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Introducción
Las Ciencias de la Educación, a las que está dedicado este volumen quinto, han sido objeto
polémico de especialistas, entre otras razones, por su polisemia. Han querido algunos que
sustituyan a la Pedagogía; y han preferido otros que signifiquen las Ciencias Sociales, que
complementan, desde vertientes diversas, a la Pedagogía. Esta última es nuestra opción.
Tres han sido las más tradicionales: Biología de la Educación, Sociología de la Educación y
Psicología de la Educación. Pero es evidente que han de añadirse, al menos, dos más: Filosofía
de la Educación y Economía de la Educación. La Historia de la Educación suele ser excluida de
esta red, pero como toda ciencia tiene su historia, la ciencia de la educación también. Al
tiempo, este ramillete de media docena de saberes no pedagógicos, pero sí complementarios,
se amplía y perfecciona con un elemento que va adquiriendo cada vez más fuerza en todos los
ámbitos de actuación y de los que la educación, las Ciencias de la Educación, no puede quedar
excluida, los medios audiovisuales.
Las seis tienen un denominador común, no son Pedagogía, porque carecen del requisito
principal, ser normativas, es decir, ni prescriben ni ordenan qué ha de hacerse para que el
proceso educativo opere en la práctica. Se limitan a aportar luz clarificadora; se quedan
modestamente en el dintel, sin penetrar en la casa, pero orientan al visitante y le preparan
para su visita. La casa gana, porque iluminan su fachada. Las seis son materias mixtas, por serlo
«...de». ¿Quiénes las profesan, pedagogos o filósofos, o biólogos, etc.? En cualquier caso,
suponen un esfuerzo para dominar la parte ajena a su especialidad. Si, por ejemplo, un
pedagogo explica Sociología de la Educación, ha de imponerse en Sociología; y si lo hace un
sociólogo, ha de llenar el vacío en Pedagogía.
La Historia de la Educación es un saber plural, cultivado más por pedagogos que por
historiadores. Esta Historia no es la Historia de la Pedagogía —que también pudiera ser ciencia
auxiliar de la educación—, porque no se estudia la evolución de la ciencia de la educación, sino
de cómo ha sido entendida la educación a lo largo de los siglos. La Historia de la Pedagogía es
más breve, porque la Pedagogía, como saber autónomo, no existe hasta el siglo XIX, en tanto
que la educación fue ya objeto del mundo clásico griego. Como en las demás Ciencias de la
Educación, hay profesores de esta disciplina en todas las facultades de Educación; este es el
caso de Pedro Álvarez Lázaro y José Manuel Vázquez-Romero, profesores de la Universidad de
Comillas (Madrid).
La Biología de la Educación tiene menos historia, pero no menor importancia, porque indica
el polo del que se parte —el ser humano recién concebido—, cómo se anda el camino y cuál es
el otro extremo en el declinar de la vida. El educando es un ser biológico, regido por la
Genética, las mutaciones, los ritmos y la ciclicidad. Cobra aún más trascendencia si se consolida
la tesis de que la educación es un proceso permanente a lo largo de toda la vida. El pedagogo
debe conocer las características biológicas de cada etapa o ciclo vital. La verdad es que
psicólogos y pedagogos han de estar informados del substrato vital del psiquismo y del
perfeccionamiento por la educación. Como en Filosofía de la Educación también hay quienes
profesan la Biología de la Educación en nuestras facultades; Josep M.ª Asensio, catedrático de
esta disciplina en la Universidad Autónoma de Barcelona, es un ejemplo.
Sirvan estas líneas introductorias para que quien las leyera comprenda mejor los contenidos
de esta última parte de la obra y se familiarice con los temas investigados por los especialistas.
Acatando una norma clásica, si comienzo significa ‘el origen u hontanar’, «este es el motivo
por el cual […] volvemos constantemente a Grecia» (Jaeger, 1957), y desde ese solar de la
cultura occidental arranca también esta breve crónica, acatando esos límites.
Pero como nos es innato el convencernos unos a otros y el demostrarnos aquello sobre lo
que deliberamos, no solo nos apartamos de la vida salvaje, sino que, tras reunirnos, habitamos
ciudades, establecimos leyes y descubrimos artes; en casi todo lo que hemos inventado es la
palabra la que nos ayudó. Ella, en efecto, dio leyes sobre lo justo y lo injusto, sobre lo malo y lo
bueno; de no haberse dispuesto así estas cosas, no habríamos sido capaces de vivir unos con
otros. Con la palabra contradecimos a los malvados y encomiamos a los buenos. Gracias a ella
educamos a los incultos y probamos a los inteligentes; pues el hablar como es preciso lo
consideramos la mayor demostración de una buena inteligencia, y una palabra veraz, legítima y
justa es imagen de un espíritu bueno y leal. Con la palabra discutimos lo dudoso y examinamos
lo desconocido, pues los argumentos con que convencemos a otros al hablar con ellos son los
mismos que utilizamos al deliberar; llamamos oradores a los que saben hablar en público, y
tenemos por discretos a quienes discurren los asuntos consigo mismos de la mejor manera
posible. Si hubiera que hablar en general del poder de la palabra, descubriríamos que ninguna
acción sensata se ha producido sin su intervención; por el contrario, la palabra es guía tanto de
todas las acciones como de todos los pensamientos y la usan sobre todo los más inteligentes
(Isócrates: Nicocles 6-10).
Debido a ese entusiasmo romano por las escuelas griegas, la disputa entre escuelas
filosóficas y talleres retóricos renació en el siglo II a. C., arguyendo algunos tratadistas de
retórica que las cuestiones abstractas formaban parte de la competencia retórica, no solo las
cuestiones concretas. Los ataques de las escuelas filosóficas (peripatéticos, académicos,
estoicos) repetían las viejas críticas platónicas, aprovechando el caldo de cultivo que suponían
los males típicos de la enseñanza retórica en esa época, señaladamente su carácter rutinario y
formalístico. En esa tesitura, el principal logro ciceroniano fue su empeño en la ilustración
filosófica del orador. Convencido de que el saber debiera acompañar siempre a la elocuencia,
es decir, guiado por el propósito de una reconciliación entre Filosofía y Retórica, esbozará un
programa de estudios de carácter general, que comprende tanto las disciplinas típicas de la
Filosofía de su época (Psicología, Ética y Lógica), junto con los estudios literarios, históricos y
jurídicos, erigiendo a la verdadera elocuencia en la cúspide de las artes liberales o
humanidades, las disciplinas propias del hombre libre y digno. El ideal del humanismo se define
entonces como el proyecto educativo que, por medio del dominio del lenguaje, la capacidad
que más y mejor distingue al hombre del animal, y de las disciplinas propias del hombre libre
que presuponen tal dominio (los studia humanitatis o humanidades), busca alcanzar para el
individuo la dignitas hominis (su libertad y entendimiento). Hacia el siglo I d. C., este ideal ha
adquirido ya una sistematización en un currículo detallado y exhaustivo que tiene su
representación máxima en la obra de Quintiliano De institutione oratoria, publicada en doce
libros.
EL CRISTIANISMO
Con el advenimiento del cristianismo nos encontramos que, a diferencia del judaísmo, los
cristianos no disponen de instituciones educativas propias (sabiéndose incluso bien poco de las
prácticas catequéticas de las primeras comunidades alrededor de los ritos del bautismo y la
cena del Señor) (Gerhardsson, 1961). A pesar de todas las resistencias frente a la sabiduría
profana, condenada por los padres de la iglesia por idolátrica e inmoral, los niños y jóvenes
cristianos acuden a la escuela pagana, ya que necesitan de esos estudios para la lectura y el
estudio de las escrituras. Los ataques contra el cristianismo en términos de ignorancia,
rusticidad y superchería, a los que subyacía la cualificación hegemónica de pistis (‘fe’) en el
cristianismo y su devaluación en la tradición filosófica pagana a favor de episteme o gnosis
(‘ciencia, conocimiento’), debieron alentar la progresiva conversión del cristianismo en una
religión sabia que oferta una auténtica paideia cristiana (Jaeger, 1965), fenómeno que adquiere
su institucionalización en la denominada escuela de Alejandría en el siglo II. Allí se impartía una
nueva enseñanza superior en la que se instruía acerca de la interpretación correcta de las
escrituras según el método alegórico, para lo que se exigía un conocimiento de las disciplinas
literarias y de los procedimientos discursivos de la antigüedad (grammatica), adaptándose la
sabiduría clásica (Filosofía) como una propaideia de la superior y profunda paideia cristiana.
«Orígenes es el primero que transforma el objetivo y el auditorio. Por este título, merece el
nombre de fundador» (Bardy, 1936). Sin embargo, será el De doctrina christiana agustiniano el
texto que se convertirá en el modelo de gramática cristiana, delineando los procedimientos de
exégesis y enseñanza del sentido profundo que encubre el simbolismo de los textos sagrados.
Ese modelo de gramática supone la absorción del saber literario profano y las disciplinas
clásicas en una nueva síntesis que permitirá adquirir y transmitir una fe razonada, y que
constituirá el modelo medieval de gramática: «Casiodoro, Isidoro de Sevilla, y los eruditos de la
era anglosajona y carolingia, de distintos modos, cumplieron con el modelo prescriptivo
establecido por Agustín» (Arnold y Bright, 1995; Irvine, 1994; Marrou, 1971).
LA EDUCACIÓN MEDIEVAL
El fin del mundo antiguo no supuso, empero, el final de las escuelas romanas, cuya
supervivencia es síntoma del gran prestigio de la antigua educación literaria; pero sí un
paulatino declive intelectual desde el siglo VI al VIII, evidente en la pérdida del idioma griego y
la pérdida del gusto por la Filosofía y la Ciencia. De cualquier manera, ya hacia el siglo IV había
surgido una institución educativa genuinamente cristiana, la escuela monástica, y en el siglo VI
se fundan las primeras escuelas episcopales y presbiteriales, destinadas principalmente a dotar
a los novicios, futuros clérigos, de una instrucción suficiente, que implicaba una apertura a los
estudios literarios.
La época carolingia se destaca por su preocupación por la formación de los clérigos, quienes
tutelaban a su vez la formación de las elites laicas, reorganizándose la instrucción escolar
mediante un programa en que la enseñanza del latín se continuaba con una formación en las
artes liberales de raigambre helenística. La sistematización del saber en la época carolingia es la
de las septem artibus liberalibus, ‘las siete artes liberales’, que representan la suma del saber y
se articulan en la triple vía literaria, o trivium (Gramática, Retórica y Lógica), y la cuádruple vía
matemática, o quadrivium (Aritmética, Geometría, Astronomía, Teoría matemática de la
música). De cualquier manera, refiriéndonos al quadrivium habría que considerar que hasta el
siglo X no se produce una rehabilitación de las Matemáticas, sumido el pensamiento aritmético
en una oscuridad que provocaba su asociación con la astrología y su desprecio por parte de la
tradición literaria, que solo aliviaría la difusión del ábaco, hacia finales de ese siglo, y la de la
numeración arábiga, ya en el siglo XII, pudiéndose hablar entonces de una mentalidad
aritmética en el escenario italiano del siglo XIII (Murray, 1982).
Esos son los peldaños del saber que permitirán el acceso al verdadero objetivo, la
comprensión de las sagradas escrituras.
Hacia el siglo XII, la inveterada sistematización de las disciplinas liberales comienza a resultar
inapropiada como sistematización del saber y como marco educativo, y nuevas disciplinas
ascienden propulsadas por el nacimiento de las universidades: la Teología, soberana del saber,
la Filosofía, la Medicina y la Jurisprudencia son distintas de las artes liberales y objeto de
enseñanzas más avanzadas, quedando la Gramática y la Retórica como materias elementales o
preliminares y la Dialéctica o Lógica como andamiaje de las disciplinas superiores. En definitiva,
las artes liberales del trivium se resitúan como disciplinas preparatorias para la educación y
cultura superior que representan las nuevas disciplinas universitarias, si bien en las facultades
del norte (París, Oxford) la facultad de Artes alcanzó una importancia notable, aunque cabe
apuntar que si «la noción de artes se mantuvo por lo general (como en Oxford), a mediados del
siglo XIII ya no correspondían al contexto del curso de artes y eran complementadas o
reemplazadas por otras clasificaciones, principalmente la adición de las tres filosofías, natural,
moral y metafísica» (Leff, 1994).
El alumno aprendía a leer y escribir un latín clásico. Cuando se graduaba, incluso el más
lento de los alumnos de Guarino probablemente poseía la habilidad de expresarse y escribir en
latín sobre temas antiguos y modernos «como un nativo». Este fue el verdadero logro de la
implacable y exhaustiva enseñanza de los menores aspectos de la gramática latina clásica, uso
del idioma, historia, cultura, geografía y retórica […].
El precio que pagó Guarino por su éxito en la formación de latinistas de este calibre fue, en
términos de sus ideales humanistas, caro. La propia naturaleza de las minuciosas enseñanzas
que él concibió, listas para ser retenidas y recordadas, excluían cualquier clase de visión
sinóptica de importancia. El embarcarse en una discusión general sobre el valor intrínseco de
una educación clásica para la formación de la personalidad o como preparación para los
funcionarios públicos, habría distraído a los alumnos de la tarea que les ocupaba. Esto habría
requerido otro tipo de atención por parte del alumno: algo más intelectual y menos
disciplinado que el reglamentario tomar notas, estudiar, repetir e imitar con los que Guarino
estaba comprometido (Grafton y Jardine, 1986).
De cualquier manera, el éxito social y cultural de los humanistas de la segunda mitad del
Quattrocento promovió que las tareas de los humanistas concernieran a textos cada vez más
sofisticados, al tiempo que ampliaban sus intereses hacia temas exóticos al primer humanismo,
como la Lógica o la Teología, rebasando los confines del primer humanismo y
comprometiéndos con la tarea de diseñar nuevos currículos de estudios, sistematización que
será bien patente en el humanismo noreuropeo liderado por el ejemplo erasmiano y su
esfuerzo tanto en la producción masiva de manuales para los studia humanitatis como en su
empeño en conciliar pietas y litterae (fe cristiana y filología antigua) (Rico, 1993).
Las relaciones entre humanismo y reforma son muy controvertidas, de lo que dan
testimonio los propios avatares erasmianos, que de una simpatía hacia la reforma luterana
acaban en conflicto con la estimación protestante del valor de la libertad personal para la
salvación individual. Sin embargo, no cabe duda de que los grandes reformadores apreciaron
los studia humanitatis, tanto por su reacción antiescolástica, como por su sustitución de las
viejas auctoritates, amén de la valoración de la figura del maestro por la importancia cobrada
de la educación elemental popular, imprescindible para la instrucción religiosa. La reacción
católica y el intento de absorber el influjo humanista dentro de los límites de la ortodoxia
católica se puede cifrar en los programas escolares de los colegios jesuíticos, o rationes
studiorum, fundamentados en la importancia de la emulación.
Ya en los humanistas europeos se da una valoración de las artes mecánicas (técnica) que
supone una nueva atención a la experiencia humana que transforma la naturaleza y que
empista hacia el nuevo ideal de ciencia, que en los escritos baconianos se concretó en la
propuesta de nuevas instituciones educativas como parques naturales para experiencias
químicas, mecánicas, hidrológicas, botánicas, zoológicas (la Casa de Salomón), pero también de
reforma de las instituciones, criticando los viejos métodos de estudio vigentes y tratando de
sustituir el saber libresco y la instrucción dialéctica por un nuevo ideal de ciencia que
permitiera la transformación de la naturaleza y el progreso de la sociedad humana.
Fuera de esa tradición utopista, la ruptura con la tradición que supuso la reforma baconiana
se disparará con la difusión del método matemático cuajado por los nuevos teóricos de la
ciencia, que se convierte en el método universal y criterio de verdad: «[…] se ha de concluir no
ciertamente que se han de aprender solo la Aritmética y la Geometría, sino únicamente que
aquellos que buscan el recto camino de la verdad no deben ocuparse de ningún objeto del que
no puedan tener una certeza igual a la de las demostraciones aritméticas y geométricas»
(Descartes). Pero, andando los años, también el proyecto cartesiano fue censurado,
achacándosele un carácter apriorístico poco simpático a los nuevos aires empirio-sensistas, que
fueron el aliento ilustrado (conforme a ello, hay que señalar la influencia que sobre las ideas
educativas ilustradas ejercieron las ideas lockeanas [Locke, 1693]).
Una nueva mentalidad, que ahonda en la crítica a la tradición teórica y científica, pero
extiende la emancipación hacia todos los ámbitos del mundo de la vida (derecho, economía,
religión, política, costumbres, gusto, etc.) surge vehemente en el ambiente ilustrado francés,
cuajándose durante lo que se ha dado en denominar «preilustración»: «[...] ruptura con los
esquemas constrictivos del pasado, confianza en los medios críticos de que dispone la razón,
pero también duda, que es premisa del diálogo, del contacto, incluso de la incertidumbre, a la
vez angustiosa y fecunda. Estos son los verdaderos caracteres de la “crisis de la conciencia
europea” a comienzos del nuevo siglo» (Díaz, 1994). Y, sin duda, alcanza a la educación, que
cada vez más se entiende como un instrumento de transformación social en respuesta a la
dimensión moral o comunicativa de la ilustración. El optimismo ilustrado confía en la
perfectibilidad del hombre, y en que esta es posible y conveniente realizarla moldeando al niño
conforme a las condiciones de su desarrollo físico y mental («Entendido, una vez más, que no
hay nada innato en el alma y que esta se desarrolla con la aportación de las sensaciones que
poco a poco se transforman en ideas abstractas, la educación debe adaptarse a la ley de la vida
psicológica, debe ser progresiva. En lugar de aplicarse desde el exterior, y con un rigor más o
menos disfrazado, sobre un alma en formación, seguirá desde el interior los movimientos de
esa alma. Las consecuencias de este principio son incalculables. La criatura será digna de
interés desde su cuna» [Hazard, 1946]), censurando la esterilidad de una instrucción tradicional
que malgastaría años en la enseñanza del latín e ignoraría la formación científica y técnica. Más
aún, será el Estado y no la Iglesia el organismo que deba encargarse de velar por la educación
profesional, moral y cívica, aboliendo los privilegios aristocráticos a favor del mérito escolar,
abriendo así el debate acerca de los límites del intervencionismo, aspecto que tendrá
relevancia en las discusiones sobre política educativa del periodo revolucionario francés y los
futuros modelos de sistemas educativos nacionales, esbozados en la reforma prusiana
humboldtiana, el colegio imperial napoleónico o los proyectos liberales de educación nacional
norteamericana.
Dentro del panorama ilustrado, hay que hacer mención de un hito descollante: «en 1762
apareció el libro que iba a cambiar el pensamiento sobre la educación en Occidente, y que
tendría un efecto cada vez mayor en la práctica subsiguiente: nos referimos obviamente al
Émile de Jean Jacques Rousseau […]» (Bowen, 1985). Si bien en sus escritos se constatan
tendencias tanto totalitarias como misantrópicas, el Emilio representa la síntesis entre ambas.
