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CONTEMPORÁNEA
INTRODUCCIÓN
I. LAS MISIONES EN LOS NUEVOS DESCUBRIMIENTOS TERRESTRES.
PROPAGANDA FIDE
1. Las misiones en régimen de Patronato
1.1 El fin de los «Mediterráneos»
1.2 El desarrollo misionero hacia las Indias y el Patronato
2. África
2.1 El problema de las fuentes
2.2. La Iglesia en el África islámica
2.3 El África portuguesa
2.3.1 El reino del Congo
2.3.2 Las misiones capuchinas en Congo
2.3.3 Angola
2.3.4 Mozambique y Monomotapa
2.3.5 Mombasa
2.4 África francesa: Madagascar
2.5 La trata de esclavos negros
2.6. La evangelización de África en la época moderna
2.7 Consideraciones finales
3 La evangelización de América Latina
3.1 La conquista de América
3.2 Preguntas sobre la conquista
3.3 Cuestiones de método
3.4 Dilatatio Ecclesiae
3.5 La Santa Sede y las nuevas tierras
3.6 La Corona española
3.7 Bartolomé de Las Casas (1474-1566)
3.8 Las estructuras de una Iglesia
3.9 Las primeras asambleas de la Iglesia latinoamericana
3.10 Los misioneros y la misión
3.11 Los «Doce Apóstoles» y la evangelización de México
3.12 Un apéndice de México: las Islas Filipinas
3.13 La evangelización de América meridional
3.14 Las reducciones de Paraguay
3.15 La evangelización del Brasil
3.16 La evangelización de los esclavos negros
4. La India
4.1 La misión
4.2 La organización eclesiástica
4.4 El problema cultural: Roberto de Nobili
4.5 Coloquios interreligiosos en la corte del Gran Mongol
4.6 La misión de los barnabitas en Birmania
5 El Japón
5.1 La primera evangelización (1549-1579)
5.2 Los primeros años
5.3 Los años de Francisco Cabral: convertir a los daimyô
5.4 El P. Valignano y la adaptación (1579-1606)
5.5 Una mística de la adaptación
5.6 Catequesis
5.7 La primera diócesis
5.8 Ordenaciones
5.9 Los Dojuku
1
5.10 Las primeras persecuciones
5.11 La llegada de las órdenes mendicantes
5.12 Ieyasu
5.13 La persecución sistemática
6. China
6.1 Mateo Ricci (1552-1610)
6.2 Los problemas emergentes
7. La Congregación de Propaganda Fide
7.1 La fundación
7.2 Estrategia misionera
7.2.1 Por un clero indígena
7.2.2 Espiritualidad misionera
7.3 Institución de Vicarios apostólicos
7.4 La Instrucción de 1659
II. LA IGLESIA Y EL ABSOLUTISMO
1. El s. XVII político antes de la paz de Westfalia
1.1 Hechos, fenómenos y concepciones históricos precedentes a la paz de Westfalia
1.1.1 La fragmentación de la cristiandad europea
1.1.2 Un nuevo orden de la relación entre los Estados
1.1.3 La concepción absolutista del Estado
1.1.4 El crecimiento y la imposición del absolutismo y mercantilismo
1.1.5 La lucha por la supremacía política y comercial
1.1.6 La importancia del Estado
1.1.7 Las nuevas relaciones entre los estados católicos y la Santa Sede
1.1.8 La técnica del poder y las nuevas tendencias de la política
2. Iglesia y Estado en el Ancien Régime
2.1 Una sociedad oficialmente cristiana
2.2 La unidad política se funda sobre la unidad religiosa
2.3 La religión se convierte en religión de Estado
2.4 Leyes civiles en armonía con las canónicas
2.5 Las inmunidades
3. Una Iglesia controlada por el Estado
3.1 La Iglesia busca defenderse
3.2 El galicanismo, josefinismo y el febronianismo
3.2.1 El galicanismo
a) La Iglesia y el Estado en la Francia de Luis XIV
-Las polémicas entre el Estado y la Iglesia en la Francia de Luis XIV y sus sucesores
3.2.2. El josefinismo
3.2.3 El febronianismo
3.2.4. El regalismo español
III. LA CONTROVERSIA JANSENISTA
1. Causas
2. Protagonistas
3. Los principios del jansenismo
3.1 Aspecto dogmático
3.2 Aspecto moral
3.3 Aspecto disciplinar
4. Las controversias en Europa. Aspectos positivos y negativos
IV. LA EDAD DEL ILUSTRACIÓN
1. Características principales
1.1 La mentalidad ilustrada
1.2 Las causas del nacimiento de la Ilustración
2. El deísmo
3. La masonería
4. Deísmo y cultura francesa
5. La figura del Voltaire (1694-1778)
2
6. La filosofía de Kant (1724-1804)
6.1 Aspectos positivos y negativos
V. LA REVOLUCIÓN FRANCESA
1. Aspectos positivos y negativos
2. La persecución
2.1 La Constitución civil del clero (12 de julio de 1790)
2.2 El culto de la diosa razón
3. El periodo del terror
3.1 La deportación de los sacerdotes
4. El nacimiento de un nuevo clima
4.1 Las premisas fijadas por la Revolución Francesa
VI. LA IGLESIA DE FRENTE AL LIBERALISMO
1. El liberalismo
1.1 Las raíces históricas
1.2 La Declaración de los derechos del hombre
1.3 Características del liberalismo
1.3.1 Ámbito social
1.3.2 Ámbito político
1.3.3 Ámbito económico
1.3.4 Ámbito religioso
1.3.5 Ámbito escolar
1.4 Luces y sombras de la doctrina liberal
2. La Iglesia y los regímenes liberales
2.1 El separatismo
2.1.1 Francia
2.2.2 Italia. Los Concordatos
2.2.3 La Iglesia y el Estado en Inglaterra e Irlanda.
2.2.4. El liberalismo en España
3. El liberalismo católico
3.1 El caso Lammenais
3.2 Fases históricas
3.3 Ambigüedades doctrinales
3.4 Aspectos del liberalismo católico
3.5 Los católicos intransigentes: el ultramontanismo
VII. LA ACCIÓN DE LOS PONTÍFICES DEL SIGLO XIX
1. Pío VII y Napoleón
2. León XII (1823-1829) y Pío VIII (1829-1830)
3. El papa misionero del siglo XIX: Gregorio XVI (1831-1846)
4. El Pontificado de Pío IX
4.1 La Cuestión Romana
4.2 El Syllabus
4.3 El Concilio Vaticano I
5. León XIII (1878-1903): el Papa de la Rerum Novarum
5.1 La cuestión social
5.3 El socialismo
5.4 La Rerum Novarum
5.5 Las otras encíclicas
6. La Iglesia y la cuestión social
VIII. LA IGLESIA EN LA EDAD CONTEMPORÁNEA
1. Los pontificados de Pío X a Juan Pablo II
1.1 Pío X (1903-1914): de párroco a Papa. La reforma conservadora
1.2 Benedicto XV (1914-1922)
1.3 Pío XI (1922-1939)
1.4 Pío XII (1939-1958)
1.5 Juan XXIII (1958-1963)
1.6 Pablo VI (1963-1978)
3
1.7 Juan Pablo I (1978)
1.8 Juan Pablo II (1978-2005)
1.9 Benedicto XVI (2005-2013)
1.10 Francisco (2013- )
2. El Concilio Vaticano II
3. La Iglesia católica frente al Tercer Milenio
Bibliografía fundamental
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IV, (4 v.), Brescia 1959.
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FRANZEN, August, Kleine Kirchengeschichte (trad. it. Breve storia della chiesa, nuova edizione riveduta e
aumentata a cura di Remigius Bäumer, ed. italiana a cura di Luigi Mezzadri, Queriniana, Brescia 20029;
nuova edizione riveduta a cura di Bruno Steimer e ampliata da Roland Fröhlich, ed. italiana a cura di Gianni
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Historia del cristianismo, III: El mundo moderno, coord. Antonio L. Cortés Peña, Trotta/Universidad de
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Historia del cristianismo, IV: El mundo contemporáneo, coord. Francisco J. Carmona Fernández,
Trotta/Universidad de Granada, Madrid 2010.
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Stockmeier- K. Amon- R. Zinnhobler, Herder, Barcelona 1989, reimp.1997.
LABOA, Juan María, La Iglesia del siglo XIX. Entre la Restauración y la Revolución, Universidad Pontificia
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MARTÍN HERNÁNDEZ, Francisco, Iniciación a la historia de la Iglesia, II: Edad Moderna y Edad
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MEZZADRI, Luigi, Storia de la chiesa tra medioevo ed epoca moderna, II-III, (3 v.), CLV-Edizioni, Roma
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Nueva Historia de la Iglesia, dir. L.J. Rogier – R. Aubert – M.D. Knowles, III-V (5 vols.), Cristiandad,
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Storia del cristianesimo. Religione-Politica-Cultura (tit. orig. Histoire du cristianisme des origines à nos
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VIZUETE MENDOZA, Carlos, La Iglesia en la Edad Moderna, Editorial Síntesis, Madrid. 2000.
ZAGHENI, Guido, La Edad moderna. Curso de historia de la Iglesia, IV, San Pablo, Madrid 1997.
---, La Edad contemporánea. Curso de historia de la Iglesia, IV, San Pablo, Madrid 1998.
N.B. Se tendrán dos evaluaciones: una el viernes 8 de octubre de los puntos I-IV, y otra de los
restantes (V-VIII), cuando lo indique la secretaría en el periodo de exámenes semestrales (60%). El
alumno deberá, además, elaborar un cuadro cronológico del periodo estudiado, reportando
sincrónicamente los principales acontecimientos civiles y eclesiásticos, mediante la consulta de una
bibliografía diversa a los apuntes de clase; dicho cuadro deberá ser entregado, sin prórrogas, en la
última clase del semestre (30%). Durante el semestre el alumno debe también entregar algunos
reportes de lectura, valiéndose de la consulta de manuales, enciclopedias u obras generales
(evitando el uso del internet y «el copia y pega»). Dichos reportes, junto con la participación en
clase, tienen un valor para la nota final (10%). A continuación se enumeran los temas y/u textos: 1)
R. A. MARTÍNEZ ROMEO, «El caso Galileo y el conflicto ciencia-fe: papel de la ciencia y la
4
teología», en La evolución del diálogo teología-ciencia a los 400 años de Galileo y 200 de Darwin,
Memorias del Coloquio interinstitucional, ed. J.C. Casas García-A. Anguiano García, UPM,
México 2010, pp. 49-73; 2) SANTOS, HERNÁNDEZ, Ángel, «Las misiones en el mundo
oceánico», en Historia de la Iglesia. Desde los orígenes a nuestros días, XXIX: Las
misiones católicas, dirs. Agustín Fliche-Victor Martin, EDICEP, Madrid 1978, 629-658; 3)
VOLTAIRE, Diccionario filosófico, «Cristianismo»; Cartas filosóficas, «Quinta carta: sobre la
religión anglicana»; 4) Enc. Mirari vos del papa Gregorio XVI (varias ediciones).
5
INTRODUCCIÓN
El cuadro historiográfico de la Iglesia durante fines del siglo XVI y durante el siglo XVIII,
aquí considerado, por motivos de periodización, como la época moderna, se corresponde
con la historia política de Europa y sus prolongaciones en otros continentes y países en
cuyas sociedades y culturas estará presente el cristianismo y la Iglesia católica con sus
estructuras permanentes.
Convencionalmente se señalan en esta etapa histórica dos momentos y contextos
históricos con nombres y características diversos: el Barroco (s. XVII) y la Ilustración (s.
XVIII). Son, a la vez, procesos históricos con hechos característicos: movimientos
culturales que afectan la concepción de la vida y las formas literarias y artísticas. El
horizonte cultural y social medieval fue superado. Por otro lado, la vida cristiana se reaviva
durante el Barroco; es de notarse también el protagonismo de la jerarquía católica que, sin
desasirse de las formas medievales, atiende con mayor dedicación el servicio pastoral de los
fieles.
Hacia la mitad del siglo XVII en toda Europa, a excepción de Inglaterra, donde la
resolución del conflicto se alargó hasta 1688, la lucha religiosa conducida por las armas
había terminado. La unidad de fe no se recobró, sino que se conformaron diversas zonas
confesionales. Casi por entero permanecieron en el catolicismo Austria, Baviera, los Países
Bajos Occidentales (Bélgica), Irlanda y, los países latinos, Francia, Italia, España y
Portugal con sus gigantescas posesiones coloniales. Se constituyó también una zona
protestante compacta, en parte luterana, en parte calvinista, en las regiones septentrionales
y noroccidentales de Europa. Ésta comprendía Dinamarca, Noruega, Suecia, las Provincias
bálticas, Holanda, Inglaterra, Escocia y Suiza francesa. En el norte de Alemania se reafirmó
la pseudoreforma, aunque en el resto el catolicismo y el protestantismo eran consistentes,
así como en Suiza alemana, Polonia, Hungría y Transilvania.
En la nueva época que se abría se revelaba, en general, entre católicos y protestantes, un
relajamiento de las energías religiosas. El entusiasmo de reforma que había producido ya en
la Iglesia católica grandes obras, vino a menos; el interés por la religión y la Iglesia declinó,
mientras ganaron terreno la indiferencia religiosa y el principio de tolerancia. Por otro lado,
se fortaleció cada vez más la idea de Estado, se perfeccionaron el sistema estatal moderno y
la moderna religión de Estado a la cual sigue a la par el particularismo religioso, o sea la
tendencia a circunscribir la organización eclesiástica de las varias regiones en el ámbito del
territorio y de la nación, como habían hecho los protestantes del s. XVI, desvinculándola en
la medida de lo posible con el centro de la unidad eclesiástica, el papado romano.
Expresión concreta de tales aspiraciones, fueron el galicanismo en Francia, el
febronianismo y el josefinismo en tierras alemanas y el jurisdiccionalismo en Italia.
La Iglesia, que continuó en las diócesis un trabajo minucioso para la puesta en práctica
de la reforma tridentina, no pudo contar con la aportación de grandes ideas creadoras y de
relevantes personalidades como en el pasado. El papado casi se redujo a la impotencia.
La situación era más peligrosa para la Iglesia porque contemporáneamente, proveniente
de Inglaterra se empezaba a difundir por toda Europa una corriente espiritual nueva y
potente, la así llamada Ilustración, que completaba y volvía definitiva la ruptura entre fe y
razón, religión y cultura, con raíces ya en el Renacimiento y la Pseudoreforma. La época
moderna entra así, en la fase que le es más característica.
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Signos de este cambio histórico de primera importancia fueron la autonomía de la vida
cultural, la progresiva defección de los pueblos de la doctrina revelada y de la Iglesia, un
creciente desenvolvimiento del espíritu, unido a la secularización del Estado y del derecho,
de la ciencia, de la economía, de la moral y la cultura, el progreso de las ciencias naturales
y una exclusión de lo sobrenatural de toda la cultura. En Alemania protestante, a partir de la
mitad del s. XVIII, la Ilustración alcanzó la más amplia difusión en la forma de un
subjetivismo religioso extremo; sin embargo, en el idealismo alemán se prepararon también
ciertas tendencias opuestas. En Francia, donde la vida eclesiástica se mantuvo por mucho
tiempo en un nivel alto, no obstante las controversias internas (jansenismo, quietismo), la
doctrina de los «libre-pensadores» irrumpió en el s. XVIII con pleno radicalismo,
impregnando todo el entorno social y preparándolo para la revolución.
El periodo contemporáneo de la historia eclesiástica, por su parte, ha quedado marcado
por la secularización de la sociedad, de los ideales y de las metas de los hombres y mujeres
contemporáneos. A lo largo del s. XIX los principios de la Ilustración y de la Revolución
Francesa fueron impregnando las instituciones civiles, las inteligencias y los corazones. Se
creó una política laica que inspiró a las clases dirigentes de los diversos países, colocando a
la Iglesia en una situación inédita tanto por su aparente marginalidad como por la hostilidad
contra ella.
El régimen de cristiandad, la alianza y la compenetración entre trono y altar, durante
siglos, parecieron ser el único humus adecuado en el que la Iglesia podía sobrevivir y
cumplir provechosamente su misión. El régimen liberal, por su parte, comportó de hecho,
para la Iglesia, persecuciones y marginaciones. Aunque el régimen de cristiandad fue
convirtiéndose, según pasaban los años, en un pasado sin posibilidades de restauración, la
Iglesia mantuvo durante demasiado tiempo su añoranza y la ilusión de su reaparición. Se
olvidó así, muchas veces, de que el cristianismo no había nacido como religión de Estado,
sino como religión marginal y perseguida.
El Estado fue secularizándose, aceptó la libertad religiosa y determinó su neutralidad
ante las diversas confesiones religiosas y ante la expansión del ateísmo e indiferencia
religiosa. Además, fue invadiendo aquellos espacios que durante siglos habían sido propios
del catolicismo: la coincidencia entre moral pública y moral civil, la educación de la
juventud, la salud pública y el matrimonio, los registros de nacimientos, matrimonios y
muertes.
La laicización de la sociedad se convirtió también en el gran enemigo de la Iglesia al
poner en situación de igualdad la verdad y el error. Para los creyentes resultaba imposible
aceptar que la verdadera Iglesia – madre y maestra de la sociedad durante siglos- fuera
colocada y considerada al mismo nivel que las otras confesiones y sectas religiosas.
Por otra parte, siguiendo las pautas de la Ilustración, la opinión pública ha considerado
a la Iglesia incapaz de comprender y adecuarse a los tiempos modernos y de aceptar las
libertades, como incapaz de favorecer y propugnar el progreso tan ardientemente deseado.
Por muchos motivos que aparecen a lo largo de la historia, el aggiornamento de la Iglesia
ha sido una asignatura pendiente concretamente durante dos siglos, tanto desde el mundo
laico como jerárquico, aunque, naturalmente, desde ópticas diferentes. Sólo el Vaticano II
cerró definitivamente la cuestión teórica sobre los valores de la libertad y la democracia.
Con motivo de la industrialización y la secularización de las masas, la clase obrera
surgió en un contexto en el que el abandono de las seculares prácticas de piedad y
religiosas, resultó casi natural. Se trata, sin duda, de uno de los dramas más angustiosos del
siglo XIX que no puede ser atribuido únicamente a la falta de creatividad pastoral, aunque
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si bien es cierto, el análisis de la situación y los métodos seguidos no fueron siempre los
adecuados.
Con la difusión del marxismo en numerosos países, se implantó un imperio en el que el
cristianismo no tenía nada que ver con su patrimonio ético y cultural. Su proyecto incluía la
destrucción del cristianismo y el deprecio de toda religión, considerada como alienante.
Ante tantas situaciones inéditas en los campos religioso, cultural y social, la Iglesia
reaccionó con vitalidad y creatividad: fundación de nuevas congregaciones religiosas,
renovación del tomismo, una pléyade de santos, formas nuevas de presencia en la sociedad,
etc., aunque no siempre manteniéndose como un espacio de comunión de las diversas
sensibilidades y propuestas presentes en el seno eclesial.
La Iglesia, no obstante todas las dificultades, se extendió por los cinco continentes de
tal forma que se puede afirmar que sólo en el siglo XX ha sido una Iglesia universal.
El contacto con situaciones tan dispares, la tragedia del holocausto hebreo, la
persecución de los regímenes totalitarios, el horror de las guerras nacionales y mundiales,
etc., han llevado a los cristianos de la segunda mitad del s. XX a defender los derechos
humanos y la libertad de conciencia de todos los seres humanos.
Sin embargo, no ha sido fácil compaginar el binomio conflictivo cristianismo y
modernidad.
Por otro lado, a causa de la definición del dogma de la infalibilidad pontificia y de la
creciente devoción por el Romano Pontífice de los católicos, se estableció una relación
directa entre el papa y los fieles, contando menos los obispos. La popularidad del papa
aumentó a lo largo del siglo XX y su palabra llegó a los hogares cristianos como nunca
antes en la historia. La personalidad de los pontífices, a menudo brillante y sugestiva,
colaboró a esta situación, a veces ambigua.
Finalmente, cabe mencionar que el laicado ha ido emergiendo como una parte decisiva
de la Iglesia. Los tres últimos siglos de historia eclesial constituyen siglos apasionantes,
difíciles y aparentemente confusos.
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tanto, cerrado las puertas de Asia.
La barrera erigida en Oriente no podía frenar ciertamente la expansión a Occidente. Los
europeos llegaron a dos diversos mediterráneos: el mar Arábigo y la mítica India, y el mar
Caribe, a la «nueva» India.
Como consecuencia, el Mediterráneo comenzó a decaer junto con sus potencias
marítimas (Venecia, Génova, el Imperio otomano), mientras que Europa atlántica, que
hasta entonces había sido un apéndice de Asia, empezó a jugar un papel importante en la
política mundial.
El descubrimiento de América en 1492 derrumbó otra certeza: la del ecumene,
compuesta por Europa, Asia y África. Nacía así la idea del «Nuevo Mundo». Se ponía en
crisis particularmente el saber antiguo. Hasta entonces el humanismo había incentivado este
movimiento, se habían buscado las respuestas a las preguntas del presente en la cultura
antigua. El descubrimiento de América significó voltear página. Los protagonistas
principales de esta interpretación fueron, al inicio, Portugal y España, seguidos por Francia,
Inglaterra y Holanda.
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importante precedente que habría abierto camino a futuros conflictos, sobre todo después
de la creación de Propaganda Fide.
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El Patronato, una especie de legación para la evangelización, comportó ventajas y
desventajas: prácticamente a través de éste se organizó la primera evangelización de los
nuevos territorios. Los inconvenientes no tardaron tampoco en quedar de manifiesto: falta
de delimitación clara entre el ámbito eclesiástico y civil, largos periodos vacantes en las
sedes episcopales e insuficiencia de personal, especialmente con respecto a Portugal, un
reino tan poco poblado y con la tarea de atender un territorio que abarcaba medio mundo.
En España funcionó bien en el tiempo de los Austrias, que reconocían la autoridad de la
Santa Sede. Diversa fue la situación en el siglo XVIII, sobre todo bajo los Borbones.
Propaganda Fide se fundó sobre todo para hacer ver los defectos del Patronato.
Los misioneros que partían hacia otras tierras estaban inconscientemente convencidos
del hecho que la cultura europea coincidía con el cristianismo. Por esto, en el momento en
que desembarcaban, como primera cosa, tomaban la iniciativa de «destruir los ídolos». Sin
embargo, no obstante la convicción de la superioridad de la cultura de la cual provenían, los
misioneros se empeñaron en una obra de aprendizaje de las lenguas e invirtieron muchos
medios en la invención de métodos pastorales adecuados. El Patronato no fue en esto un
obstáculo. Los jesuitas portugueses y extranjeros que misionaron en China fueron
favorables al Patronato. Los contrastes no fueron determinados todos por el Patronato.
Cuando los misioneros buscaron actuar el método de adaptación, lo hicieron
independientemente de Propaganda Fide y otros fueron los problemas.
11
Herder, Barcelona, reimp.1997, 371-372; MARTINA, Giacomo, Historia de la Iglesia de Lutero
hasta nuestros días, II: Época del absolutismo, (tit. orig. La Chiesa nell´età dell´assolutismo, del
liberalismo, del totalitarismo da Lutero fino ai nostri giorni), Cristiandad, Madrid 1974, 290-299;
MEZZADRI, Luigi, Storia de la chiesa tra medioevo ed epoca moderna, II: Rinnovamenti,
separazioni, misioni. Il Concilio di Trento (1492-1563), CLV-Edizioni, Roma 2001, 261-265;
Nueva Historia de la Iglesia, dir. L.J. Rogier – R. Aubert – M.D. Knowles, IV: Iglesia, Reforma y
contrarreforma, Cristiandad, Madrid 1966, 15-27; VIZUETE MENDOZA, Carlos, La Iglesia en la
Edad Moderna, Editorial Síntesis, Madrid. 2000, 147-172; ZAGHENI, Guido, La Edad Moderna.
Curso de historia de la Iglesia, III, (tit. orig. L´età moderna), Teología siglo XXI, 28, San Pablo,
Madrid, 1997, 286-291.
2. África
Las fuentes más importantes para este periodo son evidentemente portuguesas, pues el
África estaba bajo el Patronato de Lisboa; las españolas, sobre todo para el periodo en que
las dos monarquías ibéricas estuvieron unidas; las pontificias, de modo particular desde la
creación de Propaganda Fide, aunque antes, como
demuestra la rica cantidad de documentos
consistentes en bulas y breves enviados por el
Patronato, los de las comunidades religiosas. En
algunos casos se recurre a la tradición oral.
En el estudio de la historia de este continente
tiene un gran peso la experiencia de la colonización.
Se debe tener presente que hasta 1648 los países que
ejercían el mayor control sobre África eran Turquía
y Omán. Los europeos se limitaron a la ocupación
de algunos puertos defendidos por fortalezas bien
resguardadas. Su política fue más de explotación
que colonial.
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Además del árabe se hablaba una lengua franca: desde Túnez hasta el este prevalecía el
italiano y en el oeste el español. La economía se regía entorno a la guerra de corsa, por la
que la corporación de los corsarios (raïs), que debía pagar un quinto de cada botín, de
hecho dominaba. Sus naves, dirigidas frecuentemente por renegados, cristianos apóstatas
asaltaban toda nave que encontraban y saqueaban los poblados. En 1616 los árabes llegaron
hasta Islandia. La guerra era una necesidad y de aquí la táctica de los algerinos: negociar la
paz con una potencia para agredir las naves y, frecuentemente, las costas de otra. Así,
negociada la paz con Ruyter y los holandeses en el 1663, los corsarios se sintieron seguros
para atacar las naves francesas.
En estas condiciones era imposible toda actividad misionera. Quedaba sólo aquella
humanitaria de velar por los esclavos cristianos y su liberación. En 1687 un misionero
relataba que había en Algeria 10,000 esclavos además de 1400 apóstatas.
Los arreglos para la liberación de los esclavos eran complicados. Se debía recurrir a
donativos y grandes sumas de dinero dados a personas influyentes. Los tiempos para la
liberación eran largos. La actividad pastoral entre los esclavos era muy exigente. Cuando
los barcos partían para sus correrías, el Vicario apostólico buscaba proveer para la
alimentación de los remeros cristianos para los primeros dos o tres días de navegación,
durante los cuales los dueños de las naves no les daban nada. Apenas aparecía la peste, los
misioneros rentaban una o dos casas y allí atendían a los esclavos enfermos, sin distinción.
Durante la peste se hacía todos los miércoles una procesión con el canto de las letanías del
Santo Nombre de Jesús.
En tales circunstancias los problemas se multiplicaban. En una carta se lee: «El grano es
carísimo, por lo que los patrones no dan nada a los esclavos...Algunos vienen a decirnos
que no comen desde hace dos o tres días». El misionero concluía: «dimos todo lo que
teníamos».
Algunas veces fue necesario dar incluso la vida: fue el caso del P. Jean Le Vacher
(+1683)
Un caso particular fue el de los «renegados» (un 14%). Sacerdotes o religiosos cansados
de su vocación, personas capturadas que preferían los beneficios del Islam a la miseria de la
esclavitud, criminales que huían a tierras seguras, aventureros. Frecuentemente los
renegados eran los peores perseguidores de los cristianos.
Otro caso digno de atención es el de los moriscos, quienes, expulsados de España, se
establecieron en Maghreb, revelando en muchos casos comportamientos y convicciones
cristianas.
El reino del antiguo Congo se extendía por cerca de 140,000 km. (contra los actuales
2.344,885 de la República democrática del Congo y Zaire), una parte de los cuales
pertenecen actualmente a Angola. El rey (manikongo) Afonso (1506-1543) fue un
verdadero cristiano y un apóstol. Leía la Sagrada Escritura, predicaba, rezaba. Coherente
con su nueva fe, había hecho quemar a los ídolos y a los idolatras. Se desilusionó porque
sus compañeros de fe, los portugueses se manchaban las manos con la trata de esclavos en
daño de su pueblo y del rechazo de la Santa Sede que no podía ofender a Portugal
nombrando un obispo para su reino.
Era particularmente desolador el panorama de los evangelizadores: muchos habían
elegido el África sólo para enriquecerse con el comercio y la trata de esclavos. El nuncio en
Lisboa en una carta a Clemente VII en el 1534 se maravillaba que el país no hubiera
empeorado con tan malos ejemplos y sugería al papa de conceder a estos sacerdotes una
esposa, dado que a su juicio el clima del país volvía a las personas menos continentes.
Para vencer tal obstáculo, Alfonso mandó a Portugal un grupo de jóvenes para que se
prepararan para el sacerdocio. Entre éstos estaba su hijo Enrique. Quería para él la erección
de una diócesis congolés. Sin embargo, la Santa Sede, bajo presiones de Portugal, no
condescendió. Se limitó, después de haber elegido la diócesis de Funchal (Madeira), a
elevarlo al cargo episcopal pero sólo como auxiliar. En 1534 fue creada la diócesis de Sao
Tomé, algo que entristeció al rey congolés. Entre tanto, Enrique murió y después de él su
padre. Sólo en 1596 se erigió la diócesis de Sao Salvador, sufragánea de Lisboa.
En vano los reyes de Afonso I a Álvaro II (1587-1614) pidieron al papa estar sujetos
directamente a la Santa Sede. Portugal no lo concedió jamás, aunque si prefirió Angola al
Congo. Este reino permaneció relativamente independiente y debió ser considerado más
como un protectorado que colonia. Ya que los angoleses se hacían responsables de razias
de esclavos el rey García II Alfonso (1641-1661) aprovechó la ocupación holandesa de
Loanda para aliarse con ellos. Los holandeses fueron vencidos y el rey debió firmar un
tratado de paz en el cual estaba previsto que los misioneros que trabajaban en el Congo
debía pasar por Lisboa. El sucesor, Antonio I Alfonso quiso revelarse al protectorado
portugués pero fue vencido y asesinado en la batalla de Ambuila (1665). Desde aquella
fecha el reino del Congo perdió la unidad y se dividió en tres reinos, ferozmente divididos
entre ellos.
Los misioneros pudieron hacer poco. Los jesuitas, llegaron entre 1548 y 1555, y
después, en una segunda expedición entre 1581 y 1674. En 1581 el P. Baltasar Barreira
hizo un largo viaje al interior del Congo bautizando más de 1,500 personas. En 1619 el
jesuita Mateus Cardoso tradujo muchas oraciones en lengua congolés.
En 1645 llegaron los capuchinos. El capítulo de Sao Salvador denunció ante el papa
Inocencio X a los capuchinos de tratar la alianza de Congo con España.
En 1696 se convirtió en rey de uno de los tres reinos, Pedro IV, quien, sin embargo, fue
obligado a refugiarse en un campamento fortificado lejos de la capital.
En 1618 Pablo V, respondiendo a las peticiones del rey del Congo, invitó a los
capuchinos, reunidos en Capítulo general, a asumir la tarea de evangelizar el Congo y a
14
enviar misioneros a aquellas zonas. La preparación de la misión tuvo una larga gestación.
En efecto, Buenaventura de Alessano, nombrado prefecto de la misión en 1640, y sus
compañeros pudieron entrar en aquellos territorios sólo en mayo de 1645. Causas de tal
retardo y lentitud fueron los reiterados vetos y dificultades que el rey de Portugal ponía.
Estaba celoso de su derecho de Patronato y no le agradaba la llegada de súbditos de otros
reinos a sus colonias, en particular si eran de origen español, aunque fueran sacerdotes y
religiosos.
Una segunda expedición misionera, compuesta por 14 religiosos italianos y españoles,
zarpó de Cádiz en marzo de 1647. Una vez llegados a su destino, los misioneros fueron
distribuidos en varios centros de misión.
En los primeros años de la misión, los religiosos eran escogidos de todas las naciones y,
en particular, de Italia y España. En seguida, por razones políticas, fueron escogidos casi
exclusivamente de las provincias italianas.
Afortunadamente se conocen el número y los nombres de los misioneros que por más de
cien años, de 1640 a 1750, fueron destinados a estas zonas por la congregación de
Propaganda. Durante el reino de Juan IV (1640-1656) fueron destinados 72 religiosos, 61
de los cuales llegaron al Congo; con Alfonso VI (1656-1667) de 29 candidatos, sólo 6
obtuvieron el permiso para partir; bajo Pedro II (1667-1703) de los 161 designados por
Propaganda, llegaron a la prefectura 127; finalmente, en tiempos de Juan V (1706-1750)
fueron nombrados 127 misioneros, de los cuales 112 pudieron desarrollar su tarea. En total,
los misioneros destinados al Congo fueron 389 de los cuales llegaron efectivamente 306,
144 murieron allí; de aquí la dolorosa constatación que el Congo fue el «cementerio de los
capuchinos».
Por documentos confiables se sabe fue notable el número de bautizados de toda edad y
condición: en los años 1672-1700 los bautizados fueron 340,960, mientras que los
matrimonios, 49,887. Grande fue también el empeño de los misioneros por la construcción
y la restauración de Iglesias y capillas, por la formación espiritual y cultural del clero, por
la promoción de los estudios a través de escuelas. Un testimonio afirma que en la capital
del Congo, Sao Salvador, fue erigida la Universidad en la cual se impartían lecciones de
literatura, artes, teología y lenguas necesarias para las relaciones comerciales. Para facilitar
las expediciones fueron erigidos algunos hospicios en las islas de paso de los frailes.
Como frecuentemente sucedió en otras misiones, los misioneros se empeñaron en
aprender las lenguas habladas por los pueblos confiados a su cargo, favoreciendo la
publicación de gramáticas, diccionarios y escritos catequéticos que permitieron la
salvaguarda y el conocimiento de lenguas indígenas.
Además de la difusión del conocimiento de las lenguas, los misioneros contribuyeron a
dar a conocer a Europa la historia, las costumbres, la geografía, la flora, la fauna y todo lo
que podía ser ilustrativo sobre las regiones visitadas. Frecuentemente se trataba de diarios o
relaciones de viaje o memorias escritas para informar a los superiores, hermanos de
religión, parientes y amigos, o bien escritos para responder a las indagaciones solicitadas
por los superiores y, en particular, por Propaganda. Otras veces, fueron compuestos a partir
de una precisa mención histórica.
2.3.3 Angola
No corresponde sino sólo en una mínima parte al actual Estado. Entonces era el reino de
Ndongo que había solicitado varias veces misioneros y mercaderes. Portugal había dudado,
15
desde el momento que no se habían encontrado metales preciosos que se esperaba
encontrar. A falta de oro amarillo, Angola se convirtió en una mina de oro negro. Cada año
este territorio debía proporcionar 5,200 esclavos a Brasil, de la cual se convirtió en colonia.
Angola no fue considerada en una óptica africana sino como base esencial de la economía
americana. Por esto, cuando los holandeses tomaron Loanda y se aliaron con el ngola del
Dongo y la Jinga (reina) de Matamba, Doña Ana de Souza, llegó una armada del Brasil en
1648 que venció a los aliados. Las hostilidades continuaron hasta 1671; sucesivamente
Angola se convirtió en la base de los pombeiros, cazadores de esclavos.
Con relación a la actividad misionera, se sabe que los jesuitas llegaron allí
tempranamente. Los primeros en llegar fueron, en 1563, los padres Francisco de Gouveia y
Agustinho de Lacerda. El segundo murió y el primero fue tomado como rehén por el
soberano local durante 15 años. Llegaron después refuerzos. En 17 años, entre 1580 y 1597,
llegaron 15; en 1602 llegaron 6, pero en cuatro años ya habían muerto. Por las cartas del P.
Baltasar Barreira se sabe que en 10 años había habido ya 20, 000 bautismos. Los jesuitas en
periodo de guerra eran también capellanes del ejército, oraban por la victoria, cantaban el
Te Deum por la victoria.
Respecto al problema de la esclavitud, es seguro que los padres poseían esclavos. De
hecho, pidieron permiso a los superiores generales Borgia, Mercuriano y Acquaviva,
quienes negaron el esta concesión. Vino después el problema de la venta de los esclavos
recibidos como regalo, quizá para financiar la misión. Acquaviva rechazó conceder su
autorización, no obstante el expediente de Barreira que había propuesto utilizar una tercera
persona. En Loanda construyeron una Iglesia y un gran colegio, se fundaron después
estaciones misioneras en Cabo Verde, en Guinea y Sierra Leona pero el clima no permitió a
los misioneros estar largo tiempo.
En las regiones internas de Mozambique y Mashonaland había minas de oro. Los jefes
locales buscaron ponerse en contacto con los recién llegados para evitar la explotación de
los árabes. La noticia de estas minas de oro hizo imaginar el descubrimiento de las míticas
minas de oro de Ophir del rey Salomón. La realidad era diversa. Estas minas estaban en
posesión del rey de Zimbabwe septentrional que estaba a la cabeza de una confederación de
tribus bantúes, un reino rico además de marfil y ovejas.
El primero que predicó en esta región fue San Francisco Javier en 1541, quien se limitó
a los portugueses. Sucesivamente la evangelización de esta región fue confiada a la
provincia india de la Compañía de Jesús y a los dominicos. Cuando en 1559 llegaron
noticias de que había esperanzas concretas, los jesuitas mandaron al P. Gonçalo Silveyra,
quien fue acogido favorablemente; sin embargo, en 1561 lo comerciantes musulmanes
organizaron un complot contra los jesuitas y el padre fue estrangulado.
En 1557 los dominicos se ocuparon de la reevangelización de los portugueses y del
anuncio a los indígenas. En 1591 el número de convertidos llegó a la cifra de 20,000
neófitos.
En 1568 el rey Sebastián mandó una expedición de cerca de un millar de portugueses a
fin de controlar las minas de oro. La empresa tuvo éxito sólo en 1629, lográndose la
sumisión y conversión del rey Manuza Mhande que envió un hijo a Goa. Sin embargo, se
desataron rebeliones y una devastadora epidemia de viruela (1678), de lo que se aprovechó
el rey de Butwa Dombo para obligar a los portugueses a retirarse.
16
Los jesuitas trabajaron en Mozambique, dirigiendo un colegio y varias estaciones
misioneras.
No obstante, con relación a estas misiones se puede hablar de fracaso debido, entre otras
cosas, al tráfico de esclavos por parte de algunos sacerdotes y a que los misioneros estaban
en competencia con los musulmanes que se presentaban como liberadores del yugo
portugués.
2.3.5 Mombasa
17
2.4 África francesa: Madagascar
Hasta inicios del siglo XVIII ningún país europeo pensó constituirse un imperio colonial
en África. Existieron, efectivamente, posesiones de estados europeos, de modo particular de
Portugal, de España y Francia, pero de escasa entidad.
Las mismas relaciones comerciales estuvieron descuidas. Los productos importantes
fueron el oro, los esclavos, el marfil, la caña de azúcar y la goma.
Durante todo el siglo XVI, Portugal logró mantener el monopolio del comercio hasta
cuando se introdujo un elemento nuevo: la trata de esclavos.
Se discute sobre las razones de la difusión de la venta de esclavos. La hipótesis más
plausible es que, agotándose la explotación de los productos ya mencionados, se pasó a la
creación de grandes plantaciones de algodón, caña de azúcar, tabaco, para lo que era
necesario el recurso a una mano de obra abundante y barata. Las plantaciones fueron
creadas en América, la mano de obra se buscó en África y las ganancias llegaron a Europa.
El fenómeno de la esclavitud es un problema complejo, con implicaciones de carácter
antropológico, sociológico, religioso, económico y jurídico.
Los negros eran esclavizados por los mismos jefes africanos y vendidos en las costas a
los mercaderes de esclavos. La esclavitud no estaba prohibida y se admitía por razones
como: a) la guerra justa; b) culpas graves (sodomía, traición, robo); c) la venta autorizada
por las leyes; d) el nacimiento en condición servil.
La necesidad de esclavos negros se hizo urgente, desde el momento que se prohibió
hacer esclavos a los indios. En 1521 llegaron los primeros negros a Cuba. Muy genéricos y
vagos son los datos relativos al número de esclavos conducidos a América.
18
Du Bois (1911) propuso la cifra de 15.000,000 de esclavos llegados vivos a América
frente a 60, 000,000 que salieron de África, mientras que otros autores hablan de menos.
Admitiendo como creíble el número de 11.000,000 para la trata atlántica, queda por
calcular el número de aquellos que murieron en África durante las razias y el transporte
hacia los puertos de embarque. Se podría no estar lejos de la realidad hablando al menos de
otros 8.000,000.
España, no pudiendo hacer frente al transporte de tantos esclavos, inventó el sistema de
asiento, es decir del monopolio concedido a compañías mercantiles que se disputaban el
lucrativo mercado. En 1713 entre las cláusulas del tratado de Utrecht se incluyó un artículo
que reservaba a Inglaterra este monopolio. Naturalmente, hacia las Antillas el tráfico lo
condujeron naves y compañías francesas.
Si todas las potencias marítimas, excepto España, que, por lo demás, fue la mayor
beneficiaria, se empeñaron en la trata, los primeros puestos los ocuparon los ingleses,
portugueses, franceses, holandeses y daneses.
Se conocen muy bien las condiciones de los esclavos: adquiridos en las costas de África,
a cambio de armas u otros objetos, venían puestos en naves que debían hacer un viaje que
podía durar de 35 a 50 días (según los vientos y las corrientes), durante el cual muchos
morían.
Por parte de los pontífices faltó un documento solemne de condena de la esclavitud,
aunque existe una línea coherente de aversión. Aparentemente, en sentido opuesto, se
encuentra la bula Dum diversitas del 1452 de Nicolás V. En ésta el papa daba facultades al
rey de Portugal, Alfonso V, de hacer esclavos a los sarracenos e infieles enemigos de
Cristo. Esta debe ser leída en el contexto de la defensa de Constantinopla. Eugenio IV en la
bula Creator omnium (1434) había denunciado a los españoles que habían conducido
esclavos indígenas de las Canarias. Pío II consideró la trata como un crimen contra la
humanidad, pero su condena se refiere a los negros convertidos. Paulo III intervino más
veces en defensa de los indígenas de América española, como hizo también Gregorio XIV a
favor de los de las Filipinas. Era el preludio de la actividad de Propaganda contra la trata,
que se expresó en documentos pero que no logró frenar esta actividad tan redituable.
Las condenas de la esclavitud de los indios fueron repetidas por Urbano VIII (1639) y
Benedicto XIV (1741), mientras que condenas de la trata de negros vinieron de Propaganda
(1638), del Santo Oficio (1686). Éstas fueron enviadas a los obispos pero no a los
gobiernos. Clemente XI en 1711 permitió el bautismo del rey de Angola con la condición
de que no vendiera esclavos a los herejes.
En 1681 dos capuchinos, Francisco José de Jaca e Epifanio de Moirans, afirmaron que:
la esclavitud de los negros era injusta; los esclavos son hombres libres; por deber de justicia
deben ser liberados; los dueños que no liberan a los esclavos no pueden ser absueltos. Los
dos frailes fueron encarcelados y enviados a Europa.
Es un hecho que muchos eclesiásticos tenían esclavos a su servicio y conocían los
problemas de la trata. Si no condenaron el sistema fue porque el sistema eclesiástico
dependía de los gobiernos, los cuales a su vez no vigilaban la modalidad del tráfico mismo.
Téngase presente que mientras en América Latina la presencia de los misioneros fue
numerosa, en África los religiosos de valor fueron pocos.
Faltó también la conciencia del deber de la denuncia, cosa que hoy no falta cada vez que
se ven conculcados los derechos de la persona (aborto, eutanasia, abusos de menores,
racismo...).
19
2.6. La evangelización de África en la época moderna
20
algunos aspectos de la evangelización, trazando un identikit de la Iglesia llamada a ser
misionera.
La misión en África durante el s. XVI no alcanzó a despegar. Las razones son varias.
Hay elementos positivos y negativos. En un primer momento los misioneros fueron
acogidos favorablemente pero después, o fueron rechazados, o fueron aceptados sólo
porque a través de ellos los jefes esperaban adquirir el mismo poder que los blancos.
Para vencer tales impresiones hubiera sido necesario tener misioneros capaces de
distanciarse de los blancos. El número y la calidad de los misioneros fueron insuficientes.
Otros factores que influyeron negativamente fueron el defectuoso conocimiento del país,
el clima, la geografía, las condiciones higiénico-ambientales. Los misioneros, además, no
tenían nociones de la problemática de la hoy llamada interculturación. Hubo grandes
bautizadores y destructores feroces de todo lo que olía a idolatría. Entre 1483 y 1835 no se
abrió ningún seminario. Fueron formados excelentes catequistas pero no se tuvo el coraje
de ir más allá. «Mejor un mal sacerdote blanco que un buen sacerdote de color», fue el
pensamiento de muchos misioneros.
Elementos positivos no faltaron. Se debe recordar, en primer lugar, el valor con que
muchos misioneros partieron hacia lo desconocido; partir significaba no regresar más. El
celo por la predicación, las fatigas de los viajes y del clima, la fuerza de ánimo para superar
las dificultades ambientales eran heroicas. El balance, sin embargo, es negativo. Sólo en el
siglo XIX la misión despegó. Por esto la Iglesia en África tiene fundamentos muy frágiles.
21
3. La evangelización de América Latina
3.1 La conquista de
América
22
Sobre el significado de la conquista de América se confrontan diversas lecturas.
La primera es la leyenda negra. El iniciador fue Bartolomé de Las Casas, un hombre
complejo. El dominico, que partía de la concepción que excluía la evangelización realizada
mediante la espada y la sumisión a los príncipes cristianos, llegó a condenar la conquista
española como una gran usurpación.
La edición de la obra ilustrada de Las Casas sobre la destrucción de las Indias, publicada
por el flamenco protestante Théodore de Bry, en 1598 en Francfort, contribuyó a divulgar
la tesis y a darle un significado muy negativo.
La tesis fue después modulada en clave no sólo anti-española, sino anticatólica, y ha
sido retomada por los «indigenistas» y ciertos medios de comunicación con motivo de los
quinientos años del descubrimiento colombino. En esta leyenda Colón fue retratado como
eurocéntrico, sexista, y los españoles como intolerantes, explotadores, esclavistas,
superficiales.
La segunda lectura se puede definir Hispanista. Esta exalta la obra de España. Se citan
las palabras de Felipe II cuando fue invitado a tomar en consideración el abandono de las
Filipinas porque no proporcionaban nada: «Cuando no bastaren las rentas y los tesoros de
las Indias, proveeremos con aquéllas de España, con tal de que las Islas de Oriente no se
queden sin la luz de la predicación auque no produzcan oro o plata».
Se pone de relieve, además, que a diferencia de la expansión colonial de otras potencias
como Inglaterra, en primer lugar, la expansión española no fue guiada sólo por razones
comerciales; además, que no se actuó una política de genocidio, porque de la mezcla entre
europeos e indígenas nació una entidad nueva, un nuevo pueblo. La colonización española,
en efecto, fue la única que originó nueva raza: la mestiza.
Una tercera lectura ha juzgado la realidad latinoamericana como nacida de la opresión;
la Iglesia queriendo dominar instauró un régimen de dominio en Europa y de esclavitud en
América. La evangelización debió haber sido anticolonialista, pero fue eurocéntrica,
colonialista, destructora de las culturas indígenas.
Es necesario atenerse a una lectura histórico-documentaria, lejana de todo exceso
ideológico. Significativo es, a este respecto, el juicio de Pedro Borges sobre algunas de las
obras de Enrique Dussel: «hace una teología de la historia; después, cuando quiere ser
historiador, retoma equívocos, generaliza situaciones locales y juzga en modo
unidireccional».
Para entender mejor las problemáticas subyacentes se plantearán una serie de preguntas,
básicamente de dos tipos: las que se hacen los hombres y mujeres de hoy y las de los
contemporáneos a los acontecimientos.
Las preguntas de hoy son de varias clases: ¿cómo
se puede definir el acontecimiento de 1492? Los
nombres propuestos son: «descubrimiento»,
«conquista» y «encuentro». Felipe II en 1556 prohibió
el uso de la palabra «conquista», prefiriendo más bien
«descubrimiento», «pacificación», «población».
¿Quién fue el primer europeo en descubrir
América? ¿Colón o los vikingos del siglo X? ¿Colón
fue un judío? ¿Debió luchar contra los prejuicios de
23
una clases intelectual cerrada, despótica, arrogante, dogmática, incapaz de entender sus
argumentos científicos? ¿No fue, por causalidad, un Galileo ante litteram?
¿El exterminio de los indios fue culpa de los españoles? ¿Con qué autoridad los
españoles pretendieron someter a los pueblos del «Nuevo Mundo»? ¿Fue legítimo el
despojo y la supresión de las civilizaciones precolombinas que incluso pudieron ser
superiores a las de los conquistadores? ¿Los abusos fueron de los conquistadores o de la
conquista? ¿Cómo veían a los indios los misioneros y los conquistadores?
Muy diversas fueron las preguntas de ayer. En el siglo XVI se cuestionaba si la estirpe
humana tenía un origen común. Además, los contemporáneos se preguntaban si se podía
hablar de monogenismo o poligenismo. Otras preguntas eran: ¿cuál es el significado de la
diversidad de las culturas? ¿Cómo acercarse a estas culturas? ¿Los indios tienen alma, son
inteligentes, son buenos (mito del «buen salvaje») o malos? ¿Es lícita la conquista? ¿Es
lícita la esclavitud? ¿Es oportuno que los indios vean el mal ejemplo de los españoles? ¿Es
lícito el Patronato? ¿No sería mejor que la Santa Sede tomara la guía de la evangelización?
Para la evangelización del Nuevo Mundo fueron dos los presupuestos: que las nuevas
tierras fueran conquistadas y que fuera formulado con claridad el principio de la conversión
de los habitantes de esas tierras.
24
A diferencia de la colonización inglesa o portuguesa, que consistieron sólo en la
explotación de las tierras y de sus habitantes, la española tuvo, o al menos pretendió tener,
una doble finalidad: civilizar y evangelizar.
Naturalmente al inició España no estaba preparada para la conquista de espacios así
amplios. Lo prueban las concesiones hechas por los reyes a Colón, que se explican por el
entusiasmo por la conquista de Granada que parecía conferir a España una misión mundial.
