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PERFIL DE PERSONAJE
Escribe
Beatriz Sarlo
Ilustra
Dante Ginevra
H
asta los setenta y cinco años Mirtha Legrand manejó su
coche. Después de la muerte de Daniel Tinayre, una tarde
la reciente viuda salió a dar una vuelta. Como muchas
cosas menores en la vida de una estrella, hizo lo de
siempre: subirse y arrancar. A las pocas cuadras comprobó que el tanque
estaba vacío y fue a la estación de servicio de Libertador y Salguero.
Concluido el trámite, encendió el motor y avanzó. La detuvieron,
gentilmente, porque no había pagado. Quienes han conocido presidentes o
altos dignatarios siempre repiten lo mismo: nunca llevan plata en los
bolsillos. Esto se dijo siempre de Carlos Menem, pero no era un rasgo que
solo él poseía. Como una reina, Mirtha Legrand tampoco tocaba billetes
con sus manos. Pero esa no era la razón por la que se había ido sin pagar:
sus costumbres se habían desorganizado por la muerte del hombre que fue
su marido durante décadas, una muerte que lloró ante las cámaras, sin
exagerar ni especular.
Una familia mira «Almorzando con Mirtha Legrand» en la década del sesenta. DANTE GINEVRA / ORSAI.
Eduardo Metzger, entonces director del Canal 13, recuerda: «En 1988
nosotros queríamos tenerla a Mirtha haciendo no un almuerzo sino una
especie de unitario. Avanzamos en las conversaciones y llegamos a un
principio de acuerdo. Ellos (Tinayre) querían hacer una especie de
coproducción y compartir lo producido por publicidad. Accedimos. Eso
sucedió un viernes y el domingo anunciamos la llegada de Mirtha, sin
nombrarla, solo mostrando un gran sobre con un moño rosado, en el final
de Andrés Percivale. El lunes, Tinayre pidió un seguro en dinero por si la
publicidad no cubría la cifra que ellos querían alcanzar. Ahí se terminó la
negociación».
Pero Mirtha Legrand no hizo campaña por Alfonsín, como más de treinta
años después haría por Macri, de quien hoy no la separa sino la coyuntura
en la que ella representa al votante macrista impaciente o desilusionado.
Por el contrario, de Alfonsín la separaba un mundo de valores e ideas.
Mirtha Legrand es sólidamente conservadora, aunque sus preguntas
puedan, algunas pocas veces, indicar que se ha ido sensibilizando. Alguien
que la conoció muy bien —militante de ultraizquierda de los setenta— me
cuenta la siguiente anécdota:
Una familia mira «Almorzando con Mirtha Legrand» en la década del ochenta. DANTE GINEVRA / ORSAI.
¿Por qué estaban en esa casa Tinayre y su esposa? Eran muy amigos de la
anfitriona, Annemarie Heinrich, la genial fotógrafa por cuyo estudio
pasaron todas las actrices durante varias décadas.
Las imagino a las chicas que todavía eran Martínez Suárez, y casi
enseguida serían Legrand, entrando en la fábrica de estrellas. Los estudios
de cine fueron su escuela. Los directores Carlos Schlieper, Carlos Hugo
Christensen y finalmente Tinayre, fueron los verdaderos maestros,
incomparables con los vagos profesores de declamación que enseñaban en
conservatorios no muy reconocidos. En los estudios de Lumiton o Sono
se aprendía a hablar, se aprendían los modales remilgados, la caída
Film
de ojos y las muequitas simpáticas. Hasta hoy, Mirtha Legrand conserva y
repite la mirada al sesgo de sus películas de adolescencia. Baja los ojos y
vuelve a abrirlos, como si en ese instante transcurriera el acto de pensar.
Es la mirada pícara, la de los mohines. Aunque también tiene otra: la
mirada seria, dura y fija, sin caída de ojos. Son gestos aprendidos antes de
los veinte años, que sobreviven porque se convirtieron en rasgos de un
estilo. Esto se dice fácilmente, pero no lo es.
Una familia mira «Almorzando con Mirtha Legrand» a principios del siglo XXI. DANTE GINEVRA / ORSAI.
El cine fue el campo de entrenamiento de Mirtha Legrand. Allí aprendió su
disciplina y su implacable sentido de las jerarquías (del director para abajo,
de la diva respecto del resto del equipo). Y de allí viene su sentido de la
imagen, no lo que sabe su cerebro, sino lo que sabe su cuerpo: pararse,
moverse, hablar, mirar o no mirar a la cámara. No habría pasado la prueba
del teatro antes de consagrarse en el cine, ni habría pasado la prueba de la
radio, porque no era Niní Marshall, una actriz de inteligencia notable y
original.
