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CUESTIONES PARA UNA REFLEXIÓN PREVIA

Profesor Ramón Galindo Morales

1. Lee el siguiente documento: Besalú, X. Por qué una educación intercultural.

Prioriza las razones con las que más te identifiques.

¿Cuál o cuáles de ellas consideras que es/son de especial importancia para


nuestra ciudad? Razona tu respuesta.

2. A partir del artículo de Mario Vargas Llosa, “¿Y el hombre dónde estaba?”,
destaca entre tres y cinco ideas fundamentales del mismo. Junto a ellas,
señala otras tantas razones que justifican la necesidad de desarrollar un
enfoque intercultural en la enseñanza.

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Texto nº 1

¿POR QUÉ UNA EDUCACIÓN INTERCULTURAL?

Porque es inaplazable que todos los niños, niñas y jóvenes que residen en España
(independientemente de su lugar de nacimiento, de su nacionalidad, de su lengua familiar, de
sus prácticas y creencias religiosas, si las tienen, de su nivel de renta…) estén conscientemente
y eficazmente preparados para vivir –con libertad, provecho y responsabilidad- en la sociedad
española de hoy y de mañana, y en un mundo abierto, interconectado y desesperadamente
desigual.

Porque la sociedad española del siglo XXI es, por suerte, descaradamente plural, también desde
el punto de vista cultural: son muchas las lenguas que se hablan (además de las cuatro que
tienen la condición de oficiales), y todas merecen reconocimiento y respeto; son decenas las
religiones que se practican y las creencias que dan sentido a muchas vidas (que las leyes
protegen y amparan); son diversas las formas de vida individuales, familiares y comunitarias,
que gozan de una amplísima tolerancia (tolerancia de la buena) entre una ciudadanía celosa de
unas libertades tan tardíamente conquistadas; y así podríamos seguir con cada una de las
incontables dimensiones de lo humano y de lo colectivo…

Porque, al ser la española –o al menos aspira a serlo- una sociedad libre y plural, por esta
misma razón es también compleja y conflictiva. La complejidad es un atributo inherente a un
pueblo desarrollado, demográficamente poderoso, económicamente en transición,
científicamente avanzado y tecnológicamente al día. Y la conflictividad es compañera
inseparable de todo núcleo humano (desde la familia al grupo de amigos, la empresa, el
municipio o la nación) que ponga por delante la libertad y el diálogo frente a la imposición o la
obediencia ciega. El problema no radica en el conflicto o, lo que es lo mismo, en la diversidad
de puntos de vista, de pro yectos o de soluciones alternativas posibles, sino en la forma de
percibirlo, de afrontarlo, de gestionarlo, de resolverlo si es posible (que no siempre lo es).

Porque –digámoslo alto y fuerte- la educación intercultural no es (como algunos pretenden y


dicen) una educación especial para inmigrantes extranjeros; ni un tratamiento educativo
específico para el alumnado que no domina el español (o alguna de las lenguas oficiales en
España); ni una formación diseñada ex profeso para pobres y marginados de diverso signo; ni
mucho menos un reducto acotado para niños, niñas y jóvenes gitanos. La educación intercultural
es una educación para todos, porque todos deben adquirir los saberes y las competencias que les
habiliten para manejarse con autonomía y conocimiento de causa en el mundo que les ha tocado
en suerte. Puestos a decir, una educación intercultural es más necesaria incluso, si cabe, para
aquellos que viven en entornos sociales o centros escolares escasamente heterogéneos, para
aquel alumnado encerrado en un círculo de certezas rocosas, de identidades monolíticas, de
relaciones selectivas, de saberes exquisitos.

Porque la educación intercultural no consiste tampoco en la incorporación de elementos,


personajes, situaciones o producciones procedentes de “otras culturas” (como se acostumbra a
decir de forma harto imprecisa) a unos currícula escolares ya de por sí excesivamente
sobrecargados, como si esas “otras culturas” fueran (a diferencia de la “nuestra”) objetos
perfectamente delimitados, definidos, inamovibles, homogéneos y perennes… Ni debería
convertirse en una apelación afectada y sentimentaloide a determinados principios y valores,
valiosos en sí mismos, por supuesto, pero absolutamente desconectados de la vida real de los
centros educativos y de la conflictividad presente en las relaciones interpersonales e
intergrupales que se dan en el espacio público.

