente que viniera a trabajar.
—Sí —dijo Timothy—. Nosotros también. Y no hay demasiado trabajo. Y
los salarios bajan constantemente. Se cansa uno simplemente teniendo que
ingeniárselas para comer.
—Ahora tenéis trabajo —sugirió Tom.
—Sí, pero no va a durar mucho. Trabajamos para un buen hombre. Tiene
una propiedad pequeña y trabaja a nuestro lado. Pero, mierda, no va a durar
eternamente.
Tom dijo:
—¿Para qué coño me lleváis? Si me acepta, el trabajo durará aún menos.
¿Por qué os cortáis vuestro propio cuello?
Timothy meneó la cabeza despacio.
—No lo sé. Supongo que no tiene sentido. Pensábamos comprarnos un
sombrero cada uno. Parece que no va a poder ser. Ése es el sitio, allí, a la
derecha. Es un trabajo agradable. Nos pagan treinta centavos por hora. El
patrón es un hombre cordial, es un buen jefe.
Salieron de la carretera y enfilaron por un camino de grava, a través de un
pequeño huerto familiar; después de pasar los árboles llegaron a una casa
blanca, unos cuantos árboles para dar sombra y un granero; detrás del granero
se extendía un viñedo y un campo de algodón. Al tiempo que los tres hombres
pasaban junto a la casa una puerta se cerró con un golpe y un hombre algo
rechoncho y atezado por el sol bajó los escalones de la puerta trasera. Llevaba
un gorro de papel para protegerse del sol y venía subiéndose las mangas
mientras cruzaba el patio. Sus cejas espesas y quemadas por el sol se juntaban
en un gesto ceñudo. Sus mejillas estaban bronceadas de un color rojo intenso.
—Buenos días, señor Thomas —saludó Timothy.
—Buenos días —respondió el hombre con irritación.
Timothy dijo:
—Este es Tom Joad. Pensemos que quizá podría usted emplearlo.
Thomas miró a Tom con el ceño fruncido y luego soltó una risa corta sin
variar el gesto malhumorado de sus cejas.
—Ah, sí, claro. Le doy un empleo. Le daré un empleo a todo el que venga.
Quizá hasta emplee a cien hombres.
—Nosotros pensamos que… —empezó Timothy en tono de disculpa.
Thomas le interrumpió.
—Sí, yo también he estado pensando —se dio la vuelta y se encaró con
ellos—. Tengo algo que deciros. Os he estado pagando treinta centavos a la
hora, ¿no es eso?
—Sí, desde luego… pero, señor Thomas…
—Y a cambio he obtenido treinta centavos de trabajo —juntó las manos
endurecidas y pesadas.
—Intentamos hacer una buena jornada de trabajo.
—Bueno, maldita sea, pues esta mañana os pago veinticinco centavos por
hora; lo tomas o lo dejas —la rabia que sentía hizo que el color rojo de su
semblante se hiciera más intenso.
Timothy dijo:
—Hemos trabajado bien. Usted lo ha dicho.
—Ya lo sé. Pero la cosa es que al parecer ya no soy yo quien contrata a mis
propios hombres —tragó saliva—. Mira—dijo—. Yo tengo sesenta y cinco
acres. ¿Has oído alguna vez hablar de la Asociación de Granjeros?
—Pues claro que sí.
—Bueno, pues yo formo parte de ella. Anoche tuvimos una reunión. Ahora
bien, ¿sabes quién dirige la Asociación? Te lo voy a decir. El Banco del Oeste.
Ese banco posee la mayor parte de este valle y tiene acciones en todo lo que
no es de su propiedad. Así que anoche el representante del banco me dijo,
dice: «Usted está pagando treinta centavos por hora. Es mejor que lo reduzca a
veinticinco.» Yo le dije: «Tengo buenos hombres. Merecen que les pague
treinta.» Y él replicó: «No se trata de eso. El salario actual es de veinticinco
centavos. Si usted paga treinta, provocará agitación. Y por cierto, ¿va usted a
necesitar la cantidad acostumbrada del préstamo para la cosecha del año
próximo?» —Thomas se interrumpió. Su respiración salía en jadeos entre sus
labios—. ¿Entiendes? El salario es de veinticinco centavos… y tendrás que
conformarte.
—Hemos trabajado bien —insistió Timothy en vano.
—¿Pero es que no te das cuenta? El banco emplea dos mil hombres y yo
tres. Tengo letras que pagar. Si eres capaz de encontrar una salida, estaré
encantado de ponerla en práctica. Estoy en sus manos, me tienen por el cuello.
Timothy meneó la cabeza.
—No sé qué decir.
—Espera aquí —Thomas caminó con premura hacia la casa. La puerta se
cerró de golpe tras él. Volvió al cabo de un momento con un periódico en la
mano—. ¿Has visto esto? Yo te lo leo: «Ciudadanos enfurecidos contra los
agitadores rojos queman un campamento de emigrantes. Anoche un grupo de
ciudadanos, encolerizados por las agitaciones que se estaban produciendo en
un campamento local de emigrantes, redujeron las tiendas de campaña a
cenizas y advirtieron a los agitadores que abandonaran el condado.»
Tom comenzó:
—Pero si yo… —y después cerró la boca y se quedó callado
Thomas dobló el periódico pulcramente y se lo metió en el bolsillo. Había
recuperado el control de sí mismo una vez más. Dijo quedamente:
—Esos hombres fueron enviados por la Asociación. Ahora les estoy
delatando. Si llegan a enterarse, el año que viene no tendré granja.
—Es que no sé qué decir —dijo Timothy—. Si había agitadores,
comprendo que estuvieran furiosos.
Thomas dijo:
—Llevo mucho tiempo observándolo. Siempre hay agitadores rojos justo
antes de una reducción de los salarios. Maldita sea, me tienen en una trampa.
Bueno, ¿qué vais a hacer? ¿Veinticinco centavos?
Timothy clavó los ojos en el suelo.
—Yo lo tomo, trabajo —dijo.
—Yo también —dijo Wilkie.
Tom dijo:
—Parece que he dado con algo interesante. Yo desde luego que lo tomo.
Necesito trabajar.
Thomas sacó un pañuelo de su bolsillo delantero y se secó la boca y la
barbilla. —No sé cuánto tiempo se va a poder seguir así. No sé cómo podéis
alimentar a la familia con lo que ganáis ahora.
—Podemos hacerlo mientras trabajamos —dijo Wilkie—. El problema
surge cuando no conseguimos trabajo.
Thomas echó una mirada a su reloj.
—Bien, vamos a cavar alguna zanja. ¡Qué coño!, os voy a decir algo —
dijo—. Vosotros vivís en ese campamento del gobierno, ¿no?
—Sí, señor —Timothy se puso rígido.
—Y tenéis baile todos los sábados por la noche.
—Y tanto que sí —sonrió Wilkie.
—Pues estad al tanto el próximo sábado por la noche.
Timothy se puso derecho súbitamente. Caminó hasta ponerse al lado de su
jefe.
—¿Qué quiere decir? Yo formo parte del Comité Central. He de saberlo.
—No se te ocurra decir nunca que te lo he dicho yo —Thomas le miró
aprensivo.
—¿De qué se trata? —exigió saber Timothy.
—Mira, a la Asociación no le gustan los campamentos del gobierno, donde
no puede colarse ningún ayudante del sheriff. He oído que la gente hace sus
propias leyes y no se puede arrestar a nadie sin una orden. Pero si se organiza
una pelea a lo grande y hubiera tiros… unos cuantos ayudantes podrían entrar
y desmantelar el campamento.
Timothy había cambiado. Había echado los hombros para atrás y sus ojos
eran fríos.
—¿Qué significa todo eso?
—No digas nunca dónde lo has oído —dijo Thomas nerviosamente—. Va a
haber una pelea en el campamento el sábado por la noche. Y habrá
representantes de la ley preparados para entrar.
—¿Pero por qué, por el amor de Dios? —se exaltó Tom—. Esa gente no
está molestando a nadie.
—Te voy a decir por qué —replicó Thomas—. La gente que vive en el
campamento se está acostumbrando a que se la trate como a seres humanos.
Cuando vuelvan a los otros campamentos ya no será fácil manejarles —se
secó la cara de nuevo—. Ahora a trabajar. Dios, espero que no vaya a perder
mi granja por haber hablado demasiado. Pero vosotros me caéis bien.
Timothy se paró delante de él y alargó su mano dura y delgada y Thomas
la estrechó.
—Nadie sabrá quién me lo dijo. Le damos las gracias. No habrá pelea el
sábado.
—Al trabajo —dijo Thomas—. Y son veinticinco centavos por hora.
—Lo tomamos —dijo Wilkie—, por ser usted.
Thomas se alejó hacia la casa.
—Saldré dentro de un rato —dijo—. Vosotros empezad a trabajar —la
puerta de tela metálica se cerró de golpe detrás de él.
Los tres hombres siguieron andando, dejaron atrás el pequeño granero
encalado y caminaron por el borde del campo. Llegaron a una larga zanja
estrecha junto a la que descansaban secciones de tuberías de hormigón.
—Aquí es donde estamos trabajando —dijo Wilkie.
Su padre abrió el granero y sacó dos picos y tres palas. Y le dijo a Tom:
—Aquí tienes a tu belleza.
Tom sopesó el pico.
—¡Caramba! Me sienta bien volver a coger un pico.
—Espera a que lleguen las once —sugirió Wilkie—. Ya verás lo bien que
te sienta entonces.
Fueron hasta el final de la zanja. Tom se quitó la chaqueta y la dejó caer
sobre el montón de tierra. Empujó su gorra hacia arriba y se metió en la zanja.
Entonces escupió en sus manos. El pico se elevó en el aire y cayó como un
rayo. Tom gruñó suavemente. El pico subió y bajó y el gruñido se oía en el
momento en que la herramienta se hundía en el suelo y soltaba la tierra.
Wilkie dijo:
—Pues sí, Padre, aquí tenemos un picador de primera clase. Este chico
parece estar casado con esa excavadora en miniatura.
Tom dijo:
—Tengo experiencia (umf). Sí, señor, (umf), he pasado años haciéndolo
(umf). Casi me gusta este trabajo (umf) —la tierra se desmigaba conforme él
avanzaba. El sol daba a los árboles frutales ahora un color más claro y las
hojas de las vides eran de un verde dorado. Tras avanzar unos doscientos
metros Tom se apartó y se secó la frente. Wilkie iba detrás de él. La pala subía
y volvía a caer y la tierra volaba e iba a amontonarse al lado de la zanja cada
vez más larga.
—He oído algo de ese Comité Central —dijo Tom—. ¿Así que tú eres
miembro?
—Sí —replicó Timothy—. Y es una responsabilidad, toda esa gente…
Hacemos todo lo que está en nuestra mano. Lo mismo que toda la gente del
campamento. Ojalá esos granjeros poderosos no nos persiguieran de esa
forma. Daría algo por que no lo hicieran.
Tom volvió a la zanja y Wilkie permaneció a su lado. Tom dijo:
—¿Y qué hay de esa pelea (umf) en el baile de la que te habló (umf)?
¿Para qué la quieren provocar?
Timothy iba siguiendo a Wilkie y con la pala igualaba el fondo de la zanja
y lo dejaba liso y dispuesto para poner la tubería.
—Parece que no quieren que nos establezcamos en un sitio fijo —dijo
Timothy—. Temen que lleguemos a organizamos, supongo. Y quizá tengan
razón. Este campamento es una organización. La gente cuida allí de ella
misma. Tenemos la mejor banda de cuerda de estos contornos. Tenemos una
pequeña cuenta en la tienda para la gente que tiene hambre. Cinco dólares…
puedes comprar comida por ese valor y el campamento lo respalda. Nunca
hemos tenido ningún lío con la ley. Creo que a los grandes granjeros eso les
asusta. No nos pueden meter en la cárcel… y les da miedo. Quizá se imaginan
que si podemos gobernarnos a nosotros mismos, tal vez nos dé por hacer otras
cosas.
Tom salió de la zanja y se quitó el sudor de los ojos.
—¿Oísteis lo que decía aquel periódico sobre «agitadores al norte de
Bakersfield?»
—Claro —dijo Wilkie—. Dicen cosas así continuamente.
—Bueno, yo estaba allí. No había agitadores ni por casualidad. Lo que
ellos llaman rojos. ¿Qué coño son rojos de todas formas?
Timothy aplanó un pequeño promontorio del fondo de la zanja. El sol
hacía brillar su blanca barba hirsuta.
—Hay muchos que quisieran saber lo que son rojos —rio—. Uno de
nuestros chicos lo averiguó —aplanó suavemente con la pala la tierra
amontonada—. Un tipo llamado Hines… tiene unos treinta mil acres,
melocotones y uvas, una conservera y un lagar. Estaba todo el tiempo
hablando de «esos condenados rojos». «Esos rojos de mierda están llevando el
país a la ruina» —decía—, y «tenemos que echar a estos rojos cabrones de
aquí». Un día le estaba oyendo un joven recién llegado al oeste. Se rascó la
cabeza y le dijo: «Señor Hines, yo llevo por aquí poco tiempo. ¿Qué son los
malditos rojos?» Pues bien, Hines le contestó: «¡Un rojo es un hijo de puta que
pide treinta centavos por hora cuando lo que pagamos son veinticinco!» El
joven se lo pensó, se rascó la cabeza y dijo: «Bueno, señor Hines, yo no soy
un hijo de puta, pero si eso es lo que es un rojo… pues yo quiero treinta
centavos por hora. Todo el mundo lo quiere. Diablos, señor Hines, todos
somos rojos» —Timothy pasó la pala a lo largo del suelo de la zanja y la tierra
sólida brilló en los puntos en que la paja cortaba.
Tom se echó a reír.
—Supongo que yo también —su pico dibujó un arco hacia arriba y cayó y
la tierra se agrietó bajo el golpe. El sudor le caía por la frente y los lados de la
nariz y brillaba en su cuello—. Maldita sea —dijo—, un pico es una buena
herramienta (umf), si no te peleas con ella (umf). Tú y el pico (umf) tenéis que
trabajar juntos (umf).
Los tres hombres trabajaban en fila y la zanja fue abriéndose palmo a
palmo mientras el sol brillaba cada vez más caliente sobre ellos en la mañana
que avanzaba.
Cuando Tom se fue, Ruthie estuvo un tiempo asomándose a la puerta de la
unidad sanitaria. Su valor no era mucho si Winfield no estaba allí para poder
presumir ante él. Puso un pie descalzo en el suelo de cemento y luego lo retiró.
Un poco más allá una mujer salió de una tienda y encendió un fuego en un
hornillo de latón. Ruthie dio unos cuantos pasos en esa dirección, pero no
podía alejarse. Se acercó furtivamente a la entrada de la tienda de su familia y
se asomó al interior. En uno de los lados, tumbado en el suelo, yacía el tío
John con la boca abierta, sus ronquidos burbujeando en la garganta. Madre y
Padre estaban tapados con un edredón hasta la cabeza, ocultándose de la luz.
Al estaba en el lado opuesto al tío John y tenía un brazo cubriéndole los ojos.
Cerca de la parte delantera de la tienda yacían Rose of Sharon y Winfield y era
visible el hueco que había ocupado Ruthie, al lado de Winfield. Ella se puso
en cuclillas y escudriñó el interior. Fijó los ojos en la cabeza de estopa de
Winfield; y mientras le observaba, el pequeño abrió los ojos y la miró con una
expresión solemne en la mirada. Ruthie se llevó el dedo a los labios y le hizo
una señal con la otra mano. Winfield giró los ojos hacia Rose of Sharon, cuyo
rostro encendido, con la boca ligeramente abierta, estaba cerca de él. Winfield
aflojó con cuidado la manta y se deslizó fuera. Salió de la tienda cauteloso y se
reunió con Ruthie.
—¿Cuánto tiempo llevas levantada? —susurró.
Ella le guio hasta apartarse un poco con cautela exagerada, y cuando
estuvo a una distancia prudencial le contestó:
—No me he acostado. Estuve levantada toda la noche.
—Si que te acostaste —dijo Winfield—. Es una mentira podrida.
—Vale —dijo ella—. Si soy una mentirosa no pienso decirte nada de lo
que ha pasado. No te voy a decir cómo murió el hombre acuchillado ni cómo
llegó un oso y se llevó a un niño pequeño.
—No vino ningún oso —dijo Winfield inquieto. Se alisó el pelo con los
dedos y tiró hacia abajo de su mono entre las piernas.
—Muy bien… no vino ningún oso —dijo ella en tono sarcástico—. Ni
tampoco hay cosas blancas hechas de ese material, como las de los catálogos.
Winfield la contempló con seriedad. Señaló a la unidad sanitaria.
—¿Están allí? —preguntó.
—Soy una mentirosa —dijo Ruthie—. No me va a servir de nada decirte
cosas.
—Vamos a ver —dijo Winfield.
—Yo ya he ido —replicó Ruthie—. Ya me he sentado en ellos. Incluso he
meado en uno.
—No me lo creo —dijo Winfield.
Se encaminaron al edificio de la unidad y esta vez Ruthie no estaba
asustada. Abrió la marcha con audacia al interior del edificio. Los retretes se
alineaban en uno de los lados de la amplia habitación y cada uno tenía un
compartimiento con una puerta delante. La porcelana blanca relucía. Los
lavabos se alineaban en la otra pared mientras que en la tercera pared había
cuatro compartimientos con duchas.
—Ahí lo tienes —dijo Ruthie—. Esos son los retretes. Los he visto en el
catálogo —los niños se acercaron a uno de los retretes. Ruthie, en un arranque
de valor, se levantó la falda y se sentó—. Ya te dije que había estado aquí —
dijo. Y como prueba se oyó un tintineo de agua en la taza.
Winfield estaba avergonzado. Su mano torció la palanca de la cisterna. El
agua cayó con un rugido. Ruthie brincó en el aire y se alejó de otro salto. Ella
y Winfield se quedaron parados en el centro de la habitación y miraron al
retrete. El silbido del agua continuaba.
—Has sido tú —dijo Ruthie—. Vas y lo rompes. Te he visto.
—Yo no he sido. Te juro que yo no he sido.
—Te he visto —dijo Ruthie—. Simplemente no se te puede dejar acercarte
a las cosas finas.
Winfield hundió la barbilla. Levantó la vista hacia Ruthie y sus ojos
estaban llenos de lágrimas. Le empezó a temblar la barbilla. E inmediatamente
Ruthie se arrepintió.
—No te apures —le dijo—. No te voy a delatar. Haremos como si ya
hubiera estado roto. Como si ni siquiera hubiéramos estado aquí —le condujo
fuera del edificio.
El sol asomaba ya por encima de las montañas, refulgía en los tejados de
hierro galvanizado de las cinco unidades sanitarias, brillaba en las tiendas
grises y en el suelo barrido de las calles que separaban las tiendas. Y el
campamento comenzaba a despertar. Los fuegos ardían en los fogones
portátiles, hechos de latas de queroseno y láminas de metal. El olor del humo
llenaba el aire. Las solapas de las tiendas se retiraban hacia detrás y la gente
empezaba a moverse por las calles. Delante de su tienda, Madre miraba a un
lado y a otro de la calle. Vio a los niños y se dirigió hacia ellos.
—Me estaba empezando a preocupar —les dijo—. No sabía dónde
estabais.
—Estábamos echando un vistazo por ahí —dijo Ruthie.
—Bueno, ¿dónde está Tom? ¿Le habéis visto?
Ruthie adoptó una actitud de importancia.
—Sí. Tom me despertó y me dijo qué tenía que decirte —hizo una pausa
para que su importancia se hiciera evidente.
—Bueno… ¿qué? —se impacientó Madre.
—Dijo que te dijera… —volvió a parar y miró a Winfield para cerciorarse
de que este apreciaba su posición.
Madre levantó la mano con el dorso apuntando a Ruthie.
—¿Qué?
—Consiguió trabajo —dijo Ruthie rápidamente—. Se fue a trabajar —
vigiló con aprensión la mano alzada de Madre. Ésta bajó de nuevo la mano y
luego la alargó hacia Ruthie. Le rodeó los hombros en un abrazo rápido y
tembloroso y después la soltó.
Ruthie fijó la vista en el suelo, avergonzada, y cambió de tema.
—Allí hay retretes —dijo—. Son blancos.
—¿Habéis estado allí? —preguntó Madre.
—Yo y Winfield —dijo ella; y luego, a traición—, Winfield se cargó un
retrete.
Winfield se puso rojo. Miró a Ruthie.
—Y ella ha meado en uno —dijo con rencor.
—¿Qué es lo que hiciste? —dijo Madre recelosa—. Enséñamelo —les
empujó hasta la puerta y les hizo entrar—. Ahora dime lo que hiciste.
Ruthie señaló el retrete.
—Era como un silbido. Ahora ha parado.
—Enséñame lo que hiciste —exigió Madre.
Winfield se acercó reacio al retrete.
—No lo empujé muy fuerte —dijo—. Sólo agarré esto de aquí y… —el
silbido del agua se repitió. El dio un salto hacia atrás.
Madre echó la cabeza para atrás y rompió a reír, mientras Ruthie y
Winfield la contemplaban ofendidos.
—Así es como funcionan —explicó Madre—. Ya los he visto antes de
ahora. Cuando has terminado, has de apretar la palanca.
La vergüenza de su ignorancia fue demasiado profunda para los niños.
Salieron y bajaron por la calle y se quedaron mirando cómo desayunaba una
gran familia.
Madre les contempló mientras salían. Y luego dio una vuelta por la
habitación. Fue a las cabinas de las duchas y se asomó dentro. Se acercó a los
lavabos y pasó el dedo por la blanca porcelana. Abrió un grifo y puso un dedo
bajo el chorro, y apartó bruscamente la mano al salir el agua caliente.
Consideró durante un momento el lavabo y luego, tras colocar el tapón, lo
llenó con un poco de agua caliente y otro poco de fría. Y entonces se lavó la
cara y las manos en el agua tibia. Se estaba mojando el pelo con los dedos
cuando oyó un paso en el piso de cemento a su espalda. Madre se volvió al oír
el ruido. Un hombre mayor la miraba, inmóvil, con expresión de justo
asombro.
—¿Cómo ha entrado aquí? —preguntó con aspereza.
Madre tragó saliva y sintió el agua escurriéndole por la barbilla y
empapando su vestido.
—No lo sabía —se disculpó—. Pensé que los servicios eran para que los
usara la gente.
El hombre le dedicó una mirada de desaprobación.
—Es para hombres —dijo muy serio. Fue hasta la puerta y señaló un
letrero que había en ella: CABALLEROS—. ¿Lo ve? —dijo—. Eso lo
demuestra. ¿Es que no lo ha visto?
—No —dijo Madre avergonzada—, no lo vi. ¿No hay otro lugar donde yo
pueda ir?