Sin embargo, en las capitulaciones de Santa Fe (17 de abril 1492), las instrucciones dadas a
Colón son de carácter explícitamente político y comercial. Además, en el primer viaje no se
embarcó ningún capellán o religioso. Fue sólo desde el segundo viaje en adelante que el
problema de la evangelización se colocó en primer lugar.
Se buscó justificar sobre el plano jurídico un doble derecho: 1) el de conquista y la
legítima posesión de las tierras por la Corona, y 2) el derecho de Patronato de la Corona
sobre la Iglesia en las nuevas tierras.
25
3.6 La Corona española
28
Dominicos 50
Franciscanos 30
Jerónimos 9
Agustinos 7
Otros 3
29
El mismo Borges divide las órdenes religiosas presentes en América en cuatro
categorías: órdenes misioneras (cuando los miembros se dedicaban a la evangelización de
los indios); órdenes pastorales (cuando se dedicaban prevalentemente a la población ya
evangelizada); órdenes asistenciales, y, órdenes monásticas. Con relación a las órdenes
misioneras se enumeran: OFM, OP, S.I., OSA y OAR, mercedarios, capuchinos, con
características comunes: la actividad evangelizadora en primer lugar. Los inicios, por tanto,
de la historia de la Iglesia de una región coincide, generalmente, con la historia de una de
estas órdenes. Tuvieron personal numeroso; los no españoles prevalecieron; sólo del siglo
XVII en adelante comenzaron a prevalecer los criollos, lo que indujo a la Corona a limitar
la fundación de lo conventos (1593); estuvieron en permanente conflicto con los obispos;
los menores capuchinos vivieron de limosnas, mientras que los otros se dotaron de bienes,
algunas veces exuberantes.
Con relación a las órdenes monásticas, se puede notar su casi total ausencia, salvo dos
fundaciones en Lima (1601) y en la Ciudad de México (1602). Influyó la ausencia de
tradición misionera de los monjes españoles, la incapacidad de adaptación de las órdenes
medievales a las nuevas condiciones de América y las dificultades de ayudas económicas
para el sostenimiento de los monjes.
El papel de la mujer en la primera evangelización fue muy importante. Algunas
matronas como amigas o beatas trabajaron por la conversión e instrucción de las indígenas
desde 1529.
Los beaterios eran grupos de matronas que vivían en común en la clausura
empeñándose en la oración y frecuentemente en la educación de las jóvenes. Algunos de
éstos se transformaron en Órdenes, como ocurrió con las betlemitas y las terciarias
carmelitas de Santa Teresa. Algunas de estas instituciones se componían de mujeres indias
y otras amigas de indias y criollas. Otra forma fue la de los «recogimientos» para mujeres
honestas, arrepentidas o para ser educadas. En las primeras casas se retiraban viudas,
mujeres cuyo marido estaba lejos o se había ido; la segunda forma era un reformatorio
(como las «magdalenas»), la tercera constituía un colegio femenino. Zumárraga pensó
fundar casas de recogimiento en cada poblado para la educación de las jóvenes.
El Consejo de Indias se opuso, en un primer momento, a la presencia de religiosas de
votos. Posteriormente cedió e inició una fructuosa presencia. Las primeras fueron las
Concepcionistas, fundadas por Beatriz de Silva (+1491/92), que se establecieron en México
en 1540. Después de esta primera fundación, se hicieron otras en La Paz (1571), Lima,
Coyoacán; Balvanera (1573). Quito, Guatemala, Villa Guadalupe, etc. Otras religiosas
fueron las clarisas (1551), las agustinas (1562), las dominicas (1568), las trinitarias y las
carmelitas.
Todas estas eran fundaciones españolas establecidas en América con el fin de
«recuperar» las hijas de los conquistadores que permanecían solteras. Acogían mujeres
indias la ursulinas y tres monasterios de clarisas, pero no sólo si se trataba de jóvenes
nobles. El número de monjas de estos monasterios iban de 25 a más de 200. Vivían en
oración, hacían trabajos manuales y, en algunos casos, educaban a las jóvenes.
El clero diocesano fue inferior en número y cualidad al religioso. Sin embargo, también
éste tuvo un papel muy importante a medida que la fase misionera fue suistituída por la
diocesana.
Al inicio, el clero secular, mucho menos numeroso que el religioso, estaba compuesto
por europeos. La Corona quiso controlar el flujo de los sacerdotes para que no fueran a
América aventureros, ex frailes o personas incovenientes. Los sacerdotes que pedían partir,
30
debían haber cumplido al menos cuatro años de ministerio en su patria y podían regresar
después de 10 años de permanencia en América.
Gradualmente el clero europeo fue sustituido por el criollo. Se prescribió fuera de
ascendencia pura (no descendientes de moros, o personas reconciliadas por la Inquisición)
y de buenas costumbres. Para su formación fueron creados algunos seminarios. La
admisión de los nativos a las órdenes sagradas y a la vida religiosa fue tomada en
consideración desde el principio. Se pensó mandar algunos indios a estudiar a España. Se
organizaron colegios con este propósito, en los cuales se estudiaba latín y teología. Al final
se argumentó una supuesta incompatibilidad de los nativos con la asunción de las
obligaciones sacerdotales (celibato).
Tres fueron los tipos de asambleas que se ocuparon de la vida de la Iglesia: las juntas
eclesiásticas, los sínodos diocesanos y los concilios provinciales.
Las juntas eclesiásticas fueron asambleas no reglamentadas por el derecho, convocadas
sobre todo en los primeros años de la evangelización.
La junta de 1524 en la Ciudad de México, por ejemplo, fue presidida por el superior de
los franciscanos. Allí participó Cortés, 13 o 14 frailes, 5 sacerdotes y 3 o 4 laicos. Se obligó
a los gobernadores a enviar a los indígenas a la Iglesia, a enseñar a los niños el catecismo y
el canto. Varias decisiones fueron tomadas respecto a los sacramentos (cómo confeccionar
el crisma, administrar la eucaristía sólo a los indios instruidos, cómo comportarse en las
cuestiones matrimoniales, etc.)
En la de 1537 los obispos presentaron al emperador el derecho de participar en el
concilio de Mantua. Se sostuvo la utilidad de reunir a los indios en poblados para una mejor
promoción humana y religiosa y se hizo ver que debía aumentarse el número de religiosos y
reducir el de seculares.
Las conclusiones de la junta de 1541 son sintomáticas de un estado de tensión entre los
dos cleros. Franciscanos, dominicos ya agustinos se aliaron en una «unión santa», para que
se impidiera la división del territorio en parroquias confiadas al clero diocesano.
Cinco años después, en la Junta de 1546, se proclamó la obligación de dejar en su puesto
a los jefes indígenas, la ilegitimidad de la guerra contra los naturales y se rebatió el
principio de que la evangelización debía ser realizada con medios pacíficos.
Los sínodos comenzaron a realizarse cuando la Iglesia consolidó sus estructuras. Sus
contenidos fueron similares a los de los europeos, con un conjunto de normas muy
detalladas, como por ejemplo, sobre el tabaco, el alcohol, etc. Entre 1539 y 1638 se
realizaron no menos de 51 sínodos diocesanos, 13 de los cuales se celebraron en la diócesis
de Lima durante los veinticinco años de actividad pastoral del incansable obispo Toribio de
Mogrovejo (1581-1606).
Los concilios provinciales fueron decididamente los más importantes. Entre 1551 y 1629
cinco concilios provinciales se realizaron en Lima, tres en México, uno en Santo Domingo
y uno en Bogotá.
El primer concilio de Lima (1551-52) fue un concilio catequístico que afrontó los
problemas de la evangelización. El segundo (1567-68) sostuvo como solución de los
problemas de la evangelización el abandono del nomadismo por parte de los indígenas; una
vez reunidos en pueblos, cada uno de unos 400 indios casados, debían ser instruidos en la fe
por misioneros de vida digna, capaces de predicar en las lenguas indígenas y en grado de
31
ofrecer una catequesis adaptada a la situación de los neófitos. Se ordenó, además, la
destrucción de los ídolos.
En el Tercer Concilio de Lima (1582-83) se decidió elaborar un catecismo. Como
cabeza de la comisión fue propuesto el jesuita José de Acosta. Fueron elaborados tres
textos: un catecismo, un confesionario y un sermonario.
Los tres concilios provinciales mexicanos fueron muy similares a los limeños: el
primero en 1555, el segundo en 1565 y el tercero en 1585.
La verdadera misión
comenzó sólo con el
desembarco de los primeros
franciscanos que llegaron a
La Española (Haití) en
1502, guiados por el P.
Alfonso de Espinar. El año
siguiente fue erigido el
primer convento del Nuevo
Mundo. En 1509 llegaron
los primeros dominicos,
entre los cuales la figura
más sobresaliente fue
Antonio de Montesinos, el
defensor de los indios.
Los misioneros llegaron con los conquistadores; se sabían apoyados por la Corona y por
tanto no tenían miedo de denunciar los crímenes de los españoles. Entre conquistadores y
misioneros nació, por tanto, una recíproca desconfianza. Ésta se acentuó con el discurso de
Montesinos, las Leyes de Burgos y las denuncias de Las Casas. Existió así un doble frente:
el violento de la conquista y el pacífico de los misioneros.
35
3.13 La evangelización de América meridional
36
3.13 Las reducciones del Paraguay
37
Al interior de este universo los indígenas eran catequizados, preparados a los
sacramentos y a una vida cristiana coherente. Se celebraba la misa diariamente se recitaba
el rosario y se enseñaba el catecismo.
La organización social es quizá el aspecto más sorprendente. Las propiedades de la
reducción eran en parte cultivadas en común y una parte era concedida en propiedad a los
individuos para sus necesidades personales. Esta mezcla de público y privado permitió
excluir todo salario. No había ricos ni pobres. A cada joven pareja se le concedía una
habitación; huérfanos y viudas eran atendidos por la comunidad. Ésta producía caña de
azúcar, tabaco, algodón y mate. Se trabajaba el hierro y los tejidos. Gracias a los padres
había hábiles relojeros, impresores, etc. El innato gusto por el canto permitió a los
guaraníes ejecutar el mejor repertorio musical europeo.
Eran los padres mismos quienes gobernaban ayudados por algunos ancianos.
Administraban la justicia local y había un tribunal de suprema instancia compuesto por tres
padres.
Los jesuitas eran los únicos europeos que entraban en las reducciones. Esto hizo nacer la
dichería que habían acumulado riquezas abundantes.
La experiencia fue puesta a prueba por las expediciones de paulistas (llamados
mamelucos o bandeirantes), siempre a la caza de esclavos para sus cultivos de caña de
azúcar. La primera expedición se tuvo ya en 1611, pero fue bloqueada por la intervención
de soldados españoles. El periodo crucial comenzó en 1628. Cerca de 400 paulistas
ayudados por 2000 indios tupíes incendiaron las reducciones de San Antonio (enero 1629),
San Miguel y Jesús María (marzo 1929); las saquearon, tomando como esclavos a los más
jóvenes y matando a los ancianos e inválidos. Otras reducciones fueron atacadas el
siguiente año, por lo que en 1631 de 11 reducciones del Guayará, 9 habían sido destruidas y
se habían perdido 200,000 indios.
En lugar de reconstruir se pensó en un éxodo en masa hacía las zonas más meridionales
del Paraná. El P. Ruiz de Montoya se dirigió a España y había obtenido de Felipe IV la
autorización para la adquisición y el uso de armas de fuego. Con esto, las reducciones se
reorganizaron y pudieron prosperar de nuevo. Los indios, instruidos por los jesuitas,
pudieron asegurar un regular reclutamiento de soldados que supieron combatir junto a los
españoles con gran valor.
En siglo XVIII la experiencia fue denigrada de modo particular por sectores de la
Ilustración, que además de tener una aversión epidérmica contra los jesuitas, tenían un ideal
abstracto de progreso y civilización, y estaban en contra de todas las sociedades
consideradas inferiores, las lenguas indígenas y la obra evangelizadora de las órdenes
religiosas.
38
3.14 La evangelización del Brasil
El actual Brasil fue descubierto por Pedro Álvarez Cabral. Haciendo vela hacia la India,
de Cabo Verde tomó la dirección hacia el suroeste. Así su flota, compuesta por 10 naves y
tres carabelas, zarpó el 22 de abril de 1500 en aquello que creyeron una isla que llamaron
Isla de Vera Cruz. Cuando descubrieron que no se trataba de
una isla, la bautizaron con el nombre de Tierra de Santa Cruz
(hoy Puerto Seguro). Dos años después se concedió a Fernao
Loronha la facultad de explotar el palo brasil, es decir un palo
rojo, utilizado para colorar los tejidos, y de este leño vino el
nombre del país.
El Brasil, con el que entraron en contacto los portugueses
estaba habitado por indígenas de la etnia tupí, cercanos a los
guaraníes. No tenían ídolos, no creían en un dios celeste pero
tenían una rica mitología dominada por un dios-héroe, por el
mesianismo con una especie de paraíso terrestre («tierra sin
mal»). A diferencia de los guaraníes, eran antropófagos y poco
estables.
Al principio, con relación a la evangelización, se pudo hacer poco o nada. Sobre las
naves de Cabral había nueve sacerdotes seculares y ocho franciscanos. Celebraron la misa,
erigieron cruces, pronunciaron discursos. Los historiadores franciscanos recuerdan a
algunos frailes que habrían predicado el Evangelio ya en 1503, aunque no está
históricamente comprobado. Se refiere algún bautismo y muertes de algunos frailes, junto
con las de algunos colonos, pero se trata de episodios ligados al método de presencia de los
portugueses.
Al inicio, la Corona dejó a personas privadas la ocupación del territorio, concediendo
posesiones extensas entre las 25 y 50 leguas. Este fue el sistema de las «capitanías», cuyo
donatario tenía plenos poderes políticos y administrativos. Hubo 12 capitanías: sólo dos de
ellas prosperaron, sobre todo por el cultivo de caña de azúcar. Dado que estas haciendas
tenían necesidad de mucha mano de obra, esto indujo a los propietarios a organizar la
captura de indios al interior y a favorecer la trata de esclavos negros.
Hasta 1549 la evangelización comenzó a despegar, cuando, enviados por el rey Juan III
de Portugal, desembarcaron los primeros jesuitas guiados por el P. Manuel da Nóbrega
(1517-1570). Éstos se escandalizaron de la permisividad tropical de los portugueses.
Mientras España favoreció la migración de familias enteras, de Portugal partieron hombres
solos, frecuentemente «marranos», que vivían en poligamia y concubinato y se atribuían
todos los derechos, comprendidos aquellos sexuales, sobre siervos y esclavos.
En 1610 los jesuitas eran ya 1180. En 1584 ya había erigido tres colegios (Pernambuco,
Bahía y Río) y 5 residencias. Fundaron Sao Paolo y evangelizaron a los portugueses de
costumbres paganas y a los indios.
Al inicio, los jesuitas que se dedicaron a las misiones fueron pocos y tuvieron escasos
resultados debido a la vida nómada de los indígenas. El P. Leonardo Nunes en 1550 fundó
una escuela de catecismo y buscó incluso promover las vocaciones. Varios jesuitas se
dieron a la tarea de aprender las lenguas y las costumbres de los indígenas. El jesuita
Leonardo do Vale, gran conocedor de la lengua tupí, compiló el primer Vocabulario de la
lengua tupí, y escribió también una Doctrina Cristiana en la lengua del Brasil.
39
Después de los primeros fracasos, los jesuitas buscaron organizar mejor su apostolado.
En 1553 comenzaron a favorecer los asentamientos de indios en torno a un colegio. Fue así
que fundaron la ciudad de Sao Paolo en 1554. Sin embargo, esta estructura de colegio-
asentamiento perdió su dinamismo misionero. En compensación favorecieron la formación
de aldeas de cerca de 3,500 habitantes donde proteger a los indios de los portugueses
esclavistas. Los resultados no fueron siempre positivos. Las aldeas no tenía suficiente
terreno, frecuentemente era confiscado por los ávidos colonos, por lo que fácilmente fueron
reducidos al hambre y devastados por las epidemias.
Poco pudieron hacer los misioneros con relación a la esclavitud. El rey Manuel en 1514
ordenó que los hijos de los esclavos fueran bautizados en los primeros seis meses, mientras
que los adultos estaban exentos de toda obligación recibir el bautismo. En 1570 una ley
admitió sólo dos posibilidades de hacer esclavo a un indio: la antropofagia y la guerra justa.
El gran defensor y apóstol de los indios fue el P. Antonio Vieira (1608-1697), quien
afirmaba ser 100,000 los indios sujetos a los jesuitas. Esto para los colonos era
inconcebible. En 1661 se confabularon contra los jesuitas, quienes fueron expulsados,
incluido Vieira, el cual, no obstante tres años de cárcel inquisitorial en Lisboa, en 1680
obtuvo leyes más justas para los indios, las cuales, sin embargo, no tuvieron consecuencias
prácticas.
Durante el primer siglo la Iglesia en Brasil no se desarrolló mucho. En 1620 había pocas
ciudades, una sola sede episcopal, ninguna universidad ni seminarios, ni conventos
femeninos, ni imprentas.
En 1551 fue erigida la diócesis de San Salvador de Bahía, confiada a Don Pedro
Fernández, hombre culto, buen orador y quien fundó una especie de seminario pero entró
en conflicto con los jesuitas, con el capítulo y con el gobernador. En 1676 el papa
Inocencio XI erigió las diócesis de Olinda y Río de Janeiro. El año siguiente se creó las
diócesis de Maranhao. Hasta la independencia fueron creadas sólo tres diócesis: Belém do
Pará (1719), Mariana (1745) y Sao Paolo (1745).
Además de los jesuitas hay que recordar otras comunidades religiosas: los carmelitas
(1580); los benedictinos (1581), los franciscanos (primer convento en 1585); los carmelitas
descalzos (1615); los mercedarios (1640); capuchinos franceses (expulsados en 1615). En
cuanto a las religiosas, sólo en 1669 fue autorizada la fundación de un monasterio de
franciscanas clarisas en Bahía.
La Inquisición no se estableció en Brasil, aunque hubo visitas en 1591-95, 1618-19 y por
último en 1763-69.
41
4. La India
Vasco de Gama declaró, desembarcando en las
costas de Malabar (1498), que había venido a
buscar «especias y cristianos». Por esto los
portugueses entraron inmediatamente en
contacto con los «cristianos de Santo Tomás».
Éstos, celebrando su liturgia en siro-malabar, no
pertenecían propiamente a ninguna Iglesia del
Oriente próximo. Estaban muy bien integrados
en la sociedad hindú y participaban en la
subdivisión de las castas. Los portugueses
utilizaban por esto su influencia cuando querían
negociar con las autoridades locales, aunque
sospechaban de su fe, que consideraban muchas
veces sincretista, con creencias hinduistas e
islámicas.
Fueron los portugueses quienes desarrollaron el culto de Santo Tomás en Mylapore,
realizando excavaciones que condujeron al descubrimiento de las pretendidas reliquias del
apóstol, divulgando la noticia de una fuente milagrosa que habría brotado en el momento en
que se encontraron los restos. Durante una celebración, una gran cruz habría comenzado a
sangrar, fenómeno que se repitió otras veces.
Alrededor de 1542 comenzaron los conflictos con relación a Europa. Se quiso discernir
sobre la doctrina y la praxis de estos cristianos. En el sínodo de Diamper (1599) se pidió la
ruptura de lazos con las Iglesias nestorianas y una explícita profesión de fe católica. Se
introdujeron los sacramentos de la confesión y unción de enfermos. Se instituyó la división
en parroquias, se prescribió que los obispos fueran elegidos por Roma y se prohibieron las
ordalías y los horóscopos. Algunos pasaron al rito latino. La diócesis de Angamale se
convirtió en católica en 1594. En 1653 la sorda oposición de una parte de los siriacos,
guiada por el archidiácono, provocó el alejamiento de un tercio de éstos de la Iglesia
católica (Iglesia jacobita).
4.1 La misión
Para la evangelización y cuidado pastoral de estas zonas, los protagonistas fueron los
religiosos y algunos sacerdotes seculares. Los primeros que se establecieron en la India
fueron los franciscanos, seguidos por los jesuitas (1572), los dominicos (1548), los
carmelitas descalzos españoles (1607, sustituidos por los italianos en 1642), los capuchinos
y teatinos (1640), los juaninos y oratorianos hindúes, éstos últimos fundados en 1682.
La diócesis de Goa fue dotada de buenas estructuras. Los jesuitas eligieron un colegio
como seminario, los franciscanos abrieron en 1555 el colegio de los Reyes magos. En 1596
se fundó el colegio universitario dominico de Santo Tomás de Aquino. En 1560 se
introdujo la Inquisición.
Mucha importancia tuvieron las cofradías, entre las cuales la de la Misericordia (1516-
17), que tenía finalidad caritativa. En 1530 se abrió un leprosario y en 1542 un hospital
público. La actividad pastoral y misionera se dirigió sobre todo hacia los portugueses,
42
aunque muchos de éstos sirvieron sólo de obstáculo por su conducta moral y social. De
hecho, en los primeros treinta años la actividad de los religiosos fue más colonial que
misionera.
La ambición de los misioneros fue también evangelizar a los hindúes de los territorios
ocupados por los portugueses. En los primeros años los misioneros estuvieron convencidos
de haber encontrado una India habitada por cristianos, si bien es cierto «herejes»En una
primera aproximación consideraron el hinduismo una forma herética del cristianismo. Se
guardaron de proceder con el sistema de la tabula rasa como en América. Los templos
fueron respetados así como las costumbres y fiestas hinduistas. La única costumbre
prohibida fue el sati (inmolación de la viuda).
El apostolado fue, en esta primera época, poco eficaz. El cristianismo no penetró con
profundidad en el territorio lejano de la protección de los portugueses. Frecuentemente la
conversión fue malentendida como pasarse a los frangui (corrupción del término franco,
con el que en el mundo oriental se llamó a los europeos desde tiempos de las cruzadas.
Otro ámbito fue el de los pueblos fuera del ambiente del Patronato. En este contexto se
comenzó a poner el problema de las culturas.
El cambio se operó con la llegada de San Francisco Javier (1506-1552). Para el estudio
de este santo es fundamental la biografía monumental de Georg Schurhammer (1882-1971).
Una biografía escrita con mucha erudición y espíritu crítico. El autor ha reconstruido con
mucha pericia los viajes del santo. Los datos biográficos fueron verificados cuidadosamente
y rechazadas las leyendas hagiográficas desprovistas de bases históricas.
Francisco Javier desembarcó en 1542 con los títulos de nuncio
apostólico y legado del rey. Apenas llegado a Goa, siguió como los
otros misioneros el método tradicional de la tabula rasa, según el
cual para convertirse en cristianos era necesario destruir los
vestigios paganos. Francisco se encargó, pues, de los portugueses,
asistió a los enfermos, se ocupó en la predicación por medio de
intérpretes y administró muchos bautizos (30,000). Ciertamente
tenía dos limitaciones: no conocía las lenguas y no contaba con
adecuadas informaciones sobre el hinduismo, sobre sus ritos y
tradiciones populares. Sin embargo, supo impresionar a sus
contemporáneos con su alegría comunicativa, su espíritu de
servicio, su capacidad de adaptación e intensa oración. Hicieron más efecto sus cartas que
muchos tratados de metodología misionera.
La evangelización fue dando frutos poco a poco. En Goa en 1525 tres cuartos de la
población era cristiana.
Hasta 1533 India dependió de Funchal (Madeira). En este año fue creada la diócesis de
Goa por Clemente VII como el primer obispado católico en las Indias orientales, aunque si
efectivamente fue erigida hasta 1539; sufragánea de Funchal, tuvo jurisdicción de Cabo de
Buena Esperanza hasta el Extremo Oriente. Su primer obispo, el franciscano recoleto dom
João de Albuquerque llegó en 1539 y fundó el colegio de Santa Fe y otro colegio en
Cranganore para los cristianos de Santo Tomás.
En 1558 Goa se convirtió en arzobispado con las diócesis de Cochin (1558) y Malaca
como sufragáneas. En 1594 la sede episcopal sirio-caldea de Angamale se convirtió en
43
diócesis católica, mientras que en 1600 fue creada la diócesis de Meliapur.
Entre las iniciativas de los obispos, está la del primer arzobispo, Gaspar de Leao Pereira
que buscó sustituir los seculares por religiosos y prohibió los bautismos generales. El
agustino Alejo de Meneses desplegó una gran actividad. Visitó la diócesis y las
comunidades cristianas de la costa occidental, creó 40 parroquias y fundó el primer
monasterio de monjas en Asia, las agustinas de clausura del convento de Santa Mónica. Fue
bajo su episcopado que se comenzó a discutir sobre el apostolado de Nobili. En Goa se
celebraron frecuentes concilios provinciales (1567, 1575, 1585, 1592, 1606).
Si se presta atención a los números, la Iglesia india fue floreciente. A fines del s. XVI,
había 300,000 cristianos de rito latino y 75,000 de rito siríaco. Un siglo después, los latinos
eran 700,000 y los siríacos 100,000. El clero indígena fue numeroso. Las Iglesias bien
construidas y dotadas. Numerosas las órdenes religiosas, entre las cuales, dos comunidades
nacidas en territorio indio, como los oratorianos y terciarios carmelitas. Una grande figura
de apóstol fue el sacerdote oratoriano Giuseppe Vas (1651-1711). Desde 1640 llegaron a la
India los teatinos.
Sin embargo, las sombras no faltaron. Los conflictos entre los religiosos eran
frecuentes. Muchos sacerdotes pensaban más en enriquecerse que en el ministerio pastoral.
Un problema estructural fue el del Padroado. La sede de Goa permaneció vacante de
1652 a 1671 y fue ocupada sólo en 1675. Propaganda buscó poner vicarios apostólicos,
aunque con resultados nada satisfactorios. Roma decidió que el Padroado se extendiera
sólo a los territorios de los portugueses, hecho que no fue reconocido en Goa.
46
Herder, Barcelona 1972, 526-530; Historia de la Iglesia católica, J. Lenzenweger-P. Stockmeier-
K. Amon- R. Zinnhobler (dir.), Herder, reimp., Barcelona 1997, 604-606; MARTINA, Giacomo,
Historia de la Iglesia de Lutero hasta nuestros días, II: Época del absolutismo, (tit. orig. La Chiesa
nell´età dell´assolutismo, del liberalismo, del totalitarismo da Lutero fino ai nostri giorni,),
Cristiandad, Madrid 1974, 315-316; MEZZADRI, Luigi, Storia de la chiesa tra medioevo ed epoca
moderna, II: Rinnovamenti, separazioni, misión. Il Concilio di Trento (1492-1563), CLV-Edizioni,
Roma 2001, 288-322; Nueva Historia de la Iglesia, dir. L.J. Rogier – R. Aubert – M.D. Knowles,
IV: Iglesia, Reforma y contrarreforma, Cristiandad, Madrid 1966, 295-297; Storia del cristianesimo.
Religione-Politica-Cultura (tit. orig. Histoire du cristianisme des origines à nos jours), dir. J. M. Mayeur –
Charles e Luce Pietri – A. Vauchez – M. Venard, v. VIII : Il tempo delle confessioni (1530-1620/30)
Borla/Città Nuova, Roma 2001, 738-768.
5. El Japón
Japón comprende un conjunto de islas
mayores como Honshu, Kyushu, Shikoku
y Hokkaido y menores.
A la llegada de los primeros misioneros
se encontró una sociedad fuertemente
estructurada piramidal y casi teocrática.
Los soberanos estaban circundados de
veneración y respeto como en otras
civilizaciones orientales. Estos tenían
derecho de vida y muerte, podían confiscar
terrenos, quemar casas, devastar templos.
Este territorio estaba dividido en 66
señorías que los occidentales llamaron
«reinos», gobernados por señores feudales,
o daymyô, kokusho o kanishu («señor»). El
emperador (Tenno) que residía en Kyoto,
tenía un poder simbólico y el shōgun
(dictador militar), que pertenecía a la familia Ashikaga, era un cargo privado de
significado después de la crisis de la guerra Onin a causa de la guerra entre el shōgun
Yoshimasa y su hermano Yoshimini (1467-1477). En este periodo de guerras, que había
transformado el Japón en una tierra de guerras y había destruido la capital, Kyoto, y hecho
que los señores feudales o daimyô, se refugiaron en sus posesiones, abriendo una fase de
anarquía y de guerras continuas entre ellos.
Los daimyô explotaban directamente parte de sus posesiones, dando el sobrante a sus
familiares; todos estos pertenecían a la aristocracia. Esta rentaban tierras a los samurai que
a se vez hacían trabajar a los hyakusho. Sobre el escalón más bajo de la sociedad estaban
los paria y debajo de éstos los hinin («no personas») que eran mendicantes, y los esclavos.
Las clases altas tenían el derecho de portar la espada y el puñal, mientras que las mujeres
nobles escondían una daga bajo el kimono.
De hecho el poder en Japón era una especie de teocracia, porque se reconocía a los
soberanos un poder divino.
La situación era complicada por el hecho de que todos esperaban en la paz y en un poder
central fuerte, que podía ser obtenido sólo gracias a un mandato del emperador; para
47
obtenerlo era necesario ir a Kyoto, viaje que muchos consideraban peligroso, pues era
posible que algún usurpador, quizá de la misma familia, se posesionara del feudo.
La empresa fue intentada por Imagawa Yoshimoto, señor de Suruga, de Totomi y de
Mikawa, que invadió la provincia de Owari, pero fue vencido por Oda Nobunaga (1534-
82), un vasallo de esta misma provincia, quien venció y se alió con otros señores.
Entre tanto en Kyoto una conjura de palacio había llevado al asesinato del shōgun, por
traición de dos de sus ministros, a favor de Ashinkaga Yoshihide. El emperador Ogimachi
no lo reconoció; el hermano de difunto shōgun, Yoshiaki, recurrió a Nobunaga, quien
venció al usurpador y entró a Kyoto, dando posesión a Yoshiaki.
Ahora el hombre fuerte de Japón era él. Como signo de su poder construyó sobre el
monte que domina Azuchi, un poderoso castillo, al pie del cual después se construyeron
una Iglesia y un seminario.
Yoshiaki quiso rebelarse pero fue vencido junto con sus aliados en una batalla el 30 de
julio de 1570 por Nobunaga. Un nuevo complot fue organizado por Takeda Shingen, pero
no tuvo éxito. Nobunaga depuso al shōgun, cargo que permaneció vacante hasta 1603.
Nobunaga se volvió contra la familia Mori, que dominaba la península de Chugoku, pero
ésta fue ayudada por otros señores y Nobunaga se quitó la vida antes de ser vencido.
A Nobunaga le sucedió Hideyoshi (1585-1598). Después de un bienio de guerras (1582-
84) consolidó su poder gracias a la alianza con Ieyasu. El nuevo jefe del Japón pacificó el
país, construyó el castillo de Osaka.
Sucesivamente Hideyoshi se dedicó a conquistar Corea, primer acto de la expedición
que lo llevó hasta China. Los japoneses desembarcados en 1592 en Pusan, en un primer
momento prevalecieron, pero cuando entraron en el país las fuerzas armadas chinas, fueron
obligados a una estrepitosa retirada.
Muerto Hideyoshi, el hombre fuerte de Japón fue Ieyasu Tokugawa (1598-1616); se
dedicó a reforzar la potencia japonesa. Asumió para su familia el título de shōgun. Pidió al
gobernador de Manila el envío de ingenieros navales para la construcción de una flota
potente.
Entre tanto habían hecho su aparición sobre los mares de Oriente, los holandeses, a
quienes había cerrado el puerto de Lisboa En 1600 llegó a Japón William Adams (1564-
1620), piloto de una nave holandesa, quien favoreció la llegada de más holandeses, quienes
aseguraron el acceso comercial, aún cuando el cristianismo fue proscrito (decreto de Ieyasu
de 1614).
A la muerte de Ieyasu le sucedió Hidetada (1616-1623), quien continuó la política de
persecución, prohibiendo a los japoneses dejar las islas y establecer contactos con los
cristianos. Iemitsu (1623-1651) interrumpió toda relación de Japón con el exterior. La única
excepción fueron los holandeses, quienes eran confinados a una isla de Deshima. Fue feroz
contra los cristianos. Con él concluyó la misión y comenzó la epopeya de los «cristianos
escondidos».
La evangelización de Japón inició por mérito de San Francisco Javier, quien entró en
contacto con este nuevo mundo, el mítico Chipango o Jampon, a través de un pirata, Yajirō,
que, bautizado, se llamó Paulo de Santa Fe. Si se reflexiona sobre su método misionero, se
cae en la cuenta que no tenía ninguna preparación de fondo para entender el hinduismo, el
budismo y, en general, la cultura oriental. Sin embargo, fue gracias al Japón que modificó
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sus criterios de juicio. Desembarcó de una nave china en Kagoshima el 15 de agosto de
1549 con Cosme de Torres y el hermano Juan Fernández y Paulo de Santa Fe.
En un primer momento pensó que era suficiente un anuncio tradicional. Encontró un
mundo evolucionado, gente que no aceptaba pasivamente las palabras del misionero sino
que hacía preguntas, que expresaba dudas. Las personas que encontró eran muy distintas a
las que había conocido en India o Goa. Concibió el budismo como una especie de
cristianismo simplificado. A Yajiro, su intérprete, confió la traducción del mensaje
cristiano, pero pronto se dio cuenta que no era fácil traducir los términos religiosos
fundamentales a la nueva lengua. Por ejemplo, la traducción del nombre de Dios con
Dainichi resultó equivoca porque designaba una fuerza primordial y no el Dios personal de
la revelación cristiana. Prefirió entonces el término portugués Deos, ciertamente más
correcto, pero más difícil para los oyentes, quienes podían pensar en una divinidad
forastera.
En esta primera fase convirtió a algunos, pero lo hizo más por la fuerza de su
personalidad que por lo correcto de su mensaje. Ante serias dificultades, Francisco eligió el
pequeño puerto de Hirado como base de su trabajo evangelizador y se comenzó así a
establecer una estrecha conexión entre la presencia de los misioneros y la de las naves
portugueses.
Buscó llegar a Kyoto para convertir al Tenno y los ambientes religiosos más influyentes.
El emperador Go-Nara, era de una presencia más que simbólica, mientras que los monjes
de Hiei-zan no lo recibieron,
De regreso de Meaco, tenía la convicción que era necesario tener el apoyo de los damyó,
utilizando el arma de las relaciones con los mercaderes portugueses. Se dio cuenta además
que el modo como se presentaban los misioneros: pobres, con actitud humilde, no lograba
impresionar en Japón, La pobreza era considerada un no valor. Entendió que el misionero
debía ser un hombre inteligente, culto, en grado de hacerse respetar, educado, observante de
las normas de cortesía.
Por todo esto se transfirió a Yamaguchi, se vistió de seda, tomó una casa, se hizo
acompañar de mercaderes elegantes, ofreció al daimyô local regalos curiosos y
significativos y obtuvo el permiso de predicar la nueva fe.
En Yamaguchi se manifestaron los factores característicos de la misión en Japón:
importancia del apoyo de la autoridad, ligámenes con los portugueses, hostilidad de los
bonzos.
Francisco Javier no llegó a aprender nunca el japonés. En su apostolado bautizó cerca de
700 personas, algunas veces de manera apresurada. La mayor parte de estos neófitos, por lo
demás, provenían de estratos sociales inferiores.
Invitado por el joven Otomo Yoshishige, daimyô de Bungo, se transfirió a Funai (hoy
Oita), donde permaneció poco tiempo. Tenía un carácter apasionado, emotivo, colérico; sus
exigencias eran radicales, aunque se mostraba varias veces lleno de ternura.
Desde el punto de vista del método misionero se había abierto camino en él la
convicción que no bastaba mandar en misión sujetos dóciles, píos, celosos, pero cerrados o
de mentalidad estrecha. También había reflexionado sobre cuanto le habían dicho los
doctos japoneses, sobre que la cultura de este país derivaba de la china. Comprendió que
China podía ser la clave de todos los problemas. Regresó, por lo tanto, a Goa para después
nuevamente irse a Oriente. En Moluca el gobernador no quería dejarlo proseguir, pero en
compañía de Antonio, un chino convertido, llegó a las puertas de Cantón. Pretendía unirse a
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la embajada del rey del Siam y entrar en el Imperio Celeste, pero se enfermó de fiebre y
murió en la isla de Sanchnan a los 46 años.
Para un correcto juicio histórico sobre su figura, es importante liberarla de las
incrustaciones milagrosas. Dos fueron las principales características de su método
misionero: la desconfianza en los colonizadores y la intuición que un tipo de presentación
pobre, sin cultura, fuera sólo un medio y no un fin. Para tener éxito era necesario convertir
no al emperador sino a los soberanos feudales y para esto eran necesarios misioneros de
clase.
En 1552 en ayuda de los primeros misioneros que había quedado, llegaron el P. Baltasar
Gago y dos hermanos, Pedro de Alcáçova y Duarte da Silva. La misión de los jesuitas
comenzaba a organizarse.
Cosme de Torres fue un misionero muy austero e inteligente; tenía un verdadero don de
mando. En 1556 intentó evangelizar Corea. No aprendió nunca bien el japonés, como hizo
el hermano Fernández, intérprete de Francisco Javier y Torres. Compuso la primera
gramática y vocabulario japoneses.
Después de un decenio de la apertura de la misión, la cristiandad no lograba progresar.
Los responsables entendieron que era necesario llegar a Kyoto y convertir a los daimyô. El
encargo fue confiado al P. Gaspar Vilela (1525-1572), quien partió hacia la capital.
Hablaba muy bien el japonés, y como primera cosa decidió vestirse de bonzo, rasurándose
la cabeza, cortándose la barba y vistiendo el kimono. No logró quitar el muro de
desconfianzas de los bonzos. Por tres años no celebró la misa pero obró en profundidad.
Cuando en 1563 logró convertir dos jueces que los escoltaron en su entrada a Kyoto, la
opinión pública quedó impresionada. En 1565 fue admitido a la audiencia de inicios de año
del shōgun.
En estos años se registraron las primeras conversiones de los daimyô. Así, puertos como
Yokeseura, Fukuda y Nagasaki llegaron a cristianizarse.
Torres tuvo el fin de muchos misioneros: debió retirarse porque envejeció precozmente.
Entonces llegó Francisco Cabral (1528-1609). Provenía de una noble familia portuguesa. El
juicio que hace de él Valignano incluye la bondad del religioso y la dificultad de
adaptación. De hecho no aprendió la lengua, juzgaba todo con mentalidad europea y estaba
inclinado a buscar relacionarse más con los daimyô que con la gente humilde. Si era
favorable al clero indígena, lo veía en una posición subordinada al europeo. Consideraba
los atuendos de seda contra la pobreza y era hostil a la promoción de catequistas al
sacerdocio.
51
5.6 Catequesis
La Santa Sede invitó en 1566 al jesuita André de Oviedo, patriarca de Etiopía, a pasar a
Japón, pero éste no partió. En 1576 se erigió la diócesis de Macao con jurisdicción sobre
China y Japón.
En 1583 Valignano expuso cinco razones contrarias al nombramiento de un obispo para
Japón: la situación de varios reinos hacía difícil reunir a los cristianos en una sola
jurisdicción; se arriesgaba el carácter reservado de las conversiones; los misioneros no
podían alejarse de los clérigos o sacerdotes para acompañarlo; si el obispo fuera tratado con
sencillez, no sería considerado, pero al mismo tiempo la pobreza de la misión lo impedía.
Finalmente, en 1587 fue erigida la diócesis de Funai (hoy Oita), capital del reino de
Bungo, y fue elegido como obispo el jesuita Sebastián de Morais, quien murió durante el
viaje. En 1592 fue nombrado su sucesor, Pedro Martins que llegó a Nagasaki en 1596.
5.8 Ordenaciones
Uno de los problemas más delicados que se encontró el nuevo obispo fue el de la
promoción de los nativos a las órdenes sagradas. Muchos jóvenes habían dado buena
prueba de sí en la Compañía, aunque había problemas para el aprendizaje del latín, por la
inseguridad del país. El seminario de Azuchi fue destruido en 1582; los seminaristas
cambiaron de residencia y se unieron después al de Arima; el noviciado tuvo que ser
cambiado de lugar varias veces. Se sabe, sin embargo, que los seminaristas eran 70 en 1587
y 100 en 1594.
Los jesuitas en la consulta de 1580-81 habían hecho ver tres dificultades para la
promoción de un clero diocesano: los japoneses eran neófitos y gozaban de mucha libertad;
es necesario un obispo que los ordene; en caso de conflicto estarán más de parte del poder
de los daimyô que de la Iglesia. No obstante, en 25 años hubo 41 sacerdotes japoneses, 17
de los cuales fueron mártires.
52
5.9 Los Dojuku
Hasta 1593 los jesuitas fueron los únicos misioneros presentes en el archipiélago. En
1580 los misioneros habían discutido si fuera el caso permitir a otras órdenes llegar a
Japón. El problema no era simple. Se temía que franciscanos, agustinos y dominicos no
respetaran la estrategia de adaptación y quisieran iniciar un anuncio basados en la tabula
rasa, es decir, en el rechazo de los valores nativos de la civilización japonesa.
Gregorio XIII en un breve del 1585 (Ex pastorali officio) reservó el Japón a los jesuitas,
inaugurando así el método de la parcialización de los territorios de misión a las diversas
congregaciones u órdenes. Cuando el breve se conoció en Manila, muchos frailes
protestaron y obtuvieron de Sixto V, el año siguiente, otro breve que declaraba los frailes
debidamente enviados por sus superiores podían erigir nuevas casas o conventos en
cualquier parte, en vista a la conversión de los infieles.
Cuando se supo del edicto de proscripción de Hideyoshi, los franciscanos pidieron a
Felipe II poder mandar algunos frailes en ayuda de los cristianos del Japón. Así, partieron
cuatro, guiados por el P. Pedro Bautista, no como misioneros sino como embajadores. Sin
embargo, una vez instalados en Japón se comportaron como misioneros, rechazaron las
usanzas japonesas, construyeron una Iglesia en Kyoto, dos hospitales y abrieron otras dos
residencias en Nagasaki y Osaka. Su método misionero se inspiró en el modelo
latinoamericano.
53
5.12 Ieyasu
6. China
Los portugueses obtuvieron el puerto
de Macao en 1557, con un pago de
tributo anual, en recompensa por su
participación en la lucha contra los
piratas. Era el primer territorio del
Imperio Celeste que se convirtó al
cristianismo. Aquí se actuó una
experiencia de evangelización casi
radical. Fueron edificados iglesias,
conventos, colegios, un hospital, una
casa de catecúmenos y una imprenta.
Los cristianos que se convertían al
cristianismo tomaban un nombre
portugués y adoptaban usos y costumbres occidentales. Sin embargo, esta ciudad a los ojos
de los chinos no gozaba de buena fama, pues era considerada una ciudad perdida, sin
religión y sin costumbres tradicionales. Los misioneros sabían que no podían señalar a
Macao como un modelo ideal. Sin embargo, era un útil punto de partida para China.
El ingreso a China estaba prohibido a los occidentales, por lo que muchos misioneros
trataron de eludir, con diversas estratagemas, el bloqueo decretado por las autoridades
chinas.
55
La Compañía de Jesús estaba interesada por abrir misiones en el Imperio Celeste, pero
según el método experimentado en otros lugares, se decidió pedir a los misioneros como
primera cosa estudiar la lengua escrita, docta, llamada mandarina, porque era usada por loe
letrados, respetar las usanzas chinas y de buscar llegar hasta la corte de Pekín, convencidos
que sin aprobación soberana toda predicación sería siempre precaria. Fue Alejandro
Valignano, también en este sector, que reflejó gran apertura. Vistos los infructuosos
intentos de penetrar en China, en 1578 encargó al P. Michele Ruggieri comenzar el estudio
de la lengua; después, en 1582 le dio como compañero a Mateo Ricci.
1) El problema del clero indígena. Ricci había pensado promover al presbiterado a los
hermanos chinos que habían contestado bien sus expectativas. Ya en Japón habían sido
ordenados presbíteros japoneses y no había motivo para no hacerlo en China.
La cuestión era que las dificultades provenían de Roma o de China misma. El general
Acquaviva juzgó inoportuno la admisión de estos nuevos cristianos al presbiterado.
Pero todas estas eran dificultades que podían ser superadas. Las mayores eran las
chinas. ¿Cómo se podían educar a los jóvenes en un contexto como el chino, en el cual los
matrimonios eran negociados cuando los interesados eran aún niños? Además, el programa
educativo chino, cuidadosamente planificado, no tomaba en cuenta el latín. Se podía hacer
estudiar a los chinos en Macao, pero la ciudad estaba desprestigiada. Además, los chinos no
comprendían la necesidad de aprender una lengua tan lejana. Se podía objetar a esta
dificultad ideando un plan de estudios basado sobre el chino literario, en vista de una
teología y liturgia chinas. Pablo V tomó en cuenta estas exigencias en la bula Romanae
Sedis (27 de junio de 1615) en la cual se acordaba dos cosas: la traducción de chino de la
Biblia y de la liturgia (misal, breviario, sacramentario). Sin embargo, la bula quedó en letra
57
muerta. No hubo un movimiento favorable a la promoción del clero indígena.
2) El problema del lenguaje religioso. En Japón la reacción occidentalizante impidió la
creación de una lengua teológica japonés. Mateo Ricci, en sus primeros escritos en la
traducción del Decálogo, Padre nuestro, Ave María y Credo de 1583 y luego en el
catecismo de 1584 había usado el termino Tianzhu («Señor del Cielo»), en el Sólido tratado
sobre Dios explorando los textos de Confucio, había recurrido a expresiones como Tian
(Cielo), Shang di («Señor de lo alto»). Retenía, en efecto, que la idea expresada en estos
términos fuera cercana a aquella cristiana de Ser Supremo, único, omnipotente,
omnisciente, principio y fin de las cosas y remunerador.El P. Nicolás Longobardo, superior
de los jesuitas en China, y también el provincial en Japón, el P. Pasio, desaprobaban tal
elección. Era evidente que se eran dos líneas pastorales y misioneras diferentes: la primera
en la corte y con los intelectuales, la otra en las provincias; la primera, progresiva,
respetuosa de la cultura y ceremonias chinas, mientras la segunda, actuada en ámbito
popular, más rápida y haciendo tabula rasa de todo.Longobardo, después de una madura
reflexión aprobó las líneas riccianas. Se intuía, sin embargo, que se estaba preparando un
conflicto cargado de significados y consecuencias.
3) La primera reacción anticristiana. Las noticias de la Iglesia china crearon un enorme
entusiasmo al interior de la Compañía. Muchos eran los aspirantes a las Indias. En China el
progreso del cristianismo no pasó inobservado. El favor obtenido en la Corte había
generado envidia, el éxito entre el pueblo, irritación. A nível docto se criticó la teoría del
Señor del Cielo. En las provincias las acusaciones contra los misioneros era que no
respetaban los ritos, celebraban cultos misteriosos y mágicos y usurpaban las prerrogativas
imperiales. Hubo un proceso en Nankino (1616) y alguna expulsión. Los jesuitas
obtuvieron un éxito consistente cuando sus astrónomos previeron un eclipse de sol que los
astrónomos chinos no habían sabido calcular, por lo que fue confiado a los misioneros
modificar el calendario.
A la muerte de Ricci los cristianos en China eran cerca de 2, 500, de los cuales 200 en
Pekín, pertenecientes en gran medida a las clases cultas. El aumento fue gradual. A fines
del siglo XVII eran ya 200,000 divididos en tres diócesis: Macao, Nankino y Pekín.
Al llegar las órdenes mendicantes, en 1631 los dominicos desde Manila, y en 1633 los
franciscanos, más partidarios del método de la tabula rasa, denunciaron ante la autoridad
competente las prácticas de los jesuitas como concesiones al paganismo. Desde los
obispados de Macao y Manila las quejas llegaron a Roma, al Santo Oficio, y en Europa se
abrió la disputa teológica. Las denuncias presentadas tocaban dos aspectos, en primer lugar
las cuestiones pastorales, como no exigir el cumplimiento de las leyes eclesiásticas bajo
pena de pecado mortal, las formas de administrar los sacramentos o el silenciar la
crucifixión en la exposición de la fe. Pero, con el tiempo, la controversia se centró en el
segundo de los aspectos, la cuestión de los ritos, que era un problema práctico.
En Roma, defensores e impugnadores de los ritos chinos se contradijeron: Inocencio X
los condenó, Alejandro VII los autorizó. Incluso existía ya el precedente de la aceptación
otorgada por Gregorio XV en 1623 al método misionero del Padre Nobili. Dicha
autorización se vio ensombrecida por otra decisión romana de condena de los «ritos
malabares»
La disputa no se agotó allí, sino que perduría largo tiempo vinculada a la creciente
oposición a la Compañía de Jesús encabezada por los jansenistas e ilustrados. En este
contexto hay que situar la condena que en 1700 pronunció la Facultad de teología de la
Sorbona sobre los «ritos chinos», a los que consideró claramente supersticiosos. Lo mismo
58
hará el Santo Oficio en 1704 mediante un decreto aprobado por Clemente XI, que él mismo
ratificará en 1715 por la bula Ex illa die. Benedicto XIV dio por concluida la controversia
con la ratificación de las decisiones de su predecesor, condenando los ritos chinos en 1742
y los malabares en 1744. Sólo en 1939 se cerró el episodio, con el reconocimiento de
Propaganda Fide que, basándose en la evolución de la historia, sostuvo que las prácticas de
los jesuitas del siglo XVII eran lícitas y perfectamente compatibles con la fe cristiana.
7.1 La fundación
Hasta inicios del siglo XVII las misiones ad gentes habían sido confiadas a las órdenes
religiosas, en el cuadro del sistema de Patronato. Las potencias colonizadoras proveían en
la organización del territorio (nombramiento de obispos, delimitación de los territorios,
elección de los cargos, control de las decisiones disciplinares). A la evangelización
proveían las órdenes que frecuentemente lograron realizar iniciativas significativas aún
dentro del ámbito del Patronato (Francisco Javier, Ricci, de Nobili, Valignano, Acosta)
A principios del nuevo siglo la situación había cambiado. Los territorios portugueses en
Asia se habían reducido, a causa de la iniciativa de los holandeses y de los ingleses. El
clima de colaboración entre España y la Santa Sede cambió. Por todo esto la Santa Sede
decidió tomar en sus manos la situación de las misiones.
