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Neuroética.

Hacia una nueva Filosofía de la Neurociencia

Autor: Luis E. Echarte


Instituto Cultura y Sociedad / Departamento de Humanidades Biomédicas. Facultad de Medicina
Universidad de Navarra

Cómo citar:

Echarte LE. Neuroética. Hacia una nueva Filosofía de la Neurociencia. En García J.J. (ed).
Enciclopedia de Bioética. Universidad Católica de Cuyo. Voz publicada en 2012. URL:
http://enciclopediadebioetica.com/index.php/todas-las-voces/192-neuroetica-hacia-una-nueva-filosofia-de-la-neurociencia

Índice
1. Origen y desarrollo de la Neuroética
2. Cuestiones metodológicas de fondo
3. Neurobiologicismo y Principialismo en Neuroética
4. De la psiquiatrización a la Medicina neuro-mejorativa
5. Neurocosmética y consumismo médico
6. Colapso de la Ciencia y de la Bioética
7. Claves ontológicas de la Neuroética
8. Verdades peligrosas y conciencia crepuscular
9. ¿Cambiarán nuestras vidas?
10. Límites biotecnológicos
11. Más allá de la naturaleza humana
12. Dios en la Neurociencia
Coda
Bibliografía

1. Origen y desarrollo de la Neuroética


Introducir la historia de una disciplina es siempre una buena manera de empezar a
explicarla. Pero además, en el caso de la Neuroética, dicha tarea resulta imperativa por
la especial deriva que ha tomado dicho campo de la ciencia. Esa es la razón por la que,
no solo el primero, sino todos los epígrafes de esta voz aluden a la dimensión temporal
en la que están incardinadas toda una serie de discusiones en torno a la Neurociencia.
No adelantaré conclusiones. A medida que avance en el texto, el lector irá encontrando
más pistas sobre la particular importancia que tiene el tempo en el que se desarrolla y
opera la Neuroética.
Anneliese A. Pontius es el primer autor que titula una investigación con el
neologismo Neuroética. En este trabajo, publicado en 1973, se analizan los nuevos
horizontes pero también de potenciales riesgos de las nuevas intervenciones sobre el
sistema nervioso central en neonatos (1). Posteriormente, en 1989, será Ronald
Cranford quien tome dicho término para hablar del neurólogo como consultor ético y
de su papel en los comités de ética asistencial (2 y 3). Pero hay que esperar hasta 1999
para que aparezca el primer curso especializado en varias de las temáticas hoy

1
generalizadamente asociadas a la Neuroética: dilemas éticos en torno a la investigación
neurológica, al tratamiento de la información, y a la manipulación del sistema nervioso
central (SNC), muerte cerebral, fisiología de la libertad y bases neurológicas de la
moralidad. Este curso fue ofrecido por la Universidad de Pensilvania con el título
Perspectives on Cognitive Neuroscience: Mind, Brain, and Society 1. Tres años después, y
tras lograr el patrocinio de la Greenwall Foundation (una institución que desde 1991
financia investigaciones en Bioética), será también la Universidad de Pensilvania quien
organice el primer congreso nacional. Sin embargo, en el título elegido para el
congreso, Bioethics and the Cognitive Neuroscience Revolution, todavía estaba ausente
el término neuroética (4).
El más importante hito en la historia de la Neuroética acontece en San Francisco
(California) y también en 2002, con la celebración del primer congreso mundial en
Neuroética. El evento llevó por nombre Neuroethics, Mapping the field y fue auspiciado
por la Universidades de Stanford y California. La idea inicial había sido presentarlo
como el Primer Congreso Nacional, pero la propuesta de la Universidad de Pensilvania
fue publicitada pocos días antes y la idea tuvo que ser abandonada. Los organizadores
no se rindieron y vendieron la reunión como el Primer Congreso Mundial. Para
justificarlo, incluyeron entre los ponentes de última hora a un profesor de la
Universidad de Oxford (Inglaterra). La estratagema salió bien pues el congreso recibió
mucho mayor eco mediático que su competidor. Sobre este asunto es interesante
también destacar el papel crucial que, en Mapping the field, jugó la Dana Foundation.
Ésta es una de las instituciones privadas que actualmente más dinero invierten en
Neurociencia. Su apoyo supuso un verdadero impasse en lo que sería, a partir de
entonces, la obtención de fondos públicos y privados orientados al desarrollo de una
disciplina que era, hasta entonces, prácticamente desconocida. Y no solo eso; la
Neuroética dejó de concernir exclusivamente a un pequeño grupo de bioeticistas y
filósofos norteamericanos, para convertirse en una cuestión de primera magnitud para
neurocientíficos, empresas y gobiernos.
Tras el congreso de San Francisco, grupos, cursos y reuniones científicas de
temática similar surgieron a ambos lados del Atlántico. Entre ellos hay que destacar el
congreso Neuroscience and Law, organizado en septiembre de 2003 en Washington
D.C., y donde por primera vez confluyeron el entusiasmo y la capacidad económica de
la Dana Foundation con el poder mediático de la American Association for the
Advancement of Science. En efecto, la fiebre de la Neuroética había contagiado al
grupo que edita Science, una de las revistas científicas internacionales más conocidas.
Por otra parte, la fundación en 2006 de la Neuroethics Society supondrá también un
paso importante de cara a la creación de equipos de trabajo en Neuroética. Su éxito
propició que, en 2010, debido al aumento de los miembros extranjeros entre sus filas,
dicha comunidad pasara a denominarse International Neuroethics Society.
Actualmente existen numerosos programas de investigación en Neuroética. Entre
los más prestigiosos está el Program in Neuroethics, ofertado por el Center for
Biomedical Ethics, en la Universidad de Stanford, y dirigido hasta el 2007 por Judy Illes,
una de las principales autoridades en Neuroética. La orientación de este equipo es
principalmente biologicista y muy próxima a las posiciones eliminativistas defendidas
por Patricia Churchland.

1
Este curso es todavía hoy impartido por el Center of Neuroscience and Society, denominado antes de
2009 como el Penn Neuroethics Program.

2
Otro centro de referencia, hermanado con el anterior, es el National Core for
Neuroethics, de la Universidad de British Columbia, en Vancouver (Canadá). Allí
precisamente se trasladó en 2007 Judy Illes con la misión de crearlo y dirigirlo.
También en Canadá se encuentra el Canada Research Chair in Biomedical Ethics
and Ethical Theory, dirigido por otro de las grandes figuras en Neuroética, Walter
Glannon. A diferencia de los dos grupos anteriores, el bagaje filosófico de los
investigadores del grupo de Glannon es mucho mayor, además de que en él se
defienden tesis menos utilitaristas.
En cuarto y no menos importante lugar, hay que destacar el ya mencionado Center
for Neuroscience and Society de la Universidad de Pensilvania, en el que trabajan
neuroeticistas de renombre como Steven Hyman, Paul R. Wolpe y Martha Farah. La
formación de los miembros del Center for Neuroscience and Society es de calado
científico, pero la mayor parte de ellos están imbuidos del Pragmatismo Principialista
tan característico de la bioética autonomista norteamericana.
Fuera del ámbito norteamericano, está el Oxford Center for Neuroethics, dirigido
por Julian Savulescu y Neil Levy, institución de índole principalmente filosófica.
Savulescu, junto con Nick Bostrom, se encuentra entre los principales defensores de la
corriente transhumanista, mientras que Levy es conocido, sobre todo, por su teoría de
la Extended Mind.
Un último proyecto europeo que merece mención es de origen alemán: DISCOS
(Disorders and Coherence of the Embodied Self). El equipo de investigadores que lo
conforma, fuertemente interdisciplinar, está dirigido por Thomas Fuchs, psiquiatra y
filósofo muy crítico con el enfoque positivista y pragmático de la Neuroética
anglosajona. Por supuesto, otros muchos centros de investigación en Neuroética se
están abriendo a la sombra de los anteriores, aunque la batuta de la actual Neuroética
es hoy manejada, coordinadamente, por la Neuroética de la Costa Oeste
norteamericana, marcadamente biologicista, y la Neuroética de la Costa Este, de
espíritu autonomista.
De entre todas, la definición de Neuroética más ampliamente aceptada, quizá por
ser la menos comprometida, es la que emerge del grupo de la Universidad de
Pensilvania: la Neuroética es el conjunto de estudios que ponen en relación la
Neurociencia con las Ciencias Sociales. En efecto, poco tiene que ver dicho enunciado
con las raíces etimológicas de la noción de Neuroética. ¿Por qué entonces esta
definición es la más aceptada? Ya hemos visto que dicha elección tiene que ver
fundamentalmente con una determinada coyuntura social y con una muy bien pensada
campaña publicitaria. Aún y todo, ¿merece la pena prorrogar la polémica sobre la
conveniencia o no del término? Para responder a dicha cuestión he de introducir
algunas claves más sobre la naturaleza y evolución del método y del objeto de este
campo.
Parte de razón tenía Francis Harper –quien era director de la Dana Foundation en
tiempos del congreso de San Francisco de 2002-, cuando afirmó que “puede usted
llamarla como quiera, pero el tren de la Neuroética ya ha salido de la estación”. El
problema es que la de hoy no es ya la de entonces y el tren del que Harper hablaba,
está apunto de descarrilar. La pregunta sobre si debemos continuar en dicho tren e
intentar frenarlo o bajarnos aún en marcha, es ciertamente más pertinente que hace
diez años.

3
El indudable éxito inicial del término Neuroética se ha transformado en pocos años
en motivo de agria polémica. En el ámbito académico, un nombre es únicamente
importante como marca en la medida en que sirve, primero, para cohesionar y, luego,
como tarjeta de presentación de quienes comparten un mismo ideario.
Lamentablemente, hoy el campo de la Neuroética no cumple con ninguno de estos dos
requisitos. Al contrario, son más numerosas las voces que cuestionan el uso de dicha
noción y, lo que es más grave, la legitimidad de la Neuroética como área de
conocimiento. Veamos esta cuestión a partir de algunas de sus definiciones más
discutidas.
Entre las más famosas fórmulas está la de William Safire -columnista del New York
Times-, enunciada en el congreso de San Francisco de 2002: “El examen de lo que es
correcto e incorrecto, bueno y malo, en el tratamiento, perfeccionamiento o -ya
involuntaria, ya imprevisible- intromisión o manipulación del cerebro humano” (5). En
la misma línea se encuentra la definición que ofrece Steven J. Marcus en la
introducción de la publicación de las actas de dicho evento: “El estudio de las nuevas
cuestiones morales y éticas relacionadas con la investigación y la aplicación de los
nuevos avances logrados en Neurociencia, y de cómo los médicos, aseguradoras y
gobiernos van a enfrentarse con éstos” (6).
No obstante, ya en el propio Mapping the field es posible encontrar formulaciones
en las que la Neuroética se presenta como algo más que una Ética de la Neurociencia.
Albert R. Jonsen, por ejemplo, distingue tres niveles cartográficos distintos: un primer
nivel “tectónico”, dedicado a las bases y fundamentos de la Neuroética; uno geográfico,
sobre cuestiones de índole epistemológico; y por último, un nivel local, centrado en los
problemas prácticos clásicamente vinculados a la Ética Clínica (7). Repárese que en los
dos primeros niveles de este esquema se atienden cuestiones que ya no están
directamente ligadas a la dimensión normativa de la Neurociencia -es decir, cómo
aplicarla correctamente-, sino a la dimensión fáctica -cómo encajan los hallazgos
neurocientíficos en nuestra manera de entender la realidad y, dentro de ella, al
hombre-.
Apenas un año después, ya existe un buen grupo de autores unidos en su
reclamación de un mayor protagonismo fáctico en Neuroética. Es el caso de J. Banja,
director del Health Sciences & Clinical Ethics en la Emory University, para quien dicho
campo representa “la contribución de las ciencias sobre el cerebro a nuestro
conocimiento de la naturaleza del razonamiento moral y la conducta moral” (8). Similar
idea aparece en The Ethical Brain, libro publicado en 2005 por el neurocientífico y
divulgador Michael Gazzaniga: La Neuroética es "el examen de cómo queremos
enfrentarnos con los problemas sociales de la enfermedad, la normalidad, la
mortalidad, el estilo de vida, y la filosofía de vida, atendiendo a nuestra comprensión
de los mecanismos cerebrales subyacentes” (9). Para Gazzaniga, lo que debe primar en
la Neuroética es la investigación sobre cómo cambia la Neurociencia nuestra
comprensión del fenómeno humano y qué efectos se derivan de dicho cambio.
Otros autores apuestan por la vía intermedia. Es el caso de Adina L. Roskies, quien
en Neuroethics for the new millenium, artículo de 2002 publicado en Neuron, defiende
la doble vertiente neuroética: la Ética de la Neurociencia y la Neurociencia de la Ética
(10). Su definición es una de las más citadas y, seguramente, la que mejor refleja el
parecer general de quienes identifican su investigación dentro del campo de la
Neuroética.

4
Presentadas las principales definiciones de Neuroética y los grupos de investigación
fundacionales, queda ahora ir pormenorizando cada una de las temáticas que
configuran dicha área. En esta empresa hay riesgos. Por un lado, cuestiones típicas
como las vinculadas a la racionalidad, a la libertad o a la identidad, no son exclusivas de
la Neuroética, ni siquiera lo es el aura experimental desde la que se abordan. Esto es
un inconveniente para la exposición temática, ya que induce al lector a pensar que las
cuestiones tratadas tienen más que ver con los debates surgidos en un grupo de
autores, reunidos por motivos coyunturales, que con singulares problemas o
específicos métodos de conocimiento. Aunque nada despreciable hay en ello, dicha
apreciación no es del todo correcta. Como mostraré, en la Neuroética subyace algo
más que la oportunidad científica: hay también en ella un ideario netamente filosófico
sobre lo que es la realidad y, en especial, el sistema nervioso central.
Por la razón que acabo de esgrimir, mi intención con esta voz no es mostrar sin más
las principales polémicas neuroéticas sino, a través de ellas, hacer visible el hilo
conductor que explica su aparición y las conecta unas con otras.
En el epígrafe segundo cuestiono la autonomía de la Neuroética, otra forma de
hacer entender el peculiar carácter del que acabo de hacer mención, en parte para
atacarlo y en parte para defenderlo.
En el tercer epígrafe estudio la colisión de ideas del Neurobiologicismo con las del
Principialismo, de la que eclosionará la Neuroética.
En los epígrafes cuarto y quinto considero algunas de las consecuencias prácticas
que tiene dicho encuentro en los estilos de vida del occidental: la medicalización, el
mejoramiento médico y la medicina cosmética. Dichas consecuencias conforman, no
casualmente, tres grandes objetos de estudio de la Neuroética.
En los epígrafes sexto y séptimo argumento cómo dicha colisión acaba en el
matrimonio entre el Neurobiologicismo y el Principialismo. Advierto además de las
nuevas ideas que surgen de dicha fusión y que suponen, entre otras cosas, el colapso
de la ciencia y de la ética, tal como hoy las conocemos, así como una nueva Teoría del
hombre, muy ligada al enfoque del Neopragmatismo relativista.
En los epígrafes octavo y noveno presento las tesis compatibilistas que, en
Neuroética, son frecuentemente utilizadas para defender la inocuidad de los nuevos
planteamientos. Cuatro argumentos distintos me sirven para refutar tal defensa y
afirmar lo contrario. En mi opinión, la triple creencia de que el hombre es su cerebro,
de que el cerebro es una realidad puramente mecánica, y de que es posible la
separación entre el conocimiento objetivo y la vida práctica, sí cambiará nuestros
estilos de vida.
En los dos siguientes epígrafes doy paso al Transhumanismo, al que también se
concede eco en los foros de la Neuroética. Sus seguidores reconocen que la vida del ser
humano cambiará radicalmente si la visión de la Neuroética arraiga en la sociedad,
aunque no juzgan que haya nada malo en tal cambio. También critico este optimismo
apelando, primeramente, a la idea de trasfondo y, en segundo lugar, a la noción clásica
de Naturaleza que, en mi opinión, el Transhumanismo y la Neuroética han olvidado, y
no tanto refutado.
El último y duodécimo epígrafe está dedicado a valorar la doble ruptura que
propicia la Neuroética: la de la relación entre el avance científico y el progreso social, y
la de la relación entre la coherencia y la significatividad del mundo vital. Defiendo que
estos dos divorcios inducen, a mi parecer, una existencia desestructurada y angustiosa

5
y, por causa de ello, también cada vez más fuertes adicciones, ya de por sí inherentes
en una sociedad en la que el cuerpo humano es concebido y manipulado como una
mera máquina. Además, en esta misma clave debe ser contextualizo el problema de
Dios en Neuroética, entendido como concepto regulador a la espera de ser sustituido
por nuevos credos. Como no podía ser de otra manera, la fe en la Neurociencia es el
candidato que presenta la Neuroética en sustitución de la religión. Así se refleja en su
actual proceso de mitificación y en las tan en boga utopías transhumanistas que de tal
proceso emergen. No obstante, cuestiono la viabilidad de dicha sustitución con
razonamientos de orden práctico, y vaticino el oscurantismo al que puede dar lugar el
retorno de los mitos, especialmente cuando los de carácter científico -siempre tan
provisionales- sean sustituidos por otros explícitamente cosméticos. Finalmente,
concluyo mi discurso ofreciendo una alternativa a tan negativo panorama. Para ello,
trato de recuperar y renovar la doble relación ciencia-sociedad y sentido-verdad en lo
que he venido a denominar Teoría de la narrativa trascendental.

2. Cuestiones metodológicas de fondo


La primera discusión que merecen ser evaluadas por su carácter marco es la que
versa sobre la autonomía de la Neuroética. Varias objeciones se presentan a este
respecto. En primer lugar, clásicamente viene atribuyéndose a la Ética Médica y a la
Bioética el estudio del correcto uso y aplicación de los conocimientos biosanitarios.
Crear una Neuroética no pareciera tener mayor razón de ser que crear, por ejemplo,
una cardioética o una oftalmoética. Lo mismo puede criticarse respecto de la
dimensión fáctica de la Neuroética. Mucho más antiguas áreas del saber se han
ocupado antes que ella del estudio del hombre en tanto que realidad material y, a la
vez, susceptible de acciones morales. ¿Por qué crear la Neuroética o derivados como el
Neuromarketing, la Neuroestética o la Neuroteología, también hoy muy de moda en el
ámbito experimental? El prefijo neuro se presenta en todos ellos como el mínimo
común denominador en unos campos en los que ni objeto ni método guardan
similitudes. Podría alegarse que la aproximación neurocientífica, o mejor, que su
método, es lo esencial en todas ellas. Pero entonces, ¿por qué no etiquetarlas
simplemente como investigaciones en Neurociencia? Son pocos los que defienden esta
última postura, dado el origen y carácter multidisciplinar e interdisciplinar de la
Neuroética. De alguna forma habría que diferenciar los subcampos de tan basta área.
Por otra parte, no hay que olvidar que fueron la complejidad del SNC y de los propios
eventos psíquicos los que principalmente propiciaron el interés de la Neurociencia por
otros métodos y enfoques. Reducir la Neuroética al método experimental es cercenar
su proyección, esto es, limitar a la mínima expresión toda expectativa sobre lo que un
investigador honesto y prudente estaría dispuesto a aseverar acerca del hecho moral,
estético o religioso.
A pesar de lo arriba expuesto, el argumento sobre la pluralidad metodológica de la
Neuroética puede también utilizarse para defender su autonomía. Es cierto que definir
una disciplina como interdisciplinar es desdibujar sus métodos y objeto, pero también
implica denunciar la insuficiencia de los enfoques unidimensionales tradicionales.
Puede decirse en este sentido que la propuesta interdisciplinar perfila el objeto de
conocimiento mejor que sus predecesoras, al presentarlo en una complejidad mayor
de lo que se sospechaba. Es cierto que el objeto se define de manera negativa -lo que

6
todavía no es conocido, ni va a serlo si se sigue manteniendo un único enfoque-, pero
también hay que reconocer que la constatación de la ignorancia es considerada ya
desde Sócrates un gran saber.
La controversia no es gratuita ni evitable. Conforme la Neurociencia ha ido
madurando, la necesidad de la interdisciplinariedad ha sido más y más evidente para
sus investigadores. Enunciaré cuatro razones principales que justifican, respecto de
otros órganos del cuerpo humano, la singularidad de lo neuronal.
En primer lugar, la complejidad del sistema nervioso: en nuestro cerebro hay tantas
neuronas como galaxias en el universo conocido y, lo que es más importante, su modo
de funcionar depende del número y tipo de interconexiones con otras neuronas. En un
cerebro normal se calcula que hay en torno a 1014 conexiones sinápticas.
En segundo lugar, el cerebro manifiesta propiedades de red, lo que quiere decir que
su comportamiento no puede comprenderse exclusivamente a través del progresivo
análisis de sus módulos anatómicos o funcionales (la denominada aproximación
modular), sino que hay propiedades neuronales que dependen del sistema nervioso en
tanto que totalidad. Esto significa que para conocer las causas de dichas propiedades,
el investigador ha de ir del todo a la parte y no al revés, como es más habitual en el
procedimiento analítico de la ciencia experimental. Consecuentemente, presentándose
el todo neuronal de manera tan inconmensurable, es lógico que el investigador se
enfrente al conocimiento de las propiedades de red neuronales como uno de los
mayores retos científicos imaginables.
En tercer lugar, la plasticidad neuronal: desde que el tubo neural comienza a
formarse en la fase embrionaria, la proliferación y estructura del tejido nervioso es
estímulo-dependiente. Esto implica que los cerebros de dos humanos adultos son
significativamente diferentes, no solo a nivel estructural, sino también funcional, una
característica que complica aún más el abordaje experimental. No olvidemos que el
método empírico está basado en la reproductibilidad de las condiciones de partida de
un experimento. Se explica por ello que la estadística se haya convertido en la amiga
fiel de la Neurociencia. El problema es que el cerebro está lleno de peculiaridades que
resultan esenciales para definir el sistema en su conjunto.
En cuarto y último lugar, hay que mencionar el debate clásico, pero todavía muy
vivo, de la relación cerebro/psique. ¿Es una división real? Si lo es, ¿qué tipo de leyes
rigen ambos mundos? ¿Guardan el fenómeno psíquico y las dinámicas neuronales
relaciones de tipo causal? ¿Es el primero un epifenómeno de las segundas? ¿Son
ambos fenómenos diferentes propiedades de una misma realidad? El debate no es
irrelevante para una comunidad científica que, en sus experimentos, desea integrar
experiencias humanas tan fundamentales y a la vez tan complejas como la de valor, la
de responsabilidad o la de verdad.
En definitiva, los cuatro obstáculos acabados de presentar en el estudio del SNC son
lo suficientemente relevantes como para entender y aceptar, primero, la necesidad de
una aún mayor apertura metodológica de la Neurociencia y, segundo, la creación de
disciplinas ocupadas en superar dicha singularidad de lo neural. Esta doble necesidad
hace del término propuesto por la Neuroscience and Society la mejor opción para
describir las actividades que se atribuyen actualmente a la Neuroética. Por desgracia,
ni en dicho grupo ni en la alianza Stanford-California, el diálogo interdisciplinar ha
logrado realmente prosperar por causa de unas premisas de partida y unos
malentendidos que han cerrado a la Neuroética sobre sí misma.

