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EL PECADO
1. Introducción
de las “experiencias negativas”, que no alcanzan el sentido objetivo del mal con las
características absolutas del pecado (respecto de la relación con Dios y de la
construcción de nosotros mismos como sujetos).
El uso “menor”, excusable, como “confidencial” que se hace del término pecado
en el lenguaje coloquial (“vivir en pecado”, “noche de pecado”), no oculta del todo la
dimensión grave, no ausente a la conciencia. Lo que parece oculto a la conciencia
emerge de ella como “sentimiento” o “conciencia” de pecado, como una ruptura interna,
un desajuste interior, una claudicación del ser íntimo de la persona que lo sitúa ante la
maldad y falsedad del trozo de realidad retratado. Por eso se tiende a quitarle
importancia. Se deja entrever que la esencia del pecado afecta a algo tan nuclear de la
persona que no es competencia nuestra marcarla como “pecado”.
También tiene que ver con el “desorden”: “no es otra cosa que permanecer por
debajo del bien que corresponde a cada uno según su naturaleza” (I-II, 109, 2, ad 2).
Aquí entra la explicación de que nadie peca con la fuerza íntegra de la voluntad, porque
el pecado acontece contra el impulso natural del que peca, y le hace no estar en plena
unidad consigo mismo (el dolor de los condenados, por eso, será también anti-natural
respecto de lo que en el fondo seguimos amando). «Estar totalmente de acuerdo consigo
mismo es algo que sólo logra quien hace el bien”, “si ha de ser posible que un hombre
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Otra nota del pecado es su carácter irracional, actus contra rationem. Aspecto de
absurdez interna del pecado. El mal es alogon (Dionisio), falto de luz, que hace las
cosas confusas, contradictorias. Es, en ese sentido, “contra conciencia” en cuanto mejor
saber de uno mismo, contra el mejor conocimiento que podemos adquirir.
-Deuteronomio. Dios como santo (qados): “sed santos como yo soy Santo”.
Santo se refiere a lo que Dios es, no a lo que hace: es el absolutamente otro,
representando la unidad de Dios, y el hombre como partícipe de su santidad. El pueblo
es santo porque vive para dar culto a Dios. Por eso el concepto es más ritual (dignidad
con la que hay que estar ante Dios) e impersonal (hay “cosas” y animales impuros), y la
noción más relacionada con la impureza. Pertenencia, además a un pueblo que debe ser
también puro (asamblea litúrgica que debe presentarse a Dios: sentido colectivo de
pecado y expulsión/exclusión por ello de la comunidad ante algún tipo de pecado).
Enlace con la tradición profética en la interpretación del castigo, en sentido pedagógico,
como llamada a la conversión y para comprobar lo que pasa lejos de Dios.
-La conciencia del pecado se manifiesta de modo especial durante la época del
Destierro, como situación de pérdida de las promesas de Dios y una vuelta a la antigua
esclavitud. El pueblo queda en el destierro porque ha pecado, y será en esta
circunstancia en la que se produce la revelación de Dios como misericordia. Con dos
términos fundamentales:
Pero ante este carácter absoluto del pecado hay una nueva acción divina
-misericordia- que lo saca de él. Sin esta acción precedente no merecemos el perdón de
los pecados. Las buenas obras no causan el perdón, aunque sí nos acercan a la
misericordia de Dios.
-Idolatría. Ruptura directa con Dios. Desde el becerro de oro, primera idolatría,
queda revelado que vivir solamente de cosas es una idolatría.
-Mentira. La palabra adquiere un valor especial donde no hay escritura, por eso
faltar a la palabra es un gran pecado. El pecado se entiende también como vivir en la
falsedad, y una “acción falsa” se entiende como una mentira. Lo que se hace tiene, pues,
también un valor ante Dios. Pecar supone una desconfianza, una sospecha ante Dios,
alejando el corazón de Dios. La mentira acaba imponiéndose por la fuerza
(disimulación, connivencia con el mal, cambio de nombre a los pecados…).
Estos pecados tienen valor de signo para señalar bienes determinados que el
hombre tiende a absolutizar.
centrado en el juicio y en el castigo, que no curan, sino en el amor nuevo que se recibe
con el arrepentimiento de la penitencia. El núcleo de la Revelación sobre el pecado es el
Amor de Dios que busca una comunión que debe ser aceptada y desarrollada.