El enfado del hombre se desvaneció.
—¿Acaba usted de llegar? —le preguntó ya más amable.
—A media noche llegamos —respondió Madre.
—Entonces no habrá hablado aún con el Comité.
—¿Qué Comité?
—¿Cuál va a ser? El Comité de las señoras.
—No, no he hablado con nadie.
Él le explicó orgulloso:
—El Comité le hará una visita bien pronto y la pondrá al corriente de todo.
Nos ocupamos de la gente recién llegada. Ahora, si quiere el servicio de las
mujeres no tiene más que dar la vuelta al edificio. Aquel lado es el suyo.
Madre preguntó inquieta:
—¿Y dice usted que un comité de señoras va a venir a mi tienda?
El asintió.
—Supongo que dentro de nada.
—Gracias —dijo Madre. Salió a toda prisa y medio corrió hasta la tienda
—. ¡Padre! —llamó—. ¡John, levántate!, Tú, Al. Levántate y ve a lavarte —
ojos sobresaltados y soñolientos la miraron—. Todos —gritó Madre—, arriba
y a lavarse la cara. Y peinaros también.
El tío John estaba pálido y desencajado. Tenía en la barbilla la señal roja de
una contusión.
—¿Qué pasa? —preguntó Padre impaciente.
—El Comité —gritó Madre—. Hay un comité… de señoras, que va a venir
a visitarnos. Levantaos e id a lavaros. Y mientras nosotros dormíamos
roncando, Tom salió y consiguió trabajo. Arriba todos, venga.
Fueron saliendo medio dormidos de la tienda. El tío John se tambaleó un
poco y su rostro mostró una expresión de dolor.
—Ve a ese edificio y lávate —le ordenó Madre—. Tenemos que desayunar
y estar preparados para recibir al Comité —ella se dirigió hacia un montón
pequeño de leña partida que había dentro de su plaza de camping. Encendió
una fogata y colocó sus utensilios de cocinar—. Pan de maíz —dijo para sí—.
Pan de maíz y salsa. Eso es rápido. Tenemos poco tiempo —siguió hablando
para sí mientras Ruthie y Winfield la contemplaban con perplejidad.
El humo de las fogatas de la mañana se elevaba por todo el campamento y
el murmullo de voces se oía por todas partes.
Rose of Sharon, desaliñada y con ojos adormilados, reptó fuera de la
tienda. Madre se volvió olvidando un momento el maíz que estaba midiendo a
puñados. Miró el vestido arrugado y sucio de su hija y su cabello alborotado y
sin peinar.
—Tienes que arreglarte —dijo enérgicamente—. Ve ahora mismo y lávate.
Tienes un vestido limpio. Te lo he lavado. Cepíllate el pelo y quítate las
legañas de los ojos —Madre rebosaba nerviosismo.
Rose of Sharon respondió malhumorada.
—No me encuentro bien. Ojalá viniera Connie. No me apetece hacer nada
estando sin Connie.
Madre se volvió en redondo para encararse con ella. El maíz amarillo se
adhería a sus manos y muñecas.
—Rosasharn —dijo seriamente—, tienes que serenarte. Ya has estado
lamentándote bastante. Va a venir un comité de señoras y no estoy dispuesta a
que mi familia esté impresentable cuando lleguen.
—Pero es que no me encuentro bien.
Madre se acercó a ella con las manos pringosas extendidas.
—Muévete —dijo Madre—. Hay veces en que aunque te encuentres mal
tienes que guardártelo para ti misma.
—Voy a vomitar —gimoteó Rose of Sharon.
—Bueno, pues ve a vomitar. Claro que tienes náuseas. Como todo el
mundo. Vomita, y luego te aseas, te lavas las piernas y te pones los zapatos —
le dio la espalda—. Y trénzate el pelo —añadió.
La grasa de la sartén borboteó sobre el fuego y salpicó y silbó cuando
Madre dejó caer una cucharada de masa de pan de maíz. Luego ella mezcló
harina con grasa en una cazuela y añadió agua y sal y removió la salsa. El café
empezó a hervir en la lata de galón y de ella surgió su aroma.
Padre volvió calmoso de la unidad sanitaria y Madre levantó la vista con
ánimo crítico. Padre dijo:
—¿Dices que Tom ha encontrado trabajo?
—Sí, señor. Salió mientras dormíamos. Busca en esa caja y coge un mono
limpio y una camisa. Y, Padre, estoy de lo más ocupada. Ocúpate de las orejas
de Ruthie y Winfield. Hay agua caliente. ¿Me harías ese favor? Límpiales bien
las orejas y el cuello. Que queden rojos y brillantes.
—Nunca te he visto tan excitada —comentó Padre.
—Ahora es el momento en que la familia debe tener un aspecto decente —
gritó Madre—. Durante el viaje no hubo oportunidad. Pero ahora sí podemos.
Tira el mono sucio dentro de la tienda y ya te lo lavaré.
Padre entró en la tienda y al cabo de un momento emergió con un mono
azul pálido, descolorido y una camisa. Y condujo a los niños tristes y
anonadados hacia la unidad sanitaria.
—Ráscales bien alrededor de las orejas —gritó Madre cuando ya se
alejaban.
El tío John se asomó por la puerta de los hombres y luego se volvió dentro
y estuvo largo rato sentado en el retrete sujetándose la dolorida cabeza entre
las manos.
Madre había sacado ya una bandeja de pan de maíz dorado y estaba
metiendo más masa en la sartén para una segunda bandeja cuando una sombra
cayó en la tierra a su lado. Miró por encima del hombro. Había un hombrecillo
todo vestido de blanco detrás de ella, un hombre con el rostro delgado, moreno
y lleno de líneas y unos ojos alegres. Era tan delgado como una estaca. Sus
blancas ropas limpias estaban deshilachadas por las costuras. Le sonrió a
Madre.
—Buenos días —saludó.
Madre miró las ropas blancas y su semblante se endureció con suspicacia.
—Buenos días —respondió.
—¿Es usted la señora Joad?
—Sí.
—Yo soy Jim Rawley. Soy el director del campamento. Quise pasar solo
un momento para ver si todo estaba en orden. ¿Tienen todo lo que necesitan?
Madre le estudió aún sospechando.
—Sí —dijo.
Rawley siguió:
—Estaba dormido cuando llegaron ustedes anoche. Fue una suerte que
hubiera una plaza libre —su voz era cálida.
Madre dijo simplemente:
—Esto está bien. Sobre todo los lavaderos.
—Espere a que las mujeres empiecen a lavar. Dentro de poco ya. Arman
un alboroto tremendo. Como si fuera una asamblea. ¿Sabe lo que hicieron
ayer, señora Joad? Organizaron un coro. Cantaban un himno al tiempo que
restregaban la ropa. Le aseguro que fue algo digno de oírse.
La suspicacia iba desapareciendo de la expresión de Madre.
—Debe haber sido hermoso. ¿Es usted el jefe?
—No —dijo él—. La gente de aquí me quitó el empleo con su propio
trabajo. Ellos limpian el campamento, mantienen el orden, hacen todo. Nunca
había visto gente semejante. Están haciendo ropa en el salón de reuniones. Y
están fabricando juguetes. Nunca había visto gente como esta.
Madre bajó los ojos a su sucio vestido.
—Todavía no estamos limpios —dijo—. Mientras estás viajando es
sencillamente imposible estar limpio.
—Dígamelo a mí —dijo él. Olfateó el aire—. Oiga… ¿ese café que huele
tan bien es el suyo?
Madre sonrió.
—Huele bien, ¿verdad? Al aire libre siempre huele bien —y añadió con
orgullo—: Sería un honor para nosotros si quisiera usted compartir nuestro
desayuno.
Él se aproximó al fuego y se acuclilló, y el último resto de reticencia de
Madre se vino abajo.
—Nos encantaría que nos acompañara —dijo ella—. No tenemos nada del
otro mundo, pero es usted bienvenido.
El hombrecillo hizo una mueca.
—Ya he desayunado. Pero le aceptaría con gusto una taza de ese café que
huele tan bien.
—Pues claro, no faltaría más.
—No tenga prisa.
Madre sirvió el café en una taza de hojalata de la cafetera de galón. Dijo:
—Aún no tenemos azúcar, quizá compremos hoy. Sí está acostumbrado al
azúcar no le sabrá bien.
—Nunca le pongo azúcar —dijo él—. Echa a perder el sabor del buen café.
—Bueno, a mí me gusta con un poquito de azúcar —dijo Madre. Le miró
de pronto con atención, para ver cómo había intimado tanto tan deprisa. Buscó
un motivo en el rostro del hombre y no encontró nada más que cordialidad.
Luego se fijó en las costuras deshilachadas de su chaqueta blanca y se
convenció.
Tomó un sorbo de café.
—Supongo que las señoras vendrán a verla esta mañana.
—No estamos limpios —dijo Madre—. No deberían venir hasta que no
nos aseáramos un poco.
—Pero ellas saben lo que pasa —dijo el director—. Ellas llegaron igual.
No, señor. Los comités de este campamento son buenos porque han tenido la
misma experiencia —terminó de beber el café y se puso en pie—. Bueno, he
de irme. Para cualquier cosa que quiera, pásese por la oficina. Yo estoy
siempre allí. Un café estupendo. Muchas gracias —puso la taza en la caja con
las otras, saludó con la mano y se alejó siguiendo la línea de tiendas. Madre le
oyó hablando con la gente conforme pasaba.
Madre bajó la cabeza y luchó contra el deseo de llorar.
Padre volvió seguido de los niños, que tenían aún los ojos húmedos del
dolor del lavado de orejas. Venían sumisos y relucientes. La piel quemada de
la nariz de Winfield estaba despellejada.
—Aquí los tienes —dijo Padre—. Tenían porquería en dos capas de piel.
Casi los tuve que amarrar para que se estuvieran quietos.
Madre los examinó con atención.
—Están muy guapos —dijo—. Servíos vosotros mismos pan de maíz y
salsa. Tenemos que quitar trastos de en medio y poner la tienda en orden.
Padre sirvió los platos para los niños y para él mismo.
—Me pregunto dónde ha encontrado Tom trabajo.
—No sé.
—Bueno, si él puede, nosotros también.
Al llegó a la tienda muy excitado.
—¡Menudo sitio! —exclamó. Se sirvió comida y una taza de café—.
¿Sabéis lo que está haciendo un tipo? Está construyendo una casa rodante. Allí
mismo, detrás de esas tiendas. Tiene camas y un fogón… de todo. Viven ahí.
¡Dios!, así es como hay que vivir. Justo donde te pares, ahí está tu casa.
Madre dijo:
—Yo prefiero una casa pequeña. Tan pronto como podamos, quiero una
casita.
Padre dijo:
—Al, cuando hayamos comido, tú y yo y el tío John saldremos en el
camión a buscar trabajo.
—Muy bien —respondió Al—. Me gustaría encontrar un empleo en un
garaje, si es que hay trabajo. Eso es lo que de verdad me gustaría. Y
comprarme un viejo Ford puesto a punto. Lo pinto de amarillo para fardar por
ahí. He visto una chica guapa un poco más allá. Y le dediqué un buen guiño.
Era preciosa.
—Más te vale tener trabajo antes de dedicarte a hacer la cabra y perseguir
chicas —dijo Padre con seriedad.
El tío John salió del servicio y se fue acercando con lentitud. Madre
frunció el ceño al verle.
—No te has lavado… —empezó, y entonces vio lo enfermo que parecía y
lo débil y triste—. Entra en la tienda y échate —dijo—. No estás bien.
Él meneó la cabeza.
—No —rechazó—. He pecado y debo aceptar mi castigo—. Se acuclilló
con aire desconsolado y se sirvió una taza de café.
Madre sacó de la sartén los últimos trozos de pan de maíz. Dijo como si tal
cosa:
—El director del campamento vino y se sentó a tomar una taza de café.
—¿Sí? —Padre la miró despacio—. ¿Qué es lo que quería? Empezamos
pronto.
—Sólo vino a pasar un rato —dijo Madre delicadamente—. Se sentó y
tomó un café. Dijo que no tomaba buen café muy a menudo y olió el nuestro.
—¿Qué quería? —preguntó Padre otra vez.
—No quería nada. Vino a ver cómo nos iba.
—No lo creo —replicó Padre—. Seguramente va por ahí presumiendo y
husmeando.
—¡No era eso lo que hacía! —gritó Madre enfadada—. Yo sé cuándo va
uno presumiendo tan bien como cualquiera.
Padre arrojó los posos del café fuera de la taza.
—Tienes que dejar de pensar así —dijo Madre—. Este es un sitio decente.
—Lleva cuidado de que no se vuelva tan decente que no pueda uno ni vivir
en él —dijo Padre, celoso—. Date prisa, Al. Nos vamos a buscar trabajo.
Al se limpió la boca con la mano.
—Yo ya estoy —dijo.
Padre se volvió hacia el tío John.
—¿Tú te vienes?
—Sí. Voy.
—No tienes muy buen aspecto.
—No me encuentro muy bien, pero quiero ir.
Al subió al camión.
—Hay que poner gasolina —decidió. Puso en marcha el motor. Padre y el
tío John montaron a su lado y el camión se alejó calle abajo.
Madre los vio irse. Luego cogió un cubo y se dirigió hacia las pilas que
había bajo la parte descubierta de la unidad sanitaria. Llenó el cubo de agua
caliente y lo acarreó hasta su campamento de nuevo. Y estaba lavando los
platos en el cubo cuando Rose of Sharon regresó.
—Te dejé desayuno en un plato —dijo Madre. Y luego miró a la joven con
atención. Llevaba el pelo chorreante y peinado y la piel brillante estaba
sonrosada. Se había puesto el vestido azul estampado de florecillas blancas.
En los pies calzaba los zapatos de tacón de su boda. Se ruborizó bajo el
escrutinio de Madre—. Te has bañado —dijo Madre.
Rose of Sharon habló con voz ronca.
—Yo estaba allí cuando llegó una señora y se bañó. ¿Sabes cómo se hace?
Te metes en una especie de caseta, giras las palancas y el agua empieza a
caerte encima… agua caliente o fría, como quieras… y me he duchado.
—Yo también me voy a duchar —gritó Madre—. En cuanto acabe con
esto. Tú me puedes enseñar.
—Me voy a duchar todos los días —dijo la muchacha—. Y esa señora…
me ha visto, y que estoy esperando y ¿sabes lo que me ha dicho? Dice que hay
una enfermera que viene todas las semanas. Que debo ir a verla y ella me dirá
exactamente lo que debo hacer para que el niño sea fuerte. Dice que aquí todas
las mujeres hacen eso. Y yo voy a hacerlo —las palabras salían a borbotones
—. Y ¿sabes qué? La semana pasada nació un niño y el campamento entero
hizo una fiesta y hubo ropas y se dieron cosas para el bebé, incluso un
cochecito, de mimbre. No era nuevo, pero le dieron una mano de pintura rosa
y quedó como nuevo. Y le pusieron nombre al bebé y comieron pastel. ¡Oh,
Señor! —se fue calmando, respirando con agitación.
Madre dijo:
—Alabado sea Dios, hemos llegado a casa, a nuestra gente. Voy a darme
una ducha.
—Sí, está muy bien —aseguró su hija.
Madre secó los cacharros de hojalata y los apiló. Dijo:
—Nosotros somos de la familia Joad. No tenemos que mirar hacia arriba a
nadie. El abuelo del abuelo participó en la Revolución. Fuimos campesinos
hasta empeñarnos. Y entonces… esa gente. Nos han hecho algo. Cada vez que
venían era como si me estuvieran azotando… como si nos azotaran a todos. Y
en Needles, aquel policía. Me hizo algo, me hizo sentirme mala. Sentirme
avergonzada. Y ahora no siento vergüenza. Esta gente es nuestra gente…
nuestra gente. El director este, vino y se sentó a tomar café y dijo: «señora
Joad» esto y «señora Joad» lo otro… y ¿Cómo le va, señora Joad? —se
interrumpió y suspiró—. ¡Pero si me he vuelto a sentir persona! —puso en el
montón el último plato. Entró en la tienda y rebuscó entre la caja de ropa hasta
dar con sus zapatos y un vestido limpio. Y encontró un paquetito de papel que
contenía sus pendientes. Al pasar junto a Rose of Sharon, le dijo:
—Si vienen esas señoras, diles que vuelvo inmediatamente —desapareció
por uno de los laterales de la unidad sanitaria.
Rose of Sharon se sentó pesadamente en una caja y contempló sus zapatos
de boda, de charol negro y lazos negros, a medida. Limpió las puntas con el
dedo y se limpió el dedo con la parte interior de la falda. Al agacharse sintió
presión en su abdomen en crecimiento. Se sentó derecha y se palpó con dedos
exploradores mientras sonreía ligeramente.
Por la calle caminaba una mujer robusta, cargando una caja de manzanas
llena de ropa sucia hacia las pilas. Tenía el rostro atezado por el sol y sus ojos
eran negros e intensos. Llevaba un delantal amplio, hecho de un saco de
algodón, sobre el vestido de algodón y se calzaba con unos zapatos de hombre
de cordones, de color marrón. Vio cómo Rose of Sharon se acariciaba y la leve
sonrisa de su rostro.
—¡Vaya! —gritó y rio con satisfacción—. ¿Qué crees tú que va a ser?
Rose of Sharon se azoró y miró al suelo y luego se aventuró a levantar la
vista y los brillantes ojillos negros de la mujer la cautivaron.
—No lo sé —farfulló.
La mujer dejó caer con un ruido la caja de manzanas al suelo.
—Tienes un tumor vivo —dijo, y cacareó como una gallina feliz—. ¿Qué
preferirías? —exigió.
—No sé… niño, supongo. Seguro… niño.
—Acabáis de llegar, ¿no es eso?
—Anoche… muy tarde.
—¿Os vais a quedar?
—No lo sé. Si encontramos trabajo, supongo que sí.
Una sombra cruzó el rostro de la mujer y los ojillos negros mostraron
fiereza.
—Si encontráis trabajo. Es lo que decimos todos.
—Mi hermano ya encontró trabajo esta mañana.
—Ah ¿sí? Quizá tengáis suerte. Ojo avizor con la suerte. No se puede
confiar en ella —dio algunos pasos hacia Rose—. Sólo se puede tener una
clase de suerte. Nada más. Sé buena chica —dijo con fiereza—. Sé buena. Si
llevas algún pecado contigo, más te vale llevar cuidado con ese bebé —se
acuclilló delante de Rose of Sharon—. En este campamento pasan cosas de
escándalo —dijo misteriosamente—. Todos los sábados por la noche hay baile
y no creas que es solo baile de figuras. Algunos bailan agarrados. ¡Yo les he
visto!
Rose of Sharon dijo con cautela:
—A mí me gusta bailar, la danza de figuras —y añadió con recato—.
Nunca he bailado de esta otra forma.
La mujer morena asintió con tristeza.
—Pues algunas sí lo hacen. Y el Señor no lo va a dejar pasar así; eso sí que
no lo creas.
—No, señora —respondió la joven quedamente.
La mujer puso una mano marrón y arrugada en la rodilla de Rose of
Sharon, que se encogió bajo el contacto.
—Ahora déjame que te advierta. Sólo quedan unos pocos de los que
realmente aman a Jesús. Cada sábado por la noche cuando esa banda empieza
a tocar, himnos debieran tocar, ellos bailan como peonzas, sí, señor, como
peonzas. Yo los he visto. Yo misma no me acerco a ellos, ni dejo a mi familia
que se acerque. Hay baile agarrado, ya te digo —hizo una pausa buscando el
énfasis y luego dijo, con voz áspera—: Hacen más. Una obra de teatro —se
apartó y ladeó la cabeza para observar cómo se tomaba Rose of Sharon
semejante revelación.
—¿Actores? —preguntó la joven pasmada.
—¡No, señor! —explotó la mujer—. No son actores, esa gente que ya está
condenada. Nuestra propia clase de gente. Nuestra propia gente. Y había niños
pequeños, que no sabían lo que hacían, haciéndose pasar por lo que no eran.
Yo no me acerqué. Pero les oí hablar de lo que hacían. El diablo se paseaba
sencillamente por el campamento.
Rose of Sharon escuchaba, los ojos y la boca abiertos.
—Una vez en la escuela dimos una obra de Cristo Niño… para Navidad.
—Bueno… yo no digo que eso sea malo o bueno. Hay buena gente que
cree que una obra así está bien. Pero… bueno, yo no me atrevería a afirmarlo
sin ninguna duda. Pero esto de aquí no era ningún Cristo Niño. Esto era
pecado y engaño y mañas del diablo. Contoneándose y desfilando y hablando
como si fueran alguien que no son. Y bailando, agarrado y abrazándose.
Rose of Sharon dejó escapar un suspiro.
—Y no son solo unos pocos —continuó la mujer morena—. Esto se está
poniendo de forma que puedes casi contar los verdaderos piadosos con los
dedos de la mano. Y tampoco creas que esos pecadores le pasan a Dios
desapercibidos. No, señor, Él va anotando pecado por pecado y tirará la línea
para sumarlos uno a uno. Dios está vigilando y yo también. Ya ha sacado a la
luz a dos de ellos.
Rose of Sharon dio un respingo:
—¿De verdad?
La voz de la mujer morena iba subiendo en intensidad.
—Yo lo he visto. Una chica que esperaba un hijo, igual que tú. Y
participaba en la obra y bailaba agarrado. Y —la voz se volvió poco afable y
ominosa— empezó a adelgazar y a adelgazar y… tuvo ese hijo muerto.
—¡Dios mío! —la muchacha estaba pálida.
—Muerto y sanguinolento. Por supuesto, nadie volvió a hablarle. Tuvo que
marcharse. No se puede tocar el pecado y no pillarlo. No, señor. Y hubo otra,
hacía las mismas cosas. Empezó a adelgazar y, ¿sabes qué? Una noche
desapareció. Y al cabo de dos días estaba de vuelta. Dijo que había estado de
visita. Pero… ya no tenía el bebé. ¿Sabes lo que yo creo? Creo que el director
se la llevó para que soltara el niño. Él no cree en el pecado, él mismo me lo
dijo. Dice que el pecado es estar hambriento y pasar frío. Dice —ya te digo,
me lo dijo él mismo— que no puede ver a Dios en esas cosas. Que esas chicas
adelgazaron porque no tenían comida suficiente. Bien, yo le puse en su sitio
—se puso en pie y dio un paso atrás. Sus ojos brillaban con intensidad. Señaló
al rostro de Rose of Sharon con un índice rígido—. Le dije: Atrás. Dije: Sabía
que el diablo andaba desbocado por este campamento. Ahora sé quién es el
diablo. Atrás, Satán, le dije. Y te juro que se volvió atrás. Temblando, todo
escurridizo. Dijo: Por favor, por favor, no haga preocuparse a la gente. Y yo
digo: ¿preocuparse? ¿Y qué hay de sus almas? ¿Qué hay de esos niños
muertos y esos pocos pecadores echados a perder por culpa de las obras de
teatro? Él se limitó a mirar, hizo una mueca enfermiza y se alejó. Sabía cuándo
había tropezado con un verdadero testigo del Señor. Yo dije: Estoy ayudando a
Jesús a vigilar lo que pasa por aquí. Y usted y esos otros pecadores no se van a
salir con la suya —recogió su caja de ropa sucia—. Tú hazme caso. Te he
advertido. Ten en cuenta a ese pobre hijo que llevas en el vientre y no cometas
pecados —y se alejó a zancadas con aire de titán, sus ojos brillantes de virtud.