La idea de un organismo central encargado de la difusión de la fe es muy antigua. La
había ya pensado Raymundo Lullo (1232-1316). Fue retomada en el siglo XVI por Pío V
(1566-1572). El Papa Ghislieri valoraba mucho la propagación del Evangelio. Había
bendecido varios grupos de jesuitas que habían partido en 1566 para la misión, había dado
algunas importantes disposiciones: los católicos debían ser modelo de comportamiento y
los misioneros debían bautizar sólo a aquellos que habrían podido conservar la fe católica.
Al rey de España había escrito que la conversión de los naturales era considerado por él el
fin de la concesión a España de tantas por conquistar. En 1568 manifestó su deseo de enviar
jesuitas n calidad de visitadores apostólicos a las Indias. Propuso la creación de una
59
nunciatura para los dominios coloniales españoles pero Felipe Ii lo rechazó. Por sugerencia
de Francisco de Borgia (1565-1572) y del embajador portugués Manuel de Castro, instituyó
dos comisiones cardenalicias de cuatro cardenales cada una, una para la conversión de los
infieles (cardenales Mula, Crivelli, Sirleto y Carafa) y una para Alemania (cardenales
Granvelle, Commendone, Truschsess, Balbo).
Gregorio XIII retomó el proyecto, instituyendo las comisiones respectivas para Alemania,
los italo-griegos y la India occidental. Clemente VIII retomó el proyecto, instituyendo una
congregación cardenalicia super negotiis Sanctae Fidei et religionis Catholicae, conocida
también como congregación de Propagatione Fidei o de Propaganda Fide.
Ninguna de estas iniciativas tuvo éxito. A este punto intervino un carmelita, Tomás de
Jesús (Díaz Sánchez Dávila, 1564-1627). Era un místico que había propagado al interno de
su Orden la idea de los desiertos y que en su itinerario espiritual había descubierto la
vocación misionera. En él la misión nacía de la oración. Descubrió primero la salus
animarum (1604-1607), después la salus infidelium (1607-1627). Escribió dos importantes
tratados de misionología: Stimulus missionum y De procuranda salute omnium gentium.
Finalidad de la misión es no sólo convertir a los infieles sino a los herejes, cismáticos,
judíos, serracenos y sectas orientales. Escribió, además, otra obra de título significativo:
Quaestio utrum Rex catholicus possit permittere libertatem conscientiae. Amigo del
cardenal Alejandro Ludovisi, lo alentó en la fundación de un organismo para la
evangelización de los pueblos.
Propaganda creyó que era necesario crear un personal misionero formado y un clero
nativo preparado. Recordó, por tanto, a los misioneros que debían evitar mezclarse en
asuntos políticos y ocuparse sólo de la conversión de los pueblos. Los misioneros enviados
debían tener una fe viva, probidad de costumbres, doctrina sólida y distinguirse por la
observancia de escrupulosa de la Regla y el celo de la propagación de la fe.
En 1630 se emanó un decreto que mandaba promover a los nativos a las órdenes
sagradas, previa preparación. Con esta decisión Propaganda se demostró muy valiente. Sólo
el clero nativo habría podido inculturar el cristianismo eficazmente. Los nativos, en efecto,
conocían la lengua, la cultura, las costumbres y no suscitaban sospechas de intereses
políticos o de ventajas personales. La mentalidad corriente, en cambio, tendía a excluirlos,
por considerarlos inhábiles, viciosos, volubles, etc.
61
7.3 Institución de vicarios apostólicos
Entre las tierras del Patronato español y portugués había una sensible diferencia. Las
primeras estaban dotadas de obispos, diócesis y misioneros, mientras que las segundas,
debido a la decadencia portugués, carecían de éstos.
Portugal había perdido, en efecto, Malaca (1641) Ceilán (1656). Los obispados del
Patronato en Oriente estaban frecuentemente vacantes, lejanas. La solución era clara: crear
nuevas diócesis, pero ere necesaria también la colaboración portugués, que se sabía, era
difícil de obtener. El jesuita Alejandro De Rodees, fue a Roma, después de haber hecho una
larga experiencia en Indochina. Él comprendió que no se podía plantar la Iglesia en las
tierras de misión sin la creación de un clero autóctono. Sin embargo, para la ordenación de
catequistas, era necesaria la presencia de un obispo. Para eludir el Patronato portugués,
sugirió que no tuviera un título residencial, sino fuera un vicario apostólico. Fueron
nombrados así los primeros vicarios apostólicos, obispos titulares y no residenciales con
sede in partibus infidelium, nombrados directamente por el papa y dependientes únicamente
de la Congregación de Propaganda Fide y, por lo tanto, de la Santa Sede. Con esta hábil
fórmula, Propaganda no ponía en entre dicho la colonización, en cuan tal, sino sustrayendo
el nombramiento de los obispos al Patronato portugués, realizaba una disociación,
anticipando significativos desarrollos, entre colonización y evangelización.
NOTA BIBLIOGRÁFICA. COMBY, Jean, para leer la historia de la Iglesia, II: Del siglo XV al siglo
XX, Verbo Divino, Estella 1995, 58; HERTLING, Ludwing, Historia de la Iglesia, Herder, Barcelona
1989, 384.408; LABOA, Juan María, Historia de la Iglesia, IV: Época contemporánea, Sapientia
Fidei 27, BAC, Madrid 2002, 175-176; Manual de Historia de la Iglesia, dir. Hubert Jedin, V:
Reforma, Reforma católica y contrarreforma, ed. Herder, Barcelona 1972, 830-835; MEZZADRI,
Luigi, Storia de la chiesa tra medioevo ed epoca moderna, III: Il grande disciplinamento (1563-
1648), CLV-Edizioni, Roma 2001, 347-364; Nueva Historia de la Iglesia, dir. L.J. Rogier – R.
Aubert – M.D. Knowles, IV: Iglesia, Reforma y contrarreforma, Cristiandad, Madrid 1966, 299-
304.
62
II. LA IGLESIA DURANTE EL BARROCO Y EL ABSOLUTISMO
En este contexto, la antigua unidad ideal cristiana y supranacional (el mundo social,
político y religioso) de la Christianitas antigua de Europa Occidental, caracterizada por la
fluidez territorial propia del mundo feudal, se fragmenta inexorablemente en el plano
político, religioso y económico.
Se forman algunas potencias, siempre más autosuficientes que toman como base clara
el concepto de Estado (en su forma monárquica) y progresivamente el de nación- Estado.
Se impone una fuerte fragmentación desde el punto de vista confesional cristiano: los
hechos religiosos se encuentran frecuentemente unidos a cuestiones políticas,
confundiéndose con éstas y a veces dependiendo de ellas.
63
2.1.3 La concepción absolutista del Estado
+ Regium placet o exequatur: es el nihil obstat civil para cada acto eclesiástico:
definiciones dogmáticas, dispensas para predicadores extranjeros, horarios de las
celebraciones, etc.
+ Apellatio ex abusu: derecho de apelo al Estado contra los obispos que deponían
párrocos, o contra los párrocos en las controversias con sus fieles.
+ Ius excludendi: el rey excluye a una persona no grata de un oficio. El caso más
clamoroso fue el veto en los cónclaves por España, Francia y Austria.
+ Amortisatio (bienes eclesiásticos).
Al interior de los Estados el poder se configura y se identifica con el rey, el soberano
absoluto, la monarquía: el soberano firma: «Yo, el Rey».
64
En los Estados surge una organización administrativa ejercida por funcionarios públicos
con una función burocrática, en menoscabo de las costumbres, de las antiguas libertades
comunales.
1
Cf. F. BRAUDEL, Le Mediterrenée et le Monde méditerranée à l´époque de Philippe II, Libraire Arnaud
Colin, Paris 1949.
65
por parte de una clase dominante (como la burguesía calvinista, inglesa u holandesa), con
una uniforme unidad de clase, de sangre, religión, intereses económicos, identificados con
la misma nación, bloqueando todo intento centrífugo. De este modo se podía tener una
fuerza única de frente a los ataques externos.
a) Los cambios
Este proceso de cambios se impone con fuerza después de la abdicación de Carlos V; con
él termina y falla el último plan de un proyecto medieval universalista cristiano en Europa y
triunfan los antiguos planes nacionales (la Francia de Francisco I, la Inglaterra de Enrique
VIII). Quedaban aún los herederos de Carlos V (los Habsburgo) en España y los territorios
germánicos meridionales y Austria, en los territorios italianos sometidos a España, pero
débiles en otros territorios en el norte de Europa (Lotaringia). Venía a menos el plan
unitario.
En Inglaterra surgió una nueva potencia marítima a partir de Isabel I. En Holanda nació la
potencia mercantil bajo la bandera calvinista. Francia se encontraba dividida en lucha
religiosa y política entre los católicos y los hugonotes. Italia se encontraba dividida en
múltiples estados, gran parte bajo España habsbúrgica
Una nueva potencia extranjera, pero con el pié en Europa apegada a su tradición cultural
y religiosa, ponía en peligro el orden europeo: Turquía o el Imperio otomano que había y
dominado el Mediterráneo oriental, incontrastada hasta 1571.
Todo este orden era bastante mutable e incierto a la vigilia de 1648.
Con Maquiavelo creció la moderna ciencia de la política, como teoría del poder
desvinculado de toda regla extrínseca. Dentro de los Estados se va constituyendo en torno
al soberano una nueva aristocracia (vieja o nueva) que al servicio del monarca guía la
colectividad nacional.
La población no es guiada más por una base patrimonial y universal, donde en medida
proporcional al rol estaba, por una parte, el emperador, el rey, la aristocracia, la comunidad
ciudadana, y por otra, el papa, el obispo, el abad, el clero, contribuyen al bien de la res
publica cristiana.
El soberano está libre de toda ley y por lo tanto es absoluto, no es más sujeto a las
instituciones como fuente de derecho y de la legitimación del poder; no es más objeto de
juicio, a una pertenencia universalista de cual el papado era un punto de referencia: la
autorizada y contradictoria referencia durante todo el Medioevo.
Habían surgido los Estados modernos absolutos: el español, inglés, el habssbúrgico en
Austria.
Se creó una legitimación objetiva del poder, de la soberanía.
Una estructura institucional entorno a una decisiva homogeneidad territorial y religiosa,
reconocida por la Dieta de Augusta (1555) para los principados alemanes, ponía el derecho
sujeto al príncipe (al soberano). La obligación de fidelidad medieval había cedido el puesto
a un conjunto de prestaciones que estaban fundadas sobre el derecho imperial antiguo.
Maquiavélicamente la religión, aún en los catoliquísimos reinos no era más que un pretexto
para reforzar el poder de los soberanos absolutos, y esto más allá de la actitud religiosa de
cada personaje.
66
2.1.7 Las nuevas relaciones entre los Estados católicos y la Santa Sede
a) Los acontecimientos
Los principales nudos de la política hasta Westfalia (1648) tienen un dominador común:
la lucha por la supremacía, especificada según los núcleos de la historia europea y la
práctica y la teoría de la nueva concepción del Estado, que lleva a un desencuentro al
interior de éste entre varios grupos y facciones en lucha por el poder, donde también se
mezclan las tensiones entre las varias confesiones religiosas con aspectos específicamente
políticos. También el desencuentro se da con los otros Estados competidores. En efecto,
cada Estado buscaba extender su propio predominio comercial y territorial según las varias
estrategias. Por esto se extiende el dominio colonial español y portugués, después el
holandés y finalmente, en la segunda mitad del siglo XVII, el inglés y en parte el francés.
En Europa se encuentran nuevas ocasiones de conflicto.
67
tiempo) era el poder político: la política aparecía como la única posibilidad de dominar la
vida.
En el Medioevo el Estado estaba subordinado a la finalidad superior de la realización
del derecho. Con la edad moderna la realidad concreta de los Estados habían negado este
principio y la habían sustituido con la concepción absolutista y autónoma del Estado.
Maquiavelo formula una idea de Estado apoyado sobre la autonomía.
La esfera del derecho (ley) se subordina al del Estado (poder). La política, el Estado, no
tiene necesidad de una legitimación superior; es creación puramente humana y a su base
estaba la virtud de los fundadores y reformadores de los Estados.
+ El Mediterráneo: fue un área tensa durante todo el s. XVI. Era aún un paso obligado
del comercio occidental con el Oriente, por lo que mantenía su importancia económica y
política. En siglo XVI la potencia otomana se enfrenta con la española y la francesa; se
asoma Venecia, potencia comercial de histórica importancia en la región. En 1571 con
Lepanto las cosas se habían definido a favor de los españoles. Sin embargo, la potencia
otomana había invadido más allá de Europa meridional oriental a través de los Balcanes
presionando sobre el Imperio ausbúrgico, Hungría y Viena.
+ El mar Báltico. Se enfrentan estados rivales: Polonia, Suecia (reino autónomo de
Dinamarca desde 1523 con la dinastía de los Vasa), Dinamarca (que extendía su poder
sobre estrechos nórdicos, Noruega, Jamtland, Halland); el comercio del ámbar, las pieles y
madrea había hecho surgir grandes intereses económicos.
Al oriente surgía la potencia rusa quería abrirse paso hacia el Báltico; en 1558 Iván
había conquistado Narva, presionó sobre Livonia y Curlandia del orden teutónico y pasada
a Lituania, unida políticamente a Polonia.
En la región del Báltico se enfrentarán los intereses económicos de Dinamarca, de
ingleses y holandeses y después de los suecos y rusos; todos querrán ocupar la región.
Con la paz de Stettino se afirma la libertad de la navegación en el Báltico y se proponía
un cierto equilibrio de estos estados en la región.
- El surgimiento de los Países Bajos (Holanda). La lucha por el poder en Francia. Las
cuestiones territoriales en el seno del Imperio y el aspecto religioso-político de los
conflictos.
La división cristiana producida por el protestantismo tendrá largas y dolorosas
consecuencias en la vida económica y política europea. Se encuentran mezcladas cuestiones
religiosas, económicas, nacionales que llevan a conflictos sangrientos y duraderos de
naturaleza económica, política y religiosa. El desencuentro producirá heridas que tardarán
siglos en sanar. Las nuevas situaciones que se configuraban requerían inventar una concreta
posibilidad de convivencia entre los diversos credos religiosos y las diversas Iglesias aún
dentro del mismo Estado.
a) En Augusta (1555) católicos y luteranos habían encontrado una solución al interior
del imperio germánico, pero habían sido excluidos los calvinistas y otras confesiones
protestantes. b) El calvinismo se proponía en Europa con una fuerte carga organizativa y
una claridad doctrinal propia. Ginebra, en el corazón europeo, se convirtió el centro
irradiador de un gran movimiento intelectual, religioso y económico de hombres, que atraía
a todas las clases sociales: clérigos y religiosos, intelectuales, aristócratas, soberanos,
comerciantes, artesanos y campesinos.
68
Se abría así un conflicto capilar con el catolicismo en fase de renovación con la reforma
católica antes de Trento y la misma reforma llevada adelante con energía después de
Trento. Además, el catolicismo llamaba a todos a reunirse contra el peligro turco por una
parte y por otra a la conquista de territorios y sectores perdidos o pasados al protestantismo.
Las potencias católicas, mientras por un lado apoyaban al papado en la obra de la
recatolización de los territorios perdidos, y por otra no querían que tal obra beneficiara a
una potencia (España o el Imperio) o de una dinastía (Habsburgo).
En este cuadro se formaban y deshacían múltiples combinaciones de partidos y de
tácticas que abrían involucrado Europa hasta Westfalia y aún después.
Sólo lentamente y aprecio de guerras interminables, de ruinas, sangre, destrucción y
conflictos profundos, con las consecuencias de rupturas psicológicas, culturales y sociales
habría nacido un complejo modo de ser de los europeos aún en el plano político. Todo el
siglo XVII está dominado por esta profunda transformación que se hará más profunda aún
durante el XVIII.
Como consecuencia, la política de equilibrio que dominará esta época será la nota
dominante hasta nuestros tiempos. Por lo que los territorios de frontera entre los diversos
movimientos de naturaleza política, cultural y religiosa fueron lugar permanente de
desencuentro.
NOTA BIBLIOGRÁFICA. BIHLMEYER, Karl – TUECHLE, Hermann, Storia de la chiesa, (tit. orig.
Kirchegeschichte) Morcelliana, v. III, Brescia, 1959, 373-382; Historia de la Iglesia católica (tit.
orig. Geschichte der katholischen Kirche), dir. J. Lenzenweger- P. Stockmeier- K. Amon- R.
Zinnhobler, Herder, Barcelona 1989, reimp.1997, 478-480; LABOA, Juan María, La Iglesia del siglo
XIX. Entre la Restauración y la Revolución, Universidad Pontificia de Comillas, Madrid 1994.,
259-265; HERTLING, Ludwing, Historia de la Iglesia, Herder, Barcelona 1989, 361-375; Manual de
Historia de la Iglesia, dir. Hubert Jedin, V: Reforma, Reforma católica y contrarreforma, ed.
Herder, Barcelona 1972, 845-856; MEZZADRI, Luigi, Storia de la chiesa tra medioevo ed epoca
moderna, III, CLV-Edizioni, Roma 2001, 207-226; VIZUETE MENDOZA, Carlos, La Iglesia en la
Edad Moderna, Editorial Síntesis, Madrid 2000, 223-224
El 24 de octubre de 1648 se
firmaron en las ciudades
wesfalianas de Münster y
Osnabrük, para no aparecer como
aliados Suecia y el rey
cristianísimo, los tratados que
marcaron el final de la Guerra de
los Treinta Años, en la que se
habían dirimido,
fundamentalmente, tres
cuestiones en apariencia
inconexas, pero enlazadas entre sí
por el curso de los
acontecimientos y por el fondo
ideológico que las envuelve:
69
1) La disputa religiosa en el seno del Imperio entre católicos y protestantes, asociada a
la pugna política entre el emperador, fiel a la causa católica, y los príncipes y nobles,
partidarios de la reforma.
2) Los intentos de Dinamarca y sobre todo de Suecia de controlar el Báltico y, a través
de él, todo el mundo germánico.
3) La disputa entre Francia y España, con siglo y medio de antigüedad por la hegemonía
europea.
Junto a estos enfrentamientos parciales, luchan, a veces sin advertirlo claramente, los
protagonistas, dos principios fundamentales: el tradicional católico, que defiende la idea de
un orden europeo, basado en una cosmovisión cristiana, que debe anteponerse a los
intereses nacionales en particular; y el racionalista, defendido por los protestantes y
Francia, que pretende el reconocimiento oficial de la diversidad religiosa, ideológica y
nacional de Europa, dando a cada soberanía una independencia total respecto de las otras y
negando toda sumisión a principios superiores.
La cuestión religiosa no recibió, en realidad, ninguna solución nueva y los acuerdos en
este punto dejaron a todos insatisfechos: la división confesional de Alemania quedó
consagrada definitivamente, lo mismo que la política. En los aspectos religiosos los tratados
se atuvieron fundamentalmente a la legislación de Augsburgo de 1555, sin embargo, de
acuerdo con el derecho imperial, la confesión calvinista vio reconocidos los mismos
derechos que la católica y la luterana. Se volvía a las antiguas fórmulas del ius reformando
y el cuius regio, eius et religio, pero los súbditos no tenían que seguir obligatoriamente a
sus príncipes territoriales si éstos cambiaban de confesión y se permite el culto doméstico a
los grupos disidentes.
A la unidad religiosa medieval, sucedió, pues, el pluralismo confesional, a la
imposición de un determinado culto por parte de la autoridad, un derecho, todavía limitado,
de practicar una religión diferente de la oficial; y la estrecha colaboración entre el poder
civil y el religioso, el reconocimiento teórico de la subordinación de la política a la moral, y
el influjo ejercido desde la cabeza de la Iglesia en las controversias políticas, eran
sustituidos, gradual pero inevitablemente, por la secularización de la vida política.
Por eso la protesta del papa Inocencio X con la bula Zelus domus Dei, del 26 de
noviembre de 1648, no contra la paz, sino contra las determinaciones de ésta en materia de
política religiosa, no obtuvo ningún resultado; ni cuando Inocencio XI renovó la queja tras
la paz de Nimega, en 1679, que ratificaba los acuerdos de Westfalia. En realidad, los
pronunciamientos de los papas no producían ya ningún efecto en la política europea que
había desarrollado una dinámica propia y ya no se orientaba por la imagen medieval de la
única cristiandad sostenida por el emperador y el papa, sino que recorría caminos nuevos.
Una de las consecuencias de los tratados de Westfalia fue la delimitación territorial de
las distintas confesiones. Las condiciones existentes al final del siglo XVII, en muchos
casos, se mantienen sustancialmente hasta mediados del siglo XX. La Iglesia católica
predominaba en el área latina, así como en Austria, Baviera, Irlanda y los Países Bajos
españoles; las Iglesias protestantes son mayoritarias en los países nórdicos y
noroccidentales de Europa, así como en Gran Bretaña y en la Suiza francesa.
La paz de Westfalia significó, a la larga, la victoria definitiva del ockhamismo, al cabo
de trecientos años de lucha. El catolicismo en Europa sufrió un repliegue cualitativo, más
que cuantitativo, ya que el triunfo protestante lo fue más de prestigio y de poder de sus
príncipes que una auténtica difusión de la reforma protestante, lo que parece demostrar el
fondo político de la cuestión. A partir de entonces, las comunidades políticas pasaron a
70
considerarse fundamentalmente como un agregado de individuos sometidos al poder de un
Estado que, situado por encima de las estructuras religiosas, fue calificado de absoluto, es
decir, libre de toda autoridad superior. El Estado se identificaba con el rey2.
Un principio fundamental que inspiró el absolutismo del siglo XVII en la relación entre
religión y Estado fue: debe reinar un perfecto paralelismo entre el orden político-civil-
temporal y el orden espiritual-religioso-sobrenatural. Este principio que informa las
estructuras de la Iglesia, lejos separar las dos esferas, subraya la íntima colaboración entre
las dos sociedades, que derivan del mismo principio y tienden al único fin: el bien del
hombre.
En práctica se atenúa al máximo la diferencia específica entre ambas instituciones, de tal
modo que la sociedad civil asume algunos rasgos propios de la sociedad religiosa y la
Iglesia tiende a usar los medios ligados del Estado. Mentalidad totalmente opuesta a lo que
será el liberalismo en siglos XIX y XX, que proclamará la completa separación de las dos
esferas
El Estado absoluto reconoce oficialmente una única religión de Estado que es la única
verdadera. La Iglesia es considerada una sociedad soberana, por lo menos en teoría, porque
en la práctica esta soberanía es muy limitada. Consecuencias: el rey debe defender y
promover la religión; mantiene las estructuras que vuelven más fácil la observancia de los
2
Cfr. Carlos VIZUETE MENDOZA, La Iglesia en la Edad Moderna, Editorial Síntesis, Madrid 2000, 224-226
71
deberes religiosos; prohíbe el proselitismo de los herejes, la enseñanza contra la religión, la
difusión de libros contrarios.
En este contexto los delitos contra la fe no sólo son lesivos del sentimiento religioso,
sino contrarios al patrimonio social, histórico, espiritual del Estado; son un crimen de lesa
majestad y una injuria a Dios. Por esto las leyes conminan gravísimas penas contra los
blasfemos: mutilación de la lengua, multas, azotes; para los sacrílegos, la cadena perpetua y
la muerte. Se puede cuestionar si los soberanos absolutistas estuvieran animados por un
sincero celo religioso o quisieran más bien instrumentalizar la fe. Quizá son reales las dos
cosas. La segunda es más evidente en los soberanos iluministas del siglo XVIII, escépticos
y menos religiosos que sus predecesores.
El Estado se inspira en las leyes de la Iglesia y les reconoce validez en el propio ámbito,
da apoyo secular para imponerlas, hace suya la norma canónica.
Sobre la censura de la imprenta, en los siglos XVI y XVII existe sólo la eclesiástica que
es sancionada por el Estado. En siglo XVIII, sin embargo, el Estado interviene para dar su
placet a los libros no religiosos y a las pastorales de los obispos sobre temas
jurisdiccionales. Esta legislación cristiana limita frecuentemente la libertad de la Iglesia y,
más que formar la conciencia, busca salvar las estructuras.
La Iglesia goza de muchas excepciones del derecho común a cerca de los bienes, los
lugares y las personas sagradas: los bienes eclesiásticos están exentos de impuestos;
inmunidades locales o derecho de asilo de la Iglesia; inmunidades personales como la
exención del servicio militar para los clérigos y de la justicia de los tribunales civiles.
No eran sólo cuestiones prácticas sino problemas; el Estado moderno no podía admitir
la autoridad de la Iglesia en materia no religiosa; se desataron pleitos y persecuciones y en
el siglo XVIII el Estado absoluto no reconoce más la autoridad de la Iglesia ni siquiera en
campo religioso, se convierte en un Estado controlador y tiende a transformar la Iglesia en
un organismo estatal, en Iglesia nacional. A su vez, la Iglesia consideró la exención como
esencial a su misión, por lo que elaboró una doctrina de las inmunidades, apelándose al
derecho divino y sosteniendo numerosas luchas jurisdiccionales.
De todo esto surgió la necesidad de estipular concordatos para encontrar un modus
vivendi, aunque permaneció la ambigüedad de fondo y una división profunda entre los
Estados y la Iglesia.
NOTA BIBLIOGRÁFICA. ERBA, Andrea Ma.- Pier Luigi GUIDUCCI, La Chiesa nella storia. Duemila
anni di cristianesimo, Elledici, Torino 2003, 483-486; Historia de la Iglesia católica (tit. orig.
Geschichte der katholischen Kirche), dir. J. Lenzenweger- P. Stockmeier- K. Amon- R. Zinnhobler,
Herder, Barcelona 1989, reimp.1997, 490-494; LABOA, Juan María, Historia de la Iglesia, IV:
Época contemporánea, Sapientia Fidei 27, BAC, Madrid 2002; MARTINA, Giacomo, Historia de la
Iglesia de Lutero hasta nuestros días (tit. orig. Storia della Chiesa da Lutero fino ai nostri giorni, 4
v., Morcellina, Brescia 20012), II, Cristiandad, Madrid 1974, 15-57.
72
5. Una Iglesia controlada por el Estado
El apoyo del Estado a la Iglesia con privilegios e inmunidades fue sólo un aspecto de
las relaciones entre estas dos sociedades durante el ancien régime; un segundo aspecto es el
minucioso y pesado control de casi toda la actividad eclesiástica. Se pueden distinguir dos
fases: la ayuda del Estado prevalece en siglo XVII, mientras que el control del Estado
prevalece en el siglo XVIII. Las teorías que atribuyen al Estado amplias prerrogativas en
materia eclesiástica se pueden compendiar en el jurisdiccionalismo. Tienen su origen en el
Medioevo y su aplicación se difundió en Europa mediante una vasta literatura. En Italia
dominan Paolo Sarpi y Pietro Giannone, cuyas tesis jurisdicionalistas son netamente
anticlericales y antipapales. Sus principios fueron aplicados por José II en Austria y por
Pedro Leopoldo en Toscana.
Uno de los medios para liberar a la Iglesia de las cadenas del Estado fue la formación
de las clases dirigentes mediante los colegios de los jesuitas y de otras Órdenes religiosas;
otro fue la presencia de confesores y consejeros de reyes y las cortes. Un tercer sistema fue
el recurso a los concordatos entre la Iglesia y cada Estado: en siglo XVIII se establecieron
36. La Santa Sede se esforzó por salvar lo salvable, sin lograrlo plenamente.
La Revolución Francesa puso fin al jurisdiccionalismo, aunque se fue al extremo
opuesto, creando una neta separación entre Estado e Iglesia; en lugar de los privilegios fue
proclamada la igualdad de todos los ciudadanos, en lugar de las inmunidades se instauró el
derecho común. Esto, en teoría; en la practica, las cosas fueron diversas. En lugar de la
estrecha alianza entre trono y altar se impuso una separación hostil.
73
5.3 El galicanismo, el josefinismo y el febronianismo
5.3.1 El galicanismo
74
b) La Iglesia y el Estado en la Francia de Luis XIV. Las polémicas entre el Estado y la
Iglesia en la Francia de Luis XIV y sus sucesores
- La teología romana
76
d) La controversia sobre las regalías
Definiciones:
Regalías: derecho de la Corona desde el Medioevo. La regalía
temporal era el derecho de administrar los bienes de algunas
diócesis durante la vacancia de una sede y de colectar sus frutos;
mientras que la regalía espiritual era el derecho de conferir los
beneficios sin cura de almas.
Esta concesión de la Santa Sede, en los siglos XV y XVI fue
concebida por los juristas de la Sorbona como un verdadero y
propio derecho de la monarquía. En 1673 con un decreto Luis XIV
la declaró «derecho real esencial e inalienable», extendiéndola a todo el territorio francés.
La protesta de Inocencio XI contra tales pretensiones, privadas de fundamento, resultó
vana. Tal circunstancia, puso en evidencia cómo en el episcopado y el clero francés, la
obediencia al rey prevaleció sobre la del papa. En efecto, en 1682 la asamblea general de
los eclesiásticos se reunió bajo la presidencia de Bossuet, obispo de Meaux, para proclamar
las «libertades galicanas».
- La declaración de los derechos galicanos de 1682
El discurso de apertura de la asamblea extraordinaria estuvo a cargo de Bossuet, quien
distinguió entre Sede Romana y la persona que la ocupaba; guardó equilibrio entre elogios
y reservas respecto a Roma, reafirmando diligentemente las tradicionales libertades de la
Iglesia de Francia, entre las cuales estaba la absoluta independencia de lo temporal.
En enero de 1682 se dan algunas declaraciones de Luis XIV que replantean las regalías
en modo aceptable por parte de la asamblea del clero, pero provoca dificultades por parte
del Parlamento de París, celoso de los derechos de la corona. Inocencio XI, mal informado
y aconsejado, persiste en su intransigencia y rechaza las últimas decisiones del Rey
En marzo de 1682 la Asamblea del clero aprobó una declaración redactada por Bossuet,
no obstante sus inconformidades, por orden del rey y corregida en sentido más radical con
toda probabilidad por la intervención del arzobispo de Reims, Le Tellier.
Nacen así los Cuatro artículos galicanos, aprobados el 19 de marzo de 1682 que
sostienen la independencia absoluta del soberano en las cuestiones temporales; la
superioridad del concilio sobre el papa según los decretos de Constanza; la infalibilidad del
papa condicionada por el asentimiento del episcopado; la inviolabilidad de las antiguas y
venerables costumbres de la Iglesia galicana.
Juicio. La declaración es la respuesta a la escasa diplomacia de Inocencio XI. Los
cuatro artículos fueron provocados más por la intransigencia romana y las tendencias del
clero que por la política del soberano. En un contexto histórico más amplio puede aparecer
como el último anillo de una larga cadena: los principios galicanos hasta ahora
indeterminados o expuestos en modo variado, asumían una formulación precisa y definitiva
que podía ser interpretada en el sentido amplio y daba amplias posibilidades de
intervención a la monarquía. Luis XIV impuso a todas las escuelas teológicas la enseñanza
de los cuatro artículos.
El Breve de Inocencio XI, Paternae Charitati, del 11 abril de 1682, publicado antes que
se conociera el contenido de los cuatro artículos, muestra amargura por la debilidad de los
obispos franceses; refuta sus argumentos; declara nulas todas las deposiciones sobre las
regalías; no intervino sobre los 4 artículos directamente, pero negó la institución canónica a
los candidatos al episcopado que habían tomado parte en las reuniones del 1681-82.
77
Luis XIV no pidió las bulas de institución canónica de los otros candidatos hasta que
los anteriores no hubiesen tenido las suyas. El resultado fue que a la muerte de Inocencio
XI el número de la sedes en esta condición eran unas cuarenta.
Hubo un intento de Luis XIV de imponer en la sede de Colonia un fiel suyo como
candidato; el papa le opuso otro candidato suyo, aunque apenas de 17 años.
Se dio, además, la negación de la abrogación del derecho de asilo solicitado por el
orden público en Roma por parte del embajador francés que pretendía constituir la
embajada en un lugar de refugio.
Inocencio XI hizo saber también al rey y a sus ministros que habían caído bajo las
censuras eclesiásticas. Luis XIV, en represalia, hizo ocupar, como en tiempos de Alejandro
VII, Avignon y el Venossino y apeló al concilio.
Sobrevino, entretanto, la muerte de Inocencio XI, que como Gregorio VII moría sin
recoger los frutos de la lucha.
Alejandro VIII condenó en 1690 el galicanismo doctrinal que, a continuación, fue
prácticamente abandonado. Sin embargo, la actitud galicana se conservó en Francia todavía
muchos años y ejerció su influjo en varias naciones europeas. El galicanismo debilitó la
posición del papado que pagará duramente la concesión de privilegios a los soberanos
absolutistas. En el deseo de desvincularse de Roma, se instauró un estrecho ligamen entre
Iglesia francesa y Estado absoluto, determinando toda una situación que debía revelarse en
toda su precariedad cuando, en el siglo siguiente, la Revolución abatió el ancien régime.
En estos acontecimientos, además, se evidencian las características típicas de la época:
la contraposición entre centralismo pontificio y las tendencias autonomistas del episcopado;
el contraste entre Roma y el absolutismo de los gobiernos, que tienden a someter a la
Iglesia de sus Estados a la propia jurisdicción. Estas dos tendencias estarán presentes en la
vida de la catolicidad por dos siglos, frecuentemente relacionadas con las controversias
jansenistas.
5.3.2 El josefinismo
78
- José II (1741-1790)
En España se inauguró una nueva dinastía monárquica al inicio del s. XVIII, con la
firme intención de incorporarse a las corrientes europeas. En esta nación, con sus
peculiaridades específicas, derivadas de su estructura social y, en gran parte de la
persistencia de la Inquisición, que se cernía sobre los reformistas más audaces, muchos de
los políticos en el poder, apoyados por una gran parte la incipiente y minoritaria clase
intelectual, pretenderán poner ciertos límites a la casi omnipotencia de la Iglesia.
Se acentúa así la política regalista, debido ciertamente a la influencia de pensadores
extranjeros pero también al legado que los políticos del s. XVIII recibieron de la tradición
jurídica y monárquica española. La subida al trono español de los Borbones mediante la
guerra civil o Guerra de sucesión (1701-1714), conflicto en el que el papa Clemente XI se
mostró fluctuante en el reconocimiento de los dos aspirantes, el archiduque Carlos de
Austria y Felipe de Borbón, motivo más que suficiente para que las relaciones con la
Corona, obtenida finalmente por los Borbones, pasaran por momentos difíciles que
desembocaron en la ruptura misma.
En un primer momento, la máxima aspiración de los regalistas era la obtención de la
firma de un concordato que pusiera fin a muchos de los excesos que se verificaban por
parte de la Curia romana, una vieja aspiración a la que el papado respondió siempre con
una negativa. Tras la guerra, los acuerdos de 1717 y, después, el fallido concordato de 1737
fueron más que nada simples intentos que no satisfacieron a nadie, ni a ultramontanos ni a
regalistas. Conforme avanzó el siglo, las quejas españolas por el fiscalismo romano fueron
en aumento. Benedicto XIV adoptó finalmente una postura diferente a la de sus antecesores
y el resultado fue la firma de un verdadero concordato en 1753,
con el que se logró uno de los principales sueños regalistas: la
abolición de las reservas pontificias beneficiales y
concediendo el Patronato Real por el que el monarca español se
convertía en patrón de todas las Iglesias de sus territorios.
El Concordato de 1753 demostró a los funcionarios reales
que era posible avanzar en la conquista de la soberanía civil
sobre la Iglesia, faltando sólo la táctica certera; ésta llevará al
nombre sacralizado de «reforma», bandera de todo cambio en
la vida eclesiástica
Un avance bien significativo del regalismo se produjo con
el reinado de Carlos III (1759-1788), en el intento de lograr un
control de la Iglesia española y de disminuir la intervención
romana en la misma. Una nutrida antología de leyes y decretos reales, conservados en la
80
Novísima Recopilación, urgirán reformas de la vida eclesiástica: extroversiones civiles de
los jueces eclesiásticos; disciplina eclesiástica en cuanto a la residencia episcopal; traje talar
eclesiástico; acceso a beneficios por oposición y remedio del vagabundeo clerical;
competencias de la Cámara Real sobre el examen y pase de indultos pontificios; limitación
de las atribuciones del nuncio; atribución a la Real Hacienda de la competencia sobre el
tributo eclesiástico; persecución de los delitos económicos; control de la disciplina regular;
determinación y conclusión en España de los pleitos de súbditos españoles, etc.
Esta política regalista era del todo lógica en una nación en la que la Iglesia era dueña de
al menos el 16.5% de la tierra cultivada y con una gran influencia sobre la masa de los
fieles, una institución que más fuerza detentaba dentro del reino y, por ello, la que más
firmemente podía oponerse a los nuevos rumbos emprendidos por la administración.
Ahora bien, el regalismo no suponía, para muchos de sus detentores, un conflicto
Iglesia-Estado, sino la teoría de que el rey también poseía una autoridad en asuntos
eclesiásticos, emanada de Dios.
A pesar de las disposiciones que desde su política regalista adoptaron los monarcas
borbónicos, como las medidas tomadas para disminuir la cantidad del clero o para frenar la
potestad jurisdicicional de la Iglesia, no se pudo borrar el juicio negativo global de los
ilustrados europeos respecto de España como país oscurantista y fanático.
En definitiva, la Iglesia española del siglo XVII se acomodó al ambito nacional y se
identificó con la Corona. No se sintió en sintonía militante con las posturas oficiales del
papado, al que considera una última instancia en los campos doctrinal y disciplinar. No se
sumó a las esporádicas militancias antirromanas, sin embargo, tampoco se sintió obligada a
oponerse al acoso que los Borbones ejercían sobre ella.
NOTA BIBLIOGRÁFICA. BIHLMEYER, Karl –Hermann TUECHLE, Storia de la chiesa, (tit. orig.
Kirchegeschichte) Morcelliana, IV, Brescia 1959, 42-48; COMBY, Jean, Para leer la historia de la
Iglesia, II: Del siglo XV al siglo XX, Verbo Divino, Estella 1995, 50-51.85; ERBA, Andrea Ma.- Pier
Luigi GUIDUCCI, La Chiesa nella storia. Duemila anni di cristianesimo, Elledici, Torino 2003, 521-
523; 525-526; FRANZEN, August, Breve storia Della chiesa (orig. Kleine Kirchengeschichte), nuova
edizione riveduta e aumentata a cura di Remigius Bäumer, ed. It. Luigi Mezzadri, Queriniana,
Brescia 20029, 312-313; 314-315; GARCÍA ORO, José, Historia de la Iglesia, III: Edad Moderna,
BAC, Madrid 2005; 303-304; 311-326; 334; HERTLING, Ludwig, Historia de la Iglesia, Heder,
Barcelona 198910, 377-378; Historia de la Iglesia católica (tit. orig. Geschichte der katholischen
Kirche), dir. J. Lenzenweger- P. Stockmeier- K. Amon- R. Zinnhobler, Herder, Barcelona 1989,
reimp.1997, 496-501; Historia del cristianismo, III: El Mundo moderno, coord.. Antonio Luis
Cortés Peña, Trotta/Univ. de Granada, Madrid 2006, 643-645; Manual de Historia de la Iglesia, dir.
Hubert Jedin, VI: La Iglesia en tiempo del Absolutismo y de la Ilustración, ed. Herder, Barcelona
1978, 114-139; 641-660; 661-689; MARTINA, Giacomo, Historia de la Iglesia de Lutero hasta
nuestros días, (tit. orig. Storia della Chiesa da Lutero fino ai nostri giorni, 4 v., Morcellina, Brescia
20012.), II, Cristiandad, Madrid 1974, 223-239; VIZUETE MENDOZA, Carlos, La Iglesia en la Edad
Moderna, Editorial Síntesis, Madrid 2000, 238-246; ZAGHENI, Guido, La Edad moderna. Curso de
historia de la Iglesia, IV, San Pablo, Madrid 1997, 312-328.
81
GUERRAS DE RELIGIÓN Y DERRUMBRE DE LA RES PUBLICA CRISTIANA
Paz de Westfalia 1648 De 1618 a 1648 ocurre la Guerra de Treinta años. Francia golpea
nuevamente el imperio de los Habsburgo. El conflicto asume al
inicio un carácter local y religioso (fase bohemia). Después se
extiende progresivamente con la intervención de Suecia (muere en
el campo el rey Gustavo Adolfo) y de España. La guerra perdió su
carácter religioso (la católica Francia se alió con los protestantes
alemanes); fue causa del destrucciones de Alemania (calo notable
de la población) y se concluye con la paz de Westfalia (dos
tratados separados, en Münster y en Osnabrück).
Francia obtiene Alsazia (excluida Estrasburgo) y el reconocimiento
de la posesión de los obispados de Toul, Metz y Verdún. Suecia se
aseguró la Pomerania occidental, Brema, Stettino y el control de
las desembocaduras de los ríos Oder, Elba y Weser.
Baviera y Branderburgo ampliaron sus territorios. Fue reconocida
la independencia de las Provincias Unidas (Holanda) y de Suiza.
Los príncipes alemanes fueron reconocidos independientes de la
autoridad imperial y fue sancionada la libertad de culto.
La paz de Augusta fue confirmada en teoría, pero en práctica fue
reconocido el culto doméstico, privado a los disidentes, y los
calvinistas fueron equiparados a los católicos y a los protestantes.
82
III. LA CONTROVERSIA JANSENISTA
1. Causas
Este movimiento se puede considerar una reacción al laxismo teórico y práctico del
siglo XVII, y por otra parte, como la exasperación de las controversias sobre la gracia»3 .
Desde el punto de vista teológico, pues, el jansenismo es una doctrina de matices
distintos, que juega sobre las distinciones y relaciones sutiles entre la libertad y la gracia,
distinciones que ya en el s. IV enfrentaban a San Agustín, predicador de la gracia y al
monje Pelagio, que sostenía la libertad y la naturaleza.
Ya en el siglo XVI en Lovaina, Miguel Bayo enseñó tesis cercanas a las de Lutero y
Calvino, criticando ásperamente la Escolástica. Sostuvo, en efecto, la corrupción total del
hombre después del pecado original, la pérdida del libre arbitrio, la imposibilidad de resistir
a la gracia. Como consecuencia, el hombre es libre sólo por constricción externa,
internamente, no lo es. Las primeras críticas vinieron de Salamanca, siguieron las de la
Sorbona que condenó las 18 tesis características de la escuela de Bayo. Éste apeló a Roma,
pero la condena fue confirmada y extendida a 76 tesis (bula Ex ómnibus afflictionisbus,
1567), condena repetida en 1569 después de la apología presentada por el autor y reiterada
en 1580 (bula Provisionis nostrae). Bayo se sometió y retractó de sus errores pero sus ideas
serán retomadas por Jansenio.
A fines del mismo siglo, surgió la así llamada disputa De auxiliis, ante el espinoso
problema de la conciliación de libertad humana con la acción de la gracia divina, asunto
que ya había originado fuertes debates en el concilio de Trento y que era uno de los puntos
en que se diferenciaba la teología católica de la protestante. El concilio se limitó a afirmar
que la gracia era necesaria al hombre para realizar obras meritorias en cuanto a la salvación,
sin que esto supusiera negar el concurso, también necesario, de la libertad y, por tanto, la
importancia del obrar humano al respecto. El Tridentino, contra el agustinismo extremo de
3
G. MARTINA, Storia della Chiesa. Da Lutero ai nostri giorni, II: L´età dell´assolutismo, Morcelliana, Roma
20012, 209.
83
Lutero y de Calvino, indicó, pues, un equilibrio entre la gracia divina necesaria a la
salvación y donada en Cristo, y la contribución que debía serle aportada por la voluntad
humana, pero no precisó la modalidad de su concatenación.
En el pensamiento teológico coexistieron una visión pesimista, según la cual el hombre
estaba totalmente corrompido, aún en su libertad, por el pecado original, de tal manera que
sólo podía ser salvado por la pura gracia, y otra corriente, contrapuesta a ésta, más
optimista, más humanista, que confiaba en la integridad de la libertad del hombre (libre
arbitrio), capaz de colaborar activamente en la propia salvación a través de la adquisición
de méritos. Los jesuitas, pertenecían a esta corriente.
Sobre el modo de compaginar gracia y libertad se manifestaron fuertes discrepancias.
Los dominicos, seguían fielmente a santo Tomás, quien a su vez había recogido, algo
atenuado, el predestinacionismo agustiniano, reduciendo, por tanto, aunque sin suprimirlo,
el margen de la acción humana. Contra esta tesis, calificada por algunos sectores como
pesimista, rigurosa y en el fondo no muy distante de la postura calvinista, pues en definitiva
hacía depender la salvación de la gracia eficaz que Dios otorga a quienes elige libremente,
algunos teólogos jesuitas, opusieron otra que tenía más en cuenta los méritos de las obras
humanas, pues defendían que la gracia suficiente otorgada por Dios a todos, se convertía en
eficaz, no en virtud de una lección caprichosa, sino sólo desde el momento en que la
voluntad libre presta su consentimiento. Esta última tesis fue defendida casi
contemporáneamente por Lessius, un flamenco, profesor de Lovaina, y un español, Luis de
Molina, quien dio el nombre a la doctrina, el molinismo, expuesta en su obra publicada en
Lisboa e intitulada De concordia liberi arbitrio cum gratiae donis, divina praescientia,
providentia, praedestinatione et reprobatione.
La reacción de los dominicos, encabezados por Domingo Báñez, catedrático
salmantino, y apoyados por miembros de otras Órdenes, quienes intentaron que la
Inquisición española condenara la obra de Molina; no obstante, los jesuitas, gracias al
prestigio de Francisco Suárez, consiguieron que la cuestión se ventilara en Roma. Allí se
formó una Congregación especial que, en medio de grandes presiones, durante más de diez
años deliberó sin llegar a ningún dictamen definitivo, aunque la situación creada fue causa
de serios problemas aún al interior de la Compañía de Jesús; sin embargo, no hubo jamás
una resolución contraria a los jesuitas.
En la España del s. XVI había nacido, en campo moral, el probabilismo, una teoría
según la cual no se puede imponer una obligación de la cual no conste con certeza la
existencia: se puede actuar aún cuando no se puedan resolver todas las dudas. La teología
moral se independizó y constituyó una rama autónoma de escaso valor doctrinal y muy
orientada a la práctica del confesionario.
El probabilismo calificaba de probable (o aprobable) Una doctrina si estaba apoyada
por dos o tres autores renombrados, aunque el mayor número se inclinase por la contraria.
Muchos teólogos, sobre todo entre los dominicos, pasaron a defender con brío que se debía
seguir siempre la doctrina más probable o más segura (probabiliorismo) si no se quería caer
en el laxismo, pues en muchos probabilistas existía la tendencia a alargar los confines de lo
lícito y a multiplicar la casuística; algunos moralistas, de hecho, se las ingenian para
encontrar una justificación y a legitimar todo, hasta en ciertos casos, el duelo, el aborto, el
homicidio.
84
2. Protagonistas
- Jansenio (1585-1638)
Con semejanzas físicas con Calvino, como él, fue un hombre
inseguro y ambicioso, inteligente, estudioso tenaz, como el
reformador, profesor de Lovaina (se dice que leyó diez veces las obras
de San Agustín). Su obra Augustinus, es fundamental, y se divide en
tres libros: en el primero refuta las teorías pelagianas que exaltan las
facultades naturales del hombre; en el segundo niega la posibilidad del
estado de naturaleza pura; en el tercero afirma que en el estado actual
existe sólo la gracia eficaz, a la cual no se puede resistir. Existe la
predestinación de Dios al infierno o al paraíso; la humanidad es una
massa dannata; Jesús ha muerto exclusivamente por los elegidos, sólo ellos se salvan,
todos los demás se condenan.
85
- Madre Angélica Arnauld (1591-1661)
Fue la hermana de Antoine. A los siete años entró al
monasterio de Port- Royal, cerca de Versalles; a los 11 años tomó
el gobierno de la abadía, después salió por enfermedad y volvió a
entrar sin verdadera vocación. Se «convirtió» y reformó el
monasterio cisterciense con rigidez y austeridad excesivas:
abstinencia perpetua, clausura, oraciones nocturnas. Fue de un gran
ánimo pero intemperante, profundo espíritu de sacrificio pero poca
humildad; un carácter constante pero sin equilibrio y prudencia.
Después de la muerte de San Francisco de Sales, se puso bajo la
dirección de Saint Cyrant, que la empujó a un rigor deshumano. Port Royal se convirtió el
centro del jansenismo y sus monjas aparecieron puras como ángeles y soberbias como
demonios; no osaban comulgar porque retenían el Santísimo Sacramento un misterio
incomprensible, inaccesible.
Jansenio sigue las teorías más rigoristas de San Agustín, acercándose a la interpretación
de Lutero y Calvino. Particularmente niega el carácter sobrenatural del estado de justicia
original: después del pecado original la naturaleza humana quedó intrínsecamente
corrompida, perdió su libertad, está determinada internamente. La voluntad humana sigue
necesariamente la gracia eficaz que le es ofrecida, o bien, cede a la concupiscencia, si no
existe la gracia.
86
Jansenio exaspera el valor de la gracia eficaz y destruye la libertad: admite la gracia
eficaz (que no siempre es concedida) pero niega la gracia suficiente.
La Iglesia, en cambio, distingue entre la gracia eficaz (no siempre concedida) y la
gracia suficiente (siempre concedida a todos). Para Jansenio, Cristo no murió por todos sino
sólo por los elegidos; la Iglesia no es casa de todos, sino cenáculo de pocos.
Según los jansenistas, con el paso del tiempo la Iglesia se convirtió en infiel a Cristo,
por lo que era necesario renovarla integralmente, eliminando las novedades introducidas en
los últimos quince siglos. Es necesario un regreso a los orígenes, ya que la Iglesia es
inmutable y no debe cambiar en absoluto. En la práctica, y dadas las condiciones políticas,
los jansenistas desvaloraron la autoridad del papa para aumentar la de los obispos y de los
párrocos y muchas veces se aliaron con las autoridades civiles contra Roma.
