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esclavos

c
de eniza
carlos moya chinillach
El contenido de esta obra es ficción. Aunque contenga referencias a hechos
históricos y lugares existentes, los nombres, personajes, y situaciones son ficticios.
Cualquier semejanza con personas reales, vivas o muertas, empresas existentes,
eventos o locales, es coincidencia y fruto de la imaginación del autor.

©2019, Esclavos de ceniza


©2019, Carlos Moya Chinillach
©2019, Diseño de portada: Patricia Sanjurjo (Representada por Ediciones
Babylon)

Colección Andarta, nº 5
Ediciones Babylon
Calle Martínez Valls, 56
46870 Ontinyent (Valencia-España)
e-mail:publicaciones@edicionesbabylon.es
http://www.EdicionesBabylon.es

ISBN: 978-84-16703-42-5
Depósito legal: V 363-2019
Printed in Spain
Imprime: ByPrint Percom, S.L.

Todos los derechos reservados.


No está permitida la reproducción total o parcial de cualquier parte de la obra, ni
su transmisión de ninguna forma o medio, ya sea electrónico, mecánico, fotocopia
u otro medio, sin el permiso de los titulares de los derechos.
A mis abuelos, que ya faltan. A mi madre, que siempre está ahí.
A mis amigos, por el apoyo eterno.
ACTO I
De cuervos y princesas
Prólogo
Un último día aciago

Eran hormigas.
Insignificantes, pequeños, iguales a primera vista, pero cientos.
Miles. Una fuerza contra la que nadie podría estar preparado.
Una turba hambrienta, descontrolada y con ansias de vengar a
sus muertos. Eran la rebelión y estaban a las puertas. No iban
bien armados, tampoco estaban organizados militarmente; al fin
y al cabo, no eran más que esclavos. Granjeros, transportistas,
panaderos, mineros…, armados con rastrillos, palas y atizadores.
No eran rivales para los Sangre Mágica y eran conscientes de
ello, pero eso no mermaba su determinación, la acrecentaba. Era
lógico, aquellos hombres y mujeres habían aguantado demasiado:
servilismo, trabajos hasta la extenuación, hambre después de las
últimas plagas en los campos y la muerte de sus hijos y mayores.
Todo el mundo tiene un límite. Los Sangre Mágica habían actuado
mal, se habían dejado llevar por la certeza de que nada cambiaría,
de que unos meros sirvientes serían incapaces de organizarse y
atacar. Y así, sumidos en su autocomplacencia, no habían hecho
nada para mitigar las primeras revueltas, las primeras proclamas
que ahora parecían tan lejanas y que habían acabado con aquel
alzamiento violento. La jerarquía actual ya había durado
demasiado, se avecinaban tiempos de cambio, quizá hacia un
mundo más justo. Quizá no.
Gwenth Ameris, líder de los Guardianes Escarlata, observaba
desde una de las balconadas del palacio. Desde allí los rebeldes
eran apenas manchas recortadas por el sol. Miles de ellas. Estaba
tenso, su postura era recta y cruzaba los brazos detrás de la espalda.
Más que nunca le pesaban la armadura y la espada que portaba al
cinto, sabía que iba a necesitarlas antes de que acabara el día.
—Padre —dijo una voz somnolienta a su espalda.
Se giró, cambiando su gesto adusto por un intento de sonrisa.
No quería asustar a su hijo. El joven Aidem había cumplido
recientemente los doce años, era alto para su edad y había heredado

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el pelo negro y la mirada azul de su madre. Se estaba frotando los
ojos legañosos.
—Me escuece mucho la espalda —se quejó con aquella vocecita
que aún no había empezado a cambiar.
Gwenth se acercó hasta su hijo, lo cogió por el hombro y le
dio la vuelta con suavidad. Se arrodilló para poder observar bien
la espalda del chico; el tatuaje de la espada roja que recorría su
espina dorsal estaba completamente cubierto por costra y los
cuidadores le habían echado savia de duermevientos por encima.
Sanaba bien.
—Curará, Aidem —aseguró—. No te lo toques.
—¡No puedo! —exclamó el chico separándose de él, e intentó
rascarse llevándose las manos a la espalda en un gesto torpe,
retorciéndose de forma cómica—. ¿Ves? No llego.
Gwenth no pudo evitar que una risa escapase de sus labios,
luego sobrevino la pena. Iba a echar de menos a su hijo.
—¿Has preparado el equipaje?
Aidem frunció los labios y agachó la cabeza.
—No… —susurró.
—¿Qué te dije anoche? —preguntó Gwenth con severidad.
—Que lo preparase todo para el viaje.
—¿Y por qué no me has hecho caso?
Aidem salió corriendo de la habitación y se asomó al balcón;
Gwenth intentó impedírselo, pero el niño era endemoniadamente
rápido. Su hijo se colocó junto a la barandilla y señaló el ejército
rebelde, situado a las puertas de la muralla.
—¡Quiero quedarme a luchar! —gritó—. ¡Quiero luchar a tu
lado, padre!
En aquel momento Gwenth no supo si sonreír o llorar. Estaba
orgulloso de su hijo, orgulloso de que algún día fuese su sucesor,
un digno líder para los Guardianes. Sin embargo, ahora veía que
todas esas enseñanzas podían quedar en nada, pues si los Sangre
Mágica caían, su orden caería con ellos. Se acercó al muchacho y
observó junto a él las manchas negras que conformaba el enemigo.
Le puso una mano en el hombro cariñosamente.
—Hijo, un soldado llega a viejo no por su habilidad con la
espada, sino porque sabe escoger sus batallas —era una frase que
siempre decía su abuelo—. Eres demasiado joven, ni siquiera has
sido nombrado.

