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CEMENTERIO

Pasa la mano por el lomo del gato y piensa.


Se levanta del sillón y se dirige a preparar una taza de café; mientras, el gato, sin decir nada,
lo mira. Toma un colador, pone un puñado de café molido y espera a que el agua hierva. El
gato con un movimiento exagerado, lo sigue.
Siente frío subiéndole por la espalda. Una especie de ráfaga o aliento. Ve que el gato se
aprieta, se comprime tapándose las orejas y entiende que la casa se ha puesto fría. Alejándose
de la pava, se acerca a una chimenea gris, de cemento, construida por su abuelo.
Dentro de la chimenea, dos troncos gruesos, sacados del patio trasero, se cruzan sobre una
capa gruesa de cenizas blancas con trocitos de carbón y palitos a medio quemar.
Acomoda los troncos entre los carbones.
Agachado, tira un pedazo de papel encendido. Levanta al gato y lo pone entre sus muslos.
El fuego prende.

Vuelve a levantarse. Saca la pava. Echa agua sobre el colador; echa una cucharada de
azúcar para que el café quede casi amargo. Mira la parte superior de su mano, la parte
expuesta al calor del agua. Se ve sana pero recuerda la quemadura de ayer. Piensa en la
violencia. Siempre que se quema piensa en la violencia. Su madre le hablaba de la furia
cuando agarraba un elemento caliento o volcaba agua hirviendo en su cuerpo.
Sin dejar de mirar su mano mira la deformidad de meñique. Nunca supe pegar. Hace un
puño, luego lo deshace.

Afuera la luz es plateada y el clima parece tan vacío como la casa o tan poco habitado como
la casa. El color del fuego aumenta, y la temperatura se siente en el rostro y en las piernas.
Saca una libretita de la bata. Piensa en el fuego; aquí a solas te consumes a ti mismo. Aquí
a solas no, se dice. Estás conmigo. Aquí conmigo te consumes a ti mismo…
Guarda la libreta y retoma el plan: la manera de matar a todos: parientes, amigos, conocidos,
enemigos, etc.
Lo primero que anota es: “comprar dos libretas nuevas”. Luego, anota los nombres de los
distintos cementerios de la ciudad que recuerda. Tienen que ser grandes para que entren
todos.

Se prepara para salir. Se pone un saco usado con olor a viejo. Mientras, el gato lo mira
ofendido.

Sale rumbo a la biblioteca. Una vez allí le dice a la bibliotecaria que busca mapas de la
ciudad que tenga todos los cementerios de Rosario o el gran Rosario. La bibliotecaria le
pregunta si le interesa hacer algún paseo nocturno, que ella ha hecho uno en el cementerio
“La piedad” y que le ha encantado. Higgs responde que no, pero que lo tendrá en cuenta. La
bibliotecaria, que siempre parece de buen humor, baja por una escalera y tarda algunos
minutos en volver. Le extiende un rollo y le pide el documento de identidad. Se lo da y se
dirige a la sala de lecturas. Despliega el mapa, se decepciona de la poca cantidad de
cementerios. Anota: Cementerio de Disidentes, Cementerio “El Salvador”, Cementerio
Parque Buenos Aires de Paz, Cementerio La Piedad, Cementerio Disidente, Cementerio
Parque de la eternidad, Cementerio de Granadero Baigorria.
Elige dos. El Cementerio La Piedad y el Cementerio de Granadero Baigorria. Enrolla el
mapa. Piensa que debería ir a recorrer alguno y que debería empezar las primeras sepulturas.
Anota: Julia Perotti.

