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Ensayo literario de José Ortega y Gasset

¿Con cuántos árboles se hace una selva? ¿Con cuántas casas una ciudad? Según cantaba el
labriego de Poitiers,

La hauteur des maisons

empêche de voir la ville,

y el adagio germánico afirma que los árboles no dejan ver el bosque. Selva y ciudad son dos cosas
esencialmente profundas, y la profundidad está condenada de una manera fatal a convertirse en
superficie si quiere manifestarse.

Tengo yo ahora en torno mío hasta dos docenas de robles graves y de fresnos gentiles. ¿Es esto un
bosque? Ciertamente que no: éstos son los árboles que veo de un bosque. El bosque verdadero se
compone de los árboles que no veo. El bosque es una naturaleza invisible — por eso en todos los
idiomas conserva su nombre un halo de misterio.

Yo puedo ahora levantarme y tomar uno de estos vagos senderos por donde veo cruzar a los
mirlos. Los árboles que antes veía serán sustituidos por otros análogos. Se irá el bosque
descomponiendo, desgranando en una serie de trozos sucesivamente visibles. Pero nunca lo
hallaré allí donde me encuentre. El bosque huye de los ojos.

Cuando llegamos a uno de estos breves claros que deja la verdura, nos parece que había allí un
hombre sentado sobre una piedra, los codos en las rodillas, las palmas en las sienes, y que,
precisamente cuando íbamos a llegar, se ha levantado y se ha ido. Sospechamos que este hombre,
dando un breve rodeo, ha ido a colocarsc en la misma postura no lejos de nosotros. Si cedemos al
deseo de sorprenderle — a ese poder de atracción que ejerce el centro de los bosques sobre quien
en ellos penetra —, la escena se repetirá indefinidamente.

El bosque está siempre un poco más allá de donde nosotros estamos. De donde nosotros estamos
acaba de marcharse y queda sólo su huella aún fresca. Los antiguos, que proyectaban en formas
corpóreas y vivas las siluetas de sus emociones, poblaron las selvas de ninfas fugitivas. Nada más
exacto y expresivo. Conforme camináis, volved rápidamente la mirada a un claro entre la espesura
y hallaréis un temblor en el aire como si se aprestara a llenar el hueco que ha dejado al huir un
ligero cuerpo desnudo.

Desde uno cualquiera de sus lugares es, en rigor, el bosque una posibilidad. Es una vereda por
donde podríamos internarnos; es un hontanar de quien nos llega un rumor débil en brazos del
silencio y que podríamos descubrir a los pocos pasos; son versículos de cantos que hacen a lo lejos
los pájaros puestos en unas ramas bajo las cuales podríamos llegar. El bosque es una suma de
posibles actos nuestros, que, al realizarse, perderían su valor genuino. Lo que del bosque se halla
ante nosotros de una manera inmediata es sólo pretexto para que lo demás se halle oculto y
distante
Ensayo literario de José Ingenieros

Extracto de “El hombre mediocre”, capítulo “La moral del genio”

El genio es excelente por su moral, o no es genio. Pero su moralidad no puede medirse con
preceptos corrientes en los catecismos; nadie mediría la altura del Himalaya con cintas métricas de
bolsillo. La conducta del genio es inflexible respecto de sus ideales. Si busca la Verdad, todo lo
sacrifica a ella. Si la Belleza, nada le desvía. Si el Bien, va recto y seguro por sobre todas las
tentaciones. Y si es un genio universal, poliédrico, lo verdadero, lo bello y lo bueno se unifican en
su ética ejemplar, que es un culto simultáneo por todas las excelencias, por todas las idealidades.
Como fue en Leonardo y en Goethe.

Por eso es raro. Excluye toda inconsecuencia respecto del ideal: la moralidad para consigo mismo
es la negación del genio. Por ella se descubren los desequilibrados, los exitistas y los simuladores.
El genio ignora las artes del escalamiento y las industrias de la prosperidad material. En la ciencia
busca la verdad, tal como la concibe; ese afán le basta para vivir. Nunca tiene alma de funcionario.
Sobrelleva, sin vender sus libros a los Gobiernos, sin vivir de favores ni de prebendas, ignorando
esa técnica de los falsos genios oficiales que simulan el mérito para medrar a la sombra del Estado.
Vive como es, buscando la Verdad y decidido a no torcer un milésimo de ella. El que pueda
domesticar sus convicciones no es, no puede ser, nunca, absolutamente, un hombre genial.

