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Llevar la pobreza bajo la piel

Desde mediados del siglo XX, diferentes estudios han analizado la respuesta regulatoria del estrés
en niños y en adultos como uno de los mecanismos que muestra más claramente la influencia de la
pobreza sobre el desarrollo emocional, cognitivo y social (Doom y Gunnar, 2013; Lupien y otros,
2009). Amenazas, exposición a peligros ambientales, violencia familiar y comunitaria, cambios en la
dinámica de la vida familiar, pérdida de empleo, inestabilidad y deprivación económica son factores
negativos que activan de diferente manera los sistemas de regulación del estrés y que tienen mayor
probabilidad de ocurrir bajo condiciones de pobreza (Maholmes y King, 2012; Yoshikawa y otros,
2012).
Recordemos que los sistemas neurales asociados con esta compleja regulación incluyen la hipófisis,
el hipocampo, la amígdala y diferentes áreas de la corteza prefrontal que forman parte del eje HPA.
Este último responde a diferentes señales del ambiente desde antes del nacimiento, dado que el feto
recibe a través de su madre, y en forma continua, además de nutrientes, información biológica
vinculada a la liberación de hormonas de estrés como forma de regulación inmunológica. En la
actualidad, existe evidencia que indica que esta información produce cambios fisiológicos y
epigenéticos que pueden tener consecuencias a largo plazo sobre la salud física y mental de los
bebés (Christian, 2015). Luego del nacimiento, el eje continúa su desarrollo. Debido a la inmadurez
del hígado, la producción de proteínas que inactivan el cortisol en sangre es baja, y su incremento
hasta alcanzar los niveles maduros se produce gradualmente durante los primeros meses de vida.
Esto, sumado a que todavía no se reguladel todo la acción de los receptores que desencadenan su
funcionamiento, significa que se puede mantener la misma cantidad de cortisol con una baja
actividad del eje HPA y que, cuando este se activa, bajas cantidades de cortisol pueden inducir la
acción de muchas hormonas.
Una de las consecuencias más importantes de esta situación es que, durante los primeros tres
meses de vida, toda variación en el cuidado de los niños se refleja en la actividad del eje HPA. Por
eso, para el desarrollo autorregulatorio, en este período es decisivo que se establezca un apego
adecuado entre madre e hijo. Lo que la investigación neurocientífica debe dilucidar aún es si este
grado de respuesta implica que esos primeros meses son o no un período sensible durante el cual
las variaciones normales en el cuidado de los niños tienen la capacidad de programar el
funcionamiento del eje y de los sistemas de regulación asociados, así como de provocar
consecuencias negativas en etapas ulteriores del desarrollo autorregulatorio y en la salud. La
evidencia reciente sugiere que las experiencias de abandono durante el primer año de vida podrían
asociarse con alteraciones persistentes en la morfología cerebral, como los cambios volumétricos
en el hipocampo (Hodel y otros, 2015), que a su vez podrían afectar el desarrollo cognitivo y la
adquisición de aprendizajes.
Respecto del impacto de las situaciones de adversidad extremas, los estudios de la última década
realizados consobrevivientes de los campos de exterminio que funcionaron durante la Segunda
Guerra Mundial indican un incremento en la sensibilidad a los glucocorticoides en la segunda
generación (Yehuda y otros, 2014). Es decir, los progenitores podrían transmitir el trauma que
vivieron a través de mecanismos epigenéticos que afectan el desarrollo de los sistemas de regulación
del estrés de la generación siguiente.
Alrededor de los 5 meses de edad, el eje HPA comienza a estabilizarse y a ser menos reactivo a
cambios sutiles en las prácticas de crianza: en ese momento es más difícil que se produzcan
incrementos en la liberación de cortisol. Esto supone que se trata de una etapa del desarrollo en la
que el establecimiento de apegos seguros con sus cuidadores protege a los niños. La investigación
tampoco ha podido determinar aún cuán temprano es este efecto de amortiguación sobre el
funcionamiento del eje HPA y la liberación de cortisol, ni identificar del todo su mecanismo
subyacente, que involucraría los sistemas de recepción desde el hipotálamo hasta la corteza
prefrontal. Por otra parte, no está confirmado si la hormona oxitocina y los sistemas de recepción
opioides[30] participan en este proceso (Hostinar y Gunnar, 2013). Si bien la etapa prenatal y la
infancia temprana podrían ser períodos sensibles para el desarrollo de los sistemas de regulación
del estrés, la evidencia sugiere que no serían las únicas, dado que la producción de cortisoltambién
se incrementa durante la pubertad. Estos cambios en el eje HPA, a su vez, podrían provocar que la
vulnerabilidad neural al estrés durante la adolescencia temprana sea mayor, lo cual explicaría en
parte los grandes cambios autorregulatorios que se producen durante esta etapa (Gunnar y otros,
2009). Datos recientes sugieren que haber vivido en un ambiente adverso y de maltrato durante la
pubertad también podría producir cambios en el volumen de estructuras asociadas al eje HPA (por
ejemplo, en la amígdala) en la vida adulta (Pechtel y otros, 2014). Durante todas las etapas del
desarrollo, el estrés y la incertidumbre generados por las condiciones de deprivación económica
incrementan la probabilidad de sufrir estados emocionales negativos, como ansiedad, depresión e
ira. A su vez, esas emociones pueden inducir una mayor frecuencia de estrategias de control parental
negativas, menor sensibilidad emocional hacia los niños durante la crianza y por consiguiente
ocasionar mayores dificultades para que estos adquieran prácticas autorregulatorias adecuadas
(Shonkoff y otros, 2012). Sin embargo, algunas investigaciones han mostrado que, aun en
condiciones de pobreza, las prácticas de crianza adecuadas pueden ser un factor protector del
desarrollo infantil. Esto pone de relieve la importancia de las intervenciones ambientales sobre los
sistemas de autorregulación infantil durante el desarrollo. En este sentido, el estudio de los
mecanismos de mediación de la respuesta de regulación al estrés ha generado un conjunto de
principios-guía que también puede contribuir a comprender mejor el impacto de la pobreza infantil.