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—Pero… —fue a replicar Aidem.
—Pero nada —zanjó él, tajante, tanto como cuando hablaba
a sus soldados—. Algún día la princesa Orsianna dependerá de
ti, deberás velarla y protegerla, así que empieza a hacerlo en este
viaje.
El joven agachó la cabeza.
—Sí, padre —dijo tras un mohín.
—Todo por la orden.
—Todo por la orden —repitió Aidem asintiendo.
—Muy bien —Gwenth se permitió una última sonrisa—.
Ahora, haz tu maleta.

Una hora más tarde vio a su hijo partir. El grupo estaba formado
principalmente por hijos de los Sangre Mágica, por sirvientas y
mayordomos, y por algunos de los nobles que se veían incapaces
de luchar, ya fuese por la edad o por alguna lesión física. Se
marcharon todos escoltados por cinco Guardianes Escarlata.
El trabajo de los hombres de Gwenth era sencillo: conducir a
los refugiados hasta el final de los túneles y luego volver para
defender el palacio de los rebeldes. Una vez fuera de las murallas,
los Sangre Mágica estarían a salvo. La ciudad de Vinhem estaba
lo suficientemente cerca y la guarnición ya había sido avisada de
que el grupo iba para allá. No había nada de lo que preocuparse,
Aidem estaría a salvo. O eso quería pensar.
Cuando los refugiados desaparecieron en la oscuridad y sus
pasos se fueron apagando por la distancia, Gwenth decidió que
era momento de volver a ponerse en marcha. Subió los escalones
de piedra que le llevarían de vuelta al palacio de dos en dos.
Tenía una defensa que organizar y demasiado poco tiempo para
ello. Mientras salía a los salones principales del palacio fue
interceptado por Darbah, que además de Cuervo Azul era una de
las más reconocidas asesinas de la corte y, en muchas ocasiones,
su mayor rival.
—¿Has visto a Idrenniel o a Xander? —preguntó la asesina,
nerviosa.
—¿No iban con el grupo de refugiados? —inquirió Gwenth;
no los había visto, pero había dado por hecho que la princesa y el

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heredero estaban en la vanguardia del grupo.
Darbah negó. Tenía los puños crispados y el gesto aciago.
—Han ido a buscarlos esta mañana a sus aposentos, no estaban.
«Mierda», maldijo Gwenth para sus adentros.
—La mayoría de los Cuervos se han marchado con sus dueños,
quedamos pocos en el palacio. ¿No podría ayudarnos alguno de
los tuyos? —pidió Darbah.
Gwenth se la quedó mirando; que Darbah le estuviese
solicitando aquello tan abiertamente demostraba que la situación
era desesperada.
—Estoy sin efectivos —reconoció el Guardián tras un profundo
suspiro—. He mandado a cinco de mis hombres de escolta para los
refugiados, los otros diez están tomando posiciones para defender
el palacio junto a la guarnición real.
—¿Qué pasa con Kredian? —insistió la asesina—. No lo he
visto junto a su majestad.
—Ni lo verás —rezongó él con amargura—. Ha sido destituido
de sus servicios.
—¿Qué? —la sorpresa en el rostro de ella dejaba claro lo que
pensaba—. Ve y llámalo ahora mismo, necesitamos a toda persona
capaz de empuñar un arma.
—No lo entiendes, ha sido expulsado de los Guardianes. Ahora
es poco más que un soldado viejo y arrugado.
Darbah sonrió con cierta malicia. A Gwenth siempre le había
parecido que cuando ella lo hacía, sus preciosos ojos azules se
iluminaban.
—Un soldado viejo y leal es justo lo que nos hace falta ahora
—argumentó, no sin cierta sorna.
—Veré lo que puedo…
No pudo terminar la frase. El sonoro retumbar de un cuerno
lo inundó todo, rebotó entre las paredes de piedra del palacio y
se coló hasta lo más profundo de las almas de todas las personas
que aguardaban la batalla. El cuerno siguió sonando, una melodía
monocroma y cadente que se extendió durante unos eternos diez
segundos. Cuando terminó, Darbah y Gwenth intercambiaron una
mirada de preocupación. La asesina desenvainó una de sus dagas
gemelas, le dio la vuelta con un gesto grácil y desenroscó el pomo.
En el interior del pomo había un pequeño vial que contenía un
líquido negro.