Ni lo es tampoco el que concibe un bien y no lo practica. Sin unidad moral no hay genio. El que
predica la verdad y transige con la mentira, el que predica la justicia y no es justo, el que predica la
piedad y es cruel, el que predica la lealtad y traiciona, el que predica el patriotismo y lo explota, el
que predica el carácter y es servil, el que predica la dignidad y se arrastra, todo el que usa
dobleces, intrigas, humillaciones, esos mil instrumentos incompatibles con la visión de un ideal,
ése no es genio, está fuera de la santidad: su voz se apaga sin eco, no repercute en el tiempo,
como si resonara en el vacío.

El portador de un ideal va por caminos rectos, sin reparar que sean ásperos y abruptos. No
transige nunca movido por vil interés; repudia el mal cuando concibe el bien; ignora la duplicidad;
ama en la Patria a todos sus conciudadanos y siente vibrar en la propia el alma de toda la
Humanidad; tiene sinceridades que dan escalofríos a los hipócritas de su tiempo y dice la verdad
en tal personal estilo que sólo puede ser palabra suya; tolera en los demás errores sinceros,
recordando los propios; se encrespa ante las bajezas, pronunciando palabras que tienen ritmos de
apocalipsis y eficacia de catapulta; cree en sí mismo y en sus ideales, sin pactar con los prejuicios y
los dogmas de cuántos le acosan con furor, de todos los costados. Tal es la culminante moralidad
del genio. Cultiva en grado sumo las más altas virtudes, sin preocuparse de carpir en la selva
magnífica las malezas que concentran la preocupación de los espíritus vulgares.
Los genios amplían su sensibilidad en la proporción que elevan su inteligencia; pueden subordinar
los pequeños sentimientos a los grandes, los cercanos a los remotos, los concretos a los
abstractos. Entonces los hombres de miras estrechas los suponen desamorizados, apáticos,
escépticos. Y se equivocan. Sienten, mejor que todos, lo humano. El mediocre limita su horizonte
afectivo a sí mismo, a su familia, a su camarilla, a su facción; pero no sabe extenderlo hasta la
Verdad o la Humanidad, que sólo pueden apasionar al genio. Muchos hombres darían su vida por
defender a su secta; son raros los que se han inmolado conscientemente por una doctrina o por
un ideal.

La fe es la fuerza del genio. Para imantar a una era necesita amar su Ideal y transformarlo en
pasión; “Golpea tu corazón, que en él está tu genio”, escribió Stuart Mill, antes que Nietzsche. La
intensa cultura no entibia a los visionarios: su vida entera es una fe en acción. Saben que los
caminos más escarpados llevan más alto. Nada emprenden que no estén decididos a concluir. Las
resistencias son espolazos que los incitan a perseverar; aunque nubarrones de escepticismo
ensombrezcan su cielo, son, en definitiva, optimistas y creyentes: cuando sonríen, fácilmente se
adivina el ascua crepitante bajo su ironía. Mientras el hombre sin ideales ríndese en la primera
escaramuza, el genio se apodera del obstáculo, lo provoca, lo cultiva, como si en él pusiera su
orgullo y su gloria: con igual vehemencia la llama acosa al objeto que la obstruye, hasta
encenderlo, para agrandarse a sí misma.