Reconociendo la condición arracional de la vida del niño, la primera tarea sería la preservación
del desarrollo de sus sentidos para conseguir que se forme su condición natural fuera de los
vicios sociales por medio de la educación negativa; es decir, «si pudierais no hacer nada y no
dejar hacer nada; si pudierais llevar a vuestro alumno sano y robusto hasta la edad de doce
años sin que supiera distinguir su mano derecha de su mano izquierda, desde vuestras
primeras lecciones los ojos de su entendimiento se abrirían a la razón; sin prejuicios, sin
hábitos, no habría en él nada que pudiese contrariar el efecto de vuestros cuidados. Pronto se
volvería entre vuestras manos el más sabio de los hombres, y empezando por no hacer nada,
habríais hecho un prodigio de educación» (Rousseau, Emilio, o De la educación); para después
en la época de la razón, la pubertad, completar su formación por medio del espontáneo
desarrollo intelectual y moral, consiguiendo así un equilibrio entre naturalidad y sociabilidad
propio del individuo autónomo y moral.
«Emilio […] se honra con hacerse hombre y someterse al yugo de la razón naciente; su
cuerpo ya formado no necesita los mismos movimientos y comienza a detenerse por sí mismo,
mientras su espíritu, a medias desarrollado, busca a su vez alzar el vuelo. De este modo, la
edad de la razón no es para los unos sino la edad de la licencia, para el otro se convierte en la
edad del razonamiento» (Rousseau).
El sapere aude (‘atrévete a pensar’) kantiano fue el lema de su proyecto ilustrado, que
requería a la educación como instrumento para conducir al hombre a su mayoría de edad, a la
humanidad al estado de moralidad. Se puede hablar de una convergencia entre filósofos y
pedagogos alemanes desde la época kantiana hasta la época del idealismo. Los escritos
pedagógicos kantianos manifiestan sin ambages su reconocimiento al fundador del
Philanthropinum (o ‘lugar del amor humano’) de Dessau: «nunca […] se ha hecho al género
humano una propuesta más atinada, ni se le ha prestado de manera altruista un beneficio tan
inmenso y desplegador de sí mismo, como el realizado aquí por el señor Basedow […], la
institución pedagógica perfecta, concorde tanto con la naturaleza como con los objetivos todos
del ámbito social» (Kant, Pedagogía). Por su parte, J. G. Fichte vio en la idea de que lo único
que el educando puede hacer verdadera y espiritualmente suyo «[…] es aquello que ha sacado
de sí mismo mediante una actividad cognoscitiva libre […] es la idea de Pestalozzi que ha hecho
verdaderamente época» (así lo refiere su hijo, Immanuel Hermann Fichte, 1869), proponiendo
en sus Discursos a la nación alemana (1808) la instauración de una nueva «educación nacional»
basada en esa idea como único remedio para que la nueva generación levante al pueblo
alemán del postramiento en que había quedado durante las campañas napoleónicas. A su vez,
K. Ch. F. Krause agradecía al pedagogo Fröbel en una carta del 24 de abril de 1827 que este le
hubiese enviado su libro La educación del hombre (1826) y su semanario Las familias
educadoras (1826), pues con ese envío «le había proporcionado una gran alegría» al constatar
«que usted reconoce [y aplica] los principios correctos de la educación», principios que
coinciden «con los que yo profeso […] en mi libro El Ideal de la Humanidad (Dresden, 1811)». El
principio fundamental al que ahí se refiere Krause es el de la «educación del hombre en cuanto
hombre», seguido del de la relevancia de la educación en la familia (cit. en Ureña, 2001).
Cada uno de esos pedagogos tiene su identidad, y solo podemos mentar aquí el método
pestalozziano de la Anschauung (‘intuición’), basado en las «lecciones de cosas», o el proyecto
de reforma de la escuela fröbeliano que supuso el Kindergarten (‘jardín de infancia’), pero el
triple emparejamiento abocetado de filósofos y pedagogos manifiesta la comunión en el clima
de optimismo pedagógico idealista en una nueva educación que supusiera una transformación
interior del individuo fundada no en una instrucción específica, sino en una educación
puramente humana, en la cual la educación moral y religiosa será la que permita que las
nuevas generaciones funden una humanidad futura mejor.
La reacción contra ese idealismo educativo que supuso el desarrollo de la mentalidad
positiva hizo que se atendiera a las ideas pedagógicas herbartianas: «la obra de Herbart
consitituía una alternativa a los sistemas de sus contemporáneos Pestalozzi y Fröbel» (Bowen,
1985). Su pedagogía científica estaba apoyada sobre los pilares de la Psicología, concebidas las
operaciones mentales como una mecánica de la representación que la educación debería
aumentar y organizar, y sobre la Ética, puesto que toda actividad educativa debería tener como
finalidad el perfeccionamiento moral. Descontando su fuerte significación ética, reteniendo el
concepto arquitectónico de conciencia representativa como «masa aperceptiva» y la
concepción de la tarea del maestro como de reconstrucción secuencial por medio de lecciones
programadas de la experiencia del educando, las doctrinas herbartianas parecieron
acomodarse a las pretensiones por construir una pedagogía científica al uso positivista, que
insistía en el carácter científico, técnico e industrial de la formación y que tendría su mayor
influencia en Estados Unidos desde finales del siglo XIX. No obstante, ese herbartismo,
remodelado positivistamente hacia la segunda mitad del siglo en los seminarios pedagógicos
prusianos y que encontrará ese éxito norteamericano, «en el preciso momento de sus mayores
éxitos, […] fue atacado intensamente como antieducativo, como antítesis de todo lo que debía
hacer la escuela. Los primeros ataques procedieron de Joseph Rice, en 1892; le siguió John
Dewey […]» (Bowen, 1985).
Ha sido, empero, en algunos países refundados donde la influencia de Dewey ha sido más
constatable, particularmente en Rusia, Turquía, Irak, India, México y China. En la Unión
Soviética durante el decenio 1923-1933 la influencia de Dewey fue enorme. Luncharsky era el
líder educativo y un admirador de John Dewey (Kilpatrick, 1951).
En la segunda mitad del siglo XX, el análisis social del sistema educativo y de la institución
escolar cobra una gran importancia, desplazando la perspectiva pedagógica que atiende al
educando individual y a la relación maestro-alumno. En línea con esa orientación sociológica y
con experiencias reformistas y antiautoritarias de carácter libertario como el internado
Summerhill, hay que mencionar a la «pedagogía institucional», que practica una crítica de la
institución escolar como aparato de poder al servicio del orden establecido, defendiendo la
abolición de los métodos disciplinarios y promoviendo la autogestión de los alumnos. Se han
distinguido dos grupos principales: «Michel Lobrot insiste en una estricta no-directividad
inicial, es decir, en la no estructuración, por parte del maestro de su clase. Por el contrario, la
de A. Vásquez y F. Oury está desde el principio del curso, estructurada por las técnicas Freinet»
(Lapassade, 1971, cita según Palacios, 1979).
El análisis marxista, que estudia el sistema educativo como transmisor de una ideología que
refrenda un orden político opresivo, determina también la perspectiva latinoamericana
pedagógica en gran parte del siglo XX, donde el complejo de poder económico-militar
mantendría una situación socialmente injusta. La superación de la dialéctica entre opresores y
oprimidos por medio de una educación liberadora y humanizadora es el ámbito del método de
alfabetización, que busca una alfabetización de las masas agrícolas que les devuelva la palabra,
permitiendo al hombre una reflexión crítica y política, es decir, concientizadora, como vía a la
práctica de la libertad revolucionaria: se trata de la «pedagogía del oprimido». Frente a la
«educación bancaria» que entiende el proceso de enseñanza como una transferencia de
valores y conocimientos que mantiene al educando en una actitud pasiva y perpetúa la
condición del oprimido.
«La pedagogía del oprimido, como pedagogía humanista y liberadora, tendrá […] dos
momentos distintos aunque interrelacionados. El primero, en el cual los oprimidos van
desvelando el mundo de la opresión y se van comprometiendo, en la praxis, con su
transformación y, el segundo, en que una vez transformada la realidad opresora, esta
pedagogía deja de ser del oprimido y pasa a ser la pedagogía de los hombres en proceso de
permanente liberación» (Freire, 1995).
Por su parte, la propuesta pedagógica illichiana trata de quebrar la ecuación entre educación
y escolarización, defendiendo el principio de desescolarización, la deschooling society (Illich,
1971). Su crítica de la escuela en las sociedades capitalistas se resume en que esta forma un
individuo definido como consumidor sumiso y programado. La desescolarización no supone la
deseducación, sino su desinstitucionalización; en vez de una institución alienante por su
maquinaria administrativa y su currículum latente, que transmite la ideología capitalista, un
ámbito de aprendizaje informal donde sea posible la libertad de enseñanza, de reunión y de
asamblea.
INTRODUCCIÓN
La herencia nos da el ser, pero no el modo de ser, pues nacemos humanos, pero no
humanizados; sociables, pero no socializados; morales, pero no moralizados... Aprendemos a
ser humanos, sociales, morales... por medio de la educación. El nacimiento nos da las
capacidades, la educación desarrolla las facultades y potencialidades que la herencia nos
proporciona. Esta es la tarea de toda educación: hacer que la persona que nace aprenda a ser
humana entre los humanos, optando por unos u otros valores.
EL DESEO DE SABER
«Todos los hombres desean por naturaleza el saber». Con estas palabras Aristóteles inicia su
Metafísica manifestando, de este modo, la tendencia intrínseca de todo ser humano hacia la
sabiduría. El hambre o deseo de saber fue una necesidad desde que el hombre es hombre, un
problema a solucionar, para dominar mejor la naturaleza, y así lograr una vida más humana y
humanizante. De este deseo y ansia de saber nació la pregunta. Por eso, el hombre, eterno
preguntón, siempre ha preguntado y se ha preguntado, es un ser que pregunta y se pregunta.
Preguntar implica siempre un distanciamiento, alejarse en el espacio de las ataduras de la
experiencia sensible a fin de poder introducir la perplejidad que motiva el juicio crítico. El
hecho de preguntar es ya un saber, un saber ignorado, pero saber que, desde la ignorancia,
demanda una respuesta, aunque no siempre la pregunta haya logrado una respuesta eficaz. La
eficacia en nada mengua su valor. De aquí que la pregunta y el problema sean momentos
importantes para lograr la sabiduría, al margen de las respuestas y soluciones alcanzadas:
«La Filosofía debe ser estudiada no por las respuestas concretas a los problemas que
plantea, sino más bien por el valor de los problemas mismos; porque estos problemas amplían
nuestra concepción de lo posible, enriquecen nuestra imaginación intelectual y disminuyen la
seguridad dogmática que cierra el espíritu a la investigación; pero ante todo por la grandeza del
Universo que la Filosofía contempla, el espíritu se hace a su vez grande y llega a ser capaz de la
unión con el universo que constituye su supremo bien» (Russell, 1972).
El saber es así siempre una curiosidad, un impulso que se concreta y multiplica en múltiples
saberes: unos saberes se dirigen dinámicamente hacia el mundo sensible de la apariencia —
doxa—, otros hacia la verdadera realidad —nous—; unos son falibles, otros infalibles (Platón,
La República); algunos son inmediatos y otros mediatos, unos teóricos y otros prácticos...
fueron distintos modos de saber desde la antigüedad clásica, deseados para satisfacer unas u
otras necesidades del ser humano.
En todo saber existe un significante que señala una actividad mental, bien destinada hacia
las cosas o más allá de ellas: «mirar» y «conocer» —«Mirar es recorrer con los ojos lo que está
ahí, y conocer es buscar lo que no está ahí: el ser de las cosas. Es precisamente un no
contentarse con lo que se puede ver, antes bien, un negar lo que se ve como insuficiente y un
postular lo invisible, el “más allá” esencial» (Ortega y Gasset, 1971)— o «conocer» y «pensar».
El conocimiento se encuentra más cercano a la ciencia, el pensar más unido a la metafísica. La
razón —en cuanto capacidad de resolver problemas y de responder preguntas— ha jugado en
todos ellos un papel fundamental, aunque no siempre con el mismo éxito. Los mitos fueron las
respuestas iniciales del hombre en su deseo de saber. La razón en ellos tuvo un papel
importante en la pregunta, aunque no acertada en la respuesta. Actualmente las Matemáticas,
la Física o la Biología han obtenido un éxito diferente a la Filosofía, Religión o Ética. En todos los
casos el hombre siempre ha buscado la verdad, la correspondencia entre las creencias y los
fenómenos, aunque con resultados diferentes.
EL SABER FILOSÓFICO
«Cuando nació Afrodita (diosa de la belleza) los dioses celebraron un banquete [...]. Entre
tanto Poros (el Ingenio) como estaba embriagado de néctar, penetró en el huerto de Zeus y en
el sopor de la embriaguez se quedó dormido. Penia (la Pobreza), movida por su indigencia,
tramando hacerse un hijo de Poros se acostó a su lado y concibió a Eros (el Amor). Este ser
tiene así una naturaleza mixta; como hijo de la pobreza es siempre indigente y necesitado, mas
como hijo del Ingenio es intrépido, diligente y fértil en recursos. Y por haber sido concebido al
nacer Afrodita, es servidor de la Belleza [...]. Como la Sabiduría es una de las cosas más bellas y
el Amor es deseo de lo bello, Eros (el Amor) es también filósofo. El amor a la sabiduría se
encuentra, por eso, en el término medio entre la sabiduría y la ignorancia. Y esa es la
naturaleza del que filosofa: la de ser intermedio, pues está entre los dioses, que poseen la
sabiduría, y las bestias ignorantes».
La Filosofía fue así, en sus orígenes, el amor a la sabiduría, pasión y hambre permanente de
saber. Un saber que, al igual que el amor, es sabroso, agradable y gratificante. Este deseo de
saber, o sentimiento de carencia, conduce, a través de la pregunta, a la búsqueda de lo que
falta. Así, preguntar «al modo filosófico» es interrogarse por el fundamento, el ser y el sentido
—arkhé, eidos—, sin que siempre encontremos adecuada respuesta, ya que la verdad se
vislumbra, pero jamás se posee. La tarea del filósofo es preguntar, estar siempre en camino.
Esta es la grandeza, pero también la tragedia de la Filosofía. Una búsqueda, siempre inacabada,
de la verdad, pues el verdadero filósofo, como advirtió Platón, es el que gusta de contemplar la
verdad. Tal «contemplación», sin embargo, no es sinónimo de «posesión», pues todo filosofar
es «carencia» y quien alcanza la verdad deja de desearla y, por lo mismo, de filosofar. Un deseo
de conocer el fundamento, frente a las apariencias, porque atiende a lo radical, a los principios,
al fundamento que posibilita el ser de los entes, lo «trascendental». Y como el amor, la
sabiduría surgió y se desarrolló dando respuestas a situaciones concretas y vitales de la
existencia, para hacer esta más humana y feliz. Urge, pues, una filosofía «de carne y hueso», de
concepciones nuevas sobre realidades cotidianas y urgentes, una filosofía aristada,
problemática e interrogativa, «in-útil» para el tecnólogo, pero abierta y atenta a los problemas
económicos, políticos y sociales del momento. Un saber y quehacer que bien puede definirse
con las siguientes palabras-clave: punzante e interrogativa, creadora de problemas, inquieta,
clarificadora de hechos y lenguajes, crítica y reflexiva, sabedora más allá del conocimiento
sensible. Y por ello, necesaria, acaso imprescindible, para vivir felizmente como persona.
LA FILOSOFÍA DE LA EDUCACIÓN
Quizá buena parte del actual desprestigio de la Filosofía en ciertos países, y en consecuencia
de la Filosofía de la Educación, radique en su teórico alejamiento de la vida. Esta situación nos
ha deparado una concepción de la Filosofía estrechamente vinculada o identificada con la
ineficacia, la esterilidad, el aburrimiento y la incomprensión, la «in-utilidad» que se convierte
en inutilidad en todos los sentidos. Y si ello es así, no necesariamente ha de serlo, ni lo fue en
sus orígenes, pues estamos convencidos de que la Filosofía que no surja del contacto con la
realidad cotidiana, sino al margen de ella, quizá sea Filosofía, pero no una filosofía de la vida, y
por tanto, no una Filosofía de la Educación. Para recuperar el sentido vital, en buena parte hoy
perdido, quizá convenga recordar los orígenes, el nacimiento mismo de la Filosofía y así
restaurar la situación de vitalidad originaria, pues la Filosofía no nació en el retiro, sino en
Mileto, el mercado del mundo antiguo en el que los pueblos del Mediterráneo intercambiaban
sus mercancías, y los más antiguos pensadores no fueron ascetas alejados del mundo, sino
hombres curiosos, abiertos al mundo y a sus problemas.
De aquí que muchos silencios a los interrogantes expresados, como a tantos otros, quizá
convengan a ciertos políticos, o a los manipuladores, a quienes quieren ver en la educación, de
modo parcial o partidista, solo ciencia y tecnología, pero no a los verdaderos educadores.
Educar, además de ser un problema tecnológico, es un problema filosófico. La insuficiencia
científica abre el camino necesariamente al mundo de la reflexión, de la clarificación y de la
crítica, al ámbito de los fines y valores de la educación. Esta pluralidad posibilita la libertad y la
independencia de espíritu, elementos ambos estrictamente necesarios a la educación.
Cuestión distinta es el tipo de problemas e interrogantes, así como su relación con la vida,
por cuanto una filosofía ahistórica deja de ser Filosofía o se convierte en una filosofía muerta,
para nadie, que, al no serlo de la vida, no lo es tampoco de la educación. Las respuestas a los
problemas, por lo general, no serán unánimes. La Filosofía, y aquí radica parte de su grandeza,
nunca es dogmática, pero tampoco indiferente. En ella se debaten problemas del
conocimiento, del valor, de epistemología, de ética, etc., siempre condicionados por la idea que
tengamos del mundo y del hombre.
Concebir, pues, la educación al margen de la Filosofía es, hoy más que nunca, un error, ya
que sería un saber desorientado, carente de crítica ante la pluralidad, «irreflexivo», «poseído»
y «desoritizado». Y ello, por lo mismo, ya deja de ser Filosofía y Educación, pues la Filosofía
como la educación nace de la diversidad, del «Eros» o deseo, como ya describió Platón en el
Banquete. Así, el plural filosofías expresa mejor su contenido, es decir, la pluralidad de modelos
o paradigmas inherentes al saber filosófico y, en consecuencia, a la Filosofía de la Educación.
Ningún filósofo, ni escuela o corriente de pensamiento, se ha atrevido a presentar su
concepción del mundo como la única y verdadera, así como ningún modelo educativo ha
logrado imponerse sobre los demás. La historia es fiel reflejo de esta pluralidad. Si ha existido
algún predominio paradigmático ha sido siempre temporal y circunstancial. «No hay una
filosofía de la educación, sino múltiples y, además, en insoslayable mudanza todas ellas. Si de
unidad puede hablarse en tales menesteres se referirá siempre a los prolegómenos o
condiciones a toda posible filosofía de la educación; por lo demás, fuera de tal ocupación casi
tautológica, nos situamos en el reino de la diversidad manifiesta, en el reino de la doxa» (Fullat,
1992).
