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Referencia comentada: Sigmund Freud, “Fetichismo” (1927)

Propongo retomar la lectura de este texto fundamental para situar la especificidad de la


sexualidad masculina en su relación con ciertos semblantes. Pero el punto concreto sobre el que
quisiera llamar la atención se encuentra en este párrafo que cito íntegramente:

“Adviértase ahora qué función cumple el fetiche y qué fuerza lo mantiene: subsiste como un
emblema del triunfo sobre la amenaza de castración y como salvaguardia contra ésta; además, le
evita al fetichista convertirse en homosexual, pues confiere a la mujer precisamente aquel atributo
que la torna aceptable como objeto sexual. En el curso de la vida ulterior, el fetichista halla aún
otras ventajas en su sustituto de los genitales. Los demás no reconocen el significado del fetiche y,
por consiguiente, tampoco se lo prohíben; le queda fácilmente accesible, y la gratificación sexual
que le proporciona es así cómodamente alcanzada. El fetichista no halla dificultad alguna en lograr
lo que otros hombres deben conquistar con arduos esfuerzos.”

Quiero destacar la frase final, con la referencia por parte de Freud a los “esfuerzos” de los hombres.
Por otra parte, ¿qué es lo que tienen que conquistar? La ambigüedad de expresión, que Freud no
aclara posteriormente, permite una lectura en más de un registro. Por un lado, sí, se trata de
conseguir arreglárselas, como hace al fin y al cabo del fetichista, con la falta de pene en la mujer.
Por otro lado, se trata de conseguir el acceso a un goce sexual. Finalmente, y en un plano más
concreto, se trata también, como condición de lo anterior, de sostener la erección. En todos estos
planos, el texto alude a una dificultad, incluso quizás a una precariedad de las soluciones
masculinas al problema del complejo de castración y al hecho, paradójico, de que la sexuación
implique el acceso a un goce que pase precisamente por ese desfiladero.

En efecto, como Lacan plantea con toda claridad en “La significación del falo”, se trata al fin y al
cabo de que hay “una antinomia interna a la asunción por el hombre (Mensch) de su sexo”. Y se
pregunta a continuación: “¿por qué no debe asumir sus atributos sino a través de una amenaza,
incluso bajo el aspecto de una privación?” (Écrits, Seuil, pág. 685)

Tomando, pues, esta indicación de Lacan, podemos glosar la afirmación de Freud: la dificultad para
el hombre es que para asumir su sexo tiene que pasar por la angustia de castración. Y, digamos,
salir de ello más o menos airoso, o sea, sostener su erección. Lo masculino como tal no estaría pues
antes, sino después de pasar por ese trance.

¿Por qué sería esto difícil? Porque el atravesamiento del complejo de castración implica que ya no
se trata de la misma erección. Me permito en este punto plantear algo que tendría cierto paralelo
respecto de lo que Freud intenta situar, en la mujer, en términos de desplazamiento de la
erogeneidad del clítoris a la vagina, precisamente como efecto de la asunción del complejo de
castración. Es cierto que nada parece desplazarse en el cuerpo del hombre. Pero el mismo órgano,
por parafrasear a Lacan, cambia de significación, en cierto modo es otro, porque se vincula, a través
del acto sexual, a otra forma de goce.... y permítaseme mantener en esta expresión un grado de
ambigüedad que es de estructura y que implica los dos lados de la partición sexual.

De hecho, la imposibilidad, el fracaso o simplemente la dificultad de este desdoblamiento del pene


tiene su cortejo sintomático propio: la enuresis en el niño, la eyaculación precoz en el adulto. Como
evoca la fantasía de Juanito, en efecto, hay que desatornillar algo... el problema es que luego no se
sabe muy bien qué habría que atornillar, ni dónde habría que atornillarlo, ni si habría que hacerlo,
cuestión en la que él acaba armándose un lío.
Volviendo a lo que, según Freud, sería tan arduo en el hombre. ¿Por qué, enfrentado a la castración
en la madre, luego en la mujer, sería difícil para el hombre lograr una erección, mantenerla? Porque,
en un tipo de erección, la erección propia de la sexualidad infantil, la creencia en el pene de la
madre es coextensiva de la creencia en el valor fálico del propio miembro. La masturbación
masculina infantil celebra, repetidamente, podríamos decir, esa coextensividad. Por eso, la caída de
aquel semblante que es el falo imaginario de la madre (¡trono y altar!, dice Freud) corre el peligro
de dar al traste con la creencia del hombre-niño en el valor fálico de su miembro, el de él. En ese
punto, el pene se hace pipí – volviendo así regresivamente al significante que en los dichos de la
madre lo nombraba, con todo lo que ello conmemora.

Lo difícil, en efecto, es esta pérdida coordinada de dos creencias enlazadas. ¿Cómo hacer si ya se
sabe que el falo era una ilusión, cuando, como el fetichista nos enseña, gozar con el miembro
supone cierto tipo de creencia en el falo?

Ahora bien, se trata para el hombre de si puede, pasado el desfiladero, acceder a otro uso del pene.
No ya como emblema del goce de hacer a la madre una y toda, sino como apuesta de hacer a una
mujer Otra para sí misma. Ello supone haber descubierto que una mujer puede gozar allí donde se
hace Otra para sí misma, incluso cuando parece que pide que el hombre la haga una.

Pero esto es más arduo. Pasa por el deseo del Otro, incluso, más allá, por su goce Otro, ni siquiera
por lo que ella pide. Y no se obtiene mediante el automatón de las condiciones, sino pasando por la
contingencia. A veces pasa. Puede dejar de pasar. De ahí la angustia inherente al acto sexual en el
hombre, que Lacan aborda casi cómicamente en la tercera parte del Seminario X.

Por supuesto, le queda siempre al hombre alguna forma de retorno al statu quo ante. Puede
creerse lo que muchas mujeres le dicen, sumándose a la confluencia entre el cinismo femenino y la
crítica generalizada de los semblantes propia de la posmodernidad. Versión actual de lo que en este
mismo texto que comentamos menciona Freud como la salida homosexual, a continuación del
párrafo antes señalado: “No atinamos a explicar por qué algunos se tornan homosexuales a
consecuencia de dicha impresión”. En lo que nos interesa, no se trata aquí de la homosexualidad
como tal en un sentido clínico, que reclama otras consideraciones, sino de una siempre posible
“homosexualización” del hombre cuando se desorienta respecto de lo que verdaderamente es
hétero: no la diferencia de los sexos, sino una partición en el seno mismo del goce.

Enric Berenguer
Septiembre 2010

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