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El Dipló: Los olvidos de Thomas Piketty 1/6 2-09-2014 01:08:02

Edición Nro 183 - Septiembre de 2014

Wuxi, provincia de Jiangsu, China (Carlos Barria/Reuters)

LA DENUNCIA DE LAS DESIGUALDADES… Y SUS LíMITES

Los olvidos de Thomas Piketty


Por Russell Jacoby*

El autor de este artículo, aunque reconoce los grandes méritos del análisis de Piketty, señala sus debilidades frente al
trabajo teórico de Marx, que se centró no en la distribución de los ingresos sino en el capital, el trabajo, la mercancía y la
alienación.

a obra de Thomas Piketty El capital en el siglo XXI es un fenómeno tanto sociológico como intelectual. Cristaliza el
espíritu de nuestra época como, en su momento, The Closing of the American Mind de Allan Bloom (1). Este libro,
que denunciaba los estudios sobre las mujeres, el género y las minorías en las universidades estadounidenses, oponía la
“mediocridad” del relativismo cultural a la “búsqueda de la excelencia” asociada, en opinión de Bloom, a los clásicos
griegos y romanos. Aunque tuvo pocos lectores (era particularmente pomposo), dicho libro alimentaba la sensación de

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que se estaba destruyendo el sistema educativo estadounidense, e inclusive el propio Estados Unidos, por culpa de los
progresistas y la izquierda. Esa sensación no perdió nada de su vigor, y El capital en el siglo XXI se inscribe en el
mismo campo de fuerzas, exceptuando que Piketty viene de la izquierda y que el enfrentamiento se desplazó de la
educación al ámbito económico. Pero, dentro del sistema educativo, el debate se focaliza en gran parte en las
cuestiones económicas y las barreras susceptibles de explicar las desigualdades.

La obra de Piketty traduce una inquietud palpable: la sociedad estadounidense, como todas las sociedades del mundo,
parece volverse cada vez más inicua. Las desigualdades se agravan y presagian un futuro sombrío. El capital en el siglo
XXI debería haberse llamado Las desigualdades en el siglo XXI.

Sería infructuoso criticar a Piketty por no haber cumplido objetivos que no eran los que se había planteado. No
obstante, no podemos contentarnos con cubrirlo de elogios. Numerosos críticos se interesaron en su relación con Karl
Marx, en lo que le debe y en lo que le es infiel, mientras que, en realidad, habría que preguntarse en qué aclara nuestra
miseria actual este libro. Y, al mismo tiempo, tratándose de la preocupación por la igualdad, no es inútil volver a Marx.
Al acercar estos dos autores, se constata en efecto una divergencia: ambos cuestionan las disparidades económicas,
pero toman direcciones opuestas. Piketty inscribe su enfoque en el ámbito de los salarios, los ingresos y la riqueza:
desea erradicar las desigualdades extremas y ofrecernos –para retomar el eslogan de la funesta “primavera de Praga”–
un “capitalismo con rostro humano”. En cambio, Marx se ubica en el terreno de las mercancías, el trabajo y la
alienación: busca abolir esas relaciones y transformar la sociedad.

Comparaciones escandalosas

Piketty elabora una implacable denuncia contra las desigualdades: “Ya es hora –escribe en la Introducción– de volver a
poner la cuestión de las desigualdades en el centro del análisis económico” (página 38). Y como epígrafe de su libro
coloca la segunda frase de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789: “Las distinciones
sociales sólo podrán fundarse en la utilidad común”. (Por lo demás, uno se pregunta por qué un libro tan profuso deja
de lado la primera frase: “Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos”). Basándose en una profusión
de cifras y cuadros, demuestra que las desigualdades económicas aumentan y que los más pudientes acaparan una parte
creciente de la riqueza. Algunos se propusieron rebatir sus estadísticas; él destruyó esas acusaciones (2).

Piketty da en el blanco cuando trata la exacerbación de las desigualdades que desfiguran la sociedad, la estadounidense
en particular. Por ejemplo, señala que la educación debería ser igualmente accesible para todos y favorecer la
movilidad social. Ahora bien, “actualmente, el ingreso promedio de los padres de los estudiantes de Harvard es del
orden de los 450.000 dólares”, lo que los ubica dentro del 2% de los hogares más ricos de Estados Unidos. Y concluye
su argumentación con este eufemismo característico: “El contraste entre el discurso meritocrático oficial y la realidad
parece particularmente extremo en este caso” (página 778).