Las palabras poseen un significado básico, pero su sentido real surge de la modificación del
significado básico debido a factores sociales e institucionales. Sin este uso de la palabra, la
comunicación real y concreta —como ya escribió Wittgenstein— carece de significación. Al
filósofo de la educación le incumbe, pues, la tarea de analizar el lenguaje, de reflexionar sobre
el mismo, a fin de clarificar lo que se dice y se quiere comunicar, ya que el lenguaje educativo, a
diferencia de las ciencias físico-naturales, se muestra reacio a la codificación e
instrumentalización. Frecuentemente su vocabulario posee un significado plural, genérico o
ambiguo —según se entienda—, por lo que es necesario la precisión y clarificación. «Sin esta
labor previa (de clarificación) de fijación del contenido significativo de las claves lingüísticas, es
imposible el desarrollo científico. ¿Cómo contrastar la validez de un enunciado, si cada uno de
los términos con los que se ha expresado puede tener distintas significaciones, si se carece de
criterios para saber a cuál de ellas quiso referirse su autor?» (Esteve, 1979). Ello, al dificultar la
comunicación, hace imprecisa la relación educativa, posible fuente de manipulación, si
previamente no se delimita el sentido que pretendemos otorgar a cada uno de los de los
vocablos. Con toda razón Heidegger (1996) escribió: «el lenguaje es la venida, a la vez
esclarecedora y veladora, del ser mismo». De aquí que la Filosofía analítica encuentre en esta
tarea clarificadora su principal razón de ser. Ello conviene tenerlo en cuenta para no caer en la
imprecisión, y porque al hacerlo nos situamos ya, desde este primer momento, en el camino de
la precisión y reflexión educacional y, por lo mismo, en uno de los campos propios de la
Filosofía de la Educación.
EPISTEMOLOGÍA Y EDUCACIÓN
El vocablo epistemología, de tan frecuente uso y quizá hasta abuso, en nuestros saberes
universitarios, traduce el término griego epistéme, remontándonos al saber científico de la
antigua Grecia: un conocimiento seguro, un saber verdadero, objetivo, sistematizado y total.
Esta concepción permanecerá durante toda la Edad Media hasta Galileo (1564-1642). A partir
del siglo XVI se inicia la configuración de la ciencia moderna que se desarrollará
espectacularmente en los siglos posteriores. En el Renacimiento italiano epistéme se convierte
en Scienza Nuova, y con ello la ciencia de la esencia de los seres se torna ciencia de los
fenómenos. Debido a tal ruptura epistemológica la ciencia, desde este momento, será solo el
saber que pueda ser sometido a prueba, mediante las Matemáticas o la verificación, según se
trate de ciencias formales o empíricas. Desde este momento ya no es posible equiparar el
discurso científico y el metafísico sin más precisión, ya que epistéme ha perdido su significado
originario. Como ya aclaró Zubiri (1959), hoy no es del todo exacto traducir epistéme por
‘ciencia’ o ‘conocimiento científico’, por cuanto epistéme y ciencia moderna son dos tipos
distintos de saber y conocer la realidad. La ciencia moderna atiende a los fenómenos y sus
relaciones, persiguiendo la precisión objetiva a tenor de «cómo» se producen las cosas;
mientras que epistéme fue un conocimiento de «qué» (ousía) son las cosas. Así, mientras
epistéme fue un saber acerca de las cosas mismas, esto es, un saber sistematizado (no
acumulativo) y total (no fragmentado), la Scienza Nuova es un saber acerca de los fenómenos
de las cosas, no sobre las cosas mismas, basado en pruebas o en verificación.
El paso, pues, de la idea clásica de ciencia a la actual ha sufrido una singular reorientación,
tanto en su saber científico cuanto en su validez. Tal reorientación, sin embargo, no ha hecho
desaparecer del todo el significado originario de epistéme. A ello han contribuido las múltiples
y duras críticas al concepto positivista de ciencia moderna. Recordemos al respecto las
aportaciones de K. R. Popper, Thomas Kuhn, Imre Lakatos, Paul Feyerabend... a la nueva
concepción de ciencia, destimitificando e invalidando, en buena parte, el modelo rígido
positivista.
Así pues, podemos afirmar que hoy carecemos de un concepto unívoco de ciencia válido
para todos. Cuestiones tan importantes como qué es saber científico, por qué la ciencia es
verdadera, dónde colocar los límites entre la ciencia y la no ciencia, etc. son enunciados
problemáticos y de significación plural. De aquí que los diccionarios actuales especifiquen la
doble interpretación o significado que encierra el vocablo ciencia o científico: ciencia en el
sentido originario de epistéme y también ciencia en el sentido moderno positivista. En
cualquier caso, el saber científico es un saber cierto por sus causas («qué»), o bien, cierto por
la comprobación de sus fenómenos («cómo»), esto es, una certeza basada en principios
axiomáticos y deducciones lógicas, o bien en inferencias inductivas a partir de fundamentos
empíricos. Tal certeza en modo alguno significa dogmatismo, imposibilidad de cambio o verdad
definitiva, sino la certeza que, en determinadas condiciones y circunstancias
intersubjetivamente, es posible alcanzar.
Averiguar qué es la educación es conocerla correctamente, tal como los hechos educativos
son y se manifiestan. Estos conllevan toda la variedad y problemática indicada, ya que siempre
se realiza en la persona, único sujeto de la acción educativa, y en esta se conjugan
componentes científicos y filosóficos. La educación es un todo biológico, psicológico, social y
filosófico. El conocimiento de tal realidad compleja demanda la distinción entre los diversos
saberes y ciencias, como mínimo la distinción entre conocimientos científicos y filosóficos, pues
del hombre y sobre la educación sabemos muchas cosas, pero no todas las sabemos de igual
modo, ni son de la misma naturaleza. Una epistemología de la educación indicará qué es y qué
valor posee cada una de las ciencias de la educación, así como su grado de coherencia. Más en
concreto, debe realizar una triple tarea: 1. Definir y legitimar cada una de las Ciencias de la
Educación. 2. Relacionar cada una de ellas en el conjunto de las Ciencias de la Educación. 3.
Conjugar los métodos científicos y los métodos pedagógicos (Fullat, 2000).
ANTROPOLOGÍA DE LA EDUCACIÓN
El vocablo antropología, debido a su amplitud conceptual, ha dado origen a múltiples
sentidos y a diversas escuelas a través de la historia. De modo genérico, la Antropología se
ocupa del conocimiento del hombre, de este ser singular de la naturaleza dotado de
conciencia, que siendo irrepetible es también común y repetido en múltiples comportamientos
y patrones. Cada hombre siendo así único es también igual a todos los hombres. Según su
etimología griega (anthropos, ‘hombre’, y lógos, ‘tratado, estudio, ciencia’), la Antropología es
el estudio general del hombre, o bien, la ciencia que estudia al hombre. El gran espejo que,
levantado por él mismo, le permite contemplarse en toda su riqueza y variedad. De este modo,
toda antropología se realiza por el hombre, desde el hombre y para el hombre, siendo este, al
mismo tiempo, sujeto y objeto de estudio e investigación.
Así las cosas, el hombre al nacer se encuentra con la tarea de tener que hacerse, pues no es
solo biología, es también biografía, es animal social. «La vida nos es dada, pero no nos es dada
hecha, sino que necesitamos hacérnosla nosotros, cada cual la suya» (Ortega y Gasset, 1981).
Si todo estuviese hecho, la educación sería innecesaria. Intervenimos para cambiar, para
modificar a mejor, la naturaleza heredada y el medio encontrado (en palabras de Ortega y
Gasset: «Yo soy yo y mi circunstancia y si no salvo a ella no me salvo yo»). El ser humano ha de
aprender comportamientos antropológicos si quiere alcanzar el estatuto humano, ha de
humanizarse. La biología solo es el soporte básico. Un mismo código genético permite una
amplia gama de seres humanos diversos entre sí. El lenguaje, el arte, la moral, la ciencia... hay
que aprenderlas. Sin polis el hombre no pasaría de ser bestia. Lo natural y lo cultural no son
dos mundos totalmente separados, pues lo que la naturaleza ha dado al hombre y lo que este
ha hecho de la naturaleza no siempre admiten una clara separación. El hombre, que por
naturaleza es «animal», es también por naturaleza «político», por lo que la separación entre
physis (‘naturaleza’) y pólis (‘sociedad’) es frecuentemente más «artificial» y didáctica que real.
Una y otra son naturaleza, primera y segunda naturaleza, que, dada la mediocridad de la
primera y su apertura, el hombre crea necesariamente la segunda. Ello justifica y legitima con
toda claridad la intervención educativa; lo que se presenta con menos claridad, y más
problema, es el sentido de esta intervención. La pregunta para qué intervenir nos remite, en el
caso de la educación, al tema de los fines y valores, esto es, a la pluralidad antropológica. El
hombre no es libre para elegir educarse o no educarse, como ya hemos indicado, solo es libre
para optar por un modelo u otro de educación. La intervención educativa, por ser humana y
humanizadora, ha de ser racional, intencional y valiosa, esto es, con una finalidad prevista.
AXIOLOGÍA Y TELEOLOGÍA
La persona no puede vivir sin valores, unos u otros, pues la carencia total de valores, además
de imposible, conllevaría la muerte del ser humano en cuanto humano, y, por lo mismo,
también de la sociedad y de la educación. Lo discutible, por tanto, no son los valores sino qué
valores, qué orden jerárquico o preferencial y para quién. Expresiones tales como «vivimos en
una sociedad sin valores», o bien «se han perdido los valores», o «la juventud de hoy carece de
valores», etc., además de falsas, manifiestan un radicalismo e inmovilismo axiológico. Quienes
sostienen tales afirmaciones solo pueden afirmar que la sociedad o la juventud actual carece
de «sus valores», o de los valores vigentes años atrás, pero no la carencia total de valores. Para
bien del hombre no es posible acuerdo unánime ante el valor. La unanimidad ante el cuarzo o
la pirita se desvanece ante qué es el valor, o qué valores son mejores o superiores a otros. La
ciencia y la razón solo logran explicar parte de lo que es el hombre, pero nada dicen —porque
nada pueden decir— sobre el sentido de la vida, el deber-ser, la libertad, el mejor valor... El ser
humano, además de ciencia y razón, es afecto y pasión, por lo que andamos hambrientos de
valores no menos que de comida, bebida o sexo. La razón es débil ante la axiología, por eso
somos singulares y libres para optar ante la pluralidad.
Mounier (1980) escribió que los valores son superobjetivos o inobjetivos que trascienden la
mera identificación empírica (espaciotemporal) para proclamar un ámbito de libertad, por
cuanto el ser personal es un ser hecho para sobrepasarse. Reboul (1999) sostiene que «el valor
es aquello por lo que estamos dispuestos a sacrificar algo». Para Ortega (1964) «el valor es el
cariz que sobre el objeto proyecta los sentimientos de agrado y desagrado del sujeto». Los
valores, según el profesor Quintana (1998), no son entes autónomos, sino cualidades de
algunos entes autónomos; son aquellas cualidades que a un ente lo hacen estimable por un
sujeto. De aquí que determinar la naturaleza de esas cualidades equivale a definir la entidad
propia de los valores. Acorde con ello afirma que «el valor es la cualidad abstracta y secundaria
de un objeto consistente en que, al satisfacer las necesidades de un sujeto, suscita en este un
interés (o una aversión) por dicho objeto».
Por nuestra parte, sostenemos que el valor es una cualidad real o ideal, deseada o deseable
por su bondad, cuya fuerza estimativa orienta la vida humana. Con esta definición de valor
afirmamos la dimensión ideal y real del valor, así como su vinculación con la naturaleza
humana, pues un valor no tiene sentido en la educación si carece de vinculación con el ser
humano. El valor siempre vale para alguien o no es valor conocido.
Con independencia del sistema de valores que se acepte, es evidente que el hombre es un
ser portador de valores, bien porque los crea o los descubra (subjetivismo u objetivismo). El
destino del hombre es humanizarse, desplegar al máximo todas sus potencialidades, de un
modo ordenado y armónico. Este hacerse o educarse es siempre una tarea personal, libre e
ineludible, que se realiza mediante la opción vivencial por unos u otros valores. La educación,
de este modo, conlleva siempre una relación explícita o implícita hacia el valor, ya que no
puede llevarse a término el más mínimo acto educativo sin alguna alusión a un conjunto de
valores. De este modo, el valor y la educación son tan imposibles de separar como el cuerpo y
la mente en el ser humano. Y ello es así por cuanto la educación en su misma esencia y
fundamento es valiosa. Una educación sin valores no es posible, ni deseable. En consecuencia,
pues, no es posible definir la educación sin una referencia al valor y a la persona como sujeto
de la misma, pues la educación no tiene esencia absoluta y completa, sino una esencia referida
al hombre.
Así, todo problema educativo es, en el fondo, un problema axiológico: si el valor radica en el
hombre o fuera de él, si el hombre crea el valor o lo descubre. Ello nos conduce a un
subjetivismo u objetivismo axiológico, o bien a una visión integradora y, desde estos
fundamentos, a otros tantos fundamentos educativos.
En el campo de la educación, en estrecha vinculación con los valores, nos encontramos con
el tema de los fines. Estos no son más que valores elegidos por una persona o colectivo, por lo
que toda la problemática de los valores pasa a ser problema de los fines de la educación: qué
valores —puesto que no todos valen, pero no todos valen para todos—, qué orden jerárquico o
preferencial —por cuanto todos valen, pero no todos valen lo mismo— configuran la persona
en un momento social determinado. Ello hace que la finalidad sea algo constitutivo y esencial
de la educación, por cuanto sin finalidad la educación estaría sometida al azar, o bien sería un
caos de contradicciones, impropias del ser humano caracterizado justamente por su
racionalidad. Como ya afirmó Dewey (1978), «actuar con fin equivale a actuar
inteligentemente», pues solo actúa sin finalidad el hombre estúpido, el ciego, el falto de
espíritu, el falto de inteligencia. El fin, pues, es necesario para orientar, ordenar y para dar
sentido. Y aún más en la educación, por cuanto «ninguna ciencia en cuanto tal puede dictarnos
fines o modelos educacionales, pues la ciencia entiende acerca de la necesidad, y elegir un
modelo entre varios incumbe a la libertad. ¿Para qué educar?; he aquí un problema
fundamentalmente filosófico al que ninguna ciencia puede responder. Cuando alguien sostiene
que puede probar científicamente qué modelo educacional hay que seguir, acontece que nos
hallamos ante un dictador que impone un modelo entre varios; en tal circunstancia, la presunta
ciencia juega el papel ideológico que pretende justificar el avasallamiento político que ejerce, o
pretende ejercer, el susodicho pedagogo «científico». Las Ciencias de la Educación solo tienen
sentido en el terreno de los medios, jamas de los fines. Así pues, dado que no es factible
probar que determinada antropología filosófica sea la única válida siendo las restantes
erróneas —no pisamos terreno científico—, solo resulta democrático decidirse por una
antropología respetando al propio tiempo las decisiones de los prójimos» (Fullat, 2000).
De aquí que sea imposible educar solo con conocimientos científicos y métodos
tecnológicos. Lo ideológico y lo utópico forman parte ineludible del proceso educativo, pues
siempre se educa a alguien para algo. Este «para» manifiesta la estructura teleológica de la
acción educativa bajo una terminología múltiple. Así, relacionados o «emparentados
familiarmente» con el fin o finalidad nos encontramos en la literatura pedagógica con voces
tales como: ideales o ideal, la encarnación plena y, por tanto, irreal, de la perfección, que en la
educación supondría la relación entre el «ser» y la plenitud del «deber-ser»; modelo (del latín
modulus, ‘molde’) aquello que se imita o debe ser imitado: modelo marxista, cristiano,
anarquista, posmoderno...; objetivos, manifestaciones singulares o metas cercanas y precisas
realizables en un tiempo determinado...
En cualquier caso, con una u otra denominación, lo importante es resaltar que toda
actividad consciente, deliberada y libre, se dirige a un fin que es considerado como bien por el
agente. Y, aunque no todo valor se traduce en un fin efectivo, pues no todos los valores son
tales para todos los humanos, no habrá fin sin valor. La persona puede incluso proponerse un
fin inadecuado, no conveniente, pero lo irracional es proponerse un fin no valioso. De aquí que
las cosas, en cuanto tales, carezcan de fines, solo en las personas son posibles conexiones
intencionales que son vinculaciones de fenómenos de forma conceptual. Ver, por tanto, una
conducta como intencional es comprenderla como un conjunto de actuaciones implicadas en
un propósito.
Los Congresos Nacionales de Pedagogía (Sociedad Española de Pedagogía), así como los
Seminarios Interuniversitarios de Teoría de la Educación, siempre dedican algunas de sus
secciones a esta materia.
Con relación a las revistas no existe, por el momento, revista alguna con la denominación
«Filosofía de la Educación». Si embargo, buena parte de su contenido se encuentra presente en
varias publicaciones periódicas: Revista Española de Pedagogía, Bordón, Revista de Ciencias de
la Educación, Educadores, Revista Interuniversitaria de Teoría de la Educación, Revista de
Educación, Aula Abierta, Educar, Revista PAD’E, etc.
En México (los datos aquí expuestos han sido elaborados por Miguel Ángel Pasillas Valdés,
con la colaboración de Blanca Flor Trujillo Reyes, profesores de la FES Iztacala, UNAM, México)
la presencia de la Filosofía de la Educación es desigual según las distintas universidades. De las
treinta y tres carreras de Pedagogía que se imparten en el país, seis universidades públicas y
catorce privadas ofrecen esta materia en sus distintas sedes. El contenido relacionado con la
Filosofía de la Educación es amplio y diversificado en diversos programas según universidades:
En Colombia (el contenido del presente apartado nos ha sido facilitado por el profesor Diego
Pineda) la situación actual de la Filosofía de la Educación no ha logrado aún el desarrollo
suficiente en cuanto disciplina autónoma, aunque hay que señalar la existencia de trabajos e
investigaciones en temas relacionados con la Filosofía de la Educación: Epistemología, Ética,
Historia de la Educación en Colombia desde la perspectiva filosófica. En algunas universidades
se encuentra la Filosofía de la Educación como asignatura, sin embargo, en muchas ocasiones,
solo se trata de una Historia general de la Pedagogía.
Existen autores con cierta relevancia, dedicados a la reflexión sobre educación, y muy leídos
en Colombia: Estanislao Zuleta escribió ensayos valiosos sobre la educación, Carlos Vasco tiene
algunos textos importantes, e incluso el premio Nobel Gabriel García Márquez ha escrito sobre
la educación de los niños.
En Perú (datos facilitados por el profesor A. Percy Che Piu) la situación de la Filosofía de la
Educación no ocupa un espacio de importancia, si bien encontramos textos, con el título de
Filosofía de la Educación ya en la década de 1940, su desarrollo ha sido mínimo a nivel general.
El estado actual de esta materia, en cuanto disciplina académica, es diversa según las distintas
universidades. Encontramos apuntes de curso —y, por tanto, materia a cursar por los alumnos
— de los siguientes profesores y universidades: de P. Palomino, V. Sotomayor y T. Loayza en la
Universidad Nacional del Altiplano de Puno; del profesor O. Galdós, en la Universidad Privada
de Tacna; de J. Pacheco, en la Universidad de S. Antonio Abad de Cuzco; de C. Guardia en la
Universidad Nacional Mayor de Huamanga de Ayacucho; de G. Peralta y de E. Gómez Becerra
en la Universidad Nacional de S. Agustín de Arequipa; de R. Abarca, en la Universidad Católica
de Santa María de Arequipa; de A. Maraví, en la Universidad Inca Garcilaso de la Vega en Lima.
