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La lingua de los rikordos

Guillermo Espinosa Estrada

La portada muestra una fotografía en blanco y negro. En ella hay cinco personas –¿miembros
de una misma familia?– cuya vestimenta nos sitúa en la primera mitad del siglo XX. Parece
que están en un día de campo, todos sentados o recargados en unas inmensas piedras que
bordean una caída de agua y, después, el cauce de un río. La fotografía, obviamente, los ha
congelado a todos en ese instante preciso, pero el río da la impresión de seguir su curso. Es
tal el ímpetu del agua –no se detiene, sigue cayendo, fluyendo– que pareciera señalar el cauce
del tiempo, la historia que ha transcurrido desde el momento en que la fotografía fue tomada
hasta el día de hoy. Hace falta abrir el libro para darnos cuenta que Tela de sevoya es una
tentativa de casi trescientas páginas por navegar río arriba, por explorarlo a contracorriente,
en un intento fallido de hallar sus fuentes. “Podras topar a los tus padres empues de un riyo
de aguas muy espezas”, le dicen a la narradora en un sueño; el libro está conformado por esa
búsqueda, el texto es ese viaje en pos de un origen quimérico, tan inasible como el corazón de
la cebolla que le da título.
En este libro –¿ensayo, novela, poemario, memoria?, ya volveremos al asunto genérico–,
Myriam Moscona busca a su manera recuperar el tiempo perdido, y rastrea, con la poca
información que tiene a la mano, las circunstancias que hicieron posible que una familia
sefardí, en lugar de permanecer en Bulgaria, terminara en “Meksiko”, un país lejano y
exótico. Pero esta anécdota íntima se convierte en la zaga de todo un pueblo, en una historia
milenaria que va –anacrónica e incidentalmente– de la destrucción del templo de Jerusalén
(VII a. C.) y la diáspora judía, hasta el régimen nazi y la shoah, pasando por el edicto de
expulsión de los judíos de los reinos españoles en 1492… Toda una serie de acontecimientos
que, durante la segunda mitad del siglo XX, resultan en una narradora disfrazada de china
poblana en un festival escolar. Y es que, como se anuncia desde el título, Tela de sevoya está
construida como un textil, es un tejido de historias, cosida de parches tanto como de huecos,
retazos de anécdotas con inmensas lagunas que, en su conjunto, van conformando una colcha
de recuerdos. “Me plaze kozer i meter i sakar agujas”, dice uno de los personajes, “tomar un
iliko i mezerlo de un lugar a otro, fin a fazer una konstruksion ke ampieza de nada, de un
burako sin forma. Al kavo del kavo”, señala, “se apareze el perfil de una kaza.” Tejer, en este
contexto, es escribir, y ambos son a la vez sinónimo de edificar: reconstruir la casa familiar
en Sofía, la solariega que dejaron los sefardís en Toledo, la Tierra prometida… Todas las
casas se perdieron y lo único que queda es su “perfil” (o contorno) en la tela, en el libro, es
decir, en la lengua: “los byervos i en las dichas” del judezmo.
Al parecer Tela de sevoya surgió de un fracaso. La solapa relata que originalmente iba a ser
una colección de poemas en judezmo –y algunos de esos versos llegaron a la versión final del
libro, aparecen bajo la sección de “Kantikas”–, pero después el proyecto se expandió en esta
mezcla de poemario, memoria, novela y ensayo. Me atrae la hibridación formal, pero el
experimento no funciona del todo. Aunque recurra a la metáfora de texto como tejido –y esto
le posibilite ir construyendo su historia alrededor de asuntos variados, inconexos e incluso
omisiones–, percibo un cierto desbalance entre sus partes que provoca desconcierto y da la
sensación de que hizo falta un editor riguroso. La historia de Sara Karmona, que ocupa la
sección titulada “La cuarta pared”, podría irse sin detrimento del relato; los sueños de la
protagonista, aglomerados bajo el título “Molinos de viento”, de pronto son demasiados,
proliferan hacia el final y terminan secuestrando el desenlace. Esta última sección, cuyo
contenido es onírico, crea escenarios y episodios inexistentes que palidecen al compararlos
con la realidad: las anécdotas familiares, el viaje a Bulgaria, las reflexiones sobre el judezmo
e incluso las recetas de cocina son más potentes que cualquier fantasía o ficción. Y es
precisamente esa contundencia de lo real –la guerra, el exilio, la lengua– lo que hace de Tela
de sevoya un libro entrañable.
Parecerá caprichoso, pero al leer a Moscona no pude dejar de pensar en Juan Rulfo. Como su
novela, este libro también pudo haber comenzado diciendo: “Vine a Plovdiv porque me
dijeron que aquí vivía mi padre, un tal León Karmona”, y podrían arrancar de la misma
manera porque es muy similar la forma en que Pedro Páramo y Tela de sevoya entienden el
origen: en ambos está cundido de muerte –o es sólo muriendo que puede volverse a él. Y es
por eso que los dos son libros de fantasmas; todos los personajes han pasado a mejor vida –
las evocaciones de los padres muertos de la narradora son tan tiernas como desgarradoras–, y
en el caso del de Moscona incluso la lengua está agonizando. Por momentos parece que la
narradora es la “ultima kreatura” capaz de hablar el judezmo, una lengua ejercida sólo por
trescientas mil personas, un idioma de otro tiempo, de otro mundo, aniquilado por exilios,
expulsiones y cámaras de gas. Por eso otro hablante del ladino, Marcel Cohen, asegura: “La
moerte avla por mi boka… A vedrá decir, ya esto moerto yo.” Él, como la narradora, sus
padres y los sefardís, viven en una suerte de Comala: una comunidad espectral, un espejismo
que pronto podría desaparecer. Tal como la fotografía de la familia y el río, que un día sólo
mostrará perfiles indistinguibles. Pero entonces tendremos las páginas de Tela de sevoya y
podremos imaginar cómo fue ese mundo.

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