Para algunos, de izquierda, no hay nada nuevo en eso. Para otros, cansados de que continuamente se les explique que
es imposible aumentar el salario mínimo, que no hay que gravar con impuestos a los “creadores de empleo” y que la
sociedad estadounidense sigue siendo la más abierta del mundo, Piketty representa un aliado providencial. De hecho,
según un informe (no citado en el libro), en 2013, los veinticinco gestores de fondos de inversión mejor remunerados
ganaron 21.000 millones de dólares, o sea más de dos veces el ingreso acumulado de cerca de ciento cincuenta mil
maestros de preescolar en Estados Unidos. Si la retribución financiera corresponde al valor social, entonces un gestor
de hedge funds debe valer diecisiete mil maestros de escuela… Es posible que no todos los padres (y los docentes)
compartan esta opinión.
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Sin embargo, la fijación exclusiva de Piketty sobre las desigualdades presenta límites teóricos y políticos. Ciertamente,
de la Revolución Francesa al movimiento estadounidense por los derechos civiles, pasando por el cartismo (3), la
abolición de la esclavitud y las sufragistas, la aspiración a la igualdad ha suscitado numerosos levantamientos políticos.
En una enciclopedia de la protesta, el artículo que se le dedicara seguramente ocuparía varios cientos de páginas y
remitiría a todas las demás entradas. Dicha aspiración tuvo, y sigue teniendo, un papel positivo esencial. Incluso,
recientemente, el movimiento Occupy Wall Street y las movilizaciones a favor del matrimonio gay dieron una prueba
de ello. Lejos de haber desaparecido, esta reivindicación encontró un nuevo impulso.

Pero el igualitarismo también implica una parte de resignación: acepta la sociedad tal cual es y solamente busca
reequilibrar la distribución de los bienes y los privilegios. Los gays quieren obtener el derecho a casarse al igual que
los heterosexuales. Muy bien; pero eso no afecta en nada la institución imperfecta del matrimonio, que la sociedad no
puede ni abandonar ni mejorar. En 1931, el historiador británico de izquierda Richard Henry Tawney ya subrayaba
esos límites en un libro que, además, defendía el igualitarismo (4). El movimiento obrero –escribía Tawney– cree en la
posibilidad de una sociedad que conceda más valor a las personas y menos al dinero. Pero esta orientación tiene sus
límites: “Al mismo tiempo, no aspira a un orden social diferente, en el que el dinero y el poder económico ya no sean
el criterio del éxito, sino a un orden social del mismo tipo, en el que el dinero y el poder económico estén repartidos de
una forma un poco diferente”. Rozamos allí el núcleo del problema. Que todos tengan derecho a contaminar representa
un progreso para la igualdad, pero seguramente no para el planeta.

Marx no concede mucha importancia a la igualdad. No sólo nunca consideró que los salarios de los trabajadores
pudieran aumentar de manera significativa, sino que, aunque ese hubiera sido el caso, para él, el problema no radicaba
ahí. El capital impone los parámetros, el ritmo e incluso la definición del trabajo, de lo que es rentable y de lo que no lo
es. La situación tampoco es fundamentalmente diferente en un régimen capitalista que reviste formas “acomodadas y
liberales”, en el que el trabajador puede vivir mejor y consumir más porque recibe un salario mejor. Que el obrero esté
mejor remunerado no cambia en nada su dependencia, “así como la mejora en la vestimenta, la alimentación y el trato
o un peculio mayor no abolían la relación de dependencia y la explotación del esclavo”. Un aumento de salario
significa, a lo sumo, que “el volumen y el peso de la cadena de oro que el asalariado ya se forjó a sí mismo permiten
tenerla menos tirante” (5).

