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Fredric Jameson.

Documentos de cultura documentos de barbarie

La premisa del libro es la consigna dialéctica, ¡historicemos siempre!, pero en lugar de


dedicarse al estudio de la naturaleza objetiva de un texto cultural, trabajará con una historia de las
categorías interpretativas, los códigos bajo los cuales se escriben o se leen los textos, categorías
cognitivas que la sociedad provee en determinado momento histórico. Nunca confrontamos un
texto de manera inmediata, sino a través de “capas sedimentadas de interpretaciones previas”,
hábitos de lectura, categorías sedimentadas de tradiciones heredadas.
La interpretación se entiende como un acto alegórico que consiste en reescribir un texto en
términos de un código maestro interpretativo. J. Alega la prioridad del acto interpretativo
marxiano en términos de riqueza semántica. El marxismo es un modo totalizador, que subsume
otras interpretaciones fragmentarias o sectoriales como lo semiótico, lo teológico, lo mítico-
crítico, lo estructural, etc. El marxismo se concibe aquí como ese horizonte “no trascendible” que
subsume tales operaciones críticas aparentemente antagonistas inconmensurables, asignándoles
dentro de él mismo una validez sectorial indudable, y de este modo borrándolas y preservándolas a
la vez.
Entre las dos tendencias presentes en el libro y en todo análisis cultural se presenta una
lucha que intenta demostrar o la primacía de la teoría o del análisis textual o historia. La primera
volviendo el análisis de los casos mero ejemplo y la segunda pensando la teoría como mero
andamiaje metodológico puesto en funcionamiento en la crítica práctica.

1. Sobre la interpretación. La literatura como acto socialmente simbólico

La perspectiva política para J. es el horizonte último de la lectura e interpretación, más


extrema que el reconocimiento, por parte de la historia literaria, de la resonancia social o política
de ciertos textos, que no es más que una precondición indispensable para la interpretación.
Sólo el marxismo permite resolver la lectura de los textos del pasado superando la “actitud
de anticuario” o la pertinencia modernizadora, porque puede ubicarlos en la unidad de la gran
historia colectiva, si se los mira desde su participación del tema fundamental del marxismo, los
antagonismos de clases y la lucha por la primacía del reino de la Libertad sobre el del de la
Necesidad (empieza cuando cesa el trabajo para satisfacer necesidades, y la producción consiste
en hombres asociados que “regulan racionalmente sus intercambios de la naturaleza … y logrando
el mínimo gasto de energía y bajo las condiciones más favorables a la Naturaleza humana” (cita de
Marx, 17) Más allá del reino de la necesidad comienza el desarrollo de la energía humana como fin
en sí mismo, el reino de la Libertad).
J. afirma que hay un inconsciente político que permite restablecer los sentidos en esta
historia ininterrumpida, descifrando los artefactos culturales como actos socialmente simbólicos.
I. Para proponer una hermenéutica materialista, J. debe discutir los modelos estructurales
planteados por el marxismo estructural o althusseriano. En principio trabajará con las tres
concepciones de causalidad o “efectividad” como modelo de relación entre las partes y el todo, o
la determinación de los fenómenos una región dada por la estructura de la región: entre ellos
menciona el modelo mecanicista de origen cartesiano, que la reduce a una eficacia transitiva o
analítica, el modelo leibizniano de expresión que domina el sistema hegeliano en término de una
esencia que se expresa en cada punto del todo, y el modelo marxista de Darstellung, la causalidad
estructural o presencia de la estructura en sus efectos. Allí la estructura no es una esencia y no es
exterior a los fenómenos, la estructura es inmanente a los efectos, la estructura no es nada más
ala de sus efectos.
El primer modelo no es para J. totalmente desechable, ya que conserva una validez local,
como en el trabajo de Benjamin sobre Baudelaire, y es síntoma de algunas contradicciones
objetivas aún vigentes.
El segundo modelo se relaciona con los problemas de la periodización designada como
historicismo que supone una visión sincrónica de la Historia como un período individual en el que
todo está indudablemente relacionado y toma la apariencia de una totalidad idealista, o diacrónica
lineal de sucesión de fases. Los períodos individuales proyectan relatos de la secuencia histórica de
la cual se deriva su significación.
La causalidad expresiva es, para Althusser, leído por J. una alegoría interpretativa en que
Una secuencia de textos se reescribe en términos de un relato profundo, subyacente y oculto,
calificado como “más fundamental”, que es su clave alegórica o “contenido figural”. Estos relatos
maestros incluyen historias providenciales como las de Marx y Hegel y se caracterizan como
teologías, por lo cual sirve hacer referencia al sistema medieval de los cuatro niveles, que permitía
reescribir la herencia judía en su misión ideológica de asimilar el Antiguo al Nuevo Testamento,
leída la historia en términos de Libro de Dios en que se pueden rescatar signos proféticos. La vida
de Cristo como nivel alegórico permite reescribir el AT, si entendemos la alegoría como “apertura
del texto a múltiples significaciones, a sucesivas reescrituras y sobreescrituras que se generan
como otros tantos niveles y otras tantas significaciones suplementarias” (25). El pasaje del
descenso de Cristo a los infiernos se sobreescribe como testimonio de la esclavización del pueblo
de Israel en Egipto, esto protege al texto contra futuras “invasiones ideológicas”, entendiendo
ideología como “estructura representacional que permite al sujeto individual concebir o imaginar
su relación vivida con relaciones transpersonales tales como la estructura social o la lógica
colectiva de la Historia” (Id.)
En este caso, la reducción de la biografía colectiva a la individual permite la emergencia de
otros dos niveles de interpretaciones morales, en que el hecho histórico de la servidumbre del
pueblo de Israel puede reescribirse como esclavitud frente al pecado y las preocupaciones de este
mundo, que lo liberará de la conversión personal, y el nivel anagógico en que el texto se escribe en
términos del destino de la raza humana y donde Egipto representa un purgatorio de la historia
terrenal, de la cual, la segunda vida de Cristo y el juicio final son la liberación. La historia de un
pueblo ha quedado transformada en una historia universal y de la especia humana, que es la
transformación ideológica a al que apunta el sistema de los cuatro niveles.