7
Continuando con el tema de la autonomía de la Neuroética, es posible mencionar
algunos otros argumentos además del de la singularidad de lo neural, aunque de
índole más coyuntural. En primer lugar, sólo cuando entificamos las disciplinas
tradicionales, es decir, cuando las pensamos en tanto que ellas mismas y no como
producto natural de la conjunción entre el avance científico y el progreso social,
caemos en la tentación de mirar con reticencia las de nueva aparición. Pero hay tanta
razón para sospechar de la Neuroética como de la también novedosa cirugía
cardiopediátrica. También en este último caso podríamos preguntarnos por qué existen
estas dos y no la cirugía oftalmopediátrica. Hay razones relacionadas con el
crecimiento de un determinado subcampo, pero también otras circunstanciales
relacionadas con las modas profesionales y con las expectativas sociales. Circunstancial
no significa irrelevante, por lo menos en la consolidación de un nuevo campo de
conocimiento. Después de todo, la ciencia también está al servicio de la sociedad y
debe tratar de satisfacer las particulares inquietudes que surgen en cada momento
histórico. Aplicando este discurso al campo que nos ocupa, pocos estarán dispuestos a
discutir que hoy haya una disciplina más de moda y que levante tantas expectativas
como la Neurociencia. Incluso si no existieran nuevos datos o teorías que justificaran la
reapertura del clásico debate cuerpo-mente, solo la preocupación que hoy existe a pie
de calle relacionada con el papel del cerebro en la identidad humana, en la libertad, en
la racionalidad o en la religión, bastaría para justificar un área dedicada a ofrecer
respuestas.
Otra importante clave para entender la novedad y el valor de la Neuroética es que
son primeramente científicos y no filósofos los que se están preguntando por el clásico
problema cuerpo-psique. Fueron justamente los primeros los que encumbraron el
neologismo Neuroética y son ellos los anfitriones y promotores del diálogo
interdisciplinar. Este hecho tiene un extraordinario valor pues supone la creación de
foros de discusión enormemente fértiles. Thomas Kuhn explica la razón en los
siguientes términos: “En condiciones normales, el investigador de ciencias no innova
sino resuelve puzles, y los puzles a los que presta atención son esos que considera que
puede abordar y solucionar dentro de la existente tradición científica” (11). Ahora bien,
Kuhn también identifica momentos en los que la ciencia tiene que asumir estados de
excepcionalidad: esos relacionados con la presencia de paradigmas científicos
manifiestamente obsoletos. “Es, en mi opinión, particularmente en periodos de crisis
reconocida, cuando el científico tiene que desviar su atención hacia el análisis filosófico
como instrumento con el que descifrar los acertijos de su campo” (12). Probablemente,
y no temo exagerar, uno de los más claros ejemplos del estado de excepción definido
por Kuhn es ése en el que se encuentra hoy la Neurociencia.
Repárese en que la singularidad de lo neural no remite únicamente a problemas
prácticos, sino a dilemas categoriales que introducen tal ruido en el diseño de los
modelos experimentales que hacen imposible su validación. Este problema es
relativamente reciente y está estrechamente relacionado con el avance de las nuevas
técnicas de neuroimagen. Ha sido gracias a herramientas como la resonancia
magnética funcional (fMRI) -de carácter no invasivo y capaz de mostrar el
funcionamiento del cerebro in vivo-, que los neurocientíficos han creído estar más
preparados que nunca para abordar con seriedad el proyecto de entender e integrar en
un mismo paradigma las leyes que gobiernan el mundo de lo físico y de lo psíquico.

8
Aún más, de entender la conducta característica de los seres racionales y libres 2. Y es
con el acometimiento de dicha empresa, cuando han comenzado también ha ser
verdaderamente conscientes de la magnitud del problema filosófico que la acompaña.
Donald Davidson sintetiza en cuatro enunciados el problema asociado a buscar una
teoría unificada de la relación cuerpo-psique: “No podemos hablar de la existencia de
estrictas leyes psicofísicas a causa de los dispares compromisos a que están sujetos los
esquemas mentales y físicos. Es una característica de la realidad física que lo físico
pueda ser explicado por leyes que lo conecten con otros cambios y condiciones
físicamente descritos. Es una característica de lo mental que la atribución del
fenómeno mental sea responsabilidad del background de razones, creencias e
intenciones del individuo” (14). En pocos campos se entienden hoy mejor las tesis de
Davidson que en el de la Neurociencia. Si tanto el mundo físico como el psíquico
guardan fidelidad y se fundan en sus propias evidencias, ¿cómo establecer estrechas
conexiones entre ambos? ¿Cómo conectar causalmente (si no reducir) una descripción
psíquica -que surge y tiene solo sentido en el contexto mental-, con teorías sobre
interacciones neuronales? La paradoja se capta mejor si se formula al revés: ¿cómo
definir un fenómeno físico a través de enunciados intencionales? La respuesta a estos
interrogantes conduce a Davidson a avalar la utilidad y autonomía de las ciencias
sociales respecto de las ciencias experimentales (15). Así también lo han entendido
muchos neurocientíficos al abrir sus investigaciones experimentales a la Filosofía, a la
Economía, a la Religión, entre otras disciplinas. Y sin duda, el origen de la Neuroética es
una de las más interesantes manifestaciones de dicho proceso de apertura.
Que sean los científicos los que lleven la iniciativa en la investigación
interdisciplinar representa una ventaja para el desarrollo de todo tipo de conocimiento
y también para la sociedad. Porque, como escribe Kuhn, lo normal es que, a diferencia
del resto de intelectuales, “los científicos no estén interesados o necesitados en hacer
de filósofos” (12)3. Lo que impulsa el estado de excepcionalidad de la ciencia son las
iniciativas que fomentan la construcción de una teoría-marco que integre el conjunto
de disciplinas existentes. Dichas iniciativas suponen una constante actualización de la
cosmovisión vigente, iniciativas que también provocan que ésta llegue a percibirse
como obsoleta o, lo que es peor, difusa hasta parecer ausente. Porque el ocaso del
paradigma vigente es un mal endémico al avance científico, ciertamente, pero no su
contrario. La devaluación de un paradigma no está necesariamente asociada al
establecimiento de uno nuevo y mejor. En sociedades como la Occidental, donde la
investigación avanza frenéticamente gracias a la hiper-especialización (provocando un
perjudicial aislamiento de los campos de conocimiento y una desconexión entre ciencia
y sociedad), los nuevos hallazgos aportan más ruido científico que potencial explicativo

2
En diez años han disminuido los estudios neurofisiológicos de procesos básicos sensorio-motores y
cognitivos en un 2% y 7% respectivamente. En este mismo periodo de tiempo, han aumentado hasta en
un 4% las investigaciones más directamente relacionadas con las motivaciones humanas, razonamientos
y actitudes sociales (13).
3
Hay una especial actitud interdisciplinar que solo se generaliza en ciencias cuando un paradigma entra
en crisis. Esta afirmación no implica, por supuesto, que en condiciones normales, el científico deba
ignorar completamente los aspectos filosóficos de su trabajo, que siempre existen. Como apunta
Anthony Kenny, todo especialista tiene que saber alejarse al menos dos pasos del muro que le impone su
propio método, de lo contrario, no estará cualificado para desarrollar un trabajo de calidad y con
proyección, pues los malentendidos lógicos le asaltarán constantemente (16).

9
(17). ¿Se puede denominar a esto avance científico? Solo si entendemos por avance el
reconocimiento de cuán débil puede llegar a ser la teoría-marco vigente.
Cerremos el epígrafe con otra tesis de Kuhn, esta vez para apelar al tempo de los
cambios de paradigma. Según este reconocido filósofo de la ciencia, si repasamos la
historia de la ciencia observaremos que la sustitución de un paradigma científico suele
manifestarse de manera abrupta y omnipresente. ¿Está ocurriendo algo parecido con
las ciencias de lo neural? ¿Han cambiado drásticamente e influido con sus cambios a
todos los ámbitos humanos? Así opina Paul R. Wolpe, para quien la Neurociencia “está
transformando nuestra capacidad para entender e intervenir en el cerebro, […]
redefiniendo nuestra experiencia del yo y de las relaciones cerebro-cuerpo, así como
evocando toda una serie de nuevas cuestiones éticas y sociales” (18). Las preguntas
más profundas y globales son servidas en la bandeja de la Neurociencia: ¿yo soy mi
cerebro; es él el que actúa; cabe la libertad con él; se encuentra el alma o Dios dentro
de mi cabeza; es posible reducir el bien, la verdad o la belleza a fenómenos
neuronales? Las preguntas existenciales, totalizantes, son siempre parecidas, pero no
siempre es parecido el interés de la sociedad y de la comunidad científica por dichas
preguntas (19). Ahora bien, dichos cambios en la actitud contemporánea, ¿responden
realmente a un cambio de paradigma científico o solo a una revolución cultural? En el
caso de la Neuroética, dicha pregunta no es relevante pues, como argumentará a
continuación, lo segundo está causando lo primero y, además, a pasos acelerados.

3. Neurobiologicismo y Principialismo en Neuroética


Anuncié en el epígrafe anterior que, en Neuroética, el diálogo interdisciplinar se
vio, casi desde su inicio, truncado. Trataré de argumentar, a continuación, que entre las
principales causas está la herencia recibida de las dos principales áreas que sirvieron
para su constitución: la Neurociencia y la Bioética. También éstas fueron fundadas en el
espíritu de la investigación interdisciplinar, y tampoco en ellas se logró crear equipos
realmente plurales.
La Neurociencia, desde muy temprano, fomentó la colaboración entre especialistas
pero, habitualmente, en campos en los que se utilizaba exclusivamente el método
experimental. De hecho, los primeros grupos estuvieron formados por neurobiólogos,
neurofisiólogos, neuroanatomistas y neurofarmacólogos. Se tardó casi una década en
que la Neurociencia comenzara a incluir entre sus filas a especialistas de las llamadas
Ciencias Cognitivas: psicobiólogos, psicosociólogos, lingüistas, programadores,
ingenieros en Inteligencia Articial, etc. Y todavía más reciente es la colaboración de los
psiquiatras, pero no de todos, sino de aquellos que trabajan en la rama más biológica
de la Psiquiatría. La escuela fenomenológica de la Psiquiatría, por no hablar de la
Filosofía analítica, de la Filosofía del Lenguaje, de la Teoría del Conocimiento, o incluso
de la Metafísica, permanecen todavía demasiado ajenas a la Neurociencia.
Algo parecido ha ocurrido con los comités consultores en Bioética del ámbito
biosanitario, aunque ya en los objetivos fundacionales del Hastings Center (1969) y del
Kennedy Institute (1972) se hacía mención a la necesidad de la interdisciplinariedad. En
la práctica, los comités de ética asistencial creados -que no comenzaron a tener
presencia real en el ámbito hospitalario hasta bien entrada la década de 1990- apenas
contaban con profesionales no médicos entre sus filas. Por otro lado, y también en
torno a los años ochenta, aparece otra Bioética, netamente teórica, llevada de la mano

10
de filósofos, abogados y economistas, entre otros. Ésta también adolecía de una
actitud abierta al diálogo, en este caso para con la Ciencia. Tendremos que esperar a
1996 para encontrar la primera iniciativa que trató de remediar dicha separación entre
una Bioética práctica y otra teórica: el National Bioethics Advisory Commission, creado
por Bill Clinton y luego sustituido, en 2001, por The President's Council on Bioethics a
petición de George W. Bush (20)4. Hay que decir, sin embargo, que los lobbies políticos
y económicos han acabado ejerciendo tanta influencia en dicho comité que ha perdido
gran parte de la autoridad internacional de la que gozó en sus inicios. En todo caso,
gracias a proyectos como éste, los comités de ética asistencial están hoy más en
contacto con la Bioética académica. En otras palabras, parecía haberse conseguido una
mayor y real interdisciplinariedad en Bioética. Con todo, hay también peros en lo que
respecta a la Bioética contemporánea pues la que es hoy la corriente hegemónica, la
que ha logrado traspasar el umbral hospitalario, el Principialismo, es también la
responsable de discusiones cada vez más y más estériles.
Si la interdisciplinariedad no ha terminado de cuajar, ni en la Neurociencia ni en la
Bioética, es porque el Neurobiologicismo -de ideario positivista-, y el Principialismo -de
ideario autonomista-, se han hecho respectivamente fuertes en ellas. Prueba de ello
son, como mencioné en el apartado anterior, la Neuroética de la Costa Oeste de
tradición neurocientífica, y la de la Costa Este, originada en los foros bioéticos.
Introduzcamos primeramente la propuesta neurobiologicista para luego pasar a
examinar su influencia en la Neuroética. En su enfoque, la realidad del SNC es reducida
al marco explicativo de los postulados evolucionistas: todo se explica por causalidad
-física o eficiente- y por casualidad -selectiva-. En este esquema inclúyanse también los
eventos mentales que, como los puramente físicos, van a ser evaluados con criterios
estrictamente funcionales. Por ejemplo, los estados anímicos que posibilitan la
adaptación al medio son los saludables y, los que no, los patológicos. Por supuesto,
desde este esquema funcionalista no hay un estado saludable o de normalidad per se,
como tampoco la supervivencia en sí misma posee normatividad ontológica alguna. Lo
normal depende esencialmente del medio, como la vida es únicamente valiosa en
tanto que hay un agente que desea la supervivencia. Repárese que, en este clima
positivista, comienza a fraguarse el desinterés por las aproximaciones más alejadas del
marco experimental en las que, si acaso, el científico estará predispuesto a traducirlas
al lenguaje neuronal más que a aprender de ellas.
Un signo que refleja la todavía presente actitud reduccionista de fondo de la
Neurociencia es el éxito que está teniendo el eliminativismo materialista;
paradójicamente, de las pocas propuestas filosóficas que han cuajado en las
organizaciones neurocientíficas. Esta teoría, desarrollada principalmente por Patricia
Churchland, se enmarca dentro de las llamadas Teorías de la Identidad de lo mental
(Identity Theories of Mind) o simplemente Teorías de la Identidad mente-cerebro. En
éstas se defienden, resumidamente, que los eventos mentales son idénticos a los
eventos físicos que observamos de ellos en el cerebro. Así por ejemplo, los enunciados
sobre el dolor y sobre la activación de las fibras c nerviosas son considerados como
descripciones que hacen referencia a la misma realidad (21). No obstante, el
4
Ya en los inicios de la página Web del The President's Council on Bioethics se creó una categoría
dirigida explícitamente a la temática de la Neuroética. Y es significativo que uno de los primeros y
verdaderamente heterogéneos grupos de especialistas reunidos para valorar cuestiones en torno al
control de la información y de la biotecnología, señalen la importancia y gravedad social de los
problemas relacionados con el SNC.

11
eliminativismo va más allá al otorgar primacía a las descripciones neurológicas sobre
las psicológicas. En consecuencia, se propone un futuro en el que el lenguaje científico
irá progresivamente abandonando los conceptos mentales. Porque términos como
creencia, deseo o intención, pertenecientes a la denominada psicología popular (Folk
Psychology) son, según el eliminativismo, meros modos ilusorios, míticos, de nombrar
la realidad, rudimentarias estratagemas para sobrevivir. Por ello, a medida que
progresen las ciencias cognitivas y no sean necesarios dichos términos para manipular
la realidad, el eliminativismo prevé que lo normal y conveniente sea que caigan en el
olvido (22).
No es extraño que, en el clima biologicista de la Neurociencia, el eliminativismo
haya sido tan bien recibido, pues más que interferir en las discusiones de campo, lo
que hace es justificar las opiniones reduccionistas del neurólogo e instarle a continuar
con su trabajo. No hay medias tintas: son los filósofos, los economistas, los políticos o
los artistas los que tienen que aprender Neurociencia y no al revés. En fin, el
materialismo eliminativista promueve esa creencia de la que se queja MacIntyre
cuando escribe que “para algunos, la Filosofía es una de esas cosas que pueden ser
dejadas atrás. Como el acné”.
Una cosa es lo teórico y otra lo práctico. El eliminativismo reconoce que todavía no
ha llegado el tiempo prometido, por lo que la interacción interdisciplinar todavía
resulta una necesidad, aunque siempre desde la verticalidad. La Neurociencia debe
saberse superior a cualquier otra rama del conocimiento y empeñarse por traducirlo al
lenguaje de la neurofisiología. Huelga decir que este modo de apertura interdisciplinar
es francamente tendencioso y acaba generando hostilidad y abandono entre los
participantes. Otro signo de la sospechosa bienvenida que ha dado la Neurociencia al
eliminativismo es el hecho de que, siendo la segunda una teoría eminentemente
filosófica, haya recibido tantos elogios y argumentaciones en su defensa en el ámbito
experimental. Contrástese con las numerosas críticas y rechazos que ha despertado en
el ámbito filosófico. Naturalistas como John R. Searle, pragmatistas de la talla de
Willard V. Quine, o funcionalistas como Jerry Fodor y Hilary Putnam, han formulado
serias objeciones al eliminativismo.
Dirijamos ahora nuestra atención hacia el actual pragmatismo en el que parece
sumida la bioética y, especialmente, la que hoy sirve de espejo en el mundo
desarrollado, la de la Costa Este de Estados Unidos. La mayor parte de losmanuales
contemporáneos de Ética Médica citan y desarrollan el Principialismo, tal como fue
formulado por primera vez por Beauchamp y Childress en 1979. El principal axioma de
esta teoría es que la Bioética se construye y evoluciona con el pulso de los tiempos.
Con esto no quiere decirse que esté fundada en el aire, sino en unos pocos pero sólidos
principios que, en expresión de Beauchamp y Childress, son incuestionables para toda
persona que se considere moralmente seria (23). En dicha clave hay que situar el valor
que en la actualidad, tanto en la investigación como en el ámbito asistencial, se
concede al consenso médico y a la ética de mínimos. Por otro lado, es comprensible
que, en dicho marco constructivista, el Principialismo haya sido bien acogido pues
responde a la ambivalencia moral de la posmodernidad. Los principios de esta teoría
son cuatro, pero en la práctica, solo uno, el de autonomía, ha ido ocupando
progresivamente los puestos más altos en la escala de valores. Eso sí, sin un
reconocimiento explícito del precio pagado: el abandono de la objetividad. Paso a
explicar este asunto.

12
A pesar de los buenos propósitos y de las apariencias, tanto la coherencia interna
del discurso como sus consecuencias prácticas descubren cuán desamparada queda la
noción de verdad en el Principialismo. Y es que, la incuestionabilidad de sus cuatro
principios viene a fundarse, si se reflexiona con detenimiento, en un consenso inicial
que es tomado ingenuamente como universal por ser evidente para todo ser humano
racional y razonable. Se comete así un doble error: primero, el identificar lo evidente
con lo cierto y, segundo, el extrapolar lo que muchos aceptan a lo que todos aceptan.
Introduzco aquí, como paréntesis, una aclaración. Lo cierto refiere a lo real
mientras que lo evidente refiere al estado psicológico por que tendemos a creer que
algo es cierto. Pero no necesariamente toda evidencia (lo que los clásicos
denominaban apariencias) es cierta, ni toda certeza axiomática es inmediatamente
convincente. Lo que es evidente para Sherlock Holmes, muchas veces no lo es tanto
para el Dr. Watson. El Principialismo toma como punto de partida unas evidencias que,
en efecto, crean el consenso necesario para poder iniciar un diálogo, pero un diálogo
que la experiencia demuestra que se produce únicamente en los países de influencia
occidental, donde valores como la libertad, la igualdad o la solidaridad son
comúnmente aceptados. El fracaso del Principialismo para crear una bioética
transcultural es buena prueba de ello. No puede ser de otra manera cuando hace partir
su discurso de evidencias y no de razones axiológicas.
El Principialismo adolece de un segundo talón de Aquiles. Al fundarse los cuatro
principios en evidencias, no hay un criterio claro sobre cuál debiera primar sobre el
resto, por lo que, a la hora de combinarlos en una situación concreta, factores
arbitrarios terminan por determinar la decisión moral final. En suma, el consenso inicial
logrado en la ética de mínimos acaba siendo de muy corto recorrido, pues apenas sirve
para llegar a acuerdos sobre las dificultades morales más sencillas.
Esto trae consecuencias importantes también en lo que a la interdisciplinariedad se
refiere. La razón es que el diálogo entre distintos especialistas y entre diferentes
equipos interdisciplinares sucumbe ahogado en los interminables y vanos esfuerzos por
superar una subjetividad que se encuentra ya en la raíz de la metodología empleada
por sus investigadores. Es coherente con dicha situación que la forma de superar
dichos obstáculos, consciente o inconscientemente, sea la de adoptar una actitud
pragmática, en el sentido más relativista del término; esto es, la de conceder
hegemonía al principio de autonomía sobre el resto de los principios. En otras palabras,
el paciente de cada caso es quien tiene la última palabra sobre lo que le conviene,
como el investigador de cada equipo interdisciplinar es quien tiene la última palabra en
relación con lo que es cierto. En este sentido, las evidencias, no solo del principio del
discurso sino también las del final, acaban representando la verdadera argamasa del
acuerdo, uno en el que la persuasión y la adscripción ideológica sustituyen
respectivamente a la racionalidad y a la comunidad científica.
Trasladando este análisis a los debates de la Neuroética contemporánea, sin olvidar
que éstos giran en torno a uno de los objetos intelectuales más complejos e
inaccesibles de la naturaleza, llegamos a la conclusión que se adelantó en el epígrafe
segundo: la Neuroética no es tanto un campo de la ciencia como una corriente
intelectual. En ella están extendidos los postulados evolucionistas y autonomistas que
asfixian la discusión que es propia en todo foro de conocimiento. Con el mismo análisis
damos también respuesta a la pregunta sobre el desarrollo de la interdisciplinariedad
en Neuroética, que se descubre como pseudo-interdisciplinar. Como denuncia sin

13
complejos Tristram Engelhardt -una de las más representativas autoridades de la
bioética relativista contemporánea-, ni bajo los esquemas del relativismo ni bajo los del
Principialismo es posible una ética global (24). La interdisciplinariedad tiene sentido
porque el hilo de la razón con el que tratamos de entrelazar los distintos campos de la
ciencia es el mismo con el que éstos han sido tejidos. Si la razón queda relegada a un
uso meramente instrumental, entonces solo podemos esperar una multiplicidad de
ciencias particulares compitiendo por estar de moda.