El Augustinus fue condenado por Urbano VIII en 1642, pero los jansenistas impugnaron
la bula recurriendo a muchos pretextos. Ochenta y ocho obispos pidieron al Papa examinar
cinco tesis sospechosas de Jansenio. Inocencio X las condenó como heréticas en 1653. Los
jansenistas se opusieron con varias escapatorias, sosteniendo que no estaban contendidas en
la obra, después que eran del contexto y se podían interpretar diversamente.
Las monjas de Port Royal no se sometieron; algunos obispos, con su clero, aceptaron
con reservas mentales. Clemente IX acogió pro bono pacis las declaraciones de sumisión
definitiva de los jansenistas («paz clementina»).
En el siglo XVIII las polémicas se volvieron a encender: el monasterio de Port Royal
fue cerrado y en 1707 fue demolido. Sin embargo, el espíritu jansenista no se extinguió.
Algunos obispos franceses rechazaron aceptar el veredicto de Roma y se apelaron a un
concilio. El papa los excomulgó y éstos se sometieron. El jansenismo provocó un cisma en
la Iglesia, que existe aún en Holanda, donde se transportó el centro espiritual del
movimiento, después de las condenas pontificias.
En Italia se desarrolló al inicio del siglo XVIII, cuando el movimiento se apagaba en
Francia. Tuvo un carácter rigorista, antijesuítico y anticurial. Los jansenistas sostenían que
la comunión en la Misa no es parte esencial del sacrificio, luchaban contra la devoción al
Sagrado Corazón y al Vía crucis; exaltaban a los obispos contra el papa, sostenían que el
87
culto debía ser puro, espiritual, sin necesidad de reliquias, procesiones y cofradías;
criticaban las tradiciones religiosas, etc.
El movimiento se difundió entre cenáculos de iniciados, no en el pueblo. Los centros
principales fueron: Pavía, Pistoya, Roma y Nápoles, suscitando simpatías entre el alto clero
y entre los intelectuales. Entre éstos, el erudito Ludovico Antonio Muratori, que escribió
contra el lujo litúrgico, las procesiones, las peregrinaciones y sostuvo la necesidad de abolir
muchas fiestas religiosas entre semana.
Fue relevante la figura del obispo de Pistoya, Scipione de´Ricci, que convocó en 1786
un sínodo para una Iglesia nacional independiente de Roma. Entre otras cosas, propugnó
por la introducción del italiano en la liturgia, la lectura en voz alta de partes de la misa, la
reforma del breviario y la abolición de la colecta de las Misas. El papa Pío VII, con la bula
Auctorem fidei (1794) condenó el sínodo de Pistoya, llamando a todos a la ortodoxia y a la
disciplina católica.
88
NOTA BIBLIOGRÁFICA. BIHLMEYER, Karl –Hermann TUECHLE, Storia de la chiesa, (tit. orig.
Kirchegeschichte) Morcelliana, IV, Brescia 1959, 48-58; COMBY, Jean, Para leer la historia de la
Iglesia, II: Del siglo XV al siglo XX, Verbo Divino, Estella 1995, 47-49; ERBA, Andrea Ma.-
GUIDUCCI, Pier Luigi, La Chiesa nella storia. Duemila anni di cristianesimo, Elledici, Torino 2003,
515-520; FRANZEN, August, Kleine Kirchengeschichte (trad. it. Breve storia della chiesa, nuova
edizione riveduta e aumentata a cura di Remigius Bäumer, ed. Italiana a cura di Luigi Mezzadri),
Queriniana, Brescia 20029, 313-314; HERTLING, Ludwig, Historia de la Iglesia, Heder, Barcelona
198910, 376-377; Historia de la Iglesia católica (tit. orig. Geschichte der katholischen Kirche), dir.
J. Lenzenweger- P. Stockmeier- K. Amon- R. Zinnhobler, Herder, Barcelona 1989, reimp.1997,
494-496; Manual de Historia de la Iglesia, dir. Hubert Jedin, VI: La Iglesia en tiempo del
Absolutismo y de la Ilustración, ed. Herder, Barcelona 1978, 68-114; MARTINA, Giacomo, Historia
de la Iglesia de Lutero hasta nuestros días, (tit. orig. Storia della Chiesa da Lutero fino ai nostri
giorni, 4 v., Morcellina, Brescia 20012.), II, Cristiandad, Madrid 1974, 179-222; VIZUETE
MENDOZA, Carlos, La Iglesia en la Edad Moderna, Editorial Síntesis, Madrid 2000, 248-256;
ZAGHENI, Guido, La Edad moderna. Curso de historia de la Iglesia, IV, San Pablo, Madrid 1997,
301-312.
1. Características principales
Las características de la filosofía ilustrada se pueden resumir en cinco puntos:
a) Fe en la razón como vía única y norma absoluta de verdad (Descartes).
b) Confianza en la naturaleza humana: el hombre es en sí mismo bueno, no está
corrompido por el pecado y, por lo tanto, no tiene necesidad de redención.
c) Desprecio del Medioevo como edad de la oscuridad mientras el propio es el siglo de
las luces.
d) Optimismo: comienza la edad de oro; fe en el progreso.
e) Hostilidad contra la Iglesia católica y sus dogmas.
En los países europeos de los siglos XVII y XVIII se asiste a una revolución de valores:
se rechazan todas las religiones, los dogmas, la revelación y se refugia en un vago deísmo;
la moral es sólo una exigencia de la razón, no se funda sobre la ley natural; la pedagogía es
la de Jean-Jacques Rousseau (1712-1778) impregnada de panteísmo; la política y la
economía se desarrollan autónomamente con respecto a la moral.
La Ilustración asume una importancia fundamental como punto de referencia para la
división de la edad moderna: precedentemente Occidente creyó en la revelación; después o
con la Ilustración comienza la época de la incredulidad religiosa.
En el siglo XVIII se verificó un cambio radical en la atmósfera espiritual: antes fue el
tiempo de los conflictos para la elección de una confesión cristiana y la época de las guerras
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de religión; ahora era el tiempo de la lucha contra el cristianismo en general. Esta época
hostil a la religión está dividida en dos por la Revolución Francesa: la primera parte está
caracterizada por la Ilustración, con su visión del mundo y de la vida en sentido
anticristiano; la segunda parte es la edad de la completa incredulidad, que se manifiesta en
múltiples aspectos de la vida.
2. La mentalidad ilustrada
El ideal ilustrado es el «natural». Se habla de «religión natural», de derecho «natural»,
de Estado «natural»; se trata de una concepción diametralmente opuesta a lo sobrenatural.
La razón es perfectamente autónoma respecto de la revelación, tiene valor en sí y basta.
Si Dios existe no puede intervenir en los fenómenos naturales. La naturaleza actúa más bien
según leyes fijadas de una vez para siempre, se puede medir y contar, en ésta no hay lugar
para el milagro.
Característica de tal actitud del espíritu es la exageración, unilateral e ingenua de la
razón y de la ciencia, hasta el punto que la Revolución Francesa llegará al culto de la diosa
Razón.
La Ilustración es una filosofía que llevó a creer en la posibilidad de un progreso
anticristiano; es un producto lógico del individualismo filosófico y religioso protestante y
del rechazo de la tradición.
4. El deísmo
El resultado práctico se compendia en una religiosidad superficial, moralizante, de
índole histórica y escéptica. El concepto de Dios permanece, pero es sólo la religión quien
90
lo crea. La idea del Dios de la revelación presupone esencialmente el misterio. Una religión
sin misterio no es más una religión. La concepción puramente racional de la religión lleva
por lógica consecuencia al racionalismo, es decir a la destrucción de la religión misma.
Las relaciones comerciales pusieron a los cristianos en contacto con otras religiones y
confesiones, volvieron la coexistencia como algo natural y ordinario, debilitando así el
sentido de la verdad. La libertad de conciencia sancionada en 1669 y la libertad de
imprenta, acordada en 1694, actúan en la misma dirección, favoreciendo el relativismo.
A su vez, los progresos de la ciencia hicieron creer que fuera posible agotar el misterio
y alcanzar todo con el arma del cálculo. Tal concepción se convirtió pronto en la
predominante, no obstante de ser expresión de una incongruencia, ya que científicos como
Newton y Pascal y pensadores como Leibniz fueron creyentes. El deísmo alcanzó singular
eficiencia gracias a la masonería y a la cultura francesas que lo propagaron en el mundo.
5. La masonería
Nació en Londres al inicio del s. XVII con la fundación de la primera Grande Logia de
Inglaterra. Era una sociedad secreta que se basaba sobre principios deístas, con particular
acentuación del concepto de humanidad, caracterizada por genéricos fines de filantropismo
y de mutua asistencia entre sus miembros y de intereses espiritualistas. Probablemente tiene
su origen en las corporaciones artesanales medievales que se distinguieron por una sola
custodia, más que de las técnicas relativas al oficio, de normas éticas y religiosas comunes.
El nombre deriva de la corporación de los libres albañiles, los fracs maçons que constituían
uno de los gremios mejor organizados. Pronto la masonería asumió una actitud agresiva
hacia cualquier forma exterior de religión. Con el tiempo, bajo el pretexto de ideales
humanitarios y especialmente en los países latinoamericanos entabló una lucha contra la
Iglesia católica. En el s. XIX se convirtió en el enemigo más aguerrido del catolicismo. Fue
condenada por los papas que excomulgaron a sus miembros (bula Eminenti de Clemente
XII, 1738).
La rápida difusión de esta sociedad secreta se debió a la
actitud ilustrada del tiempo, a sus tendencias humanitarias y a su
organización cuya fuerza de atracción y eficacia provenía del
velo misterioso de lo incógnito, lo oculto y el secreto.
91
7. La figura del Voltaire (1694-1778)
El jansenismo quitó a la Iglesia parte de su fuerza y de su
prestigio con sus interminables discusiones, abriendo el camino a
la duda y haciendo a la teología y al dogma objeto de desprecio
de los «libertinos». En esta atmósfera los conceptos del deísmo
inglés asumieron un carácter más radical y más agresivo. El
representante más influyente fue Voltaire (pseudónimo de
François Marie Arouet): hombre de gran ingenio pero lleno de
orgullo. Como deísta no negaba a Dios pero su duda y escarnio
eran peor que una negación.
Voltaire no sólo se oponía a la Iglesia, la odiaba (conocida es su frase:Écraisez
l'infâme). En su autosuficiencia se sentía dispensado de creer en la revelación. Su tratado
sobre la tolerancia es la exposición de una de las ideas fundamentales de la Ilustración.
Dominado por el orgullo del saber, tacha arrogantemente de oscurantismo y superstición
todo cuanto hay de positivo en la doctrina de la Iglesia. No obstante su ingenio fascinante y
su brillantez, Voltaire fue uno de los intelectuales más negativos que hayan existido. Es
difícil encontrar una generación de refinada cultura que haya ignorado el papel decisivo de
la religión en toda la historia, como han hecho Voltaire, los ilustrados del s. XVIII y los
teólogos neo-protestantes como David Federico Strauss (1808-1874), biógrafo de Voltaire
y afín a él, fiero adversario de todo providencialismo y convencido asertor del desorden
físico y moral presente en la naturaleza. Fundamentalmente para el conocimiento de su
personalidad y de su incansable actividad de divulgador de las ideas ilustradas y reformistas
se encuentra el rico Epistolario, aún en parte inédito.
92
existencia de Dios es una aserción no demostrable y, por lo tanto, vacía. En este sentido,
aunque siendo personalmente creyente, puede considerarse el padre de la incredulidad
moderna.
Un grave límite de la crítica kantiana de la existencia de Dios está en el hecho de que el
autor no conoció las pruebas en la forma original en la que fueron presentadas por santo
Tomás, sino más bien una forma cuestionable, como llegó de Suárez, a través de Leibniz y
Wolff.
9. El concepto de tolerancia
Se puede hablar de una tolerancia en el campo dogmático y de tolerancia en el ámbito
de la vida social. La filosofía ilustrada es esencialmente relativismo, indiferencia,
escepticismo. De ésta nació, en el siglo XVII, la doctrina de la tolerancia, que profesa una
total indiferencia sea por la verdad que por el error. Llegó al punto de tolerar no sólo una
pluralidad de convicciones sino la renuncia a la verdad misma. Tolerancia dogmática, es
decir, la aceptación de cualquier religión positiva, actitud diametralmente opuesta al
catolicismo.
Liberada de su relativismo, esta doctrina contiene un elemento positivo. Ya en la
antigüedad cristiana y en el Medioevo, grandes espíritus como San Agustín, Raymundo
Lullo y Pedro el Venerable, habían sabido distinguir la condena del error de la de los
errantes y habían repudiado el empleo de la fuerza en la reprensión de la herejía. En tal
actitud se manifiesta una concepción profundamente cristiana de la religión, es decir, como
relación interior con Dios, en espíritu y en verdad. La tolerancia civil, siempre más
necesaria entre los pueblos de diferentes confesiones, corroboró la idea.
Desde entonces ésta domina e informa de modo sustancial la vida moderna. Junto a las
libertades políticas, reconoce a cada uno de los numerosos grupos religiosos el derecho de
profesar y de propagar la propia fe. Sin embargo, el ilimitado multiplicarse de tales grupos
llevó en sí el germen de la total disgregación que ha alcanzado hoy altos niveles. En los
Estados Unidos de América la moderna tolerancia asume por primera vez forma legal. La
Constitución Americana de 1787 proclamó, junto con la separación entre Iglesia y Estado,
la libertad de culto.
Para la Iglesia tal separación no corresponde al ideal por dos motivos: el Estado alcanza
a realizar sólo imperfectamente el fin que Dios le ha asignado y la Iglesia no tiene a
disposición todos los medios para el cumplimiento de su misión. Sin embargo, en
93
determinadas condiciones, la separación constituye una real ventaja. De hecho, bajo la
protección de esta ley, la Iglesia católica en los Estados Unidos conoció un desarrollo
absolutamente imprevisto. En lugar de las guerras civiles, que en parte fueron guerras de
religión, se tuvo una pacífica convivencia de las varias confesiones, en la cual también la
Iglesia católica pudo crecer y prosperar.
NOTA BIBLIOGRÁFICA. BIHLMEYER, Karl –Hermann TUECHLE, Storia de la chiesa, (tit. orig.
Kirchegeschichte) Morcelliana, v. III-IV, (4 v.), Brescia 1959, 59-68; COMBY, Jean, Para leer la
historia de la Iglesia, II: Del siglo XV al siglo XX, Verbo Divino, Estella 1995, 82-85; ERBA Andrea
Ma.- Pier Luigi GUIDUCCI, La Chiesa nella storia. Duemila anni di cristianesimo, Elledici, Torino
2003, 527-533; FRANZEN, August, Kleine Kirchengeschichte (trad. it. Breve storia della chiesa,
nuova edizione riveduta e aumentata a cura di Remigius Bäumer, ed. Italiana a cura di Luigi
Mezzadri), Queriniana, Brescia 20029, 315-316; HERTLING, Ludwig, Historia de la Iglesia, Heder,
Barcelona 198910, 376-377; Historia de la Iglesia católica (tit. orig. Geschichte der katholischen
Kirche), dir. J. Lenzenweger- P. Stockmeier- K. Amon- R. Zinnhobler, Herder, Barcelona 1989,
reimp.1997, 416-420; Manual de Historia de la Iglesia, dir. Hubert Jedin, VI: La Iglesia en tiempo
del Absolutismo y de la Ilustración, ed. Herder, Barcelona 1978, 488-540; MARTINA, Giacomo,
Historia de la Iglesia de Lutero hasta nuestros días, (tit. orig. Storia della Chiesa da Lutero fino ai
nostri giorni, 4 v., Morcellina, Brescia 20012.), II, Cristiandad, Madrid 1974, 244-270; ZAGHENI,
Guido, La Edad moderna. Curso de historia de la Iglesia, IV, San Pablo, Madrid 1997, 330-333
94
V. LA IGLESIA Y LA REVOLUCIÓN FRANCESA (1789)
La Revolución Francesa es un acontecimiento de capital
importancia aún para la historia de la Iglesia, porque marca el fin
de un mundo y puso las bases de una nueva era: destruyó la
instituciones de origen medieval, es decir, la organización feudal
de la sociedad, dividida en clases legalmente diferentes; instauró
nuevos ordenamientos estatales, basados sobre los principios de
igualdad, fraternidad y libertad.
Hasta el siglo XVIII la Iglesia estuvo de hecho unida al
Estado, jurídica y económicamente. El alto clero era dueño de
tierras con la investidura de los obispos mediante bienes
pertenecientes a la monarquía. El crecimiento del poder del
papado y la formación de las Iglesias nacionales obtuvieron el mismo resultado, aunque
actuando en dirección opuesta: unir cada vez más la Iglesia al Estado o someterla a la
autoridad laica; la Iglesia poseía tierras, finanzas y potencia política. El alto clero del
ancien régime, junto con la nobleza constituía una clase privilegiada: tenía mayor libertad y
más derechos que otras clases y menos deberes.
95
tradición. Esta ruptura con el pasado, aunque demostrándose dañina para la Iglesia, sirvió
de base a la promoción de nuevas formas de apostolado.
El desencuentro entre Iglesia católica y Revolución Francesa no fue la consecuencia de
un movimiento social en lucha contra el sistema feudal: están presentes tendencias políticas
y corrientes anticlericales de carácter ilustrado. Se puede decir que la Revolución es el
resultado lógico de la Ilustración. Estas ideas se desarrollaron desde
el 1750, precisamente en Francia con Voltaire, Diderot, Rousseau, y
proclamaron sea el derecho natural y la igualdad de todos los
ciudadanos, sea un odio implacable contra la Iglesia, el sacerdocio y
cualquier forma de religión.
La Revolución Francesa fue preparada ya desde tiempo por las
insostenibles condiciones del ancien régime, el desconcierto
económico, la actividad agitadora de los libre-pensadores y de la
masonería, la frivolidad y la el libertinaje de ciertas clases altas, tuvo
su causa inmediata en la deficiencia financiera del Estado. Para dar una solución a los
dichos problemas financieros, Luis XVI (1774-92) convocó en Versalles a los Estados
Generales: nobleza, clero y burguesía, el 5 de mayo de 1789, por primera vez desde 1614.
La asamblea se abrió con un oficio litúrgico solemne. El Tercer Estado se adueñó de la
dirección, se decidió constituirse en Asamblea Nacional y dar al país una nueva
constitución. Muchos eclesiásticos se adhirieron a las ideas democráticas, que se hicieron
populares a través de Rousseau y la guerra de Independencia de Norteamérica. En agosto se
abolió el diezmo eclesiástico y en la Declaración de los derechos del hombre y del
ciudadano (27 de agosto) fue proclamada, con 10 artículos, la ilimitada libertad de
conciencia y de culto. El clero renunció a los derechos especiales y Charles-Maurice de
Talleyrand, obispo de Autun, partió de la idea de estatalizar todos los bienes eclesiásticos.
2. La persecución
De estas ideas se desarrolló un movimiento dirigido precisamente contra la Iglesia
católica: una verdadera y propia persecución que hirió sobre todo al clero y las
organizaciones diocesanas. Sin embargo, en el momento de la prueba emergieron las
fuerzas espirituales latentes y el coraje de la fidelidad. Hubo mártires, y su sangre, como en
tiempos de las persecuciones romanas, se convirtió en semilla de nuevos cristianos. El
verdadero golpe no fue la abolición de los privilegios del clero en 1789, ni la confiscación
de los bienes eclesiásticos o la supresión de las Órdenes religiosas no caritativas o
asistenciales (13 de febrero de 1790), sino la Constitución civil del clero (12 de julio de
1790) y con ella, la sistemática persecución contra las fuerzas vivas de la Iglesia. Tal
Constitución, una vez actuada, habría significado la total separación de la Iglesia de Francia
del papado; se habría creado una Iglesia cismática: era la idea galicana llevada a sus últimas
consecuencias.
96
pertenecieran a cualquier religión, aún si fueran ateos. Una posición absolutamente
anticristiana, la negación del sacerdocio sacramental, el mandato apostólico. La
Constitución civil del clero fue aprobada en 1790 por la Asamblea Nacional Constituyente,
que sustituyó a los Estados Generales de 1789. Impuso la elección de los obispos su
designación del pueblo (y no del rey) y el juramento civil del clero. Este juramento de
obediencia al gobierno nacional se mostraba radicalmente antirreligioso. Además,
constituía una revisión unilateral del Concordato de 1516 y llevaba a la separación de la
Iglesia francesa del papado y a su servidumbre respecto al Estado.
En el Medioevo se organizó la vida de los fieles y se estructuró una tradición cristiana:
el día era santificado por la Misa y el Angelus; la semana por el domingo y las fiestas
litúrgicas. La vida transcurría a la sombra de la Iglesia y era alimentada por el espíritu
religioso. Esta tradición penetraba en profundidad en el pueblo cristiano y a través de los
siglos fue la defensa más segura de la vitalidad interior de la Iglesia. La Revolución
Francesa intuyó su importancia vital e intentó eliminarla con violencia; sería un golpe
mortal a la conciencia de los fieles y habría atenuado la oposición de la población católica.
La reorganización burocrática de las diócesis en armonía con las nuevas
circunscripciones administrativas reveló una eficacia subversiva y buscó borrar el recuerdo
de la importancia religiosa, social y nacional de las antiguas circunscripciones eclesiásticas.
Los 134 obispados de Francia (comprendida Córcega) fueron reducidos a 83,
correspondiendo a las nueva división política en departamentos, el nombramiento de los
obispos y de los párrocos fue designado a los colegios electorales de los departamentos, la
institución canónica de los obispos fue remitida a los metropolitanos y la de los párrocos a
los obispos, todos los beneficios y los oficios eclesiásticos sin cura de almas fueron
abolidos.
Casi la mitad de los párrocos y un tercio del clero (25,000-30,000) realizaron el
juramento requerido. La gran mayoría del clero francés (60,000-70,000) rechazó el
juramento y la mayor parte del pueblo se puso de su parte. Así, la Iglesia en Francia se
dividió en: la Iglesia de los sacerdotes juramentados (assermentés) o constitucionales y la
Iglesia de los sacerdotes no juramentados (insermentés, réfractaires).
En 1792 la supresión del calendario gregoriano no fue un simple cambio de nombres; se
buscó abolir la historia del la Iglesia y los vestigios del cristianismo. Los siglos pasados
eran siglos del cristianismo; borrarlos significaba hacerlos desaparecer de la historia. Se
quería comenzar una época nueva, comenzar desde el principio el cómputo de los años. No
más el tiempo antes o después de Cristo.
La semana fue cambiada en décadas para suprimir el día del Señor. Desapareció el ciclo
del año litúrgico, cuyo centro era la pascua; para sustituir las fiestas cristianas se inventaron
artificiosamente las fiestas de la nueva república (3 de octubre de 1793).
97
3. El «periodo del terror»
Este estrago de seculares tradiciones religiosas se convirtió
pronto en activa persecución contra el clero. El terror prevaleció
tanto que los meses que van de junio del 1793 a julio de 1794
merecen ese nombre.
Todo empeoró con la caída de la monarquía en agosto de 1792.
Ni siquiera un mes después, el 2 y 3 de septiembre, sucedieron las
masacres de París: la muchedumbre enfurecida asaltó algunos
lugares donde se encontraban grupos de sacerdotes, como el
Carmelo, Saint Germain y Saint Fermin y realizó masacres. Fue el
inicio de un verdadero y propio holocausto al termino del cual la Iglesia contará 2000
víctimas (mitad sacerdotes, el resto laicos, del cual un tercio mujeres). Entre las mujeres se
puede recordar a las 16 carmelitas de Compiegne, las 15 religiosas de Valenciennes y las 32
de Bollene, después los 191 mártires de septiembre de París y 91 de Angers. En total serán
374 mártires beatificados hasta ahora. La situación mejoró sólo en 1794 con la muerte de
Robespierre. Entretanto la Iglesia se reorganizó en la clandestinidad.
La Convención Nacional (septiembre 1792-octubre 1795),
dirigida por los más radicales llevó al vértice de la obra
revolucionaria. Se abolió la monarquía y se proclamó la
República; Luis XVI, que desde agosto de 1792 había sido hecho
prisionero junto con su familia en el Temple de París, fue
ajusticiado como «traidor del Estado y de la nación» (21 de enero
de 1793), y nueve meses después los mismo ocurrió con la frívola
María Antonieta de Austria. Como en París, también en las
provincias, la guillotina depuró la república de sus enemigos; en
algunos lugares las víctimas fueron fusiladas o anegadas en masa.
Fue introducido en divorcio, la obligatoriedad del matrimonio civil y abrogada la ley del
celibato eclesiástico.
98
el rechazo del ateísmo de Estado. El paso decisivo se cumplió el año siguiente con la
separación de la Iglesia «constitucional» del Estado y la proclamación de la libertad de
culto. No cesó el odio anticlerical, el cual había impregnado ya la atmósfera de la vida
pública. De 1796 a 1798 se recrudeció la guerra contra el Estado pontificio: el Tratado de
Tolentino (19 de febrero de 1797) lo redujo a más pequeñas proporciones; el papa Pío VI, a
sus ochenta años, fue hecho prisionero y murió en Valence el 29 de agosto de 1799; de
desataron nuevas persecuciones, las más terribles: 1400 deportaciones a la Cayena. Sólo en
1802 la mayor parte de los 30,000 sacerdotes exiliados comenzó a regresar a su patria y a
trabajar por la reconstrucción espiritual de Francia.
La Revolución puso las premisas sin las cuales no habría nacido el moderno Estado
constitucional. En este, como la experiencia enseña, no obstante las peores reacciones
(como en Rusia y Francia), los derechos de la Iglesia fueron, con el tiempo, mejor tutelados
que bajo el régimen absolutista. En efecto, toda forma de absolutismo del cual se haya
tenido experiencia en la historia eclesiástica y en la historia en general, buscó siempre de
someter a sí, casi por interna necesidad, toda la esfera de lo real, y por tanto, también a la
Iglesia. La Revolución Francesa, en cambio, trajo para la Iglesia, de manera providencial,
ventajas.
99
En este sentido, en 1843, Mons. Dupanloup, obispo de Orleáns, afirmó: «Habéis hecho
la Revolución del 1789 sin nosotros y contra nosotros; pero en definitiva para nosotros,
disponiendo Dios así, no obstante vosotros».
100
19-22/X/1792 Fin de la Asamblea Legislativa. Proclamación de la República. Elecciones a
diputados de la Convención Nacional.
21/I/1793 Ejecución del rey Luis XVI y la familia real. Se amplía la guerra en el exterior y en el
interior.
17/IV/1793 El diputado Romme (creador del calendario revolucionario) reclama el derecho de voto
para las mujeres.
31/V-2/VI/1793 Caída y ejecución de los Girondinos.
4/II/1794 Abolición de la esclavitud en Francia. Textualmente: «La Convención declara la
esclavitud de los negros abolida en todas sus colonias; en consecuencia, decreta que todos los
hombres sin distinción de color, domiciliados en las colonias, son ciudadanos franceses y gozaran
de todos los derechos asegurados por la Constitución».
28/VII/1794 Caída y ejecución de Robespierre y sus partidarios.
1798 En Roma, en seguida de la ocupación de las tropas francesas fue proclamada la República. Pío
VI huye al ducado de Toscana, de donde dirige llamados para la liberación del Estado Pontificio,
posteriormente es tomado prisionero y trasladado a Grenoble y después a Valence, donde muere en
1799.
9/XI/1799 Dictadura militar de Napoleón en Francia. Actitud tolerante del Estado con relación a la
Iglesia.
1800 Después de los acontecimientos militares de Austria y Nápoles, el neoelecto Pío VII puede
regresar a Roma.
19/III/1808 Abdicación (retractándose después) del rey de España Carlos IV -enfrentado a su hijo
Fernando VII- que ponen sus destinos en manos de Napoleón.
2/V/1808 Comienza la Guerra de Independencia de España o del Francés que acabará en 1814.
7/VII/1808 Napoleón nombra rey de España a su hermano José I que jura una Constitución
«otorgada» en unas Cortes estamentales (nobleza, clero, Tercer Estado).
24/IX/1810 Se inauguran las Cortes de Cádiz. Asamblea Nacional (no por estamentos), con
representantes elegidos sin ley electoral, por sufragio universal masculino.
5/XI/1810 Las Cortes de Cádiz decretan la libertad de prensa.
NOTA BIBLIOGRÁFICA. BIHLMEYER, Karl –Hermann TUECHLE, Storia de la chiesa, (tit. orig.
Kirchegeschichte) Morcelliana, v. IV, (4 v.), Brescia 1959, 110-117; COMBY, Jean, Para leer la
historia de la Iglesia, II: Del siglo XV al siglo XX, Verbo Divino, Estella 1995, 79. 92-99; ERBA,
Andrea Ma.- Pier Luigi GUIDUCCI, La Chiesa nella storia. Duemila anni di cristianesimo, Elledici,
Torino 2003, 534-539; FRANZEN, August, Kleine Kirchengeschichte (trad. it. Breve storia della
chiesa, nuova edizione riveduta e aumentata a cura di Remigius Bäumer, ed. Italiana a cura di Luigi
Mezzadri), Queriniana, Brescia 20029, 317-320; HERTLING, Ludwig, Historia de la Iglesia, Heder,
Barcelona 198910, 422-426; Historia de la Iglesia católica (tit. orig. Geschichte der katholischen
Kirche), dir. J. Lenzenweger- P. Stockmeier- K. Amon- R. Zinnhobler, Herder, Barcelona 1989,
reimp.1997, 502-503; Manual de Historia de la Iglesia, dir. Hubert Jedin, VII: La Iglesia entre la
revolución y la restauración, ed. Herder, Barcelona 1978, 55-112; MARTINA, Giacomo, Historia de
la Iglesia de Lutero hasta nuestros días, (tit. orig. Storia della Chiesa da Lutero fino ai nostri
giorni, 4 v., Morcellina, Brescia 20012.), III: Época del liberalismo, Cristiandad, Madrid 1974, 11-
36; ZAGHENI, Guido, La Edad moderna. Curso de historia de la Iglesia, IV, San Pablo, Madrid
1997, 329-330; 333- 354.
101
VI. LA IGLESIA DE FRENTE AL LIBERALISMO
1. El liberalismo
Por «liberalismo» se entiende no sólo una teoría, doctrina económica o sistema político,
sino toda una mentalidad. Es el movimiento de carácter filosófico, político, social y
económico inspirado en el principio de libertad en todo campo, que se afirmó en Europa
después de la Revolución Francesa y caracterizó la época moderna hasta la primera guerra
mundial. La idea fundamental es la de la libertad y autonomía de la persona individual,
quien con la ayuda de la razón puede alcanzar su felicidad.
Múltiples son las raíces y los precedentes históricos que prepararon el terreno al triunfo
de las ideas liberales. Se pueden enumerar, entre otras:
- La reforma protestante, que introdujo el principio del libre examen en materia
religiosa.
- El Humanismo y el Renacimiento, que pusieron en primer lugar al hombre y sus
fuerzas vitales.
- El Absolutismo que, por reacción contraria, hizo surgir el deseo de la libertad y
justificado los movimientos revolucionarios para conquistarla.
- La Ilustración, que predicó la confianza absoluta en la razón y en la naturaleza
humana.
Bajo la influencia de tales corrientes histórico-filosóficas, el pensamiento europeo
proclamó siempre más fuerte el principio de inmanencia que, en sus formas radicales,
pretendió sustraer al hombre y sus actividades a todo vínculo de trascendencia; negó la
necesidad de un mediador entre Dios y el individuo porque el hombre puede alcanzar a
Dios con sus solas fuerzas; profesó la inutilidad de la lucha contra la concupiscencia, ya
que la naturaleza humana es conducida espontáneamente al bien; reivindicó la igualdad de
todos los hombres y, en consecuencia, el origen convencional de la autoridad que es
restringida por la voluntad libre de los ciudadanos: no más el soberano «por gracia de
Dios» sino «por la voluntad del pueblo».
Contemporáneamente, en el ámbito político-social, se desarrolló una lucha contra las
estructuras del ancien régime que negó precisamente la igualdad y la libertad y se fundó
sobre los privilegios: los poderes políticos estuvieron todos en las manos del soberano, que
era responsable exclusivamente delante de Dios; privilegios notables fueron concedidos a
los nobles; la Iglesia fue reconocida oficialmente como sociedad fundada sobre la
verdadera religión y como una institución fundamental del Estado.
En campo religioso desde el final del s. XVI se combatieron sangrientas guerras de
religión entre católicos y calvinistas en Francia y entre católicos y luteranos en el norte de
Europa; los horrores y el cansancio habían impuesto como necesidad práctica la paz y la
coexistencia entre las varias confesiones religiosas, dando origen no sólo al hecho nuevo
del pluralismo religioso, del resto, subordinado al principio político del cuis regio eius et
religio, sino lentamente también, en los espíritus al respeto por las opiniones diversas y la
idea igualmente nueva de la tolerancia.
102
En síntesis, estos tres elementos: 1) la total confianza en el hombre, propia de las teorías
ilustradas; 2) la lucha contra los privilegios del ancien régime; 3) la ruptura de la unidad
religiosa en Europa, contribuyeron a la afirmación del ideal del siglo XVIII que fue la
libertad, entendida en el sentido más vasto del término. Según los filósofos y los juristas del
tiempo, la libertad era el valor supremo del hombre: esta no podía y no debía ser sacrificada
por ninguna razón; por el contrario, su defensa constituía el fin primario de la sociedad.
En este campo fue reivindicada la igualdad absoluta de todos los ciudadanos de frente a
la ley, sin distinción de sexo o de nacimiento o de confesión religiosa; de modo que fue
proclamada, en sentido teórico, la emancipación civil de los católicos en los países
protestantes y viceversa. Más que la igualdad, los liberales reivindicaron la libertad total; en
primer lugar, la libertad de pensamiento y de conciencia, y después, la libertad de
propaganda de toda idea. Todo esto fue considerado un ideal irrenunciable y una condición
necesaria para el progreso, que nació del contraste y de la confrontación entre las diversas
opiniones. De aquí el dicho famoso: «No estoy de acuerdo con lo que dices, pero lucharía
hasta la muerte para que tengas el derecho de decirlo».
103
1.3.2 Ámbito político
Se afirma que el Estado debe desinteresarse del fenómeno religioso, porque la religión
es considerada una cuestión meramente privada y espiritual, encerrada en el sagrario de las
conciencias, y porque no quiere violar la igualdad de los individuos con reconocimientos a
algún grupo, poniendo en peligro la libertad de profesar la religión que cada uno desee.
Este principio lleva, en teoría, a la separación entre Estado e Iglesia; en la práctica, el
104
Estado vigila la acción de la Iglesia para que no salga de sus límites prefijados por la
doctrina, el culto y la administración de los sacramentos, con exclusión de todo influjo
sobre la vida social. Por ejemplo, con la distinción entre contrato y sacramento y la
introducción del matrimonio civil, se niega a la Iglesia toda jurisdicción en materia
matrimonial; se rechaza, además, toda forma de concordato como pacto bilateral entre dos
partes soberanas porque el Estado abdicaría en sus derechos.
En la doctrina liberal existen luces y sombras. Entre los aspectos positivos, los liberales
tienen el mérito de haber subrayado el valor y la importancia de la persona humana; la
igualdad de todos los ciudadanos entre ellos y de frente al Estado; una mayor distinción
entre religión y política.
Entre los aspectos negativos, se pueden enumerar: sobre la base de una equivocada
concepción del hombre y de la libertad, la negación de todo criterio de justicia diverso al de
la mayoría, sin estar en grado de actuar eficazmente sus ideales. En efecto, la igualdad
puede degenerar fácilmente en el individualismo, agudizando la cuestión social; la libertad
puede abrir el camino a la intolerancia, ejercida frecuentemente por una mayoría ficticia,
con daño de todos los ciudadanos y de sus derechos.
El principio que inspira la estructura política de los regímenes liberales con relación a la
Iglesia católica es diametralmente opuesto a aquel del ancien régime: en lugar del ligamen
entre trono y altar se da el separatismo.
2.1 El separatismo
105
Iglesia y el mismo mensaje evangélico, así como la historia del cristianismo. En cada
nación existieron los siguientes casos: separación pura y simple; separación parcial, o
separación hostil.
La separación pura y simple fue aplicada sobre todo en los Estados Unidos de
América y en los países anglosajones. No es sinónimo de indiferentismo ni de ateísmo del
Estado, sino de respeto de las competencias propias. El Estado no profesa ninguna religión
sino reconoce a los ciudadanos plena libertad en el ejercicio del culto y de la actividad
religiosa. Ajeno a toda forma de anticlericalismo, tan difundido en cambio en los países
latinos, el Estado reconoce los efectos civiles del matrimonio religioso y la libertad en
campo escolar. En América del Norte más que de separación se podría hablar de una mutua
colaboración e independencia entre las dos sociedades.
La separación parcial consiste en el hecho de que el Estado se profesa incompetente
en las cuestiones religiosas y considera a la Iglesia como una sociedad privada; le reconoce
algunos privilegios que la ley acuerda en vista del bien común. Este tipo de separación fue
aplicado particularmente en Bélgica.
La separación hostil se aplica en todas las naciones latinas, por natural reacción a la
unión demasiado estrecha entre Iglesia y Estado durante el ancien régime. Este tipo de
separatismo fue llamado también jurisdiccionalismo aconfesional: la Iglesia no es
reconocida como sociedad soberana e independiente y, en ciertos casos, ni como sociedad
privada. El Estado introduce el matrimonio civil y el divorcio; expropia los bienes
eclesiásticos; suprime las órdenes religiosas, laiciza la escuela y persigue al clero. Todo
esto sucedió en Francia en 1790 y 1905, en el reino de Cerdeña a partir de 1850 y después
en el resto de Italia; en España en la segunda mitad del s. XIX; en Portugal en 1910, y en
varios países de América Latina (como en México).
2.1.1 Francia
La hostilidad contra la Iglesia se desarrolló en dos fases: a fines del siglo XVIII durante
la Revolución, a fines del siglo XIX y principios del siglo XX. Se conocen ya los episodios
principales de la persecución revolucionaria: confiscación de los bienes eclesiásticos
(1789); supresión de las órdenes religiosas (1790), etc.
Otros factores desencadenaron una nueva lucha contra los católicos un siglo después: la
aversión del régimen republicano que se impuso en Francia después de 1870; malos
entendidos entre el gobierno y la Santa Sede sobre el tema del nombramiento de los
obispos; el asunto de Alfred Dreyfus (1859-1935), militar francés acusado de transmitir
informaciones reservadas a los alemanes y la visita del Presidente de la Republica al
excomulgado rey de Italia. Muchas leyes anticlericales golpearon las escuelas católicas:
entre 1902 y 1910 fueron cerradas 10,000 escuelas; las congregaciones religiosas fueron
perseguidas: en 1880 fueron expulsados los jesuitas y cerrados 260 conventos, mientras al
inicio del siglo XX, fueron expulsados otros 20,000 religiosos de todas las Órdenes; las
obras de asistencia y beneficencia fueron cerradas y absorbidas por el Estado.
Con Émile Combes, un exseminarista que se hizo masón, como ministro de asuntos
religiosos (1904), se acentuó la acción descristianizadora en la sociedad. Se llegó a la
denuncia del Concordato y a la confiscación del patrimonio de la Iglesia, sin embargo, la
pérdida de las riquezas, como había ya afirmado Antonio Rosmini, llevó a la recuperación
de la libertad.
106
2.1.2 Italia. Los Concordatos
Entre los siglos XVI y XVII, en Inglaterra e Irlanda, de acuerdo a los principios del
ancien régime, la plenitud de derechos civiles y políticos estuvo reservada a los ciudadanos
que profesaban la religión de Estado. A los católicos estaba vetado el acceso a los cargos
públicos, incluidas las universidades; el ejercicio del ministerio sacerdotal estaba limitado
también por leyes civiles. La libertad de la Iglesia y «neutralidad» del Estado sólo se
consiguieron muy lentamente.
Los católicos ingleses fueron disminuyendo cada vez más hasta quedar reducidos, a
inicios del siglo XIX, a una pequeña minoría de unos 60.000 fieles con sólo 360 sacerdotes.
Esta situación influyó en la vitalidad de la Iglesia y en la incidencia del catolicismo en la
soeciedad: con tal de sobrevivir, los católicos, durante los siglos
XVII y XVIII, hicieron fácilmente compromisos con al
anglicanismo y el gobierno inglés.
La situación de los católicos irlandeses era mejor porque, con
seis millones de fieles (la mayoría absoluta del país), podían
enfrentarse con éxito a la política anticatólica del gobierno: en
1778 obtuvieron el derecho de propiedad, aunque con
limitaciones; en 1791, la libertad de culto; en 1793, el derecho de
voto para el semiautónomo parlamento irlandés. Esta situación
«marginal» de la Iglesia empezó a cambiar a partir del 1813, año
en que se propuso un proyecto de ley en el que se concedía igualdad política a los católicos.
Sin embargo, las condiciones impuestas a la Iglesia eran desfavorables: posibilidad de veto
gubernamental a los nombramientos episcopales; obligatoriedad de un juramento de
fidelidad al Estado por parte de los católicos elegidos a algún cargo público, y control
estatal de las comunicaciones de los católicos con Roma.
107
Este proyecto no fue aceptado por los católicos ingleses, que incluso criticaron al
cardenal Consalvi, que parecía dispuesto a hacer concesiones.
La lucha se trasladó del campo diplomático al político, sobre todo por obra del
O´Connell (1775 -1847), héroe nacional y auténtico líder del pueblo irlandés, quien
trasformó el proceso de emancipación política promovido por la Catholic Association, en
un instrumento de eficaz lucha política. Así, el 13 de abril de 1829 se consiguió la
emancipación de los católicos irlandeses, que por primera vez pudieron ser elegidos para
todos los empleos. En 1832 se suprimieron los diez obispados anglicanos de Irlanda, y en
1838 se consiguió suprimir el diezmo que los católicos tenían que pagar para sostener al
clero anglicano. Al mismo tiempo, la vida religiosa se enriqueció
gracias a las nuevas congregaciones religiosas fundadas en
Irlanda misma y a un sistema educativo que fue extendiéndose
por todas la diócesis, de forma que en Roma se comenzó a pensar
en la conveniencia de sustituir los vicarios apostólicos existentes
por una jerarquía autónoma. De hecho, en 1850 Pío IX
restableció la jerarquía católica inglesa, suscitando una reacción
antirromana, ques, sin embargo, no duró mucho.
Este cambio de actitud hacia el mundo católico fue
posteriormente favorecido por personalidades como el cardenal
Wiseman (1802-1865), el convertido al catolicismo John H.
Newman (1801-1890), el también convertido cardenal Manning
(1808-1892), Talbot y Lord Acton (1834-1902), entre otros miembros ilustres del llamado
«Movimiento de Oxford», el cual se propuso llevar a cabo una renovación del catolicismo a
través de la vuelta a la teología patrística y fomentar cierto centralismo religioso entorno a
los obispos, que desde hacía algún tiempo, y por motivos de interés, se habían comportado
más como funcionarios de Estado que como sucesores de los apóstoles. Esto significaba
una profunda renovación de la piedad, haciéndose especial hincapie en la confesión y en la
eucarístía.
108
El siglo XIX comenzó con aires de libertad, plasmados en la Constitución civil de
Cádiz (1812), y con la descomposición progresiva del ancien régime. Las Cortes se
erigieron como legítimo y soberano poder frente al invasor francés y elaboraron el primer
texto constitucional español propiamente dicho. No obstante de haber sido considerada, por
generaciones posteriores, un símbolo de libertades y paradigma del liberalismo posterior, el
texto constitucional es un híbrido en que se mezclan ideas progresistas y conservadoras,
preconizando una «revolución política en nombre de la tradición». Las Cortes persiguieron
algo casi imposible: modernizar el país sin cambiar el puesto, privilegios y el poder de la
Iglesia. No faltó, por lo demás, la buena voluntad y el deseo de reforma eclesial, por lo que
entre las primeras medidas se legisló el restablecimiento y reforma de los conventos, la
supresión de la Inquisición, así como un tímido inicio de desamortización eclesiástica. Sin
embargo, la realidad social será distinta: los liberales deseaban someter y marginar a la
Iglesia, mientras que muchos eclesiásticos no querían perder sus antiguos privilegios.
El panorama cambiaría con el regreso del exilio de Fernando VII, quien protagonizaría
uno de los periodos más nefastos de la historia española. Su regreso significó la vuelta al
ancien régime y a la alianza trono y altar. La Iglesia, extenuada por la guerra de
Independencia, se entregaba ahora a la protección del Estado y fue partidaria del proceso de
restauración política, ante el miedo a los vientos liberales y el clima revolucionario
europeo.
Bajo el reinado de Fernando VII es también que se consumó prácticamente la
emancipación de las colonias americanas, durante la cual la guerra no se hizo contra la
Iglesia, sino incluso, en un primer momento, a favor de ella (como en el caso de México).
Por esto, y a pesar de las resistencias del rey, pareció normal que el llamado «Patronato
regio», pasara, bajo otras figuras jurídico-canónicas, a las nuevas autoridades. Este sistema
que, en épocas pasadas y a pesar de sus muchos defectos, había podido ser un instrumento
eficaz para la evangelización de América, corría ahora el riesgo de convertirse, en manos de
Fernando VII, en un instrumento de cisma.
La Santa Sede pasó a una política de hechos consumados que fue vaciando de contenido
y fuerza el privilegio concedido a los reyes españoles respecto a América. De nada
sirvieron las protestas del monarca. Los pontificados de León XII Y Pío VIII estuvieron
marcados por tensiones con el gobierno español por este motivo, pero Gregorio XVI acabó
por nombrar obispos residentes en todas las naciones emancipadas a partir de 1831.
El reinado de Isabel II (1833-1868) significó la consolidación del sistema liberal así
como tímidos intentos de reforma social y política en el país, sin embargo, su subida al
trono estigmatizaría el resto de la centuria con las llamadas «guerras carlistas», una
confrontación civil que, más allá de las razones dinásticas, reflejaba una vez más la división
entre las dos Españas: el carlismo y el integrismo apoyado por sectores de la Iglesia, por un
lado, y los liberales e isabelinos, entre los que comenzó a fraguarse el más hostil
anticlericalismo, por otro.
A la par de esta división, irá naciendo lo que se ha denominado «integrismo», término
asociado a la idea de que sólo se podía ser íntegramente católico defendiendo el
absolutismo, condenando el liberalismo y propugnando el mantenimiento de la unión trono-
altar. En esta línea pueden citarse nombres como el de Cándido y Ramón Nocedal, padre e
hijo, políticos católicos que encabezarán un movimiento tradicionalista, no bien visto por
varios obispos y la misma Santa Sede.
La cultura española se desarrolló en esta época al margen de la religión, marginando a
la Iglesia, ignorándola o despreciándola.
109
El nacimiento del carlismo no sólo creará conflictos ideológicos dentro de la sociedad
y el catolicismo, sino también de tipo diplomático entre España y la Santa Sede. Durante la
regencia de María Cristina (1833-1840) existieron titubeos por parte de Roma para
comprometerse definitivamente con el régimen isabelino, simpatizando más con las
pretensiones de Don Carlos y su credo católico y talante antiliberal.
Bajo los gobiernos liberales posteriores, se intensificaron las medidas antieclesiásticas,
provocando en varias ocasiones la denuncia pública por parte de la Sante Sede; de este
modo se inició una política que buscaba la reducción del número del clero, surgiendo una
serie de leyes orientadas en esa dirección: suspensión de la provisión de beneficios sin cura
de almas (9 de marzo de 1834), prohibición de nuevas ordenaciones (8 de octubre de 1835)
y la supresión de monasterios y conventos masculinos (8 de marzo de 1836).
Una de las medidas más controvertidas y emblemáticas de este periodo fue la conocida
«desamortización de Mendizábal» (1836), jefe del gobierno (1835-36), que conllevó la
expropiación y venta de los bienes eclesiásticos para solventar la deuda pública, pero con
resultados fallidos.
A todas estas medidas, se sumaron la nueva Constitución de 1837, que abrió las puertas
a la tolerancia religiosa, y a la ruptura temporal de las relaciones entre Madrid y la Santa
Sede. Esta situación, que llegó casi a los extremos del cisma, se calmó con el inicio de la
época moderada (1844-1854) que coincidió con la mayoría de edad y comienzo efectivo del
reinado de Isabel II y la elección de Pío IX (junio de 1846).
El nuevo clima favoreció la negociación y firma de un nuevo Concordato (16 de marzo
de 1851) que, si bien no fue perfecto, sí puso fin a varias décadas de enfrentamiento entre
Iglesia y Estado y estaría vigente hasta el Concordato de 1954, a pesar de haber sido
incumplido o ignorado varias veces por el Estado. La unidad católica de España, la
obligatoriedad de la enseñanza católica escolar, la protección de la Iglesia y el respeto a la
jurisdicción eclesiástica quedaron plenamente garantizados. Sin embargo, esto no se hizo
sin contrapartidas, por parte de la Iglesia, que renovó el Patronato y tuvo que admitir la
desamortización como un hecho consumado e irreversible. Esta paz no duraría mucho con
la llegada del gobierno progresista (1854-1856) y los últimos años del reinado de Isabel II
(1856-1868). De este periodo destaca el debate político sobre la «cuestión romana», que
suscitó polémicas entre políticos e intelectuales.
A Isabel le sorprendió veraneando la «gloriosa» revolución de 1868 y sólo seis años
después, su hijo Alfonso XII restauraría la dinastía borbónica. El sexenio revolucionario
(1868-74) daría lugar a una veloz sucesión de regímenes en pocos años. Las agitaciones
sociales, la nueva Constitución de 1869, la exigencia de que el clero la jurara, así como la
acentuación virulenta del anticlericalismo español, hicieron, junto con otros factores, que se
comenzara hablar en España de la «cuestión religiosa», como un problema más de la vida
nacional, a la que se irán añadiendo otras cuestiones (obrera, nacionalista, agraria, etc.) que
se harán acuciantes en plena II República.