Rose of Sharon la vio irse y luego puso la cabeza entre las manos y gimió
oculta en sus palmas. Una voz suave sonó a su lado. Levantó la vista,
avergonzada. Era el pequeño director vestido de blanco.
—No te preocupes —dijo—. No te preocupes.
Los ojos de Rose se cegaron por las lágrimas.
—Pero es que yo lo he hecho —lloró ella—. He bailado agarrado. No se lo
dije a ella. Lo hice en Sallisaw, con Connie.
—No te preocupes —dijo.
—Dice que perderé el niño.
—Ya sé lo que dice. La tengo más o menos vigilada. Es una buena mujer,
pero hace desgraciada a la gente.
Rose of Sharon sorbió.
—Conoció a dos chicas que perdieron el niño en este campamento.
El director se acuclilló delante de ella.
—Mira —dijo—. Yo también las conozco. Tenían demasiada hambre y
cansancio. Y trabajaron demasiado. Y fueron en un camión por caminos llenos
de baches. Estaban enfermas. No fue culpa suya.
—Pero ella dijo…
—No te preocupes. A esa mujer le gusta liar a la gente.
—Pero dice que usted es el diablo.
—Ya lo sé. Porque no le permito que apene a la gente —le palmeó el
hombro—. No te preocupes. No sabe lo que dice —y se marchó con rapidez.
Rose of Sharon se quedó mirándole; sus hombros enjutos se agitaban al
andar. Estaba aún contemplando su figura delgada cuando volvió Madre,
limpia y rosada, con el pelo peinado y húmedo y atado en un nudo. Llevaba su
vestido estampado y los zapatos agrietados; y los pequeños pendientes
colgaban de sus orejas.
—Lo he hecho —dijo—. Me puse allí y dejé que el agua caliente me
cayera y bajara por mí. Y una señora me dijo que si quieres lo puedes hacer
todos los días. Y… ¿ha venido ya el comité de señoras?
—No —respondió la joven.
—¡Y tú ahí sentada y sin preparar para nada el campamento! —madre
reunió los platos de hojalata mientras hablaba—. Tenemos que poner orden —
dijo—. Venga, ¡muévete! Coge el saco y dale un barrido al suelo —ella
recogió los utensilios, puso las sartenes en su caja y la caja en la tienda—.
Alisa esas camas —ordenó—. Te aseguro que nunca he sentido nada tan
agradable como el agua esa.
Rose of Sharon siguió las órdenes con apatía.
—¿Crees que Connie volverá hoy?
—Quizá… quizá no. No te puedo decir.
—¿Estás segura de que sabe a dónde venir?
—Claro.
—Madre… ¿no crees… que pudieron haberle matado cuando
quemaron…?
—A él no —dijo Madre con seguridad—. Él puede viajar cuando quiere,
tan veloz como una liebre y escurridizo como un zorro.
—Ojalá viniera.
—Llegará cuando llegue.
—Madre…
—Me gustaría que empezaras a trabajar.
—Sí, ¿crees que bailar y actuar son pecados y me harán perder el niño?
Madre interrumpió su trabajo y puso las manos en las caderas.
—¿Qué estás diciendo? Tú nunca has actuado.
—Bueno, alguna gente de aquí lo ha hecho y una chica perdió el niño…
muerto… y sanguinolento, como si fuera el juicio.
Madre la miró fijamente.
—¿Quién te lo ha dicho?
—Una señora que pasó por aquí. Y ese hombrecillo de ropa blanca vino y
dijo que esa no había sido la causa.
Madre frunció el ceño.
—Rosasharn —dijo—, deja de acosarte. Te estás provocando hasta llorar.
No sé qué te ha pasado. Nuestra gente nunca hizo semejante cosa. Tomaron lo
que les vino con los ojos secos. Apuesto a que fue Connie el que te metió esas
ideas. Se creía demasiado grande para sus pantalones, sencillamente —y
añadió con seriedad—: Rosasharn, tú no eres más que una persona y hay otras
muchas. Ponte en tu sitio. He conocido a gente rodearse de pecado hasta
creerse grandes vainas de maldad frente al Señor.
—Pero Madre…
—No. Cállate y a trabajar. No eres bastante grande ni bastante mala para
preocupar a Dios demasiado. Y te voy a calentar si no dejas de atormentarte —
barrió las cenizas en el agujero y sacudió las piedras del borde. Vio al comité
acercándose por la calle— a trabajar —dijo—. Aquí vienen las señoras. Ponte
a trabajar para que pueda estar orgullosa —no volvió a mirar, pero era
consciente de que el comité se aproximaba.
No cabía duda de que era el comité; tres señoras, lavadas, vestidas con sus
mejores ropas: una mujer delgada de pelo fuerte y con gafas de montura de
acero, una señora pequeña y robusta con el pelo gris rizado y una dulce boca
pequeña, y una señora como un mamut, gruesa de pantorrilla y trasero, de
pecho grande, musculosa como un caballo de tiro, poderoso y seguro. Y el
comité caminó calle abajo con dignidad.
Madre se las arregló para darles la espada cuando llegaron. Ellas pararon,
en círculo, luego en fila. Y la mujerona atronó:
—Buenos días. La señora Joad, ¿no es eso?
Madre se volvió como si la hubieran pillado desprevenida.
—Sí, sí. ¿Cómo saben mi nombre?
—Formamos el comité —dijo la mujer—. El Comité de Señoras de la
Unidad Sanitaria número cuatro. Nos dijeron su nombre en la oficina.
Madre se aturulló:
—Todavía no tenemos muy buen aspecto. Me encantaría que vinieran a
sentarse mientras hago algo de café.
La mujer más rolliza del comité dijo:
—Preséntanos, Jessie. Dile nuestros nombres a la señora Joad. Jessie es la
presidenta —explicó.
Jessie dijo formalmente:
—Señora Joad, estas son Annie Littlefield y Ella Summers y yo soy Jessie
Bullitt.
—Encantada de conocerlas —respondió Madre—. ¿No se sientan? No hay
dónde sentarse todavía —añadió—. Pero voy a hacer café.
—No, no —dijo Annie formalmente—. No se moleste. Sólo vinimos a
presentarnos y ver cómo estaba, para que se sintiera como en casa.
Jessie Bullitt dijo severamente:
—Annie, te agradecería que recordaras que yo soy presidenta.
—Ah, claro, claro. Pero la semana que viene lo seré yo.
—Bueno, pues entonces espera a la semana que viene. Cambiamos todas
las semanas —le explicó a Madre.
—¿Seguro que no quieren un poco de café? —preguntó Madre sin saber
qué hacer.
—No, gracias —Jessie se hizo cargo—. Le informaremos primero sobre la
unidad sanitaria y después, si quiere, la incluiremos en el Club de Señoras y le
daremos un cometido. Claro que eso es voluntario.
—¿Es… muy caro?
—No cuesta sino trabajo. Y cuando la conozcan, quizá pueda ser elegida
para este comité —interrumpió Annie—. Jessie está en el comité de todo el
campamento. Es una señora importante de comité.
Jessie sonrió con orgullo.
—Elegida por unanimidad —dijo—. Bueno, señora Joad, creo que ya es
hora de que le digamos cómo funciona el campamento.
Madre dijo:
—Esta es mi hija, Rosasharn.
—¿Cómo estás? —saludaron.
—Mejor será que venga también con nosotras.
La enorme Jessie habló, con un aire lleno de dignidad y amabilidad y
llevaba su discurso ensayado.
—No debe pensar que nos entrometemos en sus asuntos, señora Joad. En
este campamento hay muchas cosas de uso común. Y tenemos normas que
nosotros mismos hemos hecho. Ahora vamos a la unidad. Lo que hay allí lo
usa todo el mundo y todos debemos cuidar todo— pasearon hasta la sección
descubierta donde estaban los lavaderos, en un total de veinte. Había ocho en
uso, las mujeres inclinándose, restregaban las ropas y las pilas de ropa
escurrida estaban amontonadas en el limpio suelo de cemento—. Puede
usarlos siempre que quiera —dijo Jessie—. La única condición es que los deje
limpios.
Las mujeres que estaban lavando levantaron la vista con interés. Jessie dijo
en voz alta:
—Éstas son la señora Joad y Rosasharn, han venido a vivir.
Saludaron a Madre a coro y Madre hizo una ligera reverencia y dijo:
—Encantada de conocerlas.
Jessie precedió al comité entrando a los servicios y las duchas.
—Ya he estado aquí —dijo Madre—. Incluso me he dado una ducha.
—Para eso están —replicó Jessie—. Y se aplica la misma norma. Hay que
dejarlos limpios. Cada semana hay un comité nuevo para fregarlos una vez al
día. Quizá le toque en ese comité. Tiene que traer su propio jabón.
—Tenemos que comprar algo de jabón —dijo Madre—. Se nos ha acabado
por completo.
La voz de Jessie se tornó casi reverente.
—¿Alguna vez los ha usado de esta clase? —preguntó y señaló a los
servicios.
—Sí. Esta misma mañana.
Jessie suspiró.
—Eso está bien.
Ella Summers dijo:
—La semana pasada sin ir más lejos…
Jessie interrumpió con severidad:
—Señora Summers, yo se lo diré.
Ella cedió terreno.
—Ah, de acuerdo.
Jessie dijo:
—La semana pasada, cuando eras presidenta, tú lo hiciste todo. Te
agradeceré que esta semana te abstengas.
—Bueno, cuenta lo que hizo esa señora —contestó ella.
—Bien —dijo Jessie—, no es asunto de este comité ir cotilleando, pero no
diré nombres. Una señora llegó la semana pasada y entró aquí antes de que la
visitara el comité y había metido los pantalones de su marido en el wáter, y
dijo: Es demasiado bajo y no lo bastante grande. Te revientas la espalda. ¿No
han podido ponerlo un poco más alto? —el comité sonrió con superioridad.
Ella interrumpió.
—Dijo: No se puede meter suficiente de una vez —y soportó la mirada
severa de Jessie.
Jessie dijo:
—Tenemos nuestros problemas con el papel higiénico. La norma dice que
nadie se puede llevar papel de aquí —chasqueó la lengua con fuerza—. Todo
el campamento contribuye para el papel higiénico. Calló durante un momento
y luego confesó—. El número cuatro gasta más que ninguno. Hay alguien que
lo está robando. Surgió en la asamblea general de señoras. «El lado de las
mujeres, Unidad número cuatro, está usando demasiado.» Surgió allí, en la
propia asamblea.
Madre seguía la conversación sin respirar.
—Robándolo… ¿para qué?
—Bueno —respondió Jessie—, ya ha habido problemas anteriormente. La
última vez se trataba de tres niñitas que hacían muñecas de papel con él. Las
cogimos. Pero esta vez no sabemos. Apenas da tiempo a poner un cascabel
que suene cada vez que el rollo gira una vez. Así podríamos contar cuánto usa
cada una —meneó la cabeza—. Simplemente no sé —dijo—. He estado
preocupada toda la semana. Alguien roba papel higiénico de la Unidad cuatro.
De la entrada llegó una voz lastimera:
—Señora Bullit —el comité se volvió—. Señora Bullit, he oído lo que
decían —había una mujer ruborizada y sudorosa en la entrada—. No me pude
levantar en la asamblea, señora Bullit. Es que no pude. Se habrían echado a
reír o algo así.
—¿De qué está hablando? —Jessie avanzó.
—Bueno, nosotros, quizá… seamos nosotros. Pero no estamos robando,
señora Bullitt.
Jessie se acercó a ella y la transpiración afloró en la mujer que confesaba
azorada.
—No podemos evitarlo, señora Bullit.
—Diga ya lo que quiera decir —dijo Jessie—. Esta unidad ha pasado
vergüenza por culpa de ese papel higiénico.
—Toda la semana, señora Bullitt. No hemos podido evitarlo. Usted sabe
que tengo cinco hijas.
—¿Qué han estado haciendo con él? —exigió Jessie en tono ominoso.
—Sólo usándolo. De verdad, usándolo nada más.
—¡No tienen derecho! Cuatro o cinco hojas es suficiente. ¿Qué es lo que
les pasa?
La confesora se lamentó:
—Diarrea. Las cinco. Hemos andado mal de dinero y comieron uvas
verdes. Las cinco tienen diarrea. Tienen que venir cada diez minutos —las
defendió—: Pero no lo están robando.
Jessie suspiró.
—Debería haberlo dicho antes —dijo—. Hay que decirlo. Por no haberlo
hecho la Unidad cuatro ha estado pasando vergüenza. Cualquiera puede tener
diarrea.
La mansa voz gimoteó:
—Es solo que no puedo hacer que dejen de comer uvas verdes. Y se ponen
cada vez peor.
—La Ayuda —interrumpió Ella Summers—. Debe recibir la Ayuda.
—Ella Summers —dijo Jessie—, te lo digo por última vez, no eres la
presidenta; se volvió hacia la abatida mujercita.
—¿No tiene ningún dinero, señora Joyce?
Ésta bajó la vista avergonzada.
—No, pero conseguiremos trabajo en cualquier momento.
—Venga, levante la cabeza —dijo Jessie—. Eso no es ningún crimen. Vaya
derecha a la tienda de Weedpatch y compre algunas cosas. El campamento
tiene allí un crédito de veinte dólares. Compre por valor de cinco dólares Se lo
puede devolver al Comité Central cuando tenga trabajo. Señora Joyce, usted lo
sabía —añadió severamente—. ¿Cómo es que ha dejado que sus hijas pasen
hambre?
—Nunca hemos aceptado caridad —respondió la señora Joyce.
—Esto no es caridad y usted lo sabe —se enfureció Jessie—. Creí que eso
había quedado claro. En este campamento no hay caridad. No la admitimos.
Ahora vaya a comprar algo de comer y tráigame el recibo a mí.
La señora Joyce preguntó tímidamente:
—Suponga que no podamos devolverlo nunca. Hace mucho tiempo que no
tenemos trabajo.
—Lo devuelve si puede. Si no puede no es asunto nuestro ni es asunto
suyo. Uno se fue y al cabo de dos meses mandó el dinero. En este
campamento no tiene usted derecho a dejar que sus hijas pasen hambre.
—Sí, señora —dijo la señora Joyce intimidada.
—Compre un poco de queso para esas niñas —ordenó Jessie—. Eso les
curará la diarrea.
—Muy bien —y la señora Joyce se escabulló a toda prisa por la puerta.
Jessie se volvió con furia hacia el comité.
—No tiene derecho a ser tan estirada. No tiene derecho, si está entre su
propia gente.
Annie Littlefield adujo:
—Lleva aquí poco tiempo. Quizá no lo sabía. A lo mejor ha aceptado
caridad en alguna ocasión. No —dijo Annie—, no intentes callarme, Jessie.
Tengo derecho a hablar —se volvió a medias hacia Madre—. Cuando uno
acepta caridad, eso deja una señal que no se va. Esto no es caridad, pero si
alguna vez lo tienes que tomar, no se te olvide. Apuesto a que Jessie nunca lo
ha hecho.
—No, es verdad —replicó Jessie.
—Pues yo sí —dijo Annie—. El invierno pasado; nos moríamos de
hambre… yo y Padre y los pequeños. Y llovía. Uno nos dijo que acudiéramos
al Ejército de Salvación —sus ojos se tornaron fieros—. Teníamos hambre…
nos hicieron arrastrarnos por una cena. Se quedaron nuestra dignidad. Ellos…
¡les detesto! Y… puede que la señora Joyce haya aceptado caridad. Quizá no
sabía que esto no lo es. Señora Joad, en este campamento no dejamos que
nadie se atrinchere de esa forma. Ni permitimos que nadie le dé nada a otra
persona. Pueden darlo al campamento, y este lo distribuye. No hay caridad
aquí —su voz era ronca y amenazadora—. Los detesto —dijo—. Nunca vi a
mi hombre vencido antes, pero esos… del Ejército de Salvación lo
consiguieron.
Jessie asintió.
—Ya lo había oído —dijo quedamente—, ya lo había oído. Tenemos que
seguir informando a la señora Joad.
Madre dijo:
—Es realmente muy agradable.
—Vamos al cuarto de la costura —sugirió Annie—. Tenemos dos
máquinas. Hay un grupo que está haciendo edredones y otro haciendo
vestidos. Quizá le gustaría trabajar allí.
Cuando el comité fue a visitar a Madre, Ruthie y Winfield desaparecieron
imperceptiblemente fuera del alcance.
—¿Por qué no vamos y nos enteramos? —preguntó Winfield.
Ruthie le agarró del brazo.
—No —dijo—. Nos lavamos para esas hijas de puta. No pienso ir con
ellas.
Winfield dijo:
—Te chivaste de lo del servicio. Yo voy a decir lo que les has llamado a
esas señoras.
Una sombra de miedo cruzó el rostro de Ruthie.
—No se te ocurra. Yo lo dije porque sabía que en realidad no lo habías
roto.
—No es verdad —replicó Winfield.
Ruthie dijo:
—Vamos a echar un vistazo por ahí —pasearon siguiendo la línea de
tiendas, asomándose en cada una, curioseando tímidamente. Al final de la
unidad había una zona allanada donde se había organizado una pista de
croquet. Media docena de niños jugaban muy serios. Delante de una tienda
había una anciana sentada en un banco que los contemplaba. Ruthie y
Winfield echaron a correr.
—Dejadnos jugar —gritó Ruthie—. Dejad que entremos en el juego.
Los niños levantaron la vista. Una niñita con trenzas dijo:
—Podéis jugar en la próxima partida.
—Quiero jugar ahora —gritó Ruthie.
—Bueno, pues no puedes. Hasta la próxima partida.
Ruthie entró en la pista con aire amenazador.
—Voy a jugar.
La de las trenzas agarró con fuerza su mazo. Ruthie se llegó a ella de un
salto, la abofeteó, la empujó y le arrebató el mazo de las manos.
—Dije que iba a jugar —dijo triunfalmente.
La anciana se levantó y caminó por la pista. Ruthie frunció el ceño
ferozmente y apretó con más fuerza el mazo. La señora dijo:
—Dejadla jugar… igual que hicisteis con Ralph, la semana pasada.
Los niños dejaron sus mazos en el suelo y salieron en tropel de la pista, en
silencio. Se quedaron a cierta distancia mirando con ojos inexpresivos. Ruthie
los miró alejarse. Entonces golpeó una bola y corrió tras ella.
—Venga, Winfield. Coge un palo —le gritó. Y luego le miró con asombro,
Winfield se había unido a los niños que miraban y también él la miraba con
ojos inexpresivos. Ella, como desafiándoles, volvió a golpear la bola. Levantó
una gran polvareda. Simuló pasarlo bien. Y los niños quietos la miraron.
Ruthie alineó dos bolas y golpeó ambas, volvió la espalda a los ojos
observantes y luego se volvió. De pronto avanzó hacia ellos mazo en mano.
—Venid a jugar —exigió. Se fueron apartando en silencio conforme ella se
aproximaba. Por un momento les miró, y luego arrojó el mazo y corrió
llorando a casa. Los niños volvieron a entrar en la pista.
La niña de las trenzas le dijo a Winfield:
—Puedes jugar la próxima partida.
La señora les advirtió:
—Cuando vuelva la niña y quiera portarse bien, dejadla. Tú misma te
portaste mal, Amy.
El juego siguió adelante mientras en la tienda de los Joad Ruthie sollozaba
tristemente.
El camión se movía a lo largo de bellas carreteras, dejando atrás huertos en
los que los melocotones empezaban a colorearse, viñedos con racimos pálidos
y verdes, bajo hileras de nogueras cuyas ramas llegaban hasta el centro de la
carretera. En todos los portones de entrada Al frenaba; y en cada uno había un
cartel: no se necesitan empleados. Prohibido el paso.
Al dijo:
—Padre, habrá trabajo seguro cuando esa fruta esté a punto. Curioso
lugar… te dicen que no te necesitan antes de que les preguntes —siguió
conduciendo lentamente.
Padre dijo:
—A lo mejor debíamos entrar de todas formas y preguntar si hay algo de
trabajo. Podíamos probar.
Un hombre con mono y camisa azules caminaba por la orilla de la
carretera. Al frenó junto a él.
—Eh, oiga —dijo Al—. ¿Sabe dónde hay trabajo?
El hombre se detuvo y sonrió, y en su boca faltaban los dientes delanteros.
—No —contestó—. ¿Y ustedes? Llevo toda la semana andando y no he
encontrado nada.
—¿Vive en el campamento del gobierno? —preguntó Al.
—Sí.
—Entonces suba atrás y buscamos todos —el hombre trepó por el lateral y
se dejó caer en la parte de atrás.
Padre dijo:
—No tengo idea de dónde podremos encontrar trabajo. Pero supongo que
hay que mirar. No sabemos ni dónde mirar.
—Debíamos haber hablado con los del campamento —dijo Al—. ¿Cómo
te encuentras tío John?
—Me duele —dijo el tío John—. Me duele todo y lo que me queda.
Debería marcharme para no atraer el castigo sobre mi propia gente.
Padre puso la mano en la rodilla de John.
—Mira —le dijo—, no te vayas. Estamos perdiendo gente continuamente:
el abuelo y la abuela muertos, Noah y Connie, que se marcharon y el
predicador en la cárcel.
—Tengo el presentimiento de que volveremos a ver a ese predicador —
dijo John.
Al tanteó la bola de la palanca de cambios.
—No estás tan bien como para tener presentimientos —dijo—. A la
mierda. Vamos a volver y a hablar y a enterarnos de dónde hay algo de trabajo.
Vamos como mofetas cazando bajo el agua —frenó el camión, se asomó por la
ventana y llamó—: ¡Eh! Mire. Volvemos al campamento a ver si nos
enteramos dónde hay trabajo. No tiene sentido quemar gasolina así.
El hombre se asomó por un lado.
—Por mí bien —dijo—. Tengo los pies raídos hasta el tobillo. Y no tengo
ni un bocado que llevarme a la boca.
Al dio la vuelta en mitad de la carretera y enfiló de regreso.