4. De la psiquiatrización a la Medicina neuro-mejorativa


El enfoque de la Neuroética de la Costa Oeste tiene más impacto social que el de la
Costa Este. Para comprobarlo solo hace falta repasar los titulares de prensa publicados
sobre Neurociencia en la última década. En ellos se tratan y defienden más las ideas
biologicistas que las principialistas; es decir, hay mayor demanda y oferta de teorías
mecanicistas sobre la conducta humana que afán por resolver los problemas éticos que
la Neurociencia está generando a través de una ética autonomista. Este hecho es el que
constatan y analizan Judy Illes y Eric Racine en sus artículos de 2005 y 2010. En ambos
estudios cuantitativos se observa el impacto social de los avances de la Neurociencia a
través del análisis de titulares de prensa recogidos en las principales publicaciones de
la prensa norteamericana.
En sus resultados, Illes y Racine utilizan tres términos para describir, de manera
general, dichos titulares: a) neuroesencialismo, o la combinación de reduccionismo
biológico y entusiasmo infundado en la Neurociencia; b) neurorealismo, o la reducción
de lo real a lo que puede ser explicado a través de la Neurociencia; c) neuropolíticas
(neuropolicies), o la inclusión de la Neurociencia en el diseño de toda índole de
campañas gubernamentales (25 y 26). El diagnóstico que hacen en sendos trabajos se
presenta especialmente grave en lo que a la idea de hombre se refiere. Muchos de los
titulares analizados hacían referencia a la idea de que el hombre es su cerebro o, al
menos, producto de éste. No es solo un fenómeno periodístico: filósofos de la talla de
Antonio Damasio, Daniel Dennett o Vilayanur Ramachandran respaldan con
monografías de divulgación -hoy ya bestseller- dicha identificación (27, 28 y 29).
Especialmente importante es el asunto de las nuevas neuropolíticas, porque la
moda biologicista ha calado en el ámbito académico pero, sobre todo, en el imaginario
y en las prácticas sociales. Esta es la razón por la que Wolpe describió como revolución
neurocientífica, ya en 2002, la influencia que iba a tener la Neurociencia en la vida
diaria. Los avances en neuroimagen, la nueva generación de fármacos, los interface
neuronales, las técnicas de estimulación cerebral: todo ello iba a constituir los
principales retos del nuevo siglo (17). Y en efecto, diez años después, la actual agenda
bioética ha confirmado tal predicción. Más concretamente, el problema de la
psiquiatrización de la condición humana se ha convertido en uno de los asuntos más
controvertidos, sensibles y recurrentes de la bioética contemporánea.
El fenómeno es menos reciente de lo que podría parecer. La dinámica
psiquiatrizante había empezado mucho antes de convertirse la Neurociencia en una
moda social. Hace cincuenta años que nuevos hábitos de consumo llevan
instaurándose en los hogares occidentales. Concretamente, Philip A. Berger sitúa en
1956 la fecha de inicio de una nueva era en la prescripción de psicofármacos,
caracterizada por un notable aumento en la demanda social de tales productos. Esta

14
demanda no parece poder justificarse por causas de naturaleza estrictamente médicas,
como podrían ser la aparición de nuevos tipos de enfermedades mentales (un
fenómeno asociado a los también nuevos estilos de vida) o el aumento de los
diagnósticos de patologías ya existentes, pero de reciente categorización (30). Según
Berger, un nuevo tipo de pacientes apareció entonces, caracterizado por la creencia en
que buena parte de los sufrimientos que acompañan la vida humana podían ser
solucionados, no con filosofía, literatura, política o religión, sino gracias al consumo de
fármacos modificadores de los afectos y la conducta. Esta moda tiene un origen social y
no profesional dada la pública y bien constatada resistencia de los especialistas en
salud mental a dispensar fármacos con fines no terapéuticos5.
La medicalización de la normalidad no debe ser confundida con el interés de una
persona o grupo por aprovechar los conocimientos médicos para mejorar la calidad de
vida. Deportistas, músicos, científicos… han tratado de integrar el cuidado de la salud a
su actividad laboral. El fenómeno de medicalización ha de asociarse, más bien, con el
de colonización, es decir, con el hecho de que una disciplina se adentre en el campo de
otra para sustituir sus teorías y métodos. En un contexto parecido diferencia Erik
Parens entre “formas correctas e incorrectas medicalización”. Parens define como una
buena forma de medicalización la utilización de la biotecnología para ayudar a un
sujeto a adueñarse de su vida, de tal manera que le haga responsable de ella y le
permita iniciar y conservar esa clase de relaciones y actividades significativas que todos
parecemos necesitar y querer. Pero si al tratar un problema médicamente alejamos al
sujeto de una faceta importante de su propia vida, tal como ésta verdaderamente es,
entonces estaría justificado denominar dicha intervención de mala forma de
medicalización, no importa cuán atenuado haya quedado su sufrimiento (31). Podría
replicarse a Parens que, lo que él denomina buenas formas de medicalización, es lo
que clásicamente ha sido definido como el buen hacer médico. La medicalización es un
término reciente para señalar actitudes reduccionistas y emotivistas. En todo caso, esta
es una polémica meramente terminológica que no debe alejarnos del problema
principal.
Una de las consecuencias de medicalizar la condición humana, de reducir ésta a su
dimensión biológica, es su progresiva patologización. Al quedar definida la existencia
biológica como la actividad de sobrevivir, la salud pasa a constituirse como el fin último
de todo viviente. Ahora bien, bajo ese enfoque, lo saludable es siempre contexto-
dependiente, es decir, el valor médico de un determinado estado fisiológico, cognitivo
o afectivo reside en qué papel juegue dicho rasgo en la adaptación del individuo al
medio. En dicho contexto no resulta contradictorio afirmar que un mismo individuo
puede estar gravemente enfermo en un determinado contexto pero no en otro
diferente. Pero hay una consecuencia aún más grave a la que conduce dicho
planteamiento: la salud se convierte en un estado imposible. Nadie está completa y
perpetuamente adaptado a un determinado hábitat, ni mucho menos a todos los
hábitats imaginables.
El triunfo social del biologicismo ha supuesto que ya nadie se sienta sano bajo
ninguna circunstancia. Pero hoy nos enfrentamos a un problema mayor que el de hace
cincuenta años. Este sentimiento frustrante sobre la propia existencia comienza a

5
Es cierto que, si bien la psiquiatría, desde hacía aún más tiempo, venía interesándose por la función y
relevancia del fenómeno psíquico en todos los ámbitos -desde el sexual hasta el religioso-, dicho interés
carecía del cariz tan reduccionista y beligerante que arrastra la psiquiatrización.

15
afectar no solo las consultas médicas, sino a la propia manera de entender la actividad
médica. Así lo advierte Paul Chodoff, atribuyéndolo a una Medicina que ha ido
problematizando, y luego disolviendo, los clásicos criterios para discernir entre los
estados de salud y los de enfermedad (32).
En 20 años, el número de artículos que han abordado la transformación de los
límites y fines de la Medicina ha crecido exponencialmente. Y no es casualidad que
este periodo coincida con la publicación en 1994 del Manual diagnóstico y estadístico
de los trastornos mentales (DSM IV), lugar en el que, por primera vez, tomarán
relevancia los tan polémicos “trastornos subclínicos”, clasificaciones diagnósticas
significativamente inespecíficas y ambiguas. Este manual representó el detonante de la
masificación de las consultas psiquiátricas. Un nuevo tipo de perfil de paciente había
aparecido, el de los llamados “poco enfermos” (worried well). Así lo entiende Chodoff,
para quien el DSM IV es la razón de que treinta y tres millones de norteamericanos
piensen hoy que sufren timidez patológica u otro trastorno límite de la personalidad. Y
lo mismo afirma del trastorno por ansiedad generalizada, que afecta a un tipo de
pacientes sin cura que, según el mismo autor, fidelizan sus visitas tratando de
encontrar lo que antes se buscaba en la pintura, en la filosofía o en la amistad 6.
El principal requerimiento de los nuevos pacientes son los psicofármacos:
herramientas médicas inmediatas y eficaces para disolver el perenne sentimiento de
enfermedad y la frustración de una existencia llena de aspiraciones no resueltas. Pero
el asunto es más grave aún de lo que parece, ya que los nuevos hábitos de consumo
psicofarmacológico han sido extendidos también a la progenie. Véase, como muestra,
el informe que Lawrence H. Diller hizo en el año 2000 para el IMS Health
norteamericano. Según dicho informe, el incremento de los inhibidores selectivos de la
recaptación de serotonina (SSRIs) en niños de entre 7 y 12 años superó el 151% entre
1995 y 1999. Y lo que es más alarmante, el ascenso llegó al 580% en menores de 6
años (33). Un informe similar de 2002 recoge cifras aún más alarmantes: en EE.UU, el
número de menores consumidores de alguna clase de estimulantes alcanzó los cuatro
millones (34).
Entre las variadas controversias a las que está dando lugar la nueva
psicofarmacología pediátrica, es interesante destacar el debate en torno al
mejoramiento médico. La conexión entre un tema y otro es el descubrimiento de los
mejoradores universales (universal enhancers), fármacos eficaces no solo en el
restablecimiento de las funciones cognitivas, sino también en su aparente
optimización. Por ejemplo, el metifenidato es uno de los más famosos y controvertidos
mejoradores, en este caso, de la atención. Hace más de dos décadas que lleva siendo
usado no solo para tratar el trastorno por déficit de atención con
hiperactividad (TDAH), sino también para intentar mejorar el rendimiento de niños con
dificultades escolares e incluso para facilitar a estudiantes normales la consecución de
la excelencia académica. Estos segundos, que no entraban siquiera en la categoría de
worried well, fueron el centro de las primeras discusiones bioéticas en torno a la
modificación de la naturaleza humana como medio de búsqueda de la perfección 7.
Pero si primero fueron los padres los que se preguntaban por qué no utilizar unos
6
Con este mismo argumento es posible dar cuenta de la proliferación de libros terapéuticos de
autoayuda que, publicados por expertos en salud mental, han eclipsado en ventas obras universales
sobre el amor, la felicidad y el sufrimiento. Hay dolencias del alma, dirá Platón, que solo se curan con
buenos discursos. Aunque la producción y la apreciación de éstos, podríamos añadir, no está al alcance
sino de unos pocos.

16
psicofármacos con fines no terapéuticos si se venden como productos inocuos para la
salud, ahora se han sumado a dicho grupo de presión estudiantes universitarios,
ejecutivos, soldados, etc.
El paso del planteamiento medicalizante al mejorativo ha sido propiciado por varios
factores. En primer lugar, puede apuntarse el hecho de que, con el empleo del término
“mejorativo”, muchos tutores encontraran la manera de evitar en sus hijos la
estigmatización que todavía acompaña el diagnóstico y tratamiento del enfermo
mental. En segundo lugar, la separación entre Medicina terapéutica y mejorativa
supone una forma de poner límites asistenciales en una sociedad cuya situación, por
estar medicalizada, es insostenible para aseguradoras y sistemas de salud pública (36).
En tercer lugar, con la Medicina mejorativa la industria farmacéutica habría encontrado
un nuevo y vastísimo mercado en el que lanzar sus productos. Por último, la Neuroética
de la Costa Este también ha jugado también un claro papel en la defensa del neuro-
enhancement en base a la idea autonomista de que el paciente es quien tiene la última
palabra sobre las modificaciones de su propio cuerpo (37). En conclusión, en el nuevo
marco que introduce la Medicina mejorativa, la noción clásica de salud y también del
propio sufrimiento dejan de contarse entre los criterios esenciales de la actividad
médica, indistinguible ya de la bioingeniería8.
En torno al debate del neuro-mejoramiento, encontramos otro fuerte e influyente
grupo de interlocutores: los pertenecientes a la corriente transhumanista. El
Transhumanismo defiende que el principal rasgo -por no decir único- que comparten
los seres racionales, es su inclinación a cambiar su entorno y a sí mismos, en aras a un
futuro mejor o, por lo menos, distinto. No hay restricciones: la identidad humana es
enteramente abierta e ilimitada, como también lo es la facultad racional (39). Andy
Miah, siguiendo la misma línea de pensamiento, propone sustituir el término cuerpo
por el de “tecnosoma” (somatechnics), esto es, tecnología encarnada. Con dicho
neologismo Miah pretende evitar el error dualista de pensar que el hombre es un
cuerpo que hace uso de instrumentos, cuando la realidad es, según el autor, que el
cuerpo es la cristalización de dichos usos9.
No son casuales los estrechos lazos creados, en la última década, entre la
Neuroética autonomista y la posición transhumanista. Ambas posturas niegan la
existencia de una naturaleza humana por la que esté justificado limitar las acciones

7
Indicador del grado de seguimiento de la moda del metilfenidato son los 2,4 billones de dólares que, en
2003, el estado norteamericano gastó en medicamentos para el TDAH. Desde entonces, varias políticas
sanitarias han sido lanzadas para tratar de sensibilizar a la opinión pública de los riesgos del consumo
incontrolado de tal fármaco, aunque ninguna de ellas ha tenido demasiado éxito (35).

8
El empleo de los saberes médicos con fines mejorativos no es algo nuevo. Ya Galeno (130-300 d.C.)
había trabajado en ejercicios que servían para mejorar el entrenamiento de los gladiadores de la época
(38). Sin embargo, dicha búsqueda de la perfección estaba enmarcada y adquiría sentido dentro de una
cosmovisión de índole teleológica, donde cada ser tenía su lugar, esto es, un canon determinado de bien,
verdad y belleza. La diferencia con los planteamientos mejorativos modernos es radical. En el
planteamiento clásico, ni la salud ni la perfección son contexto-dependientes, sino estados que
responden a leyes universales y por las que, en ocasiones, lo bueno o hermoso conlleva sucumbir al
entorno. Esa es también la razón por la que se asignaban a la Medicina unos fines muy concretos y
subordinados al orden natural, a un bien del hombre y del universo que trascendía al efímero y aparente
mundo material.
9
Una conferencia de Miah sobre el enfoque tecnosomático puede encontrarse en la siguiente dirección
de internet: http://www.somatechnics.org/conference.

17
humanas, ya terapéuticas, ya mejorativas. La Neuroética autonomista encontró en el
Transhumanismo el respaldo filosófico y la profundidad argumentativa de la que la
retórica principialista carecía. A su vez, el Transhumanismo encontró, por un lado, una
Neurociencia en la que las propuestas mejorativas parecían más plausibles que nunca
y, por el otro, una Neuroética que luchaba, en un contexto bien concreto -el de la
relación médico-paciente-, por ampliar los límites convencionales de la Medicina.
Muestra de la actual importancia de la Neuroética para el movimiento
transhumanista es la creación en 2009 del Oxford Centre for Neuroethics, dirigido por
Julian Savulescu uno los principales promotores del Transhumanismo. Este organismo
cuenta también entre sus miembros con Nick Bostrom, confundador de la World
Transhumanist Association en 1998 y del Institute for Ethics and Emerging en 2004.
Otros dos datos significativos sobre la conexión entre el Transhumanismo y la
Neuroética autonomista son la participación recurrente de Bostrom en las actividades
del Center for Neuroscience & Society y de Julian Savulescu en la dirección ejecutiva de
la International Neuroethics Society.

5. Neurocosmética y consumismo médico


La propuesta mejorativa de la Neuroética autonomista está cambiando la definición
de acto médico. La causa es el gran eco que ha recibido en el mundo asistencial, gracias
al respaldo de los nuevos pacientes -o mejor dicho, de los consumidores de
medicamentos con fines no terapéuticos-, de la industria farmacéutica, y también, en
los últimos años, de los propios neurocientíficos. Con este tercer apoyo se ha
producido lo que era esperable: el matrimonio entre la Neuroética biologicista y la
autonomista. La principal clave de unión entre, por un lado, el neurocientífico -con su
interpretación de la naturaleza como ámbito de causas (físicas) y azares- y, por el otro,
el principialista -con su moral constructivista-, es la interpretación biologicista de la
salud. Entendida ésta como el estado ideal de adaptación del agente al medio, el
mejoramiento se descubre como otra manera de nombrar la ganancia o incremento de
salud. En efecto, la discusión relacionada con el mejoramiento muestra que no hay
confrontación real entre el biologicismo y el autonomismo, aún más, que ni siquiera
existe una distinción formal.
La medicalización de la normalidad es un fenómeno social de primera magnitud y el
mejoramiento una incipiente moda en la investigación neurocientífica. A estos dos
asuntos, que están cambiando la concepción clásica de Medicina, hay que sumar un
tercero, el de la Neurología cosmética. Su presencia se encuentra limitada a la
Neuroética más especulativa, a ciertas utopías posmodernas y al mercado negro de
venta y consumo de estupefacientes, pero amenaza con extenderse al ámbito
sanitario. Desarrollaré a continuación algunos de sus principales rasgos y la razón de
esta dinámica expansionista.
En el epígrafe anterior se introdujo la propuesta mejorativa, esto es, la idea de
introducir en la actividad médica procedimientos de tipo no terapéutico. No obstante,
dichos procedimientos conservan todavía, y al menos teóricamente, un aura de
objetividad. La mejora es definida como tal por criterios racionales de optimización y
adaptación de la fisiología de un agente biológico en un determinado medio. En
contraste, en la propuesta cosmética se abandonan los criterios objetivos para definir
un acto médico que depende esencialmente de elecciones subjetivas. Es una

18
costumbre milenaria la de consumir sustancias que modifican los afectos o la conducta
con fines recreativos y no meramente terapéuticos o mejorativos, es decir, no para
aliviar el sufrimiento o para lograr una mejor adaptación al medio. Lo que sí es reciente
es el amplio abanico emocional que brinda la psicofarmacología. ¿Cómo quiero
sentirme hoy: tranquilo, animado, disociado, sociable o desinhibido? Hemos de caer en
la cuenta de que el consumidor de cócteles de estupefacientes no suele tener una
razón de peso para elegir una sustancia psicoactiva en vez de otra. Por eso mismo sus
preferencias son superficiales y volubles.
La comparación entre la Medicina estética y la Neurología cosmética es inevitable,
aunque, en la mayoría de las ocasiones, es usada para criticar la hipocresía de una
sociedad que acepta la primera y no la segunda. La idea de ampliar los límites de la
Medicina sale otra vez a colación, ahora de manera definitiva (40). Esta posición
libertaria es, sin duda, la expresión última del ideario posmoderno de auto-
determinación, muy relacionado con el arraigo del enfoque positivista en Occidente.
Es preciso aclarar que las decisiones cosméticas son naturales y tienen cierta
legitimidad. Desde siempre, las preferencias subjetivas han formado parte cotidiana de
la existencia humana. Pensemos, por ejemplo, en las razones por las que solemos
elegir, por postre, una determinada fruta y no otra. Habitualmente dicha elección,
variable, está basada en el apetito de un concreto instante y no en el hecho de que
creamos que un sabor o una determinada textura sea, objetivamente, mejor que otra.
También podemos encontrar este tipo de juicios en la relación médico-paciente,
aunque siempre sobre cuestiones intrascendentes o sobre aquellas en las que el
médico no era capaz de establecer un claro veredicto de conveniencia. Justamente es
aquí donde encontramos el punto de inflexión de la actual Medicina cosmética: las
preferencias subjetivas del paciente hoy versan sobre decisiones graves y, en ocasiones,
hasta reconocidamente contrarias a la salud.
La Cirugía estética es, probablemente, la especialidad médica en la que el furor
cosmético resulta más evidente y socialmente aceptado. Obviamente, no toda
intervención plástica responde a fines subjetivos, pues muchas de ellas son de tipo
reconstructivo o estético, es decir, están orientadas a la consecución de la salud o de la
belleza. Pero también abundan las operaciones plásticas que no buscan otro particular
que el de materializar un capricho. El problema es que estos antojos no son como
tatuarse una rosa en el tobillo o ponerse un piercing en la nariz, sino que exigen serias
intervenciones quirúrgicas y, por tanto, la intervención de expertos. La epidemia de la
cirugía estética y sus abusos son, en este sentido, expresión del papel preponderante
de las preferencias subjetivas en las peticiones del paciente a su médico (41). En
comparación, la Neurología cosmética, aunque viene acompañada igualmente de
serios peligros, no exige una participación del profesional en salud mental tan activa y
explícita, como tampoco son tan evidentes, al menos a corto plazo, las consecuencias
negativas del consumo lúdico de psicoactivos. Esto hace que, en la práctica, la
Neurología cosmética sea un fenómeno tanto o más extendido que el de la Cirugía
plástica, aunque con menor repercusión mediática y, desde luego, mucho más difícil de
controlar gubernamentalmente.
Pero volvamos al estudio de las causas de las modas cosméticas. La natural
inclinación humana a actuar por motivos afectivos –subjetivamente-, no explica por sí
misma la actual intensidad que están cobrando éstas conductas en la Medicina
contemporánea. Dicho fenómeno parece estar provocado, sobre todo, por motivo del

19
actual encuentro de los planteamientos de autodeterminación posmodernos con los
del positivismo racionalista. No podía acabar de otra manera: la idea de una autonomía
absoluta a la que, por distintos caminos, conduce el Principialismo y el
Transhumanismo, ha comenzado a ser recibida sin demasiadas trabas por una
comunidad científica que entiende el cuerpo humano como producto de leyes físicas y
selección natural. Si, como el resto de vivientes, el ser del individuo queda reducido al
de actividad de adaptación al medio, entonces, nociones como la de supervivencia o
salud pierden su carácter normativo 10. En este contexto hay que entender por qué la
controversia acerca de la hegemonía de la autonomía sobre el dolor e incluso sobre la
propia vida es un debate de máxima actualidad, una polémica de la que ni la
Neurociencia ni la Psiquiatría contemporáneas están exentas. Porque tampoco en
ambas áreas las nociones de adaptación psicofisiológica tienen carácter regulativo; es
decir, son nociones que pueden ser utilizadas para alegar en contra de la investigación
e indicación de psicofármacos con fines lúdicos. El ejemplo más importante que se
puede poner en tal debate es el de la conservación de la vida: desde una interpretación
positivista de la ciencia, no hay razones últimas que sirvan para impedir a nadie
abandonar, por razones subjetivas, las conductas adaptativas.
Un ejemplo de cómo los postulados autonomistas están impregnado la psiquiatría
es el progresivo abandono de la noción de respuesta afectiva adecuada. En la tercera,
pero sobre todo en la cuarta edición del DSM, dicha expresión, clásicamente utilizada
para señalar la idoneidad adaptativa de un determinado afecto, ha pasado a
convertirse en un área nebulosa más dependiente de la opinión del enfermo que de
supuestos estándares clínicos comunes. Todavía más, se teme que en la quinta edición,
cuya publicación se estima para 2013, desaparezca dicho término y, lo que es peor, que
el de salud mental quede, en la práctica, exento de contenidos objetivos. Por ejemplo,
bajo los nuevos criterios, no será susceptible de diagnóstico quien no se no se sienta
enfermo y, a la inversa, estará enfermo quien así se crea 11. Si nada lo remedia, la
psiquiatría puede volverse máximamente dependiente de los estándares culturales, de
las modas imperantes y, sobre todo, de quienes, ya sin más restricciones que los
dictados de su propia autonomía, aspiran a metas cosméticas.
Otra razón que explica la paradójica subjetivización de la ciencia tiene que ver con
el efecto rebote que provoca el fenómeno de medicalización. Si el fenómeno de
medicalización está relacionado con los postulados positivistas, la introducción de la
objetividad científica y de la biotecnología en todos los aspectos de la vida humana,
trae como consecuencia, a su vez, una no deseada actitud de sospecha para con ellas y,
sobre todo, para con sus productos. Cuando los dictámenes, científicos o no, atañen a
los aspectos más sensibles o existenciales del ser humano, es muy habitual que éstos
sean acogidos con desconfianza, especialmente si las argumentaciones no son lo
suficientemente sólidas. Pero la verborrea medicalizante no está sembrando solo un
fundado escepticismo sobre la ciencia experimental sino, lo que es peor, una actitud
pragmática con respecto a sus usos teóricos y tecnológicos. Esa parece ser la causa de
que un rasgo característico de las sociedades posmodernas sea que los nuevos
consumidores de Ciencia seleccionen tendenciosamente los argumentos científicos y la
10
Que el ser del viviente esté en sobrevivir, no significa que las conductas de adaptación al medio sean
necesariamente las que éste deba seguir. Análogamente, que el ser de un volcán esté en su actividad
sísmica, no implica que lo bueno para el volcán sea volcanear.
11
Véase la información aparecida a este respecto en los siguientes links de la página de la American
Psychiatric Association: http://www.dsm5.org/Pages/Default.aspx. Consultado el 10 de abril de 2012.