Este misterio se funda en el per-don como don nuevo y perfecto. Ante el rechazo
del “don de sí” de Dios (donde el castigo sólo llega a la acción externa, el perdón llega a
la raíz personal de la ruptura, al restablecimiento de la relación), Dios se da de nuevo
(no condonación de la deuda, no remisión de la ofensa, sino nueva donación), por un
amor nuevo que une de nuevo a Dios.
Refiriéndose sin duda a este misterio, también San Juan, con su lenguaje característico
diferente del de San Pablo, pudo escribir que «todo el nacido de Dios no peca, sino que
el nacido de Dios le guarda, y el maligno no le toca». En esta afirmación de San Juan
hay una indicación de esperanza, basada en las promesas divinas: el cristiano ha
recibido la garantía y las fuerzas necesarias para no pecar. No se trata, por
consiguiente, de una impecabilidad adquirida por virtud propia o incluso connatural al
hombre, como pensaban los gnósticos. Es un resultado de la acción de Dios. Para no
pecar el cristiano dispone del conocimiento de Dios, recuerda San Juan en este mismo
texto. Pero poco antes escribía: «Quien ha nacido de Dios no comete pecado, porque la
simiente de Dios permanece en él» (1Jn 3, 9). Si por esta «simiente de Dios» nos
referimos —como proponen algunos comentaristas— a Jesús, el Hijo de Dios, entonces
podemos decir que para no pecar —o para liberarse del pecado— el cristiano dispone
de la presencia en su interior del mismo Cristo y del misterio de Cristo, que es
misterio de piedad (RP, 20).
San Juan y San Pablo. La revelación del pecado en la vida y misión de Cristo es
tal que supuso un cambio de la fe de Israel en lo que se denominará “misterio de la
Redención” como liberación de la esclavitud y rescate de los esclavos. Desde Cristo,
esta liberación es una salvación “real” que llega a la raíz del pecado: distinción entre
“pecado” (hamartía) y “pecados” (caídas, faltas, en los vocablos griegos): el hombre es
pecador antes incluso de la comisión libre de los pecados. El pecado tiene como signo la
realidad de los pecados.
En San Juan se habla del pecado en singular como el rechazo del mundo como
unidad a Dios, y su superación por un conocimiento íntimo de Dios, en un principio
interior que purifica al hombre. “No creer en Jesús” (Jn 16, 9) es su caracterización
fundamental del pecado, que no reconoce su misión ni su condición salvadora. Este
rechazo global se manifiesta en los pecados “simbólicos” de la mentira y el homicidio
como oposición a Cristo como Verdad y como Vida, y la superación de este odio por el
Espíritu. El Misterio pascual es, entonces, el juicio al pecado que lleva a la glorificación
del Hijo y revela la misericordia de Dios. La primera acción del hombre será la acogida
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En San Pablo, el pecado se comprende también como lucha, porque este habita
siempre en el hombre (necesidad de la continua conversión centrada en Cristo por la
acción del Espíritu Santo), contra la posición gnóstica de que el perfecto sería impecable
al final del proceso de la purificación. Se supera así el peligro de la justificación por las
propias obras (Rm 3).
El Espíritu, que sondea las profundidades de Dios, ha sido llamado por Jesús en el
discurso del Cenáculo el Paráclito. En efecto, desde el comienzo "es invocado" para
"convencer al mundo en lo referente al pecado". Es invocado de modo definitivo a
través de la Cruz de Cristo. Convencer en lo referente al pecado quiere decir demostrar
el mal contenido en él. Lo que equivale a revelar el misterio de la impiedad. No es
posible comprender el mal del pecado en toda su realidad dolorosa sin sondear las
profundidades de Dios.
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-El pecado (San Agustín, Contra Faustum), toda acción, palabra o deseo
contra la ley eterna. Sustancia del pecado (acto malo) y razón formal (contra la ley
eterna). Se quiere evitar, de todos modos, un sentido legalista de la ley, en cuanto
desobediencia a un precepto, y se refiere, por eso, a la racionalidad de la ley (Ley
natural) como transgresión contra la luz de la verdad impresa en nosotros: contra la
racionalidad.