Padre dijo:
—Madre va a quedar dolida, sobre todo con Tom encontrando trabajo tan
fácilmente.
—Quizá no lo haya conseguido —dijo Al—. A lo mejor ha ido a buscar
también. Ojalá pudiera trabajar en un garaje. Aprendería y me gustaría.
Padre gruñó y regresaron al campamento en silencio.
Cuando el comité se marchó, Madre se sentó en una caja delante de la
tienda y miró a Rose of Sharon sin saber qué hacer.
—Vaya… —dijo—, vaya, no he estado tan animada en años. ¿Verdad que
eran agradables esas señoras?
—Yo voy a trabajar en la guardería —dijo Rose of Sharon—. Me lo han
dicho. Puedo aprender cómo cuidar niños y así estaré preparada.
Madre asintió maravillada.
—Estaría muy bien que los hombres encontraran trabajo, ¿verdad? —
preguntó—. Que trabajaran y tener algo de dinero —sus ojos se perdieron en
el espacio—. Ellos trabajando y nosotras trabajando aquí y toda esta gente tan
agradable. Lo primero que me voy a comprar en cuanto salgamos un poco
adelante es una cocina, que esté bien. No valen mucho. Y luego una tienda, lo
bastante grande y quizá somieres de segunda mano para las camas. Y
podríamos usar esta tienda solo para comer. Y el sábado por la noche iremos al
baile. Dicen que puedes invitar gente si quieres. Ojalá tuviéramos amigos a
quienes invitar. Quizá los hombres conozcan a alguien para invitar.
Rose of Sharon escudriñó por la carretera.
—Esa señora dice que perderé al niño… —empezó.
—No vuelvas con eso —le advirtió Madre.
Rose of Sharon dijo quedamente:
—La he visto. Viene hacia aquí, creo. ¡Sí! Aquí viene. Madre, no le
dejes…
Madre se volvió y contempló la figura que se aproximaba.
—¿Cómo está? —dijo la mujer—. Soy la señora Sandry… Lisbeth Sandry.
He conocido a su hija esta mañana.
—¿Cómo está? —dijo Madre.
—¿Es usted feliz en el Señor?
—Muy feliz —replicó Madre.
—¿Está usted salvada?
—Sí —el rostro de Madre estaba cerrado y expectante.
—Bien, me alegro —dijo Lisbeth—. Los pecados son muy fuertes por
aquí. Ha venido usted a un sitio terrible. La maldad está por todas partes.
Gente mala, cosas malas, un cristiano de verdad apenas puede soportarlo. Los
pecadores nos rodean.
Madre se ruborizó un poco y cerró la boca con decisión.
—A mí me parece que son gente amable —dijo secamente.
Los ojos de la señora Sandry se clavaron en ella.
—¡Amable! —gritó—. ¿Cree usted que son buenos cuando hay baile
agarrado? Se lo digo yo, su alma inmortal no tiene ni una posibilidad en este
campamento. Anoche salí a un servicio en Weedpatch. ¿Sabe lo que dijo el
predicador? Dijo: Hay maldad en este campamento. Los pobres intentan ser
ricos. Hay bailes y abrazos donde debería haber llanto y gemir en pecado. Eso
es lo que dijo. Todos los que no están aquí son negros pecadores, dijo. Le
aseguro que oírle le deja a uno sintiéndose muy bien. Y sabíamos que
estábamos salvados. Nosotros no hemos bailado.
El rostro de Madre estaba rojo. Se puso en pie lentamente y se encaró con
la señora Sandry.
—¡Fuera! —dijo—. Váyase ahora, antes de que yo peque al decir dónde
debe irse. Váyase a su llanto y su gemir.
La señora Sandry se quedó con la boca abierta. Dio un paso atrás. Y
entonces se volvió furiosa.
—Pensé que eran cristianos.
—Es que lo somos —dijo Madre.
—No, no lo son. ¡Son pecadores que van arder en el infierno, todos
ustedes! Y lo pienso mencionar en la reunión. Puedo ver su negra alma
ardiendo. Puedo ver al niño inocente en el vientre de esta muchacha ardiendo.
Un gemido lastimero y apagado escapó de los labios de Rose of Sharon.
Madre se agachó y cogió un palo.
—¡Fuera! —dijo fríamente—. No se le ocurra volver. He visto antes gente
como usted. Se complacen haciendo esto, ¿verdad? —Madre avanzó hacia la
señora Sandry. La mujer empezó a retroceder, y luego, de pronto, echó la
cabeza hacia atrás y aulló. Los ojos se le pusieron en blanco, los hombros y los
brazos colgaban muertos a los lados y una línea espesa de saliva viscosa salió
por la comisura de sus labios. Aulló una y otra vez, largos aullidos profundos
y bestiales. Hombres y mujeres salieron corriendo de las tiendas y se quedaron
cerca, asustados y en silencio. Lentamente la mujer cayó de rodillas y los
aullidos decrecieron hasta ser un quejido estremecido y balbuciente. Cayó de
costado, las piernas y los brazos agitándose. El blanco de los ojos aparecía
bajo los párpados abiertos. Un hombre dijo en voz baja:
—El espíritu. Está poseída por el espíritu.
El pequeño director se acercó paseando como si nada pasara.
—¿Algún problema? —preguntó.
La multitud se apartó para dejarle pasar. Miró a la mujer en el suelo.
—¡Vaya por Dios! —dijo—. ¿La podéis ayudar algunos a volver a su
tienda?
La gente silenciosa removió los pies. Dos hombres se agacharon y la
levantaron, uno sujetándola por debajo de los brazos y otro por los pies. Se la
llevaron y la gente empezó despacio a moverse tras ellos. Rose of Sharon
entró en la tienda y se acostó y se cubrió la cara con una manta.
El director miró a Madre y al palo que llevaba en la mano. Sonrió con
cansancio.
—¿Le pegó? —preguntó.
Madre continuó con la vista fija en la gente en retirada. Meneó la cabeza
despacio.
—No, pero me faltó poco. Hoy ha trastornado dos veces a mi hija.
—Intente no pegarle —dijo el director—. No se encuentra bien. Es solo
que no está bien —y añadió quedamente—. Ojalá se fuera y toda su familia.
Da más problemas en el campamento que todos los demás juntos.
Madre se rehízo de nuevo.
—Si vuelve, a lo mejor no puedo evitar pegarle. No estoy segura. No le
dejaré que preocupe a mi hija más.
—No se preocupe, señora Joad —dijo—. No la volverá a ver. Tantea a los
recién llegados. No volverá más. Cree que usted es una pecadora.
—Bien, lo soy —dijo Madre.
—Claro, como todos, pero no de la forma que dice ella. Esa mujer no está
bien, señora Joad.
Madre le miró agradecida y gritó:
—¿Has oído, Rosasharn? No está bien. Está loca —pero la muchacha no
levantó la cabeza. Madre dijo:
—Mire, se lo advierto. Si vuelve por aquí, no respondo de mí misma. Le
atizaré.
Él sonrió con sorna.
—Sé lo que siente —dijo—. Simplemente intente no darle. Es lo único que
le pido… que lo intente —caminó lentamente en dirección a la tienda donde
habían llevado a la señora Sandry.
Madre entró en la tienda y se sentó junto a Rose of Sharon.
—Levanta la vista —dijo. La joven permaneció inmóvil. Madre apartó
suavemente la manta de la cara de su hija—. Esa mujer está medio loca —dijo
—. No te creas ninguna de esas cosas.
Rose of Sharon susurró aterrada:
—Cuando habló de arder, me… sentí arder.
—Eso no es verdad —le contradijo Madre.
—Estoy muy cansada —murmuró la joven—. Cansada de que pasen cosas.
Quiero dormir. Quiero dormir.
—Bueno, entonces duerme. Éste es un lugar agradable. Puedes dormir.
—¿Y si vuelve?
—No va a volver —dijo Madre—. Voy a sentarme a la puerta y no le
dejaré volver. Ahora descansa, que dentro de poco tendrás que trabajar en la
guardería.
Madre se levantó con esfuerzo y fue a sentarse en la entrada de la tienda.
Se sentó en una caja y puso los codos en las rodillas y la barbilla entre las
manos. Vio el movimiento del campamento, oyó las voces de los niños, el
golpeteo de un martillo contra un hierro; pero sus ojos miraban al frente.
Padre, que venía por la carretera, la encontró allí y se acuclilló cerca de ella,
que dirigió su mirada lentamente hacia él.
—¿Encontrasteis trabajo? —preguntó.
—No —dijo él avergonzado—. Estuvimos buscando.
—¿Dónde están John y Al y el camión?
—Al está arreglando algo. Tuvo que pedir prestadas algunas herramientas.
El otro dijo que Al lo tenía que arreglar allí mismo.
Madre dijo tristemente:
—Éste es un sitio agradable. Durante un tiempo podríamos ser felices aquí.
—Si encontráramos trabajo.
—¡Sí! Si vosotros encontrarais trabajo.
Él sintió su tristeza y estudió su rostro.
—¿Por qué estás abatida? Si es un sitio tan agradable, ¿por qué tienes que
estar deprimida?
Ella le miró y cerró los ojos con lentitud.
—Es curioso, ¿no te parece? Durante el tiempo que estuvimos en
movimiento, avanzando, no pensé en nada. Y ahora esta gente se porta bien
conmigo, me tratan muy bien; y ¿qué es lo que primero que hago? Vuelvo
derecha a recordar las cosas tristes… aquella noche que el abuelo murió y lo
enterramos. Yo estaba hasta arriba de la carretera, de dar botes y del
movimiento y no era para tanto. Pero ahora aquí, es peor. Y la abuela… y
Noah, ¡marchándose de aquella forma! Simplemente río abajo. Esas cosas son
parte de todo y ahora me vienen todas juntas. La abuela como una pobre y
enterrada como una pobre. Eso me duele ahora. Me duele mucho. Y Noah
marchándose río abajo. Él no sabe lo que hay allí, no lo sabe. Y nosotros
tampoco. Nunca sabremos si está vivo o muerto. Nunca vamos a saberlo. Y
Connie que se escabulló. Antes no les dejé sitio en el cerebro, pero ahora me
vienen todas juntas. Y debería estar contenta de que estemos en un sitio
agradable —padre le miraba a la boca mientras hablaba. Ella tenía los ojos
cerrados—. Recuerdo aquellas montañas, afiladas como dientes viejos, al lado
del río por donde se fue Noah. Recuerdo la hierba de la tierra en la que
descansa el abuelo. Recuerdo el tajo de casa con una pluma pegada, hecho
trizas de los cortes y negro de la sangre de los pollos.
La voz de Padre siguió en el mismo tono.
—Hoy he visto a los patos —dijo—. Hacia el sur, en forma de cuña… muy
arriba. Parecían ser muy pequeñitos. Y he visto a los mirlos sentados en los
alambres y las palomas estaban sobre las cercas —Madre abrió los ojos y le
miró. Él continuó—: Vi un pequeño torbellino, como un hombre dando vueltas
por un campo. Y los patos echaron a volar, en forma de cuña, en dirección al
sur.
Madre sonrió.
—¿Te acuerdas? —dijo—. ¿Te acuerdas de lo que siempre decíamos en
casa? El invierno llegará temprano, decíamos, cuando volaban los patos.
Siempre lo dijimos y el invierno llegaba cuando era su momento. Pero siempre
decíamos: Viene temprano. Me pregunto qué queríamos decir.
—He visto a los mirlos en los alambres —dijo Padre—. Sentados tan
juntitos. Y las palomas. Nada se está tan quieto como una paloma sentada, en
los alambres de las cercas, sentadas de dos en dos quizá. Y ese pequeño
torbellino… del tamaño de un hombre, bailando por un campo. Siempre me
gustaron esos bichos, grandes como hombres.
—Ojalá pudiera no pensar en casa —dijo Madre—. Ya no es nuestra casa.
Ojalá pudiera olvidarla. Y a Noah.
—Nunca estuvo bien… quiero decir… bueno, fue culpa mía.
—Te dije que no dijeras eso nunca. Quizá no hubiera llegado a vivir.
—Pero yo debí haberlo hecho mejor.
—Calla ya —exigió Madre—. Noah era extraño. Quizá vive bien junto al
río. Tal vez sea mejor así. No podemos permitirnos el preocuparnos. Éste es un
sitio agradable y puede que consigáis trabajo de inmediato.
Padre señaló al cielo.
—Mira… más patos. Una buena bandada. Y, Madre, el invierno llegará
temprano.
Ella río entre dientes.
—Hay cosas que se hacen sin saber por qué.
—Aquí está John —dijo Padre—. Ven aquí y siéntate, John.
El tío John se unió a ellos. Se acuclilló delante de Madre.
—No conseguimos nada —dijo—. Sólo dimos unas vueltas. Oye, Al
quiere verte. Dice que tiene que comprar un neumático. Sólo le queda una
capa de material a la rueda, dice.
Padre se puso en pie.
—Espero que la pueda comprar barata. No nos queda mucho. ¿Dónde está
Al?
—Allí abajo, hasta el primer cruce de calles y gira a la derecha. Dice que
va a estallar y quedar inservible una cubierta si no compra uno nuevo—Padre
se alejó despacio, y sus ojos siguieron la uve gigante de patos por el cielo.
El tío John cogió una piedra del suelo, la dejó caer desde la palma y volvió
a cogerla. No miró a Madre.
—No hay trabajo —dijo.
—No habéis mirado por todas partes —replicó Madre.
—No, pero hay carteles fuera.
—Bueno, Tom debe haber encontrado trabajo. No ha vuelto.
El tío John sugirió:
—Quizá se haya marchado… igual que Connie y que Noah.
Madre le miró con intensidad y luego sus ojos se suavizaron.
—Hay cosas que sabes —dijo—. Cosas de las que estás segura. Tom tiene
trabajo y volverá esta tarde. Eso es verdad —sonrió con satisfacción—. ¡Es un
buen chico! —dijo—. Es un buen chico.
Los coches y camiones empezaron a llegar al campamento y los hombres
acudieron en tropel a la unidad sanitaria. Y cada uno llevaba un mono limpio y
una camisa en la mano.
Madre recuperó el control.
—John, ve a buscar a Padre. Id a la tienda. Quiero judías, azúcar, y… un
trozo de carne de freír y zanahorias y… dile a Padre que compre algo rico,
cualquier cosa, pero rico, para esta noche. Esta noche tendremos… algo rico.
Capítulo XXIII
Capítulo XXIV
El sábado por la mañana los lavaderos estaban llenos. Las mujeres lavaban
vestidos de algodón rosa y floreados y los colgaban al sol y estiraban la tela
para suavizarla. Al llegar la tarde el campamento entero se aceleraba y la gente
comenzaba a excitarse. A los niños se les contagiaba la fiebre y se ponían más
ruidosos de lo acostumbrado. Alrededor de media tarde empezaba el baño de
los niños y, conforme cada uno era cogido, sometido y bañado, el ruido del
campo de juegos remitía gradualmente. Antes de las cinco, los niños estaban
bien fregados y advertidos de no volverse a ensuciar; y paseaban por ahí,
rígidos en sus ropas limpias, tristes con tanto cuidado.
En la gran tarima de baile al aire libre se atareaba un comité. Todo el hilo
eléctrico había sido recogido. Se había hecho una visita al basurero de la
ciudad en busca de cable, todas las cajas de herramientas habían aportado
cinta aislante. Y ahora el cable remendado y empalmado estaba extendido por
la pista de baile con cuellos de botella como aislantes. Esta noche la pista
estaría iluminada por primera vez. Para las seis volvían los hombres del
trabajo o de buscar trabajo y empezaba una nueva ronda de baños. A las siete,
las cenas ya concluidas, los hombres estaban vestidos con sus mejores ropas:
monos recién lavados, camisas azules limpias, a veces las dignas camisas
negras. Las muchachas estaban listas con sus vestidos estampados, estirados y
limpios, sus cabellos trenzados y con lazos. Las preocupadas mujeres miraban
a sus familias y fregaban los platos de la cena. En la tarima la banda
practicaba, rodeada de un muro doble de niños. La gente se sentía resuelta y
excitada.
En la tienda de Ezra Huston, presidente, se reunió el Comité Central,
compuesto por cinco hombres. Huston, un hombre alto y enjuto, atezado por el
viento, con ojos como pequeñas espadas, se dirigió a su comité, un hombre por
cada unidad sanitaria.
—Ha sido una maldita suerte que nos enteráramos de que iban a intentar
reventar el baile —dijo.
El rechoncho representante de la unidad tres habló.
—Creo que deberíamos darles una buena para que aprendieran.
—No —dijo Huston—. Eso es lo que quieren. No señor. Si consiguen que
se organice una pelea entonces puede entrar la policía y decir que no
mantenemos el orden. Lo han intentado antes… en otros sitios —se volvió
hacia el chico triste y oscuro de la unidad dos—. ¿Has organizado a los
hombres para que vigilen las vallas y que no se cuele nadie?
El chico triste asintió.
—¡Sí! Doce. Les dije que no pegaran a nadie. Que solo les volvieran a
echar fuera.
Huston dijo:
—¿Quieres salir y buscar a Willie Eaton? Es el presidente de
entretenimientos, ¿no?
—Sí.
—Bien, dile que queremos verle.
El chico salió y volvió al cabo de un momento con un nervudo hombre de
Tejas. Willie Eaton tenía la mandíbula larga y frágil y pelo de color castaño.
Sus brazos y piernas eran largos y desmadejados y tenía los ojos grises,
quemados por el sol. Entró en la tienda y esperó, sonriendo, con las manos
girando incesantes en las muñecas.
Huston dijo:
—¿Te has enterado de lo de esta noche?
—¡Sí! —Willie sonrió.
—¿Has hecho algo al respecto?
—Sí.
—Dinos lo que has hecho.
Willie Eaton sonrió con satisfacción.
—Bien, normalmente el comité de entretenimientos es de cinco hombres.
Hoy tengo veinte más, todos chicos fuertes. Van a estar bailando con los ojos y
los oídos abiertos. Al primer signo de discusión se cierran todos. Lo hemos
planeado bien. Ni siquiera se ve nada. Ellos van como saliendo y el tipo saldrá
con ellos.
—Diles que no debe haber heridos.
Willie rio alegremente.
—Ya se lo dije —respondió.
—Bueno, díselo y que quede claro.
—Ya lo saben. Tengo cinco hombres a la entrada para vigilar a los que
entran. Para intentar localizarlos antes de que empiecen.
Huston se puso en pie. Sus ojos color acero eran severos.
—Mira, Willie. No queremos hacer daño a esos tipos. Va a haber
ayudantes del sheriff en la puerta principal. Si los otros salen ensangrentados,
los ayudantes irán por nosotros.
—Ya hemos pensado en eso —dijo Willie—. Los sacaremos por detrás, al
campo. Algunos de los muchachos vigilarán que se marchen.
—Parece un buen plan —dijo Huston preocupado—. Pero no dejes que
pase nada, Willie. Tú eres responsable. No les hagáis daño. No uséis palos ni
cuchillos o cualquier otra arma.
—No, señor —dijo Willie—. No les quedarán marcas.
Huston recelaba.
—Ojalá supiera que puedo confiar en ti, Willie. Si hay que atizarles,
atízales donde no sangren.
—¡Sí, señor! —dijo Willie.
—¿Estás seguro de los hombres que has escogido?
—Sí.
—De acuerdo. Si se nos va de las manos estaré en el rincón de la derecha,
a ese lado de la pista.
Willie saludó en plan de broma y salió.
Huston dijo:
—No sé. Sólo espero que los muchachos de Willie no maten a nadie. ¿Para
qué diablos quieren los ayudantes del sheriff hacer daño al campamento? ¿Por
qué no nos dejan en paz?
El chico triste de la unidad dos dijo:
—Yo viví en el campamento de la Compañía de Tierras y Ganados de
Sunland. Había un policía por cada diez personas, de verdad. Y un grifo de
agua para doscientos.
El hombre rechoncho intervino:
—Dios, Jeremy. No hace falta que me lo digas. Yo estuve allí. Hay un
bloque de chabolas, treinta y cinco en una fila y quince de fondo. Y tienen diez
cagaderos para todo el tinglado. Y ¡por Dios!, podías olerlos a una milla de
distancia. Uno de los ayudantes me dijo la razón. Estaba allí sentado y me
dice: Esos malditos campamentos del gobierno. Les dan agua caliente y la
gente quiere agua caliente. Si les das retretes también los querrán. Dales a esos
okies cosas y querrán todo. En esos campamentos hacen reuniones de rojos.
Planean cómo conseguir los subsidios.
Huston preguntó:
—¿Nadie le atizó?
—No. Había un tipo pequeño que le preguntó, ¿qué es eso de subsidios?
—Subsidios, lo que los contribuyentes pagamos y os lleváis vosotros,
malditos okies.
—Nosotros pagamos impuestos en lo que compramos, en la gasolina y el
tabaco, dice el pequeño. Y dijo: A los granjeros les da cuatro centavos por
libra de algodón el gobierno. ¿No es eso subsidio? ¿Y no tienen subsidio las
compañías de ferrocarril y transportes?
—Ésos hacen cosas que hay que hacer —dice el ayudante.
—Bueno —dice el otro—, ¿cómo se iban a recoger las cosechas si no fuera
por nosotros? —el hombre rechoncho miró a su alrededor.
—¿Qué dijo el ayudante? —preguntó Huston.
—Se puso furioso. Y dijo: malditos rojos, todo el día causando agitación.
Mejor será que vengas conmigo. Así que se llevó al hombre y le echaron
sesenta días por vagancia.
—¿Cómo hicieron eso si tenía trabajo? —preguntó Timothy Wallace.
El hombre rechoncho se echó a reír.
—Ya lo sabes —dijo—. Sabes que un vago es cualquiera que no le cae
bien a un policía. Y por eso odian este campamento. La policía no puede
entrar. Esto es los Estados Unidos, no California.
Huston suspiró.
—Ojalá pudiéramos quedarnos. Nos tendremos que ir pronto. Yo estoy a
gusto aquí. La gente se lleva bien; y Dios Todopoderoso, ¿por qué no nos
dejan hacerlo en lugar de tratarnos mal y meternos en la cárcel? Juro que nos
van a empujar a luchar si no nos dejan en paz —entonces su voz se apaciguó
—. Tenemos que seguir siendo pacíficos —se recordó a sí mismo—. El comité
no tiene derecho a echarlo a perder.
El hombre de la unidad tres dijo:
—Cualquiera que piense que ser del comité es coser y cantar debería
probarlo. Hubo una pelea hoy en mi unidad: mujeres. Se pusieron a insultarse
y luego empezaron a tirarse basura. El comité de señoras no pudo con ellas y
me llamaron. Querían que tratáramos la pelea en este comité. Les dije que
debían ocuparse ellas mismas de los problemas entre mujeres. Este comité no
va a ensuciarse con peleas de basura.