20
tecnología, para justificar y materializar unas determinadas creencias, conductas o
aspiraciones.
No solo la medicalización, también el actual neuro-mejoramiento debería ser
encuadrado en el contexto cosmético. Como apuntan Sheila Rothman y David
Rothman, las promesas de la Medicina mejorativa, que han existido desde siempre,
frecuentemente solo esconden fiascos promovidos por embaucadores y por ingenuos
(42). A este selecto grupo hay que sumar ahora a los caprichosos. Lo grave de la
situación actual es que las actuales promesas versan sobre el cerebro, un órgano que
no es similar a ningún otro, como tampoco nuestro desconocimiento sobre su
funcionamiento es comparable con el resto e incertidumbres que acompañan otras
partes de nuestro cuerpo. Todo buen médico reconoce que las incertidumbres sobre su
manipulación son tan grandes que hoy resultan sólo asumibles en la medida que, al
otro lado de la balanza, exista suficiente sufrimiento como para que merezca la pena
correr semejantes riesgos. Pero no es sufrimiento lo que el mejoramiento o la
cosmética médica están poniendo en juego.
Para terminar, incoaré un problema asociado a las campañas de prevención que
desarrollaré en el epígrafe siguiente. No parece importar demasiado cuánto se advierta
hoy sobre, por ejemplo, los riesgos del metilfenidato, o cuánto acerca de sus más que
dudosos beneficios para el expediente académico o para la vida laboral. La propaganda
mediática, la avidez en el consumo y las presiones a las que se ven sometidos los
médicos, van en aumento (43, 44 y 45). ¿A qué es debido esto? Parte de la respuesta
tiene que ver con la voluntaria irracionalidad a la que parece estar entregándose un
sector del mundo occidental cada vez mayor.

6. Colapso de la Ciencia y de la Bioética


La medicalización está provocando por sí misma actitudes relativistas y hábitos
consumistas con respecto a los avances científicos, pero estos hábitos vienen también
favorecidos por el clima autonomista presente -mucho antes que el positivista-, en los
hogares occidentales. Ahora bien, los comportamientos de cherry pinking han
terminado por contagiar, no solo a los pacientes, sino también a médicos y científicos.
Resulta interesante estudiar este proceso en el reciente encuentro y colaboración entre
la Neuroética autonomista y la Neuroética biologicista.
Consecuencia de este extraño matrimonio es la reciente inclusión de Patricia
Churchland, una de las principales figuras de la Neuroética biologicista, en el Governing
Board de la International Neuroethics Society. Recordemos que dicha institución es una
las principales instituciones de la Neuroética autonomista. La profesora Churchland
desarrolla en dicho foro las implicaciones éticas de su propuesta eliminativista. Su ética
está fundada, como no podía ser de otra manera, en la fisiología del sistema nervioso
central y en las llamadas leyes de selección natural. De forma resumida, su discurso
apela a que el concepto de bien, como el de placer, viene constituido por el conjunto
de acciones que mueven a la supervivencia, mientras que el concepto de mal, como el
de dolor, por el conjunto de acciones que promueven lo contrario. No obstante,
Churchland reconoce que el ser humano no encaja completamente en dicho esquema
pues, gracias -o por culpa- de su especial inteligencia, es capaz de independizarse de
los fines de la especie e, incluso, de su supervivencia como organismo individual. El
hombre es, en su opinión, una realidad supra-biológica: un raro producto de la

21
evolución. Es el animal que ha escapado, si no de las leyes universales de selección
natural, sí de los concretos mecanismos evolutivos que definen y que han guiado,
desde su aparición, a los organismos biológicos por la senda de la complejidad 12. Bajo
dicho enfoque, la filósofa pretende justificar, entre otras conductas, las
autodestructivas. Churchland vincula éstas a la consecución de placer, no importa si a
expensas de la propia salud.
Desde un punto de partida evolucionista, Churchland no cree posible desautorizar
la persecución del placer a expensas de la salud o la huida del sufrimiento a través del
suicidio. Únicamente es posible describir dichas conductas como inadecuadas si
afectan el tejido social, pues entonces se estaría destruyendo aquello que permite a la
autonomía individual crecer y realizarse más rápidamente. Su conclusión está en total
sintonía con la Neuroética autonomista: si hay que defender valores, éstos deben ser
exclusivamente los construidos por cada sociedad y para cada sociedad, siendo la
sociedad misma un simple medio para la realización de la voluntad de cada hombre.
El positivismo conduce al relativismo moral pero, en último término, también al
relativismo respecto de la propia noción de verdad que, al igual que la de la salud,
acaba vaciándose de contenido. Sobre esta vuelta del calcetín del positivismo trabajó
hasta su muerte Richard Rorty, probablemente el más coherente y conocido profeta del
Neopragmatismo. En dicha teoría, Rorty defiende la imposibilidad de formulación de
enunciados objetivos tanto normativos (sobre el deber ser) como descriptivos (sobre el
ser). Lo interesante del planteamiento de Rorty es que surge tras su proyecto de querer
fundamentar una teoría objetiva del conocimiento sustentada en los particulares
procesos que tienen lugar en el sistema nervioso central. No casualmente, Rorty es
considerado uno de los padres del materialismo eliminativo. En efecto, el filósofo
neoyorquino planteó, mucho antes que Churchland, un futuro en el que los seres
humanos habrían abandonado los términos mentalistas para utilizar un lenguaje
materialista, esto es, en el que únicamente se haría referencia a estados neuronales.
Sin embargo, Rorty fracasa en su empresa: desilusionado, llega a la conclusión de que
la mente humana no actúa ni puede actuar como el “espejo de la naturaleza”.
Tras la capitulación de su proyecto epistemológico y, con ello, de la filosofía y de la
ciencia misma, Rorty dedicará el resto de su vida a defender la sustitución de la noción
de verdad por la de ficción, entendida esta segunda como el discurso desvinculado de
toda objetividad, y cuyo valor es el que tiene cualquier otra función en un organismo:
la adaptación. Coherentemente, Rorty sitúa las diferentes ficciones humanas -las de la
ciencia, la literatura, la religión- al mismo nivel. El valor de todas ellas, su utilidad,
dependerá del entorno y, sobre todo, de las preferencias individuales, que son para
Rorty el verdadero cimiento social (46). En conclusión, lo que subyace en los tan
anhelados acuerdos humanos, antes y ahora, es la persuasión, y a ella nos insta Rorty a
12
Esta tesis no es exclusiva de Churchland. Antonio Damasio, por ejemplo, desarrolla esta misma idea
con su particular teoría meta-representacional de la mente. El hombre es, según Damasio, un complejo
mapa de mapas: del cuerpo y de la relación del cuerpo con el medio. De hecho, la separación entre lo
humano y lo biológico es más radical aún en Damasio que en Churchland pues, para el segundo, ni
siquiera se debe entender al ser humano como un cuerpo, sino como producto del cuerpo o, más
exactamente, de su cerebro (29). Por otro lado, esto explica que sea Baruch Spinoza, tanto para
Churchland como para Damasio, uno de los principales filósofos de referencia y, gracias a ambos, un
autor omnipresente en las nuevas propuestas de la Neurociencia de la Ética y de la Ética de la
Neurociencia. También para Spinoza, la mente es idea del cuerpo, una tesis que completan Churchland y
Damasio con otros dos enunciados aún más que comprometidos: a) dicha idea es producida por el
cerebro y b) dicha idea es el hombre.

22
entregarnos sin los viejos complejos ontológicos. Y así ha sido. No solo la Medicina
cosmética, también el consenso anhelado por el Principialismo e incluso la búsqueda
de la perfección que caracteriza a la Medicina mejorativa, son fundamentalmente
guiados por las dinámicas de la persuasión.
La trayectoria intelectual de Rorty augura cuál será el final del matrimonio entre el
Evolucionismo y el Principialismo, entre la Neuroética biologicista y la autonomista: el
divorcio. En dicha ruptura, lo más probable es que la peor parte se la lleve el
positivismo, con la deslegitimación de las ciencias positivas. El precio pagado por el
Autonomismo tampoco será pequeño: pérdida de la responsabilidad moral. Martha
Farah es, sobre esta cuestión, la neuroeticista que más claras influencias biologicistas
ha recibido y en quien más claramente puede percibirse la progresión de las ideas
autonomistas hacia su conculcación.
Para Farah, combatir el dualismo es lo mismo que asumir que el cuerpo humano
funciona como una máquina. “La Neurociencia ha empezado a cambiar esta visión
[dualista], mostrando que no solo la percepción y el control motor sino también el
carácter, la consciencia y el sentimiento espiritual pueden ser rasgos de una máquina.
Si esto es así, ¿por qué seguir creyendo que contiene un fantasma?”.
Consecuentemente, para Farah, la libertad humana es reducida también a dicho
marco: “Toda conducta parece similar a la del reflejo rotuliano en la siguiente y más
importante cuestión: es resultado de una cadena de puros eventos físicos tan
imposibles de resistir como las leyes de la física” (47). No obstante, esta tesis
netamente determinista parece conculcar el principal -por no decir único-, valor del
Principialismo, así como el proyecto de auto-determinación posmoderno. Farah,
consciente del problema, trata de solventarlo esgrimiendo los argumentos del
Compatibilismo, posición también recurrente en los planteamientos eliminativistas, de
los que llegará a ser una gran impulsora en la Neuroética de la Costa Este 13.
En su artículo de 2005, Neuroethics: the practical and the philosophical, Farah deja
clara su posición: es compatible compaginar el determinismo con la idea de libertad, si
bien ésta debe desprenderse de todo cariz de responsabilidad. Lo que resta es la
autonomía: una noción que no depende, en el esquema compatibilista, de conceptos
metafísicos como libre albedrío, voluntad, mérito o culpa. En otras palabras, las
conductas autónomas son las de un organismo que, según Farah, presenta un sistema
nervioso central que funciona adecuadamente, mientras que la pérdida de autonomía
tiene que ver con una disfunción de la inteligencia. En definitiva, actuar libremente es
actuar correctamente; esto es, como es esperable que actúe un organismo sano ante
un entorno determinado, o como respondería una máquina muy compleja ante
concretos inputs si todos sus circuitos funcionaran con normalidad.
El Compatibilismo impulsa otra forma de medicalización, esta vez sobre el objeto de
los juicios morales y penales, progresivamente sustituidos -eliminados- por los juicios

13
David Hume es uno de los primeros y más conocidos defensores de los argumentos compatibilistas.
Para él, los procesos racionales, incluidos los involucrados en la toma de decisiones, están gobernados
por cadenas de causas físicas. Pero esto no implica, según Hume, desautorizar a su supuesto agente
puesto que en la conducta no solo influyen las causas externas, sino también las internas. A estas últimas
les damos distintos nombres, escribe el autor: afectos, juicios, metas, etc. Por eso mismo, para Hume, es
legítimo definir una determinada conducta como mía, es decir, como propia, en la medida que está
causada por dichas causas físicas internas. En la actualidad este argumento ha sido actualizado y
popularizado por investigadores de la talla de Daniel Dennett, Steven Pinker, o por la misma Patricia
Churchland.

23
médicos. Paradójicamente, Farah niega que el enfoque determinista influya
significativamente en los estilos de vida pues, en la práctica, seguiremos tomando
decisiones y percibiéndonos como autores de nuestra existencia. Este doble rasero al
que conducen las tesis compatibilistas es expresado por Farah en los siguientes
términos: “Para la ética, la única alternativa es un cambio hacia aproximaciones más
utilitarias […] En contraste, como individuos […] importa poco si la persona es ilusión o
realidad” (48). La autora es muy optimista sobre el futuro que invoca dicha actitud
ambivalente. El impulso determinista de la Neurociencia traerá progreso social, al
acabar con el sentimiento de culpa asociado a los comportamientos clásicamente
descritos como malvados y, por ello mismo, estigmatizados. Hospitales, que no
cárceles: ése es el verdadero signo del progreso, y a él, según Farah, debemos aspirar.
La distinción que hace Farah entre lo práctico y lo filosófico conduce a dos
importantes conclusiones: a) el ser humano puede ser reducido a enunciados físicos; y
b) dicha verdad no tiene por qué condicionar los estilos de vida. En primer lugar, la
solución compatibilista es percibida por Farah como ineficaz para salvar la creencia
popular en la libertad humana. Después de todo, el tipo de autonomía que en dicha
doctrina se concede al ser humano no es diferente a la que podría predicarse de una
bola de billar. También en esta segunda hay causas internas que, siendo propias de su
estructura y dinamismo, no pueden ser reducidas a las causas externas que la rodean.
Ambas autonomías se diferenciarían exclusivamente en términos de complejidad. Por
la misma razón, ni en el hombre ni en la bola de billar puede predicarse un auténtico
principio motor, una iniciativa real o elección entre posibilidades. Esto es debido a que
toda causa física, no importa si interna u externa (diferenciación que, como veremos
luego, será puesta en entredicho), está determinada por causas precedentes internas y
externas. En segundo lugar, la separación entre lo filosófico y lo práctico muestra cuán
débil es, a criterio de la autora, el vínculo que une los discursos lógicos con las
creencias y comportamientos sociales. En este sentido, cabe aventurar que la semilla
del Neopragmatismo rortiano y el uso cosmético de la ciencia ha comenzado a
germinar en Farah: aunque pretende fundar sus argumentos en los conocimientos
objetivos de la Neurociencia, cuestiona explícitamente que éstos deban servir para
guiar la existencia humana.
El triunfo del Compatibilismo en la Neuroética autonomista (y por extensión en la
Bioética) supone también su colapso. La idea de una libertad medicalizada, sin
responsabilidad, desnaturaliza el proyecto de autodeterminación moderno, ya que
implica aceptar que todo agente está predestinado a elegir las metas de acuerdo a su
estado fisiológico y no a su razón. La gloriosa voluntad racional kantiana se ha vuelto
gris en un contexto en el que las acciones humanas pierden peso ontológico y también
psicológico: la creencia, no importa si cierta o falsa, de saberse sujeto a las
circunstancias -sin culpa y, sobre todo, sin mérito-, promueve un tipo de conducta
distinta de la que suscita la creencia en un real autogobierno, aunque sea a base de
exiguos consensos. Y es lógico que quienes tratan de vivir el Compatibilismo asuman
actitudes cosméticas, dado que es más fácil para estos individuos justificar unas
acciones que pueden ser vistas como caprichosas, pero no ya como irresponsables.
¿No depende su conducta, después de todo, de las circunstancias que padece el
sujeto? El único límite a la hegemonía de los afectos serán más afectos: aquellos frutos
del conocimiento de las consecuencias. Aunque, como dice el refrán, ojos que no ven,
corazón que no siente. Precisamente es lo que introduce y fomenta la separación de

24
Farah entre lo filosófico y lo práctico. La historia no puede terminar bien. La
trivialización de la existencia ha de desembocar en la pasividad de quien, desde el
hastío de los afectos, juzga la vida como un duro juego, pero un juego después de todo.
Para ganar en él, conviene no saber demasiado, no involucrarse en exceso. Entonces,
¿qué sentido y qué función social puede abrigar la Bioética?
La gran difusión de las tesis compatibilistas en Neuroética explica, por varios
motivos distintos, el creciente interés de sus investigadores por la Neurociencia de la
adicción y de los hábitos 14. El proyecto de reducir a teorías positivas la toma de
decisiones y las conductas voluntarias, encuentra en los trastornos adictivos y en las
conductas automáticas el campo idóneo de investigación. La causa de ello es que
ambos escenarios están estrechamente asociados a nuestra capacidad de percibir y
distinguir conductas sobre las que se ejerce más o menos control. Concretamente, la
hipótesis de trabajo compatibilista buscaría demostrar cómo tanto los
comportamientos voluntarios como los involuntarios son causados por mecanismos
físicos y que, por tanto, ambos son predecibles incluso antes de que el agente sea
consciente de su intención de actuar. El reto de este proyecto es doble: por una parte,
lograr demostrar la predictibilidad de las conductas voluntarias; por la otra, distinguir
los tipos de causaciones que dependen de los mecanismos más complejos del sistema
nervioso central, especialmente aquellos conscientes y sometidos a las funciones
ejetuvias15.
Un segundo motivo, de naturaleza más práctica y marcadamente medicalizante, es
el que expone Henry T. Greely, director del Center for Law and the Biosciences de la
Universidad de Stanford y cofundador de la Neuroethics Society. En su artículo
Neuroscience and Criminal Justice: Not Responsability but Treatment, publicado en
2008, reclama drásticos cambios en el modelo clásico de justicia, basado en la sanción
y en la reintegración del delincuente. Su idea es crear uno nuevo, más centrado en la
rehabilitación, con grandes similitudes con los programas ya existentes para el
tratamiento de adicciones (55). ¿Por qué empeñarse en castigar a quien no es un
delincuente sino un enfermo?
Una última razón para el éxito de la Neuroética de la adicción es la relacionada con
el clima psiquiatrizante imperante y con la llegada de las nuevas tendencias cosméticas
(y pseudo-mejorativas) que, como hemos visto, fomentan nuevos hábitos de consumo
14
Un hecho que revela la importancia que está ocupando la adicción en los debates de la Neuroética es
que el director de la International Neuroethics Society, Steven Hyman, sea uno de los expertos a nivel
mundial en Neurobiología de la adicción.
15
Uno de los experimentos más famosos realizados para buscar los mecanismos neuronales subyacentes
en la toma de decisiones, es el realizado en 1983 por Benjamin Libet. En él, se mostró que la detección
de ciertos procesos neurológicos inconscientes servía para predecir tanto decisiones espontáneas como
voluntarias. Sin embargo, y a pesar de que dicho experimento fue utilizado por otros para defender las
tesis deterministas, Libet nunca pretendió afirmar que todo comportamiento humano fuera predecible.
Libet reconoce libre albedrío en la capacidad humana, propia del nivel consciente, de inhibir ciertos
impulsos iniciados a nivel inconsciente (49 y 50). Más cercana a la posición de la Neuroética biologicista
es la de otro reputado neurocientífico, Michael N. Shadlen, en cuyas recientes investigaciones sobre la
aplicación de técnicas de neuroimagen en el estudio de toma de decisiones, manifiesta explícitamente
las tesis deterministas (51, 52 y 53). Es muy revelador saber que Shadlen fue uno de los main speakers
invitados a la primera reunión organizada por la Neuroethics Society, en 2008, sobre todo porque el
evento supuso toda una declaración de intenciones para el grupo. Una interesante revisión de la
discusión sobre el libre albedrío a la luz de la Neurociencia puede encontrarse en el artículo Tiempo,
conciencia y liberad: consideraciones en torno a los experimentos de Libet y colaboradores, de José
Ignacio Murillo y José Manuel Jiménez-Amaya (54).

25
psicofarmacológico. La Neuroética no es ajena a la preocupante escalada
psicofarmacológica, que en buena medida ella misma promueve. Sin embargo, en el
prisma en el que la Neuroética observa este fenómeno se problematiza en tal grado la
noción de salud y de responsabilidad, que sus defensores acaban por achacar los males
cosméticos a las viejas creencias respecto a la naturaleza humana. Cerraré el epígrafe
desarrollando algo más esta idea.
El encuentro entre el mundo positivista y el autonomista trae para ambos el
derrumbe de la experiencia íntima de libertad, estrechamente relacionada con la de
racionalidad. Porque si es difícil explicar cómo desde un universo estrictamente físico
se pueden formular enunciados objetivos, mucho más difícil es justificar cómo a partir
de ellos es posible establecer planes de acción. Es en éste marco en el que se denuncia
la ilusión de un doble dualismo: racionalidad/materia y autonomía/materia. Lo que
implica erradicar ambos espejismos es entender que lo real es la materia, y solo
materia, ahora ya desencantada. El final del camino del proyecto eliminativista es un
mundo libre de aquello que nunca existió, desencantado, y por supuesto, sin prejuicios
con respecto a la neurotecnología. Después de todo, el miedo a dejarse atar por los
psicofármacos no tiene sentido cuando se sabe que el estado natural del hombre es el
de la determinación. Y, ¿qué importa una determinación sobre otra?

7. Claves ontológicas de la Neuroética


Explicado cómo la alianza de la Neuroética biologicista y autonomista conlleva la
progresiva disolución de las nociones de objetividad y de responsabilidad. Éste epígrafe
está dedicado a mostrar otro bastión derribado bajo dicho paraguas: la noción de
persona.
Utilizaré otra vez los trabajos de Farah como muestra representativa de lo que es la
línea de pensamiento predominante en Neuroética. En el artículo de 2007, Personhood
and Neuroscience: Naturalizing or Nihilating?, que Farah escribe junto a Andrea S.
Heberlein, se ligan los conceptos persona y dignidad con concepciones religiosas que -
en opinión de las autoras- la Neurociencia está destinada a desmitificar y reducir a
teorías neuronales. El argumento de dicha investigación parte de la siguiente premisa:
hay una intrínseca relación entre una definición personal de identidad humana y la
creencia clásica en la libertad. Persona es “aquella responsable de sus actos y que, por
ello, es susceptible de mérito o culpa”. A la luz de esta definición cobra sentido, según
las autoras, denominar acciones a la conducta de las personas -para diferenciar éstas
de lo que son meros movimientos- y agentes a quienes puede imputarse
responsabilidad real -en contraste con las simples reacciones atribuibles a los cuerpos
físicos-. Y vamos a ver cómo es precisamente en este punto donde Farah da el salto de
los planteamientos de la Neurociencia de la Ética a los de la Ética de la Neurociencia.
Farah tiene razón cuando afirma, por un lado, que la ética occidental lleva girando
desde hace cientos de años en torno a una interpretación de dignidad humana que
está fundada en la idea de persona 16. Y por el otro, cuando reconoce las implicaciones
éticas que tiene el hecho de que la Neurociencia acabe con la creencia en la
responsabilidad humana (48). Las consecuencias del matrimonio entre el biologicismo

16
La definición de dignidad que Farah maneja en su discurso la toma del Nuffield Council on Bioethics:
“La presunción de que cada uno somos personas cuyos actos, pensamientos y preocupaciones son
merecedoras del más intrínseco respeto”.

