Вы находитесь на странице: 1из 5

Ánimas al sol

Sabina Loghin
171810

Un paraje árido. No se ve nada ni a lo largo ni a lo ancho más que aquellas montañas


terrosas de donde se asoma el sol al fondo. En el amanecer el clima es gélido, pero
al mediodía el calor es tan intenso que seca la boca. A Martín le ardían los pies con
cada paso que plantaba en la arena amarillenta y pedregosa. Las suelas de sus
tenis ya se estaban despegando. Se limpió el sudor de la frente, pero era inútil, las
gruesas gotas seguían cayendo desde su cuero cabelludo hasta los ojos. El galón
de agua que traía amarrado a la mochila iba ya a la mitad. Tengo que aguantar más
vara, pensó, falta un chingo y de rato no me va a quedar ni madre.

Volteó hacia atrás para ver a los demás. Susana y Claudio iban siguiéndole los
pasos. Joel iba un poco más atrás, jadeando, cabizbajo. Violeta y Julio a veces se
agarraban las manos, como para desaparecer un rato de aquel infierno. Iban todos
en silencio, tragando aire caliente. Lo único que se escuchaban eran los aleteos de
los zopilotes y los siseos de las víboras a lo lejos. Era la tercera vez que Martín
cruzaba y se ofreció de guía. Ya había perdido la cuenta de los días. Sabía que iban
a faltar unos seis, más o menos, atravesando las peñas que se asomaban a lo lejos,
pero ya se le hacía mucho. Él sabía que iban por la ruta correcta, pero el desierto le
juega muchas bromas a uno cuando las piernas se empiezan a cansar y los ojos
empiezan a ver charcos de agua donde no hay nada. Se puso mejor a pensar en
Helena, en su cabello negro y largo, su sonrisa y sus ojos azabache. Me la pela el
pinchi desierto, pensó. Esto lo hago por ti mija. El resto del camino se la pasó
observando cómo el cielo iba cambiando de azul a amarillo y morado conforme el
crepúsculo se iba acercando.

Susana iba viendo el peluche que le había amarrado con cintas a las suelas de sus
botas. Se acordaba de la primera vez que la agarraron, un tres de mayo a eso de
las cinco de la tarde. El pollero los había dejado, como de costumbre, en medio de
la nada. Ella y Mario habían acordado irse juntos y dejar a su pequeña Amelia con
su abuelita. En Torreón los trabajos eran muy mal pagados y apenas tenían para
comer. Susana soñaba con que su niña pudiera comprarse ese carrito de Barbie
que tanto quería y celebrar su quinto cumpleaños con un pastel. La quería meter al
kínder y comprarle vestiditos de esos rosas que se andan usando mucho ahora. Un
día que ya no tenían nada en el refri y que le partió en pedacitos una tortilla dura,
ya no se pudo aguantar los sentimientos que se le hacían nudo en la garganta y
lloró de la desesperación con Mario, le dijo que ya no podía más, que prefería morir
cruzando el desierto, pero que tenía que intentarlo todo por Amelia. Un amigo de
Mario que se brincó el muro y sí pudo llegar a Los Ángeles les dijo que ahí había
mucho jale y que una vez que llegaran él les iba a conseguir algo. Pero en el mero
desierto los alcanzaron unas patrullas de la migra y se los llevaron a los dos. A
Susana la deportaron ese mismo día, pero a Mario lo subieron en otra patrulla y
nunca lo volvió a ver. La segunda vez sí le tocó un disparo en un muslo izquierdo y
180 días de cárcel antes de que la mandaran de vuelta para Torreón. Pero estaba
convencida de que la ofrenda que le había hecho a Santo Toribio le iba a hacer el
milagro esta vez.

Para Claudio las cosas no eran muy diferentes, la pobreza también lo obligó a irse
de Honduras. Llevaba un colguije que le había regalado su mamá y que frotaba con
los dedos cada que le agarraba un sentimiento de pesar. Se ponía a pensar que lo
único que le gustaba de Tegucigalpa era que desde su casa los atardeceres eran
muy vivos y que éste del desierto era muy similar. Era lo único vivo entre tanta
muerte. De lo demás no se quedaba con nada. Sólo tenía el sueño de llegar al otro
lado, encontrar trabajo y sacar a su mamá de esa casa destruida y de la violencia
que vivió toda su vida. Se merecía vivir una vejez tranquila después de toda una
vida de lucha incansable para traer un plato de comida caliente a la mesa todos los
días. De sus amigos no quedaba ni uno, o se habían unido a la Mara o los habían
asesinado. El recuerdo de cómo mataron a su mejor amigo Julián, obligándolo a él
a ser testigo, le revolvió el estómago. Abrió la boca y tragó una bocanada de aire
seco con polvo.
Joel ya trastabillaba con las piedras. En el camino plano empezaron a aparecer los
pequeños arbustos que tanto odiaba. Los odiaba porque nomás se los imaginaba
que fueran más grandes para poder acostarse debajo de uno un rato. Ni una
chingada sombra, pensó. Ya ni sé si esas madres existen de verdad o no. El dolor
del tobillo derecho ya no era tan agudo como cuando recién se había resbalado
hace dos días. Seguía cojeando pero le aliviaron un poco las vendas que le puso
Susana. Nada más levantó la cabeza para ver a Martín a lo lejos, guiándolos a los
seis. Ese vato cómo se la rifa, pensó. De repente se ponía a reflexionar si de verdad
le iba tan mal en Ciudad Juárez como para haber llegado a cruzar miles de
kilómetros de esa pesadilla. Ahí parecía que nada era realmente peor que ese largo
e interminable tramo en el limbo. Ni andar recogiendo basura ni cuando destazaba
pollos por una miseria de salario se podían comparar con eso que sentía ahora. Ya
no tenía agua y mascaba lentamente un pedazo de plástico en la boca. Su andar
se había vuelto pesado y tuvo que dejar la mochila más ligera, abandonando en el
camino muchas de sus pertenencias. Lo único con lo que se quedó fue el oso de
peluche que le había regalado su hermanita la madrugada en que se fue. Su asma
parecía haberse incrementado con los 37° centígrados de los cinco o seis días que
llevaban en el desierto. Apretó el osito de peluche en su mano. Se fijó en la delgada
línea de luz que se apagaba rápidamente detrás de las peñas. Le dio un
presentimiento de que no iba a volver a ver el sol salir.