En su casa prepara arroz con aceite y queso. No ha ido a recorrer los cementerios. Resuelve
que el apropiado para empezar es el cementerio de Baigorria, simplemente, porque allí está
sepultada su madre.
Se acuesta. Piensa, inevitablemente como casi todas las noches. Piensa en la mañana del
día siguiente, en cada cosa que va a hacer o hará e incluso en el viaje en colectivo al
cementerio.
Escribe. Escribe en una libreta que deja a un lado de la cama para anotar los restos del día.
Pero algo que no estaba premeditado acaba de suceder. No pensó, como cada noche, en qué
iba a soñar; y, sin percatarse, ni a ahora ni mañana de esta anomalía, se duerme alrededor de
la una de la madrugada
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Una pava, un mate, una bombilla, yerba, azúcar, ocho tostadas, manteca, chrchrchr, sabor
aceitoso y salado, sonido crocante, fragmentitos duros de pan, varios pensamientos, una idea
flotando, una resolución. Nada debe perturbar la ceremonia de cada tumba. Entonces, piensa
en un método. Cada tumba (el agua fría) a la que le asignase (sabor amargo) un pariente
(asco) o amigo (cuchillo, manteca, tostada), debe ser opuesta (mandíbula, papilas, mastica)
en el sexo, (traga) en los nombres (fin desayuno) y la edad; cada tumba (inmóvil) debe ser
anotada por su número y ubicación dentro del cementerio; y, a un lado de todos esos datos,
el nombre del pariente o amigo o enemigo difunto. De esta manera, Higgs se asegura
deshacerse de todos sus conocidos; de alejarse de los inconvenientes que generan los vínculos
y el trato con los otros; y de desprenderse de las imposiciones y obligaciones tácitas de una
comunidad, y todo gracias a la desaparición de cada uno de esos individuos que se habían
apegado a su existencia.
Remarca en la libretita, sobre las letras de ayer, el nombre de “Julia Perotti”. Entre
paréntesis escribe: Cementerio de Granadero Baigorria.

Baja del colectivo. Se toca el bolsillo del saco para comprobar que tiene las libretas. Lee,
sobre un muro, unas letras gigantes. Una frase que, estipula, mide alrededor de cincuenta
metros: “RESPETEMOS EL DESCANSO DE NUESTROS SERES QUERIDOS”.
Entra por el primer portón. El cementerio cuenta con tres entradas para autos o personas,
sin distinción. El camino es de piedritas, de piedritas grises y blancas, piedritas que se utilizan
para hacer la mezcla de concreto. Los pies se le llenan de polvo. A su izquierda hay, hacía la
profundidad del terreno, un escampado, y dentro del radio del cementerio, tres edificios para
los muertos a los que no les gusta la tierra. A su derecha, hay mausoleos y tumbas
tradicionales. Elige el tercer edificio para la primera muerta.
Adentro el olor es agrio y pegajoso. Hay coronas. Siempre hay coronas. La gente no se
cansa de morir. A Higgs el olor de las flores para muertos le despierta sensaciones extrañas;
como la necesidad de masticarlas, de apretarlas con los dientes y sentir las fibras y elaceitoso
ascoen la boca.
Hay ascensor y escaleras. Elige las escaleras. Al primer piso lo ignora. Al segundo también.
Al tercero no. Deambula tumba por tumba, como si pasara revista.
El diseño o forma de cada piso es el de una H. La letra de mi padre, piensa. En la rayita
horizontal de la hache, están las escaleras. Los nichos están en las dos rayitas verticales de la
hache. Y se ubican, en esa especie de pasillo, a los lados de las paredes. Metidos adentro y
extendidos de abajo hacia arriba, aprovechando todo el espacio.
Elige, no al azar, el nicho número 254. Pertenece a Juan Luis Lavoe. Nació el 3 de febrero
de 1942; murió el 5 de junio de 1987. Ochenta y siete menos cuarenta y dos es…cuarenta y
cinco… joven, piensa. Anota los datos en la libreta y, a un lado, los datos de Julia Perotti.