26
y autonomismo saltan otra vez a la vista: Farah se da cuenta de que la Bioética
contemporánea, naive cuanto cabe, ha estado abordando los problemas éticos en su
dimensión moral, sin atender ni discutir las premisas sobre la agencia que sostienen
tales discursos. Ha llegado el momento -nos insta la autora- de que los bioeticistas
comiencen a aceptar y a usar el gran número de piezas que la Neurociencia ya es capaz
de ofrecer en el puzle ético del aborto, de la eutanasia, de la muerte cerebral o de la
experimentación animal.
Veamos un caso concreto de lo que Farah está tratando de transmitirnos, que no es
otra cosa que el ideario eliminativista. La autora presenta algunas hipótesis
neurobiológicas en boga para explicar la honda creencia en el carácter singular y
sobrenatural de la realidad humana, que es, según ella, expresión de una clara ventaja
evolutiva. “Nuestra supervivencia individual depende del éxito que tengamos en
relacionarnos con los de nuestra propia especie”. Farah relaciona esta tesis con la
teoría de Daniel Dennett sobre la actitud intencional. El ser humano se distingue, según
el filósofo de la Universidad de Tufts, por su capacidad cognitiva “para detectar a otros
organismos con estados mentales intencionales, lenguaje y con una consciencia
especial que no disfrutan otras especies”. Farah se basará en dicha teoría para
defender que la intuición por la que nos decimos unos a otros que las plantas son
diferentes a las personas, es puramente categorial, funcional, pero sin referente
ontológico. La persona no refiere a nada: es una creencia falsa que ha sido, durante
mucho tiempo útil. Y puede que todavía lo sea, aunque con restricciones. “Nuestra
sensación de que el mundo contiene dos categorías de realidades fundamentalmente
diferentes, personas y no-personas, puede ser el resultado de una person-network [red
neuronal] activada por ciertos estímulos y no por ninguna distinción fundamental entre
los estímulos que tienden o no a activarla.” Esta conclusión a la que llega Farah refleja
perfectamente su teoría ambivalente sobre lo teórico y lo práctico: no porque una
creencia sea falsa tenemos que erradicarla necesariamente de nuestra vida, y
viceversa. Para Farah, lo crucial es saber dónde, cuándo y cómo manejar ficciones. Y lo
mismo puede decirse de las verdades científicas, especialmente cuando de lo que se
trata es de consolidar socialmente a la especie humana17.
La identidad humana queda en la Neuroética contemporánea prácticamente
naturalizada, es decir, reducida a entramados de causas eficientes. Los sistemas
estáticos o dinámicos que percibimos como estables en la naturaleza, lo son por su
estructura o particular homeostasis. Es cierto que, en el caso de los sistemas
neuronales, encontramos equilibrios con una estabilidad y capacidad de adaptación
extraordinaria. Sin embargo, en lo que al tipo de identidad se refiere, no se diferencian
del resto: devenir ciego de causas físicas. Esta teoría de la identidad no solo iguala al
hombre con el resto de realidades naturales -no importa si vivas o inertes-, sino que
además difumina los límites entre ellas y trivializa las diferencias. Entendamos que la

17
Siguiendo el razonamiento de Farah, la creencia en la dignidad de la persona fomentaría el respeto
entre individuos, algo que parece socialmente conveniente en condiciones normales, pero que no
tendría por qué aplicarse en el ámbito privado. Pongamos por ejemplo los sujetos que desean solicitar la
asistencia al suicido. La eutanasia sería una conducta aceptable bajo la condición de que su aplicación no
deteriorase el tejido social. La razón no es que Farah considere la sociedad como un fin o un bien mayor
que el atribuible a la voluntad individual. No cree la autora que la protección de la polis sea un valor en sí
mismo -al más fiel estilo aristotélico-, sino que el hecho de atentar contra la sociedad es, en definitiva,
hacerlo contra el resto de voluntades individuales que utilizan la buena convivencia para cumplir con sus
también particulares intereses.

27
denominación de causa interna y externa es siempre relativa y referencial a un
determinado equilibrio. Así por ejemplo, el límite entre lo interno y lo externo de una
célula (la unidad de lo viviente) se distingue, en tanto que realidad física, en función de
los sistemas que participan en la persistencia de un concreto trozo de realidad. Pero
tanto el punto de mira como el grado de persistencia dependen necesariamente del
observador. Es por ello legítimo, en función de los criterios de demarcación que maneje
el observador, hablar de la identidad de un átomo o de una mitocondria, de la
identidad de un hígado o de la de un ser humano, de la identidad de un nicho ecológico
o de la identidad cultural. Igualmente, desde un punto de vista material, tanta
identidad puede atribuírsele a un jarrón entero como a uno roto, o tanta como a la
unidad que conforman los trozos rotos con la papelera a la que se los ha arrojado. En
todos ellos es posible identificar un ser, una realidad con persistencia más o menos
duradera, más o menos compleja, más o menos dependiente de elementos externos al
objeto enmarcado (56).
Pasemos a la ética. En una perspectiva fisicalista de la naturaleza, el tipo de
identidad no sirve para conferir privilegios, para defender la dignidad de unos
determinados estados respecto de sus contrarios. ¿Qué hay de bueno en catalogar la
identidad humana de biológica o de racional? Especialmente cuando el autonomismo
ha recordado al biologicismo que el hombre no tiene por qué aspirar necesariamente a
la supervivencia: -ni a la suya ni a la ajena-. En un mundo desencantado como éste al
que la Neuroética se encamina, solo los afectos y las ficciones -lo práctico, como diría
Farah, lo cosmético, como lo llamo aquí-, sirven de excusa para guiar la conducta. Sin
embargo, este esquema conduce a un callejón sin salida. ¿Cómo jerarquizar y
seleccionar el conjunto de apetitos que colorean de manera tan diferente nuestro
mundo? Ya no es posible apelar a la naturaleza humana, porque ésta es lo que se niega
en el proceso de naturalización del hombre. ¿Y apelar a los sentimientos humanos?
Ellos son precisamente aquello que se ha puesto a nuestra disposición. ¿Y puede un
sentimiento priorizarse en nombre de otro sentimiento? Habría entonces que justificar
el sentimiento previo, y así ad infinitum…, mejor, hasta que el sujeto abandone toda
pretensión de fundamentar sus acciones y se entregue en brazos de la conducta
emotivista, cosmética o, como también podríamos denominarla, azarosamente
sentimental.
Lejos queda la concepción clásica de Naturaleza, ámbito de fines, de esencias, de
un mundo poblado por unas sustancias que armónicamente se mueven, según su
ánima, hacia el lugar que les corresponde en el universo, esto es, de acuerdo a su
dignidad. En Aristóteles, por ejemplo, la referencia a la naturaleza humana, igual que la
referencia a la naturaleza de las diferentes realidades animales o vegetales, apunta a
trozos de mundo radicalmente distintos de aquellos otros definidos como realidades
accidentales o contingentes. Las primeras poseen una identidad definida bajo criterios
teleológicos y, por ellos, distinguibles no por su estado o movimiento sino por su
actividad, por el fin que principia su dinamismo y hacia el que se dirige. Es el fin lo que
distingue las causas internas, íntimamente atribuibles al ente, de las externas. O
expresado a la inversa: lo que las caracteriza no son unas coordenadas físicas o unas
funciones dirigidas a la persistencia del ser. Entre otras razones, porque en
determinadas circunstancias, lo natural, lo mejor para un determinado ser, es perecer.
Por la misma razón, un suceso fortuito no es susceptible de ser tratado con dignidad,
pues carece de finalidad, pero sí un caballo o un hombre, si bien la dignidad en ambos

28
es distinta pues diferente es también su finalidad, su naturaleza, el lugar que deben
ocupar para su bien y para el bien del universo (57).
Si no hay espacio para la finalidad, para la naturaleza humana, en un mundo
naturalizado como es el que presenta la Neuroética, mucho menos para la noción de
persona, aquella con la que se designa a la realidad responsable, capaz de disponer de
fines: aceptando los naturales, negándolos o creando otros nuevos con los que guiar la
voluntad. La presencia de fines es condición necesaria para que exista la conducta
voluntaria, aunque como correctamente señala Robert Spaemann, no es suficiente.
Poder elegir entre el bien y el mal exige que un individuo no sea todo naturaleza, pues
ésta es la única forma de justificar que posea capacidad para trascenderla, para
separarse de esos fines de los que va a disponer. Ésa es también la razón por la que
Spaemann hace notar que, cuando comienza a instaurarse en Occidente la
antropología de la responsabilidad -que introduce la tradición judeocristiana,
aprovechando en muchos aspectos los planteamientos aristotélico y superándolos en
otros-, empieza a utilizarse el concepto de sujeto para nombrar a cada ser humano.
Con este término, derivado etimológicamente del latín subjectus -que significa
literalmente lo puesto debajo, lo que subyace-, se recalca la tesis de que el individuo no
es solo naturaleza, ni siquiera naturaleza humana, sino un alguien con atributos más
divinos que mortales (58).
La naturalización del ser humano a la que pretende conducirnos la Neuroética
implica necesariamente la nihilización de la experiencia moral. Ambos fenómenos
relacionados con el ocaso del sujeto. En torno a este descubrimiento milenario, pero de
conquista reciente, giran buena parte los movimientos filosóficos, científicos y sociales
de la modernidad. Y en su embate, que algunos bautizan como la crisis de la
modernidad, la Neurociencia toma un papel crucial. Ella es el arma con la que el
hombre, bien llamado pos-moderno, pretende destruir los mitos dualistas.
Ingenuamente, se presenta también la Neurociencia como salvadora de la identidad
humana. Veamos a continuación por qué los vaticinios son buenos para la primera
empresa, pero nefastos para la segunda18.

8. Verdades peligrosas y conciencia crepuscular


La tesis sobre la separación entre lo filosófico y lo práctico tiene especial interés,
según Farah, en este doble proceso de naturalización del concepto de identidad
humana y de nihilización de la ética occidental. No hay que temerlo, pues nada tiene
por qué cambiar: seguiremos actuando como si fuéramos responsables, con derechos
inalienables y educando a nuestros hijos en la honradez, el esfuerzo y la generosidad.

18
Fuera de los foros de la Neuroética, algunos recientes enfoques pretenden salvar nociones modernas
como la de sujeto, pero sin ignorar los avances de la ciencia contemporánea. En esta dirección apuntan
las investigaciones de José Ignacio Murillo, Marie I. George, William E. Carroll, Thomas Fuchs o Georg
Northoff (59, 60, 61, 62, 63 y 64). Común a todos ellos es la pretensión de atacar las tesis dualistas,
aunque sin caer por ello en el error de negar obsesivamente las dualidades que puedan presentarse ya
en la realidad, en general, ya en el hombre, en particular. Todos ellos admiten la misma premisa: la
heterogeneidad de lo real es prueba suficiente de la existencia de dualidades. Esta tesis no implica
introducir nuevos y misteriosos elementos con los que poder explicar al hombre (que es lo que
estrictamente hablando hace el dualismo), sino repensar la realidad. La nueva ontología de la
Neurociencia debería preguntarse, por ejemplo, si el cerebro humano es un mero sistema físico, una
realidad gobernada por causas eficientes, como hasta ahora lo concebimos, o si es algo más.

29
Investigadores de mayor reconocimiento han formulado antes esa misma idea. Daniel
Dennett la plasma en su libro Breaking the spell, utilizando como ejemplo el personaje
navideño de Santa Claus. Sólo los niños desconocen que es un montaje, que son los
padres los que hacen los regalos de Noche Buena. Pero la cena tradicional, los regalos y
los buenos deseos continúan año tras año. La ilusión no se pierde, todo lo contrario,
aumenta cuando se aprende a no traerse a casa los asuntos serios en la oficina, que es
la única forma de meterse en esta tan entrañable ficción. La clave está en no hacer
demasiadas preguntas y dejarse llevar, que es lo mismo que hacemos cuando pagamos
una entrada de cine y nos sentamos en la butaca con la correcta actitud, la de un
espectador dispuesto a disfrutar del mejor cine de ciencia ficción (27).
De este modo, en la corriente dominante en Neuroética, el avance científico y el
progreso social comienzan a ser manejados como fenómenos independientes. Es la
estrategia que parece más adecuada cuando se advierte que hay verdades peligrosas
que es mejor no saber o, al menos, no poner en práctica fuera del laboratorio de las
ideas. Y es la mejor estrategia cuando se sabe que también hay creencias humanas
falsas que es mejor no destapar, en tanto que son útiles para la cohesión social o
porque inducen elevados sentimientos de felicidad. La idea de las verdades peligrosas
se encuentra ya recogida de manera implícita en The Extended Phenotype, de Richard
Dawkins. Este es otro bien conocido científico y divulgador que abre la puerta a la
separación entre lo teórico y lo práctico. El Teorema central del fenotipo extendido es
formulado en los siguientes terminos: “La conducta animal tiende a maximizar la
supervivencia de los genes ‘para’ dicha conducta, estén o no esos genes en el cuerpo
del animal particular que la practica” (65). Lo que está haciendo Dawkins es llamar
nuestra atención sobre cómo ciertas ventajas adaptativas de un determinado rasgo
fenotípico físico no están necesariamente dirigidas a su portador. Más aún, extiende
dicho teorema a la dinámica mental: nada hace que las ideas más exitosas
(habitualmente las más ciertas, buenas o bellas y, por ello reconocidas), sean
necesariamente las más convenientes al hombre. Con este teorema Dawkins justifica y,
en ocasiones, ataca conductas típicamente humanas. Por ejemplo, las altruistas, pues
no siempre los ideales por los que los hombres se sacrifican van, según el autor, en su
provecho. Su conclusión es firme: no tiene sentido pagar un alto precio simplemente
para encontrar la verdad.
Una primera e importante materialización del planteamiento de Dawkins puede
encontrarse en el ya mencionado Breaking the Spell, donde Daniel Dennett desarrolla
la idea sobre las verdades peligrosas para evaluar la conveniencia o no de mantener la
ficción de la religión. A juicio de Dennett, éstas son un tipo de creencia popular (folk
psychology) susceptible de naturalización. Por ello, la gran pregunta no es si la creencia
en Dios es verdadera o falsa, sino si la ciencia debe desvelar lo que podría ser valorado
como una mentira piadosa para el género humano. En el último epígrafe desarrollaré
un poco más detenidamente dicha propuesta.
Otra plasmación de la idea de Dawkins, más cercana al ámbito asistencial, es la
psicoterapia constructivista y pos-racionalista propuesta por Vittorio Guidano. Para
este neuropsiquiatra italiano, que bebe del constructivismo social de Michel Foucault,
la búsqueda de coherencias vitales prima sobre la veracidad de las creencias 19. En la

19
Contrariamente, Dennett concluye que las religiones mayoritarias deben desaparecer. Parece ignorar
que éstas han sido, por regla general, las principales promotoras de una ciencia que no han temido
aplicar sobre sí. Todavía más, cuesta encontrar hoy una religión que alegue que la ciencia o a la filosofía

30
práctica, esto se concreta en acciones vitales de invención: primero crear y luego llegar
a creer que se ha tenido una vida bien estructurada, significativa y cargada de logros.
Inducir dicha ficción evoca, según el neuropsiquiatra, experiencias afectivas
enormemente gratificantes y terapéuticas, mientras que recordar la verdad de una
infancia marcada por los horrores de la guerra, por el hambre o por abusos, llega a
causar lo contrario: sufrimiento y rencor. ¿De qué sirve recordar o anticipar un error o
un mal insalvable, se pregunta Guidano, si éste rompe las redes de sentido que ayudan
a guiar la existencia? Como Dawkins y Dennett, Guidano desprecia el valor que pueda
tener la verdad por sí misma, más allá de toda utilidad (66 y 67).
La hipótesis de la primacía de la coherencia y significatividad sobre la verdad lleva
tiempo despertando el interés de la Neurociencia. En torno a ella giran las
investigaciones de John Teske, profesor de Psicología del Elizabethtown College en
Pennsylvania, enfocadas al análisis de la función de los mitos en el desarrollo
psicológico y neurológico del ser humano. Según sus conclusiones, los discursos
narrativos, ficticios o no, influyen positivamente en el desarrollo del cerebro y en la
formación de la identidad personal. La única condición es que éstos aporten
coherencia lógica al mundo vital del sujeto a quien van dirigidas (68 y 69). La razón es
que sólo en la experiencia de unidad que evoca la construcción de una teoría marco, el
hombre se siente seguro ante el mundo y ante sí mismo. Esta fue la hipótesis de
partida que Teske trató de confirmar en el campo de la Neuropsicología. Y parcialmente
así ha sido. Hay numerosos indicios que vinculan la aparición del yo con la capacidad
para elaborar una narrativa autobiográfica, una narrativa que integre las experiencias
en una única red de sentido20.
Con esta exposición podemos ya alcanzar uno de los más relevantes diagnósticos
del estado actual de la Neurociencia. Su mayor problema no es el de las dos culturas -la
ruptura entre las ciencias y las humanidades, tal como fue enunciado por Charles Percy
Snow en 1959- sino el divorcio entre el mundo de lo objetivo y el mundo vital. Solo la
tecnología hace de puente entre ellos, quedando reducida la ciencia y la filosofía a
mero producto de consumo, a fuente no de conocimiento sino de gadgets para
manipulación de lo real y de uno mismo. A continuación trataré de mostrar tres
trágicas consecuencias de esta ruptura.
En primer lugar, la naturalización selectiva del mundo vital implica la introducción
de nuevos tabús en Occidente, esto es, de temas y prácticas en los que no se va a
introducir el bisturí de la objetividad. Aunque ahora, los nuevos territorios son, no los
habitados por dioses implacables, sino por ficciones sobre las que el sujeto se prohíbe
a sí mismo profundizar. El problema es que la autolimitación del proyecto eliminativista
facilita, en último término, la introducción de nuevos mitos en el plano existencial.
Pero, ¿son los mitos inofensivos?

nada tienen que ver con ella, ni mucho menos una que impida a los fieles la fundamentación objetiva de
su credo. Otra prueba son las iniciativas para el diálogo entre ciencia, razón y la fe, que están
emergiendo precisamente del lado de las comunidades de creyentes. Por otra parte, dicha actitud de
entendimiento es perfectamente compatible con que un determinado grupo pueda legítimamente
rechazar un particular postulado científico, aunque se demuestre luego que éste sea acertado o
equivocado.
20
En sus estudios empíricos, Teske relaciona dos hechos: primero, los eventos que pasan a formar parte
de la memoria a largo plazo son mayoritariamente procesados en forma narrativa; y segundo, el cerebro
alcanza configuraciones más estables cuando el individuo logra integrar y explicar bajo una misma teoría
gran número de sucesos significativos (70).

31
Dennett tiene razón cuando afirma que la toxicidad de una idea es directamente
proporcional al número de conductas que envuelve su aceptación e inversamente
proporcional a la cantidad de ciencia que lo soporta o, al menos, de la que se
acompaña. Y si esto es así, el regreso de los mitos supone una verdadera amenaza
social. En la Medicina cosmética y, sobre todo, en la moda del (pseudo)neuro-
enhancement, encontramos muestras claras de los riesgos y consecuencias de la
creación de ficciones. Vimos que los excesos y extrapolaciones, fruto de la
medicalización, incrementan el número de personas que, por escepticismo o por
miedo, evitan visitar al médico, incluso cuando objetivamente sería conveniente
hacerlo. Ahora podemos añadir que éstos son los mismos que buscan como alternativa
remedios milagrosos aconsejados por amigos u ofertados en sospechosas páginas de
Internet. Estas conductas imprudentes no parecen ser fruto de la simple
desinformación, sino de un rechazo explícito a una sociedad de expertos cada vez más
deshumanizada. Como antes, también ahora lo peor de las épocas gobernadas por
mitos es el oscurantismo en el que acaban sumidos sus ciudadanos (71).
Un segundo importante mal relacionado con la separación entre lo teórico y lo
práctico es que, con la desconfianza en la benevolencia y con el olvido del valor
intrínseco de la verdad, se pierde una la razón más honda para el impulso de la
actividad científica. El abismo creado no deja sitio para el desinterés y la honestidad
vocacional del científico, para su confianza en un universo armónico, para la creencia
en que la verdad y la felicidad son caras de una misma moneda 21. Si esta tendencia
pragmática se consolida, nos enfrentaremos a bajas considerables entre las filas de los
investigadores -probablemente de los mejores-. Aún más, preparémonos para una
ciencia ahogada de intereses circunstanciales, de objetivos demasiado prácticos, del
corto plazo. Qué lejos queda la que era la profesión liberal por antonomasia.
Tampoco puede soslayarse el alto precio a pagar por llevar a la práctica, tanto a
nivel individual como institucional, la separación entre el mundo de la objetividad y el
mundo vital. Porque resulta muy difícil aceptar y, al mismo tiempo, dejar en segundo
plano, teorías que niegan la responsabilidad y la identidad ontológica. ¿Cómo asumir
una existencia donde la verdad y la mentira conviven disfrazadas en un clima de muy
forzada superficialidad22? La receta para esta actitud ambivalente la encontramos
formulada en el escenario imaginado por George Orwell en su novela 1984. “Saber y
no saber… hallarse consciente de lo que es realmente verdad mientras se dicen
mentiras cuidadosamente elaboradas, sostener simultáneamente dos opiniones
sabiendo que son contradictorias y creer sin embargo en ambas; emplear la lógica
contra la lógica, repudiar la moralidad mientras se recurre a ella…, olvidar cuanto fuera
necesario olvidar y, no obstante, recurrir a ello, volverlo a traer a la memoria en cuanto
se necesitara y luego olvidarlo de nuevo; y, sobre todo, aplicar el mismo proceso al
procedimiento mismo” (74).

21
Únicamente en un universo cosmológico, cargado de orden y luz, es legítimo afirmar que el sentido de
la Ciencia, tal como asevera el filósofo Mariano Artigas, es doble: “la persecución de la verdad y el
servicio a la humanidad” (72).
22
En Más allá del bien y del mal, Friedrich Nietzsche, filósofo y profeta de la posmodernidad, ya había
defendido esta estrategia vital, consistente en aprender a moverse en la entrevela que ofrecen los
conocimientos selectivos, parciales y de débil fundamentación. Solo de esta manera –explica- pueden
ser sustituidos a conveniencia. El hombre necesita creer en la verdad, siempre que ésta sea una
“creencia superficial” (73).