Huston asintió.
—Hiciste bien —decidió.
Ahora caía el atardecer, y al hacerse la oscuridad más profunda, las
prácticas de la banda parecieron crecer en volumen. Las linternas parpadearon
y dos hombres inspeccionaron el cable remendado de la pista de baile. Los
niños se amontonaban alrededor de los músicos. Un chico con una guitarra
cantó «Down home Blues», escuchando con delicadeza los acordes y en el
segundo estribillo tres armónicas y un violín se le unieron. La gente acudió de
las tiendas a la tarima, los hombres en sus vaqueros azules y limpios y las
mujeres con sus vestidos de algodón. Se acercaron a la tarima y
permanecieron silenciosamente en pie, esperando, sus rostros brillantes y
resueltos bajo la luz.
Alrededor de la reserva había una alta valla de alambre, y a lo largo de la
misma, a intervalos de dieciséis metros, los guardas estaban sentados en la
hierba esperando.
Empezaron a llegar los coches de los invitados, pequeños granjeros y sus
familias, emigrantes de otros campamentos. Y al pasar por la entrada cada uno
mencionaba el nombre del que le había invitado.
La banda tocó una danza escocesa, bien alto, porque ya no estaban
practicando. Delante de sus tiendas los amantes de Jesús escuchaban sentados,
sus rostros duros y despectivos. No hablaban unos con otros, vigilaban
buscando el pecado y sus rostros condenaban todo lo que pasaba a su
alrededor.
En la tienda de los Joad, Ruthie y Winfield habían comido a toda prisa la
escasa cena y habían marchado hacia la tarima. Madre les hizo regresar, sujetó
sus caras altas con una mano bajo la barbilla y les miró las narices, tiró de sus
orejas y miró el interior y los mandó a la unidad sanitaria a lavarse las manos
una vez más. Le dieron esquinazo por la parte de atrás del edificio y salieron
disparados hacia la tarima, para unirse a los niños, apretados alrededor de la
banda.
Al terminó de cenar y se pasó media hora afeitándose con la cuchilla de
Tom. Al llevaba un traje de lana ajustado y una camisa a rayas, y se había
bañado y lavado, y peinado su cabello liso hacia atrás. Y cuando el servicio se
quedó vacío un momento se sonrió de forma encantadora en el espejo y se
volvió y trató de verse de perfil mientras sonreía. Se puso las bandas violetas
en los brazos y la ajustada chaqueta. Y frotó sus zapatos amarillos con un
trozo de papel higiénico. Un rezagado que iba a bañarse entró y Al se apresuró
a salir y caminó temerario hacia la tarima, ojo avizor a las muchachas. Cerca
de la pista de baile vio a una bonita chica rubia sentada delante de una tienda.
Se aproximó y abrió su chaqueta para mostrar la camisa.
—¿Vas a bailar esta noche? —preguntó.
La muchacha miró a otro lado y no contestó.
—¿No se te puede dirigir la palabra?, ¿qué tal si bailamos tú y yo? —y dijo
con aplomo—: Sé bailar el vals.
La chica levantó los ojos con timidez y dijo:
—Vaya cosa… todo el mundo sabe.
—No como yo —dijo Al. Surgió la música y él siguió el ritmo con un pie
—. Venga —animó.
Una mujer muy gorda asomó la cabeza por la tienda y le puso mal gesto.
—Sigue adelante —dijo con fiereza—. Esta chica está comprometida. Va a
casarse y su novio va a venir por ella.
Al le dirigió un guiño achulado y echó a andar, los pies siguiendo la
música y ondulando los hombros y girando los brazos. La muchacha se quedó
mirándole con expresión resuelta.
Padre dejó su plato y se levantó.
—Vamos, John —dijo; y le explicó a Madre—: Vamos a hablar con
algunos hombres sobre el trabajo —y Padre y el tío John se alejaron hacia la
casa del director.
Tom metió un trozo de pan de la tienda de comestibles en la salsa del
estofado de su plato y comió el pan. Le alargó el plato a Madre y ella lo metió
en el cubo de agua caliente y lo lavó y se lo alcanzó a Rose of Sharon para que
lo secara.
—¿No vas al baile? —preguntó Madre.
—Claro —contestó Tom—. Estoy en un comité. Vamos a entretener a unos
tipos.
—¿Ya estás en un comité? —dijo Madre—. Supongo que es porque tienes
trabajo.
Rose of Sharon se volvió para guardar el plato. Tom la señaló.
—Dios mío, se está poniendo gorda —dijo.
Rose of Sharon se ruborizó y le cogió otro plato a Madre.
—Claro que sí —dijo Madre.
—Y más guapa —dijo Tom.
La muchacha se puso más colorada y bajó la cabeza.
—Déjalo ya —dijo suavemente.
—Pues claro —dijo Madre—. Una chica esperando siempre se pone más
guapa.
Tom se echó a reír.
—Si se sigue hinchando así va a necesitar una carretilla para llevarlo.
—Déjame ya —dijo Rose of Sharon, y entró en la tienda, fuera de su vista.
Madre se río.
—No deberías molestarla.
—A ella le gusta —dijo Tom.
—Ya lo sé, pero también le molesta. Y está triste por Connie.
—Bueno, debería olvidarse de él. Seguramente a estas alturas estará
estudiando para presidente de los Estados Unidos.
—No la molestes —dijo Madre—. No lo tiene nada fácil.
Willie Eaton se acercó y sonrió y dijo:
—¿Tú eres Tom Joad?
—Sí.
—Yo soy presidente del comité de entretenimientos. Te vamos a necesitar.
Uno me ha hablado de ti.
—Sí, jugaré con vosotros —dijo Tom—. Esta es Madre.
—¿Cómo está? —saludó Willie.
—Encantada de conocerte.
Willie dijo:
—Te voy a poner a la entrada para empezar y luego en la pista. Quiero que
te fijes en los que entren e intentes localizarlos. Estarás con otro. Luego quiero
que bailes y vigiles.
—De acuerdo. Eso lo puedo hacer —dijo Tom.
Madre preguntó con aprensión:
—¿Hay algún problema?
—No, señora —respondió Willie—. No va a haber ningún problema.
—Nada en absoluto —dijo Tom—. Bueno, voy contigo. Te veré en el
baile, Madre —los dos jóvenes se dirigieron con rapidez a la entrada principal.
Madre apiló los platos lavados en una caja.
—Sal de ahí —llamó, y al no recibir respuesta—. Rosasharn, sal ya.
Su hija salió de la tienda y continuó secando platos.
—Tom solo te estaba tomando el pelo.
—Ya lo sé. No me importa; es solo que detesto que la gente me mire.
—Eso no tiene remedio. La gente te va a mirar. Pero la gente se alegra de
ver a una muchacha embarazada, les pone sonrientes y contentos. ¿No vas a ir
al baile?
—Iba a ir… pero no sé. Ojalá estuviera Connie aquí —su voz subió de
tono—. Madre, ojalá estuviera él aquí. Apenas puedo resistirlo.
Madre la miró con atención.
—Lo sé —dijo—. Pero, Rosasharn… no avergüences a tu familia.
—No lo pretendo, Madre.
—Bien, no te avergüences tú. Ya tenemos demasiado, sin vergüenzas que
añadir.
Los labios de la joven empezaron a temblar.
—No voy a ir al baile. No podría… ¡Madre, ayúdame! —se sentó y ocultó
la cabeza en los brazos.
Madre se secó las manos en el trapo de los platos y se acuclilló delante de
su hija y puso las dos manos en el cabello de Rose of Sharon.
—Eres una buena chica —dijo—. Siempre lo has sido. Yo te cuidaré. No te
preocupes —puso interés en el tono de su voz—. ¿Sabes lo que vamos a hacer
tú y yo? Vamos a ir al baile y nos vamos a sentar a mirar. Si viene alguien que
quiera bailar contigo, pues le diré que no estás fuerte. Diré que te encuentras
mal. Y puedes oír la música y todo eso.
Rose of Sharon levantó la cabeza.
—¿No me dejarás bailar?
—No, no te dejaré.
—Y no dejes que nadie me toque.
—No.
La joven suspiró. Dijo en tono desesperado:
—No sé lo que voy a hacer, Madre. Es que no lo sé. No sé.
Madre le dio unos golpecitos en la rodilla.
—Mira —dijo—. Mírame. Yo te lo voy a decir. Dentro de algún tiempo no
será tan malo. Dentro de poco. Es la verdad. Venga. Vamos a lavarnos y a
ponernos los vestidos bonitos y nos sentaremos en el baile —llevó a Rose of
Sharon hacia la unidad sanitaria.
Padre y el tío John estaban con un grupo de hombres acuclillados en el
porche de la oficina.
—Hoy estuvimos a punto de conseguir trabajo —dijo Padre—. Llegamos
unos minutos tarde. Ya tenían a otros dos. Y, vaya, fue curioso. Había allí un
hombre de paja que dijo: solo tenemos unos pocos hombres baratos. Claro que
nos vendrían bien hombres de veinte centavos. Muchos hombres. Decid en el
campamento que damos trabajo a muchos por veinte centavos.
Los hombres acuclillados se removieron nerviosos. Un hombre de anchos
hombros con el rostro completamente ensombrecido por un sombrero negro,
se dio en la rodilla con la palma de la mano.
—¡Lo sé, maldita sea! —exclamó—. Y conseguirán hombres. Hombres
hambrientos. No se puede alimentar a la familia con veinte centavos la hora,
pero se coge cualquier cosa. Te llevan por donde quieren. Subastan los
trabajos sin más. Dios mío, dentro de nada nos harán pagar por trabajar.
—Nosotros lo habríamos tomado —dijo Padre—. No hemos tenido ningún
empleo. Lo hubiéramos cogido sin dudarlo, pero había allí unos que miraban
de tal forma que nos dio miedo.
El del sombrero negro dijo:
—¡Es de locos! He trabajado para uno que no puede recoger su cosecha.
Le cuesta más recogerla de lo que le darán por ella y no sabe qué hacer.
—A mí me parece… —Padre se interrumpió. El círculo en silencio
esperando—. Bueno, pensaba que teniendo un acre… Vaya, mi mujer podría
cultivar un huerto y criar un par de cerdos y algunas gallinas. Nosotros
podríamos salir, encontrar trabajo y volver. Los chicos podrían quizá ir a la
escuela. Nunca he visto escuelas tan buenas como estas.
—Nuestros hijos no son felices en esas escuelas —dijo el del sombrero
negro.
—¿Por qué no? Tienen muy buena pinta.
—Bueno, un crío andrajoso, sin zapatos, al lado de esos otros con
calcetines y buenos pantalones, que les gritan okie. Mi hijo fue a la escuela. Se
peleaba todos los días. Pero bien. Es un pequeño muy duro. Todos los días se
peleaba. Volvía a casa con las ropas hechas jirones y la nariz sangrando. Y su
madre le daba palizas. La hice parar. No hacía falta que todo el mundo le
sacudiera, pobre pequeño. ¡Dios! Pero les pegaba buenas palizas a algunos de
aquellos hijos de puta con buenos pantalones. No sé. No sé.
Padre exigió:
—Bueno, ¿qué diablos voy a hacer yo? No nos queda dinero. Uno de mis
hijos consiguió un trabajo por poco tiempo, pero con eso no comemos. Pienso
ir y coger veinte centavos. No me queda otro remedio.
El del sombrero negro levantó la cabeza y en su barbilla sobresalió la barba
a la luz y en su cuello nervudo se veía la barba pegada al pellejo como si fuera
la piel de un animal.
—Sí —dijo con amargura—. Eso harás. Y yo soy un hombre barato. Te
llevarás mi empleo por veinte centavos. Y luego estaré hambriento y lo
recuperaré por quince. Sí. Adelante. Hazlo.
—Bueno, ¿qué diablos puedo hacer? —dijo Padre—. Yo no me puedo
morir de hambre para que tú ganes tu miseria.
El otro volvió a hundir la cabeza y su barbilla volvió a las sombras.
—No sé —dijo—. Es que no lo sé. Ya es bastante malo trabajar doce horas
al día y acabar solo con un poco de hambre para encima tener que estar
pensando todo el tiempo. Mi hijo no se alimenta lo suficiente. ¡No puedo
pensar continuamente, maldita sea! Se vuelve uno loco —en el círculo, los
hombres movieron los pies nerviosamente.
Tom permaneció a la puerta viendo llegar gente al baile. La luz de un foco
brillaba en sus rostros. Willie Eaton dijo:
—Mantén los ojos abiertos. Voy a mandar para acá a Jule Vitela. Es medio
cherokee. Un buen tipo. Mantén los ojos abiertos. Mira a ver si localizas a los
que buscamos.
—De acuerdo —dijo Tom. Vio a las familias de las granjas llegar, las niñas
con el pelo trenzado, los chicos acicalados para el baile. Jule llegó y se detuvo
junto a él.
—Estoy contigo —dijo.
Tom miró la nariz aguileña y los altos pómulos tostados y la fina y
pequeña barbilla.
—Dicen que eres medio indio. A mí me pareces indio entero.
—No —dijo Jule—. Sólo medio. Ojalá fuera todo indio. Tendría mi tierra
en la reserva. Algunos de esos indios lo tienen muy bien.
—Mira a esa gente —dijo Tom.
Los invitados pasaban por la entrada, familias de granjeros, emigrantes de
los campamentos a orillas de las carreteras. Niños luchando porque les
soltaran, padres sujetándolos con calma.
Jule dijo:
—Estos bailes tienen efectos curiosos. Nuestra gente no tiene nada, pero el
poder invitar a sus amigos a venir al baile los eleva y los enorgullece. Y la
gente les respeta por estos bailes. Yo trabajé para uno que tenía una pequeña
propiedad. Vino a un baile aquí. Yo mismo le invité y vino. Dijo que nuestro
baile era el único decente de todo el condado, donde un hombre puede traer a
sus hijas y su mujer. ¡Eh! Mira.
Tres hombres jóvenes estaban entrando… jóvenes trabajadores en
vaqueros. Caminaban juntos. El guarda a la entrada les preguntó, ellos
contestaron y pasaron.
—Míralos atentamente —dijo Jule. Se acercó al guarda—. ¿Quién ha
invitado a esos tres? —preguntó.
—Uno llamado Jackson, unidad cuatro.
Jule regresó junto a Tom.
—Creo que esos son los nuestros.
—¿Cómo lo sabes?
—No lo sé. Sólo lo presiento. Parecen como asustados. Síguelos y dile a
Willie que se fije en ellos y que le pregunte a Jackson, de la unidad cuatro. A
ver si los ve y da el visto bueno. Yo me quedaré aquí.
Tom fue como paseando tras los jóvenes. Se acercaron a la pista de baile y
tomaron posiciones en silencio al borde de la multitud. Tom vio a Willie cerca
de la banda y le hizo un gesto.
—¿Qué quieres? —preguntó Willie.
—¿Ves a esos tres?
—Sí.
—Dicen que un tal Jackson de la unidad cuatro les ha invitado.
Willie alargó el cuello y vio a Huston y le llamó para que se acercara.
—Esos tres —dijo—. Será mejor llamar a Jackson, de la unidad cuatro, y
averiguar si les ha invitado.
Huston dio media vuelta y echó a andar; al cabo de unos instantes volvió
con uno de Kansas, delgado y huesudo.
—Este es Jackson —dijo Huston—. Mira, Jackson, ¿ves a esos tres
jóvenes de allí?
—Sí.
—¿Les has invitado?
—No.
—¿Les habías visto antes?
Jackson se fijó en ellos.
—Claro. Trabajé con ellos en la propiedad de Gregorio.
—Así que sabían tu nombre.
—Claro. He trabajado a su mismo lado.
—De acuerdo —dijo Huston—. No te acerques a ellos. No les vamos a
echar si se portan bien. Gracias, señor Jackson.
—Buen trabajo —le dijo a Tom—. Creo que van a ser esos.
—Jule los descubrió —dijo Tom.
—No me extraña —dijo Willie—. Su sangre india les habrá olido. Bueno,
se los mostraré a los chicos.
Un chaval de dieciséis años llegó corriendo por entre la multitud. Se
detuvo, jadeante, delante de Huston.
—Señor Huston —dijo—. He ido donde me dijo. Hay un coche con seis
hombres aparcado en los eucaliptos y uno con cuatro hombres por esa
carretera del norte. Les pedí una cerilla. Tienen armas. Las he visto.
Los ojos de Huston se tornaron duros y crueles.
—Willie —dijo—, ¿estás seguro de que tienes todo listo?
Willle sonrió alegremente.
—Se lo aseguro, señor Huston. No va a ser ningún problema.
—Bueno, no quiero heridos. Recuérdalo. Si puedes, en silencio y sin
alboroto, me gustaría verles. Estaré en mi tienda.
—Veré lo que se puede hacer —dijo Willie.
El baile no había empezado formalmente, pero ahora Willie subió a la
tarima.
—Elegid vuestras parejas —gritó. La música se interrumpió. Muchachos y
muchachas, hombres y mujeres jóvenes corrieron de un lado a otro hasta que
se formaron ocho cuadrados en la gran pista, listos y esperando. Las chicas
tenían las manos delante de ellas y retorcían los dedos. Los muchachos
golpeaban incesantemente con los pies. Alrededor de la pista se sentaban los
viejos, sonriendo levemente, sujetando a los niños para que no entraran en la
pista. Y en la distancia, los amantes de Jesús, sentados, con rostros duros y
condenatorios, miraban el pecado.
Madre y Rose of Sharon se sentaron en un banco a mirar. Y a cada chico
que pedía bailar a Rose of Sharon, Madre le decía: «No, no se encuentra
bien.» Y Rose of Sharon se ruborizaba y tenía los ojos brillantes.
El cantor saltó al centro de la pista y puso las manos en alto.
—¿Todos listos? ¡Pues adelante!
La música arrancó con la danza del pollo, aguda y clara, el violín como
una gaita, armónicas nasales y definidas y los bordones de las guitarras. El
cantor decía los giros, los cuadrados se movían. Y bailaron adelante y atrás,
las manos en círculo, gira a tu pareja. El cantor, en un frenesí, marcaba el
ritmo con los pies, se contoneaba de un lado a otro, mostraba las figuras
mientras las decía.
—Giren a las señoras y a dol ce do. Junten las manos y sigamos —la
música subía y bajaba y los pies, golpeando al ritmo en la tarima, sonaban
como tambores—. A la derecha y a la izquierda; sueltos ahora, espalda con
espalda —cantaba el cantor, un tono monocorde agudo y brillante. Ahora se
despeinaba el cabello de las muchachas. Ahora transpiraban los muchachos
por la frente. Ahora los expertos mostraban los engañosos pasos interiores. Y
los viejos al borde de la pista se llenaban del ritmo, daban palmas suavemente
y se acompañaban rítmicamente con los pies; y sonreían con dulzura, se
encontraban con los ojos de los otros y asentían.
Madre inclinó la cabeza junto al oído de Rose of Sharon.
—Quizá no te lo imaginarías, pero tu padre era un gran bailarín cuando era
joven —y Madre sonrió—. Me hace pensar en los viejos tiempos —dijo. Y en
los rostros de los que miraban la sonrisa era de recuerdo.
—Cerca de Muskogee, hace veinte años, había un ciego con un violín…
—Una vez vi a un chico que podía tocarse cuatro veces los talones en un
salto.
—Los suecos, en Dakota… ¿sabes qué hacen a veces? Ponen pimienta en
el suelo. Se sube por las faldas de las señoras y las pone tan vivas como una
potrilla en celo. Los suecos hacen eso algunas veces.
En la distancia, los amantes de Jesús vigilaban a sus inquietos hijos.
—Mirad el pecado —decían—. Esa gente va al infierno montada en una
escoba. Es una vergüenza que los temerosos de Dios tengan que verlo —y sus
hijos permanecían en silencio y nerviosos.
—Una más y luego un pequeño descanso —entonó el cantor—. Dadle
fuerte porque vamos a parar pronto —las chicas estaban sudorosas y
encendidas y bailaban con la boca abierta y rostros serios y reverentes y los
chicos se apartaban el pelo largo y saltaban, marcaban las puntas y
chasqueaban los tacones. Adentro y afuera se movían los cuadrados,
cruzándose, volviendo atrás, girando, y la música se estremecía.
Entonces de pronto se interrumpió. Los bailarines se quedaron quietos,
jadeando de cansancio. Y los niños se soltaron, subieron a toda velocidad a la
pista, se persiguieron unos a otros locamente, corrieron, resbalaron, quitaron
gorras y tiraron del pelo. Los bailarines se sentaron y se abanicaron con las
manos. Los miembros de la banda se levantaron y se estiraron y volvieron a
sentarse. Y los guitarristas hicieron sonar suavemente las cuerdas.
Ahora Willie llamó:
—Elegid para otro cuadrado si podéis —los bailarines se pusieron en pie y
otros nuevos se lanzaron a buscar pareja. Tom permaneció cerca de los tres
jóvenes. Los vio meterse en la pista y en uno de los cuadrados en formación.
Hizo un gesto con la mano a Willie y este habló con el violinista. El violinista
hizo chirriar el arco contra las cuerdas. Veinte jóvenes se desplegaron
lentamente por la pista. Los tres alcanzaron el cuadrado. Y uno de ellos dijo:
—Yo bailaré con esta.
Un muchacho rubio levantó la vista asombrado.
—Es mi pareja.
—Oye, hijo de puta…
En la oscuridad sonó un silbido estridente. Los tres hombres se vieron
rodeados. Y cada uno sintió las manos que le asían. Y entonces el muro de
hombres salió despacio de la pista.
Willie gritó:
—¡Vamos allá!
La música volvió a sonar aguda, el cantor entonó las figuras, los pies
golpearon en la tarima.
Un turismo llegó a la entrada. El conductor llamó:
—Abrid. Hemos oído que hay disturbios.
El guarda mantuvo su posición.
—No hay ningún disturbio. Escuchad la música. ¿Quiénes sois?
—Ayudantes del sheriff.
—¿Tienen una orden?
—No nos hace falta si hay disturbios.
—Bueno, aquí no los hay —dijo el guarda de la entrada.
Los hombres del coche escucharon la música y el sonido del cantor y luego
el coche se alejó lentamente y aparcó en un cruce de caminos a esperar.
En la escuadrilla que se movía, cada uno de los tres jóvenes estaba
aprisionado y había una mano sobre cada boca. Cuando alcanzaron la
oscuridad el grupo se abrió.
Tom dijo:
—Ha sido un buen trabajo —sujetaba ambos brazos de su víctima por
detrás.
Willie llegó corriendo de la pista.