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—No me mires así —susurró ella mientras esparcía el veneno
sobre los filos de sus armas—. Sabes que nuestros métodos son
distintos.
—No te metas en la pelea, busca a los hijos del rey —dijo él en
tono cortante.
—¿Te preocupan los herederos o te preocupa mi salud? —se
mofó ella con una sonrisa felina aflorando en sus labios.
Él gruñó, invadido de pronto por el recuerdo de la madre de
Aidem. Habían pasado muchos años de aquello, pero todavía había
algo en su interior que no le permitía ser libre. Se sintió molesto
consigo mismo, incómodo repentinamente por la situación. Fue a
decir algo, pero sus labios fueron asaltados por los de ella. El beso,
tan súbito como inesperado, lo dejó petrificado como si fuese un
niño inexperto. Quizás se había vuelto a convertir en uno, ¿cuánto
tiempo había pasado desde la última vez que besase a alguien?
«Deja de pensar», se reprochó.
Aquel podía ser su último día. Nada iba a pasarle si, por una
vez, se dejaba llevar. Devolvió el beso. Agarró a la asesina por la
cintura y la apretó contra su cuerpo. Mientras se fundían ambos en
aquel momento de pasión, el cuerno volvió a sonar.
La batalla había empezado.

Gwenth arremetió con todas sus fuerzas; su enemigo murió


al instante, ensartado por su espada. Se tomó un segundo para
recomponerse y observar el curso de la batalla. Las fuerzas
estaban muy igualadas. La tropa que él mismo comandaba estaba
conteniendo con éxito a las fuerzas rebeldes en la entrada del
palacio, luchaban bajo los enormes arcos de piedra que daban
acceso al edificio, creando así un cuello de botella en el que los
números superiores del rival no eran tan relevantes. Por desgracia,
no podía decirse lo mismo de otras tropas. Según los informadores,
el pelotón del ala oeste estaba a punto de caer. Si fallaban,
aquello iba a convertirse en una carnicería sin cuartel. Gwenth
confiaba en los hombres que comandaba, pero la confianza no
bastaba. La situación era más que complicada. Si la batalla seguía
prolongándose, si el enemigo no acababa deponiendo las armas o
huyendo, iban a perder.

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Algo captó su atención mientras se cubría de un golpe enemigo.
Una deflagración de palpitante fuego azul sobrevoló el campo
de batalla. Se escucharon gritos y gemidos de asombro mientras
la bola de energía descendía a toda velocidad sobre las tropas
rebeldes. Estalló entre ellas causando un caos de muerte y gritos.
Gwenth buscó el foco de la magia, aprovechando la confusión
del momento. La sangre se le congeló en las venas al ver la
inconfundible figura del rey dirigiéndose hacia su posición. Edriel
era un hombre alto y portentoso, de piel tiznada por el sol y ojos
de un verde resplandeciente. Su pelo, en otro tiempo negro como
el azabache, era ya gris y lo llevaba recogido bajo el fino aro de
oro blanco que conformaba la corona. Vestía con una brillante
armadura pintada de azul y dorado. En su mano descansaba Luz
de Luna, la espada real, una obra de arte creada para matar. Su
filo estaba recubierto por runas de las que emanaba energía azul,
creando una finísima capa de bruma que rodeaba el arma.
Gwenth abandonó su posición en la vanguardia; al instante el
hueco fue rellenado por uno de sus hombres, y corrió hacia la
parte trasera de la formación.
—¡Su majestad! —gritó.
El rey ya estaba conjurando una nueva descarga de magia.
La energía se condensaba a su alrededor, saliendo de la nada y
convirtiéndose en un torrente de luz azul que volaba hacia su
mano izquierda.
—¡Su majestad!
De nuevo sus gritos pasaron inadvertidos. Edriel lanzó sobre
las tropas rebeldes una segunda andanada de crepitante muerte
azul. Más gritos inundaron el ambiente, más sangre salpicó las
paredes, pero el vacío dejado por los muertos fue ocupado por más
rebeldes. Sus rostros reflejaban furia y determinación, todavía más
tras ver morir a sus compañeros por aquello que tanto repudiaban:
la magia. Odiaban la magia con todas sus fuerzas.
Gwenth comenzó a subir la escalinata que lo separaba de su
rey.
—Su majestad, no deberíais estar aquí —dijo al alcanzarlo,
resollando por el cansancio.
—¿Dónde si no? —exclamó Edriel, furioso—. ¿Escondiéndome
mientras mis hombres mueren?
—La magia solo los enfurece más, majestad —intentó explicar