Sentado frente al rostro fofo de Juan Luis Lavoe, mira a Julia. Le sorprende la vitalidad,el
color. La ve tan viva que una desesperación empieza a atontarlo. Razona que de un momento
a otro empezará a llorar. Pero no tiene ganas.
Decide -casi huyendo- dejar sola a Julia en su nicho.
Baja al segundo piso; allí esta sepultada su madre desde hace cinco años. Se para en el final
de la escalera del piso, mira a los dos lados. Después te veo. Gira para el lado contrario, el
izquierdo. Cuenta seis nichos de arriba abajo. No intenta leer el sexto, la vista no se lo permite
y no busca la escalera perteneciente a ese piso. A la altura de la cabeza se halla el tercer
nicho. Lee; Ernesto Gissi (1971-2009), número de tumba 119, agrega los datos a algo que
empiezaa ser una lista, y junto a esos datos el nombre de Antonela Soso. ¿Quién es esta tal
Antonela Soso? La primera humillación. Anota, con cierta indiferencia, como vengándose,
una fecha que espera no poder recordar. Trata de no pensar. La frialdad le provoca
repugnancia; y una especie nausea le recorre el rostro. Matar es dejar caer un nombre sobre
otro nombre, secos y duros, como si ya estuvieran muertos antes del último toque.
Estira el brazo.Se prepara para dibujar una sucesión de nombres inertes: María Soledad
Flores, Patricio Bueno, Mauro Exequiel Torres, Jonatan Ruiz, Eduardo Luis Leguizamón,
Walter Papa, Walter Pereyra, Andrés Luca, Máximo Paladini, Julián Peralta. Etcétera.
La mano cae. Se siente sucio, satisfecho.

Abajo, parado en la puerta del edificio, se dispone a recorrer el resto del cementerio.
Primero echa un vistazo a los otros dos edificios. Le lleva casi una hora y media. Adentro se
detiene en algunas tumbas; observa las fechas de nacimiento y defunción; se detiene en lo
que él considera lo más característicos; las fotos elegidas por los familiares del difunto. En
vez de ser, pensaba, las placas lo más representativo. Estas, generalmente, se repetían. El
empeño o el mayor esfuerzo recaía en la elección de la foto, como si esa imagen representara
el epitafio para la posteridad o el futuro, como el elemento elegido para luchar contra el
olvido. En cambio, las placas, muchas veces parecían escritas sin ganas, como si soltar
palabras para un muerto fuera inútil o pesado y solo se limitara a un molde que ya se había
reproducido de manera estándar. A ninguna de ellas les faltaba el “Te extrañamos” o “tu
familia que te quiere y extraña”. También había tumbas sin placa. Algunas exhibían,
únicamente, un número y letras impresas sobre una hoja A4. Otras un aviso de cuenta impaga

Al terminar con los edificios se dirige a la zona de los mausoleos y las tumbas bajo tierra.
Davueltas, sin detenerse. No piensa en otras víctimas.
Llegada las 18 hs, una hora antes del cierre del cementerio, guarda su libreta y se va.
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En el colectivo notó que afuera había un día con su humor y que él se movía dentro de ese
día. Notó la luz y los colores, el olor, el tiempo. Notó el cansancio de una jornada sumiéndose
en su cuerpo. Notó que se sentía satisfecho. Notó ganas de tomar cerveza. Notó la necesidad
de ahorrar. Notó que la vida, a veces, es sumar un minuto a otro minuto.

HABLAR DE LA CASA

Prende un cigarrillo. El gato, soñoliento, levanta la cabeza. El ruido del fósforo lo hiere.Un
dolor estúpido o extraño, piensa Higgs.
Saca de la heladera un pedazo de queso cremoso y corta algunas rodajas de pan. Pone la
pava, agarra una cajita y se sienta a la mesa a leer. Trata de no pensar; por lo menos en eso,
de no interrumpir la lectura, salvo para guardar en la cajita algún pelo que se haya caído de
su cabeza. Sí, Higgs, cuando empezó a sentir el inefable paso del tiempo, adquirió el hábito
de ir guardando sus pelos en una cajita. A veces abre la cajita, observa el montoncito de pelo
muerto y se sorprende de lo mucho que perdura ese tipo de cadáver o de materia seca o sin
vida. Y piensa en lo que hace o en lo que trata de hacer. ¿Pero qué? ¿Qué trato de hacer?
Intuía, ya desde el comienzo, que matar a todos sus afectos era, simplemente, una manera
de estar solo.