Siempre se podrá objetar que esas críticas datan del siglo XIX. Pero, al menos, Marx tuvo el mérito de concentrarse en
la estructura del trabajo, mientras que Piketty no dice nada al respecto. No se trata de saber cuál de los dos tiene razón
acerca del funcionamiento del capitalismo, sino de comprender el eje de sus respectivos análisis: la distribución para
Piketty, la producción para Marx. El primero quiere redistribuir los frutos del capitalismo de manera tal de reducir la
brecha entre los ingresos más altos y los más bajos, mientras que el segundo desea transformar el capitalismo y poner
fin a su dominio.

Desde su juventud, Marx documenta la miseria de los trabajadores; dedica cientos de páginas de El capital a la jornada
tipo de trabajo y a las críticas que esta suscita. Sobre este tema, Piketty tampoco tiene nada para decirnos, aun cuando
al principio de su primer capítulo menciona una huelga. En el índice de la edición inglesa, en la entrada “Trabajo”, se
puede leer: “Véase ‘División entre capital y trabajo’”. Esto se comprende, dado que el autor no se interesa por el
trabajo propiamente dicho, sino por las desigualdades que resultan de esa división.

El trabajo, una dimensión ausente

Para Piketty, el trabajo se resume sobre todo en el monto de los ingresos. Los arrebatos de furia que afloran de tanto en
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tanto bajo su pluma conciernen a los muy ricos. Así, comenta que la fortuna de Liliane Bettencourt, heredera de
L’Oréal, pasó de 4.000 a 30.000 millones de dólares entre 1990 y 2010: “Liliane Bettencourt nunca trabajó, pero eso
no impidió que su fortuna aumentara exactamente con la misma rapidez que la de Bill Gates”. La atención puesta sobre
los más pudientes corresponde perfectamente a la sensibilidad de nuestra época, mientras que Marx, con sus
descripciones del trabajo de los panaderos, los lavanderos y los tintoreros a los que se pagaba por jornada, pertenece al
pasado. La manufactura y el ensamblado desaparecen de los países capitalistas avanzados y prosperan en los países en
desarrollo, desde Bangladesh hasta República Dominicana. Pero no por ser antiguo un argumento es obsoleto, y al
focalizarse en el trabajo, Marx subraya una dimensión casi ausente de El capital en el siglo XXI.

Piketty documenta la “explosión” de las desigualdades, en particular en Estados Unidos, y denuncia a los economistas
ortodoxos, que justifican las enormes brechas de remuneración por las fuerzas racionales del mercado. Ridiculiza a sus
colegas estadounidenses, que “suelen tener tendencia a considerar que la economía de Estados Unidos funciona
bastante bien y, en particular, que recompensa el talento y el mérito con exactitud y precisión” (página 468). Pero
–agrega– esto no es sorprendente, dado que esos economistas también forman parte del 10% de los más ricos. Como el
mundo de las finanzas –al que puede ocurrir que le ofrezcan sus servicios– eleva sus salarios, dichos economistas
manifiestan una “deplorable tendencia a defender sus intereses privados, al tiempo que se disimulan detrás de una
inverosímil defensa del interés general” (página 834).

Para tomar un ejemplo que no figura en la obra de Piketty, un artículo reciente publicado en la revista de la American
Economic Association (6) quiere demostrar, basándose en cifras, que las fuertes desigualdades derivan de las
realidades económicas. “Los que obtienen ingresos más altos poseen talentos inusuales y únicos que les permiten
negociar a precio de oro el valor creciente de su talento”, concluye uno de los autores, Steven N. Kaplan, profesor de
Iniciativa Empresarial y Finanzas en la School of Business de la Universidad de Chicago. Evidentemente, Kaplan
necesita mejorar su propia situación: una nota a pie de página nos informa que “ocupa un lugar en el Consejo de
Administración de varios fondos comunes de inversión” y que fue “consultor de compañías de inversión de capital y de
capital de riesgo”. ¡Esta es la enseñanza humanista del siglo XXI! Al comienzo de su libro, Piketty explica que perdió
sus ilusiones sobre los economistas estadounidenses al enseñar en el Massachusetts Institute of Technology (MIT) y
que los economistas de las universidades francesas tienen la “gran ventaja” de no ser muy considerados ni estar muy
bien pagados: esto les permite mantener los pies sobre la tierra.