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el Guardián entre jadeos; se quitó el yelmo un momento para
limpiarse el sudor de la frente—. Les da miedo, y ese miedo les
llena los corazones de odio.
—Les voy a dar motivos para odiarla —rugió el rey.
—¡Son simples esclavos! —gritó Gwenth perdiendo las formas.
Edriel le dedicó una mirada de reojo, él se tranquilizó y añadió:
—Morirán unos cuantos, romperemos sus filas y acabarán
por rendirse y huir. La magia solo enciende su determinación, si
jugamos a prolongar esta batalla tenemos posibilidades de perder.
No les deis motivos para creer realmente que la magia es peligrosa.
Gwenth sabía que lo más probable era que aquel plan no sirviese
para nada. Pero si no conseguía tranquilizar al rey, iban a perder
con total seguridad. Ni toda la magia del reino los salvaría ante
aquella horda furiosa y sedienta de sangre. Por suerte, algo en esas
palabras pareció hacer entrar en razón al rey, que al bajar la mano
izquierda hizo que la energía azulada se dispersase por el aire.
Un poco más calmado, observó el curso de la batalla a las puertas
de palacio. La tropa de Gwenth seguía aguantando estoicamente;
si un soldado caía, otro avanzaba. Se habían encajonado con
determinación entre aquellos arcos de piedra, bajo la atenta mirada
de bustos y estatuas de los reyes del pasado.
—¿Has visto a mis hijos? —preguntó de pronto Edriel.
—No —contestó el Guardián—. Creía que se habían marchado
con los refugiados esta mañana.
—No sé dónde están, si alguno de esos rebeldes les ha puesto la
mano encima… —las palabras del rey se fueron llenando de rabia
contenida, mientras sus dedos se crispaban sobre la empuñadura
del espadón.
—Nadie había entrado en el palacio hasta ahora, seguro que
están bien.
La conversación se vio interrumpida por el resonar de un cuerno
que llegó arrastrándose por los pasillos laterales. Venía del oeste.
Gwenth reaccionó a toda prisa, cogió al rey y trató de llevárselo
escaleras arriba, pero el hombre se resistió.
—La puerta oeste ha caído —informó a toda prisa.
—¡Deja que vengan! —exclamó Edriel mientras la luz azulada
volvía a tomar forma de remolino alrededor de su mano izquierda.
«Maldita sea», se lamentó el Guardián. ¿Es que no había
entendido nada?

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De pronto se escucharon los pasos desesperados de alguien que
bajaba las escaleras en su dirección. Ambos alzaron la mirada, al
menos la interrupción sirvió para que el rey dejase de concentrarse
en el hechizo que trataba de canalizar. Gwenth reconoció al
hombre que se acercaba; era Daris, uno de los Sangre Mágica más
jóvenes de la corte. Su rostro, aún sin mácula ni arruga alguna,
estaba rojo e hinchado por la carrera, y su cabellera rubia húmeda
por el sudor.
—Su majestad —consiguió articular entre jadeos tras una torpe
reverencia.
—Habla.
—Sus hijos… Los han visto…
—¿¡Dónde están!? —rugió Edriel.
—Ana los ha visto dirigirse a La Puerta de Eizaleth, le he
ordenado que los siga.
—¡Maldita sea! —exclamó el rey—. ¿En qué están pensando
esos dos?
Y como si el mundo quisiese darle una respuesta a aquella
pregunta, de pronto un extraño ruido lo inundó todo. No fue el
sonido de un cuerno, tampoco el de los gritos ni el de las espadas
entrechocando. Fue algo profundo, extraño, irreal. Un sonido grave
y reverberante que se asemejaba a miles de susurros arrastrados por
el viento. Todo se fue apagando, los soldados dejaron de luchar,
los rebeldes también. Los allí presentes contuvieron el aliento,
expectantes, aterrorizados por aquel ruido antinatural.
Luego vino el temblor. La tierra se desgarró bajo sus pies,
las piedras restallaron con fuerza. El suelo se convulsionó y
una grieta gigantesca se abrió, partiendo el gran salón como
una profunda herida que supuraba bruma azulada. Gwenth,
perdiendo el equilibrio, se agarró a una de las barandillas de la
escalera y se sujetó con fuerza mientras el suelo desaparecía bajo
él. Había pensado que la batalla era caótica…, cuan equivocado
había estado. Aquello sí fue caos. Gritos, hombres cayendo por
la hendidura, muchos arrollándose los unos a los otros con tal
de sujetarse a algo. Dejaron de haber bandos y aliados, solo el
instinto de supervivencia perduraba.
La tierra rugió de nuevo, los pilares comenzaron a caerse,
los arcos colapsaron y del techo empezaron a caer cascotes.
Hombres y mujeres murieron aplastados, gritando de miedo y