La tumba del padre de Higgs de la cual él mantenía los pagos al día estaba ubicada en el
Cementerio “La Piedad”. Sin embargo, Higgs ya había encontrado su cementerio en el
mundo. Y entonces, subió al quinto piso y buscó un nicho para su padre. Eligió el número
459 perteneciente a Susana Papini (1943-2010). Anotó los datos, sin prestar demasiada
atención al rostro, y se sentó a observar. Casi no conocía a ese padre. En los días siguientes,
subió reiteradamente al quinto piso, se sentaba y miraba la tumba 459 de Susana Papini.
Interrogaba a su padre, pero al no recibir respuestas, lo fue dejando en el olvido.

-¿Por qué habla con mi hijo? –dijo la mujer sosteniendo un ramo de flores blancas.
-No hablo con su hijo.
-Le habla a la tumba de mi hijo. ¿Usted quién es?
-
-Dígame por qué está sentado frente a la tumba de mi hijo –el tono era cada vez más
exasperante. Las cosas que debe pensar esta mujer.
-
-¡Señor!
-Yo no hablaba con su hijo,
Se escabulló mientras la mujer decía pero qué mierda.

Al llegar al cementerio vio a uno de los empleados que parecía ser uno de los sepultureros.
El hombre lo miró, quizá, sorprendido de la insistencia en visitar tumbas, o eso le pareció a
Higgs. Esta vez no subió por las escaleras, sino que tomó el ascensor. Adentro del edificio
las luces estaban apagadas. El lugar se iluminaba por la luz del día, una luz blanca y metálica,
fría. La puerta del ascensor era de madera, de un marrón clarito, con una ventanita rectangular
y horizontal. El picaporte era plateado, posiblemente de fierro o aluminio, y el botón para
llamar al ascensor era circular y gordo, de color rojo que al presionarlo, cuando el ascensor
comenzaba a bajar, se iluminaba. El último en usarlo, lo había hecho subir hasta el quinto
piso, por eso tardo un ratito en llegar.
Una vez en el tercer piso antes de dirigirse a la tumba de Juan Luis Lavoe se puso a mirar
los otros nichos. Vio un nicho doble, de un matrimonio y pensó en Franco Lucchetti y en
Ágata Pérez.Una parejita que estaban juntos desde siempre, o esa sensación daban. Franco
era otro de los poetas que Higgs frecuentó. Pero en los últimos años había relegado la
literatura por la fotografía; una práctica que se le presentaba mejor que las letras o por lo
menos con un porvenir más fructífero. Lamentablemente, ese jueves veinte, a las 13:45 se
había sellado su destino o su muerte. Él, que esperaba en su casa de Valparaíso, Chile, a que
su mujer, Ágata, terminara de bañarse para ir a cenar con amigos chilenos y festejar que
Franco, él, había recibido un premio nacional por su serie Casas, un álbum o diario
fotográfico que registraba sus viajes por el interior de Chile, sin saberlo, ya estaba muerto.
No iba a poder llevar a su mujer a cenar ni festejar el premio ni coquetear con una de las
amigas chilenas de su esposa porque Higgs había decidido enterrarlo en la tumba doble del
matrimonio de Claudio Guernica y Margarita Galván de Guernica.
Pensó –Higgs- en decir algunas palabras, algún discurso de ex hombre de letras a otro ex
hombre de letras. Pero se percató que acababa de incurrir en la primera falta a su método.
Los sexos no eran opuestos. Pero también pensó que eso no era problema porque era difícil
aplicar ese método en este caso dado que era una pajera heterosexual y no homosexual, y
podía pensar que en el rostro del tal Claudio estaba Ágata y en el de Margarita Franco pero
sabía que no era así. Concluyó que en este caso no tenía importancia.