La fe es la antítesis del fanatismo. La firmeza del genio es una suprema dignidad del propio Ideal;
la falta de creencias sólidamente cimentadas convierte al mediocre en fanático. La fe se confirma
en el choque con las opiniones contrarias; el fanatismo teme vacilar ante ellas e intenta ahogarlas.
Mientras agonizan sus viejas creencias, Saúl persigue a los cristianos, con saña proporcionada a su
fanatismo; pero cuando el nuevo credo se afirma en Pablo, la fe le alienta, infinita: enseña y no
persigue, predica y no amordaza. Muere él por su fe, pero no mata; fanático, habría vivido para
matar. La fe es tolerante: respeta las creencias propias en las ajenas. Es simple confianza en un
Ideal y en la suficiencia de las propias fuerzas; los hombres de genio se mantienen creyentes y
firmes en sus doctrinas, mejor que si éstas fueran dogmas o mandamientos. Permanecen libres de
las supersticiones vulgares y con frecuencia las combaten: por eso los fanáticos les suponen
incrédulos, confundiendo su horror a la común mentira con falta de entusiasmo por el propio
Ideal. Todas las religiones reveladas pueden permanecer ajenas a la fe del hombre virtuoso. Nada
hay más extraño a la fe que el fanatismo. La fe es de visionarios y el fanatismo de siervos. La fe es
llama que enciende y el fanatismo es ceniza que apaga. La fe es una dignidad y el fanatismo es un
renunciamiento. La fe es una afirmación individual de alguna verdad propia y el fanatismo es una
conjura de huestes para ahogar la verdad de los demás.

Frente a la domesticación del carácter que rebaja el nivel moral de las sociedades
contemporáneas, todo homenaje a los hombres de genio que impendieron su vida por la Libertad
y por la Ciencia, es un acto de fe en su Porvenir: sólo en ellos pueden tomarse ejemplos morales
que contribuyan al perfeccionamiento de la Humanidad. Cuando alguna generación siente un
hartazgo de chatura, de doblez, de servilismo, tiene que buscar en los genios de su raza los
símbolos de pensamiento y de acción que la templen para nuevos esfuerzos.

Todo hombre de genio es la personificación suprema de un Ideal. Contra la mediocridad, que


asedia a los espíritus originales, conviene fomentar su culto; robustece las alas nacientes. Los más
altos destinos se templan en la fragua de la admiración. Poner la propia fe en algún ensueño,
apasionadamente, con la irás honda emoción, es ascender hacia las cumbres donde aletea la
gloria. Enseñando a admirar el genio, la santidad y el heroísmo, prepáranse climas propios a su
advenimiento.

Los ídolos de cien fanatismos han muerto en el curso de los siglos, y fuerza es que mueran otros
venideros, implacablemente segados por el tiempo.

Hay algo humano, más duradero que la supersticiosa fantasmagoria de lo divino: el ejemplo de las
altas virtudes. Los santos de la moral idealista no hacen milagros: realizan magnas obras, conciben
supremas bellezas, investigan profundas verdades. Mientras existan corazones que alienten un
afán de perfección, serán conmovidos por todo lo que revela fe en un Ideal: por el canto de los
poetas, por el gesto de los héroes, por la virtud de los santos, por la doctrina de los sabios, por la
filosofía de los pensadores.
Ensayo literario de Rafael Barret

De qué viven los médicos? De los enfermos. El hecho es conocido, pero no solemos sacar sus
evidentes consecuencias. Lejos de recompensar a los médicos por la cantidad de salud que gracias
a ellos, o a pesar de ellos, pueda haber en el mundo, se les recompensa en razón de la cantidad de
enfermedad que revisan. Sumad los dolores, las angustias y las agonías de la carne humana en los
países civilizados a lo occidental, y previa una simple proporción, deduciréis lo que se abona a los
médicos. El interés de todo médico es que haya enfermos, cuantos más mejor, como el interés de
todo abogado es que haya gentes de mala fe y de mal humor, enredadores, tercos y tramposos. La
lealtad de los corazones y el sentimiento de lo justo acabarían con los pleitos. También la higiene
privada es para los médicos una epidemia.