-La definición teológica del pecado incluye también la posibilidad de obrar mal
(capacidad de hacerlo) y la malicia de “ponerse” fuera del fin último. O sea, el pecado
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JUAN PABLO II, Carta Encíclica Dominum et Vivificantem, 39 (18 de mayo de 1983).
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El pecado supone una desviación de la rectitud del querer contra la razón misma
del bien, que no puede entonces ordenarse al fin último. El pecado tiene su formalidad,
por tanto, en la intencionalidad propia del acto, no en su psicología (no se es presionado
y atraído por el pecado por habernos apartado interiormente de Dios: el rechazo consiste
precisamente en la intención de apartarnos de su relación en la vivencia de un bien
concreto).
Es un auténtico acto humano (no un “estado”): se escoge un acto que carece del
bien debido, de la ordenación recta al fin de la razón y de Dios. Pecar no es, pues, solo
elegir la separación formal de Dios (la intención primera no es separarse de Dios), sino
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elegir un bien de forma que rechaza el plan de Dios sobre la persona. El objeto del
acto no es la separación de Dios (aunque es una de sus dimensiones consentidas por la
voluntad humana, que sufre el influjo de la inclinación al mal, al bien parcial y
desordenado).
Incluso en el rechazo directo de Dios (lo cual, en principio, parece más un acto
diabólico que humano), lo que se elige primariamente es la propia excelencia
autosuficiente, e incluso ese acto de odio está motivado por un amor primero, aunque
desordenado, a sí mismo. De esta manera se salva el primordial aspecto de bien sobre
el pecado (de donde proviene el espacio para la esperanza y por el que vendrá su
vencimiento): venceremos el mal con la elección del verdadero bien (Cristo elegirá el
bien recto y excelente, logrando la comunión con Dios y la alegría de tal comunión)
(Rm 12, 21).
Los pecados se diversifican, por tanto, por los bienes que atraen de forma
dolosa. Se puede, pues, como terapia contra el pecado, identificar y luchar contra esta
inclinación perversa para poder sanarla, precisamente desde su condición material de
bien erróneo (desde su condición objetiva, no sólo impresión subjetiva o suceso
psicológico determinante). La penitencia, por eso, quiere sanar también las tendencias
torcidas, no sólo la culpa concreta, aunque precisamente por esta condición objetiva el
pecado no se vence de una vez para siempre. Lo que está claro es que el pecado
desordena objetivamente al hombre en sus dinamismos morales.
Las ofensas alcanzan a Dios en la medida en que obramos contra nuestro propio
bien humano. El sujeto se hace malo, por actuar contra rationem. El pecado entonces
deforma la imagen de Dios, entenebrece la conciencia y el conocimiento del bien
(inteligencia) y deforma al hombre.
dinamismos ordenados por la razón práctica hacia una acción excelente que comienza,
como ya sabemos, en sus elementos preelectivos (disposiciones, deseo de felicidad…).
No es solo, por eso, una decisión errónea. Surgen de un desorden interior. Esos afectos
desordenados se reiteran y el hombre se connaturaliza más inclinándose a cometerlos…
-pecados capitales. No se llaman así por la importancia, sino por ser cabeza,
principios de los otros pecados. Proviene de la tradición cenobítica oriental ante la lucha
contra las tentaciones, donde se habla de atacar la raíz de los pecados: soberbia, envidia,
pereza (acidia), ira, gula, lujuria y avaricia. Expresan fracturas interiores del hombre
(sus deseos inmoderados que pueden esclavizar y degenerar al hombre). Como
inclinaciones están en todos.
Pecado como “muerte” en sentido figurado (expulsión del pueblo, muerte, vivir
fuera del plan de Dios). Ap 3, 1: “Tienes nombre de vivo pero estás muerto”; “tu
hermano estaba muerto” (Lc 15, 32); 1Jn 5, 16-17: «Si alguno ve a su hermano cometer
un pecado que no lleva a la muerte, ore y alcance vida para los que no pecan de muerte.