ANAGÓGICO lectura política (“significado” colectivo de la historia)


MORAL lectura psicológica (sujeto individual)
ALEGÓRICO (clave alegórica o código interpretativo)
LITERAL referente histórico o textual

Este sistema ofrece una posible solución al dilema interpretativo del mundo actual,
definido por la inconmensurabilidad entre lo privado y lo público, lo psicológico y lo social, y lo
poético y lo político. La crítica althusseriana a la idea de causalidad estructural, entonces, puede
entenderse en relación a este sistema de niveles, en que toda historia individual se reduce a una
historia colectiva. Y, en este sentido, puede leerse como una crítica al similar modelo de
determinación económica marxista:

Superestructuras

CULTURA
IDEOLOGÍA
EL SISTEMA LEGAL
SUPERESTRUCTURAS POLÍTICA Y ESTADO

Base o infraestructura

LO ECONÓMICO O MODO DE PRODUCCIÓN -RELACIONES DE PRODUCCIÓN (clases)


-FUERZAS PRODUCTIVAS (tecnología,
ecología, población)

Así, J. propone ampliar el código maestro o clave alegórica hasta que se convierte en relato
maestro por derecho propio, momento en que “nos tamos cuenta de que todo modo individual de
producción proyecta e implica una secuencia de tales modos de producción –desde el comunismo
primitivo hasta el capitalismo y el comunismo propiamente dicho- que constituye el relato de
alguna “filosofía de la historia” propiamente marxiana” (28). Para J. la persistente aparición de
lecturas en términos de causalidad expresiva o relatos maestros implica que nuestro pensamiento
colectivo se nutre aún de estas categorías, que funcionan como leyes locales en nuestra realidad
histórica.
J. propone reestructurar la concepción marxista de los niveles para expresar la originalidad
del modelo althusseriano, la determinación en última instancia no es la de lo económico, sino la de
la estructura en su conjunto. El modo de producción es un todo que no se identifica con lo
económico sino que éste es un nivel más con su función y su eficacia particular. La estructura es el
sistema entero de relaciones entre los niveles.