Si constituyesen un gremio de moralidad media; si fueran hombres parecidos a los demás,


correríamos grave riesgo. Cada cual provoca en el ambiente que le envuelve las transformaciones
favorables a su existencia: el comerciante acapara, el periodista inventa, el político intriga, el
banquero hace correr noticias, falsas o no, que ayuden a sus planes. Al médico le conviene que
haya enfermos: es extraordinario que no procure producirlos. La medicina, incapaz de curar, no lo
es de enfermar. Nada más sencillo que descomponer un aparato, por mucho que ignoremos su
mecanismo. Pues bien, mientras los bolsistas urden la miseria y la desesperación de familias
inocentes, y los empresarios industriales restablecen sobre la tierra una esclavitud peor que la
otra, los médicos, según todas las probabilidades, renuncian al semihomicidio lucrativo. Si
empeoran el estado de sus clientes es -fenómeno curioso- de un modo involuntario.

Les somos, a priori, grandemente deudores de que, en general, se abstengan de intervenir


demasiado en sus asuntos. Les hemos de estar muy agradecidos de que se mantengan en su papel
de espectadores a veces poco afortunados. ¿Y quién tiene la culpa de nuestra situación desairada?
Nosotros mismos. ¿En virtud de qué razonamiento de topos hemos resuelto pagarles por visita?
Ningún técnico es empleado a jornal; se le ajusta el precio de una obra concluida
satisfactoriamente, y ¡ay del ingeniero a quien se le cae el viaducto, o del contador a quien no le
salen las cuentas! Era de sentido común convenir los honorarios en el caso único de la curación.
Un campesino muy avaro tenía a su mujer en cama desde hacía dos meses, y acosado por los
vecinos, se decidió a llamar al doctor:

-Que me la cure o que me la mate, le he de pagar peso sobre peso. La vieja falleció, y a poco,
apareció el galeno a saldar su cuenta.

-¿La mató usted? -preguntó el aldeano.

-¡Qué locura! Dios dispuso de lo que era suyo.


-¿La curó usted?

-Desgraciadamente, no.

-Pues, entonces, no le debo nada.

Una medida de pública defensa sería publicar al lado de cada defunción acaecida en el día, el
nombre del médico. Se cuenta que uno de los judíos más ricos del mercado francés comenzó a
poner en práctica esta idea, utilizando la cuarta plana de un pequeño diario que arrendó no se
sabe dónde, cuando no poseía un centavo aún. Chantaje tan ingenuo fue la base de su fortuna. La
verdad es que se abre sumario ante una desgracia por imprudencia, ante un accidente complicado
en esas muertes que con deliciosa ironía denominamos naturales. El problema es el salvoconducto
del asesinado.

La objeción esencial al «control» consiste en que la ciencia es impotente para establecerlo.


Ninguna persona medianamente ilustrada o que haya visto de cerca trabajar a los médicos, se
hará ilusiones sobre los vagos recursos del azaroso arte de sanar. Un resfrío, media docena de
granos, una jaqueca, he aquí problemas terribles. Oímos, sin extrañarnos, que a los mejores
facultativos se les mueren seguidos los enfermos, y que principiantes salvan a moribundos
desahuciados por eminencias. No pasa mes sin que se renueven las teorías en curso. Los sistemas
menos razonables encuentran éxito. Ignorantes iluminados enarbolan procedimientos
estrafalarios, reúnen millares de dolientes y hasta los curan. Lo más conveniente para los
enfermos que quieran gastar una cierta suma en la experiencia, es recorrer los consultorios,
apuntar lo ocurrido en cada uno y comparar las anotaciones. ¿Quién, ante el estado rudimentario
de la fisiología y de la terapéutica, tiene derecho de acusar a un médico por torpe o criminal?

¿Será prudente adquirir en unas cuantas semanas las escasas nociones reconocidamente útiles
que arroja la medicina moderna, y no acudir jamás a los médicos? Esto sería quizá lógico, pero,
indudablemente, poco humano. Necesitamos la fe. Siempre, el que viene a tocar las llagas es el
santo milagroso. Siempre se escuchan las palabras de consuelo. Si el médico no fuera sino un
sabio, estaría perdido. Es un mago, un sacerdote. Trae los sacramentos en las botellas y frascos
donde los boticarios sin conciencia vierten sus innumerables porquerías. El médico es el enviado
de la providencia. Su función es sobre todo religiosa.