—Bien hecho —dijo—. Ahora solo hacen falta seis. Huston quiere ver a
estos tipos.
El propio Huston emergió de la oscuridad.
—¿Son estos?
—Los mismos —dijo Jule—. Fueron derechos a empezar una buena. Pero
no llegaron a dar ni una vuelta.
—Vamos a mirarles la cara —los prisioneros fueron dados la vuelta para
que les pudiera ver. Tenían las cabezas gachas. Huston alumbró con la linterna
cada rostro torvo—. ¿Por qué queríais hacerlo? —preguntó. No hubo respuesta
—. ¿Quién os dijo que lo hicierais?
—Maldita sea, no hemos hecho nada. Sólo íbamos a bailar.
—No es cierto —dijo Jule—. Ibas a atizarle a aquel chiquillo.
Tom dijo:
—Señor Huston, justo cuando estos tomaron posiciones, alguien dio un
silbido.
—Sí, lo sé. La policía llegó justo hasta la entrada —se volvió—. No os
vamos a hacer daño. ¿Quién os mandó a reventar el baile? —esperó una
réplica—. Sois nuestra propia gente —dijo Huston tristemente—. Sois de los
nuestros. ¿Por qué vinisteis? Lo sabemos todo —añadió.
—Bueno, maldita sea, uno tiene que comer.
—Bien, ¿quién os mandó? ¿Quién os pagó para que vinierais?
—No nos han pagado.
—Ni os van a pagar. Si no hay pelea, no hay dinero, ¿no es eso?
Uno de los hombres aprisionados dijo:
—Haced lo que queráis. No vamos a decir nada.
La cabeza de Huston se hundió por un momento y luego él dijo
quedamente:
—De acuerdo. No lo digáis. Pero mirad. No apuñaléis a vuestra propia
gente. Tratamos de salir adelante, divirtiéndonos y manteniendo el orden. No
lo destrocéis. Pensadlo. Os hacéis daño a vosotros mismos. Vale, chicos,
sacadlos por la valla trasera. Y no les hagáis daño. No saben lo que hacen.
La escuadrilla se movió con lentitud hacia la parte de detrás del
campamento y Huston se quedó mirándola.
Jule dijo:
—Démosles tan solo una buena patada.
—¡No se te ocurra! —exclamó Willie—. Dije que no lo haríamos.
—Sólo una patadita —rogó Jule—. Sólo arrojarlos por encima de la cerca.
—Ni hablar —insistió Willie.
—Oídme —dijo—, esta vez os vamos a dejar. Pero corred la voz. Si esto
vuelve a pasar otra vez, naturalmente le daremos una paliza a quien venga; le
romperemos todos los huesos del cuerpo. Decídselo a vuestros muchachos.
Huston dice que sois como de los nuestros… tal vez. Detestaría pensarlo.
Se aproximaron a la valla. Dos de los guardas sentados se levantaron y se
acercaron.
—Aquí hay unos que se van a casa temprano —dijo Willie. Los tres
hombres treparon la valla y desaparecieron en la oscuridad.
Los de la escuadrilla volvieron rápidos a la pista de baile. La banda tocaba
como gimiendo la música de El viejo Dan Tucker.
Junto a la oficina los hombres seguían acuclillados y hablando y la aguda
música les llegaba.
Padre dijo:
—Se aproxima un cambio. No sé qué es. Quizá no vivamos para verlo.
Pero está viniendo. Hay un sentimiento de inquietud. Uno no puede pensar de
lo nervioso que está.
El del sombrero negro volvió a levantar la cabeza y la luz cayó en su barba
de punta. Reunió varias piedras pequeñas del suelo y las disparó como canicas,
con el pulgar.
—No sé. Es cierto que se aproxima, como tú dices. Uno me dijo lo que
había pasado en Akron, Ohio. Compañías de caucho. Tenían gente de las
montañas porque trabajaban barato. Y estos montañeros se unieron al
sindicato. Se desató el infierno. Todos esos tenderos y legionarios y gente de
esa se pusieron a adiestrar y a gritar ¡Rojo! Y que iban a expulsar al sindicato
de Akron. Los predicadores soltando sermones y los periódicos lanzando
alaridos y las compañías sacaron matones con mangos de picos y compraron
gases venenosos. Dios, uno pensaría que esos montañeros eran verdaderos
diablos —calló y buscó más piedra para lanzar—. Sí, señor, fue el pasado
marzo, un domingo; cinco mil montañeros organizaron un tiro al pavo a las
afueras de una ciudad. Cinco mil marcharon por el pueblo con sus rifles. Se
llevó a cabo el tiro al pavo y marcharon de regreso. Eso fue todo. Pues a partir
de ahí se acabaron los problemas. Los comités de ciudadanos devolvieron los
mangos de los picos y los tenderos se dedicaron a sus tiendas y nadie resultó
golpeado, ni emplumado, ni murió nadie —hubo un largo silencio y luego el
del sombrero negro dijo:
—Aquí se están poniendo mal las cosas. Quemaron aquel campamento y
se están dando palizas. He estado pensando. Todos nosotros tenemos armas.
He estado pensando que tal vez debíamos organizar un club de tiro y hacer
reuniones cada domingo.
Los hombres levantaron la vista hacia él y luego volvieron a mirar a la
tierra, y sus pies se movieron con inquietud y cambiaron el peso de una pierna
a la otra.
Capítulo XXV
Capítulo XXVI
Capítulo XXVII
Capítulo XXVIII
Los furgones, que eran doce, estaban cada uno pegado al otro en una
pequeña explanada junto al río. Había dos filas de seis cada una, y no tenían
ruedas. Para llegar a las grandes puertas correderas unos tablones hacían las
veces de pasarela. Servían bien de casas, a prueba de agua y de corrientes, y
proporcionaban espacio para veinticuatro familias, una familia en cada
extremo del furgón. No tenían ventanas, pero las anchas puertas estaban
abiertas. En algunos colgaba en el centro una lona, mientras que en otros solo
la posición de la puerta marcaba la separación.
Los Joad tenían una mitad de un furgón del final. Algún ocupante anterior
había ajustado un tubo de cocina a una lata de aceite y había hecho un agujero
en la pared para el tubo. Incluso con la puerta abierta, el final del coche estaba
oscuro. Madre colgó la lona en el centro del coche.
—Está bien esto —dijo—. Es casi lo mejor que hemos tenido excepto el
campamento del gobierno.
Todas las noches ella desenrollaba los colchones en el suelo y cada mañana
los volvía a enrollar. Y todos los días iban al campo y recogían algodón y
todas las noches comían carne. Un sábado fueron a Tulare y compraron una
cocina de latón y monos nuevos para Al, Padre, Winfield y el tío John, y le
compraron un vestido a Madre y le dieron el mejor vestido de Madre a Rose of
Sharon.
—Está tan gorda —dijo Madre— que comprarle ahora un vestido nuevo
sería tirar el dinero.
Los Joad habían tenido suerte. Llegaron lo bastante pronto como para que
les dieran un lugar en los furgones. Ahora las tiendas de los que habían
llegado más tarde llenaban la pequeña explanada y aquellos que tenían furgón
eran antiguos y en cierto modo aristócratas.
El angosto arroyo se deslizaba, salía de entre los sauces y volvía a entrar en
ellos. De cada furgón partía un sendero apelmazado hasta el arroyo. Entre los
furgones colgaban cuerdas de tender la ropa y todos los días las cuerdas se
cubrían de ropa puesta a secar.
Al anochecer volvían caminando de los campos, llevando las bolsas de
algodón dobladas debajo del brazo. Iban a la tienda, que estaba en el cruce de
caminos, y había muchos recolectores en la tienda comprando suministros.
—¿Hoy cuánto?
—Nos va bien. Hoy ganamos tres y medio. Ojalá durara. Los niños están
convirtiéndose en buenos recolectores. Madre les ha preparado una bolsa
pequeña a cada uno. No podían arrastrar una bolsa de las grandes. Las vacían
en las nuestras. Hizo las bolsas de un par de camisas viejas. Dan buen
resultado.
Y Madre iba al mostrador de carne, con el índice puesto en los labios,
soplándose en el dedo, muy pensativa.
—Podría comprar chuletas de cerdo —dijo—. ¿Cuánto?
—Treinta centavos la libra, señora.
—Bueno, deme tres libras. Y un buen trozo de ternera para cocer. Mi hija
lo puede cocinar mañana. Y una botella de leche para mi hija. Le encanta la
leche. Va a tener un niño. Una enfermera le dijo que tenía que tomar mucha
leche. Veamos, ahora, tenemos patatas.
Padre se acercó, con una lata de almíbar.
—Podríamos comprar esto —dijo—. Podríamos comprar tortitas.
Madre frunció el ceño.
—Bueno… bueno, bien. Nos llevamos esto. A ver… tenemos manteca de
sobra.
Ruthie se acercó con dos cajas de palomitas de maíz dulces, en sus ojos
una pregunta triste que se convertiría en tragedia o alegre excitación según
Madre asintiera o negara con la cabeza.
—¿Madre? —mantuvo las cajas en alto, las movió arriba para hacerlas
atractivas.
—Pon esas cajas…
La tragedia comenzó a reflejarse en los ojos de Ruthie. Padre dijo:
—Sólo cuestan cinco centavos cada una. Los pequeños han trabajado bien
hoy.
—Bueno… —la excitación comenzó a ocupar los ojos de Ruthie—. De
acuerdo.
Ruthie dio media vuelta y salió corriendo. A mitad de camino hacia la
puerta cogió a Winfield y se lo llevó apresuradamente fuera, al anochecer.
El tío John cogió un par de guantes de lona con cuero amarillo en las
palmas, se los probó y se los quitó y los dejó. Se fue acercando poco a poco a
las estanterías de licores y se quedó de pie estudiando las etiquetas de las
botellas. Madre le vio.
—Padre —dijo, y señaló con la cabeza hacia el tío John.
Padre se acercó a él.
—¿Te está entrando la sed, John?
—No.
—Espera a que acabemos con el algodón —dijo Padre—. Entonces te
puedes emborrachar como nunca.
—No me preocupa —replicó el tío John—. Estoy trabajando mucho y
duermo bien. Ni sueños ni nada.
—Sólo me pareció que se te caía la baba ante las botellas.
—Apenas las he visto. Es curioso. Quiero comprar cosas. Cosas que no
necesito. Me gustaría comprarme una cuchilla de esas. También aquellos
guantes. Son baratísimos.
—No se puede recoger algodón con guantes —dijo Padre.
—Ya lo sé. Y tampoco necesito una cuchilla. Todas estas cosas… te dan
ganas de comprarlas, tanto si las necesitas como si no.
Madre llamó:
—Venga, ya tenemos todo —ella cogió una bolsa. El tío John y Padre
cogieron cada uno un paquete. Fuera estaban esperando Ruthie y Winfield con
los ojos tensos y las mejillas hinchadas y llenas de palomitas.
—Apuesto a que no querrán cenar —dijo Madre.
La gente iba camino del campamento de furgones. Las tiendas estaban
iluminadas. El humo salía de los tubos de las cocinas. Los Joad treparon por la
pasarela y entraron en su mitad del furgón. Rose of Sharon estaba sentada en
una caja junto a la cocina. Había encendido un fuego y la cocina de latón
estaba de color vino por el calor.
—¿Has comprado leche? —quiso saber.
—Sí. Aquí la tienes.
—Dámela. No he tomado desde el mediodía.
—Se cree que es como medicina.
—Aquella enfermera lo dijo así.
—¿Tienes las patatas preparadas?
—Aquí están… peladas.
—Las freiremos —dijo Madre—. Hay chuletas de cerdo. Corta patatas en
la sartén nueva. Y echa una cebolla. Vosotros salid a lavaros y traed un cubo
de agua. ¿Dónde están Ruthie y Winfield? Tienen que lavarse. Les compré a
los dos palomitas de maíz —le dijo Madre a Rose of Sharon—. Una caja cada
uno.
Los hombres salieron a lavarse en el arroyo. Rose of Sharon cortó las
patatas en rodajas, las metió en la sartén y las removió con la punta del
cuchillo.
Súbitamente la lona fue apartada. Un rostro fuerte y sudoroso se asomó
desde el otro extremo del furgón.
—¿Cómo le va, señora Joad?
Madre se volvió.
—Buenas tardes, señora Wainwright. Nos ha ido bien. Tres y medio. Tres
con cincuenta y siete, para ser exactos.
—Nosotros hemos ganado cuatro dólares.
—Bueno —dijo Madre—. Ustedes son más.
—Sí. Jonás está creciendo. Veo que tienen chuletas de cerdo.
Winfield se coló por la puerta.
—¡Madre!
—Calla un momento. A los hombres de mi casa les encantan las chuletas
de cerdo.
—Yo estoy haciendo tocino —dijo la señora Wainwright—. ¿Puede olerlo?
—No, no puedo oler nada con estas cebollas con patatas.
—Se está quemando —gritó la señora Wainwright, y su cabeza
desapareció.
—Madre —dijo Winfield.
—¿Qué? ¿Estás enfermo de tantas palomitas?
—Madre… Ruthie lo ha dicho.
—¿El qué?
—Lo de Tom.
Madre se quedó mirándole.
—¿Dicho? —entonces se arrodilló delante de él—. Winfield, ¿a quién se lo
ha dicho?
La vergüenza embargó a Winfield. Dio un paso atrás.
—Bueno, solo dijo un poquito.
—¡Winfield! Dime lo que ha dicho.
—Ella… ella no se comió todas las palomitas. Guardó algunas y se las
comía una a una, despacio, como siempre hace y dijo: apuesto que querrías
que te quedaran algunas.
—¡Winfield! —exclamó Madre—. Dilo ya —miró nerviosamente a la
cortina—. Rosasharn, ve a hablar con la señora Wainwright para que no nos
oiga.
—¿Y qué pasa con las patatas?
—Yo las vigilaré. Vete ya. No la quiero escuchando detrás de la cortina.
—La joven se alejó arrastrando los pies y rodeó la lona colgada.
Madre dijo:
—Venga, Winfield, dímelo.
—Como te dije, se las comía una a una y algunas las partía en dos para que
duraran más.
—Venga, rápido.
—Bueno, vinieron unos niños y por supuesto intentaron que les diera
palomitas, pero Ruthie seguía comiendo y no les quiso dar. Así que se
enfadaron. Y un niño le arrebató la caja de palomitas.
—Winfield, di lo otro deprisa.
—Ya lo hago —dijo él—. De modo que Ruthie se enfadó y los persiguió y
pegó a uno y a otro y entonces una niña mayor le sacudió. Le dio una buena.
Entonces Ruthie se puso a llorar y dijo que iba a llamar a su hermano mayor y
que él mataría a esa niña. Y esta dijo ¿Ah, sí? Dijo que también tenía un
hermano mayor —Winfield se quedaba sin resuello contándolo—. Entonces se
siguieron pegando y esa chica le dio un buen golpe a Ruthie y ella dijo que su
hermano mataría al hermano de la otra. Y la chica dijo que qué pasaría si su
hermano matara al nuestro. Y entonces… y entonces Ruthie dijo que nuestro
hermano ya había matado a dos hombres. Y… y la chica dijo: seguro. No eres
más que una mentirosa. Y Ruthie dijo: Ah ¿sí? Bueno, pues nuestro hermano
está escondido ahora mismo por haber matado a uno y puede matar a tu
hermano también.
Entonces se insultaron y Ruthie tiró una piedra y esa niña mayor la
persiguió y yo me vine a casa.
—¡Dios mío! —dijo Madre cansadamente—. ¡Mi dulce Jesús dormido en
el pesebre! ¿Qué vamos a hacer ahora? —apoyó la frente en la mano y se frotó
los ojos—. ¿Qué vamos a hacer ahora? —el olor a patatas quemadas vino de la
cocina ardiente. Madre se movió automáticamente y les dio la vuelta.
—¡Rosasharn! —gritó Madre. La muchacha apareció alrededor de la
cortina—. Ven a vigilar la cena. Winfield, sal, encuentra a Ruthie y tráela.
—¿Le vas a pegar, Madre? —preguntó esperanzado.
—No. Esto ya no tiene arreglo. Me pregunto por qué tuvo que hacerlo. No.
No servirá de nada pegarle. Corre a buscarla y tráela.
Winfield salió corriendo hacia la puerta del furgón y se encontró con los
tres hombres que subían por la pasarela y se quedó a un lado mientras
entraban.
Madre dijo quedamente:
—Padre, tengo que hablar contigo. Ruthie les dijo a unos niños que Tom
está escondido.
—¿Qué?
—Que lo dijo. Se peleó con ellos y lo dijo.
—¡Pero qué niña más perra!
—No, no sabía lo que hacía. Mira, Padre, quiero que te quedes aquí. Yo
voy a salir a ver si encuentro a Tom y se lo digo. Tengo que decirle que lleve
cuidado. Quédate aquí, Padre, y supervisa las cosas. Me llevo algo de cena
para Tom.
—De acuerdo —aceptó Padre.
—Ni le menciones a Ruthie lo que ha hecho. Yo se lo diré.
En ese momento entró Ruthie, seguida de Winfield. La niña estaba sucia.
Tenía la boca pringosa y de la nariz aún le goteaba un poco de sangre de la
pelea. Parecía avergonzada y asustada. Winfield la seguía con aire de triunfo.
Ruthie miró fieramente a su alrededor, pero se fue a un extremo del furgón y
apoyó la espalda en el rincón. Su vergüenza y su fiereza estaban mezcladas.
—Le dije lo que has hecho —dijo Winfield.
Madre estaba poniendo dos chuletas y patatas fritas en un plato de hojalata.
—Calla, Winfield —dijo—. No hay necesidad de herir sus sentimientos
más todavía. Ruthie corrió por el furgón. Agarró a Madre por la cintura y
escondió el rostro en su estómago y sus sollozos estrangulados sacudían todo
su cuerpo. Madre intentó soltarla, pero los sucios dedos estaban bien cogidos.
Madre le atusó el pelo de detrás de la cabeza con suavidad y le dio palmaditas
en los hombros.
—Calla —dijo—. No lo sabías.
Ruthie levantó su rostro sucio de lágrimas y sangre.
—¡Me robaron mis palomitas! —gritó—. Esa gran hija de puta me dio con
el cinturón —volvió a sollozar con fuerza.
—Calla —dijo Madre—. No hables así. Venga, suelta. Ahora tengo que
irme.
—¿Por qué no le pegas, Madre? Si no hubiera presumido tanto con las
palomitas no habría pasado nada. Venga, dale una paliza.
—Tú métete en tus asuntos —dijo Madre fieramente—. Si no, te la vas a
cargar tú. Ahora suéltame, Ruthie.
Winfield se retiró a uno de los colchones enrollados y contempló a la
familia con expresión cínica y apagada. Y se puso en una buena posición de
defensa, porque Ruthie le atacaría a la primera oportunidad que tuviera y él lo
sabía. Ruthie, silenciosa y acongojada, se fue al otro lado del furgón.
Madre puso una hoja de papel de periódico sobre el plato.
—Ahora me voy —dijo.
—¿No vas a comer nada? —preguntó el tío John.
—Más tarde. Cuando vuelva. Ahora no podría comer nada —Madre se
dirigió a la puerta abierta: se afirmó en la pasarela empinada, de listones.
En la orilla del río de los furgones las tiendas estaban montadas cerca unas
de otras, sus cuerdas cruzándose y las estacas de una pegadas a la zona de la
siguiente. Las luces brillaban a través de las lonas y de todas las cocinas salía
humo. Los hombres y las mujeres se paraban en las puertas para hablar. Los
niños correteaban enfebrecidos alrededor. Madre caminó majestuosamente por
delante de las tiendas. Aquí y allá la reconocían al pasar.
—Buenas tardes, señora Joad.
—Buenas tardes.
—¿Lleva algo, señora Joad?
—A unos amigos. Les devuelvo un poco de pan.
Por fin llegó al final de la fila de tiendas. Se detuvo y miró atrás. Había
sobre el campamento un resplandor de luces y las voces amortiguadas de
muchas conversaciones. De vez en cuando una voz más dura se dejaba oír. El
olor del humo llenaba el aire. Alguien tocaba la armónica suavemente,
buscando un efecto, la misma frase una y otra vez.
Madre anduvo entre los sauces junto al arroyo. Salió del sendero y esperó
en silencio, escuchando para oír alguien que la siguiera. Un hombre bajó por
el sendero, en dirección al campamento, subiéndose los tirantes y abotonando
los vaqueros según subía. Madre se sentó muy quieta y él pasó sin verla. Ella
esperó cinco minutos y luego se puso en pie y siguió el sendero junto al
arroyo. Se movía silenciosamente, tanto que podía oír el murmullo del agua
sobre sus pasos suaves en las hojas de sauce. Sendero y arroyo siguieron a la
izquierda y de nuevo a la derecha hasta acercarse a la carretera. En la luz gris
de las estrellas pudo ver el terraplén y el agujero negro de la alcantarilla donde
siempre dejaba la comida de Tom. Avanzó cautelosamente, puso su paquete en
el agujero y cogió el plato vacío que había allí. Volvió entre los sauces, se
escondió entre la maleza y se sentó a esperar. A través de la maraña podía ver
el agujero negro de la alcantarilla. Se abrazó las rodillas y se sentó en silencio.
Al cabo de unos minutos los arbustos volvieron a la vida. Los ratones de
campo se movieron con cautela sobre las hojas. Una mofeta caminó como si
tuviera almohadillas, pesadamente y sin miedo, llevando con ella un leve
efluvio.
Y entonces el viento movió los sauces delicadamente, como si los probara,
y una lluvia de hojas doradas cayó a la tierra. De pronto hirvió una ráfaga y
meneó los árboles y cayó una ducha crujiente de hojas. Madre podía sentirlas
en su pelo y sus hombros. Una nube grande y negra se movió en el cielo,
borrando las estrellas. Las gotas gordas de lluvia cayeron aquí y allá,
salpicando ruidosamente las hojas caídas y la nube continuó y desveló de
nuevo las estrellas. Madre se estremeció. El viento pasó y dejó los arbustos en
calma, pero los árboles que bordeaban el arroyo siguieron susurrando. Del
campamento llegó el tono agudo y penetrante de un violín buscando una
melodía.
Madre oyó pasos furtivos entre las hojas, a lo lejos a su izquierda, y se
puso tensa. Soltó las rodillas y enderezó la cabeza para oír mejor. El
movimiento se interrumpió y después de un momento volvió a empezar. Una
parra raspó ásperamente en las hojas secas. Madre vio aparecer una figura
oscura, que se acercó a la alcantarilla. El redondo agujero negro se oscureció
durante un instante y luego la figura se movió hacia detrás. Ella llamó
quedamente:
—Tom —la figura se quedó quieta, tan quieta y tan pegada al suelo que
habría podido pasar por un tocón. Ella llamó de nuevo—: Tom, Tom —
entonces la figura se movió.