Porque educar interculturalmente significa promover una formación más científica, más
funcional, más completa, más representativa y más justa. No nos sirve una cultura académica
que nos incapacite para comprender lo que conocemos a través de los medios de comunicación,
de las redes sociales o, en general, a través de las tecnologías de la información y la
comunicación: ¿Qué sabemos de China más allá de algunos lugares comunes? ¿Y de los indios
o de los japoneses? ¿Es la filosofía un producto exclusivo de Occidente, como podría deducirse
de los libros de texto al uso? ¿Será cierto que africanos y latinoamericanos sólo acceden a la
historia humana cuando entran en contacto con los europeos? ¿Será verdad que la Ilustración es
un peaje que deben pagar todas las sociedades para ser democráticas y libres? Por más que la
pedagogía progresista del siglo XX, o el lenguaje de las competencias en la actualidad, pongan
el acento en la aplicación y la transferibilidad de los aprendizajes, todavía hoy se da un
desajuste de dimensiones descomunales entre el mundo escolar y la vida cotidiana; y eso vale
tanto para las matemáticas como para el lenguaje, para la física y para la historia, para la
tecnología y para la música: ¿por qué la mayor parte del alumnado acaba fraguando en su
cerebro dos dominios superpuestos e incomunicados entre lo que sirve para aprobar exámenes y
lo que sirve para la vida? ¿Cómo podemos seguir alimentando la tesis de la supremacía
occidental? ¿Cómo podemos seguir clasificando sutilmente la humanidad en función de unos
rasgos fenotípicos o de unos supuestos niveles civilizatorios, cuando el concepto de raza no
resiste ningún filtro científico? ¿Cómo podemos seguir explicando las relaciones económicas
globales sin referencia a las injusticias y agresiones del pasado y del presente, sin alusiones a
chantajes, ventajismos y maldades en formatos diversos?

Porque educar interculturalmente no es otra cosa que hacer efectivo lo que prescriben las leyes:
una educación de calidad para todos; una educación que haga frente a las desigualdades que
impiden o condicionan el éxito educativo y social de todo el alumnado, que respete y ponga en
valor las diversidades que le son inherentes. Porque educar interculturalmente no es una
innovación más entre la lluvia de novedades, urgencias y modas que continuamente recaen
sobre el sistema educativo; ni tan sólo se trata de un proyecto estrictamente pedagógico (de una
determinada escuela pedagógica) o exclusivamente ético (relativo sólo a la educación en
valores). Se trata de hacer realidad el derecho de todos a la educación, porque a día de hoy ya no
puede ser considerada un privilegio de unos pocos, sino una garantía de que todos los niños,
niñas y jóvenes serán atendidos sin condiciones previas, de que todos ellos saldrán del sistema
con las competencias básicas adquiridas, sea cual sea su punto de partida y sean cuales sean sus
déficits de entrada (este es el auténtico sentido de una escuela inclusiva y universal) y que todos
encontrarán en él el estímulo suficiente para desarrollar al máximo sus capacidades, sus
habilidades, sus intereses y las bases para poder seguir aprendiendo a lo largo de toda su vida.
Ni más, ni menos.

Xavier Besalú es profesor de Pedagogía de la Universidad de Girona y vicepresidente de


GRAMC (Grups de Recerca i Actuació amb Minories Culturals i Treballadors
Estrangers)
Texto nº 2

¿Y el hombre dónde estaba?

Por Mario Vargas Llosa. El País-Abril 2007.

En el año 1944, en Dhaka, Bengala, entonces todavía parte de la India, un niño de once años
vio llegar arrastrándose al jardín de su casa a un hombre malherido que pedía agua. Se llamaba
Kader Mia y era un operario musulmán miserable que, pese a los desórdenes y las matanzas que
ensangrentaban la ciudad, había salido a trabajar para poder alimentar a su familia. Lo lincharon
en la calle fanáticos hinduistas por el único delito de ser musulmán, así como muchos
musulmanes fanáticos degollaban en los barrios de Dakha a los hinduistas que encontraban en
su camino. Kader Mia falleció en los brazos de aquel niño y su padre cuando éstos trataban de
llevarlo a un hospital.