La medicina, en su acción social, tan diferente de la quirúrgica, se aparta de la ciencia y seguirá


apartándose mucho tiempo. Durante mucho tiempo, los discípulos de Pasteur, que no era médico,
lucharán en la soledad del laboratorio, antes que desaparezcan los actuales curanderos
perfeccionados y sugestionadores a la moda. Y aquellos fanáticos de la certidumbre que se
acercan a los lechos de los hospitales, no llevan la piedad en la boca y la indecisión en el alma, sino
la fiera curiosidad en los ojos y la muerte en las manos. Van a violar el enigma, a sacrificar a
sabiendas un cuerpo dolorido, para ensayar la nueva hipótesis, la nueva sustancia. Delincuentes
sublimes, roban la vida presente, como el amor, para cimentar la vida futura.
Ensayo literario “La llama doble” de Octavio Paz

El amor no nos preserva de los riesgos y desgracias de la existencia. Ningún amor, sin excluir a los
más apacibles y felices, escapa a los desastres y desventuras del tiempo. El amor, cualquier amor,
está hecho de tiempo y ningún amante puede evitar la gran calamidad: la persona amada está
sujeta a las afrentas de la edad, la enfermedad y la muerte. Como un re- medio contra el tiempo y
la seducción del amor, los budistas concibieron un ejercicio de meditación que consistía en
imaginar al cuerpo de la mujer como un saco de inmundicias. Los monjes cristianos también
practicaron estos ejercicios de denigración de la vida. El remedio fue vano y provocó la venganza
del cuerpo y de la imaginación exasperada: las tentaciones a un tiempo terribles y lascivas de los
anacoretas. Sus visones, aunque sombras hechas de aire, fantasmas que la luz disipa, no son
quimeras: son realidades que viven en el subsuelo psíquico y que la abstención alimenta y
fortifica. Transformadas en monstruos por la imaginación, el deseo las desata.

Cada una de las criaturas que pueblan el infierno de San Antonio es un emblema de una pasión
reprimida. La negación de la vida se resuelve en violencia. La abstención no nos libra del tiempo: lo
transforma en agresión psíquica, contra los otros y contra nosotros mismos.
Ensayo literario Verdad y Vida, de Miguel de Unamuno

Primero la verdad en la vida.

Ha sido mi convicción de siempre, más arraigada y más corroborada en mí cuanto más tiempo
pasa, la de que la suprema virtud de un hombre debe ser la sinceridad. El vicio más feo es la
mentira, y sus derivaciones y disfraces, la hipocresía y la exageración. Preferiría el cínico al
hipócrita, si es que aquél no fuese algo de éste.

Abrigo la profunda creencia de que si todos dijésemos siempre y en cada caso la verdad, la
desnuda verdad, al principio amenazaría hacerse inhabitable la Tierra, pero acabaríamos pronto
por entendernos como hoy no nos entendemos. Si todos, pudiendo asomarnos al brocal de las
conciencias ajenas, nos viéramos desnudas las almas, nuestras rencillas y reconcomios todos
fundiríanse en una inmensa piedad mutua. Veríamos las negruras del que tenemos por santo, pero
también las blancuras de aquel a quien estimamos un malvado.

Y no basta no mentir, como el octavo mandamiento de la ley de Dios nos ordena, sino que es
preciso, además, decir la verdad, lo cual no es del todo lo mismo. Pues el progreso de la vida
espiritual consiste en pasar de los preceptos negativos a los positivos. El que no mata, ni fornica, ni
hurta, ni miente, posee una honradez puramente negativa y no por ello va camino de santo. No
basta no matar, es preciso acrecentar y mejorar las vidas ajenas; no basta no fornicar, sino que hay
que irradiar pureza de sentimiento; ni basta no hurtar, debiéndose acrecentar y mejorar el
bienestar y la fortuna pública y las de los demás; ni tampoco basta no mentir, sino decir la verdad.