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dolor. El palacio entero se venía abajo. Gwenth vio cómo enormes
escombros se desprendían sobre su cabeza, los vio pasar a escasos
centímetros, rozándole. Seguía vivo de puro milagro. Buscó con
la mirada al rey, lo había perdido de vista; tampoco distinguió al
Sangre Mágica. Estaba solo. Sujeto a una barandilla que se hundía
en la tierra.
Escuchó un rugido más. Esta vez más cercano. Reunió el valor
suficiente como para mirar abajo y quedó cegado. Una luz azulada
emergía de la sima que se lo estaba tragando todo, una luz tan
potente como mil soles, resplandeciente como mil amaneceres. No
sabía qué era, pero supo que iba a morir. Su último pensamiento
fue hacia su hijo. Imploró a los dioses que estuviese lejos de toda
aquella muerte y que la vida lo tratase bien.

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5 años después

Kredian golpeó la puerta con una patada. La vieja madera saltó


de los goznes y restalló al impactar contra el suelo. No era discreto,
pero no había encontrado otra manera. Se internó en la habitación,
era difícil apreciar algo en aquel interior sumido en la penumbra,
pero advirtió el bulto nervioso que se revolvió entre las sábanas de
una enorme cama con dosel.
—Princesa —dijo azorado—. Debemos marcharnos, rápido.
Una figura emergió de entre las sábanas y se acercó hasta él con
pasos decididos. Sus ojos se posaron en ella y no pudo evitar que
una sonrisa paternal acudiera a sus labios. Ella era la belleza en
persona, digna heredera de los rasgos de su padre y el porte de su
madre, una auténtica Orsianna. Idrenniel era una joven de quince
años que resplandecía con luz propia. No era demasiado alta, pero
poseía un cuerpo compuesto por suaves y agradables curvas. Su tez
estaba tiznada por el sol, lo suficiente para otorgarle un atractivo
color caramelo. Sus ojos eran de un verde resplandeciente, como
los de su padre, acompañados de unas largas pestañas y de un rostro
de facciones finas enmarcado por una larga cabellera castaña.
—No sabía si acudirías —susurró la princesa con alivio en la
voz.
—No podía fallaros —contestó él tras una breve reverencia—.
Será mejor que nos pongamos en marcha.
—¿Tenéis la llave? —inquirió ella antes de dar un solo paso.
Él asintió, rebuscó en el bolsillo de su chaqueta y sacó una
pequeña cadena de oro de la que pendía una llave de intrincado
diseño. El artefacto estaba recorrido por pequeños haces de luz
azul que brillaron en la oscuridad reinante. Idrenniel extendió la
mano, Kredian le cedió la llave y ella se la colgó del cuello y la
ocultó bajo su camisa. La penumbra volvió.
—Escuchadme, princesa: el mundo ha cambiado mucho en
estos cinco años —explicó él a toda prisa, sabiendo que el tiempo
corría en su contra—. El viaje que queréis emprender es largo y…
jamás lo conseguiréis sin alguien que os sirva de guía.

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—¿No venís conmigo? —preguntó la princesa, sus ojos
convertidos en una mezcla de miedo y anhelo.
—Lo intentaré —aseguró, tratando de transmitir más confianza
de la que tenía—. Pero si las cosas se ponen feas, habréis de
dejarme atrás.
Ella asintió; a Kredian no se le escapó que la princesa trataba
de mantener la mirada serena y el rostro firme, pero que los
pequeños gestos delataban su nerviosismo. Miraba de reojo en
todas direcciones y se frotaba las manos enguantadas por debajo
de la capa. El viejo Guardián trató de tranquilizarla con una sonrisa
antes de decir:
—Es primordial que nos pongamos en marcha.
—Os sigo.