Así, Ganzel y otros (2010) han sugerido que las propiedades de los estresores (magnitud, duración
y cronicidad) y su carácter (por ejemplo, si se trata de una exclusión social o de una amenaza física),
modularían el tipo de impacto sobre la activación de las redes neurales involucradas en las
respuestas agudas y crónicas a los estresores ambientales. Al respecto, resta aún investigar la
sensibilidad del desarrollo neural a estos procesos, dada su potencial utilidad para el diseño de
intervenciones destinadas tanto a niños como a adolescentes y adultos.
La agenda neurocientífica actual ha comenzado a incorporar los conceptos y metodologías derivados
de los avances en epigenética y del análisis de la activación neural, tanto en estudios experimentales
con animales como con personas. En particular, hay tres series de problemas que son objeto de
estos estudios: la programación prenatal de la plasticidad neural, la reactividad amigdalina –es decir,
cambios estructurales y funcionales específicos de esta estructura neural– ante situaciones
amenazantes y los procesos que corporizan las experiencias adversas a nivel neural. Por ejemplo,
en el área que analiza las consecuencias a largo plazo de lasexperiencias de estrés en contextos de
pobreza infantil, Blair y otros (2011) revelaron que los niveles de cortisol combinados con las
prácticas de crianza parentales mediaban los efectos del ingreso familiar y de la educación materna
sobre el desempeño en tareas autorregulatorias. Esto significa que la pobreza per se no permitía
explicar el impacto de la adversidad sobre el desarrollo emocional y cognitivo, sino que parte de esas
influencias se debían a las respuestas de los niños ante los eventos adversos asociados a las
prácticas de crianza de sus padres. Este tipo de hallazgo ha orientado la investigación del impacto
de la pobreza sobre el desarrollo autorregulatorio hacia el análisis de los factores que lo modulan.
Por otra parte, en una investigación reciente que incluía una muestra de niños que vivían en
condiciones de pobreza rural, Fernald y Gunnar (2009) encontraron que los niveles de cortisol
disminuían sólo en aquellos cuyas madres mostraban más síntomas de depresión. Estos resultados
apoyan la idea de que la salud mental materna es otro factor que tomar en cuenta para mejorar
nuestra comprensión del vínculo entre pobreza infantil y estrés.
El impacto del estrés moderado a crónico se ha asociado con la liberación de una serie de
moduladores químicos cerebrales, que a su vez tienen nichos espaciales y temporales específicos
que generan fenómenos complejos y cuya dinámica de funcionamiento aún no se conoce del todo
(Joëls y Baram, 2009). En esta línea, Wismer Fries y otros (2005) han notado que la ausencia de un
apego adecuado durante etapas tempranas del desarrollo se asocia con cambios que involucran las
hormonas vasopresina y oxitocina (esta última, ya mencionada como potencial mediador de la
amortiguación del apego durante las primeras etapas del desarrollo). Estos neuromoduladores
químicos serían críticos para establecer vínculos sociales adecuados y regular conductas
emocionales. En concreto, las experiencias de abuso físico y sexual durante etapas tempranas se
han asociado con un patrón complejo de respuesta al estrés, que provocaría una mayor tendencia a
presentar trastornos psiquiátricos en la vida adulta. Sin embargo, la vulnerabilidad y susceptibilidad
a situaciones de estrés moderado varía entre individuos de acuerdo con diferentes mecanismos
epigenéticos y en función de la eventual presencia de ciertos factores de protección en los ambientes
de crianza, como las interacciones con adultos sensibles a sus necesidades materiales y
emocionales o las competencias sociales y autorregulatorias de los propios niños.
