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D-i-b-u-j-o-p-o-r-u-n-c-u-e-r-p-o-q-u-e-n-u-n-c-a-a-c-a-b-a-d-e-d-e-s-aparecer

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Dibujo por un golpe que nunca acaba de acontecer.

Línea 1 ------------------------------------------------------------------------------------- el cuerpo

Siempre he pensado que los textos son áreas de trabajo, superficies o planos en
los cuales uno ensaya formas de ver y decir, o sea, sitios donde no ocurre nada
conclusivo, sino donde más bien tiene lugar una suerte de deriva conceptual
manierista que establece referentes y abre espacios por donde recorrer lo que nos
ha ocurrido y lo que nos está pasando. Por ende, para mí, los textos se acercan
más a un mapa o a un dibujo que a un discurso argumentativo cuya finalidad sea
la de tramar la historia o fijar la estructura de un presente.

Zona de incertidumbres, el texto trabaja la multiplicidad de instancias o fuerzas


que traman la contra-forma política en la cual estamos inmersos y de la cual no
tenemos pistas visuales tangibles. Por ello, nos hace ver más y, al mismo tiempo,
nos hace ver menos, permitiendo asimismo que nos alleguemos al punto en el
cual todo esto se disuelve y desaparece sin dejar huellas ni rastros del sentido que
buscamos.

En tanto es algo del orden estético o estésico, cercano a una práctica que
especula con nuestros regímenes de sentir, lo escrito inscribe en el papel ritos
necesarios o sobre-vivenciales, deseos, pulsos, im-pulsos, latidos, vitalidades que
ningún lenguaje puro o ratio ordenadora puede contener.

El texto -o mi texto- sobre la práctica del dibujo obedece o es fiel a esta pequeña
declaración o programa de escritura. No es una explicación que intente afirmar su
validez conceptual o expresiva en la actualidad ni tampoco una reflexión que
apunte a sancionar su intempestivo acontecer. Más allá de ambas apuestas, lo
que desearía es relacionar o entre-meter el dibujo en modos de producción “otros”,
que, negando su carácter disciplinar, se en-tierran no obstante en la identidad
política contenida en su gestualidad performativa.

Es sabido que el yo no es quien dibuja. El carácter, la personalidad, la psiquis, el


alma o el espíritu no requieren ni reclaman signos materiales que certifiquen su
existencia. Quien dibuja en nosotros, quien desea punto, línea y plano es el
cuerpo. Sólo porque somos entidades bio-gráficas y bio-tanato-gráficas nos
entregamos a los juegos de la representación y gozamos de los placeres que nos
brinda sus des-construcción. Sólo nuestra carne pide marca, exige huella, solicita
a la mancha su informe presencia. Es esa materialidad y masa irreductible la que
finalmente traza y representa, delinea, mide, compone, valoriza; aprende, en
definitiva, a dibujar. Pero es también ella la que debe dejar su impronta digital,
poner la cara y esbozar la firma para que otros legitimen su identidad. Es decir, es
la que, como materia sometida, soporta, recibe y resiste -sobre todo resiste- todo
el peso des-codificante del poder.

Disciplina, institución, normalidad: lo que dibuja quiera estar fuera de sitio, salirse
del molde y del calco, ser rabia que destruye la fuente prefijada, fuerza que
transforma o transmuta el sometimiento en creación y a las formas en territorios de
resistencia. Pues el cuerpo encarcelado raya las paredes que construyen su
encierro; el cuerpo psiquiatrizado garabatea sus angustias y temores; el cuerpo
violado habla el retrato de su agresor; el cuerpo desaparecido se torna silueta
vacía; el cuerpo torturado testifica las marcas de una violencia impensable: todos
ellos dibujan; todos ellos trazan en superficies de papel, carne o cemento su
drama, su malestar y su dolor.

Si bien estos ejemplos son extremos, pareciera que toda manifestación gráfica
humana o animal -o humana por ser irreductiblemente animal- participa de ese
carácter sobrevivencial o supervivencial. Ya sea trazando las líneas que arman un
paisaje, ya sea copiando ingenuamente un rostro o transcribiendo con rigor las
proporciones de un modelo, lo que resiente y registra la página en blanco es la
persistencia de un gesto intenso o liminal. La imagen, la raya, la inscripción
retratan siempre en el papel un desgarro, una violencia, una mancha por medio de
la cual aquello sometido a la ley de la letra y a la cifra de la forma definida e
identificable logra emplazar, nuevamente, la plenitud de su condición excluida y de
su ser políticamente desplazado.