¿Ya te fijaste? – le dijo Julio a Violeta – cómo se mira el cielo.

Violeta estaba hastiada y no tenía ganas de romanticismos. No podía pensar en


nada cuando sentía un hueco en el estómago tan fuerte que le quemaba, cuando
su cabeza estaba por explotar y cada aliento era vital. Levantó la cabeza porque
aun cuando odiaba que Julio fuera tan imprudente, la hacía desaparecer de ratos
de esa situación que la tenía al borde del desvarío.

-Sí, sí está muy bonito.

-No, pero míralo de neta.


-Sí Julio, ya lo ví. Lo que quiero es llegar a las peñas a descansar. Ya por favor no
me hables.

Julio esbozó una cuasi sonrisa, así como pudo, con el dolor de los labios partidos,
los pies destrozados, la piel empolvada, la garganta reseca, la fiebre alta. Tenía
siempre la obligación auto impuesta de proteger a Violeta de la realidad. Se acuerda
que cuando la conoció estaban los dos trabajando en la maquila. Se enamoró de
ella un jueves a las ocho de la noche, el día cuando los jefes dejaban a las
muchachas venirse maquilladas. Ya la había visto desde antes y le gustaba, pero
ese fue el momento exacto en que se enamoró, cuando al terminar el turno la vio
soltarse el pelo. Esa noche, como de costumbre de todos los jueves, se fueron
algunos de los compañeros de turno en bola, uno de ellos sacó el ride y se fueron
a pistear al Aristegos, un bar del centro de Tijuana. Ahí bailaron y rieron y se
abrazaron, y ahí se dio cuenta de que Violeta llevaba siempre la tristeza encima,
que la cargaba en esos ojotes grandes que le daban ganas de besuquear. Entonces
le compró una rosa a la señora que vendía semillas, cacahuates, cigarros sueltos y
flores, y le dijo que si quería ser su novia.

Ya cuando la maquila estuvo por cerrar, Violeta le dijo que esperaban un hijo. Se
quedaron solos y el dinero ahorrado sólo les iba a durar muy poco, porque aparte
ambos venían de Tamaulipas. Dejaron a sus familias en Ciudad Victoria y no
pensaban volver, ese lugar les traía puros malos recuerdos. Una noche Julio se
salió a pistear con uno de sus amigos que se cruzaba de mojado y que trabajaba
en la construcción, que se iba por largos periodos y regresaba cuando juntaba el
dinero, que le dijo que en Las Vegas había mucho jale y que podía darle una buena
vida a su familia futura. Le dijo que se quedaba mucho tiempo allá sin poder volver
a ver a su hija y su esposa, y que ellos deberían de aprovechar para que el niño
naciera allá. Julio volvió a la casa con alcohol en el aliento y ganas de despertar a
Violeta a besos y le dijo que todo iba a estar bien, que ya tenía un plan.

------------------------------

-Julio, ya despiértate – murmuró Violeta – ya están aquí los zopilotes.


-Sí mija, ya llevan rato – le dijo Julio, acurrucándose junto a ella - ¿Ya viste?
Empezaron con Martín y le siguieron con Joel. A los demás ya se los tragaron todos.

-¿Y a nosotros, Julio? ¿Ya nos tragaron también? ¿Aquí nos vamos a quedar para
siempre?

-Sí, mi amor. Ojala que sí nos quedemos aquí juntitos para siempre. Ya duérmete,
vamos a soñar de nuevo.

-Esque otra vez me despertaron estos pinches pájaros, Julio. No dejan de llevarse
mis huesos de un lado a otro. No me dejan descansar.

-A mí a cada rato me pellizcan, pero ya ni me duele. Ya duérmete ándale, para


seguir soñando.

-Apenas estaba llegando a la parte donde ya nos íbamos para acá para el infierno.

- Yo ya estaba en la parte en que nacía Sofía y te llevaba a bailar en las discotecas


de Nevada y te regalaba flores. Buenas noches, mi amor.

Вам также может понравиться