Estos hechos hicieron que muchos católicos activos en la política, y la mayor parte del
clero, se atrincherasen en sus posturas integristas y se resistieran a las reformas
democráticas estatales. En efecto, en 1870 las Cortes aprobaron la ley que introdujo el
matrimonio civil, lloviendo las condenas y escritos católicos de rechazo.
Así inicia el periodo histórico de la Restauración que duraría hasta 1931 y estaría
marcado por la estabilidad política, aunque no social, en la que las relaciones Iglesia-Estado
también fueron aparentemente pacíficas, pero consolidándose el clericalismo y el
anticlericalismo, como sentimientos e ideologías enfrentadas. Este último periodo coincidió
110
con el pontificado de León XIII (1878-1903), dándose algunos signos esperanzadores en la
Iglesia, la cual recobró un vigor inusitado, sin poder volver a gozar de sus antiguos
privilegios, pero dedicándose más a su misión espiritual y preprando los caminos a un
futuro esperanzador, aunque no exento de peligros y dificultades.
3. El liberalismo católico
Junto al liberalismo clásico, de naturaleza antirreligiosa y anticlerical existieron
corrientes que se inspiraron en un liberalismo católico. Con tal expresión se indica el
movimiento religioso y cultural que, desarrollándose en el siglo XIX en las naciones
católicas de Europa, persiguió como finalidad principal la conciliación entre la fe
tradicional y las libertades modernas proclamadas por la Revolución Francesa. Con matices
diversos, especialmente de carácter social, se definió catolicismo
liberal.
No es fácil establecer exactamente el influjo de las varias
corrientes de pensamiento preexistentes: en efecto, el liberalismo
católico se apropió de algunos postulados del liberalismo en general;
asumió acentos de nacionalismo político; aludió a las ideas del
romanticismo, se inspiró en el rigor moral del jansenismo; no estuvo
exento de formas de jurisdiccionalismo; sobre todo respiró del clima
histórico surgido en los inicios del siglo XIX.
Difícil es también la neta individuación del fenómeno, ya que el
liberalismo católico asumió aspectos diversos en los varios países o en cada uno de sus
representantes; en común existe sólo una genérica confianza en la libertad y una sustancial
adhesión a la doctrina de la Iglesia.
Muchos fueron en Italia los que, siendo sinceros creyentes, dieron su preferencia por el
régimen constitucional: por ejemplo, Antonio Rosmini (1797-1855), Alejandro Manzoni
(1785-1873), Vicente Gioberti (1801-1852), y César Balbo (1789-1853). En otras partes se
preocuparon por que la Iglesia gozara de una mayor independencia, liberándola de un
ligamen muy estrecho con un régimen: por ejemplo, en Francia donde se predicó el final de
la alianza entre trono y altar. Algunos consideraron esta separación como la única solución
aceptable: fue la tesis de Lammenais y del diario L´Avvenir.
111
personas en el momento de la creación junto con la palabra y transmitida de generación en
generación. Lammenais subrayó la función social de la religión, exaltó el primado
pontificio y defendió el poder indirecto de la Iglesia sobre el Estado (en sentido bastante
amplio).
Sin embargo, a un cierto punto, a este sacerdote le vino una crisis: el fracaso de las
esperanzas de una cooperación entre Iglesia y Estado, el progreso de las corrientes liberales
(que hacían prever cercana una revolución), imponían un cambio de ruta: la Iglesia debía
separar su causa de la de los regímenes absolutos y limitarse a pedir la libertad reconocida
por el liberalismo como un derecho universal. Esto se ubica en el segundo periodo de su
pensamiento, que desarrolló sobre todo en el libro Des progrés de la Revolution et de la
guerre contre l´Eglise (1829) y en las páginas de su diario L´Avenir, el cual fundó junto con
Lacordaire y Montalembert (octubre 1830). Se defendió la separación entre Iglesia y
Estado; se combatió el monopolio escolástico estatal; se sostuvo siempre la libertad de
imprenta, de conciencia y de culto, de asociación y la extensión del sufragio.
Por desgracia, algunos elementos negativos (tono agresivo, críticas dirigidas a los
obispos, la campaña por la denuncia del concordato, etc) influyeron negativamente sobre
las relaciones de Lammenais con varios interlocutores. En 1832 en la Encíclica Mirari Vos,
de Gregorio XVI, algunas tesis de este sacerdote fueron condenadas, particularmente: no es
de aprobar una posición, derivante de la libertad de conciencia, que coloque sobre el mismo
plano cualquier religión; se rechaza la divulgación de todo tipo de idea porque esto puede
influir negativamente sobre la conciencia pública; Iglesia y Estado deben colaborar entre sí
sobre la base de arreglos concordatarios.
Después de esta intervención pontificia, Lammenais se alejó de la Iglesia
(Montalembert y Lacordaire no). Fue elegido diputado en 1848 y se empeñó en campo
social hasta el segundo imperio. La Mirari Vos marcará un momento difícil en el diálogo
entre la Iglesia y el mundo moderno. En realidad las condenas fueron menos categóricas de
cuanto parecieran y dejaban márgenes para sucesivas profundizaciones.
La cuestión de fondo es que la Santa Sede condenó la libertad de conciencia y de culto
porque la consideró corolario necesario del indiferentismo. Para esta doctrina no hay
distinción entre verdad y error, y todas las religiones son iguales: algo que un católico no
podía aceptar. En tiempos sucesivos emergieron nuevas perspectivas que ofrecieron la
justificación teórica y práctica de estas libertades fundamentales (consecuencias de la
dignidad de la persona humana creada por Dios, psicológicamente libre y respetada como
tal por el mismo Señor).
En Bélgica católicos y liberales, unidos en la oposición a la monarquía, por primera vez
en la historia del siglo XIX, formaron un frente único que llevó, en 1830, a la revolución y
a la separación de Holanda, con el nacimiento de un Estado belga independiente. La
legislación del nuevo Estado acogió muchas instancias de la jerarquía eclesiástica: libertad
religiosa y de culto, enseñanza libre, etc. Bélgica fue el solo país europeo en el cual la
Iglesia será gobernada por el papa, el cual nombraba directamente a los obispos. Aunque
había un soberano protestante, la Iglesia gozó de plena libertad y aunque de cierto apoyo
por parte del gobierno. Tal modus vivendi fue considerado un verdadero éxito, aunque no
faltaron dificultades de una y otra parte.
112
3.2 Fases históricas del liberalismo católico
El movimiento pasó a través de tres diversas fases: 1) el periodo de los orígenes: desde
los primeros e inciertos intentos entorno a 1825 a la condena de Gregorio XVI con la
encíclica Mirari Vos de 1832. En estos años la historia del liberalismo católico se identificó
con el caso Lammenais y su evolución espiritual de la intransigencia al liberalismo; 2) de
1848, cuando las ideas adquirieron nuevo vigor, hasta 1864, año en que el papa Pío IX
publicó el Syllabus, condenando los errores modernos. La polémica se polarizó sobre todo
en torno a los nombres de Montalembert y de Veuillot en Francia; 3) en los últimos años
del siglo, bajo el pontificado de León XIII existió una recuperación del liberalismo católico,
purificado de algunos excesos y con una doctrina más ortodoxa.
La autoridad eclesiástica intervino más veces: la Mirari vos estigmatizó fuertemente la
libertad de conciencia y el principio de la separación entre Iglesia y Estado. Sin embargo,
los liberales pensaban que una y otra se podían aceptar como un mal menor, como solución
impuesta por las circunstancias.
La historia del liberalismo católico presenta dos aspectos significativos: por una parte el
subseguirse de documentos pontificios contra éste; por otra, una vitalidad que pareciera
demostrar que las aspiraciones de sus exponentes fuesen justas. Efectivamente, este
movimiento, en su complejidad, aparece como un intento incierto en sus fundamentos
doctrinales y ondulante en la conducta práctica, demasiado propenso a considerar la
libertad como valor absoluto y a sustraerse a las indicaciones de la jerarquía eclesiástica.
113
No obstante esto, tuvo el mérito de defender la posibilidad de una conciliación del
cristianismo con la civilización moderna, fruto de la Revolución, y de reclamar en este
sentido la acción de la Iglesia.
De la actitud de condena por parte del papado y del episcopado europeo tuvieron origen
las corrientes de intransigencia católica que, con matices diversos, comprenden grupos de
católicos «puros» o «legitimistas».
Hacia la mitad del siglo XIX, después de la euforia liberal creada en torno a la figura de
Pío IX, seguida a la actitud anticlerical, por parte de la clase dirigente de Italia, y a causa
del extremismo del protestantismo liberal en Alemania, los católicos sintieron el deber de
reaccionar a favor de la «salvación cristiana de la sociedad», sobre todo defendiendo el
matrimonio religioso, la educación cristiana de la juventud e iniciar la solución de la
cuestión social.
Los católicos intransigentes se caracterizaron por una adhesión incondicional a Roma
bajo el plano religioso y político-social; por una aspiración a crear un movimiento de base
nacional; por la disponibilidad del laicado al servicio de la Iglesia y con fin de apostolado.
El papado volvió a ser el centro de atracción para todos los católicos de Europa. En Italia se
formó el movimiento católico que, después de 1874, fue concretizado en la Obra de los
Congresos. En Europa tomó el nombre de ultramontanismo (en los países al otro lado de los
Alpes). Se trata, pues, de un movimiento hacia Roma de los países más allá de los Alpes:
Francia, Alemania, Bélgica, Países Bajos y Austria, típico del siglo XIX que se expresó en
una actitud no sólo de obediencia y adhesión sino de respetuosa devoción al papado romano
de frente a los múltiples problemas de la Iglesia y la sociedad moderna, sea en el plano
doctrinal, sea en el plano jurisdiccional, político y religioso.
En Francia dio inicio por obra de los jesuitas y, en
particular, de dos escritores apologistas: Joseph de Maistre
(1753-1821), autor de Du Pape (1819) y del ya mencionado
Felicité Lammenais (1782-1854), impugnador del
galicanismo.
A medida que el movimiento se extendía en varios países
de Europa, asumía características cada vez más complejas.
Por una parte, la reacción a veces galicana, otras josefinista o
febroniana, ponía de relieve la actitud orientada hacia Roma
de los círculos ultramontanos; por otra, los ultramontanos
llevados por la oposición, expresaban su actitud pro-romana
no sólo en las cuestiones estrictamente dogmáticas, morales y religiosas, sino también en
cuestiones político-religiosas. Roma misma, en un primer momento, dejó curso libre al
movimiento, y, en un segundo momento, intervino para coordinarlo en el ámbito nacional e
internacional. El documento decisivo en este sentido fue Inter multíplices de Pío IX.
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Curso de historia de la Iglesia, IV, San Pablo, Madrid 1997, 91-163.
115
entonces una línea no conflictiva, a fin de no retrasar las iniciativas dirigidas a superar los
problemas difíciles de la Iglesia francesa.
Entretanto, el ascenso de Napoleón como cónsul vitalicio (2 de agosto de 1802);
emperador (18 de mayo de 1804). Bonaparte quiso al papa en París durante la ceremonia de
su coronación. El pontífice consultó a los cardenales. De los veinte residentes en Roma, 15
dieron una respuesta positiva, aunque para intentar modificar el reciente concordato. Pío
VII, el 2 de diciembre de 1804, asistió en la catedral de Notre Dame al gesto de la
autocoronación de Napoleón, quien coronó también a su esposa Josefina Beauharnais.
Después de una estancia de cuatro meses en París, el papa regresó a Roma sin haber
obtenido las mejoras al concordato.
1.2 Prisión del Papa (1809). Nuevo Concordato (1813). Caída de Napoleón
Los eventos sucesivos son aún más tristes: Napoleón, que se dio el
título de «Emperador de Roma» y «sucesor de Carlomagno», impuso a Pío
VII renunciar a los territorios pontificios sardos, suecos, rusos e ingleses,
lo que el papa rechazó. Así, de 1806 a 1809 Bonaparte hizo ocupar
militarmente algunas localidades (Benevento, Pontecorvo,
Civitavecchia...), otras las unió al Reino Itálico, hasta llegar a Roma, a la
que declaró «ciudad libre e imperial».
Controlada rigurosamente por las tropas del general Miollis, la Urbe
junto con las posesiones papales fue unida a Francia y se convirtió en un departamento del
Imperio napoleónico. Pío VII amenazó con la excomunión a cuantos hubiesen usado la
violencia con relación a la Santa Sede. Como respuesta, bajo la orden de Napoleón, el
general Radet capturó al papa la noche del 6 de julio de 1809 y lo trasladó, en varias etapas,
hasta Fontainebleau (1812). Aquí se le impuso, al anciano y enfermo pontífice, firmar un
nuevo concordato con Francia, que lo obligaba a abdicar al poder temporal (25 de enero de
1813). Dos meses después, Pío VII, no obstante el momento desfavorable, renegó de este
acto viciado en la voluntad.
Para Napoleón comenzó, entretanto, el declino. Vencido en Lipsia, fue conducido
prisionero a la isla de Elba. El papa regresó a Roma (24 de mayo de 1814) pero después de
un breve periodo, fue alejado por Joaquín Murat. Éste, sin embargo, fue vencido por los
austriacos en Tolentino. Así el pontífice pudo nuevamente proseguir el ministerio de la
secular sede romana.
En 1815 Napoleón fue definitivamente derrotado en Waterloo. Relegado en la isla de
Santa Elena murió allí después de 6 años, el 5 de mayo de 1821. Cuanto se había unido al
Imperio napoleónico sufrió inmediatos cambios (Congreso de Viena, noviembre de 1814-
junio de 1815): fue el periodo de la Restauración.
Los familiares de Bonaparte cayeron en desgracia y se dispersaron. Sólo Pío VII pidió a
los ingleses clemencia para el ex-emperador y acogió en Roma a la madre y hermanos del
vencido.
117
Su sucesor fue el cardenal Javier Castiglione, de la escuela de Consalvi, que tomó el
nombre de Pío VIII. Consagrado el 5 de abril de 1829 a los 67 años, murió el 30 de
noviembre de 1830, después de veinte meses de pontificado. Fue intransigente en materia
política pero de talante innovador y prudentemente liberal. Eligió al cardenal Albani (1750-
1834) como su secretario de Estado. . Será un papa sereno y equilibrado, que buscará el
punto medio en sus relaciones con los Estados, aunque la política exterior fue dirigida con
bastante autonomía por Albani.
No obstante su brevísimo pontificado, algunas líneas operativas conservan un particular
significado: se concedió la amnistía y fueron conmutadas algunas penas a condenados
políticos; además, quiso una ceremonia de coronación sin fasto y rechazó toda forma de
nepotismo.
Con la encíclica Traditi humilitati (24 de mayo de 1829), el pontífice indicó algunos
errores de las Sociedades secretas y condenó el indiferentismo y el subjetivismo,
preocupaciones eclesiales de la época; el 25 de marzo de 1830 intervino con un Breve sobre
la cuestión delicada de los matrimonios mixtos en Prusia: optó por una solución no
conflictiva, tolerando los matrimonios entre católicos y protestantes, pero exigiendo para
los hijos una formación católica.
Mientras Europa vivió las revoluciones de 1830 en Francia y en Bélgica, una realidad
diversa se perfiló para los católicos en los Estados Unidos de América. Por primera vez, en
1829, en Baltimore, se promovió un Concilio Provincial. Allí se afrontaron los problemas
eclesiales locales: la autoridad de los obispos, los medios de propaganda religiosa, la
polémica con los protestastes, la lectura de la Biblia en lengua vulgar, la organización de la
prensa católica, etc. También el impulso misionero vio una ampliación operativa. Después
de la conquista francesa de Algeria, la actividad misionera pudo llegar desarrollarse más
allá de África septentrional. En la política exterior Pío VII se reveló atento a múltiples
realidades: disminuyó los impuestos, ayudó a los desocupados, prohibió la exportación del
grano.
118
propuestas no fueron consideradas por el papa, quien se limitó, el 5 de julio de 1831, a
promulgar un edicto motu proprio, con algunas decisiones.
Cuando se retiraron las tropas austriacas se desataron nuevos tumultos. Fueron
movilizados los soldados pontificios, quienes ocuparon Cesena con comportamientos
aversivos de la población (1832). La situación ofreció motivo a Austria de intervenir con
una ocupación militar en Bolonia y a Francia de ocupar Ancona.
En tal contexto, Gregorio XVI, por un lado fue aconsejado según lógicas restrictivas, y
por otro, buscó promover ciertas innovaciones. Su principal colaborador fue el barnabita
Cardenal Luis Lambruschini, nombrado en 1836 secretario de Estado.
No obstante la introducción en el Estado pontificio de algunas mejoras técnicas y
científicas, el papa no imprimió un cambio radical a la política interna, en la que se
registraron la arbitrariedad policial, la censura y el déficit financiero. En las relaciones
internacionales, Gregorio tuvo desencuentros con Prusia, por la cuestión de los
matrimonios mixtos (situación superada con una convención); condenó algunos
movimientos innovadores que sostenían, por ejemplo, la abolición del celibato eclesiástico;
fue desfavorable al liberalismo católico francés, cuyo animador fue Lammenais; fue
contrario a la libertad de imprenta y de conciencia y a la separación Iglesia-Estado.
El pontífice formalizó acuerdos con Austria, Cerdeña y Nápoles. Situaciones alternas,
además, caracterizaron las relaciones con España: la alocución consistorial de Gregorio
XVI del 1º. de febrero de 1840 fue una protesta contra algunas leyes anticlericales; con
Portugal: la alocución papal de septiembre de 1833 denunció varios abusos hacia la Iglesia;
con Rusia: el Zar Nicolás I se dirigió a Roma en 1835, aunque no se llegó inmediatamente a
un concordato.
En definitiva, Gregorio XVI permaneció – desde un punto de vista histórico – como un
papa que afrontó la cuestión del liberalismo político sin individuar una política realista y
capaz de sintonizar con los cambios del tiempo. En realidad, era un monje que había vivido
la mayor parte de su vida al margen de los problemas políticos y sociales del mundo
moderno. Por otro lado, habría que tomar en cuenta los continuos y despiadados ataques a
la Iglesia por parte de los políticos e intelectuales liberales y la miopía y cerrazón de los
integristas que rodeaban al papa.
No obstante esto, se mostró favorable a la obra de Antonio Rosmini: el 10 de
septiembre de 1839, con una carta apostólica aprobó el Instituto de la Caridad fundado por
este sacerdote.
Promovió, además, las ciencias y las artes. Pero sobre todo, en 1839, prohibió la trata de
negros y dio un vigoroso impulso a toda la obra misionera de la Iglesia, tanto de ser
llamado «el gran papa misionero del siglo XIX». De hecho, el número de diócesis y
vicariatos apostólicos aumentó considerablemente, así como la multiplicaión de
congregaciones dedicadas a la evangelización, sobre todo del continente africano.
NOTA BIBLIOGRÁFICA. BIHLMEYER, Karl –Hermann TUECHLE, Storia de la chiesa, (tit. orig.
Kirchegeschichte) Morcelliana, IV, Brescia 1959, 109-146; COMBY, Jean, para leer la historia de la
Iglesia, II: Del siglo XV al siglo XX, Verbo Divino, Estella 1995, 99-103; ERBA, Andrea Ma.- Pier
Luigi GUIDUCCI, La Chiesa nella storia. Duemila anni di cristianesimo, Elledici, Torino 2003, 549-
554; FRANZEN, August, Kleine Kirchengeschichte (trad. it. Breve storia della chiesa, nuova
edizione riveduta e aumentata a cura di Remigius Bäumer, ed. Italiana a cura di Luigi Mezzadri),
Queriniana, Brescia 20029, 322-323; HERTLING, Ludwig, Historia de la Iglesia, Heder, Barcelona
198910, 453-454; Historia de la Iglesia católica (tit. orig. Geschichte der katholischen Kirche), dir.
119
J. Lenzenweger- P. Stockmeier- K. Amon- R. Zinnhobler, Herder, Barcelona 1989, reimp.1997,
504-505; 507-508; Manual de Historia de la Iglesia, dir. Hubert Jedin, VII: La Iglesia entre la
revolución y la restauración, ed. Herder, Barcelona 1978, 112-342; 421-465; LABOA, Juan María,
Historia de la Iglesia. IV: Época contemporánea, Sapientia Fidei, Manuales de teología 27, BAC,
Madrid 2002, 3-24; MARTINA, Giacomo, Historia de la Iglesia de Lutero hasta nuestros días, (tit.
orig. Storia della Chiesa da Lutero fino ai nostri giorni, 4 v., Morcellina, Brescia 20012.), III: Época
del liberalismo, Cristiandad, Madrid 1974, 173-176.
4. El Pontificado de Pío IX
El 21 de junio de 1846 fue elegido papa (su pontificado durará 32 años)
el cardenal Giovanni Mastai Ferretti, quien eligió el nombre de Pío IX.
Nació en Senigallia, en las Marcas, el 13 de mayo de 1792, y murió en
Roma el 7 de febrero de 1878. A un mes de distancia de su ascenso al
solio pontificio firmó el Edicto del Perdón. Fue concedida así una amplia
amnistía a los condenados políticos, excluidos los sacerdotes, los
militares y los empleados. Quien deseaba gozar de los beneficios de esta
gracia debía firmar un acta que ratificaba el compromiso a no proseguir
en actividades subversivas.
El consenso popular hacia Pío IX aumentó ulteriormente cuando éste eligió como
Secretario de Estado al Cardenal Pascual Gizzi. Después el papa instituyó una consulta de
Estado para mejorar la administración pública y constituyó una milicia citadina (Guardia
Civil) y la misma censura sobre la imprenta fue mitigada.
Cuando el pontífice protestó contra Austria por la indebida ocupación militar de
Ferrara, Mazzini y Garibaldi vieron en este gesto el signo de una política en sintonía con
sus ideas. Sin embargo, a fines de 1847, Pío IX fue más prudente. Hizo aprobar una
Constitución que preveía dos Cámaras y un Colegio de Cardenales para las cuestiones
eclesiásticas.
120
4.2 Fuga a Gaeta. La República Romana. Retorno del papa. La segunda guerra de
independencia. La «Cuestión Romana»
El 15 de noviembre de 1848 Rossi, fue asesinado mientras bajaba las escaleras del
Palacio de la Cancillería,. El papa advirtió el peligro y se refugió en Gaeta (la noche entre
el 24 y 25 de noviembre de 1848), como huésped de los Borbones. En la Urbe se
organizaron las elecciones para formar una Asamblea Constituyente. El 9 de febrero de
1849 se declaró caído el poder temporal pontificio y se proclamó la República Romana. Un
triunvirato, compuesto por Aurelio Saffi, Carlo Armellini y Giuseppe Mazzini, coordinó la
acción política y reguló la vida administrativa. Se verificaron, desgraciadamente, muchos
episodios lesivos a la vida y a la organización eclesial romana. La Iglesia de Santiago en
Augusta, por ejemplo, junto con otros lugares de culto, fue transformada en establo para los
caballos y ejército republicano.
Desde Gaeta, Pío IX pidió ayuda. El ejército francés de Luis Napoleón derrotó la
defensa de la República coordinada por José Garibaldi. El papa pudo regresar a Roma (12
de abril de 1850). La acción diplomática de Cavour creó las premisas para afrontar una
segunda guerra de independencia, que se desató el 29 de abril de 1859. Ocurrieron después
las anexiones de 1860, la proclamación del reino de Italia (1861). De todas partes hubo
presiones para que Roma se convirtiera en capital de Italia.
Se intensificaron los contactos con la casa Saboya, con miras a reobtener Roma de
modo pacífico. Pío IX intentó mantener el pequeño poder temporal que aún le quedaba a la
Iglesia. Al papa no le interesaba sólo y principalmente la pérdida del Estado pontificio (que
aún consideraba garantía de libertad), le importaban los principios que tal despojo habían
producido: es decir, la secularización y la separación siempre más neta entre Estado e
Iglesia. Además, se oponía a la política que fuera de Italia – por ejemplo, México y
Portugal – perseguía a la Iglesia y la reducía al silencio, o bien en Italia la subordinaba al
Estado, que le expropiaba sus bienes y terminaba por absorber las fundamentales libertades
de la vida eclesiástica.
En 1864 Pío IX firmó la encíclica Quanta cura donde como un apéndice se colocó un
elenco de 80 errores del liberalismo moderno: es el famoso Syllabus. Fueron condenados,
entre otros, el naturalismo y el racionalismo. La intervención doctrinal rechazó la falsa
libertad de pensamiento y la negación del sobrenatural o «cientificismo».
El Syllabus es un documento eclesial que sirvió sobre todo para dar seguridad y
tranquilidad al interno de la Iglesia. No tiene nada en común con los actuales conceptos de
libertad religiosa, la conciencia personal y su inviolabilidad; significó sobre todo propugnar
por la libertad de la Iglesia, en una época en que al papa le eran obstaculizadas incluso la
elección y la consulta de muchos obispos en varias partes del mundo. Es un texto que –
leído con sensibilidad contemporánea – puede crear desconcierto. Sin embargo, es
necesario recordar que entonces la cultura se expresaba en sentido racionalista, positivista y
anticlerical, negaba la Revelación o la reducía a nivel puramente naturalista o subjetivo.
La génesis del documento puede ubicarse en tres fases: 1) de los años 1849-59, con la
inquietud de un sínodo de Espoleto (1849) retomada después por el conde Abogadro della
Motta en una obra suya sobre el socialismo y por la Civiltà Cattolica, que sugirió incluir
121
una lista de errores en la bula de la definición de la Inmaculada Concepción, la cual
recuerda implícitamente el pecado original y condena los errores que lo negaban. 2) La idea
fue retomada nuevamente hacia los años 1860 -1862, en los que se consulta a Mons. Pie,
Mons. Ram y al P. Guéranguer OSB, aunque el papa eligió finalmente como texto base una
carta pastoral del obispo de Perpiñán, Gerbert, a partir del cual se elaboraron 70
proposiciones que después se reducirán a 60. 3) De 1862 a 1864, años en los que se
consultaron 225 obispos de los cuales respondieron 159 y un tercio se manifestó contrario a
publicar este elenco por no considerarlo oportuno. Entretanto se celebraron dos importantes
congresos: uno en Malines, con dos discursos de Montalembert (finales de agosto de 1863)
donde se subrayaron las ventajas del régimen liberal para la Iglesia y cómo las singulares
libertades reivindicadas por la sociedad contemporánea eran compatibles con la doctrina
católica. El otro Congreso de teólogos católicos se celebró en Mónaco, a fines de
septiembre, organizado por Döllinger, quien criticó la escolástica, revaloró los estudios
positivos y subrayó la misión profética de los teólogos, especialmente de los alemanes,
aunque aceptando la sumisión de éstos a las definiciones romanas. El Congreso fue mal
visto por la curia romana y provocará, a fines de 1863, la carta de Pío IX al obispo de
Mónaco, Scherr, Tuas libenter (DS 2875-2880).
De junio a noviembre de 1864 se dieron las diversas redacciones de elenco de errores
modernos por obra del cardenal Bilio, quien redactó también la encíclica Quanta cura. El
elenco de tesis de los errores se hizo en base a la idea de recoger de varios documentos
pontificios, especialmente de Pío IX, las frases consideradas más significativas. El método
usado puede ser peligroso y confuso en cuanto aísla una frase de su contexto y le puede dar
un significado diverso al que originalmente tenía. Es necesario recordar que se trata de un
elenco de tesis erróneas y que quien las propuso las consideró afirmaciones de tal
naturaleza.
Así, el 8 de diciembre de 1864, fue firmada la Quanta cura que retomaba algunas
expresiones de la Mirari Vos de Gregorio XVI. Ese mismo día, Antonelli, el Secretario de
Estado, firmó la carta que acompañaba el envío a todos los obispos del Syllabus,
documento que provocará fuertes reacciones a favor en algunos sectores de la Iglesia y una
gran oposición en otros, aún dentro de la misma Iglesia, pero sobre todo fuera de ésta.
Se trata de 80 proposiciones tomadas de otros documentos de Pío IX donde se condenan
algunos errores en forma de proposiciones o de tesis: es un elenco de errores condenados
así como suenan. El Syllabus no expone la doctrina católica sino los errores contrarios a
ella. Para leerlo justamente, debe aplicarse la teoría de la tesis-hipótesis: algo teóricamente
es justo y también en teoría defendido, pero en la práctica el realismo debe guiar la acción y
la decisión (tesis: principio absoluto; afirmación de la naturaleza intrínseca de las cosas;
orden querido por Dios; hipótesis: aplicación de los principios a las situaciones concretas).
Para comprender la doctrina católica es necesario pasar del error condenado a la verdad
enseñada que no siempre coincide con la contraria de la condenada en todas sus partes.
Es necesario encuadrar en documento en la polémica relacionada con las relaciones
Iglesia-Estado, en las respectivas concepciones sobre el Estado, la sociedad y la Iglesia.
122
4.2.1 Aspectos sobre el contenido del Syllabus
El Syllabus está dividido en 10 grupos de tesis agrupadas por temáticas; en cada tesis se
indica el documento pontificio de donde es tomada. A continuación se propone una
agrupación siguiendo un criterio temático:
- I Grupo de tesis: prevalecen las preocupaciones filosóficas y teológicas; defensa del
orden sobrenatural contra el inmanentismo y el naturalismo. Se presentan así: panteísmo,
naturalismo, racionalismo absoluto (tesis 1-17: DS 2901-2914); racionalismo moderado: no
niega el orden sobrenatural pero afirma que el hombre con sólo sus fuerzas puede penetrar
el misterio.
Indiferentismo y latitudinarismo (tesis 15-18: DS 2915-2918) cfr. también la tesis 5. En
la tesis 15: no todas las religiones objetivamente son iguales, sino que, se afirma en otro
lugar y aquí se supone, se debe seguir siempre la conciencia invencible siempre;
subjetivamente aún en materia religiosa y no traicionar la propia conciencia. En estas tesis
se explicita el pensamiento de Pío IX sobre la extra ecclesia nulla salus (Cfr. DS 2916).
- II Grupo: errores de ética natural y moral cristiana (DS 2956-2974).
Ética laicista: desvincula la ética de toda relación ontológica con Dios.
El Estado como fuente y origen de todos los derechos sin límites (típico del
pensamiento liberal.
Las tesis 56-58 impugnan la moral laicista que desvincula la ética de la ontología, de
toda relación ontológica con Dios, rebatiendo la necesaria conexión de la moral con la
religión (gran mérito histórico de la Iglesia); como consecuencia es denunciado el
moralismo o el eticismo laico y como consecuencia, las diversas manifestaciones prácticas
en campo social y moral de tal ética como los principios del liberalismo (liberalismo
económico), el amoralismo económico (cf. tesis 58: DS 2958)).
La mayoría no es el criterio del bien y de lo justo o de lo mejor. Vgr. el caso del voto
sobre el aborto... (no se condena el sistema mayoritario sino el asumirlo como criterio
moral de lo justo o injusto. Cfr. Tesis 60: DS 2960).
- III Grupo: errores acerca del Estado en sí y en sus relaciones con la Iglesia.
Son fundamentales las tesis 19 y la 39 (DS 2919; 2939): el Estado moderno no admite
fuera de sí otra fuente de derecho, y sin límites; el liberalismo así concebido
paradójicamente contiene en sí los gérmenes del totalitarismo estatalista.
Sobre la redacción de la tesis 60, los autores no consideraron la cuestión de la elección
de la autoridad bajo el aspecto político, sino se limitaron a declarar que la aprobación de
una mayoría no era criterio de justicia, no vuelve justo lo que es injusto. Con relación a la
tesis 63 sobre la revolución, no se habla de causas legítimas para ésta.
- IV Grupo: errores sobre la Iglesia y sus derechos.
Contra el jurisdiccionalismo.
Naturaleza en sí de las inmunidades eclesiásticas como derecho inherente a la Iglesia.
Las tesis 20, 28, 29, 33, 37, 44, 45, 46, 51, 52, 53 son contra el jurisdiccionalismo y
reivindican la naturaleza de la inmunidades eclesiásticas como derechos inherentes a la
Iglesia por su naturaleza (no por la evolución o las situaciones contingentes de la historia
cf. 30, 32). Estos puntos tendrán pronto una evolución en las concepciones del derecho
público eclesiástico. Es de notar que frecuentemente en muchos casos los documentos de
los cuales son extraídas las tesis se refieren a conflictos entre Estado e Iglesia en Europa o
en América Latina (cf. tesis 53 y 55 que hacen referencia a la situación de la Iglesia en
123
Colombia) por lo cual es necesario ver el contexto al cual se refieren y el motivo por el cual
se afirmaron en el momento del documento originante.
- V Grupo: errores sobre el matrimonio cristiano.
Las tesis 65-74 son tesis sobre los errores del matrimonio cristiano, tesis contrapuestas a
la doctrina católica sobre el matrimonio como naturaleza y como dimensión pública. La
tesis 72: la nulidad del matrimonio contraído después de la ordenación; había sido rebatido
ya en Pisa en 1135.
- VI Grupo: tesis 75-76: errores de civili Romani Pontificis principatu.
- VII Grupo: errores del liberalismo moderno.
La tesis 77 alude a la violación del concordato español, y en particular a la abrogación
del artículo 1º. Sobre la religión católica como oficial y única. La tesis 78 alude a las leyes
introducidas en Colombia sobre la libertad de culto para los inmigrantes. La tesis 79 contra
la libertad de conciencia, retoma expresiones de la Quanta cura, que a su vez retoma la
Mirari Vos. La alocución de donde se toma la tesis es la Nunquam fore del 15 de diciembre
de 1856 que se refiere a la situación mexicana. Los motivos aducidos por los liberales para
la libertad de conciencia, se consideran un corolario necesario del indiferentismo.
La tesis 80 parecería extraña si no se conoce el contexto: Pío IX no condenó ni el
progreso ni la civilización moderna en general, sino la concepción filosófica de la persona y
de la sociedad promovida por el liberalismo y los abusos que provenían de tales
concepciones: en muchos países, cometidos por el Estado liberal contra las personas, las
congregaciones y la Iglesia, bajo el pretexto de defender la libertad.
El documento pontificio es clarísimo e irreprensible aunque si el tono puede parecer
demasiado negativo; el texto como tal dará lugar a no pocas polémicas. En este sentido los
redactores del documento no fueron muy felices en algunos casos en el modo de exponer la
doctrina católica, aunque si en otros, a distancia de años, las tesis resultan claras.
El Syllabus es correcto e importante en los principios afirmados, discutible en su forma.
124
4.4 El dogma de la Inmaculada Concepción (1854)
126
Sobre el dogma de la infalibilidad el concilio definió como revelado por Dios que las
declaraciones hechas ex cathedra por el papa en cuestiones de fe y de costumbres son
infalibles e irreformables por sí mismas, sin que deba anteceder el consenso de la Iglesia
(ex sese, non autem ex consensu ecclesiae, irreformabiles).
La definición de la infalibilidad pontificia y el primado de jurisdicción sobre la Iglesia
sofocó los últimos residuos del galicanismo decadente, aunque no del todo apagado;
estimuló el proceso de centralización, ya de tiempo atrás en curso, y reforzó la autoridad
papal precisamente en un momento en que abundaban los ataques contra ella.
La interrupción del concilio impidió el examen del problema de las relaciones entre la
autoridad del papa y la de los obispos, con no pocos inconvenientes teóricos y prácticos.
Los esquemas preparados con notable fatiga se revelaron muy útiles para los canonistas,
que, a principios del s. XX, se enfrentaron con la ímproba tarea de la codificación del
Derecho canónico.
La presencia simultánea en Roma de tantos obispos y sus frecuentes contactos
propiciaron el desarrollo de una mayor sensibilidad para con los problemas del momento.
El apostolado y la cura pastoral fueron los que más ventajas obtuvieron.
En conclusión, el Vaticano I significó para la Iglesia un bien innegable, aunque en
muchos aspectos sólo indirecto. Desde otro punto de vista, se puede afirmar que el
Vaticano I no inauguró ninguna nueva época en la historia de la Iglesia, como había
ocurrido con el Tridentino y como sucedería después con el Vaticano II, pero llevó a sus
últimas consecuencias las tendencias que, presentes ya en Trento, no habían logrado
desplegar toda su virtualidad debido a circunstancias históricas poco favorables. El
Vaticano I queda, pues, de lleno en la época tridentina, definitivamente clausurada por el
Vaticano II.
1849 Primera sugerencia documentada sobre la necesidad de un concilio: Pienso que V.S.
deba...convocar un concilio general para condenar los errores recientes y hacer
reavivar la fe en el pueblo cristiano, restaurar y reafirmar la disciplina eclesiástica,
tan debilitada en nuestros días. El mal es general; son por tanto necesarios remedios
generales (Del Cardenal Lambruschini a Pío IX )
1864 6 de diciembre: anuncio confidencial a los cardenales de la intención de reunir un
concilio.
1865 9 de marzo. Primera reunión de la Congregación Directiva.
Abril: parecer de 36 obispos latinos
1866 Feb-marzo: Parecer de 9 obispos de Oriente.
1867 26 de junio: anuncio público del concilio.
Septiembre: inicio de las actividades de las comisiones preparatorias
1868 29 de junio: Bula de convocación. Aeterni Patris. Arcano Divinae.Iam vos omnes.
1869 6 febrero: Artículo «Corrispondenza dalla Francia», en la Civiltà Cattolica.
Marzo: 5 artículos anónimos de Dollinger en allgemeine Zeitung. Reproducidos y
ampliados en el volumen El Papa y el Concilio bajo el pseudónimo de Janus.
Noviembre: Carta abierta de Dupanloup.
2 de diciembre: Reunión pre-sinodal y distribución del reglamento.
8 dic.: Primera sesión solemne. Apertura del concilio.
10 dic.: Primera congregación general.
127
14 dic.: Elección de la Comisión para la Fe.
28 dic.: Apertura del debate sobre el esquema de la doctrina católica.
1870 6 enero: II sesión solemne. Profesión de fe.
10 enero: Remisión a la comisión del esquema de la doctrina católica.
22 febrero: Discusión de los cuatro esquemas disciplinares.
6 de marzo: Distribución de un proyecto de definición de la infalibilidad pontificia.
19 abril: Discusión del esquema de la fe católica (De Fide).
24 abril: Tercera sesión solemne. Votación de la Constitución Dei Filius.
27 abril: Decisión de anticipar la cuestión de la infalibilidad.
1-3 mayo: Se retoma el examen del decreto sobre el Catecismo.
9 mayo: Distribución del esquema sobre el romano Pontífice (de Summo Pontífice).
13 ayo: Inicio de los debates sobre el esquema del Romano Pontífice.
3 junio: Clausura anticipada de la discusión general.
6 junio: Inicio de la discusión especial.
14 junio: Inicio de la discusión del capítulo IV (sobre la infalibilidad).
4 julio: suspensión del debate sobre el capítulo IV.
11 julio: Votación sobre las correcciones.
13 julio: Votación provisoria sobre el conjunto de la Constitución Pastor Aeternus.
16 julio: Votación sobre las últimas correcciones.
18 julio: IV sesión solemne: votación de la Constitución Pastor Aeternus.
19 Julio: Francia declara la guerra a Prusia.
13 agosto: Reinicio de trabajos en la Congregación General.
1 septiembre: Última Congregación General.
20 octubre: Aplazamiento del concilio sine die
Pío IX se reveló como un pontífice de profunda vida espiritual. Amaba predicar como
un simple sacerdote. Pastor realmente atento a la realidad eclesial de su tiempo. Por su
deseo expreso, fue sepultado en la cripta de la basílica romana de San Lorenzo en Campo
Verano. Juan Pablo II lo proclamó beato, el 3 de septiembre del 2000, reconociendo su
santidad de vida.
NOTA BIBLIOGRÁFICA. BIHLMEYER, Karl –Hermann TUECHLE, Storia de la chiesa, (tit. orig.
Kirchegeschichte) Morcelliana, IV, Brescia 1959, 146-149; 214-219; COMBY, Jean, para leer la
historia de la Iglesia, II: Del siglo XV al siglo XX, Verbo Divino, Estella 1995, 122-125; ERBA,
Andrea Ma.- Pier Luigi GUIDUCCI,, La Chiesa nella storia. Duemila anni di cristianesimo, Elledici,
Torino 2003, 554-559; FRANZEN, August, Kleine Kirchengeschichte (trad. it. Breve storia della
chiesa, nuova edizione riveduta e aumentata a cura di Remigius Bäumer, ed. italiana a cura di Luigi
Mezzadri), Queriniana, Brescia 20029, 323-335; HERTLING, Ludwig, Historia de la Iglesia, Heder,
Barcelona 198910, 454-459; Historia de la Iglesia católica (tit. orig. Geschichte der katholischen
Kirche), dir. J. Lenzenweger- P. Stockmeier- K. Amon- R. Zinnhobler, Herder, Barcelona 1989,
reimp.1997, 514-523; LABOA, Juan María, Historia de la Iglesia. IV: Época contemporánea,
Sapientia Fidei, Manuales de teología 27, BAC, Madrid 2002, 24-30; 105-116; 147-163; Manual de
Historia de la Iglesia, dir. Hubert Jedin, VII: La Iglesia entre la revolución y la restauración, ed.
Herder, Barcelona 1978, 626-673; 990-1017; MARTINA, Giacomo, Historia de la Iglesia de Lutero
hasta nuestros días, (tit. orig. Storia della Chiesa da Lutero fino ai nostri giorni, 4 v., Morcellina,
Brescia 20012.), III: Época del liberalismo, Cristiandad, Madrid 1974, 203-260; ZAGHENI, Guido,
La época contemporánea. Curso de historia de la Iglesia, IV, San Pablo, Madrid 1997, 142-190.
128
5. León XIII (1878-1903): el Papa de la Rerum Novarum
El 20 de febrero de 1878 fue elegido como papa, por sesenta de los setenta y cuadro
cardenales existentes, el Cardenal Gioachino Vicenzo Pecci que tomó el nombre de León
XIII, en recuerdo de león XII su protector, ya había dado óptima prueba de sí como
delegado pontificio en Italia, como nuncio en Bruselas y arzobispo de Perusa y era
considerado como representante de una posición moderada. Nacido en Carpineto, pequeño
pueblo de la provincia de Roma, en 1810. Era un hombre de gran cultura, humanista en el
mejor sentido de la palabra, de grandeza espiritual y alta capacidad política, ponderado en
sus acciones, benigno y conciliador, de carácter frío, con una enorme capacidad de trabajo.
El conclave tuvo lugar después de la toma de Roma por parte del gobierno italiano. En
Europa estaban en gran actividad movimientos ideológicos contarios a la Iglesia; existió, de
hecho, una política anticatólica en Bélgica (ligas masónicas) y en Suiza protestante.
León XIII fue ayudado por valiosos Secretarios de Estado como Luis Jacobini (1880-
87) y Mariano Rampolla del Tindaro (1887-1903), logrando conducir casi siempre con
éxito una política eclesiástica diplomáticamente hábil y dirigida hacia grandes metas,
siendo así que bajo su pontificado ascendió a un nivel jamás logrado en el pasado, de
universal importancia y autoridad moral.
Con relación al Estado italiano, el primer decenio de su pontificado se caracterizó por
serios intentos de encuentro y de conciliación, aunque el pontífice defendió siempre la
causa del poder temporal y afirmó la soberanía internacional de la Santa Sede con la misma
intransigencia que su precdesor. Retomaron vigor entre los católicos también las corrientes
transigentes y conciliaristas. A las discusiones acerca de la posibilidad de la solución de la
Cuestión Romana andaban estrictamente unidas propuestas de una nueva participación de
los católicos en la vida política. Sin embargo, la hostilidad persistió por parte del gobierno
italiano, influenciado por la masonería y por parte católica se afirmó la postura
intransigente con una viva crítica al régimen vigente y activamente empeñada en la acción
social entre la masa obrera y campesina amenazada por el peligro socialista.
León XIII buscó establecer acuerdos con más interlocutores. En 1882, normalizadas las
relaciones diplomáticas con Prusia (interrumpidas en 1872); en 1883 hubo contactos con el
Zar Alejandro III de Rusia; en 1888 el emperador Guillermo II llegó de visita a Roma y se
entrevistó con el papa.
Aún en los países tradicionalmente católicos como España y Portugal los masones,
adversarios de la Iglesia, celebraban sus triunfos.
Sus encíclicas más importantes fueron: Inescrutabili Dei consilio (21 de abril de 1878),
Quod apostolici muneris (28 de diciembre de 1878), Diuturnum illud (1881), Humanum
genus (1884), Inmortale Dei (1885), Libertas praestantissimum (1888), Sapientiae
christianae (1890). En ellas definió la legitimidad de las libertades populares y de la
libertad misma. En febrero de 1884 el pontífice se dirigió también a los católicos franceses
con la encíclica Nobilisima Gallorum gens, invitando a aceptar el régimen republicano.
En 1889 se fundó en Friburgo una Universidad Católica; en 1895 Eduardo VII (futuro
rey de Inglaterra) visitó al León XIII, mientras el año precedente doce mil obreros se
reunieron en Roma para rendir homenaje al pontífice.
Otros hechos relevantes fueron el Concordato con la República de Colombia (1887) y el
Concilio Plenario Latinoamericano, celebrado en Roma en 1899.
129
No faltaron tampoco horas de amargura, con la aprobación de leyes penales contra los
ministros de culto, la abolición de los diezmos la disolución de algunas obra pías, la
inauguración en Roma del monumento a Giordano Bruno. El papa no dudó en contactar al
negus Menelik a fin de que fueran liberados 1500 prisioneros italianos capturados en la
batalla de Adua. El 24 de diciembre de 1899 León XII, inauguró el XX Año Santo.
Durante su pontificado la jerarquía eclesiástica creció con 248 nuevos obispados y
arzobispados y fueron incrementadas las misiones entre los infieles. El papa prosiguió la
interrumpida actividad de reforma del concilio Vaticano I y se ocupó incesantemente, con
numerosas encíclicas programáticas, en ilustrar en todos los aspectos la vida cristiana en la
familia, en la sociedad y en el Estado, instaurar la justa relación entre la Iglesia y el mundo
moderno e incitar a los católicos a colaborar activamente en la vida cultural, política y
social. Conservando aún cierto influjo de la tradición absolutista, se opuso a la disolución
individualista de la sociedad como también a todo intento totalitario del socialismo de su
tiempo; vio la relación ideal entre Estado e Iglesia no como una neta separación, sino una
armónica cooperación de ambos poderes. Con grandeza espiritual y amplitud de mirada,
ilustró con su enseñanza la relación entre Iglesia y cultura, los fundamentos cristianos de la
política y el origen del poder civil, la verdadera y la falsa libertad.
Mientras en varios países fueron cada vez más conocidas las ideas de Thomas Malthus,
las doctrinas de Karl Marx, las tesis de Miguel Bakunin y Eugenio Richter, León XIII hizo
sentir su voz sobre la cuestión social con la encíclica Rerum Novarum. La redacción de esta
encíclica pasó por tres fases esenciales: tras un primer esquema redactado en 1890 por el P.
Liberatore S.J., el cardenal Zigliara, redactó el mismo año un segundo esbozo. Lo
corrigieron y revisaron el P. Liberatore y el cardenal Mazzella, lo tradujeron al latín los
secretarios Boccali y Volpini y, después de algunos retoques muy importantes introducidos
en el último momento por orden del pontífice, fue publicado el 15 de mayo de 1891.
La enseñanza del papa puede resumirse en cuatro puntos esenciales, cada uno de los
cuales recoge en síntesis elementos opuestos: 1) Queda ratificado el derecho natural a la
propiedad privada, subrayando su función social. 2) Se atribuye al Estado la obligación de
promover la prosperidad pública y privada, superando el absentismo liberal, pero se marcan
a la acción estatal (de carácter subsidiario) límites que no puede sobrepasar. 3) A los
obreros se les recuerdan sus deberes con relación a los patronos, dejando claro que tienen
derecho, en estricta justicia, a un salario suficiente que les asegure un tenor de vida
humano, consagrando así, frente a la concepción puramente económica del trabajo, su
aspecto humano y personalista. 4) Se condena la lucha de clases, pero se reconoce a los
obreros el derecho a asociarse para defender sus intereses e incluso en asociaciones
compuestas exclusivamente por obreros.
La encíclica recoge el fruto de cincuenta años e estudios y polémicas: de los discursos
de Ketteler en la catedral de Maguncia en 1848 a las exhortaciones de Mermillod en Santa
Clotilde de París; de las iniciativas de Harmel a las de las Obras de los Congresos; de las
tesis de Haid a las conclusiones de la Unión de Friburgo y Lieja en 1890; de la intervención
de Manning en la huelga de Londres a la de Gibbons a favor de los Caballeros del Trabajo:
de las asociaciones de mutua ayuda al corporativismo de Vogelsang y de La Tour du Pin a
los primeros conatos del sindicalismo cristiano. No sólo se superaban los «dogmas» de la
economía liberal, que muchos economistas defendían, sino que reconocía la legitimidad de
130
muchas de las posturas más avanzadas de los católicos, consideradas como «socializantes»
por algunos conservadores.
La encíclica apareció cuarenta y cuatro años más tarde que el Manifiesto comunista, y
tuvo aparentemente poca importancia en la emancipación de los obreros. Una primera
lectura de la encíclica deja hoy una impresión incómoda debido a su tono solemne y
paternalista, al eco arcaico que aflora en algunas de sus partes, a la imprecisión en que
quedan ciertos puntos importantes, como la cuestión del salario familiar, al carácter
contingente de algunas directrices prácticas sobre las asociaciones profesionales. Recurre, a
menudo, a argumentaciones abstractas, sin analizar la situación real creada por el
capitalismo y no presenta un análisis estructural de las causas de la miseria de la clase
obrera, deploradas, por otra parte, en la encíclica, exaltándose más los remedios morales
que las reformas estructurales. Sin embargo, a pesar de sus limitaciones fue muy importante
en la vida de la Iglesia y la impresión que causó en su tiempo.
León XIII se empeñó también por promover las ciencias eclesiásticas. En la encíclica
Aeterni Patris, de 1879, recomendó a Santo Tomás de Aquino como guía de los estudios
filosóficos y teológicos. Abrió a los historiadores los tesoros del Archivo Secreto Vaticano
(1881), e instituyó en 1902 la Pontificia Comisión Bíblica. Fundó en Roma la Academia de
Santo Tomás y en Lovaina la Universidad Católica. Escribió un total de 51 encíclicas, en
las cuales afrontó los problemas del momento. Una valoración de este pontificado no puede
ser sino positiva. Activo hasta el último día de su vida, murió a los 93 años (20 julio 1903).