32
El filósofo español Julián Marías denomina conducta crepuscular a un estado de
conciencia similar al que describe Orwell: aquel que posibilita adherirse a lo que en el
fondo se rechaza (75). Ahora bien, dicha actitud ante la vida exige violencia, ya a nivel
institucional como la que describe Orwell con la imagen tiránica de un Gran Hermano
que a todos vigila y amenaza, ya a nivel químico, como la que imagina Aldous Huxley
en Un mundo feliz. También en esta segunda famosa anti-utopía posmoderna, se hacen
depender el bienestar y el progreso tecnológico de la ceguera científica. La real
separación entre lo teórico y lo práctico es lo que Huxley describe como una sociedad
carente de ciencia pura, sin personas dedicadas a la búsqueda del saber por el saber.
Ahora bien, esta ceguera no puede institucionalizarse sin modificar un cuerpo humano
que se resiste con uñas y dientes a adoptar farsas de alto nivel. Esa es la función del
soma, un psicofármaco capaz de evocar los mejores sentimientos y, con ello, la
docilidad de quien puede creer una cosa y su contraria porque todo le parece bien (76).
La idea de la Neurociencia como ciencia estrella, salvadora del nuevo hombre, es ya
preconizada y atacada por Huxley.
Entre los intelectuales del siglo XX, Huxley es el que de manera más clarividente
advierte contra las nuevas tiranías cientificistas que se ciernen sobre Occidente. De
hecho, es el primero en predecir el actual fenómeno de medicalización, que se
relaciona, por un lado, con un incremento del interés hacia las ciencias sobre el sistema
nervioso central y, por el otro, con el uso cosmético de la tecnología, especialmente
para la modificación de los afectos. Es interesante destacar que, a diferencia de Orwell,
Huxley deposita la responsabilidad de dicha deriva social en quienes son sus
principales víctimas, la ciudadanía, voluntariamente entregada a las promesas
científicas y a unos comportamientos adictivos de los que resulta muy difícil escapar. Si
ese futuro tan sombrío se cumple, no podremos encontrar un gran hermano, una
concreta mano ejecutora en la siembra de la que es posiblemente la peor clase de
tiranía. Si mi argumentación es correcta, quienes tratan de reducir la existencia a
ciencia experimental, acaban por sucumbir al más dócil subjetivismo, y ésta es una
actitud vital de la que, antes o después, alguien usará en provecho propio (77).

9. ¿Cambiarán nuestras vidas?


En el epígrafe anterior hemos visto cómo el proyecto de separación entre lo teórico
y lo práctico, propuesto desde la Neuroética, conlleva tres tipos de consecuencias que
parecen contradecir la creencia en la inocuidad del eliminativismo. En efecto, el intento
de llevar a cabo y de mantener dicha separación introduce cambios radicales en los
fines, la actividad y los estilos de vida del ser humano tal como hoy los conocemos.
Pero eso no es todo. Hay un cuarto tipo de consecuencias, ahora relacionado con que,
en la práctica, no se logre que la evolución del mundo científico-filosófico y el progreso
discurran independientemente. La principal razón para sospechar tal imposibilidad
tiene que ver con la ventana tecnológica pues resulta casi imposible evitar las
filtraciones que, a la larga, impedirían la consolidación de los estados crepusculares.
Pondré a continuación varios ejemplos que además ayudarán a contextualizar algunas
controversias de moda en Neuroética.
Una de las mayores polémicas relacionadas con la nueva biotecnológica versa sobre
un fenómeno nada teórico, como es la inducción de experiencias de alienación e
inautenticidad. El caso más notorio y el que actualmente más debate suscita es el de la

33
estimulación cerebral profunda (Deep Brain Stimulation, DBS a partir de ahora). Éste es
un tipo de neurocirugía apenas invasiva que consiste en la implantación de uno o dos
electrodos en áreas subcorticales del cerebro. Estos electrodos están conectados a un
neuroestimulador que emite impulsos eléctricos de baja intensidad. La técnica está aún
en fase experimental, si bien ya se está utilizando con mucho éxito en el tratamiento
del tremor esencial, de la distonía, del Síndrome de Tourette y de casos de Parkinson
refractario a medicación. Además, actualmente existen ensayos clínicos en curso para
comprobar su eficacia en afecciones psiquiátricas como el trastorno obsesivo-
compulsivo (OCD) y la depresión mayor, entre otras (78). El problema es que, a los
riesgos y efectos adversos asociados a este tipo de intervenciones, hay que sumar el
cambio de personalidad que la DBS induce en no pocos pacientes.
Los testimonios negativos más frecuentes en pacientes tratados con DBS son los
relacionados con el modo dramático y directo en que ésta influye en el control de la
conducta, tanto en la planificación de la acción motora como en su ejecución (79). El
caso paradigmático es el del paciente en el que, gracias a la DBS, se logra eliminar el
tremor, pero a costa de provocar simultáneamente graves pensamientos maniacos que
anulan completamente su autonomía. Lo peculiar de este doble efecto es que suele
revertirse fácilmente. Basta con interrumpir la estimulación neuronal para que el
paciente vuelva al estado inicial (80 y 81). La cuestión es que este efecto de
apagado/encendido hace aún más intensa la experiencia de dependencia respecto del
neuromodulador. El sujeto se siente alienado, viviendo en un cuerpo que ya no
controla ni es auténticamente suyo. Dicha situación obliga al paciente a enfrentarse a
creencias contradictorias. ¿Cómo voy a ser libre si estoy controlado por una máquina?
¿Las decisiones que tomo tras la DBS son realmente mías? Las dudas acaban por
salpicar a la convencional creencia en la naturaleza humana. ¿No es la libertad más que
una ilusión y el hombre una mera máquina?
La experiencia alienante de pérdida de control puede verse avivada con cambios
aún más dramáticos23. La neuromodulación puede llegar a inducir, en los casos más
graves, alteraciones lo suficientemente intensas en las emociones, la memoria, la
atención y las funciones ejecutivas (concretamente aquellas que afectan al
razonamiento inferencial y analógico), como para modificar las más íntimas y sólidas
opiniones con respecto a uno mismo y con respecto a la vida (82). Esta transformación
no pasa desapercibida al paciente, pero sobre todo es sufrida por sus familiares, que se
preguntan si quien abandonó el quirófano fue la misma persona que entró. Hábitos,
actitudes e incluso relaciones personales cambian de la noche a la mañana, situación
que igualmente conduce al paciente a poner en tela de juicio las más íntimas creencias
acerca de la identidad personal (83). Como antes, primero, para cuestionar el presente.
Éste no soy yo. Y por último, para dudar acerca de su entera existencia. ¿Realmente
hubo alguna vez un auténtico yo?
Ni para el paciente, ni para la familia resulta fácil ignorar la trascendencia que
tienen los efectos adversos de la DBS en los estilos de vida. Probablemente tampoco
para el equipo médico que lo atiende, ni siquiera para el hombre de a pie, que sabe de
tales situaciones por unos medios de comunicación cada vez más interesados en
publicar sobre temas de mecánica cerebral. Lo queramos o no, la DBS impele a
23
Numerosas investigaciones confirman y aclaran el significativo papel de las áreas de procesamiento de
las emociones en la formación de juicios. Un interesante artículo de revisión sobre la cuestión es On the
relationship between emotion and cognition, publicado en 2008 por Pessoa en la revista Nature reviews.
Neuroscience.

34
considerar cuán determinados estamos. Sus efectos son tan dramáticos que, a quien
afecta, directa o indirectamente, no le es posible buscar refugio en el ensueño
crepuscular. Y la angustiante tensión entre creencias opuestas que induce no es de
esperar que acabe en tablas. A menos que el sujeto emprenda una profunda reflexión
sobre este problema milenario -algo que por propia iniciativa no es habitual ni fácil-, las
evidencias neurológicas terminarán por imponerse y la resignación, y todo lo que ésta
acompaña, marcarán el sentido de su nueva vida.
La DBS es el ejemplo más dramático de cómo el mundo objetivo puede abrirse
camino en el mundo vital, pero no el único ejemplo ni el más importante. La ingesta de
antidepresivos también está vinculada, aunque a largo plazo, con cambios de
personalidad (84). La transición es sin duda más lenta, pero no por ello menos
denunciada en la Prozac Nation, tal como algunos han venido a bautizar a la cultura
occidental. Millones de seres humanos conocen hoy, de primera mano, cuánto
dependen el estado de ánimo, el juicio y las decisiones de una dosis diaria de
fluoxetina. Pero las experiencias de alienación e inautenticidad se potencian todavía
más cuando, como escribe Peter Kramer en Escuchando al Prozac, la causa del
consumo de este tipo de fármacos no es tratar una enfermedad sino alcanzar la
felicidad (85). En efecto, cada vez más personas consideran los psicofármacos, o mejor,
los afectos que inducen, el fin de la existencia y no solo un medio con el que alcanzar, o
una consecuencia de, una vida lograda. En el epígrafe cuarto, se planteó el problema,
al tratar el paso de la medicalización a la medicina cosmética. Ahondemos ahora algo
más sobre dicho asunto, concretamente, analizando los derroteros de desensibilización
a los que conducen las prácticas cosméticas.
La ingesta desmedida de estimulantes y sedantes acaba provocando una
disminución de la sensibilidad afectiva y el consecuente desapego ante un mundo que
se percibe más y más insípido. El desapego del cuerpo respecto del mundo implica
también el desapego del cuerpo respecto del yo. Ya no siento que este sea mi cuerpo. Y
a medida que el individuo va siendo consciente de esta sordera afectiva que afecta a la
propia experiencia corporal, irá tratando de contrarrestarla. La estrategia más habitual
para combatir la desensibilización adictiva es la búsqueda de emociones fuertes con las
que continuar dando sabor a la vida. Lamentablemente, del mismo modo que el que
trata de compensar la sordera subiendo el volumen del televisor, esta conducta no hará
más que empeorar la desensibilización, a la par que aumentar la adicción. El círculo
vicioso al que conduce la Medicina cosmética no tiene retorno.
De nuevo, el sufrimiento clama porqués. ¿Quién soy yo, qué mi cuerpo, qué el
mundo que me rodea? ¿Lo real es lo de ahora o lo de antes? Porque lo de ahora se
contempla, a ojos del consumidor de estupefacientes, como un mundo frío, mecánico,
sin fines, donde sólo reinan causas y azares. Justamente, se presenta ante él ese
mundo objetivo que la Neuroética trataba de dejar al margen bajo ficciones
trascendentales cargadas de verdad, bien y belleza.
Las vivencias de desapego arriba descritas no son problema de unos pocos, sino
auténticos signos de nuestro tiempo. Lo mismo puede decirse de la estruendosa
reacción social generada por efecto rebote, relacionada con lo que Leonor Gómez
denomina dinámica de des-corporeización y re-corporeización de las emociones. Para
esta profesora de Sociología de la Universidad de Extremadura, dicho fenómeno es un
mal generalizado y asociado a quienes han olvidado qué sentir y tratan de recuperar,
muchas veces de manera virtual y siempre pobre, unas vivencias verdaderamente

35
auténticas (86). En otras palabras, con el desencanto se produce un intento de retornar
a los paraísos perdidos, al estado natural original. La dificultad está en que el camino
de retorno ha sido olvidado, por lo que la búsqueda de lo auténtico genera profundas
reflexiones sobre la existencia de un determinado orden en la realidad. ¿Por qué es
mejor sentir dolor ante la muerte de un ser querido o asombro ante un amanecer? En
síntesis, ¿qué es una reacción afectiva adecuada? El esquema del mundo objetivo, tal
como es asumido en la Neuroética, no ofrece consoladoras respuestas, sino que
devuelve la pelota al punto de partida que generó el conflicto: no hay camino de
vuelta, así que es mejor no pensar demasiado. Por desgracia eso es lo único que el
individuo no puede hacer en los paraísos artificiales a los que se ha visto abocado
gracias a la biotecnología cosmética.
Un tercer ejemplo de filtración entre lo teórico y lo práctico mediado por la
tecnología, es el relacionado con el ya tratado mejoramiento. He de recuperar, con este
fin, el planteamiento de Farah sobre el valor de la noción de sujeto y de mérito. El
conflicto surge cuando se quiere compaginar las creencias prácticas (que no objetivas)
en dichas nociones con la defensa del mejoramiento ilimitado del cuerpo, tal como la
autora también propone.
Farah identifica cinco controversias asociadas a los límites tecnológicos: la de la
seguridad, la de la equidad, la de la medicalización de la normalidad, la de la coerción y
las de la modificación de la naturaleza humana. De las cinco, Farah trivializa la última
utilizando argumentos muy próximos a los del Transhumanismo (37). Sin embargo,
justamente es en la última donde encontramos una de las objeciones más fuertes a los
mejoramientos libertarios. ¿Qué criterios usamos para asignar una modificación a un
determinado agente, es decir, para describirla como su modificación? La pregunta es
relevante dada las suspicacias de aquellos que se preguntan si alcanzar una meta
gracias a la biotecnología es realmente un logro personal -mi logro-. Porque si no es así,
ni siquiera puedo hablar de logro en sentido impersonal -el logro-. La tecnología exige
un marco referencial tanto para el objeto perseguido como para el sujeto sobre el que
se aplica. Esa es la razón, por ejemplo, de que en el deporte se penalice el doping.
Ganar un tour de Francia gracias a inyecciones de eritropoyetina no tiene mérito
alguno. O lo que es lo mismo, tal victoria no es hermosa porque no se puede
responsabilizar al deportista de ella. ¿Qué sería del deporte, una de las acciones
humanas por antonomasia, si se redujese a mero concurso tecnológico? El dilema está
servido: o salvamos las tesis libertarias respecto de la tecnología, por otra parte tan en
boga, o salvamos el espíritu olímpico. Basta leer la prensa deportiva para saber cuál
está siendo la tendencia hoy seguida. El cientificismo contemporáneo, voluntaria o
involuntariamente, cambiará nuestras vidas. Ya lo está haciendo a base de disolver las
ficciones de quienes tratan de conservar un mundo fundado en unos conocimientos
que, al mismo tiempo, se juzgan obsoletos.
Quiero terminar el epígrafe haciendo alusión a un espejismo que impide percibir la
gravedad de los horizontes que se están invocando. Los cambios ya operados en
nuestra sociedad, aunque profundos, no saltan a la vista. Aún más, muchos son los que
creen que el sentido común del hombre contemporáneo le prevendrá contra posibles
literalidades y radicalismos, le servirá de presa de contención, de barrera contra los
excesos de un mundo demasiado ajeno y cruel. Ése mismo sentido común es aquel al
que apelaba, recordémoslo, el Principialismo para fundamentar sus postulados. Y

36
ahora también, la crítica antes realizada a dicha fundamentación sirve para refutar tal
idea.
El sentido común puede ralentizar una dinámica, pero no durante mucho tiempo.
Gracias a la Neurociencia hoy sabemos que nuestros afectos son, en gran medida,
expresión de cientos de años de adaptación racional al medio, es decir, resultado de un
proceso de automatización de respuestas aprendidas e interiorizadas. En eso consiste
buena parte de nuestro sentido común, que no es tanto un conjunto de conocimientos
intuitivos -resultado indubitable del acceso directo a la realidad-, como evidencias
culturales -tenidas por ciertas en cuanto que así sentidas-. Por ello mismo, aunque es
verdad que el sentido común es mucho más estable, menos vulnerable, a las
revoluciones del pensamiento, contra las que habitualmente choca y siempre
amortigua, no menos cierto es que acaba sucumbiendo al natural empeño de los
hombres por transformar racionalmente su sociedad. Los nietos, si no los hijos,
acabarán sintiendo como cierto lo que los abuelos creyeron y persiguieron.
Tratar los cuatro principios de la Bioética -autonomía, beneficencia, no
maleficencia, y justicia- como verdades universales que están al alcance (sentimental)
de todos, es el primer paso para su desaparición o, al menos, para su disolución en
infinitud de interpretaciones, muchas en contradicción unas con otras. Análogamente,
creer (basándose en el sentido común anteriormente mencionado) que no hay riesgo
de que un mundo nuevo sea instaurado por la nueva corriente neuroética, es la
alternativa más rápida y menos violenta de abrir las puertas a los cambios más
repugnantes para el gusto del hombre actual. Dándole la vuelta a una de las más
famosas sentencias de Blas Pascal, hoy sabemos mejor que ayer que si no piensas
como actúas, terminarás actuando como piensas. Y no olvidemos que esta
transformación sentimental viene además auspiciada por los nuevos hábitos de
consumo farmacológico, auténticos catalizadores del cambio social. Ya no es necesario
esperar generaciones para cambiar un sentimiento, basta encontrar un médico
dispuesto a facilitar recetas.
Alasdair MacIntyre llega a similares conclusiones en su diagnóstico del actual
dinamismo social. Para MacIntyre, las conductas sociales no reflejan reglas de
racionalidad y coherencia, sino que son principalmente “expresiones de preferencias,
actitudes o sentimientos”. ¿Y no es la actual moda de la Medicina cosmética uno de los
más claros ejemplos de emotivismo social? Pero las coincidencias no terminan aquí.
También MacIntyre percibe la hace tiempo gestada separación entre los estilos de vida
de los ciudadanos y los temas tratados por la élite intelectual. La principal unión entre
los estilos de vida de los ciudadanos -que denomina reino de la autonomía- con los
debates de la élite intelectual -el reino de la objetividad-, es el pasado. Fueron antiguas
razones las que forjaron nuestros actuales sentimientos. Por el contrario, lo que los
separa es el presente. Las nuevas razones ya no justifican los actuales sentimientos y
estilos de vida. Consecuentes a esta situación son, según MacIntyre, unas prácticas
morales más y más fragmentarias que, a su vez, generan inevitablemente la creencia
de que “los principios de una teoría científica o ética son siempre los principios de una
práctica social determinada” (87). MacIntyre cierra el círculo: es la pérdida de
fundamentos en el obrar lo que induce a adoptar conductas emotivistas, que son
aquellas basadas en la creencia de que no es la razón la que precede a la conducta y a
los sentimientos, sino a la inversa.

37
El emotivismo se forja, escribe MacIntyre, en el intento del racionalismo ilustrado
-todavía hoy vigente en varias de las más populares corrientes neokantianas- de
conciliar la teoría moderna de la autonomía moral con muchos de los preceptos
transmitidos por la tradición. Mejor dicho, en el fracaso de tal proyecto. Esa es la razón
por la que MacIntyre señale a Friedrich Wilhelm Nietzsche como el gran profeta de tal
desengaño. Nietzsche es quien mejor y más fieramente critica a quienes abanderan la
exaltación de la autonomía y, al mismo tiempo, tratan de salvar la ropa apelando a
criterios objetivos y fundamentos morales. De igual manera, es Nietzsche el primero
que vislumbra y propone el emotivismo como la actitud honesta, el más sincero
reconocimiento de dicho fracaso. En efecto, ése es el contexto en el que hay que
entender los tan forzados discursos de lo natural en Bioética y, aún más
específicamente, en Neuroética. ¿No es el matrimonio entre el biologicismo y el
autonomismo una expresión magnífica del naufragio de la razón? Y por último, ¿no son
los transhumanistas y neopragmatistas rortianos los heraldos de la profecía nihilista
con su anuncio de la muerte de los modos humanos del ser?
Volvamos al problema del espejismo que suscitó este debate. MacIntyre no es
ajeno al particular tempo de una crisis social hace ya tiempo incubada. En su ensayo
Tras la virtud denuncia la íntima provisionalidad de un mundo que parece no cambiar y
que, por ello mismo, induce falsa confianza en el poder del sentido común. Pero esta
situación no se prolongará por siempre; MacIntyre predice cambios que no serán
paulatinos sino radicales. También para MacIntyre las emociones representan un fuerte
freno a toda transformación cultural puesto que es una herencia recibida que, a
diferencia de las ideas y las estructuras sociales cuesta bastante más modificar. Pero lo
que es más importante, igualmente considera que si éstas no son alimentadas
racionalmente, lo normal es que acaben desapareciendo. Aún más, reconoce la
existencia de un punto crítico cultural -típico en todo sistema holístico-, que una vez
cruzado provocará la vertiginosa caída del muro de contención afectivo. Será entonces
cuando la transformación cultural se haga patente, pero también prácticamente
irreversible. En efecto, los vientos de cambio resultan muy difíciles de controlar cuando
las emociones juegan en contra. Por eso, concluye MacIntyre, es ahora -el momento en
el que las amenazas de cambios revolucionarios parecen solo un sueño- cuando nos lo
jugamos todo. La encrucijada está servida. Según MacIntyre: “O bien continuamos a
través de las aspiraciones y colapsos de las diversas versiones del proyecto ilustrado
hasta recabar en el diagnóstico de Nietzsche y la problemática de Nietzsche, o bien
mantenemos que el proyecto ilustrado no sólo era erróneo, sino que ante todo nunca
debería haber sido acometido”24.
Para terminar, solo nos queda reconocer que, si la argumentación presentada en
este epígrafe es correcta, hemos de juzgar el Transhumanismo como una propuesta
más honesta y plausible que la presentada por el matrimonio de la Neuroética
biologicista con la autonomista. No hay medias tintas ni excusas. El sentido común no
se presenta allí como freno del progreso, ni se pretenden separaciones imposibles
24
MacIntyre es muy pesimista con el futuro de la ética y los valores occidentales. Según él, las corrientes
de pensamiento que tratan hoy de salvar la distancia entre el mundo de lo objetivo y el mundo vital no
hacen más que constatar inútilmente dicho desacuerdo, ya que el aparato conceptual vigente con el que
habría de remediarse dicha situación -el lenguaje mismo-, parece haber quedado obsoleto.
Afortunadamente, no todos comparten la misma opinión. William E. Carroll, por ejemplo, sí cree que sea
posible recuperar y actualizar buena parte del aparato lógico que sirvió para levantar la civilización
occidental.

38
entre el mundo de lo objetivo y el mundo vital. El Transhumanismo mira al futuro
propuesto sin complejo ni culpa, por su relativismo moral, pero también porque su
pretensión no es vender ningún concreto escenario social. Ellos mismos reconocen que
no estarían dispuestos a vivir en muchas de las utopías imaginadas, pero por razones
coyunturales: las juzgamos y sentimos desde los esquemas actuales. Su proyecto trata
simplemente de lograr que nuestra sociedad esté abierta a un cambio, pero éste
deberá producirse solo cuando los ciudadanos estén sentimentalmente preparados. El
problema en torno a la existencia de naturaleza humana queda formulado, finalmente,
en toda su crudeza. ¿Hay razones para afirmar su existencia? ¿Hay razones, más allá de
las sentimentales, para poner coto a la voluntad humana? Los epígrafes siguientes
están dirigidos a incoar algunos conatos de respuesta.