En cada piso del edificio del cementerio hay una escalera movediza. Permite acceder a los
nichos superiores. También dispone de bancos largos. Higgs tomó uno de ellos y se puso a
observar en el rostro de Juan Luis Lavoe a Julia Perotti. Cruzó las piernas. Apoyó un codo
en el muslo. Puso la cabeza en la mano y dejó caer su peso. Pensó en las letras del nombre
de Julia Perotti. “Julia” siempre le había parecido el nombre de una mujer rubia y blanca. En
cambio, el pelo de la real Julia era negro y liso, con leves ondulaciones en las puntas y un
flequillo muy corto, que descubría lo más posible la frente. Su cuerpo era flaco y largo, con
una belleza extraña o exótica.Como si esa belleza no viniese del cuerpo sino de otra parte o
de algún punto desde adentro hacia afuera. Una especie de belleza intestinal. La cara también
era flaca, no tan angosta, casi sin grasa y carne, a excepción de los pómulos. Al sonreír, dos
mazas redondas se formaban a los costados de una nariz larga y redondeada. Los dientes,
cortos y alineados. El cuello fibroso. Los tendones, ante cada movimiento, resaltaban su
unión con la clavícula. Sus piernas, ejercitadas y sanas, junto a los dos huecos que se forman
en la parte superior de la cadera, eran el mejor atributo de ese cuerpo extraño. Lo malo de
matarla, pensaba, es que su cuerpo, ahora, empieza a pudrirse. Ya no existe esa belleza.

A un lado del nicho de Julia estaba la foto de un joven que le recordaba a alguien. No podía
precisar a quién. Acercó la cara a la foto como si entre más grande la viese más fácil sería
recordar. Pero no. Leyó la placa, era como casi todas. Desistió del intento de recordar.
Sintió ganas de dar un vistazo a los mausoleos. Una vez a bajo vio otra vez al sepulturero.
La vista de este era sospechosa, como si la presencia de Higss presentara alguna amenaza. O
como si pareciera un loco.
Caminando entre las tumbas, pasando la vista por los nombres, fechas y caras, y sin
detenerse, recordó el rostro del joven que se parecía al joven que estaba al lado del nicho de
Julia. Se trataba de Nicolás Bauer; un conocido del barrio. Trabajaba como operario en una
fábrica encargada de la producción de ruedas para carretillas. Sus charlas constaban en temas
como el futbol, mujeres, trabajo o plata. Y lo que compartían eran los domingos a la noche,
cuando jugaban a la pelota, siete contra siete. Lo extraño de Nicolás, lo que a Higgs siempre
le había resultado algo inexplicable, era que se había matado. Hasta ese día Higgs había
construido, inconscientemente, un perfil del suicida. Nicolás no entraba en él. Después de
ese día Higgs entendió que en realidad los perfiles no existen y que cualquiera puede algún
día despertar y decidir matarse.Aun así, lo que le impactó a Higgs fue la manera. No se había
ahorcado como Leonardo -otro pibe del barrio- ni se había volado la cabeza.
Nicolás escribió una nota. En ella pedía disculpas y dicía que no podía más. Luego se subió
a su moto y se dirigió directamente a la ruta. Allí manejó esperando que aparezca algún
camión. Cuando lo vio, aceleró a fondo y se reventó de lleno contra un Scania. Esa necesidad
de estallar-tanto a él como al resto de sus amigos- lo desconcertaba.

Se sentó en un condorcito de una calle angosta –siempre dentro del cementerio- asfaltada
para autos. Miró a un puestero, o eso le pareció a Higgs. Un puestero de placas para muertos.
El hombre trabajaba dentro de un cuartito muy chico, quizá de dos metros por dos metros o
más chico. Afuera del cuartito estabanlas placas en exhibidas sobre una mesita cuadrada. De
uno de los mausoleos, salió el empleado o sepulturero. Este lo saludó:
-Buenos días-dijo.
Higgs no respondió al saludo. Agachó la cabeza. Cuando el hombre pasó a su lado le miró
los pies. Llevaba unos borcegos punta de acero, a los costados tenían barro.Subió los ojos a
las piernas y por último se fijó en el cuerpo entero. En la mano llevaba un balde usado de
pintura. El paso era cansado y flojo. Parecía que el peso del cuerpo se acumulaba en la cintura,
y que eso le hacía salir la barriga. Parecía que el vientre, más allá de la gordura, estaba
hinchado por alguna inflación de intestinos. Debajo de una gorra desgatada de color azul y
blanco se veía un pelo enfermo. El hombre intercambió palabras con el puestero. Higgs no
pudo escuchar qué decían. Solo vio cómo gesticulaban, cómo movían las mandíbulas para
soltar aliento o palabras. No pudo–Higgs- leer o descifrar, en ese movimiento, las palabras.
El puestero se inclinaba sobre lo que parecía ser una placa y respondía a las palabras del
sepulturero sin dejar de hacer su trabajo. Al terminar de hablar el sepulturero giró la cabeza
y vio a Higgs que lo observaba. Al instante el puestero sacó la cabeza de su trabajo. Los dos
observaron a Higgs como si éste fuera una figura misteriosa o sospechosa.