El contexto de esta problematica, fue el siglo XIX en que se asiste a la así llamada
«secularización de las masas», cuya causa fue también la Ilustración. Ésta provocó, en
efecto, un clima de secularización generalizada, de anticlericalismo y de descristianización.
Los revolucionarios del s. XIX estaban dispuestos a crear una nueva sociedad
rechazando las barreras existentes, y entre éstas, casi siempre creían encontrar a la Iglesia,
identificada con el pasado y la tradición, por esto los burgueses creyeron necesario
131
desplazarla. Por otra parte, los movimientos obreros identificaron a la Iglesia con la
burguesía, es decir, sus enemigos. Resulta así paradójico como la Iglesia fue mal vista y
marginada por dos extremos enfrentados entre sí: burguesía y clase obrera.
La revolución industrial4 se aprovechó del aumento de población y fue la causa del
surgimiento de verdaderos cinturones de miseria y condiciones a veces infrahumanas de la
clase obrera, lo que dio como resultado el surgimiento de asociaciones obreras que exigían
una legislación más justa. La postura «conservadora» estaba representada por el
liberalismo5, mientras que el socialismo surgió como la respuesta espontánea a tantos
aspectos negativos que caracterizaban a aquél.
- El sindicalismo nacido en Inglaterra, por su parte, constituyó la necesaria reacción
contra el aislacionismo en que vivían los obreros al desaparecer las tradicionales
asociaciones profesionales6. Poco a poco fueron ampliando sus objetivos hasta convertirse,
casi exclusivamente, en organizaciones de resistencia frente al capitalismo. En este país,
Robert Owen (1771-1858) y más tarde el cartismo fueron los primeros en asimilar reyes,
sacerdotes y aristócratas, considerándolos a todos como usurpadores y causantes de la
pobreza del mundo obrero. Proudhon, en Francia, estigmatizó «la alianza del sable, del
hisopo y de la caja fuerte», y opuso el ideal de justicia revolucionario a los consejos de
sumisión y resignación recomendados por la Iglesia.
En Francia, el espíritu antirreligioso estaba muy difundido no sólo entre los ambientes
cultos, sino también entre los obreros, desde los años del adoctrinamiento jacobino.La
tradición popular anticlerical nace durante la Revolución Francesa, al abrigo del
anticlericalismo ilustrado de filósofos y abogados.
Los cristianos se encontraron ante una triple problemática: por una parte, cómo
responder a los nuevos estudios, a las objeciones doctrinales presentes de mil maneras,
sobre todo en ámbitos universitarios, alejados de la tutela eclesiástica y dirigidos por
volterianos o roussonianos, racionalistas y positivistas; por otra, como reconcialiarse con la
revolución liberal, que se extendía y afianzaba en el poder, y, finalmente cómo comprender
y afrontar la cuestión social, particularmente el socialismo.
A lo largo del s. XIX no se consiguió ni lo uno ni lo otro, sin embargo, de esto no se
puede deducir que los cristianos hayan sido insensibles y pasivos ante la cuestión social.
Así, Pío IX dedicó un texto de la Quanta cura a denunciar no sólo la ilusión del
socialismo, que pretendía reemplazar a la Iglesia por el Estado, sino también el carácter
pagano del liberismo económico, que prescinde de la moral en las relaciones capital-
trabajo. El obispo de Maguncia Ketteler, por su parte, intentó probar que la solución del
4
Aquí se trata de la «primera revolución industrial»: consecuencia de la progresiva sustitución en larga escala
del hombre por la máquina (hoy se habla de la segunda revolución industrial, debida a la creciente
automatización que vuelve cada vez más superfluo el trabajo de hombre.
5
El liberalismo tuvo dos momentos históricos diversos: liberalismo clásico (Smith, Ricardo en el s. XVII), y
la escuela de Manchester. Inició en Inglaterra porque fue allí donde por primera vez se usó la máquina, el telar
de vapor. En cada región hubo regiones donde surgió particularmente la cuestión social porque se desarrolló
una industria particular (vgr. Cataluña, País Vasco, Asturias, en España; Lombardía en Italia, etc.).
6
A este respecto es necesario recordar, por ejemplo, las primeras asociaciones obreras de mutua ayuda.
Combination Laws de 1799, que prohíbieron cualquier forma de asociación obrera de mutua ayuda..
Asimismola ley francesa Le Chapellier (1791) y su significado histórico, es decir, el fin de las antiguas
corporaciones medievales que se convirtieron en castas cerradas dedicadas a la defensa de los propios
intereses; la ley rompió esta cerrazón, pero prohibiendo toda asociación de obreros, terminó por abandonar a
los obreros.
132
problema obrero no podía concebirse más que en función de una visión general de la
sociedad opuesta tanto al individualismo liberal como al totalitarismo del Estado
centralizado moderno.
Gran parte del desconocimiento y del alejamiento existente entre la Iglesia y el mundo
obrero se debió a la incapacidad de aquélla al ambiente urbano, a los nuevos núcleos
industriales y a la nueva clase social, descuidándolos así y abandonándolos casi
completamente a la fe laica de los movimientos obreros del siglo XIX.
Por lo demás, también hubo en el mundo católico quien defendió la imposibilidad de
modificar las estructuras, tomando como argumento la inevitabilidad de las leyes
económicas y la fatalidad de las miserias que acompañan a la humanidad a lo largo de la
historia. Esta postura, que influyó en la imagen histórica más que todos los esfuerzos a
favor de la justicia, estuvo motivada por la mentalidad aristocrática, restauracionista y
conservadora de muchos católicos. No hay que olvidar también que el mundo católico
reconoció desde el primer momento el valor social de la actividad caritativa. Los diversos
estamentos eclesiales sin poder político, desarrollaron una importante presencia social, a
menudo centrada en la acción y asistencia caritativa.
136
En España sobresalieron personalidades como Vincent, fundador de círculos de obreros
y Nevares, Comillas, Gafo, Arboleya, que escribieron sobre cuestiones candentes y crearon
obras de ayuda, asistencia y promoción de los obreros.
6.3 El socialismo
7
Cfr. J. M. LABOA, Historia de la Iglesia, IV: Época contemporánea, Sapientia Fidei 27, BAC, Madrid 2002,
210-221.
137
En tal contexto, se coloca una ulterior contribución de estudio: el del alemán Karl Marx.
138
6.3.3 Oposición de Marx a la religión
6.4 Tendencias y actitudes de los católicos frente a los problemas sociales en el s. XIX
- De frente a los problemas sociales concretos, una respuesta concreta: la caridad se vuelve
obras. Respuestas concretas de los cristianos a la cuestión social: caridad y empeño social.
Se registra en el mundo católico la presencia de una serie de movimientos que buscan
dar una respuesta a los problemas de la cultura liberal en los diversos campos.
En tal perspectiva, por ejemplo, se pueden mencionar a Federico Ozanam (+1853),
quien abrió un camino hacia la dedicación a los más pobres con las Conferencias de San
Vicente, nacidas en 1833. A las doroteas de Frassinetti en Roma (1849) acogieron
indistintamente a todos los heridos, garibaldinos o papalistas.
Existe una serie de iniciativas caritativas en cada país católico: en Italia, Cottolengo con
su hospital, Don Bosco con escuelas profesionales; Don Incola Mazza (+1865) con su
programa de desarrollo integral en Verona. En España, fundaciones como las de Teresa
Gallifa Palmarola (1850-1907), María Ana Mogas Fontcuberta (1827-1886), etc.
Los católicos, pues, de frente a la cuestión social, hasta 1891, mantienen una línea
propiamente conservadora que se preocupa por defender el derecho de propiedad, condenar
en bloque el socialismo y el comunismo, sin profundizar el examen de las cuestiones,
persuadidos del valor de la sola generosidad y beneficencia; no ofrece una enseñanza sobre
la justicia social en el sentido actual. Esta mentalidad aparece en varios documentos
139
pontificios como la encíclica que abre el pontificado de Pío IX, Qui pluribus (1846), el
Syllabus (1864), Quod Apostolici Muneris (1878) Auspicati Concessum (1884). Estos
documentos condenan el amoralismo económico pero el acento se pone sobre todo en la
defensa del derecho de propiedad.
Apareció también en la literatura del tiempo una mentalidad fuertemente difundida
donde frecuentemente se habla de «resignación» y de «generosidad» hacia los pobres.
Ciertamente hay que reconocer q ue, como lo afirmaron ya los marxistas, la Iglesia, en
su conjunto, se mostró más solícita en este tiempo a defender el derecho de propiedad que
el derecho de los pobres a una vida digna de una persona humana.
En el plano propiamente social, los primeros estudios, denuncias e iniciativas fueron,
por ejemplo, las prédicas de Ketteler en la catedral de Maguncia en 1848, reivindicando la
competencia de la Iglesia en la cuestión social y proponiendo cooperativas de producción;
las intervenciones de varios obispos; los artículos de la Civiltà Cattolica, que junto a un
cierto conservadurismo, subraya las injusticias del sistema y busca las causas últimas:
amoralismo económico, negación de la función social de la propiedad, absentismo estatal,
individualismo que con la supresión de la corporación ha privado a los obreros del medio
más eficaz para defenderse.
NOTA BIBLIOGRÁFICA. BIHLMEYER, Karl – Hermann TUECHLE, Storia de la chiesa, (tit. orig.
Kirchegeschichte) Morcelliana, IV, Brescia 1959, 229- 233; 297-299; COMBY, Jean, para leer la
historia de la Iglesia, II: Del siglo XV al siglo XX, Verbo Divino, Estella 1995, 168-175; ERBA
Andrea Ma.- Pier Luigi GUIDUCCI, La Chiesa nella storia. Duemila anni di cristianesimo, Elledici,
Torino 2003, 559-561; FRANZEN, August, Kleine Kirchengeschichte (trad. it. Breve storia della
chiesa, nuova edizione riveduta e aumentata a cura di Remigius Bäumer, ed. Italiana a cura di Luigi
Mezzadri), Queriniana, Brescia 20029, 335-337; HERTLING, Ludwig, Historia de la Iglesia, Herder,
Barcelona 198910, 459-460; Historia de la Iglesia católica (tit. orig. Geschichte der katholischen
Kirche), dir. J. Lenzenweger- P. Stockmeier- K. Amon- R. Zinnhobler, Herder, Barcelona 1989,
reimp.1997, 525-527; LABOA, Juan María, Historia de la Iglesia. IV: Época contemporánea,
Sapientia Fidei, Manuales de teología 27, BAC, Madrid 2002, 207-245; Manual de Historia de la
Iglesia, dir. Hubert Jedin, VII: La Iglesia entre la adaptación y la resistencia, ed. Herder, Barcelona
1978, 35-66; 284-356; 437-452; MARTINA, Giacomo, Historia de la Iglesia de Lutero hasta
nuestros días, (tit. orig. Storia della Chiesa da Lutero fino ai nostri giorni, Morcellina, Brescia
20012.), IV: Época del totalitarismo, Cristiandad, Madrid 1974, 59-112; ZAGHENI, Guido, La Edad
moderna. Curso de historia de la Iglesia, IV, San Pablo, Madrid 1997, 191-229.
140
y por un vasto programa de «instaurare omnia in Christo», que correspondió
adecuadamente al programa de su pontificado, decidio a renovar la diócesis y el clero de
Roma, que no se encontraba en su mejor momento. De orígenes humildes, nacido en Riese,
cerca de Treviso, Italia, fue un hombre que llegó a ser pontífice después de haber madurado
en trabajos pastorales que le dieron sensibilidad y criterios de juicio. En lugar de un
currículo de estudios académicos, cargos romanos o experiencias diplomáticas, ejerció 18
años como párroco, por lo que él mismo amaba definirse como «un pobre párroco de
campo». Respondía al modelo del sacerdote del siglo XIX, piadoso, clerical, con una
formación teológica escolástica, tradicional, con una concepción eclesial centrada e
identificada con Roma
Una de sus primeras decisiones fue el prohibir el veto laical en ocasión de los
cónclaves. Terminó así todo un periodo de ingerencias y de presiones externas en los
asuntos de la Iglesia. Se ocupó también de la reorganización eclesial, de la renovación
religiosa en las varias Iglesias locales, de la reforma litúrgica y catequística, de la defensa
de la doctrina católica, de las obras de caridad.
Pío X puede definirse realmente como el más grande papa reformador desde los
tiempos del concilio de Trento.
Con idealismo y energía inflexible desarrolló una vasta acción legislativa. Poco después
de su elección, anunció el propósito de una revisión y de una compilación auténtica del
derecho canónico. Para la preparación del nuevo códice fue constituida una comisión de
cardenales, canonistas y teólogos. Como primer fruto de su trabajo, que antes de su
definitiva publicación debía venir probado por la experiencia, fueron emanados por el papa
una serie de decretos de reforma. La constitución Sapienti consilio, del 29 de junio de 1908
actuó una reordenación de la Curia romana, tal como estaba organizada desde Sixto V. Con
el Acta Apostolicae Sedis fue creado el órgano oficial de la Sede papal (1909). Fueron
emanadas nuevas disposiciones acerca de los esponsales y el matrimonio (Decreto Ne
temere del 2 de agosto de 1907) y se tomaron una serie de medidas para mejorar el trabajo
pastoral, la enseñanza religiosa, los seminarios diocesanos y los estudios teológicos en
Italia (1906-08), para los estudio bíblicos fue fundado el así llamado Pontificio Instituto
Bíblico (1909), anexo a la Pontificia Universidad Gregoriana; en 1907 fue confiada a la
Orden benedictina la edición de un texto de la Vulgata críticamente revisado. Otras
reformas tocaron el sector del culto y la liturgia, como el ordenamiento del breviario (1911)
y de las fiestas de precepto (1911), la invitación a la comunión frecuente (1905) y el
decreto sobre la Comunión de los niños (1910), el motu proprio sobre la música sacra
(1903). Para incrementar el culto del Santísimo Sacramento del altar y para robustecer el
sentimiento religioso comunitario se celebraron en diversos países congresos eucarísticos
mundiales. Sostuvo también el esfuerzo de cuantos se ocupaban de la formación religiosa
con la aprobación del Catecismo de 1913; y se publicó una nueva edición del Martirologio.
143
No se debe pasar por alto que junto a las tendencias extremistas, existió un sector
moderado del movimiento que conjugaba una absoluta fidelidad a Roma con el ansia de dar
respuesta a las nuevas exigencias de los tiempos. La reacción, por desgracia, involucró a
todos sin distinción.
Pío X intervino inmediatamente de manera drástica e inflexible. Le empujaba en esta
dirección la conciencia de su responsabilidad, la gravedad real del peligro de las corrientes
radicales y la forma furtiva y desleal con que trataban éstas de camuflarse, haciendo difícil
su identificación, pero también su escasa sensibilidad hacia los problemas culturales y su
talante autoritario. No hay que olvidar tampoco las presiones del ambiente que rodeaba al
papa, aunque sea difícil determinar siempre con objetividad si el primer impulso partía de
él mismo o de los que lo rodeaban. Muy importante fue la actuación de tres cardenales: el
secretario de Estado, Merry de Val, el cardenal De Lai, prefecto de la Congregación
Consistorial y el cardenal. Vives y Tutó, capuchino, prefecto de la Congregación del Índice.
Más grave fue la actividad desarrollada por Humberto Benigni, profesor de historia en el
Apolinar, predecesor de Eugenio Pacelli en la Secretaria de Estado, quien en los años
críticos del modernismo fundó, en 1907, La Corrispondenza Romana, que se convirtió en
1909 en La Correspóndanse de Rome, y organizó a sus corresponsales en una asociación
secreta, el Solidalitium Pianum. Esta sociedad, compuesta de unos cincuenta miembros, se
adjudicó la tarea de recoger informaciones reservadas, valiéndose incluso del espionaje,
sobre todos los sospechosos, aún cardenales o generales de Órdenes religiosas, y
transmitirlas directamente al papa, quien la aprobó, aún de modo genérico, y le concedió
ayudas.
Con el decreto Lamentabili sane exitu (3 de julio de 1907), que condena 65 tesis
extraídas de las obras de Loisy y la encíclica Pascendi dominici gregis (8 de septiembre de
1907) Pío X condenó una serie de posiciones modernistas introduciendo para todo el clero
la obligación del juramento antimodernista. A la base de esto estaba la preocupación de
tutelar algunas verdades fundamentales del cristianismo como la trascendencia de Dios, la
divinidad de Cristo, su presencia real en la eucaristía. La encíclica se divide en dos partes,
teórica y práctica, pero en ambas es idéntica la dureza de tono y las expresiones que
recuerdan la Mirari Vos y la Quanta Cura. Por ejemplo, los motivos que impulsan a los
intelectuales a formular nuevas teorías sobre el papa son únicamente soberbia, ignorancia y
curiosidad vana; se define le Modernismo con una fórmula que se hizo famosa: «síntesis de
todas la herejías». La primera parte del documento intenta trazar un cuadro de conjunto
remontándose a sus últimas causas y puntualizando sus últimas consecuencias, tratando
presentar el modernismo como un cuerpo único y bien compacto de doctrinas. Este tono
especial constituye la fuerza y debilidad de la encíclica. La fuerza porque, a diferencia del
Syllabus y la Quanta Cura, no se limita a una yuxtaposición artificiosa de tesis, sino que
busca el principio, la raíz común de todos los errores. La debilidad porque es discutible, al
menos históricamente, que el Modernismo haya tenido efectivamente el carácter de unidad
y sistematicidad que se le atribuye. Es difícil descubrir hasta qué punto la encíclica
descubre el pensamiento real de los autores más representativos del movimiento o condena
una posición distinta y, mientras son netas las condenaciones de la posturas y doctrinas
expuestas en la encíclica, queda históricamente por demostrar si la condenación pueda
aplicarse a todo el movimiento reformista sin distinción, como parecería ser la intención del
144
papa. La segunda parte de la encíclica contiene varias disposiciones severas dirigidas a
reprimir y prevenir cualquier infiltración de los modernitas especialmente dentro del clero:
vigilancia sobre los profesores de los Seminarios y las Universidades, eliminando a quien
osara introducir nuevas teorías, endurecimiento de la censura, prohibición de congresos
sacerdotales, etc.
Los modernistas, por su parte, protestaron enseguida argumentando no haber sido
comprendidos, a lo que la Santa Sede respondió con una serie de presiones y penas. En
noviembre de 1907, el motu proprio Praestantia Scripturae amenazó con la excomunión a
quien se opusiese a la encíclica; en 1910 otro, Sacrorum antistitum imponía a diversas
categorías de personas un juramento antimodernista especial, creando ciertas dificultades
en Alemania entre algunas profesores de Universidad, a los que más tarde se dispensó de la
obligación.
El debate sobre las tesis modernistas perdió en tal modo su fuerza pero quedaron las
voces que se preguntaron si era posible realizar una exégesis más abierta, por ejemplo en la
interpretación de la narración de la creación, una renovación de la liturgia, una mayor
responsabilidad de los laicos.
Las intuiciones de varios precursores serán tomadas en cuenta por los padres del
Vaticano II, que en la doctrina de la Iglesia acogieron algunas propuestas modernistas,
mientras el juramento antimodernista será formalmente abolido.
Las drásticas medidas de Pío X decapitaron rápidamente las tendencias racionalistas e
inmanentistas que amenazaban el carácter sobrenatural del catolicismo, y entre los
apologistas del papa se hizo menos que lugar común oponer, para destacarla más, la
firmeza y la decisión de Pío X a la incertidumbre y largas vacilaciones de los papas del
siglo XVI. Cabría preguntarse si la Curia romana no sobrevaloró las fuerzas de sus
adversarios, castigando indistintamente, presa del pánico, a quienes defendían tesis
heterodoxas, a los que tenían simples relaciones personales con los autores más
incriminados y a los que, sin problematizar sobre los fundamentos de la fe, trataban de
responder de modo exhaustivo a los problemas planteados por la crítica contemporánea,
cuya dificultad no se podía ignorar.
El molesto clima de suspicacia, el conjunto de medidas restrictivas, el temor ante
cualquier novedad, el predominio absoluto de las condenas negativas sobre las iniciativas
positivas de cara al desarrollo de los estudios bíblicos o históricos, constituyeron la última
etapa de ese proceso de alejamiento de la Iglesia con respecto al mundo contemporáneo.
Una de las consecuencias más graves de la reacción antimodernista fue el retraso de los
estudios eclesiásticos, la falta de una cultura católica en el mundo laico, cierta cerrazón e
intolerancia de los católicos más fieles al magisterio eclesiástico hacia los aspectos
positivos de la sociedad contemporánea.
NOTA BIBLIOGRÁFICA. BIHLMEYER, Karl –Hermann TUECHLE, Storia de la chiesa, (tit. orig.
Kirchegeschichte) Morcelliana, IV, Brescia 1959, 234-236; COMBY, Jean, para leer la historia de la
Iglesia, II: Del siglo XV al siglo XX, Verbo Divino, Estella 1995, 79. 92-99; ERBA Andrea Ma.- Pier
Luigi GUIDUCCI, La Chiesa nella storia. Duemila anni di cristianesimo, Elledici, Torino 2003, 534-
539; FRANZEN, August, Kleine Kirchengeschichte (trad. it. Breve storia della chiesa, nuova
edizione riveduta e aumentata a cura di Remigius Bäumer, ed. Italiana a cura di Luigi Mezzadri),
Queriniana, Brescia 20029, 337-339; HERTLING, Ludwig, Historia de la Iglesia, Heder, Barcelona
198910, 460-461; Historia de la Iglesia católica (tit. orig. Geschichte der katholischen Kirche), dir.
J. Lenzenweger- P. Stockmeier- K. Amon- R. Zinnhobler, Herder, Barcelona 1989, reimp.1997,
527-534; Manual de Historia de la Iglesia, dir. Hubert Jedin, VIII: La Iglesia entre la adaptación y
la resistencia, ed. Herder, Barcelona 1978, 531-668; LABOA, Juan María, Historia de la Iglesia. IV:
Época contemporánea, Sapientia Fidei, Manuales de teología 27, BAC, Madrid 2002, 269-281;
MARTINA, Giacomo, Historia de la Iglesia de Lutero hasta nuestros días, (tit. orig. Storia della
Chiesa da Lutero fino ai nostri giorni, 4 v., Morcellina, Brescia 20012.), IV: Época del
totalitarismo, Cristiandad, Madrid 1974, 25-58; ZAGHENI, Guido, La Edad moderna. Curso de
historia de la Iglesia, IV, San Pablo, Madrid 1997, 256-287.
146
1.2 Benedicto XV (1914-1922): de la Primera Guerra Mundial al final del Non expedit
NOTA BIBLIOGRÁFICA. BIHLMEYER, Karl –Hermann TUECHLE, Storia de la chiesa, (tit. orig.
Kirchegeschichte) Morcelliana, IV, Brescia 1959, 317-326; ERBA Andrea Ma.- Pier Luigi
GUIDUCCI, La Chiesa nella storia. Duemila anni di cristianesimo, Elledici, Torino 2003, 598-600;
FRANZEN, August, Kleine Kirchengeschichte (trad. it. Breve storia della chiesa, nuova edizione
riveduta e aumentata a cura di Remigius Bäumer, ed. Italiana a cura di Luigi Mezzadri), Queriniana,
Brescia 20029, 340; HERTLING, Ludwig, Historia de la Iglesia, Heder, Barcelona 198910, 492-493;
Historia de la Iglesia católica (tit. orig. Geschichte der katholischen Kirche), dir. J. Lenzenweger-
P. Stockmeier- K. Amon- R. Zinnhobler, Herder, Barcelona 1989, reimp.1997, 534-535; LABOA,
Juan María, Historia de la Iglesia. IV: Época contemporánea, Sapientia Fidei, Manuales de
teología 27, BAC, Madrid 2002, 283-293; Manual de Historia de la Iglesia, dir. Hubert Jedin, IX:
La Iglesia mundial del siglo XX, ed. Herder, Barcelona 1978, 50-54; MARTINA, Giacomo, Historia
de la Iglesia de Lutero hasta nuestros días, (tit. orig. Storia della Chiesa da Lutero fino ai nostri
giorni, 4 v., Morcellina, Brescia 20012.), IV: Época del totalitarismo, Cristiandad, Madrid 1974, 25-
58; ZAGHENI, Guido, La Edad moderna. Curso de historia de la Iglesia, IV, San Pablo, Madrid
1997, 245-246.
148
la educación cristiana y del matrimonio; en la Quadragesimo anno (1931), en el
cuadragésimo aniversario de la Rerum Novarum, expuso la elaboración de los conceptos
para un recto orden social, apereciendo por primera vez en un documento pontificio la
noción de justicia social y de manera clara el principio de subsidiaridad. En defensa contra
los ataques y persecuciones siguieron, en 1937, las dos encíclicas sobre el comunismo ateo
y la situación dela Iglesia católica en Alemania, Mit brennender Sorge (Con ardiente
preocupación), el primer documento oficial de la Iglesia en lengua vulgar, elaborado con la
colaboración de los cardenales Faulhaber y Pacelli, en la que con un lenguaje claro y
valiente se opuso la ortodoxia católica al neopaganismo nazi.
Pío XI sostuvo también las misiones, protegió las ciencias y las artes, renovó y fundó
Universidades católicas, instituyó facultades teológicas, jurídicas, históricas en Italia y el
exterior; fue promotor de Congresos científicos internacionales; la Academia de los Liceos
fue transformada en la Pontificia Academia de las Ciencias, bajo la presidencia de
Guillermo Marconi; inauguró la Estación de la Radio Vaticana.
En pocos años estipuló 10 concordatos, 21 pactos diplomáticos, 8 convenciones
diplomáticas; fueron constituidas 9 Delegaciones apostólicas, 3 Internunciaturas, 11
Nunciaturas y fueron emanadas 27 encíclicas.
La actitud del gobierno italiano hizo entrever una posibilidad de acuerdo con algún
gesto de respeto hacia el carácter sagrado de la ciudad eterna. El 4 de octubre de 1926
iniciaron las tratativas oficiales para superar la Cuestión Romana y para establecer una
duradera paz religiosa: el 11 de febrero de 1929 fueron firmados los Pactos Lateranenses,
los cuales se componen de dos partes: el Tratado con 27 artículos que renueva la plena
soberanía del papa sobre el nuevo Estado de la Ciudad del Vaticano y liquidó
definitivamente la Cuestión Romana reconociendo el Estado italiano con Roma como
capital; el Concordato, con 45 artículos que regula las condiciones jurídicas de la religión y
de la Iglesia Católica en Italia. La importancia secular de los Pactos Lateranenses aparece
evidente. Se concluía así el largo ciclo de acontecimientos históricos que había conducido a
la fundación y a la conservación del Estado Pontificio desde el Alto Medioevo hasta 1870;
el nuevo Estado Vaticano, de apenas 44 hectáreas, fue creado no sobre bases legitimistas,
sino sobre el fundamento teológico e histórico de la absoluta independencia necesaria al
papa para el ejercicio de su supremo y universal ministerio. Se tuvo en esto un nuevo
progreso hacia una mayor espiritualización del derecho canónico, las tareas religiosas y
pastorales del papado fueron puestas en primera línea respecto a los intereses seculares y
políticos, y contemporáneamente la Sede romana adquirió universalmente un prestigio
moral mayor que en toda otra época.
En 1947 los Pactos Lateranenses fueron acogidos también en la Constitución de la
República italiana, aunque poco después hubo una cierta tensión entre el fascismo y la
Iglesia católica acerca de la educación de la juventud.
La adopción, por parte del fascismo, de la teoría nacional socialista sobre la raza
amargó también los últimos meses del anciano pontífice.
A nivel internacional, se verificaron nuevos conflictos: la guerra italo-etiópica, la guerra
civil española, la guerra cristera mexicana, la guerra chino-japonesa. Otras horas de luto
tendrá que vivir la humanidad. El papa murió a la vigilia de la Segunda Guerra Mundial, el
10 de febrero de 1939. Quisiera vivir todavía – dijo- para ver como Dios resolverá los
problemas del mundo y salvará a su Iglesia.
149
NOTA BIBLIOGRÁFICA. BIHLMEYER, Karl –Hermann TUECHLE, Storia de la chiesa, (tit. orig.
Kirchegeschichte) Morcelliana, IV, Brescia 1959, 317-332; DELL´ORTO, Umberto, Pio XI. Un papa
interessante, San Paolo, Cinesello Balsamo (Milano) 2008; ERBA, Andrea Ma.- Pier Luigi
GUIDUCCI, La Chiesa nella storia. Duemila anni di cristianesimo, Elledici, Torino 2003, 598-602;
FATTORINI, Emma, Pio XI, Hitler e Mussolini, Einaudi, Torino 2007; FRANZEN, August, Kleine
Kirchengeschichte (trad. it. Breve storia della chiesa, nuova edizione riveduta e aumentata a cura di
Remigius Bäumer, ed. italiana a cura di Luigi Mezzadri), Queriniana, Brescia 20029, 340; 348-351;
HERTLING, Ludwig, Historia de la Iglesia, Heder, Barcelona 198910, 492-494; Historia de la Iglesia
católica (tit. orig. Geschichte der katholischen Kirche), dir. J. Lenzenweger- P. Stockmeier- K.
Amon- R. Zinnhobler, Herder, Barcelona 1989, reimp.1997, 534-542; LABOA, Juan María, Historia
de la Iglesia. IV: Época contemporánea, Sapientia Fidei, Manuales de teología 27, BAC, Madrid
2002, 283-309; LENTINI, Pio XI, L´Italia e Mussolini, Cittá Nuova, Roma 2008; Manual de Historia
de la Iglesia, dir. Hubert Jedin, VIII: La Iglesia entre la adaptación y la resistencia, ed. Herder,
Barcelona 1978, 669-726; IX: La Iglesia mundial del siglo XX, 1984, 54-62; 93-139; MARTINA,
Giacomo, Historia de la Iglesia de Lutero hasta nuestros días, (tit. orig. Storia della Chiesa da
Lutero fino ai nostri giorni, 4 v., Morcellina, Brescia 20012), IV: Época del totalitarismo,
Cristiandad, Madrid 1974, 145-157; ZAGHENI, Guido, La época contemporánea. Curso de historia
de la Iglesia, IV, San Pablo, Madrid 1997, 288-333.
150
Pío XII trató de valerse de toda la autoridad moral de la Iglesia para impedir, hasta el
último momento el conflicto bélico, pero los intentos de llegar a un arreglo de las
confrontaciones internacionales mediante una conferencia naufragaron especialmente por la
oposición de Italia y Alemania. Igualmente vanos fueron muchos intentos diplomáticos por
abreviar la guerra. No obstante, el papa propuso, especialmente en sus mensajes navideños,
un programa constructivo para una paz verdadera, justa y duradera. Sus esfuerzos
encontraron un reconocimiento incluso en el hecho de que durante toda la guerra el
presidente de los Estados Unidos, Franklin Delano Rooselvelt delegó ante la Santa Sede un
representante personal. Aún en tiempo de la campaña alemana en Rusia, Pío XII observó la
más rigurosa neutralidad. Con mayor éxito buscó salvaguardar la Ciudad Eterna de las
destrucciones y de los ataques aéreos y de la lucha armada; no logró que la antiquísima
abadía de Montecassino fuera destruida totalmente por los bombardeos de los aliados.
Perenne mérito adquirió Pío XII salvando las más preciadas obras de arte de Italia y más
aún, ofreciendo protección, en las Iglesias y monasterios de Roma, a más de 5000 hebreos y
otros políticos buscados, perseguidos por los fascistas y los nacional-socialistas.
Mientras los ataques aéreos proseguían con violencia creciente, el servicio vaticano de
búsqueda e información para los prisioneros de guerra y dispersos, instituido desde el
primer día de la guerra, pudo realizar once millones de respuestas. Una comisión pontificia
de asistencia organizó, en la situación desastrosa de la postguerra, en los diversos países de
Europa, una obra caritativa verdaderamente grandiosa a favor de prófugos y exiliados, así
como también en las zonas de guerra del Extremo Oriente y en las regiones golpeadas por
catástrofes naturales. Por la inmigración, que aumentó mucho después del conflicto bélico,
el papa pidió que fuesen revocados los límites de migración en los países de llegada y en
1952 reguló, con una encíclica, la asistencia espiritual de los inmigrantes. Protestando
contra la declaración de una culpa colectiva de Alemania, y enviando un visitador
apostólico, que fue nombrado nuncio en 1950, el papa ayudó a la República Federal
Alemana a dar los primeros pasos a la libertad.
Aunque por la necesidad de mantenerse en un plano absolutamente imparcial, el papa
no se adhirió a la organización de las Naciones Unidas (ONU), pero se hizo representar in
ciertas comisiones que no
tenían una tarea política y envió
observadores a diversos
congresos europeos.
Naturalmente el
comportamiento de la Santa
Sede y en particular de Pío XII,
frente al nazismo y al
«holocausto» judío, ha
suscitado muchas interrogantes,
provocando críticas y ataques,
algunas veces injuriosos (como
en el drama de Rudolf
Hochhuth, El Vicario),
polémicos, o serios y dignos de atención, y estudios muy documentados. Ante el genocidio
de millones de hebreos, el papa, custodio de la suprema ley moral, ¿podía limitarse a
socorrer en silencio a personas concretas o debía levantar su voz de protesta por toda la
comunidad israelita, amenazada globalmente de exterminio? O mejor, como sostuvo
151
Miccoli, no compete a la investigación histórica establecer o discutir lo que debió de
hacerse ni cómo se debió realizar, sino ilustrar y buscar entender lo que fue hecho y por qué
motivo fue realizado así.
Ciertamente Pío XII levantó su voz en los radiomensajes navideños contra todas las
violaciones de la ley natural, contra las injusticias que se estaban perpetrando. Jamás quiso
condenar crímenes particulares. La Santa Sede estaba informada ciertamente por las
nunciaturas y por los informes provenientes de varias partes, de la existencia de los campos
de concentración y de los exterminios que allí se cometían. Pastores como el arzobispo de
Cracovia, Mons. Sapieha y el arzobispo de Lwów, Mons. Andrea Szeptyckyi, en sus cartas
describen si odio, pero en modo inmediato y eficaz, los sufrimientos infligidos a sus
pueblos por los nazistas y bolcheviques. El papa promovió y sostuvo una intensa actividad
de socorro, desarrollada inteligentemente por sus colaboradores, de Croacia a Turquía, de
Hungría a Eslovaquia y Francia. Millares y millares de hebreos fueron sustraídos a la
muerte segura. El papa asistió, se prodigó, salvó a mucha gente y familias, pero calló.
El motivo fundamental que lo indujo a limitarse a condenas muy genéricas fue, como se
ha dicho, el temor de represalias de los alemanes sobre los católicos y sobre los mismos
hebreos. Se puede hablar también de oscilaciones del papa entre dos soluciones, pero es
más probable que Pío XII viera con agrado y animara declaraciones de la jerarquía local,
que podía moverse con menos preocupación de ofender el sentimiento nacional, no corría el
riesgo de alejar a los fieles de Roma, y, sobre todo, podía juzgar con mayor conocimiento
de causa la entidad del riesgo y la oportunidad de una intervención.
Algunos estudiosos sostienen que el silencio de Pío XII estuvo motivado, al menos
parcialmente, por aquel antisemitismo que por siglos prevaleció en el mundo católico y del
cual el papa no se había liberado del todo. En fin, en el discurso de Pío XII del 2 de junio
de 1945, que constituye el intento de síntesis de los hechos y el balance histórico de parte
del mismo pontífice, éste se mostró bien informado sobre los campos de concentración,
sobre el número de sacerdotes que allí fueron asesinados, pero no dijo una palabra sobre el
«holocausto», sobre los millones de judíos muertos en las cámaras de gas. A un sacerdote
muerto correspondía mil judíos asesinados también, a cuatro o cinco mil sacerdotes
victimas del nazismo, se contraponían cinco o seis millones de hebreos.
Se continuará discutiendo sobre la línea de Pío XII durante la guerra. Historiadores
como Aubert, se preguntan si un papa más profético y menos diplomático habría seguido la
misma estrategia. Quizá lo genérico de las denuncias y de las condenas disminuyó la
eficacia y no estimuló a los católicos a distanciarse más vivamente de los responsables de la
tragedia. Por otra parte, quien se salvó, se mostró agradecido a Pío XII y probablemente se
preguntó con ansia cuál destino hubiera encontrado si el papa no se hubiera limitado a la
eficaz obra de socorro y hubiera defendido los principios.
Más allá de este aspecto y de estas discusiones, la Iglesia estuvo ciertamente presente
en el «holocausto»: basta recordar a San Maximiliano María Kolbe, Santa Edith Stein y los
millares de sacerdotes muertos en los campos de concentración. Se iba manifestado una
nueva dimensión de la Iglesia que adquiría una conciencia más clara de su misión de
defender a los pobres y oprimidos, confiando no tanto en instrumentos jurídicos o en la
diplomacia, sino en su pobreza e impotencia; la Iglesia que, cuando no puede hacer otra
cosa, comparte personalmente la suerte de los perseguidos.
La actividad eclesiástica interna de Pío XII no fue de menor importancia. Subrayó el
carácter internacional de la Iglesia con dos grandes creaciones cardenalicias en 1940 y
1953, en las cuales recibieron la púrpura 58 nuevos cardenales. En tal ocasión fue reducida
152
bastante la tradicional proporción numérica prevalente de los italianos en el supremo
senado de la Iglesia y fue ampliada notablemente la representación de los católicos
extraeuropeos. Se inició también la internacionalización de la Curia Romana. También en
este pontificado continuó el establecimiento de concordatos, especialmente por los amplios
acuerdos con España y Portugal. Pío XII intervino firmemente a favor de la libertad de la
Iglesia contra los sistemas de los Estados totalitarios, impuestos con violencia en la
posguerra y reaccionó contra todos los intentos de crear Iglesias nacionales. En numerosas
alocuciones, breves y mensajes solemnes abordó, con extraordinario sentido de actualidad,
las cuestiones fundamentales y urgentes en los sectores económico, social y científico en
general. En una de sus encíclicas más importantes, la Mystici Corporis (junio 1943)
desarrolló la doctrina sobre la Iglesia como cuerpo místico, bajo los signos de la
pertenencia a la Iglesia y la relación entre ministerio y carisma. Con la Divino afflante
Spiritu (1943) abrió una nueva puerta a la ciencia bíblica.
En una serie de disposiciones litúrgicas buscó dar eficacia pastoral a la estructura
clásica del año litúrgico, y especialmente, al valor central de la Semana Santa y de la
Pascua. Cabe mencionar aquí la encíclica Mediator Dei (noviembre de 1947).
Amplias y detalladas instrucciones apostólicas marcaron la dirección a seguir en los
estudios bíblicos, en la eclesiología, en el movimiento litúrgico y en la nueva teología. Con
gran sensibilidad por los nuevos problemas pastorales, además de las reformas ordenadas
para las Órdenes y Congregaciones contemplativas, dio a la Iglesia nuevas formas de
apostolado con los institutos seculares (Constitución Provida Mater Ecclesia, febrero de
1947).
Punto culminante del pontificado de Pío XII fue la solemne proclamación, hecha el 1 de
noviembre de 1950, con la Constitución Apostólica Manificentisssimus Deus, del dogma de
la Asunción de la Virgen al cielo. Una consulta entre los obispos del mundo, mediante la
encíclica Deiparae Virginis (1 de mayo de 1946) había demostrado el acuerdo casi
completo de los obispos de todo el orbe sobre este capítulo de fe que ya el concilio
Vaticano pretendió conducir a definición. El año mariano (1954) celebrado por el jubileo de
la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción de María, llevó también a la
canonización de Pío X.
El prestigio internacional del papado llegó a una nueva altura bajo este pontificado.
Espléndidas manifestaciones sobre la posición del papa en la Iglesia y en el mundo fueron
el Año Santo de 1950, que vio un aflujo de peregrinos superior al de los precedentes
jubileos, el homenaje que el mundo católico le rindió en ocasión de sus ochenta años (1956)
y finalmente la universal conmoción por su muerte (9 octubre 1958).
NOTA BIBLIOGRÁFICA. BLET, Pierre, Pio XII e la Seconda Guerra Mondiale negli archivi
Vaticani, San Paolo, Milano 1999; BIHLMEYER, Karl –Hermann TUECHLE, Storia de la chiesa, (tit.
orig. Kirchegeschichte) Morcelliana, IV, Brescia 1959, 332-336;; 336-343;352-372; COMBY, Jean,
para leer la historia de la Iglesia, II: Del siglo XV al siglo XX, Verbo Divino, Estella 1995, 190-
197; ERBA Andrea Ma.- Pier Luigi GUIDUCCI, La Chiesa nella storia. Duemila anni di
cristianesimo, Elledici, Torino 2003, 602-605; FRANZEN, August, Kleine Kirchengeschichte (trad.
it. Breve storia della chiesa, nuova edizione riveduta e aumentata a cura di Remigius Bäumer, ed.
Italiana a cura di Luigi Mezzadri), Queriniana, Brescia 20029, 353-362; HERTLING, Ludwig,
Historia de la Iglesia, Heder, Barcelona 198910, 494-499; Historia de la Iglesia católica (tit. orig.
Geschichte der katholischen Kirche), dir. J. Lenzenweger- P. Stockmeier- K. Amon- R. Zinnhobler,
Herder, Barcelona 1989, reimp.1997, 542-546; Manual de Historia de la Iglesia, dir. Hubert Jedin,
IX: La mundial del siglo XX, ed. Herder, Barcelona 1984, 62-70; 133-156; 246-248; LABOA, Juan
153
María, Historia de la Iglesia. IV: Época contemporánea, Sapientia Fidei, Manuales de teología 27,
BAC, Madrid 2002, 311-322; MARTINA, Giacomo, Historia de la Iglesia de Lutero hasta nuestros
días, (tit. orig. Storia della Chiesa da Lutero fino ai nostri giorni, 4 v., Morcellina, Brescia 20012.),
IV: Época del totalitarismo, Cristiandad, Madrid 1974, 176-177; TORNIELLI, Andrea, Pío XII.
Eugenio Pacelli un uomo sul trono di Pietro, Mondadori , Milano 2007; ZAGHENI, Guido, La Edad
moderna. Curso de historia de la Iglesia, IV, San Pablo, Madrid 1997, 334-370.
154
bloques ideológicos en los cuales el mundo estaba dividido. Determinante fue su
intervención pública pacificadora durante la crisis de los mísiles cubanos en 1962, que le
ganó confianza y aprecio por parte de ambas partes, guiadas por los presidentes John F.
Kennedy y Nikita Kruscev.
La constante búsqueda de la paz, que la Iglesia debía perseguir con una actitud que él
definió de «neutralidad activa», no se podía limitar a conjurar a los gobiernos para que
evitaran hacer recurso a las armas, sino debía contribuir a formar hombres de paz, con
pensamientos, corazones y manos pacíficas. Es precisamente esta construcción de un
hombre nuevo la que estaba al centro de los pensamientos de Juan XXIII cuando anunció,
el 25 de enero de 1959 la convocación de un concilio ecuménico, el vigésimo primero, que
fue el Concilio Vaticano II, junto con un Sínodo diocesano para Roma.
Ya Pío XII había comenzado a pensar en un concilio, pero el convocado por Juan XXIII
se colocó inmediatamente en una perspectiva diversa de todos los precedentes. Por primera
vez, en efecto, los obispos de la entera Iglesia fueron convocados no con el fin de combatir
o condenar alguna doctrina errónea, sino para mostrar la validez de la doctrina y presentar
el mensaje cristiano en manera positiva y propositiva, en un lenguaje comprensible a los
hombres modernos, en el modo en que los tiempos lo pedían, como el papa lo dijo en el
discurso para la apertura solemne en San Pedro el 11 de octubre de 1962, donde precisó
bien que algo era el depositum fidei, junto a las verdades cristianas, y otra el modo en el
cual éstas son expuestas. Esta perspectiva fue comprendida por los participantes y fue
coherentemente mantenida durante todos los trabajos del Concilio.
El Concilio fue preparado durante más de dos años de trabajo por numerosas
comisiones que produjeron una inmensa mole de documentos, vio la participación de más
de 2,500 padres con derecho a voto (cardenales, patriarcas, obispos, superiores de órdenes
religiosas), muchos otros representantes de Iglesias cristianas e innumerables consultores
de varios géneros: en ningún otro concilio se había reunido un número tan grande. Las
discusiones mostraron inmediatamente cuán determinante y decisivo era la aportación de
los padres conciliares. Los proyectos de los documentos sirvieron frecuentemente sólo para
iniciar el debate y los documentos finales fueron bastante diversos, enriquecidos y
frecuentemente fruto del cambio de ideas, a veces polémicos.
En una Iglesia que parecía dividida en tradicionalistas y progresistas, Juan XXIII
sorprendió a unos y a otros con una intuición fundamental: la Iglesia «no había terminado
de nacer», proponiendo el entusiasmo de una juventud y de una conversión evangélica
permanente. Como dijo a los seminaristas de su diócesis, partiendo para el cónclave que lo
habría elegido papa, él sostenía que la Iglesia era joven y debía continuar a ser, como
siempre en su historia, susceptible de transformaciones.
Nueva, en Juan XXIII, fue también la atención al colegio cardenalicio, al cual dedicó
mucho más que su predecesor, sea inmiscuyéndolo más en el gobierno de la Iglesia, sea
reformándolo en algunas de sus estructuras o renovándolo a través de numerosos
nombramientos, al menos una docena por año. De hecho comenzó, en menos de un mes
después de su elección, anunciando la creación de veintitrés nuevos cardenales, llevada a
cabo solemnemente en el consistorio del 15 de diciembre de 1958. Con los nuevos
nombramientos (entre los cuales Domenico Tardini, nombrado Secretario de Estado y el
arzobispo de Milán, Giovanni Batista Montini), el sacro colegio resultaba compuesto por 75
purpurados, número mayor por primera vez a los 70 establecidos por Sixto V, casi cuatro
siglos antes. También decidió que todos los cardenales fueran consagrados obispos, lo cual
hacía sólo algo formal la antigua división en las órdenes de cardenales obispos, presbíteros
155
y diáconos. Con el motu proprio Summi Pontificis electio, intervino de modo directo sobre
la institución del cónclave.
Juan XXIII quiso encontrarse con los enfermos, encarcelados, con la gente simple, sin
formalismos protocolarios, visitó Iglesias, bendijo nuevas parroquias. Fue como peregrino a
Loreto y Asís, recibió jefes de gobierno, soberanos, representantes de toda raza e ideología,
incluso personas abiertamente ateas. Después de dos siglos de separación entre anglicanos
y católicos, el papa acogió al arzobispo anglicano de Canterbury, Geoffrey Fisher.
Se asomó al balcón del histórico palacio del Quirinal con el Presidente de la República
italiana, Antonio Segni y recibió el Premio Balzan por la paz.
Poco antes de la convocación del concilio, Juan XXIII publicó la constitución Veterum
Sapientia, que declaraba obligatoria la lengua latina en la liturgia y en la enseñanza de la
teología (1962). Este es uno de los rasgos contradictorios de este papa, así como su puesta
en guardia de frente a los escritos de Teilhard de Chardin.
El 3 de junio de 1963, después de haber sufrido mucho por un tumor maligno en el
estómago, el «Papa Bueno» entró a la Casa del Padre, dejando en herencia al mundo no
sólo su Magisterio, sino su inolvidable sonrisa de los puros de corazón. Juan Pablo II lo
colocó el 3 de septiembre del 200 entre el número de los beatos.
El 19 de abril del 2055, tercer día del cónclave, fue elegido, a los 78 años,
como nuevo pontífice Joseph Ratzinger, quien eligió el nombre de
Benedicto XVI. Los cardenales electores se decidieron por alguien que
había sido por largos años Prefecto de la Congregación para la Doctrina de
la fe, el cardenal ciertamente más conocido. Confirmaron así, al mismo
tiempo, a su predecesor, Juan Pablo II, pues nunca se conoció entre ambos
alguna sombra de divergencia.
Joseph Ratzinger nació el 16 de abril de 1927 en Marktl am Inn (la alta Baviera,
Alemania). Su padre fue gendarme y su madre trabajó como cocinera. Una hermana y dos
hermanos compartieron la infancia con Joseph. Los tres últimos años de la Segunda Guerra
mundial lo obligaron a formar parte de la defensa antiaérea y del servicio nacional
obligatorio. Se resistió a la presión de sus superiores para no formar parte del cuerpo de las
SS, declarando que él quería pronto hacerse sacerdote. En 1946 comenzó a estudiar
162
teología en Frisinga y Mónaco, y en junio de 1951 fue ordenado sacerdote. Su amplio
conocimiento teológico y su inteligencia lo señalaron para una carrera como profesor. En
1957 consiguió la libre docencia y el año siguiente empezó a enseñar en Frisinga, y después
en las universidades de Bonn, Mónaco, Tubinga y Ratisbona. Participó en el Concilio
Vaticano II como perito del cardenal de Colonia, el cardenal Frings. En marzo de 1977
Pablo VI lo nombró arzobispo de Mónaco y en junio del mismo año fue elevado a la
púrpura cardenalicia, participando en la elección de Juan Pablo I y Juan Pablo II.
Desde 1981 hasta 2005 fue prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe y al
mismo tiempo Presidente de la Pontificia Comisión Bíblica y de la Comisión Teológica
Internacional. Su pericia teológica ha sido reconocida por todos (siete doctorados honoris
causa).
Su producción teológica es abundante, y de la cual son perceptibles los temas
preferidos: eclesiología, historia del dogma y de la teología, función de la ciencia de la fe.
Entre las obras principales están en campo eclesiológico: Volk und hauss Gottes in
Augustins Lehre von der Kirche (Pueblo y Casa de Dios en San Agustín) de 1954; Das neue
Volk Gottes (El nuevo pueblo de Dios) de 1969; Kirche, Oekumene und Politik. Neue
Versuche zur Ekklesiologie (Iglesia, ecumenismo y política. Nuevos ensayos de
eclesiología). En colaboración con K. Rahner publicó en 1961, Episkopat und Primat
(Episcopado y Primado) y Offenbarung und Überlieferung (Revelación y Tradición).