Entre los textos más recientes hay que reseñar la Filosofía de la Educación de Víctor Cadillac, y
muy especialmente la publicación de las Actas del Congreso de Filosofía de la Educación, Lima,
2000.
Los que nos dedicamos al ámbito de las Ciencias Sociales sabemos que estas se desarrollan y
exponen como «puntos de vista» desde los que sus respectivos autores interpretan el estatuto
epistemológico del saber que les concierne, dando así lugar a las diversas teorías,
planteamientos o paradigmas que configuran la historia de cada ciencia social.
Muy distinto es si nos quieren implicar directamente y nos preguntan: ¿qué entendemos en
concreto por la razón de ser de esa Sociología de la Educación? Pues entonces la respuesta ya
requiere nuestro puntual compromiso con ese saber social, es decir, con el estatuto
epistemológico que parece requerir la Sociología de la Educación.
Y así, al intentar dar esa definición que se nos pide, no lo haríamos mal si decimos
simplemente: entendemos por Sociología de la Educación el estudio «sociológico de» la
educación; o mejor, el estudio sociológico del sistema educativo como parte del sistema social
con todo lo que ello implica o supone: primero en cuanto al requerimiento «sociológico» y
después en lo referente al estudio determinante «de» la educación como realidad concreta de
la sociedad. (De alguna forma ya se ha aclarado lo básico de la relación sistema educativo-
sistema social: el sistema educativo es siempre «de» un sistema social, aunque otra cosa es
precisar la dinámica entre ambos sistemas, lo que se hará a continuación).
Por tanto, podemos decir que tal y como hemos entendido la Sociología de la Educación,
nos mostramos de un modo general como «constructivistas genéticos», pues partimos de la
morfogénesis de las estructuras en que viven y se educan los individuos; haciendo así un
planteamiento teórico-metodológico que podemos justificar, aunque lógicamente debemos
someterlo a contraste empírico.
Ahora bien, nosotros exponemos y mantenemos nuestro punto de vista, pero, ¿usted
también lo acepta y comparte? ¿Cuál es su posicionamiento en la dinámica sistema educativo-
sistema social? ¿Nos pondríamos de acuerdo en consensuar una postura u otra?
Parece que necesitaremos una argumentación teórico-metodológica para saber dónde nos
situamos y adónde queremos llegar. Y proponemos que para esta ocasión nos impliquemos
gradualmente en ello, paso a paso; de un eslabón a otro; construyendo eso que —un tanto
pretenciosamente— se llama «discurso», entendido como concatenación de sucesivos
interrogantes a los que intentaremos dar respuesta.
El «recurso histórico» parece, entonces, que es imprescindible para encontrar esas «ideas
matrices» del discurso. Pero, ¿cómo precisar este rumbo?
Para llevar a cabo esa tarea parece que no queda más remedio que acudir a fundamentarla
en lo que llamamos «la razón histórica depurada» que creamos más convincente, (es decir, la
depuración la hacemos nosotros); lo que nos proporcionará la seguridad de haber encontrado
un apoyo en razonamientos ya elaborados que consideramos como «los más sólidos».
Richard Rorty puede ser otro ejemplo significativo de autor actual, también de renombre, y
situado en otros parámetros teóricos como es el de la Filosofía, (y en este caso la pragmático-
norteamericana), que ha optado por una fundamentación en clásicos bien distintos a los
propuestos por nosotros; pues dice expresamente preferir el fundamento de Wittgenstein,
Dewey, Derrida y Habermas. Es decir, cada cual busca el apoyo más conveniente para el
desarrollo de su discurso, porque no queda más remedio que buscar un apoyo sólido. De lo
contrario, se defendería el artificialismo de creer que por uno mismo se puede llegar al
conocimiento, puro solipsismo; o se optará por una postura dogmática, como por ejemplo,
partir solo del marxismo, y ya se sabe que Marx decía al respecto que él era el menos marxista
de todos.
Así pues, la unanimidad anterior respecto a los clásicos requiere ser matizada; sobre todo en
lo que concierne a Marx. Pues, coloquialmente hablando para mejor entendernos, podemos
decir que hasta no hace mucho las referencias sociológicas a Marx «no estaban mal vistas»,
incluso en sociólogos no marxistas; pero que hoy parece que «ya no se lleva» hablar de Marx,
sobre todo desde la caída del Muro de Berlín, que también supuso la caída del paradigma
marxista.
El modo de proceder respecto a Marx nos demuestra, como ejemplo fehaciente, que la
historia del conocimiento es una historia «socialmente condicionada». Pero, en sintonía con
nuestro planteamiento de compromiso en la «depuración» epistemológica de la historia,
tenemos que preguntarnos: ¿actualmente, también es aconsejable seguir fundamentándose
en Marx? A lo que en pura lógica podemos responder: creemos que sí en aquellos
posicionamientos que, liberados de ideología o de profecía, siguen manteniendo una
coherencia lógica en la exposición y en la explicación. La ciencia se hace sin dogmas, habiendo
sido el marxista uno de los principales; pero también se hace sin prejuicios. ¡Qué cantidad de
textos de una sociología de la educación marxista, escritos con la mejor fe, e incluso con el
mejor dogma, podemos encontrar desde la recuperación académica del marxismo en la década
de los sesenta! También ¡qué cantidad de textos sobre, (mejor, en contra de), la escuela
capitalista! Hoy, con el derrumbe del socialismo real se ha desplomado también esa sociología
marxista, y nos movemos con la incertidumbre de la falta de utopías. Parece, entonces, que no
queda más remedio que recuperar la tradición empírica del estudio sociológico de la
educación, centrando hoy la atención en la nueva estratificación socio-educativa que conlleva
la actual filosofía neoliberal de la globalización.
Pero, retomando la argumentación, ¿es posible obtener una razón histórico-epistemológica
a partir de unos autores clásicos que en principio son tan diferentes e incluso tan opuestos?
Sí, «pero solo si» buscamos, como fundamento sólido en que apoyarnos, unas razones de
explicación que sean «compartidas» por los tres clásicos en conjunto. ¿Pero cómo conseguirlo?
En sintonía con lo que se ha venido diciendo e insistiendo, no desde el eclecticismo o
sincretismo del que se debe huir por ser un mero recurso de acumulación. Y sí desde lo que
vamos a llamar «síntesis coherente» a partir de los tres.
Para mejor entendernos, se puede decir: hay que buscar como fundamento de construcción
teórica aquellos planteamientos básicos de la Sociología (de la Educación) en los que hay
«coincidencia» en el modo de abordarlos por parte de nuestros clásicos; sobre todo en los que
hay acuerdo, que están interpretados desde parecidos o similares parámetros; en fin, que
están expresados casi con el mismo fondo y forma. Anthony Giddens, al prologar su trabajo El
capitalismo y la moderna teoría social, dice: «esta no es una obra crítica, sino un libro
expositivo y comparativo. […] Intento poner de relieve la actualidad de estos autores. No he
pretendido descubrir los puntos débiles o las ambigüedades de la obra de Marx, de Durkheim,
o de Weber, sino que más bien he intentado mostrar la coherencia interna que puede
percibirse en los escritos de cada uno de ellos».
Pues bien, ¿cuáles serían esas «coincidentes razones de peso», a partir de las cuales poder
hoy construir un sólido discurso sociológico (de la educación)? Y hecha la pregunta, hemos de
advertir que las razones de peso no son definitivas, sino históricas.
Y así podemos comprobar cómo el citado Anthony Giddens en 1971 escribía El capitalismo y
la moderna teoría social (a partir de una pretendida síntesis de Marx, Durkheim y Weber), y
después en 1984 publica La constitución de la sociedad, bases para la teoría de la
estructuración, donde formula una nueva síntesis, a partir del llamado giro lingüístico de
incorporar a la tradición europea de la Sociología clásica la superación del fracaso del
funcionalismo norteamericano, Merton y Parsons a la cabeza. Aunque, más que de una
síntesis, se trata de un eclecticismo o sincretismo, lo que es otra cosa. En todo caso el ejemplo
es válido y, además, significativo para entender la nueva Sociología, con su correlato para la
educación. El funcionalismo que había fracasado parece que se recupera y se incorpora sin
mayores prejuicios a la tradición clásica. Y es que el fracaso de las utopías, entendido «frente a
frente», por un lado la socialista, (la vieja izquierda ha quedado obsoleta), y por otro la
capitalista, (la nueva derecha es inadecuada y contradictoria por no responder a las
necesidades de cambio), ha generado como era de esperar nuevas propuestas, como puede
ser La tercera vía de A. Giddens. En definitiva, hay que definir el nuevo espacio social; y definir
en simultáneo el papel que juega lo educativo.
Aunque en definitiva, lo que Giddens pone sobre el tapete es la vieja cuestión de la relación
entre lo macro y lo micro, la oposición entre lo objetivo y lo subjetivo, entre sociedad y sujeto,
y que pretende resolver apuntando la «dualidad» de las estructuras en su planteamiento en
torno a la «estructuración» (recuérdese que ya hemos definido la Sociología de la Educación
desde la dinámica social y la morfogénesis en la que viven y se educan los individuos).Y que
Pierre Bourdieu ya había resuelto mediante su propuesta de «habitus» y «campo dinámico»,
términos a los que volveremos más adelante. Es decir, sigue viva la cuestión de tener que
explicar qué es y cómo funciona la sociedad.
Entonces, y sin mucha duda, esa propuesta de buscar razones de peso ha de comenzar por
explicar el mismo concepto de «sociedad», que por lo que vemos, parece que no está tan claro.
Intentando que la exposición sea lo más didáctica posible, tenemos que decir que para la
configuración teórico-metodológica del discurso sociológico (de la educación) lo mejor es
comenzar por lo más básico, es decir, por definir el propio concepto de «sociedad» del que se
parte. Adoptar una postura, aunque ello conduzca ahora a tener que plantear unos tópicos
sociológicos. Ya que conforme al modo de plantear este hecho esencial que denominamos
«pedagogía de la sociedad», así se desarrollará la estructura del conocimiento sociológico en
general y «de» la educación en particular; o, en lenguaje más epistemológico, así se concretará
la metateoría y la teoría. Pues no podemos perder de vista el principio muy elemental que ya
enunciamos y que nos dice que la Sociología es tal porque se debe al «estudio de la sociedad».
(Hemos comenzado diciendo que las estructuras del conocimiento social no son neutras, sino
que están conformadas por principios que las sustentan y que las definen). Pues bien, la
comprensión del sentido filosófico-pedagógico del «concepto de sociedad» del que se parte
(siempre manifiesto explícita o implícitamente) supone por sí mismo la captación y la
explicación del principio conceptual que orienta y vertebra la argumentación que se hace.
Hay dos tipos posibles y generales de definición de sociedad (en las que encajar los
diferentes matices que se puedan hacer), a partir de los cuales se configurarán también dos
tipos de discursos de Sociología (de la Educación), y también con todas las distinciones. Y ya
hemos dicho que nos interesaba fundamentalmente el concepto mantenido por los clásicos; y
en contraposición, por los otros, es decir, sobre todo la ortodoxia, pero sin olvidar que existe
heterodoxia. El debate filosófico continúa: idealismo o materialismo; sujeto u objeto; lo
colectivo y lo individual; comunitaristas o individualistas; es decir, sociedad o individuo; y sobre
todo, cuál es su relación, o su oposición.
Hay que hacer hincapié en lo que significa «unidad distinta de cada uno», y preguntarse, y
llegar a entender, y aprehender el alcance existencial, social (y en consecuencia sociológico) de
dicha «unidad» sobre los individuos que la componen. Lo que constituye un fundamento
teórico-metodológico que, por comparación, parece ser similar al famoso problema teológico
de la unidad y de la trinidad.
Si se quiere un ejemplo didáctico de sociedad, véase lo que puede ser la concreción más
básica de todas: el conjunto formado por «la pareja afectiva» (como la sociedad más pequeña,
y además más íntima), en la que sus dos componentes se someten a las reglas de la
convivencia que les conciernen para mantener una relación «estable», es decir, una relación
pragmática para evitar el conflicto. (No se puede ignorar: sociedad, igual a «orden interno»;
frente a anomia, como «estado de aislamiento del individuo, o de desorganización de la
sociedad, debido a ausencia, contradicción o incongruencia de las normas sociales», Real
Academia Española dixit). Es decir, no se puede olvidar que el orden interno es «perecedero»;
depende del desorden que quieran introducir los individuos.
La sociedad, por tanto, no es la entidad resultante de la simple suma de individuos, sino que
es, como dirá expresamente Durkheim, un «agregado», (conjunto de cosas homogéneas, vale
decir individuos, que se consideran formando un «cuerpo», dice también el Diccionario de la
Lengua Española). Agregado o cuerpo con el que se encuentran los individuos especialmente
cuando vienen a este mundo (socialización fundamental); estando después su existencia
también condicionada por este mundo que se les impone, y en el que tienen que vivir con una
autonomía personal que es «relativa», pues, como fácilmente podemos comprobar, ni hay una
libertad total de acción puramente individual, ni se carece por completo de ella. La situación es
dialéctica: la historia hace al hombre, pero también es cierto lo contrario, que el hombre no es
exclusivamente receptor de historia, sino que también hace la historia. En palabras de
Fernando Savater (1997): «Desde luego, el objetivo explícito de la enseñanza en la modernidad
es conseguir individuos auténticamente libres. Pero ¿cómo admitir sin recelo o sin escándalo
que la vía para llegar a ser libre y autónomo pase por una serie de coacciones instructivas, por
una habituación a diversas maneras de obediencia? La respuesta estriba en comprender que la
libertad de la que estamos hablando no es un a priori ontológico de la educación humana, sino
un logro de nuestra integración social. […] Ser libre es liberarse: de la ignorancia prístina, del
exclusivo determinismo genético moldeado según nuestro entorno natural y/o social. […]
Ninguno de los seres vivos es “libre” si por tal entendemos capaz de inventarse del todo a sí
mismo a despecho de su herencia biológica y sus circunstancias ambientales: lo único a que
puede aspirar es a una mejor o peor adaptación a lo forzoso […]».
Pues bien, ese concepto de sociedad, y la dinámica de los individuos en ella, puede ser
perfectamente compartido por Marx, por Durkheim y por Weber, aunque con los lógicos
matices específicos de cada uno, imposible ahora el pormenorizar. Lo que no se les puede pedir
a estos clásicos, ni a ningún sociólogo, o científico social si se quiere, es que nos «profeticen»
cuál va a ser el grado de desarrollo de la autonomía «relativa» que tienen los individuos, o
cómo van a reaccionar ante nuevas situaciones sociales. Esto no es cuestión sociológica, sino
psicológica. El sociólogo constata lo que hay, lo describe y lo explica en sus causas, pero ha de
eliminar la tentación profética; lo que sí puede hacer es constatar el cambio de la dinámica
social y explicarlo como fenómeno sociológico, (como por ejemplo, el cambio social que se
pretende en la aceptación institucional de la pareja homosexual como unidad familiar, lo que
entraña toda una dinámica social que puede ser explicada sociológicamente). En palabras de
Durkheim (1975): «Si existe hoy en día un hecho históricamente establecido, es que la moral
está estrechamente vinculada a la naturaleza de las sociedades, dado que […] la moral varía
cuando las sociedades varían. Esto significa, por tanto, que es consecuencia de la vida en
común».
Podemos decir que la sociedad, como medio ambiente en el que se vive, es al individuo
como el agua es al pez. Lo mismo que la vida del pez no se concibe fuera del agua, del mismo
modo la vida de los individuos no puede concebirse fuera de la sociedad de la que, nos guste o
no nos guste, no podemos prescindir. Grupos de peces viven adaptados genéticamente en
aguas distintas, por ejemplo, más o menos frías o más o menos limpias, y ocupando espacios o
hábitats determinados. Los hombres viven en sociedades distintas, como la sociedad rural o la
urbana, la latinoamericana o la norteamericana, la clase social alta o la media, o la baja; pero
viven en ellas por la misma arbitrariedad que significa el lugar de nacimiento, lo que supone
una condición estructurante (socializadora) muy importante, típicamente humana, como
adaptación dinámica al medio ambiente; pudiendo el hombre, con su grado correspondiente
de libertad, modificar dicho medio a su favor, o equivocarse, y hacerlo en su contra. Es decir,
los peces se reproducirán biológicamente y vivirán en el tipo de agua en el que genéticamente
están obligados a vivir y adaptarse. Y los hombres se reproducirán biológicamente, pero
también culturalmente, y ello implica una reproducción sociodinámica en el ámbito de las
posibilidades y los límites de la propia libertad humana. Pues bien, lo que nos interesa desde la
Sociología de la Educación es constatar y explicar esa reproducción cultural.
La socialización de los individuos es connatural a la dinámica social
En síntesis, los individuos jóvenes se tienen que socializar (de lo que se encargan los adultos
que viven en distintos medio-ambientes), para que la sociedad perdure en su dinámica de
conservación de lo básico. Sin socialización no habría dinámica social, la sociedad habría que
entenderla o imaginársela como algo estático. Todo depende, entonces, de la filosofía, del
contenido y de los métodos empleados por los adultos en la socialización de los que vienen al
mundo, y de lo que hagan estos una vez que están básicamente socializados. Llegamos así a
uno de los principios más fundamentales para la consolidación y la orientación de una
Sociología de la Educación, es decir, construida a partir del núcleo temático que significa el
contenido del proceso de socialización.
Pero hay que tener en cuenta que los individuos se socializan en sociedades configuradas en
un sistema social, es decir, en un conjunto o totalidad social que está dotado de una estructura;
lo que supone que las partes de que consta no son independientes, sino interdependientes
entre sí; al mismo tiempo que son dependientes respecto a la «dinámica del todo social», cuya
propia dinámica tiene una «razón de ser» sistematizada o estructural. Lo que supone una
justificación, o si se quiere, una filosofía social de la vida que orienta, o educa, a los individuos:
la feudal, la capitalista, la socialista, la liberal, la neoliberal, etc.
El sistema social posee, por tanto, una «coherencia interna» que le da sentido y lo define. Y
así hablamos de sistema social en general, pero también hablamos de los diversos sistemas
sociales que lo conforman: el sistema educativo, el sistema económico, el sistema político, el
sistema de creencias, etc.
Y así, por ejemplo, hablamos del sistema escolar en una sociedad autoritaria o democrática,
subdesarrollada y dependiente o desarrollada; pero lo hacemos en simultáneo con otras
realidades sociales, (la familia, la economía, el tipo de estado, el gobierno político), en
definitiva, de la servidumbre institucional que tiene el sistema educativo con el sistema social.
Cuando se habla de servidumbre institucional de la escuela, o de la familia, o del sistema
educativo en general, no se puede perder de vista que estamos haciendo hincapié en la
«dinámica» de la sociedad. Lo mismo que decíamos de la libertad de los individuos, que era
«relativa», lo mismo podemos decir de las instituciones: ni están por completo al margen de la
sociedad ni son totalmente dependientes; su autonomía es también «relativa».
Durkheim fue de los primeros en destacar la implicación estructural del sistema educativo (y
la socialización estructurante que supone) y la necesidad de analizar dicha implicación en esa
relación recíproca con el sistema social; pero sin perder de vista las peculiares condiciones de
tiempo y lugar en que se concretan los sistemas sociales: «Si empieza uno por preguntarse cuál
debe ser la educación ideal, haciendo caso omiso de toda condición de tiempo y lugar, es que,
implícitamente, se admite que un sistema educacional no tiene nada de real por sí mismo […].