Amartya Sen, el niño de mi historia, nunca olvidó aquel episodio de su infancia ni las matanzas
de cientos de miles de personas que ocurrieron aquellos días en la India por la guerra religiosa
desatada entre hinduistas y musulmanes, que culminaría con el desmembramiento del país y el
nacimiento de Paquistán, país que, años más tarde, se desmembraría a su vez por luchas
despiadadas entre los propios musulmanes, por razones étnicas y regionales, a causa de las
cuales nacería Bangladesh.

Desde aquel entonces, el futuro economista y filósofo, galardonado con el Premio Nobel de
Economía y uno de los pensadores liberales más lúcidos de nuestro tiempo, aprendió a
desconfiar de esas categorías colectivas -religión, raza, nación, lengua, etcétera- que pretenden
definir de manera concluyente lo que es un individuo y a ver en esa "minimalización del ser
humano", como la llama, a la corta o a la larga, una semilla de violencia y de crimen.

"¿Y el hombre dónde estaba?", dice uno de los versos del Canto general, de Neruda, que
recuerdo desde la primera vez que lo leí, de adolescente. Es la pregunta que parece hacerse
Amartya Sen en cada una de las páginas de su último libro, Identity and Violence. The Illusion
of Destiny , recientemente publicado en una Inglaterra que he encontrado -vuelvo después de
casi ocho meses- removida, desde las bombas terroristas de julio de 2005, con debates y dilemas
sobre los temas del multiculturalismo y la existencia en el suelo británico de comunidades de
razas, lenguas, culturas y credos diferentes.

En efecto, ¿dónde están el hombre y la mujer singulares y concretos, de carne y hueso, en esas
abstracciones en que los disuelven los teorizadores, políticos y clérigos colectivistas para
quienes la credencial definitiva y determinante de un individuo es su pertenencia a un colectivo?
Disueltos, desaparecidos, regresados brutalmente a la condición tribal, a ser sólo piezas
desechables del ente gregario, de modo que así puedan ser mejor odiados o endiosados.

Aunque su libro sea una refundición de conferencias y textos escritos para todos los rincones del
mundo, y por momentos resulte algo repetitivo, se trata de un ensayo apasionante, valeroso y
polémico, que trata de hacer prevalecer el análisis racional y la sensatez intelectual sobre los
actos de fe, los prejuicios y las pasiones políticas que generalmente enturbian toda discusión
sobre la identidad, el multiculturalismo, la globalización y la nacionalidad en nuestros días, en
un mundo que, desde los terribles atentados terroristas de Nueva York, Washington, Madrid y
Londres, se siente inseguro y confuso sobre aquellos asuntos y al que, sobre todo, el fenómeno
de una inmigración creciente e inatajable de personas de confesión musulmana ha llenado de
prevenciones y suspicacias.

Amartya Sen recuerda una y otra vez, con ejemplos al alcance de la inteligencia más elemental,
que todo ser humano es muchas cosas a la vez y que tratar de encajonarlo en una "pequeña
cajita" -por ejemplo, su religión, su raza o su lengua- es desnaturalizarlo totalmente y
condenarse a no entenderlo. Todos pertenecemos a muchas colectividades y esa múltiple
pertenencia, a la vez que nos acerca y emparienta con un vasto sector, nos va diferenciando y
alejando de otros (de los que también somos parte). De este modo surge nuestra identidad, en
razón de una combinación muy compleja, y en cada caso diferente, de circunstancias que nos
son impuestas y elecciones libres con las que confirmamos o rechazamos lo que se nos viene
dado por nacimiento, familia o educación, y optamos por algo distinto.

Las identidades colectivas suprimen mediante una reducción arbitraria aquellas matizaciones y
ven en los seres humanos no criaturas soberanas, con derechos y deberes inherentes a su
individualidad, sino productos seriales, idénticos entre sí, privilegiando una sola de sus
características -por ejemplo, ser negro, musulmán, cristiano, blanco, budista, vasco, judío,
etcétera- y aboliendo todas las demás.

Ese descuartizamiento de la humanidad en bloques rígidamente diferenciados es peligroso,


porque alienta el fanatismo de quienes se consideran superiores -el pueblo elegido, la raza pura,
la verdadera religión, la clase redentora, la nación ejemplar- y los autoriza a ejercer la violencia
sobre los otros.

Es, además, una distorsión profunda de la realidad humana, sobre todo en la época moderna,
uno de cuyos grandes logros es justamente haber abierto mucho el espectro de opciones entre
las que el hombre y la mujer pueden, mediante un libre ejercicio de su libertad, decidir ser
diferentes del grupo, secta, comunidad o colectivo del que proceden.