Pero la contraargumentación que propone es como mínimo banal: las enormes disparidades de salario derivarían de la
tecnología, la educación y las costumbres. Las remuneraciones “extravagantes” de los “altos ejecutivos”, “poderoso
mecanismo” de incremento de las desigualdades económicas, en particular en Estados Unidos, sólo se pueden explicar
por la “lógica racional de la productividad” (páginas 530-531). Estas reflejan las normas sociales actuales, que a su vez
dependen de políticas conservadoras que redujeron los impuestos de los más pudientes. Los directores de las grandes
empresas se otorgan salarios fabulosos porque tienen la posibilidad de hacerlo y porque la sociedad juzga aceptable esa
práctica, por lo menos en Estados Unidos y el Reino Unido.

Marx propone un análisis muy diferente. No busca tanto probar las desigualdades económicas abismales como
descubrir sus raíces en la acumulación capitalista. Ciertamente, Piketty explica que esas desigualdades se deben a la
“contradicción central del capitalismo”: la discrepancia entre la tasa de rendimiento del capital y la tasa de crecimiento
económico. En la medida en que la primera necesariamente se impone sobre la segunda, favoreciendo la riqueza
existente en detrimento del trabajo existente, lleva a “aterradoras” desigualdades de distribución de la riqueza. Tal vez
Marx estuviera de acuerdo en este punto, pero, una vez más, él se interesa por el trabajo, al que considera el lugar de
origen y desarrollo de las desigualdades. Para Marx, la acumulación de capital produce necesariamente desempleo
parcial, ocasional o permanente. Ahora bien, esas realidades, cuya importancia en el mundo actual difícilmente se
podría cuestionar, están totalmente ausentes en el texto de Piketty.

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Tensión no resuelta

Marx, por supuesto, parte de un principio totalmente diferente: el trabajo es el que crea la riqueza. La idea puede
parecer anticuada. Sin embargo, señala una tensión no resuelta del capitalismo: este necesita de la fuerza de trabajo y,
al mismo tiempo, busca prescindir de ella. Así como los trabajadores son necesarios para su expansión, busca librarse
de ellos para reducir los costos, por ejemplo automatizando la producción. Marx estudia detenidamente la forma en la
que el capitalismo genera una “población obrera excedente relativa” (7). Este proceso reviste dos formas
fundamentales: o se despiden trabajadores o se deja de incorporar nuevos. En consecuencia, el capitalismo fabrica
empleados “descartables” o un ejército de reserva de desocupados. Cuanto más crecen el capital y la riqueza, más
aumentan el subempleo y el desempleo.

Cientos de economistas intentaron corregir o refutar esos análisis, pero la idea de un crecimiento de la fuerza de trabajo
excedente parece estar probada: desde Egipto a El Salvador y desde Europa a Estados Unidos, la mayoría de los países
sufren niveles elevados o críticos de subempleo o desempleo. En otros términos, la productividad capitalista eclipsa el
consumo capitalista. Por más gastadores que sean, los veinticinco directivos de hedge funds nunca lograrán consumir
sus 21.000 millones de dólares de remuneración. Al capitalismo lo agobia lo que Marx denomina los “monstruos” de
“la sobreproducción, la sobrepoblación y el sobreconsumo”. Seguramente, China sola puede producir mercancías
suficientes para alimentar los mercados europeo, estadounidense y africano. Pero ¿qué pasará con la fuerza de trabajo
en el resto del mundo? Las exportaciones chinas de textiles y muebles al África subsahariana se traducen en una
reducción de la cantidad de empleos para los africanos (8). Desde el punto de vista del capitalismo, tenemos allí un
ejército en expansión, compuesto por trabajadores subempleados y desempleados permanentes, encarnaciones de las
desigualdades contemporáneas.