10. Límites biotecnológicos


La crítica al enfoque tecnológico de la Neuroética, realizado en el epígrafe anterior,
debe ser matizada. Tanto Farah como Miah aciertan al definir al hombre como un ser
racional y, como tal, abierto al progreso ilimitado. Es innegable que la cultura está
sostenida en gran parte gracias a la creación de herramientas y a la modificación de
nuestro entorno, y que éstos, a su vez, modifican al ser humano en su dimensión física,
psíquica y social. Pero, como antes se dijo, todo tiene y necesita un límite.
Para empezar, creo conveniente distinguir entre un mejoramiento moderado del
cuerpo y uno radical. El primero es aquel que no afecta significativamente al trasfondo
(background) que sostiene la identidad de un individuo, esto es, aquello por lo que un
individuo es lo que es. El segundo, por el contrario, sí que implica cambios radicales en
dicho trasfondo, esos mismos anunciados por MacIntyre en el epígrafe anterior.
Teniendo esta distinción como telón de fondo, puede afirmarse que el límite entre
ambos tipos de mejoramiento es el mismo que separa un progreso racional y humano
de otro irracional y deshumanizante.
John R. Searle es uno de los autores que mejor ha trabajado la idea de trasfondo,
apelando además a su importancia en el discurso ético. Este filósofo de la Universidad
de Berkeley emplea dicha noción para designar las competencias, prácticas y posturas
de carácter no representacional que son condiciones de satisfacción de los estados
intencionales -mentales- (88). Que tal background posea las propiedades típicas de los
sistemas de redes, tanto físicas como mentales, significa que los eventos mentales, al
igual que los estados neuronales, dependen no de una única parte de la red sino de la
estructura y dinamismo de todos sus nodos 25. Donald Davidson, también filósofo de la
Universidad de Berkeley, utiliza términos muy parecidos para describir lo mental: “No
hay ninguna asignación de creencias a una persona, una por una, sobre la base de su
conducta verbal, sus elecciones u otros signos locales -por más claros y evidentes que
sean-, pues damos sentido a las creencias particulares sólo en tanto que son
coherentes con otras creencias, preferencias, intenciones, expectativas, miedos,
esperanzas, etcétera” (89).

25
Uno de los más prometedores modelos explicativos de las funciones cognitivas superiores es el
Conexionismo, en el que se atribuye esta misma dinámica holista al sistema nervioso central. No es un
grupo concreto de neuronas, sino la asociación de todas ellas procesando información en paralelo y
distribuidamente, es decir, de manera simultánea, la que parece responsable del inicio y del fin de estos
especiales procesos funcionales (90).

39
Es importante aclarar que el trasfondo no está circunscrito a la mente de cada
individuo pues muchos de los estados mentales requieren, para su existencia,
intencionalidades combinadas. A este rasgo refiere Searle cuando describe hechos
institucionales: por ejemplo, el matrimonio o el dinero. Tales fenómenos no son la
suma de intenciones individuales sino de una única intencionalidad colectiva. Este tipo
de hechos se distingue, según el mismo autor, de un segundo tipo, los hechos brutos,
que no requieren de instituciones humanas: por ejemplo, las mareas o el ciclo lunar.
No obstante, estos últimos también requieren, para ser formulados, de la institución
del lenguaje. A lo que quiere llegar Searle con dicha distinción es a situar en la
comunidad lingüística el verdadero marco de trasfondo, pues todo contenido mental,
ya sea dependiente o independiente del observador, exige para ser pensado de las
prácticas sociales más específicas al ser humano. No casualmente, Davidson llega a la
misma conclusión al considerar que es la aplicación habitual de una palabra o
pensamiento lo que determina su correcto significado o contenido. Prueba de ello,
concluye, es que primero aprendamos a hacer cosas con las actitudes proposicionales
y, solo luego, empecemos a reconocer palabras y estados mentales desligados de su
función26.
Descubrir el trasfondo de lo mental evita, por un lado, que pensemos en el ser
humano como un cerebro en una cubeta (brain in a vat) y, por la otra, que creamos
que el significado de una palabra, estado mental, intención o acción, depende
enteramente de la voluntad del agente. Ahora bien, si los pensamientos y palabras no
siempre significan lo que creo que significan, o quiero que signifiquen -esto es, no
actúan sobre la realidad siempre como espero que actúen-, entonces tampoco los
deseos dependen completamente de nuestro entendimiento acerca de lo que creemos
desear27. En palabras de Davidson, “las actitudes proposicionales se identifican en
parte por las relaciones con la sociedad y con el resto del ambiente, relaciones que
pueden ser ignoradas por la persona que se encuentra en estos estados” (93).
Una tercera importante consecuencia que emerge de la idea del trasfondo, es la
intangibilidad de los fundamentos de lo neural y de lo mental. Con esto quiere decirse
que lo que subyace y sostiene, lo que marca el límite de los contenidos semánticos, no
puede ni debe manipularse. ¿Es prudente cambiar aquello de lo que no es posible
prever las consecuencias? La respuesta es clara, especialmente cuando lo único que se
puede aventurar es que, siendo las redes neuronales y de sentido tan complejas, hay
una alta probabilidad de futuros poco halagüeños. Es por eso que ningún neurólogo en

26
Observaciones y experimentos en torno a los problemas de identidad típicos del autismo y de los
trastornos relacionados con el aislamiento social infantil parecen apoyar la hipótesis sobre las relaciones
de red que guardan la mente, el lenguaje y el mundo. En dichas precarias circunstancias parece
manifiesto cómo la génesis del concepto de identidad se produce únicamente después de lograr
aprender qué es posible hacer con otros seres humanos (91 y 92).
27
Varios ejemplos muestran que esta dependencia semántica es externa al agente. En primer lugar, el
hecho de que hagamos cosas con las palabras sin necesariamente saber bien cómo -por eso no todas las
declaraciones de amor funcionan y a menudo hay algo que se nos escapa en las que sí resultan-. En
segundo lugar, el hecho de que no siempre percibamos en el mundo el efecto completo de nuestras
actitudes proposicionales, ni el papel que juega dicho efecto en nuestra relación con el entorno -están
verdes y no se pueden comer, dijo el zorro a las uvas en una clara actitud de cognitive dissonance-. Por
último, el hecho de que, con frecuencia, la manera que tiene un individuo de conocer cuáles son sus
intenciones o creencias personales es atender, no tanto a lo que piensa, sino a lo que hace o dice -así se
explica que un observador externo conozca antes que el propio interesado el hecho de que, por ejemplo,
se esté enamorando-.

40
su sano juicio presume de querer cambiar radicalmente las estructuras neuronales -por
lo menos hasta conocer lo esencial en ellas, algo para lo que queda un largo camino
por recorrer-. Paradójicamente, en lo mental, que representa una incógnita aún mayor,
la percepción de peligro es casi inexistente, como demuestran los nuevos hábitos de
consumo de psicofarmarcos.
Ya sabemos que no todo cambio supone una modificación de la red. Precisamente,
gracias a su flexibilidad y versatilidad, el organismo posee cierta apertura al medio,
cierta capacidad no solo para cambiar el entorno sino también para adaptarse a él, esto
es, para aprender, crecer y progresar. En este contexto deben ser entendidos los
cambios moderados del cuerpo, aquellos que pueden ser asumidos sin por ello perder
por ello la homeostasis u horizontes de sentido en que se justifican (94). Pero lo que
nos interesa analizar aquí son las razones para una modificación corporal radical. ¿En
base a qué querríamos modificar el dinamismo armónico que constituyen las
competencias, prácticas y posturas típicas de una comunidad lingüística? Sobre esta
cuestión, uno de los abordajes más agudos y ampliamente discutidos en el mundo de
la Bioética es el introducido por Jürgen Habermas en The Future of Human Nature. En
dicho ensayo, Habermas defiende la existencia de la naturaleza humana y la necesidad
de salvaguardarla sobre la base de una argumentación muy similar a la acabada de
presentar en torno a la idea de trasfondo. Para el filósofo alemán, nuestro común
hábitat intersubjetivo no debiera ser considerado la propiedad privada de nadie,
porque ningún participante puede, por su cuenta, “controlar la estructura o incluso el
curso de los procesos de consecución de comprensión y auto-comprensión” (95).
Querer disponer de este fundamento sin fundamento -como también llama Spaemann
a este mismo sustrato- conduciría a situaciones paradójicas como la que nos relata
Michael Ende en su más famosa novela, con la escena de la puerta sin llave. ¿Qué
sentido tiene que Atreyu quiera abrir una puerta si ello exige olvidar el propósito por el
que pretende cruzarla? ¿Por qué cambiar aquello que es fundamento de nuestros
deseos y fines? ¿Cómo justificar que el agente seguirá valorando positivamente la
trasformación radical una vez sea en él efectuada?
A los argumentos sobre la interpretación externalista de la triada mente-cerebro-
mundo, sobre la heteronomía de la voluntad, y sobre la intangibilidad de la naturaleza,
Habermas añade un cuarto argumento, relacionado con la alteridad humana. No es
solo que necesitemos a la comunidad para desarrollarnos como personas, para cumplir
con nuestras metas, sino que parte de nuestra identidad reside en ella 28. De ahí la
íntima responsabilidad que tiene cada uno de sus integrantes para con al resto, una
responsabilidad que no se limita a las acciones sino también a las creencias. Hay un
ámbito privado que nos pertenece y sobre el que gobernamos, en efecto, pero también
uno público, no por ello menos íntimo ni menos relevante para nuestra identidad. Para
Habermas, este segundo espacio debiera ser protegido no solo de las acciones, sino
también de las ideas que pretenden violar su sacralidad. Dicha idea hay que asociarla a
la anterior: la conciencia moral que nos une se fundamenta, según Habermas, en el
hecho de compartir un medio natural, un espacio donde vernos a nosotros mismos
como seres éticamente libres y moralmente iguales, a la vez que guiados por normas y
razones.

28
A esta relación íntima entre seres humanos refiere también Emmanuel Lévinas cuando escribe que el
acceso al rostro, la mirada del otro, es un asunto de entramado ético (96).

41
Llegamos así al quid del asunto. Tal auto-comprensión humana -como agentes
libres, iguales y solidarios-, es posible en la medida en que podamos apropiarnos
críticamente de la vida, incluyendo el propio pasado. Pero únicamente en un medio
natural los seres humanos son capaces, retrospectivamente, de restaurar el balance
perdido por la responsabilidad asimétrica que conlleva que los padres se encarguen de
la educación de los hijos. Damos así con el conflicto: cuando las decisiones sobre los
cambios obrados son irreversibles. En ese caso, ideas y acciones supondrían un tipo de
modificación radical de la existencia tan ilegítimo como nocivo, y no solo para la
generación modificada sino también para la modificante.
The Future of Human Nature supone una crítica explícita al empleo ilimitado de la
biotecnología sobre la progenie, cuyas trágicas consecuencias recaen, a juicio de
Habermas, también sobre los progenitores. No importa que la intención esté orientada
a fines mejorativos o cosméticos (por ejemplo, para cumplir con un capricho de los
progenitores respecto al sexo, el color de ojos o la estatura que se desea para los hijos),
lo crucial es que al ser irreversible, tales cambios romperían el mutuo y simétrico
reconocimiento entre generaciones. En esa situación los progenitores salen también
malparados pues si bien cara al futuro, lo que se daña es la igualdad entre seres
humanos, en el presente es el concepto de igualdad contra lo que se atenta. Sus
contenidos resultarían alterados con los nuevos modos de interacción social. En efecto,
más perjudicial que gestar una sociedad integrada por hombres que no se consideren
mutuamente iguales es -como afirma Habermas- crear una en la que seamos incapaces
de comprender el concepto mismo de igualdad.
La Medicina no puede ser reducida a una bioingeniería, ya que el hombre no es una
máquina: no tiene un cuerpo, sino, parafraseando a Helmuth Plessner, es cuerpo. La
biotecnología necesita ser acotada de acuerdo a lo que somos, porque eso es lo que da
sentido a un determinado horizonte de objetivos y porque es lo que hace que tal
horizonte sea compartido. Deshacer el “somos” es destruir las razones por las que se
operaron dichas modificaciones, acabar con el espacio intersubjetivo que permite la
colaboración y, en último término, imposibilitar el progreso individual y social.

11. Más allá de la naturaleza humana


Aunque la teoría del trasfondo ayuda a evitar ciertas paradojas y graves males
prácticos, arrastra también algunos importantes problemas. El primero de ellos es el de
la objetividad.
Desde un punto de vista puramente epistemológico, cuesta entender cómo
relaciones estrictamente físicas pueden justificar el valor de verdad de un enunciado.
Es coherente que buena parte de los autores mencionados en el epígrafe anterior
naveguen entre dos aguas en lo que respecta al realismo. Para Searle, por ejemplo, la
realidad social que constituyen las comunidades lingüísticas no es fruto de convención
alguna, como tampoco lo es la función biliar, aun siendo ambas constitutivas de la
autonomía humana. En otras palabras, el trasfondo no es una construcción social ni
puede llegar a serlo. Sin embargo, lo que funda toda objetividad es, al mismo tiempo,
su límite racional.
Davidson llega más lejos en este planteamiento al afirmar que, como nuestro
mundo depende del trasfondo o esquema conceptual asumido, lo válido o real en una
determinada teoría-marco podría no serlo en otra. Por eso, para Davidson, la existencia

42
de varias racionalidades no significa reconocer la irracionalidad de todos los mundos.
Pero, ¿es suficiente dicha justificación para evitar actitudes relativistas? El autor piensa
que sí, pero sin duda es una de sus tesis más polémicas.
En el caso de Habermas, la modificación de aquello en que se fundan los juicios de
verdad está fuera de toda racionalidad. Un sinsentido tan absurdo como intentar ganar
una partida de ajedrez modificando sus reglas. Pero, ¿es el conocimiento humano
únicamente un conjunto de juegos que dependen -utilizando una expresión de
Wittgenstein- de las formas de vida donde se lleven a cabo. ¿Podemos decir del
lenguaje algo más que el simple hecho de si se usa con corrección o no ante unas
determinadas circunstancias o dentro de un conjunto de actividades sociales? Si no es
así, la objeción al hard enhancement aquí presentada es un argumento lógico pero no
moral.
La noción de naturaleza como trasfondo arrastra también grandes problemas
prácticos. En primer lugar, no siempre es sencillo averiguar cuándo una determinada
modificación va a producir un cambio corporal moderado y cuándo uno radical. Esta
dificultad se ve agravada por el hecho de que es propio a los sistemas de redes el no
poseer un territorio fronterizo con casos intermedios, sino un punto crítico que, una
vez cruzado, conduzca a drásticas consecuencias 29. ¿Es posible abstraer una ley del
“todo o nada” en la Medicina mejorativa o cosmética? Desde luego, la tarea es
especialmente complicada en el caso del cerebro -y de la mente-. Esta insuperable
dificultad nos obliga a asumir una imagen terriblemente vulnerable de la identidad
humana, una que exige adoptar medidas extremadamente prudentes en lo que al uso
de la neurotecnología se refiere. No solo implica frenar el desarrollo de las aplicaciones
neuromejorativas y neurocosméticas, sino también pagar un alto precio en lo que
respecta a la investigación y a las aplicaciones terapéuticas. Nos enfrentamos con dicha
conclusión a un nuevo dilema, ya que ésta tampoco se nos antoja natural. En otras
palabras, llevarla a la práctica nos exige tanta o más violencia, es tanto o más
inhumano, que la alternativa contraria.
Es chocante que el libertarismo de la Neuroética desemboque en el mas
recalcitrante de los conservadurismos. Veamos dicha deriva argumental en los
planteamientos de Henry T. Greely a colación del cambio de personalidad causado por
la DBS.
Si un individuo se caracteriza por la unidad y singularidad de la red que lo sostiene,
entonces, modificar dicho fundamento supondría la pérdida de su identidad. Esta es la
razón que esgrime Greely para oponerse al empleo de la DBS y de otras técnicas que
puedan inducir grandes cambios en la personalidad. La castración química entre otras.
Este abogado de Palo Alto, equipara dichas técnicas a la pena de muerte pues, a su
juicio, lo que se hace con ellas no es tratar, mejorar o rehabilitar al individuo, sino
sustituirlo por otro en mejor estado (55). Llevando el argumento de Greely al extremo,
podría considerarse incluso que los pacientes tratados con Prozac están asumiendo
conductas tan destructivas, a largo plazo, como las del tabaco. Entonces, ¿debemos
descartar su utilización? Greely no es tan tajante: aceptaría su uso, pero únicamente si
al valorar el coste-beneficio sabemos lo que está en juego. En otras palabras, habría
que hacer entender al paciente que decir que una intervención presenta elevado riesgo

29
Pensemos en el potencial de membrana de una célula o, para aludir a un ejemplo más sencillo, en una
tela de araña. Su capacidad de ajuste para absorber cambios depende no solo de su complejidad sino
también de la intensidad y localización de los estímulos.

43
de cambiar la personalidad es lo mismo que decir que existe serio riesgo de
fallecimiento.
El planteamiento de Greely contrasta con la visión clásica de la Medicina, mucho
más aperturista y fundada en la noción de persona: el individuo no es su naturaleza, ni
tampoco es su personalidad. La personalidad es manifiestación del individuo. Este es el
marco por el que todavía es común en Psiquiatría entender que el paciente sigue
siendo el mismo y único, aun cuando éste haya cambiado de personalidad tras un
accidente neurológico, o en un caso de personalidad múltiple. No hay defunción, ni
establecimiento de una nueva relación médico-paciente, ni un aumento en el número
de enfermos ingresados en planta. En contraste, lo que deviene de la inocua
Neuroética es una transformación radical de los discursos y estrategias sanitarias, cara
a proteger la personalidad. Pero, ¿realmente es posible evitar todo lo que directa o
indirectamente pueda inducir un cambio corporal radical? ¿No introduce esta visión del
hombre una cultura de la incertidumbre y del miedo?
Una posición intermedia es la de Allen Buchanan quien, partiendo de las mismas
premisas sobre el trasfondo, defiende la tesis opuesta a la de Greely. Este profesor de
Filosofía de la Universidad de Duke reconoce la enorme fragilidad del individuo y de los
espacios intersubjetivos, esto es, de la manera que tiene cada época de entender al ser
humano. Sin embargo, considera que como dichos cambios son habituales en nuestra
historia, al igual que lo son los cambios de personalidad en una determinada sociedad,
debiéramos asumirlos con normalidad, con completa naturalidad. Buchanan pone las
revoluciones agrarias de los siglos XVIII y XIX como ejemplo de cómo simples avances
tecnológicos han supuesto auténticas revoluciones culturales (97). El hombre cambió
radicalmente entonces, y seguirá haciéndolo. ¿Por qué temer el cambio?
La posición de Buchanan es fácilmente objetable pues, en el fondo, sólo consigue
poner de manifiesto que los trasfondos cambian. Pero del hecho de que el hombre
cambie no se deriva directamente que deba cambiar. El argumento es falaz: la gente
muere, ¿por qué temer la muerte? Por otro lado, esta defensa del uso ilimitado de la
biotecnología sigue adoleciendo de una fundamentación de los criterios del cambio:
¿en orden a qué alguien decidiría modificar su identidad o su cultura?
Además, ¿el ejemplo de las revoluciones agrarias de Buchanan apunta a un real
cambio radical del trasfondo? Es muy discutible, ya que sigue existiendo
reconocimiento entre los hombres de las sociedades pre-revolucionarias y post-
revolucionarias. Por eso valoramos dichos cambios como progreso. No importa que la
casualidad haya tenido un gran papel en él, ni que dicho juicio positivo solo haya
podido ser realizado a posteriori.
La discusión con Buchanan muestra que no todo cambio aparentemente radical es,
de hecho, un cambio de trasfondo. Pero esta afirmación no debe llevarnos al equívoco
de creer que el trasfondo sea una realidad difícilmente modificable. Ya sabemos,
gracias a los trabajos de MacIntyre y Habermas, que también puede producirse el
fenómeno inverso: un cambio de trasfondo invisible pero, no por ello, menos radical.
Volvemos a donde estábamos. ¿Tiene razón Greely? ¿Debemos proteger el trasfondo
social y nuestra personalidad a toda costa? La cuestión no es banal: pone en
entredicho la igualdad entre los seres humanos y, con ello, la dignidad y los derechos
individuales.
Hay una tercera vía, clásica por otra parte, en la que la noción de Naturaleza es
considerada como algo más que mero trasfondo. En este punto resulta interesante

44
recuperar la noción aristotélica de elección racional -proáiresis-. El Estagirita la utiliza
para designar aquello que, con respecto a la conducta, es específico de los seres
humanos. Apelando a dicha noción, escribe el profesor Murillo: “El agente racional no
sólo actúa en vistas de un bien particular, sino que además lo hace sobre el trasfondo
de una concepción global de su vida. La acción específica del hombre no es racional
sólo porque siga a un cálculo, sino porque compromete al agente como tal” (98). Lo
particular de esta idea de trasfondo es que delimita no solo un marco lógico, sino
también uno teleológico. Lo propio a la naturaleza humana, a su inteligencia, es la
capacidad para apropiarse del fin que guía todas las cosas, ya sea el fin propio (como
entelecheia, o posesión del telos) o el fin ajeno. En otras palabras, la racionalidad es,
sobre todo y como apunta la filósofa Ana Marta González, “la capacidad de hacerse
uno con lo conocido, de penetrar en su interior, de descubrir su naturaleza íntima.
Desde esta perspectiva, ser racional significa poseer la capacidad de hacerse cargo del
dinamismo de los seres, y que precisamente por eso está capacitado para cuidar de
ello” (99). Lo común y perenne a los hombres no es, por tanto, una racionalidad de
índole instrumental, autonomista y cosificadora, ni tampoco la lógica interna, siempre
perspectivista, de un determinado espacio intersubjetivo, sino la capacidad para
aprehender la finalidad bajo la cual cada cosa está ordenada. Únicamente través del
conocimiento de este orden universal le es posible al hombre trascenderse, elevar su
discurso a planos más y más perfectos y, con ello transformarse sin riesgo a perderse
en el camino.
Leonardo Polo es uno de los filósofos que con mayor claridad ha sabido conjugar
los límites naturales de la inteligencia humana y del progreso ilimitado y trascendente.
Polo basa su explicación en el desarrollo tomista de la teoría aristotélica del intelecto
agente, a cuya acción asigna la posesión última del objeto cognoscitivo. El
conocimiento habitual, tal como denomina dicha posesión, no es reflexivo -no es el
saber de algo-, sino trans-objetivo o trans-intencional -el saber cómo se sabe-. En otras
palabras, los hábitos intelectuales informan no sobre la cosa sino sobre lo que falta por
conocer de ésta; es decir, sobre la finitud de la facultad intelectual. Dicha capacidad es,
precisamente, el ámbito de posibilidad de su infinita operatividad. Hace así recaer en el
intelecto agente la superación del límite mental, del trasfondo. Sólo en el momento en
que caigo en la cuenta de que no sé nada puedo continuar conociendo ilimitadamente.
Ahora bien, para que esto sea posible, y si bien es necesario que el intelecto agente
acompañe y requiera de conocimientos de tipo operativo (aquellos que son propios de
un trasfondo lógico), él mismo no puede ser operativo, esto es, no puede estar sujeto a
un determinado discurso (100). Pero si no pertenece al orden natural, entonces, ¿cuál
es su procedencia? Aristóteles apela a lo que de divino hay en el hombre.
Tomás de Aquino va más lejos y, asumiendo los principales postulados de la
tradición judeo-cristiana, concede al hombre la capacidad para conocer el orden divino,
pero también para participar en él. Como imagen de Dios, crece y crea, y ambas cosas
ilimitadamente. Por supuesto, la creación del hombre no es como la de Dios, pero aún
y todo, está a su alcance colaborar activamente, trabajar en la armonía universal,
mejorando los fines existentes en la naturaleza o aportando otros nuevos. Esta
interpretación puede parecer contradictoria con la creencia en la bondad de la
creación. ¿Cómo mejorar lo que ya es perfecto de acuerdo a su dignidad? Dicha
capacidad sólo sería coherente en un escenario en el que las realidades poseyeran
también una naturaleza abierta, susceptible de crecimiento. No sería un crecimiento

45
intelectual, como en el caso de los seres humanos, sino antropocéntrico: las obras de la
creación en potencia de ser cuidadas y trabajadas por el hombre30. La mejora artificial
introducida en el mundo sería, en conclusión, una actividad inserta en la naturaleza del
hombre pero también intrínseca a la creación misma (101).