—¿Eres tú, Madre?
—Estoy aquí —ella se levantó y fue a su encuentro.
—No debías haber venido —dijo él.
—Tengo que verte, Tom. Tengo que hablar contigo.
—Está cerca el sendero —dijo Tom—. Podría pasar alguien.
—¿No tienes un sitio, Tom?
—Sí… pero si… bueno, supón que alguien te ha visto conmigo…
meteríamos en un lío a toda la familia.
—Tengo que hablarte, Tom.
—Entonces vamos. Ven en silencio —cruzó el pequeño arroyo, vadeando
sin cuidado por el agua, y Madre le siguió. Él se movió por entre los arbustos
hasta llegar a un campo al otro lado de los matorrales y siguiendo los surcos
del arado. Los tallos ennegrecidos del algodón eran ásperos contra la tierra y
algunas pelusas de algodón estaban adheridas a los tallos. Siguieron por la
orilla del campo un cuarto de milla y luego él volvió a entrar en la maleza. Se
acercó a un gran matorral de zarzas, se inclinó y apartó a un lado una maraña
de vides—. Hay que entrar reptando —dijo él.
Madre se puso a cuatro patas. Sintió arena bajo ella y entonces dejó de
rozarla la maraña y sintió la manta de Tom en el suelo. Él volvió a colocar las
vides en su sitio. No había luz en la cueva.
—¿Dónde estás, Madre?
—Aquí. Estoy aquí. Habla bajo, Tom.
—No te preocupes. Llevo algún tiempo viviendo como un conejo.
Le oyó destapar el plato de hojalata.
—Chuletas de cerdo —dijo ella—. Y patatas fritas.
—Dios Todopoderoso, y aún está caliente.
Madre no podía verle en absoluto en aquella oscuridad, pero le oía
masticando, desgarrando la carne y tragando.
—Es un escondite muy bueno —dijo él.
Madre dijo incómoda:
—Tom… Ruthie ha contado lo tuyo —le oyó tragar saliva.
—¿Ruthie? ¿Para qué?
—No fue culpa suya. Se peleó con una niña y dijo que su hermano le iba a
sacudir al hermano de la otra. Ya sabes cómo es. Y ella dijo que su hermano
había matado a un hombre y estaba escondido.
Tom se estaba riendo.
—Yo siempre decía que iba a llamar al tío John, pero él nunca quiso
perseguirles. No es más que charla de críos, Madre. No pasa nada.
—No —dijo Madre—. Esos niños lo dirán por ahí y sus familias les oirán
y lo dirán, y dentro de nada mandarán hombres en tu busca, solo por si acaso.
Tom, tienes que irte.
—Es lo que dije desde el principio. Siempre temí que alguien te viera
poner las cosas en la alcantarilla y se quedara a mirar.
—Lo sé. Pero te quería cerca. Estaba asustada por ti. No te he visto. Ahora
no te puedo ver. ¿Cómo tienes la cara?
—Se me está curando rápidamente.
—Acércate, Tom. Deja que la toque. Acércate —él se aproximó. La mano
de ella encontró su cabeza en la oscuridad y sus dedos bajaron a la nariz y
luego fueron a la mejilla izquierda.
—Tienes una mala cicatriz, Tom. Y la nariz toda torcida.
—Tal vez sea una buena cosa. Quizá nadie me reconozca. Si no tuvieran
mis huellas estaría contento —volvió a ponerse a comer.
—Calla —dijo ella—. ¡Escucha!
—Es el viento, Madre. Sólo es el viento —la ráfaga de viento continuó río
abajo y los árboles susurraron a su paso.
Ella se acercó al lugar del que procedía la voz.
—Quiero tocarte una vez más, Tom. Está tan oscuro que parece que fuera
ciega. Quiero recordar, incluso aunque sean mis dedos los que recuerden.
Tienes que irte, Tom.
—Sí. Lo supe desde el principio.
—Nos ha ido bien —dijo ella—. He estado guardando dinero. Alarga la
mano, Tom. Tengo aquí siete dólares.
—No pienso coger tu dinero —Replicó él—. Ya me las arreglaré.
—Alarga la mano, Tom. No voy a poder dormir si te vas sin dinero. Quizá
tengas que coger un autobús o alguna cosa así. Querría que te fueras lejos, a
trescientas o cuatrocientas millas.
—No pienso cogerlo.
—Tom —dijo ella con severidad—. Coge este dinero, ¿has entendido? No
tienes derecho a causar dolor.
—No juegas limpio —dijo Tom.
—He pensado que quizá podrías ir a una ciudad grande. Los Ángeles, tal
vez. Nunca te buscarán allí.
—Hmm —dijo él—. Mira, Madre. He estado todo el día y toda la noche
escondido solo. Adivina en quién he estado pensando. ¡En Casy! Él hablaba
mucho. Antes me molestaba. Pero ahora he estado pensando en lo que decía y
puedo recordarlo… todo. Decía que una vez se fue al desierto a encontrar su
propia alma y descubrió que no tenía un alma que fuese suya. Que descubrió
que él solo tenía un pedacito de una enorme alma. Decía que el desierto no
servía de nada porque su pedacito de alma no servía, a menos que estuviera
con el resto, y estuviera entera. Es curioso lo que recuerdo. Ni siquiera me
daba cuenta de que estuviera escuchando. Pero ahora sé que un hombre no
sirve para nada si está solo.
—Era un buen hombre —dijo Madre.
Tom prosiguió:
—Una vez recitó una parte de las Escrituras y no sonaba al fuego del
infierno. La dijo dos veces y la recuerdo. Dice que es del Predicador.
—¿Cómo era, Tom?
—Va así: «Dos son mejor que uno, porque tienen una buena recompensa
por su trabajo. Porque si caen, el uno levantará a su compañero, pero desgracia
para aquel que esté solo cuando caiga porque no tiene otro que le ayude.» Esto
es una parte,
—Continúa —dijo madre—. Sigue, Tom.
—Sólo un poco más: «De nuevo, si dos yacen juntos, entonces tendrán
calor: pero ¿cómo se puede calentar uno solo? Y si uno le derrota, dos se le
unirán y una cuerda entre tres es difícil de romper.»
—¿Y eso es de las Escrituras?
—Casy así lo dijo. Le llamó el Predicador.
—Calla… escucha.
—Es solo el viento, Madre. Conozco el viento. Y me ha dado por pensar.
Madre… La mayoría de los sermones son acerca del pobre que siempre
tenemos con nosotros y si no tienes nada, junta las manos y a la mierda, vas a
comer helado en platos de oro cuando estés muerto. Y entonces el Predicador
este dice que dos consiguen mayor recompensa por su trabajo.
—Tom —dijo ella—. ¿Qué piensas hacer?
El permaneció callado largo rato.
—He estado pensando en el campamento del gobierno, cómo nuestra gente
se cuidaban unos a otros, y si había pelea la arreglaban ellos mismos; y no
había policías moviendo sus armas, pero había más orden del que los policías
podrían haber proporcionado nunca. He estado preguntándome por qué no
podríamos hacerlo por todas partes. Echar a los policías, que no son nuestra
gente. Trabajar juntos por nuestra propia causa… trabajar todos nuestra propia
tierra.
—Tom —repitió Madre—, ¿qué vas a hacer?
—Lo que hacía Casy —respondió él.
—Pero le mataron.
—Sí —dijo Tom—. No lo esquivó con la suficiente rapidez. No hacía nada
que fuera contra la ley, Madre. He estado pensando mucho, pensando en
nuestra gente viviendo como cerdos y la buena tierra fértil en barbecho, o
quizá un tipo con un millón de acres, mientras cien mil buenos granjeros se
mueren de hambre. Y he pensado que si todos nos juntamos a gritar, como
hacían aquellos, solo unos pocos en el rancho Hooper…
Madre dijo:
—Tom, te van a acosar y a destrozar como hicieron con el joven Floyd.
—Me van a acosar de todas maneras. Están acosando a toda nuestra gente.
—No pretendes matar a nadie, ¿verdad, Tom?
—No lo pretendo. He estado pensando que mientras siga fuera de la ley,
quizá podría… Mierda, no lo tengo bien pensado, Madre. No me preocupes
ahora. No me preocupes.
Siguieron sentados en silencio en la cueva de vides, negra como el carbón.
Madre dijo:
—¿Cómo voy a saber de ti? Podrían matarte y yo no me enteraría. Podrían
herirte. ¿Cómo lo voy a saber?
Tom se echó a reír incómodo.
—Bueno, quizá es como dice Casy, uno no tiene un alma suya, sino un
trozo de la gran alma… y entonces…
—¿Entonces qué, Tom?
—Entonces no importa. Entonces estaré en la oscuridad. Estaré en todas
partes… donde quiera que mires. En donde haya una pelea para que los
hambrientos puedan comer, allí estaré. Donde haya un policía pegándole a
uno, allí estaré. Si Casy sabía, por qué no, pues estaré en los gritos de la gente
enfurecida y estaré en la risa de los niños cuando están hambrientos y saben
que la cena está preparada. Y cuando nuestra gente coma los productos que ha
cultivado y viva en las casas que ha construido, allí estaré, ¿entiendes? Dios,
estoy hablando como Casy. Es por pensar tanto en él. A veces me parece verlo.
—Yo no lo entiendo —dijo Madre—. En realidad no sé.
—Yo tampoco —dijo Tom—. Son solo cosas sobre las que he estado
pensando. Se piensa mucho cuando uno no puede moverse. Tienes que volver,
Madre.
—Coge el dinero, entonces.
Durante un momento, él estuvo callado.
—De acuerdo —dijo.
—Y, Tom, más adelante… cuando haya pasado, volverás. ¿Nos
encontrarás?
—Claro que sí —la tranquilizó—. Ahora más vale que te vayas. Dame la
mano —él la guio hacia la salida. Los dedos de ella se aferraban a la muñeca
de Tom. Él retiró las vides a un lado y la siguió fuera—. Ve por ese campo
hasta llegar a un sicómoro que hay al borde y luego cruza el arroyo. Adiós.
—Adiós —dijo ella y se alejó rápidamente. Tenía los ojos húmedos y
ardientes, pero no lloró. Sus pasos eran ruidosos y descuidados sobre las hojas
mientras atravesaba la maleza. Y conforme seguía caminando, la lluvia
empezó a caer del sombrío cielo, gotas grandes y escasas, salpicando pesadas
en las hojas secas. Madre se detuvo y se paró en la chorreante maleza. Se
volvió… volvió tres pasos hacia la maraña de vides; y luego se volvió con
rapidez y regresó al campamento de los furgones. Fue derecha hacia la
alcantarilla y trepó hasta la carretera. La lluvia había pasado, pero el cielo
estaba cubierto. Detrás de ella oyó pasos y se volvió nerviosa. El parpadeo de
una débil luz de linterna jugueteaba sobre la carretera. Madre se volvió y se
dirigió hacia su casa. Al cabo de un momento la alcanzó un hombre.
Cortésmente mantuvo la luz en el suelo y no se la enfocó a la cara.
—Buenas tardes —dijo él.
Madre respondió:
—¿Qué tal está?
—Parece que tenemos un poco de lluvia.
—Espero que no. Se acabaría la recogida. Necesitamos trabajar.
—Yo también. ¿Vive en el campo ese?
—Sí, señor —los pasos de ambos iban al mismo tiempo por la carretera.
—Tengo veinte acres de algodón. Un poco tardío, pero ahora está a punto.
Pensé ir para allá y conseguir algunos recolectores.
—Los conseguirá. La temporada casi ha concluido.
—Eso espero. Mi propiedad está solo a una milla por ese camino.
—Somos seis —dijo Madre—. Tres hombres, yo y dos pequeños.
—Pondré un letrero. A dos millas, esta carretera.
—Estaremos allí por la mañana.
—Espero que no llueva.
—Yo también —dijo madre—. Veinte acres no durarán mucho.
—Cuanto menos duren, más contento estaré. Mi algodón es tardío. No lo
planté hasta tarde.
—¿Cuánto va a pagar?
—Noventa centavos.
—Recogeremos. He oído decir a la gente que el próximo año pagarán
setenta y cinco e incluso sesenta.
—Es lo que he oído.
—Habrá problemas —dijo Madre.
—Claro. Lo sé. Un pequeño granjero como yo no puede hacer nada. La
Asociación fija el precio y tenemos que acatarlo. Si no… nos quedamos sin
granja. Los pequeños granjeros siempre tenemos problemas.
Llegaron al campamento.
—Estaremos allí —dijo Madre—. Aquí no queda demasiado que recoger
—ella fue al furgón último y subió por la pasarela de tablas. La luz baja del
farol proyectaba sombras lóbregas en el furgón. Padre y el tío John y un
hombre mayor estaban en cuclillas contra la pared del furgón.
—Hola —saludó Madre—. Buenas noches, señor Wainwright.
El levantó un rostro delicado y bien dibujado. Sus ojos eran profundos bajo
unas cejas muy pobladas. Tenía el pelo de color blanquiazul y fino. Una pálida
barba plateada le cubría las mandíbulas y la barbilla.
—Buenas noches, señora —respondió él.
—Mañana hay recogida —observó madre—. A una milla hacia el norte.
Veinte acres.
—Será mejor llevar el camión —dijo Padre—. Para poder recoger más
tiempo.
Wainwright levantó la cabeza con ilusión.
—¿Cree que nosotros también podremos?
—Pues claro. Caminé un rato con el hombre. Venía a buscar recolectores.
—El algodón casi se ha terminado ya. La segunda vuelta va a ser escasa.
Va a ser difícil ganar el jornal en la segunda vuelta. La primera vez ya quedó
bastante limpio.
—Su gente quizá podría venir con nosotros —dijo Madre—. Repartir el
gasto de gasolina.
—Vaya, muy amable por su parte, señora.
—Así ahorraremos todos —dijo Madre.
Padre dijo:
—El señor Wainwright… tiene una preocupación y ha venido a hablarla
con nosotros. Estábamos dándole vueltas.
—¿Qué es lo que pasa?
Wainwright miró al suelo.
—Nuestra Aggie —dijo—, es mayor… Tiene casi dieciséis años y está
crecida.
—Aggie es una muchacha guapa —dijo Madre.
—Escúchale —dijo Padre.
—Bueno, ella y su hijo Al están yendo a pasear todas las noches. Y Aggie
es una chica guapa que debería tener un marido; de lo contrario podría tener
problemas. Nunca hemos tenido esa clase de problemas en nuestra familia.
Pero ahora con lo pobres que somos, a la señora Wainwright y a mí nos ha
dado por preocuparnos. Imagínese que se quede embarazada.
Madre desenrolló un colchón y se sentó en él.
—¿Ahora han salido? —preguntó.
—Siempre salen —dijo Wainwright—. Todas las noches.
—Bueno, Al es un buen muchacho. Estos días se cree muy gallito, pero es
un chico en quien se puede confiar. Yo no pediría un muchacho mejor.
—No, si no nos quejamos de Al como persona. Nos cae bien. Lo que
tememos la señora Wainwright y yo… bueno, ella es una mujercita crecida. Y
¿qué pasa si nosotros nos vamos o ustedes se van y descubrimos que Aggie
está embarazada? No ha habido nunca esas vergüenzas en nuestra familia.
Madre dijo quedamente:
—Nosotros intentaremos no ponerles en vergüenza.
Él se levantó rápidamente.
—Gracias señora. Aggie es una mujercita crecida. Es una buena chica…
amable y buena. Le agradeceríamos mucho que no nos pusieran en vergüenza.
No es culpa de Aggie. Está crecida.
—Padre hablará con Al —dijo Madre—. Y si no quiere, lo haré yo.
Wainwright dijo:
—Entonces buenas noches y muchas gracias —desapareció al otro lado de
la cortina. Le podían oír hablando en voz baja en el otro extremo del furgón,
explicando el resultado de su embajada.
Madre escuchó un momento y luego:
—Vosotros dos —dijo—. Venid a sentaros aquí.
Padre y el tío John se levantaron con esfuerzo. Se sentaron en el colchón
junto a Madre.
—¿Dónde están los pequeños?
Padre señaló un colchón en el rincón.
—Ruthie saltó sobre Winfield y le mordió. Les hice acostarse. Supongo
que estarán dormidos. Rosasharn se fue a sentarse un rato con una señora que
conoce.
Madre dejó escapar un suspiro.
—Encontré a Tom —dijo suavemente—. Le dije que se fuera. Muy lejos.
Padre asintió despacio. El tío dejó caer la barbilla sobre el pecho.
—No podía hacer otra cosa —dijo Padre—. ¿Crees que podía, John?
El tío John levantó la mirada.
—No puedo pensar en nada —dijo—. Parece que ya apenas estoy
despierto.
—Tom es un buen muchacho —dijo Madre; y entonces se disculpó—: No
pretendía nada malo diciendo que hablaría con Al.
—Lo sé —dijo Padre en voz baja—. Ya no sirvo para nada. Me paso el día
pensando en el pasado, pensando en nuestro hogar que no volveré a ver.
—Esto es más hermoso, la tierra es mejor —dijo Madre.
—Ya ni siquiera la veo, pensando en los sauces que perdían sus hojas
ahora. A veces pensando cómo arreglar el agujero de la cerca del sur.
¡Curioso! Una mujer haciéndose con el control de la familia. Una mujer
diciendo haremos esto, iremos allá. Y ni siquiera me importa.
—Una mujer puede cambiar mejor que un hombre —dijo Madre
consoladora—. La mujer tiene la vida en los brazos. El hombre la tiene toda en
la cabeza. No te importe. Quizá… bueno, quizá el año que viene tengamos una
casa.
—No tenemos nada ahora —dijo Padre—. Va a venir una larga temporada
sin trabajo ni cosechas. ¿Qué vamos a hacer entonces? ¿Cómo vamos a
comprar comida? Y a Rosasharn no le falta mucho. Se pone tan mal que no
soporto pensar. Me pongo a rebuscar en el pasado para evitar pensar. Parece
que nuestra vida ha llegado a su fin.
—No —sonrió Madre—. No es así, Padre. Y eso es otra cosa que las
mujeres saben, lo he notado. El hombre vive a sacudidas… un niño nace y
muere un hombre y eso es una sacudida… compra una granja y pierde su
granja y eso es una sacudida. La mujer fluye, como un arroyo, con pequeños
remolinos y pequeñas cascadas, pero el río sigue adelante. La mujer lo ve así.
No vamos a extinguirnos. La gente sigue adelante… cambiando un poco,
quizá, pero siempre adelante.
—¿Cómo lo puedes saber? —exigió el tío John—. ¿Qué es lo que va a
impedir que todo se pare, que la gente se canse y se tumbe?
Madre lo consideró. Se frotó una mano brillante con la otra, empujó los
dedos de la mano derecha entre los de la izquierda.
—Es difícil de decir —dijo—. Todo lo que hacemos me parece que está
encaminado a seguir adelante. A mí me lo parece. Incluso estando
hambrientos… incluso estando enfermos; algunos mueren, pero los que
quedan se hacen más fuertes. Intentad vivir al día, solo al día.
El tío John dijo:
—Si ella no se hubiera muerto entonces…
—Vive al día —aconsejó Madre—. No te preocupes.
—Podría haber sido un buen año el año próximo, en casa —dijo Padre.
Madre dijo:
—¡Escuchad!
Había pasos furtivos por la pasarela y entonces apareció Al por la cortina.
—Hola —dijo—. Pensé que ya estaríais durmiendo.
—Al —dijo Madre—. Estamos hablando. Ven a sentarte aquí.
—Sí, de acuerdo. Yo también quiero hablar. Dentro de poco tendré que
irme.
—No puedes. Te necesitamos aquí. ¿Por qué tienes que irte?
—Bueno, yo y Aggie Wainwright nos vamos a casar y yo voy a buscar
empleo en un garaje y tendremos primero una casa alquilada… —levantó la
vista con fiereza—. Vamos a hacerlo y no hay nadie que nos lo pueda impedir.
Los tres le contemplaron.
—Al —dijo Madre finalmente—. Nos alegramos. Nos alegramos mucho.
—¿De verdad?
—Pues claro que sí. Eres un hombre crecido. Necesitas una mujer. Pero no
te vayas ahora mismo, Al.
—Se lo he prometido a Aggie —dijo—. Lo tenemos que hacer. No
podemos aguantar más tiempo.
—Sólo hasta la primavera —suplicó Madre—. ¿No te quedas hasta la
primavera? ¿Quién va a conducir el camión?
—Bueno…
La señora Wainwright asomó la cabeza por un lado de la cortina.
—¿Lo han oído ya? —preguntó.
—Sí. Lo hemos oído ahora mismo.
—Dios mío… ojalá tuviéramos un pastel. Ojalá tuviéramos… un pastel o
algo.
—Pondré una cafetera y haré tortitas —dijo Madre—. Tenemos almíbar
para ponerles.
—¡Dios mío! —dijo la señora Wainwright—. Vaya. Mire, yo traeré algo de
azúcar. Se la pondremos a las tortitas.
Madre puso leña menuda en la cocina y las brasas de la cena la hicieron
arder. Ruthie y Winfield salieron de su cama como los cangrejos ermitaños
salen de sus conchas. Durante un momento mostraron cautela; miraron a ver si
seguían siendo criminales. Al no notarles nadie se volvieron atrevidos. Ruthie
fue saltando a la pata coja hasta la puerta y volvió sin tocar en la pared.
Madre estaba poniendo harina en un cuenco cuando Rose of Sharon subió
la pasarela. Se estabilizó con cautela.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Escucha la noticia —gritó Madre—. Vamos a hacer una pequeña fiesta
por Al y Aggie Wainwright, que van a casarse.
Rose of Sharon se quedó completamente inmóvil. Miró lentamente a Al
que estaba ruborizado y avergonzado.
La señora Wainwright gritó desde el otro extremo del furgón:
—Le estoy poniendo a Aggie un vestido limpio. Voy ahora mismo.
Rose of Sharon se volvió lentamente. Volvió a la amplia puerta y bajó la
pasarela. Una vez en el suelo, se dirigió despacio hacia el arroyo y el sendero
que iba junto a él. Tomó el mismo camino que había hecho antes Madre… por
entre los sauces. El viento soplaba ahora más regularmente y los arbustos
silbaban sin pausa. Rose of Sharon se puso de rodillas y se arrastró entre la
maleza. Los arbustos de bayas le arañaban la cara y le enganchaban el pelo,
pero no le importaba. Sólo paró cuando notó que los arbustos la rodeaban por
todas partes. Se estiró boca arriba. Y sintió el peso del hijo que llevaba dentro.
En el furgón sin luz, Madre se removió y luego apartó la manta y se
levantó. La luz gris de las estrellas penetraba ligeramente por la puerta abierta.