Clarificar las diferencias

Como Marx y Piketty van en direcciones diferentes, es lógico que propongan soluciones divergentes. Piketty,
preocupado por reducir las desigualdades y mejorar la redistribución, propone un impuesto mundial y progresivo sobre
el capital para “evitar una divergencia sin límites de las desigualdades patrimoniales”. Si bien, como él lo reconoce,
esta idea es “utópica”, la considera útil y necesaria: “Muchos rechazarán el impuesto sobre el capital como una ilusión
peligrosa, del mismo modo que el impuesto sobre el ingreso era rechazado hace poco más de un siglo” (página 840).
En cuanto a Marx, no propone ninguna verdadera solución: el penúltimo capítulo de El capital hace alusión a las
“fuerzas” y las “pasiones” que nacen para transformar el capitalismo. La clase obrera inaugurará una nueva era en la
que reinarán “la cooperación y la propiedad común de la tierra y los medios de producción” (9). En 2014, esta
propuesta también es utópica –e incluso inaceptable, según la manera en la que se interprete la experiencia soviética–.

No hay que elegir entre Piketty y Marx. Más bien se trataría, para hablar como el primero, de clarificar sus diferencias.
El utopismo de Piketty, y ese es uno de sus puntos fuertes, reviste una dimensión práctica, en la medida en que habla el
lenguaje familiar de los impuestos y la regulación. Confía en una cooperación mundial, e incluso en un gobierno
mundial, para instaurar el impuesto también mundial que evite una “espiral desigual sin fin” (página 835). Propone una
solución concreta: un capitalismo a la sueca que ya dio muestras de su eficacia eliminando las disparidades económicas
extremas. No menciona ni la fuerza de trabajo excedente ni el trabajo alienante ni una sociedad que tiene como motores
el dinero y la ganancia; por el contrario, los acepta y querría que todos hiciéramos lo mismo. A cambio, nos da algo
que ya conocemos: el capitalismo, con todas sus ventajas y menos inconvenientes.

En el fondo, Piketty es un economista mucho más convencional de lo que él cree. Su elemento natural son las
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estadísticas relativas a los niveles de ingresos, los proyectos impositivos y las comisiones encargadas de examinar estas
cuestiones. Sus recomendaciones para reducir las desigualdades se resumen en políticas fiscales impuestas desde arriba.
Se muestra completamente indiferente respecto de los movimientos sociales que, en el pasado, pudieron poner en tela
de juicio las desigualdades y que podrían desempeñar nuevamente ese papel. Incluso parece más preocupado por el
fracaso del Estado en atenuar las desigualdades que por las desigualdades propiamente dichas. Y, aunque a menudo
cite, y de manera oportuna, a novelistas del siglo XIX como Honoré de Balzac y Jane Austen, su definición del capital
sigue siendo demasiado económica y simplista. No toma en consideración el capital social, los recursos culturales y el
saber hacer acumulados con los que cuentan los más acomodados y que facilitan el éxito de su descendencia. Un
capital social limitado condena a la exclusión tanto como una cuenta bancaria vacía. Pero, sobre este tema, Piketty
tampoco tiene nada para decirnos.

Marx nos ofrece a la vez más y menos que eso. Su denuncia, aunque más profunda y amplia, no aporta ninguna
solución práctica. Se lo podría calificar como utopista anti utopista. En el Posfacio a la segunda edición alemana de El
capital, se burla de quienes quieren escribir “recetas para las fondas del futuro” (10). Y, aunque de sus escritos
económicos se desprende una concepción, ésta no tiene una gran relación con el igualitarismo. Marx siempre combatió
la igualdad primitiva, que decreta la pobreza para todos y la “mediocridad general” (11). Si bien reconoce la capacidad
del capitalismo para producir riqueza, rechaza su carácter antagónico, que subordina al conjunto del trabajo –y de la
sociedad– a la búsqueda de la ganancia. Más igualitarismo sólo podría democratizar ese mal.

Marx conocía la fuerza de la “cadena de oro”, pero consideraba posible romperla. ¿Qué pasaría si lográramos hacerlo?
Es imposible decirlo. Tal vez la mejor respuesta que Marx nos haya ofrecido se encuentra en un texto de juventud en el
que embiste contra la religión y, ya en ese entonces, contra la cadena y “las flores imaginarias” que la cubren: “La
crítica ha deshojado las flores imaginarias que cubrían la cadena, pero no para que el hombre lleve la cadena prosaica y
sin consuelo, sino para que sacuda la cadena y coja la flor viva” (12).

1. Allan Bloom, The Closing of the American Mind, Nueva York, Simon

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