Línea 2 ---------------------------------------------------------------------------------- el contexto

Asunto ligado o anudado a la diferencia y a la alteridad, eso que marca se sabe


tejido por agresiones que no duermen ni descansan. Infinitas y atentas, las manos
que someten el cuerpo a la norma borran y tachan su multiplicidad gráfica. Nada
que se salga del marco, nada que violente la regularidad de la palabra y la imagen
publicitarias: nuestra cultura visual y crítica ha sido editada progresivamente en la
transparencia y la nitidez digital; en ella ya no hay lugar para caligrafías barrocas,
teorías manieristas ni, menos aún, para ejercicios de pensamiento que suelden,
peguen, arrimen o apuntalen el texto a la visualidad.

Chile siempre fue una raya en el globo terráqueo, ahora sólo es una línea borrada
del planeta.

Hemos perdido la batalla y la guerra, hemos canjeado por monedas de chocolate


barato nuestros tesoros de opacidad. Ni la luz ni la sombra, ni los restos o los
recortes, ni los signos insubordinados pueden saldar la deuda que tenemos con el
pasado ni socorrer nuestra incandescente pobreza. Sólo nos queda el silencio de
la crítica, la escena higienizada por la revista digital, el trauma social editado en
libros coleccionables, el logo de la bienal que grama bolsos y poleras, la feria, la
galería privada, el rico y amanerado coleccionista, el artista de Facebook, etc.
Nada en ese nuevo brillante universo estelar dibuja, al menos en términos fuertes
o consistentes.

El sujeto chileno, cuando dibuja, se pone fastidioso, grave, inquieto y taciturno,


recuerda la muerte y su eficiente trabajo, recuerda que sólo fue su mano la que
pudo evitar la tachadura del esposo, el padre, el hijo, el obrero, el compañero, el
hermano, la mujer, el militante y el niño. Ese mismo sujeto rememora el momento
en que la cosa se puso difícil y en que sólo los papeles y la arena del desierto
acogieron las señas de su derrota y fracaso. El dibujante chileno es el gráfico de la
post dictadura, un hombre poeta, un dios artista, un músico sin manos que se
pregunta mil veces si existen o sobreviven al golpe signos legibles que terminen
con su aturdimiento.

Línea 3 ------------------------------------------------------------------------------------- lo gráfico

“El significante gráfico siempre ha sido para nuestra comunidad fracturada una
esperanza”: este trozo o trazo de escritura es parte del texto que escribí hace
pocos meses para la exposición de Elisa Aguirre titulada Tierra seca. La frase en
cuestión solamente apareció; su sentido o significado, no explícito al principio, se
me fue revelando paulatinamente al escribir. Al cabo de varias relecturas pude dar
con su secreto o descifrar su tenue dramatismo: “El dibujo o lo gráfico es
esperanza porque su subalternidad significante acogió, contuvo y fue el soporte de
políticas de expresión que permitieron a nuestra comunidad sobrevivir
simbólicamente a la violencia de Estado”.

En efecto, las obras que tramaron el tamiz o resistieron el golpe, el que para
muchos aún no termina, fueron en gran medida trabajos sobre papel. No sólo
dibujos, sino también impresiones, invitaciones, grabados, escritos, collages,
catálogos, afiches, así como intervenciones urbanas, acciones corporales, textos,
etc. Esos gestos y documentos, ahora cotizados y reducidos a mercancías
coleccionables, fueron aquello que constató el inicio de un proceso que, repito,
para muchos aún no termina. Sin embargo, más allá de desempeñar una mera
función testimonial o procesual, se dibuja en ellos el cuerpo de una comunidad
acotada que decidió decir “no” a su programada desaparición. De este modo,
líneas, puntos y planos, recortes, montajes y ediciones marcaron la diferencia
simbólica con un sistema político que transformó radicalmente la vida subjetiva a
lo largo de nuestro territorio.
Quienes pudieron imaginar una resistencia de papel y lápiz, quienes fueron los
que se dieron el tiempo para elaborar esos “suntuosos regalos entre príncipes
pobres” (Gonzalo Díaz), quienes pensaron la derrota y alucinaron la lengua de los
vencidos, son quienes, a pesar de los años, siguen graficando con objetos y
espacios, con fotografías digitales y videos de alta definición un presente dividido y
desigual.

Ellos, entre Árboles y Madres, entre Márgenes e Instituciones, fueron verdaderos


dioses en pequeño formato que, perversos y polimorfos, inventaron con las
tecnologías gráficas de su tiempo un espacio de sentido con el cual acoger una
tierra caída en la locura y sumida en el terror de estado.