Madre caminó hasta la puerta y se quedó contemplando el exterior. Las
estrellas iban palideciendo por el este. El viento soplaba suavemente sobre los
arbustos de los sauces, y del pequeño arroyo venía el murmullo calmoso del
agua. La mayoría del campamento dormía pero delante de una tienda ardía una
hoguerita y había gente a su alrededor, calentándose. Madre los podía ver a la
luz del danzante fuego nuevo mientras estaban frente a las llamas, frotándose
las manos; después se dieron la vuelta y pusieron las manos a la espalda.
Durante un buen rato Madre miró fuera, con las manos juntas delante de ella.
El viento irregular sopló bruscamente y pasó, y el aroma de la escarcha llenó
el aire. Madre tembló y se frotó las manos. Volvió adentro y tanteó las cerillas,
al lado del farol. La pantalla chirrió. Ella prendió la mecha, vio cómo ardía,
azul, y cómo levantaba el círculo de luz, amarillo y delicado. Llevó el farol a
la cocina y lo dejó en el suelo mientras ella rompía las frágiles ramitas de
sauce y las ponía en la caja de la lumbre. Al cabo de un momento el fuego
ardía chimenea arriba.
Rose of Sharon rodó pesadamente y se sentó.
—Me levanto ahora mismo —dijo.
—¿Por qué no te tumbas un minuto hasta que se caliente? —preguntó
Madre.
—No, me levanto ya.
Madre llenó la cafetera con agua del cubo y la puso en la cocina y puso a
calentar la sartén, bien llena de grasa, para los panes de maíz.
—¿Qué te pasa? —preguntó quedamente.
—Voy afuera —dijo Rose of Sharon.
—¿Dónde afuera?
—A recoger algodón.
—No puedes —dijo Madre—. Estás demasiado avanzada.
—No. Y voy a ir.
Madre midió el café en el agua.
—Rosasharn, no estuviste ayer para las tortitas —la muchacha no contestó
—. ¿Para qué quieres recoger algodón? —siguió sin responder—. ¿Es por Al y
Aggie? —esta vez Madre miró con atención a su hija—. Ah. Bueno, no
necesitas ir a recoger.
—Voy a ir.
—Bueno, pero no fuerces.
—Levanta, Padre. Despierta, levántate.
Padre parpadeó y bostezó.
—No he dormido lo suficiente —gimió—. Debían de ser más de las once
cuando nos acostamos.
—Venga, levantaos todos y a lavarse.
Los ocupantes del furgón volvían lentamente a la vida, retiraban las mantas
y se ponían la ropa. Madre cortó cerdo salado en lonchas en la segunda sartén.
—Salid a lavaros —ordenó.
Una luz surgió del otro extremo del furgón. Y llegó el sonido de cortar la
leña de la parte de los Wainwright.
—Señora Joad —llegó la voz—. Nos estamos preparando. Estaremos
listos.
Al gruñó:
—¿Para qué tenemos que levantarnos tan pronto?
—Son solo veinte acres —dijo Madre—. Tenemos que llegar a tiempo. Ya
no queda demasiado algodón. Tenemos que llegar antes de que lo recojan. —
Madre les apremió a lavarse y a tomar un apresurado desayuno—. Venga,
bébete el café —dijo—. Hay que salir ya.
—No se puede recoger algodón en la oscuridad, Madre.
—Podemos estar allí cuando salga el sol.
—Quizá esté húmedo.
—No llovió lo bastante. Venga, bébete el café. Al, en cuanto hayas
acabado enciende el motor.
Ella llamó:
—¿Le falta mucho, señora Wainwright?
—Estamos comiendo. Dentro de un minuto estaremos listos.
Fuera, el campamento había vuelto a la vida. Las hogueras ardían delante
de las tiendas. Los tubos de las cocinas de los furgones arrojaban humo.
Al apuró su café y se llenó la boca de posos. Bajó la pasarela
escupiéndolos.
—Estamos preparados, señora Wainwright —llamó Madre. Se volvió hacia
Rose of Sharon. Dijo:
—Tienes que quedarte.
La joven apretó las mandíbulas con decisión.
—Voy a ir —dijo—. Madre, tengo que ir.
—Pero si no tienes bolsa de algodón. No podrías arrastrar un saco.
—Recogeré en el tuyo.
—Preferiría que no lo hicieras.
—Voy a ir.
Madre suspiró.
—No te quitaré el ojo de encima. Ojalá pudiéramos tener un médico —
Rose of Sharon se movió nerviosamente por el furgón. Se puso una chaqueta
ligera y se la quitó—. Coge una manta —sugirió Madre—. Si quieres
descansar, estarás caliente —oyeron rugir el motor del camión detrás del
furgón—. Vamos a ser los primeros en llegar —dijo Madre exultante—.
Venga, coged vuestros sacos. Ruthie, no os olvidéis de las camisas que os
arreglé para recoger.
Los Wainwright y los Joad subieron al camión en la oscuridad. Ya llegaba
la aurora, pero era lenta y pálida.
—Tuerce a la izquierda —le dijo Madre a Al—. Allí debe haber un letrero
que anuncie el sitio a donde vamos —avanzaron por la oscura carretera. Y
otros coches les siguieron, y detrás, en el campamento, los coches se ponían en
funcionamiento con las familias apiñadas en ellos; y los coches salían a la
carretera y torcían a la izquierda.
Un trozo de cartón estaba atado a un buzón a la derecha de la carretera y en
él, escrito con tinta azul «Se necesitan recolectores de algodón». Al dobló para
entrar y se dirigió hacia el corral. Y el corral estaba ya lleno de coches. Un
globo eléctrico en un extremo del granero blanco iluminaba un grupo de
hombres y mujeres que estaban cerca de la balanza con las bolsas enrolladas
bajo el brazo. Algunas de las mujeres llevaban las bolsas por los hombros y
cruzadas delante.
—No llegamos tan temprano como pensábamos —observó Al. Acercó el
camión a una cerca y lo aparcó. Las familias bajaron y fueron a reunirse con el
grupo que esperaba, y más coches llegaron de la carretera y aparcaron y más
familias se unieron al grupo. Bajo la luz del extremo del granero el propietario
les inscribía.
—Hawley —dijo. ¿H-A-W-L-E-Y? ¿Cuántos?
—Cuatro. Will…
—Will.
—Benton…
—Benton.
—Amelia…
—Amelia.
—Claire…
—Clarie. ¿Quién es el siguiente? ¿Carpenter? ¿Cuántos?
—Seis.
El propietario los anotaba en el libro dejando un espacio libre para el peso.
—¿Tiene bolsa? Yo tengo unas cuantas. Cuestan un dólar —y los coches
inundaban el corral. El propietario se ajustó a la garganta su chaqueta de cuero
forrada de borrego. Miró al camino con aprensión.
—Con toda esta gente esos veinte acres se van a recoger en un momento.
Los niños treparon al remolque grande de algodón metiendo los dedos de
los pies en los dos lados de la rejilla de alambre.
—Fuera de ahí —gritó el propietario—. Vais a romper el alambre —y los
niños bajaron, avergonzados y en silencio. Llegó el amanecer gris—. Les
tendré que rebajar una tara de peso por el rocío —dijo el propietario—. Lo
cambiaré cuando salga el sol. Bien, salgan cuando quieran. Hay luz suficiente
para ver.
Los recolectores se dirigieron rápidamente hacia el campo de algodón y se
cogieron sus hileras. Se ataron la bolsa a la cintura e hicieron palmas para
calentar los dedos rígidos que tenían que estar ágiles. La aurora coloreó las
colinas del este y la ancha línea se movió entre las hileras. Y de la carretera
seguían llegando coches y aparcando en el corral hasta que estuvo lleno y
luego aparcaron a ambos lados de la carretera. El viento soplaba
enérgicamente sobre el campo.
—No sé cómo todos ustedes se han enterado —dijo el propietario—. Debe
haber una buena radio macuto. Los veinte acres no llegarán ni al mediodía.
¿Qué nombre? ¿Hume? ¿Cuántos?
La fila de gente avanzaba sobre el campo y el fuerte y firme viento del
oeste les volaba la ropa. Sus dedos volaban a las desbordantes cápsulas y
luego a los largos sacos que iban pesando cada vez más, detrás de ellos.
Padre habló con el hombre que iba por la hilera de su derecha.
—En casa un viento así podía traer lluvia. Parece que hay un poco de
helada, no creo que llueva. ¿Cuánto tiempo lleva por aquí? —mantenía los
ojos bajos fijos en su trabajo, mientras hablaba.
Su vecino no levantó la vista.
—Llevo casi un año.
—¿Diría que va a llover?
—No lo puedo decir y no es ninguna deshonra. Gente que ha vivido toda
su vida no lo puede decir. Si la lluvia puede arruinar una cosecha, seguro que
llueve. Eso es lo que dicen por aquí.
Padre miró rápidamente a las colinas del oeste. Grandes nubes grises
volaban sobre las cumbres, cabalgando ligeras en el viento.
—Eso parecen nubes de lluvia —dijo.
Su vecino miró de soslayo.
—No podría decirlo —dijo. Y en todas las filas la gente miró a las nubes.
Y luego se inclinaron más para realizar su trabajo y sus manos volaron al
algodón. Competían al recoger, competían contra el tiempo y el peso del
algodón, competían contra la lluvia y entre ellos mismos… Una cantidad
limitada de algodón y una cantidad de dinero a ganar. Llegaron al otro lado del
campo y corrieron por una hilera nueva. Ahora iban de cara al viento y podían
ver nubes altas y grises moviéndose por el cielo hacia el sol naciente. Y más
coches aparcaron al borde de la carretera y más recolectores llegaban a
inscribirse. La fila de gente se movía frenéticamente a través del campo,
pesaban al final, apuntaban su algodón, anotaban el peso en sus propios libros
y corrían a por otra hilera.
A las once el campo estaba recogido y el trabajo hecho. Los remolques de
laterales de alambre estaban enganchados a camiones de laterales de alambre y
salieron a la carretera en dirección a la desmotadora. El algodón se escapaba a
través del alambre y pequeñas nubes de algodón volaban por el aire, e hilachas
de algodón se enganchaban y agitaban en las hierbas al lado de la carretera.
Los recolectores se apiñaron con aire desconsolado en el corral y se pusieron
en fila para recibir su paga.
—Hume, James, veintidós centavos. Ralph, treinta centavos. Joad,
Thomas, noventa centavos, Winfield, quince centavos —el dinero estaba en
montones, monedas de plata, de cinco centavos y de un centavo. Y todos los
hombres miraban en su propio libro mientras le pagaban—. Wainwright,
Agnes, veinticuatro centavos. Tobin, sesenta y tres centavos —la línea se
movía lenta. Las familias volvían a sus coches en silencio. Y se iban
lentamente.
Los Joad y los Wainwright esperaron en el camión a que se despejara el
camino. Mientras esperaban, empezaron a caer las primeras gotas. Al sacó la
mano de la cabina para notarlas. Rose of Sharon estaba sentada en medio y
Madre al otro lado. Los ojos de la joven habían perdido de nuevo el lustre.
—No debías haber venido —dijo Madre—. No recogiste más de diez o
quince libras —Rose of Sharon miró su vientre hinchado y no replicó. Se
estremeció de repente y levantó la cabeza. Madre, que la observaba con
atención, desenrolló su bolsa de algodón, la extendió por los hombros de Rose
of Sharon y la abrazó.
Por fin el camino quedó despejado. Al encendió el motor y salió a la
carretera. Las gotas grandes que caían de vez en cuando como lanzas
salpicaban en la carretera y mientras el camión seguía su camino las gotas se
hicieron más pequeñas y frecuentes. La lluvia golpeaba la cabina tan
ruidosamente que se podía oír por encima del ruido del motor gastado y viejo.
En la caja del camión los Wainwright y los Joad extendieron sus bolsas y se
las pusieron sobre la cabeza y los hombros.
Rose of Sharon tembló violentamente contra el brazo de Madre y esta
gritó:
—Corre, Al. Rosasharn ha cogido frío. Tiene que meter los pies en agua
caliente.
Al aceleró el ruidoso motor y al llegar al campamento se acercó lo más
posible a los furgones rojos.
Madre estaba dando órdenes antes de estar parados del todo.
—Al —le ordenó—, tú y John y Padre id a los sauces y coged la leña que
podáis. Tenemos que mantenernos calientes.
—Me pregunto si el techo tendrá goteras.
—No, no lo creo. Se estará seco, pero tenemos que tener madera, para estar
calientes. Que vayan también Ruthie y Winfield. Que cojan leña menuda. Esta
muchacha no está bien —Madre salió y Rose of Sharon intentó seguirla, pero
le fallaron las rodillas y se sentó pesadamente en el estribo.
La gorda señora Wainwright la vio.
—¿Qué pasa? ¿Ha llegado el momento ya?
—No, creo que no —dijo Madre—. Tiene escalofríos. A lo mejor ha
cogido frío. Écheme una mano, por favor —las dos mujeres sostuvieron a
Rose of Sharon. Después de dar unos pasos recuperó las fuerzas y las piernas
pudieron sostener su propio peso,
—Estoy bien, Madre —dijo—. Sólo fue un minuto allí.
Las dos mujeres mayores siguieron con las manos agarradas a los codos de
la joven.
—Los pies en agua caliente —dijo Madre acertadamente. La ayudaron a
subir la pasarela y a entrar en el furgón.
Madre levantó la vista.
—Gracias a Dios que tenemos un buen techo —dijo—. Las tiendas
siempre gotean aunque sean buenas. Ponga solo un poco de agua, señora
Wainwright.
Rose of Sharon yacía inmóvil en un colchón. Les dejó que le quitaran los
zapatos y le frotaron los pies. La señora Wainwright se inclinó sobre ella:
—¿Tienes dolor? —quiso saber.
—No, es solamente que no me encuentro bien. Me encuentro mal.
—Tengo calmantes y sales —dijo la señora Wainwright—. Si quiere algo,
úselo. Es bienvenida.
La muchacha tembló violentamente.
—Tápame, Madre. Tengo frío —Madre trajo todas las mantas y las apiló
encima de ella. La lluvia caía rugiente en el tejado.
Entonces llegaron los buscadores de leña con muchas ramas y los
sombreros y chaquetas chorreando.
—Dios, sí que está mojada —dijo Padre—. Te cala en un minuto.
Madre dijo:
—Será mejor que volváis y traigáis más. Se quema muy deprisa. Dentro de
nada estará oscuro —Ruthie y Winfield entraron goteando y arrojaron los
palos en el montón. Dieron media vuelta para volver a salir—. Vosotros os
quedáis —ordenó Madre—. Acercaos al fuego y secaos.
La tarde estaba plateada por la lluvia, las carreteras relucían de agua. Hora
tras hora las plantas de algodón parecían ennegrecerse y arrugarse. Padre, Al y
el tío John hicieron un viaje tras otro a la maleza y trajeron cargas de leña. La
apilaron cerca de la puerta hasta que el montón casi llegó al techo y por fin lo
dejaron y se acercaron a la cocina. Ríos de agua corrían de sus sombreros a los
hombros. Los bordes de las chaquetas goteaban y los zapatos hacían un ruido
de agua cuando caminaban.
—Muy bien, ahora quitaos esas ropas —dijo Madre—. Os tengo preparado
un café. Y tenéis monos limpios para cambiaros. No os quedéis ahí.
La noche llegó pronto. En los furgones las familias se acurrucaron juntas
escuchando el agua en los techos.
Capítulo XXIX
Sobre las altas montañas de la costa y por los valles marcharon las nubes
grises desde el océano. El viento soplaba furioso y en silencio, alto en el aire,
y hacía susurrar a los arbustos y rugía en los bosques. Las nubes venían a
intervalos, en rachas, en pliegues, como peñas grises; y se apilaron todas
juntas y colgaron bajas por el oeste. Y después el viento desapareció y dejó las
nubes profundas y sólidas. La lluvia empezó con aguaceros racheados, pausas
y chaparrones; y luego, poco a poco, se acomodó a un único ritmo, gotas
pequeñas y regulares, lluvia a través de la cual se veía gris, lluvia que
transformaba la luz del mediodía en la del anochecer. Y al principio la tierra
seca absorbió la humedad y se ennegreció. Durante dos días bebió la lluvia la
tierra, hasta que esta se saturó. Entonces se formaron charcos y en zonas bajas
de los campos se formaron pequeños lagos. Los lagos cenagosos subieron y la
lluvia regular azotó el agua brillante. Por último, las montañas se saturaron y
los lados de las colinas vertieron en arroyos, los convirtieron en riadas y los
enviaron bajando por los cañones hasta los valles. La lluvia cayó monótona. Y
los arroyos y los ríos pequeños se salieron por las orillas y socavaron los
sauces y las raíces de los árboles, doblaron los sauces hasta que se hundieron
en la corriente, cortaron las raíces de los bosques de algodón y cayeron los
árboles. El agua embarrada giró como un torbellino por las orillas y trepó por
ellas hasta que al final se derramó por los campos, las huertas, las parcelas de
algodón, donde quedaban los tallos negros. Los campos llenos se
transformaron en lagos, anchos y grises, y la lluvia azotó las superficies.
Luego la lluvia llegó a las carreteras y los coches avanzaron con lentitud,
cortando el agua de delante y dejando una cenagosa estela hirviente detrás de
ellos. La tierra murmuró bajo la lluvia y los arroyos tronaron bajo las agitadas
riadas.
Cuando empezaron las primeras lluvias los emigrantes se acurrucaron en
sus tiendas diciendo: parará pronto, y preguntando: ¿cuánto tiempo va a
seguir?
Y cuando los charcos se formaron, los hombres salieron a la lluvia con
palas y construyeron pequeños diques alrededor de las tiendas. La lluvia
golpeó la lona hasta que penetró y mandó arroyuelos abajo. Y entonces los
diques se deshicieron y la lluvia entró dentro, y los arroyuelos mojaron las
camas y las mantas. La gente se sentaba con la ropa húmeda. Colocaron cajas
y pusieron tablas encima de ellas. Entonces se sentaron en las cajas día y
noche.
Junto a las tiendas estaban los viejos coches y el agua estropeó los cables
del encendido y los carburadores. Las pequeñas tiendas grises se levantaban en
lagos. Y al final la gente hubo de moverse. Entonces los coches no arrancaron
porque los cables estaban en cortocircuito; y si los motores andaban las ruedas
patinaban en el barro profundo. Y la gente tuvo que vadear el agua llevando en
los brazos las mantas húmedas. Salpicaron a su alrededor llevando a los niños
y a los muy viejos en los brazos. Y si había un granero en alto, estaba lleno de
gente que temblaba y desesperaba.
Luego algunos fueron a las oficinas de ayuda estatal y regresaron
tristemente a su propia gente.
Hay una norma… tienes que haber estado aquí un año para poder recibir la
ayuda. Dicen que el gobierno nos va a ayudar. No saben cuándo.
Y gradualmente llegó el terror más grande de todos. No va a haber nada de
trabajo en seis meses.
En los graneros la gente se acurrucó muy junta; y el terror se apoderó de
ellos hasta cubrir de gris sus rostros. Los niños lloraban de hambre y no había
comida.
Entonces llegó la enfermedad, neumonía y sarampión, que atacaba a los
ojos y a la mastoides.
Y la lluvia cayó sin cesar y el agua inundó las carreteras porque las
alcantarillas no podían llevarla.
Luego, de las tiendas y de los graneros llenos salieron grupos de hombres
empapados, con la ropa hecha jirones y los zapatos como una masa de barro.
Fueron salpicando a través del agua yendo a las ciudades, a las tiendas del
campo, a las oficinas de ayuda, a suplicar que les dieran comida, encogiéndose
y suplicando que les dieran comida, suplicando ayuda, intentando robar,
mintiendo. Y bajo las súplicas y el encogimiento, una furia desesperada
empezó a arder. Y en las pequeñas poblaciones la lástima por los hombres
empapados se transformó en furia y la furia en miedo de la gente hambrienta.
Entonces los sheriffs buscaron y juraron a un montón de ayudantes y se
pidieron apresuradamente rifles, gases lacrimógenos y municiones. Los
hombres llenaban los callejones de detrás de las tiendas suplicando que les
dieran pan, verduras podridas, para robar si podían.
Hombres frenéticos llamaban a las puertas de los médicos; y los médicos
estaban ocupados. Y hombres entristecidos dejaban recado en las tiendas de
campo para que el forense mandara un coche. Los forenses no estaban
demasiado ocupados. Las carretas de los forenses llegaban entre el barro y se
llevaban a los muertos.
Y la lluvia cayó implacable y los arroyos desbordaron las orillas y se
extendieron por el campo.
Acurrucados en cobertizos, yaciendo en heno mojado, el hambre y el
miedo fermentaron en furia. Entonces los chicos salieron no a pedir, sino a
robar; y los hombres salieron débilmente a intentar robar.
Los sheriffs contrataron más ayudantes y mandaron por más rifles; y la
gente cómodamente en sus casas cerradas sintió lástima al principio y luego
repugnancia y finalmente odio por los emigrantes.
Sobre el heno húmedo de graneros con goteras nacían niños de mujeres
que jadeaban, enfermas de neumonía. Y los ancianos se acurrucaban por los
rincones y morían así, de modo que los forenses no los podían estirar. Por la
noche los hombres frenéticos se acercaban osadamente a los gallineros y se
llevaban las cacareantes gallinas. Si les disparaban no corrían, sino que se
alejaban torvamente; y si les daban se hundían cansadamente en el barro.
La lluvia dejó de caer. En los campos quedó el agua, reflejando el cielo
gris y la tierra susurró con el agua en movimiento. Y los hombres salieron de
los graneros y los cobertizos. Se acuclillaron y contemplaron la tierra anegada.
Callaban. Y a veces hablaban muy quedamente.
No hay trabajo hasta la primavera. No hay trabajo.
Y si no hay trabajo… no hay dinero ni comida.
Un hombre que tiene un tiro de caballos, que los usa para arar y cultivar y
segar, a él nunca se le ocurriría dejarlos que se murieran de hambre cuando no
están trabajando.
Ésos son caballos… nosotros somos hombres.
Las mujeres miraron a los hombres, los miraron para ver si al fin se
derrumbarían. Las mujeres permanecieron calladas, de pie, mirando. Y en
donde un grupo de hombres se juntaba, el miedo dejaba sus rostros y la furia
ocupaba su lugar. Y las mujeres suspiraron de alivio porque sabían que todo
iba bien, que esta vez tampoco se irían abajo; y que nunca lo harían en tanto
que el miedo pudiera transformarse en ira.
Pequeños brotes de hierba salieron de la tierra, y al cabo de pocos días, con
el comienzo del año, las colinas se vistieron de color verde pálido.
Capítulo XXX