El conjunto de prácticas e instituciones educativas se han ido organizando paulatinamente con
el paso el tiempo y son solidarias de todas las demás instituciones sociales y las expresan […]»
(Durkheim, 1975).
Se acaba de decir que el sistema social tiene una estructura lógica interna; y conviene
precisar a continuación que esta estructura social, como fácilmente se puede observar, no es
amorfa o idéntica en sí misma, sino que está estructurada (o estratificada) en sistemas de
relaciones sociales que expresan posiciones de poder social en la dinámica social
correspondiente. Tradicionalmente se viene hablando de clases sociales, o de grupos sociales
de poder. Pero si queremos ver un ejemplo, quizá más gráfico, podemos imaginarnos una
ciudad con sus distintos barrios y calles que se «distinguen» por el valor social que los
ciudadanos le conceden, y así hablamos de suburbios o de zonas residenciales en los que
nacen los individuos y se educan y se mueven.
Pues bien, si nos educamos en una sociedad que ya en sí nos socializa y educa, tenemos que
decir también, y sobre todo, que nos educamos especialmente condicionados por las
peculiares estructuras sociales en las que cada uno nacemos, que están configuradas como
estructuras de poder. Y así se nace en una clase social baja o alta, y en la Edad Media o en siglo
XXI; o se nace en una zona residencial de la ciudad o en un suburbio. Y lógicamente los adultos
educan a los jóvenes en el ethos del marco de referencia de la sociedad en conjunto y en el
ethos del marco de referencia desde el que se sitúan. Es decir, cuando nos educan como niños
de suburbio nos educan también mediante la interiorización de lo que significa ser niño de un
barrio residencial.
La exposición que se ha venido detallando a lo largo de este capítulo conlleva una exigencia
empírico-positiva en el modo de abordar sociológicamente el sistema educativo, estudiándolo
tal y como es (o como creemos que es), y no como debería ser o nos gustaría que fuera, pues
esto es una cosa muy distinta a la exigencia epistemológica de la sociología. O lo que es lo
mismo, tenemos la obligación de hacer planteamientos ajustados a la realidad que
interpretamos, y de hacerlos desde el determinismo metodológico pertinente que nos obliga
conforme al oficio (de sociólogos de la educación) al que nos debemos. Es decir, nos vemos
obligados a hacer sociología (por ejemplo, como Durkheim o Weber), haciendo hincapié en el
agregado social en el que viven los individuos; y no en la Psicología o la Pedagogía, lo que sería
hacer otra cosa. Es el saber empírico aportado por el análisis sociológico el que nos interesa.
Debemos, por tanto, evitar el humanismo ingenuo, que al prescindir del significado de
sistema social y centrarse en los sujetos, supone no haber tomado conciencia y, por tanto,
eludir los condicionantes en los que se mueven dichos sujetos, con lo que la defensa de estos
es más ilusoria que real; es, sobre todo, ingenua. Debe quedar bien claro: la Sociología de la
Educación no anula a la Pedagogía, ni excluye la atención educativa a los escolares individuales;
al contrario, le proporciona argumentación teórica. Véase cómo Durkheim (1975), sociólogo de
la educación por excelencia, promueve la actuación educadora sobre los individuos: «[…] El
educador debe tener en cuenta el germen de individualidad latente en todo niño. Debe tratar
de favorecer su desarrollo, por todos los medios posibles a su alcance. En vez de aplicar a
todos, de una forma invariable, la misma reglamentación impersonal y uniforme, deberá, muy
al contrario, variar, diversificar los métodos según los temperamentos y las características de
cada inteligencia». Es decir, la Sociología de la Educación advierte sobre la tentación
pedagógica ingenua de creer que la educación y los individuos no están socialmente
condicionados y que de dicha socialización se puede prescindir. Pero la Sociología de la
Educación no anula a la Pedagogía, al contrario, la estimula para que actúe en consecuencia
con la finalidad educativa deseada. (La terminología «humanismo ingenuo» y «tentación
profética» ha sido aprendida de Pierre Bourdieu).
La sociedad sería la suma de individuos, o la simple suma, o nada más que el resultado
sumatorio de sus partícipes que aspiran al bien común del conjunto. Es como una
«consecuencia» de las sumas individuales, más o menos bondadosa, de la que cada uno
participa según su responsabilidad e implicación. Y ello sin considerar ningún tipo de
determinación social (del conjunto en cuanto tal o de las estructuras sociales como estructuras
de poder) sobre el individuo, que se desarrolla o debe desarrollarse sin ningún tipo de
fatalismo, excepto las trabas que uno mismo quiera ponerse para no llegar a donde otros lo
hacen.
El voluntarismo educativo
La educación es como una especie de talismán que todo lo puede y lo soluciona, sin tener
para nada en cuenta el cómo superar las barreras o trabas de la estructura social o de la
estructura de poder. Todos los males de la sociedad se solucionarían con más educación. Pero
sin decir cómo educar al «educador» que pone trabas a un desarrollo humano digno e impide
una educación para el progreso social. La pregunta es, por ejemplo: ¿cómo educar a los
«educadores» que reprimen a los pueblos, o mejor, a «sus» pueblos?
Y hay, evidentemente, unos voluntarismos más ingenuos que otros. El socialismo utópico e
igualitario (al que Marx pondría en su sitio epistemológico) creía que la sociedad era muy
injusta porque solo unos pocos accedían al bien social que era la instrucción: con escuelas para
todos, la sociedad sería un paraíso. Pero dicha escolarización era más bien una ley del deseo, o
un mero ejercicio de voluntad que no explicaba cómo transformar las estructuras para que el
cambio sea posible. Como si la educación fuera una cuestión de fe y por sí misma moviera
montañas. Al igual que cuando se dice que los oprimidos en estructuras sociales injustas
pueden alcanzar fácilmente, o casi proféticamente, el poder social mediante una educación
liberadora, pero sin decir cómo pueden conseguirlo sin tener el poder político o sin el recurso
de los movimientos sociales y de los grupos de presión para alcanzar dicho poder.
Pues bien, para infundir confianza respecto a la propuesta que se hace y para dejarla bien
fundamentada en lo que a «fuentes» se refiere, en consonancia con todo lo que aquí se ha
dicho, y a modo de colofón, véase a continuación cómo un sociólogo español de hoy y muy
reconocido (aconsejamos acudir siempre a los clásicos) define de un modo indirecto (es decir,
mientras hace su exposición sociológica general) ese núcleo temático que entendemos debe
conformar al discurso sociológico de la educación. En el contexto de un capítulo dedicado a «La
cultura y el proceso de socialización», y del apartado «Socialización, cultura y estructura social»
el sociólogo general Salvador Giner (1977) (para corroborar que este texto de Sociología es
todo un clásico, téngase en cuenta que se publicó por primera vez en 1969, con sucesivas
reediciones hasta hoy, convertido en un manual imprescindible para aproximarse a entender
una sociología general básica) dice: «Poco a poco, con castigos y premios —a menudo
mediante signos de aprobación y reproche no violentos— el primer grupo del niño comienza a
moldear su personalidad según sus valores y su imagen del mundo. Se le transmiten normas y
técnicas de conducta, se le enseña a aceptar una estructura social determinada. A su vez,
cuando el agente socializado haya interiorizado estos esquemas y se haya convertido en agente
socializador, es muy probable que inconscientemente coadyuve al mantenimiento de la cultura
y de la estructura social que de pequeño recibió. Por eso el proceso de socialización —el modo
de educar— es tan importante en la continuidad o discontinuidad de los sistemas sociales».
Este texto resume perfectamente bien la exposición que hemos venido haciendo. Y que de
alguna forma podría ser a su vez un buen resumen o «síntesis coherente» de esa Sociología de
la Educación clásica a la que tanto hemos recurrido, representada por Marx, Durkheim y
Weber. Ante la imposibilidad de hacer una explicación detallada de cada uno, nos vamos a
limitar a exponer únicamente los textos que consideramos más significativos, para ser tenidos
en cuenta en su singularidad y a su vez en la coincidencia de explicación empírico-positiva del
estudio sociológico de los hechos educativos.
— «[…] Y vuestra educación, ¿no está determinada por la sociedad, por las condiciones
sociales en que educáis a vuestros hijos, por la intervención directa o indirecta de la sociedad a
través de la escuela, etc.?».
— «La teoría materialista de que los hombres son producto de las circunstancias y de la
educación, y de que, por tanto, los hombres modificados son producto de circunstancias
distintas y de una educación distinta, olvida que las circunstancias se hacen cambiar
precisamente por los hombres, y que el propio educador necesita ser educado».
— «La educación es la acción ejercida por las generaciones adultas sobre aquellas que no
han alcanzado todavía el grado de madurez necesario para la vida social. Tiene por objeto el
suscitar y desarrollar en el niño un cierto número de estados físicos, intelectuales y morales
que exigen de él tanto la sociedad política en su conjunto como el medio ambiente específico
al que está especialmente destinado».
— «Por acción debe entenderse una conducta humana siempre que el sujeto o los sujetos
de la acción enlacen a ella un sentido subjetivo. La acción social, por tanto, es una acción en
donde el sentido mentado por su sujeto o sujetos está referido a la conducta de otros,
orientándose por esta en su desarrollo». […] «La acción social se orienta por las acciones de los
otros».
— Ahora no se cita un texto, sino una pequeña obra pero fundamental de Weber: El político
y el científico, donde se encontrará la explicación del valor de la ciencia en la orientación de las
prácticas sociales.
Biología y educación suenan más bien a palabras de difícil maridaje. Diríase, en efecto, que
rezuman un cierto antagonismo atribuible quizá al recuerdo de la propia experiencia escolar.
Educar supone ciertamente, en ocasiones, canalizar determinadas tendencias biológicas de los
individuos. Un sujeto «bien educado», tal como se ha entendido tradicionalmente, debe
«dominar» ciertas demandas de su biología. Escuela y vida natural se han percibido así a través
de los tiempos como realidades contrapuestas. No resulta extraño por ello que, entre lo
representado por cada uno de estos términos, se haya podido establecer de manera
inconsciente en cada uno de nosotros una cierta idea de enfrentamiento que ha contribuido a
enmascarar algo menos evidente: el acoplamiento que ha de existir entre la educación del
individuo y su biología para promover el adecuado aprovechamiento de sus potencialidades y
la armónica relación de aquel con el medio ecosociocultural en que se ha de desenvolver.
Sin embargo, aunque, entre otros, los autores antes mencionados consideraron el interés
que para la Pedagogía tenían ciertos contenidos biológicos (la herencia, la higiene, la fisiología
sensorial y motora, etc.), la mayoría apenas incidió hasta épocas muy recientes en la necesidad
de establecer un diálogo interdisciplinar para la comprensión de los problemas educativos, ni
se planteó, por ejemplo, las significadas relaciones de la Biología con el campo de lo mental.
Las influencias cartesianas se hacían sentir al respecto. El cuerpo-máquina era entendido, por
lo común, al margen de la «cosa pensante» y por ello el pedagogo tendía a «considerar la
actividad educativa separada en gran parte de lo orgánico-biológico situándola en el ámbito de
lo psíquico y espiritual» (Aselmeier, 1983). De esta manera, lo que los teóricos venían a reflejar
en sus clasificaciones de las Ciencias de la Educación era más bien una multidisciplinariedad
escasamente cooperativa, que no una interdisciplinariedad dialogante y enriquecedora.
Uno de los grandes méritos, no obstante, de la Pedagogía moderna es haber nacido, a partir
de la obra de Herbart (1776-1841), con una clara vocación interdisciplinar. Para el que fuera
precursor de la Pedagogía como ciencia, la actividad educativa dependía, efectivamente, del
diálogo entre la Filosofía práctica y la Psicología. Al parecer, menos preocupado que algunos de
sus correligionarios, contemporáneos o actuales, por los «corsés» epistemológicos y el estatuto
de autonomía científica de la Pedagogía, Herbart concibió que el proyecto «educar» precisaba
del recto establecimiento de unas finalidades (Ética) y de los medios (conocimientos
psicológicos) necesarios para alcanzarlas. En este sentido, el pensamiento herbertiano
sintonizó «pragmáticamente» de manera notoria con cierta concepción de la actividad
científica actual, que sabe de la carencia de autonomía que presenta cualquier disciplina para
encarar la complejidad y de las dificultades que les plantea a muchas de ellas, pese a sus
evidentes realizaciones y la legitimidad de los conocimientos que transmiten, una «adecuada»
fundamentación epistemológica en términos positivistas.
De los dos tipos de vinculación comentados entre las diferentes disciplinas biológicas y la
Pedagogía, obviamente, el que presenta mayores dificultades de realización es el de la
transdisciplinariedad. Supone, de inicio, dominar un cierto lenguaje básico
biológico/pedagógico, relativo a las respectivas formas de describir los hechos objeto de
estudio, que facilite la comunicación y permita eliminar o matizar las diferencias conceptuales
observadas. Asimismo, ese lenguaje compartido ha de servir para detectar las referencias a
unos mismos términos que se utilizan, no obstante, con significado dispar, o para describir
ciertas limitaciones teóricas.
Pero quizá las dificultades mayores para una colaboración transdisciplinar no sean tanto de
origen procedimental como psicológico. Es decir, de superación de los prejuicios con que se
contemplan, a veces, los distintos ámbitos del conocimiento, de eliminación de los
sentimientos de «territorialidad» disciplinar, de aceptación del uso de un lenguaje compartido
que inicialmente genera inseguridad, etc. El desarrollo de la ciencia actual y la búsqueda
transdisciplinar de comprensión de los problemas políticos, económicos, ecológicos, etc., en
ciertos foros internacionales revela, no obstante, que esa mentalidad sistémica puede ser
conseguida a un nivel lo suficientemente aceptable como para animar a la formación de
equipos interdisciplinares de investigación.
Si bien determinadas concepciones filosóficas del hombre consideran que aquello que
define realmente a este no forma parte de la Naturaleza, entendemos que tanto el
componente biológico del individuo como el sociocultural contribuyen a explicar al sujeto de la
educación. Y que, como señala Bunge (1985), cualquier intento de aproximación a la realidad
humana que ignore alguna de sus dimensiones constituye un ejercicio reduccionista
«condenado al fracaso» que, obviamente, va a comprometer el éxito del proceso educativo. En
los seres humanos los planos biológicos, psicológicos y sociológicos no se emancipan,
efectivamente, unos de otros sino que interactúan y se complementan. Por ello, ni la
comprensión de los comportamientos de los sujetos ni de sus procesos mentales debiera ser
abordada haciendo abstracción de cualesquiera de los componentes que nos caracterizan.
La extraordinaria capacidad de aprendizaje del ser humano puede hacernos pensar
ingenuamente que nos acomodamos por igual a cualquier tipo de influencia socioeducativa. La
diversidad de culturas y de formas de relación que se dan en las diferentes comunidades del
planeta parecen justificar sobradamente esta primera impresión. Pero la experiencia médica,
psicológica o pedagógica permiten, no obstante, evidenciar su inexactitud. La salud de los
individuos, sus capacidades de actuación así como sus posibilidades de aprender tienen mucho
que ver, en efecto, con la forma y el momento en que el medio ecológico y sociocultural incide
en la biología de aquellos. Saber acerca de esta nos ofrece la posibilidad, en consecuencia, de
poder estructurar el entorno adecuado para que cada individuo pueda desarrollar sus
potencialidades y acceder a las metas educativas previstas.
El educador puede contemplar, pues, con razonable optimismo, desde lo biológico, las
posibilidades de asimilación que nos ofrece la mente humana a condición de que las
estrategias educativas se adecuen en el tiempo y en la forma a los requerimientos de aquella.
La acción pedagógica se caracteriza, precisamente, por saber sintonizar con la organización
estructural del cerebro en términos de experiencia observable y ser capaz por ello de
desencadenar los cambios comportamentales que se corresponden con ciertos objetivos
educativos. Sin duda, a los efectos de mejor concebir esas acciones desencadenantes, ha de
resultar esclarecedor comprender la naturaleza de los condicionantes históricos-evolutivos que
inciden en los sujetos. La Biología puede aportar al respecto sus conocimientos acerca del
cómo afectan las huellas dejadas por la experiencia filogenética en el comportamiento y la
cognición del hombre. Unas trazas históricas que solo podrán ser puestas de manifiesto, y en
muchos aspectos reorganizadas, a partir de la actuación reveladora y moldeadora del medio
sociocultural. En lo educativo ese conocimiento puede permitir entrever mejor las estrategias
pedagógicas que se adecuen al pleno desarrollo del potencial humano.
Los conceptos tienen una gran importancia en Biología, y no únicamente para hacer
referencia, mediante las abstracciones mentales que conllevan, a determinados objetos o
fenómenos, sino también para la elaboración de teorías. Cuando se dice que los conceptos
adquieren esa notoria relevancia en Biología, no se quiere significar, claro está, que no la
tengan en cualquier otra disciplina, sino advertir que en relación a la ciencia por «excelencia»,
la Física, la Biología utiliza un campo conceptual más amplio, y que lo aplica también en mayor
medida que esta a sus construcciones teóricas.
En cualquier ámbito del conocimiento, los conceptos están sujetos a procesos evolutivos (de
ampliación y profundización de sus significados) y también a eventuales extinciones. Esta
dinámica evolutiva permite, con el descubrimiento de nuevos hechos, una progresiva mejor
correspondencia entre lo conceptualizado y la realidad fenoménica abstraída. Aunque también
provoca, a menudo, confusiones derivadas del distinto significado que se otorga a los términos
empleados incluso por quienes se dedican a una misma parcela de conocimientos. La crítica
que en ocasiones se formula en relación a las dificultades de entendimiento que plantea el
diálogo interdisciplinar olvida con frecuencia que parecidos escollos semánticos se presentan
dentro de un mismo territorio disciplinario. Cabe aceptar, eso sí, que tales dificultades para la
comunicación se acentúan en el intercambio interdisciplinar, pero no que sean privativos del
mismo. El diálogo siempre demanda un esfuerzo para eliminar todo aquello (actitudes, errores
de interpretación, etc.) que obstaculiza el libre fluir de las ideas. Sin embargo, el esfuerzo
merece la pena porque permite, en la mayoría de los casos, obtener una mejor comprensión
de la que individualmente se logra en el estudio de un determinado objeto de conocimiento.
La Pedagogía dispone, obviamente, de un lenguaje propio para referirse a los problemas que
analiza. Se dice, con alguna frecuencia, que esa conceptualización pedagógica resulta
particularmente «vaga» y «ambigua» (Brezinka, 1990). O sea, que adolece de una significación
precisa y unívoca para las expresiones que utiliza. No cabe, no obstante, exagerar esas críticas.
En primer lugar, porque el desarrollo conceptual se corresponde, lógicamente, con el
disciplinario, y la Pedagogía es una ciencia joven. La historia de las ciencias nos ilustra
sobradamente acerca de la vaguedad terminológica empleada inicialmente por disciplinas que
hoy nos parecen bien consolidadas y, entre ellas, la propia Biología. En segundo lugar, porque,
en relación a la naturaleza compleja de los asuntos que aborda, la Pedagogía está obligada a
utilizar un marco conceptual de elevada plasticidad que le permita incorporar lo significado por
el descubrimiento de nuevos hechos. No se olvide que la complejidad siempre está expuesta a
la imprecisión y a las delimitaciones borrosas.