La identidad no es una condición metafísica, estática, sino una realidad viva y, por lo tanto, en
permanente proceso de recreación.

Yo soy un buen ejemplo de ese crucigrama de pertenencias y rechazos que, como dice Amartya
Sen, constituyen la identidad de un individuo, para mí la única aceptable. Peruano,
latinoamericano, español, europeo, escritor, periodista, agnóstico en materia religiosa y liberal y
demócrata en política, individualista, heterosexual, adversario de dictadores y constructivistas
sociales -nacionalistas, fascistas, comunistas, islamistas, indigenistas, etcétera-, defensor del
aborto, del matrimonio gay, del Estado laico, de la legalización de las drogas, de la enseñanza
de la religión en las escuelas, del mercado y la empresa privada, con debilidades por el
anarquismo, el erotismo, el fetichismo, la buena literatura y el mal cine, de mucho sexo y
tiroteo.

¿Se agota lo que soy en esa pequeña enumeración en la que, a simple vista, abundan las
incoherencias y contradicciones? No. Podría llenar todavía varias páginas más mencionando
todo lo que creo ser y no ser y estoy seguro de que siempre se me quedarían muchas cosas en el
tintero. Cada una de ellas me solidariza con buen número de personas y me enemista con otras
tantas y de toda esa amalgama de tensiones y fraternidades, que nunca se aquieta, que está
siempre rehaciéndose, resulta mi identidad, la única en que me reconozco. Todo el mundo
podría decir otro tanto de sí mismo, si se examina con imparcialidad.

Amartya Sen reconoce, desde luego, que uno de los rasgos de una persona puede, en ciertas
circunstancias, convertirse en esencial. Ser judío en la Alemania nazi, por ejemplo, o ser negro
en la Africa del Sur del apartheid, reducía a una persona a ser sólo eso, a los ojos de los
victimarios racistas, para poder matarla o discriminarla con buena conciencia. Ser gay entre
homófobos o ateo entre creyentes fanáticos obliga a una persona a privilegiar esta condición
sobre las otras, ya que ella lo convierte en un marginal y a veces en un perseguido. En todos
estos casos son los otros, por su intolerancia y sus prejuicios, quienes imponen aquella
reducción de la complejidad y diversidad que es todo ser humano, para hacerle sentir, al que se
diferencia del rebaño, su rechazo o su odio. El profesor Sen -indio de nacimiento, inglés de
formación, profesor a caballo de Harvard y de Cambridge, ciudadano del mundo por vocación-
critica en su libro a los gobiernos que, como el británico y el francés, con las mejores
intenciones, han convertido en personeros e interlocutores de las comunidades de inmigrantes
musulmanes a los líderes religiosos.

¿No es ésta también, se pregunta, una manera de confinar a los inmigrantes en una de esas
cajitas gregarias donde son desindividualizados y transformados en masa? Si se quiere que los
inmigrantes se integren en las sociedades occidentales lo peor que se puede hacer es entregarlos
atados de pies y manos a esos clérigos entre los que, a menudo, figuran los islamistas más
intolerantes y opuestos a toda forma de asimilación. Estoy casi en todo de acuerdo con los
sólidos argumentos de Amartya Sen. Salvo en uno. Para él, ni siquiera la cultura, en su vasta
acepción -las tradiciones, la lengua, los usos y costumbres- constituye un obstáculo considerable
para que una persona singular pueda elegir su soberanía optando por opciones totalmente ajenas
a su comunidad. Sin duda, ése es el ideal, que la libertad pueda ejercitarse por todos y de modo
tan radical. Pero me temo que no sea así y que, en muchos casos, el factor cultural constituya un
obstáculo mayor para que un hombre o una mujer puedan romper con la tiranía de la tribu. No
es imposible que lo consigan, pero el precio puede ser muy alto. Aconsejo a quien lo ponga en
duda que lea la autobiografía de Ayaan Hirsi Ali, Infidel , donde narra la heroica aventura que
fue para ella emanciparse de la opresión religiosa y cultural y conquistar su libertad. Me
entusiasma que los dos ensayos más importantes recién aparecidos en Occidente sobre la cultura
de la libertad los hayan escrito un indio y una somalí.

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