El atardecer se diluía lentamente en pequeños destellos dorados, mientras la oscuridad y la neblina
avanzaban invadiendo todo el campamento. Una pequeña multitud de obreros volvía lentamente a sus hogares en un paso lento y silencioso por efecto de la puna, ya que el mineral de Chuquicamata está a más de 2800 m. de altura sobre el nivel del mar. Poco a poco, el grupo empezó a desintegrarse a medida que iba avanzando y llegando a sus respectivas casas. Entre ellos caminaba el obrero Juan Labra, maquinista esforzado, quien no ocultó su sonrisa al llegar a su hogar y ser recibido por su familia, especialmente por su hijo Juanucho, quien lo esperaba fuera de la casa como todas las tardes. Pequeño aún, pero de ojos vivaces, Juanucho ya conocía la mina y sus misterios de punta a cabo. Por lo mismo, mientras recibía a su padre preguntó curioso por un hombre de gran estatura acompañado por un perro, que lo seguía. Era míster Davies, uno de los jefes de la compañía. El motivo de su visita era solicitarle si podía dejar su perro Black a su cuidado mientras viajaba a Antofagasta. Juan aceptó honrado y aseguró que su hijo Juanucho se haría cargo, quien miraba con ojos curiosos como el perro tironeando del pantalón de su dueño, mientras éste se iba. Juan no se equivocó al designarle el cuidado de Black a su hijo, ya que como si fueran hermanos, simpatizaron mutuamente y en los días siguientes salieron a todas partes juntos, desafiando al viento, corriendo por el camino arcilloso a Calama e ignorando la puna. Con el pasar de los días su amistad de profundizó cada vez más, pero también una angustia creciente invadió a Juanucho; el inminente regreso de míster Davies. El niño le preguntó ilusionado a su padre si era posible pedirle al dueño que les regalase a Black, pero esté señaló que era imposible, un perro fino y caro cómo ese sólo los ricos podían tener. Una tarde, al regresar de un paseo a orillas del Loa con Black, vio la silueta de míster Davies apoyada junto a su casa y supo que el momento de separarse había llegado. Trató de explicarle al dueño del perro lo que había significado para él, pero sus palabras quedaron atrapadas en su garganta. A regañadientes se despidió de su amigo y vio como se fue caminando con desgano junto a su dueño. Juanucho superó la primera angustia de separarse de su amigo, asumiendo que un perro fino como ese no era para él, pero con la llegada de la noche una pena amarga lo invadió y no pudo dejar de sollozar al recordarlo. Como si el niño y el perro estuviesen conectados, este último empezó a aullar y ladrar endurecidamente, mientras míster Davies, perplejo se preguntaba; ¿qué podía hacer frente a un perro que lloraba? Juan, mientras tanto, con el afán de calmar la pena de su hijo decidió salir hacia el barrio alto para ver si podía hacer realidad el milagro imposible, de que míster Davies aceptara darle a Black. Grande fue su sorpresa al encontrarse con una silueta y un perro que ladraba a esas horas, camino al campamento obrero ¡era míster Davies! Los hombres se miraron en silencio, las palabras no eran necesarias míster Davies le entregó al perro que se fue tironeando junto a Juan Labra de regreso al campamento. Mientras tanto un nuevo calor entibiaba el amanecer que en Chuqui despuntaba. Rendic, A. (2006) Cuentos Chilenos para niños, editorial Andrés Bello.