La plasticidad de las conexiones nerviosas varía, en efecto, con la edad y el ejercicio de las
mismas, además de presentar fluctuaciones locales en función de la clase de aprendizajes, la
madurez y el sexo de los individuos, etc. Por otra parte, en esa correspondencia entre
educabilidad y plasticidad, se ha de apreciar la circunstancia de que la posibilidad de
desarrollar elaboradas abstracciones, depende tanto más de lo ya aprendido que de la
plasticidad. Es decir, no es el niño (máxima plasticidad cerebral) quien en mejores condiciones
está respecto al adulto (menor plasticidad) para adentrarse en las sutilezas de la Filosofía. Así
pues, desde la Biología de la Educación, el concepto de educabilidad podría establecerse en
términos de «aptitud dinámica para adquirir conocimientos (modificar conductas) en
correspondencia con la plasticidad del cerebro y los aprendizajes ya establecidos».
La Pedagogía, sin embargo, que podría dar por buena dentro de su ámbito esa idea de
deseable «correspondencia estructural y operativa» con el medio físico y sociocultural,
incorpora a la adaptación otros matices que, en nuestra opinión, son esenciales para captar su
sentido educativo. El primero de ellos es el referente axiológico que, sin duda, contempla la
adaptación en su versión socioeducativa. Esta, a diferencia de lo que ocurre en el universo
biológico, no siempre es valorada positivamente. Depende de a qué se ha adaptado el sujeto
para que la expresión adquiera unas tonalidades elogiosas o peyorativas. El segundo de estos
matices esenciales en la acepción pedagógica de la adaptación es su referencia a un proceso
que admite en todos los casos, comparaciones con una cierta escala de idoneidad. Los
individuos, para el educador, pueden estar «mejor» o «peor» adaptados (incluso no
adaptados) a un ambiente concreto y manifestarlo así mediante diversas variaciones
fisiológicas y comportamentales.
En los últimos años, precisamente los avances en Neurobiología han llamado especialmente
la atención del pedagogo por su importancia para la comprensión de los procesos de
aprendizaje y el conocimiento de las características de nuestro sistema cognitivo del que
depende, en definitiva, la elaboración de las pertinentes estrategias educativas.
INTRODUCCIÓN
La Psicología de la Educación es una ciencia relativamente joven que lucha todavía por
consolidarse definitivamente en el cuadro de las ciencias humanas. No es fácil encontrar una
ciencia que haya despertado tantas expectativas como las que un día surgieron en torno a esta
disciplina. ¿Qué es la Psicología de la Educación? La mejor forma de responder a esta pregunta
es indagar en su propia historia. Detrás de esta respuesta surgen inevitablemente otras
preguntas acerca del concepto, enfoque, contenido, valor y sentido de futuro que irán
encontrando respuesta a lo largo de este capítulo.
La historia de la Psicología de la Educación está todavía por hacer. De ahí que haya que
utilizar como fuentes las historias generales de la Psicología, que solo hacen referencia a ella de
una manera marginal y transitoria (Boring, 1950), o a las historias de la educación, donde se
encuentran muchos más datos pero con un tratamiento insatisfactorio. Por otra parte, los
manuales de Psicología de la Educación pasan por alto este apartado o le dedican unas cuantas
líneas de entrada.
Muy cerca ya de la aparición de la Psicología de la Educación hubo dos grandes figuras que
interpretaron la educación y sus problemas en términos psicológicos, haciendo que la
educación abandonara sus reflexiones filosóficas y se acercara cada vez más a los
planteamientos científicos, es decir, que marcara la línea divisoria entre Ciencia y Filosofía:
Pestalozzi y Herbart. Pestalozzi (1745-1827), aunque influido por Rousseau, cuyo sistema
educativo estaba basado en la idea de vuelta a la naturaleza, afirmó, sin embargo, que la
reforma del ambiente no bastaba y, por consiguiente, se necesitaba la acción educativa. Su
doctrina imprimió un cambio profundo en la formación del profesorado al interpretar la
educación como un proceso de desenvolvimiento interior, minimizando los procedimientos
memorísticos tan frecuentes en su época, y logrando así cambiar sustancialmente la política de
la formación del profesorado.
Sin embargo, fue Binet (1857-1911) el que desarrolló el primer test de inteligencia individual
al construir, en colaboración con Simon, en 1905, una escala métrica de la inteligencia
compuesta por una serie de tests con los items dispuestos en orden de dificultad creciente y
relativos a distintos niveles mentales. Los tests abarcaban diversas tareas como coordinación
visual, repetición de sentencias y conocimiento de objetos, es decir, procesos mentales
complejos.
A Dewey se debe la idea de buscar una ciencia puente entre la Psicología y la práctica
educativa —la Psicología de la Educación— cuyo programa expuso en su discurso como
presidente de la APA. Junto con James fue uno de los fundadores del funcionalismo, cuyo
espíritu quedó reflejado en su famoso artículo «The Reflex Arc Concept in Psychology». Fue
también uno de los promotores del movimiento de educación progresista —una especie de
aplicación de la higiene mental a la educación— que tuvo su origen en la Psicología y se
centraba en los intereses personales, factores sociales y actividades prácticas. Su famoso
método de aprendizaje by doing ha sido una de las orientaciones más influyentes en los
diversos movimientos de renovación educativa. Dewey fue un firme defensor de las técnicas
centradas en el niño y de los sistemas escolares cooperativos.
Según Watson (1961) los logros de este periodo de la Psicología de la Educación han sido,
entre otros: a) la organización de cursos sobre el estudio del niño que posteriormente fueron
tomando la denominación de Psicología de la Educación a partir del libro de Thorndike; b) el
comienzo de los estudios universitarios de educación (la primera cátedra se creó en Iowa en
1873, a la que se unen otras muchas), así como la creación de diversos departamentos de la
ciencia de la enseñanza en Michigan en 1879; c) el comienzo de la medida del rendimiento, con
la publicación de los trabajos de Rice (1897), constatando la falta de correlación entre
rendimiento y tiempo empleado, atribuyendo las diferencias encontradas a la calidad de la
enseñanza; d) la demostración de la posibilidad de controlar y medir el aprendizaje, de acuerdo
con los estudios de Ebbinghaus (por estos años se habían estudiado ya las variables más
importantes del aprendizaje, como diferencias de edad, distribución de la práctica,
conocimiento de los resultados, grado de organización del material, la interferencia y el
transfer); y e) la publicación del primer manual de Psicología de la Educación, por parte de
Hopkins, en 1896. Con todo, los dos rasgos más destacados de este periodo son el deseo de
aportar datos objetivos a la simple acumulación de opiniones, y el convencimiento de que la
Psicología de la Educación podía progresar a través de la investigación cuantitativa y de la
medida.
El planteamiento de Thorndike es todavía actual: «Dados estos niños que tienen que
cambiar, y este cambio que tiene que realizarse, ¿cómo hay que actuar? o, de otra forma, dado
este material instruccional y estos objetivos educativos, ¿qué medios y métodos debemos
utilizar?». Aquí tenemos planteados ya los tres principales problemas que aborda actualmente
la investigación educativa: cómo valorar el conocimiento de un sujeto, cómo formular objetivos
instruccionales y cómo facilitar el proceso de adquisición de conocimientos. La interpretación
de la Psicología de la Educación como aplicación de los métodos y resultados de la Psicología a
los problemas educativos es distinta a la de Dewey, que buscaba una ciencia puente entre la
Psicología y la práctica educativa.
Thorndike cifró tantas esperanzas en la Psicología de la Educación que llegó a afirmar: «Con
la Psicología de la Educación llegaremos a ser dueños de nuestros espíritus como lo somos a
través de otras ciencias de la luz y el calor; es más, con ella llegaremos a conocer todos los
hechos sobre la conducta de cada uno, la causa de los cambios operados en la naturaleza
humana y los resultados que produce una determinada influencia humana».
Un dato de especial interés es la aparición, durante este periodo, de los primeros tests de
rendimiento. Un alumno de Thorndike, Stone, publicó en 1908 un test de aritmética
considerado como el primer test estandarizado de rendimiento. Aunque fueron recibidos con
bastantes reticencias, los tests de rendimiento acabaron por ser reconocidos, sobre todo a
partir de 1915 en que el National Council of Education se declaró rotundamente a su favor. De
esta forma la investigación educativa podía mostrar como rasgos característicos la objetividad y
la medida. Mientras, las raíces del estudio científico de la educación estaban en Europa y el
impulso por la medida en educación surgía con fuerza en las instituciones americanas.
Así como las décadas de 1910 y 1920 fueron las de los tests, la década de 1930 fue la del
análisis factorial, llegándose a interpretar el éxito de las actividades humanas como debido a la
combinación de unas cuantas aptitudes primarias. Desde la década de 1920 hay un aumento
del número y clases de tests de rendimiento y, lo que es más importante, con la publicación de
los tests de rendimiento de Stanford se establecen ya medidas comparables de rendimiento en
varias materias escolares. Además, aparece ya el concepto de evaluación, que constituye una
interpretación de la medida de progreso del alumno, no ya en términos de simple rendimiento,
sino en relación con determinados objetivos sociales, sustituyendo así una escala de valor por
una escala de pura medida.
Es verdad que tanto Thorndike como Dewey, aunque tenían concepciones distintas respecto
a la interpretación de esta disciplina (Thorndike abogaba por una aplicación directa de la teoría
psicológica a los procesos de enseñanza, mientras Dewey postulaba la necesidad de una
ciencia puente entre la ciencia de la conducta y la práctica educativa), ambos estaban
convencidos de que el desarrollo de una ciencia de la conducta humana era imprescindible
para el fortalecimiento de la profesión educativa, ya que ciencia y práctica se necesitan y
complementan mutuamente. A pesar de todo, Psicología y educación comenzaron a separarse,
preocupadas como estaban cada una por formalizar su propia disciplina, refugiándose la
Psicología en el trabajo experimental de laboratorio —empeñada en tareas de naturaleza
teórica y alejada de todo problema educativo— mientras la Psicología de la Educación se
enfrentaba con problemas esencialmente prácticos como la formación del profesorado o los
métodos de instrucción, descuidando las raíces de carácter científico que debían alimentar la
acción educativa y limitándose a extrapolar de la teoría del aprendizaje los principios rectores
aplicables a la instrucción.
La complejidad del estudio de la Psicología obliga, pues, a realizar una apertura a distintos
puntos de referencia epistemológica que podrían proyectarse con provecho sobre nuestra
disciplina. Estos puntos de referencia obligada son los que a partir de la década de 1950 han
llevado a la Psicología de la Educación a una situación de privilegio en el cuadro de las Ciencias
Sociales, al menos por lo que corresponde al campo de la investigación. Responsables de esta
época dorada han sido los estudios relacionados con el paradigma de la Psicología cognitiva,
los trabajos experimentales que siguen el paradigma del condicionamiento operante de
Skinner, así como los enfoques psicosociales y ecológicos; todos juntos dan lugar a cuatro
grandes líneas de fuerza y marcan la dirección de una brillante actividad investigadora.
ORIENTACIÓN COGNITIVA
El simposio organizado por Resnick en el año 1976 sobre la inteligencia aborda la naturaleza
de los procesos cognitivos y adaptativos inherentes a la inteligencia, pasando de estudiar la
inteligencia como ejecución al estudio de los mecanismos mentales, reconociéndose la
necesidad de construir tests mentales basados en procesos psicológicos intrínsecos. En la
conferencia de 1976 organizada por Klahr sobre conocimiento e instrucción, se define como
finalidad de la instrucción conseguir la competencia del estudiante y desarrollar las estructuras
cognitivas que distinguen al experto del principiante. Un año más tarde, Anderson convoca un
encuentro para examinar los temas de la adquisición, organización, recuperación y utilización
del conocimiento, destacándose la necesidad de un nuevo constructo, el esquema, como
elemento primario y esencial en los procesos de aprendizaje, ya que el parámetro
determinante de lo que una persona puede aprender en una experiencia educativa es su
estado de conocimiento. La conferencia dirigida por Lesgold en 1978 estudió la forma en que la
Psicología cognitiva podía contribuir al diseño y control de la instrucción, desarrollando temas
como aprendizaje, comprensión, procesos perceptuales y de memoria en la lectura, solución
de problemas y desarrollo cognitivo. El simposio organizado por Snow en 1980 sobre aptitud,
aprendizaje e instrucción informa acerca de la necesidad de conciliar la Psicología experimental
y correlacional, centrándose no solo en las variables organísmicas y de tratamiento, sino
también de interacción. Aquí aparecen los nuevos modelos de aprendizaje y la instrucción
individualizada.
En realidad, la orientación cognitiva ha tratado de recuperar áreas de estudio olvidadas por
el conductismo, trata de predecir y controlar la conducta pero, también y sobre todo, de
explicarla; opera con mecanismos de carácter interno más cercanos a los modelos de
procesamiento de información, y atribuye el cambio de conducta no tanto a sucesos externos
del ambiente como a ciertas estructuras mentales complejas y determinados mecanismos de
carácter interno.
ORIENTACIÓN CONDUCTISTA
El modelo skinneriano está basado en la ejecución, en lo que la gente hace; utiliza los
principios extraídos de la investigación de laboratorio para modificar la conducta; utiliza
medidas directas de la conducta y el análisis experimental para evaluar la eficacia del cambio, y
está interesado en la mejora de la conducta social relevante.
Los procedimientos del modelo skinneriano descansan sobre dos principios: a) la frecuencia
de una respuesta depende de las consecuencias que tiene esa respuesta; y b) el entramado de
la conducta consiste en una serie de relaciones funcionales entre la respuesta del organismo y
su ambiente. Conocer esas relaciones es conocer las causas de esa conducta, pudiendo así
controlarla y predecirla.
ORIENTACIÓN PSICOSOCIAL
La tercera fuerza, además de aplicar los principios psicosociales a los problemas educativos,
aborda los temas que interesan al funcionamiento social de los individuos y grupos en el
ambiente escolar. La orientación psicosocial se presenta, además, como una posición
intermedia a modo de síntesis integradora que supera la posición extrapersonal del
conductismo y la posición intrapersonal de la orientación cognitiva, para centrarse en una
posición interpersonal. No solo se trata en este caso de considerar la vertiente social del
estudiante (actitudes, valores, locus de control o expectativas), sino, sobre todo, de comprobar
el modo en que afectan las relaciones interpersonales dentro de la clase a la conducta escolar
de los estudiantes.
ORIENTACIÓN ECOLÓGICA
Por último, hay que considerar la orientación ecológica. Las influencias teóricas vienen de
muy lejos (Koffka y Lewin), pero de forma inmediata arrancan de las corrientes de la Psicología
ecológica (Barker, 1968), y de la Psicología ambiental que se han proyectado en el campo de la
educación (Bronfenbrenner, 1976; Moos, 1974,1979), desplazando la atención de los
investigadores desde la consideración de las características individuales a la consideración del
escenario de la conducta escolar.
En los últimos años se han hecho diversos análisis de los contenidos de la Psicología de la
Educación. Mayor (1981) ha hecho un análisis de los manuales de mayor aceptación con los
siguientes porcentajes de páginas: aprendizaje (22,57), desarrollo (15,36), evaluación (9,35),
cuestiones introductorias, (8,99), situaciones educativas (8,18), razonamiento (6,68), ajuste y
desajuste (4,77), motivación (4,26), personalidad (4,01) y otros.
En este sentido, la Psicología de la Educación estudia los problemas vivos que están
relacionados, en primer lugar, con el sujeto que aprende y, después, con los procesos de
crecimiento y desarrollo. Como señala el Diseño Curricular Base, el primer principio de toda
intervención educativa es tener en cuenta el momento evolutivo en que se encuentra el
estudiante. Para enseñar efectivamente, el profesor debe comprender a los alumnos que tiene
delante. La Psicología de la Educación nos enseña lo que son los alumnos. No tratamos con
piezas de barro o piedra, sino con seres humanos, vivos y reales. Cada ser humano es único y,
sin embargo, es como algunos otros seres, y como todos los seres humanos. Pero esto, que es
lógico, se olvida luego en la realidad.
A medida que los alumnos cambian de edad, los procesos por los cuales aprenden también
cambian. Así, a medida que los niños se hacen mayores, sus capacidades para comprender
ideas más complejas y abstractas aumentan considerablemente. En este sentido, cuando los
individuos cambian en sus habilidades para hablar, pensar y resolver problemas, los métodos
de enseñanza eficaces cambiarán también. Muchos cambios evolutivos son el resultado de la
edad biológica y producen las semejanzas observadas en los estudiantes de la misma edad. Por
eso los adolescentes responderán ante un fenómeno determinado de manera diferente a como
responderán los niños, los estudiantes universitarios o los adultos. En otros casos, los cambios
son el resultado de las condiciones ambientales; por ejemplo, la forma en que abordará un
problema escolar un estudiante de clase baja será diferente a la de un estudiante de clase alta.
En segundo lugar, además de estudiar los problemas relacionados con el sujeto que
aprende, estudia también los relativos al sujeto que enseña, el profesor. El profesor debe
conocer los principios que aseguran los buenos resultados del aprendizaje. Esos principios
reconocidos como efectivos con el tiempo son identificados, probados y revisados para
asegurar su eficacia en la clase. La enseñanza exige planificación, diseño y también evaluación
para comprobar si los objetivos planificados se han cumplido o no y en qué medida.
En tercer lugar, los contenidos del aprendizaje y de la enseñanza —el currículum— es otro
de los grandes núcleos temáticos a considerar, especialmente desde el punto de vista de los
procesos implicados en su adquisición.
Por último, hay que tener en cuenta el medio o contexto en el que se enseña y aprende:
aula, colegio, familia, distrito y sociedad (Beltrán et al., 1987).
Coll (1989) señala tres alternativas. La primera alternativa, la dependencia, supone que la
Psicología de la Educación queda reducida a la recopilación de leyes, teorías, paradigmas y
métodos considerados relevantes para la educación y que tienen su origen en la Psicología
básica. La versión radical de esta posición implica la idea de extrapolación, es decir, que los
resultados de las investigaciones estrictamente psicológicas se pueden extrapolar a la situación
educativa. Un caso paradigmático sería el análisis experimental de la conducta que permite la
creación de una verdadera tecnología educativa. Una versión más moderada sería la
traducción, en el sentido de que las teorías psicológicas no son directamente extrapolables a
las situaciones educativas y hay que traducirlas; estas teorías psicológicas debidamente
modificadas en función del contexto educativo se utilizan como hipótesis para orientar la
práctica educativa. Un ejemplo sería la Pedagogía operatoria (Psicología genética).
La tercera alternativa supone una posición superadora de los dos extremos anteriores: la
interdependencia. Propone que la mejor manera de construir valores psicoeducativos es tomar
las teorías psicológicas básicas (aprendizaje, desarrollo, o personalidad) como condiciones
necesarias, pero no suficientes, para el desarrollo de la Psicología de la Educación. De esta
forma, las teorías de la enseñanza deben contemplar como ingredientes los procesos de
aprendizaje y de desarrollo, pero ni se pueden limitar a ellos ni se pueden deducir
mecánicamente de los mismos.