Hay ahora otra cosa que observar—y con esto a la vez contesto a maliciosas insinuaciones de
algún otro espontáneo y para mí desconocido corresponsal de esos pagos—, y es que como hay
muchas, muchísimas más verdades por decir que tiempo y ocasiones para decirlas, no podemos
entregarnos a decir aquellas que tales o cuales sujetos quisieran dijésemos, sino aquellas otras
que nosotros juzgamos de más momento o de mejor ocasión. Y es que siempre que alguien nos
arguye diciéndonos por qué no proclamamos tales o cuales verdades, podemos contestarle que si
así como él quiere hiciéramos, no podríamos proclamar tales otras que proclamamos. Y no pocas
veces ocurre también que lo que ellos tienen por verdad y suponen que nosotros por tal la
tenemos también, no es así.

Y he de decir aquí, por vía de paréntesis, a ese malicioso corresponsal, que si bien no estimo poeta
al escritor a quien él quiere que fustigue nombrándole, tampoco tengo por tal al otro que él
admira y supone, equivocándose, que yo debo admirar. Porque si el uno no hace sino revestir con
una forma abigarrada y un traje lleno de perendengues y flecos y alamares un maniquí sin vida, el
otro dice, sí, algunas veces cosas sustanciosas y de brío —entre muchas patochadas— pero cosas
poco o nada poéticas, y, sobre todo, las dice de un modo deplorable, en parte por el empeño de
sujetarlas a rima, que se le resiste. Y de esto le hablaré más por extenso en una correspondencia
que titularé: Ni lo uno ni lo otro.

Y volviendo a mi tema presente, como creo haber dicho lo bastante sobre lo de buscar la verdad
en la vida, paso a lo otro, de buscar la vida en la verdad.

Ensayo literario de Eduardo Galeano

El derecho de soñar

Vaya uno a saber cómo será el mundo más allá del año 2000. Tenemos una única certeza: si
todavía estamos ahí, para entonces ya seremos gente del siglo pasado, y, peor todavía, seremos
gente del pasado milenio.Sin embargo, aunque no podemos adivinar el mundo que será, bien
podemos imaginar el que queremos que sea. El derecho de soñar no figura entre los treinta
derechos humanos que las Naciones Unidas proclamaron a fines de 1948. Pero si no fuera por él, y
por las aguas que da de beber, los demás derechos se morirían de sed.

Deliremos, pues, por un ratito. El mundo, que está patas arriba, se pondrá sobre sus pies:

– En las calles, los automóiles serán pisados por los perros.

– El aire estará limpio de los venenos de las máquinas y no tendrá más contaminación que la que
emana de los miedos humanos y de las humanas pasiones.

– La gente no será manejada por el automóvil, ni será programada por la computadora, ni será
comprada por el supermercado, ni será mirada por el televisor.

– El televisor dejará de ser el miembro más importante de la familia y será tratado como la
plancha o el lavarropas.

– La gente trabajará para vivir, en lugar de vivir para trabajar.

– En ningún país irán presos los muchachos que se nieguen a hacer el servicio militar, sino los que
quieran hacerlo.
Ensayo literario de Rosario Castellanos

¿Qué es un escritor? La pregunta puede contestarse con una respuesta obvia: un escritor es una
persona que escribe.

Una persona que escribe; hela aquí, ante la página en blanco, uno de los abismos a los que en
ocasiones nos enfrenta el azar. ¿Escribe? No. Mordisquea la punta del lápiz, se mesa los cabellos,
da vueltas por la habitación como una fiera enjaulada. Vacilaciones, plazos, arrepentimientos. Y,
con la decisión de quien se lanza al agua, surge la primera letra. La mano, tan dócil en otros
quehaceres, se crispa: el brazo se acalambra; las ideas zumban con la insolencia de la mosca,
escapan a los papirotazos.

De un modo o de otro la hoja de papel se llena. ¿Qué ha pasado? Que el suceso que se quería
narrar (un suceso vivo, fluyente, cálido) aparece opaco, desabrido, hosco. Alguien ha traicionado a
nuestro protagonista y en cada sílaba se advierte el jadeo del esfuerzo, la desobediencia de los
músculos, los sobresaltos de la mente. No le queda más alternativa que cerrar, avergonzado, el
cuaderno y jurarse no volver a abrirlo más que para la redacción de formularias esquelas de
negocios o la consignación de alguna cifra, de algún dato importante.

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