Hay un pecado de muerte (…) pero hay pecado que no es de muerte». Desde este texto
toma la expresión y extiende su uso Orígenes: “peccatum ad mortem o mortalem”,
señalando la dificultad de su división: «Sobre qué pecados no son de muerte, sino de
daño, pienso que no es fácil que un hombre lo pueda discernir, pues está escrito: “Quien
comprenderá los delitos?» (Orígenes, Hom. in Leviticum).
En la época medieval se consagra esta distinción (en san Agustín aún no está
clara, pues creía que la acumulación de veniales podía provocar la muerte del alma).
Ricardo de San Víctor avanza en la clarificación conceptual a partir de la pena que
conlleva cada uno, temporal o perpetua, y añade otro criterio desde la objetividad del
pecado: pecado mortal será el que conlleva una gran corrupción propia, una grave lesión
al prójimo o un fuerte rechazo a Dios.
-Santo Tomás: Determina su diferencia desde la finalidad del acto mismo, desde
su propia ordenabilidad o principio interior: el mortal conduce a un defecto irreparable
por la destitución de algún principio: el principio de la vida como orden hacia el fin
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último… Son así pecados irreparables. El otro es pecado por analogía, porque dispone e
inclina al mortal.
A este criterio objetivo se han de sumar además los criterios subjetivos (ex
subiecti), necesarios para poder llamar “agente” al sujeto: aquí se estudia la
involuntariedad (ignorancia o violencia) y se establecen las conocidas condiciones (VS
70, RP 17, 12; CCE 1857): materia grave, pleno conocimiento y consentimiento
deliberado. Las condiciones subjetivas no ponen o quitan maldad (materia), sino
expresan lo imperfecto de la acción, hasta poder hacer variar su objeto. Determinan de
qué modo está implicada la racionalidad de la persona en el acto, desordenando su
orientación hasta la separación de Dios.
El pecado como ruptura con Dios se explica mejor desde la primacía del don de
la gracia, que excede de tal modo las fuerzas del hombre que nunca se puede estar
seguro de no perderla (eso pasa también en la amistad: ¿existe seguridad de mantenerla
cuando se ha cumplido una infracción objetiva?). Además, toda falta grave no se
produce repentina o sorpresivamente, pues suele incluir una disposición anterior que ha
ido formando la comisión de pecados veniales. Ya estos pueden ser tenidos como signos
de la malicia de obrar “fuera de Dios” (relación de los pecados veniales deliberados y
los vicios adquiridos con el pecado mortal).
En conclusión,
“Esta división ternaria tiene su razón de ser a nivel fenomenológico y descriptivo, sin
embargo, a nivel teológico no se puede borrar la diferencia fundamental entre el sí y el
no a Dios” (Comisión Teológica Internacional, La reconciliación y la penitencia, 1982,
n. 293).
“Siempre queda firme el principio de que la distinción esencial y decisiva está entre el
pecado que destruye la caridad y el pecado que no mata la vida sobrenatural” (RP 17,
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“Es la opción fundamental la que define, en último análisis, la disposición moral del
hombre, pero esta puede ser modificada radicalmente por actos particulares, con actos
anteriores más superficiales” (Declaración Persona humana, 10).
8. Evangelización y pecado
En todo caso, no se puede partir de una concepción del pecado meramente como
culpa, que parece inevitable. Por el contrario, el punto de partida es la elección
fundamental de la fe en Cristo Redentor (fuera una moral centrada solo en la conciencia,
que acusa pero no cura) que inicia en un camino de fe en la presencia de Dios y en su
misericordia realizada en Cristo.
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CONCILIO DE TRENTO, Doctrina de sacramento poenitentiae, c. 5 (DH 1681).
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llevar a una racionalización de la acusación de los pecados que busque una certeza
absoluta que no es propia de los actos morales (problema de los escrúpulos).
Hay que concluir siempre con una apelación a la esperanza como posibilidad de
cambio interior desde la sensación de esclavitud que deja el pecado: desesperación. Se
ha de proponer, entonces, un plan integrador de una práctica sacramental progresiva e
histórica, paralela a las situaciones personales y al crecimiento personal, con la
confianza en la acción misericordiosa de Dios por el Espíritu Santo.