Por eso, estamos de acuerdo con Ausubel cuando señala un tipo de investigación capaz de
generar leyes de carácter general dentro del marco establecido por el proceso de enseñanza-
aprendizaje que permita a la Psicología de la Educación autonomía suficiente para definir su
propia identidad. Pero conviene añadir un matiz esencial, y es que la Psicología de la Educación
debe poder moverse libremente a lo largo de todas las estrategias accesibles a cualquier
ciencia aplicada, investigando unas veces en el nivel de la ciencia básica y, por lo mismo,
buscando la creación de conocimientos, otras veces planteando problemas específicamente
educativos, tratados en clave de ciencia básica a través de experimentos educativos y, por
último, estudiando problemas educativos en el nivel en que se producen —dentro de las
situaciones escolares— siendo esta modalidad predominante, incluso definitoria, pero no
exclusiva.
Con relación al problema de los límites, pensamos que la Psicología de la Educación debe
estudiar todas las situaciones educativas y debe intentar aplicar todos los hallazgos de la
ciencia a cada una de ellas. Es decir, no debe limitarse al contexto de la situación educativa
formal, sino ampliarse a todas las situaciones en que se produzca un proceso de enseñanza-
aprendizaje.
CONCLUSIÓN
En este breve capítulo se ha intentado describir de forma muy concisa las etapas de la
Psicología de la Educación desde sus comienzos hasta su afianzamiento definitivo: las raíces, el
comienzo, la constitución formal y su consolidación. Asimismo, se ha planteado el problema de
su definición, problema que se agrava por tratarse de una ciencia que tiene dos frentes, la
Psicología y la educación, inclinándose por definirla como una ciencia que tiene como objeto
de estudio la conducta que cambia como resultado de la práctica educativa —es decir, la
conducta en situaciones educativas— y que se expresa claramente a través de un eje central, el
proceso de enseñanza-aprendizaje.
Dada la naturaleza compleja del objeto de estudio de esta ciencia (la conducta humana), no
pueden limitar su campo de mira uno u otro de los muchos enfoques psicológicos posibles:
conductista, cognitivo, etc., sino que deben considerarse todos ellos ya que enriquecen el
horizonte de la Psicología de la Educación. Esto implica reconocer la necesidad de un
pluralismo epistemológico y un estatus diversificado.
En la actualidad hay entre los especialistas un fuerte movimiento que pretende clarificar la
identidad de la Psicología de la Educación configurándola como una ciencia independiente, no
simplemente aplicada, que tiene como objeto de estudio la conducta humana en situaciones
educativas. De esta forma, puede abordar por sí misma la investigación de los problemas
planteados en el terreno de la educación sin esperar a que la psicología descubra algunas
soluciones que puedan luego ser aplicadas al campo educativo. La Psicología de la Educación
es, a la vez, un arte que tiene que ver con los sentimientos, emociones y valores del que
enseña bien. Pero también es una ciencia que genera y utiliza los conocimientos científicos
para ayudar a los estudiantes a aprender y, sobre todo, a aprender a aprender.
• Saber científico, empírico y social; es decir, es una de las llamadas «Ciencias Sociales».
LA ECONOMÍA DE LA EDUCACIÓN
Segunda etapa (1971-): se caracterizó por una mayor y más rigurosa cientificidad, junto con
otro fenómeno paralelo que fue la fórmula I+D. Tanto es así que ha podido hablarse de una
segunda generación de economistas de la educación, que abandonan, en parte, el vocabulario
econométrico para hablar de las planificaciones y del cálculo de beneficios. Cabe igualmente
reseñar las voces discordantes contra la teoría del capital humano, sobre todo, como es lógico,
del lado más radicalizado de la izquierda, anterior a 1989. Una prueba del rigor científico es la
presencia de la Economía de la Educación en los Thesaurus y la aparición de dos publicaciones
periódicas: Economics of Education Review (1982) y Education Economics (1993).
Desde 1992, alguno de los países de nuestro entorno ha creado la Asociación de Economía
de la Educación, que celebra anualmente jornadas, gracias al impulso de profesores e
investigadores en este ámbito.
PLANIFICACIÓN DE LA EDUCACIÓN
La planificación educativa en esta primera etapa floreció, sobre todo, en los países del Cono
Sur. En 1956 se celebró en Lima la II Reunión Interamericana de Ministros de Educación. Al año
siguiente, Gabriel Betancourt Mejía, Ministro de Educación colombiano, presentó en su propio
país el «Informe del Proyecto para el Primer Plan Quinquenal», de gran difusión y avalado por
la UNESCO, que había enviado a sus técnicos asesores. En 1958 la UNESCO y la OEA se
solidarizaron para celebrar el Seminario Internacional sobre Planeamiento Integral de la
Educación en Washington. En 1962 se celebró en Santiago de Chile la Conferencia sobre
Educación y Desarrollo Económico y Social de América Latina. Por fin, conviene añadir que en
las décadas de 1960 y 1970 la planificación educativa se extendió por la mayoría de las
naciones latinoamericanas, las cuales confeccionaron su «mapa escolar» y crearon el
CINTERPLAN (Centro Interamericano de Estudios e Investigaciones para la Planificación de la
Educación), que promocionó la formación de doctores especialistas en planificación (México,
Colombia, Chile y Costa Rica).
• Universalidad, porque una buena planificación puede abarcar varios programas, y estos
varios proyectos.
• Tecnificación, es decir, los integrantes del equipo han de dominar las técnicas propias de
su especialidad.
La segunda etapa (1975- ) sobresalió por cierto escepticismo ante la planificación educativa,
al advertirse en ella serios defectos; pero, a pesar de todo, el empeño de los técnicos consiguió
que se distinguiera por:
• Primacía política.
A pesar de las notorias diferencias entre las dos etapas históricas y las concepciones teóricas
de la planificación educativa, coinciden las más en la secuenciación a seguir:
• Aprovechar todos los datos sobre la enseñanza presente para promover el progreso y el
cambio.
• Conocimiento de los recursos económicos que permitan al país soportar los gastos
corrientes y de capital dedicados a la educación.
COSTOS
Costo significa el precio por el que se compra una cosa —costo directo—; o el menoscabo —
costo indirecto— que ocasiona determinado acontecimiento. Tratándose de la educación, el
costo directo es la cantidad económica por ella pagada; y el indirecto la «carga económica» o
pérdida de un salario a cambio del trabajo, que se abandona por dedicarse, a tiempo completo
o parcial, al estudio, cuando este se realiza en edad adulta y/o laboral.
Todo costo supone un «gasto», que puede ser «consumo» o «inversión». El costo de la
educación es consumo si satisface una necesidad (la de información y aprendizaje) y no tiene
repercusión positiva alguna en la mejora salarial o económica de cualquier índole. Es inversión
si se gasta en ella una cantidad de dinero, con la esperanza de obtener un beneficio,
susceptible de ser medido en términos de dinero efectivo, que permite rescatar el capital
invertido, de producir un ingreso y de realizar una función social. El inversor ha de correr un
riesgo desconocido, aun asesorándose de especialistas en estos asuntos; también si se invierte
en educación. Los economistas de la educación se pronuncian a favor de la tesis que considera
«inversión» el costo de la educación, sin negar que a veces y/o parcialmente puede ser
también consumo.
El costo directo de la educación resulta de sumar los gastos corrientes o fijos y los costos de
capital. Son corrientes o fijos los gastos en personal, en bienes y servicios y en amortizaciones e
intereses de préstamos; y son de capital las inversiones en terrenos, edificios, etc., los activos
financieros (concesiones de deudas, préstamos, adquisición de acciones) y los pasivos
financieros (amortización de deudas, devolución de depósitos...).
El costo indirecto de la educación agrava aún más los costos porque en edad laboral se deja
de percibir sueldo/salario o beneficios como autónomo, por dedicarse al estudio y no al trabajo
productivo. En términos generales, este costo indirecto es común a los estudios universitarios y
a la Formación Profesional, si se tiene ya edad de haber entrado en el mercado de trabajo. En
estos casos, el costo indirecto suele ser mayor que el directo. Resulta difícil, por no decir
imposible, calcular el costo del alumno, en cada uno de los niveles y de las modalidades
educativas, dada la disparidad monetaria en los países de habla hispana y su convertibilidad en
dólares. Sí puede afirmarse, en general, que la devaluación y la inflación explican su evolución
alcista, en los quince últimos años. Sabemos que el costo real de los alumnos de la enseñanza
pública y la privada suele ser menor en esta, aunque la de aquella corra mayoritariamente a
cargo del Estado.
Un costo añadido es el del fracaso escolar, que convierte en inútil el gasto por cada alumno,
si este no supera el curso o no llega a obtener el título propio de cada nivel: Primaria,
Bachillerato o Secundaria, Universidad o Terciaria.
FINANCIACIÓN
La pregunta capital es: ¿quién sufraga o financia estos costos? Y otra paralela: ¿quién ha de
hacerlo? Son de tal magnitud y trascendencia que se han erigido centros especiales de
investigación para poder responder; por ejemplo, el Institute for Research on Educational
Finance and Governance (Stanford, California). En última instancia, las preguntas llevan
implícita la política económica de cada Estado que oferta o no gratuitamente toda la educación
o algunos de sus niveles. Por lógica, la gratuidad suele extenderse a la enseñanza básica (la
necesaria en un país, para poder desenvolverse en él), que no siempre coincide con la primaria
(la elemental, es decir, la que erradica el analfabetismo y desarrolla aprendizajes
instrumentales fundamentales). Por este motivo, a ejemplo de la UNESCO y los pedagogos
comparativistas, se atiende más a los cursos ofertados gratuitos que a su denominación.
Fuentes de financiación
• Fuentes internacionales:
— Banco Mundial, con sede en Washington, constituido por el Banco Internacional para la
Reconstrucción y el Desarrollo, fundado en 1945, y por la International Development
Association (1960). El Banco Mundial se atiene a unos principios elementales, PIO: la educación
primaria debe llegar al 100 por 100 de los ciudadanos; los recursos han de aumentar en
cantidad y calidad; la educación ha de contribuir al desarrollo, por lo que se han de planificar
escrupulosamente los programas más adecuados.
— Fondo Monetario Internacional (FMI), creado también en 1945, con sede en Washington,
auténtico banquero de los Bancos Centrales, a quienes concede créditos para financiar planes y
reformas educativas.
• Fuentes hispanoamericanas:
— Banco Interamericano de Desarrollo (BID), que funciona desde 1962.
— Becas: existentes en todos los países, aunque con distinto alcance. Pueden ser: a) becas a
fondo perdido, si no han de devolverse de ninguna manera; b) becas que cubren el costo de la
matrícula, de libros, de transporte, de residencia...; y c) becas-salario, si añaden a los conceptos
anteriores el importe del sueldo/salario anual, que deja de percibirse por dedicarse al estudio.
Su historia es reciente, no más allá de tres siglos, pues fue imperceptible hasta la
industrialización y más visible en la tecnología del siglo XX. En un siglo —1870-1970— la renta
per cápita se multiplicó por veintiuno en Japón, por trece en los Países Escandinavos, por diez
en Alemania, por nueve en Canadá, por ocho en Estados Unidos, por seis en Italia y Suiza, por
cinco en Holanda y Bélgica, y por cuatro en el Reino Unido.
Educación y crecimiento
Adam Smith (1723-1790) testimoniaba que «la mejora de la destreza de un trabajador
puede considerarse semejante a una máquina o instrumento de negocio, que facilita y abrevia
el trabajo, y aunque implica un cierto coste, lo compensa con un beneficio» (García de Diego,
1969). Pero la convicción de que la educación es un factor importantísimo del crecimiento
económico se generó en torno a 1963, fecha de la proclamación de las tesis del «capital
humano» por Th. W. Schultz. Hay un estudio modélico sobre la educación como factor del
crecimiento económico hecho por Denison en Estados Unidos durante el periodo 1910-1960
(Denison, 1962).
Pero nada comparable a estas palabras del presidente de Estados Unidos, J. F. Kennedy:
«Esta nación está obligada a realizar una mayor inversión en el desarrollo económico, pero los
estudios recientes demuestran que una de las inversiones más beneficiosas de todas es la
educación que representa aproximadamente el 40 por 100 del crecimiento y de la
productividad de este país en los últimos años...» (Fermoso, 1976).
Optimismo y pesimismo
Si se admite que los gastos en educación son, al menos en buena parte, inversión, han de
producir beneficios, cuyo aprecio e interpretación permiten dos posturas diferentes: optimista
y pesimista.
La postura pesimista es contraria a las alegrías con las que los optimistas juzgan el efecto
económico de la educación. Aducen la opacidad y el carácter oculto de las críticas y objeciones.
Lo no empíricamente probado no debe ser elevado a categoría de tesis económica y política, ni
ser considerada una tesis apodíctica, porque en Ciencias Sociales llegar a esta firmeza es más
un sueño que una realidad. Quieren que se verifiquen sus afirmaciones. Se escudan en que el
contexto socioeconómico y cultural en el que se educa puede sesgar la investigación, porque
las variables determinantes de los buenos efectos de la educación en la economía son
escurridizos a las fórmulas econométricas y estadísticas.
• Cualificación laboral.
• Producción técnica.
• Investigación.
CAPITAL HUMANO
Historia
Entre los economistas del siglo XVII, W. Petty (1623-1687) fue auténtico precursor, tal y
como puede comprobarse en Fermoso (1997). Pero donde hay más que precedentes es en la
obra de Adam Smith, Riqueza de las Naciones (1776), que tanta trascendencia ha tenido en la
concepción liberal de la Economía, donde se admite una analogía entre el capital
físico/máquinas y el llamado hoy capital humano, y diferencias salariales debidas al mayor
coste en aprendizaje. En el siglo XIX es justo citar a John Stuart Mill (1806-1873), en su
conocida obra Principles (1848) y a Alfredo Marshall (1842-1924), quien reitera el pensamiento
de que la inversión en la formación del trabajador es «semejante a la inversión en capital y
trabajo en la construcción de la instalación material y en la organización del negocio».
A los tres factores tradicionales del crecimiento económico (capital físico, tierra y trabajo) se
ha añadido el llamado «factor residual» o factor humano, hereditario y/o adquirido, cuya
virtualidad potencia a los tres factores tradicionales. Tanto el capital físico como el humano
pueden ser considerados bienes de consumo o de inversión.
El propio Th. W. Schultz lo concibió en estos términos: «El capital humano incluye
componentes cualitativos, tales como la habilidad, los conocimientos y atributos similares que
afectan la capacidad individual para realizar el trabajo productivo; los gastos introducidos para
mejorar estas capacidades aumentan también el valor de la productividad del [...] trabajo y
producirán un tipo de rendimiento positivo» (Schultz, 1972).
• Los servicios sanitarios, que prorrogan las expectativas de vida y aumentan la resistencia
física y el vigor de las personas.
EDUCACIÓN Y EMPLEO
Se distinguen tres clases de mercado: de bienes, de activos y de trabajo; aquí solo interesa el
mercado de trabajo, que depende de la demanda (hecha por los empleadores:
Administraciones Públicas y Empresas) y de la oferta (la de los empleados y trabajadores). El
mercado de trabajo determina los salarios y el modo de distribuir los diferentes trabajos o
empleos; interesan ambos factores, porque se acepta la covarianza entre la
formación/cualificación y los salarios percibidos por los trabajadores.
Pero no existe unanimidad entre los economistas sobre el mercado de trabajo. He aquí las
cuatro teorías principales:
• Teoría neoclásica del capital humano, ya expuesto, una de cuyas variantes es la teoría
técnico/democrática, partidaria de la libertad e enseñanza, de la meritocracia y de la igualdad
de oportunidades en la salida, pero no en la llegada. Esta teoría es calificada por otros de
«teoría desarrollista».
• Teoría del credencialismo, surgida en la década de 1970, que subrayó el desajuste entre el
sistema educativo y el mercado de trabajo. Los «títulos» académicos son un «certificado», un
«diploma», una «acreditación»; nada más. Según esto, no hay relación causal entre las
titulaciones y la producción; las titulaciones son solo un cribado o filtro o señal, porque indican
que son más entrenables y formables que otros; los empleadores suelen apreciar las
titulaciones académicas en el primer empleo o inserción laboral.
Educación e ingresos
En las décadas de 1960-1980 se magnificó la correlación existente entre los años o nivel de
educación recibida y los salarios en el mercado del trabajo. Eminentes economistas de la
educación se sumaron a este predominante sentir, por ejemplo, Blaug y Psacharopoulos; y la
OCDE se adhirió a esta optimista tesis. Los defensores de la educación como inversión no
pueden contradecir este cuasi común sentir. Se llegó incluso a aventurar porcentajes
diferenciadores: la diferencia de salarios entre trabajadores con estudios primarios y
secundarios se dijo que era de un 40 por 100, y entre estos y los universitarios, de un 77 por
100. Este optimismo es admisible, aunque no puede ignorarse que hay otras muchas variables
determinantes del salario o sueldo: edad, género, abolengo familiar, habilidades naturales,
experiencia laboral, dominio de idiomas, etc.
EDUCACIÓN/FORMACIÓN Y EMPLEO
Organismos hispanoamericanos
Muchas naciones de la América Ibérica han creado instituciones u organismos cuyo objetivo
es la formación y cualificación de los trabajadores, para que accedan con mayor facilidad al
mercado laboral. Tales, el SENAI brasileño (Servicio Nacional de Formación Industrial) o el SENA
colombiano (Servicio Nacional de Aprendizaje).
La Unión Europea habla de cinco niveles de empleo; los tres inferiores requieren formación
no universitaria, y los dos superiores, la universitaria (Diplomatura: 4.º nivel; Licenciatura: 5.º
nivel). La legislación laboral, en cada país, pide determinadas titulaciones y acreditaciones para
concursar a cada nivel: Educación Primaria, Educación Secundaria (incluye la FP) y Educación
Terciaria; sin cumplir estos requisitos, ni las Administraciones Públicas, ni las empresas admiten
a los candidatos. Conviene resaltar que el Banco Mundial ha primado la Formación Profesional,
distinguiendo nueve modalidades, cuya correspondencia con las titulaciones de cada nación ha
de contemplarse a la luz de la legislación y del mercado de trabajo.
La Unión Europea, en 1996, propuso «destinar mayores fondos para formación como
medida para reducir el paro». En un documento elaborado por los Ministros de Trabajo y
Economía de los Estados miembros y aprobado por la Comisión respectiva se dice: «La
necesidad de concentrarse más en inversiones de capital humano para mejorar la capacidad de
emplear la fuerza laboral y reducir el riesgo de marginación se ha convertido en una parte
integrante de las estrategias del mercado laboral en la Unión Europea [...]. La repercusión de
las nuevas tecnologías en el trabajo obliga a adaptaciones continuas, necesarias para mejorar
la flexibilidad del mercado laboral y para fortalecer de esta manera la competitividad, el
crecimiento y la creación de empleo [...]. En particular, invertir en capital humano será tan
importante como invertir en capital financiero».