En este sentido es que adquiere importancia la categoría de mediación como relación


entre niveles e instancias y posibilidad de adaptación de hallazgos de un nivel a otro. Este término
dialéctico clásico designa las relaciones entre el análisis formal de la obra de arte y la base social, o
entre los niveles político y económico. Althusser asimila esta idea a la de causalidad expresiva
hegeliana como establecimiento de identidades simbólicas entre los niveles, y pérdida de su
relativa autonomía. Sin embargo, J. valora este concepto como modo de romper compartimentos
especializados de las disciplinas burguesas y establecer conexiones entre fenómenos dispares.
Entiende esta idea como una transcodificación, elección estratégica de un código o lenguaje que
se pueda utilizar en el análisis de tipos diferentes de objetos o dos niveles estructurales de
realidad diferentes. J. postula la mediación como dispositivo del analista, para superar la
compartimentación de las regiones de la vida social en el análisis local. Althusser entiende que la
mediación pasa por la estructura más que por la relación inmediata entre un nivel y otro. La
estructura althusseriana refiere al carácter interrelacionado de los elementos del modo de
producción, mediante su diferencia y distancia más que mediante su identidad (causalidad
expresiva). La mediación implica sí establecer una identidad esencial, sobre el fondo de la cual se
recorta la ulterior diferencia, y el proceso de identificar esas diferencias es parte de la mediación
como diálogo entre las instancias. Por eso esta práctica es central para la crítica literaria o cultural,
inventar una terminología que pueda servir para identificar los fenómenos de la vida social así
como para designar las relaciones formales en el texto literario no es afirmar la identidad de éstos,
ni asumir el reflejo de unos sobre los otros. Así, corresponde primero afirmar una continuidad
entre estas zonas para luego ver las contradicciones presentes en las prácticas sociales y los
modos de resolución simbólica que proponen los textos literarios o culturales. La mediación
misma se afirma sobre la semiautonomía y diferenciación de los niveles, J. rechaza toda forma de
mediación que afirme una identidad entre éstos.
La oposición a Lukács tiene que ver con la idea de totalidad que éste impulsa y que en
Althusser es estructura. La ideología en este esquema, es clausura ideológica, limitación
estructural y estrategias de contención (18 Brumario) y Luckács entiende que sólo pueden
desenmascararse en su confrontación con la totalidad que implican y reprimen. Por eso el
marxismo es un sistema interpretativo que subsume a todos los demás, le encuentra y asignas sus
eficacias locales en la totalidad, historizando radicalmente sus operaciones para que tanto método
como analista formen parte del fenómeno a explicar. De esta manera la idea de totalidad de
Luckács puede transformarse en un instrumento de análisis narrativo que permite desenmascarar
las estrategias de contención que pretenden dotar a sus objetos de unidad formal (44).
Respecto de la causalidad estructural, encuentra su contenido privilegiado en las
discontinuidades y brechas en la obra y en una concepción de esta como texto esquizofrénico. En
la crítica althusseriana esto sucede cuando se desenmascara la apariencia de unificación formal
como una falla, ocurre una interferencia entre los niveles y una subversión de un nivel por otro. De
este análisis son representantes Macherey y Lukács y exige explorar los materiales presentes que
hicieron posible determinado texto cultural.

II. Jameson realiza un cruce entre el sistema interpretativo freudiano, centrado en la relación con
el sujeto y el cumplimiento del deseo, y la hermenéutica de Frye, quien invierte los niveles
medievales transformando al tercero, del alma individual en Mítico o Arquetípico, relación a la
comunidad, y situándolo como tercera fase dejando al final el nivel del cuerpo libidinal (designado
por él cómo anagógico). Una hermenéutica social deberá ser fiel al precursor medieval donde la
revolución libidinal y transformación del cuerpo vuelven hacia una figura de la comunidad
perfeccionada.

