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JAPÓN: LOS MIL JARDINES, ensayo de ITALO CALVINO

Un sendero de losas irregulares corre a todo lo largo de la villa imperial de Katsura. A


diferencia de otros jardines de Kioto hechos para la contemplación inmóvil, aquí la armonía
interior se alcanza siguiendo paso a paso el sendero y pasando revista a las imágenes que se
presentan a la mirada. Si en otras partes el sendero es sólo un medio y los lugares a donde
lleva son los que hablan a la mente, aquí el recorrido es la razón esencial del jardín, el hilo de
su discurso, la frase que da significado a cada una de sus palabras.
¿Pero qué significados? De este lado de la verja el sendero está hecho de losas lisas y del
otro lado de guijos rústicos: ¿es el contraste entre la civilización y la naturaleza? Allá el
sendero se bifurca en un brazo recto y uno torcido; el primero se bloquea en un punto muerto,
el segundo continúa: ¿es una lección sobre el modo de moverse en el mundo? Cualquier
interpretación es insatisfactoria; si hay un mensaje, es el que se recoge en las sensaciones y
en las cosas, sin traducirlo en palabras. Las piedras que afloran en medio del musgo son
chatas, separadas una de otra, dispuestas a la distancia justa para que el que camina
encuentre siempre a cada paso una debajo de su pie; y justamente en la medida en que
obedecen a la dimensión de los pasos, las piedras dirigen los movimientos del hombre en
marcha, lo obligan a un andar calmo y uniforme, guían el recorrido y los descansos.
Cada piedra corresponde a un paso, y a cada paso corresponde un paisaje estudiado en
todos sus detalles, como un cuadro; el jardín está dispuesto de modo que de un paso a otro la
mirada encuentre perspectivas diferentes, una armonía distinta en las distancias que separan
el seto, la lámpara, el arce, el puente curvo, el arroyuelo. A lo largo del recorrido el escenario
cambia totalmente muchas veces, desde el follaje espeso hasta la vegetación rala sembrada
de rocas, desde el lago con cascada hasta el lago de aguas muertas; y cada escenario a su
vez se descompone en escorzos que toman forma apenas uno se desplaza: el jardín se
multiplica en innumerables jardines.
La mente humana posee un misterioso mecanismo capaz de convencernos de que esa piedra
es siempre la misma piedra, aunque su imagen —por poco que desplacemos nuestra
mirada— cambie de forma, de dimensiones, de colores, de contornos. Cada fragmento
singular y limitado del universo se despliega en una multiplicidad infinita: basta girar en torno a
esa baja linterna de piedra y se transforma en una infinidad de linternas de piedra; el poliedro
perforado, manchado de líquenes, se desdobla, se cuadriplica, se sextuplica, se convierte en
un objeto completamente diferente según el lado que se encuentre bajo tu mirada, según te
acerques o te alejes de ella.
Las metamorfosis que genera el espacio se añaden a las que genera el tiempo: el jardín —
cada uno de los infinitos jardines— cambia con el paso de las horas, de las estaciones, de las
nubes en el cielo. Los emperadores que idearon Katsura dispusieron tarimas de cañas de
bambú para asistir en abril al florecimiento del melocotón, o el enrojecer de las hojas de los
arces en noviembre; construyeron cuatro pabellones de té, uno por estación, que daban cada
uno a un paisaje ideal en cierto momento del año; cada paisaje ideal de una estación tiene
una hora del día o de la noche que es su momento ideal. Pero las estaciones son cuatro y las
horas giran entre mediodía y medianoche. El tiempo con sus retornos aleja la idea del infinito:
es un calendario de momentos ejemplares que se repiten cíclicamente y que el jardín trata de
fijar en cierto número de lugares. ¿Y el espacio, entonces? Si hay una correspondencia entre
los puntos de vista y los pasos, si cada vez que se adelanta el pie derecho o izquierdo a la
piedra siguiente se abre una perspectiva establecida por quien proyectó el jardín, entonces la
infinidad de los puntos de vista se restringe a un número finito de vistas, cada una separada
de la que le precede y de la que le sigue, caracterizada por elementos que la contradistinguen
de las otras, una serie de modelos precisos que responden cada uno a una necesidad y a una
intención. El sendero es eso: un dispositivo para multiplicar el jardín, ciertamente, pero
también para sustraerlo al vértigo del infinito: las piedras lisas que componen el sendero de la
villa de Katsura son 1716 —esta cifra, que encontré en un libro, me parece verosímil,
calculando dos piedras cada medio metro para una longitud total de media milla—; por lo tanto
el jardín se recorre en 1.716 pasos y se lo contempla desde 1.716 puntos de vista. No hay
razón para dejarse ganar por la angustia: el penacho de bambú se puede ver desde cierto
número de perspectivas diferentes, ni más ni menos, variando el claroscuro entre los tallos ya
más espaciados, ya más espesos, experimentando sensaciones y sentimientos distintos a
cada paso, una multiplicidad de la que ahora creo poder adueñarme sin quedar abrumado por
ella.
Caminar presupone que a cada paso el mundo cambia en algunos de sus aspectos y también
que algo cambia en nosotros. Por ese motivo los antiguos maestros de la ceremonia del té
decidieron que para llegar al pabellón donde se servirá el té, el invitado debe recorrer un
sendero, detenerse en un banco, mirar los árboles, atravesar una verja, lavarse las manos en
una pila excavada en una roca, seguir el camino trazado por las piedras lisas hasta la sencilla
cabaña que es el pabellón del té, hasta su puerta muy baja donde todos deben inclinarse para
entrar. En la sala, únicamente esteras en el suelo, un banquito con taza y tetera de finísima
factura, un nicho en la pared —el tokonoma— donde se expone un objeto exquisito, o un vaso
con dos ramas en flor, o una pintura, o una hoja donde se han trazado caligramas. Limitando
el número de cosas en torno a nosotros se nos prepara para acoger la idea de un mundo
infinitamente más grande. El universo es un equilibrio de llenos y de vacíos. Al verter el té
espumante las palabras y los gestos deben tener en torno espacio y silencio, pero también la
sensación del recogimiento, del límite.
El arte del más grande maestro de la ceremonia del té, Sen-ho Rikyu (1521-1591), siempre
inspirado en la máxima simplicidad, se expresó también en el proyecto del jardín que rodea las
casas del té y los templos. Los sucesos interiores se presentan a la conciencia a través de
movimientos físicos, gestos, recorridos, sensaciones inesperadas.
Un templo cerca de Osaka tenía una vista maravillosa sobre el mar. Rikyu hizo plantar dos
setos que ocultaban totalmente el paisaje, y al lado mandó colocar un cuenco de piedra. Sólo
cuando el visitante se inclinaba para tomar el agua en el hueco de las manos, su mirada
encontraba la mirilla oblicua entre los dos setos, y se le abría la vista del mar ilimitado.
La idea de Rikyu probablemente era ésta: al inclinarse sobre el cuenco y ver la propia imagen
achicada en el limitado espejo de agua, el hombre consideraba la propia pequeñez; después,
apenas alzaba la cara para beber de la mano, lo capturaba el resplandor de la inmensidad
marina y cobraba conciencia de que era parte del universo infinito. Pero son cosas que
cuando se las quiere explicar demasiado se malogran; a quien le interrogaba sobre el porqué
del seto, Rikyu se limitaba a citar los versos del poeta Sogi:
Aquí, un poco de agua.
Allá abajo entre los árboles
el mar.
(«Umi sukoschi / Niwa ni izumi no / Ko no ma ka na»)
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Texto extraído del libro "Colección de arena".

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