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Siempre he pensado que los textos son áreas de trabajo, superficies o planos en
los cuales uno ensaya formas de ver y decir, o sea, sitios donde no ocurre nada
conclusivo, sino donde más bien tiene lugar una suerte de deriva conceptual
manierista que establece referentes y abre espacios por donde recorrer lo que nos
ha ocurrido y lo que nos está pasando. Por ende, para mí, los textos se acercan
más a un mapa o a un dibujo que a un discurso argumentativo cuya finalidad sea
la de tramar la historia o fijar la estructura de un presente.
En tanto es algo del orden estético o estésico, cercano a una práctica que
especula con nuestros regímenes de sentir, lo escrito inscribe en el papel ritos
necesarios o sobre-vivenciales, deseos, pulsos, im-pulsos, latidos, vitalidades que
ningún lenguaje puro o ratio ordenadora puede contener.
El texto -o mi texto- sobre la práctica del dibujo obedece o es fiel a esta pequeña
declaración o programa de escritura. No es una explicación que intente afirmar su
validez conceptual o expresiva en la actualidad ni tampoco una reflexión que
apunte a sancionar su intempestivo acontecer. Más allá de ambas apuestas, lo
que desearía es relacionar o entre-meter el dibujo en modos de producción “otros”,
que, negando su carácter disciplinar, se en-tierran no obstante en la identidad
política contenida en su gestualidad performativa.
Disciplina, institución, normalidad: lo que dibuja quiera estar fuera de sitio, salirse
del molde y del calco, ser rabia que destruye la fuente prefijada, fuerza que
transforma o transmuta el sometimiento en creación y a las formas en territorios de
resistencia. Pues el cuerpo encarcelado raya las paredes que construyen su
encierro; el cuerpo psiquiatrizado garabatea sus angustias y temores; el cuerpo
violado habla el retrato de su agresor; el cuerpo desaparecido se torna silueta
vacía; el cuerpo torturado testifica las marcas de una violencia impensable: todos
ellos dibujan; todos ellos trazan en superficies de papel, carne o cemento su
drama, su malestar y su dolor.
Si bien estos ejemplos son extremos, pareciera que toda manifestación gráfica
humana o animal -o humana por ser irreductiblemente animal- participa de ese
carácter sobrevivencial o supervivencial. Ya sea trazando las líneas que arman un
paisaje, ya sea copiando ingenuamente un rostro o transcribiendo con rigor las
proporciones de un modelo, lo que resiente y registra la página en blanco es la
persistencia de un gesto intenso o liminal. La imagen, la raya, la inscripción
retratan siempre en el papel un desgarro, una violencia, una mancha por medio de
la cual aquello sometido a la ley de la letra y a la cifra de la forma definida e
identificable logra emplazar, nuevamente, la plenitud de su condición excluida y de
su ser políticamente desplazado.
Chile siempre fue una raya en el globo terráqueo, ahora sólo es una línea borrada
del planeta.
“El significante gráfico siempre ha sido para nuestra comunidad fracturada una
esperanza”: este trozo o trazo de escritura es parte del texto que escribí hace
pocos meses para la exposición de Elisa Aguirre titulada Tierra seca. La frase en
cuestión solamente apareció; su sentido o significado, no explícito al principio, se
me fue revelando paulatinamente al escribir. Al cabo de varias relecturas pude dar
con su secreto o descifrar su tenue dramatismo: “El dibujo o lo gráfico es
esperanza porque su subalternidad significante acogió, contuvo y fue el soporte de
políticas de expresión que permitieron a nuestra comunidad sobrevivir
simbólicamente a la violencia de Estado”.
En efecto, las obras que tramaron el tamiz o resistieron el golpe, el que para
muchos aún no termina, fueron en gran medida trabajos sobre papel. No sólo
dibujos, sino también impresiones, invitaciones, grabados, escritos, collages,
catálogos, afiches, así como intervenciones urbanas, acciones corporales, textos,
etc. Esos gestos y documentos, ahora cotizados y reducidos a mercancías
coleccionables, fueron aquello que constató el inicio de un proceso que, repito,
para muchos aún no termina. Sin embargo, más allá de desempeñar una mera
función testimonial o procesual, se dibuja en ellos el cuerpo de una comunidad
acotada que decidió decir “no” a su programada desaparición. De este modo,
líneas, puntos y planos, recortes, montajes y ediciones marcaron la diferencia
simbólica con un sistema político que transformó radicalmente la vida subjetiva a
lo largo de nuestro territorio.
Quienes pudieron imaginar una resistencia de papel y lápiz, quienes fueron los
que se dieron el tiempo para elaborar esos “suntuosos regalos entre príncipes
pobres” (Gonzalo Díaz), quienes pensaron la derrota y alucinaron la lengua de los
vencidos, son quienes, a pesar de los años, siguen graficando con objetos y
espacios, con fotografías digitales y videos de alta definición un presente dividido y
desigual.
Pienso específicamente que las cruces de Rosenfeld, las cicatrices de Zurita, los
besos de Eltit, la mancha de Dittborn, la Madonna de Klenzo, la tierra de
Altamirano, La lección de pintura, El espacio de acá, la M de Marchant, el cuerpo
de Leppe, los viajes de Downey, las escrituras de Richard, Mellado, Oyarzun,
Valdés, Thayer, Kay y Lihn son y forman parte de nuestra pequeña genealogía del
dibujo. Esos objetos, esas cosas, esas experiencias o experimentos de escritura
arrancados al sinsentido, no sólo debieran pulsar el inconsciente óptico de todo
aprendiz de artista, sino también constituirse en materiales de trabajo (cajas de
herramientas) que hagan posible la transformación de los talleres de dibujo en
espacios críticos y abiertos a la producción de nuevos procedimientos de
politización de nuestras prácticas actuales de inscripción simbólica.
Con esto me refiero a que el acto o la acción de dibujar nos arrastra, tal vez, de
modo inconsciente a efectuar un proceso de des-organización de ese momento
originario desde el cual emerge nuestra identidad.
Esta labor crítica es imposible sin ejecutar una exploración o una des-construcción
de las estructuras estésicas primarias que fundan nuestra condición de sujetos.
Esto no quiere decir que dibujar sea un gesto arcaico y primitivista, sino,
contrariamente, que los gestos elementales de transcripción que todo dibujante
realiza están íntimamente vinculados con los trazos y las marcas que lo dominante
actualiza diariamente para determinar nuestros modos de ser y aparecer en lo
real.
Patricio Marchant lo sabía; sabía que sólo bastaba con pensar la firma, esa huella
ese grafo indicial / inicial / fundacional al cual todo nombre propio está ligado,
amarrado o encabellado, a pesar de ya no existir un cuerpo piloso que legitime o
soporte dicho pacto. Su escritura, inundada de tachaduras y rayaduras que
destacan las palabras que amó o los conceptos que articulan su reflexión sobre lo
indecible, no puede ser analizada desde una mirada disciplinar específica; su
textualidad somática reclama la invención de un campo expandido para la
escritura. De igual forma, lo que existe en ella de herida, de gesto, de huella, de
trazo nos exige a nosotros (dibujantes a pesar de todo) ver qué hay de escritura
en nuestros ejercicios gráficos de representación.