Pienso específicamente que las cruces de Rosenfeld, las cicatrices de Zurita, los
besos de Eltit, la mancha de Dittborn, la Madonna de Klenzo, la tierra de
Altamirano, La lección de pintura, El espacio de acá, la M de Marchant, el cuerpo
de Leppe, los viajes de Downey, las escrituras de Richard, Mellado, Oyarzun,
Valdés, Thayer, Kay y Lihn son y forman parte de nuestra pequeña genealogía del
dibujo. Esos objetos, esas cosas, esas experiencias o experimentos de escritura
arrancados al sinsentido, no sólo debieran pulsar el inconsciente óptico de todo
aprendiz de artista, sino también constituirse en materiales de trabajo (cajas de
herramientas) que hagan posible la transformación de los talleres de dibujo en
espacios críticos y abiertos a la producción de nuevos procedimientos de
politización de nuestras prácticas actuales de inscripción simbólica.

Imagino por ejemplo: el traslado de la noción de herida o de cuerpo herido, de


superficie dañada, hacia el plano de representación gráfica, o pensar la tachadura
o la borradura del dibujo como operaciones estéticas inundadas de significaciones
políticas.

La pregunta por el soporte, el territorio, el cuerpo, la memoria, la huella, el signo, el


deseo, etc. atraviesa de manera transversal, en forma tácita o latente, las
prácticas recién mencionadas y, en particular, las clases de dibujo. En estas
últimas, cuesta imaginar que, con papel y lápiz, con tiempo y buena disposición
visual, se pueden des-armar los aparatos que gobiernan y mantienen en línea
nuestra sensorialidad.

Con esto me refiero a que el acto o la acción de dibujar nos arrastra, tal vez, de
modo inconsciente a efectuar un proceso de des-organización de ese momento
originario desde el cual emerge nuestra identidad.

En efecto, trabajar con la violencia política de un sistema o analizar las relaciones


de fuerza que lo componen y deducir cuál es el destino performativo que sus
agenciamientos nos asignan no tiene nada que ver con el levantamiento de formas
monumentales y sofisticadas, ni tampoco con el diseño de piezas que satisfagan
las demandas de intercambio estético requeridas por una industria cultural
globalizada. Trabajar con o analizar el poder es algo totalmente distinto; es, más
bien, entre-meterse en su inconsciente figural, leer las bio-políticas que emplea
para hacernos visible el mundo, alterar su escala de funcionamiento. En definitiva,
es asumir la exigencia de pensar que el sistema nos coloca allí donde no estamos
y nos obliga a decirnos desde lo que no somos.

Esta labor crítica es imposible sin ejecutar una exploración o una des-construcción
de las estructuras estésicas primarias que fundan nuestra condición de sujetos.
Esto no quiere decir que dibujar sea un gesto arcaico y primitivista, sino,
contrariamente, que los gestos elementales de transcripción que todo dibujante
realiza están íntimamente vinculados con los trazos y las marcas que lo dominante
actualiza diariamente para determinar nuestros modos de ser y aparecer en lo
real.

Patricio Marchant lo sabía; sabía que sólo bastaba con pensar la firma, esa huella
ese grafo indicial / inicial / fundacional al cual todo nombre propio está ligado,
amarrado o encabellado, a pesar de ya no existir un cuerpo piloso que legitime o
soporte dicho pacto. Su escritura, inundada de tachaduras y rayaduras que
destacan las palabras que amó o los conceptos que articulan su reflexión sobre lo
indecible, no puede ser analizada desde una mirada disciplinar específica; su
textualidad somática reclama la invención de un campo expandido para la
escritura. De igual forma, lo que existe en ella de herida, de gesto, de huella, de
trazo nos exige a nosotros (dibujantes a pesar de todo) ver qué hay de escritura
en nuestros ejercicios gráficos de representación.

Lo que acontece en la obra de Patricio Marchant se manifiesta en la totalidad de la


producción de las décadas de los 1980-1990. En efecto, en estas obras y
producciones textuales lo primal o corporal -esos actos elementales que están
presentes en nuestros primeros gestos de transcripción lineal- se desplaza de un
campo normado de representación pictórica a un espacio libidinal de inscripción.
Si bien este salto de la academia a la politización performativa de lo visible se
debe a un golpe y a su consiguiente estado de aturdimiento, el impasse, a mi
parecer, debiera transformarse en el síntoma que ponga en crisis nuestro
indefinido atontamiento.

Mauricio Bravo Carreño, diciembre 2014

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