12. Dios en la Neurociencia


Existe un creciente interés de la Neuroética -y, en especial, de los autores pro-
mejoramiento- por rescatar algunas imágenes ofrecidas en la Patrística sobre el cielo y
la felicidad. Autores como Michael Hauskeller pretenden ver en ellas claras
coincidencias con la propuesta transhumanista (102). Como se acaba de explicar, la
tesis de partida es correcta: en la cosmovisión cristiana la acción del hombre en el
mundo es algo más que mera mímesis, imitación y cumplimiento del orden natural, por
lo menos entendido este orden como relación entre finalidades cerradas a la novedad.
También en dicho enfoque el final de los tiempos está marcado por un nuevo hombre y
una nueva tierra, como nadie los pensó jamás. Pero deducir de ello el uso ilimitado de
la biotecnología y el futuro posthumano es dar un salto imposible. Admitir lo artificial
es compatible con sostener que el hombre debe seguir conociendo y respetando la
creación, sin forzarla, aprendiendo sus lenguajes, adquiriendo la sensibilidad ecológica,
experimentando el arrebatamiento de quien se siente sobrepasado una y otra vez. Ésta
es la primera escuela, el punto de partida de la creatividad en términos teológicos.
Pero además, las obras siguen estando bajo la sombra protectora de lo divino, aun
cuando el Dios misterioso se esconda tras la creación y sus designios se muestren
insondables. El hombre sigue confiando en la providencia de quien sostiene la armonía
universal, de quien le ha confiado la libertad para hacer y deshacer en la tierra y en el
cielo. Quien es imagen de Dios vive en la oscilante tensión entre la audacia y la
prudencia, una tensión marcada por el diálogo con Dios, por la inspiración como
puente entre un trasfondo y un estadio superior. Es cierto; el futuro que le aguarda al
cristiano puede ser muy distinto al que pretende y espera, pero siempre será un futuro
triunfante, en tanto que Dios suple las carencias humanas y sirve de guía en las
cañadas oscuras. No se puede comparar este destino luminoso, con las descabelladas
utopías tecnológicas de quien avala sus decisiones en conocimientos parciales, en la
pura voluntad y en el azar.
Volviendo sobre la noción del trasfondo, un punto a destacar del pensamiento de
Polo es que presenta la libertad humana necesitada, por un lado, de narrativas
cohesivas y totalizantes, y por el otro, de un universo ordenado y teleológico. Lo
interesante de esta hipótesis, que denominaré Teoría de la narrativa trascendental, es
que está en consonancia con la tendencia general humana a buscar respuestas últimas
y veraces, cara a decidir qué fines perseguir. Por esa razón, el proyecto de divorcio
entre el mundo objetivo y el mundo vital, entre la ciencia y la ficción, es tan absurdo
como intentar separar las dos caras de una moneda. Esta valoración acarrea, no
obstante, un problema: si al hombre no le sirven ni los mitos ni las verdades parciales,
¿cómo puede soportar su existencia mortal, llena de dudas y fracturas? Erik Erikson,

30
La imagen de un jardín (el primero el del Edén) puede tomarse como ejemplo de realidades que son
mejoradas artificialmente partiendo de elementos que, en sí mismos, son buenos y hermosos. Algo
parecido ocurre con el maquillaje usado para embellecer el rostro: no necesariamente responde a la
necesidad de camuflar una imperfección sino a un alarde imaginativo. Mejorar lo que ya era bello.

46
autor consagrado en Psicología del desarrollo, acertó a reconocer que la esperanza de
vivir en un mundo ordenado, cognoscible y benévolo ha jugado, a lo largo de la
historia de la humanidad, un papel crucial en la evitación de la angustia (103). A falta
del escenario ideal, al hombre parece bastarle la promesa de su consecución. Erikson
relaciona esta necesidad con el hecho de que el hombre sea un ser religioso por
naturaleza, una realidad cuya vida pende de revelaciones -en tanto que éstas
representan verdades últimas e incuestionables-, así como de palabras de salvación 31.
La Neurociencia parece haber encontrando importantes signos de la conexión entre
el cerebro, la identidad humana y las creencias religiosas 32. Lo malo es que estos
hallazgos están siendo utilizados tendenciosamente para defender conclusiones
precipitadas y reduccionistas. A la Neuroteología le está pasando igual que le pasó a la
Neuroética: los prejuicios comienzan a transformar este campo en un bastión de tesis
eliminativistas. Haré mención, como muestra representativa, a las tesis de quien es uno
de los principales difusores de la Neuroteología: Andrew B. Newberg, neurocientífico y
director de investigación del Myrna Brind Center for Integrative Medicine. Para
Newberg, el hecho de que hayamos encontrado correlatos neurológicos de ciertas
experiencias místicas hace evidente la ausencia de trascendencia en las segundas. La
falacia de Newberg es fácilmente refutable: por la misma regla de tres, que existan
correlatos neurológicos de un recuerdo de la infancia implicaría que dicho suceso
nunca ocurrió. Este tipo de observaciones no sirven para descartar la hipótesis de que
la relación entre Dios y el hombre encuentre también su reflejo a nivel material. Con
una orientación parecida reduce Teske las creencias religiosas a cuentos muy útiles
para el desarrollo humano. No es extraño que proponga sustituir el nombre de
Neurotelogía por el de Neuromitología. La objeción a Teske es la misma que la
realizada a Newberg: ¿No es posible que un enunciado sea verdadero y beneficioso a la
vez? En la cosmovisión clásica es, de hecho, lo normal y lógico. Todo está por
demostrar (108).
Las consecuencias del discurso tendencioso de la Neuroteología son similares a las
de la Neuroética. La ideologización acarrea el injusto descrédito de un campo que tiene
mucho que decir, tanto a creyentes como a no creyentes. Y lo que es peor, provoca
reacciones opuestas e igualmente nocivas. En el caso de los creyentes, impide que
éstos tomen en consideración lo que en Neurociencia se pueda decir sobre lo
espiritual. Esta actitud es tan criticable como su contraria, pues tan poco sentido tiene
31
Lo que diferencia a Erikson de Teske es que el primero sitúa el valor de la veracidad del discurso
existencial al mismo nivel que el de la coherencia. La propuesta de Erikson es, en mi opinión, más
cercana a lo real, pues da razón, por un lado, de por qué los mitos no están completamente cerrados,
sino abiertos a mejores y más agudas interpretaciones, y sin traer con ello el escepticismo y la angustia.
Por otro lado, da razón de la conexión de los mitos con los discursos escatológicos.
32
Los primeros trabajos en Neuroteología que despertaron el interés de la comunidad científica fueron
los llevados a cabo en los años ochenta por James Ashbrook (104). En los noventa se produce el boom de
este tipo de investigaciones. Entre los trabajos más relevantes de ese segundo periodo puede destacarse
Zen and the Brain de James Austin (105) y Why God won’t go away: Brain Science and the Biology of
Belief, de Eugene d’Aquili y Andrew Newberg (106). Otro paso de gigante en esa dirección es el que da
Richard Davidson al encontrar aplicaciones prácticas de las investigaciones neuroteológicas.
Concretamente, logró observar que ciertas técnicas de meditación ayudaban a los pacientes a controlar
los estados de ánimo y a mejorar su humor (107). Gobiernos e inversores comenzaron a ver en la
Neuroteología un bien de interés general, si no un negocio. Ha sido un hito, esta vez de índole
económico, que en 2008, Justin Barrett, director del Institute for Cognitive and Evolutionary
Anthropology en la Universidad de Oxford, obtuviera 2,5 millones de euros para investigar si existía
alguna estructura o patrón neuronal común en los creyentes.

47
que haya creyentes que pretendan defender su espiritualidad a base de ignorar la
Neurociencia, como que ciertos científicos extrapolen las correlaciones y efectos
positivos de las creencias y prácticas religiosas para defender su ateísmo. En todo caso,
dado el singular objeto de la Neuroteología y lo que su estudio pone en juego, se hace
preciso una aún mayor prudencia que la que requiere la Neuroética, entre otras cosas
por las razones sacadas a colación con la teoría del trasfondo: para no alterar de
manera radical e irreversible uno de esos especiales nodos de la red neuronal y de
sentido que configuran nuestra existencia. Veamos, para terminar, el más evidente e
importante caso imaginable.
Si la Teoría de la narrativa trascendental es correcta, el proyecto secularizante que
abandera el eliminativismo -desmitificante, como se denomina desde la Neuroética-
deja como herencia social un vacío existencial que la ciencia experimental, por
incompleta, no puede llenar. Entonces, ¿quedará la sociedad avocada a la angustia,
perderemos nuestra identidad personal y social, como predice Erikson? Aldous Huxley,
basándose en la respuesta de ciertos mecanismos psicológicos de defensa presentes en
los seres humanos, nos ofrece otra alternativa de futuro: la mitificación de la ciencia33.
El profesor de la Universidad de Navarra Leandro Gaitán, especialista en la teoría
neuroteológica de Huxley, explica esta idea en los siguientes términos: “Cuando un
absoluto es dejado de lado, la natural inclinación humana se encarga de que otro
absoluto ocupe su lugar. Para Huxley, el proceso de secularización moderna de lo sacro
es el principal responsable del actual reencantamiento de la ciencia” (109 y 110).
La predicción de Huxley parece verse confirmada en los ya citados estudios de
Racine e Illes (25 y 26). La ciencia y, más concretamente, la Neurociencia comienza a
desempeñar una función en la sociedad occidental actual que trasciende sus límites
metodológicos34. En efecto, la cantidad y la cualidad de las promesas emitidas sobre el
progreso en el conocimiento del sistema nervioso central no tiene parangón en ningún
otro campo de investigación. La Neurociencia se presentan como panacea del progreso
social, como clave última para la consecución de la felicidad individual y de la paz entre
los pueblos. Pero, ¿quién es responsable de esto?
Uno de los peores rasgos que es posible encontrar en numerosos medios de
comunicación contemporáneos tiene que ver con tratar de ofrecer aquello que la
audiencia reclama, aun a costa de la verdad. Son muchos los que han hecho suya la
máxima del padre de las relaciones públicas, Edward Bernays: “Las noticias no se
buscan, se crean”. Los hoy tan frecuentes titulares sensacionalistas de la Neurociencia
se siembran en un público que, por estar desencantado de casi todo, está también más
y más dispuesto a creer que es posible encontrar la explicación del arte, del amor, del
alma o de Dios dentro de sus cabezas, y a obrar en consecuencia. Así se muestra, por
ejemplo, en la investigación del equipo de Deena Weisberg, de la Universidad de Yale,
en cuyas conclusiones se desvela el particular efecto que tiene hoy la palabrería
neurocientífica entre aquellos que no son expertos (119). En síntesis, la fe en la ciencia
del mañana, en lo que todavía está por descubrir y demostrar, está ya cambiando
nuestro presente a golpe de neuropolicies, utilizando el término de Illes y Racine. Pero
33
Huxley es el creador del neologismo Neuroteología y uno de los primeros autores que dedican su obra
al estudio de los beneficios y riesgos de la relación entre ciencia, tecnología y religión.
34
Intelectuales tan dispares como Émile Durkheim, Karl Jaspers, Gordon W. Allport, Jean Paul Sartre y,
más recientemente, Mircea Eliade, René Girard y Charles Taylor, han trabajado esta misma línea de
hipótesis sobre los peligros de los nuevos mitos científicos y el problema de la idolatría a la ciencia (111,
112, 113, 114, 115, 116, 117 y 118).

48
¿podrá generar la Neurociencia confianza suficiente para prevenir la angustia
existencial que ella misma induce? ¿Por cuánto tiempo?
Quiero terminar el epígrafe denunciando la falacia de la que es probablemente la
utopía científica más extendida socialmente: que el progreso de la ciencia acabará
demostrando las tesis positivistas. Un rápido examen de los postulados de dicha teoría
es suficiente para caer en la cuenta de que, por definición, no son susceptibles de
comprobación experimental. Asunto diferente es que el proyecto eliminativista sí que
pueda acabar destruyendo o haciendo caer en el olvido todo aquello que no es
susceptible de comprobación empírica. Aún entonces, seguirá existiendo una gran
diferencia entre descubrir que algo no existe y eliminar algo que sí. Únicamente desde
el enfoque neopragmatista -en su versión relativista-, la difusión de la promesa del
advenimiento salvador y revelador de la ciencia sería aceptable; es decir, ésta promesa
debiera aceptarse no por su racionalidad, que no la tiene, sino por su funcionalidad en
una sociedad excesivamente descreída y angustiada. No obstante, en tanto que dicha
creencia es al mismo tiempo causa de la angustia, lo lógico es que se acepte como un
mero remedio provisional. En cuanto fuera posible habría que sustituirla por una
narrativa más inocua, que no exigiese la radical y tan inhumana separación entre lo que
se piensa (no ya lo objetivo) y lo que se hace. Si así ocurre es porque el tiempo
demostrará cuán difícil es creer en el poder de la ciencia, solo en teoría.

Coda
La Neuroética ha abierto tantos frentes, desde una orientación filosófica tan
concreta, y con consecuencias prácticas tan importantes que merece, cuanto menos,
ser acogida con cautela. Es más, necesita de un mejor aparato crítico; aunque no solo
ella, la requiere la sociedad neurotecnológica en la que nos ha tocado vivir.
Expresándolo claramente: necesitamos reinventarla. Pero, ¿es posible? Merece la pena
intentarlo, aunque solo sea por mantener unidos a quienes trabajan en lo mismo. No
obstante, el peligro que corre la disciplina es que, con el tiempo, el Eliminativismo e
incluso el Neopragmatismo relativista, acaben arraigando en las actitudes y en los
métodos de sus investigadores. Entonces, todo intento de diálogo sincero, es decir, con
visos de objetividad, se volvería infructuoso y todo cambio improbable. En dicha
situación, estaría legitimado abandonar dichos foros de discusión y el propio término
de Neuroética. En mi opinión, un buen subtítulo, si no alternativa a la Neuroética, sería
el de Filosofía de la Neurociencia. Dicha expresión, entendiendo el término Filosofía en
su acepción clásica, vendría a definir la actividad de aquellos que buscan y están unidos
por la búsqueda de la verdad y el bien que pueda extraerse de las observaciones y
experimentos sobre el sistema nervioso central.
Para terminar esta voz, creo conveniente marcar en la agenda de la Neuroética una
lista de tareas urgentes para aquellos que deseen alguna pista sobre en qué invertir su
tiempo, esfuerzo o dinero.
En primer lugar, la Neurociencia debería tomarse más en serio el espíritu
interdisciplinar que dio lugar a su nacimiento e incluir entre sus filas a auténticos
especialistas en Ontología, Historia, Teología, etc. Resulta extremadamente atrevida y
naïve la aproximación de muchos de los que hoy, en nombre de la Neurociencia, se
presentan como pioneros en el estudio de temas tan antiguos como es, por ejemplo, el

49
de la relación entre materia y conocimiento 35. El desprecio por los grandes tesoros
culturales acumulados por el hombre a lo largo de la historia es un derroche infame
que, además, no nos podemos permitir. Es preciso incluir en los equipos de trabajo
estudiosos familiarizados con las teorías de genios que dedicaron toda una vida a
pensar sobre dichos temas. Esta es la manera más rápida y efectiva de evitar los
errores categoriales, los discursos superficiales y los callejones sin salida tan frecuentes
en aquellos que, desde el ámbito experimental, pretenden ir más allá.
Lo dicho no significa que el neurocientífico deba sin más delegar en otros las
cuestiones fuera de campo, ni tampoco que deba abandonarse a discusiones históricas
a las que frecuentemente conduce apreciar el valor de las tesis de épocas pasadas. El
justo medio está en lograr -señala Kenny- que la búsqueda de coherencia (propio del
movimiento intelectual interdisciplinar) no socave, condicione o tergiverse la verdad de
los enunciados y de los datos de los que se parte. Análogamente, podríamos aventurar
que el éxito de la Neuroética y, en definitiva, de la Neurociencia, dependerá de que se
encuentre o no el correcto doble equilibrio entre la actualidad y la historia, por un
lado, y la coherencia y la significatividad, por el otro. Pero formar equipos de trabajo
con especialistas de diversas áreas no es suficiente para la consecución de este doble
objetivo. Para que se produzca una verdadera colaboración interdisciplinar, parece
necesario que, previo al diálogo entre especialistas, exista un espacio común de
encuentro, aunque sea mínimo. Quiere decirse con esto que los grupos
interdisciplinares tienen que estar mayoritariamente constituidos por investigadores
interdisciplinares, esto es, por investigadores con cierta formación fuera de campo. De
lo contrario, los diálogos de sordos y los desencuentros son tan frecuentes que llega a
no compensar el celebrar dichas reuniones36.
En segundo lugar, la Neuroética ha distinguido precipitadamente a la persona del
cerebro, para pasar a continuación a negar la existencia de la primera 37. Esta posición,
denominada de antidualista es, de hecho, fruto del error dualista de identificar el
problema mente-cerebro con el problema alma-cuerpo. La Neurociencia parece seguir
entendiendo la mente bajo el esquema cartesiano, con la única diferencia de que niega
el plano de la subjetividad y se queda con la idea de que lo único que existe es el plano
de las cosas extensas, tal como fue definido por Descartes. Como ya advirtió Gilbert
Ryle a mitad del siglo XX, este dualismo conduce, en última instancia, al más oscuro
panpsiquismo o al más radical materialismo. Y si a este error añadimos el de identificar

35
Es de una ingenuidad exquisita la afirmación de Farah de que “la relación entre experiencia religiosa y
cerebro fue percibida por primera vez en el estudio de pacientes con epilepsia del lóbulo temporal”.
36
Otra cuestión que conviene matizar es el papel del filósofo en los equipos interdisciplinares. ¿Se le
puede exigir la formación fuera de campo que se le pide a cualquier otro especialista? Esta pregunta
carece de sentido pues, al menos en su definición clásica, la actividad filosófica es esencialmente
interdiscipinar. El filósofo es aquel que busca la realidad y, por ello mismo, es quien “sospecha de…”,
quien “no se conforma con…”, las aproximaciones perspectivistas o parciales. La creencia en la unicidad
de lo real es, precisamente, el más hondo fundamento de la actitud de apertura intelectual. Prueba de
ello es, como apunta Alasdair MacIntyre, la institución universitaria, la más perfecta expresión del
espíritu filosófico. Por lo menos, como se lamenta el mismo MacIntyre, hasta que dio inicio el proceso
moderno de hiper-especialización, una deriva que ha provocado la desconexión de unas disciplinas con
otras, que es en último término, la desconexión entre los métodos de conocimiento y lo real. En
resumen, lo difícil no es encontrar filósofos interdisciplinares sino, simplemente, encontrar filósofos (19).
37
Para Farah, el concepto de persona -y toda la teoría acerca de la dignidad que a él va asociada- solo
tiene sentido en un contexto religioso que, según ella, se contrapone a los datos presentados por la
ciencia experimental.

50
el término espíritu con el de alma y, ésta última a su vez, con el de consciencia,
entonces es inevitable calificar el discurso religioso de descarnado e irreconciliable con
el progreso científico y social. Pero son molinos, que no gigantes. Pocos son los credos
que aceptan las tesis que en dicho antidualismo se pretenden criticar. El problema del
dualismo es una asignatura pendiente que todo buen Neurocientífico debería cursar al
menos una vez en la vida.
Un tercer asunto que merece especial dedicación, es el del fenómeno de
medicalización que padece la sociedad occidental. Es urgente un análisis profundo del
proceso de vaciamiento de contenido del concepto de salud, así como de las nuevas
corrientes que cuestionan que la Medicina posea fines propios. Porque tiene enormes
repercusiones prácticas que sean cada vez menos los que nieguen que la verdad, el
amor o la libertad sean piezas con las que establecer objetivamente los fines y con las
que limitar sus prácticas. Del mismo modo, es crucial que nos preguntemos por qué la
Medicina está convirtiéndose para muchos en el fin último de la existencia. Ambos
fenómenos -vaciamiento y entronización de la Medicina- no pueden ser ignorados por
la Neurociencia, especialmente cuando representan el germen de una sociedad
encaminada hacia horizontes cosméticos, esto es, una sociedad en la que la
manipulación del sistema nervioso tendrá un papel fundamental en el
enmascaramiento de todo posible mal.
En cuarto lugar, y muy relacionado con lo anterior, resulta imperioso investigar e
informar sobre las incertidumbres que rodean el consumo de psicofármacos. Pero,
¿puede medirse la incertidumbre? Al menos pueden establecerse comparaciones
respecto de las que se presentan en otros asuntos. No obstante, ya sabemos que esto
no basta para frenar el abuso de estupefacientes. Hay que luchar en un segundo
frente: el de las actitudes crepusculares. Varios objetivos pueden ser marcados aquí
como dianas: ¿es posible y mentalmente saludable mantener una actitud orwelliana?;
¿qué tipo de clima social arraiga cuando dichas actitudes se generalizan?; ¿cómo afecta
al progreso científico, cómo al diálogo intercultural?
Una última y apremiante tarea es la de crear una Ontología Clínica que ayude, a
quien aplica la biotecnología a su cuerpo -no importa si por motivos terapéuticos,
mejorativos o cosméticos-, a no creerse por ello mera máquina. Ya sabemos qué difícil
es evitar dicho pensamiento cuando todo lo de alrededor parece dictar lo contrario. El
reto no es pequeño, pues los argumentos deben ser sólidos y, al mismo tiempo,
accesibles para quien no es un experto y está además experimentando el sufrimiento
que evocan las tan angustiantes experiencias de alienación e inautenticidad. Este tipo
de discursos serían también muy beneficiosos para familiares que viven con estas
aparentes máquinas vivientes; para los médicos que, muchas veces y de manera
inevitable, trabajan el cuerpo humano como si éste fuera un mero mecanismo; y por
extensión, para una sociedad bombardeada de mensajes mecanicistas sobre lo que es
y sobre lo que debe ser el cuerpo.

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Fin de la voz

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