Significativa visión de síntesis es Eufürung in das Chriestentum de 1968 (Introducción al
cristianismo. Lecciones sobre el símbolo apostólico).
Considerado un defensor acérrimo de la ortodoxia bajo el pontificado de su precedesor,
todo ha sido un pontífice discreto ejerció un pontificado muy semejante al de su precedesor,
cuyo funeral presidió en su calidad de decano del colegio cardenalicio y al que no cesó de
alabar, citar e incluso beatificar.
Varias veces expresó su intención de llevar adelante el ecumenismo. Reacciones
contrastantes suscitaron, en cambio algunas de sus declaraciones y la Instrucción de la
Congregación para la Educación Católica, publicada con su aprobación el 4 de noviembre
del 2005, la cual excluye de la ordenación sacerdotal a candidatos que, por lo menos en los
últimos tres años no hayan sabido dominar sus inclinaciones homosexuales.
La prensa se alegró por el encuentro de Benedicto XVI, en septiembre del 2005, para un
coloquio espontáneo con su excolega de dogmática Hans Küng, al cual Juan Pablo II le
retiró la autorización eclesiástica para enseñar.
Publicó tres encíclicas: Deus caritas est (25 de diciembre del 2005), la cual apunta al
centro de la fe, en la cual el amor a Dios y al prójimo se reclaman mutuamente. Sus otras
encíclicas son la Spe salvi (30 de noviembre 2007), sobre la esperanza cristiana y la Caritas
in veritate (2009), sobre temas sociales actuales, y con la cual se hizo candidato a recibir el
Premio Nobel de economía.
Sorpresivamente, el 11 de febrero de 2013, a los 85 años y casi ocho de pontificado,
anunció su dimisión del cargo, alegando «falta de fuerzas». Dicha dimisión se hizo efectiva
el 28 de febrero a las 20:00 horas, hora de Italia, a partir de la cual la sede papal quedó
vacante, dando comienzo al proceso de celebración del cónclave.
163
1.10. Francisco (2013- )
NOTA BIBLIOGRÁFICA. BIHLMEYER, Karl –Hermann TUECHLE, Storia de la chiesa, (tit. orig.
Kirchegeschichte) Morcelliana, IV, Brescia 1959, 336; COMBY, Jean, Para leer la historia de la
Iglesia, II: Del siglo XV al siglo XX, Verbo Divino, Estella 1995, 211-212; 229-230; ERBA, Andrea
Ma.- Pier Luigi GUIDUCCI, La Chiesa nella storia. Duemila anni di cristianesimo, Elledici, Torino
2003, 605-613-605; FRANZEN, August, Kleine Kirchengeschichte (trad. it. Breve storia della chiesa,
nuova edizione riveduta e aumentata a cura di Remigius Bäumer, ed. Italiana a cura di Luigi
Mezzadri), Queriniana, Brescia 20029, 362-366; 376-379; HERTLING, Ludwig, Historia de la
Iglesia, Heder, Barcelona 198910, 500-507; Historia de la Iglesia católica (tit. orig. Geschichte der
164
katholischen Kirche), dir. J. Lenzenweger- P. Stockmeier- K. Amon- R. Zinnhobler, Herder,
Barcelona 1989, reimp.1997, 547-551; 564-566; Manual de Historia de la Iglesia, dir. Hubert
Jedin, IX: La mundial del siglo XX, ed. Herder, Barcelona 1984, 249-273; LABOA, Juan María,
Historia de la Iglesia. IV: Época contemporánea, Sapientia Fidei, Manuales de teología 27, BAC,
Madrid 2002, 323-333; 353-376.
2. El Concilio Vaticano II
Inmediatamente después de su elección, Juan XXIII, descubriendo cada vez más los
múltiples problemas que la Iglesia debía afrontar y recordando como historiador los
benéficos efectos que había tenido en el siglo XVI el concilio de Trento, se convenció de
que, en un contexto mundial de relativa distensión, era posible reunir a los obispos de los
cinco continentes para reflexionar con ellos las soluciones que había que tomar en
consideración, esperando que una renovación del catolicismo regenerado en el Evangelio,
pudiera facilitar su acercamiento con los cristianos separados lo que desde hacía mucho
tiempo era una de sus grandes preocupaciones. Después de dos meses de dudas, en enero de
1959 se decidió. Habiendo informado a su Secretario de Estado, el cardenal Domenico
Tardini, que no lo desanimó, el 25 de enero anunció su proyecto a los cardenales reunidos
en la basílica de San Pablo Extramuros, con ocasión de la clausura de la anual semana de
oración por la unidad de los cristianos.
El anuncio fue acogido con reservas por los cardenales, incluso por hombres abiertos
como Lercaro y Montini. En cambio, en el mundo tuvo el efecto de una bomba y algunos
periodistas anunciaron que el papa quería reunir una «mesa redonda» para discutir con los
ortodoxos y protestantes sobre el restablecimiento de la unidad de los cristianos. La Curia
romana se apresuró a precisar que no se trataba de reunir un Concilio de unión, como en
Lyón y Florencia, a fines del Medioevo, sino simplemente de operar una renovación interna
de la Iglesia católica, a fin de que volviera a ser un polo de atracción, preparando así, a
largo plazo, condiciones favorables a la reunificación de los cristianos. Muy pronto
bastantes miembros de la Curia romana sostuvieron que el anunciado concilio habría
debido ante todo organizar la resistencia al peligro comunista y condenar más
solemnemente los principales errores contemporáneos.
En el Vaticano muchos, confiando en la edad avanzada del papa, esperaban que las
cosas se fueran retrasando, pero el 16 de mayo de 1959 el papa Juan XXIII instituyó una
comisión ante-preparatoria, presidida por el cardenal Tardini, compuesta por los secretarios
de las diversas congregaciones vaticanas. Su misión era organizar una consulta general de
aquellos que serían llamados a desarrollar un papel en el concilio: todos los obispos
católicos del mundo, los superiores generales de las Órdenes y Congregaciones religiosas,
los representantes de las universidades católicas. Por lo demás, el cardenal Tardini precisó
que el proyectado concilio tendría un carácter más práctico que dogmático, más pastoral
que ideológico, no olvidando, sin embargo, la posibilidad de reafirmar algunos puntos
doctrinales.
Fueron consultados 2.594 obispos diocesanos y titulares, 156 superiores religiosos y 62
facultades de teología y derecho canónico, recogiéndose 2.161 respuestas. Como indicó el
165
cardenal Leo Josef Suenens, la impresión que dieron las sugerencias fue que los deseos de
reformas eran de orden canónico y litúrgico y que el viento renovador de Pentecostés no
soplaba a ráfagas. La mayoría de los futuros padres conciliares no estaba muy ansiosa de
una auténtica renovación eclesial ni de una acercamiento con las Iglesias separadas de
Roma o de una gran apertura de la Iglesia católica al mundo moderno.
Sin embargo, algunas sugerencias no carecían de interés y testimoniaban un cierto
despertar en el seno de la Iglesia universal, una toma de conciencia de la necesidad de
poner en discusión, en nombre de exigencias pastorales, ciertos usos y prescripciones
heredados de las generaciones precedentes. Se notan, entre otros aspectos, el interés de los
obispos alemanes por el restablecimiento del diaconado, deseos relativos a la adaptación de
la liturgia (introducción de las lenguas vivas, comunión bajo las dos especies, posibilidad
de la concelebración, simplificación del breviario); la atención de los obispos
norteamericanos por la tolerancia religiosa y por un análisis moderno de la cuestión de las
relaciones entre Iglesia y Estado; el interés manifestado por diversos obispos belgas y
suizos por revalorar la Iglesia local y su deseo de ver al Magisterio asumir una actitud más
positiva hacia los teólogos, o aún el acento puesto por algunos obispos franceses y
holandeses sobre cuestiones eclesiológicas (precisación del lugar del episcopado con
relación al papa y el del clero con relación a los obispos, el papel de los laicos...). En la
Curia se quiso mantener, en cambio, en límites muy restringidos el aggiornamento
anunciado por Juan XXIII.
El 5 de junio de 1960 con el motu proprio Superno Dei nutu, Juan XXIII bautizó
oficialmente el inminente concilio con el nombre de Concilio Vaticano II e instituyó los
organismos encargados de la preparación inmediata del mismo: diez comisiones presididas
por el cardenal prefecto de la correspondiente Congregación vaticana y dos secretariados,
uno de comunicación social y otro de las relaciones con los cristianos separados, éste
último presidido por el cardenal Agostino
Bea.
En los meses sucesivos fueron
designados los miembros y consultores de
las diversas comisiones. La importancia del
lugar ocupado por la Curia romana en los
organismos preparatorios y la sistemática
ausencia de diversos teólogos de primer
plano (Karl Rahner, Yves Congar y Henri de
Lubac) y de los principales promotores del
movimiento litúrgico desilusionó a muchos,
aunque algunos meses después Juan XXIII,
introdujo a varios, superando incluso las
objeciones del Santo Oficio, al mismo
tiempo que se internacionalizaron las comisiones, aunque se notó la ausencia de los laicos y
de las mujeres.
Del otoño de 1960 al verano de 1962 las diez comisiones y los dos secretariados,
estimulados por el papa, operaron activamente organizando el propio trabajo, preparando
75 proyectos de diverso valor y contenido. La Comisión teológica, presidida por el cardenal
Ottaviani, por ejemplo, parecía tener como fin codificar la enseñanza doctrinal de Pío XII,
inspirándose en la Humani generis. Entre los ocho esquemas que la Comisión elaboró, eran
particularmente débiles aquellas sobre las dos fuentes de la revelación, sobre el orden moral
166
y el de De deposito fidei pure custodendo. Un trabajo mucho mejor fue el realizado por la
Comisión para la liturgia, gracias a su secretario, el P. Bugnini. El resultado fue la
redacción de una constitución, De sacra liturgia, que no se limitaba a proponer una serie de
reformas particulares, sino las encuadraba en una amplia perspectiva doctrinal de
inspiración bíblica y patrística. Sin embargo, hay que decir que ya durante el concilio,
ninguno de los esquemas satisfizo totalmente.
La Comisión central fue una novedad respecto al Vaticano I; presidida por el papa y
asistida por un secretario de notable eficiencia, compuesta por los presidentes de las
Comisiones preparatorias, los patriarcas católicos orientales, conferencias episcopales
nacionales, el abad primado de los benedictinos, superiores generales de los jesuitas,
dominicos, franciscanos. La Comisión central debía preparar el proyecto de reglamento del
Concilio, elaborado bajo la dirección del Secretario de Estado y, sobre todo, examinar los
esquemas preparados por los esquemas preparatorios.
Fechada el día de Navidad de 1961, la Constitución Humanae salutis convocó el
concilio para 1962 en Roma, El motu proprio Consilium diu del 2 de febrero de 1962
estableció como día de apertura el 11 de octubre de 1962. A través del Secretariado para la
Unidad, las Iglesias separadas de Roma fueron invitadas a enviar observadores oficiales y
muchas acogieron la invitación. Particularmente desagradable fue la actitud de rechazo de
la ortodoxia, con el patriarcado de Moscú a la cabeza, aunque dos representantes del
patriarca moscovita llegaron finalmente el día de la apertura del concilio. Desde el inicio
del concilio, sin embargo, estuvieron representadas siete Iglesias ortodoxas, la Iglesia
anglicana, nueve Iglesias y comunidades protestantes y los veterocatólicos.
Con el motu proprio Appropiquante concilio, del 6 de agosto de 1962, el papa definió el
reglamento conciliar en 70 artículos, fijando tres categorías de participantes y tres tipos de
sesiones:
Participantes: 1) miembros con derecho de voto y padres conciliares en el sentido
verdadero y propio de la expresión eran todos los obispos, fueran residentes, titulares o
auxiliares; además, los superiores de las Órdenes religiosas; 2) los peritos convocados por
el papa; 3) los observadores; 4) oyentes, categoría inicialmente limitada a laicos hombres,
después extendida a las mujeres y a sacerdotes. Los oyentes no participaban en los trabajos
conciliares y tenían sólo el derecho de asistir regularmente a las congregaciones generales
Sesiones: 1) sesiones públicas, presididas personalmente por el papa; 2) congregaciones
generales, presididas por un cardenal del consejo de diez nombrados por el papa. A partir
del segundo periodo esta función fue asumida por uno de los cuatro moderadores; 3)
comisiones: la presidencia de las 10 comisiones, compuestas inicialmente por 24 padres,
después 25 y desde el inicio del tercer periodo, por 31. Fue asignada a un cardenal
nombrado por el papa, cardenal que era contemporáneamente prefecto de la
correspondiente congregación romana. Dos tercios de los padres eran elegidos por el
concilio, un tercio nombrado por el papa.
Después de algunos contrastes, también al Secretariado para la promoción de la unidad
de los cristianos, fue reconocido el rango de comisión. A cada comisión se asignaron
peritos, aún conservando el derecho de utilizar otros.
En los tres tipos de sesiones se requería una mayoría de tres tercios para tomar una
decisión. Competente para el buen funcionamiento del grande y complicado aparato
conciliar, fue declarada la secretaría del concilio, cuya cabeza fue el arzobispo Pericles
Felici. Si el concilio pudo desarrollarse sin fricciones e inconvenientes bajo el aspecto
167
técnico, no obstante el elevado número de participantes, se debe a los medios electrónicos,
que se demostraron indispensables especialmente en el curso de las numerosas votaciones.
La oficina de prensa, que desarrolló cada vez mejor su tarea, estaba estrechamente
unida a la secretaría. El esquema impreso propuesto por las comisiones, era, en línea de
principio, distribuido a todos los participantes. Quien quería hablar en el curso de las
congregaciones generales debía notificarlo al secretario general tres días antes y después
cinco. El espacio concedido a cada orador fue, inicialmente, de diez minutos, después ocho.
El latín, no obstante los temores expresados por algunos, desarrolló bien su tarea de lengua
oficial. En las congregaciones generales se distinguió entre los debates generales que
abordaban el esquema en su complejo, y los debates especiales, dedicados a cada capítulo.
Según el reglamento modificado en 1963, para la aprobación de un esquema se requería la
mayoría de dos tercios, pero para rechazarlo bastaba la mayoría simple. Las comisiones
eran competentes para aportar las modificaciones propuestas. La aprobación definitiva era
de competencia de las sesiones públicas, en el curso de las cuales el presidente que era el
papa, aprobaba y promulgaba cada documento conciliar. El desarrollo del concilio, pues, se
movió constantemente al interno de un campo de tensiones dominado por tres polos: el
papa, el concilio y la curia. Sólo así fue posible a la mayoría conciliar progresista superar
en numerosas votaciones las fuerzas retardatarias de la curia (Schlink)
El desarrollo del concilio estuvo articulado de manera muy clara en cuatro periodos. La
inauguración solemne del 11 de octubre de 1962 fue seguida del primer periodo hasta el 8
de diciembre de 1962. Ya con la primera congregación general del 13 de octubre, el
concilio actuó su propia dinámica. La composición de las comisiones impuesta por la curia
a través del secretario general fue percibido como un acto de tutela. El cardenal de Colonia,
Josef Frings, se hizo portavoz del malestar de los padres y argumentó que éstos se conocían
demasiado poco para proceder a la elección de las comisiones. Las elecciones de las
comisiones fueron, pues, atrasadas al 16 de octubre y no fueron ya una simple aprobación
de las listas aprobadas por la curia, sino auténticas elecciones libres. De este modo el
concilio encontraba irreversiblemente la vía de la propia identidad y se convertía en un polo
autónomo con relación al papa y a la curia.
El auténtico trabajo conciliar comenzó con el debate sobre el esquema de la sagrada
liturgia, el mejor preparado y más maduro. Su idea de fondo que el pueblo reunido para el
culto (misa) no debía ser un oyente meramente pasivo, sino participante activo, estaba ya
fuertemente radicada en diversos países desde hacia tiempo, gracias a los movimientos
litúrgicos. La petición de la introducción de la lengua vulgar en la misa y en la
administración de los sacramentos, así como de la comunión bajo las dos especies, al
menos en determinadas ocasiones, sorprendieron sólo a quienes no habían participado
mínimamente en el movimiento litúrgico. Los tradicionalistas se opusieron a la
introducción de la lengua vulgar con el argumento de que ésta ponía en peligro la unidad de
la Iglesia. Otros puntos focales del vivo debate sobre la liturgia fueron una más acentuada
orientación cristocéntrica del año litúrgico y del calendario de los santos, el breviario, la
168
música y el arte sacros. En la votación sobre la valoración global y sobre la ulterior
elaboración del esquema propuesto, el principio pastoral se impuso en manera decisiva.
Después de la liturgia, el orden del día de la congregación general preveía las «fuentes
del la revelación» (De fontibus revelationis). La crítica de este esquema, sustancialmente
preparado por el P. Sebastián Tromp, SJ, secretario de la competente comisión, fue tan
fuerte que Juan XXIII decidió confiar este documento extremamente importante aún para el
ecumenismo, a una comisión mixta.
Pobre de contenidos teológicos fue el debate sobre el esquema de los medios de
comunicación social propuesto por la comisión para el apostolado de los laicos y con
relación a la prensa, el cine, la radio y la televisión. Aquí los padres conciliares vieron
proponer una temática que estaba fuera, por muchos aspectos, de su competencia, y no
pocos vieron en esto un argumento conciliar marginal.
Plenamente competente se consideró, en cambio, el concilio acerca del esquema sobre
las Iglesias orientales. El debate puso pronto a la luz que éste no había sido suficientemente
preparado y que debía ser mejor coordinado y sintonizado con otros esquemas. El patriarca
Máximo IV afirmó lapidariamente que éste era más apto para irritar que para reconciliar a
los ortodoxos. Durante este debate el concilio se dio cuenta que la diferencia entre la Iglesia
católica romana y las Iglesias orientales no dependía tanto de una diversidad acerca de la
doctrina de la salvación sino más bien de la concepción de la estructura de la Iglesia.
El quinto y último esquema presentado durante el primer periodo conciliar fue el de la
esencia de la Iglesia (De ecclesia). El voluminoso documento (123 páginas) presentado por
el Card. Alfredo Ottaviani, encendió el ánimo de los padres conciliares como ningún otro
documento precedente. El Cardenal Giovanni Battista Montini, le criticó tantos las
carencias formales como las teológicas. Según él, la relación entre Cristo e Iglesia era vista
y presentada de modo muy superficial; el esquema era muy triunfalista, la Iglesia
presentada muy poco como pueblo de Dios, la función de los obispos como colegio
docente, casi ignorada.
El 8 de diciembre de 1962, cuando Juan XXIII concluyó el primer periodo, ningún
esquema resultó maduro para la aprobación y la publicación. Las esperadas respuestas en el
concilio, transformadas a veces en euforia conciliar, se atenuaron. Demostrando ignorar
completamente la esencia y la función de un concilio, incluso sectores claves de la Iglesia
se mostraron desilucionados por la falta de unidad de los padres. La pausa de los trabajos
fue utilizada no sólo para coordinar mejor los esquemas, sino para dar a los padres la
oportunidad de atender los asuntos de sus diócesis. En este intervalo, el 3 de junio de 1963,
murió Juan XXIII. En el mismo mes fue sucedido por Pablo VI. Ya que según el derecho
canónico un concilio era ipso facto suspendido con la muerte de un papa, se escucharon
pronto rumores de que con la muerte de Juan XXIII todo el trabajo conciliar estaba muerto
y sepultado. Sin embargo, el papa neoelecto demostró pronto la falsedad de estas
especulaciones. Después de algunas modificaciones en el reglamento, como la ya
mencionada introducción de cuatro moderadores y de una cuarta categoría de participantes
(oyentes), el 19 de septiembre de 1963 dio inicio el segundo periodo con un discurso
programático del papa Pablo VI quien propuso al ulterior desarrollo del concilio las
siguientes tareas: 1) presentar de manera doctrinal la esencia de la Iglesia; 2) renovar la
Iglesia en su interior; 3) promover la unidad de los cristianos; 4) intensificar el diálogo de la
Iglesia con el mundo moderno.
Los padres retomaron el trabajo con el esquema sobre la Iglesia. El documento
reelaborado durante la pausa fue aprobado por la mayoría en la votación indicativa inicial,
169
que autorizaba ir adelante en su ulterior perfeccionamiento. En el curso del debate especial,
piedra de tropiezo se reveló el segundo capítulo. La preocupación de salvaguardar el poder
primacial papal definido por el Vaticano I se armonizaba con la tarea de definir el
significado y la función del colegio episcopal. El resurgimiento del diaconado permanente
para atender mejor la carencia de sacerdotes, la ley del celibato, el sacerdocio de los laicos,
la vida religiosa y la vocación universal a la santidad fueron otros temas que los padres
discutieron por un mes entero. Este debate, desarrollado en octubre de 1963, fue
considerado por muchos el vértice teológico del Vaticano II.
Las nueve congregaciones generales sucesivas se ocuparon del esquema de los obispos.
Los puntos principales discutidos fueron la reestructuración de la curia romana, los
derechos de las conferencias episcopales y su composición, la tarea y la función de los
obispos auxiliares y el espinoso problema de los límites de la edad de los obispos en
servicio. Este punto puso a descubierto, como ningún otro, el lado humano de los padres. El
tercer grande y difícil tema de este periodo fue el ecumenismo (esquema De oecumenismo),
que fue uno de los motivos principales de la convocación del concilio. El esquema fue
elaborado por una comisión mixta, hecha por los miembros del Secretariado para la unidad
y por la comisión oriental y presentaba cinco capítulos: 1) principios del ecumenismo
católico; 2) la forma y actuación práctica del ecumenismo; 3) la relación de la Iglesia
católica con las comunidades eclesiales orientales y protestantes; 4) la posición histórico-
salvífica de la religión hebrea; 5) el principio de la libertad religiosa.
El debate, a veces incandescente, se desarrolló del 18 de noviembre al 2 de diciembre y
puso en claro que de parte de las otras Iglesias no se podía esperar un regreso puro y simple
a la Iglesia católica. En la discusión sobre los dos últimos capítulos se dieron las palabras
más duras. Contra el capítulo sobre el judaísmo, se levantaron los padres provenientes del
mundo árabe, y en cuanto a la libertad religiosa, algunos temieron que esto equivaliera a
colocar en el mismo plano verdad y error. Ninguno de estos tres esquemas del segundo
periodo estaba maduro para la votación final, aunque sí la constitución sobre la liturgia y el
decreto sobre los medios de comunicación social.
En el discurso de clausura el papa puso en guardia ante la interpretación arbitraria de la
constitución sobre la liturgia. El anuncio de su peregrinación a Jerusalén, que se verificó del
4 al 6 de enero de 1964, donde encontraría al patriarca ecuménico Atenágoras, sorprendió a
los padres.
171
El cuarto periodo, del 14 de septiembre al 7 de diciembre de 1965, marcó la conclusión
del concilio.
El discurso de apertura del papa anunció sorprendentemente la constitución de un
consejo permanente de obispos (Synodus episcoporum), cuyos miembros serían elegidos
por la mayor parte de las conferencias episcopales, pero que estaría sujeto a la autoridad
inmediata y directa del papa.
Los once textos que este periodo debía abordar, entretanto habían sido reelaborados por
las comisiones conciliares. Tratándose del último periodo, se caracterizó del trabajo
redaccional de las comisiones y de muchas votaciones de textos aún por aprobar. Como
había sido anunciado por el papa, el borrador sobre la libertad religiosa fue el primer punto
a tratar. El relator, Émile-Joseph de Smedt, obispo de Brujas, rebatió una vez más con
fuerza que el texto no ponía en el mismo plano verdad y error. El individuo permanecía
siempre en conciencia obligado a buscar la verdad. Se trataba simplemente de la libertad de
la coerción religiosa en campo civil. En el futuro no se debía recurrir más a algún medio
coercitivo estatal para imponer verdades religiosas y teológicas. Una nueva añadidura al
texto descartaba la posibilidad de que, en Estados con población prevalentemente católica,
la Iglesia gozara de una posición privilegiada. El principio cuius regio eius et religio,
arrebatado de los príncipes protestantes al emperador en el paz religiosa de Augusta en
1555, debía pertenecer para siempre a la historia. De esta forma fue abierta la vía de
aprobación de este esquema y la ulterior reelaboración de los otros documentos. Así, en la
sesión pública del 28 de octubre de 1965, pudieron ser aprobados y promulgados cinco. El
decreto sobre la tarea pastoral de los obispos, que incidía de modo fuerte en la estructura
jurídica intraeclesial, fue aprobado casi unánimemente. El papa no permitió que el celibato
fuera debatido en el concilio. La declaración, en algunos aspectos atenuada, sobre la
relación de la Iglesia con las religiones no cristianas, frecuentemente llamada simplemente
declaración sobre los hebreos, suscitó todavía reacciones políticas condicionadas. En el
esquema sobre la divina revelación fue posible encontrar una formulación de la relación
entre Escritura y Tradición que concilió en gran medida la minoría con la mayoría: «la
Iglesia obtiene su certeza sobre las verdades reveladas no sólo de la Escritura».
También el decreto sobre el apostolado de los laicos, en el cual habían colaborado en
mayor medida laicos y para el cual el papa había expresado personalmente algunas
modificaciones, fue aprobado casi por unanimidad. El esquema sobre las indulgencias,
elaborado por las Congregación de los Ritos (De indulgentiis recognocendis) fue
abandonado por los mismos padres.
El esquema sobre los sacerdotes (Presbyterorum Ordinis), que trata de la misión, del
ministerio y vida del sacerdote, de su relación con el obispo, con los otros sacerdotes y con
los laicos, afirma, a propósito del celibato, que éste no es requerido por la esencia misma
del presbiterado, pero que, sin embargo, está unido a él bajo varios aspectos. Este esquema
y el de la actividad misionera de la Iglesia habían sido reelaborados sobre todo por Yves
Congar y Joseph Ratzinger y fueron acogidos favorablemente por la gran mayoría.
La mayor preocupación fue el esquema 13, que trataba de la Iglesia en el mundo
contemporáneo. A los numerosos y graves problemas como el de las armas atómicas, de la
guerra total, de la objeción de conciencia, del desarme, de la paz, de la regulación de los
nacimientos, habían sido dado respuestas poco claras y su misma formulación resultaba
poco clara. Fue necesario elaborar a toda prisa las tres mil enmiendas propuestas. La
votación final sobre este esquema, que tuvo el titulo de Constitución pastoral Gaudium et
spes, registró una notable mayoría: 2111 contra 251 votos. Esta constitución fue saludada
172
con entusiasmo pero la historia sucesiva demostró que se sobrevaloró su importancia y que
no se presagió cuánto el mundo que se quería conquistar para Cristo, penetra en la Iglesia.
Demasiado seguro en el progreso, el documento permaneció prisionero de un modo estático
de ver la realidad, sin poder dar respuestas claras a los problemas tan urgentes como la
regulación de los nacimientos y la proscripción de la guerra; del todo insuficiente es el
artículo 58 sobre la relación entre la Iglesia y las culturas. Quizá una declaración breve,
sobre el modo en que la Iglesia se proyecta ad extra, hubiese tenido más efecto que este
amplio tratado (Jedin).
En la novena sesión pública del 7 de diciembre de 1965 fueron aprobadas y
promulgados esta constitución pastoral, el decreto sobre las misiones y lo sacerdotes, así
como la declaración sobre la libertad religiosa entorno a la cual existieron debates hasta el
final. Como fruto del trabajo ecuménico conciliar y respondiendo a las intenciones del papa
del concilio, Juan XXIII, el mismo día el papa Pablo VI y el patriarca ecuménico
Atenágoras revocaron la excomunión recíproca pronunciada en el 1054. El día siguiente, 8
de diciembre de 1965, el acontecimiento mundial del Concilio Vaticano II fue
solemnemente concluido en plaza San Pedro.
Dieciséis textos (cuatro constituciones, nueve decretos y tres declaraciones) resumen las
afirmaciones del concilio:
1. Sobre la Sagrada liturgia, Sacrosanctum Concilium.
2. Sobre la Iglesia, Lumen gentium.
3. Sobre la divina revelación, Dei Verbum.
4. Sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo (Gaudium et spes).
5. Sobre los medios de comunicación social (Inter Mirifica).
6. Sobre las Iglesias orientales católicas (Orientalium ecclesiarum).
7. Sobre el ecumenismo (Unitatis Redintegratio).
8. Sobre el ministerio episcopal de los obispos (Christus Dominus).
9. Sobre la renovación y actualización de la vida religiosa (Perfectae Caritatis).
10. Sobre la formación de los sacerdotes (Optatam totius).
11. Sobre el apostolado de los laicos (Apostolicam actuositatem)
12. Sobre la actividad misionera de la Iglesia (Ad gentes)
13. Sobre el ministerio y la vida sacerdotal (Presbyterorum Ordinis).
14. Sobre la educación cristiana (Gravissimum educationis).
15. Sobre la relación de la Iglesia con las religiones no cristianas (Nostra aetate).
16. Sobre la libertad religiosa (Dignitatis humanae).
En la conclusión del Sínodo extraordinario, celebrado por decisión de Juan Pablo II del
24 de noviembre al 8 de diciembre de 1985, los padres dirigieron al pueblo de Dios un
mensaje que recoge algunas críticas hechas en el interior o fuera de la Iglesia al Vaticano II,
pero reafirmaron el positivo significado eclesial y confirmaron la necesidad de una más
plena comprensión y significación del mismo.
El mismo Juan Pablo II, anunciando, ante la sorpresa general, este sínodo extraordinario
en San Pablo extramuros, el 25 de enero de 1985, puntualizó: «El Vaticano II permanece
como el acontecimiento fundamental de la vida de la Iglesia contemporánea:
fundamentalmente para la profundización de las riquezas confiadas por Cristo, el cual en
173
ella y por medio de ella prolonga y participa a los hombres el mysterium salutis, la obra de
la Redención; fundamental para el contacto fecundo con el mundo contemporáneo para la
evangelización y el diálogo a todos los niveles y con todos los hombres de recta
conciencia».
El 11 de julio de 1967 Pablo VI estableció una comisión para la interpretación de los
textos conciliares (Pontificia Comissio decretis Concilii Vaticani II interpretandis). En
cuanto a la importancia y los efectos de este concilio para la Iglesia y para el mundo, las
opiniones difieren aún hoy. Sus críticos sostienen poder constatar una pérdida y una
confusión en la fe, una disminución en la frecuencia a misa y los sacramentos, una
democratización y fragmentación y una decreciente influencia de la Iglesia sobre el mundo,
mientras sus defensores subrayan la participación activa de los fieles en la liturgia, debida a
la introducción de la lengua vulgar; además, la democratización como genuina
consecuencia de la doctrina del pueblo de Dios; el reconocimiento de los valores positivos
de las otras religiones mundiales abrió las puertas a un diálogo fructuoso y ofrece nuevas
posibilidades a la evangelización.
El Concilio Vaticano II es uno de los acontecimientos más importantes en la historia de
la Iglesia del siglo XX. Un concilio, sin embargo, es valioso no tanto por sus decretos sino
sobre todo por su aplicación y se eficacia real: el significado e importancia de las Iglesias
locales, la intensa actividad desplegada en numerosos sínodos diocesanos, el nuevo papel
asumido por los laicos, las nuevas relaciones con los hermanos separados y los reiterados
encuentros ecuménicos, constituyen algunos de los más importantes aspectos de esta
aplicación de los documentos del Vaticano II.
Por otra parte, un conjunto de hechos han frenado, obstaculizado, o parcialmente
impedido el plan lúcidamente propuesto por el concilio. La creciente y universal
secularización, la contestación de la derecha que pretendía frenar la historia, la de
izquierda, con una yuxtaposición de idealismo, ingenuidad, pasiva instrumentalización, los
intentos de fugas hacia atrás o adelante, con los casos Franzoni o Lefebvre, el terrorismo, el
fuerte número de defecciones sacerdotales y religiosas, la crisis de varios institutos
religiosos, la notable disminución de las vocaciones y el consiguiente envejecimiento de
varios institutos masculinos o femeninos, los rápidos cambios sociales, la creciente
afluencia en Europa y Estados Unidos de población del Tercer Mundo, las violencias en
Europa, Medio Oriente, África, Asia y América, el retroceso o la inestabilidad política de
varios países: he aquí algunas de las graves dificultades que han acompañado el camino de
la Iglesia postconciliar.
174
se han encontrado. Un cuadro detallado debería distinguir entre el pontificado de Juan XXII
y el de Pablo VI.
El despertar ha tocado un poco a toda la teología, en el sector bíblico, teológico
dogmático con los comentarios sobre los documentos conciliares, la nueva perspectiva
personalista de la teología moral, el descubrimiento de la dimensión histórica de la
revelación, con el mayor contacto entre mundo eclesiástico y laico, etc. La teología, por el
resto, no es más un campo reservado sólo a los hombres, candidatos al sacerdocio.
El concilio promovió también la reforma litúrgica (la publicación del Pontificale
Romanum de 1968, renovación del calendario litúrgico en 1969, Misal Romano de 1970,
reforma del breviario de 1971), catequética (Catecismo Holandés de 1966; Catecismo de la
Iglesia Católica de 1992).
La situación de los institutos religiosos después del concilio era compleja: los institutos
seculares femeninos crecieron de 1976 a 1988, mientras que el número complexivo de sus
miembros disminuyó. El Opus Dei sufrió una compleja evolución, de instituto secular
(1947), con dos ramas, masculina y femenina, bajo un único superior, a prelatura personal
(28 de noviembre de 1987); el fundador Escrivá de Balaguer fue canonizado en el 2002. En
estos últimos años se han multiplicado nuevas comunidades menos ligadas a la clausura y
la separación de los dos sexos: el movimiento neocatecumenal en 1986 envió a zonas
descristianizadas 300 familias acompañadas por sacerdotes. El futuro permitirá un balance
de la iniciativa.
Los institutos de vida consagrada han multiplicado sus capítulos especiales, intermedios
y constituyentes. En los institutos femeninos ha tenido una cierta importancia la cuestión
del hábito, simplificándolo las más de las veces. En muchos casos se han multiplicado las
pequeñas comunidades con ventajas y desventajas. Este último fenómeno ha involucrado
incluso a las antiguas órdenes religiosas masculinas (franciscanos, carmelitas, jesuitas
salesianos...). La Congregación de los religiosos en 1975 buscó frenar, pero sobre todo
controlar, este nuevo modo de vivir la propia vocación.
De 1965 a 1984 los religiosos en todo el mundo descendieron de 314, 174 a poco más
de 200, 000. Sería injusto atribuir al Vaticano II esta disminución, debida a un complejo
número de factores, como es ante todo la creciente secularización de la sociedad entera.
El Concilio ha tenido más bien efectos positivos sobre la vida religiosa: ha estimulado
una auténtica renovación con el abandono de anacrónicas usanzas, el inicio de un nuevo
estado de vida, más humano, simple, familiar, con la elección de nuevas formas de
apostolado, especialmente entre los pobres, con una vida comunitaria menos formalista y
más sincera.
El despertar religioso postconciliar se manifestó también en el notable incremento de
algunas iniciativas religiosas. En América Latina la vitalidad de la Iglesia y su fuerza se
manifestó grandemente en las llamadas Comunidades eclesiales de base, grupos más o
menos espontáneos, semi-independientes, que se reúnen periódicamente para orar, dialogar,
promover varias iniciativas, combatir las injusticias. En Europa, en España, Francia e Italia,
han tenido cierta difusión los grupos carismáticos y focolarinos. Un fenómeno diversos es
el de los grupos espontáneos de carácter asistencial, a favor del Tercer Mundo y
marginados (Manos Unidas, Caritas...) y eclesial (neocatecumenado, cursillos...). En Italia,
a la clásica Acción católica se ha impuesto el movimiento de Comunión y liberación,
fundado en Milán por Don Luigi Giussani, recientemente fallecido, y que busca unir una
plena fidelidad a la jerarquía y un auténtico esfuerzo por una renovación cristiana de la
sociedad.
175
Durante el postconcilio, los problemas religiosos han tenido un gran eco en la prensa
laica. Los debates conciliares, las singulares personalidades de los últimos papas, los
valores, las opciones de la iglesia, etc., han sido subrayados por periódicos como Le
Monde, Il Corriere de la sera, Frankfurter Allgemeine Zitung, etc. También la prensa
católica ha dado un paso adelante en vivacidad y apertura: La Croix, Familia Cristiana,
Civiltà Cattolica...
Los años sucesivos al concilio, políticamente han visto subseguirse guerras y diversos
hechos. En Europa continuó por largo tiempo la guerra fría, la división más acá o más allá
de la «cortina de hierro». El muro de Berlín era como el símbolo de esta situación: la
primavera de Praga, el intento de Checoslovaquia por volverse autónoma de Moscú fue
pronto sofocado por los carros armados soviéticos que entraron en la capital a fines de
agosto de 1968. No menos grave ha sido el crónico conflicto entre Israel y los países árabes
que llevó a las dos rápidas guerras del 5-10 de junio de 1967, favorable a Israel y del
noviembre de 1973, con resultados precarios. En los mismos países árabes faltaba la plena
armonía: después de la caída de Rezá Pahlavi en Irán (1979) y el triunfo del integralismo
islámico con el ayatollah Khomeini, entre el 1980 y 1987, se desarrolló una sangrienta
guerra entre Irán e Irak, terminada por agotamiento sin la victoria de ninguno. Mientras
tanto en Extremo Oriente la lucha entre Vietnam del Norte, comunista, y la del Sur,
sostenido cada vez más por los Estados Unidos a partir de 1965-68 y que terminó con la
derrota americana en 1976 y la reunificación completa del país. En África, con la
independencia se llegó a un equilibrio orgánico pero se dieron también luchas cruentas
entre los varios grupos étnicos. En América Central se subsiguen golpes de Estado y
revoluciones (Nicaragua, Colombia...), crónicas resistencias antigobernativas y un poco
donde quiera crecen las injusticias.
Otros factores han marcado en gran medida a la entera sociedad. El desarrollo, ya en
acto desde 1945 a 1958, ha asumido un ritmo vertiginoso, superando incluso la fantasía, a
tal grado de que, por ejemplo, el 20 de julio de 1969, con la expedición Apolo 10, el
astronauta americano Armstrong con sus dos compañeros descendió sobre la luna
iniciándose así la carrera espacial. Todo esto tuvo consecuencias en la industria y muchos
otros aspectos de la vida. Se desarrolló la segunda revolución industrial, con el
automatismo que volvió superflua parte de la mano de obra con el peligro de nuevos
desocupados. El incremento económico fue superior al de la inmediata postguerra, y, por
consecuencia, se reforzó el consumismo que une a un tenor de vida siempre más elevado, la
búsqueda de nuevas comodidades (viajes, vacaciones...) y el escaso empeño en el propio
trabajo. La mujer alcanzó la paridad con el hombre en medida bastante más vasta que en el
pasado y está presente en casi todos los campos: la política, la medicina, la dirección de
grandes empresas. No se debe olvidar, por otro lado, el gran subdesarrollo de algunos
continentes, con reiteradas crisis económicas y persistentes situaciones infrahumanas.
NOTA BIBLIOGRÁFICA. COMBY, Jean, para leer la historia de la Iglesia, II: Del siglo XV al siglo
XX, Verbo Divino, Estella 1995, 210-218; ERBA, Andrea Ma.- Pier Luigi GUIDUCCI, La Chiesa
nella storia. Duemila anni di cristianesimo, Elledici, Torino 2003, 638-651; FRANZEN, August,
Kleine Kirchengeschichte (trad. it. Breve storia della chiesa, nuova edizione riveduta e aumentata a
cura di Remigius Bäumer, ed. Italiana a cura di Luigi Mezzadri), Queriniana, Brescia 20029, 366-
373; HERTLING, Ludwig, Historia de la Iglesia, Herder, Barcelona 198910, 508-512; Historia de la
Iglesia católica (tit. orig. Geschichte der katholischen Kirche), dir. J. Lenzenweger- P. Stockmeier-
K. Amon- R. Zinnhobler, Herder, Barcelona 1989, reimp.1997, 547-566; LABOA, Juan María,
176
Historia de la Iglesia. IV: Época contemporánea, Sapientia Fidei, Manuales de teología 27, BAC,
Madrid 2002, 335-351; Manual de Historia de la Iglesia, dir. Hubert Jedin, IX: La Iglesia mundial
del siglo XX, ed. Herder, Barcelona 1984, 533-535; 558-565; MARTINA, Giacomo, Storia della
Chiesa da Lutero fino ai nostri giorni, IV: L’ età contemporanea., Morcellina, Brescia 20012, 295-
347.
En medio a tantas polémicas, durante y después del Vaticano II, sobre la oportunidad
del régimen concordatario, en una veintena de años se realizaron unos diez concordatos con
los países islámicos (Turquía) y católicos (Italia) y una treintena al menos de acuerdos
parciales sobre varias materias.
El 5 de febrero de 1975 en un acuerdo con Portugal, la Santa Sede renunció al art. 24
del concordato de 1940, según el cual los tribunales civiles no podían conceder el divorcio
a los matrimonios celebrados religiosamente. Finalizaba así el doble régimen matrimonial,
indisoluble aún por el apoyo estatal y para los matrimonios religiosos, susceptibles de
disolución por los tribunales civiles.
En España una larga ley (28 de junio 1967), la cual recordaba la Humanae Dignitatis,
reconocía la libertad de culto privado y público de toda religión, la igualdad de todos los
ciudadanos de frente a la ley sin discriminaciones confesionales. Una vez en el trono, Juan
Carlos I, en 1975, estableció con la Santa Sede nuevos acuerdos en los que se resolvieron
algunos puntos como la independencia ésta en el nombramiento de obispos, sobre lo que
Franco hasta la muerte no había querido ceder.
En Italia, después de la aprobación por parte de la Asamblea Constituyente de los
Pactos Lateranenses (marzo de 1947), el problema de la revisión del Concordato emergió
en el Parlamento en 1965, llevando en 1968 a la institución de una comisión mixta. Los
trabajos, lentamente proseguidos bajo Pablo VI, se hicieron difíciles por varias leyes en
contraste con los principios cristianos sobre el divorcio y el aborto; tomaron mayor vigor
con Juan Pablo II y, después de cuatro textos sucesivos, se concluyeron el 18 de febrero de
1984 con el así llamado «acuerdo de revisión del concordato lateranense» firmado con el
presidente del Consejo, Craxi, y el Secretario de Estado, Casaroli.
Ante el crónico problema de los hebreos y palestinos, la Santa Sede con Pablo VI y
Juan Pablo II mostró una prudente evolución. Pablo VI no sostuvo más la tesis de la
internacionalización de Jerusalén, como hizo con insistencia e intransigencia Pío XII, y
asumió una posición más elástica. Subrayó la necesidad de un especial estatuto
internacionalmente garantizado, que hiciera justicia al carácter pluralista y del todo especial
de la Ciudad Santa, y a los derechos de las varias comunidades que en ésta tienen su sede o
ven como centro espiritual. En 1962 el papa se limitó a desear una igualitaria y aceptable
composición que tomara en cuenta los derechos de todos, una justa y solícita paz. En 1975
el papa se declaró culpable de las tragedias no lejanas que empujaron al pueblo hebreo a
buscar un seguro y protegido refugio en un Estado propio y soberano, invitando a este
pueblo a reconocer los derechos y aspiraciones del otro pueblo que también ha sufrido
mucho. El pontífice, pues, reconoció los derechos de las dos partes, puso en el mismo plano
israelitas y palestinos; para Jerusalén señaló genéricamente soluciones diversas de una
plena internacionalización, limitándose a pedir garantías internacionales para las varias
partes interesadas.
177
Juan Pablo II ha expresado sus ideas sobre todo en la encíclica Redemptionis anno (20
de abril de 1984). Constatado el significado
religioso de la Ciudad Santa para los hebreos,
cristianos y musulmanes, el papa vuelve a pedir
garantías jurídicas que tutelen la existencia de las
comunidades religiosas, su condición y futuro. Estas
garantías deben tener un carácter internacional, para
que ninguna parte pueda ponerlas en discusión. El
documento no habla de garantías extendidas a toda
la ciudad, ni de la exclusión de la soberanía de un
Estado determinado (Israel) sobre la entera ciudad.
De la explícita petición de internacionalización
territorial de Jerusalén (Pío XII) se ha pasado al claro reconocimiento del derecho de los
hebreos y palestinos a un Estado distinto e independiente (Pablo VI) y a la petición de
garantías internacionales no sólo para los lugares cristianos sino para las tres confesiones
interesadas.
Estos pasos no han resuelto aún la cuestión. Mayor eficacia, no en plano político, sino
en el religioso, tuvo la visita de Juan Pablo II a la sinagoga de Roma el 13 de abril de 1986,
saludado por el mismo rabino jefe de Roma, Elio Toaff, con conmoción, satisfacción y
esperanza.
El mismo sentimiento penetró los corazones en la Jornada de oración por la paz, por
parte de todas las religiones del mundo, organizada por Juan Pablo II en Asís, el 27 de
octubre de 1986.
Bajo Pablo VI, ayudado esencialmente por Mons. Agostino Casaroli, entonces
secretario de los asuntos eclesiásticos extraordinarios, más tarde Secretario de Estado de
Juan Pablo II por largos años, se desarrolló una política de acercamiento a los diversos
países de Europa oriental conocida como Ostpolitik, que, objeto por muchos años de una
cierta desconfianza, habría mostrado pocos años después, en 1989, toda su eficacia
religiosa y política, sorprendiendo a toda Europa y abriendo una nueva época histórica.
2.5.2 La crisis moral de los años 1963-1989. Un fenómeno inesperado: las defecciones
del sacerdocio
Entre tantos aspectos contrastantes de estos años, se pueden observar algunas líneas
comunes en muchos países, en Europa y América. Emerge sobre todo una fuerte
disminución de la natalidad. La contracepción, en un modo o en otro, es fuertemente
practicada.
Si en el siglo XIX se introdujo el matrimonio civil y el divorcio, en la segunda parte del
siglo XX el divorcio fue aprobado aún por las viejas naciones católicas: Italia, España y
algún otro país; el aborto no sólo despenalizado, sino en algún caso, como en Italia,
socialmente admitido y practicado, aún por el mismo Estado.
Se puede presumir que en los grandes centros no más del 10% de los fieles asista a misa
dominical y se acerque a los sacramentos. Tampoco debe infravalorarse el declino en la
práctica de la confesión, el creciente consumismo, la frecuencia de las relaciones
prematrimoniales, la pérdida, en vastos ambientes, del tradicional sentido del pecado, las
consecuencias psicológica y religiosamente negativas del divorcio y de las separaciones en
los hijos.
178
En los años del postconcilio se acentuó un fenómeno hasta ahora poco limitado, el
número bastante relevante de abandono del sacerdocio y, con toda probabilidad, en la
mayoría de los casos con la dispensa de la autoridad eclesiástica, o, en una minoría que es
difícil determinar estadísticamente, sin dispensas y en modo contrario a la legislación
eclesiástica. De 1939 a 1963 el Santo Oficio concedió 563 dispensas del sacerdocio y el
celibato. De 1963 a 1980 el número de las dispensas creció mucho, hasta llegar, en 1970 a
la cifra de 3335. Las peticiones continuaron con este ritmo hasta la muerte de Pablo VI.
Después de 1980 las reducciones al estado laical, con la dispensa del celibato
disminuyeron, pero no cesaron y aún en 1984, superaron el millar, para descender por abajo
de las 1000 en 1989. La religiosas de derecho pontificio disminuyeron de cerca de 800,000
(1969) a poco más de 600,000 (1989). En 1969 se dieron 7,000 dispensas de votos, que
aumentaron los años sucesivos.
En la decisión, ciertamente dolorosa, aún desde el punto de vista humano, han influido
diversas causas. En algunos países latinos las presiones familiares han incidido de manera
determinante. En los años 1970 la contestación y el rechazo de la Iglesia-institución
asumieron un peso notable. Raras son las crisis de fe. El factor afectivo parece, al menos en
los años 1963-79, más que el elemento primario, el catalizador que pone en acción y lleva a
la exasperación estímulos preexistente de otro tipo como un cierto vaciamiento espiritual,
frustraciones e intelectuales o disciplinares, falta de interiorización de los valores de fondo
del sacerdote. Desde 1979 en adelante, el factor afectivo asumió un papel preponderante.
Juan Pablo II, aún por el fracaso humano de muchos ex sacerdotes, inicialmente limitó
al máximo las dispensas, y después se vio obligado a una mayor condescendencia. Como
quiera, la hemorragia de los años 1963-1978 cesó, aunque si las reducciones al estado laical
no han terminado. En su complejo, la crisis ha sido saludable y los sacerdotes han dado
prueba de una renovada madurez e identidad.
En los años 1960 comenzó a aparecer por doquier una oposición a todas las estructuras
sociopolíticas. Pronto la contestación alcanzó también el campo religioso. Hubo gran
escándalo en esos años sobre las finanzas del Vaticano y sobre la prudencia con la cual la
Santa Sede veía el rescate de los pueblos africanos contra el colonialismo.
Más grave fue el terrorismo que se desarrolló en los años sucesivos (1974-1988) en
varios países: España, Irlanda, Israel...). El 13 de mayo de 1981 Juan Pablo II fue
gravemente herido por una bala, mientras se dirigía a la audiencia con los fieles en Plaza
San Pedro. El agresor, el turco Alí Agca, fue detenido entre la muchedumbre, arrestado y
procesado por las autoridades italianas, pero ninguno llegó a saber y quizá ninguno sepa
jamás quiénes fueron los verdaderos intelectuales del hecho: ¿gobiernos de Europa oriental,
preocupados por el influjo del papa polaco más allá de la «cortina de hierro», u otros?
En la segunda mitad del siglo XIX América Latina ha arriesgado intentos de reforma
que han resultado la mayoría de las veces utópicos, debido a la rapidez de la evolución, las
esperanzas irreales, los contrastes entre demagogias y dictaduras sostenidas por fuerzas
militares, a su vez fundadas en la doctrina de la «seguridad nacional», u opuestamente, en
el marxismo. La gran urbanización, el desarrollo industrial, el crecimiento de las grandes
179
ciudades, reformas agrarias improvisadas, explotación unilateral de los recursos naturales,
no han resuelto los problemas. Han emergido contradicciones estridentes: industrias de
dimensiones desproporcionadas y tierras sin infraestructuras y semi abandonadas. Aumentó
el narcotráfico, penetrando países y clases sociales que hasta hacía pocos años ignoraban
este problema. Prevalece la concentración de la riqueza agraria e industrial en pocas manos.