Kredian odiaba aquella visión. Las viejas ruinas de lo que una


vez fue el palacio real de la familia Orsianna se alzaban ante él
como un recuerdo del desastre. Tras lo que se había conocido
como el Sol Devastador, el mundo había quedado reducido a un
árido desierto cubierto de ceniza, pero aquel lugar era distinto.
Se notaba que había sido el epicentro de la catástrofe. La tierra
se había partido en dos, dejando una profunda y oscura cicatriz
que jamás sanaría, una sima de muerte que se había tragado la
mayor parte del palacio y miles de vidas. Él seguía pensando que
había sobrevivido por puro azar. Destituido de su trabajo como
Guardián Escarlata, había sido expulsado del palacio justo un día
antes de que todo aquello ocurriera. Un golpe de suerte, o quizás
una maldición, no lo había decidido todavía.
Se adentró en lo que antaño había sido un edificio de magnas
dimensiones y elegancia sin rival, pero que ahora no era más que
un oscuro, gris y triste paisaje de escombros, paredes a medio
derribar y cristaleras esparcidas por el suelo. La luz rojiza de la luna
se filtraba entre aquellos cristales y desplegaba un brillo escarlata
que se asemejaba a la sangre recién derramada. Ocultó su rostro
arrugado con un pañuelo negro y se echó la capucha de la capa por
encima. Su compañera hizo lo mismo, aunque por muy embozada
que fuera, el porte la delataba. Tenía ese caminar propio de los
reyes, recto y decidido, de una persona que ha sido criada para

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gobernar. Kredian tenía el corazón en un puño y se sorprendió a sí
mismo conteniendo la respiración en varias ocasiones. Todavía no
sabía si aquello que estaba a punto de hacer era correcto o no. Por
un lado, estaba salvando a la princesa de su cautiverio; por otro,
estaba traicionando al rey.
«Sabes lo que es correcto, viejo inútil», se reprochó en su fuero
interno.
Por eso estaba allí aquella noche, por eso había organizado la
huida, había contratado a un transportista y pagado sus servicios
con creces. Iba a rescatar a la princesa Idrenniel, porque sus
ideales representaban de verdad lo que una vez había sido la
familia Orsianna, porque ella continuaría con el legado de su
padre, porque su hermano había sucumbido a la melancolía y
la inacción, y porque, en el fondo, quería a esa chiquilla como
si fuese sangre de su propia sangre. Temía que el último motivo
fuese el único real, que el resto no fuesen más que suposiciones
infundadas de las que él mismo se convencía para justificar sus
actos. Demasiadas dudas, muy poco tiempo.
Anduvieron entre los escombros con sigilo, tratando de no llamar
atenciones indeseadas. La marcha fue lenta, inquietantemente
silenciosa e incómoda en ciertos momentos. No tuvieron más
remedio que saltar un pequeño murete que les impedía el paso y
arrastrarse por el suelo para sortear un derrumbamiento de ladrillos
y mampostería.
—¿Queda mucho? —preguntó Idrenniel después de llenarse de
barro hasta las rodillas.
—Solo un poco más, mi señora —contestó él en un susurro—.
El transportista os espera en las caballerizas, o en lo que queda de
ellas.
—Quería agradecerte lo que has hecho por mí —continuó la
princesa, que hablaba con el aplomo de un miembro de la realeza
y la candidez de una niña que aún tenía que crecer—. Estás
arriesgando mucho.
—No arriesgo nada —aseguró él sin quitar la vista del
camino—. Más bien estoy preservando el viejo orden.
Un ruido interrumpió la conversación. Fue un sonido seco,
duro, como el choque de una piedra contra otra. Kredian detuvo
la marcha. Escrutó las sombras con los ojos entrecerrados y el
corazón encogido. Pasaron unos segundos en los que lo único que

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se escuchó fue el viento soplando entre las ruinas.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó la princesa con un hilo de voz.
—No lo…
—¿Ibais a alguna parte? —preguntó una tercera voz salida de
la nada.
La mano de Kredian voló hasta el pomo de la espada que portaba
al cinto. Sus sentidos se agudizaron y su cuerpo se tensó por la
adrenalina. No era posible, había tomado todas las precauciones,
usado exclusivamente a gente de su confianza. No podía ser, no
les podían haber descubierto. Y, sin embargo, como si el mundo
quisiera contradecir sus pensamientos, una figura emergió de entre
las ruinas. Se detuvo un instante al amparo de la oscuridad y luego
se acercó con pasos pesados y ominosos. La luz rojiza de la luna
iluminó el rostro de una muchacha. Era alta y atlética, con un
cuerpo entrenado para el combate. Su mirada era un témpano de
hielo, inexpresiva por completo y de ojos grises como la niebla.
Tenía el pelo rubio, cortado a la altura de la nuca y con el flequillo
retirado con una horquilla. Kredian la conocía bien. Era Ana, la
asesina más leal de su majestad.
El silencio invadió las ruinas durante unos segundos. Kredian
y Ana intercambiaron miradas tensas, tanteándose, hablando el
lenguaje silencioso de dos espadachines que saben que están a
punto de intentar matarse el uno al otro.
—Debemos darnos prisa —masculló la princesa entre
dientes—. Si ella está aquí, mi hermano no andará lejos.
Kredian asintió en silencio. Disimuladamente paseó su mirada
por el terreno que se extendía entre ellos y la asesina, buscando
una vía de escape.
—Princesa Idrenniel. —La voz carente de emoción de Ana
resonó entre los escombros—. Tu hermano desea que vuelvas,
promete ser indulgente contigo por este infantil simulacro de fuga.
La princesa dio un paso al frente, Kredian extendió el brazo
para impedir que se expusiera demasiado, pero ella negó con
la cabeza y le pidió con la mirada que le dejase hablar. El viejo
soldado no tuvo más remedio que acatar la orden, aunque fuese a
regañadientes. Idrenniel salió de las sombras, dejando que la luna
la iluminase. Se quitó la capucha y alzó la mirada.
—Ana… —comenzó a decir con un deje de duda, carraspeó
y volvió a empezar—. Ana, eres una leal sirviente de esta casa,