Durante la última década, comenzaron a realizarse los primeros estudios con neuroimágenes para
intentar determinar la influencia de la pobreza infantil sobre la regulación del estrés en diferentes
etapas de la vida. Por ejemplo, Tottenham y otros (2011) evaluaron los correlatos neurales a largo
plazo entre las condiciones de crianza adversas y el desempeño en tareas de autorregulación
emocional que demandaban identificar rostros amenazantes. Hallaron que los niños criados en
orfanatos mostraban incrementos en la reactividad amigdalina asociados, además, con la
disminución del contacto visual durante las interacciones sociales con adultos. En un estudio previo,
Taylor y otros (2006) ya habían notado que adultos con historias infantiles de estrés expresaban
patrones altos de reactividad amigdalina durante la observación de rostros amenazantes, mientras
que Butterworth y otros (2011) descubrieron que los adultos expuestos a pobreza infantil tenían
volúmenes modificados en el hipocampo y en diferentes núcleos amigdalinos, patrón que Hanson y
otros
(2011) confirmaron en niños en edad escolar provenientes de hogares con bajos ingresos.
En síntesis, la evidencia disponible permite sostener que estos sistemas regulan una parte
importante de las respuestas fisiológicas y conductuales al estrés y contribuyen a que cada individuo
se adapte a los impactos de los diferentes estresores en el corto y largo plazo. A su vez, estos
procesos regulatorios se apoyan en la compleja trama de conexiones entre los sistemas nervioso,
inmunológico y cardiovascular. Por una parte, los mecanismos que regulan la respuesta al estrés
tienen un valor positivo, pues colaboran en la adaptación de cada individuo a su entorno en el corto
plazo. Pero, por otra parte, en situaciones de estrés crónico, esos mecanismos pueden asociarse
con desórdenes fisiológicos que afectan de manera negativa esos ajustes y adaptaciones y, en
consecuencia, el estado de salud de los sistemas fisiológicos involucrados incluso en la vida adulta.
Algunos trabajos han empezado a caracterizar estos procesos crónicos de regulación del estrés
mediante la metáfora del “estrés tóxico” (Shonkoff y Bales, 2011). Este tipo de esfuerzo resulta útil
para llamar la atención sobre las consecuencias a corto, mediano y largo plazo de los eventos
adversos desde la etapa prenatal sobre el desarrollo y la salud de las personas y, por ende, para el
diseño de nuevas investigaciones y políticas públicas. Los modelos teóricos que intentan dar cuenta
de estos procesos de regulación y desregulación han evolucionado durante los últimos veinticinco
años. En 1993, McEwen y Stellar habían propuesto pensar la relación entre la exposición a estrés
durante largos períodos de tiempo y enfermedad enfatizando el costo oculto de la adaptación de las
personas a esas situaciones. Su modelo planteaba que los sistemas neural, hormonal e
inmunológico funcionan de manera integrada y tendían a mantener la homeostasis del organismo
controlando las fluctuaciones y reacciones que imponen las demandas externas e internas. Llamaron
“alostasis” a este conjunto de relaciones entre múltiples sistemas mediadores del estrés y señalaron
que la exposición crónica al estrés y las consecuentes respuestas neurales e inmunológicas
producen una “carga alostática” que poco a poco desgasta los sistemas cardiovascular,
inmunológico y hormonal. En esa misma década, McEwen (1998) propuso el modelo de diátesis,
que postula que ciertos factores, como los polimorfismos genéticos o el temperamento, constituyen
elementos latentes que se activan en ambientes deprivados material y socialmente para producir
resultados negativos en la salud y el desarrollo autorregulatorio de las personas. Si bien este modelo
es útil cuando se toman en consideración factores individuales, resulta inadecuado para determinar
su relación con el ambiente porque no la tiene en cuenta. En la última década se han propuesto dos
modelos alternativos, el de susceptibilidad diferencial (Belsky y Pluess, 2009) y el de sensibilidad
biológica al contexto (Boyce y Ellis, 2005), que postulan que las influencias ambientales afectan de
manera diferente a las personas. La primera de estas teorías postula que las características
individuales determinan en parte la susceptibilidad (o adaptación) de cada persona a las influencias
de sus ambientes de crianza y de desarrollo de su vida comunitaria. En cambio, la teoría de la
sensibilidad biológica al contexto propone que todos los rangos de respuesta individual son
adaptativos, más allá de las características de los contextos ambientales. Lo que es común a ambas
perspectivas es que asocian vivir en condiciones de pobreza con la posibilidad de adquirir
enfermedades más tempranamente y, por consiguiente, sufrir una muerte prematura. Los enfoques
teóricos de estos autores sobre la adaptación a la adversidad indican que si la organización
comunitaria deja a los individuos librados a su propia suerte –es decir, si no les provee seguridad ni
contención ante los eventos negativos asociados a carencias materiales y simbólicas–, las
desigualdades e injusticias sociales en términos de morbilidad y mortalidad prematuras se
perpetúan. Expresémoslo de otro modo: el conjunto de teorías, hipótesis y hallazgos neurocientíficos
respecto del estudio de la respuesta regulatoria al estrés permite señalar que si las formas de
organización económica y social no consideran que la pobreza enferma y mata, el problema pasa a
ser (sobre todo) moral. En este punto, aunque la neurociencia se haya acercado a los postulados
sobre inequidad que proponen las ciencias sociales y humanas contemporáneas, estos no han tenido
suficiente pregnancia en las discusiones académicas interdisciplinarias y, salvo algunas
excepciones, las ciencias humanas y sociales continúan sin incorporar las consideraciones
neurobiológicas al estudio de la desigualdad.

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