Varios regímenes semidictatoriales han comenzado y han eliminado a los opositores. En
varias partes se subsiguen golpes de Estado militar, persistiendo crónicas guerrillas.
Religiosamente un mal antiguo es la escasez de clero. La jerarquía, en su complejo, no ha
estado preparada para dar una respuesta a esta problemática, mientras el laicado, que habría
podido constituir una válida ayuda, no ha podido evitar programas eufóricos o grandes
restricciones. No han faltado voces proféticas como las de Helder Cámara y de Óscar
Romero. Han faltado junto a estas denuncias y condenas, programas concretos y actuables,
unidad de dirección, constancia en la acción contra la pobreza existente, tenacidad en la
educación de las masas y jóvenes.
En 1995 nació el CELAM que en sus reuniones periódicas ha constituido un gran
estímulo y un enlace. Más importantes han sido los cuatro encuentros del episcopado
latinoamericano en Medellín (1968), Puebla (1979), Santo Domingo (1992) y Aparecida
(2007). La preocupación de fondo de Medellín fue la condena de la violencia
institucionalizada, la crítica a la invasión económica del Continente por parte de grandes
transnacionales. El documento de Puebla se puede considerar un paso adelante: rechazo de
la violencia; empeño por una liberación total de la persona, de la pobreza, fruto del
capitalismo liberal, del marxismo ateo, de una visión del hombre reducida a los aspectos
socio-económico-políticos; revaloración de la religiosidad indígena y popular; opciones
preferenciales por los indígenas, campesinos, obreros, marginados. Santo Domingo puso el
acento sobre los valores tradicionales del mundo latinoamericano. Finalmente, en
Aparecida, se ha reflexionado sobre el tema del discípulado y la misión, procurando trazar
líneas comunes para proseguir la evangelización a nivel regional.
NOTA BIBLIOGRÁFICA. COMBY, Jean, Para leer la historia de la Iglesia, II: Del siglo XV al siglo
XX, Verbo Divino, Estella 1995, 219-230; ERBA, Andrea Ma.- Pier Luigi GUIDUCCI, La Chiesa
nella storia. Duemila anni di cristianesimo, Elledici, Torino 2003, 652-694-651; FRANZEN, August,
Kleine Kirchengeschichte (trad. it. Breve storia della chiesa, nuova edizione riveduta e aumentata a
cura di Remigius Bäumer, ed. Italiana a cura di Luigi Mezzadri), Queriniana, Brescia 20029, 373-
376; HERTLING, Ludwig, Historia de la Iglesia, Herder, Barcelona 198910, 512-524; LABOA, Juan
María, Historia de la Iglesia. IV: Época contemporánea, Sapientia Fidei, Manuales de teología 27,
BAC, Madrid 2002, 335-351; Manual de Historia de la Iglesia, dir. Hubert Jedin, IX, ed. Herder,
Barcelona 1978, 531-668; MARTINA, Giacomo, Storia della Chiesa da Lutero fino ai nostri giorni,
IV: L’ età contemporanea., Morcellina, Brescia 20012, 349-398.
181
La dimensión mundial del cristianismo resale a época moderna pero va creciendo el
peso de los continentes: América, África, Asia. Sobre todo, el centro de gravedad del
cristianismo se cambia hacia el sur del mundo, hacia África y América Latina, por lo que
está llamado a encarnarse en realidades culturales diversas. Tal situación no es nueva, pero
ha acabado con la exportación de los modelos religiosos europeos. La ya reafirmada
preocupación de la inculturación o más precisamente interculturación, atestigua un cambio
notable y abre un camino a un pluralismo de situaciones.
Desde hace decenios son numerosas las obras que se interrogan sobre el destino del
cristianismo al alba del tercer milenio. Que las Iglesias cristianas estén obligadas a hacer
frente al reto de la secularización, se sabe muy bien. Sin embargo, se sabe también que esta
secularización no es una realidad ineluctable que conduzca a la desaparición de la religión.
Más que detenerse en este debate tan preciado para algunos, podría afirmarse que el
secularismo no es la pérdida de la religión en el mundo moderno sino el conjunto de
procesos de reorganización del creer, no es el fin del cristianismo, sino de un cierto espíritu
cristiano.
La historia de la Iglesia en los decenios posconciliares está dominada por la amplitud de
cambios, fruto al mismo tiempo de las reformas conciliares, de la crisis de la Iglesia y de la
afirmación de la continuidad. Cambio y continuidad es la fórmula que ilumina el camino de
toda institución en la historia, y, en primer lugar, de las instituciones religiosas vueltas
hacia la tradición fundante. Esto significa que las transformaciones no pueden esconder lo
que permanece. Un peligro es leer la referencia a la tradición como una restauración,
mientras se elabora otra realidad. De frente a la crisis abierta por la Revolución Francesa,
por ejemplo, el catolicismo integrista o intransigente, se dedicó sea a defender la
cristiandad tradicional, sea a tratarla de revivir, bajo una forma renovada.
Es otra la perspectiva la que propone el cardenal Ratzinger, ahora papa Benedicto XVI,
estrecho colaborador de su antecesor, para analizar el futuro del cristianismo en la nueva
era que se abre. En las entrevistas publicadas bajo el significativo título de La sal de la
tierra, él sostuvo: «es posible que estemos en el umbral de una nueva era, constituida del
todo diversamente, de la historia de la Iglesia, en la cual el cristianismo existirá más bien
bajo el signo de la semilla de mostaza, en pequeños grupos aparentemente sin importancia,
pero que viven intensamente para luchar contra el mal y radicar el bien en el mundo, que
abren la puerta a Dios».
Entre las grandes Iglesias cristianas emerge una voluntad de reconciliación: se ha
impuesto la idea del ecumenismo. Lo atestigua en particular la Declaración común sobre la
justificación firmada por la Iglesia católica y la Federación luterana mundial, el 31 de
octubre de 1999, en la ciudad bávara de Augusta, en Alemania. Pero es importante estar
atentos también al hecho de que estos esfuerzos hacia la unidad están acompañados de
resistencias, fragmentaciones y rupturas, en particular en el mundo ortodoxo. Se deben al
peso de la historia, a la búsqueda de una identidad que parece amenazada. La realidad
principal, en último término, es la de la reconciliación y el respeto que se afirman en las
relaciones entre las confesiones cristianas.
Igual de notable es el diálogo interreligioso. Concierne, en primer lugar, a las
«religiones del Libro», monoteístas, el judaísmo y el Islam, pero se dirige también a todas
las otras religiones. El encuentro interreligioso celebrado en Asís el 27 de octubre de 1986
para rezar a favor de la paz, fue una iniciativa que suscitó indignación en los ambientes
tradicionalistas. El diálogo con las grandes religiones no cristianas constituye una de los
182
grandes retos para las Iglesias cristianas que profesan la universalidad de la salvación en
Cristo y que no obstante su fervor, ven al cristianismo proporcionalmente reducirse.
NOTA BIBLIOGRÁFICA. COMBY, Jean, Para leer la historia de la Iglesia, II: Del siglo XV al siglo
XX, Verbo Divino, Estella 1995, 230-231; ERBA, Andrea Ma.- Pier Luigi GUIDUCCI, La Chiesa
nella storia. Duemila anni di cristianesimo, Elledici, Torino 2003, 695-726; FRANZEN, August,
Kleine Kirchengeschichte (trad. it. Breve storia della chiesa, nuova edizione riveduta e aumentata a
cura di Remigius Bäumer, ed. italiana a cura di Luigi Mezzadri), Queriniana, Brescia 20029, 379-
381; HERTLING, Ludwig, Historia de la Iglesia, Herder, Barcelona 198910, 547-548; LABOA, Juan
María, Historia de la Iglesia. IV: Época contemporánea, Sapientia Fidei, Manuales de teología 27,
BAC, Madrid 2002, 335-351; Manual de Historia de la Iglesia, dir. Hubert Jedin, IX:, ed. Herder,
Barcelona 1978, 531-668; MARTINA, Giacomo, Storia della Chiesa da Lutero fino ai nostri giorni,
IV: L’ età contemporanea., Morcellina, Brescia 20012, 349-398; Storia del cristianesimo.
Religione-Politica-Cultura (tit. orig. Histoire du cristianisme des origines à nos jours), dir. J. M.
Mayeur – Charles e Luce Pietri – A. Vauchez – M. Venard, XIII: Crisi e rinnovamento dal 1958 ai
nostri giorni, Borla/Città Nuova, Roma 2002, 658-660.
183
APÉNDICE DE TEXTOS
8 El autor se refiere aquí al postulatum presentado a la comisión de peticiones por un grupo de obispos de
tendencia infalibilista; el mismo solicitaba la declaración del dogma de la infalibilidad papal y comenzó a
circular entre los padres el 30 de diciembre de 1869 y hacia finales de enero contaba ya con trescientas
ochenta firmas de adhesión. Cf. Roger AUBERT, «Vaticano I», en Historia de los concilios ecuménicos, XII,
Vitoria 1970, 161.
184
como el que quieren propiciar los obispos peticionantes, sería un acontecimiento único en
la historia de la Iglesia: En dieciocho siglos no ha ocurrido algo semejante. Lo que ellos
anhelan es una revolución eclesial, tanto mas grave cuanto se trata aquí del fundamento de
la fe religiosa de cada hombre, que en el futuro debería sostener y afirmar lo que establezca
un solo hombre, el papa, en lugar del conjunto, en lugar de la Iglesia Universal. Hasta ahora
el católico decía: Creo en tal o cual doctrina por el testimonio de la entera Iglesia de todos
los tiempos, porque ella tiene la promesa de que permanecerá siempre en la continua
posesión de la verdad. En el futuro en cambio debería decir el católico: Creo, porque el
Papa, declarado infalible, ordena enseñar o creer tal cosa. Que él sea infalible lo creo
porque él lo afirma de sí mismo. Porque 400 o 600 obispos reunidos en Roma en el año
1870, han decidido que el papa fuera infalible. Todos los obispos solos y cualquier concilio
sin el Papa están sometidos a la posibilidad de errar. La infalibilidad es un privilegio y una
posesión exclusiva del Papa. Su testimonio no puede ser fortalecido ni debilitado por los
obispos, sean estos pocos o muchos; cada decisión tiene pues solamente tanta fuerza y
autoridad cuanta el papa mismo le ha otorgado y que él se ha arrogado a sí mismo. De este
modo pues en última instancia todo se reduce a un autotestimonio del Papa, lo cual es desde
luego muy sencillo. Sólo que respecto a esto debería recordarse lo que hace 1840 años dijo
alguien inconmensurablemente más alto: «Si yo doy testimonio de mi mismo, entonces mi
testimonio no es digno de creerse» (Jn. 5,31). La petición nos brinda la ocasión de formular
los siguientes reparos: Primero: La petición circunscribe la infalibilidad del Papa a aquellas
declaraciones y decretos, que el mismo dirige al conjunto de los creyentes, o sea los que
emana para enseñanza de toda la Iglesia Católica.
De esto se seguiría que cuando un papa se dirigía solamente a personas particulares,
corporaciones, Iglesias particulares, estaba continuamente sujeto al error. Ahora bien, los
papas durante doce o trece siglos no han cumplido jamás la condición a la cual está ligada
la infalibilidad de sus decisiones o enseñanzas: todas las declaraciones de los papas sobre
cuestiones de doctrina antes del final del siglo XIII han sido dirigidas solamente a personas
determinadas o a los obispos de un país, etc. Durante el milenio de unidad jamás se ha
comunicado a toda la Iglesia oriental un decreto general de un papa. Los papas han dirigido
escritos dogmáticos a patriarcas aislados o a emperadores, y esto en forma muy espaciada.
Es pues claro que durante al menos mil años los papas mismos no han tenido idea de
esa cualidad de la cual debe depender la seguridad e infalibilidad de sus decisiones, cómo
pues tal afirmación fue concebida tan tarde y fue desconocida por la Iglesia antes de 1562.
En este año en efecto el teólogo Johann Hessels expuso esta afirmación. De él la tomó
prestada Belarmino y la apoyó con citas de las decretales seudoisidorianas y con
testimonios ficticios de san Cirilo.
Según esta teoría, con una simple palabra antepuesta, por una simple afirmación, los
papas habrían podido otorgar a sus propias declaraciones dogmáticas la alta prerrogativa de
la inerrancia. Ellos no lo hicieron y de este modo han puesto a personas y comunidades en
el peligro de caer en el error por la aceptación de sus decisiones dadas sin la garantía de la
certeza divina.
Segundo: Es falso que «de acuerdo con la tradición común y constante de la Iglesia las
sentencias dogmáticas de los papas sean irreformables». Lo contrario está a la vista. La
Iglesia siempre ha sometido los escritos dogmáticos de los papas primero a prueba, y como
185
consecuencia de esa prueba los ha aprobado como hizo el concilio de Calcedonia con los
escritos de León; o los ha rechazado como erróneos, como hizo el Quinto concilio (553)
con el Constitutum de Vigilio, o el sexto concilio (681) con los escritos de Honorio 9.
Tercero: No es cierto que en el segundo concilio de Lyón (1274), con la aprobación
tanto de los griegos como de los latinos haya sido adoptada una profesión de fe en la cual se
declaraba que «las controversias sobre la fe debían ser dirimidas por el juicio del papa». Ni
los griegos ni los latinos, esto es, los obispos occidentales reunidos en Lyon, adoptaron esa
confesión de fe, sino que el difunto papa Clemente IV se la había enviado al emperador
Miguel Paleólogo como condición de su admisión a la comunión eclesial. Miguel, que a
duras penas conservaba el dominio sobre la capital recientemente reconquistada10,
severamente amenazado por el emperador latino Balduino y por el rey Carlos de Sicilia,
requirió con urgencia la ayuda del papa, que era el único capaz de obligar a su enemigo
capital a la paz y consintió en someterse a las condiciones de la sumisión eclesiástica que
los papas le habían prescrito, aunque bajo las persistentes protestas de los obispos griegos y
de la Nación. Así insertó Miguel la fórmula que había sido impuesta en el escrito leído ante
el concilio y confirmado por su enviado el Logoteta. El mismo declaró en su ciudad,
Constantinopla, que las tres concesiones que él había hecho al papa eran ilusorias.
(Pachymeres de Michaele Paleol. 5, 22). No obstante, los obispos reunidos no se
encontraron en condiciones de emitir un juicio sobre esta fórmula.
Cuarto: El decreto del sínodo florentino es aquí citado parcialmente 11 justamente ha
9
Estas afirmaciones son esencialmente correctas; de hecho, ante la convocación del concilio de Calcedonia
(451) S. León Magno quiso que su carta dogmática ad Flavianum fuese considerada como punto de referencia
dogmático. Los padres no aceptaron sin más el Tomus Leonis, sino que primero fue leído en el aula conciliar y
entonces sí aceptado como intérprete de la doctrina tradicional y aclamado con la conocida frase: “por la boca
de León ha hablado Pedro” (Cf. Manual de historia de la Iglesia, dir. H. JEDIN, II, Barcelona 1980, 174-
181). En cuanto al Constitutum con que el papa Virgilio quiso sanjar la cuestión de los tres capítulos, hay que
decir que las presiones que el emperador Justiniano ejerció sobre los padres del II concilio de Constantinopla
(553) llevó a los obispos a rechazar el documento pontificio (cf. Manual de historia de la Iglesia, II, 617-
618)El ca. so de Honorio I (625-638), llamado “el papa hereje”, es mucho más complicado y controvertido y
fue esgrimido durante el concilio Vaticano I como un fuerte argumento en contra de la infalibilidad pontificia.
De hecho, dentro de la disputa en torno al monotelismo (afirmación errónea sobre la existencia de una única
voluntad en Cristo) algunas expresiones suyas tomadas de una carta al patriarca Sergio I de Constantinopla y
no suficientemente meditadas, permitieron incluir al papa entre los teólogos de la corriente monoteleta, y
como tal fue condenado por el III concilio de Constantinopla (VI ecuménico) del 680-681; esta condena,
aunque con atenuaciones, fue confirmada por el papa León II (682-683) (Cf. Conciliorum Oecumenicorum
Decreta, Boloña 1991, 125 y Manual de historia de la Iglesia, II, 855-857; los párrafos de la carta de Honorio
a Sergio I en DH, 487). Hay que decir no obstante, que este remanido asunto para nada pone en cuestión la
prerrogativa pontificia de la infalibilidad, ya que esta se verifica solamente cuando el papa enseña ex
cathedra, es decir como maestro de la Iglesia universal, una doctrina sobre fe o costumbres, y en este caso
Honorio sólo habló como teólogo privado. Más aún, sus palabras, entendidas en su contexto verdadero son
pasibles de una interpretación completamente ortodoxa
10
Se refiere al emperador Miguel VIII paleólogo (1259-82) quien en 1261 había recuperado Constantinopla
de manos de los cruzados, en cuyo poder había caído en 1204.
11
El autor se refiere aquí al decreto del Concilio de Florencia (1431-1445) en el que se definió el primado
universal del romano pontífice. Cf. CONCILIUM FLORENTINUM, Sess. VI, Decreto Laetentur caeli, en
Conciliorum Oecumenicorum Decreta, 528 y DH. 1300-1308.
186
sido omitido del párrafo la frase principal, cuya formulación es el producto de largas
negociaciones entre los griegos y los italianos y a la cual se otorgó la máxima importancia,
porque la precedente debía entenderse solamente de acuerdo a la limitación expresada, a
saber: «iuxta eum modum, quo et in gestis et in sacris canonibus oecumenicorum
conciliorum continetur» [con arreglo a lo establecido en las actas y sagrados cánones de los
concilios ecuménicos]. El papa y los cardenales exigieron insistentemente, que como
definición más exacta de cómo debería comprenderse el primado del papa, debía
apostillarse "iuxta dicta Sanctorum" [según los testimonios de los santos]. Esto lo
rechazaban los griegos con la misma insistencia. Ellos sabían perfectamente que entre los
«testimonios de los santos» se contaban una considerable cantidad de textos imaginarios o
falsificados. El arzobispo latino Andrés, uno de los oradores, se había remitido ya en la
séptima sesión a los tristemente célebres testimonios de Cirilo, los que habían alcanzado en
occidente un efecto violento y duradero desde que Tomás de Aquino y el papa Urbano IV
los habían creído verdaderos, pero ahora sin embargo fueron rechazados por los griegos. El
emperador hizo notar además que cuando uno de los padres en una carta dirigida al papa se
expresaba en forma deferente, no podía deducirse de esto ningún derecho o privilegio. Los
latinos cedieron finalmente en quitar los dicta Sanctorum del texto preparatorio, y por ello
como medida y límite del primado papal fueron señalados los concilios ecuménicos y los
sagrados cánones. Con esto quedaba excluido todo pensamiento sobre la infalibilidad papal,
puesto que en los antiguos concilios y en los cánones pre-isidorianos, comunes a las dos
iglesias, no se encuentra nunca algo que aludiese a una prerrogativa semejante, sino que la
entera legislación de la Iglesia, tanto como la actuación e historia de los siete concilios (que
a esto se referían) con toda evidencia presuponen un estado en el que la máxima autoridad
doctrinal corresponde a la Iglesia entera, y no solamente a uno de los cinco patriarcas (que
tal era el papa a los ojos de los griegos). Además, el arzobispo Besarión había declarado
poco antes que el papa era menor que el concilio (y por lo tanto tampoco infalible) (Sess.
IX, Concil. XIII, 150). Se trata pues de una mutilación, lo que equivale a una falsificación,
el cancelar del decreto del Sínodo florentino justamente la frase principal, a la cual se
atribuyó el máximo valor, para la cual fue hecho el decreto. La frase era tan indispensable a
los ojos de los griegos que declararon que se marcharían sin conseguir su propósito si no se
incluía es frase. También insistieron -con éxito- en que todos los derechos y privilegios de
los restantes patriarcas debían quedar a salvo en el decreto. Pero los mismos papas habían
declarado ya anteriormente que tal derecho debía establecerse únicamente por la decisión
de toda la comunidad y no únicamente por las decisiones de un maestro infalible.
Desde luego, existe todavía otra causa para la mutilación del decreto florentino que
hace el redactor de la petición; ¿él debería haber dado el texto latino en su versión original,
es decir, la correspondiente versión griega tal como lo hicieron Flavius Blondus, secretario
de Eugenio IV, y los antiguos teólogos: quemadmodum et in actis conciliorum et in sacris
canonibus continetur? ¿O debería apropiarse de la falsificación presentada por primera vez
por Abraham Bartholomeus, en la que en lugar de «et» se ha puesto «etiam»? Con ese
«etiam» se transforma completamente el sentido del Decreto y se aniquila el propósito de la
añadidura; no obstante, y a pesar de ser una evidente falsificación, el texto ha sido recogido
así en las colecciones conciliares y en los tratados dogmáticos, y sería ya tiempo de quitar
de en medio esa piedra de escándalo para los orientales y de restablecer el texto original, a
saber el correspondiente texto griego. Pero entonces, claro está, el decreto ya no sería útil
187
para los objetivos de los infalibilistas, como lo demostró hace ya doscientos años el
arzobispo de París D [l] de Marca (Concord. Sacerd. et imperii, 3,8). El hace notar
correctamente: Verba graeca in sincero sensu accepta modum exercitio potestatis
pontificiae imponunt ei similem quem ecclesia gallicana tuetur. At e contextus latini
depravata lectione eruitur plenam esse potestatem, idque probari actis conciliorum et
canonibus [Las palabras griegas tomadas en su sentido íntegro imponen al ejercicio de la
potestad pontificia un límite semejante al que defiende la iglesia galicana. Pero del contexto
de la depravada versión latina se deduce que la potestad del papa es plena y que esto puede
probarse con las actas y cánones de los concilios].
La petición se pronuncia con especial indignación (accerbissimi catholicae doctrinae
impugnatores blaterare non erubescunt [los acérrimos impugnadores de la doctrina católica
no se avergüenzan en afirmar...]) contra los que no consideran como ecuménico al sínodo
de Florencia. Los hechos son elocuentes: como es sabido, el sínodo fue convocado para
corregir de raíz al concilio de Basilea, cuando este había comenzado a decidir muchas
reformas importantísimas de la Curia romana. El 9 de abril de 1438 fue abierto en Ferrara,
y debieron esperarse aún seis meses sin que hubiera sesión alguna, dado que había pocos
obispos presentes. De todos los países nórdicos de la entonces enteramente católica Europa,
de Alemania, de los países escandinavos, Polonia, Bohemia, la Francia de entonces,
Castilla, Portugal, etc. no fue nadie; se puede afirmar que nueve décimos del mundo
católico de entonces no participó del sínodo porque lo tenían por ilegítimo, lo mismo que la
asamblea de Basilea, y porque todo el mundo sabía que allí no se haría nada respecto a la
cuestión decisiva de la reforma de la Iglesia. Finalmente Eugenio logró reunir con fatiga un
grupo de obispos italianos, alrededor de 50. Además de estos llegaron luego algunos
obispos enviados por el duque de Borgoña, algunos provenzales y un par de españoles. En
total fueron 62 los obispos que firmaron. Los prelados griegos junto con su emperador se
encontraban en peligro de ruina total a causa de sus deudas; barcos y soldados habían sido
llevados hasta allí; el papa les había prometido pagar los costos de su estadía en Ferrara y
Florencia y de su viaje de regreso. Cuando ellos se mostraron intransigentes, les quitó los
subsidios, de modo tal que se encontraron en grave necesidad, y finalmente, presionados
por el Emperador y urgidos por el hambre, firmaron cosas que luego retractaron casi todos.
El juicio de un contemporáneo griego, Amyritius, al que cita el erudito romano Leo Allatius
(de perp. consens. 3, 1,4), fue entonces el general entre los griegos: ¿Puede alguien -decía
él- considerar en serio como ecuménico un sínodo cuyos artículos de fe fueron comprados
por dinero, cuyas decisiones fueron establecidas simoniacamente, solamente ante la
esperanza de recibir asistencia financiera y militar? En Francia, antes de la Revolución, el
sínodo de Florencia fue rechazado como espurio. Así lo declaró el cardenal Guise en el
Concilio de Trento, sin recibir por ello ninguna réplica. El teólogo portugués Payva De
Andrada dice al respecto: Florentinam (Synodum) sola Gallia pro oecumenica numquam
habuit, quippe quam neque adire dum agitaretur, neque admittere iam perfectam atque
absolutam voluerit [solamente Francia no consideró jamás como ecuménico el Sínodo de
Florencia, puesto que cuando se inició no quiso asistir al mismo y una vez concluido no
quiso aceptarlo] (Defens. fid. Trident. p. 431, ed. Colón, 1580).
El texto restante de la petición explica que la declaración del nuevo artículo de fe es
ahora oportuna y urgentemente necesaria, porque algunas personas que se hacen pasar por
católicos, han impugnado recientemente la opinión de la infalibilidad papal. Lo que el
postulado en parte dice y en parte presupone (en Roma) como conocido es esencialmente
los siguiente: En sí y por sí, opina el postulado, no habría sido absolutamente necesario
188
aumentar el número de las verdades de fe con la declaración de un nuevo dogma, pero la
situación se habría configurado de tal forma, que tal declaración sería ahora inevitable.
Desde hace muchos años, la orden de los jesuitas, secundada por un grupo de
simpatizantes, ha iniciado una agitación para promover el apoyo al dogma en cuestión
contemporáneamente en Italia, Francia, Alemania e Inglaterra. Incluso ha sido fundada y
presentada públicamente con este fin por los jesuitas una asociación religiosa especial, con
el objeto de rezar y de actuar en orden a la consecución del nuevo dogma; su órgano de
difusión, la [revista] Civiltà, publicada en Roma, ha señalado de antemano la tarea principal
del concilio, a saber, la de ofrecer al mundo expectante el regalo del artículo de fe faltante;
su [revista] Laacher Stimmen y sus publicaciones nuevas han debatido amplia e
infatigablemente el mismo tema.
En medio de esa agitación la obligación de los que piensan de otro modo debería haber
sido el permanecer en un silencio reverente, dejando en paz a los jesuitas y a sus
seguidores, y no someter a ninguna clase de prueba a los argumentos aportados por ellos en
numerosos escritos. Lamentablemente esto no fue así, algunos hombres tuvieron la inaudita
osadía de romper el sagrado silencio y de expresar públicamente una opinión discrepante.
Tal escándalo puede ser reparado únicamente a través de un aumento de las confesiones de
fe, de la alteración de los catecismos y de todos los libros de religión.
A la comisión de peticiones
El Liberalismo es pecado
Los fragmentos que aquí presentamos, los tomamos de la siguiente edición: Félix SARDÀ Y
SALVANY, El Liberalismo es pecado. Cuestiones Candentes, Barcelona: Librería y Tipografía
católica, 1887 (reimpresión Barcelona: Editorial Alta Fulla, 1999), 13-17; 25-29.
N. B.: Hemos modificado la ortografía del texto, adaptándola a los usos modernos; la redacción,
terminología y puntuación del autor han sido escrupulosamente respetadas. Algunos pequeños
errores han sido corregidos, sólo cuando los mismos eran evidentes.
189
ilustración y que, en cada país, fue tomando características propias (Aufklärung en
Alemania, Enlightenment en Inglaterra, Lumières en Francia, etc.)2. Tal vez el
acontecimiento histórico que demostró de forma más patente el contenido y el alcance de
las ideas liberales fue la Revolución Francesa de 17893. Ahora bien, ante las ideas y
propuestas liberales ¿qué actitud debían tomar los católicos? Digamos que, pasados los
tiempos inmediatamente posrevolucionarios, entre los miembros de la Iglesia Católica se
fueron perfilando dos posturas básicas: Los llamados “católicos intransigentes” rechazaron
en bloque todo lo que proviniera del liberalismo, y en general del mundo moderno; en el
aspecto doctrinal podrían calificarse de integristas y políticamente hablando fueron en
general legitimistas; en la época se los motejaba también como clericales, ultramontanos,
etc. En una actitud más conciliadora con el mundo moderno, estaban los llamados
«católicos liberales», quienes sin renunciar a su fe, pretendían conciliar la misma con
ciertas propuestas del mundo moderno, quitándole su matiz irreligioso.
1
El texto que presentamos a continuación, son fragmentos de una obra sumamente popular en el siglo XIX, y
uno de los máximos exponentes del «catolicismo intransigente»: Se trata del libro El liberalismo es pecado
del sacerdote catalán Félix Sardà y Salvany. Conocido en su época como la Biblia de los intransigentes esta
obra fue publicada por primera vez en 1884. Con una lógica sin concesiones y por momentos demoledora,
intenta demostrar la intrínseca malicia de las ideas liberales.
190
última palabra, la que todo lo abarca y sintetiza, es la palabra secularización, es decir, la no
intervención de la Religión en acto alguno de la vida pública, verdadero ateísmo social, que
es la última consecuencia del Liberalismo. En el orden de los hechos el Liberalismo es un
conjunto de obras inspiradas por aquellos principios y reguladas por ellos. Como, por
ejemplo, las leyes de desamortización; la expulsión de las órdenes religiosas, los atentados
de todo género, oficiales y extraoficiales, contra la libertad de la Iglesia; la corrupción y el
error públicamente autorizado en la tribuna, en la prensa, en las diversiones, en las
costumbres; la guerra sistemática al Catolicismo, al que se apoda con los nombres de
clericalismo, teocracia, ultramontanismo, etc., etc. Es imposible enumerar y clasificar los
hechos que constituyen el procedimiento práctico liberal, pues comprenden desde el
ministro y el diplomático que legislan o intrigan, hasta el demagogo que perora en el club o
asesina en la calle; desde el tratado internacional o la guerra inicua que usurpa al Papa su
temporal principado, hasta la mano codiciosa que roba la dote de la monja o se incauta de la
lámpara del altar; desde el libro profundo y sabihondo que se da de texto en la universidad
o instituto, hasta la vil caricatura que regocija a los pilletes en la taberna. El Liberalismo
práctico es un mundo completo de máximas, modas, artes, literatura, diplomacia, leyes,
maquinaciones y atropellos enteramente suyos. Es el mundo de Luzbel, disfrazado hoy día
con aquel nombre, y en radical oposición y lucha con la sociedad de los hijos de Dios, que
es la Iglesia de Jesucristo.
En el orden de las doctrinas el liberalismo es herejía. Herejía es toda doctrina que niega
con negación formal y pertinaz un dogma de la fe cristiana. El liberalismo doctrina los
niega primero todos en general y después cada uno en particular. Los niega todos en
general, cuando afirma o supone la independencia absoluta de la razón individual en el
individuo, y de la razón social o criterio público en la sociedad. Decimos afirma o supone,
porque a veces en las consecuencias secundarias no se afirma el principio liberal, pero se le
da por supuesto y admitido. Niega la jurisdicción absoluta de Cristo Dios sobre los
individuos y las sociedades, y en consecuencia la jurisdicción delegada que sobre todos y
cada uno de los fieles, de cualquier condición y dignidad que sean, recibió de Dios la
191
Cabeza visible de la Iglesia. Niega la necesidad de la divina revelación, y la obligación que
tiene el hombre de admitirla, si quiere alcanzar su último fin. Niega el motivo formal de la
fe, esto es, la autoridad de Dios que revela, admitiendo de la doctrina revelada sólo aquellas
verdades que alcanza su corto entendimiento. Niega el magisterio infalible de la Iglesia y
del Papa, y en consecuencia todas las doctrinas por ellos definidas y enseñadas. Y después
de esta negación general y en globo, niega cada uno de los dogmas, parcialmente o en
concreto, a medida que, según las circunstancias, los encuentra opuestos a su criterio
racionalista. Así niega la fe del Bautismo cuando admite o supone la igualdad de todos los
cultos; niega la santidad del matrimonio cuando sienta la doctrina del llamado matrimonio
civil; niega la infalibilidad del Pontífice Romano cuando rehúsa admitir como ley sus
oficiales mandatos y enseñanzas, sujetándolos a su pase o exequátur, no como en su
principio para asegurarse de la autenticidad, sino para juzgar del contenido.
En el orden de los hechos es radical inmoralidad. Lo es porque destruye el principio o
regla fundamental de toda moralidad, que es la razón eterna de Dios imponiéndose a la
humana; canoniza el absurdo principio de la moral independiente, que es en el fondo la
moral sin ley, o lo que es lo mismo, la moral libre, o sea una moral que no es moral, pues la
idea de moral, además de su condición directiva, encierra esencialmente la idea de
enfrenamiento o limitación. Además, el Liberalismo es toda inmoralidad, porque en su
proceso histórico ha cometido y sancionado como lícita la infracción de todos los
mandamientos, desde el que manda el culto de un solo Dios, que es el primero del
Decálogo, hasta el que prescribe el pago de los derechos temporales a la Iglesia, que es el
último de los cinco de ella.
Por donde cabe decir que el Liberalismo, en el orden de las ideas, es el error absoluto, y
en el orden de los hechos, es el absoluto desorden. Y por ambos conceptos es pecado, ex
genere suo, gravísimo; es pecado mortal.
Si bien se considera, la íntima esencia del Liberalismo llamado católico, por otro
nombre llamado comúnmente Catolicismo liberal, consiste probablemente tan sólo en un
falso concepto del acto de fe. Parece, según dan razón de la suya los católico-liberales, que
hacen estribar todo el motivo de su fe, no en la autoridad de Dios infinitamente veraz e
infalible, que se ha dignado revelarnos el camino único que nos ha de conducir a la
bienaventuranza sobrenatural, sino en la libre apreciación de su juicio individual que le
dicta al hombre ser mejor esta creencia que otra cualquiera. No quieren reconocer el
magisterio de la Iglesia, como único autorizado por Dios para proponer a los fieles la
doctrina revelada y determinar su sentido genuino, sino que, haciéndose ellos jueces de la
doctrina, admiten de ella lo que bien les parece, reservándose el derecho de creer la
16
Se ha discutido mucho sobre el origen de esta fórmula que, luego, asumiría Camilo Benzo, Conde de
Cavour. Según algunos autores, debemos buscar su origen en Vinet; según otros, debe atribuirse a
Montalamber; otros, por último, ven en ella influjos de tipo jansenista. Manual de Historia de la Iglesia, dir.
H. JEDIN, VII, Barcelona: Herder, 1978, 910 n. 7
17
El autor no consigna ninguna indicación acerca de a qué reunión de católicos liberales se refiere, los cuales
se habrían «juramentado» en Francia, con la presencia de «un ilustre prelado». Según Sardà y Salvany, los
católicos liberales allí reunidos, se habrían congregado para propagar y defender la fórmula: «La Iglesia libre
en el Estado libre». Es probable que, en realidad, Félix Sardà y Salvany se esté refiriendo aquí al III Congreso
Católico de Malinas, celebrado en 1863; en dicho congreso Montalambert hizo una calurosa defensa de la
fórmula aludida y estaba presente en él Mons. Félix Dupanloup (1802-1878), obispo de Orleans desde 1854
(quien podría ser el «ilustre prelado» al que alude el autor). Una traducción al inglés del discurso que en
Mons. Dupanloup pronunció en el Congreso de Malinas: Bishop Dupanloup’s speech at the Catholic Congres
of Malines en The Catholic World 6 (1868) 587-594.
193
contraria, siempre que aparentes razones parezcan probables ser hoy falso lo que ayer
creyeron como verdadero.
Para refutación de lo cual basta conocer la doctrina fundamental De fide, expuesta sobre
esta materia por el santo Concilio Vaticano. Por lo demás se llaman católicos, porque creen
firmemente que el Catolicismo es la única verdadera revelación del Hijo de Dios; pero se
llaman católicos liberales o católicos libres, porque juzgan que esta creencia suya no les
debe ser impuesta a ellos ni a nadie por otro motivo superior que el de su libre apreciación.
De suerte que, sin sentirlo ellos mismos, encuéntranse los tales con que el diablo les ha
sustituido arteramente el principio sobrenatural de la fe por el principio naturalista del libre
examen. Con lo cual, aunque juzgan tener fe de las verdades cristianas, no tiene tal fe de
ellas, sino simple humana convicción, lo cual es esencialmente distinto.
Síguese de ahí que juzgan su inteligencia libre de creer o de no creer, y juzgan
asimismo libre la de todos los demás. En la incredulidad, pues, no ven un vicio, o
enfermedad, o ceguera voluntaria del entendimiento, y más aún del corazón, sino un acto
lícito de la jurisdicción interna de cada uno, tan dueño en eso de creer, como en lo de no
admitir creencia alguna. Por lo cual es muy ajustado a este principio el horror a toda
presión moral o física que venga por fuera a castigar o prevenir la herejía, y de ahí su horror
a las legislaciones civiles francamente católicas. De ahí el respeto sumo con que entienden
deben ser tratadas siempre las convicciones ajenas, aun las más opuestas a la verdad
revelada; pues para ellos son tan sagradas cuando son erróneas como cuando son
verdaderas, ya que todas nacen de un mismo sagrado principio de libertad intelectual. Con
lo cual se erige en dogma lo que se llama tolerancia, y se dicta para la polémica católica
contra los herejes un nuevo código de leyes, que nunca conocieron en la antigüedad los
grandes polemistas del Catolicismo.
Siendo esencialmente naturalista el concepto primario de la fe, síguese de eso que ha de
ser naturalista todo el desarrollo de ella en el individuo y en la sociedad. De ahí el apreciar
primaria, y a veces casi exclusivamente, a la Iglesia por las ventajas de cultura y de
civilización que proporciona a los pueblos; olvidando y casi nunca citando para nada su fin
primario sobrenatural, que es la glorificación de Dios y salvación de las almas. Del cual
falso concepto aparecen enfermas varias de las apologías católicas que se escriben en la
época presente. De suerte que, para los tales, si el Catolicismo por desdicha hubiese sido
causa en algún punto de retraso material para los pueblos, ya no sería verdadera ni laudable
en buena lógica tal Religión. Y cuenta que así podría ser, como indudablemente para
algunos individuos y familias ha sido ocasión de verdadera material ruina el ser fieles a su
Religión, sin que por eso dejase de ser ella cosa muy excelente y divina.
Este criterio es el que dirige la pluma de la mayor parte de los periódicos liberales, que
si lamentan la demolición de un templo, sólo saben hacer notar en eso la profanación del
arte; si abogan por las órdenes religiosas, no hacen más que ponderar los beneficios que
prestaron a las letras; si ensalzan a la Hermana de la Caridad, no es sino en consideración a
los humanitarios servicios con que suaviza los horrores de la guerra; si admiran el culto, no
es sino en atención a su brillo exterior y poesía; si en la literatura católica respetan las
Sagradas Escrituras, es fijándose tan sólo en su majestuosa sublimidad. De este modo de
encarecer las cosas católicas únicamente por su grandeza, belleza, utilidad o material
excelencia, síguese en recta lógica que merece iguales encarecimientos el error cuando tales
condiciones reuniere, como sin duda las reúne aparentemente en más de una ocasión alguno
de los falsos cultos.
Hasta a la piedad llega la maléfica acción de este principio naturalista, y la convierte en
194
verdadero pietismo, es decir, en falsificación de la piedad verdadera. Así lo vemos en tantas
personas que no buscan en las prácticas devotas más que la emoción, lo cual es puro
sensualismo del alma y nada más. Así aparece hoy día en muchas almas enteramente
desvirtuado el ascetismo cristiano, que es la purificación del corazón por medio del
enfrenamiento de los apetitos, y desconocido el misticismo cristiano, que no es la emoción,
ni el interior consuelo, ni otra alguna de esas humanas golosinas, sino la unión con Dios por
medio de la sujeción a su voluntad santísima y por medio del amor sobrenatural.
Por eso es Catolicismo liberal, o mejor, catolicismo falso, gran parte del catolicismo
que se usa hoy entre ciertas personas. No es catolicismo, es mero naturalismo, es
racionalismo puro; es paganismo con lenguaje y formas católicas, si se nos permite la
expresión
INTRODUCCIÓN
195
2. El Concordato
Cuando Nos, Venerables Hermanos, en el verano de 1933, a pedido del Gobierno del
Reich, aceptamos reasumir las deliberaciones para un Concordato, fundado en un proyecto
elaborado varios años antes, y llegamos de este modo a un solemne acuerdo que fue
satisfactorio para todos vosotros, estuvimos inspirados por la indispensable solicitud de
tutelar la libertad de la misión salvadora de la Iglesia en Alemaniay de asegurar la salvación
de las almas a Ella confiadas, y al mismo tiempo por un leal deseo de prestar un servicio de
capital interés al desenvolvimiento pacífico y al bienestar del pueblo alemán.
Si el árbol de la paz, plantado por Nos en tierra alemana con intención pura, no ha
producido los frutos que Nos esperábamos en interés de vuestro pueblo, no habrá nadie que
tenga ojos para ver y oídos para oír, que pueda decir que la culpa es de la Iglesia y de su
Supremo Jerarca. La experiencia de los años transcurridos pone en evidencia las
responsabilidades y descubre maquinaciones que desde un principio sólo se propusieron
una lucha hasta el aniquilamiento. En los surcos en que Nos hemos esforzado en arrojar la
semilla de la verdadera paz, otros arrojaron –como el inimicus homo de la Sagrada
Escritura (Mt. 13, 25). – la cizaña de la desconfianza, de la discordia, del odio, de la
difamación y de una aversión profunda, oculta o manifiesta, contra Jesucristo y su Iglesia,
desencadenando una lucha que se alimentó en mil diversas fuentes y se sirvió de todos los
medios. Sobre ellos y solamente sobre ellos y sus protectores ocultos o manifiestos recae la
responsabilidad de que sobre el horizonte de Alemania no parezca el arco iris de la paz,
sino el oscuro nubarrón precursor de destructoras luchas religiosas.
La moderación mostrada por Nos hasta ahora, no obstante todo esto, no Nos fue
sugerida por interesados cálculos terrenales, ni mucho menos por debilidad, sino
simplemente por la voluntad de no arrancar juntamente con la cizaña también alguna hierba
buena, por la decisión de no pronunciar públicamente un juicio antes de que los ánimos
estuviesen maduros para reconocer su necesidad, y por la determinación de no negar
definitivamente la fidelidad de otros a la palabra dada, antes que el duro lenguaje de la
realidad hubiese arrancado los velos con que se ha querido y se trata aún de ocultar, de
acuerdo con un plan preestablecido, el ataque contra la Iglesia.
Y aun en estos momentos en que la lucha abierta contra las escuelas confesionales
tuteladas por el Concordato, y la denegación de la libertad de voto para los que tienen
derecho a la educación católica manifiestan, en un campo particularmente vital para la
Iglesia, la trágica seriedad de la situación y una nunca vista opresión espiritual de los fieles,
la paternal solicitud por el bien de las almas Nos aconseja tener cuenta de las escasas
perspectivas, que pueden todavía existir, de un retorno a los pactos, a la fidelidad y a un
acuerdo permitido por Nuestra conciencia.
197
que da a esta venerable palabra el contenido de una verdadera y digna noción de Dios.
Quien identifica con indeterminación panteísta a Dios con el universo, materializando a
Dios en el mundo o deificando el mundo en Dios, no pertenece a los verdaderos creyentes.
Ni tampoco es creyente quien, siguiendo una así llamada doctrina precristiana del antiguo
germanismo, pone en lugar del Dios personal el hado ciego e impersonal negando la
sabiduría divina y su providencia que con fuerza y suavidad domina el mundo del uno
hasta el otro confín (Sab. 8, 1). El que así piensa no puede pretender que sea considerado
como un verdadero creyente.
Si es verdad que la raza o el pueblo, el Estado o una de sus formas determinadas, y los
representantes del poder estatal u otros elementos fundamentales de la sociedad humana
tienen en el orden natural un puesto esencial y digno de respeto; con todo, quienes sacán-
dolos de la escala de los valores terrenales los elevan a la categoría de suprema norma de
todo, aun de los valores religiosos, y divinizándolos con culto idolátrico, pervierten y
falsifican el orden creado e impuesto por Dios, están lejos de la verdadera fe en Dios y de
una concepción de la vida conforme con ella. [...]
198
17. El valor del Antiguo Testamento
Solamente la ceguera y la terquedad pueden cerrar los ojos ante los tesoros de
saludables enseñanzas escondidas en el Antiguo Testamento. Por tanto el que pretende que
se expulsen de la Iglesia y de la escuela la historia bíblica y las enseñanzas del Antiguo
Testamento, blasfema de la palabra de Dios, blasfema del plan de salvación del
Omnipotente y erige en juez de los planes divinos un estrecho y restringido pensamiento
humano. Niega la fe en Jesucristo, aparecido en la realidad de su carne, que tomó la
naturaleza humana en un pueblo que después había de crucificarlo. No comprende el drama
universal del Hijo de Dios que al delito de sus verdugos opuso, a fuer de sumo sacerdote, la
acción divina de la muerte redentora, con lo cual dio cumplimiento al Antiguo Testamento,
lo consumó y lo sublimó en el Nuevo Testamento. [...]
199
24. El Primado, manantial de fuerza y de unidad católica
Hoy que amenazan nuevos peligros y nuevas dificultades decimos a estos jóvenes: Si
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alguien quiere anunciaros un evangelio distinto del que habéis recibido sobre las faldas de
una piadosa madre, de los labios de un padre creyente, de la enseñanza de un educador fiel
a Dios y a su Iglesia, que sea anatema (Gal. 1, 9). Si el Estado organiza a la juventud en
una asociación nacional obligatoria para todos18, entonces, salvos siempre los derechos de
las asociaciones religiosas, los jóvenes tienen el derecho obvio e inalienable, y con ellos los
padres responsables ante Dios, de exigir que esta asociación no tenga tendencias hostiles a
la fe cristiana y a la Iglesia, tendencias que hasta hace poco y aun actualmente ponen a los
padres creyentes en un insoluble conflicto de conciencia, porque no pueden dar al Estado lo
que se les pide en nombre del Estado sin quitar a Dios lo que a Dios pertenece (Cf. Mt. 22,
21; Mc. 12, 17; Lc. 20, 25).
Nadie piensa en poner ante la juventud alemana tropiezos en el camino que debe
conducir a una verdadera unidad nacional y fomentar un noble amor por la libertad y una
indisoluble consagración a la patria. A lo que Nos oponemos y debemos oponernos es al
conflicto querido y sistemáticamente exacerbado, con la separación de estas finalidades
educativas de las religiosas. Por eso decimos a esos jóvenes: cantad vuestros himnos de
libertad, pero no os olvidéis que la verdadera libertad es la libertad de los hijos de Dios. No
permitáis que la nobleza de esta libertad insustituible se pierda en los lazos serviles del
pecado y de la concupiscencia. No es lícito al que canta el himno de fidelidad a la patria
terrena convertirse en tránsfuga y traidor con la infidelidad a su Dios, a su Iglesia y a su
patria eterna. Os hablan mucho de grandeza heroica, contraponiéndola intencionada y
falsamente a la humildad y a la paciencia evangélicas, pero ¿por qué os ocultan que tam-
bién se da un heroísmo en la lucha moral y que la conservación de la pureza bautismal
representa una acción heroica que debiera premiarse en el campo tanto religioso como
natural? Os hablan de fragilidades humanas en la historia de la Iglesia, y ¿por qué os
esconden las grandes proezas que, en el correr de los siglos, consumaron los santos que ella
produjo, y los beneficios que obtuvo la cultura occidental por la unión vital entre la misma
Iglesia y vuestro pueblo?
Mucho os hablan de gimnasia y de deporte, que usados en su justa medida dan gallardía
física, lo cual no deja de ser un beneficio para la juventud, pero se asigna hoy con
frecuencia a los ejercicios físicos tanta importancia que no se tiene en cuenta ni la
formación integral y armónica del cuerpo y del espíritu, ni el conveniente cuidado de la
vida de familia, ni el mandamiento de santificar el día del Señor. Con indiferencia que raya
en desprecio, se despoja al día del Señor del carácter de sagrado recogimiento cual
corresponde a la mejor tradición alemana. Confiamos que los jóvenes católicos alemanes,
en el difícil ambiente de las organizaciones obligatorias del Estado, sabrán reivindicar
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Es evidente que el Papa se refiere a las Hitlerjugend o «juventudes hitlerianas».
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categóricamente su derecho a santificar cristianamente el día del Señor. Que el cuidado de
robustecer el cuerpo no les haga echar en olvido su alma inmortal, que no se dejen dominar
por el mal, sino que venzan el mal con el bien (Cf. Rm. 12, 21), y por último se propongan
cuál nobilísima meta la de conquistar la corona de la victoria en el estadio de la vida eterna
(Cf. 1 Cor. 9, 24-25).
EPÍLOGO
Aquel que escudriña los corazones y las entrañas (Sal. 7, 10) .Nos es testigo de que
Nos no tenemos aspiración más íntima que la del restablecimiento de una paz verdadera
entre la Iglesia y el Estado en Alemania. Pero si, sin culpa de parte Nuestra, la paz no llega,
la Iglesia de Dios defenderá sus derechos y sus libertades, en nombre del Omnipotente cuyo
brazo tampoco hoy se ha acortado. Llenos de confianza en el no cesamos de rogar y de
invocar (Col. 1, 9). por vosotros, hijos de la Iglesia, a fin de que los días de la tribulación
sean acortados y permanezcáis fieles hasta el día de la prueba, y también a los
perseguidores y opresores conceda el Padre de todas las luces y de toda misericordia la hora
del arrepentimiento propio y el de todos los que con ellos erraron y yerran.
Con esta plegaria en el corazón y sobre los labios, Nos impartimos, como prenda de
divina ayuda, como apoyo en vuestras decisiones difíciles y llenas de responsabilidades,
como sostenimiento en la lucha, como consuelo en el dolor, a vosotros, obispos, pastores de
vuestro pueblo fiel, a los sacerdotes, a los religiosos, a las apóstoles laicos de la Acción
Católica y a todos vuestros diocesanos y no en último lugar a las enfermos y a las presos,
con amor paternal, la Bendición Apostólica.
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Bibliografía fundamental
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