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sabes perfectamente que la palabra indulgencia no forma parte del
vocabulario de mi hermano. Te pido que me dejes marchar, lo que
hago, lo hago por el bien de mi familia, por el bien de la realeza y
por la supervivencia de nuestro mundo. Por favor.
El rostro de la asesina no se inmutó ni un ápice. Cerró los ojos
y desenvainó dos dagas que escondía en la espalda. Posó ambos
filos en sus labios y susurró unas palabras que se perdieron en la
noche. Kredian dio un paso al frente sabiendo lo que se avecinaba,
asió su espada y se interpuso entre la asesina y la princesa.
—La casa Orsianna ya no existe. Mi lealtad solo es para vuestro
hermano —dijo Ana.
Y acto seguido se abalanzó sobre ellos. Kredian enarboló
su espada con destreza y detuvo el primer golpe de la asesina.
Intercambiaron un par de golpes más, el viejo cuerpo de Kredian
se resintió ante las violentas arremetidas de su rival.
—¡Marchaos! —le gritó a la princesa.
Sabía que aquel era un combate que no podía ganar y, en
realidad, lo prefería así. Aquel sería su primer y último acto de
traición y, a la vez, su último acto de honor. No podía imaginar una
muerte mejor para un viejo Guardián. Había protegido al rey en
su tiempo, ahora protegería a su hija hasta su mismísima muerte.
No pudo prestar atención a su alrededor, pero intuyó a Idrenniel
escabulléndose entre las ruinas. Ana intentó seguir a la princesa,
pero el guardaespaldas se interpuso en su camino.
—¿A dónde crees que vas? —preguntó Kredian meciendo la
espada con gestos gráciles.
Ana lo miró con su habitual flema.
—No eres rival para mí —dijo.
—Tampoco lo pretendo —rezongó él—. Me basta con distraerte
el tiempo suficiente.
—No lo entiendo. ¿Por qué traicionas a tu rey después de tanto
tiempo?
Kredian endureció el gesto.
—Mi rey murió hace cinco años —dijo con la voz cargada de
tristeza.
Ana frunció ligeramente el labio y volvió a la carga. Sus aceros
entrechocaron y destrozaron el silencio nocturno. Danzaron
alrededor el uno del otro, envueltos en un baile de muerte que
podía acabar en cualquier instante. El viejo guardaespaldas resistió

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con entereza la lluvia de acero que la asesina descargaba sobre él,
era como un baluarte de un tiempo ya olvidado. Detuvo un par de
golpes, esquivó otro par y lanzó tres estocadas seguidas. Ana se
apartó a tiempo, desvió la espada con uno de sus filos y trató de
enterrar el otro en las costillas de Kredian. El viejo guardaespaldas
vio la amenaza y se apartó a tiempo, aunque no todo lo que le
hubiera gustado; sus reflejos ya no eran los mismos de antaño. La
daga de su rival abrió una herida en su costado. Se echó para atrás,
tambaleándose, y se tomó unos segundos para recomponerse.
La asesina le concedió una tregua silenciosa. Él paseó sus dedos
temblorosos por la herida recién abierta, la sangre manaba con la
misma calma que el agua de un río, empapando la ropa. Tenía la
suficiente experiencia en la batalla como para saber que acabaría
desangrándose si no se daba prisa. Su tiempo se agotaba, volvió a
ponerse en guardia.
—Continuemos —le indicó a su rival.
Ana no se movió. Todo lo contrario. Envainó las dagas y
se hizo a un lado. Kredian frunció el ceño, confuso, esperando
que aquello fuese algún tipo de trampa. Solo comprendió lo que
ocurría cuando escuchó unos ominosos pasos acercándose entre
las sombras...
Xander había llegado.
—Una encomiable labor para un fin deshonroso. —La voz
emergió de entre las ruinas, profunda, seca y rota—. Kredian, me
decepcionas...
Xander. El príncipe caído. El primogénito de la familia
Orsianna, hermano de Idrenniel y soberano de nada. El rey al que
había traicionado. Kredian no pudo evitar sentir un escalofrío al
ver aquella espigada figura acercándose hacia él. Xander era alto,
delgado hasta el punto de parecer consumido y con un aspecto que
rozaba lo enfermizo. Su piel era blanca como la nieve y estaba
recorrida por grietas que brillaban con palpitantes tonos azulados.
Tenía el pelo blanco, largo, recogido en una coleta sobre la nuca.
Sus ojos eran negros como la brea y su mirada turbia.
Ana hizo una profunda reverencia cuando su rey pasó junto
a ella. Xander continuó su camino hasta detenerse a unos cinco
metros de Kredian; su gesto era indescifrable, no se podía saber si
estaba genuinamente decepcionado o si solo estaba interpretando
un papel.