Por eso mismo, no es extraño que Mirtha Legrand pueda repetir sus mesas
por décadas: fue entrenada para eso y para ir mejorando en las
repeticiones. No puede esperar un momento especial, sino una serie
infinita de buenos momentos. Que un atleta sea genial no depende
exclusivamente de su entrenamiento, porque la genialidad es un don. Pero
que un atleta sea bueno depende de lo que se ha esforzado. De ese acto de la
voluntad que es condición de todos los logros pero que, al mismo tiempo,
les da a esos logros una suerte de mecanicidad, de ciega serie de actos
iguales, de insensibilidad. Ese es el precio que pagan los atletas.
Devenir atleta exige obedecer a una causa. La de Mirtha Legrand consiste
hacer preguntas que, a lo largo de los años, fueron mejorando en
en
información, precisión y oportunidad. Su secreto es la repetición. Leer
todos los días las noticias; repasar las biografías de sus entrevistados;
decidir los vestidos y las joyas; hacer personalmente la lista de invitados;
negociar los PNT con los que es implacable y que le encajó, hace pocas
semanas, al mismo presidente de la república, Mauricio Macri. Así, una y
otra vez, todas las semanas desde hace cuatro décadas. La repetición puede
enloquecer a quien no tenga la fuerza de soportarla, pero no es el caso de
Mirtha Legrand. Su causa es también durar en el circuito atlético hasta que
su performance sea considerada un récord, esa marca que todo atleta
persigue. Cuando se refieren a ella, todos repiten la palabra voluntad.
Una familia mira «Almorzando con Mirtha Legrand» en la actualidad. DANTE GINEVRA / ORSAI.
O al menos eso creí hasta hace unos días, cuando recibí un nuevo mensaje
de Nacho Viale en el que me autorizaba a presenciar el programa y también
me invitaba a sumarme a la mesa. Decliné ambas cosas, porque ya estaba
convencida de que ese backstage, que había esperado ansiosamente, no era
tan necesario. Pero me quedé pensando que la astucia de la señora Legrand
es tan grande como su memoria.
O, quizá, que ya ha trasmitido ambas cualidades a quienes la secundan.
Debí recordar que, un día del invierno de 1968, un amigo mío llegó a casa
de las tías que visitaba de tanto en tanto y ellas apagaron el televisor,
chico, de imagen indecisa, al que estaban pegadas. Le explicaron:
—¿Qué no me va a gustar?
Tenía el physique du rôle: es decir la cara adecuada para ser, en esos años
cuarenta, una estrellita primero y una estrella después. Lo contrario de lo
que le sucedía a Eva Duarte, cuya cara, que hoy llamaríamos interesante y
fuerte, no tuvo nunca el destello ni la frescura juveniles que eran condición
del éxito. Eva fue bella a medida en que su cara fue madurando, hasta la
belleza de sus últimas fotografías, las de su enfermedad, la de su cadáver.
No daba para damita joven. Tampoco Zully Moreno, cuyo físico, mirada y
sensualidad eran la de la mujer fatal. Los tipos cinematográficos estaban
cuidadosamente delineados. Y las gemelas Legrand ocuparon el de damita
joven y allí comenzaron su ascenso.
Una familia mira «Almorzando con Mirtha Legrand» en el futuro. DANTE GINEVRA / ORSAI.
Los diarios porteños publicaron una foto en junio de 2010 que muestra a
Mirtha Legrand, toda de largo y con transparencias sobre gasas, en el
Salón Dorado del Colón. Una grandilocuencia de la que también formaban
parte Macri, entonces jefe de gobierno de Buenos Aires, un ministro y el
director del Teatro. Comieron sushi. Y ella enunció su deseo: «Que el
Teatro Colón abra sus puertas a una villa cada tanto, una vez por mes
cuanto menos. No se informan los comentarios de los funcionarios que la
escuchan. Solo nos queda por saber qué PNT pasó Mirtha desde el Salón
Dorado. No se priva de hacerlo en todas las circunstancias y se dice que
controla personalmente el cobro de la publicidad no tradicional de sus
programas. Imitando a Dalí, podría adoptar como divisa las dos palabras
con las que el poeta surrealista Breton lo insultó: «avida dollars».
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