«La confrontación con la imagen reflejada en el agua supuso un test biológico que significó
para el homínido primitivo un formidable reto perceptivo-cognitivo» (Gubern). El hombre se
reconoce como tal en cuanto reconoce su propia imagen siendo su mismidad la re-
presentación especular. Construye con ello su conciencia y el principio de la relación entre su
«yo» y el entorno perceptivo. Se coloca en el centro del re-conocimiento y se postula como
referencia básica del conocimiento y la experiencia. Ese tránsito de sentimiento a pensamiento
en un gigantesco salto evolutivo, es el chispazo primigenio que alumbra la conciencia de
identidad, la señal que ilumina el camino que lleva al que ha desarrollado sus ojos predadores
en la sabana a percibida, interpretar primero y representar después la realidad.
Como dice Regis Debray «durante milenios, las imágenes hicieron entrar a los hombres en
un sistema de correspondencias simbólicas, orden cósmico y orden social, mucho antes de que
la escritura lineal viniera a peinar las sensaciones y las cabezas». Los mitogramas y pictogramas
del Paleolítico, las estatuas, frisos, bajorrelieves, murales, vidrieras, etc. han transmitido y
representado el mundo, las experiencias, los usos, estrategias y técnicas para vivir.
La sociedad parece vivir entregada a una mediatización entusiasta donde los valores
tecnológicos proporcionan mayor potencial social que cualquier otro de carácter «natural»
moral, ético, etc.
«Aun sin querer simplificar las cosas a toda costa, está bastante claro que el elemento más
determinante de los acontecimientos que nos han afectado en los últimos veinticinco años ha
sido precisamente los medios de comunicación».
MEDIOS AUDIOVISUALES
Kathleen K. Reardon afirma que «todas las formas de comunicación ejercen influencia sobre
quienes somos y sobre quienes deseamos ser, e incluso lo configuran. Pero las formas de
comunicación que más nos invaden son los medios de comunicación de masas; razón por la
cual han sido blanco de muchas críticas, tanto merecidas como exageradas. La queja más
generalizada es que estos medios no reflejan con exactitud nuestras vidas, que defraudan el
gusto de las masas y que estimulan a la gente a hacer cosas que de otro modo no tomaría en
consideración».
Es obvio, como hemos señalado antes, que las sociedades modernas, en su ruptura con los
modelos de vida tradicionales y la ampliación del campo de intereses de los hombres mas allá
de las fronteras físicas de los estados nacionales y las supranacionales, justifican el papel, hoy
irremplazable, de los medios de comunicación. McQuail (1981) señala que «el espectador se
entera de su mundo social y de sí mismo por la presentación que los medios hacen de la
sociedad».
Una opinión aún mas incisiva es la que aporta Doelker (1982): «Nuestra imagen del mundo
es solo, en su parte más pequeña, aquello que tenemos directa e inmediatamente ante
nuestros ojos. Se compone de innumerables imágenes almacenadas y también actualizables
como ideas, según los campos de fuerza de la imaginación. Tales imágenes son las que se nos
aparecen en el recuerdo, en la fantasía, en los sueños. Pero entre nuestros recuerdos no solo
se encuentran aquellas vivencias que hemos tenido en la realidad, sino que también forman
parte de ellas imágenes de un mundo mediatizado, procedente de la realidad de los medios».
Como señala Jacoste al respecto, «cabe señalar una serie de consideraciones generales
sobre el desarrollo de estas imágenes y de sus mutuas implicaciones. En primer lugar, aunque
los principales inventos técnicos que posibilitan la creación y difusión de esas imágenes y, por
tanto, aunque su prehistoria se remonta en casi todos los casos a mediados del siglo pasado,
solo a principios de este siglo experimentan su plena fase de desarrollo e implantación. Así en
1905 ya están comunicados telegráficamente los cinco continentes y entre 1895 y 1926 se
consolidarán los dos grandes medios no impresos de comunicación de masas: el cine y la radio,
mientras que la televisión se implantará a finales de los años cincuenta y en los primeros años
sesenta, a pesar de que las emisiones experimentales ya habían comenzado en los años veinte.
Por su parte, Gubern elige la fotografía como punto de partida para una reflexión sobre los
medios de comunicación de naturaleza icónica. Es cierto que la xilografía y la litografía habían
precedido al invento de Niepce y Daguerre en el proceso de multiplicadores de imágenes, pero
su tecnología se aplicaba a reproducir únicamente imágenes planas a partir de otras imágenes
creadas manual y artesanalmente por el hombre, mientras que el proceso tecnológico de la
fotografía comienza con el cuasi-automatismo de la obtención de la primera imagen, la
imagen-matriz (negativo) a partir de una realidad exterior a la cámara y ajena al proceso
artesanal, limitándose el fotógrafo a regular las condiciones físicas y estéticas en las que opera
aquel cuasi-automatismo (elección del encuadre, tiempo de exposición, diafragma, etc.). Es
decir, entre otras diferencias, la fotografía aparece como un proceso técnico más extenso, por
incluir en su esencialidad técnica la obtención fotoquímica de la primera imagen del proceso
reproductor, cosa que no ocurre ni en la xilografía, ni en la litografía, ni en otros
procedimientos reproductores análogos.
De otro lado se han estudiado la gran permeabilidad existente entre las diferentes
tecnologías, y desde luego entre ellas y los acontecimientos sociales que les acompañaron. En
esta línea, apunta el profesor Emilio García Fernández: «En el ámbito comunicativo producen
una revolución total en los estamentos sociales pasando de una primera comunicación
particularizada a otra ya masificada (mediatizada, dirigida e influenciada, en la que tanto tienen
que ver los gobiernos como los monopolios privados). Los acontecimientos históricos —tanto a
nivel social, político o económico, como artístico— inciden de una manera directa en todos los
medios, a la vez que estos trastocan a esas mismas estructuras».
El referente teórico son las alusiones a los medios técnicos empleados del profesor de
Wisconsin. Intentar sistematizar las ideas de McLuhan es una tarea prácticamente irrealizable,
porque el medio utilizado es cíclico y en profundidad, taladra cuando investiga y repite el
mismo proceso a diferentes niveles. Se puede afirmar con López Escobar (1971) que lo que
realiza McLuhan no es más que un brainstorming. Vale la pena intentar sintetizar el mensaje de
McLuhan, un mensaje aparentemente superficial pero que ha dejado una profunda huella en la
historia de los medios.
Determinismo tecnológico
Según Lucas Marín, García Galera y Ruiz San Román (1999): «Al igual que Carlos Marx y
otros deterministas económicos creen que la organización de las relaciones económicas de una
sociedad moldea todo lo trascendente, McLuhan cree que esto lo producen las innovaciones
tecnológicas y que las épocas históricas están marcadas por los adelantos técnicos».
• La introducción del tipo de imprenta móvil, que aceleró el proceso anterior, dándole
carácter de explosivo.
• La invención del telégrafo en 1844, que inicia la era eléctrica y restaura el equilibrio
sensorial.
Preocupado por la tecnología de la información, llega a proponer que todo cambio social
está determinado por un cambio en las tecnologías en que se basa. De esta forma propone en
La galaxia Gutenberg que la invención de los tipos móviles de imprenta moldeó la cultura de la
Europa Occidental del siglo XV al XIX. Sostiene que la imprenta fue la última extensión del
conocimiento fonético y selló finalmente el destino del hombre tribal. La imprenta hizo posible
el protestantismo e influyó en la mecanización introducida por la revolución industrial e inspiró
la cadena de montaje .
McLuhan insiste en la necesidad de conocer a fondo los medios en toda su amplitud posible,
poque en cuanto sepamos cómo los medios de comunicación moldean nuestro medio
ambiente, podremos superarlos definitivamente. Solo el artista escapa al modelamiento de la
tecnología.
• En primer lugar, podría sugerir que cada medio desarrolla su propio público, cuya afición
por ese medio es mucho mayor que el interés por su posible contenido. Lo que podría explicar
la afición de alguna gente a algunos medios a pesar de los cambios, a veces sustanciales que
pueden protagonizar.
• El mensaje del medio incluye toda aquella parte de la cultura occidental sobre la que el
medio ha ejercido influencia. O sea, que el mensaje contenido en el medio no es solo tal
noticia, sino que viene acompañado de un aspecto normativo compartido socialmente con las
personas que son de nuestra misma cultura.
• Finalmente, también nos indica que el propio medio moldea sus limitaciones y
posibilidades consiguientes de utilización óptima.
La aldea global. La era electrónica es la etapa final del gran proceso de desarrollo histórico,
caracterizada por un proceso profundo de retribalización. Según ese sentido es por ello que
vivimos en la aldea global en un continuo happening simultáneo, y en un sentido más profundo
nos indica que «las extensiones tecnológicas de nuestro sistema nervioso central, inducidas
electrónicamente, están sumergiéndonos en una piscina mundial de movimiento de
información, permitiendo al hombre incorporar dentro de sí mismo toda la humanidad».
Como apuntan Lucas Marín, García Galera y Ruiz San Román (1999): «Puede ser interesante
hacer notar la extraña conexión entre las teorías de McLuhan y las de Marx. Ambos piensan
que los valores de las sociedades tribales se han perdido en el curso de las transformaciones
sociales y que deberán reaparecer en la sociedad futura».
Crítica a McLuhan
«Conmigo no intentéis conocer una realidad. Podéis conocer mis afirmaciones, pero no la
situación. Y no tengo interés en mis propias afirmaciones. No estoy de acuerdo con ellas. Las
utilizo esencialmente como medio de sondeo».
Quizá la mayor crítica haya sido su superficialidad y su falta de rigor al tratar varios temas.
Una obra carente de carácter científico y rebosante de genialidad. Basada en términos
ambiguos, introducidos sin previa definición. En resumen, una obra interesante, sugerente,
llena de chispazos geniales e intuiciones magníficas, despreocupada del rigor metodológico de
la investigación científica.
Los intelectuales que han estudiado la relación entre medios de comunicación masivos y
sociedad y desarrollado la teoría de la sociedad de masas han dado lugar al inicio de la
discusión sobre el papel de los medios, sobre todo por su carácter provocativo, por la
articulación entre sus partidarios y por su frecuencia entre los intelectuales.
Intentamos resumir brevemente lo esencial de esta teoría, con Bell (1976): «La concepción
de la sociedad de masas puede sintetizarse como sigue: las revoluciones en el transporte y las
comunicaciones han llevado a los hombres a un estrecho contacto entre sí y les han ligado las
nuevas formas; la división del trabajo les ha hecho más interdependientes; cualquier cambio
en una parte de la sociedad afecta al resto. A pesar de esta mayor interdependencia, sin
embargo, los individuos se han hecho más extraños unos para otros. Los viejos lazos del grupo
primario de la familia y la comunidad local se han destruido; la antigua fe parroquial está
cuestionada y pocos valores unificantes han ocupado su lugar. Más importante, las normas
críticas de una minoría educada no modelan la opinión o el gusto. Como resultado, las
costumbres y normas morales están en constante flujo, las relaciones entre los individuos son
tangenciales o compartamentalizadas más que orgánicas. Al mismo tiempo, la mayor movilidad
espacial y social intensifica la preocupación por el estatus; en vez de un estatus fijo o conocido
simbolizado por el uniforme o el título, cada persona asume multiplicidad de roles y
constantemente tiene que probarse a sí mismo en una sucesión de nuevas situaciones. A causa
de todo esto, el individuo pierde el sentido coherente de sí mismo. Su ansiedad crece y
continúa una búsqueda por nuevos senderos. La escena está así preparada para el líder
carismático, el mesías secular, que, concediendo a cada persona la apariencia de la gracia
necesaria y la plenitud de la personalidad, provee un sustituto para la vieja creencia unificante
que la sociedad de masas ha destruido».
Corrientes que intentan evitar actitudes incondicionalmente negativas y por ello estériles,
que parecen quisieran la liquidación total de la propia sociedad. Una sistematización típica
sería la aportada por Lucas Marín, García Galera y Ruiz San Román, desde autores como
Bogart, Eco o McDonald, que indican como acusaciones principales contra los medios:
• Difunden una cultura homogénea, destruyendo las cualidades de los distintos grupos y
sus tradiciones.
• Se dirigen a un grupo sin conciencia de grupo social caracterizado y, por tanto, no reciben
demandas con un grado de exigencia: el público tiene como misión soportarlos.
• Alientan una visión pasiva y acrítica, sin estimular el esfuerzo de la vivencia personal.
Como apunta el profesor Dominick (2001) de la Universidad de Georgia, Athens: «Se podrían
usar varios modelos para describir la relación entre los medios, la sociedad y los individuos».
1. Periodo 1920-1940. Se consideraba que los medios de comunicación tenían una fuerte
repercusión en la audiencia. Los investigadores acuñan el término strong effects u
omnipotencia de los medios. Términos como la teoría de la bala mágica o la teoría de la aguja
hipodérmica son acuñados en esa sensibilidad.
2. Periodo 1940-1970. Los analistas empezaron a poner en duda los efectos omnipotentes
de la etapa anterior y algunos investigadores acuñaron términos contrarios, como Jeffres
(teoría de los efectos limitados), con el que termina la década de 1970.
3. Periodo 1970-2000. Los científicos sociales comenzarán a exponer sus teorías sobre la
existencia de efectos desde diversas perspectivas (conductual, afectiva y/o cognitiva),
mostrando un especial énfasis en los efectos cognitivos, sobre todo en la década de 1980,
aunque en el fin de siglo, se vuelve a hablar de efectos poderosos de los medios.
El estudio sobre los efectos de los medios de comunicación ha originado una baraja de
teorías de trascendencia que nos limitamos a enumerar aquí:
• Teoría de la socialización (Berger y Berger, Blumer, Wolf). Se ocupa de cómo los media
socializan el comportamiento asocial y, por reacción, de cómo pueden socializar el
comportamiento sociable.
• Teoría social del aprendizaje (Milavsky, Bandura, Harris, Nakamura, Lasisi, Onyehalu). Se
originó a raíz de los estudios sobre los efectos violentos de la televisión en las conductas
infantiles.
• Teoría del vacío de información (Tichenor, Donohue, Olien, Thunbert, Nowak, Dervin),
cuyo concepto es la entrada de información en un determinado sistema social y, en concreto,
en determinados segmentos de la población con un estatus socioeconómico más alto, que
tiende a adquirir esta información de forma más rápida que segmentos de la población con un
estatus social inferior, por lo que la diferencia o distancia del conocimiento entre estos
segmentos tiende a incrementarse en lugar de decrecer.
EL APRENDIZAJE
«Adquirir el conocimiento de alguna cosa por medio del estudio, la observación, etc.», dice
el diccionario de aprender. Durante mucho tiempo el conocimiento se ha transmitido por
experiencias vicariales y aceptaciones de autoritas; hoy el reto es descifrar la información para
identificar el significado que precisamos.
La sociedad multimedia está aquí, y como dice Edouard Bannwart: «Lo seguro es que va a
ser difícil sustraerse a ella».
Manejarse en Internet es un reto formativo como fue la alfabetización. Mucho más brusco
que el manejo tecnológico, que siendo de igual calado en las actitudes sociales ha sido más
paulatino. No se trata de la utilización usuaria, sino de manejar el medio como para saber qué
es lo que se pretende de él, qué y cuál es la información que se busca. Según Manuel Castells:
«Transformar información en conocimiento y percepción en sentido».
Los estudios reglados están anunciando su obsolescencia. Las leyes y los ministros de
educación que han condicionado la oferta educativa no podrán parar un conocimiento capaz
de seleccionar y valorar lo que mas se adapte al objetivo planteado en la maraña informativa.
La demanda educativa busca una opción transversal que le permita construir un menú de
conocimiento. Nada de aprendizaje a término.
ALFABETIZACIÓN VISUAL
No podemos seguir pensando en la imagen como la biblia de los pobres. No podemos seguir
pensando que las pantallas se limitan a construir un lenguaje básico, elemental e instintivo,
expresado solo para las sensibilidades y los sentimientos, pues las pantallas son el espejo del
alma contemporánea, dibujan el rostro de nuestro tiempo.
GENERACIÓN AUDIOVISUAL
La generación de hoy es audiovisual. Cualquiera ha visto más películas que libros ha leído.
Su experiencia proviene sobre todo de la imagen vista más que de los libros. Generación
acunada por la televisión desde la infancia con imágenes especulares que llenan su mente por
encima de la imágenes mentales construidas desde medios culturales verbales y / o textuales.
Educados en lo que han visto, mucho más rotundos en su concepto re-presentacional de la
realidad que una actitud reflexiva, deductiva.
Una generación audiovisual emerge en el tránsito generacional, unas gentes cuyo pasado
formativo tiene más que ver con el horizonte de Hollywood, los videojuegos y los efectos
especiales que con los calificativos cervantinos, una generación cuya alfabetización es fílmica, y
que a ella relacionan el conocimiento, de forma que la visión de la ciudad de Roma está
asociada a Gladiator más que a Kovaliov. Jóvenes que han abandonado la linealidad de la
adquisición de conocimientos por la aleatoriedad de la navegación por los contenidos, de
forma que lo que admiten es lo que llegan a conocer, la aceptación es el protocolo personal
que permite incorporar el dato.
• La televisión desencadena los factores de persuasión latentes; como dice Cebrián, «actúa
como espoleta», provoca colas en los cines o agota el libro.
• La televisión como medio especular trivializa el contenido, dando lugar a una escuela de
pensamiento rápido.
• La televisión es una generadora mitológica que ordena la jerarquía de los valores sociales
preponderantes en función de la audiencia.
• La televisión es una fábrica simbólica. Construye símbolos que relaciona con conceptos.
• La televisión busca imágenes de carácter novedoso por encima de otros caracteres, hasta
para ello caer en el dramatismo.
Necesitamos una pedagogía de la imagen, y para ello es preciso contar con un marco teórico
suficiente. El ser social de hoy está sometido a una continua andanada de estímulos que el
entorno audiovisual bombardea sobre él de manera sistemática. Además, el hecho audiovisual
es difícil de encuadrar sistemáticamente porque en la educación audiovisual intervienen
disciplinas como la Pedagogía, la Psicología, la Sociología, la Teoría de la Comunicación, la
Antropología cultural, la Semiótica, el Arte y la Estética, la Fisiología o la Tecnología, de manera
que interrelacionan los condicionantes pedagógicos que puede y deben permitir una
alfabetización suficiente de la persona que así se puede convertir en un ser audiovisual, es
decir, alguien que sea un receptor participativo, un ser crítico, o sea, con la suficiente suma de
criterios que le permitan construir una postura crítica y además un posible/probable creador
emisor de comunicación audiovisual.
La alfabetización audiovisual desde la edad escolar es una necesidad imperiosa como primer
armador de estruturas de pensamiento críticas frente al poder omnímodo de la imagen en
nuestra cotidianidad. Los medios audiovisuales modelan las creencias y promocionan las
actitudes de los hombres audiovisuales, sobre todo porque estos están indefensos ante
aquellos. El hombre de hoy no tiene réplica ante los medios audiovisuales y en nuestra mano
está que los del mañana sí la tengan. Aunque como siempre, para enseñar, necesitamos
aprender.
EL ALUMNO
NIVELES EDUCATIVOS Y DESARROLLO
• ASLIN, R. N., JUSCZYK, P. W. y PISONI, D. B. (1998): «Speech and Auditor Processing during
Infancy: Constraints on and Precursor to Language», en KUHN, D. y SIEGLER, R. S. (eds.):
Cognition, Perception and Language, NuevaYork, Wiley.
• CLARKE-STEWARD, A. (1977): Child Care in the Family. A Review of Research and some
Proposition for Policy, Nueva York, Academic Press.