Incómodo, se levantó sin mirarlos y regresó por donde había venido. Apuró el paso. Al
salir del cementerio buscó refugio en la parada de colectivo. La parada de colectivo era una
edificación cuadrada, a la cual le faltaba uno de los lados (la entrada). Higgs no se puso a
esperar dentro del cuadrado que olía a orina; sino que se puso a esperar por fuera del
cuadrado. Esto le permitía ver si venia el colectivo y quedar fuera del campo visual del
cementerio.1 La posición era así:

1 Existe un fragmento, que en esta novela no aparece, donde Higgs narra esta situación en uno de sus cuadernos. Los
cuadernos donde anota los restos del día. En ese fragmento Higgs se pregunta si el sepulturero ha empezado a sospechar
sobre sus homicidios y si es posible que lo haya denunciado. Pero al otro día se olvidará de eso y del sepulturero y la
paranoia pasará al olvido como tantas cosas.
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En la casa, antes de dormir, tomó la libreta de nombres y trazó las siguientes líneas:

10

Este día Higgs se levantó a las 6:47, sin sueño y con 5 hs de descanso. Del baño regresó a
la cama. Aún era de noche. Pensó en dormir un poco más. Por lo menos hasta que amaneciera.
El ambiente frío hacía grato sumergirse en las colchas. Durmió un poco más de una hora. Al
abrir los ojos supo que había soñado y que el peso sobre sus pies era el peso del gato. En el
sueño había un hombre dentro de una habitación. El hombre estaba encerrado y enfermo. A
los lados tenía dos espejos que multiplicaban su imagen. El delirio lo hacía creer que eran
cohabitantes de encierro. Higgs pensó en la gran variedad de sueños que solía tener, en la
facilidad o la recurrencia a soñar; pensó en la perturbación, en la falta de paz, en los sueños
que lindaban constantemente con la pesadilla o en los sueños que transcurrían bajo un fondo
imperceptible de pesadillas, y sintió que todos sus sueños, siempre, tenían una pesadilla
latente, respirando debajo, y amenazando surgir.
Durante el día Higgs tradujo nueve páginas. Aún tenía dieciséis días para entregar y le
faltaban alrededor de setenta. Pensó en escribir. Desistió. Era un placer negado, al que, a
pesar de haberse resignado, recurría o se sorprendía buscándolo.
Por la noche pensó. Divagó en la muerte, en la memoria, en el sentido de las cosas. Trató
de no pensar en el cementerio. Ese día no había ido.
Pasada la una de la madrugada se durmió. El gato, completamente despierto, salió por la
ventana y se entregó a la noche
11

Frente a la tumba de su madre, la única tumba que no necesitaba anotar en su lista, pensó
en las innumerables maneras que hay de torturar y de matar. Ese día aún no había matado a
nadie y no sabía a quién matar. ¿Cuántos iban ya? ¿Qué número llevaba en la lista? No lo
sabía porque no había enumerado las muertes. Pero en el fondo sentía que eran pocos, que
en realidad no había tomado su proyecto tan enserio y que fueron más los días en que no
mató que lo que sí.

12

En una de sus listas Higgs había confeccionado una lista de personas que no enterraría en
su cementerio. En ella resaltaban los nombres de los hermanos de la madre y el nombre de
su abuelo y abuela en mayúsculas. Como si de todos los que había eran los que más
despreciaba. Debajo de esa lista había anotado lo que parecía una serie de recuerdos o
fragmentos de recuerdo. A veces se asemejaban a relatos oníricos como si no supiese si lo
que narraba era realmente así. Solo se centraba en las sensaciones.

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