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—Señor… —fue a decir el viejo guardaespaldas.
—Ahórrate las formalidades —interrumpió Xander—. ¿Dónde
está?
Kredian tragó saliva y trató de mantener la postura recta y la
mirada alta. Le estaba costando, notaba los párpados pesados y el
cuerpo endeble. ¿Qué le estaba ocurriendo? Era imposible que la
pérdida de sangre estuviese empezando a hacer efecto, había algo
más. Algo que le estaba drenando las fuerzas poco a poco.
—No diré nada. —Fue su respuesta, la lengua le pesaba como
si estuviese borracho.
—¡¿Dónde está?! —la imperiosa voz del rey reverberó en todas
las direcciones.
El viejo guardaespaldas se limitó a negar con la cabeza.
—Iban a las caballerizas, mi señor —intervino Ana.
Kredian se delató a sí mismo al dar un paso al frente. Xander
sonrió.
—Ve a por ella —ordenó.
Ana le obedeció al instante, con eficiencia militar. Se dio la
vuelta y desapareció entre las sombras tan rápido como había
aparecido.
—Y ahora —continuó el rey—, estarás de acuerdo conmigo en
que mereces un castigo. Es una lástima, pues serviste bien a mi
padre…, pero no puedo decir lo mismo de cómo me has servido
a mí.
—Nunca te he servido —escupió Kredian con su voz ya casi
exigua—. Serví y sigo sirviendo al único rey verdadero.
Los puños de Xander se crisparon, su rostro convertido en una
mueca de rabia. Kredian sabía que había dado en la llaga, era
una lástima que no pudiese disfrutar más de aquel momento. Las
piernas le fallaron y se fue de bruces contra el suelo. La espada
se le resbaló de las manos y acabó perdida entre las piedras,
pudo escucharla rebotar. Tampoco importaba, no se sentía con
fuerzas para seguir empuñándola. Se estaba apagando, se sentía
abotargado, rodeado por una oscuridad calmada y caliente que lo
arrastraba. Escuchó los pasos de Xander mientras se acercaba a él,
lo notó ponerse de cuclillas a su lado y sintió el frío que emanaba
de aquel cuerpo enfermizo y antinatural.
—¿Lo sientes, viejo? —susurró Xander—. Ana es toda una
experta en venenos, el de espina negra es su favorito. Adormece

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todo tu cuerpo hasta que no puedes moverte, pero tu mente sigue
despierta. Puedes ver todo cuanto ocurre a tu alrededor.
—¿Qué… piensas… hacer… conmigo…? —consiguió
preguntar Kredian, cada palabra pesada como una maza.
—Tengo varios castigos en mente —aseguró el rey, disfrutando
del momento, regodeándose con las palabras—. Pero sabiendo que
estás tan dispuesto a traicionar tus votos, creo que te encontraré
un lugar en el que sentirás el verdadero significado de blandir un
arma sin un fin noble.
«Puedes hacer lo que quieras», quiso decir, pero las palabras
ya no salían de su boca. Siempre había sido un buen hombre, o
al menos así se consideraba. Siempre había entregado su vida al
servicio, había luchado por fines como la nobleza, el honor y el
orden. Incluso cuando fue expulsado de los Guardianes, siguió
viviendo bajo su código de rectitud, honor y verdad.
Daba igual a dónde lo enviasen o qué hiciesen con él, jamás
empuñaría un arma sin un fin noble, porque lo que había hecho,
lo había hecho para salvarlos a todos. Cargaría con el peso de sus
actos y su traición, pero llevaría esa carga con orgullo. Kredian
sonrió. O al menos creyó que lo hacía.
Todo dependía de Idrenniel ahora.

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CONSIGUE COMPLETA
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