III. Jameson designa los tres horizontes de la crítica marxista, el primero es el de la historia política
en términos de secuencia temporal a modo de crónica, donde la obra individual se capta como
acto simbólico. La segunda fase que se amplía al orden social, ligada a la lucha de clases sociales,
aquí el texto individual se transforma dialécticamente como parte de una dinámica de discursos
colectivos en el marco del cual es un enunciado individual, y para este nivel el objeto de estudio
será el ideologema, “unidad mínima inteligible de los discursos esencialmente antagonísticos de
las clases sociales” (62). En una tercera fase (la de la historia en el sentido más amplio de
secuencia de modos de producción) estos ideologemas se transforman en ideología de la forma,
“los mensajes simbólicos que nos transmite la coexistencia de diversos sistemas de signos, que son
a su vez rastros o anticipaciones de modos de producción” (Id).
En el primer nivel, especificar el texto individual como acto simbólico implica, en términos
de Levis Strauss que la narración individual se entienda como resolución imaginaria a una
contradicción real, como una realización simbólica de lo formal en lo estético (63). La alegoría
política, a su vez, como ur-narración reprimida o fantasía de los sujetos colectivos puede
entenderse, de este modo, desde los textos individuales hasta un discurso de clase colectivo,
llegando a la segunda fase.
Para K. Burke, lo simbólico es una manera de hacerle algo al mundo, que es inherente a él,
es decir el acto simbólico empieza por producir su contexto en el momento de emergencia en que
se aparta de él: “La obra literaria… trae al ser, como por primera vez, la situación misma frente a la
que al mismo tiempo es una reacción. Articula su propia situación y la textualiza, alentando y
perpetuando con esto la ilusión de que la situación misma no existía antes de él… ” (66).
El subtexto último que hay que reconstruir es el de la contradicción social (que puede
resolverse mediante una intervención en la praxis), pero antes existe el de la antinomia, es decir
aquello que no puede desnudarse por el puro pensamiento, lo impensable que debe generar un
aparato narrativo para disipar su clausura. (Ej: Greimas/binarismo).
En el marxismo las clases deben aprehenderse relacionalmente, sus valores están en
situación respecto a la clase opuesta y frente a ésta, la idolología de la clase dominante implica la
legitimación de su posición de poder mientras una ideología en oposición tratan de impugnar el
sistema de valores dominante. Dentro de este horizonte se afirma desde Bajtín que el discurso de
clase es dialógico en su estructura. Según J. esta forma de diálogo es esencialmente antagonística,
de esta forma se mantiene la exigencia formal de la dialéctica y siguen reestructurándose los
elementos en términos de la contradicción, que aparece como posiciones irreconciliables de las
clases antagónicas. Es decir, en esta reescritura de confrontación ideológica es necesario
reconstruir la voz a la que proyecta simbólicamente el texto.
El discurso de una clase se organiza en esas unidades mínimas llamadas ideologemas, esta
unidad permite mediar entre la ideología como opinión abstracta, calor de clase y los materiales
narrativos. El ideologema puede manifestarse como pseudoidea, sistema conceptual o de
creencias de valor abstracto, una opinión o un prejuicio o una protonarración , fantasía de clase
última sobre los personajes colectivos de las clases antagonistas (71), “ como constructo debe ser
susceptible de una descripción conceptual y de una manifestación narrativa”. Estos objetos de
estudio se reconstruyen en un texto estructuralmente distinto, la abarcadora unidad del código
único que comparten, que trasciende lo político como acto simbólico, lo social como discurso de
clase y el ideologema y es el modo de producción.
La secuencia de los modos de producción -que incluye el comunismo primitivo, las gens, el
modo asiático de producción, la polis o sociedad oligárquica esclavista, el feudalismo, el
capitalismo, el comunismo-incluye la noción de una dominante cultural específica de cada modo
de producción – la narración mágica, la religión o lo sagrado, la política, las relaciones de
dominación personal, la cosificación de la mercancía y las formas originales y no desarrolladas de
la asociación colectiva. No hay una intención clasificatoria en estos tipos de análisis, sino mostrar
el análisis de la contradicción a este nivel, teniendo en cuenta que ninguna sociedad ha encarnado
estos MP en estado puro, sino como sugiera Poulanzas, cada sociedad ha consistido en la
coexistencia estructural de varios modos de producción que inclyen vestigios y supervivencias de
modos antiguos y tendencias anticipatorias. El objeto que se construye así con este último
horizonte es el de revolución cultural “ momento en que la coexistencia de diferentes modos de
producción se hace visiblemente antagonística y sus contradicciones pasan al centro mismo de la
vida política, social e histórica” (77).
El momento triunfante en que una nueva dominante sistémica gana el ascendente no es por lo
tanto sino la manifestación diacrónica de una lucha constante por la perpetuación y la
reproducción de su dominación, una lucha que debe continuar a lo largo de todo el curso de
su vida, acompañada en todo momento por el antagonismo sistémico o estructural de esos
modos viejos y nuevos de producción que resisten a la asimilación o buscan librarse de ella. La
tarea del análisis cultural y social considerado así dentro de este horizonte final será entonces
claramente en de la reescritura de sus materiales de tal manera que esta revolución cultural
perpetua pueda aprehenderse y leerse como la estructura constitutiva más profunda y más
permanente en la que los objetos textuales empíricos se hacen inteligibles (78).

Dentro de este horizonte, el texto individual se reestructura como campo de fuerzas


donde la dinámica de sistemas de signos de varios modos de producción se registra. Esta dinámica
constituye la ideología de la forma, como contradicción de los mensajes transmitidos por los
diversos sistemas de signos que coexisten en el proceso artístico o en su formación social.

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